Macacha Guemes - Ana Cabrera Vivanco

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Macacha Güemes Ana María Cabrera Editorial Emecé escritores argentinos © 2011, Ana María Cabrera Derechos exclusivos de edición en castellano Reservados para todo el mundo © 2011, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Publicado bajo el sello Emecé ® Independencia 1682 (1100) C.A.B.A. www.editorialplaneta.com.ar Diseño cubierta: Departamento de Arte de Editorial Planeta 1ª edición: marzo de 2011 5.000 ejemplares Impreso en Printing Books S.A.. Mario Bravo 835, Avellaneda, en el mes de febrero de 2011. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. IMPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 ISBN: 978-04-3326-6

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Trata de dos hermanos,Martin y Macacha que se crian jugando juntos y crecen en un total entendimiento.Ya de adultos lucharan con coraje y heroicidad contra los invasores Españoles y la patria nueva.Macacha tuvo mucho que ver en la emancipación de Argentina

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Macacha GüemesAna María CabreraEditorial Emecé escritores argentinos

© 2011, Ana María CabreraDerechos exclusivos de edición en castellanoReservados para todo el mundo© 2011, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.

Publicado bajo el sello Emecé ®Independencia 1682 (1100) C.A.B.A.www.editorialplaneta.com.ar

Diseño cubierta: Departamento de Arte de Editorial Planeta1ª edición: marzo de 20115.000 ejemplaresImpreso en Printing Books S.A..Mario Bravo 835, Avellaneda,en el mes de febrero de 2011.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

IMPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINAQueda hecho el depósito que previene la ley 11.723ISBN: 978-04-3326-6

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Ana María Cabrera es profesora y master en Literatura por la University of Califormia Los Angeles (U.C.L.A.). Publicó tres novelas históricas con temática de género: Felicitas Guerrero, Critián Demaría por los Derechos de la Mujer y Regina y Marcelo, un duetto de amor. Como investigadora realizó numerosos trabajos sobre la mujer y el léxico de la moda. Habitualmente dicta conferencias sobre grupos minoritarios y vida cotidiana en colegios y universidades del país y del exterior.

www.anamariacabrera.com

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A la memoria de mi tía Alcira Cabrera,

Por la promesa al Señor del Milagro

Para Rafa, mi amor.

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Nuestro Padre el Sol, viendo los hombres tales como he dicho, se apiadó y hubo lástima

de ellos y envió del cielo a la tierra un hijo y una hija de los suyos.

INCA GARCILASO DE LA VEGA,Comentarios Reales

No nací para compartir el odio, sino el amor.

SÓFOCLES,Antógona

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Los cabellos de Macacha, deshechos sobre la almohada. Los hombres de la casa pusieron cerrojos en todas las puertas.

-Tejada, las llaves. ¿Me escucha? No quiero… ¿Qué se pensaron? Mi hermano me necesita… ¡Realistas de mierda! ¿Y Salta? ¿Qué hacen en la gobernación? ¿Por qué no van? ¿Y por qué están aquí todos ustedes? ¡Contéstenme, carajo!

Ella se debatía entre la desesperación y el delirio. La fiebre humedecía su cara y sus crispadas manos. Su cuerpo se enredaba entre las sábanas, desbocado, indomable. Hasta que, al rato, el cansancio por tanta angustia la sometió completamente.

Sólo dormitó un momento. El suficiente para soñar que su ser más amado atravesaba el umbral de los mayores héroes patrios. Y eso bastó para que se arrojara al piso y se arrastrara hacia la ventana, cada vez más desesperada, y convencida de la cruel realidad. Fueron minutos de indomable desasosiego, y luego se puso nuevamente de pie, con la mayor dignidad posible.

-¡Por Dios, quiero ir! Necesito mojar mis dedos en la sangre de mi hermano –confesó, y cayó exhausta sobre la alfombra.

Se aferró al escapulario de Martín, esmaltado en vivos colores. El rectángulo exhibía a nuestro Señor Jesucristo en el Ecce Homo. Entonces volvió a pedir, casi rogando:

-Necesito santiguarme en el nombre de la Patria…Mientras tanto, afuera, sola y a la intemperie, una colla tejía los colores del

cielo.

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Música, borracheras e histérica alegría en la ciudad de Salta.-¡Brindemos! ¿Otro vino, Olañeta? –dijo uno de los subordinados del grupo,

y todos los presentes alzaron las copas para exclamar-: ¡Por la muerte del rebelde!

El festejo duró horas. Las promesas y los acuerdos se multiplicaron en cada esquina, en los recodos, en las calles. Tras los abrazos interesados, Olañeta, el criminal realista, llegó tambaleando a su casa. Al acostarse, la mujer dio vuelta la cara. Esa vez el olor a alcohol le resultó insoportable pero, como siempre, lo dejó hacer. El marido mordió sus pechos y la penetró sin el preludio de un beso. Sin caricias. Imposible ver la irónica sonrisa de la bella Pepa Marquiegui.

Ella recordaba la primera imagen del granadero de San Martín, saludándola con la fusta en alto. Había entregado, sin resistencia alguna, su corazón al patriota Mariano Necochea. Y más tarde la sagaz hermosura de la mujer había conspirado para el crimen. Era la noche de su triunfo.

En Rosario de la Frontera, la esposa se desengraba sin freno alguno. Sin palabras. Su cara se iba volviendo aún más blanca, hasta que la luz resultó un insulto. Los colores, una bofetada. Sobre la blancura de sus hombros, el dorado de los hilos de su cabellera empezaba a ser un estorbo.

Ya nunca más.Ya nunca más volverán a tejer redes entre los dedos de su Martín.

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Ya nunca más cubrirían como un abrigo la almohada húmeda de amor.Y en medio del comienzo del dolor y de la despedida irremediable, decidió el

último acto.Muy resuelta, tomó las tijeras. La joven señora inclinó la cabeza en la

póstuma reverencia a su amado. Fueron más de diez años, segundos ahora, en los que esos dorados mechones se entrelazaron con el negro vello de su hombre, enredándose en sus labios, demorados en alguna parte de su cuerpo.

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Pero ya nunca más.Entonces, sin temblar, atravesó el aire con las tijeras y las dejó caer a la

altura de su nuca. Fuera, él ya no estaba. No estaría el día siguiente, ni el otro año. Nunca más.

El desparpajo del rubio tejido sobre los baldosones rojos la empujó hacia la oscuridad de su dormitorio. Cerró la puerta.

Negrura insondable. En la habitación, la señora cubrió la orfandad de su cabeza con un oscuro velo. Pero no bastó esa femenina ceremonia. Ese homenaje al marido asesinado, al amante, al amigo. A su par. No. Carmen Puch de Güemes decidió morir.

Ignorando las razones de su ama, obediente a la tácita rutina, una gaucha recogió del piso la amarillenta mata de pelo. Y el patio otra vez quedó limpio, reluciente a la luz de la luna. Y luego se sentó junto al telar, para seguir entramando redes.

Era el 17 de junio de 1821. El alma de don Martín Miguel de Güemes dejaba su hermoso cuerpo de treinta y seis años, para empezar a dibujar la historia del más importante de los gauchos argentinos.

Las mujeres, las hijas de la Pachamama, cargaron con el dolor de la tierra salteña. Lentamente y enmudecidas, empezaron a urdir la madeja. Una colla emprendió el ritual de los hijos rojos alrededor del cansancio de sus piernas. La india se sentó para anillar las lanas negras en la desnudez de su dedo gordo.

Al rato, en Rosario de la Frontera, vestida con la tristeza de las bagualas, la gaucha se unió a las demás mujeres para yapar. Los dorados hilos de la cabellera de Carmencita, acaso, añadirían más belleza a la trama.

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Todo comenzó, en realidad, a mediados del siglo XVIII, en el norte argentino.Magdalena Goyechea y la Corte nació en Jujuy en el año 1764. Su infancia

transcurrió en la Quebrada de Humahuaca, donde corrió detrás de ovejas, llamas y cabras. Pero el caballo fue su animal preferido. Desde muy pequeña aprendió a cabalgar, y tenía muy pocos años cuando se montó en una yegua peruana. Suave en su andar, la llevaba a recorrer el colorido paisaje.

La niña se hizo mujer protegida por el trino de las aves, envuelta en el aroma del follaje. Magdalena era muy bella, segura y elegante. Un halo de innata seducción emanaba de sus rasgos y de sus palabras. Al pasar algún cóndor, disfrutaba ante la grandiosidad de su vuelo, y su alma romántica partía con sus secretos hacia las alturas. Soñaba con el amor de algún caballero lejano, extranjero y cortés.

Y así fue. Él llegó desde España. Se llamaba Gabriel Güemes Montero. El hombre trabajaba para el rey, era Tesorero de las Reales Casas. Traía a América solamente rectitud, hombría de bien y fidelidad a la Corona. El padre de Magdalena más de una vez se reunió con el Tesorero –como le dirían todos- para conversar sobre las costumbres de estas tierras. Gabriel disfrutaba con el paisaje montañoso tan similar al de Santander, su terruño.

Una noche de primavera la familia Goyechea y la Corte lo invitó a compartir la mesa familiar. Como todos los de su tierra, comieron un entramado de maíces, papas,

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quinos y legumbres, y unas sabrosas carnes. El Tesorero, con forzado disimulo, miraba arrobado a la joven. Ella, al llevar la copa a sus labios, le regaló una sonrisa.

No habían pasado muchos meses cuando don Gabriel solicitó hablar a solas con el padre.

-Necesito conversar con usted –tartamudeó.-Como usted diga. Lo escucho –le contestó el padre, mientras lo invitaba con

un jerez.Tembloroso, Güemes Montero por fin habló--Mire… usted, señor mío –logró expresar, e hizo un embarazoso silencio.Su interlocutor inclinó el cuerpo hacia él, y suspiró expectante.-Pues… tengo el honor de pedir la mano de su hija en matrimonio.El padre lo miró largamente, y luego se levantó para permanecer unos

minutos en silencio, junto a la ventana. Güemes Montero lo observaba atento e inquieto, pendiente de la mínima expresión, del más insignificante gesto. En medio del inquietante silencio, sólo se escuchaban los relinchos de algún caballo y el canto de los pájaros. Fue una espera interminable, hasta que Goyechea caminó hacia el joven Tesorero para decir con extrema seriedad:

-Y yo se la cedo. Sé de su hombría de bien.Tras estas palabras y la posterior sonrisa, el padre de Magdalena se acercó

para abrazarlo.-Brindemos, querido yerno –propuso, y en unos pocos minutos el

compromiso ya estaba sellado.

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Las sombras de la noche habían cubierto los árboles del jardín. Los perros de la casa acompañaron a la visita hasta que montó su caballo. Antes de irse, dio vuelta la cabeza para saludar con la mano en alto a la familia. Güemes Montero se fue alegre, acompañado por el agudo croar de las ranas y el embriagador perfume de rosas y orquídeas.

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Dentro de la casa, Magdalena había levantado sus cabellos para escuchar mejor detrás de la puerta del dormitorio de sus padres. Las imágenes de los últimos meses acudían presurosas e inconexas. Miradas hondamente sugestivas. Una tarde en que su mano permaneció temblorosa ante la varonil fortaleza del beso de Gabriel. Aquella noche con música de zamba… Sus románticos recuerdos fueron interrumpidos por la risa de sus padres y parte de la conversación.

-Sí, escuchó bien. Nuestra Magdalena se casará pronto con el Tesorero del Rey –afirmó el padre.

-El corazón me dice que serán muy felices –agregó la madre.La novia sonrió ilusionada.

Por fin, una mañana los padres permitieron que Magdalena y Gabriel cabalgaran juntos hasta la quebrada. Iban acompañados por el negro esclavo de la casa, Francisco Antonio, y su mujer María Josefa. Al llegar, los colores del paisaje vistieron las almas enamoradas. Poco pudieron conversar, ya que todo el tiempo se sintieron observados, pero las miradas fueron tan elocuentes que reemplazaron las palabras que hubieran querido decirse en soledad.

Cuando regresaron a la casa, los criados retomaron sus tareas. Al pasar cerca de Güemes Montero, Francisco le sonrió con picardía, y su esposa se inclinó para saludar a Magdalena, que no llegó a advertir la expresión de alegría en la cara de la negra.

Antes de despedirse, Gabriel sonrió, y se miraron hondamente. Ella sintió por primera vez una extraña sensación en su cuerpo cuando el novio le rozó el rostro con sus labios. Y no pudo reprimir un suspiro, que él recordó una y otra vez, feliz, mientras se retiraba de la casa.

Esa noche Magdalena no quiso comer. Se refugió confusa y lánguida en su habitación. Fue entonces cuando su corazón interrogó a la luna: «¿Esto es el amor?»

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Las visitas del Tesorero se tornaron cada vez más frecuentes. Los robados besos fueron apoderándose de su alma y de su cuerpo. Y casi sin darse cuenta, por fin llegó la ansiada boda. Cuando se casaron, él tenía veintinueve años y ella tan sólo quince.

El novio llevaba un sombrero de ala ancha, que se quitó con gesto elegante antes de entrar a la iglesia. Sus dedos se hundieron en él al vislumbrar la luminosa belleza de su novia. Gabriel colocó su mano izquierda sobre la chaqueta corta y justa al cuerpo, adornada con un bordado en avispero que formaba bastones verticales. A pesar de los sonidos y de las voces que inundaban el lugar, llegó a escuchar los frenéticos latidos de su corazón.

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Magdalena avanzaba por la nave central envuelta en la blancura de las telas. Entrelazado con las orquídeas blancas, lucía el inconfundible brillo del rosario de cristal de roca. Una rica mantilla de encaje cubría su rostro.

Cuando estuvieron frente a frente, ella se quitó el velo. Él, tembloroso, le tomó la enguantada mano. El Señor bendijo esa unión el 31 de mayo de 1778. Desde ese momento a la joven señora la llamaron la Tesorera.

En la soledad de la estancia El Paraíso, sus cuerpos se regocijaron toda la noche. El amanecer los sorprendió extenuados en la plenitud del amor. Pero tuvieron que pasar cinco años para que el sentimiento se derramara en frutos: en 1783 nació el primer hijo.

El hombre se animó a entrar luego de que se retiró la partera de la habitación. Allí, entre los rasos de las sábanas y las puntillas de la almohada, descansaban su esposa y su primogénito. El niño tomaba por primera vez el alimento de su madre, que era toda luz, sonrisa y caricias. Gabriel los abrazó emocionado e incrédulo.

-Lo llamaremos Juan Manuel –dijo inaugurando su rol de padre.-Así será –asintió la madre.La vida de Magdalena y Gabriel cambió sustancialmente con la llegada del

hijo. Ella fue todo amor para entregar a la criatura, al esposo y al hogar. Él se dedicó a desempeñar sus funciones de Tesorero del Rey con un mayor compromiso. Era dulce esa vida, sin demasiados sobresaltos, hasta que un día Gabriel llegó con la noticia.

-Me trasladan a Salta.Magdalena, que estaba jugando con su pequeño niño, levantó la cabeza

para preguntar.-¿Cómo? ¿Cuándo?Y sin aguardar la respuesta, algo nerviosa, dejó a su hijo al cuidado de

Úrsula, una criada mulata, para sentarse junto a su marido.-Nos vamos a Salta. Así lo quiere el Rey –explicó Gabriel y, para calmar la

ansiedad que le transmitía la mirada de su esposa, besó su mano y agregó-: Allí estaremos muy bien. Tengamos fe.

Y no hubo mucho más que conversar. La suerte estaba echada, había que hacer honor a tan importante cargo y disponerse a obedecer las órdenes de los superiores. Al poco tiempo, la familia viajó hacia su nuevo destino. Rodearon Jujuy y anduvieron hacia la encantada herradura de Salta. Llegaron por la tarde, cuando el sol comenzaba a estirar las sombras y se disponía a ocultarse tras los cerros.

La bienvenida fue prometedora. Los patios de la casa los recibieron cuando empezaban a exhalar su frescura las reverdecidas plantas, cubiertas de flores. Los rayos de la luna ya jugaban a las escondidas entre los macetones y el aljibe. Desde la Iglesia de San Francisco se desató un tañer de campanas que rodó sobre el tejado, para perderse en el horizonte y poder acariciar las laderas del cerro San Bernardo.

Mientras desempacaban, dona Magdalena sintió un leve malestar y tuvo que

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recostarse. Lo hizo a su pesar, pues le molestaba reconocer sus debilidades; era irritante que el cuerpo no le respondiera. Tras el mareo, comenzó a faltarle el aire y las piernas se le aflojaron. No se sentía bien. Al principio lo atribuyó al

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trajín de la jornada, al cambio, al cansancio… pero no. Era otra vez una vida en su cuerpo, ¡y Juan Manuel ni siquiera tenía dos años! Pero no sería cualquier niño el que vendría al mundo, lo presentía. Tras la fuerte intuición, apoyó las dos manos sobre su vientre, y se entregó a lo que viniera.

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Ocurrió a principio de febrero. Era el año 1785. El sol radiante del mediodía exultaba el rojo de los ceibos, el perfume de las orquídeas y el canto de las aves.

Desde la habitación, se escuchó nítido el grito de la partera: «¡Varón!» Afuera unos gauchos entonaban algunas zambas. Otros invitaron a sus mujeres a bailar. Al rato la baguala atravesó el ambiente con su queja gutural, al compás de los golpes de la caja.

-Aquí, nuestro primer hijo salteño –dijo Magdalena mientras lo alzaba para mostrárselo a su marido.

Gabriel soltó una amplia sonrisa cuando lo tuvo en sus brazos y comentó con gran asombro:

-Mire… ¡qué inquieto es!Fue entonces cuando Magdalena se incorporó en la cama. La belleza del

rostro de la mujer era exaltada por la suntuosa cabellera que le acariciaba los hombros.

-Él es Martín Miguel –afirmó con orgullo maternal.Y al escuchar ese nombre toda Salta se estremeció. Los tres escalones de la

Madre Tierra supieron de su nacimiento. Desde el más bajo, la llanura chaqueña; pasando por los valles, en el medio, y luego las alturas de la Puna de Atacama, y la Cordillera de los Andes, se vistieron de rojo fiesta. Y fue este mismo suelo el que recibió sus primeros gestos infantiles, las entrecortadas palabras iniciales y los primeros pasos inseguros.

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Martín crecía. Parientes, criados y amigos admiraron el hermoso rostro, de apasionada mirada y frecuente sonrisa.

La vida se deslizaba plácida en el hogar Güemes Montero. Los dos niños jugaban con los criados más jóvenes de la casa: Bernardo, un mulato, y Gabriel, el indio; ambos tenían tan solo cuatro años, rosa, mulata de doce años, los vigilaba, mientras que Úrsula y Melchora les preparaban las comidas.

Doña Magdalena cuidaba las plantas del jardín, se ocupaba de la crianza de los hijos, gozaba del amor de su marido y del placer de cabalgar por la belleza de la tierra salteña.

El Tesorero trabajaba todo el día, protegía amorosamente a su familia y siempre encontraba un momento de soledad para la lectura. De España había traído El Quijote y la Nueva Recopilación de las Leyes de Indias. En América incorporó a su biblioteca la Historia de la Conquista del Paraguay del padre Lozano y las Cartas eruditas y curiosas del padre Feijóo. En su mesa de noche siempre lo esperaban las Epístolas de Pablo. Aunque encontraba un refugio en sus libros y solía abstraerse del mundo, también le gustaba conversar con su mujer y transmitirle algunas ideas, para que ella también se enterara de cosas importantes, mucho más que las que acontecían en el interior de la casa.

-¿Sabe, mujer? En mis tierras todos conocen El Quijote. En las montañas los analfabetos recitan párrafos de memoria. Es una especie de Biblia.

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La Tesorera se sentía feliz en su hogar y le encantaba escuchar las historias y opiniones de Gabriel, que tenía un hablar diferente y sabía tanto de los libros y del mundo.

-¿Qué más le puedo pedir al Señor del Milagro? –compartió con él un mediodía, durante la sobremesa, mientras besaba y abrazaba a sus hijitos.

-Pues claro que sí, puede pedirle algo más. El Santo la ha escuchado y aquí le trajo algo para acompañarla y proteger esta casa –le contestó Gabriel, mientras buscaba un cuadro un cuadro que había escondido el día anterior, con el propósito de impresionarla-. Es para usted. Ha sido pintado por Tomás Cabrera.

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Ella, realmente sorprendida por el regalo, lo tomó en sus manos como si se tratara de un tesoro. Su alma se conmovió al admirar los colores de la tela.

-Es un Cristo… ¿Cómo se llama?-Cristo de la paciencia o humildad. El artista es salteño. ¿Y sabe, mujer?

Cabrera lo pintó el año en que nació nuestro Martín.-Pues entonces lo colgaremos en el comedor para que bendiga a todo aquel

que se siente a nuestra mesa.-Amén –le contestó Gabriel, y le dio un beso en la frente.

Un sábado, como tantos otros, los Güemes Mortero asistieron a la casa del matrimonio de Ignacio de Gorriti Navarro y María Feliciana Coeto, quienes vivían en Los Horcones, en Rosario de la Frontera. Estas reuniones sociales eran muy comunes en Salta, donde la vida transcurría de manera más amena si había encuentros familiares y fiestas con amigos. Y más aún si se alegraban con los famosos saraos, tan frecuentes por aquellos años.

Los tesoreros lucían muy elegantes. Doña Magdalena sostenía sus bucles con peinetas españolas. Su vestido color oro estaba cubierto por una capa con redingote de paño escocés azul. Don Gabriel vestía frac de excelente paño inglés, con pantalón de antílope estribado en unos magníficos chapines de cuero de la tierra. Al ser recibidos por la servidumbre, Güemes Montero les entregó la capa española, también confeccionada, como el frac, con el mejor paño inglés, y su gran sombrero de copa de pelouche. Su mujer prefirió seguir abrigada, porque aún la afectaba el frío de la noche.

Apenas los vieron, sus amigos los saludaron con afectuosa alegría. Intercambiaron unas palabras y enseguida propusieron un brindis. Toda ocasión era buena para agradecer y augurar un buen futuro. Después de tomar unas copas, la música comenzó.

-Señora, ¿me acompaña usted en este minué? –invitó Gabriel a Magdalena, y el

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Tono fue tan galante que le arrancó una carcajada.Mientras bailaban, sus miradas se prodigaban caricias. Se amaban tanto

como el primer día, un poco más. Cuando terminó la danza, la orquesta continuó ejecutando otras piezas. En el salón, al igual que en la calle, convivían españoles y criollos. Cuando el matrimonio dejó de bailar, antes de que Magdalena pudiera sentarse al lado de una de sus amigas, alguien se acercó a ella.

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-Tesorera, ¿me enseñaría a bailar una zamba? –preguntó Pedro Olañeta, mientras sacaba de uno de los bolsillos un pañuelo blanco.

El caballero era vasco. Había llegado a América para realizar ciertos negociados con el Alto Perú. Magdalena aceptó con un gesto no muy convincente. Olañeta la miraba con insolencia, y ella intentaba disimular el disgusto detrás de su pañuelo.

Llovía. En el campo, tiritando de frío, indios y gauchos se calentaban con el fuego que se había prendido para el asado y en unos cuantos tragos de chicha. El más anciano del grupo se restregó las manos muy cerca de los crepitantes leños.

-Eso sí. Con esta tierra tan rica nos faltarán vestidos pero nunca comida.El cuñado dejó de cortar leños para asentir.-¡Cómo no! Si hasta para amasar tortas fritas los changuitos arrancan los

maíces de la tierra, sacan leche e’vaca, agarran una gallina… tanta cosa –dijo y, después de aceptar un mate amargo, agregó-: Nunca vai faltar qué comer en esta tierra.

-La Pachamama la protege –agregó una anciana indígena.El contraste era intenso. En la sala de la familia Gorriti el matrimonio

Güemes Montero ya empezaba a despedirse. Cuando subieron al coche, la Tesorera les dijo:

-Gracias por la linda noche. ¡Vayan adentro, que hace frío!Mientras regresaban a su hogar, a lo largo del camino, en varios puntos, los

tesoreros advirtieron la presencia del grupo de los desprotegidos: eran indígenas y

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gauchos empapados por la llovizna. Cebaban los últimos mates de la noche. Sin poder contenerse, don Gabriel le pidió al cochero:

-Detente aquí. ¡Pobre gente!El matrimonio se miró. Ella se sacó la capa y él, la suya. Tras un tácito

acuerdo, se bajaron del coche.-Para que se abriguen –dijo Gabriel, y doña Magdalena cubrió con su prenda

a la anciana aborigen. El Tesorero se agachó para arropar los cansados hombros del viejo gaucho.

Fue una escena que duró apenas unos minutos, los suficientes para abrigarlos. Rápidamente regresaron para continuar el viaje. Todo el resto del camino Magdalena lo hizo llorando sobre el pecho de su marido, que la había cobijado entre sus brazos. Y otra vez los golpeó ese contraste doloroso cuando arribaron a la casa, que estaba acogedoramente tibia.

-Algún día esta desigualdad social deberá terminar –le dijo a Gabriel cuando se acostaron.

Como respuesta, él la invitó a rezar. El silencio de los cerros adormecía a los desprotegidos, pero el implacable frío no los dejaba entregarse al sueño. Resignados, con las caras teñidas de tristeza, se quedaron muy juntos.

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Terminaba 1787, año en el que América del Norte firmó su Constitución Nacional. Mientras tanto, América del Sur seguía sojuzgada por la Corona española.

El Tesorero del Rey iba a ser por tercera vez padre. A pesar de lo avanzado del embarazo, Magdalena seguía ocupándose de dirigir las tareas del hogar. Cada día recibía con una sonrisa y un saludo afable a los vendedores de carne, leche, miel, frutas y quesos. La mañana del 11 de diciembre, como todos los días, interrumpió sus tareas ante la llegada del lechero.

-Güen día, doña –la saludó respetuoso, y se agachó para ordeñar.El líquido blancuzco, casi amarillento, era tibio y espeso. Las negras

sostenían sin dificultad los pesados tarros, que luego llevaron hasta la cocina. El vendedor ya se retiraba con su vaca cuando le llamó la atención un extraño sonido. Movido por la curiosidad, se dio vuelta para descubrir de qué se trataba.

-Doña, doña. ¿Qué e´tanta agua? –atinó a preguntar.-Ayúdame, por favor, llama a las criadas –le respondió Magdalena-. Es el

agua que me anuncia la llegada del niño.Enseguida acudieron para socorrerla. Envuelta en el perfume de las flores

de naranjos y limoneros, la acostaron en la cama. La partera no se hizo esperar. Francisco Antonio atravesó el bosque de cebiles y chañares para avisar al señor de la casa. Gabriel Güemes había salido temprano por cuestiones de trabajo.

María Josefa convocó a toda la servidumbre. Indias y negras corrían desde la

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Habitación de la parturienta hasta la cocina, en un ir y venir de agua caliente y telas para paños. Rosa se persignaba. Úrsula se tropezó con ella y casi se caen las dos. Bernardo y el indiecito Gabriel estaban abrazados en un rincón.}

Desde muy lejos se empezó a escuchar un canto. El sonido del viento se unía a las lejanas guitarras. Los lapachos mecían sus copas. Indias, collas y paisanas tejían silenciosas. El girar sereno de los hilos nacidos de la llama, la alpaca, el guanaco y la vicuña armonizaban el paisaje. Cuando el cielo salteño se tornó curiosamente de violeta, se escuchó el llanto de la recién nacida.

-¡Es una niña! –exclamó exhausta la madre.-Se llamará Magdalena como usted –afirmó el gozoso padre, que por suerte

había llegado a tiempo.Nadie advirtió la presencia del pequeño Martín. El niño se asomó a la cuna

para tomarle la mano a la recién nacida.-Ma… ma… ca… cha –la saludó el hermano.En el campo el viento llevaba los rastrojos del maíz. La música del agua

acompañaba el mecer de las ramas del cebil, y el algarrobo dio a la Pachamama la dulzura de sus frutos. Un cóndor sobrevoló la magia de ese instante. Sin saber cómo ni por qué, los gauchos empezaron a hacer música con sus guitarras. Las faldas de las mujeres se movían al ritmo de un carnavalito.

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Las manos de las mujeres entramaron la blancura de las lanas. Estremecidas por el esperanzado amor, añadieron un nuevo dibujo al telar de la historia.

-Macacha –repetían cerros y quebradas bajo el naciente sol del nuevo día.La familia Güemes no podía ocultar la alegría que le deparó el nacimiento de

la primera hija mujer. Como ocurrió con Martín, Macacha fue bautizada en la Iglesia Matriz de Salta por el cura rector más antiguo, el doctor Gabriel Gómez Recio. Llegaron hasta allí toda la familia y su servidumbre. Los Gorriti no se hicieron esperar, los Puch y las Saravia tampoco. En medio de la ceremonia, Martín se soltó de la mano de Rosa para ir al altar: no podía soportar el llanto de su hermanita cuando la mojaron con el

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agua bautismal. Los unía un indestructible vínculo, tan fuerte que no había persona que no lo percibiera. Como también todos entendieron desde un primer momento que la niña era mucho más despierta que las otras.

Todo en Macacha era excepcional. Se caracterizó desde muy pequeña por su impulso protector: no sólo se convertiría con el tiempo en la defensora de sus seis hermanos menores, que irían llegando al mundo con una diferencia aproximada de dos años entre cada uno de ellos –Francisca («Panchita»), José, Gabriel, Juan Benjamín, Manuel Isaac y Napoleón-, sino que también ampararía a sus hermanos mayores: Juan Manuel y Martín.

Y desde chiquilla, también, la envolvió un halo de inteligente gracia, hábil palabra y seducción irresistible. Nadie podía dejar de sonreir ante sus ocurrencias ni escapar del cautiverio que producían su voz y su desenvoltura. Sus insistentes porqués y sus ansias de conocer cada vez más la impulsaban a quedarse cerca de los mayores para deleitarse con sus conversaciones. Un poco más grande, después de escuchar las historias que le contaban las mulatas, escondía algún libro debajo de la almohada. Cuando apagaban las luces, encendía una vela para desvelarse con la lectura. Y desafiando las normas de la familia, antes de dormir, sentía la imperiosa necesidad de escribir algo. Sus más hondos sentimientos empezaban a poblar las hojas en blanco de su diario:

Señor del Milagro, Señora del Milagro, ¿por qué no soy como las otras niñas? Sus juegos me aburren. Yo quiero mi vida libre. Quiero viajar, tener una vida de aventuras, como los varones. Es más divertido… ¿Será acaso pecado?

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La casa que estaba sobre la calle Yocci, según las Ordenanzas Reales, era garantía y seguridad del Tesorero real. Ese edificio había sido construido por un acaudalado español, el teniente coronel de milicias de caballería don Manuel Antonio Tejada.

-¿Quién es Manuel Tejada? –preguntó doña Magdalena apenas se mudaron.

El marido caminó hacia la ventana de cedro y hierro para observar hacia afuera mientras le contaba.

-Pues me he enterado que este rico español se casó tres veces y tiene siete hijos. Alquiló su casa al Rey de España para que aquí resida la tesorería.

Gabriel Güemes trabajaba adelante, en el archivo y en la oficina, y dormía enfrente, en un dormitorio para custodiar las arcas. Casi todas las noches conversaba con su mujer en la sala. A los costados estaban los largos zaguanes que terminaban en las habitaciones para uso de servicios y para la entrada de mercaderías.

Macacha, Juan Manuel y Martín corrían, a los pocos días de la mudanza, por los patios y la huerta. Jugaban en el patio, alrededor del pozo con agua. Sus fuertes risas hacían zozobrar las paredes de la casa. A la salida había una huerta con puerta hacia el zanjón de Tineo, donde los chicos sacaban de la tierra choclos, tomates y habas. Muchas veces, mientras comían, sucias las caras de jugo y barro, bailaban el pala-pala.

Una mañana de otoño los despertó el clamor de una tormenta.

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¡Qué extraño! Es junio y llueve… -dijo el marido al acariciar la cabeza de su mujer.

Ella se levantó sobresaltada. Coqueta, arregló su falda y su cabellera. Sonrió. Tomados del brazo se acercaron juntos al balcón. El idílico instante fue alterado por un grito.

-¡Ayyyyy! Casi me haces caer –gritó Martín.-Alcánzame si puedes –lo desafió Macacha.La provocación de su hermana no se hizo esperar. Así fue como los

almohadones volaron ante el ímpetu del muchachito. Se abrieron las ventanas y la madre tuvo que intervenir para que no se mojaran los otros chicos que estaban sentados jugando. Sin ser vistos por el Tesorero, que había tenido que salir por cuestiones de trabajo, Macacha y Martín reían afuera, sucios de barro.

-¡Qué extraño, llueve! Es junio y llueve –repitió la señora de la casa y se acomodó ante la ventana.

La algarabía de los niños tapó por completo el sonido de las gotas de lluvia sobre la calle y el patio.

-¿A que no me agarras? –Macacha se escapaba tirando sillas hasta que, de alguna manera, fue vencida.

-¡Ay Martín! ¡Las trenzas no!-¡Arre, mi caballito! –se burlaba Martín sin soltar el pelo de su hermana.En ese instante pasó la mulata Rosa con una enorme bandeja con frutas. Al

tropezar con los chicos, naranjas y limones se derramaron por la sala. De pronto el padre abrió la puerta de calle y quedó estupefacto ante el tragicómico espectáculo. Entonces, aprovechando la situación, Macacha y Martín lograron

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escaparse una vez más. Cuando tenían lugar estos episodios, Magdalena pedía ayuda. Era imposible hacerles frente a esos dos niños jugando.

-¡Josefa, Rosa, Úrsula, Benita, todas… vengan todas! Estos niños… ¡son demonios!

El Tesorero trajo de una oreja a Martín y la Tesorera, a Macacha. Al pasar junto a Juan Manuel los hermanos le acariciaron la cara. Aunque era el mayor, los otros dos

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siempre lo vencían y no dejaban de molestarlo con sus travesuras.-¡Ay, si serán malos! –les dijo él, limpiándose con la manga la cara sucia de

barro.Una vez que los ánimos se calmaron, comieron fruta y algunos dulces que

habían quedado del desayuno. Cuando terminaron la improvisada comida, Macacha y Martín comenzaron otra vez a molestar. Imposible esperar hasta el mediodía. La madre desesperada pidió:

-Josefa, más empanadas. Estos niños ya no dejaron nada. ¡Ah, y no te olvides de los pastelitos de dulce de cayote!

Doña Magdalena caminaba por la casa. Afuera, la inusual lluvia calmaba la sed de Salta. Por fin llegó el almuerzo. Sobre el blanco mantel el olor de los panes y de las tortillas recién horneadas atrajo al bullicioso dúo. No pudieron esperar el sabroso locro. Ya las migas volaban traviesas sobre las cabezas de los chicos.

Después de la abundante comida llegó el sosiego. Los hijos fueron llevados a dormir la siesta. La Tesorera, agotada, se sentó un instante y apoyó la cabeza en el sillón. Cerró los ojos. Mientras la casa entraba en el sopor de esas horas, Macacha y Martín aprovecharon para corretear en libertad.

Al atardecer empezaron a buscarlos.-¡Martín, niño Martín! –gritaba la desaforada mulata.Pero él desaparecía tanto entre el follaje de un lapacho como de algún

algarrobo. Macacha gritaba para despistar a sus preseguidoras. Ya cansados, se acostaron sobre los húmedos pastizales, donde estuvieron largo rato renovando fuerzas.

-¿Qué hacen, Martín? ¿Por qué se sube uno sobre el otro? –preguntó con insistencia Macacha al ver una pareja de llamas, sin entender lo que veía-. ¿Qué pasa, Martín? ¡Ay Dios mío, pueden lastimarse!

El hermano instintivamente le tapó los ojos.-Ay, suéltame, no seas bruto –protestó Macacha.Martín se levantó nervioso. No sabía que contestarle. Le molestaba la

porfiada curiosidad de su hermana.

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-No te vas a ir de aquí hasta que me digas la verdad –lo amenazó ella mientras lo miraba a los ojos con los brazos en jarra y en puntas de pie para engrandecerse ante él.

Martín se dio por vencido y la tomó de la mano para invitarla a sentarse.Mira, el que está atrás es el macho, el varón. La hembra está adelante. Así

se hacen los hijitos –logró explicarle y, al terminar, suspiró aliviado.Ella, en cambio, como si nada hubiera pasado, dijo con picardía y ternura:-Ah, ¿era eso nada más? ¡Pero qué tierno!

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Martín se ruborizó, y Macacha cambió de tema. Siguieron persiguiendo vicuñas y vacas. Más tarde fueron hasta un lago y se regocijaron con el vuelo de los flamencos. Cuando el rosado de las aves cruzó el cielo, emprendieron el camino de regreso. Estaba comenzando a oscurecer.

La casa los cobijó con su olor a sopa. Sólo les dio tiempo para lavarse las caras y las manos, y acomodarse un poco la ropa y los cabellos.

Ya alrededor de la mesa, Macacha codeaba a Martín para que sus cucharadas acompasaran al ritmo de los demás comensales. Imposible. A pesar de soplar cada sorbo, el hermano se quemó. Los fideos cabellos de ángel vistieron el mantel. La madre tuvo que alcanzarle rápidamente un vaso con agua, y el padre puso coto a la risa y a las bromas de la hija. Cuando llegó el estofado de corderito sazonado con nueces y pasas de uva, todos se calmaron. Entre bostezo y bostezo, los chicos y los grandes saborearon mangos y papayas.

Los días de los hijos de la Tesorera y el Tesorero transcurrieron entre la ciudad, donde estudiaban en la escuela pública, y las estancias de la madre, El Bordo y El Paraíso, que estaban a cincuenta kilómetros de la ciudad. Allí, Macacha y Martín cabalgaban hasta ser tragados por el horizonte y por las noches desobedecían las órdenes de la casa para matear con los gauchos.

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Ocurrió un día de caluroso verano. Era la hora de la siesta. A las dos de la tarde el insistente zumbido de las moscas estorbaba el sueño de chicos y grandes.

-¿A que las atrapo? –desafió Martín.-¡Shhh! ¡No seas loco! –dijo Macacha tapándose la boca para que no se les

escapara la risa.Las criadas llegaron para espantar la invasión de insectos. Luego, solamente

el sonido lejano del agua. Fue entonces cuando Macacha y Martín aprovecharon para salir. Pero al llegar a la cocina, en lugar de escapar rápidamente para no ser vistos, le pidieron a un viejo peón que estaba cebando mate que les diera uno. Como siempre, estaba delicioso. Entonces aprovecharon para preguntarle cuál era su secreto.

-Pero si es la cebadura de Artigas –respondió dejando ver su dentadura sin dientes-. Diz que este caudillo siempre tomó mate cavado por sus manos.

-¡Enséñanos, don Nicanor! –insistieron los chicos.El hombre se sentó para explicarles. Disponía de mucha paciencia y parecía

sobrarle el tiempo.-Se hierve agua con tres hervores en una pava de barro o fierro. Cuando da

el primer hervor, se echan a través de la bombilla dos cucharadas de agua fría en el mate ya cebado. Se presiona sin revolver. Se deja humedecer la yerba pa´que el agua fría saque su aroma. Luego se quita el agua fría ladeando con cuidado… Así mismito, ¿ven? Y se presiona el mate del otro lado con la bombilla. Se le pone azúcar y se le echa con calma el agua caliente. Cuando se sirve, se mueve la bombilla sin levantarla.

Entusiasmado, Martín se puso de pie para prometer:-Hermanita, desde hoy cebaré mate con mis propias manos. ¡Como Artigas,

carajo!Finalmente no salieron, se quedaron conversando con ese peón y con otros

que se fueron sumando a la rueda. El tiempo transcurrió gracias a la compañía de esos

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primeros mates oficiales, tomados ya no a escondidas, sino con los hombres grandes, los que llevaban adelante el complicado trajinar de la casa. Hasta que los sorprendió el anochecer.

Con frecuencia los chicos se perdían entre los maizales, a donde nunca llevaban a los hermanitos más pequeños; Panchita siempre quería acompañarlos, también José, pero ellos no los dejaban., por eso a veces se quedaban llorando mientras los veían partir. Martín llevaba a Macacha en las ancas de su caballo. Montaba desde pequeño con la soltura de quien siente la naturaleza en su piel. Él y el caballo conformaban un mismo ser.

Cierta tarde de verano Macacha preguntó:-Ay, Martín. ¿Por qué estos hombres matan a los loros?-Son los loros chocleros –le respondió muy seguro de la información que

transmitía-. ¿No ves que está por madurar el maíz y ellos se lo comen?Martín y Macacha disfrutaban de la naturaleza y, a medida que despejaban

sus ansias de conocerla, la amaban más.Al rato escucharon un griterío. La presencia de un yaguareté amenazaba la

vida de una ovejita. Al estampido del primer tiro el peligroso animal huyó. Al verlos, don Zoilo, el capataz, se acercó.

-Estaba solita. Aura ya se unió al rebaño. Los tigres de estos pagos matan a los animalitos cuando andan guachos. Es peligroso caminar solo.

La curiosidad de los inseparables hermanos los llevó a seguir preguntando por la cosecha.

-¡Ay, estos changuitos! Si se parecen al maíz. ¡Hembra y macho en una mesmita planta!

Y era verdad. Una verdad irrefutable. Los hermanos eran uno en la diversidad. Él, impulso. Ella, estrategia.

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Una mañana Macacha se presentó en la habitación de la Tesorera. Segura de su pedido, le habló:

-Madre, yo también quiero un caballo.Doña Magdalena la abrazó en silencio. Sabía del empecinamiento de su hija

por cabalgar sola.Y no mucho después de ese pedido, otra mañana la despertó con la

sorpresa.-Hija, levántate. Tu sueño se cumplió –le anunció mientras descorría las

cortinas para permitirle al sol que la despertara.-¿Qué pasa?-La trajeron desde el Alto Perú. ¡Vamos, vamos!La niña salió descalza y con el pelo suelto. Allí estaba una hermosa yegua.

Su pecho era ancho y sus piernas, finas. Macacha acarició sus orejas chicas y la suavidad de sus crines casi blancas. Sonrió al palmear con dulzura su cuello breve y vigoroso.

-Te pondré un nombre. Serás mi amiga –le dijo a la yegua mientras no dejaba de acariciarla.

-¡Qué niña ésta! –exclamó la madre.

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Macacha daba vueltas alrededor del animal, observando cada detalle de su cuerpo. Quiso que comiera pasto de su mano, hasta que por fin hizo pública su decisión.

-Ya sé. Se llamará Carmela.Ya tenía nombre. Entonces decidió montarla. Milagrosamente, Carmela y

Macacha se acomodaron una a la otra, como si desde siempre se hubieran conocido. La niña cabalgó disfrutando del brío elegante y suave del soberbio animal. El brillo de las crines rubias era iluminado por el sol salteño. Niña y yegua tenían un temperamento estable. Con trote armonioso y seguro, Macacha condujo a Carmela hacia los Valles Calchaquíes, conocía de memoria el camino. La madre enjugó una lágrima al ver que se alejaban.

De regreso, al descubrir la presencia de Martín, no se contuvo y exclamó:-¡Martín, Martín, mira! ¡Yo también cabalgo!

