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LOS NUEVOS CONDICIONAMIENTOS DE LAS LIBERTADES DEMOCRÁTICAS EN EL SIGLO XXI Edurne Uriarte Catedrática de Ciencia Políticas de la Universidad del País Vasco. La libertad de expresión, la libertad de voto o la libertad de asociación son instituciones centrales de las democra- cias. Sin ellas, la democracia no existe o no es una demo- cracia auténtica. Y, en buena medida, la gran transforma- ción del siglo XX ha sido la consecución de esas libertades para un amplio número de países del mundo, casi la mitad hacia el final de ese siglo. El siglo XX ha conquistado la democracia en lucha con las fuerzas del pasado, renuentes a la extensión del libera- lismo. Y, a pesar de que los fascismos obtuvieron una im- portante participación de las masas, el siglo XX ha centrado su preocupación por los ataques a la democracia o por la limitación de las libertades en los grandes poderes econó- micos, militares, políticos y también culturales.

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LOS NUEVOS CONDICIONAMIENTOS DE LAS LIBERTADES DEMOCRÁTICAS EN EL SIGLO XXI

Edurne Uriarte Catedrática de Ciencia Políticas de la Universidad del País Vasco.

La libertad de expresión, la libertad de voto o la libertad de asociación son instituciones centrales de las democra-cias. Sin ellas, la democracia no existe o no es una demo-cracia auténtica. Y, en buena medida, la gran transforma-ción del siglo XX ha sido la consecución de esas libertades para un amplio número de países del mundo, casi la mitad hacia el final de ese siglo.

El siglo XX ha conquistado la democracia en lucha con las fuerzas del pasado, renuentes a la extensión del libera-lismo. Y, a pesar de que los fascismos obtuvieron una im-portante participación de las masas, el siglo XX ha centrado su preocupación por los ataques a la democracia o por la limitación de las libertades en los grandes poderes econó-micos, militares, políticos y también culturales.

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Cuando hemos iniciado el siglo XXI, el mundo occidental asiste al desarrollo de nuevos peligros para la democracia, de nuevos ataques a las libertades que no vienen de los grandes poderes del pasado, sino de la sociedad civil o de los ciudadanos que han gozado de amplias libertades y que, sin embargo, desean destruir o desvirtuar las democracias desde dentro. La experiencia del terrorismo, con el caso es-pecial del entramado ETA-Batasuna para los españoles, o la experiencia de la creciente extrema derecha en una buena parte de los países europeos, alertan de unos nuevos peli-gros para la democracia y para las libertades que no pue-den ser analizados ni afrontados con los esquemas del pa-sado.

Si la profundización de la democracia en el siglo XX se basaba en un fortalecimiento de los mecanismos de partici-pación de todos los ciudadanos o en una auténtica realiza-ción del gobierno del pueblo, la profundización de la demo-cracia en el siglo XXI debe encontrar nuevos mecanismos para proteger a los ciudadanos de los individuos, grupos y movimientos que, desarrollados en el seno mismo de las democracias, utilizan sus instituciones para limitar las liber-tades democráticas o para acabar con ellas.

En definitiva, los límites a las libertades democráticas ya no provienen tanto en los países democráticos de los pode-res económicos, políticos o culturales, sino más bien de grupos y movimientos de la misma sociedad civil. El terro-rismo, y ETA-Batasuna es un claro ejemplo, ataca a los ciu-dadanos desde la misma sociedad civil. Y la extrema dere-

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cha cuestiona la democracia también desde un movimiento popular. No surge del Estado, o del poder económico, sino de los estratos populares de la sociedad. En este contexto, para garantizar las libertades democráticas, no es suficiente seguir profundizando en la democracia participativa que ha perseguido el siglo XX. Es preciso también desarrollar una democracia fuerte capaz de defenderse a sí misma y a sus ciudadanos de los ataques que provienen de su mismo se-no y de esos mismos ciudadanos.

I. LAS PREOCUPACIONES DE LAS DEMOCRACIAS EN EL SIGLO XX

La democracia es un ideal y es un sistema político. Como ideal, la democracia define la posibilidad de la máxima igualdad política, del reparto equilibrado de la capacidad de influencia en las decisiones políticas, de una ciudadanía in-formada, activa y crítica. Como ideal, la democracia define un concepto que ha adquirido ciertas cualidades de sagrado y que se refiere a una sociedad en la que los ciudadanos han tenido la oportunidad de desarrollar su máxima poten-cialidad política.

Como sistema político, la democracia se refiere a un modo específico de organización política en el que los ciu-dadanos eligen y controlan a quienes han de gobernarles. Se trata de un sistema político en el que están garantizadas varias instituciones políticas que, en palabras de Robert Dahl, son las siguientes: 1) cargos públicos electos, 2) elec-

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ciones libres, imparciales y frecuentes, 3) libertad de expre-sión, 4) fuentes de información alternativas, 5) autonomía de las asociaciones, y, 6) ciudadanía inclusiva (1).

