La Tía Cora y otros cuentos

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La Tía Cora y otros cuentos Página 1 L L a a T T í í a a C C o o r r a a Y Y o o t t r r o o s s c c u u e e n n t t o o s s Carlos B. Delfante

description

Un conjunto de once relatos breves se combinan en una asociación que aborda diversos sentimientos humanos, y que acaban por consumar todo el texto de “La Tía Cora y otros cuentos”, cuando buscan relatar supuestas leyendas cotidianas de disímiles sucesos, ya que de alguna manera el relato realizado por el autor se apoya en las peculiaridades y en la índole temperamental y subjetiva de los seres humanos, transfiriéndolas para los personajes que componen cada cuento y buscando destacar en ellos las diferentes facetas de la vida frente a la dedicación, el amor, la pasión, el odio, la congoja, la muerte, el dolor y todos los demás instintos comportamentales que terminan por influenciar de alguna manera el raciocinio del protagonista.

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LLaa TTííaa CCoorraa YYY oootttrrrooosss cccuuueeennntttooosss

Carlos B. Delfante

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Los cuatro niveles de la sabiduría

El hombre que sabe y sabe que sabe, es sabio. - Sígalo

El hombre que sabe y no sabe que sabe, está

durmiendo. - Despiértelo

El hombre que no sabe y sabe que no sabe, es

humilde. - Enséñele

El hombre que no sabe y no sabe que no sabe, es un

tonto. - Huya de él

Mark Tier

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La Tía Cora y Otros Cuentos

Un conjunto de once relatos breves se combinan en

una asociación que aborda diversos sentimientos humanos,

y que acaban por consumar todo el texto de “La Tía Cora

y otros cuentos”, cuando buscan relatar supuestas leyendas

cotidianas de disímiles sucesos, ya que de alguna manera

el relato realizado por el autor se apoya en las

peculiaridades y en la índole temperamental y subjetiva de

los seres humanos, transfiriéndolas para los personajes que

componen cada cuento y buscando destacar en ellos las

diferentes facetas de la vida frente a la dedicación, el

amor, la pasión, el odio, la congoja, la muerte, el dolor y

todos los demás instintos comportamentales que terminan

por influenciar de alguna manera el raciocinio del

protagonista.

La lectura de este melodramático ensayo, permitirá

al leyente rescatar ciertas memorias que, por lo común, si

aún no le ocurrió, ciertamente un día deberá coexistir con

ellas, ya que normalmente ocurren cuando se alberga

protagonistas de cotidianos pesares y martirios similares.

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Hay tres clases de ignorancia: no saber

lo que debiera saberse, saber mal lo que

se sabe, y saber lo que no debiera

saberse.

François de la Rochefoucauld

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Índice

La Tía Cora 6

Dos Vidas en Una Vida 23

Inclemente Aguacero 38

Utópica Ilusión 51

Tenacidad Inapelable 70

Domingo de Amor 88

Cofradía Solidaria 104

Bucólico Paisaje 119

Estirpe Disipada 134

Trama Conjurada 149

Circunstancial Viaje 164

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La Tía Cora

De a poco, los años ya se habían ido acostumbrando

a refugiarse silenciosos y obedientes dentro de un cuerpo

casi achacoso para la avanzada edad que ella tenía. Pero

actualmente, a la tía Cora se le había dado por imaginar

que el simple hecho de caminar le fastidiaba los

movimientos de sus piernas, y presentía que en sus

arqueadas extremidades estaba disminuyendo cada vez

más la firmeza que le permitía mantener el equilibrio.

Del mismo modo, ideaba lucidamente en su mente

que le estaban escaseando los ligeros movimientos de

otrora, y que el tiempo le estaba reduciendo el constante

vigor. Por veces, cada vez más frecuentes, sentía como si

se le agarrotase la musculatura, causándole casi siempre

punzantes dolores en una parte de la pierna.

Pero pese a todos sus padecimientos, aun así ella

poseía un rostro que formaba, en su conjunto, una

fisonomía que resultaba dificultosa de olvidar, ya que, por

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detrás de las actuales arrugas que dona gratuitamente la

vejez, cualquier uno era capaz de llegar a percibir

claramente la hermosura de sus rasgos.

Por lo tanto, puedo afirmarles que con el pasar del

tiempo, las rayas de la longevidad no habían conseguido

ocultar toda la beldad con que la tía llegó a circular

durante muchas décadas por los distintos confines de la

vida.

Tenía el pelo sedoso y totalmente blanco, como si la

unión de todas las fibras quisiese imitar una nube del más

inmaculado algodón. Desde siempre lo llevaba

enganchado permanentemente en un coqueto copete,

manteniéndolo firmemente atrapado con un par de

peinetas nacaradas en la parte posterior del cráneo, de

manera que ella pudiese dejar al descubierto el

ensanchamiento de su amplia frente.

A su vez, la tía Cora disfrutaba de una piel rosada,

suave, delicada, del propio color de la madreperla, pero

con una tonalidad refulgente y resplandeciente que

irradiaba intensa luminosidad en su contorno. Eso hacía

que la claridad del cutis le concediese una magnificencia

divina, lo que me permite afirmar que tal brillo y fulgor

lograba rivalizar con el más puro marfil.

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Los ojos. ¡Ah, los ojos! Ellos eran como dos

enormes perlas negras, redondas, agudas, licurgas y

luminosas, que se manifestaban penetrantes en su mirada,

aunque eran de una ternura descomunal en la

contemplación, lo que más de una vez había dejado

atónito el más cándido interlocutor.

Mismo a su edad, delicadas cejas se delineaban en

un afable arco a partir de su entrecejo, como si fuesen dos

blancas guirnaldas orientales queriendo aderezar en fino

contraste aquel par de ojos brunitos, los que,

armónicamente a partir de su nariz, le separaban el rostro

geométricamente idéntico en dos mitades iguales.

Cuando hablaba, podría afirmar que la candidez de

su mirada venía siempre acompañada de una dócil voz

aguda que se derivaba en bonachonas ondas sonoras de

humildad, que iban modelando las placidas palabras que

pronunciaba sin necesidad de llegar a contrastar

sólidamente con la firmeza de sus actos y consideraciones.

Su boca era contornada por un par de labios un poco

delgados y muy pálidos, pero que poseían una curvatura

extremamente admirable que los hacía resaltar en un

delicado contraste con el matiz rosáceo de su semblante.

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Tal vez eso era lo que le permitía a la tía derramar desde

ellos una sonrisa resplandeciente, serena y plácida.

El cuerpo, que una vez en su juventud había sido

finamente descarnado, en la actualidad gozaba de un

contorno fofo por entero, en donde se le habían ido

acumulando los excesos de una nutritiva alimentación

proveniente de una cocina suculenta en proteínas y grasas,

y de la apetitosa elaboración casera de los afables dulces,

jaleas, mantecados y tortas que gentilmente preparaba bajo

la justificación de hacerlos para poder agraciar a sus

amados sobrinos bisnietos, además de los tantos otros

parientes que la visitaban a menudo.

Sus piernas, las cuales tenían una distorsión

levemente curvada hacía las laterales externas,

permanecían arqueadas a la vejez como siendo la

derivación resultante de una leve deformación en su edad

infantil, y las mismas que al presente dejaban entrever

entre la carne y la piel una infinidad de gruesas venas

azules que se asemejaban a caudalosos ríos que buscaban

recorrer serpenteantes caminos por áridas estepas, y desde

donde probablemente se originaban los agudos dolores

que ahora le exasperaban su caminar.

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Poseía un par de brazos largos, tenaces, vigorosos,

siendo delgados desde el antebrazo hasta los pulsos, y

cuya carne estaba cubierta con una piel sensiblemente

arrugada y reseca, pudiéndose afirmar que la misma se

equivalía a la dermis de un reptil albino. Pero esta parte de

los brazos contrastaba groseramente con el segmento

superior de los mismos, que más parecían estar inflados

con gruesas bolsas de carne blanda, las cuales se

hamacaban cadenciosamente en un zarandeo cada vez que

los sacudía de modo apresurado.

Salvo las deformadas y gruesas várices que se

desplegaban haciendo parecer que fueron entalladas en

ambas piernas por un desastrado escultor, el resto de su

epidermis no presentaba tan siquiera una minúscula

mancha, una situación no muy común de ser observada en

la piel de cuerpos ancianos.

Mismo teniendo el corazón escondido e invisible

dentro de su pecho, quién la observase podía permitirse

imaginar su delicada excelsitud envuelta en la ternura, la

jovialidad y la espiritualidad del ánimo con el cual ella

envolvía a quienes la cercaban, recibiendo por intermedio

de sus actos y de su voz, un colosal cariño y una enorme

afición.

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En el momento de esta historia, la tía ya orlaba unos

largos setenta años, de los cuales, una gran mayoría de

ellos habían sido vividos inagotablemente entre los

quehaceres domésticos de una familia de quince

hermanos, siendo todos ellos oriundos de una antigua

estirpe de terratenientes que se asentara en su debido

momento en un lugar no muy distante de la capital.

Poco de esos tiempos idos puedo relatar, porque

nada de ellos la tía dejó entrever a quien la conoció, salvo

su enraizada soltería, que era el proveniente corolario de

una sacrificada dedicación a su anciana y postrada madre,

a la que diligentemente esmeró cuidados durante su

existencia hasta alcanzar avanzada vejez y la postrera

muerte. Al ser ella la hija menor de todos los hermanos y

por escapársele los años en esa perseverancia y

obediencia, acabó que en su vida sólo le habían sobrado

hijos ajenos para amar y festejar.

Actualmente ella residía juntamente con una sobrina

igualmente célibe, en el confortable apartamento superior

de una antigua construcción de tres plantas, la cual

disponía por la propia antigüedad de la edificación, de

unas amplias dependencias con lustrosos y encerados

pisos de mayólica.

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Aquella vivienda disfrutaba de ambientes

vistosamente iluminados por unos dilatados ventanales,

que por su vez eran resguardados por pesados postigos de

madera de ley que se abrían hacía el exterior en un

sincronizado despliegue de cuatro hojas, descortinando

toda su frente para la pradera de un lindo parque desde

donde provenía un vivaz tornasol de verdoso colorido.

Hasta el momento de proponerme escribir su

historia, los consanguíneos adultos casi siempre acudían a

visitarla en su hogar, y hasta se notaba que en

determinados instantes estos buscaban poder adjudicarle a

la anciana tía los tiernos cuidados de sus retoños, durante

los intervalos de tiempo que fuesen necesarios para que

ellos consumasen confortables sus tareas externas.

Sabían de antemano que, al cumplir tan entusiasta

ocupación, las acciones de la vieja tía resultarían en una

verdadera efusión de cariño para con los niños, a los que

atiborraría de mil caricias, mimos, y una profunda

devoción, además de donarse de manera confortable a sus

caprichos y antojos durante el periodo que fuese necesario.

Al sentirse responsable por la encarecida diligencia

delegada, ella pronto desenvolvía un organizado ritual de

episodios que abarcaban desde los exiguos cuidados de

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higiene, las suculentas refecciones que les servía a cada

periodo del día, las comunicativas historias que les

relataba para entretener las horas, los dotados auxilios en

las tareas escolares cuando el caso así lo requería,

haciendo todo ello bajo la atenta escolta de su pesado

cuerpo, mientras les ocultaba los sentimientos de cualquier

señal de agotamiento o cansancio.

El dormitorio de la tía poseía un exiguo y

penumbroso mobiliario, el cual consistía en una vasta y

pesada cama con una alta cabecera de hierro forjado con

artesanías de bronce embutidas, una silla de respaldo alto

con un asiento de mimbre recubierto por un resumido

almohadón de franela anaranjada, y un pequeño sofá con

un revestimiento de pana listada. Completaba su ajuar un

guardarropa enorme de tres puertas, un espacioso tocador

con incontables cajoncitos encajados sobre el mostrador

del mismo, y una pequeña cómoda situada al lado de la

cama.

Los muebles, me hacían sospechar ser pesados en su

contextura, y en algún momento del otrora habían sido

confeccionados refinadamente en madera de ébano negro,

los que poseían en la tapa superior del tocador y la

cómoda una gruesa plancha de mármol blanco. Incluso,

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empotrado fuera de la puerta central del guardarropa,

existía un inmenso espejo oval que condescendía la ilusión

de ensanchar la imagen de la pieza.

Pero al ser observados en un sólo conjunto, es

factible determinar que estos muebles expresaban casi el

doble de la edad de su propietaria, los cuales estaban

distribuidos armónicos en cada pared del dormitorio, las

que, por su vez, estaban pintadas con un amorfo fondo de

cal blanca donde, sobrepuesto a ese color le habían

estampado unos estéticos y diminutos dibujos de rosáceos

ramos de rosas.

A su vez, en toda aquella pieza no había imágenes

enmarcadas que le permitiesen recordar alguna efigie

familiar de su longevo pasado, sean estas en grafito,

acuarela o foto.

Lo único que ella se había dado el gusto de exponer

entre las paredes desnudas, era un considerable crucifijo

que había sido delicadamente tallado en una madera de

caoba roja, y que se destacaba solitario en el parapeto

lateral de la cama, como si por su tamaño éste quisiese

equipararse a la inconmensurable dimensión de la fe

cristiana de su dueña.

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Desde hacía algunos años que muy raras veces ella

se brindaba la oportunidad de salir al exterior de su

residencia. Decía que ya no se lo permitía a si misma por

causa de su avanzada edad, perjudicada por el penoso

caminar y la inminente necesidad de trasponer las

agotadoras escaleras que existían el edificio, además de un

poco de la paranoia senil que se dibujaba en su

imaginación, pues afirmaba temer sufrir inadvertidamente

algún repentino atraco, o hasta llegar a ser violentada

sexualmente por algún esquizofrénico delincuente.

Pero sin duda alguna, de todos los chiquillos que la

familia le permitía amparar sobre sus cuidados, ella

guardaba una extremada afección por dos pequeñuelos

hermanos de seis y ocho años cada uno, que eran los

únicos hijos varones de una sobrina nieta descendiente

directa de su casta.

En un singular desenlace, ella acumulaba por ellos

dos una intensa rapsodia de sentimientos que variaban

entre el amor y el pánico, visto que en la ausencia de estos,

la separación le hacia crecer en el ánimo una asignada

nostalgia por causa del alejamiento, pero que a su

reencuentro, tan pronto le hacía despertar en su interior un

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inconmensurable emoción de pavura debido al

endemoniado comportamiento que ellos exteriorizaban.

Las travesuras infantiles que éstos dos niños

practicaban en sus aposentos, no eran más que un

constante desfilar de fechorías insignificantes provenientes

del propio espíritu de chicos bulliciosos, pero que a la tía

le causaban un permanente ajetreo al buscar anticiparse en

prevenir posibles accidentes o eventuales contusiones, de

manera que éstos no les causasen magulladuras mas

graves fuera de los ya comunes chichones, moretones,

mordeduras, y las superficiales hematomas que ostentaban

radiantes en sus delgados cuerpos.

Ellos poseían una elevada carga de dinamismo que

los mantenía en una inquebrantable actividad electrizante,

estando eternamente predispuestos a quemar sus energías

por medio de endiabladas actividades, puesto que, al

residir en una amplia casa, les era común manifestarse de

tal forma, pero algo que era inadmisible de ser realizado

dentro de un apartamento.

Invariablemente, ellos hacían oídos sordos frente a

los constantes pedidos y reclamos de su tía para guardar la

compostura y el sosegado temple, por lo que a ella le era

menester estar siempre criando de manera constante

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algunos efusivos esparcimientos o hasta inventarles

vehementes historias para distraer las horas. Tal vez no

sería necesario describir que los cuentos o las actividades

nada tenían que ver con lo normal, de las con que

usualmente les dedicamos parte de nuestro tiempo a las

criaturas de simple índole.

Las de ellos, reiteradamente deberían consistir en

fundamentos que poseyesen correrías, gritos, luchas,

reyertas, bramidos, trifulcas y otras tantas andanzas del

mismo estilo y cognición.

Al gravitar entre esas travesuras, además de sus

habituales juegos de pelota, estos profesaban encarnar los

propios superhéroes de ficción, como Batman, Tarzán, El

Zorro, Hulk, Capitán América, y un otro sinnúmero de

intrépidos personajes que usualmente forman la enorme

cartelera de protagonistas de las quimeras infantiles.

No es mentira si manifiesto que la anciana señora

participaba con un entretenido entusiasmo de las ejecución

de las alborozadas jaranas y juegos, estimulando dentro de

sí, quien sabe, alguna veta oculta en su subconsciente que

contrastaba vehementemente con su pasado formal, o

hasta por así decir, haciéndolo por causa de la indudable

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falta de hijos propios, que le hacían brotar pesadumbres en

los sentimientos escondidos.

De acuerdo con el momento, los cuentos inventados

o las historias narradas intimaban por una considerable

cantidad de referencias que mencionasen los hechos,

donde ella debía especificar detalladamente los

pormenores de las golpizas a puño limpio, la dilucidación

punto por punto de las luchas de los soldados contra indios

imaginarios, o de la recapitulación exacta de los tiroteos

originados entre policía y bandidos ficticios.

Por su vez, las de acciones de guerras inventadas o

de prisioneros torturados y de rehenes atormentados con

malévolos tratos, tenían que constar con una claridad de

detalles bien definidos. Por lo tanto, mantener la curiosa

atención exhortaba por tener que describir golpes, tiros,

estruendos, gente herida y, obviamente, un heroico

personaje que salvase la situación.

Siempre, invariablemente siempre, a continuación de

los quietos periodos de duración transcurridos mientras se

extendía la fábula que les narraba, que por su vez era

entrecortada constantemente por respuestas esclarecedoras

sobre ciertas interrogantes de algunos hechos, se hacía

menester realizar la reproducción exacta de la novela

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siendo ellos los propios protagonistas. Pero otras veces, no

era raro que concibieran la ejecución de la historia durante

el decorrer de la misma narración.

Con la finalidad de ganar algunos preciosos minutos,

ella los incentivaba a que escuchasen atentamente las

descripciones, engalanándolos con sus cartucheras de

cowboy, sus pistolas de fulminante, el rifle de madera,

unos lazos de cuerda sisal, con prendas de hombres

voladores, los diferentes antifaces que los personajes

utilizaban, o cualquier tapujo que permitiese que el disfraz

los asemejase a los protagonistas de la historia que estaba

siendo contada.

En su afán de distraerlos, ella los entretenía

pintándoles largos bigotes o una cerrada barbilla,

utilizándose para eso de un corcho tiznado que se

encargaba de quemar en la hornalla del fogón. Otras veces

los ataviaba con pañuelos en el pescuezo o colocándoselos

por sobre la cabeza. En otras circunstancias les

improvisaba luengos mantos con sus viejas ropas,

inventando disfraces con cualquier indumentaria que

permitiese dilapidar más el tiempo.

Pero como carecían de suficientes actores intérpretes

para poder desarrollar las épicas invenciones, los chicos

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constantemente intimaban a su tía bisabuela a participar

activamente de los mismos. Por consiguiente, no faltaron

momentos en que la misma era amordazada y atada

impávidamente con la cuerda a una de las sillas o en la

propia cama, mientras los niños se divertían corriendo a su

alrededor imitando gritos indios en el recinto, y aullando

desmesuradamente hasta la llegada de la simulada

caballería, en cuanto luchaban entre ellos para que el

soldado victorioso pudiese salvar a la pobre rehén.

Hasta el momento en que un intrépido titán no

surgiese triunfador del altercado que estaba siendo

desarrollado, ella era obligada a permanecer estoica en la

posición que ellos le asignaban, debiendo asistir rendida el

desenrollar de todos los hechos.

De igual forma, no fueron pocos los momentos en

que los posesos chicos, para el desespero de ella, saltaban

ágilmente desde el techo del guardarropa hacía la cama, en

una clara imitación del hombre mono o cualquier similar

cíclope, o cuando en la reconstrucción de legendarias

guerras utópicas se atrincheraban por debajo de mesas,

sillas, sofás, cómodas, camas, o cualquier artefacto que así

lo permitiese, y desde allí se arrojaban fingidos

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proyectiles, imitando bombas o granadas bajo estrepitosos

gritos que simulaban el propio estallido de la munición.

Evidentemente, que inmediato a la posterior

despedida de los niños, ella caía soñolientamente en su

lecho con la voluntad agotada y envuelta en una escasa

energía de ánimo, entregándose a rememorar

silenciosamente el traqueteo del día y sonriendo

sordamente satisfecha por lo acaecido durante ese periodo.

Luego a seguir, se entregaba fecundamente al merecido

descanso, y quien sabe, entre sus sueños, ponerse a añorar

de manera afable por la nueva visita que los chiquillos le

harían.

Estas visitas se venían renovando continuas semana

tras semana y se extendieron por algunos años más,

estando siempre acompañadas con el mismo ímpetu y la

misma algarabía de siempre y bajo un constante frenesí

que, silenciosamente, cada vez más le iba desmayando el

arranque y le extinguía las fuerzas de su cuerpo

avejentado.

Pero un determinado día, a continuación de una otra

etapa de esforzadas horas de agitación, algazara, griterío y

alboroto, ella refrendó una vez más sobre su cama el

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idéntico ritual, pero de ésta vez su sueño se prolongó

eternamente y la tía nunca más despertó.

Lo que les puedo afirmar, es que todos aquellos que

tuvieron la oportunidad de poder compartir sus días

juveniles con la tía Cora, aún guardan cariñosamente en el

recuerdo hasta el día de hoy, la inmemorable época en que

pudieron conllevar sus juegos y los cuidados o

enseñamientos que ella les proporcionó a su vejez,

mientras que hoy repiten actos idénticos junto a sus

actuales descendientes como buscando revivir insolentes

aquella afectuosa convivencia.

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Dos Vidas en Una Vida

Cuando a veces echaba un vistazo desde mi ventana,

lo observaba llegar con su caminar arrastrado,

invariablemente siempre en el mismo horario, avanzando

por la trilla con pasadas lentas, parsimoniosas, como si al

hombre se le antojase ponerse a pensar anticipadamente o

querer esclarecer alguna duda antes de dar cada paso.

Salvo los días lluviosos o muy fríos, el resto del tiempo se

sucedía idéntico bajo el mismo trajinar y en un idéntico

ritual.

Podría llegar a afirmar que, con aquella puntualidad

británica, no me era necesario consultar el reloj para saber

que minutos más o minutos menos, serían

aproximadamente las mismas dieciséis horas de una tarde

indistinta de un día cualquiera de mí suburbio.

Traía siempre el porongo del mate sujeto en una

mano y el termo de agua caliente acomodado debajo del

brazo izquierdo, con lo que buscaba poder entregarse

calmamente a saborear la caliente infusión acomodado

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placenteramente en el mismo banco de la plaza, de frente

para el poniente y por debajo de un frondoso plátano.

A medida que el tiempo fue pasando y pode analizar

mejor su comportamiento, pude descubrir que él siempre

iba al encuentro de esa misma posición para buscar

abrigarse del posible viento, o hasta resguardarse

satisfecho de los últimos y moribundos rayos de sol.

Como quien dice, al observarlo así, distraídamente,

nadie podía notarlo, pero éste era un hombre que había

vivido dos vidas dentro de una sola existencia. En la

primera, podía afirmarse que había encarado uno de esos

lapsos para luchar fieramente por su subsistencia. Ahora,

en su otra vida, en la actual, se plantaba altivo para luchar

contra la muerte que se le manifestaba.

Quien aguzase los sentidos atentamente, podía

percibir que el hombre tenía una tez algo blancuzca,

enfermiza, pálida, que escondía en su espectro una

dolencia que le maltrataba la energía, la que por su vez le

hacía brotar en el rostro una espontánea expresión

demacrada.

Siendo una persona de cuerpo escuálido y

consumido, mostraba un aspecto medio doblado por el

peso de los años y los sacrificios que guardaba dentro de

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un organismo ya exhausto, cargando en las espaldas

alrededor de unas sesenta y cinco primaveras.

De lo que le quedaba en la cabeza, sobraba un pelo

casi todo rayado de un grisáceo tono blanco, y que ya

comenzaba a escasearle sobre un redondeado cráneo que

le hacía resaltar el rostro de manera fulgurante. Allí había

un par de ojos morenos y locuaces, los que actuando al

unísono con el sonriso de sus labios, terminaban por

trasmitir un miramiento de piedad y misericordia a quien

lo observase.

Usaba unos lentes con finos aros de metal dorado

que se apoyaban graves sobre una nariz aquilina y larga, la

que en su arqueada finalización poseía unas ventanas

demasiado abiertas y holgadas que gravitaban sobre un

cerrado bigote, el que por su vez se asemejaba como

pareciendo ser un espeso cepillo encajado sobre la boca .

Su apacible estada en la plaza consistía a entretener

sus horas observando el heterogéneo revolotear de los

gorriones, permaneciendo atento ante el frenético e

inagotable chillar de estos que, entre sus saltarinas

acrobacias, buscan pillar algún alimento desparramado por

el suelo.

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De algún modo, también se divertía prestando

atención a las palomas con su eterno murmullar, las que se

distraían alertas en un pacífico desfile, picoteando

arenisco, piedritas, o esparciendo estirados aleteos para

proteger su territorio. Por veces, admiraba la llegada de

uno que otro pendenciero benteveo que se atrevía a

desparramar entre los otros pájaros sus estridentes

chiflidos y sus agresivas provocaciones.

Cuando se encontraba sin compañía para compartir

su soledad, se iba entreteniendo ansioso hasta la llegada

del atardecer, para entonces poder deleitar los oídos

escuchando el placible silbido de los zorzales de pecho

naranja que se emplazaban orgullosos en las ramas de los

árboles y, desde allí, parecía que le donaban su canto.

Entonces se dejaba inundar por el sonido de esas

cantilenas, y así aguardaba por la hora del crepúsculo de la

jornada, ensanchando su vista con el albor de la noche,

dejando que los diferentes matices del cielo le encharcasen

el alma.

Pero la mayoría de las tardes se las pasaba

dividiendo el mismo banco de la plaza con algunos amigos

habituales de ensanchadas prosas, adonde entre ellos se

comentaban las noticias de ayer, las crónicas de hoy y los

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sueños del mañana, mismo anteviendo que nunca se

cumplirían, y llegando a regar las informaciones disertadas

con la cebadura de mate, mientras absorbían en calmos

tragos el líquido del caliente brebaje.

