Lindon Paisajes Invisibles y Del Miedo

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Paisatges incògnits, territoris ocults: les geografies de la invisibilitat III Seminari Internacional sobre Paisatge 20, 21 i 22 d’octubre de 2005 La construcción social de los paisajes invisibles y del miedo Alicia Lindón Profesora-investigadora del Departamento de Sociología Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa En este trabajo se aborda el paisaje como construcción social. Este punto de partida implica al menos dos cuestiones importantes: Por un lado, que esa construcción social tiene aspectos materiales y otros no materiales. Este último aspecto debe ser destacado ya que el paisaje tradicionalmente ha sido analizado o bien enfatizando lo material, o bien exclusivamente en términos materiales. Frente a esa tradición, nuestra concepción es que lo no material no puede ser dejado de lado. Por otro lado, resulta que el tratamiento del paisaje como una construcción social implica reconocer y otorgarle centralidad al sujeto que construye esos paisajes. Con esta perspectiva en esta ocasión se analizan tres aspectos, relacionados entre sí, del tema central del Seminario: En primer lugar, se ofrece una reflexión sobre la cuestión de la invisibilidad del paisaje. En un segundo apartado, se presentan algunas pistas acerca del desafío metodológico que supone la identificación y decodificación de ciertos elementos fuertes de los paisajes – invisibles- que sirven para construirlos como un todo, pero que también orientan a la realización de ciertas prácticas particulares. Y por último, planteamos la construcción social de un tipo particular de paisaje invisible: Los paisajes del miedo. En los tres puntos se pone de manifiesto que los paisajes invisibles pueden ser pensados como una construcción social que resulta de las formas de sentir, percibir y concebir los elementos materiales del entorno, de una sociedad dada. Aunque, al mismo tiempo, el paisaje construido socialmente como invisible para algunos, resulta constituyente de la vida social que allí habita 1 . En síntesis, el paisaje resulta de un 1 Esto retoma una perspectiva planteada dentro de la Geografía Humana por distintos autores, por ejemplo, dentro de la geografía cultural, Cosgrove (1998, 2002) lo ha señalado reiteradamente y con relación particular al paisaje. http://www.catpaisatge.net - [email protected] 1

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Paisatges incògnits, territoris ocults: les geografies de la invisibilitat

III Seminari Internacional sobre Paisatge 20, 21 i 22 d’octubre de 2005

La construcción social de los paisajes invisibles y del miedo

Alicia Lindón Profesora-investigadora del Departamento de Sociología

Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa

En este trabajo se aborda el paisaje como construcción social. Este punto de partida implica al menos dos cuestiones importantes: Por un lado, que esa construcción social tiene aspectos materiales y otros no materiales. Este último aspecto debe ser destacado ya que el paisaje tradicionalmente ha sido analizado o bien enfatizando lo material, o bien exclusivamente en términos materiales. Frente a esa tradición, nuestra concepción es que lo no material no puede ser dejado de lado. Por otro lado, resulta que el tratamiento del paisaje como una construcción social implica reconocer y otorgarle centralidad al sujeto que construye esos paisajes.

Con esta perspectiva en esta ocasión se analizan tres aspectos, relacionados

entre sí, del tema central del Seminario: En primer lugar, se ofrece una reflexión sobre la cuestión de la invisibilidad del paisaje. En un segundo apartado, se presentan algunas pistas acerca del desafío metodológico que supone la identificación y decodificación de ciertos elementos fuertes de los paisajes –invisibles- que sirven para construirlos como un todo, pero que también orientan a la realización de ciertas prácticas particulares. Y por último, planteamos la construcción social de un tipo particular de paisaje invisible: Los paisajes del miedo.

En los tres puntos se pone de manifiesto que los paisajes invisibles pueden ser

pensados como una construcción social que resulta de las formas de sentir, percibir y concebir los elementos materiales del entorno, de una sociedad dada. Aunque, al mismo tiempo, el paisaje construido socialmente como invisible para algunos, resulta constituyente de la vida social que allí habita1. En síntesis, el paisaje resulta de un

1 Esto retoma una perspectiva planteada dentro de la Geografía Humana por distintos autores, por ejemplo, dentro de la geografía cultural, Cosgrove (1998, 2002) lo ha señalado reiteradamente y con relación particular al paisaje.

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movimiento constante entre fuerzas constituyentes y constituidas entre lo material y lo social. La sociedad construye el paisaje y el paisaje construido socialmente, modela la vida social que allí habita.

Para analizar estos tres planos, nos focalizamos en algunos fragmentos de

descripciones e interpretaciones densas correspondientes a experiencias espaciales metropolitanas “situadas” en las calles de una extensa periferia metropolitana pobre, del oriente de la ciudad de México2 . Metodológicamente, estos fragmentos cumplen el papel de figuras condensadoras –al estilo de los hologramas socio-espaciales3

De manera tal que dichos hologramas socio-espaciales corresponden a

circunstancias en apariencia banales, pero de gran valor metodológico por condensar elementos claves para la construcción del sentido del paisaje y por proporcionar pautas acerca de la forma en que la persona se relaciona con el lugar. Por otra parte, estos hologramas socio-espaciales, tienen un valor adicional: Al condensar elementos a partir de una situación banal particular, no sólo abren pistas para interpretar el sentido de esa situación específica, sino también proporcionan pistas para comprender otras situaciones que en algún aspecto estén conectadas con ella.

1. Los paisajes invisibles o no-visibles La geógrafa Odette Louiset (2001) ha planteado que al estudiar las ciudades

exclusivamente en términos de su materialidad, el resultado ha sido hacerlas “invisibles”. Por ello, en su propuesta, hacerlas visibles (es decir, inteligibles) requiere de la inclusión de lo no material. El exclusivo análisis de la materialidad no permite comprender los lugares. Esta reflexión no es ajena al tema que nos ocupa en esta ocasión, en dos sentidos. Por un lado, porque introduce el problema de invisibilizar un territorio por emplear acercamientos insuficientes o parciales. Esto implica que la invisibilidad se asocia al tipo de aproximación. Por otro lado, es pertinente porque nos recuerda que difícilmente un territorio puede ser comprendido exclusivamente desde lo material, es necesario introducir junto a lo material, lo inmaterial, ya sea que lo llamemos cultural, social, subjetividad. En suma, esto nos recuerda que la En términos más generales también ese ha sido el planteamiento de Milton Santos respecto al carácter del espacio de productor de la sociedad y al mismo tiempo, producido por ella (Santos, 1990) 2 Esta periferia del oriente de la ciudad de México se denomina Valle de Chalco, y desde hace más de 15 años la hemos asumido como nuestro laboratorio para comprender distintas problemáticas urbanas (modos de vida urbanos, estrategias residenciales, vida cotidiana, trabajo y familia, imaginarios urbanos... Lindón, 1999; Hiernaux, Lindón y Noyola, 2000...). Cabe comentar que se trata de un territorio de alrededor de 40 kilómetros cuadrados, que ha sido incorporado al área metropolitana desde la segunda mitad de los setenta, a partir del conocido mecanismo de fraccionamientos irregulares de tierras, en ese momento de uso rural. El acelerado crecimiento que experimentó allí la urbanización ha llevado a considerarla reiteradamente como el paradigma de las periferias de la ciudad de México de los años ochenta-noventa. Actualmente reúne a más de medio millón de habitantes, en su mayor parte de escasos recursos, que llegaron al lugar en busca del “mito de la casa propia” (Lindón, 2005), en buena medida procedentes de otras áreas más centrales de la misma ciudad de México. 3 Estamos utilizando la expresión de “holograma social” en el sentido que le diera Navarro (1994).