Tanto en lo que se refiere a su condición de ideal como a su carácter de sistema político, las preocupaciones en torno a la democracia se han centrado fundamentalmente a lo largo del siglo XX en los peligros y en las limitaciones prove-nientes de los grandes poderes, tanto el poder económico como el poder mismo de las élites políticas, que se hacían con el control de las instituciones políticas y tendían a recor-tar las libertades y derechos de los ciudadanos. Frente a los peligros de los grandes poderes, la democracia se ha consi-derado la conquista por parte de los ciudadanos, del pue-blo, de espacios de decisión y poder.

Ciertamente, la concepción de la democracia como con-quista del poder de decisión por parte de los ciudadanos frente a los grandes poderes se debe, en primer lugar, a la esencia misma de la democracia liberal. Porque la demo-cracia liberal se distingue de sistemas políticos anteriores, no sólo en el hecho de que la soberanía reside en el pueblo, sino también porque el pueblo tiene mecanismos eficaces de participación en las decisiones políticas.

Es la significación histórica misma de la democracia en relación con sistemas políticos anteriores lo que explica, en

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(1) DAHL, Robert, La democracia, Taurus, 1999

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segundo lugar, la reflexión democrática orientada hacia los peligros de los grandes poderes. Pero, junto a las causas históricas, el desarrollo del socialismo y la reivindicación de la igualdad económica como anterior incluso a la igualdad política, orienta también la reflexión en torno a las demo-cracias hacia los peligros de los grandes poderes, en este caso, el poder económico. En tercer lugar, y en la medida en que el Estado adquiere unas enormes dimensiones, muy especialmente a partir del desarrollo del Estado del Bienes-tar, surgen otro tipo de críticas a las limitaciones de las li-bertades y a los peligros de las democracias desde los es-tados o las élites políticas demasiado poderosas.

Las tres causas apuntadas explican que las reflexiones sobre los peligros para las democracias o las reflexiones sobre los condicionamientos o las limitaciones de las liber-tades democráticas, hayan concebido la democracia como un sistema político que debe centrarse principalmente en la ampliación de todo tipo de libertades y derechos para los individuos frente a las tentaciones de los poderosos de res-tringir esas libertades. En este sentido, el debate en torno a la democracia en el siglo XX ha sido fundamentalmente un debate en torno a la necesidad y a la manera de ampliar to-das las libertades de los individuos y restringir la capacidad de los más poderosos, incluido el propio Estado, de coartar o limitar esas libertades.

En primer lugar, y en relación con la significación históri-ca de la democracia respecto a sistemas políticos anterio-res, el hecho de que la democracia sea un sistema político

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joven y, además, tan sólo se haya extendido a una parte del mundo, ha determinado la orientación de las reflexiones democráticas hacia la necesidad de extensión de las liber-tades a otros lugares del mundo. Es importante recordar que la democracia es muy joven. Su juventud se refleja en los primeros sufragios universales implantados en el mun-do. El primer país en instaurar el sufragio universal, Nueva Zelanda, lo hizo en 1893, pero es el único país con un su-fragio universal anterior a 1900. Todos los demás países, y no muchos en las primeras décadas, instauran sus sufra-gios universales a partir de 1900, siendo Australia quien inaugura el sufragio universal en el siglo XX, en 1901.

Pero, además de joven, la democracia es comparativa-mente débil como sistema político en el mundo. Según Arend Lijphart, y a partir de datos de la Freedom House, en 1996 no llegaban al 50% los países democráticos en el mundo. Entre los países de más de 250.000 habitantes, Lijphart señala que en 1996 había 36 democracias con 19 años de antigüedad, a los que en 1996 había que sumar otras 25 democracias más jóvenes (2).

Son estos rasgos de juventud y de debilidad relativa en el conjunto del mundo los que han determinado que el pro-blema básico de la democracia en el siglo pasado haya sido el de la manera de consolidar, por un lado, unas democra-cias nacientes, y, por otro lado, extender el sistema demo-crático a esa mayor parte del mundo no democratizada aún.

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(2) LIJPHART, Arend, Modelos de democracia, Ariel, 2000

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El problema para los demócratas en el siglo XX era conse-guir libertad de expresión, libertad de voto, de asociación, o medios de comunicación plurales. Y cuando se conseguían, al menos formalmente, el problema era garantizar las con-diciones para que fueran efectivas.