Innumerables veces se le podía observar en

acaloradas controversias, donde manifestaba con

vehemencia ante sus compañeros, la defensa de las ideas y

los pareceres de cada uno. Por momentos, hasta parecía

que los altercados irían generar una eminente trifulca, tal

era el tono de la vocinglería, pero al instante todo

retornaba a sus meandros como si nada tuviese acontecido.

Gastaban el tiempo interpretando las irresolutas

acciones del gobierno del momento, cuestionando las

maniobras políticas que estos realizaban, o las

estratagemas de los decretos anunciados. Intentaban

descifrar las artimañas escondidas por detrás de las

disposiciones ordenadas y la postura asumida por los

opositores del partido. Se entretenían discutiendo todo lo

concerniente al régimen de la administración nacional y

local, como si ellos fuesen los sabios eruditos del tema en

cuestión.

Con el mismo arrebato comentaban los resultados

deportivos del fin de semana, donde por veces escalaban

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jugadores para diferentes posiciones, mientras que en otras

determinaban la compra o la venta de deportistas de

aprobada o maléfica calidad física o anímica. Igualmente

despotricaban o elogiaban efusivamente los árbitros,

entrenadores, comisión técnica, dirigentes de algunas

agremiaciones, que, en sus estudiosos pareceres, eran unos

chambones en la regencia de sus funciones.

Idéntico era el comportamiento con hechos

acaecidos en alguna región distante, que igual podía ser un

país, un continente, un conglomerado empresarial, o un

determinado aglutinado de actos, pues cualquier cosa

servia para dar rienda suelta a la charlatanería y al

razonamiento de los acontecimientos de la actualidad.

Para ellos, toda cuestión en sus vidas tenía una

trama, una cábala, una sospecha, una suposición particular

y en ella volcaban todo su frenesí para intentar

desglosarla, comentarla, elucidarla. Bajo ese contubernio

en perspectiva, no escapaban ni los vecinos ni los

desavisados transeúntes que por ahí desfilaban.

La locuacidad de sus expresiones era la manera

encontrada para agotar el entusiasmo, la forma de

exteriorizar toda la ideología contenida en sus mentes, la

condición de manifestar los pensamientos masticados en

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La Tía Cora y otros cuentos Página 29

sus horas de soledad. Tal vez fuese una manera de olvidar

las congojas que les atosigaba el alma, que como expertos

conocedores de los males de uno y otro, se ceñían a ellas

calladamente en sus recónditos sentimientos.

No olvidemos que nuestro protagonista, como ya lo

enunciamos, asumía dos vidas dentro de una sola

existencia, aquella vivida hasta un pasado reciente, y que

había sido vegetada entre constantes luchas por sustentar

sus sueños y su familia, y la actual, a la que no se

entregaba derrotado y combatía briosamente contra una

muerte que insistía en merodear su avejentado caparazón.

Por veces, en la soledad de las horas se concedía un

tiempo para recordar su adolescente juventud. Argüía en la

reflexión desde el día que había decidido abandonar sus

orígenes por pretender una sobrevivencia con perspectiva

de soliviantar las utopías de sus ilusiones.

Sin duda, al igual que muchos individuos, en su

mocedad el hombre había hecho parte del aquel mismo

tropel de escuálidos emigrantes que comúnmente circulan

por las grandes ciudades provenientes desde distintos y

paupérrimos territorios, siempre en busca de obtener

mejores alternativas que los separase de la miseria y del

hambre.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 30

Como consecuencia de sus cortos estudios, en

aquella época disfrutaba de casi ninguna destreza en las

técnicas manufactureras, además de muy escasas

habilidades y sapiencias en las artes en general, de manera

que su escinde experiencia no le permitía ejercer cargos en

empleos más diestros, delegándole la ambición por

conquistar alguna oportunidad en vacantes solamente

beneficiosas bajo el punto de vista monetario.

En aquel difícil inicio de su época adolescente, fue

obligado a contentarse con principiar la labor en trabajos

brutos, donde ejercía mucha fuerza y recibía poca paga,

experimentando entretenerse en cargar bolsas y fardos en

alguna industria, carpiendo zanjas de sol a sol en

determinada obra, o apaleando tierra y escombros en

edificaciones en construcción. Siempre dejando pasar el

tiempo intentando descubrir con lo que engrandecer su

sudor y sus brios de mocedad.

Algunos años en esa práctica le permitieron

destacarse como diestro obrero de albañilería, profesión

que abrazó con intenso interés y destreza, para con ella

poder apuntalar el sustento. Pero el aislamiento que le

envolvía el aliento, le adjudicó el firme deseo de conseguir

una compañera con quien compartir las dificultades y las

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La Tía Cora y otros cuentos Página 31

ilusiones, y luego después de algunas tentativas de amores

pueriles, se casó con una jovencita de estampa frágil, que

si no era acaudalada y bella, a la misma le sobraba carácter

y voluntad.

La unión matrimonial rápidamente les aportó un

poco más de holgura y sosiego a sus vidas, pues la mujer,

de una manera incansable, dividía su vida entre las

obligaciones domésticas y el trabajo de largas jornadas en

una industria textil de las cercanías; un hecho que les

permitió con perceptible sacrificio adquirir un terrenito en

un barrio popular e iniciar allí la construcción de su

vivienda.

De estreno, había sido una casa modesta, desnuda,

sencilla, con ladrillos sin revoque, de escasos habitáculos,

pero que les permitió desahogadamente aguardar por la

llegada de su primer retoño, y de entretenerse por horas en

la pequeña quinta donde cultivaban con esmero algunas

verduras, hortalizas, la manutención de media docena de

árboles frutales, y la siembra de todo lo que fuese posible

para reforzar el sustento. Era el lugar donde alegremente

los dos gastaban las horas de descanso de sus animadas

vidas, inventando futuras mejoras y prosperando de a poco

sobre la simplicidad inicial de su hogar.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 32

Pero la fragilidad del espíritu de su esposa luego se

hizo notar con el pasar de los años, como si ello fuese una

consecuencia de la incansable laboriosidad y el arrojo que

ella disfrutaba, lo que inadvertidamente pronto le

entorpeció la salud. A continuación, un fulminante ataque

al corazón le terminó por robar la existencia, resignándolo

a él con el cuidado de sus dos hijos y un morada en pleno

arrebato de emociones.

Por aquel tiempo, el hombre ya desplegaba

alrededor de unos cincuenta y pocos años, pero de pronto,

un poco más tarde de la sorprendente partida de su esposa,

sus hijos igualmente decidieron levantar vuelo para iniciar

sus propias vidas, motivo que lo hizo encogerse de

hombros al tener que entregarse únicamente a cargar su

osamenta y sus sentimientos, debiendo quedarse solitario

en el lugar donde había comenzado a luchar

incansablemente su primera vida.

Algunos años después, ya enervado y sin fuerzas

para realizar la manutención y conservación del jardín de

la vivienda, decidió vender la casa donde habitaba y se

mudó para un pequeño apartamento que quedaba situado

en un barrio tranquilo y sosegado, cerca de la plaza que

ahora tanto lo entretenía.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 33

Puede que el deseo de querer mudarse hubiese

surgido al observar el boscaje, y notar los macizos floridos

de la plaza uniéndose soberbios en una sola enramada para

ensanchar sus gajos al cielo y así filtrar la luminosidad del

sol. Puede que haya sido cautivado por el verde prado que

recubre el terreno, o la resplandeciente fuente que orna su

centro, o hasta mismo las frondosas arboledas que se

extiendes por su interior, compuestas de una mezcla de

sauces llorones, laureles floridos, tilos, plátanos, ceibos,

jacarandas y palos borrachos, los que exhalaban en

conjunto una exquisita fragancia y donaban una

exuberancia de plenos colores.

Aquí, en este barrio, fue donde este hombre

comenzó a vivir su segunda vida, dejando para atrás toda

la alegría y la satisfacción de su primera etapa. Como que

al mudarse de lugar, tuviese enterrado en el vergel de su

antiguo hogar las ilusiones de antaño, despojándose del

júbilo, la dicha y el placer de la existencia.

Al inicio buscó organizar los periodos del día,

entreteniendo el tiempo en pocos quehaceres, pero

nuevamente el destino le franqueó el paso, regalándole

punzantes dolores en su cintura. En un primer instante no

se preocupó. Pensaba que hubiese sido por el esfuerzo

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La Tía Cora y otros cuentos Página 34

ocasionado durante la mudanza, o quizás, echándole la

culpa a algún tipo de enfriamiento que lo hubiese

sorprendido desprevenido.

No era su costumbre doblarse por meros

contratiempos de salud, pero al notar que día pos día, los

sufrimientos y el malestar le destruían el sosiego y la

voluntad, se consintió visitar un médico para que lo

aliviase del revés sentido, quien por su vez, luego le

solicitó una serie de estudios clínicos para intentar

interpretar correctamente el malestar que lo aquejaba.

En poder del resultado de los estudios, la

desconfianza inicial del galeno rápidamente se confirmó.

En ese momento le diagnosticaron un carcinoma de

tamaño regular que se estaba comenzando a explayarse

por sus órganos digestivos y había tomado ya una parte de

ellos. Sin lugar a dudas era un problema que requería el

inmediato contacto con otro médico especialista, alguien

que fuese diestro en ese tipo de enfermedad prescrita, con

la finalidad de que éste lo asistiese con la aplicación del

tratamiento correcto.

Un poco abalado emocionalmente, luego se dispuso

a marcar la visita recomendada, así como le comunicó a

sus hijos sobre la descripción preliminar de su fastidio, los

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La Tía Cora y otros cuentos Página 35

que prontamente acudieron para ampararlo en el

padecimiento sentido, y poder acompañarlo en los

requerimientos que le determinase posteriormente el

especialista.

Después de los pormenores junto al clínico, le fue

impuesta la necesidad de una inmediata operación

quirúrgica para poder extirpar parte del tumor maligno que

se le había diseminado por la región afectándole el hígado,

el páncreas y parte de los intestinos. En la visita, el

especialista le explicó que realmente sólo después de

operado y, conforme el nivel de éxito de la operación, es

que se podría determinar claramente la posibilidad de

tener una sobrevida.

El tiempo continuó transcurriendo y, en un periodo

de seis meses, el hombre sufrió dos intervenciones, y en

las dos oportunidades le extirparon parte de sus órganos,

para en seguida, a continuación de una lenta recuperación,

entregarse a una serie de aplicaciones de quimioterapia por

un periodo de seis meses más.

No creo ser necesario detallar el profundo

padecimiento sufrido por su organismo, ni la violencia

psíquica que este tipo de malestar genera en una persona,

principalmente cuando se trata de un individuo que

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La Tía Cora y otros cuentos Página 36

durante toda su existencia había gozado a pleno de toda su

capacidad física y de buena salud.

Las derivaciones de su dolencia le determinaron una

profunda mudanza en sus aptitudes, en los cuidados con la

nutrición, y hasta con su comportamiento en general,

inclusive con el cuidado del propio aspecto físico que se

apoderó de su organismo, que se fue demacrando y

haciéndole adelgazar aún más su ya esquelético cuerpo.

Pero el tiempo continuó transcurriendo lentamente

en secuencia de aquella encrucijada, cuando al fin percibió

en su imaginación, que la misma fatalidad le había

proporcionado una nueva oportunidad concediéndole una

nueva vida. Vida ésta en la que se sentía obligado a

transponerla en un permanente desafío y con una

obstinada determinación. A vivirla en un constante

compartir de sus días junto a las fatigosas molestias que le

doblaban la voluntad y le cimbraban la entelequia.

Ya superado aquel importuno momento inicial de su

dolencia, así lo vemos hoy, pasando el tiempo envuelto en

una holgazana pasividad, con una apática conformidad y

un silencioso padecimiento, aprovechando las tardes para

ensanchar la vista en la encantadora plaza del barrio.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 37

Cuando a veces lo noto absorto al observar el

poniente, me deja la impresión de que percibe que se le

marcha más un día de su existencia, pero pienso que tal

vez lo haga como pensando en retrucar: ¡Vida, hoy te gane

un día!

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La Tía Cora y otros cuentos Página 38

Inclemente Aguacero

Desde su lecho, ella mantenía la expectativa de que

del lado de afuera de la casa debería estar principiando un

día infernal. En ese momento buscaba aguzar un par de

oídos que ya no le funcionaban muy bien, para prestar

atención y escuchar atentamente al sonido intenso que

producía el inclemente viento que soplaba del este, el cual

salvajemente lo sentía lanzar contra la ventana de su

dormitorio las gruesas gotas de un temporal diluvial, al

mismo tiempo que junto con él se arrastraban en

remolinos una infinidad de hojas muertas.

Especulaba en sus pensamientos ser indudable que

ésta debería ser una de aquellas lluvias intensas y

prolongadas que se extendería día afuera, de forma

inexorable y despiadada, que le harían postergar los planos

y ocupaciones programadas o rutineras. Mentalmente se

puso a madurar que la lluvia iría mojar forzosamente todo

lo había a su alrededor, rogando silenciosamente para que

aquella desagradable humedad no le calase los huesos y le

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produjese el agobiante dolor de artritis que tanto le

mortificaba los nervios.

El tremendo ruido que producía la tormenta le había

despabilado momentáneamente el sueño, presagiando ya

ser ese un buen motivo para causar una cierta contrariedad

en el ánimo, pero concluyó que sería mejor entregarse a

dormir un rato más, como una tentativa de poder acortar

las horas de ese horrendo día.

Entendió por el momento, que su perturbado instinto

le recomendaba aprovechar el calor de sus cobijas para

lograr por lo menos continuar a mantener caliente su

cuerpo y, de esa manera, conseguir espantar los dolores

que seguramente le irán agredir el organismo.

La pésima situación climática no era factor de dudas,

pues realmente el tiempo del lado de afuera de la casa se

presentaba infernal y crudo. Las ráfagas del soplo invernal

azotaban propositivamente las ramas de los árboles

haciéndole crujir sus desplegados brazos, a la vez que iban

arrancándole violentamente las escasas hojas que aún los

vestían, mientras que en su pasaje, aquel el viento

producido envolvía íntegramente el aire con un fantasmal

aliento de puro hielo.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 40

Quien se atreviese a echar un vistazo al horizonte,

seguramente distinguiría que en ese instante el cielo se

presentaba pesadamente oscuro, opaco, tremendamente

amenazador, llegando a ocultar el crepúsculo matutino

detrás de una gruesa camada de nubarrones negruscos y

densos que encubrían el horizonte de este a oeste y de

norte a sur, donde la lluvia que se precipitaba declaraba

explícitamente el firme propósito de extenderse durante el

día entero, y osadamente propuesta a robarle al sol su

luminosidad y la claridad del universo.

Por esas horas, las calles más parecían ser torrentes

de caudalosas arterias de sangre de un turbio color marrón,

donde se revolcaban en el líquido un espeso caldo de

lama, piedras sueltas, segmentos de ramas desgarradas,

millares de hojas secas, y todo aquello que distraídamente

se dejase empujar por la corriente, para posteriormente

estos mismos se concibiesen desprecios abandonados que

se acumularían como desechos muertos en algún lugar

incierto.

Un amanecer con el tiempo así, realmente proponía

a cualquiera persona continuar a deleitarse debajo de la

cálida exhalación de temperatura que gratuitamente nos

donan las prendas de lana que abrigan el lecho y nos

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La Tía Cora y otros cuentos Página 41

calientan el organismo, haciéndonos relegar el cuerpo y

los movimientos a una torpe modorra y atontamiento.

No obstante, ella continuaba entregada al descanso,

pero sin conseguir conciliar el sueño. Si bien que, mientras

permanecía en la penumbra del dormitorio, titubeaba ante

la eminente necesidad de emitir una sentencia, dudando

frente el deseo de no abandonar la candente postura

obtenida bajo el sopor de su ropaje, o enfrentar la penuria

de tener que levantarse para principiar la realización de las

tareas rutineras de cada mañana, mismo reconociendo que

si el circunstancial tiempo no amainase, le sería necesario

tener que postergar algunas de ellas por causa de la

impasible lluvia.

Aun así, cercada por la duda de la sentencia, se

había quedado encubierta frente el abrasador conforto que

el descanso le confería, y le hacía aplazar la voluntad de

tener que definirse por un veredicto que fuese capaz de

robarle el apacible letargo en que se encontraba.

Imaginaba como le gustaría tener el poder mágico de

estancar las horas para estirar el apreciado alivio actual, y

posponer de alguna manera la garantida aflicción que

sabidamente le acometería en su organismo. Pero de

cualquier manera, comprendía que el malestar no era una

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La Tía Cora y otros cuentos Página 42

exclusividad suya, y de nada serviría empezar a atormentar

a los otros con sus quejidos, emitiendo una cantilena de

lamentos.

De pronto el apetito le hizo refunfuñar el estómago,

anticipando que éste ya anhelaba ingerir algún sustento,

debiendo ella, por tanto, cercarse del razonable coraje de

levantarse para cumplir el cometido.

Sus primeros lerdos y débiles movimientos la

llevaron a sentarse en el borde de la cama, y por un

momento admitió sentir un escalofrío tembloroso correrle

por la espalda, siendo causado por la frígida aridez del

cuarto. Tras un silencioso clamor quejumbroso de

resentimiento que ella mal musitó, inició

mortificadamente la tarea de arroparse para espantar el

frío. Pero al mirar inconscientemente hacia el otro lado de

la cama, notó que su marido aún continuaba a gozar

cómodamente del descanso y perdiéndose bajo un sueño

profundo. Observó que aparentaba estar inmune al barullo

que causaba el temporal y al frío de la madrugada,

consintiéndole a su cuerpo el gratificante placer de

entregarse al penetrante sueño reconfortado por la tibieza

de sus abrigos.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 43

Echando una mirada al reloj, advirtió que ya pasaban

de las siete horas, cuando se le deslizó por la mente la

certera intención de despertarlo; pero sabía que si lo hacía,

el temperamento neurasténico que el hombre poseía

pronto lo haría comenzar a despotricar y blasfemar un

extendido rosario de imprecaciones, con los cuales

ciertamente iría maldecir por la inclemencia del temporal,

por sus propios achaques y por toda una suerte de

disparates más. Entonces concluyó que esa actitud iría

robarle la calma inicial de la mañana sin una aparente

necesidad.

Aplazando de vez esa trastocada intención, calzó sus

zurradas zapatillas forradas de piel de cordero, se

resguardó las dobladas espaldas con un ropón de franela

gruesa, y se dirigió al cuarto de baño para realizar la

higiene matinal.

Paulatinamente fue peinando sus blancos cabellos,

se lavó las manos y el rostro, se cepilló su dentadura

postiza, dejando destapadas por un momento un par de

rosadas encías desnudas. Después de finalizado su aseo, se

dirigió hasta la cocina para iniciar el preparo del desayuno,

para donde marchó arrastrando dócilmente su cuerpo entre

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rítmicos movimientos de cadera, decidida a dar iniciación

a sus tempranas tareas.

La casa donde vivían era pequeña, simple, estricta

para sus prontitudes, pero realmente confortable para los

dos. Era sólo un anexo de tres piezas, con la cocina y el

baño incluidos, y hacia el fondo se extendía el amplio

quintal que la rodeaba por entero. Dentro de la casa, el

ruido cadenciado de las gruesas gotas de lluvia que se

desmoronaban sobre el tejado, se esparcía por las

habitaciones como pareciendo querer emitir con sus

sonidos una típica alabanza de desencantos. Afuera, la

fuerza salvaje del viento continuaba a bambolear los

penachos de los árboles, desflecándolos despiadadamente

de hojas y ramas, y bramando todo su ímpetu en un

vociferado despecho.

Ella encendió el fogón a leña para que, de inmediato,

el calor se fuese ensanchando por la pieza, buscando de

esa manera poder espantar de prisa la hosca humedad que

ya comenzaba a querer asaltarle las juntas del cuerpo, y

dejando igualmente el local más cálido y placentero.

Colocó la caldera para calentar el agua y molió algunos

granos de café, recordando imaginativa cómo le encantaba

el sabroso aroma que se desprendía al prepararlo, y por un

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instante recapituló que muy pronto serían cumplidos

cincuenta años de ese idéntico rito.

A continuación, ella retiró de dentro del horno un

receptáculo redondo que, como siempre, contenía desde la

noche anterior una porción de masa de harina preparada,

para entregarse a modelar y hornear las amenidades para el

desayuno. Invariablemente, preparaba la masa con una

mezcla homogénea de harinas de trigo y maíz con la que

preparaba unos deliciosos panes, las roscas y galletas, o

los mismos bizcochos dulces de siempre.

El sahumerio de combinadas fragancias provenientes

de la cocina luego invadió el dormitorio de su marido y lo

despertó, haciéndole relegar la pereza y despabilándole el

sueño.

Cuando el hombre llegó a la cocina, ella ya tenía

preparada la mesa con los complementos para el

desayuno, faltando solamente preparar el café y retirar el

horneado de sabrosas delicias. Ese instante le hizo reiterar

en su pensamiento, que los años bajo una misma actividad

le habían dado a su esposa la coordinación exacta de todos

los cadenciosos y rítmicos movimientos culinarios.

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Al arrimarse sórdidamente por la espalda, la

sorprendió distraída regalándole con sus labios marchitos

un delicado beso de buenos días.

Prontamente el hombre se percató que el momento

del desayuno le requería postergar los reclamos por la

inclemencia del tiempo, empujándolo para entregarse

plácido a paladear los cocidos deleites. Un litúrgico frugal

que consistía en café con leche, manteca, queso, dulces

hechos con frutas de la época. Claro que estos eran todos

preparados con poca azúcar, por culpa de la perversa

diabetes que lo perseguía.

Entre ellos, la plática abordada durante el acto inicial

de desayunar, se resumía reiteradamente a tejer elogios y

comentarios sobre el sabor de los panes, el gusto del dulce,

la temperatura del brebaje, la acidez del queso y alguna

que otra banalidad. Aunque de vez en cuando agregaban

alguna opinión sobre la necesidad de agregarle un poco

más de sal o de colocar más o menos azúcar, pero siempre,

en una insistencia de argumentos inalterables que se

repetían idénticos desde el pasado, para sólo a

continuación recogerse cada uno en su silencio particular,

quizás hilvanado las ideas sobre los quehaceres para

ocupar el día. Mientras tanto, permanecían en un estado

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semiinconscientes escuchando en el viejo aparato de radio

un desfile de noticias y reseñas del día anterior.

Normalmente, no se originaban entre ellos

comentarios agrios, despreciables, ofensivos o irónicos. El

suficiente tiempo de convivido juntos les había dado la

mutua intuición de comprender los defectos de cada

temperamento. Tenían la clarividencia de aceptarse sin

menoscabo, reconociendo las imperfecciones del genio de

cada uno, y aceptando cada parte la falla del otro sin

demostrar menosprecio o pronunciando injurias que

agrediesen al oponente.

Es comprensible que ocasionalmente ocurrieran los

momentos de desentonos de pensamientos o ideas, pero de

cualquier modo, cada uno respetaba la sentencia contraria.

La aceptaba sin resquicio de desagrado, mismo que eso

significase para alguno tener que ceder ante el otro su

propia opinión. Prevalecía entre ellos la eliminación de

cualquier detrimento o ultraje, y así, conseguir mantener

una agradable armonía en el hogar.

Pero el sádico clima de la mañana les había hecho

mudar sus planos. La fuerte lluvia, el viento gélido, la

forzosa humedad, les relegaría a tener que permanecer en

los aposentos de la casa, ocupando el tiempo entre tantas

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de aquellas cosas que siempre quedan por hacer. Po lo

tanto, comprendieron que hoy no sería diferente, y que

habría suficientes tareas para los dos solazarse por largas

horas, y eso los obligaría a postergar para el mañana, todas

aquellas demandas innecesarias que exigirían tener que

exponerse a la inclemencia de la meteorología.

Esa mañana irían entretenerse recuperando algunos

objetos existentes en la vivienda, como todos aquellos que

siempre los hubo y los habrá en cualquier morada, y que al

requirieren un cuidado menor, entonces los confinamos al

olvido por la carencia de la determinada urgencia que

éstos nos demandan, y los que tan codiciosamente

rescatamos en esos instantes de ocio, cuando buscamos

ocupar la mente con alguna obligación.

Al dar inicio a sus tareas, la geniosa neurastenia del

viejo hombre comenzó a realzarse impía por el continuo

rigor de la tormenta, haciéndolo despotricar con cuanta

cosa tuviese por el frente, como si de esta manera pudiese

vaciar sus ansias y descargar su melancolía, apuntando mil

defectos en cualquiera de sus actos, para entonces emitir

en voz alta su desahogo bajo un repleto rosario de agravios

e injurias en contra de nada, ni de nadie.

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Pero cuando le irrumpían esos soplos, prontamente

su anciana esposa le dirigía preguntas fortuitas, intentando

distraerlo transitoriamente de esa conmoción, animando el

momento con voz sutil y cariñosa para inquirirlo sobre

hechos triviales, ora indagando ideas sobre los alimentos a

preparar para el almuerzo o emitiendo otros comentarios

banales, siempre dispuestos en la tentativa de poder

calmar los brios y el desaliento de su marido.

El procedimiento que ella realizaba ahora, era una

copia idéntica del que había realizado ayer e

invariablemente, sabía que así lo iría a repetir igual

mañana.

Esa táctica adoptada era una manera de poder

peregrinar dentro de un recíproco contentamiento con el

cual conseguían ir estirando sus momentos sin perderse de

vista, tentando ayudarse mutuamente en medio de los más

simples quehaceres y completándose los dos, dentro de

una sola habilidad, como una maña adoptada para poder

entretener el temple de cada uno sin permitir que entre

ambos existiese un mínimo de desconfianza, sin despertar

recelos, sin inculcarse objeciones violentas que les ajeara

los sentimientos.

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Dentro de una misma similitud de actitudes, hasta el

día de hoy, se les percibe comentar las mismas cosas en un

mismo automatismo diario, envolviendo sus dolores y

alegrías, sus devaneos y ensueños, los pesares y las

congojas, repitiendo continuadamente el mismo parecer

que resultará en las idénticas respuestas que el ayer ya les

proporcionó.

Mismo así, puede percibirse en ellos el desarrollar

de tramas con teorías semejantes encima de temas viejos,

acostumbrados que están a ser una sola existencia y a

comprenderse tan únicamente con la contemplación.

