Intelecto y razón (Juan Cruz)

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INTRODUCCIÓN Santo Tomás de Aquino es un preclaro exponente del pensamiento clásico.

Por “pensamiento clásico” entiendo aquí el que arrancando de Platón y Aristóteles –especialmente de este último– ha constituido un amplio cuerpo de doctrina, aparentemente contestado desde dentro por la formación de las dis-tintas escuelas que lo interpretan: agustinismo, averroísmo, tomismo, escotismo, suarismo, etc. Pero ese cuerpo doctrinal, frente a la inspiración crítico-transcendental, inmanentista y anti-tradicional o romántica de la mayoría de los sistemas filosóficos modernos, muestra un régimen constante de equilibrado realismo, de transcendencia gnoseológica y metafísica, así como un respeto por la tradición, entendida como posibilitación natural y objetiva del pensamiento en su actualidad reflexiva. Desde esta perspectiva, no es osado afirmar que la especulación del Aquinate constituye un ejemplo ilustre de pensamiento clásico.

No se usa, pues, aquí “clásico” como un calificativo que se destine a dife-renciar despectivamente los “importantes” de los “insignificantes” o “secun-darios”. Tan importantes o tan clásicos son, en este segundo sentido, Hegel y Husserl como Aristóteles y Santo Tomás. Por ello, a lo largo de este libro habrá de reivindicarse, en constante diálogo con los grandes pensadores de la modernidad, el “clasicismo” primeramente aludido.

Esto se hará al filo de lo que el mismo título del libro refiere: “intelecto y razón” han sido los conceptos que con insistencia se han venido utilizando, desde Platón a nuestros días, al desentrañar el problema del pensamiento y de su alcance último o metafísico.

La pregunta por la posibilidad y estructura de este pensamiento lleva consigo, además del problema gnoseológico concerniente al alcance real de la inteligencia humana y a la constitución de su objeto, la cuestión antropológica capital que se refiere a las distintas funciones que dicha inteligencia posee para conseguir su fin.

Dada la profusión de términos con que es nombrada la facultad intelectual específicamente humana (mente, inteligencia, razón, entendimiento, intelecto), he adoptado, por claridad metodológica, el vocablo “inteligencia” para refe-rirme siempre a dicha facultad como tal. Las otras expresiones quedarán precisadas en su momento dentro de una explicación general del orden psicológico de la inteligencia. La confinación de los términos “intelecto” y “ra-zón” a concretas dimensiones o funciones de ese orden no está hecha de modo

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arbitrario, sino que respeta el sentido diferencial que el uso filosófico de Santo Tomás ha grabado en dichas voces.

El libro que el lector tiene entre sus manos pretende enfocar la inteligencia destacando especialmente la apuntada cuestión antropológica o psicológica, conectada a la gnoseológica.

La historia de la metafísica ha enseñado con creces que los problemas gnoseológicos no pueden resolverse si no van acompañados de una correspon-diente meditación antropológica. Y es evidente que cualquiera de las dos cuestiones sólo puede ser tratada debidamente si la una hace referencia a la otra. De ahí que en el plan de la presente investigación, orientada a matizar el aspecto antropológico implicado en la cuestión acerca de la posibilidad del pensamiento metafísico, no se han podido dejar fuera dimensiones gnoseológicas funda-mentales.

***

1. En el capítulo primero se analizan las distintas funciones que en la historia de la metafísica aparecen al tratar la articulación del pensamiento: la inmediatez espiritual y la mediación discursiva, respectivamente intelecto y razón. Es un capítulo encaminado a poner de relieve dichas funciones dentro del tejido de las filosofías de Occidente; justo al filo de los principales enfoques de Platón y Aristóteles, por un lado, y de Kant y Hegel, por otro lado. Se trata en este capítulo de contextualizar históricamente ambas instancias.

2. Para centrar en detalle la cuestión de la constitución y despliegue de los

actos de la inteligencia como facultad humana de conocer, se estudiará especialmente la referencia que ésta hace a su objeto. Este tratamiento viene suscitado además por dos objeciones que han sido hechas, v. gr. por Zubiri, al estatuto clásico de la inteligencia, a saber: su envaramiento en la definición y su encorsetamiento en el proceso atributivo o predicativo. Es lo que se hace en el capítulo segundo.

3. Aunque así queda ya básicamente perfilada la articulación de la inmedia-

tez intelectual con la mediación racional, habrá todavía que analizar pormenori-zadamente, en primer lugar, el modo de enraizamiento y habitualización del intelecto en la facultad humana de conocimiento espiritual. La crítica que Schelling lanzó contra la naturalidad o ingenuidad del intelecto clásico es el motivo que estimula dicho análisis, en el tercer capítulo.

4. A continuación se compara, en el capítulo cuarto, el sentido de la función

intelectual aludida –la inmediatez del intelecto– con el comportamiento propio

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de otra facultad espiritual, el sentimiento. En este punto son consideradas la aportaciones “sentimentalistas” modernas –por ejemplo, las de Shaftesbury, Rousseau o Scheler–, sólo como exponentes de una postura general que asigna al sentimiento funciones cognoscitivas.

5. Hasta aquí se estudia específicamente la constitución y las funciones del

intelecto. A partir de este capítulo se examina con amplitud el problema de las funciones de la razón. El intento idealista, como el de Fichte, de construir una razón sapiencial o metafísica desligada de la realidad extramental desencadena el capítulo quinto.

6. Dado que en el curso de la edad moderna y contemporánea se ha exten-

dido el uso de “razón práctica” para casi todas las formas en que la inteligencia humana dirige las operaciones internas y externas del hombre, era preciso llamar la atención sobre el hecho de que también el “intelecto práctico” tiene, para Santo Tomás, sus propias funciones en el orden operativo. En realidad, con el tiempo se ha perdido el uso y el contenido de lo que no sólo Santo Tomás, sino también San Alberto o San Buenaventura indicaban con la expresión “intelecto práctico”. El capítulo sexto estará dedicado a explicar la relación que la razón práctica mantiene con el intelecto práctico en los principales ámbitos de operatividad humana.

7. Pero el pensamiento metafísico, que es esencialmente teórico o contem-

plativo, ha venido sufriendo desde antiguo las invectivas del mundo de la praxis, o sea, de la vida activa. Nunca quizás como en la actualidad se ha visto acosado de manera tan apremiante por dos formas típicas que toman las exigen-cias de la praxis: la utopía y la ideología. Una y otra van a ser tratadas aquí como intentos de eliminar de la cultura occidental el aspecto teórico del pensamiento filosófico, entendido como una razón itinerante. La utopía sustituye la razón práctica –en cuyo despliegue necesita de la orientación previa de la teoría– por la razón técnica, en la cual queda obliterado tanto el apoyo intuitivo, inmediato y contemplativo del espíritu en lo universal de la realidad, como la dimensión mediata y discursiva de la razón volcada a lo contingente libre. Se verá en el séptimo capítulo.

8. La ideología, a su vez, se presenta como un saber que refuerza el come-

tido utópico, ligándolo al poder de la mera voluntad, facultad que, en este caso, reclama tener la luz orientadora de la vida tanto activa como contemplativa. Y este punto se aborda en el capítulo octavo.

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9. La conveniencia de volver a subrayar, antes de dar por concluido el libro, la fundamentación de la inteligencia en el valor del ser (o de la existencia) da lugar al capítulo noveno, dedicado al silencio como apertura del intelecto, anali-zando de soslayo las posturas de Hegel, Ortega y Heidegger sobre el silencio.

* * *

Este libro habrá cumplido parte de su cometido si al final hacen mella en el lector estas dos acuciantes preguntas: ¿Cuál será el destino del pensamiento teórico abandonado a los esquemas estructurales de la pura razón técnica? ¿Podrá todavía el hombre pretender pensar por sí mismo, liberarse de la sorda y oscura fuente del impulso de cuyo fondo parece haber brotado no sólo el acti-vismo moderno, sino el pensamiento utópico e ideológico que lo sostiene?

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CAPÍTULO I

INTELECTO, RAZÓN, ENTENDIMIENTO

1. Relevancia de la principiación en el pensamiento grecolatino

a) Nous y diánoia en Platón y Aristóteles 1. En un sentido general, ciencia es un complejo de conocimientos

interfundamentados y referidos al mismo objeto. No hay ciencia sin conexión sistemática, pero tampoco sin objetividad: la conexión de fundamentación debe expresar las relaciones existentes en el objeto mismo: la ciencia es necesariamente una aspiración a la verdad. Ahora bien, las relaciones objetivas que surgen con el paulatino avance de la ciencia son descubiertas por lo que se llama el pensamiento.

Pensar es el modo no sensible de conocer, orientado al objeto y a las relaciones que implica. Hecha esta aclaración introductoria, la pregunta que inmediatamente surge es la siguiente: ¿cuál es la estructura y el despliegue del pensamiento, o sea, de la facultad de captar de modo no sensible el objeto y sus relaciones? Si retrospectivamente se miran las respuestas que en la Historia de la Filosofía se han dado a esa pregunta, sorprende observar un núcleo bipolar de términos adheridos al tema del pensamiento. Este fue comprendido entre los griegos como una relación de la diánoia (diavnoia) al nous (nou~"); entre los latinos como una relación de la ratio al intellectus; entre los modernos, como la relación del entendimiento a la razón o, en términos alemanes, del Verstand a la Vernunft. Entre esos binomios –el antiguo, el medieval y el moderno– se ha querido ver una cierta correspondencia, que es preciso estudiar antes de formular tesis que afecten al fondo del problema de la constitución del pensar.

A la facultad de pensar, o sea, a la facultad de percibir de modo no sensible el objeto y sus relaciones, el griego llamó logos (lovgo"). En la posesión del logos está lo específico de la definición del hombre: animal poseedor de logos.

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La voz logos quiere decir “proporción” y, además “palabra”. La idea griega del logos, explica Dubarle, acoge tanto el sentido de la proporción del hombre a sí mismo, al mundo y a los dioses, como la referencia a la palabra, en su valor de comunicación social. El logos es proporción, en la medida en que el hombre tiene en sí algo similar a los dioses, el nous. Pero no puede jamás identificarse con la divinidad, pues su nous carece de una amplitud ilimitada. No obstante, sólo proporcionándose a él, midiéndose con él, puede el hombre conquistar verdaderamente su logos. El logos se presenta así como un cumplimiento limitado del nous. Pero el logos es también palabra. En el hombre, la palabra se hace discurso, diánoia. En el logos expreso ocurre una expansión necesaria de lo que el nous tiende a poseer en sí mismo de modo más simple y unificado. En el conocimiento, el discurso tiene sólo un valor secundario, supeditado inicialmente a lo que es verdaderamente primero, cuya expresión adecuada podría abarcarlo todo en una unidad simple1.

2. Ahora bien, si se hace del logos la facultad de la diánoia, es preciso

entonces delimitar su ámbito, por relación con la función del nous, mucho más original. Así lo hicieron Platón y Aristóteles2.

Platón, en la República, compara el conocimiento con una línea vertical dividida en segmentos, en cuyo extremo superior coloca el nous y más abajo la diánoia. Así dice: “Me parece que llamas diavnoian y no nou~n, a la ciencia de los geómetras y otros sabios del mismo género, porque la diavnoian es algo intermedio entre la opinión (dovxa) y el nous”3. Y un poco antes explica estos términos del siguiente modo: “Quienes se dedican a las ciencias han de usar por fuerza la diánoia y no los sentidos, con lo cual, si realmente no remontan a un principio, y siguen descansando en las suposiciones (uJpoqevsei"), podrá parecerte que no adquieren conocimiento de lo inteligible, necesitado siempre de un principio (ajrch~")”4. El nous en cambio “va de las suposiciones (uJpoqevsei") al principio incondicionado (ajrchŸn ajn-upovqeton) sin hacer uso de imágenes, como en el caso precedente, y procede en su investigación sirviéndose únicamente de ideas (ei[desi)”5.

