La Gaceta del FCE, enero de 2006

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DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Enero 2006 Número 421 ISSN 0185-3716 Feliz cumpleaños, Wolferl Roland de Candé se pregunta quién era Mozart Norbert Dufourcq traza un apunte biográfico Stendhal se remonta a la infancia del músico Peter Gay analiza a Mozart, el hijo Yves y Ada Rémy narran cómo el dedo de dios se posó en Salzburgo Pere-Albert Balcells hace un “autorretrato” de Mozart H. C. Robbins Landon presenta mitos y teorías sobre la muerte del compositor Carlos Prieto revisa el aparente desprecio de Mozart por el violonchelo Paul Henry Lang rastrea lo esencial de la música de Mozart Jean Victor Hocquard explora la belleza mozartiana Alexander Pushkin: Mozart y Salieri Eduard Friedrich Mörike: Mozart en su viaje a Praga A 250 años del nacimiento de Wolfgang Amadeus Mozart

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DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Enero 2006 Número 421

ISSN

018

5-37

16

Feliz cumpleaños,Wolferl

■ Roland de Candé se pregunta quién era Mozart

■ Norbert Dufourcq traza un apunte biográfi co

■ Stendhal se remonta a la infancia del músico

■ Peter Gay analiza a Mozart, el hijo

■ Yves y Ada Rémy narran cómo el dedo de dios

se posó en Salzburgo

■ Pere-Albert Balcells hace un “autorretrato” de Mozart

■ H. C. Robbins Landon presenta mitos y teorías sobre

la muerte del compositor

■ Carlos Prieto revisa el aparente desprecio de Mozart

por el violonchelo

■ Paul Henry Lang rastrea lo esencial de la música de Mozart

■ Jean Victor Hocquard explora la belleza mozartiana

■ Alexander Pushkin: Mozart y Salieri

■ Eduard Friedrich Mörike: Mozart en su viaje a Praga

A 250 años del nacimiento de Wolfgang Amadeus Mozart

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Feliz cumpleaños, Wolferl Sumario

¿Quién era Mozart? 2Roland de Candé

Obras de Mozart 3Un apunte biográfi co 5

Norbert DufourcqDe la infancia de Mozart 6

StendhalMozart, el hijo 7

Peter GayEl dedo de dios está sobre Salzburgo 10

Yves y Ada RémyAutorretrato de Mozart 12

Pere-Albert BalcellsMitos y teorías sobre la muerte de Mozart 16

H. C. Robbins LandonMozart y Salieri 19

Alexander PushkinMozart: su aparente desprecio por el violonchelo, el concierto para violonchelo perdido 21

Carlos PrietoMozart en su viaje a Praga 23

Eduard Friedrich MörikeLa incesante búsqueda de Mozart 28

Paul Henry LangLa belleza mozartiana 30

Jean-Victor Hocquard

Roland de Candé es musicólogo y autor del Nouveau diction-naire de la musique ■ Norbert Dufourcq fue un destacado organista y profesor de historia de la música ■ Stendhal es autor, además de Rojo y negro y La cartuja de Parma, de Cartas sobre Haydn, Mozart y Metastasio ■ Peter Gay es historiador cultural y fue profesor en las universidades de Columbia y Yale ■ Yves y Ada Rémy, además de biógra-fos de Mozart, son escritores de ciencia fi cción ■ Pere-Albert Balcells es músico y profesor de análisis musical y piano en Barcelona ■ H. C. Robbins Landon es histo-riador y musicólogo, estudioso de Haydn y el clasicismo vienés ■ Alexander Pushkin es el autor de la novela en verso Eugene Onegin ■ Carlos Prieto es violonchelista, autor de Cinco mil años de palabras ■ Eduard Friedrich Mörike, alemán, fue poeta y escritor romántico ■ Paul Henry Lang fue profesor en la Universidad de Columbia y editor de Musical Quarterly ■ Jean Victor Hocquard es escritor y crítico musical, especialista en Mozart

Perdurar 250 años no signifi ca haber alcanzado la eternidad, pero se le parece. Para alguien cuyo cuerpo apenas superó las tres décadas y media de vida, cumplir en plena forma un cuarto de milenio es prueba de una vitalidad inusual. Es el caso de Johannes Chrysostomus Wolfgangus Gottlieb Mozart, que nació el día 27 de un mes como éste, en la austriaca Salzburgo. Hoy es objeto en todo el mundo de celebraciones que no se constriñen a la música, pues su vida puede ser abordada desde la biografía, la psicología, el teatro, la novela, como hemos querido hacer en este número de La Gaceta. Convencidos de que la música también suena en los libros, preparamos una se-lección de textos que presentan facetas diversas de la vida y la obra del prolífi co, juguetón, atormentado compositor.

Abrimos con dos selecciones de nuestro propio catálogo. El libro escrito por Roland de Candé es un recorrido, mordaz y seductor, de la historia de la música. En pocos y sustantivos párrafos se presenta al niño, al joven, al casi maduro composi-tor, con chispazos de su irrepetible talento, y además se presen-ta un resumen de su nutrida producción musical, con unas cuantas recomendaciones. Al querer saber quién era Mozart, de Candé esboza una teoría sobre la importancia del músico austriaco, estrategia semejante a la de Norbert Dufourcq en el brochazo biográfi co con que continúa esta entrega. Casi tele-gráfi co, este fragmento da pistas sobre la evolución artística de Wolferl —el cariñoso nombre con que su familia lo llama-ba— y señala obras que marcaron hitos en su vida.

Deseosos de mirar de cerca al Mozart de carne y hueso, o a lo que un escritor considera que es la carne y el hueso de un ser fuera de este mundo, reproducimos parte del texto con que Stendhal exploró la biografía de su admirado músico; es un libro informativo tanto de quién fue Mozart como del modo en que lo escuchó el autor de Rojo y negro. La exploración de la infancia mozartiana continúa con la obra de Peter Gay sobre la relación entre Leopold y su hijo, vínculo sin duda amoroso pero con no pocos tintes malsanos, pues supuso el casi aniqui-lamiento de la propia vida musical del padre y la franca explo-tación del vástago. Para saber más sobre ese nexo, Yves y Ada Rémy remontan un poco el río vital de Leopold para luego dejarse ir hasta la formación artística de ese niño excepcional. Mediante el estudio de cartas y otros documentos de la época, Pere-Albert Balcells quiso pintar un “autorretrato” de Mozart, en el que sus propias palabras y la de sus allegados lo dibujan tal cual fue; aquí mostramos el proceso por el cual las notas invadían su imaginación hasta convertirse en piezas del todo terminadas, que luego había tan sólo que copiar a la partitura.

Su muerte ha sido un fértil venero para el mito mozartiano. Reproducimos en este número la explicación, en términos mé-dicos, que uno de los mayores estudiosos del músico ha dado por buena: H. C. Robbins Landon revisa los dichos y los hechos para explicar las causas del precoz fallecimiento. Esa muerte, nimbada de la envidia de Antonio Salieri, es el germen para el breve y apasionado divertimento teatral de Alexander Pushkin. En este juego de subjetividades, presentamos también un frag-mento de Mozart en su viaje a Praga, pequeña novela del escritor decimonónico Eduard Friedrich Mörike, en la que el músico brilla con toda la luz de un buen personaje de fi cción.

Además de ofrecer una rápida nota de Carlos Prieto, toma-

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da de Las aventuras de un violonchelo, la parte fi nal de esta entre-ga está formada por dos ensayos que aspiran a comprender la grandeza de Mozart, uno de Paul Henry Lang sobre la esencia de su música y otro de Jean Victor Hocquard sobre lo que constituye la belleza mozartiana. Aunque no pareció darse cuenta, Mozart vivió en la época en que la Ilustración alcanza-ba su cúspide. Las fi guras que acompañan esta entrega provie-nen de la obra maestra ilustrada: la Encyclopédie de Diderot, en particular del volumen dedicado a la “Lutherie”. Así cerramos este festejo de cumpleaños del joven Wolferl.

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¿Quién era Mozart? Roland de Candé

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaTomás Granados Salinas

Consejo editorialConsuelo Sáizar, Ricardo Nudelman, Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler, Axel Retif, Laura González Durán, Max Gonsen, Nina Álvarez-Icaza, Paola Morán, Luis Arturo Pelayo, Pablo Martínez Lozada, Geney Bel-trán Félix, Miriam Martínez Garza, Fausto Hernández Trillo, Karla Ló-pez G., Alejandro Valles Santo To-más, Héctor Chávez, Delia Peña, Antonio Hernández Estrella, Juan Camilo Sierra (Colombia), Marcelo Díaz (España), Leandro de Sagastizá-bal (Argentina), Julio Sau (Chile), Isaac Vinic (Brasil), Pedro Juan Tucat (Venezuela), Ignacio de Echevarria (Estados Unidos), César Ángel Agui-lar Asiain (Guatemala), Rosario To-rres (Perú)

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

Diseño y formaciónMarina Garone y Cristóbal Henestrosa

IlustracionesTomadas de Recueil de planches, sur les sciences, les arts libéraux, et les arts mé-chaniques, avec leur explication

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Pi-cacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, ex-pedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fon-do de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Como texto introductorio al tema de nuestro número, este fragmento proviene de Invitación a la música. Pequeño manual de iniciación, que con el número 386 forma parte de la colección Popular, que es además de un recuento histórico una guía para escuchar, y sobre todo disfrutar, el arte del sonido

“No estoy seguro de que los ángeles, cuando glorifi can a dios, toquen música de Bach; en cambio, estoy cierto de que, cuando están solos, tocan a Mozart, y que a dios, en-tonces, le gusta especialmente escucharlos.”

¿Sabéis quién escribió esto? ¿Un poeta? ¿Un loco? ¡No! Un teólogo muy serio y muy célebre, el pastor Barth. Si se habla del “divino Mozart”, la gente culta sonríe al oír semejante lugar común. Y sin embargo, el pastor Barth encuentra algo divino en este músico fuera de lo común. ¡Habla de él hasta en sus libros de teología!

Los más grandes espíritus deliran al hablarnos de Mozart.Wagner: “El más prodigioso genio lo elevó por encima de todos los maestros, en

todas las artes y en todos los siglos.”Kierkegaard, fi lósofo y teólogo: “¡Inmortal Mozart! Tú, a quien le debo todo; tú, a

quien debo gratitud por haber encontrado en mi vida algo que lograra conmoverme.”Pierre-Jean Jouve, poeta: “Mozart cumplió un destino que no se ha repetido en el

mundo.”E. Fischer, gran pianista: “Mozart es una piedra de toque para el corazón; nos

protege contra toda fl aqueza del gusto, del espíritu y de los sentimientos.”Wolfgang Amadeus Mozart nació el 27 de enero de 1756 en Salzburgo, Austria.

Su padre, Leopold Mozart, es compositor y Kapellmeister en la corte del príncipe-arzobispo de Salzburgo. Su madre es dulce y delicada, no muy inteligente. Su herma-na Maria Anna, a la que en familia llaman Nannerl, es cuatro años y medio mayor que él: le enseñan a tocar el clavecín, y es una niña prodigio.

A los tres años, Wolfgang asiste a las lecciones de música de su hermana, y al punto busca en el teclado “las notas que se aman”, como dice él. ¡Ha descubierto la armonía, sin saberlo! Al darse cuenta de estos dones, Leopold Mozart decide abandonarlo todo para consagrarse a la educación de sus hijos.

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Obras de Mozart

Veinte óperas u óperas bufas (cuatro de ellas incon-clusas).

Dos serenatas y un ballet.Nueve grandes misas (entre ellas el Requiem) y diez

misas breves.Muchas composiciones religiosas.Tres cantatas masónicas.Cincuenta y seis grandes arias de concierto con

orquesta.Treinta y dos lieder alemanes, dos arias italianas, dos

arias francesas.Cuarenta sinfonías.Sesenta y cinco divertimentos, serenatas, marchas. Doscientas tres danzas.Conciertos para piano (veinticinco), violín (seis), dos

violines (concertone), fl auta (dos), corno (cuatro), para fl auta y arpa, para clarinete, para fagot.

Seis quintetos para cuerdas. Un quinteto con clari-nete.

Veinticuatro cuartetos para cuerdas. Dos cuartetos con piano. Cuartetos con fl auta y oboe. Tríos, etcétera.

Treinta y cinco sonatas para violín y piano.Veinte sonatas para piano.Quince series de variaciones, cinco fantasías y cerca

de setenta piezas diversas para piano.

No deje de escuchar:

Cantata masónica k.625Divertimento en trío k.565Ave verum k.618 G

A los seis años, Wolfgang improvisa piecesitas que su padre anota minuciosamente (ya sabe leer música, pero aún no puede escribirla correctamente). Tales son los Minuetos k.1, 2, 3, 4, 5.1

Las primeras obras del pequeño Wolfgang no valen gran cosa, ¡pero hay que ser particularmente precoz (o “sobredota-do”) para componer a los seis años! En los años siguientes, compondrá una serie de sonatas para violín y clavecín.

El mismo año en que Wolfgang cumple seis años, Leopold se lleva a sus hijos de gira: Munich, Linz, Viena. Los exhibe como si fueran perros de circo. Se pide al pequeño Wolfgang tocar sobre una tela que oculta el teclado. Debe decir los nom-bres de las notas que otros tocan. Improvisa sobre temas que el público elige, etcétera. Él se divierte con todo, salta al cuello de la emperatriz, se sube a las rodillas de la gente simpática, como lo hacen los niños de su edad, y antes de sentarse al cla-vecín pregunta: “¿Me quieren ustedes? ¿Me quieren de veras?”

Toda su vida, Mozart necesitará amor, necesitará felicidad. Los necesitará más que los demás: tener genio da sed de amor… Al año siguiente, y después, Mozart sigue de viaje. De los seis a los diez años, no se detiene: Augsburgo, Mannheim, Maguncia, Francfort (donde deja maravillado al joven Goethe), Aquisgrán, Bruselas, París, Londres, La Haya, Amsterdam, París, Dijon, Lyon, Ginebra, Zurich, Munich… Es aclamado como un héroe, condecorado como un general, adorado como un ídolo. El lector podrá decir que ésta es una mala educación, pero el pequeño Mozart pasa por todo ello jugando, sin sufrir la menor degradación de su sensibilidad.

Muy poco después, Mozart emprende una larga gira por Italia. En la Capilla Sixtina, en Roma, escucha un bello Misere-re para nueve voces de Allegri, perteneciente al repertorio ex-clusivo de la capilla pontifi cia: está prohibido copiar o tocar esa música sin autorización especial y, naturalmente, no ha sido editada. De vuelta en su casa, ¡Mozart anota de memoria ese Miserere que lo ha impresionado mucho! Es una hazaña que exige no solamente un “oído” (una atención auditiva) excepcio-nal, sino también una memoria musical fantástica.

Todos los esnobs que se extasiaban ante las grandes proezas del pequeño Mozart no habían comprendido nada de su genio. Por lo demás, no se interesan mucho tiempo en él. Todos los salones parisinos querían recibirlo cuando llegó por primera vez, a la edad de ocho años; no se hablaba más que de él, volvía locas a las damas de la corte. Cuando regresa en 1778, de vein-tidós años, París ya no se interesa en él: no reconocen al peque-ño prodigio en el creador genial que ya ha compuesto trescien-tas obras (entre ellas, al menos treinta sinfonías y diez óperas u óperas bufas)…

Sí, habéis leído bien: ¡a los veintidós años, Mozart ya había compuesto trescientas obras! Cierto es que nos dio sus prime-ras obras maestras a los doce años: Bastien und Bastienne, las sonatas para violín y clavecín k.46, el Veni Sancte Spiritus k.47… Ésta es la época en que entra en el servicio del príncipe-arzo-bispo de Salzburgo.

El mundo se ha mostrado bastante severo con ese príncipe-

1 k.1, k.2, etcétera, signifi ca Koechel 1, Koechel 2, por el apellido de un musicólogo austriaco que en 1862 publicó un catálogo cro-nológico de las obras de Mozart. Existen catálogos semejantes para otros compositores. Los de Kirkpatrick para Scarlatti (k), de Hoboken para Haydn (h), “Bach Werke Verzeichnis” de Schmieder para Bach (bwv), de Ryom para Vivaldi (rv), de Deutsch para Schubert (d).

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arzobispo al que Mozart detesta. El joven músico, consciente de su genio, no soporta que lo traten como a un empleado subalterno: comer en la antecocina, tener que someterse a una disciplina estricta. El príncipe-arzobispo es un prelado mo-derno, como hoy lo son algunos cardenales; desea reformar la liturgia. Ahora bien, Mozart, poco cultivado, tiene una fe in-genua. Podría decirse que es del género “integrista”, y sigue fi el a las “santurronerías” de su niñez. El príncipe-arzobispo es inteligente, pero sin inclinaciones artísticas, y muy autori-tario.

Un buen día de 1781, Mozart discute violentamente con el terrible prelado, que lo echa a la calle. Es un acontecimiento de gran importancia en la historia de la música, pues Mozart decide no buscar otro cargo; y conservar su libertad. Es la pri-mera vez que un músico sin fortuna elige ser independiente y corre el riesgo de ser enteramente responsable de su vida.2

2 Para ser enteramente exactos, digamos que los trovadores de la edad media eran relativamente independientes, pero en el marco de un sistema social perteneciente a la organización feudal… Por cuanto a Gesualdo, príncipe de Venosa, su caso fue único en el siglo xvi. Como era rico y poderoso, estaba por encima de las leyes comunes y no contaba con su música para vivir.

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Mctinrea ts

Para conservar la libertad, hay que poder defenderla… lo que no es fácil para un compositor del siglo xviii. No basta componer música genial. Hay que encontrar la ocasión de to-carla o de hacerla tocar en provecho propio. Y hay que vigilar al copista para que no copie por partida doble, pues el posee-dor de un ejemplar podría dar audiciones y obtener así ganan-cias para su bolsillo: aún no había sociedades para la protección del “derecho de autor”. Mozart trabaja como un loco.

En 1782 (tiene veintiséis años), obtiene un triunfo con El rapto en el serrallo y se casa con una joven cantante de diecinue-ve años que lleva el mismo nombre de pila que la heroína de su ópera: Constanze Weber. Esto no careció de difi cultades, pues el padre de Mozart se opuso a este matrimonio. Wolfgang hizo el voto de componer una nueva misa en Salzburgo si llevaba allí a Constanze como su mujer… Es así como compuso una de sus más grandes obras maestras, la Misa en do menor, que es ejecutada en la iglesia de Sankt Peter, con Constanze como soprano solista.

Podemos preguntar si Mozart creía en dios. A mí, eso me parece evidente. Las sublimes partes vocales del Et Incarnatus, de esta Misa en do menor, sólo parecen triviales a los auditores triviales: son cantos de amor divino, arabescos angélicos, como los aleluyas gregorianos y los cantos de pájaros de Messiaen…

¡Ay!, a Mozart sólo le quedan diez años de vida. Diríase que lo sabe: parece apresurado. Compone obras maestras a una velocidad extraordinaria: Las bodas de Fígaro, Così fan tutte, La fl auta mágica, La clemencia de Tito, las seis últimas grandes sin-fonías, una veintena de conciertos para piano, cuartetos dedi-cados a Haydn y al rey de Prusia, etcétera.

Se cuenta que la víspera del estreno de Don Giovanni, aún no estaba escrita una sola nota de la obertura. Mozart se pone a trabajar por la noche. Como está fatigado por los ensayos, su esposa le sirve ponche mientras le lee cuentos de Perrault para mantenerlo despierto. De todos modos, se queda dormido. Pero a las siete de la mañana, ¡entrega la partitura al copista! Nadie, ni siquiera Mozart, puede componer una obra orquestal de esta importancia en tales condiciones. Es probable que Mo-zart, aquella noche, no haya hecho más que transcribir la ober-tura que ya había compuesto mentalmente y que conservaba en su fantástica memoria.

En 1791, año en que Mozart compone sus dos últimas ópe-ras, un misterioso personaje que no quiere darse a conocer le encarga un Requiem. Mozart, siempre muy emotivo, agotado por el trabajo y las preocupaciones de dinero, cree que aquella es una señal del destino y se imagina que va a trabajar para su propio funeral. En realidad el misterioso desconocido es un rico afi cionado a la música, que tiene la costumbre de encargar música en secreto, ¡para después hacerla tocar con su nombre!

En septiembre, de regreso de Praga, donde presentó La clemencia de Tito, Mozart llega al límite de sus fuerzas; pero logra terminar La fl auta mágica. En octubre, se recupera como por encanto: en noviembre, vuelve a sentirse exhausto: compo-ne la maravillosa Cantata masónica k.623, y luego se mete en cama, para no levantarse más. Confía a su discípulo Süssmayr la tarea de terminar su Requiem, lo que éste hace con gran res-peto y talento.

La personalidad detejido de contradicfelicidad y la angusagitación del persotenía que estar repla concentración insu música, entre lade sus distraccioneinspiración sublime

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Mozart murió en la noche del 4 al 5 de diciembre… tal vez de agotamiento. Al día siguiente, su cadáver es llevado a la catedral para una breve ceremonia al aire libre, sin música, la ceremonia de los pobres. Constanze no está en condiciones de asistir; la emoción la ha puesto enferma. Algunos amigos asis-ten, soportando un frío terrible. Siguen el féretro hasta las puertas de la ciudad, donde una tempestad de nieve los obliga a regresar. Así, el músico más grande de la historia fue enterra-do en la fosa común.

Mozart no se asemejaba a la imagen que nos hacemos del genio. Era de muy corta estatura, muy delgado, muy pálido,

muy nervioso, con una abundante cabe-llera rubia de la que estaba orgulloso. Extremadamente sociable, no le gustaba estar solo, salvo en los largos paseos a caballo que le aconsejaba su médico. Cuando no cenaba fuera, invitaba gente a cenar en su casa. Esas cenas debieron de tener muchas cosas imprevistas pues Constanze, tan infantil como su marido, era una pésima ama de casa. A Wolfgang le gustaban el billar, los bolos y todos los

juegos de sociedad. Buen bailarín y buen mimo, sobresalía en ese juego, muy conocido, en que todos, por turno, deben hacer que los demás adivinen un título o una frase sin pronunciar palabra, exclusivamente por medio de ademanes.