El día de hoy los había resignado a resguardarse

cobijados en el calor del fogón, manteniendo una

amalgama de entusiasmo y placer, regada con la donación

del antiguo amor que los unió, comprendiendo aquella

sabia necesidad existente dentro de cada uno, que consiste

en poder hacer renacer a cada jornada la misma pasión de

antaño, y comprendiendo que tanto el hoy como el mañana

les llegará idéntico como le había llegado durante toda su

vida.

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Utópica Ilusión

Ahora estaban residiendo en un pequeño sector de

un casi deteriorado cortijo que, en la historia de otrora,

había sido una casona de propiedad de alguna figura de

noble estirpe, destinada en aquel momento a hospedar a su

familia ilustre. Éste predio, con el pasar de las décadas,

terminó por convertirse en un local de residencia en el cual

comúnmente se albergan personajes de cotidianos pesares

y martirios similares que la pobreza regala.

Era una de aquellas construcciones antiguas de

altísimas paredes y cuantiosas habitaciones, la cual estaba

situada en un barrio aledaño a la región central de la

ciudad, y en donde subsistían desparramadas por esa zona,

una considerable cantidad de residencias semejantes a ésta

edificación.

Allí tenían asignada una pieza grande, como lo

suelen ser este tipo de viviendas, la que por su vez

resultaba subdividida entre un simple dormitorio y una

exigua cocina.

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En realidad, era un local que de alguna manera se

ajustaba exacto a sus necesidades y a la disponibilidad de

gastos, y en donde la simplicidad de los utensilios se

resumía a dos meras camas de soltero, un vetusto armario

de laminado de madera que a su vez era una constitución

mixta de guardarropa y despensa, una mesa chica como lo

eran sus ilusiones, y dos sillas de mimbre. En el cuartito

que servía de cocina, había una apretujada consola de

fórmica beige, y un anodino calentador a gas, agregándose

a estas pertenencias, todo lo esencial para realizar las más

simples labores del hogar. Sobre una repisa de la pared,

había un aparato de tv monocromático que insistía en

divulgar las imágenes entre fantasmas.

La intimidad de estos aposentos se resumía a un

grande vergel que hacía de patio interno de la residencia, y

adonde se volcaban a su alrededor todas las habitaciones

del cortijo, incluyendo los dos cuartos de baño comunes a

todos los diversos amparados del lugar. Cada pieza tenía

una puerta inmensa de dos hojas, cada una con la mitad

inferior en madera, y la superior con enormes vidrios

transparentes.

En la pared que estaba ubicada al lado de ésta,

existía un anchuroso ventanal sin postigos, en donde ellas

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habían colgado espesos cortinados internos para de alguna

manera poder esconder el aislamiento doméstico de los

moradores.

No hacia mucho tiempo que vivían allí, cuando se

habían sentido obligadas a tener que anidar en tan exiguas

comodidades. Un hecho acaecido a partir de algo más de

dos años, tiempo en que ocurrió el fallecimiento repentino

de aquel que fuera el único sostén de sus vidas. Eso hizo

que la fortuita ocurrencia del destino terminase por

relegarles la necesidad de encontrar un abrigo para

acogerse, y que por lo menos fuera pasajero. Imaginaban

que así sería, hasta poder retornar a disfrutar la

oportunidad de merecerse una comodidad a la altura de su

pasado.

La señora mayor era de constitución fuerte, con un

cuerpo de complexión más bien robusta, pero que

externaba un temperamento aliquebrado por causa del

sufrimiento y por las consternaciones que su existencia la

intimó a vivir. Estaba casi siempre acompañada por un

ceño fruncido y con el semblante taciturno, lo que le

otorgaba el aspecto similar al de una matrona de

naturaleza bastante geniosa.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 54

Por esa época ella debería tener una edad que se

aproximaba entre los treinta y cinco y cuarenta años,

adonde un físico algo desmejorado se había encargado de

ocultar de sus rasgos la belleza de antaño, opacándole

entre la fornida cintura las admirables curvas de su

corpachón. Su tez blanca se destacaba enmarcada por unos

cabellos morenos y ondulados, resaltándose del rostro

elíptico un par de ojos oscuros y perspicaces que le

disipaban la mirada.

En su atribulada juventud pueblerina ocurrida donde

había nacido, por motivos que no vienen al caso, no había

tenido la oportunidad de concluir sus estudios, debiéndose

contentar en su lozanía, a ser una buena ama de casa. A

bien decir, una tarea que había ejecutado de manera

dedicada, esforzada, diligente para con quien en ese

entonces había compartido su corazón. Innegablemente,

también había demostrado idéntico comportamiento para

con su bellísima hija. El bendito fruto de su inhibida

pasión.

Después de aquel fatídico hecho acontecido con el

imprevisto fallecimiento de su marido, y ya exteriorizando

limitados recursos económicos que eran custodiados por

su corta instrucción, incontinenti se advirtió obligada a

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La Tía Cora y otros cuentos Página 55

buscar un trabajo que las sustentase, y poco después

intimarse a tentar un futuro mas provisor en la longincua

capital.

Ya ubicadas en su nueva morada, muy pronto la

señora encontró una ocupación como empleada de una

tienda de ropas femeninas, buscando con esa interpuesta

labor poder retirar de allí el conciso sustento para ellas

dos, juzgando ser obligada a relegar el conforto y la

comodidad que antes disponían, para quien sabe un futuro

más complaciente y utópico.

Pero la situación en que actualmente se encontraba,

seguidamente terminaba por entristecerle el ánimo y le

socavaba el corazón, cuando algunas veces recapacitaba

que se sentía forzada a tener que comprender que, a su

edad y ya carente de los debidos atributos femeninos con

los que se mide la codicia, se veía obligada a deportar de

su cabeza los fantasiosos pensamientos en los cuales

albergaba la posibilidad de poder restablecer

confortablemente un nuevo marido y hogar, sintiéndose

así obligada a tener que depender tan solamente de su

parco sueldo para poder sobrellevar la actual existencia.

Otras veces conjeturaba que sería necesario tener

que soportar la situación de escasez en que se encontraban,

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La Tía Cora y otros cuentos Página 56

por solamente algunos años más. Por lo mínimo, hasta que

su adorada hija, una vez que ultimase sus estudios, iniciase

a trabajar en alguna actividad productiva y ésta pudiese

aportar algún peculio extra para el refuerzo de los gastos,

de manera que esa cooperación monetaria les generase una

condición de vida menos restringida.

Realmente, ellas no vivían en un escenario de

estricta miseria, sino más bien era justo, limitado,

restringido, donde el salario que ella recibía sólo le

permitía pagar la mesurada alimentación, el lacónico

alojamiento, y los mínimos gastos con la enseñanza de su

hija, aunque le impedía la eventualidad de poder efectuar

gastos sobresalientes con atavíos y esparcimientos.

Bajo ese monótono atosigarse, se le pasaron más de

dos años. Pero ahora la muchacha ya no era niña y

ostentaba una apariencia de singular belleza en sus

diecisiete años, que los acogía reservados dentro de un

cuerpo esbelto, recto, garboso. Tenía un organismo de una

estatura regular, y desenvuelto en una conformación de

delicadas curvas que le acentuaban evidentes toda la

feminidad y el encanto, asemejando su ilustración a la de

una deidad de helénicas proporciones, que por su orden y

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La Tía Cora y otros cuentos Página 57

conjunto le suministraba una serena holgura en su

apariencia.

El rostro de la excelsa chica era de un tono pálido

blanquecino que rivalizaba animosamente con el más puro

nácar, y tenía la cabeza contornada por una larga y oscura

cabellera negra, reluciente, abundante, naturalmente

ensortijada en delicadas ondas, que se le desmoronaban

dócilmente hasta los hombros, poniendo de esa manera en

manifiesto su epíteto de diva homérica.

Ella ostentaba dos enormes ojos incorporados en las

facciones, que poseían en el matiz de sus pupilas la más

deslumbrante oscura negrura, he intentaban desgarrar el

horizonte por intermedio de una grácil mirada que los

hacía asemejarse a un par de idénticos luceros. Los

contornaban largas pestañas de igual color, y permanecían

encerrados por un par de finísimas cejas que les resaltaban

todo su hechizo.

Desde el entrecejo, se desprendía sutilmente el perfil

de una nariz con una alineación delgada y justa que le

llegaba hasta sus labios, forjando a su alrededor el

despuntar de las manzanas de sus pómulos de una manera

tenue y afable, pintadas con una leve entonación rosada.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 58

Disfrutaba de una boca suave contornada por un par

de delicados labios de un exquisito color carmesí, a su vez

levemente carnosos y húmedos, y que escondían,

encarcelados, unos perlados dientes brillantes y

resplandecientes, que a través de su inmaculada

luminosidad, desprendían la más radiante sonrisa sosegada

y placida con la que ella embelesaba alborozadamente su

apariencia.

Una piel lechosamente clara y aterciopelada

contornaba impecablemente su figura de la cabeza a los

pies, dándole distinguido aire de majestuosidad divina,

airosa, esbelta y paradisíaca. Su cuerpo era todo un

desmedido lucimiento extravagante para la conformación

de una muchacha en el despertar de su pubertad.

Al llegar a la capital, el destino la había obligado a

dejar detrás de sí, todas las amigas de su infancia y los

menguados familiares que hacían parte de su núcleo de

convivencia, y aún más, debiendo resignarse e concluir sus

estudios en una congregación eclesiástica que era

administrada por un grupo de inflexibles religiosas, dentro

de un sistema de seminternado.

La oportunidad de poder dar continuidad a su

educación se había presentado bajo la garantía de una

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La Tía Cora y otros cuentos Página 59

bolsa de estudios que el párroco de su ciudad,

diligentemente, le había conseguido junto a la Curia

Metropolitana. Ésta había sido concedida de forma

caritativa en virtud del trágico desaparecimiento de su

progenitor, y por la precaria situación financiera a que

fueron relegadas, madre e hija.

En esta nueva etapa de su vida, los últimos años

habían pasado de lunes a sábado en una tediosa rutina de

nada, dividiendo cada jornada entre un temprano despertar

para poder desplazarse hasta el colegio, y permaneciendo

en el instituto aguardar aburrida desde el fin del periodo

hasta iniciarse la noche. Solamente después que llegaba su

madre, le permitían retirarse del fastidioso enclaustro, para

juntas dirigirse hasta su hogar dormitorio, donde aún le

aguardaban algunas obligaciones antes del descansar.

Los domingos y feriados se sucedían

monótonamente idénticos; pasando los momentos

entretenida entre diversas ocupaciones, el repaso de los

estudios y, fortuitamente, en la realización de alguna

caminata hasta la plaza central de la ciudad, o incluso,

hasta algún parque de los aledaños. Invariablemente,

siempre custodiada por su celosa mamá.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 60

Durante ese periodo, el riguroso acompañamiento

impuesto por su afanosa madre, vinculado a la carencia de

ocasiones para poder congeniar con nuevas amistades, con

una actitud que le fuera arbitrada bajo un casi total

encierro, le abogó la oportunidad para que en su

adolescencia pudiese establecer el completo desarrollo de

la sensualidad. Esa condición impuesta fue forjando

inexorablemente en su talante una consumada inocencia de

estilo, y la total inexperiencia en el tema de la pasión y del

amor.

Pero al concluir el curso secundario, teniendo en

cuenta la necesidad que las apremiaba, muy pronto dio

inició a algunas inciertas tratativas para conquistar un

empleo de medio turno. Especulaba con poder ejercer

alguna actividad que le concediese el suficiente tiempo

para continuar los estudios técnicos que ambicionaba, y no

obstante, bajo esa condición, poder conseguir el ingreso

extra de un remediado dinero para reforzar los gastos de la

casa.

Es indudable que no fue arduo el esfuerzo por

intentar consumar su deseo. En pocas semanas conquistó

un empleo temporario de promotora de productos de

belleza, el cual debería ser ejercido en un stand de

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La Tía Cora y otros cuentos Página 61

artículos afines que estaba localizado dentro de una

considerada cadena de tiendas. Su capacidad de

elocuencia, su razonable nivel educacional y

evidentemente, el hecho de poseer una singular belleza, le

facilitaron de inmediato su pretensión.

El cargo demandaría una ocupación diaria de seis

horas de actividad a ser ejercida en el periodo matinal y

vespertino, hecho que le permitiría a primeras horas de la

tarde, o parte de ella, continuar con los estudios.

Obviamente que tal oportunidad, mismo siendo provisoria,

concedía a su madre un claro señal de satisfacción,

principalmente por tratarse de una diligencia dúctil para su

joven hija, y por obtener en ese intermedio un recurso

adicional para contribuir con los dispendios del hogar.

Al ir desenvolviendo la nueva labor durante los

primeros meses de experiencia, su simplicidad, su

candidez y la espontaneidad de sus actos, muy pronto

despertaron la atención de sus contratantes por el

destacado servicio que ella ejercía. Siendo así, no demoró

mucho para que le propusiesen la inclusión definitiva en el

cuadro de empleados de esa empresa, acrecentando con

ello una pequeña mejora en sus recibimientos. Pero a su

vez, la habitual circunstancia de tener que pasar a convivir

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La Tía Cora y otros cuentos Página 62

junto a extraños, la fue rodeando del conocimiento de

personas de los más diferentes caracteres y géneros. Y en

verdad, no todas ellas contaban con la misma ingenuidad e

inexperiencia que ella entonces ostentaba.

Operando diligentemente dentro de ese ambiente de

actividad, y viéndose rodeada de individuos de índoles

disímiles, luego se despertó dentro de sí una latente

necesidad de afecto, de estima y de consideración.

Entendía que los nuevos anhelos que germinaban en sus

sentimientos, eran un desahogo para su espíritu, y muy

diferente de los cuidados y el amor que recibía de su

madre.

Ahora sus sentimientos comenzaban a demandar por

un cariño heterogéneo, distinto, y hasta ambicionaba poder

experimentar los besos, las caricias, los mimos al igual

que lo hacían todas sus colegas de similar edad.

La luminosidad de su estampa, aliada a la belleza de

todo el conjunto corporal que poseía, muy pronto

posibilitó que no le faltasen los maliciosos candidatos a

pretendientes de su amor. Así fue que, cuando decidió

ensayar dar efugio a sus deseos, ella comenzó cada vez

más a dar oídos a las galanterías y los piropos que le

dirigían los más diversos varones, y pasó a sustituir sus

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La Tía Cora y otros cuentos Página 63

horas de estudios por determinadas estratagemas,

permitiéndose ser arrastrada al cine, al parque, o a

cualquier otro lugar que le brindase una agitación

temporaria.

La inocencia de conocimientos y su propia candidez,

la empujaron casi de inmediato a entregarse a

experimentar algunos suaves roces, los afables tactos,

unos explícitos besuqueos, oyendo mimosos halagos y un

sinfín de pueriles cariños que fueron hostigándole el

espíritu indócil con los sentimientos en efervescencia.

Todo lo fue realizando en una sordidez de inmadurez, que

decidió ocultarlos evasivamente de su confiada

progenitora.

Entre la evasión esporádica de sus estudios, los

diversos pretextos encontrados para sus actos, las trampas

utilizadas para lograr realizar las escapadas de sus

responsabilidades, luego le fue madurando dentro de sí la

pretensión y el ardor de entregarse al placer voluptuoso

que fuese capaz de sofocarle el fuego que ardía

impetuosamente en sus inquietudes.

Muy de pronto, y amparada en ese pueril

comportamiento, se sintió decidida a procurar por la

experiencia total del amor, pensando profesarse idónea

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La Tía Cora y otros cuentos Página 64

para encontrar en él, el posible sustituto de las carencias

afectivas que le fueron usurpadas en la amenidad de sus

días de juventud.

Cuando encontró el quimérico personaje humano,

aquel que para ella simbolizaba ser el príncipe encantado

de su ilusión, sin se permitir dudar por un sólo instante, de

pronto le entregó fogosamente su cuerpo y su virginidad,

consumando el acto en una secuencia de afables fruiciones

y sigilosas experiencias que como consecuencia,

originaron con tal efecto una mudanza radical en su

habitual comportamiento.

Siendo su madre una mujer intuitiva y sagaz, en

corto espacio de tiempo sospechó del comportamiento

epicúreo que la adolescente dispensaba en el día a día,

pasando a observarlo a través del pesado maquillaje que

ahora ostentaba, y hasta por las ropas más insinuantes y

estrechas con que desfilaba. Desconfió de la mudanza por

intermedio de las enunciaciones más sueltas y punzantes

con que su hija le respondía al ser cuestionada por el

aplazo de su retorno durante seguidas noches. Recelaba

por intermedio de todo aquello que una mujer madura sabe

identificar con inteligente perspicacia.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 65

Estaba claro que no pretendía para su hija una vida

reticente, opacada, reclusa, como del mismo modo,

tampoco ambicionaba que ésta se convirtiera en una

cazadora de momentáneos placeres, de hilarantes

delectaciones de quimeras jactancias. Hallaba que la

inexperiencia y la juventud que poseía, ensamblada por la

bucólica belleza despertada en su cuerpo, evidentemente,

muy pronto lograría atraer sujetos ambiciosos y codiciosos

por poseer ese tierno aliento. Y ella no estaba dispuesta a

permitirlo.

A partir de ese momento, y por el propio carácter de

una y la audacia de la otra, se estableció entre las dos

severas y pugnadas peleas, rodeadas de interminables y

continuos altercados y controversias alrededor de un

mismo tema.

Discusiones casi siempre iniciadas por parte de una

madre en busca de intentar disuadir a la hija de las

actitudes y trances que denegren el comportamiento de

una joven. Intentaba con ellos hacerla comprender lo que

para ella consideraba ser, el ideal del verdadero atributo de

la feminidad, el resguardo del recato, el mesurado

comportamiento de decencia y pudor que debe

desprenderse de una mujer.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 66

La vehemente intervención de esta señora, tal vez ya

llegase tarde de más en la disposición de la exuberante

joven, puesto que ésta ya había ejercitado la sustitución

definitiva de la falta de cariño y ternura, de la carencia de

un hogar estabilizado, de la separación y la expiración de

los sueños adolescentes, por la penuria que le fue

contrapuesta a un confortable vivir, y por todas las

privaciones a la que había sido expuesta desde temprana

edad.

Su aptitud no era una manifestación de anárquico

proceder para con su madre, ni una táctica que utilizaba

para penalizarla por sus propias privaciones y

sufrimientos. Absolutamente, lo concebía, por que para

ella esa conducta era la complacencia de su idiosincrasia,

era como alcanzar la plenitud de una aventura de

inconmensurable deleite, pueril, consecuente y

maravillosamente placentera para su imberbe corazón.

Por estar la joven decidida en hacer oídos sordos

frente a tantos reclamos, se estableció entre ambas damas

un clima de descomunal tensión y fastidio, ocasionando en

determinados momentos, excesiva gritaría y molestas

ofensas entre una y otra, acarreando el prosperar de la

antipatía y la discordia en la relación de ambas, forjando a

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La Tía Cora y otros cuentos Página 67

que la joven se distanciase cada vez más de su común

habitar.

Al extralimitar el tan disgustado convivir, se fue

profundizando esa tensa correlación desde donde emergía

un severo tono de amenazas y de agravios constantes, que

fue consiguiendo sofocar de vez aquella confabulación de

adhesión de amistad y apego que existía. La misma

conjura que no hacia muchos años las había unido para

permitirles poder enfrentar el infortunio de sus vidas,

ahora se había distendido haciendo que el momento actual,

se volviese intolerable tener que dividir en conjunto un

exiguo espacio.

Ante tan insostenible situación de fastidio, no

demoró mucho tiempo para que la muchacha determinara

alzar su propio vuelo, con la estricta finalidad de así poder

acabar con la tan agobiante adversidad que la abrazaba, y

poner un fin a la sufrible relación anímica que mantenía

junto a su madre.

Es posible que el arbitraje de la chica se apoyase en

la frialdad de sus sentimientos, tal vez erguidos durante el

abandono solitario de su esencia o frente al

desmoronamiento de una convivencia armoniosa,

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momento del que le sobrevino una índole rebelde que le

moldeó un carácter personalista y egoísta.

Ya contando con una condición relativamente

estable considerada bajo el aspecto económico, más sin

poder aprovecharse del goce de un sueldo mas holgado

que le posibilitase una existencia de mejor bienestar, tuvo

que encontrar una solución provisoria para solucionar su

tormentoso escenario.

Sobre esa óptica, muy pronto dio inicio a lo que

podríamos denominar como siendo la propia libertad del

ánimo, y se mudó pasando a vivir junto con dos nuevas e

inseparables compañeras de andanzas, para dividir juntas

el espacio de un dormitorio existente en un pensionado

para mujeres.

La ruptura total de los lazos familiares con su madre,

el aislamiento definitivo de su antiguo entorno, la falta de

experiencia y de los conocimientos de la vida, los

inacabables deseos de divertimiento y lujuria, aliados a la

parquedad de sus recursos, en pocos meses la lanzó en una

vida de carencia absoluta de decoro y recato, maltratando

la exuberante belleza externa que poseía con un enorme

abuso y desmedro de comportamiento.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 69

Esa utópica ilusión de querer sustituir el sincero

cariño, por un amor de ensueño, muy pronto se disipó de

su mente, y las nuevas pasiones que vivía ahora le duraban

tan solamente una noche.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 70

Tenacidad Inapelable

Siendo una persona de una estructura anatómica

descomedida, ostentaba un corpachón imponente, holgado

en un abundante macizo de músculos y carne que rodeaba

su esqueleto por entero. Debería tener algo más de un

metro y ochenta de estatura, con una enfática cintura que

no desentonaba por ser impresionante, cuando se la

comparaba con sus membrudas piernas y sus fortachones

brazos, largos y espesos como macetas.

Con una piel cetrina, proveniente de una mezcla de

matices entreverados entre la conformación de los colores

de pura tierra, cobre y aceituna, iba dejando emanar por

sus poros una copiosa composición húmeda de sudor

grasiento, que por su vez le asentaba un barniz

abrillantadamente lustroso en el rostro.

Tenía el pelo de un negro nocturno como las alas del

cuervo, que por su vez era corto y grueso a modo de finas

agujas que se asemejaba a un sembrado igual que

pequeñas espinillas de cardo desparramándose indiferentes

alrededor de un voluminoso cráneo, apoyado como si

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La Tía Cora y otros cuentos Página 71

hubiese sido encajado en un pescuezo rollizo que le bajaba

recto desde sus orejas hasta los omóplatos.

Los ojos le quedaban chicos entre tan desmedidas

facciones, asemejándose a dos bolitas ámbar que habían

sido incrustadas en aquel color barroso de su dermis, pero

que se exhibían brillantes y vivarachos he irradiaban cierta

confianza en la mirada. La nariz, aplastada y ensanchada,

se sobreponía sobre un par de labios pulposos y recios,

que más parecían estar inflados con una desmedida

abundancia de carne y sangre, los cuales se abrían geniales

frente a unos grandes dientes parejos y níveos, recalcando

querer parecer intensamente lechosos al estar

contrapuestos con el color cobrizo de su tez.

Sin lugar a dudas, su semblante indicaba ser un

descendiente de una prosapia que había fecundado

entremezclada durante largos años con el cruzamiento de

diferentes estirpes que venían degenerándose

sucesivamente desde mucho antes del inicio del siglo

diecisiete. Sus ancestrales habían sido engendrados en

aquella promiscuidad generada entre indios nativos,

blancos hispánicos, negros esclavos, mulatos autóctonos,

paisanos mestizos y toda otra clase de pobladores que

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habitaron en ese terruño desde mucho antes de la

independencia del país.

Inclusive, hasta puede ser afirmado sin vacilación,

que a partir de aquel momento muchos de ellos habían

servido augustos en las más diversas conflagraciones,

revueltas, asonadas, insurrecciones y tumultos que

asolaban el territorio en favor de los ideales de hermandad

y patriotismo de aquel entonces. No era el caso de que

alguno de éstos hubiese sido algún impetuoso idealista, o

hasta de haber sido el propio patrocinador de los hechos.

Habían tenido que participar por la pura obligación

exigida en aquel momento.

No debemos olvidar que en esos tiempos, las tropas

se formaban, por orden del juez, con el rejunte y la redada

aleatoria de individuos disímiles, casi siempre captados

entre los que componían la descomunal muchedumbre de

hijos oriundos de la anarquía, y de los desmejorados que

en aquella época se desparramaban a los borbotones por

las diversas regiones de la patria.

En cierto momento, al inicio, muchos de estos se

habían incorporado por voluntad propia a esas cuadrillas,

ya sea por el simple hecho de poder defender sus moradas,

en cuanto otros, más tarde, por el mero motivo de que ya

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no le habían quedado más tierras para habitar. A partir de

allí, lo tuvieron que hacer como única manera de ganarse

el sustento y por la necesidad de optar involuntariamente

por la paga minúscula que recibían.

A bien de la verdad, debemos esclarecer que todos

ésos antiguos antepasados no habían sido hijos oriundos

de un mismo lugar, ni crecido sobre el mismo pasto. Esa

ralea se fue desperdigando por entre los más diversos

caminos recorridos durante las colonizaciones, y como un

corolario del avanzo de la paisanada, donde a diestra y

siniestra, ésos hambrientos ladinos fueron sembrando hijos

naturales y huérfanos de familia por doquier.

Casi siempre, esas mismas tropas iban difundiendo a

su paso, su contribución de barbarie y miseria, donde

sembraban el hambre y la desgracia por cualquier lugar,

dejando atrás de sí una estera de violencia contra las

indefensas mujeres que encontrasen por delante,

depositándoles en sus vientres semillas de hijos sin padre e

una interminable tribulación para la posteridad.

Desde la iniciación de esta estirpe, de un modo

igual, la casi total mayoría de ellos habían sido

inhabilitados para obtener las condiciones de un mínimo

estudio y el conocimiento de las letras, donde se les había

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La Tía Cora y otros cuentos Página 74

relegado a que formasen una fiel servidumbre de nombres

anónimos, y subordinados a tener que practicar la

ignorancia en sus actos. Herencia que cada uno de esos

esparcidos retoños recibió, como un suntuoso legado de

sus salvajes antepasados.

Obviamente, el individuo de nuestra historia, por la

propia carencia de sabiduría, no sólo de él, como la de sus

progenitores inclusive, conocía únicamente la de sus dos

generaciones de ascendencia, su madre y su abuela

materna. Del resto, estaba despojado de una total falta de

noción del origen, la procedencia y las raíces de aquellos

familiares a los que estaba unido en una sordidez de

penurias similares desde comienzos del siglo XVI. Pero al

igual que a cualquiera de sus antecesores, desde el día en

que nació, a él le había tocado recibir su propia herencia

de hambre, miseria e ignorancia.

