Leyendas Tradicionales

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Libro de Leyendas Tradicionales Urbanas

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Salma Meraz

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Urbanas

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LEYENDAS TRADICIONALES

2013 Salma Meraz

http://www.salmameraz.com.br

D.R 2013 por EDITORIAL MERAZ, S.A. de C.V. (Mercado Meraz) San Juan núm. 544, San Fernando, 34229 Durango, Dgo. México www.meraz.com.mx

Este libro no puede ser reproducido,total o parcialmente,sin autorización escrita del autor.

ISBN 970-05-1247-9

IMPRESO EN MÉXICO

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A todas las almas del purgatorio...

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ERAZM Ediciones

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INTRODUCCIÓN

Los temas narrativos que integran este volumen, constituyen un des-pertar hacia las leyendas y tradiciones de México. Mundo multidi-mensional en el que campea preponderantemente el señorío de la ima-ginación. Ángel rebelde que no se somete al imperio de la razón y de circunstacias fortuitas. De aquí que sea obligado el lector al conocimien-to de este libro, dinámica de sorpresas que actúa simultáneamente en to-das direcciones: Historia, leyendas, tradiciones. magia y fulgor que abren caminos insospechados, tanto el mundo real, como al supralógico. Somos testigos en estas páginas, de relatos creados en la agonía de fuerzas polarizadas por la conciencia en un mundo alucinante que corresponde a México. Penetramos sigilosos por callejones tensos de sorpresas, como el niño temeroso recorre al zaguán de la vieja casona provinciana a la caí-da de la noche. Arribaremos a mundos olvidados, porque la visión his-tórica cobrará nueva vida, ensanchando los horizontes del conocimien-to, activando el ritmo de la sangre y el tono de las reacciones. Porque fantasía y realidad en estas narraciones, tienen un fuerte mensaje im-plícito en cada capítulo de los que integran este ilustrativo breviario . En él vemos la alegoría inicial de los elementos que soplsan en los espacios, la dimensión de los seres incorpóreos, la lucha con las som-bras de la materialidad, el encadenamiento a las estructuras cristali-zadas al dolor terreno y las pasiones bastardas como el relato de Los Carcamanes, que conducen en un movimiento alterno al ancho mun-do del conocimiento histórico y a la imaginacón libre y ubérrima. Este libro, además de ilustrarnos, incuursiona por ám-bitos insólitos y verídicos. Magia y ensueños, azoro y dramá-ticos episodios de la historia nuestra, crecen en sus relatos.

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La leyenda del Sahuatoba

Según la tradición los Tepehua-nes conservaban el recuerdo del legendariodiluvio univer-

sal. Dice la leyenda de que antes de que aquel fenómenoaconteciera, el mundo estaba poblado por una hu-manidadsorprendentemente civiliza-da.Algunos años antes del diluvio, una madrugada de estío, el cielo se cubríade denso y negro nubarrones quedando despejado un pequeño es-pacio delcielo en el que brillaba apaci-blemente la estrella de la mañana. El Dios del Rayo, que amaba locamente a la estrella, cruzóvertiginosamente los densos nubarrones llevando su atronada descargahasta la estrella de la mañana. De aquel extraño beso de amor nació unniño a quien el rayo con otra descarga condujo luego ha-cia la tierradepositándolo a la entra-da de una caverna que existía en un elevadísimopicacho de una serranía.

Una cierva recogió al niño, lo condujo al interiorde la caverna y lo depositó en su lecho de zacate al lado de sus-cervantillos. Esta cierva amamantó

al niño, y una águila corpulenta que-había hecho su nido en aquel picacho veló celosamente por la seguridad deaquel predestinado a formar en el mundo una nueva raza. La estrella de lamañana descendía frecuentemente transformada en mujer, acariciaba a suhijo, le traía alimentos y le daba sabios consejos comunicándole facul-tades maravillosas. Aquel muchacho aprendió el lenguaje del torrente, de las flores, de losárboles, de las aves, las abejas y de todo los animales, y con poderosomagnetismo dominaba tan solo con la mirada a los animales feroces.Cruzaba las serranías, des-cendía al fondo de las quebradas con facilidad yrapidez sorprendentes.

Una mañana la estrella le advirtió que aquel día se iniciaría una ca-tástrofemundial que él debería pre-senciar con valor y serenidad. Y no amanecíaaún cuando se inició la tormenta que duró varias semanas culminando conviolentas y terribles sacudidas de la tierra. Los mares abandonaron loscauces y el niño, que

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se llamó SAHUATOBA (EL ETER-NO ADOLESCENTE)tuvo en su derredor el océano encrespado, fu-rioso, tremendo, cuyasenormes olas traían de acá para allá cadáveres hu-manos y de animales,árboles arran-cados de cuajo, restos de materiales de casas, muebles, etc.etc. el espectá-culo que Sahuatoba presenciaba des-de su enhiesto picachoera pavoroso, macabro. La cierva que lo amaman-tara murió de miedo en la caverna. Estaba solo,solo en un mundo des-vastado, en un mundo de agua donde no había mástierra que su escueto picacho. Ni más abrigo que su oscura caverna.Pasaron días, meses, años, siglos tal vez durante cuyo tiempo la estrella dela mañana y el Dios Rayo, traían sustento al solitario.

Las aguas bajaronpaulatinamente hasta dejar visible la tierra. Pero tie-rra sin vegetación,cubierta de lodo, de restos humanos y de animales. Donde antes habíansido valles, ca-ñadas, campiñas amenas ahora se encontraba solo pantanos,lodazales inundados. La tierra era intransita-ble y solo después de muchotiempo

pudo él << eterno adolescente << caminar sobre terrenomedianamente firme. Todo era un páramo, un de-sierto de lodo que al fin sesolidificó y pudo transitarse. Una mañana de primavera, Sahuatoba, al salirde su caverna recibió una grata sorpresa. Al pie de aquel risco había nacidouna planta de lirio y ésta ostentaba una hermosísima flor blanca en cuyaco-rola temblaban cristalinas gotitas de rocío. Con avidez corto aquella flor-que exhalaba un grato perfume y !Oh sorpresa!... la flor se convirtió en una-linda y hermosa mujer.!Masada!... exclamó Sahuatoba. Y Masada fue el nombre de aquella mujerque su pa-dre el Rayo y su madre la Estrella de la Mañana le dieron porcompañera.

Masada es palabra del tepehuán que significa. Los dos seamaron desde luego, y vivieron el uno para el otro. Sahuatoba, con sucompañera expe-dicionó en distintas regiones en bus-ca de un lugar máspropicio para su vida. Vagaron por tierras muy leja-nas de los cuatro puntoscardinales; pero no encontraron el lugar adecua-do y la pareja regresó a sulegendario

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picacho a donde llegó en una noche tormentosa y lóbrega.Al amanecer del día siguiente salió Sahuatoba a dar su saludo habitual a laEstrella de la Mañana. De improviso advir-tió que la pequeña ladera cercanaa la entrada de la caverna estaba cua-jada de lirios blancos. Despertóa-legremente a Masada que lloró de emoción al contemplarla reaparición dela vegetación y cortó una flor que se convirtió en una cierva. Sahuato-balloró al recordar a la cierva que lo amamantaba, y cortó a su vez otra florque se convirtió en venado, dia-riamente cortaba cada uno una flor dando origen a una pareja de ani-males de una especie. Así surgieron losmamíferos, las aves, reptiles, pe-ces, etc. etc. y el mundo se pobló. De ciertos pasajes de esta tradición se infiere que Ouraba, hijo deSahuato-ba, guerrero esforzado e inteligente fundó la tribu tepehuana quelo di-vinizó como posteriormente divinizó a otros personajes que sedistinguie-ron.Pasados algunos siglos la patria de los Tepehuanes fue invadida por unapoderosa muchedumbre (induda-blemente la nación azteca) que obligó

a losnativos a abandonar sus lares. Fueron los Tepehuanes, como los Coras ylos Huicholes a establecerse a una comarca ubicada entre los ho-yZacatecas y San Luis Potosí; pero habiéndose ausentado al poco tiempo losinvasores y siendo árida e incle-mente donde las tribus mencionadas sehabían refugiado, regresando a su antigua patria.Los Tepehuanes ex-tendieron su poderío hasta San An-drés del Téul, dedonde años después fueron desalojados por los Zacate-cas.Pero diréis.. !Qué fue de Sahua-toba y porque vivió tanto tiempo!.

El hombre de este personaje signi-fica y en sentido religioso. Según losTepehuanes, Sahuatoba vive to-davía en adolescencia perpetua y es vistopor ellos frecuentemente en distintos parajes, entre una aureola radiante,dirigiendo subjetivamen-te los destinos de su raza. Muchos siglos despuésque sus hijos se dise-minaron y fundaron sus diversas nacionalidades,cuando sus sucesores tuvieron la convicción de que había muerto se lesapareció en un lugar llamado Ixtlahuacán ± Nopotlatalli,

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que quiere decir<> y que en opi-nión del cronista Fray Antonio Tello, fue tal lugar el Valle deSúchel. Se les apareció en forma de niño por lo que llamaron Pitzintli oTiopitzint-li.Cuenta la leyenda que mientras Sahuatoba permaneció en esta oca-siónentre los indígenas su esposa Masada que se había quedado en el sitiodonde vivieron, desapareció para siempre, pues que el Dios de el Rayo seenamoro locamente y no pudien-do hacerla su esposa por serlo de su hijo, encolerizado le envió una des-carga lanzándolo al espacio en donde seconvirtió en Estrella de la Tarde.

Cuando Sahuatoba regresó a su mile-nario hogar, no encontró a su mujer.La buscó en vano por todas partes; interrogó por ella los montes, a las-cascadas, al arroyuelo, a los árboles, a las flores, a los animales, conterrible desesperación pero todos le contesta-ban solamente.- Espera la caída de la tarde. Desde entonces diariamente que el se pone,del eterno adolescen-te, parado sobre el enorme risco que vió desarrollarse su vida, contem-pla a la Estrella de la Tarde, lleno

de tristeza y de emoción,sintiendo, con un presentimiento la creencia de que aquella estrella es suesposa, su Masada a la que adoró y adora aún eternamente.Y la Estrella de la Tar-de es también una diosa para estos indígenas, como loes la Estrella de la Mañana. Esta última fue también venerada por losNahuas. Los Tolte-cas la llamaban Tlahuizcalpanteutl y le erigieron unapirámide en Tula.

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La visita de los siete templos

Cuenta esta leyenda que en el año de 1937 don Pa b l o R o d r í g u e z Q u i e n

sus compañeros le apodaban“el cacahuate “ por lo cual él era taxista se avía pasado sin poder tra-bajar yatrascurrido el día se acerco la noche fue cuando se encontró-con una linda mujer la cual le pi-dió de sus servicios alsubirse a taxi la mujer le dijo a “ al cacahuate´. Por favor me lleva a estos siete templos que tengo algo queresolver cuando iban llegando a la catedral le dijo aquelladama por favor aquí espéteme el cacahuate la espero en elcarro hasta que salió en seguida le dio el nombre de lossiguientes tem-plos a si la llevo a todos los demás Por último le pide a cacahua-te que la lleve al cementerioaquel taxista se preguntaba ¿quién es? ¿Dónde vive? ¿Cómose llama?. Cuando llegaron a la puerta de ce-

menterio la mujer se bajodel carro le pidió un papel y una pluma y frente de élescribió ella le dice le suplico que se lo lleve el día demañana a la persona a quien va dirigida para que le liqui-desus servicios la cual va dirigida a un doctor él le dice peroseñora como va creer el que usted me manda no ten-drá problemas entréguele este anillo y dígale cuanto es de susservicios si por alguna cosa no le paga se queda con el anilloella le dice ±yo me que-do aquí el cacahuate no quiso saber mas de la mujer y se retiro llegando a su casa muy asustadoy le platico a su esposa de lo que le había sucedido . Al día siguiente busco al doctor ya que lo encontró leentrego la nota y el anillo la examino le dijo si son de-Josefina yo pago todos los gastos ella hace un año que murióy ese anillo se lo llevo a la tumba el cacahuate salió lo masrápido que pudo y se lo con-to a sus compañeros los cualesno le creyeron de lo que le había sucedido

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La Monja de Catedral

Se cuenta que existió una vez en la ciudad de Durango una familia cuyonombre se ha

perdido en el tiempo, eran origina-rios de Topia, poblaciónminera que se encuentra enclavada en el cora-zón de la sierra de Durango.El se había dedicado a la minería, ella prototipo de la mujer hogareña, la-vida había pasado dando atención a Beatriz única hija del matrimonio.Beatriz era una hermosa chiquilla de piel blanca, ligeramente tostada por elsol de la sierra, cabello rubio y largo, ojos azules, boca pequeña con labiosfinos y rojos, robusta y de estatura alta bien proporcionada. Como era laúnica hija de la familia y los padres tenían con que hacerlo, pensaron endarle una buena educa-ción. Movidos por ese imperativo, la familia setraslado a la ciudad de Du-rango, estableciéndose en una casa de la calle dela pendiente que estaba muy cerca de el templo de la cate-dral donde habíade inmortalizarse para siempre Beatriz, en la leyenda de la monja de lunade la catedral de Durango.Era la década de los años cincuentas del siglo XIX cuando la

chicadetermino ingresar a un con-vento de religiosas. Sus padres que la amabantanto, aprobaron de inme-diato la idea, considerando que pre-ferirían verlacasada con cristo que con un mortal cualquiera.Beatriz se fue al convento, su padre, además de pagar una fuerte cantidadde di-nero por la dote correspondiente, su fortuna la dono al monasterio adon-de había ingresado su hija.Eran aquellos años turbulentos de las lu-chas entre liberales yconservadores, Juárez en desesperado esfuerzo por liberar a su pueblo dela opresión de conciencias, promulgo las leyes de reforma y se reformo laconstitución.

El clero al sentir sus intereses afec-tados; cerro algunos conventos o instituciones de carácter religioso, entre ellos el convento endonde se en-contraba Beatriz. La monja regreso a su casa encontrándosecon la desa-gradable sorpresa de que su madre había muerto y su padre seencon-traba muy enfermo.A Beatriz al re-tirarla no le regresaron ni la dote, ni la fortuna que su padrehabía dona-do cuando su ingreso. Las reservas

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económicas de la familia sehabían agotado y la situación era difícil. El tiempo pasaba y no había dine-roni donde conseguirlo, las fuentes de trabajo estaban cerradas, acaba-ba depasar la guerra de reforma y ya se estaba en plena intervención francesa.El viejo murió y tuvo que hipotecar la casa para enterrarlo po-niendo enriesgo su único patrimonio donde podría vivir mientras se abría el convento.Beatriz se quedo envuel-ta en terrible soledad, protegida por su fe ysostenida con la esperanza de volver pronto a su vida monacal.

En su casatoda ocupación consistía en salir en la mañana a la misa, en la tarde alrosario a la iglesia mas cercana que era la catedral. Duran-te el día aseabala casa y entre el rezo y rezo atendía su industria artesa-nal hogareña queconsistía en tejer y bordar paños para la iglesia, activi-dad por la que el curale obsequiaba unas cuantas monedas y le daba su apretón de manos.Mientras la vida de esta mujer se deslizaba en per-zosa rutina, las tropasfrancesas del imperio, mandadas por el general L¶Heriller entraba enDurango sin resistencia, siendo objeto de caluro-

so recibimiento por laburguesía y el clero. Se recibió a los franceses con la lluvia de flores, losintelectuales les compusieron versos, el comercio les ofrecía banquetes, elclero misas y Te-Deum; y la sociedad aristócra-ta les brindo su casa a los jefes y oficiales imperialistas extranjeros; quienes en su mayoría eran jóvenes apuestos y sobre todo, con monedas de oro en los bolsillos,sustraídas de la antigua hacienda mexicana. Es-tos cortejaban a las damasduran-guenses, ellas en correspondencia se dejaban querer.A los varones, principalmente jóvenes de la ciudad, nunca les cayó bien loque veían. Odiaban a los franceses por ser in-vasores. Si la ciudad no habíapuesto resistencia a su llegada no fue por falta de valor y conciencianacional de los hombres del pueblo, si no por falta de recursos paraorganizar la defensa, por una parte; por la otra, el hecho de ser franceses,los hizo sentirse facultados para atropellar a los civiles y disfrutar a lamujer que les agradaba. Este odio daba a los mexicanos razón paraasesi-nar a un francés cuando se daba la oportunidad.Así sucedió que una noche oscura y lluviosa del mes de

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agosto de 1866 seencontraban en la calle un joven mexicano que tra-taba de entrevistarse consu novia y un joven oficial francés de nombre Fernando que intentabacortejar a la misma dama. No hubo dialogo entre ellos, el duranguense,puñal en mano se lanzo contra el intru-so; le asesto dos o tres puñaladas, Fernando al sentirse herido huyo.

