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JOSÉ MARTÍ Y SU PROYECTO REVOLUCIONARIO Introducción, selección y notas: Dra. Francisca López Civeira ÍNDICE Introducción I. La formación del pensamiento martiano: sus primeras expresiones 1. El Diablo Cojuelo (Fragmentos) 2. Abdala (Fragmentos) ¡10 de Octubre! 3. El Presidio Político en Cuba (Fragmentos) 4. La República Española ante la Revolución Cubana 5. La Solución (Fragmentos) 6. Las Reformas II. El mundo americano en Martí 1. El Liceo Hidalgo.—Monumento.—Vuelta a las Escuelas.—Empresa Patriótica.—Teatro Mexicano (Fragmentos) 2. La Polémica Económica.—A conflictos propios, soluciones propias.—La cuestión de los rebozos.— Cuestiones que encierra (Fragmentos) 3. Los Códigos Nuevos 1

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JOSÉ MARTÍ Y SU PROYECTO REVOLUCIONARIO

Introducción, selección y notas: Dra. Francisca López Civeira

ÍNDICE

Introducción

I. La formación del pensamiento martiano: sus primeras expresiones

1. El Diablo Cojuelo (Fragmentos)

2. Abdala (Fragmentos)

¡10 de Octubre!

3. El Presidio Político en Cuba (Fragmentos)

4. La República Española ante la Revolución Cubana

5. La Solución (Fragmentos)

6. Las Reformas

II. El mundo americano en Martí

1. El Liceo Hidalgo.—Monumento.—Vuelta a las Escuelas.—Empresa

Patriótica.—Teatro Mexicano (Fragmentos)

2. La Polémica Económica.—A conflictos propios, soluciones propias.—La

cuestión de los rebozos.—Cuestiones que encierra (Fragmentos)

3. Los Códigos Nuevos

4. Carta a Valero Pujol

5. Un viaje a Venezuela (Fragmentos)

6. Prólogo a “El Poema del Niágara” (Fragmentos)

7. Cartas de Martí

8. Congreso Internacional de Washington

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9. Discurso pronunciado en la velada artístico-literaria de la Sociedad

Literaria Hispanoamericana

10. Nuestra América

III. La construcción del proyecto revolucionario martiano: sus bases

fundamentales

1. Lectura en la reunión de emigrados cubanos, en Steck Hall, Nueva York,

1880 (Fragmentos)

2. El Comité Revolucionario Cubano de Nueva York, 1880

3. Al Pueblo Cubano, 1880

4. Carta al general Máximo Gómez (20 de julio de 1882)

5. Carta al general Antonio Maceo (20 de julio de 1882)

6. Carta al general Máximo Gómez (20 de octubre de 1884)

7. Carta a J. A. Lucena (9 de octubre de 1885)

8. Discurso en conmemoración del 10 de Octubre de 1868, en Masonic

Temple, Nueva York, 1887 (Fragmentos)

9. Carta al general Máximo Gómez (1887)

IV. El proyecto nacional liberador de José Martí: bases organizativas e

ideológicas

1. Carta a Gonzalo de Quesada (29 de octubre de 1889)

2. Carta a Gonzalo de Quesada (16 de noviembre de 1889)

3. Discurso en conmemoración del 10 de Octubre de 1868, en Hardman Hall,

Nueva York, 1889 (Fragmentos)

4. Discurso en conmemoración del 10 de Octubre de 1868, en Hardman Hall,

Nueva York, 1891 (Fragmentos)

5. Discurso en el Liceo Cubano de Tampa, 26 de noviembre de 1891

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6. Resoluciones tomadas por la emigración cubana de Tampa, 28 de

noviembre de 1891

7. Bases del Partido Revolucionario Cubano

8. Estatutos Secretos del Partido Revolucionario Cubano

9. Nuestras Ideas. Patria, 14 de marzo de 1892

10. La agitación autonomista. Patria, 19 de marzo de 1892

11. El Partido Revolucionario Cubano. Patria, 3 de abril de 1892

12. El remedio anexionista. Patria, 2 de julio de 1892

13. Carta al general Máximo Gómez (13 de septiembre de 1892)

14. El Tercer Año del Partido Revolucionario Cubano. Patria, 17 de abril de

1894

15. Orden de alzamiento, 29 de enero de 1895

16. El Partido Revolucionario Cubano a Cuba, Montecristi, 25 de marzo de

1895

17. Carta a Federico Henríquez y Carvajal, (25 de marzo de 1895)

18. Carta al teniente coronel Félix Ruenes, (26 de abril de 1895)

19. CIRCULAR. Política de Guerra

20. Carta a Manuel Mercado, 18 de mayo de 1895

INTRODUCCIÓN

Estudiar a José Martí, desde cualquier ángulo que se tome, resulta siempre una tarea

apasionante, al tiempo que infinita. ¿Cómo abarcar el conjunto de la obra y el

pensamiento martianos? ¿Es posible separar sus distintas formas de expresión para el

análisis sin perder el conjunto? Una selección de textos que se hace a partir de un

objetivo específico tiene, inevitablemente, el riesgo de ofrecer sólo una parte y no el

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todo, y la insuficiencia de la posible reducción de un pensamiento tan rico y

extraordinario y de su imbricación con la praxis revolucionaria. Este texto, por tanto,

asume tales retos.

Cuando se habla del proyecto revolucionario de Martí es indispensable tener en

cuenta que no se refiere sólo a su labor de preparación de la guerra que estallaría en

1895, es mucho más. Este hombre, a quien Mella calificó en 1926 de “orgánicamente

revolucionario”,1 debe verse en su total dimensión a partir de esa condición

definitoria: es, ante todo, un revolucionario, quiere decir que se plantea una

transformación revolucionaria a la altura de su tiempo y de su realidad concreta como

sentido de su vida. Por ello, no es posible asumir al Martí poeta, periodista, orador,

combatiente, Delegado del Partido Revolucionario Cubano y otras muchas facetas

por separado, en las que habría que incluir las familiares, como si se tratara de nichos

diversos y ajenos. Acercarse al estudio de Martí obliga a comprender a este hombre

tan especial en su unidad indisoluble, aun cuando se seleccione un aspecto particular

para el análisis.

De igual modo, para estudiar a Martí hay que leerlo, hay que ir a sus textos y

disfrutarlos, desmenuzarlos, buscar sus referentes, desentrañar sus intenciones. Esto

obliga a prestar atención a su modo peculiar de redactar, a su personal uso de la

lengua española que dominaba tan bien, a su manera de utilizar la adjetivación y los

signos de puntuación, entre otras cuestiones. Es decir, hay que atender la imbricación,

la correspondencia, entre el contenido y la forma en que aquel se expresa. En los

textos de Martí no hay palabra accidental, por el contrario, todo lleva un propósito

comunicativo, la búsqueda de un efecto, de una reacción. La palabra hablada o escrita

está en función de la comunicación con receptores diversos y esto también es

importante, pues el destinatario debe recibir el mensaje que se emite de la forma que

se desea, lo cual es parte indispensable de la obra martiana. La forma expresiva debe

servir a su propósito revolucionario y debe, por tanto, cumplir su función.

1 Ver las “Glosas al pensamiento de José Martí” escritas por Julio Antonio Mella en 1926 en las que hace un acercamiento metodológico a Martí en Centro de Estudios Martianos: Siete enfoques marxistas sobre José Martí. Editora Política, La Habana, 1978

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Lo anterior implica que debe atenderse a quién va dirigido el documento que se

analiza, ya que no es lo mismo una carta personal, que un discurso ante diferentes

públicos, que un trabajo periodístico en distintos órganos de prensa; quiere decir que,

debe tenerse en cuenta quién es el destinatario para desentrañar la intención y las

características de la forma de comunicación. No se puede decir lo mismo a todo tipo

de receptor ni de igual manera.

Los textos de José Martí que aquí se reúnen abarcan diversas formas de expresión:

poemas, artículos periodísticos, ensayos, discursos, cartas personales, los que fueron

producidos en distintas etapas de su vida y tuvieron destinatarios diversos. Desde los

primeros periódicos clandestinos de su adolescencia en La Habana, hasta periódicos

continentales o el periódico Patria, que él mismo fundó; desde cartas personales a

amigos hasta cartas oficiales dentro de la estructura del movimiento revolucionario;

desde su primer discurso en Nueva York, en 1880, hasta algunas de sus piezas

oratorias cuando ya había entrado en la etapa definitiva de concreción de su proyecto

revolucionario. Estas características de diversidad en época, lugar de emisión y

receptores deben atenderse para el análisis.

Otro aspecto debe tenerse muy presente para estudiar a Martí: la complejidad de su

época. Martí vivió en la segunda mitad del siglo XIX, el siglo de la sociedad

industrial capitalista, el siglo que consolidó el predominio de la burguesía, el siglo del

triunfo liberal en sentido general; pero en su tiempo histórico, la evolución capitalista

entraba en un nuevo momento que alteraba principios básicos de los modelos

liberales. Estos rasgos corresponden fundamentalmente a los países que constituyeron

el centro, es decir, las potencias europeas y Estados Unidos, que no eran el escenario

de la transformación que se proponía Martí cuya tarea histórica estaba en función de

una región subalterna de ese sistema capitalista aunque, lógicamente, imbricada con

el acontecer de ese centro. Martí elaboró su proyecto revolucionario en aquel mundo

cambiante y muy desigual, cuando consideraba aún posible contener las fuerzas

expansionistas norteamericanas y propiciar el desarrollo de una América Latina

independiente y próspera, alterando así la tendencia que apreciaba como dominante

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en su época, a partir de la independencia de Cuba _y Puerto Rico_ a la que asignaba

un lugar fundamental para lograr el equilibrio de aquel mundo.

Como toda selección, esta deja fuera muchos textos importantes _que están en las

Obras Completas de donde se extrajeron los que aquí aparecen y cuya ortografía y

puntuación se ha respetado_ y responde a un criterio de selección de la autora, en

función de agrupar un conjunto de trabajos fundamentales para estudiar el proceso de

formación del proyecto revolucionario martiano hasta su madurez, de ahí el orden

cronológico de su presentación. Por otra parte, se han agrupado en cuatro secciones

con sus respectivas introducciones, con vistas a facilitar una lectura ordenada, no sólo

por época sino también temáticamente. Debe aclararse que, en algunos documentos,

aparecen palabras entre corchetes, esto se debe a que en la edición de las Obras

Completas se incluyen esos textos a partir de originales de Martí, en los que se

conservan las tachaduras de la redacción original. Es interesante, pues, observar el

proceso de creación martiana de documentos fundamentales, tales como el conocido

Manifiesto de Montecristi, entre otros.

La sección II del libro, titulada “El mundo americano en Martí”, abarca un período

amplio que se corresponde con las etapas de las secciones III y IV, esto obedece al

criterio de evitar la fragmentación de la experiencia martiana en las repúblicas de la

Hispanoamérica independiente y en los Estados Unidos, que fue fundamental para la

concepción de su proyecto revolucionario. Por tanto, los textos de las dos últimas

secciones, aunque aparentemente solo referidos a Cuba, reflejan la progresiva

incorporación del resultado de esas experiencias y su profundo análisis crítico, como

parte esencial de su concepción de la revolución que tenía, en su proyección, alcance

continental y mundial. Estos textos evidencian el profundo sentido fundacional de la

obra martiana.

Como se ha expresado, esta selección es sólo una muy pequeña parte de la riquísima

obra de Martí, queda, por tanto, la invitación a los lectores para ir a la totalidad de esa

obra para lo cual esta es sólo una introducción.

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I. LA FORMACIÓN DEL PENSAMIENTO MARTIANO: SUS PRIMERAS EXPRESIONES.

En 1868 estalló la primera guerra de independencia en Cuba. El adolescente José

Martí había bebido en sus experiencias infantiles habaneras y en su estancia en

Hanábana, junto a su padre, la vida de la sociedad colonial y esclavista y había

estado bajo la influencia de las ideas liberales y patrióticas de su maestro Rafael

María de Mendive, todo lo cual permitiría al Pepe de 16 años expresar su opción,

cuando en 1869 planteó la disyuntiva “O Yara o Madrid”: él optó por Yara. Sus

primeros trabajos publicados corresponden a ese año, se trata de periódicos

clandestinos con un solo número que Martí y Fermín Valdés Domínguez hicieron

publicar y circular entre los estudiantes bajo los títulos de La Patria Libre y El

Diablo Cojuelo. Martí se estrenaba en el periodismo con trabajos políticos. Aquí se

incluyen fragmentos de estas publicaciones que evidencian la temprana toma de

partido acerca del problema nacional cubano.

El año 1869 sería decisivo en la vida de Martí: no sólo estrenaba su periodismo

político y asumía la proyección independentista, sino que conocería la prisión a partir

de su encarcelamiento el 21 de octubre y su posterior entrada en el Presidio

Departamental de La Habana el 4 de abril de 1870, condenado a seis años de prisión

con trabajos forzados. Ese día escribía: Voy a una casa inmensa en que me han

dicho/Que la vida es expirar./La patria allí me lleva. Por la patria,/Morir es gozar

más.2 Su retrato de cuerpo entero como el presidiario 113 es muy conocido, así como

la dedicatoria a su madre en la que se declara “esclavo de mi edad y mis doctrinas”.

Interesa destacar estas primeras expresiones del pensamiento martiano a partir del

profundo sentimiento patriótico que las anima y de la honda vocación de servicio que

da sentido a su vida tempranamente.

Su precario estado de salud posibilitó que sus padres lograran la conmutación de la

pena por el destierro a España, con lo que comenzaría una nueva etapa en la

experiencia vital de Martí. La estancia en España se extendió desde 1871 hasta 1874,

tiempo que empleó en culminar el Bachillerato y hacer dos carreras universitarias: 2 José Martí: Obras Completas. Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963-1973, 28 tomos, T 17, p. 27 (Todas las citas de Martí están tomadas de esta edición, por lo que en lo adelante sólo se consignará Tomo y página)

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Derecho y Filosofía y Letras. Su período español se desarrolló entre Madrid y

Zaragoza. Allí observó los debates políticos de la metrópoli, conoció el liberalismo

español, vio la proclamación de la primera República y su caída y la rebelión del

pueblo aragonés, sus barricadas y sus muertos. También se familiarizó con los

debates en torno al tema cubano. En sus Versos Sencillos, escritos en 1890,

recordaría aquella estancia afirmando que tenía en su corazón “un lugar todo Aragón”

y su aprecio por los que luchaban por la libertad: Estimo a quien de un revés/Echa

por tierra a un tirano:/Lo estimo si es un cubano;/Lo estimo si aragonés.3

Durante estos años, Martí escribió y publicó dos relevantes ensayos: “El presidio

político en Cuba” y “La República española ante la Revolución cubana”. En el

primero hace una vívida descripción de los horrores del presidio con el objetivo de

dar a conocer aquella barbarie en España, apelando a la noción del bien, a la moral, al

sentido de la justicia, para buscar cambios; el segundo es una razonada exposición de

la contradicción entre la proclamación del régimen republicano en España y el

mantenimiento de la opresión colonial en Cuba. Es importante advertir el tratamiento

que da Martí al proceso que se desarrolla en Cuba: no habla de la guerra sino de la

revolución, es decir, que aprecia un contenido mucho más profundo que el

enfrentamiento bélico en los acontecimientos cubanos, al tiempo que contrapone el

derecho al sufragio enarbolado por los liberales españoles con la revolución como

fuente de derecho al argumentarlo para Cuba. Este ensayo plantea un conjunto de

ideas que tendrían posterior desarrollo y maduración en el pensamiento martiano,

entre las que también se incluyen la diferencia entre Cuba y España, a partir de

evoluciones históricas diferentes, y el inicial sentido de la autoctonía.

Durante estos años se desarrollaba en Cuba la “Guerra Grande” y tenían lugar hechos

terribles como el fusilamiento de los estudiantes de medicina, el 27 de noviembre de

1871; de ahí la hoja impresa que circuló en Madrid, escrita por Martí, en el primer

aniversario de aquel crimen y el poema “A mis hermanos muertos el 27 de

noviembre” en los que argumenta lo que representa el martirologio para la patria.

3 T. 16, p. 76

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También publica en la prensa de inspiración cubana algunos trabajos muy

definitorios, como “La Solución” y “Las Reformas”, en los que fundamenta la

cualidad de revolución para el proceso que tiene lugar en Cuba y su imborrable

impronta en los acontecimientos futuros. En ellos Martí opone la revolución a las

reformas a partir de los cambios históricos que ya se habían producido. Desde ese

destierro buscó hacer contactos con la emigración en Nueva York, donde radicaba la

dirección de la representación cubana en el exterior, para contribuir a la lucha.

En noviembre de 1874, ya graduado de Derecho Civil y Canónico y de Filosofía y

Letras _aunque sin títulos por no tener dinero para pagarlos_ salió de España para

reunirse con su familia en México. En el trayecto pasó por París, Inglaterra y Nueva

York. El 8 de febrero de 1875 llegaba a México. Se cerraba una etapa en la cual Martí

había iniciado el camino que daría sentido a su vida y que le había aportado

experiencias vitales muy importantes para sus definiciones conceptuales y

programáticas.

EL DIABLO COJUELO (Fragmentos)

Nunca supe yo lo que era público, ni lo que era escribir para él, mas a fe de diablo

honrado, aseguro que ahora como antes, nunca tuve tampoco miedo de hacerlo. Poco

me importa que un tonto murmure, que un necio zahiera, que un estúpido me idolatre

y un sensato me deteste. Figúrese usted, público amigo, que nadie sabe quien soy:

¿qué me puede importar que digan o que no digan?

Diránme que en nada me ajusto a la costumbre de campear por mis respetos,—que

nada más significa esta comezón de publicar hojas anónimas con redactores

conocidos;—diránme que soy un mal caballero; amenazaránme con romperme los

brazos, ya que no tengo piernas, mas, a fe de osado y mordaz escribidor, prometo y

prometo con calma que a su tiempo se verá que este Diablo, no es un diablo, y que

este Cojo no es cojo.

Esta dichosa libertad de imprenta, que por lo esperada y negada y ahora concedida,

llueve sobre mojado, permite que hable usted por los codos de cuanto se le antoje,

menos de lo que pica; pero también permite que vaya usted al Juzgado o a la Fiscalía,

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y de la Fiscalía o el Juzgado lo zambullan a usted en el Morro, por lo que dijo o quiso

decir. Y a Dios gracias, que en estos tiempos dulces hay distancia y no poca de su

casa al Morro. En los tiempos de don Paco era otra cosa. ¿Venía usted del interior, y

traía usted una escarapela?—¡al calabozo! ¿Habló usted y dijo que los insurrectos

ganaban o no ganaban?—¡a1calabozo!—¿Antojábasele a usted ir a ver a una prima

que tenía en Bayamo—¡al calabozo!—¿Contaba usted tal o cual comentario, cierto

episodio de la revolución?—¡al calabozo!—Y tanta gente había ya en los calabozos,

que a seguir así un mes más, hubiera sido la Habana de entonces el Morro de hoy, y

la Habana de hoy el Morro de entonces. Puede por esto colegirse lo que por acá

queremos a aquel buen señor de quien dirán las historias que se despedía a la

francesa.

Pero no hay sólo libertad de imprenta: hay también libertad de reunión. Quiere un

zángano ganarse prosélitos, y héteme aquí que junta al honrado fidalgo, dueño de

quinientos negros; al famoso jockey, dueño de otros cuantos; al mayordomo de cierta

señorona, y a un maestro que tiene un cerebro más pastelero que la mismísima

pastelería. Dícese allí que es una iniquidad la abolición, en lo cual yo no me meto; y

que la insurrección es la ruina del país, en lo cual por ahora tampoco tomo cartas; y

dícense otras muchas cosas que tal parecen salidas del cerebro de enfermo. Y en éstas

y otras se concluye la importante sesión, satisfechos los parlanchines de haber dicho

muy grandes cosas.

Otros de esos que llaman sensatos patricios, y que sólo tienen de sensato lo que

tienen de fría el alma, reúnen en sus casas a ciertos personajes de aquellos que han

fijado un ojo en Yara y otro en Madrid, según la feliz expresión de un poeta feliz, y

que con sólo este título pretenden imponer sus leyes a quien tiene muy pocas ganas

de sufrir tan ridícula imposición. A ser yo orador, o concurrente a Juntas, que no otra

cosa significa entre nosotros la tal palabra, no sentaría por base de mi política eso que

los franceses llamarían afrentosa hésitation. O Yara o Madrid.

Mas, volviendo a la cuestión de libertad de imprenta, debo recordar que no es tan

amplia que permita decir cuanto se quiere, ni publicar cuanto se oye. Un ejemplo al

canto. Si viniese a Cuba un Capitán general, que burlándose del país, de la nación y

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de la vergüenza, les robase miserablemente dos millones de pesos; y corriesen

rumores de que este general se llamaba Paco o Pancho, Linsunde o Lersinde, a buen

seguro que mucho habría de medirse usted, lector amigo, antes de publicar noticia

que tanto ofende la nunca manchada reputación del respetable cuanto idóneo

representante del Gobierno Borbónico en esta Antilla. Y esto lo digo para que a mí

como a los demás nos sirva de norma en nuestros actos periodiquiles.

Conque al periódico, público amigo ¡al periódico, buen diablo! ¡al periódico, lector

discreto! ¡y lluevan pesetas como llueven diabluras!

—Amigo, ¡una buena noticia!

—Y ¿qué es ello?

—Se dice que las tropas españolas han tomado el puertecito de Bayamo, distante

cuatro leguas de Cuba.

—Buen provecho.

—Amigo, ¡otra noticia!

—Diga usted.

—Se dice que durante tres días habrá luminarias en celebración de la toma de

Bayamo.

—Según eso, ¿el tal puertecillo debe ser cosa importante?

—Importante, muy importante. Figúrese usted que tiene cerca de él nada menos que

los dos caseríos del Dátil y del Horno. . . de los cuales no sé más que el nombre.

—¿Señor Castañón?

—¿Qué hay?

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—Aquí lo busca a usted la señorita Cuba, que viene a reclamar su voz, que según

dice, ha tomado usted sin su licencia.

—¡Ay, cierra, cierra, amigo! Di que me he mudado de casa; que me he ido al

infierno, que. . . que qué sé yo.. . en fin.. . mira. . . como te atosigue mucho, le dices,

de mi parte, que pienso mudar de voz, ¿eh? Pero pronto, ¡pronto!

No sabemos a estas horas si la señorita Cuba entró o no entró, a tiempo avisaremos

este fausto acontecimiento.

El señor Zayas ha publicado un folleto que en la primera página decía: Cuba__Su

porvenir.__Por J. M. Zayas.

Pero se susurra que un iluso respondió al folleto con estas solas palabras: Cuba__Su

porvenir, independencia.

Sí yo fuera político discutiría el folleto y la respuesta; pero como no soy más que un

pobre diablo, me contento con decir al señor Zayas: —¿Quién le ha preguntado a

usted su opinión, ni para qué cree usted que la necesitaba Cuba?

......................................................................................................................................

(Impreso en La Habana, en la Imprenta y Librería “EL Iris”, Obispo 20 y 22, el 19 de

enero de 1869)

ABDALA (Fragmentos)

ESCRITO EXPRESAMENTE PARA “LA PATRIA”

PERSONAJES

ESPIRTA, madre de Abdala.

ELMIRA, hermana de Abdala.

ABDALA.

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UN SENADOR.

Consejeros, soldados, etc.

La escena pasa en Nubia.

ESCENA I

ABDALA, UN SENADOR Y CONSEJEROS

SEN. Noble caudillo: a nuestro pueblo llega

Feroz conquistador: necio amenaza,

Si a su fuerza y poder le resistimos,

En polvo convertir nuestras murallas:

Fiero pinta a su ejército, que monta

Nobles corceles de la raza arábiga;

Inmensa gente al opresor auxilia,

Y tan alto es el número de lanzas

Que el enemigo cuenta, que a su vista

La fuerza tiembla y el valor se espanta.

¡Tantas sus tiendas son, noble caudillo,

Que a la llanura llegan inmediata,

Y del rudo opresor ¡oh Abdala ilustre!

Es tanta la fiereza y arrogancia,

Que envió un emisario reclamando

¡Rindiese fuego y aire, tierra y agua!

ABD. Pues decid al tirano que en la Nubia

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Hay un héroe por veinte de sus lanzas:

Que del aire se atreva a hacerse dueño:

Que el fuego a los hogares hace falta:

Que la tierra la compre con su sangre:

Que el agua ha de mezclarse con sus lágrimas.

SEN. Guerrero ilustre: ¡calma tu entusiasmo!

Del extraño a la impúdica arrogancia

Diole el pueblo el laurel que merecían

Tan necia presunción y audacia tanta;

Mas hoy no son sus bárbaras ofensas

Muestras de orgullo y simples amenazas:

¡Ya detiene a los nubios en el campo!

¡Ya en nuestras puertas nos coloca guardias!

ABD. ¿Qué dices, Senador?

SEN. —¡Te digo ¡oh jefe

Del ejército nubio! que las lanzas

Deben brillar, al aire desenvuelta

La sagrada bandera de la patria

Te digo que es preciso que la Nubia

Del opresor la lengua arranque osada,

Y la llanura con su sangre bañe,

Y luche Nubia cual luchaba Esparta!

¡Vengo en tus manos a dejar la empresa

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De vengar las cobardes amenazas

Del bárbaro tirano que así llega

A despojar de vida nuestras almas!

Vengo a rogar al esforzado nubio

Que a la batalla con el pueblo parta.

ABD. Acepto, Senador. Alma de bronce

Tuviera si tu ruego no aceptara.

Que me sigan espero los valientes

Nobles caudillos que el valor realza,

¡Y si insulta a los libres un tirano

Veremos en el campo de batalla!

En la Nubia nacidos, por la Nubia

Morir sabremos: hijos de la patria,

Por ella moriremos, y el suspiro

Que de mis labios postrimeros salga,

Para Nubia será, que para Nubia

Nuestra fuerza y valor fueron creados.

Decid al pueblo que con él al campo

Cuando se ordene emprenderé la marcha;

Y decid al tirano que se apreste,—

Que prepare su gente,—y que a sus lanzas

Brillo dé y esplendor. ¡Más fuertes brillan

Robustas y valientes nuestras almas!

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SEN. ¡Feliz mil veces ¡oh valiente joven!

El pueblo que es tu patria!

TODOS —¡Viva Abdala!—

(Se van el Senador y consejeros.)

..................................................................

ESCENA V

ESPIRTA y ABDALA

ABD. Perdona ¡oh madre! que de ti me aleje

Para partir al campo. ¡Oh! Estas lágrimas

Testigos son de mi ansiedad terrible,

Y el huracán que ruge en mis entrañas.

(Espirta llora.)

¡No llores tú, que a mi dolor ¡oh madre!

Estas ardientes lágrimas le bastan!

El ¡ay! del moribundo, ni el crujido,

Ni el choque rudo de las fuertes armas,

¡No el llanto asoman a mis tristes ojos,

Ni a mi valiente corazón espantan!

Tal vez sin vida a mis hogares vuelva,

U oculto entre el fragor de la batalla

De la sangre y furor víctima sea.

Nada me importa. ¡Si supiera Abdala

Que con su sangre se salvaba Nubia

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De las terribles extranjeras garras,

Esa veste que llevas, madre mía,

Con gotas de mi sangre la manchara!

Sólo tiemblo por ti; y aunque mi llanto

No muestro a los guerreros de mi patria,

¡Ve cómo corre por mi faz, ¡oh madre!

Ve cuál por mis mejillas se derrama!

ESP. ¿Y tanto amor a este rincón de tierra?

¿Acaso él te protegió en tu infancia?

¿Acaso amante te llevó en su seno?

¿Acaso él fue quien engendró tu audacia

Y tu fuerza? ¡Responde! ¿O fue tu madre?

¿Fue la Nubia?

ABD. El amor, madre, a la patria

No es el amor ridículo a la tierra,

Ni a la yerba que pisan nuestras plantas;

Es el odio invencible a quien la oprime,

Es el rencor eterno a quien la ataca;—

Y tal amor despierta en nuestro pecho

El mundo de recuerdos que nos llama

A la vida otra vez, cuando la sangre,

Herida brota con angustia el alma;—

¡La imagen del amor que nos consuela

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Y las memorias plácidas que guarda!

ESP. ¿Y es más grande ese amor que el que despierta

En tu pecho tu madre?

ABD. ¿Acaso crees

Que hay algo más sublime que la patria?

ESP. ¿Y aunque sublime fuera, acaso debes

Por ella abandonarme? ¿A la batalla

Así correr veloz? ¿Así olvidarte

De la que el ser te dio? ¿Y eso lo manda

la patria? ¡Di! ¿Tampoco te conmueven

La sangre ni la muerte que te aguardan?

ABD. Quien a su patria defender ansía

Ni en sangre ni en obstáculos repara;

Del tirano desprecia la soberbia;

En su pecho se estrella la amenaza;

¡Y si el cielo bastara a su deseo,

Al mismo cielo con valor llegara!

................................................

(Publicado en La Patria Libre, impreso en la Imprenta y Librería “El Iris”, 23 de

octubre de 1869)

¡10 DE OCTUBRE!

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No es un sueño, es verdad: grito de guerra

Lanza el cubano pueblo, enfurecido;

El pueblo que tres siglos ha sufrido

Cuanto de negro la opresión encierra.

Del ancho Cauto a la Escambraica sierra,

Ruge el cañón, y al bélico estampido,

El bárbaro opresor, estremecido,

Gime, solloza, y tímido se aterra.

De su fuerza y heroica valentía

Tumbas los campos son, y su grandeza

Degrada y mancha horrible cobardía.

Gracias a Dios que ¡al fin con entereza

Rompe Cuba el dogal que la oprimía

Y altiva y libre yergue su cabeza!

(Publicado en Siboney, periódico manuscrito posiblemente de febrero de 1869)

EL PRESIDIO POLÍTICO EN CUBA (Fragmentos)

IDolor infinito debía ser el único nombre de estas páginas.

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Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los

dolores, el que mata la inteligencia, y seca el alma, y deja en ella huellas que no se

borrarán jamás.

Nace con un pedazo de hierro; arrastra consigo este mundo misterioso que agita cada

corazón; crece nutrido de todas las penas sombrías y rueda, al fin, aumentado con

todas las lágrimas abrasadoras.

Dante no estuvo en presidio.

Si hubiera sentido desplomarse sobre su cerebro las bóvedas oscuras de aquel

tormento de la vida, hubiera desistido de pintar su Infierno. Las hubiera copiado, y lo

hubiera pintado mejor.

........................................................................................................................................

¿Qué es aquello?

Nada.

Ser apaleado, ser pisoteado, ser arrastrado, ser abofeteado en la misma calle, junto a

la misma casa, en la misma ventana donde un mes antes recibíamos la bendición de

nuestra madre, ¿qué es?

Nada.

Pasar allí con el agua a la cintura, con el pico en la mano, con el grillo en los pies, las

horas que días atrás pasábamos en el seno del hogar, porque el sol molestaba nuestras

pupilas y el calor alteraba nuestra salud, ¿qué es?

Nada.

Volver ciego, cojo, magullado, herido, al son del palo y la blasfemia, del golpe y del

escarnio, por las calles aquéllas que meses antes me habían visto pasar sereno,

tranquilo, con la hermana de mi amor en los brazos y la paz de la ventura en el

corazón, ¿qué es esto?

Nada también.

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¡Horrorosa, terrible, desgarradora nada!

Y vosotros los españoles la hicisteis.

Y vosotros la sancionasteis.

Y vosotros las aplaudisteis.

¡Oh, y qué espantoso debe ser el remordimiento de una nada criminal!

Los ojos atónitos lo ven; la razón escandalizada se espanta; pero la compasión se

resiste a creer lo que habéis hecho, lo que hacéis aún.

O sois bárbaros, o no sabéis lo que hacéis.

Dejadme, dejadme pensar que no lo sabéis aún.

Dejadme, dejadme pensar que en esta tierra hay honra todavía, y que aún puede

volver por ella esta España de acá tan injusta, tan indiferente, tan semejante ya a la

España repelente y desbordada de más allá del mar.

Volved, volved por vuestra honra: arrancad los grillos a los ancianos, a los idiotas, a

los niños; arrancad el palo al miserable apaleador; arrancad vuestra vergüenza al que

se embriaga insensato en brazos de la venganza y se olvida de Dios y de vosotros;

borrad, arrancad todo esto, y haréis olvidar algunos de sus días más amargos al que ni

al golpe del látigo, ni a la voz del insulto, ni al rumor de sus cadenas, ha aprendido

aún a odiar.

.....................................................................................................

Yo no os pido que firméis la independencia de un país que necesitáis conservar y que

os hiere perder, que sería torpe si os lo pidiera.

Yo no os pido para mi patria concesiones que no podéis darla, porque, o no las tenéis,

o si las tenéis os espantan, que sería necedad pedíroslas.

Pero yo os pido en nombre de ese honor de la Patria que invocáis, que reparéis

algunos de vuestros más lamentables errores, que en ello habría honra legítima y

verdadera; yo os pido que seáis humanos, que seáis justos, que no seáis criminales

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sancionando un crimen constante, perpetuo, ebrio, acostumbrado a una cantidad de

sangre diaria que no le basta ya.

.......................................................................................................................................

Yo no os pido ya razón imparcial para deliberar.

Yo os pido latidos de dolor para los que lloran, latidos de compasión para los que

sufren por lo que quizás habéis sufrido vosotros ayer, por lo que quizás, si no sois aún

los escogidos del Evangelio, habréis de sufrir mañana.

No en nombre de esa integridad de tierra que no cabe en un cerebro bien organizado;

no en nombre de esa visión que se ha trocado en gigante; en nombre de la integridad

de la honra verdadera, la integridad de los lazos de protección y de amor que nunca

debisteis romper; en nombre del bien, supremo Dios; en nombre de la justicia,

suprema verdad, yo os exijo compasión para los que sufren en presidio, alivio para su

suerte inmerecida, escarnecida, ensangrentada, vilipendiada.

Si la aliviáis, sois justos.

Si no la aliviáis, sois infames.

Si la aliviáis, os respeto.

Si no la aliviáis, compadezco vuestro oprobio y vuestra desgarradora miseria.

IV

Vosotros, los que no habéis tenido un pensamiento de justicia en vuestro cerebro, ni

una palabra de verdad en vuestra boca para la raza más dolorosamente sacrificada,

más cruelmente triturada de la tierra;

Vosotros, los que habéis inmolado en el altar de las palabras seductoras los unos, y

las habéis escuchado con placer los otros, los principios del bien más sencillos, las

nociones del sentimiento más comunes, gemid por vuestra honra, llorad ante el

sacrificio, cubríos de polvo la frente, y partid con la rodilla desnuda a recoger los

pedazos de vuestra fama, que ruedan esparcidos por el suelo.

¿Qué venís haciendo tantos años hace?

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¿Qué habéis hecho?

Un tiempo hubo en que la luz del sol no se ocultaba para vuestras tierras. Y hoy

apenas si un rayo las alumbra lejos de aquí, como si el mismo sol se avergonzara de

alumbrar posesiones que son vuestras.

México, Perú, Chile, Venezuela, Bolivia, Nueva Granada, las Antillas, todas vinieron

vestidas de gala, y besaron vuestros pies, y alfombraron de oro el ancho surco que en

el Atlántico dejaban vuestras naves. De todas quebrasteis la libertad; todas se unieron

para colocar una esfera más, un mundo más en vuestra monárquica corona.

España recordaba a Roma.

César había vuelto al mundo y se había repartido a pedazos en vuestros hombres, con

su sed de gloria y sus delirios de ambición.

Los siglos pasaron.

Las naciones subyugadas habían trazado a través del Atlántico del Norte camino de

oro para vuestros bajeles. Y vuestros capitanes trazaron a través del Atlántico del Sur

camino de sangre coagulada, en cuyos charcos pantanosos flotaban cabezas negras

como el ébano, y se elevaban brazos amenazadores como el trueno que preludia la

tormenta.

Y la tormenta estalló al fin; y así como lentamente fue preparada, así furiosa e

inexorablemente se desencadenó sobre vosotros.

Venezuela, Bolivia, Nueva Granada, México, Perú, Chile, mordieron vuestra mano,

que sujetaba crispada las riendas de su libertad, y abrieron en ella hondas heridas; y

débiles, y cansados y maltratados vuestros bríos, un ¡ay! se exhaló de vuestros labios,

un golpe tras otro resonaron lúgubremente en el tajo, y la cabeza de la dominación

española rodó por el continente americano, y atravesó sus llanuras, y holló sus

montes, y cruzó sus ríos, y cayó al fin en el fondo de un abismo para no volverse a

alzar en él jamás.

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Las Antillas, las Antillas solas, Cuba sobre todo, se arrastraron a vuestros pies, y

posaron sus labios en vuestras llagas, y lamieron vuestras manos, y cariñosas y

solícitas fabricaron una cabeza nueva para vuestros maltratados hombros.

Y mientras ella reponía cuidadosa vuestras fuerzas, vosotros cruzabais vuestro brazo

debajo de su brazo, y la llegabais al corazón, y se lo desgarrabais, y rompíais en él las

arterias de la moral y de la ciencia.

Y cuando ella os pidió en premio a sus fatigas una mísera limosna, alargasteis la

mano, y le enseñasteis la masa informe de su triturado corazón, y os reísteis, y se lo

arrojasteis a la cara.

Ella se tocó en el pecho, y encontró otro corazón nuevo que latía vigorosamente, y,

roja de vergüenza, acalló sus latidos, y bajó la cabeza, y esperó.

Pero esta vez esperó en guardia, y la garra traidora sólo pudo hacer sangre en la férrea

muñeca de la mano que cubría el corazón.

Y cuando volvió a extender las manos en demanda de limosna nueva, alargasteis otra

vez la masa de carne y sangre, otra vez reísteis, otra vez se la lanzasteis a la cara. Y

ella sintió que la sangre subía a su garganta, y la ahogaba, y subía a su cerebro, y

necesitaba brotar, y se concentraba en su pecho que hallaba robusto, y bullía en todo

su cuerpo al calor de la burla y del ultraje. Y brotó al fin. Brotó, porque vosotros

mismos la impelisteis a que brotara, porque vuestra crueldad hizo necesario el

rompimiento de sus venas, porque muchas veces la habíais despedazado el corazón, y

no quería que se lo despedazarais una vez más.

Y si esto habéis querido, ¿qué os extraña?

Y si os parece cuestión de honra seguir escribiendo con páginas semejantes vuestra

historia colonial, ¿por qué no dulcificáis siquiera con la justicia vuestro esfuerzo

supremo para fijar eternamente en Cuba el jirón de vuestro manto conquistador?

Y si esto sabéis y conocéis, porque no podéis menos de conocerlo y de saberlo, y si

esto comprendéis, ¿por qué en la comprensión no empezáis siquiera a practicar esos

preceptos ineludibles de honra cuya elusión os hace sufrir tanto?

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Cuando todo se olvida, cuando todo se pierde, cuando en el mar confuso de las

miserias humanas el Dios del Tiempo revuelve algunas veces las olas y halla las

vergüenzas de una nación, no encuentra nunca en ellas la compasión ni el

sentimiento.

La honra puede ser mancillada.

La justicia puede ser vendida

Todo puede ser desgarrado.

Pero la noción del bien flota sobre todo, y no naufraga jamás.

Salvadla en vuestra tierra, si no queréis que en la historia de este mundo la primera

que naufrague sea la vuestra.

Salvadla, ya que aún podría ser nación aquella, en que perdidos todos los

sentimientos, quedase al fin el sentimiento del dolor y el de la propia dignidad.

........................................................................................................................................

VI

Era el 5 de abril de 1870. Meses hacía que había yo cumplido diez y siete años.

Mi patria me había arrancado de los brazos de mi madre, y señalado un lugar en su

banquete. Yo besé sus manos y las mojé con el llanto de mi orgullo, y ella partió, y

me dejó abandonado a mí mismo.

Volvió el día 5 severa, rodeó con una cadena mi pie, me vistió con ropa extraña, cortó

mis cabellos y me alargó en la mano un corazón. Yo toqué mi pecho y lo hallé lleno;

toqué mi cerebro y lo hallé firme; abrí mis ojos, y los sentí soberbios, y rechacé altivo

aquella vida que me daban y que rebosaba en mí.

Mi patria me estrechó en sus brazos, y me besó en la frente, y partió de nuevo,

señalándome con la una mano el espacio y con la otra las canteras.

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Presidio, Dios: ideas para mí tan cercanas como el inmenso sufrimiento y el eterno

bien. Sufrir es quizás gozar. Sufrir es morir para la torpe vida por nosotros creada, y

nacer para la vida de lo bueno, única vida verdadera.

¡Cuánto, cuánto pensamiento extraño agitó mi cabeza! Nunca como entonces supe

cuánto el alma es libre en las más amargas horas de la esclavitud. Nunca como

entonces, que gozaba en sufrir. Sufrir es más que gozar: es verdaderamente vivir.

Pero otros sufrían como yo, otros sufrían más que yo. Y yo no he venido aquí a cantar

el poema íntimo de mis luchas y mis horas de Dios. Yo no soy aquí más que un grillo

que no se rompe entre otros mil que no se han roto tampoco. Yo no soy aquí más que

una gota de sangre caliente en un montón de sangre coagulada. Si meses antes era mi

vida un beso de mi madre, y mi gloria mis sueños de colegio; si era mi vida entonces

el temor de no besarla nunca, y la angustia de haberlos perdido, ¿qué me importa? El

desprecio con que acallo estas angustias vale más que todas mis glorias pasadas. El

orgullo con que agito estas cadenas, valdrá más que todas mis glorias futuras; que el

que sufre por su patria y vive para Dios, en éste u otros mundos tiene verdadera

gloria. ¿A qué hablar de mí mismo, ahora que hablo de sufrimientos, si otros han

sufrido más que yo? Cuando otros lloran sangre, ¿qué derecho tengo yo para llorar

lágrimas?

........................................................................................................................................

Aquí viene la cantera. Es una mole inmensa. Muchos brazos con galones la empujan.

Y rueda, rueda, y a cada vuelta los ojos desesperados de una madre brillan en un

disco negro y desaparecen. Y los hombres de los brazos siguen riendo y empujando,

y la masa rodando, y a cada vuelta un cuerpo se tritura, y un grillo choca, y una

lágrima salta de la piedra y va a posarse en el cuello de los hombres que ríen, que

empujan. Y los ojos brillan, y los huesos se rompen, y la lágrima pesa en el cuello, y

la masa rueda. ¡Ay! Cuando la masa acabe de rodar, tan rudo cuerpo pesará sobre

vuestra cabeza, que no la podréis alzar jamás. ¡Jamás!

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En nombre de la compasión, en nombre de la honra, en nombre de Dios, detened la

masa, detenedla, no sea que vuelva hacia vosotros, y os arrastre con su hórrido peso.

Detenedla, que va sembrando muchas lágrimas por la tierra, y las lágrimas de los

mártires suben en vapores hasta el cielo, y se condensan; y si no la detenéis, el cielo

se desplomará sobre vosotros.

El cólera terrible, la cabeza nevada, la viruela espantosa, la ancha boca negra, la masa

de piedra. Y todo, como el cadáver se destaca en el ataúd, como la tez blanca se

destaca en la túnica negra, todo pasa envuelto en una atmósfera densa, extensa,

sofocante, rojiza. ¡Sangre, siempre sangre!

¡Oh! Mirad, mirad.

España no puede ser libre.

España tiene todavía mucha sangre en la frente.

Ahora, aprobad la conducta del Gobierno en Cuba.

Ahora, los padres de la patria, decid en nombre de la patria que sancionáis la

violación más inicua de la moral, y el olvido más completo de todo sentimiento de

justicia.

Decidlo, sancionadlo, aprobadlo, si podéis.

(Madrid, imprenta de Ramón Ramírez, San Marcos, 32, 1871)

LA REPÚBLICA ESPAÑOLA ANTE LA REVOLUCIÓN CUBANA

La gloria y el triunfo no son más que un estímulo al cumplimiento del deber. En la

vida práctica de las ideas, el poder no es más que el respeto a todas las

manifestaciones de la justicia, la voluntad firme ante todos los consejos de la crueldad

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o del orgullo. —Y cuando el acatamiento a la justicia desaparece, y el cumplimiento

del deber se desconoce, infamia envuelve el triunfo y la gloria, vida insensata y

odiosa vive el poder.

Hombre de buena voluntad, saludo a la República que triunfa, la saludo hoy como la

maldeciré mañana cuando una República ahogue a otra República, cuando un pueblo

libre al fin comprima las libertades de otro pueblo, cuando una nación que se explica

que lo es, subyugue y someta a otra nación que le ha de probar que quiere serlo. —Si

la libertad de 1a tiranía es tremenda, la tiranía de la libertad repugna, estremece,

espanta.

La libertad no puede ser fecunda para los pueblos que tienen la frente manchada de

sangre. La República española abre eras de felicidad para su patria: cuide de limpiar

su frente de todas las manchas, que la nublan,—que no se va tranquilo ni seguro por

sendas de remordimientos y opresiones, por sendas que entorpezcan la violación más

sencilla, la comprensión más pequeña del deseo popular.

No ha de ser respetada voluntad que comprime otra voluntad. Sobre el sufragio libre,

sobre el sufragio consciente e instruido, sobre el espíritu que anima el cuerpo

sacratísimo de los derechos, sobre el verbo engendrador de libertades álzase hoy la

República española. ¿Podrá imponer jamás su voluntad a quien la exprese por medio

del sufragio? ¿podrá rechazar jamás la voluntad unánime de un pueblo, cuando por

voluntad del pueblo, y libre y unánime voluntad se levanta?

No prejuzgo yo actos de la República española, ni entiendo yo que haya de ser la

República tímida o cobarde. Pero sí le advierto que el acto está siempre propenso a la

injusticia, sí le recuerdo que la injusticia es la muerte del respeto ajeno, sí le aviso

que ser injusto es la necesidad de ser maldito, sí la conjuro a que no infame nunca la

conciencia universal de la honra, que no excluye por cierto la honra patria, pero que

exige que la honra patria viva dentro de la honra universal.

Engendrado por las ideas republicanas entendió el pueblo cubano que su honra

andaba mal con el Gobierno que le negaba el derecho de tenerla. Y como no la tenía,

y como sentía potente su necesidad, fue a buscarla en el sacrificio y el martirio, allí

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donde han solido ir a encontrarla los republicanos españoles. Yo apartaría con ira mis

ojos de los republicanos mezquinos y suicidas que negasen a aquel pueblo vejado,

agarrotado, oprimido, esquilmado, vendido, el derecho de insurrección por tantas

insurrecciones de la República española sancionado. Vendida estaba Cuba a la

ambición de sus dominadores; vendida estaba a la explotación de sus tiranos. Así lo

ha dicho muchas veces la República proclamada. De tiranos los ha acusado muchas

veces la República triunfante. Ella me oye: ella me defienda.

La lucha ha sido para Cuba muerte de sus hijos más queridos, pérdida de su

prosperidad que maldecía, porque era prosperidad esclava y deshonrada, porque el

Gobierno le permitía la riqueza a trueque de la infamia, y Cuba quería su pobreza a

trueque de aquella concesión maldita del Gobierno. ¡Pesar profundo por los que

condenen la explosión de la honra del esclavo, la voluntad enérgica de Cuba!

Pidió, rogó, gimió, esperó. ¿Cómo ha de tener derecho a condenarla quien contestó a

sus ruegos con la burla, con nuevas vejaciones a su esperanza?

Hable en buen hora el soberbio de la honra mancillada,—tristes que no entienden que

sólo hay honra en la satisfacción de la justicia:—defienda en buen hora el

comerciante el venero de riquezas que escapa a su deseo,—pretenda alguno en buen

hora que no conviene a España la separación de las Antillas. Entiendo, al fin, que el

amor de la mercancía turbe el espíritu, entiendo que la sinrazón viva en el cerebro,

entiendo que el orgullo desmedido condene lo que para sí mismo realza, y busca, y

adquiere; pero no entiendo que haya cieno allí donde debe haber corazón.

Bendijeron los ricos cubanos su miseria, fecundóse el campo de la lucha con sangre

de los mártires, y España sabe que los vivos no se han espantado de los muertos, que

la insurrección era consecuencia de una revolución, que la libertad había encontrado

una patria más, que hubiera sido española si España hubiera querido, pero que era

libre a pesar de la voluntad de España.

No ceden los insurrectos. Como la Península quemó a Sagunto, Cuba quemó a

Bayamo; la lucha que Cuba quiso humanizar, sigue tremenda por la voluntad de

España, que rechazó la humanización; cuatro años ha que sin demanda de tregua, sin

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señal de ceder en su empeño, piden, y la piden muriendo, como los republicanos

españoles han pedido su libertad tantas veces, su independencia de la opresión, su

libertad del honor. ¿Cómo ha de haber republicano honrado que se atreva a negar

para un pueblo derecho que él usó para sí?

Mi patria escribe con sangre su resolución irrevocable. Sobre los cadáveres de sus

hijos se alza a decir que desea firmemente su independencia. Y luchan, y mueren. Y

mueren tanto los hijos de la Península como los hijos de mi patria. ¿No espantará a la

República española saber que los españoles mueren por combatir a otros

republicanos?

Ella ha querido que España respete su voluntad, que es la voluntad de los espíritus

honrados; ella ha de respetar la voluntad cubana que quiere lo mismo que ella quiere,

pero que lo quiere sola, porque sola ha estado para pedirlo, porque sola ha perdido

sus hijos muy amados, porque nadie ha tenido el valor de defenderla, porque

entiende a cuánto alcanza su vitalidad, porque sabe que una guerra llena de detalles

espantosos ha de ser siempre lazo sangriento, porque no puede amar a los que la han

tratado sin compasión, porque sobre cimientos de cadáveres recientes y de ruinas

humeantes no se levantan edificios de cordialidad y de paz. No la invoquen los que la

hollaron. No quieran paz sangrienta los que saben que lo ha de ser.

La República niega el derecho de conquista. Derecho de conquista hizo a Cuba de

España.

La República condena a los que oprimen. Derecho de opresión y de explotación

vergonzosa y de persecución encarnizada ha usado España perpetuamente sobre

Cuba.

La República no puede, pues, retener lo que fue adquirido por un derecho que ella

niega, y conservado por una serie de violaciones de derecho que anatematiza.

La República se levanta en hombros del sufragio universal, de la voluntad unánime

del pueblo.

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Y Cuba se levanta así. Su plebiscito es su martirologio. Su sufragio es su revolución.

¿Cuándo expresa más firmemente un pueblo sus deseos que cuando se alza en armas

para conseguirlos?

Y si Cuba proclama su independencia por el mismo derecho que se proclama la

República, ¿cómo ha de negar la República a Cuba su derecho de ser libre, que es el

mismo que ella usó para serlo? ¿Cómo ha de negarse a sí misma la República?

¿Cómo ha de disponer de la suerte de un pueblo imponiéndole una vida en la que no

entra su completa y libre y evidentísima voluntad?

El Presidente del Gobierno republicano ha dicho que si las Cortes Constituyentes no

votaran la República, los republicanos abandonarían el poder, volverían a la

oposición, acatarían la voluntad popular. ¿Cómo el que así da poder omnímodo a la

voluntad de un pueblo, no ha de oír y respetar y acatar la voluntad de otro? Ante la

República ha cesado ya el delito de ser cubano, aquel tremendo pecado original de mi

patria amadísima de que sólo lavaba el bautismo de la degradación y de la infamia.

¡Viva Cuba española! dijo el que había de ser Presidente de la Asamblea, y la

Asamblea dijo con él.—Ellos, levantados al poder por el sufragio, niegan el derecho

de sufragio al instante de haber subido al poder, maltrataron la razón y la justicia,

maltrataron la gratitud los que dijeron como el señor Martos.—¡No!—En nombre de

la libertad, en nombre del respeto a la voluntad ajena, en nombre de la voluntad

soberana de los pueblos, en nombre del derecho, en nombre de la conciencia, en

nombre de la República, ¡no!—Viva Cuba española, si ella quiere, y si ella quiere

¡viva Cuba libre!

Si Cuba ha decidido su emancipación; si ha querido siempre su emancipación para

alzarse en República; si se arrojó a lograr sus derechos antes que España los lograse;

si ha sabido sacrificarse por su libertad, ¿querrá la República española sujetar a la

fuerza a aquella que el martirio ha erigido en República cubana?—¿Querrá la

República dominar en ella contra su voluntad?

Mas dirán ahora que puesto que España da a Cuba los derechos que pedía, su

insurrección no tiene ya razón de existir.—No pienso sin amargura en este pobre

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argumento, y en verdad que de la dureza de mis razones habrá de culparse a aquellos

que 1a.s provocan.—España quiere ya hacer bien a Cuba. ¿Qué derecho tiene España

para ser benéfica después de haber sido tan cruel?—Y si es para recuperar su honra

¿qué derecho tiene para hacerse pagar con la libertad de un pueblo, honra que no

supo tener a tiempo, beneficios que el pueblo no le pide, porque ha sabido

conquistárselos ya?—¿Cómo quiere que se acepte ahora lo que tantas veces no ha

sabido dar?—¿Cómo ha de consentir la revolución cubana que España conceda como

dueña derechos que tanta sangre y tanto duelo ha costado a Cuba defender?—España

expía ahora terriblemente sus pecados coloniales, que en tal extremo la ponen que no

tiene ya derecho a remediarlos.—La ley de sus errores la condena a no aparecer

bondadosa. Tendría derecho para serlo si hubiera evitado aquella inmensa, aquella

innumerable serie de profundísimos males. Tendría para serlo si hubiera sido siquiera

humana en la prosecución de aquella guerra que ha hecho bárbara e impía.

Y yo olvido ahora que Cuba tiene formada la firme decisión de no pertenecer a

España: pienso sólo en que Cuba no puede ya pertenecerle. La sima que dividía a

España y Cuba se ha llenado, por la voluntad de España, de cadáveres.—No vive

sobre los cadáveres amor ni concordia;—no merece perdón el que no supo perdonar.

Cuba sabe que la República no viene vestida de muerte, pero no puede olvidar tantos

días de cadalso y de dolor. España ha llegado tarde; la ley del tiempo la condena.

La República conoce cómo la separa de la Isla sin ventura ancho espacio que llenan

los muertos;—la República oye como yo su voz aterradora;—la República sabe que

para conservar a Cuba, nuevos cadáveres se han de amontonar, sangre abundantísima

se ha de verter,—sabe que para subyugar, someter, violentar la voluntad de aquel

pueblo, han de morir sus mismos hijos.—¿Y consentirá que mueran para lo que, si no

fuera la muerte de la legalidad, sería el suicidio de su honra?—¡Espanto si lo

consiente!—¡Míseros los que se atrevan a verter la sangre de los que piden las

mismas libertades que pidieron ellos! ¡Míseros los que así abjuren de su derecho a la

felicidad, al honor, a la consideración de los humanos!

Y se habla de integridad del territorio.—El Océano Atlántico destruye este ridículo

argumento. A los que así abusan del patriotismo del pueblo, a los que así le arrastran

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y le engañan, manos enemigas pudieran señalarle un punto inglés, manos severas la

Florida, manos necias la vasta Lusitania.

Y no constituye la tierra eso que llaman integridad de la patria. Patria es algo más que

opresión, algo más que pedazos de terreno sin libertad y sin vida, algo más que

derecho de posesión a la fuerza. Patria es comunidad de intereses, unidad de

tradiciones, unidad de fines, fusión dulcísima y consoladora de amores y esperanzas.

Y no viven los cubanos como los peninsulares viven; no es la historia de los cubanos

la historia de los peninsulares; lo que para España fue gloria inmarcesible, España

misma ha querido que sea para ellos desgracia profundísima. De distinto comercio se

alimentan, con distintos países se relacionan, con opuestas costumbres se regocijan.

No hay entre ellos aspiraciones comunes ni fines idénticos, ni recuerdos amados que

los unan. El espíritu cubano piensa con amargura en las tristezas que le ha traído el

espíritu español; lucha vigorosamente contra la dominación de España.—Y si faltan,

pues, todas las comunidades, todas las identidades que hacen la patria íntegra, se

invoca un fantasma que no ha de responder, se invoca una mentira engañadora

cuando se invoca la integridad de la patria.—Los pueblos no se unen sino con lazos

de fraternidad y amor.

Si España no ha querido ser nunca hermana de Cuba, ¿con qué razón ha de pretender

ahora que Cuba sea su hermana?—Sujetar a Cuba a la nación española sería ejercer

sobre ella un derecho de conquista hoy más que nunca vejatorio y repugnante. La

República no puede ejercerlo sin atraer sobre su cabeza culpable la execración de los

pueblos honrados.

Muchas veces pidió Cuba a España los derechos que hoy le querrá España conceder.

Y si muchas veces se negó España a otorgarlos, a otorgar los que ella tenía, ¿cómo ha

de atreverse a extrañar que Cuba se niegue a su vez a aceptar como don tardío, honor

que ha comprado con la sangre más generosa de sus hijos, honor que busca hoy

todavía con una voluntad inquebrantable y una firmeza que nadie ha de romper?

Por distintas necesidades apremiados, dotados de opuestísimos caracteres, rodeados

de distintos países, hondamente divididos por crueldades pasadas, sin razón para

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amar a la Península, sin voluntad alguna en Cuba para pertenecer a ella, excitado por

los dolores que sobre Cuba ha acumulado España, ¿no es locura pretender que se

fundan en uno dos pueblos por naturaleza, por costumbres, por necesidades, por

tradiciones, por falta de amor separados, unidos sólo por recuerdos de luto y de

dolor?

Dicen que la separación de Cuba sería el fraccionamiento de la patria. Fuéralo así si

la patria fuese esa idea egoísta y sórdida de dominación y de avaricia. Pero, aun

siéndolo, la conservación de Cuba para España contra su más explícita y poderosa

voluntad, que siempre es poderosa la voluntad de un pueblo que lucha por su

independencia, sería el fraccionamiento de la honra de la patria que invocan.

Imponerse es de tiranos. Oprimir es de infames. No querrá nunca la República

española ser tiránica y cobarde. No ha de sacrificar así el bien patrio a que tras tantas

dificultades llega noblemente. No ha de manchar así honor que tanto le cuesta.

Si la lucha unánime y persistente de Cuba demuestra su deseo firmísimo de conseguir

su emancipación; si son de amargura y de dolor los recuerdos que la unen a España;

si cree que paga cara la sonoridad de la lengua española con las vidas ilustres que

España le ha hecho perder, ¿querrá esta España nueva, regenerada España, que se

llama República española, envolverse en la mengua de una más que toda injusta,

impía, irracional opresión? Tal error sería éste, que espero que no obrará jamás obra

tan llena de miseria.

Y en Cuba hay 400,000 negros esclavos, para los que, antes que España, decretaron

los revolucionarios libertad,—y hay negros bozales de 10 años, y niños de 11, y

ancianos venerables de 80, y negros idiotas de 100 en los presidios políticos del

Gobierno,—y son azotados por las calles, y mutilados por los golpes, y viven

muriendo así. Y en Cuba fusilan a los sospechosos, y a los comisionados del

Gobierno, y a las mujeres, y las violan, y las arrastran, y sufren muerte instantánea los

que pelean por la patria, y muerte lenta y sombría aquellos cuya muerte instantánea

no se ha podido disculpar. Y hay jefes sentenciados a presidio por cebarse en

cadáveres de insurrectos,—y los ha habido indultados por presentar en la mesa partes

de un cuerpo de insurrecto mutilado,—y tantos horrores hay que yo no los quiero

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recordar a la República, ni quiero decirle que los estorbe,—que son tales y tan

tremendos, que indicarle que los ha de corregir es atentar a su honor.

Pero esto demuestra cómo es ya imposible la unión de Cuba a España, si ha de ser

unión fructífera, leal y cariñosa;—cómo es necesaria resolución justa y patriótica;—

que sólo obrando con razón perfecta se decide la suerte de los pueblos, y sólo

obedeciendo estrictamente a la justicia se honra a la patria, desfigurada por los

soberbios, envilecida por los ambiciosos, menguada por los necios, y por sus hechos

en Cuba tan poco merecedora de fortuna.

Cuba reclama la independencia a que tiene derecho por la vida propia que sabe que

posee, por la enérgica constancia de sus hijos, por la riqueza de su territorio, por la

natural independencia de éste, y, más que por todo, y esta razón está sobre todas las

razones, porque así es la voluntad firme y unánime del pueblo cubano.

Si la conservación de Cuba para España ha de ser, y no podrá conservarse sino

siéndolo, olvido de la razón, violaciones del derecho, imposición de la voluntad,

mancilla de la honra, indigno será quien quiera conservar la riqueza cubana a tanta

costa; indigno será quien deje pensar a las naciones que sacrifica su honra a la

riqueza.

Hoy que la virtud el sólo el cumplimiento del deber, no ya su exageración heroica, no

consienta su mengua la República, sepa cimentar sobre justicia sabia y generosa su

Gobierno, no rija a un pueblo contra su voluntad—ella que hace emanar de la

voluntad del pueblo todos los poderes;—no luche contra sí misma, no se infame, no

tema, no se plegue a exigencias de soberbia ridícula, ni de orgullo exagerado, ni de

disfrazadas ambiciones; reconozca, puesto que el derecho, y la necesidad, y las

Repúblicas, y la alteza de la idea republicana la reconocen, la independencia de Cuba;

firme así su dominación sobre esta que, no siendo más que la consecuencia legítima

de sus principios, el cumplimiento estricto de la justicia, será, sin embargo, la más

inmarcesible de las glorias.—Harto tiempo han oprimido a España la indecisión y los

temores;—tenga, al fin, España el valor de ser gloriosa.

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¿Temerá el Gobierno de la República que el pueblo no respete esta levantada

solución? Esto sería confesar que el pueblo español no es republicano.

¿No se atreverá a persuadir al pueblo de que esto es lo que le impone su honor

verdadero? Esto significaría que prefiere el poder a la satisfacción de la conciencia.

¿No pensará como pienso el Gobierno republicano? Esto querría decir que la

República española ni acata la voluntad del pueblo soberano, ni ha llegado a entender

el ideal de la República.

No pienso yo que cederá al temor. Pero si cediera, esta enajenación de su derecho

sería la señal primera de la pérdida de todos.

Si no obra como yo entiendo que debe obrar, porque no entiende como yo, esto

significa que tiene en más las reminiscencias de sus errores pasados que la extensión,

sublime, por lo ilimitada y por lo pura, de las nuevas ideas;—que turban aún su

espíritu orgullo irracional por glorias harto dolorosas, deseo de retener cosas que no

debió poseer jamás, porque nunca las supo poseer.

Y si como yo piensa, si encuentra resistencia, si la desafía, aunque no premiase su

esfuerzo la victoria,—si acepta la independencia de Cuba,—porque sus hijos declaran

que sólo por la fuerza pertenecerán a España, y la República no puede usar del

derecho de la fuerza para oprimir a la República,—no pierde nada, porque Cuba está

ya perdida para España;—no arranca nada al territorio, porque Cuba se ha arrancado

ya;—cumple en su legitima pureza el ideal republicano; decreta su vida, como si no

la acepta, decretará su suicidio;—confirma sus libertades, que no ha de merecer

gozarlas quien niega la libertad de gobernarse a un pueblo que ha sabido ser libre;—

evita el derramamiento de sangre republicana, y será, si no lo evitase, opresora y

fratricida;—reconoce que pierde, y la pérdida ha tenido lugar ya, la posesión de un

pueblo que no quiere pertenecer a ella, que ha demostrado que no necesita para vivir

en gloria y en firmeza su protección ni su Gobierno,—y trueca, en fin, por la sanción

de un derecho, trueca, evitando el derramamiento de una sangre virgen y preciosa, un

territorio que ha perdido, por el respeto de los hombres, por la admiración de los

pueblos, por la gloria inefable y eterna de los tiempos que vendrán.

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Si el ideal republicano es el universo, si él cree que ha de vivir al fin como un solo

pueblo, como una provincia de Dios, ¿qué derecho tiene la República española para

arrebatar la vida a los que van adonde ella quiere ir?—Será más que injusta, será más

que cruel, será infame arrancando sangre de su cuerpo al cuerpo de la nacionalidad

universal.—Ante el derecho del mundo ¿qué es el derecho de España?—Ante la

divinidad futura ¿qué son el deseo violento de dominio, qué son derechos adquiridos

por conquista y ensangrentados con nunca interrumpida, siempre santificada,

opresión?

Cuba quiere ser libre.—Así lo escribe, con privaciones sin cuento, con sangre para la

República preciosa, porque es sangre joven, heroica y americana.—Cobarde ha de ser

quien por temor no satisfaga le necesidad de su conciencia.—Fratricida ha de ser la

República que ahogue a la República.

Cuba quiere ser libre.—Y como los pueblos de la América del Sur la lograron de los

gobiernos reaccionarios, y España la logró de los franceses, e Italia de Austria, y

Méjico de la ambición napoleónica, y los Estados Unidos de Inglaterra, y todos los

pueblos la han logrado de sus opresores, Cuba, por ley de su voluntad irrevocable,

por ley de necesidad histórica, ha de lograr su independencia.

Y se dirá que la República no será ya opresora de Cuba, y yo sé que tal vez no lo

será, pero Cuba ha llegado antes que España a la República.—¿Cómo ha de aceptar

de quien en son de dueño se la otorga, República que ha ido a buscar al campo de los

libres y los mártires?

No se infame la República española, no detenga su ideal triunfante, no asesine a sus

hermanos, no vierta le sangre de sus hijos sobre sus otros hijos, no se oponga a la

independencia de Cuba.—Que la República de España sería entonces República de

sinrazón y de ignominia, y el Gobierno de la libertad sería esta vez Gobierno

liberticida.

Madrid. 15 de febrero de 1873 (Publicado en forma de folleto en la imprenta de

Segundo Martínez, Travesía de San Mateo, 12)

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LA SOLUCIÓN (Fragmentos)

El gobierno de la República es un gobierno nuevo; nueva, pues y lógicamente distinta

de las anteriores, ha de ser su política en los asuntos cubanos.

No he de andar aquí pródigo de comentarios. Tan rápidamente se precipitan los

sucesos; tanta luz de verdad los ilumina, que más que yo ellos han de decir lo que LA

CUESTIÓN CUBANA entiende, como yo lo entiendo, y lo entienden todos los que

inspiran su patriotismo en las necesidades de su patria y la razón.

Ni hemos de necesitar insistir en la exigencia de que el gobierno que promete al país

el planteamiento de un sistema regenerador, lo plantee en lo que a Cuba toca con toda

la lógica precisa y toda la honradez valerosa que el sistema que promete reclama.

Harto vacilante anda el gobierno, harto tímido en todo lo difícil, harto silencioso en la

cuestión de Cuba, para que no temamos que esta vez como tantas otras veces el

clamoreo de la honra de oro se imponga y apague la voz de la verdadera honra.

¡Tanto se ha extraviado la firmeza de sus convicciones! ¡Tanto olvidan siempre por

exigencias extrañas, convicciones propias los que en España disponen del poder!

¡Tanto tememos de quien hasta ahora vacila, de quien vacila todavía en dar a la

cuestión ensangrentada de la Antilla el carácter que necesariamente se desprende del

sistema nuevo que ha entrado a gobernar!

O es vigoroso, o está mal seguro de su vigor el Gobierno. Si sabe que es fuerte, si

sabe que él es el país, si sabe cómo los hombres enérgicos y honrados llevan en todas

las cuestiones el sistema a la práctica, si sabe que sólo así conquistan los gobernantes

respeto y gloria, si todo esto sabe, y autoriza todos los tremendos dolores de la Isla, y

los auxilia, y los prosigue—el Gobierno será entonces cobarde,—más que cobarde

será el Gobierno.

Si sabe lo que su deber le impone, y cree que debe cumplirlo, y no lo cumple—

confiesa así que vive vida mísera, sin fuerza y sin vigor.

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¿No impone el sistema republicano, el sistema del respeto a las decisiones del

sufragio, deberes al Gobierno en la cuestión de Cuba, deber de reparar males

pasados?—Traidor a la República será el Gobierno, traidor al sentimiento de

humanidad, a las necesidades de su conciencia, traidor a la dignidad y a la honradez,

si no cumple todos los deberes que el sistema de la República le impone.

¿No es razón la República? ¿No es sufragio? ¿No es respeto a la decisión popular?

¿No es libertad para los que merecen ser libres? ¿No es manera patriótica—que no ha

de excluir para serlo lo justo ni lo recto—de resolver las cuestiones que las simpatías

de los pueblos republicanos acogen y secundan?—O así resuelve estas cuestiones el

Gobierno, o así respeta el sufragio, o así va a buscar sus determinaciones para el

pueblo en lo que el pueblo decida, o desmiente, si no lo hace, todos los derechos que

la alimentan, todos los principios que la fundan.

La honradez no es la debilidad, no es la cobardía, ni es el consejo pusilánime que se

pide a los adversarios, ni la resolución que se inspira en lo que los adversarios

quieren.

La honradez es el vigor en la defensa de lo que se cree, la serenidad ante las

exigencias de los equivocados, ante el clamoreo de los soberbios, ante las tormentas

que levanten los que entienden mejor su propio provecho que el provecho patrio.

Cuba se alzó, con más fe republicana que España, porque se alzó antes que ella, para

conquistar los mismos derechos que la República conquista. ¿Qué tiene entonces que

combatir España en Cuba?

Pero dicen que Cuba se alza, no por la República sólo, sino por la República contra

España.—¡Cómo!—Y ¿queréis, vosotros los hijos del sufragio y de la razón,

gobernar a Cuba contra la razón y contra el sufragio, dominar a Cuba por la

devastación y por la fuerza?

—¡Cómo!—Vosotros, hijos de la República, ¿ahogaréis en sangre la petición de

Cuba, petición de derechos y de libertades republicanas?—¡Fratricidas e infames si

por más tiempo la ahogáis!

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Pero dicen que Cuba tuvo razón cuando se alzó contra España opresora y

monárquica, que Cuba no tiene razón ahora que se alza contra España liberal y

republicana. Y ¿por qué no os alzasteis al mismo tiempo que ella? ¿por qué no

defendisteis con ardor sus libertades? ¿por qué no tuvisteis siquiera el valor de decir

que tenía razón? ¿por qué fuisteis tan complacientes con la infamia? ¿por qué queréis

que un pueblo que sabe defender con tanta energía su independencia quede sujeto a la

suerte de un país cuya salvación ni vosotros mismos podéis conseguir, que un pueblo

tan decidido y tan firme se conserve contra su voluntad subyugado a un pueblo que

no tiene en sus mismas cuestiones decisión ni firmeza?

Y sobre todo: sobre estas razones de tiempos, sobre todos estos derechos adquiridos

por constancia y por los años que quiso Cuba adelantarse a vosotros ¿vale la posesión

de Cuba que la posean contra su voluntad, por derecho de sangre y por la fuerza, por

un nuevo derecho de conquista, si excecrable en todos los tiempos, doblemente en

vosotros execrable?

Si queréis poseerla así, si podéis seguirla poseyendo, poseedla.—Yo tendría un

remordimiento eterno en conservar aquello cuya conservación me costara verter

sangre noble y vigorosa de hermanos míos.

Y no podría tampoco el Gobierno evitar que al fin lograse Cuba la independencia

porque lucha.

Si la escasez de las desventuradas tropas no bastara, las cuestiones tenebrosas de

Hacienda bastarían.

Tropas desventuradas las que allí van a morir, tropas engañadas que, no combatirían

si supieran bien por qué combaten, como no os atreveríais a combatir vosotros, hijos

de la República que estáis en el poder —porque sería demasiado peso de infamia para

vuestra historia de mañana,— y enviáis sin embargo hermanos nuestros, enviáis

españoles a que luchen y a que mueran por lo que vuestra conciencia os dice que no

deben luchar ni morir, por lo que vosotros —yo os lo vuelvo a asegurar— no

tendríais decisión bastante para luchar jamás.

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JOSÉ MARTÍ

La Cuestión Cubana. Sevilla, 26 de abril de 1873

LAS REFORMAS

Cuando Cuba estaba en paz, cuando la crueldad no la había exasperado por completo,

cuando las divisiones no se habían ahondado, cuando los principios no se habían

ahogado en sangre; eran lógicas, necesarias, imprescindibles las reformas. —Así lo

reconocen hoy los que se arrepienten de no haberlo conocido antes.

Ahora que la opresión ha provocado la guerra, ahora que la exasperación es completa,

ahora que el cadalso ha sido la compasión, la crueldad el precepto único, la sangre la

única razón, todo se ha extremado, todo ha crecido, todo se ha precipitado; —ahora

es lógica, es necesaria, es imprescindible la independencia. —Reconózcanlo así los

que no creen, para que luego no se arrepientan por no haberlo reconocido antes.

