Lavrenti y El Soldado Herido

31
5/18/2018 LavrentiyElSoldadoHerido-slidepdf.com http://slidepdf.com/reader/full/lavrenti-y-el-soldado-herido 1/31  

description

Novela

Transcript of Lavrenti y El Soldado Herido

  • 4

    Prembulo

    LAVRENTI SE DESPIERTA Y DESCUBRE que le han robado su es-pejo de latn. Maldita sea dice, ahora debo averiguar quin lo hizo para arrancarle la piel a tiras. Y se levanta.

    Metido en sus pantalones de cuero y en su jersey de lana, el hombre llega a la Plaza Roja y le pregunta a un vendedor de al-piste: T sabes quin me ha robado el espejo? No te conoz-co, as que no me preguntes nada. Bueno, y Lavrenti sigue investigando.

    Con barba de cinco horas, Lavrenti entra en una tasca in-munda que atiende un tipo como de cera: T sabes quin me rob el espejo? S, fue tu primo Catulo. Qu horror! Mi propio primo! Pero a la mierda con los sentimentalismos: voy a buscarlo enseguida. Adis.

    Lavrenti llega a casa de su primo, derriba la puerta con el hombro y descubre esta nota: Me he fugado con el espejo que te rob. No te digo adnde para que no sepas dnde estoy. Fdo.: Tu primo Catulo. Maldito Catulo!, dice Lavrenti y quema la casa.

    Con gran tristeza deambula Lavrenti junto a la muralla y ve a un soldado que llora. Qu te ha pasado?, le pregunta. Me her. Con qu? Con unas zarzas. Trataba de entrar subrep-ticiamente en casa de mi novia y ca sobre un hirsuto jardn. Y por qu queras entrar en casa de tu novia? Porque ella me rob un espejo; y yo, en justa represalia, me propuse arran-carle la piel a tiras. Muy bien dice Lavrenti: a m me pas lo mismo hace varias horas y, por lo tanto, seremos amigos para siempre. Dmonos la mano. Aqu est la ma.

    Lavrenti y el soldado herido llaman a una puerta que abre una gorda. Por fin, criaducha de porquera: aprtate pues ve-nimos a desollar a Sofa Piotrovska! (as se llama mi novia).

  • 5

    Pero la mujer lloriquea: Sofa se march dejando slo una no-ta. A ver. Miradla. Dice: Me he fugado con el espejo que te rob. No te digo adnde para que no sepas dnde estoy. Fdo.: Tu novia Sofa. Uy! Es la misma nota que me dej mi primo. De veras? Slo cambia la firma. Y entonces Lavrenti y el soldado herido tiran de la gorda hasta la calle y queman la casa.

    Bebiendo vodka en otra tasca inmunda, Lavrenti y el sol-dado herido musitan: Seguramente Catulo y Sofa se han mar-chado juntos. S, as debe de haber sido. Habr que buscar-los (quizs por todo el pas o ms all) hasta que los encontre-mos y podamos darles su merecido. Esa ser nuestra epope-ya. Claro. Y la felicidad volver a nuestros corazones para aletear en ellos hasta el hartazgo. Eso tambin. Y los dos a-migos continan a murmullos sin darse cuenta de que tras ellos crece la slida figura de un polica: Eh, sois vosotros los que andis por ah quemando casas? S, somos nosotros pero los propietarios o usufructuarios de dichas viviendas sustraje-ron nuestros espejos Sin embargo, vosotros cometisteis un delito grave. As que os voy a meter entre rejas. Primero ten-drs que cogernos!, exclama Lavrenti. Y ambos amigos atrope-llan al polica.

    Menudo pastel! se queja Lavrenti, oscurecido su rostro por la sombra de un puente. Hemos quemado dos casas y a-tropellado a un polica. Ahora tenemos que vivir escondidos para que no nos entrullen. Oh, amigo mo! Qu haremos? No lo s. Y entonces pasa sobre el andn un coro de voces y botas: Todo Mosc os busca! Entregaos, entregaos! No pienso hacerlo! susurra Lavrenti. Y t? Yo? Jams! En-tonces, lo primero es huir. Porque preferimos ser libres (o ampliamente libres pues la libertad absoluta no existe). Muy bien dicho. Lo segundo ser vengar el robo de los espejos.

  • 6

    Primera parte

    POR UN ACRE VIENTO DE SIBERIA chirra una farola de ojo cla-ro que revienta una pedrada subitnea. Al pie del acto vandli-co surgen Lavrenti y el soldado herido. Esta luz ya no nos mo-lestar en nuestra heroica huida, dice el segundo. Pero s las siguientes aclara el primero y tampoco es plan ir dejando un rastro de delitos. Tienes razn, sagaz Lavrenti. Qu hare-mos? Cambiar de estrategia. Y se miran con dulzura y sien-ten ansia. Luego vuelven sus ojos hacia el suelo, oscuro, hme-do, tachonado de cristalitos, y meditan todo un instante. Sol-dado herido!, fingiremos ser trasnochadores. T sers cojo, de-mente. Y soltars insultos en polaco. Sabes insultos en pola-co? S, aprend varios en unas maniobras. Bien. Yo fingir una monumental borrachera pero antes me arrancar la barba. No me importa que me duela porque prefiero la libertad exten-sa al dolor concentrado. Y Lavrenti comienza a arrancarse la barba: lo otro que haremos, ay!, ser separarnos, uh! Nos re-uniremos al alba, uf!, en el primer hotel del camino de Varso-via. Lo comprend. Adis. Adis, ay!, uh!

    El sol, blanco como un disco de platino, se alza con timi-dez entre la glida niebla rusa para contornear el hotel. Es un e-dificio alto y claro, con asedio de casitas herrumbrosas y rbo-les partidos. Junto a su puerta tirita Lavrenti, los ojos fijos so-bre el cadver de una rana, y a lo lejos se escucha ya la circular letana que profiere el soldado herido. Hola, Lavrenti. Me ale-gro de verte. Tema por tu seguridad debido a que fue bastante arriesgada nuestra maniobra nocturna. Yo tambin me alegro de verte, hombre y se abrazan. En cuanto abran aqu, desa-yunaremos; y enseguida partiremos hacia Smolensk, donde vi-ven unos tos mos. Ellos nos acogern hasta que se olviden un poco nuestros delitos. Entonces podremos emprender tranqui-lamente nuestras venganzas. Me parece ptimo, Lavrenti, co-mo todo lo que ideas, pero supongo que llegaremos con ham-

  • 7

    bre a la vieja ciudad de Smolensk (o no llegaremos en absoluto) pues la antedicha se encuentra a ms de trescientos kilometros de aqu. Deberamos premunirnos, acoto, con cierta cantidad de dinero para comprar vituallas pues yo no deseo cometer ms delitos. Muy bien pero cllate porque una mujer de extrao rostro abre la puerta del hotel para subir las cejas y exclamar: Otra vez! A qu te refieres con eso?, pregunta Lavrenti. Pero la mujer recoloca las cejas en su sitio y dice: No necesito darte explicaciones sino pedirlas: qu queris? Poca cosa: to-mar un t (ojal con pan). Son cinco cpecs por barba. Te-nis el dinero? No, responde el soldado herido. S corrige Lavrenti. Yo tengo once cpecs, de modo que puedo pagar diez por el desayuno y aun me sobra uno para dejarte propina. Y entonces la mujer sonre como una larva.

