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La ‘Naturaleza’ como objeto colonial. Una mirada desde la condición eco-bio-política del colonialismo contemporáneo por Horacio Machado Aráoz * La Naturaleza en la perspectiva del colonialismo na aproximación al fenómeno del colonialismo requiere insoslayablemente una mirada sobre la apropiación desigual de la ‘naturaleza’; sobre la distribución jerárquica del usufructo de los bienes y servicios ecosistémicos, por un lado, y de los riesgos y afectaciones ambientales, por el otro. Esta cuestión ha sido, desde sus orígenes mismos, un aspecto constitutivo del imperialismo moderno-capitalista. Sin embargo, la gravosa carga ambiental acumulada por más de cinco siglos de depredación hace que la urgencia y gravedad de las injusticias ambientales adquieran hoy una relevancia política determinante, constituyéndose en el epicentro de los procesos de rearticulación de la gubernamentabilidad (neo)colonial contemporánea. U Acompañando sintomáticamente tales reacomodamientos, asistimos actualmente a una profusa producción de narrativas sobre el ‘ambiente’ y lo ‘ecológico’. Las disputas que en torno a la validez o ‘cientificidad’ de las mismas cobran, así, plena dimensión política; emergen como luchas por la construcción de los sentidos hegemónicos respecto a la representación/apropiación de la entidad ‘naturaleza’. De tal modo, abordar críticamente las discursividades sobre el ‘ambiente’ y la ‘naturaleza’ implica analizarlas, no en términos de verdad o falsedad, sino en relación a sus consecuencias prácticas en el escenario histórico en el que se libran las luchas semiótico-políticas por su apropiación. Supone identificar y deconstruir aquellos discursos que, en sus efectos de verdad, contribuyeron a construir y consolidar una modalidad histórica de apropiación asimétrica y de explotación creciente de la ‘naturaleza’, en tanto componente clave del andamiaje imperial moderno. En esta perspectiva, el discurso que la Modernidad inaugura sobre la entidad ‘naturaleza’ -impregnado de su visión antropocéntrica y sus presupuestos utilitaristas, economicistas y cientificistas-, reviste un estatuto fundacional respecto del propio orden moderno/colonial. Es particularmente respecto a la ‘naturaleza’ -donde las formas hegemónicas de significación son inseparablemente constitutivas de las formas históricamente dominantes de apropiación- que se evidencia la inescindibilidad entre colonialismo y colonialidad. Corolario de la trayectoria histórica de Occidente, la crisis ambiental del presente da cuenta, por un lado, de la organización colonial del mundo en tanto requerimiento sistémico del propio orden civilizatorio de la Modernidad. Por el otro, pone de manifiesto la propia crisis del proyecto moderno-colonial, en su doble dimensión política y epistémica. En tanto crisis política, la cuestión ambiental se presenta como producto de un sistema institucional de control, apropiación, uso y distribución de los * Docente de la Cátedra de Filosofía de la Cs. Sociales, Escuela de Arqueología (UNCa) y de Sociología I y II (Fac. de Humanidades, UNCa). Investigador del Laboratorio Tramas de Estudios Políticos Regionales, Doctorado en Cs. Humanas, Fac. de Humanidades, UNCa. Mail de contacto: [email protected] Boletín Onteaiken No 10 - Noviembre 2010 [www.accioncolectiva.com.ar] 35

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La ‘Naturaleza’ como objeto colonial. Una mirada desde la condición eco-bio-política del colonialismo contemporáneo

por Horacio Machado Aráoz*

La Naturaleza en la perspectiva del colonialismo

na aproximación al fenómeno del colonialismo requiere insoslayablemente una mirada sobre la apropiación desigual de la ‘naturaleza’; sobre la distribución jerárquica del usufructo de los bienes y servicios ecosistémicos, por un lado, y

de los riesgos y afectaciones ambientales, por el otro. Esta cuestión ha sido, desde sus orígenes mismos, un aspecto constitutivo del

imperialismo moderno-capitalista. Sin embargo, la gravosa carga ambiental acumulada por más de cinco siglos de depredación hace que la urgencia y gravedad de las injusticias ambientales adquieran hoy una relevancia política determinante, constituyéndose en el epicentro de los procesos de rearticulación de la gubernamentabilidad (neo)colonial contemporánea.

U

Acompañando sintomáticamente tales reacomodamientos, asistimos actualmente a una profusa producción de narrativas sobre el ‘ambiente’ y lo ‘ecológico’. Las disputas que en torno a la validez o ‘cientificidad’ de las mismas cobran, así, plena dimensión política; emergen como luchas por la construcción de los sentidos hegemónicos respecto a la representación/apropiación de la entidad ‘naturaleza’.

De tal modo, abordar críticamente las discursividades sobre el ‘ambiente’ y la ‘naturaleza’ implica analizarlas, no en términos de verdad o falsedad, sino en relación a sus consecuencias prácticas en el escenario histórico en el que se libran las luchas semiótico-políticas por su apropiación. Supone identificar y deconstruir aquellos discursos que, en sus efectos de verdad, contribuyeron a construir y consolidar una modalidad histórica de apropiación asimétrica y de explotación creciente de la ‘naturaleza’, en tanto componente clave del andamiaje imperial moderno.

En esta perspectiva, el discurso que la Modernidad inaugura sobre la entidad ‘naturaleza’ -impregnado de su visión antropocéntrica y sus presupuestos utilitaristas, economicistas y cientificistas-, reviste un estatuto fundacional respecto del propio orden moderno/colonial. Es particularmente respecto a la ‘naturaleza’ -donde las formas hegemónicas de significación son inseparablemente constitutivas de las formas históricamente dominantes de apropiación- que se evidencia la inescindibilidad entre colonialismo y colonialidad.

