LAS PASIONES TRISTES Sufrimiento psíquico crisis social · Auguste Comte decía que para modificar...

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MIGUEL BENASAYAG GÉRARD ScHMIT LAS PASIONES TRISTES Sufrimiento psíquico y crisis social Traducción de . Ariel Dilon Revisada y corregida por Leandro Alvarez y Silvina Peri ¡f e: ·/ 2 SIG LO

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MIGUEL BENASAYAG

GÉRARD ScHMIT

LAS PASIONES TRISTES

Sufrimiento psíquico y crisis social

Traducción de. Ariel Dilon

Revisada y corregida por Leandro Alvarez y S ilvina Peri

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SIG LO

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cotidiano ... Como tan bien lo dice Antonio Gramsci: hay que saber combinar el optimismo de la voluntad con el pesimismo de la razón ... Es con ese espíritu con el que queremos desarro~ llar, frente al avance de las pasiones tristes, una verdadera praxis determinada por las pasiones alegres.

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La crisis dentro de fa crisis

La crisis individual, psicológica, estaría inscripta en el seno de una crisis general. ¿pero cuál es entonces esa crisis de la socie­dad, de la cultura, esa crisis abarcadora, en la que se juegan otras crisis personales y familiares?

Ciertamente hay filósofos, antropólogos, sociólogos que piensan y analizan esta crisis. También nosotros hemos intenta­do profundizar esa reflexión desde un punto de vista histórico y filosófico2• Puede decirse, siguiendo a Michel Foucault, que la época del hombre acaba de terminar. Podríamos igualmente hablar del fin de la modernidad o incluso de la ruptura del histori­cismo teleológico. Este término, un poco técnico, designa el final de aquella creencia .que fundaba nuestras sociedades y que se expresaba por una gran esperanza en un futuro mejor, inaltera­ble, en una suerte de mesianismo cientiftco que aseguraba porveni­res elogiosos como la tierra prometida.

Sin duda existe una multiplicidad de fórmulas para nombrar esta crisis de nuestra cultura. Al mismo tiempo, numerosos au.,. tores intentan definir el objeto que está realmente en crisis y lo que nuestra cultura abandona o pone · en juego en esta crisis.

2 Benasayag, Miguel, Le Mythe de l'individu, París, La Découverte, 1998.

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Pero somos demasiado contemporáneos como para saber con precisión. lo que está descartando, lo que ha de mantener y las novedades (buenas o malas) que presentará.

El fütuli"o cambia de signo

A pesar de todo es difícil imaginar que todos estos conceptos, algunos pertinentes, puedan afectar la vida de nuestros conciu­dadanos. Esa es la tarea que nos hemos propuesto aquí: identifi­car esta crisis de manera muy concreta, comprender cómo algo aparentemente exterior a nuestras vidas pµede tener incidencias mayores en nuestra cotidianidad. ¿cóm~ se l!laterializa en los cuerpos y en los espíritus? Porque, en efecto, eso ocurre en el hecho más cotidiano, ineonsciente y banal, sin que nos demos cuenta. Con frecuencia, lo que nos sucede, lo que nos hace sufrir y nos construye, ¿no proviene, al menos en parte, de una fuente exterior?

Para responder a este cuestionamiento, sigamos un eje de estudio que nos parece central y que permite comprender ense­guida esta crisis de la interioridad tejida desde el exterior: la manera en que el hombre de hoy vive y percibe su tiempo, el tiempo. Esta percepción está profundamente marcada por algo que podemos calificar de cambio de signo. del futuro.

rnl futuro cambia de signo? Más que una abstracción, esto parece un absurdo. Y sin embargo no lo es. Nuestra época testi­monia el pasaje de. la civilización occidental, desde una confian­za desmesurada en el futuro hacia una desconfianza casi igual-

. mente exagerada. ¿Pero se trata del mismo futuro? Por supuesto que no. El futuro no es simplemente lo que va a suceder mañana o pasado mañana, sino lo que nos aleja del presente y, al mis.mo tiem­po, nos coloca en una perspectiva, un pensamiento o una proyec­ción~ .. En una"palabra, el futuro es, sobre todo, un ·concepto.