A primera vista, Mozart parecía seguro de sí mismo, pero tenía enorme necesidad de dicha, de amor, de ánimo. Lo in-quietaban su pequeña estatura, su salud, su reputación, la falta de tiempo (dormía poco y se levantaba a las seis). Su persona-lidad es un tejido de contradicciones: entre la felicidad y la angustia, entre la agitación del personaje que siempre tenía que estar representando y la concentración inaudita de su música, entre la trivialidad de sus distracciones y su inspiración subli-me. Este genio prodigioso hace bromas estúpidas, cuenta chis-tes vulgares, se divierte con la menor tontería.

Mozart es todo lo contrario de un intelectual: su inteligen-cia es mediana, su cultura es endeble, no siente el menor inte-rés por la literatura, la fi losofía, la política de su tiempo… y sin embargo, vivió en la época de Goethe, de Kant, de Voltaire, de Rousseau, de la revolución francesa, de la independencia de Estados Unidos. Su genio es de la forma más elevada: la que per-manece libre de toda ideología. Su música es una música de ánge-les para el que sabe escucharla: no sólo las grandes obras maestras compuestas para la iglesia o para el teatro, no sólo los conciertos para piano o los quintetos para cuerdas, cumbres de la música instrumental. También obras de apariencia más mo-desta, como el Divertimento en trío k.568 o el sublime Ave verum k.618. Semejante música se le escapa al que quiere ana-lizarla: no viola ninguna regla, no ilustra ningún sistema, no lleva el lastre de ningún pensamiento fi losófi co. Pero el que se abandona simplemente a su perfección siente la emoción artís-tica más pura.

El gran artista no es aquel del que admiramos la capacidad para superar difi cultades, las proezas técnicas, sino aquel que nos hace olvidar su habilidad, suprimiendo todo rastro de es-fuerzo. Así es como Mozart alcanza la cumbre del arte, mien-tras nos hace olvidar su arte superior… G

Traducción de Juan José Utrilla

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Un apunte biográfi coNorbert Dufourcq

La Breve historia de la música es otra obra de la colección Popular, ésta con el número 43. Sus pocas páginas sirven para introducir al lector en temas como el que aquí se presenta, de manera a la vez erudita y amena, gracias a lo cual los músicos aparecen como personas concretas

Wolfgang Amadeus Mozart nació en Salzburgo. Su padre, Leopold (1719-1787), compositor y violinista al servicio del arzobispo, como buen hombre práctico, advirtió rápidamen-te el partido que podía sacar de los jóvenes prodigios que le nacieron, en 1751 (Maria Anna, llamada Nannerl) y en 1756 (Wolfgang), obligándolos a presentarse ante el público en Mu-nich, Viena, Bruselas y París (1763). Mozart editó en París sus primeras obras (sonatas para violín), fue a Londres (1764), donde su habilidad para tocar el clavecín le aseguró un éxito prodigioso y donde experimentó la infl uencia de Johann Christian Bach, quien, a sus ojos, caracteriza el feliz equilibrio entre el estilo italiano y el alemán.

Mozart volvió a Salzburgo en 1766 por La Haya y se en-cuentra en Viena en 1768, donde compone su primera ópera bufa (La fi nta semplice) y hace representar Bastien und Bastienne, breve ópera cómica de estilo francés; esto le vale el título de Concertmeister del arzobispo de Salzburgo. En 1769 va a Italia y durante dos años, en Milán, Roma y Nápoles, alcanza gran-des éxitos. En Roma (1770) se representa su Mitrídates. Des-pués de permanecer algunos meses en Salzburgo para escribir Betulia y toda una serie de sonatas para iglesia, regresa a Milán para hacer representar Ascanio in Alba. El periodo 1771-1772 fue de extraordinaria producción, aunque ya habían salido dos-cientas obras del cerebro del niño.

Se muestra todavía italiano en la cantata Il Sogno di Scipione; pero después de la representación de Lucio Silla en Milán y de los cuatro primeros cuartetos de cuerdas escritos en Bolzano, deja para siempre la península. Vuelve a Salzburgo para escri-bir cuatro sinfonías nuevas. Después, en Viena, se prenda de la música expresiva de Haydn y compone su primer concierto para orquesta y piano (1773). En 1775, compone La fi nta giar-diniera en Munich y en Salzburgo nuevas sonatas, conciertos, aires de canto y divertimenti. Renuncia a la categoría de Concert-meister cuando su patrono le niega un permiso para ausentarse (1777). Se enamora de Aloysia Weber en Mannheim. En París, adonde ha ido con su madre y donde ésta muere (1778), oye con provecho la música de Grétry, Schobert y Gluck. A su re-greso, ocupa en Salzburgo un puesto de organista de la corte y de la catedral (Misa de coronación). En 1780, el elector de Bavie-ra le encarga una ópera; será el Idomeneo, representado en Munich (1781). Wolfgang, quien rompe por segunda vez con su mecenas de Salzburgo, se instala en Viena. Se casa en 1782 con la hermana de Aloysia, Constanze Weber. Escribe en menos de dos meses una ópera cómica (El rapto en el serrallo), seis sonatas para violín y entra en la logia masónica de Viena.

Pero comienzan para él la vida dura y la miseria, pues su

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esposa, enferma, no estaba en condiciones de ayudarlo. Los obstáculos y los fracasos difi cultan su carrera, pero podría de-cirse que de ellos nacen otras tantas obras maestras: la Misa en do menor (1783), las grandes sinfonías, los dúos para violín y alto, los cuartetos dedicados a Haydn (1785), música que a veces gustó poco a los vieneses. Éstos reservaron sin embargo un franco homenaje para Las bodas de Fígaro, obra maestra es-crita sobre libreto de Da Ponte y que la ciudad de Praga acogió con entusiasmo (1786). Al año siguiente (1787) vuelve a triun-far en Praga con el dramma giocoso y obra maestra en materia de ópera que es Don Giovanni, escrito al mismo tiempo que los dos quintetos (en do y sol menor) y la sonata a cuatro manos en do. Pero el matrimonio está en apuros. Mozart necesita contar con sus fi eles amigos, a pesar del título de músico de cámara imperial que acaba de obtener. Tres sinfonías (en mi bemol, sol menor y do) —tres obras maestras— datan de 1788; pero no remedian la miseria. Mozart intenta una última gira (Dresde, Leipzig, Potsdam): el pianista y organista improvisa-dor, que había profundizado su conocimiento de Bach, deja estupefactos a los oyentes. Trae un poco de dinero de Berlín (1789). Su Così fan tutte (1790) sólo obtiene un éxito mediano en Viena. El año 1791, el de su muerte en Viena, ve aparecer La fl auta mágica (ópera fantástica construida sobre libreto del francmasón Schikaneder), Titus, un célebre Ave verum y “la conclusión simbólica de esta vida”: el Requiem, terminado por un discípulo. Ese mismo año, Mozart había obtenido un pues-to de maestro suplente de capilla en la catedral de San Esteban y escribió una última ópera: La clemencia de Tito.

A menudo se ha escrito que Mozart fue “un milagro de la música”. En efecto, poseyó tanto el genio de la sinfonía como el del drama: agotó todos los géneros que elegía porque los llevaba hasta la perfección. En él predomina la melodía, que es elegan-te, fl uida y alada. No se le encuentra un contrapunto difícil, sino siempre de líneas amables y cantantes. Nunca hay nada de rígi-do en este hombre que tanto ha sufrido. Su música reposa sobre bases de sana alegría, de buen humor y de razonado equilibrio. Por la concisión y la elegancia de su lenguaje es un clásico, aun-que ciertas páginas (Fantasía en do menor para piano) anuncian ya a los románticos. Es un clásico por la luz que se cierne sobre sus obras y por la frescura de la expresión. Es un clásico más huma-no que Haydn y que resume admirablemente los dos siglos de esfuerzos que, dentro de la historia de la música, terminan con él. Porque representa mejor que ninguno de sus contemporá-neos o sucesores la síntesis cumplida entre la escuela de Mann-heim (Stamitz), el arte de los franceses y el de Haydn, entre el arte íntimo, concentrado y vigoroso de Bach y el arte infi nita-mente fl exible y joven de los napolitanos. “Sin dejar de ser clá-sico, es decir sin dejar de ser cuidadoso y respetuoso del estilo, dio atmósfera, facilidad y fl exibilidad a los grandes géneros mu-sicales. Nos subyugan su regia facilidad, su naturalidad inimita-ble y su irresistible evidencia” (R. Pitrou). G

Traducción de Emma Susana Speratti

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De la infancia de MozartStendhal

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Dice Andrés Trapiello, a propósito de Vida de Mozart, que ninguna otra biografía supera “en pasión, encanto y preclaridad a estas pocas páginas”. Hemos tomado este fragmento de la edición que acertadamente puso en circulación la catalana Alba Editorial, en su colección de Clásicos. Agradecemos a los editores el permiso para reproducirlo aquí

El padre de Mozart ejerció una gran infl uencia en el destino de su hijo, cuyas aptitudes desarrolló y acaso modifi có; es, pues, indispensable decir unas palabras sobre él.

Leopold Mozart, padre, era hijo de un encuadernador de Augsburgo. Estudió en Salzburgo, y en 1743 fue admitido entre los músicos del príncipe-arzobispo de Salzburgo. En 1762, fue nombrado subdirector de la capilla del príncipe. Como los deberes de su cargo no absorbieran todo su tiempo, daba, fuera de la corte, lecciones de composición musical y de violín. Hasta publicó una obra titulada Versuch, etc., o Ensayo sobre la enseñanza razonada del violín, que tuvo mucho éxito. Estaba casado con Anna Maria Pertl, y se ha hecho notar, como una circunstancia digna de la atención de un observador exacto, que estos esposos, que dieron la existencia a un artista tan privilegiadamente dotado para la armonía musical, eran citados en Salzburgo por su extraordinaria belleza.

De los siete hijos nacidos de este matrimonio, sólo vivieron dos: una hija, Maria Anna, y un hijo, éste de que vamos a ocu-parnos.

Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart nació en Salzburgo el 27 de enero de 1756. Pocos años después Mozart padre dejó de dar lecciones particulares, y se propuso consagrar todo el tiempo que le dejaban libre sus deberes en la corte del príncipe a ocuparse él mismo de la educación musical de sus dos hijos. La niña, un poco mayor que Wolfgang, aprovechó muy bien sus lecciones, y en los viajes que más tarde hiciera con su familia, compartiría la admiración que suscitaba el talento de su hermano. Acabó por casarse con un consejero del príncipe arzobispo de Salzburgo, prefi riendo la felicidad doméstica a la fama de un gran talento.

El pequeño Mozart tenía apenas tres años cuando su padre comenzó a dar lecciones de clavicordio a su hermana, que a la sazón contaba siete. Mozart manifestó desde muy pronto sus asombrosas disposiciones para la música. Su gozosa diversión era buscar terceras en el piano, y nada como su alegría cuando encontraba este acorde armonioso.

Voy a entrar en detalles minuciosos que supongo podrán interesar al lector.

Cuando cumplió los cuatro años, su padre comenzó a ense-

La vivacidad de esple hacía fácilmentetodo lo nuevo que Pero la música tornfavorito de sus estutan rápidos progreaunque por estar csu lado podía seguéstos, lo considerócomo un prodigio

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ñarle, casi jugando, algunos minuetos y otros fragmentos de música; esta ocupación era tan agradable para el maestro como para el discípulo. A Mozart le bastaba media hora para apren-der un minueto, y apenas el doble para un fragmento de mayor extensión. En seguida los tocaba con la mayor limpieza y per-fecta medida. En menos de un año hizo tantos adelantos que a los cinco de edad había inventado ya pequeños fragmentos de música que tocaba a su padre, y que éste, por alentar el talento naciente de su hijo, tenía la complacencia de escribir.

Antes de la época en que el pequeño Mozart tomó afi ción a la música, le apasionaban tanto los juegos de su edad suscep-tibles de interesar un poco a su inteligencia que les sacrifi caba hasta sus comidas. En toda ocasión mostraba un corazón sen-sible y un alma amante. Solía decir, hasta diez veces en un día, a las personas que cuidaban de él: “¿Me quieres mucho?”; y cuando por broma le respondían que no, las lágrimas asoma-ban a sus ojos. Desde el momento en que conoció la música, se desvaneció su afi ción a los juegos y a las diversiones de su edad o bien, para que tales juegos le agradasen, era preciso que la música entrara en ellos de algún modo. Un amigo de sus padres se entretenía a menudo en jugar con él; a veces le llevaban juguetes en procesión de un cuarto a otro, y enton-ces el que no llevaba nada cantaba una marcha o la tocaba al violín.

Durante algunos meses, el gusto por los estudios corrientes de la infancia tomó tal ascendiente sobre Wolfgang que a ellos se lo sacrifi có todo, hasta la música. Mientras estudió aritméti-ca, se veían siempre las mesas, las sillas, las paredes y hasta el suelo cubiertos de cifras que él trazaba con tiza. La vivacidad de su espíritu le hacía fácilmente apasionarse por todo lo nuevo que se le presentaba. Pero la música tornó a ser el objeto favo-

rito de sus estudios; hizo en ella tan rá-pidos progresos que su padre, aunque por estar constantemente a su lado podía seguir la marcha de éstos, lo consideró más de una vez como un prodigio.

La anécdota siguiente, contada por un testigo ocular, probará lo que acaba-mos de decir.

Un día en que Mozart padre volvía de la iglesia con un amigo, halló a su hijo ocupado en escribir.

—¿Qué haces, mocito? —le preguntó.—Estoy componiendo un concierto

para clavicordio. Ya voy casi por el fi nal de la primera parte.—Vamos a ver esos preciosos garabatos.—No, por favor, no he terminado aún.El padre, no obstante, cogió el papel y mostró a su amigo

unos garabatos de notas apenas legibles a causa de los borrones de tinta; pero, en seguida, cuando Mozart padre hubo mirado aquello con atención, sus ojos permanecieron mucho tiempo fi jos en el papel, y, por fi n, se llenaron de lágrimas de admira-ción y de alegría.

íritu de Mozart apasionarse por e le presentaba. ó a ser el objeto dios; hizo en ella os que su padre, nstantemente a la marcha de

más de una vez

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—Ved, amigo mío —dijo con emoción y sonriendo—, todo está compuesto según las reglas; lástima que no se pueda hacer uso de este fragmento, porque es demasiado difícil y nadie podrá tocarlo.

—Pero es que es un concierto —replicó el pequeño Mo-zart—; hay que estudiarlo hasta que se consiga tocarlo como es debido. Veréis. Esto es así.

Y comenzó a tocar, pero sólo lo consiguió en la medida in-dispensable para explicar sus ideas.

Por esta época, Mozart niño creía fi rmemente que tocar un concierto y hacer un milagro eran la misma cosa; así pues, la composición de que acabamos de hablar era un mundo de notas combinadas con justedad, pero que ofrecían tantas difi -cultades que hasta al músico más hábil le hubiera sido total-mente imposible ejecutarlas.

El pequeño Mozart asombraba de tal modo a su padre que éste concibió la idea de viajar para que las cortes extranjeras y alemanas compartieran su admiración hacia su hijo. Semejante idea no tiene nada de extraordinario en este país. En conse-cuencia, cuando Wolfgang cumplió seis años, la familia Mo-zart, compuesta del padre, de la madre, de la hija y de Wolf-gang, hizo un viaje a Múnich. El elector oyó a los dos niños, que recibieron infi nitos elogios. Este primer paso tuvo pleno éxito en todos los aspectos. Los pequeños virtuosos, de regreso a Salzburgo y encantados de la acogida que recibieron, inten-sifi caron aún más su aplicación y lograron tal maestría en el piano que resultaba extraordinariamente notable, aun sin tener en cuenta sus pocos años. En el otoño de 1762, toda la familia se trasladó a Viena, donde los niños tocaron en la corte.

En aquella ocasión, el emperador Francisco I dijo bromean-do al pequeño Wolfgang: “Tocar con todos los dedos no es

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Mozart, el hijoPeter Gay

muy difícil; lo que merecería admiración es tocar con un solo dedo.” Sin mostrar la menor sorpresa ante esta extraña propo-sición, el niño se puso inmediatamente a tocar con un solo dedo y con toda la limpieza y precisión posibles. Pidió luego que le taparan con un velo las teclas del clavicordio, y continuó tocando con un dedo y como si se hubiera ejercitado mucho tiempo en hacerlo así.

Desde la más tierna edad, Mozart, animado del verdadero amor propio de su arte, no se enorgullecía lo más mínimo por los elogios que recibía de los grandes personajes. Cuando se hallaba ante gentes que no entendían de música, ejecutaba so-lamente insignifi cantes bagatelas. En cambio, en presencia de los inteligentes tocaba con todo el fuego y toda la atención de que era capaz; y a veces, su padre hubo de usar de subterfugios y hacer pasar por entendidos a los grandes ante los cuales debía presentarse. Cuando, a los seis años, el pequeño Mozart se sentó al piano para tocar en presencia del emperador Francis-co, se dirigió al príncipe y le dijo: “¿No está aquí el señor Wagensei? Hay que mandarle a buscar, porque él entiende.” El emperador mandó llamar a Wagensei y le cedió su sitio junto al clavicordio. “Señor —dijo entonces Mozart al composi-tor—, voy a tocar uno de vuestros conciertos; tendréis que pasarme las hojas.”

Hasta entonces, Wolfgang no había tocado sino el clavicor-dio, y la extraordinaria habilidad que mostraba en este instru-mento parecía descartar la idea de pretender que se dedicara también a algún otro. Pero el genio que le animaba se adelantó en mucho a cuanto se hubieran atrevido a desear de él: ni si-quiera tuvo necesidad de lecciones. G

Traducción de Consuelo Berges

El Mozart de Peter Gay es un estudio, de corte eminentemente psicológico, de diversas facetas del músico austriaco: el prodigio, el sirviente, el autor dramático, el clásico. Como el Año Mozart se origina en la fecha de nacimiento, extrajimos, con autorización de Random House Mondadori, su editor en español, la porción dedicada a la amorosa pero tensa relación entre Leopold y Wolfgang

Mozart era un buen hijo. Cuando se encontraba de viaje escri-bía a casa con frecuencia y con afecto, y en ocasiones añadía posdatas a las cartas de su padre en las que, de paso, enviaba decenas de miles de besos a su madre y saludos cordiales a su hermana. Les aseguraba a ambas que las echaba de menos con toda el alma, y contribuía obediente e incluso jovialmente a elevar el presupuesto familiar hasta poder permitirse comodi-dades nunca soñadas. Con paciencia y humildad conmovedo-ras, esquivaba las ásperas acusaciones paternas, casi siempre

injustifi cadas, de una serie de presuntos pecados por acción u omisión. “Pero permítame un solo ruego —le escribió con un punto de patetismo en fecha tan tardía como es 1777, cuando estaba a punto de cumplir veintidós años—, ¡y es que no pien-se tan mal de mí!” Desde que era pequeño tenía claro a quién le debía más: “Después de dios —parece ser que dijo en alguna ocasión— está papá.”

La conducta de Mozart era del todo convencional para la época. En el siglo xviii, como en los anteriores, la autoridad legal de un padre sobre sus hijos era poco menos que ilimitada, al menos hasta que fueran mayores de edad. Sin embargo, y es evidente, la presión psicológica que ejercen los padres —sobre todo la presión paterna— no se detiene ante demarcaciones artifi ciales. Incluso cuando ya era mayor, Mozart prefi rió siem-pre la docilidad al desafío, aunque cada vez le tentara más la rebelión. Pese a las difi cultades para reafi rmarse a sí mismo, someterse a los deseos de su padre le resultaba más una carga que una obligación que pudiera asumir con gusto. En 1769, escribió a su casa: “Y la razón de que yo escriba a mi mamá es

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demostrar que conozco mis deberes”. Este pesado sentimiento de responsabilidad fi lial fue desvaneciéndose sólo de manera paulatina, y nunca llegó a abandonarle del todo.

Aunque la posición patriarcal de Leopold Mozart, sólidamen-te asentada en las tradiciones seculares, fue ejercida durante años sin oposición, éste encabezaba una familia bastante moder-na para los tiempos en que vivió. No existen pruebas de que él, o su esposa, para el caso, castigaran demasiado rigurosamente a los niños, si es que los castigaban alguna vez. Habían sido educados en la autodisciplina estricta de manera sufi ciente-mente efectiva como para no necesitar apenas correctivos. Ante las contrariedades, Leopold Mozart prefería con mucho el sarcasmo duro a la mano dura. No era, le comunicó a su esposa, uno de esos hombre “estrictos por partida doble”. Par-ticipaba en conversaciones amigables en casa o por correspon-dencia y fi rmaba, de manera cordial, “Tu viejo Mzt.”

No se debe pensar por ello que, pese a tener opiniones tan avanzadas, fuese un demócrata en el ámbito doméstico: al igual que cualquier otro hombre de su siglo, excepto algunos radica-les como Defoe y Diderot, asumía que el varón era el señor de la creación. “No se debería uno cartear sólo con hombres —comunicó a Frau Hagenauer con galante condescendencia a principios de 1764—, sino que también debe uno acordarse del encantador y pío sexo femenino.” Sin embargo, cuando encon-traba ocasiones para escribir a su esposa, que se había quedado en Salzburgo mientras él y el pequeño Wolfgangerl estaban en el extranjero frecuentando a los aristócratas, dedicados a en-grosar las arcas familiares, le enviaba boletines informativos en absoluto condescendientes, en los que sólo omitía la informa-ción más delicada sobre sus honorarios. No es que pretendiera ocultárselo, sino que sentía una aversión fanática a que cual-quier desconocido pudiera tener conocimiento de lo que él (o, mejor dicho, su hijo) ganaba, así que reservaba tales revelacio-nes para futuras conversaciones privadas. Además, hizo todo cuanto estuvo en su mano para potenciar la carrera de su hijo.

Wolfgang Mozart era un buen hijo, pero ¿era Leopold Mozart un buen padre? Su infl uencia fue tan notoria y persistente que

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ningún biógrafo ha sido capaz de pasar por alto una relación tan crucial. Fue su profesor, colaborador, consejero, enferme-ro, secretario, representante, agente de prensa y principal y más entusiasta seguidor. Pero la cuestión de si su infl uencia fue benefi ciosa o perjudicial, o si fue más bien una amalgama sobre la que resulta difícil pronunciarse, sigue siendo un tema de discusión aún candente doscientos cincuenta años más tarde.