La diánoia se ejerce, pues, con un acto de suposición, en el que se ve ligada a lo sensible, a lo físico espacio-temporal. El nous se realiza con un acto de 1 D. Dubarle, “Esquisse du problème contemporain de la raison”, en La crise de la raison dans la pensée contemporaine, Recherches de Philosophie, Desclée de Brouwer, París, 1960, 66-68. 2 Para el problema de esta relación, cfr. K. Oehler, Die Lehre vom noetischen und dianoe-tischen Denken bei Platon und Aristoteles, München, 1962. 3 Rep., 511 d. 4 Ib., 511 d. 5 Ib., 510 b.

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principiación. “En la primera parte de esta sección [de lo inteligible], el alma, sirviéndose de imágenes, de objetos que en la sección precedente [de lo sensible] eran los originales, se ve forzada a establecer sus investigaciones partiendo de suposiciones (uJpoqevsewn) y a seguir una marcha que le lleva no al principio (ajrchŸn) sino a la conclusión (teleuthvn); en la segunda parte, el alma va de la suposición al principio incondicionado (ajnupoqevton) sin hacer uso de imágenes”6. El objeto de la diánoia es para Platón tav maqhvmata, los objetos matemáticos, los cuales ocupan un lugar intermedio entre el mundo físico de la génesis y el mundo suprafísico de las ideas. Para llegar a ellos, “el alma no puede ir más allá de las mismas hipótesis, y ha de usar, como si fueran imágenes, los objetos mismos que producen los reflejos de la sección inferior”7. Se refiere, pues, a las imágenes y no a la realidad de lo que estudia. El proceso de la diánoia puede ser resumido en tres pasos: primero, establecimiento de suposiciones o hipótesis, las cuales no se discuten, sino que se consideran como presupuestos claros para todo el mundo, aunque desde el punto de vista de la aspiración absoluta a la ciencia los presupuestos de las matemáticas sean provisionales; pero el nous puede penetrarlos desde niveles más altos; segundo, paso raciocinativo de una suposición a otra; y tercera, llegada a la conclusión (o sea, no al principio incondicionado, sino a la conclusión). El nous, en cambio, no procede a base de imágenes, sino de ideas puras, pero desciende también a las conclusiones; además ve los principios últimos de las suposiciones o hipó-tesis de la diánoia y “destruye” (ajnairevwsa) las suposiciones como tales. Estas son ahora consideradas “no como principios, sino como suposiciones efectivas; esto es, como punto de apoyo y de partida que lo remontan hasta el principio de todo, independiente ya de la suposición”8. El primer principio, al cual se orienta el nous, tiene naturaleza incondicionada (ajnupoqetika), y es alcanzado no discursivamente, sino por inmediatez cognoscitiva, tanto subjetiva, como objetivamente.

De parecido modo, Aristóteles concede que la diánoia es un conocimiento discursivo, que, como dice en el libro IV de la Metafísica, “afirma y niega todo lo que es inteligible o pensable”9. Y en el libro XII establece que la nóesis (novhsi") es distinta de la diánoia, pues la nóesis “se distingue de la ciencia (ejpisthvmh), de la sensación (ai[sqhsi"), de la opinión (dovxa) y de la diánoia en que éstas parecen ser siempre de otra cosa, y sólo secundariamente de sí mismas”10.

6 Ib., 510 b. 7 Ib., 511 a. 8 Ib., 511 c. 9 Met., IV, 1012 a 2. 10 Ib., XII, 1074 b 36.

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Para Aristóteles, el conocimiento de los ajrcaiv (principios) comunes a to-das las ciencias se logra de un modo noético inmediato. Pero el conocimiento de estos principios tiene su comienzo en la percepción sensible. Ahora bien, esta ajrchv no surge ahí por sí misma, a partir de la mera percepción, sino que requiere un acto espiritual especial, propio del nous. Este acto no es silogístico o mediato, sino inmediato, diferenciándose de todo acto deductivo de la ejpisthvmh. El acto del conocimiento de los ajrcaiv es una inducción especial realizada por el nous. Tal inducción (ejpagwghv) es una actividad inmediata que posibilita la deducción silogística. En la medida en que hay una percepción sensible, se intelige (noei~n) lo universal en ella: el nous capta los supremos principios de vigencia absoluta, los cuales están por encima de los principios logrados “científicamente”. Así, pues, la afirmación de la validez universal no es una mera suposición (uJpoqesi"); de suerte que el principio de contradicción, que está en la mente de todo aquél que conoce lo real, no es una suposición: en la medida en que es conocido por todo el que conoce algo, tiene una primacía y una precedencia en este conocimiento. No es preciso que sea interpretada esta principiación platónicamente, en el sentido de la precedencia de las ideas, porque para Aristóteles el nous tiene que supeditarse a la experiencia para recibir sus contenidos. Esta visión original, ámbito de la principiación, además de ser un conocimiento absoluto válido, es la condición de posibilidad de todo ulterior conocimiento11.

En resumen, la diánoia, como saber demostrativo y discursivo, depende de principios primeros cuya captación es obra de una función superior, el nous. La filosofía posterior mirará siempre al pensamiento como constituido por esa relación que en él mismo hay de fundamentado a fundamentante.

b) Intellectus y ratio en San Agustín y Santo Tomás 1. El paso del medio griego al latino lleva consigo el trasvasamiento de la

función del nous al intellectus y de la función del logos dianoético a la ratio. El pensamiento medieval se mueve en ese binomio intellectus-ratio, según la famosa comparación que Boecio estableció en De Consolatione: “Intellectus comparatur ad rationem sicut aeternitas ad tempus”. (“El intelecto se refiere a la razón como la eternidad al tiempo”). Doctrina que posteriormente recogería Santo Tomas con estas palabras: “Ratiocinari comparatur ad intelligere sicut moveri ad quiescere, vel adquirere ad habere: quorum unum est perfecti, aliud autem imperfecti”. (“El razonar se refiere al inteligir como el moverse al

11 A. Hufnagel, Intuition und Erkenntnis nach Thomas von Aquin. Münster, 1932, 5-9.

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reposar, o el adquirir al poseer: uno tiene sentido de perfección; otro de imper-fección”)12.

Como la perfección de la inteligencia consiste en el conocimiento de la verdad, y como la inteligencia humana, por su incardinación en lo sensible, no puede llegar al conocimiento perfecto de la verdad si no es “mediante cierto movimiento por el que discurre de un término a otro para adquirir noticia de algo, yendo de lo conocido a lo desconocido”13, débese preguntar dónde tiene

12 STh I q79 a8. Los antiguos escolásticos, como Guillermo de Alvernia y el mismo Santo Tomás creyeron que etimológicamente “intelecto” proviene de “intus legere”, intuir la esencia de una cosa, una lectio de las interioridades de un ser. (Guillermo de Alvernia, De Virtutibus, cap. 11: Tomás de Aquino, In VI Ethic., lect. 5). Al parecer, la verdadera etimología es “interlegere”, que ya propusiera San Isidoro, en consonancia con observaciones de Cicerón: “tomar o recoger algo entre muchas cosas”. Legere equivaldría a sumere y secernere: comporta la idea de selección y discernimiento. También la raíz griega leg significa aunar y poner; por lo que las palabras colligo, colligere y collectio equivalen a aunar habiendo antes elegido y discernido. 13 “Intellectus enim simplicem et absolutam cognitionem designare videtur; ex hoc enim aliquis intelligere dicitur quod intus in ipsa rei essentia veritatem quodammodo legit. Ratio vero discursum quemdam designat, quo ex uno in aliud cognoscendum anima humana pertingit vel pervenit. Unde dicit Isaac in Lib. de definitionibus, quod ratiocinatio est cursus causae in causatum. Motus autem omnis ab immobili procedit, ut dicit Augustinus, VIII super Genes. ad litteram; motus etiam finis est quies, ut in V Physic. dicitur. Et sic motus comparatur ad quietem et ut ad principium et ut ad terminum, ita etiam et ratio comparatur ad intellectum ut motus ad quietem, et ut generatio ad esse; ut patet ex auctoritate Boetii supra inducta. Comparatur ad intellectum ut ad principium et ut ad terminum. Ut ad principium quidem, quia non posset mens humana ex uno in aliud discurrere, nisi eius discursus ab aliqua simplici acceptione veritatis inciperet, quae quidem acceptio est intellectus principiorum. Similiter etiam nec rationis discursus ad aliquid certum perveniret, nisi fieret examinatio eius quod per discursum invenitur, ad principia prima, in quae ratio resolvit. Ut sic intellectus inveniatur rationis principium quantum ad viam inveniendi, terminus vero quantum ad viam iudicandi. Unde, quamvis cognitio humanae animae proprie sit per viam rationis, est tamen in ea aliqua participatio illius simplicis cognitionis quae in superioribus substantiis invenitur, ex quo etiam intellectivam vim habere dicuntur; [...] Nec in homine est una specialis potentia per quam simpliciter et absolute sine discursu cognitionem veritatis obtineat; sed talis veritatis acceptio inest sibi secundum quemdam habitum naturalem, qui dicitur intellectus principiorum. Non est igitur in homine aliqua potentia a ratione separata, quae intellectus dicatur; sed ipsa ratio intellectus dicitur ratione eius quod participat de intellectuali simplicitate, ex quo est principium et terminus in eius propria operatione. [...] Actus autem rationis, qui est discurrere, et intellectus, qui est simpliciter apprehendere veritatem, comparantur ad invicem ut generatio ad esse, et motus ad quietem. In idem autem principium reducitur quiescere et moveri in omnibus in quibus utrumque invenitur: quia per quam naturam aliquid quiescit in loco, per eamdem movetur ad locum; sed se habent quiescens et motum ut perfectum et imperfectum. Unde et potentia discurrens et veritatem accipiens non erunt diversae, sed una; quae, in quantum perfecta est, absolute veritatem cognoscit; in quantum vero imperfecta,

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este movimiento su fin. “Dado que el movimiento se refiere al reposo como al principio y al término, así también la razón se refiere al intelecto como el movimiento al reposo y como la generación al ser”14. La razón se refiere, pues, al intelecto como a su principio y a su término. “Como a su principio ciertamente, porque la mente humana no puede discurrir desde una cosa a otra si su discurso no empieza de una simple captación de la verdad; esta captación es concretamente el intelecto de los principios. De manera similar, el discurso de la razón tampoco puede llegar a algo cierto si de lo que se logra por discurso no hace un examen refiriéndolo a los primeros principios, en los cuales se re-suelve la razón. Y así, el intelecto viene a ser el principio de la razón en cuanto al proceso inventivo, pero término de ella en cuanto al proceso judicativo”15. El proceso de invención es acumulativo, mientras que el proceso del juicio es crítico. En el primero todas las suposiciones deben contener, como condición de posibilidad de su verdadero estatuto explicativo, la presencia implícita de los primeros principios: “En estos principios se halla implícitamente contenido todo lo que únicamente puede ser conocido mediante el ejercicio de la razón”16. El proceso del juicio es precedido por la obra acumulativa (prueba de las conclusiones) del proceso anterior, y estriba en hallar el valor de verdad de éste, examinando la índole del lazo lógico que hay entre la conclusión y los principios, lo cual se realiza “resolviendo” las conclusiones en los principios y se expresa en un juicio sobre el valor de la conclusión17.

A su vez, en el nivel de la razón, la tradición latina asumió la distinción que San Agustín introdujo entre ratio superior y ratio inferior18. La primera se aplica a objetos superiores o intemporales; la segunda se dirige a objetos inferiores o temporales; pero, tanto en un caso como en otro, se trata del movimiento adquisitivo de la ratio, que por eso mismo se distingue de la quiescencia posesiva del intellectus.

2. El pensamiento humano, pues, entra en el conocimiento de la verdad,

progresando de lo conocido a lo desconocido. Su captación propia no es intuitiva, sino abstractiva y discursiva, o sea, la razón tiene carácter mediato y ello por dos motivos: primero, por la necesidad y posibilidad que tiene de discurrir, de fijar hitos para pasar por ellos: no intuye; segundo, por su discursu indiget. Unde ratio proprie accepta nullo modo potest esse alia potentia ab intellectu in nobis”. De Ver q15 a1.

