La Merciquita/ZELIDETH CHÁVEZ
-
Upload
gloria-portugal -
Category
Documents
-
view
13 -
download
1
description
Transcript of La Merciquita/ZELIDETH CHÁVEZ
-
ZELIDETH CHVEZ
_____________________________________
La Merciquita
2015 Versin de la Comisin de Escritoras del PEN
Internacional del Per
-
2
-
3
El torrente de sangre le est anegando la garganta, la boca, la
nariz. Doblada sobre s misma agita los pequeos brazos y alcanza a
gritar mamita!, antes que su cuerpo caiga sobre la mancha rojiza
que la tierra seca empieza a succionar con avidez.
Hemos llegado corriendo y nos detenemos de golpe ahogados
por nuestros jadeos. La escena nos congela, nos suspende en el aire.
Nadie atina a decir ni hacer algo, solo se escuchan los aullidos
lastimeros del Firpo y el Churchil dando vueltas alrededor nuestro.
Mi hermano y yo nos apretamos uno al lado del otro, como si no
hubiera espacio en el desolado patio. Nos tapamos toda la cara con
las chalinas, nunca sabramos si era por el fro de la noche o por
miedo al contagio de la muerte
Siempre la imagin viniendo acurrucada en una de aquellas
balsas que surcan el lago con suavidad de gaviota. Sus esculidos
diez aos aparentando seis: piel y huesos hurfanos. Aspecto y olor
a hurfana, con esos reflejos de miedo en sus ojos y esa tos seca que
nunca la abandonaba.
Muchas veces me repiti la misma historia, en su media lengua
de aimara-castellano: que la haban sacado de su choza all en
medio del lago, en las islas flotantes, con la luna ocultndose frente
a ella y el sol empezando a calentar sus espaldas. Que apurada se
-
4
haba puesto la camisita de bayeta, el faldelln, y el chumpi de
colores tejido por su madre, las ojotas de llanta que no la iban a
proteger cuando sus pies se hundieran en el piso fangoso de la isla
que quedaba atrs, con su veintena de casas de totora, avenidas de
totora, sus sembros sobre las balsas de totora. Que mirando la
balsita que abandonaba, se pregunt si a donde marchaba tendra
una as, para ella sola, sobre la cual haba disfrutado tanto esa
sensacin de cada a un lado, al otro, a un lado, al otro, cuando iba
en medio del lago para cumplir mandados.
En mis noches de insomnio la he visto ponerse de pie sobre
aquella misma balsa donde vino, ponerse de pie, en el instante en
que una brisa ligera disipaba sus temores al constatar que ya
estaban llegando al puerto, aunque era muy tierna para darse
cuenta que tambin asomaba muy cerca a su destino. En esos
momentos tal vez no perciba el centelleo plateado que tiritaba sobre
las aguas verdeazuladas, ni la quietud de esa maana colmada de
sol, de ese sol que iba abriendo brecha en medio del horizonte azul
cerrado del lago cielo, porque el brillo de sus ojos al hablar solo
transmita la inquietud de esas horas, ante el descubrimiento de la
multitud de casas ajenas que iban distinguindose cada vez ms
cerca.
Ella no saba entonces que estaba llegando a la ciudad de Puno.
Tambin recordaba al hombre grande que la trajo, su to, quien no le
tom la mano para apearla, ni le dio ninguna recomendacin, le hizo
apenas una sea con la cabeza y se adelant. Ella, frunci la
boquita trompuda, se agach y lo sigui callada. Todava un gesto de
incredulidad le crispaba la cara al recordar la sensacin que tuvo al
-
5
pisar esa tierra dura, seca, firme, que contrastaba tanto con el suelo
siempre tambaleante y hmedo de su isla.
Cuando dejaron el muelle e ingresaron a la poblacin, las
pisadas del to sobre las losetas arabescas retumbaron dentro de
ella aquicito me haca pum, pumpum, iita Le costaba seguir el
ritmo del hombre grande, se agitaba hasta la asfixia, ms all de lo
normal. Recordaba que as recorrieron plazas, calles, ventanas,
escaparates, tiendas, kioscos, todo lleno de gente rara, de caras
extraas. Esta poblacin de techos a media agua y portones grandes
de madera, calles estrechas y empedradas, eran una inmensidad
para sus diez aos. Tan ensimismada se haba quedado que olvid
el cosquilleo en su estmago y aquel sudor por la espalda que
estuvieron ah desde la madrugada.