Izquierda y derecha, socialdemócratas, liberales, demó-cratacristianos y conservadores, coincidieron en la preocupación por la consolidación de las instituciones básicas de la democracia, en la centralidad de la extensión de las libertades. Las diferencias entre unos y otros, y, sobre todo, entre la izquierda y la derecha, se basaban en el concepto de igualdad de la izquierda y en la idea acerca de lo que las instituciones políticas podían y debían hacer para conseguir esa igualdad.

La centralidad de la igualdad para la izquierda y la pers-pectiva marxista que ha determinado a la izquierda hasta muy recientemente impulsaron otro de los grandes debates del siglo XX en relación con la democracia, el debate en tor-no a las relaciones entre igualdad económica e igualdad po-lítica. Porque la democracia garantiza la igualdad política, pero la izquierda ha denunciado a lo largo del siglo pasado que la igualdad política no era auténtica en la medida en que no había igualdad económica. Porque no todos partían de las mismas condiciones para adquirir los conocimientos y la información necesarias, es decir, para convertirse en ciudadanos en igualdad de posibilidades de actuación so-bre la política. La idea de igualdad económica apuntaba también hacia las élites políticas como producto de las cla-

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ses más privilegiadas y denunciaba que el poder del pueblo no era tal en la medida en que el poder recaía en la práctica en unas minorías privilegiadas.

La idea de igualdad económica junto a las teorías sobre las élites privilegiadas y acaparadoras de poder, tanto las económicas como las políticas y culturales, han influido en buena medida en el desarrollo de las tesis de la democracia radical, es decir, de la necesidad de profundizar la demo-cracia a través de una participación mucho más intensa de todos los ciudadanos en todas las decisiones. Muchas de estas reflexiones han destacado la idea de que la democra-cia es tan sólo formal, es decir, que, en la práctica, no hay un control efectivo de los ciudadanos sobre las institucio-nes, o que son las élites las que en realidad gobiernan. Esta idea ha estado y está conectada, además, con la idea o la utopía de la democracia directa impulsada clásicamente por Jean Jacques Rousseau. La democracia sólo sería auténti-ca, en este sentido, en la medida en que todos los ciudada-nos pudieran participar en la toma de cada una de las de-cisiones.

Las tesis marxistas sobre la desigualdad de clases y la artificialidad de un sistema político organizado sobre esa desigualdad, junto al ideal de la democracia directa, han confluido en buena medida en muchas de las críticas a la democracia en el siglo pasado. Y, en la práctica, si bien desde perspectivas diferentes, han destacado la necesidad de profundizar la democracia, con su extensión efectiva a todos los ciudadanos, es decir, con más poder para los ciu-

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dadanos, y menos poder para las élites o para el Estado, lo que, en relación con la cuestión que me ocupa en estas pá-ginas, significa una profundización de las libertades y de los derechos individuales respecto a las tentaciones de restrin-girlos de las élites.

Por otro lado, el problema de la desigualdad económica, o la incapacidad de un mercado autorregulado para asegu-rar la estabilidad económica, impulsaron el desarrollo del Estado del Bienestar, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Se ha señalado en numerosas ocasiones que el impulso al Estado del Bienestar provino tanto de la socialdemocracia como del liberalismo y del conservadu-rismo o de la democracia cristiana, y este impulso conjunto tiene su reflejo en la actualidad en el hecho de que, a pesar de los debates sobre las adecuadas dimensiones del Esta-do o sobre los límites de su responsabilidad, lo cierto es que todas estas fuerzas políticas mantienen las estructuras bá-sicas del Estado del Bienestar.

Pero el Estado del Bienestar supuso un aumento enorme de las dimensiones del Estado, y esto provocó, a su vez, el desarrollo de una corriente política e intelectual que se ha denominado neoliberalismo y que ha propugnado una re-ducción del volumen del Estado. El neoliberalismo piensa que hay que dar un nuevo protagonismo a la sociedad civil, sean los individuos o sea las empresas, es decir, que el Es-tado es demasiado grande y produce efectos perversos en el mercado y en las libertades. Porque este Estado enorme coartaría el impulso de la iniciativa individual e incluso res-

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tringiría lo que debe ser el campo amplio y plenamente ga-rantizado de las libertades individuales.

El neoliberalismo y sus denuncias del exceso de poder de los estados coinciden, además, en algunos de sus plan-teamientos con los teóricos de la democracia radical. Por-que también estos últimos, si bien desde lecturas diferen-tes, denuncian el exceso de poder del Estado o de las élites políticas y propugnan un adelgazamiento del Estado y un re-forzamiento de la sociedad civil.

En definitiva, y desde ángulos y problemas muy diferen-tes, la lectura que el siglo XX hace de la democracia es la de los peligros que desde los grandes poderes pueden coartar las libertades o acabar con la misma democracia, tanto los poderes conectados con el pasado o con la nostalgia de sis-temas no liberales, como los poderes económicos interesa-dos en el aumento de sus privilegios, o los poderes políticos con tentaciones de acaparar y utilizar para sus intereses los mecanismos del Estado.