    Lavrenti y el soldado herido desayunan t con pan negro sobre una enclenque mesa que baila en un rincn de la cafete-ra. Uf!, tena fro dice el primero porque me he pasado to-da la noche dando vueltas por Mosc. Mi casa, como puedes suponer, estaba vigilada por la polica. Yo iba a decir lo mis-mo!, exclama el soldado herido. Y entonces entran en el local dos personas: un hombrn, empaquetado en una chaqueta dorada, y una prostituta que sonre fofamente. Se sientan am-bos a una mesa grande, vestida con mantel y flores, y el prime-ro da tres palmadas a las que acude la mujer de extrao rostro. Trae un lustroso samovar que pone en el centro de la mesa y dice con la barbilla baja: Sirvo ya el t, seor ministro? De inmediato, profiere ste. Y la mujer se inclina y lo hace. Fja-te qu vergenza! susurra Lavrenti. Estamos a tres metros de un ministro que gasta el dinero pblico en putas (lo cual tam-bin es un delito) pero a l le hacen reverencias. Sin embargo, nosotros pagamos nuestro desayuno con dinero propio y casi lo tomaramos con ms calma si nos lo hubieran servido en el suelo. Es que l es poderoso y puede. De modo que ambos amigos miran con odio mientras mastican y tragan, muerden, mastican y tragan Sin embargo agrega Lavrenti, podra-mos ofrecernos a l para ganar algn dinero (sea pblico o pri-

  • 8

    vado) que buena falta nos hace. Yo no! rehsa el soldado herido. Ahora soy pobre porque mi casa est rodeada por la polica pero en cuanto me paguen mi salario Idiota! Ya no te pagarn ni un rublo porque no podrs volver al ejrcito Adems de prfugo de la justicia eres un desertor. Es verdad pero no lo proclames, y el soldado se acurruca, piensa, se re-vuelve en su asiento. Acabars? Estoy a punto de encajar la idea. Vamos! Hecho! Le pediremos trabajo al ministro. Pues termnate el t. Y ambos apuran sus tazones, se levantan sin ruido y se arriman a la mesa con los gorros de piel en el pe-cho. Seor ministro dice Lavrenti, disculpe la interrupcin: hay algn servicio que podamos prestarle? S responde el jefazo desde lo alto de su cuello torcido, anoche dej mis bo-tas en el pasillo pero nadie las lustr. Si vosotros lo hacis, os dar una propina. Y las sonrisas de ambos: Dnde estn esas botas, seor? Justo al lado de la puerta 31, si es que an si-guen ah, ja, ja, ja Y a la risotada del ministro sigue el caca-reo estentreo de la puta.

    Lavrenti y el soldado herido pisan un penumbroso corre-dor mirando las puertas 29, 30 y 31. Aqu estn las enormes botas de ese petulante!, exclama el soldado herido. No impor-ta dice Lavrenti, las lustraremos igual. Con este pauelo que me regal mi difunta madre, hermana de mi ta Marfa, la de Smolensk. T tienes betn, compaero? En absoluto. Y algo que pueda sustituirlo? Nein. Entonces habr que con-seguir mantequilla u otra grasa. Buena idea! Y ambos ami-gos se miran con determinacin.

    Con pasos rpidos entra Lavrenti en la cocina del hotel y toca con un dedo el hombro de la hostalera. Bah, crea que os habais ido sin pagar. Eh, que nosotros somos honrados. Muy bien, qu necesitas? Mira, antes te dije que iba a dejar-te un cpec de propina pero no voy a poder. No es la prime-ra vez que me pasa. Contina. Sucede que necesito un poco de mantequilla para lustrar unas botas. De modo que si t me la vendes, con lo que el dueo de ellas me pague Ahrrate

  • 9

    tus falsedades, vagabundo, y saldemos cuentas. De modo que Lavrenti saca de un bolsillo sus once cpecs y los riega en la mano de la mujer. Al instante, sta los mira contndolos y mete su mano en el barreo de roble donde guarda la mantequilla.

    Bajo el voladizo del primer hotel del camino de Varsovia espera un bruido automvil gris y plata y negro y un poquito verde cuyo motor ruge como el entrepecho de un gato. Lo pi-lota el mismo ministro que, sentado a la izquierda de la puta, brama oprimiendo el claxon: Vamos, haraganes, que no tengo todo el da! Y enseguida aparecen Lavrenti y el soldado herido con las botas recin lustradas. Echadlas al maletero, rpido. Y los dos amigos lo hacen. Pero antes de alcanzar su propina, el ministro acelera el coche y parte sonriendo hacia Mosc. El ca-careo. Se va sin pagar! Maldito! Y la triste estampa de los pobres estafados: hombros sin fe, brazos verticales, las manos pringosas, los terribles pantalones. Pero tambin la ira que apu-an: Nos vengaremos de l! Lo juro por lo ms santo! Y La-vrenti besa la cruz de sus dedos. Por medio de desollarlo vi-vo?, pregunta como un lince el soldado. No hace falta ni de-cirlo!

    Movindose entre los abedules de un rodal fajado de som-bras, Lavrenti y el soldado herido comen corteza para paliar el hambre. Algunos pajaritos celebran la mayor temperatura, pero los faisanes an duermen. Con esto dice Lavrenti llegare-mos hasta el prximo hotel donde pediremos pan duro. Y as haremos el camino hasta llegar a casa de mis tos. No soy yo dice el soldado herido, hombre de magnficas ideas, pero se me ocurre que el hambre o el veneno de estos troncos te han embotado la chispa. Habla. Y de preferencia ms corto. Di-go yo (y es con pena) que antes llegaramos a Smolensk si hici-ramos autostop a cualquiera de los coches, camionetas o trai-lers que Te entend. Y ambos escupen la pulpa y vuelven al camino. All, en lontananza: un automvil de momento pla-teado, que se dirige a Smolensk, a Minsk o a Varsovia (quizs a Berln, Pars, Burdeos o una aldehuela de Vizcaya). Mira re-

  • 10

    clama Lavrenti, es el coche del ministro! Cmo lo sabes? Porque es gris y plata y negro y un poquito verde; y porque lle-va la misma matrcula. Es! Con lo cual, qu propones? T te hars el muerto sobre el asfalto y cuando frene, yo saltar so-bre l como una gardua! Te juro por lo ms santo que le deso-llar la frente y le arrancar los ojos y le comer la mentirosa lengua porque Uy, qu rabia sientes, no?: lstima que mientras la expresabas el coche pas de largo. En serio? S, pero no sabes lo psimo: en l iba Sofia Piotrovska (mi novia). Tu novia? Con el ministro? No, con un tipejo pelirrojo, barbicaprino y encorvado. Ah, mi primo Catulo! Lo que confirma nuestra teora de la fuga comn. Y ambos amigos miran a la vez un bache. Me pregunto dice Lavrenti que ha-cen mi primo y tu novia en ese coche. No s. A lo mejor se lo han robado al ministro. Y quizs fue cerca de aqu, aade con el batalln sucio de los dientes, con fuego en los ojos. S!, y ambos salen corriendo.

    No muy lejos de un lechn embarrado, en el arcn de la carretera de Varsovia, yace el ministro con la cabeza en el rega-zo de la puta. Llora o grita la fulana en direccin al cielo y as se oculta la carrera de los vengadores. Bingo!, grita Lavrenti al proyectar su sombra sobre el bulto. Quin es?, consigue arti-cular el ministro. Los vagabundos del hotel, honey. Vaya por Dios! Y Lavrenti le hace una sea al soldado. Segundos ms tarde, cuatro manos atan al ministro de cara a un rbol prximo (la prostituta se qued observando desde la distancia, en la mis-ma actitud de quien presencia un sueo) y Lavrenti grita: Voy a aplicar la justicia del pueblo ruso! Soldado, dame un cuchi-llo! La justicia moderna arguye entonces el ministro, con cierto sofoco en la voz se rige por castigos menos salvajes. Pero: mejor cllate y no nos des lecciones! Como queris, pero antes de hacer una tontera, debis saber que desollar vivo a alguien (con ms razn a un ministro y sobre todo si es de Justicia, como es el caso) se pena con muerte. No insista ter-cia el soldado herido, cuando mi compaero entra en rabia, no atiende a razones. Por otro lado, el derecho consuetudinario

  • 11

    o de gentes es anterior a la justicia nacional de modo que, se-gn nosotros, procede la aplicacin del castigo. T robaste el fruto de nuestro trabajo y ahora te desollaremos. Y saca de una de sus botas una afilada bayoneta que barre con luces el lo-mo convulso del ministro. Toma, verdugo, la mano frrea del pueblo ruso. Y Lavrenti la toma; y con su spera punta rasga la chaqueta recamada en oro y una camisa azul cobalto y una ca-miseta trmica. Aqu est por fin el hombre, re sardnico y hace una profunda incisin en la que mete las garras para tirar. Ay!, grita el ministro con el primer vrtigo de la inconscien-cia. Se hizo!, braman los autores del crimen. Y, limpindose las manos (reales y metafricas), se dirigen hacia la estatua que de sbito les cede el paso. Tu gordito dice el soldado al pasar junto a la puta no morir de sta, as que destalo rpido y tra-ta de que no se le infecte la herida.