El mexicano en su afán de aniqui-larlotrato de darle alcance, tropezó y callo al piso, el escurridizo militar diovuelta a la esquina y avanzo en su huida. Consciente el extranjero de quesi lo alcanzaba su rival no lo de-jaba vivo, toco en la primera puerta que seencontró; era la casa de Bea-triz. La muchacha al oír los toques fuertes ydesesperados intuyo que su auxilio era de vida o muerte. Abrió la puerta, elfrancés mal herido en-tro y callo sangrante y desmayado en el suelo delzaguán. La monja ce-rro, violentamente puso el aldabón y se quedoperpleja; no pensó ni hablo nada, durante unos minutos se que-do parada,contemplando al mori-bundo sin hallar que hacer.Por fin se le paso el susto, le limpio la sangre de la cabeza al herido y aplicounos

lienzos de agua fría que lo hicieron volver en si. Cuando se paro a ellalo cautivo por lo arrogante, a el, ella lo cautivo por lo bella y lo delicada.Luego que el militar tomo unos sor-bos de agua fresca, Beatriz abrió lapuerta del zaguán y le pidió que abandonara la casa de inmediato.Fernando le suplico que le permitie-ra pasar esa noche allí para salvar suvida, la monja se asusto y le negó el refugio. El francés ante la alter-nativade la vida y la muerte, cerro la puerta con brusquedad y sacando unespadín que no pudo utilizar en el encuentro fatal, se lo puso en el pechodiciéndole: si haces escándalo ye ¡te mato¡ la monja prefirió callar yesperar el resultado de las cosas.

Despues de un buen rato de silen-cioentre los dos, el le platico todo y le imploro su ayuda; le entrego un buenpuño de monedas de oro, que indudablemente contribuyeron al-convencimiento de la monja. Por fin, Fernando se quedo escondido en casade Beatriz. Ella lo curo y lo atendió con esmero. Los dos eran jóvenes, maso menos de la misma edad, bien parecidos. Se enamo-raron profundamenteuno del otro

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y sintiendo Beatriz que había en-contrado a él hombre de suvida, se entrego en cuerpo y alma a él; los dos vivieron momentos deexcelsa felicidad, de esos que son escasos en el vivir de los seres humanospe-ro que, cuando se presentan deben vivirse con plenitud. En ese mundo-secreto de feliz compañía el militar perdió el pulso de devenir en la po-liticade México por que no salía de la casa, ni conversaba con nadie. Ella que erala que se comunicaba con el exterior, no entendía de esas cosas ni recibíainformación porque su círculo de relaciones era ajeno a la vida militar ypolítica del estado.

Las cosas cambiaron, napoleón or-deno el retiro de las fuerzas fran-cesas delsuelo mexicano; el ejército francés sin saber Fernando, abando-no la ciudadde Durango y se apres-taba el ejército liberal a la ocupa-ción de la plaza. Alconocer esto el militar del relato, intuyo que sus días estaban contados,advirtió que no podía estar oculto toda la vida; tarde o temprano seriadescubier-to y terminaría en el paredón. Era urgente salir de Durango, teniaque dejar a Beatriz; se revistió de valor y

dio a conocer la decisión a suamada. Beatriz se resistió en principio, el la convenció ofreciéndole volverpron-to, tan bueno como las cosas cam-biaran. Ya no había franceses en la ciudad de Durango, solo Fernando porque estaba escondido. La monja leconsiguió un caballo ensillado, le presto bastimento y una noche del mes denoviembre de 1866, el oficial francés salio sigilosamente de la ciudad;Beatriz lo encamino hasta la salida donde terminaba el barrio de Analco,camino al puerto de Mazat-lán. La despedida fue dolorosa como son todaslas despedidas de dos seres que se quieren. Las lagrimas de la pareja,humedecieron aquella noche novembrina, se apretaron fuerte-mente en unabrazo desesperado, se dieron un beso prolongado; ella se quito unamedalla de oro que llevaba colgada en su pecho y colgándose-la a el le dijo: ³Para que te cuide´. Fernando monto en su corcel y se perdió en la lejanía yel silencio de la noche.La noche estaba estrella-da como son las noches durangue-ñas en esa épocadel año; hacia frió, el ambiente olía a pasto frió, había silencio, en la lejaníase escuchaba el canto de los gallos y las campanas

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de la catedral sonabanlas tres de la mañana. Beatriz levanto los ojos al cielo, oró en silencio y convoz casi apagada decía: ³tiene que volver se-ñor, tu me lo vas a traer´;mientras que con paso lento atravesaba las calles de Analco y tierra blancay se dirigía a su casa.Por otra par-te, Fernando no conocía el camino que lo podría conducir alpuerto de Mazatlán, para unirse con sus com-pañeros y después, ya conotro ca-rácter volvería a buscar a Beatriz.

Los conocimientos que tenia deles-tado de Durango y sus comunica-ciones eran mínimos, solamente los quesus superiores le habían trans-mitido con motivo de operaciones de laguerra. Cuando se alejo de su amada y se sintió solo ante aquel esplendidopanorama nocturno, contemplo las estrellas y lloro a torrentes. Se sintió elhombre mas desgraciado de la tierra, sin patria, sin familia, sin dinero, sinconoci-miento del terreno, sin compañeros y con el tremendo estigma dellevar el uniforme de un ejército invasor que se batía en retirada.Sintió que su vida estaba contada en horas y se arrepintió terriblemente deno ha-

berse quedado con Beatriz a vivir en un encierro sin límites. Hasta ese-momento se puso a considerar los riegos que consideraba aquel viaje, quecomparados con los riesgos que le traía vivir al lado de su amada, opto porsu regreso. Miro el horizon-te y el crepúsculo rosado del ama-neceranunciaba el advenimiento de un nuevo día. La fuerza del amor habíatriunfado, peso en el gozo que le iba dar a ver a Beatriz verso esa mismamañana.Así torció la rienda a su caballo para emprender el cami-no de regreso, en elpreciso momen-to que la avanzada de una guerrilla juarista que tenia sucuartel en la vieja hacienda de Tapias muy cerca de la capital de la entidadle marcaba ³el quien vive´. Fernando al conocer de los rigores de la guerray sabedor de la política del presidente Juá-rez, ni siquiera pensó su decisión.

Le prendió las espuelas al caballo, le dio un cuartazo con energía y salio disparado como un rayo por donde había venido. No avanzo mucho, unadescarga de fusilaría rompió el silencio de aquella madrugada y el cuerpode Fernando rodó sin vida por el suelo. El caballo se fue con todo y

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silla,uno de los guerrilleros lo alcan-zo y en su velos carrera con su reata delazar le echo un cuello, enredo ca-beza de silla y lo detuvo, trayéndolo anteel jefe de la guerrilla.Después de revisarlo de todo a todo y registrar los bolsillos del muerto,tratando de encontrar algún mensaje secreto, no encontraron identificaciónalguna, en un morral de cuero solo había un guaje con agua, unas gordasque en su interior contenían frijoles moli-dos enchilados, un poco de pinole yunos panecillos de harina de trigo, estaban envueltos en una servilleta-bordada con hilaza de colores ador-nada con un deshilado y unas pun-tas detejido a mano. Aquel soldado no traía nada de importancia, ni si-quiera fusil,solo colgaba en su pecho una medalla de oro con la imagen de la Purísimaconcepción y un nombre grabado por el dorso que decía: Bea-triz.Atravesaron el cuerpo de aquel hombre sobre la silla del caballo en quevenia montado y se lo llevaron estirando hasta la hacienda. Exten-dieron aldifunto sobre el piso del portal de la casa grande donde vivía don Antonio,el jefe de la guerrilla.

El sol salía en las colinas de en-

frente, un vientohelado soplaba del norte; la noticia de la muerte se ex-tendió como reguerode pólvora, la casa se lleno de mirones; una vieja observadora dijo despuésde exami-narlo: miren y tenía barba partida; era muy joven. Otra agrego:era muy alto. Allí permaneció el cadáver ti-rado, no le pusieron velas ninadie lo lloraba, a la altura del medio día, se le dio cristiana sepultura. Alce-menterio lo llevaron atravesado en su caballo y al sepelio solamentea-sistieron dos personas soldados de la guerrilla, uno llevaba un talacho yuna pala sobre el hombro. El otro cabresteaba el caballo que servia deataúd y de carroza fúnebre. Al llegar al panteón cavaron una fosa y allí arrojaron el cadáver de Fer-nando como cayo. Así terminaba en amor deBeatriz, el hombre de su sueño y de su vida que la había hecho tan feliz uncorto tiempo.Beatriz no supo nada de esto, tal vez si lo sabe se muere de angustia o seclava un puñal en el corazón. Ella vivía por-que era de Fernando y seconservaba para el; consideraba que el regreso de su amado era cuestiónde días, o cuando mucho de meses. En su casa, volvió a la vida de soledady rutina; ir

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a misa en la mañana, al rosario en la tarde y bordar y tejer paraconfeccio-nar los paños sagrados de la iglesia.

No dormía, gran parte de lanoche se la pasaba en vela, orando de rodi-llas ante el retrato antropomorfodel trazador de destinos humanos.En el convento había aprendido que la fe debe de ser siempre constante,que hay que sufrir para merecer, y que un milagro no se realiza nada mas-porque se pide; para que se haga a que atravesar la barrera del infinito y llegar a dios y se llega a el sola-mente cuando se habla con el cora-zón. Portodo esto, ella esperaba el milagro a largo plazo y aun así, ha-cia loimposible por merecerlo. Siem-pre tenía de día y de noche una lám-para deaceite encendida a la imagen de su devoción.La castigaba el saber que ya era madre, que en su vientre latía una vida,producto de su amor con Fernando; que la hipoteca de la casa, que habíahecho cuando tuvo que enterrar a su padre estaba por vencerse y no teniadinero; que si ha-brían de nuevo el convento no podría regresar; que quédiría el señor cura si se daba cuenta de su pecado; que donde iba a vivir sile quitaban la

casa, que si nacía su hijo sin padre, a él y a ella la sociedadde la religión los iba a condenar; que si Fernan-do no venia ella se moría depena.

Esas y muchas otras reflexiones ha-cia Beatriz, todos los días y todaslas noches; al fin, el desgaste de energía por el llanto y la preocupación,eran mas grandes que el insomnio y ter-minaba por dormirse. Lascampana-das de misa de las cinco la desper-taban, se santiguaba yempezaba a pensar en Fernando y en su situa-ción para concluir con laespera de un milagro, que era lo único que la podía salvar.Así paso un mes y así pasaron tres meses sin tener noti-cias de su amado,la confortaba la idea de que el no le escribía porque estaba próximo siregreso; el milagro estaba por realizarse de un momen-to a otro, en unanoche de luna llega-ría el oficial francés por el occidente. Tanto era su fe laidea del regreso de Fernando se convirtió en obsesión y todos los días deplenilunio, cuando Beatriz iba al rosario de la tarde, se escondía tras unconfesionario de la catedral, para luego que cerraban la puerta, subiría porla escalera del caracol al campanario; porque lo

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alto de la torre le permitíadominar mayor distancia y visibilidad en el horizonte, para completar lainmen-sidad hacia el occidente por don-de tenia que aparecer su amado.

Todos los días, todas las tardes y todas las noches, Beatriz trepaba a lo altode la torre izquierda de la catedral, a hurgar en el horizonte esperando elretorno de Fernando; por fin, cuando el niño de Beatriz estaba por nacer,una mañana del mes de abril, a las primera luces del alba, cuando elsacristán del templo habría la puerta mayor de la iglesia, vio tirado sobre elatrio enlozado de la catedral, el cuerpo de una mujer que con los brazosabiertos sobre el suelo, yacía muerta. Estampada en el piso al desplomarsede lo alto de la torre de donde contemplaba el hori-zonte.Nunca se supo si fue suicidio por la desesperación y el desengaño porque elmilagro no se realizaba, porque la plegaria de aquella noche de noviembrese perdió en el infinito del cielo estrellado y no llego a su destino, porquelos ruegos y las ora-ciones de todos los días, no fueron escuchados enrepresalia, porque la monja rompió el voto de castidad.

No se supotampoco si fue un acci-dente producto del agotamiento y el desvelo el queocasiono el desplo-me. La realidad, que Beatriz mu-rió por la caída de masde treinta metros de altura, cuando a su higo le faltaban unos días para nacer y que desde entonces, todas las no-ches de plenilunio se ve la siluetade una monja vestida de blanco en el campanario de la torre izquierda de lacatedral de Durango, de rodillas contemplando el occidente implo-rando porel retorno de su amado.

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El carreton de la otra vida

En las noches cerradas y so-bre todo en la de “sur y chil-chi”, se dejaba oír de pronto

en lo soledoso de la campiña un agu-do chirriar de ejes y un fuerte res-tallar de látigo, que hacían crispar los nervios de las buenas gentes y entrar en natural espanto. Mayores eran la turbación y el temor cuando tales ruidos eran percibidos en cam-po raso y el cuitado descabezaba un sueño en la pascana, junto a su jato carretero y sus bueyes. Rechino y trallazo se escuchaban entonces con más fuerza y como si el ente y el ar-tefacto que los producían camina-sen por cerca y estuvieran a punto de pasar por delante de la pascana.Alguna vez se alcanzaron a per-cibir las voces del lúgubre carre-tero que instaba a las yuntas, y era su tono gangoso, aflautado, hipante, como no es capaz de mo-dular ninguna garganta humana.Si al rasgar el cielo un relámpago el campo se iluminaba súbitamen-te y el cuitado viajero tenía tiem-

po y valor para echar un vistazo, la figura del carretón fantasma se escorzaba apenas, como hecha con líneas ondulantes e imprecisas.Aunque visión campera por excelen-cia, no falto vez en que se mostro en la propia ciudad, bien que a la parte de afuera y precisamente en la calle, en-tonces apartado y de cierto callejón, que pasa por delante del cementerio.

Más de un trasnochador y parran-dero acertó a columbrarlo, cuan-do entre crujidos y estridores dis-curría con dirección al lazareto.Pero cierta noche de perros en que las sombras se apelmazaban y aulla-ba el viento, un prójimo dio de manos a boca en la aparición. Salía de una casa vecina, después de haber corri-do en ella largas horas de diversión copiosamente regada. Los vapores etílicos que le ocupaban la azotea le habían puesto en la condición de bravo entre los bravos y capaz de enfrentarse con cualquier peligro.Al ver el carretón deslizarse sobre

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el arenoso suelo de la calle se lan-zo hacia él, resuelto a saber cómo era. Lo supo al instante, de una sola ojeada. Pero de carretón ¡ay! Solo tenía la traza. Las estacas estaban constituidas por tibias y peronés de esqueleto y en lugar de teleras asomaban costillas descarnadas. Del carretero solo se veía la cara, si tal puede llamarse a una horrenda calavera, dentro de las cuyas cuen-cas vacías algo brillaba y centella-ba como las brazas de un horno. Ante la contemplación de semejante horrideces, el hombre sintió que la tranca se le iba de un salto. Y no pu-diendo mas con lo que tenía por delan-te, echó a correr despavorido. Y gra-cias a Dios que llegó con bien a casa.

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Las Costillas del Diablo

La gente de Tepotzotlán era muy afecta a la narración de leyendas; actualmente

esta tradición se ha ido perdiendo, probablemente, quizá debido a la existencia de la radio y la televisión. Antiguamente se contaban leyen-das de brujas, nahuales, duendes, lloronas, aparecidos y demonios.

Cuenta una leyenda que el diablo se iba a llevar a su casa una piedra; des-pués de que la hubo atado con mecates, trató de arrancarla del suelo de lava Volcánica donde estaba, pero fue tan-to su esfuerzo que dejó marcadas las costillas, y al no poder cargarla antes de que el gallo cantara, la abandonó.

Otra leyenda asegura que existen túneles que van desde el Colegio Je-suita hasta distintas haciendas y pa-rroquias de la periferia; Asimismo, se habla de una campana encanta-da; al respecto, cuentan que cuando fueron colocadas las campanas en la torre grande, en 1762, una de ellas

cayó y se hundió en el suelo, quedan-do allí encantada. En 1914, cuando llegaron al pueblo los carrancistas, se dice que trataron de sacarla pero que fue inútil, ya que entre más es-carbaban, aquella más se hundía.

Se habla también de que en los ce-rros hacen sus sesiones las brujas y que después salen a chupar la san-gre de los niños pequeños, princi-palmente de aquellos que no están bautizados. También se cuenta de un jinete vestido de negro, con bo-tonadura de oro, que se aparece en algunos caminos, sobre un caballo negro, de cuyos cascos y cola sa-len chispas; aseguran que seduce con su riqueza a la gente codiciosa.

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El Callejón del Muerto

Corría el año de 1600 y a la capital de la Nueva España continuaban llegando mer-

caderes, aventureros y no pocos felones, gentes de rompe y razga que venían al Nuevo Mundo con el fin de enriquecerse como lo habían hecho los conquistadores. Uno de esos hombres que llegaba a la ca-pital de la Nueva España con el fin de dedicarse al comercio, fue don Tristán de Alzúcer que tenía un negocio de víveres y géneros en las Islas Filipinas, pero ya por fal-ta de buen negocio o por querer abrirle buen camino en la capital a su hijo del mismo nombre, arribó cierto día de aquél año a la ciudad.

Después de recorrer algunos ba-rrios de la antigua Tenochtitlán don Tristán de Alzúcer se fue a radicar en una casa de medianía allá por el rumbo de Tlaltelolco y allí mismo instaló su comercio que atendía con la ayuda de su hijo, un recio mocetón de buen talante y alegre carácter.

