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Los tesoros del marAline PetterssonIlustraciones de Allan Ramírez

LOS TESOROS DEL MAR interior.indd 5LOS TESOROS DEL MAR interior.indd 5 05/06/17 17:3005/06/17 17:30

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—¡Pero qué desastre! Su mamá nos va a ahorcar cuando regrese —dice el papá limpiándose la barba de las salpicaduras de huevo.

—Te lo dije —se ríe Mara a carcajadas quitándose trocitos rojos de entre el pelo.

—Y yo hubiera preferido, de todos modos, una rica pizza sobre su charola de cartón irrompible. No que ahora… A mi mamá le va a dar un ataque —dice Pablo—. Sus platos de flores nuevos quedaron hechos pedacitos.

Los tres se ponen a recoger rápidamente los trozos de loza y luego trapean el piso resbaloso de la cocina.

—Bueno —comenta el papá—, yo la quería sorpren-der con una omellette de jamón hecha por nosotros.

—Pues tendremos que pedir la pizza y esconder el tiradero hasta el fondo del bote de basura —dice Mara.

—Qué remedio, mañana después de mi trabajo, y antes de que ella se dé cuenta, me iré a reponer esta ruina. ¡Quién me manda sentirme el gran cocinero!

—Un accidente lo tiene cualquiera, pa.Muy pronto suena el timbre y entra galopando el

aroma del queso. Y, cuando tiempo después, se escucha


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la llave de la puerta, todos reciben a la señora Aguilar con enormes sonrisas.

—Hola, familia. Qué bien que los encuentro tan de buenas, porque vengo muerta de cansancio. ¿Pizza de champiñones? ¿No que no les gusta?

—Pero es tu favorita, mamá —le guiña el ojo Pablo—. ¡Te queríamos dar una hipersorpresa!

—Sí que me la dieron. ¿Pero qué les picó? Si nunca me dejan pedirla.

—Después de todo, no es tan mala y queríamos que estuvieras contenta —le sonríe su hija.

—¿Pero cómo te fue a ti, Olga? ¿Por qué estás tan cansada? —le pregunta su esposo.

—Ay, Mauricio, es que no parece quedar bien la escenografía y ya falta poco para el estreno, los carpinte-ros no acaban y el director y los actores me pidieron unos cambios de última hora.

Los padres y sus gemelos se dedican a saborear la cena como si nada. Sólo unas miradas cómplices se aso-man de vez en cuando.

—A ustedes les pasa algo —dice la mamá escudri-ñándolos con cuidado.

—No nos pasa nada, Olga —contesta el papá rápi-damente—. Es sólo que nos alegra verte disfrutar tus champiñones. Toma, te doy los míos.

—¡Yo también! —exclaman los dos hijos al mismo tiempo.

Pablo y Mara tienen once años y los ojos verdes como los de su mamá, pero alargados como los de su papá. No se parecen más que en los ojos. Mara es más alta y eso no le gusta a su hermano, lo que sí le gusta es moles-


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tarla. Bueno, también ella lo hace rabiar. Son como todos los hermanos del mundo, aunque sean gemelos. Pero esta noche parece que entre Mara y Pablo nunca ha habido ni medio problema. Cuando la mamá se dispone a tirar el cartón de la pizza, sus hijos se lo quitan de las manos.

—¡Yo lo hago!—No, mejor yo, hermanito.El señor Aguilar es matemático; trabaja en la uni-

versidad y viaja a distintas ciudades para verse con otros matemáticos, y siempre regresa con regalos. Le gusta mucho ver a sus hijos gozar con lo que les trae: casi se siente un mago cuando exploran en su maleta buscando tesoros. La señora Aguilar dibuja muy bien y trabaja haciendo decorados para teatro. Toda la familia disfruta mucho ver las obras en las que ella participa. Además, antes, el papá les inventaba y escribía historias para que ellos las representaran. A los niños les divierte que sus padres se dediquen a esos trabajos.

A veces la casa huele a pintura porque su mamá hace primero un escenario pequeño —una maqueta— para probar cómo se ve y los deja, luego, construir con las sobras lo que se les ocurra. Cuando eran más chicos lo disfrutaban mucho, aunque ahora les interesan otras cosas. Y, con su papá en casa, los problemas de aritmética nunca han sido problema.