Corolario de la trayectoria histórica de Occidente, la crisis ambiental del presente da cuenta, por un lado, de la organización colonial del mundo en tanto requerimiento sistémico del propio orden civilizatorio de la Modernidad. Por el otro, pone de manifiesto la propia crisis del proyecto moderno-colonial, en su doble dimensión política y epistémica. En tanto crisis política, la cuestión ambiental se presenta como producto de un sistema institucional de control, apropiación, uso y distribución de los

* Docente de la Cátedra de Filosofía de la Cs. Sociales, Escuela de Arqueología (UNCa) y de Sociología I y II (Fac. de Humanidades, UNCa). Investigador del Laboratorio Tramas de Estudios Políticos Regionales, Doctorado en Cs. Humanas, Fac. de Humanidades, UNCa. Mail de contacto: [email protected]

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bienes naturales; señala la inviabilidad de los patrones de consumo dominantes y de la organización social creada para satisfacerlos (Guimaraes, 2003: 12). En tanto crisis epistémica, se manifiesta como producto de un sistema de representación del mundo; expresa la inviabilidad de una forma de ‘conocer’ el mundo y de concebir el propio ‘conocimiento’.

En este horizonte interpretativo, cabe comprender y analizar la dramática violencia que adquieren los conflictos socioambientales del presente, como expresiones dialécticas ante el ‘agotamiento del mundo’. La lectura que aquí se ofrece de los mismos pretende trazar una sucinta arqueología de los saberes ambientales que, basada en la desnaturalización de la naturaleza, apunta a dar cuenta de la misma como ‘objeto’ de conquista colonial, como creación imperialista del régimen de poder-saber moderno-capitalista y, sobre esa base, avanza en la caracterización de los nuevos dispositivos de producción colonial de subjetividades, naturalezas y territorios, propios del proyecto neoimperial del capitalismo global.

Episteme moderna y construcción colonial de la ‘naturaleza’ La complejidad que caracteriza al colonialismo moderno reside en la eficacia

performativa de su episteme: la conquista militar, la subyugación política y la explotación económica de los pueblos (cuerpos y territorios) subalternizados, no ha sido sino efecto y condición de la conquista semiótica de la naturaleza, aún la de la naturaleza humana.

Así, el colonialismo no es sino la propia configuración del suelo de positividad resultante de la fuerza instituyente del régimen de poder-saber moderno, en tanto régimen de producción de lo real (Foucault, 2007: 37). En este sentido, el acto colonial, más que con la ‘conquista’, tiene que ver con la creación.

En su aventura imperial, la razón moderna emprende su acto de organización colonial del mundo a partir de la estructuración del complejo andamiaje institucional consistente en la articulación funcional del trípode Ciencia – Estado – Capital como base y medio de creación de lo real. La episteme moderna, como indicara originariamente Nietzsche, nace del “intento fáustico de someter la vida entera al control absoluto del hombre bajo la guía segura del conocimiento” (Castro-Gómez, 2000). Tal el imperativo ético distintivo de la razón moderna.

En su avanzada colonizadora sobre el mundo de la vida, la episteme moderna inaugura una analítica del mundo; poniendo la existencia bajo la mirada diseccionante de la racionalidad formal, la que para describir y explicar recurre primeramente descomponer, a separar la unidad compleja del todo en los elementos aprehensibles de sus partes, buscando en fragmentos cada vez más pequeños asirse con lo simple, construir certezas, elidir la exuberante polisemia del mundo, de la vida y de lo humano como condición para someterlo a su control.

Remontándose a la tradición judeo-cristiana, la Ilustración radicalizó las separaciones entre lo sagrado, lo humano y la naturaleza, instituyendo diferentes regiones ontológicas (lo físico y lo metafísico) y estableciendo una correlativa ruptura epistemológica entre mente y cuerpo y entre filosofía, ciencia y religión (Lander, 2000).

Raíz de todas las fisuras ontológicas y epistémicas, la oposición fundacional entre Sujeto y Objeto reconfigura radicalmente la noción de lo ‘humano’ y, con ella, la de la realidad en su conjunto. El Sujeto cartesiano cristaliza como vector clave de todo el andamiaje moderno, de sus mecanismos de regulación y de producción social y de sus estructuras de saber-poder, radicalizando con ello la separación entre Hombre y

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Naturaleza. Esta escisión fundamental se va a materializar/extender en dos direcciones lógicamente correspondientes: la ‘des-sacralización’ de la naturaleza y la ‘des-naturalización’ de lo humano.

Por un lado, desde la filosofía de la Ilustración en adelante, la naturaleza es despojada de su carácter de misterio, de su halo mágico-sagrado-significante; aparece reflejada ahora como ‘fuerza exuberante’, descontrolada, que amenaza la existencia humana; pero también como ‘fuente inagotable de recursos’. Mediante un lenguaje plagado de metáforas bélicas (conquista/ sometimiento / tortura/ batallas / explotación) la episteme moderna sienta las bases duraderas de legitimación de la forma histórica de articulación entre ‘naturaleza’ y ‘cultura’ a la postre hegemónica1. El cálculo, la manipulación, la conquista y el dominio sobre el mundo natural es la forma de relación típica que se estructura a partir de esta nueva representación, como indicador clave en la historia del ‘progreso humano’. La naturaleza emerge como objeto de conquista, y el conocimiento científico como el medio de conquista. En tal empresa, la ciencia y la técnica transforman a la naturaleza como ‘recursos’ – objetos susceptibles de apropiación y explotación para la realización del ‘progreso’ (Leff, 1994; 2002).