Tenía este don Tristán de Alzúcer a un buen amigo y consejero, en la persona de su ilustrísima, el Arzobis-po don Fray García de Santa María Mendoza, quien solía visitarlo en su comercio para conversar de las cosas de Las Filipinas y la tierra hispana, pues eran nacidos en el mismo pueblo. Allí platicaban al sabor de un buen vino y de los relatos que de las islas del Pacífico contaba el comerciante.

Todo iba viento en popa en el comer-cio que el tal don Tristán decidió am-pliar y darle variedad, para lo cual envió a su joven hijo a la Villa Rica de la Vera Cruz y a las costas malsa-nas de la región de más al Sureste.

Quiso la mala suerte que enfer-mara Tristán chico y llegara a tal grado su enfermedad que se temió por su vida. Así lo dijeron los men-sajeros que informaron a don Tris-tán que era imposible trasladar al enfermo en el estado en que se ha-llaba y que sería cosa de medicinas

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adecuadas y de un milagro, para que el joven enfermo de salvara.

Henchido de dolor por la enferme-dad de su hijo y temiendo que mu-riese, don Tristán de Alzúcer se arrodilló ante la imagen de la Vir-gen y prometió ir caminando hasta el santuario del cerrito si su hijo se aliviaba y podía regresar a su lado.

Semanas más tarde el muchacho en-traba a la casa de su padre, pálido, convalesciente, pero vivo y su padre feliz lo estrechó entre sus brazos.

Vinieron tiempos de bonanza, el comercio caminaba con la aten-ción esmerada de padre e hijo y con esto, don Tristán se olvidó de su promesa, aunque de cuando en cuando, sobre todo por las noches en que contaba y recontaba sus ga-nancias, una especie de remordi-miento le invadía el alma al recor-dar la promesa hecha a la Virgen.

Al fin un día envolvió cuidadosamen-te un par de botellas de buen vino y se fue a visitar a su amigo y con-

sejero el Arzobispo García de Santa María Mendoza, para hablarle de sus remordimientos, de la falta de cumplimeinto a la promesa hecha a la Virgen de lo que sería convenien-te hacer, ya que de todos modos le había dado las gracias a la Virgen rezando por el alivio de su vástago.

-Bastará con eso, -dijo el prelado-, si habéis rezado a la Virgen dán-dole las gracias, pienso que no hay necesidad de cumplir lo prometido.

Don Tristán de Alzúcer salió de la casa arzobispal muy complacido, volvió a su casa, al trabajo y al ol-vido de aquella promesa de la cual lo había relevado el Arzobispo.

Más he aquí que un día, apenas ama-necida la mañana, el Arzobispo Fray García de Santana María Mendoza iba por la calle de La Misericordia, cuando se topó a su viejo amigo don Tristán de Alzúcer, que pálido, ojero-so, cadavérico y con una túnica blan-ca que lo envolvía, caminaba rezando con una vela encendida en la mano derecha, mientras su enflaquecida

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siniestra descansaba sobre su pecho.

El Arzobispo le reconoció enseguida, y aunque estaba más pálido y delga-do que la última vez que se habían visto, se acercó para preguntarle.

-A dónde váis a estas ho-ras, amigo Tristán Alzúcer?

- A cumplir con la promesa de ir a darle gracias a la Virgen-, respondió con voz cascada, hueca y tenebrosa, el comerciante llegado de las Filipinas.

No dijo más y el prelado lo miró extra-ñado de pagar la manda, aun cuando él lo había relevado de tal obligación .

Esa noche el Arzobispo decidió ir a visitar a su amigo, para pedirle que le explicara el motivo por el cual había decidido ir a pagar la manda hasta el santuario de la Virgen en el lejano cerrito y lo encontró tendido, muerto, acostado entre cuatro cirios, mientras su joven hijo Tristán llora-ba ante el cadáver con gran pena.

Con mucho asombro el prelado vio

que el sudario con que habían en-vuelto al muerto, era idéntico al que le viera vestir esa mañana y que la vela que sostenían sus agarrota-dos dedos, también era la misma.

-Mi padre murió al amanecer -dijo el hijo entre lloros y gemidos dolo-rosos-, pero antes dijo que debía pa-gar no sé qué promesa a la Virgen.

Esto acabó de comprobar al Arzobis-po, que don Tristan Alzúcer estaba muerto ya cuando dijo haberlo encon-trado por la calle de la Misericordia.

En el ánimo del prelado se pren-dió la duda, la culpa de que aquella alma hubiese vuelto al mundo para pagar una promesa que él le había dicho que no era necesario cumplir.

Pasaron los años...

Tristán el hijo de aquel muerto lle-gado de las Filipinas se casó y se marchó de la Nueva España hacia la Nueva Galicia. Pero el alma de su padre continuó hasta termina-do el siglo, deambulando con una

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vela encendida, cubierto con el su-dario amarillento y carcomido.

Desde aquél entonces, el vulgo llamó a la calleja de esta historia, El Ca-llejón del Muerto, es la misma que andando el tiempo fuera bautizada como calle República Dominicana

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Aparición de un anima del Purgatorio

En la villa de Toluca (que es del marques del Valle), una mujer española, llamado

Isabel Hernández, viéndose atribu-lado, fué á su confesor, que se decia Fr. Benito de Pedroche, cómo es-tando acostada en su cama, habia visto al amanecer un hombre col-gado en su aposento, con el hábito de la misericordia. El confesor le dijo, que lo conjurase si tenia áni-mo para ello, y le enseño el modo como lo habia de hacer. Aparecióle este hombre otras dos ó tres veces, hasta que un día, á la misma hora, estando ella acostada en su cama con otras mujeres, por el temor que tenía, vió la misma visión, y lo conju-ró y preguntó qué era lo que queria.

El hombre le dijo quién era, y cómo habia que estaba en purgatorio, porque habia levantado un falso testimonio á una doncella que que-ria casar un sacerdote honrado, lla-mado Antonio Fraile, por lo cual la doncella no se casó. Y que se había

confesado de aquel pecado y tenido de él contricción; mas por cuanto no le habia restituido la honra, penaba todavia en el purgatorio. Y que para muestra de la verdad que decia, que le preguntasen al Antonio Fraile si esto era asi. Y que por morir fuera de México no le habia vuelto la hon-ra; que de su parte se la volviesen y le mandase decir algunas misas, por-que luego saldria de purgatorio, y asi se las dijeron, y nunca más pareció.

Hízose averiguación de esto en México, y hallóse ser todo así, y á aquella mujer se le volvió la hon-ra, aunque ya era casada cuando sucedio. No se descubre el nom-bre del difunto por su honra.

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El Jinete sin Cabeza

Se dice que en un pueblo muy

aislado de toda civilización

se contaba la historia de

un jinete que acostumbraba a ha-

cer su recorrido por las noches en

un caballo muy hermoso, la gen-

te muy extrañada se preguntaba

¿que hombre tan raro por que hace

eso?, ya que no era muy usual que

alguien saliera y menos por las

noches, a hacer esos recorridos.

En una noche muy oscura y con fuer-

tes relámpagos desapareció del lugar,

sin dar señas de su desaparición. Pa-

saron los años y la gente ya se había

olvidado de esa persona, y fue en una

noche igual a la que desaparecio, que

se escuchó nuevamente la cabalgata

de aquel caballo. Por la curiosidad

muchas personas se asomaron, y vie-

ron un jinete cabalgar por las calles,

fue cuando un relámpago cayó e ilu-

minó al jinete y lo que vieron fue que

ese jinete no tenia cabeza. La gente

horrorizada se metió a sus casas y

no se explicaban lo que habían visto

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El Señor del Rebozo

A mediados del Siglo XVI fun-cionaba ya como convento Dominico, el edificio situado

a espaldas del que fuera templo de Santa Catalina de Siena, ubicado en la calle de su nombre hoy República Argentina. Fundado por ayuda pe-cuniaria de tres mujeres sumamente religiosas y ricas conocidas por “Las Felipas”, este convento recibía la ayu-da de casas y encomiendas y rentas producto de una especie de fideicomi-so de estas Felipas y así comenzó a recibir monjas que se acogían a la ad-vocación de Santa Catalina de Siena.

En el Templo que como se dice y se sabe, daba a la hoy calle de la Re-pública Argentina, estaba entrando a la derecha, un Cristo de madera, esculpido por anónimo escultor, uno de tantos imagineros que dejó para siempre su arte religioso sin que se recuerde su nombre. Era un Cristo de mirada triste, de palidez mortal, con grandes llagas sangrantes y una corona de espinas cuyas puntas pare-cían clavarse en la carne, la madera que asimismo escurría sangre. Daba

lástima esta triste figura del Señor colocada a la entrada del templo, con su cuerpo llagado, flácido y apenas cu-bierto con un trozo de túnica morada.

Tal vez este triste aspecto del Cristo cargando la Cruz fue lo que motivó a una monja que llegó como novicia bajo el nombre de Severa de Gracida y Alvarez y que más tarde adoptara al profesar, el de Sor Severa de San-to Domingo. Pues bien esta monja, cada vez que iba a misa al templo de Santa Catalina, se detenía para mur-murar un par de oraciones al Señor cargado con tan pesada cruz al gra-do de que cada día lo advertía más agobiado, más triste, más sangrante.Pasaban los años y a medida que la monja Sor Severa de Santo Do-mingo solía pasar más tiempo ante el Cristo, mayor era su devoción, mayor su pena y más grande la fe que profesaba al hijo de Dios.

Así pasaron los años, treinta y dos para ser más exactos, la monja se hizo vieja, enferma, cansada, pero no por eso declinó en su adoración por el

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Señor de la Cruz a cuestas, sino que aumentó a tal grado de que lo llama-ba desde su celda en donde había caí-do enferma de enfermedad y de vejez.Una noche ululaba el viento, se me-tía por las rendijas, por el portillo sin vidrio ni madera, calaba has-ta los huesos viejos y cansados de la monja. El aire azotaba la lluvia y la noche se hacía insoportable.

-!Jesús.. Cristo mío! -gritó la monja con voz casi inaudible, pero llena de dolor, tratando de abandonar su le-cho de enferma-, dejádme que cubra vuestro enjuto y aterido cuerpo... ve-nid a mi señor, y mostráos ante esta pecadora que sólo ha sabido amarte y adorarte en religiosa reverencia.

Arreció el vendabal...

Y lo insólito de esta historia ocu-rrió entonces. Llamaron queda-mente a la puerta de la celda de la enferma monja y ésta con muchos trabajos se levantó y abrió, para encontrarse ante la figura tris-te de un mendigo, casi desnudo, que parecía implorar pan y abrigo.

La monja tomó un mendrugo, un

trozo de la hogaza que no había to-cado y le ofreció el pan mojado en aceite, agua y sacando de su rope-ro un chal, un rebozo de lana, cu-brió el aterido cuerpo del mendigo.

Terminado de hacer esto, el cuer-po de la monja se estremeció, lan-zó un profundo suspiro y falleció.Al día siguiente hallaron su cuerpo yerto, pero oloro-so a santidad, a rosas, con una beatífica sonrisa en su rostro mar-chitado por los años y la enfermedad.

Y allá en el templo de Santa Ca-talina de Siena, cubriendo el en-juto y sangrante cuerpo del Se-ñor con la cruz a cuestas, el rebozo o chal de la vieja monja.Desde entonces y considerado esto como un milagro, un acto inexplica-ble, las religiosas y los fieles bauti-zaron a esta imagen como “El Señor del Rebozo” y este cristo estuvo mu-chos años expuesto a la veneración de los feligreses, hasta la exclaustración de las monjas y cuando el gobier-no cedió este hermoso y legendario templo, primero para templo pro-testante y después para biblioteca

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La niña en la escalera

Hace algunos años, en una linda casa en medio del campo vivía una familia

de tres hijos y su madre, la cual se unió al poco tiempo con un hom-bre, convirtiéndolo en padrastro de los pequeños, pero; este tipo era muy violento, maltrataba a los ni-ños sin razón, les quitaba sus ali-mentos, les negaba el agua, has-ta los golpeaba solo por gusto.

Aunque trataba muy mal a los tres ni-ños, parecía tener un odio mayor por la hija de 10 años, a quien golpeaba de forma más salvaje, llegó un día hasta el punto de arrojarla por las escale-ras… y la pequeña murió al momen-to. Para no enfrentar el castigo por lo ocurrido, el resto de la familia huyó a alguna ciudad que se desconoce.

La casa pasó a manos de otra fa-milia, que duró poco tiempo en ella, pues escuchaban a menudo la voz de la pequeña pidiendo ayuda. Las siguientes personas que habitaron

esa casa, se quedaron el tiempo su-ficiente para escucharla llorar y gri-tar en medio de la noche, hablando cuando la gente estaba de espal-das y al voltear no veían nada… también golpeaba en ocasiones la puerta para pedir un poco de agua, pero; lo más inquietante de su pre-sencia, era cuando se paraba en la escalera… pues no se sabe si esta-ba cuidando a los demás para que no cayeran, o a propósito aparecía para tirarlos como lo hicieron con ella y corrieran su misma suerte.

Siguen sin conocerse sus intencio-nes, pues hasta el momento el he-cho de verla, para muchas familias ha sido suficiente… y la casa aho-ra permanece abandonada porque esa niña estará ahí por siempre.

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Leyenda del fantasma del Palacio

En calle Quillota esquina 3 Norte, en Viña del Mar, Chi-le está ubicado el Palacio

Rioja. El solar donde se emplaza el edificio perteneció a los terrenos de la Quinta San Francisco, residencia de José Francisco Vergara y su espo-sa Mercedes Álvarez hasta su tras-lado a la Quinta Vergara. En el año 1907 fue comprado por Fernando Rioja Medel, quien le encargó al ar-quitecto francés Alfredo Azancot la construcción de su nueva residencia.

La historia cuenta que Don Fernan-do Rioja, miembro de la antigua aris-tocracia viñamarina, casó a su hija con un noble español. Luego del ma-trimonio, este hombre devolvió a la joven a su padre porque no era virgen a causa de haber tenido amoríos con un cochero al que asesinaron. Según el rumor local, allí vaga el fantasma de este chico en busca de su amada. Lo mismo que el espíritu de Don Fer-nando Rioja quien murió en el palacio que lleva su nombre, deambula por

las espaciosas habitaciones vestido con su ropa de época. Incluso su pre-sencia también se ha dejado sentir en el Conservatorio de Música, que se encuentra actualmente en los sub-terráneos del mismo edificio, pues según comentan el piano del Palacio Rioja suena sin que nadie lo toque.

Algunos dicen que les pasan co-sas, y que aparece un fantasma que ha sido visto por varias per-sonas, incluyendo los administra-tivos del Conservatorio Musical.

El palacio fue adquirido el 12 de ju-lio de 1956 por la Municipalidad de Viña del Mar, destinado para diver-sos actos culturales y ceremonias. Desde 1971 el edificio se convir-tió en la sede de la alcaldía. Final-mente, en agosto de 1979 el Palacio Rioja fue destinado como Museo de Arte Decorativo, aunque para mu-chos el atractivo principal es en-contrarse con la presencia paranor-mal de la que los lugareños hablan.

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Leyenda dela cobija embrujada

Se cuenta que en la comuni-dad de El Mixcoate, muni-cipio de Villa de Alvarez, un

hombre que iba de cacería, lleva-ba consigo una cobija para cubrir-se del frio en la loma donde acos-tumbraba espiar a los venados.

Se preparó para dormir enrollándo-se como taco dentro de la cobija. Ya entrado en sueño, sintió que le jala-ban el trapo con que se cubría, para no interrumpir su descanso, simple-mente se volvió a acomodar, pero; en un instante, de nuevo quedó descu-bierto. Enojado por lo que sucedía, cada vez apretaba más la cobija con sus manos, pero extrañamente, se la volvían a jalar, hasta el punto de descubrirle los pies. Pero a su alre-dedor no había nadie que pudiera hacerlo. En un último intento hizo bola la cobija y se sentó sobre ella di-ciendo: -¡A ver cómo carambas me la quitan ahora!-, pero, más tardó él en decirlo que estar de vuelta en el suelo y el trapo tirado por un lado de él.

Se paró entonces muy molesto, mal-diciendo a gritos, cuando estaba a punto de recoger el trapo, se dio cuenta que debajo de ella había un bulto, pensando que era alguna pie-dra, nada más jaló la cobija de una orilla, para sus sorpresa, un par de cuernos salieron primero a la vista y después el mismo Demonio, muer-to de risa… el hombre cayó para atrás, arrastrándose por el mie-do hasta encontrar su rifle, el cual descargó por completo disparando contra aquella terrible aparición.

Le contó a todos lo sucedido en la loma, y nadie más quiere cazar ahí, pues la cobija a veces se ve colga-da en un árbol y otras tirada en el suelo con un bulto debajo, llena de agujeros, y cada vez que alguien le pasa cerca, se mece como si hubie-ra viento, y se oye una terrible risa.