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Propongamos un ejemplo simple para ilustrar esta proble­mática. Hace apenas cuarenta años, todo el mundo pensaba que, tarde o temprano, íbamos a terminar por curar enfermedades graves como el cáncer. Creíamos fuertemente que íbamos a ter­minar por desplegar las leyes de la naturaleza y poder así cambiar lo que nos parecía mal. Aquello que seguía siendo ignorado sobre las enfermedades era imaginado, en biología, como lo todavía no conocido... En ese matiz del todavía no residía la esperanza y la promesa de un momento de realización, que nos acercaría al saber. Lo fI1:Ísmo debía valer para la injusticia social, la ignoran­cia, etcétera.

Occidente, nuestra cultura, se construye a partir de ese toda­vía no, cargado de promesas mesiánicas. Recordemos simple­mente la declaración del astrónomo Johannes Kepler, que afir­maba, sustancialmente, comparando a Dios con el hombre: Dios conoce desde la eternidad todos los teoremas, todas las leyes de la naturaleza; el hombre, por su parte, no las conoce todas ... no todavía. No conocer todavía todos los teoremas significaba simple­mente que el hombre era un proyecto en acción, que se dirigía hacia la totalidad, hacia un saber absoluto que le daría, ni más ni menos, ese saber hasta entonces poseído únicamente por Dios. Discutir cara a cara con el Creador, tal era exactamente la subversiva idea de Kepler: lo que equivalía a decir qüe la humanidad no había terminado la construcción de la torre de Babel de la mo­dernidad, pero que, esta vez, lo lograría.

El futuro no era entonces otra cosa que la metáfora de una promesa mesiánica. En nuestras culturas occidentales, no im-. portaba solamente el porvenir ni los años que vendrían ... No, era realmente una promesa que la humanidad se había hecho a sí misma: ser su propio mesías, su propio redentor. Futuro rimaba con promesa, era la promesa. En las facultades de medicina del siglo XIX, por ejemplo, apenas sotto voce, el rumor podía dejar entrever una esperanza de vencer, casi legítimamente, a lafñuerte.

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Auguste Comte decía que para modificar algo había que es~ tudiarlo. Se hada eco así de su adversario político, un tal Karl Marx, hoy un tanto olvidado: este último escribía que ahora se trataba de articular los conocimientos con la necesidad de trans­formar el mundo. Entonces, un pesimista, célebre él también, hizo oír una voz disonante: este inédico judeo=austrfaco le po= nía un sagrado bemol a aquella confianza en el progreso de la humanidad. En efecto, en el momento mismo en que las cien­cias, la política y la filosofía prometían al hombre la felicidad que él mismo construiría, Freud escribía que "a falta de felici­dad, los hombres se contentan con evitar la infelicidad"3• El fra­caso del optimismo nos deja no solam

1ente sin promesa, sino,

peor aún, con el sentimiento de que in¿luso evitar la infelicidad es una tarea demasiado difícil para nuestros contemporáneos.

Occidente ha construido sus sueños de porvenir sobre la • 1 1 1 • , • 1 . 1 L ... • 1 1 1 1 • , • • •, creencia ae que ia n1swna ae ia numamaao es 1a mswna mevua-

ble del progreso de los hombres. Es la paradoja de las ideologías dominantes: las teorías de Sigmund Freud, profundamente crí­ticas para con la creencia en el progreso, entraron no obstante en el balance de la época como un progreso más en la columna del haber. Hoy en día, el consenso dominante de nuestros conciudada­nos evoca porvenires claramente menos festivos, incluso sin pala­bras ... Poluciones de todo tipo, desigualdades sociales, desastres eco­nómicos, irrupción de nuevas enfermedades: la larga letanía de las amenazas ha derribado el futuro desd~ una positividad extrema a una sombría negatividad igualmente extrema.