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Y ese día fue memorable no solo para ellos, sino para toda la familia y la peonada, porque los niños Martín y Macacha por primera vez cabalgaron juntos, cada uno montado en su propio caballo.

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5

Por las mañanas Martín y Macacha solían visitar las estancias. Disfrutaban del viento sobre sus caras, de los aromas del pasto húmedo y de los naranjos en flor. Los otros niños obedecían la organización del hogar sintiendo que así complacían a la madre.

Un atardecer de abril, después de la siesta, la casa se alborotó. Las criadas dejaron las ensombrecidas paredes de la cocina, negra por el humo de la leña verde encendida a fuerza de pulmón, para gritar con los brazos en alto.

-Jesús, María y José. ¡Niño Martín, niño Martín! ¡Niñoooo!-Rosa, ¿qué pasa? Vamor, mujer… ¿Qué pasa? –preguntó Macacha con

insistencia, como si fuera la madre en lugar de la hermana.-Niña, Martín Miguel no está, se fue, no sé… ¡Ay Diosito, Virgen Santa! No

está…A pesar de sus nueve años, Macacha tenía la resolución de una mujer

madura. Entonces salió de prisa y fue a buscar a su yegua, ni se le ocurrió pedirle ayuda a su hermano Juan Manuel.

-Vamos, Carmela, Martín nos necesita –le dijo de cerca, montó con rapidez y se fue hacia el monte.

No muy lejos de la casa encontró a su hermano Martín, que hablaba solo, a los gritos.

-¿Por qué? ¿Por qué? –decía con rabian mientras pateaba el árbol.Y antes de que Macacha pudiera acercarse a preguntarle qué le ocurría,

Martín se acercó hasta la orilla del río. Se arrancó la ropa y se perdió en las aguas.

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La hermana lo esperó ya más tranquila, conocía muy bien esos arrebatos. Y a los pocos minutos lo vio regresar, con la cabeza baja. Cuando Martín pudo hablar, la miró a los ojos, y repitió la pregunta.

-¿Por qué hermanita? ¿Por qué? Yo me esforcé. Estudié más de lo que me indicó, pero el maestro no valoró mi trabajo… Se empecinó en que repitiera solo lo que él me había enseñado.

Macacha no pudo responder, pero lo cobijó entre sus brazos. Esperó a que se calmara, y le pidió que regresaran a la casa, para evitar que el escándalo creciera.

Durante la vuelta, más de una vez encontraron a un paisano con sangrantes heridas por los azotes del patrón; también pudieron ver a varios indiecitos descalzos, que dormían entre los flacos brazos de sus madres.

-Mi querido hermanito, mira, mira cuánta injusticia, cuánta hambre… Nosotros comemos, tenemos ropa, escuela. Podemos protestar como lo has hecho tú, pero mira a tu alrededor. Ellos están tristes.

Cuando llegaron a la casa, la expresión de la cara de Martín lo delató, y los padres quisieron saber.

-Pero, ¿qué pasó? –preguntaron al unísono.-El maestro cree que no estudié lo suficiente –confesó Martín.-No quiere que piense –precisó Macacha.-Bueno, bueno, vengan a calentarse con una buena comida –dijo doña

Magdalena.

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Los habían esperado para saborear la humeante humita. Y enseguida, como si el primer plato les hubiera resultado escaso, devoraron el arroz con leche espolvoreado con canela, y ese fue el mejor preludio para el sueño.

Y mientras los niños descansaban en sus cuartos, los padres deliberaron acerca de la situación vivida por Martín.

-La escuela le está resultando insuficiente –planteó la madre.

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-Tiene razón. Ya hace noches que lo vengo pensando… Contrataré al doctor Antonio José Castro para que le dé clases.

-¿Quién es? ¿Usted de dónde lo conoce? –indagó la madre.-Es un intelectual brillante, filósofo y abogado. Egresado de Córdoba y

Charcas.Y no hubo nada más para agregar. Esa sola explicación convenció de

inmediato a Magdalena, que confiaba en las decisiones de su marido.

A las diez de la noche la lumbre se iba extinguiendo en la cocina. Macacha se acercó a Úrsula, que lagrimeaba por el humo negro de la leña verde. La niña se abrazó a la criada y luego, antes de acostarse, fue a despedirse de su yegua.

-¿Por qué tanta injusticia?Carmela, como si la entendiera, movió su cabeza. Macacha le dio un poco

de pasto.-¿Por qué unos mandan y otros obedecen? ¿Por qué las blancas viven

protegidas por sus maridos y las negras viven para servirlas?Después de alimentar a su yegua, le acarició las ancas para despedirse. Ya

más aliviada, pudo retirarse a dormir. Apenas recostó la cabeza en la almohada, las imágenes comenzaron a sucederse…«Un ejército de indígenas, paisanos y mestizos enarbolaban ponchos de libertad. El rojo y negro cubrían a Macacha y a Martín. Un tiro ensordeció la noche. Aferrado a su caballo, el hombre seguía su camino de lucha. Al lado de él, Macacha, con un aguerrido grupo de mujeres, se sumaban a la batalla.»

Las tejedoras sintieron en su sangre aquel sueño, y comenzaron a crear la urdimbre. Cada una unió su cintura a un árbol. Cuerpos de mujer ligados al Universo. Cordón umbilical entre cada tejedora y cada árbol.

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6

Después de una noche de sueño profundo, Macacha escuchó nítida una frase: «¿Dónde está mi ñaña?» Entonces saltó de la cama y corrió hasta la sala. Allí estaba Arminda, su amiga gaucha. Era hija de Claudio Tapia, un fiel colaborador de su padres. Güemes Montero iba a visitarlo a Iruya, donde vivía con su familia. Más de una vez Macacha lo había acompañado. Ella era la ñaña de Arminda, «su amiga del alma» en quechua, y Arminda era la ñaña de Macacha.

Hablaron del campo, del fatigoso viaje, de las compartidas travesuras de la infancia. Siempre con las imparables carcajadas. La alegría del reencuentro las desbordaba.

-Quiero que me enseñes a hacer humita –le dijo Macacha al rato.-¡Cómo no! –le contestó la amiga, mientras le acomodaba una de sus

trenzas.Aquella mañana Arminda Tapia había traído choclos frescos a la casa de la

familia Güemes.-Enséñame a hacer humita –le rogó Macacha una vez más.Y la amiga accedió, cocinar era también un juego. Mientras limpiaban los

choclos frescos, irrumpió Martín.-No se olviden de guardar las primeras humitas para mí –les pidió, y agregó

antes de irse-: Después de que termine mi clase con el doctor Castro, comeré con ustedes.

Los negros ojos del hijo de los tesoreros –ya militar- encendían el corazón de las muchachas. Arminda, que tampoco escapaba al embrujo de sus miradas, escondió

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entre la negrura de sus trenzas la turbación de su encendida cara.-¡Anda nomás, goloso! Te guardaremos las más sabrosas –le prometió

Macacha con su habitual locuacidad, y dirigiéndose a su amiga dijo-: No te imaginas lo orgulloso que está mi hermano desde que toma lecciones privadas con el brillante profesor. Además se va a incorporar como cadete a la compañía que Buenos Aires tiene en Salta.

Arminda suspiró y se animó a preguntar, bajando la cabeza:-¿Tiene novia?-¿Novia?¿Una sola? No hay chinita que se le resista. Señoritas, criollas,

españolas, indias… todas mueren con sus besos.Entre cuchicheos y cómplices risitas, las chicas se sentaron en el suelo para

rayar los choclos. El sonido de los cuchillos desgranándolos les infundía alegría. A medida que iba siguiendo los pasos de la preparación, Arminda le iba explicando.

-Ahora los pasamos por la picana.-¿Qué es una picana? –preguntó Macacha, que ignoraba casi todo lo relativo

al universo de la cocina y los quehaceres de la casa.-¿No sabes lo que es una picana? ¡Niña, que la vida no se reduce a tu

Carmela! Mira, aquí tengo dos picanas. Dos recipientes, uno con una piedra con cuenco y otra con forma de medialuna.

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Y así estuvieron un buen rato moliendo los choclos al ritmo de algunas zambas y conversando animadas. Casi sin darse cuenta, le dedicaron un buen tiempo a la receta, hasta que Arminda anunció feliz:

-Ahora ya están listas para cocinar.Al principio la cocina fue invadida por el sonido y el olor penetrante de la

grasa de pella, que ya estaba friendo, pero al rato empezaron a distinguirse los aromas de los ingredientes. Enseguida las envolvió el intenso olor de la cebolla, y luego el de los rojos pimientos. La alegría de las damitas cocineras le daba el toque necesario para lograr un

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óptimo sabor. Arminda estaba moviendo la sartén cuando Macacha levantó de la mesada la reverdecida planta de albahaca, que se impuso entre todos los otros aromas. Las dos hundieron la cara entre las hojas antes de echarlas junto a los otros ingredientes.

Y al rato Arminda dio vuelta la cabeza hacia Macacha y la reprendió.-¡Pero si serás! –le gritó, y enseguida quiso recuperar el trozo de queso que

estaba destinado a desaparecer de a pedacitos en las manos y la boca de su amiga.

-Ñaña, ya sabes que con el queso no puedo resistirme –le contestó con la boca llena.

Después de una eternidad de media hora, se dispusieron a envolver en chalas la preparación. Y como si tuvieran un sexto sentido, de repente y de la nada apareció Martín.

-La clase fue muy buena. Resulta que me enseñó la teoría igualitaria de Francisco Suárez, un jesuita del siglo XVII.

-¿De qué se trata eso? –preguntó la inquieta hermana, mientras Arminda le servía una humita.

-Bueno, para resumir… Suárez habla del pacto social y realiza un análisis más avanzado que sus precursores del concepto de soberanía. Dice que el poder es dado por Dios a toda la comunidad política y no a determinadas personas. Distingue entre ley eterna y ley natural. La ley positiva humana remite al derecho civil y al derecho canónico, y la ley positiva divina es la del Antiguo y Nuevo Testamento. Es muy claro su planteo…

Macacha tragó el último bocado para poder seguir preguntando.-A ver si entendí bien… Francisco Suárez dice que el poder no lo concede

Dios al soberano, sino al pueblo, que es quien lo da al Rey.-¡Vaya, hermanita! Por ser mujer… ¡qué inteligente eres!-Martín, me tienes cansada ya con esos comentarios –respondió Macacha y

le dio vuelta la cara.La amiga, para pacificar la relación entre los hermanos, les alcanzó más

humitas. Durante un buen rato no se escuchó más que el masticar de los tres. Miradas, risas y

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Guiños engalanaban el ambiente. La vida desbordaba en exultante juventud.Terminadas las deliciosas humitas, Martín las provocó.-¿A que no me acompañan?-¿Qué no? –Macacha tomó la mano de su amiga y las dos subieron al

caballo.

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Atravesaron la noche salteña hasta llegar a la Cañada de la Horqueta. A los pocos minutos los tres estaban sentados junto a un grupo de paisanos, que alrededor del fogón saboreaban unos trozos de carne. El calor del fuego, las copas de vino patero y la suculenta comida les había encendido las mejillas. Los jóvenes los miraban con cierta admiración y reían por la osada aventura.

-¿Y la música? ¿Qué hay de las guitarras? –cuestionó Martín.-¿Salimos con un gato? –insinuó Macacha.-¡Cómo no, niña! El primero para usted –la homenajeó el gaucho, y ahí

nomás la sacó a bailar.Todos admiraron la soltura de la jovencita, las formas que prometían con el

tiempo transformarla en una atractiva mujer, de esas que se imponen no sólo por su belleza, sino también por la contundencia de su personalidad. Sus morenos cabellos acariciaban los redondeados hombros. La cintura era pequeña, y las caderas se adivinaban anchas bajo la abultada falda. Mientras danzaba, el mantón se deslizó acariciando la elegancia de su espalda. Tras el último movimiento, se agachó con gracia. A pesar de la edad, sus pechos ya insinuaban su abundancia y blancura. El marrón verdoso de sus ojos, al ser iluminados por el fuego, se tornaron esmeraldas.

Al paisano que la acompañó en el baile le costó soltarle la mano, pero la negrura de la fuerte mirada de Martín provocó el alejamiento. Entonces Macacha se sentó junto a su hermano y el gaucho volvió al fogón con sus amigos. Y así permanecieron muy juntos, en silencio. Martín le acarició la cabeza, y Macacha se recostó en su pecho. Eran felices.

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Y de inmediato todo el grupo se unió al ritmo de gatos y zambas. Arminda, un poco celosa, se sintió excluida y buscó la frescura del pasto. Acostada disfrutó de la luz de la luna entre las ramas de los robles. Al girar la cabeza se estremeció ante la oscuridad de un cebil y, antes de que terminara de soltar un hondo suspiro, la paralizó la fuerza varonil de una mano. Cerró los ojos y se dejó acariciar por la profundidad de esa mirada. El joven gaucho la arrestó en el amor de una zamba, pero el embrujo del momento fue interrumpido por el llamado de Macacha.

-¡Amiga! ¿Dónde estás?¡Es tarde, hay que volver a la casa!Antes de reunirse con su amiga, detrás de un lapacho se dieron el único

beso. Toda la vida Arminda conservaría intacto ese inaugural encuentro de amor. Aunque efímero, intocable, por siempre secreto.

Y como si nada hubiera pasado, Macacha y Arminda se dispusieron a emprender el camino de regreso. ¿Pero cómo volver solas, sin Martín? Les tocó, a su pesar, esperarlo.

-¿Y dónde está Martín? –preguntó Arminda.-Por ahí andará… detrás de algún amorcito –refunfuñó Macacha.-Y bueno, es hombre –suspiró la gaucha.-Nada, che. Para el amor siempre se necesitan dos. ¿Y las mujeres qué? –

agregó Macacha.

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En medio de la noche, Macacha se despertó sobresaltada. Daba vueltas en la cama y no podía recuperar el sueño perdido. Suspiró. Se levantó en puntas de pie para abrir el cajoncito de su mesa, y tomó su diario para escribir cerca de la ventana.

Hoy el día fue muy lindo, aunque todavía me molesta mucho cómo me trata Martín. Es verdad que cabalgamos juntos, que me lleva a charlar con los peones, pero cuando quiero opinar, él me dice medio burlón que por ser mujer soy bastante inteligente. ¿Por qué piensa en esto como los otros? La igualdad debe ser no sólo entre distintas razas sino también entre mujeres y hombres…¡Qué se creen todos!

A la mañana siguiente, mientras desayunaban con mates y pasteles dulces, Macacha escuchaba con atención lo que Arminda, su amiga gaucha, le contaba.

-Allá arriba, en mi pueblo, los niñitos van a trabajar. Mis hermanitos dan pena –dijo, y no pudo continuar porque las lágrimas se lo impidieron.

Macacha se levantó para abrazarla. El llanto de las dos era silencioso.-Es que hay que vivir. Mi papito tiene señora, no se casó con mi mamá. No

lo dejaron…

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Macacha se levantó de la mesa. Imposible seguir comiendo. Se acercó a su ñaña para preguntar:

-¿Por qué no los dejaron casarse?-Porque mi mamita trabajaba para mis abuelos, sus patrones. Entonces le

buscaron una señorita en la ciudad…Arminda también dejó la comida para enjugar sus lágrimas. El Tesorero, que

había escuchado el diálogo, se acercó para consolarla.-No llore, hijita. Desde el Cabildo estamos trabajando para que la situación

cambie. Miren, no se podrá trabajar en los campos hasta después de los catorce años y se respetará un horario. A los niños se les enseñará las primeras letras –concluyó con satisfacción Gabriel Güemes Montero.

-¡Miren qué padre tengo! –gritó Macacha y corrió a abrazarlo. Luego se acercó a Arminda, para besarla.

Los ojos de la ñaña, que no podía creer lo que acababa de escuchar, se iluminaron. Nunca hubiera imaginado que desde la ciudad estuvieran preocupados por la situación de los que estaban tan lejos. A miles de metros de altura, desprotegidos… Agradeció en su corazón al Señor de los Milagros por empezar a acordarse de los gauchos.

El Tesorero las despidió para seguir trabajando en sus escritos, que eran verdaderos tratados de derecho laboral. Güemes Montero tampoco se olvidó de denunciar la corrupción que generaban los principales problemas de las Cajas Reales. Por su parte, las muchachas se fueron tranquilas a dar un paseo, que duró todo el día.

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Como le costaba despedirse de su amiga, Arminda planeó una escapada por la noche, vestidas de gauchos. Se pusieron el apero varonil y unas amplias bombachas y, por supuesto, se calzaron las altas botas de cuero. Debajo de la chaqueta, llevaban una blusa. Y no podía faltar el poncho. Arminda usó uno de vicuña y Macacha, de alpaca. Aunque la textura era diferente, ambos eran de un rojo granate, bien subido,

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oscurecido en algunas partes con el negro. Los habían tejido unas indias amigas. Las muchachas se miraron con complicidad, y acomodaron sus ponchos.

-Una india me contó que esta manta se usa desde hace mucho tiempo para las ceremonias religiosas –expresó Arminda.

-Claro, tiene dos paños, la dualidad de la cosmogonía andina –agregó Macacha, le hizo un cómplice guiño a su amiga, y fue a buscar a su Carmela.

Al terminar la noche, en el insondable silencio de los cerros, las jóvenes se estremecieron al escuchar el sonido mágico del coquena. Cuentan que su temida presencia se aparece con cara de choclo, casaca y pantalón de vicuña. Durante un largo momento las paralizó el miedo. Para darse coraje, Arminda le dio a Macacha unas hojas de coca. Cada una se puso en la boca unas quince hojitas y así formaron el acuyico, que pasaban de uno a otro lado, sin masticar. Silencio. Sólo se escuchaba el rumiar de la coca.

Cuando el puntual canto del gallo anunció la sensualidad de un nuevo día, tras compartir, luego de la aventura, la misma habitación, las ñañas se despidieron. Macacha se quedó en la puerta con la mano en alto hasta que su amiga del alma, su padre y otros gauchos a lomo de mula se fundieron con los colores de los cerros.

Las sacerdotisas de la tierra seguían urdiendo los hilos verdes y amarillos de la vida. Sus cuerpos se movían y tensaban la urdimbre. Cada una a su ritmo, siempre unidas las cinturas a los árboles, tensaban u soltaban, tensaban y soltaban, para poder pasar los hilos de la trama. Una y otra vez el tejido de las mujeres parecía reverenciar a los dioses de la Madre Naturaleza.

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8

Por aquellos tiempos, Salta era centro de riqueza y de intercambio social. Circulaba lo mejor del antiguo Virreinato del Perú, síntesis del poder y esplendor. El origen de su grandeza residía en la organización mercantil. Desde el puerto de El Callao, en el Perú, hasta Buenos Aires, el tráfico de mercaderías tenía a Salta como paso obligado. La provisión de mulas era el negocio más lucrativo, ya que era el único medio de transporte. Sólo a lomo de mula se surcaba el Camino del Inca por estrechos desfiladeros y mesetas heladas, barridas por los vientos de las cordilleras.

En 1803 Macacha tenía quince años. Gozaba de las cabalgatas tanto por extensiones llanas del Valle de Lerma como por las ondulaciones que van en busca de la Quebrada de Humahuaca. Había aprendido de sus amigas collas a entramar colores en los telares, de donde nacían mantas para cubrir el frío de los desamparados. Con las mulatas Rosa y Úrsula cocinaban empanadas, humitas y pasteles dulces, para alimentar a las indias y a sus hijos. Por las mañanas salían las tres con alimentos para los más necesitados.

«Mama, Macacha… Aí´stá la Macacha», anunciaban los indiecitos descalzos. Y todos llegaban corriendo para abrazarla. Ella se prodigaba sin medida en abrazos y besos. Se sentaban debajo de algún ceibo y comían cantando. Las miradas volvían a resplandecer. Las sonrisas daban brillo a la oscuridad de sus pieles. Los dientes lucían aún más blancos.

Cada uno se despedía con una bolsita colmada de empanadas, humitas y frutas, y

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de inmediato daban vuelta la cabeza para regalarle las últimas sonrisas y gestos de agradecimiento. Y así Macacha y sus criadas regresaban a la casa para almorzar, más dichosas que antes, plenas.

Cuando la familia dormía la siesta, ellas aprovechaban para volver a cocinar. Una pelaba papas, la otra tomaba la olla de hierro. Macacha colocaba cinco cucharadas de grasa de pella y, cuando estaba derretida, ponía a freír la cebolla. Rosa le alcanzaba la carne ya picada con el cuchillo. Ella la pasaba por agua hirviendo, le agregaba un chorro de agua fría y al retiraba del fuego. Úrsula se encargaba de cocinar las papas y luego las cortaba bien chiquitas.

-Bueno, dejemos el recao hasta mañana –ordenaba Macacha.-¿Qué? –preguntaba Rosa.-El relleno, el relleno para las empanadas… Eso dije, ¿estás sorda?-Y la masa también tiene que descansar –agregó Úrsula.Sobre la amplia mesada, no muy cerca del fogón, quedaba la blancura de la

harina perfumada con salmuera y entibiada con grasa de pella, y la masa tapada con un lienzo blanco. La cocina olía a pimentón y a cebollitas verdes. Pero mejor era dejar todo –masa y relleno –para el día siguiente, así oficiaba la alquimia de la cocina.

Y este ritual se repetía, casi idéntico, día tras día. Cuando Macacha se despedía de Rosa y Úrsula y abandonaba la cocina, generalmente se dirigía a la habitación, pero uno de esos días escucho voces en la sala. Se asomó sin ser vista y vio que allí estaban los Tejada, los dueños de la casa. No logró escuchar el tema de conversación pero notó, por el tono de voz de su padre, que algo no andaba bien. Lo escuchó inseguro, algo inusual en él.

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Espió la escena. Su padre estaba frente al dueño de casa, Manuel Tejada. Ese señor era muy poderoso, y sus palabras sonaban despectivas y mordaces. Román Tejada, su

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hijo, permanecía callado y quieto. Su tez era demasiado blanca y las piernas, sumamente delgadas. Sin embargo, sentado, resultaba rollizo y de estatura mediana. Aparentaba estar ausente de la importante conversación que se desarrollaba ahí mismo y que, probablemente, lo tenía como protagonista. Tendría alrededor de veintitantos años, ¿o algo más? Y mientras el tiempo transcurría a cuentagotas, él tomaba, sin efusión alguna, pequeños sorbos de la copa de jerez que tenía frente a sí.

Macacha no lo pensó más y fue hasta su habitación, decidida a cambiarse de ropa. Mientras se probaba gasas, rasos y terciopelos, empezó a hablar frente al espejo. «Mi padre es el mejor Tesorero que haya tenido el rey. ¿Qué se cree ese señor Tejada? Él será todo el dueño de la casa que quiera pero…» Y su rostro se iba encendiendo, mientras se colocaba el vestido azul. Se miró. No hacía juego ni con el color de sus ojos ni con el de su piel. Se lo quitó inmediatamente para probar con el verde. Se alejó del espejo para observarse mejor. Luego tomó un cepillo y agachó la cabeza, para someter un poco su abundante mata de pelo oscuro. Uno, dos, tres… Pero al final perdió la cuenta de las veces que lo cepilló. Introdujo los finos dedos entre sus cabellos, que cayeron con cierta ondulación sobre sus hombros. Se acercó más al espejo y se dijo: «Ahora sí. Ésta soy yo».

Al verla llegar, Tejada y su hijo Román se pusieron de pie. Su padre sonrió aprobando su presencia. Ella se inclinó levemente para saludar a los hombres, y miró de frente, a los ojos, al joven. Él no se animó a sostenerle la mirada y bajó instintivamente la cabeza.

-Les presento a mi hija Macacha –dijo Güemes Montero.-Mucho gusto, señorita –atinó a decir Tejada padre.El muchacho prefirió guardar silencio, y como único gesto de acercamiento,

extendió su mano. El fríio de su piel estremeció a Macacha. Si bien no sintió rechazo, tampoco le resultó un contacto placentero. Más bien fue indiferencia.

Román tenía entreabierta la pequeña boca de labios finos. Su rostro era delgado y su expresión entre impávida y azorada. El embrujo de Macacha le resultó irresistible.

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Gabriel Güemes Montero advirtió el fuerte impacto que la presencia de su hija produjo en Román. Y no le pareció nada mal la idea de casarlos. Miro cómplice a su esposa, que acababa también de sumarse al grupo.

Cuando se despidieron, el joven le regaló a la muchacha una mirada embelesada. Ella sonrió, pero sin deshacerse por dentro.

El resto del día transcurrió sin novedades. Lo que Macacha había percibido como una posible amenaza para su padre y su familia –la presencia de Tejada en su casa- no pasó de ser un temor infundado. Sin embargo, al llegar la noche, en la soledad de su habitación, se recostó con el rosario de cristal de roca entre sus manos y rezó. Y luego de repetir el «Padre Nuestro», como si todo eso no alcanzara para protegerla e iluminarla, se levantó nerviosa, tomó su diario y escribió, aprovechando el rayo de luz que se filtraba por la ventana:

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Señor y Señora del Milagro… Condúzcanme para que no tropiece, para que no me equivoque en los días por venir. Señálenme cuál es la voluntad de Dios, y yo la cumpliré.

¿Qué debo hacer? ¿Debo conquistar el corazón de Román Tejada?Señor, quiero proteger a mi familia, que nunca tengan que abandonar esta

casa. ¿Y Martín? Él es mi sangre, mi otra mitad. Con mi hermano quiero ayudar a que esta tierra sea libre, todos iguales, basta de desprotegidos…

Ilumínenme…

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Al día siguiente, Macacha se despertó temprano. Saltó de la cama para ponerse un vestido color amarillo, y ató su pelo con peinetas españolas. Y así, casi corriendo, llegó hasta la cocina.

-Buen día. ¡He dormido como nunca! Tengo hambre… pero voy a tomar nada más que unos mates, bien a lo gaucho, y a terminar las empanadas.

Rosa, Úrsula y Melchora, como si lo hubieran ensayado y se tratara de una danza cotidiana, retiraron el lienzo que cubría la masa. Ya estaba lista para recibir el relleno. Entonces Macacha se lavó las manos para unirse al grupo de las cocineras. Fue ella quien cortó la masa en cuatro pedazos. Dio una a cada una y, mientras cantaban, empezaron a estirar las porciones. Manos negras, mestizas y blancas les iban dando forma y, cuando estuvieron listas, Úrsula les alcanzó el relleno. El recado fue cobijado dentro de cada trocito para que luego los humedecidos dedos dibujaran el repulgue. Se hundían hábilmente en la masa, para que no se escapara el relleno de la empanada, haciendo rulitos u otros dibujos para contenerlo. Así les iban dando forma. Cuando el ruidito de grasa les anunció que estaba hirviendo, pusieron una a una las empanadas.

-¡Ay, ay, ay! –gritó Rosa y se pasó la punta de la lengua por la mano.-¡No seas torpe! –dijo Macacha-. ¡Y ten cuidado cuando fríes!-Vamos, a quejarse menos y a no perder tiempo –agregó Úrsula.

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Y luego de preparar varias docenas, las cuatro –Rosa, Úrsula, Melchora y Macacha- se dirigieron a caballo al Cerro San Bernardo. Sobre una mula llevaban las provisiones.

Al verlas llegar, niños y mujeres salieron a recibirlas. Casi no pudieron saludarlas; la tentación fue más fuerte y, a las carcajadas, comenzaron a comer. Chicos y grandes se ensuciaron la cara, las manos y el pecho al morder las jugosas empanadas.

-A ver, cuéntame. ¿Cómo andan los abuelos? –preguntó Macacha.-Malitos –dijo una niña-Primero consoló a la pequeña, y de inmediato organizó a los niños en una

ronda, mientras las criadas acompañaban al resto de las mujeres a carpir la tierra.

-Escuchen bien –les dijo Macacha -.Ellos están viejitos, pero quieren ser útiles. Pídanles que les cuenten sus historias. Se sentirán contentos al recordar su pasado y ustedes aprenderán algo más de esta tierra, que es la de ustedes.

Todos festejaron la idea y se fueron con un nuevo proyecto para cumplir. Macacha y sus criadas iban sembrando no sólo maíces, sino también sueños de trabajo y amor.

Al rato se despidieron de los lugareños y caminaron unos metros, para sentarse a la sombra de un lapacho. Necesitaban un breve descanso. Macacha recostó su cabeza en el árbol para contarles:

-Anoche estuve pensando… -La pausa inquietó a sus acompañantes. –No sé, tal vez acepte el galanteo de Román Tejeda.

-Y sí, mi niña, sí –se animó a decir Rosa, la menor de las tres.Macacha dejó escapar un suspiro y las miró profundamente. Sólo después

se atrevió a confesarles un flamante secreto.

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-Esta mañana, bien tempranito, al pasar cerca del dormitorio de mis padres oí que quieren casarme con Román Tejada.

Al escuchar la noticia todas aplaudieron.-¡Se casa! Tendremos fiesta y yo… yo le haré una gran torta –agregó

entusiasmada

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Melchora, la india libre-. Y llamaré a mi abuela para que le haga una bendición wichi.

La mayor de todas, la mulata Úrsula, se quedó pensando. Luego se levantó y caminó muy seria, dando vueltas alrededor del árbol, hasta que por fin habló:

-Niña, la conozco desde que nació, a mí no puede engañarme. Usted lo hace por su familia, para protegerlos. Usted es muy buena con todos. Demasiado buena…

La india, menos suspicaz, empezó a entonar una melodía y las otras bailaban alrededor de Macacha. Ella se unió a la danza, sólo para no desairarlas. Cuando se cansaron, hicieron una rueda de brazos.

Y emprendieron el camino de regreso cantando. Solamente Macacha iba callada, envuelta en contradictorios pensamientos.

No más entrar en la casa, se topó con su padre, que parecía estar esperándola. Se lo veía serio, circunspecto. Estaba sentado en un sillón de la sala, con la mano en la barbilla y la cabeza gacha. Con un leve gesto le indicó que se sentara frente a él. Antes de hacerlo, ella terminó de cerrar en su cabeza lo que venía pensando desde el día anterior. Enseguida apareció la madre, quien se ubicó al lado del marido, que por fin habló:

-Hija, lo he estado pensando mucho. Te casarás con Román Tejada, uno de los hijos del dueño de esta casa.

Ella se puso de pie y simuló asombro.-¿Con quién? ¿Pero qué dice? –lo interrogó intentando mostrarse

sorprendida, y agregó enseguida, sumamente sincera –: Yo… ¿esposa de un hombre tan tranquilo, sin sueños ni ideales? ¿Me pide que me case con un hombre que no se parece en nada a Martín?

Y mientras hablaba, oponiendo resistencia, Macacha recorría nerviosa la sala, hasta que se detuvo frente a la puerta, de espaldas al padre, y sacó del interior de su corpiño un pañuelito con puntillas valencianas. Doña Magdalena se levantó para abrazarla. Ella

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Apoyó la cabeza en el hombre de su madre y exclamó:-¡Ay, si Tejada se pareciera por lo menos un poco a nuestro Martín! Pero no.

¡Son tan diferentes!El Tesorero guardó silencio y se sirvió una manzanilla. Encendió un cigarro y

respetó sin retrucar los sentimientos de madre e hija. Después de un largo momento les habló:

-Mañana por la noche haremos una cena para anunciar el compromiso.-Pero padre… Habré visto sólo un par de veces a Tejeda… Cruzamos

algunas palabras a la salida de misa o en una o dos fiestas. Y ese hombre habla tan poco… ¡y tiene la piel muy fría! –se quejó Macacha.

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El padre la miró sin entender. ¿Qué había dicho su hija? Trató de no pensar en la última frase de Macacha y se centró en la posible timidez de Román.

-Bueno, bueno. Eso sí que es bueno. Tú tan parlanchina y él tan callado. ¿Qué mejor pareja? –rió el padre-. ¡Se complementarán!

-¡No entiendo tanta alegría de tu parte! A mí me parece un hombre aburrido. ¡Desabrido! –exclamó, y repitió casi susurrando-: Y tiene la piel tan fría…

-Pues… ¿qué crees tú, pequeña? ¿Qué casarse es como bailar una jota? Tendrás seguridad económica y recibirás su respeto. No olvides que pertenece a una familia de bien, que sirve al rey y a España. No creo que exista por estas tierras un mejor candidato.

-Los Tejada son los que más someten y explotan a los hombres de estas tierras –dijo Macacha, haciendo énfasis en el final de la frase, y se levantó indignada.

Ya no estaba simulando, lo que sentía era auténtico. Sabía que esa boda podía ser lo mejor para la familia y tal vez, incluso, para su propia vida. Sería fácil salir a escondidas con Martín y sus gauchos contando con un marido tan indiferente. Pero no quería casarse, no le interesaba el matrimonio. Sin embargo, había que guardar las

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apariencias y casarse era algo socialmente correcto y esperado.Al salir de la sala, Macacha se tropezó con su hermana Francisca. Panchita

se sorprendió al verla tan ofuscada.-Pero ¿qué te ocurre? ¡Estás tan pálida!-No me ocurre nada… Sólo que papá quiere que me case.Panchita, que tenía por ese entonces trece años, la abrazó con alegría.-¡Qué buena noticia! A mí me parece estupendo… ¡Estoy muy contenta!Macacha la invitó a sentarse para continuar la conversación.-Espera que te cuente con quién, a ver si sigues sonriendo tanto… Mi futuro

esposo es el aburrido de Román Tejada.-¿Aburrido? ¡Y tú que sabes! Y además eso qué importa. Es rico, español de

pura cepa, y seguramente tendrás muchos hijitos. Ellos te cuidarán cuando seas anciana, nunca más estarás sola. ¡Hay que festejar!

-Siempre la misma. Desde chiquita te gustaba quedarte en casa a jugar con las muñecas. En cambio yo…

-Te ibas por ahí a cabalgar con Martín, a conversar con las chinas y los peones. Eso no es para una mujer, bien lo sabes.

Indignada, Macacha se levantó, y se contuvo para no gritarle. Con el tono más amigable que pudo le contestó antes de irse:

-Panchita, somos diferentes, pero igual te quiero.Le dio un beso y salió de la casa. Montó su yegua y se fue al campo en

busca de Martín. Durante el trayecto más de un arbusto tocó su cuerpo. Esquivó las ramas de un roble y de varios cedros para que no lastimaran su cara. Agradeció el haberse puesto su guardamonte. Se detuvo unos instantes junto a la orilla del río Arias para que su yegua tomara agua, y al rato retomó el camino obstaculizado por liebres y algunas mulas que transitaban por allí.

Cuando llegó al campamento, ya era noche cerrada. Apenas pudo divisar la silueta de Martín, iluminada por el fuego. Lo rodeaban unos gauchos, con quienes mateaba.

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Al escuchar pisadas, Martín se dio vuelta para preguntar:-¿Quién vive?-La Macacha, tu hermana –le contestó ella, mientras se sacaba el sombrero

negro.Ató su yegua al apero y se refugió en los brazos de Martín. Lloraba. Él

acarició su cara con ternura y le secó con los dedos las lágrimas que rodaban por las mejillas. Un paisano tomó su caja para cantar una baguala. Laureles y algarrobos acompañaban la inexplicable desolación. Una lechuza soltó un escalofriante chistido.

Al rato salió una india del rancho y sin preguntar le convidó un sorbo de chicha a Macacha, que aceptó. Luego se limpió la boca con la mano y por fin pudo hablar.

-Hermano querido, me caso.Martín no pudo reaccionar como hubiera querido. Fue retrocediendo con las

manos en la cabeza, hasta recostar su cuerpo contra la solidez de un cebil colorado. Después de suspirar hondamente, preguntó:

-Y se puede saber con quién –dijo elevando cada vez más la voz, como para escucharse.

-Digamos que el afortunado es… -empezó a decir Macacha, pero Martín la interrumpió ansioso.

-¡Vamos, dilo de una vez!-Román Tejada –afirmó ella.Martín avanzó con los ojos desencajados y contempló que podía herirla la

preguntarle:-Ese hombre… es un imbécil. ¿Qué tiene para brindarte? Nada más que la

fortuna de su padre y una vida híbrida. ¿Qué tiene él que ver contigo?Ella se sentó vencida por el imperativo tono de voz de su hermano. No tenía

con qué retrucarle. Ambos pensaban lo mismo, pero esperó un largo instante para serenarse; luego levantó la cabeza y mirándolo a los ojos afirmó:

-Él tiene para brindarme nada más ni nada menos que protección para la familia –

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dijo sin respirar, y con la firmeza que la caracterizaba agregó-: Martín, eso no es poco.

Él la miró con dolor. Era más fácil ganar una batalla que resolver esas pequeñeces del estatuto social. Odiaba los protocolos y las pautas que dictaban las principales familias, que querían perpetuar las costumbres coloniales.

-Mañana papá va a dar una cena para él y su familia. Debemos estar todos.Martín se levantó, se acomodó el poncho y sin mirarla afirmó:-No cuenten conmigo.Y sin despedirse de Macacha, abrazó a la china que había estado sentada

hasta hacía un momento a unos metros de distancia. Impúdicamente le levantó la falda delante de todos. Le tocó los muslos y los pechos, pellizcó sus nalgas. Y de un puntapié abrió la puerta del rancho. Al segundo la mujer estaba totalmente desnuda. En el piso eran dos fieras en celo. Macacha no pudo soportarlo. Tomó a su Carmela, se secó sus indignadas lágrimas con la manga del vestido y, sin mirar para atrás, emprendió el camino de regreso.

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Al día siguiente toda la servidumbre trabajó. Rosa hacía los postres. Úrsula limpiaba toda la casa. Francisco mató tres gallinas, un pollo y un cordero. Su mujer, María Josefa, recibía los animales, los pelaba y los aderezaba con le energía de su sangre negra. Las dos Magdalenas fueron en busca de las más perfumadas flores para engalanar los floreros de cristal. Pusieron el blanco mantel traído de España, bordado por las monjitas del terruño del Tesorero.

La familia Tejada llegó con sonrisas, vinos y turrones. Los dos hombres mayores se ubicaron a las cabeceras de la suntuosa mesa. Las mujeres callaban, los hombres dirigían la reunión. Román, el prometido, fue quien preguntó por Martín.

-Está en el ejército –contestó Macacha-. Sí, entrenándose en las cosas del guerrear.

-Antes de irse me pidió que lo disculpara –agregó diplomática doña Magdalena.

Los Tejada hicieron un comprensivo gesto y la cena prosiguió con bastante ceremonia y llena de frases cruzadas, de pura cortesía. Al concluir, el Tesorero pidió silencio para anunciar algo importante.

-Esta noche nos reúne la felicidad del compromiso matrimonial de mi hija Macacha con Román Tejada –expresó sin mayores rodeos.

Las dos familias elevaron las copas para empezar a festejar la inminente boda y, tras eso, los futuros esposos se levantaron.

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Él la miró y le tomó la mano para besársela. Ella le regaló tan solo una tibia sonrisa.

Cuando todos se retiraron, Macacha sacó de la biblioteca de su padre el ejemplar de El Quijote. Lo llevó a su habitación para releer el episodio de Marcela, la pastora. Se detuvo en un párrafo que en ese momento le resultó muy significativo, y leyó en voz casi imperceptible una y otra vez:

Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos; los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado, y espada puesta lejos…

Señaló el capítulo XIV con una pluma de paloma y luego cerró el libro. Antes de acostarse, lo puso debajo de la almohada, para llorar la pérdida de su libertad.

Al otro día necesitó hablar a solas con su madre, y juntas salieron al jardín. El violeta del atardecer daba un tono melancólico a las flores y a los árboles. Se sentaron debajo de un ceibo. Las primeras gotas de rocío eran finas perlas en los pétalos de las rosas y orquídeas. Macacha tomó la mano de su madre para confesarle un sentimiento muy íntimo.

-No sé si estoy preparada para el matrimonio. Román es buen hombre, pero…

La Tesorera le acarició la cabeza y luego respondió.

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-Bien lo sé. Una nunca está preparada para el matrimonio, Macacha. Es por Martín, por Salta… Y eres fuerte e inteligente, podrás con todo.

-¿Le parece, madre?-Pues claro, hija. Al hombre lo puedes atar con riendas. Recuerda bien…

pero con riendas de seda.

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-¡Qué ocurrencias, madre! Casi, casi como a mi querida Carmela. ¡Por Dios!La hija sonrió y al rato salieron a cabalgar con sus caballos peruanos. El

andar inclinado hacia un mismo lado era armonioso, típico de los de su raza. Estos animales más bien bajos, de marcha elegante y dóciles eran los preferidos de las mujeres. La belleza de las dos amazonas engalanaba los cerros.

Se sucedieron frecuentes encuentros entre Macacha y Román. En las comidas familiares ya se acariciaban las manos; la piel del prometido iba cobrando mayor temperatura, ya no parecía tan fría. Cuando después llegaron los bailes, varios minués ayudaron a intensificar la conquista.

Una noche ella le enseño a bailar la zamba. Otra, le propuso escaparse para danzar en un rancho con los gauchos. Día tras día la pareja se iba consolidando, y los tesoreros y Tejada veían con muy buenos ojos esa relación.

Macacha sintió que empezaba a querer a Román, pero seguía dudando del matrimonio como institución. En su diario confesaba:

Román es un buen hombre pero… ¿el matrimonio será para mí? Amo la libertad. Ser libre. Luchar junto a Martín. Ayudar a los más necesitados… Quiero ser libre para… ¡Por Dios! Quiero todo junto. ¡Quiero hacer tantas cosas! Ay, si fuera hombre…

Necesitaba hablar con su ñaña, y mandó buscarla por intermedio de Claudio, el padre. A la semana siguiente Arminda llegó a la casa. Las amigas se encerraron en el dormitorio de Macacha para conversar tranquilas. Atropelladamente, casi sin respiro, las palabras salían de su boca.

-Escucha, mira lo que pasa. Se casan y después en estos tiempos de guerra son viudas antes de ser viudas. Sí, siempre quedan solas cuando ellos se van. Pero a mí

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también me gustaría luchar por nuestra independencia. Quiero, necesito mi libertad… -aseguró Macacha y se quedó un instante con la cabeza entre las manos; luego siguió diciendo-: Y fíjate tú lo que le pasó a una de mis amigas. El marido, como tantos hombres, al segundo o tercer día de matrimonio viajó a Lima. Atravesó la cordillera después de pasar el Puente del Inca, sobre el Desaguadero. Allí se regodeó en los placeres peruanos. No sólo en las famosas mesas de juego, sino también en la seducción de algunas irresistibles limeñas…

La ñaña selló la boca de Macacha con su mano para poder decir:-Eres una mujer diferente. Tu matrimonio también será diferente.

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Macacha refunfuñando agregó:-Y algún día hombres y mujeres tendremos los mismos derechos.-¡Ojalá que ese sueño se cumpla! –dijeron casi al unísono y eso les produjo

una estruendosa carcajada.Luego se fueron a reunir con la familia, llevando a cuestas la duda.Arminda se quedaría en la casa de Macacha, ya que la boda sería en pocas

semanas.

Al día siguiente, llegaron a tomar el té las amigas de doña Magdalena. El tema, por supuesto, fue la boda de Macacha.

-¿Cómo tan rápido? –le preguntaron a la Tesorera la señora de Saravia y la de Gorriti, grandes amigas de la familia.