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Leyenda de la chica del lago Rioja

En Estados Unidos uno de los eventos más importan-tes para los jóvenes es la

noche de graduación, no en si por la fiesta escolar, si no por lo que continúa de ella, pues las parejas acostumbran reunirse después del baile en un lugar, más cómodo. Es la ocasión que muchos chicos es-peran para seducir a su pareja.

Fue así aquella noche, que varias pa-rejas empezaron a salir a escondidas del recinto escolar, para dirigirse a un lago cercano, por supuesto cada quien tenía muy bien pensado y apar-tado su lugar, para estar cómodos sin tanta gente alrededor. El lago se prestaba para sus intensiones, pues era una zona apartada y oscura.

Cierta pareja había encontrado un lugar muy cerca del lago, donde la Luna se reflejaba en el agua mos-trando un ambiente más romántico, compartían momentos muy íntimos, cuando escucharon ruidos cerca-

nos. La chica de inmediato quiso marcharse, pero eso no estaba en los planes de su pareja que insis-tió el quedarse, al cabo de un rato discutiendo el asunto ella comen-zó a gritarle al joven, que no tuvo tiempo de responder, pues la chica fue atrapada por algo que salió rá-pidamente del lago sin dejarse ver entre la oscuridad. Su asustado acompañante se echó correr y co-rrer sin importarle dejarla atrás.

Ya que los compañeros dieron tes-timonio de que la última vez que los vieron se encontraban cerca del lago, concluyeron que se ha-bían ahogado, aunque no pudie-ron jamás encontrar sus cuerpos.

Pero al siguiente año, en el baile de graduación de esa misma escuela, una jovencita con un bonito vestido blanco, pide aventón a los automo-vilistas a quienes les dice: - ¿Me lle-va a casa por favor?, vivo cerca, a dos calles, esperaba a mi novio pero

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este no regresó -. Si el conductor ac-cede, se monta en la parte trasera del vehículo, y cuando el conductor voltea para preguntarle hacia don-de, ¡No hay nadie!, la muchacha ha desaparecido, dejando un rastro de humedad en el asiento del auto.

Y desde entonces cada año, la chica del lago aparece en la carretera espe-rando por su novio, o cualquier otra persona que quiera llevarla a casa.

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El trailero fantasma

Hace mucho tiempo, sobre la carretera de la rumoro-sa, un trailero manejaba

a toda velocidad rumbo a mexicali, pues su esposa estaba a punto de dar a luz y quería llegar rápido a su casa, ya que llevaba dinero para lo que se ofreciera, mas cuando iba a tomar una peligrosa curva perdió el con-trol y se estrelló contra unas rocas.

El chofer se bajó del trailer todo aturdido, se miró el cuerpo y se ale-gró al darse cuenta que no le había pasado nada. entonces esperó a que pasara alguien para que le ayudara o lo llevara a la ciudad, pero durante mucho tiempo nadie cruzó aquellos cerros. el hombre se quedó dormi-do y cuando despertó se sorprendió al ver todo oscuro; no entendía qué pasaba así que decidió caminar, ca-minó y caminó, avanzó una buena distancia, sabía que la salida de la rumorosa estaba cerca y sin embar-go, cuando se dio cuenta se encontró en el mismo lugar del accidente...

a los tres días hallaron el camión pero no al conductor; de él no se supo nada. hasta que en una oca-sión, años más tarde, un muchacho que manejaba un trailer se detu-vo porque un hombre le hizo señas.

—amigo, me llamo francisco vázquez y necesito con urgencia que mi mujer reciba un dinero porque va a tener un niño. yo no puedo ir, mi trailer se descompuso y no lo puedo dejar aquí.

—sí, señor, con gusto se lo lleva-ré —contestó el muchacho— sólo dígame dónde vive su señora.

El hombre le entregó un papel en el que anotó la dirección y el nombre de su esposa. al despedirse, el joven sintió que un escalofrío le recorría la espalda, pues al darle la mano, el señor estaban tan frío como un muerto. el muchacho no le dio im-portancia, subió a su trailer y se encaminó a la ciudad de mexicali.

Al día siguiente, fue a buscar a la

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señora pero no la encontró; alguien le dijo que ya no vivía ahí, que hacía tiempo se había cambiado. sin dar-se por vencido, preguntó en varios lugares hasta que, por las señas del papel, una anciana le indicó dónde vivía. al llegar dio unos golpes en la puerta y esperó a que le abrieran.

—¿dígame joven? —le preguntó la señora.

—perdone, ¿aquí vive la espo-sa del señor francisco vázquez?

—soy yo —contes-tó ella— ¿qué se le ofrece?

—ayer en la carretera, su esposo me pidió que le trajera este dinero, porque se le descompuso el trailer...

—¡no puede ser! —lo interrum-pió la señora tapándose la boca—. mi marido murió hace cinco años.

Al muchacho le temblaron las pier-nas, le dejó el dinero a la señora, que se puso a llorar, y se fue para su casa todo asustado. cuando llegó, apenas

había cerrado la puerta cuando des-cubrió frente a él al trailero de la carretera y brincó espantado; sentía que una fuerza extraña lo invadía.

—¡gracias, amigo! —le dijo el muerto con voz caverno-sa, mientras desaparecía.

El joven podía escuchar los lati-dos de su corazón y tardó un buen rato en recuperarse de la impresión. tiempo después, al platicar con unos amigos, se enteró de que el traile-ro ya se les había aparecido a otros hombres, mismos que no habían cumplido el encargo del muerto, por eso se les fue secando el cuer-po hasta quedar como esqueletos

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La llorona

La leyenda de la llorona es 100% y orgullosamente mexicana, que ha preva-lecido de generación en

generación desde la época de la co-lonia hasta nuestros días, el origen de los hechos de esta leyenda es des-conocido y con el pasar del tiempo se van cambiando las versiones, pero todas coinciden en lo mismo; “una mujer de vestido blanco que vaga por las orillas de los ríos y los cemente-rios, llorando su condena por haber cometido el peor de los pecados”.

Al no tener nada mas que argu-mentarles, los dejo con la siguien-te historia que espero les guste. La llorona a principios del siglo xvii existió en la ciudad de durango una hermosa mujer de nombre doña su-sana de leyva y borja, cuya extraor-dinaria belleza tenía deslumbrados a todos los jóvenes de la ciudad que la cortejaban incesantemente y de-seaban correspondencia a su amor.

la dama que pisaba los veinte abri-

les, era consciente de su singular hermosura y con desdén poco usado descorazonaba a sus admiradores.

Por esos años llegó a estos lugares, proveniente de la capital de la nue-va españa, don gilberto hernández y rubio de martínez y nevárez, joven apuesto y elegante, de rancio abolen-go y noble linaje, caballero de la orden de santiago y oidor del santo oficio, quien cabalgando un corcel negro de pura sangre, se encontró con doña susana precisamente en la plaza ma-yor frente a la catedral, lo que ahora es la plaza de armas. al contemplar el caballero la belleza única de doña susana, bajó de su caballo y exten-dió su capa sobre el piso para que pisara sobre ella la mujer del relato.

el hecho y los decires del noble ori-gen de don gilberto, impresiona-ron a la dama que correspondió con femenil sonrisa a la gallar-da acción del joven pretendiente.

el noviazgo se formalizó, pero al ad-vertirlo don pedro de leyva y quirino,

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padre de la muchacha, la reprendió severamente prohibiéndole de ma-nera terminante toda pretensión de matrimonio con un hombre español de sangre pura. aunque la joven exi-gió las razones de tal prohibición, don pedro se concretó a contestar:

No tengo por qué darte explicaciones ni se las daré a nadie, simplemen-te es una orden que debes cumplir.Doña susana se encontraba per-didamente enamorada de don gilberto, razón por la que optó por huir en brazos de su ama-do una noche oscura y lluviosa.en las afueras de la ciudad el enamo-rado improvisó una casa de campo, situada más o menos en lo que aho-ra es el crucero de las calles negrete y regato, donde estableció su nido de amor con la encantadora dama.El tiempo pasó y pronto la pareja en amasiato procreó tres hijos que eran el encanto de la madre, quien frecuentemente le pedía al varón le-galizar la unión marital para poder dar nombre sin afrenta a sus tres vástagos. don gilberto como úni-ca respuesta, solamente le daba un beso ala amada y le ponía en sus manos algunas monedas de oro.

un domingo, cuando la mujer asis-tía a misa al templo mayor de la ciu-dad, después del evangelio escuchó correr las amonestaciones, en las que el cura con voz serena anunció:

la noble señorita doña marcela jimé-nez de alanís y ballesteros se propo-ne contraer matrimonio con don gil-berto hernández y rubio de martínez y nevárez, caballero de la orden de santiago y oidor del santo oficio... etc.Doña susana no creía lo que escucha-ba, al mismo tiempo que todas las mi-radas de la concurrencia se concen-traron en su persona y los cuchicheos en coro la señalaban burlonamente.Al salir del templo, tomó un co-che y ordenó al cochero conducir-la a casa de don gilberto, situa-da en ese tiempo más o menos en lo que ahora es la calle de hidal-go entre pino y cinco de febrero.

no le reclamó la traición, solamen-te le pidió que no la abandonara a ella por sus hijos, que siguiera sos-teniendo a quienes eran de su san-gre. El hombre iracundo le dijo:no vuelvas a cruzarte en mi cami-no, eres indigna de mi linaje… tú eres una mestiza… hija de una in-

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dia indeseable. tu padre hizo mal en darte el nombre que no mereces.Le dio un golpe con la pesada bota, cuando la mujer postrada de rodillas lo abrazaba de las pier-nas implorándole su protección.

la mujer rodó por el suelo, hu-millada y herida en lo más pro-fundo de la dignidad humana.Dos domingos después, cuando los esponsales se realizaban con toda elegancia y solemnidad, en el preciso momento en que el sacerdote pedía a los contrayentes que manifesta-ran su voluntad para la unión, una dama elegante se acercó discreta-mente a la pareja y simulando que pretendía colocar el lazo, sepultó en repetidas ocasiones un afilado puñal sobre el pecho y espalda del novio y la novia, que cayeron pesadamente sobre el suelo, bañados en sangre.

la mujer se escurrió entre la con-fundida multitud, salió del templo y enloquecida corrió por la calle hasta llegar a su casa. tanto por el rencor del despecho, como porque sabía lo que le esperaba ante el tribunal del santo oficio, doña susana llegó a su casa, tomó a sus tres hijos y, antes

de ser aprehendida por el alguacil y su gente, corrió rumbo al poniente tratando de ocultarse de la justicia.

no avanzó mucho, cuando llegó al arroyo entonces caudaloso, lo que ahora es la acequia grande, los per-seguidores casi le dan alcance y en supremo intento de protesta contra las absurdas costumbres de la socie-dad de la época, la mujer enloquecida degolló a sus hijos, los arrojó al arro-yo y sepultándose la daga en el cora-zón puso fin a la quíntuple tragedia.

la ciudad entera enmudeció por lo ocurrido y, al anochecer de esa tar-de de mayo en plenilunio, escuchó asombrada el aterrador lamento:

¡aaaaayyy! ¡aaaaayyy! ¡miiiis hijooooos! ¡¿donde es-tán mis hijos?! ¡aaaaayyy!

El llanto recorrió toda la ca-lle que ahora es negrete, y des-de ese tiempo por más de dos si-glos se llamó calle de la llorona.

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El diablo en la discoteca

Una noche de viernes san-to, se hizo una fiesta en la discoteca mas famosa de

Medellín (Colombia) llamada MAN-GOS, dicen que en un momento de-terminado de la noche ,entró a la discoteca un joven, que atraía las miradas de todas las jovencitas que se encontraban en el lugar, era alto ,muy bien vestido, con unos ojos algo extraños pero encantadores...

Este apuesto joven se acercó a una muchacha para sacarla a bailar y ella encantada por su apariencia acep-tó sin pensarlo dos veces, mientras bailaban él le advirtió que no mira-ra sus pies ya que se sentía un poco intimidado y no era capaz de seguir el ritmo, ella asintió con la cabeza…

Pero al cabo de un rato no resistió mi-rar sus pies, ella se quedó sin aliento al ver unas garras horribles y se des-mayó enseguida, todo el mundo al ver a esta joven tendida en el suelo corrió a socorrerla, y el joven con el que bai-laba ya había desaparecido del lugar.

La muchacha cayó en un terrible estado de coma, y sus padres orde-naron revisar las cámaras del lugar para identificar al hombre que para creencia de todos era el culpable de su estado, pero para sorpresa suya en el video de seguridad se veía cla-ramente que la jovencita bailaba sola por todo el lugar, lo que quiere decir que el hombre no se refleja-ba, lo que ya era bastante extraño, y para confirmar esta escalofriante historia en el baño del estableci-miento en uno de los espejos decía:

“Viernes Santo, muerte de Cristo, Viernes Santo yo revivo y riego san-gre y temor entre los humanos”...

La discoteca estuvo varios días impregnada con un olor a azu-fre y la joven murió después de un tiempo con unas marcas de quemaduras en la espalda.

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Leyenda del Hechizo del Pando

Hilario sentía que la enfer-medad se le agravaba cada vez más. La padecía desde

hacía ya mucho tiempo, y nada había resultado para curarse. No había sido constante en curación; nunca había sido atendido por un médico. El se decía para sus adentros: - ¿Para qué curarme un médico? Los médicos no curan el hechizo. No pueden curarlo ni creen en él. Y sin embargo, por algo dicen que cuando el tecolote canta, el indio muere…¡yo no tengo remedio! -

Hilario estaba hechizado por una mala mujer que fue su esposa. Ella le causaba al pobre hombre un mal incurable para vengarse de él. Había personas que aseguraban que Teofila, la amada perversa, tenía un muñeco que era el vivo retrato de Hilario, con una espina clavada en la espal-da. Aquel infeliz se moría a pausas, sufriendo atroces dolores, La espina que tenía el muñeco clavada en la es-palda le causaba terribles dolencias que los médicos no saben curar. El hechizo era lo que hacía padecer a

Hilario. Margarita, su hermana, le hacía cuanto remedio le aconsejaban los vecinos del barrio, y sobre todo los boticarios. Pero por más inten-tos, el mal simplemente no cedió.

Un día, ya al atardecer ya con la es-peranza pérdida, Margarita pidió al médico que visitara a su hermano, no para que lo curara, sino para que lo viera y en trance fatal de la muer-te y le diera el certificado de defun-ción, sin el cual no podía enterrar el cadáver. ¿Qué necesidad hay que sea un médico el que asegure que está muerta una persona, cuando la presencia del cadáver es prueba mejor que cualquier papel escrito?.

El médico llegó ya casi entrada la noche. Una vela de una tenue luz amarillenta y vacilante, daba a la estancia un aspecto lúgubre. El en-fermo, con una respiración fatigada y angustiosa, estaba tirado en un catre de madera. En el semblan-te expresaba la cercanía del último momento. El médico lo examinó;

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escuchó silencioso y recetó. Llamó aparte a Margarita para explicarle como debía darle la medicina al en-fermo, y advertirle que ya era muy tarde para que pudiera curarse.

El médico no se equivocaba, aún venía de la botica con la medicina, cuando el enfermo expiró. Bien claro lo decía el canto lúgubre del tecolote que desde al obscurecer se escuchaba entre el ramaje espeso del aguacate del corral, infundiendo en el barrio cierto misterioso terror. ¡Qué había de poder la ciencia médica contra el hechizo! Este solo pueden curarlo los hechiceros. Cuando tenían su cadá-ver en el suelo, se levantó de medio cuerpo atemorizando a los presen-tes y arrojó algo por la boca. −¡Ya lo ven!− exclamaron todos− ¡La postema! ¡No cabe duda, estaba he-chizado por aquella mala mujer -.

Sepultaron el cadáver de Hilario, que era conocido por el apodo de El Pando, y por varios días, al os-curecer, siguió el tecolote cantan-do lúgubremente entre el rama-je espeso del aguacate del corral,

comprobando el fatal desenlace delHechizo del Pando.

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La misteriosa montaña de los muertos

El terrible suceso tuvo lugar en febrero de 1959, cuando diez esquiadores de la an-

tigua Unión Soviética, se reunieron al norte de los Montes Urales para realizar una expedición a la cordi-llera montañosa. Solo uno sobrevi-vió. Los nueve restantes murieron de manera tan extraña y espantosa que todavía sigue siendo un misterio.

Antes de emprender el viaje hacia la base del monte Otorten un miembro del equipo enfermó repentinamente, obligándolo a quedarse allí para re-cuperarse, aquella circunstancia se convirtió para él en un suceso provi-dencial. El clima empeoró, obligan-do al grupo de jóvenes a desviarse de su curso. Según los cálculos rea-lizados y las previsiones del equipo, llegaron al lugar el 1 de febrero. Al transcurrir más de una semana de la supuesta fecha de llegada y no tener noticias de los jóvenes, las fa-milias piden al Instituto Politécni-

co que comience su búsqueda. El rastreo empezó el 21 de febrero.