Y es duro y es tremendo tener que arrepentirse de no haber sido justo, cuando la

justicia podía evitar la muerte de los hombres.

La independencia es necesaria, —no pasan en vano las revoluciones por los pueblos,

—no puede un pueblo enérgico ser igual a un pueblo al que falta la energía —no

puede ser el mismo el estado de un país devorado en silencio por la sinrazón, al país

potente y vigoroso que se ha lanzado a las armas, y las ha sostenido, y las ha

arrancado para pelear, de las manos de sus enemigos, —y fue generoso con ellos, y

vio que eran crueles para él —y dio libertad a los prisioneros, y vio —que mataban a

los suyos —y vio que le devolvían cadáver a aquel que habían mandado como

mensajero de paz, y supo luego que habían violado sus mujeres y asesinado a sus

hijos, y matado a sus ancianos y henchido de espanto todo aquello que había sido

para él felicidad y respeto y alegría.

Pues si las revoluciones no pasan en vano por los pueblos, si un pueblo antes de la

revolución no puede ser después de ella como era, si no puede olvidarse jamás una

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revolución ensangrentada —¿cómo ha de ser ahora lógica —en situación distinta— la

solución que lo era entonces? —¿Cómo, si las reformas eran entonces necesarias, han

de ser bastante ahora?

Pasarían entonces en vano las revoluciones para los pueblos.

Cuba quería antes las reformas, avisaba a España de su necesidad, marcaba a España

la manera de conservarla todavía.—Cuba, antes de lanzarse a la lucha, avisó a España

que iba a luchar.

España creyó que podía burlarse aún de la exasperada Antilla; creyó que la necesidad

imprescindible puede vivir mucho tiempo de la prudencia, creyó que los dolores

desgarradores y supremos se curan con las promesas de esperanza, promesas crueles

que arrojaban de las Cortes los diputados, que hacían alarde culpable de fuerza

cubriendo con una contribución crecidísima la petición cariñosa de libertad, promesa

como aquella da abolir la esclavitud en las Antillas, cobardemente convertida en

Puerto Rico en la manera de eludir la promesa por tres años.

Entonces, para curar el despecho, para no irritar a los prudentes, para no exaltar a los

generosos, para dar al fin un tanto de ventura al que con tanta mansedumbre la pedía,

eran las reformas para Cuba sistema de imprescindible aplicación.—Entonces. . .

Pero el despecho fue irritado, la justicia fue olvidada, la mansedumbre escarnecida, la

Isla más vejada.—Y como consecuencia lógica, y como necesidad justificada, y

como razón única la insolencia de la crueldad, Cuba exigió por las armas lo que pidió

en vano por la paz, Cuba exaltó a sus hijos en la necesidad de su ventura; Cuba creyó

que la energía podría lograr del dueño aquel intento justísimo que la paz no había

logrado.

España llamó entonces a la justicia traición, a su ambición causa sagrada, a las

necesidades de Cuba infamia de sus hijos.

España no quiso reconocer nunca que para los hombres que nacen en la tierra en que

el cielo se parece tanto a la libertad, vida de libertad es la única que asegura la paz y

el amor.

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Cuba tuvo que alzarse en armas para conseguir de España las reformas.

La España monárquica ahogó en sangre las peticiones de Cuba, como la España

republicana las ahoga ahora, y esto es vergüenza e indignidad para la República.

Lógico es que Cuba se alce ahora en armas para conseguir su independencia.

Lógico es que Cuba pida su independencia ahora alzada sobre los cadáveres a que

España ha arrebatado la vida porque combatían por la libertad.

Es lógica terrible para España, pero es lógica.

Y las reformas eran justas. Eran justas todas las que Cuba pedía, eran justas muchas

reformas más, porque Cuba no llegó a pedir nunca todas las reformas que hoy pide

para Cuba un ministro español.

Luego aquella causa era santa; luego el gobierno sabe que ha matado a unos mártires;

luego está cerca de la infamia el gobierno que lo sabe y los mata; luego los cubanos

que han muerto, han muerto asesinados; luego es espantoso que se les quiera seguir

asesinando.

¡Ah! El gobierno no tiene medios para evitarlo. —Triste gobierno que no tiene

potencia para evitar que se mate; que no tiene energía bastante para evitar su

vergüenza.

¿Acaso un gobierno puede dispensarse de ser honrado porque es gobierno?

¿Acaso hay consideración que valga más que la honra?

¿Acaso Salmerón no pide para Cuba lo mismo que Cuba ha pedido, casi todo lo que

Cuba pide hoy?

¿Acaso Salmerón no entiende que Cuba ha llegado a su período de emancipación,

como han llegado todas las colonias que saben morir durante cuatro años ante el

ejército numeroso de una potencia que no los vence ni los doblega, ni humilla, ni

altera su decisión?

¡Ah! Cuando se quiere ser libre, es infamia combatir a los que han merecido serlo, es

infamia combatir a la libertad.

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Yo iba a decir que las reformas eran ya tardías.

Si antes de la revolución eran justas, si eran necesarias antes de que existiese la

revolución.—Después de la Revolución era necesario algo más que las reformas.

Y si el reconocimiento tardío de la necesidad ha traído la situación de mi patria a

extremo tan lamentable para España, ¿por qué se empeña en hacerlo más lamentable

todavía, no queriendo reconocer lo que ha de reconocer al fin?

¡Nación triste, condenada a verter siempre la sangre de sus hijos en empresas de

violencia y de opresión!

La República vive, y en Cuba se mata en su nombre.

¡República tenebrosa ésta que mata todavía por algo que no sea su propia

independencia, causa única para que una guerra republicana sea honrada y santa!

Cuba ha pensado así. Cuba cree ya que la independencia es su única ventura, su único

deseo, su única necesidad. ¿Qué va a hacer España ante esta enérgica resolución?

Comprendo que pretenda disuadirla, aunque sé yo que no la disuadirá, y

pretendiéndolo será honrada todavía.

Pero no comprendo que siga combatiendo en América a los que luchan por lo que ella

luchó en Europa.

No comprendo que la obstinación de una República valga la muerte de tantos

hombres.

No comprendo que ante la verdadera honra española, valga la posesión de Cuba para

España más que la vida de sus hijos, más que el acatamiento a la justicia, más que la

necesidad de no ser opresora, más que el triunfo de todas las augustas ideas

republicanas.

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La tranquilidad es imposible: el silencio es criminal.

¿Quiere España conservar a Cuba? —Sólo podrá conservarla por derecho de

conquista, por derecho de fuerza, por el exterminio de sus hijos, por la devastación de

la comarca. — “Sólo así podrá conservarla”.

Y no —¡no!— no será tan infame la República que lo quiera.

.JOSÉ MARTÍ

La Cuestión Cubana, Sevilla, 26 de mayo de 1873

II. EL MUNDO AMERICANO EN MARTÍ

El primer contacto directo de Martí con la América hispana independiente se produjo

en México, quiere decir que es en la tierra azteca donde descubrió este nuevo mundo

con sus complejidades. A esta experiencia seguiría la de Guatemala y, después de un

año en Estados Unidos, Venezuela.

El México al que arriba en 1875 había vivido el período de la reforma liberal y la

guerra civil, con la inserción del conflicto religioso, y conservaba aún frescos en la

memoria los días de preeminencia conservadora con el Imperio de Maximiliano y la

lucha encabezada por Benito Juárez, quien había muerto tres años antes. Este período

mexicano coincide con la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada, el sucesor de

Juárez, hombre de la reforma. En este contexto Martí observó la lucha entre

conservadores y liberales, las pugnas dentro del liberalismo y vio el golpe de Estado

de Porfirio Díaz, lo que decidió su partida de la tierra mexicana. Era el primer

contacto con la Hispanoamérica independiente y con las reformas liberales que

buscaban la modernización de estos países donde no se había completado la

revolución anticolonial.

Martí siguió de cerca las luchas políticas con sentido analítico, y tomó partido por

Lerdo; atacó a la oposición por carecer de ética, por sus métodos, por no constituirse

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en oposición razonada y no ofrecer nuevas soluciones a los problemas del país.

También descubrió el drama del indígena, de su exclusión, y sometió a crítica las

reformas liberales. México le abrió la perspectiva del nuevo mundo americano. Aquí

se deslumbró con el alma americana, lo que le permite decir que “la vida americana

no se desarrolla, brota”,4 pero también reclama formas propias para resolver los

problemas americanos: su sentido de la autoctonía, de la originalidad, se acendraba

con la experiencia mexicana.

En este contexto se le fue develando el gran problema de las repúblicas americanas

independientes: Un pueblo no es independiente cuando ha sacudido las cadenas de

sus amos; empieza a serlo cuando se ha arrancado de su ser los vicios de la vencida

esclavitud, y para patria y vivir nuevos, alza e informa conceptos de vida

radicalmente opuestos a la costumbre de servilismo pasado, a las memorias de

debilidad y de lisonja que las dominaciones despóticas usan como elementos de

dominio sobre los pueblos esclavos.5

El joven cubano iniciaba un camino de análisis de los problemas de lo que empezaba

a llamar “nuestra América” que iría madurando en los años siguientes. En esta

dirección tendría gran importancia su observación acerca de la necesidad de buscar

soluciones propias y no adoptar miméticamente los modelos ajenos, por ello puede

preguntar: “¿Por qué en la tierra nueva americana se ha de vivir la vieja vida

europea?” y afirmar: “A propia historia, soluciones propias. A vida nuestra, leyes

nuestras”.6

En 1877, después de una corta estancia clandestina en La Habana, salió de México

para dirigirse a Guatemala. Este país estaba en el tránsito de una economía señorial

cerrada hacia la expansión del café, enmarcado en la política del gobierno liberal de

Justo Rufino Barrios, quien desarrollaba un estilo duro de reforma liberal. Allí estaría

hasta julio de 1878. Era una experiencia diferente, pero también de la América

postcolonial.

4 Martí. T 6, p. 2005 Ibid. P. 2096 Ibid. pp. 227 y 312

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En la tierra del Quetzal, Martí ahondó su visión sobre Hispanoamérica, a la que ya

identificaba como “madre América” y “nuestra América” _conceptos que serían

desarrollados en los años posteriores_, junto a la crítica a las reformas liberales que

tomaban modelos europeos o norteamericano, no aplicables a nuestras realidades.7 En

sus análisis guatemaltecos se aprecia el distanciamiento de Martí respecto a la

fórmula en boga entonces de “civilización contra barbarie”, en la que se identificaba

la civilización con el desarrollo alcanzado por las sociedades europeas, como modelo

de “progreso”, en el que se incluía a los Estados Unidos, mientras que lo indígena

constituía lo retardatario. La argumentación de la posición martiana descansa en la

evolución histórica diferente que da lugar a una “síntesis de pueblos” en estas

naciones jóvenes, a un proceso civilizatorio autóctono, cuyos problemas no se

resuelven con modelos ajenos, sino con fórmulas propias, nacidas de su propia

realidad.

En Guatemala aparece la idea martiana de la necesidad de la unidad de nuestros

pueblos y formula su decisión de trabajar para ello. En el folleto “Guatemala”,

publicado en México en 1778, se refiere reiteradamente a esta idea: “¡Por primera

vez me parece buena una cadena para atar, dentro de un cerco mismo, a todos los

pueblos de mi América!” y “Para unir vivo lo que la mala fortuna desunió”.8

Por otra parte, en su estrategia toma cuerpo la idea de la “revelación”, entendida en la

necesidad de revelar a América ante sí misma y ante los otros; se trata de que nuestra

América se conozca a sí misma, conozca sus fuerzas, sus potencialidades y las

conozca el otro o los otros como necesidad impostergable para su capacidad de

preservación y desarrollo independiente. Por tanto, es necesario seguir la elaboración

de estas concepciones y de su estrategia continental para entender el desarrollo

progresivo del pensamiento martiano.

La visión de la América nuestra completaría el ciclo con la estancia de un semestre en

Venezuela durante 1881. No puede olvidarse que, cuando va a Venezuela, ya había

vivido un año en Estados Unidos y había pasado por la experiencia de su labor de 7 Para un análisis medular acerca de las concepciones martianas sobre la identidad latinoamericana y la formación de conceptos esenciales ver Pedro Pablo Rodríguez: De las dos Américas. Centro de Estudios Martianos, La Habana, 20028 Martí. T 7, pp. 118 y 119

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dirección durante la Guerra Chiquita en Cuba. La nación venezolana, tierra de

Bolívar, estaba gobernada por la dictadura de Antonio Guzmán Blanco, quien había

desarrollado un conjunto de medidas dentro de las reformas liberales desde 1870. Allí

vio la modernización de Caracas y los grandes contrastes internos. Allí escribió su

extraordinario poemario “Ismaelillo”, allí maduró sus ideas respecto a la América de

origen hispano.

En el Club de Comercio pronunció un discurso el 21 de marzo, en el cual ya vincula

como proceso único la independencia de Cuba con la de la América hispana: “Se

sabe que al poema de 1810 falta una estrofa”.9 También avanza más aún en lo

referido a su estrategia continental, lo cual queda claramente expresado en la carta a

Fausto Teodoro de Aldrey de 27 de julio: De América soy hijo: a ella me debo. Y de

la América, a cuya revelación, sacudimiento y fundación urgente me consagro, ésta

es la cuna; ni hay para labios dulces, copa amarga; ni el áspid muerde en pechos

varoniles; ni de su cuna reniegan hijos fieles. Deme Venezuela en qué servirla: ella

tiene en mí un hijo.10 Nótese la reafirmación del propósito de revelación, pero esta

vez acompañado de otras dos acciones esenciales, el sacudimiento y la fundación. La

función creadora que se había planteado se va enriqueciendo y completando. Por otra

parte, produce una relación interna indisoluble entre la declaración de ser hijo de

Venezuela _y por tanto servirla_, la imagen de Venezuela como cuna de América y

la afirmación de deberse a esa América de la que es hijo.

En la comprensión martiana de “nuestra América” resulta fundamental su experiencia

vital y sus profundos análisis de la “otra” América, la que no es nuestra, la América

anglosajona. Sus casi quince años de vida en Estados Unidos serían decisivos en ello,

sin embargo, es importante tomar en consideración que Martí tenía ya ideas formadas

respecto a Estados Unidos que, por cierto, no eran nada comunes en una época en

que aquel país era visto como paradigma de progreso, democracia y libertad.

Durante su primer destierro a España, había escrito en sus Cuadernos de Apuntes:

Los norteamericanos posponen a la utilidad el sentimiento.—Nosotros posponemos

al sentimiento la utilidad (...)// (...) Las leyes americanas han dado al Norte alto 9 Ibid., p. 28410 Ibid. p. 267

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grado de prosperidad, y lo han llevado también al más alto grado de corrupción. Lo

han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!11

Nótese la contraposición que establece entre la prosperidad material y la espiritual,

asunto que sería recurrente en sus apreciaciones posteriores sobre Estados Unidos,

después de su experiencia personal como emigrado en aquel país al que somete a un

agudo análisis crítico. No se trata de un simple ejercicio intelectual, hay que insistir

en esto, se trata de una necesidad para la construcción de su proyecto revolucionario

para el cual era indispensable el conocimiento del modelo norteamericano y su

crítica, el conocimiento de los problemas continentales y lo que podía representar

Cuba independiente en ese contexto, y el papel de Estados Unidos como factor de

esta área del mundo.

El país norteño que Martí conoce desde 1880 hasta inicios de 1895 estaba viviendo el

momento de acelerado desarrollo económico _un desarrollo económico “colosal”

para decirlo con un adjetivo martiano_ que lo llevaría a convertirse a fines de la

centuria en una potencia mundial, con su gran crecimiento urbano y el hacinamiento

en las ciudades, con el apogeo de la revolución agrícola y, más aún, de la revolución

industrial, con los grandes avances científico técnicos y su aplicación a la producción,

con la aparición de las primeras formas de monopolios y sus tremendas

consecuencias sociales, con la entrada masiva de inmigrantes europeos y también de

otras latitudes y sus grandes contradicciones sociales; pero también con sus procesos

electorales corruptos, el asesinato de un presidente, los debates entre proteccionistas y

librecambistas, entre los expansionistas y sus oponentes y entre los impulsores del

monopolio y los propulsores de las leyes antitrusts. Era también los Estados Unidos

de las luchas feministas y los primeros actos de ejercicio del voto femenino, del

desarrollo de escuelas en función de la preparación técnica indispensable para las

demandas del país, de Walt Whitman, de Emerson.

Junto a su lucha por ganar el sustento para sí y su familia, y su labor intelectual en el

periodismo y como poeta _escribía sus Versos Libres_, Martí siguió de cerca

múltiples temas de la sociedad norteamericana, especialmente los problemas sociales,

11 T 22, pp. 15-16

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el sistema político y su proyección exterior. Sobre estos asuntos, el mundo de los

negocios, la vida cotidiana, las importantes exposiciones de los avances técnicos o de

pintura, los grandes y pequeños acontecimientos escribió para la prensa continental,

con énfasis en periódicos de la América nuestra. En carta a Manuel Mercado de 1886

explica sus propósitos, más allá de la necesidad de trabajar para el sostén personal y

de su familia: (...) ¡qué falta hace allá, de mí y de todos, un estudio constante de

todas las cosas, vías y tendencias de este pueblo, capaz, a pesar de su fuerza, de ser

evitado, como se evita una estocada mortal (...)!12

En su larga estancia en Estados Unidos pueden destacarse dos momentos

especialmente significativos en la maduración y penetración del análisis martiano de

aquella sociedad y sus resortes: los sucesos de Chicago entre 1886 y 1887 _los que

conmemoran los obreros del mundo cada Primero de Mayo_ y la Conferencia

Internacional de Washington entre 1889 y 1890 que tendría seguimiento con la

Conferencia Monetaria Internacional de 1891. Estos son momentos esnciales dentro

del desarrollo progresivo de la percepción martiana acerca de aquel país, sus

problemas y su papel en el continente.

Estos análisis llevarían a Martí a la conclusión de que se trataba de un sistema en el

cual la magistratura, la representación nacional, la Iglesia, la prensa misma

corrompidas por la codicia, habían llegado en 25 años de consorcio a crear en la

democracia más libre del mundo, la más injusta y desvergonzada de las

oligarquías.13

La experiencia martiana en Estados Unidos completó su imagen de nuestro

continente y permitió madurar plenamente el concepto de “nuestra América”, clave

para su proyecto revolucionario continental de alcance mundial, a partir de la

convicción de que existían dos factores o dos nacionalidades en el continente y que

una de ellas constituía el peligro mayor para la otra. Le posibilitó entender en toda su

complejidad el momento de cambio acelerado que vivía el mundo y los peligros que

este planteaba para la independencia de Cuba y para la América de origen hispano.

12 T 20, pp. 88-8913 T 11, p. 437

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A la par de sus análisis de la sociedad norteamericana, se propuso una labor

educacional dirigida a los niños de América: en 1889, cuando se incubaba y

comenzaba el Congreso Internacional de Washington, publicó los cuatro números de

La Edad de Oro, mientras que en el “invierno de angustia” que fue el de la

celebración del Congreso escribió sus Versos Sencillos. En enero de 1891 publicaría

un ensayo trascendente que evidencia la madurez del pensamiento martiano: “Nuestra

América”.

Las múltiples experiencias de vida en el continente permitieron a Martí el contacto

directo con tendencias diversas de pensamiento político, social, filosófico, en general,

con el mundo de las ideas de su tiempo, así como con realidades diversas y

contrastantes. La asimilación creadora le permitió someter a crítica todo aquel

universo y asumir lo que consideró útil, al tiempo que afirmó su sentido creador para

plantear su propio proyecto revolucionario para su tiempo y espacio.

EL LICEO HIDALGO.—MONUMENTO.—VUELTA A LAS ESCUELAS.—

EMPRESA PATRIÓTICA.—TEATRO MEXICANO (Fragmentos)

.........................................................................................................................................

El actor Zerecero tiene un proyecto que le honra, por cuanto quiere honrar con él la

literatura mexicana.

Este estudioso actor intenta reunir todas las obras dadas a la escena por escritores

mexicanos, hacerlas representar por la Compañía que dirige en Tampico, y una vez

acostumbrados los actores a interpretar las creaciones escénicas de los escritores

patrios, venir con ellos a México y dar aquí al público cuanto para el teatro han

producido nuestros poetas y literatos notables.

Este proyecto responde a una necesidad que ha tardado mucho en hacerse sensible.

Un pueblo nuevo necesita una nueva literatura. Esta vida exuberante debe

manifestarse de una manera propia. Estos caracteres nuevos necesitan un teatro

especial.

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La vida americana no se desarrolla, brota. Los pueblos que habitan nuestro

Continente, los pueblos en que las debilidades inteligentes de la raza latina se han

mezclado con la vitalidad brillante de la raza de América, piensan de una manera que

tiene más luz, sienten de una manera que tiene más amor, y han menester en el teatro

—no de copias serviles de naturalezas agotadas—de brotación original de tipos

nuevos.

México necesita una literatura mexicana. Si anda México escaso en actores propios,

consecuencia justa es ésta de la escasez y apartamiento de propios autores. La

independencia del teatro es un paso más en el camino de la independencia de la

nación. El teatro derrama su influencia en los que, necesitados de esparcimiento,

acuden a él. ¿Cómo quiere tener vida propia y altiva, el pueblo que paga y sufre la

influencia de los decaimientos y desnudeces repugnantes de la gastada vida ajena?

La literatura es la bella forma de los pueblos. Con pueblos nuevos, ley es esencial que

una literatura nueva surja.

Toda clase de protección merece el actor modesto y estudioso que se esfuerza en

acostumbrar al pueblo mexicano al conocimiento, al estímulo, al aplauso de los que

sus hijos bien queridos forman y crean.

Las manos que han surgido de una tierra virgen, no han debido ser hechas para

aplaudir las postrimerías de una tierra cansada y moribunda.

El teatro es copia y consecuencia del pueblo. Un pueblo que quiere ser nuevo,

necesita producir un teatro original.

Revista Universal. México, 11 de mayo de 1875

LA POLÉMICA ECONÓMICA.—A CONFLICTOS PROPIOS, SOLUCIONES

PROPIAS.—LA CUESTIÓN DE LOS REBOZOS.—CUESTIONES QUE

ENCIERRA (Fragmentos)

La prensa está haciendo algo digno de ella: el país pregunta a sus hombres

inteligentes por qué se muere de miseria sobre su tierra riquísima, por qué la industria

extranjera vive en México mejor que la industria mexicana: escritores jóvenes y

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entusiastas toman a su cargo la respuesta, y de aquí ha nacido una polémica notable,

que, aunque no tuviera otro buen resultado, tendría el muy importante de haber

ocupado notablemente la inteligencia de nuestros escritores. Hace a la larga daño

hablar incesantemente de cosas vanas y fútiles. Se siente uno mejor cuando ha dicho

sinceramente un pensamiento que cree útil. Esta satisfacción del bien obrar, cabe a

los que briosamente han empeñado en la prensa de la capital esta cuestión.

No queremos añadir nada nuestro aún, a las prácticas verdades que se están diciendo.

La cuestión se ha hecho cuestión de apreciación, puesto que todos están conformes en

unos mismos hechos. Para apreciar con fruto, es necesario conocer con profundidad,

y aún no conocemos absolutamente bien los problemas a que se busca solución. A

esto debe sujetarse la polémica, no a encomiar determinada escuela económica; no a

sostener su aplicación en México porque se aplicó con éxito en otra nación; no a

ligarse imprudentemente con las exigencias de un sistema extraño:—debe la

polémica ceñirse—según nuestro entender humilde—a estudiar los conflictos de

nuestra industria; a estudiar cada ramo en su nacimiento, desarrollo y situación

actual; a buscar solución propia para nuestras propias dificultades. Es verdad que son

unos e invariables, o que deben serlo por lo menos, los preceptos económicos; pero es

también cierto que México tiene conflictos suyos a los que de una manera suya debe

juiciosa y originalmente atender.

La imitación servil extravía, en Economía, como en literatura y en política.

Un principio debe ser bueno en México, porque se aplicó con buen éxito en Francia.

Asiéntase esto a veces, sin pensar en que esto provoca una pregunta elocuente. ¿Es la

situación financiera de México igual a la francesa? ¿Se producen las mismas cosas?

¿Están los dos países en iguales condiciones industriales?

Debe haber en la aplicación del principio económico relación igual a la relación

diferencial que existe entre los dos países.

Así con los Estados Unidos, con Inglaterra y Alemania.

Bueno es que en el terreno de la ciencia se discutan los preceptos científicos. Pero

cuando el precepto va a aplicarse; cuando se discute la aplicación de dos sistemas

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contrarios; cuando la vida nacional va andando demasiado aprisa hacia la inactividad

y el letargo, es necesario que se planteen para la discusión, no el precepto absoluto,

sino cada uno de los conflictos prácticos, cuya solución se intenta de buena fe

buscar.

........................................................................................................................................

No es buen sistema económico el inexorable e inflexible; el que, porque atiende al

bien de muchos, se cree dispensado de atender al mal de pocos. Es verdad que aquél

es preferible a éste, en último e irremediable extremo; pero es verdad también que

debe procurarse, en tanto que se pueda, la situación igualmente benéfica, igualmente

previsora para todos.

No terminamos aquí nuestras muy humildes observaciones; repetimos que nada

nuevo hemos querido añadir a lo que se está diciendo por muy notables escritores en

la prensa: para ello fuera preciso un conocimiento exacto de los problemas del trabajo

en México, que el boletinista Orestes no cree tener. Puesto que la solución es el

resultado del problema, es preciso conocer éste bien, para que sea respetada y

estudiada aquélla.

Regocijado por el ennoblecimiento diario de la prensa; contento porque comienzan a

discutirse cuestiones verdaderamente interesantes para el país; orgulloso de escribir al

lado de los que aspiran de buena fe, conocen lo que tratan, y escriben con buena

voluntad y con talento, el más oscuro de los que escriben envía a los contendientes en

la polémica económica su pláceme sincero, y deja para su boletín próximo la tarea

agradable de terminar las ligerísimas observaciones que ha comenzado a apuntar hoy.

Revista Universal. México, septiembre 23 de 1875

LOS CÓDIGOS NUEVOS

Interrumpida por la conquista la obra natural y majestuosa de la civilización

americana, se creó con el advenimiento de los europeos un pueblo extraño, no

español, porque la savia nueva rechaza el cuerpo viejo; no indígena, porque se ha

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sufrido la ingerencia de una civilización devastadora, dos palabras que, siendo un

antagonismo, constituyen un proceso; se creó un pueblo mestizo en la forma, que con

la reconquista de su libertad, desenvuelve y restaura su alma propia. Es una verdad

extraordinaria: el gran espíritu universal tiene una faz particular en cada continente.

Así nosotros, con todo el raquitismo de un infante mal herido en la cuna, tenemos

toda la fogosidad generosa, inquietud valiente y bravo vuelo de una raza original fiera

y artística.

Toda obra nuestra, de nuestra América robusta, tendrá, pues, inevitablemente el sello

de la civilización conquistadora; pero la mejorará adelantará y asombrará con la

energía y creador empuje de un pueblo en esencia distinto, superior en nobles

ambiciones, y si herido, no muerto. ¡Ya revive!

¡Y se asombran de que hayamos hecho tan poco en 50 años, los que tan hondamente

perturbaron durante 300 nuestros elementos para hacer! Dennos al menos para

resucitar todo el tiempo que nos dieron para morir. ¡Pero no necesitamos tanto!

Aun en los pueblos en que dejó más abierta herida la garra autocrática; aun en

aquellos pueblos tan bien conquistados, que lo parecían todavía, después de haber

escrito con la sangre de sus mártires, que ya no lo eran, el espíritu se desembaraza, el

hábito noble de examen destruye el hábito servil de creencia; la pregunta curiosa

sigue al dogma, y el dogma que vive de autoridad, muere de crítica.

La idea nueva se abre paso, y deja en el ara de la patria agradecida un libro inmortal;

hermoso, augusto: los Códigos patrios.

Se regían por distinciones nimias los más hondos afectos y los más grandes intereses;

se afligía a las inteligencias levantadas con clasificaciones mezquinas y vergonzosas;

se gobernaban nuestros tiempos originales con leyes de las edades caducadas, y se

hacían abogados romanos para pueblos americanos y europeos. Con lo cual,

embarazado el hombre del derecho, o huía de las estrecheces juristas que ahogaban su

grandeza, o empequeñecía o malograba ésta en el estudio de los casos de la ley.

Los nacimientos deben entre sí corresponderse, y los de nuevas nacionalidades

requieren nuevas legislaciones. Ni la obra de los monarcas de cascos redondos, ni la

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del amigo del astrólogo árabe, ni la buena voluntad de la gran reina, mal servida por

la impericia de Montalvo, ni la tendencia unificadora del rey sombrío y del rey

esclavo, respondían a este afán de claridad, a este espíritu exigente de investigación, a

esta pregunta permanente, desdeñosa, burlona; inquieta, educada en los labios de los

dudadores del siglo 17 para brillar después, hiriente y avara, en los de todos los hijos

de este siglo. Esa es nuestra grandeza: la del examen. Como la Grecia dueña del

espíritu del arte, quedará nuestra época dueña del espíritu de investigación. Se

continuará esta obra; pero no se excederá su empuje. Llegará el tiempo de las

afirmaciones incontestables; pero nosotros seremos siempre los que enseñamos, con

la manera de certificar, la de afirmar. No dudes, hombre joven. No niegues, hombre

terco. Estudia, y luego cree. Los hombres ignorantes necesitaron la voz de la Ninfa y

el credo de sus Dioses. En esta edad ilustre cada hombre tiene su credo. Y, extinguida

la monarquía, se va haciendo un universo de monarcas. Día lejano, pero cierto.

Los pueblos, que son agrupaciones de estos ánimos inquietos, expresan su propio

impulso, y le dan forma. Roto un estado social, se rompen sus leyes, puesto que ellas

constituyen el Estado. Expulsados unos gobernantes perniciosos, se destruyen sus

modos de gobierno. Mejor estudiados los afectos e intereses humanos, necesitan el

advenimiento de leyes posteriores, para las modificaciones posteriormente advenidas:

esta existencia que reemplazó a la conquista; esta nueva sociedad política; estos

clamores de las relaciones individuales legisladas por tiempos en que las relaciones

eran distintas; este amor a la claridad y sencillez, que distingue a las almas excelsas,

determinaron en Guatemala la formación de un nuevo Código Civil, que no podía

inventar un derecho, porque sobre todos existe el natural, ni aplicar éste puro, porque

había ya relaciones creadas.

Hija de su siglo, la Comisión ha escrito en él y para él. Ha cumplido con su libro de

leyes las condiciones de toda ley: la generalidad, la actualidad, la concreción; que

abarque mucho, que lo abarque todo, que defina breve; que cierre el paso a las

caprichosas volubilidades hermenéuticas.

Ha comparado con erudición, pero no ha obedecido con servilismo. Como hay

conceptos generales de Derecho, ha desentrañado sus gérmenes de las leyes antiguas,

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ha respetado las naturales, ha olvidado las inútiles, ha desdeñado las pueriles y ha

creado las necesarias: alto mérito.

¿Cómo habían de responder a nuestros desasosiegos, a nuestro afán de liberación

moral, a nuestra edad escrutadora y culta, las cruelezas primitivas del Fuero Juzgo,

las elegancias de lenguaje de las Partidas, las decisiones confusas y autoritarias de las

leyes de Toro?

¿Poder omnímodo del señor bestial sobre la esposa venerable? ¿Vinculaciones hoy,

que ya no existen mayorazgos? ¿Rebuscamientos en esta época de síntesis? ¿Dominio

absoluto del padre en esta edad de crecimientos y progresos? ¿Distinciones

señoriales, hoy que se han extinguido ya los señoríos? Tal pareciera un cráneo

coronado con el casco de los godos; tal una osamenta descamada envuelta en el civil

ropaje de esta época. Ya no se sentarán más en los Tribunales los esqueletos.

La Comisión ha obrado libremente; sin ataduras con el pasado, sin obediencia

perniciosa a las seducciones del porvenir. No se ha anticipado a su momento, sino

que se ha colocado en él. No ha hecho un Código ejemplar, porque no está en un país

ejemplar. Ha hecho un Código de transformación para un país que se está

transformando. Ha adelantado todo lo necesario, para que, siendo justo en la época

presente, continúe siéndolo todo el tiempo preciso para que llegue la nueva edad

social. No hay en él una palabra de retroceso, ni una sola de adelanto prematuro: con

entusiasmo y con respeto escribe el observador estas palabras.

A todo alcanza la obra reformadora del Código nuevo. Da la patria potestad a la

mujer, la capacita para atestiguar y, obligándola a la observancia de la ley, completa

su persona jurídica. ¿La que nos enseña la ley del cielo, no es capaz de conocer la de

la tierra? Niega su arbitraria fuerza a la costumbre, fija la mayor edad en 21 años,

reforma el Derecho español en su pueril doctrina sobre ausentes, establece con

prudente oportunidad, el matrimonio civil sin lastimar el dogma católico; echa sobre

la frente del padre, que la merece, la mancha de ilegitimidad con que la ley de España

aflige al hijo; y con hermosa arrogancia desconoce la restitución in integrum obra

enérgica de un ánimo brioso, atrevimiento que agrada y que cautiva. Fija luego

claramente los modos de adquirir; examina la testamentifacción en los solemnes

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tiempos hebreos cuya contemplación refresca y engrandece, los de literatura potente

y canosa, los de letras a modo de raíces. Ve el testamento en Roma, corrompido por

la invasión de sofistas; aquellos que sofocaron al fin la voz de Plinio, y estudiando

ora las Partidas, ora las colecciones posteriores, conserva lo justo, introduce lo

urgente, y adecúa con tacto a las necesidades actuales las ideas del Derecho Natural.

Y eso quiere, y es, la justicia; la acomodación del Derecho positivo al natural.

Ama la claridad, y desconoce las memorias testamentales.

Ama la libertad, y desconoce el retracto.

Quiere la seguridad y establece la ley hipotecaria; base probable de futuros

establecimientos de crédito, que tengan por cimiento, como en Francia y la España, la

propiedad territorial.

Reforma la fianza, aprieta los contratos, gradúa a los acreedores.

Limita, cuando no destruye, todo privilegio. Tiende a librar la tenencia de las cosas

de enojosos gravámenes, y el curso de la propiedad de accidentes difíciles. Sea todo

libre, a la par que justo. Y en aquello que no pueda ser cuanto amplio y justo debe,

séalo lo más que la condición del país permita.

Es pues, el código preciso; sus autores atendieron menos a su propia gloria de

legisladores adelantados, que a la utilidad de su país. Prefirieron esta utilidad

patriótica a aquel renombre personal, y desdeñando una gloria, otra mayor alcanzan:

sólo la negará quien se la envidie.

En el espíritu, el Código es moderno; en la definición, claro; en las reformas, sobrio;

en el estilo, enérgico y airoso. Ejemplo de legistas pensadores, y placer de hombres

de letras, será siempre el erudito, entusiasta y literario informe que explica la razón

de esas mudanzas.

Ni ha sido sólo el Código el acabamiento de una obra legal. Ha sido el cumplimiento

de una promesa que la revolución había hecho al pueblo: le había prometido volverle

su personalidad y se la devuelve. Ha sido una muestra de respeto del Poder que rige

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al pueblo que admira. Bien ha dicho el Sr. Montúfar: no quiere ser tirano el que da

armas para dominar la tiranía.

Ahora cada hombre sabe su derecho: sólo a su incuria debe culpar el que sea

engañado por las consecuencias de sus actos. El pueblo debe amar esos códigos,

porque le hablan lenguaje sencillo, porque lo libran de una servidumbre agobiadora:

porque se desamortizan las leyes.

Antes, éstas huían de los que las buscaban, y se contrataba con temor, como quien

recelaba en cada argucia del derecho un lazo. Ahora el derecho no es una red, sino

una claridad. Ahora todos saben qué acciones tienen; qué obligaciones contraen; qué

recursos les competen.

Con la publicación de estos códigos, se ha puesto en las manos del pueblo un arma

contra todos los abusos. Ya la ley no es un monopolio; ya es una augusta propiedad

común.

Las sentencias de los tribunales ganarán en firmeza; los debates en majestad. Los

abogados se ennoblecen; las garantías se publican y se afirman. En los pueblos libres,

el derecho ha de ser claro. En los pueblos dueños de sí mismos, el derecho ha de ser

popular.

No ha cumplido Guatemala, del año 21 acá, obra tan grande como ésta. ¡Al fin la

independencia ha tenido una forma! ¡Al fin el espíritu nuevo ha encarnado en la Ley!

¡Al fin se es lo que se quería ser! ¡Al fin se es americano en América, vive

republicanamente la República, y tras cincuenta años de barrer ruinas, se echan sobre

ellas los cimientos de una nacionalidad viva y gloriosa.

(Publicado en Guatemala, el 22 de abril de 1877 en el periódico El Progreso)

CARTA A VALERO PUJOL

27 de noviembre (1877)

Sr. Dn. Valero Pujol

Amigo mío:

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En un cariñoso párrafo, inserto en el último número de “El Progreso”:—Por las cosas

generosas que de mí dice, gracias. Para la observación con que termina, algunas

observaciones.

Rechazo absolutamente, no el consejo de mi amigo, sino el injusto rumor de que se

ha hecho eco. Yo analizo mis pequeños actos, y estoy contento de ellos. ¿Qué he

hecho, para merecer tanta atención? Amo la prensa, ese poder nobilísimo, y he escrito

un artículo de que dice V. sobrado bien, y una manifestación que me honra, porque

en ella expresé la gratitud ajena y la mía: ¡desventurado el que no sabe agradecer!

Amo la polémica viva, la juventud naciente, los esfuerzos literarios, y por temor de

parecer intruso, he rehuído los amenos centros donde los jóvenes hablan, y las

grandezas futuras se prometen. Manuel Acuña, el poeta pálido de México ¿qué fue

sino un discutidor modesto de la Sociedad Netzahualcóyotl?

Amo la tribuna, la amo ardientemente, no como expresión presuntuosa de una

locuacidad inútil, sino como una especie de apostolado, tenaz, humilde y amoroso,

donde la cantidad de canas que coronan la cabeza no es la medida de la cantidad de

amor que mueve el corazón. Si los años me han negado barbas, los sufrimientos me

las han puesto. Y éstas son mejores.

¿Qué he hecho yo en la tribuna?—Una vez, conmovido por la voz de un bardo joven,

saludé a Guatemala, que me da abrigo, y de quien aquí no digo bien, porque parecería

lisonja.—Otra vez, allá en familia, en las útiles pláticas que la Escuela Normal

sustenta, y el público favorece, encomié unos versos de Lainfiesta, medidos a la

manera de Meléndez, el dulce poeta.—Hablé luego sobre el influjo de la Oratoria:

¿qué he de hacer con las palabras, si se me salen del alma?—Una inteligente maestra

guatemalteca quiso ser anunciada por mí al público: ¿había yo de ser descortés?—Me

invitó “El Porvenir”,—honra que no olvidaré,—a hablar en su primera velada. Veo

yo desenvolverse los gérmenes tanto tiempo contenidos, cruzarse los alambres por el

aire, tenderse los carriles por la tierra, crearse una nueva generación en las escuelas,

llenarse de libros modernos las librerías, embellecerse la forma de las casas,

multiplicarse los maizales ricos, quejarse la caña en las centrífugas, reconocerse los

puertos y los ríos; era yo el orador de una fiesta de este renacimiento, y ¿no había de

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cantarlo? Ensalcé a la próspera Guatemala.— Mi mano agradecida sabe que se sentía

allí lo que yo decía. Los que la estrecharon, no serán olvidados. Aquella noche, no me

equivoqué. Mi cariño estaba pagado:—yo había alentado a los jóvenes, encomiado la

necesidad de la energía individual, censurado el respeto ciego, el continente sumiso,

la mano floja, la mirada opaca, el habla humilde, todo eso que V. ha llamado

circunstancias, y que ya—merced al libro, a los hombres de 1871, y a V. mismo—ya

no lo son. Canté a la Guatemala laboriosa, alba de limpieza, virgen robustísima,

pletórica de gérmenes; canté una estrofa del canto americano, que es preciso que se

entone como gran canto patriótico, desde el brillante México hasta el activo Chile.

Esa estrofa pugna por ser himno.—Aquella noche, corrió a mi lado aire de amor.

Luego, el 16 de setiembre, invitado por mi amigo Izaguirre, y por alguien más, hablé

de nuevo. Decir mal de España, con mis labios cubanos, hubiera parecido una pueril

venganza.—Son flojas las batallas de la lengua. Volví los ojos hacia los pobres

indios, tan aptos para todo y tan destituidos de todo, herederos de artistas y maestros,

de los trabajadores de estatuas, de los creadores de tablas astronómicas, de la gran

Xelahú, de la valerosa Utatlán. La manera de celebrar la independencia no es, a mi

juicio, engañarse sobre su significación, sino completarla. Enumeré las fuerzas de

Guatemala, y las excité al movimiento y al trabajo. Creo que me enojé un poco con

las perezas del Ser Supremo, vuelto de espaldas tantos siglos a la América.—He ahí

mi oscura campaña. Amar a un pueblo americano, y, por tanto, mío, tan mío como

aquel que el Cauto riega; celebrar una nueva época, censurar aquella en que un

Ministro reñía ásperamente a un maestro, porque enseñaba francés a sus discípulos,—

he ahí las circunstancias que he atacado; he ahí la inoportunidad que he cometido. La

verdad es que sólo aquel Ministro, y los suyos, tenían derecho a quejarse.—Cierto

que para ellos fui yo inoportuno.

Pero para otros, no: para ancianos respetables, que me estiman; para el afectuoso—e

impagable—círculo de jóvenes que me alienta; para los maestros entusiastas, de

mirada grave y ciencia sólida, que acaban de salir de la Escuela en que—yo también

—enseño; para el mundo nuevo, las circunstancias no están heridas, ni la oportunidad

lastimada.—Cuando una sociedad vive entre dos extremos, el uno audaz—que

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adelanta, y el otro tenaz—que no camina, no se puede ser oportuno para todos. El que

alienta a aquéllos, lastima a éstos. Aquéllos no se me quejan, amigo mío. Aquí, en mi

oscuridad, aquéllos me aman. Me vienen a ver, hablan conmigo largamente.—Yo,

tranquilo con mis actos, a éstos dejo mi justificación. Estos amigos míos son:

estudiantes desconocidos, adolescentes empeñosos, personalidades sencillas, pero

enérgicas.—Y otras gentes, que me enaltecen ante mí mismo con quererme.

Les hablo de lo que hablo siempre: de este gigante desconocido, de estas tierras que

balbucean, de nuestra América fabulosa. Yo nací en Cuba, y estaré en tierra de Cuba

aun cuando pise los no domados llanos del Arauco. El alma de Bolívar nos alienta; el

pensamiento americano me transporta. Me irrita que no se ande pronto. Temo que no

se quiera llegar. Rencillas personales, fronteras imposibles, mezquinas divisiones

¿cómo han de resistir, cuando esté bien compacto y enérgico, a un concierto de voces

amorosas que proclamen la unidad americana?—Ensalzando a la trabajadora

Guatemala, y excitándola a su auge y poderío,—¿habré obrado contra ella?—

Rogando a un hermana que sea próspera ¿habré obrado en mal de la familia?—

Impacientándome porque no se consigue pronto este fin gloriosísimo,—con

moderada impaciencia ¿qué falta podrá echarme en cara mi gran madre América?

¡Para ella trabajo!—De ella espero mi aplauso o mi censura.

Suyos, suyos son estos esfuerzos y dolores; a ella envío las rosas del camino; por ella

no me duelen las zarzas venenosas.

Obro bien, y estoy contento:—¿Que no halago las circunstancias? Un hombre nace

para vencer, no para halagar.—¡Ah, inoportuno! Si circunstancia es repulsión a toda

mejora, ira contra toda útil tentativa, odio contra toda energía, no, no la halago.—Ni

V. ni yo la halagamos.

¿Que soy vehemente en decir todo esto? ¿Culpa es mía sólo que sea América tierra de

pasión?

Por ahí me han mordido unas culebras. Hasta mi talón quiero yo conservar noble.

¡Ofrenda a la gran madre!

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Amo a Guatemala. Probárselo será mejor que decírselo. Nada intento enseñar, yo que

he tenido que admirar la elocuencia de un negro de Africa, y la penetración de un

ladino de Gualán. Los que me pinten soberbio, se equivocan. La inteligencia, dado

que se la tenga, es un don ajeno, y a mis ojos, mucho menos valioso que la dignidad

del carácter y la hidalguía del corazón. Estoy orgulloso, ciertamente, de mi amor a los

hombres, de mi apasionado afecto a todas estas tierras, preparadas a común destino

por iguales y cruentos dolores. Para ellas trabajo, y les hablaré siempre con el

entusiasmo y la rudeza—no de un Mentor ridículo, que Mecenas y Mentor tuvieron

canas,—ni de un Redentor cómico, que si amor me sobra, fuerzas me faltan; de un

hijo amantísimo, que no quiere que sus amigos llamen a la energía necesaria,

inoportunidad; a las resistencias sordas, circunstancias.

Vivir humilde, trabajar mucho, engrandecer a América, estudiar sus fuerzas y

revelárselas, pagar a los pueblos el bien que me hacen: éste es mi oficio. Nada me

abatirá; nadie me lo impedirá. Si tengo sangre ardiente, no me lo reproche V., que

tiene sangre aragonesa.

Vd. me ha hecho mucho bien:—hágame aún más. No diga V. de mí,—que eso vale

poco: “Escribió bien”, “habló bien”.—Diga V., en vez de esto: “Es un corazón

sincero, es un hombre ardiente, es un hombre honrado.”

Y así lo abrazaré.

Su amigo

JOSÉ MARTÍ

UN VIAJE A VENEZUELA (Fragmentos)

Los países de la América del Sur.—El viaje.—Una colonia holandesa.—Puerto

Cabello.—La Guaira.—Caracas.—La ciudad, sus habitantes y sus particularidades.

—El Carnaval.—La Semana Santa.—La Plaza Bolívar.—Ellos abandonan a Francia

y se vuelven hacia los Estados Unidos

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Mientras atravesábamos, como pueblo feliz, la tierra misteriosa, hay muy cerca de

nosotros pueblos nacientes que se trazan penosamente una vía en la historia humana,

que luchan valiente y oscuramente para abrirse un camino entre las ruinas que

obstruyen a sus viejas ciudades y a sus incultas campiñas.—La Biblia dijo la verdad:

son los hijos quienes pagan los pecados de los padres:—son las Repúblicas de la

América del Sur las que pagan los pecados de los españoles.

Cuando se ven a tantos hermosos países amenazados, como lo están siempre, por

naciones avaras, roídos por sus odios domésticos, buscando, con esfuerzos

desesperados, un modo de satisfacer su amor al lujo, entre sus indígenas que temen a

los blancos, sus aristócratas que aborrecen a los negros, sus aldeanos que no trabajan

por miedo de ver sus campos arrasados por las revoluciones, sus hombres brillantes

envilecidos por la necesidad de vender a los afortunados triunfadores su talento y su

honor;—cuando se ve, a pesar de todo, crecer a esos pueblos, y aspirar a la vida, y

pedir en su hermoso idioma español, con su fogosa e inagotable elocuencia, su puesto

en el concierto de los grandes pueblos,—se siente uno conmovido por la suerte de

esos valientes luchadores que no han recibido de sus padres más que la ignorancia,

los odios intestinos, el amor a la holganza, y las preocupaciones, madres fecundas de

toda guerra permanente y de toda incurable miseria.—Esos pueblos tienen una cabeza

de gigante y un corazón de héroes en un cuerpo de hormiga loca. Habrá que temerles,

por la abundancia y el vigor de sus talentos, cuando se hayan desarrollado, aunque se

nutren de ideas tan grandiosas, tan sencillas y tan humanas que no habrá motivo de

temor: es precisamente porque se han consagrado, confusa y aisladamente, a las

grandes ideas del próximo siglo, que no saben cómo vivir en el presente. Todo en

ellos es prematuro y precoz—tanto los frutos como los hombres.—Los ideales más

generosos, los sueños más puros ocupan en ellos sus largas noches de estudiante, sus

días de hombre maduro. Criados como parisienses, se ahogan en su país: no sabrían

vivir bien más que en París. Son plantas exóticas en su propio suelo: lo cual es una

desgracia. No es preciso haber comido la ensalada negra de los espartanos para

admirar a Leónidas. Cuando el pueblo en que se ha nacido no está al nivel de la época

en que vive, es preciso ser a la vez el hombre de su época y el de su pueblo, pero hay

que ser ante todo el hombre de su pueblo.

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.......................................................................................................................................

Hemos tomado estos informes en el propio terreno; venimos de esa tierra que vio

nacer a Bolívar, aquel hombre a quien Washington amó, y que fue menos feliz que él,

pero tan grande como él: nuestros caballos han pastado la yerba que ya antes habían

comido los caballos de aquel formidable héroe, cuyas proezas deslumbran como

relámpagos, cuyos soldados sin más naves que sus inquietos corceles de guerra,

lanzáronse al mar, sitiaron y apresaron a los barcos españoles: venimos de esa tierra

en que nació el intrépido centauro, el hombre de la casaca roja, de ancho corazón, de

mirada centelleante, que murió entre nosotros hace algunos años,—José Antonio

Páez. Llegamos de Venezuela, aún maravillada la vista ante tantas obras maestras de

la Naturaleza, esperanzados de nuevo al ver los generosos esfuerzos que hace el país

para repoblar sus bosques, renovar sus ciudades, acreditar sus puertos y abrir sus ríos

al mundo;—y con el corazón entristecido por las razones históricas que harán

subsistir por algún tiempo aún, en esa tan hermosa región, los odios que la roen, la

pobreza que la debilita, la lucha pueril e indigna entre una casta desdeñosa y

dominadora que se opone al advenimiento a la vida de las clases inferiores,—y esas

clases inferiores que enturbian con sus excesos de pasiones y de apetitos la fuente

pura de sus derechos. La libertad no es una bandera a cuya sombra los vencedores

devoran a los vencidos y los abruman con su incansable rencor: la libertad es una loca

robusta que tiene un padre, el más dulce de los padres—el amor, y una madre, la más

rica de las madres—la paz. Sin mutuo amor, sin mutua ayuda, siempre será un país

raquítico. La dicha es el premio de los que crean,—y no de los que se destruyen.

.........................................................................................................................................

Para ir a Caracas, la capital de la República, la Jerusalén de los sudamericanos, la

cuna del continente libre, donde Andrés Bello, un Virgilio, estudió, donde Bolívar, un

Júpiter, nació,—donde crecen a la vez el mirto de los poetas y el laurel de los

guerreros, donde se ha pensado todo lo que es grande y se ha sufrido todo lo que es

terrible; donde la Libertad—de tanto haber luchado allí, se envuelve en un manto

teñido en su propia sangre,—hay que penetrar en el seno de esos colosos, costear

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abismos, cabalgar sobre sus crestas, trepar a los picos, saludar de cerca a las nubes.

(...)

.........................................................................................................................................

Esa tierra es como una madre adormecida que ha dado a luz durante el sueño una

cantidad enorme de hijos. Cuando el labrador la despierte, los hijos saldrán del seno

materno robustos y crecidos, y el mundo se asombrará de la abundancia de los frutos.

¡Pero la madre duerme aún, con el seno inútilmente lleno! El labrador del país, que

sólo ama a la mujer y a la libertad, no aspira a nada, y no hace nada, coge, al igual

que los hindúes, las frutas maduras que cuelgan de los árboles, y, cual un gitano,

canta, seduce, pelea, muere. En esa naturaleza virgen, los hombres de los campos

tienen todavía costumbres grandiosas y audaces. Es el desprecio a la vida, el amor al

placer, el recuerdo atrayente de una vida anterior de libertad feroz: son poetas,

centauros y músicos. Relatan sus proezas en largos trozos de versos que se llaman

galerones. Sus bailes tienen una dulce monotonía, la del céfiro en las ramas de los

árboles, todas las suaves melodías de la selva interrumpidas por terribles gritos del

huracán. Sus goces, como sus venganzas, son tormentosos. Beben agua en la tápara,

una ancha fruta vacía de corteza dura. Se sientan en sus chozas sobre cráneos de

caballos. Sus caballos, bajo sus espuelas, tienen alas. Con su garbo deleitan a las

mujeres; con su fuerza derriban a los toros.

.........................................................................................................................................

En la ciudad, una vida rara semipatriarcal, semiparisiense, espera a los forasteros. Las

comidas que en ella se sirven, exceptuando algunos platos del país, las sillas para

sentarse, los trajes que se usan, los libros que se leen, todo es europeo. La alta

literatura, la gran filosofía, las convulsiones humanas, les son del todo familiares. En

su inteligencia como en su suelo, cualquier semilla que se riegue fructifica

abundantemente. Son como grandes espejos que reflejan la imagen aumentándola:

verdaderas arpas eolias, sonoras a todos los ruidos. Sólo que se desdeña el estudio de

las cuestiones esenciales de la patria;—se sueña con soluciones extranjeras para

problemas originales;—se quiere aplicar sentimientos absolutamente genuinos,

fórmulas políticas y económicas nacidas de elementos completamente diferentes. Allí

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se conocen admirablemente las interioridades de Víctor Hugo, los chistes de

Proudhon, las hazañas de los Rougon Macquart y Naná. En materia de República,

después que imitaron a los Estados Unidos, quieren imitar a Suiza: van a ser

gobernados desde febrero próximo por un Consejo Federal nombrado por los

Estados. En literatura, tienen delirio por los españoles y los franceses. Aunque nadie

habla la lengua india del país, todo el mundo traduce a Gautier, admira a Janin,

conoce de memoria a Chateaubriand, a Quinet, a Lamartine. Resulta, pues, una

inconformidad absoluta entre la educación de la clase dirigente y las necesidades

reales y urgentes del pueblo que ha de ser dirigido. Las soluciones complicadas y

sofísticas a que se llega en los pueblos antiguos, nutridos de viejas serpientes, de

odios feudales, de impaciencias justas y terribles; las transacciones de una forma

brillante, pero de una base frágil, por medio de las cuales se prepara para el siglo

próximo el desenlace de problemas espantosos,—no pueden ser las leyes de la vida

para un país constituido excepcionalmente, habitado por razas originales cuya propia

mezcla ofrece caracteres de singularidad,—donde se sufre por la resistencia de las

clases laboriosas, como se sufre en el extranjero por su esparcimiento: donde se sufre

por la falta de población, como se sufre en el extranjero, por su exceso.—Las

soluciones socialistas, nacidas de los males europeos, no tienen nada que curar en la

selva del Amazonas, donde se adora todavía a las divinidades salvajes. Es allí donde

hay que estudiar, en el libro de la naturaleza, junto a esas míseras chozas. Un país

agrícola necesita una educación agrícola. El estudio exclusivo de la Literatura crea

en las inteligencias elementos morbosos, y puebla la mente de entidades falsas. Un

pueblo nuevo necesita pasiones sanas: los amores enfermizos, las ideas

convencionales, el mundo abstracto e imaginario que nace del abandono total de la

inteligencia por los estudios literarios, producen una generación enclenque e impura,

—mal preparada para el gobierno fructífero del país, apasionada por las bellezas, por

los deseos y las agitaciones de un orden personal y poético,—que no puede ayudar al

desarrollo serio, constante y uniforme de las fuerzas prácticas de un pueblo.—

.........................................................................................................................................

.

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EL POEMA DEL NIAGARA (Fragmentos)

.........................................................................................................................................

Como para mayor ejercicio de la razón, aparece en la naturaleza contradictorio todo

lo que es lógico; por lo que viene a suceder que esta época de elaboración y

transformación espléndidas, en que los hombres se preparan, por entre los obstáculos

que preceden a toda grandeza, a entrar en el goce de sí mismos, y a ser reyes de reyes,

es para los poetas,—hombres magnos,—por la confusión que el cambio de estados, fe

y gobiernos acarrea, época de tumulto y de dolores, en que los ruidos de la batalla

apagan las melodiosas profecías de la buena ventura de tiempos venideros, y el

trasegar de los combatientes deja sin rosas los rosales, y los vapores de la lucha

opacan el brillo suave de las estrellas en el cielo. Pero en la fábrica universal no hay

cosa pequeña que no tenga en sí todos los gérmenes de las cosas grandes, y el cielo

gira y anda con sus tormentas, días y noches, y el hombre se revuelve y marcha con

sus pasiones, fe y amarguras; y cuando ya no ven sus ojos las estrellas del cielo, los

vuelve a las de su alma. De aquí esos poetas pálidos y gemebundos; de aquí esa

nueva poesía atormentada y dolorosa; de aquí esa poesía íntima, confidencial y

personal, necesaria consecuencia de los tiempos, ingenua y útil, como canto de

hermanos, cuando brota de una naturaleza sana y vigorosa, desmayada y ridícula

cuando la ensaya en sus cuerdas un sentidor flojo, dotado, como el pavón del plumaje

brillante, del don del canto.

Hembras, hembras débiles parecerían ahora los hombres, si se dieran a apurar,

coronados de guirnaldas de rosas, en brazos de Alejandro y de Cebetes, el falerno

meloso que sazonó los festines de Horacio. Por sensual queda en desuso la lírica

pagana; y la cristiana, que fue hermosa, por haber cambiado los humanos el ideal de

Cristo, mirado ayer como el más pequeño de los dioses, y amado hoy como el más

grande, acaso, de los hombres. Ni líricos ni épicos pueden ser hoy con naturalidad y

sosiego los poetas; ni cabe más lírica que la que saca cada uno de sí propio, como si

fuera su propio ser el asunto único de cuya existencia no tuviera dudas, o como si el

problema de la vida humana hubiera sido con tal valentía acometido y con tal ansia

investigado,—que no cabe motivo mejor, ni más estimulante, ni más ocasionado a

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profundidad y grandeza que el estudio de sí mismo. Nadie tiene hoy su fe segura. Los

mismos que lo creen, se engañan. Los mismos que escriben fe se muerden, acosados

de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben. No hay pintor que acierte a

colorear con la novedad y transparencia de otros tiempos la aureola luminosa de las

vírgenes, ni cantor religioso o predicador que ponga unción y voz segura en sus

estrofas y anatemas. Todos son soldados del ejército en marcha. A todos besó la

misma maga. En todos está hirviendo la sangre nueva. Aunque se despedacen las

entrañas, en su rincón más callado están, airadas y hambrientas, la Intranquilidad, la

Inseguridad, la Vaga Esperanza, la Visión Secreta. ¡Un inmenso hombre pálido, de

rostro enjuto, ojos llorosos y boca seca, vestido de negro, anda con pasos graves, sin

reposar ni dormir, por toda la tierra,—y se ha sentado en todos los hogares, y ha

puesto su mano trémula en todas las cabeceras! ¡Qué golpeo en el cerebro! ¡qué susto

en el pecho! ¡qué demandar lo que no viene! ¡qué no saber lo que se desea ! ¡qué

sentir a la par deleite y náusea en el espíritu, náusea del día que muere, deleite del

alba!

No hay obra permanente, porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento y

remolde son por esencia mudables e inquietas; no hay caminos constantes,

vislúmbranse apenas los altares nuevos, grandes y abiertos como bosques. De todas

partes solicitan la mente ideas diversas—y las ideas son como los pólipos, y como la

luz de las estrellas, y como las olas de la mar. Se anhela incesantemente saber algo

que confirme, o se teme saber algo que cambie las creencias actuales. La elaboración

del nuevo estado social hace insegura la batalla por la existencia personal y más

recios de cumplir los deberes diarios que, no hallando vías anchas, cambian a cada

instante de forma y vía, agitados del susto que produce la probabilidad o vecindad de

la miseria. (...)

Y hay ahora como un desmembramiento de la mente humana. Otros fueron los

tiempos de las vallas alzadas; éste es el tiempo de las vallas rotas. (...) Ahora los

árboles de la selva no tienen más hojas que lenguas las ciudades; las ideas se maduran

en la plaza en que se enseñan, y andando de mano en mano, y de pie en pie. El hablar

no es pecado, sino gala; el oír no es herejía, sino gusto y hábito, y moda. Se tiene el

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oído puesto a todo; los pensamientos, no bien germinan, ya están cargados de flores y

de frutos, y saltando en el papel, y entrándose, como polvillo sutil, por todas las

mentes: los ferrocarriles echan abajo la selva; los diarios la selva humana. Penetra el

sol por las hendiduras de los árboles viejos. Todo es expansión, comunicación,

florescencia, contagio, esparcimiento. El periódico desflora las ideas grandiosas. Las

ideas no hacen familia en la mente, como antes, ni casa, ni larga vida. Nacen a

caballo, montadas en relámpago, con alas. No crecen en una mente sola, sino por el

comercio de todas. No tardan en beneficiar, después de salida trabajosa, a número

escaso de lectores; sino que, apenas nacidas, benefician. Las estrujan, las ponen en

alto, se las ciñen como corona, las clavan en picota, las erigen en ídolo, las vuelcan,

las mantean. Las ideas de baja ley, aunque hayan comenzado por brillar como de ley

buena, no soportan el tráfico, el vapuleo, la marejada, el duro tratamiento. Las ideas

de ley buena surgen a la postre, magulladas, pero con virtud de cura espontánea, y

compactas y enteras. Con un problema nos levantamos; nos acostamos ya con otro

problema. Las imágenes se devoran en la mente. No alcanza el tiempo para dar forma

a lo que se piensa. Se pierden unas en otras las ideas en el mar mental, como cuando

una piedra hiere el agua azul, se pierden unos en otros los círculos del agua. Antes las

ideas se erguían en silencio en la mente como recias torres, por lo que, cuando

surgían, se las veía de lejos: hoy se salen en tropel de los labios, como semillas de

oro, que caen en suelo hirviente; se quiebran, se radifican, se evaporan, se malogran

—¡oh hermoso sacrificio!—para el que las crea: se deshacen en chispas encendidas;

se desmigajan. De aquí pequeñas obras fúlgidas, de aquí la ausencia de aquellas

grandes obras culminantes, sostenidas, majestuosas, concentradas.

Y acontece también, que con la gran labor común de los humanos, y el hábito

saludable de examinarse, y pedirse mutuas cuentas de sus vidas, y la necesidad

gloriosa de amasar por sí el pan que se ha de servir en los manteles, no estimula la

época, ni permite acaso la aparición aislada de entidades suprahumanas recogidas en

una única labor de índole tenida por maravillosa y suprema. Una gran montaña

parece menor cuando está rodeada de colinas. Y esta es la época en que las colinas se

están encimando a las montañas; en que las cumbres se van deshaciendo en llanuras;

época ya cercana de la otra en que todas las llanuras serán cumbres. Con el descenso

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de las eminencias suben de nivel los llanos, lo que hará más fácil el tránsito por la

tierra. Los genios individuales se señalan menos, porque les va faltando la pequeñez

de los contornos que realzaban antes tanto su estatura. Y como todos van aprendiendo

a cosechar los frutos de la naturaleza y a estimar sus flores, tocan los antiguos

maestros a menos flor y fruto, y a más las gentes nuevas que eran antes cohorte mera

de veneradores de los buenos cosecheros. Asístese como a una descentralización de la

inteligencia. Ha entrado a ser lo bello dominio de todos. Suspende el número de

buenos poetas secundarios y la escasez de poetas eminentes solitarios. El genio va

pasando de individual a colectivo. El hombre pierde en beneficio de los hombres. Se

diluyen, se expanden las cualidades de los privilegiados a la masa; lo que no placerá a

los privilegiados de alma baja, pero sí a los de corazón gallardo y generoso, que

saben que no es en la tierra, por grande criatura que se sea, más que arena de oro, que

volverá a la fuente hermosa de oro, y reflejo de la mirada del Creador.

(...) Dios anda confuso; la mujer como sacada de quicio y aturdida; pero la naturaleza

enciende siempre el sol solemne en medio del espacio; los dioses de los bosques

hablan todavía la lengua que no hablan ya las divinidades de los altares; el hombre

echa por los mares sus serpientes de cabeza parlante, que de un lado se prenden a las

breñas agrestes de Inglaterra, y de otro a la riente costa americana; y encierra la luz

de los astros en un juguete de cristal; y lanza por sobre las aguas y por sobre las

cordilleras sus humeantes y negros tritones;—y en el alma humana, cuando se apagan

los soles que alumbraron la tierra decenas de siglos, no se ha apagado el sol. No hay

occidente para el espíritu del hombre; no hay más que norte, coronado de luz. La

montaña acaba en pico; en cresta la ola empinada que la tempestad arremolina y echa

al cielo; en copa el árbol; y en cima ha de acabar la vida humana. En este cambio de

quicio a que asistimos, y en esta refacción del mundo de los hombres, en que la vida

nueva va, como los corceles briosos por los caminos, perseguida de canes ladradores;

en este cegamiento de las fuentes y en este anublamiento de los dioses,—la

naturaleza, el trabajo humano, y el espíritu del hombre se abren como inexhaustos

manantiales puros a los labios sedientos de los poetas:—¡vacíen de sus copas de

preciosas piedras el agrio vino viejo, y pónganlas a que se llenen de rayos de sol, de

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ecos de faena, de perlas buenas y sencillas, sacadas de lo hondo del alma,—y muevan

con sus manos febriles, a los ojos de los hombres asustados, la copa sonora!

.........................................................................................................................................

(Publicado como prólogo al Poema del Niágara del poeta venezolano Juan Antonio

Pérez Bonalde, en 1882 en Nueva York)

CARTAS DE MARTÍ

Movimiento social y político de los Estados Unidos.—Historia del último Congreso.

—Ojeada sobre la situación social y política.—Una humanidad nueva.—

Significación y alcance del partido nuevo.—El partido del “Trabajo Unido”.—Los

trabajadores, los políticos y los advenedizos.—La opinión y el Congreso.—Actos del

Senado y de la Casa de Representantes.—El Congreso desatiende la opinión.—

Peligros del problema social y modo de evitarlos.—El Congreso ante el partido

nuevo.—Resumen de los actos del Congreso.—Medidas que la opinión le ha pedido

en vano.—Proteccionistas y librecambistas.—El Congreso, las empresas y el pueblo.

—Medidas que interesan a los países hispanoamericanos.—La opinión censura al

Congreso.—Cleveland va venciendo a sus partidarios

Nueva York, Marzo 15 de 1887

Señor Director de La Nación:

Cuarenta y nueve Congresos han tenido ya los Estados Unidos, desde aquel de

Filadelfia, elocuente y bendito, de donde se destacan, con sus trágicas palabras y

nobles cabezas, el impetuoso Henry, el cuerdo Washington, el previsor Dickenson, el

elegante Lee. Ahora ha acabado sus tareas el último Congreso; pero de él, indeciso e

interesado, no puede decirse lo que el conde de Chatham dijo del que hizo a la

América del Norte libre: que “por su sagacidad genuina, por su sólida cordura, por su

moderación singular, brillaba sin rival, el Congreso de Filadelfia”.

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Los hombres son como los tiempos en que viven, y se adaptan con flexibilidad

maravillosa a su pequeñez o grandeza. Cuando se aprieta el corazón de angustia,

porque la patria padece; cuando nos la amenazan, cuando nos la invaden, cuando nos

la azotan, cuando nos la torturan, se ve a los hombres resplandecer y sublimarse, la

palabra se inflama y centellea, no hay distancia del brazo a las hazañas, y es palpable

la identidad del hombre y de los astros: se hacen cosas que van resonando por las

edades, y se dicen frases que se levantan en la sombra, como los ángeles de bronce

arrodillados en las gradas del altar antiguo. Pero cuando los tiempos se allanan y

reducen, el hombre cae con ellos, y da pena verle poner en ruines intentos, en

intereses impuros, en rencores de aldea, en celos y rivalidades femeniles, la fuerza del

corazón y la viveza de la mente.

Y no es porque se haya acabado la tarea,—que nadie tiene el derecho de dormir

tranquilo mientras haya un solo hombre infeliz; sino porque la virtud es costosa, y el

espíritu humano la demora y esquiva, aunque en las horas supremas sea capaz de ella.

Sucede también que el hombre es dramático, y los combates de la mera razón no le

deslumbran ni estimulan tanto como aquellos que la pasión alegra y magnifica con

sus fuegos. Los tiempos menores no favorecen la aparición de grandes caracteres; y

el hombre, como la naturaleza, es más hermoso cuando los rayos lo iluminan y se

desata la catástrofe.

En los Estados Unidos hierve ahora una humanidad nueva; lo que ha venido

amalgamándose durante el siglo, ya fermenta: ya los hombres se entienden en Babel.

Tal como de los retratos superpuestos de un grupo de individuos de sexo, edad y vida

análogos, va eliminando el fotógrafo las facciones desiguales e indecisas, hasta que

quedan en uno final los rasgos enérgicos y dominantes en el tipo, tal en esta hornada

grandiosa,—que estallará acaso por falta de levadura de bondad,—razas, credos y

lenguas se confunden, se mezclan los misteriosos ojos azules a los amenazantes ojos

negros, bullen juntos el plaid escocés y el pañuelo italiano, se deshacen, licúan, y

evaporan las diferencias falsas y tiránicas que han tenido apartados a los hombres, y

se acumula y acendra lo que hay en ellos de justicia.

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Por la ley o por el diente, aquí ha de haber justicia. Los que se quejan de falta de ella,

la clase desacomodada, suele pedirla mal, o tomarla por su mano, pero se les ve ya

moverse en la cosa pública como en morada propia; y los que quisieran resistirles, o

retardar su advenimiento, andan delante de ellos como Tartufos despedidos, que

vuelven la cara lívida y sonriente, saludando y ofreciéndose con exagerada solicitud,

cuando ya tienen la bota en los faldones.

Pero este trance nuevo del hombre, del cual saldrá, como de todos los suyos,

mejorado; esta entrada, probablemente violenta, en un estado social amable y

justiciero; esta eliminación de dejos turbios de edades y de pueblos, y acendramiento

de sus cualidades libres y puras; este adelanto en la libertad y en la dicha, no han

llegado aún, con correr ya tan cerca de la superficie que la tierra tiembla, a aquella

determinación e ímpetu que despertarán otra vez, como en las grandes épocas, la

naturaleza humana, y volverán a enseñarla en toda su estatura.

Los pensadores, los veedores, los escuchas del pensamiento, observan el cambio y lo

anuncian; pero los pueblos son como los convidados de Baltasar, que no se deciden a

abandonar el festín hasta que la cólera flamea en el muro.

El trabajador que es aquí el Atlas, se está cansando de llevar a cuestas el mundo, y

parece decidido a sacudírselo de los hombros, y buscar modo de andar sin tantos

sudores por la vida.

Los acaudalados, los que esperan serlo, los que prosperan a su sombra, no se ocupan

en atender a estas reclamaciones en justicia, sino en sobornar a los que dictan las

leyes, para que les pongan atadas a los pies, las libertades públicas. Hay hombres para

tales cosas: ¡para pervertir y vender las libertadas públicas!

Otros, fatigados de la batalla por la vida, esperan con ansia que un invierno benigno

se los lleve, sin fuerzas ya para sufrir por el dolor humano; los más, habituados al

ejercicio pacífico de su derecho, confían en que ese vuelco social, se hará sin sangre,

y que “Dios volverá a marchar”, como en los días de la guerra del Sur, pero sin más

armas que la ley. Mas, en lo visible y aparente no se nota aún este formidable

movimiento de entrañas.

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Los partidos políticos, aunque alarmados, atienden más a sus apetitos y rencores, que

a este elemento nuevo que amenaza su existencia. La prensa, que vive de las castas

creadas, teme perder su clientela, si les denuncia la verdad del riesgo; y el Congreso,

compuesto en su mayoría de hombres criados al favor de ellas, tiende a captarse con

leyes indirectas y menores la voluntad de esa masa nacional que crece, pero sirve en

las leyes reales e inmediatas a las empresas, a los bancos, a las corporaciones, a los

poderes de quienes dependen su elección y fortuna.

Este último Congreso no ha hablado con grandeza un solo día, ni obró con desinterés.

Lo que ha hecho, lo ha hecho de miedo, por cortejar el favor de la masa trabajadora a

quien ya teme. Lo que no ha hecho era precisamente lo que la república pedía. No ha

atacado los males públicos en su raíz, en el exceso de contribuciones; en la existencia

de un sobrante enorme que tienta a empresas innecesarias, a sueños de fuerza, a

intrigas de partido, a perennes abusos; en la tarifa proteccionista, que cierra el país al

comercio extranjero por favorecer una industria ambiciosa, y por sustentar los falsos

beneficios de un número reducido de empresarios mantiene la vida cara, las fábricas

sin trabajo suficiente, el comercio desigual y rastrero, y los ánimos en la exasperación

y el desasosiego que precede a las guerras.