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invisibilidad puede ser una cortina de humo que interpone el analista del paisaje por el tipo de aproximación utilizada. Pero también es posible considerar la invisibilidad desde la perspectiva de los sujetos anónimos que habitan o transitan por el lugar. En esta ocasión vamos a retomar la segunda alternativa, es decir, desde la perspectiva del sujeto habitante. Pero al mismo tiempo, retomamos la observación de Louiset: Los paisajes no se reducen a lo material, entonces la invisibilidad del lugar para el habitante también puede asociarse a lo no material.

La reflexión sobre “paisajes invisibles” desde la perspectiva del sujeto, puede

tomar diversos rumbos, pero uno que consideramos fértil como punto de partida es la pregunta respecto a “para quién es invisible lo que puede ser visible para otros”. Evidentemente, una pregunta de este tipo no puede tener una respuesta única y generalizante, sino muchas y específicas. Más allá de cuáles sean esas respuestas para cada contexto y situación, lo relevante es que la pregunta ubica el tema dentro de un tipo de mirada. Y dentro de esa mirada, la invisibilidad no puede ser independiente del “punto de vista”, en última instancia, la invisibilidad no puede ser considerada al margen del sujeto que ve o no ve. No se trata de plantear una “invisibilidad estructural”. Esto nos lleva a plantear como punto de partida que no podemos pensar en términos de paisajes invisibles sin incluir expresamente al sujeto, a la persona.

Este último interrogante -“para quién es visible o invisible”- nos permite

recordar que John K. Wright (1947), hace más de medio siglo, decía que la gran ampliación y circulación de información sobre diversos lugares de la superficie terrestre, no debe confundirse con el conocimiento personal que una persona puede tener de pequeñísimos fragmentos de dicha superficie, aparentemente “conocida” en su totalidad (o casi totalidad) pero personalmente desconocida en su mayor parte. Así, se afirmaba que el conocimiento por experiencia (o experiencial) de los lugares tiene características que lo diferencian de los cúmulos de información que actualmente se almacenan de diversas formas y circulan por distintos medios, creando imágenes de diversos lugares, aun de lugares remotos. Este conocimiento experiencial es sumamente particularizado, también localizado en espacio y tiempo y está asociado indisolublemente a qué representan para las personas los encuentros, las situaciones, allí vividas, en suma, la (o las) experiencia del lugar. Cabe aclarar que, la pregunta por la experiencia del lugar no debe ser reducida a una concepción romántica de apego, amor o afecto por los lugares. Evidentemente, la topofilia sigue siendo un tipo de experiencia del lugar pero también pueden ser de otro tipo estas experiencias. Entonces, la invisibilidad de ciertos paisajes también puede ser considerada como ausencia de experiencia respecto a un lugar o a ciertos elementos de un paisaje.

La reflexión que presentamos sobre los paisajes invisibles se contextualiza en

las periferias metropolitanas pobres de las ciudades latinoamericanas, y en particular la periferia oriental de la ciudad de México, entendidas como espacios particulares pero también emblemáticos del mundo actual urbanizado y “en

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urbanización” constante. Con las periferias metropolitanas pobres viene ocurriendo algo semejante a lo que advertía de manera general John K. Wright respecto a esa enorme masa de información sobre diversos lugares del mundo: Todos creemos conocer el paisaje de estas periferias metropolitanas pobres (tanto los “estudiosos” de estos territorios como la sociedad civil en general): Las imágenes de las periferias pobres circulan y siempre nos dejan la impresión de que no hay muchas diferencias entre ellas aunque sean periferias de la ciudad de México, de El Cairo, Lima .... (Davis, 2004). Seguramente esas similitudes no son ajenas a la globalización de distintos fenómenos, que contribuye a reproducir unos mismos rasgos en unas y otras. Sin embargo, la complejidad del tema desborda este nivel de la repetición en apariencia.

Ante los ojos del observador externo, del “extranjero”4 estos paisajes de las

periferias se presentan como “paisajes de la desolación” ya que la primera imagen a la que remiten es la “falta de”. Y lo que falta casi siempre se asocia al sentido del dolor o aflicción por la carencia. “Lo que falta duele, produce sufrimiento”, más aun en una cultura del acopio de bienes, de objetos pero también acopio de contactos interpersonales, de conocidos, relaciones sociales, de información, de poder… No obstante, habría que tomar en cuenta que cuando consideramos estos lugares como paisajes de la desolación, la concepción implícita de que carecen de algo resulta de una analogía, también implícita, con otros paisajes, que nos resultan más próximos en nuestra experiencia. Es necesario destacar esto porque casi siempre nuestros análisis, como miradas externas y expertas, parecen calificar y diagnosticar y en realidad, en esos diagnósticos se interponen nuestras propias experiencias, que suele ser más lo que invisibiliza que lo que hacen visible. Por ello, la identificación de estas periferias como paisajes de la desolación, en los cuales hay carencias, es lo que emerge en la primera mirada externa del lugar.

Desde una mirada más profunda, sensible al punto de vista del sujeto

habitante5 que recupere la noción de “geografías personales” de John K. Wright, esos paisajes son “incógnitos” aun para muchos de quienes creemos conocerlos cuando en términos más precisos solo tenemos información e imágenes superficiales de ellos y sobre todo, imágenes “no vividas”. Cuando desde esa posición de extranjeros, consideramos que en estos paisajes “falta algo o carecen de algo” y por eso son desolados y causan dolor, cabe preguntarnos si desde el punto de vista del habitante también existe esa carencia, o tal vez las carencias son otras. Incluso, cuando el habitante vive ese paisaje en términos de desolación y aflicción tal vez no es por lo que creemos que falta, sino porque el paisaje lo arremete o lo fragiliza, como veremos más adelante.

4 En el sentido schutziano (Schutz, 1974:95-107). 5 En otra ocasión realizamos una revisión de las diversas miradas empleadas para estudiar la ciudad, diferenciando aquellas que la analizan la ciudad desde afuera y las que lo hacen desde la perspectiva de sus habitantes. A las primeras las llamamos exocéntricas y a las segundas, egocéntricas (Hiernaux y Lindón, 2004).

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En síntesis, todo el conocimiento que hemos reunido sobre las periferias metropolitanas pauperizadas, no necesariamente deja de ser información ni coloca a esos territorios para nosotros en la categoría de Tierras Conocidas. Y esos rasgos y conceptos con los que creemos reducir unas de estas periferias a otras, muchas veces no son más que resabios de un pensamiento generalizante que no ha aprendido ni ha querido ver las especificidades, las diferencias, y mucho menos aun, verlas desde la perspectiva del sujeto que hace esos lugares día a día. Por eso, para nosotros siguen siendo Terra Incognita en muchas dimensiones, aunque ocultamos el desconocimiento bajo el calificativo de que se trata de paisajes de la desolación.