14 De Ver q15 a1. 15 De Ver q15 a1. 16 De Ver q15 a1 ad12. 17 De Ver q15 a1. 18 De Trin XII, cc. 3, 4, 7 y 8.

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referencia necesaria a lo sensible, es decir, por su necesidad y posibilidad de abstraer, de provocar determinaciones parciales de la cosa, la cual es conocida fragmentariamente. De suerte que la ratio tiene que servirse para acceder a ella también de proposiciones que, como hipótesis, la orienten en la conquista de la verdad de la cosa. El acto de la suposición determina la índole de la ratio humana. Pero la suposición debe necesariamente remitirse a un criterio último inapelable, pues de lo contrario la suposición misma carecería de sentido. Aunque el pensar humano esté proyectado en la línea de la ratio, por discurso, es preciso que capte algo consectariamente que no dependa de una búsqueda progresiva, pues lo que se mueve se funda en lo inmóvil, y el devenir en el ser. Los primeros principios evitan un progreso al infinito. Esto significa que la ra-zón presupone, como condición ontológica y crítica de posibilidad, al intelecto.

Es decir, para la tradición que recoge Santo Tomás, la razón y el intelecto están en relación de actividad y receptividad, de suposición y principiación, de tensión activa y contemplar receptivo. El intelecto es, en el pensamiento, la función de recibir; ello no obsta para que el pensar, debiendo ser discursivo, sea una actividad esforzada. De modo que la doctrina grecolatina del pensar puede resumirse en tres puntos: primero, el pensar humano, a pesar de ser discursivo, se resuelve originariamente en una aprehensión contemplativa (principiativa-terminativa), es decir, en un reposo, en una posesión que es lo propio de la función noética. Segundo, el criterio de verdad viene dado no en la acción discursiva de la razón, sino en la contemplación de las cosas por el intelecto. Tercero, “en las cosas que la razón considera, hay una distinción y un orden tales que se le presentan algunas cosas como eternas y necesarias, distintas de las temporales”19. “La razón superior se aplica a considerar y consultar las cosas eternas [...], la razón inferior, en cambio, se aplica a las cosas temporales”20.

19 In II Sent XXIV d2 a2. 20 STh I q79 a9. “Ratio vero superior et inferior hoc modo distinguuntur. Sunt enim quaedam naturae anima rationali superiores, quaedam vero inferiores. Cum vero omne quod intelligitur, intelligatur per modum intelligentis: rerum quae sunt supra animam, intellectus est in anima rationali inferior ipsis rebus intellectis; earum vero quae sunt infra animam, inest animae intellectus superior ipsis rebus, cum in ea res ipsae nobilius esse habeant quam in seipsis. Et sic ad utrasque res diversam habitudinem habet, et ex hoc diversa sortitur officia. Secundum enim quod ad superiores naturas respicit, sive ut earum veritatem et naturam absolute contemplans, sive ut ab eis rationem et quasi exemplar operandi accipiens; superior ratio nominatur. Secundum vero quod ad inferiora convertitur vel conspicienda per contemplationem, vel per actionem disponenda, inferior ratio nominatur. Utraque autem natura, scilicet et superior et inferior, secundum communem rationem intelligibilis ab anima humana apprehenduntur; superior quidem prout est immaterialis in seipsa, inferior autem prout a materia per actum animae denudatur. Unde patet quod ratio superior et inferior non nominant diversas potentias, sed unam et eamdem ad diversa diversimode comparatam.”. De Ver ql5 a2.

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2. Relevancia de la suposición en el pensamiento moderno

a) Entendimiento frente a intelecto 1. Desde finales del siglo XIII la síntesis antigua comenzará a sufrir una

implacable revisión, debido tanto a factores externos como a factores internos. Precisamente en función de esta revisión se va a redefinir el pensamiento humano21.

Para designar el régimen espiritual conforme al cual el hombre podría pensar, surge una palabra distintiva en los albores de la edad moderna: entendimiento (entendement, intendimento). La palabra “entendimiento”, aunque hace referencia a una constitución mental exclusivamente moderna, traduce con bastante aproximación el sentido de la ratio inferior latina. El entendimiento está referido a la estructuración del mundo físico o sensible, tanto en el plano teórico como en el práctico; la razón queda vertida a lo suprasensible teórico y práctico. El entendimiento tiene en las lenguas que provienen del latín su raíz etimológica no en “intelligere”, sino en “intendere”, que significa dirigir y aplicar. En el primitivo castellano de Fernán González y de Juan Ruiz, “entendedor” y “entendedera” designaban los enamorados. Y aquí surge el equívoco para el filósofo. El intellectus, que en el sentido de los antiguos era la función de los principios supremos, no es el entendimiento de nuestras lenguas modernas, el cual sólo tiene la función de la antigua ratio inferior. Parecería, pues, lógico que el moderno binomio “razón-entendimiento” fuese emparentado con el clásico “ratio superior-ratio inferior”; pero no ha sido así.

En el lenguaje alemán, sobre todo en el período que va del siglo XIV al siglo XVII se tradujo la ratio latina por Vernunft y el intellectus latino por Verstand. Pero tras la filosofía de la Ilustración cambió el sentido de los términos, pasando Vernunft a significar la función propia de la antigua ratio superior, y Verstand la función de la ratio inferior22. A partir de la Ilustración, Verstand es

21 D. Dubarle, op. cit., 76. 22 En Vernunft und Verstand (publicado en Die Religion in Geschichte und Gegenwart. Handwörterbuch, vol. VI, 1.364-5), K. Oehler estima que en la Ilustración se dio una simple inversión, pasando Verstand a significar el intellectus y Vernunft la ratio. Sin embargo, no fue tan simple el asunto. Asimismo, P. Henrici, en Vernunft und Verstand (publicado en Lexikon für

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entonces el entendimiento, el cual organiza la experiencia sensible (expresada antes por la ratio inferior); mientras que Vernunft, razón, significa la facultad superior de conocimiento, referida a las ideas supremas (expresadas antes por la ratio superior).

Con ánimo concordatorio, la escuela de Maréchal, queriendo recuperar para el pensamiento moderno la filosofía clásica, intentó transcribir la moderna referencia que la razón (Vernunft) hace al entendimiento (Verstand) con el molde de la relación que el intellectus latino hacía a la ratio. El intento de esta escuela desdibuja el sentido de dicha relación, pues olvida que lo específico del intelecto clásico se ha perdido en la modernidad23. Así por ejemplo, se expresa Lotz, siguiendo a Maréchal: “Por lo que atañe al juego conjunto de Verstand y Vernunft, Tomás de Aquino está inicialmente muy cerca de Kant, por cuanto la facultad cognoscitiva del hombre, hablando absolutamente, es designada por él como ratio o Verstand, la cual sólo contiene algo de intellectus o Vernunft como su condición de posibilidad”24.

En esta equiparación no se tuvo en cuenta que uno de los caracteres del paso de la actitud espiritual antigua a la actitud moderna es una cierta disolución de esta constitución mental a que apuntaba la palabra “intelecto”, una manera de olvido histórico de su estatuto y función. “Como consecuencia, han sido abolidos los valores más característicos del intelecto, o por lo menos, abatidos

Theologie und Kirche, vol. X, 720-4) se limita a afirmar esa supuesta inversión, sin dar una prueba de su valor histórico y de su contenido. 23 “La seconde alternative, dans laquelle s'emprisonna la philosophie moderne avant Kant, fut l'alternative de l'entendement et de la raison. (Nous employons le mot “raison” au sens moderne de “faculté de l'être transcendant”) [...] Pour un thomiste, donc, l'activité de l'entendement embrasse déjà virtuellment le champ entier de la raison” (J. Maréchal, Le point de départ de la Métaphysique, cahier I, Bruxelles, 1944, 250-251). Pero entendimiento y razón a lo sumo transcriben aquí el plexo ratio inferior-ratio superior, y no el auténtico binomio ratio-intellectus “pour un thomiste”. 24 J. B. Lotz, “Verstand und Verfnunft bei Thomas von Aquin, Kant und Hegel”, en Der Mensch im Sein, Freiburg, 1967, 89-90.

Parece que en alemán el verbo “verstehen” se ha separado del significado del sustantivo “Verstand”. Por eso, E. Coreth, manteniendo en sustancia la tesis de Lotz, añade: “las significaciones del verbo verstehen (entender) y del sustantivo Verstand (entendimiento) se desarrollan en distintas direcciones, desde que el par de conceptos latinos ratio e intellectus se traducen al alemán por Verstand y Vernunft. Antes el entendimiento (Verstand) correspondía al entender (verstehen); ahora Verstand en sentido estricto significa la capacidad del pensamiento racional que procede lógicamente por conceptos, juicios y raciocinios. Frente a esto, el verbo “verstehen” adquiere progresivamente un sentido distinto. Significa la realización de una visión interna en la que captamos un sentido. No corresponde ya al Verstand como ratio, sino a la Vernunft como intellectus”. Grundfragen der Hermeneutik, Herder, 1969, 55-56.

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en otro plano, con detrimento de su especificidad. A grandes rasgos podemos decir que la Edad Moderna ha considerado esos valores como valores del sen-timiento: la reacción es significativa; pero lo que la comprensión antigua ponía en primer término, es ahora asunto de sentimiento”25. El primer pensador que acusó esta ausencia fue Rousseau; Kant recogería esa vibración en la Crítica del Juicio.

Ahora bien, un antiguo no enfatizaba así la función de la ratio inferior o, con terminología moderna, el papel del entendimiento. Un moderno, en cambio, ha marginado la función del intelecto. La historia de la metamorfosis del pensa-miento comienza al filo del cambio de una actitud mental receptiva y contem-plativa a una actitud mental activa y constructiva. Con lo cual, los dos grandes principios en los que se sostenía la preeminencia del intelecto (a saber, primero, que el pensar humano se resuelve en una aprehensión contemplativo-receptiva, y, segundo, que el criterio de verdad no viene dado en la acción de la razón, sino en la contemplación comprensiva del ser por el intelecto) quedan reducidos del siguiente modo: primero, el conocimiento humano se lleva a cabo exclusi-vamente por la vía de la actividad discursiva; segundo, la misma actividad y el esfuerzo del conocimiento pueden llegar a ser un criterio de verdad26.

Así, el saber se va progresivamente convirtiendo en poder. “Saber y poder –dice Fr. Bacon– son lo mismo; el sentido de todo saber es proporcionar a la vida humana nuevos inventos y recursos”27. Descartes expresa del mismo modo “que, en lugar de la filosofía especulativa, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica, por medio de la cual [...] podríamos hacernos como dueños y señores de la naturaleza”28.

El esfuerzo, la actividad, no es sólo criterio de verdad de la teoría, sino también de la praxis ética. Todo lo que el hombre hiciera por inclinación natural, sin fatiga, falsearía la verdadera moralidad. Por ejemplo, en Kant la ley moral tiene que estar en contraposición con el impulso natural. Por lo tanto, el bien es constitutivamente difícil. La medida del valor moral no puede ser más que el voluntario esfuerzo del dominio de sí mismo. La grandeza moral de una acción se mide entonces por la dificultad vencida, por la fatiga en el empeño.

25 D. Dubarle, op. cit., 80. Dubarle deja el problema estructural en este punto, sugiriendo tímidamente que la razón moderna asume “mucho de lo que antes se consideraba como característica del intelecto. Hoy carecemos de una filosofía que distinga netamente el intelecto, la razón y el entendimiento y que proponga una doctrina sistemática referente a la articulación entre ellas y a sus economías respectivas” (85). 26 J. Pieper, Musse und Kult, München, 1961, todo el cap. II, dedicado a este tema. 27 Novum Organum, 1, 3. 28 Discurso del Método, Madrid, 1968, 68.

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Por eso, agudizando su ironía, se quejaba Schiller de no ser virtuoso por servir con agrado y gusto a los amigos29.

Para un moderno, la actividad esforzada confirma el valor moral. Los anti-guos, en cambio, veían la esencia de la virtud no en la dificultad, sino en el bien moral; por tanto, no todo lo que era más difícil tenía que ser más meritorio, sino que si era más difícil tenía que serlo de tal forma que fuera al mismo tiempo el mayor bien30. Aunque la virtud supusiera un esfuerzo moral, no se agotaba en ello. Del mismo modo, para un antiguo, el pensar, en la medida en que alcanzaba la realidad de las cosas, no se agotaba en ser actividad esforzada –en los dos planos, superior e inferior de la ratio–; porque ante todo, era posesión tranquila y pacífica de lo conocido por el intelecto. En definitiva, la antigüedad ha pensado sobre la base del binomio “razón-intelecto”. La época moderna piensa sobre la base del binomio “entendimiento-razón”.