Por otro lado, contracara lógica de la creciente racionalización/mercantilización de la naturaleza, acontece la ‘des-naturalización’ del hombre; el proceso de ‘despojo’ progresivo de todo lo que en lo humano hay de ‘naturaleza’. El proceso civilizatorio, codificado en clave evolucionista, involucra la conquista colonial de los cuerpos, la naturaleza interior.

En esta dirección, la escisión entre hombre y naturaleza adquiere la forma de la clasificación/jerarquización entre lo ‘visceralmente’ humano (in-humano) y lo ‘sublimemente’ humano (auténticamente humano): lo primero, conformado por el universo de los instintos, de lo pulsional, pero también el de los sentimientos, la emotividad y la afectividad, las que tanto como los primeros, pueden ‘salirse de madre’, ser ‘fuentes de descontrol’ y, bajo la forma de las ‘pasiones’ dominar ‘ciegamente’ las conductas de los hombres; lo segundo, lo que en-noblece al hombre y lo ‘eleva’ a su ‘real status ontológico’ es el ámbito de la razón, la que, ya bajo la forma del cálculo utilitarista, ya bajo la forma de la capacidad de abstracción-conocimiento del mundo, está llamada a ‘controlar’ y dirigir la ‘conducta humana’.

Este doble movimiento de la razón imperial es ya planteado en la aguda mirada de Weber: la ‘racionalización’ es, no apenas, ‘desencantamiento’ del mundo, el despojo de su condición de Ser Viviente (Gaia) en su nuevo estatuto ontológico de naturaleza-objeto, sino también colonización del sí mismo: la aplicación sistemática de la razón como mecanismo de (auto)control, dominio de sí, a través de la disciplina-disciplinamiento. Tal -deduce Weber- la ética que ‘requiere’ el espíritu de la época.

En este primer pliegue de la ‘naturaleza’ como objeto colonial, el discurso de la economía política adquiere una relevancia central, tanto en la codificación de la ‘naturaleza exterior’ como un universo inerte de recursos susceptibles de apropiación y

1 Revisando algunas citas de los autores de la Modernidad temprana emerge esta concepción en la que el progreso se define como el dominio total del hombre sobre la naturaleza; la ciencia como su principal ‘arma’; el rol del investigador se asimila al del torturador / conquistador. Francis Bacon: “Es necesario torturar a la naturaleza para que suelte sus secretos. (…) La naturaleza debe ser conquistada y obligada a trabajar duro para servir los intereses del hombre” (Novum Organum). Descartes: “El progreso de la razón consiste en una serie de batallas victoriosas libradas contra la naturaleza”. Kant: “La razón debe acudir a la Naturaleza llevando en una mano sus principios y en la otra el experimento; así conseguirá ser instruida por la Naturaleza, mas no en calidad de discípulo que escucha, sino en la de Juez autorizado que obliga a los testigos a contestar las preguntas que les hace”. (Crítica de la Razón Pura).

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explotación, cuanto en la naturalización de la racionalidad burguesa como la propia ‘condición humana’.

De un lado, la economía política clásica traduce la escisión entre naturaleza y cultura como una radical separación entre ecología y economía, proceso que se advierte en la transición de la escuela de los fisiócratas a la de los neoclásicos. En ese pasaje se advierten dos transformaciones teóricas que van a ser claves para sacar la ‘economía’ del teatro complejo del mundo de la vida (bio-economía) y capturarla en el ensimismado mundo del dinero. La primera atañe a un cambio en la concepción del objeto o campo de estudio de la economía: como disciplina científica centrada en el estudio de ‘la riqueza de las naciones’, ésta pasa, de ser concebida principalmente en términos de ‘valores de uso’, a otra noción centrada exclusivamente en los ‘valores de cambio’, completamente abstraídos de todo vínculo o conexión con los procesos físico-biológicos de los seres vivientes y sus entornos2.

La segunda mutación, se plantea en el ámbito de la imagen de ideal-objetivo de la disciplina económica, ya que mientras para el pensamiento fisiócrata -influido por las nociones organicistas del siglo XVIII- el estado de equilibrio y armonía, la equiparación de los ritmos productivos a los tiempos y procesos de la naturaleza aparece como el ideal de la economía, el pensamiento neoclásico inaugura el mito del crecimiento ilimitado como objetivo y sinónimo de una ‘buena economía’; mito que asimila ya como objetivo de esta ciencia, el incremento incesante de la tasa de acumulación del capital, en un marco en el que –de manera lógicamente correspondiente- la vara de medición del crecimiento (valor de cambio) se abstrae completamente de los marcos taxativamente limitados del mundo físico del entorno natural3.