Si aceptamos que la vista es el sentido por excelencia con el que tomamos

conocimiento del mundo (no porque los otros sentidos no puedan permitirnos ese conocimiento, sino porque culturalmente aprendimos a conocer a través de la vista), entonces el tema de las Tierras incógnitas o desconocidas, también puede analizarse desde lo que se ve y lo que no se ve, considerando que lo que no se ve, suele no conocerse. En este sentido se puede aceptar la propuesta de que hay “paisajes incógnitos” porque no son visibles, al menos para algunos. Posiblemente, sería más precisa la expresión paisajes “no visibles” que “invisibles”, si consideramos que no se trata de la imposibilidad de que sean vistos, sino que para verlos hacen falta ciertas “claves”. Hay paisajes que resultan invisibles (o no visibles) para muchos porque solo tienen visibilidad para quienes los crean a partir de la reapropiación de ciertos elementos materiales de manera situacional (en el sentido goffmaniano), y de la resignificación de los mismos, sin que esos dos procesos (reapropiación y resignificación) impliquen modificaciones materiales evidentes. La invisibilidad (o no visibilidad) de un paisaje puede ser la creación de un casi Insideness (interioridad) dentro de un Outsideness (exterioridad) (Relph, 1976)6, con la particularidad de que ese casi Insideness solo es reconocido por quien participa de la situación y reconoce códigos o bien, quien tiene memoria espacial al respecto. El Insideness viene a ser un “recinto de sentido” y no un recinto materialmente dado, por eso no es visible para todos.

………Un holograma socio-espacial sobre la invisibilidad…………. El trabajo de campo en esta periferia pobre del oriente de la ciudad de

México nos permitió aprehender que aquello que a los ojos del “extranjero”, como

6 De acuerdo a Relph, la temática del outdoor e indoor no se refiere a lo interior o exterior de los escenarios (o paisajes) en sentido físico. Este autor, replantea ambos conceptos desde la subjetividad espacial. Por ello, la interioridad o exterioridad no se anclan en construcciones materiales abiertas o cerradas, sino en el sentido del individuo en el lugar. Así, diferencia el inside del outside, y deriva de ambas las nociones de insideness y outsideness (1976:49-55), que podríamos traducir como interioridad y exterioridad. Relph construye una tipología de “exterioridades” e “interioridades” en la cual cada tipo hace una transición hacia el siguiente, es decir como si los tipos se definieran sobre un continuo referido a la relación del individuo con el lugar. Aquí lo interno y externo no deriva de una estructura material cerrada a modo de recinto o su ausencia, sino que lo interno y externo resulta de la experiencia que el individuo tenga con ese lugar. Así, cuando los lugares carecen de sentido, habla de una “exterioridad existencial” pero esa exterioridad existencial podría ser experimentada tanto en un lugar abierto como en uno cerrado, una casa por ejemplo.

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era nuestro caso, era una zona de la colonia en la cual se alineaban una serie de grandes recipientes para la acumulación y posterior recolección de la basura, para los jóvenes de la colonia, era el lugar de las experiencias sexuales. Indudablemente, para ellos también era el lugar de concentración material de la basura, eso resultaba parte de lo evidente tanto para ellos y como para cualquiera que por allí pasara o allí estuviera, por su materialidad insoslayable. Pero la basura era solo un elemento de un todo paisajístico. Algunos de los elementos materiales más relevantes de aquel paisaje eran la basura dispersa en el suelo, los perros como los asiduos visitantes y exploradores del lugar, los recipientes mismos de la basura… Para el extranjero, la basura era el elemento paisajístico más fuerte, lo que ajustaba a un entorno paisajístico “desolado” y de carencias. Por ello, sin mayor dificultad se podía concebir aquel lugar como un paisaje de la desolación y la basura.

Sin embargo, para los jóvenes habitantes del lugar constituía un paisaje en el

cual se integraban diversos elementos materiales y no materiales más allá de la basura. Cada uno de estos elementos paisajísticos participaba de cierta forma en la experiencia del paisaje de estos jóvenes. Por ejemplo, los recipientes de basura constituían una pseudo-protección para una sexualidad efímera y nocturna, los perros eran una compañía indiferente pero permanente de la sexualidad. La socialidad juvenil que construyó a ese paisaje de la basura en un paisaje de la sexualidad, estaba conectada (a través de las experiencias) con un Indoor –sobre todo el interior de las casas de estos jóvenes- en el cual lo usual era que la sexualidad de los padres fuera parte de las prácticas realizadas ante la mirada de los hijos.

Para los extranjeros y forasteros como nosotros, fue necesaria la narrativa de

los propios jóvenes sobre ese paisaje y sobre las experiencias allí vividas para que sus palabras nos hicieran ver lo que no podíamos ver a través de la vista. La clave fue la narrativa: La palabra otorgó la visibilidad. Para los jóvenes habitantes del lugar, aquel paisaje -en él que entraban y salían distintas personas- siempre estuvo allí y no era necesario ningún artilugio para verlo. El punto de vista de extranjeros, más allá de la limitación evidente que implicó en un inicio, también tuvo sus ventajas: Hizo posible comprender una emergencia particular de aquello que han planteado algunos geógrafos: Al ser aquel arreglo paisajístico un lugar de la sexualidad, no solo la sexualidad se torna central para identificar y marcar el lugar (para darle sentido al lugar y para construirlo en ese paisaje de la sexualidad y la basura) sino que también ocurre lo inverso. La espacialidad es productora de la sexualidad. Y como esa espacialidad en términos materiales está colmada de basura, la sexualidad toma rasgos de la basura, semántica y materialmente. Por ejemplo, la sexualidad “es” lo que queda (el residuo), es el residuo necesario que queda después de algo previo (deseo, impulso, una fiesta, un abandono...).

Igual que la basura, la sexualidad queda confinada espacialmente a la

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calle7. Al mismo tiempo, esa sexualidad toma otros rasgos propios de ese espacio en sí, y no solo de la basura que en él se aloja. Así, la sexualidad es lo que se aloja en un espacio casi abierto en el cual cualquier objeto físico puede restar cierta visibilidad, pero también la sexualidad es lo que se vive ante los ojos de otros indiferentes.

Estos rasgos propios de aquel espacio terminaron siendo constitutivos de la

sexualidad allí vivida. Además, el espacio también fue constitutivo de la socialidad en otro sentido: También se pudo constatar aquello que planteara Constancio de Castro (1997), en ciertos escenarios se pueden esperar comportamientos reiterativos. En otras palabras, el lugar hace a la conducta. Para los jóvenes habitantes del lugar, desplazarse hacia este lugar en las noches implicaba ir en busca de una experiencia sexual.

Ese paisaje de la basura y la sexualidad es invisible para los que no son parte

de estas experiencias. El develar ese paisaje tuvo un primer y evidente valor, como es el de desentrañar y reconocer lo aparentemente no visible y no conocido. Sin embargo, más allá del hallazgo en sí, su importancia radicó en que se constituyó en una verdadera clave analítica para comprender otros aspectos de la vida social local: Ciertos aspectos de las relaciones intradomésticas (las que ocurren en el Indoor) se tornaron más claros a partir de la forma en que aquel paisaje (Outdoor) configuró a la sexualidad. Por ejemplo, pudimos comprender mejor otras narrativas locales en las cuales la sexualidad de los padres (o de los cónyuges) tiene lugar ante los ojos de otros indiferentes, dentro del recinto de la casa. Esto no implica que la sexualidad del Indoor sea “resultado” de los paisajes de la sexualidad y la basura, sino que éstos últimos dan claves para comprender otros fenómenos asociados.