-Pero claro –respondió ella-. Todos estamos de acuerdo, no sea cosa que nuestra Macacha se arrepienta.

La señora Gorriti casi se atraganta con una masita cuando la escuchó. Las damas no podían entender. Fue entonces cuando la otra amiga preguntó:

-¿Y él?Doña Magdalena pidió más té. Cruzó una pierna sobre la otra, sacó su

pañuelo de

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puntillas valencianas para pasarlo por su acalorado rostro y dijo:-Román no es muy expresivo, pero se lo ve enamorado… Bueno, ya

encargamos las telas al Alto Perú. Quiero que los trajes sean bien españoles.Cuando ya pensaba que había cambiado el rumbo de la conversación,

irrumpió Panchita para decir:-¡Cuánto antes se case mejor! El tiempo pasa y hay que ser mamá joven…Macacha la sorprendió por detrás, y tomándola fuertemente de los hombros,

con disimulada sonrisa la retó.-Ay hermanita, siempre entrometiéndote en todo…Lo cierto era que la sensualidad y belleza de Macacha Güemes embrujaba a

Tejada y a cualquier otro hombre que la viera. Ella, en cambio, lo quería porque sabía que era lo mejor para todos. Además, en esos tiempos, una mujer casada tenías más libertad. Podía andar con amigas sin ser mal vista. Tenía el derecho a concurrir a reuniones con parientes y amigos. El otro camino era el celibato. Tomas los hábitos para enclaustrarse en los monasterios. ¡Cuántas veces leía y releía a sor Juana Inés de la Cruz! No sólo sus famosas redondillas o su Primero Sueño, sino su autobiografía en respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Sus ansias de saber, la incomprensión de quienes quitaron sus libros de la celda, su incansable sed de observar todo lo que la rodeaba no dejaban de conmoverla.

El tiempo de los preparativos para la boda fue vertiginoso. Era un ir y venir de mujeres con telas, tijeras e hilos. Día a día los trajes cobraban forma y lucían con más brillo y esplendor que la novia misma. Como señalaban las costumbres, el novio la visitaba al atardecer. Intercambiaban tibios besos y conversaban acerca de su futuro hogar. Macacha sonreía a parientes y amigos, alborotados por el cercano acontecimiento. Y extrañaba a Martín, a quien casi no veía. El ejército era su excusa y su refugio.

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Cuando se abrieron las puertas de la Catedral, todos los ojos se dirigieron a la novia. El templo la recibía del brazo de su padre, mientras la música envolvía la emoción de la ceremonia.

Macacha lucía una basquiña de seda natural bordada, de color rosa tenue, con un corcelete de terciopelo al tono. Al caminar podían advertirse las medias de muselina de algodón y los zapatos escarpines de seda, con una pequeña suela de badana, y adornos de perlas. La cabeza erguida, fija la mirada en el Señor del Milagro, lucía bellísima. El peinado estaba sostenido por una diadema de perlas. Los bucles caían sobre un costado de su cara. Las manos estaban cubiertas por ricos guantes, que llegaban hasta el codo. Sostenía un abanico de bodas de nácar y encaje y un rosario de perlas marruecas.

-¡Qué hermosa novia! –se escuchó más de una vez, mientras ella caminaba hacia el altar.

Allí la esperaba Tejada. Pálido, muy serio, llevaba puesto un frac con chaleco fantasía y un pantalón dentro de la botas de cuero muy fino, bien lustrado. Con la mano derecha sostenía el elegante bastón y los guantes.

-Los aros de esmeralda hacen juego con el color de sus ojos –se oyó al pasar.

-¡El vestido es de España! –comentó una de las jóvenes invitadas.-Como el novio –completó otra mujer con sonrisa socarrona.Y una señora dijo casi murmurando:-Al igual que su madre, Macacha eligió marido español.Otra dama agregó:-En estos tiempos las cosas suceden así: ¡marido, vino y Bretaña, de

España!Todo era cuchicheos, regalos y felicitaciones. Macacha, radiante en su

hermosura, saludaba a criollos y realistas, mientras Román la miraba arrobado.-Pero… ¿dónde está Martín? –se preguntaban entre sí los invitados, muy

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sorprendidos de esa ausencia. Y esa pregunta no dejó de escucharse durante toda la fiesta.

Cuando estaban dispuestos a cortar el pastel de bodas, lo vieron entrar. Lucía más elegante que nunca: traje militar y poncho colorado sobre un hombro. Apenas lo vio, Macacha corrió a abrazarlo.

-Hermanito, ¡gracias por venir!Y a partir de ese momento la noche se hizo fiesta, que cobró mucho más

brillo cuando los novios bailaron. Cuando luego Macacha y Martín invitaron a un grupo de gauchos a guitarrear, la familia y los amigos disimularon su incomodidad. Alegres por la música y el vino, los hermanos invitaron a todos a danzar un carnavalito. Al rato se unió la servidumbre. Los negros Francisco y Josefa les regalaron el ritmo alegre de sus típicos bailes.

Cuando la luna empezó a despedirse para dar la bienvenida al sol, los invitados se retiraron. Entonces Tejada advirtió que su esposa había desaparecido. La buscó por toda la casa, hasta que reconoció sus carcajadas, que se escuchaban desde la cocina. Fue a buscarla, y se sorprendió al verla sentada en el piso, sin su rico vestido. Se lo había cambiado por uno de algodón a rayas verdes y blancas. Parecía una más de la servidumbre. Junto a ella, estaban sentadas una mulata y una india. Las tres tomando mate y mordisqueando rosquitas.

Román permaneció de pie, serio. Las criadas lo miraron con temeroso respeto.

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-Niña, su marido –le señaló Rosa.Tejada, sin moverse, la miró a los ojos para recordarle:-Macacha, desde hoy usted es mi mujer. La estuve buscando por toda la

casa. Nunca pensé encontrarla aquí.Ella se levantó al verlo y, mientras acomodaba su falda y su cabellera, le

respondió:-Ay, mi maridito. Eso de mi mujer… En fin… no es para mí.La recién casada se despidió de sus amigas, para tomar el brazo de su

flamante esposo.

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A solas en la habitación nupcial, luego de algunos rodeos y de frases entrecortadas que no llegaron a armar una conversación, él le apartó algunos cabellos que caían sobre su cara. Intentó frenar un poco sus instintos, pero terminó desabrochándole la blusa casi con torpeza. Y mientras se besaban, ella acabó de desnudarse y así, sin prenda alguna sobre su cuerpo, rápidamente le sacó la ropa a su flamante y anonadado esposo. Román la miraba con asombro. No podía decir nada.

Fue ella quién lo invitó a acostarse. Y subida sobre el hombre, Macacha Güemes inició su vida sexual.

Bajo la tibieza de los rayos del sol, las tejedoras continuaron el tapiz de esta historia, entrelazando a lo ya hecho la sensualidad acalorada del púrpura.

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Mi vida durante estos años ha sido plácida. Sexo seguro, constante, sin embarazos, con ternura exenta de pasión. Mis padres siguen muy bien, ajenos a muchos de mis sentimientos. Mi hermana Francisca parece que se está por casar… A Martín, desde que entró a su carrera militar, casi no lo he visto. Extrañé sus conversaciones, su risa, su compañía… hasta que hoy vino a despedirse. Me anunció que el Regimiento fijo al que pertenece lo lleva a Buenos Aires, amenazados por la invasión de los ingleses. Nos despedimos con un abrazo interminable.

Macacha ocultaba sus penas y sus dudas en la intimidad de su diario, para no llorar, como las demás mujeres, con la cara apretada sobre la almohada y evitar que la viera su marido.

En Buenos Aires, Martín comía con un grupo de militares en la fonda de los Tres Reyes. El salteño levantó la mirada al escuchar:

-Desearía, caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pues apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos hubiéramos levantado unánimemente y rechazado a los ingleses a pedradas.

Y dicho eso, la hermosa mesera dio un giro. Su morena cabellera se acomodó sobre el hombro izquierdo. Todos los parroquianos tuvieron que mirarla. Su voz y su cuerpo

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emanaban sensual fortaleza, y su olor se mezcló con el del asado y los guisos de la cocina.

Era la noche del 27 de junio de 1806.-Los ingleses cruzaron el Riachuelo –entró gritando un criollo.-Ya Beresford se instaló en el Fuerte como gobernador –sentenció otro

apurando su trago.-Pero ¿qué hacemos aquí sentados? –inquirió Martín.Entonces, de inmediato, salieron a la calle. Todos, hombres y mujeres,

empezaron a organizar la resistencia. Los cabildantes resolvieron otorgar el mando militar a Liniers. Y, desde ese momento, empezó la tarea de enrolar y armar a los vecinos. «Defenderemos la ciudad», «Fuera los ingleses», «Lucharemos hasta morir», fueron las unánimes voces del pueblo.

Martín lucharía con pasión junto a las huestes de Liniers. Azotados por al persistente llovizna y el frío, todo Buenos Aires, sin distinción entre amos y esclavos, españoles o criollos, pelearía sin límites. Las mujeres también lucharían con el mismo denuedo que sus compañeros. La Plaza Mayor se convertiría en un río de sangre, y las fuerzas de Liniers tendrían como objetivo tomar la fortaleza.

Gritos, dolor y muerte. En las calles de Buenos Aires se seguiría combatiendo encarnizadamente durante interminables días.

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En Salta se desesperaban por tener noticias de los acontecimientos de la cruenta invasión inglesa al lejano Virreinato de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

En la casa del Tesorero, doña Magdalena rezaba sin cesar. Con el rosario en la mano, caminaba inquieta por la sala. Los perros empezaron a ladrar. Sintió la llegada de un caballo, y fue a abrir la puerta para encontrarse con su hija. Con desesperación le preguntó:

-Macacha, ¿qué sabes de tu hermano?

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Ella dejó su poncho y su sombrero sobre el sofá para contestar.-Madre, averigüé que Martín sigue luchando bien de frente, como siempre.

Triunfarán. Podrán con los barcos ingleses. Ya verá, hágame caso.La Tesorera se levantó del sillón y caminó hacia su hija. Le tomó la cara con

sus manos.-Macacha, ¿cómo te enteraste? ¿Quién te da la información?Madre e hija sostenían la mirada. Era una pregunta imposible de responder.-Por amor de Dios y la Virgen, responde –insistió su madre.Silencio. Después de una eternidad, Macacha contestó:-Es mi secreto.Vencida por la obstinación de su hija, la señora de Güemes volvió a ocupar

su lugar. Macacha se fue a la cocina para saludar a la servidumbre, se la veía nerviosa y triste.

Doña Magdalena recostó su cabeza en el almohadón colorado. Las imágenes se agolpaban confusas. Su hijo Martín, ahora en Buenos Aires, invadida por los ingleses. Había sido trasladado a fines de 1805.

Al llegar su esposo, la miró desde la puerta. Caminó al encuentro de su mujer, y se unieron en la breve caricia. Al rato, cuando él se retiró a la habitación para cambiarse, ella suspiró sin moverse. En la semipenumbra del atardecer el recuerdo de Martín la envolvió.

A la media hora su marido regresó a la sala con un papel en la mano. Después de besar la hermosa cabellera de su esposa, le leyó el certificado donde decía que «el cadete Martín Miguel de Güemes» se había presentado en revista junto con otros «individuos de la antecedente relación».

-¿Se da cuenta? –le preguntó con todo el amor en la mirada-. Nuestro hijo, nuestro Martín, familiarizándose con la vida de campaña, con la acción a campo abierto.

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Luchando contra las huestes de Whitelocke y Beresford… ¡Admirado por Liniers!

-¡Qué orgullo para la familia! –exclamó doña Magdalena intentando superar la pesadumbre.

Se abrazaron honda y largamente. Ella apenas comió, luego le dio un beso a su marido y se retiró a descansar.

Sumida en la congoja, la Tesorera se fue durmiendo. Fuego, agua, barcos… Buenos Aires. Muerte, gritos. Salta. «¡Afuera los maturrangos!» «Vamos, gauchos, indios… ¡todos a la lucha!» «No volverán a invadirnos ni ingleses ni españoles.» La voz de su hija Macacha… «¡Cuidado, Martín! Salí por atrás. ¡No!» Y luego el estampido retumbó en cada rincón de los cerros. Olor a sangre. ¡No!

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-¡No! –gritó, y se despertó sobresaltada.Las mulatas que estaban limpiando la cocina acudieron al instante.-No fue nada más que un sueño. Sigan, sigan con los quehaceres –les

ordenó dona Magdalena.La sombra de un gaucho o de una gaucha se cobijaba en la negrura de la

noche salteña. El galope del caballo ya apenas se oía. Una negra esclava apagó la última luz.

Buenos Aires recorría su historia con palabras en inglés y español, escritas con sangre. Las aguas del Río de la Plata habían bajado. Un buque inglés llamado «Justine» se detuvo. Al ver que el barco no podía moverse, Liniers ordenó a Güemes, su ayudante:

-Usted, que siempre anda bien montado, galope por la orilla de la Alameda. Cuando encuentre a Pueyrredón que está acampando…

-¿Dónde, mi general? –interrumpió Güemes.-Está a la altura de la batería Abascal. Comuníquele la orden de avanzar con

sus soldados de caballería por la playa, hasta llegar bien cerca del buque.

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-A sus órdenes –se despidió Güemes.Al recibir el comunicado, sin pensarlo dos vedes, Pueyrredón puso al mando

del salteño la única tropa montada de que disponía. No eran más de treinta gauchos. Llevaban lanzas, boleadoras, facones, sables y algunas tercerolas.

-¡Adelante, mis gauchos! –ordenó Güemes.Empezaron a descender la empinada barranca. Luego se zambulleron en el

brumoso río, a la altura de la Plaza de los Toros. Los bravos paisanos cabalgaron sigilosos con los caballos metidos en el agua hasta los ijares. Hasta que al rozar al barco inglés Güemes dio la orden.

-¡Al abordaje, sí, adelante! ¡Vamos! Sí, de a caballo. ¡Apuren, carajo! Ahora que el río bajó y el Justine está varado. ¡Adelante! ¡Por la libertad!

Los británicos, excelentes tiradores, no pudieron reaccionar ante el estupor. Repentinamente, centauros marinos subieron a la nave con una vehemencia inaudita. Emponchados y con tacuara en mano, iban al abordaje de un buque de guerra de la marina más poderosa del mundo. Alaridos en dos idiomas, tragados por el dolor y la muerte. El combate fue reñido y breve. La primera calma estalló en la euforia del triunfo.

Era el 12 de agosto de 1806, y Beresford firmaba la rendición.-¡Valiente salteño! –le comentaba Liniers a Gutiérrez de la Concha-. Llegó a

Buenos Aires desde las alturas de la Patria –aseguró y, después de tomar un sorbo de vino, agregó-: Pero ¿se da cuenta? Nunca se ha visto algo semejante: los nuestros ganarle a un barco inglés.

En Salta también festejaron el triunfo del invencible Martín Güemes.-Madre, llegó este artículo publicado en Buenos Aires.-¿De qué se trata? –preguntó ansiosa doña Magdalena.-Parece que Alejandro Gillepie, un cronista inglés, lo escribió desde la

prisión.

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-¿Se trata de Martín?-Sí, madre.-Pues entonces quiero leerlo yo delante de toda la familia.Después de convocara sus hijos y su marido, empezó a leer:

Una vez obligado, fue tripulado con oficiales y cien marineros de la escuadra inglesa, además de su dotación. El día de nuestra rendición peleó bien y con sus cañones impidió todos los movimientos de los españoles, no solamente por la playa, sino en diferentes calles que ocupaban, también expuestas a sus fuegos. Este barco ofrece un fenómeno en los acontecimientos militares: el haber sido abordado y tomado por caballería al terminar el 12 de agosto, a causa de una bajante súbita del río.

-¿A qué se refiere?-Al barco inglés Justine. Al bajar el Río de la Plata a la altura de la Plaza de

los Toros, Martín y los gauchos aprovecharon para abordarlo.-¿Qué? –preguntó el Tesorero emocionado. -¿Nuestro Martín influyó en la

rendición de los ingleses?-Pero claro, hombre, claro –le dijo la Tesorera abrazándolo.-Hay que festejar –anunció el padre de Martín.La servidumbre iba y venía cocinando y sirviendo a los presentes. Hubo

empanadas y buen vino hasta el amanecer. Los guitarreros afinaban sus instrumentos. Polleras amplias y botas certeras bailaron al son de las zambas y chacareras. Hubo brindis con payadas, contrapunto improvisado de palabras con guitarra. Y cuentan que las más lindas coplas nacieron esa noche. Salta toda estaba de fiesta.

Mientras en Buenos Aires el valeroso salteño continuaba batiéndose con honor contra los ingleses en la reconquista y defensa del año siete, allá lejos, en el Norte,

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seguían enterándose de los acontecimientos. Con frecuencia Macacha recibía visitas para averiguar y hacer comentarios de las Invasiones Inglesas.

Una tarde unas amigas se sentaron alrededor de las dos Magdalenas, para escuchar un hecho romántico y, al mismo tiempo, insólito, ocurrido en Buenos Aires. Macacha ordenó a las criadas que trajeran unos mates con pastelitos de dulce de membrillo para empezar a contarles.

-Resulta que el 5 de julio, durante un ataque de los invasores, Martina Céspedes permaneció en su casa de San Telmo con sus tres hijas. Los ingleses llegaron hasta allí a pedir bebidas. Martina les dio bastante aguardiente y los invitó a que pasaran a la habitación de a uno. Entre el alcohol y los encantos de las muchachas, terminaron prisioneros de las cuatro mujeres. Al día siguiente la señora Céspedes se presentó ante el virrey Liniers en el salón del Fuerte, para referirle lo acontecido. Liniers le otorgó a Martina el grado de sargento mayor, con goce de sueldo y uso de uniforme. ¿Qué me cuentan?

-Así no, Macacha, quiero saber el episodio romántico –dijo la señorita Saravia.

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-Bueno, está bien. Cuentan que Martina le devolvió al virrey once de los doce prisioneros ingleses –dijo y agregó con una sonrisa pícara-: Parece que un inglés quedó como botín de Josefa, una de las captoras. Se enamoraron y, aunque ella sólo sabe decir «yes» y él, nuestro sí, se casarán este año. ¡Qué importa el idioma para el amor!

-Ah, qué bello que la guerra provoque bodas –suspiró una de las Gorriti.-Bueno, bueno. Basta de historias de amor, miren que son noveleras. Quiero

saber de mi hijo… ¿Qué se cuenta, Macacha?-Madre, madre. Ahora que terminaron las contiendas, Martín decidió

quedarse un tiempo más en Buenos Aires.La Tesorera enjugó sus lágrimas con su pañuelito valenciano, y el Tesorero

tosió un buen rato; un criado debió acompañarlo hasta su dormitorio.

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-Tu padre no está bien, Macacha.-Habrá que consultar a otros médicos –advirtió Juan Benjamín, otro de los

hijos.Noches de luces completamente encendidas, durante las que resultaba

imposible dormir. Amigos e hijos vivían una angustia callada. Doña Magdalena pasaba las horas en vela junto a su amado esposo. Él estaba sumamente agitado. Se lo veía muy pálido y ojeroso. Cuando el agotamiento lo vencía, dormitaba un rato, pero la persistente tos lo obligaba a sentarse en la cama. Entonces la Tesorera sostenía su cabeza para colocarla sobre almohadones. Algunas veces Melchora, otras Úrsula o Rosa insistían para que ella saliera un rato del dormitorio.

-Madre, todo va a pasar –eran las palabras de Macacha.Pero cuando la Tesorera se iba a descansar, ellas y sus hermanos lloraban

desconsoladamente.-Tenemos que comunicarnos con Buenos Aires –decidió en un momento

Macacha.-Estoy de acuerdo. Tenemos que consultar con otro médico –acotó Juan

Manuel, el hijo mayor.Tras algunos días, llegó un profesional de Buenos Aires, y toda la familia se

reunió en la sala.-Por fin –lo recibió doña Magdalena.La renovada esperanza le infundía luz en la mirada y rubor en las mejillas.-Micaela, trae un vino y algunas empanadas para el doctor.

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El hombre dejó su abrigo y el sombrero de copa en manos de la servidumbre y se sentó.

-Pero señora, ¿por qué tanta molestia?La Tesorera se sentó frente a él y le dijo:-Por favor, es lo menos que se merece. ¡Semejante viaje!-Bueno, muy amable.El hombre, de unos treinta y cinco años, de mirada inteligente y sonrisa

afable, vestía levita y botas.-Así que ya llegó la calma a Buenos Aires –dijo Macacha.-Hacía falta. Fueron pocos años pero muy sangrientos. El pueblo se

defendió con ardiente valentía –comentó el doctor.-¡Qué bien nuestros soldados y ni qué hablar del pueblo! –exclamó con una

sonrisa doña Magdalena.Después de tomar un sorbo de vino, el médico las miró y quiso saber.-¿Y qué me cuentan de su hijo y de su hermano?, señoras.-Estamos orgullosas de Martín –dijo la madre, pero su entusiasmo se apagó

al agregar-: Pero mi marido… Todas las esperanzas las tenemos puestas en usted, doctor.

El hombre le sonrió para tranquilizarla. Luego de higienizarse bien las manos, prefirió entrar solo a la habitación del Tesorero, donde lo examinaría exhaustivamente. Afuera la servidumbre encendió nuevas velas y calentó un té para las mujeres. Los hombres bebieron un jerez en la sala, en absoluto silencio. El viento parecía llorar.

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La espera se hizo eterna, y empezaron a inquietarse. Algunos caminaban, otros miraban hacia el dormitorio. Madre e hija se tomaron de la mano. Macacha percibió que temblaba y se levantó para abrigarla con un mantón traído desde España. Todos tenían frío.

Cuando pensaban que el médico no saldría más, se abrió la puerta. El hombre no se atrevió a mirarlos. Macacha lo llevó al escritorio, fue la primera en recibir la noticia.

-Imposible. No hay nada que hacer –afirmó meneando la cabeza.

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Macacha ni siquiera pudo llorar. Se llevó la mano a la boca para ahogar el grito. Daba vueltas por la habitación. ¿Cómo enfrentar a la familia? ¿Qué palabras se eligen para suavizar lo irremediable? ¿Y su madre? ¿Qué sería de ella?

La familia Güemes era sacudida por la desgracia. El doctor apretó los hombros de Macacha para infundirle fuerzas y la acompañó a abrir la puerta.

-¿Y mamá? –preguntó ella.-Con nuestro padre –contestaron sus hermanos Panchita y Juan Manuel.Cuando se enteró de la infeliz noticia, doña Magdalena se abrazó a

Napoleón, su hijo menor, y luego entró a la habitación, para permanecer cerca de Gabriel. Los ahogos eran cada vez más frecuentes. Ella lo abanicaba y besaba su frente.

En ese estado de zozobra transcurrieron varios días. Cuando todo llegaba a su fin, doña Magdalena se acostó junto a su esposo, lo abrazó muy fuerte y comenzó a cantarle romances españoles, esos que daban cadencia a las montañas de su Santander natal. En el amarillento rostro del Tesorero se esbozó una sonrisa y dejó de respirar.

Gabriel Güemes Montero falleció el 12 de noviembre de 1807, a los cincuenta y nueve años.

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-Mamá, hay que seguir viviendo –le dijo en un momento Macacha a su madre, para consolarla y también consolarse ella.

Durante el funeral la reciente viuda no veía a nadie. Mientras hombres y mujeres le daban sus condolencias, ella era una sombra sin rostro. Y en pleno dolor, un hombre se presentó como el albacea de Güemes Montero. Ella no lo escuchó, apenas le extendió la mano como a todos.

Después de las exequias, llegaron agotados a la casa. Apenas tomaron una sopa y se fueron a dormir. A un costado de la cama del Tesorero, sobre una mesa baja, permanecían las epístolas de San Pablo y El ingenioso Don Quijote de la Mancha.

Al día siguiente se escucharon los ladridos del perro. Un coche se había detenido frente a la casa.

-Alguien llama a la puerta –anunció Macacha.Era temprano y estaba nublado. Ella se acomodó su larga cabellera en un

rodete par abrir.-Señor, ¿en qué puedo servirlo?Un hombre de mediana edad, ricamente vestido, enseguida se presentó.-Soy Antonio Atienza, el nuevo Tesorero del rey.Macacha abrió desmesuradamente los ojos y retrocedió unos pasos.

Mientras se retorcía el mantón con la mano izquierda, con la derecha lo invitó a pasar a la sala.

-Siéntese, siéntese nomás –le dijo disimulando su perturbación.

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Ella tenía el don de acariciar con la voz. Nunca su rostro reflejaba miedo o incertidumbre.

-Pues sí, maja. Que he arribado desde Europa para residir aquí por orden del mismísimo rey de España –respondió cruzando la pierna y echándose atrás como quien ya se siente en su casa.

Ella tragó saliva antes de responder.-Pero aquí vive mi familia… mi madre, mis hermanos… Y al lado, mi marido

y yo –dijo al sentarse frente a él, y lo miró a los ojos.-Lo siento. Soy el nuevo Tesorero y aquí está la tesorería real –expresó

Atienza y, sin más, se levantó para retirarse.Macacha se irguió y acomodó su vestido antes de acompañarlo hasta la

puerta. Cuando se despidió de él con suma amabilidad, a pesar de la incómoda situación, él giró sobre sí mismo y se fue sin saludarla.

Todo ese día fue un verdadero calvario. El dolor por la muerte de su padre se sumaba la posibilidad de tener que abandonar con urgencia la casa. Pero Macacha se contuvo y no compartió con nadie su preocupación. Ni su madre ni sus hermanos supieron cuál había sido el motivo verdadero de la visita de ese caballero español.

Por la noche, y ya en el dormitorio, Román Tejada se enteró del delicado asunto.

-Por favor, Tejada. Está mi madre, y mis hermanos…El hombre acarició el rostro de su mujer y besó sus labios. Luego le susurró

sobre su boca:-Nadie te quitará de aquí ni a ti ni a todos los que amas.

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Ella lo abrazó con agradecimiento, y así se quedaron dormidos.

-Necesito ver al señor Tejada –casi exigió el caballero cuando la criada acudió a abrir la puerta, mientras la familia estaba desayunando.

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Al oír su nombre, Román se levantó de inmediato y dijo:-Aquí estoy para servirle. ¿Con quién tengo el gusto?-El letrado del Tesorero Real, don Antonio Atienza –respondió el hombre con

ceño adusto y voz intimidante.Entonces Tejada empalideció. Lo invitó a tomar asiento y sin más le

contestó:-Mi padre es el dueño de esta casa, y yo defenderé a mi mujer y a su familia

para que no se muevan de aquí.El abogado se levantó amenazante.-Usted se hará cargo de esta usurpación.Sin contestar, Tejada llamó a uno de los criados y le pidió que acompañara

al visitante hacia la salida.Luego de esa breve pero significativa escena, Macacha y su esposo

conversaron en reiteradas ocasiones sobre el tema, hasta que Román tomó una decisión.

-Hablaremos hoy mismo con mi padre.

Fueron juntos a visitar a don Manuel Antonio Tejada y le contaron lo sucedido.

-Déjenlo por mi cuenta, hijos. No os aflijáis. Seguirán allí –dijo el padre antes de que entraran en detalles.

Y como la conversación se deslizó hacia otros temas, Macacha, muy intrigada, volvió al tema y le preguntó.

-Pero ¿cómo hará? ¿Cómo logrará que no nos arrebaten la casa donde vivimos?

Después de un embarazoso silencio, don Manuel habló:-Le ofreceré hacer un nuevo contrato de alquiler por cuatro años más si se

aumenta el canon.Eso los tranquilizó, y al rato se despidieron agradecidos. La paz volvía por fin

a sus vidas.Una vez en su casa, Macacha quiso ver a su madre, quien vivía a diario el

dolor del luto. La abrazó y le aseguró:-Tranquila, no escuche todo lo que dice la gente. Román hará que estemos

todos seguros aquí. Ya verá.

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Pero a pesar de las fuerzas infundidas a la familia, Macacha se desesperaba por la alarma que corría entre la oficialidad. Mientras en Salta pleiteaban por la casa, en Buenos Aires, Martín estaba muy enfermo. Entre delirios veía sus cerros y quebradas. «Mi madre, mis hermanos tan niños… Jesús mío, me necesitan en casa. ¿Qué pasó? ¿Dónde está mi padre? ¡Macacha! ¿Por qué tan lejos?» Martín daba vueltas en la cama.

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-Este hombre está muy mal –sentenció el médico-. Imposible darle por ahora la noticia de la muerte de su padre. Delira casi todo el día.

La única posibilidad que tenían Macacha, su marido y sus hermanos era ir a diario a escuchar misa a la Catedral, para rezar por la salud del héroe de la familia. Mientras tanto en Buenos Aires los cuidados médicos y el cariño de los amigos comenzaban a obrar milagros en el estado de Martín. Una vez instalado en el dormitorio de la Casa de Ejercicios Espirituales, pudo incorporarse en la cama para empezar a escribir:

Don Martín Miguel de Güemes, cadete del Regimiento Fijo de Infantería de Buenos Aires, alférez graduado y teniente de milicias del Cuerpo de Granaderos del señor Liniers, ante la justificación notoria de V.E. con mi mayor respeto, parezco y digo: Que después de haberme hallado en la reconquista, defensa de la Capital del Reino y campañas que se hicieron en la Banda Oriental de Montevideo, me han sobrevenido gravísimas enfermedades que me acercaron al sepulcro, a fin de consultar mi reposición, tuvo la dignación el Exmo. señor virrey, antecesor de V.E., de concederme a este fin licencia ilimitada de la que me hallo haciendo uso, aún con el ejercicio en el del señor gobernador intendente de ella, don Nicolás Severo de Isasmendi; pero, como para mi curación y subsistencia necesitio tener los auxilios precisos de mi pequeño sueldo, se ha de servir el piadoso corazón de V.E. mandar que en esta Tesorería de Real Hacienda de Salta, se me asista con el precitado y correspondiente sueldo que gozo según el cese que tuve del que percibí en mi cuerpo, como se practicaba en el Ejército y es de ordenanza.

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Cuando el clérigo se llevó la misiva para entregar a las autoridades, una monjita le acercó la comida.

-Solamente le traje una sopa y unas frutas. Mañana tal vez quiera comer un poco de locro, para que no olvide su tierra.

Martín sonrió. Sor María rezó un rosario y antes de despedirse le dijo:-La Misericordia del Señor lo está sanando.Debió reponerse bastante más para planear la partida y, finalmente, el 7 de

abril de 1808 obtuvo el correspondiente permiso para viajar a Salta. Se despidió de los religiosos y de todos los que lo quisieron y admiraron en Buenos Aires.

Cuando Martín regresó a su tierra, madre, hijo y hermana, fuertemente abrazados, pudieron llorar la pérdida del digno Tesorero. Debieron pasar unos cuantos días para que aceptara comer unas sabrosas humitas y tomar un vaso de buen tinto.

Y cuando el estado de ánimo casi llegó a ser el de siempre, Macacha desafió a Martín con su conocido «¡A ver si me alcanzas!» Él pudo sonreir como en otros tiempos y, sin hacerse esperar, desató su zaino y cabalgó hacia su hermana. Cuando estuvieron a la par, le extendió su mano derecha y ella la izquierda. Elevaron al cierlo sus brazos, muy unidos, para gritar:

-¡Una vez más juntos en Salta! ¡Y por Salta!Siempre desapercibidas, ayudando sin que nadie pudiera advertirlo, manos

anónimas, manos de mujeres humildes, agregaban lanas de blanco paz al colorado de la urdimbre.

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Magdalena GOyechea, viuda de Güemes, tenía, a sus cuarenta y cuatro años, una belleza deslumbrante; agobiada por el dolor, se refugió en el amor incondicional de sus hijos. Los mayores ya estaban encaminados en sus estudios y trabajos; las dos mujeres eran grandes, pero los más chicos –de tan sólo cuatro, tres y dos años- necesitaban de su constante presencia. Cuando llegaba la noche y estaba sola, en la quietud de su cuarto, la invadían los recuerdos y creía escuchar aún la voz afectuosa de Gabriel: «Mujer, qué regalo tan bello me dio América».

Macacha la convocaba a participar de algunas reuniones, a ir los domingos a misa, y siempre la respuesta era negativa. Sus únicas salidas consistían en cabalgar durante horas sola, escuchando únicamente el sonido del viento y el canto de los pájaros. No le interesaba codearse con la gente, que siempre pregunta, es insistente y parece gozar del dolor ajeno.

Pasado un año de la muerte de su esposo, mientras cabalgaba por los cerros, cerca de la estancia El Bordo, un señor le hizo un gesto de saludo, al pasar cerca, con su mano. A ella le resultó muy extraña la situación. «Es como si me conociera», pensó y continuó su camino. Pero el hombre, tras un instante de duda, dio vuelta para seguirla, hasta que por fin los jinetes se pusieron a la par.

-Sargento Mayor José Francisco de Tineo Escobar Castellanos, señora –se presentó.

Ella lo miró intrigada, creyendo reconocer esas facciones y tono de voz, entonces se animó a preguntarle:

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-A usted… ¿no lo conozco acaso?-Pues claro –dijo él, tras largar una simpática carcajada-. He sido albacea de

su marido durante bastante tiempo. Es verdad que sólo nos cruzamos un par de veces y yo he cambiado bastante, estoy mucho más delgado… -aclaró para justificarla, y con voz serena agregó-: Soy hijo de quien fuera gobernador de Tucumán y presidente de la Real Audiencia.

A Magdalena toda esa información tampoco le dijo mucho. No le interesaban los cargos ni las genealogías de las personas, su mundo era su hogar y su gente. Pero se abandonó a la espontánea conversación y ató su caballo al sólido algarrobo en el que el caballero había amarrado el suyo. Y se largaron ambos a hablar bajo el cielo que ese día, curiosamente, era de un violeta intenso.

El hombre la miraba extasiado. Muchos años la había visto cuidar a su marido, él sí la recordaba muy bien. Más de una vez la había mirado, sin que ella lo notara. A Magdalena la amargura le produjo la enfermedad de Gabriel le había nublado los ojos y el corazón, pero a las horas logró reconstruir algunas escenas en las que había visto al albacea de su esposo, quien además había estado presente durante el funeral. «Claro –se dijo-, me saludó al retirarse de la iglesia de San Francisco y cuántas veces Gabriel me hablaba de él…»

Una tarde calurosa de enero entró Macacha a la casa. Dejó el caballo en el apero, se sacó el sombrero y casi gritando anunció:

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-¡Martín fue ascendido a subteniente!Iba repitiendo la noticia mientras caminaba por la sala solitaria. Nadie le

respondía, hasta que la Tesorera llegó desde su habitación.-Pero ¡qué ocurre? ¿A qué se debe tanto bullicio?-¡Su hijo Martín fue premiado por su defensa en la Capital del Virreinato! –le

anunció feliz Macacha, y las dos se abrazaron emocionadas.

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-¿Qué te parece si tomamos algo que nos refresque? –le ofreció la madre. Doña Magdalena quería disimular su inquietud, pero le fue imposible.

-¿Madre, qué le pasa? No se queda quieta, camina, se retuerce las manos… ¡Por Dios! Usted sí que está extraña…

-Es que… Lo que ocurre…-Vamos, por el Señor del Milagro, hable –le rogó Macacha, mientras le

tomaba la mano.-Ay, Macacha… No sé cómo decírtelo, pero… un hombre me ha propuesto

matrimonio formal.Luego de esa información totalmente inesperada, Macacha necesitó un

segundo para preguntar llena de curiosidad:-¿Qué? ¿Lo dice en serio? ¡Qué buena noticia! Vamos, ¿quién es?Una sucesión de preguntas y respuestas, abrazos, risas y llantos unieron a

las dos Magdalenas, que más que madre e hija, eran dos mujeres hablando de amores.

-Pues ya empezamos con los preparativos y esta misma noche se lo comunicamos a la familia completa –determinó Macacha.

Pero la alegría de ella no resultó para nada contagiosa. Los hijos varones no fueron tan comprensivos ante ese nuevo compromiso matrimonial, sin embargo no pasaron de alguna mala cara y uno que otro gesto de desaprobación, seguramente porque su madre siempre les infundió un indómito respeto. Y al día siguiente invitaron al sargento a la casa, e incluso Martín se quedó hasta tarde conversando con el futuro esposo de su madre.

Al poco tiempo Magdalena se casaba con el sargento mayor José Francisco de Tineo Escobar Castellanos. La ceremonia, a cargo del padre Vicente Arias, fue con misa de esponsales, y fueron testigos Pedro José Saravia y Victorino Solá. Luego la familia se reunió para celebrar la unión con un sencillo almuerzo; el festejo fue íntimamente sobrio. Hubo locro y abundante vino. Macacha, sonriente y graciosa, conversaba con

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unos y otros, mientras Martín atendía a los nuevos familiares de su madre y Panchita se ruborizaba con el cortejo amoroso de un joven. Todo estaba en orden cuando las mulatas aparecieron con los hermanos menores.

-Niña Macacha, sus hermanitos lloran mucho –dijo Rosa.-Déjalos conmigo. No entienden que mamá se casa.Macacha se los llevó al jardín, donde jugaron con las mariposas; después se

sentaron a la sombre de un lapacho y la hermana mayor les empezó a contar cuentos. Cuandro regresaron a la fiesta, los recién casados ya se estaban despidiendo. Los pequeños, ya más tranquilos, le dieron un beso a la madre para luego refugiarse nuevamente en los brazos de Macacha.

El matrimonio se fue a vivir a la propiedad del esposo, en la chacra de la Banda del Zanjón, donde se cultivaba tabaco, hortalizas y otros productos que

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abastecían a la ciudad. Doña Magdalena ya no residiría en la casa que seguía en juicio; por desgracia, Román Tejada y su padre continuaban el pleito con la Corona española.

Mientras la Tesorera se iba de luna de miel al Alto Perú, Macacha tuvo que llevarse por unos días a sus hermanos menores. Martín regresó al ejército, y Panchita Güemes ya preparaba la boda con Fructuoso de Figueroa y Toledo.

Y siguiendo su propio ritual, al anochecer, las invisibles tejedoras entramaban redes comunicantes con lanas rosadas, cargadas de amor.

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Cerca del río Arias, tras horas de cabalgas juntos, Macacha y Martín se recostaron sobre el pasto par disfrutar del aire fresco. El rumor del agua los iba serenando hasta casi adormilarlos. Fue la voz de Macacha la que interrumpió el silencio.

-Espero un hijo.-Tú… ¿embarazada?-Así es, yo tampoco puedo creerlo. Después de cinco años de matrimonio,

por fin se nos ha dado. Estoy feliz pero tengo miedo…-Venga un abrazo, mi Macachita. ¡Nada de miedos!Y escuchar las palabras de su hermano fue suficiente para espantar todos

los temores e inquietudes. Emprendieron camino de regreso con la alegría compartida, con esa complicidad que desde pequeños los había unido.

-Mañana llegará mamá. Tengo muchas ganas de verla –dijo en un momento Macacha.

-Te hará bien su compañía –aseguró Martín, y luego se atrevió a preguntar-: Y tu marido… ¿dónde está?

-Se fue al Alto Perú.El hermano y su caballo se encabritaron y, ante la triste expresión de

Macacha, Martín se atragantó con el insulto. Sólo su zaino lo escuchó decir: «¡Realista malparido!»

Al día siguiente, Macacha se levantó temprano y se encaminó hacia la casa de su madre. Al verla, Magdalena no pudo contener la pregunta; su hija lucía pálida, enferma.

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-¿Qué le pasa a mi Macacha? Siempre tan fuerte y ahora…-Perdón, madre. Usted llegando de su viaje de bodas y yo…Doña Magdalena la miró con infinita ternura y la convidó a hablar.-No pienses en eso… Eres mi hija y aquí estoy para escucharte.Entonces Macacha se abrazó a su regazo, y así permaneció quieta,

abrigada del amor de su madre.-Pues habla, mi querida.Ella levantó los ojos y le confesó, casi con pudor desmedido:-Este año voy a ser madre.-¡Por fin, un nieto! ¡Hay que festejarlo! –dijo doña Magdalena y volvió a

abrazarla muy fuerte-. Esta misma noche haremos una comida en tu honor. Yo voy a contarle a mi Tineo y tú ve con tu marido.

Macacha se ensombreció.-No, no está. Otra vez en el Alto Perú. El juego… o tal vez las mujeres. Tiene

un lugar de esplendor peligroso. Demasiado dinero, contrabando…La madre la besó y le dijo, no muy convencida:-No te preocupes, tal vez llegue hoy.

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Por la noche, mientras la familia saboreaba los ricos postres, apareció Román Tejada. Se sentó al lado de su esposa sin dar ninguna explicación, pero para componer el clima tenso, la suegra lo felicitó.

-¿Por qué? –preguntó él extrañado.Doña Magdalena miró a su hija y ese gesto bastó para que Macacha invitara

a su marido a pasar a la sala.-Tendremos un hijo –le dijo frontal, como siempre.Él, sin ninguna expresión en el rostro, le contestó:-¡Ojalá que sea varón, para que negocie en nuestras tierras! Macacha se

retiró sin agregar nada, y cada uno volvió a la casa por su lado. Tejada se quedó dormido. Ella se

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refugió en la lectura; luego acarició su vientre con ambas manos, y se durmió.Era el mediodía cuando la voz de su madre la despertó.-Mi Macachita –la llamó, mientras la acariciaba con ternura.Ella le sonrió, acurrucó su cabeza sobre el regazo materno y besó sus

manos, disfrutando de la plenitud de ese instante.-Tienes una vida en tu vientre. Hija, me parece que tendrás que descansar

más.Macacha se incorporó protestando.-Pero no puedo dejar de visitar a los indígenas. Hay mujeres solas, hay

pequeños abandonados… No, no puedo.-Veremos la manera de que sigas ayudándolos sin tener que andar tanto.

Tienes criadas que pueden hacerlo por ti, las mías… Ya verás.A partir de ese momento, se despertaba temprano, desayunaba con todos y

después regresaba a la cama. Sus amigas llegaban cerca del mediodía a traerle telas, hilos y lanas; ella cosía ropa para los desprotegidos por la tarde. Al anochecer, Rosa, Úrsula y Josefa se llevaban las prendas para abrigar a los más necesitados. Y regresaban por la noche con agradecidos regalos de gauchitos e indios. Naranjas, flores y algunos huevos eran desparramados sobre la cama como mensajes de amor del pobrerío.

El día que el hijo se anunció, Tejada estaba en el Alto Perú.-Rosa, llama a mi madre. El niño ya llega –dijo Macacha al sentir la humedad

entre las piernas.Mientras la negra se apresuró a salir, Úrsula puso a calentar una olla con

agua.-Josefa, por favor, llama a Mama Antay; quiero que me asista en el parto.Cuando ya los dolores de Macacha fueron insoportables, apareció la

chamana. Doña Magdalena, que permanecía a su lado poniendo paños frescos en la frene de su hija,

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respetuosa se retiró. La indígena, dueña de una melena negrísima, de manos grandes y huesudas, con largas uñas, vestía una túnica blanca con dibujos colorados, verdes, anaranjados y azules. Encendió sahumerios de coca, le dio un extraño brebaje a la parturienta y empezó a bailar y cantar alrededor de la cama. Mientras los dolores se tornaban insoportables, entraban y salían criadas. Cuando Mama Antay cesó de moverse, elevó sus brazos al cielo. Y entonces Macacha gritó:

-¡Ay, hijo mío!