Pronto salieron a las afueras donde se perdan veredas,
empedrado, escaparates, luz elctrica, hasta llegar a lo que
vislumbr como una casa amurallada, enorme, al parecer
deshabitada. Haba que cruzar un cebadal antes de llegar a la reja
de fierro. Se pararon al pie de la mole y mientras el to buscaba una
piedra para tocar, nuestros perros ladrando con desesperacin nos
alertaron sobre su presencia. Momentos despus salamos: mi
madre, mi hermano y yo. Mi madre se le antoj como una seora
enorme, anciana, aunque era de mediana edad y baja, blanca, de
piel casi transparente, cabello castao recogido. La impresionaron
muchos los aretes y el diente de oro, el abrigo de casimir y los
tacones: cuando la seora grande me mir, yo quera escaparme
iita, esconderme, despus se fij en nosotros: tu hermano,
flaquito, flaquito, igualito a los ispis que saco del lago, y t parecas
-
6
su ngel de la Virgen, colorada, gordita, con tu cabello color totora
seca Los tres tenamos la misma edad.
El to escupi a un lado la coca que estaba picchando, sac las
manos de abajo del poncho y quitndose el sombrero se acerc a mi
madre, la salud reverente, nombrndola de patrona y seora
grande, e iniciaron el trato. La Merciquita trataba de seguir el
dilogo, pero se notaba que se perda en el intento, porque quera
seguir observndonos o porque los mayores estaban hablando en un
idioma que ella no haba escuchado nunca, aunque no era necesario
que entendiera, saba que estaban hablando de ella. Cmo no sentir
aquellas miradas a veces francas, a veces disimuladas.
Los grandes siguieron conversando con la reja cerrada. Cuando
pareci que haban llegado a un acuerdo, mi madre sac unos
billetes del bolsillo y se los alcanz lentamente, como dudando. El
to, en cuanto tuvo el dinero, lo escondi rpido debajo del poncho
(es lo que me pareci) luego, percatndose recin de la presencia de
la Merciquita, le dijo en aimara: te vas a quedar, aqu vas a tener
comida todos los das, tienes que hacer caso a esta seora, ella va a
ser buena contigo y la empuj al interior. Nosotros nos hicimos a
un lado, como dndole paso o tal vez para evitar que nos roce.
Ambos estbamos tras las faldas de mi madre mientras la cholita
avanzaba muda, mirando siempre al suelo, demasiado asustada
para llorar. Con los ojos achinados, febriles, y esa mirada de
asombro que nunca la abandon, recorri los patios en la casa
solariega, de niveles superpuestos, de habitaciones sin disposicin
alguna, el jardn, la huerta, el canchn. Desde ese instante, estoy
segura que en complicidad con los altos muros de la casa, un
-
7
silencio extrao la rodeaba cuando los dems hablaban: no
entenda, no le era posible conversar con los dems.
Mi madre la llev a uno de esos cuartos enormes, tristes que
tenamos abandonados, llenos de cosas en desuso. Le orden con
seas que desocupara un espacio, mientras ella jalaba mantas,
frazadas viejas que acomodaba en un rincn. Sacudiendo las manos
empolvadas y con un gesto de asco nos dijo: hay que darle un buen
bao, raparla, quemar su ropa, est copadita de piojos. Aunque
Merciquita no entendi las palabras, fue el tono amenazador lo que
la hizo sentir muchos temores, no en la cabeza, sino en el corazn.
Cuando termin de vestirse con la ropa ajena que mi madre
haba descosido y cosido apresurada para ella, sin permitir que se
moviera de su lado o por lo menos abrigara su desnudez, nos seal
y le dijo gesticulando e invitndola a repetir: niito, niita.
Despus le seal su rincn en el comedor, los sitios a los que no
deba entrar, las cosas que le estaba prohibido tocar.
Al da siguiente se levant temprano, como era su costumbre, y
aprovechando que an nadie estaba afuera, corri al mirador del
jardn. Se empin ansiosa buscando el lago del que apenas le
llegaba el aroma; se esforz ms, segura de distinguir su isla
flotante, pero el sol, como una enorme bola de fuego le dio en pleno
rostro, obligndola a cerrar los ojos. Entonces escuch que la
llamaban. Corri hacia la voz, salpicando chispitas doradas por el
camino sin poder desprenderse de ellas todo el da. As lleg hasta
donde la seora grande -como haba empezado a llamar a mi
madre- con el corazn en la boca, y la sigui as por toda la casa,
tratando de entender por el tono de voz, por el movimiento de las
manos, por los gestos, las que seran sus obligaciones. Pero lo que le
-
8
quedaba ms claro por la forma en que agitaba el ndice frente a sus
narices, era la advertencia de que si algo se perda, o algn plato de
porcelana terminaba hecho aicos en el piso o se derramaba esa
leche de espesa nata, que era nuestra delicia, habra castigo.
Muy pronto nosotros, el Firpo y el Churchil nos hicimos sus
amigos. Mi hermano y yo, por la gracia que nos haca esa cholita
que hablaba solo aimara, caminaba jadeando y se negaba a correr;
los perros, por las sobras de la mesa grande que ella les daba antes
de irse a dormir.