De este ejemplo se desprende una reflexión bifronte: Por un lado, si queremos

estudiar, investigar, comprender, paisajes invisibles necesitamos desarrollar distintos acercamientos metodológicos ad hoc. Por ejemplo Herbert Blumer (1981) frente a dilemas semejantes decía que si aceptamos que lo central de la vida social son los procesos de interpretación que hacen constantemente las personas, entonces como investigadores de la vida social debemos recurrir a “conceptos sensibilizadores”, es decir, abiertos a captar la interpretación que hace la persona en cada situación. En nuestro caso, el desafío sería desarrollar aproximaciones metodológicas que permitan hacer visibles los paisajes invisibles. Por otro lado surge la otra cara de este mismo interrogante: Como ciudadanos de la vida cotidiana (y no como investigadores) ¿nos interesa ver todos esos paisajes invisibles? ¿O será que la multiplicidad de la vida social, más aun de la vida metropolitana, nos hace optar por la invisibilidad paisajística como una estrategia de vida? De aquí se desprende

7 Hay un dicho popular en México que a través de una irónica analogía alude a la espacialidad propia de la basura: “los maridos son como la basura, tempranito deben ir a la calle”. Asimismo, cabe destacar que los dichos populares, en la medida en que se mantienen vivos, son importantes reservorios de conocimiento de sentido común, dan interpretaciones del mundo, conceptualizan distintos fenómenos, explican ciertas situaciones desde el sentido común, dicen qué se debe hacer en otras.

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una hipótesis a explorar: Esos paisajes invisibles y superpuestos posiblemente estén construyendo un espacio de “mucho espesor”, en donde sobre un paisaje se ha montado, invisiblemente para muchos, otro paisaje, y sobre ese, otro y otro. Esto terminada siendo una forma de vivir la multiplicidad haciendo reducciones transitorias, es decir construyendo invisibilidades circunstanciales y situacionales. En otras palabras, ante una complejidad desbordante nos construimos la opción de no ver ciertos mundos, aun cuando estén junto a nosotros, es una forma de fragmentar selectivamente un mundo complejo.

2. La decodificación de los elementos fuertes del paisaje y su relación con las

prácticas La tarea de descifrar8 un paisaje implica intentar hacer visible lo invisible (o lo

no visible), hacer emerger las lógicas que lo hacen y dinamizan. Aunque esta labor pueda parecer única y monolítica, supone varios desafíos articulados entre sí, como identificar los elementos más fuertes de dicho paisaje, pero también decodificar esos elementos que a modo de signos -y a veces de símbolos- han sido dotados de sentidos específicos. En la reconstrucción de los sentidos otorgados a los elementos del paisaje, se puede utilizar una línea de tiempo que se mueva tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Así, descifrar un paisaje requiere retroceder hacia el pasado porque es en él en donde cada sociedad, cada grupo social, encuentra una tradición o un mundo de sentido dentro de los cuales es posible pensar un elemento paisajístico de cierta forma particular. Por ejemplo, una montaña como un lugar sagrado. Pero, la labor de descifrar el paisaje también se puede mover en la línea de tiempo hacia el futuro porque los sentidos otorgados a cada elemento del paisaje orientan a las personas que lo reconocen a realizar ciertas prácticas o realizarlas de una forma particular. Entonces el problema de descifrar los elementos del paisaje al menos supone reconocer elementos fuertes, comprender el sentido atribuido (dentro de una tradición) y reconocer el tipo de prácticas que orientan a las personas en un horizonte de tiempo particular.

………Un holograma socio-espacial sobre la decodificación…………….. En la periferia excluida de la ciudad de México en la cual hemos anclado

nuestra investigación, una autopista enmarca a la zona por el Norte. Por ello, esta autopista es el elemento del paisaje local que siempre los urbanistas consideran el elemento que favoreció la expansión urbana en el lugar. En otras palabras se asume que su sentido ha sido el de desencadenar los fraccionamientos irregulares de lotes en una zona que antes era rural, o bien como el elemento paisajístico que valorizó más a los terrenos (y luego las viviendas) próximos a la misma.

8 Empleo la expresión descifrar integrando las críticas y advertencias que planteara hace tiempo Clifford Geertz al uso temprano de esta expresión realizado por Ryle: El descifrar no debería pensarse como una tarea mecánica, semejante a la que realiza el empleado de telégrafos, en donde hay una clave que siempre tiene cierto significado. Aquí la tarea es más compleja porque no existe previamente esa relación entre claves y significados, por eso se parecería más a la tarea del crítico de arte (Geertz, 1996:19-24).

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Cabe aclarar que efectivamente es una autopista, y no una avenida. Esto implica que no hay semáforos sino puentes elevados para el cruce peatonal. De hecho se trata de la autopista que antiguamente se extendía desde la salida de la ciudad de México con rumbo a la ciudad cercana de Puebla. Sigue permitiendo la conexión con Puebla, solo que el tramo analizado ya no está fuera de la ciudad de México, sino dentro de ella, en su periferia oriental. La expansión de la ciudad de México hacia el oriente, llevó a que se urbanizaran las tierras que rodean esta autopista por sus flancos norte y sur. Estas condiciones impulsaron la construcción de algunos puentes peatonales elevados para permitir el cruce de la autopista ya que se fueron conformando colonias (barrios) al norte y sur de esta vía rápida. De esta forma, en la periferia analizada (y ubicando el punto de observación en el norte de dicha zona) la autopista es un elemento fuerte y evidente del paisaje.

Recuperando el planteamiento previo acerca de la posibilidad de descifrar

un paisaje, podemos destacar que desde la perspectiva de la experiencia cotidiana de habitar ese lugar, ese elemento paisajístico constituye un signo, que merece otras interpretaciones muy distintas a las de los urbanistas. Desde el punto de vista del habitante de este lugar, la autopista es un signo del paisaje que habla de la velocidad del tránsito, frente a la cual el individuo es consciente de su fragilidad y vulnerabilidad. Más aun, la autopista parece potenciar su fragilidad. La autopista lo hace más frágil y vulnerable socialmente porque se le presenta como la sociedad que pasa rápidamente frente a sí, como la sociedad que ve pasar y que sabe, no se va a detener frente a él.

La conducta frente a este signo es “proteger mi individualidad porque el

entorno es hostil y no lo va a hacer”. A su vez esa conducta se inserta dentro de un Ethos9 que es el individualismo acendrado en una sociedad del riesgo en donde cada cual tiene que resolver su vida porque nadie va a hacerlo por uno, ni siquiera habrá un ser superior o unas instituciones que protejan o amparen. Entonces el elemento paisajístico autopista, aunque en apariencia representa la comunicación, de manera más profunda toma el sentido de fragilizar al individuo, es fuente de agresión. Le recuerda cotidianamente que vive en una sociedad del riesgo.