Cuando Mozart tenía cinco años aproximadamente, su padre se dio cuenta de que tenía en la familia la ocasión de hacer fortuna. Lo cuenta Johann Andreas Schachtner, trompe-tista profesional y buen amigo de los Mozart: cada vez que el niño daba una nueva muestra de sus sorprendentes dotes mu-sicales, como hacía con frecuencia, a su padre se le saltaban las lágrimas. Schachtner las llamaba “lágrimas de embeleso y ma-ravilla”, pero quizá fueran también lágrimas de gratitud ante la imagen de los ducados que engrosarían las arcas de los Mozart. Cuando se trataba del joven Wolfgang, el orgulloso padre y el agudo empresario eran uno y el mismo.

En breve, como sólo sucede con los seres humanos, la rela-ción de Leopold Mozart con su hijo estuvo gobernada por motivos contradictorios. La ensombrecieron sus irracionales preocupaciones fi nancieras y la necesidad de controlar cual-quier movimiento de Mozart. Sin embargo, en sus lamentos también resuena un tono de preocupación sincera que se escu-cha con más fuerza que la mendacidad manipuladora. Parece además haber abrigado un sentimiento aún más peligroso, aunque nunca totalmente desplegado, destinado a perturbar la concordia entre padre e hijo: debió reconocer que Mozart lo había superado con creces como intérprete y como composi-tor, en ambos casos con una facilidad pasmosa. Los psicoana-listas han prestado mucha atención a los confl ictos emociona-les de un hijo con sus padres, pero los de un padre con su hijo, mucho menos estudiados, en ocasiones perturban a las dos partes en idéntica medida. Sin duda, durante los cuatro años que los Mozart vivieron en Salzburgo tras regresar de su tercer viaje a Italia en 1773, Leopold Mozart ya no pudo ahogar la desalentadora sospecha de que él no era más que el mero ayu-dante de uno de los mayores compositores que ha dado la hu-manidad.

Sin embargo, imaginar a padre e hijo continuamente enzar-zados en discusiones, o bien suponer que el primero explotaba al segundo, equivale a subestimar la capacidad de Leopold Mozart para el amor desinteresado. Se sentía, por lo menos de manera consciente, más orgulloso que celoso, puesto que se jactaba de los más recientes triunfos de Mozart casi nota por nota, y se deshacía en halagos. Dejando aparte el amor ciego que pudiera sentir por su hijo, estaba convencido de que era un genio. En 1764, en uno de sus estallidos característicos, escri-bió a Hagenauer: “Mi hijita es una de las intérpretes más dota-das de toda Europa, aunque sólo tenga doce años; para no ex-tendernos mucho, le diré que mi hijo, de ocho años, sabe tanto como uno espera de un hombre de cuarenta. Resumiendo: quien no lo ve o no lo escucha, no lo puede creer.”

De hecho, es el interés paterno, a conciencia, lo que marca la conducta de Leopold Mozart, tanto al principio como más tarde. En marzo de 1765 dijo a Hagenauer desde Londres que había rechazado una oferta para establecerse en Inglaterra a pesar de los espectaculares honorarios. Los Mozart habían in-gresado “varios centenares de guineas” en menos de un año. No obstante, “tras madurarlo con ponderación y tras varias

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ainaeat

noches de insomnio”, llegó a la conclusión de que no quería criar a sus hijos en un lugar tan peligroso, donde mucha gente carece de religión y donde allá donde vamos no encontramos más que malos ejemplos”. Era un razonamiento extraño, habi-da cuenta del preciso catálogo de iglesias, capillas, sinagogas, orfelinatos y escuelas gratuitas para los pobres que había envia-do a Hagenauer desde Londres cuatro meses antes. Bien infor-mado, como a él le gustaba considerarse, y a menudo con razón, la coherencia no destacaba entre sus virtudes. De joven le había tentado la herejía, pero abandonó sabiamente su radi-calismo religioso y empezó a profesar —puede que a sentir— una profunda devoción que procuró inculcar a sus hijos.

La atención constante de Leopold Mozart hacia sus hijos era especialmente compulsiva, y se convirtió en intromi-sión directa a medida que contemplaba la inevitable maduración erótica de su hijo. Ninguna otra cosa podía liberar a Mozart de su sumisión fi lial, así que nada podía causar una ansiedad tan aguda al padre como pensar que su hijo pudiera enamorarse o, muchísimo peor, casarse y fundar una familia propia. Cuando los Mozart se reunieron por fi n en Salzburgo, el muchacho contaba diecisiete años de edad y era casi un hombre. Incluso en un siglo en el que la pubertad lle-gaba más tarde de lo que sucede en la actualidad, la edad de Mozart prácticamente es garantía de que empezó a sentir inte-rés por abrirse a las experiencias sexuales, por muy tímido que pudiera ser. Y Mozart no era nada tímido. No sabemos cómo fue de intenso ese interés durante aquellos cuatro años, ni a quién pudo estar dirigido; puesto que la familia permanecía junta la mayor parte del tiempo, se escribieron pocas cartas, ese material que suele ser sustento primordial para el biógrafo. Lo único que se encuentra en las pocas que existen son refe-rencias casuales y enigmáticas que Mozart hace sobre algunas bellezas salzburguesas a quienes su hermana debía transmitir sus saludos.

Sus cartas refuerzan la teoría de que, en Mozart, la anima-ción infantil que se mantuvo latente durante la adolescencia e incluso más adelante era un efi ciente sucedáneo de la explora-ción sexual. Los Mozart eran bastante bromistas, y el hijo lle-vaba la batuta. Sus mensajes a Nannerl eran explosiones desen-frenadas de un humor primitivo. Le escribía cartas cambiando, en ocasiones en la misma frase, del italiano al alemán, al inglés, al francés y hasta al latín; hacía chistes malísimos y forzados, usaba innumerables veces palabras clave como una especie de puntuación humorística, inventaba palabras para hacer rimas absurdas, alababa con sarcasmo la sabiduría de Nannerl, escri-bía en los renglones unas veces para arriba y otras para abajo y se extendía sobre las funciones corporales íntimas. De hecho, la preocupación de Mozart por el ano y los productos anales jamás desapareció del todo. Esto no indica gran cosa acerca de Mozart, aparte de que se solazaba más que muchos otros en el empuje regresivo de los impulsos primarios. Tampoco era todo esto pura idiosincrasia: ni su padre ni su madre dudaban a la hora de hacer chistes sobre la defecación.

Anduviese Mozart haciendo el payaso o se mantuviera serio, estudiase italiano o se vistiera para una recepción, la música siempre era lo primero en su vida. El Mozart adolescente si-

La cuestión de si lMozart fue benefi co si fue más bien usobre la que resultpronunciarse, sigude discusión aún cdoscientos cincuen

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guió componiendo al mismo ritmo vertiginoso que había esta-blecido a principios de 1760, con la misma intensidad de antes aunque con nuevas peculiaridades. Siguió intentándolo con las óperas. En 1770, con catorce años, había compuesto Mitrída-tes, rey de Ponto, una ópera seria por encargo del consistorio de Milán, y un año más tarde, en otra actuación para la misma ciudad, escribió Lucio Silla, otra ópera seria. Dicho género, cuya popularidad estaba empezando a decaer, ponía en escena a protagonistas nobles, una acción heroica, un discurso elevado y, normalmente, fi nales felices gracias a la intervención del gracioso gobernante de turno; docenas de compositores —in-cluido Mozart— utilizaban para ello los libretos del prolífi co

poeta italiano Pietro Metastasio.Ambas incursiones juveniles fueron

bien recibidas en su momento. “Alabado sea dios —escribió triunfalista Leopold Mozart a su mujer a propósito de Mitrí-dates—, la primera representación de la ópera tuvo lugar el 26 [de diciembre] ante el aplauso general del público.” Dos acontecimientos sin precedentes en

la ópera de Milán, decía, tuvieron lugar aquella noche: aunque iba contra todas las costumbres que una prima donna repitiera un aria en el estreno, sucedió en aquella ocasión; y tras casi todas las arias hubo “un sorprendente batir de palmas y abun-dantes vítores: Viva il Maestro, viva il Maestrino”. De modo parecido, el Lucio Silla del pequeño maestro tuvo una gran acogida en el primer mes, y pronto consiguió más de veinte representaciones a pesar de la involuntaria comedia que pro-porcionaron al respetable unos cantantes celosos e incompe-tentes. Actualmente es raro que se represente alguna de las dos óperas; pero para Mozart supusieron el indicador de su paso de la condición de aprendiz a la de maestro.

Hacia 1773 ya comenzaba a alcanzar su estilo característico; ya no es posible confundir ninguna de sus composiciones con las de otros autores. Aunque el crecimiento de Mozart como compositor fue en muchos aspectos gradual, la Sinfonía núm. 29 en do mayor (k.200) marca un salto cuantitativo a la madurez. Representa un cambio respecto a las infl uencias italianas que, si bien no abandonadas por completo, habían dominado la ju-ventud de Mozart en las oberturas para sinfonías. Se había vuelto hacia la escuela alemana, deleitándose en sus texturas orquestales mucho más elaboradas, en su libertad de expresión y uso del contrapunto. Como pupilo despierto y normalmente receptivo a las experiencias musicales nuevas, estudió con espe-cial interés los ejemplos que habían dado los hermanos Haydn y encontró que el poético Michael, aunque menos celebrado que su hermano Joseph, era especialmente compatible con él. Consideraba algunas de las composiciones de Michael Haydn tan instructivas como para copiarlas. De este modo, siguiendo a los instructores que había escogido libremente, Mozart se permitió un tono profundo y emocional que comenzó a reso-nar con belleza en sus composiciones. A pesar de que las doce sinfonías que compuso durante los cuatro años en casa son meros prolegómenos de las obras maestras que escribiría una década más tarde, resultan más que promesas. Tienen valor propio.

Y lo mismo sucede con los más exquisitos de los cinco con-ciertos para violín que compuso en un ramalazo de inspiración entre abril y diciembre de 1775. Son las obras de un hombre

infl uencia de osa o perjudicial, a amalgama difícil siendo un tema ndente a años más tarde

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todavía joven, pero sobre todo el celebrado quinto de ellos, el “Turco” en la mayor (k.219), demuestra un derroche de imagi-nación que se convierte en la marca de un genio en desarrollo. “La melodía se sustenta en la melodía —ha escrito el estudioso de Mozart H. C. Robbins Landon acerca de estos concier-tos—, y las nuevas ideas se suceden en dichosa despreocupa-ción por el resto o por cualquier patrón formal estricto. Lo que cautiva inmediatamente al oyente es la elegancia incomparable de la concepción y la ejecución, la suavidad de la orquestación (que incluso en esta edad relativamente temprana tiene esa brillantez tan natural y tan característica del Mozart maduro) y el deleite exquisito en la melodía pura.”

Los progresos que hacía Mozart en otra forma musical que también había explorado antes no se quedan a la zaga: el Con-cierto para piano en mi bemol (k.271), el noveno, apunta más a sus sucesores que a sus encantadores pero aún convencionales predecesores. Inspirado por Joseph Haydn, el padre del cuar-teto de cuerdas, también Mozart invadió este género, todavía en fase experimental, con una arrebatadora media docena de muestras que se sucedieron con vertiginosa rapidez.

No se detuvo ahí: escribió sonatas, conciertos para fagot y oboe, una serie de misas cortas y arias de conciertos y otra ópera, La fi nta giardiniera (La crédula jardinera), más comple-ta que su predecesora, La fi nta semplice. Como el propio nom-bre indica, la ópera bufa era, en oposición a la ópera seria, ópera cómica; a diferencia del Singspiel alemán, con diálogos hablados, se basaban en canciones recitadas. En una vena más

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El dedo de dios está sobre Yves y Ada Rémy

ligera compuso varios divertimenti. Tanto en la corte salzbur-guesa como en cualquier otro lugar, en estas décadas anterio-res a la revolución francesa, se concebía un divertimento para acompañar y dar esplendor a una celebración alegre, aunque Mozart dotó sus entretenimientos musicales de tanta profun-didad que la coronación o la onomástica que les dieron nom-bre muy rara vez estuvieron a la altura. Su apetito compositor era insaciable.

En más de una ocasión comentó el padre de Mozart la fi e-reza e intensidad con la que su hijo escribía música durante tantas horas al día. “Componer —escribió Mozart a fi nales de la década de 1770— es mi única alegría y mi única pasión.” Pero ese adjetivo, única, repetido en esta resuelta declaración, no parecía ser del todo sincero; siempre encontraba tiempo para jugar a las cartas o para una rápida partida de billar, o para enviarle a su hermana chistes poco educados. Sin embargo, el comentario de Leopold Mozart sobre la concentración total de su hijo era justo y pertinente. En 1771, Mozart informó a Nan-nerl desde Milán que “encima de nosotros hay un violinista, debajo de nosotros otro, al lado un maestro de canto que da lecciones, en la última habitación frente a la nuestra alguien que toca el oboe. ¡Así resulta divertido componer! Le da a uno muchas ideas.” Más que cerrarse al mundo exterior, cuando se sentaba ante su clave a componer, registraba los estímulos mu-sicales externos y los convertía en propios. G

Traducción de Miguel Martínez-Lage

Salzburgo

Un prodigio es inexplicable, pero su desarrollo, su conversión de mero milagro en algo que aproveche todo su potencial, sí la tiene. Sobre cómo Leopold, el maravillado padre, se dio a la tarea de nutrir, primero, y explotar, después, el talento de Mozart se ocupa este emotivo fragmento

Un criado-músico

El señor Johann Georg Mozart, maestro encuadernador en Augsburgo, tenía seis hijos. Como el mayor, Leopold, demos-traba una gran disposición para la música, no carecía de habi-lidad, era trabajador, y su padrino, el canónigo Gabher, le concedió su protección amistosa, se tomó la decisión de hacer-le entrar en calidad de corista en un colegio benedictino, en donde aprendería el griego y el latín, el canto, el órgano y la composición. De esa manera se libró de su ambiente un mozo que por su nacimiento parecía destinado al hierro de dorar y al masicote, pero del que nadie dudaba ahora que haría una buena carrera en las órdenes.

Pero ¡él sabía bien que adoraba cada vez más la música y que no tenía la menor vocación sacerdotal! A los dieciocho años, dejó a los benedictinos de San Ulrico para matricularse en el

curso de teología de la facultad de Salzburgo. En esta ciudad barroca, consagrada a la música, murió defi nitivamente la pre-sunta carrera eclesiástica de Leopold. En efecto, dejando pron-to los estudios teológicos, se matriculó en los de derecho, que abandonó en seguida para dedicarse exclusivamente a su pa-sión: iba a vivir sólo por y para la música.

¡Por el diablo que se oiría hablar de él!No se equivocó, pues todavía hoy se habla de Leopold Mo-

zart. Pero menos como autor de un famoso paseo musical para orquesta y campanillas de trineo, menos por su talento, que por haber sido el padre feliz de uno de los compositores más excepcionales de todos los tiempos.

Para ganarse la vida, buscó una plaza de músico. Y encontró un empleo de ayuda de cámara en casa del conde de Thurn, presidente del capítulo de la catedral de Salzburgo, que aceptó sin amargura ni complejo, ya que tal era el sino de los músicos. Muchos nobles sostenían en sus casas orquestas particulares. Los gastos hubieran sido excesivos de no haber tenido los pró-ceres la ingeniosa idea de tomar ayudas de cámara que supiesen manejar el arco o a fl autistas capaces de trinchar las aves.

Una vez aseguradas la habitación y la comida, Leopold compuso sus primeras obras, dedicadas, como es natural, a su patrón. Como poseía un hábil y agradable golpe de arco, no

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tardó en ser nombrado cuarto violín al servicio del príncipe-arzobispo de la corte de Salzburgo, Anton Firmian. Un año más tarde, a los veinticinco de edad, era maestro de violín. Dando algunas lecciones aquí o allá, pudo aumentar sus ingresos y casarse sin temor a arrastrar a su mujer y a sus hijos a la negra miseria de los artistas que tienen los bolsillos vacíos, un abrigo raído, los zapatos rotos, pero el cerebro lleno de notas para can-tar o de patéticas estrofas para declamar. Una vez seguro de que podría mantener una familia, el sólido, el razonable, el práctico Leopold, tomó mujer.

Nueve años más tarde, el domingo 27 de enero de 1756, al matrimonio de Leopold Mozart y Ana Maria Pertl le nació el séptimo hijo, bautizado con los nombres de Johannes Chrysostomus Wolfgangus Gottlieb Mozart, al que nada lla-maba a ser encuadernador.

Un allegro entre borrones

Leopold se acerca a la cuarentena. De los siete hijos que le diera su mujer, sólo le quedan dos: una niña, Maria Anna, lla-mada familiarmente Nannerl, de cinco años, y ese pequeño Wolfgang. Seguía, como siempre, dominado por la música. Su fama de pedagogo había aumentado, e incluso había publicado con éxito un volumen titulado Ensayo de un método profundo de violín. Al año siguiente, fue nombrado compositor de la corte. En la católica ciudad de los príncipes-arzobispos, Leopold Mozart fi guraba ahora entre las celebridades musicales.

Y en Salzburgo, en donde se juntaban las casas medievales, las iglesias barrocas y los palacios rococó, la música era siempre una diversión y un arte cotidiano. Cada casa señorial tenía su orquesta propia, cuyos componentes, como Jano, mostraban dos caras: la del sirviente y la del músico. Y entre otros sitios más populares, cada cumpleaños, cada acontecimiento familiar, servían de pre-texto para una serenata. La música triunfaba tanto en las iglesias como en la catedral, en donde ofi ciaba Eberlin, el “Bach de Salzburgo”, y algunos años más tarde, Michael Haydn, hermano de Joseph. En resumen, la música formaba parte del aire de aquel tiempo.

En casa de Mozart, reinaba como dueña y señora. Desde que el sol salía hasta que se ponía, sólo se oían escalas y ejercicios para dar agilidad a los dedos, impro-visaciones y composiciones. Y después de cenar, no era raro ver llegar a Schachtner, trompeta de la orquesta de la corte, a otros colegas de Leopold y a algunos melómanos amigos, para hacer música de conjunto.

Leopold vive en el número 9 de la Getreidegasse, con su música, su esposa Ana Maria, todavía su música; la Nannerl, que contaba ocho años; el Wolferl, a punto de cumplir tres, y siempre su música. Esperaba hacer músicos de sus dos hijos.

Pero por entonces sólo se trataba de Nannerl, a la que em-pezó a enseñar el clavecín. ¿Acaso prestaba atención al peque-

Leopold Mozart copronto cuál es su vocuparse de ese hijregalo del cielo, renambición personal.misión: proteger, chasta su pleno fl orepequeño prodigio

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ño Wolferl, que pasaba horas y horas buscando las terceras, cuyas armonías parecía saborear inocentemente? Leopold Mo-zart se divertía con ello, sin darse cuenta de que, en un clima como el de su hogar, la música estaba a punto de convertirse en una segunda naturaleza del niño. Regaló a Nannerl un Noten-buch, es decir, un cuaderno de música, en cuya primera página escribió, en francés según la costumbre: “Pour le clavecin. Ce livre appartient à Mlle. Marianne Mozart. 1759.” Wolferl se apoderó de él. Y Leopold pronto se vio obligado a educar si-multáneamente a sus dos hijos, en vista de la viva impaciencia del niño por aprender a tocar el clavecín.

¡Qué sorpresa! A los cuatro años, Wolferl es capaz de apren-der las piezas sin ninguna difi cultad, con más facilidad aún con la que se toma la sopa. Las lecciones parecen un juego, tanto para el padre como para el hijo. En medio del estupor general, el niño descifra pronto los mismos trozos que su hermana.

No obstante, la vida prosigue. El padre lleva a los niños a las marionetas y al guiñol, en donde Hanswurst no se cansa de hacer el bufón; la madre, que no ha olvidado sus orígenes cam-pesinos, hace reinar en la casa un humor suave y risueño; el

perro Pimperl se deja tirar del rabo y los canarios se desgañitan. Como todos los niños, los del matrimonio Mozart albo-rotan cuanto pueden, pero el jovial chi-quillo vuelve siempre al clavecín. Sus progresos empiezan a hacerse tan ex-traordinarios, que el propio Leopold es-cribe en el Notenbuch: “El minué y el trio se los aprendió Wolfgang en media hora, el 26 de enero de 1761, a las nueve y

media de la noche.” Wolfgang tiene, pues, cinco años. A pesar de su edad, toca con limpieza y mesura. Posee también el don de poder repetir en el teclado sin difi cultad alguna, gracias a un sentido musical extremadamente precoz y a una prodigiosa memoria, las melodías que ha oído en la iglesia o en el concier-to y le han gustado. Leopold observa también que su hijo está dotado de un carácter vivo y sensible y, sobre todo, muy dócil y paciente, lo cual contribuye a acelerar su formación musi-cal.

Al entrever las excepcionales condiciones de su Wolfgang, se consagra cada vez más a él. Hemos de decir que el pequeño no vacila en improvisar piezas todavía informes y a lanzarse a

prende de rdadero destino: que parece un unciando a toda Ya conoce su ltivar, conducir cimiento a su

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variaciones que su padre escucha maravillado. Quizás es en esta época cuando cambia la vida de Leopold Mozart. Este músico fecundo, a cuyas obras falta únicamente un poco de sensibilidad, comprende de pronto cuál es su verdadero desti-no: ocuparse de ese hijo que parece un regalo del cielo, renun-ciando a toda ambición personal. Ya conoce su misión: prote-ger, cultivar, conducir hasta su pleno fl orecimiento a su peque-ño prodigio. Como él había adquirido una sólida cultura, será su maestro en todos los aspectos del conocimiento. Además de su padre natural, será su padre espiritual.

Pero si Wolferl era un verdadero niño prodigio por su juego tan valiente casi como el de un adulto, por su rapidez de lectu-ra y su ciencia musical, su hermana Nannerl era asimismo una niña admirablemente dotada. Leopold no podía ocultarlos, pues hubiera habido algo de criminal en semejante actitud. Por el contrario, sentía un deseo loco de exhibirlos y pronto ima-ginó presentarlos ante el mundo. Bien pensado, la empresa no parecía irrazonable; podía incluso proporcionarle algún bene-fi cio, y la gloria de sus hijos favorecer al padre, que todavía tenía que conquistar muchos galones en la capilla del arzobis-po. Como a los niños les encantaba la idea de engalanarse para una exhibición pública, Leopold se dispuso a presentarlos en la corte de Maximiliano III, en Munich.

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Autorretrato de MozartPere-Albert Balcells

Wolfgang tenía seis años y Maria Anna once. El viaje duró cerca de un mes. Sin duda, los pequeños artistas fueron muy bien acogidos, puesto que, una vez de vuelta a Salzburgo, Leo-pold no hablaba de otra cosa que de ir a Viena para presentar-los a la emperatriz María Teresa.

