La Automatización Flexible
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La automatización flexible
El capital se esmera por romper las incómodas regularidades y rigideces del mundo del trabajo,
de la vida cotidiana y de los negocios por medio de dispositivos y tecnologías flexibles fundados
en la microelectrónica y la informática, como vimos en el capítulo I.
De hecho a esto apuntan las tesis regulacionistas y neoshumpeterianas respecto a la flexibilidad
y el debate que en referencia a la “rigidez” estructural del capitalismo se viene desarrollando
desde diferentes perspectivas en los últimos años.
En efecto, a diferencia de la economía clásica y de los teóricos neoclásicos, los autores
enmarcados en la escuela de la regulación indagan las causas de la crisis a través de un método
que busca “...descubrir las formas mediante las cuales el sistema económico encuentra la mejor
manera de reproducirse. Estas formas entrelazadas y articuladas conforman la reproducción y
son llamadas por ellos la regulación”.[15]
Dentro de esta perspectiva, para Michel Aglietta, el “neofordismo” es la respuesta global del
capital frente a las crisis del ford-taylorismo y constituye “...una evolución de las relaciones de
producción capitalistas, que se encuentra todavía en gestación, y que tiene por objeto responder
a la crisis de reproducción de la relación salarial a fin de salvaguardar esa relación fundamental,
es decir, para perpetuar el capitalismo”.[16]
Para Gerard de Bernis, la crisis constituye una ruptura de la estabilidad estructural del modo de
regulación capitalista.[17]
Benjamín Coriat, encuentra las causas de la crisis en el agotamiento de los métodos de
producción fordistas y tayloristas, a partir de la incompatibilidad entre tasas decrecientes de
productividad y de ganancia en el contexto del ascenso de los salarios reales, fenómeno que se
va a expresar en “...la crisis de la organización científica del trabajo, el agotamiento de los
métodos taylorianos y fordianos de organización del trabajo y la ausencia de un relevo
significativo en el soporte de la valorización del valor”.[18]
Michel J. Piore y Charles F. Sabel, encuentran un sistema sociotécnico (“especialización flexible”),
en tanto sistema de crecimiento económico y de relaciones sociales opuesto al ford-taylorista.
[19]
Según Robert Boyer,[20] este nuevo sistema de relaciones sociales y de producción está
encaminado a estimular la variedad y la diferenciación de mercados caracterizados por su
inestabilidad y crecimiento raquítico y, por eso mismo, el sistema de “especialización flexible”,
más que un mecanismo estructural de superación de la crisis del fordismo, constituye un
auténtico mecanismo de defensa frente a ella.[21]
Para los motivos de la presente investigación, más interesante resulta el concepto de
“automatización flexible” acuñado por Robert Boyer como un sendero tecnológico y productivo
distinto de la nueva fase de acumulación posfordista. Este concepto tiene el mérito de integrar
creativamente el fordismo y el taylorismo en una suerte de mixtura productiva, o flex-fordismo,
que se interpone creativamente entre la “rigidez” de la cadena del fordismo clásico y la
“especialización flexible” de corte defensivo de Piore.
En cuánto dispositivo socio-técnico, que afecta a los procesos productivos y de trabajo, la
automatización flexible reclama la presencia institucional del Estado y la promoción de
legislaciones ad hoc (privatización, desarrollo de la economía de mercado,[22]disminución del
intervencionismo estatal, apertura externa, desarrollo tecnológico, etcétera.).
El capitalismo viene desarrollando, desde la década de los cuarenta, los dispositivos de la
“automatización flexible” que, en cuánto acto de incorporación y de difusión tecnológica, no es
un acto técnico o de “selección natural”, sino que depende de factores sociales y políticos y de
las “...estrategias de las grandes corporaciones, de entendimientos institucionales y sociales y
de la intervención estatal”.[23]
De entre estas estrategias surge una tipología como la que nos presenta Jean Jaques Silvestre y
tiene utilidad metodológica para comprender la lógica de las transformaciones estructurales en
curso. Así, en el plano de las mutaciones sociales se estarían sucediendo tres tipos de
cambios: mecánicos, orgánicos y estructurales. Los dos primeros coexisten en el tiempo y en el
espacio, y no implican una modificación de las bases estructurales del patrón de acumulación; en
cambio, el tercer nivel de los cambios identificado, el nivel estructural, sí tiende a modificar las
bases y principios del patrón de reproducción capitalista, por ejemplo, modificando
drásticamente la organización del trabajo.
Estos cambios se proyectan desde las bases del sistema productivo hasta las relaciones sociales:
los sistemas educativos y la calificación de la fuerza de trabajo, tal y como, por ejemplo, ocurre
con el sistema onhista. En otras palabras, transforman más o menos rápidamente, según el
grado de desarrollo de la economía en cuestión, los elementos que los regulacionistas identifican
como “relación salarial”: el proceso de trabajo, la calificación, el empleo y los salarios.