En los Estados Unidos, como en todas partes, si bien se ve crecer la indignación y el

malestar, conforme van peligrando los derechos privados y las libertades nacionales,

la cólera no se condensa y estalla hasta que el efecto de estos abusos y abandono

lastima el interés o priva a los menesterosos de medios de subsistencia.

Se disfruta aquí de tanta libertad que sólo un ojo ejercitado puede ver lo que se va

perdiendo de ella, por la indiferencia o las pasiones de los extranjeros, por el manejo

interesado de los políticos de oficio, y por el descuido de los ciudadanos, absortos en

la fatiga de la fortuna.

Una de las salvaguardias de la libertad, aunque no la más eficaz, es la frecuencia,

grande en los Estados Unidos, de las ocasiones de ejercitarla. Las violaciones del

espíritu y letra de la república la perversión y sutil envenenamiento del sufragio, son

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ya sobrados para alarmar a los ciudadanos celosos; más no bastante visibles para que

se levanten a defender las libertades abatidas estas masas compuestas de extranjeros

naturalizados, que jamás las gozaron tan completas, y de hijos del país que en su

mayor parte ni las aman ni entienden su eficacia; un vaso de cerveza y una mujer

vencida parecen a estos mozos de ahora la más gustosa de las libertades.

Tampoco sería causa para ese levantamiento la soberbia ridícula de los neorricos, de

los advenedizos del caudal, de esta nobleza que se avergonzaría de ostentar en sus

cotas de armas las únicas insignias que la honran, el remo del pescador, el escoplo del

carpintero y la esteva del arado. En las bestezuelas de los circos se piensa

forzosamente al verlos remedar las brutales costumbres del señorío inglés; al ver a las

mujeres vanidosas echar al mercado de Londres su fortuna como cebo de lores

hambrientos, y entregarse fríamente al adulterio inevitable a cambio de un título; al

ver a estos primogénitos de artesanos montar con casaca roja en caballos de sangre

que no los respetan.

Pero esa cruda arrogancia de los enriquecidos es poco conocida aun de aquellos a

quienes pudiera lastimar, aunque perceptible para los que los tratan de cerca en sus

casas doradas.

La causa de esa rebelión de los espíritus, que les ha dado energía para protestar contra

su propia Iglesia; del fervor religioso y creciente con que en peregrinaciones ya

históricas acogen las ciudades a esos nuevos cruzados; de la aparición de setenta mil

votantes compactos en Nueva York cuando las elecciones de George en el otoño, de

la candidatura de representantes de los trabajadores para el corregimiento de las

ciudades más acaudaladas y famosas; del triunfo de los diputados de los obreros, o de

sus favorecidos en comarcas no disputadas antes a los republicanos y demócratas; del

crecimiento pasmoso de una asociación de trabajadores, dueña hoy de palacios, de

prensas, de gobernadores, de legislaturas, de la Iglesia misma que no osa ponérsele de

frente porque ve que se suicida; la causa de todos estos sucesos, que acaban de

culminar en la formación de un nuevo partido, el partido del Trabajo Unido, en la

fogosa convención de Cincinnati,—está en que el trabajo falta, en que la vida

encarece,—en que las compañías, enriquecidas por las concesiones de los derechos y

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bienes públicos, impiden la competencia libre y feliz del trabajador aislado,—en que

la tierra nacional está pasando a manos de señores extranjeros o corporaciones ricas

que compran con moneda contante o con papel de sus empresas el voto de los

diputados a quienes se entrega en depósito la patria.

¿Qué ha hecho para atajar esos males el Senado, donde los millonarios, los grandes

terratenientes, los grandes ferrocarrileros, los grandes mineros componen mayoría,

aunque los senadores son electos por las legislaturas, elegidas directamente por el

pueblo, que no tiene las minas, ni la tierra, ni los ferrocarriles? ¿Por qué mágico

tamiz sale filtrada la representación popular, de modo que al perfeccionarse en el

senador, que es su entidad más alta fuera de la Presidencia, resulta ser el Senado la

contradicción viva de las opiniones e intereses de los que, por medio de la legislatura,

los elige? ¡Los senadores compran las legislaturas!

¿Qué ha hecho la Casa de los Representantes, electos ya por tan viciados métodos

que, aunque el país vote por ellos directamente, no hay elección que no resulte

forzada por el uso de recias sumas de dinero, ni se ha alzado en la Casa una voz sola

que denuncie el peligro y clame por los necesitados?

A las ideas se las siente venir, como a las desdichas.

Cuando un problema impone una solución, viene ésta de todas partes más o menos

confusa, y ocurre vagamente a todos. Los cuerdos no deben desdeñar el instinto

público. Así las fieras cuando husmean el peligro, cambian de asilo, y buscan el más

seguro y apartado. Así se ve en el aire, que cuando quiere aquietarse la tormenta, los

átomos se agrupan lentamente, recógense en remolinos densos y estrechos, y bajan y

se posan.

El instinto público avisa esta vez el remedio inmediato de los desasosiegos

nacionales. ¿A qué cien millones de más en el tesoro, y tanta angustia, tanta

desigualdad, tanta tirantez en la existencia de los más meritorios, tanto pan de menos

en las casas? ¿A qué estar pagando las contribuciones creadas para sostener la guerra,

si hace veinticinco años que se vive en paz? ¿A qué gravar le entrada de frutos

indispensables para la vida del país, porque en un rincón de él se empeñen en

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producir los mismos frutos unos cuantos cultivadores privilegiados? ¿A qué impedir,

so pretexto de proteger las industrias nacionales, que entren libres de derechos las

materias primas necesarias para producirlas? ¿A qué hacer imposible con esa carestía

de la vida del trabajador y de la materia del trabajo, que las industrias nacionales,

funestamente protegidas, produzcan a precios que las permitan competir en los

mercados del mundo con los productos de las naciones manufactureras?

Todo, es cierto, no se logrará con eso. Los representantes han de ser hombres

honrados.

Las corporaciones deben devolver las tierras públicas adquiridas por soborno tácito o

expreso.

Los señores de afuera no pueden comprar tierra en los Estados Unidos. Los derechos

públicos, las vías públicas, las propiedades públicas, no deben ser cedidas en

propiedad a empresas privadas. La tierra americana debe ser para loa ciudadanos

americanos. Pero lo urgente es abaratar la vida, para que no falte el trabajo.

Urge devolver al país en obras útiles lo que se ha cobrado de él innecesariamente.

Urge reducir los gastos del gobierno a las expensas legítimas que requieren el decoro

y la seguridad de la nación. Urge, puesto que el malestar nacional es patente, quitarle

la principal razón, poniendo a las industrias, con la rebaja de los aranceles, en

capacidad de elaborar los productos de cuya venta necesita el país para que sus

habitantes puedan vivir con desahogo.

Acosado de cerca el Congreso por la reconvención unánime, no ha podido desatender

ni sus probabilidades de reelección, dependiente de las masas exasperadas, ni el

miedo de los que ven los movimientos de éstas con mal disimulado espanto. Lo más

remoto, lo menos eficaz, eso ha hecho el Congreso; pero basta para ver cuánto influjo

tiene desde su aparición, en este país de trabajo, el partido nuevo de los trabajadores.

¿Quién se le opondrá cuando, suavizadas las esquinas después de los choques

inevitables en las agrupaciones nacientes, adelante organizado y compacto? En las

decisiones del Congreso se ve el mismo afán de aquietar con dádivas y halagos el

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partido temible, a quien cortejan los candidatos en sus cartas, las legislaturas en sus

proyectos, y en sus mensajes los gobernadores.

Más que entre demócratas y republicanos, el Congreso estaba dividido entre

proteccionistas y librecambistas.

En los asuntos menores, cada miembro votaba con su partido; pero en los proyectos

de reforma de los aranceles, de empleo del sobrante, de las leyes del cuño de la plata,

las líneas de partido desaparecían, y los librecambistas, que son los menos, votaban

reunidos, lo mismo que los proteccionistas, bien fuesen demócratas o republicanos.

El Congreso no se decidió a afrontar la censura nacional, empleando, como quería, el

sobrante en enormes fortificaciones, en armada temible, en pensiones vergonzosas a

los soldados que ya recibieron paga cuando defendían la patria, y no quedaron

inválidos, en su servicio. Votó leyes que devuelven al dominio público cincuenta

millones de acres de tierras mal dadas. Decretó el examen de las concesiones de tierra

pendientes a los ferrocarriles. Satisfizo el clamor popular sujetando el manejo de los

ferrocarriles al examen e imperio de una junta del Estado. Prohibió que los

extranjeros posean tierras en los Estados Unidos. Prohibió en beneficio de los obreros

americanos, que se trajesen de afuera trabajadores por contrata, y que en las prisiones

públicas trabajasen los penados, para contratistas. Dictó medidas prudentes, tales

como la que establece por orden fijo la sucesión de la Presidencia entre sus

Secretarios, caso de que faltasen el Presidente y vicepresidente, y la que, para evitar

fraudes como el inicuo de Tilden, dispone el recuento de los votos de los electores

presidenciales en sesión pública del Senado y la Casa de Representantes. Aprobó la

concesión de garantía oficial—al canal de Nicaragua. Repelió un plan para llevar a

efecto el tratado de reciprocidad con México. Desatendió el proyecto, compuesto a

las claras para favorecer a determinada compañía de vapores, de subvencionar con

medio millón de pesos anuales el servicio de correos al Río de la Plata. Desechó

varios planes, pueriles todos e indiscretos, para traer a las repúblicas

hispanoamericanas a un congreso en Washington, que ninguna de ellas desea, ni aun

las que a cambio de una protección concedida como limosna, cuando no negada, se

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han manchado ofreciendo a los Estados Unidos pedazos de la tierra nacional, o ayuda

contra sus repúblicas hermanas. ¡Para todo hay en este mundo imbéciles y viles!

Todo eso ha hecho el Congreso; pero no ha devuelto al país en obras de utilidad

legítima el sobrante, ya que tampoco se decidió a emplearlo en las gigantescas obras

de defensa que proyecta contra enemigos soñados o invisibles. No ha levantado las

contribuciones de guerra. No ha rebajado los derechos de los artículos indispensables.

No ha permitido la entrada libre de las materias primas. No ha puesto a la masa

obrera en condiciones de vivir con baratura, ni de obtener sin miseria y humillaciones

el trabajo que requiere para su sustento.

Cuando trataban ambos partidos de deslucir a sus contrarios, para ir cada uno con

mejor historia a las nuevas elecciones; cuando los republicanos, disciplinados en la

oposición, echaban en cara a los demócratas, que componen la mayoría, su

incapacidad para resolver las cuestiones vivas, que ellos tampoco durante su gobierno

resolvieron; cuando los demócratas, airados contra Cleveland, porque no los reconoce

como dueños y les reparte los empleos públicos, acusaban a su Presidente de terco y

desleal, porque es virtuoso, o le clavaban con un voto enemigo la daga en el costado;

cuando, vencidos los representantes por la opinión unánime, acataban mordiendo los

vetos justos y sesudos que el Presidente ha opuesto a sus inexcusables despilfarros, a

sus abusos. de poder constitucional en pro del partido o de amigos personales, a sus

proyectos demagógicos de pensiones, que hubieran costado lo mismo que cuesta a los

pueblos monárquicos su ejército permanente, entonces sí era vivísima la esgrima de

los debates del Congreso, y la frase era ardiente, y fluía la elocuencia enemiga y

bastarda. Pero cuando como lacayos sumisos tenían que obedecer a las corporaciones

que los pagan, o los sobornan, o los ayudan a mantenerse en sus puestos; cuando en

las cuestiones vitales del país, turbado por el exceso de poder de las empresas, habían

de votar por abatírselo y preferían comer su pan a darlo a su pueblo; cuando azuzados

por el clamor público sacaban a debate las leyes vivas que han de reformar la

hacienda y devolver el sosiego a los espíritus, entonces las discusiones eran breves,

veladas y confusas.

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Si votaban por la patria, votaban contra su interés. Son siervos, a quienes se manda

con látigo de oro. La votación era vergonzante y sorda. Salían de ella con la cabeza

gacha, como canes apaleados.

Así acaba el Congreso, bajo la censura pública. En vez de alejar, facilitando el trabajo

y abaratando la vida, el problema social, lo ha agravado. Y el Presidente, seguro de

que obra bien limpiando los establos, ni baja la cabeza, ni se aturde porque se la

golpeen, porque está decidido a ser honrado.

Los mismos que lo abominan lo respetan. “Haz lo que debas, y suceda lo que quiera”,

dice él, como la casa de Borgoña. ¡Y ya dicen los mismos que le injurian que votarán

por él si el partido, como parece inevitable, lo declara otra vez su candidato!

Bien dice el árabe: “Señor: hazme ir por el camino recto”.

JOSÉ MARTÍ

La Nación, Buenos Aires, 4 de mayo de 1887

CONGRESO INTERNACIONAL DE WASHINGTON

Su historia, sus elementos y sus tendencias

I

Nueva York, 2 de noviembre de 1889

Señor Director de La Nación:

“Los panamericanos”, dice un diario, “El Sueño de Clay”, dice otro. Otro: “La justa

influencia”. Otro: “Todavía no”. Otro: “Vapores a Sudamérica”. Otro : “El destino

manifiesto”. Otro: “Ya es nuestro el golfo”. Y otros: “¡Ese congreso!”, “Los

cazadores de subvenciones”, “Hechos contra candidaturas”, “El Congreso de Blaine”,

“El paseo de los panes”, “El mito de Blaine”. Termina ya el paseo de los delegados, y

están al abrirse las sesiones del congreso internacional. Jamas hubo en América, de la

independencia acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni

pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes,

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repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en

América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio

libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar

tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América

española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y

factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América

española la hora de declarar su segunda independencia.

En cosas de tanto interés, la alarma falsa fuera tan culpable como el disimulo. Ni se

ha de exagerar lo que se ve, ni de torcerlo, ni de callarlo. Los peligros no se han de

ver cuando se les tiene encima, sino cuando se los puede evitar. Lo primero en

política, es aclarar y prever. Sólo una respuesta unánime y viril, para la que todavía

hay tiempo sin riesgo, puede libertar de una vez a los pueblos españoles de América

de la inquietud y perturbación, fatales en su hora de desarrollo, en que les tendría sin

cesar, con la complicidad posible de las repúblicas venales o débiles, la política

secular y confesa de predominio de un vecino pujante y ambicioso, que no los ha

querido fomentar jamás, ni se ha dirigido a ellos sino para impedir su extensión,

como en Panamá, o apoderarse de su territorio, como en México, Nicaragua, Santo

Domingo, Haití y Cuba, o para cortar por la intimidación sus tratos con el resto del

universo, como en Colombia, o para obligarlos, como ahora, a comprar lo que no

puede vender, y confederarse para su dominio.

De raíz hay que ver a los pueblos, que llevan sus raíces donde no se las ve, para no

tener a maravilla estas mudanzas en apariencia súbitas, y esta cohabitación de las

virtudes eminentes y las dotes rapaces. No fue nunca la de Norteamérica, ni aun en

los descuidos generosos de la juventud, aquella libertad humana y comunicativa que

echa a los pueblos, por sobre montes de nieve, a redimir un pueblo hermano, o los

induce a morir en haces, sonriendo bajo la cuchilla, hasta que la especie se pueda

guiar por los caminos de la redención con la luz de la hecatombe. Del holandés

mercader, del alemán egoísta, y del inglés dominador se amasó con la levadura del

ayuntamiento señorial, el pueblo que no vio crimen en dejar a una masa de hombres,

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so pretexto de la ignorancia en que la mantenían, bajo la esclavitud de los que se

resistían a ser esclavos.

No se le había secado la espuma al caballo francés de Yorktown cuando con excusas

de neutralidad continental se negaba a ayudar contra sus opresores a los que

acudieron a libertarlo de ellos, el pueblo que después, en el siglo más equitativo de la

historia, había de disputar a sus auxiliares de ayer, con la razón de su predominio

geográfico, el derecho de amparar en el continente de la libertad, una obra neutral de

beneficio humano. Sin tenderles los brazos, sino cuando ya no necesitaban de ellos,

vio a sus puertas la guerra conmovedora de una raza épica que combatía, cuando

estaba aún viva la mano que los escribió, por los principios de albedrío y decoro que

el norte levantó de pabellón contra el inglés: y cuando el sud, libre por sí, lo convidó

a la mesa de la amistad, no le puso los reparos que le hubiera podido poner, sino que

con los labios que acaban de proclamar que en América no debía tener siervos ningún

monarca de Europa, exigió que los ejércitos del Sur abandonasen su proyecto de ir a

redimir las islas americanas del golfo, de la servidumbre de una monarquía europea.

Acababan de unirse, con no menor dificultad que las colonias híbridas del Sur, los

trece Estados del Norte y ya prohibían que se fortaleciese, como se hubiera

fortalecido y puede fortalecerse aún, la unión necesaria de los pueblos meridionales,

la unión posible de objeto y espíritu, con la independencia de las islas que la

naturaleza les ha puesto de pórtico y guarda. Y cuando de la verdad de la vida, surgió,

con el candor de las selvas y la sagacidad y fuerza de las criaturas que por tener más

territorio para esclavos, se entraron de guerra por un pueblo vecino, y le sajaron de la

carne viva una comarca codiciada, aprovechándose del trastorno en que tenía al país

amigo la lucha empeñada por una cohorte de evangelistas para hacer imperar sobre

los restos envenenados de la colonia europea, los dogmas de libertad de los vecinos

que los atacaban. Y cuando de la verdad de la pobreza, con el candor del bosque y la

sagacidad y poder de las criaturas que lo habitan, surgió, en la hora del reajuste

nacional, el guía bueno y triste, el leñador Lincoln, pudo oír sin ira que un demagogo

le aconsejara comprar, para vertedero de los negros armados que le ayudaron a

asegurar la unión, el pueblo de niños fervientes y de entusiastas vírgenes que, en su

pasión por la libertad, había de ostentar poco después, sin miedo a los tenientes

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madrileños, el luto de Lincoln; pudo oír, y proveer de salvoconducto al mediador que

iba a proponerle al Sur torcer sus armas sobre México, donde estaba el francés

amenazante, y volver con crédito insigne a la República, con el botín de toda la tierra,

desde el Bravo hasta el istmo. Desde la cuna soñó en estos dominios el pueblo del

Norte, con el “nada sería más conveniente de Jefferson”; con “los trece gobiernos

destinados” de Adams; con “la visión profética” de Clay; con “la gran luz del Norte”

de Webster; con “‘el fin es cierto, y el comercio tributario” de Summer; con el verso

de Sewall, que va de boca en boca, “vuestro es el continente entero y sin limites”; con

“la unificación continental” de Everett; con la “unión comercial” de Douglas; con “el

resultado inevitable” de Ingalls, “hasta el istmo y el polo”; con la “necesidad de

extirpar en Cuba”, de Blaine, “el foco de la fiebre amarilla”; y cuando un pueblo

rapaz de raíz, criado en la esperanza y certidumbre de la posesión del continente,

llega a serlo, con la espuela de los celos de Europa y de su ambición de pueblo

universal, como la garantía indispensable de su poder futuro, y el mercado obligatorio

y único de la producción falsa que cree necesario mantener, y aumentar para que no

decaigan su influjo y su fausto, urge ponerle cuantos frenos se puedan fraguar, con el

pudor de las ideas, el aumento rápido y hábil de los intereses opuestos, el ajuste

franco y pronto de cuantos tengan la misma razón de temer, y la declaración de la

verdad. La simpatía por los pueblos libres dura hasta que hacen traición a la libertad;

o ponen en riesgo la de nuestra patria.

Pero si con esas conclusiones a que se llega, a pesar de hechos individuales y

episodios felices, luego de estudiar la relación de las dos nacionalidades de América

en su historia y elementos presentes, y en el carácter constante y renovado de los

Estados Unidos, no se ha de afirmar por eso que no hay en ellos sobre estas cosas

más opinión que la agresiva y temible, ni el caso concreto del congreso, en que entran

agentes contradictorios, se ha de ver como encarnación y prueba de ella, sino como

resultado de la acción conjunta de factores domésticos afines, personales y públicos,

en que han de influir resistiendo o sometiéndose los elementos hispanoamericanos de

nacionalidad e interés; los privilegios locales y la opinión de la prensa, que según su

bando o necesidad es atrevida en el deseo, o felina y cauta, o abyecta e incondicional,

o censoria y burlona. No hubo cuando el discurso inaugural de Blaine quien dijese

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por el decoro con que conviene enseñarse al extranjero, que fue el discurso como un

pisto imperial, hecho de retazos de arengas, del marqués de Landowne, y de Henry

Clay; pero, vencida esta tregua de cortesía, mostró la prensa su variedad saludable, y

en ella se descubre que la resistencia que el poder y el interés imponen, frente a la

tentativa extemporánea y violenta de fusión, tiene como aliados naturales los

privilegios de la industria local que la fusión lastimará, y los diarios de más concepto,

y pensamiento del país. Así que yerra quien habla en redondo, al tratar del congreso,

de estas o aquellas ideas, de los Estados Unidos, donde impera, sin duda, la idea

continental y particularmente entre los que disponen hoy del mando, pero no sin la

flagelación continua de los que ven en el congreso, desde su asiento de los bastidores,

el empuje marcado de las compañías que solicitan subvención para sus buques, o el

instrumento de que se vale un político hábil y conocedor de sus huestes, para triunfar

sobre sus rivales por el agasajo doble a las industrias ricas, ofreciéndoles, sin el

trabajo lento de la preparación comercial, los mercados que apetecen, y a la

preocupación nacional, que ve en Inglaterra su enemigo nato, y se regocija con lo

mismo que complace a la masa irlandesa, potente en las urnas. Hay que ver, pues,

cómo nació el congreso, en qué manos ha caído, cuáles son sus relaciones ocasionales

de actualidad con las condiciones del país, y qué puede venir a ser en virtud de ellas,

y de los que influyen en el congreso y lo administran.

Nació en días culpables, cuando la política del secretario Blaine en Chile y el Perú

salía tachada del banco del reo donde la sentó Belmont, por la prueba patente de

haber hecho de baratero para con Chile en las cosas del Perú, cuya gestión libre

impedía con ofrecimiento que el juicio y el honor mandaban rechazar, como que en

forma eran la dependencia del extraño, más temible siempre que la querella con los

propios, y por base tuvo el interés privado de los negocios de Landreau a que servía

de agente confeso el ministro de los Estados Unidos, que de raíz deslucieron, por

manos del republicano Frelinghuysen, lo que “sin derecho ni prudencia” había

mandado hacer, encontrándose de voceador en la casa ajena, el republicano Blaine,

quién perturbaba y debilitaba a los vencidos, con promesas que no les había de

cumplir, o traían el veneno del interés, y a los vencedores les daba derecho a

desconocer una intervención que no tenía las defensas de la suya, y a la tacha de

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mercenaria unía la de invasora de los derechos americanos. Los políticos puros viven

de la fama continua de su virtud y utilidad, que los excusa de escarceos

deslumbrantes o atrevimientos innecesarios, pero los que no tienen ante el país esta

autoridad y mérito recurren, para su preponderancia y brillo, a complicidades ocultas,

con los pudientes, y a novedades osadas y halagadoras. A esos cortejos del vulgo hay

que vigilar, porque por lo que les ve hacer se adivina lo que desea el vulgo. Las

industrias estaban ya protegidas en los apuros de la plétora, y pedían política que les

ayudase a vender y barcos donde llevar sus mercancías a costa de la nación. Las

compañías de vapores, que a condición de reembolso anticipan a los partidos en las

horas de aprieto, sumas recias, exigían, seguras de su presa, las subvenciones en lo

privado otorgadas. El canal de Panamá, daba ocasión para que los que no habían sido

capaces de abrirlo quisiesen impedir que “la caduca Europa” lo abriese, o remedar la

política de “la caduca Europa” en Suez, y esperar a que otros lo rematasen para

rodearlo. Los del guano de Landreau vieron que era posible convertir en su agencia

particular la Secretaría de Estado de la nación. Se unieron el interés privado y político

de un candidato sagaz, la necesidad exigente de los proveedores del partido, la

tradición de dominio continental perpetuada en la república, y el caso de ponerla a

prueba en un país revuelto y débil.

Surgió de la secretaría de Blaine el proyecto del congreso americano, con el crédito

de la leyenda, el estímulo oculto de los intereses y la magia que a los ojos del vulgo

tienen siempre la novedad y la osadía.

Y eran tan claras sus únicas razones que el país, que hubiera debido agradecerlo, lo

tachó de atentatorio e innecesario. Por la herida de Guiteau salió Blaine de la

secretaría. Su mismo partido, luego de repudiarle la intervención en el Perú, nombró,

no sin que pasasen tres años, una comisión de paz que fuera para la América, sin

muchos aires políticos, a estudiar las causas de que fuera tan desigual el comercio, y

tan poco animada la amistad entre las dos nacionalidades del continente. Hablaron del

congreso en el camino, y lo recomendaron a la casa y al senado a su vuelta.

Las causas de la poca amistad eran, según la comisión, la ignorancia y soberbia de los

industriales del Norte, que no estudiaban ni complacían a los mercados del Sur; la

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poca confianza que les mostraban en los créditos en que es Europa pródiga; la

falsificación europea de las marcas de los Estados Unidos; la falta de bancos y de

tipos comunes de pesas y medidas; los “derechos enormes” de importación que

“podrían removerse con concesiones recíprocas”; las muchas multas y trabas de

aduana, y “sobre todo, la falta de comunicación por vapores”.

Estas causas, y ninguna otra más. Estaba en el gobierno, a la vuelta de la comisión, el

partido demócrata, que apenas podía mantener contra la mayoría de sus parciales,

gracias a la bravura de su jefe, la tendencia a favorecer al comercio por el medio

natural de la rebaja del costo de la producción; y es de creer, por cuanto los de esta fe

dijeron entonces y hoy escriben, que no hubiera arrancado de los demócratas este

plan del congreso, nunca muy grato a sus ojos, por tener ellos en la mente, con la

reducción nacional del costo de la vida y de la manufactura, el modo franco y

legítimo de estrechar la amistad con los pueblos libres de América. Pero no puede

oponerse impunemente un partido político a los proyectos que tienden, en todo lo que

se ve, a robustecer el influjo y el tráfico del país; ni hubiera valido a los demócratas

poner en claro los intereses censurables que originaron el proyecto, porque en sus

mismas filas, ya muy trabajadas por la división de opiniones económicas,

encontraban apoyo decisivo los industriales necesitados de consumidores, y las

compañías de buques, que pagan con largueza en uno u otro partido, a quienes las

ayudan. La autoridad creciente de Cleveland, caudillo de las reformas, apretaba la

unión de los proteccionistas de ambos partidos, y preparaba la liga formidable de

intereses que derrotó en un esfuerzo postrero su candidatura. La angustia de los

industriales había crecido tanto desde 1881, cuando se tachó la idea del congreso de

osadía censurable, que en 1888, cuando aprobaron la convocatoria las dos casas, fue

recibida por la mucha necesidad de vender, más natural y provechosa que antes. Y de

este modo vino a parecer unánime, y como acordado por los dos bandos del país, el

proyecto nacido de la conjunción de los intereses proteccionistas con la necesidad

política de un candidato astuto. Cabe preguntar si, despejados estos dos elementos del

interés político del candidato, y el pecuniario de las empresas que lo mantienen,

hubiera surgido la idea de un nuevo interés, y por sucesos favorables a la ampliación

del plan, a un extremo político en que culminan, con la vehemencia de una

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candidatura desesperada, las leyendas de expansión y predominio a que han

comenzado a dar cuerpo y fuerza de plan político, la guerra civil de un pueblo

rudimentario, y los celos de repúblicas que debieran saber recatarlos de quien muestra

la intención y la capacidad de aprovecharse de ellos.

Los caudales proteccionistas echaron a Cleveland de la Presidencia. Los magnates

republicanos tienen parte confesa en las industrias amparadas por la protección. Los

de la lana contribuyeron a las elecciones con sumas cuantiosas, porque los

republicanos se obligaban a no rebajar los derechos de la lana. Los del plomo

contribuyeron para que los republicanos cerrasen la frontera al plomo de México. Y

los del azúcar. Y los del cobre. Y los de los cueros, que hicieron ofrecer la creación

de un derecho de entrada. El congreso estaba lejos. Se prometía a los manufactureros

el mercado de las Américas: se hablaba, como con antifaz, de derechos misteriosos y

de “resultados inevitables”: a los criadores y extractores se les prometió tener cerrado

a los productos de afuera el mercado doméstico: no se decía que la compra de las

manufacturas por los pueblos españoles habría de recompensarse comprándoles sus

productos primos, o se decía que habría otro modo de hacérselos comprar, “el

resultado inevitable”, “el sueño de Clay”, “el destino manifiesto”; el verso de Sewall,

corría de diario en diario, como lema del canal de Nicaragua: “o por Panamá, o por

Nicaragua, o por los dos, porque los dos serán nuestros”: “ya es nuestra la península

de San Nicolás, en Haití, que es la llave del golfo”, triunfó con la fuerza oculta de la

leyenda, redoblada con la necesidad inmediata del poder, el partido que venía

uniendo en sus promesas la una a la otra.

Y al realizarse el congreso, y chocar los intereses de los manufactureros con los de

los criadores y extractores, se ve de realce la imposibilidad de asegurar la venta al

fabricante proteccionista sin cerrar en cambio el mercado de la nación, por la entrada

libre de los frutos primos a los extractores y criadores proteccionistas; y la necesidad

de salir del dilema de perder el poder en las elecciones próximas por falta de su

apoyo, o conservar su apoyo por el prestigio de convenios artificiales, obtenidos a

fuerza de poder, viene a juntarse, reuniendo el interés general del partido, al constante

y creciente del candidato que busca programa a la ocasión de influjo excepcional que

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ofrece al pueblo que lo espera y prepara desde sus albores, el período de mudanza en

que, por desesperación de su esclavitud unos, y por el empuje de la vida los otros,

entran los pueblos más débiles e infelices de América, que son, fuera de México,

tierra de fuerza original, los pueblos más cercanos a los Estados Unidos. Así el que

comenzó por ser ardid prematuro de un aspirante diestro, viene a ser, por la

conjunción de los cambios, y aspiraciones a la vida de los pueblos del golfo, de la

necesidad urgente de los proteccionistas, y del interés de un candidato ágil que pone a

su servicio la leyenda, el planteamiento desembozado de la era del predominio de los

Estados Unidos sobre los pueblos de la América.

Y es lícito afirmar esto, a pesar de la aparente mansedumbre de la convocatoria,

porque a ésta, que versa sobre las relaciones de los Estados Unidos con los demás

pueblos americanos, no se la puede ver como desligada de las relaciones, y tentativas,

y atentados confesos, de los Estados Unidos en la América, en los instantes mismos

de la reunión de sus pueblos sino que por lo que son estas relaciones presentes se ha

de entender cómo serán, y para qué, las venideras; y luego de inducir la naturaleza y

objeto de las amistades proyectadas, habrá de estudiarse a cuál de las dos Américas

convienen, y si son absolutamente necesarias para su paz y vida común, o si estarán

mejor como amigas naturales sobre bases libres, que como coro sujeto a un pueblo de

intereses distintos, composición híbrida y problemas pavorosos, resuelto a entrar,

antes de tener arreglada su casa, en desafío arrogante, y acaso pueril, con el mundo. Y

cuando se determine si los pueblos que han sabido fundarse por sí, y mejor mientras

más lejos, deben abdicar su soberanía en favor del que con más obligación de

ayudarles no les ayudó jamás, o sí conviene poner clara, y donde el universo la vea, la

determinación de vivir en la salud de la verdad, sin alianzas innecesarias con un

pueblo agresivo de otra composición y fin, antes de que la demanda de alianza

forzosa se encone y haga caso de vanidad y punto de honra nacional,—lo que habrá

de estudiarse serán los elementos del congreso, en sí y en lo que de afuera influye él,

para augurar si son más las probabilidades de que se reconozcan, siquiera sea para

recomendación, los títulos de patrocinio y prominencia en el continente, de un pueblo

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que comienza a mirar como privilegio suyo la libertad, que es aspiración universal y

perenne del hombre, y a invocarla para privar a los pueblos de ella—,o de que en esta

primera tentativa de dominio, declarada en el exceso impropio de sus pretensiones, y

en los trabajos coetáneos de expansión territorial e influencia desmedida, sean más, si

no todos, como debieran ser los pueblos que, con la entereza de la razón y la

seguridad en que están aún, den noticia decisiva de su renuncia a tomar señor, que los

que por un miedo a que sólo habrá causa cuando hayan empezado a ceder y

reconocido la supremacía, se postren, en vez de esquivarlo con habilidad, al paso del

Juggernaut desdeñoso, que adelanta en triunfo entre turiferarios alquilones de la tierra

invasora aplastando cabezas de siervos.

El Sun de Nueva York, lo dijo ayer: “El que no quiera que lo aplaste el Juggernaut,

súbase en su carro”. Mejor será cerrarle al carro el camino

Para eso es el genio: para vencer la fuerza con la habilidad. Al carro se subieron los

tejanos, y con el incendio a la espalda, como zorros rabiosos, o con los muertos de la

casa a la grupa, tuvieron que salir, descalzos y hambrientos, de su tierra de Texas.

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 19 de diciembre de 1889

II

Nueva York, 2 de noviembre de 1889

Señor Director de La Nación:

Y, a ver las cosas en la superficie, no habría causa para estas precauciones, porque de

las ocho proposiciones de la convocatoria, la primera y última manda tratar de todo lo

que en genera! sea para el bien de los pueblos de América, que es cosa que cada

pueblo nuestro ha buscado por sí, en cuanto se quitó el polvo de las ruinas en que

vino al mundo; y de las seis restantes, una es para criar vapores, que no han

necesitado en nuestra América de empolladura de congresos, porque Venezuela dio

sueldo a los cascos de los Estados Unidos en cuanto tuvo qué mandar, y cómo pagar;

y Centroamérica, con estar en pañales, lo mismo; y México ha puesto sobre sus pies

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con sus pesos mestizos a dos compañías rubias de vapores, cuando no pensaba en su

prole necesitada la superioridad rubia; y es patente que no hay por qué hacer con guía

de otros aquello de que se le ha dado al guía lección adelantada. Otra proposición es

recomendable; porque entre pueblos llanos y amigos no debe haber fórmulas nimias

ni diversas, y conviene a todos que sean unas las de los documentos mercantiles, y las

de despachos de aduana, así como lo de la propuesta que sigue, sobre uniformidad de

pesas y medidas, y leyes sobre marcas y privilegios, y sobre extradición de

criminales.

Ni la idea de la moneda común es de temer, porque cuanto ayude al trato de los

pueblos es un favor para su paz, y una causa menos de encono y recelo, y si se puede

acordar, con un sistema de descuentos fijos o con el reconocimiento de un valor

convencional, el valor relativo y constante de la plata de diversos cuños, no hay por

qué estorbar el comercio sano y apetecible con la fluctuación de la moneda, ni de

negar en un tanto al peso de menos plata, el crédito que entre pueblos amigos se

concede al peso nominal de papel. Ni sería menos que excelente la proposición del

arbitraje, caso de que no fuera con la reserva mental del Herald de Nueva York, que

no es diario que habla sin saber, y dice que todavía no es hora de pensar en el

protectorado sobre la América: sino que eso se ha de dejar para cuando estén las

cosas bien fortificadas; y sea tanta la marina que vuelva vencedora de una guerra

europea, y entonces, con el crédito del triunfo, será la ocasión de intentar “lo que ha

de ser, pero que por falta de fuerzas no se ha de intentar ahora”. Excelente cosa sería

el arbitraje, si en estos mismos meses hubiesen dado pruebas de quererlo realmente

los Estados Unidos en su vecindad, proponiéndolo a los dos bandos de Haití, en vez

de proveer de armas al bando que le ha ofrecido cederle la península de San Nicolás,

para echar del país al gobierno legítimo, que no se la quiso ceder. El arbitraje sería

cosa excelente, si no hubieran de estar sometidas las cuestiones principales de

América, que han de ser dentro de poco, si a tiempo no se ordenan, las de las

relaciones con el pueblo de Estados Unidos, de intereses distintos en el universo, y

contrarios en el continente, a los de los pueblos americanos, a un tribunal en que, por

aquellas maravillas que dieron en México el triunfo a Cortés, y en Guatemala a

Alvarado, no fuera de temer, y aun de asegurar que, con el poder de la bolsa, o el del

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deslumbramiento, tuviera el león más votos que los que pudieran oponer al coro de

ovejas, el potro valeroso o el gamo infeliz. Cosa excelente sería el arbitraje, si fuera

de esperar que en la plenitud de su pujanza sometiera a él sus apetitos la república

que, aún adolescente, mandaba a los hermanos generosos que dejasen al hermano sin

libertar, y que le respetasen su presa.

De una parte hay en América un pueblo que proclama su derecho de propia

coronación a regir, por moralidad geográfica, en el continente, y anuncia, por boca de

sus estadistas, en la prensa y en el púlpito, en el banquete y en el congreso, mientras

pone la mano sobre una isla y trata de comprar otra, que todo el norte de América ha

de ser suyo, y se le ha de reconocer derecho imperial del istmo abajo, y de otra están

los pueblos de origen y fines diversos, cada día más ocupados y menos recelosos, que

no tienen más enemigo real que su propia ambición, y la del vecino que los convida a

ahorrarle el trabajo de quitarles mañana por la fuerza lo que le pueden dar de grado

ahora. ¿Y han de poner sus negocios los pueblos de América en manos de su único

enemigo, o de ganarle tiempo, y poblarse, y unirse, y merecer definitivamente el

crédito y respeto de naciones, antes de que ose demandarles la sumisión el vecino a

quien, por las lecciones de adentro o las de afuera, se le puede moderar la voluntad, o

educar la moral política, antes de que se determine a incurrir en el riesgo y oprobio de

echarse, por la razón de estar en un mismo continente, sobre pueblos decorosos,

capaces, justos, y como él, prósperos y libres? .

Ni fuera para alarmar la propuesta de la unión aduanera, que permitiría la entrada

libre de lo de cada país en todos los de la unión; porque con enunciarla se viene

abajo, pues valdría tanto como ponerse a modelar de nuevo y aprisa quince pueblos

para buscar acomodo a los sobrantes de un amigo a quien le ha entrado con apremio

la necesidad, y quiere que en beneficio de él los vecinos se priven de todo, o de casi

todo, lo que tienen compuesto en una fábrica de años para los gastos de la casa:

porque tomar sin derechos lo de los Estados Unidos, que elaboran, en sus talleres

cosmopolitas, cuanto conoce y da el mundo, fuera como echar al mar de un puñado la

renta principal de las aduanas, mientras que los Estados Unidos seguirían cobrando

poco menos que todas las suyas, como de lo que les viene de América no pasan de

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cinco los artículos valiosos y gravados al entrar: sobre que sería inmoral e ingrato,

caso de ser posible por las obligaciones previas, despojar del derecho de vender en

los países de América sus productos baratos a los pueblos que sin pedirles sumisión

política les adelantan caudales y les conceden créditos, para poner en condición de

vender sus productos caros e inferiores a un pueblo que no abre créditos ni adelanta

caudales, sino donde hay minas abiertas y provechos visibles, y exige además la

sumisión.

¿A qué ir de aliados, en lo mejor de la juventud, en la batalla que los Estados Unidos

se preparan a librar con el resto del mundo? ¿Por qué han de pelear sobre las

repúblicas de América sus batallas con Europa, y ensayar en pueblos libres su sistema

de colonización? ¿Por qué tan deseosos de entrar en la casa ajena, mientras los que

quieren echar de ella se les están entrando en la propia? ¿Por qué ajustar en la sala del

congreso proyectos de reciprocidad con todos los pueblos americanos cuando un

proyecto de reciprocidad, el de México, ajustado entre los dos gobiernos con ventajas

mutuas, espera en vano de años atrás la sanción del congreso, porque se oponen a él,

con detrimento del interés general de la Nación, los intereses especiales heridos en el

tratado?

En 1883, mientras iba la comisión convidando al congreso internacional ¿no se

cerraron las puertas, para contentar a los criadores nativos, a las lanas sudamericanas?

¿No quiere el senado aumentar hoy mismo, cara a cara del congreso internacional, el

gravamen de la lana de alfombras de los pueblos a quienes se invita a recibir sin

derechos, y a consumir de preferencia los productos de un país que le excluye los

suyos? ¿No acaba la Secretaría de Hacienda, mientras andan de convivialidades los

panamericanos en Kentucky, de confirmar el derecho prohibitivo del plomo de

México, a quien llama a tratar sobre la entrada libre de los productos del norte en la

república mexicana, que ya les tiene acordada la entrada libre, y sólo espera a que la

permita por su parte el congreso de los Estados Unidos? ¿No están levantando

protestas los estancieros del oeste contra las compañías de vapores, que quieren

valerse del partido que los estancieros ayudaron a vencer, para traer de venta de

Sudamérica al este, con el dinero nacional, reses vivas y carnes frescas más baratas

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que las que pueden mandar del oeste por los ferrocarriles los estancieros de la

nación? ¿Y a qué se convida a Chile, que exporta cobre, si el cobre del país, que

ayudó tanto a los republicanos, les exige la condición, que fue cerrar la entrada al

cobre? ¿Y los azucareros, para qué trajeron a los republicanos al poder, sino para que

les cerraran las puertas al azúcar?

O se priva el gobierno republicano del apoyo de los proteccionistas que lo eligieron

para que los mantuviese en su granjería,—lo que fuera sacrificio inútil, porque el

congreso federal, que es de las empresas, reprobaría la deserción del gobierno. O se

convida a los pueblos americanos a sabiendas, con la esperanza vaga de recobrar

concesiones que los entraban para el porvenir, a formular tratados que de antemano

desechan los poderes a quienes cumpliría ejecutarlos, y los intereses que los

encumbraron al gobierno. O se espera reducir al congreso internacional, por artificios

de política, y componendas con los pueblos deslumbrados y temerosos, a

recomendaciones que funden el derecho eminente que se arrogan sobre América los

Estados Unidos. O se les usa con suave discreción, en esperanzas de tiempos más

propicios, de manera que sus acuerdos generales y admisiones corteses pasen ante los

proteccionistas ansiosos y ante el país engolosinado con la idea de crecer, como

premio de la obra mayor del protectorado decisivo sobre América, que no debe

realizar el estadista mágico desde su cárcel de la secretaría, sino en el poder y

autoridad de la presidencia. Eso dice el Herald.

“¡Como que nos parece que este congreso no viene a ser más que una jugada política,

una exhibición pirotécnica del estadista magnético, un movimiento brillante de

estrategia anticipada para las próximas elecciones a la presidencia!” “A las

compañías de vapores que ayudaron a ponerlo donde está es a quienes quiere

contentar Blaine,—dice el Evening Post,—si ese congreso acuerda algunas

recomendaciones vagas sobre la conveniencia de subvencionar líneas de vapores, y

junta su tanto correspondiente de luz de luna sobre la fraternidad de los pueblos y las

bellezas del arbitraje, a la horca se puede ir el congreso, que ya ha hecho lo que las

compañías querían que hiciese”. “Por cuanto se ve, va a parar este congreso en una

gran caza de subvenciones para vapores”, dice el Times. Toda esta fábrica pomposa

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levantada por los Estados Unidos es una divertidísima paradoja nacional: “¿no pone

en riesgo”, dice el Herald de Filadelfia, “nuestra fama de pueblo sensato e

inteligente?” Y el Herald de Nueva York comenta así: “¡Magnífico anuncio para

Blaine!”

Pero el congreso comprenderá la propiedad de desvanecerse en cuanto le sea posible.

En tanto, el gobierno de Washington se prepara a declarar su posesión de la península

de San Nicolás, y acaso, si el ministro Douglas negocia con éxito, su protectorado

sobre Haití: Douglas lleva, según rumor no desmentido, el encargo de ver cómo

inclina a Santo Domingo al protectorado: el ministro Palmer negocia a la callada en

Madrid la adquisición de Cuba: el ministro Migner, con escándalo de México, azuza

a Costa Rica contra México de un lado y Colombia de otro: las empresas

norteamericanas se han adueñado de Honduras: y fuera de saber si los hondureños

tienen en la riqueza del país más parte que la necesaria para amparar a sus consocios

y si está bien a la cabeza de un diario del gobierno un anexionista reconocido: por los

provechos del canal, las visiones del progreso, están con las dos manos en

Washington, Nicaragua y Costa Rica; un pretendiente a la presidencia hay en Costa

Rica, que prefiere a la unión de Centroamérica la anexión a los Estados Unidos: no

hay amistad más ostensible que la del presidente de Colombia para el congreso y sus

planes: Venezuela aguarda entusiasta a que Washington saque de la Guayana a

Inglaterra, que Washington no se puede sacar del Canadá: a que confirme

gratuitamente en la posesión de un territorio a un pueblo de América, el país que en

ese mismo instante fomenta una guerra para quitarle la joya de su comarca y la llave

del golfo de México a otro pueblo americano; el país que rompe en aplausos en la

casa de representantes cuando un Chipman declara que es ya tiempo de que ondee la

bandera de las estrellas en Nicaragua como un Estado más del Norte.

Y el Sun dice así: “Compramos a Alaska ¡sépase de una vez! para notificar al mundo

que es nuestra determinación formar una unión de todo el norte del continente con la

bandera de las estrellas flotando desde los hielos hasta el istmo, y de océano a

océano”. Y el Herald dice: “La visión de un protectorado sobre las repúblicas del sur

llegó a ser idea principal y constante de Henry Clay”. El Mail and Express, amigo

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íntimo de Harrison, por una razón, y de Blaine por otra, llama a Blaine “el sucesor de

Henry Clay, del gran campeón de las ideas americanas”. “No queremos más que

ayudar a la prosperidad de esos pueblos”, dice el Tribune. Y en otra parte dice

hablando de otro querer: “Esos pueden ser resultados definitivos y remotos de la

política general que deliberadamente adoptaron ambos partidos en el congreso”. “No

estamos listos todavía para ese movimiento”, dice el Herald: “Blaine se adelanta a los

sucesos como unos cincuenta años”. ¡A crecer, pues, pueblos de América, antes de

los cincuenta años!

Nótase, pues, en la opinión escrita, mirando a lo hondo, una como idea táctica e

imperante, visible en el mismo cuidado que ponen los más justos en no herirla de

frente, como que nadie tacha de inmoral, ni de trabajo de salteador, aunque lo sería, la

intentona de llevar por América en los tiempos modernos la civilización ferrocarrilera

como Pizarro llevó la fe de la cruz; y la censura está a lo más en no hablar de las

acciones por venir, ya porque, en lo real del caso de Haití, iniciaron los demócratas, a

pesar de su moderación, la misma política de conquista de los republicanos, y fueron

los demócratas en verdad los que con la compra de la Luisiana la inauguraron bajo

Jefferson, ya porque la prensa vive de oír, y de obedecer la opinión más que de

guiarla, por lo cual no osa condenar las alegaciones con que pudiera enriquecerse el

país, aunque luego de hechas no haya de faltar quien las tache de crimen, como a la

de Texas, que llaman crimen a secas Dana, y Janvier, y los biógrafos de Lincoln, por

más que fuera mejor impedirlas antes de ser, que lamentarlas cuando han sido. Pero si

ha de notarse, porque es, que en lo más estimable de la prensa se pone de realce la

imposibilidad de que el congreso venga a fines reales de comercio, por la oposición

de soberanía de cada país con el rendimiento de ella que el congreso exige, y la de la

política de las concesiones recíprocas que la convocatoria apunta, con la de

resistencia a la reciprocidad, a que de raíz están obligados los que reúnen a los

pueblos de América para fingir, por aparato eleccionario o fin oculto, que la violan.

El Times, el Post, el Luck, el Harper, el Advertiser, el Herald, tienen a bomba de

jabón y a escenografía ridícula, la junta de naciones congregadas para que entren en

liga contra el universo, en favor de un partido que no puede entrar en la liga a que

convida, ni hacer, sin morir, lo que insta a sus asociados que hagan.

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Blaine mismo, conoce que para el triunfo del mito en las elecciones, basta con que

una semejanza de éxito, excusada de no ir a más por estarse al principio de la obra,

alimente la fe que viene de Adams a Cutting, y estima que con el hecho del congreso,

por el poder de la luz sobre los ojos débiles, ha de quedar realmente favorecida; pero

muestra el temor de que se espere del congreso, por la mucha necesidad de las

industrias, más de lo que ha de dar, que nada puede ser en esto del comercio sobre las

bases proteccionistas de ahora, por lo que a tiempo hace saber, por un hijo hoy, y por

un diario mañana, que no espera de la junta, en lo que se vea, sino preliminares de la

fusión que ha de venir, y más resistencia que allegamiento, o allegamientos

preparatorios. La política de la dignidad tiene, pues, por aliados voluntarios y

valiosos, en el mismo país hostil, a los que por llevar la dignidad en sí, no conciben

que pueda faltar en aquellos en quienes se ataca. Ni el que sacaría más provecho de la

falta de ella, osa esperar que falte.

Y es voz unánime que el congreso no ha de ser más que junta nula, o bandera de la

campaña presidencial, o pretexto de una cacería de subvenciones. Esto aguardan de

los pueblos independientes de América los que, conocedores del bien de la

independencia, no conciben que se pueda, sin necesidad mortal, abdicar de él. ¿Se

entrarán, de rodillas, ante el amo nuevo, las islas del golfo? ¿Consentirá

Centroamérica en partirse en dos, con la cuchillada del canal en el corazón, o en

unirse por el sur, como enemiga de México, apoyada por el extranjero que pesa sobre

México en el norte, sobre un pueblo de los mismos intereses de Centroamérica, del

mismo destino, de la misma raza? ¿Empeñará, venderá Colombia su soberanía? ¿Le

limpiarán el istmo de obstáculos a Juggernaut, los pueblos libres, que moran en él, y

se subirán en su carro, como se subieron los mexicanos de Texas? ¿Por la esperanza

de apoyo contra el extranjero de Europa, que por un espejismo de progreso, excusable

sólo en mente aldeana, favorecerá Venezuela el predominio del extranjero más

temible, por más interesado y cercano, que anuncia que se ha de clavar, y se clava a

sus ojos, por toda la casa de América? ¿O debe llegar la admiración por los Estados

Unidos hasta prestar la mano al novillo apurado, como la campesina de “La Terre”?

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Eso de la admiración ciega, por pasión de novicio o por falta de estudio, es la fuerza

mayor con que cuenta en América la política que invoca, para dominar en ella, un

dogma que no necesita en los pueblos americanos de ajena invocación, porque de

siglos atrás, aún antes de entrar en la niñez libre, supieron rechazar con sus pechos al

pueblo más tenaz y poderoso de la tierra: y luego le han obligado al respeto por su

poder natural, y la prueba de su capacidad, solos. ¿A qué invocar, para extender el

dominio en América, la doctrina que nació tanto de Monroe como de Canning, para

impedir en América el dominio extranjero, para asegurar a la libertad un continente?

¿O se ha de invocar el dogma contra un extranjero para traer a otro? ¿O se quita la

extranjería, que está en el carácter distinto, en los distintos intereses, en los propósitos

distintos, por vestirse de libertad, y privar de ella con los hechos,—o porque viene

con el extranjero el veneno de los empréstitos, de los canales, de los ferrocarriles? ¿O

se ha de pujar la doctrina en toda su fuerza sobre los pueblos débiles de América, el

que tiene al Canadá por el Norte, y a las Guayanas y a Bélice por el Sur, y mandó

mantener, y mantuvo a España y le permitió volver, a sus propias puertas, al pueblo

americano de donde había salido?

¿A qué fingir miedos de España, que para todo lo que no sea exterminar a sus hijos

en las Antillas está fuera de América, y no la puede recobrar por el espíritu, porque la

hija se le adelanta a par del mundo nuevo, ni por el comercio, porque no vive la

América de pasas y aceitunas, ni tiene España en los pueblos americanos más influjo

que el que pudiera volver a darle, por causas de raza y de sentimientos, el temor o la

antipatía o la agresión norteamericana? ¿O los pueblos mayores de América, que

tienen la capacidad y la voluntad de resistirla, se verían abandonados y

comprometidos por las repúblicas de su propia familia que se les debían allegar, para

detener, con la fuerza del espíritu unificado, al adversario común, que pudo mostrar

su pasión por la libertad ayudando a Cuba a conquistarla de España, en vez de ayudar

contra la libertad a España, que le profanó sus barcos, y le tasó a doscientos pesos las

cabezas que quitó a balazos a sus hijos? ¿O son los pueblos de América estatuas de

ceguedad, y pasmos de inmundicia?

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La admiración justa por la prosperidad de los hombres liberales y enérgicos de todos

los pueblos, reunidos a gozar de la libertad, obra común del mundo, en una extensión

segura, varia y virgen, no ha de ir hasta excusar los crímenes que atenten contra la

libertad el pueblo que se sirve de su poder y de su crédito para crear en forma nueva

el despotismo. Ni necesitan ir de pajes de un pueblo los que en condiciones inferiores

a las suyas han sabido igualarlo y sobrepujarlo. Ni tienen los pueblos libres de

América razón para esperar que les quite de encima al extranjero molesto el pueblo

que acudió con su influjo a echar de México al francés, traído acaso por el deseo de

levantarle valla al poder sajón en el equilibrio descompuesto del mundo, cuando el

francés de México, le amenazaba por el sur con la alianza de los estados rebeldes, de

alma aún latina; el pueblo que por su interés echó al extranjero europeo de la

república libre a que arrancó en una guerra criminal una comarca que no le ha

restituido. Walker fue a Nicaragua por los Estados Unidos; por los Estados Unidos,

fue López a Cuba. Y ahora cuando ya no hay esclavitud con que excusarse, está en

pie la liga de Anexión; habla Allen de ayudar a la de Cuba; va Douglas a procurar la

de Haití y Santo Domingo; tantea Palmer la venta de Cuba en Madrid; fomentan en

las Antillas la anexión con raíces en Washington, los diarios vendidos de

Centroamérica; y en las Antillas menores, dan cuenta incesante los diarios del norte,

del progreso de la idea anexionista; insiste Washington en compeler a Colombia a

reconocerle en el istmo derecho dominante, y privarle de la facultad de tratar con los

pueblos sobre su territorio; y adquieren los Estados Unidos, en virtud de la guerra

civil que fomentaron, la península de San Nicolás en Haití. Unos dan “el sueño de

Clay” por cumplido. Otros creen que se debe esperar medio siglo más: otros, nacidos

en la América española, creen que se debe ayudarlo.

El congreso internacional será el recuento del honor, en que se vea quiénes defienden

con energía y mesura la independencia de la América española, donde está el

equilibrio del mundo; o si hay naciones capaces, por el miedo o el deslumbramiento,

o el hábito de servidumbre o el interés de consentir, sobre el continente ocupado por

dos pueblos de naturaleza y objeto distintos, en mermar con su deserción las fuerzas

indispensables, y ya pocas, con que podrá a la familia de una nacionalidad contener

con el respeto que imponga y la cordura que demuestre, la tentativa de predominio,

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confirmada por los hechos coetáneos, de un pueblo criado en la esperanza de la

dominación continental, a la hora en que se pintan, en apogeo común, el ansia de

mercados de sus industrias pletóricas, la ocasión de imponer a naciones lejanas y a

vecinos débiles el protectorado ofrecido en las profesías, la fuerza material necesaria

para el acometimiento, y la ambición de un político rapaz y atrevido.

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 20 de diciembre de 1889

DISCURSO

Pronunciado en la velada artístico-literaria de la Sociedad Literaria Hispanoamericana

el 19 de diciembre de 1889, a la que asistieron los delegados a la Conferencia

Internacional Americana. (Conocido por “Madre América”)

Señoras y señores:

Apenas acierta el pensamiento, a la vez trémulo y desbordado, a poner, en la

brevedad que le manda la discreción, el júbilo que nos rebosa de las almas en esta

noche memorable. ¿Qué puede decir el hijo preso, que vuelve a ver a su madre por

entre las rejas de su prisión? Hablar es poco, y es casi imposible, más por el íntimo y

desordenado contento, por la muchedumbre de recuerdos, de esperanzas y de

temores, que por la certeza de no poder darles expresión digna. Indócil y mal

enfrenada ha de brotar la palabra de quien, al ver en torno suyo, en la persona de sus

delegados ilustres, los pueblos que amamos con pasión religiosa; al ver cómo, por

mandato de secreta voz, los hombres se han puesto como más altos para recibirlos, y

las mujeres como más bellas; al ver el aire tétrico y plomizo animado como de

sombras, sombras de águilas que echan a volar, de cabezas que pasan moviendo el

penacho consejero, de tierras que imploran, pálidas y acuchilladas, sin fuerzas para

sacarse el puñal del corazón, del guerrero magnánimo del Norte, que da su mano de

admirador, desde el pórtico de Mount Vernon, al héroe volcánico del Sur, intenta en

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vano recoger, como quien se envuelve en una bandera, el tumulto de sentimientos que

se le agolpa al pecho, y sólo halla estrofas inacordes y odas indómitas para celebrar,

en la casa de nuestra América, la visita de la madre ausente,—para decirle, en nombre

de hombres y de mujeres, que el corazón no puede tener mejor empleo que darse,

todo, a los mensajeros de los pueblos americanos. ¿Cómo podremos pagar a nuestros

huéspedes ilustres esta hora de consuelo? ¿A qué hemos de esconder, con la falsía de

la ceremonia, lo que se nos está viendo en los rostros? Pongan otros florones y

cascabeles y franjas de oro a sus retóricas; nosotros tenemos esta noche la elocuencia

de la Biblia, que es la que mana, inquieta y regocijada como el arroyo natural, de la

abundancia del corazón. ¿Quién de nosotros ha de negar, en esta noche en que no se

miente, que por muchas raíces que tengan en esta tierra de libre hospedaje nuestra fe,

o nuestros afectos, o nuestros hábitos, o nuestros negocios, por tibia que nos haya

puesto el alma la magia infiel del hielo, hemos sentido, desde que supimos que estos

huéspedes nobles nos venían a ver, como que en nuestras casas había más claridad,

como que andábamos a paso más vivo, como que éramos más jóvenes y generosos,

como que nuestras ganancias eran mayores y seguras, como que en el vaso seco

volvía a nacer flor? Y si nuestras mujeres quieren decirnos la verdad, ¿no nos dicen,

no nos están diciendo con sus ojos leales, que nunca pisaron más contentos la nieve

ciertos pies de hadas; que algo que dormía en el corazón, en la ceguera de la tierra

extraña, se ha despertado de repente; que un canario alegre ha andado estos días

entrando y saliendo por las ventanas, sin temor al frío, con cintas y lazos en el pico,

yendo y viniendo sin cesar, porque para esta fiesta de nuestra América ninguna flor

parecía bastante fina y primorosa? Esta es la verdad. A unos nos ha echado aquí la

tormenta; a otros, la leyenda; a otros, el comercio; a otros, la determinación de

escribir, en una tierra que no es libre todavía, la última estrofa del poema de 1810; a

otros les mandan vivir aquí, como su grato imperio, dos ojos azules. Pero por grande

que esta tierra sea, y por ungida que esté para los hombres libres la América en que

nació Lincoln, para nosotros, en el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose

tachárnoslo ni nos lo pueda tener a mal, es más grande, porque es la nuestra y porque

ha sido más infeliz, la América en que nació Juárez.

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De lo más vehemente de la libertad nació en días apostólicos la América del Norte.

No querían los hombres nuevos, coronados de luz, inclinar ante ninguna otra su

corona. De todas partes, al ímpetu de la frente, saltaba hecho pedazos, en las naciones

nacidas de la agrupación de pueblos pequeños, el yugo de la razón humana,

envilecida en los imperios creados a punta de lanza, o de diplomacia, por la gran

república que se alocó con el poder; nacieron los derechos modernos de las comarcas

pequeñas y autóctonas; que habían elaborado en el combate continuo su carácter

libre, y preferían las cuevas independientes a la prosperidad servil. A fundar la

república le dijo al rey que venía, uno que no se le quitaba el sombrero y le decía de

tú. Con mujeres y con hijos se fían al mar, y sobre la mesa de roble del camarín

fundan su comunidad, los cuarenta y uno de la “Flor de Mayo”. Cargan mosquetes,

para defender las siembras; el trigo que comen, lo aran; suelo sin tiranos es lo que

buscan, para el alma sin tiranos. Viene, de fieltro y blusón, el puritano intolerante e

integérrimo, que odia el lujo, porque por él prevarican los hombres; viene el

cuáquero, de calzas y chupa, y con los árboles que derriba, levanta la escuela; viene

el católico, perseguido por su fe, y funda un Estado donde no se puede perseguir por

su fe a nadie; viene el caballero, de fusta y sombrero de plumas, y su mismo hábito de

mandar esclavos le da altivez de rey para defender su libertad. Alguno trae en su

barco una negrada que vender, o un fanático que quema a las brujas, o un gobernador

que no quiere oír hablar de escuelas; lo que los barcos traen es gente de universidad y

de letras, suecos místicos, alemanes fervientes, hugonotes francos, escoceses altivos,

bátavos económicos; traen arados, semillas, telares, arpas, salmos, libros. En la casa

hecha por sus manos vivían, señores y siervos de sí propios; y de la fatiga de bregar

con la naturaleza se consolaba el colono valeroso al ver venir, de delantal y cofia, a la

anciana del hogar, con la bendición en los ojos, y en la mano la bandeja de los dulces

caseros, mientras una hija abría el libro de los himnos, y preludiaba otra en el salterio

o en el clavicordio. La escuela era de memoria y azotes; pero el ir a ella por la nieve

era la escuela mejor. Y cuando, de cara al viento, iban de dos en dos por los caminos,

ellos de cuero y escopeta, ellas de bayeta y devocionario, a oír iban al reverendo

nuevo, que le negaba al gobernador el poder en las cosas privadas de la religión; iban

a elegir sus jueces, o a residenciarlos. De afuera no venía la casta inmunda. La

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autoridad era de todos, y la daban a quien se la querían dar. Sus ediles elegían, y sus

gobernadores. Si le pesaba al gobernador convocar el consejo, por sobre él lo

convocaban los “hombres libres”. Allá, por los bosques, el aventurero taciturno caza

hombres y lobos, y no duerme bien sino cuando tiene de almohada un tronco recién

caído o un indio muerto. Y en las mansiones solariegas del Sur todo es minué y

bujías, y coro de negros cuando viene el coche del señor, y copa de plata para el buen

Madera. Pero no había acto de la vida que no fuera pábulo de la libertad en las

colonias republicanas que, más que cartas reales, recibieron del rey certificados de

independencia. Y cuando el inglés, por darla de amo, les impone un tributo que ellas

no se quieren imponer, el guante que le echaron al rostro las colonias fue el que el

inglés mismo había puesto en sus manos. A su héroe, le traen el caballo a la puerta.

El pueblo que luego había de negarse a ayudar, acepta ayuda. La libertad que triunfa

es como él, señorial y sectaria, de puño de encaje y de dosel de terciopelo, más de la

localidad que de la humanidad, una libertad que bambolea, egoísta e injusta, sobre los

hombros de una raza esclava, que antes de un siglo echa en tierra las andas de una

sacudida; ¡y surge, con un hacha en la mano, el leñador de ojos piadosos, entre el

estruendo y el polvo que levantan al caer las cadenas de un millón de hombres

emancipados! Por entre los cimientos desencajados en la estupenda convulsión se

pasea, codiciosa y soberbia, la victoria; reaparecen, acentuados por la guerra, los

factores que constituyeron la nación; y junto al cadáver del caballero, muerto sobre

sus esclavos, luchan por el predominio en la república, y en el universo, el peregrino

que no consentía señor sobre él, ni criado bajo él, ni más conquistas que la que hace

el grano en la tierra y el amor en los corazones,—y el aventurero sagaz y rapante,

hecho a adquirir y adelantar en la selva, sin más ley que su deseo, ni más límite que el

de su brazo, compañero solitario y temible del leopardo y el águila.

Y ¿cómo no recordar, para gloria de los que han sabido vencer a pesar de ellos, los

orígenes confusos, y manchados de sangre, de nuestra América, aunque al recuerdo

leal, y hoy más que nunca necesario, le pueda poner la tacha de vejez inoportuna

aquel a quien la luz de nuestra gloria, de la gloria de nuestra independencia, estorbase

para el oficio de comprometerla o rebajarla? Del arado nació la América del Norte, y

la Española, del perro de presa. Una guerra fanática sacó de la poesía de sus palacios

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aéreos al moro debilitado en la riqueza, y la soldadesca sobrante, criada con el vino

crudo y el odio a los herejes, se echó, de coraza y arcabuz, sobre el indio de peto de

algodón. Llenos venían los barcos de caballeros de media loriga, de segundones

desheredados, de alféreces rebeldes, de licenciados y clérigos hambrones. Traen

culebrinas, rodelas, picas, quijotes, capacetes, espaldares, yelmos, perros. Ponen la

espada a los cuatro vientos, declaran la tierra del rey, y entran a saco en los templos

de oro. Cortés atrae a Moctezuma al palacio que debe a su generosidad o a su

prudencia, y en su propio palacio lo pone preso. La simple Anacaona convida a su

fiesta a Ovando, a que viera el jardín de su país, y sus danzas alegres, y sus doncellas;

y los soldados de Ovando se sacan de debajo del disfraz las espadas, y se quedan con

la tierra de Anacaona. Por entre las divisiones y celos de la gente india adelanta en

América el conquistador; por entre aztecas y tlascaltecas llega Cortés a la canoa de

Cuauhtémoc; por entre quichés y zutujiles vence Alvarado en Guatemala; por entre

tunjas y bogotáes adelanta Quesada en Colombia; por entre los de Atahualpa y los de

Huáscar pasa Pizarro en el Perú: en el pecho del último indio valeroso clavan, a la luz

de los templos incendiados, el estandarte rojo del Santo Oficio. Las mujeres, las

roban. De cantos tenía sus caminos el indio libre, y después del español no había más

caminos que el que abría la vaca husmeando el pasto, o el indio que iba llorando en

su treno la angustia de que se hubiesen vuelto hombres los lobos. Lo que come el

encomendero, el indio lo trabaja; como flores que se quedan sin aroma, caen muertos

los indios; con los indios que mueren se ciegan las minas. De los recortes de las

casullas se hace rico un sacristán. De paseo van los señores; o a quemar en el brasero

el estandarte del rey; o a cercenarse las cabezas por peleas de virreyes y oidores, o

celos de capitanes; y al pie del estribo lleva el amo dos indios de pajes, y dos mozos

de espuela. De España nombran el virrey, el regente, el cabildo. Los cabildos que

hacían, los firmaban con el hierro con que herraban las vacas. El alcalde manda que

no entre el gobernador en la villa, por los males que le tiene hechos a la república, y

que los regidores se persignen al entrar en el cabildo, y que al indio que eche el

caballo a galopar se le den veinticinco azotes. Los hijos que nacen, aprenden a leer en

carteles de toros y en décimas de salteadores. “Quimeras despreciables” les enseñan

en los colegios de entes y categorías. Y cuando la muchedumbre se junta en las

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calles, es para ir de cola de las tarascas que llevan el pregón; o para hablar, muy

quedo, de las picanterías de la tapada y el oidor; o para ir a la quema del portugués;

cien picas y mosquetes van delante, y detrás los dominicos con la cruz blanca, y los

grandes de vara y espadín, con la capilla bordada de hilo de oro; y en hombros los

baúles de huesos, con llamas a los lados; y los culpables con la cuerda al cuello, y las

culpas escritas en la coraza de la cabeza; y los contumaces con el sambenito pintado

de imágenes del enemigo; y la prohombría, y el señor obispo, y el clero mayor; y en

la iglesia, entre dos tronos, a la luz vívida de los cirios, el altar negro; afuera, la

hoguera. Por la noche, baile. ¡El glorioso criollo cae bañado en sangre, cada vez

que .busca remedio a su vergüenza, sin más guía ni modelo que su honor, hoy en

Caracas, mañana en Quito, luego con los comuneros del Socorro; o compra, cuerpo a

cuerpo, en Cochabamba el derecho de tener regidores del país; o muere, como el

admirable Antequera, profesando su fe en el cadalso del Paraguay, iluminado el

rostro por la dicha; o al desfallecer al pie del Chimborazo, “exhorta a las razas a que

afiancen su dignidad”. El primer criollo que le nace al español, el hijo de la Malinche,

fue un rebelde. La hija de Juan de Mena, que lleva el luto de su padre, se viste de

fiesta con todas sus joyas, porque es día de honor para la humanidad, el día en que

Arteaga muere! ¿Qué sucede de pronto, que el mundo se para a oír, a maravillarse, a

venerar? ¡De debajo de la capucha de Torquemada sale, ensangrentado y acero en

mano, el continente redimido! Libres se declaran los pueblos todos de América a la

vez. Surge Bolívar, con su cohorte de astros. Los volcanes, sacudiendo los flancos

con estruendo, lo aclaman y publican. ¡A caballo, la América entera! Y resuenan en

la noche, con todas las estrellas encendidas, por llanos y por montes, los cascos

redentores. Hablándoles a sus indios va el clérigo de México. Con la lanza en la boca

pasan la corriente desnuda los indios venezolanos. Los rotos de Chile marchan juntos,

brazo en brazo, con los cholos del Perú. Con el gorro frigio del liberto van los negros

cantando, detrás del estandarte azul. De poncho y bota de potro, ondeando las bolas,

van, a escape de triunfo, los escuadrones de gauchos. Cabalgan, suelto el cabello, los

pehuenches resucitados, voleando sobre la cabeza la chuza emplumada. Pintados de

guerrear vienen tendidos sobre el cuello los araucos, con la lanza dc tacuarilla

coronada de plumas de colores; y al alba, cuando la luz virgen se derrama por los

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despeñaderos, se ve a San Martín, allá sobre la nieve, cresta del monte y corona de la

revolución, que va, envuelto en su capa de batalla, cruzando los Andes. ¿Adónde va

la América, y quién la junta y guía? Sola, y como un solo pueblo, se levanta. Sola

pelea. Vencerá, sola.

¡Y todo ese veneno lo hemos trocado en savia! Nunca, de tanta oposición y desdicha,

nació un pueblo más precoz, más generoso, más firme. Sentina fuimos, y crisol

comenzamos a ser. Sobre las hidras, fundamos. Las picas de Alvarado, las hemos

echado abajo con nuestros ferrocarriles. En las plazas donde se quemaba a los

herejes, hemos levantado bibliotecas. Tantas escuelas tenemos como familiares del

Santo Oficio tuvimos antes. Lo que no hemos hecho, es porque no hemos tenido

tiempo para hacerlo, por andar ocupados en arrancarnos de la sangre las impurezas

que nos legaron nuestros padres. De las misiones, religiosas e inmorales, no quedan

ya más que paredes descascaradas, por donde asoma el búho el ojo, y pasea

melancólico el lagarto. Por entre las razas heladas y las ruinas de los conventos y los

caballos de los bárbaros se ha abierto paso el americano nuevo, y convida a la

juventud del mundo a que levante en sus campos la tienda. Ha triunfado el puñado de

apóstoles. ¿Qué importa que, por llevar el libro delante de los ojos, no viéramos, al

nacer como pueblos libres, que el gobierno de una tierra híbrida y original, amasada

con españoles retaceros y aborígenes torvos y aterrados, más sus salpicaduras de

africanos y menceyes, debía comprender, para ser natural y fecundo, los elementos

todos que, en maravilloso tropel y por la política superior escrita en la Naturaleza, se

levantaron a fundarla? ¿Qué importan las luchas entre la ciudad universitaria y los

campos feudales? ¿Qué importa el desdén, repleto de guerras, del marqués lacayo al

menestral mestizo? ¿Qué importa el duelo, sombrío y tenaz, de Antonio de Nariño y

San Ignacio de Loyola? Todo lo vence, y clava cada día su pabellón más alto, nuestra

América capaz e infatigable. Todo lo conquista, de sol en sol, por el poder del alma

de la tierra, armoniosa y artística, creada de la música y beldad de nuestra naturaleza,

que da su abundancia a nuestro corazón y a nuestra mente la serenidad y altura de sus

cumbres; por el influjo secular con que este orden y grandeza ambientes ha

compensado el desorden y mezcla alevosa de nuestros orígenes; y por la libertad

humanitaria y expansiva, no local, ni de raza, ni de secta, que fue a nuestras

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repúblicas en su hora de flor, y ha ido después, depurada y cernida, de las cabezas del

orbe,—libertad que no tendrá, acaso, asiento más amplio en pueblo alguno—¡pusiera

en mis labios el porvenir el fuego que marca!—que el que se les prepara en nuestras

tierras sin límites para el esfuerzo honrado, la solicitud leal y la amistad sincera de los

hombres.