    Qu hice!, tartamudea Lavrenti entre hipos y babas. Ciego de rabia apunta el soldado herido, desollaste al minis-tro de Justicia. Y ahora (si no se dan una serie de circunstancias rarsimas) se nos perseguir por criminales: a ti como ejecutor del acto y a m como proveedor del arma. Por lo mismo, te re-comiendo que forjes tu carcter de inmediato. Y sostiene a su amigo por los hombros. Y lo mira detrs de las crneas. Y le borra las lgrimas a manotazos. Tienes razn, concede La-vrenti. Y se mete por unos abetos. Y se sienta en el blando musgo. Y empieza a estirar la cara. De fondo: el sol de bronce que declina, igual que la temperatura, y unos retazos de niebla gris o parda. Se forja mejor con calor, deja caer el soldado he-rido. Pero slo recibe a cambio los murmullos de la mquina que piensa. Listo! exclama al fin Lavrenti. Ahora soy un cri-minal convicto y ya no hay marcha atrs. As que los dos se to-man de los brazos y mezclan sus horrendas carcajadas con el ai-re fresco de la tarde.

    Un pice de fuego despunta sobre el levante tiiendo de oro los lbregos bosques rusos. Ac y all se sorprenden los a-betos, los charcos oscuros (con su corona de verdn) y un tan-

  • 12

    que oxidado que nadie pudo mover tras la ltima guerra calien-te. Como un tronco! exclama Lavrenti saliendo por la escoti-lla del vehculo Y t? Como un lactante responde tras l el soldado herido. Incluso me echara a llorar de hambre para parecerme ms. Ja, ja, ja! No te preocupes, camarada: saldre-mos a cazar algo. Y con la sorpresa de un dedo aade: Mira, all hay un oso! Es verdad, y yo dira que est dormido (o muerto) ya que no se mueve. Vamos a ver! le urge con las manos. Si est dormido, lo mataremos. Y si est muerto, no. Y los dos amigos saltan del tanque y se acercan al oso cha-poteando. Con precaucin lo observan hasta que rebulle un po-co. No est muerto, susurra el soldado herido. Entonces trae ac la bayoneta. Y el primero se la da y la mano de Lavrenti la empua con vigor y la sube. Pero ah! dice entonces el oso Ya amaneci. Y sus acechadores se envaran sobre un esto qu es? y un oso que habla? Pero los estmagos crujen igual tiene carne y mtalo!, as que encogen de nuevo sus figuras. No me matis! exclama entonces el oso. Ya que no soy un oso sino un pobre muchacho envuelto en la piel de un oso. Pertenezco a la horda del temido Satlok y mi deber era vi-gilar por si venan intrusos durante la noche. Vosotros, qui-nes sois? Criminales, responde Lavrenti. Nefitos, puntua-liza el soldado herido. Y el muchacho: Qu crmenes (o cri-men) cometisteis? Yo desoll al ministro de Justicia, escupe Lavrenti aparte. Yo le prest el arma, imita el soldado. Es una autntica proeza dice el muchacho y saca un revlver: a Satlok le encantar conocer los detalles, de modo que andan-do. Y los tres salen cumpliendo la orden.

    En un claro del bosque varios bandidos se arrojan, pual en mano, sobre trozos de carne asada; tambin ren con sus dientes de oro o sus encas partidas y beben vodka a gollete. Muchos de ellos llevan pauelos en la cabeza, casacas de astra-cn, pantalones bombachos. Pero slo uno, gigantesco y muy fuerte, luce aros de oro y collares de oro y anillos de oro. Es Sa-tlok, el jefe absoluto de la horda. Hoy proclama con su vo-zarrn de buey asaltaremos un tren de mercancas! Y con lo

  • 13

    que obtengamos por la venta del botn nos mudaremos a Yalta para pasar all el invierno. Y todos los bandidos jalean el plan saludando al cielo con sus botellas. Pero antes mataremos a los dos frailes ya que nadie quiso pagar por ellos. Estupen-do! Hurra! Lo soado! Pero Aqu! Aqu! grita desde lejos el muchacho bandido. Y todos estiran sus cuellos o los tuercen: Captur a dos criminales, Satlok. Muy bien, chicue-lo, traelos ac. Y enseguida llegan los tres. A ver pregunta el hombrn, qu crmenes habis cometido? Ya no somos fanfarrones responde Lavrenti porque es de mal fario, y mi-ra un segundo al chico. Vers, nene replica Satlok: no tengo ganas de complicarme la maana, de modo que si no lo dices, te matar. Bien, en ese caso: desollamos al ministro de Justi-cia. Y un silencio abisal. Y un murmullo como de peces pe-queos. Y el frufr de los ojos buscando a Satlok. Deja caer ste su cuerno de plata y enluta la voz para decir que esta noti-cia me irrita sobremanera puesto que el ministro de Justicia, se-or Ostmsov, es mi principal protector, de modo que ya bra-ma de nuevo destruidlos! Pero otro muchacho grita a lo le-jos: Nos atacan! Nos atacan! Y la conversacin se acaba al instante.

    Un capitn con uniforme verde, rubios bigotes y mirada glacial remata bultos ante la hoguera consumida: veintinue-ve, treinta, treintaiuno y muda su voz a otra ms enrgica: Eh, vosotros se refiere a unos soldados que vigilan el bosque: to-mad vuestras palas reglamentarias y abrid bajo esos rboles una fosa. En ella enterraremos a estos infelices para que no quede rastro de su inmundicia ni de nuestra precisa maniobra sucob-lica. A sus rdenes!, responden los aludidos y marchan hacia el lugar sealado. Y ahora vuelve el capitn a su voz priva-da a requisar se ha dicho! Y saca un saquito de tela y empie-za a vaciar los bolsillos de los bandidos.

    Mientras tanto, en una cueva prxima, el soldado herido junta las cabezas de dos frailes sucsimos al tiempo que Lavren-ti apoya en sus cuellos el releje de la bayoneta. Hay en cada par

  • 14

    de ojos un terror blanco, y jadeos en las bocas entreabiertas, mientras llegan a ellos voces minsculas, como tradas al arras-tre: Los bandidos ya han sido enterrados, mi capitn. Muy bien: vmonos. Le ayudo con ese saquito, seor? Est us-ted ms guapo, Davidenko, cuando se limita a obedecer las r-denes. Me ha comprendido? S, mi capitn. Y ya rugen los motores diesel. Y retumban las botas en las cajuelas. Y el bos-que se traga todos los ruidos.

    Con sendos fardos de ropa vieja (muy sucia de tierra y de sangre) avanzan por un camino arrabalero dos pobres frailes encapuchados. Sublime la idea de profanar las tumbas de esos infelices, dice uno de ellos con la voz ahilada del soldado he-rido. S responde Lavrenti, ms cavernoso, tambin la de cambiar nuestra ropa por la de los frailes. Empero insiste aqul, lo de retornar a Mosc an me parece estpido. Com-prendo que la magnitud de nuestro crimen haya activado la mortfera maquinaria estatal, como demuestra la accin sucob-lica de esta maana; tambin que el ministro del Interior, por urgencias de su par, Ostmsov, haya ordenado la estricta vigi-lancia de las principales vas de comunicacin. Pero no sere-mos en la capital ms pronto reconocidos, por ser habituales de all, que en cualquiera de las cmodas aldeas que tachonan co-mo plyades la anchsima tierra rusa? Puf! y la mirada abo-targada de Lavrenti y el modo duro de estrujar sus labios. Si me dejaras pensar, soldado herido. Adelante, concede ste y reduce un poco la marcha para mover desazonado la cabeza. Un segundo, dos, tres, cuatro. Ya lo tengo! Por fin! Y el soldado alcanza a su amigo entre saltitos: Qu se te ocurri? Dime. Le pediremos techo al estudiante Maskrov, que vive en esos bloques de color blancuzco. Los ves? No. Pues te garantizo que existen. Vamos!