El futuro, la idea misma del futuro, lleva desde ese momen­to el signo opuesto, la positividad pura se invierte en negativi­dad, la promesa se vuelve amenaza. Desde luego, los conocí-

3 Freud, Sigmund, Malaise dansla civilisation, París, PUF, 1980 [El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 1985].

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mientos se han desarrollado de manera increíble pero, incapa­ces de suprimir el sufrimiento humano, nutren la tristeza y el pesimismo imperantes. Es una paradoja infernal: la tecnocien­cia progresa en el conocimiento de lo real, al mismo tiempo que nos sumerge en una ignorancia muy diferente, pero más temi~ ble, que nos toma incapaces de hacer frente a nuestras desdi­chas y a nuestras amenazas.

La época de fa~ "pasiones tristes,?

Para decirlo con más claridad, vivimos en una época dominada por lo que Spinoza llamaba las "pasiones tristes". No se refería a la tristeza de las lágrimas, sino a la impotencia y a la descompo­sición. En efecto, constatamos el progreso de las ciencias, y, al mismo tiempo, nos vemos confrontados con la pérdida de con­fianza y la decepción con respecto a esas mismas ciencias, que no parecen contribuir necesariamente a la felicidad de los hom­bres. Esta paradoja se explica por el derrumbe de la confianza mesiánica de la que hablamos. Esa promesa no estaba única­mente ligada a un crecimiento cuantitativo: es más, la ciencia debía disipar las tinieblas de la incertidumbre. Para ese positivismo ~ientificista, lo racional era lo analíticamente-previsible: el hombre debía ser capaz de conocerlo todo, su conocimiento sería el de una luz sin sombras y, por encima de todo, debía prever todo aque­llo que fuese susceptible de ocurrir, a fin de decidir qué sentido exactamente dar a su vida y a la sociedad.

La esperanza era la de un saber global, capaz de desplegar las leyes de lo real y de la naturaleza, con el fin de dominar. Libre es aquel que domina (la naturaleza, lo real, el propio cuerpo, el tiem­po); ese era el fundamento del cientificismo positivista. Si el universo está escrito en lenguaje matemático, como afirmaba Galileo, el desarrollo de los saberes debía estar en condiciones

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de proporcionarnos su traducción, la ciencia sería el Champo­llion de lo real: debería poder leer la naturaleza, así como Cham­pollion descifraba los jeroglíficos. Es en ese sentido que la promesa no se ha cumplido: el desarrollo del conocimiento no nos ha instalado en un universo de saberes deterministas y todopoderosos, que nos hubiesen permitido dominar la na­turaleza y el porvenir: al contrario, el siglo xx marcó el fin del ideal positivista sumergiendo a los hombres en la reali­dad de la incertidumbre.

Sin embargo, esta incertidumbre no es un desastre de la ra­zón: contrariamente a la opinión de muchos de nuestros con­temporáneos que tienen la tendencia a adpptar diferentes cami­nos irracionales, esta incertidumbre que persiste, este desconoci­miento que torna imposible la promesa del cientificismo no es en absoluto, a nuestros ojos, sinónimo de fracaso. Por el contra­rio, permite el desarrollo de múltiples racionalidades no deter­ministas. Dicho de otra manera, el hecho de que el determinis­mo y el cientificismo hayan caído de su pedestal no implica en absoluto que dicha caída provoque la caída de la racionalidad) de la que se habían apropiado.