2. Pero la razón, abandonada a sí misma, se radicaliza en el término de su

pensamiento, convirtiéndolo en principio; esto es efecto de la sustitución del intelecto por la razón. El pensamiento discurre entonces, como entendimiento, a través del método analítico. Éste comienza describiendo un hecho cualquiera, formulando un explanandum. El paso fundamental siguiente es la “resolución”, o sea, la descomposición de los conceptos del explanandum en sus elementos más simples. El tercer paso es la “composición”, o sea, la concatenación de ta-les elementos en proposiciones que, apoyadas por premisas referentes a condi-ciones primarias y secundarias, permiten deducir el explanandum. Las premisas del argumento explicativo tienen indudablemente un carácter hipotético. Pero una vez que el pensamiento se ha desprendido de la función del intelecto y se constituye como entendimiento, se permite caracterizar la suposición como principiación: el método analítico le ofrece la clave para interpretar la realidad en sentido ontológico. Con esto, las suposiciones (hipotéticas) referentes a relaciones invariables entre hechos son consideradas como tesis necesariamente verdaderas, que traducen completamente la estructura del universo31. Lo que era suposición se ha convertido en principio. El objeto de la razón es el término, hecho principio, del entendimiento. El pensamiento presupone así que la teoría en cuestión explica los fenómenos en su concreción plena. Mas, primero, si to-mara conciencia de su mero carácter de suposición, tendría que reconocer que la suposición no explica fenómenos concretos, sino hechos referentes a fenóme-nos, y ello en un proceso aproximativo; y, segundo, si se olvida esto, intentará 29 J. Pieper, op. cit., 32. 30 STh II-II q27 a8 ad 3. Comentado también por Pieper, ib. 31 Crítica que hace Röd en su libro La filosofía dieléctica moderna, Eunsa, Pamplona, 1974, 51-52.

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subordinar –pirueta muy corriente en la filosofía moderna– la explicación de los hechos a la categoría de totalidad, dándole a la suposición carácter de princi-piación.

Si a esto se añade –y es lo que hace propiamente la dialéctica– que la princi-piación (presuntamente) propia de la suposición acontece en un ámbito de esencias móviles o variables (y aquí no se trata de la mutabilidad de las cosas, sino de la variabilidad de la esencia de éstas), resulta que los conceptos mismos que traducen dichas esencias tienen que ser mutables. Con la mutabilidad de las esencias corre pareja la mutabilidad de los conceptos. Metodológicamente, la dialéctica es una variante del método analítico, hecha posible por el hecho de asumir la suposición carácter de principiación incondicionada; de modo que las premisas de una explicación científica reflejan la esencia de un campo de la realidad, estando dichas esencias sometidas a un movimiento necesario. Ontológicamente, la dialéctica es un esencialismo dinámico, de suerte que los conceptos (móviles) traducen las esencias en sí (móviles)32.

b) Entendimiento y razón en Kant y Hegel 1. El encaminamiento dialéctico del pensamiento se ha debido justamente a

la misma insuficiencia de la constitución moderna del entendimiento. Ello se hace patente en la polémica que en torno al valor del entendimiento establece Hegel contra Kant.

El entendimiento tiene en Kant tal fuerza e importancia que acaba absorbiendo a la razón misma33.

Antes de entrar en el fondo de esta tesis se debe recordar que cuando a las puertas mismas de la Edad Moderna irrumpe el nominalismo, el pensamiento se reduce “a mera operación analítica sobre símbolos”, o sea, a mero entendimiento, desprovisto de valor objetivo. La razón solamente se acredita “con las abstracciones inferiores, todavía próximas a la experiencia”34. Posteriormente, el empirismo de Hume excluye también la razón del pensamiento, el cual sólo recaba para sí una estricta función discursiva entre fenómenos. Para escapar del agnosticismo radical de esta primera solución, otra

32 W. Röd, op. cit., 44-46. 33 Me hago cargo de que esta tesis ofrece dificultades hermenéuticas, algunas de las cuales han sido puestas de relieve por W. Marx: “Aspekte einer transzendentale Topik. Zum Problem der Verhältnisbestimmung von Verstand und Vernunft im Rahmen der theoretischen Philosophie Kants”, Philosophisches Jarhbuch, 81, 1974. 259-283. 34 J. Maréchal, op. cit., 251.

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salida era colocar junto al entendimiento, y separada de él, una razón que penetrara directamente los arcanos del ser (y tal sería el caso del ontologismo intuicionista de un Malebranche) o una razón dotada de principios innatos de conocimiento metaempírico (y tal sería el caso del innatismo eidético de un Descartes). Pero con ello tuvo que surgir el conflicto entre ambas funciones. Porque, desarrolladas cada una por su lado, sus productos tenían que venir marcados por la contradicción lógica. Es lo que vio antes Nicolás de Cusa y es lo que tuvo que padecer después Kant al codificar sus antinomias. Si a esto se añade, para remachar la crisis, que el protestantismo declaró improcedente para el hombre el ejercicio de la razón, daremos de lleno en la calificación que Lutero hizo de ella, llamándola Teufels Hure, la ramera del diablo35. La función de la razón se convierte entonces en acto de fe extraespeculativo.

Kant, aceptando en parte el empirismo, otorga la función receptivo-intuitiva a los sentidos; asumiendo también en parte el racionalismo, explica todo el proceso cognoscitivo como una unificación: “Todo nuestro conocimiento empieza por los sentidos; de aquí pasa al entendimiento (Verstand) y termina en la razón (Vernunft). Sobre ésta no hay nada más alto en nosotros para elaborar la materia de la intuición y ponerla bajo la suprema unidad del pensamiento”36. El entendimiento, que constituye la experiencia, unificando la materia intuitiva según categorías, toma sobre sí parte de las tareas que anteriormente correspondían a la ratio inferior. En cambio, la razón apunta a la Metafísica, conoce las ideas y forma conceptos metafísicos, como facultad de obtener conocimientos sintéticos a partir de conceptos; asume así funciones que antes se atribuían a la ratio superior. La razón, según Kant, actúa bajo el principio de lo incondicionado, pero no puede conocerlo teóricamente, sino sólo afirmarlo prácticamente. Las ideas de la razón (alma, mundo, Dios) “podrían ser plenificadas sólo por una intuición intelectual; pero carecemos de ella. Por tanto, son incapaces de constituir los correspondientes objetos y de dar lugar a un conocimiento de ellos”37.

La razón, pues, no intuye; por eso sus ideas sólo poseen una función regula-tiva; se limitan a dirigir el conocimiento objetivo de los fenómenos hacia focos de convergencia: “La razón sólo tiene propiamente como objeto el entendi-miento y su empleo idóneo; y así como el entendimiento aúna por medio de conceptos lo múltiple del objeto, así aquélla aúna a su vez por medio de ideas lo múltiple de los conceptos [...]. Por consiguiente, las ideas transcendentales no son nunca de uso constitutivo [...]. Por el contrario, tienen un uso regulativo e

35 W. A., 18, 164, 25 ss. 36 Kr. r. V., B, 355. 37 Lotz, artículo precitado sobre Verstand und Vernunft, 76-77.

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indispensablemente necesario: dirigir al entendimiento hacia cierto fin”38. De este modo, el pensamiento no penetra las cosas, sino sólo juzga y relaciona conceptualmente los fenómenos, con lo cual queda reducido a mero entendi-miento.

Resumiendo las tesis de Kant: primero, el entendimiento es el ámbito de las categorías y de los objetos que son referibles a la experiencia ligada al mundo físico. Segundo, la razón es el ámbito de las ideas supracategoriales; se dirige a la cosa en sí, aunque ello desemboque en un fracaso. Tercero, Kant niega cual-quier participación del entendimiento en la razón; de haber tal participación, la razón conformaría constitutivamente al entendimiento; en cuyo caso, al tender la razón hacia el ser mismo, el conocimiento no quedaría limitado a la aparien-cia, sino que llegaría a la esencia en sí. Y cuarto, la razón está privada de intui-ción intelectual y solamente le queda un quehacer regulativo de cara al enten-dimiento. Por ello, la razón teórica se hunde totalmente en el entendimiento. Su uso no es constitutivo, sino a lo sumo crítico: el entendimiento es el objeto de la investigación crítica realizada por la razón39.

2. Visto el desenlace kantiano, es preciso referirse a la solución presentada

por Hegel (y la filosofía dialéctica en general). Hegel reprocha a Kant el haber visto el contenido de la razón a la luz del entendimiento. Pero el entendimiento mantiene los opuestos finitos, en su inmovilidad fija. La razón, entonces, aunque tienda a un conocimiento objetivo, no puede conciliarlos entre sí. De aquí que la Metafísica tenga que disolverse en antinomias. El entendimiento es, según Hegel, diferenciador y fijador: “El pensamiento como entendimiento (Verstand) se queda en la determinación firme y en su distinción de otras determinaciones; semejante abstracto limitado vale para el entendimiento como algo que subsiste y es para sí mismo”40.

“Abstracto” designa para Hegel lo que es unilateral, aislado, fijo, lo que constituye como tal el objeto de la consideración del entendimiento. En cambio, lo “concreto” designa lo completo, lo constituido por la riqueza de determina-ciones que tienen el carácter de relaciones. Por tanto, sólo si se recorre la totalidad de relaciones posibles que un objeto mantiene consigo mismo y con los demás se engendra lo concreto, que es el sistema de determinaciones. La actitud superadora de Hegel frente a Kant estriba en haber puesto en movi-miento al entendimiento por medio de la razón, haciendo que los opuestos, que se excluyen entre sí en lo finito del entendimiento, se encuentren en lo infinito concreto del sistema. El acogimiento de los opuestos y de las antinomias 38 Kr. r. V., B, 672. 39 Lotz, op cit., 78-79. 40 Enz., § 80.

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significa que hay un sucedáneo de intuición intelectual, no ciertamente de aspecto fijista e inmovilizador, sino de aspecto móvil, pues se despliega en el juego de los opuestos, o sea, que se presenta como movimiento dialéctico. Las antinomias que Kant había analizado no se dan solamente en el plano de la razón, sino en todos los objetos. La contradicción se inscribe en la estructura del ser inteligible mismo, en el “hecho lógico”.

Todo “hecho lógico” presenta tres aspectos: “1) El lado abstracto o del entendimiento (verständig). 2) El lado dialéctico o negativamente racional (negativ-vernünftig). 3) El lado especulativo o positivamente racional (positiv-vernünftig)”41. La razón tiene como dos vertientes: la negativa o dialéctica y la positiva o especulativa. El aspecto dialéctico es el que asegura el carácter especulativo de la razón. La dialéctica es así “este paso inmanente en el cual la unilateralidad y la limitación de las determinaciones del entendimiento se presentan tal como son: es decir, como su propia negación”42. En su momento dialéctico, la razón niega algo y, con ello, pone su diferencia. Pero no se puede quedar en esta diferencia, porque eso sería permanecer en lo aislado y fijo. Es preciso que lo idéntico y lo diferente se unifiquen; lo propio de la dialéctica estriba en unificar la identidad y la diferencia. En el momento especulativo de la razón se da la identidad de la identidad y de la no-identidad. Esto quiere decir que, desde el plano especulativo de la razón, la determinación no es nada más que la negación misma puesta como afirmación (“Die Bestimmtheit ist die Ne-gation als Affirmativ-gesetz”). Por lo tanto, la negación no es el mero envés de la determinación; la negación pasa a primer plano: la determinación sólo es una manifestación de la negación.

Resumiendo la tesis de Hegel: primero, el entendimiento, tomado para sí, está limitado a los opuestos, está prendido en la parte, en lo finito, en la apariencia, de suerte que su actividad aísla, fija, mata. Segundo, la razón pone a los opuestos en movimiento y los reconcilia; se eleva hasta la totalidad, hasta lo infinito, hasta la verdad: porque la verdad es la totalidad43. Tercero, Hegel convierte lo que se llamó “intuición intelectual” en movimiento dialéctico que progresa a través de innumerables mediaciones; el movimiento dialéctico del pensamiento coincide, pero a título de sucedáneo, con la intuición intelectual. Cuarto, al atribuir Hegel un sucedáneo de intuición intelectual a la razón, ésta puede realizar ella sola el conocimiento. Con ello desaparece la consistencia del entendimiento, el cual no es ya nada más que un momento de la razón.