En la otra dirección, el discurso de la economía política asume acríticamente y naturaliza toda la concepción antropológica que tempranamente se fuera fraguando en el marco del liberalismo burgués sobre la ‘normalidad’ de la condición humana, como un individuo egoísta y unidimensionalmente guiado por un interés instrumental y maximizador. De la visión más descarnada de Hobbes a la imagen más refinada de los autores de la ‘sociedad civil’ –Locke y Hegel- emerge la figura del ‘ser humano’ como un individuo ‘racional’, esto es, motivado por un exclusivo cálculo utilitarista como

2 Quesnay, uno de los principales referentes de los fisiócratas, planteaba que el objeto de la Economía era el de “acrecentar las riquezas renacientes sin menoscabo de los bienes de fondo” (Tableau économique, 1744). Esta fórmula alude directamente a una concepción donde la acción humana (trabajo) simplemente co-labora con la capacidad generadora de la Tierra; de allí que las ‘riquezas’ emergen como sus ‘productos renacientes’ y que esta tarea se debe lograr sin afectar su propia capacidad generativa (su condición de ‘bienes de fondo’). Contrastando con esta concepción, los neoclásicos inauguran ya un lenguaje completamente distinto: Walras en sus Elementos (1900) circunscribe ya la noción de ‘riqueza social’ a la de ‘valor agregado’ medido éste en términos monetarios, completamente abstraído de los contenidos físicos de las mercancías y de sus procesos productivos. Para este autor, la economía se limita a “el valor de cambio, la industria y la propiedad, tales son pues los tres hechos generales de los que toda la riqueza social y de los que sólo la riqueza social es el teatro”. 3 Una conocida cita de “Principios de Economía Política” de John Stuart Mill da cuenta de la magnitud de la transformación que implicara este cambio en la forma de concebir el ideal económico y de las discusiones que suscitara aún a mediados del siglo XIX. Al respecto, Mill señalaba: “No puedo mirar el estado estacionario del capital y la riqueza con el disgusto que por el mismo manifiestan los economistas de la nueva escuela. Me inclino a creer que, en conjunto, sería un adelanto muy considerable sobre nuestra situación actual. Confirmo que no me gusta el ideal de vida que defienden aquellos que creen que el estado normal de los seres humanos es una lucha incesante por avanzar y que aplastar, dar codazos y pisar los talones del que va delante, característicos del tipo de sociedad actual, constituyen el género de vida más deseable para la especie humana… No veo que haya motivo para congratularse de que las personas que son ya más ricas de las que nadie necesita ser, hayan doblado sus medios de consumir cosas que producen poco o ningún placer, excepto como representativas de riqueza…” (Mill, J. S., 1848).

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patrón universal de la conducta humana. En la configuración de esta narrativa, Locke sienta las bases de la ‘condición humana’ sobre la homologación entre razón – propiedad – libertad: el hombre, en cuanto ser racional, re-conoce la condición natural de la propiedad privada y, en la auto-obligación de respetar dicha ‘institución del derecho natural’, sienta las bases para la construcción de una sociedad de individuos libres.

Ciertamente, como indica Bourdieu4, la conformación de esta antropología imaginaria del subjetivismo utilitarista como la ‘realidad humana’ misma indica, ni más ni menos, la imposición histórica de este discurso; la conquista colonial de lo ‘humano’ por parte de la racionalidad burguesa, patriarcal y ‘blanca’.

En tal sentido, la colonización que la razón opera de lo ‘humano’ en tanto ‘ser civilizado’ implica, además, la decisiva separación del Sujeto respecto de la Alteridad. Al concebirse el sujeto moderno como individualidad pre-constituida, desprovista de relacionalidad, lo ‘otro’ va a ser el lugar de lo residual: lo residualmente humano. La constitución del otro tiene lugar así también en tanto ‘objeto’, objeto de dominio y de control por parte del sujeto (Escobar, 1996; Dussel, 2001; Lander, 2000). La acción civilizatoria es, así, acción colonizadora: de la historia, de la naturaleza, de lo humano; colonización de ‘lo humano’ que implica racionalización del sí mismo, así como negación (cultural), explotación (económica) y opresión (política) del Otro.

En este plano, es difícil exagerar el papel histórico desempeñado en la estructuración del orden colonial moderno por la conquista originaria de América, su doble condición de conquista semiótica y de despojo material; epistemicidio, etnocidio y ecocidio, paradójicamente, creador de un ‘nuevo mundo’; como señala Alimonda, “probablemente la experiencia más violenta y radical de la historia” (2006: 96) 5.

La ruptura inscripta en el nivel ontológico entre ‘lo divino’, ‘lo humano’ y ‘lo natural’, y la codificación jerárquica del ‘mundo’ en torno a esas escisiones; la aceleración del proceso de ‘desencantamiento del mundo’ marcado por la transición desde su representación como ‘Creación’ hacia su plena y total objetivación, operada por la mirada propietaria por la que el conquistador instituye su visión del ‘mundo natural’ en términos de ‘puro objeto’, objeto de descubrimiento y de conocimiento, de conquista, de trabajo, de cambio; en fin, la axiomatización del ‘territorio’ como propiedad jurídica del Soberano, son todos componentes fundamentales de ese proceso de conquista semiótica del mundo que inaugura el camino sacrificial de la modernidad – modernización, no menos ni antes en el centro que en su periferia. En tal sentido, esta ruptura originaria, cobra plena significación más como acto de ‘destrucción/creación’ que de ‘descubrimiento’; la conquista crea en verdad ya, una ‘segunda naturaleza’, su

4 “Todo lo que la ciencia económica postula como un dato, vale decir, el conjunto de las disposiciones del agente económico que fundan la ilusión de la universalidad ahistórica de las categorías y conceptos utilizados por esta ciencia, es en efecto el producto paradójico de una larga historia colectiva reproducida sin cesar en las historias individuales, de la que sólo puede dar razón el análisis histórico: por haberlas inscripto paralelamente en estructuras sociales y estructuras cognitivas, en esquemas prácticos de pensamiento, percepción y acción, la historia confirió a las instituciones cuya teoría ahistórica pretende hacer la economía, su aspecto de evidencia natural y universal” (Bourdieu, 2001: 19). 5 La radical violencia del acto de creación colonial cobra plena dimensión en la materialidad del devastador impacto demográfico y ecológico de la conquista, largamente documentado (Crosby, 1993; Gligo y Morillo, 1980; Tudela, 1992; González y León, 2000; Vitale, 1983). La estructuración de una ‘economía de rapiña’ implicó entonces la destrucción de la estructura socioeconómica y eco-tecnológica de las poblaciones originarias, signando la catástrofe demográfica de las mismas (estimada en la disminución de entre un 90 y un 95 % de la población nativa -alrededor de 130 millones de personas- en el período de un siglo) y el ulterior derrotero de la degradación de los ecosistemas naturales (Cook y Borah, 1974; Gligo, 2001).