De esas primeras noches en casa, caminando detrs de mo
despus de una tormenta, enumerando al paso los sapos que yo
pisaba en nuestros paseos a la luz de la luna de junio, me contaba
en su enredo de castellano-aimara que en la inmensidad de esa
habitacin rodeada de viejos cachivaches, soolienta, los
transformaba en sapos gigantescos, en peligrosos laikas que con
sus brujeras podan dejarla tullida: en pichitancas de mal agero,
como el que cant en el techo el da de su nacimiento. Pero lo que
ms la sorprenda era comprobar que a esos kukuchis ya no les
tema tanto; al fin, eran sus fantasmas conocidos. En cambio, los
que aparecan en medio de la niebla azulina del cuarto, esos eran
nuevos, extraos, borrosos, ignoraba cmo protegerse de ellos.
Como una de tantas, la noche de la desgracia, a la hora de
costumbre haba concluido la comida. Toda la familia reunida
formaba una curiosa estampa: mesa larga, mantel de cuadros
blanco-azules, cubiertos de alpaca, platos vacos, tazas sucias y seis
pares de ojos pendientes de las manos anchas del abuelo, quien
repeta las mismas historias de misterio para asombrarnos cada
noche. Nos estaba hablando de aparecidos y desaparecidos, de la
-
9
muerte siempre vestida de mujer, de tapados y sus maneras
fantasmales de anunciarse. Nadie percibi los pasos cansados de la
Merciquita saliendo de su rincn para llevar comida a los perros.
De pronto, en medio de las risas, nos suspendi en el aire un
grito infantil ahogado, clamando ayuda. Se intensific el fro, las
llamas de las velas parpadearon, un largo estremecimiento se
extendi por los tres niveles, los cuartos, el jardn, los patios, la
huerta, el canchn. Un escalofro nos zigzague de pies a cabeza.
Todos corrimos hacia el grito
An hoy, despus de tantos aos, la veo, la escucho con toda
nitidez Alcanz a gritar una vez ms: mamita!, antes de caer en
su propio charco. El abrigo rojo descolorido, que la cubra hasta los
talones iba absorbiendo el color de la sangre. De esa sangre que
sala a borbotones de su boca o de cualquier otro sitio, hasta
convertirse en una sola masa, granate, que se coagulaba
aceleradamente con la helada de la noche invernal. Poco a poco, sin
apenas darnos cuenta, la masa se estaba encogiendo, la tierra se la
tragaba Una corriente tenebrosa nos estremeci y la masa
desapareci por completo.
Esa escena de muerte en la fra oscuridad del altiplano, ha
quedado desde entonces bajo mis prpados y hoy he vuelto sobre
mis pisadas de nia para cerciorarme, para constatar si fue verdad
aquel espanto o solamente es el ltimo vestigio de una pesadilla
infantil. De esa infancia misteriosa, siempre cubierta por un manto
encantado: el lago, las islas, el cielo, la huerta, el canchn, el
abuelo, sus historias, la seora grande, mi madre. Estoy tratando de
reconocer el sitio en que desapareci, en lo que todava se mantiene
-
10
en pie de la casa grande de los abuelos, pero ha sido tan retaceada
para el remate que ni ellos la reconoceran.
Ya est anocheciendo. El canto irritante de un malagero
pichitanca me sacude de raz. Un fro lejano, muy lejano, como el
que nos estremeci esa noche vuelve a calarme los huesos. Lgrimas
silenciosas bajan por los surcos de mi avejentado rostro.
Publicado en el libro MUJERES DE PIES DESCALZOS,
Arteidea Editores, ao 1996. Cuento publicado en la
antologa CINCUENTA AOS DE NARRATIVA ANDINA, de
Mark Cox. Editorial San Marcos, ao 2004.
Foto: Matas Vieira
-
11
SOBRE LA AUTORA
Zelideth Chvez naci en Puno. Es antroploga, fundadora del Movimiento Amplio de
Mujeres, del Crculo Literario Anillo de Moebius y del Gremio de Escritores del Per. Tiene
publicados seis libros de cuentos y una novela. Est incluida en diecisis antologas
nacionales, entre ellas: El cuento peruano, 1990-2000, Ediciones PetroPer, y tres
Internacionales: Cuenta gotas, Ediciones Uruguay-Brasil, ao 2007, la antologa
binacional: Las amigas del yeti, Ecuador-Per, ao 2009, y Crculo de narrativa 4,
aBrace editora Montevideo Uruguay, ao 2012. Ha publicado cuatro ensayos y una crnica
literaria. El ao 2003 el Congreso de la Repblica le concedi un reconocimiento especial,
y tambin la Asociacin Cultural Brisas del Titicaca. Ha recibido un honor similar de la
Universidad Nacional del Altiplano, Puno, ao 2012. Fue presidenta del Gremio de
Escritores del Per, 2011-2012 y vocal de actividades culturales e investigacin en la
Asociacin Cultural Brisas del Titicaca, los aos 2004-2005 y 2012-2013. La Universidad
Nacional del Altiplano, ha reeditado su novela Por qu lloras Candelaria? (2013) la
misma que ha sido mencionada por el crtico literario Ricardo Gonzlez Vigil, en su balance
de fin de ao 2013, en el diario El Comercio (06-01-14).