Los Cautivos de Vizcaya

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Los cautivos de Vizcaya 

El 20 de noviembre de 1936 fue fusilado en Alicante el fundador de nuestro movimiento: José Antonio Primo deRivera. Desde entonces, los falangistas recordamos en noviembre a nuestros Caídos, a los que dieron su vida por Dios, por España y por su Revolución Nacionalsindicalista.

En 1938, el sacerdote jesuita Enrique Herrera Oria publicó en Bilbao el libro "Los cautivos de Vizcaya", en el quenarró sus vivencias en las cárceles del Bilbao republicano. Una de ellas nos es especialmente estremecedora, y esla que recoge en el capítulo titulado "Así muere un falangista". A continuación, reproducimos dicho capítulo en sutotalidad. Queremos honrar con ello a todos aquellos falangistas vascos que nos precedieron en la lucha, llegandoa dar la vida por sus ideales

Revolución Nacional nº 8Invierno 1998 

"Así muere un Falangista"

Pocos días llevaba yo en la prisión de Larrínaga, de Bilbao. Como los presos se acercaban aun millar, eran muchos los que no conocía. De pronto me entero que dos falangistas,acusados de espionaje, Arturo García Suárez y un tal Somonte -el nombre no lo recuerdo-

habían sido condenados a muerte.

Me presento en la sala donde dormía Arturo. Pregunto por él. Era un joven de unos veintiséisaños, delgado y con gafas. Estaba a la sazón sentado en una colchoneta. Su mirada era muyserena y tranquila, como lo fue hasta el momento de su muerte.

-Mira -le dije-, ya sé que te han condenado a muerte; aunque la sentencia no está confirmadapor el Consejo, te ofrezco mis servicios.

-Estoy seguro, Padre, de que me ejecutarán -contestó con gran serenidad-. Ya pensaballamarle a usted para que me asistiera en los últimos momentos.

-Confía, sin embargo; es posible que haya indulto.

Era tarde, desgraciadamente. Vino fichado desde Madrid por un alto político masón, que localificó de sujeto muy peligroso. Tarde llegaron nuestras gestiones, que se encargó de activar el preso doctor Silván, excelente compañero, médico y amigo de los presos.

De todas maneras, Arturo se preparó para morir. He tratado a muchos jóvenes católicos. Yono he visto nada tan grande. Su vida en la cárcel había sido una meditación continua yserena, a base de Cristo y de España. Él era una insignificancia que con toda razón debierasacrificarse para que esa España Una y Grande, en la que soñaban los falangistas, fuera laEspaña de Cristo.

Llegó la noche. Todavía hay la esperanza de que mañana no sea la ejecución. Con un día por delante, mucho puede hacerse.

Me fui a la cama, no sin antes avisar a los guardianes del centro que si llegaba la orden demeterle en capilla me llamaran inmediatamente. Me dijeron que uno de los guardianes rojos,contestó: "También son pretensiones las de ese Padre Herrera." Dios le perdone.

Avanzaba la noche. Yo, persuadido de que la tempestad se había contenido. A eso de lasonce, se descorre el cerrojo de nuestra sala. Aparece un guardián gritando: "¡Un cura!" Di unsalto y un grito: "¡Adiós, pobre muchacho, le fusilan!"

Bajé rápidamente a la sala de la audiencia, convertida en capilla. Allí estaba el Padre Vilariño,que debía asistir a Somonte. Con sus setenta años, venía ayudando a los presos con granfortaleza. "¿Qué tal, Padre?" ¿Pero tiene usted dolor de muelas?" En efecto; parecíadenunciarlo así un gran flemón. "No, el dolor ha pasado ya."

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En la sala estaban, además de los dos reos, un grupo de amigos presos, a quienes lespermitían acompañarles aquella noche. Arturo estaba sereno, muy sereno; los compañeros lecontemplaban conmovidos.

La aparté a un rincón de la sala para confesar a aquella alma, entregada a Dios totalmentetantos meses hacía. Esta anécdota es más elocuente que cuanto pueda decirse de este joven

falangista. Le encontré en una de las escaleras de la cárcel, y le dije:

-Mira, no dejes de meditar aquellas palabras de Jesucristo en el Huerto de los Olivos: "Padre,si es posible, pase de mí este cáliz; pero si no, hágase tu voluntad."

A lo que Arturo me contestó:

-Ya esta mañana, en la misa, he meditado estas palabras.

Luego, antes de que me lo quitaran de las manos, pues todos querían hablarle, le dije:

-Mira, Arturo; por una dedicatoria a mi Kempis.

Sentóse, sereno, y con mano firme y sin titubear, escribió las siguientes palabras: "Nuncaolvide, en sus oraciones al que hoy ha de morir, que a ellas se encomienda."

Luego, en el Kempis de mi hermano Manolo: "Recibamos cuanto quiera Dios enviarnos, quees lo que nos conviene, aunque a veces nos parezca duro."

Al capitán Presilla le puso esta dedicatoria: "Morir por España no es morir, que es ganar lagloria que Dios nos tiene prometida. Ruega por mí que yo no me olvidaré de ti."

Finalmente le dije:

-El Conde de Santa Lucía desea le escribas algún pensamiento en el que te refieras a Dios ya España.

Entonces, en un papelito de una libreta, redactó lo siguiente, con firmeza, sin titubear, comoquien lo venía meditando largo tiempo hacía:

"Trabajad por el engrandecimiento de España y ajustad vuestra vida a las enseñanzas deCristo, y veréis qué contento se muere." Bravo falangista. ¿Hay algo más sublime que este joven español, de veintiséis años, que va a ser ejecutado?