Pero con respecto a las esperanzas que el cientificismo había despertado, no podemos sino constatar toda la inquietud y toda la tristeza inducidas por esta transformación. Nos queda una certidumbre, y:. no es ... una .c;ert.idumbre 111enor: es posible supe~ rar esta tristeza. La fuerza de esta certidumbre nos guía para formular hipótesis para la atención y el acompañamiento en psi­quiatría. Estamos.convencidos de que el.pesimismo que domi­na hoy es por lo menos tan exagerado como el optimismo de ayer. Para nosotros, profesionales y por lo tanto prácticos facul­tativos, el pesimismo y· el optimismo no son más que dos cate­gorías demasiado pasivas y demasiado imaginarias. Lo que debe ser el futuro depende en buena medida de lo que sepamos hacer en el presente.

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La p regun ta po:r el sentido

Crisis den tro de la crisis: nuestra época habría pasado del mito de la omnipotencia, por la que el hombre edificaba la historia a otro mito simétrico; el de la total impotencia frente a la comple~· jidad del mundo. De ahí en más, se afinna la ·idea de que el hom­bre no puede nada, salvo padecer las fuerzas irracionales de la his­toria. Para nosotros, la cuestión es otra: cierto, el hombre no hace la Historia, ¿pero qué puede hacer el hombre en la Historia?

La Historia y las historias personales, familiares y sociales son otras tantas dimensiones que, lejos de existir en comparti­mentos estancos y autónomos, se cruzan incesantemente, deli­mitando así encrucijadas y singularidades. Como ya lo escribió Husserl en 1930:

En la desdicha de nuestra vida - es lo que en todas par­tes oímos- , esta ciencia no tiene nada que decirnos. Las preguntas que excluye por principio son precisamen­te las preguntas claves en nuestra desgraciada época para una humanidad abandonada a los cambios del destino: son las preguntas que se refieren al sentido o a la ausen­cia de sentido de toda nuestra existencia humana4

Si la tecnociencia no deja de progresar, el futuro sigue sien­do, más que nunca, imprevisible. Lo cual parece sumergir a la humanidad de hoy en una impotencia absoluta. Todo sucede como si la expansión de la técnica no pudiese encontrar ningún límite, ningún eco en una reflexión capaz de orientarla, a falta de poder limitarla. El hecho de que todo lo que es técnicamente ·

4 Husserl, Edmund; La Crise des sciences européennes et la phénorn.énologíe trans­cendantale, París, Gallimard, 1976 [Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Barcelona, Crítica,. 1991 J.

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posible realizar lo sea efectivamente, con consecuencias consi­derables sobre los planos humano y cultural, lejos de dejar a nuestros contemporáneos indiferentes constituye una de las fuentes cotidianas de ansiedad (incluso si no es pensado en es­tos términos).

La violencia de una crisis semejante nos golpea de lleno, se expresa mediante una miríada de violencias cotidianas. Es lo que en nuestra jerga llamamos los ataques contra los vínculos, significa­tivos de esa incapacidad para elaborar un pensamiento que nos saque de la crisis y de su corolario: la vida en la urgencia. Esto provoca una serie de pasajes al acto difíciles de reprimir. El mundo se vuelve incomprensible para ~odos, pero particular­mente para los jóvenes. No es sorprendei-ite que, a la sombra de esta impotencia, se desarrolle la práctica de los videojuegos. Cada joven, en_ una suerte de autismo informático, se convierte en el amo del mundo en combates singulares contra Ia nada, por un camino que no lleva a ninguna parte. Si todo parece posible, en­tonces ya nada es real. En el marco de esta omnipotencia virtual, nuestras sociedades aparentemente abandonan el dominio del pensamiento.

Como profesionales, queremos pensar este nuevo malestar fuente de sufrimientos. En vez de ir hacia la abstracción, nues­tro trabajo debe comprender lo que sucede en los consultorios y en la cotidianidad más concreta. Debemos asumir la novedad de esta época con el fin de entender el reclamo que escuchamos sobre la situación que vivimos nosotros, los pacientes y sus familias.