Mientras cierra muy bien el bote de basura, Mara recuerda lo que le dicen siempre sus compañeros en la escuela:

—¡Qué dichosa! Pasas el examen de mate y tam-bién te diviertes con las cosas que hace tu mamá. Pero si tu papá es doctor, ¿por qué no cura las enfermedades?


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—Es doctor en matemáticas.—¿A poco están enfermas?—Mi papá es doctor por sus estudios.—Pues, más bien, yo creo que las matemáticas

enferman a cualquiera y por eso hasta tienen sus propios doctores.

—Bueno, lo que enferma a mi papá es el desorden y entonces se enoja mucho con nosotros tres. Y siempre dice con voz fea: “¡Caramba! ¡Caramba!, esta casa parece manicomio. O ponen las cosas en su lugar o me voy a ir de aquí” —lo imita Mara.

—¿Y se ha ido?—Obvio que no porque eso sería horrible. Al otro día, el doctor Aguilar llega corriendo a

la casa con los platos de flores antes de que su familia asome las narices por la puerta. Y a la hora de la comida, cuando la mamá abre el mueble, encuentra la vajilla tan completa como si no hubiera pasado nada. El papá se sonríe tranquilo.


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Los cuates siempre discuten:—Yo soy el mayor porque nací primero, te llevo una

hora de ventaja. Me tienes que obedecer.—Te equivocas, hermano, porque quien nace des-

pués por lo menos aprende más cosas antes de nacer, y claro que no me mandas.

Esta tarde Pablo está pintando una selva habitada por fieras. Es muy bueno para dibujar, y desde que era chico aprendió la perspectiva viendo a su mamá cons-truir los decorados para teatro. Se dio cuenta de que esas paredes no tienen líneas rectas, como se ven desde las butacas, por eso cuando los actores caminan en el escenario, parece que el espacio es mucho mayor. Pero si te dejan subir, descubres su tamaño verdadero. Cuando dibuja, le encanta hacer a los caminos perderse lejos, muy lejos. Es divertido descubrir cómo las líneas pueden jugar con el ojo. Sus papás tienen un libro de dibujos de Escher que te hace siempre dudar, por ejemplo, según coloques la mirada, ya no sabes si ves peces o ves pájaros, “trampantojo”, le dijeron que se llama eso. Y Pablo dis-fruta mucho hojeando el libro.


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De pronto aparecen primero Pelusa, la gata, y detrás Mara persiguiéndola como siempre. Pelusa salta a la mesa y cae sobre un bote de pintura roja que se derrama sobre la selva.

—¡Mara!, arruinaste mi dibujo, ahora tú me lo haces —le grita Pablo.

La gata corre dejando sus huellas por todo el papel. Y la niña contiene la risa para no enojar más a su hermano.

—Creo que Pelusa te echó la mano, la pata, digo, porque ya te pintó la sangre de la cacería del tigre. Si hasta te ahorró trabajo.

—¡No es ninguna cacería, tonta!—Pues conviértela en una, ya hasta tienes las huellas

de un felino feroz. “Eso no se queda así —piensa Pablo—. Ya se me

ocurrirá algo”.Mara limpia las garras al animal y desaparece antes

de que su hermano le haga sentir su enojo. Está nerviosa. Acaba su tarea con mucho trabajo, primero por lo que sucedió y, luego, porque le toma tiempo acomodar bien los datos de su investigación de historia. Aunque los gemelos están en sexto, no van en el mismo salón. Su escuela es chica, hay sólo veinte alumnos en cada clase.

Al rato suena el teléfono y ella corre a contestarlo.—Hola, Jimena, qué bueno que me hablaste. Acaba

de pasarme una cosa tremenda.Y así le cuenta de la furia de Pablo y de que tiene

miedo porque, hasta ese momento no parece suceder nada.

—Y eso es todavía más peligroso —le dice Mara.


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La conversación sigue durante un largo rato, ella termina por olvidar el asunto. Hablan de la escuela, de la fiesta del sábado de Jimena que tanto han esperado, hablan de Luis y Pepe, que son los niños que les gustan. Hablan de la barbera de Erika que saca buenas califica-ciones por ser así con Perla, la maestra.

—No sé cómo ella no se da cuenta —dice Jimena—, si hasta un bebé lo notaría.

—Yo también le voy a hacer un pastel de chocolate uno de estos días —dice Mara— a ver cómo me trata a mí luego.

Pablo pasa cerca, ella da un brinco asustada, pero él sigue su camino muy derecho y sin verla.