Entretanto, Wolfgang prosigue sus asombrosas pruebas. No sólo toca cada vez mejor el clavecín, improvisa, inventa variaciones, sino que se lanza a componer ante los ojos atónitos de quienes le rodean. Sólo tiene seis años cuando Leopold anota su primera obra en el famoso cuaderno de Nannerl. Du-rante los meses siguientes, seguirá transcribiendo y fechando allegros y minués. Parece que el niño es todo música. […]

Con entusiasmo y con fervor, Wolfgang descubre siempre más la música. A dios gracias, venera a su padre. Su docilidad, su afán de saber, le ahorran las vicisitudes del aprendizaje. En cuanto se sienta en el taburete del clavecín, nada puede dis-traerle. Al contrario, el menor ruido, la menor interrupción le irrita. Sorprende descubrir a un niño turbulento, bromista y goloso cuando vuelve a los juegos de su edad. No mucho des-pués comienza a rascar un violín a propósito para su escasa talla. G

Traducción de Felipe Ximénez de Sandoval

La correspondencia dice mucho más que lo evidente: entre líneas hay tanta sustancia como en las palabras que forman parte de lo escrito. Balcells reconstruye al músico de Salzburgo mediante el estudio de sus cartas y otros documentos de la época, como se ve en este fragmento, tomado del libro con el mismo título que fue publicado por El Acantilado. Decimos gracias a los editores por el permiso para reproducirlo, compartiendo con más lectores esa parte de su catálogo

Tengo la cabeza y las manos tan llenas del tercer acto que no sería nada extraño que yo mismo

acabara transformándome en un tercer acto

Cuando tenía cuatro años, su padre empezó a enseñarle, como si se tratara de un juego, algunas piezas y minuetos al piano. Tanto al padre como al niño esto les costaba muy poco esfuerzo, y en una hora aprendía una pieza y en media hora un minueto con tanta facilidad que podía tocarlo entonces sin errores, con la más perfec-ta nitidez y con las más precisa exactitud en el tiempo. Hacía tales progresos que con cinco años ya componía pequeñas piezas que luego le tocaba a su padre, y éste las ponía entonces por escrito.

Nannerl recuerda así, en el año de 1792, las primeras manifes-taciones de la precocidad musical de su hermano. Es cierto que Wolfgang acabó siendo uno de los niños prodigio más deslum-brantes que ha dado la historia, un niño que a los cinco años

inventaba minuetos al teclado, que a los ocho componía sinfo-nías y que a los doce dominaba ya todos los géneros musicales de su época, desde la música para teclado hasta la música coral y orquestal de iglesia, pasando por la música de cámara, la música sinfónica, la música concertante y la ópera. Pero es igualmente cierto que, considerada únicamente en sí misma, la capacidad material de escribir estas obras no hubiera signifi ca-do nada más que la anécdota curiosa propia de cualquier tipo de don precoz. El auténtico “prodigio”, en su caso, se encuen-tra en otra parte, y efectivamente, todos los testimonios de esta época coinciden en hablar de la relación del niño con la músi-ca como de algo que, más allá del dominio técnico de unos medios y de un lenguaje, le vinculaba de manera vital hasta hacerle perder por momentos la apariencia de su condición infantil. En la misma carta, Nannerl explica: “Se ponía furioso a causa del menor ruido durante una audición musical. En una palabra, mientras la música sonaba, él era por completo músi-ca. Tan pronto como ésta terminaba, aparecía de nuevo el niño.”

Recuerdos que coinciden plenamente con aquellas explica-ciones de Leopold a Wolfgang durante el viaje a París, referi-das a la actitud del niño ante la música: “muchas personas jui-ciosas en distintos países mostraron su preocupación por tus posibilidades de una larga vida, a causa de la excesiva precoci-dad de tu talento y de las facciones siempre serias y refl exivas de tu rostro”.

No era pues de ningún modo trivial lo que la música signi-

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fi caba para Wolfgang, y por lo tanto, tampoco resulta acepta-ble que lo fuera el público. Schachtner responde en su carta una de las preguntas que le había formulado Nannerl:

¿Cómo se comportaba de pequeño ante los grandes personajes cuando éstos admiraban su talento y su arte musical? Realmente, en estas situaciones no traicionaba en absoluto nin-gún tipo de orgullo ni de ambición, porque esto nunca hubiera podido satisfacerlo mejor que tocando delante de gente que entendiera poco o no entendiera nada de música, pero él no quería tocar nunca a no ser que sus oyentes fueran grandes entendidos, o al menos había que engañarle y hacerlos pasar por tales.

Exigencia por lo que respecta al público, y también por lo que respecta a la preparación del intérprete. […] El sentido de exi-gencia que Wolfgang aplicó desde el principio a todo lo que tenía que ver con aquello tan importante que era la música, no se vio en ningún caso defraudado por los métodos que empezó a aplicar, también desde el primer momento, su indiscutible guía y maestro. A punto de terminar la larga tournée infantil de Wolfgang por Europa, Leopold confi esa a Hagenauer:

Cada momento que pierdo está perdido para siempre. Y si siem-pre he sabido lo valioso que es el tiempo para la juventud, ahora lo sé más que nunca. Vos sabéis que mis hijos están acostumbrados al trabajo. Y si, con la excusa de que una cosa impide la otra, tuvie-ran que acostumbrarse a tener horas de ociosidad, todo mi edifi cio se derrumbaría. La costumbre es una camisa de hierro, y vos mismo sabéis también cuántas cosas tienen que aprender mis hijos, especialmente Wolfgang.

Exigencia por parte de un padre enérgicamente decidido a no permitir que se perdiera aquello que había percibido con toda claridad: la presencia de un talento distinto de la mera apari-

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ción prematura de determinadas habilidades, un talento dota-do, ya a partir de los seis, siete y ocho años, de un inexplicable grado de madurez. Desde Londres escribe: “Mi hijo, a sus ocho años, sabe todo lo que se puede exigir de un hombre de cuarenta. En una palabra, quien no lo ve y lo oye no puede creerlo.”

Y realmente, escuchando obras de esta época se tiene a me-nudo la impresión de que responden a lo que sería propio de un hombre de cuarenta años, incluyendo el hecho de una expe-riencia vital ya avanzada y de una perspectiva temporal hacia el pasado que en la infancia no había tenido todavía espacio sufi -ciente donde empezar a desplegarse. En el genio musical de Mozart aparece también refl ejada, como ocurría con el conjun-to de rasgos de su carácter, la condición de disponer espontá-neamente de una experiencia global del tiempo. Y si eso se daba a escala del periodo entero de la propia vida, más fácilmente se daba aún a escala de las cosas que evolucionaban dentro de él, y de modo muy especial en todo lo que estaba relacionado con la percepción artística y con la actividad creadora.

Existe un curiosísimo documento en el que Mozart (cosa totalmente desacostumbrada) explica a un amigo cómo tenía lugar en su mente el proceso de elaboración de una obra mu-sical. Es una larga carta, escrita presumiblemente en el año 1789 o 1790, cuyo manuscrito original no ha llegado hasta nosotros, y que sólo conocemos a través de una copia publica-da en 1815 por Friedrich Rochlitz, director de la revista Allge-meine musikalische Zeitung. En relación con algunas de las mu-chas cosas que se tratan en ella, Rochlitz aporta datos erróneos, y eso ha despertado serios interrogantes sobre la autenticidad del documento. Pero más allá de estas dudas, el interés de los fragmentos dedicados a la descripción del proceso creativo se encuentran en su propio contenido, en la medida en que, pro-venga o no de la mano de Mozart, este contenido corresponde y explica a la perfección todas aquellas manifestaciones genia-

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les de lo que Leopold llamaba el “milagro nacido en Salzbur-go”. En otras palabras, aunque Mozart no hubiera escrito estos fragmentos, el resto de datos que existen sobre su genio mues-tran que lo que en ellos se explica tenía que ser necesariamen-te muy parecido a cómo funcionaba en realidad en su mente el proceso de percepción y creación de una obra musical. El amigo en cuestión es un barón afi cionado a la música que le ha enviado algunas partituras compuestas por él para pedirle con-sejo. Después le pregunta cómo se las arregla él para compo-ner, qué método, qué sistema sigue:

En verdad, sobre todo esto no puedo decir más que lo siguiente, porque yo mismo no sé más, ni podría explicar más sobre ello. Cuando estoy solo conmigo mismo y de buen humor, por ejemplo de viaje en el coche, o paseando después de una buena comida, o de noche, cuando no puedo dormir, entonces me vienen las ideas a chorros y del mejor modo. De dónde y cómo no lo sé, tampoco puedo hacer nada para saberlo. Las que me gus-tan las guardo en la cabeza, y me dedicó también a tararearlas, al menos según me han dicho otras personas. Una vez que las tengo bien agarradas, me vienen en seguida una tras otra las ideas sobre cómo utilizar estos trozos para hacer un guiso, de acuerdo con el contrapunto, con el sonido de los distintos instrumentos et caetera, et caetera, et caetera. Esto me excita el alma, siempre que realmen-te nadie me estorbe. Todo va haciéndose cada vez más grande, y yo lo voy haciendo cada vez más extenso y más claro. Y verdade-ramente, la cosa queda ya casi lista en la cabeza por larga que sea, de modo que después la veo toda en el espíritu con una sola mira-da, en cierto modo como si fuera un bello cuadro o una bonita fi gura humana, y la oigo en la imaginación, no de forma que una cosa vaya viniendo detrás de otra, como luego debe ser, sino en un instante, todo a la vez. Esto es un festín. Todo lo que es encontrar y elaborar se produce en mí como un sueño bello e intenso, pero el hecho de oírlo así, todo a la vez, es evidentemente lo mejor. Lo que se ha formado de este modo no lo olvido fácilmente, y éste es quizás el mejor don que nuestro señor dios me ha regalado. Cuan-do me pongo luego a escribir, tomo del saco de mi cerebro lo que antes, como ya he dicho, había quedado reunido allí. Es por eso que entonces todo pasa bastante rápidamente al papel, porque al fi n y al cabo ya estaba listo, y raramente se transforma en algo distinto de lo que había habido en la cabeza. Por lo tanto, mientras escribo puedo dejar también que me distraigan, y a mi alrededor pueden ir ocurriendo todo tipo de cosas; yo continúo escribiendo a pesar de todo. También puedo ir hablando, por ejemplo sobre gallinas y ocas, y cosas así. ¿Por qué, más allá del trabajo de com-posición, mis obras adoptan precisamente la forma o manera que las hace ser obras mozartianas, y no obras a la manera de cualquier otro? Con eso, simplemente, debe pasar como con mi nariz, que al crecer y encorvarse precisamente en la medida en que lo ha hecho, se ha convertido en una nariz mozartiana, y no en una nariz como la que pueden tener otras personas. Porque yo, la singularidad, no la busco, y tampoco sabría describir la mía con más detalles. Pero es bien natural que las personas que realmente se parecen tengan también un aire bien distinto las unas de las otras, tanto por fuera como por dentro. Lo que si sé, al menos, es que yo no me he dado a mí mismo ni una cosa ni la otra.

Escuchando obras Mozart se tiene la responden a lo queun hombre de cuarincluyendo el hechexperiencia vital yauna perspectiva tempasado que en la intenido todavía espadonde empezar a d

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Esta larga explicación da una panorámica inusitada sobre los mecanismos de funcionamiento que utilizaba el genio en su caso. Al menos es un punto de partida bastante completo para explicar muchas de sus manifestaciones. En primer lugar está la cuestión de cómo las obras eran “cocinadas” anticipadamen-te en la cabeza. Después aparece el resultado, es decir, esta capacidad para capturar todos los momentos del tiempo en un instante visual único y quieto, y fi nalmente aparece la pregun-ta del barón sobre la quintaesencia de su estilo, a la que respon-de con una bufonesca parábola. Realmente, Mozart no habla

mucho en las cartas sobre “su” música. En este sentido no hay duda de que se sentía mucho más predispuesto a escribir música que a escribir sobre ella. Pero sí que hace con cierta frecuencia comenta-rios sobre lo que debería ser “la música”, comentarios condimentados con ideas estéticas y críticas, que nacen general-mente de alguna circunstancia exterior, como la asistencia a algún concierto, o la incompetencia de algún libretista que no le permite desarrollar la ópera a su ma-

nera. Y a través de estas opiniones dispersas, Wolfgang, sin darse cuenta, va dando respuestas un poco más detalladas en relación con esta metáfora de la “nariz mozartiana”.

“En un instante, todo a la vez”

Pero todo empezaba de momento en la cocina, donde tenía lugar la elaboración de aquel “guiso” musical que era percibido luego todo entero “en el espíritu”. Respecto de esta percepción fi nal, las explicaciones son claras, y tan gráfi cas como sorpren-dentes. Una cosa que tiene lugar a lo largo del tiempo, en su-cesión, podía ser vista fuera del tiempo, “en un instante y todo a la vez”. Y esto “por larga que fuese”.

Muchas de las actividades geniales de la infancia presupo-nen esta capacidad de abarcar globalmente el tiempo desde fuera. Entre ellas, la que debía resultarle más elemental era aquella que tenía que desarrollar a cada momento, desde los seis años, en las continuas exhibiciones a lo largo de sus viajes, y que consistía en leer a primera vista al piano cualquier cosa que le daban. Nannerl lo recuerda años más tarde: “Tanto en París como en Londres le presentaban piezas diversas y difíci-les de Bach, Händel, Paradies y otros maestros, y él lo tocaba todo, no sólo a vista, sino con el tempo y la nitidez pertinen-tes.” Esto debía parecerle incluso obvio, ya que en este caso, el “bello cuadro” ya estaba hecho, y sólo había que mirar para captarlo “con nitidez” en todos sus detalles.

El mismo Wolfgang explica años más tarde qué es para él una lectura a vista digna de este nombre. Lo hace en una de las cartas a su padre desde Mannheim, después de coincidir en una sesión de música con el Kapellmeister Vogler (el autor de aque-lla misa que pocas semanas antes ya había hecho huir a Wol-fgang de la iglesia “tan pronto como terminó el Kyrie”):

Antes de comer chapuceó mi concierto a primera vista. El primer tiempo fue prestisimo; el andante allegro, y el rondó, verdadera-mente presti-ssi-ssimo. El bajo lo tocaba casi siempre distinto de cómo estaba escrito, y de vez en cuando hacía una armonía y una melodía completamente distintas. Y es que no podía ser de otro

e la juventud de mpresión de que sería propio de nta años, de una avanzada y de poral hacia el ancia no había io sufi ciente splegarse

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modo a aquella velocidad. Los ojos no pueden ver, ni las manos pulsar. Así pues, ¿qué es esto? Tocar así a primera vista y cagar para mí es lo mismo. […] Por otra parte es mucho más fácil tocar una cosa rápido que despacio. En fragmentos difíciles se pueden pasar por alto algunas notas sin que nadie lo vea ni lo oiga. Pero ¿es bonito? Con la velocidad pueden cambiarse cosas en la mano derecha y en la izquierda sin que nadie lo vea ni lo oiga. Pero ¿es bonito? ¿Y en qué consiste el arte de leer a primera vista? En esto: en tocar la pieza en el tiempo correcto, el que debe ser, y en expre-sar todas las notas, ornamentos, etc., con la expresión y el gusto pertinentes, tal como está indicado, de modo que la gente pueda creer que el mismo que toca es quien lo ha compuesto. Su digita-ción es también miserable […], todas las escalas descendentes de la mano derecha las hizo con el pulgar y el índice.

Pero además de que le permitía leer cualquier cosa, la capaci-dad de fi jar imágenes temporales también proporcionaba unas dimensiones a su memoria auditiva que de otro modo no serían explicables, ni casi creíbles. La famosa proeza relacionada con el Miserere de Allegri, que Wolfgang escuchó en la Capilla Sixtina a los catorce años, evidencia cómo en su caso audición y grabación mental eran prácticamente lo mismo. Se trata de una pieza coral de Gregorio Allegri, compuesta hacia la mitad del siglo anterior, y que desde 1640 se cantaba cada año, exclu-sivamente en la Capilla Sixtina, los miércoles y los viernes de Semana Santa. Nannerl, muchos años después, da algunos detalles sobre este episodio inverosímil. Padre e hijo llegan a Roma justamente el miércoles de Semana Santa:

El miércoles al mediodía se dirigieron en seguida a la Capilla Six-tina para oír el tan famoso Miserere, y como, según la leyenda, a los músicos papales les estaba prohibido, bajo excomunión, dejar-lo copiar, el hijo se propuso oírlo y ponerlo luego por escrito. Y así lo hizo; al llegar a casa lo puso por escrito. Al día siguiente volvió, con su partitura guardada bajo el sombrero, para compro-bar si lo había sacado o no. Pero cantaron otro Miserere. El Vier-nes Santo, en cambio, repitieron otra vez el primero. Cuando regresó a su casa hizo aquí y allá alguna mejora, y con ello quedó listo.

Leopold se apresura a comunicar la proeza a su mujer:

Wolfgang ya lo ha puesto por escrito, y lo habríamos enviado con esta carta a Salzburgo si para interpretarlo nuestra presencia no resultara necesaria. […] por lo tanto lo llevaremos nosotros mis-mos a casa, y como es uno de los secretos de Roma, no queremos dejarlo en manos de terceros, ut non incurremus mediate vel imme-diate in Censuram Eclessia.

“Así no incurrimos ni directa ni indirectamente en la censura eclesiástica.” Precisamente los periódicos de Salzburgo debían de abundar con especial insistencia en esta amenaza, por lo que unas semanas después Leopold recibe un artículo enviado por su mujer:

Los dos nos hemos reído mucho al leer el artículo sobre el Mise-rere. Por lo que respecta a esta cuestión no hay que preocuparse en absoluto. En cualquier otro lugar se da mucha importancia a eso. Toda Roma lo sabe, y hasta el papa sabe que Wolfgang ha escrito el Miserere. No hay nada que temer; eso más bien le ha

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hecho un gran honor, como oirás muy pronto. Absolutamente, debes dejar leer la carta por todas partes y hacer que Sus Altas y Principescas Gracias se enteren de ello.

En este saco de memoria musical, aparentemente sin fondo, llegaban a caber, cuando era necesario, óperas enteras. Al año siguiente, en Milán, tuvo que quedarse en casa dos o tres días a causa de unos reumas de Leopold: “Hoy representan la ópera de Hasse, pero como papá no puede salir, no puedo ir a verla. Por suerte me sé casi todas las arias de memoria, y así, desde la casa, la puedo oír y ver en mi mente.” Y después de la experien-cia con el Miserere, Nannerl podía tener una idea bastante precisa del grado de fi delidad de esta audiciones imaginarias.

Pero si era posible guardar en la cabeza obras de otros au-tores habiéndolas oído sólo una o dos veces, obras que habían tenido que entrar desde fuera, con más motivo tenían que que-dar grabadas en la memoria las obras elaboradas dentro, como queda descrito en la carta al barón, y como explica también Constanze en una carta muy posterior de 1827:

Lo que se le podría reprochar a Mozart es que no era muy orde-nado con sus papeles, y a menudo perdía lo que había empezado a componer, y para no perder tiempo buscando, prefería escribirlo otra vez. Como consecuencia, muchas cosas aparecían dos veces, pero la nueva versión no era nunca distinta de la que había perdi-do, porque la idea que fi nalmente había decido adoptar, entre todas las que imaginaba, era sólida como un muro, y nunca era transformada, cosa que puede verse también en sus partituras, escritas de forma tan bella, tan precisa, tan limpia, y en las que ciertamente ninguna nota está cambiada.

Efectivamente, ésta es una de las cosas que más caracterizan a las partituras de Mozart, en relación con los manuscritos de otros grandes compositores. Y la razón era precisamente que, en su caso, la partitura original era el cuadro elaborado en la mente, que resultaba ser, hasta el nivel del detalle, “sólido como un muro” (mauerfest), lo cual relegaba el primer manus-crito a la condición de copia. Eso explica que el manuscrito, por un lado, resultara tan limpio, y en cambio, a la vez, se viera a menudo abandonado a todo tipo de negligencias y olvidos, ya que, como copia que era, no constituía ningún objeto impres-cindible para la conservación de la obra. […]

Escribir era, pues, una actividad completamente distinta a la de componer, como textualmente hace constar él desde Muni-ch dos años después, cuando estaba poniendo por escrito el tercer acto de Idomeneo: “Compuesto ya lo está por completo, pero escrito todavía no.” Y gracias a eso podía dejarse “distraer” mientras escribía, o bien podía ir charlando sobre gallinas y ocas. Pero parece que la carta al barón todavía se quedó corta en este punto. En abril de 1782, Wolfgang envía a Nannerl un preludio y una fuga para piano, y se excusa de que, en la parti-tura, la fuga aparezca en primer lugar: “El preludio va primero, y luego sigue la fuga. El motivo de que esté escrito así es porque ya había terminado la fuga, y la escribí mientras ideaba el pre-ludio.” El “muro” de la imagen creada era sufi cientemente só-lido como para soportar, mientras pasaba al papel, no sólo dis-tracciones circunstanciales, sino incluso el peso de la simultánea generación mental de otra obra. O bien no aguantaba peso al-guno, y las dos actividades disponían de compartimientos pro-pios donde poder funcionar sin perjuicio mutuo. G

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Mitos y teorías sobre la muerte de MozartH. C. Robbins Landon

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En 1791. El último año de Mozart, publicado por Ediciones Siruela, Robbins Landon recorre los últimos meses de la corta vida de Mozart. Agradecemos a la editorial la oportunidad de compartir con nuestros lectores este fragmento, en el que se hace una autopsia tardía y se determinan las causas médicas que impidieron al compositor concluir su poderoso Requiem

La repentina muerte de Mozart inmediatamente dio lugar a toda clase de especulaciones sobre su verdadera causa, y en seguida empezaron a circular rumores de envenenamiento. Ya en la Nochevieja de 1791, un periódico de Berlín publicaba lo siguiente: “Mozart ha muerto. Volvió a Praga sintiéndose en-fermo; se pensó que tenía hidropesía y murió en Viena. Como el cuerpo se hinchó tras la muerte hubo incluso quien pensó que lo habían envenenado…”

Al hijo de Mozart, Carl Thomas, le pareció extraño, quizá incluso sospechoso, que el cadáver de su padre se hinchara, aunque su alusión al envenenamiento sigue siendo un tanto oblicua. Con el paso del tiempo, sin embargo, la teoría del envenenamiento cayó en el olvido. Constanze no parece ha-berle dado crédito en ningún momento, aunque afi rma que Mozart sí tenía esta convicción (hecho que mencionó en sus conversaciones con los Novello). Sin embargo, en la década de 1820 un suceso dramático resucitó la teoría del envenenamien-to de una forma especialmente sensacionalista; muchos años después está idea constituiría la base de Amadeus, la hoy legen-daria obra de teatro de Peter Shaffer, cuyo protagonista prin-cipal no es Mozart, sino Antonio Salieri.