El fragmento de una narrativa femenina que habita en la zona resulta

ilustrativo del sentido atribuido a la autopista: “Venía de la escuela, tenía que traer todo lo que me encargaban de allá, la

leche, las tortillas, todo..., venía bien cansada, recuerdo que ese día me tocó deportes, venía rendida y cargando mi morral, un morral bien feo, con los útiles, las latas de leche, mis dos kilos de tortillas bien calientes y el solazo, cuando ya venía yo a la subida del puente, ya viene el autobús, me lanzo a correr, se me atraviesa un viejo, o sea chocamos, vuelan las latas por lo que ahora es la vía rápida, y esa vez

9 En el sentido que le otorga a esta expresión Christian Lalive D’Epinay (1990), que por otra parte, no está peleado con el sentido que le han dado otros autores clásicos en el tema, como Geertz.

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me acuerdo que hasta me había comprado un kilo de peras, volaron las latas, las peras, las tortillas, mis cuadernos y yo así, de bruces sobre todo, tenía las rodillas sangrantes, los codos, las manos, pero la suerte me ayudó porque me hubieran “planchado”, porque ahí no era de que... sigue siendo vía rápida, porque es entrada a la autopista, entonces es algo bien feo porque dices, ¿por qué nos tuvimos que venir a vivir a un lugar así?, por qué pues, donde vivíamos teníamos lo más necesario alrededor y a mi me entró un coraje, por qué nos tuvimos que venir a un sitio así y por qué yo tenía a mi edad que padecer con esas necesidades”...

Esta narrativa de una mujer de 40 años en la que rememora una experiencia

vivida cuando tenía alrededor de 15 años, es relevante desde la perspectiva de decodificar los elementos paisajísticos. Aparece la “autopista”, pero en realidad ese elemento solo toma sentido dentro de un paisaje en el que además de la vía rápida, está la misma circulación que va por la vía rápida, así como la figura masculina accidental, que aun involuntariamente se asocia a su fragilización. Es importante destacar que la figura masculina no la arremete directamente, sin embargo el encuentro involuntario termina siendo otro elemento de un paisaje hostil que la arremete y la hace vulnerable. Todavía para reforzar esa imagen de fragilidad frente a la autopista rápida y el hombre que se interpone, la narradora incluye el propio cuerpo lastimado y sangrante. Desde la perspectiva de la narradora, ese paisaje efímero que se dibuja en su narrativa podría nombrarse como un “paisaje de la injusticia y la fragilización social de la persona”, y en él la materialidad insoslayable de la autopista es central.

En esta ocasión nos limitamos a considerar el problema metodológico de la

decodificación con relación a un único elemento paisajístico. Pero en el análisis de paisajes experienciales y particularmente, paisajes no visibles, este desafío se debe aplicar a los diferentes elementos paisajísticos y también al todo.

3. La construcción social de paisajes del miedo Un tipo particular de paisajes invisibles en las periferias metropolitanas

excluidas, son los “paisajes del miedo”. Estos paisajes del miedo son invisibles porque el miedo y su anclaje espacial es algo “flotante”, en el sentido en que utiliza la expresión Manuel Delgado10El paisaje del miedo es flotante porque está “adentro” de la experiencia de habitar el lugar. Y al mismo tiempo y de manera fragmentada, algunos elementos materiales asociados al paisaje del miedo son externos a la experiencia y por lo mismo, evidentes y visibles: Están “afuera” de la experiencia. Lo

10 Cabe recordar que Delgado (1999:36-58) utiliza la expresión “flotante” con relación a la observación, es decir como una estrategia metodológica de cierto tipo de investigación urbana. Así distingue la observación flotante de la observación participante y también de la no participante. En este caso, nos resulta pertinente traer el calificativo de “flotante” para utilizarlo en otro contexto, pero con ese mismo sentido de estar adentro y afuera al mismo tiempo. Aquí lo que está adentro y afuera es el “miedo”. Está adentro porque deriva de una vivencia, y está afuera porque se materializa en ciertos rasgos paisajísticos.

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indudable es que estos paisajes del miedo no tienen una materialidad evidente11 Desde el ángulo de lo necesariamente visible y evidente para cualquier observador externo, en todo caso son configuraciones paisajísticas que pueden expresar desolación, aflicción o carencias, pero no transmiten miedo de manera evidente. Para que ese paisaje material llegue a constituirse en un paisaje del miedo es necesario que medie cierta experiencia, como por ejemplo sufrir una agresión o intento de agresión.

Asimismo, también es importante contextualizar la construcción social de este

tipo de paisajes del miedo en las periferias excluidas, en otros procesos: Uno de ellos es la profundización del sentido del riesgo y de fragilidad social que forma parte de la vida de sus habitantes. Otro, es el contexto de la inseguridad y los discursos sobre ésta que circulan en las grandes ciudades.

…..Un holograma socio-espacial del miedo...... En la investigación sobre esta periferia metropolitana pauperizada hemos

encontrado narrativas de sus habitantes que “dibujan paisajes del miedo”. Particularmente, se trata de narrativas femeninas, aunque no exclusivamente. Es un miedo que usualmente se siente en relación con los “otros”. En este caso particular el otro es visto como un “individuo solitario” que acecha. Esto se puede relacionar con lo que Denis Duclos (1995) denomina la “metáfora del miedo como amenaza exterior”, que este autor –pensando el tema desde Europa- asocia con el mito de la Odinsjagt o la Chasse de Odin12. Así se podría plantear que estas narrativas femeninas construyen paisajes del miedo a partir de un núcleo central que es la concepción del otro como una amenaza externa sobre la propia persona. Esta es una forma de metabolizar –en el sentido planteado por Pietro Bellasi, 198513 - el sentido de vivir en una sociedad del riesgo, de sentir la fragilidad propia frente a las

11 La mención a una materialidad evidente es para señalar que estos paisajes no tienen nada semejante a los “paisajes del terror y el pánico”, ni en el sentido de los denominados parques de diversiones, ni en el sentido hollywoodense de los paisajes mediáticos, ni en otros sentidos de lo terrorífico más reales. 12 La Odinsjagt, o la cacería de Odin, es parte de la mitología escandinava y también germánica. Las interpretaciones que se han hecho son diversas pero en casi todos los casos se destaca el deambular veloz y constante –como búsqueda perpetua- del dios Odin durante las noches y en un caballo negro. En las Américas podríamos mencionar diversos mitos que encuentran puntos de acercamiento con la Odinsjagt aun cuando no haya habido un dios Odin. Los puntos de acercamiento tienen relación precisamente con las incursiones nocturnas, con el sentido de miedo asociado a éstas e incluso con la amenaza de muerte. Algunas versiones podrían ser las distintas formas de “nahualismo” en México y Mesoamérica, los “skinwalker” en los Estados Unidos o, la “luz mala” en el Cono Sur. Tal vez un aspecto que valdría la pena analizar, pero supera los objetivos de este trabajo, es que en los mitos europeos de este tipo, parecería que casi siempre las extrañas figuras que amenazan suelen aparecer de manera colectiva, como comitivas (la Cacería Salvaje, la Santa Compañía de Galicia, los Herthelingi…), mientras que en “las” Américas casi siempre son figuras (fantasmas) que se presentan de manera individual, solas. 13 “De acuerdo a Pietro Bellasi, la “metabolización de la alteridad” se produce a través de lo que él denomina las “figuras metafóricas”, con las cuales el imaginario es capaz de darle un lugar, un sentido, una interpretación, al otro, al acontecimiento, a lo desconocido, a lo diferente. Esa asignación de un lugar en un acervo de comprensión del mundo es un proceso eminentemente simbólico y que tiene su expresión en las “retóricas”, es decir en los discursos, los relatos, las lógicas, las narrativas, los mitos, con los cuales los individuos interpretan al otro y al mundo, y en consecuencia actúan” (Lindón, 2000:10).