—¡Ya cuelga! —se oye la voz impaciente de la mamá.

—Espero que no llueva el sábado, porque mi fiesta se me puede arruinar —dice preocupada Jimena.

—No te apures, voy a hacer una suerte con los números para que eso no te pase. Y Mara se despide de su amiga.

Cuando está en la cama, la niña piensa que no le sucedió nada por lo del dibujo de Pablo, pero no puede dormirse porque conoce bien a su hermano. Esta calma le parece muy, muy sospechosa.


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El mejor amigo de Pablo se llama Edgar y ambos se pasan horas planeando aventuras: las que se pueden hacer y las que no. Además, les encanta jugar beis, que también es el deporte favorito de su papá. En el puerto de Veracruz, donde nació, se juega mucho, y el señor Mauricio Aguilar es un pitcher zurdo. Pablo no es zurdo pero, sí, muy buen bateador y Mara es una catcher que no pierde las bolas altas y a distancia. Toda la familia es veloz para correr. Además otra cosa que les encanta es viajar al mar de Veracruz. Tal vez un día hasta se encuentren con un tiburón. Aunque en esos viajes la salida es horrible. El papá se desespera mucho porque su familia nunca está lista a tiempo. Y acaban todos malhumorados.

Sin embargo, con lo que sueñan Pablo y Edgar es con ir a un safari al África. ¡Cazar animales feroces! Y aunque se imaginan luchando con ellos, también les da lástima pensar en de veras matarlos. Alguien les dijo que hay unos safaris de fotografía, que vas tomando fotos a las fieras muy de cerca, como pasa en algunos zoológicos, pero en su ambiente libre y real. En su lugar verdadero.


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—Imagínate ir montado en un elefante fotografian-do zebras.

—O acercarte al río donde están los cocodrilos.En la clase siempre acaban separándolos de lugar

por habladores.Esta mañana a la hora de geografía, el maestro y sus

alumnos siguen planeando la exposición sobre la flora y fauna de distintas regiones. Y eso es lo que estaba dibu-jando Pablo la tarde anterior.

—Pido la India —había dicho el niño hace unos días—. Voy a pintar un tigre de Bengala y unas serpien-tes. Mi papá me dice siempre que soy un tigrecito de Mompracem, como los que luchaban al lado del pirata Sandokan, y que él es el mero Tigre de la Malasia. Hasta me dio sus libros que guarda desde que era niño y que antes fueron de su papá, mi abuelo.

—Yo pintaré quetzales y otras aves del sur de México y Centroamérica —casi había gritado Julia.

—Yo, un jaguar de Brasil y unas pirañas —propuso Edgar entonces.

—Yo quiero las mariposas monarca, pero me van a tocar tres países —dijo Gabriela—. Es que las mariposas son más fáciles de dibujar.

—No te preocupes, Gabi, yo te ayudo si no te salen bien —le susurró Pablo. Y la niña le sonrió agradecida.

Aunque casi todos han llevado sus trabajos a la clase de hoy, Pablo no pudo hacerlo. Pero le da gusto ver que el dibujo de Gabriela le agrada a Pedro, el maestro. Pablo apenas la había ayudado un poco con la vegetación de las montañas. Y también le promete a Pedro llevar su trabajo para la clase entrante.


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—Se me echó a perder ayer —dice—. Lo traigo la siguiente vez.

—Más te vale, no quiero ni media excusa.La familia Aguilar vive en un edificio cerca de la

universidad. Hay varios edificios ahí dentro. En otro vive Edgar. Eso es muy divertido porque se pueden ver en las tardes. También vive ahí Luci, una de las amigas de Mara.

Cuando por fin toca el timbre de salida, los niños se levantan rápidamente. Hay un ruidero grande. Muy pronto el salón se queda vacío y el aire, oliendo a selva. Pablo camina a la puerta adonde los va a recoger su papá. Sabe que si no lleva su trabajo, el maestro le va a bajar la calificación. Pero, de pronto, una sonrisa enorme se pinta en su cara.

“Ya veremos a quién le fue peor”, piensa y se sonríe todavía más.

Siempre hay carro completo por los niños que viven en los otros edificios del conjunto. Los padres se turnan para llevarlos, pero al que se le hace más fácil es al doctor Mauricio Aguilar, papá de los gemelos, cuando no se va de viaje: la escuela, el trabajo y la casa están muy cerca unos de otros.


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