Page 55: Macacha Guemes - Ana Cabrera Vivanco

Era una niña, que lloró bien fuerte, como para responderle: «Aquí estoy yo. Ya no soy tuya sino del mundo».

-¡Es una niña! –exclamó doña Magdalena al entrar -¡Mi primera nieta!La indígena se retiró en silencio. Entre sus manos llevaba la sangrienta

placenta, testigo del amor primordial entre madre e hija durante nueve lunas. Al verla pasar, la reciente abuela preguntó:

-¿Para qué se la lleva?-Para la Pachamama, por el buen vivir de la niña.Cuando Macacha tuvo a su hija entre sus brazos, sintió que toda su vida se

resumía en ese momento de profunda felicidad. Tomó una de sus manitas para besarla.

-Está fría –dijo, y la calentó entre las suyas. «Como las de su padre», pensó.Al rato la beba lloró, y doña Magdalena le enseñó a Macacha cómo

alimentarla. La recién nacida se aferró al pezón de su madre, que enseguida creció para dar la leche tibia. La abuela se retiró para observar desde la puerta el idílico cuadro iluminado por el radiante sol. Lágrimas de felicidad corrían por las caras de las dos Magdalenas.

Más tarde Francisco le dejó la cuna de nogal que había hecho la peonada, y los mullidos almohadones de lana, tejidos por las indígenas. Allí se quedó la niña, y la madre descansó.

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Entrada la noche, un ruido las despertó. Macacha se sentó en la cama para preguntar:

-¿Quién vive?Una sombra varonil fue iluminándose con la luz de la luna.-¿Quién vive? –repitió Macacha, esta vez con la niña contra su regazo.-¿Y quién va a ser? Tu Martín.Macacha gritó de alegría, y se abrazaron los tres. Enseguida le entregó a la

recién nacida, para que la sostuviera en brazos.-Es mujer, hermano.-Vaya, ¡qué bueno! Si se parece a la madre, será inteligente y buena para la

palabra –aseveró él--Buena para la palabra… -repitió ella-.¿Qué te parece si la llamamos

Eulogia?-Me parece muy bien. ¡Qué arma poderosa es la palabra! Si los sabrás tú, mi

hermanita.Macacha sonrió.-Vienen luchadoras las niñas… Mira Manuela Pedraza, ¿recuerdas? La

mujer que luchó junto a su marido en la Primera Invasión Inglesa.-Sí, como para olvidarla… Si ella misma mató a quien asesinó al marido –

agregó Martín.-Pues te cuento que le han dado el grado y el sueldo de subteniente de

infantería.-Se lo merece y con todos los honores –afirmó Macacha.Estaban conversando tranquilos cuando escucharon un griterío. «¡Libertad!

¡Libertad!¡Libertad!» se acercaron a la ventana, y desde allí vieron llegar a Vidt y a algunos soldados.

-El grito de libertad viene del norte. ¡Por la América Libre!-Sí, ya sé, viene de Charcas, de la Universidad donde estudia nuestro

hermano, Juan Manuel –dijo eufórica Macacha.-Fue Monteagudo, carajo. Él encabezó esta rebelión –agregó Martín.

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Macacha caminó hacia su mesa de noche con la intención de sacar unos libros. Se los mostró a su hemano y le confesó:

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-Durante estas nueves lunas no sólo cosí y bordé. Las ideas de Montesquieu, Rousseau y Voltaire acompañaron mis noches.

-¿De dónde los sacaste? –inquirió Martín.-Yo también tengo mis buenos amigos en Charcas.Era ya 1809. Eulogia Tejada Güemes, la hija de Macacha,, nació el año en

que nacía la esperanza de un mundo igualitario para la América del Sur.Siempre en faz de urdimbre, donde los colores se muestran y la trama se

esconde, las tejedoras continuaron marcando los surcos del hilo que nunca se rompe.

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El sol de mayo iluminó desde la quebrada hasta la plaza 9 de julio; se entrometió en las casas, en los ranchos y en las tolderías. Todo el pueblo salteño salió a agradecer al Señor del Milagro. Las campanas de la Catedral tañían libertad. La buena nueva llegaba de Buenos Aires.

-¡Hermanita, se pudo! La corona cayó. El pueblo gobierna a través de la Junta… Saavedra, Moreno, Castelli… los criollos.

Macacha levantó la cabeza. Le dio la mano a Eulogia, de apenas un año, y la niña la sorprendió con sus primeros pasos.

-Mira, ya empieza a caminar, como nuestro pueblo.Alzó a su hija para correr hacia los brazos de Martín. Los hermanos lloraron

de felicidad. Inti, el dios sol, estaba de fiesta. Los colores de ceibos y aromos se intensificaron. El verdor de las copas de laureles, robles y cebiles parecía querer unirse a la diafanidad del azul del cielo.

Cuando Mama Quilla, la madre luna, hermana y esposa del sol, pintó de plata arbustos y maizales, Macacha y Martín convocaron a cantar la esperanza al conchabado pobrerío. Los aborígenes bailaban a sus dioses y ancestros por la recuperación del arrebato de sus raíces. La Pachamama, la Madre Tierra, mostró con orgullo su intensa voluptuosidad. Pero no todos celebraron. En la ciudad de Salta había serios conflictos entre la clase dirigente.

-Pero no puedo entender cómo el gobernador Isasmendi todavía no se une a la Junta de Buenos Aires –protestaba doña Magdalena.

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-Los regidores del Cabildo están furiosos con él –agregó Macacha.En ese momento Panchita se retiraba con sus niños. Al despedirse dijo:-Hermana, en lugar de preocuparte por los cabildantes ve con tu hija, que

llora –expresó y, sin más, con irónica sonrisa y falsedad en sus besos, subió al carruaje que la llevaría junto a su marido, Fructuoso de Figueroa y Toledo.

Macacha hizo un gesto de desagrado cuando su madre dijo:-Ya sabes, ella es así. Pero… te quiere.-¿Me quiere? Vamos, madre. Estoy cansada de disculpar sus sutiles

insolencias.En ese momento Rosa traía a Eulogia en brazos. La niña se abrazó llorando

a su madre.-Mi linda, ya volverán tu tía y tus primos. Ahora un poco de mazamorra y a

dormir.Cuando los ojitos de la hija se iban entrecerrando, Macacha le relató:-Ahora no entiendes… Estamos viviendo momentos importantes. Mamá te

quiere mucho, pero tiene que ayudar a que esta tierra sea de todos los que nacieron y trabajaron en ella, para que no tengan frío, para que no padezcan hambre, para que estemos todos juntos, sin pelear.

La abrazó muy fuerte y luego la besó.-Ya estás dormida. Te quiero y te querré siempre. Aunque algunas, tal vez

muchas veces, tenga que dejarte…Macacha empezó a llorar. Un viento inesperado dio música a la fría noche.

La familia Tejada Güemes dormía.

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Martín, que estaba reclutado en el ejército, una noche de julio de 1810 se presentó sorpresivamente en la casa de Macacha.

-Tomaron presa a la gente del Cabildo.Ella, todavía sin desayunar y medio dormida, preguntó:

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-¿Qué dices? ¿Qué haces tú aquí?-Vine para avisar a la familia. ¿No escuchaste, Macacha? –repetía agitado.-Tranquilo, Martín. Toma un mate y come tortilla. Sí, escuché. Se veía venir.

Isasmendi y su gente no soportaban que los cabildantes se solidarizaran con la revolución.

Martín y Macacha se quedaron conversando sobre los acontecimientos un buen rato, hasta que el hermano se tuvo que marchar.

-Me gustaría defender, quisiera aliarme, para que vieran lo que podemos hacer los hombres del Norte para impedir el avance de los maturrangos desde el Alto Perú hacia Buenos Aires.

Macacha le tomó la mano para calmarlo.-Todo a su tiempo, Martín. Quédate tranquilo y gracias por preocuparte por

tu familia. Mientras estés en el ejército, yo velaré por ellos.Güemes, emocionado, la abrazó. Montó su caballo sin mirar atrás.Los días de tensión se sucedieron, hasta que una noche, mientras comían

en casa de doña Magdalena y su marido, entró José Ignacio Gorriti para informar.

-Pero Gauna, ¡qué valentía! Se descolgó de la ventana para ir a Buenos Aires.

-¿Quién? –preguntó Tejada.-Calixto Gauna, uno de los presos por solidarizarse con la revolución.-Pero ¿cómo pudo escapar? –inquirió la Tesorera.José Ignacio se sentó en un sillón y los invitó a acercarse. En voz baja contó:-Las demás autoridades cautivas eligieron a Gauna para ir como emisario

para contar todo esto a Buenos Aires. Entonces… escuchen bien –dijo con picardía, y agregó-: Los compañeros le dieron sus capas. Lo ayudaron a anudarlas y las usó como soga para bajar. Sí, escucharon bien, Calixto Gauna se descolgó de una de las ventanas sostenido por las capas de sus compañeros.

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Todos se echaron a reír.-Y estoy segura de que volverá triunfante –agregó Macacha.Cuando todos dormían, las dos Magdalenas empezaron a fumar, en silencio

absoluto, cigarros de hoja. La Tesorera preguntó:-¿Qué noticias tienes?-Martín sigue en el cuartel, pendiente del curso que puedan tomar los

acontecimientos.Antes de despedirse, tomaron un té de pasiflora.

El 2 de agosto de 1810, Salta se despertó entusiasmada. Había llegado Feliciano Antonio Chiclana, delegado de la Junta Gubernativa. Por las calles de la ciudad la gente comentaba:

-Por fin dejaron en libertad a los presos.

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-¿A quiénes?-A los que estaban a favor de la revolución.Alguien gritó en la plaza:-¡Escuchen, Chiclana convocó al Cabildo!Pocas horas después todos festejaban. Los vecinos se abrazaban. Las

guitarras regalaron zambas y chacareras. Todos cantaron victoria.Macacha quiso participar, y obligó a su marido a acompañarla. Al día

siguiente, acudieron juntos a la reunión del Cabildo. Con emotiva atención el matrimonio Tejada Güemes escuchó:

-Resueltos los problemas internos, se invita al noble vecindario a la unión, paz y tranquilidad que debe observarse por este fiel pueblo en tal importante asunto.

Más tarde convocaron a un «voluntario y liberal donativo para el sorteo de la expedición militar auxiliadora de las provincias interiores». El matrimonio donó la suma de $ 50 para la expedición libertadora. Luego Macacha invitó a la casa para festejar con familiares y amigos. Era domingo. A los postres, al dueña de casa comentó:

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-¿Se enteraron del nuevo ascenso de Martín?-Se lo merecía –agregó Tejada-. Su actuación en la Quebrada de

Humahuaca fue muy eficaz.-Evitó la comunicación de los realistas del Alto Perú con los de Córdoba –

aclaró mMacacha, y levantó la copa para brindar-. Por el primer diputado salteño en la Primera Junta de Buenos Aires: el Doctor Francisco de Gurruchaga.

Y como si se tratara de la escena de una función de teatro muy ensayada, las puertas se abrieron para recibir una imponente figura que gritó:

-¡Por la revolución!Todos miraron hacia el lugar de donde provenía la voz. Era Martín Güemes.

Entonces él y su hermana, de inmediato, unieron las copas, y todos fueron una misma voz.

-¡Por Güemes, por la libertad!Después de brindar, Martín tuvo que irse.-¿Tan pronto? –preguntó Macacha cuando lo alcanzó en el jardín.-El coronel don Diego de Pueyrredón me espera. Los maturrangos no

volverán a tomar Buenos Aires. No los dejaremos pasar.Martín Güemes se alejó levantando la mano. Por la rapidez de la partida, no

pudo ver las lágrimas que empezaron a cubrir la cara de su hermana, que enseguida entró a la casa para dar un beso a su hija antes de que Rosa la llevara a la cama.

Cuando todos se fueron a dormir, las dos Magdalenas se sentaron a conversar. Miraban las volutas de humo de sus cigarros, mientras sus pensamientos se perdían en la intensidad del momento. La noche con sus misterios las invitaba a la expresión de las emociones. Fue entonces cuando se miraron a los ojos y al unísono gritaron:

-¡Viva la Patria!Nadie percibió la presencia oculta entre los árboles. Eran las invariables

tejedoras. El rojo de los hilos de libertad se entramó en la urdimbre de la historia.

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Desde que Salta se unió a la causa revolucionaria, el comercio con el Perú está interrumpido. La situación económica cambió rotundamente. El tráfico comercial entre ambos virreinatos ya no existe. Salta se empobrece día a día. Los comerciantes y sus empleados están casi sin trabajo… Señor del Milagro, danos fuerzas para continuar en la lucha, apiádate de la gente de estas tierras…

La vencía el sueño. Macacha cerró su diario y se acostó. Era una intensa noche de verano. Tomó un vaso con refresco, y con dulce de cayote en los labios y perfume a miel, Macacha se durmió.

La placidez de la mujer fue interrumpida por la llegada del marido, quien regresaba de Potosí. Román irrumpía en la cama. El olor a aguardiente insultó el sueño de la esposa. En la borrachera le habló a su mujer, y con rapidez animal y extrema torpeza tomó el cuerpo de Macacha. Fue sólo un instante. Sin siquiera haber saboreado la boca de su mujer, Román cayó dormido.

«Hay que cumplir con los deberes conyugales», advertían las señoras e incluso también los sacerdotes. Sin embargo, Macacha soñaba con los brazos rudos de algún gaucho. Esos que le hacían bullir la sangre cuando los veía cabalgar detrás del ganado. O con algún indio. Fantaseaba que la tomaba sobre el pasto húmedo, hasta hacerla gemir de placer. Esos fugaces momentos le hacían soportables los secretos encuentros

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con algún militar español. Sexo imprescindible en tiempos de guerra.Macacha se levantó. Imposible seguir durmiendo. Con el pelo suelto

acariciándole la espalda, abrió la ventana. Se desnudó. Quedó solamente en calzones. Cubrió los hermosos senos con una camisa de lino crudo, atada al cuello con cordel. La prenda era enorme. Aún así se notaban los pezones erectos. Debajo, solamente un chiripá. Escondió su oscura cabellera en un sombrero. Dobló para abajo su ala para ocultar el fulgor de sus ojos. Con el rostro semioculto, fue en busca de su Carmela. Se cubrió con un guardamonte y galopó hacia la libertad de la noche salteña. Arriba, en el cerro, se podía escuchar el llanto de una vidala, que acariciaba las estrellas.

Cuando ya amanecía, se salpicó con el agua de algunas lagunitas formadas por las lluvias. Gran cantidad de flores contrastaban entre las inertes formaciones pétreas, bajo la atenta mirada del cóndor. Los ojos se le cerraban. Le pareció prudente descansar. Carmela tuvo agua para beber y Macacha se refrescó la cara. Se acostó a cielo abierto, envuelta en el perfume de las flores. La yegua relinchó al advertir la presencia de un zorro colorado y algunas comadrejas. Ella se sacó el sombrero para dar libertad a su cabellera y dejó que su pelo acariciara las flores silvestres. Así, en ese lugar encantado, se durmió.

Con la tibieza del sol sobre su cuerpo sintió la presencia de un hombre. Su olor a pasto fresco y a leche recién ordeñada la hizo sentir segura. Hasta que una imagen la eclipsó. Era José, un negro que peleaba junto a Martín. Fuertes piernas, alto, corpulento. Llevaba alpargatas gastadas por el tiempo y pantalones con chiripá. Cuando le tendió la mano, ella se tomó de él sin dudar. Se estremeció ante la varonil fortaleza. Su pecho ancho y velludo olía a pasto

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fresco. Al encontrarse con sus ojos, se sometió a la oscura profundidad de su mirada. Su boca de labios sensualmente anchos rozó su mejilla izquierda. Ella temblaba. Sin palabras, José se apoderó de la cintura de Macacha. Con las ropas empapadas de rocío se acariciaron con inevitable premura. En

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el Valle Encantado, con el sol quemando la piel, por primera vez en su vida Macacha gimió de placer. Carmela le puso el hocico sobre el cuello y ella se despertó. Todavía su cuerpo exhalaba el erotismo del sueño. Allá lejos quedaba su hogar, donde el esposo dormía la profundidad de la borrachera y el sexo satisfecho.

La naturaleza toda se despertaba. La placidez del silencio le permitía escuchar la música del agua, el trinar de los pájaros y los movimientos de los caballos. Cabalgó camino a Cachi, que según los diaguitas significaba «piedra del silencio». El pueblo, rodeado de cerros y montañas, era la unión de los ríos Cachi y Calchaquí, a más de 2.000 metros de altura. La música la fue ganando hasta envolverla en el embrujo de las guitarras. Ya se acercaba al fogón. Los gauchos, al rescoldo, mateaban entre zambas y chacareras.

Ella se quitó el guardamonte. Al caminar se veían sus músculos, que hacían suspirar a los criollos y revelar los más caros secretos a los maturrangos.

-Ahora sí que la noche se hace fiesta –le dijo Martín al recibirla, y ella, sonriendo, le dio aire a la belleza de su pelo.

Los hermanos Güemes se querían y anhelaban la libertad y el bienestar de su gente. Eran como una sola planta de maíz. Los dos eran necesarios para que la espiga creciera.

Macacha recostó su cabeza, hermanito. El Perú está dominado por los ejércitos realistas. Se empieza a sentir la pobreza en Salta.

-Ahora somos provincia y soy soldado de la Revolución de Mayo, con mis sesenta jinetes para ayudar a la Junta Gubernativa –dijo Martín, mientras se sentaba a su lado, y agregó-: Hay que apurarse. Los realistas amenazan con invadir desde Potosí.

Un gaucho les alcanzó un mate.-Deme, hombre –ordenó Martín-. Yo mismo cebaré estos mates, como

Artigas. Será larga la noche con la Macacha.

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Ella, inusualmente inquieta, le susurró en voz baja:-Tenemos que entorpecer los planes que ha preparado el Mariscal Nieto en

el Perú. Va a avanzar hacia el Sur y…-¡Qué sería de mí y de la causa revolucionaria sin tu información!Ella no contestó. Colocó la mano sobre el hombro de su hermano para

formular una importante pregunta.-¿Con qué recursos los enfrentaremos?-Libraremos guerra a campo abierto, a la descubierta. Le ganaremos con

rapidez y audacia.Macacha estaba muy preocupada. Buenos Aires no enviaba recursos, los

hombres eran pocos…-¿Cómo, Martín, cómo? –insistió desesperada,Güemes se levantó. Estiró su torso desafiante y con seguridad exclamó:-¡Podremos! Toda la tierra en armas… indios, gauchos, niños, viejos… por la

libertad –dijo exaltado, y agregó: -¿Te olvidas que nosotros conocemos esta

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bendita tierra? ¡Somos Salta! En las marañas de sus selvas o en cada sinuosidad del terreno vive nuestra sangre –aseguró y, dándole la espalda, miró al cielo para exclamar-: ¡Seremos una barrera infranqueable a la penetración española!

-¿Y te olvidaste de las mujeres? Todas con esta guerra: señoras, criadas, collas y mulatas. Unidas a nuestros hombres: hermanos, padres, maridos, amantes, hijos… Pasando información, vigilando detrás de una sonrisa o de un beso cada movimiento de los godos.

La joven mujer lucía su esbelta silueta, enfundada en varonil chiripá, camisa y pañuelo al cuello. Su voz era firme mansedumbre. Su abundante cabellera reflejaba los colores del alba. Su semblante fue luz en la certeza de la victoria. Martín giró para mirarla a los ojos.

-Toda esta tierra, de Norte a Sur, palpitará con la fuerza de nuestro espíritu de resistencia.

Bajo los primeros rayos del sol matinal, los hermanos pactaron con un abrazo el

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comienzo de la guerra gaucha. Afuera, la melodía de las guitarras era protectora compañía.

Las incesantes tejedoras continuaban la urdimbre de la historia.

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Macacha llegó a su casa con las primeras luces del día. Ni bien desensilló, se escucharon los ladridos de los perros, que con el movimiento inquieto de sus colas le dieron la bienvenida. La acompañaron a atar su yegua y la escoltaron hasta la soledad de la sala, donde se quedó un instante, asediada por preocupantes pensamientos. Un perro se acostó a sus pies. Ella empezó a acariciarlo mientras su mirada se perdía en el paisaje. Cuando entró en su habitación, Román dormía; entonces aprovechó para escribir en su diario.

Las mujeres tenemos que organizarnos. Martín y sus gauchos nos necesitan. Mi madre, las criadas… todas, sin excepción.

Horas más tarde, mientras Macacha saboreaba una empanadilla de miel, comentó a su madre:

-El general San Martín está abriendo surcos de libertad, y están cumpliendo una importante función sus granaderos.

La señora la miró fijamente. Se le notaba la congoja.-Tiene que cuidarse –contestó doña Magdalena-. Parece que Pepa

Marquiegui conquistó a uno de sus valientes granaderos. Esa mujer tiene una belleza muy peligrosa. Se piensa que es una hábil espía realista.

-¿Quién es, madre, el granadero?-El apuesto Mariano Necochea. Parece que al pasar por Jujuy quedó

prendado de la hermosura de la mujer de Olañeta.

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Sus sutiles estrategias pueden llegar a ser un arma poderosa contra el ejército libertador y contra nuestra gente.

Macacha, mientras acariciaba al perro, comentó:-Más allá de esa tormentosa pasión, San Martín va a necesitar refuerzos.

Debemos ayudar a proteger a nuestros patriotas, como sea…

Una mañana de 1814 llegó Martín Güemes de Tucumán con la buena nueva. Se lo veía agitado; despeinado, con el sombrero en la mano, pero lucía un rostro de mirada diáfana.

-Macacha, hermanita, escucha bien: el General me nombró comandante de avanzada al frente de las milicias salteñas. Nuestro sueño se cumplió. Ahora va a ver lo que puede hacer el gauchaje de estos pagos.

Ella lo abrazó emocionada, y le tomó la mano para dar más énfasis a su comentario.

-Claro que sí. Defenderemos el Norte para que no pasen los realistas. No te preocupes, los Güemes podremos. No olvides que nuestro apellido vasco significa «frontera», y eso seremos para los realistas: una frontera imposible de atravesar.

-Le cuidaré las espaldas a San Martín –enfatizó Martín con orgullo.No te preocupes. Las mujeres nos sumaremos a la defensa de estas tierras.

No podrán avanzar. Los maturrangos no podrán.Martín se despidió de Macacha con la mano en alto, y su caballo relinchó al

ponerse en dos patas. El padre de los gauchos disfrutaba al talonear a su

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zaino. Se fue con la certeza de la victoria; no en vano su hermana era su ministra sin cartera.

Sin perder tiempo, Macacha empezó a convocar en su casa a varios parientes, amigas y vecinas para confeccionar ropa para los guerreros. Bien temprano, antes de que los hijos se despertaran, ella preparaba la sala de costura. Al rato llegaban sus

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amigas. Juntas, saboreando algunos pastelitos dulces acompañados por mate, preparaban los trajes para los hombres, los uniformes con que Salta proveyó a las tropas de Belgrano. Y mientras las tijeras iban dando forma a las telas, las agujas y los hilos, entramaban las historias.

-En Jujuy no se habla de otra cosa que de los amores de Necochea y Pepa –comentó una joven. Cortó el hilo con los dientes y, mientras enhebraba una vez más la aguja para concluir el cuello del uniforme, agregó-: Dicen que Mariano es alto, que tiene cabello negro, ondeado, y ojos oscuros de magnética mirada. ¡Ah! –contó, y suspiró al dejar la chaqueta sobre su falda.

-¡A seguir trabajando! Los soldados necesitan sus pantalones, sus camisas –ordenó Macacha.

Pero, sin hacerle caso, la muchacha continuó brindando información.-Cuando la conoció, Necochea estaba de lo más atractivo con su uniforme

azul, del que pendía el sable victorioso de la batalla de San Lorenzo. Imposible resistirse.

-También… con el mico que le han puesto de marido… Olañeta tiene los ojos redondos y saltones debajo de las cejas espesas y juntas –dijo otra-. Labios finos y descoloridos, crispados por la ira. Como si esto fuera poco, es su tío. ¡El hombre es mucho mayor, panzón y mofletudo!

-Ay, muchachas. ¿Hasta cuándo los matrimonios serán arreglos de conveniencia para las familias y no por elección libre del amor? –interrogó a todas Macacha-. Mejor sigamos cosiendo.

Después de un breve silencio, doña Magdalena hizo su aporte.-Cambiando de tema, quiero recordarles que la campana de San Francisco

es la mejor de todas estas tierras. Es muy probable que el general Belgrano diera para su composición el bronce de algún cañón de los que recibió el 21 de febrero del año pasado. Al poco tiempo al bronce se unieron otros metales.Oro, plata, cobre se

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amalgamaron para dar vida a los más angelicales sonidos. Allí inscribieron «Viva la Patria». Y entonces Pedro Olañeta, enfurecido, envió a un herrero para que a puro golpe borrara de la campana de San Francisco las palabras de los insurgentes. Después de subirse al campanario para terminar con la rebeldía de aquella frase, bajó desconsolado –y tras decir esto, doña Magdalena se levantó para cortar otra tela para un pantalón.

-Por favor, Tesorera, siga con el cuento… ¿Y qué pasó? –reclamaron las mujeres al unísono.

-Paciencia, esperen que si me distraigo cortaré de cualquier manera.Cuando el murmullo se hizo insoportable, doña Magdalena continuó:-El herrero, con los ojos desmesuradamente abiertos, gritaba: «¡El demonio!

¡Esto es obra del demonio, mi general!» Y hablando de Olañeta, el hombre

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tembló de ira al saber que no hubo caso: las letras siguieron inscriptas en la campana. No pudieron borrar «Viva la Patria».

-¿Cómo? –preguntó Melchora, la criada.-Lo mismo le preguntó estupefacto el general español, y el herrero le

contestó tartamudeando que, si bien había logrado sacar el relieve, las letras brillaban más que antes.

-¡Escuchen, escuchen! –gritó Macacha-. ¡Las campanas del Señor están repicando!

-Los realistas jamás nos borrarán la certeza de la victoria –exclamó doña Magdalena de pie junto a la ventana.

Luego siguieron trabajando en silencio. Sólo se escuchaba el chillar de tijeras, el ruido de alguna silla o el corte de una tela. Hasta que de pronto apareció Ruperto, uno de los peones, alegre por la borrachera, acompañado por su guitarra. Se sentó junto a ellas para cantarles algunas zambas. Al principio todo fue alegría, pero movido por un impulso el hombre manoteó el trasero de la mujer que se había levantado para buscar más hilos. Macacha, indignada, se acercó para gritarle.

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-¡Ya mismo se va de mi casa!El gaucho hizo un gesto de tardío arrepentimiento y se inclinó en una ridícula

reverencia, antes de ser tomado del brazo por la dueña de casa para sacarlo de allí. Al escuchar el alboroto, Tejada se asomó y dijo:

-¿Qué hacen tantas mujeres juntas? ¡Cómo trabajan! Pero Macacha… ¿de qué se trata?

Ella, después de acomodarse el pelo en un rodete, respondió:-Cosiendo, planchando… ¿De qué otra cosa podemos ocuparnos las

mujeres?Y luego de que Román se retirara, mientras continuaban dando forma a los

trajes para la lucha, siguieron sumándose los comentarios.-María Loreto empezó a depositar mensajes en el hueco de un ceibo que

está a orillas del río Arias.-Sí –se oyó en la otra punta de la mesa-. El Arias tiene un buen caudal de

aguas cristalinas, y hasta allí llegan las bomberas de doña Loreto para llevar información secreta.

-Pues sí –dijo otra-. En tiempos de guerra, las polleras no sólo son coqueteo en la zamba o en las fiestas, sino que guardan sutiles informes…

-Me contaron que Aurelia, una indiecita de tan sólo diez años, al acercarse para colocar una importante nota en el hueco del árbol se asustó. Una extraña voz la estremeció. Se dio vuelta y vio que se trataba de un loro parlanchín sobre una rama del árbol buzón. Temerosa de que la delatara, lo ahuyentó tirándole una piedra.

Todas rieron hasta que Macacha les repitió una vez más:-Debemos seguir siendo un sólido círculo protector de mujeres. Con

estrategia continuaremos llevando información a Martín y a sus gauchos.Cuando todas se retiraron, Macacha se disponía a ordenar la comida cuando

escuchó la voz de su hermano.

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-¡Qué alegría! ¡Cuánto tiempo sin verte! –exclamó y, al acercarse para darle un beso, Macacha le preguntó:

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-Pero te noto demasiado pálido, como distraído… ¿Qué te pasa?Martín se sacó el sombrero, se sentó y le confesó a su hermana:-Esa mujer me tiene loco. Amores y guerras… ¡La pucha, che!Después de contarle sus sentimientos, la hermana le dio unos cuantos

consejos.-Así que te la trajiste de Jujuy… Estás encamotado, hermanito –dijo, y se fue

un momento para calentar el agua tibia del mate; luego retomó la idea-. Tus gauchos te esperan. En el amor como en la guerra se necesita tu pasión pero también el orden. Acuérdate de tu noviazgo con la chica de Saravia.

Y cuando llegó el momento de la despedida, tocando el escapulario que siempre llevaba Martín sobre su pecho, la hermana le dijo:

-Que el Señor te guíe y te proteja.La noche se lo llevó hacia la lucha sin tregua. La guerra gaucha seguía en

marcha. Martín Güemes y sus gauchos se movían con astucia. Ellos conocían muy bien su geografía. Cuando los realistas marchaban para combatir detrás de algún roble o algún lapacho, salían lanzas y puñales que los sorprendían. Desde la oscuridad de los montes los ponchos escondían a los hombres. Las boleadoras, los lazos y los facones cobraban vida para vencerlos.

-Mira –dijo una noche La Serna-. Varios gauchos muertos junto a sus caballos.

Hizo una seña para que sus hombres avanzaran. Los gauchos esperaron a que se acercaran y allí, como demonios resucitados, los atacaron.

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-¡Huyamos, vienen muchos más! –gritaron los realistas.Al llegar Güemes y sus pocos gauchos, se echaron a reír.-Está güeno eso de hacer ruido pa´ parecer más--Claro, yo les dije que golpearan sus guardamontes y verían.Después de secarse el sudor de la frente y tomar unos tragos de chicha,

Martín habló:-La consigna es retrasar el avance de los maturrangos hacia el sur. Los

españoles quieren la batalla campal, pero nuestros hombres tendrán la estrategia del combate retardante. Cuando los españoles quieran el choque definitivo, los gauchos nos enredaremos en la negrura del paisaje de nuestra tierra. Una y otra vez seremos sombras incansables, hasta debilitar las certezas de los godos.

Todo era válido.Cierta noche, cuando avanzaba la partida realista, una bella campesina salió

de us rancho totalmente desnuda. Caminaba hacia los soldados españoles con los cabellos esmarañados. La larga cabellera cubría sus senos, pero al moverse se adivinaba la tersura de sus pezones. La luna iluminaba la sedosidad de sus muslos. Cunado los caballos relincharon ante la cercanía de la mujer, ella abrió los brazos. Las manos eran palomas de paz. El ejército insistió para que se retirara, pero ella no se movía. Firme, con la belleza de sus piernas aferradas a la tierra, empezó a cantar. La música los envolvió, y los hombres parecían embrujados. Durante un intenso momento nadie se movió. Cuando ella quiso, se dio vuelta para perderse en el sortilegio de la noche. La mágica aparición impidió que los españoles pudieran avanzar, y gracias a ella los patriotas lograron concretar el asalto. El pueblo la llamaba «la Regalada». Tiempo después, un poeta la celebró con estas palabras:

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¡Oh, cuerpo milagroso de la mujer, lo mismo en la penumbra del amor que en la plena luz del arte! ¡Milagroso cuerpo de Aspasia en el estrado de la justicia! ¡Cuerpo

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milagroso de la Regalada en el bosque salvaje de nuestra epopeya!

La sutileza de los hilos continuaba el entramado. El rojo sangre bordaba una nueva imagen en el tapiz de las tejedoras.

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En un saloncito de la gobernación de Salta, José Ignacio Gorriti leía un fragmento escrito por Artigas:

Yo no hice otra cosa que responder con la guerra a los manejos tenebrosos del Directorio y a la guerra que él me hacía por considerarme enemigo del centralismo, el cual solo distaba entonces un paso del realismo. Tomando como modelo a los Estados Unidos, yo quería la autonomía de las Provincias dándole a cada estado su gobierno propio, su Constitución, su bandera, y el derecho a elegir sus representantes, sus jueces y sus gobernadores entre los ciudadanos naturales de cada Estado. Eso era lo que yo había pretendido para mi Provincia y para las que me habían proclamado su protector.

Al terminar su lectura en voz alta, dijo a sus amigos:-Desde hoy Martín Güemes será el primer gobernador elegido por el pueblo.

¡Los sueños de Artigas empiezan a ser realidad!Con estas palabras Gorriti, Tejada y Saravia abrieron la puerta hacia el

esplendor del salón. Afuera, Juana Azurduy se escondía tras la vestimenta de soldado, entre el gauchaje. Adentro, la aristocracia de Salta se preparaba para festejar la asunción del primer gobernador elegido por el pueblo.

Era el 6 de mayo de 1815. Martín de Güemes asumía como gobernador de la provincia que, desde 1814, integraban Salta, Jujuy, Tarija y Orán. Resplandeciente en

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su belleza, Macacha triunfaba. Durante noches tramó redes para que esto sucediera. Acompañada por su esposo, saludaba a granaderos y realistas, a soldados y a civiles.

-Para mí que la Macacha fue quien convenció a las autoridades –comentó una señora a su vecina.

-Para mí que sí. Pero los hombres nunca van a decirlo –le respondió la otra.-Vaya a saber a qué señores tuvo que visitar de noche. Tal vez alguna cama

de maturrango –dijo una señorita entrada en años, como al pasar, y se retiró para seguir caminando por el salón con el amarillo de la envidia como un insoportable halo.

Macacha, al ver a José Francisco Gorriti, quiso compartir una copa de vino con él.

-¡A brindar por el triunfo en el puesto del Marqués! –dijo el sacerdote-. Ya pasaron unos meses –expresó mientras se servía otra copa de vino tinto.

-No tantos, no tantos, Pachi. Ocurrió el 14 de abril, cuando nuestras milicias derrotaron a una avanzada de Pezuela en la Quebrada de Humahuaca –agregó Macacha.

Los hermanos Gorriti daban la vida y la fortuna por la lucha de la Independencia. José Ignacio, abogado, militar y político, estaba casado con Facunda Zuviría y era padre de Juana Manuela. Juan Ignacio, sacerdote y político, era el secretario de la Junta presidida por Saavedra. José Francisco, sacerdote franciscano y militar, apodado «Pachi», era considerado como el mejor lancero del norte. Y a ellos se sumaba José Benjamín, que era teniente

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coronel. Todos eran grandes amigos de Martín Güemes y su familia, y esa grandiosa noche estaban allí.

Se abrieron las puertas para dar paso al primer gobernador de la tierra salteña. Las miradas siguieron la imponente presencia de Güemes cuando atravesó todo el salón del brazo de su madre. La Tesorera, doña Magdalena, destellaba con un vestido de tafeta blanca de seda natural, con una sobrevesta de terciopelo gualda, forrado en raso de seda natural color oro. Tenía un revelador escote bordado de puntilla de

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encaje. Sus manos estaban cubiertas por guantes de cabritilla que superaban los codos. Para cubrirse llevaba un mantón de cachemira. Al cuello exhibía un relicario guardapelo. Al verla pasar, una señora murmuró:

-¿Llevará el pelo del primero o del segundo marido?Otra la interrumpió para advertirle:-Mira su cabeza…Doña Magdalena tenía un adorno de pluma de avestruz blanca.

Seguramente no fue una casualidad que años después esas plumas fueran el símbolo de los Dragones Infernales. Con una sonrisa la señora de Güemes y su hijo abrieron el baile. Murmullos y suspiros acompañaron la primera pieza musical de la noche.

Al terminar, el flamante gobernador se dispuso a danzar con su hermana. Martín se inclinó en una reverencia para invitarla. Al compás del minué, el cuerpo de ella era un junco. Los coloniales espejos reflejaban la inusual energía de la pareja. Muy cerca del cortinado, una mujer la miraba. Hermosa, sus ojos eran dos lanzas contra la espalda de Macacha. No podía soportar el sortilegio que ejercía sobre la gente. Las dos estaban vestidas de rosado liláceo. La otra no cedía ante el impulso de aborrecerla. Era Pepa Marquiegui. Pedro Olañeta, su marido, observaba la escena con no disimulada indignación. Su señora, al ver pasar al granadero Mariano Necochea, le sonrió. Se hicieron un cómplice guiño y salieron a bailar. Alrededor de ellos, las demás parejas los fueron acompañando.

Cuando la música cesó, Macacha regresó con su marido y Pepa con el suyo. La salteña era una luchadora empedernida de la independencia. La jujeña, incondicional al rey de España. La misma belleza, los mismos colores cubrían a las dos mujeres de irreconciliables ideales.

De pie, al lado de un ventanal, con la mirada fija en Martín Güemes, observaba el coronel José Pedro Saravia. Con el ceño adusto se acercó a Martín para recordarle:

-Señor Gobernador, creo que debe bailar con su prometida.

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Entonces Martín, con una reverencia, invitó a la señorita Juana Manuela. La joven era una de las nueve hijas de Saravia.

-Parece que el año que viene se casan –murmuró una señora vestida de negro -. Pero ¿seguirá visitando a la jujeña que lleva las cintas rojas y amarillas del rey de España? –dijo detrás del abanico, mientras movía las plumas del sombrero.

-Cuentan que la conoció en Jujuy y se la trajo para Salta –agregó otra mujer.-Es así. Yo lo sé –aseguró, y el grupo levantó la vista para encontrarse con

la presencia de Pepa Marquiegui de Olañeta-. Se llama Trinidad y su marido es

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el capitán Méndez Ibarlucía –dijo, y se sentó junto a ellas para murmurar-. ¡Qué escándalo, el marido luchando junto al mío y ella aquí en Salta! –sostuvo, y la presistente tos le impidió vomitar todo el veneno.

En otro ángulo del salón, sentada junto a su madre, una dulce joven muchachita acariciaba a Güemes desde la profundidad del azul celeste de su mirada. Cada vez que el gobernador pasaba a su lado, ella hacía un esfuerzo por contener sus suspiros. Macacha, que conversaba con un militar realista, al darse vuelta advirtió el rubor de Carmencita Puch. Sin dudarlo se acercó, y la tomó de los hombros para susurrarle al oído.

-Un día mi hermano será tuyo.La muchacha le sonrió ruborizada. Macacha le dio un beso en la cabeza

antes de alejarse. Su madre la estaba llamando.-Hija, estoy muy preocupada. Martín… Todos aquí sonríen pero… -dijo doña

Magdalena cuando salió al balcón a conversar con Macacha.-Madre, no se aflija. Nosotras lo cuidaremos.La Tesorera, cubrió sus lágrimas con un pañuelito.-¡Tantos enemigos! ¡Mis pesadillas!-Tranquila, madre, tranquila.Pero Macacha también temblaba, llena de temores. Había que armarse con

fuerza. Tomadas del brazo, las dos Magdalenas regresaron al salón.Después de unas cuantas piezas, la orquesta cesó para dar lugar al

comienzo del

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banquete. Una mulata casi se cayó con las primeras empanadas. Las fuentes quedaban rápidamente vacías. El asado de ternera fue saboreado hasta el último bocado, y las presas de cordero al horno tuvieron la misma aceptación. A lo largo de una gran mesa los postres tentaban a los invitados; mangos, papayas y otras delicias estaban al alcance de la mano. Los porteños prefirieron probar los quesillos con miel. Algunos criados trajeron de la bodega varias botellas de vino añejo, conservadas en los sótanos, y en la sobremesa hubo jerez y coñac. Y una señora recomendó a los forasteros té de coca para la digestión.

Afuera, el gauchaje seguía festejando. Sentados alrededor de fogatas, cantaban la alegría de gatos y chacareras.

-Viva el gobernador don Martín Güemes –gritó un indio.-Aura sí. Nos manda el padre de los gauchos –dijo un paisano al dejar de

tocar su guitarra.Macacha llegó con algunas empanadas y presas de asado para que

compartieran la fiesta. Con disimulo, apretó el hombro de Juana Azurduy y sin detenerse aconsejó:

-Aquí tienen un poco de chica y aloja. Pero… cuidado con las borracheras, que traen reyertas.

-¡Viva la Macacha! –exclamaron y aplaudieron collas, indias y paisanas.Ella volvió a la gobernación y el pobrerío al festejo.En un descuido de los guardias, un hombre y una mujer entraron al salón.

Eran un indio y una india. Descalzos, flaquísimos, hambrientos. Ella estaba a punto de parir. Él llevaba la tristeza en la mirada. Todo el salón fue silencio. Pepa Marquiegui de Olañeta, detrás de su abanico, le susurró a su amiga:

-Estos indios y gauchos qué olorosos son.

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Las españolas sacaron sus pañuelitos de puntillas valencianas para taparse la nariz con poco disimulo. En cambio, Macacha y Martín se acercaron para cubrirlos. Enseguida llegaron las criadas con bebida y comida.

Mientras los aborígenes se alimentaban sentados en un rincón, la sociedad salteña

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susurraba: «ésta no es gente como uno».Al rato, la hermana del gobernador los acompañó hasta la puerta para

despedirlos. Cada uno llevaba una bolsa con alimentos. Al retirarse, los indios hicieron una reverencia. Macacha y Martín les sonrieron. Los realistas y la aristocracia ocultaron su desprecio detrás de delicados abanicos y de espaldas de elegantes uniformes.

La música y el baile continuaron. Pasada la medianoche, los porteños regresaron a Buenos Aires; los granaderos, a su ejército y los realistas, a su voracidad de reconquista.

Al mes siguiente tuvo lugar, en privado, una acalorada disputa entre Saravia, jefe de una distinguida familia y comandante de una división gaucha, y el nuevo gobernador.

-Se lo digo por última vez –lo increpó el coronel-. Ordena usted retirarse de Salta a esa señora, o su noviazgo con mi hija quedará sin efecto.

-De ninguna manera. Seguiré visitando a esta distinguida jujeña. Jamás accederé a retirar de Salta a ninguna señora, tampoco recibiré órdenes de esa índole de usted ni de nadie –le contestó Martín furioso, y a pesar de que Saravia se puso de pie para irse, Güemes continuó con más irritación aún-: Eso de retirar a una mujer que no ha dado qué decir al gobierno, por solo alarmas de suegro, siendo una dama de calidad es harto duro de afrontarse e impropio de caballero, como debilidad indigna de un soldado y como desmedro para la honra del gobernador.

-Pues entonces no hay nada más que decir. Decido no entregarle la mano de mi hija –sentenció Saravia, muy ofendido, antes de salir.

Fue así que el compromiso quedó roto en vísperas del frustrado casamiento. La ira de Martín se sumó al cansancio de la intensa jornada.