    En una buhardilla del popular barrio de Prkovo una joven zngara amamanta a un beb haciendo ostentacin de sus an-chos y oscuros pezones. Junto a ellos Lavrenti y el soldado he-rido cepillan un caftn y suean: el primero, con los rublos que

  • 15

    obtendr por la venta del trapo; el segundo, con hacerle el amor a la zngara. De ah su mirada firme, calenturienta, que a ratos nutre la mujer con una sutil sonrisa. A ver si viene ya mi marido porque tengo hambre. Y entonces se abre una portilla por la que entra desdoblndose un tipo de tez clara, pelo rizado y ojos soadores. Psimas noticias! es el saludo de Mask-rov, quien arroja hacia Lavrenti un seboso ejemplar de Pravda: Han detenido a los desolladores del ministro Ostmsov. En serio? Ah aparecen sus fotografas. Y ambos amigos las ven y reconocen enseguida a los frailes que conocieron en la cueva. Esto demuestra prosigue Maskrov que la mortfera maqui-naria estatal est perfectamente aceitada, lo cual es fatdico para nuestros planes. Ests hablando de ms, le advierte la znga-ra. No lo creo, replica Lavrenti. Vas a hablar de ms, vatici-na el soldado herido. Pero qu secretos caben ya entre noso-tros?, se preguntan todas las miradas. No me gusta fanfarro-near, declara por fin Lavrenti. Pero va a hacerlo, completa el soldado. Nosotros desollamos al ministro de Justicia. Y am-bos adoptan la pose de orgullo. No lo puedo creer. En se-rio?! S. Yo le prest esta bayoneta y l la emple con maes-tra. Pero tendris que demostrarlo, exige Maskrov. Puedo hacerlo! ruge Lavrenti. En el diario de maana (o de pasado maana) veris que los detenidos son en realidad unos frailes. Ex-rehenes del bandido Satlok, tan hediondo como este caf-tn. Se ver sentencia Maskrov, se ver, y enciende su pi-pa de brezo.

    Como una pantera de las nieves o un sputnik nuevo, trepa el estudiante Maskrov a su buhardilla y se abalanza sobre La-vrenti que duerme solo en un rincn: Escucha, escucha. Qu? Quin? Es cierto lo que t pronosticaste, y el estu-diante estira un Pravda, no tan sobado como el de ayer: Los dete-nidos por el desollamiento del ministro de Justicia son en realidad unos frailes, ex-rehenes del bandido Satlok. Y no dice lo de tan he-diondo como este caftn? Djame seguir: Sin embargo, su res-cate ha permitido obtener seas precisas del aspecto de los dos principales sospechosos (ver fotografa). A ver, y Lavrenti cae sobre el peri-

  • 16

    dico: dos fieles retratos-robot, de l y del soldado herido, lo a-terran desde su portada. T eres mi hroe!, chilla entonces Maskrov. Yo slo soy replica Lavrenti en voz baja un buen hombre arrastrado por su destino. S, y tambin un amante de la libertad extensa. Es verdad. Y de los principios duros. Tambin. Y de la justicia absoluta. Eso lo primero. Pues esta misma tarde Maskrov menea la cabeza tenemos reu-nin del PRAC (Partido Revolucionario Anti-Capitalista). Y me gustara que Lavrenti, que an hojea el diario, da un respin-go y traga aire. Qu sucede? Te lo leo, escucha: Ayer fueron capturados, en una granja prxima a Smolensk, los autores del robo del coche del ministro Ostmsov. Se trata del fresador de tercera Catulo Ni-kulin y de la dependienta fecha Sofa Piotrovska, cuyas casas ardieron hace unos das en la ciudad de Mosc. Qu pena! exclama Mask-rov. Ms mrtires. Pero Lavrenti murmura qu alegra! y sonre como una autntica hiena.

    En el estadio del Dnamo de Mosc, al amparo de las in-formes masas, se celebra la vigsimo segunda reunin ordinaria del PRAC (seccin nica) a la que acuden los seis miembros del partido (incluyendo a Maskrov, Lavrenti y el soldado herido). Dice el primero, en calidad de presidente: camaradas, es un honor para m presentaros a los autnticos desolladores del mi-nistro de Justicia!, y extiende su mano hacia dos frailes que se descubren lentamente. Con la ayuda de su ejemplo prosigue Maskrov, nuestro partido crecer hasta convertirse en una tangible fuerza poltica y entonces tomaremos el poder! Bravo! Bien dicho! Sea! Sin embargo el presidente su-jeta estas expresiones con el busto tieso, a nada llegaremos si no trazamos los planes oportunos. Yo propongo dice un ve-jete jorobado que llevemos a los hroes de fbrica en fbrica y de aldea en aldea, para enardecer las ansias narcotizadas de pro-letarios y campesinos. Bah! responde otro anciano (ste es tuerto): eso est pasado de moda. Les haremos una pgina en Facebook. Tambin aade un tercer viejo que rene las cua-lidades de los anteriores. Y filtraremos la noticia a la prensa para que todo el mundo se entere de que los hroes desollado-

  • 17

    res son miembros del PRAC. Porque ya son miembros, no? S responde Maskrov, ahora slo nos queda esperar a que nos lluevan las cuotas. Y todos se abrazan fraternalmente.

    Segunda parte

    UN MINUTERO OSCURO Y RGIDO corona de pronto la esfera del reloj para marcar con un clic las seis en punto de la tarde. Al timbrazo que lo sigue, reaccionan los muchos empleados de la oficina del PRAC. Se levantan de sus mesas como insectos y se alistan para salir. Lo hacen. Lo hacen. Lo hacen. Pero an que-da alguien, en un despachito con mampara de cristal. Difumina el vidrio esmerilado la figura soberbia de un hombretn que fu-ma un puro, que lo aplasta contra un cenicero de metal y que se dirige con pasos chillones hacia la puerta. La abre. Es Mask-rov, aquel tipo utpico, mucho ms gordo ahora, quien sale en-vuelto en un terno, y sujeta en una de sus manos una taleguilla de loneta. Ms avance, ms chillidos, la difcil torsin de cuello que le entera de su soledad; y la manipulacin concienzuda de la rueda de una caja fuerte. Tras abrirla, sonre con deslumbra-miento y comienza a llenar el saquito.

    Por un saln forrado de raso y vestido con muebles art-d-co, transita, hecha un manojo de nervios, la zngara Act. Tam-bin ella viste mejor (hoy por hoy la tpica tenida de viaje), a-bulta ms (est embarazada de nuevo) y tuerce el cuello con ri-gidez (tal vez como un conjuro contra los llantos de su hijo, en-cerrado en una pieza lejana). Vamos, vamos. Y por fin suena el telfono, que la atrae con furia. S! Soy yo dice la voz del otro lado. Todo est listo. Ya era hora! Te recojo en diez minutos. Y la breve comunicacin se extingue.

    Leonidov, le dice a su mvil un alto capitn del ejrcito con uniforme verde, rubios bigotes, mirada glacial. Krot, res-

  • 18

    ponde en clave la voz inconfundible de Maskrov. Silencio de catedral, de nevada, de tomo. Y la mirada demonaca del mili-tar y el paso terrible de sus prpados por el placentero tremor de la noticia: Capitn Leonidov, encuentra a los desolladores del ministro Ostmsov en la calle Gorki, nmero 31, piso ter-cero, puerta primera. Y la breve comunicacin se extingue.

    En un diminuto apartamento de la calle Gorki, nmero 31, Lavrenti y el soldado herido (mucho ms gordos tambin), co-men estofado de carne, beben whisky y leen peridicos nuevos. Tambin se rascan los batines y eructan sonriendo. Por Dios, Lavrenti, qu alborozo! Y esto no es nada! Ya vers cuando llegue el verano. Iremos a Sartov y arrendaremos un barquito para navegar por el Volga. Adems, pescaremos esturiones, ju-garemos a las cartas y contemplaremos las puestas de sol. Com-pletamente borrachos, por supuesto. Me parece un plan as-tronmico, amigo mo, pero retumba la puerta con un golpa-zo, algo as como una coz del mundo. Menuda forma de lla-mar, no? Debe de ser Maskrov, puesto que slo l conoce estas seas. Anda, ve a abrirle, soldado herido, cuando suena un segundo golpe, tan grueso como el anterior. Ya va! Ya va! Pero no derribes la puerta. Y enseguida (tras el tercer golpe): Lavrenti, escchame, vi aparecer en la puerta el filo de un ha-cha de zapadores! Las conozco bien porque serv en ese regi-miento durante algunos meses. Muy interesante tu digresin, camarada, pero huyamos! Y rpidamente anudan las cortinas, el mantel y seis servilletas con todo lo cual se descuelgan hacia la calle. Apenas hemos llegado al segundo tage, si me permites el barbarismo, y nuestro ajuar se desgarra por el peso. Ay, si hubisemos sido ms frugales! No es momento de lamentar-se, idiota, sino de buscar una solucin que el soldado encuen-tra por anstrofe. Es cierto dice en consecuencia: toma la bayoneta popular, que siempre me acompaa (o acompa), y slvate t. Yo me dejo caer al vaco neblinoso. Y lo hace bra-ceando como una araa. Soldado herido!, soldado herido!, grita Lavrenti. Pero enseguida deja de hacerlo pues en su piso taconean ya las botas de los militares y se escuchan los acucio-

  • 19

    sos clics de las armas. Por aqu!, comprende entonces y patea el muro del que cuelga.