De aquella América enconada y turbia, que brotó con las espinas en la frente y las

palabras como lava, saliendo, junto con la sangre del pecho, por la mordaza mal rota,

hemos venido, a pujo de brazo, a nuestra América de hoy, heroica y trabajadora a la

vez, y franca y vigilante, con Bolívar de un brazo y Herbert Spencer de otro; una

América sin suspicacias pueriles, ni confianzas cándidas, que convida sin miedo a la

fortuna de su hogar a las razas todas, porque sabe que es la América de la defensa de

Buenos Aires y de la resistencia del Callao, la América del Cerro de las Campanas y

de la Nueva Troya. ¿Y preferiría a su porvenir, que es el de nivelar en la paz libre, sin

codicias de lobo ni prevenciones de sacristán, los apetitos y los odios del mundo;

preferiría a este oficio grandioso el de desmigajarse en las manos de sus propios

hijos, o desintegrarse en vez de unirse más, o por celos de vecindad mentir a lo que

está escrito por la fauna y los astros y la Historia, o andar de zaga de quien se le

ofreciese de zagal, o salir por el mundo de limosnera, a que le dejen caer en el plato

la riqueza temible? ¡Sólo perdura, y es para bien, la riqueza que se crea, y la libertad

que se conquista, con las propias manos! No conoce a nuestra América quien eso ose

temer. Rivadavia, el de la corbata siempre blanca, dijo que estos países se salvarían: y

estos países se han salvado. Se ha arado en la mar. También nuestra América levanta

palacios, y congrega el sobrante útil del universo oprimido; también doma la selva, y

le lleva el libro y el periódico, el municipio y el ferrocarril; también nuestra América,

con el Sol en la frente, surge sobre los desiertos coronada de ciudades. Y al

reaparecer en esta crisis de elaboración de nuestros pueblos los elementos que lo

constituyeron, el criollo independiente es el que domina y se asegura, no el indio de

espuela, marcado de la fusta, que sujeta el estribo y le pone adentro el pie, para que se

vea de más de alto a su señor.

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Por eso vivimos aquí, orgullosos de nuestra América, para servirla y honrarla. No

vivimos, no, como siervos futuros ni como aldeanos deslumbrados, sino con la

determinación y la capacidad de contribuir a que se la estime por sus méritos, y se la

respete por sus sacrificios; porque las mismas guerras que de pura ignorancia le echan

en cara los que no la conocen, son el timbre de honor de nuestros pueblos, que no han

vacilado en acelerar con el abono de su sangre el camino del progreso, y pueden

ostentar en la frente sus guerras como una corona. En vano,—faltos del roce y

estímulo diario de nuestras luchas y de nuestras pasiones, que nos llegan ¡a mucha

distancia! del suelo donde no crecen nuestros hijos,—nos convida este país con su

magnificencia, y la vida con sus tentaciones, y con sus cobardías el corazón, a la

tibieza y al olvido. ¡Donde no se olvida, y donde no hay muerte, llevamos a nuestra

América, como luz y como hostia; y ni el interés corruptor, ni ciertas modas nuevas

de fanatismo, podrán arrancárnosla de allí! Enseñemos el alma como es a estos

mensajeros ilustres que han venido de nuestros pueblos, para que vean que la

tenemos honrada y leal, y que la admiración justa y el estudio útil y sincero de lo

ajeno, el estudio sin cristales de présbita ni de miope, no nos debilita el amor

ardiente, salvador y santo de lo propio; ni por el bien de nuestra persona, si en la

conciencia sin paz hay bien, hemos de ser traidores a lo que nos mandan hacer la

naturaleza y la humanidad. Y así, cuando cada uno de ellos vuelva a las playas que

acaso nunca volvamos a ver, podrá decir, contento de nuestro decoro, a la que es

nuestra dueña, nuestra esperanza y nuestra guía: “¡Madre América, allí encontramos

hermanos! ¡Madre América, allí tienes hijos!”

NUESTRA AMÉRICA

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de

alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los

ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete

leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en

el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en

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América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la

cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las

armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras

de piedra.

No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el

mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados.

Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van

a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren

los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han

de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una

tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la

tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no

quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las

deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no

podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor,

restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las

tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las

siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en

cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son

hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No

les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el

brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar

los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si

son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de

sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea

carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal

indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la

dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se

queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la

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vean, y vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata,

maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la

casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y

va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del

Norte, que ahoga en sangre a sus indios y va de más a menos! ¡Estos delicados, que

son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les

hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en

que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos “increíbles” del honor, que lo

arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa,

danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!

Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas

dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea

del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De

factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado

naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para

servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de

incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas

modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y

derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas

que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales,

de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica

libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un

decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de

Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A 1o que es, allí donde se

gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es

el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué

elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por

métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada

hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso

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para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El

gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma

del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más

que el equilibrio de los elementos naturales del país.

Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los

hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha

vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre

la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la

inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le

ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto

a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el

interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los

tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las

repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos

verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos.

Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por

su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano: allí donde los cultos no

aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la

inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo

sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no

hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno,

que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar

salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un

pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los

que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de

ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se

vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio

de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el

que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la

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verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella.

Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el

problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la

justicia acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo con las

necesidades patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo

conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad

europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas

acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia.

Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los

políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras

repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el

pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en

nuestras dolorosas repúblicas americanas.

Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo,

vinimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen

salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer

alzan en México la república, en hombros de los indios. Un canónigo español, a la

sombra de su capa, instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres

magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra España al general de

España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar

pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos

héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande,

volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos

glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que

pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más

hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes,

exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban,

con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que había izado, en

las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de

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pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia

gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución

jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las

capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota de potro, o los redentores

bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra,

desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra

ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre

los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y

avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de

realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por

un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró,

desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un

gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la

razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros. El problema de la

independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.

Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a

los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo,

vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las

zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la

presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y

nuestra América se está salvando de sus grandes yerros—de la soberbia de las

ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación

excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza

aborigen,—por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que

lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada

esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.

Pero “estos países se salvarán”, como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de

finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó

con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja y se pone en la puerta del

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Congreso de Iturbide “a que le hagan emperador al rubio”. Estos países se salvarán

porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de

la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha

sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la

generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre

real.

Eramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño.

Eramos una mascara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el

chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas

alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro,

oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las

olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la

ciudad desdeñosa, contra su criatura. Eramos charreteras y togas, en países que

venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio

hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los

fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro

suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella.

Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica,

como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la

cabeza, coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba,

ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la

clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a

menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón

contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas

urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin

saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. “¿Cómo

somos?” se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en

Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía

de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América

se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la

levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en

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crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale

agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han de

acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un

yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable,

tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta

con todos, muere la república. El tigre de adentro se entra por la hendija, y el tigre de

afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a

la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los

pueblos han de vivir criticándose, porque la critica es la salud; pero con un solo

pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el

fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por

las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores,

se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los

estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no

para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores

empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las

academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga

del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de

idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.

De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está

durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a

recobrar, con prisa loca y sublime, los .siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez

paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una pompa de

jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la

puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia

amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la

soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que

no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos

factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando

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relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña.

Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley,

aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición,

de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del

Norte, o en que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de

conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más

espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se

la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de república pone a la América del

Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la

provocación pueril o la arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de nuestra

América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e

intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con la sangre de

abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos

dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce,

es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está

próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por

ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la

conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y

desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y

prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una

picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la

verdad.

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de

lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el

observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el

amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma

emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la

Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el

amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos,

caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de

vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran,

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en un periodo de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país,

trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país

fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por

antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque

no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en

sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los

hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura,

a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos la vía de las

repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede

resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y

urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación

actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América

trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran

Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la

semilla de la América nueva!

El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891

III. LA CONSTRUCCIÓN DEL PROYECTO REVOLUCIONARIO MARTIANO:

SUS BASES FUNDAMENTALES

El 27 de julio de 1878 Martí salía de Guatemala junto a su esposa, Carmen Zayas

Bazán, rumbo a Cuba. El 31 de agosto arribaban a La Habana. La guerra había

terminado y el proscripto podía regresar, decisión que tomó apremiado por su familia,

aunque con muchas reservas. Estaría en Cuba hasta septiembre de 1879, cuando fue

detenido por conspirador y desterrado nuevamente a España. Se vinculó a la labor

conspirativa, al trabajo clandestino y comenzó a ser conocido en los círculos

intelectuales cubanos y en los grupos de luchadores independentistas. Fue designado

vicepresidente del Club Central Revolucionario Cubano en la Isla y subdelegado del

Comité Revolucionario de Nueva York en Cuba. Estas designaciones evidencian el

peso que iba alcanzando dentro de los independentistas cubanos y, al mismo tiempo,

le permitieron estar en el corazón de las actividades conspirativas y, con ello,

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acumular una experiencia de gran valor y establecer relaciones importantes con los

luchadores cubanos.

Los alzamientos precipitados de agosto de 1879 dieron inicio a lo que se conoce

como la “Guerra Chiquita” y, en medio de la represión desatada, Martí fue arrestado

el 17 de septiembre y deportado el día 25. Llegaba a España en su segundo destierro

el 11 de octubre y en diciembre salía clandestinamente de la metrópoli rumbo a

Estados Unidos. El 3 de enero de 1880 estaba en Nueva York y el día 9 el Comité,

presidido por el mayor general Calixto García, lo nombró vocal. El 24 de enero se

estrenaba como orador con la “Lectura de Steck Hall” en un momento trascendente.

El recién llegado no solo exhortaba al combate sino que hacía una exposición

razonada y analítica en la cual se abordaban temas medulares como los problemas de

la pasada guerra, las causas de su final, la importancia de aprovechar el conocimiento

de aquellos errores _porque “los errores son una utilísima semilla”_ las condiciones

de Cuba y la necesidad de asumir la revolución como obra de reflexión, el papel de la

emigración en la guerra y, entre otros temas de gran importancia, la transformación

conceptual del Pacto del Zanjón en la “tregua de febrero”, en la “tregua fecunda”.

La salida de Calixto García para incorporarse a la guerra en Cuba marcó otro

momento trascendente: Martí asumía la presidencia del Comité interinamente, de ahí

que sostuviera correspondencia con diferentes jefes conspiradores o ya combatientes

en Cuba y que redactara las proclamas que se dieron a conocer con la firma del

general García. Debe observarse como Martí rebasa la concepción del conflicto como

hecho militar para darle una dimensión política y conceptualizarlo como revolución,

al tiempo que plantea su organización y legitimidad no solo en su aspecto militar.

Aunque la guerra no pudo sostenerse, esta coyuntura aportó una experiencia

fundamental a Martí para la elaboración de su proyecto revolucionario, especialmente

para definir los métodos que propiciaran la consecución de la revolución tal como él

la iba perfilando.

El período que va del fin de la Guerra Chiquita hasta 1887, cuando Martí comienza la

fase preparatoria de su gran proyecto revolucionario, está enriquecido con sus

experiencias continentales, lo que hay que tener presente para atender sus ideas

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acerca de la revolución que concibe para Cuba y que pueden encontrarse en su

correspondencia privada, especialmente las cartas a Máximo Gómez y a Antonio

Maceo de 1882 y los documentos relativos a su ruptura con el plan encabezado por

Gómez en 1884. Su profundo estudio de la Revolución de 1868 y la experiencia

alcanzada acerca de los problemas de dirección del movimiento independentista

cubano, sumados a sus análisis de los problemas de la América postcolonial lo ponían

en capacidad de elaborar nuevas perspectivas.

En las cartas de 1882 a Gómez y Maceo, sin dudas las figuras más representativas del

independentismo en aquel momento, pueden verse los enunciados de esas ideas a

partir de un planteamiento medular: la necesidad de mostrar que la revolución es

“una obra detallada y previsora de pensamiento”. Aparece aquí ya el propósito de

“acreditar” la solución revolucionaria en el país, la necesidad de una guerra “rápida,

unánime y grandiosa” para hacerla viable, la búsqueda de la unidad, el rechazo a

cualquier forma de caudillismo, el llamado de alerta ante el peligro del anexionismo y

la importancia de la solución social en Cuba. Las respuestas de ambos generales

expresan la voluntad de participar en la obra en preparación, en el caso de Gómez con

el criterio de que aún no había llegado la hora, pero “necesitamos proceder con

bastante cordura, para ni detener ni precipitar los acontecimientos.” Mientras que

Maceo afirmaba que solo faltaba “que Vds., y sobre todo V., que están llamados a

hacer la revolución de las ideas, preparen el ánimo del pueblo para un

pronunciamiento general, (...)”14

La ruptura de Martí con el plan encabezado por Máximo Gómez en 1884, a raíz de

una conversación con aquel y Maceo en Nueva York, debe verse desde la perspectiva

de discrepancias en cuanto a métodos y la forma en que Martí concebía la

preparación de la revolución ya expresada en sus documentos de 1880 y 1882, por lo

que no se puede valorar la carta de 1884 sin vincularla con sus expresiones

anteriores.15

14 Luis García Pascual (compilación, ordenación cronológica y notas): Destinatario José Martí. Casa editora Abril, La Habana, 2005, 2da. ed., pp. 140-14315 Ver el análisis de esta etapa en Diana Abad: “La tregua fecunda: vigencia del ideal independentista” en Diana Abad, María del Carmen Barcia y Oscar Loyola: La Guerra de los Diez Años: la tregua fecunda. Ministerio de Educación Superior, La Habana, 1989

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Martí no opuso reparo público al llamado plan Gómez-Maceo, no fue hasta después

de que su máxima dirección lo diera por concluido en 1886, ante la imposibilidad de

llevarlo a cabo, que asumió la preparación de su proyecto de manera pública, en lo

que tiene importancia especial su discurso del 10 de octubre de ese año y los

documentos emanados de la primera forma organizativa que propicia en esta etapa: la

Comisión Ejecutiva. En esos meses finales del año, Martí sostiene una abundante

correspondencia con muchos patriotas cubanos. Entre ellos está José Dolores Poyo,

figura insignia de la emigración independentista de Cayo Hueso, a quien expresa el

problema medular: En otro tiempo pudo ser nuestra guerra un arrebato heroico o

una explosión de sentimiento; pero aleccionados en veinte años de fatiga (...) no es

ya como antes la guerra cubana una simple campaña militar (...) sino un

complicadísimo problema político, fácil de resolver si nos damos cuenta de sus

diversos elementos y ajustamos a ella nuestra conducta revolucionaria (...).16 A Juan

Ruz le había escrito sobre “la hora que está acercándose, pero no parece llamarnos

todavía. Creo que tenemos tiempo.”17

Estas apreciaciones explican el tono de su discurso y de los documentos que envía de

manera oficial: está preparando la nueva etapa de la revolución, que debe pasar por

un período bélico necesario, y plantea las bases y objetivos esenciales a nombre de la

Comisión Ejecutiva. Obsérvese la importancia que se otorga a lo que constituye la

primera base, es decir, “acreditar en el país (...) la solución revolucionaria”, lo que

quiere decir, enfrentar las otras alternativas que se expresan como solución al

problema cubano _el anexionismo y el reformismo fundamentalmente_ dando crédito

a la vía revolucionaria, al tiempo que se insiste en la unidad y en los métodos y fines

democráticos. Comenzaba para Martí un proceso fundamental de carácter

organizativo, de preparación política e ideológica y de allegamiento de voluntades

para la revolución en una nueva etapa cualitativamente superior.

16 T I, p. 21117 Ibid. P. 203

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LECTURA EN LA REUNIÓN DE EMIGRADOS CUBANOS, EN STECK

HALL, NUEVA YORK (Fragmentos)

24 DE ENERO DE 1880

Señoras y señores:

El deber debe cumplirse sencilla y naturalmente. No a un torneo literario, donde justen el

trabajado pensamiento y la cuidada frase,—no a recoger el premio de pasados y presentes

dolores, que por ser menos graves que los que otros sufrieron, más que enorgullecerme,

me avergüenzan;—no a hacer destemplada gala de entusiasmo y consecuencia personales

vengo,—sino a animar con la buena nueva la fe de los creyentes, a exaltar con el seguro

raciocinio la vacilante energía de los que dudan, a despertar con voces de amor a los que

—perezosos o cansados—duermen, a llamar al honor severamente a los que han

desertado su bandera. Y no cuido del aliño de mi obra, breve y raquítica muestra de la

que intento en beneficio de la patria,—porque no tiene derecho a los refinamientos de la

calma un lenguaje que no ha sabido conquistar aún para su pueblo la calma honrada y

libre; ni debe el buen guerrero, en la hora del combate, curar de su belleza, sino de

ofrecer el pecho ancho, como escudo del patrio pabellón, a las espadas enemigas.—Por

más que este enemigo a quien ahora combatimos, luche, más que con espadas, con

puñales.

A despecho de los tímidos, que gustan de achacar a una fatalidad inexorable los sucesos

que en gran parte de su timidez dependen,—sin lograr, ni de los que los oyen, ni de sí

mismos, ser creídos; a despecho de los agoreros, que, para librar del naufragio los

flotantes restos, anuncian con palabra calurosa la derrota de todos aquellos esfuerzos,

que, con una existencia definida y propia, trajeran, para establecerla mejor, la alteración

momentánea de la riqueza establecida; a despecho de humanas vanidades, que sin modo

de excusar su pereza, se duelen de ver que la actividad viril de los demás, les echa su

censurable calma en rostro; a despecho, en fin, de los que se alzaron sobre el pavés de la

revolución, no para afianzarlo o mantenerlo puro, sino para impedir que sus verdaderos

mantenedores lo libraran de su mancilla pasajera; a despecho de todos, y con aplauso y

admiración de muchos,—los cansados se fortalecen; las armas oxidadas salen de las

hendiduras donde sus dueños prudentes las dejaron, en olvido no, sino en reposo; las

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pasiones humanas producen, excitadas de nuevo, sus naturales resultados; y aquella

década magnífica, llena de épicos arranques y necesarios extravíos, renace con sus

héroes, con sus hombres desnudos, con sus mujeres admirables, con sus astutos

campesinos, con sus sendas secretas, con sus expedicionarios valerosos. Ya las armas

están probadas, y lo inútil se desecha, y lo aprovechable se utiliza. Ya no se perderá el

tiempo en ensayar: se empleará en vencer. Los hijos de los bosques saben ya el árbol que

cura, el que alimenta y el que ampara. Las aves en las cuevas han aumentado sus

depósitos. La orilla en que se fracasó, se esquiva. Para los corceles, hay nueva yerba.

Para sus jinetes, nuevos frutos. Ya se conocen los peligros, y se desdeñan o se evitan. Ya

se ve venir a los estorbos. Ya fructifican nuestras miserias, que los errores son una

utilísima semilla. Ya ha cesado la infancia candorosa, para abrir paso a la juventud fuerte

y enérgica.—La intuición se ha convertido ya en inteligencia: los niños de la revolución

se han hecho hombres.

¡Ni era posible que muriesen, de tan oscura muerte, tales hombres y sucesos tales! ¡Ni

había de dejar de ser cierto, por la primera vez sobre la tierra, que, una vez gozada la

libertad, no se puede ya vivir sin ella! Las mejillas tenían que enardecerse con el calor de

los pasados combates; los guerreros tenían que preguntarse: ¿dónde están mis armas?; las

esposas se habían habituado al sublime dolor de ver partir cada día para la muerte a sus

maridos; los hijos, acostumbrados al lenguaje vigoroso de los padres, habían de mirar

con desprecio cómo sus padres acataban lo que en el campo escarnecían, y enseñaban a

sus hijos a que escarneciesen; las almas nuevas, venidas al mundo al resplandor de las

batallas, vigorizadas con el aire de los campamentos, habían de rebelarse contra la

bochornosa e hipócrita existencia de las poblaciones sometidas. La manada de cebras

rebeldes no podía convertirse en rebaño de mansas ovejas.—¿Y mis hijos?—se dirían las

madres. ¿Y mi esposo?—se diría la viuda. ¿Y mi amigo?—se diría el amigo. ¿Y mi

desventurada compañera?—se diría el que cavó la tierra con sus manos, y echó en el

hueco frío el cuerpo de su amada, o con los pies desnudos, y el pecho lleno de sollozos;

cruzó llorando por montes y por ríos con el cadáver a la espalda! Allá, en aquellos

campos, ¿qué árbol no ha sido una horca? ¿Qué casa no llora un muerto? ¿Qué caballo

no ha perdido a su jinete? ¡Y pacen ahora, en busca de jinetes nuevos!

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Tales recuerdos no podían morir,—ni en las víctimas lastimadas, ni en los héroes

enorgullecidos ni en los que para admirarlos abrieron los ojos. No podían morir aun

cuando los héroes y las víctimas muriesen porque las tempestades que se apartan por

miedo de los ojos del tirano, se concentran y se preñan de ira en el silencio del hogar.—

El hijo odiará lo que odió el padre. El hambre pasa; del cansancio se vuelve; la traición

llega a ser conocida. Los que en comunidad vivieron, si por pasajero temor se huyen,—

por invencible solicitud se unen para disculparse unos a otros; para enorgullecerse de la

pasada gloria, y ponerla en frente, como excusa, de la actual miseria; para devorar

reunidos nuevas y comunes afrentas,—en comunidad vuelven a vivir. Y los muertos

entonces cobran forma. El que sepultó a su mujer quiere volver a llorar sobre la

abandonada sepultura. El padre no se decide a que su hijo se avergüence de él. El esposo

perdido reconviene en las sombras a la esposa. Todos los ojos se llenan de lágrimas. Se

cuentan las virtudes de los muertos. Como oscura venganza, se recuerda su modo de

morir,—y la crueldad del matador. Y exaltados y fieros, se dicen que aquel día

triunfaron, que aquella acción fue acción de gloria, que estos dueños se sentaron ante

ellos en el banquillo de los reos. Y flota sobre la comunidad aire de pólvora. Y los azotes

se oyen fuera. Y el azotador toca a las puertas. Y en las espaldas flageladas nacen alas.

¡Los que lo anduvieron una vez, no olvidan el camino de la gloria! La dignidad, los

terribles recuerdos y la cólera lavaron la culpa de la flaqueza y del engaño.—Y

entrándose en tropel por donde iban la utilidad y la razón, a par de ellas levantan,

luchando a la vez por el bienestar y por la honra, el estandarte de la guerra nueva.

Los que no vivieron de ese heroico modo, los que, desde el fondo de sus calabozos,

desde los buques que los llevaban al destierro, desde los tristes hogares, donde se

cumplían silenciosamente terribles deberes, no compartieron aquella vida nómada y

brillante, llena en la baja tierra, como en el alto cielo, de nubes y estrellas; los que no han

investigado con celo minucioso aquella pasmosa y súbita eminencia de un pueblo, poco

antes aparentemente vil, donde se hizo perdurable la hazaña, fiesta el hambre, común lo

extraordinario; los que, con bizantinas aficiones, o con teóricos instintos, o con serviles

hábitos aceptaron la grandiosa guerra, como sabroso halago a una vanidad ofendida sin

tasa por el áspero dueño, o como imprudente perturbación a un sueño blando, con la cual

era útil sin embargo, por lo que pueden los pueblos coléricos, parecer en el día del

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probable triunfo, acreditado amigo; los que con los ojos empañados por la atmósfera

espesa de las ciudades españolas, ofuscan con el temor su inteligencia, y el hermoso

amor a los que padecen con el amor exagerado de sí propios,—leerán atónitos este para

ellos cuadro extraño, donde, con ser tan reales las figuras y tan vivos los poderosos

elementos, no se refleja en un solo punto su urbana y financiera manera de pensar,—y

hierven sobresaltos, y brillan heroísmos, y olean y se encrespan pasiones que no fueron

nunca datos para sus raquíticos problemas.

¡Pero vosotros, emigrados buenos, sufridores de hoy, triunfadores de mañana; vosotros

que bautizáis a vuestros hijos con el nombre de nuestros héroes más queridos, de

nuestros mártires, de nuestros inválidos; que habéis probado vuestra fe, donde la prueban

los amigos leales, en el abandono y en la desventura; que habéis preferido la labor

modesta, llena de fuerza digna, al placer de levantar casa sobre los cadáveres calientes,

sin más cimiento que la palabra movediza de un adversario inepto y alevoso; vosotros

que no creéis en la prosperidad de una tierra donde sobre la generación presente han

caído desatadas las culpas de las generaciones anteriores, y no hay interés en la hacienda,

ni recuerdo en la memoria, ni aspiración escondida que, aun en los más débiles e

hipócritas,—no batalle radical y esencialmente con los intentos e intereses de aquellos

con quienes se pretende una imposible y perniciosa concordia; vosotros que sentáis a

vuestra mesa a los gloriosos mutilados, a los veteranos de la independencia, mal avenidos

con la inútil paz; que al calor de la extranjera estufa, oísteis rodeados de los atentos hijos,

cuentos de victorias y derrotas, y llorásteis con los afligidos narradores, nobles lágrimas;

que habéis entrado en el práctico sentir que, con el quilate mayor de las desgracias,

despierta en los trabajadores este pueblo utilitario y reflexivo; que en presencia de este

pasmoso desenvolvimiento, y con la memoria de aquella vida mísera, no veis salud para

el espíritu, ni porvenir para la tierra, fuera de aquella solución, beneficiosa a la par que

gloriosa, que por ancha y nueva vía política lleve a la rica patria a la dueñez completa de

sí misma, y al íntimo contacto, jamás por nuestros dueños consentido, con los pueblos

hacia los que tradiciones viejas, intereses presentes, simpatías irresistibles, y supremas

afinidades económicas nos conducen; vosotros que resolvéis con cuerdo sentido—que

no todo ha de ser sombrío problema—las inquietudes de la dignidad, sin cuyo franco y

osado ejercicio a nadie se impone amor ni respeto,—a par de las solicitudes del bienestar

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material, objeto imprescindible, aunque no objeto principal, de la existencia; vosotros los

ricos, que habéis tenido el enérgico valor de despreciar vuestra riqueza, y de haceros bajo

un techo decoroso, y sin que el látigo os alcance, otra riqueza nueva; vosotros los pobres,

que con la sagrada alegría de los creyentes, y con esa serena intuición de lo que es bueno,

no oscurecida por vanidades ni intereses, amásteis en sus horas de agonía a la santa idea

enferma, con tierna y melancólica lealtad; vosotros habéis sentido palpitar en torno

vuestro a esos guerreros impacientes, a esos engañados rencorosos, a esas madres que ya

no sonríen, a esos varones que no saben llorar, porque han aprendido que las fuerzas que

se pierden en lágrimas, hacen falta después para el ardimiento y empuje de la sangre!

Vosotros mismos sois esa comunidad que se levanta, entre vosotros andan los

arrepentidos; en vuestros ojos se ve relampaguear brillo de aceros.

..............................................................................................................................................

Ese es un hecho; contra conjuros, veleidades y anatemas; contra la traición de los unos, la

fatiga de los otros y la persecución de nuestros dueños, la guerra ruge en Cuba. Un mal

no existe nunca sin causa verdadera. Busca la naturaleza el placer, que por sí mismo se

mantiene; pero huye todo daño, a menos que invencibles causas no la obliguen a él.

Jamás tuvo un suceso, suma mayor ni más alborotada de enemigos. Los que de malgrado

habíanse resignado, sin conciencia de la grandiosa obra que empeñaban, a la pérdida

pasajera del esplendor de su fortuna,—imaginando equivocadamente que haciendo acto

de contrición volverán a disfrutarla, han hecho el acto. Los que empujados más allá tal

vez de donde pretendieron ir, no entraron en este duelo a muerte con la mano bastante

firme, con el objeto claro y definido, con el corazón dispuesto a todos los reveses,—

descansan sobre las ruinas de sí propios, en espera de que no habrá más convencidos, ni

tenaces, ni inteligentes luchadores que lleven a puerto la nave en que ellos zozobraron.

Los que capaces de aspiraciones sin cuento y enamorados de la fácil gloria, dejaron morir

a sus defensores para profanarlos luego alzándose sobre ellos, a enarbolar con mano

fratricida el estandarte enemigo de aquel sobre cuyos mártires se alzaban,—vieron con

ojos hostiles a los legítimos propietarios y a los valientes herederos de una victoria que

usurparon en un momento de confusión y de vergüenza, pero que no puede pertenecerles,

porque no han tenido virtudes suficientes para conquistarla. Ni ha de permitir un pueblo

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que lo guíen los que desconocen sus verdaderos elementos, ignoran en absoluto el objeto

real y la vía útil del país en que nacieron, y en lugar de remover con mano fuerte, a fin de

conocerlas y encauzarlas, las entrañas hirvientes del volcán, a riesgo de morir en ellas

abrasados,—pretenden evitar la erupción sentándose en la cima, como si en las horas de

fuego y de lava fuera bastante a evitar el estrago tan pequeño estorbo: como si, cuando la

mejor y mayor parte de un pueblo se levanta, y de las tres comarcas de una tierra, dos

mueren por un intento, y la otra lo admira, pudiera ser el esfuerzo sofocado por la

algazara descompuesta de un grupo que sólo ha sabido señalar su nombre a merced de

conscientes engaños, de mantener promesas que sabía que no habían de ser cumplidas, y

de escarnecer y sonrojar a la revolución originaria de su poder ficticio, a la madre

gloriosa a quien habían debido la existencia.

..............................................................................................................................................

Esta no es sólo la revolución de la cólera. Es la revolución de la reflexión. Es la

conversión prudente a un objeto útil y honroso, de elementos inextinguibles, inquietos y

activos que, de ser desatendidos, nos llevarían de seguro a grave desasosiego

permanente, y a soluciones cuajadas de amenazas. Es la única vía por que podemos

atender a tiempo a intereses que están a punto de morir, que son nuestro único e1emento

de prosperidad económica, y que nada tienen que esperar de intereses absolutamente

contrarios. Y en este instante en que los mares amenazan de uno y otro lado del

Continente salirse de quicio, para llevar sobre su espalda corva y móvil a los pueblos

amarillos la artística riqueza de los pueblos blancos; en este punto de la historia humana

en que, por faena que pasma, parece que la tierra se va abriendo a una era de comunión y

de mayor ventura, estamos en gravísimo riesgo los cubanos de perder para siempre el

más cómodo, sencillo y provechoso medio de levantar la maltratada patria a inesperada

altura de fuerza y de opulencia. Porque ésta, que se mira por algunos como una época de

transición y de perturbaciones trabajosas para Cuba, es para ella un instante, irreparable y

decisivo, en el que, de no removerla enérgicamente, perderemos con la única mermada y

amenazada riqueza que nos resta, la posesión natural y probable de uno de los más

cuantiosos veneros de fortuna que el comercio en este tiempo ofrece. Y estos problemas,

por los que, como por todos los reales y premiosos, pasamos casi siempre sin volver a

ellos los ojos, entorpecidos a fuerza de mirar cadalso y yugo,—montan un poco más que

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estos estrechos propósitos, aspiraciones imperfectas e insinuaciones tímidas con que

individual y dislocadamente lucha hoy la falseada e insegura representación cubana en

las Cortes españolas.—Y con ser el intento tan menguado, helos ahí, fusteados y

vencidos, mirados como a extraños, y no tan castigados como egregios varones en otros

tiempos fueron, porque con alguna excepción meritoria, no han tenido ni el esforzado

ánimo, ni la viril palabra, ni el seguro juicio que tuvieron ellos.

Debe hacerse en cada momento, lo que en cada momento es necesario. No debe perderse

el tiempo en intentar lo que hay fundamento harto para creer que no ha de ser logrado.

Aplazar no es nunca decidir,—sobre todo cuando ya, ni palpitantes memorias, ni

laboriosos rencores, ni materiales y cercanas catástrofes, permiten nuevo plazo. Adivinar

es un deber de los que pretenden dirigir. Para ir delante de los demás, se necesita ver

más que ellos.

Los pueblos no saben vivir en esa acomodaticia incertidumbre de los que al amparo de

las ventajas que la prudencia proporciona, no sienten en el abrigado hogar las

tempestades de los campos, ni en el adormecido corazón el real clamor de un país

lapidado y engañado.

Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las

revoluciones; y acarician a aquella masa brillante que, por parecer inteligente, parece la

influyente y directora. Y dirige, en verdad, con dirección necesaria y útil en tanto que

obedece,—en tanto que se inspira en los deseos enérgicos de los que con fe ciega y

confianza generosa pusieron en sus manos su destino. Pero en cuanto, por propia

debilidad, desoyen la encomienda de su pueblo, y asustados de su obra, la detienen;

cuando aquellos a quienes tuvo y eligió por buenos, con su pequeñez lo empequeñecen y

con su vacilación lo arrastran,—sacúdese el país altivo el peso de los hombros y continúa

impaciente su camino, dejando atrás a los que no tuvieron bastante valor para seguir con

él. La política oportunista, como ahora se llama, pretendiendo erigir en especial escuela

lo que no es más que el predominio del buen sentido en la gestión de los negocios

públicos; la política oportunista, que no consiste en esperar ciegamente, y a pesar de

todo, sino en no impacientarse cuando hay derecho a tener esperanza, no puede ser el

loco empeño de fingirlas allí donde no hay razón alguna que las alimente o autorice. La

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libertad cuesta muy cara, y es necesario, o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a

comprarla por su precio.

De los elementos vibrantes y variados que palpitan en Cuba; de la impotencia para el

bien, y de la incapacidad para el gobierno, de la política española; de los hábitos

contraídos en la larga campaña, no equilibrados por posteriores beneficios, y favorecidos

por nuevas ofensas; de la costumbre de batallar que agita a unos, de la costumbre de ser

libres que inquieta a otros; de la vergüenza de haber contribuido al general desdoro; de la

ausencia absoluta de los caudales recelosos en la más necesitada y considerable porción

de la isla; de la abundancia irreflexiva y traidora de promesas, que hacía sentir luego en

mayor grado el engaño; de la miseria sin esperanza que a todos afligía; del patriótico

ardor que encendía a todos, alimentado por tan varias causas,—la revolución había de

surgir, a despecho de los que no sentían tan vivamente estos punzantes males; había de

surgir desatentada y fiera, como explosión de cólera y renacimiento tempestuoso de

aspiraciones varias e iracundas, que no necesitaban de previo acuerdo para lanzarse a la

batalla. Y como así había de surgir, y no había en el Gobierno español prudencia para

evitarla, ni fuerza para contenerla; ni en la política española había caminos, cualesquiera

que fueran sus accidentes, para dominarla, aprovechando el cansancio de muchos, por

urgentes y numerosas reparaciones; como la propaganda, estrecha y desoída, de

platónicos teorizantes, ni iba más allá de los en ella interesados, ni ofrecía digno alimento

a las pasiones, ni consolaba con su energía, ni aliviaba los males con su empeño, ni

convencía con su raciocinio,—en esta conflagración de hirvientes elementos, en este

amontonamiento de la ira, en este apresto incontrastable de los menesterosos y de los

batalladores, fue por todo concepto necesario, como única obra inmediata y oportuna,

dirigir y hacer entrar en borde, una revolución inevitable, que, entregada a sí misma, nos

hubiera llevado a graves riesgos en su desbordamiento torrentoso. Cuando un mal es

preciso, el mal se hace. Y cuando nada basta ya a evitarlo, lo oportuno es estudiarlo y

dirigirlo, para que no nos abrume y precipite con su exceso. De manera que cuando no

hubieran el valor y el decoro, y el sentimiento del honor, leyes primeras de la vida,

producido la actual revolución,—y ellas solas habían de ser fuerza bastante a producirla,

—un motivo vulgar de conveniencia, y un raciocinio lógico y cerrado, llevaban a

vigorizar y dar matiz y forma a un movimiento que no era posible ya impedir. Y por esto,

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—como las mismas razones, fortalecidas por sucesos nuevos y por los acuerdos

esperados, militan ahora,—es ahora lo único oportuno auxiliar con energía a una

revolución que por sí propia toma cuerpo, y por la crueldad y la torpeza de sus enemigos.

Y por esto, con desdeñoso olvido de simpatías que no han menester, y con el aplauso en

junto de la razón y del decoro satisfechos, se enorgullecen de su obra los que alentaron

con toda su energía, y auxilian con todas sus fuerzas, la actual revolución.

Era natural aquella lamentable diferencia entre los sometidos de siempre, y los rebeldes

de siempre; era natural, dado lo raro de la grandeza y lo poco común del divino amor al

sacrificio, que pensaran de distinta manera los que durante los diez años habían vivido

peleando, y los que habían vivido los diez años en las poblaciones españolas.—Los que

por indiferencia o por flaqueza, no habían tomado parte en la revolución, hallaron en la

paz inesperada un pretexto con que justificar su retraimiento. Y se asieron a él, con la

tenacidad con que se asen los que unen a la vanidad la inteligencia, espoleada por el

miedo.

Era natural la división. No había ocupado de igual modo la revolución todo el territorio

de la Isla. Vieron los pueblos del extremo más occidental aquella década, no bajo la

forma de guerra activa y de derecho conquistado, sino bajo la de persecuciones, muertes

en patíbulos, lento martirio en los presidios, con todo el cortejo de increíbles crueldades,

de cuya remembranza no han menester para esforzar sus argumentos los hombres

pensadores. En el Oriente y Centro de la Isla, y en buena parte de Occidente, los niños

nacieron, las mujeres se casaron, los hombres vivieron y murieron, los criminales fueron

castigados, y erigidos pueblos enteros, y respetadas las autoridades, y desarrolladas y

premiadas las virtudes, y producidos especiales defectos, y pasados años largos, al tenor

de leyes propias, bajo techo de guano discutidas, con savia de los árboles escritas, y sobre

hojas de maya perpetuadas; al tenor de leyes generosas, que crearon estado, que se

erigieron en costumbres, que fueron dictadas en analogía con la naturaleza de los

hombres libres, y que, en su imperfecta forma y en su incompleta aplicación, dieron sin

embargo en tierra con todo lo existente, y despertaron en una gran parte de la Isla

aficiones, creencias, sentimientos, derechos y hábitos para la comarca occidental

absolutamente desconocidos.

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En tanto, en Occidente,—descartando desde ahora de una vez por todas, de estas

consideraciones, la suma grande de habitantes de los pueblos que fue antes, y continúa

siendo hoy, fiel a la patria,—la revolución ejercía distinta influencia en las ciudades y en

los campos. Luego que fue segado en flor lo más bello y mejor de nuestras eras, pasados

los primeros años de la guerra, arrepentidos volvieron, o por rara fortuna o tristes artes se

salvaron buena suma de pacíficos cubanos. De los que merecieron el honor de ser

encarnizadamente perseguidos, porción valiosísima conserva su varonil manera de sentir,

y callada u ostensiblemente, en Cuba o en la emigración, cumple con su deber y honra a

la patria.

..............................................................................................................................................

Las seducciones de la riqueza, y los disfraces que la inteligencia proporciona a una

voluntad capaz de usarlos, no pervertían fuera del recinto de las poblaciones

occidentales, el puro sentido de los vigilados campesinos. Persecuciones severísimas

habían echado lejos a cuanto había en aquellos campos de bravo, inteligente y bueno.

Escrupuloso era el registro de conciencias. La memoria había de ser más fiel allí donde el

dolor había sido más vivo. Por eso, cuando no ha mucho peregrinaron por pueblos y

campiñas cercanas a la Habana, los oradores del grupo político que ha convertido hoy en

cuestión de finanzas azucareras todas las graves cuestiones de la Isla,—no una vez sola

saltaron los machetes en las vainas, y a calurosas peroraciones de español sentido, con

promesa abundante de reformas, de que las Cortes de España están dando en estos

instantes buena cuenta, respondieron los fieros montunos con vivas entusiastas, no a la

patria liberal, sino a la patria libre.

Consumada la tregua de febrero, por causas más individuales que generales, en no escasa

parte ya desaparecidas, y que a engaños y a celos se debieron, más que a cansancio y

flojedad de los cubanos, ¿cómo habían de sentir del mismo modo, traídos a la existencia

en común con tan diversos precedentes, dos pueblos de tan distinta manera preparados?

Sensible fue apenas el cambio para los habitantes de la comarca occidental, y si en algo

lo sintieron, con la mayor seguridad de la producción, fue en beneficio suyo:—radical

fue el cambio y absoluto en el Centro y en el Oriente de la Isla. Los unos, de la ciudad

esclava, quedaron en la ciudad esclava. Los otros, del campamento y de los bosques

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libres, vinieron a la esclavitud de la ciudad. Muchos, la veían por primera vez; otros, la

amaron de distinta manera a como ahora la veían. Y cuando una voz inolvidable, porque

hay gritos que resumen toda una época, dijo: “¿Y los muertos?” todos sintieron que su

cabeza se rompía, y se llevaron la mano al corazón.

Un secreto instinto, que va siempre delante de la reflexión, anunciaba al país que una paz

tan misteriosamente concertada, tan inesperadamente hecha, y por unos y otros tan

recelosamente recibida, no prestaba garantía alguna de durabilidad y solidez. En tanto

que los que nunca desearon la guerra, afectaban tener por decisiva una paz en que nadie

creía, los provocadores y mantenedores de la lucha, asombrados de sí mismos, volvían a

estimar la guerra necesaria, y se preparaban para ella. Un sistema de infantiles libertades

permitía en Occidente que patricios de todo punto inofensivos, divirtiesen la atención del

país en elementales entretenimientos políticos. Impotente el Gobierno para contener la

viril actitud del extremo oriental, que sólo a fuerza de especiales halagos, y a condición

de libertades amplísimas, cedió a la tregua,—consentía a los hombres de Santiago el

ejercicio de una libertad en cuyo empleo y propia dirección no estaban dispuestos a cejar.

Y los hombres de campo, como a las cédulas onerosas seguían las cédulas onerosas; y a

los Capitanes de partido los Capitanes de partido; y a la miseria heroica, deshonrosa

miseria, y al hambre y la libertad, coronadas de una esperanza gloriosa, el hambre y la

esclavitud sin esperanza,—no animaron con sus labores aquella calma lúgubre,

interrumpida sólo por la imprudente vuelta de alguna crédula familia que venía a sepultar

en una tierra ingrata los ahorros de una laboriosa emigración, o por el ruido de los pasos

de los vigilantes enemigos que seguros de la guerra nueva, porque conocían ya a los

combatientes, estudiaban el campo de batalla y empleaban en prepararse para ella las

sumas que recogían de los vencidos. No bien asomaba una cabeza, no bien se movía una

lengua, no bien se erguía un hombre severo a pedir cuenta del violento engaño, sentábale

el Gobierno a la mesa y clavaba en sus umbrales solícitos espías. Como una culpa

castigaba en los campos sometidos, los actos y palabras que en la ciudad aparentaba

proteger. Del seno de las urnas profanadas, surgieron nombres desconocidos o

manchados.—Y se vio el espectáculo insolente de que una revolución que había

estremecido durante diez años la tierra propia, y asombrado a las extrañas, durmiera con

un sueño tan profundo y se desvaneciera con rapidez tan increíble, que un instante

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después de su interrupción inesperada, unas elecciones que se suponían hechas por los

revolucionarios sometidos, no enviaran un solo representante al parlamento donde iban a

decidirse sus destinos.

¡Ah! Es que el cielo no puede permitir que los tiranos sean más de una vez cuerdos; es

que para ser bastante enérgicos necesitábamos ser todavía más engañados; es que las

rivalidades personales, que dividen las fuerzas e inhabilitan para la victoria, si pudieron

producir una tregua provechosa, porque lo es siempre todo lo que acarrea una lección; si

eran bastante a perturbar y a contener por un momento breve un empeño grandioso, no

podían sin embargo sofocar las hermosas pasiones y los vitales impulsos que

promovieron la guerra interrumpida.

Elecciones libres había garantizado el gobierno de España, y falseaba las elecciones.

Exoneración de tributos, y cobraba con mano recia los tributos. Libertad para los

esclavos, y para que una ley indigna de perpetuación de la esclavitud fuese intentada por

el gobierno español, fue necesario que la revolución amenazante asomase de nuevo el

brazo fiero, tan esperado y tan temido. Prosperidad para los campos fue ofrecida y se

empleaban en aprestos militares y en espías, las sumas que a la riqueza pública se había

prometido dedicar. Sedújose a los emigrados, anunciándoles que con sus bienes se les

devolverían las rentas de ellos nacidas desde el instante en que la tregua fue firmada,—y

cuando alguno de los muy contados que volvieron, enemigos tenaces de todo nuevo

movimiento armado, enviaron a un hombre cubierto de mancilla, y que por tanto priva, a

suplicar humildemente que se cumpliese lo anunciado y se les entregasen las rentas, se

negó el gobierno a devolverlas, aunque con algún otro más afortunado, lo hubiera hecho

ya trabajosamente, so pretexto de que no había él de aprontar sumas que estaban

destinadas a preparar la nueva revolución. Prometió el gobierno que cesando la guerra

cesarían las cargas por ella originadas,—y acabada la guerra continuaron las cargas, y

por ley del Parlamento continuarán ahora, a pesar de que había ya desaparecido la causa

que se les daba por excusa.—Y era, señores, que las cargas no podían desaparecer, ni la

guerra había cesado en realidad, porque la cesación de un hecho sólo se determina por la

cesación de las causas que lo produjeron; era que agravar las razones sin cuento que

habían dado origen al primer conflicto, no podía ser camino prudente para privar de

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razones al segundo; era que los que ofendían no podían suponer que el que sabía blandir

un arma, no la blandiese en venganza de la ofensa; era que los triunfadores conocían todo

lo transitorio y casual de su triunfo; y era, en fin, que la conciencia de los déspotas suele

ser más leal que el valor de los súbditos, y que los que habían medido sus armas con las

nuestras, sabían que nuestras armas están hechas con un hierro mejor templado que el

hierro de Vizcaya.

Y allá, en la sombra de cuyas entrañas tenebrosas amenazaba, y amenaza todavía, nacer

un monstruo, tan temido por algunos de sus honrados padres como por los que pudieran

llegar a ser sus víctimas; allá, al chasquido del látigo, que todavía chasquea; al rumor de

nuestros cañaverales, monótonos y melancólicos como los esclavos que los cuidan; al

resplandor de hogueras numerosas, que más que un incendio, anuncian una época, los

oídos atentos escucharon un concierto de ira y de esperanza, que no oyeron tal vez los

que sin ellas cuentan, aturdidos por el ruido de sus pasos en las escaleras del palacio del

gobierno. ¡Bueno es sentir venir la cólera!

...............................................................................................................................................

¡Oh! ¡Qué pobres pensadores los que creen que después de una conmoción tan honda y

ruda como la que ha sufrido nuestro pueblo, puedan ser bases duraderas para calmar su

agitación, el aplazamiento, la fuerza y el engaño! ¡Qué políticos son esos que intentan

elevar a la categoría de soluciones, que para ser salvadoras han de ser generales, y para

ser aceptadas han de satisfacer al mayor número,—aspiraciones acomodaticias sin

precedente y sin probabilidad de éxito;—que creen que los problemas de un grupo de

rezagados, de arrepentidos y de cándidos, son los problemas del país; que en vez de

poner la mano sobre las fibras reales de la patria, para sentirlas vibrar y gemir, cierran

airados los oídos y se cubren espantados los ojos, para no ver los problemas verdaderos,

como si el débil poder de la voluntad egoísta fuera bastante a apartar de nuestras cabezas

las nubes preñadas de rayos!

Cuando una aspiración es justa; cuando se la ha alimentado en silencio largo tiempo; y

cuando sólo se expone una existencia miserable para lograrla,—para evitar que triunfe

una solución que sólo tendría de aceptable la razón que la había engendrado, es necesario

favorecer y apresurar el logro del propósito justo. Y así tendremos derecho, como lo

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tenemos los que alentamos la revolución, a la gratitud de aquellos que podrían justamente

miramos con odio. ¡No todos los ofendidos tienen pasiones e intereses que les impidan el

logro de su intento! Sobre el placer de dar lo justo, ¿por qué no procurarse la utilidad de

haber evitado una catástrofe?

Se fingen miedos por los sucesos de nuestro país ya desautorizados. Se pasean a los ojos

de los timoratos lúgubres fantasmas. ¿Son acaso los hombres de color, los negros y los

mulatos,—porque no debe hacerse misterio de un hombre como todos los demás natural

y sencillo,—son acaso aquel rebaño manso que obedecía a la mano interesada del pastor,

y al son de la elegíaca marimba, consuelo único prohibido a las veces, esperaba en calma

la hora de una lejana redención? ¿Son acaso una cohorte sanguinaria, que habrá, con

soplos huracánicos, de arrancar de raíz cuanto hoy sustenta el suelo de la patria? ¡Ah!

¡esto decían los españoles de los indios, tan ofendidos, tan flagelados, tan anhelosos

como los negros de su inmediata emancipación; esta amenaza suspendían sobre las

frágiles cabezas, cuando el aliento de Bolívar, más grande que César, porque fue el César

de la libertad, inflamaba los pueblos y los bosques y levantaba contra los dueños

inclementes la orilla de los mares y el agua turbulenta de los ríos! Y la independencia de

América se hizo. Y con la faz radiante, aunque con el pecho devorado por el cortejo de

rencores y apetitos que dejó en lúgubre herencia la colonia, la tierra redimida se alzó

como una virgen, pura aun después de su tremenda violación, a ceñir sobre la frente de

los buenos la premiadora palma tinta en sangre.—Pero los fatídicos anuncios no se

realizaron; los indios no vinieron como torrentes desbordados de las selvas, ni cayeron

sobre las ciudades, ni quemaron con sus plantas vengativas las yerbas de los campos, ni

con huesos de blancos se empedraron los zaguanes de las casas solariegas. Ni una sola

tentativa, ni un solo rugido de cólera turbaron la paz de los difíciles albores. De viejos

males vinieron los males nuevos,—que no de la venganza ni de la impaciencia de los

indios. Y sea dicho de paso, desde esta tierra donde la conquista llegó de rodillas, y se

levantó de orar para poner la mano en el arado; sea dicho desde esta tierra de abolengo

puritano, para descargo de las culpas que injustamente se echan encima de los pueblos de

la América latina,—que los monstruos que enturbian las aguas han de responder de sus

revueltas ondas, no el mísero sediento que las bebe; que las culpas del esclavo, caen

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íntegra y exclusivamente sobre el dueño.—Que no es lo mismo abrir la tierra con la

punta de la lanza que con la punta del arado.

Mas, refrenando americanos ímpetus, volvamos a decir que ese temor de pavorosas

luchas no es, en los que pretenden ser su presa, más que un modo pueril de retardar el

cumplimiento de un deber. Los que se han acercado a los abismos y bajado a su fondo;

los que han buscado las fuentes del mal para cegarlas a tiempo, y han hallado en su

camino leales auxiliares; los que vieron por sí propios los senos en que se elabora la

tormenta, o se preparan los medios para conjurarla,—ni esperan locamente un bienestar

inmediato y seguro, en cuanto a esta faz del problema cubano se refiere, ni abrigan el

temor, disfraz de culpas, de que hombres en su mayor parte sumisos, en corta porción

inquietos, y en buena porción inteligentes, realicen bárbaros intentos, a cuya sola

sospecha se sonrojan honrados negros y honrados mulatos.

...............................................................................................................................................

¡Se necesita meditar tan poco para comprender que dos seres venidos a perpetua

vecindad, vivirán mejor en paz necesaria, aunque entre algunos no cordial, que en

perpetua y destructora riña! No sería cuerdo suponer que en pechos tan lacerados ha

desaparecido ya toda amargura, e inspiramos a los que hemos oprimido, una confianza,

no merecida aún en absoluto. Pero sería causar ofensa grave a la suma considerable de

hombres de color cubanos, tan sentidores de lo noble y tan capaces de lo intelectual como

nosotros, suponer en ellos intentos cavernosos, que con ánimo sereno, serían y han sido

ya, los primeros en encauzar y contener. Cierto que huyen, y con sobrada causa, de los

que desdeñan o afectan temerlos para seguir aún, en una u otra forma, en el goce de fácil

riqueza; posible es—y bien harían—que desdeñasen a su vez a los que buscan con no

dignas lisonjas sus aplausos. Pero a los que han estudiado en sus hogares su capacidad

para el sacrificio y la virtud; a los que han adivinado en sus corazones el perdón de todas

las ofensas y el olvido de todas las injurias; a los que en horas de común angustia han

sabido estrecharlos a su pecho; a los que han abierto sus heridas para poner, donde había

veneno, bálsamo; a los que han tenido amor bastante para afrontar a su lado sus

problemas, y virilidad sobrada para unir al blando consejo el severo raciocinio en la

represión de sus exaltaciones naturales; a éstos, los aman.—Ellos saben que hemos

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sufrido tanto como ellos y más que ellos; que el hombre ilustrado padece en la

servidumbre política más que el hombre ignorante en la servidumbre de la hacienda; que

el dolor es vivo a medida de las facultades del que ha de soportarlo; que ellos no hicieron

una revolución por nuestra libertad, y que nosotros la hemos hecho, y la continuamos

bravamente ahora, por nuestra libertad y por la suya. Y se cuenta la historia. Y se dice en

las fincas, y se repite en las ciudades. Y no han de ser los hombres de color libertados

infames que volvieran la mano loca contra sus esforzados libertadores. Al alborear

nuestra redención, y antes de organizar los medios de conquistarla,—organizamos

¡sublime hecho! la suya. Grandes males hubo que lamentar en la pasada guerra.

Apasionadas lecturas, e inevitables inexperiencias, trastornaron la mente y extraviaron la

mano de los héroes. Pero como ante un sol vivo reverdece en los campos toda grieta, y

truécanse en paisajes pintorescos los más hondos abismos,—ante esta vindicación de los

hombres ofendidos, siéntense amorosos deseos de perdonar todos aquellos extravíos.

..............................................................................................................................................

Así surgió la guerra; con estos elementos se mantien; viene a la historia con un hermoso

timbre, ya apuntado, y que no fuera prudente repetir. Cordura y cólera, razón y hambre,

honor y reflexión la engendran. ¡Esclavos que se adueñan de sí propios; ese dejo viviente

de soldados que viene siempre después de las revoluciones; esa brillante y numerosa

pléyade de hombres tenaces, hechos al rocío de la noche y al foguear y perseguir del día;

esos vivos que firmaron con los muertos un contrato que los que viven no han cumplido

todavía;—y vosotras, mujeres entusiastas;—vosotros, ricos del Camagüey, del Oriente y

de las Villas, que educáis a vuestros hijos en la labor modesta, y en el desdén de la

riqueza infame; vosotros, artesanos habaneros, que apartáis de vuestros jornales el noble

donativo, como anticipo que os ha de ser pagado con largueza por el sol de la patria

honrada y libre, que calienta de bien distinto modo que aquel pálido sol de los esclavos;

—vosotros no sois fantasmas errabundos, ni maléficos conjuros, ni sueños de una mente

visionaria, ni setas olvidadas que crecen melancólicamente en tierras frías. Sois un

pueblo real e inolvidable, hecho al dolor y a la fatiga;—que vive bajo la nieve,

enamorado siempre de su sol;—que tiene ya la frente demasiado alta, por el ejercicio de

sí propio, para entrar en la patria violada por puertas estrechas!

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¡Oh! ¡qué terrible porvenir espera a nuestra patria, si todas las protestas pacíficas no se

convierten en protestas útiles; si en vez de marchar, en poderoso acuerdo, con la rapidez

de las cosas luminosas y la intimidad de las cosas fraternales, los hombres que pelean y

los hombres que socorren,—fuera donde muchos esa funesta creencia de que basta para

librar de males a la patria, enumerarlos removiendo el agradable fuego, o llorarlos

femenilmente sobre la cabeza de nuestros hijos y sobre el seno de nuestras mujeres!—

Los grandes derechos no se compran con lágrimas,—sino con sangre. Las piedras del

Morro son sobrado fuertes para que las derritamos con lamentos,—y sobrado flojas para

que resistan largo tiempo a nuestras balas.—¡Qué porvenir sombrío el de nuestra tierra si

abandonamos a su esfuerzo a los bravos que luchan, y no nos congregamos para auxiliar,

con la misma presteza y alientos con que se congregan ellos para combatir! ¡Qué adiós

tan largo a la patria, perdida entonces, por nuestro crimen propio, para siempre! ¡Qué

obra tan inútil aquella que hemos comenzado a realizar, y que consiste en dar un cauce

abierto a cóleras justas y terribles, concitadas por un engaño cruel y por una ley osada

contra nosotros y contra sí propios por nuestros enemigos! ¡Y cómo renacería tremendo

este peligro, si fuera posible—que no ha de ser posible—que cesase la actual revolución!

—¿Quién se atreve a esperar paz decisiva en una tierra donde todos los elementos están

librando una mortal batalla, y los batalladores han adquirido ya los hábitos de combatir?

Vagarán siempre por los campos familias miserables; los esclavos fugitivos, pobladores

de las selvas, las llenarán de caseríos inaccesibles, y contraerán en ellas propios hábitos,

que los alejarán mañana del comercial fragor de la ciudad, del cultivo afanoso de los

campos, y de toda tarea que no les sea urgente y exclusiva: ¡brava manera de unir,—

concitar divisiones duraderas entre las necesidades y costumbres de los nacidos a partir el

mismo pan!—Ni cesarán jamás los combatientes aguerridos—ni los que de la guerra

viven, mal inevitable, aflojarán en ella;—ni los que viven consagrados a lograr la libertad

definitiva de la patria, y a concertar su suerte futura con su admirable casual colocación,

los resultados de su historia, y la vivaz inteligencia de sus hijos, cederán jamás en la alta

empresa, ni se desalentarán por fracasos repetidos, ni sancionarán con su presencia su

ignominia, ni trocarán en incensario infame el puño de su espada. Que en este trueque, la

punta de la espada queda vuelta contra el mismo que mueve el incensario.

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Elementos permanentes producirán la guerra permanente. ¡Digan los arrepentidos;—

digan los que caen en pecado gravísimo, para el que después no habrá suficiente

penitencia, fingiéndose y alimentando esperanzas que osadamente, y brutalmente, les

devuelve el enemigo con la punta de la lengua en el Parlamento, y con la punta del puñal

en las haciendas y en los campos;—digan qué dique—sino ese mismo que provoca

contra sí la ira de las aguas, podrán oponer a los crecientes ríos;—cómo calmarán el fiero

empuje de una raza que expone sin temor en el combate todo lo que le es odioso,—para

lograr al fin lo que le es caro;—cómo convencerán a tantas criaturas de que es honrada y

amable una existencia inútilmente ignominiosa;—con qué pruebas de reales libertades

ahogarán las banderías armadas;—qué castigo merecerán los que no aprovechen la

ocasión de ennoblecerlas;—digan cómo conmoverán en nuestros pechos este sentimiento

altivo, hecho bueno con la severidad de la razón,—que hoy tiene sacerdotes numerosos, y

que aun cuando rodase en tierra, rota el ara, tendría siempre, enérgico y severo, al pie del

ara rota, un sacerdote!

¿Qué esperan esos hombres que afectan esperar todavía algo de sus dueños? ¡Oh! Yo no

he visto mejillas más abofeteadas; yo no he visto una ira más desafiada; yo no he visto

una provocación más atrevida. A tal punto se les rechaza y se les aterra, que no han

osado alzar en Cortes,—por creerla, según confesión de ellos mismos, irrealizable sueño,

—esa palabra culpable, disfraz de timideces y apetitos, con que pretendieron distraer la

atención y atar la voluntad de nuestro pueblo. ¿Qué afectan esperar, cuando con

desdeñosa complacencia, no perdonan sus dueños ocasión de repetirles que no cabe pedir

allí donde se ha de tener por entendido que no hay nada ya que conceder?—“No tiene

España en el orden político, nada que conceder, ni nada que cumplir”.—¿Creéis acaso

que es mía esta palabra de desesperación, este lema de soledad y desconsuelo?—¿Creéis

acaso que es augurio pesimista, imaginado al calor de exagerada exaltación patriótica?

Pues es la última declaración hecha en las Cortes españolas por el Ministro de Ultramar.

—España no tiene ya nada que conceder ni que cumplir. ¡Esperad ahora, mendigos!

..............................................................................................................................................

Nosotros hallaremos en todos los honrados corazones magnánima ayuda. Los

equivocados, se arrepentirán.—Los fugitivos, retornarán.—Los más culpables, lavarán al

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fin, viniendo, la grave culpa de haber venido tarde. Volverán a cruzar naves amigas los

mares que no ha mucho cruzaron con fortuna. Y no lucharán sólo los jinetes que en este

instante cabalgan por el llano, ni quedará sin asta la bandera que manos valerosas pasean,

saludada con triunfos, por campos no cansados todavía de recibir en su seno a muertos

nobles:—¡que abanderados, tiénelos de sobra! Y tocaremos a cada puerta. Y pediremos

limosna de pueblo en pueblo. Y nos la darán, porque la pediremos con honor. Y seremos

vencidos, y tornaremos a vencer. Y darán en tierra con nuestro actual empeño, y con

empeño nuevo caeremos sobre nuestra tierra. ¡Y nos ganarán esta batalla, y habrá aún

alguna alma fuerte y fiera que quedará batallando todavía!

¡Oh, no, pueblo magnífico!;—no eres aún bastante grande para que estén perdonadas ya

todas tus culpas;—¡pero no eres ya bastante pequeño para ofender los manes de tus

héroes!—Ni las pasiones ruines son tu único alimento, ni tus hijos malos podrán más que

tus hijos buenos, ni tus vicios más que tus virtudes, ni tu indignidad más que tu cólera, ni

el maléfico genio de tu ruina más que tus vehementes necesidades; ¡ni volverán a

marchar por vía distinta el guerrero que lucha por la libertad, y el trabajador que le envía

el arma!—El pueblo de auxiliares acompañará con su constancia al pueblo de

batalladores,—que lo animará con su valor. Lo que de ti espera en estos mismos instantes

tu enemigo,—¡de ti, pueblo decoroso,—lo tendrá! Llegue el valor del injuriado a donde

llega el pánico visible del enemigo que lo injuria. ¡Qué facilidad, vencer al débil! Y ¡que

larga caída, hacer para combatirlo menos de lo que el adversario espera de nosotros! ¡Oh,

no,—pueblo lloroso,—que en tierra ajena educas a hombres y a mujeres, que no tendrán

mañana el consuelo de distraer con los objetos nobles de la vida, las amarguras que

acarrean sus exigencias! ¡Oh, no,—pueblo de mártires, que ha sabido en un día, y en

largos años, más meritorios que el calor de un día, alzar en nuestros campos al esclavo

con aquella misma mano enseñada a ofenderlo y castigarlo, y comprar con la propia

labor en tierra extraña la cuna de sus hijos!—¡Oh, no,—voces sonoras, antes gusto y

regalo de salones, y hoy severo placer de las iglesias, en que a la vez entonan el himno

del trabajo, el treno acongojado de la viuda, y el canto sollozante de la patria!—¡Oh, no,

—muertos ilustres, al calor de nuestra alma revividos, y en el fondo del pecho

acariciados! ¡No durmáis todavía el sueño terrible de aquellos que han perdido ya toda

esperanza!—¡no nos echéis aún sobre el rostro, con vuestras manos frías y descarnadas,

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la sangre que vertisteis por ingratos!—¡no os alcéis en la noche silenciosa, con vuestro

cortejo de huesos deshonrados, a huir con ellos de un pueblo de mendigos, para darles

extraña sepultura en un lugar más digno de abrigarlos!—¡Movéos y contentaos, muertos

ilustres!—¡Antes que cejar en el empeño de hacer libre y próspera a la patria, se unirá el

mar del Sur al mar del Norte, y nacerá una serpiente de un huevo de águila!

EL COMITE REVOLUCIONARIO CUBANO DE NUEVA YORK

A los Cubanos:

Un suceso de extraordinaria importancia acaba de realizarse. Muchos argumentos han

venido con él a tierra; muchos disimulos carecerán desde hoy de pretexto; muchas

estudiadas desconfianzas perecerán por falta de razón. Lo imposible ha sido posible: el

general Calixto García está en Cuba.

Esta es, cubanos, aquella guerra que el enemigo astuto y el cubano arrepentido o cándido

pintaban como un exiguo movimiento, llamarada agonizante de un incendio vivo; aquella

guerra de razas, tan maligna y torpemente precipitada y anunciada por nuestros

enemigos; aquella intentona sin valía, como de ella dijeron, que ya no lo dicen, algunos

acomodaticios desdeñosos; aquella criminal locura, como en hora infeliz la llamaron

algunos timoratos; porque es ley que las frentes más altas y limpias atraigan sobre sí las

piedras que se mueven siempre en las manos débiles o envidiosas: ésta es, cubanos,

aquella guerra sin recursos sin importancia, sin jefe y sin gobierno.

Un animoso júbilo llena hoy todos los corazones. Nosotros tenemos el de haber

realizado, contra miserables obstáculos, contra censurables desvíos, contra taimados

desdenes, una empresa difícil; y los cubanos en masa tienen el de ver, en pie y con limpia

bandera, a los que en casos de honra y vida no han de admitir más transacciones que

aquellas que la humanidad y la clemencia aconsejen para con los vencidos, después de la

victoria. Entonces olvidaremos. Ahora, batallamos. Tienen los cubanos el júbilo de ver

burlado a un tenaz adversario; reanimado, con súbito impulso, el crédito de una idea

amadísima; vencida en lid de hechos esa cohorte de enemigos de todo acto que revele

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valor, fuerza y grandeza en los demás; alzado en manos puras y briosas el estandarte

patrio; conducida la guerra por un hombre amado de los suyos, temido de sus enemigos,

penetrante, bravo y generoso. No era verdad que hubiese muerto el entusiasmo patrio en

los viriles corazones de estos honrados emigrados, vacilantes, por razones hartas, en

tanto que la guerra, con el movimiento perezoso de los resucitados, renacía, y hoy,

jubilosos y fervientes, celebrando con vivo regocijo esta nueva que viene a fortificar en

ello la esperanza. Para algunos, es la vuelta a la vida de un cadáver.

A deber suyo, a la general excitación, a la alegría pública, responde esta manifestación

del Comité, que si acepta agradecido las calurosas muestras de afecto que recibe, las

acepta por lo que le obligan, no por lo que le honran. Merecer la confianza no es más que

el deber de continuar mereciéndola. Si de la roca se ha hecho agua, del ancho río ¡qué no

podrá hacerse!

Si en aparente abandono y en soledad que por nuestro necesario sigilo y nuestra

sinceridad misma parecían mayores, hemos podido enviar a Cuba, con el jefe de la

guerra, de todos queridos y por todos llamado, número suficiente de recursos para

alimentar el animoso brío de los soldados de la Independencia, hoy que la confianza

surge, y no por cierto excitada por medios artificiales; hoy que las manos temerosas

comienzan a abrirse; hoy que las vulgares razones que apartaban de la guerra nueva a

gentes de valía, no pueden sin indecoro sustentarse; hoy que la guerra tiene un guía sin

tacha, que el desconcierto de nuestros enemigos anuncia la serenidad de nuestros

defensores, que el fracaso previsto se convierte en realidad brillante y venturosa; hoy,

que las aguas crecen, ¿qué no harán los cubanos?

Un hecho realizado nos da derecho para preparar, sin demora y sin rebozo, otro hecho

semejante. A una expedición, otra expedición. A un clamor allá, una respuesta aquí. A un

ejército de hombres que combaten, un ejército de hombres que auxilian. Simultánea y

enérgicamente hemos de hacer aquí y allá la guerra. Los que abandonen, serán culpables.

Los que peleen, héroes. Los que les ayuden, hombres honrados. ¡No cabe honor en dejar

morir, sin defensa, a aquellos cuyos triunfos nos preparamos, sin embargo, a aprovechar!

¿A qué hablar, cubanos, de los trabajos rudos, de las amargas pruebas, de las útiles

enseñanzas que precedieron a la salida del general García? ¿A qué hablar de los detalles

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que acompañaron al embarque y feliz arribo del valeroso jefe y de sus auxiliares,

abundantemente armados y equipados, con considerable refuerzo que ha de sustentar en

la lid oriental más de un recio combate? Olvídanse las penas por acerbas que hayan sido,

cuando se recoge su fruto generoso. Y si la publicación de determinados detalles, puede

halagar la vanidad de hombres hábiles, de los que los prepararon, no halagarían

ciertamente nuestra vanidad de hombres discretos. No ha de ser una satisfacción de amor

propio, cebo bastante para entregar nuestras armas a nuestros enemigos.

Admirando a los bravos quedamos los que sabíamos que partían; tras de ellos dejaron,

sin más amparo que ese misterio que acompaña al deber que se cumple, sus mujeres y

sus hijos; con placer de enamorados volvían a la guerra, hombres en ella curtidos, y por

sus balas más de una vez atravesados. Avergonzados presenciamos el espectáculo

magnífico, los que por diversos conceptos teníamos que quedar batallando en estas

tierras; y como de padres y hermanos se temiera, así temimos por la suerte de aquellos

nobles hombres, fiados a su arrojo. Iban entre ellos marciales caudillos, probados

caracteres, disciplinados servidores, jóvenes de mirada ardiente y brazo rudo.

Fácil nos fue ya, a muy pocos días, lisonjeamos con la probabilidad del éxito:

deducciones precisas, noticias particulares, y esa especie de vanguardia de anuncios que

precede a los acontecimientos importantes, nos daban derecho para comunicar a los

leales emigrados el suceso fausto. Pero no hubiera sido de prudentes crear, con

prematuro entusiasmo infantil, esperanzas que el éxito debilitara, o no justificara luego:

se hace preciso no perder batallas. De súbito, los rumores crecen; el adversario,

enmascarado, echa al suelo la máscara; donde sombra la promesa política, surge el

cadalso; sus primeras víctimas son, tal vez, las que favorecieron dos años hace su efímero

triunfo; los combates arrecian; las reclamaciones principian; telegramas candorosos y

desordenados crúzanse; las poblaciones son atacadas; Mayarí Abajo se quema; se quema

Palma Soriano; se quema San Luis; préndese en masa a los habitantes de los poblados; se

ocupa precipitadamente el Camagüey; y, en suma, el gobierno español anuncia por el

cable que el general Calixto García y seis expedicionarios han desembarcado cerca de

Santiago de Cuba. Nos lo habían anunciado ya nuestros telegramas.

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Lamentablemente yerra el gobierno español en cuanto a la forma y entidad del

desembarco; no nos importa aclarar su error. Si la presencia del general García en los

campos de batalla no fuera hoy, con ser motivo de estremecimiento en las Cortes

españolas, un hecho en Cortes referido, bastante nos eran para confirmar su presencia en

Cuba, esa vigorización y empuje súbitos que en las operaciones del ejército cubano se

notaron. No a languidecer en estériles defensas, sino a no dar paz al acero, campo

adelante, va dispuesto el caudillo afortunado.

No necesita encomio nuestro el general García. Lleva su historia en su frente herida. El

que sabe desdeñar su vida, sabrá siempre honrarla. Pero es preciso que se sepa que ese

hombre de armas que triunfa hoy en Cuba no es sólo el jefe militar aclamado y solicitado

por sus antiguos compañeros; no es sólo uno de los iniciadores de la guerra nueva, a cuyo

lado se agrupan todos los que la sirven, de Occidente a Oriente, dando de mano a

divisiones viejas que tan funestas fueron ya una vez; no es sólo el prisionero avaro de

libros que completa en cuartillas húmedas la educación que debía a un alma generosa y a

señalados sufrimientos; no es sólo aquel audaz invasor de Las Auras, Melones y

Corralillo, el vencedor de Gómez Diéguez y de Esponda, el clemente guerrero, el

perseguidor infatigable.

Con el general García han ido a Cuba la organización militar y política que nuestra patria

en lucha requería; con el hombre de armas ha ido un hombre de deberes; con la espada

que vence, la ley que la modera; con el triunfo que autoriza, el espíritu de la voluntad

popular que enfrena al triunfador. A vencer y a constituir ha ido el caudillo, no sólo a

batallar. No a abarcar en sus manos un poder omnímodo, cualesquiera que puedan ser las

razones que para ello le dieren los amigos de semejantes soluciones. A prepararnos para

la paz, en medio de la guerra, sin debilitar la guerra: a esto ha ido. A convocar al país

para que se dicte su ley; a establecer, como ya ha establecido, un gobierno por todos

esperado, y para él por todos reservado; a ofrecer, y a cumplir, que no envainará la

espada sino luego de pasado el último umbral del enemigo, y que en sus manos no

volverá a lucir sino para romperla en el ara de las leyes. ¡Esta es, cubanos, aquella guerra

tremenda de razas coléricas: aquella guerra sin recursos, sin importancia, sin hombres y

sin armas; la intentona sin valía, la criminal locura!