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estructuras. También es interesante observar que, esta concepción del miedo como un problema individual impide que el fenómeno social que está detrás pueda ser visualizado y planteado políticamente de manera colectiva.

Desde la perspectiva de la alteridad es significativo este hallazgo ya que no

es miedo a un otro colectivo, sino al agresor solitario. A pesar de que se construye el miedo de esta forma (como individuos aislados), en la zona existen sujetos colectivos (por ejemplo, los denominados “chavos bandas” y distinto tipo de bandas juveniles) que suelen tener comportamientos violentos, incluso en muchos casos se trata de bandas delictivas. Más aun, algunas veces estas bandas dejan sus marcas físicas en el paisaje, sobre todo a través de graffiti, pintas y demás inscripciones. Sin embargo, paradójicamente el miedo se construye socialmente sobre un individuo que es imaginado de manera aislada, no es parte de un colectivo social. Cabe señalar que esta forma de concebir al “otro peligroso” de manera aislada, como una amenaza externa, parece tener más relación con ciertas leyendas presentes en el imaginario local que con fenómenos sociales locales (como las bandas). Esto nos recuerda la pregunta que se plantea al inicio de una de sus obras Angelo Turco (1999): ¿Existe una configuración espacial del mito? Tal vez en el caso que se analiza y entendiendo los paisajes del miedo como configuraciones espaciales, esta pregunta se podría replantear de otra forma: ¿los paisajes del miedo integran elementos míticos? O bien, ¿los paisajes del miedo son la configuración espacial de ciertos mitos?, ¿de cuáles?

Desde una mirada espacial y paisajística resulta relevante que en esta

construcción social del miedo, los individuos solitarios y peligrosos casi siempre cuentan con la complicidad de la “naturaleza” y de la espacialidad misma.

La complicidad entre el agresor solitario, la naturaleza y la espacialidad lleva

a que el miedo se asocie con elementos naturales que integran el paisaje: El lodo, la oscuridad, un lote no construido, un animal muerto, los encharcamientos… Estos son elementos naturales que integran el espacio de vida, y también son piezas claves dentro de los paisajes del miedo. Es frecuente que estas manifestaciones de la “naturaleza” no representen directamente el miedo, pero si indirectamente ya que al menos se presentan como un obstáculo para quien es acechado o bien, como una complicidad para el agresor. Estas complicidades entre el agresor y los elementos naturales, llevan a “naturalizar el miedo”. Por ejemplo, los perros callejeros que acechan, en muchas ocasiones representan directamente miedo y también se integran como piezas fuertes de los paisajes del miedo.

El lodo es un elemento evidente y fuerte del paisaje local ya que se trata de

una zona en la que coinciden dos rasgos constitutivos del lodo: Un terreno plano que resultó de la desecación de un antiguo lago y por lo mismo propenso a inundaciones, a retener el agua de lluvias en superficie. Y también un régimen de precipitaciones en el que éstas se concentran de manera intensa en una estación del año (el verano). No obstante, la expansión de la urbanización (y la

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pavimentación consiguiente) viene “acorralando” al lodo, sin que por ello se pueda considerar un elemento del pasado. Aunque es innegable que actualmente el elemento lodo (“el lodazal”) en la memoria espacial de los habitantes tiene más fuerza que en la realidad. El lodo no representa el miedo pero si un cómplice del agresor que integra el paisaje del miedo, entonces indirectamente es asociado con el miedo, pero también es asociado al esfuerzo y el sacrificio que implica su incorporación en la vida cotidiana.

La contraparte del lodo en términos del régimen pluvial estacional, son las

tolvaneras, es decir las masas o remolinos de polvo incontenibles que avanzan y envuelven todo a su paso durante el invierno, la estación seca. Ambos –lodo y tolvaneras- son elementos paisajísticos naturales “malos” porque dificultan la vida cotidiana. A diferencia de “el lodo” (masculino) que siempre aparece implicado en circunstancias de agresión y es constitutivo de los paisajes del miedo, “las tolvaneras” (femenino) son un elemento del paisaje –que complica la cotidianidad- pero que casi siempre viene a enfatizar la “cultura del sacrificio de las mujeres” que se concreta en la multiplicación de su trabajo doméstico para convivir con el polvo. Así, las tolvaneras generan más trabajo doméstico para las mujeres, pero al mismo tiempo ello les permite magnificar su carácter abnegado y dedicado al hogar. En tanto que el lodo, a veces también habla del sacrificio femenino, pero en otras no solo es una incomodidad cotidiana que aumenta el trabajo doméstico de las mujeres, sino que además las fragiliza, las hace más vulnerables frente a los ataques en los cuales el lodo es el principal aliado del agresor hombre, para retener a la víctima en el lugar de la agresión.

Los lotes baldíos, no construidos, no ocupados con viviendas, es otro

elemento que viene a integrarse en los paisajes del miedo. Esto se debe a que ese elemento paisajístico –el espacio abierto- parece identificarse como un signo –colectiva y indudablemente reconocido- de que en ese lugar vacío “es posible” que sucedan agresiones físicas. Así la presencia de un lote baldío en una zona periférica en la cual se ha densificado la ocupación, pero en la que al mismo tiempo aun hay lotes baldíos, ha devenido un signo paisajístico claro y de indudable sentido: El baldío es un terreno en donde se esconden figuras peligrosas que acechan. Es una construcción de sentido que “une” o enlaza (en términos de sentido) la presencia “ineludible” de baldíos14 con el hecho de que allí se oculten agresores. Al unir a través del sentido ambos aspectos, el segundo término -el ocultamiento de los agresores- incorpora un rasgo del primer término -la presencia de los baldíos- que es su carácter inevitable, lo que “naturalmente siempre va a ocurrir”.

Se constituye así una trama de sentido según la cual la imposibilidad de evitar

los baldíos, implica la paralela imposibilidad de que en ellos no se oculten los agresores que acechan al transeúnte. Un aspecto relevante de esta construcción 14 Aquí lo ineludible deriva del propio proceso de urbanización irregular, que en esencia supone la ocupación progresiva de tierras rurales para uso urbano.

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de sentido es que, la causa última de los peligros resultan ser los baldíos y no lo agresores ni la ciudad. Entonces el peligro parece derivarse “naturalmente” de la existencia de los baldíos. Esta construcción de sentido también se asocia con una conducta esperada socialmente por parte de quienes son amenazadas por el “terreno baldío” (no por el agresor): Se espera que circulen rápidamente, que no se detengan allí y que sepan que –aun con las anteriores advertencias- allí les pueden ocurrir diversas agresiones físicas y emocionales. Es una trama de sentido que naturaliza el peligro y condena a la persona a la amenaza constante y previamente advertida.