De acuerdo con este punto de vista, es importante darse cuen­ta de que el mundo produce, paradójicamente, la primera gran sociedad de la ignorancia. La relación de cada uno con las tecno­ciencias que dominan la cotidianidad es, en efecto, una relación de absoluta exterioridad. Antes, toda sociedad siempre había poseído técnicas. Pero sus habitantes mantenían, en su mayoría, lo que podríamos llamar una relación de intimidad: más allá de las

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evidentes divisiones del trabajo, las técnicas no constituían una combinatoria autónoma, no funcionaban de acuerdo con una lógica propia, independientemente de toda consideración humana o cul­tural, extraña por lo tanto a las preocupaciones de los hombres.

Pero esta sociedad, poseyendo igualmente sus técnicas, es la primera que resulta literalmente poseída por ellas. Todo lo que sabemos hacer es apoyarnos sobre unos botones, pero general­mente ignoramos los mecanismos que esos botones detonan. Esta realidad histórica produce inevitablemente una subjetivi­dad de extrañamiento, un sentimiento de exterioridad con el mundo que nos rodea. El mundo y los otros se vuelven utiliza­bles, y los jóvenes son bombardeados permanentemente por mensajes publicitarios que los invitan a convertirse en los va­lientes predadores de su entorno.

Tal es el desfasaje en el que vivimos todos los días: por una parte, soñamos con unagran ciencia, fuente de un cierto confort, que nos ofrece técnicas. Pero por otra sufrimos por la ignoran­cia, por no saber en absoluto cómo funciona, cómo puede ser orientado o controlado ese fabuloso mundo de la luz que no cesa de producir oscuridad e incertidumbre.

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Crisis de fa autoridad

La crisis global y el trabajo terapéutico (en lo que concierne a la crisis dentro de la crisis) nos enfrentan a diario con uno de los sín­tomas centrales de esta época: el cuestionamiento del principio de autoridad. Este síntoma es un elemento recurrente en nues­tro trabajo, forma parte de las preocupaciones profesionales (y personales), dado que corresponde a una crisis de los principios que fundan las relaciones entre adultos y jóvenes. El manteni­miento de ese conjunto de principios, que permitían al adulto educar y proteger al joven, hoy está seriamente en peligro. Sin embargo, no podemos educar ni curar de la misma m anera en una sociedad estable que cree en el futuro que en el seno de una sociedad en crisis, que le teme a ese mismo futuro.

La amenaza del au toritarismo

En nuestro trabajo de psis, los redamos que incluyen la expre~ sión (autoritarismo) conciernen tanto a los barrios como a las es­cuelas o al núcleo familiar. Nos convertimos así en testigos de un sufrimiento ligado a lo que podríamos llamar una desapari­ción -o tal vez incluso un derrumbamiento- del principio de autoridad. En la escuela, en el colegio, en el liceo, el maestro, el

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profesor o docente ya no parecen representar un símbolo sufi­cientemente fuerte para los jóvenes: la relación con el adulto se percibe ahora como simétrica. Simétrica en el sentido de que ya no existe una diferencia, una asimetría susceptible de instaurar de entrada una autoridad y de constituir al mismo tiem po un sentido y un marco propicios para la relación.

En una relación simétrica, dos seres humanos establecen una . relación de tipo contractual: no hay nada que prefigure la rela­

ción, fuera de la relación misma. Para los padres y los docentes es difícil asumir sus roles dentro de ese marco, dado que todo parece obligarlos, . en nombre del respeto al principio de libertad individual, a justificar sus acciones frente al joven (que acepta o no lo que se le propone en una relació'n igualitaria).

Esta simetría padre-hijo viene a veces a borrar la percepción de las necesidades del hijo en función de su edad (es decir, su propia realidad). De esta manera, cada vez con más frecuencia hay padres que consultan por niños pequeños, de dos a cuatro años, que describen como tiranos, violentos e indomables. Esos padres se sorprenden de no poder convencer racionalmente a su hijo, de tener que consentir, casi contractualmente, las limi­taciones educativas que intentan imponerle. Se dirigen a él como a un igual - un otro simétrico- , a quien hay que convencer y con el cual hay que evitar a toda costa estar en desacuerdo. Esta dificultad de algunos padres para mantener una posición de au­toridad tranquilizadora y de contención deja al niño solo frente a sus pulsiones y a la angustia que de ella se desprende. Conlleva por lo tanto una angustiosa tensión entre el niño y sus padres, transformando la vida familiar en un inquietante psicodrama permanente .. . A tal punto que, a la ansiedad actual, se añade la inquietud por el porvenir: ¿cómo será cuando sea adolescente?