Después de varios días de búsqueda, encontraron el último campamento en el que se habían establecido los es-tudiantes. El estado del campamento no presagiaba nada bueno. Las tien-das estaban totalmente rajadas desde dentro y cubiertas parcialmente por nieve. No había nadie en su interior, los objetos personales, incluso la ropa de abrigo, permanecían allí. Un con-junto de huellas en línea recta partían de las tiendas de campaña. Los ex-pertos aseguraron que pertenecían a un grupo de unas ocho o nueve perso-nas, lo que demostraría que todos los estudiantes huyeron prácticamente desnudos. Unos llevaban calcetines y otros, una única bota, pero algu-nos escaparon con los pies descalzos. Las huellas se hundían unos 90 cm en la nieve y no revelaban signos de violencia ni la presencia de alguien ajeno al grupo. Conducían hacia una

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pequeña cuesta que llevaba a una masa arbolada cercana, pero tras 500 m desaparecían sin dejar rastro.

En el borde del bosque aparecieron los cuerpos sin vida de dos de los estudiantes. Sus cadáveres descan-saban bajo un gran pino vestidos únicamente con ropa interior y sin signos externos de violencia. Jun-to a ellos se veían los restos de una hoguera y algunas ramas del pino destrozadas. A pocos metros, en un claro de la arboleda, yacían 3 cuer-pos más. Por la posición de los ca-dáveres, parecía que los jóvenes ha-bían tratado infructuosamente de llegar al campamento. La autopsia que se realizó a los cinco cuerpos no arrojó datos relevantes: los estudian-tes habían muerto por hipotermia y no presentaban lesiones externas.

La tarea de encontrar los cuerpos restantes duró casi dos meses. Los cuatro estaban enterrados bajo 5 m de nieve cerca de una especie de pequeño barranco, próximo al lugar donde se habían encontrado los cuer-pos de las otras víctimas. El cráneo

de uno estaba prácticamente destro-zado por dentro, y los otros tenían va-rias costillas rotas. Además, uno no tenía lengua. Pese a ello, las lesiones externas que presentaban eran prác-ticamente inapreciables. Y, al contra-rio que los demás, estaban vestidos. Parecía como si los últimos en morir se hubieran apropiado de las ropas de quienes habían fallecido primero.

Después de tres meses de análisis, la investigación sobre el caso se dio por finalizada sin llegar a ninguna con-clusión. Sin testigos, sin nadie a quien acusar y sin pruebas sustanciales so-bre lo que realmente ocurrió en aquel lugar. El caso quedó bajo secreto de sumario y se prohibió el acceso a la zona donde habían ocurrido los he-chos durante los tres años siguientes.

En el año 1990 el investigador Iev Ivanov consiguió entrevistar a varios militares y meteorólogos que relataron que entre febrero y marzo de 1959 se habían divisa-do en la zona unas “esferas brillan-tes”. Para Ivanov esas esferas bri-llantes eran la clave del misterio.

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Leyenda de la casa del espejo

Según cuenta la leyenda, en el barrio de Vicente López, Buenos Aires, Argentina.

Hay una hermosa casa abandona-da, y quienes conocen la historia de lo que sucedió ahí, no se atre-ven si quiera a pasarle por enfren-te, mucho menos a cruzar la puerta.

Todo comenzó un día de verano, unos chicos jugaban fuera de la menciona-da casa, donde vivía uno de ellos. El amigo se dirigió a la cocina en bus-ca de bebidas y se dio cuenta que los espejos temblaban y hacían un sonido muy extraño. Cuando se lo contó al otro niño, se fueron de ahí, y esperaron a que sus padres volvie-ran para entrar con ellos de nuevo.

A mitad de la noche, el chico que está de visita, va a la cocina por algo de agua fría. Pero, al faltar solo tres escalones para bajar la escalera, es empujado y cae, al tratar de incorporarse ve en el espejo un hombre de ropa antigua y sucia, extendiendo la mano para aga-

rrarlo, pero muy asustado el jovenci-to escapa hacia el cuarto de su amigo.

Cuando le contó a su amigo lo suce-dido, este le dice que le cree todo por-que también lo ha visto, y de esa casa se cuenta que tiempo atrás a causa de un problema de plata, un herma-no arrojó al otro por la escalera, ma-tándolo al instante. Desde entonces su fantasma, ha tratado de empujar a cualquiera por las escaleras, cre-yendo que es su hermano y buscan-do así venganza por su asesinato.

La familia siguió viviendo allí has-ta que un día simplemente se mudaron y nunca más nadie ha-bitó esa casa… que hoy es cono-cida como “La casa del espejo”.

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El otro pasajero

Como ya era costumbre un taxista hacia el recorrido nocturno en su zona. Cada

noche llevaba como copiloto a su no-via, pues la recogía al salir del tra-bajo aprovechando que estaba por su ruta. Esa noche, aprovechando que no había subido ningún pasa-jero, iban muy ocupados discutien-do sobre una fiesta al día siguiente.

Unas calles más adelante, un hom-bre subió, todos se dieron las buenas noches cortésmente, y siguieron los enamorados en su plática. De pron-to se sintieron algo descorteces, e incluyeron al otro pasajero, por su-puesto no en los detalles de la fies-ta, si no al preguntarle a donde se dirigía y que hacía por aquel rumbo porque ellos pasaban por ahí todas las noches y jamás lo habían visto.

El pasajero respondía sin pena, les dijo que iba a una fiesta, algunas

calles más adelante. Pero en el tra-yecto, se encontraron con un em-botellamiento, algo raro para esa hora, pero al ver las luces de las patrullas y ambulancias, supie-ron que se trataba de un accidente.

La chica cubría sus ojos, no quería quedarse con alguna desagradable imagen antes de dormir, mientras el taxista casi sacaba la cabeza por la ventana, tratando de no perder nin-gún detalle, justo en el momento en que eran desviados al carril de al lado, el chofer del taxi alcanzó a ver que los paramédicos recogían un cuerpo, para su sorpresa, era muy parecido al señor que los acompañaba en el taxi, así que dijo: -Oiga Don, el di-funtito se parece mucho a usted, asó-mese-. La pareja volteó hacia atrás para ver la reacción del hombre, pero este había desaparecido, y el asien-to trasero estaba lleno de sangre…

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El chofer impresionado por lo suce-dido, piso el acelerador hasta fondo para alejarse lo más rápido posible del lugar, pero al llegar a las ca-lles que el pasajero le había indi-cado como su destino escucharon una tétrica voz que decía: -¡No se vaya de paso joven!, acuérdese que aquí me quedo, ¿cuánto le debo?-

La pareja no quiso voltear nueva-mente hacia atrás, simplemente dejaron el taxi parado a mitad de la calle para marcharse corriendo

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Leyenda de la Casa encantada de Yanahu

La más famosa y tradicional casa embrujada de Arequipa es sin duda, la “Casa Quin-

ta de Yanahuara”. Habitó en ella, allá año de 1666 un noble español que ejercía la función de Comenda-dor. Se había casado con una are-quipeña de aproximadamente 20 años que rebosaba de atributos por su extraordinaria belleza, mientras que el español le duplicaba la edad.

Debido a los constantes viajes que exigía la profesión del español, su mujer permanecía casi siempre sola. Transcurrido el tiempo surgió una relación amorosa entre un cria-do de la casa y la bellísima mujer. Cuando el Comendador escuchó los rumores, regresó de improvisto de uno de sus viajes, descubriendo la infidelidad, sometiendo a los auto-res a una serie de torturas. Se dice que cegado por el odio, el español los emparedó vivos en la casona donde vivían. Ahí encontraron la muerte, entre gritos de horror y suplica que no conmovieron al ofendido noble.

Después de eso el Comendador ven-dió la casa y no se supo más de su paradero. El lugar por muchos años permaneció abandonado, y duran-te todo ese tiempo se escuchaban ruidos dentro de la casa sonidos tan extraños como llantos de una mujer, estrépitos de cadenas, cam-panas que sonaban solas, ladridos angustiantes de perros y siluetas fantasmales que noche a noche se dejaban sentir, en una de las ven-tanas se veía un padre sin cabeza.

La casa ha cambiado de manos constantemente, debido a que na-die soporta permanecer dentro de ella por mucho tiempo. Porque si-guen escuchándose desgarrado-res gritos y lamentos cada noche.

Se dice que antiguos dueños al co-nocer la historia del español en-contraron la supuesta pared donde habían sido tapiados los dos jóve-nes, pero a pesar de haber derrum-bado el muro y sacado los restos de los cuerpos, aún siguen escuchán-dose los inquietantes lamentos.

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Leyenda de la venganza del ahorcado

La madrugada del día 15 de

Junio de 19… El campesi-

no Jared Selum fue ahor-

cado, acusado del asesinato a cu-

chilladas al terrateniente Wallace.

Se tuvieron solo dos sospechosos:

Reth Zader, antiguo socio del terrate-

niente, y el pobre campesino Selum, a

quien Wallace había despojado de sus

tierras. En los interrogatorios Zader

fue astuto, contestaba a todas las

preguntas de forma clara y tranqui-

la. Selum, por el contrario se portaba

nervioso. A fin de cuentas un inocen-

te más murió en la horca. El caso

fue cerrado y el campesino olvidado.

La noche del siguiente 15 de Junio,

Zader despertó asustado por una te-

rrible pesadilla, en la que el cadáver

descompuesto del campesino Selum,

le sonreía y señalaba macabramente.

Tomó un par de tragos de whisky para

calmarse y abrió la ventana, por ahí

entró un sonido macabro igual al de

sus pesadillas. Pero al asomarse la ca-

lle estaba solitaria… Sin embargo el

ruido parecía acercarse con lentitud.

Al asomarse de nuevo, distinguió

una misteriosa figura, caminando

lentamente, tenia vestimenta blanca

y manchada. Poco a poco, la miste-

riosa figura avanzaba hacia su venta-

na, Zader intentaba huir, pero estaba

inmovilizado por completo. La luna

brilló con intensidad mostrando una

visión espantosa… el putrefacto hom-

bre de rostro descarnado estiraba sus

brazos y le sonreía burlonamente…

Al día siguiente, encontraron a Zader

ahorcado en la rama de un árbol, con

una soga vieja y rasposa. Sus extremi-

dades fueron salvajemente arranca-

das y esparcidas por los alrededores.

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El pecho, aún goteaba sangre, roja y

caliente. Y en su cara aun conservaba

una mueca de horror aterradora…

A pesar de todo lo sucedido el caso

fue cerrado de inmediato, solo para

conservar un terrible secreto. Pues

esa misma mañana la tapa del ataúd

del campesino Selum apareció rota y

el putrefacto cadáver sostenía fuer-

temente entre sus manos, la pier-

na aun sangrante de Zader. Y en

su horripilante boca, de dibujaba

una sonrisa, propia de alguien que

ha cumplido su añorada venganza

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Leyenda de la Mujer sin Corazón

Cuenta la leyenda que hace al-gún tiempo, en un pueblecito de España, cuyo nombre se ha

decidido olvidar, sucedió un evento te-rrible, capaz de asustar a más de uno.

Existía un feliz matrimonio, que se amaba como ningún otro, de aque-lla unión, nació una niña, que con-forme crecía, desarrollaba un amor enfermizo hacia su padre y un odio desmedido por su propia madre. Constantemente le decía a su padre que quería casarse con él, y que de-seaba la muerte de su madre para poder ser felices para siempre. La reacción del hombre era de enojo por supuesto, no quería pensar en una situación similar. Pero aque-llo no tardó mucho en cumplirse.

Durante el funeral, el pobre hombre se hacía pedazos del dolor, mientras la niña trataba a toda costa de escon-der una sonrisa diabólica, que a duras penas contenía, pues sus sueños esta-ban convirtiéndose en realidad, pare-

cía haber hecho un pacto con el señor de las tinieblas, ¿Cómo es posible tan-ta maldad en una niña tan pequeña?.

Al pasar de los días, el hombre se sumía en una profunda depresión, pero no podía evitar notar que su pequeña mostraba total entereza ante el hecho, animándolo en todo momento. Sin saber que en realidad el buen ánimo de su hija se debía a saber que su madre ya no estaba.

Una tarde la niña salió al parque con sus amigas, y su padre le encargó un corazón de cerdo para la cena. Pero cuando terminó de jugar la carnice-ría estaba cerrada, así que tubo la macabra idea de profanar la tumba de su madre y arrancarle el cora-zón… así tampoco dudo en comerlo durante la cena junto a su padre.

Cuando se encontraba en su cama, la niña empezó a escuchar un susu-rro, una tenue y familiar voz, pare-cía ir adentrándose en la casa, has-

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ta en punto en que la niña alcanzó a escuchar: -Hija, ¡devuélveme el corazón que me has robado!- junto a esta frase las escaleras crujían, unos pasos se aproximaban a la en-trada… la perilla giraba lentamente, hasta que la puerta se abrió, el es-pectro de la madre entró en la habi-tación, extendiendo su dedo acusador hasta el corazón de la pequeña, que junto a un último suspiro de horror, dejó de latir… murió de puro pavor.

Desde entonces se ha visto vagar al espíritu de “La Mujer sin Co-razón”, algunos dice que atacando niñas para saciar su sed de ven-ganza, otros dicen que simplemen-te llora por el amor perdido…y así seguirá por toda una eternidad.

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El fantasma de la Avenida

La Avenida Lázaro Cárdenas, es una vialidad muy impor-tante de Guadalajara, Jalis-

co. Conecta con el poblado de Chápa-la, y es muy conocida por la gran cantidad de accidentes que suceden en ella. Se puede contar al menos uno diario, algunos demasiado fuertes con consecuencias mortales. Se iden-tifica como la causa a una mujer que se aparece misteriosamente en medio del camino, distrayendo a los conduc-tores. Cuando estos intentan esqui-varla sufren fatales percances y otros tantos aseguran haberla atropellado.

Muchos testigos dicen que estos su-cesos son causados por una presencia del más allá, que se aparece a altas ho-ras de la noche, en medio de la oscuri-dad, se cruza frente a los autos, cau-sando accidentes a diestra y siniestra. Es bien sabido que los lugares donde suceden muertes trágicas conservan las energías de las personas que fa-llecieron ahí, algunas quedan tan im-pregnadas, que permanecen vagan-do por tiempo indefinido, repitiendo su mortal desenlace una y otra vez.

Según declaraciones hechas por los accidentados sienten que la atrope-llan, incluso que la despedazan con sus autos, pero cuando los servicios de emergencia buscan a la persona herida, no pueden si quiera encon-trar rastros de que alguien haya sido lastimado al exterior del vehículo, ex-tienden su búsqueda hasta los arbo-les cercanos también sin resultados. Por lo cual después de tantos inciden-tes, han llegado a tomarlo como algo común, sin sorprenderse al escuchar una y otra vez la misma historia.

Se dice que al parecer ese lugar fue un paradero de camiones de carga, donde los choferes de las unidades se paraban a descansar, tomar sus alimentos y en ocasiones contratar los servicios de mujeres de la vida ga-lante, se piensa que una de ellas fue estrangulada o asesinada, y ahora sedienta de venganza, cruza frente a los automóviles causando accidentes.

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El Terrible Anciano

Fue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terri-

ble Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de Walter Street próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinaria-mente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada... lo cual constituye un atractivo señue-lo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno.

Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Te-rrible Anciano, cosas que, general-mente, le protegen de las atenciones de caballeros como Mr. Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una for-tuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venera-ble mansión. En verdad, es una per-sona muy extraña, que al parecer fue capitán de Clipper de las Indias

Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudo-sos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residen-cia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiqui-llos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles.

Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para es-cudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un

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trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nom-bres tales como Jack, Scar-Face, Long Tom, Spanish Joe, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibra-ciones precisas a modo de respuesta.

A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas sin-gulares conversaciones no se les ocu-rre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Perte-necían a esa nueva y heterogéneas estirpe extranjera que queda al mar-gen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prác-ticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso ca-yado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compade-cían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a

quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los ne-gocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para sub-venir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.

Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del once de abril para efectuar su visita. Mr. Ricci y Mr. Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras Mr. Czanek se quedaba esperándoles a los dos y a su pre-sumible cargamento metálico en un coche cubierto, en Ship Street, jun-to al verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros y sin alharacas.

Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto

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de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en Wal-ter Street junto a la puerta de entra-da de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorci-dos árboles, tenían cosas en qué pen-sar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supers-ticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particular-mente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarle. Los señores Ricci y Silva eran exper-tos en el arte de volver volubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíci-les de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba en tono infantil a sus bote-llas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza

en la descolorida puerta de roble.

La espera le pareció muy larga a Mr. Czanek que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja pos-terior de la casa del Terrible Ancia-no, en Ship Street. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gri-tos que había oído en la mansión mo-mentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios ob-servaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el re-loj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el ancia-no antes de revelar dónde se oculta-ba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo? A Mr. Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desma-ñadamente, aunque con suavidad, en

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el herrumbroso pasillo, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino fa-rol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. Mr. Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos.

Las pequeñas cosas producen gran-des conmociones en las ciudades pro-vincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente muti-lados —como si hubieran recibido múltiples cuchilladas— y horrible-mente triturados —como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas—, que la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta ha-

blaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en Ship Street, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de un pájaro inmigrante, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor aten-ción a los chismes que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mu-cho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud.

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La Luz De Las Tinieblas

No soy uno de esos africanos que se avergüenzan de su tierra porque en cincuenta

años ha progresado menos que Euro-pa en quinientos. Pero si en algo lie-mos dejado de avanzar lo de prisa que debíamos, se debe a dictadores como Chaka; y por eso, sólo debemos repro-chárnoslo a nosotros mismos. Si la culpa es nuestra, también será nues-tra la responsabilidad de remediarlo.