Salieri ya era Kapellmeister de la corte cuando Mozart llegó a Viena para instalarse allí en 1789, y a diferencia de Mozart, que aún no había comenzado su carrera operística en Viena, Salieri era uno de los niños mi-mados de la corte (sobre todo de José II), y por tanto del público aristocrático que asistía a las óperas. Al poco tiempo de esto causó una profunda impresión en París con su opera francesa Les Da-naïdes (1784), que en un principio había sido anunciada como obra conjunta de Gluck y su discípulo Salieri. Esta obra, que se ha repuesto con éxito en 1985, es de lo mejor de Salieri. Pero lo peor de Salieri se caracteriza por su vulgaridad y no admite, por supuesto, comparación con Mozart. La popularidad de Salieri tardó sólo una genera-ción en debilitarse y desaparecer, pero en la década de 1781-1791 él y su música estuvieron en el primer plano de la vida operística vienesa. Lo curioso de Salieri es que, a pesar de sus éxitos, parece haber estado realmente celosísimo de Mozart, según atestiguan numerosas fuentes de la época. En esta cró-nica es necesario que Salieri ocupe un segundo lugar respecto

Lo curioso de Saliede sus éxitos, parerealmente celosísimsegún atestiguan nde la época; el italiuna espina para Múltima década de sinnumerables intriconseguido que la éste fuera mucho mlo necesario

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al drama del último año de Mozart; pero el italiano había sido una espina para Mozart durante la última década de su vida y con sus innumerables intrigas había conseguido que la vida operística de Mozart fuera mucho más desdichada de lo ne-cesario.

En octubre de 1823, Ignaz Moscheles, un discípulo de Beethoven que estaba en Viena en aquel momento, decidió hacer una visita al anciano Salieri, recién trasladado al Hospi-tal General de Alservorstadt. Salieri, aparte de tener muchos años, estaba muy enfermo; Moscheles tuvo que pedir permiso a la hija soltera del compositor y a las autoridades para poder visitarle. “Fue un encuentro triste. Su aspecto ya me impre-sionó, y no hacía más que hablar, con frases entrecortadas, de su muerte inminente. Pero al fi nal dijo: ‘Aunque ésta es mi última enfermedad, le aseguro bajo mi palabra de honor que no hay nada de cierto en ese absurdo rumor; ya sabrá usted que dicen que yo envenené a Mozart. Pero no, es malevolen-cia, pura malevolencia. Cuéntele al mundo, querido Mosche-les, lo que el viejo Salieri, que morirá pronto, acaba de con-tarle.’”

Al poco tiempo, en noviembre de 1823, Salieri intentó sui-cidarse. Beethoven siguió los sucesos de cerca mediante lo que le contaron algunos amigos por escrito en sus cuadernos de conversación; Schindler, su amanuense, escribió: “Salieri está otra vez muy mal. Está realmente deshecho. Tiene fantasías de ser el responsable de la muerte de Mozart y de haberle enve-nenado. Esto es verdad —porque él quiere confesarlo…” En otra anotación, ligeramente anterior, Johann Schick, un perio-dista vienés, añadía: “Apuesto cien contra uno a que la afi rma-ción de Salieri es cierta. La forma en que murió Mozart lo confi rma.” En los cuadernos de conversación de Beethoven se

habla mucho del tema; parece como si el compositor meditase en ello a menudo. A principios de 1824 Schindler escribió: “Vuelve a estar usted muy sombrío, gran maestro. ¿Qué le ocurre? ¿Dónde ha ido a parar su alegría últimamente? No se lo tome tan a pecho, ¡así es el destino de los grandes hombres! Aún viven muchos que pueden dar testimonio de cómo murió [Mozart], de si hubo síntomas [de envenenamiento]. Él [Salieri] habrá hecho, sin embargo, más daño a Mozart con su denigración que Mozart a él.”

Incluso después de la muerte de Salieri, el sobrino de Beetho-ven, Carl, escribió: “Siguen diciendo con gran convicción que Salieri fue el asesino de Mozart.”

El biógrafo italiano de Haydn, Giuseppe Carpani, defendió ardorosamente a Salieri en septiembre de 1824, publicando una extensa carta en un periódico italiano, donde decía:

¿Mozart fue envenenado? ¿Sí? ¿Dónde están las pruebas? Es inútil preguntarlo. No hay pruebas y además es imposible encontrarlas,

ri es que, a pesar e haber estado o de Mozart, merosas fuentes no había sido zart durante la vida y con sus as había ida operística de ás desdichada de

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porque Mozart contrajo una fi ebre reumática infecciosa que no sólo le atacó a él, sino que aniquiló a todos aquellos que la contra-jeron durante aquellos días. Los esfuerzos y la experiencia de los profesores de medicina más famosos, Closset y Sallaba, resultaron inútiles, inútiles también las lágrimas de los hijos, los rezos de la esposa y las esperanzas de toda la ciudad de Viena para el amado maestro.

Carpani tuvo la suerte de dar con un médico, el canciller de la corte Eduard Vincent Guldener von Lobes, a quien se había consultado cuando la enfermedad y muerte de Mozart. Recibió de él una carta en la que con indignación negaba cualquier posibilidad de envenenamiento. Este médico también envió una carta al discípulo de Haydn, Sigismund von Neukomm, que entonces vivía en París, con el texto siguiente:

Con el mayor de los placeres, señor, me apresuro a comunicarle todo cuánto sé respecto a la enfermedad y muerte del gran Mozart. En el otoño de 1791 cayó enfermo de una fi ebre infl ama-toria, tan prevaleciente en aquella estación que pocas personas escaparon por completo a su infl uencia. En el momento en que se requirieron mis servicios ya llevaba varios días sufriendo la enfer-medad: pero yo estaba informado por el doctor Closset, que lo atendía a diario. Consideraba peligroso el caso de Mozart y dijo que desde la primera aparición de la dolencia ya se había temido lo peor, es decir, que se le fi jara en la cabeza. Sallaba me puso al corriente de esto inmediatamente, y lo cierto es que Mozart murió a los pocos días con los síntomas habituales. Su muerte suscitó un interés muy generalizado, pero en ningún momento se le ocurrió a nadie sospechar, ni de lejos, que su muer-te hubiera sido ocasionada por un envenenamiento. Las atencio-nes que le prestó su familia fueron numerosas, y por encima de todo, tan escrupulosos fueron los cuidados y la vigilancia del res-petado y experto doctor Closset, quien durante la totalidad de ese doloroso periodo mostró más bien la solicitud de un amigo que la atención de un médico, que es imposible que el más mínimo indi-cio de algo violento, de algo semejante a un veneno, le pasara inadvertido. La enfermedad siguió su curso habitual y el plazo de duración fue el normal. El doctor Closset había observado el pro-greso con tanta atención que predijo el resultado a la hora. Un buen número de los habitantes de Viena sufrían en aquel momen-to la misma enfermedad, y el número de casos mortales, como el de Mozart, fue considerable. Yo vi el cuerpo después de la muerte y no presentaba ningún síntoma diferente de los habituales en tales casos. Eso es básicamente cuanto tengo que aducir respecto a la muer-te de Mozart. Nada me resultaría más gratifi cante o satisfactorio que tener la certeza de que este testimonio que doy es, al menos en algún grado, capaz de contrarrestar esa horrible imputación contra la memoria del excelente Salieri. Le ruego me perdone, señor, por no haber respondido a su petición tan pronto como habría sido mi deseo; sólo una grave indisposición pudo impedír-melo.

Pero si Mozart no fue envenenado, ¿de qué murió? La opinión médica más generalizada hasta ahora es que Mozart murió de Rheuma infl ammatorium, o fi ebre reumática, una enfermedad febril aguda, no infecciosa, caracterizada por infl amaciones y dolores en las articulaciones. El doctor Carl Bär, un médico suizo, ha escrito un libro que hasta hace poco era la autoridad

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en este asunto. Rechaza la descripción del Registro de Defun-ciones de Viena y del libro de Nissen, hitziges Frieselfi ebe, o fi ebre miliar aguda, como cosa de afi cionados, bienintenciona-da pero inadmisible desde el punto de vista profesional. “De todos modos —escribe—, casi todos los casos terminales que resultan de una fi ebre reumática tienen su origen en defectos de tipo coronario.” Y después de sangrar a Mozart, “los resul-tados, teniendo en cuenta su pequeña talla y su condición cardiaca, sólo podían ser catastrófi cos”. El diagnóstico del doc-tor Bär está basado en información recibida a través de una complicada cadena de circunstancias, pero que proviene del médico de Mozart, el doctor Closset (que también consultó a otro colega, el doctor Sallaba). El rápido empeoramiento y la corta duración de la enfermedad “no eran inusuales para aque-lla época”.

Pero desde 1966, cuando el doctor Bär publicó su famoso trabajo, ha habido un gran número de médicos y científi cos dedicados a la difícil tarea de identifi car no sólo la enfermedad terminal de Mozart, sino las enfermedades previas que sufrió durante su corta vida y que desembocaron en las tres semanas funestas de noviembre y diciembre de 1791. Es inútil que un profano en medicina entre en una discusión semejante, pero todo parece indicar que la última palabra sobre el tema la ha

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dicho Peter J. Davies. Lo único que puede hacer un afi cionado en estas circunstancias es resumir todos los descubrimientos del doctor Davies y expresar su admiración ante una presenta-ción tan lúcida. […]

La enfermedad terminal

El doctor Davies tiene una teoría interesante: que Mozart con-trajo su enfermedad fi nal mientras asistía a la logia masónica el 18 de noviembre de 1791 (en aquel momento había una epide-mia en Viena, según se afi rma en numerosos textos). La hin-chazón dolorosa de manos y pies “parece denotar una poliar-tritis”, y al extenderse y agravarse pudo producir edema. De la inmovilidad del paciente “se puede concluir que Mozart en aquel momento sufría una hemiparesia y tenía un lado del cuerpo paralizado”.

Como en aquellos tiempos no se conocía “la insufi ciencia renal crónica… es razonable que [el doctor Closset] sospecha-ra que Mozart tenía un tumor cerebral… En mi opinión, Clo-sset estaba desconcertado ante los síntomas recientes de fi ebre, hinchazón dolorosa en las articulaciones y erupciones cutá-neas, motivo por el que pidió consejo al médico del hospital, el doctor Mathias von Sallaba… Sallaba diagnosticó hitziges Frie-selfi eber [fi ebre miliar aguda], que es lo que fi gura en el Regis-tro de Defunciones… Esto es totalmente inespecífi co, y alude a una enfermedad asociada con fi ebre y exantema (erupción cutánea)…” En cuanto al diagnóstico de fi ebre reumática aguda que hizo el doctor Bär, el doctor Davies afi rma que “es raro que se produzca exantema en un caso de fi ebre reumática, y ese diagnóstico no justifi ca la mala salud crónica de 1791, como tampoco explica un diagnóstico de fi ebre reumática los síntomas neurológicos de la enfermedad mortal…”.

Finalmente, en una narración especialmente conmovedora de la muerte de Mozart (la verdad a menudo resulta más im-presionante que la fantasía más cuidadosamente concebida y ejecutada con la mayor delicadeza), el doctor Davies resume:

Mozart murió de lo siguiente: infección estreptocócica, síndrome de Schönlein-Henoch, insufi ciencia renal, fl ebotomía(s), hemo-rragia cerebral, bronconeumonía terminal. Contrajo una infección estreptocócica más mientras asistía a una reunión de la logia el 18 de noviembre de 1791, durante una epidemia. La infección estreptocócica causó una nueva exacerba-ción del síndrome de Schönlein-Henoch y de la insufi ciencia renal, que se manifestó con fi ebre, poliartritis, malestar, hincha-zón de las extremidades, vómitos y púrpura. La ulterior hincha-zón del cuerpo, más generalizada, probablemente fue debida a una retención adicional de líquido y sales causada por la insufi -ciencia renal. Se le practicaron una o más fl ebotomías, que pro-bablemente agravaron su insufi ciencia renal y contribuyeron a su muerte. El síndrome de Schönlein-Henoch causó un agrava-miento de la hipertensión, que contribuyó a los vómitos noctur-nos y le provocó un derrame. La parálisis parcial era una hemi-plejia (parálisis de un lado del cuerpo) debida a hemorragia cerebral. Unas dos horas antes de morir tuvo convulsiones y entró en estado comatoso. Después, una hora más tarde, intentó sentarse, abrió mucho los ojos y cayó hacia atrás, con la cabeza vuelta hacia la pared: tenía las mejillas hinchadas. Estos síntomas sugieren una parálisis conjugada ocular y del nervio facial, con hemorragia cerebral masiva. En la noche anterior a su muerte,

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Mozart había sufrido fi ebre y sudores intensos. En los pacientes con uremia es frecuente que la muerte sea efecto directo de una bronconeumonía que se presenta cuando el paciente está ya moribundo.

Junto a la sensacionalista hipótesis de que Mozart fue asesina-do aparecieron una serie de leyendas sobre sus relaciones con varias mujeres en esta última época de su vida. Hay un caso repugnante, el de un amigo de Mozart y de su misma logia, Franz Hofdemel, que atacó a su esposa embarazada, Magdale-na, que recibía clases de piano del compositor. Esto sucedió al día siguiente de la muerte de Mozart y fue un baño de sangre en el que Hofdemel hirió a su esposa en la garganta y en el rostro con una cuchilla, dejándola marcada de por vida y luego se suicidó.

La conducta de Beethoven vuelve a proporcionarnos una pista sobre los rumores que circularon en Viena. Se le pidió que tocara (improvisando) ante Magdalena Hofdemel, pero se mostró reacio a hacerlo porque pensaba que ella había sido la amante de Mozart (¡qué mojigato era Beethoven!). Pero no hay absolutamente ninguna prueba de que la tragedia de los Hofdemel se pueda relacionar, de forma directa o indirecta, con Mozart. La emperatriz María Luisa se interesó de inme-diato y personalmente por la situación de Magdalena, cosa que difícilmente habría hecho si la corte hubiera considerado al futuro niño como hijo de Mozart. (El niño, Johann Alexan-der Franz, nació en Brno el 10 de mayo de 1792, por lo que debió ser concebido en agosto de 1791, cuando Constanze Mozart acababa de traer al mundo a su último hijo, Franz Xaver Wolfgang.) Tampoco parece verosímil que los masones asignaran a Hofdemel la tarea de envenenar a Mozart, como se ha sugerido.

También se ha dicho que una de las amantes de Mozart en 1791, fue su primera Pamina, Anna Gottlieb, que tenía enton-ces diecisiete años (había hecho su debut a los doce años repre-sentando el papel de Barbarina en Las bodas de Fígaro). No existen pruebas de que lo fuera, como proponen algunos discí-pula de Mozart, y mucho menos de que su relación fuera otra que la de un compositor y una intérprete bien dispuesta. Se ha dicho que a fi nales de 1791 o principios de 1792 ella perdió la voz y se retiró de los escenarios como cantante, obteniendo un empleo como actriz en la compañía rival, la de Marinelli (en el teatro de Leopoldstadt). Es decir, que la muerte de Mozart le quebró el corazón… y la voz.

Lo que sucedió en realidad es completamente diferente. Es cierto que Anna Gottlieb pasó a la compañía de Marinelli, pero siguió actuando y cantando, como ella y otros hacían con Schikaneder en el Freyhaustheater. Christopher Raeburn ha descubierto interesantes críticas coetáneas sobre su carrera como cantante durante toda la década de 1790, y Anna conti-nuó cantando y actuando hasta bien entrado el nuevo siglo. Por tanto, se trata de otra tradición mozartiana que puede ser desechada como simple mito.

Los mitos seguirán persiguiendo a Mozart. Amadeus, la obra de teatro y la película, ha creado otro de ellos, y puede resultar difícil disuadir al público de la visión que nos da Shaffer del compositor como un gamberro borracho, con un talento de origen divino, perseguido por un Salieri vengativo. G

Traducción de Gabriela Bustelo y Beatriz del Castillo

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Mozart y SalieriAlexander Pushkin

b

Una de las primeras fabulaciones sobre el asesinato de Mozart a manos de Salieri se gestó en Rusia. Hemos tomado este breve drama de la edición que la Universidad Autónoma de Sinaloa puso a circular hace más de dos décadas, en traducción de un misterioso O. F., aunque la versifi cación corrió a cargo de José Emilio Pacheco

Durante varios años de éxito ininterrumpido, Amadeus —la obra de Peter Shaffer— ha actualizado la versión según la cual Antonio Salieri (1750-1825) dio muerte a Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). En su biografía de Mozart, Wolfgang Hildesheimer considera el envenenamiento una leyenda basa-da en la animosidad de Mozart contra el compositor italiano. Salieri, dice Hildesheimer, “fue un hombre útil y en extremo conciliador serio en su actividad de músico y maestro. De todos modos, entre sus alumnos se cuentan Beethoven, Schu-bert y Liszt.”

Mozart (que sólo en broma empleó el “Amadeus” para fi r-marse “Wolfangus Amadeus Mozartus” y prefi rió siempre la forma francesa de su nombre, Amadé, a la alemana, Gotlieb) murió de un paro cardiaco, de acuerdo con las investigaciones médicas de hace veinte años. Adolescente, padeció una fi ebre reumática que debilitó su corazón. La enfermedad recurrió en 1791 y el tratamiento a base de sangrías acabó con su resisten-cia.

La verdad que todo se vuelve más incierto y misterioso mientras más información se acumula, y la bibliografía sobre Mozart crece cada semana. Constanze Weber, su viuda, contó que en el lecho de muerte Mozart sospechaba que en efecto Salieri lo había envenenado. Al morir en 1825, Salieri confesó su crimen real o supuesto.

Pushkin leyó en un periódico vienés la “confesión” de Salieri, acompañada de la anécdota que le atribuye haber silbado el estreno de Don Giovanni. Su brevísi-ma obra Mozart y Salieri estableció la leyenda al darle forma con la destreza de quien es el Mozart poético de la lengua rusa. Fue representada en 1832 y más tarde puesta en música por Rimsky-Korsakov. Stanislavsky in-terpretó en 1916 el papel de Salieri. En 1947 fue la única in-cursión de José Revueltas como director escénico en el grupo de La Linterna Mágica. Su entendimiento exige de nosotros los profanos en materias musicales algunas informaciones comple-mentarias. En primer término, el antecedente que lo es tam-bién de Amadeus.

En julio de 1791 un personaje misterioso, vestido de luto, encarga a Mozart un réquiem. Mozart cree que es un enviado de la muerte y que él va a componer para sus propios funerales. El 30 de septiembre estrena La fl auta mágica. Enseguida cae enfermo. Empeora rápidamente y muere el 5 de diciembre. Se

Constanze Weber, Mozart, contó quemuerte éste sospecefecto Salieri lo haAl morir en 1825, Ssu crimen real o su

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desata una borrasca y sólo un perro asiste a sus exequias. El más grande músico de todos los tiempos es arrojado a la fosa común.

El Requiem lleva el número 626 y fi nal en el catálogo crono-lógico de sus obras publicado en 1862 por Ludwig von Koechel y revisado por Alfred Einstein entre 1937 y 1947. El catálogo se inicia con los minuetos compuestos a los 4 años y está urgi-do de actualización pues hay muchos descubrimientos poste-riores a 1947. Del Requiem nada más el Introitus y el Kyrie son autógrafos. Su discípulo Franz Xaver Süssmayr terminó las piezas restantes con base en los bocetos e indicaciones que dejó Mozart, y compuso los últimos movimientos: el Sanctus, el Benedictus, el Agnus Dei y la Communio.

Mozart murió sin conocer la verdad, pero la leyenda ro-mántica del enlutado resultó un fi asco: se trataba simplemente del mayordomo de Franz von Walsegg, un conde que pagaba en secreto a grandes compositores para componer las obras que más tarde estrenaba como si fueran propias.

Salieri, principal personaje tanto de Pushkin como de Sha-ffer, es una víctima o un villano, según la biografía de Mozart que se lea. Llegó a Viena en 1776. El emperador José II lo nombró maestro de capilla y fue hasta su muerte compositor de los Habsburgo. En 1787 el público vienés prefi rió su ópera Tarara al Don Giovanni. Se dice que, en el doble infi erno de las intrigas de corte y escenario, el mediocre y rencoroso Salieri encabezó la mafi a italiana que hizo la vida imposible a los gran-des músicos alemanes, a Mozart lo mismo que a Franz Joseph Haydn (1732-1809). En cambio los defensores del autor de Armida sostienen que Salieri fue un buen artista y un compa-ñero exento de envidia y rivalidad. Un hecho indiscutible es que enseñó contrapunto a Ludwig van Beethoven (1770-1827).

Beethoven le dedicó sus Tres sonatas para violín, opus 12.

Otras menciones de Mozart y Salieri son las siguientes: según Pushkin, Cristoph Willibald von Gluck (1714-1791) hizo renegar a Salieri de cuanto había aprendido, porque en Orfeo y Eurídice (1762) Gluck sepultó a la vieja

ópera y la convirtió en el drama musical que hoy vemos y es-cuchamos. Niccolá Piccinni (1728-1800) ha tenido la suerte de Salieri, no la de Mozart, Haydn y Gluck. Pushkin alude al hecho de que la Ópera de París encargó a Piccinni y a Gluck sendas obras en torno al mismo tema: Ifi genia en Táuride. Gluck hizo en 1779 la que musicólogos y afi cionados suelen considerar su mejor ópera. En 1782 Piccinni compuso la Ifi ge-nia que conmueve aquí a Salieri. El público parisino se dividió en gluckistas y piccinnistas.