Así, pues, mientras que en Kant la conversión de la suposición en principio (al asumir la suposición valor de principiación) tenía un mero carácter 41 Enz., § 79. 42 Enz., § 81. 43 Lotz, op. cit., 77-78.

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regulativo, en Hegel adquiere un auténtico valor constitutivo, valor que es afirmado sin ambages por el pensamiento dialéctico.

3. Exigencias del plexo principiación-suposición

a) El ámbito clásico de la suposición 1. En este momento conviene establecer unos hitos de referencia para, si es

posible, hacer entrar en diálogo la idea antigua y la idea moderna del pensa-miento. Con esto pretendo excitar una posibilidad de opción dentro de una hermenéutica fundada. Si, hecho esto, me coloco al frente de esa posibilidad, es natural que piense que ella requiere, para ser aceptada sin reservas, de mayores profundizaciones y matizaciones.

En la terminología clásica de los medievales la ratio inferior podría haber transcrito las dimensiones semánticas del entendimiento moderno, mientras que la ratio superior podría haber acogido lo que la filosofía moderna ha definido como razón sin más. ¿A qué se debió esta distinción entre los medievales? En la facultad cognoscitiva humana se constituyen grados según el orden de aquellas cosas a las que apunta: por un lado, las eternas y necesarias; por otro, las tempo-rales44. Esta distinción debe llevarse al extremo de admitir que, si hay naturalezas superiores al yo humano, entonces el pensamiento es, en el yo, “inferior a esas cosas inteligidas”; aunque respecto de las cosas que son inferiores al yo, el pensamiento sea superior en el yo a esas cosas, “pues tales cosas tienen un ser más noble en el espíritu que en sí mismas”45. Dicho de otro modo: la ratio inferior o (como a continuación la llamaremos para sopesar el alcance de esta equivalencia del término antiguo con el moderno) el entendimiento tiene un objeto que recibe su dignidad de un origen que no es el propio (Kant diría que el objeto recibe su forma del sujeto: lo recibe de la naturaleza del yo). En cambio la ratio superior, o razón a secas, se ve constreñida por su objeto (Kant diría que las ideas de la razón se imponen al su-jeto categóricamente –aunque por vía práctica–, de modo que el yo se realiza humanamente conformándose o respondiendo a la apelación categórica de los ideales). “Llamamos ratio superior [o razón sin más en sentido moderno] a la inteligencia orientada a las naturalezas superiores, bien porque contempla 44 In II Sent d24 q2 a2. 45

De Ver ql5 a2.

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absolutamente su verdad y su naturaleza, bien porque toma de ellas el motivo y como el ejemplar para obrar. En cambio llamamos ratio inferior [entendimiento moderno] a la inteligencia vertida a las naturalezas inferiores, bien para mirarlas contemplativamente, bien para disponerlas activamente. Pero ambas na-turalezas, la superior y la inferior, en su carácter común inteligible, son aprehendidas por el espíritu humano: la superior, por cuanto es inmaterial en sí misma: la inferior, por cuanto es despojada de la materia por el acto de la inteligencia activa”46.

Según esto, es claro que la razón puede estar cabe las cosas eternas de dos modos: o considerándolas en sí mismas, o considerándolas en tanto que son reglas de las cosas temporales47, cosas que debemos disponer y hacer; la primera consideración no sale de los límites de la razón especulativa; pero la segunda pertenece al género de la razón práctica. De aquí que la razón “en parte sea especulativa y en parte práctica”. La razón, en tanto que se diferencia del entendimiento, no dista de éste “como lo especulativo de lo práctico, como si mirasen diversos objetos sobre los que incide el acto de pensar; más bien, se distinguen según los medios que el acto de pensar utiliza”. El entendimiento recoge los motivos de la elección “ateniéndose a las razones temporales de las cosas, por ejemplo: algo es superfluo, o escaso, o útil, u honesto, u otras condiciones que el filósofo moral trata”. Pero las motivaciones de la razón provienen de las razones eternas, por ejemplo: “lo que va contra el precepto divino” o cosas similares48.

Así, pues, incluso desde un punto de vista moral puede sacarse la diferencia entre razón y entendimiento, diferencia que se basa en la índole categórica o hipotética del imperativo por el que se obra: la razón se mueve, como razón, por la incondicionalidad imperativa de la ley moral; el entendimiento por la condicionalidad constrictiva de las normas vinculadas al tiempo. Aunque el lenguaje que estoy utilizando parezca kantiano, no está en modo alguno alejado de las expresiones de los medievales: “El movimiento volitivo que se sigue de una deliberación de la ratio superior (razón moderna) se atribuye a la razón; por ejemplo, cuando alguien delibera acerca de lo que se debe hacer, en virtud de que algo [...] está preceptuado por la ley divina o cosa semejante. Pero se le atribuye a la ratio inferior (entendimiento moderno) cuando el movimiento volitivo se sigue del entendimiento; por ejemplo, cuando se delibera acerca de lo que se debe hacer mediante causas inferiores, considerando la torpeza del acto, la dignidad de la razón, la ofensa a los hombres y cosas semejantes”49. Ello

46 De Ver, loc cit. 47 STh I q79 a9. 48 In II Sent d24 q2 a2. 49 De Ver q15 a4.

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no quiere decir que el entendimiento (ratio inferior) se ocupe de lo contingente y la razón (ratio superior) de lo necesario, porque también acerca de las naturalezas inferiores, enfocadas por el entendimiento, pueden ser acogidas consideraciones necesarias, que pertenecen al científico; de otro modo, la Física y la Matemática no serían ciencias. De manera similar, también la razón (ratio superior) se vuelca sobre los actos humanos dependientes del libre albedrío y, por tanto, contingentes.

En tanto que la unidad se comporta como medida de lo múltiple y lo superior dirige y causa lo inferior, el entendimiento –dirigido a lo múltiple temporal– es regido por la razón –orientada a lo eterno50–. “Se dice que el entendimiento (ratio inferior) procede de la razón (ratio superior) y es regulado por ella, por cuanto los principios de que se vale son deducidos y dirigidos por los principios de la razón”51. De este modo, la razón se dirige al entendimiento como el re-gulador a lo regulado52. Esto estriba en que “el objeto del entendimiento se deriva del objeto de la razón”; por eso, sólo conocemos la verdadera naturaleza de las cosas temporales cuando la colocamos en la óptica de las eternas, en el puesto que ocupa dentro del orden establecido. Pero además de dirigir al entendimiento, la razón lo juzga, siendo su regla justamente el fin último, de modo que sopesa las operaciones del entendimiento según la relación que guardan con el fin último.

2. Pero con lo dicho no se quiere afirmar que la razón recabe para sí el papel

de la principiación absoluta, al estilo de la moderna dialéctica. La aludida subordinación del entendimiento a la razón acontece en el ámbito de la suposición misma, de suerte que la principiación se da en otro plano y por otros requerimientos. “Lo verdadero se puede considerar de dos modos: en cuanto que es patente por sí mismo [y abre el ámbito de la principiación] y en cuanto es patente por otra cosa [y abre el ámbito de la suposición]. Lo que es patente por sí mismo es como un principio, y el pensamiento lo percibe inmediatamente; por eso, el hábito que en la consideración de esta verdad perfecciona a la mente se llama intelecto, que es el hábito de los primeros principios”53. Considerar los principios en sí mismos, independientemente de las conclusiones, toca al intelecto. Dentro ya del ámbito de la suposición, la verdad se patentiza a través de otra cosa, no siendo percibida por el pensamiento inmediatamente, y tiene carácter de término, que puede ser o último en un determinado género, o último respecto de todo el conocimiento. “En orden a las verdades que son últimas no 50 In II Sent d24 q2 a2. 51 STh I q79 a9 ad2. 52 In II Sent d24 q2, a2, ad4. 53 STh I-II q57 a2.

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en absoluto, sino en éste o aquél determinado género de verdades cognoscibles, es la ciencia la que perfecciona a la mente”54. Considerar los principios de la demostración al mismo tiempo que las conclusiones, en cuanto que los princi-pios vienen a explicitarse en las conclusiones, pertenece a la ciencia. Ahora bien, lo último respecto de todo el conocimiento humano –las causas supremas– está formado por las verdades de las que se ocupa la sabiduría; ésta “juzga y ordena rectamente acerca de todas las verdades, porque no puede darse un juicio perfecto y universal a no ser por resolución en las primeras causas”55. La sabidu-ría pertenece también al ámbito de la suposición: “La sabiduría es ciencia en el sentido de que posee lo que es común a todas las ciencias: una demostración de conclusiones partiendo de principios. Pero puesto que posee algo propio y superior a las demás ciencias, en cuanto que juzga de todas ellas, no sólo de sus conclusiones, sino también de sus primeros principios, es una virtud intelectual esencialmente más perfecta que la ciencia”56. La sabiduría contiene el intelecto y la ciencia, “ya que juzga de las conclusiones de las ciencias y de los principios en que se basan”57. “La sabiduría, en tanto expresa la verdad acerca de los prin-cipios, es intelecto; y en tanto conoce las cosas que se derivan de los principios, es ciencia”58. Pues bien, la ciencia es el hábito cognoscitivo que define al enten-dimiento (ratio inferior); la sabiduría, en cambio, el hábito cognoscitivo que define a la razón (ratio superior). La razón y el entendimiento no son dos facul-tades distintas, aunque se distinguen por el ejercicio de los actos y por los diver-sos hábitos, “pues a la razón (ratio superior) se atribuye la sabiduría y al enten-dimiento (ratio inferior) la ciencia”59. Tampoco se puede decir que la razón superior es científica mientras que la razón inferior es opinativa: en ambas instanciass pueden darse la ciencia y la opinión60. 54 Ib. 55 Ib. 56 Ib., ad 1m. 57 Ib., ad 2m. 58 In Metaphy VI, 6. 59 STh I q79 a9. 60 “Scientificum et rationativum vel opinativum non sunt idem quod ratio superior et inferior: quia etiam circa naturas inferiores quas respicit ratio inferior, possunt accipi necessariae considerationes, quae ad scientificum pertinent: alias physica et mathematica non essent scientiae; similiter etiam et superior ratio ad actus humanos ex libero arbitrio dependentes, et per hoc contingentes, quodammodo convertitur: alias rationi superiori non attribueretur peccatum, quod circa haec contingit. Et sic ratio superior non ex toto separatur a rationativo vel opinativo. Scientificum autem et rationativum diversae quidem potentiae sunt, quia quantum ad ipsam rationem intelligibilis distinguuntur. Cum enim actus alicuius potentiae non se extendat ultra virtutem sui obiecti, omnis operatio quae non potest reduci in eamdem rationem obiecti, oportet quod sit alterius potentiae, quae habeat aliam obiecti rationem. Obiectum autem intellectus est quid [quod quid est], ut dicitur in III de anima: et propter hoc, actio intellectus extenditur quantum potest extendi virtus eius quod quid est. Per hanc autem statim ipsa principia prima cognita fiunt,

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b) El enlace de la suposición a la principiación 1. Queda por ver cómo es posible una integración sistemática de la princi-

piación y de la suposición que exprese las exigencias de cada una de estas instancias. El primer obstáculo surge ya, en el nivel mismo de la suposición, con la tesis kantiana de la absorción de la razón por el entendimiento, haciéndose con ello imposible acceder a un ámbito de principiación.

