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Leonora Carrington: coleccionista de deseos Nidia Cuan* * Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruza- na. Ha colaborado con textos en periódicos, suplementos culturales y revis- tas como La Palabra y el Hombre, Al pie de la letra y La línea del cosmonau- ta. Actualmente cursa el tercer semestre de la Maestría en Letras Españolas en la Universidad Nacional Autónoma de México. A pril is the cruellest month reza el primer y multici- tado verso de The waste land de T. S. Eliot. Quizá la crueldad de abril, que engendra lilas de la tierra muerta, sólo sea comparable a la tiranía de mayo. Un mayo que ha dejado baldío al sueño. Este mayo que con la muerte de Leonora Carrington nos en- frenta a la realidad desnuda. Por encima de ella, nada pero Leonora. La vida de Leonora Carrington estuvo envuelta en el misterio; el hermetismo marcó la mayor parte de su prolongada estadía en México. Detrás de ella: el mito, el estigma de la locura sólo opacado por una belleza arrobadora, la extrema delgadez que delata a las coleccionistas de hambres, de deseos. La voz de Carrington, aun en su prolongado silen- cio, fue omnipresente. Voraz, su voz dijo todos los idiomas. Habló pintura donde supo de sí en grito, con los cabellos al viento y un corcel inmóvil que acompaña al que, detrás de la ventana, tan cerca, cabalga un bosque de pinos. Habló toda la mate- ria y entonces la voz no tuvo rostro sino sombras como mantos, fue voz metálica de piedra y bron- ce, una voz donde no hubo labios pero picos y pe- ces y entrañas huecas desde donde nació el canto. Pero también habló la letra, y en la grafía su voz no fue palabra, sino color y dedos, lienzos las páginas completas, susurros de pincel la voz más templada, la más dulce si es posible. La obra literaria de Leonora Carrington, aun- que bastante más desconocida y menos abundante que su obra plástica, posee la solidez y originali- dad propias de quien se ha forjado de la escritura un oficio. Una muestra de ello es El séptimo caballo y otros cuentos, recopilación de relatos breves y no tan breves, cuya primera edición en México apareció en 1992. En el volumen se reúnen dieciocho cuen- tos de la autora ilustrados por ella misma, así como una versión resumida de “La puerta de piedra”. To- dos ellos pertenecen a un periodo de creación de cuarenta años, que va de 1930 a 1970. En esta recopilación el poliglotismo de Carring- ton es notorio. Su voz se divide en las de decenas de personajes que encuentran en el lenguaje del sueño su más acabado ser. La voz de Carrington, a la manera del dios que nombra, hace aparecer ante nuestros azorados ojos el alarido de personajes maravillosos, mezcla de hombres y animales, tan Virginia llevaba murciélagos y mariposas nocturnas aprisionados en el pelo: con sus manos extrañas, hizo una seña a los animales de que había terminado la caza; abrió la boca y se le coló un ruiseñor ciego. Se lo tragó, y cantó con la voz del ruiseñor... “Cuando iban por el lindero en bicicleta”, Leonora Carrington. Litoral e 42

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Leonora Carrington:coleccionista de deseos

Nidia Cuan*

* Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruza-na. Ha colaborado con textos en periódicos, suplementos culturales y revis-tas como La Palabra y el Hombre, Al pie de la letra y La línea del cosmonau-ta. Actualmente cursa el tercer semestre de la Maestría en Letras Españolas en la Universidad Nacional Autónoma de México.

April is the cruellest month reza el primer y multici-tado verso de The waste land de T. S. Eliot. Quizá

la crueldad de abril, que engendra lilas de la tierra muerta, sólo sea comparable a la tiranía de mayo. Un mayo que ha dejado baldío al sueño. Este mayo que con la muerte de Leonora Carrington nos en-frenta a la realidad desnuda. Por encima de ella, nada pero Leonora.