Por último, el disparador del desenlace en Pushkin es Pierre Auguste Caron de Beaumarchais (1732-1799), que en 1784 estrenó su comedia Las bodas de Fígaro. Lorenzo da Ponte la adaptó a drama per musica y sobre él Mozart compuso su ex-traordinario Fígaro. La ópera contribuyó a su ruina, pues,

la viuda de en su lecho de haba que en ía envenenado. alieri confesó puesto

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como había sucedido en Francia con la brillante comedia, Fí-garo ofendió a la nobleza. Beaumarchais fue el primero en ri-diculizar en sus narices a los que sólo iban al teatro para ver glorifi cada y adulada a su clase. Los nobles fueron justiciera-mente humillados por Beaumarchais, da Ponte y Mozart en un acto que se ha visto como precursor de la revolución francesa. Antes de ellos los pobres sólo aparecían en el teatro y en la ópera para ser motivo de escarnio y desprecio.

Los restos de Mozart se disiparon (el universo entero es su monumento, diría un epigramista griego). Así, no se pueden analizar como los cabellos que han demostrado que Napoleón fue envenenado en Santa Helena. Nunca sabremos si lo mató Salieri o si la ponzoña sólo es una metáfora de la envidia y la ruindad humanas. En todo caso, Pushkin y Shaffer prueban que acertó la célebre profecía de otro desdichado compositor que, como Salieri y Piccinni, no es hoy sino una nota al pie de la gloria inconmensurable de Mozart: al escuchar al niño pro-digio el músico Hasse exclamó “Questo regazzo ci fará dimenti-car tutti”: “Este muchacho hará que nos olviden a todos.”

Escena i

Una habitación

Salieri Dicen que no hay justicia en esta tierra.Tampoco habrá en el cielo. Para míesto es más claro que la simple escala.He llegado a este mundo amando el arte.En la infancia brotaban de mis ojoslágrimas si escuchaba los acordesdel órgano en la iglesia centenaria.

Muy pronto abandoné las distraccionesy rechacé cuanto no fuera músicapara entregarme todo a los sonidos.Arduos me fueron los primeros pasos,fatigoso el camino, y sin embargopude vencer zozobras, contratiempos.

Basé el arte sublime en el ofi cio.Me hice artesano. Di docilidady obediencia veloz a cada dedo;perfecta afi nación cobró mi oído.Asesiné a la música y despuésme puse a disecarla como a un muerto.Con álgebra medí las armonías.Y cuando me hice dueño de la técnicaya pude fantasear, libre y seguro.

Me oculté a componer. No ambicionabala fama cruel ni recompensa alguna.A menudo, en mi celda silenciosa,sin comer ni dormir, compuse, ebriode inspiración y goce, para luegoquemar mis notas y serenamentever convertirse en humo las ideasy los sonidos que de mí brotaron.

Y esto no es nada: cuando Gluck, el grande,nos reveló de golpe sus secretos

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—fascinantes, profundos, misteriosos—manso y humilde renegué de todolo aprendido y amado: aquella músicaque antes supuse la verdad divina.Seguí a Gluck con fi rmeza, ciegamente,como niño extraviado al que señalanel único camino. Tesonero,me esforcé hasta lograr lo ambicionadoen el arte sublime. En ese instantela fama me sonrió, mis armoníasencontraron espíritus afi nes.

Gocé feliz el fruto de mi esfuerzo.Mi gloria fue producto del trabajo.No conocí jamás celos ni envidias.Me alegró ver triunfar a mis amigos,hermanos en el arte más hermoso.

No me dolí siquiera cuando, excelso,Piccinni cautivó con sus acordesa los salvajes bárbaros franceses.Y vibré al escuchar por vez primerade Ifi genia la música tristísima.

Nadie osaría decir: “Pobre Salieri,es un vil envidioso despreciable,una víbora abyecta, pisoteadaque en bestial impotencia muerde el polvo.”Nadie podría llamarme bajo o ruin.

Y sin embargo debo confesarque a partir de hoy envidio. Me desgarrael tormento rabioso de la envidia.Pido justicia al cielo. No hay derecho:el don sublime, la sagrada llamano son premio del rezo, la fatiga,los sacrifi cios, el trabajo duro.No es justo, no lo es, que el don, la llamailuminen radiantes la cabezade un loco, un libertino… ¿Mozart, Mozart?

(Entra Mozart.)

Mozart Qué lástima. Intentaba sorprendertecon otra de mis bromas.

Salieri ¿Hace mucho que llegaste a mi cuarto?Mozart No, Salieri, acabo de llegar. Quería mostrarte

una cosita, pero en el caminooí tocar en la taberna sórdidaa un violinista ciego. InterpretabaVoi che sapete. Tú no te imaginasqué gracia me causó escuchar mi obra.No resistí: te traje al violinista.Pase usted, amigo. Tóquenos ahoraalgo de Mozart como sabe hacerlo.

(Entra el Violinista Ciego y toca un aria de Don Giovanni. Mozart ríe.)

Salieri No le encuentro la gracia francamente.

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Mozart Salieri, es imposible no reírse.Salieri Jamás me río cuando el pintorzuelo

de brocha gorda imita la divinaMadona rafaelista, o un poetastroparodia al Dante. Lárguese usted, anciano.

Mozart Espere, aún no se vaya. Le darépara unas copas. Beba a mi salud.

(Sale el Violinista Ciego.)

Mozart Salieri, estás de malas hoy en día.Mejor te digo adiós, vuelvo mañana.

Salieri ¿Qué me trajiste?Mozart Una bagatela.

Anoche no dormí. Se me ocurrieronunas cuantas ideas y hace ratolas anoté. Se me antojó mostrártelaspara que opines, aunque en modo algunoquiero ser un estorbo.

Salieri Mozart, Mozart,siempre eres bienvenido. Toca, escucho.

Mozart Yo, por ejemplo, un hombre enamorado…Enamorado quizá no, tan sólofeliz con una niña o un amigo—tú, por ejemplo— cuando en ese instantetodo se altera, surgen las tinieblasy la visión macabra. Escucha, escucha.

(Mozart toca.)

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Mozart: su aparente desprecio por el violonchelo, el concierto para violonchelo perdido

Carlos Prieto

A todos los violonchelistas nos intriga, tanto como lamentamos, que Mozart haya “ninguneado” al violonche—para usar un verbo mexicano elocuente e insustituible—máxime que compuso múltiples y prodigiosas obras para lmás variados instrumentos. Baste mencionar sus conciertpara violín, la Sinfonía concertante para violín, viola y orqueslos dúos para violín y viola, y las sonatas para violín y piana fi n de suponer lo que hubiera podido componer para violonchelo.

No podemos aducir como explicación la relativa noveddel violonchelo como instrumento solista. Mozart, cucuriosidad estaba siempre abierta a todas las manifestacionmusicales, habrá sin duda conocido las sonatas y conciertde Vivaldi y de Boccherini, los conciertos de su admiradcontemporáneo Haydn y el virtuosismo de violonchelistactivos en Viena, como Anton Kraft y su hijo Nicolaus KraTambién conocía la obra del hijo de Johann Sebastian BacCarl Philipp Emanuel, por quien sentía una gran amistadadmiración y que había compuesto estimables conciertos paviolonchelo. No conoció, en cambio, las suites de Bach, cumúsica, considerada anticuada, había caído en el olvido.

Salieri Es un prodigio. ¿Cómo tú, insensato,pudiste entrar en la taberna inmundapara escuchar a un pobre diablo? Ay, Mozartno eres digno de Mozart.

Mozart Di, ¿te gusta?Salieri Cuánta profundidad y qué elegancia

y audacia y armonía. Eres un diosy no lo sabes, Mozart. Pero, en cambio,yo sé que eres un dios.

Mozart Probablemente.¿No te parece? Pero tengo hambre.Es muy chistoso ser un dios hambriento.

Salieri En ese caso déjame invitartea que cenemos en El León Dorado.

Mozart Me parece muy bien. Voy a avisarlea mi mujerque cenaré contigo.

(Mozart sale.)

Salieri No puedo resistir a mi destino.Fui el elegido para detenerlo.Si no lo hago perderemos todoslos sacerdotes del excelso arte,no sólo yo con mi pequeña fama.

De nada servirá que Mozart vivay ascienda cada vez cumbres más altas.No debe todo depender de Mozart.

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Quizá la razón estribe en que, en épocas en que nadie componía sin que mediara un encargo destinado a un estre-no inmediato, no haya habido violonchelista interesado en su música.

El rey Federico Guillermo II de Prusia, hijo de Federi-co el Grande y violonchelista afi cionado de alta jerarquía, es acreedor de nuestro eterno agradecimiento por haber encargado numerosas obras para violonchelo a los princi-pales compositores de la época. Entre ellas se cuentan tres de las pocas obras concebidas por Mozart para ese instru-mento: sus tres últimos cuartetos de cuerda, dedicados por supuesto al rey, y en los cuales el violonchelo tiene una parte de especial relevancia.

La famosa Sinfonía concertante para violín, viola y orquesta fue concebida inicialmente como una obra en la que habría también un violonchelo solista, como lo demuestran algu-nos borradores, pero Mozart optó pronto por descartarlo.

Hacia 1782 inició un Andantino en si bemol mayor para violonchelo y piano que abandonó a los 33 compases.1

Es sabido también que Mozart compuso un concierto para violonchelo y orquesta, k.206a. El manuscrito se per-dió y nada se sabe acerca de sus posibles ejecuciones en vida del compositor.2 G

1 H. C. Robbins Landon, comp., The Mozart Compendium, Schirmers Books, Nueva York, 1990, p. 343.

2 Ibid., p. 355.

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2

En cuanto Mozart deje este planetala música sin él se vendrá abajo.El genio no se compra ni se hereda.Él es un ángel. Trajo sus cancionesy despertó en nosotros los terrestresansias inalcanzables. Es precisoenviarlo de regreso a las alturas.

Aquí tengo el veneno. Don postrerode mi amada Isidora. Cuántos añoslo he tenido conmigo. Cuántas veceshe sofocado mi deseo de emplearlocon los canallas que mi pobre vidatransformaron en llaga sin cauterio.

Hondamente me hieren las ofensas.No soy hombre cobarde, y de la vidamuy poco espero ya. Cuando las ansiasde morirme sentí, me dije siempre:“¿Matarme? ¿Para qué? Tal vez mañaname dará la existencia su alegríao una noche inspirada y deleitosa.Tal vez surja otro Haydn y disfrutede su perfecta música. O acasoofensas me caerán aún más hirientes,si lo quiere el destino que es cruel siempre.Entonces sí me servirá el veneno.”

Mi intuición salió cierta: ya he encontradoal enemigo. Y ya un Haydn nuevollenó mi alma de supremos goces.Es hora ya, veneno, don de amor:voy echarte en la copa del amigo.

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Escena ii

Un reservado en la taberna. Un piano. Mozart y Salieri a la mesa

Salieri Mozart, te veo muy triste. ¿Qué te pasa?Mozart No te preocupes, no me pasa nada.Salieri Sí, me parece que algo te atormenta.

La comida y el vino fueron buenosy estás huraño y triste.

Mozart Bien, de acuerdo:Estoy muy preocupado por mi Requiem.

Salieri ¿Trabajas en un Requiem? ¿Desde cuándo?Mozart Ya llevo tres semanas. Es un caso

extraño. ¿Te he contado?Salieri No me has dicho.Mozart Escucha pues: hará unos veinte días

regresé tarde a casa. Mi mujerme informó que había ido a visitarmeun ser todo enlutado. No dormípensando en quién sería y qué buscaba.

Aquel hombre insistió sin encontrarmeuna vez y otra vez. Pero una tardeen que jugaba con mi hijo, el hombrellegó a mi casa y pude recibirlo.Vestía todo de luto. Saludócortésmente. Afi rmó que pagaríapor un Requiem. Cuando hubo hecho su encargose fue tan misterioso como vino.

Comencé de inmediato a hacer la música.Jamás ha vuelto a verme el enlutado.Te diré que me siento satisfecho,no quiero separarme de mi Requiem.Aún no te he dicho todo: yo… yo… yo…

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Salieri Ya dilo de una vez.Mozart El enlutado,

el enlutado me persigue siempre.De día y de noche como sombra siguetodos mis pasos. Aun en este instantesiento que está invisible entre nosotros.

Salieri Mozart, qué tontería. Por favor,no tengas miedo. Deja de pensaren cosas tristes. ¿Sabes? Beaumarchaissolía decirme: “Fíjate, Salieri,para ahuyentar los negros pensamientoslos mejor es el vino o la lecturade mi genial comedia sobre Fígaro.”

Mozart Sí, fue tu gran amigo. Para élescribiste Tarara que me encanta.Tiene un pasaje fascinante. Adorocantarlo siempre cuando estoy alegre.Escúchame, Salieri: ¿será ciertoque Beaumarchais envenenó a un amigo,a no sé quién en no sé dónde? Dicen.

Salieri No, Mozart, es mentira.Para ello seriedad y coraje le faltaban.

Mozart Beaumarchais fue genial. Tú y yo lo somos.Crimen y genio son incompatibles.

(Salieri echa el veneno en la copa.)

Salieri Si así lo crees, bebe de esta copa.Mozart Brindo por tu salud, por la amistad

de Mozart y Salieri, grandes músicos.

(Mozart bebe.)

Salieri Espera que yo beba de la mía.Mozart No quiero beber más.

Voy a tocarte algo de lo que llevo de mi Requiem.

(Mozart se sienta al piano y toca.)

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Mozart en su viaje a PragEduard Friedrich Mörike

Mozart Salieri, ¿estás llorando? ¿Por qué? Dime.Salieri Nunca antes he llorado en esta forma

lágrimas a la vez dulces y amargascomo el cansancio de un deber cumplido.Me parece que un arma bienhechoraun miembro enfermo me amputase.Oh Mozart, no hagas caso: continúa.Y que mi alma se anegue con tu música.

Mozart Ah, si todos sintieran como túel arte de la música… Imposible:el mundo acabaría. Nadie yase iba a ocupar de asuntos terrenales.La música iba a ser centro de todo.Somos pocos los grandes elegidos,no abundamos los sumos sacerdotesde la belleza. Imprácticos, dejamosel lucro para otros. ¿No lo crees?…

Salieri, no estoy bien. Algo me pasa.Me marcho a descansar. Adiós, amigo.

(Sale Mozart.)

Salieri Mozart, adiós. Será tu sueño eterno.Pero ¿es verdad lo que dijiste? ¿Sonincompatibles genio y crimen? No:¿y Miguel Ángel? ¿O será invencióno engaño torpe del infame vulgo?

Acaso no mató nunca en su vidael constructor del Vaticano. Acasono soy un genio como él y Mozart.No pasaré a la historia por mi músicasino por ser el que ha matado a Mozart.

Telón.

Traducción de O. F.

a

Esta es una novela en la que no importa tanto la precisión histórica como la conversión de Mozart en protagonista de un relato. Al bajarlo de su pedestal de genio de la música, Mörike juguetea con un personaje desvalido y soñador, dos cualidades que el tratamiento biográfi co no siempre logra revelar y que la literatura revela en todo su esplendor

En el otoño del año 1787, Mozart, acompañado de su mujer, emprendió viaje a Praga para estrenar Don Giovanni.

Al tercer día de viaje, 14 de septiembre, a eso de las once de la mañana, la pareja, que iba de muy buen humor, se hallaba a

no mucho más de treinta horas de Viena, en dirección noroes-te, al lado de Mannhardsberg y del Thaya alemán, en las cer-canías de Schrems, donde ya casi se han traspuesto las bellas colinas moravas.

“El vehículo tirado por tres caballos de posta —escribe la baronesa T. a su amiga— era un vistoso coche amarillo y rojo, propiedad de cierta generala de Volkstett, anciana dama que, según parece, siempre hacia alarde de su trato con los Mozart y de los favores que les prestaba.” Un conocedor del gusto de los años ochenta podrá completar un poco la inexacta descrip-ción del carruaje en cuestión. El coche amarillo y rojo llevaba pintados en colores naturales, en ambas puertas, unos ramille-

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tes de fl ores; los bordes estaban adornados con angostos listo-nes dorados, pero la pintura aún no tenía el brillo liso que tiene la laca de los talleres vieneses de hoy. La carrocería tampoco era muy abombada, aunque en la parte inferior se estrechaba coquetamente en una curva audaz; a esto se añade una capota alta y cortinas rígidas de cuero, que en ese momento estaban recogidas.

Acerca de la vestimenta de los pasajeros, anotaremos lo si-guiente: para preservar la ropa nueva de gala, guardada en el baúl, la señora Constanze ha escogido con modestia el traje de su esposo, un chaleco bordado de color azul desvaído, su acos-tumbrado gabán marrón, con una hilera de botones labrados de tal modo que a través de su tejido, en forma de estrella, brilla una capa de oropel rojizo; pantalones de seda negra, me-dias y zapatos de hebillas doradas. Hace media hora se ha quitado el gabán a causa del calor, ya excepcional en ese mes, y en mangas de camisa, la cabeza descubierta, charla animada-mente. Madame Mozart lleva un cómodo vestido de viaje de listas verde claras y blancas; sobre los hombros y la nuca cae, suelta a medias, la abundancia de sus bellos rizos castaño claro; nunca han sido afeados por el polvo; en cambio, el grueso ca-bello de su marido, recogido en una trenza, está hoy más des-aliñadamente empolvado que de costumbre.

Habían remontado confortablemente una suave pendiente entre fértiles campos que interrumpía de trecho en trecho el extenso bosque, y habían llegado a su lindero.

—Cuántos bosques —dijo Mozart— hemos ya atravesado hoy, ayer y anteayer. No me había dado cuenta y menos aún se me hubiese ocurrido poner pie en ellos. Bajémonos aquí, mi amor, y recojamos de aquellas lindas campanillas azules que crecen allá en la sombra. ¡Que tus animales respiren un poco, compadre!

Cuando se apeaban se descubrió un pequeño desastre que le valió una reprimenda al maestro. Por descuido suyo, un

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frasquito de costoso perfume se había abierto y, sin que nadie lo notara, había derramado su contenido sobre la ropa y los cojines.

—Debí imaginarlo —se lamentó ella—, desde hace rato se siente fuerte el aroma. ¡Qué dolor! Un frasquito lleno de Rosée d’Aurore legítimo se ha vaciado por completo. Lo cui-daba como oro.

—Ah tontita —le respondió él para consolarla—, compren-de que sólo así nos ha servido de algo tu delicioso perfume. Antes estábamos como en un horno y de nada servía tu abani-co; pero de pronto todo el coche pareció estar más fresco; tú lo atribuiste a las pocas gotas que me puse en la pechera, nos re-animamos y seguimos conversando alegres, en vez de quedar-nos cabizbajos como carneros en carreta de carnicero. Ese bienestar nos acompañará ahora durante todo el camino. Pero ahora ven y vamos a hundir estas dos narices vienesas en la espesura verde.

Tomados del brazo cruzaron la cuneta del camino y ense-guida entraron en la penumbra de los abetos, que muy pronto se cerró en oscuridad, sólo traspasada de vez en cuando por un deslumbrante rayo de sol que caía sobre el musgo aterciopela-do del suelo. El fresco reconfortante, que repentinamente su-cedió al calor ardiente de afuera, hubiera podido ser peligroso para el hombre desprevenido sin el cuidado de su compañera, quien a duras penas logró que aceptara el abrigo que ella le ofrecía.

—¡Dios mio! —exclamó levantando la mirada hacia los altos troncos—. ¡Qué magnifi cencia! Se está como en una iglesia. Me parece que nunca he estado en un bosque, y sólo ahora entiendo lo que signifi ca decir: todo un pueblo de árboles, uno al lado del otro. No los ha plantado la mano del hombre, todos han crecido por sí mismos, y allí se están, por la sola alegría de vivir y estar juntos. Ves, cuando era joven atravesé media Eu-ropa de acá para allá; vi los Alpes y el mar, lo más grande y

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bello de la creación; y ahora por casualidad, el tonto que soy está en un vulgar bosque de abetos en la frontera de Bohemia, y se maravilla y se encanta de que tal cosa exista y no sea una fi zione di poeti como las ninfas, los faunos y seres por el estilo, ni tampoco un bosque de comedia, no, sino uno que ha brota-do de la tierra, alimentado por la humedad y la luz cálida del sol. Aquí vive el ciervo con su prodigiosa cornamenta ramifi ca-da, la graciosa ardilla, el urogallo, el arrendajo.

Inclinándose arrancó una seta y celebró el suntuoso color rojo vivo del sombrerillo, las tiernas laminillas blanquecinas del lado inferior; también se metió algunas piñas de abeto en el bolsillo.

—Cualquiera creería —dijo su mujer— que no has dado ni veinte pasos por el Prater,1 donde por cierto hay también tales rarezas.

—¿El Prater? ¡Caramba! ¿Cómo se te ocurre siquiera men-cionar ese nombre aquí? ¿Quién puede ver algo ahí con tantas carrozas, uniformes de gala, trajes y abanicos, la música y todo el ruido del mundo? Y hasta los árboles, por mucho que se quieran hacer ver, ¡qué sé yo!: las bellotas y hayucos caídos al suelo son ahí como primos hermanos de un sinnúmero de cor-chos usados. A dos horas a la redonda todo el bosquecillo huele a mesoneros y salsas.

—¡Increíble! —exclamó ella—. ¡Así se expresa ahora el hombre para quien no hay mayor placer que comer pollos asados en el Prater!

La pareja regresó al coche. Después de seguir un corto tre-cho llano, el camino descendió poco a poco hacia una región risueña que se extendía hasta perderse de vista en las colinas lejanas. El maestro, después de callar un rato, se lanzó de nuevo a hablar:

—El mundo es verdaderamente hermoso, y a nadie se le puede reprochar querer quedarse el mayor tiempo posible. Gracias a dios, me siento sano y vigoroso como nunca y dis-puesto a hacer mil cosas a las que les llegará su turno apenas esté concluida y estrenada mi nueva obra. ¡Cuántas cosas no hay en el mundo y cuántas aquí mismo, cosas curiosas y bellas que ni siquiera conozco, milagros de la naturaleza, de las cien-cias, de las artes y artesanías útiles! Aquel carbonerito al lado de su carbone-ra sabe de algunas cosas exactamente tanto como yo, y anhelo tanto conocer, y podría hacerlo, tantas otras cosas que no son precisamente las que me ocupan todo el tiempo.

—En días pasados —replicó ella— encontré tu vieja agenda de bolsillo del 85. Por detrás hiciste tres o cuatro ano-taciones: la primera, “a mediados de octubre se funden los leones grandes en la fundición imperial”; después, y subrayado dos veces, “visita al profesor Gattner”. ¿Quién es?