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-¡Nunca dejaré a mi amante! En todo caso, lo haré cuando a mí se me antoje –dijo a los gritos, cuando Saravia ya se había retirado.

Ella era su desahogo y su reposo de guerrero. Y esa misma noche fue a visitarla. Ni bien la criada abrió la puerta, Güemes acudió al dormitorio. Cayó uno en brazos del otro. El hombre usurpó la atadura del peinado de la mujer. Las cintas rojas y amarillas fueron arrojadas al suelo. El ébano de sus cabellos ya cubría la desnudez de su espalda. El contacto de sus cuerpos era inevitable necesidad. Los muslos de la mujer se sometían a las caricias de su amante. La porcelana de sus pechos era iluminada por el resplandor de la luna. En la culminación del deseo, él hundió los dedos en la sensualidad de la femenina cintura. Martín reía satisfecho. Trinidad, mientras besaba sus labios, gritó:

-¡Mi gobernador!

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Lanas de gualda pasión se entramaron en la urdimbre del tejido de las silentes mujeres.

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20

Macacha tomó su yegua y cabalgó hasta que ya no tuvo fuerzas para seguir, entonces se detuvo frente al río Arias, donde se acostó para descansar. Cerró los ojos, refrescó su cuerpo en el pasto húmedo de rocío, se regocijó con el perfume de las flores que empezaban a abrir sus pétalos. La música del agua ayudó a la duermevela, y hasta pudo soñar. Todos juntos. Realistas, criollos, indios, mujeres, niños… «Todos festejando. Martín, su querido hermano, primer gobernador de Salta del Tucumán. Todos reían, cantaban y bailaban. Pero Saravia irrumpía con su reclamo de suegro ofendido…»

La luz del sol iluminó su cuerpo y el canto del gallo la despertó. Miró a su alrededor y llamó a su yegua. Y casi sin asumirlo, comenzó a hablar sola. «Carmela, dime. ¿Qué debo hacer? No le convienen los escándalos. Se deja llevar por la pasión. ¡Esa mujer!» Y mientras pensaba en voz alta, acariciaba las ancas de Carmela. «Debería casarse con Carmencita. Es buena, hermosa, la única hija mujer de don Domingo Puch, un patriota de ley, que desde 1810 ha estado del lado de la revolución.»

De pronto, una idea la asaltó, montó sobre su yegua y, decidida, se encaminó al galope para hablar con su hermano.

-Buenas y santas. Vengo a tomar unos mates con mi hermano.Martín sonrió. Se sentó a su lado para cebar el primero.-¡Qué gran gusto, hermanita!

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-Que sea a solas y con empanadillas de cayote –pidió Macacha mientras le tomaba la mano.

Hablaron de gauchos, de la situación de los indios, de la poca ayuda de Buenos Aires y de tantos asuntos más que afligían al nuevo gobernador.

-Los indios, los mestizos, los mulatos… fue la primera vez que pudieron elegir gobernador y debo responder con altura.

-Claro que sí. Hasta ahora todas las autoridades fueron designadas por el rey y luego por Buenos Aires. Ésta es la primera vez que se concreta la autodeterminación de las Provincias Unidas –afirmó con orgullo genuino Macacha.

-¿Recuerdas que era el sueño de Artigas? Como en los Estados Unidos de Norte América –afirmó Martín.

-¡Las casualidades! El año en que yo nací se firmaba la Constitución en Filadelfia –comentó la hermana, y continuó-: Podemos tener esperanzas. Afuera empieza a estar todo en orden, pero tu vida, hermanito… ¿Hasta cuándo tanto alboroto?

Martín se levantó. Caminó hacia la puerta y poniéndose de frente contestó con voz muy firme:

-Esos son asuntos míos.Macacha se acercó con firme serenidad hacia él y, cuando estuvo bien

cerca, lo miró a los ojos.-Se equivoca, señor gobernador. Usted ahora se debe a su pueblo. Su vida

ya no es suya. Tiene que formar una familia.

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Martín Güemes se quedó sin argumentos. La hermana, con una sonrisa, lo invitó a sentarse en el sillón, a su lado. El silencio resultó molesto pero necesario.

Una vez terminado el mate, salieron a descansar bajo un laurel. Fue entonces cuando la hermana retomó la palabra y el tema que la preocupaba en ese momento.

-Sería bueno que te casaras. Un gobernador debe tener su familia. Ya es hora de que formes la tuya. Bastantes problemas tienes con tus amoríos.

Martín seguía pensativo y, ante tan tajante silencio, Macacha se animó a arremeter con su propósito.

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-Carmen Puch te quiere. Piénsalo –lo aconsejó-. Además es bellísima. El azul profundo de su mirada, la blancura de su piel, su abundante mata de pelo rubio…

-Pero ¡es tan frágil! –confesó Martín enternecido.-Sí, pequeña, delgada y armoniosa. Ante tu varonil porte harían la pareja

perfecta. Tan pequeña… y tan dulce mujer. Tu complemento ideal.Martín se abrazó a su hermana. El pacto ya estaba sellado.

Al día siguiente los hermanos Güemes estaban sentados a la mesa de la familia Puch. Carmen resplandecía en su angelical belleza. Vestía un traje de color lila y sobre sus hombros caía lánguida una rica mantilla española. Su madre, Dorotea Velarde, miraba con felicidad a su hija y se ocupaba de que los invitados se sintieran cómodos. Fuentes de plata llegaban plenas de ricos manjares, a lo largo del mantel de hilo bordado se destacaba el cristal de las copas, enrojecido por el vino, y la fina porcelana de los platos, colmados de sabrosas carnes y de la diversidad de colores de los vegetales. A los postres, Dionisio Puch, el padre, sirvió jerez español mientras concertaba el compromiso matrimonial de su única hija mujer con el gobernador Martín Güemes.

Luego de despedirse, Macacha se adelantó para que los novios pudieran tener un momento para acercarse a solas. Y cuando ya el galope de los caballos se fue perdiendo en la negrura de la noche, Carmencita se retiró a su habitación. A la luz de una vela rosada tomó su pluma y un coqueto papel para escribir: «Primer beso, sensación divina, dulce, suave, tierno, nadie jamás podrá borrarte de mi vida».

Al otro día, la noticia corrió como reguero de pólvora, y en las casas, en los paseos, a la salida de la misa, amigas, primas y vecinas comentaban el sorpresivo compromiso.

-¡Todo tan rápido!-No hay duda,, esto es obra de Macacha.

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-Claro, Carmencita es tímida, angelical.-De acuerdo, la única hija mujer de Puch no se entrometerá en los asuntos

políticos ni guerreros.-Pero ¡qué barbaridad! En quince días empezó el noviazgo y ya habrá boda.

¿No les parece algo demasiado sugestivo?

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Mientras los chismes daban movimiento al clima salteño, Carmen se envolvía en el torbellino de los preparativos. Telas y adornos emborrachaban de aceleradas emociones la ingenuidad del alma romántica de la novia. «Voy a ser la esposa de Martín Güemes, un héroe, un paladín de la libertad, de la igualdad», se repetía con insistencia.

La mente de la frágil muchacha estaba teñida de abundantes novelas de la literatura francesa. Leía una y otra vez La nueva Eloísa, la historia de los jóvenes Eloísa y Abelardo; también se deleitaba con algunas escenas de Pablo y Virginia, que la inspiraban y acompañaban en los atardeceres de enamorada. Y los caballeros de la ficción novelesca se hacían realidad en la figura de Martín Güemes. Apuesto, irresistible, valiente, admirado por mujeres y hombres…

«Pronto seré suya. Entregaré mi virginidad a mi esposo, viviré sólo para él, para servirlo, para ser el ángel del hogar. Cada vez que él quiera refugiarse en la paz de la casa, yo estaré esperándolo. Mi alma y mi cuerpo serán únicamente para satisfacerlo», escribió Carmen en su diario y se abrazó a él. Así pasó su última noche de soltera.

La boda tuvo lugar el 10 de julio de 1815. La sociedad salteña, los familiares y amigos, indios, mestizos y mulatos se emocionaron con la unión matrimonial. Cuando el sacerdote preguntó: «Margarita del Carmen Puch, ¿quieres tomar por esposo a Martín Miguel de la Mata Güemes?», el tembloroso sí humedeció con lágrimas la blancura del velo que cubría la belleza de la novia. El flamante marido acarició con inusual ternura el rostro de Carmen, para sellar con un beso en la frente su unión matrimonial.

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Macacha fue la primera en saludarlos. Eulogia, de apenas seis años, se soltó de su madre, pero Panchita sujetó a la niña y la unió al grupo familiar. Esa hermana de Martín ya tenía seis hijos.

Pocas horas después en Salta empezaba la fiesta. Las mesas estaban engalanadas con largos y blancos manteles, sobre los que lucían ricas porcelanas y la vajilla de plata traída del Potosí. Antes de sentarse a la mesa, Martín tomó de la cintura a su esposa con el objetivo de llevarla hasta la cocina. Al entrar, los envolvió el aroma intenso del perejil, del laurel y del tomillo. Esclavas, esclavos y paisanos salieron a saludarlos. Mientras una bella mulata cuidaba el suculento caldo de gallina, el pícaro de Ruperto cantó:

Me gusta chapaliar la ollacuando la gallina es gorda,templarme con la chinitacuando la patrona es sorda.

Todos se echaron a reír. Carmencita ocultó su rubor en el pecho de Martín.Hubo asado, sabrosa carbonada, mazamorra bien pisada y muy buenos

vinos. Antes de los postres, cuando Martín invitó a algunos gauchos a recitar coplas sobre temas de la cocina popular, el primero se levantó el sombrero de ala ancha para decir:

La mujer que a mí me quiera,que quiera ser para mí

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ha de ser una buena moza,picante como el ají.

El recién casado empezó el aplauso, y todos lo siguieron. Las guitarras no se hicieron esperar. Una paisana y su mozo enarbolaron los pañuelos para bailar una

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zamba. Siguieron chacareras y gatos. Al finalizar todos juntos disfrutaron un carnavalito. Los aplausos coronaron el momento en que el novio subió en ancas a la novia; el caballo, con la carga del reciente amor, se perdió entre los árboles.

Al llegar a la casa, Martín recibió en sus brazos a su frágil mujer, que temblaba atemorizada y embargada por la emoción. Y para demorar un poco el momento de extrema intimidad, antes de entrar en la alcoba, Carmencita llamó a su flamante esposo y lo invitó a sentarse junto a ella debajo de una retama. Acarició la cabellera de Martín y luego sacó de un bolsillo de su falda una pequeña tijera. Él, después de tomarle la mano, sorprendido le preguntó:

-Mujer, ¿para qué quieres eso?Ella, soltando la hermosura de su mata de pelo, le contestó:-Cuentan las mujeres indígenas que para que el amor viva intensamente se

deben enterrar anudados los cabellos de los amantes.Y dicho esto la flamante señora de Güemes cortó un rulo de su cabeza rubia

y, después de obtener un pequeño mechón oscuro de su marido, los unió para brindárselo a la Madre Tierra. La Pachamama empezó a proteger desde ese preciso momento al nuevo matrimonio. Tras esa breve ceremonia, muy abrazados, Martín y Carmencita se refugiaron en su nido de amor.

Ya en la nupcial habitación, él la abrazó con fuerza. Su vigoroso torso envolvía la suavidad de su mujer. Ella lo inundó con el azul de su mirada, y la fortaleza de Martín se deshizo en un mar de ternura. Hombre y mujer. Mujer y hombre, en el secular sortilegio de ser un solo cuerpo en el amor.

Pero ¿cómo olvidar sus compromisos? Imposible. En cuanto pudo, tal como era su obligación, el gobernador comunicó por escrito al gobierno:

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Excelentísimo señor. Consultando la tranquilidad de mi espíritu, el mejor servicio de Dios y de la Patria, he contraído matrimonio el día 10 del corriente con Doña María del Carmen Puch, hija legítima y de legítimo matrimonio del Tte. Cnel. Graduado Don Domingo Puch y de Doña Dorotea de la Vega Velarde, de las principales y más antiguas familias de este pueblo. Sus virtudes morales, su acrisolada conducta y su decidido amor al sistema de América y demás bellas cualidades que la adornan son bien notorias a cuantos la han tratado. Tengo el honor de comunicarlo a V.E. para su superior inteligencia y fines conducentes; ofreciendo, como ofrezco su sinceridad, afecto y respectos. Dios guarde a V.E. muchos años.

Salta, 11 de julio de 1815Martín Güemes

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En Buenos Aires así recibirían días después la buena nueva: «Archívese, porque de tener que contestarle sería preciso reprenderle, por haberlo hecho sin licencia de este gobierno. Álvarez Thomas. Agosto 3 de 1815».

El lecho nupcial y el calor de su mujer resultaban una insaciable atracción, el ansiado refugio. Y ahí se quedó un par de horas Martín Güemes, cobijado en la ternura de su esposa, hasta que el primer rayo del sol de la mañana iluminó los cuerpos abrazados. Carmen se movió entre los brazos de Martín. Su cabellera rubia anidaba en la humedad del pecho de su marido. Afuera, el rocío sobre las orquídeas, las rosas y los geranios exaltaba el aroma de aquel amanecer. Más allá de los cerros un cóndor llevaba a toda Salta el mensaje de amor.

Al abrir los ojos, el matrimonio fue espejo de la belleza del paisaje salteño. Las tejedoras anudaron al telar la pureza del blanco con perfume de azahar.

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Un vigilante cóndor sobrevolaba la Quebrada de Humahuaca, vigilando la digna presencia del capitán Manuel Eduardo Arias, de tez morena como su madre indígena y porte elegante como su padre. Hacía más de veinte años que allí mismo una hija de la Pachamama había entregado el amor de su cuerpo a un aristócrata salteño para dar a luz a este coloso de la libertad. Manuel custodiaba las fronteras de su tierra. A pesar de que la sociedad lo llamó «bastardo», el capitán Arias, ignorando los rumores y las discriminaciones, puso su sangre mestiza al servicio de la libertad. Ni lluvias ni vientos impidieron la defensa. Luchaba sin tregua con sus guerrilleros, desde el norte de Humahuaca hasta el sur de Tarija y Yavi. Y hasta allí llegó Macacha.

-¡Qué honor, Capitán! –lo saludó mientras le estrechaba la mano.Iluminados por los siete colores de la quebrada, cabalgaron en silencio.-Ahora también Buenos Aires, con el coronel French y Rondeau a la cabeza,

nos hostiga –afirmó Arias.-Y claro. Quieren recuperar las armas que tomó Martín en Jujuy. Pero nada

ni nadie entorpecerá la gobernación que le pertenece a mi hermano.Con sus crispadas manos, Manuel echó hacia atrás su poncho y afirmó:-No se preocupe, Macacha. Aquí estarán mis guerrilleros pa’ defenderlo.

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Ella desmontó su yegua y se sentó junto al hombre.-French y Rondeau avanzan desde el Alto Perú hacia Salta. Su gente la

defenderá –le contó con voz inquieta.Manuel apoyó su mano derecha sobre el hombre de Macacha, y le prometió:-Nosotros también.Con la miraba nublada por las lágrimas, Macacha afirmó con voz

emocionada:-Mientras haya hombres y mujeres como usted, los Güemes viviremos

tranquilos.Los ponchos del mestizo y de Macacha se unieron en fraternal abrazo.

Luego ella lo despidió y siguió mirándolo hasta verlo perderse en la hondura del paisaje, y sin dilación emprendió el regreso a su hogar.

Por el camino, sintió la necesidad de visitar a su hermano. La mulata que le abrió la puerta le indicó que pasara al escritorio. Al sorprenderlo tan concentrado, no se animó a interrumpirlo. Él no la veía.

La revolución es un vidrio delicado, que puede romperse al más leve soplo del viento, y hacerse pedazos; y un gobierno naciente, que los hombres aún no están acostumbrados a obedecer, es una nave situada en altamar, sin brújula, y expuesta a los combates y borrascas de las pasiones humanas.

Así corría la apasionada pluma de Martín Güemes, mientras el gobierno de Buenos Aires marchaba contra él. Se detuvo para ordenar sus sentimientos, ajeno a la presencia de su hermana. Descargó su cabeza sobre la mesa para apaciguar las emociones y reflexionar en voz alta. «¡Carajo! Ahora los enemigos no son solamente los maturrangos sino también los de Buenos Aires», protestó mientras daba un puntapié a la silla. Y entonces Macacha ya no pudo contenerse y se acercó a abrazarlo. Quedaron así, muy juntos, un

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largo e intenso momento. Al rato ella tomó la jarra de cristal que descansaba a un costado del escritorio para servir dos copas de agua. Después del primer trago, Macacha habló:

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-Ya sé, mi querido Martín, tus gauchos molestan al Directorio.-Y a la sociedad salteña –agregó él.-Todo saldrá bien, ya verás. Te defenderemos quienes te admiramos… la

familia, tus amigos, los indios, los gauchos y también los mulatos –dijo Macacha. Su voz mansamente segura, sus gestos, toda ella era un bálsamo para el alma de Güemes.

Él pudo reanimarse y más tarde entregó la carta dirigida a las autoridades.

Llegó el mes de marzo. En Tucumán sesionaba el Congreso.-Se prepara la Independencia. Nosotros también mandaremos un

representante –indicaron en la gobernación.Pero las ansias de libertad fueron ahogadas por la invasión.-¡Los ejércitos de French y Rondeau están ocupando Salta! –advirtieron

dando gritos los gauchos de Güemes.Macacha, montada en su yegua, arengó:-¡Les demostraremos todo lo valientes que somos! ¡Nada de miedos ni

retrocesos! Dentro de cada uno de nosotros se renovarán las fuerzas. El Señor y la Señora del Milagro nos iluminan.

Una vez más ella infundía esperanzas. La madrecita de los desprotegidos era la misma Pachamama. Y cuando estaba en su casa, debía funcionar como esposa y madre, encauzar el ritmo familiar.

Eulogia, mi niña, ¿dónde estás?Al escucharla, Rosa y Úrsula salieron a contarle.-Señora, vino su hermana y se llevó a la niña. Dijo que como usted no

estaba… -le contó con timidez Rosa.

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-Mejor que esté con la tía, en su casa de Los Cerrillos –se atrevió a acotar Úrsula.

Macacha se sentó y dejó caer su cabeza entre sus manos. Suspiró hondo y dijo con un hilo de voz:

-Panchita, siempre Panchita… Bueno, si ella lo dice… Pensando bien, Eulogia allí juega con sus primos… -comentó y se levantó para ir a la casa de su madre.

Doña Magdalena había quedado viuda por segunda vez. Sus hijos menores la acopañaban, sobre todo Napoleón, el más chico, que era su gran apoyo.

-Por Dios, ¿hasta cuándo? –preguntó doña Magdalena, que caminaba por la sala con desesperación, llorando desconsolada.

-Madre, Martín podrá con ellos.Macacha se acercó para abrazarla muy fuerte. Una vez más ella tuvo que

ocultar su miedo y su dolor, alguien debía hacerlo, y Dios quiso que fuera ella.

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Cuando su madre se mostró más calmada, pidió que trajeran una infusión de pasiflora para las dos. Encendió un sahumerio de coca y empezó a acariciar a su madre mientras le decía:

-Ésta es la tierra de Martín. Él conoce cada recoveco, cada cerro… Tenga confianza en sus gauchos. Esta guerra de recursos siempre la han empleado contra los realistas, y con los de Buenos Aires también podrán.

-No podrán con la hambruna. No tienen qué comer –afirmó la madre-. ¡Meterse con los salteños!

Cuando Macacha logró que su madre se calmara un poco, la acompañó hasta la cama. Sólo cuando advirtió que se había dormido, se retiró de la habitación.

Por las calles de Salta pudo escuchar las opiniones de la gente.-Rondeau recela de la popularidad y del prestigio de Güemes.

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-Pero Don Martín está siempre. Él sabrá responder contra esta injusta represalia.

El 20 de marzo en Los Cerrillos, a unas tres leguas al sur de la ciudad de Salta, la situación del ejército enviado por el Directorio se volvió insostenible.

-Me hablaron de la hermana de Güemes. Dicen que él la escucha mucho –afirmó Rondeau.

-Y entonces, ¿qué espera? No podemos más. No conocemos el terreno, nos morimos de hambre… Mándela a llamar –le aconsejó el brillante comandante de los granaderos a caballo.

-Comandante Ramón Rojas, irá usted a hablar con Macacha.El hombre se despidió sin una palabra, y subió a su caballo para acatar las

órdenes de su superior. Al llegar a la casa de la hermana del gobernador pidió hablar con ella. A los pocos minutos la criada lo invitó a pasar.

Cuando Macacha apareció en la sala, llevaba puesto un vestido de seda color azul noche; sobre sus hombros caía el mantón negro. De su abundante cabellera, sostenida por ricas peinetas españolas, caían graciosamente sobre su frente algunos bucles. Luego de sonreírle con suma cortesía, se sentó frente a Rojas. Mientras conversaban, unas vecinas se detuvieron ante la ventana.

-¡Qué belleza de mujer! –dijo el granadero que estaba dando vueltas, esperando a su comandante-. Y ese carácter que la distingue…

-¿Le parece? –le preguntó una de las vecinas.-Pero mire qué talle, qué cuerpo, qué gracia –agregó el joven soldado, sin

poder contenerse.-Bien que sabe usar todos esos atributos –murmuró maliciosa otra mujer.Lo cierto fue que los tres pasaron un buen rato tratando de adivinar la

conversación

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Entre Macacha y el comandante Rojas, con las narices pegadas contra la ventana, mientras adentro de la casa gesticulaban, tomaban mate, luego un vino, y más tarde saboreaban unos pastelitos de dulce de cayote. Y tras unas horas, hasta los curiosos tuvieron que retirarse porque ya Macacha y Rojas se despedían con una conciliadora sonrisa.

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-Vamos. Regresemos a ver a Rondeau –ordenó ya en la calle el Comandante al granadero.

El muchacho, por obedecer la orden, apenas pudo despedirse con un leve adiós de sus ocasionales amigas. Ellas se tomaron del brazo refunfuñando, para continuar su paseo.

En la ciudad de Salta reinaba la incertidumbre, y en la gobernación había un gran revuelo.

-¿Dónde está Macacha? –le preguntó la madre a Martín.Doña Magdalena había ido hasta allí porque la familia estaba realmente

preocupada.-Vaya a saber si no estará en la cama de algún… -comezó a decir el

soldado, pero luego se calló al ver que don Martín se acercaba.-No se preocupe. Ella está velando por Salta y por su gente. Doña Magdalena le pidió a su hijo que la acompañara a misa. Allí se

encontraron con Carmencita y sus padres. Detrás de sus mantillas y abanicos, las jóvenes susurraban y sonreían a los jóvenes, algunos eran apuestos soldados. Afuera, en la plaza, el sol iluminaba la Catedral.

Por la noche, en un elegante salón de la gobernación, la música envolvía a una mujer y a un hombre. Algunos curiosos se quedaron a mirar desde la puerta, sin atreverse a entrar. Ella era oriunda de Salta la linda. Él, de Buenos Aires. Eran Macacha y Rondeau.

Los primeros acordes de la zamba los puso frente a frente.

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Levantaron los brazos hasta colocar las manos a la altura de los ojos. La intensidad de la mirada los envolvió.

Dejándose llevar por la música, en el primer arresto el caballero entrelazó su pañuelo con el de la compañera, como si tratara de que no se escapara. Tiraron suavemente y se separaron al caer los pañuelos. Cuando el ritmo se fue aquietando, afuera alguien suspiró, y una mujer le tapó la boca.

En el siguiente arresto él hizo una flor con el pañuelo, para ofrendárselo a la dama, que muy coqueta lo rechazó dándose vuelta. Al enfrentarse nuevamente, el hombre llevó con los pañuelos las manos de la mujer hacia su corazón, pero ella se mostró esquiva. Seguían bailando, mientras un rayo de luna los iluminaba.

Era el 22 de marzo de 1816. Cuando llegó el último arresto, Macacha se dejó envolver dentro de los brazos de Rondeau. Persistiendo en la intensidad de la mirada, se acariciaron los pañuelos. Y en ese instante, con la voz entrecortada, el hombre exhortó:

-Mujer, pide lo que quieras.Ella respiró hondo. Desde los comienzos de la humanidad todas las mujeres

se dieron la mano. La Señora del Milagro con su infinita Misericordia, la Pachamama custodiando la tierra, Mama Ocllo con su pasado andino, las tejedoras de redes vinculanes, todas se unieron para que la voz de Macacha Güemes pronunciara estas palabras:

-La paz. ¡Quiero la paz!

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La paz se firmó por fin en Los Cerillos.Todos corrían dando la buena nueva. Gauchos, indios y cristianos

enarbolaron los pañuelos para vivir la zamba argentina. Todos juntos gozaban de la gran fiesta. Jóvenes y ancianos daban las gracias al Señor en la Capilla de San José de los Cerrillos. Hubo chicha y vino. Y cuentan que un gaucho recitó esta copla:

Quien come bien, bebe bien:Quien bien bebe, concededme,Es forzoso quien bien duerme:Quien duerme, no peca; y quienNo peca, es caso notorioQue, si bautizado está,A gozar del cielo vaSin tocar el purgatorio.Esto arguye perfección;Luego, según los efectosSi los santos son perfectosLos que comen bien, lo son.

Desde Cuyo el general San Martín también festejó la Paz de los Cerillos. Le escribió una carta a Tomás Godoy Cruz, diputado por Mendoza ante el Congreso de Tucumán: «Más que mil victorias, he celebrado la unión entre Güemes y Rondeau, así es que las demostraciones en ésta, sobre tan feliz incidente, se ha celebrado con una salva de

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veinte cañonazos, iluminación, repiques y otras mil cosas».Junto a sus soldados, una esclava, hija de indio toba y cautiva blanca,

cabalgaba entusiasta.-Martina, estamos de fiesta –gritó su amante, el reconocido caudillo Juan

Cuero.Los caballos se juntaron al abrazarse la pareja. Él la invitó a desmontar para

unirse al baile.-¿La vieron? ¡Qué feliz está con la chaqueta que le regaló San Martín! –dijo

una mujer.-¿Quién? –preguntó otra.-La que lleva apellido de río –contestó.-¿Qué río?-Chapanay. Porque la madre la parió a sus orillas.Valiente la Martina Chapanay. Nuestras tierras necesitan mujeres así.-Y hombres –dijo Cruz Cuero al escucharlas.-Más cañonazos –gritó San Martín-. ¡Ahijuna! Este pacto se lo merece.¡Que siga la fiesta!El general puso en dos patas su caballo blanco. Todo era algarabía en el

oeste.Y en el Norte también se siguió festejando por varios días. Ellos supieron de

la alegría de Cuyo. Macacha, junto al fogón, les contaba a las mujeres:

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-Dicen que el cóndor es ave sagrada, nexo entre Dios y los hombres. En el norte tenemos a Peuma, el macho, Manuel Arias, y en el oeste a Malén, la hembra, Martina Chapanay, custodiando el oeste.

A orillas del río donde su madre yació para recibirla al mundo, Martina Chapanay reía junto a su hombre. Hacían el amor con libertad y alegría, envueltos en la música de las aguas y en el olor del pasto húmedo. Martina, Malén hembra, sobrevolando límites, festejaba el primer pacto de Paz.

En el norte, enarbolando su poncho Peuma, el cóndor macho llegaba hasta la choza

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de su madre aborigen. Manuel Arias la abrazó y juntos se regalaron una chacarera.

En Salta su padre, quien había olvidado las noches de sexo junto a la indígena a quien llamaban «la colla», a puertas cerradas, mascullaba en silencio la aceptación del Directorio.

-La pucha, che –le decía a su amigo-. Me había resultado flojo el gobierno. Otra vez ese caudillo salvaje tringó en Salta.

-Fijate tú el documento que llegó de Buenos Aires: «Deseando cortar hasta los asomos de desconfianza que unas almas inquietas y perversas han procurado sembrar entre el Ejército Auxiliar y las tropas de la provincia de Salta…» No puedo seguir leyendo –dijo Olañeta.

-Deja hombre, que yo prosigo –dijo su esposa doña Pepa Marquiegui.La bella mujer acomodó su traje de seda color lila con adornos de encaje y

su bella cabellera para leer con desgano:-Queda fijada una paz sólida, la amistad más eterna entre el Ejército Auxiliar

y la benemérita Provincia de Salta, echándose un velo sobre el pasado, en virtud de una amistad general.

Sin comer postre, Pedro Olañeta tomó del brazo a su esposa para retirarse. Aristócratas y realistas se despidieron cabizbajos. Tristeza para unos, alegría para otros. El año 1816 seguía enarbolando festejos de libertad.

El 9 de julio el Gobernador anunció:-Pueblo salteño, en el Congreso de Tucumán, se declara hoy nuestra

Independencia. José Ignacio Gorriti es nuestro diputado, él nos representa.Los ponchos se levantaron al son de los vivas y los cantos de esperanza.

Cuando se fueron calmando, Güemes los exhortó con pasión:-Seguiremos combatiendo con la confianza del pueblo en el gobierno de la

Intendencia de Salta.El 6 de agosto de ese mismo año los principales vecinos se reunieron en

Cabildo

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Abierto. Allí Martín de Güemes juró la Independencia de las Provincias Unidas del Sud. Macacha, con lágrimas en los ojos, aplaudió la libertad. Quiso avanzar para saludar a su hermano pero trastabilló. Sorprendida, dio vuelta la cabeza; la silueta de la mujer que la había empujado se alejaba envuelta en un mantón rojo y negro. Rápidamente ella olvidó el intrascendente hecho.

-Venga ese abrazo, hermanito –dijo con afecto, y se quedaron muy unidos. Los presentes estallaron en aplausos.

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-¡A festejar se ha dicho! –invitó el gobernador.Luego todos se reunieron en la plaza y compartieron el asado, las

empanadas y el vino con los parientes y amigos. Hubo desfiles a caballo. Indígenas, mulatos, soldados y gauchos invitaron a bailar a las niñas, señoras y ancianas.

Cuando terminaron los festejos, Macacha se retiró a su habitación. Se tocó la pierna, porque le dolía, y entonces recordó que una mujer la había empujado. Al cerrar los ojos, le pareció ver la cínica sonrisa de Pepa Marquiegui.

Envueltas en la hondura de la noche, casi invisibles, las mujeres salteñas seguían bordando el tapiz vinculante. La trama silenciada enlazó al telar de la historia las lanas rojas de la vida.

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Venganzaera el nombre de la embarcación que trajo a La Serna a estas tierras americanas.

Las luces de la mansión permanecían festivamente encendidas, mientras el piano regalaba melodías españolas. La Serna sonreía a cada una de las invitadas; ellas iban engalanando el salón con la belleza salteña. Cabellos rubios o morenos acariciaban los bien tornados hombros, que apenas se mostraban debajo de las ricas mantillas. Detrás de los abanicos, las solteras permanecían sentadas junto a sus madres. Las casadas fumaban cigarros de hoja, mientras reían junto a sus amigas. Ellas, hermosas y audazmente estrategas.

-Están todas aquí. Mujeres peligrosamente atractivas –le dijo La Serna a un amigo en el balcón.

Una salteña pasó a su lado, y él le hizo una disimulada reverencia.-¡Qué buena idea! Hacer esta fiesta para tenerlas juntas, entretenidas y

encerradas –le comentó el realista, conteniendo la socarrona carcajada.En el salón ya se empezaba a bailar. El primer minué invitó a lucir los talles y

vestidos de las damas y los elegantes trajes de los caballeros. Nadie escuchó cuando Pepa Marquiegui le dijo en el oído a su marido:

-¡Qué limpio luce todo! Ni un oloroso gaucho en la mansión.Y sin dejar de abanicarse, se reunió con algunas amigas para cuchichear.

Mientras tomaba un jerez español, un joven comentó:

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-¿Hasta cuándo soportaremos los impuestos del Gobernador?La Serna se sentó cerca y muy bajo le dijo:-Ni los españoles ni la gente decente de Salta tendremos por mucho tiempo

más a Güemes. Él solamente protege a gauchos, mestizos y aborígenes.-Y a sus mujeres. No se olvide, mi General –le contestó el «decente»

salteño.Con los primeros acordes del piano, se abrieron las puertas para recibir a la

deslumbrante Macacha, que avanzó con su andar seguro, arropada con un vestido color negro, adornado solamente por el colorado de un poncho que caía lánguido sobre el hombre izquierdo. La abundante cabellera, sostenida con las plumas blancas de los infernales, dejaba caer como al descuido unos bien formados bucles que resaltaban la perfección de su rostro. Al atravesar el salón, un halo de irresistible sensualidad envolvió a los invitados.

Al verla pasar, un caballero español, sin tomar en cuenta que se trataba del final de la marcha patriótica de Esteban de Luca, recitó en voz alta: «Bellas argentinas de gracia gentil/ Os tejen coronas de rosas y jazmín». Y con una reverencia, la invitó a bailar la condición. Macacha aceptó sonriente. Luego el ritmo cambió, pero el embelesado realista quiso conservar cerca a la bella compañera. Los primeros acordes de un gato los colocaron frente a frente. En el primer giro, ella le comentó:

-Es el baile de los criollos.El hombre agregó:-El gato procede de una antigua tonada de las provincias de Castilla la

Nueva.Macacha sonrió, y su sugestiva falda rozó la pierna del español.

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Mientras todos bailaban, La Serna no dejó de vigilar a cada una de las bellas espías. El realista las saludaba con una gentil reverencia y, a la par, recorría el salón. Advirtió los pliegues del vestido rojo de Celedonia Pacheco de Melo de Anzoátegui, que con el

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movimiento de la danza acariciaban las botas de un soldado español. A un costado, el sugestivo agitar del abanico de la China, María Petrona Arias escondía pícara la seductora conversación con un general del rey. Disimulado, buscaba a Loreto, quien había sido tapiada por Pezuela unos pocos años atrás. Sabía que estaba allí pero no la veía. La Serna trataba de relajar sus crispados gestos, pero le resultaba imposible. Hasta que por fin la descubrió sentada en un sofá de rico brocado azul. Al verlo, Loreto exclamó:

-La Serna, lo felicito por la exquisitez de su fiesta.Él, aliviado, devolvió la gentil sonrisa, mientras invitaba a bailar a Pepa

Marquiegui. En la ejecución de los instrumentos y en la armoniosa combinación de los tonos, las parejas se deslizaban en un nuevo minué. Mientras bailaban, Macacha se sentó junto a su madre. En tono bajo pero enérgico ella le comentó:

-Agradezco a Martín. Al adherirse a la causa de Mayo y a la independencia desde Tucumán, él fue quien impidió que los rebeldes de Córdoba se unieran al Alto Perú.

-Claro que sí, Macacha. Pero tranquila –le dijo mientras le servía una empanada-. Nadie tiene que darse cuenta. Todo va a salir bien.

Mientras su hija comía, la madre le sonrió a La Serna. El General, con la excusa de compartir un trago con Olañeta, lo llevó tomado del brazo hacia el balcón.

-¿Qué noticias tiene? –le preguntó La Serna.-Nuestro ejército ya partió hacia los Valles Calchaquíes –contestó Pedro,

mientras mostraba restos de carne entre su mal formada dentadura.La Serna seguía fiel al nombre del barco que lo trajo alguna vez desde

España a estr tierras: Venganza. Con triunfante sonrisa, el General español levantó su copa al pasar Macacha y luego prosiguió.

-Pero ellos, con sigilo, tomaron la dirección contraria a la proyectada.

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Pedro Olañeta se echó a reír tanto que unas salteñas que pasaban por allí no pudieron disimular la gracia que les causó el llamativo movimiento de la prominente barriga del marido de Pepa Marquiegui.

La astuta Loreto, con la excusa de retocar la tersura de su cara, se separó del conquistado galán. No había tiempo que perder. Con un solo gesto de la mujer, Macacha entendió el secreto mensaje. Doña Magdalena inició una conversación con La Serna mientras su hija preparaba el ropaje de gaucho para Loreto.

-Carmela ya está muy vieja; toma esta yegua joven, y no pares hasta la guardia de San Bernardo.

Se despidieron en silencio. Cuando la negrura de la noche hizo invisible a la espía, Macacha entró al salón como si nada estuviera pasando. Ocupó el lugar de Loreto, junto al capitán español, para convidarlo con un nuevo trago de chicha. Ella le brindaba el esplendor de su inigualable belleza y la irresistible seducción de sus palabras.

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-¡Qué maravilla los instrumentos de viento! –exclamó el hombre.La belleza de la música los envolvía. Macacha se cruzó de piernas y, luego

de dejar la copa sobre la bandeja de plata, agregó:-En sus crónicas Luis de Narváez cuenta que los primitivos criollos de las

Indias sentían que los instrumentos de viento les transmitían un gratísimo llamado divino. Por otra parte, el clérigo Juan Bermudo pasaba en su celda monástica reformando instrumentos de cuerda y viento para que la sonoridad de los mismos se ajustara a la idiosincrasia auditiva y oral de los nacidos en el continente hispanoamericano –dijo con extrema afectación las últimas palabras, para que se notara que los términos no eran suyos.

El hombre le sonrió como si la hubiera escuchado, pero en realidad solamente miraba libidinoso el escote de Macacha.

Al rato se anunciaron canciones populares sobre temas camperos y guerreros, y

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mujeres y hombres se sentaron para escucharlas. Antes de comenzar, un gaucho recitó el comienzo del cielito que Belgrano había compuesto.

Bon, bon, bon,Viva la IndependenciaBon, bon, bon,Viva nuestra Nación.

Mientras se sucedían las canciones, Macacha no dejaba de sonreír a su ocasional compañero. Una copa tras otra le había dado un especial brillo a los ojos de caballero y su mirada se tornaba felizmente lejana. Movida por un impulso, se levantó para sentarse junto a su madre.

Un solo de guitarra las hizo guardar silencio. La música impulsó a Macacha a exclamar:

-Es una romántica embriaguez de patria y libertad.Los ojos de doña Magdalena se nublaron de lágrimas. Tomó la mano de su

hija para decir:-La guitarra muera y mata defendiendo un ideal.Un inesperado alboroto interrumpió la música. Un hombre exhibía enfurecido

su agitación. La Serna se adelantó para llevárselo a una salita privada. Las criadas aparecieron con las bandejas colmadas de exquisitos dulces, y todos empezaron a saborearlos mientras una vez más la música se hacía escuchar. Detrás de sus abanicos, doña Magdalena y Macacha sonreían.

-La misión de Loreto ya se cumplió. Martín y sus gauchos los vencieron.Al rato vieron entrar triunfante a la espía. Sus claros ojos tenían una sagaz

luminosidad. Movió su oscura cabellera, que acarició la femineidad de sus hombros. Antes de sentarse junto a su galán, le hizo un disimulado guiño a Macacha.

-Ya empezaba a extrañar su compañía –le dijo ella con sutil ironía.Él le tomó la mano para balbucear:

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-Venga más cerca.En su borrachera, el hombre ya había perdido la noción del tiempo y estaba

empezando a perder la del espacio. Esa actitud grosera y el insoportable olor a

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alcohol la llevaron a soltarse. Se recostó sobre el sofá y después de suspirar profundamente pudo seguir seduciendo al hombre. La música continuaba cubriendo con rosado velo el sangrante rojo de sexo y muerte.

Macacha, sin saber por qué, se levantó. Un sonido casi imperceptible la iba llevando hacia la puerta. Sintió el dolor casi en la piel, y la tristeza la apresó. Entre la sombra centenaria de los árboles escuchó la constante queja del canto de un crespín. Recordó la leyenda que le contaban las indias: al gritar, lastimera, el nombre de su amado Crespín, por esos conjuros misteriosos en la nocturna espesura del bosque, una esposa se transformó en ave. Ella avanzaba como llevada por un ineludible camino. No sabía hacia dónde se dirigía. Solo la melodía de la desolación del crespín acallaba el canto de los grillos y los miles de ruidos del bosque.

Entre la intrincada espesura, las sombras de las tejedoras seguían entramando con hilos y lanas rojas de engaño y muerte la urdimbre de la historia. La oscuridad de la noche teñía de magia la inexplicable caminata. Hasta que la luz de la luna iluminó el cuerpo de Carmela, desmayada debajo de un cedro. Macacha la abrazó. Se aferró a su cuello con todo su amor:

-¡Carmela! ¡Mi Carmela! ¡Mi compañera, mi confidente! –le dijo, y se echó a llorar. Sabía que se estaba muriendo-. ¿Te acuerdas cuando nos escapábamos al monte? ¿Y cuando lo buscábamos a Martín? Sí, aquel día que estaba furioso con su maestro. Y cuántas noches me llevaste vestida de india o de gaucha para pasar información bien fresquita a los gauchos… -le susurró, y le palmeó las ancas.

Entonces Carmela abrió los ojos, la miró como si se despidiera, y mansamente dejó de respirar.

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Macacha había ido a visitar a Carmencita, y se retiró de la casa de su hermano muy preocupada. La situación de Martín con la sociedad salteña era peligrosa. ¿Y su cuñada? Antes de montar miró hacia atrás, mientras pensaba: «Carmen está destrozada. Esa delgadez y esa mirada perdida… Ya casi no habla. ¿Y el niño? ¿Qué será de la vida del hijo de Martín?»

Mientras Macacha se alejaba, la solitaria esposa se paseaba por el jardín. Algo cansada, se sentó para disfrutar del aroma de una flor recién cortada. A los pocos minutos, inquieta, se levantó para seguir caminando y de pronto sintió que un hombre la tomaba por la cintura. Enseguida reconoció su olor. Él levantó su mata de pelo, mientras al oído le decía: «¡Mi Carmen adorada!» La mujer cerró los ojos para gritar su nombre, pero no pudo, porque Martín no cesaba de besar el cuello de su esposa.

Ella se dejó acariciar. Las manos de Güemes recorrieron fervorosas la pequeñez de su cuerpo. La alzó, la cargó en sus brazos para llevarla del jardín hasta su cama. Una vez en el dormitorio, con voraz desesperación le quitó la blusa y la falda. La blancura de la piel de Carmen era iluminada por la luna. Él se paró para admirarla; luego se arrancó poncho, camisa, bombachas y botas. Los cuerpos hambrientos buscaron fundirse. Los labios se engolosinaron saboreando cada rincón de los cuerpos. Ella se abría para brindar cada vez más placer a su dueño. En la plenitud del éxtasis, Martín tensó todos sus músculos para gritar: «¡Mía, mía, siempre mía!»

El sueño los encontró exhaustos, pero el chistido de una lechuza irrumpió el plácido

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descanso de la esposa. Se sentó asustada. Miró a Martín: el marido daba vueltas en la cama. Seguramente un mal sueño. Un inesperado viento movió la cortina. Carmen creyó ver una misteriosa sombra, y preocupada se levantó para tomar un poco de leche tibia con miel. Cuando estaba por clarear, recién pudo dormirse.

Al despertar observó sorprendida que su marido ya se había ido, y en ese instante el llanto de su hijo la reclamó. Carmen entró sobresaltada a la habitación. Así, durante largo rato, madre e hijo estuvieron unidos en una inexplicable angustia. Entre sollozos el pequeño le pidió que se acostara con él.