Pobre y casi analfabeto, un día había venido para la

gran ciudad en busca de una mejor oportunidad que le

impidiese tener que arrastrarse entre ocupaciones que lo

llevasen por la misma indigencia de su niñez. Lo que, en

la suma del tiempo transcurrido, la intentona desde su

juventud hasta la época actual, no le ocurrió del todo mal,

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La Tía Cora y otros cuentos Página 75

cuando imaginamos las restricciones de su instrucción y la

falta de experiencia para labores más letradas.

Cuando arribó, aquellos tiempos eran años de buena

demanda en la economía y, por consecuencia, existían

sobras de vacantes para el trabajo. En ese entonces pudo

conquistar algunos de los empleos disponibles para ocupar

sus jornadas, adonde cada mes lograba recibir salarios

exiguos, pero seguros. De cualquier manera, todas las

funciones que había ejercido eran para realizar tareas

donde se demandaba fuerza bruta, tosquedad, mucho

ímpetu y suficiente estrechez de pensamiento.

Debemos considerar también, que en aquel período

de su vida, disfrutando de un temperamento resuelto y

audaz por causa de su físico aventajado y la propia

arrogancia de su pubertad, se juntó a un grupo de otros

tantos miserables del destino como lo era él, para

yuxtapuestos invadir y usurpar una pequeña porción de

terreno que era parte de una vasta alquería abandonada, la

que al unísono, una muchedumbre se había sentido

estimulada a conquistar.

Prontamente allí prosperó una villa de apretujados

caseríos, donde el hombre alcanzó a construir su misero

rancho, utilizando para apuntalarlo, el rejunte de cualquier

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material simple como latas, tablas y cartón. A partir de

entonces, fue en esa vivienda desde donde atinó a

especular su parco espejismo y prepararse para poder

expandir su propio clan.

Después de algunos años, se desbordó su delirio al

pasar a dividir la morada con la mujer con quien quiso

compartir sus quimeras, viniéndole a continuación los

hijos e, indiscutiblemente, las necesarias mejoras

realizadas en la morada. No que ésta hubiese mudado

mucho desde su primera tentativa, pero ahora tenía lata,

tablas, techado de tejas y un piso de cemento bruto. Por

dentro, ellos habían conseguido rellenarla con algunos

bienestares que eran oriundos de la conquista de algunos

aparatos domésticos de segunda mano. Casi todos

comprados con mucho sacrificio y abnegación y sin saber

su origen. Eso no le importaba

Pero dentro de la parquedad de discernimiento que

conservaba en su carácter, no le fue posible vislumbrar a

tiempo el fin de la temporada de bonanza que se

avecinaba. La prosperidad que entendía ser duradera para

siempre, y en la que tan placidamente navegaba en

aquellos tiempos, de pronto su cese lo sorprendió

desprevenido.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 77

Tiempos después, el escenario económico del país se

deterioró violentamente, y con él se advino un embate de

postulación de consumo que dilapidó empresas,

comercios, patrones y principalmente empleos. Un

escenario que actuó como si fuese una peste siniestra que

se difunde silenciosa entre las sombras de una sociedad,

hasta poder notar que a su paso, junto con ella, había

quedado un tendal de anónimos infectados.

Ante tan funesto contexto, como consecuencia de su

incapacidad e impericia, el destino le arrebató el simple

oficio que ejercía y, con él, su sueldo garantizado. En ese

periodo, otros sujetos de similar labor y condición, ahora

desfilaban juntos en una desesperada procesión por

delante de industrias y negocios, que si bien algunos aún

no habían cerrado sus puertas, en el momento, los que

sobraron, se habían reducido a la mitad de su tamaño.

Acostumbrado por años a vivir estrictamente al día,

contando apenas con el estrujado dinero de su sueldo para

apuntalar el mes, el carcoma del desempleo lo abatió de

pleno, retirándole de rayano la posibilidad de mantener

sosegadamente a su mujer y los cinco hijos que

actualmente tenían.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 78

Sin resignarse a verse derrumbado por el desánimo y

la postración, y sin encogerse de hombros y dejar que el

desaliento le carcomiese el ánimo, así como el ácido

corroe el hierro, muy pronto andaba deambulando

afanosamente su pesado cuerpo en busca del carente

sustento, siéndole necesario tener que ejercer algunas

esporádicas changas para que el cobro le garantizase un

ralo puchero con el cual podía esconder la estrechez de

caudales y la penuria del momento.

El universo de vecinos a su vivienda estaba

compuesto por similares individuos que se encontraban

postrados frente a una idéntica realidad: todos huérfanos

de oficio, trabajo y un salario seguro con que mantenerse.

Había también algunos de ellos, que eran adictos a la

ejecución de tareas no siempre honestas, y que ante tal

cuadro de penuria, no escatimaban imprudencias para

poder disminuir sus miserias.

En ese territorio, colmado por personas llenas de

incertezas originadas por las carencias del intelecto y por

las irreflexiones de la razón, viéndose atiborradas de

privaciones para mantener un sustento regular y por la

gran opulencia de infortunios de esperanzas que cargaban

colmadas de las desgracias de tantas prosaicas existencias,

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se aglutinaban por doquier, un tropel de merodeadores de

indecorosas actitudes, que, fomentados por el ocio y la

codicia y por una desmedida avidez de sobreponerse a los

más desafortunados, de a poco fueron dividiendo el

espacio de la villa en dos tipos de catervas de pobladores.

Nuestro protagonista, mismo que poseyendo una

enorme privación de instrucción, era parte de la legión de

personajes responsables por la defensa del orden y la

virtud en el lugar. Tal vez lo era por el propio respeto que

imputaba su abultada figura, o probablemente por la

bestial fuerza de su musculatura que se había esculpido en

su cuerpo a lo largo de los años dedicados al exceso de

horas de pesada faena. Sin duda alguna, también lo era por

su vozarrón agudo, penetrante, intenso, semejante al

barullo de un estrépito, algo así como el sonido del trueno

que antecede al relámpago en medio de la tormenta.

Frente a los más triviales hechos acaecidos en el

lugar, su presencia era siempre requerida para mediar el

surgimiento de cualquier injusticia del paraje, en la que

mediaba con el uso de su juicio y de su fuerza, haciendo

valer los derechos del más desvalido e indefenso morador.

Sin lugar a dudas, con el decorrer del tiempo, él se había

convertido en un líder. Más bien lo había conquistado

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La Tía Cora y otros cuentos Página 80

apuntalado por la influencia de su ímpetu, que por la

carencia de capacidad de reflexión que poseía.

Sin embargo, al sentirse responsable por haber

alterado profundamente su pacata vida en virtud de la gran

onda de desempleo, entendió que le era menester

conseguir ejercer alguna actividad laboral que le

permitiese ocupar el tiempo honestamente, y que a su vez

le generase asiduamente los recursos necesarios para el

sustento, sin la necesidad de depender tan solamente de

esporádicos y eventuales trabajos.

Ya cansado de pretender conquistar una ocupación

en las inexistentes vacantes de empleos tradicionales, o

sencillamente, aguardar ser convocado para la ejecución

de alguna precaria labor, un día tomó la resoluta

disposición de convertirse en un vendedor de productos

diversos, ofreciendo el mismo tipo de mercancías que

comúnmente notamos ser comercializadas junto a la

muchedumbre que a diario deben transitar apretujadas por

los trenes del suburbio.

No existen dudas de que el convencimiento para

inmiscuirse en esta práctica, le advino después de observar

a ciertos individuos de su colectividad, a los que veía

partir a cotidiano desde sus residencias en las inaugurales

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La Tía Cora y otros cuentos Página 81

horas de cada mañana. Pero para consolidar la resistencia

de su pretensión, se dispuso a indagar junto a ellos todo lo

concerniente a las mañas necesarias en tal práctica, de las

habilidades requeridas, los beneficios resultantes, y sobre

todo, el obligatorio capital con el cual comenzar todo lo

relativo a este nuevo desafío.

Rápidamente comprendió que la exigencia principal,

constaba en solamente ostentar el suficiente coraje y una

indestructible voluntad para lograr abrirse espacio entre

aquella monstruosidad de similares pares que diariamente

se peleaban a garganta seca para diseminar sus utilidades y

mercancías, intentando de alguna manera despertar el

adormecido deseo de compra de los viajantes.

Sus informantes le habían sentenciado que cualquier

objeto o mercadería podría ser ofrecido, no obstante, debía

considerar que las de pequeño valor individual, y las que

despertaban la apetencia de consumo inmediato, serían las

que más disfrutarían de facilidades para ser

comercializadas rápidamente. También le explicaron que

existía oportunidad de venta de otro género de artículos

que dependían del momento del día, la época del año, o la

novedad ofrecida. Pormenores que él aprendería después

de iniciase en la actividad.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 82

Del mismo modo, le informaron que no era

necesario disponer de una elevada cuantía de capital para

adquirirlas, visto que existían los proveedores o

comerciantes mayoristas que se encargaban de suministrar

los productos en cantidades mínimas para iniciar la

jornada. Bastaba con tener el recurso suficiente para

iniciar una parte de la marcha, y si sentía que era necesario

adquirir más, podría retornar a ellos para reabastecerse por

sucesivas veces en un mismo día.

Le explicaron que él tenía que seleccionar

previamente el local donde iría practicar la actividad,

empero, de igual forma le aconsejaban que debiera llevar

en cuenta la localización de los comercios proveedores de

las mercaderías, de manera que no tuviese que perder

mucho tiempo del día de una forma improductiva.

Ya sintiéndose decidido a enfrentar ese nuevo rumbo

en su vida, solicitó a uno de los compañeros que ya se

utilizaba de esa costumbre de trabajo, que le permitiese

poder acompañarlo durante algunos días, como una

manera práctica de conseguir entender los pormenores y

las particularidades del reto que se proponía enfrentar.

Sobre esa condición, entendía que igualmente iría a

conocer los diversos locales de compra de las utilidades,

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La Tía Cora y otros cuentos Página 83

las distintas mercaderías que existían, las cantidades

mínimas a comprar, los costos de éstas, y así poder

calcular el precio en que las lograría vender y la ganancia

que obtendría de ellas. Era una condición para esclarecer

un sinfín de otras dudas vehementes que por esos días le

asolaban la mente en remolinos de incertidumbre.

En esos instantes pretendía aguzar el oído y prestar

la debida atención en los diferentes argumentos que

vociferaban sus futuros concurrentes. Quería observar las

destrezas que éstos empleaban para comercializarlas, de

cual tipo de artimañas que estos se valían en el trascurso

de sus jornadas. En fin, de todo lo que consiguiese

absorber en el periodo que dedicaría a la averiguación,

como una manera de saciar un poco la vacilación del

pensamiento y la inseguridad que tomaba cuenta de su

escasa reflexión.

Al efectuar sus primeras experiencias, rápidamente

se percató que ésta no sería una tarea que le demandaría

fuerza y vigor físico en demasía. Más bien, requeriría de él

una cierta dosis de ánimo, eficacia, valor, y astucia para

poder eludir las largas horas de pie, las incesantes

caminadas que debería realizar entre terraplenes y

vagones, de un constante parlamentar a voz desgañitada,

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La Tía Cora y otros cuentos Página 84

de empujes y atropellos, del enorme calor o del intenso

frío al que irremediablemente estaría expuesto. Esas eran

una abundancia de cuestiones específicas que no las había

considerado correctamente en el momento en que

pronunció su sentencia.

Pero no serían esas circunstanciales peculiaridades

las que le derogarían la voluntad. Sabía que gozaba de los

suficientes brios para enfrentar el reto. La edad tampoco

sería un obstáculo, pues siquiera alcanzaba los cincuenta

años y, de salud, aún se consideraba tan fuerte como un

roble.

Lo que para él escaseaba, era la facultad y la

experiencia con el trato en ese tipo de cosas, una mayor

familiaridad con esa nueva rutina que estaba a punto de

iniciar. Aún le invadía la duda sobre la aptitud correcta

que debía tomar frente a los hechos que, innegablemente,

desfilarían ante sí en forma de constante sorpresa.

Por esa época andaba tenso, intranquilo, atribulado,

ansioso como un adolescente frente a una nueva aventura.

Pero por el contrario, igualmente se sentía animado por la

perspectiva que avizoraba. Por juzgarse capaz de creerse

útil dentro de su limitación. Porque su voluntad era

superior a cualquier desdicha. Tal vez porque aunque no lo

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La Tía Cora y otros cuentos Página 85

supiese, la sangre que corría por sus venas era guerrera.

Aquella que su estirpe había moldado entre beligerancias y

disputas a lo largo de más de cuatro siglos de existencia y

forjada a través de muchas contiendas.

Cuando llegó el día en que se profesó capaz de

iniciar la labor, se puso una mochila al hombro y partió en

la alborada para disputar desde las tempranas horas el

espacio en que le sería posible vender sus utilidades. No

obstante, tenía en el rostro una estampa taciturna y, junto

con la mochila, cargaba una enorme esperanza y toda la

ansiedad por el éxito de su desafío.

En aquel instante vestía un pantalón de jeans azul ya

medio descolorido, una camiseta blanca estampada con

una enigmática frase en ingles que desconocía su

significado, y calzaba un par de deportivas zapatillas de

lona igualmente en azul marino. Mismo no siendo

vestimentas nuevas, las mismas presentaban una

fulgurante pulcritud.

Llevaba una campera de nylon con una tonalidad de

un gris tan brillante, que al usarla reflejaba un intenso

resplandor así como lo hace el brillo de la luna en el

estanque. Estimaba que la misma le serviría para

protegerse de la frialdad del alba al igual que para

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La Tía Cora y otros cuentos Página 86

resguardarse del frescor en el anochecer. El resto del

tiempo la colocaría en el morral. Había reflexionado que

merecía exhibirse con un mínimo de esmero y decencia,

como una condición de ostentar cordialidad y decencia

frente a sus compradores.

La timidez y el apocamiento que lo envolvió desde

el inicio del día, despacito se le fue desvaneciendo con el

correr de las horas, dando lugar a sancionar un cierto

grado de confianza en si mismo, aunque de la misma

manera que esa sensación le emanaba por la epidermis, el

cansancio y el agotamiento se fue apoderando de su

cuerpo, llegando a causarle unos punzantes dolores en sus

fornidas piernas.

Mientras realizaba trabajosos esfuerzos para abrir

suficiente espacio entre la muchedumbre, permitiéndose

acomodar entre ellos aquel corpulento organismo, la

pesada bolsa que llevaba permanecía colgada de sus

hombros. Juzgaba que el esfuerzo realizado le dejaba la

garganta siempre sedienta de tanto ir clamando las ofertas

y dando los agradecimientos por la atención que le

deparaban. Pero, inadvertidamente y absorto en la labor,

se le escurrieron las horas hasta que de pronto lo atajó la

noche y concluyó que había llegado el momento de volver

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La Tía Cora y otros cuentos Página 87

a su casa feliz y campante por la labor ejecutada de

manera tan orgullosa.

Creo que ya se fueron casi diez años desde la

primera vez que lo reparé, que por señal, es casi imposible

no notar tan voluminoso e imponente individuo que, con

esa voz de estrépito de trueno que se dilata y se expande

por las berlinas, a diario se lo ve escurrirse ágilmente entre

los vagones del tren del suburbio, donde va ofreciendo

desgañitado las más variadas misceláneas de

predilecciones para sus anónimos clientes, mientras se le

ve esbozando siempre en su desmesurado rostro, una

simpática sonrisa pueril y una mirada firme y penetrante.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 88

Domingo de Amor

El ocio del momento lo estaba dejando algo

fastidiado. Situación por la cual razonaba que las

circunstancias en que se encontraba ya le comenzaban a

perturbar el ánimo y el espíritu. No en tanto, había pasado

un tiempo escudriñado en los viejos libros de su

biblioteca, en busca de cualquiera que le despertase algún

interés, como una manera de, al ponerse a leerlo, pudiese

ocupar el tiempo con el asomo de un ameno provecho.

Aquella era una tarde de domingo de un pleno

invierno que ocurría en un paraje subtropical, en el cual

desde hacia algunos días el cielo insistía en querer

repetirse monótono dentro un único color ceniciento que

estaba decorado con un plomizo gris penumbroso que por

su vez inundaba la intemperie contaminando lúgubremente

los alrededores de su entorno, y donde de una manera

abrupta hacía disminuir la voluntad de los individuos que

por allí habitaban.

La lluvia estaba compuesta de unas densas y

finísimas partículas de un vaho húmedo que, de modo

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La Tía Cora y otros cuentos Página 89

persistente, acentuaba la opacidad del momento

permitiéndose robar el resplandor de la naturaleza

generando un efluvio de niebla que se columpiaba

campechana al sabor de una brisa que la empujaba

sombría de un lado al otro de la región.

Quien se detuviese a observar el clima como él lo

estaba haciendo en esos instantes por detrás de la ventana,

notaría que, apocadamente, la bruma iba mojando las

hojas de los álamos, empapándolas con una delgada capa

de agua gélida que luego se desprendía desde allí en forma

de pesadas gotas que batían en las veredas ya mojadas,

haciéndolas fraccionar en mil pedazos.

Luego percibió que los otros árboles ya casi

desnudos, mostraban desguarnecidos su húmedo y endeble

ramaje, donde la inclemencia del tiempo los había dejado

despojados en un triste vacío por la falta de los chingolos,

tordos, golondrinas y calandrias que normalmente

retozaban entre ellos en un persistente abalanzarse de rama

en rama, haciendo zumbar sus trinos en melodiosos

ritmos.

Igualmente advertía que la calle se presentaba

desierta de transeúntes, lo que le hacia pensar que éstos, al

igual que él, se hallarían en un aburrimiento de energía, o

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La Tía Cora y otros cuentos Página 90

tal vez, del mismo modo como lo hacia su esposa ahora, se

entregasen al placido dormitar, en un deleitoso sesteo bajo

el abrigo de calidas prendas, dejándolos inmunes frente al

ostracismo de la inexorable tarde, o quizás, disfrutasen

mejor el momento por haber encontrado algún pasatiempo

más conspicuo.

Sin lugar a dudas, dentro del letargo que lo invadía,

percibía que ese instante de su vida era de pura monotonía

y suspensión de voluntad, sin lograr alcanzar a descubrir la

obtención de con cual diligencia le sería posible ocupar el

tiempo. Al actuar de esa manera, fue intentando distraerse

con futilidades o pensamientos inocuos, hasta que casi sin

querer se deparó con un considerable receptáculo que

contenía diversas fotografías de antaño.

Luego de dar inicio al manoseo de éstas, comenzó a

distinguir estar allí guardados algunos retratos que le

recordaban amenas evocaciones del pasado, y adonde

estaban impresas varias imágenes de los más singulares

instantes de felicidad y complacencia de las épocas de

antaño. En otros retratos, percibió memorias de una lejana

juventud y un sinfín más de vertiginosas de reminiscencias

de su existencia.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 91

Esas evocaciones le despertaron en el sentimiento

una milagrosa mágica. Por intermedio de las impresiones

descubiertas, sintió el aprisionamiento de la atención que

le despojó de rayano la apatía que hasta entonces lo

atrapaba. Era como si descubriese estar frente a una

asombrosa aventura que lo invitaba a explorar nostálgicos

pensamientos, los que apresuradamente le hicieron brotar

de su mente borbotones de meditaciones.

Casi sin percibirlo, se acomodó en un diván de la

sala y acondicionó la caja junto a si, como queriendo

retener a su lado un agraciado despojo, entregándose

apresuradamente al desvalijamiento de las ilusiones que

dentro de ella se encontraban, y donándose por completo a

la manipulación del codiciado botín.

Se detuvo a observar algunas fotos que presentaban

un matiz amarillento castaño, en donde se destacaban

algunas siluetas humanas de un color marrón pardusco.

Pero le fue dificultoso identificar al primer instante, que

algunas de ellas reflejaban la estampa de su fallecido padre

junto a sus tíos, y retrataban una antigua epopeya realizada

en un incierto y caudaloso río, donde en un estado de

alegre apariencia, éstos exhibían abultados trofeos de

pesca. Cerró los parpados, escondiendo detrás de ellos sus

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La Tía Cora y otros cuentos Página 92

oblicuos ojos de una entremezclada tonalidad entre el

azulino y el grisáceo, para poder buscar aquella imagen en

lo recóndito de su memoria, y revivir la historia que se le

reflejaba ante sus dedos.

No encontró recuerdos suficientes para alimentar la

iconografía de las fotos. Desconocía el lugar porque en él

se retrataba un episodio anterior a su nacimiento. Entonces

le sobrevino la idea de que aunque su padre lo hubiese

llevado incontables veces a realizar actos semejantes,

nunca se le ocurrió volver a visitar ese local. Por lo menos,

que él lo recordase.

Envuelto por el silencio de sus pensamientos,

analizó la posibilidad de que el paraje en cuestión se

situase en algún local remoto y distante. De inmediato,

buscó registrar en el subconsciente que, así que fuese

posible, intentaría descubrirlo junto al único de sus tíos

que todavía estaba vivo, pretendiendo averiguaren

yuxtapuestos sobre algunos de los hechos cómicos de esa

longeva aventura.

Entre las vetustas fotos, descubrió aquella que

reflejaba la vieja casona en que otrora había residido y que

tantos momentos de infantiles esparcimientos había

desparramado junto a sus hermanos. El retrato reflejaba

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La Tía Cora y otros cuentos Página 93

una construcción simple, de arquitectura sólida en un

único pavimento, con el techo de chapas de zinc a dos

aguas, y las paredes extremamente altas. Se notaban unos

ventanales idénticos en tamaño y simetría con la

descomunal puerta de entrada en dos hojas, que era

extremamente pesada y robusta y se anteponía guardiana

al cancel de vidrios cincelados que resguardaba el interior

de la finca.

Sólo con ver la foto ya se manifestaron en su mente

las imágenes del desparramado jardín que su joven madre

mantenía regiamente cultivado, y donde se apreciaban los

rosales de diversas coloraciones, las sensibles magnolias,

las amistosas begonias, las efusivas petunias, los

repolludos claveles, las simétricas margaritas, los

gordinflones crisantemos, las engreídas bocas de sapo, y

una infinidad de jazmineros, capuchinas, camelias y

campanillas.

Claro que la mescolanza de distintas fragancias

florales junto a un arco iris de matices multicolores y un

extendido pastizal verdeante, no se podían apreciar en la

lámina, pero el recuerdo aun las mantenía vivas en la

retentiva de su despertada evocación de memorias de una

época de la niñez, y que de alguna manera habían

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La Tía Cora y otros cuentos Página 94

resucitado tan de inmediato a través de la apreciación de

esas imágenes.

Zangoloteó su nostalgia imaginando volver a retozar

por esas veredas del edén. De poder retroceder y revivir

los momentos en que se entretenían con los juegos de

cabra ciega o del divertido escode esconde. Recordó los

desazonados correteos de niños traviesos entre los floridos

aromos de pelotitas de oro, del colgarse de las ramas

lánguidas de los abatidos sauces, o las desenfrenadas

corridas por entre los frondosos troncos de tilos que

bordeaban el vergel.

De inmediato se regocijó bajo el recuerdo de la

existencia de los árboles frutales plantados en el trasfondo

de la casa, adonde a las escondidas junto a sus hermanos,

realizaban las glotonas comilonas de mandarinas, higos,

nísperos, ciruelas o naranjas, siempre consumadas

directamente al pie de los arbustos, y aprovechando el

momento en que sus padres, en el interior de la vivienda,

descansaban placidos después del almuerzo.

Infinidad de reflejos de aquellos años en su casa,

ahora le danzaban algarabiados por su memoria, ora

recordando el peludo perro overo que correteaba a su

alrededor emitiendo gruñidos como sonrisas; en otros, por

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La Tía Cora y otros cuentos Página 95

las artimañas realizadas en el galpón de la estribería y

forrajes, queriendo montar sus propios juegos; y

recordándose de las gallinas y patos que andaban

deambulando y picoteando iracundos entre la hierbas y los

frutos caídos al suelo en su afanosa búsqueda por el

sustento.

De pronto se recordó de los paseos de domingo a la

orilla del arroyo, junto con los precarios intentos de

atrapar pescados, cuando disfrutaban de los frugales

almuerzos preparados por su madre en el remanso del

regato y reposaban con frivolidad a la sombra de los

chopos o de los floridos ceibos. El repaso de los hechos se

le multiplicaba en avasalladora rapidez, evocando por

tantos y tantos momentos alegres de la infancia.

De pronto escudriño entre el baúl de ensueños en

busca de alguna fotografía de su periodo escolar. Pretendía

volver revivir aquel espacio de su vida que le había dado

tantos contentos y regocijos. Pronto encontró las fotos que

reflejaban esos primeros años de alumno en la escuelita

del pueblo. Percibió que allí estaban retratados en

decolorados tintes de blanco y negro un poco desmayados

por el tiempo, una multitud de compañeros con su matrona

maestra.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 96

Ella había sido invariablemente la misma instructora

desde el primero hasta el tercer año de escuela y, en la

foto, todos estaban uniformizados con el común

guardapolvo blanco y con aquel detestable moño azul que

los hacía asemejarse a un pequeño ejército de soldaditos

de plomo, idénticos a los juguetes que otrora desfilaban

campechanos en nuestros recreos.

Localizó entre los varios rostros impresos, algunos

viejos compañeros de travesuras y pasatiempos.

Obviamente, al unísono, todos mostraban el cabello

cortado de cabo a rabo junto a la raíz del cuero cabelludo,

dejando de muestra y caído sobre la frente un invariable

topete de pelo. Las niñas ostentaban las singulares trenzas

y un flequillo casi desfallecido sobre los ojos. De pronto,

la extravagante imagen le produjo una leve risa al

recordarse por la austeridad y el rigor demandado con el

aseo, la higiene y el atuendo, donde les exigían extrema

formalidad y dignidad, no importando el arquetipo de

castas a que cada uno pertenecía en aquellos tiempos.

De pronto le sobrevino el recuerdo de las nostálgicas

fiestas de caridad y las kermeses que se organizaban en el

patio del colegio o en la plaza de la iglesia. Le brotaron

nítidas representaciones pictóricas de tanto jolgorio,

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La Tía Cora y otros cuentos Página 97

recordando las banderolas de papel colorido que se

desplegaban a diestra y siniestra, las guirnaldas de luces

que iluminaban el perímetro, la inmensa fogata con sus

petardos voladores que explotaban reproduciendo miles de

centellas de coloraciones diferentes, y los chiquillos que

retozaban alborotados en los bailes de cuadrillas.