—¡Ah, ya sé!: el buen viejo del observatorio que de vez en cuando me invita. Hace tiempo que quiero mirar contigo la luna y su hombrecito. Ahora tienen allá arriba un inmenso te-lescopio; dicen que en el enorme lente se ven, casi al alcance

Este hombre ardiesensibilidad increíbestímulo y a lo másesté dado al alma alo mucho que le todar de sí en el cortexistencia, careció su vida de un sentiestable de satisfacc

1 Parque de excursiones de Viena, ya en la época de Mozart muy concurrido; hoy en día es un parque de atracciones con muchos bares y restaurantes.

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de la mano, cordilleras, valles y precipicios, y por el otro lado, donde no llega el sol, la sombra que proyectan las montañas. Hace ya dos años que me propongo ir allá y nunca, ¡qué ver-güenza!, tengo tiempo.

—Bien —dijo ella—, la luna no se nos irá; ya recuperaremos algunas cosas.

Luego de una pausa prosiguió él:—¿Y no sucede lo mismo con todo? ¡Ah!, no debo pensar

en todo lo que uno se pierde, pospone y abandona, por no hablar de los deberes para con dios y los hombres; me refi ero al simple goce, a las pequeñas alegrías inocentes que a diario están a nuestro alcance.

Madame Mozart no pudo ni quiso de ningún modo desviar el curso que iba tomando su sentimiento, fácilmente presa de la emoción, y lamentó tener que darle la razón cuando él con-tinuó con creciente calor:

—¿Pude jamás gozar de mis hijos por un buen rato? Siem-pre sólo a medias y en passant. Montar alguna vez a los mucha-chos sobre mis rodillas, galopar dos minutos con ellos por el cuarto, y ¡basta!, ya los suelto. No recuerdo una Semana Santa o un Pentecostés en que pasáramos un día de campo, en un jardín o en un bosquecito, o en una pradera, nosotros solos, bromeando con los niños y jugando con las fl ores para volver-nos niños otra vez. Mientras tanto, la vida se va volando como el viento. ¡Dios mio! Cuando uno se detiene a pensarlo, empie-za a sudar de miedo.

Con esta autoacusación, se inició sin querer entre ambos una conversación muy seria, íntima y cariñosa. No la referire-mos en detalle, preferimos echar una mirada a las circunstan-cias que constituían en parte el tema expreso y directo de la conversación, y en parte sólo formaban su fondo consciente.

De una vez se nos impone la consideración dolorosa de que este hombre ardiente, de una sensibilidad increíble a cualquier estímulo y a lo más elevado que le esté dado al alma anhelar, a pesar de lo mucho que le tocara vivir, gozar y dar de sí en el corto espacio de su existencia, careció a todo lo largo de su vida de un sentimiento simple y estable de satisfacción propia.

Quien no quiera buscar las causas de ese fenómeno más allá de donde es probable que se encuentren, las hallará en primer lugar en aquellas fl aquezas del hábito, al parecer insupera-bles, que con tanto placer y no sin razón solemos relacionar casi necesariamente con todo lo que admiramos en Mozart.

Las necesidades de este hombre eran múltiples, su inclinación sobre todo por las diversiones en sociedad era inmensa. Por su talento incomparable, era apre-ciado y solicitado por las familias más

nobles de la ciudad; raras veces o nunca rechazó invitaciones a fi estas, reuniones y excursiones. Satisfacía, asimismo, su propio gusto por la hospitalidad dentro del círculo de sus amistades cercanas. No quería prescindir de la velada musical de los do-mingos en su casa, habitual hacía tiempo, ni tampoco del al-muerzo informal con algunos amigos y conocidos, dos o tres veces por semana en su propia mesa. A veces, sin avisar, para espanto de su mujer, traía huéspedes de la calle, gente de valor muy desigual, afi cionados, colegas artistas, cantantes y poetas. Le agradaba tanto el gorrón holgazán, cuyo único mérito era el constante buen humor, los chistes y las bromas un tanto

te, de una le a cualquier elevado que le helar, a pesar de ara vivir, gozar y espacio de su todo lo largo de iento simple y

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fuertes, como el conocedor ingenioso y el virtuoso excelente. Pero la mayor parte de su esparcimiento solía buscarlo Mozart fuera de su casa. Día tras día, después del almuerzo, podía vér-sele jugar billar en el café, y muchas noches se le podía encon-trar en el restaurante. Le gustaba sobremanera ir al campo en compañía, en coche o a caballo. Bailarín consumado, asistía a bailes de gala y de máscaras, y varias veces al año se divertía a sus anchas en fi estas populares al aire libre, sobre todo en la fi esta patronal de Santa Brígida, donde aparecía disfrazado de Pierrot.

Estas diversiones, tan pronto disparatadas y turbulentas, tan pronto acordes con un estado de ánimo más tranquilo, estaban destinadas a dar el descanso necesario, después de enormes esfuerzos, a su espíritu mucho tiempo tenso; no dejaban de brindarle, además, por las delicadas y misteriosas vías por las que el genio juega inconscientemente, las impresiones efíme-ras que a veces lo fertilizan. Por desgracia, en tales horas, como siempre había que agotar hasta el fi n el momento feliz, nada entraba en consideración: ni razón, ni deber, ni la salud, ni el hogar. Ni en el goce ni en la creación conocía Mozart medida ni límite. Siempre dedicaba una parte de la noche a la compo-sición. Muy de mañana, en la cama, la elaboraba durante largo tiempo. A partir de las diez hacía la ronda de sus clases, unas veces a pie, otras en un coche que le enviaban. Por lo regular, esas lecciones le quitaban también algunas horas de la tarde. “Por cierto, trabajamos duro —escribe él mismo a uno de sus mecenas— y a veces es difícil no perder la paciencia. Por ser un clavecinista y profesor de música bien acreditado, carga uno con una docena de alumnos, y cada vez que acepta a otro sin considerar si sirve o no, siempre que pague sus taleros contan-tes y sonantes. Cualquier húngaro bigotudo del cuerpo de in-genieros, a quien el diablo incita a estudiar bajo continuo y contrapunto sin motivo alguno, es bienvenido; asimismo la condesita petulante que me recibe como al maestro Coquerel, su peluquero, roja de ira porque una vez no toco la puerta al dar la hora.”

Y cuando, cansado por estos y otros trabajos profesionales, veladas, ensayos y cosas semejantes, ansiaba refrescar su ánimo, por lo general sólo encontraba alguna exaltación nueva que diera un falso estímulo a sus nervios agotados. Su salud fue minando en secreto; un estado de melancolía que se repetía de tiempo en tiempo, si no se originaba, al menos se alimentaba de esta situación, y asimismo, el presentimiento de una muerte prematura, que terminó por acompañarlo, inexorable, en todo instante. Estaba acostumbrado a padecer cuantos pesares pueda haber, entre ellos el remordimiento, como amargo con-dimento de cada goce; pero sabemos que también estos dolores sublimados y puros confl uían en aquel profundo manantial inagotable de melodías que, brotando de innumerables tubos dorados, derramaba todo el martirio y toda la bienaventuranza del alma humana.

Las malas consecuencias del modo de vivir de Mozart se manifestaban a las claras sobre todo en su economía doméstica. Es natural que se le reprochara dilapidar el dinero en forma in-sensata y ligera, y este reproche de seguro se extendía también a cualquiera de sus mas hermosos rasgos de generosidad. Cuan-do alguno de sus amigos, en situación de apremio, se le acerca-ba para pedir un préstamo o una fi anza, solía saber de antema-no que Mozart no preguntaría por la prenda o la garantía. Tal precaución le era, en efecto, tan ajena como a un niño. De

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preferencia regalaba sin vacilar y siempre con una magnanimi-dad sonriente, sobre todo cuando creía estar en la abundancia.

Los recursos que exigía esta forma de gastar, agregados a las necesidades regulares de su hogar, no guardaban ninguna pro-porción con sus ingresos. Lo que cobraba en teatros y concier-tos, de editores y alumnos, más la pensión imperial, en nada era sufi ciente, sobre todo porque el gusto del público en nin-gún modo se había decidido entonces sin reservas por la músi-ca de Mozart. La belleza purísima, la abundancia y profundi-dad de su música solían causar extrañeza por oposición a la música fácil, favorita de la época. Si bien, en su momento, los vieneses no se cansaban de Belmonte y Constanza a causa de sus elementos populares,2 unos años después, en cambio, y no sólo por las intrigas del director, Fígaro fracasó lamentablemente e inesperadamente ante Cosa rara,3 ópera amena, pero de menor calidad; el mismo Fígaro que poco después fue recibido por los habitantes cultos y sin prejuicios de Praga con tal entusiasmo que el maestro, emocionado y agradecido, decidió escribir para ellos su ópera siguiente. Sin embargo, a pesar de la hostilidad de la época y de la infl uencia de sus enemigos, con un poco más de tino y cuidado, Mozart hubiese podido obtener ganancias muy considerables con su arte; pero aun las composiciones suyas que hasta la gran masas aplaudía, le producían pérdidas. En suma, el destino, el carácter y su propia culpa se aliaron para no dejar prosperar a este hombre singular.

En vista de tales circunstancias, es fácil comprender la mala situación en la que se hallaba un ama de casa conocedora de su misión. Constanze, a pesar de ser joven y alegre ella también, como hija de músico y con sangre de artista, ya se las había visto con las privaciones en la casa paterna, y mostró toda la buena voluntad del mundo para arrancar el mal de raíz, para acabar con muchas insensateces y para subsanar las pérdidas al por mayor con economías. Sólo respecto de esto último carecía tal vez de la habilidad necesaria y de la experiencia previa. Lle-vaba la caja y el libro de cuentas; cada reclamo, cada aviso de cobro y todo lo desagradable iba a ella exclusivamente.

Entonces, es cierto, el agua se le subía a veces al cuello, sobre todo cuando a esa angustia, a la estrechez, al apuro y al temor a la deshonra pública, se añadía la melancolía de su es-poso, que se sumía en ese estado por días enteros, inerte e in-consolable, gimiendo y sollozando al lado de su mujer o mudo en un rincón, rumiando obsesionado un único pensamiento sombrío: morir.

Constanze, sin embargo, raras veces perdía el ánimo y su mirada lúcida casi siempre encontraba algún recurso y solu-ción, siquiera provisionales. Pero, en lo esencial, poco o nada mejoró. Cuando un día lo convencía, en serio o con bromas, con ruegos y zalamerías, de que tomará el té con ella y disfru-tara del asado en la cena familiar sin salir después, ¿qué había conseguido? Es probable que algunas veces, turbado y de pronto conmovido por las lágrimas de su mujer, él prometiera cuánto ella le pidiese y aún más. En vano. Sin percatarse si-quiera de ello, volvía a las andanzas. Todo lleva a pensar que Mozart no podía proceder de otra manera y que forzarlo a

2 Belmonte y Constanza o El rapto en el serallo, estrenada en Viena el 16 de julio de 1782.

3 Una cosa rara, ópera ligera de Vicente Martín y Soler, que con su éxito estruendoso opacó el primer recibimiento entusiasta de Las bodas de Figaro, la cual se estrenó en Viena el 1 de mayo de 1786.

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acatar otro orden distinto, el que a nuestro entender es conve-niente y provechoso a la humanidad, habría aniquilado en su esencia misma a ese ser maravilloso.

Constanze, empero, alentó siempre la esperanza de que las circunstancias externas impondrían un cambio del todo favora-ble mejorando radicalmente la situación económica, cosa que no podía tardar en vista de la fama creciente de su esposo. Pensaba ella que si desaparecía la constante presión económica que, en mayor o menor medida, también a él lo afectaba, que si podía vivir por entero para su vocación verdadera en vez de sacrifi car la mitad de su tiempo y de su fuerza en ganarse el pan de cada día, que si su alma y su cuerpo podían aprovechar mejor los goces ya no robados sino disfrutados con la concien-cia más tranquila, entonces su condición se haría más ligera, natural y tranquila. Hasta llegó a pensar que sería posible cam-biar de residencia y que él podría olvidar su preferencia incon-dicional por Viena, lugar que, según ella, no le convenía del todo. Pero el paso decisivo para la realización de sus deseos e ideas lo esperaba Madame Mozart del éxito de la nueva ópera que motivó este viaje.

La composición estaba ya bien avanzada. Algunos amigos íntimos y entendidos, testigos del desarrollo de esta obra ex-traordinaria, capaces de juzgar su naturaleza y su efecto, la celebraban con tal entusiasmo dondequiera, que aun muchos adversarios de Mozart se resignaban a que este Don Giovanni, antes de que transcurriese medio año, iba a sacudir, poner de cabeza, en fi n, tomar por asalto todo el mundo musical de un extremo a otro de Alemania. Más prudentes, menos incondi-cionales, eran las voces benévolas de otros que, juzgando por el estado actual de la música, no esperaban un éxito rotundo y rápido. El maestro, por su parte, compartía en su fuero interno estas dudas demasiado bien fundadas.

En cuanto a Constanze, se mantuvo en su buena confi anza, como lo hacen siempre las mujeres que, una vez que están bien convencidas de lo que sienten y embargadas por el fervor de un deseo justifi cado, no se dejan turbar, como suele suceder con los hombres, por consideraciones de diversa procedencia. Ahora, en el coche, tuvo de nuevo la oportunidad de defender su creencia. Lo hizo a su manera alegre y graciosa, con redo-blado empeño, pues el buen humor de Mozart había decaído notablemente en el curso de la conversación anterior, que no podía llevar a nada y por eso había terminado de manera poco satisfactoria. Le explicó a su esposo, con la misma serenidad y muchos detalles, cómo, de regreso al hogar, pensaba disponer de los cien ducados convenidos con el empresario de Praga por la partitura, para cubrir los gastos más urgentes, y también cómo, de acuerdo con estos fondos, esperaba tener lo sufi cien-te para el invierno venidero y la primavera próxima. […]

Mientras tanto, hacía tiempo habían descendido al valle, y

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se acercaban a una aldea que ya habían divisado desde arriba y detrás de la cual aparecía, sobre una amena planicie, un casti-llete de aspecto moderno, residencia de un tal conde de Schin-tzberg. Se proponían dar de comer a los animales, descansar, y almorzar en el lugar. La posada donde pararon estaba aislada al extremo de la aldea, junto a la carretera, desde la cual una ala-meda de unos seiscientos pasos conducía hacia un lado hasta el jardín del castillo.

Cuando se apearon, Mozart dejó como de costumbre que su mujer encargara la comida. Entretanto, pidió para sí un vaso de vino en la sala de abajo, mientras ella sólo pedía un trago de agua fresca y un rincón tranquilo donde dormir un rato. La condujeron escaleras arriba mientras el esposo la seguía alegre, silbando y cantando para sí. En un cuarto encalado con pulcri-tud y que ventilaron rápidamente, había, entre otros muebles anticuados y de noble origen, traídos sin duda alguna vez desde las habitaciones ducales, una cama limpia y liviana cuyo dosel decorado descansaba sobre delgadas columnas laqueadas de verde y cuyas cortinas de seda habían sido cambiadas hace tiempo; ella corrió el pestillo detrás de él, que salió a buscar entretenimiento en la sala común. Pero allí no había alma vi-viente fuera del fondero, y como no le agradó ni su conversa-ción ni su vino, sintió ganas de dar un paseo hacia el jardín del castillo mientras se preparaba el almuerzo. Le dijeron que el acceso estaba permitido a extranjeros decentes y que además la familia había salido ese día.

Se marchó y pronto recorrió el breve camino hasta la puer-ta abierta de la reja, atravesó luego una alameda de tilos altos y viejos, en cuyo extremo a mano izquierda se le ofreció de pron-to, a poca distancia, el frente del castillo. Era de construcción italiana, pintado de claro con una doble escalinata muy salien-te; el tejado de pizarra estaba adornado, a la manera usual, con algunas estatuas de diosas y de dioses y con una barandilla.

Entre dos grandes jardineras todavía en plena fl oración, nuestro maestro se dirigió hacia la parte umbrosa del parque, pasó por unos bellos grupos de pinos oscuros, y caminó por senderos sinuosos que lo iban acercando a la parte más alta, hacia el vivo murmullo de un surtidor al cual pronto llegó.

La alberca ovalada y bastante ancha estaba en el centro de una orangerie redonda cuyos naranjos, muy cuidados, estaban sembrados en macetas altas, entremezclados con laureles y oleandros; le daba vuelta un camino suave de arena que llegaba a un angosto cenador de rejilla. El pabellón brindaba el más placentero rincón de reposo; había una mesita delante de un banco, y Mozart se sentó en la entrada.

El oído entregado plácidamente al chapoteo del agua, la mirada fi ja en un naranjo mediano que estaba fuera de hilera, solo en el suelo justo al lado de él y cargado de las más hermo-sas frutas, nuestro amigo se sintió de pronto transportado ante esa visión meridional a un encantador recuerdo de su infancia. Sonriendo pensativo alargó la mano hacia la fruta más cercana como para palpar su maravillosa redondez, su jugosa frescura, en la palma de la mano. Pero íntimamente vinculada a la esce-na de su juventud que volvía a presentarse ante él, asoma una reminiscencia musical hace tiempo borrada, tras cuya huella imprecisa deja vagar un rato su ensoñación. Ahora los ojos le brillaban, paseaba la mirada de un lado a otro; le ha venido una idea a la que de inmediato persigue con ardor. G

Traducción de Ana María Gathmann

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La incesante búsqueda de MozartPaul Henry Lang

De la colección de ensayos Refl exiones sobre la música, publicada por Debate en su variopinta colección Pensamiento, tomamos este texto de quien fuera profesor en la Universidad de Columbia, editor de Musical Quarterly y uno de los fundadores de la American Musicological Society. Agradecemos a los editores el permiso para compartir con nuestros lectores este penetrante estudio de lo mozartiano

Puede decirse que hay compositores que se desarrollan salién-dose constantemente de su marco y siguiendo nuevas direccio-nes. Porque continuamente se desarraigan, crecen errática-mente y pueden quizá fracasar en el intento de conseguir su auténtica envergadura. Otros recorren sus dominios con sus primeros pasos y cada círculo les lleva a territorio conocido aunque cada círculo les otorgue nuevos descubrimientos y conquistas.

Mozart fue de estos últimos; siempre fi el a sí mismo. Inclu-so en sus primeras obras la mayoría de los “temas” de su músi-ca ya están presentes y es fascinante observar cómo estos “temas” reaparecen en obras sucesivas, siempre enriquecidos y profundizados. Un compositor de este tipo no busca constan-temente lo nuevo intentando “avanzar”: mantiene su posición con mayor fi rmeza, se hace más fuerte; cada obra nueva signi-fi ca un poco más que la anterior precisamente porque se con-tenta con seguir su crecimiento natural. Cambiar, entrar en territorios nuevos es siempre una aventura; para el artista crea-tivo el único progreso seguro es avanzar en las profundidades de su propia alma. Y ése es el camino más emocionante y más difícil.

El lenguaje musical nace antes que las ideas que debe expre-sar. También Mozart comenzó su profesión como usuario competente del lenguaje musical y muy pronto lo manejó con la habilidad de un virtuoso. Podemos recordar que también los primeros poemas de Goethe dan la impresión de ser ejercicios de estilo y que, como él, Mozart adquirió la disciplina muy pronto en una rigurosa escuela. Esa disciplina pronto le enseñó la vaciedad del virtuosismo externo y anheló un virtuosismo de distinta clase, mayor y más difícil que el mero manejo del idio-ma. Su voz juvenil es tierna y discreta pero tiene un carácter defi nido; los clichés bien conocidos del idioma adquieren un encanto individual y los giros tres veces familiares se hacen, incomprensiblemente, más personales. En manos de cualquie-ra de sus cualifi cados artesanos contemporáneos esas melodías o motivos son un lugar común; cuando los usa Mozart se hacen sabiduría humana. De Homero en adelante, las más importan-tes expresiones de poetas y músicos siempre han sido esos luga-res comunes convertidos en algo propio. Redescubrir los lugares comunes y atreverse a usarlos a la manera de uno mismo requie-re más coraje y juicio que buscar la novedad a cualquier precio.

Con todo, este tono personal no supone nada extraordina-rio o extravagante; por el contrario, pocos grandes composito-

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res ha habido cuya música estuviera tan íntima y tan orgánica-mente vinculada a la de sus predecesores como la de Mozart. En realidad, podríamos llamarle conservador pero conservador fresco y sin estropear. Es una juventud intocada, con los ojos iluminados por los primeros ideales. Su idealismo puede seguir siendo conservador porque es íntimo y, sin embargo, nada ex-puesto a la realidad; no hay ninguna cosa con la que pueda entrar en confl icto. El arte revolucionario nace cuando el ideal está en confl icto con la experiencia. Pero la música del joven Mozart no se preocupa de la realidad externa; en él no hubo rebelión; como mucho, suspira, aunque su suspiro tarda en concretarse en su música. Incluso en París, en el bullicio fasci-nante de la metrópoli, se queda a un lado como un niño mara-villado cuyos sueños caminan por regiones más elevadas y más puras. Esta música se origina antes de que la humanidad haya caído en pecado; es poesía angélica musical, puede que como la poesía de Shelley. Pero si Shelley es un ángel con espada, Mozart es un ángel con arpa, aunque sus alas sean igual de poderosas.

Los elementos de la grandeza de Mozart están más allá del análisis y la discusión. Puede debatirse sobre otros grandes músicos pero la música de Mozart no ofrece ninguna abertura: es pura, sin fractura, acabada hasta el mismísimo fi nal. En la historia entera de la música no hay otro fenómeno armonioso semejante. La famosa mot de Baudelaire, “poeta sin trampa ni cartón”, le sienta bien porque, sin duda, fue sincero y directo, fi el a su vocación, que era la de crear belleza a partir de la ma-teria que hay, de la pequeña y triste materia de nuestra propia vida. ¡Cuántas cosas decidieron su vida! Pero el compositor las transforma en noble belleza que se yergue por encima de las circunstancias y que permanece, como los palacios de coral, incluso después de desaparecidos los seres vivos que reunieron y edifi caron los materiales. Y lo hace con la misma conciencia que el instinto para los animales coralinos. Es el instinto autén-tico y antiguo del artista creativo. Habitaba en él, creando el mundo individual de una belleza peculiar, a la vez feliz y trági-ca, a partir de la vida y siendo, sin embargo, más que la vida;

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porque la poesía de Mozart es siempre del más alto lirismo, semejante a la belleza de la Grecia clásica incluso cuando canta a los barberos frívolos y a los aventureros bravucones.