Paradójicamente, la crisis del principio de autoridad no se corresponde en absoluto con un cuestionamiento del autori­tarismo. Por el contrario, esta crisis constituye una verdadera .,

Crisis de la autoridad 31

invitación a todos los autoritarismos. Una sociedad cuyos me­canismos de autoridad están debilitados, lejos de inaugurar una época de libertad, entra en un período de arbitrariedad y confusión .

Esta sociedad oscila permanentemente entre dos tentacio­nes: la de la coerción y la de la seducción mercantil. De esta forma, algunos docentes intentan a veces ganarse la atención de

· sus alumnos mediante .técnicas y astucias de seducción, ya que parece inadmisible la idea misma de decir Mé tienes que escuchar y respetar simplemente porque yo soy responsable de esta relación. En nom­bre de esa supuesta libertad individual, el alumno o el joven adopta el papel del cliente que acepta o rechaza lo que el adulto­vendedor le propone. Y cuando esta estrategia fracasa, el único recurso es la coerción, la fuerza bruta.

Estas dos tentaciones no son más que dos variantes del auto­ritarismo que inevitablemente induce la relación de simetría en­tre jóvenes y adultos. No es sorprendente que en estas condi­ciones se desarrolle la violencia, porque esta relación no puede fundarse sino en la simple relación de fuerzas (incluso si se trata de fuerza de seducción o de convicción). En efecto, el autorita­rismo no reposa en el principio de una persona que actúa en nombre de la ley (ley que, a fin de cuentas, nos une a través de la obediencia y nos protege). Por el contrario, .con el autoritaris­mo, aquel que tiene aires de autoridad se impone al otro en la medida en que su fuerza es la única garantía y el único funda­mento de la relación.

.A la inversa, el principio de autoridad se diferencia del auto­ritarismo en que representa una suerte de base común para los · dos términos de la relación: en nombre de ese fundamento com­partido, está claro que uno representa a la autoridad, mientras que el otro obedece; pero al mismo tiempo queda establecido que los dos obedecen a ese principio común que, por así decirlo, prefigura la relación desde el exterior. De modo que el principio

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de autoridad se funda en la existencia de un bien compartido, de un mismo objetivo para todos: yo te obedezco porque tú repre­sentas para mí la invitación a encaminarse a ese objetivo común, porque yo sé que esa obediencia te ha permitido a ti mismo con­vertirte en este adulto de hoy, como yo lo seré mañana, en una sociedad con el futuro asegurado.· · · ·

Pero ese futuro ya no tiene nada de seguro. Y cuando el jo­ven pregunta por qué debe obedecer, una gran mayoría de los adultos se encuentra en la incapacidad de responder claramente Porque soy tu padre ... Porque soy tu profesor. .. Si el joven no está seducido o dominado, entonces no ve ninguna razón para obede­cer al otro, ese semejante que pretend~ merecer respeto ... ¿en nombre de qué? 1

Es justamente en esta pregunta donde se cristaliza el proble­ma de la autoridad: ün nombre de qué? rnn nombre de qué prin­cipio común será aceptada una reiación jerárquica o de autori­dad por las dos partes de una situación, sin que esa relación de­rive y se transforme en autoritarismo? Hablar de la crisis es pre­cisamente hablar de la crisis de esta relación.