Esos recuerdos le traían a la memoria sus primeros

años juveniles en festividades de verdadero regocijo y

jubilo, asaltándolo las imágenes que lo empapaban con los

bucólicos manjares que allí se vendían. Evocando aquellos

cucuruchos de papel repletos de maní tostado, las bolsitas

de palomitas de maíz saltado, los inmensos copos de

algodón dulce, las sabrosas y rojas manzanas

acarameladas, las gigantescas salchichas con mostaza

picante, los candentes y deliciosos jarros con chocolate

caliente, los azucarados churros rellenos.

De repente, su memoria invocó por la gran mesa

donde estaban desparramados en toda su extensión, las

riquísimas tortas bañadas con crema o dulce de leche y

rellenadas de frutas en almíbar, las bombas de chocolate,

los bailarines budines de vainilla, los suspiros de crema

pastelera o las pastafrolas con el delicioso dulce de

membrillo esparcido entre los simétricos rombos de

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mazapán, o las infladas empanadas rellenas y otra

infinidad de exquisiteces más.

Recordó por algo que en aquel momento a su edad

aún no lo comprendía, pero todas eran pitanzas y manjares

caseros que resultaban del esmerado preparo realizado por

dedicadas y caprichosas madres que las donaban al clérigo

como siendo el tributo familiar a la organización del

evento filantrópico del momento y con la finalidad de, al

ser vendidos, recoger fondos para ayudar alguna obra

asistencial o a los más menesteroso vecinos.

En ese vaivén de embriagadores recuerdos, de

pronto se le despertó un indómito apetito de media tarde y

anheló por saborear un buen café caliente en compañía de

alguna apetitosa extravagancia.

Repentinamente, se levantó y se dirigió a la cocina y

colocó el agua a calentar, y luego se trasladó al dormitorio

para despertar a su esposa, con la firme intención de

incitarla a compartir la idea de una frugal refección.

Preparó la mesa disponiendo sobre ella los

recipientes de jalea, queso, manteca, galletas dulces y

saladas, y a continuación, dio inicio a tostar algunas

rebanadas de pan con el fin de dejarlos secos y crocantes.

Reconoció que la merienda en nada se parecía con las

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nítidas imágenes que aún le merodeaba la mente, pero

analizó perfectamente que, sin ningún inconveniente, éstas

servirían para escoltar una buena charla de media tarde

junto a su mujer.

La habitación pronto se llenó del calor emanado de

las hornallas encendidas y se impregnó del aroma del café

recién filtrado, haciéndole expandir los pulmones para

deleitarse con el bálsamo estimulante del cocimiento.

Ágilmente en el escenario de la cocina se crió un ambiente

de conformidad placentera que contrastaba con el opaco

atardecer del exterior de la residencia.

Una agradable sorpresa se dibujó presurosamente en

el rostro de la esposa al percibir los atuendos colocados de

la mesa. Por intermedio de una grata expresión,

acompañada de una mueca de sonrisa y unas palabras de

elogios, agradeció a su marido por la iniciativa demostrada

y el ofrecimiento de la merienda. No le cabían dudas que

la decisión era más que apropiada debido al nebuloso y

turbio clima que rondaba la vivienda en el crepúsculo de

ese domingo invernal.

Al ya estar sentados alrededor de la mesa, y después

del intercambio inicial de ponderadas palabras y frases

pregonadas al acaso, el hombre le describió los

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entretenidos momentos que pasó por la tarde, al descubrir

en el ataúd de las viejas fotografías, tantos recuerdos

nostálgicos que le permitieron viajar a través del tiempo,

rememorando las felices épocas de su niñez.

Suspendiendo sus pensamientos frente a la humeante

taza de café, le mencionó a su esposa la descripción exacta

del jardín que había en su casa con toda aquella infinidad

de flores existentes y con los perfumes y las tonalidades

que tanto lo extasiaban. Le describió la cuidada huerta y

los árboles frutales adonde hartaban sus ansias con jugosos

frutos frescos, resurgiéndole en el momento nuevos

recuerdos de aquel entonces.

Súbitamente le advinieron las imágenes de su madre

amasando el pan, el horno de leña hecho de barro y

ladrillo donde lo cocinaban, la preparación de las jaleas y

mermeladas con las frutas de la estación, enumerándole

los dulces de higo, de naranja, de durazno, y otros tantos,

pero eran las de frutilla que tanto le gustaban y que se las

comía a cucharada limpia.

Recordaba cuando ella preparaba las conservas de

legumbres con la cosecha de la huerta, acondicionando en

tarros de vidrio los pimientos, las berenjenas, las

coliflores, los pepinos, las cebollitas, las remolachas, y

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también los que preparaba con pulpa de tomate y cuanta

verdura más existiese en la granja.

Parecía que la estaba viendo nítidamente en su

dibujo, notando cuando ella batía la nata para preparar la

manteca e implorando por la inmediata ayuda de sus

hermanas para auxiliarla en la ejecución de los servicios.

Le parecía que la estaba escuchando con aquella voz

dócil y melancólica, media apagada entre los incansables

deberes domésticos y los inquietos movimientos ágiles

dentro de un cuerpo cimbrado, pero que igual se imponía

en un tono firme y exigente.

A decir verdad, esas historias de elaboración de tan

habilidosos menjunjes y las cualidades culinarias de su

madre, el hombre se las describía en una frecuencia casi

constante, pero pocas veces hacía la comparación de esas

artes entre las de ella y las de su madre. La mayoría de las

veces que evocaba esos relatos, los enunciaba para

incentivarla a que los ejecutase como una mera tentación

egoísta de poder saciar su propia glotonería.

Entregados a ese devaneo de recuerdos se fue

llegando el anochecer, y de manera cariñosa, él propuso

que ella se uniera a su intención para continuar juntos con

el manoseo de los retratos del pasado, permitiendo que sus

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La Tía Cora y otros cuentos Página 102

mentes fluctuasen en la reminiscencia de hechos del

antaño y unidos, permitirse evocar añoranzas para revivir

tiempos lejanos.

Ya estando adjudicados a la hipnotizadora tarea de

rebuscar las reminiscencias, nuevamente el marido expuso

la idea de que se dejaran llevar por la noche en la

culminación de ese proyecto, aprovechando el momento

para saborear algunas fruslerías que acompañarían con la

degustación de una botella de algún vino entintado,

idealizando así la oportunidad de poder resucitar las

antiguas noches de los viejos inviernos en los cuales,

juntos iban descubriendo aficiones, enamoramiento y

seducción.

Al final, él había conseguido remover de su esencia

el fastidio con que el aburrido día lo había contagiado,

aprovechando el relámpago de improvisación para

compartir sueños viejos.

Y así, entre besuqueos, caricias y risas, ambos se

entregaron a pasar la noche renovando un amor de más de

treinta años de común convivencia, contándose fábulas

resucitadas por el intermedio de la interpretación de las

representaciones de momentos pueriles, cuando de pronto

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los alcanzó el amanecer y las primeras luces del día los

encontró dormitando juntos en el sillón del comedor.

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Cofradía Solidaria

Eran tres las generaciones que ahora habitaban en

ésta residencia grata y confortable. A pesar de todo,

conseguían coexistir de forma amena dentro de la

pretensión de un convivir harmonioso. La casa estaba

ubicada en un barrio agradable repleto de edificaciones

similares a ésta, donde las viviendas quedaban protegidas

por debajo de añejos y frondosos plátanos que, en el

verano, filtraban los ardientes rayos del sol, y las calles

adoquinadas se asemejaban a interminables túneles que se

eternizaban ensombrecidos y frescos.

Una de las generaciones de aquel hogar estaba

representada por una octogenaria señora que era la dueña

de la finca; la segunda generación era personificada por la

hija menor de la anciana y con edad alrededor de los

cincuenta años. La tercera, era figurada por la nieta de la

propietaria, que a su vez era la única hija de su hija menor

de los ocho vástagos que había procreado la longeva

casera.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 105

Como el terreno donde estaba ubicada la casa era

profundo en extensión, al adquirirlo, el fallecido esposo de

la abuela había hecho que se construyera en el perímetro

tres propiedades horizontales. Todas ellas quedaban

encadenadas simultáneamente a través de un largo

corredor lateral, permitiendo de alguna manera la

independencia individual de cada una de las residencias.

El domicilio al cual nos referimos en la narración,

corresponde a la primera y principal de las propiedades,

cuya puerta de entrada de la finca daba directo hacia la

calle. Esa ordenación era el resultado proveniente del

momento de la construcción, cuando entonces su dueño

buscó un mejor aprovechamiento económico del área del

terreno.

La arquitectura total de la residencia estaba

compuesta por un pequeño hall de entrada, un amplio

living comedor con su ventanal ahora enrejado, un

resumido garaje, dos dormitorios forrados con parquet de

cedro, una cocina relativamente confortable, al igual que

el cuarto de baño con su antigua bañera de hierro

enlozado. En el trasfondo de la casa había un pequeño

patio repleto de plantas y macetas, con una estrecha

escalera que daba acceso al techo de la casa.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 106

Las otras dos residencias estaban alquiladas a

terceros desde larga data, lo que permitía el recibimiento

mensual de valores que, a su vez, fundamentaban la mayor

parte de los ingresos para la subsistencia de las tres damas.

El restante de los ingresos provenía de una sobria pensión

de la abuela, agregándose a esto el resultado que obtenían

con la venta de confecciones de ropas de lana que su hija

elaboraba, y el ponderado sueldo de maestra que obtenía

su nieta.

El resultado de la suma total de los ingresos, era lo

les condescendía el derecho de poder llevar una vida

desahogada y sin apremios, no obstante, de la misma

manera, no les concedía permisión para realizar

incongruencias o exagero de consumismo en demasía, o

de realizar gastos superfluos para saciar determinadas

vanidades. Ellas vivían con comodidad dentro de lo

razonable.

Desde hacia muchos años que ya no habitaba

hombre alguno en ese hogar. Probablemente, el último que

lo había hecho fuera en la época anterior del nacimiento de

la muchacha, y de eso ya se iban más de veinte años. El

abuelo se había muerto repentinamente a los sesenta. Los

hijos mayores, despacito se habían ido casando

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La Tía Cora y otros cuentos Página 107

desparramando sus hogares por el mundo, y la hija menor

que vivía allí, desdichadamente, implicó ser objeto de un

desengaño de amor que tuvo como resultado el haberla

convertido en una joven madre soltera.

Esa historia habría tenido inicio mucho tiempo atrás,

cuando esta joven aún trabajaba en una empresa privada

ejerciendo una función poco relevante para el caso. Sin

embargo, en aquella época, ella había conocido a un

esbelto joven de origen nórdico, que en verdad, era

oriundo de algún lugar de Suecia. En aquel momento, él

había aparecido en estos parajes para desplegar un trabajo

técnico junto a una determinada área gubernamental.

Por causa de esas imprevisiones que el destino

siempre nos otorga, ellos terminaron por conocerse de

manera circunstancial durante un encuentro cultural, y en

aquel momento iniciaron lo que podríamos denominar

como una amistad incidental. Un hecho interesante que

normalmente nos sobreviene por la necesidad de querer

saciar la curiosidad que nos brota al codearnos con un

individuo que es nativo de algún lugar exótico y

desconocido.

Posteriormente a ese encuentro inicial, se fueron

sucediendo otros no tan casuales así, ya que los mismos

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La Tía Cora y otros cuentos Página 108

eran premeditadamente combinados entre ambos y con la

intención inicial de practicar un mero esparcimiento.

Primeramente fueron ocupando los fines de semana

en paseos al parque, visitas a los más diversos museos, o

asistiendo distintas funciones de cine o teatro. En ese

instante les interesaba participar de cualquier evento que

les facilitase un ameno pasatiempo y les concibiese poder

mantener un coloquio agradable y sosegado durante el

periodo que compartían amigablemente los dos.

Por aquella época, la joven ostentaba una belleza

singular; ajustada dentro de un cuerpo garboso y alto, con

un cabello castaño medio ondulado, acomodado en rizados

manojos que se desprendían sueltos hasta el

entroncamiento del cuello con los hombros. En su rostro

se alojaba una delicada boca y una nariz pequeña, lo que

permitía destacar en sus facciones un par de ojos

almendrados, hermosos al contemplarlos y casi del tamaño

de dos enormes estrellas refulgentes.

Tenía el cutis de un leve color pálido rosado que

exhalaba frescura y la fragancia de madreselvas,

haciéndole resaltar el semblante con candidez exuberante.

Su voz suave se asemejaba a susurros delicados, que por

su vez poseían una entonación armoniosamente afable y

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La Tía Cora y otros cuentos Página 109

gentil y que dulcificaban los tímpanos de cualquier

interlocutor.

Inevitablemente su estampa contrastaba de manera

directa con el perfil del muchacho, que exhibiendo las

características típicas de un sajón, poseía un pelo muy

rubio y casi transparente como la miel, desbordando de él

una tez tan blanca como la nieve. Los huesudos pómulos

de su rostro eran tan destacados que más parecían dos

manzanas maduras y rojas que le saltaban de las facciones.

Todo su contorno se asemejaba a un muñequito de

porcelana, con una silueta enflaquecida, escuálida y

ennoblecida.

Perdidos entre medio de aquellos afables y

armoniosos momentos que compartieron, fue naciendo

entre ellos un encanto más profundo e intenso, que

inconscientemente hizo invadir la emoción y les

transbordó el corazón, siendo necesario saciar sus

impulsos por intermedio de efusivos intercambios de

besos, caricias y halagos. De allí en adelante, el resto fue

solamente una consecuencia de la pasión que compartían,

así como a seguir compartieron las sábanas en exaltadas

promociones de ternura y fogosidad.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 110

Un determinado día, y sin conocer el resultado de

los vehementes arrebatos vividos entre los dos, el joven se

sintió obligado por sus patrones a regresar a su patria,

dejando detrás de si la explícita promesa de retornar a este

país en la mayor brevedad posible, para de esta manera

poder consumar su delirio en un matrimonio que los uniría

postreramente.

Un mes después del indeseado alejamiento, ella

sintió dentro de sí la germinación de la semilla de la

pasión, como clara secuela de los cariñosos días de afición

y arrebato que los dos habían compartido. Ante tan

sorprendente noticia, decidió enviar de inmediato una

correspondencia para su alejado amado con la finalidad de

confirmarle la situación que se avecinaba.

La circunstancia que se advino, exigió el

intercambio semanal de ardorosas cartas, donde por

intermedio de ellas continuaron a tejer planos y sueños

para consumar sus quimeras, mientras que el muchacho

insistía en prometer un breve retorno, pero excusándose de

confirmar la fecha bajo la alegación de un imprevisto

retraso que era fundamentado en las disculpa de los

compromisos profesionales.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 111

No obstante, por esa razón necesitaba de una

prórroga y aplazo para poder cumplir con la promesa

realizada en su partida. Pero los meses fueron pasando en

una vertiginosa velocidad con un acumulo de

correspondencias que repetían constantemente las mismas

proposiciones y palabras, sin que al menos ella

vislumbrase el hecho de poder concretar la confirmación

de la boda. Aún estaba vivo dentro de sus sentimientos

aquel sueño de poder concretizar complacida el anhelado

propósito.

La soledad le ocasionó intensa congoja durante el

periodo del embarazo; no obstante, la criatura originada en

aquel inconsecuente momento de amor, al final nació,

resultando ser una lindísima infanta con una mezcolanza

de linajes entre las dos estirpes que la procrearon.

Debemos destacar que este aguardado suceso tampoco

produjo la ansiada posibilidad de confirmar el prometido

reencuentro entre los dos amantes.

Ya pasado casi un año desde la emigración del

hombre que le había despertado tan ardorosa pasión, ella

pronto se persuadió que el juramento de antaño nunca se

concretaría. Incontinenti, en sucesivas correspondencias le

pleiteó educadamente por la ayuda financiera para poder

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La Tía Cora y otros cuentos Página 112

sustentar a esa hija renunciada, y entendiendo no caberle

solamente a ella el compromiso de mantener y educar la

niña. Corresponde destacar que prontamente, atendiendo a

las sucesivas suplicas de la mujer, el muchacho asedió al

compromiso de enviar un giro bancario a cada mes,

haciéndose cargo de parte de los gastos hasta que la

criatura llegase a su pubertad.

Con el decorrer del tiempo, la joven fue creciendo

entre mimos, agasajos y adulaciones por parte de la

familia materna, hasta el momento de constituirse en una

exuberante muchacha de perfil disonante con el resto de su

estirpe. Su complexión de niña había mudado para

resignarla a ser demasiadamente alta, excesivamente

delgada, casi escuálidamente esquelética en su estructura

física. Una fisonomía que prácticamente heredó por

completo de quien había sido para ella un desconocido

progenitor.

Su cabello tenía un matiz anaranjado semejante al

color de una zanahoria, pero delicadamente ondulado

como el de su madre. Los ojos eran de un celeste análogo

al color del reino celestial, con la tonalidad de un purísimo

y vivo añil cósmico que sobresaltaban austeros en un

rostro ovalado y largo, recubierto con una piel alba como

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La Tía Cora y otros cuentos Página 113

el marfil y totalmente salpicada de pecas, dejándole una

apariencia de extrema jovialidad y entusiasmo que la

convertían en una clara animación a ser percibida entre los

quien con ella convivían.

Durante todos esos años, la joven disfrutó de un

tratamiento de plena indulgencia por parte de su abuela y

de una constante dedicación por parte de su madre, que

debido a la necesidad de cuidar de su anciana madre y

dedicarse a su jovenzuela hija, debió abandonar las labores

externas y consagrarse con afinco a confeccionar

vestimentas en la propia residencia donde habitaban.

Durante su periodo de crecimiento, la ausencia de un

padre no le despertó resentimientos en el alma, puesto que

nunca disfrutó de alguna carencia afectiva de parte de la

extensa familia que tenía en su alrededor, donde siempre

participaba con alborozo y animación en las reuniones con

los más de una docena de primos, y con los que

variablemente disfrutaba de esparcimiento con una total

amenidad y diversión.

Entretanto, en el periodo de mudanzas entre la niñez,

la adolescencia y la pubertad, se fue amoldando en su

inconsciente la aspiración de ser pedagoga. Puede ser que

el deseo de convertirse en una eficiente educadora, haya

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La Tía Cora y otros cuentos Página 114

surgido de la continua convivencia con esa multitud de

parientes que la rodeaba, o como consecuencia de la

dedicada afectividad de su madre y su abuela, pero lo

cierto es que terminados los estudios básicos, optó por

entregarse a la tarea de suministrar las primeras letras a

pequeños infantes.

Esta garbosa joven de aspecto extrovertido y

optimista, dueña de un perfil casi anquilosado por su

flacura, poseedora de una voz delicada y firme que iba

imponiendo sus pensamientos de manera clara y concisa,

fuera de las cualidades y conocimientos profesorales que

fueron adquiridos por la exclusiva dedicación a su

pretendida profesión, ostentaba una extraordinaria

intuición para la elaboración de comidas y platos

extravagantes. Todos elaborados con gran perspicacia e

imaginación de su parte.

Su sagacidad para inventar la gestación de los

alimentos más simples, transformándolos de pronto en

originales comidas, provenía de su propia abuela, que

desde pequeña la involucró e inculcó en los conocimientos

básicos para las etapas preliminares de la cocina. Su don

ya era por demás conocido y admirado por toda la familia,

la que se seducía disputando las maravillas inventadas por

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La Tía Cora y otros cuentos Página 115

ella en los agasajos y encuentros en que tenían

oportunidad de reunirse.

Ya en su fase adulta, adoraba preparar habilidosos

almuerzos o ingeniosas cenas para agasajar a los tíos y

primos que periódicamente recibían en su casa. Por demás

está decir, que siendo una familia tan numerosa, existían

meses en que los aniversarios se festejaban a cada semana

en una rutina que provocaba la cofradía de los parientes.

Cuando la cuestión era carnes, ella ideaba un

preparado especial que consistía en abrir un trozo de

pulpa, a la cual le cortaba con un cuchillo una tapa

superior dejándole una extremidad unida. En el trozo

mayor, introducía nuevamente el cuchillo y le abría una

especie de sobre interno. Para preparar el relleno, algunas

veces utilizaba morrones pelados cortados en juliana,

queso magro, ajo, aceitunas descarozadas y cortadas en

rodajas, condimentándola con sal, pimienta y orégano. En

otras oportunidades, la preparaba colocando un relleno de

jamón cocido, queso mozzarella, albahaca, pimienta negra

triturada, romero y sal. Cuando no, inventaba un fritado

juntando en la sartén, ajo, cebolla, tomate, salvia, tomillo,

queso parmesano rallado, agregándole chorizo picante

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La Tía Cora y otros cuentos Página 116

desmenuzado, cocinándolo en el mismo consomé, al que

le agregaba una copa de vino tinto.

Preparado el relleno, cualquiera de ellos, lo colocaba

dentro del sobre interno de la carne, la cubría con la tapa

superior de la misma, sujetándola con dos escarbadientes

para no perder el relleno. La envolvía en un papel

laminado y la asaba en horno durante una hora y media,

acompañada de rodajas de papas, batatas, zapallo y

zanahoria, a los que los asaba junto a la pieza de carne.

Cuando el plato principal era la preparación de

pasta, variaba constantemente de espécimen de fideos y la

salsa que los cubría, pero también para estos ella tenía su

propio aderezo preferido, que lo preparaba de acuerdo con

el momento y la condición.

La salsa preferida consistía en un preparado donde

cortaba en cubitos menudos, unos pedazos de tocino

ahumado, jamón cocido cortadito en tiras finas, un poco

de ajo, cebolla, pimienta raspada y algún otro condimento.

Lo fritaba todo junto con muy poco aceite, agregándolo a

una salsa blanca que la condimentaba con nuez moscada

rallada y queso parmesano también rallado, adicionándole

una pequeña copa de vino blanco seco. Una vez preparada

la salsa a punto chirle, casi líquida, se la agregaba a unos

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La Tía Cora y otros cuentos Página 117

tallarines ya hervidos, espolvoreándolos a continuación

con bastante queso rallado.

Idénticos procesos repetía para los pescados, aves,

filetes, mariscos o cualquier base para el alimento y, para

cada tipo, tenía su propio menjunje. Sabroso le quedaba el

lomo de cerdo mechado con tocino y pasas de damasco y

ciruela, el que después de asado lo cubría con bastantes

restriegas de queso semiduro y lo servía acompañado de

un puré de papas con almendras trituradas, adornado con

unas rodajas de ananá fresco y duraznos conservados en

almíbar.

Ella no se atenía a una escuela culinaria que sirviese

de guía fiel a sus aptitudes. Era su propio paladar el que

determinaba la sazón y el gusto con que los preparaba y

cocía, premeditando anticipadamente la circunstancia y la

ocasión de la fiesta y sus agasajados.

De igual modo, debemos destacar que tales dotes se

restringían exclusivamente a la elaboración de comidas. El

preparado de los postres y sobremesas no eran su fuerte y

su habilidad, y sí, el de su madre, relegándole a ésta la

fastidiosa labor en la preparación de los mismos.

En todo caso, justamente así se encuentran ellas

ahora, conviviendo bajo un techo sustentado por armonía,

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fraternidad y cordialidad, donde las tres sustituyen la

carencia afectiva de amores masculinos inconciliables, por

el complemento de cariño y solidaridad mutua entre

madres e hijas, sin hostilidad o desavenencias que las

mortifiquen, sin desunión o conflictos que las ultraje,

dando cada una de ellas su parte de ternura y adhesión

para con la otra.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 119

Bucólico Paisaje

En ciertos segmentos del recorrido, la carretera

llegaba a ser monótona por causa del perenne paisaje

desértico formado de tierra pura, cielo y el sol brillante

que la envolvía. No obstante, en ambos lados de la misma

se podía divisar a vista ensanchada, unas amplísimas

extensiones de pastaje de variados matices de un color

verde mezclado entre tintes sepia y musgo, entrecortado

por resplandecientes pajonales y otros tonos de verdes

entre esmeralda y glauco. Entre ellos se notaba que

estaban insertados montes regulares, matas con arbustos

menores y los espacios de cultivo originados del

cuidadoso trabajo de sembrado, que se entreveraba con las

áreas que eran destinadas para el fin de procrear ganado.

Algunos pastizales, al estar entrecruzados con

espacios sembrados de granos y leguminosas, su aspecto

difería de entonaciones, donde cambiaba de reflejos yendo

desde el más claro hasta el más oscuro, entremezclando

entre las siembras el propio dorado oro de algunas espigas

de granos maduros, e incluso, el sombrío follaje de

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La Tía Cora y otros cuentos Página 120

malezas rastreras o el marrón lóbrego de indeterminado

boscaje perdido allá en la lejanía, donde el horizonte se

encargaba de marcar una fina línea en su amplia extensión.

Sin embargo, ese mismo modesto panorama, cuando

se analizaba la mezcla de tonalidades que lo cubría desde

arriba, se percibía el tinte añil celeste del cielo, interpolado

con esparcidas nubes que variaban del albo blanco a la

más variada gama de un gris borroso. Toda la atmósfera

parecía haber sido pincelada por algún hábil maestro del

arte del esbozo, el cual había enarbolando en el zenit la

presencia de un reluciente y redondo sol amarillo a manera

de parecerse a una moneda resplandeciente.

Intentando apresar el aburrido tiempo del trayecto,

me dediqué a buscar los contrastantes cambios de la

naturaleza, lo que casi sin querer me hizo percibir que el

propio colorido hacía parte del bucólico panorama. La

parte correspondiente a la carretera estaba pavimentada

con un breo alquitrán que en ciertos trechos presentaba

emparches en el asfalto, de manera de hacerlos parecer

como si ellos fuesen llagas curadas y resecas, o moretones

ya curtidos que habían quedado esparcidos a lo largo de un

maltratado cuerpo.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 121

En otros espacios, el mismo lecho del camino

presentaba unas cuarteadas hendeduras que iban

deslizándose en zig zag por la carretera, juzgando al ser

observadas, que simulaban ser como las heridas abiertas

esparcidas en una carne de piel morena lúgubre.