-Mi niño, ¡cómo tiemblas!Le acarició la cabeza y besó sus pequeñas manos hasta que Martincito, ya

más tranquilo, retomó el sueño. Y se retiró en puntas de pie, para no despertarlo. Antes de cerrar la puerta, le envió un beso con la mano.

Apesadumbrada regresó a su habitación. Le dolía la cabeza. Intentó descansar pero no pudo. Ordenó sus cabellos y caminó hacia su mesa para terminar de arreglarse. Al sentarse frente al espejo, la sorprendió la blancura de una orquídea sobre una carta. Rompió el sobre con inusual torpeza para leer esa amada caligrafía.

Mi adorada Carmen:Mi corazón está dividido entre la lucha por la libertad de mi tierra y el hondo

amor hacia ti.

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Me mandó llamar Francisco Velarde. Me voy camino al Campamento de la Chacra. Él me espera allí para salir con los gauchos. Debo seguir luchando. Mi lugar sigue en el fragor de las batallas. Me llevo tu amor en mis labios, en todo mi ser.

Mi querida esposa, eres ángel custodio de nuestro hogar.Mi corazón está junto a ti, mi gran y único amor.

Tuyo, Martín143

Carmen se volvió a la cama y se aferró a la almohada para poder llorar. Y así se quedó, acostada y sin fuerzas.

Al mediodía escuchó la voz de Macacha, que la llamaba. Apenas tuvo tiempo de abrir sus cansados ojos, cuando la hermana de su marido ya entraba en el dormitorio.

-Vamos, Carmencita, hay que ser fuerte. Seguimos en guerra –le explicó como si la otra no lo supiera, y acercó la silla a la cama para tomarle la mano-. La situación es difícil, pero Martín y sus gauchos podrán contra la patria nueva de la oligarquía salteña y de sus aliados realistas.

Afuera llovía torrencialmente. Los árboles se mecían con fuerza y el pasto húmedo pintaba un oscuro paisaje. Las mujeres seguían armando redes de resistencia.

Carmen cuidaba a su hijito, siempre temerosa de día, y con pesadillas por la noche. Pero era mamá y debía sacar fuerzas de cualquier parte para seguir sus juegos y sonreír. Más de una vez tenía que hacer de mamá y papá, como tantas otras mujeres que en tiempos de guerra eran viudas, a pesar de tener a sus maridos vivos. Vivos, pero enfrentados, día a día, cara a cara con la muerte.

Macacha, doña Magdalena, Loreto, Martina Gurruchaga, Andrea Zenarrusa, y tantas otras mujeres –amas y esclavas, señoras y prostitutas, letradas y analfabetas- seguían en la tarea de conquistar la igualdad de clases y la paz y unión del pueblo salteño. Macacha disfrazaba de noche a españoles de gauchos, a mujeres de hombres y a hombres de mujeres. Las vestiduras eran las apariencias; la esencia, los seres humanos.

La Pachamama nunca sabe de muertes y destrucciones. Ella es la tierra misma que cumple desde los comienzos de la humanidad la certeza de los ciclos vitales. Siembras, cosechas, sequías, lluvias y el nuevo florecer de todos los seres que habitan la tierra. Pachamama, símbolo de la mujer creadora de vida.

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Tras el obligado silencio de distancias y guerras, una mañana de 1818 llegó a las manos de Carmen una nueva carta de su amado.

Mi Carmen adorada:Aunque tú deberías haberme escrito, yo soy siempre el primero, convéncete

de que mi cariño es sin disputa más consecuente que el tuyo. Ahora mismo marcho sin ninguna novedad a pesar de la tormenta de anoche.

Mándame sal de ajenjos, que me dice Francisco que no ha venido; cuídame mucho a mi idolatrado ñatito y tú cuídate mucho para ver pronto a tu invariable

Martín

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-Pero ¿te das cuenta Macacha? Piensa que no quiero comunicarme. Es peligroso enfrentar las tierras llenas de odios y sangre para llevarle una carta de amor a Martín –dijo, y se levantó entre indignada e insegura para defenderse-. Tiene que entenderme. ¿Ellos se piensan que las mujeres estamos calladas porque nos gusta? Sufrimos ausencia de hombre, estamos obligadas a sonreír a nuestros hijos y familia. Tenemos que mantenernos bellas para cuando ellos lleguen…

-No te preocupes, mi querida cuñada. Ellos hoy son así. Algún día, no sé cuántos siglos más, entenderán que queremos ser sus iguales. Juntos, formando un equipo de solidaridad y amor.

Esa misma noche Martín entró por al ventana de la habitación del dormitorio de su esposa. Suavemente la despojó de la seda de las sábanas color rosa pálido para empezar a besar el lóbulo de su oreja izquierda. Ella hizo un gracioso mohín y se dio vuelta. Entonces él bajó sutilmente el bretel de su bata de noche, para acariciar con su barba la apetecible piel. Ella pensó que estaba soñando, y se dejó acariciar la redondez

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de su ombligo, para permitir ser besada hasta la punta de sus deliciosos pies. Cuando Martín la penetró, Carmen reconoció el incomparable placer. Al sentirse inundada por el cálido fluido, tuvo la convicción de un nuevo embarazo.

Y así fue realmente. Al año siguiente, en junio de 1819, nació Luis, el segundo de los hijos de Carmen y Martín.

Las treguas del padre de los gauchos eran cada vez más efímeras. La preocupación por su familia era permanente. Carmen había tenido que salir de Salta y El Chamical para ir hasta los Sauces, en Rosario de la Frontera, donde vivía su padre.

Al poco tiempo las tropas de Ramírez avanzaban. Todo sucedía de manera vertiginosa, y Martín le aconsejó a su mujer que huyera a La Candelaria. Unos días después Carmen le contestaba en una carta:

Mi idolatrado compañero de mi corazón:Acabo de recibir tu apreciable misiva, en la que me dices me vaya a La

Candelaria; no lo hago con brevedad, por esperar alguna novedad de que remueva el enemigo, por dos bomberos que tengo, uno en el camino del río Blanco y el otro en el Carril. Ahora miso he mandado a don Juan Rodríguez hasta donde está Gorriti, a que le diga que en el momento que haya algún movimiento me haga un chasqui.

El principal motivo de no irme es porque nuestro Luis se halla enfermo, con la garganta llena de fuegos, y con unas calenturas que vuela. Hoy me he pasado llorando todo el día, de verlo tan malito. Ahora se ha mejorado con una toma de magnesia que lo ha hecho vomitar y evacuar mucho, aunque ha quedado muy caidito pero se le ha minorado la calentura. No creas que éstas sean disculpas por no irme. Pregúntale a tu tío cómo está nuestro Luis. No tengas cuidado de mí, estoy con seguridad.

Mi vida, mi cielo, mi amor, por Dios cuídate mucho. Mi rico, ¿cuándo será el día en que tenga el gusto de verte y estrecharte entre mis brazos nuevamente?

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Recibe un millón de besos de Martín, que cada día está más lleno de gracias y picardías, y de tu Luis, mil cariños.

Y el corazón más fino de tu afligida compañera, que con ansias desea verte.Tu Carmen

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En la ciudad de Salta, Macacha casi no descansaba. Durante el día asistía a indígenas y gauchas con sus hijitos. Mujeres sin hombres, algunos luchando, otros ya muertos. Después de ordenar la comida para Eulogia y Román, daba órdenes a sus criados para que su casa siguiera siendo un hogar. Por las noches se vestía de gaucho y salía atravesando la oscuridad de los campos para llevar comida y sanar las heridas de los más desprotegidos. Pero en esos difíciles tiempos ya no había certezas. Nunca sabía cuándo su vestido sería el de gaucho o el de señora. Ropaje de gaucho para seguir la lucha junto a su hermano, ropaje de ama de casa para el hogar. La tierra en armas sacudía dolorosa a todos. Se infiltraba tanto en cada inestable familia como en los campos de batalla.

Una mañana de primavera de 1820 una niña de dos años jugaba entre las flores de los Horcones, en Rosario de la Frontera. Juana Manuela Gorriti tras la belleza de las mariposas que bailaban al ritmo del canto de los pájaros. Ese idílico instante fue interrumpido por un hombre, y casi no pudo reaccionar al ser levantada por tan fuertes brazos, pero vio su barba enrulada, enriquecida por la tierna sonrisa.

-Miren la hermosa flor que encontré en el jardín…La madre de la niña y su tía divisaron al esbelto guerrero, como si fuera

montado sobre un caballo de ébano. El sol se reflejaba en la fina espada. Su vestimenta era un elegante dolman azul sobre un pantalón del mismo color. Juana Manuela chillaba mientras caballo y hombre la llevaban hasta la casa. Él la besó tiernamente para

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enjugar el temor de sus lágrimas y, cuando quiso depositarla en los maternales brazos, se escuchó un grito desgarrador:

-¡Ay, ay, ay! Por el Señor y la Señora del Milagro –exclamó la tía como una nueva Casandra-. Juana Manuela ha besado a un muerto…

Enseguida un grupo rodeó a la imponente presencia. Algunos se sacaban las espuelas, otros dejaban el arado y el peal. Centenares de hombres le besaban las manos, se arrodillaban, le rogaban unirse a su ejército. Él, con la sencillez de los colosos, los llamaba por sus nombres, los recibía con los brazos abiertos. Con perfume a naranjos la hacienda de la familia Gorriti guardaría para siempre los gritos e la creciente multitud.

-¡Viva Güemes! ¡Viva Güemes y sus gauchos! ¡Viva la libertad de nuestra tierra!

Mientras tanto, en la ciudad de Salta, su fiel esposa rezaba cada noche por Martín, y espantaba los malos presentimientos.

Ese mismo día Macacha escuchó con atención la lectura de la carta que Domingo Puch le había escrito a su hija Carmen.

Sauces y marzo 18 de 1821Amantísima hija y todo mi amor:Llegué aquí el martes sin novedad y al otro día llegó tu Martín, lo mismo sin

novedad, y ha tenido que trabajar mucho y con su trabajo ha conseguido

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montar a toda la caballería a su satisfacción; y ayer se fue al campamento con tu hermano Manuel, toda la artillería y todas las tropas; sólo ha quedado aquí el contador, Castro, don Apolinar y don Antonio, y los equipajes de todos los oficiales.

Si tienes que emigrar vente en tu coche, hasta Guachipas, pues no pueden andar ruedas por Cobos, de ninguna manera. Si debes hacerlo, saldrá Manuel a encontrarte con animales y gente.

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Este chasque lo hace el contador. No tengas cuidado de Martín pues acabo de tener carta de él y le mando unos caballos.

A mis nietos mil besos y cariños. A Jerónimo, que reciba ésta por suya y adiós te dice tu amante padre que te ama de corazón.

Puch

Carmen lloraba. Macacha la abrazó con fuerza. Cuando su cuñada se tranquilizó:

-No te preocupes. Martín se trasladó a la frontera con Francisco Claudio de Castro, don Apolinar de Figueroa, don José Antonio Cornejo y el contador Ceballos –dijo, y se sentó junto a la afligida esposa, le tomó la cara y, mirándola con firmeza, agregó: Fueron allí para tratar con la diputación tucumana sobre arreglos de paz.

Todas intentaban calmarse, pero el peligro los cercaba. Por la noche, cuando los niños dormían, Carmen escribió:

Salta, marzo 29Mi venerado padre de todo mi respeto:Me alegrará que al recibo de esta se halle bien en compañía de todos los de

casa como aquí disfrutamos. Sólo yo sigo lo mismo. Bendito Dios. Me hallo muy cuidadosa por no saber nada de usted ni de Martín.

Mil besos de sus nietos, que se acuerdan mucho de usted. Reciba el corazón afligido de su humilde hija que le pide su bendición.

Su Carmen

A la mañana siguiente, Macacha interrumpió en la habitación de la esposa de su hermano.

-Carmen, hay que huir ya –le ordenó-. Los realistas amenazan.La esposa de Martín abrazó con fuerza a sus niños.-Ya. Vete ya a casa de tus padres –insistió su cuñada.

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-Pero… ¿ y Martín? –sollozaba Carmencita.-Él quiere que te proteja a ti y a los niños.Sin pensar un minuto más la señora de Güemes tomó su caballo, subió a los

niños y partió a galope hacia Rosario de la Frontera.Al llegar a la casa de su familia Carmencita tuvo que alimentar a sus hijos y

descansar del arriesgado viaje. Debía cuidarse porque estaba en los últimos tiempos del tercer embarazo.

Una vez que durmió a los pequeños, se recostó en un cómodo sillón. Una de las criadas la ayudó a levantar sus piernas, muy hinchadas, y puso paños fríos

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sobre sus cansados pies. En la soledad del ambiente la señora de Güemes incluinó su cabeza y lloró a las anchas.

Cuando su padre la invitó a comer, ella lo rechazó con un leve gesto. Por la noche, después de rezar, le escribió a su amado: «Mi vida, mi cielo, por Dios, cuídate mucho, te lo suplico por nuestro amor». No halló paz esa noche; los insistentes sobresaltos y las temibles pesadillas no la dejaron dormir.

En la ciudad de Salta, Macacha se sorprendió ante la visita inesperada de su hermano. Estaba agitado, inquieto; sus ojos parecían desorbitados. Y no tuvo que decir nada: Macacha y Martín ya se entendían sin palabras. Ella sintió un insoportable escalofrío cuando lo abrazó esa vez.

-Martín, escúchame –le suplicó-. Sal por la puerta de atrás. Por el Señor y la Señora del Milagro te lo pido.

Inútil detenerlo. Se acomodó el poncho, y se tocó el pecho para acariciar su escapulario.

-No está. ¿Dónde lo habré dejado, carajo?Otra vez Macacha sintió un escalofrío. Quiso acariciarlo, pero sus manos

quedaron vacías. Martín, sin pensar más, abrió la puerta delantera y se enfrentó a la espesura de la noche. Inclinó su cuerpo sobre el lomo del caballo para ocultarse de las descargas, y partió al galope. Detrás quedaron la casa y su hermana.

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Al llegar a la esquina de Balcarce el tiro lo alcanzó por detrás. Con el dolor a cuestas Martín Güemes se dirigió al Campamento del Chamical, donde un grupo de gauchos lo ayudó a desensillar en la estancia. Ahogando el llanto, pidió ayuda para entrar a la capilla de la Quesea y, sostenido por el silencioso gauchaje, empezó a rezar:

Era la noche del 7 de junio de 1821.

-Sí fue Olañeta, el contrabandista –gritó Macacha-. El traficante de Salta. El maldito que hace comercio de negros, de ganado, de pastas metálicas entre Salta, el Alto Perú y Lima, un negocio escalonado con el contrabando de Buenos Aires. Pero más peligrosa es su mujer. Fue Pepa, sí, quien le pasó la información.

Mientras la desesperación e impotencia más absolutas invadían la ciudad de Salta, en Rosario de la Frontera, Carmencita yacía desmayada junto a sus hijos y hermanos.

El empecinamiento del padre de los gauchos le había dado fuerzas para seguir hacia El Chamical, pero Dios quiso que se detuviera en la Cañada de la Horqueta. La herida sangraba mucho, y sus fuerzas disminuían. Siempre acompañado por sus gauchos, se recostó al resguardo del llanto de las guitarras. Pero el alivio espiritual vino de parte del Padre Francisco Fernández.

-Otra vez por aquí –dijo y, después de ahogar un grito de dolor, Güemes continuó-: Pero ¿usted no está cansado?

-Shhh, recemos. Padre Nuestro que estás en los cielos… Señor y Señora del Milagro, escúchanos.

-Vaya a descansar, padre, no pierda el tiempo conmigo.-¿Qué dice? Por Dios y la Virgen… ¡Vamos! ¿Cuánto hizo por sus gauchos y

por mí? Como para olvidarme… Si fue usted quien le pidió al provisor Figueroa

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que me nombrara capellán del tercer escuadrón de su ejército. A mí, a un cura obrero.

Y el sacerdote siguió orando. Cuando ya caía la tarde, puso sobre los labios del moribundo su rosario, para que lo besara.

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Martín, vencido por el insoportable dolor, cerró los ojos y elevó su cansada cara al cielo.

El sacerdote siguió rezando el rosario. Al rato Güemes, con los ojos aún cerrados, dijo:

-Mis hijos. ¿Qué será de ellos? Mi ñatito, el primero, nació el día del Señor del Milagro. Belgrano lo llamaba Martincillo. Luis tiene sólo dos años… y pronto llega el otro… -dijo, y un grito de dolor interrumpió sus palabras-. Padre, rece por ellos. Se quedarán huérfanos y en una tierra de maturrangos. ¡Ay, Dios! ¡No! –gritó, y acomodó su chaqueta: luego trató de erguirse para decir-: Sabe, padre, vinieron hasta aquí para querer comprarme. No sé, tal vez haya sido un sueño. ¡Comprar mis ideales para curarme! –exclamó, pero el dolor le hizo cerrar nuevamente los ojos-. Tal vez fue una pesadilla o los maturrangos son locos.

-Vamos, hombre, descanse un rato. Mañana volveré para darle la comunión.Una vez más las guitarras acompañaron el sueño del héroe. En los cuatro

puntos cardinales de Salta empezaron los rezabailes por la vida del Señor de los gauchos. Al norte, en Iruya, se preparó el altar en el alero de una casa con la imagen de la Virgen del Rosario. Al caer la tarde, rezaron las alabanzas, y enseguida empezó el baile. Jóvenes y ancianos bailaban a la Virgen para implorarle por la vida de Güemes. Durante la noche se interrumpió la danza para rezar y cantar. Así, con la fuerza de la fe metida en los cuerpos, los paisanos rogaban a Dios por la vida de quien les dio un lugar en la tierra salteña. Cuando amanecía, los dueños de casa se convidaron con licores preparados por ellos mismos.

En el sur, en Rosario de la Frontera, otra familia organizó el rezabaile por Güemes. En el oeste, en San Antonio de los Cobres, también oraban bailando. En el este, en el Chaco salteño, se repetía la misma ceremonia, mientras el cebil colorado continuaba sosteniendo el cuerpo del coloso moribundo.

-Ave María Purísima –lo despertó el cura.

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-¡A la lucha, mis gauchos! ¡A limpiar nuestra tierra de godos! –gritaba Martín queriendo incorporarse.

-Tranquilo,general. Tiene que descansar –le dijo el cura santiguando su frente con agua bendita-. Aquí le traje a la Virgen de Sumampa. Mira qué hermosa es. Su mirada es serena, firme, sin dureza. Es transparente y diáfana, como de cristal. Obsérvela, don Martín, ella mira de frente, para que todos la miremos con toda confianza, también de frente.

Güemes abrió desmesuradamente los ojos pero ya no veía. Hacia varios días que lo habían herido.

-Siento su consoladora mirada muy dentro de mi corazón, me abriga –dijo, y volvió a recostar su cabeza para pedir-. Necesito confesión –dijo, y se persignó para empezar a hablar-. Pequé, padre. ¡Cuántas mujeres trabajaron para mí! Quité horas a sus maridos, a sus hijos. La Loreto, Martina, Juana, mi hermana

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Macacha… No tengo perdón, padre. Las mujeres deben cuidar su hogar, no hacer de espías entre la suciedad de esos hombres.

-No sea tan duro, Güemes. ¿Qué le parece si le leo Lucas 8.1?-Por favor…-Jesús iba recorriendo ciudades y aldeas, predicando y anunciando la Buena

Nueva del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres a las que había sanado de espíritus malos o de enfermedades: María, por sobrenombre Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; Susana, y varias otras que los atendían con sus propios recursos.

-Gracias, la Palabra es un alivio –susurró el padre de los gauchos.-¿Vio usted? Ningún maestro religioso hubiera consentido hablar con una

mujer. Ellas no entraban a las sinagogas. Sin embargo, Jesús no hizo ni el menor caso de estos prejuicios universalmente aceptados. Varias mujeres comprendieron las palabras y la actitud de Jesús como un llamado a liberarse ellas mismas. Incluso se entregaron al grupo de sus íntimos, despreciando los comentarios. Éste es un testimonio acerca de

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la libertad evangélica.Y en medio de la lectura bíblica, el otoño salteño vistió la noche de estrellas.

Rojo y negro. Sangre y lodo. Martín seguía recostado en el cebil colorado. Su respiración era cada vez más entrecortada. La cabeza reposaba sobre su hombro izquierdo. Cada tanto su cuerpo se retorcía ante las frecuentes pesadillas. Y en medio de la agitación y del dolor, vislumbró que un grupo se iba acercando. Blancas túnicas vestían cuerpos femeninos. Todas descalzas. Su andar era lento y armonioso. Carmen puso su cabeza en el corazón de su amado. La madre le acariciaba las manos. A sus pies, reposaban Loreto, Martina, Juana… Secando la frente y besando sus cabellos, la Macacha lo seguía sosteniendo.

Gauchos, indios, todo el pobrerío se quedó sin padre. El 17 de junio de 1821 moría aquel hombre que había triunfado sobre nueve invasiones realistas. El hombre que desde el norte argentino impidió que los enemigos de la Patria llegaran a Buenos Aires. El hombre que no hizo distinción de raza ni de color para abrigar el amor a la tierra. Tierra argentina regada con sangre, que algún día florecería en un grito de libertad.

Los restos se sepultaron en la Capilla del Chamical. Cantos y risas se escuchaban en la ciudad de Salta. Saturnino Saravia, Alejos Arias, Dámaso de Uriburu, Facundo Zuviría y otros hombres de la aristocracia salteña habían firmado el acta del Cabildo de Salta, que ofrecía la gobernación provincial al jefe español.

Fue la ciudad de Salta el siete de junio ocupada por las armas enemigas del mando del brigadier comandante general don Pedro Antonio de Olañeta que penetradas de la compasible situación en que se hallaban los ciudadanos entregado a la mano feroz del cruel Güemes, sorprendieron la plaza sin ser sentidas, logrando la ruina del tirano con su fallecimiento acaecido el diecisiete del mismo recultivo de una herida que recibió

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cuando empapado se hallaba en ejecutar los horrores de su venganza.

El autoritario Rivadavia, por entonces ministro de Martín Rodríguez, ordenaba publicar en la Gazeta de Buenos Ayres:

Murió el abominable Güemes al huir de la sorpresa que le hicieron los enemigos con el favor de los comandantes Zerda, Zabala y Benítez, quienes se pasaron al enemigo. Ya tenemos un cacique menos.

Macacha deambuló por la quebrada sin llorar. El canto de las guitarras envolvía su dolor sin nombre. Su otra mitad, ¿dónde estaba? Invocó a la Virgen de los Milagros, y se arrastró sobre la tierra para encontrar a la Pachamama. Al séptimo día se envolvió en el poncho de Martín, para refugiarse en el sueño. El rojo y el negro le regalaron su perfume, lastimado por el hedor nauseabundo de pus y lodo gestados en la agonía de diez días.

En silencio las mujeres salteñas retomaron el tejido. La urdimbre ocultaba la trama. Una colla, una india y una gaucha ataron sus maternales cinturas al cebil colorado. El árbol había sido testigo del último aliento del padre del gauchaje. Con la persistente certeza de continuar uniendo el rojo y el negro al azul y blanco de las lanas, las incansables tejedoras continuaban incansables el tapiz de la historia.

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Sin Martín Güemes, Salta se tornó quieta, silenciosa. Desde los cerros hasta el desierto se perpetuaba la tristeza. Gauchos e indios deambulaban desorientados. La guerra gaucha se había quedado sin rumbo, pero el espíritu de Martín no cejaba de hacerse sentir.

La familia se hallaba desolada. Su hermana se debatía entre el odio y la revancha. Las noches de Macacha se poblaron de desolación y espanto. Imposible conciliar el sueño. Intentaba dormir, pero a la media hora se sentaba sobrasaltada.

«Martín, hermano. ¿Por qué? ¿Por qué? Olañeta, criminal, ladrón contrabandista. La mosquita muerta de su mujer. ¡Me dan asco! Todos ellos. ¡Y la sociedad salteña, que se les unió! ¡Dinero, sólo dinero! ¡Me repugnan! ¡Asesinos de Martín, asesinos de Salta, asesinos de la América libre! Pero la sangre derramada no será en vano. Tomaré la posta.»

Una vez en la cama, a su lado, la quietud del marido se le antojó mineral. Ya exhausta, se quedó dormida. Y nuevamente una violenta pesadilla irrumpió en el sueño de Macacha. Sangre roja, caliente, bañaba la Quebrada. Teñía el verde de los cardones. Macacha bebía el vital líquido, que la abrigaba por dentro hasta hacerle estallar el corazón en mil pedazos.

-¡Basta! ¡A matar a los traidores! –gritó en sueños, y saltó de la cama.Tejada apenas suspiró y se dio vuelta para seguir durmiendo.En la cocina, Macacha tomó unos mates. Luego atravesó los dos patios para

indicar

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el desayuno a la servidumbre. Y conteniendo la ira que la dominaba pensó: «¡Mi hija, mi Eulogia! Tanto tiempo sin su mamá. ¡Gracias a Dios que están Román y las criadas para acompañarla!» Con sigilo caminó hacia su habitación y la besó suavemente. La miró largo rato, la arropó y se fue secándose las lágrimas.

Se puso la chaqueta de cuero sobre la camisa de lino crudo, calzó sus botas, se colocó el chiripá, y el poncho vistió sus hombros. Montó el caballo en pelo, y se perdió en el inmenso amanecer. Galopó entre el rojo de los ceibos y los chalchales. En la vigilia el monte guerrero también era rojo. Galopó selva adentro hasta detenerse en un rancho. Ató su caballo al palenque, y al golpear las manos la recibió el ladrido de unos perros, que saltaban a su lado; la olfatearon y uno quiso morderla.

-¡Buenas y santas! –saludó.Por fin, alguien le abrió. Primero asomó una carita aindiada y sucia. Los

negros ojos se abrieron. Después vino el grito:-¡Vamo! ¡Vengan toditos! ¡E’ la Macacha!-¡Buenas y santas! –repitió ella.Los perros la dejaron tranquila para irse con sus amos. Y al instante salieron

tres gauchos: uno tendría diez años, el segundo quince y el que la había recibido siete. Ellas les acarició la cabeza. La invitaron a sentarse.

-¿Y la mamá y el papá?-¡Con Diosito, doña! –contestó uno.-Pelearon con Güemes –agregó el mayor.

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Macacha ya ni siquiera podía llorar. El dolor tomaba tal dimensión que eraimposible derramarlo en lágrimas. La tristeza era puro silencio.

Al rato una niña cebó mate. El abuelo, quieto, andaba con la mirada perdida. Y de pronto, como si alguien se lo dictara, Macacha se puso de pie para ordenar:

-Seguiremos luchando. Mi hermano ha muerto, pero sus ideales no. Vamos todos a seguir la guerra gaucha.

Sin pensarlo dos veces, los jóvenes se prepararon para acompañarla. Corrían de un

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lado para el otro organizando la partida.Ya subidos a los caballos, Macacha se quedó mirando a la niña y a su

abuelo. El Tata, abatido, tenía las manos juntas, en actitud de rezo. Mirando sin ver, hablaba para adentro. La niña estaba apoyada sobre el cansado pecho del anciano; sus renegridos y largos cabellos lo cubrían de ternura. Se tenían el uno al otro.

Y así, rancho por rancho, toldería por toldería, la hermana de Martín fue reclutando a indios, gauchos y criollos, que se unían para hacer realidad los ideales de Güemes. Por su parte, las mujeres se plegaron todas a la guerra. Señoras, indias y mulatas se unían en el proyecto de la libertad cumpliendo diferentes roles.

-Seora Macacha, aquí está el papel del árbol –le decía Benita, la esclava liberta de doña Loreto.

-¿Cómo dijo, mi general? –preguntaba coqueta Celedonia Pacheco y Melo detrás de su abanico de plumas.

De la Serna quiso decirle algo al oído. Ella, antes de aproximarse, como al descuido, mostró la blancura de su tobillo. El hombre la miraba ardiente. Al acercarse respiró hondamente en e cuello de Celedonia, y le susurró algo al oído, mientras rozaba levemente con su labios el lóbulo de su oreja. La mujer suspiró, cerró los ojos y se dejó llevar. Hombre y mujer se perdieron tras el rojo cortinado.

-¡Seora, un maturrango menos! Me lo llevé al catre y ya’ stá. Esta noche güelve, abro las piernas y se queda. No pelea má contra lo gaucho –confesó la india triunfante.

Otra mujer, la mujer de Martín Güemes, seguía su voluntaria agonía en Rosario de la Frontera.

-Por favor, hija. Si no es por mí, por tus niños. Por Dios, habla –le rogaba su padre.

Pero Carmen, sin su amor, ya estaba muerta. Quieta, sentada en un rincón del que

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fue su nido de amor. Todo negro. Su velo, su vestido, su corazón.La señora de Puch entró con los nietos. Los niños se aferraron a la falta de

su inerte madre. Nada. Ni palabras ni gestos. Nada. La esposa del padre de los gauchos ya no quería vivir.

Y en la ciudad de Salta, cada mañana, María Magdalena de Tejada juntaba los trozos de su dolor, porque había que seguir luchando. No había tiempo para la reflexión. Ella sentía que había que seguir.

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La esposa y la madre, ambas unidas por la pérdida más irreparable.

Una noche, entre las flores, se vislumbró una sombra. Los chalchales, ceibos, lapachos y cardos fueron colorido marco para una mujer. Primero fue la chaqueta de cuero, luego el poncho que descansaba sobre su hombro. El relincho del caballo sin montura hirió el silencio. Entonces la amazona fue veloz lanza selva adentro. El tiempo se aceleró en un largo instante. En un punto enarboló el poncho, clavó las espuelas en las ancas del animal y hundió el arma, abarcando el intenso presente.

-Ésta va por Martín –rugió Macacha como hembra herida-. Y ésta por Salta.La negrura de sus trenzas brillaba como las lanzas. Así vencía Macacha a

los hombres de la Patria Nueva y a los maturrangos. Pero las malas noticias se sucedían. La de la muerte de Carmen Puch de Güemes añadió un hilo de dolor a la trama de la confrontación.

Los ojos de Macacha eran luceros en la guerra gaucha, mientras confusas sombras se batían en la oscuridad. El fuego de una hoguera perfilaba las figuras. Una voz de mujer gritó:

-¡Por Martín, por Salta!Eran las palabras que daban sentido a la vida de Macacha. Las

indescriptibles siluetas de dos hombres pretendían penetrar su pecho con punzantes tizonas, pero

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con su lanza ella desviaba lívida los ataques.Al salir la luna llena uno de los soldados cayó por una herida en el vientre. El

caballo corcoveó sobre su cuerpo, y el cráneo se deshizo debajo de las patas traseras. La Macacha, vincha colorada en la frente, siguió combatiendo con el otro.

-¡Hay que ayudar al pobrerío salteño, carajo!Rugientes sombras avanzaban y retrocedían para volver a unirse. Hasta que

de pronto un aullido rasgó la quietud de la quebrada.-Los federales no vamos a permitir que se queden en el gobierno. Esta va

por los desprotegidos.Hombre y mujer. Mujer y hombre buscando la victoria o la muerte. Hasta que

al fin estalló un definitivo clamor. En el Cabildo temían el avance de la Patria Vieja.

-Tenemos que para a Macacha y a su gente –ordenó el gobernador Cornejo.A la madrugada un grupo de militares entraron a la casa de los Güemes.

Macacha los enfrentó, se puso delante de su madre para protegerla, pero doña Magdalena la tranquilizó:

-Hija, esto iba a pasar. ¿Qué podíamos esperar de…? –dijo, y no pudo seguir hablando, porque las obligaron a subir a un coche negro. Los caballos las llevaban al Cabildo.

Mis queridas amigas:Aquí nos tienen presos a mi madre, mi marido, hermanos, primos y amigos

de los ideales de Martín Güemes. Somos la Patria Vieja. Los de la Patria Nueva, con el Gobernador Cornejo a la cabeza, nos quieren hacer callar.

Disculpen el atropello de mis palabras, una mezcla de desesperación e impotencia me nubla la cabeza y el corazón.

Las necesitaSu Macacha

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Gracias a la estrategia de las mujeres, la carta de Macacha viajó a todos los rincones del norte.

Mientras tanto los hechos se sucedían vertiginosos. El hondo rencor de Macacha se extendía profundo en tiempo y espacio. En Amblayo, a casi tres mil metros de altura, las gauchas se preparaban para defender a la hermana de Güemes. Arminda, su ñaña, llamó a su padre.

-Tatita, mi ñaña y su madre están presas. Hay que hacer algo.Claudio Tapia dejó el asado que estaba comiendo y junto a los ripios se

dirigió a los hombres para exhortarlos.-Tenemos que bajar a Salta. Están presas la mamá y la hermanita de

Güemes. ¡Están presas! ¡Vamos todos, vamos todos pa’ la capital!Y así, en San Antonio de los Cobres, en Las Abritas, tanto en cerros y

quebradas como en la selva y el desierto, se fue juntando el pobrerío, para defender a esas mujeres que seguían el camino que había iniciado don Martín. «Porque él vive, ¡carajo! Güemes grita por los pobres, por el gauchaje, por los indios, por la Patria, por la libertad de toda América», repetían sus fieles seguidores. Y ese mensaje era el que les daba fuerzas para seguir el arduo camino durante días desde cada valle rumbo a Salta. Cada tanto se escuchaba:

-¡Vamo, ahijuna! ¡No se puede aflojar!Y al llegar al Cabildo, se unieron muchos a la gran multitud que pedía que se

destituyera al gobernador Cornejo y que dejaran libres a los prisioneros. Por entonces, el ejército que fuera de Güemes estaba al mando del francés Vidt.

-No nos olvidemos de doña Macacha dijo que los hombres de Cornejo encarnan la traición a la Patria. Fueron sus fuerzas militares las que se sublevaron contra Güemes.

-Hay que terminar con la Patria Nueva –gritaba con pasión la muchedumbre.-El gobernador Cornejo piensa exterminar a toda la familia Saravia, gran

amigo del padre del gauchaje –vociferaba el pueblo.

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-Cornejo no renunció –insistía don Nicanor-. Y las tomaron presas, carajo.Y el 22 de septiembre de 1821, la noche más terrible de la ciudad de Salta,

el pueblo enardecido se desbordó. La gente saqueó la ciudad con piedras y boleadoras. Niños, mujeres, hombres y caballos corrían desaforados. Era una danza infernal de atropello y muerte. Los de la Patria Nueva mandaron a la policía para reprimirlos. Dentro del Cabildo, Macacha tapó con sus manos la cara de la madre, para que no viera correr la sangre de los desprotegidos.

Y Macacha se hacía fuerte. Debía ser valiente, pero a su alrededor todo se sucedía como en un imparable torbellino. Hasta que un grito unánime estalló.

-¡Renunció Cornejo, renunció el traidor!-¡Triunfamos!-¡Los ideales de Güemes seguirán!-¡Viva el doctor José Ignacio Gorriti! ¡Viva el nuevo gobernador!La alegría de las dos Magdalenas fue inmensa.-Madre, José Ignacio ya llegó de su casa de Miraflores –anunció Macacha.-Al fin habrá orden –suspiró la Tesorera.

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La tranquilidad duró sólo un año, durante el cual Macacha siempre estuvo alerta, pues la violencia seguía latente.

-Macacha, la Patria Nueva quiere festejar el 24, el día en que el Cabildo destituyó a Martín –le anunció Tejada al entrar con la cara desencajada.

Ella se paró cerca de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas abiertas y firmes.

-De ninguna manera –contestó. No se lo vamos a permitir. La Patria Vieja festejará el 31, día en el que mi hermano regresó para destruir la Revolución del Comercio.

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Esa noche salió a la calle el hermano de Güemes, Juan Benjamín, junto a su cuñado Manuel Puch. Habían reunido a un grupo de güemistas. Al pasar frente a la casa del doctor Zuviría comenzó un tenaz tiroteo.

-¡Cuidado, Benjamín! –gritó el hermano de Carmencita Puch.Pero ya era tarde. Juan Benjamín, el hermano de Macacha y Martín

Güemes, yacía en un charco de sangre. El pueblo enfurecido decidió quemar la ciudad de Salta.

Un amigo de Gorriti se presentó en la casa de la madre de Güemes. La hija tuvo que ahogar el grito de dolor abrazando con fuerza a su madre. Así, en un confundido llanto, las dos Magdalenas permanecieron unidas largo rato. Demasiado dolor en el corazón de la madre, demasiadas pérdidas, una tras otra.

Dentro de la casa, todo era silencio; afuera se empezaban a ver las primeras llamas. Y eso bastó para que la Tesorera secara sus lágrimas, irguiera su cansado cuerpo y caminara apoyada en Macacha hacia el balcón para decir:

-Ya mi pobre hijo está muerto. Mi desgracia es irreparable. Si queréis proporcionarme algún consuelo, no aumentéis los males de esta ciudad, que es inocente.

La multitud se disolvió. Afuera, todo se calmaba.

Macacha tenía que seguir siendo el sostén de la familia. Durante la noche, acompañaba a su madre, mientras Román aparecía cada tanto para darle un mate a su mujer, un caso de agua a su suegra, y acariciarles la cabeza a las dos. Las paredes de la casa guardarían para siempre las palabras de la madre de Martín Güemes:

-Basta de sangre, basta de muerte. Me mataron a dos de mis hijos. Mi Martín, mi Benjamín. ¿Hasta cuándo nos mataremos entre hermanos? Salta debe unirse. ¿Qué

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importa el color de la piel, la raza o el poder, Patria Nueva o Patria Vieja? Debemos vivir todos juntos, en paz, para ser una tierra fructífera y fecunda. Nosotras las mujeres, hermanas, esposas, madres y abuelas, damos y queremos conservar la vida.

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El 14 de noviembre de 1822 se depositaron los restos del padre de los gauchos en la Catedral. El cura Francisco Fernández expresó que el entierro se hacía «con toda aquella decencia que merecían sus notorios y distinguidos servicios». A la ceremonia fúnebre acudieron gauchos y magistrados. Algunos a caballo, otros a pie, fueron a El Chamical. Cargaron el ataúd cubierto con el traje, la espada y las insignias de Martín Güemes. Dieron vueltas alrededor de la ciudad con el sombrero en la mano. Al entrar a la Catedral, irrumpieron los gritos y sollozos.

Rojo. Negro. Los colores se enamoraron de los ponchos.Macacha y su madre fueron las últimas en retirarse de la Catedral. Ya

anochecía cuando se persignaron ante la imagen del Señor del Milagro. Caminaron hasta la casa como dos huérfanas del amor de Martín.

Sólo los años fueron calmando el dolor de doña Magdalena. Una sabia aceptación le infundía placidez a su rostro, pero en su corazón habitaría por siempre el desgarro de la tristeza, el indefinible dolor de la madre al perder a sus hijos.

En cambio, la hija tenía una cuenta pendiente. Cuando doña Magdalena se retiró para descansar, Macacha no esperó más. Clavó las espuelas a su yegua peruana para atravesar la taciturna noche. Iba a Los Cerrillos, a la finca de su hermana Panchita.

Cuando llegó, pateó la puerta con furia. Las criadas, sorprendidas, no pudieron

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detenerla. Macacha fue a buscar a la dueña de casa. La tomó del brazo, la sacó de la cama y la sentó frente a ella.

-Sucia, ¿qué sangre corre por tus venas? Diste asilo en tu casa a quienes querían asesinar a Martín. ¡Vendidos, igual que tú!

Macacha se acercó un poco más, con la intención de escupirla en la cara; sus ojos brillaban de furia. Su hermana no sabía si estaba soñando.

-Asco, eso siento.Caminaba por la habitación con los ojos desmesuradamente abiertos.

Panchita no esperaba semejante reacción.-Los refugiaste aquí mismo, para después facilitarles su huida al Alto Perú.Panchita cubrió su cabeza cuando Macacha quiso tomarla de los pelos.-Martín confió en ti, era gobernador y vino aquí mismo para contarte que

quería darles un escarmiento a sus ex amnigos. Confió en ti, en su hermana, para contarte que querían asesinarlo.

Y tras decir esto, Macacha empezó a tirar porcelanas, abanicos y perfumes. Ya no aguantaba el silencio.

-¿Y qué tal si hablamos de lo que hiciste con mi hija? Me la quisiste sacar. La ponías en mi contra. Le llenaste la cabeza desde muy niña.

Se ahogaba, pero ya no podía detenerse.-Yo confiaba en ti, en mi hermana, en mi sangre. Mientras yo estaba en la

lucha con Martín y sus gauchos, la traías a tu casa, con tus niños… ¡Hipócrita! ¡Traidora! Siempre con voz suave, no dejabas de decirle: «¡Qué vamos a hacerle! Tu madre es así, siempre anda ocupada» -repetía remendando la voz de su hermana-. Y Eulogia lloraba en silencio, pero tu veneno surtía efecto, se

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le subía a la piel y la llenaba de injuriosas palabras, que siempre fueron dardos clavados en mi corazón.

Finalmente Macacha la escupió y gritó:-¡Maldita seas!

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Entonces Panchita, sin levantarse del suelo, habló sin pausa alguna:-¡Basta de insultos! ¿Sabías que tu hija está enamorada? ¿Conoces a Pío

Tedín? Cuando Eulogia quiso hablarte de su amor, tú estabas con Manuel Arias, tramando un nuevo ataque. Cuando quiso que lo conocieras, te habías ido a San Antonio de los Cobres a socorrer a los desprotegidos… ¿Sigo?

Macacha retrocedía, espantada de su hermana, pero sobre todo de sí misma. Y se fue danto un portazo, sin querer oír más. Al quedarse sola, Panchita empezó a llorar. Estaba envuelta en contradictorios sentimientos.

Afuera, Macacha no sabía a dónde ir, pero su yegua sí. Y sin saber cómo, al rato se encontró en su hogar. No podía besar a Eulogia sin lavarse. Con voz suave pidió agua caliente a las criadas. Se arrancó el poncho, el chiripá y la camisa. Estaba sucia de barro y sangre. Con los ojos desencajados volcó el contenido del recipiente sobre su agotado cuerpo. El líquido iba purificando sus manos, la cara y el pecho. Y por fin pudo llorar.

La insoportable culpa se iba diluyendo en la espuma del jabón que humedecía los baldosones. El silencio fue roto por el último sollozo. Cayó de rodillas, y el grito estalló.

-¡Señor del Milagro, perdón! ¡Mi Señora, perdón!Se restregaba una y otra vez las manos. Sus manos, allí, donde la sangre

del enemigo sele antojaba indeleble. Vencida, se sentó sobre la humedad del piso para lavarse los pies. Sus pasos estaban teñidos de muerte.

Luego llegó la inevitable quietud. La mirada se le quedó perdida en el horror de la guerra.

-Mira, Úrsula. La seora stá dura como estatua –gritó Rosa al verla.-Mamá, mamá –la llamó su hija.-Macacha, te estamos esperando –dijo su esposo.-Niña Macacha, el locro –le avisaron las criadas.Lentamente, María Magdalena Güemes, esposa de Román Tejada, se vistió

con ropa

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limpia. Con el pelo suelto y húmedo y el cuerpo purificado, pudo besar la frente de su hija y abrazar a su marido.

Las tenaces mujeres continuaron urdiendo la oculta malla de los acontecimientos.