EJl fin del principio de :arutoridad=antedoridad

Pero la confusi,ón aumenta ·cuando, a priori, toda impugnación de la autoridad establecida y de la jerarquía social aparece como portadora de emancipación y de libertad. La independencia de las colonias, el movimiento feminista, las luchas por los dere­chos civiles de las minorías, o incluso el movimiento contesta­tario de los estudiantes en Mayo del 68, ¿no surgieron en su momento de una impugnación sana y anhelante frente a la au­toridad?

Sin duda, así es. Es sólo que el cuestionamiento de la autori­da'd que aquí nos interesa no tiene ninguna relación con esos

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movimientos de emancipación que son fuente de justicia. Al contrario, se trata allí de una tendencia característica de nuestras sociedades ganadas por un individualismo sin límites, en nom­bre del primado que el neoliberalismo concede a los estrechos intercambios de consumo. Ninguna forma de solidaridad es percibida positivamente en ese contexto, ya que, dentro de esa visión utilitarista del mundo, la humanidad aparece como una serie de individuos aislados que mantienen antes que nada rela­ciones contractuales y de rivalidad, haciendo pasar a un segundo plano las afinidades electivas, las solidaridades familiares o de

otro tipo. Así, las ideas dominantes en nuestra cultura han evolucio-

nado. Nos hemos vuelto hacia esa idea de Iaserialidad por la que la única autoridad, la única jerarquía aceptada y a~eptable es de­terminada por el éxito y el poder personal, evaluadas y cifradas por el universo de la mercancía. En ese mundo, las relaciones interpersonales se ordenan en función de criterios de utilidad (utilidad en términos de producción de beneficios, de poder). Así es como, sin que nos demos verdaderamente cuenta, nues­tra sociedad ha sustituido de algún modo el principio de autori-· dad por otro principio fundado en el sentimiento de inseguri­

dad con respecto al futuro. En cada cultura, el principio de autoridad reposa sobre bases

que evolucionan en el tiempo. Pero, más allá de esas evolucio­nes, siempre se ha apoyado en una estructura invariante. Ese principio universal funciona, como lo explica la etnóloga Fran~oi­se Héritier5, a partir de la pareja autoridad-anterioridad: la anterio­ridad, la antigüedad -en otras palabras, la preexistencia con res­pecto al joven- representa de entrada una fuente de autoridad.

5 Héritier, Frans;oise, Masculin/Féminin. Dissoudre la hiérarchie, Tomo 2, París,

Odile Jacob, 2002.

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Si lo anterior representa la autoridad, no es porque el adulto esté dotado de una cualidad personal particular, es porque encarna la transmisión y la viabilidad de la cultura: si ello ha sido, si lo que vivimos es, entonces, en el futuro será. Este principio de autori­dad-anterioridad no excluye en ningún caso la novedad y el cam­bio, simplemente ordena la evolución a través de la transmisión y la responsabilidad común, asumida por todos y que garantiza la supervivencia de la comunidad.

Pero en nuestros días, para muchos, los ancianos ya no re­presentan ninguna autoridad, ya no aseguran la transmisión cul­tural. Parecería que no hubiesen sabido transmitir a las jóvenes generaciones la idea de un mundo y de ~n futuro agradables. Y con razón ... Millones de jóvenes no verl a sus padres levantarse para ir a trabajar, millones de jóvenes viven permanentemente bajo bombardeos publicitarios que promueven un mundo don­de lo único que cuenta es la capacidad de poseer. A partir de los años setenta, que marcan el inicio de la crisis, dos o tres genera­ciones han vivido la ruptura histórica que hemos evocado, el cambio de signo delfuturo, el pasaje delfuturo-promesa aljuturo-ame­naza.

Las generaciones de la crisis, es decir los adultos de hoy, no representan a ojos de sus hijos ni una permanencia, ni una espe­ranza en el futuro. Muy por el contrario, encarnan la imagen de generaciones que han fracasado: los sentimientos de inquietud y de ansiedad impuestos por la crisis van a la par con el cuestio­namien to de los adultos.

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