Entonces se entiende que estos elementos existen de manera “externa” para configurar un
cambio mecánico que no altera en sustancia el régimen de relaciones vigente; puesto que opera
en la periferia de la estructura. Sin embargo, un cambio orgánico, interioriza la lógica de los
cambios, pero sin afectar la estructura del patrón de acumulación. Pero el “cambio estructural”,
que estimula la “automatización flexible”, corresponde al nuevo patrón de acumulación y a su
configuración jurídico-legal que le da sustento y tiende a legitimarlo, tal y como sucede con el
secundario-exportador en América latina.
De lo anterior surge la problemática de la “flexibilidad interna y externa”.
La teoría de la regulación distingue dos tipos de flexibilidad laboral: la flexibilidad interna al
interior de las fábricas, en las empresas y en toda la economía (como forma dominante de
producción y organización) y que corresponde a los cambios de tipo estructural (automatización
flexible), y la flexibilidad externa, que es aquélla forma que asume el uso de la fuerza de trabajo
por el capital dentro del proceso productivo y que, sin modificar los principios constitutivos del
proceso de trabajo del patrón capitalista anterior, posibilita adaptarla a las constantes
variaciones de la producción y de los mercados, aunque para ello tenga que incurrir en
violaciones a las normas y leyes jurídico-laborales vigentes, como veremos más adelante.
Por eso consideramos que e[24]
Como el mundo del trabajo es una relación antagónica con el capital, la dialéctica del conflicto, la
lucha y la negociación, entre los representantes de ambos mundos: el Estado y el capital por un
lado y el sindicato y el trabajo por el otro, resulta que si la organización social y política de los
trabajadores es débil, como ha ocurrido desde los años ochenta, entonces se fortalecen y
consolidan las tendencias desestructuradoras y la precarización del trabajo; mientras que, si la
situación es la inversa, es posible construir alternativas, relativamente, dentro de los límites del
capitalismo, favorables para ellos.[25]
En los países dependientes no sólo se consiguió participar en mínima escala dentro del primer
proceso, que implicaba transformaciones importantes en los procesos de producción, de
comercialización y en los sistemas financieros, sino que, incluso, se frustraron las posibilidades
de su intervención debido, como vimos, al agotamiento de la industrialización sustitutiva de
importaciones y a las consecuencias económicas, financieras y tecnológicas que implicó, a partir
de la crisis de la década de los ochenta, especializar los aparatos productivos en las actividades
exportadoras, lo que de alguna manera redundó en una renuncia, a veces involuntaria, para
mantener el proceso de industrialización.[26]
Dentro de este estrecho marco,los países dependientes iniciaron la reestructuración económica
en el contexto, tanto de la crisis de la década de los ochenta, como de la dislocación de las
relaciones internacionales al final de esa década, debido a la desintegración del “socialismo real”
en la Europa del este, provocando que los recursos financieros y el margen de maniobra de la
política económica de los Estados se estrecharan todavía más frente al aumento de la demanda
de créditos y financiamientos por parte de los nuevos países surgidos de la desintegración de la
ex-URSS.[27]
De esta forma, para colocarse como potenciales signatarios del capital dinero mundial, en ese
marco de competencia intensificada entre diversos países y regiones del mundo, un numeroso
grupo de países, entre los que de manera ejemplar destaca México, se apresuraron a adoptar
“modelos económicos neoliberales” funcionales a la economía capitalista de mercado. Sin
embargo, el precio a pagar ha sido alto, puesto que esos países se han visto forzados a realizar
intensas reformas estructurales (apertura comercial, privatización de empresas públicas,
reformas fiscales, laborales y pensionales; retiro de subsidios a la población y creciente
disminución del gasto social, etcétera.), desencadenando una descomposición en el tejido social
y una crisis política de la legitimidad del Estado que, entre otras cosas, estimuló un evidente
debilitamiento de su soberanía, como se advierte en el caso mexicano.[28]
Por ello, en América Latina la reestructuración capitalista tuvo un camino distinto al que
experimentó la mayor parte de los países desarrollados. Por un lado, la automatización de los
procesos de trabajo se ha venido desarrollando muy lentamente, particularmente, al finalizar los
ochenta en los países más grandes de la región. Con excepción de Brasil, que es el más
avanzado, en los demás países es apenas una tarea propia de la década de los noventa.
La secuencia de la reestructuración sigue, más o menos, una trayectoria que pondera los
cambios en el capital físico, en menor medida en la organización del trabajo y, por último,
impulsa la reforma laboral, a través de la modernización. Este comportamiento puede ser
ilustrado en el caso de Brasil.