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(re)semantización y (re)apropiación en función de los códigos, la racionalidad e intereses del sujeto conquistador.

Ahora bien, como la crítica marxista permite alumbrar, es el propio Capital, impostado en el lugar del Sujeto, el verdadero conquistador/colonizador del mundo. La organización colonial del mundo no es sino la configuración del capitalismo como nuevo régimen eco-bio-político de producción del mundo; es el propio capital el que instituye las formas modernas de representación, apropiación y disposición tanto de la naturaleza interna (cuerpos, trabajo, agencialidades) como de la naturaleza externa (materiales, energía, territorios) para la realización de la acumulación del valor.

Como lo señalan tanto Marx como Foucault, la dinámica expropiatoria del capital es, más que opresiva, propiamente productiva. En su proceso de expansión configura el sistema mundo moderno-colonial tanto a través de la producción colonial de cuerpos – sujetos como cuerpos-de-trabajo –, cuanto a través de la producción colonial de territorios y naturalezas, como recursos, ambos disponibilizados para la valorización del capital.

Desde la conformación y expansión histórica del capitalismo como sistema mundial, la ‘naturaleza’ y los procesos ecológicos todos, así como los cuerpos y las agencialidades humanas, son resignificados y transformados en tanto objetos y medios de trabajo en el proceso de formación de valor. Desde entonces, “es el proceso de acumulación y expansión del capital lo que condiciona el funcionamiento, la evolución y la estructuración de los ecosistemas, así como las formas técnicas de apropiación de la naturaleza [y de las corporalidades humanas]” (Leff, 1994: 139).

Globalización y reconfiguración neocolonial del ‘mundo’ Así como en sus orígenes la irrupción colonial del capital en el mundo ha

significado la emergencia de un nuevo modo histórico de producción de subjetividades, territorialidades y ‘naturalezas’, toda reconfiguración sobreviniente del patrón de acumulación a lo largo de su trayectoria histórica, ha supuesto una correlativa redefinición de las formas, modalidades y mecanismos de apropiación y disposición tanto sobre la naturaleza, cuanto sobre la capacidad de obrar de los sujetos.

El proceso de globalización del capital y la profunda reorganización de las bases territoriales de la acumulación que se verifica desde el último cuarto del siglo pasado en adelante han involucrado, en este sentido, la emergencia de un nuevo proyecto de recolonización del mundo.

Siguiendo la caracterización que propone Coronil (2000) este nuevo régimen colonial implica el pasaje del eurocentrismo al globocentrismo: opera la disolución de Occidente en el Mercado, mediante procesos de des-territorialización y re-territorialización de flujos y procesos productivos; la ampliación desregulada del mercado (que significa tanto su extensión espacio-temporal como la intensificación de procesos de mercantilización de la naturaleza, cuerpos, subjetividades y expresiones culturales); la reconfiguración de centros de poder (tecnológicos, semióticos, financieros y político-militares), menos visibles pero más concentrados y extendidos.

A través de estos mecanismos, el globocentrismo produce una radical redefinición de las tecnologías de subalternización. Involucra nuevas formas de producción y codificación de las jerarquías socioculturales, económicas y políticas en base a los criterios dominantes de productividad y rentabilidad (financiera), de-marcadores de nuevas guetificaciones etno-económicas. Instituye modalidades más abstractas de explotación del trabajo y nuevas formas de expropiación y apropiación desigual de la

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naturaleza, codificada ahora como ‘capital natural’ crecientemente controlada por mega-corporaciones transnacionales a través del monopolio que ostentan sobre las ‘tecnologías de punta’.

Por fin, implica también la configuración de los riesgos ambientales como otro medio de producción de las nuevas subalternidades, tanto mediante la distribución etno-geográficamente desigual de los ‘desastres naturales’, cuanto por la imposición de una codificación diferencial de los mismos (riesgos como amenazas a la vida, para los nuevos grupos subalternizados; riesgos como ‘oportunidades de negocios’, para los ‘grupos inversores’).

La eliminación de las barreras estatales y las transformaciones tecnológicas -sobre todo en el área de la biotecnología y el desarrollo de nuevos procesos extractivos que intensifican la captación y manipulación de la naturaleza a escalas micro (nanotecnología) y macro (información geosatelital, infraestructuras e ingeniería de gran escala, etc.)-, instituyeron un nuevo estadío en el acceso, control y disponibilidad del capital sobre ‘recursos’ claves, como la biodiversidad, la riqueza genética vegetal y animal, las fuentes de energía y los materiales críticos del mundo mineral.

Ahora bien, en contra de las operaciones naturalizadoras del fenómeno de la ‘globalización’ hegemónica en curso, conviene tener presente el contexto histórico-político en el que se inscriben tales mutaciones. Lejos de ser éstas el producto inerte de la ‘evolución natural y espontánea’ del desarrollo tecnológico, las transformaciones en las formas de concebir y disponer del espacio y la naturaleza ocurridas desde el último tercio del siglo XX, deben comprenderse como expresiones de la dialéctica librada entre pueblos y culturas hegemónicas y subalternas por el acceso y control sobre las bases materiales de sus respectivas condiciones de existencia.