Kant afirma que la razón tiene respecto del entendimiento una mera función regulativa, simplemente porque la razón carece de la intuición intelectual del ser extramental. Kant piensa que el único modo posible de llegar a un ser extramental es por medio de dicha intuición, la cual, en caso de que se diera, debería penetrar directa e inmediatamente no sólo la existencia de una cosa, sino también su complejidad esencial. Indudablemente, este tipo de intuición no es la de nuestro pensamiento. Pero –y ésta es la pregunta que se debe formular ante el planteamiento kantiano–: ¿acaso no está el pensamiento abierto al ser extramental, a la realidad, de otro modo que no sea por intuición perfectísima, esencial y existencial a la vez? Porque al menos existe un tipo de intuición exis-tencial –reconocida precisamente en la teoría del intelecto clásico–, que sin penetrar totalmente la esencia de una cosa, asegura la presencia y la vigencia de ésta al pensamiento. Por intuición existencial conocemos nuestra propia existen-cia y la de nuestros actos. Este conocimiento es una mera vivencia inobjetiva o atemática, pues con él no sabemos lo que somos nosotros mismos y lo que son aquellos actos: tan sólo vivimos su existencia61.

ex quibus cognitis ulterius ratiocinando pervenitur in conclusionum notitiam: et hanc potentiam quae ipsas conclusiones in quod quid est nata est resolvere, philosophus scientificum appellat. Sunt autem quaedam in quibus non est possibile talem resolutionem fieri ut perveniatur usque ad quod quid est, et hoc propter incertitudinem sui esse; sicut est in contingentibus in quantum contingentia sunt. Unde talia non cognoscuntur per quod quid est, quod erat proprium obiectum intellectus, sed per alium modum, scilicet per quamdam coniecturam de rebus illis de quibus plena certitudo haberi non potest. Unde ad hoc alia potentia requiritur. Et quia haec potentia non potest reducere rationis inquisitionem usque ad suum terminum quasi ad quietem, sed sistit in ipsa inquisitione quasi in motu, opinionem solummodo inducens de his quae inquirit; ideo quasi a termino suae operationis haec potentia ratiocinativum vel opinativum nominatur. Sed ratio superior et inferior distinguuntur penes ipsas naturas, et ideo non sunt diversae potentiae, sicut scientificum et opinativum”. De Ver q15 a2 ad3. 61 J. García López, El valor de la verdad y otros estudios, Gredos, Madrid, 1964; especialmente el estudio “El conocimiento de la existencia” (169-220). De interés para el asunto que tratamos es el artículo de G. Penzo, “Riflessioni sulla ‘intuitio’ tomista e sulla ‘intuitio’ heideggeriana”, Aquinas, 1966, 87-103; Cfr. también, C. Giacon, “Intuizione, astrazione e ‘scintilla rationis’”, en Scritti filosofici, Milano, 1961, 56 ss.; del mismo, Interiorità e metafísica, Bologna, 1964, 34-44.

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El sentido de estos dos correlatos, esencial y existencial, del pensamiento humano, ha sido diferenciado y matizado así por Ortega y Gasset: “Al hablar de la existencia de algo tenemos que distinguir dos cosas: el algo que existe y el existir de ese algo [...] Este 'algo' significa la mera esencia, el conjunto de ingredientes que integran una cosa, en suma, lo que una cosa es. El centauro y el caballo tienen cada uno su esencia, ni más ni menos el uno que el otro. Pero el centauro no hace efectiva su esencia, no es efectivamente lo que es; el centauro es inefectivamente, no existe. La esencia se queda sin ejecución. Pues bien, en su sentido primario y rigoroso, existir algo significa la ejecución o efectuación de ese algo. En vez de usar nuestra palabra existencia, Aristóteles decía: puesto por obra, efectuado, enérgeia on, actualidad”62. Pero en el acceso intuitivo a la existencia no hay una objetivación estricta, porque la objetivación pertenece al plano del conocimiento esencial y temático, mientras que dicha intuición se abre al plano de la existencia atemática.

Pero además de esta intuición existencial de la inteligencia tenemos una intuición existencial de carácter sensitivo, en la cual no nos vivimos como activos, sino como pasivos, como afectados o constreñidos por una realidad distinta de nosotros. Las cosas que nos rodean y nuestro propio cuerpo existen para nosotros porque nos resisten. Con la vivencia de esta constricción, vivimos simultáneamente la existencia misma de las cosas que nos constriñen. Tampoco se trata aquí de un conocimiento temático u objetivo, aunque éste acompañe de modo confuso a esa intuición existencial.

Nuestra instalación en un ámbito de principiación ha sido subrayada por Heidegger cuando, criticando ciertas formas de filosofía moderna, afirma que el pensamiento es tal por estar referido a la realidad extramental misma. La realidad no se hace realidad por el mero hecho de representarla; más bien, el pensamiento es el que se constituye como tal al referirse a su ámbito abierto, traído por sus instancias y tensiones. A esta apertura original del pensamiento a la realidad ha llamado Heidegger Gelassenheit, serenidad o abandono. La filosofía clásica medieval la adscribió al acto primitivo del intelecto. La aper-tura original del pensamiento, la serenidad, deja que las cosas sean. Pensar es originalmente abandonarse al ámbito de la realidad donde todo descansa. No es sereno el pensamiento que sólo actúa como agente y configurador del mundo. La serenidad es aceptación. El pensamiento es sereno cuando deja que las cosas se le acerquen, sin oponerles ninguna resistencia.

Por eso, el ámbito original del pensamiento no se debe concebir como algo que nos sale al encuentro ajustándose y amoldándose a nosotros, es decir, como un horizonte (Horizont). Eso sería lo que sostiene alguna forma de la fenomeno-logía que arranca de Husserl. Pero definir el ámbito original como horizonte es, 62 Unas lecciones de metafísica, Madrid, 1966, 90.

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según Heidegger, definirlo a partir del mero entendimiento representativo, man-tenerlo en el molde kantiano. Como dice Heidegger: “La serenidad es en verdad una liberación de la representación transcendental y, así, un prescindir del empeño del horizonte”63. Ello quiere decir que cuando algún fautor de la feno-menología se representa la realidad transcendentalmente, se mantiene en el horizonte de la transcendentalidad. Pero ese horizonte es el lado del ámbito original vuelto a nuestra representación: es la cara que nos pone el ámbito original cuando lo abordamos a partir del entendimiento representativo y de la razón. Mas al representarlo como horizonte, el ámbito original se nos escapa. Sólo superando esa actitud fenomenológica, puramente representativa, el pen-samiento logra definirse desde el ámbito original de realidad.

Con ello se hace patente que la razón, debido a la instancia del intelecto, no tiene solamente una función regulativa respecto del entendimiento; hay más: está instalada y definida desde el ámbito original de principiación, no mediante una intuición perfecta, pero sí por medio de una intuición existencial propia del

63 Gelassenheit, Neske, 1959, 59. Para la antropología clásica, la inserción ontológica del espíritu en lo corporal es garantía de la continuidad entre la inteligencia y la sensibilidad, o entre el universal y la imagen. De aquí también la posibilidad de una “intuición imperfecta” de las esencias que se nos presentan. “La metafísica tomista es 'realista' porque la inteligencia alcanza sus objetos como una 'continuación' natural con el sentido. Es únicamente a través de la 'conversión a la imagen sensible' por lo que la inteligencia, encontrándose unida al sentido, llega a participar de la mirada intuitiva del mismo; por lo cual se da también una cierta intuición intelectual, la que, por indirecta que sea, es suficiente para una referencia segura que sea un 'status in quo' de la objetivación. A esta intuición, que la inteligencia humana realiza en dependencia del sentido, se la puede llamar intuición derivada o también intuición abstractiva o intuición implícita” (Cornelio Fabro, Percepción y Pensamiento, Eunsa, Pamplona, 1977, 332-333).

Pero Kant, debido a un larvado dualismo antropológico y al influjo del empirismo, no podía aceptar siquiera esa intuición derivada. “Contra la idea de una intuición intelectual, si bien abstractiva, inadecuada, Kant tenía dos prejuicios: el primero, el de la subjetividad del conocimiento sensible; el segundo, de origen empirista, sobre la naturaleza de la abstracción. Si el conocimiento sensible no me da el objeto, sino mi modificación, todo lo que sea abstraído del conocimiento sensible será irremediablemente objetivo [...]. Además, la tradición empirista había reducido la abstracción a un parangonar, a un generalizar, a un coger lo 'común'; había negado la espontaneidad, la originalidad, la aprioridad de la abstracción. Abstraer, para los empiristas, quería decir amontonar en la memoria tal número de imágenes, que al fin sus diferencias se embotaran, para sacar de ellas una imagen desvaída que se llama idea. No se ve cómo, por un proceso semejante, pueda obtenerse el universal [...]. Del prejuicio radical de la negación de una intuición intelectual nace la tesis kantiana de que pensar es juzgar. En efecto, si el pensar (o sea, el conocimiento intelectivo) no es originariamente un ver, un intuir (aunque sea abstractivamente) tendrá que ser un elaborar, un componer, un sintetizar”. (Sofía Vanni Rovighi, Introducción al estudio de Kant, Madrid, 1948, 103).

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intelecto, la cual coimplica una cierta donación confusa de determinaciones esenciales primigenias. De este modo, la razón conforma al entendimiento, de suerte que éste no queda limitado a la apariencia, sino que llega a la misma realidad extramental. Esta apertura a la realidad es el centro del pensamiento, otorgando al entendimiento plena objetividad y a la razón la posibilidad de acceder a la suprema realidad pretendida por las tres ideas.

El intelecto es así principio del ámbito de la suposición (razón y en-tendimiento): y lo es en dos sentidos: como principio ontológico y como principio criteriológico64.

El intelecto es principio ontológico del ámbito de la suposición porque el movimiento discursivo se explica desde una quiescencia, o sea, desde algo que siendo actualidad no se mueve ya. La dinámica de la suposición encuentra su razón suficiente en la quiescencia del intelecto. La suposición sigue a la principiación. Esta es el origen de aquélla. Semejante tesis se traduce en el hecho de que el intelecto es principio de la ciencia; no principio formal o material, sino final y eficiente. Es por una parte, principio final, al igual que la actualidad quiescente –o como Aristóteles diría, el motor inmóvil– es principio final del mundo móvil. Pero es también principio eficiente, pues los principios del intelecto influyen eficientemente en la conclusión. Esta eficiencia debe ser comprendida en un sentido lato, porque la relación que la principiación mantiene con la suposición no es como la del escultor con la estatua, sino como la del germen con la planta: “de modo uniforme y simple, lo mismo que diversos efectos están virtualmente en su causa, las conclusiones en el principio y los miembros en el germen”65. Las conclusiones del ámbito de la suposición no están en los primeros principios en acto completo o explícitamente (o sea, guardando multiplicidad en otro, como una pluralidad de cosas en un recipiente): así los interpretaría todo tipo de platonismo, para el que pensar es recordar, debido a que las conclusiones se hallan en acto en las premisas. Más bien, se hallan de modo implícito o virtual (poseyendo una especie de uniformidad y simplicidad); el ámbito de la suposición despliega ese contenido implícito: “En las deducciones, los principios se refieren a las conclusiones como en la naturaleza las causas eficientes se refieren a sus efectos. Pero el efecto, antes de ser producido, preexiste en sus causas virtualmente, no actualmente, porque de otro modo existiría pura y simplemente. Asimismo, antes de la deducción, la conclusión es conocida en los principios virtualmente, no actualmente, porque sólo de esta manera es como preexiste en ellos”66. Sin

64 Aunque aplicados al planteamiento presente, me atengo a las conclusiones obtenidas por J. Peghaire, Intellectus et ratio selon S. Thomas d'Aquin, París, 1936, 249-260. 65 De Ver q20 a4. 66 In Post Anal 3, 1.

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embargo, esta virtualidad de las conclusiones del ámbito de la suposición en el intelecto, es un cierto modo de actualidad, puesto que ni son totalmente no-ser o potencia pura, ni totalmente ser o acto, sino ser en potencia: una incoación de acto cuyo acabamiento se hará por el discurso del ámbito de la suposición.