La larga lista fastidiosa y recta de un sendero

monótono, ocasionalmente aparecía entrecortada por

pequeños puentes que zanjeaban unos extenuados arroyos,

algunos de ellos profundos e incipientes, los que

inadvertidamente atravesaban el tramo y se esparcían

serpenteando como culebras entre los pastizales del

recorrido. En algunos de esos arroyuelos existía en sus

lechos un anémico hilo de agua plateada por el reflejo del

sol, que los hacia resaltar mustios entre las barrancas

desnudas de una tierra umbrosa y parda.

Paralelamente a los dos lados del camino, se

extendían de tanto en tanto, una infinidad de simétricos y

altos postes de madera rojiza que habían sido erguidos,

erectos, para poder sustentar una secuencia de cuatro o

cinco paralelos hilos hoscos. En éstos alambres se

balaceaban satisfechas diferentes pandillas de pájaros,

entre los que se notaban cardenales de penacho rojo, las

jaspeadas calandrias, los morenos horneros constructores,

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los asustadizos pirinchos, los cantores y rubios dorados,

los jilgueros de gargantilla, las grisáceas palomas de

monte o las alborotadas e impacientes cotorras, además de

un otro sinfín de aves de los más variados plumajes.

Algunos de estos tiesos maderos estaban coronados

en la cúspide, por estéticos nidos de un apagado barro

marchito y reseco. En otros, había un enmarañado de

ramas secas entretejidas entre sí, abrazadas a los mástiles

como siendo desengoznados percheros en el que habitaban

los lenguaraces y escandalosos loros verdes.

Si extendía la vista para ambos lados de la ruta,

notaba la existencia de una fina e interminable trilla

formada por tierra entremezclada junto a una esmerada

arenisca de gama plomiza, que servía para separar la

vereda negra del camino, de los verdes pastos de los

campos que amenazaban por invadirla desprevenidamente,

y formando una ilusión óptica a modo de querer

asemejarse a la terminación de un grotesco encaje que fue

zurcido a los lados de un tejido.

Más allá podía percibir entre los labrantíos de los

campos, que estos se hallaban cortados por interminables

líneas de alambrados que habían sido entrelazados

tiesamente en delgados maderos, que por su vez surcaban

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La Tía Cora y otros cuentos Página 123

de arriba abajo y de norte a sur, los desolados ejidos de la

región. Dentro de esos cuadros circunscritos por los

alambres, se esparcían perezosamente algunas tropillas de

reses o la borregada, oteando indolentes la distancia y la

vida. Posando sobre algunos hilos de alambre, podía notar

determinados caranchos, chimangos y halconcitos

haciendo antesala por alguna presa.

Al observarlos metidos dentro de esa impavidez y

quietud, perdidos interiormente en un silencio que los

abrazaba, también divisaba colores disonante que

matizaban el conjunto. Parte del ganado presentaba

diferentes tonos de marrón. Estos iban desde el oscuro

negruzco, pasaba por el barcino, y otros llegando a ser

parduscos y castaños, hasta llegando al ocre, que por su

vez, era caqui, paja, amarillento y cobrizo. Una

interminable gama de coloraciones rojizas y lustrosas

disonantes de su alrededor.

Otros animales que por allí pastaban, estaban un

poco manchados de un color blanco sucio, desvergonzado,

avariento, descuidado, contaminado, que les mancillaba el

pelaje dándoles una índole extravagante y original, y

parecían emplastados como inusitados remiendos entre el

negro o el marrón de la piel que les cubría la osamenta.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 124

Por su vez, los corderos, las ovejas y los borregos

que se perdían a lo largo del infinito teatro de la

perspectiva, poseían una coloración que resaltaba

contrastante contra el aceitunado matiz de los pastizales,

ostentando en los cuerpos un sucio tono nevado de

desaseado color, haciéndoles parecer indecoroso el

enrulado pelambre que los cubría.

Algunos errabundos caballares aparecían aquí y allí

como descarriadas figuras en el perene bastión del

horizonte, entreteniéndose a pastar sosegadamente entre

frustrados relinchos, y deambulando relajados los

pelambres azabaches, cobrizos, cenicientos, pardos,

mestizos y un sin número de heterogéneas combinaciones

que contrastaban con el arco iris del vergel.

Algunas veces atravesaban el cielo planeando, unas

fortuitas bandadas de aves menores, pero claramente se

notaban aquí y allí los grises y espantados teros zancudos,

desparramando sus alaridos en la mustia campiña, cuando

algún avizor gavilán merodeaba sus nidos. Del mismo

modo, aparecían negros cuervos con sus estiradas cabezas

rojizas, revoloteando desgarbados alrededor de alguna

carniza putrefacta. De vez en cuando también divisaba

algunas garzas y biguás.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 125

Al extender la vista hacia el anverso de mi rostro,

ya podía divisar parte de las cumbres y faldas de la cadena

montañosa que se levantaba tenuemente en el horizonte,

que, por la distancia que se encontraba, parecía pintada en

un fosco celeste extraterrestre que se fusionaba con los

celajes claroscuros y la bruma de la tarde.

Aun estaba lejos de alcanzar esos macizos

compactos de piedra y tierra. Montañas inmensas en su

realidad y tan pequeñas desde la distancia. Pero mientras

continuaba a rodar por el camino, comencé a percibir

algunas esparcidas viviendas desperdigadas de tanto en

tanto, como si estas estuvieran a fin de pretender demarcar

un territorio totalmente deshabitado de seres humanos.

Algunas de esas casas se escondían en su retiro, a las

espaldas de frondosos montes de bastos y verdosos

árboles, a modo de pretender disimular sus tímidas figuras,

o quedarse acurrucadas en esas sombras, para continuar a

juzgarse desapercibidas entre el silencio sepulcral que las

rodeaba.

Muchas de estas residencias se presentaban

demasiadamente minúsculas en tamaño y en la

circunstancia, estando destinadas a albergar almas y

amparar necesidades. Eran moradas donde se refugiaban

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dentro de ellas, esperanzas y sacrificios de sol y sol en el

desmayado ambiente que las asediaba. Casi su totalidad

exteriorizaba al unísono un cándido color blancuzco, que

las destacaba parecer mucho más albas entre las sombras

que las acurrucaban.

Otras, muy pocas, eran construcciones enormes en

su dimensión, pero siendo por lo general bajas y con

techos sobresalientes a su alrededor, dejando establecido

claramente las diferencias del carácter económico de sus

habitantes. Se constituían edificaciones apropiadas para el

tamaño del bolsillo de las gentes que allí vivían. Del

mismo modo, además junto a éstas, se desparramaban en

los aledaños unos grandes galpones y potreros.

Esa apreciación más intensa de encontrarme ahora

divisando construcciones, gente y movimiento, me generó

la impresión de que luego estaría llegando hasta algún

poblado, y que éste esgrimiría su casi solitaria utilidad en

aquellos parajes, como para servir de centro mercantil para

la región. Prontamente me invadió la voluntad de

conocerlo aprovechando el intervalo para realizar un

descanso y consumar una refección ligera para saciar un

hambre no sólo formada de curiosidad y expectación.

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Algunos kilómetros después, principié a divisar un

amontonado conjunto de desparejas edificaciones que se

volcaban urdidas en ambos lados de la carretera. Al

arribar, noté que existía allí un innegable movimiento de

personas en los más diversos quehaceres, dando una

relativa percepción de dinamismo cuando se los

comparaba con la monótona soledad de su entorno.

La muchedumbre era en su gran mayoría, compuesta

por individuos oscuros de piel. En algunos, se les notaba

un ton cobrizo resultante de la epidermis requemada por el

inclemente solazo. En otros, la generalidad de ellos, era

una falange de hombres provenientes de las muchas cruzas

de sangres de varias razas, aunque se notaba claramente

que en estos prevalecían los antepasados indígenas de sus

familias.

La agitación del lugar estaba cercada de los más

policromos colores provenientes de todo el contexto que lo

componía; sin embargo, el polvo seco empujado desde

lejos por brisas y vientos persistentes, uniéndose a él el

resultado del desprendimiento de partículas de resecas

plastas de barro arrastradas por las ruedas de los vehículos,

hacía que todo allí fuera fosco, opaco, nebuloso,

apagándole el brillo natural de los colores.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 128

Las edificaciones cotejaban en casi toda su

generalidad, estar bañadas por tintas de una invariable

graduación de matices claros. Pero, debido a esa

inclemente y constante acción del viento, la lluvia, de la

propia tierra volátil y el polvo depositado en la atmósfera,

éstos agentes extraños se habían ido colando el las paredes

y ahora se chorreaban de arriba abajo, dejando a su paso

marcas perceptibles de un color pardusco sobre el tinte

original de las paredes, los cuales variaban de apariencia

conforme el resguardo que cada una poseía.

Al observar inadvertidamente esa imagen, me

parecía que todo el panorama asumiera una imagen de

abandono o suciedad. Era una situación diferente,

fatalmente causada por el inexorable ambiente en el que

estaba incrustada la villa, y que ciertamente no difería en

mucho de las edificaciones que yo había notado desde la

carretera.

Decidido que me encontraba a realizar un frugal

tentempié, escudriñé por la búsqueda del local apropiado

para saciar mi deseo, especulando instintivamente por lo

que me sería conveniente en cuanto al aseo y al tipo de

merienda que iría consumar, haciendo que descartase de

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rayano cualquier establecimiento que presentase un

dubitativo ambiente.

Curioseé por la vereda de la vía principal que

cortaba a lo largo el perímetro del poblado, explorando los

ambientes que allí se agrupaban en una tentativa

incansable de capturar clientes para sus gestiones. Había

de todo, tiendas de ropas, farmacias, mercados de

comestibles, ferreterías, herrería, taller mecánico, bares y

tabernas, almacenes y fruterías, abastecedora de

combustible, bancos, y panaderías.

Existía toda una progresión de negocios volcados

para proporcionar las necesidades de la región, sin

considerar lo que es infaltable en cada pequeña localidad

de interior: la plaza. Por su vez, ésta era la principal y

única, acogiendo desparramadas en su contorno a la

comisaría, la iglesia, el correo y otras autarquías estatales.

Parecía que la vida del pueblerino todo, transcurría

entre esa plaza céntrica y el trecho de avenida que del

mismo modo se valía como siendo la arteria central y la

carretera. El resto de las viviendas se extendían

somnolientas por lo largo de tres o cuatro cuadras de cada

costado de la avenida, y por toda la extensión longitudinal

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La Tía Cora y otros cuentos Página 130

del pueblo, que debería ser de aproximadamente no más

que un kilómetro.

La mayoría eran meros locales comerciales, simples

en sus acomodaciones, pero sin embargo estaban

abarrotados de mercaderías variadas dentro del ramo de

actividad a que se proponían. Ojee entre los mismos

holgazanamente con el único intuito de desperezar mi

ánimo, cuando de pronto en mí peregrinar sonámbulo, me

deparé con un tugurio de aspecto interesante que

anunciaba entre otras cosas, las especialidades típicas del

terruño.

Era una mezcolanza de fonda, cantina, y bodegón,

con piso de tabla cruda, mesada de madera rústica

recubierta de un barniz brillante, y paredes melancólicas

desde donde colgaban añejados afiches de determinadas

bebidas y cigarrillos. Había también un gran espejo

rectangular y algunos percheros para acomodar los abrigos

de esparcidos clientes que hasta en tal ocasión se

allegaban.

Rellenaba el salón una profusión de juegos de mesas

con cuatro sillas, que al igual que todo el ambiente,

estaban erigidas en madera rústica, pavonadas con un

lustroso barniz rojizo, ostentando por encima de ellas unos

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La Tía Cora y otros cuentos Página 131

mantelitos confeccionados preciosamente en un tejido con

apariencia cuadriculada y bordado en todo su contorno con

punto cruz. Pese a su simplicidad, todo demostraba un

relativo buen gusto y naturalidad, apreciándose en aquel

lugar el verdadero capricho de sus propietarios.

Indagando para concluir de vez con los intereses que

en tal sazón me conducían, prontamente me fue

recomendado probar los sándwiches, que venían

dispuestos en prodigiosas rebanadas de pan casero y

elaborados con manteca casera, robustas tajadas de queso

de la colonia y abastadas lonjas de jamón ahumado.

Además, podía probar los que eran preparados con rajas de

salame cortado a cuchillo, y acompañar los mismos con un

considerable jarro de café preparado al modo campero. De

igual modo, si así lo deseaba, igual figuraban otras

opciones más triviales en la carta del menú.

Para ser sincero, no esperaba depararme con tan

esmeradas y sabrosas exquisiteces, prontamente develada

por mi paladar, tanto en su gusto como en la exhibición

del plato y en el extremado cuidado que tuvieron con su

disposición. Un contexto algo difícil de poder encontrar en

una ciudad sin mayores recursos. Me habían servido los

alimentos en una gran bandeja de madera donde estaban

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La Tía Cora y otros cuentos Página 132

acomodadas dos inconmensurables y espléndidas tajadas

de pan del tamaño de un sol, rebosantes por dentro de

holgados trozos de carne y queso, junto con una enorme

jarra de cerámica que contenía un caliente y humeante café

aromático.

Saciados mis antojos y con el apetito sobre control,

decreté por realizar una leve caminada durante algunos

minutos más antes de proseguir mi viaje, en una clara

tentativa de hacer posible digerir mejor los alimentos

introducidos dentro de mi estómago.

Las calles, en los alrededores de la plaza y de la gran

avenida, eran las únicas que poseían un revestimiento de

capa asfáltica negra. El resto de las travesías tenían un

caparazón polvoriento, constituido por un amasijo de tierra

opaca y barcina que se formó de la composición entre

arenisco, pedregullo, y macadán, compactada sobre los

mismos senderos que acomodaban las diferentes

residencias, que en su mayoría, al estar retiradas de las

veredas, todas ellas exhibían floridos y arbolados jardines

en sus frentes.

El sol de la tarde ya proyectaba su irradiación en un

ángulo que inventaba sombras oblicuas desde los objetos

hacia el suelo. Por su vez, la cadena montañosa que

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La Tía Cora y otros cuentos Página 133

enmarcaba el lejano horizonte, ahora aparecía más

nítidamente ante mi visión, y eso daba a la ciudad una

representación ocular que bien podía ser considerada una

postal fotográfica sublime.

De pronto percibí que mi descanso se estaba

explayando en demasía, obligándome de inmediato a tener

que retomar el restante camino de mi viaje. Aun pretendía

llegar a mi destino antes que el sol se opacara de vez entre

las cumbres rocosas; aunque vislumbraba que tendría por

la frente un no tan monótono recorrido, ya que en muy

corta trayectoria del camino, la carretera se esparciría por

cuestas, repechos, curvas y laderas, robándome el

encantamiento de poder continuar a apreciar los bucólicos

paisajes hasta ahora divisados.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 134

Estirpe Disipada

Finalmente había logrado recibir el dinero. Era una

de las partes que le correspondía en la división de la

aminorada herencia, y que fuera resultante de su fracción

al realizar la venta de una casa vetusta y añosa.

Antiguamente, su bisabuelo la había construido en la

misma ciudad donde alcanzó a nacer su padre, pero de la

cual él había emigrado en su juventud.

En ese instante le invadió la memoria el recuerdo de

las épocas en que partían con ansia en el alma para

visitarlos, llegando a escudriñar en la retentiva por las

veces que en su niñez había despilfarrado horas de

ociosidad entre aquellas inmemoriales paredes. Repasó las

correrías alborotadas que realizaba libremente entre los

muebles de la casa, que en su momento le impresionaban

por ser invariablemente negros y pesados, y los cuales le

habían parecido que los mismos siempre habían sido

viejos y retintos desde el momento en que los habían

construido.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 135

Recordó que, por momentos, aquella vivienda de

edificación amplia, con paredes de muros anchos, gruesos

y estentóreos en opulencia, con los pisos de madera

lustrada y su alto cielorraso de tabla, le hacía pensar en ese

entonces que, de tan alto que quedaban desde su ángulo de

visión y dentro de la infantilidad de pensamiento que lo

acompañaba, lo inducía a indagar por el tipo de

corpulentos individuos que podrían vivir junto a sus

parientes dentro de ese castillo de techos altísimos.

Tenía presente en su mente los imponentes

ventanales que se anteponían a la zaga de las balaustradas

y volcados hacia la avenida, donde frecuentemente en los

atardeceres, sus abuelos se sentaban para extender sus

prosas deleitándose entre cebaduras de mate caliente y

manducatorias polvoreadas de azúcar y mermelada,

estirando la mirada entre el movimiento de transeúntes,

carrozas, velocípedos y algunos pocos vehículos perdidos

que por allí desfilaban en el crepúsculo.

No tenía dudas que en aquel entonces, pese a que

con su corta edad todavía no lo comprendía correctamente,

la opulencia ya hacía parte de la familia, y estaba

estampada desde el tamaño de la casona, los muebles de

estilo bizantino que en ella se desparramaban, los

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La Tía Cora y otros cuentos Página 136

cortinados de terciopelo colgados del techo al suelo en

todos los aposentos, el tropel de servidores, todos oscuros

en su color pero de un alma blanca en el cariño y los

cuidados que le donaban, la imponente mesa donde se

reunía la familia para las refecciones, el piano colosal y

hermosísimo de un negro lustroso y relumbrante con el

cual su abuela animaba los cálidos anocheceres.

Para recapitular su memoria, recordó que su

bisabuelo había aparecido en una de aquellas levas de

inmigrantes que el gobierno había promovido próximo de

la segunda mitad del siglo XIX, como condición para que

de esa manera se incentivara la colonización de la región,

y de igual forma que pudiesen los expatriados inculcar

algunas enseñanzas instruyendo la población de

desventurados y analfabetos que estaba desparramada por

esos parajes.

En aquel momento había resolvió venirse como

polizón en un navío de carga que habitualmente realizaba

la línea mercante entre el puerto de da capital y en viejo

continente. Pero la verdad, era que él venía de mucho más

allá, de otras tierras mucho más lejanas e desérticas, que al

estar muñido de una juventud aventurera y de un espíritu

ambicioso, se había lanzado confiado a un nuevo mundo

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La Tía Cora y otros cuentos Página 137

en ebullición. El convencimiento a realizar la aventura le

vino de los comentarios que existían abiertamente, de que

la riqueza de allende fluía por todos los territorios

inhóspitos.

Al inicio de su llegada se dedicó a tareas variadas en

el propio puerto de arribo. A continuación, fue mercachifle

de un ávido patricio que lo incentivó e instruyó en la

función y en mercantilismo. Reunido de coraje, partía

entonces con un pesado carromato abarrotado de

chirimbolos por esos caminos de tierra con mucho polvo y

barro, recorriendo distancias agrestes y yermas, buscando

pueblos o villas que abrigasen diferentes individuos con

quien negociar.

Muy pronto la perspicacia le permitió vislumbrar la

fructífera oportunidad de realizar compensatorias permutas

de sus mercaderías por otros productos, y nuevamente,

atiborrado de esos nuevos frutos y utilidades, realizaba su

retorno a la capital; los que entre ida y vuelta, le consumía

varios meses de su vida. Algunos años después, ya dueño

de varias carretas en el trayecto, concluyó por establecerse

en la región y desde allí, comandar su floreciente negocio.

No demoró mucho tiempo para que el oro y la plata

llenasen sus alforjas, trayendo yuxtapuesto el restante de

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La Tía Cora y otros cuentos Página 138

los beneficios que la riqueza siempre proporciona. Fue en

esa época que mandó construir la casa, no sin antes haber

construido parte de su imperio económico.

Adinerado, pudiente, culto y letrado, pero siendo ya

un señor de edad madura, mismo así, instituyó casamiento

con la hija de un acaudalado hacendado de su círculo de

negocios. El hecho le permitió aun más reforzar su ya

holgada riqueza, y en esa residencia magnánima y grande

habían nacido sus diez hijos, y desde allí comenzó a

inmiscuirse en la política regional como manera de

preservar su patrimonio.

En el decorrer de la vida, se convirtió en un

poderoso, influyente y astuto líder local, apoyando

determinada facción del régimen, como manera de poder

garantizar su opulencia y su destreza. Fue así hasta que, al

llegar a su vejez, una enfermedad lo postró por largos años

en un letargo inocuo, robándole la capacidad de hablar y

expresar su raciocinio.

Sus hijos, aprovechando el oportuno momento, se

dividieron en vida los negocios y las propiedades del

patriarca a fin de que cada uno de ellos pudiese dar

continuidad a los días de gloria de antaño. Durante un

determinado periodo de tiempo, hasta que algunos

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La Tía Cora y otros cuentos Página 139

tuvieron un relativo éxito con los emprendimientos que

realizaron, pero a casi todos les faltaba la sagacidad y la

maña del viejo cacique.

A decir verdad, vale esclarecer que los tiempos ya

eran otros y los espacios para grandes negocios ya estaban

ocupados o demandaban por un mayor capital. Mismo así,

el comercio del inicio del siglo trajo con él, la mudanza de

los rumbos mercantiles y los propios hábitos de la

población. En ese periodo pasaron a existir ciertos

beneficios que dieron impulso a diferentes actividades que

se fueron desenvolviendo con el advenimiento del

ferrocarril, el automóvil, la radiodifusión, la luz eléctrica y

muchos prósperos beneficios más.

En el fraccionamiento de la herencia, a su abuelo se

le habían homologado como parte del repartimiento, los

derechos a la casona y el establecimiento que funcionaba

como almacén de compra y venta de granos y de artículos

relacionados con la actividad agropecuaria. Éste era un

enorme galpón, una especie de comercio mayorista

especializado en un segmento de actividad bastante

predominante y aún en expansión.

En ese instante, un torrente de recuerdos le aguza

vivamente su memoria y le hace recordar de algunas de

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La Tía Cora y otros cuentos Página 140

aquellas visitas que habitualmente realizaban a la ciudad

natal de su padre y sus abuelos. De pronto se entrega a la

afable evocación de su época de chiquillo y de su estada

en el almacén, cuando le viene a su mete la imagen de

cuando correteaba entre los inmensos corredores de

enormes pirámides de bolsas de yuta, en las que se trepaba

ágilmente como mono entre matorrales, no sin antes tener

que escuchar los severos bramidos que su abuelo

prorrumpía para que conservase la compostura.

Ceñido en ese conflicto de recuerdos, a su memoria

le vuelven nuevamente las imágenes retentivas de la casa

de sus abuelos, imaginando ver el amplio patio enlozado

con grandes mármoles blancos y negros asemejándose a

un impresionante tablero de ajedrez, y que sitiaba

lujurioso las anchurosas habitaciones a su alrededor.

Evoca la cocina grande con el aljibe interno y los fogones

de leña, recordándose del jardín posterior que era una

mezcla de huerto, vergel de flores y boscaje de

enmarañados arbustos y enredaderas en donde jugueteaba

distraídamente bajo los celosos ojos de una criada de

ocasión.

Todo eso pertenecía a un momento remoto de su

niñez, en que aún en aquel periodo no se había hecho

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La Tía Cora y otros cuentos Página 141

sentir con mucha intensidad el ocaso de la opulencia que

esa familia ostentaba en tiempos pasados. Las épocas

habían cambiado, pero recordaba claramente la

aristocracia de sus abuelos, que sin embargo, en virtud de

las dificultades económicas que los apremiaba, insistían en

conservar intacta la estructura y la disposición de la

casona.

Sólo el tiempo le fue dando a nuestro personaje la

capacidad de razonar sobre lo sucedido, adonde con base

en los acontecimientos mas recientes de su vida, le fue

más fácil advertir ocurrencias similares como los

ocurridos con su familia. Principalmente los observados en

las estirpes de distinguidos apellidos, de linajes con mucho

dinero y poses construidos principalmente con el usufructo

de tierras y campos; peculios que muchas veces se fueron

acumulando a la sombra de negocios ambiguos y hasta

con la unión de distintas combinaciones de apellidos y

sobrenombres.

Esa formación de grandes extensiones de tierra, que

antiguamente habían generado aquella noble hidalguía de

muchos sobrenombres de donaire, daba tranquilamente

para sustentar varios hijos con enorme exhuberancia y

poder. Pero con el fallecimiento de estos soberanos, con el

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La Tía Cora y otros cuentos Página 142

paso de las décadas se fueron dividiendo los campos con

partes menores, los que igualmente, continuaron a ser

explorados por sus descendientes utilizando peones sin

estilo y cualidad.

De igual modo, estas tierras continuaron a fructificar

suficiente dinero y riqueza, que por su vez seguían

sustentando otras manadas de hijos, los que no obstante,

igual podían sacar una buena renta de ellas, pero no tanta

fortuna como entonces.

Igualmente, con el pasar de los años, esos hermanos

fenecían y nuevamente las partes menores quedaban aun

mas menores que antes. A partir de ahí, ya la plata que

esos campos rendían no alcanzaba lo suficiente para

sustentar cunas y estirpes, dando lugar a peleas entre

familia o fraccionando lo que restaba, necesitando los

descendientes buscar el sustento y los anhelos en otros

trabajos.

Llegó a comprender que algo así habría sucedió con

su abuelo, que queriendo mantener la apariencia y la

compostura legada, no vislumbró lo que sobrevenía. De

ese casamiento le nacieron tres hijos, -su padre y dos tías-,

y de igual modo, no siendo una familia tan numerosa, el

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La Tía Cora y otros cuentos Página 143

comercio que tenían generaba solamente lo estricto para

vivir y sostener los gastos de manera escrupulosa.

De tal manera, para adaptarse a los nuevos vientos

que soplaban, redujeron la servidumbre a la escuálida

suma de dos domésticas, y la casona se fue deteriorando

por la falta de recursos suficientes para la reparación y

restablecimiento de la edificación y el mobiliario, y muy

pronto del mismo modo, también se acabaron las tertulias

y las reuniones de familias distinguidas. El simple hecho

de tentar sobrevivir, fue lo que en realidad marcó las

últimas décadas de vida de sus abuelos.

Su padre, desde temprana edad, se había marchado

para la gran ciudad con intención de completar los

estudios universitarios. Tal vez haya sido ese el mayor

legado que sus abuelos le prescribieron a su padre, pues

dentro de la estrechez de recursos, le respaldaron por años

el costo concerniente a su sustento y la progresión

educacional.

Durante esos ocho años de ausencia dedicados a sus

estudios, se había ido ahondado aún más el lúgubre

escenario del oficio de su abuelo, haciéndole menguar los

resultados de tal manera, que ya no permitiría sustentar

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La Tía Cora y otros cuentos Página 144

más bocas dentro de una misma insuficiencia de

recaudación.