Es más, yo tenía razones más pode-rosas que la mayoría para desear des-truir al Gran Jefe, al Omnipotente, a El-que-Todo-lo-Ve. Era de mi propia tribu, estaba emparentado conmigo por intermedio de una de las espo-sas de mi padre, y había empezado a perseguir a nuestra familia desde el momento en que subió al poder. Aunque no intervinimos en política, dos de mis hermanos desaparecie-ron, y otro murió en un inexplicable accidente de automóvil. Mi propia li-bertad, de eso cabía muy poca duda, se debía en gran medida a que era

uno de los pocos científicos del país que gozaban de fama internacional.

Como muchos de mis compatriotas intelectuales, tardé en volverme con-tra Chaka porque pensé que como les ocurrió a los alemanes en 1930, que también se dejaron llevar por el ca-mino equivocado- hay veces en que la dictadura es el único medio de evitar el caos político. Quizá el primer sig-no de nuestro catastrófico error fue cuando Chaka abolió la constitución y adoptó el nombre del emperador zulú del siglo XIX, de quien estaba genuinamente convencido que era su reencarnación. A partir de ese mo-mento, su megalomanía fue rápida-mente en aumento. Como todos los tiranos, no se fiaba de nadie y se con-sideraba rodeado de conspiraciones.

Esta convicción tenía sus fundamen-tos. El mundo conoce al menos seis atentados contra su vida, merced a la publicidad que se les ha dado; pero además hay otros que se han mante-

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nido en secreto. El fracaso de todos ellos hizo que aumentara la confianza de Chaka en su propio destino, y con-firmó la fe fanática de sus seguidores en su inmortalidad. Al volverse más desesperada la oposición, las contra-medidas del Gran Jefe se hicieron más crueles... y más bárbaras. El ré-gimen de Chaka no ha sido el primero, ni siquiera en África, que ha tortura-do a sus enemigos; pero fue el pri-mero en transmitirlo por televisión.

Aun así, a pesar del horror y la in-dignación que esto provocó en el mundo, y la vergüenza que yo sen-tí, no habría hecho nada si el desti-no no me hubiera colocado el arma en la mano. No soy hombre 4e ac-ción, y aborrezco la violencia, pero en cuanto me di cuenta del poder que poseía, mi conciencia no me dio tregua. Tan pronto como los técni-cos de la NASA tuvieron instalado su equipo y entregaron el Sistema Infrarrojo de Comunicaciones Hug-hes Mark X comencé a hacer planes.

Parece extraño que mi país, uno de los más atrasados del mundo, juegue un

papel capital en la conquista del espa-cio. Se debe a un puro accidente geo-gráfico, que de ningún modo ha sido del gusto de rusos y americanos. Pero no hay nada que ellos puedan hacer al respecto; Umbala se halla situada en el ecuador, directamente debajo de las órbitas de todos los planetas. Y posee un elemento natural único e inestimable: el volcán apagado cono-cido con el nombre de cráter Zambue.

Cuando se extinguió el Zambue, hace más de un millón de años, la lava se retiró poco a poco, solidificándose en una serie de terrazas y formando un cuenco de una milla de diámetro y mil pies de profundidad. Fue necesario el mínimo movimiento de tierras, así como la menor longitud de cable para convertirlo en el mayor radiotelesco-pio de la Tierra. Y debido a que este gigantesco reflector está fijo examina cualquier porción concreta del firma-mento tan sólo durante unos minutos cada veinticuatro horas, a medida que la Tierra gira sobre su eje. Este era el precio que los científicos estaban dispuestos a pagar por la posibilidad de recibir las señales que las sondas

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y las naves emitían desde los mis-mísimos confines del sistema solar.

Chaka era un problema que no ha-bían previsto. Se había hecho con el poder cuando la obra estaba casi terminada, y tuvieron que avenirse con él como pudieron. Afortunada-mente, sentía un respeto supers-ticioso por la ciencia, y necesitaba todos los rublos y dólares que pu-diera sacarles. La Contribución Ecuatoriana al Programa Espacial quedó a salvo de su megalomanía; y desde luego, ayudó a reforzarla.

El Gran Plato había quedado ins-talado el día que hice yo mi prime-ra visita a la torre que se alza en su centro. Era un mástil vertical de más de mil quinientos pies de altu-ra, el cual soportaba las antenas que confluían en el foco del inmen-so cuenco. Un pequeño ascensor con capacidad para tres hombres subía lentamente hasta lo más alto.

Al principio, no había nada digno de ver, aparte del deslucido brillo de la salsera de láminas de aluminio, cur-

vada hacia arriba a una media milla en todo mi alrededor. Pero luego me elevé por encima del borde del cráter y pude ver la tierra hasta una dis-tancia mucho más lejana de lo que yo había esperado. La prominencia azulenca y nevada que emergía de la bruma de poniente era el monte Tampala, el segundo pico más ele-vado de África, separado de mi por una infinidad de millas de jungla. A través de esa jungla, en las grandes curvas intrincadas, culebreaban las cenagosas aguas del río Nya... la úni-ca ruta que millones de compatriotas míos habían conocido. Unos cuantos claros, una línea de ferrocarril y el resplandor blanco y lejano de la ciu-dad eran los únicos signos de vida humana. Una vez más sentí esa opre-siva sensación de desesperanza que siempre me asalta cuando contemplo Umbala desde el aire y comprendo la insignificancia del hombre frente a la jungla eternamente dormida.

Tras un clic, la caja del ascensor se detuvo en el cielo, a un cuarto de milla del suelo. Al salir me encontré en una reducida habitación pertre-

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chada de cables coaxiales y de ins-trumentos. Aún quedaba un trecho por recorrer, pues una estrecha esca-la subía, a través del tejado, a una plataforma que tenía poco más de una yarda cuadrada. No era un lu-gar muy apropiado para quien fue-se propenso al vértigo; no había si-quiera un pasamanos que sirviera de protección. El cable central del pa-rarrayos daba cierta seguridad, así que me estuve agarrado firmemente a él todo el tiempo que permanecí en esa almadía metálica de forma triangular, tan próxima a las nubes.

La magnificencia del panorama y la euforia de sentir un ligero, aunque omnipresente peligro, me hicieron olvidar el paso del tiempo. Me sentía como un dios, completamente aleja-do de los asuntos terrenos, superior a todos los demás hombres. Y enton-ces comprendí, con una certeza ma-temática, que aquí había un desafío que Chaka jamás podría ignorar.

El coronel Mtanga, su jefe de Segu-ridad, se opondría; pero sus protes-tas serían desoídas. Conociendo a

Chaka, uno podía predecir con ab-soluta seguridad que el día de la in-auguración oficial estaría aquí, solo, durante un buen rato, dominando su imperio con la mirada. Su escolta personal permanecería en el recinto de abajo, una vez registrado todo por si habían colocado alguna bomba. No podrían hacer nada para salvarle cuando disparara yo desde tres mi-llas de distancia y a través de la cade-na de montañas que se extiende entre el radiotelescopio y mi observatorio. Me alegraba de que hubiera monta-ñas por medio; aunque complicaban el problema, me protegerían de toda sospecha. El coronel Mtanga era un hombre muy inteligente, pero pro-bablemente no podría concebir que existiera un arma capaz de disparar en ángulo. Y él buscaría un fusil, aunque no encontraría ninguna bala.

Regresé al laboratorio y empecé mis cálculos. No había transcurrido mu-cho tiempo, cuando descubrí mi pri-mer error. Puesto que había visto cómo hacía un agujero la luz concen-trada del rayo láser en un trozo de sólido acero en una milésima de se-

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gundo, supuse que mi Mark X podía matar a un hombre. Pero la cosa no es tan sencilla. En determinados as-pectos, el hombre es un material más duro que el acero. En su mayor parte es agua, la cual tiene diez veces la ca-pacidad de calor de cualquier metal. El haz de luz que perfora una plan-cha de blindaje o lleva un mensaje hasta Plutón -cosa para la que había sido proyectado el Mark X- produ-ciría en el hombre una quemadura dolorosa, pero completamente su-perficial. Lo peor que podía hacerle a Chaka, desde una distancia de tres millas, era un agujero en la multi-color manta tribal que tan pompo-samente vestía para probar que aún se consideraba un hijo del pueblo.

Durante un tiempo casi abandoné el proyecto. Pero no desistiría; instin-tivamente> sabía que la respuesta estaba allí, y que sólo era cuestión de saber verla. Quizá podía utilizar mis invisibles balas de calor para cortar uno de los cables que sujetaban la torre, con el fin de que se derrum-bara cuando Chaka estuviera en lo alto. Los cálculos indicaban que esto

era factible si el Mark X actuaba ininterrumpidamente durante quin-ce segundos. Un cable, a diferencia del hombre, no se movería, así que no era necesario aventurarlo todo a un solo impulso de energía. Po-día tomarme el tiempo que quisiera.

Pero dañar el telescopio habría sido una traición a la ciencia, y casi me sentí aliviado al comprobar que este proyecto era irrealizable. El más-til tenía incorporados tantos ele-mentos de seguridad que habría sido necesario cortar al menos tres cables para derribarlo. Había que desechar este plan; se habrían nece-sitado horas y horas de ajustes, así como preparar y apuntar el apara-to para cada disparo de precisión.

Tenía que pensar otra cosa; y como los hombres tardan mucho tiempo en ver lo que es evidente, hasta una se-mana antes de la inauguración oficial del telescopio no supe cómo habér-melas con Chaka. El-que-Todo-lo-Ve, el Omnipotente, el Padre del Pueblo.

A la sazón, mis estudiantes habían

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coordinado y calibrado el aparato, y estábamos preparados para las primeras comprobaciones a toda su potencia. Al girar en su elevador del interior de la cúpula del observato-rio, el Mark X parecía exactamente un gran telescopio de doble cañón reflejo... y, efectivamente, lo era. En uno de ellos, un espejo de treinta y seis pulgadas centraba el impulso del láser y lo enfocaba en el espa-cio; el otro actuaba como receptor de señales y podía utilizarse tam-bién como un visor telescópico su-perpotente para apuntar el aparato.

Comprobamos su enfilación en el blanco celeste más próximo: la Luna. Ya avanzada la noche, centré los cables en cruz en medio del pálido creciente y disparé un impulso. Dos segundos y medio más tarde se pro-dujo un eco tenue. La cosa marchaba.

Había aún un detalle por arreglar, y tenía que hacerlo yo en absoluto secreto. El radiotelescopio se halla-ba al norte del observatorio, al otro lado de la cordillera que nos impe-día ver directamente. Una milla al

Sur había una montaña aislada. Yo la conocía bastante bien, porque ha-cía años había ayudado a instalar allí una estación de rayos cósmicos. Ahora sería utilizada para un fin que jamás habría imaginado en los tiempos en que mi país era libre.

Justo debajo de la cima se alzaban las ruinas de un viejo fuerte, aban-donado desde hacía siglos. Necesi-té hacer pocas exploraciones para encontrar el lugar que necesitaba: una pequeña cueva, de menos de una yarda de alta, entre dos grandes rocas que habían caído de las anti-guas murallas. A juzgar por las te-larañas, hacía generaciones que no había entrado allí un ser humano.

Cuando me agazapé en la abertura pude ver todas las instalaciones del Programa Espacial, que se extendían en varias millas. Al Este se encontra-ban las antenas de la vieja Estación de Seguimiento del Proyecto Apolo, que había traído a los primeros hom-bres de la Luna. Más allá estaba el campo de aterrizaje, por encima del cual se cernía un avión de transpor-

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te con sus propulsores verticales en funcionamiento. Pero todo lo que a. mi me interesaba era que estuvieran despejadas las líneas de visión des-de este lugar a la cúpula del Mark X, y al extremo del mástil del ra-diotelescopio, tres millas al Norte.

Tardé entre días en instalar el espe-jo plateado, ópticamente perfecto, en su secreto habitáculo. Los tedio-sos ajustes micrométricos para dar la exacta orientación tardaron tan-to que temí que no estuviera listo a tiempo. Pero al fin salió correcto el ángulo, con un error menor que un segundo de arco. Cuando apunté el telescopio del Mark X al punto se-creto de la montaña, pude ver la cordillera que tenía detrás de mí. El campo visual era pequeño, aunque suficiente; el área del blanco tenía una yarda, y yo podía apuntar so-bre cualquier pulgada de esa zona.

La luz podía recorrer, en cualquiera de los sentidos, la trayectoria que yo había preparado. Todo cuanto veía por el te-lescopio visor estaba automáticamen-te en la línea de fuego del transmisor.

Me parecía extraño, tres días más tarde, estar sentado tranquilamente en el observatorio, con los acumula-dores eléctricos zumbando en torno mío, y ver a Chaka entrar en el cam-po visual del telescopio. Experimenté un fugaz destello de triunfo, como el astrónomo que ha calculado la órbita de un nuevo planeta y luego lo des-cubre en el punto previsto entre las estrellas. El cruel rostro estaba de perfil cuando lo vi al principio, como si estuviera a sólo unos treinta pies, gracias al aumento máximo que yo utilizaba. Aguardé pacientemente, con serena confianza, porque tenía que llegar el momento que yo sabía: aquel en el que Chaka parecería es-tar mirando hacia mí. Cuando esto sucedió, cogí con la mano izquierda la imagen de un antiguo dios, que no debe de tener nombre, y accioné con la otra el conmutador que disparaba el láser, lanzando mi rayo silencioso e invisible por encima de las montañas.

Si, era muchísimo mejor así. Chaka merecía la muerte; pero ésta le ha-bría convertido en un mártir y habría fortalecido el dominio de su régimen.

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Lo que yo le tenía reservado era peor que la muerte, desataría entre sus defensores un terror supersticioso.

Chaka vivía aun; pero El-que-To-do-lo-Ve no volvería a ver ya nun-ca más. En el espacio de unos mi-crosegundos le había reducido a una condición inferior a la del por-diosero más humilde de la calle.

Ni siquiera le había hecho daño. Porque no se siente dolor cuando la delicada película de la retina se fun-de por el calor de un millar de soles.

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La Niña de las Iglesias

Siendo una noche como todas, pero en especial, ésta era una noche un poco más fría, más

obscura, cerca de la 1 de la madru-gada, un taxista regresaba a su casa después de todo un día de arduo trabajo, en la calle ya no había ni alma de gente, pero al pasar frente al cementerio general de la ciudad se percató que una chica le hacía la pa-rada, éste se siguió pensando que ya estabá muy cansado y que era muy tarde para hacer otra dejada. Sin embargo reflexionó y pensando en su sobrina de 17 años que fue vio-lada y asesinada 3 años atrás, dijo, “pobre chica, no la puedo dejar ahí expuesta a no se qué miserable”.

Retrocedió su taxi y llegó hasta ella, tenía aproximadamente entre 18 - 19 años. Al contemplar su rostro, el taxista sintió un frío intenso y cierto sobresalto, al que no le dió impor-tancia, pues la niña era dueña de un rostro angelical, inspiraba pureza, de piel blanca, muy blanca, cabello

sumamente largo, era delgada, fac-ciones finas, con unos ojos grandes, azules, pero infinitamente tristes, tenía un vestido blanco, de encaje, y en su cuello colgaba un relicario be-llísimo de oro, que se veía de época.

El taxista acongojado le preguntó a dónde la dejaba, y le dijo que quería que la llevara a visitar 7 iglesias de la ciudad, las que él quisiera, su voz era suave, muy triste, pero dejaba notar un timbre muy extraño, que le dejó una sensación de miedo y misterio.

Para no hacerla larga, el taxista la llevó a cada una de las siete igle-sias sin replicar, en cada una pasaba cerca de 3 minutos y salía con una expresión de serenidad, de tranqui-lidad, pero sin abandonar de sus ojos esa mirada de infinita tristeza.

Al final del paseo, ella le pidió un favor. “Discúlpeme si he abusado mucho de su bondad, mi nombre es Alicia, no tengo dinero para pagar-

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le ahora, sin embargo le dejaré este relicario, y ¿podría hacerme un últi-mo favor? Vaya a la colonia Jazmi-nes # 245, ahí vive mi padre, en-tréguele mi relicario y pídale que le pague su servicio, ah, y dígale que lo quiero y que no se olvide de mí. Déjeme donde me recogió por favor.

El taxista se sintió como en un trance, en donde actuaba automáticamente a la petición de la chica, y la dejó ahí, frente al cementerio. El hombre se fué a su casa, se sentía mareado, le dolía intensamente la cabeza, y su cuerpo le ardía por la fiebre que empezaba a tener, su esposa lo atendió de ese repentino mal, duró así casi 3 días.