El carácter eficiente –no meramente final o regulativo, como quiere Kant– de la principiación sobre la suposición se traduce en el propio discurso de la principiación. El discurso tiene que ser visto ontológicamente como una proyección de la eficiencia de la principiación sobre la suposición. Justo a esta argumentación se remite Brentano, cuando quiere superar la filosofía kantiana. “Cuantas veces concluimos algo de algo, se nos hace perceptible una eficiencia. No percibimos solamente que pensamos la conclusión después de haber pensado las premisas, sino también que al pensar la conclusión por nosotros mismos, estamos determinados por el pensamiento de las premisas. Y esto no quiere decir que al pensamiento de las premisas suceda o haya de suceder siempre el pensamiento de la conclusión”67. Por lo tanto, el pensamiento de las premisas es causa del pensamiento de la conclusión. De qué modo se puede tratar aquí de una causalidad eficiente, lo explica Brentano más adelante: “En el concepto de una causa eficiente no entra en manera alguna el que tuviera que producir lo que produce, incluso cuando estuviera aislada y no estuviera apoyada para su producir por la cooperación de algo, ni entra el que fuera imposible que aconteciera el que otra causa impidiera su actuación. Es suficiente que en un caso dado no esté impedida y no le falte ninguna de las demás condiciones positivas. Por consiguiente, para que algo produzca algo, y para que esto último sea intuitivamente aprehendido como producido, no es en manera alguna necesario que haya un antecedente respecto del cual se presente lo efectuado como un consiguiente, en toda circunstancia y, por tanto, sin excepción”68.

Pero en segundo lugar, el intelecto es principio criteriológico del ámbito de la suposición, porque el valor de ésta se explica por la infalibilidad de aquél. El valor cognoscitivo (tanto teórico como práctico) del entendimiento y de la razón está basado en la infalibilidad de los primeros principios del intelecto: éste asiente necesariamente a los primeros principios indemostrables, de suerte que no puede asentir de ningún modo a sus contrarios. Por una parte, el discurso de la suposición no es por sí mismo la razón suficiente de su verdad; aunque el pensamiento esté hecho para la verdad, su discurso como tal permanece siempre discurso, sea verdadero o falso. La razón suficiente de su verdad deberá estar fuera de él mismo. Por otra parte, el principio del error es la potencialidad existente en el pensamiento mismo; esta potencialidad podrá ser suprimida por

67 El porvenir de la filosofía, Revista de Occidente, Madrid, 1936, 148. 68 Ib., 151-152.

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un acto. Pero en ese aspecto, el acto es el intelecto, el cual no tiene potencialidad alguna, ni en él hay sitio para el error cuando constata que el ser es y que el no-ser no es: este principio es conocido de un solo golpe; además no se requiere intervalo alguno temporal o lógico entre el conocimiento simultáneo de sujeto y predicado, de una parte, y el asentimiento dado a su mutua conveniencia, de otra parte: el error no puede darse en el juicio que enuncia el primer principio. Esta infalibilidad de orden criteriológico corresponde a la quiescencia actual del intelecto en el orden ontológico69. La principiación posibilita así la verdad de la suposición.

En conclusión, afirmando el intelecto como principio ontológico y criteriológico del ámbito de la suposición es posible superar la absorción que Kant hace de la razón en el entendimiento.

2. Acabada la confrontación con Kant, se examinará ahora la posibilidad de

absorber el entendimiento en la razón, que es la tesis de Hegel. Indudablemente lleva razón Hegel cuando abre la razón a la realidad. Pero debido a que la razón hegeliana posee un sucedáneo de intuición intelectual, es preciso recordar aquí lo que antes se dijo sobre la posibilidad de dicha intuición en el hombre. Porque si el pensamiento sólo posee una vaga e imperfecta intuición esencial de las cosas, es obvio que logra el contenido real de éstas a partir de los datos sensoriales, o sea, mediante la abstracción. Lo que capta no es un ser subsistente, ni siquiera al final de su proceso de abstracción y discurso. Para Hegel, en cambio, lo que desde el comienzo muestra ese sucedáneo de intuición intelectual, llamado movimiento dialéctico, es el absoluto mismo, en el sentido de la idea absoluta, de modo que no hay un paso por una abstracción, distinta de la idea absoluta. En Hegel el sucedáneo de la intuición intelectual se presenta ciertamente como movimiento dialéctico, que progresa desde el ser indetermi-nado a la idea absolutamente determinada; ésta se lograría a través de innumerables mediaciones. El movimiento dialéctico de la razón cumple el mismo cometido que la intuición intelectual perfecta: aquél es ésta misma en camino hacia sí misma70.

Pero el conocimiento que el pensamiento humano adquiere de la esencia es abstractivo, tiene que referirse a la sensibilidad. Aunque también es cierto que mediante la intuición existencial la razón está abierta inmediatamente a la realidad. El conocimiento esencial está mediado por la intuición existencial. Desde esta perspectiva, la principiación aparece no como el fundamento absorbente de la suposición, sino como mero término de ella, y, por

69 Peghaire, op. cit., 259. 70 Lotz, op. cit., 90-91.

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consecuencia, la razón es término también del entendimiento. El intelecto es así término ontológico y criteriológico del ámbito de la suposición.

En primer lugar, es término ontológico; en la medida en que todo ser que tiene su principio fuera de sí debe encontrar su término en ese mismo principio, acabando en él el movimiento que de él ha recibido. Como el ámbito de la suposición tiene su principio en el intelecto, entonces en éste debe encontrar su término: el pensamiento se aquieta volviendo a los primeros principios.

En segundo lugar, el intelecto es término criteriológico71 del ámbito de la suposición, bien en cuanto la suposición prepara su intervención en lo formal de todo juicio, bien en cuanto todo juicio se verifica por una resolución en los primeros principios. El discurso de la suposición prepara la intervención del intelecto en todo juicio, o sea, prepara las premisas, relaciona los conceptos y las proposiciones, de modo que el intelecto es el que ve la conclusión contenida en esas premisas y la enuncia como verdadera: en realidad, las conclusiones del discurso o de los juicios mediatos son, en su aspecto más formal, obra del intelecto72. La verdad es siempre captada por el intelecto, sea de manera inmediata (como en el caso de los primeros principios), sea de modo mediato, después del trabajo inquisitivo de la razón (o del entendimiento). Por último, el intelecto es término criteriológico porque todo juicio se verifica por una resolución en los primeros principios. El discurso o la deducción, aún partiendo de principios infalibles, cuando llega a las conclusiones puede preguntarse si en el camino se ha desviado, y sólo se tranquilizará volviendo al punto de partida: sólo operando una reducción a los principios de una manera explícita se hace firme la suposición y ciertas sus conclusiones. El discurso –inductivo o deduc-tivo– es el que debe operar esta resolución en los primeros principios, haciendo que en su encadenamiento riguroso se vea la conclusión contenida en los princi-pios, como los efectos en su causa. Sólo así queda la conclusión resuelta o re-tornada.

En definitiva, el entendimiento es penetrado por la razón en la medida en que ambos forman un ámbito de suposición cuyo principio y término, tanto ontológico como criteriológico, es el intelecto por el que el pensamiento penetra en la realidad; de no ser así, el entendimiento quedaría adherido a las aparien-cias o fenómenos (que es lo que ocurre con Kant), naufragando la razón en el entendimiento y haciéndose imposible la metafísica. Asimismo, el entendimien-to no queda principiativamente absorbido por la razón; ésta no es ámbito de principiación (como ocurre en Hegel); y al quedar desamparada del término quiescente del intelecto, se dispara como movimiento sin reposo o sin instancia 71 Peghaire, op. cit., 261-271. 72 Ib., 263.

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ajena al propio movimiento; éste por eso mismo afirma y niega los hitos por los que pasa, convirtiéndose en dialéctico.

* * *

Quedan así planteadas las cuestiones psicológicas y gnoseológicas que de inmediato han de ser abordadas en detalle, concernientes a la constitución y alcance del intelecto y de la razón, entendidos bien como actos de la inteligencia humana (cap. II), bien como hábitos de ella (capítulos III a VI).

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CAPÍTULO II

INTELECTO Y RAZÓN COMO ACTOS

1. Objeto de la inteligencia humana: la esencia

a) La realidad de la esencia 1. Para Santo Tomás el objeto propio o “proporcionado” de la inteligencia

humana, en cuanto ésta expresa un alma espiritual unida a un cuerpo, es la esen-cia de las cosas sensibles. En virtud de que nuestra inteligencia no llega de modo inmediato a las cosas, la única esencia visualizada inmediatamente es la sensible; de suerte que todas las demás entidades son captadas mediatamente, a partir de la índole de aquella esencia. Esta situación objetiva determina el funcionamiento de la inteligencia misma. ¿Qué significa este objeto tan “sensiblemente” visualizado y cómo funciona la inteligencia que se refiere a él? Veamos, en primer lugar, la cuestión objetiva de la esencia.

En la filosofía occidental la esencia ha sido determinada normalmente en contraposición a la existencia. Santo Tomás, Kant o Husserl así lo han hecho.

La existencia es la posición absoluta de una cosa (es aquel principio mediante el cual la cosa es, o se pone fuera de la nada); esta posición absoluta puede darse tanto en el ámbito de las cosas naturales, singulares y activas (lo real), como en el ámbito de las cosas intencionales, universales e inactivas (lo ideal). La existencia natural es la que las cosas tienen en sí mismas, con independencia de que sean conocidas; la existencia intencional es la que las cosas tienen en la inteligencia al ser conocidas. Tanto una como otra son actos actualizantes (que hacen ser), no determinantes (que hacen ser esto o lo otro). Mas entre ellas media una radical diferencia: la existencia natural es siempre subjetual, ya que hace de una cosa un sujeto activo propiamente dicho; la existencia intencional, en cambio, es objetual, en el sentido de que hace a las cosas “objetos”, o sea, términos de la actividad intelectiva. Por aquí se comprende que la realidad siempre es positiva; lo ideal no siempre es positivo, pues muchas veces es una negación o entraña una negación; en la realidad no

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hay negaciones: las cosas reales no son negativas. La negación real es justo la nada, el no-ser; por consiguiente, no pueden darse negaciones reales, pero sí negaciones pensadas: la misma nada absoluta puede pensarse. Por otra parte, también es verdad que las negaciones pensadas pueden tener un fundamento en lo real, a saber: los límites de las cosas (las cosas comienzan a ser y dejan de ser) o las diferencias entre las cosas (una cosa se distingue de otras, no es las otras); pero todos estos fundamentos no son precisamente negaciones, sino algo positivo1.

Pues bien, no siendo la existencia determinación o acto determinante, sino acto actualizante (acto sin determinación o restricción), la función determinante o limitante proviene de la esencia (principio mediante el cual algo es lo que es o se constituye como especie, con un perfil definido). La existencia puede actualizar cualquier esencia, porque de suyo es indiferente a una u a otra. La existencia es así un prius absoluto como actualidad de todos los actos; incluso ese acto determinante que es la esencia debe recibir del existir su actualidad. La esencia tiene, pues, un carácter derivado, ya que es determinación del existir.

2. Con la esencia no se significa la posición absoluta de algo, sino única-

mente la determinación, el perfil, el carácter que tiene; justamente la esencia es lo que objetivamente concibe la inteligencia, pues ésta se vuelca completamente sobre las determinaciones o las notas constitutivas de las cosas. En cambio, la existencia, tanto la intencional como la natural, no es conocida objetivamente, sino sólo de modo inobjetivo, atemático, en la medida en que la inteligencia capta una esencia objetivamente. Ahora bien, en tanto que la esencia es correlato de la inteligencia, se reviste de las condiciones de ésta, a saber de universalidad y de necesidad. Este “revestimiento” debe entenderse en sentido estricto, pues no opera una transformación intrínseca en tales notas o determinaciones, sino sólo una elevación a condiciones de inteligibilidad; por el hecho de darse objetivamente en la inteligencia, las cosas se muestran con caracteres universales y necesarios. De aquí se desprende que lo real es singular e irrepetible; lo ideal, en cambio, es universal y repetible, o sea, susceptible de presentarse en varios sujetos distintos. Frente a este aserto se sitúan los distintos tipos de platonismo que desacreditan la realidad del mundo sensible (mundo del nacer y del perecer), convirtiéndola en una especie de no-ser. La realidad propiamente dicha es buscada entonces en otro ámbito, a saber: en las ideas o formas ejemplares, unidades objetivas no sensibles que existirían por encima de aquel mundo, al que confieren consistencia y sentido. El irrealismo del mundo sensible vendría ahí acompañado por el realismo del mundo de las ideas, de los

1 Antonio Millán-Puelles, Teoría del objeto puro, Rialp, Madrid, 1990, cap. I.

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universales objetivos, los cuales serían la realidad más plena2 que origina el ser de las demás cosas.