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Los perros ladraron al escuchar el galope cercano de un caballo. Cuando llegó, los animales lo rodearon. Un joven bajó y, después de acariciar a uno de los perros, saludó a todos. Era Pío Tedín, el novio de Eulogia. Al verlo, Macacha se levantó para recibirlo.

-Mucho gusto. Pase nomás.Ya en el comedor, ella y su marido se sentaron frente a los novios. Macacha

inició la conversación.-Estoy muy contenta. Me enteré de que pronto será mi yerno.-El honor es mío –dijo él. La madre de mi futura esposa es nada más ni nada

menos que Macacha Güemes, luchadora de la libertad, madre de los desprotegidos.

El Cristo del cuadro pintado por Tomás Cabrera, que le había regalado el Tesorero a Magdalena, una vez más bendijo la mesa y la próximo unión.

-¿Y para cuándo el casamiento? –preguntó Macacha con tono festivo.-Ya hablamos con su marido –contestó el futuro yerno. Ella, sorprendida, se dirigió a Román.-¿Cuándo fue eso, Tejada?-No se preocupe, mi Macachita –respondió con una irónica mueca el

esposo-. Ocurrió una de las tantas veces que usted se fue hasta la quebrada para reclutar a los gauchos de Güemes.

-Pero… -dijo molesta.

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Román Tejada tomó el brazo de Macacha con su mano de gélida blandura y siguió conversando con Tedín. La comida concluyó con un furtivo beso de los novios y la ilusión de la familia por los preparativos de la boda.

Al día siguiente Macacha salió. Necesitaba perderse en la espesura de los bosques para reflexionar. El recuerdo de Martín Güemes encendía pasiones encontradas. Al ver pasar a la Macacha, algunos la reverenciaban. Otros murmuraban por lo bajo: «Miren, ahí va la viudad de Martín Güemes». Ella no los escuchaba.

Dejó su caballo atado al tronco de un caranday y siguió de pie. Respiró hondo la pureza del aire matinal. Elevó la mirada hacia la altura de los añejos ceibos, y en el bosque intentó hallar algunas respuestas a la catarata de imágenes y pensamientos que la invadían. Se recostó sobre el tronco de un quebracho colorado y pudo descansar. Cuando se despertó, llevada por su instinto, montó su yegua para ir a la casa de la familia política de Martín.

Llegó a Rosario de la Frontera sumamente agitada. Casi sin saludar, advirtió:

-Salgan de Salta. Hay que cuidar a los hijos de Martín.-No se preocupe, Macacha. Muy pronto nos iremos a Lima –la tranquilizó

Dionisio Puch.Dentro de poco tendría el casamiento de su hija y la despedida de sus

sobrinos. Se la veía abatida, desilusionada, porque los años transcurrían sin que los ideales de Martín se concretaran totalmente. Ella seguía el combate contra la pobreza y la exclusión social. Se sentía feliz ayudando a labrar la tierra a los aborígenes y a los gauchos, y en esa labor sus inseparables criadas eran sus mejores colaboradoras.

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La ceremonia en la que el doctor Pío Tedín tomó por esposa a la bella e inteligente Eulogia Tejada Güemes fue discreta, no eran tiempos para grandes fiestas. Pero la mesa familiar convocó a todos. También a doña Panchita Güemes, viuda de Figueroa, y

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a sus seis hijos. Cuando la vio entrar, Eulogia se levantó para besarla, y Macacha la miró de soslayo. La abuela, doña Magdalena, le regaló su rosario de cristal de roca y colmó de buenos deseos a la nieta.

Ese día los sentimientos que embargaban a la familia fueron contradictorios. Alegría por el casamiento y tristeza por la despedida. Pero, como siempre, la cena fue importante y tuvo sabor a historia. Macacha engalanó la mesa con un dorada a la San Martín. Los hijos de su hermano, Martincito y Luis –el más pequeño había fallecido-, se sentaron junto a los recién casados.

Antes de comer, la dueña de casa les contó:-Fue allá por 1814 cuando el general San Martín, al salir de Metán, iba

cabalgando por los pagos vecinos al río Peage. Con un pie en el estribo, se rehusaba a almorzar, hasta que un pescador le trajo un dorado. Este pez tiene un metro de largo, y brillantes escamas de todos los colores del prisma. Su carne es blanca y exquisita.

Al llegar a este punto, los hijos de Martín empezaron a hacer algunos comentarios. Dionisio Puch, el tío, tuvo que hacerlos callar. Cuando se hizo silencio, Macacha continuó:

-Al verlo, San Martín sonrió. Sus huéspedes le ofrecieron algunas nueces, huevos y carne fría en picadillo. Entonces el héroe de la Patria ordenó: «¡Todo esto al vientre del pescado!» Y efectivamente, el pescado fue escamadao, abierto, vaciado y limpio. Enseguida lo rellenaron con las aceitunas, el picadillo y las nueces. Cerraron el vientre con una costura, lo envolvieron en un mantel blanco y lo llevaron al horno para asarlo. Bien caliente, como éste que tiene aquí, el dorado relleno fue ofrecido al General, quien quiso que fuera su única comida al despedirse de Salta. Yo sé muy bien que ustedes no tienen la sobriedad de San Martín. Así que no se preocupen, también hay empanadas, dulces y frutas –anunció Macacha, antes de empezar a degustarlo, y revolviendo la cabeza del hijo menor de su hermano invitó-: ¡A comer se ha dicho!

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La familia de Carmencita emigró a Lima y con ellos se llevaron a los sobrinos Martín y Luis Güemes. Macacha tuvo que tragarse la congoja, para compartir la alegría de su hija, que le dijo, visiblemente emocionada:

-Madre, perdón. Perdón por tantas peleas, por tantos insultos… Es que te necesitaba. Tantas veces fui hasta tu cama pero no estabas…

-Perdón, mi querida, perdón. No quise hacerte daño. ¡Te quiero!-Yo también, madrecita, yo también te quiero mucho.Después de un largo abrazo, el coche que llevaba al nuevo matrimonio

partió. Más tarde Macacha salió de la casa. Ya todos dormían cuando en el jardín la sobresaltó una sombra. Sacó el cuchillo que llevaba en la bota y caminó con sigilo. Sobre el pasto, cerca de las flores, encontró un cuerpo de mujer. Cuando la reconoció, le preguntó:

-¿Qué haces aquí?

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-¡Ay, Jesús y la Virgen! –exclamó la mujer.-¿Qué hacías? ¿Qué enterraste?Temerosa, la criada respondió:-Enterré la placenta de mi niña, pa’ que sea sanita y ande contenta. La

Pachamama la protegerá.Macacha se levantó sobresaltada y exclamó, casi descontrolada:-¿Qué? ¿Tuviste una hija? ¿Cuándo?Temblando, la muchacha balbuceó:-Hace un rato nomás, patroncita.Ella la tomó de la mano y le dijo:-Ven, tienes que recostarte, y ya vamos a ver a la niña.Juntas lavaron y arroparon a la recién nacida. Cuando ya las dos pudieron

tranquilizarse, se sentaron a conversar.-Le pondremos Micaela –le anunció Macacha antes de retirarse de la

habitación.Madre e hija descansaban arropadas y tranquilas. La beba seguía

saboreando la

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cálida leche de su mamá. Magdalena Tejada era la esclava de Magdalena Güemes.

Aquella noche Macacha apenas durmió. Se quedó pensando en esos hijos sin padre. En Tiburcio Liberto Tejada, hijo natural de la esclava de Román Tejada; en Juana Martina Tejada, hija natural de otra esclava de Román… «Señor y Señora del Milagro, ¿por qué? ¿Por qué tantas madres solas? Cuerpo de mujer, objeto de irresponsable pasatiempo. Y los padres… ¿dónde están? Ave María. Dios te salve María…» Rezando sobre la almohada húmeda por el llanto, la señora de la casa se quedó dormida.

-Escuchen bien. Llegó este informe de Buenos Aires –les dijo Macacha a su madre y a su marido-. Me lo alcanzó mi yerno. Es la nota que envió el cónsul norteamericano John Murray Forbes a Quincy Adams, del Departamento de Estado, el 2 de septiembre de 1821. Dice así: «El gobernador Güemes ha sido asesinado. El 14 de julio se concluyó un armisticio en la ciudad de Salta, entre Olañeta y los comisionados designados para representar a la Provincia. El propósito ostensible de este armisticio es, mediante el acuerdo de ambas partes, retirar sus tropas y dejar que el pueblo elija a un nuevo gobernador y diputados del Congreso General. El motivo real, se sospecha, que mueve a Olañeta, es el deseo de aprovechar la oportunidad de aumentar una fortuna ya en formación, permitiendo el libre intercambio entre las provincias, cuyos mejores frutos acrecerían su pecunio privado». ¿Qué opinan? –les preguntó al finalizar.

La madre se levantó indignada. Tejada se sirvió otro jerez. Ella, desesperada, sacudió la cabeza para disimular las incipientes lágrimas, y dijo:

-Siempre lo mismo: los intereses personales sobre los del país.Ya nadie pudo hablar.

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Esa noche Macacha tuvo miedo de cerrar los ojos. Sentía que los gauchos de Martín seguían esperándola. «Hermanito, por vos, por Salta, no debo, no puedo descansar».

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Sin hacer ruido salió del amparo de la cama. Cobijó su abundante cabellera en el negro sombrero. El rojo del poncho cubrió los ropajes gauchescos. Montó su yegua peruana y se dirigió rumbo a la Cañada de la Horqueta. Allí la esperaba el cebil colorado, el árbol que sostuvo los últimos sueños del héroe salteño durante los diez días de su agonía. Macacha acarició la rugosidad de la corteza, y pudo regocijarse con la textura de los cinco pétalos de su flor. «Martín, dame fuerzas para continuar. ¿Qué tengo que hacer?», pensó. Y buscó en el cielo alguna respuesta de las estrellas.

-La última bala de la Guerra de la Independencia fue para Pedro Olañeta –llegó gritando José.

Al ver a su fiel amigo, Macacha dio vuelta la cabeza para preguntar:-¿Qué has dicho?-Tengo noticias fresquitas… Terminada la lucha con el triunfo de Ayacucho,

se sublevó un sector español en Tumusla, cerca de Potosí, y allí mismito terminaron con la vida del maldito asesino.

El llanto de una baguala los obligó a mirar a un gaucho. Cuando dejó de cantar, el hombre apuró el último sorbo de chicha para gritar:

-¡Viva la Patria, carajo!Le hermana de Güemes respondió:-¡Viva don Martín de Güemes y sus gauchos!-Terminó la Guerra. Tenemos que festejar –invitaban los gauchos que iban

llegando, y todos se unieron al festejo.Hubo baile, guitarra, aloja y chicha. Las mujeres cantaban, mientras las

manos de lana de las silenciosas indias continuaban el tejido.

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29

Un ruido la despertó. Macacha miró el escapulario de Martín en el piso. «Me quedé dormida con el Cristo que siempre llevaba mi hermano. Martín, ese día no lo tenías. Él te acompañaba, te protegía…»

La noche era tormentosa y fría. Macacha tiritaba. Se tocó la sudorosa frente. Un rayo iluminó el dormitorio. «Martín, Martín, ¿estás aquí? Bendito seal el Señor. Has vuelto. ¡Me sentía tan sola! Años de lucha. ¡Tantas cosas pasaron! Mamá otra vez viuda. Estoy cansada. Más de veinte años y Salta dividida. El pobrerío sufriendo. Todo sigue igual. Buenos Aires lejos, tan lejos que ni nos oyen… Y lo peor: no escuchan las voces aborígenes. Todo está en Europa. No existimos.»

-Abuela, mi madre sigue durmiendo –le dijo la nieta a la Tesorera. Eulogia había ido a visitarla, acompañada por un par de amigas.

-Déjala dormir, m’hijita. ¿No ve que tiene fiebre? –le contestó doña Magdalena.

-Es que estamos en septiembre, prontito nomás será la procesión.-Parece que este año no se hace.-¿Por qué?-Los plateros están trabajando para hacer una cruz para el Señor del

Milagro. Dicen que va a ser con rayos de plata. Y el vestido de la Señora tendrá piedras y no sé cuántos adornos más –explicó la abuela, movió la cabeza y se persignó para decir-:

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Cristo nació en un pesebre. ¿Para qué los lujos? Sólo se necesita la fe.Las jóvenes buscaron unos almohadones tejidos por las indias para sentarse

alrededor de la abuela. El rojo, el amarillo, el violeta y el azul de las lanas coloreaban la vital curiosidad de las mujeres.

-Está bien, está bien, les contaré la historia del Señor del Milagro –dijo antes de que se lo pidieran, y se levantó para llamar a las criadas-. Traigan mate, pasteles, dulces y mi poncho rojo y negro.

Una india cebaba y la señora se colocó el poncho sobre los hombros para contar.

-La imagen llegó a Salta desde el Alto Perú.-Como todo lo bueno… -interrumpió la hija de Macacha.Como si no la hubiera escuchado, la abuela continuó el relato:-El Señor del Milagro es también el Señor de las Maravillas, el Cristo de

Pachacamulla o el Cristo Moreno.-¿Por qué el Cristo Moreno? –preguntó una amiga, y después siguió

mordisqueando la empanadilla para saborear el dulce de cayote.La Tesorera aceptó el último mate.-Ya puedes irte, Úrsula –dijo, y la cebadora se fue de la sala, pero se quedó

escuchando desde la puerta-. Parece que fue pintado por un esclavo de casta angoleña. Se llama Pedro Dalcón.

Úrsula besó la imagen que colgaba de su cuello, y siguió escuchando atentamente.

-Entre los creyentes siempre hubo mucha gente de color –concluyó doña Magdalena.

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Al rato la señora de Güemes se retiró a descansar. Eulogia y sus amigas, entre risas y cuchicheos, siguieron parloteando sobre modas y maridos. Cuando llegó la hora del almuerzo, ya más repuesta de su influenza, Macacha se sentó a la mesa para tomar una sopa.

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Mañana es 15 de septiembre y ni el Señor ni la Señora del Milagro podrán salir a la procesión.

-Será la primera vez desde el terremoto de 1692 –comentó Tejada después de tragar el último bocado de la sabrosa humita.

Luego de un significativo silencio, doña Magdalena expresó:-Los jesuitas le dieron un claro sentido espiritual al sismo. Y hoy el pueblo

salteño no podrá rezar implorando por las calles el divino auxilio.Por la noche la familia Tejada Güemes rezó un padrenuestro y un ave maría

en la capilla de la estancia El Paraíso. Macacha quiso agradecer al Señor la compañía de su hija y de su yerno.

En Salta transcurrió todo un año de sospechosa e inexplicable quietud. Buenos Aires estaba pintada de rojo desde hacía un largo tiempo. El punzó teñía los zócalos, las ventanas y los frentes de las casas; los moños, cintillos y abanicos de las mujeres y las testeras de hombres y caballos. Todo lucía el rojo de la Santa Federación. Salta, como las otras provincias, no tenía colectividades extranjeras y, a pesar de la pobreza, disfrutaban todos de la música, del baile y de las reuniones familiares.

-¿Señorita, me acompaña en esta zamba? –invitó un gaucho joven.La jovencita tomó sus trenzas para ocultar su cara. Después de un coqueto

silencio, salió a bailar. Las demás parejas se fueron animando. Debajo del rosa de los lapachos Macacha y su madre disfrutaban la alegría del ambiente.

-¿Otra empanada, seoras? –ofreció Rosa.Las dos asintieron. El árbol del laurel de más de veinte metros atrajo la

atención de la hermana de Martín. Acarició su tronco y el olor fue buen marco para las jugosas empanadas. Don Zoilo, el capataz, quiso servirles más vino tinto, pero doña Magdalena cubrió la copa con la mano; en cambio, Macacha aceptó.

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-No se olvide de darle a la Pachamama –le recordó el hombre.La mujer inclinó la copa para derramar el rojo líquido sobre la tierra. El

primer grillo iluminó la incipiente negrura de la noche; el croar de alguna rana acompañó el silencio de las ausentes guitarras. Cuando todo fue oscuridad y ausencia, el llanto de una baguala atravesó la estancia. Sostenido por un quebracho colorado, don Zoilo cantaba bajito, envuelto en el ensueño de la borrachera.

Al día siguiente toda la familia viajó para la ciudad, donde las esperaba Eulogia y Tedín con una gran noticia. Al entrar, la hija corrió a los brazos de las dos Magdalenas. Madre y abuela reían.

-¡Voy a tener un niño! ¡Estoy feliz, feliz! –gritaba.Tedín se acercó a Tejada, y Román lo palmeó emocionado. En la casa

reinaba la alegría.Por la noche, ya en su propia casa, Macacha fue hasta la cocina para

ordenar la cena. Ni bien vio llegar a su patrona, Rosa se echó a los brazos:

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-Seora, fue e´mandinga –lloraba la criada.-Pero ¿qué pasó? Está todo revuelto.-Seora, mi ñaña. ¡Mi ñaña! Ay, Diosito.Rosa lloraba desconsoladamente. Imposible calmarla. Macacha la abrazó

con fuerza, pero la mujer seguía gritando.-¡Mi ñaña, mi ñaña!Y en ese momento Macacha descubrió la presencia de una india. En un

rincón de la cocina, sucia de sangre y lodo, con la mirada perdida e inmóvil. Los brazos flacuchos, el renegrido pelo revuelto le cubría la cara. Con una mano se tapaba el pubis y con la otra, la indefensión de sus senos. Cuando se acercó más, pudo ver las mordeduras aún sangrantes.

-Por Dios, ¿qué le han hecho?-Fueron los españoles, los blancos –dijo Rosa ahogándose de dolor -.

Entraron a la casa. Mi ñaña vino a trabajar desde Lima. Ella no habla como nosotras, no.

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Ella se tapó los oídos con ambas manos. El blanco es como un puma con las hembras. Se le tiró encima, la montó. Pobrecita, ella gritaba: «mana, chunchu, fiyu». No sé, le decía que no, «malo, salvaje». Daba patadas como potrillo, mordía como víbora, pero el hombre dele cabalgarla como a yegua. Cuando la enllenó de su leche, tomó más vino. Porque pa’ mí que ya estaba borracho, y se jué.

Macacha quiso acercarse a la jovencita, pero estaba demasiado asustada. Se acurrucó aún más, como si quisiera regresar al vientre de su madre. Macacha le habló suavemente, le empezó a acariciar los cabellos, invitó a acercarse a Rosa y por fin, abrazadas, pudieron llorar las tres.

Para no empañar la alegría de la familia, Macacha regresó al comedor, para festejar, a pesar de todo, la pronta llegada de su nieto. Cuando todos se retiraron, ella pasó casi toda la noche curando las heridas del cuerpo y del alma de la niña violentada.

A la madrugada escucharon relinchos de caballos, gallinas corriendo sin cesar, mulas que se escapaban. Todos los animales estaban asustados, como si hubieran visto la luz mala. Enloquecidos, desorbitados. Sin embargo, el paisaje no mostraba signos de inquietud. La noche transcurría misteriosamente calma. Las tejedoras se estremecieron, y al rato todo tembló. La Pachamama se abría en innumerables tajos. El agua mojaba Salta. La estaca de los telares perdía su equilibrio. El cebil que se unía a la cintura de una colla cayó implacable sobre su pierna. Y en la casa de Macacha reinaba un inesperado terror.

-¡Dios mío, no puede ser! –afirmó Román buscando los ojos de su mujer.Puertas y ventanas golpeaban y se rompían. La madre de Macacha lloraba

sin cesar. Un lamento sostenido e interminable cruzó la casa.El matrimonio Tejada buscó a la hija, al yerno y a los criados entre maderas,

donde se habían caído y destrozado tarros con comida, dulces, cuadros… Todo había sido destruido en un segundo.

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La familia se reunió en la sala. Estar juntos era lo mejor. Desde la calle escucharon un desgarrador: «Señor, perdona nuestros pecados». Y se siguieron escuchando durante un largo rato ruido de árboles que caían. Unos

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indiecitos corrían desesperados cuando un viejo roble se desplomó. Y a medida que pasaba el tiempo, Salta se quebraba cada vez más, hasta que, sorpresivamente, el temblor paró.

-Bueno, parece que ya pasó todo –suspiró Macacha, pero cuando quiso levantarse, un nuevo estruendo los estremeció.

Los libros, las porcelanas, los adornos, todos se estrellaba contra la inestabilidad de la alfombra. Macacha alcanzó a abrir la puerta de la calle, y allí también era un infierno. Una anciana corría en bata con los cabellos revueltos.

-¡Señor, perdona nuestros pecados! –iba gritando.-Moriremos –sollozaban la familia y los criados en la casa de Güemes.Estaban juntos, tomados de la mano, debajo de los marcos de las puertas.

Lo único que se escuchaba eran llantos y suspiros.-Algo nos pide la Misericordia Divina –dijo Macacha.-Recemos el poema de San Francisco Solano. Vengan todos de rodillas para

decir los versos del apóstol de estas tierras y del Alto Perú –propuso doña Magdalena.

Esas palabras cantadas quedaron durante tres siglos entre las copas de los árboles, mecidas por los vientos. Su música trajo paz a los indios más salvajes de la conquista.

-El padrecito nos escuchará.Y en coro recitaron, con toda la fe que sentían, con devoción:

Mi buen Jesús, mi redentor y amigo.¿Qué tengo yo que Tú no me hayas dado?¿Qué sé yo que Tú no me hayas enseñado?¿Qué valgo yo, si yo no estoy contigo?

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¿Qué puedo yo, si Tú no estás conmigo,Gusanillo en el mundo desterrado,Que busca sólo en Ti su bien amadoPuesto que eres la meta que persigo?

Sin vanidad, Señor, por Ti me hiciste;Sin que te lo rogase, me criaste,Señor, mi Dios… ¡y en la cruz me redimiste!

Si en criarme y redimirme te esforzaste,¿Qué menos obrarás de lo que obraste,En perdonar la obra que Tú hiciste?

La familia se persignó. Se pusieron de pie y fueron uno en el largo abrazo. Macacha sostenía con fuerza a su hija. El niño ya se anunciaba.

En la Catedral, el Arzobispo llamó a los clérigos.-Hay que enmendar nuestros pecados. Convoquemos a un Vía Crucis –

decidió.Y fue la noche del 19 de septiembre que la penitencia se hizo procesión. Y

así, uno tras otro, las mujeres, los hombres y los niños de Salta se arrodillaron por la aceptación de sus pecados. Mil quinientas personas salieron desde el cerro de San Bernardo hasta la Catedral; el dolor se caminaba de rodillas a lo

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largo del sendero entorpecido por frutas, verduras, animales muertos, mujeres y hombres heridos.

La familia Tejada Güemes y Tedín se unió a la caravana de los penitentes. Eulogia era sostenida por su madre y su marido. Había grandes y pequeños; indios, criollos, españoles y gauchos, todos llorando. El cielo debía apiadarse de Salta. Los hijos de las tejedoras ya no eran los mismos: unos se alargaban, otros se acortaban. Los colores se opacaron.

Cuando llegaron a la plaza, frente a la Catedral, hicieron un gran campamento. El

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repicar de las campanas era estridente, semejaba un clamor rugiente a los cielos. Todos tuvieron que mirar hacia el campanario; sólo Panchito, el opa, podía, sin temor a romperse las orejas, hacer repicar las campanas con toda el alma. Y empezaron el Via Crucis, vestidos de cilicio.

-Perdón, Señor, por pegar a mi esposa.-Perdón, Señora, por fornicar con mis esclavas.-Perdón, Señora, por sobornar a mi patrón.-Perdón por compartir el lecho con inmundos maturrangos.El pueblo salteño se fue deteniendo en cada una de las estaciones del Vía

Crucis. Cuando el desorden de la desesperación fue doloroso arrepentimiento, el ambiente se armonizó. Y llegó, por fin, la calma. Uno, dos, tres días.

En la casa de Macacha, en medio de los escombros, se anunciaba una nueva vida.

-¡Ay, madre! –gritó Eulogia-. ¡Viene el niño!Ella corrió a su lado, y le acarició la cabeza.-Estoy aquí, mi querida. Todo va a salir bien.Cuando Úrsula y Rosa llegaban para asistir el parto, se cayeron al suelo.

Otra vez la inestabilidad de la Madre Tierra.-Jesús Misericordioso. No, otra vez no… -suplicó Macacha de rodillas.El pueblo de Salta, con la voz resquebrajada de tanto implorar, rogó:-Dios Crucificado, mi Dios Crucificado, ten piedad de nosotros.Era evidente: la Pachamama algo quería decirles. Temblorosa y rota,

clamaba por un cambio.-Hay que continuar con la misión de penitencia –predicaban los sacerdores y

los señores canónigos.En la oscuridad, las mujeres, casi imperceptibles, persistían en el atávico

tejido. Algunas podrían recuperar lo dañado, otras deberían empezar de la nada.

Los salteños apenas si podían dormir. El sobresalto de uno y otro movimiento de la

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tierra interrumpía los sueños. En la casa de Macacha el terremoto intensificaba los dolores de parto de la hija. La cama donde yacía Eulogia se movía de manera incansable. En toda Salta se abrían grandes grietas, y el agua brotaba.

-¡Ay, ay, ay… me mojo! –anunció Eulogia.Las sábanas de hilo ya tenían perfume a vida nueva.A las cuatro de la madrugada de 1844 Salta sufrió el último temblor. Antes

de esa hora, llegó al mundo la primera nieta de Macacha.-¡Es una niña! –anunciaron madre y abuela.

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Las criadas salieron corriendo para dar la buena nueva.-Llevará mi nombre –dijo la reciente madre.Macacha abrazó con fuerza a sus dos Eulogias. Mientras la tierra se seguía

moviendo, ella las sostenía.

Al día siguiente pudieron por fin descansar. Macacha se quedó gran parte de la noche mirando dormir a su hija y a su nieta. Un amor diferente, único, nuevo, le ensanchaba el corazón. Sólo pudo agradecer al Señor por el regalo de ser abuela.

Por la noche, alrededor de la mesa familiar de Tejada Güemes, Macacha, en agradecimiento, repitió en voz alta un histórico pacto. Madre, marido, hija y yerno la escucharon decirle al Señor del Milagro:

-Tú eres nuestro y nosotros somos tuyos.Cuando ya todos dormían, Macacha ocultó su negra cabellera en el

sombrero, se quitó el vestido de algodón para vestirse de gaucho y, envuelta en su poncho, llegó hasta la Quebrada de la Horqueta. Ató el caballo al cebil colorado y lloró. Lloró la muerte de su hermano, de tantos indios, de muchos gauchos… El tiempo parecía no cerrar las heridas.

Ya más calmada, regresó a su casa, a su dormitorio. Allí, sobre la mesita, seguía el

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escapulario de Martín, que milagrosamente no se había caído durante el terremoto. Lo besó para guardarlo en un cofrecito, se persignó y se quedó dormida.

Las incansables tejedoras volvieron a reunirse. El tejido de la historia ya no iba a ser igual. Algunas empezaron la trama desde lo que se podía reparar. Otras inventaban algo nuevo. Sintieron que las lanas y los hilos las invitaban al agradecimiento. Tejer era decir gracias por estar en el mundo. La urdimbre se resignificaba. Era tejer para reverenciar a los dioses.

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Mientras los años pasaban, algunas costumbres se fueron modificando levemente, pero otras permanecían, uniendo sobre todo a las mujeres de la familia Güemes. Todas las mañanas doña Magdalena y Macacha –a veces se agregaba Eulogia con su hija- oían misa en la iglesia de San Francisco. Después de la comunión diaria, se persignaban y salían camino a su casa, en el carruaje que las esperaba en la puerta.

La Orden Franciscana había concluido el templo y el convento en 1625. Su campanario y la colorida construcción formaban parte del paisaje de la ciudad. Allí, madre e hija rezaban juntas.

Señor, Padre Nuestro, Salta es la elegida. Salta es amor. Milagro y luz en las alturas de esta querida Patria.

Señor de los Milagros, una vez más perdona nuestros pecados.Pongámonos de rodillas frente a Ti y a tu Purísima Madre para revertir la

división y el odio entre hermanos.En los días de la Independencia, las mujeres derramamos el amor a la tierra

salteña.Tómanos de la mano y cúbrenos con el manto de los colores del cielo.Une a españoles e indígenas.Haznos siervos de esta bendita tierra.Gracias por nuestra serenidad, que también es obra tuya. Alabado sea el

Señor.No temeremos a nadie más que a Ti.

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Una mañana de 1850 todos se vislumbraba igual, pero Macacha sentía que ese día era felizmente distinto. El jardín de la casa las recibió con el regalo de las tupidas enredaderas y la belleza de las orquídeas. Una ardilla roja rozó las faldas de la Tesorera. Al entrar en la sala, un perfume a recién nacido las acarició. Sentada en un sillón, Eulogia daba de mamar a su niño.

-Pero… -atinó a decir Macacha al verlos, y se sentó al lado de su hija.-Sí, madre. Es varón. Nació hace pocos meses.-Se llama Virgilio.-Como el poeta latino, el que le canta a la felicidad de la naturaleza –agregó

Macacha-. Quiero tenerlo en mis brazos. Por favor…Ella se quedó admirando a su nuevo nieto. Luego de regresarlo a los brazos

de Eulogia, preguntó por la nieta.-Se fue con Panchita. La tía quiso llevarla un rato.Macacha no respondió, y se dio vuelta para que su hija no viera el gesto de

desaprobación. La historia familiar parecía repetirse sin remedio.-¿Y tu marido?-Trabajando en la justicia. Es un gran hombre y un gran jurisconsulto. Lo

amo, madre, lo amo con toda mi alma.Se sentía muy dichosa al ver feliz a su hija. Y ése fue un día de fiesta, que

concluyó con una cálida reunión familiar.-Y mi padre…¿dónde está? –preguntó Eulogia.Macacha, disimulando otra vez, contestó:-Hace tiempo que se fue al Alto Perú.

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Doña Magdalena no podía disimular su indignación, y agregó:-Como siempre. Pero esta vez se llevó unas mulas prestadas. ¡Qué

humillación! Ni noticias de las mulas ni de él.Macacha quiso apaciguar la molesta situación. Tomó al niño en sus manos y

lo dejó en las faldas de la Tesorera.

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-¿No es una preciosura nuestro Virgilio? –preguntó para cambiar de tema.Esos días de visita de Eulogia y sus niños eran siempre tiernos y animados,

aunque asomaran algunos conflictos familiares y salieran a la luz esos secretos que las mujeres de la casa querían resguardar. Tarde o temprano, alguna hablaba de más y Eulogia terminaba enterándose de todo, hasta de las cosas desagradables. Su presencia hacía florecer de alegría cada rincón. Pero la despedida llegó, y ella y sus hijos se fueron con la promesa de una pronta visita.

Una tarde de primavera las dos Magdalenas salieron a pasear por la Plaza 9 de Julio. Con variedad de árboles y plantas autóctonas ese lugar era el centro de la vida cotidiana. Fue allí cuando madre e hija vieron que la Guardia presentaba armas ante una anciana.

-Mira, ahí pasa la Capitana –dijeron las dos mujeres al unísono.Era Martina Silva de Gurruchaga, una mujer entregada a su hogar y a su

patria. Su casa fue refugio de muchos patriotas; allí se hospedaron Castelli, Rondeau, Pueyrredón, Vicente López y Lavalle, entre otros.

-¿Se da cuenta, madre? –advirtió Macacha-. Su patrimonio fue entregado a obras solidaris para la libertad de la Patria. Y ahora Martina, empobrecida, hace dulces y empanadillas, que vende para poder sobrevivir.

-Bien lo recuerdo, hija –agregó doña Magdalena-.Belgrano la premió con el grado de capitana. Esta valerosa mujer bordó y entregó la bandera que enarboló el ejército en las campañas al Alto Perú. El general dijo: «Señora, si en todos los corazones americanos existe la misma decisión que en el vuestro, el triunfo de la causa por la que luchamos será fácil.»

La madre y la hermana de Martín Güemes se acercaron para besar los blancos cabellos de Martina. Macacha acompañaba a su madre todo lo que podía. Juntas

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habían sostenido al padre de los gauchos y, una vez muerto él, continuaron con admirable valentía sus ideales de libertad y amor a la Patria. Recordaban con vehemencia los años difíciles de la emancipación, la fuerza de las mujeres latinoamericanas.

Cierto atardecer de primavera Macacha quiso leerle a su madre unas históricas cartas que le había prestado Juana Manuela Gorriti.

-Escucha, madre, estas extraordinarias mujeres se conocieron en Charcas en 1825, imagínate cuánto hace de eso. Esta carla la escribió en diciembre de ese año Manuela Sáenz, era para la gran Juana Azurduy. Te leo lo más importante, dice así:

El Libertador Bolívar me ha encomendado la honda emoción que vivió al compartir con el General Sucre, Lanza y el Estado Mayor del Ejército

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Colombiano, la visita que realizaron para reconocerle sus sacrificios por la libertad y la independencia.

El sentimiento que recogí del Libertador, y el ascenso a Coronel que le ha conferido, el primero que firma en la patria de su nombre, se vieron acompañados de comentarios del valor y la abnegación que identificaron a su persona durante los años más difíciles de la lucha de la independencia. No estuvo ausente la memoria de su esposo, el Coronel Manuel Ascencio Padilla, y de los recuerdos que la gente tiene del Caudillo y la Amazona.

Una vida como la suya me produce el mayor de los respetos y mueven mi sentimiento para pedirle pueda recibirme cuando usted lo disponga, para conversar u expresarle la admiración que me nace por su conducta; debe sentirse orgullosa de ver convertida en realidad la razón de sus sacrificios y recibir los honores que ellos le han ganado.

Téngame, por favor, como su amiga leal.

Tras la lectura, una de las criadas acudió al llamado de la puerta y anunció:-Seoras, un hombre quiere verlas.

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Intrigada Macacha se acercó hasta allí.-¿Quién nos busca? –dijo mientras divisaba la figura vestida de negro; la

negra galera, el negro frac.Las criadas retrocedieron unos pasos.-¿Quién vive? –interrogó Macacha, y como respuesta se escuchó una

contenida risa.-Pero señora, ¿no me conoce? –dijo finalmente el hombre, con fingida voz.-No, no tengo el gusto de conocerlo –respondió Macacha, y enseguida le

pidió a Rosa que le alcanzara un farol.Al iluminar la escena, entonces sí reconoció esa mirada. Observó sus

manos.-Eres… -atinó a balbucear.Siguieron unas estruendosas carcajadas y, de inmediato, el inesperado

abrazo.-Sí, soy yo. Juana Manuela Gorriti, hija de José Ignacio y Facunda Zuviría –

se presentó la visita, mofándose de su amiga-. Acabo de llegar de Lima… ¿y así me acoges?

Macacha la miraba una y otra vez, y no podía creerlo.-¡Qué bueno volver a verte!Al escuchar tanto alboroto, doña Magdalena llegó hasta la puerta. Cuando

vio a la hija de sus grandes amigos, abrió sus brazos para recibirla.De inmediato ordenaron que cebaran unos mates y trajeran pastelitos de

cayote y miel para compartir con la recién llegada. Hablaron de su vida en el Alto Perú y de sus actividades literarias.

-Ya veo que están leyendo las cartas de estas magníficas mujeres –dijo Juana Manuela al descubrir el contenido de los papeles que estaban apoyados sobre la mesa.

Úrsula le sirvió otro mate y, tras agradecer, la amiga preguntó:-¿Y qué les parece si les leo alguna de estas misivas? ¿Cuál prefieren?-Acababa de leerle a mi madre la que le mandó Manuela Sáenz a Juana

Azurduy, y

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justo llegaste tú, así que lee cualquier otra, la que prefieras.La Tesorera asintió con la cabeza. Y entonces la escritora salteña leyó una

carta completa, la respuesta a la anterior:

Cullcu, 15 de diciembre de 1825

Señora Manuela Sáenz.El 7 de noviembre, el Libertador y sus generales convalidaron el rango de

Teniente Coronel que me otorgó el General Pueyrredón y el General Belgrano en 1816, y al ascenderme a Coronel, dijo que la patria tenía el honor de contar con el segundo militar de sexo femenino en ese rango. Fue muy efusivo, y no ocultó su entusiasmo cuando se refirió a usted.

Llegar a esta edad con las privaciones que me siguen como sombra, no ha sido fácil; y no puedo ocultarle mi tristeza cuando compruebo cómo los chapetones contra los que guerreamos en la revolución, hoy forman parte de la compañía de nuestro padre Bolívar. López de Quiroga, a quien mi Asencio le sacó un ojo en combate; Sánchez de Velásco, que fue nuestro prisionero en Tomina; Tardío contra quien yo misma, lanza en mano, combatí en Mesa Verde y la Recoleta, cuando tomamos la ciudad junto al General ciudadano Juan Antonio Álvarez de Arenales. Y por ahí estaban Velásco y Blanco, patriota a última hora. Le mentiría si no le dijera que me siento triste cuando pregunto y no los veo, por Camargo, Polanco, Guallparrimachi, Serna, Cumbay, Cuello, Zárate y todas las mujeres que a caballo, hacíamos respetar nuestra conciencia de libertad.

No me anima ninguna revancha ni resentimiento, sólo la tristeza de no ver a mi gente para compartir este momento, la alegría de conocer a Sucre y Bolívar, y tener el honor de leer lo que me escribe.

La próxima semana estaré por Charcas y me dará usted el gusto de compartir nuestros quereres.

Dios guarde a usted.Juana

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Juana Manuela se levantó, caminó hacia la ventana y se dio vuelta para exclamar:

-¡Cuánto dolor habrá sentido Juana Azurduy al comprobar que los ideales se vendían por unos pocos pesos para propio beneficio! Ella y Manuela Sáenz sufrieron al comprender que la explotación de la esclavitud no es para un pueblo sano. ¡Dos mujeres que amaron su tierra! Juana y Manuela fueron capaces de dirigir sus vidas sin mentiras, con la mirada puesta en la conquista de la libertad.

-¿Y recuerdan? Azurduy pidió ayuda al gobierno en 1825 para regresar a Chuquisaca –dijo Macacha; endureció sus gestos, se cruzó de brazos e indignada agregó-: La ofendieron dándole sólo cincuenta pesos y cuatro mulas para regresar a su Bolivia.

-¡Qué injusticia! Pensar que Juana, confiscados todos sus bienes, después de Huaqui, huyó a las montañas junto a su Manuel. Gracias a los triunfos de Salta y Tucumán les permitieron regresar a Chuquisaca. Fue entonces cuando Juana decidió reclutar a los indios para acompañar a su amor en la lucha por la independencia. Juntos, Azurduy y Padilla iniciaron la guerra de las republiquetas –exclamó emocionada la Tesorera.

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Las tres quedaron en doloroso y solemne silencio. Y al rato Juana Manuela anunció:

-Me voy al salón literario de Micaela.-¿Quién? –inquirió Macacha.-Micaela Calvimonte es del Alto Perú, pero ahora vive aquí, en Salta. Se

casó con Calixto Linares Fowlis. El salón literario que funciona en la casa del matrimonio es seguro y amable refugio de todos los amantes de la cultura y la elevada tertulia.

-¿Cuánto hace que la conoces? –preguntó con genuina curiosidad la Tesorera.

-Fue en 1842, cuando Micaela se trasladó a La Paz. A fines de ese año viajó con su

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tía a París, donde vivió dos años. Cuando volvió, estuvo en Cuzco. En los salones dio a conocer sus poesías, que exaltan los usos y tradiciones de la tierra americana.

Ya anochecía cuando las mujeres se despidieron.

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Cerca de fin de año la salud de la Tesorera se iba deteriorando. Ya su caminar era lento, y la frecuente fatiga la obligó a usar bastón. Es que ese corazón se fue en cada palpitar tras las huellas de su hijo Martín y se resquebrajó en el dolor por la muerte de dos hijos. Y, a pesar de tanto sufrimiento, doña Magdalena le infundió fuerzas a Macacha, para que luchara por los ideales de su hermano; se brindó por completo a su hija para generar estrategias de amor que lograran unir a los salteños.

Imposible estar sola. Todos querían a la señora de Güemes. Hijos, nietos, bisnietos y amigos la visitaban con frecuencia. Anécdotas del presente y del pasado poblaron su tiempo. Tiempo de ancianidad, acompañada por la música y la poesía.

Algunas veces don Claudio Tapia bajaba desde la cuesta de Isonza entre los Valles Calchaquíes y el Valle de Lerma, hasta la Capital. En verano tenía que sortear algunos ripios casi intransitables por las lluvias estivales, pero llegaba a la casa y el generoso gaucho ofrecía su alegre guitarra a la doña. Con frecuencia alguna visita –hijo, nieto o amigo- bailaba zambas y pericones. Ella agradecía siempre con una amplia sonrisa. Su mirada conservaba el brillo de la juventud. Su cara, con las huellas de los intensos años, estaba enmarcada con la blancura de su rodete. Toda ella era de una imponente belleza. Esa hermosura que saben lograr sólo aquellos que transitaron el camino de la vida con el alma en la piel.

Su hijo Napoleón era quien se encargaba de organizar a familiares y amigos para que se turnaran para visitarla; de ese modo nunca estaría sola. ¿Quién podía negarse a

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la compañía de la adorable mujer? También era Napoleón quien la ayudaba económicamente para que no pasara necesidades. La Tesorera, a través de su intensa vida, no sólo había entregado su corazón, sino también casi todos sus bienes materiales a la causa de la emancipación de la patria. Pero seguía siendo la dueña de las estancias El Bordo, El Paraíso y la del Palmar.

A fin de año hubo grandes fiestas en la casa. Todos bailaron y cantaron al son de guitarras, bombos y violines. En medio de la algarabía, coronó el festejo la llegada de los nietos.

-¡Gracias a Urquiza, gracias al 13 de febrero, tengo a mis queridos Martincito y Luis! –exclamó doña Magdalena, y se levantó para abrazarlos.

Ya hacía meses que habían regresado desde Lima con sus tíos Dionisio y Manuel Puch, pero cada reencuentro era una alegría. Acompañada de hijos, nietos y bisnietos, la Tesorera despidió con una suculenta comida el año viejo.

La familia recibió el nuevo año con el habitual brindis por Martín, sus gauchos y la Patria. A los postres, la Tesorera quiso regalar sus alhajas a sus hijos y nietos; zarcillos, sortijas y tembleques fueron distribuidos como presentes. Con las manos desnudas de adornos, convocó a sus hijos para darles algún dinero con el fin de contribuir a la educación superior de sus nietos.

A los pocos días de iniciado el año 1853, doña Magdalena empezó a fatigarse con alarmante frecuencia. Sus noches eran alteradas por las

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reiteradas pesadillas. Macacha decidió quedarse a vivir con su madre; se hizo colocar una cama a su lado, para velar sus sueños. Al llegar el mes de febrero su salud empeoró.

-Macacha –dijo, y después de un ahogo continuó-: ¿Lo escuchaste?La hija se levantó y acercándose a la madre le preguntó:-¿A quién?

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-A tu hermano Martín –respondió doña Magdalena mientras se incorporaba. Macacha se desplomó a los pies de la cama y sólo logró decir:

-Pero…La anciana se acomodó el rodete con firmeza y ordenó:-Nada de peros. Manda a hacer la comida. Hay que festejar. La guerra… la

guerra gaucha liberó a América del Sur –afirmó y, apoyando los pies en el piso, luego gritó-: ¡Sí, Martín con sus indios, con sus gauchos! ¡Todos libres…todos!