    En un diminuto apartamento de la calle Gorki, nmero 31 (ms en concreto en el piso segundo, puerta primera) (aun ms precisamente sobre un rado divn turco) se masturba a manos llenas una joven de cabello rizado. Lo hace con una mezcla de detenimiento y furia, hasta que una nube de cristales con La-vrenti entra de golpe por la ventana. Terror en el rostro de la muchacha. Pero enseguida la compasin por el cado al que se acerca reptando. Lo reanima con algunas bofetadas (las ltimas ms fuertes) y Lavrenti, volviendo en s, la contempla con los ojos del amor. Ay! pero las botas militares ya ruedan hacia ellos de modo que me tengo que ir, vecinita, que si no Y el hroe se levanta y sigue huyendo (se entiende que por pasillos oscuros, cenas interrumpidas, tejados musgosos, bajantes obli-cuas y jardines inslitos).

    Amanece con prisa sobre la forma entera de Mosc, tra-zada por aullidos y silencios, enormes masas oscuras, tmidos puntos claros; y en la cspide de la Colina del Gorrin, la figura arrugada de Lavrenti: Pobre de m, pobre! Solo sobre la tierra y bajo el cielo; traicionado por la ambicin humana y sin un compaero que me consuele. Preveo la terca persecucin que caer sobre m en cuanto mi forma se destaque del fondo. Y digo: Ay! Es justa tanta tragedia? Es preciso tanto terror? Pe-ro, bah!, me estoy poniendo demasiado isabelino. Qu tengo? Estas manos, esta arma. Qu hago? Luchar: ser un hombre. Y Lavrenti se yergue y lanza el grito: Bola de oro! en que ve re-flejado su carcter. Detrs de l, sobre una mata espinosa, gor-jea un alegre pajarillo.

    Envuelto en los andrajos de un mendigo psictico, Lavren-ti espera frente al portal de su antigua casa de la calle Gorki. Sobre los amplios ventanales de la lavandera Kronstadt (an cerrada) y el cuadrado de cortina que el vecino del primero nunca altera, ya trabajan dos hbiles carpinteros. Ms arriba, la ventana batiente que desaloja an el aire respirado por los trai-

  • 20

    dores. Qu le habr pasado al soldado herido? se pregunta Lavrenti. En la acera no se ven sus rastros. Lo habrn captu-rado los militares? Vivir todava? Pero silencio, boca, porque es el corazn quien habla: esos rizos que vienen por el portal me recuerdan a la delicia que jalona mi catstrofe. Es ella!, la muchacha del apartamento 21 que, metida en un riguroso traje de chaqueta, abandona el inmueble como un tren. Su taconeo recuerda, en efecto, a los saltos de las ruedas en los rieles; y su forma de mirar, al foco que de noche los ilumina. Eh, mucha-cha!, grita Lavrenti. Pero ella sigue adelante con total determi-nacin. No puede ser. Me ignora soberanamente. S, soberana-mente porque es una zarina. Y alcanzando a la joven, Lavrenti la agarra del hombro y le da media vuelta, como quien abre un armario. Mrame a los ojos (o a la boca, si prefieres) porque estoy dicindote que te amo. Y no es por inters, aunque me sobran los motivos. Yo responde la muchacha te reconoz-co a la perfeccin, falso mendigo psictico, y tambin hiervo de alegra al verte. Pero debo advertirte cuatro cosas: soy juda, sorda, inteligentsima y ms lbrica que una perra en celo. Si a-ceptas mis caractersticas, es probable que envejezcamos jun-tos. Si no, vete en paz y no te preocupes por la ventana. Acepto tu condicin, muchacha de rizos suaves (luego me dirs tu nombre), pero antes de que nuestras esferas se fundan, debes saber con quin te mezclas. Yo Silencio! y ella le tapa la boca con las manos. Para que lo nuestro funcione, son precisos tambin los secretos. Si t me aceptas como soy, todo est bien, y lo mira con dulzura y pestaas. Amada ma, t lo transformas todo en una bola de oro! Y se besan con histrica pasin.

    Sobre el mismo divn en que Mara Deutscher sola satisfa-cer sus soledades, reposan ahora dos cuerpos, fundidos por el sudor del coito. Miran al techo, se rascan, fuman con la mano libre. Pero en los ojos de Lavrenti persisten an ciertas som-bras. Estoy preocupado dice adelantndose a su amada por varios motivos que paso a enumerar: 1) mi situacin en Mosc sigue siendo riesgosa, a pesar de tu abrazo y de estar tan cerca

  • 21

    del nico lugar donde nadie me buscara (aqu aprovecho para decirte que yo desoll al ministro Ostmsov); 2) quien hasta ahora fue mi compaero de fatigas, el soldado herido, cay a la calle braceando como una araa, y desde entonces no tengo noticias suyas; 3) quisiera averiguar si la intervencin militar de anoche fue desatada por la traicin de Maskrov o si el delator fue otro: en ese caso, cul; 4) deseo vengarme de mi primo Ca-tulo porque l me rob un espejo; y 5) quiero recuperar mi es-pejo. De modo que ya ves cmo estn las cosas. As es res-ponde Mara pero te juro ayudarte en todo. Como te deca an-tes, soy una mujer listsima, lo cual te demostrar en trminos prcticos: 1) te hars una ciruga esttica para dejar de parecer t (te propongo que adoptes el aire de un campesino uzbeko o kirguiz); 2) buscaremos y hallaremos al soldado herido por me-dio de una estratagema infalible; 3) visitar la sede del PRAC fingiendo el deseo de inscribirme y har preguntas romas para discernir el nombre del traidor; 4) averiguaremos el paradero de tu primo Est en la crcel de Irkutsk. Bien, y esperare-mos a que salga. En ese momento, t fingirs haberlo perdona-do y lo desollars como hiciste con Ostmsov. Despus (aun-que tambin podra ser antes, en cuyo caso no llevara el nme-ro 5), le preguntars por la localizacin de tu espejo que yo su-pongo, ya a estas alturas, en algn extrao depsito o en el sa-ln de un polica corrupto.

    Con sus tpicos andares, llega la diligente Mara Deutscher a la sede del PRAC, en cuya puerta de prestigio halla un cartel que dice: CERRADO POR TRAICIN. Bajo lo impreso, con duras letras rojas, se puede leer: Ya vers, Maskrov, cuando te pillemos! Pero el rostro de la juda ni se inmuta. Da media vuelta, detiene un taxi, sube en l: A Kutuzovsky Prospekt, 28. Y el vehculo sale zumbando.

    Y entra zumbando para frenar ante un lujoso portal que ta-pa un hombrn de uniforme (azul marino, charreteras, botas de montar, gorra de plato). Un segundo, dos; y tras la ventanilla que baja, aparece Mara Deutscher empolvndose la nariz. Sa-

  • 22

    be usted si tardar mucho?, pregunta la mujer mirando al por-tero. Perdn?, replica ste. Me refiero a Act Maskrova. Tiene cita con el presidente de Rusia. Y el rostro del hombre que se arruga intentando comprender. Me envan para reco-gerla. Sabe usted si tardar mucho? Pero balbucea el porte-ro los Maskrov ya no viven aqu. Y Mara re como un vol-cn: Otra que se fug al extranjero! Adnde? A Suiza o a Inglaterra? y aade mirando al chfer: Todas se fugan a uno de esos pases. Son tan vulgares! Sin embargo, el portero no cae en la trampa (o cree no haber cado) y vuelve a su pose de eunuco bien pagado.