Bajo la perspectiva ominosa que tristemente

vislumbraba en las actividades mercantiles de la familia, el

muchacho decretó la sentencia de volver a la capital para

organizar su porvenir, ahogando en ese momento las

fantasías tejidas bajo un manto de esperanza y sin poder

tener aquella certidumbre de alcanzar a practicar la carrera

escogida en su ciudad natal.

Aun así, ambicionaba alcanzar el éxito en la

profesión elegida, mismo sabiendo que no podría contar

con las relaciones requeridas para introducirse en un

nuevo mercado, pero mantenía el convencimiento de que,

con esmero y dedicación, no le sería dificultoso alzarse

victorioso en su desafío.

Al inicio fue necesario juntar ímpetus similares con

algunos ex condiscípulos de universidad y colectivamente,

pronto instalaron un pequeño bufete para desempeñarse en

las labores de abogados. No obstante, la expectativa criada

no fue muy satisfactoria en cuantificación de resultados

compensatorios; hasta que en un determinado día, aceptó

un nuevo reto y se fue a trabajar para un renombrado

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La Tía Cora y otros cuentos Página 145

escritorio jurídico con acentuada especialización en causas

civiles.

Aquellos espacios inaugurales fueron para su padre,

muy duros y sacrificados en todos los sentidos, pero de

cualquier modo ese fue el período en que se produjo el

escenario que le permitió enclavarse en un ambiente nuevo

y competitivo para su profesión. Más tarde aparecieron en

su vida, la esposa, el hogar, los hijos y los beneficios de la

profesión que fue conquistando paso a paso en el decorrer

de los años.

El repaso de los acontecimientos de sus antepasados

estaba prácticamente cimentado en el recuerdo de las

historias que su padre le había efectuado en los más

diferentes momentos de su vida, pues a bien verdad, muy

poco pudo presenciar de los hechos y las historias de la

familia. En parte debido a la distancia donde vivían, y por

las escasas veces en que visito la casa de sus antepasados.

Lo único que alcanzaba a mantener nítido en su

cabeza eran los momentos de la niñez, tiempo en el que las

visitas fueron más frecuentes, pero después que su abuelo

se enfermó y fueron obligados a vender el negocio y la

propiedad donde se ubicaba el almacén, su padre y él, no

habían vuelto más a visitarlos.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 146

Sin embargo, pese a que su padre mantuvo para con

ellos sus citas anuales y una periódica correspondencia, él

solamente volvió a la casona en los últimos momentos de

vida de su abuelo. En esa su última estada, recordaba de

cómo alcanzó a percibir la precariedad económica que

había cincelado profundamente la confianza de aquel

lugar. Fue en ese instante que notó que nada mas guardaba

el brillo de antaño, ni la casa, ni los utensilios y ni las

personas, ni la propia manera de vivir de todos ellos.

Tal fue vez por misericordia o piedad, pero en aquel

momento quedó ajustado entre los sucesores que,

poseyendo como herencia para dividir, única y

exclusivamente la desmerecida propiedad, y siendo ésta de

imprescindible necesidad para poder cobijar entre sus

paredes, a su abuela y una de sus tías con sus respectivos

familiares, establecieron de común acuerdo que la división

del legado se daría cuando ambas mujeres falleciesen,

accediendo a que los parientes mayores continuasen a

disponerla hasta el final de sus vidas.

Igualmente, vista la precariedad de subsistencia que

allí se enfrentaba, su padre los socorrió en diversas

oportunidades con suficiente subsidio monetario con el fin

de permitirles tener una vejez más digna y plausible. Así

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La Tía Cora y otros cuentos Página 147

se pasaron un poco más de dos décadas y en ese lapso de

tiempo, murió su abuela y pocos años después, su propio

padre.

Cuando esa tía que aun vivía allí también espiró,

nuevamente los sucesores acordaron realizar la secesión de

la herencia entre todos los descendientes, pactando entre

ellos la venta del inmueble y todos los perteneces que

hacían parte de la misma.

Todo el procedimiento legal para poder venderla

había consumido algo más de un año, entre el expediente

de los documentos legales y la venta de la propiedad.

Considerándose que la ubicación de la vivienda

estaba insertada en la calle principal de la ciudad, en su

momento, el valor alcanzado con la venta no llevó en

consideración la parte física de la residencia en virtud de

ésta ya estar completamente deteriorada y comprometida

en su estructura. Ni que hablar de los impresionantes

muebles de caoba negra con más de cien años de duración

menoscabada y carcomida por el maltrato.

Cavilando ahora sobre los hechos y volviendo a la

época actual, reflexionó sobre los orígenes de la familia en

una región extraña para sí. Recapacitó en una amplia

análisis por la viveza y enfoque que había tenido su

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La Tía Cora y otros cuentos Página 148

bisabuelo en un momento de la historia y quien sabe, del

contento que éste sentía al juzgarse vencedor en tierras

remotas. Evaluó la falta de perspicacia y de clarividencia

de los hijos de éste al dilapidar el patrimonio por él

conquistado, y de las tantas otras cosas acontecidas en tan

sólo tres generaciones, donde un sobrenombre de

influencia y estirpe había quedado silenciosamente

consumido en la leyenda y en historia.

Le parecía mentira que de toda aquella opulencia,

riqueza y fortuna de otrora, había restado para cada uno de

los descendientes el valor similar al costo en la

adquisición de un automóvil con más de diez años de

usanza y un sobrenombre normal en el catálogo telefónico.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 149

Trama Conjurada

En ese momento la cabeza estaba hundida sobre una

escuálida almohada de tejido esponjoso, de manera que

esa posición le permitiese permanecer indiferente al

movimiento de las personas que susurraban lacónicos a su

rededor. El cuerpo frígido desde hacia varios días, yacía

estirado en posición inerte entre los inmaculados lienzos

de un lecho luctuoso, haciendo que su delgada figura

contrarrestase con la fraternidad que se percibía dentro de

un cuarto totalmente albo.

La dermis del hombre enfermo había comenzado a

perder la tonalidad lustrosa de otrora y la decoloración de

su piel parecía dejarlo opaco, descolorido. No obstante, el

lento movimiento pausado del esternón demostraba que la

savia continuaba a circularle lánguidamente por las

arterias, como si estuviese procurando de alguna manera

permanecer pugnando por sobrevivir.

Quien se atreviese a observarlo sin comprender su

pasado, notaría un rostro demasiadamente demacrado que

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La Tía Cora y otros cuentos Página 150

dejaba trasparecer una silueta cadavérica a punto de

expiración, permitiendo percibirla aún más acentuada por

causa de la boca arrugada y de las mejillas enflaquecidas y

hundidas por la falta de dentadura, lo que le hacia resaltar

desmesuradamente los puntiagudos huesos de sus

pómulos, y hacerle prevalecer el armazón huesuda de una

nariz afinada y picuda frente a la cavidad ósea que

acondicionaban sus grandes ojos morenos y marchitos.

Tenía las juntas de las articulaciones de los huesos

del cuerpo hechos como nudos por causa de una artrosis

aguda que lo venía molestando desde mucho tiempo atrás,

dando la impresión de que éstos ensayaban escabullirse

desde su estructura, como si pretendiesen escaparse de los

punzantes dolores que esas hinchazones provocaban en las

coyunturas. Toda su estructura estaba acomodada en una

distribución corpórea que tal vez ahora no alcanzase a los

50 kilogramos.

Mantenía los parpados cerrados como si quisiese

aferrarse a la vida que ya exhortaba en intentar escaparse

lentamente de su quebradizo cuerpo. De cualquier modo,

tampoco incitaba en conservarlos abiertos, pues la tenue

piel nebulosa y blancuzca que le cubría la córnea, le

dejaba percibir solamente unas imágenes turbias y

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La Tía Cora y otros cuentos Página 151

brumosas, resignándolo a tener que distinguir tan

únicamente figuras desteñidas y pálidas.

El murmullo que las personas que lo acompañaba

iban balbuceando por la habitación, le penetraba en sus

oídos semejándose a un sonido diáfano, imposibilitándole

la condición de comprender claramente las palabras que

éstos entonaban, y dejándolo con la impresión de estar

auscultando una repercusión de lejana resonancia. Si bien

que el viejo ya sospechaba el debate que estos suscitaban a

su alrededor.

Pese a la circunstancial condición de extremada

precariedad física que exponía, su lucidez de pensamiento

permanecía casi intacta, un suceso que le permitía,

esporádicamente, al procurar extender su mirada, sentir un

cierto gusto de complacencia al notar la presencia

plañidera de los codiciosos parientes que ya lo velaban

aun en vida. En lo recóndito de sus pensamientos, en parte

le entusiasmaba notarlos tan abismados y meditabundos

frente al cuadro sepulcral que él les bosquejaba desde su

lecho de hospital.

Ésta no era la primera vez que sus familiares habían

acudido urgentemente a visitarlo en su internación

hospitalaria, teniendo en vista el corolario expuesto en

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La Tía Cora y otros cuentos Página 152

más una grave crisis renal que lo había acometido

sorpresivamente. Pero como el cuadro general que

presentaba demostraba una cierta debilidad acentuada,

todos ellos por igual preveían el momentáneo proceso de

su expiración para cuestión de exiguos días.

Embarazoso engaño, pues la verdad es que el

avejentado abuelo, mismo oprimido en un delicado trance

y con la salud severamente comprometida, revelaba

lentamente una vaporosa recuperación frente al intenso

tratamiento impuesto por los médicos. Un hecho que

indudablemente, en su pensamiento significaba más una

nueva ocasión para producir en esos bandoleros

malandrines, el paulatino aplazamiento de sus quimeras, lo

que evidentemente significaba pretender expeditamente

echar el guante a la fortuna que él disfrutaba.

Con una lucidez manifestada tan sórdidamente, y

que se mantenía clara como la misma transparencia del

agua pese a la frágil imagen que su cuerpo trasmitía, la

eventualidad le asentía evocar por determinados hechos

del pasado. Estando en ese inocente reposo,

frecuentemente consentía a su mente el derecho de

desenterrar acontecimientos que desde mucho tiempo atrás

le ocasionaron el endurecimiento de su alma, llegando a

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La Tía Cora y otros cuentos Página 153

evocar por el momento que alcanzó a distinguir

notoriamente la avidez y el egoísmo en el comportamiento

de casi todos ellos.

De una manera u otra, a todos ya les había extendido

su ayuda en las más diversas ocasiones de emergencias y

apremio, intentando colaborar para auxiliarlos a poder

encontrar el sosiego para los atosigamientos que padecían.

Tal vez no fuera con la misma holgura que estos

pretendían, pero de cualquier modo, sea bajo cualquier

pretexto que se lo expusiesen, en ningún instante se había

arrepentido de socorrerlos en los relámpagos de premura.

No obstante, desde hacia algunos años venía

notando un cierto despotismo por parte de muchos de

ellos, principalmente en lo concerniente a empréstitos

monetarios para saldar compromisos. De éstos, un

sinnúmero eran de orígenes dudosos o hasta quien sabe,

ocurridos por causa del comportamiento atolondrado e

imprudente que ellos asumían. Lo hacían como

premeditando saber de ante mano que de algún modo el

viejo los ayudaría a remediarlo.

Escudriñando en la memoria, recordaba que ya hacía

algo más de dos años que él se había negado a continuar

colaborando con ese tipo de solicitaciones inconsistentes y

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absurdas. No era el caso de aventar o asumir una catadura

sórdida ni una mezquinad aguda, pero estaba cansado de

asistir pasivamente al desfile mensual que éstos realizaban

en su casa, y dentro de una descarada desfachatez, se

entregaban a mendigarle ayuda para solventar sus

deleznables apetencias.

Al observarlos de soslayo una vez más, ahora los

notaba circular ansiosos por la habitación y, actuando

como fantoches frente a su complicado estado de salud,

esbozaban rostros con una externa fisonomía preocupada.

Pero seguramente que, en su interior, pensaba él,

ciertamente deberían estar deliberando de cual valor o

bienes a que tendrían derecho en la división del espolio del

carcamán de su pariente.

Mal sabían ellos que este adinerado consanguíneo,

previendo anticipadamente que su final muy pronto se

avecinaba, anticipándose al momento había tomado

resguardo legal para no dejar desnuda su riqueza al

momento de su partida, como si pretendiese de esa manera

establecer un castigo a la deshonestidad de esa plétora de

avarientos emparentados.

Como no disfrutaba de herederos directos en grado

ascendente ni descendiente, su abogado le había

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recomendado que, al preparar el testamento, estipulase un

determinado valor para cada parte de los que serían

agraciados con su legado, comprometiendo una

determinada cuota, que podía ser convenida en porcentaje,

cupo o prorrata, de acuerdo con su libre albedrío, o

inclusive, conceder la donación de los inmuebles

separadamente de los valores monetarios, y de las

acciones bursátiles de sus inversiones de capital. Una vez

determinada su voluntad, todo sería redactado en un

documento final donde un escribano atestiguaría la

idoneidad del instrumento en cuestión.

Con el fin de precaverse y hasta lograr conseguir

anticiparse al desenlace final, a partir de ese instante había

comenzado a maquinar algún ardid con el cual, de cierta

manera, podría prepararles una sorpresa. Pero lo único que

realmente lamentaba, era que ya no podría estar presente

para observarles las repentinas expresiones fisonómicas de

pánico que seguramente se les estamparía en los rostros en

el momento que les fuese leído el testamento.

En aquel momento se preocupó en alcanzar a

conjeturar y determinar algunas artimañas que de alguna

forma los obligase a cualquiera de ellos, a enfrentar una

mudanza radical en el comportamiento irreflexivo y

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La Tía Cora y otros cuentos Página 156

codicioso que sobrellevaban, si es que estaban a fin de la

herencia.

Recordaba visiblemente que, al asumir ésta actitud,

se concedió una cierta satisfacción interna de desagravio, y

hasta de venganza por todo el tiempo en que se habían

aprovechado de su buena voluntad y su benevolencia. Es

probable que al inicio contase inclusive con una pizca de

antipatía y odio hacia ellos, cuando durante un encuentro

familiar, descubrió soslayadamente sus patrañas al

sorprenderlos confabular entre sí, jactándose de las farsas

que algunos urdían para complacerse de su indulgencia.

De cualquier manera, ahora el testamento ya estaba

pronto, pero así mismo, tampoco significaba que les iba a

dar el gusto de morirse tan ingenuamente. Codiciaba

hacerlos sufrir con el letargo de su propia agonía, y para

eso buscaba toda fuerza posible y oculta en su organismo

para lograr mantenerse vivo, aunque más no fuese por

algunas pocas horas más. Esa tentativa de alargamiento de

su existencia le generaba aquella complacencia sórdida e

deshonesta, de la que tanto se complacía y disfrutaba al

verlos en estos instantes desfilar ante su cuerpo con rostros

apesadumbrados y contritos.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 157

Bien que le gustaría sonreír, pero le faltaba el

arrebato para conseguirlo, pero de igual forma, tampoco lo

haría por causa de no querer malgastar esfuerzos en vano.

Hallaba que todo su frenesí debería estar reservado para

una tentativa de recuperación, aunque ésta aconteciese

parcialmente y de manera lenta y parsimoniosa, ya que

tanto daba para él el tiempo que le consumiese, por hallar

que no tenía prisa en morir.

Cuando preparó el testamento, había dispuesto que

se incluyesen algunas cláusulas leoninas en el mismo, a fin

de que con ellas consiguiese una manera de exigirles que

el incumplimiento en parte o en un todo de las propias,

generara la pérdida del derecho a beneficiarse de los

bienes que le destinaba a cada uno.

Las medidas establecidas variaban de acuerdo con la

circunstancias de cada uno. Para algunos les exigía

practicar casamiento y, a continuación, el arribo de un

determinado número de hijos que deberían ser fecundados

en un estipulado tiempo, destinándoles el veinte por ciento

de la prima luego en seguida de la cimentación del

matrimonio y el valor restante, dos años después del

nacimiento del último hijo estipulado en su documento.

Caso no fuese cumplido el encargo en un período máximo

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La Tía Cora y otros cuentos Página 158

de diez años, los valores serían donados a una determinada

entidad filantrópica que constaba en el manuscrito. Sin

lugar a dudas, ese era un castigo destinado para los

libertinos derrochadores.

En otros casos, llegó a determinar que estos hiciesen

parte permanente del cuadro secularizado de la iglesia,

donde el acompañamiento eclesiástico les atribuiría la

interrupción definitiva de sus participaciones en cualquier

tipo de juegos de azar. En tal ocasión, sólo les sería

concedido el veinte por ciento de la prima luego de dos

años de práctica continuada del acto específico, y el valor

restante les sería entregue después del quinto año, siempre

que el vicario de la iglesia así lo confirmase. De no ser así,

el valor sería revertido para la congregación definida en el

legajo. Pensaba que éste sería un verdadero escarmiento

para los desenfrenados viciosos que malgastaban sus horas

en relajadas juergas.

También había decidido requerir que, en el momento

de recibir la parte que les correspondiese, ninguno de los

beneficiarios poseyese cualquier registro de observancia

judicial, o abrigase algún fallo que fijase condena por

haber infringido determinada ley por libertinaje,

concupiscencia, liviandad o cualquier otra práctica que

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La Tía Cora y otros cuentos Página 159

transgrediese la legislación que rigen las normas de buenas

costumbres, o por desvío de conducta.

Otro punto en cuestión con el cual él los penalizaba,

tenía que ver con lo concerniente a débitos. Había

concluido que ninguno de ellos, en el acto de recibir los

emolumentos de cualquiera de las fases de la gratificación,

no acumulase deudas bajo cualquier hipótesis, y en lo

relativo a financiamientos para inmuebles o automóviles,

los mismos, si existiesen, no podrían exceder al cincuenta

por ciento del valor total de los bienes registrados, los

cuales tampoco deberían constar valores de parcelas en

atraso.

Sin lugar a dudas, buscaba exponer a todos en un

compromiso constante durante un largo periodo de sus

vidas, a modo de que un extendido espacio de tiempo

sobre el autocontrol obligatorio, les posibilitase abandonar

los hábitos espurios con que habían regidos sus vidas hasta

el presente. En todo caso, quien no aceptase sus

normativas, nada recibiría a cambio de su petulancia.

Antes de su penúltima crisis, el hombre ya había

dictaminado que su apoderado legal iniciara de inmediato

la venta de las acciones bursátiles, las obras de arte, las

reliquias y todas las propiedades inmuebles que poseía,

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La Tía Cora y otros cuentos Página 160

inclusive aquella donde residía actualmente. Sólo debería

permanecer en su poder lo mínimo indispensable para

hacer frente a los gastos hasta el instante de su defunción,

conforme lo había decidido en el momento en que el

apoderado fue asignado para la labor de gestor.

Todo el valor obtenido debería ser colocado en un

fondo crediticio que generase intereses y, del importe

obtenido, el agente facultado para gobernar la sucesión

tendría que administrar los gastos motivados por su

tratamiento de salud, su sustento, los sueldos de las

enfermeras y de los otros dependientes que lo asistían, así

como de otros pormenores. En caso de fallecimiento, él ya

había providenciado anticipadamente la contratación del

ceremonial junto a una empresa funeraria que se

encargaría de realizar su sepelio y la cremación de su

cuerpo.

Existían algunos otros puntos concernientes al

destino que debería ser dado a las cuantías de valores que

por alguna justificación no alcanzasen a ser concedidas, o

por el motivo de la propia desaparición del beneficiado.

En ese caso, el valor legado se haría extensivo a sus

descendientes, pero siempre y cuando éstos cumpliesen

con los puntos irresueltos estipulados en el testamento.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 161

Los entes o instituciones que remplazarían a los

agraciados, ya habían sido especificados anticipadamente

para el caso inevitable de ser necesario penalizar algún que

otro sujeto de su familia con la pérdida de los derechos.

Recordando y repasando su plan, el hombre se

entregó a regocijarse interiormente en un tácito silencio,

como si estuviese alimentando fantasías anticipadas que le

permitía retribuirles las maldades que sus parientes habían

practicado con él, e imaginando el tamaño de la crueldad

dentro del procedimiento mezquino y egoísta del que se

había utilizado, pero que, mismo no pudiendo alcanzar a

distinguirlo en vida, sabía que los fines por él definidos

justificaban los medios con que les aplicaba el castigo.

Su error anterior había sido pretender que lo amaran

y lo cortejaran como a un simple mortal, sin idolatrías, sin

infidelidades, sin traiciones soeces, y por causa de su

benevolencia y altruismo, todos se aprovecharon en la

práctica de alevosías que originaron la traición de su

confianza, causándole tal disgusto y mortificación, que en

aquel momento le habían hecho sollozar lágrimas de

rencor hasta en el corazón.

Manifestando una explícita penumbra emocional,

que estaba ensamblada junto a su meollo dentro del lecho

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La Tía Cora y otros cuentos Página 162

del aposento, los observaba percibiendo en ellos algunas

entrecortadas miradas sospechas, advirtiéndolos ahora con

un cierto aire de desasosiego efervescente, y con una

mezcla de ansia y estupor que se diseñaba en rostros

pretenciosos, afligidos, inquietos. Los mismos rostros que

pretendían demostrar a quien quisiese verlos, un

indiscutible céfiro de afanosa caridad afectiva para con su

fraternal pariente.

Envuelto en su inmóvil convalecencia, el abuelo

luchaba internamente para no exteriorizar demostraciones

de sufrimiento, no permitiendo que ellos sintiesen algún

grado de pena o satisfacción por verlo en ése deplorable

estado antagónico en que se encontraba, ya que estaba

determinado a no exponerles nunca más sus sentimientos.

Había ideado su maquiavélico plan, pensando en

todos los detalles como un modo de represalia solapada en

la que su indiferencia para con ellos hacia parte de toda

una trama conjurada. Se había propuesto no permitir de

ningún modo que ellos pudiesen percibir cualquier

síntoma de sufrimiento o de alegría, pretendiendo

mantener una abulia intrínseca ante todo indicio de algún

estado sintomático de su espíritu, no por narcisismo, sino

por la tamaña ira contenida dentro de sí.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 163

Transcurrieron algunos días bajo la incertidumbre de

una aparente rehabilitación de su salud, donde por horas,

presentaba un cuadro de mejoría alternado con

decaimientos y complicaciones que le afectaban el

funcionamiento de determinados órganos vitales. De esa

manera, el viejo continuaba a batallar para extender lo

máximo posible la palpitación de su corazón, pugnando

contra sus padecimientos en una actitud de puro egoísmo.

Hasta que durante un establecido momento,

repentinamente abrió los ojos y solicitó que lo sentasen en

la cama, y al conseguirlo, pacientemente fue extendiendo

su brazo derecho en posición horizontal para delante de si,

y con la mano trémula igualmente extendida, juntó fuerzas

y reunió el dedo pulgar junto al dedo índice como

pretendiendo con los dos poder describir un círculo, y, en

una actitud obscena, reunió su último ímpetu y pronuncio

débilmente la siguiente frase: ¡aquí para todos ustedes!

Y ante la sorpresa de todos los presentes,

displicentemente volvió a recostarse en su lecho y en más

algunos minutos finalmente expiró.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 164

Circunstancial Viaje

Aún faltaban unos veinte minutos para que se

cumpliese el horario previsto para la llegada del avión, y

de repente la enorme masa de bruñido aluminio comenzó a

correr apresurada por la pista que se extendía despejada

bajo un cielo todavía apagado por la oscuridad de la

madrugada. Por su vez, la atmósfera externa estaba

cargada de pesadas nubes oscuras que parecían ser más

negras que la propia noche. Aquella aligerada e

interminable corrida de la nave, prontamente comenzó a

reducirse envuelta por un resonante barullo emitido desde

las turbinas en reversión de aquel bólido de metal.

Cuando el descomunal aparato finalmente estacionó

junto a una alargada galería de simétricos conductos por

donde descienden los pasajeros, le hizo pensar que estos se

parecían a imponentes fuelles de acordeón gigante, los que

al observarlos todos en un conjunto desparramados

armónicamente alrededor de edificio, se asemejaban a

largos dedos estirados desde una mano inerte.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 165

De pronto, dentro de la aeronave, la impaciente

multitud de pasajeros estaba casi toda de pie en el pasillo,

pronta para exponer ansiosamente su expectativa por

descender inmediatamente el corredor que los trasportaría

aun somnolientos hasta el terminal de aduana del

Aeropuerto Internacional de Miami.

Para sorpresa de todos los presentes, en ese

momento se escuchó el clásico chasquido del micrófono

interno del avión, oyéndose la voz de una adiestrada y

risueña aeromoza que, mismo siendo dotada de cierta

hermosura, en nada se igualaba con algunas de aquellas

jóvenes beldades que normalmente aparecen en los

comerciales de televisión, lo que quizás le hizo pensar que

sería más razonable si la llamasen de “aerovieja”, por

causa de la avanzada edad que ella exteriorizaba.

Por falta de otros encantos, ella buscó expresarse

con una dicción melodiosa y romántica, y acuciosamente

anunció que todos deberían retornar a sus butacas y dejar

el pasillo libre, ya que al haber arribado antes del horario

estipulado, el salón de recepción de pasajeros aún

permanecía cerrado.

El murmullo y la desazón que de rayano se apoderó

del ambiente, tenía por origen en el reclamo de los

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La Tía Cora y otros cuentos Página 166

viajeros por aquella obligada demora, ya que ello

significaba que, debido a tal imprevisto, en ese horario

matutino pronto se les sumarían todos los otros vuelos

intercontinentales procedentes de las más variadas

capitales de la América Latina.

Eso significaba que el desplazamiento con la llegada

de otros vuelos ocurriese al unísono, tal hecho ocasionaría

dilatadas demoras al efectuar las interminables filas de

inmigración, y por esa razón los pasajeros necesitarían

aguardar pacientes frente a somnolientos empleados de la

vigilancia de aduanas estadounidense para que éstos los

atendiesen. Algunos reclamaban por deducir que si las

puertas se hallaren abiertas a su llegada, bien podrían

ahorrase la molestia y dejarlos eximidos de ese tipo de

contratiempo.

En ese instante, nuestro personaje mal podía

imaginar que éste sería el inicio de un desconcertante día

para él, así como las peripecias por las que debería desfilar

hasta el final de su viaje. Esta no era más que un preludio,

pues su destino final era la ciudad de Huston, en el estado

de Texas; lo que significaba que para completar el

recorrido aun necesitaría abordar otro vuelo que tenía la

partida prevista para las nueve de la mañana. El tiempo

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La Tía Cora y otros cuentos Página 167

estimado para ese tramo del viaje era de algo más dos

horas de vuelo, y lo llevaría directo hasta esa localidad de

su destino.