A esta poesía noble y sin trampa, esta pura grandeza creado-ra que permaneció intocada por los desórdenes de la vida, la posteridad la ha considerado un milagro porque la posteridad no ha entendido la personalidad del compositor. Es triste con-templar que su música fuera creada por un compositor que no era del todo de esta vida, que siempre fue un invitado, uno de nosotros pero no del todo. No se trata de que este santo de la canción no percibiera el mundo con calor: como todos noso-tros, él estuvo ligado a esta vida terrena con un millar de lazos de deseo y de amor. Pero el deseo aban-donó la lucha y el amor se convirtió en el de un vagabundo que se sienta con-tento a nuestra mesa pero que sabe que no puede quedarse mucho tiempo.

Puede que las cosas terrenales le re-sultaran más interesantes y tristes por-que sabía que debía dejarlas, o puede que no le parecieran ni tan serias ni tan tristes como le parecían a otros. Para él era más sencillo con-vertirlas en belleza. La suya no fue una vida combativa sino contemplativa. Qué fantástica debe parecerle la vida a quien la mira, por así decir, desde el exterior, como quien mira un país extraño y exótico, vivir en el cual signifi ca miserias y penas, mientras que viajar por él provoca placer y nostalgia. Es ese apartamiento el que arroja sobre su música, sobre su perfec-ción, sobre su composición segura y sin mácula, sobre su vir-tuosismo técnico y sobre su control infalible. Hay una cierta obstinada decisión de perfección en la elaboración de cada línea y de cada detalle que para el no iniciado aparenta ser alegría y ante la que incluso el iniciado puede sentir a veces que la música está escrita más por el gozoso juego alegre de la ima-ginación que por la progresión lógica y necesaria desde el ini-cio. Algo hay de cierto en eso pero si la música tuvo alguna vez un orfebre celliniano, ése fue Mozart.

Así fue, rebosando canción y fuerza y atravesando el mundo indiferente hacia su segura muerte. Pero a su paso nos abrió un mundo completamente nuevo. Su avance no fue lucha sino pena y quizá fuera pena porque no fue lucha. Puede vencerse cualquier fuerza menos una: la resignación. En el fondo de esta música brillante y alegre arde el calor de un gran sufrimiento, de un amor predestinado y de un deseo de vida que es más cálido que la vida misma. Hay muchas personas que sobreviven a su amor por la vida; sólo los artistas creativos viven menos que él. Así reciben una maravillosa incandescencia interior las melodías delicadamente trazadas por el orfebre, sus armonías bellamente cinceladas, y esa incandescencia lo funde todo en un gran arte. De ese modo se convierte el orfebre en un gran artista más allá de la acusación de alegría. Aquí se interrumpe la discusión a menos que queramos cuestionar el mismísimo principio de la poesía que crea belleza.

El alma tiene la capacidad de aprender de otra sólo lo que le es propio, lo que hay de ella misma en otra personalidad, algo que como un imán atrae a su propia clase de metal y deja intactos el papel y la madera. Hasta las antiguas formas, ardides y giros del contrapunto contenían elementos que, de repente, se con-virtieron en mozartianas; pero no se sabe cómo, las líneas se-

Los elementos de lMozart están más ala discusión. Puedeotros grandes músimúsica de Mozart abertura: es pura, sacabada hasta el m

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veras terminan en frases personales, el ritmo tiene un aire di-ferente y en medio de la escritura más complicada aparecen los procedimientos homofónicos más sencillos, iluminando la tex-tura con una inmediatez que puede parecer un apartamiento repentino.

En las primeras obras de Mozart, algunas de las cuales eran prácticamente paráfrasis de composiciones de sus mayores, no hay plan ni principio; el arte que se alimenta de sí mismo va de fl or en fl or. Lo importante para el joven era disfrutar su propia y naciente capacidad de manejar el idioma. El nuevo periodo empezó cuando se convenció de que no servían todas las fl ores, cuando descubrió que hay fl ores eternas. El placer inocente de

jugar con modelos dio paso al deseo de sentar principios serios, los principios de la fi delidad a la forma y al estado de ánimo. Contemplando esas obras poste-riores se es consciente no sólo de lo que Mozart conserva de su herencia sino de lo que ya no utiliza. Es disciplinado, nunca acepta lo que se ofrece abierta-mente, y prefi ere el matiz a la solución

fácil. Sus mayores triunfos los alcanza no en las obras que des-cansan en una idea pregnante o en un único impulso sino en aquellas en las que los secretos yacen en los detalles y en las maneras que escapan al incauto. Así avanza hasta el manantial del arte auténtico, sin frustrarse nunca ante las difi cultades, sin llegar a componendas con el gusto imperante, y sin dejarse perturbar nunca por la indiferencia que recibía. Se parece al mago del cuento que, sintiendo que se le acerca la hora de la muerte, vacía el saco de sus trucos. Un joven mago y, sin em-bargo, anciano y sabio como todos aquellos a los que acecha la muerte.

Por supuesto es la crítica romántica la que ve al artista crea-tivo a través de su destino, pero sería difícil entender a Mozart sin ese romanticismo. La muerte joven impregnó su vida, sus ideas, sus acentos y coloreó su música. Fue un hombre joven el que escribió a su padre: “Como la muerte, cuando lo pondera-mos en detalle, es el auténtico objetivo de nuestra existencia, he formado durante los años pasados unas relaciones tan estre-chas con la mejor y más verdadera amiga de la humanidad, que su imagen no sólo ya no me aterroriza sino que ¡verdadera-mente me aplaca y me consuela!” Se le arrancó de nuestro mundo profano, se le salvó de futuras batallas y errores, se le hizo sabio, incluso se le transfi guró, poeta de la resignación heroica. Mozart no rogó por su vida, estaba familiarizado con la muerte.

El arte detiene el tiempo. Prolonga la vida tras la muerte e ilumina la oscuridad. Para Mozart el arte era el aspecto de su vida al que no podía ser infi el, la fuerza, la esperanza y la rique-za de la vida amenazada. Sufrió por no ser entendido por su arte; la perfección que perseguía interesó a pocos, puede que sólo a su devoto y sabio anciano amigo: Haydn. El éxito pasó de largo; otros menos completos y menos perfectos llamaron la atención. Eso le hirió; pero todo era cuestión de tiempo, el auténtico contenido de su vida estaba más allá del tiempo. Haber rebajado hacia un término medio su arte habría signifi -cado la pérdida de su única esperanza, la salud y la seguridad secretas de un hombre enfermo.

Hablamos del poeta sin trampa y, sin embargo, su grandeza no reside ahí. La grandeza creativa no es algo tan negativo

a grandeza de llá del análisis y debatirse sobre cos pero la o ofrece ninguna

in fractura, smísimo fi nal

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como el no tener ni trampa ni cartón. Lo que hace grande al arte no es la ausencia de defectos, no es lo que falta, sino lo que posee.

¡Qué cosa tan extraña e insondable la música! ¿Qué es lo que le proporciona su esencia y su valor? Desde luego no el conte-nido. Bien sabemos que las grandes ideas no bastan para una gran sinfonía; no pocas obras que contienen magnífi cas inven-ciones terminan por ser eruditas y descarnadas. ¿Podría tratar-se del sentimiento? No parece, porque algunas de las piezas más cálidas y más profundamente sentidas son composiciones bien pobres. ¿Acaso la forma? Algunas de las estructuras for-males más conseguidas nos sorprenden como un juego vacío con distintos modelos. ¿O será la suma de todo ello? Pero la experiencia demuestra que puede faltar una de ellas y seguir siendo grande esa composición. Entonces ¿qué? Es evidente que no somos más capaces de proporcionar una respuesta que los muchos pensadores desde tiempos inmemoriales que tam-bién se sintieron desconcertados por este enigma. Sólo la pala-bra magia, tan estereotipada y sobreutilizada, sería apropiada y nosotros la usamos como el matemático utiliza la x, la incógni-ta, a la que no se puede nombrar pero que, por lo menos, puede indicarse con un símbolo.

Cuanto más se acerca Mozart a su precoz tumba, tanto más

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La belleza mozartianaJean-Victor Hocquard

se ve absorto en esa magia, incluso aunque el mundo se vaya interesando proporcionalmente menos en él. Su música ya no es contemporánea. Con una coherencia casi obstinada va redu-ciendo todo lo “moderno” y por todas partes no ofrece más que lo que, a falta de mejor término, llamamos clasicismo puro: el concierto para clarinete, el divertimento para trío de cuerdas, Così fan tutte. Qué increíblemente feliz la música de este mago listo para afrontar la muerte, ofreciendo la magia de una vida plena. Ahora todo está concentrado y encajado. La intoxicación de la juventud no se ha quebrado aún cuando las primeras ideas de la edad anciana, mucho antes de la anciani-dad, añaden nuevos temas a los primeros. El compositor em-pieza a contemplar su vida, a comprender su destino y su fi nal. Mira la cornucopia de su música, con modestia pero con orgu-llo. También piensa en la muerte. Se dedica a la música, a la secreta alquimia mediante la cual puede crear por sí mismo alegría a partir de la desgracia. Se aferra a la música como a un cordón umbilical y en esos últimos años produce obra tras obra, sin pausa.

Puede que cada arte deba marcharse de este modo, como el sol que arroja sus rayos más fuertemente coloreados cuando se pone. G

Traducción de Francisco Páez de la Cadena

¿Existe la belleza característicamente mozartiana? Al cabo de su “biografía musical”, Hocquard intenta capturar la esencia estética del compositor, para la que es imprescindible un tipo especial de interacción entre la música y quien la escucha

Ahora podemos preguntar: ¿qué signifi ca el adjetivo mozartia-no, cuando sirve para califi car lo que caracteriza la música del maestro?

1] Primero está la justa adecuación del lenguaje, calidad que se debe a la vez a un agudo tacto psicológico y a un perfecto dominio de la técnica musical. Cuando Mozart se propone decir algo, sabe lo que tiene que decir, y sabe cómo decirlo.

Desde su primera infancia hasta su muerte no cesó de aprender. Siempre en busca de perfeccionamiento técnico, es-tudió todas las formas a las que podía tener acceso en su época. En abril de 1783, escribe a su padre pidiéndole las partituras del viejo maestro de Salzburgo: “Nos gusta acercarnos a toda clase de maestros, modernos y antiguos.”

Tengamos cuidado al emplear la palabra infl uencia. Mozart sufrió la infl uencia de Schobert, Michael y Joseph Haydn, de Johann Sebastian Bach y sus hijos. Pero no se trataba de imi-tarlos: no captaba procedimientos, asimilaba formas estructu-rales para su propio provecho. Saber un idioma es pensar di-rectamente en ese idioma. Se dirá que esto es verdad para

todos los grandes músicos; sí, pero lo que resulta asombroso en el caso de Mozart es la variedad de lenguajes que se convirtie-ron, para él, en lenguas maternas.

Una vez realizado este aprendizaje de los diferentes lengua-jes, Mozart no dudó en romperlos para ir hacia delante. El ejemplo más chocante en este aspecto es el del cuarteto para cuerdas. Sin embargo, no desecha ninguno de los lenguajes que adopta. En 1791, en el apogeo de su arte, se le ve utilizar todos los estilos, sin incluir siquiera la forma galante en las Variaciones k.613. Mozart no renegó jamás de su obra pasada: en junio de 1791 no siente ningún escrúpulo en dar al maestro de capilla de Baden, junto con el Ave verum que acaba de com-poner, las partituras de las misas de 1777.

Soltura, seguridad. Lítote también, y economía de medios. La mesura en todo: ni demasiado, ni demasiado poco, el Mittel-ding escribe, es decir el justo término medio. Sobriedad, rigor, intensidad gracias a la transparencia. Ese equilibrio está ligado a la gran variedad de lenguajes que tiene a su disposición: no duda, en un mismo fragmento, en pasar súbitamente de uno a otro, usando generalmente unas transiciones que son obras maestras de concentración.

Mozart no ha sido el maestro de un lenguaje o de varios lenguajes. Ha sido el maestro de sus lenguajes: en eso consiste la verdadera maestría.

Concluyamos: en la utilización de la música como vehículo expresivo Mozart realiza una incomparable adecuación y elige

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a

n

los medios con perfecta mesura. Mesura que no es sequedad, discreción que no es insignifi cancia, variedad que no es disper-sión, soltura que no es dejadez, técnica que no es nunca forma-lismo. Ante todo, inteligibilidad.

Esto en cuanto se refi ere a los lenguajes entendidos como medios de comunicación. En el término mozartiano está todo esto que podría, si se quiere, ser califi cado de clasicismo. Pero esto no es más que la resultante de algo más importante, que afl ora cuando Mozart ya no se preocupa por expresar lo que consti-tuye el orden de los conceptos o de los sentimientos.

2] Se diría que entonces el músico, en vez de dirigirse a al-guien, se repliega sobre sí mismo, en total “soledad”.

Uno tiende a ver en este aislamiento el efecto de la crecien-te incomprensión con la que topa. A partir de 1782, su inspira-ción se desdobla en obras para el gran público y en piezas destinadas a la intimidad. En este aislamiento no se debe ver un retraimiento de tipo romántico, hecho de amor propio he-rido y de desprecio. Si Mozart tuvo tales sentimientos hasta el punto de sufrir, al fi nal de su vida, manía persecutoria, fue sólo frente a sus compañeros mediocres, ce-losos e intrigantes; pero nunca frente a sus oyentes. Al contrario, tenía una im-periosa necesidad de sentir la aprobación del público. Pero la aprobación que de-seaba no era opuesta a su inspiración de solitario: lo que quería era que sus oyen-tes participaran de su soledad.

Recordemos la carta del primero de mayo de 1778, en la que cuenta la decep-ción que le produjo la duquesa de Borbón. Recordemos tam-bién que, en todas sus óperas, los momentos culminantes son aquellos en los que la acción escénica se abre sobre regiones de inmóvil y profunda seriedad, las cuales, lejos de pedir el aplau-so, sumergen al oyente en una especie de estupefacción reco-gida, a la cual él mismo llama der stille Beifall, refi riéndose a La fl auta mágica.

También tuvo la audacia de introducir movimientos lentos hasta en los géneros mundanos más superfi ciales. Fue así como el público vienés se sensibilizó a sus conciertos que, por muy superfi ciales que fuesen, no dejaban de emocionar al auditorio. Después de asistir a un concierto de su hijo, Leopold escribe el

La belleza mozartialcanza más que enque nuestro podercoincide con el delque por decirlo deintrodujo en sus coque reside ahora esus obras

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15 de enero de 1786: “Wolfgang compu-so un nuevo Concierto en mi bemol, del cual (curiosamente) tuvo que volver a tocarse el andante.” Se trata del arrolla-dor andante en do menor del k.482.

Entonces, cuando decimos que esta música, en lo que tiene de esencialmente mozartiano, es una música solitaria, apar-tamos de esta palabra todo lo que puede signifi car rechazo de la sociedad o nega-ción a la comunicación. La palabra de Arthur Schuring es muy profunda: “Mo-zart ha sido uno de los hombres más so-litarios de los que han pasado por este mundo: su música era toda para él.” Y esta soledad, lejos de cerrarnos el acceso a su música, lo abre, al contrario, inmen-samente. Pues la belleza mozartiana no

nos alcanza más que en la medida en que nuestro poder de absorción coincide con el del maestro, poder que por decirlo de alguna manera introdujo en sus composiciones y que reside ahora en el corazón de sus obras.

Aquí encontramos un profundo rasgo del carácter de Mo-zart: el increíble poder de concentración en el trabajo. “Soy feliz —escribe—, porque tengo algo que componer, lo cual constituye mi única alegría.” A su padre, que le dice que dé lecciones para ganarse la vida, le responde desde París (31 de julio de 1778): “¡No penséis que es por pereza, no!, pero esto se opone demasiado a mi espíritu. Sabéis que estoy inmerso en la música (dass ich sozusagen in der Musik stecke), que me ocupo de ella todo el día, que estudio, que refl exiono…” Sobre todo, no veamos en ella un refugio, una evasión. La prueba es que, desde su infancia, manifi esta un increíble poder de concentra-ción. Schachtner, hablando del niño de seis años, escribe: “No le importaba lo que se le diera para aprender, se concentraba de tal forma que olvidaba todo lo demás, incluso la música. Por ejemplo, cuando aprendió cálculo, mesas, sillas, paredes y suelo estaban cubiertos de signos escritos con tiza… Desde que em-

pezó a entregarse a la música, todos sus sentidos permanecieron como muertos frente a las demás ocupaciones.” Su her-mana Maria Anna lo confi rma: “Nunca había que obligarle a tocar o a compo-ner: al contrario, a menudo había que distraerle. Si no, habría permanecido noche y día al piano o componiendo.”

O sea que, contrariamente a la leyen-da, era un trabajador infatigable. La

continuidad de su concentración era tal que, según el testimo-nio de Niemetschek, pasaba días y noches componiendo e improvisando sin interrupción, hasta que, desmayado, había que transportarlo a su cama.

En esto Mozart es igual a los genios científi cos, enteramente absortos en su búsqueda. “Poeta científi co”, así lo ha defi nido Daniel Lazarus, que ve en él a “un inventor musical, quizás el único que haya tenido la música, un hombre de ciencia. Senti-mos que este hombre, que no dejo nunca de investigar en una misma dirección, es el hermano, por su común genialidad, de Pascal, de Newton, de Jean Perrin, de Einstein.” Y Daniel La-zarus admira esa “trascendental sencillez que alcanza sus fi nes

na no nos la medida en de absorción maestro, poder alguna manera mposiciones y el corazón de

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gracias a una irreprochable obligación interior, esa lealtad con-sigo mismo, esa fi delidad a los medios empleados, que reco-mienza siempre de la misma manera, sin ser nunca lo mismo, ese soberano discernimiento que carga de humanidad —justo lo que hace falta— a los interpretes mecánicos del pensamiento”.

Esta comparación con el trabajo científi co es signifi cativa. Como la ciencia, esta música no busca evasión. Y por evasión entendemos no sólo la proyección de mundos imaginarios sino también de la creación de ethos pasionales, destinados a ser comunicados por contagio con los oyentes. No existen ni si-quiera en las óperas, “mundos mozartianos”. En él la música vuelve a encontrar su función esencial: las vibraciones se rigen científi camente a partir de la idea. El ethos no es excluido pero no parece más que como un eco periférico. No se le busca por él mismo, mediante efectos contrastantes u oratorios, brutales o insinuantes. La integridad excluye toda complicidad. “Las pasiones, sean o no violentas, no deben nunca ser expresadas hasta la saciedad, y la misma música, incluso en las situaciones más horribles, no debe afectar nunca al oído, sino encantarlo y, por consiguiente, debe ser siempre música” (26 de septiem-bre de 1781).

Así cuando el ethos se presenta en Mozart, obtiene toda su intensidad de la pertinencia musical, es decir del hecho de que la vibración profunda está conducida con total perfección rít-mica. Uno puede equivocarse y no sentir más que la densidad expresiva. Pero de hecho todo el encanto proviene de esta per-tinencia, que es propiamente mozartiana.

3] También hay momentos privilegiados, sin ningún ethos, en los que se borra incluso la idea de comunicación a través del lenguaje. He aquí el canto por el canto.

Esto aparece un poco en todas partes en pasajes cortos, a veces furtivos, generalmente únicos, no reanudados, no desa-rrollados.

Recordemos las últimas notas del adagio del Concierto k.242 y del andante del 488, el desarrollo del allegro inicial de la Sinfonía k.201 y la irrupción de la melodía en fa en el fi nale del Concierto k.503. Subrayemos también la belleza de la mayoría de las transiciones que son al mismo tiempo prodigios técni-cos. En este sentido el ejemplo más asombroso es el centro del adagio del Quinteto k.593. No olvidemos tampoco lo que se llama “ritornelli” (Minuetto k.355 y Lied masónico k.623a).

Pero Mozart es capaz de prolongar durante un buen rato esta coagulación de la pura belleza musical. Por ejemplo, en el larghetto del Quinteto con clarinete k.581, el estado poético, gracias a las pulsaciones rítmicas que alimentan constantemen-te su carga, instaura un presente que escapa a la duración. Entonces todo ethos está disuelto.

Se puede hacer la misma observación para los conjuntos vocales (Quoniam y Benedictus de la Gran Misa, trío de las Más-caras y sexteto del Don Giovanni, Brindis del Così).

Otro ejemplo, el arte de la coloratura, llevado por Mozart a un grado de inusitada pureza y que sirve, en la mayoría de las arias, para expresar el relajamiento personal: así la alegría que le es inherente no pertenece a ningún ethos. Recordemos los melismas (de fraseado tan sutil) del aria de doña Anna. Y recor-demos sobre todo la maravilla de las maravillas: la cadencia del Et Incarnatus de la Gran Misa.

En cuanto se es sensible a esto ya no se hará ninguna discri-minación entre obras grandes y pequeñas, entre piezas galantes

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y composiciones sabias. Cuando se va de la madurez del maes-tro hacia su juventud, a su infancia, se observa que lo esencial está siempre presente. El profesionalismo, sin duda, se desa-rrolló continua y prodigiosamente. Pero lo verdaderamente prodigioso es que los progresos técnicos no sirvieran más que para una cosa: para intensifi car, desnudándola, la simple poesía musical.

Escucho a Mozart. ¿Es una fusión?, ¿una comunión? ¿Con quién?, ¿con qué? Estas palabras carecen de sentido. ¿Es una invitación a olvidar? ¿a salir de sí mismo? Tampoco: ninguna música exige tanta lucidez, tanta presencia. Hay que escuchar-la con los ojos abiertos. Sin nada de pasividad.

Entonces, ¿tengo que hacer un esfuerzo? Tampoco. Esta música es tan fácil, tan familiar. Es tan evidente que al escu-charla me parece que soy yo mismo quien despliega y repliega las ondas vibratorias de esta impalpable red sonora.

E incluso no dudaría en decir que soy yo quien, escuchán-dola, la compone… ¿Es vanidad el hablar de esta manera? Me remitiré al mismo Mozart hablando del violinista Fränzl, a quien escuchó en Mannheim: “Toca cosas difíciles, pero sin que uno sospeche que lo son. Uno piensa que podría hacer lo mismo en seguida, y ahí está lo verdadero…” (22 de noviembre de 1777).

En supremo homenaje de gratitud, podríamos decir: lo que en la música del maestro es propiamente mozartiano, es que Mozart mismo desaparece… G

Traducción de Graziella Bodmer

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