II. LOS NUEVOS PELIGROS PARA LA DEMOCRACIA

Si el siglo XX miraba hacia los grandes poderes como fuentes de peligro para las libertades democráticas, creo que el siglo XXI debe también mirar hacia los ciudadanos o hacia los movimientos populares como fuentes de otros pe-ligros para las democracias. Porque, aunque esos nuevos

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peligros no son auténticamente novedosos en su totalidad, sí se producen en un contexto diferente que invita a consi-derarlos desde otros ángulos.

Los peligros a los que me refiero son el terrorismo, por un lado, y los movimientos populistas de extrema derecha y de extrema izquierda, por otro lado. El terrorismo, en su sentido de violencia utilizada con objetivos políticos contra el Estado o contra otros ciudadanos existe desde hace tiempo, de la misma forma que los populismos de extrema izquierda y de extrema derecha. Lo novedoso de ambos fe-nómenos es el contexto en el que ahora se producen o per-viven, que es el contexto de sociedades con democracias asentadas y con economías estables. Por lo tanto, cuestio-nan la democracia desde situaciones de pleno desarrollo de las libertades democráticas, y por eso el peligro que supo-nen para las democracias debe ser valorado desde esta nueva perspectiva y debe llevar a una reconsideración de los mecanismos de defensa de las libertades y derechos fundamentales.

La existencia de un nuevo contexto es esencial para en- tender esta problemática, porque también el siglo XX asis- tió a la participación de las masas en los totalitarismos, enlos asesinatos masivos, en la justificación de la persecución,en el racismo. Pero las barbaries del siglo XX se producían en una época de desarrollo de las democracias, en la que la democracia era todavía una realidad frágil que tenía mu-

chas más promesas y futuro que presente y pasado. Y, en el fondo, se tendía a pensar que una profundización de las

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democracias impediría en el futuro el surgimiento de nue-vos movimientos antidemocráticos y totalitarios.

El fenómeno terrorista en España, su naturaleza y su evolución en el contexto de la democracia, exponen con cla-ridad este proceso. Porque ETA surge en el franquismo, en el contexto de una dictadura, y se tiende a entender en esa época que ETA representa un movimiento popular de lucha contra una dictadura. En ese contexto, ETA es violencia, pe-ro se interpreta desde muchos sectores como una violencia de resistencia frente a un poder no democrático. En ese sentido, se le otorga un grado notable de legitimidad porque su violencia se entiende como un derecho de resistencia o rebeldía de la sociedad contra el Estado que no quiere otor-gar el poder al pueblo.

ETA encaja, en este planteamiento, en la lectura clásica de una democracia secuestrada por las élites o por el Esta-do, y de una sociedad que debe defenderse de ese Estado o de esas élites. ETA se enfrenta al Estado, y aunque su vio-lencia no es compartida por muchos, encuentra, a pesar de todos, un grado notable de justificación última o de legiti-mación.

Pero ETA pervive en la democracia y demuestra su natu-raleza antidemocrática y su vocación totalitaria. La organi-zación terrorista que decía haber nacido para combatir la dictadura y para lograr las libertades, eso sí, para el “pueblo vasco”, no para los ciudadanos en general, se mantiene vi-va y activa en la democracia porque se niega a reconocer

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esa democracia. Para ETA, la democracia y la dictadura son la misma cosa, porque oprimen igualmente a su idea de pueblo vasco. Y esto se refleja, ya no sólo en una continua-ción de los atentados terroristas, sino en su recrudecimien-to, de tal forma que la ETA de la democracia se hace mucho más sanguinaria que la ETA de la dictadura.

Sin embargo, esto que es obvio por la realidad misma de los asesinatos, no acaba de ser interiorizado por la sociedad española durante bastante tiempo. Durante algunos años, la idea de la democracia acosada por los grandes poderes, o por el Estado, pervive todavía en la cultura política de los españoles. Y se tiende a pensar que, en último extremo, ETA es, al fin y al cabo, el producto de los abusos del poder en su sentido más clásico. ETA contribuye al mantenimiento de esta percepción, no sólo con su discurso clásico en torno al “Estado opresor”, sino también con unos asesinatos selecti-vos dirigidos contra “los representantes del Estado”, es de-cir, contra los políticos, los policías o los militares, y, en me-nor medida, miembros de la judicatura y otros cuerpos de la administración.