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Minuciosa y detalladamente serán comunicados a la emigración todos los actos que se

refieran al establecimiento y organización del Gobierno cubano, y en grupo, y después de

un modo periódico, todas las noticias de la guerra. Importa hoy sólo responder al general

clamor; afirmar, para contento de las almas patrióticas, el alto hecho; señalar que, sin los

reacios y sin los hostiles, como se inició la guerra, se la sigue; como se le dio cauce, se le

han dado armas; como armas, jefe; y como jefe que la solemnice y agigante, se le darán

todos los recursos que para la victoria necesite. Los caudillos nuevos han aprendido de

los viejos a pertrecharse de recursos en las bandoleras enemigas.

¿Cómo se ha producido este acontecimiento?—se dirán los incrédulos.—¿Con qué

recursos se ha preparado esa expedición? ¿Qué han podido hacer los que no han sido

ayudados por nosotros? ¡Oh! Hacen mal los que desertan del deber; hay siempre tras de

cada idea, un ejército modesto, que los hombres sinceros saben encontrar y dar a luz. Son

pobres y ricos, tímidos y valerosos. Los unos, se recatan; los otros, se muestran. Pero,

sobre todas las transacciones del cansancio, sobre todas las humillaciones soberbias,

sobre todos los tenaces y cómodos retraimientos, sobre todas las sugestiones de la

vanidad, el interés, el amor propio y el miedo, es la de la honra una bandera que jamás

queda sin asta y sin abanderado.

Un pueblo muere y necesita vida: ¿quién lo guía? El instinto. ¿Quién lo salva? Su propia

angustia. ¿Con qué fuerzas lucha? Con las de la desesperación. No es la guerra de Cuba

un problema de clases, ni de comarcas, ni de grupos; es una guerra por la vida, donde no

hay más que dos términos: o mancillar una existencia oscura, preñada de males

venideros, o recabar una existencia libre, que abra camino para curarnos de estos males

La lid está empeñada; la crueldad del Gobierno de España deslinda los campos: a cada

acto enérgico de los cubanos, responderá un acto cruel del gobierno español; a nuestros

triunfos en los campos, las prisiones y sus consecuencias terribles en las ciudades.

Afectó al Gobierno español benevolencia para evitar que la guerra surgiera; y surgió la

guerra. Continuó luego en las ciudades—que en los campos cedía a sus hábitos de

muertes misteriosas y desapariciones de hombres que no vuelven—porque aspiraban aún

a detener la lucha: la lucha no se detiene. La razón de la conducta hipócrita esta cesando

de existir: ¡ay de los tímidos! A cada golpe nuestro, responderán sobre los muros de la

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fortaleza descargas fúnebres:—el honor lo quiere: nosotros no dejaremos de dar golpes.

Vencer pronto ordena el buen sentido; los que así comenzamos, ¿no sabremos vencer?

No cabe ya aquella esperanza vergonzosa, por tantos en silencio alimentada, de que la

guerra se extinguiese. Se vigoriza, se legisla, invade las nuevas comarcas, reconoce un

jefe supremo, se gobierna. La artería ha sido impotente; impotente la astuta, pero

incompleta política española. El general García está en Cuba; manos pardas y negras

mueven también las armas redentoras; pero si en Oriente se mezclan a las blancas,

nacidas sobre la misma tierra, y a igual empleo y con derecho igual venidas, manos

blancas son las que blanden las armas de Cienfuegos; las que acaban de batir al

adversario en las puertas de Villaclara; las que se adueñan de los campos de Colón; las

que se avecinan bravamente a Matanzas. Los jefes de la primera guerra han ocupado su

lugar en la segunda: ¿con qué razón negarán ahora su apoyo a la lucha, los que de ella se

alejaban porque en ella no veían a sus antiguos mantenedores? En Holguín se alzó, en

1868, el que ahora la dirige; impacientes se mueven en sus vainas, ganosos de reflejar de

nuevo el sol libre, los aceros de los iniciadores del movimiento de Yara en las comarcas

más importantes de Oriente. Los viejos jefes, el antiguo espíritu, el mismo objeto mueven

esta admirable lucha, más difícil, en verdad, que la primera. No hay ya puerta por donde

escape el compromiso de honra. Si largo tiempo callamos, callamos en espera de sucesos.

Gastadas las palabras, ellos son la única enérgica elocuencia. Ellos vienen, altivos e

imponentes. La mano de la Patria está tendida: ¡quiera el cielo que sean pocos los que

continúen vueltos de espaldas a la Patria!

Pero todos estos problemas se resolverán; esos hombres ansiosos, silenciosos ayer, que

hoy se congregan, se visitan, comentan y preguntan, anuncian el despertamiento vigoroso

de un entusiasmo nunca muerto. La noticia fausta ha alegrado todos los rostros; las

manos se estrechaban ayer con más contento; una inesperada confianza, esperada

siempre por nosotros, muéstrase amorosa; parece que el decoro, dormido largo tiempo,

sacudido por los clarines del triunfo, de súbito despierta.

La revolución tiene ya en su seno a su jefe; la República cubana tiene ya su Gobierno;

los gobernantes españoles, pánico; los batalladores cubanos, indomable energía; la

emigración, fe y esperanza. La general nobleza, como abatida por recientes golpes,

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necesitaba por alimento nuevas glorias. Se ha hecho una fiesta de familia de la buena

nueva. La salvación de los expedicionarios, sus primeros hechos de armas y la

constitución de nuestro Gobierno se solemnizan hoy, con júbilo visible, en todos los

hogares.

Se presienten los sucesos definitivos, y se les honra de antemano. La primera batalla está

ganada; allá y aquí: allá, en los campos ásperos de Oriente; aquí, en los corazones

generosos.

No hemos querido fatigar a los cubanos con excitaciones prematuras: de medios

artificiales sólo nacen raquíticos productos. Hoy, la alegría nos mueve; el común regocijo

nos estrecha; la energía útil se anuncia. Comencemos ahora admirando los nombres de

los héroes. He aquí los compañeros del General García:

Coronel Pío Rosado, coronel Modesto Fonseca, coronel José Medina Prudente, Miguel

Barnet, teniente coronel David Johnson, comandante Federico Verbena, comandante

Ramón Gutiérrez, capitán N. Espinosa, Miguel Cautos, J. Santisteban, Angel García,

Carlos Pegudo, Natalio Argenta, Miguel Cicles, Juan Soto, Gerardo Polo, Enrique

Varona, Eugenio Carlota, Ramón Mola, Antonio Castillo, Francisco Marrero, Alberto

Hernández, Ramón Torres, Ricardo Machado, Ramón Illa, F. Cortés, M. Cestero,

Domingo Mesa, D. Moncallo, Carlos Sánchez, Francisco Banfo, Andrés Salas, Manuel

Corvalles, Ernesto Santa Maria, Manuel Brizuela, Santiago H. Echevarría, Nicolás

Fernández, Manuel García, P. Capmell, S. Brown, N. J. Dodging, R. F. Cornell, P.

Backock, Santiago Peralta, Manuel Suárez, Emiliano Betancourt, N. Castro, Francisco

Alegre, Jacinto Aguilar, Eugenio Piedra, Justo Solares, Gabriel Mantilla, José

Santisteban, Mariano Izquierdo, Anselmo Mangrat, Miguel Ledesmo, Loreto Campos,

José Antonio Sánchez, Nicolás García, Bernardino Chacón, Anastasio Infante, Manuel

Urdiales, Jacinto Durán, Ernesto Bribresca, Pedro Toledo, Nicolás Bestor, Augusto

Hernández, Marcos Palán, Santiago Méndez, Francisco Ferrer, Emilio Cabrera, Manuel

Ramírez, J. Díaz, José Anuchelena, Nicolás Peregrino, Francisco Pino, José María

García, Manuel Rodríguez, Francisco Fonseca, Carlos Sabater, Emiliano Terry, José

Francisco Sánchez.

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Y cuando, mezclados en el alma el fiero orgullo del libertador y la filial ternura del

proscripto, volvió sin mancha a un suelo que no lo vio jamás sin honra, he aquí las

enérgicas y elocuentes alocuciones del general García; he aquí lo que acaba de decir en

un momento envidiable y solemne, el que sabrá, sin duda, como guiar a la victoria,

obedecer a la Patria. He aquí sus sobrias proclamas:

AL PUEBLO CUBANO

Al volver a mi patria, esclava aún, con la mano puesta en la misma espada que empuñé

hace doce años, traigo a la santa guerra el mismo espíritu y la misma energía con que la

comencé. Sí razones sobradas hubo entonces para alzar la bandera de la Independencia

de Cuba, nuevo alevoso engaño y nuevos crímenes han venido a añadir nuevas razones.

Los árboles corrompidos han de arrancarse de raíz. Yo no he desconfiado un instante del

éxito de la lucha; he meditado y he aprendido; no he desconocido los poderosos y

constantes elementos que la guerra cuenta,—y vengo, con aquel estandarte glorioso que

en 1868 levantamos, decidido a rescatar con el brío de los combates y la prudencia de las

determinaciones, esa batalla perdida que no llegó a durar dos años.—Al pisar esta tierra,

consagrada por tanto héroe y tanto mártir, siento mi voluntad fortalecida y mi razón

asegurada; vuelvo estremecido los ojos a los que perecieron, y como ejemplo los señalo a

los que no saben honrar a los muertos, ni saben morir.

¡No! No es posible que améis, cubanos, vuestra terrible vida. Si combatisteis en la pasada

lucha, u os sentís inclinados a la nueva, asesinados en los bosques o arrojados al fondo

del mar purgáis vuestro valor. En las ciudades, el miedo y la lisonja han reemplazado a la

virilidad y entereza, y un ansia desmedida de fortuna y un arrepentimiento

incomprensible de haber sido grandes, extravía a probados caracteres. En los campos,

con la contribución que del pan de vuestros hijos os arrancan, compra nuestro enemigo,

no el arado que os ha de servir para labrar la tierra, sino el fusil con que ha de dar muerte

a vuestros hijos. La corrupción y la miseria están hiriendo mortalmente la dignidad de

nuestros hombres y la pureza de nuestras mujeres. El espectáculo del general

empequeñecimiento pervierte a la generación que nace. El interior de las ciudades es un

banquete bochornoso, y el interior de la Isla, un campamento. ¡Puesto que os tratan como

a vencidos, hora es ya de probar que no habéis olvidado todavía la manera de vencer!

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No es el odio el que a la guerra me conduce, aunque sería el odio tan justo, que bastaría

él sólo a mantenemos cuando la razón no nos guiase. El ansia de paz es lo que nos decide

a la guerra. La necesidad de asegurar nuestra prosperidad es lo que nos mueve a

amenazarla ahora. Y si la riqueza ficticia y bochornosa que aún resta en algunas

comarcas de la Isla, fuera, con mengua de sus poseedores, obstáculo a la Revolución, de

cuajo y sin misericordia arrancaremos, para hacerla renacer luego digna de hombres

libres, una riqueza que mancha a quien la mantiene, y avergüenza a los que

indirectamente la comparten.

No derramamos en vano nuestra sangre en la admirable lucha. Por la libertad de todos los

hombres, blancos y negros, combatimos; y no ha de haber cubano honrado que se atreva

injuriar a los que por su libertad y honor combaten. Libres hicimos a los hombres negros,

y es necesario que sean libres. Viles dejamos de ser los hombres blancos, y es necesario

que no volvamos a ser viles. La riqueza cubana, que será con poco esfuerzo en nuestras

manos segura y pasmosa, no puede estar sacrificada por más tiempo a la riqueza

española. Nuestros hijos han de vivir para algo más que para cebo de puñal y para fruta

de cadalso.

¡Cubanos! No hay más que un partido: ¡el de la honra! No hay más que una riqueza: ¡la

de la virtud! Sed más astutos que nuestros enemigos, que aparentan respetaros en las

ciudades mientras les queda una esperanza, para teneros cerca a todos en la hora del

exterminio cuando toda esperanza sea imposible. Las horas decisivas requieren campos

claros: o servidores de España, o servidores de la independencia de la patria; o viles, o

dignos. No creáis a los que para disculpar su debilidad, o justificar su arrepentimiento, os

pintan débil una guerra en que no tienen valor para combatir.

Nuestros hombres son los de ayer; nuestros soldados son los soldados de los diez años;

nuestra guerra, la de Yara; imitaremos a nuestros antecesores en bravura, y

recordaremos, para evitarlos, sus errores. Los hombres de armas que hoy luchamos, no

las envainaremos sino cuando en las fortalezas españolas ondee el pabellón libre; pero las

quebraremos de buena voluntad en el ara sagrada de las leyes; nos inspira el más alto de

los espíritus; nos anima el ansia de las obras grandes. Hacemos la guerra para salvar la

virtud, asegurar la riqueza y garantizar la paz.

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Nuestro enemigo entra en la lucha vencido de antemano: la Península no apoya su poder

sino con soldados imberbes y con leyes vejatorias, bastantes a segar cuellos de crédulos y

fortunas de contribuyentes, no a quebrantar un solo pecho nuestro. Los peninsulares,

airados contra su patria que los arruina, vuelven los ojos a nosotros, deseosos de morir en

paz en la tierra en que crearon su fortuna. El gobierno español no tiene más recurso que

lo que de vosotros a viva fuerza logre: ¡pagad de una vez, cubanos, para ser libres, una

contribución que desde hace tiempo estáis pagando para ser esclavos!

Los campos nos ayudan; millares de hombres nos acompañan; los pueblos se nos abrirán,

porque nos aman. ¡Pero si tímidos o ahogados en sangre se nos cerrasen, de los bosques

haremos el mampuesto de nuestra libertad y nuestra gloria, y en los bosques, con troncos

de árboles, trabajaremos armas nuevas para luchar por el honor!

¡Cubanos! La historia está escrita, y se continúa escribiendo. A morir vengo, y a morir

venimos todos, por nuestro decoro y por el vuestro. ¡No ha de decir la historia que

cuando pudisteis ser libres, injuriasteis a vuestros héroes, ensalzasteis a vuestros

matadores y permanecisteis voluntariamente infames!

CALIXTO GARCÍA ÍÑIGUEZ

Cuartel General del Ejército Libertador.

(Esta proclama firmada por Calixto García fue redactada por José Martí)

AL GENERAL MÁXIMO GÓMEZ

New York, 20 de julio de 1882

Sr. General Máximo Gómez

Sr. y amigo:

El aborrecimiento en que tengo las palabras que no van acompañadas de actos, y el

miedo de parecer un agitador vulgar, habrán hecho sin duda, que Vd. ignore el

nombre de quien con placer y afecto le escribe esta carta. Básteme decirle que aunque

joven, llevo muchos años de padecer y meditar en las cosas de mi patria; que ya

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después de urdida en New York la segunda guerra, vine a presidir,—más para salvar

de una mala memoria nuestros actos posteriores que porque tuviese fe en aquello—,

el Comité de New York; y que desde entonces me he ocupado en rechazar toda

tentativa de alardes inoficiosos y pueriles, y toda demostración ridícula de un poder y

entusiasmo ridículo, aguardando en calma aparente los sucesos que no habían de

tardar en presentarse, y que eran necesarios para producir al cabo en Cuba, con

elementos nuevos, y en acuerdo con los problemas nuevos, una revolución seria,

compacta e imponente, digna de que pongan mano en ella los hombres honrados. La

honradez de Vd., General, me parece igual a su discreción y a su bravura. Esto

explica esta carta.

Quería yo escribirle muy minuciosamente sobre los trabajos que llevo emprendidos,

la naturaleza y fin de ellos, los elementos varios y poderosos que trato ya de poner en

junto, y las impaciencias aisladas y bulliciosas y perjudiciales que hago por contener.

Porque Vd. sabe, General, que mover un país, por pequeño que sea, es obra de

gigantes. Y quien no se sienta gigante de amor, o de valor, o de pensamiento, o de

paciencia, no debe emprenderla. Pero mi buen amigo Flor Crombet sale de New York

inesperadamente, antes de lo que teníamos pensado que saliese: y yo le escribo, casi

de pie y en el vapor, estos renglones, para ponerle en conocimiento de todo lo

emprendido, para pedirle su cuerdo consejo, y para saber si en la obra de

aprovechamiento y dirección de las fuerzas nuevas que en Cuba surgen ahora sin el

apoyo de las cuales es imposible una revolución fructífera, y con las cuales será

posible pronto —piensa Vd. como sus amigos, y los míos, y los de nuestras ideas

piensan hoy—. Porque llevamos ya muchas caídas para no andar con tiento en esta

tarea nueva. El país vuelve aún los ojos confiados a aquel grupo escaso de hombres

que ha merecido su respeto y asombro por su lealtad y valor: importa mucho que el

país vea juntos, sensatos ahorradores de sangre inútil y prevedores de los problemas

venideros, a los que intentan sacarlo de su quicio, y ponerlo sobre quicio nuevo.

Por mi parte, General, he rechazado toda excitación a renovar aquellas perniciosas

camarillas de grupo de las guerras pasadas, ni aquellas Jefaturas espontáneas, tan

ocasionadas a rivalidades y rencores: sólo aspiro a que formando un cuerpo visible y

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apretado aparezcan unidas por un mismo deseo grave y juicioso de dar a Cuba

libertad verdadera y durable, todos aquellos hombres abnegados y fuertes, capaces de

reprimir su impaciencia en tanto que no tengan modo de remediar en Cuba con una

victoria probable los males de una guerra rápida, unánime y grandiosa, y de cambiar

en la hora precisa la palabra por la espada.

Yo estaba esperando, Sr. y amigo mío, a tener ya juntos y de la mano algunos de los

elementos de esta nueva empresa. El viaje de Crombet a Honduras, aunque

precipitado ahora, es una parte de nuestros trabajos, y tiene por objeto, como él le

explicará a Vd. largamente, decirle lo que llevamos hecho, la confianza que Vd.

inspira a sus antiguos Oficiales, lo dispuestos que están ellos —aun los que parecían

más reacios— a tomar parte en cualquier tentativa revolucionaria, aun cuando fuera

loca, y lo necesitados que estamos ya de responder de un modo oíble y visible a la

pregunta inquieta de los elementos más animosos de Cuba, de los cuales muchos nos

venían desestimando y ahora nos acatan y nos buscan. Antes de ahora, General, una

excitación revolucionaria hubiera parecido una pretensión ridícula, y acaso criminal,

de hombres tercos, apasionados e impotentes: hoy, la aparición en forma serena,

juiciosa, de todos los elementos unidos del bando revolucionario, es una respuesta a

la pregunta del país. Esperar es una manera de vencer. Haber esperado en esto, nos da

esta ocasión, y esta ventaja. Yo creo que no hay mayor prueba de vigor que reprimir

el vigor. Por mi parte, tengo esta demora como un verdadero triunfo.

Pero así como el callar hasta hoy ha sido cuerdo, el callar desde hoy sería imprudente.

Y sería también imprudente presentarse al país de otra manera que de aquella

moderada, racional y verdaderamente redentora que espera de nosotros. Ya llegó

Cuba, en su actual estado y problemas, al punto de entender de nuevo la incapacidad

de una política conciliadora, y la necesidad de una revolución violenta. Pero sería

suponer a nuestro país un país de locos, exigirle que se lanzase a la guerra en pos de

lo que ahora somos para nuestro país, en pos de un fantasma. Es necesario tomar

cuerpo y tomarlo pronto, y tal como se espera que nuestro cuerpo sea. Nuestro país

abunda en gente de pensamiento, y es necesario enseñarles que la revolución no es ya

un mero estallido de decoro, ni la satisfacción de una costumbre de pelear y mandar,

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sino una obra detallada y previsora de pensamiento. Nuestro país vive muy apegado a

sus intereses, y es necesario que le demostremos hábil y brillantemente que la

Revolución es la solución única para sus muy amenguados intereses. Nuestro país no

se siente aún fuerte para la guerra, y es justo, y prudente, y a nosotros mismo útil,

halagar esta creencia suya, respetar este temor cierto e instintivo, y anunciarle que no

intentamos llevarle contra su voluntad a una guerra prematura, sino tenerlo todo

dispuesto para cuando él se sienta ya con fuerzas para la guerra. Por de contado,

General, que no perderemos medios de provocar naturalmente esta reacción.

Violentar el país sería inútil, y precipitarlo sería una mala acción. Puesto que viene a

nosotros, lo que hemos de hacer es ponernos de pie para recibirlo. Y no volver a

sentarnos.

Y aún hay otro peligro mayor, mayor tal vez que todos los demás peligros. En Cuba

ha habido siempre un grupo importante de hombres cautelosos, bastante soberbios

para abominar la dominación española, pero bastante tímidos para no exponer su

bienestar personal en combatirla. Esta clase de hombres, ayudados por los que

quisieran gozar de los beneficios de la libertad sin pagarlos en su sangriento precio,

favorecen vehementemente la anexión de Cuba a los Estados Unidos. Todos los

tímidos, todos los irresolutos, todos los observadores ligeros, todos los apegados a la

riqueza, tienen tentaciones marcadas de apoyar esta solución, que creen poco costosa

y fácil. Así halagan su conciencia de patriotas, y su miedo de serlo verdaderamente.

Pero como ésa es la naturaleza humana, no hemos de ver con desdén estoico sus

tentaciones, sino de atajarlas.

¿A quien se vuelve Cuba, en el instante definitivo, y ya cercano, de que pierda todas

las nuevas esperanzas que el término de la guerra, las promesas de España, y la

política de los liberales le han hecho concebir? Se vuelve a todos los que le hablan de

una solución fuera de España. Pero si no está en pie, elocuente y erguido, moderado,

profundo, un partido revolucionario que inspire, por la cohesión y modestia de sus

hombres, y la sensatez de sus propósitos, una confianza suficiente para acallar el

anhelo del país —¿a quién ha de volverse, sino a los hombres del partido anexionista

que surgirán entonces? ¿Cómo evitar que se vayan tras ellos tobos los aficionados a

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una libertad cómoda, que creen que con esa solución salvan a la par su fortuna y su

conciencia? Ese es el riesgo grave. Por eso es llegada la hora de ponemos en pie.

A eso iba, y va, Flor Crombet a Honduras. Querían hacerle picota de escándalo, y

base de operaciones ridículas. El tiene noble corazón, y juicio sano, y creo que piensa

como pienso. A eso va, sin tiempo de esperar al discreto comisionado que tengo en

estos instantes en La Habana, comenzando a tener en junto todos los hilos que andan

sueltos. Porque yo quería, General, enviar a Vd. más cosas hechas.

Va Crombet a decirle lo que ha visto, que es poco en lo presente visible, y mucho

más en lo invisible y en lo futuro. Va en nombre de los hombres juiciosos de La

Habana y el Príncipe y en el de Don S. Cisneros, y en mi nombre, a preguntarle si no

cree Vd. que esas que llevo precipitadamente escritas deben ser las ideas capitales de

la reaparición, en forma semejante a las anteriores, y adecuada a nuestras necesidades

prácticas, del partido revolucionario. Va a oír de Vd. si no cree que esos que le

apunto son los peligros reales de nuestra tierra y de sus buenos servidores. Va a saber

previamente, antes de hacer manifestación alguna pública, —que pudiera aparecer

luego presuntuosa, o desmentida por los sucesos— si Vd. cree oportuno y urgente

que el país vea surgir como un grupo compacto, cuerdo y activo a la par que

pensador, a todos aquellos hombres en cuya virtud tiene fe todavía. Va a saber de Vd.

si no piensa que ésa es la situación verdadera, ésa la necesidad ya inmediata, y ése, en

rasgos generales, el propósito que puede realzar, acelerar sin violencia, acreditar de

nuevo, y dejar en mano de sus guías naturales e ingenuos la Revolución. Ni debe ésta

ir a otro país, General, ni a hombres que la acepten de mal grado, o la comprometan

por precipitarla, o la acepten para impedirla, o para aprovecharla en beneficio de un

grupo o una sección de la Isla.

Ya se va el correo, y tengo que levantar la pluma que he dejado volar hasta aquí. Me

parece, General, por lo que le estimo, que le conozco desde hace mucho tiempo, y

que también me estima. Creo que lo merezco, y sé que pongo en un hombre no

común mi afecto. Sírvase no olvidar que espero con impaciencia su respuesta, porque

hasta recibirla todo lo demoro, y la aguardo, no para hacer arma de ella, sino con esta

seguridad y contento interiores, empezar a dar forma visible a estos trabajos, ya

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animados, tenaces y fructuosos. Jamás debe cederse a hacer lo pequeño por no

parecer tibio o desocupado; pero no debe perderse tiempo en hacer lo grande.

¿Cómo puede ser que Vd. que está hecho a hacerlo, no venga con toda su valía a esta

nueva obra? Ya me parece oír la respuesta de sus labios generosos y sinceros. En

tanto, queda respetando al que ha sabido ser grande en la guerra y digno en la paz,

su amigo y estimador

JOSÉ MARTÍ

AL GENERAL ANTONIO MACEO

New York, 20 de julio de 1882

Sr. General Antonio Maceo

Señor y amigo:

La súbita salida de mi amigo Flor Crombet no me deja tiempo para explicar a Vd. con

la claridad y minuciosidad que deseo, la importancia y estado actual de los trabajos

recientemente emprendidos para rehacer las fuerzas revolucionarias, mover en Cuba

de un modo unánime y seguro los ánimos en nuestro sentir, y preparar en el exterior,

con la unión cariñosa y conducta juiciosa de los bravos y buenos en quienes aún tiene

fe Cuba, una guerra rápida y brillante que pueda ser siempre tenida como un honor, y

no como un delito, por los que tienen parte en ella. —No conozco yo, General

Maceo, soldado más bravo ni cubano más tenaz que Vd. —Ni comprendería yo que

se tratase de hacer, —como ahora trato y tratan tantos otros—, obra alguna seria en

las cosas de Cuba, en que no figurase Vd. de la especial y prominente manera a que le

dan derecho sus merecimientos. No puedo entrar, mal que me pese, por falta de

tiempo, a explicar a Vd. cómo es forzoso —ya que a despecho nuestro se han creado

en Cuba después de la guerra elementos que no son nuestros— traerlos hábilmente a

nuestro lado, puesto que ahora muestran deseos de venir; y aprovechamos de ellos, ya

que prescindir fuera, sobre injusto, imposible. —No puedo entrar a explicarle cómo,

inquieto ya de nuevo el país, y vueltos sus ojos a los que hayan de ser sus salvadores,

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busca otra vez a sus constantes defensores, que andan hoy fuera de habla, tan grandes

como silenciosos, apartados, aislados, y por esto impotentes. Mientras no llamaba el

país, parecía un acto de insensatez y violencia forzarlo a verter una sangre que se

negaba a verter. Pero cuando el país llama, es necesario responderle, so pena de que

olvide —con justicia— a los que no le responden, y llame a otros que le parezcan

mejores. —No tengo tiempo de explicarle cómo ya se reúnen sin esfuerzo al grupo

revolucionario activo, los revolucionarios arrepentidos, y los nuevos hombres de

Cuba que creyeron que podían prescindir de la Revolución. Ni tengo tiempo de

decirle, General, cómo a mis ojos no está el problema cubano en la solución política,

sino en la social, y cómo ésta no puede lograrse sino con aquel amor y perdón mutuos

de una y otra raza, y aquella prudencia siempre digna y siempre generosa de que sé

que su altivo y noble corazón está animado. Para mí es un criminal el que promueva

en Cuba odios, o se aproveche de los que existen. Y otro criminal el que pretenda

sofocar las aspiraciones legítimas a la vida de una raza buena y prudente que ha sido

ya bastante desgraciada. —No puede Vd. imaginar, la especialísima ternura con que

pienso en estos males, y en la manera, no vociferadora, ni ostensible,—sino callada,

activa, amorosa, evangélica de remediarlos. Tendría, General Maceo, placer vivísimo

en que, en vez de escribirle yo estas cosas frías, las hablásemos. Estimo sus

extraordinarias condiciones, y adivino en Vd. un hombre capaz de conquistar una

gloria verdaderamente durable, grandiosa y sólida.

En carta siguiente le explicaré todo lo que llevamos hecho, y pensamos hacer, que

gira todo sobre eso que le llevo dicho, y en respuesta a lo cual, y a lo que Flor

Crombet tiene encargo de explicarle, espero que me diga si no aplaude y comparte

estas ideas, y esta reaparición de manera seria y ordenada,—de todos los hombres

importantes, y verdaderamente fieles, de nuestra causa, sincera y calurosamente

reunidos, sin necesidad de jurar obediencia ciega a un grupo aislado o a un hombre

solo, para aprovechar con cordura y sin demora los elementos ya hirvientes, y cada

día más imponentes, de la guerra en Cuba. Mucho va ya hecho. Mucho se desea esta

reaparición formal y pública. Pero yo he venido conteniendo, por mi parte, todo

trabajo aislado y pequeño que no responda a la obra grandiosa que esperan de

nosotros. Heroicos hemos de parecer, puesto que nos quieren heroicos. Si nos ven de

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menor tamaño que aquel de que esperan vemos—esto será como darnos muerte.—

Mas yo no estimo legal ni poderosa, por mucho que la soliciten y la apoyen,

manifestación alguna revolucionaria, que no lleve el asentimiento, y vaya aconsejada

y dirigida, de los hombres valerosos y buenos que han adquirido este especial

derecho con sus méritos. Imagine Vd. si aguardaré con impaciencia, teniendo que

enfrenar a los impacientes, y a los que creen que con callar se pierde ya tiempo

precioso,—la respuesta de Vd. acerca de estos pensamientos que le muestro, y de su

opinión sobre esta nueva forma de nuestra obra, encaminada hoy a preparar activa y

racionalmente, con toda la firmeza y habilidad que requiere problema tan grave y

cosa tan extraordinaria, el modo de crear, por una guerra pronta de triunfo posible, un

país en que, a pesar de estar muy trabajado de odios, entren desde su fundación a

gozar de verdaderos derechos, y en verdaderas condiciones de larga y quieta vida,

todos sus diversos elementos.—Yo sé que no está Vd. cansado de hacer cosas

difíciles. Y que su juicio claro no se ofusca como el de la gente vulgar, y abarca toda

la magnitud de nuestra tarea y de nuestra responsabilidad.

Tal vez, por mi odio a la publicidad inútil, ignore Vd. quien escribe esta carta. Flor

Crombet se lo dirá. Y yo le digo que se la escribe un hombre que sabe cuanto Vd.

vale, y lo tiene en tanto.

Con impaciencia espera su respuesta, y queda afectuosamente a sus órdenes,

su amigo y servidor,

JOSÉ MARTÍ

AL GENERAL MÁXIMO GÓMEZ

New York, 20 de octubre de 1884

Señor General Máximo Gómez

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New York

Distinguido General y amigo:

Salí en la mañana del sábado de la casa de Vd. con una impresión tan penosa, que he

querido dejarla reposar dos días, para que la resolución que ella, unida a otras

anteriores, me inspirase, no fuera resultado de una ofuscación pasajera, o excesivo

celo en la defensa de cosas que no quisiera ver yo jamás atacadas,—sino obra de

meditación madura:—¡qué pena me da tener que decir estas cosas a un hombre a

quien creo sincero y bueno, y en quien existen cualidades notables para llegar a ser

verdaderamente grande!—Pero hay algo que está por encima de toda la simpatía

personal que Vd. pueda inspirarme, y hasta de toda razón de oportunidad aparente; y

es mi determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea en que

me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal, que

sería más vergonzoso y funesto que el despotismo político que ahora soporta, y más

grave y difícil de desarraigar, porque vendría excusado por algunas virtudes,

establecido por la idea encarnada en él, y legitimado por el triunfo.

Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los

trabajos preparativos de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no

se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y

elementos que han de hacer posible la lucha armada, mera forma del espíritu de

independencia, sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal

disimulada, de hacer servir todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu

a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se

presentan a capitanear la guerra, ¿qué garantías puede haber de que las libertades

públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas

mañana? ¿Qué somos, General?, ¿los servidores heroicos y modestos de una idea que

nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos

valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se

disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? ¿La fama

que ganaron Vds. en una empresa, la fama de valor, lealtad y prudencia, van a

perderla en otra?—Si la guerra es posible, y los nobles y legítimos prestigios que

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vienen de ella, es porque antes existe, trabajado con mucho dolor, el espíritu que la

reclama y hace necesaria: y a ese espíritu hay que atender, y a ese espíritu hay que

mostrar, en todo acto público y privado, el más profundo respeto—porque tal como

es admirable el que da su vida por servir a una gran idea, es abominable el que se vale

de una gran idea para servir a sus esperanzas personales de gloria o de poder, aunque

por ellas exponga la vida.—El dar la vida sólo constituye un derecho cuando se la da

desinteresadamente.

Ya lo veo a Vd. afligido, porque entiendo que Vd. procede de buena fe en todo lo que

emprende, y cree de veras, que lo que hace, como que se siente inspirado de un

motivo puro, es el único modo bueno de hacer que hay en sus empresas. Pero con la

mayor sinceridad se pueden cometer los más grandes errores; y es preciso que, a

despecho de toda consideración de orden secundario, la verdad adusta, que no debe

conocer amigos, salga al paso de todo lo que considere un peligro, y ponga en su

puesto las cosas graves, antes de que lleven ya un camino tan adelantado que no

tengan remedio. Domine Vd., General, esta pena, como dominé yo el sábado el

asombro y disgusto con que oí un importuno arranque de Vd. y una curiosa

conversación que provocó a propósito de él el General Maceo, en la que quiso,—

¡locura mayor!—darme a entender que debíamos considerar la guerra de Cuba como

una propiedad exclusiva de Vd., en la que nadie puede poner pensamiento ni obra sin

cometer profanación, y la cual ha de dejarse, si se la quiere ayudar, servil y

ciegamente en sus manos. ¡No: no, por Dios!:—¿pretender sofocar el pensamiento,

aun antes de verse, como se verán Vds. mañana, al frente de un pueblo entusiasmado

y agradecido, con todos los arreos de la victoria? La patria no es de nadie: y si es de

alguien, será, y esto sólo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e

inteligencia.

A una guerra, emprendida en obediencia a los mandatos del país, en consulta con los

representantes de sus intereses, en unión con la mayor cantidad de elementos amigos

que pueda lograrse; a una guerra así, que venía yo creyendo—porque así se la pinté

en una carta mía de hace tres años que tuvo de Vd. hermosa respuesta,—que era la

que Vd. ahora se ofrecía a dirigir;—a una guerra así el alma entera he dado, porque

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ella salvará a mi pueblo;—pero a lo que en aquella conversación se me dio a

entender, a una aventura personal, emprendida hábilmente en una hora oportuna, en

que los propósitos particulares de los caudillos pueden confundirse con las ideas

gloriosas que los hacen posibles; a una campaña emprendida como una empresa

privada, sin mostrar más respeto al espíritu patriótico que la permite, que aquel

indispensable, aunque muy sumiso a veces, que la astucia aconseja, para atraerse las

personas o los elementos que puedan ser de utilidad en un sentido u otro; a una

carrera de armas por más que fuese brillante y grandiosa; y haya de ser coronada por

el éxito, y sea personalmente honrado el que la capitanee;—a una campaña que no dé

desde su primer acto vivo, desde sus primeros movimientos de preparación, muestras

de que se la intenta como un servicio al país, y no como una invasión despótica;—a

una tentativa armada que no vaya pública, declarada, sincera y únicamente movida,

del propósito de poner a su remate en manos del país, agradecido de antemano a sus

servidores, las libertades públicas; a una guerra de baja raíz y temibles fines,

cualesquiera que sean su magnitud y condiciones de éxito—y no se me oculta que

tendría hoy muchas—no prestaré yo jamás mi apoyo—valga mi apoyo lo que valga,

—y yo sé que él, que viene de una decisión indomable de ser absolutamente honrado,

vale por eso oro puro,—yo no se lo prestaré jamás.

¿Cómo, General, emprender misiones, atraerme afectos, aprovechar los que ya tengo,

convencer a hombres eminentes, deshelar voluntades, con estos miedos y dudas en el

alma?—Desisto, pues, de todos los trabajos activos que había comenzado a echar

sobre mis hombros.

Y no me tenga a mal, General, que le haya escrito estas razones. Lo tengo por hombre

noble, y merece Vd. que se le haga pensar. Muy grande puede llegar a ser Vd.—y

puede no llegar a serlo. Respetar a un pueblo que nos ama y espera de nosotros, es la

mayor grandeza. Servirse de sus dolores y entusiasmos en provecho propio, sería la

mayor ignominia. Es verdad, General, que desde Honduras me habían dicho que

alrededor de Vd. se movían acaso intrigas, que envenenaban, sin que Vd. lo sintiese,

su corazón sencillo, que se aprovechaban de sus bondades, sus impresiones y sus

hábitos para apartar a Vd. de cuantos hallase en su camino que le acompañasen en sus

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labores con cariño, y le ayudaran a librarse de los obstáculos que se fueran ofreciendo

—a un engrandecimiento a que tiene Vd. derechos naturales. Pero yo confieso que no

tengo ni voluntad ni paciencia para andar husmeando intrigas ni deshaciéndolas. Yo

estoy por encima de todo eso. Yo no sirvo más que al deber, y con éste seré siempre

bastante poderoso.

¿Se ha acercado a Vd. alguien, General, con un afecto más caluroso que aquel con

que lo apreté en mis brazos desde el primer día en que le vi? ¿Ha sentido Vd. en

muchos esta fatal abundancia de corazón que me dañaría tanto en mi vida, si

necesitase yo de andar ocultando mis propósitos para favorecer ambicioncillas

femeniles de hoy o esperanzas de mañana?

Pues después de todo lo que he escrito, y releo cuidadosamente, y confirmo,—a Vd.,

lleno de méritos, creo que lo quiero:— a la guerra que en estos instantes me parece

que, por error de forma acaso, está Vd. representando,—no:—

Queda estimándole y sirviéndole

JOSÉ MARTÍ

A J. A. LUCENA

New York, 9 de octubre de 1885

Sr. J. A. Lucena

Filadelfia

Mi distinguido compatriota:

Acabo de recibir, con entrañable reconocimiento, y como el premio más dulce, la

invitación que a nombre de la lealísima emigración de Filadelfia se sirven Vds.

hacerme, para que comparta con ella, en su propia casa, la honra de llevar flores

tristes y lanzas enlutadas a los pies de nuestros héroes y de nuestros muertos, mañana,

10 de Octubre. Me estimo más a mí mismo por haber merecido de Vds. esta

invitación, y si de algo puede servir un alma consagrada sencillamente al deber, a los

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hombres admirables que recuerda el 10 de Octubre y a la emigración de Filadelfia

que sabe honrarlos, se la mando entera.

Pero, por desdicha, mi mismo amor a mi patria y a su independencia me impiden

acudir esta vez a conmemorar con Vds., como acá en mi propio altar interior

conmemoro, fervientemente, los esfuerzos de los que han perecido por asegurarla, y

escribieron una epopeya en tiempos en que ya no parece el mundo capaz de

escribirlas ni de entenderlas. Cada cubano que muere es un canto más; y cada cubano

que vive debe ser un templo donde honrarlo: así mi corazón lleno de estas memorias,

de manera que fuera de ellas no vive, y muere de ellas.

Ni un solo instante me arrepiento de haber estado con los vencidos desde la

terminación de nuestra guerra, y de seguir entre ellos, porque con ellos ha estado

hasta ahora no sólo el sentimiento que anima a las grandes empresas, sino la razón

que justifica los sacrificios que se hacen para lograrlas. Cuanto puedo dar he dado, y

he de dar, obrando activamente, ya en lo visible, ya con mi mismo silencio, para

obtener en mi país la cesación de un gobierno que lo maltrata y desafía, y sustituirle

otro que asegure el decoro y la hacienda de sus hijos; el decoro sobre todo, que vale

más que la hacienda. Cuanto puedo hacer he hecho por salvar a mi país de una

situación ahogada y odiosa, sin llevarlo con este pretexto a otra que pudiera ser aun

más temible; por inspirar en nuestros elementos revolucionarios, ya que la Isla parece

necesitar una revolución, un espíritu de grandeza y de concordia que atrajese las

simpatías y afirmase la fe de nuestra patria, que allegase sinceramente a los tibios y a

los adversarios, que hiciese posible una victoria grande e inmediata, a poco costo de

sangre de amigos y enemigos, no para abrir en Cuba una era de parcialidad y de

enconos, sino para levantar adonde ella puede subir, si sus malos defensores no la

echan abajo, a la altura de pueblo verdaderamente libre y dueño de sí mismo, no a la

condición infeliz de tierra invadida por fuerzas ciegas y rencorosas. Cuanto puedo

hacer he hecho—y hoy la emigración de Filadelfia, llamándome a su lado, me lo

premia—por preparar la guerra inevitable de manera que el país pudiese tener fe en

ella, y la victoria asegurase a sus hijos su independencia de extraños y de propios.

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Tal vez, a pesar de mi repugnancia a ocupar a los demás con mis opiniones y actos

personales, habrá llegado a Filadelfia el rumor de que de un año acá vienen siendo

muy grandes mis temores de que los trabajos emprendidos por llevar a nuestra patria

una nueva guerra, precisamente en los momentos en que Cuba parecía más necesitada

de ella y más dispuesta a recibirla, han sido enteramente distintos de los que a mi

juicio son indispensables para que la Isla acepte con confianza y siga con júbilo la

revolución que hubiese de salvarla. Sentí, sin exageraciones mujeriles, que comencé a

morir el día en que este miedo entró en mi alma. Y como creo, por lo que hace a mí,

que la tiranía es una misma en sus varias formas, aun cuando se vista en algunas de

ellas de nombres hermosos y de hechos grandes; como creo que la manera menos

eficaz de servir a la independencia de la patria es preparar la guerra necesaria para

conseguirla, de manera que alarme al país en vez de asegurarle su entusiasta

confianza, resolví —desde el primer instante en que creí desatendidos éstos que yo

estimo grandes deberes— no oponerme en el camino de los que piensan de manera

distinta de la mía, puesto que nadie debe impedir que se haga lo que no tiene medios

de hacer, ni ayudar las labores que a mi juicio han comprometido la suerte de la

revolución, y con ella la de la patria, en los instantes mismos en que, acorralados de

nuevo sus hijos y exhaustas sus esperanzas y sus arcas, parecía fácil llevar a la Isla

una guerra magnánima, corta y digna de ensangrentar a un pueblo por los beneficios

de libertad y bienestar que había de recoger de ella.

¿Qué había de hacer en este conflicto un hombre honrado y amigo de su patria? ¡Ah!

lo que hago ahora: decirlo en secreto, cuando me he visto forzado a decirlo, de modo

que mi resistencia pasiva aproveche, como yo creo que aprovecha, a la causa de la

independencia de mi país; no decirlo jamás en alta voz, para que ni los adversarios se

aperciban, porque es mejor dejarse morir de las heridas que permitir que las vea el

enemigo, ni se me puede culpar de haber entibiado, en una hora que pudo ser, y acaso

sea, decisiva, el entusiasmo tan necesario en las épocas críticas como la razón.

Un año entero he vivido en este tristísimo silencio. Crear una rebelión de palabras en

momentos en que todo silencio sería poco para la acción, y toda acción es poca, ni me

hubiera parecido digno de mí, ni mi pueblo sensato me lo hubiera soportado. Ya yo

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me preparaba a emprender camino ¡quién sabe a qué y hasta dónde! en servicio

activo de esta empresa; y cuando creí que el patriotismo me vedaba emprenderlo ¡qué

tristeza, qué tristeza mortal, de la que nunca podré ya reponerme! ¿Cómo serviré yo

mejor a mi tierra? me pregunté. Yo jamás me pregunto otra cosa. Y me respondí de

esta manera: “Ahoga todos tus ímpetus; sacrifica las esperanzas de toda tu vida; hazte

a un lado en esta hora posible del triunfo, antes de autorizar lo que crees funesto;

mantente atado, en esta hora de obrar, antes de obrar mal, antes de servir mal a tu

tierra so pretexto de servirla bien”. Y sin oponerme a los planes de nadie ni levantar

yo planes por mí mismo, me he quedado en el silencio, significando con él que no se

debe poner mano sobre la paz y la vida de un pueblo sino con un espíritu de

generosidad casi divina, en que los que se sacrifiquen por él garanticen de antemano

con actos y palabras el explícito intento de poner la tierra que se liberta en manos de

sus hijos, en vez de poner, como harían los malvados, sus propias manos en ella, so

capa de triunfadores. La independencia de un pueblo consiste en el respeto que los

poderes públicos demuestren a cada uno de sus hijos. En la hora de la victoria sólo

fructifican las semillas que se siembran en la hora de la guerra. Un pueblo, antes de

ser llamado a guerra, tiene que saber tras de qué va, y adónde va, y qué le ha de venir

después. Tan ultrajados hemos vivido los cubanos, que en mí es locura el deseo, y

roca la determinación, de ver guiadas las cosas de mi tierra de manera que se respete

como a persona sagrada la persona de cada cubano, y se reconozca que en las cosas

del país no hay más voluntad que la que exprese el país, ni ha de pensarse en más

interés que en el suyo.

Convencido yo de la necesidad de que en una guerra que va a mover tantas pasiones,

como llevada por caminos que no sean ésos moverá una guerra en Cuba, es

indispensable a la salud de la patria que alguien represente, sin vacilación y sin

cobardía, los principios esenciales, de tendencia y de método, que he creído yo ver en

peligro, y puesto por el curso de las cosas en ocasión de ayudar con gloria a

olvidarlos, o de representarlos en la oscuridad y el olvido, decidí representarlos.

Organizada en tanto la emigración, esta emigración, que impone respeto y amor por

sus virtudes, en acuerdo con las labores activas de las cuales había yo creído deber

apartarme para servir a mi patria mejor, resulta hoy, con un dolor penetrante para mí,

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que no puedo tomar en la conmemoración de ese día que ningún cubano debe traer

nunca a la memoria sin ponerse en pie y descubrirse la cabeza, porque reunidas en

una la conmemoración del 10 de Octubre y el acto político que en estas

circunstancias va envuelto en ella, parecería hoy y parecerá mañana que yo había

aprobado con mi presencia en él aquello mismo que por la salud de mí patria

condeno. O si tomase parte en él, tendría que explicar esta posición personal mía, lo

que sería indigno de la majestad del acto. ¿Qué pareceres de hombre vivo significan

nada ¡ay! al lado de tanta ruina que cae, de tanta sangre que humea, de tanto héroe

que está en pie después de muerto?

Me afligiré pues, acá a mis solas. Se me irá el alma adonde están Vds., y la palabra

encendida. Tiemblo de pensar en lo que sufrimos; como tiemblo de pensar en que por

errores de conducta o falta de grandeza pudiéramos perder la oportunidad de

redimirnos. Pero mi patria me manda vigilar por ella, y sacrificarle mi deseo, puesto

que así la sirvo, aunque diciéndole mi dolor a los que la quieren y se acuerdan de mí,

para que no piensen mal del que sólo vive para ella y para ellos.

Es mi deseo dejar escrita esta carta; pero no es mi deseo, antes sería para mi ocasión

de dolor y pecado, que se lea en la reunión de mañana. ¡No por Dios! La razón es

fría, y las cosas de la tierra no deben ir a perturbar en su día de fiesta a los que están

por sobre ella. Nada más que palmas y corazones encendidos haya para los héroes de

nuestro 10 de Octubre. Excusen Vds. mi ausencia, si alguien se fija en ella, con las

frases prudentes que esta carta les inspire. Pero de manera ¡oh sí! que no parezca, por

este sacrificio que hago, mermado el amor a la patria que me lo aconseja.

Y si después creen útil leerla, o pedirme más explicaciones de ella, léanla si les

parece bien, y ordénenme, que yo soy el esclavo de mis compatriotas; pero que no sea

la voz de mi juicio la que vaya, en estas horas de templo, a entibiar las esperanzas

patrióticas de aquellos que tienen en mí, reconocido y desconocido, el servidor más

apasionado que pueden tener entre los hombres.

De toda mi alma, si es digna de ello, hago una corona, y la pongo, por la mano de los

emigrados de Filadelfia, en el altar de los mártires del 10 de Octubre.

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Queda sirviéndoles, mis distinguidos compatriotas,

JOSÉ MARTÍ

DISCURSO EN CONMEMORACIÓN DEL 10 DE OCTUBRE DE 1868, EN

MASONIC TEMPLE, NUEVA YORK

10 DE OCTUDRE DE 1887 (Fragmentos)

Señoras y señores:

Más me embarazan que me ayudan estos aplausos cariñosos, porque en vez de

estímulos que la enardezcan, tiene mi alma, sacudida en este instante como por viento

de tormenta, necesidad de reducir su emoción a la estrechez de la palabra humana.

Esta fecha, este religioso entusiasmo, la presencia—porque yo siento en este instante

sobre todos nosotros la presencia de los que en un día como éste abandonaron el

bienestar para obedecer al honor—de los que cayeron sobre la tierra dando luz, como

caen siempre los héroes, exige de los labios del hombre palabras tales que cuando no

se puede hablar con rayos de sol, con los transportes de la victoria, con el júbilo santo

de los ejércitos de la libertad, el único lenguaje digno de ella es el silencio. No sé que

haya palabras dignas de este instante. “¡Demajagua!”, decía uno de nuestros oradores:

“¡plegaria!“, decía otro: ¡así es como debemos conmemorar aquella virtud, con los

acentos de la plegaria! Los misterios más puros del alma se cumplieron en aquella

mañana de la Demajagua, cuando los ricos, desembarazándose de su fortuna, salieron

a pelear, sin odio a nadie, por el decoro, que vale más que ella; cuando los dueños de

hombres, al ir naciendo el día, dijeron a sus esclavos: “¡Ya sois libres!” ¿No sentís,

como estoy yo sintiendo, el frío de aquella sublime madrugada?. . . ¡Para ellos, para

ellos todos esos vítores que os arranca este recuerdo glorioso! ¡Gracias en nombre de

ellos, cubanas que no os avergonzáis de ser fieles a los que murieron por vosotras:

gracias en nombre de ellos, cubanos que no os cansáis de ser honrados!

¿Por qué estamos aquí? ¿Qué nos alienta, a más de nuestra gratitud, para reunirnos a

conmemorar a nuestros padres? ¿Qué pasa en nuestras huestes, que el dolor las

aumenta y se robustecen con los años? ¿Será que, equivocando los deseos con la

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realidad, desconociendo por la fuerza de la ilusión o de nuestra propia virtud las leyes

de naturaleza que alejan al hombre de la muerte y el sacrificio, queramos infundir con

este acto nuestro, con este ímpetu, con este anuncio, esperanzas que son culpas

cuando pueden costar la vida al que las concibe, y el que las pregona no puede

realizarlas? ¿Será que sometiendo como vulgares ambiciosos el amor patrio al

interés personal o la pasión de partido, estemos tramando con saña enfermiza el modo

de echar inoportunamente sobre nuestra tierra una barcada de héroes inútiles,

impotentes acaso para acelerar la agregación inevitable de las fuerzas patrias, aun

cuando llevasen, con la gloria de su intrepidez, el conocimiento político y la cordial

grandeza que han de sustentarla? No: ni la debilidad nos trae aquí, ni la temeridad.

¿No nos afligimos, no nos buscamos unos a otros, no nos adivinamos en los ojos un

llanto de sangre, no andamos con la mano impaciente, con el dolor de la carne herida

en nuestra carne, en cuanto sabemos de alguna nueva tristeza de la patria, de algún

peligro de los que allá viven, de alguna ofensa a los que allá nos desconocen, del

sacrificio estéril de algún valiente infortunado? ¿No nos regocijamos noblemente

cuando se espera de nuestros mismos dominadores una concesión de justicia, un bien

parcial, que aunque lastime nuestras aspiraciones grandiosas, aunque retarde nuestro

ideal absoluto y nuestra vuelta al país, le prometa sin embargo una calma relativa—

de que no queremos gozar nosotros? ¿No nos agitamos, no perdemos el interés en

nuestro quehacer usual, no sentimos, cuando sabemos que hemos de reunimos para

estos actos nobles, como más claridad, como más ternura, como más dicha, como

más elocuencia, como una verdadera resurrección en nuestras casas? ¡Pues por eso

estamos aquí: porque la prudencia puede refrenar, pero el fuego no sabe morir;

porque el amor a nuestro país se nos fortalece con los desengaños, y es superior a

todos ellos; porque el pesar de vernos ofendidos por los que no saben imitar nuestra

virtud, es menos poderoso que este impulso de los que morimos en silencio fuera del

suelo natal, para prolongar siquiera la vida recordándolo; porque tal vez divisamos el

peligro, y nos aparejamos a ser dignos de él!

........................................................................................................................................

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Así vivimos: ¿quién de nosotros no sabe cómo vivimos?: ¡allá, no queremos ir!: cruel

como es esta vida, aquélla es más cruel. ¡Nos trajo aquí la guerra, y aquí nos

mantiene el aborrecimiento a la tiranía, tan arraigado en nosotros, tan esencial a

nuestra naturaleza, que no podríamos arrancárnoslo sino con la carne viva! ¿A qué

hemos de ir allá, cuando no es posible vivir con decoro, ni parece aún llegada la hora

de volver a morir? ¿Pues no acabáis de oír esta noche una voz elocuente que nos

sacaba, recordando aquella vergüenza, las llamas a la cara? ¿A qué iríamos a Cuba?

¿A oír chasquear el látigo en espaldas de hombre, en espaldas cubanas, y no volar,

aunque no haya más armas que ramas de árboles, a clavar en un tronco, para ejemplo,

la mano que nos castiga? (...)

Pero no estamos aquí para censurar a nuestros hermanos en desdicha, a nuestros

hermanos mayores en desdicha, porque el valor que necesitan para soportarla es más

que el que para esquivarla demostramos nosotros: no estamos aquí para suponer en

ellos, con necia arrogancia, la falta de virtudes que sean nuestro patrimonio

exclusivo: (...) ¡por cada uno que cae en vileza. hay dos que se avergüenzan de él! Si

el reposo, que es también necesario en la historia, favorece el desarrollo del juicio, no

maldigamos del reposo,—que cesará por sobre cuantos lo estorben cuando tenga

fuerzas para cesar,—porque la catástrofe innecesaria de nuestra guerra demuestra que

el valor es estéril,—el mismo valor loco a cuyo recuerdo hierve la sangre y se dibuja

en la sombra un caballo ensillado que nos convida,—cuando la razón, que es otra

forma de valor, no lo preside. ¿Quién cuenta desde aquí las almas que allá acarician,

con el fervor creciente por la ofensa diaria, los mismos deseos de que sólo los

presuntuosos entre nosotros pueden suponerse únicos depositarios? ¿Quién no oye lo

que se dicen aquellos puños cerrados, aquellos labios mordidos, aquellas mejillas

encendidas? ¿Quién no se enorgullece, como si fueran suyas propias, de las virtudes,

de la inteligencia singular, de los hábitos de trabajo, de la facilidad magnífica para

todo lo bello y difícil de que nuestra patria da prueba pasmosa, surgiendo de aquella

llaga que se la come, como de los mismos cerdos muertos surgen con el azul más

puro, florones de luz? ¡Todos, todos son nuestros hermanos, nuestra carne, nuestra

sangre, lo mismo los que piensan con más tibieza que nosotros que los que han

pensado con ineficaz temeridad! Precipitar ¿cuándo fue salvar? Ni ¿qué valdrá, más

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que lo que valen las alas de un colibrí en una tormenta, que los de flojo corazón

levanten las manos pálidas al cielo el día en que, recobrada la salud, decrete el país

que no se contenta con dietas de honor ? ¡Las aves indecisas, para protegerse mejor,

se agregarán a la bandada! ¿Qué es ponerse a murmurar unos de otros, a recelarse, a

odiarse, a disputarse un triunfo que sería efímero si no fuera unánime, de todos, para

todos, porque unos han vivido acá y los otros allá? ¿Cómo los que han padecido

menos osan afectar desdén, que si fuera real sería fratricida e impolítico, hacia los

que han padecido más, hacia los que acaso les han permitido, con su silencioso

sacrificio, con la prudencia con que usan de su poder moral, intentar los remedios

parciales que en vano recomiendan, sin los obstáculos que con amor menos virtuoso a

la patria hubiéramos podido en todo instante oponerles, pero que guardamos

celosamente para su hora, no por agasajo a nadie, no por temor de nadie, sino por

aquel prudente amor al país, por aquel supremo amor al país, ante el que se deponen

todas las pasiones? Vacilen éstos, retráiganse aquéllos, condénennos otros: todos nos

juntaremos, del lado de la honra, en la hora de la vindicación y de la muerte.

Lo que se ha de preguntar no es si piensan como nosotros, porque como nosotros

piensan todos, aun cuando, como quien quiere sofocar el aire, quieran sofocar el

pensamiento; porque nosotros, como los persas que se refugiaron a adorar el fuego,

que era el símbolo de la patria sometida por el moro, a las cumbres solitarias adonde

no hallaba camino el opresor, ¡con el fuego sagrado nos refugiamos, orgullosos de

nuestra soledad, en las cumbres de nuestras conciencias! ¡Nosotros somos el deseo

escondido, la gloria que no se pone, el fin inevitable! Lo que se ha de preguntar no es

si piensan como nosotros; ¡sino si sirven a la patria con aquel filial gusto, con aquella

sabia indulgencia, con aquel dominio de las antipatías señoriales, con aquel

acatamiento del derecho del hombre ineducado a errar, con aquel estudio de los

componentes del país y el modo de allegarlos en vez de dividirlos, con aquel supremo

sentido de justicia que puede únicamente equilibrar en lo futuro tenebroso el

resultado natural de las injusticias supremas, con aquel ingenuo afecto a los humildes

que encadena las voluntades incultas en vez de agriarlas y llevarlas de la mano al

enemigo, con aquel respeto a la patria que prohibe agitarla inoportunamente en

provecho de la vanidad o el interés, con aquel incendio del alma ante la injusticia que

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muchos aventureros del pensamiento fingen con semejanza y arte tales que llegan a

ser caricaturas acabadas de la gloria! Lo que se ha de preguntar no es si piensan como

nosotros; sino si, divisando lo porvenir con la mirada segura que es dote esencial de

los que pongan manos en las cosas del Estado, dirigen sus actos de modo que, en vez

de levantar sin propósito y dirigir sin cordialidad pasiones que no se podrán apagar

luego sino con la acción, prevean y dispongan ésta, se conformen a la política real de

la Isla, y contribuyan a la conservación y reforma de sus fuerzas y al fortalecimiento

y pujanza de los caracteres. Lo que se ha de preguntar no es si piensan como

nosotros; sino si comprendiendo a tiempo el carácter fogoso y enérgico que el

padecimiento bajo la tiranía, el destierro en países de república y su natural

apasionado de la libertad han creado en el cubano, disponen la patria para acomodarla

a él, en vez de amenguarla con planes de mando exclusivos, o con soberbias de grupo

alucinado, o con esperanzas cobardes de ayudas extrañas,—peligrosas e imposibles.

Lo que se ha de preguntar no es si piensan como nosotros; ¡sino si familiarizados con

la grandeza, como han de estar los que pretenden influir en tiempos que la requieren,

en vez del odio raquítico a lo inferior en orden social, a lo que no comulga en el

propio templo, a lo que ha nacido en la propia tierra, demuestran la determinación

conocida de obrar sin odio, el día en que nos reconozca la historia nuestra autoridad

sobre la casa que recibimos de la naturaleza!

Con ese cuidado escrupuloso vivimos; todos esos problemas conocemos; nos

ocupamos firmemente, no en llevar a nuestra tierra invasiones ciegas, ni capitanías

militares, ni arrogancias de partido vencedor, sino en amasar la levadura de república

que hará falta mañana, que tal vez hará falta muy pronto, a un país cuya

independencia parece inmediata, pero que está compuesto de elementos tan varios,

tan suspicaces, de amalgama tan difícil, que los choques que ya se vislumbran, y que

han ayudado acaso a acelerar aquellos cuya única labor real era impedirlos, sólo

pueden evitarse con el exquisito tacto político que viene de la majestad del desinterés

y de la soberanía del amor. (...)

Esta no es hora de decir cómo no han sido inútiles para la emigración cubana veinte

años de experiencia, de manifestación y roce francos, de choque de ambiciones y

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noblezas, de prueba y quilate de los caracteres, de lucha entre la pasión

desconsiderada y el juicio que desea someterla al desinterés de la virtud. No es hora

de decir, cuando se conmemoran hazañas a cuyo lado palidece el simple

cumplimiento del deber, cómo en la obscuridad, grata al verdadero patriotismo, se

procura con sagrada pureza librar de estorbos, no para todos visibles, el porvenir del

país, y en vez de trabajar sin fe y desconcertados en pro de una fórmula postiza,

condenada de antemano, por la fuerza de lo real, a corta duración, se atiende, con el

oído puesto al suelo, que no ha cesado todavía de hervir, al espíritu vivo de la patria;

a la recomposición de sus elementos históricos, más temibles mientras más

desatendidos, y más reales, en su descanso natural e inacción aparente, que las

sombras que sólo tienen aparato de cuerpo palpable porque se amparan de ellos y les

sirven de transitoria vestidura; a la preparación de la guerra posible,—puesto que

mientras sea la guerra un peligro, será siempre un deber prepararla,—de manera que

en el seno de ella vayan las semillas, ¡de no muy fácil siembra! que después de ella

han de dar fruto. Agitar, lo pueden todos: recordar glorias, es fácil y bello: poner el

pecho al deber inglorioso, ya es algo más difícil: prever es el deber de los verdaderos

estadistas: dejar de prever es un delito público: y un delito mayor no obrar, por

incapacidad o por miedo, en acuerdo con lo que se prevé. No es hora de decir que

puesto que la guerra es, por lo menos, probable en Cuba, serán políticos incapaces

todos los que no hayan pensado en el modo de evitar los males que pueden venir de

ella. ¡Pero todas las horas son buenas para declarar que aquí los corazones no son

urnas de devastación, prontas al menor empuje a volcarse sin miramiento sobre el

país, sino aras valientemente defendidas, donde se guardan sus últimas esperanzas de

manera que las pasiones interesadas no las pongan en manos del enemigo, ni la

traición disimulada las defraude!

¿Guerra? Pues si hubiese querido tenerla siempre encendida, ¿cuándo ha faltado una

montaña inexpugnable ni un brazo impaciente? Refrenar es lo que nos cuesta trabajo,

no empujar: lo que nos cuesta trabajo es convencer a los hombres decididos de que la

mayor prueba de valor es contenerlo: pues ¿qué cosa más fácil que la gloria a los que

han nacido para ella, ni qué deseo más impetuoso que el de la libertad en los que ya

han conocido, en el brío del combate y en la vela de armas, que es digna de sus

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heraldos naturales, el sacrificio y la muerte? Las manos nos duelen de sujetar aquí el

valor inoportuno. Si no lleva la emigración la guerra a Cuba, acaso será porque cree

que no debe aún llevarla; acaso será porque hay en su seno mucho hombre sensato,

que prefiere dar tiempo a que los hechos históricos culminen por sí en toda su faena

natural, a precipitarlos por satisfacer impaciencias culpables, a comprometerlos con

una acción prematura, con una acción que, habiendo de conmover, de trastornar, de

ensangrentar el país, debe esperar para ejercerse a que, por todo lo visible y de

indudable manera, no sólo necesite el país la conmoción, sino que la desee, por el

extremo de su desdicha y lo irrevocable de su desengaño. ¡Aquí no somos jueces, sino

servidores! ¿Quién dice que aquí queremos llevar a nuestra patria en mala hora una

guerra que tuviese más probabilidades de ser vencida que de vencer en corto plazo?

¡Aún cuando la tuviéramos en nuestras manos, aún cuando sólo aguardase la señal de

partir, para el viaje santo y ligero, corazón a corazón iríamos llamando, afrontándolo

todo en la angustiosa súplica, para que no diesen rienda al valor impaciente hasta que

ya no hubiera modo de salvar sin esa desventura a la patria!

.........................................................................................................................................

Pero si, como anuncian los tiempos, fracasa el empeño de obtener de España para los

cubanos la suma de derechos que pudiese hacer llevadera la vida a un pueblo

visiblemente dispuesto a volver a arrostrarla por su libertad; si con invenciones

satánicas o ardides felices arrastra al país a una guerra, que no nos hallará

desprevenidos, aquella parte perniciosa del elemento español que lo perturba; si la ira

heroica o la palabra imprudente contribuyesen de parte nuestra a acelerar la lucha

armada por que suspira, procurando escoger la hora y lugar de la batalla, nuestro

astuto enemigo, ¡aquí habremos mantenido, sin avergonzarnos de ella, sin abatirla,

sin ondearla como mercancía temible, sin asustar con ella a los político flojos e

imprevisores, la bandera que nos adorna hoy nuestros muros porque mientras no

pueda conducirnos a la victoria, mejor está plegada! ¡Aquí, en el trato abierto y en el

estudio de nuestras pasiones, hemos robustecido, mientras nos acusaban y tenían en

poco, los hábitos que harán mañana imposible el establecimiento en Cuba de una

República incompleta, parcial en sus propósitos o métodos, encogida o injusta en su

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espíritu! ¡Aquí hemos aprendido a conocer y a resistir los obstáculos con que pudiera

tropezar la patria nueva: el interés del hombre de guerra, la pasión del hombre de

raza, la soberbia de los letrados, la desvergüenza del intrigante político! ¡Aquí en el

conflicto diario con el pueblo de espíritu hostil donde nos retiene, por única causa la

cercanía a nuestro país, hemos amontonado, y son tantas que ya llegan al cielo, las

razones que harían odiosa e infecunda la sumisión a un pueblo áspero que necesita de

nuestro suelo y desdeña a sus habitantes! ¡Aquí hemos aprendido a amar aquella

patria sincera donde podrán vivir en paz los mismos que nos oprimen, si aprenden a

respetar los derechos que sus hijos hayan sabido conquistarse; donde podrán vivir en

amor los esclavos azotados, y los que los azotamos!

.........................................................................................................................................

Dicen que es bello vivir, que es grande y consoladora la naturaleza, que los días,

henchidos de trabajos dichosos, pueden levantarse al cielo como cantos dignos de él,

que la noche es algo más que una procesión de fantasmas que piden justicia, de

mejillas que chispean en la oscuridad, de hombres avergonzados y pálidos. Nosotros

no sabemos si es bella la vida. Nosotros no sabemos si el sueño es tranquilo.

¡Nosotros sólo sabemos sacarnos de un solo vuelco el corazón del pecho inútil, y

ponerlo a que lo guíe, a que lo aflija, a que lo muerda, a que lo desconozca la patria!

¿Con qué palabras, que no sean nuestras propias entrañas, podremos ofrecer otra vez

a la patria afligida nuestro amor, y decir adiós, adiós hasta mañana, a las sombras

ilustres que pueblan el aire que está ungiendo esta noche nuestras cabezas? ¡Con

velar por la patria sin violentar sus destinos con nuestras pasiones: con preparar la

libertad de modo que sea digna de ella!

AL GENERAL MÁXIMO GÓMEZ

New York, 16 de diciembre de 1887

General Máximo Gómez

Distinguido compatriota:

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Con la fe de la honradez y la fuerza del patriotismo nos dirigimos a Vd. por encargo

de los cubanos de New York excitados y acompañados por los de Cayo Hueso y

Filadelfia, para tomar su parecer, y exponerle el de los cubanos de esta ciudad, sobre

el modo más rápido y certero de organizar por fin, dentro y fuera de Cuba, con la

cordialidad digna de las grandes causas, la guerra que ya mira el país con menos

miedo, y en que parece estar hoy su esperanza única.

El valor, el prestigio, la intención pura, el martirio ejemplar de los revolucionarios del

extranjero son inútiles, mientras no trabajen todos unidos, con la majestad y sensatez

que la magnitud del problema les impone, en una obra juiciosa y heroica a la vez, que

atraiga y satisfaga al país acostumbrado ya a examinar sus hombres y ejercitar su

pensamiento. Cuba no es ya el pueblo niño e ignorante que se echó a los campos en la

revolución de Yara, sagrada madre nuestra; sino un país donde lo que quedó de

aquella generación, con todas sus experiencias y pasiones, se ha mezclado con la

masa culta que trajo el conocimiento activo de la política de los países del destierro, y

con la generación nueva, tan dispuesta a pelear por la patria, pagando así su deuda a

los que por ellos murieron, como a resistirse a pelear por una solución oscura y

temible, en cuya preparación y fin no vean un plan grandioso, digno de su sacrificio.

La hora parece llegada. Los enemigos de la revolución se dividen y desordenan. El

país está a punto de perder su último pretexto para demorar la solución que

defendemos. Se están reuniendo de todas partes a la vez, y de un modo natural y

espontáneo, los elementos de la guerra en la Isla, con cuya actitud y voluntad hemos

de contar, y a los que tenemos a un tiempo el derecho de aconsejar y el deber de oír,

puesto que ellos nos permiten realizar nuestros ideales, y nosotros sin ellos somos

impotentes para realizarlos. Debemos, pues, organizar la guerra que se aproxima, en

acuerdo con el espíritu del país, puesto que sin él no podemos hacer la guerra. Es un

crimen valerse de la aspiración gloriosa de un pueblo para adelantar intereses o

satisfacer odios personales. Es una obligación,—por cuyo cumplimiento honrarán

mañana los nombres de nuestros hijos e irán los pueblos a retemplar su fe a nuestras

tumbas,—disponer con desinterés, que bien mirado es el modo mejor de servir el

interés, los elementos para el triunfo de la guerra inevitable. La revolución surge, y

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nosotros podemos organizarla con nuestra honradez y prudencia, o ahogarla en

sangre inútil con nuestra torpeza y ambiciones.

Urgen los tiempos. El principio de nuestra campaña ha sido acogido con notable

favor en Cuba y en las emigraciones. No parece que la situación de Cuba dé ya más

espera que aquella a que nosotros mismos la invitemos, para que sea más completa la

conspiración de los espíritus,—más ordenado el movimiento militar,—y más capaces

de ayudarlo desde afuera las emigraciones. Todo a la vez:—la opinión sobre todo,—

los trabajos de organización y extensión en la Isla—los trabajos de unión, espíritu

republicano y ayuda constante de la guerra en el extranjero.

Estas ideas comenzaban ya a tomar forma en la emigración de New York, y tuvieron

su expresión primera en la reunión pública del 10 de Octubre. Sus ecos, y sobre todo

sus ecos en Cuba, coincidieron con las excitaciones de los cubanos de Cayo Hueso, y

con la reunión convocada por un cubano de New York para conocer del plan de un

jefe dispuesto a invadir la Isla. De esta reunión, compuesta de los cubanos cuyos

nombres figuran al pie de esta carta, surgió el acuerdo de recomenzar las labores

revolucionarias, con una política vasta, cordial y fija, la única que puede reanimar la

confianza lastimada del país. Y sin provocar por ahora reuniones públicas que

revelasen a nuestros adversarios el estado de principio de nuestras labores, cuando

nos suponen con mucha más actividad y fuerza moral;—sin asumir ante Vd. más

autoridad que la de su patriotismo, la del nuestro, la de los hombres que nos

comisionan para esta campaña, y la adhesión voluntaria de los Clubs revolucionarios

de Cayo Hueso y los cubanos de Cayo Hueso, únicos con los que hasta hoy nos ha

alcanzado el tiempo para comunicamos,—esta reunión de cubanos en que acaso por

primera vez se vieron reunidos con una tendencia clara y decidida los que antes

trabajaban en grupos dispersos y a veces hostiles, determinó nombrar de su seno una

comisión ejecutiva, inspeccionada y aconsejada por todos los miembros de la

reunión, para iniciar enérgicamente los trabajos preparatorios de organización

revolucionaria, con arreglo a las cuatro resoluciones de la junta primera que inclinan

la de la necesidad de aguardar a la preparación racional de la guerra para llevar la

invasión armada,—y estas cinco bases que han de inspirar nuestras palabras y actos:

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1—Acreditar en el país, disipando temores y procediendo en virtud de un fin

democrático conocido, la solución revolucionaria.

2—Proceder sin demora a organizar, con la unión de los Jefes afuera,—y trabajos de

extensión, y no de una mera opinión, adentro,—la parte militar de la revolución.

3—Unir con espíritu democrático y en relaciones de igualdad todas las emigraciones.

4—Impedir que las simpatías revolucionarias en Cuba se tuerzan y esclavicen por

ningún interés de grupo, para la preponderancia de una clase social, o la autoridad

desmedida de una agrupación militar o civil, ni de una comarca determinada, ni de

una raza sobre otra.