En esta proyección histórica, cabe identificar como antesala de las transformaciones institucionales y semiótico-políticas de la fase de mundialización del capital, la avanzada de los pueblos subalternizados en sus pretensiones de recuperar el control sobre sus territorios, en tanto fuentes y reservas de ‘recursos naturales’.

En efecto, en la primera etapa del período de posguerra, en el marco de los procesos de descolonización de los pueblos africanos y asiáticos, del impulso de los pueblos latinoamericanos por la conquista de una soberanía económica y, en general, de las pretensiones de autodeterminación de los pueblos del ‘Tercer Mundo’ de la mano de movimientos independentistas, nacional-populares, y de no-alineados, el Sur geopolítico y geocultural ensaya programas económicos basados en la nacionalización de las reservas de ‘recursos naturales’, el control del comercio exterior, límites y restricciones a las inversiones e ingresos de capitales externos, la lucha diplomática por el mejoramiento de los términos de intercambio de las materias primas, la cartelización y políticas de control de la oferta en los mercados energéticos y de insumos básicos estratégicos, entre otras medidas, tendientes tanto a la captación de las rentas por el comercio mundial de las materias primas como a la industrialización de sus respectivas economías nacionales.

Es precisamente el avance político logrado entre las décadas del cincuenta y el sesenta por los pueblos subalternizados en la reivindicación de un ‘nuevo orden económico internacional’ (NOEI) lo que va a determinar la repentina emergencia de la ‘conciencia mundial’ sobre los ‘límites del crecimiento’ que irrumpirá a inicios de los setenta, crisis energética mediante.

Así, la irrupción de la ‘preocupación’ por el impacto de las actividades económicas sobre el medio ambiente que se refleja en los hitos simbólicos de la publicación del Primer Informe Meadows “The Limits of the Growth” por el Club de Roma (1971), y la convocatoria a la Primera Conferencia de Naciones Unidas sobre El

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Medio Humano, en Estocolmo (1972), marca, en realidad, el cimbronazo que las ‘políticas nacionalistas’ de los países periféricos sobre sus ‘recursos naturales’ provocaron en las economías industrializadas. El novedoso escenario de restricciones al dominio sobre las fuentes de ‘recursos naturales’ de los países periféricos es el punto de partida de la emergencia de un nuevo discurso ambiental generado desde los centros institucionales del poder mundial, como un aspecto no menor en la configuración de nuevos dispositivos tendientes a restaurar la histórica condición de injusticias ambientales propias del imperialismo ecológico moderno-capitalista.

No obstante, antes de la conformación de la nueva retórica medioambiental hegemónica, tuvo lugar la ocurrencia de las decisivas transformaciones político-institucionales que crearían las condiciones de posibilidad de la reestructuración neocolonial del mundo. Las mismas se empezarían a gestar muy tempranamente, en los albores mismos de la crisis, comenzando con la decisiva salida de la convertibilidad del dólar sancionada por Nixon en 1971 y siguiendo con el vasto proceso de liberalización y desregulación financiera y comercial que se extendió hasta los primeros años de los ’80, como aspectos claves de la reorganización del poder económico mundial (Harvey, 1990; Lash y Urry, 1998; Panitch y Gindin, 2004).

Con la supresión de las barreras espaciales y la movilidad diferencial del capital que tales reformas provocaron, el capital adquirió un inusitado poder histórico de control y disposición sobre los territorios y sus poblaciones, basado en la integración selectiva de los mercados que supone la liberalización irrestricta del movimiento de capitales, la circulación asimétrica de mercancías –que combina plena apertura de las economías dependientes y pétreos dispositivos proteccionistas de los mercados de los países centrales- y el estricto control militarizado del movimiento de las poblaciones.

Bajo estas nuevas condiciones institucionales, las economías de los países centrales recuperaron el control y acceso privilegiado sobre las fuentes de recursos naturales a través de las estrategias de concentración y re-localización de las operaciones de los grandes conglomerados empresariales transnacionales.

Es en el marco de este nuevo escenario que empieza a gestarse la nueva configuración discursiva de reapropiación neocolonial de la ‘naturaleza’. La misma aparece emblemáticamente marcada por la construcción del concepto de ‘desarrollo sostenible’, consagrado como nueva fórmula hegemónica de ‘gestión de la naturaleza’, con la publicación del Informe Bruntland, “Our Common Future”, en 1987. Sobre la indefinida referencia a la ‘capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus necesidades’ como ‘criterio’ demarcatorio del consumo presente, el Informe postula la noción de ‘desarrollo sostenible’ como fórmula vacía para zanjar espuriamente los antagonismos entre ‘desarrollistas’ y ‘conservacionistas’, brindando al discurso político hegemónico una preciada herramienta para la legitimación de sus intereses. Como señala Naredo:

la idea ambigua y contradictoria del ‘desarrollo sostenible’ se empezó a invocar a modo de mantra o jaculatoria repetida una y otra vez, en todos los informes y declaraciones. Pero esta repetición no sirvió ni siquiera para modificar en los países ricos las tendencias al aumento en el requerimiento total de recursos y residuos per cápita que, hasta ahora, se siguen observando (2006: 15).