    En el espejo de un escusado verde, Lavrenti contempla con dolor sus ojos caucsicos, sinceros, humedecidos por gor-das lgrimas, a los que esta misma tarde la cirujana Bronstein dotar de sendas bridas monglicas con las que empezar una nueva vida, basada esta vez en la impostura. A las mismas su-mar un spero deje centroasitico que no encuentro hermoso. Pero ya seguir luego con estas interesantes lamentaciones pues oigo se oyen los inconfundibles pasos de Mara. Se abre la puerta de entrada y se cierra. Tintineo. Amado mo! Ya estoy aqu! Yo no respondo. Para qu? Y los martillazos de la mujer por el pasillo, la llamada carpintera, el empuje, el beso. Te aor: follemos! Pero Lavrenti declina: Prefiero saber si se confirma o no lo de Maskrov. Se confirma: huy a Suiza con la zngara Act. Cmo lo averiguaste? Se lo pregunt al portero de su casa. Y l te lo dijo as, sin ms? Me lo dijo con el cuerpo. Comprende que las judas sordas poseemos una intuicin triple. Lo comprendo, Mara, pero a cambio te pido que valores que ahora debo desollar tambin a Maskrov, para lo cual se me impone viajar a Suiza. Y entonces la mujer, dilu-yendo su habitual rostro, inventa el de una gorda madre medi-terrnea para confrontarlo directamente al de Lavrenti: Ama-do mo! Fuego de cada noche! Luz de cada maana! Cul es tu afn por impartir justicia a troche y moche? No lo s con-testa Lavrenti; supongo que me surge, como a otros robar cuotas o leer a Nekrsov. Bien y de nuevo la cabeza fuerte

  • 23

    de Mara, su rgida espina dorsal. Aadiremos esa venganza a la lista de tareas. Y extrae de su mochila un rollo que extiende. Qu tal qued el cartel? Wonderful.

    Un pequeo mendigo psictico cojea por la Plaza Roja y se detiene ante un poste de cemento. En l: un cartel con la ima-gen de la bayoneta popular y las siguientes palabras impresas: COMPRO ANTIGEDADES. INTERESADOS MIRAR HACIA LA DERECHA. Lo hace el pequeo mendigo y des-cubre, entre campanarios cipulares y catenarias de trolebs, a un grueso oriental que mira, con los brazos cruzados, hacia un punto del horizonte. Eh, Gengis! exclama el primero acer-cndose, dnde conseguiste esa bayoneta? Y el oriental vuelve entonces su lento crneo y sobreafila los ojos. Hblame un poco ms, ordena. Pero no te entiendo replica el otro. Te he hecho una pregunta y t Soldado herido! No! Yo no soy se. S lo eres. Y yo soy Lavrenti. Bueno, es posible que yo haya conocido a alguien llamado as pero desde luego era menos chino que t. Y no hablaba como un uzbeko. Es que la cirujana Bronstein dot a mis ojos de sendas bridas monglicas con las que empec una nueva vida, basada esta vez en la impostura, y a las mismas hube de sumar un spero deje centroasitico que no encuentro hermoso. Pero digo yo que podrs quitarte el deje por un rato, ya que no las bridas. S, por supuesto. A ver, hblame un poco ms. Qu quieres que te diga? Suficiente, amigo mo! Y se abrazan como mi-neros.

    Frente a la puerta del apartamento de Mara Deutscher, Lavrenti (con una llavn en la mano) y el soldado herido (ras-cndose la tripa), susurran entre s estas palabras: Antes de en-trar, te contar que mi novia es ms lbrica que una perra en celo. No me extraara que tratara de acostarse contigo. Pero te lo advierto porque te conozco: si consientes en hacerlo, te ma-to. Por San Basilio te lo juro, amigo mo: puedes confiar en m. Y entran en la casa de Mara (que est leyendo a Nekr-sov), l es el soldado herido (de pie junto a la puerta). Soldado

  • 24

    herido (acercndose), ella es Mara (con cara de circunstan-cias). Y se dan la mano como jueces. Acto seguido, la mujer seala la mesa y los tres se sientan a cenar (un platito de borsch y una patata partida en tres). Yo soy cajera del cine Pushkinsky dice de repente Mara y he empleado todos mis ahorros en la operacin de Lavrenti. A ti, soldado herido, slo puedo darte esta sopa y un tercio de patata; tambin un jersey apolillado y una bufanda roja. Quiero decir con lo cual que por hoy no te preocupes pero maana Lo entiendo, dice el soldado heri-do. Pero yo no, agrega Lavrenti. Y cmo esperas que sobre-vivamos, tarambana? Fcil: consegu un trabajo de costalero. Genial, cosita ma! Tu amigo puede quedarse. Entre los dos ahorraremos para que le operen. Y entonces, el soldado herido se levanta sobre un jams! que crispa a todos. Tintineos de los platos que se aquietan. Las cortinas rehacindose del susto. Por qu?, pregunta Lavrenti. Por un asunto de responsabili-dad histrica que no quiero debatir y el soldado herido vuelve a sentarse. Cambiando de tema, se sabe por fin quin nos traicion? S, fue Maskrov: rob las cuotas del PRAC y se larg a la verde Suiza. A Suiza? Con Act? Obvio, y con su hijo Maliuta. Y tambin con?, un fulgor trmulo en sus ojos. No s a quin te refieres. Al feto que se nutre en la zngara: es mi hijo!

    Cabizbajo y de rodillas, ora el soldado herido ante un ico-no negruzco. Bisbs, bisbs, es la onomatopeya de sus rezos que siega de golpe un portazo. Se santigua el hombre a toda prisa, se levanta, besa la imagen y la embute en una bolsa de astracn que se cuelga del cuello. Luego gira sobre sus talones para encarar a Lavrenti que cae sobre un silloncito y pronuncia con enojo: Hay que ver las cosas que hace uno por la amis-tad! Pero el soldado herido, muy rpidamente, le aproxima una cerveza destapada y entonces la alegra asoma a los mofletes del cargador. Distraete con esto hasta que llegue Mara, quien incurre de pronto en el saln: Lavrenti, soldado herido, tengo dos noticias: una buena y una mala. Cul queris saber prime-ro? La mala, responden ambos a coro. Y Mara abre los bra-

  • 25

    zos, mira al techo y asperge entre risas: Mi padre ha muerto! Aj! Y la buena? La buena es Mara ya convulsiona un poco que me ha dejado un fortunn. Cmo! grita Lavrenti saltando del silln como un resorte (de hecho, le sigue un re-sorte pero no se le puede atribuir el impulso que): Enton-ces, t eres de buena familia? Crea yo que no, amado mo, pues por ser tan lbrica, mi padre, un rico petrolero del Mar Caspio, me ech de su casa hace dos lustros. Ahora, sin embar-go, me avisan de que me incluy en su testamento. Oh, qu alegra!, exclama el soldado herido. Yo digo lo mismo. Y con vuestro permiso anuncio que maana por la maana me voy del mercado de Cherkizn. Eso, que se rompan las espaldas otros! Pero lo siento, Lavrenti, cario. Eso no podr ser y una curiosa sonrisa de la Deutscher porque maana, a las o-cho en punto: nos casamos! Hurra! Hurra! Y a la once y media, los tres, salimos de viaje hacia Suiza. Ilegalmente, claro. Bravo! Sea! Mi sueo! Podremos impartir justicia! Y hacer algo de turismo. Al volver, compraremos una stanitsa cer-ca de Majachkala y all esperaremos a que Catulo salga de la crcel.

    La luna emerge tras los Alpes como un incendio de sus co-ronas de nieve mientras las olas baten con rigor la orilla del la-go Lman. Hacia ella se arrima una lancha oscura que lleva a tres sombras similares. Topan con un crujiente embarcadero, saltan a l y, tras alcanzar la tierra firme, se pierden entre tibias luces, entre casas.