Cuando al fín pudo reacciónar y se sintió mejor, recordó su última noche en el taxi, recordó a la niña angelical de las iglesias, y recordó su última petición, que le hizo sentir un esca-lofrío intenso que hizo que se sim-brara de pies a cabeza, aunque él no comprendía nada, pensó “qué raro fue todo, seguro se fue de su casa, o tiene problemas, pero, ¿por qué en el cementerio? ¿quien era?, ¡¡ El

relicario!! “, sí ahí estaba, sobre su mesita de cama, el relicario de Ali-cia, que ahora tenía restos de tierra. Se paró como un resorte, tomó su taxi y fue a la dirección que le die-ra la chica, pero no con la intención de cobrar, sino de descubrír, conocer, aclarar la verdad detrás de ese mis-terio que le inquietaba, que le estre-mecía, que no quería ni pensar. Tocó, era una casa grande, estilo colonial, vieja, entonces abrió un hombre, de edad avanzada, alto, de aspecto ex-tranjero, con unos ojos... sí los ojos de Alicia, así de tristes. El taxista le dijo “Disculpe señor, vengo de parte!de su hija Alicia, ella solicitó mis servicios, me pidió que la llevara a visitar siete iglesias, así lo hice y me dejó su relicario como pren-da para que usted me pagara”.

El hombre al ver la joya rompió en llanto incontrolable, hizo pasar al taxista y le mostró un retrato, el de Alicia, idéntica a la de hace 3 noches. ¿Es ella mi Alicia?, le dijo el hombre, “Sí, ella, con ese mismo vestido”.“No puede ser, hace tres noches cum-plió 7 años de muerta, murió en un ac-

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cidente automovilístico, y este relica-rio que le dió fue enterrado con ella, y ese mismo vestido, su favorito... hija, perdón, debí hacerte una misa, debí haberme acordado de tí”, debí...”

El hombre lloró como un niño, llo-ró y lloró, el taxista estaba pálido, pasmado de la impresión, “había convivido con una muerta” eso lo explicaba todo. Volviendo de su estu-por, le dijo al padre de Alicia, “señor, yo la ví, yo hablé y conviví con ella, me dijo que lo amaba, que lo amaba mcho, y que no se volviera a olvidar de ella, creo que eso le dolió mucho”.

Se dice que el padre de Alicia re-compensó al taxista, le regaló toda una flotilla de taxis para que ini-ciara un negocio, todo en agra-decimiento por haber ayudado a su niña adorada a visitar las igle-sias en su aniversario fúnebre.

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Los Muertos Vivientes del Vudú

La sola palabra vudú evoca espeluznantes imágenes de muertos vivientes, de muñe-

cas de cera con alfileres clavados, y otros ritos igualmente oscuros. En realidad, el vudú es una creencia reli-giosa sincrética, es decir, una mezcla de catolicismo y antiguas practicas africanas, incluidos elemento feti-chistas y distintos tipos de magia, como la blanca, la negra y la gris, que es una mezcla de las dos anteriores.

Sin embargo, no se puede negar que la primera, la magia negra, es la más importante dentro del vudú y es la que le ha dado la imagen de que el vudú es, por fuerza, algo siniestro.

El origen del vudú es africano, pero fue llevado a Haití y Nueva Orleáns por los esclavos. Sus ritos se practi-can entre cantos, sonidos de tambo-res y danzas. Sus dioses –a loa- repre-sentan las preocupaciones comunes a toda la humanidad: el amor, la finitud de la vida y la protección del hogar.

En sus manifestaciones más agre-sivas, los houngan, o sacerdotes, sacrifican animales y elaboran las famosas muñecas de cera o trapo, que atravesadas con alfileres cau-san dolor a la persona que repre-sentan. Junto a esto, la creencia en los zombies – es decir, un muer-to resucitado al servicio de un bru-jo- ha dado la vuelta al mundo.

Según una leyenda, un houngan re-chazado por una joven la maldijo y esta murió poco tiempo después. Como el ataúd era demasiado pe-queño para ella, le doblaron el cuello para que pudiera caber en él. Mas tarde, durante el velorio uno de los asistentes tiro su cigarrillo, que cayo sobre uno de los pies de la difunta y le hizo una pequeña quemadura. Después de unos meses corrió el ru-mor de que la muerta acompañaba al sacerdote rechazado. Pasaron los años y cierto día al joven reapareció en su casa. Explico que el houngan se había arrepentido y liberado a todos

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sus zombies. Quienes habían asistido al velorio, descubrieron con asom-bro el cuello intacto de la joven y la cicatriz de la quemadura en el pie.

También se cuenta que Joseph, un houngan, disponía de zombies para el corte de caña en una plantación cer-cana a Puerto Príncipe, la capital de Haití. La responsable de cuidar a los zombies era su mujer, quien cometió el error de alimentarlos con comida salada. Apenas probaron la sal –sus-tancia que permite que descubran su situación de muertos en vida-, los zombies emprendieron el camino de regreso a su pueblo natal. Al llegar y ser reconocido por sus familiares, és-tos trataron de hablar con ellos, pero los zombies no se detuvieron y conti-nuaron su desfile hacia el cementerio. Allí, cavaron con las manos en busca de sus tumbas. Tan pronto entraron en contacto con la tierra se convir-tieron en cadáveres putrefactos.

Los Muertos Vivientes del Vudú (ciencia) estos relatos espeluznan-tes congelaron la sangre del espec-tador de principios de siglo, de la

misma forma que la del lector con-temporáneo. Sin embargo, sin me-nospreciar la fe de los creyentes en el vudú, se debe reconocer que los houngans posee un gran conocimien-to del cuerpo humano y de las pro-piedades de las plantas que pueden causar efectos como los ya descritos.

Para respaldar esta tesis, es necesa-rio recurrir a la experiencia de una de las víctimas de esta poderosa he-chicería. Clarivius Narcisse, habitan-te del pueblo de L’Estere, en Haití, siempre había gozado de excelente salud, pero cierto día de 1962 de ma-nera repentina e inexplicable enfer-mó, así que su hermana lo llevó a un hospital. El paciente apenas podía respirar. Su corazón perdía fuerza y el estomago le ardía. De pronto sin-tió que se quedaba helado y oyó que el medico le decía a su hermana “lo siento, esta muerto”. Clarivius quiso gritar que estaba vivo, pero no podía moverse. El medico lo examino una vez mas, le cubrió la cabeza con una sabana y firmo el certificado de de-función. Mas tarde, cuando sus ami-gos lo velaban, Narcisse podía verlos

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y oírlos, aunque no experimentaba ninguna emoción. En el cementerio oyó los lamentos de la gente y el rui-do de la tierra que cubría su ataúd. Su siguiente recuerdo es que estaba de pie junto a su tumba en un esta-do semejante al trance. Dos hombre rellenaron su fosa, y con una cuerda atada a sus muñecas los conduje-ron a una granja, donde se convirtió en uno de los casi cien esclavos que trabajaban en ese lugar. El doctor Lamarque Douyon, director del cen-tro psiquiátrico de Puerto Príncipe.

En Haití, afirma que uno de los efectos de las drogas que utilizan los brujos practicantes del vudú, es aparentar la muerte a la perfección. Las víctimas pasan por este perio-do de inconsciencia que termina cuando son sacadas de su sepulcro, pero durante su actividad agrícola también les administran narcóticos.

Esta muerte aparente se puede apre-ciar también el drama de Romeo y Julieta. Narcisse que permane-ció al menos dos años en ese esta-do, hasta que por alguna razón su

explotador dejó de administrarles los fármacos a los zombies, quienes despertaron de su sopor y casi de inmediato mataron a su guardia.

Al parecer, todos recuperaron sus fa-cultades y, tras una espera de 18 años, Narcisse volvió a su pueblo natal. No volvió antes por que sospechaba que su hermano –fallecido para la época en que Narcisse regreso- era el culpa-ble de que el houngan lo embrujara.

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La Invocación

Un instante después de haber terminado la Invocación, el suelo se llenó de hor-

migas, y las ventanas comenzaron a hervir con la febril actividad de gigantescas moscardas azules. En poco tiempo habrían logrado entrar.Sabía que el Libro aconsejaba dar gracias a Dios por haber permitido el contacto con los demonios, pero por algún motivo, aquello me pareció una blasfemia aún mayor que el acto que acababa de realizar. Una gigantesca polilla golpeó con fuerza contra el plafón de la lámpara sobre mi cabeza. Creí que iba a romperlo. Miré al sue-lo. El círculo de tiza seguía intacto, y ninguna hormiga lo había traspasado.

De pronto, sentí una arcada incon-trolable. No había pensado que la presencia de aquellos insectos abomi-nables pudiera afectarme tanto, pero verlos todos juntos, saliendo de nin-guna parte y reptando por el suelo y las paredes de la habitación, me pro-dujo una impresión nefasta. Sabía

que no debía derrumbarme, que eso era lo que los demonios estaban espe-rando. Debía mantenerme dentro del círculo, y en aquel instante compren-dí que contra mis previsiones inicia-les, lo había dibujado demasiado pe-queño. Apenas tenía espacio para mis propios pies, y temía borrar descui-dadamente algún trazo esencial. Rá-pidamente, repasé el Libro, en busca del conjuro de despedida, sólo por si acaso. Mis manos recorrieron nervio-samente las páginas gastadas y cru-jientes, y estuve a punto de dejarlo caer, lo cual hubiera sido un desastre.

Levanté la vista hacia la ventana. Las moscas habían logrado entrar todas, pero se limitaban a permanecer omi-nosamente en la pared, moviéndose espasmódicamente en espera de algu-na señal por mi parte. Afuera se ha-bía levantado una terrible ventolera, porque los cristales golpeaban contra los marcos y el aire silbaba una can-ción espectral que por algún motivo me pareció que contenía palabras,

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aunque de ningún idioma que hu-biera oído antes, y que sin embargo estuve a punto de entender. Contuve un repentino impulso de dirigirme hacia la ventana para abrirla cuando ya casi mis pies habían comenzado a hacer el movimiento. Debía alejar de mi mente ese tipo de pensamientos.

Un aire frío invadió la estancia, y en mi piel se formaron pequeños bulti-tos. Los brazos comenzaron a tem-blarme sin que pudiera contenerlos. Sabía que aquello era la señal de que los demonios habían entrado por fin, y de que estaban amargados como yo suponía. Miré a mi alrededor ansio-samente, pero no hallé señal alguna de su presencia. Realmente, pensé, no tenía ni idea de cómo podrían pre-sentarse ni de cuál sería su número. El Libro no decía nada sobre este par-ticular. Sobre mi cabeza revoloteaba nerviosa la polilla, golpeando una y otra vez contra la lámpara, pasándo-me junto a la cabeza y realizando ese fantasmagórico zumbido caracterís-tico de las alas membranosas. Me pregunté si no sería aquella polilla...

Y entonces los vi sobre la pared. Eran rostros repulsivos y enloque-cedores, apenas meras sombras que sin embargo poseían movimientos propios, y supe que me estaban mi-rando y supe que su mirada contenía un odio puro, indescriptible. Nervio-so, repasé de nuevo el Libro, pero las páginas comenzaron a pasar a toda prisa ante mis ojos, como movidas por el viento, y tuve que detenerlas con la mano libre, mientras que con la otra apenas si podía evitar que el volumen se me escapase volando. En la página que buscaba hallé sus nom-bres, Shrronghothoth, Abjadacsimm y Bheghosthrro, y los pronuncié en voz alta. Las sombras de la pared parecieron agitarse borrosamente mientras tanto. Algo estaba mal. De-berían haber contestado, pensé. Ce-rré el Libro y lo guardé en el interior de mi camisa, para poder así sacar del bolsillo la lista con mis peticiones.

Pero de inmediato, uno de los muebles más pesados, una estantería cargada de libros, se elevó unos centímetros en el suelo y comenzó a dar pesados golpes contra la pared, haciendo caer

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algunos tomos al suelo. Pronto todos los demás muebles hicieron lo mis-mo, y en el piso observé que las hue-llas de algo grande e invisible se acer-caban desde la pared de las siluetas hacia el círculo donde me encontra-ba, haciendo crujir la madera, y me estremecí, porque sabía que alguien no invitado había comparecido. De-trás de mi se levantó un fuerte viento que irguió los faldones de mi camisa, helándome la espalda. Las huellas se detuvieron al llegar junto al círculo de tiza, y comenzaron a rodearlo muy lentamente, como un animal cerca a su presa antes de abatirse sobre ella. Cuando hubieron dado una vuelta completa, que seguí aterrado con la mirada, las sombras de la pared se diluyeron y creí escuchar unas risas infantiles encerradas en un murmu-llo de conversaciones sin palabras.

Un hedor apestoso se adueñó de la habitación. Creí percibir los efluvios de excrementos animales, tabaco ne-gro y sudor humano. Sentí ganas de vomitar, las ganas de correr hacia la ventana se acrecentaron de nuevo. Me encontraba paralizado por el te-

rror, y cuando estaba a punto de abrir de nuevo el Libro para consultar el modo en que debía dar fin al aque-larre, una voz sonó a mis espaldas:

- ¿Quién eres?

Me volví rápidamente, casi trasta-billando con mis propios pies. Una figura borrosa se sentaba tranqui-lamente en el sillón del fondo, pero antes de que pudiera fijar mi vis-ta en él, alzó un brazo y se encen-dió la lámpara de pie que estaba a su lado, sin apenas dejarme tiempo para acostumbrar de nuevo la vis-ta a la recién creada luminosidad.

Era un joven. El rostro flaco y dema-crado, blanquecino y sin señales. El pelo, muy corto, y la barba, apenas sin afeitar. Me miraba fijamente tras unas ligeras gafas metalizadas, y en sus ojos leí un desprecio tan profundo que hasta entonces no creí que pudie-ra existir. Vestía una sencilla camisa de cuadros abotonada hasta el cuello y unas pesadas botas militares. Lo reconocí en seguida, porque sabía que lo había visto antes espiando mis sue-

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ños. A su alrededor flotaban decenas de mariposas de brillantes colores, revoloteando junto a su cara y acer-cándose a la lámpara. Con una mue-ca horrenda, una sonrisa totalmen-te carente de alegría, volvió a decir:

- ¿Quién eres?

Aquella voz me aterrorizó. No se co-rrespondía con el rostro que estaba mirando, sino con el de una mujer muy joven, casi el de una niña. Era tenebrosamente seductor, y por un instante estuve tentado de adelan-tarme, saliendo del círculo de tiza. Traté de pronunciar alguna frase, pero las palabras quedaron atrapa-das en mi garganta, porque aún no sabía qué contestar, ni siquiera si debía decir nada en voz alta. No es-taba seguro de que él supiera que yo estaba allí. Pero no fue necesario: de pronto, el demonio comenzó a emi-tir lo que parecían unas horrísonas gárgaras, que se transformaron en una risita infantil. La luz se apagó.

Me di cuenta que el corazón me la-tía demasiado aprisa, y temí que

algo pudiera ocurrirme, cuando el dolor se hizo más persistente. Nece-sitaba sentarme, pero una vez más lamenté la estrechez del interior del círculo protector. Me llevé la mano al pecho y traté de espaciar mi apu-rada respiración. Estaba sudando abundantemente, creí que tenía fie-bre. ¿Me habrían encontrado dentro del círculo...? Era imposible saberlo.

En el rincón donde había estado el joven ya no había nadie. Fijé de nue-vo la vista y creí percibir sólo ligeras sombras que se contorsionaban ju-guetonas por la pared. La pestilencia se acentuó y una vez más sentí ganas de abrir la ventana. Volví la vista ha-cia ella, y de improviso, ambas hojas se abrieron con una violencia espan-tosa, dejando pasar un fortísimo viento helado. Los cristales comenza-ron a golpear furiosamente contra las paredes y temí que se pudieran que-brar, pero por algún motivo, aún más temí que alguien pudiera escuchar el ruido y entrar en aquel instante.

El viento helado secó mi sudor, pero no se llevó la asquerosa fetidez. Los

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muebles comenzaron a golpear otra vez, los libros salieron despedidos en todas direcciones, y algunos cayeron por la ventana. En mi boca percibí los primeros síntomas del agrio vómito aproximarse y mi cuerpo se convul-sionó en una primera y dolorosa ar-cada que casi me parte la espalda con un dolor seco. Traté de agacharme, aún dentro del círculo, y esta vez no sólo comprobé que no tenía espacio suficiente, sino que el Libro que había guardado dentro de la camisa me im-pedía doblarme. El armario abrió de golpe una de sus puertas, y el espejo que tenía en su interior se rompió en mil pedazos, que se unieron al estro-picio general. Algunos trozos pasa-ron peligrosamente junto a mi rostro.

Con mucho cuidado, extraje len-tamente el Libro, y busqué ner-viosamente entre sus páginas. Sin embargo, no era sencillo leer en la oscuridad, y mientras fijaba frené-ticamente la vista en los arcanos, una ráfaga de viento me sorpren-dió, arrebatándome el Libro de las manos, y haciéndolo caer al suelo, muy cerca del círculo... pero fuera.

Definitivamente, el terror se adueñó de mí. Sabía que no podía abando-nar la protección del círculo, pero necesitaba consultar el Libro para detener la desastrosa invocación. Me agaché dolorosamente, pues aún era posible recuperarlo desde dentro, pero al acercar mi mano, las pági-nas se agitaron furiosamente como lacerantes palpos, y el entero volu-men salió despedido fuera de la ha-bitación, volando en alas del viento. Observé que en el suelo, el círculo de tiza comenzaba a desdibujarse con la acción del aire, y de finas, casi imperceptibles, gotas de lluvia, y la-menté no haber utilizado tiza roja. Bien sabía que una vez deshecho el círculo, yo quedaría a merced de lo que hubiera ahí fuera, de aquello que había convocado, y bien sabía que no tendría ningún tipo de piedad.