Tan sólo muy lentamente, y después de muchos años de asesinatos, comienza a trasformarse significativamente la percepción de los españoles en torno al terrorismo. Y esta trasformación no sólo se debe a la pervivencia misma del terrorismo en el marco de una democracia consolidada. Se debe también a la extensión de los ataques terroristas

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hacia otros sectores de la sociedad. Tal como he explicado en otro lugar (3), la implicación de la sociedad civil en la con-testación, el combate o la resistencia al terrorismo se pro-duce fundamentalmente cuando esa sociedad civil se sien-te objetivo del terrorismo, y eso tiene lugar en España a partir del asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Es decir, los ciudadanos perciben en toda su plenitud que el terrorismo ataca a la sociedad y a la democracia cuando se sienten potenciales objetivos. Es en ese momen-to cuando las auténticas dimensiones del peligro para la democracia del terrorismo comienzan a hacerse claras. Hasta entonces, el terrorismo era sobre todo un problema para el Estado, o una responsabilidad del Estado, y no tanto una responsabilidad de la sociedad.

Probablemente, se podrían buscar ciertos paralelismos entre esa nueva percepción de la sociedad española sobre el terrorismo con los cambios en Estados Unidos, y en cierto modo en el resto de países occidentales, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Porque hasta esos atenta-dos, tanto en Estados Unidos como en otros países demo-cráticos, había una concepción bastante desarrollada de que los terrorismos, o bien eran producto de situaciones de injusticia, o bien eran un problema de sociedades democrá-ticas que no habían sabido dar la satisfacción adecuada a determinados grupos sociales. Dicho de otra forma, el terro-

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(3) URIARTE, Edurne, La sociedad civil contra ETA, Claves, nº 111, abril, 2001

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rismo era un problema de democracias no tan perfecciona-das como la de Estados Unidos. Por eso, Estados Unidos y otros países han tendido a interpretar los terrorismos como problemas políticos que requerían soluciones políticas, es decir, negociación, diálogo, o satisfacción de determinadas demandas.

El 11 de septiembre cambió profundamente esa percep-ción. Porque los ciudadanos y políticos norteamericanos, en primer término, y también los ciudadanos de otras demo-cracias sin terrorismos, comprendieron que los grupos terro-ristas también atacaban sus democracias, democracias a las que los ciudadanos norteamericanos no entendían como culpables o responsables de esos terrorismos. En definitiva, los norteamericanos y los europeos comprendieron que los terrorismos también pueden actuar en el seno de las demo-cracias más avanzadas, y que, si lo hacen, es porque se tra-ta de terrorismos de ideología totalitaria que están dispues-tos a acabar con las democracias y que nunca se sentirán satisfechos con lo que les puedan ofrecer esas democra-cias. Es decir, aun en el supuesto de que esas democracias lo admitieran, esos terrorismos no aceptarían ningún diálo-go con las democracias porque sus objetivos se sitúan mu-cho más allá de los límites de las sociedades democráticas.

La experiencia del desarrollo de los populismos y de las ideologías de extrema derecha y de extrema izquierda tiene ciertos paralelismos con el papel de los terrorismos en las democracias, porque el nuevo dato relevante de estos mo-vimientos antidemocráticos es, nuevamente, el contexto en

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el que se sitúan, es decir, el contexto de los sistemas políti-cos plenamente democráticos. Porque, como señalaba más arriba, también el siglo XX asistió al desarrollo de los totali-tarismos de izquierdas y de derechas y a la participación de las masas en esos totalitarismos. Pero al horror que el siglo XX sintió ante esos totalitarismos le quedó el paliativo de que las democracias no estaban asentadas, de que no se habían consolidado suficientemente, y la idea de que el de-sarrollo de las democracias, junto al Estado del Bienestar, evitaría nuevos movimientos antidemocráticos.

Sin embargo, asistimos en los últimos años al desarrollo de movimientos de extrema izquierda y de extrema derecha que surgen en el seno de sociedades plenamente desarro-lladas. Algunos de los movimientos de extrema izquierda es-tán conectados con los movimientos de la antiglobalización, otros proceden de viejas ideologías de extrema izquierda, pero lo cierto es que no han tenido el impacto que sí están teniendo en los últimos tiempos los partidos de extrema de-recha.

El hecho que ha centrado la atención en la extrema de-recha y su crecimiento ha sido indudablemente el paso a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Francia del Frente Nacional de Jean Marie Le Pen, y la suma de un 20% de los votos de los franceses de los dos partidos de ex-trema derecha. Este buen resultado de la extrema derecha ha concentrado la atención en un fenómeno que, por otra parte, se está produciendo en varios países europeos. El crecimiento del Partido Liberal de Jörg Haider en Austria pa-

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recía una excepción, tan sólo acompañada por los buenos resultados del Frente Nacional en Francia. Pero en los últi-mos meses, otros partidos de extrema derecha comienzan a emerger en Europa. Es el caso del partido holandés Pim For-tuyn, cuyo líder, del mismo nombre, fue asesinado en mayo de 2002 por un joven ecologista, o el caso del Partido del Progreso de Noruega que según algunos sondeos, lograría en Noruega el 30% del voto y se convertiría en la primera fuerza política (4).