    Con los labios grasientos, descansa el expoltico Maskrov en una chaise-longue junto a su esposa, la zngara Act. Los ro-dean algunos muebles, hartos de repercutir sonidos, y las te-nues respiraciones de sus vstagos, dormidos por fin en sus cu-nas. Ah! bosteza el hombre, me voy a la cama. Pero en ese momento retumba el chalet como en el clmax de un terremo-to. Por Dios! Jess! Y los llantos sincrnicos de los nios. Y la mirada agnica de la madre. Y la carrera servil del ama. Saldr a averiguar!, dice Maskrov. Pero ya grita una mujer

  • 26

    junto a la puerta: Ayuda! Ayuda! Y las prisas. Y el cerrojo. Y la cara descompuesta de la Deutscher: Caballero! Mi marido! Hemos tenido un accidente! Y el ruso que sale tras ella, regan-do pasos por el parterre y nubecillas al aire fresco de la noche. Saco. Pero, qu pasa?, esto qu es? El pago a tu traicin, Maskrov. Y entre cuatro manos duras arrastran al expoltico por setos, pedregales y un arroyo que le moja las babuchas, has-ta la silueta del rbol en que lo atan. Compaero dice La-vrenti, prstame la bayoneta! Aqu la tienes!, responde el soldado herido. Y ya el atroz desgarrarse del batn, de la camisa, de la piel nunca preparada. Ay! con el desmayo del agudo do-lor; y sonrisas que la noche nos ahorra. Pero all, dos haces de luz que se acercan de tronco en tronco. Nos persiguen!, su-surra la Deutscher. Quin ser?, pregunta Lavrenti. Poli-ce!, aclaran en francs. Y un disparo que golpea en el hombro al soldado herido. Me cago en Guillermo Tell!, bufa mientras cae al suelo. Y pronto Lavrenti y Mara: Vamos, que es slo un rasguo: levntate. No, camaradas, huid, pues es preciso que salvis este secreto: yo soy Pavel II, legtimo zar de Rusia. S, soldado herido, muy bien. La bala debi de darle en la cabe-za. No estoy bromeando, lerdos! y el soldado saca un bolsi-to de astracn que pone en manos de Lavrenti: Aqu se en-cuentran, adems de un icono muy antiguo, los perfiles que me acreditan como bisnieto de Nicols II, por la lnea de la dulce Anastasia. Todo esto os lo cuento para que comprendis la a-bismal importancia del hijo que tuve con Act. Lo raptaris y lo llevaris a Rusia para entregrselo al almirante Mkelsson, de la Comandancia Naval de San Petersburgo. l es fiel a la Causa Neozarista, de modo que os proteger como un padre. Pero ya resuena, mucho ms cerca, otro disparo, de modo que ahora, marchad con Dios y cumplid con la Patria. A sus rdenes, majestad. Y Lavrenti y Mara se marchan.

    Parecido en todo a un haba seca, el almirante Mkelsson, de la Comandancia Naval de San Petersburgo, limpia con una gamuza sus lentes y se los pone en la nariz para ver con preci-sin al oriental que se alza al otro lado de su escritorio. Luego

  • 27

    mira al teniente Wronsky, sujeto del brazo de Lavrenti como una mujer, y pronuncia con voz bentnica: Retrese. Lo hace el subalterno con urgentes pasos a la vez que el viejo seala un silln. Dice usted le cuenta entonces a la ventana (quizs a las nubes que gravitan sobre los muelles) que posee un secreto relativo al bisnieto de la Patria. Podra explicarse? Yo soy ami-go del zar Pavel II!, proclama Lavrenti, y Mkelsson retorna la cabeza con un crujido, alza sus manos como reliquias: No di-ga usted sandeces! No son sandeces! replica Lavrenti. Al soldado herido, ahora Pavel II, lo hirieron en Suiza, donde se-guramente est. Pero yo traje a Rusia al hijo que l tuvo con la zngara, as que la sangre Romnov Ta ta ta ta re Mkels-son con su inquieta dentadura. Las palabras, amiguito, son ho-jas que se lleva el viento. Muestre sus pruebas o le mando a las Kuriles. Aqu estn las pruebas! y cae sobre el tablero del escritorio la bolsa de astracn sudado. l me las entreg, mientras las manos del viejo marino extraen el oscuro trozo de madera y unos papeles algo ms claros. Por san Telmo: el ico-no Romnov! Y los Pergaminos Genealgicos! Entonces es cierto lo que dices. Nunca miento porque soy honrado, ex-plica Lavrenti. Muy bien, muy bien. La Causa recompensar tus servicios en cuanto entregues a La Criatura y se le practi-quen Las Pruebas Genticas a lo que aade para s: ojal que no sea demasiado oscuro. Dime, pues, oriental, qu deseas? Ir a la crcel. No entiendo ni jota. S, a la crcel de Irkutsk. Debo ingresar en ella, desollar a mi primo y salir indemne para recuperar el magnfico espejo que l me rob. Y los ojos del viejo marino que se arrugan un poco ms.

    Gris vapor de agua sobre un fondo de baldosas verdes y la figura de un hombre pelirrojo, barbicaprino y encorvado, que recibe con incuria el hilo de agua caliente que cae del techo. Hola, Catulo, cruza a sus espaldas una voz. Hola, Uzbeko, responde en perfil y ya se reconcentra en su paraso. Por un momento, los dos hombres desnudos, de espaldas; el pelirrojo negndole algo suavemente a la pared, el oriental concentrando la fuerza de su ira. Luego de unos segundos, se agacha, extrae

  • 28

    del ano un cuchillo; y garra en el pelo, filo en la yugular. Tie-nes dos opciones, primito del alma: o te mato en este instante o me respondes a una pregunta y despus te desuello. Opto, es claro, por la variante 2 pero antes de que hagas tu pregunta, querido primo, sabrs que yo no rob tu espejo. Ah, no? Y la nota que dejaste en tu casa? Te lo explico, si me permites. Muy bien pero hazlo rpido. Y aqu empieza la explicacin de Catulo: Aquella tarde de octubre, que nunca voy a aorar, en-tr yo en tu casa para saludarte y vi a unos extraos hombres que en ese preciso minuto envolvan tu espejo con un papel. Eso no es vuestro, les dije, pero dos de ellos sacaron sendas pistolas, me condujeron a mi casa y me dictaron la nota que t leste. En cuanto la firm, sent un golpe en la cabeza; y al recu-perar el sentido, me encontraba, maniatado y confuso, en un lugar que ola a cerdo. Junto a m, una mujer ms o menos ru-bia me soplaba en la cara y me deca despierta, despierta. Uno de esos dos imperativos te lo podras haber ahorrado. Contina. Bueno, pues a esa mujer, que se llama Sofa Pio-trovska, le pas algo parecido: tena en su casa un espejo de su novio que otros extraos hombres (o quizs los mismos) tam-bin le robaron a la fuerza. Bien, y qu pas luego? Con mucho esfuerzo, logramos soltar nuestras amarras y descubrir que estbamos en una pocilga prxima a la carretera de Varso-via. Un lechoncito al que quisimos coger sali a la misma y pro-voc el frenazo de un automvil gris y plata y negro y un po-quito verde del que salt un hombre el ministro Ostmsov, tambin interesado en perseguir al cerdo. Aj. Mientras tan-to, la mujer que iba con l le rea los trotes desde la valla sin prestarnos atencin alguna. Cuento corto: les robamos el coche y nos pusimos en ruta a Smolensk con nimo de escondernos en la granja de mi madre, tu ta Marfa. All fuimos apresados, como seguramente habrs ledo en los peridicos. Y, bueno, aqu me tienes, empezando a odiar las duchas. Voy a creerte, Catulo, porque eres mi primo, que si no

    Rosado palacete moscovita ante cuya reja de bronce anti-guo transita una oronda mujer con echarpe. El resto de su in-

  • 29

    dumentaria tambin es gris pero en tonos ms oscuros. Botines altos, un trozo de pierna porosa y falda con lamparones. Llega al portn, toca el timbre y le muestra a su pasado un perfil rojo y seco por el fro. Qu desea?, pregunta la mirilla. Vengo por lo del cartel. Y ya la puerta se abre sobre un lujoso recibi-dor. Espere aqu, le dice una secretaria de aspecto estalinista que desaparece a patadas por un pasillo. Al fondo: bisbiseos a-gudos, un par de ruidos, y la rgida figura de Mara Deutscher que se acerca preguntando: Qu trae usted? Este espejo de latn, responde la gorda y saca uno, poco mayor que una agenda, medio turbio y orlado con fantsticas figuras. Hm lo toma la juda, lo sopesa, le pasa por el dorso un diamante, cunto pide por l? 31.000 rublos, desafa la mujer. Muy bien, se los pagar enseguida. Pero antes me dir la procedencia exacta de este objeto. Y sin que la pobre mujer alcance a inventar nada, recibe un sonoro bofetn: Confiesa que es ro-bado, mala pcora! S, es robado y las lgrimas enormes y los hondos hipos: es que llevo una racha fatal. Primero lo de la pobre Irina. Luego el incendio. Ms tarde aquello, aj!, y por fin el viejecito que se apag dulcemente entre mis brazos. A ver, explquese!, ordena Mara Deutscher. Hace algn tiem-po, entr a servir en casa de una mujer muy buena pero que me pagaba muy mal. Se llamaba Sofa Piotrovska. Bueno, el caso es que Irina, la hija menor de mi hermana, necesitaba una opera-cin urgente. Y como yo no tena ms que unos pocos rublos, tom de casa de mi seora este espejo que era de su novio (un soldado muy pero que muy petulante) y mand hacer una copia a un artesano de la calle Lrmontov. La idea era vender el origi-nal y devolver la copia a su sitio pero mi sobrinita muri y yo qued con el delito a mis espaldas. Ah, ahora lo comprendo. Cmo? No, nada. Contine usted. Bueno, pues un da mi seora (no s por qu) le rob el espejo a su novio y se fug para evitar la venganza. Pero cuando l se enter, vino a casa con un amigote suyo y la quemaron. Entonces me puse a bus-car colocacin de nuevo y por fin entr a servir al poltico Mas-krov que me llev con su familia a Suiza. All fuimos asaltados por unos criminales que despus le robaron a un hijo. Imagne-