La recuperación del control sobre las fuentes de aprovisionamiento de energías y

materias primas por parte de las economías dominantes se plasma en el discurso ambiental global a través del progresivo desplazamiento de la ‘preocupación’ por la

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‘crisis ambiental’ y las referencias a los ‘límites físico-naturales’ para el crecimiento económico. Sintomáticamente, el Segundo Informe Meadows del Club de Roma (1991) se titula “Beyond the Limits”; en su prólogo, el premio Nobel de economía, Jan Tinbergen señala que el libro “clarifica las condiciones bajo las cuales el crecimiento sostenido, un medio ambiente limpio e ingresos equitativos puede ser organizados”. Renace así la mitología del crecimiento económico infinito; la quimera de continuar incrementando sine die las tasas de extracción de recursos y de emisión de residuos ‘más allá de los límites’ de la naturaleza.

Eco-capitalismo tecnocrático y reapropiación neocolonial de la ‘naturaleza’ En el novel contexto creado por las políticas de la globalización neoliberal, con la

‘maduración’ de las mutaciones en los instrumentos institucionales de la economía mundial, a mediados de los noventa, tiene lugar el surgimiento de la ‘economía verde’, una nueva configuración semiótico-política de apropiación diferencial de la ‘naturaleza’. En ella, la ecologización de los procesos productivos se torna la forma ‘obligada’ del plus de rentabilidad requerido en el ‘exigente mundo’ de la competencia globalizada.

Así como antes bajo el imperativo de la ‘explotación para la realización del progreso’ , el nuevo imperativo global de la ‘conservación’ y el ‘uso sustentable’ viene a constituir una alteración morfológica dentro del mismo paradigma colonial-capitalista de designación de la naturaleza, ahora en términos de ‘escasez’ y ‘competencia darwiniana’ por los ‘recursos’.

Como señala Martin O’Connor, “la crisis ambiental ha dado un nuevo impulso a la sociedad capitalista liberal. Ahora, argumentando tener en sus manos la salvación del planeta, el capitalismo ha inventado un nuevo término para autolegitimarse: el uso racional y sostenible de la naturaleza” (1993: 16). En este marco, la intensificación de la mercantilización de la naturaleza cambia el estatus mismo de ésta dentro del orden civilizatorio moderno: de una naturaleza concebida como fuente exterior (supuestamente inagotable) de ‘recursos’, se pasa a una noción de ‘naturaleza capitalizada’6 (Martin O’Connor, 1993), donde ella misma se constituye como reserva de valor y espacio de plusvalía; prácticas conservacionistas que se constituyen como objeto y medio de realización del capital.

Más allá aún, Haraway (1991) marca la transición de la etapa ‘ecológica’ del capital, a otra de naturaleza plena e internamente intervenida por el capital; una naturaleza que emerge como tecnológicamente producida, donde los límites entre lo orgánico y lo mecánico, lo ‘natural’ y lo ‘artificial’, lo ‘biológico’ y lo ‘tecnológico’ tienden a borrarse completamente7.

6 Explicando este concepto, O’Connor señala: “[l]o que anteriormente se consideraba un ámbito externo y explotable, ahora se redefine como un stock de capital. En consecuencia, la dinámica primaria del capitalismo cambia, pasando de la acumulación y el crecimiento alimentados en el exterior de lo económico a ser una forma ostensible de autogestión y conservación del sistema de naturaleza capitalizada encerrada sobre sí misma” (1993: 16). 7 En tal sentido, Cajigas Rotundo señala que “con el auge de la biotecnología y la ingeniería genética, asociadas a las llamadas industrias de la vida, la naturaleza deja de ser un ‘recurso natural’, en la medida en que ya no es una instancia externa, sino que comienza a estar situada en un plano de inmanencia, articulado a partir de la lógica misma de reproducción del capital. El nuevo giro consiste en que el capital axiomatiza la constitución interna de lo vivo, a través del modelamiento y el diseño genético” (2007: 175).

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La extensión de los derechos de propiedad intelectual y el patentamiento de recursos genéticos, procesos biológicos y otros bienes y servicios ambientales y/o públicos a través de la imposición de ‘acuerdos comerciales’ regionales y globales, la codificación del paisaje como ‘capital turístico’ y de la cultura local como ‘marca’, la denominación de origen como ‘valor agregado’ de los productos, la ‘valuación’ de los territorios y sus poblaciones en función de su ‘competitividad’ (léase capacidad de adaptación a las exigencias y requerimientos de los inversionistas), son, en fin, algunos de los más emblemáticos síntomas de los procesos de expropiación ecológica en esta época de ‘naturaleza capitalizada’ –naturaleza exterior y naturaleza interior-. Protocolos y conferencias internacionales, documentos de organismos multilaterales, manuales de operaciones y estándares ambientales de grandes actores corporativos constituyen los medios de producción simbólicos a través de los cuales discurre la emergencia del eco-capitalismo tecnocrático, como nuevo dispositivo de axiomatización de la naturaleza y de legitimación de las nuevas formas de manipulación.

En definitiva, la crisis ambiental resultante del modelo de explotación instaurado por la episteme moderno-colonial-capitalista ha dado lugar a una nueva forma de intensificación de la acumulación que se presenta ahora bajo el modelo del ‘uso racional y sostenible’ de la naturaleza. Marca una nueva etapa y una nueva modalidad en la producción colonial de la naturaleza por parte del capital.

Este proceso opera, en primer lugar, como expansión semiótica del capital a través de la representación de la ‘naturaleza’ como ‘reserva de capital’, la extensión de la asignación de precios a todos los elementos y procesos geo-físico-biológicos del ambiente hasta ahora exentos de ellos, y la legitimación consecuente del mecanismo de precios como forma absoluta de una ‘administración racional’ de los recursos. El patentamiento y la cotización del ADN, y del genoma humano, de especies y subespecies, de cuotas de ‘contaminación’, la compra venta de ‘oxígeno a futuro’, etc., forman parte de este proceso de recapitalización de la naturaleza en marcha.