Un sordo ronquido le impidió seguir. Macacha secó la frente húmeda y le dio un beso. La Tesorera inclinó la cabeza hacia un costado, su cara lucía diáfana. Con las manos aferradas al rosario de cristal de roca, Magdalena Goyechea de Güemes murió el 5 de febrero de ese año.

Hasta afuera llegaba el perfume de las flores. Las tejedoras unieron una lana color jazmín a la incesante labor.

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«Cesen los vuestros temores y estad seguros de lo que con satisfacción os repito: velo incesantemente sobre vuestra seguridad y existencia.»

«Ay, Martín. Ésas fueron tus palabras justo el año en que tu primogénito nació. Fue en 1816, el día del Señor del Milagro, por eso lo llamaron Martín del Milagro. ¿Te acuerdas? Fue cuando lograste sacar a los realistas de Jujuy. Gracias a Güemes, sus mujeres y sus hombres, todos impedimos que los españoles pudieran avanzar sobre Buenos Aires.»

-Macacha, Macacha, vamos, ya estamos listos para ir a la Gobernación –dijo su marido, que la sacó de sus pensamientos.

Ella se sentó frente al espejo para empezar a peinarse.-Esperen. En un momento estaré lista.«¡Madre, cómo te extraño! La fuerza de tu amor. ¡Cuánta falta me haces!

Muchas veces flaqueo. La envidia de los opositores… Me hacen preguntas, me acosan, y tartamudeo. Tú, que estás más cerca del Señor del Milagro, pídele por tu hija. Por mí, para Macacha, que no tuvo más remedio que hacerse fuerte, pero que ya está cansada de no poder llorar todo el dolor guardado, por no poder decir no puedo, ¿por qué? Ya me llaman «la madrecita de los desprotegidos»; lo soy, me gusta serlo. Pero ¡sólo el Señor y la Señora del Milagro lo saben! Necesito recostar mi cabeza en tu regazo, en el pecho de mi marido. Ser hija, esposa y por un instante respirar tranquila. ¡No puedo más!»

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Macacha apoyó su mejilla derecha sobre sus manos para descansar. Al escuchar el bullicio de afuera se sobresaltó.

«¡Ay, Martín, a veces creo que me estoy volviendo loca! Mira que hablar contigo y con mamá cuando sé que se han muerto. Los necesito. Tanta lucha, tantas incansables batallas. ¿Te acuerdas de la Navidad del 16? Pura guerra, sangre y muerte. Ni fiestas de guardar. Todo el tiempo la tierra en armas. Estoy cansada. Extrañé tanto a tus hijos. Volvieron con los tíos de Lima cuando cayó Rosas. No sé, ya se me mezclan los años, los acontecimientos… Fue gobernador tu cuñado, Dionisio Puch, y ahora está enfermo. Pobre hombre, tanto amor a la libertad, y ahora toma la posta tu hijo. Sí, Martín del Milagro, tu primogénito.»

Cuando Macacha intentó levantarse para salir, una fuerza inexplicable la volvió a la silla, frente al espejo. Abrió el primer cajón de su cómoda y de allí tomó una cajita; levantó la tapa para sacar un papel teñido de amarillo por el tiempo, y en voz alta leyó: «la digna provincia de mi mando es y será la barrera inexpugnable que ponga término a sus agresiones».

-Se hizo realidad tu sueño, hermanito. Los españoles ya no nos gobiernan.-¡Macacha, se hace tarde! –reclamó una vez más Tejada-. La familia debe

estar presente.Cuando ello por fin salió, el coche partió hacia la Gobernación.La plaza estaba repleta. El pobrerío aplaudía y gritaba. Al verla pasar,

gauchos e indios la aclamaban.-¡Viva la Macacha! Ella es nuestro ministro sin cartera. Ella es la que viene a

abrigarnos el alma, la que sale de la ciudad para ayudarnos.Varios soldados le abrían paso. Con dificultad pudieron por fin entrar a la

Gobernación, donde las autoridades recibieron a la familia.

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-Señoras, aquí estarán cómodas. Señores… por aquí.Todas las miradas se posaron en la belleza de una joven. Ella era Adela

Güemes Nadal, hija de Napoleón. Elegante y distinguida, la consideraban la mujer más hermosa

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de Salta. Hacía poco tiempo, el 20 de diciembre de 1856, que se había casado con Martín del Milagro, su primo. A su lado se sentó Macacha, quien lucía la hermosura de la madurez. La esposa del futuro gobernador vestía un vestido celeste. Y su tía, un elegante traje negro.

No hacía calor, pero Macacha empezó a abanicarse. Enseguida advirtió el disgusto de algunos aristócratas salteños. Cuando el nuevo gobernador apareció, los clamores del pueblo lo hicieron salir al balcón, y entre apretados aplausos se escuchó:

-Martín Güemes, hijo del padre de los gauchos.-¡Viva el nuevo gobernador!-Vuelve el gauchaje en los ideales de los Güemes.-¡Viva!El primogénito de Martín Güemes y Carmen Puch empezó entonces su

discurso:

Si no consultara más que la suficiencia que se requiere para conducir con acierto nuestros negocios locales al fin determinado por la Constitución, mi espíritu desalentado oiría la responsabilidad de mi corazón en este momento solemne, y temo que esa responsabilidad para mí más grave aún, si rehusar al puesto a que soy llamado […] Yo, Martín Güemes Puch, hijo del Padre de los Gauchos, juro seguir por el surco que él y sus gauchos abrieron con valor…

Cuando concluyó, se acercaron para darle la mano sus colaboradores: el doctor Benjamín Villafañe; el doctor Pío Tedín, esposo de su prima Eulogia; Gumersindo Ulloa y Casiano J. Goytea. Su hermano Luis también se aproximó.

-Felicitaciones, hermano. El Tata seguro te está sonriendo desde el cielo.Su esposa lo besó con dulzura. El nuevo gobernador se movía con el don de

gentes adquirido en los salones limeños. La pareja lucía su distinción. Macacha se arrimó para decirle:

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-Eres hijo de hombre valiente y de mujer enamorada.-Carmen, la que murió por amor –agregó una señora.Macacha lo abrazó tiernamente, y le dijo:-¡A hacer honor al apellido, sobrino!

Ese día, antes de dormir, Macacha fue hasta su mesa para tomar el texto que Juana Manuela Gorriti había escrito sobre Carmen Puch, y leyó: «Al visitar Horcones, Güemes había traído una orden de mi padre y pocos días después…» Pero las lágrimas le nublaron la mirada. Hizo un esfuerzo y siguió:

Mi padre ausente y no esperado, ¿cómo se encontraba allí? Y ¿qué podía arrancar lágrimas a él, cuya grande alma era de un temple tan estoico?

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¡Lo hemos perdido! ¡No veré ya a la cabeza de nuestras filas al héroe que nos guiaba a la victoria! La patria ha perdido a su más valiente campeón, y yo… ¡Ah, yo lo he perdido todo!

Y la impactó un pasaje que parecía estar escrito expresamente para dar cuenta de lo que ella sentía: «¡Cuán horrible es que de dos que marchan juntos, apoyados uno en el otro con una misma idea en la mente y un mismo sentimiento en el corazón, el uno caiga y el otro quede con vida!»

Macacha se levantó. Le dolía la cintura, y la embargaba la emoción. Se cambió y se fue a la cama. Su sobrino estaba gobernando. Ella ayudaba yendo a educar a los desprotegidos. Incansable partía cada semana a un lugar diferente, iba donde la necesitaban. Algunas veces a Iruya, otras a San Antonio de los Cobres. Enseñaba a enseñar, porque creía en el progreso educativo.

En el hogar todo parecía renacer, pero la felicidad solamente duró tres años. Tejada llegó esa mañana, tomó la mano de su esposa y le dijo:

-Lo siento,, mi Macachita. Martín…Martín… el hijo de tu querido hermano…

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-¡Pero habla hombre, habla! ¿Qué pasa?Román Tejada ocultó su cara entre las manos. Macacha lo obligó a mirarla a

los ojos, y entonces el marido pudo decir:-Murió.-¿Cómo? ¿Cómo? ¡¿Qué me está diciendo?! ¡Pero no diga zonceras!Macacha caminaba como loca por la sala. Se tomaba la cabeza, la falda;

levantaba los brazos. Quería salir a la calle. Cuando quiso abrir la puerta, Tejada la detuvo.

-Sí, es verdad. Fue un síncope.Ella comenzó a golpearlo y, cuando se cansó, pudo llorar.El tiempo ya no respetó la cronología de segundos, minutos y horas. Todo

se apretujó en un insoportable presente. Una negra esclava apagó la última luz.Al día siguiente llegaron Eulogia, Pío Tedín y su hijo, Virgilio, de apenas dos

años. Macacha jugó toda la mañana con su nieto. El primogénito de su hija era la única persona que podía sacarla de sus preocupaciones. Eulogia le sonrió al marido para decirle:

-Es increíble verla así. ¡Qué maravilla es ser abuela!-¿Qué te parece si me dejas al niño esta noche? –le propuso Macacha.-¡Claro que sí, madre!La luz volvía a la cara de Macacha; cuentos, besos y mimos alegraron su

día. El niño reía al elevarse sobre las piernas de su abuela, como si estuviera cabalgando.

-¡Hico, vamos, hico! Así como el tío Martín y sus gauchos.Ya extenuados de tanto jugar, nieto y abuela se durmieron abrazados.

Macacha caminaba vestida de negro, arrastrando la oscuridad de su dolor. Pero sus colores cambiaban cuando alguna india venía a buscar ayuda. La cara se le iluminaba. Sus mejillas se sonrojaban. Su andar cansino se agilizaba. Ya la mujer no tenía edad. Se

201sabía necesitada, entonces tomaba su yegua y elegía una mula para llevar alimento para el cuerpo y el alma de los que lo solicitaran.

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Una mañana, a fines de mayo de 1860, irrumpió Juana Manuela Gorriti en el hogar Tejada Güemes, y con la voz entrecortada le contó:

-Juana Azurduy ha muerto.-¿Qué? ¿Cuándo? –gritó Macacha.-Fue el 25 de mayo, el día de la Patria, en su cincuentenario –contestó

Juana Manuela embargada por la emoción.Macacha se desplomó en el sofá, y su amiga se sentó frente a ella.-Murió anciana, pobre y olvidada. Sólo un niño le ofrecía sus cuidados –dijo

Juana Manuela; pidió un vaso con agua, y continuó-: Murió en su humilde vivienda de Coripata, en Chuquisaca.

-y sus restos, ¿dónde están? –preguntó Macacha, indignada.-Fueron sepultados en una fosa común de indigentes. Su funeral sólo costó

un peso.Las dos quedaron un largo rato en silencio, y luego se levantaron casi al

unísono para abrazarse y, por fin, llorar.Después de tomar unos mates con su amiga Gorriti, Macacha decidió:-Llamemos a nuestras compañeras de lucha. En Salta le rendiremos los

honores que se merece.Y a la semana siguiente Macacha y sus amigas emprendieron una cabalgata

hacia el Alto Perú. Después de doce días de viento, lluvias y penurias, llegaron hasta la fosa donde yacían los restos de Juana. Se arrodillaron en señal de doloroso respeto y rezaron por su alma. El regreso fue lento; el desaliento y la tristeza aminoraban la marcha y, al tercer día, explotó la ira contenida.

-¿No fue que en 1816 Pueyrredón le confirió el grado de Teniente Coronel de Milicias? –dijo Loreto.

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-Pero fue Belgrano que admirado de las hazañas de Juana le envió un oficio al Director Supremo –agregó Juana Manuela.

-Fue una mujer combativa, por el amor a su marido, a sus hijos, a la Patria. Mi hermano, Belgrano y Bolívar la conocieron y la admiraron. ¿En esta tierra se olvidan tan pronto de aquellos que dieron la vida por la libertad y la independencia?

Después de homenajear a Juana Azurduy, las mujeres se despidieron.

Las noches de Macacha se poblaron de horribles sueños y sus días, de inquietud. Algo en su vida no andaba bien. Por fin, una nublada noche se decidió. Ya en su casa se sentía inútil: su madre muerta, su hija bien casada, su marido había perdido el pelo pero no las mañas. Tejada se iba seguido al Alto Perú, donde pasaba largas temporadas jugando su plata y deleitándose con los favores de las jovencitas.

Macacha sabía que la necesitaban en el campo, no en la ciudad. Ella no había nacido para gobernar sino para educar. Entonces tomó su poncho colorado, se puso el sombrero, y empezó a cabalgar hacia el cerro. Iba rumbo a Amblayo.

El camino rocoso y por cornisa era difícil, pero el entusiasmo le impedía todo temor. La madre de los desprotegidos por fin volvía a sonreír. A ambos lados de la quebrada, la custodiaba la imponente presencia de los cardones. Recordó cuando Belgrano los vistió con ponchos para engañar a los realistas.

Al llegar al cruce de San Antonio, se encontró con una anciana. Se detuvo para saludarla y, cuando la abrazó, la pequeñez de su cuerpo la estremeció.

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Toda ella era silencio. La quietud del paisaje se le había pegado al alma. Sus diálogos se reducían a preguntas y respuestas corporizadas en sonidos lentos e imperceptibles.

-Doña María, ¿qué hace todo el día por esta soledad?La mujer se tomó su tiempo para responder, y por fin dijo:-Y… me la paso pensando y despensando.

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Con suma ternura Macacha acarició sus canas, y le dijo:-Pero doña, no puede estar tan sola por los cerros. ¿Y la rubia? ¿Dónde

está?Lentamente la anciana recogió sus faldas para sentarse sobre un banquito.

Fijó la mirada sin rumbo y al rato, mientras ponía a calentar el agua para seguir cebando, le contestó:

-Fue a buscar leña e’vaca para hacer el juego. Ahijuna, está frío.Desde los cerros regresó la rubia con la bosta seca para encender el fuego.

Macacha, ya más tranquila, antes de continuar su viaje, le pidió la sabiduría de un consejo.

-Sé mujer de oración –le dijo.-Abuela, ¿qué debo decir? Deme las palabras, usted las sabe. Por favor,

dígame qué debo decir.El viento empezó a desordenar los cabellos de Macacha. La anciana, como

si no la hubiera escuchado, sólo exclamó:-¡Ay, huayra!Y luego doña María empezó a moler la pasta de mistol en el mortero,

mezclándola con la harina de maíz que había tostado. La anciana le ofreció ese bolanchao, como lo llamaban los indios en quechua. Y ates de anochecer comieron en silencio.

La rubia, con su falda de abasca, se sentó un poco más lejos. Doña María le hizo una seña para que se acercara, pero ella ni siquiera se movió. La anciana suspiró y dijo:

-La chinitai está engualichaa con el maestrito que pasa cada semana. Es el Chaile Orlando. Viene de Salta y es suelto de lengua pa’regalarle palabras floridas.

-Lo bien que hace la muchacha. Como para no enamorarse de un maestro. A los maestros, a esa gente que se viene cada semana para enseñar a los gurises, a esa gente hay que ayudar –exclamó entusiasmada Macacha.

Cuando el primer grillo de la noche se hizo escuchar, la anciana anunció:-Ya llegó el chilicote pa’regalar música y luz.Para doña María el viento a veces era viento y otras muchas hauyra; el grillo

era

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grillo y chilicote, porque el quechua de sus ancestros no moría, aunque muchos le hablaran en español.

Cuando ya Macacha pensaba que la anciana nunca le respondería a su pregunta, ella acomodó sus cansados huesos en la rama de un viejo lapacho, y elevó sus ojos para asegurar:

-Y… las palabras vienen así nomás. El Criador usa mi voz… Diosito te dará las palabras.

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Dicho esto, doña María se recluyó otra vez en el silencio, y Macacha, la madrecita de los desprotegidos, pudo continuar su viaje.

Al arribar a Amblayo, el carnaval había estallado. Un gaucho con la íntima necesidad de la baguala, que su corazón no podía contener, levantó la caja y cantó.

Ya se viene el carnavalMontado en caballo ariscoCon las alforjas cargadasDe harina y duraznos priscos.

Ya habían entrado en la medianoche. El hombre estaba sentado a la puerta del fortín, y Macacha se detuvo para regalarle una sonrisa.

-Estamos en carnaval, cuando ya no hay día ni noche. Ahora todo hombre es un diablo –dijo Arminda, y abrió los brazos para recibir a Macacha-. ¡Bienvenida, mi ñaña!

Las dos mujeres, ya viejas, se reconocieron en el abrazo.-¡Mi ñaña! ¡Mi querida ñaña! –dijo Macacha.-Vamos a entrar –la convidó su amiga.Había que mezclarse entre la gente para no descubrir las lágrimas. Allí todos

seguían bailando gatos, chacareras y zambas. Cuando reconocieron a la visita, cesó la música. Enseguida indios y cristianos, gauchos y soldados gritaron:

-¡Viva don Martín de Güemes! ¡Viva Macacha! ¡Viva Salta!

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Y las copas en alto fueron testigos del profundo griterío, de la espontánea algarabía, que se expresó a través de recitados y cantos espontáneos.

Vamos mi vidita¡Ay vidalita!Vamos a juntarRamitas de albahaca¡Ay vidalita!Por el Carnaval.

Las amigas vieron a una parejita hacerse arrumacos.-Mira a Nicandro, conquistó a su chinita –comentó Arminda.-Y… ¡es carnaval! Todo el año son hombres silenciosos, pero en carnaval se

hacen diablos. Disfrazados se animan –añadió Macacha.Cuando cesó la música, alguien dejó escuchar otra copla.

Que lindo es el carnavalQue entre algarrobales creceA su sombra el animalQue hay en mis venas florece

-Están enamorados los gauchitos –acotó Macacha.-¡Qué no! –asintió Mercedes, otra amiga gaucha.Entonces un joven dijo:

Mi caballo sin aperos

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Sin estribos ni bozalYo sin plata y sin sombreroEn medio del carnaval.

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Al terminar la fiesta, las amigas abrigaron el sueño de Macacha, y ella se durmió con una expresión dulce en el rostro.

A la mañana siguiente la despertaron para el desayuno, preparado en una larga mesa con dulces empanadillas de cayote y cálido mate cocido. Presidía el encuentro, sentada a la cabecera, la madre de Arminda, con su pelo negrísimo, los largos aros y la mirada orgullosa de la familia que supo cuidar.

Luego del desayuno, la cita obligada fue ir a visitar el cementerio. Era pequeño, íntimo. Allí, en el silencio de las tumbas, Arminda con pacífica expresión le contó a Macacha:

-Aquí yacen mis abuelos, mis bisabuelos y también mis tatarabuelos.Sintió que su ñaña se paraba con firmeza, con el orgullo de sus pies hechos

raíces. Allí estaba el legado espiritual. Ése sería para siempre su lugar. Macacha se estremeció. Sintió una vez más que debía seguir con su trabajo para ayudar a los desprotegidos. Pensó: «¿Y si cada abuelo contara su historia? ¿Si cada niño al conocer el pasado de sus ancestros empezara a amar más su terruño?»

-Pero ñaña, ¿en qué estás pensando? –la interrumpió Arminda al verla tan ensimismada.

Macacha suspiró, y empezó a hablar con voz desconocida, distinta:-Seguiré en la lucha, pero de otra manera. Sin armas, sin muertes.La amiga se acercó para mirarla a los ojos.-¿De qué se trata? –le preguntó.Macacha le dio la mano para que la ayudara a levantarse. Sus ojos habían

recuperado el brillo de su juventud; el tono de su voz era alegre; su torso se irguió.

-Vamos, empecemos ya. Hablemos con cada abuelo. Ellos están solos, con la mirada perdida. Su vida tendrá un nuevo sentido.

-Pero explícate de una vez por todas, mi ñaña, no te entiendo.

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Macacha comenzó a reír. Se la veía feliz.-Es muy simple. Cada abuelo se sentará debajo de un árbol para contar su

historia. Alrededor de ellos, imagino a los niños, atentos, escuchando. Ellos son analfabetos, no escribieron su pasado. De este modo nunca se perderá lo vivido.

Macacha seguía pensando que no se podría llegar al cambio si no era por el camino largo pero certero de la educación y las tradiciones culturales.

Durante el camino de regreso entraron a la iglesia. Macacha necesitaba agradecer.

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-Madre, escucha, quiero proponerte algo ¿Te gustaría hablar de tus padres y de tus abuelos con los niños? ¿Qué hacían, cómo vivían? Alrededor del fuego, por las noches, les contarías el cuento de su pasado…

La madre se quedó en silencio. Su rostro se tornó secular. Como si pidiera ayuda a la Pachamama, hizo con el pie dibujos indescifrables sobre la tierra y los miró largamente. Los siguió modelando con las manos. Siempre en la tierra. Siempre misteriosos y desconocidos.

-Los dioses de estas tierras me dijeron que sí. Y así lo haré –dijo por fin.En esas dos semanas de reuniones y algarabía se alternaron las tareas

agrícolas y pastoriles. Macacha miraba atentamente cómo iban trabajando la tierra. Recordó que hacía muchos años gente de Buenos Aires llegó a hablarles. Ellos miraban a cualquier parte menos a los dibujos que les mostraban, hasta que el dios viento supo qué hacer. Volaron los papeles al suelo y entonces sí los miraron. Ella los respetaba en sus diferencias, y aprendía de los aborígenes a leer las señales de la tierra. Dibujaban con una rama su comunidad, y así se los podía ayudar.

Ella pasó varios días acompañándolos en sus tareas. Invitó a los paisanos a que se unieran al grupo de los aborígenes. La siembra sería cosecha y luego alimento para todos. Volvió a lomo de mula hasta el pueblo y, después de una suculenta sopa, descansó.

Al día siguiente unos paisanos la invitaron a una yerra.

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Comenzaron con el ritual de la Pachamama, después prepararon grupos de gauchos. Cada uno representaba a un pueblo. Había gente no sólo de Amblayo, sino también de La Viña, Escoipe, Payogasta y Río Salado. Entraron al corral para participar de la yerra de ganado vacuno. Se señalaba a cada animal y luego se le ponía un pompón de colores en la oreja, fabricado por las mismas mujeres del lugar.

Más tarde comenzó la pialada. Lazos y boledoras danzaron en la búsqueda de los animales. El que más pialaba tenía como premio una rosca dulce. Luego empezaron a cantar tomando yerbiao, una mezcla de yuyos diferentes con alcohol, que se servía en jarras de medio litro. Después de darle de beber a la Pachamama, derramando el líquido de los vasos para la Madre Tierra, siguieron tomando la sangría, hecha con vino, agua y azúcar.

Adentro del corral estaba el grupo de las enfloradoras, la gente que llevaba la marca con las iniciales del dueño de los animales y los hombres que les echaban agua y jabón para aliviarlos.

-El animal que bale trae suerte a sus dueños –comentó un paisano.Todos fueron agasajados por los organizadores de la pialada con chicha de

maíz, preparada por ellos mismos, y mate cocido con bollos. Y después comenzó a cantar el grupo de gauchas copleras.

Cuando el día terminó, se encendieron los fogones, y las mujeres se quedaron a conversar; de allí empezaron a salir los cuentos. Una india de alrededor de quince años se acurrucó entre los brazos de Macacha, que le empezó a acariciar la cabeza.

-Pero ¿qué pasa, muchacha? Estás temblando –le dijo.

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-Es que tengo miedo. Miedo de la viuda. La noche me da temblor. No sólo en el Valle de Lerma, también en la ciudad le sale a alguno la viuda. Mejor me voy a mi casita –dijo, y después de saludar a la hermana de Güemes, salió corriendo.

-Sí, sí –dijo otra joven indígena-. Mi viejito me contó que una noche de tormenta,

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mesmito la de hoy, lo mandó a la Isla con un recado pa’don Nicanor Vallejos.-La isla… ¿pero qué es eso? –preguntó Edelmira, la mulata.-Es una fina, a la legua y media de Salta, entre el río Arias y el Arenales.Silencio. Un rayo rasgó el cielo.-Pero seguí contando –insistió impaciente Florinda, una joven paisana.La muchacha tomó aliento y después de persignarse continuó:-Por los fangales, en mitad del viaje, al caer la senda a un bajío, puso el

caballo al tranco. Cerquita de los sauces llorones le saltó como sombra un perro negro.

El grito estalló al unísono. Algunas se taparon la boca, otras se cubrieron los ojos con las trenzas. Ella, con la voz entrecortada, prosiguió:

-El caballo se tendió. Un bulto le saltó a las ancas y casi lo acogota con los brazos. El caballo corrió y corrió… Y, ay, escuchó el llanto de la viuda. Hasta sangraba por las narices el pobre viejito.

-Pue’claro, es la viuda. A veces es perro y otras, pájaro…Se trepa al caballo y te echa los brazos al cogote.

Los truenos irrumpieron, y la furia de la tormenta no se hizo esperar. El grupo se deshizo veloz, para refugiarse cada una en su casa.

El martes que precedió al miércoles de ceniza se prepararon para el entierro del carnaval. Al caer la tarde salió de una de las carpas un hombre disfrazado de viejo decrépito. Tenía barbas postizas y su vestido totalmente roto. Detrás de él, apareció una mujer con harapos negros, los cabellos revueltos y llorando a los gritos. Él era el carnaval, que estaba muriendo: ella, su desconsolada viuda.

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-Ya lo llevan a enterrar –dijo una niña sucia de dulce y lágrimas.Otros chicos, mientras el carnaval iba a ser enterrado, le tiraron serpentinas

y harina, y levantaron sus manitos para despedirlo. Algunos le colgaron muñecos de pan y rosquillas. Los grandes lo salpicaron con chicha. Siempre llorando las vidalas, cantaron con las voces roncas de trasnochadas y alcohol. Hicieron un hoyo en la madre tierra y simbólicamente lo enterraron. Volvía al vientre de la Pachamama hasta el nuevo carnaval.

Al día siguiente Macacha se preparó para regresar a su casa. Román la necesitaba. Lo había sentido de repente, tal vez a través de un sueño, quizás al despertarse. Con los años había aprendido a hacerle caso a su corazón.

Cuando estaba por partir, Arminda y sus amigas gauchas la detuvieron. Detrás de ellas se empezó a escuchar la alegría de la música. Niños, jóvenes y ancianos se unían en el carnavalito. Todo Amblayo parecía saludarla al inclinar la cabeza en esa comunitaria danza norteña. Su ñaña le tomó la mano para que se uniera al grupo. Así, la madrecita de los desprotegidos compartió el

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homenaje de despedida. Quesos de cabra y de vaca y sabrosos vinos fueron regalos que llevaría a Salta. Pero su ñaña le había preparado otra sorpresa:

-Quiero que esta yegua sea tuya –le dijo dándole las riendas.Macacha quedó estupefacta.-Es tan parecida a la que me regaló mi madre siendo niña. ¿Te acuerdas de

mi Carmela?-Pues claro que sí, ñaña. Pero ¿qué te parece si esta vez le buscas un

nombre quechua?Macacha sólo respondió con la mirada, acarició a su nueva yegua y dijo:-Yo también les quiero dejar un regalo. Vengan, vengan todos.Uno tras oro se fueron sentando. Indios y gauchos. En el medio del círculo

encendieron unos leños. Una música de quena se escuchaba desde muy lejos. Tal vez

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nacía muy cerca del sol, arriba de las quebradas. Una india, tez morena, trenzas largas, andar lento, empezó a servir chicha y aloja. Otra más pequeña sacó de su chuspa de chañar unas hojitas de coca, y las repartió para que el grupo pudiera mascar.

-Bueno, les quiero dejar esta historia. Cuentan que Belgrano, allá por los días de la Independencia, presentó a los congresales un plan. Quería que un descendiente de los incas ocupara el trono de las Provincias Unidas de Sudamérica. La idea no era nueva, San Martín ya la había propuesto. Él también quería para estas tierras el Plan del Inca. Sí, escucharon bien. Buenos Aires se opuso; claro, la capital hubiera sido el Cuzco. Pero recuerden los principios de los incas: no mientas, no robes, no seas haragán –dijo Macacha y le dio de beber aloja a la Pachamama; luego, con su voz sagrada, continuó -: Tenían un sistema social donde no existía la pobreza. Todo lo que sobraba se repartía. Creían que el pueblo eran todos y todos trabajaban las tierras. Esa enseñanza no debe olvidarse. Los abuelos deben contarla a los niños.

Un rayo de intenso sol iluminó la silueta de la madrecita de los desprotegidos. En silencio, uno a uno la saludó con reverencial respeto. A sus pies colocaron mantas, cerámicas, cuencos de cedro y una llamita tejida con lanas de colores, adornada con flores. Después Arminda la ayudó a cargar todo el equipaje en una mula.

-¡Ayní! –llamó Macacha a su yegua.Ayní significa «reprocidad» en quechua, el principio esencial de los incas.Ella y sus amigas ataron la yegua y la mula al carro. El cochero le dio la

mano para subir. Macacha no quiso mirar para atrás. Las lágrimas le impedían contemplar la soledad de los cerros y la presencia imponente de los cardones. Sintió que se despedía para siempre.

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El viaje de regreso resultó larguísimo. Cada tanto dormitaba, pero más de una vez se despertó inquieta. Una media hora antes de llegar a la ciudad de Salta se sentó y gritó:

-¡No, Dios mío, no!El conductor, asustado, detuvo el carruaje para asistirla. Macacha temblaba.-Señora, ¿está bien?-Sí, sí. No fue más que un mal sueño.Al llegar a su casa, entró gritando.

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-Román, ¿dónde está?-No sé, señora. Salió temprano con su hija –le contestó la mulata tomándola

del brazo.Macacha se sentó en un sillón de la sala, mientras la criada no dejaba de

abanicarla.Ya anochecía cuando escuchó los caballos.-¿Román? –preguntó, y con una mano en la añosa cadera lentamente se

asomó al jardín; allí pudo ver a su marido tambaleante. Eulogia y Dionisio Puch lo sostenían. Luego gritó enfurecida-: ¿Qué fue, aloja o chicha?

-No, madre. Viene muy enfermo. Fue hace un rato en casa de unos amigos –contestó angustiada su hija.

Todo se sucedió vertiginosamente. El médico, los paños fríos, la idas y vueltas de los criados, las noches de luces encendidas; todo en un solo y angustiado tiempo.

-Macacha, no me deje solo –dijo Román con voz casi imperceptible.Ella se sentó sobre la cama para tomarle la mano.-Jamás. Estoy a su lado –le dijo acariciándole la sudorosa frente.Él, con la voz entrecortada, le confesó:-Perdón. No fui un buen marido.-¡Shhh, cállese! Usted dio casa a mi familia. A mí, a nuestra hija –y mientras

le agradecía, Eulogia se acercó para besarlo-. Cobijó a mi madre, a Martín… Estuvo en el hogar cuando yo tuve que ir a luchar por la libertad con mi hermano.

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El gran corazón de Macacha había dejado en el olvido tantos engaños y sinsabores. Román, buscando aire con desesperación, se incorporó. Temblaba.

-Abráceme, tengo frío.Y como si fuera un niño en los brazos de su madre, Román Tejada pasó su

última noche junto a Macacha. Ella lo siguió acunando hasta después del póstumo suspiro.

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Macacha iba seguido a misa para rezar por sus muertos. Algunas veces a la Catedral, otras a San Francisco. Pero sobre todo sus días y sus noches estaban dedicados al bienestar de pobres y desamparados. Más de una vez llevó a su casa a madres por parir, a indiecitos enfermos y a aborígenes ancianos.

La servidumbre que la acompañó durante toda su vida se fue muriendo, pero las hijas siguieron asistiéndola. Micaela era su mano derecha, aquella niña bendecida por la Pachamama desde el día en que nació. Su madre se había ocupado de guardar su placenta, todavía tibia, en las entrañas de la Madre Tierra. Su piel oscura lucía una diáfana sonrisa y una honda mirada de ternura. Ella, junto con las hijas de Rosa y Melchora, eran las encargadas de hacer empanadas y coser ropa que llevaban a diario para los desprotegidos. Las tres iban con frecuencia a las escuelitas de los aborígenes a llevar los papeles y los libros que donaban las señoras salteñas. La misión de Macacha se multiplicaba. Por las tardes solía visitarla Eulogia y sus hijos; ella los recibía con los brazos abiertos. Ansiosa, le preguntaba sobre Pío Tedín.

-Cuéntame de la vida de tu marido. Hace años que me felicitan por el yerno –dijo, y tomó un sorbo de té para continuar-: ¡Qué honor ser uno de los dos fiscales elegidos por el presidente Urquiza para redactar la Constitución de la Suprema Corte de Justicia!

Eulogia se sonrojó de orgullo. Mordisqueó una empanada dulce y comentó:

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-Pero no todas fueron rosas. Ha pasado mucho tiempo en Paraná, extrañando a su familia y a su Salta.

Al terminar de tomar el té, Macacha y su hija se sentaron en la sala para seguir conversando.

-En ese tiempo me escribió veintinueve cartas. Casi un diario íntimo y el testimonio de una porción de nuestra historia nacional.

-Me gustaría tanto que me las leyeras –rogó Macacha.-Guardo una en mi bolso –dijo Eulogia.Fue a buscar su bolso al comedor, y sacó unos papeles.-Ésta me la mandó el 9 de abril de 1855. Te leo sólo un fragmento, para no

aburrirte, donde me relata un drama pasional:

En el Departamento del Uruguay de esta provincia hay un pueblo que lleva el mismo nombre. Tiene este pueblo mucho vecindario decente y rico. Una señora del primer tono por su clase y fortuna –se dice- ha hecho asesinar al marido, también sujeto responsable, de acuerdo con su amante. Los deudos del marido muerto, apercibidos de esto, han hecho asesinar al amante y han puesto su cadáver en las puertas de la casa de la señora viuda, como para que también se le inculpe esta segunda muerte, al mismo tiempo que no gozara de su crimen… Dicen que la señora es muy bizarra y culta. ¡Y dirán que las mujeres no son más fuertes en sus pasiones que los hombres!

Macacha se mostró impresionada al oír semejante acontecimiento, y le pidió que por favor le leyera otra parte. Eulogia aceptó; tenía devoción por esas cartas, se conocía de memoria pasajes completos.

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-Escucha esto, madre. Dime si no es para reflexionar acerca del funcionamiento de la justicia:

Hace algunos días que me pasaron en vista fiscal una casusa criminal muy grave. Luego vino un sujeto a visitarme y entre otras cosas tocó en la conversación el asunto

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que motiva esa causa criminal, procurando sincerar o mitigar al menos la culta de la persona delincuente. Me parece que empezáis a tordear, Eulogia, y creer que la causa criminal es sobre el hecho de aquella señora bizarra de Gualeguaychú. Sigo mi cuento sin sacarte de la duda todavía. El tal sujeto concluyó la conversación diciéndome que habían puesto a su disposición 24 onzas de oro, las que serían mías si salía bien la persona acusada. Contesté a esto que no le daba el carácter de insulto a semejante insinuación, porque quería estimarla como una chanza permitida en obsequio de la amistad y la confianza; pero que tuviera entendido que el éxito bueno o malo de la causa no dependía del Fiscal sino de los Jueces: que esa insinuación quizás hallaría acogida ante alguno de ellos, y podría darle mejor resultado el que pretendía buscar en el Fiscal: con esto corté y terminé semejante conversación. Al otro día por la mañana (y esto es por lo que te cuento el asunto) entra un muchacho con un cajoncito como los de agua de colonia, preguntando por el señor Tedín. Sale Braulio, recibe el cajoncito y un papelito en el que se me decía «le mando ese pequeño obsequio en muestra de nuestra amistad»- ¿Creerás vos como creí yo que el cajoncito encerraba 24 onzas de oro? No contenía onzas de oro sino dátiles…

-Casi diríamos que los comentarios huelgan –dijo Macacha-. Apenas comienza a funcionar la Suprema Corte de Justicia. ¡Qué horror!

Eulogia se levantó para decir:-No todo es malo. Existen hombres en la justicia como mi marido, todo amor

y decencia. Y estoy segura de que mi hijo Virgilio seguirá su camino.Macacha sonrió.-¿Mi nieto?-Así es, madre. Anoche mismo me confesó que abrazará la carrera de

Derecho.Brindaron con un vino patero.

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-Por un país honesto e independiente –propuso Macacha.-Por los sueños de Martín y Macacha Güemes –brindó Eulogia.Más tarde salieron al jardín y fumaron cigarros de hoja. La tarde se iba

tiñendo del violeta crepuscular.

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El esbelto cuerpo de Magdalena Güemes de Tejada, más conocida como Macacha, empequeñecía mientras que su espíritu iba creciendo. Su andar era lento pero seguro. Su abundante cabellera se emblanqueció, recogida en un rodete. Durante un tiempo vistió faldas y mantón, pero su sed de dar la hizo calzar botas y bombachas para asistir a indias, collas y paisanas en medio de cerros y quebradas. Seguía preparando gente para que sostuvieran las tareas educativas. Pasaba la mayor parte de su tiempo en valles y quebradas, porque los desprotegidos la necesitaban.

Sonreía al ver crecer a los niños de su tierra. Asistía a las madres y soñaba que un día esa libertad por la que lucharon las mujeres y los hombres salteños desataría para siempre las cadenas. A veces no se sentía bien, pero continuaba con su empresa solidaria. Nada la detenía.

Una noche se incorporó llevada por un inexplicable impulso: ir a la Quebrada de la Horqueta. Le dolía el pecho, casi no podía respirar, pero necesitaba ir. Tanteó en la oscuridad su poncho colorado con ribetes negros, y se lo puso. Fue fácil montar a su yegua Ayní, que la estaba esperando. Ella ya sabía a dónde debía llevarla.

Atravesó la noche y, milagrosamente, la lluvia cesó. De repente la sorprendió un cielo estrellado y, como pudo, se bajó. Palmeó las ancas de su yegua, y se recostó contra el cebil colorado de Martín. Recordó sus hazañas, allá por 1811, cuando auxilió a Pueyrredón para trasladar los caudales de la Casa de la Moneda de Potosí, para que

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no cayeran en manos de los realistas. Vino a su memoria cuando el 14 lo nombraron Coronel, cuando venció a José de la Serna e impidió que llegara a Buenos Aires, cuando prohibió el comercio con el Alto Perú, cuando San Martín lo nombró Jefe del Ejército de Observación para liberar al Alto Perú.

Y creyó recordar -¿o era un sueño?- las risas y el sonido del galope por la tierra salteña. Dos niños cabalgaban la cómplice alegría, en la libertad de la tierra. Loreto, Benita, Celedonia, Martina, Juana Azurduy y Juana Manuela Gorriti iban transitando senderos de libertad, a la par de ellos. Enarbolando sus ponchos rojos y negros. Aborígenes y gauchos les hicieron una reverencia. Martín bajó de su caballo para cobijarla entre sus fuertes brazos. Tres indiecitos descalzos se sentaron a sus pies. Eulogia le besó la frente y le pidió perdón por no haberla comprendido. «Fuiste una madre diferente, una mujer compleja y admirable», le dijo.

Cuando todos los colores se resumieron en la luminosa pureza del blanco, doña Magdalena tomó a Macacha en sus brazos y empezó a acunarla. Entonces Macacha suspiró satisfecha. Se tapó con el poncho rojo y negro y por fin se durmió.

El inesperado viento mecía las plantas y acariciaba el rostro de Macacha. Nuestra Señora del Milagro, la Pachamama y Mama Acllo le daban su bendición. El canto de los gauchos acompañaba su sueño. El persistente tejido se iba entrelazando con lanas de amor. Cintas violetas urdían para siempre dibujos inolvidables en la trama de la historia.

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-¡Qué extraño, es junio y llueve! –dijo una mujer.La Pachamama languidecía en el otoño salteño, lloraba silenciosa por el

maíz inocente.-Mama, ¿por qué tanto gaucho? ¿Por qué tanto indio?-Micaela, ¿no ve que llueve? Entre a la casa, m’ hijita. ¿No me escuchó?

Entre ya.Toda Salta lloraba. Las campanas herrumbradas de la Catedral tañían

dolorosas. El gris se había instalado desde temprano en el cielo y en los rostros de la gente. Cobijado por los ponchos, avanzaba el féretro. El gauchaje, cabeza hundida en los tejidos rojos y negros, no dejaba de lamentarse. Ahogando sus lágrimas, un hombre afirmó:

-Era hermosa la Macacha. Una mujer hermosa y valiente.-Se fue con su hermano.-Ahijuna, al padre del gauchaje lo hirieron de muerte un 7 de junio. Su

inseparable hermana murió un 7 de junio, treinta y cinco años después. ¿Casualidad?

-¡Qué va! Si eran como el maíz: macho y hembra en la misma planta.Cuando cesó de llover, la ceremonia concluyó. El cielo empezaba a

iluminarse. Todo era respetuoso silencio. Loreto, Juana Moro de López y Juana Manuela Gorriti lloraban calladas.

Frente a la Catedral, en la Quebrada de Humahuaca, en Los Cerillos, en Amblayo, en todo el norte argentino las mujeres tejían. Indias, collas, mulatas… Empezaron a

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caminar, cada una a su ritmo. En medio de árboles y flores se pararon frente a un rancho. La puerta estaba abierta. Una india gemía por los dolores de parto. La cuidaba un gaucho, su compañero. Mano de mujer y mano de hombre unidas. Una negra, la otra blanca.

Las tejedoras se sentaron alrededor de la cama, y afuera empezó a escucharse un canto. El sonido del viento se unía a las lejanas guitarras. Los lapachos mecían sus copas. Indias, collas y paisanas tejían silenciosas. El girar sereno de los hilos nacidos de la llama, la alpaca, el guanaco y el vicuña armonizaban el paisaje.

Cuando el cielo salteño se tornó curiosamente violeta, se escuchó el llanto de la recién nacida. El criollo las abrazó a las dos. Padre, madre e hija unidos. Los tres eran una sola persona de diferentes razas.

Las tejedoras se acercaron para entregar su labor, realizada durante largas horas de amorosa dedicación. Luego de dejarla a los pies de la cama, le ofrendaron a la recién nacida el huso, para que iniciara su propio entramado y ahondara en la fibra y en la esencia de los hilos. Desde el vellón crearía las bases de lo nuevo, y con otras mujeres compartiría la ceremonia de la urdimbre, para sustentar el diseño de la historia.

Una vez concluida la ceremonia, las mujeres se sentaron alrededor del fuego. Un perfume de rosas las envolvía. Y escucharon cómo el flamante padre le preguntaba a su mujer:

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-¿Cómo se llamará?Ella miró a su amado y a las tejedoras. Todas juntas –indias, collas y

criollas- tradujeron las palabras de la Pachamama.-Macacha, para que siga… -fue la respuesta de la madre.-Para que las hijas de la tierra continúen las redes de amor –completó una

colla.Un fuerte viento las sorprendió. Todo se movía. Restos de las mazorcas

sobre la tierra empezaron a enriquecerla. Voces ancestrales clamaron por la libertad. Palabras en quechua, aymará y español se unieron en un incesante rezo.

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La recién nacida lloró. Tal vez su llanto era la esperanza del verde, un retoño que ascendía desde sus raíces indígenas, desde lo más profundo de la Historia.