El interés del crecimiento de los partidos de extrema de-recha en Europa, al igual que el interés del terrorismo en el seno de sociedades democráticas, se centra en relación con los condicionamientos de las libertades democráticas, en el hecho de que esos condicionamientos, en forma de limita-ciones o en forma de estrategias para anular esas liberta-des, pueden venir, y de hecho están viniendo, de la propia sociedad, de los ciudadanos, de movimientos populistas, o de grupos terroristas amparados en redes sociales que los sostienen y los legitiman. Y esto se produce en una época de máxima consolidación histórica de la democracia, cuan-do pensábamos que no era posible destruirla desde dentro, y cuando creíamos que tan sólo cabía profundizarla y am-pliarla.

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(4) Son datos ofrecidos por ABC, 12 de mayo de 2002.

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III. LIBERTAD Y SEGURIDAD, IZQUIERDA Y DERECHA

Las cada vez más difusas fronteras entre la izquierda y la derecha conservan, al menos en el discurso más teórico, algunos de los temas clásicos. Y uno de esos temas es el del binomio libertad-seguridad. La izquierda más importante de las últimas décadas, es decir, la socialdemocracia, ha considerado que la seguridad puede coartar la libertad y que la clave de la solución de los problemas no está tanto en el aumento de las fuerzas de seguridad o del ejército, si-no en la resolución de los problemas sociales que originan los problemas de inseguridad. En el ideario de la socialde-mocracia de la segunda mitad del siglo XX los mecanismos de seguridad han sido equiparados a medidas de fuerza y de represión, y, por lo tanto, como peligrosos para las liber-tades.

Pero, sobre todo, la izquierda ha confiado en que la jus-ticia social, eje fundamental de su programa, resolvía por sí misma la inseguridad y los conflictos. Es decir, los conflictos tenían orígenes y explicaciones sociales, y se resolvían, no con la represión, sino con la resolución de los problemas sociales que estaban en los orígenes de esos problemas. El actual debate en España en torno al aumento de la insegu-ridad no parece reflejar con claridad, en el caso del PSOE, esta interpretación de la inseguridad, pero lo interesante del planteamiento histórico de la socialdemocracia es que se está produciendo una lenta trasformación en torno a la con-fianza en la justicia social como elemento de solución de los problemas de inseguridad.

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Frente a la posición de la izquierda, los programas de la derecha han defendido más abiertamente la necesidad de reforzar la inversión en seguridad, es decir, policía y ejército. El desorden social, la delincuencia, han sido interpretados por las fuerzas de derecha no tanto como reflejo de proble-mas sociales o de injusticias, sino como reflejos de la mal-dad individual, de las tendencias antisociales de individuos y grupos sociales que debían ser controlados por medidas de tipo represivo.

Esta división aparentemente simplista entre libertad y seguridad persiste, aunque debilitada, hoy en día. Y se ha mostrado, por ejemplo, en algunas reacciones que se han producido ante el reforzamiento de medidas de seguridad por parte de los estados, muy especialmente el norteameri-cano, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Al-gunas voces de izquierda han criticado las múltiples medi-das de seguridad como una limitación de las libertades individuales o como un abuso de los Estados, que, en inter-pretación de estas voces, aprovecharían la situación de miedo y de tensión social para reforzar su poder de control sobre los individuos.

Y esta dicotomía entre libertad y seguridad está presen-te, en cierto modo, y como veremos más adelante, en el de-bate que se ha producido en España en torno a la reforma de la Ley de Partidos Políticos y la ilegalización de Batasuna.

Ahora bien, esta dicotomía libertad-seguridad y su rela-ción con la izquierda y la derecha ha sido alterada en el si-

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glo XX en relación con el nazismo, lo que introduce otro elemento de interés en el debate entre la izquierda y la de-recha, y ayuda a entender también las reacciones ante los ataques a la libertad de los terrorismos o los peligros para la libertad de los movimientos de extrema izquierda y ex-trema derecha.

Y ha sido alterada porque el consenso en torno a la ne-cesidad de reprimir cualquier manifestación nazi, en forma de asociación o expresión de ideas, ha sido unánime. En es-te caso, la gran mayoría de fuerzas políticas o de expresio-nes intelectuales han entendido que la represión de las manifestaciones nazis era una garantía de libertad o que la represión era necesaria para salvaguardar la libertad de los ciudadanos y la democracia misma.