5—Impedir que con la propaganda de las ideas anexionistas se debilite la fuerza que

vaya adquiriendo la solución revolucionaria.

Pero esta Comisión Ejecutiva, y esta reunión de cubanos de New York no se erige

por sí como árbitro de un poder que sólo puede venir, en el desorden del destierro, de

la autoridad y eficacia de los actos realizados, y de la confirmación pública de ellos.

Lo que los cubanos de New York ven es que hay un deber difícil e imperioso que

cumplir. Lo que ven es que la guerra no puede hacerse sin que el país tenga fe en ella,

y en los que la han de iniciar o figurar en ella principalmente. Lo que ven es que el

país se decide a la guerra, y es necesario desvanecer los temores que la guerra le

inspira, e impedir que el gobierno de España, como desea, haga estallar la lucha

prematuramente para sofocarla con mayor facilidad. Lo que ven es que la guerra se

acerca, y que los militares ilustres que la pueden dirigir, no se han puesto aún al

habla, ni se distribuyen el trabajo. Lo que ven es que cada día aumenta la necesidad

de realizar estos objetos esenciales:

—Unir, con un plan digno de la atención y respeto de los cubanos, el espíritu del país

y el de las emigraciones.

—Dar ocasión a los jefes militares de desvanecer en la Isla, con sus declaraciones de

desinterés, civismo y subordinación al bien patrio, los reparos,—injustos sin duda,—

que algunos de ellos inspiran, por suponérseles equivocadamente faltos de esas

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condiciones, aun a los mismos dispuestos en Cuba a trabajar por la independencia de

la patria.

—Reunir en un trabajo común, preciso y ordenado a los jefes del extranjero entre sí,

y a éstos en junto con los de la Isla, a cada uno con sus amigos, a cada jefe de influjo

con su comarca,—todo con aquel mutuo respeto y grandeza que originan placeres

más vivos y autoridad más alta y durable que los proyectos privados e incompletos,

sin más fin que la alarma y la impotencia, que a patriotas menos probados que Vd.

pudiera aconsejar la ambición desordenada.

—Con este espíritu y concordia levantar ante el país, de una vez y en unión solemne,

con sus militares republicanos y su cuerpo de recursos, todas las emigraciones.

¿No ve Vd., como nosotros, la fuerza y eficacia de esta conducta? ¿No la cree Vd.

indispensable para que el país se decida a seguirnos? ¿Cree Vd. que con menos

nobleza, con menos sagacidad, con menos sentido práctico, con trabajos aislados,

rivales y de simple persona, pueden obtenerse en el país la confianza y entusiasmo, y

la organización y recursos naturales después de ellos, que podemos obtener con esa

exhibición imponente de fuerza moral, y fuerza de guerra para el bien público? ¿No

querrá Vd. con sus declaraciones, con su disposición a ponerse al habla con sus

compañeros de armas, con su autorización para ofrecer en su nombre al país esas

declaraciones de republicanismo y de respeto,—contribuir realzando así y asegurando

los lauros que su valor le conquistó en la guerra, a organizar por fin de un modo

glorioso y grato a Cuba la guerra nueva que nuestros enemigos desean provocar y

frustrar ahora, confiando en que nuestra torpeza, nuestras rivalidades, nuestra falta de

patriotismo, les ayudarán a matarla en flor y a desorganizarla? Vd. es, como nosotros,

y como cada cubano, responsable de la catástrofe que la falta de preparación

ordenada, entusiasta y unánime pudiera traer sobre el país, a quien las provocaciones

de adentro o la impaciencia mal aconsejada de afuera lanzasen a una guerra que desea

el enemigo, para empeñarla como le conviene, contra adversarios divididos, y

escogiendo la hora. La historia nos ofrece un puesto envidiable. Nos limitamos a

señalarlo.

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Los cubanos reunidos en New York, y la Comisión Ejecutiva que trabaja

provisionalmente conforme a sus acuerdos, sólo desean, en privado y sin alarde de

autoridad, disponer los espíritus de las emigraciones de modo que por la declaración

autorizada de los jefes, y la fuerza unida e independiente de cada emigración por sí,

puedan en un día dado decir al país, sin mentira, cuál es el espíritu generoso y la

fuerza real de los que desde afuera intentamos servirlo;—dar cuenta de lo hecho en

una reunión de que no habrá que avergonzarse, y tendrá considerable resonancia e

influjo en Cuba, a la emigración de New York,—y dejar, por lo que hace a New

York, en las manos de la emigración, que es la única que la posee, la autorización

necesaria para continuar estos trabajos, hoy meramente privados y preparatorios.

Con júbilo,—porque el aplauso del país y el de la emigración nos dan ya derecho a él,

—cumplimos al dirigirnos a Vd. uno de los deberes que los cubanos reunidos aquí

nos han impuesto. El país va desordenadamente a la guerra, y la guerra corre gran

peligro si la dejamos estallar desordenada.

El país no tiene ya, como debiera tener estando la lucha ya tan cerca, un plan que lo

una y un programa político que lo tranquilice. La decisión del país por la guerra será

mucho mayor de lo que es hoy, y los trabajos revolucionarios mucho más fáciles,

cuando los enemigos de la revolución no puedan oponerle, como le oponen hoy por

falta de declaraciones expresas en contra, el argumento de que la guerra no será más

que el campo de los odios de jefes ambiciosos y rivales. Los jefes necesitan, para que

la guerra sea posible, para su mismo crédito y autoridad, demostrar por su unión en el

extranjero y su sumisión al bien público, que en vez de ser el azote de la patria son su

esperanza.

A lo más noble de su corazón llamamos, pues, y a lo más claro de su juicio, para

poder sin engaño decir al país:—“Que Vd., como nosotros, cree que la guerra de un

pueblo por su independencia, fruto de un siglo de trabajo patriótico y de la

cooperación de todos sus hijos, no puede ser la empresa privada ni la propiedad

personal de uno que debe a la obra de todo el país la parte que el heroísmo le dio en

la gloria común:—Que Vd., como nosotros, entiende que la guerra en Cuba debe

organizarse y llevarse a cabo en vista del estudio y conocimiento de su problema

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actual y sus necesidades, y para el bien y paz de Cuba, no para el medro de los que

por haber ganado honor en su servicio pretendiesen valerse de él para explotarla en su

provecho, o servir sus pasiones, o extraviarla:—Que Vd., como nosotros, llevaría a la

guerra, con la energía que la guerra requiere, la indulgencia política y la sabia

generosidad que de antemano deben ser conocidas, y creídas, en un país formado de

elementos tan diversos, tan dispuestos al odio, tan temibles si nos ponen juntos de

frente, tan útiles si por nuestra grandeza y cordialidad nos son neutrales:—Que Vd.,

como nosotros, no ayudaría la guerra con el fin impuro de dar la victoria a un partido

vengativo y arrogante, sino para poner en posesión de su libertad a todo el pueblo

cubano”. Bien sabemos que todo eso debe estar en el espíritu de Vd.; pero los pueblos

no se cansan de ser tranquilizados. El corazón nos anuncia lo que Vd. ha de

contestarnos. ¡Qué gran día aquel en que, revelando al país en una aparición suprema

toda la virtud de sus servidores, presentemos de nuevo a Cuba, siempre ilustres por su

republicanismo, aquellos a quienes nuestros enemigos, y muchos de nuestros amigos,

presentan como el obstáculo al triunfo de la guerra, y el establecimiento de una

república durable!

Y no ya para el público, sino para adelantar la preparación de nuestra obra

organizada, cumplimos otro de nuestros encargos al preguntarle si no cree llegada la

hora, con la prudencia y miramiento mutuo que aconsejan los precedentes y la

naturaleza humana, de que—por medio acaso de un cuerpo en quien no pudiera

suponerse ansia de autoridad militar—se pongan al habla los jefes que en diversos

lugares se ocupan en preparar el modo de prestar a Cuba sus servicios, puesto que así

como sin el espíritu del país toda labor revolucionaria es vana, así serían imponentes

y de incalculables males para Cuba, los esfuerzos aislados de aquellos cuyos

esfuerzos unidos, distribuyendo la autoridad como nuestro territorio y organización

permiten, serán incontrastables.—La disposición benévola de Vd. a un plan como

éste es esencial a la eficacia de la obra revolucionaria. Y como en Cuba mira el

Gobierno de España, como su salvación única, la probabilidad de interrumpir en su

desarrollo espontáneo la nueva guerra, de forzarla a estallar antes de que tenga juntos

sus elementos, y de estimular a invasiones aisladas a los jefes cubanos, ¿qué nombre

mereceríamos los que contribuyésemos a esa temible y certera política, los que por

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terquedad, por soberbia o por celos ayudásemos a impedir la formación natural y la

explosión vigorosa de las fuerzas revolucionarias, que no son sólo los valientes que

pelean sino el consentimiento del país, y el espíritu que las hace triunfar? ¿Cuándo, si

la asesinamos ahora sus propios hijos, renacerá nuestra patria?

Con esas observaciones deja cumplido su grato encargo respecto de Vd., la Comisión

Ejecutiva. Los hombres pueden errar, y los patriotas de buena fe pensar de distinto

modo sobre los modos de preparar y conducir la guerra; pero cuando se trata como

hoy de impedir con una campaña grandiosa y oportuna que se malogre el último

esfuerzo que parece capaz de hacer la patria, dudar de la actitud de Vd. no sería

cumplir un encargo sino ofenderle: lo que no harán ciertamente los que tienen fe en

su sensatez y en su patriotismo. Séanos dado,—ahora que podemos fundar o destruir,

—fundar.

Seguros de su noble respuesta, somos de Vd.—

Affmos. compatriotas:

JOSÉ MARTÍ

Félix Fuentes, Rafael de C. Palomino, Secretario Dr. J. M. Párraga.

Cuerpo Asesor: Dr. J. J. Luis. Pedro Irabla. Francisco Sellén. Un cubano. Un

camagüeyano. Eduardo Ester. José E. Sánchez. R B. Aday. Porfirio Ramos. Antonio

Saladrigas. Abelardo Peoli. Ramón Rubiera. Manuel Beraza. Enrique Trujillo.

Coronel Emilio Núñez. Comandante José Rodríguez V. J. J. Camino. Un cubano.

(Existen cartas iguales dirigidas a varios oficiales cubanos)

IV. EL PROYECTO NACIONAL LIBERADOR DE JOSÉ MARTÍ: BASES

ORGANIZATIVAS E IDEOLÓGICAS

El período que va de 1887 a 1895 es, sin dudas, el de mayor intensidad en la labor

revolucionaria de José Martí y, por tanto, el que evidencia más profundamente su

pensamiento y su acción en torno a la revolución que estaba preparando. Las

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respuestas que había recibido a la comunicación de 1887 a nombre de la Comisión

Ejecutiva, incluyendo a Máximo Gómez y Antonio Maceo, avalaban el paso dado en

aquel año; quedaba entonces desarrollar el proyecto.

Los discursos pronunciados por Martí a partir de 1887, todos los 10 de octubre, hasta

1891, evidencian el grado de avance en los preparativos y la manera en que iban

madurando las condiciones para entrar en la fase definitiva de la revolución. Se

trataba de preparar todos los factores necesarios, incluyendo el ideológico, para

cuando llegara el momento de la acción concreta, de ahí que aliente a la lucha y al

mismo tiempo detenga cualquier arranque apresurado que podía ser fatal. Las bases y

objetivos que se trazó la Comisión Ejecutiva evidencian la forma que iba tomando el

nuevo esfuerzo y sus principios esenciales.

Especial atención merecen los pasos dados en Tampa y Cayo Hueso a fines de 1891 y

principios de 1892: se estructuraba el Partido Revolucionario Cubano, alma de la

nueva organización revolucionaria. Debe atenderse los escenarios en que se tomaron

los acuerdos fundamentales, es decir, las emigraciones de las dos localidades de

mayor homogeneidad dentro de las comunidades de emigrados cubanos en Estados

Unidos, ya que su composición estaba mayoritariamente marcada por obreros del

tabaco aunque también estaban los dueños de las tabaquerías, algunas de considerable

capacidad productiva. Estas comunidades no estaban exentas de contradicciones

sociales y, de hecho, existían organizaciones obreras que respondían a ello, pero la

militancia independentista y las formas organizativas que se habían dado marcaba

con especial relevancia a estas comunidades.18 No es casual que sea en Tampa donde

exponga las ideas cardinales contenidas en el discurso del 26 de noviembre, conocido

por su frase final “Con todos, y para el bien de todos”, que al día siguiente

pronunciara otro discurso emblemático conocido como “Los pinos nuevos” y que ese

fuera el escenario de la aprobación de las “Resoluciones”, preludio de lo que habría

de acontecer en Cayo Hueso, cuando la representación de esa localidad más tres

representantes de Tampa aprobaron las Bases del Partido Revolucionario Cubano y

sus Estatutos Secretos. 18 Para las características de la emigración independentista cubana y el proceso de fundación del Partido Revolucionario Cubano ver Diana Abad: De la Guerra Grande al Partido Revolucionario Cubano. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1995

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Los documentos fundacionales del Partido recogen en síntesis apretada los conceptos

básicos de fines y métodos planteados por Martí, así como su percepción de los

peligros que la época histórica planteaba a la revolución cubana y su papel en el

continente, conceptos que serían ampliados en diversas oportunidades, especialmente

a través de sus trabajos en el periódico Patria. Precisamente, la fundación de Patria

permitía a Martí contar con un espacio para expresar sus ideas, para librar la “guerra

de pensamiento” indispensable, para acreditar la solución revolucionaria y la labor

del Partido sin que el periódico apareciera oficialmente representando a la

organización partidista. No es casual que la fundación de Patria se realizara el 14 de

marzo de 1892, poco menos de un mes antes de que se proclamara el Partido y que,

cuando en un periódico de Nueva York se le calificara como órgano del PRC, el

propio Martí escribiera su trabajo “<Patria>: no órgano” en el que desmentía esa

afirmación.

A través del periódico, Martí libró grandes batallas frente al anexionismo y el

autonomismo, alternativas que podían hacer peligrar la solución revolucionaria, es

decir, la absoluta independencia, la creación del Estado nacional cubano de sincera

democracia, la república popular, la revolución anticolonial. Estos fueron pilares

fundamentales de su combate ideológico, mientras daba los pasos organizativos

necesarios para allegar hombres y recursos y preparar las fuerzas, en lo cual fue

sumamente importante la designación de Máximo Gómez como General en Jefe. Esta

labor lo llevaría a recorrer los diferentes núcleos de emigrados en Estados Unidos,

América Central y el Caribe, a enviar emisarios a Cuba y a sostener continua

comunicación con los conspiradores en Cuba y en el exterior.

Un aspecto relevante en esta etapa es su comprensión de los problemas de su época y

sus proyecciones futuras. Entendía que el mundo atravesaba por un momento de

cambio acelerado; que las contradicciones entre las potencias europeas y Estados

Unidos actuaban a favor de la viabilidad de la independencia cubana, hasta tanto no

maduraran definitivamente las fuerzas expansionistas en el país del Norte; por tanto,

su proyecto era realizable si se hacía “a tiempo”. Tales análisis lo condujeron a

comprender la importancia estratégica que tenía, en aquel momento preciso, la

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independencia antillana para su política de contención del expansionismo

norteamericano, lo que equivalía, en aquellas circunstancias, a lograr el “equilibrio

del mundo”.

Martí sabía que su estrategia respondía a un momento determinado del desarrollo

histórico, de ahí su urgencia para aprovechar el tiempo posible, la oportunidad que

todavía existía para hacer una guerra breve como una llamarada. A esto respondía

también su labor organizativa.

Para la preparación de la nueva etapa bélica de la revolución era imprescindible

atender a los métodos que aseguraran la “fundación” del pueblo nuevo que debía ser

“al día siguiente” del triunfo. Había que preparar una guerra “con métodos y espíritu

republicanos” que trajera la transformación colectiva de la sociedad y la del

individuo. En esta labor, el tema de los conflictos de clase debía subordinarse a la

prioridad de la liberación nacional, cuestión delicada que tuvo que abordar en función

de garantizar la imprescindible unidad dentro de un proceso que tenia que ser

incluyente de todos los componentes de la nación. Si en Estados Unidos veía que se

libraban batallas “colosales” entre capitalistas y obreros, la tarea histórica para Cuba

era diferente pues debía pasar por la independencia absoluta y resolver los problemas

heredados de una sociedad colonial, entre los que concedía especial importancia, en

el plano social, a la discriminación del negro emanada de la esclavitud. Se trataba de

un complicado problema político que debía resolverse desde la fase preparatoria.

El Delegado del Partido Revolucionario Cubano impulsaba un proyecto que tomaba

en cuenta los obstáculos externos e internos que debía enfrentar, trabajaba porque el

país entendiera y asumiera la solución revolucionaria que implicaba la

transformación de las estructuras creadas durante la vida colonial para “fundar en el

ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y

de sincera democracia”.19 Establecía definiciones medulares, ya que los fines debían

ser públicos, en las que tenía lugar importante el contenido de la República que debía

ser en Cuba, en lo cual debe observarse, más allá de una forma de organización

estatal, el contenido de una nación nueva resultado de la revolución anticolonial y

19T 4, p. 279

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democrática, transformadora de estructuras y de modos de ser. Tomaba en cuenta la

experiencia de la América hispana postcolonial para plantear el proyecto cubano.

Insistía en sumar, atraer a los españoles que podían convivir con la independencia de

Cuba y hasta auxiliarla, fundir los factores diversos que componían el pueblo cubano,

poner juntos a los veteranos de la guerra pasada y los “pinos nuevos” en la nueva

obra, establecer los vínculos orgánicos entre quienes combatirían en Cuba y la

emigración como “ejército de auxiliares”. Era una labor fundacional de la que

emergería el pueblo nuevo fruto de la revolución de raíz propia, que permitiría hacer

válida su afirmación a Juan Gualberto Gómez en carta de 29 de enero de 1895:

“Conquistaremos toda la justicia”.

A GONZALO DE QUESADA

New York, octubre 29,1889

Sr. Gonzalo de Quesada

Mi muy querido Gonzalo:

Por lo pequeño de la letra verá Vd. que el alma anda hoy muy triste, y acaso la causa

mayor sea, más que el cielo oscuro o la falta de salud, el pesar de ver como por el

interés acceden los hombres a falsear la verdad, y a comprometer, so capa de

defenderlos, los problemas más sagrados. De estas náuseas quisiera yo que no

sufriese Vd. nunca, porque son más crueles que las otras. Por eso no le he escrito en

estos días, porque cuando me cae ese desaliento estoy como ido de mí, y no puede

con la pluma la mano. Y porque quería hablarle largo, como a su buen padre le hablé,

sobre el peligro en que está Vd. de que, con el pretexto de amistad, se le acerquen

personas interesadas que quieran valerse de la posición de confianza de que goza,

cerca de una delegación importante a la que con la astucia se quisiera deslumbrar, o

confundir, o convertir, o traer a la estimación de personas que llevan el veneno donde

no se les ve. Lo han de querer usar, descaradamente unos, y otros sin que Vd. lo

sienta. Y yo quiero que todos le tengan a Vd., y a la persona que confía en Vd., el

respeto que les he tenido yo, que me guardé bien, ni de frente ni de soslayo, de

inculcar en Vd. mis ideas propias sobre estas cosas delicadas del Congreso, y sobre

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los hombres que de dentro o de fuera intervienen en él, por más que ni Vd. ni yo

podamos tener duda de la pureza de mis intenciones, ni del fervor de mi cariño, y el

desinterés de mi vigilancia, por mi tierra, y por toda nuestra América. Vd. Es

discretísimo; pero no me ha de tener a mal que lo ponga en guardia sobre estas

asechanzas sutiles. Si entra en las funciones de Vd. poner delante al caballero a quien

acompaña las opiniones sobre este asunto, póngale por igual las del Tribune y el

Avisador, y las del Post, el Herald y el Times. Refrene, en cuanto a las personas, el

entusiasmo natural a su gallardo corazón; y estudie los móviles torcidos que a veces

se esconden bajo las más deslumbrantes prendas exteriores. No hable mal ni bien de

quien oiga hablar bien o mal, hasta saber si hay causa para el elogio o la censura, o si

lo que se ha querido es acreditar o desacreditar a una persona, por el medio indirecto

e involuntario de Vd. No hay encaje más fino que el que labran los hombres

decididos a intrigar, o necesitados de servir. Es necesario ser hábil y honrado, contra

los que son hábiles, y no honrados. Esto se lo digo a Vd., como me lo diría a mí

mismo,—porque preveo que no se ha de dejar sin intentar el propósito de llegar por

medio de Vd. al ánimo de la delegación, que es de tanto peso y juicio, y de pueblo tan

viril, que de nadie busca ni necesita consejo, pero pudiera, sobre todo en cuanto a los

hombres, formarse opinión errada y peligrosa de esta persona o aquella, por verlas—

en buen predicamento con los que tienen merecida su confianza: Vd. hará, para

empezar, un buen oficial de caballería, porque ve de lejos, lo que es igualmente

necesario en los tratos con los enemigos, y con los hombres. ¿Qué más tengo que

decirle, sino que me perdone en gracia de que son por su bien, estas vejeces?

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Ahora le hablaré de lo que nos toca más de cerca que nuestras mismas personas: de lo

de nuestra tierra. Hay marea alta en todas estas cosas de anexión, y se ha llegado a

enviar a La Discusión de La Habana, desde Washington, una correspondencia sobre

una visita a Blaine, en favor de la anexión, en que la dan por prometida por Blaine, y

al calce están mis iniciales: ¡y en Cuba creen los náufragos, que se asen de todo, que

es mía la carta, a pesar de que es una especie de anti-vindicación, y que yo estoy en

tratos con Blaine, y los demás que en Cuba puede suponerse de que los

revolucionarios de los E. Unidos anden en arreglos con el gobierno norteamericano!:

hasta ofertas de agencias he recibido de personas de respeto, como primer resultado

de esta superchería. En instantes en que el cansancio extremo de la Isla empieza a

producir el espíritu y unión indispensables para intentar el único recurso, es

coincidencia infortunada ésta del Congreso, de donde nada práctico puede salir, a no

ser lo que convenga a los intereses norteamericanos, que no son, por de contado, los

nuestros. Y lo que Vd. me dice, y ha hecho muy bien en decirme, agrava esta

situación, con la única ventaja de que el tiempo perdido en estas esperanzas falsas, lo

emplearemos, los que estamos en lo real, en organizarnos mejor.

Pero no es por nuestras simpatías por lo que hemos de juzgar este caso. Es, y hay que

verlo como es. Creo, en redondo, peligroso para nuestra América o por lo menos

inútil, el Congreso Internacional. Y para Cuba, sólo una ventaja le veo, dadas las

relaciones amistosas de casi todas las Repúblicas con España, en lo oficial, y la

reticencia y deseos ocultos o mal reprimidos de este país sobre nuestra tierra:—la de

compeler a los Estados Unidos, si se dejan compeler, por una proposición moderada y

hábil, a reconocer que “Cuba debe ser independiente”. Por mi propia inclinación, y

por el recelo—a mi juicio justificado—con que veo el Congreso, y todo cuanto tienda

a acercar o identificar en lo político a este país y los nuestros, nunca hubiera pensado

yo en sentar el precedente de poner a debate nuestra fortuna, en un cuerpo donde, por

su influjo de pueblo mayor, y por el aire del país, han de tener los Estados Unidos

parte principal. Pero la predilección personal, que puede venir de las pasiones, debe

ceder el paso, en lo que no sea cosa de honor, a la predilección general: y pronto

entendí que era inevitable que el asunto de Cuba se presentase ante el

Congreso, de un modo o de otro, y en lo que había que pensar era en presentarlo de

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modo más útil. Para mí no lo es ninguno que no le garantice a Cuba su absoluta

independencia. Para que la Isla sea norteamericana no necesitamos hacer ningún

esfuerzo, porque, si no aprovechamos el poco tiempo que nos queda para impedir que

lo sea, por su propia descomposición vendrá a serlo. Eso espera este país, y a eso

debemos oponemos nosotros. Lo que del Congreso se había de obtener era, pues, una

recomendación que llevase aparejado el reconocimiento de nuestro derecho a la

independencia y de nuestra capacidad para ella, de parte del gobierno

norteamericano, que, en toda probabilidad, ni esto querrá hacer, ni decir cosa que en

lo menor ponga en duda para lo futuro, o comprometa por respetos expresos

anteriores, su título al dominio de la Isla. De los pueblos de Hispano América, ya lo

sabemos todo: allí están nuestras cajas y nuestra libertad. De quien necesitamos saber

es de los Estados Unidos; que está a nuestra puerta como un enigma, por lo menos. Y

un pueblo en la angustia del nuestro necesita despejar el enigma;—arrancar, de quien

pudiera desconocerlos, la promesa de respetar los derechos que supiésemos adquirir

con nuestro empuje,—saber cuál es la posición de este vecino codicioso, que

confesamente nos desea, antes de lanzarnos a una guerra que parece inevitable, y

pudiera ser inútil, por la determinación callada del vecino de oponerse a ella otra vez,

como medio de dejar la isla en estado de traerla más tarde a sus manos, ya que sin un

crimen político, a que sólo con la intriga se atrevería, no podría echarse sobre ella

cuando viviera ya ordenada y libre. Eso tenía pensado, contando con que en el

Congreso no nos han de faltar amigos que nos ayudasen a aclarar nuestro problema,

por simpatía o por piedad. Y como pensaba componer la exposición de manera que

en ella cupiesen todas las opiniones, en José Ignacio pensé, como pensé en Ponce y

en cuantos, con diferencia de métodos, quieren de veras a su país, para que acudiesen

al Congreso con sus firmas, en una solicitud que el Congreso no podía dejar de

recibir, y a la que los Estados Unidos, por la moderación y habilidad de la súplica, no

habría hallado acaso manera decorosa de negar una respuesta definitiva: y así, con

este poder, batallar con más autoridad y a campos claros. Del Congreso, pues, me

prometía yo sacar este resultado: la imposibilidad de que, en una nueva guerra de

Cuba, volviesen a ser los Estados Unidos, por su propio interés, los aliados de

España. Nada, en realidad, espero, porque, en cuestión abierta como ésta, que tiene la

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anexión de la Isla como uno de sus términos, no es probable que los Estados Unidos

den voto que en algún modo contraríe el término que más les favorece. Pero eso es lo

posible, y el deber político de este instante, en la situación revuelta, desesperada, y

casi de guerra, de la Isla. Y eso estaba yo decidido a hacer. Y aún no sé si será mi

deber hacerlo, acompañado, o solo.

En esto me llega su carta de V. De los móviles de José Ignacio Rodríguez no hay que

hablar. Ama a su patria con tanto fervor como el que más, y la sirve según su

entender, que en todo es singularmente claro, pero en estas cosas de Cuba y el Norte

va guiado de la fe, para mi imposible, en que la nación que por geografía, estrategia,

hacienda y política necesita de nosotros, nos saque con sus manos de las del gobierno

español, y luego nos dé, para conservarla, una libertad que no supimos adquirir, y que

podemos usar en daño de quien nos la ha dado. Esta fe es generosa; pero como

racional, no la puedo compartir. Lo que en todo el documento, tal como V. me lo

pinta, se demuestra, no es tanto la razón de que Cuba sea independiente, sino la

necesidad que la nación de más intereses y aspiraciones en América tiene de poseer la

Isla, el mal que le puede venir de que otro la posea. Aparte de lo histórico, en cuanto

al espantapájaros que mató de una vez Juárez, a la invasión de un poder europeo en

América: ¿no está Europa en las Antillas? ¿Francia? ¿Inglaterra?: ¿Pudieron, por

tener la Isla, reconquistar la América los españoles, ni cuando Barradas, ni cuando

Méndez Núñez? De esas alegaciones tomarán los Estados Unidos refuerzo para sus

propósitos, confesos o tácitos. La indemnización ¿quién la había de garantizar, sino la

única nación americana que puede hacerla efectiva? Y una vez en Cuba los Estados

Unidos ¿quién los saca de ella? Ni ¿por qué ha de quedar Cuba en América, como

según este precedente quedaría, a manera,—no del pueblo que es, propio y capaz,—

sino como una nacionalidad artificial, creada por razones estratégicas? Base más

segura quiero para mi pueblo. Ese plan, en sus resultados, sería un modo directo de

anexión. Y su simple presentación lo es. Lo anima en Rodríguez, el deseo puro de

obtener la libertad de su tierra por la paz. Pero no se obtendrá; o se obtendrá para

beneficio ajeno. El sacrificio oportuno es preferible a la aniquilación definitiva. Es

posible la paz de Cuba independiente con los Estados Unidos, y la existencia de Cuba

independiente, sin la pérdida, o una transformación que es como la pérdida, de

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nuestra nacionalidad. Sírvanos el Congreso, en lo poco que puede, pero sea para el

bien de Cuba, y para poner en claro su problema, no para perturbarla, por lo pronto,

con esperanzas que han de salir una vez más fallidas, o si no salen, no han de ser para

su beneficio.

Y ahora, los hombres. Dos cosas pueden ser, y sólo la parte de Rodríguez me impide

creer que sea una de ellas. O los capitalistas y políticos de la costa, con ayuda y

simpatía de quienes siempre ayudan estas cosas en Washington, han ido penetrando

sutilmente hasta hallar en Rodríguez un auxiliar desinteresado y valioso, y este plan

viene a ser la aparición de un propósito fijo de hombres del Norte, que es lo que me

inclino a creer; o por comunidad de las ideas limpias de Rodríguez, la pasión

constante del revolucionario González, y el interés confeso y probado de Moreno, se

han venido a producir un modo de pensar, que como todo lo que lleva esperanza a los

infelices, y libertad cómoda a los débiles, tendrá muchos adeptos, aquí y en Cuba,

pero en el que no quisiera yo ver persona como Rodríguez junto a un hombre del

descrédito de Moreno, y de la poca autoridad de Luna. No sé hablar mal de los

hombres. Pero Moreno no es buena compañía, aparte de lo ridículo de su persona,

que sólo por la idea simpática que le llevaba, y por el respeto de su puesto de

representante, pudo parecer bien, como Vd. me dice, al entusiasta González. De

González, nada sé, sino lo que se puede saber de la expedición de López, que Vd.,

recordando o preguntando, lo sabrá. Y por unas líneas suyas que leí en días pasados,

sé que es de los que aman con pasión a este país, y no verían con menos que júbilo la

anexión del nuestro. ¿Y si no es anexionista el plan de que me habla, qué hacen en él

Moreno y Luna, anexionistas confesos? Eso es lo que pienso, Gonzalo, va al vuelo de

la pluma, como quisiera yo ir, y escribir con mi sangre, para que se me viera la

verdad. ¿Pero a qué he de ir, caso de que pudiera yo, que por mi tierra todo lo

abandono, salir de este banco de la esclavitud? Si fuera útil, yo iría: pero ¿quién, por

oírme, va a cejar en sus pasiones de años, ni a creer que lo que habla en mí no es una

pasión opuesta a la suya? Otros me llaman de Washington, y por respetos no voy.

Mis ideas no las callo, aunque Vd. sólo hará uso de ellas donde puedan contribuir a la

concordia. Si estas cosas se transformasen, o llegasen a estado que requiriese acción,

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o pudiera mi presencia allí servir de veras ¿no daría este corto viaje por su patria, el

que se muere de ella?

No eche al cesto estos renglones, para volver a leerlos juntos. Me pidió dos, y vea.

Eso le dirá cómo le estima su amigo,

J. MARTÍ

(Gonzalo de Quesada estaba en la Conferencia Internacional Americana como

secretario de Roque Sáenz Peña, delegado de Argentina, lo que motiva la reflexiones

de Martí en esta carta)

A GONZALO DE QUESADA

New York, 16 de noviembre de 1889

Mi muy querido Gonzalo:

Tengo un hijo, y no hubiera querido que a sus años de Vd. y en nuestra situación me

escribiese sino lo que Vd. me escribe. No quería violentar su opinión; pero me tenía

apenado que por respetos, o por la culpa del aire, pudiese ser otra de la que es. Poco

vale este amigo infeliz e impotente; pero sabe donde está la virtud, y el modo de

conciliarla con las obligaciones de la vida, sin faltar a éstas ni a ella. Las almas

nacidas para la honradez no tienen conveniencia, ni viven tranquilas, fuera de la

honradez. Ancho campo hay en el mundo para vivir con decoro: aquí, o donde lo

haya. Vd. me da con su nobleza valor para decirle esto. Tanta fealdad de alma estoy

viendo a mi alrededor, que me siento tentado a darle gracias por ser Vd. como es;

porque las malas acciones me entristecen, como si las cometiera yo, y las buenas me

dan bríos para pelear. Aún se puede, Gonzalo. Son algunos los vendidos y muchos los

venales; pero de un bufido del honor puede echarse atrás a los que, por hábitos de

rebaño, o el apetito de las lentejas, se salen de las filas en cuanto oyen el látigo que

los convoca, o ven el plato puesto. El interés de lo que queda de honra en la América

Latina,—el respeto que impone un pueblo decoroso—la obligación en que esta tierra

está de no declararse aún ante el mundo pueblo conquistador—lo poco que queda

aquí de republicanismo sano—y la posibilidad de obtener nuestra independencia

antes de que le sea permitido a este pueblo por los nuestros extenderse sobre sus

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cercanías, y regirlos a todos:—he ahí nuestros aliados, y con ellos emprendo la lucha.

Con dinero, Gonzalo, a nada le temería. No son sueños. ¿De qué sirven un poco de

habilidad, y el desprecio de la vida que no se puede emplear en el bien común? Con

la energía de la honradez, se pueden cruzar aceros contra los fuertes arrogantes,

aunque les vayan levantando las manos los que, por su defensa y la nuestra, se debían

poner frente a ellos. Yo sé lo que yo haría, y lo que puedo hacer, y cuán pronto lo

haría. Y lo que pueda, lo haré. Ya estaría el periódico publicado, por Cuba y por

nuestra América que son unas en mi previsión y mi cariño, si pudiese decidirme yo a

aceptar ayuda de los que, en público o en secreto, no comparten por entero mi modo

de pensar. Y lo que me detiene es que ideas de esta dignidad no deben aparecer con

pobreza ante el público, porque es dañarlas más que defenderlas, y no veo claro el

modo de sacar el periódico a la luz con la frecuencia y holgura que en estos meses de

combate son necesarias. Lo haré, como pueda, porque es preciso. ¿Pero qué he de

poder hacer con $25, que es lo que puedo quitarles de la boca a los que reciben el pan

de mí, y $15 más que tres amigos redondos me tienen ofrecido? $5 le impongo a Vd.

de contribución, mensual, si el periódico se publica, por seis meses a lo menos. Y las

ideas saldrán a luz, en una forma u otra, y el periódico, aunque no fuese más que con

los $40. ¿No lo ofendería a Vd. si no aceptara su oferta? ¿Cómo dejar sin defensa a

aquello a quien no defiende nadie, y están tantos dispuestos a vender?

Tengo que celebrarle la inquietud en que me dice que está, porque no ha de ser sólo

la pena de no ver a su amiga y a sus padres, sino la desazón que los corazones limpios

sienten en la compañía forzosa y abominable de los hombres que en una u otra forma

venden su honor al interés. No se me cure nunca de esta noble enfermedad; aunque

no le oculto que lleva a lo que yo siento ahora, que son náuseas de muerte. Ni crea a

los tentadores que por obrar mal ellos andan buscando quien obrando como ellos les

sirva de excusa a sus propios ojos; y le dirán que esos de Vd. son escrúpulos de la

juventud, que se le acabarán cuando entre en años. Se le acabarán cuando se le acabe

la honradez. Se puede ser próspero y virtuoso. Piense como piensa, observe mucho,

calle más, elija buena compañera, y será a la vez bueno y feliz.

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Me es muy valioso lo que me dice, y le he de agradecer mucho que me tenga al tanto

de cuantas opiniones sobre Cuba lleguen a su noticia, salvo las que por su carácter

privado, y de la delegación de Vd., no le pertenezcan. Pero sí, de lo que ande de boca

en boca, cuanto nos ayude para ir guiándonos en esta campaña: ¡cuándo nos

deparaba, para empezar a1 fin, una ocasión tan propicia la fortuna! Hay que

levantarse, sacudirse el polvo y seguir andando. He leído su carta con júbilo de padre.

Su

JOSÉ MARTÍ

DISCURSO EN CONMEMORACIÓN DEL 10 DE OCTUBRE DE 1868, EN

HARDMAN HALL, NUEVA YORK

10 DE OCTUBRE DE 1889 (Fragmentos)

Cubanos:

Vence en mí el placer de lo que esta noche oigo y veo, al desagrado propio de

enseñar la persona inútil, que más que del frío extranjero, y del miedo de morir antes

de haber cumplido con todo su deber, padece del desorden y descomposición que,

con ayuda de nuestros mismos hermanos extraviados, fomenta el déspota hábil para

tener mejor sometida a la patria. Lo que veo y oigo no me convida a la elegía, sino al

himno. Pero éste es en mí el júbilo de la resurrección, y no el gusto infecundo de la

tribuna vocinglera. Con compunción, y no con arrogancia, se debe venir a hablar

aquí: que hay algo de vergüenza en la oratoria, en estos tiempos de sobra de palabras

y de falta de hechos. Cimientos a la vez que trincheras deben ser las palabras ahora,

no torneo literario, mientras nuestro país se desmigaja y se pudre, y los caracteres se

vician, y se pospone a la seguridad personal la de la patria. Tribunal somos nosotros

aquí, más que tribuna: tribunal que no ha de olvidar que cumple al juez dar el ejemplo

de la virtud cuya falta censura en los demás, y que los que fungen de jueces habrán en

su día de ser juzgados. El que tacha a los demás de no fundar, ha de fundar. Entre

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nosotros, que vivimos libres en el extranjero, el 10 de Octubre no puede ser, como no

es hoy, una fiesta amarga de conmemoración, donde vengamos con el rubor en la

mejilla y la ceniza en la frente: sino un recuento, y una promesa.

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Sí: aquellos tiempos fueron maravillosos. Hay tiempos de maravilla, en que para

restablecer el equilibrio interrumpido por la violación de los derechos esenciales a la

paz de los pueblos, aparece la guerra, que es un ahorro de tiempo y de desdicha, y

consume los obstáculos al bienestar del hombre en una conflagración purificadora y

necesaria. ¡Delante de nuestras mujeres se puede hablar de guerra; no así delante de

muchos hombres, que de todo se sobrecogen y espantan, y quieren ir en coche a la

libertad, sin ver que los problemas de composición de un pueblo que aprendió a leer,

sentado sobre el lomo de un siervo, a la sombra del cadalso, no se han de resolver con

el consejo del último diario inglés, ni con la tesis recién llegada de los alemanes, ni

con el agasajo interesado de un mesnadero de la política de Madrid que sale por las

minorías novicias y vanidosas a caza de lanzas, ni con las visiones apetecibles del

humo gustoso en que en la dicha de la librería ve el joven próspero desvanecerse su

fragante tabaco. A la mujer, para que se resigne, y al hombre, para que piense, se

debe hablar de guerra. La desigualdad tremenda con que estaba constituida la

sociedad cubana, necesitó de una convulsión para poner en condiciones de vida

común los elementos deformes y contradictorios que la componían. Tanta era la

desigualdad, que el primer sacudimiento no bastó para echar a tierra el edificio

abominable, y levantar la casa nueva con las ruinas. El observador juicioso estudia el

conflicto; se reconoce deudor a la patria de la existencia a que en ella nació; y

cuando, por la ineficacia patente y continua de los recursos cuyo ensayo no quiso ni

debió turbar, ve comprobada la necesidad de pagar, en cambio de la vida decorosa y

el trabajo libre, el tributo de sangre; cuando con el tributo de sangre de una

generación, se salvará la patria del exterminio lento; cuando con las virtudes

evocadas por la grandeza de la rebelión pueden apagarse, y acaso borrarse, los odios

y diferencias que amenazan, tal vez para siglos, al país; cuando el sacrificio es

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indispensable y útil, marcha sereno al sacrificio, como los héroes del 10 de Octubre, a

la luz del incendio de la casa paterna, con sus hijos de la mano.

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¡En pie está el templo, con las palmas por columnas y el cielo de estrellas por

techumbre; y los sacerdotes gigantes que vagan, creciendo al andar, nos mandan que

no lo consintamos! Lo que nos ordenan aquellos brazos alzados, lo que nos suplican

aquellos ojos vigilantes, lo que se nos impone como legado ineludible, de aquellos

campos en donde a todas horas, por la virtud de los que cayeron en ellos, esplende,

como aclarando el camino a los que han de venir, una luz de astros, es que no

perpetuemos los odios, ni pongamos más de los que hay, ni convirtamos al neutral en

enemigo, ni dejemos ir de la mano a un amigo posible, ni ofendamos más a quienes

hemos ofendido ya bastante, ni esperemos para intentar la salvación a que no haya ya

fuerzas con que salvarse; sino que nos empeñemos en juntar, para la catástrofe

inevitable, los elementos refrenados o desunidos por los que no tienen manera de

evitar la catástrofe; que creemos cátedras de despreocupar, en vez de olimpos de

entresuelo y de sillas de odio; que enseñemos al ignorante infeliz, en vez de llevarlo

detrás de nuestras pasiones y envidias, a modo de rebaño; que completemos la obra

de la revolución con el espíritu heroico y evangélico con que la iniciaron nuestros

padres, con todos, para el bien de todos; que desechemos, como funesta e indigna de

hombres, la libertad ficticia y alevosa que pudiera venirnos, por arreglos o ventas, del

comerciante extranjero, que con sus manos se conquistó la libertad, y no podría tratar

como a iguales, ni como dignos de ella, a los que no supiesen conquistarla. ¿Cuándo

se ha levantado una nación con limosneros de derechos? ¡Aquí estamos para cumplir

lo que nos mandan, de entre los árboles que nos esperan con nuevos frutos, los ojos

que no se cierran, las voces que no se oyen, los brazos alzados!

No es esta noche propicia, cuando la mano se nos está yendo sola a la cintura, para

disertar como en academia política sobre las razones, dobladas y notorias, de no

quitar ya de la cintura la mano: ni hay que refutar, porque de sí misma anda

escondida, la idea pretenciosa que en la isla se propala, la cual manda tener por

crimen o necedad toda opinión de cubano sobre asuntos de Cuba que no .alcance la

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fortuna de ajustarse, como el zapato del zapatero al pie del señor, a la política que,

con aplauso y satisfacción profunda de sí misma, se ha puesto ¡delante de los que

llevan la frente coronada de heridas! la corona. Todo lo de la patria es propiedad

común, y objeto libre e inalienable de la acción y el pensamiento de todo el que haya

nacido en Cuba. La patria es dicha de todos, y dolor de todos, y cielo para todos, y no

feudo ni capellanía de nadie; y las cosas públicas en que un grupo o partido de

cubanos ponga las manos con el mismo derecho indiscutible con que nosotros las

ponemos, no son suyas sólo, y de privilegiada propiedad, por virtud sutil y contraria a

la naturaleza, sino tan nuestras como suyas; por lo que, cuando las manos no están

bien puestas, hay derecho pleno para quitarles de sobre la patria las manos. No hay

que refutar ya, arrogancias semejantes. Ya se están cayendo las estatuas de polvo: ya

se van apagando de sí propias las escorias brillantes que quedaron, vestidas como de

oro por la luz del gran incendio, después de la guerra: ya no hay espacio en las

mejillas de los pedigüeños para las bofetadas: ya están cumplidas nuestras profecías,

y vencidos por su impotencia y por sus yerros los que osaban tachar de usurpación la

tarea nuestra de preparar el país de acuerdo con sus antecedentes y sus elementos,

para la acción desesperada que según ellos mismos habría de seguir inevitablemente a

la catástrofe de su política. De ningún modo es necesario responder con ira desde

aquí,—porque si son cubanos que yerran, jamás hemos de olvidar que son cubanos,—

a los que nos censuran el amor tenaz a nuestras glorias, que aun cuando no pasara de

amor de contemplación no sería censurable, sino vital y fecundo, por más que sea

preferible acompañarlo de una parte activa en la reedificación de la hermosura cuyo

desastre se lamenta (...).

.........................................................................................................................................

Honra y respeto merece el cubano que crea sinceramente que de España nos puede

venir un remedio durable y esencial,—porque hay uno, o dos, cubanos que lo creen:

honra y respeto al que, en la certidumbre de que un pueblo no ha de disponerse a los

horrores de la guerra por el convite romántico de un héroe frustrado, dirija su política

¡si hay algún previsor ignorado que la dirija! de modo que las fuerzas que

garantizarían la paz, más amable que la muerte, caso de que cupiera la paz sana y

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libre, diesen de sí en la hora de la última necesidad la guerra cordial y breve a que la

miseria, y el recuerdo de lo que pudo, y la ira de haber confiado en vano, han de

llevar forzosamente, por el mismo exceso y extremo de la sumisión, a un pueblo

hambriento y desesperanzado que conoce la enredadera silvestre que calma la sed, y

el pedernal de los ríos con que se enciende el fuego, y la miel generosa de la abeja,

que aplaca el hambre y dispone a pelear, y los farallones inexpugnables de la

serranía, donde puede hacer cejar al sitiador numeroso un riflero bien arrodillado. Al

que se engañe de buena fe, y al que se prepare, sin traición a la política de paz

insegura, para atender con el menor desconcierto posible a las consecuencias

naturales, en un pueblo empobrecido e infeliz, del fracaso de una tentativa de paz tan

inútil como sincera,—honra y respeto. Pero al que finja, blanqueando el corazón,

aquella creencia en el remedio imposible que afloja las fuerzas indispensables para el

remedio final; al que prefiere su bien inseguro, impuro, al servicio franco de la patria,

o contribuye con su silencio y su favor, o con la hábil atenuación de sus censuras

ostentosas, a prolongar, sin que el remordimiento le muerda, este descanso, ya

temible, que el gobernante aprovecha, astuto, para quebrar los últimos huesos al

pueblo enviciado, y beberle, con anuencia de los letrados, la última sangre: al que

oculta a sabiendas la verdad, y promete lo que no cree, con labios prostituidos, y

pretende demorar la obra sana de la indignación, como si la cólera de un pueblo fuera

un dócil criado de mano, hasta que crezca su persona aspirante, o duerman las arcas a

buen recaudo, a esos enemigos de la república, a esos aliados convictos del gobierno

opresor, ¡ni honra ni respeto!

Pero ¿a qué insistir sobre el engaño, loable en algunos, y criminal en los más; sobre la

tibieza, que es culpa de carácter en unos, y en otros de juicio; sobre el interés

personal, que ha de ser siempre, por fortuna, entre los cubanos el pecado de los

menos,—de aquellos que por sus propios errores, o por equivocación de fe, o por

consejo extemporáneo de una pacífica nobleza, están hoy ante el país sin crédito ni

valimiento, ni más influjo que el que les ha de dar, por algún tiempo aún, la

certidumbre, patente entre sus parciales, de que la confesión de derrota que implicaría

su abandono de la política nominal, precipitaría las soluciones de la política real,—el

desconsuelo, temible en los pueblos pobres,—la guerra, a que no están personalmente

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preparados? Por eso viven, y nada más que por eso. ¡Hablen con honradez, y digan si

viven por más! Al mal que han hecho es a lo que hay que atender, para remediarlo, y

no a los que por error excusable o por dilatada cobardía lo hicieron.

Los tiempos se han cumplido, y cuanto les predijimos, acontece. El miedo no ha

resuelto una situación que sólo podía resolver el valor. El amo insolente ha empleado

en fortificarse los años que el siervo tímido empleaba en desunir sus huestes y en

destruir sus fortalezas. Una jefatura de policía es nuestra patria, con un sargento

atrevido a la cabeza. Lo único que ha logrado el partido autonomista de veras, porque

es lo único que con tesón procuró, ha sido el trastorno de los elementos que a haber

estado unidos, como debieran, pudiesen precipitarlos, como fin natural de su política,

a la guerra a que sólo tienen derecho a resistirse mientras presenten prueba plena de

su capacidad para evitarla. Ya están frente a frente el amo preparado, y el siervo sin

preparación. Jamás podré olvidar cierta conversación que tuve en mi último destierro

a España con uno de los prohombres en quienes más esperanzas tuvieron puestas por

largo tiempo los caudillos autonomistas; jamás podré olvidar que luego de haber

analizado los factores de nuestra población, y los hábitos y agentes políticos de

España, y la urgencia de nuestra necesidad de remedio, y lo que tarda el pueblo

español en mudar de hábitos, y de haber deducido, en vista de todo, los sucesos y

estado a que habíamos de venir, y hemos venido, “¡Oh, sí!” me dijo: “Usted tiene

razón. Es triste, pero es cierto. Podremos aplazar el resultado; pero el resultado tiene

que venir. Allí no cabemos los dos juntos. O ustedes o nosotros”. Y este es el

problema después de diez años: o ellos, o nosotros. Esto me lo decía el prohombre

español tendido en su cama, como símbolo de su nación, en pleno mediodía.

Y no es que se nos ocurra negar que en una situación de paz, aunque aparente, haya

debido existir un partido de paz, que debió ser aparente también, para ser real y

fecundo, y estar en correspondencia con la situación que lo creaba. Ni es que

caigamos en el extremo de pedir que el partido autonomista, basado en la suficiencia

de la paz, tenga una mano puesta en el parlamento de Madrid, y otra en el parlamento

silencioso, por más que anden a cada paso aceptando la posibilidad de que el país, en

fuerza de la desesperación, haya de parar en la guerra. Si adelantasen con ánimo igual

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y determinado, y atención vigilante a la variedad de elementos y delicadeza de los

problemas vivos del país, tratando al adversario como auxiliar en lo que lo es

naturalmente, y como hermano o como amigo al menos al liberto que ha padecido

tanto de nosotros, y en nosotros está, y ni por su voluntad ni por la nuestra puede

arrancarse de nosotros; si no se valiesen para la revolución de su error natural, de las

fuerzas mismas de la revolución,—que no es más, en la ciencia política verdadera,

que una forma de la evolución, indispensable a veces, por la desemejanza u oposición

de loa factores que se desenvuelven en común, para que el desenvolvimiento se

consuma; si la guerra que como recurso inevitable, y por razones confusas de

patriotismo, interés y habito de autoridad, podría suceder, con los más amenazados y

los más impacientes del partido, a la confesión, ya poco lejana, de su derrota, fuese

aquella guerra de raíz, entera y generosa, que Cuba, criada en odios y desigualdades,

necesita; y si sintiésemos palpitar, bajo los actos necesarios y loables de prudencia,

aquel espíritu redentor que llevó a la contienda épica a nuestros mártires, e hizo de

ellos a la vez héroes y apóstoles,—con paciencia, y hasta con júbilo, porque al

hombre honrado no le asusta morir esperando en la oscuridad en el servicio de la

patria, veríamos adelantar a los que más ilusorios o menos decididos, tardasen en

venir a nuestras vías, sin echarles en cara el venir lentamente porque venían

fundando.

¿Qué culpa no será la de los que, para cuando haya llegado la hora de la guerra, en

vez de haber conducido su política en previsión de un resultado que son incapaces de

evitar y ellos mismos reconocen como posible, tengan al país revuelto y enconado,

sin que los de allá, por aquel alejamiento vecino al odio que se les predica para con

los de acá, se hayan puesto al habla; sin la simpatía, precursora del acuerdo, con los

peninsulares liberales, que ya son muchos más de los que eran, y en esta como en

otras partes pudieran ver la independencia con buenos ojos; sin el interés fraternal de

nuestros libertos que, a no ser tan nobles como son, y hombres de tanto fuego y

libertad como nosotros, pudieran seguir con más agradecimiento, en su afán legítimo

de mejora, al español aleccionado que se la ofrece que a los conterráneos incapaces

que los desdeñan, por más que todavía palpiten a miles bajo su pecho oscuro los

corazones generosos que sostuvieron en sus horas de agonía la guerra pasada, y están

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hoy, como siempre, con el pie en el estribo, prontos a partir de nuevo a la conquista

de la libertad plena de la patria! No es que no debió existir el partido de la paz, sino

que no existe como debe, ni para lo que debe. Es que jamás ha cumplido con su

misión, por el error de su nacimiento híbrido, por falta de grandeza en las miras. Es

que no abarca, en la lucha del país contra sus opresores, todos los elementos del país.

Es que no ha podido allegarse las fuerzas indispensables para el triunfo, ni para el

goce pacífico de él, ni para la vida sana de la patria, aun dentro de la libertad

incompleta, o desdeña el trato veraz con todos aquellos que se hubieran puesto del

lado de la libertad contra España, si hubiese citado a guerra común por la libertad,

como debió citar, a los que por culpa de España padecen como nosotros de falta de

libertad, y la hubieran defendido, y la defenderán tal vez en el suelo en que nacen sus

hijos y en que viven—al andaluz descontento, al isleño oprimido, al gallego liberal, al

catalán independiente—¡somos hombres, además de cubanos, y peleamos por el

decoro y la felicidad de los hombres! Es que el partido autonomista, por su debilidad,

su estrechez y su imprevisión, ha hecho mayores los peligros de la patria.

Y está la patria así, buscando con los ojos el estandarte de las sombras, piafando, sin

fe en los que la han aconsejado mal, sin divisar de lejos la luz que le puede ir de

nosotros; y a sus puertas el sable del sargento atrevido, que necesita, a fin de salvar su

fama, que la guerra surja sin orden ni preparación, para vencerla fácilmente, antes

que estalle la guerra definitiva e invencible de la dignidad y la miseria. ¡Y para eso

estamos aquí; para evitar con nuestra vigilancia, y con la confianza que a nuestra

patria inspiramos, el estallido de la guerra desordenada, aunque siempre santa; para

preparar, con todos, para el bien de todos, la guerra definitiva e invencible; para que

si estalla la guerra, por la vehemencia del dolor cubano o la habilidad del español que

la provoca, no nos la ahoguen al nacer, ni se adueñen de ella los aventureros de

espada o de tribuna que espían esas ocasiones de revuelta para salir, sin más riesgo

que el de la vida, a !a conquista del renombre y del botín; ni se convierta por nuestra

incapacidad y desidia en una revolución de clases, para la preponderancia de un

cenáculo de amigos, o la liga, henchida de guerras futuras, de los políticos débiles y

autoritarios con los déspotas que le salen a la libertad, aquella revolución de amor y

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de fuego que de su primer abrazo con el hombre echó por tierra, rotas para siempre,

las barreras inicuas y las prisiones de los esclavos!

Lo que hacemos, el silencio lo sabe. Pero eso es lo que debemos hacer todos juntos,

los de mañana y los de ayer, los convencidos de siempre y los que se vayan

convenciendo; los que preparan y los que rematan, los trabajadores del libro y los

trabajadores del tabaco: ¡juntos, pues, de una vez, para hoy y para el porvenir, todos

los trabajadores! El tiempo falta. El deber es mucho. El peligro es grande. Es hábil el

provocador. Son tenaces, y vigilan y dividen, los ambiciosos. ¡Pues vigilemos

nosotros, y anunciemos a la patria agonizante la buena nueva, que ya tarda mucho, de

que sus hijos que viven libres en el extranjero han juntado las manos en unión

poderosa, y han decidido salvarla!

Un himno siento en mi alma, tan bello que sólo pudiera ser el de la muerte, si no

fuese el que me anuncia, con hermosura inefable y deleitosa, que ya vuelven los

tiempos de sacrificio grato y de dolor fecundo en que al pie de las palmas que

renacen, para dar sombra a los héroes, batallen, luzcan, asombren, expiren, los que

creen, por la verdad del cielo descendida sobre sus cabezas, que en el ser continuo

que puebla en formas varias el universo, y en la serie de existencias y de edades,

asciende antes a la cúspide de la luz, donde el alma plena se embriaga de dicha, el

que da su vida en beneficio de los hombres. Muramos los unos, y prepárense, los que

no tengan el derecho de morir, a poner el arma al brazo de los soldados nuevos de

nuestra libertad. De pie, como en el borde de una tumba, renovemos el juramento de

los héroes.

DISCURSO EN CONMEMORACIÓN DEL 10 DE OCTUBRE DE 1868, EN

HARDIMAN HALL, NUEVA YORK

10 DE OCTUBRE DE 1891(Fragmentos)

Cubanos:

No venimos aquí como gusanos, a empinarnos sobre el sauce heroico; ni a cantar en

sus ramas lindamente, como sinsontes vocingleros; ni a fiar, como bonzos, la suerte

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del país de nuestras entrañas al buitre que acecha ya la gangrena que corroe; ni a

proclamar, con el reloj de arena sobre nuestras cabezas, que llegó la hora de la

descomposición y del espanto, ni a tañer en la mandolina patrióticas serenatas a

balcones que no se quieren abrir. Venimos a caballo como el año pasado, a anunciar

que al caballo le ha ido bien; que las jornadas que se andan en la sombra son también

jornadas; que con las orejas caídas y los belfos al pesebre no se fundan pueblos; que

no es la hora todavía de soltarle el freno a la cabalgadura, pero que la cincha se la

hemos puesto ya, y la venda se la hemos quitado ya, y la silla se la vamos a poner, y

los jinetes. . . ¡los corazones están llenos de jinetes! La miseria cría magníficos

jinetes. La visión del padre glorioso hace jinete al hijo. Lo que pudo una generación

muelle y ofendida, que desconocía el poder que mostró, lo podrá una generación

trabajadora y ofendida, que conoce su poder. ¡A caballo venimos este año, lo mismo

que el pasado, sólo que esta caballería anda por donde se vence, y por donde no la

oye andar el enemigo!

........................................................................................................................................

Aquí hemos estudiado las causas reales y complejas de la derrota de la Revolución;

hemos desentrañado los elementos que en ella se crearon, y continuaron de ella, y

podrían entorpecer o ayudar la pelea definitiva; hemos compuesto en un alma sola,—

sin más excepción que uno u otro pedrusco, o uno u otro veneno,—los factores que

dejó en hostilidad la dirección diversa y tibia de la guerra anterior; hemos ajustado

nuestra acción, que pudimos muchas veces precipitar o extraviar, a los periodos de

aquella convalecencia dolorosa por donde, en cuanto le acaben de crecer los cabellos,

ha de volver a nuestra patria la salud; hemos reunido en la obra de todos los días, con

la proporción debida al derecho humano y a su importancia real, los componentes sin

cuya colaboración afectuosa no puede aunarse en la libertad durable nuestra tierra

heterogénea; hemos inspirado en los pueblos de nuestra familia aquel cariño y

estimación profundos que convienen para que no tropiece en su enemistad o en su

indiferencia la obra de nuestra redención, por donde la familia se completa y asegura;

hemos cerrado el paso de la patria, sin ira y sin temor, a las correrías que por su

origen, o por sus métodos, o por su resultados, fueran indignas de ella: y cuando ya

no queda de una política imprevisora más que el escarmiento saludable y la cólera

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útil, cuando la liga floja y temporal del alma cubana con un sistema extraño a su

constitución y a los que lo habían de permitir, sólo deja tras sí al desvanecerse, un

silencio desordenado y sombrío, o la demanda de una nueva esclavitud, ni blandimos

el marchamo para señalar las frentes culpables del terrible desorden espiritual, ni les

señalamos con mano rencorosa la agonía de un pueblo que pudo mantenerse, y se

debió mantener, en la campaña de la prudencia, disciplinado para la de la resolución;

sino que abrimos los brazos, pensando sólo en que somos pocos, aun cuando

fuésemos todos, para reparar el tiempo perdido, para encender en la fe nueva los

ánimos vibrantes, para correr el hilo misterioso por los corazones; y a cuantos sufren

como nosotros del dolor del país, y aspiran como nosotros a levantarlo de él, a todos

les decimos, con los brazos abiertos: Aquí velábamos; aquí aguardábamos; aquí

anticipábamos; aquí ordenábamos nuestras fuerzas; aquí nos ganábamos los

corazones; aquí recogíamos y fundíamos y sublimábamos, y atraíamos para el bien de

todos, el alma que se desmigajaba en el país!

Con el dolor de toda la patria padecemos, y para el bien de toda la patria edificamos,

y no queremos revolución de exclusiones ni de banderías, ni caeremos otra vez en el

peligro del entusiasmo desordenado ni de las emulaciones criminales. Todo lo

sabemos y todo lo evitaremos. Razón y corazón nos llevan juntos. Ni nos ofuscamos,

ni nos acobardamos. Ni compelemos, ni excluimos. ¿Qué es la mejor libertad sino el

deber de emplearla en bien de los que tienen menos libertad que nosotros? ¿Para qué

es la fe, sino para enardecer a los que no la tienen? ¿A qué somos, fuera de Cuba, una

legión hecha a la tempestad, sino para amparar con nuestros cuerpos a los que sufren

de miedo de mujer? ¡El hábito de ceder embota la capacidad de osar! ¡Cedan el paso

los tímidos estériles a los prudentes que han sabido respetarlo...! ¿A qué vivimos,

unidos al fin con alma igual para el rescate juicioso y cruento; a qué vivimos, los que

hemos fundado en la arena y dejado señales en la roca, sino para mostrar que el

patriotismo cubano sacó de la derrota la ciencia política necesaria para no caer otra

vez en ella? ¿Qué somos, sino práctica viva, sin aquel funesto divorcio de antes entre

los indecisos acá y los arremetedores allá, de aquella patria sana venidera en que no

ha de haber ¡porque no los ha de haber! ni soberbias de capital, ni recelos de terruño?

¿Qué somos ya, fuera de Cuba, sino un pueblo hecho, trabajador y susceptible, como

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han de ser los pueblos destinados a la felicidad en las repúblicas? ¡Pero es cierto que

el hombre vanidoso niega o censura las virtudes difíciles que no se atreve a cultivar:

es cierto que las primeras señales de los pueblos nacientes, no las saben discernir, ni

las saben obedecer, sino las almas republicanas!

¿Y esto hacemos aquí, y labramos aquí sin alarde un porvenir en que quepamos

todos, y tendremos aquí la mansedumbre de mirar como nuestros a los que nos

desoyen, y amar a los que nos desaman? ¿Qué somos aquí, cubanos o enemigos de

Cuba? ¿Aventureros, o patriotas? ¿Merodeadores, o redentores? ¿Y qué sabemos

nosotros si eso es desamor, o si es que ya nos buscan en silencio, acaso sin sentir

cómo el corazón se les va oreando, y no han hallado aún el modo de decirnos que nos

aman? ¡Vayan alzando el pecho a la callada, que de aquí iremos poniendo a su

compás nuestro ímpetu! ¿No se viene la tierra por nuestro camino? (...)

¡Cunda allá, de alma en alma, este fuego domado que nos nutre y enciende; medite,

cada uno a solas, en esta fe tranquila y vigilancia seria y ternura de nuestro cariño

fraternal; sepan que, en la agonía en que los ha puesto el triunfo aniquilador de un

dueño incorregible, y la confianza desordenada en una política fantástica y artificial,

vela por ellos, sangra con ellos, purifica para ellos, funda para ellos, con precisión de

problema científico y conocimiento entero de la realidad, un pueblo ausente en que se

han llegado a fundir, en diez años de estudio y de sacrificio, en diez años de equidad

y de precisión, el más puro anhelo heroico y la más severa disciplina pública!

¡Ni esperen, para tener noticias nuestras, aquellos infantiles organismos

revolucionarios de antes que fueron grandes en su día, y hoy, cubiertos por el

espionaje, no serían más que semilleros para el cadalso! ¡Amamos mucho a los

cubanos nuevos para ponerlos en peligro así! Lo que es, es, y lo sabemos acá; pero es

preferible que, por falta de obra patente nos crean inactivos, a que caiga una sola

cabeza de cubano, por el prurito de alardear de organizadores. Busquemos, uno a uno,

quien nos desee; mándenos ayuda el que pueda, fe el que no pueda más, que no hay

cosa que valga más que la fe: veamos aquí, como lo estamos viendo, que el alma de

la isla, renovada en la espera, se encrespa y se decide: venga a nosotros, por sí y

como le parezca bien, el alma de allá que se nos quiera venir; ¡clubs de espíritus es lo

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que queremos, y los nombramientos que firma el valor, y los compromisos que se le

juran a solas a la conciencia, y aquella determinación cauta y viril con la que no

puede traficar el espía, y en la que no tiene dónde asir el asesino! ¡Esté el alma en pie,

para cuando le llevemos la mitad del alma!

Peligros, es claro que los tenemos, y ni uno solo nos es extraño, y los hay grandes;

pero, ¿conocer los peligros, no es el primer paso ya para vencerlos? Y la

determinación de ajustar nuestros métodos a nuestros componentes ¿no es prenda de

que los factores del país, satisfechos en su justa relación, no se alzarán, como la vez

pasada, contra la falta de ella? En este estudio asiduo, en esta indulgencia constante,

en este apego a toda la realidad, está el espíritu, y ha de estar la salvación de nuestra

guerra nueva. Nada nos es desconocido de los obstáculos de afuera o de adentro, ni

nada de lo que nos puede ayudar. Amamos, con todos sus pecados posibles, a los que,

en la hora de arriesgarse o de temer, se fueron tras el honor, yarey al aire. Estimamos

con afectuosa cautela aquel mismo talento timorato,—pero útil en lo futuro por su

preparación crítica y estudio sosegado del arte de gobierno,—de los que en Cuba han

vivido con aquel exceso de mente, sin válvula de acción, que vicia y desequilibra el

carácter. Observamos, con júbilo como de cosa propia, en los cubanos de todas

condiciones y colores, aquella laboriosidad tenaz, aquella crítica vehemente, aquel

ejercicio de sí propio, aquel decoro inquieto por donde se preservan y salvan las

repúblicas. Reconocemos—¿cómo no hemos de reconocer, recordando a Mina en

México, a Gainza en Guatemala, a Villamil en Cuba, al gallego Insua en New York?

—reconocemos el valor político del español amigo de la libertad, que le deja franco

el paso, sin oponerse a su triunfo, o sale a defenderla a la luz del día: ¡y nuestra

estimación por el español bueno, sólo iguala a nuestra determinación de arrancar de

raíz, aunque se queje la tierra, los vicios y las vergüenzas con que el español malo

nos pudre! Y en nosotros mismos sentimos la fuerza serena que da el hábito del

sacrificio. Ni a nosotros mismos nos tememos, porque sabemos que nuestro error es

menos que nuestra virtud; ni tememos a esos peligros de América tan decantados:

porque venimos después de ellos,—y ni la América ni nosotros hemos vivido en

vano,—¡y estamos al quite!

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Ni sueño pueril, ni evocación retórica, es lo que tengo ahora delante de mis ojos, sino

visión de lo que ha de ser, y escena de verdadera profecía. ¡Ah, los días buenos, los

días de trabajo después de la redención, los días de la reedificación, en el contento de

un derecho igual, los días de aquella ardiente labor de paz que ha de seguir a la labor

de guerra, en que allá en el palacio de nuestra ley, con las palmas de mármol que le

vamos a poner de pórtico, nos contemos, paseando entre las estatuas de los héroes,—

los sagaces junto a los fanáticos, que son tan útiles como el sagaz, los buenos junto a

los viles, que son tan necesarios, como los buenos, para indignarlos, y levantarlos y

sacarles las chispas,—nos contemos los errores de ambas Américas, de la nuestra y

de la otra, para no caer en ellos,—ajustemos las leyes de nuestra tierra original a su

composición histórica, y a sus defectos, y a su naturaleza,—fundamos en el concepto

uno y superior del país común,—que unió con el sacrificio lo que el déspota procuró

apartar con la astucia,—las quejas de vecindad y las pequeñas lealtades regionales!—

¡Ah, los días buenos, del trabajo después de la redención, del trabajo continuo, y de

buena fe, para evitar el exceso de política de los desocupados ambiciosos, o de los

aspirantes soberbios, o de los logreros de la palabra y del valor,—y para reparar,

estando como estamos a las puertas de un crítico goloso e impaciente, la época larga

de desigualdad y languidez que pudiera darle razón para echarse sobre el pueblo

incapaz, o darnos razón para desconfiar de nosotros mismos! ¡Ah, los días buenos...!

¡ya me parece ver brillar el sol sobre las estatuas de los héroes, y sobre el pórtico de

palmas de mármol!

¡De veras que se nos habla demasiado de peligros! ¿Pues esta tierra que pisamos, qué

fue hace tres siglos, sino un barquichuelo, cargado de cañones y de mujeres, que

vino, en el hambre y en la tormenta, más pobre que nuestra pobreza mayor, huyendo

de donde no se podía amar la libertad? Y la protesta religiosa, que lo puso en la vía de

la política, y dan los cuentos eruditos como la única semilla de libertad viable; ¿qué

fue sino obra de un monje guitarrero, con ríos de sangre por venas, y naciones

frenéticas y convulsas por pedestal, y hecatombes humeantes por antorchas? ¡Esos

cómodos, y esos liberales de aguamiel! ¡Sangre, el que aspire! ¿Para qué somos

hombres, sino para mirar cara a cara a la verdad? ¡Dése lo justo, y no se nos pedirá lo

injusto! El que a ser hombre tenga miedo, póngase de alquiler, con el ambicioso que

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lo use y lo pague, y le defienda la casta o la mala propiedad. ¡Para otros no hay goce

mayor que el de ver cómo el hombre se redime y crece...! Lo que no se puede

cambiar, ha de tomarse como es. ¿Quién teme al juego natural y necesario de las

pasiones y virtudes de los hombres, ni al conflicto inevitable de sus aspiraciones y

cobardías, y de sus ímpetus e intereses? Vea el que desconfíe a la Naturaleza

equilibrada y triunfante. Nace el guao en el campo del hombre laborioso, y silba la

serpiente desde sus agujeros escondidos, y pestañea la lechuza desde la torre de los

campanarios; pero el sol sigue alumbrando los ámbitos del mundo, y la verdad

continúa incólume su marcha por la tierra.

Y si nos preguntan dónde está la forma visible de esta energía y política nuestra,

dónde el alarde infantil que desagrada a los sensatos, dónde la autoridad ostentosa

que levanta recelos y pone en lucha las localidades, dónde la fogata imprudente que

descubre el campo al enemigo,—responderemos con el recuerdo de una maravilla

que anda escrita en un libro de victorias. Cuentan de un coronel que, en la hora

fantástica de la alborada, venía a escape, sable en mano, sobre las filas de los

invasores, cuando una bala de cañón le cercenó, como de un tajo, la cabeza. Ni el

jinete cayó de su montura ni bajó su brazo el sable: ¡y se entró por los enemigos en

espanto y en fuga el coronel descabezado! Pues así somos nosotros amigos de la

humildad y del sacrificio. ¡Éntrese nuestro caballo por el invasor y espántelo y

derrótelo, aunque no se les vean a los jefes la cabeza!

DISCURSO EN EL LICEO CUBANO, TAMPA

26 DE NOVIEMBRE DE 1891

Cubanos :

Para Cuba que sufre, la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba, para

ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal, para levantamos sobre ella. Y ahora,

después de evocado su amadísimo nombre, derramaré la ternura de mi alma sobre

estas manos generosas que ¡no a deshora por cierto! acuden a dármele fuerzas para la

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agonía de la edificación; ahora, puestos los ojos más arriba de nuestras cabezas y el

corazón entero sacado de mi mismo, no daré gracias egoístas a los que creen ver en

mí las virtudes que de mí y de cada cubano desean; ni al cordial Carbonell, ni al

bravo Rivero, daré gracias por la hospitalidad magnífica de sus palabras, y el fuego

de su cariño generoso; sino que todas las gracias de mi alma les daré, y en ellos a

cuantos tienen aquí las manos puestas a la faena de fundar, por este pueblo de amor

que han levantado cara a cara del dueño codicioso que nos acecha y nos divide; por

este pueblo de virtud, en donde se aprueba la fuerza libre de nuestra patria

trabajadora; por este pueblo culto, con la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan,

y truenos de Mirabeau junto a artes de Roland, que es respuesta de sobra a los

desdeñosos de este mundo; por este templo orlado de héroes, y alzado sobre

corazones. Yo abrazo a todos los que saben amar. Yo traigo la estrella, y traigo la

paloma, en mi corazón.