No obstante, primero debería realizar en Miami los

procedimientos de frontera en ese aeropuerto de entrada a

los Estados Unidos y, posteriormente, dirigirse a la

ventanilla de recepción de la compañía que lo trasportaría

hasta la otra ciudad; taquilla esta que quedaba emplazada

en un edificio cercano a la terminal aeroportuaria

internacional.

Antes de dar proseguimiento al relato, debemos

esclarecer que el dominio de la lengua inglesa le era un

poco dificultoso para sus pretensiones, tanto para

comprender lo que le decían, como para expresarse

correctamente. Sus más allegados y conocedores de su

limitación, lo habían aconsejado para que ésta dificultad

no le acarrease problema, considerando que en ésa región

del país septentrional, podría hablar tranquilamente en su

lengua natal, que era el español hispánico. Se lo habían

dicho porque ellos reflexionaban que el hecho de vivir allí

millones de inmigrantes sudamericanos que se expresaban

peor que él, le daría lo mismo comunicarse con su media

lengua. No obstante, a decir verdad, ésta no era media, por

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La Tía Cora y otros cuentos Página 168

la simple razón de que los dominios que tenía de la misma

sólo le alcanzaban a un tercio.

En el momento que dieron inicio al desembarco, la

muchedumbre de viajeros que estaba en el avión se

convirtió muy pronto en algo semejante a un rebaño de

reses en desbandada que, al proyectarse por la puerta del

corredor, primero se dislocó educadamente a paso

apresurado, para luego a continuación entablar una corrida

desenfrenada hasta que alcanzaron un gran paraninfo

rectangular donde constaban sobre su izquierda una hilera

de interminables nidos de cristal, adonde se debían

mostrar los pasaportes y se emitían las visas de entrada.

Aquello era una abundancia de pequeños recintos

individuales, donde cada uno se encontraba protegido por

un diminuto balcón con vidrios transparentes, en los

cuales por detrás se alojaba apretujado el ensanchado

corpanchón de los individuos que los atendían, tamañas

eran las imperturbables fisonomías de estos.

En ese instante, el hombre alcanzó a percibir el

motivo real de la prisa que era demostrada por los

pasajeros y la incongruencia del propio salón de

recepción, pues al entrar en él y realizar mentalmente un

cálculo superficial, estimó que allí ya estarían reunidos,

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La Tía Cora y otros cuentos Página 169

como mínimo, un tropel de más de tres mil personas, todas

enfiladas casi sonámbulas en incontables formaciones

alineadas, debiendo permanecer quietas en aquellas filas

interminables.

El hombre se dejó llevar por los otros y eligió al azar

cualquier columna, en la cual pasó a aguardar

pacientemente su vez de ser atendido, entregándose a

meditar sobre las respuestas que debería manifestar al

celoso guardián de la aduana. Al llegar su turno, deparó

que detrás del minúsculo cubículo estaba insertada de

alguna forma la figura de una inmensa mole incomparable,

hecha de huesos y carne, cubierta con una piel de

coloración tan oscura y brillante, que el matiz de la misma

más se asemejaba al mismo azul oscuro del uniforme que

portaba. Notó que ese duplicado de persona iba

exhibiendo una agradable sonrisa que la exteriorizaba a

través de unos dientes más albos que el más níveo de los

blancos, los que a su vez, estaban contornados por unos

gruesos labios pulposos de una coloración tenuemente

rosada.

Las primeras palabras con la cual lo interpelaron en

el idioma inglés, indagaban por el destino y los motivos

que lo traían al país. <<Pronto>>, pensó, - <<ésta es fácil

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La Tía Cora y otros cuentos Página 170

de responder>> -, y juntamente con el pasaporte y el

billete de los pasajes, el hombre le extendió una

correspondencia que era dirigida a la clínica del Memorial

Hermann Southeast Hospital, en la ciudad de Houston, y

en donde relataban la necesidad que tenía de efectuar una

entrevista médica que ya estaba marcada para dentro de

dos días. El individuo dio una ojeada superficial y

desinteresada en los papeles y, nuevamente, con la

fisonomía imperturbable, lo interpeló sobre el motivo de

su viaje y el tiempo de permanencia pretendida.

Es posible que colindante a la reiterada indagación,

la vacilación y el escepticismo se le estampara de

inmediato en su rostro, invadiéndole un nerviosismo que

apagó de su mente las respuestas previstas y pensadas.

Luego un balbuceo de palabras casi sin nexo le salió bajo

una mezcla de un enunciado en revoltijo, que obligó al

interlocutor a pedirle que intentara dar el esclarecimiento

más calmamente y hablando en español.

Superado el incidente de la inquisición que le

pareció que fuera realizada por el propio Tomás de

Torquemada, y no por el funcionario de inmigración,

finalmente obtuvo la visa y se encaminó por los largos

corredores hasta que llegó a la estera donde a borbollones

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La Tía Cora y otros cuentos Página 171

y empujones iba vomitando una secuencia interminable de

valijas y equipajes variados.

Al identificar la suya, se apoderó de ella y se dirigió

hacia la salida del recinto, cuando en esa oportunidad un

nuevo funcionario le indicó que debería conducirse al

mostrador donde le sería revisado el equipaje. Nervioso y

aprensivo, verificó que ya pasaban algunos minutos de las

siete horas, y que aún precisaba dirigirse hasta el otro

edificio en el cual estaban emplazadas las oficinas de las

empresas de vuelos nacionales que él necesitaba localizar.

Conjeturó que la suma de hechos lo estaba dejando

exacerbado, angustiado, preocupado. Había madurado que

le sobraría tiempo suficiente para regalarse un buen

desayuno sentado tranquilamente en alguna cafetería del

aeropuerto, pero ahora notaba que apenas tendría tiempo

suficiente para abordar el nuevo vuelo en el momento

justo de su partida.

Al fin, una vez que logró desembarazarse de todos

los contratiempos preliminares, se dirigió a paso largo a

las otras dependencias, y no le fue muy dificultoso

identificar el local. Pero pronto lo paralizó una nueva

sorpresa. Descubrió en la ventanilla de la empresa, que la

partida de su vuelo estaba con un atraso previsto de una

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hora, sin darle una clara explicación de los motivos

aparentes por la demora, o si se la dieron, no lo

comprendió. Repuesto del asombro, consideró que si el

destino insistía en contrariar sus planes, entonces daría

tiempo para injerir un alimento frugal y, quizás, buscar

algún kiosco o librería cercana y allí adquirir cualquier

indeterminada revista con la que podaría entretenerse en el

viaje.

Cumplido el tiempo de espera y consumadas sus

exigencias de alimentación y pasatiempo, alcanzó a

verificar en una pantalla informativa que ya anunciaban el

inicio del embarque de su vuelo, previsto para ser

realizado en un determinado portón de acceso, y hacia allí

se dirigió con su tarjeta de embarque en manos. Todo

transcurrió normalmente y, con algunos breves minutos de

atraso, la aeronave comenzó a deslizarse por la pista

paralela en una parsimoniosa velocidad, hasta que de

pronto estacionó en una determinada extremidad del

aeropuerto y allí permaneció inmovilizada sin dar inicio al

despegue del vuelo.

Pasados otros cinco minutos, que más le parecieron

horas, una voz masculina con entonación estridente y

desapacible se desprendió por los altoparlantes del avión,

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La Tía Cora y otros cuentos Página 173

informando con un tono impaciente sobre una tormenta

que ocurría en la ciudad de destino, lo que los obligaba a

retrasar la partida por causa del motivo explicado, pero eso

fue que nuestro personaje no comprendió correctamente.

Dio una rápida ojeada en el reloj de pulso, y notó que eran

casi las diez y media de la mañana. Esa angustiante

situación lo hizo recapitular mentalmente sobre los

diversos pormenores que lo habían circundado desde el

momento en que abrió los ojos en la alborada del día.

Sin más remedio, aflojó los músculos, se relajó, y

permaneció absorto en la lectura de una entretenida novela

de ficción, manteniendo su pensamiento concentrado nada

más que en el libro, y sin alcanzar a percibir como el

tiempo transcurría, hasta que de pronto evaluó que, por el

rápido movimiento producido por el aparato al iniciar su

carrera por la pista, muy pronto los pilotos estarían por

ejecutar la maniobra de despegue. Finalmente asintió para

sí que la desazón que lo sobresaltaba se disiparía de vez al

término de su viaje.

Una vez que fue estabilizada la altura de la aeronave,

los constantes estremecimientos percatados internamente

en el avión demostraban el tamaño de la turbulencia

generada por las pesadas nubes que lo circundaban.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 174

Sospecha ésta que se confirmaba por la atmosfera plomiza

que se apreciaba por las escotillas. Colindante, pensó que

sin lugar a dudas esa sería una etapa de viaje intranquilo y

perturbador, no sólo para él, sino para todos los

ensimismados pasajeros que lo acompañaban.

Cuando se la ofrecieron, tomó una taza de café que

más le pareció ser un líquido apático, aguachento y tibio,

con el cual una elegante azafata, toda emperifollada dentro

de un uniforme de coloración roja aloque, lo había

invitado. Cuando ésta lo había intimado, lo hizo

expresándose con una declamación en inglés abotonado,

con palabras dictadas entre mandíbulas cerradas y de las

que nada nada comprendió de su significado, llegando a

imaginar que, debido al corto recorrido, el servicio de

alimentación a bordo se restringía al simple brebaje que le

ofrecía.

Mero engaño de su parte, pues en corto espacio de

tiempo se encendieron los avisos de colocarse los

cinturones de seguridad, y se percató que la nave iniciaba

un nuevo procedimiento de descenso. Terminado todo el

proceso de bajada, y sin notar el movimiento normal

realizado por los pasajeros que normalmente, inquietos, se

apresan a saltar hacia los corredores de la aeronave mismo

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La Tía Cora y otros cuentos Página 175

sin esperar por la orden o la permisión segura de los

comandantes, lo asaltó la desazón al percibir tanta quietud

entre los pasajeros.

Algunos minutos más tarde escuchó nuevamente el

chasquido de los altavoces, y una voz monótona y

soporífera les anunció que estaban en el aeropuerto de

New Orleans, un mensaje que venía acompañado por

palabras algo así como tormentors, big rains, little

minutes, unimportant, not sufficiently, lo que lo hizo

suponer que las demoras serían en consecuencia de las

condiciones climáticas que deberían existir en la región de

Huston.

El silencio inicial que se siguió luego después del

anuncio, fue sustituido por un incesante desfile de

individuos que se dirigían a las cabinas higiénicas del

aparato, como si todos obedeciesen a un solo comando, y

por la imperiosa necesidad de descargar la impaciencia y

la exasperación ante una circunstancial peripecia del viaje.

Afuera caía una lluvia fina y entrecortada que iba mojando

el asfalto y los vehículos de apoyo del aeropuerto, los que

apresuradamente se movían alrededor de la aeronave en

una constante agitación, mientras desplegaban ruidos entre

los charcos de agua.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 176

Después de más de una hora de tediosa espera, vio

que entraban en el avión, aproximadamente unos diez

nuevos pasajeros, los que luego fueron acomodados

aleatoriamente en las poltronas que hasta ese momento

habían permanecido vacías. Llegó a imaginar que ese

hecho era el marco final, y que la larga espera rápido

tendría su fin. A continuación, distinguió que las azafatas

estaban comenzando los procedimientos rutinarios que

marcan el fin de una escala, y presintió que la marcha sería

reanudada para llegar finalmente a destino.

Cuando despegaron, se quiso regalar la mirada

aprovechando la oportunidad que el momento del ascenso

le cedía, y pudo apreciar la vista opaca y cenicienta que se

valoraba por la escotilla, y hasta llegando a vislumbrar

imágenes de una ciudad que se extendía monótona y gris

en ambos lados del río Mississippi, el cual por veces se

veía cortado por grandes puentes hechos de pesadas

estructuras de hierro.

Sin darse cuenta, recapituló que lo que sus ojos

podían apreciar en ese momento, en nada se parecía con

las imágenes guardadas en su retentiva, las que le

recordaban una ciudad alegre y retozona con sus coloridas

y bullangueras fiestas en la calle, siempre repletas de

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gentes risueñas y alborozadas, que bailaban embaladas por

rítmicos compases.

A seguir, juzgó que el vuelo era nuevamente una

imitación idéntica al primer trecho del viaje, sólo que en

esta etapa no aceptó el aguachento café que le fue

ofrecido, sustituyéndolo por un insignificante vaso de agua

helada, mientras se entregó distraído a la lectura de su

texto. Transcurrió una hora y notó que de nuevo se

encendieron las señales luminosas de prepararse para el

aterrizaje, haciéndolo imaginar que por fin, con casi tres

horas de atraso, llegaba a su destino.

El avión posó en un lugar lejano del edificio del

aeropuerto y los pasajeros luego fueron transportados en

unos ómnibus especiales hasta la terminal del mismo,

donde al ingresar, un sonriente funcionario les entregó una

tarjeta plastificada de color verde lechuga, en la que estaba

escrito un número y la palabra “transit” en garrafales

caracteres negros. Inmediatamente lo volvió a invadir la

incredulidad al percatarse que habían arribado a la ciudad

de Dallas. Un enorme letrero así lo indicaba en el chapitel

del edificio.

No lo podía creer, y se maldijo internamente por no

haber comprendido correctamente las informaciones que

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los empleados de la empresa de alguna manera habían

enunciado por los altoparlantes; algo que le generó una

onda gigante de recelo, desconfianza, escepticismo, por

sentirse perdido e incapaz de esbozar cualquier reacción

razonable.

Luego, al ingresar al edificio, los enviaron para el

área exterior de un restaurante donde les sería servido un

almuerzo escueto, pero observó que el local se encontraba

abarrotado de otros tantos injuriados y demorados

pasajeros que eran provenientes de diferentes localidades

del país. Entonces aguzó los sentidos y se detuvo a mirar

los rostros de sus compañeros de desgracias, en una mera

tentativa de registrar sus fisonomías y poder acompañar

los movimientos de éstos dentro del aeropuerto y, a su vez,

guiarse por medio de sus disposiciones, para no perder la

llamada del vuelo.

Entregado atento a esa gestión, distinguió la

fisonomía de una persona que tenía rasgos característicos

de un nativo centroamericano, la cual permanecía sentada

solitaria alrededor de una de las mesas de la cafetería.

Pronto le asaltó la idea de que tal vez ella hubiese

comprendido mejor las informaciones suministradas y, si

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La Tía Cora y otros cuentos Página 179

se aproximase de él, este le revelaría algunos subsidios

adicionales.

Se sirvió de una porción de ensalada y un filé de

pollo gratinado junto con un vaso de refresco, y se

encaminó hasta la mesa del hombre que le pareció tener

apariencia mexicana. Solicitó el debido permiso para

dividir el espacio, argumentando que el local se

encontraba lleno de otros comensales de similares

desdichas. No existiendo ningún inconveniente,

prontamente ocupó la silla contigua. Después de las

debidas presentaciones formales, introdujo en el diálogo

un comentario ácido sobre el atraso del vuelo.

Con una prontitud caballeresca, el individuo le

comentó que las informaciones que había recibido decían

respecto a una violenta tempestad de granizo, con ráfagas

de viento que alcanzaban más de ochenta kilómetros por

hora, lo que había originado un estado de emergencia que

obligó la suspensión total de las actividades en los

alrededores de la ciudad de Houston; pero esa información

ya era complementaria, pues en un receptor de televisión

que había allí cerca, estaban noticiando tal hecho en

cadena nacional. Sorprendido por los motivos relatados, el

hombre buscó mirar las imágenes que estaban siendo

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La Tía Cora y otros cuentos Página 180

emitidas en la pantalla del aparato, y observó atónito lo

que las noticias manifestaban.

La crónica mostraba síntesis que eran una reseña de

impresionantes ríos de agua que, en torbellino, corrían por

calles totalmente alagadas y arrastrando cualquier objeto

que fluctuase, donde se percibían las copas de los árboles

siendo maltratadas y ajadas por un inclemente viento que

insistía en azotarlos despiadadamente junto con una espesa

cortina de agua que se desplomaba oblicuamente desde el

cielo.

El compañero de mesa le comentó que los

empleados de la empresa aérea habían previsto una

demora de aproximadamente cuatro horas, y que el desvío

hacia Dallas había sido una tentativa de centralizar en ese

aeropuerto a los diversos viajantes que se habían visto

varados por el imprevisto temporal, y concentrando allí las

operaciones de transbordo de otros vuelos con similar

destino.

Ya apaciguada la desesperanza despertada por las

noticias que escuchaba, y teniendo mejor conocimiento de

los acontecimientos que lo habían llevado a un destino

incierto, el hombre se sintió más reconfortado y con el

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La Tía Cora y otros cuentos Página 181

ánimo renovado para dar continuidad al diálogo junto a

una nueva amistad casual.

En medio al gentío que se desparramaba por las

diversas dependencias del edificio, ambos buscaron un

local donde pudiesen continuar la charla dejando correr las

horas hasta el momento de la partida. Sabían de antemano

que tenían tiempo suficiente para poder explayarse por

temas coloquiales hasta que finalmente las condiciones

meteorológicas les permitiesen la partida.

Su interlocutor le contó que constantemente

realizaba el mismo trayecto, ya que se desempeñaba en la

función de asistencia técnica para unos sistemas muy

sofisticados de procesamiento de datos que eran utilizados

por la Nasa. Eso lo obligaba a tener que dislocarse

incesantemente entre las ciudad de Huston y de Cabo

Cañaveral, en donde a veces debía permanecer solamente

algunos días, así como, dependiendo de las necesidades y

las exigencias, tenía que extender su permanencia durante

varias semanas seguidas.

A decir verdad, le contó que el local de su trabajo en

Houston quedaba en un lugar apartado de la ciudad, y ese

motivo lo obligaba a dislocarse por la autopista sur por

unas cuantas decenas de millas, lo que significaba tener

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La Tía Cora y otros cuentos Página 182

casi que llegar hasta la costa del golfo de México. Por ese

motivo, en muy pocas oportunidades él permanecía

hospedado en algún hotel la propia metrópoli.

Por su vez, el perdido viajante le informó que esa era

la primera visita que efectuaba a esa ciudad, y la segunda

que realizaba al país, pero que esta vez lo estaba

realizando por motivos de salud, pues sufría de una

molestia que lo venía hostigando desde algún tiempo atrás.

Para dar más veracidad a su relato, le mostró que

traía junto una carta de presentación de su médico

personal, quien aparentemente se habría especializado en

el tema en cuestión en el mismo hospital que lo enviara.

También le contó que tenía una entrevista marcada para

dentro de dos días después de su llegada, y que

dependiendo lo que le dijesen, tal vez tuviese que

permanecer un par de semanas por allí.

Actuando así, sentado en los cómodos sillones del

amplio hall del aeropuerto, el hombre entretuvo el tiempo

y su mirada observando el agitado movimiento de

personas que se dislocaban sosegadas entre un lugar y

otro, mientras asignaba a sus espaldas los pesares y

alegrías de la vida. Con la mirada perdida, encontró

rostros taciturnos y satisfechos, ya que cada uno llevaba su

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La Tía Cora y otros cuentos Página 183

preciosa carga de adversidades y orgullos mientras

caminaban pacientemente haciendo parte de una multitud

de almas errantes que deambulaban enderezadas a

direcciones contrarias, y yendo en busca de sus propios

destinos.

De ánimo ya más sosegado, prefirió entretenerse

haraganamente prestando atención a los instantáneos de la

vida, prefiriendo estar a la expectativa de todo lo que

completaba su entorno, como queriendo absorber los

modos y maneras extrañas de un pueblo distante y

diferente en hábitos y modales. Si bien que, bajo sus

observaciones, ese lugar más le parecía una intrínseca

miscelánea de siluetas y contornos heterogéneos entre si.

Poco después buscó los datos en la pantalla

informativa y la previsión de la partida, notando que ya se

habían pasado casi veinticuatro horas desde que se había

despedido de sus familiares, y aún no había alcanzado su

destino. De cualquier manera, no tenía planes especiales

para esa tarde, ya que sólo pretendía descansar

aprovechando una buena siesta en la confortable cama del

hotel donde se hospedaría, cuando tal vez al fin de la tarde

se daría el gusto de salir a caminar un poco y buscar un

guía de calles de la ciudad. Pero no existía nada que le

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La Tía Cora y otros cuentos Página 184

implicase tener que aplazar determinado compromiso por

haber perdido el día entre demoras impensadas.

El individuo con quien había establecido una relativa

amistad transitoria, de repente le informó que tenía

algunos minutos para dirigirse a un estipulado portón de

embarque, así que hallaba mejor que se decidiera a iniciar

la búsqueda del mismo. Mientras tanto, vio que su

circunstancial compañero tomó su maletín, dobló el

periódico que estaba leyendo, y prontamente dio inicio a

su determinación.

La que debería ser la última etapa del viaje,

transcurrió normalmente. Arribaron en aproximadamente

algo más de una hora de vuelo. Entretanto, entes que la

aeronave aterrizara, desde la ventanilla, tuvo la

oportunidad de observar que los campos que circundaban

el perímetro del aeropuerto estaban totalmente alagado, y

que el mismo no era el local de previsión inicial de

llegada. Debido al inclemente temporal, sólo les fue

autorizado arribar en un aeródromo que se situaba al norte

de la ciudad, lo que requería tener que realizar un

recorrido bastante extenso en relación al que fuera

programado originariamente. Cuando miró su reloj, notó

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La Tía Cora y otros cuentos Página 185

que ya eran las diecisiete horas y treinta minutos de una

tarde calurosa, sofocante, húmeda y tórrida.

Luego después de retirar su equipaje, escudriñó por

los alrededores en busca de su educado compañero de tan

fortuito viaje, en una tentativa de saludarlo y agradecerle

por sus servicios informales. Al encontrarlo, lo vio

aferrado a un pesado sobre de color negro hecho de cuero

y tela gruesa, de aquellos en donde se acomodan

confortablemente las camisas y los trajes sin que éstos

sufran demasiadas arrugas.

Prontamente, no perdió tiempo en ofrecerle la

oportunidad de dividir el espacio en su vehículo de

transporte hasta la región central de la ciudad, visto que él

mismo estaría contratando los servicios de un taxi, y por lo

tanto, habría suficiente espacio para ellos dos. El individuo

le agradeció la gentileza en razón de tener un transportador

exclusivo a su disposición para el traslado hasta su

destino. Enseguida se saludaron afectuosamente, y se

otorgaron uno al otro, un voto mutuo de una feliz estadía.

Al tomar el taxi, el hombre solicitó que lo llevasen

hasta el hotel Marriott Plaza, que quedaba a medio camino

entre el hospital y el área central de la ciudad.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 186

Reclinado en el asiento trasero del coche, se entregó

a un absorto silencio y a pensar en su enfermedad, y en la

oportunidad de poder encontrar una cura capaz de quitarle

la tribulación que lo invadía.

Entrecerrando sus ojos, se adjudicó la duda al pensar

si las malogradas circunstancias del viaje no tendrían algo

a ver, o quizás algún significado implícito en relación a su

indisposición de salud, o hasta con la misma cura de ella.

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La Tía Cora y otros cuentos Página 187

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

Nombre: Carlos Guillermo Basáñez Delfante

País de origen: República Oriental del Uruguay

Fecha de nacimiento: 10 de Febrero de 1949

Ciudad: Montevideo

Nivel educacional: Cursó primer nivel escolar y

secundario en el Instituto Sagrado

Corazón.

Efectuó preparatorio de Notariado en

el Instituto Nocturno de Montevideo y

dio inicio a estudios universitarios en

la Facultad de Derecho en Uruguay.

Participó de diversos cursos técnicos y

seminarios en Argentina, Brasil,

México y Estados Unidos.

Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico &

Cia, donde se retiró como

Vicepresidente de Ventas y

Distribución, y posteriormente, 15

años en su propia empresa. Realizó

para Pepsico consultoría de mercadeo

y planificación en los mercados de

México, Canadá, República Checa y

Polonia.

Residencia: Desde 1971, está radicado en Brasil,

donde vivió en las ciudades de Río de

Janeiro, Recife y São Paulo.

Actualmente mantiene residencia fija

en Porto Alegre (Brasil) y

ocasionalmente permanece algunos

meses al año en Buenos Aires (Rep.

Argentina) y en Montevideo

(Uruguay).

Retórica Literaria: Elaboró el “Manual Básico de

Operaciones” en 4 volúmenes en

1983, el “Manual de Entrenamiento

para Vendedores” en 1984,

confeccionó el “Guía Práctico para

Gerentes” en 3 volúmenes en el año

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La Tía Cora y otros cuentos Página 188

1989. Concibió el “Guía

Sistematizado para Administración

Gerencial” en 1997 y “El Arte de

Vender con Éxito” en 2006. Obras

concebidas en portugués y para uso

interno de la empresa y sus asociados.

Obras en Español: Principios Básicos del Arte de Vender

– 2007

Poemas del Pensamiento – 2007

Cuentos del Cotidiano – 2007

La Tía Cora y otros Cuentos – 2008

Anécdotas de la Vida – 2008

La Vida Como Ella Es – 2008

Flashes Mundanos – 2008

Nimiedades Insólitas – 2009

Crónicas del Blog – 2009

Corazones en Conflicto – 2009

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. II – 2009

Con un Poco de Humor - 2009

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. III – 2009

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. IV – 2009

Humor… una expresión de regocijo -

2010

Risa… Un Remedio Infalible – 2010

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. V – 2010

Fobias Entre Delirios – 2010

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. VI – 2010

Aguardando el Doctor Garrido – 2010

El Velorio de Nicanor – 2010

La Verdadera Historia de Pulgarcito -

2010

Misterios en Piedras Verdes - 2010

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. VII – 2010

Una Flor Blanca en el Cardal - 2011

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La Tía Cora y otros cuentos Página 189

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. VIII – 2011

¿Es Posible Ejercer un Buen

Liderazgo? - 2011

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. IX – 2011

Los Cuentos de Neiva, la Peluquera -

2012

El Viaje Hacia el Real de San Felipe -

2012

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. X – 2012

Logogrifos en el vagón del The Ghan -

2012

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. XI – 2012

El Sagaz Teniente Alférez José

Cavalheiro Leite - 2012

El Maldito Tesoro de la Fragata - 2013

Carretas del Espectro - 2013

Representación en la red:

Blogs: AR http://blogs.clarin.com/taexplicado-/

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