Junto a los anteriores elementos “naturales”, el paisaje del miedo integra

algunos rasgos propios del espacio en sí mismo. Uno de estos rasgos es el de las grandes distancias a recorrer. Tampoco representan en sí mismas el miedo. Pero igual que los anteriores elementos, son concebidas como un obstáculo en términos de “distancia a recorrer” para quien puede ser acechado o acechada. Así, las grandes distancias en situaciones en las que alguien es acechado representan una extensión espacial que “aleja simbólicamente” la llegada a un “lugar seguro”, es decir la casa. Cabe destacar que ese lugar seguro, la casa, es un lugar en donde casi siempre la persona acechada puede ser objeto de violencia, pero es violencia “protegida” del exterior y desplegada por la familia inmediata, y no por un desconocido como es en el caso de los baldíos y las calles colindantes.

Las grandes distancias no son un simple obstáculo en un espacio vacío,

neutral, que solo es distancia a recorrer geométricamente dada. Se trata de una distancia obstáculo en la cual están los elementos mencionados más arriba. Así, esos elementos vienen a agregar un plus a las grandes distancias para terminar de armar el rompecabezas del paisaje del miedo. Las grandes distancias a recorrer están pobladas por figuras masculinas que acechan, de lodo que dificulta las caminatas, de encharcamientos que obligan a “andar a los saltos”, de oscuridad que es cómplice de las figuras que acechan al ocultarlas, de perros muertos que como objetos desagradables se interponen en un recorrido, de perros amenazantes que persiguen a la persona acechada o acechable, duplicando la figura del acecho….

La espacialidad también contribuye a la construcción de los paisajes del

miedo a través de la estrechez física. Este es el caso de los espacios que se reducen, como una calle angosta, e impiden que la persona acechada pueda eludirlos fácilmente.

A veces también es constituyente de los paisajes del miedo la espacialidad

como extensión, la amplitud o apertura espacial. Este puede ser el caso de un baldío. Anteriormente se enfatizó la ausencia de construcción en un lote (la condición de baldío), pero a ello se agregan las grandes extensiones en sí, que pueden deberse a que aun no se construyó pero también pueden resultar de la demarcación de áreas vedadas para el uso residencial. Así, las grandes extensiones

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de terreno no construido (y no solo las grandes distancias a recorrer), la apertura espacial, juegan como otra pieza clave de los paisajes del miedo en este contexto particular.

La apertura espacial es una componente relevante de los paisajes del miedo

porque favorece el desplazamiento de los agresores. Al mismo tiempo hay que tener en cuenta que en las periferias en proceso de consolidación como la estudiada (más aun, en las que recién empiezan a ser ocupadas), los espacios abiertos son elementos paisajísticos que casi siempre están presentes, precisamente porque son zonas que no han completado o cerrado la ocupación urbana. También es importante señalar que en otros discursos –pero masculinos- que también hemos hallado en habitantes del lugar, la apertura espacial le sirve subjetivamente al individuo para sentirse protagonista de su libertad, de su avanzada sobre lo desconocido como fuente de innovaciones, como artífice de algo que se va a construir o que se está construyendo. En estas narrativas masculinas, la apertura espacial es un elemento clave para construir a la zona como un paisaje de colonización, de avanzada, de posibilidades y sueños.

En cambio, en las narrativas femeninas, que junto con otras construyen

socialmente los paisajes del miedo, la apertura espacial no le sirve subjetivamente a la persona para posicionarse en sí misma, sino para referir a las posibilidades que le otorga a los otros que la amenazan. Nuevamente, esta forma de darle sentido a la apertura espacial parece muy articulada con ciertas “leyendas y mitos” en donde los espacios abiertos son el escenario por el que se desplazan amenazantes, extraños personajes como los “muertos vivientes”.

La misma apertura espacial podría pensarse como la posibilidad de huir del

agresor, pero lo relevante es que la persona solo le da sentido como una posibilidad para que el otro concrete la agresión. Esta particular construcción de sentido en torno a la apertura espacial se alimenta de experiencias vividas (pasadas), pero también de constructos sociales en los que han sido socializadas las mujeres, y según los cuales el punto de partida de su relación con el mundo es su “incapacidad” y su “imposibilidad” para actuar, decidir, o simplemente para “ser”.

En cuanto a los recuerdos de lo vivido en espacios abiertos, siempre con

relación al miedo, hay que tener en cuenta que no solo son algo que se rememora anecdóticamente. Los recuerdos de lo vivido también son procesados por la persona, dando como resultado un esquema con el que se orienta y se actúa en el paisaje cotidiano, en el presente. Con estos esquemas, la persona configura sus prácticas actuales y aun las futuras (las que todavía no realiza). La proyección de ese esquema en el presente y aun, en el futuro, genera el rechazo al “estar” en un lugar público, en las calles. Pero como no es posible para ninguna persona evitar totalmente el espacio público, esto alimenta el sentido de que el espacio público solo es para circular y cuanto más rápidamente y más breve sea la exposición al mismo, el sujeto se siente más protegido.

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Este aspecto es relevante porque profundiza la función circulatoria de las calles. Cabe recordar que esta concepción de las calles en términos circulatorios fue planteada por los ideales lecorbusianos, y luego largamente retomada en diferentes países y contextos, por las políticas urbanas. Lo anterior todavía se ha visto reforzado por los ideales del modo de vida americano, tan arraigado en las ciudades latinoamericanas, aun cuando en las periferias excluidas el automóvil no llega a entronizarse como en otras zonas de la ciudad. La constitución de paisajes del miedo viene a reforzar la concepción de que las calles solo son para circular. En otros términos, hoy se han acercado e imbricado la idea socialmente aceptada, de raíz lecorbusiana, de que las calles son para circular con la otra idea, que asocia las calles al peligro, el miedo y en consecuencia, también solo son para circular rápidamente, y no para permanecer. La articulación de ambas ideas refuerza la construcción social de las calles de las periferias excluidas como “paisajes del miedo”. Esto muestra que cada vez parece más distante la posibilidad de conquistar el espacio de las calles de las periferias metropolitanas pauperizadas como un espacio para que el habitante pueda “estar” en ellas, a menos que quien “esté” en ellas se asuma como quien puede controlar ese lugar, incluso por el ejercicio de la violencia.

Esta concepción del otro –el alter- como el agresor, si bien se hace con

relación a experiencias vividas, también se configura con referencia a cómo se concibe cada persona a sí misma, en un juego de espejos constante. El otro representa al agresor, pero sobre todo esto opera en esos términos cuando el sí mismo se concibe desde la fragilidad. Y hay muchos elementos paisajísticos que constantemente le recuerdan al habitante anónimo su vulnerabilidad. En este juego de espejos entre los otros (agresores) y un sí mismo fragilizado, es muy frecuente –pero no indispensable- que la condición de género esté presente de manera central. Así, el sentido de fragilidad antes los paisajes del miedo es más usual entre las mujeres que entre los hombres. Aunque también se relaciona con la edad, es más frecuente entre mujeres jóvenes. Esto no implica que todas las mujeres habitantes de esta periferia se posicionen de la misma forma frente a los otros. En algunas narrativas, las mujeres reconocen los paisajes del miedo pero en ellos se ubican como quienes pueden controlar y agredir a otros, incluso a los hombres. Asimismo, algunos hombres también asumen una narrativa del miedo.