Sentado ante la mesa, pluma en mano y con la misma serenidad que si estuviera en su

escritorio, va llenando de dedicatorias, profundamente cristianas y españolísimas, las blancaspáginas de los libros y dorsos de las estampas que sus amigos, conmovidos, le presentan ala firma horas antes de entregar Arturo su alma a Dios, por Él y por España.

Más de treinta dedicatorias he leído yo mismo, de lo más grandioso de la literatura de estaguerra santa. Los falangistas todos debieran llevarlas en sus devocionarios, leerlas ymeditarlas, pues son los puntos de meditación que les da un compañero que va a morir.

La noche transcurrió en conversaciones con sus buenos amigos, que le contemplabanasombrados de tanta serenidad. "No os apuréis, les repetía; yo nada valgo, hay otros quevaléis mucho más que yo." Las lágrimas corrían por las mejillas de sus compañeros presos.Dejó una carta para Falange, recomendando que no se olvidaran de su madre.

Son las cinco de la mañana. El Padre Vilariño, enfermo y cansado, después de hablar animadamente con unos y con otros, contando sus declaraciones ante el señor Orueta,dormita a intervalos.

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Traigo los ornamentos de la capilla. En medio de una mesa, un gran Cristo de bronce; a pocadistancia de la mesa-altar, dos butacones recamados de terciopelo rojo, para los dos reos. Alos dos lados se colocan la mujer de Somonte, que acaba de tener el primer niño, y otrosparientes. Muy sereno está también. Su mujer le entrega los guantes negros lucientes quellevará al suplicio. Los amigos, se colocan detrás.

El Padre Vilariño comienza la misa. De rodillas, los dos falangistas, se preparan para recibir elViático. Lo recuerdo bien: en medio de aquella habitación a media luz, los ojos de Arturobrillan más que nunca y a ratos parecen llorosos. Tiene el aspecto de un mártir que seprepara al suplicio.

Reciben los dos falangistas católicos la Sagrada Comunión. Después celebro yo, mientrasellos dan gracias. Terminada la misa, les aplico la indulgencia plenaria en el momento de lamuerte, y a Somonte le impongo el escapulario del Carmen.

Después, toman café caliente. Allí mismo, en un infiernillo, se lo preparan los amigos.Entretanto, en animada conversación con sus compañeros, como quien va a un viaje derecreo, sorprendo estas palabras de Arturo:

"Tengo dos dientes de oro. Ese oro quiero que sea para engrandecimiento de España."

Entra un oficial de prisiones, con un oficio por el que se me permite, a pesar de ser yo preso,acompañar al cementerio de Derio, donde será ejecutado, a Arturo; pero a la vez trae la ordende que los dos mártires de la Patria mueran por separado. Una ligera nube de tristezaempaña su rostro alegre. Quisieran morir juntos, pero no puede ser. Los amigos se despidenentre abrazos, dándose mutuos encargos. Trabajar por España; por España católica. Esa esúnicamente nuestra España.

Ya está la camioneta. El Padre Vilariño me entrega la cajita con los Santos Óleos y salimos.

Se abren puertas y rastrillos. Los dos solos, Arturo y yo, entre los fusiles que le van a ejecutar.Poco después, en la camioneta, hacia Derio. Hermosa y fresca mañana. Los milicianos deAcción Vasca, serios y discretos, no hablan. Arturo, me pregunta por el camino: "Padre, ¿creeusted que me salvaré?" "Sí, hijo; tú ciertamente te salvarás. Si no, ¿quién?"

Entramos a pie entre panteones y sepulturas. Arturo, hasta entonces sereno, siente unmovimiento instintivo de terror y se agarra a mi brazo con fuerza. Camino del Monte Calvarioíbamos entre los verdugos, rezando el Padre Nuestro y el Ave María, a los que él contestabacon gran fervor.

Yo creí que me dejarían un momento a solas con él en alguna capilla, cuando veo que nosllevan derechos a la tapia del fusilamiento.

Hago señas al piquete para que espere. Me retiro con Arturo a mano izquierda, y allí, entreunas sepulturas, le doy de nuevo la absolución y le administro en la frente la Santa Unción:"Por esta Santa Unción, te perdone Dios cuanto le ofendiste."

-¿Quieres algo?

-A todos, que me encomienden, que yo no les olvidaré.

Avanzó sereno hacia la tapia y mirando de frente a los fusiles, a cuya derecha había uncentenar de espectadores, sin pañuelo en los ojos, con un crucifijo en la mano izquierda yotro de su amigo Gil Santibáñez en el corazón, con la mano extendida, recibió la descarga al

mismo tiempo que del público salió un no contestado ¡Viva la República!

Cayó al suelo; aún vivía. Yo le veía moverse y oía el estertor de su respiración. Azorado ytembloroso avanzó un guardia pistola en mano. Le dio el golpe de gracia. Aún vivía.

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Pobrecillo. Otro y otro y otro. Hasta cuatro disparos para acabar con la vida de aquel mártir dela Iglesia y de la Patria.

Me acerqué. Recé un responso. Le quité los dos crucifijos. El público estaba profundamenteimpresionado. Ni un insulto contra él ni contra mí. "¿Qué es esto?, me decía uno. ¡Así, conesa serenidad se muere! Sí, es un católico."

Boca arriba y en cruz estaba en el depósito de cadáveres. Tenía la boca abierta. Faltaban losdos dientes de oro.

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