No nos reúne aquí, de puro esfuerzo y como a regañadientes, el respeto periódico a

una idea de que no se puede abjurar sin deshonor; ni la respuesta siempre pronta, y a

veces demasiado pronta, de los corazones patrios a un solicitante de fama, o a un

alocado de poder, o a un héroe que no corona el ansia inoportuna de morir con el

heroísmo superior de reprimirla, o a un menesteroso que bajo la capa de la patria

anda sacando la mano limosnera. Ni el que viene se afeará jamás con la lisonja, ni es

este noble pueblo que lo reciba pueblo de gente servi1 y llevadiza. Se me hincha el

pecho de orgullo, y amo aún más a mi patria desde ahora, y creo aún más desde ahora

en su porvenir ordenado y sereno, en el porvenir, redimido del peligro grave de seguir

a ciegas, en nombre de la libertad, a los que se valen del anhelo de ella para desviarla

en beneficio propio; creo aún más en la república de ojos abiertos, ni insensata ni

tímida, ni togada ni descuellada, ni sobreculta ni inculta, desde que veo, por los

avisos sagrados del corazón, juntos en esta noche de fuerza y pensamiento, juntos

para ahora y para después, juntos para mientras impere el patriotismo, a los cubanos

que ponen su opinión franca y libre por sobre todas las cosas,—y a un cubano que se

las respeta.

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Porque si en las cosas de mi patria me fuera dado preferir un bien a todos los demás,

un bien fundamental que de todos los del país fuera base y principio, y sin el que los

demás bienes serían falaces e inseguros, ese sería el bien que yo prefiriera: yo quiero

que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena

del hombre. En la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba

cualquier mejilla de hombre: envilece a los pueblos desde la cuna el hábito de recurrir

a camarillas personales, fomentadas por un interés notorio o encubierto, para la

defensa de las libertades: sáquese a lucir, y a incendiar las almas, y a vibrar como el

rayo, a la verdad, y síganla, libres, los hombres honrados. Levántese por sobre todas

las cosas esta tierna consideración, este viril tributo de cada cubano a otro. Ni

misterios, ni calumnias, ni tesón en desacreditar, ni largas y astutas preparaciones

para el día funesto de la ambición. O la República tiene por base el carácter entero de

cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el

ejercicio integro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de

los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre,—o la república no vale una

lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos. Para

verdades trabajamos, y no para sueños. Para libertar a los cubanos trabajamos, y no

para acorralarlos. ¡Para ajustar en la paz y en la equidad los intereses y derechos de

los habitantes leales de Cuba trabajamos, y no para erigir, a la boca del continente, de

la república, la mayordomía espantada de Veintimilla, o la hacienda sangrienta de

Rosas, o el Paraguay lúgubre de Francia! ¡Mejor caer bajo los excesos del carácter

imperfecto de nuestros compatriotas, que valerse del crédito adquirido con las armas

de la guerra o las de la palabra que rebajarles el carácter! Este es mi único título a

estos cariños, que han venido a tiempo a robustecer mis manos incansables en el

servicio de la verdadera libertad. ¡Muérdanmelas los mismos a quienes anhelase yo

levantar más, y ¡no miento! amaré la mordida, porque me viene de la furia de mi

propia tierra, y porque por ella veré bravo y rebelde a un corazón cubano!

¡Unámonos, ante todo en esta fe; juntemos las manos, en prenda de esa decisión,

donde todos las vean, y donde no se olvida sin castigo; cerrémosle el paso a la

república que no venga preparada por medios dignos del decoro del hombre, para el

bien y la prosperidad de todos los cubanos!

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¡De todos los cubanos! ¡Yo no sé qué misterio de ternura tiene esta dulcísima palabra,

ni qué sabor tan puro sobre el de la palabra misma de hombre, que es ya tan bella,

que si se la pronuncia como se debe, parece que es el aire como nimbo de oro, y es

trono o cumbre de monte la naturaleza! ¡Se dice cubano, y una dulzura como de

suave hermandad se esparce por nuestras entrañas, y se abre sola la caja de nuestros

ahorros, y nos apretamos para hacer un puesto más en la mesa, y echa las alas el

corazón enamorado para amparar al que nació en la misma tierra que nosotros,

aunque el pecado lo trastorne, o la ignorancia lo extravíe, o la ira lo enfurezca, o lo

ensangriente el crimen! ¡Como que unos brazos divinos que no vemos nos aprietan a

todos sobre un pecho en que todavía corre la sangre y se oye todavía sollozar el

corazón! ¡Créese allá en nuestra patria, para darnos luego trabajo de piedad, créese,

donde el dueño corrompido pudre cuanto mira, un alma cubana nueva, erizada y

hostil, un alma hosca, distinta de aquella alma casera y magnánima de nuestros

padres e hija natural de la miseria que ve triunfar al vicio impune, y de la cultura

inútil, que sólo halla empleo en la contemplación sorda de sí misma! ¡Acá, donde

vigilamos por los ausentes, donde reponemos la casa que allá se nos cae encima,

donde creamos lo que ha de reemplazar a lo que allí se nos destruye, acá no hay

palabra que se asemeje más a la luz del amanecer, ni consuelo que se entre con más

dicha por nuestro corazón, que esta palabra inefable y ardiente de cubano!

¡Porque eso es esta ciudad; eso es la emigración cubana entera; eso es lo que venimos

haciendo en estos años de trabajo sin ahorro, de familia sin gusto, de vida sin sabor,

de muerte disimulada! ¡A la patria que allí se cae a pedazos y se ha quedado ciega de

la podre, hay que llevar la patria piadosa y previsora que aquí se levanta! ¡A lo que

queda de patria allí, mordido de todas partes por la gangrena que empieza a roer el

corazón, hay que juntar la patria amiga donde hemos ido, acá en la soledad,

acomodando el alma, con las manos firmes que pide el buen cariño, a las realidades

todas, de afuera y de adentro, tan bien veladas allí en unos por la desesperación y en

otros por el goce babilónico, que con ser grandes cortezas y grandes esperanzas y

grandes peligros, son, aun para los expertos, poco menos que desconocidas! ¿Pues

qué saben allá de esta noche gloriosa de resurrección, de la fe determinada y

metódica de nuestros espíritus, del acercamiento continuo y creciente de los cubanos

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de afuera, que los errores de los diez años y las veleidades naturales de Cuba, y otras

causas maléficas no han logrado por fin dividir, sino allegar tan íntima y

cariñosamente, que no se ve sino un águila que sube, y un sol que va naciendo, y un

ejército que avanza? ¿Qué saben allá de estos tratos sutiles, que nadie prepara ni

puede detener, entre el país desesperado y los emigrados que esperan? ¿Qué saben de

este carácter nuestro fortalecido, de tierra en tierra, por la prueba cruenta y el

ejercicio diario? ¿Qué saben del pueblo liberal, y fiero, y trabajador, que vamos a

llevarles? ¿Qué sabe el que agoniza en la noche, del que le espera con los brazos

abiertos en la aurora? Cargar barcos puede cualquier cargador; y poner mecha al

cañón cualquier artillero puede; pero no ha sido esa tarea menor, y de mero resultado

y oportunidad, la tarea única de nuestro deber, sino la de evitar las consecuencias

dañinas, y acelerar las felices, de la guerra próxima, e inevitable,—e irla limpiando,

como cabe en lo humano, del desamor y del descuido y de los celos que la pudiesen

poner donde sin necesidad ni excusa nos pusieron la anterior, y disciplinar nuestras

almas libres en el conocimiento y orden de los elementos reales de nuestro país, y en

el trabajo que es el aire y el sol de la libertad, para que quepan en ella sin peligro,

junto a las fuerzas creadoras de una situación nueva, aquellos residuos inevitables de

las crisis revueltas que son necesarias para constituirlas. ¡Y las manos nos dolerán

más de una vez en la faena sublime, pero los muertos están mandando, y

aconsejando, y vigilando, y los vivos los oyen, y los obedecen, y se oye en el viento

ruido de ayudantes que pasan llevando órdenes, y de pabellones que se despliegan!

¡Unámonos, cubanos en esta otra fe: con todos, y para todos: la guerra inevitable, de

modo que la respete y la desee y la ayude la patria, y no nos la mate, en flor, por local

o por personal o por incompleta, el enemigo: la revolución de justicia y de realidad,

para el reconocimiento y la práctica franca de las libertades verdaderas.

¡Ni los bravos de la guerra que me oyen tienen paces con estos análisis menudos de

las cosas públicas, porque al entusiasta le parece crimen la tardanza misma de la

sensatez en poner por obra el entusiasmo; ni nuestra mujer, que aquí oye atenta,

sueña más que en volver a pisar la tierra propia, donde no ha de vivir su compañero,

agrio como aquí vive y taciturno; ni el niño, hermano o hijo de mártires y de héroes,

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nutrido en sus leyendas, piensa en más que en lo hermoso de morir a caballo,

peleando por el país, al pie de una palma!

¡Es el sueño mío, es el sueño de todos; las palmas son novias que esperan: y hemos

de poner la justicia tan alta como las palmas! Eso es lo que queríamos decir. A la

guerra del arranque, que cayó en el desorden, ha de suceder, por insistencia de los

males públicos, la guerra de la necesidad, que vendría floja y sin probabilidad de

vencer, si no le diese su pujanza aquel amor inteligente y fuerte del derecho por

donde las almas más ansiosas de él recogen de la sepultura el pabellón que dejaron

caer, cansados del primer esfuerzo, los menos necesitados de justicia. Su derecho de

hombres es lo que buscan los cubanos en su independencia; y la independencia se ha

de buscar con alma entera de hombre. ¡Que Cuba, desolada, vuelve a nosotros los

ojos! ¡Que los niños ensayan en los troncos de los caminos la fuerza de sus brazos

nuevos! ¡Que las guerras estallan, cuando hay causas para ella, de la impaciencia de

un valiente o de un grano de maíz! ¡Que el alma cubana se está poniendo en fila, y se

ven ya, como al alba, las masas confusas! ¡Que el enemigo, menos sorprendido hoy,

menos interesado, no tiene en la tierra los caudales que hubo de defender la vez

pasada, ni hemos de entretenernos tanto como entonces en dimes y diretes de

localidad, ni en competencias de mando, ni en envidias de pueblo, ni en esperanzas

locas! ¡Que afuera tenemos el amor en el corazón, los ojos en la costa, la mano en la

América, y el arma al cinto! ¿Pues quién no lee en el aire todo eso con letras de luz?

Y con letras de luz se ha de leer que no buscamos, en este nuevo sacrificio, meras

formas, ni la perpetuación del alma colonial en nuestra vida, con novedades de

uniforme yanqui, sino la esencia y realidad de un país republicano nuestro, sin miedo

canijo de unos a la expresión saludable de todas las ideas y el empleo honrado de

todas las energías,—ni de parte de otros aquel robo al hombre que consiste en

pretender imperar en nombre de la libertad por violencias en que se prescinde del

derecho de los demás a las garantías y los métodos de ella. Por supuesto que se nos

echarán atrás los petimetres de la política, que olvidan cómo es necesario contar con

lo que no se puede suprimir,—y que se pondrá a refunfuñar el patriotismo de polvos

de arroz, so pretexto de que los pueblos, en el sudor de la creación, no dan siempre

olor de clavellina. ¿Y qué le hemos de hacer? ¡Sin los gusanos que fabrican la tierra

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no podrían hacerse palacios suntuosos! En la verdad hay que entrar con la camisa al

codo, como entra en la res el carnicero. Todo lo verdadero es santo, aunque no huela

a clavellina. ¡Todo tiene la entraña fea y sangrienta; es fango en las artesas el oro en

que el artista talla luego sus joyas maravillosas; de lo fétido de la vida saca almíbar la

fruta y colores la flor; nace el hombre del dolor y la tiniebla del seno maternal, y del

alarido y el desgarramiento sublime; y las fuerzas magníficas y corrientes de fuego

que en el horno del sol se precipitan y confunden, no parecen de lejos a los ojos

humanos sino manchas! ¡Paso a los que no tienen miedo a la luz: caridad para los que

tiemblan de sus rayos!

Ni vería yo esa bandera con cariño, hecho como estoy a saber que lo más santo se

toma como instrumento del interés por los triunfadores audaces de este mundo, si no

creyera que en sus pliegues ha de venir la libertad entera, cuando el reconocimiento

cordial del decoro de cada cubano, y de los modos equitativos de ajustar los

conflictos de sus intereses, quite razón a aquellos consejeros de métodos confusos

que sólo tienen de terribles lo que tiene de terca la pasión que se niega a reconocer

cuanto hay en sus demandas de equitativo y justiciero ¡Clávese la lengua del adulador

popular, y cuélguese al viento como banderola de ignominia, donde sea castigo de los

que adelantan sus ambiciones azuzando en vano la pena de los que padecen, u

ocultándoles verdades esenciales de su problema, o levantándoles la ira:—y al lado

de la lengua de los aduladores, clávese la de los que se niegan a la justicia!

¡La lengua del adulador se clave donde todos la vean,—y la de los que toman por

pretexto las exageraciones a que tiene derecho la ignorancia, y que no puede acusar

quien no ponga todos los medios de hacer cesar la ignorancia, para negarse a acatar lo

que hay de dolor de hombre y de agonía sagrada en las exageraciones que es más

cómodo excomulgar, de toga y birrete, que estudiar, lloroso el corazón, con el dolor

humano hasta los codos! En el presidio de la vida es necesario poner, para que

aprendan justicia, a los jueces de la vida. El que juzgue de todo, que lo conozca todo.

No juzgue de prisa el de arriba, ni por un lado: no juzgue el de abajo por un lado ni de

prisa. No censure el celoso el bienestar que envidia en secreto. ¡No desconozca el

pudiente el poema conmovedor, y el sacrificio cruento, del que se tiene que cavar el

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pan que come; de su sufrida compañera, coronada de corona que el injusto no ve; de

los hijos que no tienen lo que tienen los hijos de los otros por el mundo! ¡Valiera más

que no se desplegara esa bandera de su mástil, si no hubiera de amparar por igual a

todas las cabezas!

Muy mal conoce nuestra patria, la conoce muy mal, quien no sepa que hay en ella,

como alma de lo presente y garantía de lo futuro, una enérgica suma de aquella

libertad original que cría el hombre en si, del jugo de la tierra y de las penas que ve, y

de su idea propia y de su naturaleza altiva. Con esta libertad real y pujante, que sólo

puede pecar por la falta de la cultura que es fácil poner en ella, han de contar más los

políticos de carne y hueso que con esa libertad de aficionados que aprenden en los

catecismos de Francia o de Inglaterra, los políticos de papel. Hombres somos, y no

vamos a querer gobiernos de tijeras y de figurines, sino trabajo de nuestras cabezas,

sacado del molde de nuestro país. Muy mal conoce a nuestro pueblo quien no observe

en él como a la par de este ímpetu nativo que lo levanta para la guerra y no lo dejará

dormir en la paz, se ha criado con la experiencia y el estudio, y cierta ciencia clara

que da nuestra tierra hermosa, un cumulo de fuerzas de orden, humanas y cultas,—

una falange de inteligencias plenas, fecundadas por el amor al hombre, sin el cual la

inteligencia no es más que azote y crimen,—una concordia tan intima, venida del

dolor común, entre los cubanos de derecho natural, sin historia y sin libros, y los

cubanos que han puesto en el estudio la pasión que no podían poner en la elaboración

de la patria nueva,—una hermandad tan ferviente entre los esclavos ínfimos de la

vida y los esclavos de una tiranía aniquiladora,—que por este amor unánime y

abrasante de justicia de los de un oficio y los de otro; por este ardor de humanidad

igualmente sincero en los que llevan el cuello alto, porque tienen alta la nuca natural,

y los que lo llevan bajo, porque la moda manda lucir el cuello hermoso; por esta

patria vehemente en que se reúnen con iguales sueños, y con igual honradez, aquéllos

a quienes pudiese divorciar el diverso estado de cultura—sujetará nuestra Cuba, libre

en la armonía de la equidad, la mano de la colonia que no dejará a su hora de

venírsenos encima, disfrazada con el guante de la república. ¡Y cuidado, cubanos,

que hay guantes tan bien imitados que no se diferencian de la mano natural! A todo el

que venga a pedir poder, cubanos, hay que decirle a la luz, donde se vea la mano

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bien: ¿mano o guante?—Pero no hay que temer en verdad, ni hay que regañar. Eso

mismo que hemos de combatir, eso mismo nos es necesario. Tan necesario es a los

pueblos lo que sujeta como lo que empuja: tan necesario es en la casa de familia el

padre, siempre activo, como la madre, siempre temerosa. Hay política hombre y

política mujer. ¿Locomotora con caldera que la haga andar, y sin freno que la detenga

a tiempo? Es preciso, en cosas de pueblos, llevar el freno en una mano, y la caldera

en la otra. Y por ahí padecen los pueblos: por el exceso de freno, y por el exceso de

caldera.

¿A qué es, pues, a lo que habremos de temer? ¿Al decaimiento de nuestro

entusiasmo, a lo ilusorio de nuestra fe, al poco número de los infatigables, al

desorden de nuestras esperanzas? Pues miro yo a esta sala, y siento firme y estable la

tierra bajo mis pies, y digo: “Mienten”. Y miro a mi corazón, que no es más que un

corazón cubano, y digo: —“Mienten”.

¿Tendremos miedo a los hábitos de autoridad contraídos en la guerra, y en cierto

modo ungidos por el desdén diario de la muerte? Pues no conozco yo lo que tiene de

brava el alma cubana, y de sagaz y experimentado el juicio de Cuba, y lo que habrían

de contar las autoridades viejas con las autoridades vírgenes, y aquel admirable

concierto de pensamiento republicano y la acción heroica que honra, sin excepciones

apenas, a los cubanos que cargaron armas; o, como que conozco todo eso, al que diga

que de nuestros veteranos hay que esperar ese amor criminal de sí, ese

postergamiento de la patria a su interés, esa traición inicua a su país, le digo:

—“¡Mienten!”

¿O nos ha de echar atrás el miedo a las tribulaciones de la guerra, azuzado por gente

impura que está a paga del gobierno español, el miedo a andar descalzo, que es un

modo de andar ya muy común en Cuba, porque entre los ladrones y los que los

ayudan, ya no tienen en Cuba zapatos sino los cómplices y los ladrones? ¡Pues como

yo sé que el mismo que escribe un libro para atizar el miedo a la guerra, dijo en

versos, muy buenos por cierto, que la jutía basta a todas las necesidades del campo en

Cuba, y sé que Cuba está otra vez llena de jutías, me vuelvo a los que nos quieren

asustar con el sacrificio mismo que apetecemos, y les digo:—“Mienten”.

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¿Al que más ha sufrido en Cuba por la privación de la libertad le tendremos miedo,

en el país donde la sangre que derramó por ella se la hecho amar demasiado para

amenazarla? ¿Le tendremos miedo al negro, al negro generoso, al hermano negro,

que en los cubanos que murieron por él ha perdonado para siempre a los cubanos que

todavía lo maltratan? Pues yo sé de manos de negro que están más dentro de la virtud

que las de blanco alguno que conozco: yo sé del amor negro a la libertad sensata, que

sólo en la intensidad mayor y natural y útil se diferencia del amor a la libertad del

cubano blanco: yo sé que el negro ha erguido el cuerpo noble, y está poniéndose de

columna firme de las libertades patrias. Otros le teman: yo lo amo: a quien diga mal

de él, me lo desconozca, le digo a boca llena:—“Mienten”.

¿Al español en Cuba habremos de temer? ¿Al español armado, que no nos pudo

vencer por su valor, sino por nuestras envidias, nada más que por nuestras envidias?

¿Al español que tiene en el Sardinero o en la Rambla su caudal y se irá con su caudal,

que es su única patria; o al que lo tiene en Cuba, por apego a la tierra o por la raíz de

los hijos, y por miedo al castigo opondrá poca resistencia, y por sus hijos? ¿Al

español llano, que ama la libertad como la amamos nosotros, y busca con nosotros

una patria en la justicia, superior al apego a una patria incapaz e injusta, al españo1

que padece, junto a su mujer cubana, del desamparo irremediable y el mísero

porvenir de los hijos que le nacieron con el estigma de hambre y persecución, con el

decreto de destierro en su propio país, con la sentencia de muerte en vida con que

vienen al mundo los cubanos? ¿Temer al español liberal y bueno, a mi padre

valenciano, a mi fiador montañés, al gaditano que me velaba el sueño febril, al

catalán que juraba y votaba porque no quería el criollo huir con sus vestidos, al

malagueño que saca en sus espaldas del hospital al cubano impotente, al gallego que

muere en la nieve extranjera, al volver de dejar el pan del mes en la casa del general

en jefe de la guerra cubana? ¡Por la libertad del hombre se pelea en Cuba, y hay

muchos españoles que aman la libertad! ¡A estos españoles los atacarán otros: yo los

ampararé toda mi vida! A los que no saben que esos españoles son otros tantos

cubanos, les decimos:—“¡Mienten!”

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¿Y temeremos a la nieve extranjera? Los que no saben bregar con sus manos en la

vida, o miden el corazón de los demás por su corazón espantadizo, o creen que los

pueblos son meros tableros de ajedrez, o están tan criados en la esclavitud que

necesitan quien les sujete el estribo para salir de ella, esos buscarán en un pueblo de

componentes extraños y hostiles la república que sólo asegura el bienestar cuando se

le administra en acuerdo con el carácter propio, y de modo que se acendre y realce. A

quien crea que falta a los cubanos coraje y capacidad para vivir por sí en la tierra

creada por su valor, le decimos:—“Mienten”.

Y a los lindoros que desdeñan hoy esta revolución santa cuyos guías y mártires

primeros fueron hombres nacidos en el mármol y seda de la fortuna, esta santa

revolución que en el espacio más breve hermanó, por la virtud redentora de las

guerras justas, al primogénito heroico y al campesino sin heredad, al dueño de

hombres y a sus esclavos; a los olimpos de pisapapel que bajan de la trípode

calumniosa para preguntar aterrados, y ya con ánimos de sumisión, si ha puesto el pie

en tierra este peleador o el otro, a fin de poner en paz el alma con quien puede

mañana distribuir el poder; a los alzacolas que fomentan, a sabiendas, el engaño de

los que creen que este magnifico movimiento de almas, esta idea encendida de la

redención decorosa, este deseo triste y firme de la guerra inevitable, no es más que el

tesón de un rezagado indómito, o la correría de un general sin empleo, o la algazara

de los que no gozan de una riqueza que sólo se puede mantener por la complicidad

con el deshonor o la amenaza de una turba obrera, con odio por corazón y papeluchos

por sesos, que irá, como del cabestro, por donde la quiera llevar el primer ambicioso

que la adule, o el primer déspota encubierto que le pase por los ojos la bandera,—a

lindoros, o a olimpos, y a alzacolas—les diremos:—“Mienten”. ¡Esta es la turba

obrera, el arca de nuestra alianza, el tahalí, bordado de mano de mujer, donde se ha

guardado la espada de Cuba, el arenal redentor donde se edifica, y se perdona, y se

prevé y se ama!

¡Basta, basta de meras palabras! Para lisonjearnos no estamos aquí sino para

palparnos los corazones y ver que viven sanos, y que pueden; para irnos enseñando a

los desesperanzados, a los desbandados, a los melancólicos, en nuestra fuerza de idea

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y de acción, en la virtud probada que asegura la dicha por venir, en nuestro tamaño

real, que no es de presuntuoso, ni de teorizante, ni de salmodista, ni de melómano, ni

de cazanubes, ni de pordiosero. Ya somos uno, y podemos ir al fin: conocemos el

mal, y veremos de no recaer; a puro amor y paciencia hemos congregado lo que

quedó disperso, y convertido en orden entusiasta lo que era, después de la catástrofe,

desconcierto receloso; hemos procurado la buena fe, y creemos haber logrado

suprimir o reprimir los vicios que causaron nuestra derrota, y allegar con modos

sinceros y para fin durable, los elementos conocidos o esbozados, con cuya unión se

puede llevar la guerra inminente al triunfo. ¡Ahora, a formar filas! ¡Con esperar, allá

en lo hondo del alma, no se fundan pueblos! Delante de mí vuelvo a ver los

pabellones, dando órdenes; y me parece que el mar que de allá viene, cargado de

esperanza y de dolor, rompe la valla de la tierra ajena en que vivimos y revienta

contra esas puertas sus olas alborotadas. . . ¡Allá está, sofocada en los brazos que nos

la estrujan y corrompen! ¡Allá está, herida en la frente, herida en el corazón,

presidiendo, atada a la silla de tortura, el banquete donde las bocamangas de galón de

oro ponen el vino del veneno en los labios de los hijos que se han olvidado de sus

padres! ¡Y el padre murió cara a cara al alférez, y el hijo va, de brazo con el alférez, a

pudrirse a la orgía! ¡Basta de meras palabras! De las entrañas desgarradas levantemos

un amor inextinguible por la patria sin la que ningún hombre vive feliz, ni el bueno ni

el malo. Allí está, de allí nos llama, se la oye gemir, nos la violan y nos la befan y nos

la gangrenan a nuestros ojos, nos corrompen y nos despedazan a la madre de nuestro

corazón! ¡Pues alcémonos de una vez, de una arremetida última de los corazones,

alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o

por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alcémonos, para la república

verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo

sabremos mantenerla; alcémonos para darles tumba a los héroes cuyo espíritu vaga

por el mundo avergonzado y solitario; alcémonos para que algún día tengan tumba

nuestros hijos! Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta

fórmula del amor triunfante: “Con todos, y para el bien de todos”.

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RESOLUCIONES TOMADAS POR LA EMIGRACIÓN CUBANA DE TAMPA

EL 28 DE NOVIEMBRE DE 1891

Congregados ya, después de los diez años de unificación que debían seguir a los

primeros diez años de escarmiento, todos los elementos de resolución y prudencia,

cuya obra discreta y generosa se requiere para fundar, con los restos de una colonia

de esclavos sobre esclavos, un pueblo útil y pacífico de hombres verdaderamente

libres;

Conocidas ya todas las causas que contribuyeron a la suspensión de la guerra

indispensable para conquistar a un país la libertad que destruiría los privilegios

arraigados de los que se hubieran de conceder;

Unánimes ya, por su propio impulso, y aparte de todo dictamen personal, o móvil de

vergüenza estéril, o mera tentación de fanatismo, los factores de acción que hubieran

podido dejarse deslumbrar por la impaciencia heroica, o el deseo prematuro, o la guía

interesada;

Vencido ya, después de la espera vigilante y generosa, el término de prueba, que la

diseminación de los factores revolucionarios hacía inevitable, y aconsejaba la

sagacidad y la justicia, de la política inútil y disolvente de reformas locales bajo el

poder que ve su desaparición gradual en ellas;

Extremadas ya bajo un gobierno incorregible la obra de empobrecimiento y

corrupción del carácter nacional, y el ansia justa de las emigraciones, capaces y

ordenadas, de acudir en tiempo con su ayuda a la reconstrucción y salvación de un

país que no tiene establecido recurso alguno viable o probable para salvarse;

Los emigrados de Tampa, unidos en el calor de su corazón y en la independencia de

su pensamiento, proclaman las siguientes

RESOLUCIONES

1ra. Es urgente la necesidad de reunir en acción común republicana y libre, todos los

elementos revolucionarios honrados.

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2da. La acción revolucionaria común no ha de tener propósitos embozados, ni ha de

emprenderse sin el acomodo a las realidades y derechos y alma democrática del país

que la justicia y la experiencia aconsejan, ni ha de propagarse o realizarse de manera

que justifique, por omisión o por confusión, el temor del país a una guerra que no se

haga como mero instrumento del gobierno popular y preparación franca y

desinteresada de la Republica.

3ra. La organización revolucionaria no ha de desconocer las necesidades prácticas

derivadas de la constitución e historia del país, ni ha de trabajar directamente por el

predominio actual o venidero de clase alguna; sino por la agrupación, conforme a

métodos democráticos, de todas las fuerzas vivas de la patria; por la hermandad y

acción común de los cubanos residentes en el extranjero; por el respeto y auxilio de

las repúblicas del mundo, y por la creación de una República justa y abierta, una en el

territorio, en el derecho, en el trabajo y en la cordialidad, levantada con todos y para

bien de todos.

4ta. La organización revolucionaria respetará y fomentará la constitución original y

libre de las emigraciones locales.

BASES DEL PARTIDO REVOLUCIONARIO CUBANO

Artículo 1° El Partido Revolucionario Cubano se constituye para lograr con los

esfuerzos reunidos de todos los hombres de buena voluntad, la independencia

absoluta de la Isla de Cuba, y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico.

Artículo 2° El Partido Revolucionario Cubano no tiene por objeto precipitar

inconsideradamente la guerra en Cuba, ni lanzar a toda costa al país a un movimiento

mal dispuesto y discorde, sino ordenar, de acuerdo con cuantos elementos vivos y

honrados se le unan, una guerra generosa y breve, encaminada a asegurar en la paz y

el trabajo la felicidad de los habitantes de la Isla.

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Articulo 3° El Partido Revolucionario Cubano reunirá los elementos de revolución

hoy existentes y allegará, sin compromisos inmorales con pueblo u hombre alguno,

cuantos elementos nuevos pueda, a fin de fundar en Cuba por una guerra de espíritu y

métodos republicanos, una nación capaz de asegurar la dicha durable de sus hijos y

de cumplir, en la vida histórica del continente, los deberes difíciles que su situación

geográfica le señala.

Articulo 4° El Partido Revolucionario Cubano no se propone perpetuar en la

República Cubana, con formas nuevas o con alteraciones más aparentes que

esenciales, el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia, sino

fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un

pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real

y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una

sociedad compuesta para la esclavitud.

Articulo 5° El Partido Revolucionario Cubano no tiene por objeto llevar a Cuba una

agrupación victoriosa que considere la Isla como su presa y dominio, sino preparar,

con cuantos medios eficaces le permita la libertad del extranjero, la guerra que se ha

de hacer para el decoro y bien de todos los cubanos, y entregar a todo el país la patria

libre.

Artículo 6° El Partido Revolucionario Cubano se establece para fundar la patria una,

cordial y sagaz, que desde sus trabajos de preparación, y en cada uno de ellos, vaya

disponiéndose para salvarse de los peligros internos y externos que la amenacen, y

sustituir al desorden económico en que agoniza con un sistema de hacienda pública

que abra el país inmediatamente a la actividad diversa de sus habitantes.

Artículo 7° El Partido Revolucionario Cubano cuidará de no atraerse, con hecho o

declaración alguna indiscreta durante su propaganda, la malevolencia o suspicacia de

los pueblos con quienes la prudencia o el afecto aconseja o impone el mantenimiento

de relaciones cordiales.

Articulo 8° El Partido Revolucionario Cubano tiene por propósitos concretos los

siguientes:

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I. Unir en un esfuerzo continuo y común la acción de todos los cubanos

residentes en el extranjero.

II. Fomentar relaciones sinceras entre los factores históricos y políticos de

dentro y fuera de la Isla que puedan contribuir al triunfo rápido de la guerra

y a la mayor fuerza y eficacia de las instituciones que después de ella se

funden, y deben ir en germen en ella.

III. Propagar en Cuba el conocimiento del espíritu y los métodos de la

revolución, y congregar a los habitantes de la Isla en un ánimo favorable a

su victoria, por medios que no pongan innecesariamente en riesgo las vidas

cubanas.

IV. Allegar fondos de acción para la realización de su programa, a la vez que

abrir recursos continuos y numerosos para la guerra.

V. Establecer discretamente con los pueblos amigos relaciones que tiendan a

acelerar, con la menor sangre y sacrificios posibles, el éxito de la guerra y

la fundación de la nueva República indispensable al equilibrio americano.

Articulo 9° El Partido Revolucionario Cubano se regirá conforme a los estatutos

secretos que acuerden las organizaciones que lo fundan.

ESTATUTOS SECRETOS DEL PARTIDO

§ 1

El Partido Revolucionario Cubano se compone de todas las asociaciones organizadas

de cubanos independientes que acepten su programa y cumplan con los deberes

impuestos en él.

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§ 2

El Partido Revolucionario Cubano funcionará por medio de las Asociaciones

independientes, que son las bases de su autoridad, de un Cuerpo de Consejo

constituido en cada localidad con los Presidentes de todas las Asociaciones de ella, y

de un Delegado y Tesorero, electos anualmente por las Asociaciones.

§ 3

Los deberes de las Asociaciones son:

1. Adelantar, por toda especie de trabajos, los fines generales del programa del

Partido, y realizar las tareas especiales que la ocasión, o los recursos y situación de

cada localidad hiciesen necesarios, y de las cuales serán instruidos por sus

Presidentes.

2. Allegar, y tener bajo su custodia, los fondos de guerra.

3. Contribuir, por la cuota fijada que las necesidades corrientes impongan, y por los

medios extraordinarios que sean posibles, a los fondos de acción.

4. Unir y disponer para la acción, dentro del pensamiento general, por la atracción y

la cordialidad, cuantos elementos de toda especie le sean allegables.

5. Impedir que se desvíen de la obra común los elementos revolucionarios.

6. Recoger y poner en conocimiento del Delegado por medio del Cuerpo de Consejo

todos los datos que le puedan ser útiles para la organización revolucionaria dentro y

fuera de la Isla.

§ 4

Los deberes del Cuerpo de Consejo son:

1. Fungir de intermediario continuo entre las Asociaciones y el Delegado.

2. Aconsejar y promover cuanto conduzca a la obra unida de las Asociaciones de la

localidad.

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3. Aconsejar al Delegado los recursos y métodos que las Asociaciones sugieran, o

sugieran los Presidentes reunidos en el Cuerpo de Consejo.

4. Examinar y autorizar las elecciones de cada localidad.

5. Dar noticia quincenal al Delegado de los trabajos de las Asociaciones e

indicaciones del Cuerpo de Consejo, y exigir del Delegado cuantas explicaciones se

requieran para el mejor conocimiento del espíritu y métodos con que el Delegado

cumpla con su encargo.

§ 5

Los deberes del Delegado son:

1. Procurar, por cuantos medios quepa, la realización, sin atenuación de demora, de

los fines del programa.

2. Extender la organización revolucionaria en el exterior, y muy principalmente en el

interior, y procurar el aumento de los fondos de guerra y de acción.

3. Comunicar a los Cuerpos de Consejo cuantas noticias o encargos se requieran a su

juicio para la eficacia de su cooperación en la obra general.

4. Disponer económicamente de los fondos de acción que se alleguen.

5. Hacer visar por el Tesorero todos los pagos de su fondo de acción, y en caso de

guerra todos los pagos que se hubieran de hacer por los servicios que por su

naturaleza general recayesen en sus manos.

6. Arbitrar todos los recursos posibles de propaganda y publicación y de defensa de

las ideas revolucionarias, y mantener los elementos de que disponga en la condición

más favorable a la guerra inmediata que sea posible.

7. Rendir cuenta anual, con un mes por lo menos de anticipación a las elecciones, de

los fondos de acción que hubiese recibido y de su empleo, y caso de guerra, de los

fondos que hubiere cumplido emplear.

§ 6

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Los deberes del Tesorero son:

1. Visar todos los pagos que el Delegado autorice.

2. Llevar las cuentas de los fondos recibidos y de su distribución.

3. Responder de los fondos que por el Delegado se le entreguen en depósito.

4. Rendir, en unión del Delegado, cuenta anual de la inversión y estado de los fondos.

§ 7

Cada Cuerpo de Consejo elegirá un Presidente y un Secretario, que recibirán y

distribuirán entre los Presidentes de las Asociaciones las comunicaciones del

Delegado, y autorizarán las comunicaciones que los Presidentes de las Asociaciones

deseen dirigir al Delegado.

§ 8

Caso de vacante de una Presidencia de organización, entrará a llenarla el que resulte

electo Presidente.

§ 9

Caso de muerte o desaparición del Delegado, el Tesorero lo pondrá inmediatamente

en conocimiento de los Cuerpos de Consejo, para proceder sin demora a nueva

elección.

§ 10

Caso de que un Cuerpo de Consejo creyera por mayoría de votos inconveniente la

permanencia del Delegado en su cargo, tendrá derecho de dirigirse a los demás

Cuerpos de Consejo exponiéndoles su opinión fundamentada, y el Delegado se

considerará depuesto si así lo declaran los votos de todos los Cuerpos de Consejo.

§ 11

Caso de creer un Consejo por mayoría de votos conveniente alguna reforma a las

Bases y Estatutos, pedirá al Delegado que proponga la reforma a los demás Cuerpos;

y el Delegado, una vez acordada, estará a ella

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§ 12

No podrá votar en las elecciones anuales de Delegado y Tesorero sino la Asociación

que cumpla con los deberes de las Bases y los Estatutos y cuente, por lo menos,

veinte socios conocidos y activos.

§ 13

Cada Asociación tendrá un voto por cada grupo de veinte a cien miembros.

NUESTRAS IDEAS. PATRIA, 14 de marzo de 1892

Nace este periódico, por la voluntad y con los recursos de los cubanos y

puertorriqueños independientes de New York, para contribuir, sin premura y sin

descanso, a la organización de los hombres libres de Cuba y Puerto Rico, en acuerdo

con las condiciones y necesidades actuales de las Islas, y su constitución republicana

venidera; para mantener la amistad entrañable que une, y debe unir, a las

agrupaciones independientes entre sí, y a los hombres buenos y útiles de todas las

procedencias, que persistan en el sacrificio de la emancipación, o se inicien

sinceramente en él; para explicar y fijar las fuerzas vivas y reales del país, y sus

gérmenes de composición y descomposición, a fin de que el conocimiento de nuestras

deficiencias y errores, y de nuestros peligros, asegure la obra a que no bastaría la fe

romántica y desordenada de nuestro patriotismo; y para fomentar y proclamar la

virtud donde quiera que se la encuentre. Para juntar y amar, y para vivir en la pasión

de la verdad, nace este periódico. Deja a la puerta—porque afean el propósito más

puro—la preocupación personal por donde el juicio oscurecido rebaja al deseo propio

las cosas santas de la humanidad y la justicia, y el fanatismo que aconseja a los

hombres un sacrificio cuya utilidad y posibilidad no demuestra la razón.

Es criminal quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja

de promover la guerra inevitable. Es criminal quien ve ir al país a un conflicto que la

provocación fomenta y la desesperación favorece, y no prepara, o ayuda a preparar, el

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país para el conflicto. Y el crimen es mayor cuando se conoce, por la experiencia

previa, que el desorden de la preparación puede acarrear la derrota del patriotismo

más glorioso, o poner en la patria triunfante los gérmenes de su disolución definitiva.

El que no ayuda hoy a preparar la guerra, ayuda ya a disolver el país. La simple

creencia en la probabilidad de la guerra es ya una obligación, en quien se tenga por

honrado y juicioso, de coadyuvar a que se purifique, o impedir que se malee, la

guerra probable. Los fuertes, prevén; los hombres de segunda mano esperan la

tormenta con los brazos en cruz.

La guerra, en un país que se mantuvo diez años en ella, y ve vivos y fieles a sus

héroes, es la consecuencia inevitable de la negación continua, disimulada o

descarada, de las condiciones necesarias para la felicidad a un pueblo que se resiste a

corromperse y desordenarse en la miseria. Y no es del caso preguntarse si la guerra es

apetecible o no, puesto que ninguna alma piadosa la puede apetecer, sino ordenarla de

modo que con ella venga la paz republicana, y después de ella no sean justificables ni

necesarios los trastornos a que han tenido que acudir, para adelantar, los pueblos de

América que vinieron al mundo en años en que no estaban en manos de todos, como

hoy están, la pericia política y el empleo de la fuerza nacional en el trabajo. Ni la

guerra asusta sino a las almas mediocres, incapaces de preferir la dignidad peligrosa a

la vida inútil.

En lo presente y relativo es la guerra desdicha espantosa, en cuyos dolores no se ha

de detener un estadista previsor; como es el oro preciado metal, y no se lamenta la

moneda de oro si se la da en cambio de lo que vale más que ella. Cuando los

componentes de un país viven en un estado de batalla sorda, que amarga las

relaciones más naturales, y perturba y tiene como sin raíces la existencia, la

precipitación de ese estado de guerra indeciso en la guerra decisiva es un ahorro

recomendable de la fuerza pública. Cuando las dos entidades hostiles de un país

viven en él con la aspiración, confesa o callada, al predominio, la convivencia de las

dos sólo puede resultar en el abatimiento irremediable de una. Cuando un pueblo

compuesto por la mano infausta de sus propietarios con elementos de odio y de

disociación, salió de la primer prueba de guerra, por sobre las disensiones que la

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acabaron, más unido que cuando entró en ella, la guerra vendría a ser, en vez de un

retardo de su civilización, un período nuevo de la amalgama indispensable para juntar

sus factores diversos en una república segura y útil. Cuando la guerra no se ha de

hacer, en un país de españoles y criollos, contra los españoles que viven en el país,

sino contra la dependencia de una nación incapaz de gobernar un pueblo que sólo

puede ser feliz sin ella, la guerra tiene de aliados naturales a todos los españoles que

quieran ser felices.

La guerra es un procedimiento político, y este procedimiento de la guerra es

conveniente en Cuba, porque con ella se resolverá definitivamente una situación que

mantiene y continuará manteniendo perturbada el temor de ella; porque por la guerra,

en el conflicto de los propietarios del país, ya pobres y desacreditados entre los suyos,

con los hijos del país, amigos naturales de la libertad, triunfará la libertad

indispensable al logro y disfrute del bienestar legítimo; porque la guerra rematará la

amistad y fusión de las comarcas y entidades sociales sin cuyo trato cercano y cordial

hubiera sido la misma independencia un semillero de graves discordias; porque la

guerra dará ocasión a los españoles laboriosos de hacer olvidar, con su neutralidad o

con su ayuda, la crueldad y ceguera con que en la lucha pasada sofocaron la virtud de

sus hijos; porque por la guerra se obtendrá un estado de felicidad superior a los

esfuerzos que se han de hacer por ella.

La guerra es, allá en el fondo de los corazones, allá en las horas en que la vida pesa

menos que la ignominia en que se arrastra, la forma más bella y respetable del

sacrificio humano. Unos hombres piensan en sí más que en sus semejantes, y

aborrecen los procedimientos de justicia de que les pueden venir incomodidades o

riesgos. Otros hombres aman a sus semejantes más que a sí propios, a sus hijos más

que la misma vida, al bien seguro de la libertad más que al bien siempre dudoso de

una tiranía incorregible, y se exponen a la muerte por dar vida a la patria. Así, cuando

los elementos contendientes en las Islas demuestran la imposibilidad de avenirse en la

justicia y el honor, y el avenimiento siempre parcial que pudiesen pretender no sería

sancionado por la nación de que ambos dependen, ni sería más que una loable e

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insuficiente moratoria,—proclaman la guerra los que son capaces del sacrificio, y

sólo la rehúyen los que son incapaces de él.

Pero si la guerra hubiese de ser el principio de una era de revueltas y de celos, que

después de una victoria inmerecida e improbable, convirtiese el país, sazonado con

nuestra sangre pura, en arena de disputas locales o escenario de ambiciosas correrías;

si la guerra hubiese de ser el consorcio apresurado y desleal de los hombres cultos de

más necesidades que empuje, y la autoridad impaciente y desdeñosa que por causas

naturales, y en parte nobles, suele crear la milicia, si hubiese la guerra de ser el

predominio de una entidad cualquiera de nuestra población, con merma y desasosiego

de las demás, y no el modo de ajustar en el respeto común las preocupaciones dc la

susceptibilidad y las de la arrogancia,—como parricidas se habría de acusar a los que

fomentaran y aconsejasen la guerra. Y en la lucha misma que no viniera por

aconsejada, sino por inevitable, el honor sólo sería para los que hubiesen extirpado, o

procurado extirpar, sus gérmenes temibles; y el oprobio sería de cuantos, por la

intriga o el miedo, hubiesen contribuido a impedir que las fuerzas todas de la lucha se

combinasen, sin exclusiones injustas e imprudentes, en tal relación que desde los

arranques pusiera a la gloria fuera del peligro del deslumbramiento, y a la libertad

donde no la pudiera alcanzar la tiranía. Pero este periódico viene a mantener la guerra

que anhelan juntos los héroes de mañana, que aconsejan del juicio su fervor, y los

héroes de ayer, que sacaron ilesa de la lección de los diez años su fe en el triunfo; la

guerra única que el cubano, libre y reflexivo por naturaleza, pide y apoya, y es la que,

en acuerdo con la voluntad y necesidades del país, y con las enseñanzas de los

esfuerzos anteriores, junte en sí, en la proporción natural, los factores todos,

deseables o irremediables, de la lucha inminente; y los conduzca, con esfuerzo

grandioso y ordenado, a una victoria que no hayan de deslucir un día después los

conatos del vencedor o la aspiración de las parcialidades descontentas, ni estorbe con

la política verbosa y femenil el empleo de la fuerza nacional en las labores urgentes

del trabajo.

Ama y admira el cubano sensato, que conoce las causas y excusas de los yerros, a

aquellos hombres valerosos que rindieron las armas a la ocasión funesta, no al

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enemigo; y brilla en ellos aún el alma desinteresada que los héroes nuevos, en la

impaciencia de la juventud, les envidian con celos fíliales. Crían las guerras, por el

exceso de las mismas condiciones que dan para ellas especial capacidad, o por el

poder legítimo que conserva sobre el corazón el que estuvo cerca de él a la hora de

morir, hábitos de autoridad y de compañerismo cuyos errores, graves a veces, no han

de entibiar, en los que distinguen en ellos lo esencial de la virtud, el agradecimiento

de hijo. Pero la pureza patriótica de aquellos hombres que salieron del lujo a la pelea,

el roce continuo de caracteres y méritos a que la guerra dilatada dio ocasión, y el

decoro natural de quien lleva en el pecho un corazón probado en lo sublime, dio a

Cuba una milicia que no pone, como otras, la gloria militar por encima de la patria.

Arando en los campos, contando en los bancos, enseñando en los colegios,

comerciando en las tiendas, trabajando con sus manos de héroe en los talleres, están

hoy los que ayer, ebrios de gloria, peleaban por la independencia del país. Y aguardan

impacientes a la generación que ha de emularlos.

Late apresurado el corazón al saludar, desde el seguro extranjero, a los que bajo el

poder de un dueño implacable se disponen en silencio a sacudirlo. Ha de saberse, allá

donde no queremos nutrir con las artes inútiles de la conspiración el cadalso

amenazante, que los cubanos que sólo quieren de la libertad ajena el modo de

asegurar la propia, aman a su tierra demasiado para trastornarla sin su

consentimiento; y antes perecerían en el destierro ansiosos, que fomentar una guerra

en que cubano alguno, o habitante neutral de Cuba, tuviera que padecer como

vencido. La lucha que se empeña para acabar una disensión, no ha de levantar otra.

Por las puertas que abramos los desterrados, por más libres mucho menos meritorios,

entrarán con el alma radical de la patria nueva los cubanos que con la prolongada

servidumbre sentirán más vivamente la necesidad de sustituir a un gobierno de

preocupación y señorío, otro por donde corran, francas y generosas, todas las fuerzas

del país. El cambio de mera forma no merecería el sacrificio a que nos aprestamos; ni

bastaría una sola guerra para completar una revolución cuyo primer triunfo sólo diese

por resultado la mudanza de sitio de una autoridad injusta. Se habrá de defender, en la

patria redimida, la política popular en que se acomoden por el mutuo reconocimiento,

las entidades que el puntillo o el interés pudiera traer a choque; y ha de levantarse, en

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la tierra revuelta que nos lega un gobierno incapaz, un pueblo real y de métodos

nuevos, donde la vida emancipada, sin amenazar derecho alguno, goce en paz de

todos. Habrá de defenderse con prudencia y amor esta novedad victoriosa de los que

en la revolución no vieran más que el poder de continuar rigiendo el país con el

ánimo que censuraban en sus enemigos. Pero esta misma tendencia excesiva hacia lo

pasado, tiene en las repúblicas igual derecho al respeto y a la representación que la

tendencia excesiva al porvenir. Y la determinación de mantener la patria libre en

condiciones en que el hombre pueda aspirar por su pleno ejercicio a la ventura, jamás

se convertirá, mientras no nazcan cubanos hasta hoy desconocidos, o no ande la idea

de guerra en manos diversas, en pelea de exclusión y desdén de aquellos con quienes

en lo íntimo del alma tenemos ajustada, sin palabras, una gloriosa cita. La guerra se

dispone fuera de Cuba, de manera que, por la misma amplitud que pudiera alarmar a

los asustadizos, asegure la paz que les trastornaría una guerra incompleta. La guerra

se prepara en el extranjero para la redención y beneficio de todos los cubanos. Crece

la yerba espesa en los campos inútiles: cunden las ideas postizas entre los industriales

impacientes; entra el pánico de la necesidad en los oficios desiertos del

entendimiento, puesto hasta hoy principalmente en el estudio literario e improductivo

de las civilizaciones extranjeras, y en la disputa de derechos casi siempre inmorales.

La revolución cortará la yerba; reducirá a lo natural las ideas industriales postizas;

abrirá a los entendimientos pordioseros empleos reales que aseguren, por la

independencia de los hombres, la independencia de la patria. Revienta allí ya la gloria

madura, y es la hora de dar la cuchillada.

Para todos será el beneficio de la revolución a que hayan contribuido todos, y por una

ley que no está en mano de hombre evitar, los que se excluyan de la revolución, por

arrogancia de señorío o por reparos sociales, serán, en lo que no choque con el

derecho humano, excluidos del honor e influjo de ella. El honor veda al hombre pedir

su parte en el triunfo a que se niega a contribuir; y pervierte ya mucho noble corazón

la creencia, justa a cierta luz, en la inutilidad del patriotismo. El patriotismo es

censurable cuando se le invoca para impedir la amistad entre todos los hombres de

buena fe del universo, que ven crecer el mal innecesario, y le procuran honradamente

alivio. El patriotismo es un deber santo, cuando se lucha por poner la patria en

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condición de que vivan en ella más felices los hombres. Apena ver insistir en sus

propios derechos a quien se niega a luchar por el derecho ajeno. Apena ver a

hermanos de nuestro corazón negándose, por defender aspiraciones pecuniarias, a

defender la aspiración primera de la dignidad. Apena ver a los hombres reducirse, por

el mote exclusivo de obreros, a una estrechez más dañosa que benigna; porque este

aislamiento de los hombres de una ocupación, o de determinado círculo social, fuera

de los acuerdos propios y juiciosos entre personas del mismo interés, provocan la

agrupación y resistencia de los hombres de otras ocupaciones y otros círculos; y los

turnos violentos en el mando, y la inquietud continua que en la misma república

vendría de estas parcialidades, serían menos beneficiosos a sus hijos que un estado de

pleno decoro en que, una vez guardados los útiles de la labor de cada día, sólo se

distinguiera un hombre de otro por el calor del corazón o por el fuego de la frente.

Para todos los cubanos, bien procedan del continente donde se calcina la piel, bien

vengan de pueblos de una luz más mansa, será igualmente justa la revolución en que

han caído, sin mirarse los colores, todos los cubanos. Si por igualdad social hubiera

de entenderse, en el sistema democrático de igualdades, la desigualdad, injusta a

todas luces, de forzar a una parte de la población, por ser de un color diferente de la

otra, a prescindir en el trato de la población de otro color de los derechos de simpatía

y conveniencia que ella misma ejercita, con aspereza a veces, entre sus propios

miembros, la “igualdad social” sería injusta para quien la hubiese de sufrir, e

indecorosa para los que quisiesen imponerla. Y mal conoce el alma fuerte del cubano

de color, quien crea que un hombre culto y bueno, por ser negro, ha de entrometerse

en la amistad de quienes, por negársela, demostrarían serle inferiores. Pero si

igualdad social quiere decir el trato respetuoso y equitativo, sin limitaciones de

estimación no justificada por limitaciones correspondientes de capacidad o de virtud,

de los hombres, de un color o de otro, que pueden honrar y honran el linaje humano,

la igualdad social no es más que el reconocimiento de la equidad visible de la

naturaleza.

Y como es ley que los hijos perdonen los errores de los padres, y que los amigos de la

libertad abran su casa a cuantos la amen y respeten, no sólo a los cubanos será

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beneficiosa la revolución en Cuba, y a los puertorriqueños la de Puerto Rico, sino a

cuantos acaten sus designios y ahorren su sangre. No es el nacimiento en la tierra de

España lo que abomina en el español el antillano oprimido; sino la ocupación

agresiva e insolente del país donde amarga y atrofia la vida de sus propios hijos.

Contra el mal padre es la guerra, no contra el buen padre; contra el esposo aventurero,

no contra el esposo leal; contra el transeúnte arrogante e ingrato, no contra el

trabajador liberal y agradecido. La guerra no es contra el español, sino contra la

codicia e incapacidad de España. El hijo ha recibido en Cuba de su padre español el

primer consejo de altivez e independencia: el padre se ha despojado de las insignias

de su empleo en las armas para que sus hijos no se tuviesen que ver un día frente a él:

un español ilustre murió por Cuba en el patíbulo: los españoles han muerto en la

guerra al lado de los cubanos. Los españoles que aborrecen el país de sus hijos, serán

extirpados por la guerra que han hecho necesaria. Los españoles que aman a sus

hijos, y prefieren las víctimas de la libertad a sus verdugos, vivirán seguros en la

república que ayuden a fundar. La guerra no ha de ser para el exterminio de los

hombres buenos, sino para el triunfo necesario sobre los que se oponen a su dicha.

Es el hijo de las Antillas, por favor patente de su naturaleza, hombre en quien la

moderación del juicio iguala a la pasión por la libertad; y hoy que sale el país, con el

mismo desorden con que salió hace veinticuatro años, de una política de paz inútil

que sólo ha sido popular cuando se ha acercado a la guerra, y no ha llevado la unión

de los elementos allegables más lejos al menos de donde estuvieron hace veinticuatro

años, álzanse a la vez a remediar el desorden, con prudencia de estadistas y fuego

apostólico, los hijos vigilantes que han empleado la tregua en desentrañar y remediar

las causas accidentales de la tristísima derrota, y en juntar a sus elementos aún útiles

las fuerzas nacientes, a fin de que no caiga la mano enemiga, perita en la persecución,

sobre los que sin esta levadura de realidad pudieran volver al desconcierto e

inexperiencia por donde vino a desangrarse y morir la robusta gloria de la guerra

pasada. Se encienden los fuegos, y vuelve a cundir la voz; en el mismo hogar tímido,

cansado de la miseria, restalla la amenaza; va en silencio la juventud a venerar la

sepultura de los héroes: y el clarín resuena a la vez en las asambleas de los emigrados

y en las de los colonos. Nace este periódico, a la hora del peligro, para velar por la

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libertad, para contribuir a que sus fuerzas sean invencibles por la unión, y para evitar

que el enemigo nos vuelva a vencer por nuestro desorden.

LA AGITACIÓN AUTONOMISTA. PATRIA, 19 de marzo de 1892

Los sucesos recientes en la política de Cuba son ya conocidos de todos. Un político

de mera intriga y atrevimiento, tipo esmerado de cuanto tiene la política de

censurable, ha aprovechado el poder que debe a su habilidad para revelar desde él,

como ministro de las colonias, el odio con que los españoles autoritarios castigan en

sus últimos súbditos de América la rebelión que expulsó su poder del nuevo mundo.

Y el partido autonomista, única expresión lícita en el país del alma cubana,

compelido por la provocación o movido por el decoro, decidió protestar del ministro

con un manifiesto de tono desusado donde el partido reconoce su ineficacia, y la

reunión pública en que confirmó la amenaza de dejar al país sin la expresión política

que le es ya familiar, frente al gobierno débil que lo esquilma y provoca.

En los pueblos, como en las familias, mucho se olvida, porque mucho se debe

olvidar, cuando, por algún suceso de gravedad inesperada o prevista, llega para todos

la hora suprema de la obligación común: aunque el olvido sería inmoral si por su

exceso, o por falta de proporción a la realidad, pusiese en peligro los ideales que a

tanta costa y en confusión tanta se defienden.

El patriotismo purifica y sublima a los hombres, y por una ley de reacción natural,

suele en las horas críticas lucir con fuego intenso en aquellos a quienes estimula el

arrepentimiento de los años culpables de patriotismo cómodo; o en los que, enojados

de su crédula e inútil fe, ponen en la doctrina nueva el justo deseo de castigar a

quienes los defraudaron; o en los que en el bautizo del patriotismo puro anhelan lavar

sus culpas grandes. El pecado continuaría, en unos por soberbia, o por política

literaria y señorial en otros, si los que saliesen vencidos, sin una sola conquista real,

de una época estéril, en que el mero permiso de vivir no ha de confundirse con la

vida, trajeran a la época nueva, preparada contra su voluntad y sin su ayuda, una

arrogancia que se avendría mal con la demostración plena y anterior de la inutilidad

de sus consejos. La continuación de la revolución no puede ser la continuación de los

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métodos y el espíritu de la autonomía; porque la autonomía no nació en Cuba como

hija de la revolución, sino contra ella. Pero los factores del autonomismo, conscientes

o inconscientes, entrarán con raras excepciones, los unos por conversión, los otros

por simple continuación, en la época revolucionaria definitiva, donde, en asunto que

toca a todo el país, ni es lícito negar a una entidad real la parte proporcionada a su

significación verdadera, ni es lícito concederle, sin trastornos presentes y futuros, sin

conflictos de hoy y sin sangre de mañana, sin entorpecimiento de ahora en la

preparación y sin inseguridad después en el triunfo, una parte superior al poder de

ayudar e impedir que cada entidad tenga. De todas las entidades políticas es esto

verdad, no de una sola. La política es una resolución de ecuaciones. Y la solución

falla cuando la ecuación ha sido mal propuesta.

Si la revolución tuviese por objeto mudar de manos el poder habitual en Cuba, o

cambiar las formas más que las esencias, caería naturalmente la obra revolucionaria

en los que, por profesión o simpatía o liga de intereses, están, entre los habitantes de

la Isla, abocados al ejercicio del poder. Pero esta revolución sólo sería posible por

sorpresa y acarrearía después del triunfo un estado escandaloso e inquieto de

desconfianza, o una guerra civil. La guerra se ha de hacer para evitar las guerras.

Rudo como es el refrán de los esclavos de Luisiana, es toda una lección de Estado, y

pudiera ser el lema de una revolución: “Con recortarle las orejas a un mulo, no se le

hace caballo”. Si la revolución es la creación de un pueblo libre y justo con los

elementos descompuestos y aun entre sí mal conocidos de una colonia señorial, la

obra revolucionaria consiste en fundir y guiar todos estos elementos sin que ninguno

de ellos adquiera un predominio desproporcionado, que afloje por los recelos la

simpatía de los demás, o por falta de equidad de los ignorantes o de los cultos, ponga

la obra revolucionaria en peligro.

No es hora de ver con ojos maliciosos en lo profundo de las intenciones; ni de

escatimar el mérito dondequiera que esté; ni de preguntarse si los actos recientes del

partido autonomista son debidos al deseo unánime de volver, con noble contrición, a

la verdad del país, o si no son más que un desahogo permitido a los más vivaces del

partido, para asegurar por él precisamente, con una concesión metropolitana tan inútil

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a la larga como las demás, la continuación de la política segura y letárgica que en el

partido autonomista parece ser la política dominante. Ni ha de ponerse esperanza

mayor en la significación revolucionaria del partido autonomista, como contingente

espontáneo del partido a la revolución; porque por su continua fidelidad al programa

de paz bajo el gobierno, por sus métodos antirrevolucionarios e imprevisores, y por el

choque de espíritus patente en el manifiesto mismo, y con más viveza en la junta de

Tacón, se ve que aun llegando a su extremo la situación de protesta en que su derrota

penosa lo coloca, y el desdén del enemigo, sólo por la eficacia involuntaria e

inevitable del reconocimiento final de su incapacidad vendría a contribuir a la

revolución el partido que vive, cualesquiera que sean sus escarceos, para hacerla

imposible. Ni por su espíritu, ni por su constitución, ni por sus prácticas y relaciones,

ni por la fe en la paz española de algunos de sus miembros, ni por la lealtad de unos y

el miedo de otros, se ha puesto el partido autonomista en condición de convertir de

una mano a la otra sus fuerzas a la guerra. Evitarla fue su objeto continuo, y está en

actitud más ventajosa para evitarla que para servirla. Ni dentro de la ley, ni dentro de

su esperanza agonizante, ni dentro de su composición real, podría más el partido

autonomista, ni insinúa más, que reconocer la ineficacia de impetrar de España, con

la sumisión que convida al desdén, una suma de libertades incompatibles con el

carácter, los hábitos y las necesidades de la política española.

Los elementos del partido recobrarían la libertad perdida durante la tentativa inútil, y

el sentimiento público, fiel a la revolución, volverá a ella con el desorden de que

serían responsables cuantos no acudiesen a recuperar los años perdidos por su

imprevisión o tibieza, o con el orden de que han de beneficiar todos los que en

componerlo pongan a tiempo la mano.

De represa ha venido sirviendo el partido autonomista a la revolución, y la revolución

se saldrá de madre en cuanto la fuerza de las aguas rompa la represa. Cada cual sabrá

si sigue con el torrente, o le da la cara, o se le pone de lado.

Es grato esperar, por el ardimiento propio del corazón del hombre y por los consejos

de un justo interés, que estén juntos en la hora definitiva de crear la república, los

confesos de la política pacífica y los preparadores de la guerra inevitable.

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Pero esperarían probablemente en vano los que, por los calores del momento,

pudiesen ver más cercana la guerra indispensable, en virtud de la agitación actual, ya

porque de sobra se ve su espíritu y alcance verdaderos en la misma apacible

composición de la asamblea del teatro, que era el contraste patente del ánimo que en

ella se apresuró al ver un pueblo ansioso, ya porque los elementos hostiles de que el

partido está compuesto impiden la concurrencia eficaz de su grupo director, decidido

por mayoría de opiniones a prolongar la paz inútil con esperas pomposas y

entremeses revolucionarios, y el sentimiento del país, que ha sido la fuerza única viva

del partido autonómico, y sólo se le allega sinceramente cuando lo ve en camino de

romper la paz. El país no cede a los que lo quieren detener, y saltará por sobre ellos.

Es preciso que los que lo quieren contener cedan al país.

De esos dos elementos opuestos se compuso siempre el partido autonomista, cuya

caquexia viene del empeño fantástico de aprovechar para la continuación del dominio

español, las fuerzas que sólo se ponen al lado de sus mantenedores por la fe secreta

en que ellos las conducirán a volcarlo. Con fuerzas revolucionarias, criadas en la

guerra y mantenidas en la fe de ella por la inutilidad y el oprobio de la paz, sólo

puede hacerse la política de la revolución. Y no hay, en honra, el derecho de emplear

las fuerzas de la revolución para oponerse a ella.

Ni enojo ni suspicacia se ha de poner en el estudio de los problemas políticos de un

país, ni es lícito llevar a ellos la misma fuerza angélica del apostolado, si no se la

administra y disciplina con la serenidad de la razón. La suspicacia excesiva malea el

juicio, y se ha de suponer en los demás tanta virtud como aquella de que nosotros

mismos seamos capaces. Pudiera el partido autonomista, con viril reconocimiento de

sus yerros, y su precipitado empleo en una organización de cuyo desorden es

responsable, iniciar la tarea de reunir en un espíritu común de resistencia definitiva,

las fuerzas que después de la guerra ha permitido desordenarse en la resistencia

mansa. Pero es lícito dudar de que fomente el espíritu innegable de rebelión en que se

agita el número del partido, el grupo director que con prisa poco astuta se prevale de

su primer tardío acto de viveza para ofrecerse como la garantía más preciosa de paz

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La agitación autonomista no es, probablemente, el deseo de poner fin a una paz falsa

y corruptora que no asegura la riqueza ni promueve el trabajo ni respeta el cuerpo o el

alma del hombre; sino el aprovechamiento de un deber de dignidad ya ineludible,

para continuar demorando los peligros de encararse con la dominación española. Pero

de esta agitación involuntaria del partido autonomista resultan dos lecciones que el

partido no podrá desoír, y saludará con júbilo la patria. Una es la prueba evidente de

que el país conserva entera el alma heroica que prefiere los peligros del valor a las

vergüenzas de la paz; y otra es la certidumbre de que en la hora grandiosa de la

protesta se juntarán, sin reparos ni iras, todos los que hayan lavado su corazón en el

bautismo del sacrificio.

EL PARTIDO REVOLUCIONARIO CUBANO. PATRIA, 3 de abril de 1892

Y lo primero que se ha de decir, es que los cubanos independientes, y los puertorriqueños

que se les hermanan, abominarían de la palabra de partido si significase mero bando o

secta, o reducto donde unos criollos se defendiesen de otros: y a la palabra partido se

amparan, para decir que se unen en esfuerzo ordenado, con disciplina franca y fin común,

los cubanos que han entendido ya que, para vencer a un adversario deshecho, lo único

que necesitan es unirse.

Por adversario entienden los cubanos libres, no el cubano que vive en agonía bajo un

régimen que no puede sacudir, no el forastero arraigado que ama y desea la libertad, no el

criollo medroso que se vindicará de la flojedad de hoy con el patriotismo de mañana, sino

el gobierno ajeno que ahoga y corrompe las fuerzas del país, y la constitución colonial

que impediría en la patria libre la práctica pacífica de la independencia. El adversario es

el gobierno ajeno que en nombre de España niega el derecho de hombres a los hijos de

los españoles, y atiza el odio entre los hijos y los padres; que esquilma una porción de sus

dominios, la porción antillana, para pagar las deudas de toda la nación, y la guerra con

que empapó en sangre el país a que provocó con su injusticia; que pudre con la incursión

continua de empleados rapaces y viciosos un pueblo que necesita ya buscar en la

inmoralidad el sustento que no halla en el trabajo; que en las ciudades de algún viso, con

la venia delincuente de los criollos apasionados de su seguridad, permite una función de

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libertades que en el campo verdadero, y en la ciudad menor, castiga con el látigo, o con

el puñal nocturno, o con el destierro sigiloso. ¡Y la que no lo sienta, no diga que es

espalda cubana! ¡A la mesa del castigador no puede sentarse con honra, sino sin honra,

ningún hermano del castigado! El adversario es la constitución colonial, que en la

independencia misma avivase los gérmenes de discordia, por regiones y colores, que la

república trae en sí, y perpetuase la primacía leguleya en un país que debe entrar

inmediatamente al trabajo y equilibrio de sus potencias reales. Con el espíritu

magnánimo y cierto y con sus métodos rápidos y seguros, ha de combatir el Partido

Revolucionario Cubano, no con la magia perdida de los nombres, el gobierno ajeno y la

constitución colonial.

Los partidos suelen nacer, en momentos propicios, ya de una mesa de medias voluntades,

aprovechada por un astuto aventurero, ya de un cónclave de intereses más arrastrados y

regañones que espontáneos y unánimes, ya de un pecho encendido que inflama en pasión

volátil a un gentío apagadizo, ya de la terca ambición de un hombre hecho a la lisonja y

complicidad por donde se asegura el mando. Puede ser un partido mera hoja de papel,

que la fe escribe, y con sus manos invisibles borra el desamor. Puede ser la obra ardiente

y precipitada de un veedor que en el ansia confusa del peligro patrio, congrega las

huestes juradas, en su corazón flojo, al estéril cansancio. Pero el Partido Revolucionario

Cubano, nacido con responsabilidades sumas en los instantes de descomposición del

país, no surgió de la vehemencia pasajera, ni del deseo vociferador e incapaz, ni de la

ambición temible; sino del empuje de un pueblo aleccionado, que por el mismo Partido

proclama, antes de la república, su redención de los vicios que afean al nacer la vida

republicana. Nació uno, de todas partes a la vez. Y erraría, de afuera o de adentro, quien

lo creyese extinguible o deleznable. Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un

pueblo quiere. El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano.

Ni hubiera podido precipitar su formación sin arriesgar su éxito por falta de madurez; ni

habría podido, sin peligro mortal de honor, demorarla en el instante en que el corazón

público lo hacía posible, y el desmembramiento de la isla lo hace necesario.—No hubiera

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podido precipitar su formación por falta de madurez. Puede el genio avizor, cuando

concuerda con el alma pública, congregar las fuerzas que sin el ímpetu pujante se

desvanecerían tal vez en el descontento inerte, o en efímeros chispazos. Pero el genio

mismo, que sólo es lícito y útil cuando condensa y acelera el alma humana, tentará en

vano el logro del ideal político, que ha de ser la composición justa de los factores

públicos verdaderos, hasta que no estén en trance de composición los factores públicos.

Antes dañaría que ayudaría a la obra nacional el genio incauto al perturbar con su

arremetida los elementos que no estuviesen aún en condiciones amigables. El genio de

una época está en acometer; y en esperar, que es lo superior, está el genio de otra.

Por razones de afuera y de adentro murió la guerra en Cuba; y tan loable y necesario fue,

desde el principio de la tregua, trabajar por el remedio de las causas incidentales que

deslucieron y pusieron en barbecho el espíritu de independencia inextinguible, como

insensato hubiera sido pretender que desapareciesen en un día los celos y desconfianzas

que tras años de labor habían podido más que una década de unión en la gloría. Ni el

tiempo admite reducción, ni la ley del hombre, y la ola tarda en pujar lo que tarda en

alejarse de la playa. En divertimientos canadienses, que al cabo de catorce años vienen a

caer en un ensayo tímido de política real, se ocupaban en Cuba, juntos por mero artificio

con los que les servían de pasaporte revolucionario, los que cuando perecieron, con

divina belleza, los héroes cubanos, o cargaban al sombrero el hule de los matadores, o

celebraban en la metrópoli las glorias de la infantería. En viajes corteses al país de la

medianoche empleábase el tiempo que se pudo poner en apretar las huestes, por si los

viajes no daban resultado: y los años pasaban en pedir a la política de caló leyes inglesas,

y en picarle el punto a los catedráticos verbosos. Pero durante este entremés que no debió

inquietarse, porque con la plena libertad se probara mejor su ineficacia, brillan dentro y

fuera del país los elementos vivos que han de sacar de sus asientos, suspensos y

respetuosos, a los amables convidados de la Plaza de Armas. De la guerra quedaron, para

crecer o para mermar, los factores que, por causa personal más que pública, y por el

desmayo de esperar de la emigración mal conducida una ayuda enérgica, rindieron la

bandera al enemigo que al salir a buscarla confesó su temor de verla antes de un año

ondear en el Morro.

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La impericia de afuera fatigó, y la intriga de afuera desordenó, el campo heroico a que no

debió dejarse ocasión de entretener los ocios agrios en las disputas que crían, en lo

militar y en lo civil, el ejercicio prolongado y disperso de la autoridad. Ejército que se

sienta, se desmigaja. Afuera, el entusiasta sacrificio rendía en balde sangre y joyas, a los

que mostraban menos impaciencia que la de los que acudían a ser de ellos guiados. Fue

el combate entre los pechos coloniales, metidos de sorpresa en la libertad, y los pechos

libres: y se comió el gusano al águila. Quedaron de la guerra los campeones desdeñosos

de la emigración incapaz: los caudillos, fuera de habla, o con poca relación, hasta que el

pesar de la caída volvió a unirlos en el deseo de alzarse de ella; y las emigraciones

aturdidas, recelosas entre sí y tan descontentas de los guías letrados, vueltos harto pronto

a la bandera roja y amarilla, que sólo vieron salud en los que querían volver de rifleros a

la patria. Y la política real, que no se había de ver, fue la de atajar en la milicia, viva y

viril, el desprecio de los “líteros”, indignos cuando con su señorío medroso paran a los

valientes el coraje, y santos cuando con puro amor del país salvan al valor del peligro

grave de ofender a la libertad. La política real fue la de unir, por la nobleza despejada y

continua, las emigraciones que con el abuso o desuso de la autoridad, o el deseo tácito de

ella, quedaron de la guerra como cera propicia a la mano del espía azuzador, o del

renegado que no quiere que los demás vuelvan a la fe, o del celoso que estorba cuanta

grandeza no puede él encabezar, o de la ambición que del aislamiento y de la discordia se

aprovecha. La política real fue la de restaurar en la emigración la fe perdida en los

consejos del pensamiento; la de proteger a los héroes de su impaciencia, y a la patria de

las invasiones parciales fomentadas por sus enemigos; la de impedir entre los emigrados

la batalla de clases que los políticos dormidos, por escasez de previsión y justicia, han

permitido que en la Isla se apasione; la de renovar el alma de Yara, para cuando la tierra

descompuesta tendiese otra vez los brazos a sus hijos; la de salvar a la república

inevitable de los males que se le asomaron en la primera guerra; la de unir la milicia

recelosa, la emigración que le ha de dar pie, y el espíritu de la patria.

La fuerza de esta labor se había de ver cuando convergiesen la angustia desordenada de

la Isla, y la capacidad de la emigración de ordenarse para salvarla. Si al desmoronarse,

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como valla floja que es, la política de represa, no tenía el agua rota cauce por donde

echar la nueva pujanza, vana habría sido la labor sutil, por pobreza incurable de los

materiales de trabajo, o por desidia o incapacidad de los trabajadores. Si al asomar el

peligro, se erguían las emigraciones a arrostrarlo, si se erguían confiadas y fuertes, la

labor no había sido vana.