Desde la perspectiva del género se ha enfatizado reiteradamente la

participación de las mujeres en los mercados de trabajo, incluso esto opera en esos términos en las periferias pobres como la oriental de la Ciudad de México. Sin embargo, esta construcción de sentido respecto al espacio público abierto en términos de paisaje del miedo, indica que aun cuando estas mujeres participan ineludiblemente del espacio público (de las calles) por su inserción laboral, en buena medida es una presencia desde el miedo al otro del que se hace cómplice la espacialidad y la naturaleza.

Si traemos una frase conocida y citada en distintas ocasiones, de Eric Dardel

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(1990:38), “la ciudad como realidad geográfica es la calle”, caben nuevos cuestionamientos: Si las calles son parte central de la ciudad, pero en las periferias excluidas de muchas ciudades latinoamericanas las calles se constituyen en los ejes centrales de los paisajes del miedo por los que solo se circula y que orientan al sujeto a recluirse en espacios cerrados (en donde paradójicamente la protección solo es una fantasía), entonces es posible dudar si hay alguna posibilidad para la vida urbana como fenómeno colectivo en estos contextos particulares.

De todo esto se desprenden nuevos interrogantes: Es indudable que

actualmente asistimos a un aumento notorio de los discursos sobre la multiplicidad de puntos de vista, de sujetos sociales, sobre la hibridación cultural y este rasgo también está presente en periferias metropolitanas pauperizadas como la estudiada. Aparentemente, estas periferias son “homogéneas”, son los espacios de los pobres de la ciudad. Sin embargo, también en ellas hay diversidad de sujetos sociales ya que sus habitantes son migrantes que han llegado allí de distintos lugares de la metrópoli y del interior, pero también porque muchos de estos hogares tienen al menos un miembro que de manera flotante o permanente está en Estados Unidos, y eso es una fuente constante que alimenta la hibridación. Además, los habitantes de estas periferias tienen diferentes condiciones etarias, de género, laborales… De modo tal que la multiplicidad de sujetos sociales y discursos también es parte de estas periferias metropolitanas excluidas. Sin embargo, resulta significativo que a pesar de la diversidad de otredades, hay una permanente construcción de paisajes del miedo que objetivan al otro como un agresor individual. En otras palabras, la convivencia en las otredades lejos de llevar a la aceptación del otro, alimenta la construcción del otro como agresor, como amenaza y más aun, se lo objetiva en un paisaje, lo que le da más perdurabilidad.

En síntesis, los paisajes del miedo son una construcción socio-cultural

compleja que resulta en diálogo con ciertas formas espaciales que “naturalizan” el miedo. Pero, tal como se planteó en el apartado previo, estos paisajes del miedo terminan siendo lo que le da forma a las prácticas sociales. En otras palabras, el paisaje del miedo resulta construido socialmente pero a su vez, este paisaje produce, de cierta forma, la vida social que allí se desarrolla: Como decía Milton Santos (1990), el espacio es un producto social pero al mismo tiempo produce a la sociedad.

Esta construcción social de los paisajes del miedo articula la fragilidad y el

riesgo de la persona, con la posibilidad de agresión por parte de individuos “aislados y solitarios” que tienen como cómplices al espacio y a distintos elementos naturales. Hasta aquí los ejes de la construcción social del paisaje del miedo. Pero al mismo tiempo, ese conjunto de características llevan a la persona a ubicarse frente al paisaje del miedo como algo que se debe enfrentar de manera individual, ya que no es visible, tampoco es concebido como algo social ni hay componentes políticas en juego, es visto como la maldad de individuos solitarios que se asocian con la naturaleza. Para cerrar esta construcción de sentido, nada de esto tiene

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visibilidad evidente. Así, la fuerza del paisaje del miedo está en que –aunque este paisaje es producido por la sociedad- una vez configurado moldea la vida social de cierta forma pasiva y exacerba el individualismo: Esta es la producción de lo social por parte del paisaje del miedo.

4. Reflexiones finales Para concluir queremos destacar que la invisibilidad paisajística no puede

plantearse sin incluir el punto de vista de quien ve o no ve, es decir, el punto de vista de un actor. En otros términos, para considerar los paisajes desde la invisibilidad, el actor no puede ser considerado desde afuera (como un habitante que está “localizado” en un lugar), sino que la posibilidad de no ver (o ver) el paisaje es algo que se define desde su mirada.

Tomando el punto de vista del sujeto, la invisibilidad puede abordarse al

menos desde dos ángulos muy diferentes. Uno de ellos es aquel en la cual la invisibilidad resulta de un intento fallido del investigador al querer dar cuenta de un paisaje pero no lograrlo por recurrir a aproximaciones parciales o no adecuadas. En estos casos es usual que la invisibilidad resulte al omitir las componentes no materiales del paisaje. Al intentar analizarlo exclusivamente en términos de materialidad, eso lo termina haciendo “invisible” o ininteligible. Muchas veces este tipo de invisibilidad se asocia también a la preferencia por ciertas escalas de análisis que ven los fenómenos de manera muy distante (en estricto sentido, escalas pequeñas). Al alejarnos del paisaje para buscar una mirada más amplia uno de los riesgos más frecuentes es invisibilizar al sujeto-habitante.

La otra invisibilidad es la que opera para una parte de los habitantes o de

quienes tienen algún contacto con el lugar sin buscar analizarlo. En estos casos lo no visible es el resultado de carecer de conocimiento del lugar en términos experienciales. Al no conocer un paisaje o una parte de él por experiencia del lugar, puede resultar invisible. Podemos enfrentarnos al paisaje y solo apreciar algunos elementos materiales, a los que les atribuimos sentidos estandarizados o bien, los que son usuales para nosotros. De esto resulta una invisibilidad por no haber experimentado el lugar y en consecuencia no acceder a otros sentidos. Se trata de paisajes que para un sujeto constituyen verdaderas Terrae incognitae. Pero estas invisibilidades operan para unos sujetos, mientras que para otros son enteramente visibles.

A lo largo del trabajo se pudo observar que un paisaje del miedo como el

analizado, puede ser invisible para ciertos observadores. Ante esa invisibilidad, todo se reduce a un paisaje desolado, un paisaje de carencias. Sin embargo, para quienes han vivido ciertas experiencias en el lugar, es mucho más que un paisaje desolado, es un paisaje que le transmite miedo a la persona y por lo tanto la fragiliza y le hace sentir su vulnerabilidad. Estos paisajes del miedo orientan a quien los ve a realizar ciertas prácticas, o realizarlas de cierta forma. Sin embargo, como resultan

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invisibles para otros, esto trae implicaciones encadenadas, es posible que otros no comprendan el sentido de esas prácticas porque no les resulta visible ese paisaje del miedo como un conjunto. Un mismo arreglo o configuración de elementos materiales puede ser vivido de diferentes formas por distintos sujetos sociales. Los sujetos, desde su mirada y sus experiencias construyen el paisaje, pero una vez que lo integran de alguna manera, esto influye en las mismas personas.

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