En términos generales, para este país, la periodización del proceso de modernización cubre tres
fases diferenciadas.
La primera, que se despliega a inicios de la década de los ochenta, se caracteriza por la
introducción de los programas de participación en equipos denominados Círculos de Control de
Calidad (CCC) como resultado de los siguientes procesos articulados: de las huelgas obreras que
sacuden al período, de los intereses modernizadores de los empresarios y de la burguesía
moderna, y como un mecanismo para contrarrestar la organización autónoma de los
trabajadores brasileños.
Una segunda fase se caracteriza por una marcada tendencia, a mediados de los ochenta, al
desaliento y fracaso de los CCC y al impulso nuevamente de los empresarios a invertir en la
compra e instalación de nuevos equipos, particularmente en las ramas más dinámicas de la
economía nacional y en la inversión en equipos microelectrónicos que elevarían el parque
industrial de máquinas automatizadas. El resultado es una profundización de la heterogeneidad
productiva y tecnológica, al observarse un lento y desigual proceso de difusión de la
modernización en las ramas productoras de bienes de consumo duradero (textil, calzado,
indumentaria) y un enorme crecimiento en las modernas y de punta, sobre todo en las industrias
de proceso continuo (celulosa y papel, química y petroquímica), en el complejo metalmecánico
(automotriz, aeronáutico, etcétera.) y en la industria de autopartes.
El final de los ochenta y el principio de los noventa, corona la tercera fase del cambio
modernizador que se caracteriza por una pronunciada tendencia a desarrollar una
“modernización sistémica”, centrada en el flujo de inversiones y en nuevas formas de
organización de los procesos de trabajo.
Las causas que conducen a esta última fase del proceso de modernización reciente en Brasil son:
a) la profundización de la crisis económica a partir de 1990 y b) la política de apertura oficial del
gobierno para estimular la competencia intercapitalista en función de los patrones
internacionales de producción y de competitividad.
En esta última fase, de igual forma que en otros países latinoamericanos, va a surgir la
necesidad de modificar las leyes laborales con el fin de ajustar su institucionalidad jurídica, con
la expedición de leyes, normas y reglamentos internos, a las nuevas condiciones de la economía
brasileña, acompañadas de la adopción de métodos y técnicas de origen japonés tales como el
Kan-Ban, Kaizer, la Organización Celular, el Control Estadístico de los procesos y de
los productos, el Control Total de Calidad, el Cero Error, etcétera. [29]
Casi como norma, han sido los reajustes en el proceso de trabajo y en las plantillas laborales, los
que han antecedido la introducción de tecnología para aumentar la productividad del trabajo en
las empresas. Esta vía se constata por ejemplo en México y en Chile. Brasil quizás se encuentre
en una situación intermedia.[30]
Generalmente los aumentos de productividad se han conseguido en dos etapas:
a) Primero, mediante la aplicación de “tecnologías blandas” –(concepto que esconde la
reorganización del proceso de trabajo con cargo en la mayor explotación del obrero)–, es decir,
“...en la reorganización de líneas de producción, en la introducción de mejoras en la organización
del trabajo, así como en la reducción de tiempos muertos, especialización en tareas de mayor
productividad, mayor control de inventarios, etcétera.”[31]
b) En la segunda fase, se incorporan “tecnologías duras”: equipos y maquinaria moderna como
resultado del aumento de la inversión en capital fijo. Esta es la vía que podemos considerar
como sistémica de la automatización.
Pero, en virtud de las características del patrón neoliberal, esta segunda alternativa representa
para el mundo del trabajo, desempleo por incorporación de tecnología o, mejor, desempleo
tecnológico.
En efecto, resultados de distintas investigaciones sobre el tema de la reestructuración del
trabajo a partir de nuevas tecnologías,[32] muestran que, si bien por períodos cortos o medios,
la tecnología puede generar nuevos empleos productivos, con mejor remuneración y calificación
(generalmente para personal especializado, ingenieros y personal técnico), en la industria o en
los servicios, sin embargo, el saldo final va en detrimento del empleo. Por ejemplo, existen
evidencias de que una Máquina Herramienta de Control Numérico reduce en alrededor de 50% la
cantidad de puestos de trabajo requeridos por un equipo tradicional. Un robot reemplaza entre 3
y 5 puestos de trabajo en actividades como pintura, soldadura o almacenamiento en las
industrias en serie, como la automotriz.[33]
Generalmente, mientras que las MHCN afectan el trabajo calificado: torneros, mecánicos o
fresadores, los robots sustituyen categorías calificadas como soldadores, pintores, hojalateros,
montadores, etcétera.