No sólo en Alemania, sino en el conjunto de países occi-dentales, los grupos nazis, la simbología nazi, la propagan-da o los artículos y libros de defensa del nazismo han sido perseguidos y reprimidos. Probablemente, el nazismo ha constituido una excepción a los límites extraordinariamente amplios que en las democracias se han dado a las liberta-des de asociación y de expresión.

Ha habido y sigue habiendo un consenso unánime en fuerzas políticas de todo signo sobre la conveniencia en las democracias de reprimir, prohibir o perseguir las ideas y or-ganizaciones nazis. Porque no se trata tan sólo de persecu-ción de organizaciones que fomentan ideas racistas o vio-

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lentas, se trata también de la prohibición de las ideas mis-mas de exaltación del nazismo.

El alto consenso en torno a la necesidad de reprimir el nazismo se ha debido, en primer lugar, al horror histórico de lo que significó el nazismo en el siglo XX y al deseo de las sociedades europeas de alejar el peligro de una nueva re-edición de unos hechos semejantes. Pero la claridad de ideas de los europeos en torno al nazismo también está re-lacionada con el hecho de que la izquierda sí ha contribuido al consenso social y político en torno a la necesidad de apli-car los criterios de la “seguridad” en lo que se refiere al na-zismo. Y esta referencia a la izquierda tiene interés en rela-ción con esta cuestión porque nos muestra que el debate sobre la libertad y la seguridad está cruzado también por las consideraciones sobre los rasgos ideológicos de los grupos y personas que amenazan la libertad o la seguridad.

En definitiva, cuando los ataques a la libertad han pro-cedido de los movimientos fascistas, el consenso sobre la necesidad de limitar los derechos democráticos de asocia-ción y de expresión ha sido bastante alto. Pero cuando los ataques a la libertad han procedido de la izquierda totalita-ria, el consenso ha sido mucho más difícil de establecer. La diferente reacción de los intelectuales del siglo XX a los tota-litarismos de diferente signo ideológico, el fascismo, por un lado, el comunismo, por otro, ha mostrado el doble rasero con el que este siglo midió los movimientos antidemocráti-cos.

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En el inicio del siglo XXI, los debates del siglo XX han co-menzado a superarse y el binomio libertad-seguridad y sus relaciones con la izquierda y la derecha comienza a adoptar nuevas formas. Pero, no obstante, perviven viejas ideas del pasado siglo que explican, por ejemplo, en España, la difi-cultad para lograr un consenso para perseguir el terrorismo, y muy especialmente, para perseguir a Batasuna.

IV. DEMOCRACIA, LIBERTAD Y BATASUNA

El caso de Batasuna es de especial interés, no sólo por-que esta relacionado con el principal problema al que se en-frenta en estos momentos España, sino porque se inscribe plenamente en el debate sobre nuevos peligros para las democracias, sobre los nuevos condicionamientos de las li-bertades y sobre las viejas y nuevas fórmulas para respon-der a estos peligros.

Hay aspectos históricos concretos que explican en Espa-ña las dificultades para consensuar, no sólo las políticas an-titerroristas, sino también las estrategias para enfrentarse a los nacionalismos radicales y secesionistas. Y aunque esas cuestiones son importantes para entender el caso Batasu-na, no son los aspectos que me interesa destacar en el con-texto de la problemática que se aborda en estas páginas. Porque en el debate que se ha desarrollado en España al-rededor de la nueva Ley de Partidos Políticos y la ilegaliza-ción de Batasuna, han intervenido de forma relevante las

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concepciones históricas sobre los problemas de las demo-cracias a las que me he referido más arriba, así como el de-bate en torno a la seguridad y a la libertad entre la izquierda y la derecha.

Debemos tener en cuenta, por otra parte, que el mismo hecho de que en España se haya producido ese debate, es decir, que la ilegalización de Batasuna no se haya producido con mucha más rapidez es llamativo en sí mismo dadas las relaciones de este grupo político con ETA, que ya han sido mostradas sobradamente por datos de la realidad política cotidiana y por los mismos jueces. Pero aquí nos encontra-mos con otros problemas relacionados probablemente con aspectos de la psicología colectiva como la incapacidad o la lentitud para interiorizar datos y realidades en circunstan-cias “normales” y sin que medien acontecimientos traumá-ticos.

A pesar de la dificultad para interiorizar la relación de Batasuna con ETA, en la práctica, la ilegalización está sien-do fundamentada sobre todo en la relación de este grupo político con el grupo terrorista, más que en la apología del terrorismo y en el apoyo de este grupo político al grupo te-rrorista. Y esta última parte es la que nos interesa espe-cialmente, porque las sociedades democráticas sí han lle-gado a un consenso sobre la necesidad de perseguir a los grupos terroristas pero no tanto sobre la necesidad de per-seguir a los grupos que alientan y justifican a los grupos te-rroristas y sus actos de violencia.