  • 30

    se el papeln, seora. Me despidieron as! y tuve que volver a Mosc, pero con estas referencias San Petersburgo. Menudo fro pas yo en San Petersburgo tratando de colocar el espejito! Pero por fin tuve suerte (o cre tenerla) pues me contrat el al-mirante Mkelsson, un viejecito adorable que dos semanas des-pus se apag dulcemente entre mis brazos. Mara Deutscher mira fijamente a la criada: Eso quiere decir que muri? Pues s. Vaya, qu contratiempo! La muerte, hija ma, siempre llega a deshora.

    Tumbado en un mugriento colchn de espuma, con sus manos por cojn y las pupilas clavadas en el techo, Lavrenti re-flexiona de este modo: Aj, Mkelsson, viejo repulsivo y trai-dor! Prometi sacarme de la crcel a primeros de ao, y aqu estoy todava, a 18 de abril, cada vez ms obsesionado con es-tos puntos: 1) Es Pavel II tan traidor como Mkelsson?; 2) por qu una banda de extraos hombres organiza tal opera-cin de encubrimiento en torno al robo de dos simples espe-jos?; y 3) me habr sido fiel Mara en estos meses? Como no sepa rpido de estas cosas una rata llega junto a su hombro y chilla. Ah!, responde Lavrenti y salta del catre. Iiiii!, res-ponde el roedor, tambin parado en sus patitas. Enseguida mueve los bigotes, baja y se acerca al hombre mostrando una mochilita que lleva en el lomo. Ah, t eres una rata amaestra-da. Iiiii! Y me traes algo. Iiiii! A ver, veamos qu es. Y Lavrenti extrae de la mochila una lima, un bolgrafo, un trozo de papel en blanco y una carta que dice as:

    Querido esposo mo: Como te conozco y te comprendo, me permito aliviarte con las siguien-

    tes respuestas: 1) Tu ya larga estada en la crcel de Irkutsk se debe a que Mkelsson ha muerto. l y Pavel II formaban por s solos la tan mentada Causa Neozarista, de manera que nada se pudo hacer por ti hasta ahora. 2) Hace unos das tuve la oportunidad de entrevistarme en la crcel de mu-jeres con Sofa Piotrovska quien me puso al corriente de las extraas cir-cunstancias que rodearon al robo de los espejos. Ellos guardan (lo intuyo) mucho ms de lo que reflejan. Y 3) s, te he sido fiel, aunque reconozco que

  • 31

    en diecisiete ocasiones estuve a punto de traicionarte. En fin, t ya sabes (yo lo voy descubriendo ahora) que en la pareja puede ms el amor comn que el propio. Pero dejemos la filosofa moral para ms tarde y atindeme: junto con sta, viaja una lima con la que debers

    Del extenso patio carcelario, un viento hmedo que sopla

    del Baikal levanta una sbana de polvo que pule a trompadas los grises pabellones de los presos y las altas torres de viga. Quiebra este arrastre la tmida paz del alba, lo mismo que el brutal helicptero de rotor doble, modelo Ka-27, que se posa en el patio, recoge a dos internos y vuelve al cielo entre rizos de tierra.

    Lavrenti y Mara Deutscher se besan a bocajarro sobre el asiento trasero de un Rolls mientras Catulo y un chfer, senta-dos en la parte delantera, vigilan con estupor la ruta. Corre bajo unos el vrtigo fsico del placer; bajo los otros, la pa lacerante de la envidia, mientras el coche se acerca por un conglomerado de viviendas, iglesias y comercios al famossimo hotel Europa. Ya llega el negro automvil y se detiene ante un botones de in-mediata sonrisa al que arrolla el tifn de los amantes. Hall con alfombra azul, escaleras, pasillo, puerta 31. Y el satn, el satn, el satn que se traga los cuerpos y los digiere.

    Y ahora mrame, Lavrenti, porque tenemos que hablar. Dime, Mara. Por tu carta supe que habas perdonado a Ca-tulo. Pero de tu desollamiento suizo lleg a saberse en la anch-sima Rusia. Ergo, todo el PRAC (reconstruido por obra ma en torno a tu ejemplo) se halla a tus rdenes aqu en Irkutsk. Son cinco mil miembros entrenados y decididos que llevan media semana hacindose pasar por congresistas y que quieren nica-mente accin. Bah! responde Lavrenti. A m no me intere-sa la poltica. Pero a m s!, replica la mujer. Lo comprendo, lo comprendo. Y qu hago? Aceptars la presidencia del par-tido, prenders la llama de la revolucin anticapitalista en Irku-tsk; y acompaando a su extensin por toda Siberia (y ms all) llegaremos a Mosc al mando de cien mil fieles. Una vez all, te

  • 32

    proclamarn primer presidente uzbeko de Rusia. Vaya, no sa-ba que fueras tan ambiciosa. Ni yo tampoco. Pero, como te idolatro, digo vale, amada ma y me comprometo contigo en esta hermosa guerra que prenuncias. En tal caso, querido La-vrenti, voy a entregarte tu espejo. Toma. Oh, qu bien!

    Eplogo

    SENTADO FRENTE A LA YURTA que comparte con Dojnaa, una mongola embarazada por l, Pavel II descubre en un peridico que Lavrenti ha sublevado con xito a Irkutsk. Ordena a su mujer que desarme la tienda y parten rpidamente a caballo. Los acompaa un nio de marcado aspecto zngaro.

    La revolucin praccista triunfa tambin en la Siberia Occi-dental y Lavrenti recibe felicitaciones de todas las ONGs del mundo. Tambin le notifican que China amenaza con invadir Mongolia y que la OTAN ofrece su proteccin al gobierno leg-timo de Mosc. Nuestra situacin es mala, reconoce sobre es-tos hechos Mara Deutscher. Pero con mi ayuda mejorar, a-grega Pavel II irrumpiendo con furia en el saln de mandos.

    Dos das ms tarde, Lavrenti proclama a Pavel como zar de todas las Rusias y gana para la Causa (ahora s con mays-culas) a todos los sectores descontentos. En consecuencia, los praccistas logran la victoria en la guerra civil e instalan su capi-tal en Smolensk. Elecciones generales que ratifican a Lavrenti como presdiente plenipotenciario de una monarqua constitu-cional. Mara Deutscher es nombrada ministra del Interior.

    A cambio de la cartera de Defensa, un tal Leonidov, capi-tn del ejrcito (uniforme verde, rubios bigotes, mirada glacial) ofrece a Lavrenti el segundo espejo que en confrontacin con el otro revelan, en forma de holograma azul, los planos tcni-

  • 33

    cos de un ovni. Interpelado por este curioso fenmeno, Pavel II declara ignorarlo todo, y es encerrado en un gulag donde pier-de la razn.

    Por otro lado, Lavrenti y Mara Deutscher (ya completa-mente corrompidos por el poder) ordenan el asesinato del capi-tn Leonidov y emprenden en secreto la fabricacin de dos mil ovnis de guerra.

    Meses ms tarde, el insulto de un casco azul sobre una vie-ja hngara de credo ortodoxo se convierte en la excusa necesa-ria para la declaracin de la Tercera Guerra Mundial, que los rusos ganan fcilmente.

    Sobre las cenizas de Roma, una clida tarde de septiembre, Lavrenti se autoproclama Rey Del Mundo (con maysculas) y canoniza a su perro Tolsti.