La vida de Leonora Carrington estuvo envuelta en el misterio; el hermetismo marcó la mayor parte de su prolongada estadía en México. Detrás de ella: el mito, el estigma de la locura sólo opacado por una belleza arrobadora, la extrema delgadez que delata a las coleccionistas de hambres, de deseos. La voz de Carrington, aun en su prolongado silen-cio, fue omnipresente. Voraz, su voz dijo todos los idiomas. Habló pintura donde supo de sí en grito, con los cabellos al viento y un corcel inmóvil que acompaña al que, detrás de la ventana, tan cerca, cabalga un bosque de pinos. Habló toda la mate-ria y entonces la voz no tuvo rostro sino sombras

como mantos, fue voz metálica de piedra y bron-ce, una voz donde no hubo labios pero picos y pe-ces y entrañas huecas desde donde nació el canto. Pero también habló la letra, y en la grafía su voz no fue palabra, sino color y dedos, lienzos las páginas completas, susurros de pincel la voz más templada, la más dulce si es posible.

La obra literaria de Leonora Carrington, aun-que bastante más desconocida y menos abundante que su obra plástica, posee la solidez y originali-dad propias de quien se ha forjado de la escritura un oficio. Una muestra de ello es El séptimo caballo y otros cuentos, recopilación de relatos breves y no tan breves, cuya primera edición en México apareció en 1992. En el volumen se reúnen dieciocho cuen-tos de la autora ilustrados por ella misma, así como una versión resumida de “La puerta de piedra”. To-dos ellos pertenecen a un periodo de creación de cuarenta años, que va de 1930 a 1970.

En esta recopilación el poliglotismo de Carring-ton es notorio. Su voz se divide en las de decenas de personajes que encuentran en el lenguaje del sueño su más acabado ser. La voz de Carrington, a la manera del dios que nombra, hace aparecer ante nuestros azorados ojos el alarido de personajes maravillosos, mezcla de hombres y animales, tan

Virginia llevaba murciélagos y mariposas nocturnas aprisionados en el pelo: con sus manos extrañas, hizo una seña a los animales de que había terminado la caza; abrió la boca y se le coló un

ruiseñor ciego. Se lo tragó, y cantó con la voz del ruiseñor...“Cuando iban por el lindero en bicicleta”, Leonora Carrington.

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disímiles como jaguares, gigantes o un esqueleto feliz de caminar sin carne en “Las vacaciones del esque-leto”. Pero también escuchamos la parsimoniosa voz de tres hermanos —terror del bosque— que bajo su inusual apariencia esconden una profunda pena que los lleva hasta las lágrimas en “Tres cazadores” o al mismísimo Moctezuma o “Mon-tezuma”, quien discute con un arzobispo gordo y quisquilloso al que el emperador planea devorar en “La invención del mole”.

Con su voz, Leonora Carrington lleva a sus cuentos todas las lenguas del cuerpo. A su particu-lar timbre no escapan los olores, el pachulí que en-vuelve las habitaciones de “Las hermanas” en con-traste con la carne nauseabunda con que se alimen-tan los “Conejos blancos”. También está ahí la luz. La iridiscencia. Todo el universo cromático. Los caballos, que la acompañaron a lo largo de su vida y que en sus cuentos aparecen siempre como un coro presagiador, son a veces “una mezcla de sombras rosadas y púrpuras, del color de las ciruelas ma-duras”, mientras que otras ocasiones son blancos, redondos, rojos o negro azabache. Ahí están tam-

La obra literaria de Leonora Carrington, aunque bastante más desconocida y menos abundante que su obra plástica, posee la solidez y originalidad propias de quien se ha forjado de la escritura un oficio. Una muestra de ello esEl séptimo caballo y otros cuentos, recopilación de relatos breves y no tan breves, cuya primera edición en México apareció en 1992.

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bién el universo sonoro, el tropel de los equinos, los chirridos de pájaros e insec-tos, las campanas, los ladridos de los perros, los griti-llos desesperados de animales sin nombre.