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El debate que se está produciendo en España se inscri-be precisamente en esa última parte, porque a pesar de los numerosos datos que prueban la conexión directa de Bata-suna con ETA, hay una parte de los analistas que se resis-ten a aceptar en la práctica esa conexión directa entre Ba-tasuna y ETA. A partir de ahí, fundamentan sus posiciones en la idea de que Batasuna sería un partido o una coalición meramente política, que se limita a defender unas ideas, aunque esas ideas sostengan ideológicamente el terroris-mo.

En este contexto, las resistencias y las críticas a la ilega-lización de Batasuna se inscriben en las viejas ideas sobre la democracia expuestas más arriba. En primer lugar, por-que para algunos pensadores y políticos, la democracia es un sistema político que debe buscar la expansión de las li-bertades para los individuos con la mirada puesta en unos peligros que sólo pueden seguir proviniendo de los grandes poderes tradicionales.

Pero, además, el binomio libertad-seguridad con el que algunos siguen viendo el mundo señala que toda limitación de la libertad, aunque sea una limitación que busca la ga-rantía de la libertad de otros o que busca más seguridad, es un peligro para esa libertad. Y que, por lo tanto, es mejor sacrificar la seguridad, incluso la libertad de muchos ciuda-danos, para mantener el principio, fundamental en sí mis-mo, de la libertad. En este contexto, cualquier limitación de la libertad de asociación o de expresión sería mala en sí misma porque rompería la sacralidad de algunos principios

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y rompería algunas de las creencias clásicas que se han sustentado en las democracias.

Por último, la diferenciación entre extrema derecha y ex-trema izquierda tiene una influencia muy significativa en es-te proceso, porque la tradicional diferenciación que algunas fuerzas políticas y que muchos intelectuales han realizado entre extrema izquierda y extrema derecha a lo largo del si-glo XX, explican en buena medida que la ilegalización de Ba-tasuna planteara en España algún debate importante. A pe-sar de las argumentaciones en contra, desde la misma izquierda que quiere alejarse y diferenciarse de esa degene-ración extrema de su ideología, lo cierto es que Batasuna es un grupo ultranacionalista pero también de extrema iz-quierda, tal como lo afirman sus programas, sus votantes y sus dirigentes. Y esa condición de extrema izquierda le ha procurado tradicionalmente una legitimación social y una justificación que no hubiera encontrado si su ultranaciona-lismo hubiera estado combinado con la extrema derecha.

Dicho de otra forma, si el grupo conectado con el terro-rismo y que justifica y alienta el terrorismo hubiera sido cualquiera de los grupos de extrema derecha que están emergiendo en Europa, el debate sobre la ilegalización hubiera sido mucho menos importante porque pocos hubie-ran encontrado razones de oportunidad política, sean el aumento de votos del PNV o la posible mayor conflictividad, para justificar la tolerancia de un sistema democrático hacia un partido de estas características.

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Giovanni Sartori ha señalado que la democracia liberal es una entidad compuesta por dos elementos: la libertad de las personas (el liberalismo) y la participación en el poder (democracia); o que también se puede decir que la demo-cracia liberal consiste en: 1) la “demoprotección”, es decir, la protección de un pueblo contra la tiranía, y 2) el “demo-poder”, es decir, el establecimiento del poder popular. Gio-vanni Sartori ha señalado también que, con independencia de nuestras preferencias personales sobre cuál de los dos elementos de la democracia es más importante, se trata de un problema de “secuencia prodedimental”, es decir, de qué condición es previa a la otra. Y para Sartori no hay duda de que la libertad de y la demoprotección son las condicio-nes necesarias de la democracia per se (5).

Ahora bien, Sartori se refiere a la demoprotección como referida a los medios legales y estructurales para limitar y controlar el ejercicio del poder y mantener a raya el poder absoluto y arbitrario. Se trata de la definición clásica de la demoprotección o de la democracia enfrentada a los pro-blemas del siglo XIX que en buena medida continuaron siendo los problemas del siglo XX. En el siglo XXI la demo-protección, la garantía de las libertades como previa para ejercer el poder popular, debe adquirir otros significados re-lacionados con los nuevos peligros a los que se enfrentan las democracias y que coartan las libertades de los indivi-

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(5) SARTORI, Giovanni, “¿Hasta dónde puede ir un gobierno democrá-tico?” dentro de DEL AGUILA, Rafael; VALLESPÍN, Fernando y otros, La democracia en sus textos, Alianza, Madrid, 1998, pág. 522

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duos. El terrorismo o Batasuna constituyen un ejemplo, muy importante, de cuáles son esos nuevos peligros y de las ra-zones por las cuales es importante desarrollar un concepto de dermoprotección adaptado a las nuevas realidades, o a los nuevos peligros.