En segundo lugar, la axiomatización de la naturaleza como capital funciona a través de la representación de la innovación tecnológica y la ‘tecnología de punta’ como la condición necesaria y suficiente para garantizar el ‘uso racional y sustentable’ de los ‘recursos naturales’, para optimizar la eficiencia de su uso8. Bajo este presupuesto se consagra a las ‘empresas’– en particular, las mega-corporaciones transnacionales – detentatarias de las ‘tecnologías de punta’, como las principales agentes custodios de la ‘eficiencia ambiental’. Se instituye así un nuevo dispositivo expropiatorio legitimado bajo un revestimiento ecologista: sólo las grandes corporaciones – que operan con tecnologías de punta y siguen procesos ajustados a los ‘estándares internacionales más exigentes’– son las que están en condiciones de asegurar un uso eficiente y racional de los recursos críticos y los ambientes más frágiles; por tanto, se excluye de su ‘uso’ o ‘explotación’ a cualesquiera otros agentes (pueblos originarios, campesinos, pequeños productores, etc.) y se reserva su propiedad como ‘capital accionario’ de las empresas. El viejo argumento –que, como se observó, se remonta a Locke- de que la propiedad privada asegura un uso racional de los recursos cobra ahora una forma más intensa a través de la homologación de la ‘naturaleza’ como ‘capital empresario’.

En el deslizamiento semántico de la ‘conservación de la naturaleza’ a la ‘conservación del capital’, la lógica de la sustentabilidad se mimetiza con la de la

8 Por lo demás, la ‘optimización ecológica’ de los procesos productivos se presenta como algo inequívoco e incontrastable, desde una episteme que retrotrae toda la reflexión sobre la validez de la ciencia a los albores del positivismo más ingenuo, descartando cualesquiera críticas emergentes desde las epistemologías de la complejidad, como ‘relatos metafísicos’.

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rentabilidad, produciendo el cierre ideológico legitimador de este dispositivo expropiatorio.

Dado que este proceso de colonización / expropiación de la naturaleza se materializa eminentemente a través de la innovación tecnológica regida por la competencia mercantil, se trata de un fenómeno con profundas consecuencias también epistemológicas, ya que la producción del conocimiento ve progresivamente erosionada su autonomía relativa frente a la lógica hegemónica de la producción de mercancías. Articuladas instrumental y subordinadamente a la producción de plusvalía, la producción del conocimiento se torna una mercancía estratégica, pero cuya validez no se disputa ya en el campo de la argumentación sino en el de la rentabilidad (es válido sólo el conocimiento tecnológicamente posible y efectivamente rentable).

Por último, un tercer aspecto de los nuevos dispositivos expropiatorios característicos de esta fase del eco-capitalismo tecnocrático es precisamente el creciente protagonismo de los grandes aparatos burocráticos multilaterales y supranacionales (OMC, FMI, BM, MIGA, en primer lugar, pero también, ONU, PNUD, CEPAL, UNESCO, etc.) en la producción de todo un nuevo lenguaje global medioambiental que se instituye como regulador universal de las prácticas a través de la normatización de estándares de ‘desempeño ambiental aceptables y exigibles’ por afuera y por encima de cualquier control democrático -y aún científico- en tanto los productores de tales normatividades suelen reclutarse de auditoras y consultoras transnacionales al servicio de las grandes empresas transnacionales. Además, la sobredimensionada complejización de la jerga tecnocrática y la sofisticación de los ‘procesos de evaluación’ de los ‘impactos ambientales’ operan como dispositivos de encriptamiento de prácticas y lenguajes pensados por, para y desde la lógica de la expropiación; para consumar el efecto de sacar la ocupación y el uso del ambiente y los territorios de la órbita de las decisiones de sus poblaciones.

En esta misma lógica, la declaración supranacional de ‘reservas naturales’, ‘áreas protegidas’ y de eco-sistemas enteros como ‘patrimonio común de la humanidad’ constituye un modo también característico de las formas de expropiación en esta nueva fase del eco-capitalismo neocolonial. Enajenando esos territorios de sus históricos ocupantes, suprimiendo formas ancestrales de uso y proscribiendo economías locales –aún bajo formatos capitalistas- las restricciones e intangibilidades de esos territorios se hace ‘en nombre de la Humanidad’, la vieja fórmula colonial del particular revestido de universal.

En definitiva, más allá de las profundas transformaciones institucionales y tecnológicas, o, más precisamente, a través de ellas, se perpetúa, en el presente, un rasgo y modalidad característicos de la dimensión ecológica del imperialismo del orden capitalista moderno: la sistemática transferencia de bienes y servicios ambientales desde las sociedades subalternas hacia las dominantes y la localización inversamente asimétrica de los riesgos y costos ambientales de la sobreexplotación de la naturaleza, a través de la ‘especialización’ del Norte en ‘mercancías tecnológicas’ y del Sur en ‘mercancías naturales’ (Leff, 1994: 352).

La dramática violencia de los antagonismos sociales del presente pone de manifiesto la creciente insustentabilidad de dicho proyecto. En este contexto, la resolución de la crisis ambiental implica, desde la mirada imperial, la necesidad sistémica de extremar e intensificar los dispositivos expropiatorios y depredatorios de energía; desde las múltiples culturas -cuerpos y territorialidades- subalternizadas, la reafirmación identitaria de sus formas de vida se juega en el plano de la reapropiación y resignificación de la naturaleza como fuente de vida.

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