¡Y en un día se irguieron, sin más mando ni voz que los de su espíritu unificado! Unos

hoy, y otros enseguida, y otros a la vez, disputándose todos la primacía del entusiasmo,

proclaman, con aquel fuego que sólo arde cuando se va a vencer, su determinación de ir,

detrás de la persona de la libertad, a la guerra sin odio por donde se ha de conseguir la

república laboriosa y justiciera; proclaman, ante el pabellón que cobija en sus pliegues al

maestro de la idea y al héroe de la batalla, su poder de fundir la voluntad y el corazón en

el empeño de poner en la vida cuanto aspira en vano en ella a la paz, al decoro y al

trabajo. No con el ceño del conquistador proclama la guerra, sino con los brazos abiertos

para sus hermanos. Así, de la obra de doce años callada e incesante, salió, saneado por

las pruebas, el Partido Revolucionario Cubano.

El es, de espontáneo nacimiento, la grande obra pública. El es, sin más mano personal

que la que echa el hierro hirviente al molde, la revelación de cuanto tiene de sagaz y

generosa el alma cubana. El es, sin el indecoro de la solicitud ni los repartos de la intriga,

la unión visible y conmovedora de cuantos han aprendido a depurar sus pasiones en el

amor piadoso de la libertad. El es la prueba magnífica de que, al mover al sacrificio útil

a la patria que en el sacrificio inútil perece, ni desconoce ni permite el cubano previsor

aquellos peligros por donde la pasión de los nombres o de las personas conturba o

desangra las repúblicas nacientes. El es el ímpetu tierno, de heroico amor, por donde los

corazones abrasados, bajo la guía de la mente fuerte y justa, vuelven, con la lección

sabida, a los días de aurora de nuestra redención. El es el fruto visible de la prudencia y

justicia de la labor de doce años. Y salvará, si se conforma en sus métodos a sus orígenes

y fines, y se pone entero y con cuanto es en su acción: sólo perecerá, y dejará de salvar, si

tuerce o reduce su sublime espíritu.

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EL REMEDIO ANEXIONISTA. PATRIA, 2 de julio de 1892

Un buen oído oye en la sombra los pasos de los tejedores silenciosos, y podría ahora

un buen oído, en las cosas cubanas, notar como un esforzado aleteo, y como una

empeñosa consulta, del lado de los tejedores. Lo cual es un excelente augurio para los

partidarios de la independencia cubana. Cuando los mantenedores de la dominación

española en Cuba, sean nacidos en Cuba o en España, acuden con tesón estéril,

renovando en pequeño los trabajos anexionistas que nunca volverán a tener las

proporciones que un día por otras causas tuvieron,—a reanimar, y tratar de cerca la

solución de la anexión; cuando, con el desmayo de una política que no ha podido

descubrir los medios de realizar lo que se propone, que está gravada con su origen

esclavista y que no cuenta con el poder del sentimiento público, procuran por

gestiones parciales,—sin garantía ni probabilidad de que la gestión pudiera llegar a

comprender los elementos enconados que habrían de unirse en ella,—la alianza del

poder extranjero anexador, que ni por su política interna, ni por el origen esclavista

de la idea de anexión, ni por el mero estado de deseo en que flota en él la idea, puede

condensarla en proyectos prácticos y medios viables antes de que estalle por su

exceso la angustia de la Isla; cuando los enemigos de la guerra de independencia en

Cuba, por el horror y trastornos económicos de la guerra vuelven los ojos a un aliado

extranjero que no ha hallado mas medios hasta hoy para adelantar las vagas

pretensiones de anexión que aconsejarnos el empezar por hacer por la guerra nuestra

independencia; cuando se acude con más viveza que la usual a la política de anexión,

aunque sea por meros tanteos de cautela, de importancia y fuerza totalmente

inferiores a la pasión y urgencia de los problemas de la Isla,—la señal es segura de

que la Isla, aun en lo que tiene de más prudente y tibio, está convencida de la

imposibilidad de hallar acomodo con España, y busca salida de ella. Esta disposición

de ánimo en el país es la que conoce y declara el Partido Revolucionario Cubano; y

puesto que la idea de anexión, como remedio político, no pasa, ni de parte de Cuba ni

de parte de los Estados Unidos, de meros acercamientos, más o menos misteriosos,

entre una decena de personas que la ven con simpatía,—acercamientos que no parece

que puedan llegar, por las hostilidades de la política interna y la vaguedad actual de la

idea en el Norte, y por la resistencia que a su hora se organizaría sin duda dentro y

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fuera de Cuba,—a la realidad compleja y laboriosa de solución política en el término

necesariamente breve en que la Isla, por conservación propia, ha de tentar alguna

solución:—puesto que el remedio anexionista no está,—cuenta aparte de sus muchos

obstáculos,—en el grado de precisión, y madurez necesario para acudir como

solución inmediata al problema inmediato de la Isla,—el deber patente e ineludible de

los cubanos, y del alma de ellos que se mueve hoy con el nombre de Partido

Revolucionario Cubano, es acudir a la solución más preparada y posible, a la solución

popular e histórica, a la solución natural e inevitable a que acude el país a falta de

otra cercana, a la solución que el mismo poder anexador, con frialdad dolorosa,

considera fatal e ineludible para iniciarse en su gracia,—la guerra preliminar de la

independencia. Parece natural hacerla de una vez, si de todos modos tenemos que

hacerla. Luego veremos, con el hecho de habernos levantado en armas en la misma

generación en que sucumbimos, y de haber triunfado si esta prueba plena de

capacidad nacional no altera las únicas bases firmes de la idea anexionista: la

creencia honrada de muchos cubanos en la ineptitud de Cuba para su propia

redención, y la opinión de ruindad constitucional e irredimible incompetencia en que

nos tiene el pueblo de los Estados Unidos, por ignorancia y preocupación, por la

propaganda maligna de los políticos ambiciosos, y por el justo desdén del hombre

libre al esclavo.

De dos fuentes vino en Cuba, limpia una y otra envenenada, la idea de la anexión,

que no ha desaparecido aún, porque al temor piadoso de la guerra se junta en muchos

cubanos la incredulidad en nuestra actitud, fomentada por el fracaso aparente, y no

verdadero, de la guerra; ni está para desaparecer, porque, en la agitación natural y

sana con que se entregará a la libertad, hasta calmar el primer hervor, nuestro pueblo

nuevo, y en el miedo y disgusto con que los hombres autoritarios y los acaudalados

verán el bullicioso bautismo político de una república sincera, la intriga de la anexión

será el recurso continuo de los que prefieran la unión desigual con un vecino que no

cesará de codiciarnos al riesgo de su propiedad o a la mortificación de su soberbia.

Obraría muy de ligero quien creyese que la idea de la anexión, irrealizable e

innecesaria como es, desaparecerá de nuestros problemas por su flojedad esencial,

por la fuerza de nuestros desdenes, o por el brío de nuestra censura. La naturaleza

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impalpable de los fantasmas les permite flotar vagamente, y escapar a la persecución.

La idea de la anexión, por causas naturales y constantes, es un factor grave y continuo

de la política cubana. Hoy con la mejor voluntad de muchos anexionistas sinceros,

demora la independencia;—con lo que sin querer la sirve, como sirve todo lo natural,

porque le da más tiempo a apretar y robustecer sus factores—y entre otras cosas—a

limpiar el debate político del encono innecesario entre hombres que buscan con igual

buena fe, aunque con caracteres de temple diverso, el bien de la patria. Mañana, por

causas menos atendibles de nuestra política interior, perturbará nuestra república,—

con lo que la servirá también, porque el miedo de dar razón a los timoratos o

ambiciosos que nos acusen de ineptitud para el gobierno, moderará los ímpetus de un

país que, en el alboroto de su mayoría, pudiera tratar de ejercitarla con exceso. La

idea de la anexión es un factor político, menos potente hoy que nunca, y destinado a

impotencia permanente; pero como a factor político se le ha de tratar a la vez que se

demuestre su ineficacia, y con el respeto que toda opinión franca merece, porque la

sustenta de buena fe más de un cubano sincero, temeroso de la ineptitud radical en

que a su juicio nos deja la colonia, y confiado por raciocinio singular sin duda, en que

los que hemos de saber gobernarnos como nación, en Estado libre de la Unión

Americana, no sabremos, por el simple hecho de no estar unidos a un pueblo de

carácter y hábitos diversos, gobernamos como nación. Mas el raciocinio, no por

singular deja de ser libre. No inspira respeto ciertamente, sino coraje, el hábito de

servidumbre en algunos hombres tan arraigado que les quita toda confianza en sí, y,

aliado a la soberbia, llévales hasta suponer en los demás la impotencia que en sí

propios reconocen Mueve a impaciencia, y no a respeto, la ignorancia dorada que

niega a nuestra propia familia de pueblos la virtud que por sus mismas culpas se

comprueba; y admira desde el libro impasible la organización y carácter de un país

cuya naturaleza verdadera desconoce. Pero el único modo de quitar razón a los

cubanos, y a los españoles, que de buena fe creen en nuestra incapacidad para el

gobierno propio,—aunque creen en la capacidad tan luego como nos liguemos con un

pueblo diverso del nuestro, y que tiene sobre nuestro país miras distintas de las

nuestras, miras de factoría y de pontón estratégico,—es demostrarles, con nuestra

organización y victoria, que no todos los cubanos se contentan con fiar a Cuba al

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capricho del azar, o a la política de espera de una república que se declara ya

agresiva, y nos comprende, como puesto de defensa necesaria, en su plan de agresión:

que los cubanos saben disponer a tiempo el remedio inmediato a un mal inmediato,—

la guerra generosa de independencia en un país que está abocado a ella en todos los

instantes, y cuya angustia urgente no le da tiempo a esperar que se pongan de

acuerdo, en Cuba y en los Estados Unidos, los elementos anexionistas cuya energía

ha llegado solamente, en medio siglo de trabajo, a enviar a Cuba una expedición

infeliz en los días en que la mayoría esclavista de los Estados Unidos necesitaba un

Estado más que asegurase el poder político vacilante de los mantenedores de la

esclavitud.

AL GENERAL MÁXIMO CÓMEZ

Santiago de los Caballeros, Santo Domingo

13 de Septiembre de 1892

Sr. Mayor General del Ejército

Libertador de Cuba

Máximo Gómez

Señor Mayor General:

El Partido Revolucionario Cubano, que continúa, con su mismo espíritu de creación

[redención] y equidad, la República donde acreditó Vd. su pericia y su valor, y es la

opinión unánime de cuanto hay de visible del pueblo libre cubano, viene hoy a rogar

a Vd., previa meditación y consejos suficientes, que repitiendo [renovando] su [el]

sacrificio ayude a la revolución como encargado supremo del ramo de la guerra, a

organizar dentro y fuera de la Isla el ejército libertador que ha de poner a Cuba, y a

Puerto Rico con ella, en condición de realizar, con métodos ejecutivos y espíritu

republicano, el [su] deseo manifiesto y legítimo de su independencia.

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Si el Partido Revolucionario Cubano fuese una mera intentona, o serie de ellas, que

desatase sobre el sagrado suelo de la patria una guerra tenebrosa, sin composición

bastante ni fines de desinterés, o una campaña rudimentaria que pretendiese resolver

con las ideas vagas y el valor ensoberbecido los problemas complicados de ciencia

política de un pueblo donde se reunen, entre vecinos codiciados o peligrosos, todas

las crudezas de la civilización y todas las capacidades y perfecciones;—si fuese una

revolución incompleta, de más adorno [palabras] que alma, que en el roce natural y

sano con los elementos burdos que ha de redimir, vacilara o se echase atrás, por

miedo a las consecuencias naturales y necesarias de la redención, o por el puntillo

desdeñoso de una inhumana y punible superioridad;—si fuese una revolución

falseada, que por el deseo de predominio o el temor a la sana novedad o trabajo

directo de una república naciente, se disimulase bajo el lema santo de la

independencia, a fin de torcer, con el influjo ganado por él, las fuerzas reales de la

revolución, y contrariar, con una política sinuosa y parcial, sin libertad y sin fe, la

voluntad democrática y composición equitativa de los elementos confusos e

impetuosos del país;—si fuese un ensayo imperfecto, o una recaída histórica, o el

empeño novel del apetito de renombre, o la empresa inoportuna del hervismo

fanático,—no tendría derecho el Partido Revolucionario Cubano a solicitar el

concurso de un hombre cuya gloria merecida, en la prueba larga y real de las virtudes

más difíciles, no puede contribuir a llevar al país más conflictos que remedios, ni a

arrojarlo en una guerra de mero sentimiento o destrucción, ni a estorbar y corromper,

como en otras y muy tristes ocasiones históricas, la revolución piadosa y radical que

animó a los héroes de la guerra de Yara, y le anima a Vd., hoy como ayer, la idea y el

brazo.

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Pero como el Partido Revolucionario Cubano, arrancando del conocimiento sereno de

los elementos varios y alterados de la situación de Cuba, y del deseo de equilibrarlos

en la cordialidad y la justicia, es aquella misma revolución decisiva, que al deseo de

constituir un pueblo próspero con el carácter libre, une ya, por las lecciones [pruebas]

de la experiencia, la pericia requerida para su ordenación y gobernación;—corno el

Partido Revolucionario Cubano, en vez de fomentar la idea culpable de caer con una

porción de cubanos contra la voluntad declarada de los demás, y la odiosa ingratitud

de desconocer la abnegación conmovedora, y el derecho de padres de los fundadores

de la primera república, es la unión, sentida e invencible, de los hijos de la guerra con

sus héroes, de los cubanos de la Isla con los que viven fuera de ella, de todos los

necesitados de justicia en la Isla, hayan nacido en ella o no, de todos los elementos

revolucionarios del pueblo cubano, sin distingos peligrosos ni reparos mediocres, sin

alardes de amo ni prisas de liberto, sin castas ni comarcas,—puede el Partido

Revolucionario Cubano confiar en la aceptación de Vd., porque es digno de sus

consejos y de su renombre. [su consejo y renombre.]

La situación confusa del país, y su respuesta bastante a nuestras preguntas, allí donde

no ha surgido la solicitud vehemente de nuestro auxilio; nos dan derecho, como

cubanos que vivimos en libertad, a reunir enseguida, y mantener dispuestos, en

acuerdo con los de la Isla, los elementos con que podamos favorecer la decisión del

país. Entiende el Partido que está ya en guerra, así como que estamos ya en república,

y procura sin ostentación ni intransigencia innecesaria, ser fiel a la una y a la otra.

Entiende que debe reunir, y reune, los medios necesarios para la campaña inevitable,

y para sostenerla con empuje; y que,—luego que tenemos la honrada convicción de

que el país nos desea y nos necesita, y de que la opinión pública aprueba los

propósitos a que no podríamos faltar sin delito, y que no debemos propagar si no los

hemos de cumplir,—es el deber del Partido tener en pie de combate su organización,

reducir a un plan seguro y único todos sus factores, levantar sin demora todos los

recursos necesarios para su acometimiento, y reforzarlos sin cesar, y por todas partes,

después de la acometida.—Y al solicitar su concurso, señor Mayor General, esta es la

obra viril que el Partido le ofrece.

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Yo ofrezco [invito] a Vd., sin temor de negativa, [a] este nuevo trabajo, hoy que no

tengo más remuneración que brindarle [para ofrecerle] que el placer del sacrificio y la

ingratitud probable de los hombres. El tesón con que un militar de su pericia,—una

vez que a las causas pasadas de la tregua sustituyen las causas constantes de la

revolución, y el conocimiento de sus yerros remediables,—mantiene la posibilidad de

triunfar allí donde se fue ayer vencido; y la fe inquebrantable de Vd. en la capacidad

del cubano para la conquista de su libertad y la práctica de las virtudes con que se le

ha de mantener en la victoria, son prueba sobrada [pruebas suficientes] de que no nos

faltan los medios de combate, ni la grandeza de corazón, sin la cual cae, derribada o

desacreditada, la guerra más justa. Vd. conoció, hombre a hombre a aquellos héroes

incansables. [inmortales.] Vd. vio nublarse la libertad, sin perder por eso la fe en la

luz del sol. Vd. conoció y practicó aquellas virtudes que fingen desdeñar, [afectan

ignorar] o afean de propósito, los que así creen que alejan el peligro de verse

obligados, de nuevo o por segunda vez, a [o] imitarlas, y que sólo niegan los que en

la estrechez de su corazón no pueden concebir mayor anchura, o los soberbios que

desconocen en los demás el mérito de que ellos mismos no se sienten capaces. Vd.,

que vive y cría a los suyos en la pasión de la libertad cubana, ni puede, por un amor

insensato de la destrucción y de la muerte, abandonar el retiro respetado y el amor de

su ejemplar familia, ni puede negar la luz de su consejo, y su enérgico trabajo, a los

cubanos que, con su misma alma de raíz, quieren asegurar la independencia

amenazada de las Antillas y el equilibrio y porvenir de la familia de nuestros pueblos

en América.

Los tiempos grandes requieren grandes sacrificios; y yo vengo confiado a pedir

[rogar] a Vd. que deje en manos de sus hijos nacientes y de su compañera

abandonada la fortuna que les está levantando con rudo trabajo, para ayudar a Cuba a

conquistar su libertad, con riesgo de la muerte: vengo a pedirle que cambie el orgullo

de su bienestar y la paz gloriosa de su descanso por los azares de la revolución, y la

amargura de la vida consagrada al servicio de los hombres. Y yo no dudo, señor

Mayor General, que el Partido Revolucionario Cubano, que es hoy cuanto hay de

visible de la revolución en que Vd. sangró y triunfó, obtendrá sus servicios en el ramo

que le ofrece, a fin de ordenar, con el ejemplo de su abnegación y su pericia

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reconocida, la guerra republicana que el Partido está en la obligación de preparar, de

acuerdo con la Isla, para la libertad y el bienestar de todos sus habitantes, y la

independencia definitiva de las Antillas.

Y en cuanto a mí, Señor Mayor General, por el término en que esté sobre mí la

obligación que me ha impuesto el sufragio cubano, no tendré mayor orgullo que la

compañía y el consejo de un hombre que no se ha cansado de la noble desdicha, y se

vio día a día durante diez años en frente de la muerte, por defender la redención del

hombre en la libertad de la patria.

Patria y Libertad.

El Delegado

JOSÉ MARTÍ

EL TERCER AÑO DEL PARTIDO REVOLUCIONARIO CUBAN0

EL ALMA DE LA REVOLUCIÓN, Y EL DEBER DE CUBA EN AMÉRICA.

Patria, 17 de abril de 1894

Por el voto individual y directo de todos sus miembros entra, con sus funcionarios

electos, en su tercer año de labor la empresa, americana por su alcance y espíritu, de

fomentar con orden y auxiliar con todos sus elementos reales—por formas que con el

desembarazo de la energía ejecutiva combinan la plenitud de la libertad individual—

la revolución de Cuba y Puerto Rico para su independencia absoluta. Bello es, en el

desorden consiguiente a una larga e infortunada emigración, ver unirse en una obra

voluntaria y disciplinada de pensamiento activo a los hombres, de todas condiciones

y grados de fortuna, de la guerra y del destierro, de los países lejanos y del Norte

triunfante sobre la desidia y desaliento que le vienen del continuo trato con la

infelicidad de Cuba: y todos, de Jamaica a Chicago, reiterar a su patria, con su

confirmación libre del partido de la independencia, la promesa de preparar por ella en

el destierro la redención que ella no puede preparar en el miedo, el desmayo y la

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pasión de su esclavitud. Bello es ver confundirse en el ejercicio de un santo derecho a

los elementos diversos de un pueblo del que sus propios hijos, por ignorancia o

soberbia, a veces injustamente desconfían; y levantar, ante los corazones caídos, esta

prueba de la eficacia del trabajo constante y del trato justiciero en las almas que deja

inseguras y torvas la parricida tiranía. Pero sería complacencia vana la de ese

espectáculo indudablemente hermoso, y funesta fatiga la de ordenar un entusiasmo

ciego y temible, si no fuesen raíz y poder del organismo revolucionario el

conocimiento sereno de la realidad de la patria, en cuanto tiene de vicio y de virtud, y

la disposición sensata a acomodar las formas del pueblo naciente a los estados

graduales, y la verdad actual y local, de la libertad que trabaja y triunfa. Bella es la

acción unida del Partido Revolucionario Cubano, por la dignidad, jamás lastimada

con intrigas ni lisonjas ni súplicas, de los miembros que lo componen y las

autoridades que se han dado,—por la equidad de sus propósitos confesos, que no ven

la dicha del país en el predominio de una clase sobre otra en un país nuevo, sin el

veneno y rebajamiento voluntario que va en la idea de clases, sino en el pleno goce

individual de los derechos legítimos del hombre, que sólo pueden mermarse con la

desidia o exceso de los que los ejerciten,—y por la oportunidad, ya a punto de

perderse, con que las Antillas esclavas acuden a ocupar su puesto de nación en el

mundo americano, antes de que el desarrollo desproporcionado de la sección más

poderosa de América convierta en teatro de la codicia universal las tierras que pueden

ser aún el jardín de sus moradores, y como el fiel del mundo.

A su pueblo se ha de ajustar todo partido público, y no es la política más, o no ha de

ser, que el arte de guiar, con sacrificio propio, los factores diversos u opuestos de un

país de modo que, sin indebido favor a la impaciencia de los unos ni negación

culpable de la necesidad del orden en las sociedades—sólo seguro con la abundancia

del derecho—vivan sin choque, y en libertad de aspirar o de resistir, en la paz

continua del derecho reconocido, los elementos varios que en la patria tienen título

igual a la representación y la felicidad. Un pueblo no es la voluntad de un hombre

solo, por pura que ella sea, ni el empeño pueril de realizar en una agrupación humana

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el ideal candoroso de un espíritu celeste, ciego graduado de la universidad

bamboleante de las nubes. De odio y de amor, y de más odio que amor, están hechos

los pueblos; sólo que el amor, como sol que es, todo lo abrasa y funde; y lo que por

siglos enteros van la codicia y el privilegio acumulando, de una sacudida lo echa

abajo, con su séquito natural de almas oprimidas, la indignación de un alma piadosa.

Con esas dos fuerzas: el amor expansivo y el odio represor—cuyas formas públicas

son el interés y el privilegio—se van edificando las nacionalidades. La piedad hacia

los infortunados, hacia los ignorantes y desposeídos, no puede ir tan lejos que

encabece o fomente sus errores. El reconocimiento de las fuerzas sordas y malignas

de la sociedad, que con el nombre de orden encubren la rabia de ver erguirse a los

que ayer tuvieron a sus pies, no puede ir hasta juntar manos con la soberbia

impotente, para provocar la ira segura de la libertad poderosa. Un pueblo es

composición de muchas voluntades, viles o puras, francas o torvas, impedidas por la

timidez o precipitadas por la ignorancia. Hay que deponer mucho, que atar mucho,

que sacrificar mucho, que apearse de la fantasía, que echar pie a tierra con la patria

revuelta, alzando por el cuello a los pecadores, vista el pecado paño o rusia: hay que

sacar de lo profundo las virtudes, sin caer en el error de desconocerlas porque vengan

en ropaje humilde, ni de negarlas porque se acompañen de la riqueza y la cultura. El

peligro de nuestra sociedad estaría en conceder demasiado al empedernido espíritu

colonial, que quedará hoceando en las raíces mismas de la república, como si el

gobierno de la patria fuese propiedad natural de los que menos sacrifican por servirla,

y más cerca están de ofrecerla al extranjero, de comprometer con la entrega de Cuba a

un interés hostil y desdeñoso, la independencia de las naciones americanas:—y otro

peligro social pudiera haber en Cuba: adular, cobarde, los rencores y confusiones que

en las almas heridas o menesterosas deja la colonia arrogante tras sí, y levantar un

poder infame sobre el odio o desprecio de la sociedad democrática naciente a los que,

en uso de su sagrada libertad, la desamen o se le opongan. A quien merme un

derecho, córtesele la mano, bien sea el soberbio quien se lo merme al inculto, bien

sea el inculto quien se lo merme al soberbio. Pero esa labor será en Cuba menos

peligrosa, por la fusión de los factores adversos del país en la guerra saneadora; por la

dignidad que en las amistades de la muerte adquirió el liberto ante su señor de ayer;

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por la peculiar levadura social que, aparte de la obra natural del país, llevarán a la

república las masas de campesinos y esclavos emigrados, que, a mano con doctores y

ricos de otros días y próceres de la revolución, han vivido, tras veinticinco años de

trabajar y de leer, y de hablar y oír hablar, como en ejercicio continuo y consciente de

la capacidad del hombre en la república. Y mientras una porción reacia e ineficaz, la

porción menos eficaz, del señorío cubano antiguo, se acorrala, injusta y repulsiva,

contra este pueblo nuevo de cultura y virtud, de mentes libres y manos creadoras, otra

porción del señorío cubano, mucho más poderosa que aquélla, ha vivido dentro de la

masa revuelta, ha conocido y guiado su capacidad, ha trabajado mano a mano con

ella, se ha hecho amar de la masa, y es amado: ¡y hoy rodaría por tierra, mente a

mente, mucho menguado leguleyo que le negase la palabra superior a mucho hijo de

esta alma-madre del trabajo y la naturaleza! En Cuba no hay duelo entre un señorío

desdentado y napolitano y el país, de suyo tan moderado como desigual, en que, con

la pura esperanza de la libertad suficiente, se reúnen por el respeto del esfuerzo

común, los hombres del campo y de la esclavitud y del oficio pobre, conscientes ya

de sus derechos y del riesgo de exagerarlos, con todo lo que hay de útil y viril, de

fundador y de piadoso, en el antiguo señorío cubano. Del alma cubana arranca,

decisivo, el deseo puro de entrar en una vida justa, y de trabajo útil, sobre la tierra

saneada con sus muertos, amparada por las sombras de sus héroes, regada con los

caudales de su llanto. La esperanza de una vida cordial y decorosa anima hoy por

igual a los prudentes del señorío de ayer, que ven peligro en el privilegio inmerecido

de los hombres nulos,—y a los cubanos de humilde estirpe, que en la creación de sí

propios se han descubierto una invencible nobleza. Nada espera el pueblo cubano de

la revolución que la revolución no pueda darle. Si desde la sombra entrase en ligas,

con los humildes o con los soberbios, sería criminal la revolución, e indigna de que

muriésemos por ella. Franca y posible, la revolución tiene hoy la fuerza de todos los

hombres previsores, del señorío útil y de la masa cultivada, de generales y abogados,

de tabaqueros y guajiros, de médicos y comerciantes, de amos y de libertos. Triunfará

con esa alma, y perecerá sin ella. Esa esperanza, justa y serena, es el alma de la

revolución. Con equidad para todos los derechos, con piedad para todas las ofensas,

con vigilancia contra todas las zapas, con fidelidad al alma rebelde y esperanzada que

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la inspira, la revolución no tiene enemigos, porque España no tiene más poder que el

que le dan, con la duda que quieren llevar a los espíritus, con la adulación ofensiva e

insolente a las preocupaciones que suponen o halagan en nuestros hombres de

desinterés y grandeza, los que, so capa de amar la independencia de su país,

aborrecen a cuantos la intentan, y procuran, para cuando no la puedan evitar, ponerse

de cabeza, dañina y estéril, de los sacrificios que ni respetan ni comparten. Para andar

por un terreno, lo primero es conocerlo. Conocemos el terreno en que andamos. Nos

sacarán a salvo por él la lealtad a la patria que en nosotros ha puesto su esperanza de

libertad y de orden,—y la indulgencia vigilante, para los que han demostrado ser

incapaces de dar a la rebelión de su patria energía y orden. Sea nuestro lema: libertad

sin ira.

Nulo sería, además, el espectáculo de nuestra unión, la junta de voluntades libres del

Partido Revolucionario Cubano, si, aunque entendiese los problemas internos del

país, y lo llagado de él y el modo con que se le cura, no se diera cuenta de la misión,

aún mayor, a que lo obliga la época en que nace y su posición en el crucero universal.

Cuba y Puerto Rico entrarán a la libertad con composición muy diferente y en época

muy distinta, y con responsabilidades mucho mayores que los demás pueblos

hispanoamericanos. Es necesario tener el valor de la grandeza: y estar a sus deberes.

De frailes que le niegan a Colón la posibilidad de descubrir el paso nuevo está lleno

el mundo, repleto de frailes. Lo que importa no es sentarse con los frailes, sino

embarcarse en las carabelas con Colón. Y ya se sabe del que salió con la banderuca a

avisar que le tuviesen miedo a la locomotora,—que la locomotora llegó, y el de la

banderuca se quedó resoplando por el camino: o hecho pulpa, si se le puso en frente.

Hay que prever, y marchar con el mundo. La gloria no es de los que ven para atrás,

sino para adelante.—No son meramente dos islas floridas, de elementos aún

disociados, lo que vamos a sacar a luz, sino a salvarlas y servirlas de manera que la

composición hábil y viril de sus factores presentes, menos apartados que los de las

sociedades rencorosas y hambrientas europeas, asegure, frente a la codicia posible de

un vecino fuerte y desigual, la independencia del archipiélago feliz que la naturaleza

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puso en el nudo del mundo, y que la historia abre a la libertad en el instante en que

los continentes se preparan, por la tierra abierta, a la entrevista y al abrazo. En el fiel

de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de

una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle

el poder,—mero fortín de la Roma americana;—y si libres—y dignas de serlo por el

orden de la libertad equitativa y trabajadora—serían en el continente la garantía del

equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del

honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio—por

desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles—hallará más segura grandeza

que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con

la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo.

—No a mano ligera, sino como con conciencia de siglos, se ha de componer la vida

nueva de las Antillas redimidas. Con augusto temor se ha de entrar en esa grande

responsabilidad humana. Se llegará a muy alto, por la nobleza del fin; o se caerá muy

bajo, por no haber sabido comprenderlo. Es un mundo lo que estamos equilibrando:

no son sólo dos islas las que vamos a libertar. ¡Cuán pequeño todo, cuán pequeños los

comadrazgos de aldea, y los alfilerazos de la vanidad femenil, y la nula intriga de

acusar de demagogia, y de lisonja a la muchedumbre, esta obra de previsión

continental, ante la verdadera grandeza de asegurar, con la dicha de los hombres

laboriosos en la independencia de su pueblo, la amistad entre las secciones adversas

de un continente, y evitar, con la vida libre de las Antillas prósperas, el conflicto

innecesario entre un pueblo tiranizador de América y el mundo coaligado contra su

ambición! Sabremos hacer escalera hasta la altura con la inmundicia de la vida. Con

la mirada en lo alto, amasaremos, a sangre sana, a nuestra propia sangre, esta vida de

los pueblos, hecha de la gloria de la virtud, de la rabia de los privilegios caídos, del

exceso de las aspiraciones justas. La responsabilidad del fin dará asiento al pueblo

cubano para recabar la libertad sin odio, y dirigir sus ímpetus con la moderación. Un

error en Cuba, es un error en América, es un error en la humanidad moderna. Quien

se levanta hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos. Ella, la santa patria,

impone singular reflexión; y su servicio, en hora tan gloriosa y difícil, llena de

dignidad y majestad. Este deber insigne, con fuerza de corazón nos fortalece, como

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perenne astro nos guía, y como luz de permanente aviso saldrá de nuestras tumbas.

Con reverencia singular se ha de poner mano en problema de tanto alcance, y honor

tanto. Con esa reverencia entra en su tercer año de vida, compasiva y segura, el

Partido Revolucionario Cubano, convencido de que la independencia de Cuba y

Puerto Rico no es sólo el medio único de asegurar el bienestar decoroso del hombre

libre en el trabajo justo a los habitantes de ambas islas, sino el suceso histórico

indispensable para salvar la independencia amenazada de las Antillas libres, la

independencia amenazada de la América libre, y la dignidad de la república

norteamericana. ¡Los flojos, respeten: los grandes, adelante! Esta es tarea de grandes.

ORDEN DE ALZAMIENTO

AL CIUDADANO JUAN GUALBEBTO COMEZ, Y EN EL

A TODOS LOS GRUPOS DE OCCIDENTE (29 de enero de 1895)

En vista de la situación propicia y ordenada de los elementos revolucionarios de

Cuba,—de la demanda perentoria de algunos de ellos, y el aviso reiterado de peligro

de la mayoría de ellos,—y de las medidas tomadas por el exterior para su

concurrencia inmediata y ayuda suficiente:—y luego de pesar los detalles todos de la

situación, a fin de no provocar por una parte con esperanzas engañosas o ánimo débil

una rebelión que después fuera abandonada o mal servida, ni contribuir por la otra

con resoluciones tardías a la explosión desordenada de la rebelión inevitable,—los

que suscriben, en representación el uno del Partido Revolucionario Cubano, y el otro

con autoridad y poder expresos del General en Jefe electo, General Máximo Gómez,

para acordar y comunicar en su nombre desde New York todas las medidas

necesarias, de cuyo poder y autoridad da fe el Comandante Enrique Collazo, que

también suscribe,—acuerdan comunicar a Vd. las resoluciones siguientes:

I.—Se autoriza el alzamiento simultáneo, o con la mayor simultaneidad posible, de

las regiones comprometidas, para la fecha en que la conjunción con la acción del

exterior será ya fácil y favorable, que es durante la segunda quincena, no antes, del

mes de febrero.

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II.—Se considera peligroso, y de ningún modo recomendable, todo alzamiento en

Occidente que no se efectúe a la vez que los de Oriente, y con los mayores acuerdos

posibles en Camagüey y las Villas.

III.—Se asegura el concurso inmediato de los valiosos recursos ya adquiridos, y la

ayuda continua e incansable del exterior, de que los firmantes son actores o testigos,

y de que con su honor dan fe, en la certidumbre de que la emigración entusiasta y

compacta tiene hoy la voluntad y capacidad de contribuir a que la guerra sea activa y

breve.

Actuando desde este instante en acuerdo con estas resoluciones, tomadas en virtud de

las demandas expresas y urgentes de la Isla, del conocimiento de las condiciones

revolucionarias de adentro y fuera del país, y de la determinación de no consentir

engaño o ilusión en medidas a que ha de presidir la más desinteresada vigilancia por

las vidas de nuestros compatriotas y la oportunidad de su sacrificio, firmamos

reunidos estas resoluciones en New York, a 29 de enero de 1895.

En nombre del Gral. Gómez

JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ

El Delegado del P.R.C.

JOSÉ MARTÍ

ENRIQUE COLLAZO

EL MANIFIESTO DE MONTECRISTI

EL PARTIDO REVOLUCIONARIO CUBANO

A CUBA

La revolución de independencia, iniciada en Yara después de [s] preparación gloriosa

y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra, en virtud del orden y

acuerdos del Partido Revolucionario en el extranjero y en la Isla, y de la ejemplar

congregación en él de todos los elementos consagrados al saneamiento y

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emancipación del país, para bien de América y del mundo; y los representantes

electos de la revolución que hoy se confirma, [sus títulos] reconocen y acatan su

deber,—sin usurpar el acento y las declaraciones sólo propias de la majestad de la

república constituida,—de repetir ante la patria, que no se [debe] ha de ensangrentar

sin razón, ni sin justa esperanza de triunfo los propósitos precisos, hijos del juicio y

ajenos a la venganza, con que se ha compuesto, y llegará a su victoria racional, la

guerra inextinguible que hoy lleva a los combates, en conmovedora y prudente

democracia, los elementos todos de la sociedad de Cuba.

La guerra no es, en el concepto sereno de los que aún hoy la representan, y de la

revolución pública y responsable que los eligió el insano triunfo de un partido cubano

sobre otro, o la humillación siquiera de un grupo equivocado de cubanos; sino la

demostración solemne de la voluntad de un país harto probado [para lanzarse a la

ligera, viva aún la herida de] en la guerra anterior [,] para lanzarse a la ligera en m

conflicto sólo [enca] terminable por la victoria o el sepulcro, sin causas bastante

profundas para sobreponerse a las cobardías humanas y a sus [hábiles] varios

disfraces, y sin determinación tan respetable [,]—por ir firmada por la muerte [,]—

que debe imponer silencio a aquellos cubanos menos venturosos que no se sienten

poseídos de igual fe en las capacidades de su pueblo ni de valor igual con que

emanciparlo de su [infamia] servidumbre.

La guerra no es la tentativa caprichosa de una independencia más temible que útil,

que sólo tendrían derecho a demorar o condenar los que mostrasen la virtud y el

propósito de conducirla a otra más viable y segura, y que no debe en verdad apetecer

un pueblo que no la pueda sustentar; sino el producto disciplinado de la resolución de

hombres enteros que en el reposo de la experiencia se han decidido a encarar otra vez

los peligros que conocen, y de la congregación cordial de los cubanos de más diverso

origen, convencidos de que en la conquista de la libertad se adquieren mejor que en el

abyecto abatimiento las virtudes necesarias para mantenerla.

La guerra no es contra el español, que, en el seguro de sus hijos y en el acatamiento a

la patria que se ganen podrá[n] gozar respetado [s], y aun amado[s], de la libertad que

sólo arrollará a los que le salgan, imprevisores, al camino. Ni del desorden, ajeno a la

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moderación probada del espíritu de Cuba, será cuna la guerra; ni de la tiranía.—Los

que la fomentaron, y pueden aún llevar su voz, declaran en nombre de ella ante la

patria su limpieza de todo odio,—su indulgencia fraternal para con los cubanos

tímidos o equivocados, su [respeto] radical respeto al decoro del hombre, nervio del

combate y [sostén de] cimiento de la república,—su certidumbre de la aptitud de la

guerra para ordenarse de modo que contenga [a la vez] la redención que la inspira, la

relación en que un pueblo debe vivir con los demás, y la realidad que la guerra es,—y

su terminante voluntad de respetar, y hacer que se respete, al español neutral y

honrado, en la guerra y después de ella, y de ser piadosa con el arrepentimiento, e

inflexible sólo con el vicio, el crimen y la inhumanidad.—En la guerra que se ha

reanudado en Cuba no ve la revolución las causas del júbilo que pudiera embargar al

heroísmo irreflexivo, sino las responsabilidades que deben preocupar a los

fundadores de pueblos.

Éntre Cuba en la guerra con la plena seguridad, inaceptable sólo a los cubanos

sedentarios y parciales, de la competencia de sus hijos para obtener el triunfo, por la

energía de la revolución pensadora y magnánima, y de la capacidad de los cubanos,

cultivada en diez años primeros de fusión sublime, y en las prácticas modernas del

gobierno y el trabajo, [de los pueblos,] para salvar la patria desde su raíz de los

desacomodos y tanteos, necesarios al principio del siglo, sin comunicaciones y sin

preparación en las repúblicas feudales o teóricas de Hispano-América. Punible

ignorancia o alevosía fuera desconocer las causas a menudo gloriosas [,] y ya

generalmente redimidas, de los trastornos americanos, venidos del [anhelo] error de

ajustar a moldes extranjeros; de [extrema idea o] [teoría incierta, teoría o ] [teoría de

mera] dogma incierto o mera relación [local, accidental en] a su lugar de origen, la

realidad ingenua de los países que [sólo conocían] conocían sólo de las libertades el

ansia que las conquista y la soberanía que se gana por pelear por ellas. La

concentración de la cultura meramente literaria en las capitales; el erróneo apego de

las repúblicas [a] a las [rango] costumbres señoriales de la colonia; la creación de

caudillos rivales consiguiente al trato receloso e imperfecto de las [regiones]

comarcas apartadas; la condición rudimentaria de la única industria, agrícola o

ganadera; y el abandono y desdén [punible] de la [s] fecunda [s] raza [s] indígena [s]

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en las disputas de [dogma] credo o localidad [nacidas de] que esas causas [nacían del

de] de los trastornos en los pueblos de América mantenían,—no son, de ningún modo

los problemas de la [nacional] sociedad cubana. Cuba vuelve a la guerra con un

pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno; o de cultura

mucho mayor, en lo más [bisoño de sus huestes] humilde de él, que las masas llaneras

o indias con que, a la voz de los héroes primados de la emancipación, se mudaron de

hatos en naciones las silenciosas colonias de América; y en el crucero del mundo, al

servicio de [a] la guerra, y a la fundación de [a] la nacionalidad le vienen a Cuba, del

trabajo creador y conservador en los pueblos más hábiles del orbe, [los] y del propio

esfuerzo en la persecución y miseria del país, los hijos lúcidos, magnates o siervos,

que de la época primera de acomodo, ya vencida, entre los componentes

heterogéneos de la nación cubana, salieron a preparar, o—en la misma Isla

continuaron preparando, con su propio perfeccionamiento, el de la nacionalidad a que

concurren hoy con la [inmediata utilidad] firmeza de sus personas [útiles] laboriosas,

y [la] el seguro de su educación republicana. El civismo de sus guerreros; [la pericia

práctica de sus pensadores] [realidad] [la aspiración y la cultura] el cultivo y

benignidad de sus artesanos; [y sus hábitos políticos] el empleo real y moderno de un

número vasto de sus inteligencias y riquezas; la peculiar moderación del campesino

sazonado en el destierro y en la guerra; el trato íntimo y diario, y rápida e inevitable

unificación de las diversas secciones del país; [el] la [recip] admiración recíproca de

las virtudes [comu] iguales entre los cubanos que de las [diferencia] [distinciones]

diferencias de la esclavitud pasaron a la hermandad del sacrificio; y la benevolencia y

aptitud crecientes del liberto, superiores a [ese] los raros ejemplos de su desvío o

encono,—aseguran a Cuba, sin lícita ilusión, un porvenir en que las condiciones de

asiento, y del trabajo [feraz] inmediato de un pueblo feraz en la [nacionalidad]

república justa, excederán a las de disociación y parcialidad provenientes de la pereza

o arrogancia que la guerra a veces cría, del rencor [provocativo] [agresivo] ofensivo

de una minoría de amos caída de sus privilegios; de la censurable premura con que

una minoría aún invisible de libertos descontentos pudiera aspirar, con violación

funesta del [la naturaleza y] albedrío y [de los demás hombres, y de la] naturaleza

humanos, al respeto social que sola y seguramente ha de venirles de la igualdad

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probada en [la virtud y la cultura] las [sentimientos] virtudes y talentos; y de la súbita

desposesión, en gran parte de los pobladores letrados de [los] las ciudades, de la

suntuosidad o abundancia relativa [que les venía viene venía] [hoy] que hoy les viene

de las gabelas inmorales y fáciles de la colonia, y de los oficios que habrán de

desaparecer con la libertad.—Un pueblo libre, en el trabajo abierto a todos, enclavado

a las bocas del [mundo] universo rico e industrial, sustituirá sin [dificultad] obstáculo,

y con ventaja, después de una guerra inspirada en la más pura [ideal de] abnegación,

y mantenida conforme a ella, al pueblo avergonzado [y miserable] donde el bienestar

sólo se obtiene a cambio de la complicidad expresa o tácita con la tiranía de los

extranjeros [famélicos] menesterosos que los desangran y corrompen. No dudan de

Cuba, ni de sus aptitudes para obtener y gobernar su [la] independencia, los que en el

heroísmo de la muerte y en el de la fundación [silenciosa] callada de la patria, [han

visto] ven resplandecer de continuo, en grandes y en pequeños, las dotes de concordia

y sensatez sólo [imperceptibles] inadvertibles para los que, fuera del alma real [de

Cuba, juzga de su patria, en la] de su país, lo juzgan, en el arrogante concepto de sí

propios, sin más poder de rebeldía y creación que el que asoma tímidamente en la

servidumbre [y culpa] de sus quehaceres coloniales.

De otro temor quisiera acaso valerse hoy, [en Cuba] so pretexto de [alta] prudencia,

la cobardía: el temor insensato; y jamás en Cuba justificado, a la raza negra. La

revolución, con su carga de mártires, y de guerreros subordinados y generosos,

desmiente indignada, como desmiente la larga prueba de la emigración y de la tregua

en [Cuba] la isla, la tacha de amenaza de la raza negra con que se quisiese

inicuamente levantar, [en Cuba] por los beneficiarios del régimen de España, el

miedo a la [consecuencias desordenadas de la] revolución. Cubanos hay ya en Cuba

[olvidados] de uno y otro color, olvidados para siempre—con la guerra [de la

libertad] emancipadora y el trabajo [en que) donde unidos se gradúan—del odio en

que los pudo dividir la esclavitud. La novedad y aspereza [tropiezo] de las relaciones

sociales, consiguientes a la mudanza súbita del hombre ajeno en propio, son menores

que la sincera estimación del cubano blanco por el alma igual, la afanosa cultura, [el

evangélico amor de libertad] el fervor de hombre libre, y el amable carácter de su

compatriota negro. Y si a la raza le naciesen demagogos inmundos, o almas

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[vehementes] ávidas cuya impaciencia propia azuzase la de su color, o en quienes se

convirtiera en injusticia con los demás la piedad por los suyos,—con su

agradecimiento y su cordura, y su amor a la patria, con su convicción de la necesidad

de desautorizar por la prueba patente de la inteligencia y la virtud del cubano negro la

opinión que aún reine de su [ineptitud] incapacidad para ellas, y con la posesión de

todo lo real del derecho humano, y el consuelo y la fuerza de la [ferviente] estimación

cuanto en los cubanos blancos hay de justo y generoso, la misma raza extirparía en

Cuba el peligro negro, sin que tuviera que [temblar de miedo con su] alzarse a él una

sola mano blanca. La revolución lo sabe, y lo proclama: la emigración lo proclama

también. Allí no tiene el cubano negro escuelas de ira, como no tuvo en la guerra una

sola culpa de ensoberbecimiento indebido o de insubordinación. En sus hombros

anduvo segura la república a que no atentó jamás. Sólo los que odian al negro ven en

el negro odio; y los que con [ese] semejante miedo injusto traficasen, para sujetar,

con [negro] inapetecible oficio, las manos que pudieran erguirse a expulsar de la

tierra cubana al ocupante corruptor. [e inútil de la tierra cubana].

En los habitantes españoles de Cuba, en vez de la deshonrosa ira de la primer guerra,

espera hallar la revolución, que ni lisonjea ni teme, tan [justa] afectuosa neutralidad o

tan veraz ayuda, que por ellas vendrán a ser [no la] la guerra más breve, [menos] sus

desastres menores, y más fácil y amiga la paz en que han de vivir juntos padres e

hijos. Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los españoles la

terminaremos. No [los] nos maltraten, y no se les maltratará. Respeten, y se les

respetará. Al acero responda el acero, y la amistad a la amistad. En el pecho antillano

no hay odio; y el cubano saluda en la muerte al [bravo] español a quien la crueldad

del ejercicio forzoso arrancó de su [hogar] casa y su terruño para venir a asesinar en

pechos de hombre la libertad que él mismo ansía. Más que saludarlo en la muerte,

quisiera la revolución acogerlo en vida; y la república será tranquilo hogar para

cuantos españoles de trabajo y honor gocen en ella de la libertad y [beneficios] bienes

que no han de hallar [ían] aún por largo tiempo en la [confusión] lentitud, desidia, y

vicios políticos de la tierra propia. Este es [nuestro] el corazón [y así] de Cuba, y así

será la guerra. ¿Qué enemigos españoles [combatirán sin ser de veras contra] [se han

de oponer eficazmente a] tendrá verdaderamente la revolución? ¿Será el ejército,

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republicano en mucha parte, que ha aprendido a respetar nuestro valor, como

nosotros respetamos el suyo, y más sienten impulsos a veces de unírsenos que de

combatirnos? ¿Serán los quintos, educados ya en las ideas de humanidad, contrarias a

[la] derramar [la] sangre de [hombres buenos los hombrea oprimidos] sus semejantes

en provecho de [una monarquía trono] un cetro inútil [o de un la] o una patria [cruel]

codiciosa, los quintos segados en la flor de [la] su juventud para venir a defender,

contra un pueblo que los acogería [gustoso] alegre como ciudadanos libres, un trono

[atado mantenido] mal sujeto, sobre la nación vendida por sus guías, con la

complicidad de [los] sus privilegios y [los] sus logros? [que crecen a su sombra?]

[cría y favorece] ¿Será la masa, hoy humana y culta, de artesanos y dependientes, a

quienes, [arra] so pretexto de patria, arrastró ayer a la ferocidad y al crimen el interés

de los españoles acaudalados que hoy, con lo más de sus fortunas salvas en España,

muestran menos celo que aquel con que ensangrentaron la tierra de su riqueza cuando

los sorprendió en ella la guerra con toda su fortuna? ¿O serán los fundadores de

familias [cubanas, fatigadas ya] y de industrias cubanas, fatigados ya del fraude de

España y de su desgobierno, y como el cubano vejados y oprimidos, los que, ingratos

e imprudentes, sin miramiento por la paz de sus casas y la conservación de [su for]

una riqueza que el régimen de España amenaza más que la revolución, se revuelvan

contra la tierra que de tristes rústicos los ha hecho esposos [de cubanas] felices, [de la

mujer de Cuba, y padres felices y autores de hijos] y dueños de una prole capaz de

morir sin odio por asegurar al padre [cruel] sangriento un [pueblo donde] suelo libre

[del] al fin de la discordia permanente entre el criollo y el peninsular; donde la

[fortuna] honrada fortuna pueda mantenerse sin cohecho y desarrollarse sin zozobra,

y el hijo no vea entre el beso de sus labios y la mano de su padre la sombra [del o]

aborrecida del opresor? ¿Qué suerte elegirán los españoles: la guerra sin tregua,

confesa o disimulada, que amenaza y perturba las relaciones siempre inquietas y

violentas del país, o la [única] paz definitiva, que jamás se conseguirá en Cuba sino

con la independencia? [¿Con Ni con qué derecho?] ¿Enconarán y ensangrentarán los

españoles arraigados en Cuba la guerra en que puedan quedar vencidos? ¿Ni con qué

derecho nos odiarán los españoles, si los cubanos no los odiamos? La revolución [lo]

emplea sin miedo este lenguaje, porque [la] el decreto de emancipar de una vez a

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Cuba de la ineptitud y corrupción irremediables del gobierno de España, y abrirla

[libre] franca para todos los hombres al mundo nuevo, es tan terminante como la

voluntad de mirar como a cubanos, sin tibio corazón ni amargas memorias, a los

españoles que por su pasión de libertad [nos] ayuden a conquistarla en Cuba, [o amen

a los que la conquistaran] y a los que con su respeto a la guerra de hoy rescaten la

sangre que en la de ayer manó a sus golpes del pecho de sus hijos.

En las formas que se dé la revolución, conocedora [del]de su desinterés, [de sus hijos]

no hallará sin duda pretexto de reproche la vigilante [timidez] cobardía, que en los

errores formales del [la patria] [república] país naciente, o en [la] su poca suma

visible de república, [buscase] pudiese procurar razón [para] con que negarle la

sangre que le adeuda. No tendrá el patriotismo puro [y sus mayores extremos respeto]

causa de temor por la dignidad y suerte futura de la patria.—La dificultad de las

guerras de independencia en América, y la de sus primeras nacionalidades, ha estado,

más que en la [falta de mutua estimación] discordia de sus [próceres] héroes y en la

emulación y recelo inherentes [a la] al hombre, en la falta oportuna de forma que a la

vez contenga el espíritu de redención que, con apoyo de ímpetus menores, promueve

y [alimenta mantiene] nutre la guerra,—y las prácticas necesarias, a la guerra, y que

ésta debe [desatar] desembarazar y sostener. En la guerra inicial se ha de hallar [la

patria ] el país maneras tales de gobierno que a un tiempo satisfagan la inteligencia

madura y suspicaz de sus hijos cultos, y las condiciones requeridas [en] para la ayuda

y [relación con] respeto de los demás pueblos,—y permitan—en vez de entrabar—el

desarrollo pleno y [triunfo rápido veloz] término rápido de la guerra [necesar]

fatalmente necesaria a la [conquista de] felicidad pública. [Y] Desde [las] sus raíces

se ha de constituir la patria con formas viables, y de sí propia nacidas, de modo que

un gobierno [artificial] sin realidad ni sanción no la conduzca a las parcialidades o a

la tiranía.—Sin atentar, con desordenado concepto de su deber, al uso de las

facultades íntegras de constitución, [en] con que se ordenen y acomoden, [con] en su

responsabilidad [especial] peculiar ante el mundo [moderno] contemporáneo, liberal

e impaciente, los elementos expertos y novicios, por igual movidos de ímpetu

ejecutivo y pureza ideal, que con [abnegación] nobleza idéntica, y el título

inexpugnable de su sangre, se lanzan [en con] tras el alma y [la] guía de los primeros

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héroes, a abrir a la humanidad [con la independencia de Cuba] una república

trabajadora; [y pacífica, segura, levantada,] sólo es lícito al Partido Revolucionario

Cubano declarar su fe en que la revolución [sabrá] ha de hallar [modos tales de

ordenación] formas que le aseguren, en la unidad y vigor indispensables a una guerra

[humana, benéfica y ] culta, el entusiasmo de los [propi] cubanos, la confianza de los

españoles y la amistad del mundo. Conocer y fijar la realidad; componer en molde

[ví] natural, la realidad de las ideas que producen o [rechazan detienen] apagan los

hechos, y la de los hechos [en con] que [se represan] nacen de las ideas; ordenar la

revolución del decoro, el sacrificio y la cultura que modo que no quede el decoro de

un solo hombre lastimado, ni el sacrificio parezca inútil a un solo cubano, ni la

revolución inferior a la cultura del país, no a la extranjeriza y desautorizada cultura

que se enajena el respeto de los hombres viriles por la ineficacia de sus resultados y

el contraste lastimoso entre la poquedad real y la arrogancia de sus estériles

poseedores, sino al profundo conocimiento de la labor del hombre [por] en [la

conquista] el rescate y [mante] sostén de su dignidad:—ésos son los deberes, y los

intentos, de la revolución. Ella se regirá de modo que [el corazón de los cubanos

palpe el coraz] la guerra pujante y capaz dé pronto casa firme a la nueva república.

La guerra sana y [robusta] vigorosa desde el nacer con que hoy reanuda Cuba, con

todas las ventajas de su experiencia, y la victoria asegurada a las determinaciones

finales, el esfuerzo excelso, jamás recordado sin unción, de [los primeros] sus

inmarcesibles héroes, no es sólo hoy el piadoso anhelo de dar vida plena al pueblo

que, [en] bajo la inmoralidad y [opre] ocupación crecientes de un amo inepto, [y

codicioso] desmigaja o pierde su[s] fuerza [s] superior [es] en la patria sofocada o en

[el] los destierros esparcidos. Ni es la guerra el [mero] insuficiente prurito de [ganar,

por el poder] conquistar a Cuba con el sacrificio tentador, la [indep emancip]

independencia política, que sin derecho pediría a los cubanos su brazo si con ella no

fuese la esperanza de crear una patria más a la libertad del pensamiento, la equidad de

las costumbres, y la paz del trabajo. La guerra de [la] independencia de Cuba, [un

país donde, como en Cuba, donde va a cruzarse] nudo del haz de islas donde se ha de

cruzar, en [el] plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran

alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a

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la firmeza y [justo] trato justo de las naciones [de] americanas, y al equilibrio aún

vacilante del [orbe] mundo. Honra y conmueve [meditar] pensar que cuando cae en

tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos

incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la

[firmeza aún vaga todavía insegura] confirmación de la república moral en América,

y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las

riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero [universal] del mundo. ¡Apenas

podría creerse que con semejantes [hombres] mártires, y tal porvenir, hubiera

cubanos que atasen a Cuba a la monarquía podrida y aldeana de España, y a su

miseria [estéril avara] inerte y viciosa!—A la revolución cumplirá mañana el deber

de explicar de nuevo al país y a las naciones las causas locales, y de idea e interés

[humano] universal, con que para el adelanto y servicio de la humanidad reanuda el

pueblo emancipador de Yara y de Guáimaro una guerra digna del respeto de sus

enemigos y el apoyo de los pueblos, por su rígido concepto del derecho del hombre, y

su aborrecimiento de la venganza estéril y la devastación inútil. Hoy, al proclamar

desde el umbral de la tierra veneranda el espíritu y doctrinas que produjeron [y e

inspiran] y alientan la guerra entera y humanitaria en que se une aún más el pueblo de

Cuba, invencible e indivisible, séanos lícito invocar, como guía y ayuda de nuestro

pueblo, a los [sublimes ejemplares] magnánimos fundadores, cuya [obra] labor

renueva el país agradecido,—y al honor, que ha de impedir a los cubanos [mancillar

o] herir, de palabra o de obra, a los que mueren por ellos.—Y al declarar así en

nombre de la patria, y deponer ante ella y ante su libre facultad de constitución, la

obra idéntica de dos generaciones, suscriben juntos la declaración, por la

responsabilidad común de su representación, y en muestra de la unidad y solidez de la

revolución cubana, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, creado para

ordenar y auxiliar la guerra actual, y el General en Jefe electo en él por todos los

miembros activos del Ejército Libertador.

Montecristi, 25 de marzo de 1895.

JOSÉ MARTÍ M. GÓMEZ

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A FEDERICO HENRÍQUEZ Y CARVAJAL

Montecristi, 25 de marzo, 1895

Sr. Federico Henríquez y Carvajal

Amigo y hermano:

Tales responsabilidades suelen caer sobre los hombres que no niegan su poca fuerza

al mundo, y viven para aumentarle el albedrío y decoro, que la expresión queda como

velada e infantil, y apenas se puede poner en una enjuta frase lo que se diría al tierno

amigo en un abrazo. Así yo ahora, al contestar, en el pórtico de un gran deber, su

generosa carta. Con ella me hizo el bien supremo, y me dio la única fuerza que las

grandes cosas necesitan, y es saber que nos las ve con fuego un hombre cordial y

honrado. Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos, y

sienten con entrañas de nación, o de humanidad. Y queda, después de cambiar manos

con uno de ellos, la interior limpieza que debe quedar después de ganar, en causa

justa, una buena batalla. De la preocupación real de mi espíritu, porque Vd. me la

adivina entera, no le hablo de propósito: escribo, conmovido, en el silencio de un

hogar que por el bien de mi patria va a quedar, hoy mismo acaso, abandonado. Lo

menos que, en agradecimiento de esa virtud puedo yo hacer, puesto que así más ligo

que quebranto deberes, es encarar la muerte, si nos espera en la tierra o en la mar, en

compañía del que, por la obra de mis manos, y el respeto de la propia suya, y la

pasión del alma común de nuestras tierras, sale de su casa enamorada y feliz a pisar,

con una mano de valientes, la patria cuajada de enemigos. De vergüenza me iba

muriendo—aparte de la convicción mía de que mi presencia hoy en Cuba es tan útil

por lo menos como afuera,—cuando creí que en tamaño riesgo pudiera llegar a

convencerme de que era mi obligación dejarlo ir solo, y de que un pueblo se deja

servir, sin cierto desdén y despego, de quien predicó la necesidad de morir y no

empezó por poner en riesgo su vida. Donde esté mi deber mayor, adentro o afuera,

allí estaré yo. Acaso me sea dable u obligatorio, según hasta hoy parece, cumplir

ambos. Acaso pueda contribuir a la necesidad primaria de dar a nuestra guerra

renaciente forma tal, que lleve en germen visible, sin minuciosidades inútiles, todos

los principios indispensables al crédito de la revolución y a la seguridad de la

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república. La dificultad de nuestras guerras de independencia y la razón de lo lento e

imperfecto de su eficacia, ha estado, más que en la falta de estimación mutua de sus

fundadores y en la emulación inherente a la naturaleza humana, en la falta de forma

que a la vez contuviese el espíritu de redención y decoro que, con suma activa de

ímpetus de pureza menor, promueven y mantienen la guerra,—y las prácticas y

personas de la guerra. La otra dificultad, de que nuestros pueblos amos y literarios no

han salido aún, es la de combinar, después de la emancipación, tales maneras de

gobierno que sin descontentar a la inteligencia primada del país, contengan—y

permitan el desarrollo natural y ascendente—a los elementos más numerosos e

incultos, a quienes un gobierno artificial, aun cuando fuera bello y generoso, llevara a

la anarquía o a la tiranía. Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella,

en vez de acabar. Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y deber. Ya

arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio;

hay que hacer viable, e inexpugnable, la guerra; si ella me manda, conforme a mi

deseo único, quedarme, me quedo en ella; si me manda, clavándome el alma, irme

lejos de los que mueren como yo sabría morir, también tendré ese valor. Quien piensa

en sí, no ama a la patria; y está el mal de los pueblos, por más que a veces se lo

disimulen sutilmente, en los estorbos o prisas que el interés de sus representantes

ponen al curso natural de los sucesos. De mí espere la deposición absoluta y continua.

Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al

último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora. Pero aún puedo servir a este

único corazón de nuestras repúblicas. Las Antillas libres salvarán la independencia

de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso

acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo. Vea lo que hacemos, Vd. con sus canas

juveniles,—y yo, a rastras, con mi corazón roto.

De Santo Domingo ¿por qué le he de hablar? ¿Es eso cosa distinta de Cuba? ¿Vd. no

es cubano, y hay quien lo sea mejor que Vd? ¿Y Gómez, no es cubano? ¿Y yo, qué

soy, y quién me fija suelo? ¿No fue mía, y orgullo mío, el alma que me envolvió, y

alrededor mío palpitó, a la voz de Vd., en la noche inolvidable y viril de la Sociedad

de Amigos? Esto es aquello, y va con aquello. Yo obedezco, y aun diré que acato

como superior dispensación, y como ley americana, la necesidad feliz de partir, al

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amparo de Santo Domingo, para la guerra de libertad de Cuba. Hagamos por sobre la

mar, a sangre y a cariño, lo que por el fondo de la mar hace la cordillera de fuego

andino.

Me arranco de Vd., y le dejo, con mi abrazo entrañable, el ruego de que en mi

nombre, que sólo vale por ser hoy el de mi patria, agradezca, por hoy y para mañana,

cuanta justicia y caridad reciba Cuba. A quien me la ama, le digo en un gran grito:

hermano. Y no tengo más hermanos que los que me la aman.

Adiós, y a mis nobles e indulgentes amigos. Debo a Vd. un goce de altura y de

limpieza, en lo áspero y feo de este universo humano. Levante bien la voz: que si

caigo, será también por la independencia de su patria.

Su

JOSÉ MARTÍ

A FÉLIX RUENES

CUARTEL GENERAL DEL EJÉRCITO LIBERTADOR

26 de abril de 1895

C. Teniente Coronel Félix Ruenes

Jefe de Operaciones de la Jurisdicción de Baracoa

C. Teniente Coronel:

La revolución, ya vigorosa y potente, requiere para desenvolver toda su energía, que

sin demora decidan los cubanos que la componen tal cual debe ser la representación

que con toda autoridad legal pueda hablar en su nombre, y acordar, y empezar a

ejecutar inmediatamente, los planes que han de conducir, con el tacto y la energía a la

victoria.

Los poderes creados por el Partido Revolucionario Cubano, al entrar éste en las

condiciones más vastas y distintas en que le pone la guerra en el país, deben acudir al

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país y demandarle, como lo hace, que dé al gobierno que lo ha de regir formas

adecuadas a las nuevas condiciones.

El Partido Revolucionario Cubano, acude, pues, a todo el pueblo cubano

revolucionario visible, y con derecho a elección, que en el pueblo alzado en armas, y

a cada comarca de él pide un representante, para que reunidos, sin pérdidas de

tiempo, los de las comarcas todas acuerden la forma hábil y solemne de gobierno que

en sus actuales condiciones debe darse la revolución.

Invitamos a Ud., pues, formalmente a cumplir este deber supremo, enviando desde

ahí enseguida a Manzanillo, donde a la fecha se halle el General Bartolomé Masó, el

representante que los cubanos revolucionarios de Baracoa envíen a la Asamblea de

Delegados que allí se reunirá; y en caso de ser imposible o difícil el viaje inmediato

de un representante que hubiese de salir de ahí, nombre de allí su fuerza, persona de

su confianza en estas jurisdicciones que acuda a la Asamblea a representar a Baracoa.

En la seguridad de que el representante de Baracoa contribuirá al mayor acierto y a la

feliz armonía de la Asamblea, saludan a Uds., y en Ud.

El Delegado El General en Jefe

CIRCULAR

POLÍTICA DE LA GUERRA

CUARTEL GENERAL DEL

EJÉRCITO LIBERTADOR

Abril 28 de 1895

La guerra debe ser sinceramente generosa, libre de todo acto de violencia innecesaria

contra personas y propiedades, y de toda demostración o indicación de odio al

español.

Con quien ha de ser inexorable la guerra, luego de probarse inútilmente la tentativa

de atraerlo, es con el enemigo, español o cubano, que preste servicio activo contra la

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Revolución. Al español neutral, se le tratará con benignidad, aun cuando no sea

efectivo su servicio a la Revolución.

Todos los actos y palabras de ésta deben ir inspirados en el pensamiento de dar al

español la confianza de que podrá vivir tranquilo en Cuba, después de la paz.

A los cubanos tímidos y a los que más por cobardía que por maldad, protesten contra

la Revolución, se les responderá con energía a las ideas, pero no se les lastimarán las

personas, a fin de tenerles siempre abierto el camino hacia la Revolución, de la que

de otro modo huirían, por el temor de ser castigados por ella.

A los soldados quintos se les ha de atraer, mostrándoles compasión verdadera por

haber de atacarlos, cuando los más de ellos son liberales como nosotros y pueden ser

recibidos en nuestras fuerzas con cariño.

A los prisioneros, en términos de prudencia, se les devolverá vivos y agradecidos.

A nuestras fuerzas se las tratará de manera que se vaya fomentando en ellas, a la vez,

la disciplina estricta y el decoro de hombres, que es el que da fuerza y razón al

soldado de la Libertad para pelear; no se perderá ocasión de explicarles en arengas y

conversaciones, el espíritu fraternal de la guerra; los beneficios que el cubano

obtendrá con la Independencia, y la incapacidad de España para mejorar la condición

de Cuba y para vencernos.

En cuanto a las propiedades, se respetarán todas aquellas que nos respeten, y sólo se

destruirán, después de anuncios reiterados y de la prueba completa de su hostilidad,

aquellas de que se sirva o asile habitualmente el enemigo: o alberguen al cubano que

hace armas contra la Revolución.

El desarrollo de la guerra irá precisando más en este punto, la benevolencia o el rigor:

por hoy, la regla ha de ser servirse de los auxilios de los propietarios, para las

necesidades legítimas de la Guerra, de alimentación, vestuario, y en casos posibles,

de armas y parque.

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La guerra se debe mantener del país; pero no debe exigirle más de lo necesario para

mantenerse, salvo en los casos probados de que se preste mayor o igual auxilio al

enemigo, del prestado a la Revolución.

El Delegado El General en Jefe

JOSÉ MARTÍ MÁXIMO GÓMEZ

A MANUEL MERCADO

Campamento de Dos Ríos, 18 de mayo de 1895

Sr. Manuel Mercado

Mi hermano queridísimo: Ya puedo escribir, ya puedo decirle con qué ternura y

agradecimiento y respeto lo quiero, y a esa casa que es mía y mi orgullo y obligación;

ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto

que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la

independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan,

con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré,

es para eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas

que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían

dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin.

Las mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos—como ése de Vd. y

mío,—más vitalmente interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión de

los Imperialistas de allá y los españoles, el camino que se ha de cegar, y con nuestra

sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de nuestra América, al Norte

revuelto y brutal que los desprecia,—les habían impedido la adhesión ostensible y

ayuda patente a este sacrificio, que se hace en bien inmediato y de ellos.

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Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas:—y mi honda es la de David. Ahora

mismo, pues días hace, al pie de la victoria con que los cubanos saludaron nuestra

salida libre de las sierras en que anduvimos los seis hombres de la expedición catorce

días, el corresponsal del Herald, que me sacó de la hamaca en mi rancho, me habla de

la actividad anexionista, menos temible por la poca realidad de los aspirantes, de la

especie curial, sin cintura ni creación, que por disfraz cómodo de su complacencia o

sumisión a España, le pide sin fe la autonomía de Cuba, contenta sólo de que haya un

amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de oficios de

celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante,—la masa

mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y creadora de blancos y

de negros.

Y de más me habla el corresponsal del Herald, Eugenio Bryson:—de un sindicato

yanqui—que no será—con garantía de las aduanas, harto empeñadas con los rapaces

bancos españoles, para que quede asidero a los del Norte;—incapacitado

afortunadamente, por su entrabada y compleja constitución política, para emprender o

apoyar la idea como obra de gobierno. Y de más me habló Bryson,—aunque la

certeza de la conversación que me refería, sólo la puede comprender quien conozca

de cerca el brío con que hemos levantado la Revolución,—el desorden, desgano y

mala paga del ejército novicio español,—y la incapacidad de España para allegar en

Cuba o afuera los recursos contra la guerra, que en la vez anterior sólo sacó de Cuba.

—Bryson me contó su conversación con Martínez Campos, al fin de la cual le dio a

entender éste que sin duda, llegada la hora, España preferiría entenderse con los

Estados Unidos a rendir la Isla a los cubanos.—Y aun me habló Bryson más: de un

conocido nuestro y de lo que en el Norte se le cuida, como candidato de los Estados

Unidos, para cuando el actual Presidente desaparezca, a la Presidencia de México.

Por acá yo hago mi deber. La guerra de Cuba, realidad superior a los vagos y

dispersos deseos de los cubanos y españoles anexionistas, a que solo daría relativo

poder su alianza con el gobierno de España, ha venido a su hora en América, para

evitar, aun contra el empleo franco de todas esas fuerzas, la anexión de Cuba a los

Estados Unidos, que jamás la aceptarán de un país en guerra, ni pueden contraer,

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puesto que la guerra no aceptará la anexión, el compromiso odioso y absurdo de

abatir por su cuenta y con sus armas una guerra de independencia americana.

Y México, ¿no hallará modo sagaz, efectivo e inmediato, de auxiliar, a tiempo, a

quien lo defiende? Sí lo hallará,—o yo se lo hallaré.—Esto es muerte o vida, y no

cabe errar. El modo discreto es lo único que se ha de ver. Ya yo lo habría hallado y

propuesto. Pero he de tener más autoridad en mí, o de saber quién la tiene, antes de

obrar o aconsejar. Acabo de llegar. Puede aún tardar dos meses, si ha de ser real y

estable, la constitución de nuestro gobierno, útil y sencillo. Nuestra alma es una, y la

sé, y la voluntad del país; pero estas cosas son siempre obra de relación, momento y

acomodos. Con la representación que tengo, no quiero hacer nada que parezca

extensión caprichosa de ella. Llegué, con el General Máximo Gómez y cuatro más,

en un bote en que llevé el remo de proa bajo el temporal, a una pedrera desconocida

de nuestras playas; cargué, catorce días, a pie por espinas y alturas, mi morral y mi

rifle;—alzamos gente a nuestro paso;—siento en la benevolencia de las almas la raíz

de este cariño mío a la pena del hombre y a la justicia de remediarla; los campos son

nuestros sin disputa, a tal punto, que en un mes sólo he podido oír un fuego; y a las

puertas de las ciudades, o ganamos una victoria, o pasamos revista, ante entusiasmo

parecido al fuego religioso, a tres mil armas; seguimos camino, al centro de la Isla, a

deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me

dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de

delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas. La revolución

desea plena libertad en el ejército, sin las trabas que antes le opuso una Cámara sin

sanción real, o la suspicacia de una juventud celosa de su republicanismo, o los celos,

y temores de excesiva prominencia futura, de un caudillo puntilloso o previsor; pero

quiere la revolución a la vez sucinta y respetable representación republicana,—la

misma alma de humanidad y decoro, llena del anhelo de la dignidad individual, en la

representación de la república, que la que empuja y mantiene en la guerra a los

revolucionarios. Por mí, entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma

que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha

para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los

corazones. Pero en cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres,

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hombres son quienes las hacen. Me conoce. En mí, sólo defenderé lo que tengo yo

por garantía o servicio de la Revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi

pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad. Y en cuanto tengamos forma, obraremos,

cúmplame esto a mí, o a otros.

Y ahora, puesto delante lo de interés público, le hablaré de mí, ya que sólo la

emoción de este deber pudo alzar de la muerte apetecida al hombre que, ahora que

Nájera no vive donde se le vea, mejor lo conoce y acaricia como un tesoro en su

corazón la amistad con que Vd. lo enorgullece.

Ya sé sus regaños, callados, después de mi viaje. ¡Y tanto que le dimos, de toda

nuestra alma, y callado él! ¡Qué engaño es éste y qué alma tan encallecida la suya,

que el tributo y la honra de nuestro afecto no ha podido hacerle escribir una carta más

sobre el papel de carta y de periódico que llena al día!

Hay afectos de tan delicada honestidad. . .

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