La autora urde un universo de contrastes. Detrás de olores, fosforescencias y brillos, de este mundo atestado de seres multiformes, felizmente contra-hechos, se esconden personajes cuya existencia se funda en el deseo. En sus cuentos, el deseo, como caballo desbocado, es el germen de la acción. A ve-ces, es el anhelo de venganza el que aparece como un grito de furia, como en “Cuando iban por el lin-dero en bicicleta”, donde Virginia Fur convoca a los animales a matar a San Alejandro para vengar la muerte de Igname, su amante jabalí. Otras, es el de-seo de amor el que domina a la protagonista, como en “El séptimo caballo”, donde Mildred alcanza an-tes de morir el amor perfecto del esposo bajo la for-ma de una yegua. O bien, el anhelo de perpetuar la vida del hijo en un extraño ritual de muerte, como en “Abatido por la tristeza”, o de recobrar el cuer-

po que ha que-dado esparcido, como Juan en el llamado “Cuento mexicano”, cuya ansia de unicidad sólo se cumple a través de la unión

con María. En esta unión, la voz primigenia, múlti-ple, cobra un papel fundamental: “María —dijeron un millón de voces—, salta al fuego con Juan de la mano; pues debe arder contigo, de manera que los dos seáis una sola persona. Eso es el amor”.

La fuerza de los deseos es tal que en ocasiones conduce a la desaparición. Es el caso de “¡Vuela, pa-loma!”, donde Agathe des Airlines-Drues —avasa-llada ante la presencia de su marido— termina des-vaneciéndose para resurgir, en la muerte, como un ser único de resplandeciente belleza: “Era hermosa y tenía una abundante mata de pelo negro y sedoso; pero su piel estaba ya fosforescente, luminosa, va-gamente malva”, leemos. La protagonista del relato, una pintora de nombre Eleanor, es llamada a hacer un retrato del cadáver. Al terminar, la artista ad-vierte que el rostro del cadáver es idéntico al de ella misma, angustiantemente destinada al mismo fin.

La autora urde un universo de con-trastes. Detrás de olores, fosfores-cencias y brillos, de este mundo atestado de seres multiformes, fe-lizmente contrahechos, se esconden personajes cuya existencia se funda en el deseo. En sus cuentos, el de-seo, como caballo desbocado, es el

germen de la acción.

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Pero aunque ha desaparecido el cuerpo, la voz de Agathe per-siste. Eleanor, conducida a la habitación de la esposa muerta, se encuentra con el diario de Agathe, dirigido a la pin-tora. La voz de Agathe acompaña a Eleanor, quien toma su lugar cuando el diario se interrumpe súbi-tamente, y es ahora ella quien exclama con su pro-pia voz: “Me volví hacia su retrato: el lienzo estaba vacío; no me atreví a mirarme la cara en el espejo. Sabía lo que iba a ver: ¡tenía las manos muy frías!”.

De la misma manera que la pintora protagonista de “¡Vuela, paloma!”, Carrington parece haber con-sumido todos los deseos en sí. Engulló el canto de los pájaros y los laberintos de las hojas, hizo suya la piel de la oveja y los fantasmas que la pueblan, comió las flores y la sangre, las pestilencias y la so-ledad, las escamas de los peces, los silencios y la crin de los caballos, fue la novia del viento, consu-mió al hombre, a la mujer, a sus sueños y con ellos habló. Hoy su voz continúa resonando en su obra plástica y literaria, a las que vale la pena volver una y otra vez.

Carrington parece haber consumido todos los deseos en sí. Engulló el canto de los pájaros y los laberintos de las hojas, hizo suya la piel de la oveja y los fantasmas que la pueblan, comió las flores y la sangre, las pestilencias y la sole-dad, las escamas de los peces, los silencios y la crin de los caballos, fue la novia del viento, consumió al hombre, a la mujer, a sus sueños y con ellos habló.

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