Me llevé las manos a la cara, tra-tando de recordar. Eso era lo único que podía salvarme ahora. Traté de recordar la lectura apresurada, el modo de deshacer el conjuro sin pe-ligro para el celebrante, pero en mi mente sólo había danzantes evoca-

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ciones de los momentos en que había retado al médium y de cómo había leído precipitadamente los primeros ensalmos, creyendo que todo sería seguro y sencillo. En mi mente se agolparon los recuerdos de los re-cuerdos, las figuras casi reales de lo que estaba pensando en el momen-to de lanzar el reto y de practicar el conjuro. Páginas crujientes y amari-llas volaron en mi imaginación, pude sentir de nuevo el tacto grasiento del papel en los dedos, pero en ellas sólo había símbolos que apenas formaban palabras, y aun éstas carecían de sig-nificado para mí. Cerré los ojos con fuerza y algunas palabras volvieron a mi boca, para sólo escapar un ins-tante después, burlonas. Sólo enton-ces supe que jamás lograría recordar el hechizo de despedida, y desespera-do, comencé a gritar, más allá de mis propias fuerzas. Chillé todo lo alto que me permitieron los pulmones, hasta desgarrar por completo las cuerdas vocales. Chillé y aullé hasta desgañitarme, cerrando los ojos con fuerza, haciendo coro con la cacofo-nía que ya se debatía a mi alrededor...Y cuando abrí los ojos, la ha-

bitación estaba en calma.

La ventana, cerrada. El armario, con las puertas cerradas. Los pesa-dos estantes inmóviles, y los libros en su sitio. No había ningún insec-to, y la luz de la lámpara sobre mi cabeza brillaba con la fuerza de sus cien watios. Ni la menor presencia de aquel hediondo miasma que ha-bía atufado mis pulmones. El único ruido era el de mi respiración ace-lerada y el de mis dientes castañe-teando. Incluso la temperatura era de nuevo agradable, la proporciona-da por el radiador. Y a mis pies, el círculo estaba completo e intacto.

Sonreí, y casi sentí que el do-lor de la espalda había cesado. La felicidad me invadió y respi-ré profundamente. Abandoné el interior del círculo, y entonces... sólo entonces... llegó la negrura.

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La Hija del Enterrador

Era un día frío y ventoso. El aire ondulaba los árboles que se balanceaban de un

lado a otro incesantemente. El ce-menterio estaba más lúgubre que de costumbre. Las cruces de las se-pulturas se erigían desafiantes al viento. Un pequeño ratón corría entre las tumbas, mientras que a lo lejos se oía el ulular de un búho.Dentro de una pequeña casa se en-contraba Corma, el enterrador. Era un hombre viejo y amargado que había sobrevivido a todos los habitantes del pueblo de su mis-ma edad. Su cara arrugada acom-pañaba siempre a su mal genio.

- ¡Zulima! -gritó-. ¡Ten-go hambre! ¡Quiero comer!.

Zulima era una hermosa joven. Le miró con desprecio y sin formular una sola palabra se dirigió a la co-cina. Le preparó una tortilla que Corma devoró ávidamente mien-tras bebía grandes tragos de vino.

Zulima pensaba en irse lejos, muy lejos. Hacía años que vivía obsesio-nada con esa idea pero nunca había podido llevarlo a cabo. No tenía dine-ro, no conocía a nadie, y su padre ja-más la dejaría marchar. Sabía que su padre tenía monedas de oro. Recor-daba vagamente que cuando era una niña las vio. Pero a pesar de que ha-bía buscado por toda la casa, no pudo encontrar ni rastro de las monedas.

Había empezado a llover con gran fuerza. La lluvia golpeaba los cris-tales con ira. En ese momento se oyó un ruido. Era el galopar de un caballo. Corma también lo ha-bía oído y se levantó de donde es-taba. El jinete paró el caballo de-lante de la casa del enterrador.

- ¿Quién demonios podrá ser?- pre-guntó Corma.- ¿Quién en su sano juicio puede aventurarse a cabalgar en plena noche con este tiempo?-.

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Llamaron a la puerta. Corma la abrió. Ante él se hallaba un hombre alto que estaba empapado de arriba a abajo. Miró fijamente a Corma.

- ¿Puedo pasar?- preguntó.

Corma no tuvo más remedio que dejar-le pasar y así se lo indicó con un gesto.

Zulima se sorprendió al verle. No estaba acostumbrada a los extra-ños y probablemente nunca ha-bía visto a un hombre como aquél.

- Me llamo Zulima -le dijo.- Pero aproxímese al fuego. Está empapado.

El joven extendió las manos sobre las chispeantes llamas. Su cuer-po estaba temblando, pero poco a poco empezaba a reaccionar.

- Me llamo Selman - les dijo a sus anfi-triones. -¿Podría pasar la noche aquí?

Corma permaneció callado durante unos segundos. No le gustaban las vi-sitas y mucho menos los desconocidos.

- ¿Pagará?- preguntó escéptico.

- ¡Oh! ¡Claro! No se preocu-pe por eso -contestó.

- ¡Zulima! -gritó,- Prepárale un poco de comida. Seguro que también es-tará hambriento. Pero dígame, ¿Que hacía a estas horas y con este tiem-po cabalgando en plena oscuridad? -le preguntó mientras bebía vino.

- Me dirigía hacia la costa, con la intención de embarcarme ha-cia Crimú, pero el tiempo me lo ha impedido -señaló Selman.

- ¡Ya! -dijo secamente Corma.

- Usted es...

- Sí, soy el enterrador -dijo Corma.

Llegó Zulima con un poco de comida y Selma la comió lo más deprisa que pudo.

El fuego se estaba apagando y el viento era cada vez más frío.

- Será mejor que vaya a por más

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leña al cobertizo -dijo secamen-te el enterrador y salió de la casa. Zulima entonces se dirigió al has-ta entonces desconocido y le dijo:

- Debe ser hermoso montar a ca-ballo. Cualquier cosa sería bue-na con tal de salir de aquí.

Y entonces con un insinuante mo-vimiento de caderas se subió la fal-da distraídamente dejándole ver sus piernas. Se echó la larga mele-na oscura hacia atrás descubrien-do el contorno de sus pechos. Se acercó a Selman. Sus cuerpos es-taban muy cerca. Se rozaban. Sel-man acarició sus turgentes pechos, pero ella se apartó rápidamente y con una risa enigmática le dijo:

- Tengo un plan. Esta noche cuan-do mi padre se emborrache como de costumbre y duerma la mona, nos iremos los dos lejos de este lu-gar. ¿Si tan solo supiera donde tie-ne guardado las monedas de oro?

- ¿Monedas de oro?- le preguntó Selman.

- Sí -continuó hablando ella-. An-tes de morir mi madre las vi. Pero las ha escondido ¡Dios sabe donde!.

LLegó el enterrador que cerró la puerta de un golpe. Echó la leña al fuego. Dio un gran bostezo. El vino siempre le producía sueño. Esta-ba ya bastante bebido pero aún así su voz seguía sonando fuerte y se-gura. Le indicó la cama al invita-do y apagó la lámpara de la mesa.

La noche había esparcido un halo de silencio y misterio a toda la casa. Tan sólo la profunda respiración del enterrador perturbaba aquel silen-cio. Selman pensaba en la dulce Zu-lima y en todos sus encantos. Ésta se levantó con mucho cuidado de su cama. Andaba descalza por la casa. Hizo una señal a Selman quien se levantó también con mucho cuidado. Andando de puntillas llegaron hasta la puerta. La abrieron muy despacio. La puerta chirrió levemente, pero el enterrador seguía dormido. Una vez fuera cogieron el caballo y lo acari-ciaron. Selman le cogió las riendas. No quería que el caballo se asustase.

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Entonces Zulima recordó algo. La única persona que la había querido en este mundo era su madre. No podía marcharse sin despedirse de ella. Co-gió un pequeño ramillete de flores de una tumba cercana e indicó a Selman el lugar de la tumba de su madre.

Allí depositó las flores. Y en es mismo momento se oyó un grito aterrador. Era como el aullido de un lobo malherido.

- Es mi padre -gritó Zulima-.

Era demasiado tarde. Allí es-taba el enterrador. Sus ojos pa-recían salirse de las órbitas.

- ¡Canalla!, ¡Miserable! -gritó echando espuma por la boca-. ¡Te voy a matar!

Y apuntándole con una pisto-la disparó. Le dio en el hombro.

- ¡No! ¡No! ¡Nooooooooooooo! -gritó con ira Zulima.

- En cuanto a ti -continuó el enterrador- morirás con él.Y disparó de nuevo. Pero esta vez el

disparó no alcanzó a Zulima sino a la losa de su madre. Justo en ese mo-mento, Selman se había recuperado y se abalanzó hacia el enterrador. Los dos forcejearon y mientras lo hacían Zulima gritaba desesperada. Al fi-nal se oyó un nuevo disparo. Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos . Los ojos del enterrador fueron perdiendo su brillo poco a poco, has-ta que cayó al suelo en medio de la in-cesante lluvia. Su cuerpo yacía inerte junto a la sepultura de su esposa.

- Está muerto -dijo Selman-.

Entonces Zulima se rió con una risa que estremeció a Selman.

- Por fin -dijo con rabia-. Ya me he librado de ti para siempre.

- No podemos dejar-le aquí -dijo Selman-.

Y cogiendo una pala hizo palanca y abrió la losa de la madre de Zulima, ante la mirada impasible de ésta. La losa se abrió con facilidad. Entonces Selman cogió el cuerpo y lo arrojó

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dentro de la sepultura donde se oyó un ruido seco. Algo pareció brillar en medio de la oscuridad de la losa.

- ¿Qué es eso que brilla allí abajo? - preguntó Selman.

No obtuvo respuesta. Selman bajo a la tumba, que no tenía mucha profundidad. Allí estaba el cadá-ver de enterrador, el féretro de su mujer y... Sí, las monedas de oro. Había algunas sueltas y junto a ellas tres bolsas repletas de oro. Subió las bolsas y cerró la losa.

Zulima volvió a reír, con aque-lla risa enigmática y misteriosa.

- Así que era ahí donde guar-daba el dinero -dijo-. Ahora por fin soy libre y podré irme de aquí, de este horrible lugar.

Pero Zulima estaba equi-vocada, muy equivocada.

Un aire frío llegó hasta Sel-man. Su rostro cambió. Su mi-rada se tornó maligna y diabó-

lica. Era como si algo o alguien se hubiese apoderado de Selman.

- ¡No!, ¡No nos iremos de aquí!, ¡Ya no! -dijo Selman-. Porque ahora seré el nuevo enterrador.

Zulima estaba condenada a vivir siem-pre allí. A recordar su pasado. Su des-tino estaba en aquella casa, en aquel cementerio. Y es que siempre será LA HIJA DEL ENTERRADOR.

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Las Brujas de Salem

Los extraños gestos y pos-turas que a finales del si-glo XVII atormentaban

a las niñas Elizabeth y Abigail figuran en las crónicas de la si-guiente manera: “Eran mordidas y pellizcadas por seres invisibles...A veces se quedaban mudas, con las bocas paralizadas, los miembros destruidos y atormentados, y con-movían hasta a un espectador de pie-dra”. También se utilizo en el juicio un argumento capaz de perjudicar a cualquiera: que el diablo usaba a los malos para dañar a los bue-nos, y para defender a sus agentes creaba espectros de ellos, de modo que mientras los malos atacaban, se veían sus imágenes en otras par-tes efectuando labores inocentes.

A finales de 1962, la casa parroquial de Salem, en la bahía de Massachu-setts, Nueva Inglaterra, era un lugar apacible, ajeno a los sucesos de mor-tales consecuencias que se desarrolla-rían en él. Además de sus obligacio-

nes en la cocina, Tituba –una esclava originaria de las Antillas- tenia la ta-rea de entretener a dos niñas muy in-quietas: Elizabeth Parris, la hija del ministro, y a la primera de esta, Abi-gail, de 9 y 11 años, respectivamente.

Tituba inventaba todo tipo de dis-tracciones para ellas, entre las que figuraban trucos sencillos e historias de miedo; por otra parte, la esclava sabia leer la fortuna en las claras de huevo. Sin embargo, ninguno de estos pasatiempos eran bien vistos por los puritanos de aquel tiempo; para ellos eran cosas del diablo. Pero las niñas y sus amiguitos los disfru-taban sin considerarlos malignos.

Poco a poco, la conducta de Elizabeth y Abigail comenzó a cambiar. Según las crónicas de la época, la primera rompía a llorar sin motivo, en tanto la otra corría en cuatro patas y la-draba como perro. Otras adolescen-tes también se comportaron de forma extraña. Por ejemplo, Ann Putman,

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de 12 años, dijo que peleó con una bruja que la quería decapitar. Por su parte él medico de la ciudad, al no encontrar ningún problema físico en las adolescentes, atribuyó el compor-tamiento de las chicas a la influen-cia del demonio. El reverendo Parris comenzó las pesquisas y se entero de cierto pastel de brujas elaborado por el marido de Tituba, que, según se cuenta, incluía entre sus ingredien-tes harina de centeno y orina de niño.

Eso fue los suficiente para el escánda-lo. Las niñas se asustaron tanto que al ser interrogadas señalaron a Tituba, a Sarah Good – una mujer indigente que tenia el habito de fumar pipa y que quizá era deficiente mental- y a Sarah Osborne, una invalida que vi-vía con un hombre si haberse casado.

En una audiencia celebrada a prin-cipios de marzo de 1693, Tituba confeso que era bruja y que su es-pectro había atacado a Ann Putman con un cuchillo. Añadió además que ella era solo una de las tantas bru-jas del pueblo y que un hombre alto de Boston le había enseñado un libro

en donde figuraban todas las brujas de la colonia. Así comenzó en Salem la cacería de brujas. Ann Putman y su madre acusaron de infantici-dio a Rebecca Nurse, mujer de 71 años. Susanna Martin fue acusada de embrujar los bueyes de su veci-no a raíz de una riña entre ambos.

El reverendo George Burroughs, antiguo ministro del pueblo, fue se-ñalado como jefe de las brujas y el capital John Alden fue identifica-do como el hombre alto de Boston. El reverendo fue ahorcado el 19 de agosto y a Giles Cory de 80 años que se negó a declarar sobre este caso, lo aplastaron con grandes pie-dras. Como solo se ejecutaba a quie-nes no confesaban Tituba se salvo y luego fue vendida por los Parris.

En 7 meses fueron ejecutados 7 hom-bres, 13 mujeres, se arresto a 200 personas y 200 mas ya habían sido acusadas por la niña Parris. Ninguna de las víctimas fue quemada en la ho-guera como se cree en la actualidad. 4 años después de los juicios de Salem los jurados firmaron una confesión

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de error y suplicaron clemencia. Ann Putman dijo 14 años mas tarde que había obrado engañada por Satanás.

Las Brujas de Salem (ciencia) Son pocos los incidentes semejantes que se conocen en las colonias in-glesas de América del siglo XVII. Las cifras de las ejecuciones de las que se habla en Europa son mucho más impresionantes (solo en Bam-berg, Alemania, hubo 600 perso-nas torturadas y ejecutadas), pero la caza de brujas que se llevo aca-bo en Salem marca un hito de in-tolerancia en la historia mundial.

El dramaturgo estadounidense Ar-thur Miller se inspiro en estos he-chos para escribir Las Brujas de Salem. El invierno que asolaba Salem en 1692 fue especialmen-te crudo; los colonos de la bahía de Massachusetts atravesaban por una agitada situación política. Estos hechos pueden explicar que Salem se haya producido una tensión tal que cualquier incidente pueda des-atar la ira ciega de sus habitantes.En este caso, debido a que los jue-

ces se basaban en los testimonios de gente que aseguraba haber conocido la verdad por medio de fantasmas y espectros, el veredicto distaba mucho de ser imparcial. Además, los acu-sados pertenecían a clases sociales poco favorecidas. Tituba, por ejem-plo, era una esclava y carecía de los derechos otorgados a cualquier otro habitante de Salem. En situación pa-recida se encontraba la mendiga de hábitos masculinos, la libertina que vivía en pecado con su amante, el ex funcionario y el soldado forastero.

La opinión publica solo se conmovió cuando la locura generalizada alcan-zo las capas mas altas de la sociedad –incluso el presidente de la Univer-sidad de Harvard se vio involucrado en las acusaciones-. Mas tarde, el gobernador William Phips perdono a todos los sospechosos de brujería que aun no habían sido ejecutados y exo-nero a todos los muertos, 18 meses después de iniciada la feroz cacería.

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Referencias

file:///C:/Users/Usuario/Desktop/leyendas%20de%20durango.htmhttp://www.guiascostarica.com/mitos/mexico.htmhttp://www.taringa.net/posts/imagenes/14539496/Fotos-Antiguas-que-te-daran-Miedo.htmlhttp://www.mundoparanormal.com/docs/relatos/relatos.html

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