Estudios realizados en la industria del cemento, indican que la tecnología aumenta la producción
global y por trabajador (productividad), disminuye el tamaño y la cantidad del equipo de
operación y del número de obreros y demanda mayor escolaridad y calificación (por lo menos el
nivel técnico) a ciertas categorías de trabajadores ligadas al panel de control.[34]
Pero existe otra estrategia que provoca el mismo resultado sin aplicar tecnología en el proceso
de trabajo. Este se consigue simplemente reorganizando y cambiando la composición del trabajo
a través de mecanismos como la prolongación de la jornada de trabajo, la intensidad y la
remuneración de la fuerza de trabajo por debajo de su valor, además de los despidos masivos de
personal.[35]
Esta línea ha sido sistémica en varios períodos de la historia económica latinoamericana y fue
teorizada bajo el concepto de superexplotación del trabajo; concepto que de ninguna manera
supone, como se ha llegado a afirmar, el estancamiento económico.[36] Por el contrario, desde
hace más de dos décadas, planteó lo que iba a ocurrir, y está ocurriendo, en América Latina en
materia de reestructuración del trabajo y de su inserción en la actual fase de mundialización. Es
así como existen evidencias de que el aumento de la productividad del trabajo en las economías
latinoamericanas, sobre todo en la fase más crítica de la década de los ochenta, no ha
conseguido disminuir el desempleo, aumentar los salarios reales y reducir jurídicamente la
jornada de trabajo, que, en parte, se está consiguiendo en algunos países europeos sobre todo
bajo la forma de acuerdos y negociaciones entre empresas y sindicatos.[37]
Los datos disponibles muestran que en América Latina el desarrollo económico reciente se ha
sustentado en tasas crecientes de explotación del trabajo, más que en el incremento de la
productividad. En efecto, “La industria latinoamericana atraviesa por un profundo proceso de
reestructuración que en varios países se ha traducido en una acusado aumento de la
productividad laboral, que suele ir acompañado de una reducción del personal”.[38] Fácil: menos
trabajadores producen más con mayor esfuerzo intensivo y extensivo, tanto físico, como psico-
emocional y con bajos salarios.
En los países desarrollados, acciones como la reducción de la jornada de trabajo, sin reducción
salarial, constituyen uno de los principales caminos para la solución del problema del desempleo.
“En una sociedad en que el trabajo regular se configura como status de ciudadanía, es necesario
que se creen condiciones para garantizar a la población la inserción productiva en el mercado de
trabajo en condiciones no precarias”.[39]
En cambio, en América Latina, la aceleración del desempleo obedece a causas estructurales
derivadas del desempleo tecnológico que viene provocando la reestructuración económica. En
algunos casos, como en México y Brasil, estos cambios han involucrado difusión microelectrónica
e informática e innovaciones organizacionales en base a los métodos japoneses de organización
y producción en los sectores más dinámicos de la economía, debilitando la capacidad del sistema
para crear nuevos empleos. Otra causa, que acelera el desempleo, se encuentra en las políticas
neoliberales.
Son raros los casos en donde se da una combinación virtuosa entre tecnología y empleo, sin que
necesariamente implique el detrimento de éste. Pero, seamos justos, generalmente detrás de
este fenómeno está la fuerza del sindicato y sus luchas.[40] Sin embargo, esto no es la regla,
sino la excepción ya que el sindicalismo, o está coludido con las instituciones oficiales del
gobierno o, bien, carece de estructuras y fuerzas suficientes para imponer sus demandas e
intereses en la política y en la sociedad.
Es por eso que, más allá de que los cambios en el proceso de trabajo y en las relaciones
laborales (en Brasil, en México, en Chile), hayan sido acompañados de incorporación de
tecnología, y la fuerza de trabajo relocalizada (en industrias como la automotriz, por ejemplo)
cuando es desplazada por la reestructuración; por el contrario, en América latina, los ajustes
laborales han estado precedidos de políticas de desregulación de los contratos de trabajo y,
en consecuencia, de la precarización del trabajo con repercusiones en todas las esferas de la
vida social.
4.4. Conclusión
Es indiscutible que la automatización flexible es un dispositivo, no solamente tecnológico, sino
económico y político cuya estrategia consiste en romper las rigideces estructurales de una
economía posbélica que entró en crisis y ya no asegura condiciones normales de rentabilidad.
Para el mundo del trabajo, ello se traduce en una reestructuración de sus condiciones jurídico-
laborales para convertirse en una fuerza de trabajo precarizada y polivalente, o sea,en
una fuerza de trabajo que está expuesta constantemente a perder sus derechos. Esta vía abre
todas las posibilidades al capital para echar mano de la superexplotación del trabajo en los
términos en que la definimos anteriormente, asumiendo la forma monumental de la
precarización del trabajo a finales del siglo XX.