Así, al excluir de la tesitura de la esencia los aspectos existenciales se quiere decir, con Husserl, que la esencia no es nada más que la estructura del objeto, el conjunto orgánico de determinaciones. Como es sabido, el acceso a la esencia se lleva fenomenológicamente a cabo mediante la reducción de la existencia, es decir, prescindiendo no sólo de los aspectos subjetivos y de la tradición, sino de la existencia misma, porque ésta no entra en consideración para la mirada fenomenológica. En la captación de un tono azul es indiferente la donación efectiva de una cosa azul; lo que importa es el quid, la estructura del azul mismo; la esencia es la estructura del objeto. El acceso a la existencia, en cambio, no acontece por el raíl del conocimiento, sino por el medio de la experiencia misma.

También el existencialismo fenomenológico, pese a su repudio de todo esencialismo, consideró la existencia humana (Dasein) como una estructura, puesto que habla de ella, la recorta y delimita frente a lo que no es existencia humana. En verdad, cualquier análisis filosófico sólo trata de esencias o estructuras conceptualizadas, ya que la existencia no puede ser tematizada o conceptualizada, se encuentra extra genus notitiae: de este modo, no puede haber humanamente una ciencia del acto concreto de existir –una existen-ciología–, pero sí un sentimiento o intuición concreta del mismo. Por ejemplo, la existencia humana (Dasein) de Heidegger es algo dado, un fenómeno, una determinación; y, además, es descrita en términos inteligibles. Él ha partido del convencimiento de que la existencia humana tiene una estructura, cuyos componentes o elementos son justamente los “existenciarios” (ser-para-la-muerte, cuidado, ser-en-el-mundo, etc.); con otras palabras, opone los existenciarios, como determinaciones de persona (el Dasein heideggeriano), a las categorías tradicionales, como determinaciones de cosa. Parece ser, pues, que todo el peso de este enfoque está en no considerar al hombre como un objeto “espectacular” (“Yo no soy un espectáculo”, decía G. Marcel). Y si el objeto se entiende como lo enfrentado (ob-jectum), lo situado frente al yo, lo acabado, fijo y distinto, es para subrayar que el hombre no es objeto, sino sujeto, en el sentido de no acabado, lo que está en permanente creatividad. Es obvio que este pretendido sujeto “inefable” es tomado en consideración para hablar de él; no sólo para sentirlo o experimentarlo existencialmente, sino para realizar una descripción clara y científica de él. Y a esa descripción responden las determinaciones esenciales de lo que la tradición había llamado persona. En conclusión, la esencia se recorta frente al existir como determinación, bien absoluta, bien relativa.

2 Fedro, 247 c-e.

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b) Subjetivismo y objetivismo La esencia tiene para la mente humana un carácter objetivo o impositivo

ineludible. Mas se podría interpretar esta imposición en el sentido de que la esencia se encontrara con plena suficiencia depositada fuera de la mente y que el científico sólo tuviera que recogerla impasiblemente del mundo circundante.

A esta forma de interpretar la donación de la esencia se ha venido oponiendo en la edad moderna la tesis de que nosotros no conocemos de las cosas sino lo que hemos puesto en ellas; o, con palabras de Kant: “Las condiciones de la posibilidad de la experiencia son las mismas que las condiciones de la posibilidad de los objetos de la experiencia”3. De esta suerte, la esencia que las cosas aparentan poseer no es propiamente de las cosas en sí mismas, sino que consiste en una posición de la mente: la esencia misma es nuestro poner. La paradoja que plantea tal interpretación estriba en un doble aserto: primero, que conocemos el mundo; segundo, que ese mundo no tiene por sí estructura o perfil, puesto que consiste en un cúmulo de materiales o en un “caos de sensaciones”. Y como un caos es de suyo informe, la estructura que ha de tener debe ponerla el sujeto, segregándola de sí mismo.

Aunque la filosofía de Kant no puede reducirse a este subjetivismo, es obvio que en varios sectores se la ha interpretado así. Pero llevado a su extremo natural, el subjetivismo ha de sostener que la mente no conoce nada más que la propia afección o modificación, es decir, la activación conceptual presente en ella; el objeto de la intelección no sería nada más que esta activación conceptual. Ahora bien, si los objetos que entendemos son los mismos que constituyen las ciencias y si entendemos solamente la activación conceptual presente en la mente, resulta que ninguna ciencia versa sobre las realidades exteriores a la mente, sino sólo sobre la activación conceptual que hay en ella. Esta interpretación perdería todo su patetismo, si no fuera por las consecuencias que de ella se desprenden. Porque si la mente no conoce sino su propia modificación, solamente puede juzgar de ella. Pero lo que una cosa parece, depende del modo cómo es modificada la inteligencia. Por tanto, el juicio de la inteligencia “tendría siempre por objeto aquello de que juzga, es decir, su propia modificación tal y como es, y, en consecuencia, todos sus juicios serían verdaderos”4. Cada uno juzgaría en conformidad con la afección o modificación de su mente; todas las intelecciones serían entonces igualmente verdaderas, de modo que incluso los dos términos de lo contradictorio serían simultáneamente verdaderos.

3 Kritik der reinen Vernunft, B 197. 4 STh I q85 a2.

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Para superar tal subjetivismo la filosofía del Aquinate consideró que el trasunto de lo real en la inteligencia, la activación o forma conceptual, “es con respecto a la inteligencia como el medio por el que entiende”5; no es primariamente lo conocido, sino el medio de acceso a la realidad. Y para evitar el extremo del objetivismo –para el cual ese simple medio retrataría o acogería directa e inmediatamente la forma extramental–, tuvo en cuenta la índole reflexiva de la inteligencia, la cual “al volver sobre sí misma, por un único acto reflexivo conoce tanto su propio entender como la forma intelectual por la que entiende, y de este modo, secundariamente, la forma es objeto de la inteligencia; pues el primario es la cosa representada en la forma intelectual”6. La inteligencia, en tanto que conoce, sabe consectariamente que la forma intelectual es de índole medial y que por lo tanto no es una copia mostrenca de la realidad, sino un proyecto intelectual de ésta y hacia ésta.

c) Función abstractiva y función cognoscitiva 1. La explicación subjetivista es de suyo aporética, porque no logra enlazar

la tesis gnoseológica de la objetividad de lo real con la tesis antropológica de la finitud de la penetración intelectual humana, abriendo un hiato entre lo real extramental y el yo.

Ante cualquier seducción subjetivista u objetivista, y para resolver problemas gnoseológicos tales como el alcance veritativo de las operaciones intelectuales, Santo Tomás estimó como tarea prioritaria identificar claramente el objeto propio de la inteligencia, o sea, el objeto “proporcionado” a la facultad intelectual de un ser que, como el hombre, no es precisamente un espíritu puro. Pues bien, en cuanto la inteligencia humana está en el mundo unida a un cuerpo, su objeto propio –como antes se ha dicho– no es otro que la esencia de las cosas sensibles. Quiere ello decir que nuestra inteligencia no llega de modo inmediato a cualquier esencia: la única esencia focalizada inmediatamente es la de las cosas sensibles; y todas las demás esencias son logradas mediatamente, o sea, mediante la esencia de tales cosas sensibles.

Santo Tomás abordó la cuestión de la objetividad ateniéndose a la finitud de la inteligencia humana, llevando la cuestión gnoseológica (alcance veritativo) de la mano del mecanismo psicológico (ajuste facultativo). “Como el conoci-miento del hombre comienza exteriormente por los sentidos, es manifiesto que cuanto más viva sea la luz de la inteligencia, tanto más íntimamente podrá

5 STh I q85 a2. 6 STh I q85 a2.

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penetrar. Mas la luz natural de nuestra inteligencia es finita y sólo puede penetrar hasta cierto límite”7. Este límite obliga a un estado progrediente de penetración, de manera que nuestro conocimiento intelectual debe ser necesaria-mente abstractivo y también relacional, estructural, en tanto que refiere lo ad-quirido entre sí y lo proyecta hacia nuevos logros.

La inteligencia humana, por estar vinculada a la experiencia sensible, ejerce dos funciones: una abstractiva, otra cognoscitiva.

2. La función abstractiva tiene carácter activo y dispone los contenidos de las

cosas para ser entendidos, ya que estos de suyo están existiendo de modo real en lo sensible y particular; precisan, pues, ser sacados de tal concreción y elevados a la necesidad y universalidad del espíritu8. En efecto, la índole de la finitud de nuestra inteligencia no es la de un espíritu puro, el cual estaría exento de estas dos condiciones: “primera, no necesita extraer la verdad inteligible de la diversidad de las cosas compuestas; y segunda, para entender esa verdad no necesita discurso, sino simple intuición. En cambio la inteligencia humana recibe la verdad de las cosas sensibles y la conoce a través del discurso de la razón”9. Nuestro conocimiento de la esencia tiene necesidad, en primer lugar, de abstraer, de ejercer una actualización psicológica en el objeto de una inteligencia finita supeditada a lo sensible, o sea, de una inteligencia que en principio sólo aptitudinalmente acoge lo inteligible.

El ámbito objetivo connotado propia y directamente por la inteligencia son las cosas sensibles, las cuales no son inteligibles en acto y, por tanto, debe incidir sobre ellas una acción abstractiva o elevadora, es decir, tienen que ser sometidas a una actualización, una elevación a un plano inteligible. A la cosa real hay que despojarla de todo lo que le impide ser objeto de conocimiento intelectivo. La inteligencia conoce la esencia que existe individualmente en la materia, pero no del modo como está en la materia. “Es preciso, por tanto, afirmar que nuestra inteligencia conoce las realidades materiales abstrayendo de las imágenes”10. Abstraer es supeditarse a una esencia y, a la vez, elevar esa esencia al orden inmaterial, necesario y universal del concepto, despojándola de las condiciones particulares, materiales y móviles.

Se llega a la esencia partiendo de la experiencia, mediante el proceso de abstracción; desde la experiencia se alcanzan las estructuras esenciales que

7 STh II-II q8 a1. 8 De Ver q10 a6; q19 a1; Q. De Anima a15; Quodlib VIII q2 a1; STh I q84 a6; q85 a1; In Metaphys II lect. 1. De Anima III lect. 10. STh I q79 a3-4. 9 STh II-II q180 a6 ad2. 10 STh I q85 a1.

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pueden ser aplicadas a diversos seres. Mediante su función abstractiva, la inteligencia produce dinámicamente esa elevación; pero no engendra propia-mente el contenido, sino que sólo lo capacita o dispone para ser entendido. Este contenido “dispuesto” o “elevado” determina el conocimiento; es un deter-minante cognoscitivo11. La abstracción garantiza el paso gnoseológico de lo experimental sensible a lo intelectual.

Algo en común tiene, en este aspecto, la tesis clásica con la kantiana. Ortega indicó que Kant jamás quiso decir que sólo hay la realidad del pensamiento. “Kant no quiere decir que las cosas del mundo se reducen a la cosa pensamiento, que los entes sean modos secundarios del ente primario pensamiento –lo que Kant rechaza y que llama idealismo material–”12. Más bien, habría querido decir que la esencia de los entes cognoscibles carece de sentido si no se ve en ella “algo que a las cosas sobreviene cuando un sujeto pensante entra en relación con ellas”13. Que el sujeto pone la esencia signi-ficaría entonces que sin sujeto no hay esencia; de modo que la esencia “no es ninguna cosa por sí misma ni una determinación que las cosas tengan por su propia condición y solitarias. Es preciso que ante las cosas se sitúe un sujeto dotado de pensamiento, un sujeto teorizante” para que adquieran la posibilidad de tener esencia, perfil, estructura. La esencia brotaría en las cosas “al choque con la actividad general teorética”. Esto no habría obligado a Kant a adoptar una solución idealista. En el kantismo podría sostenerse: primero, que la esencia no tiene sentido si se prescinde de un sujeto cognoscente, pues el pensar interviene en la estructura de las cosas poniéndola14; segundo, que ello no im-plica que las cosas, al ser conocidas, se conviertan en pensamiento, pues en la intención radical de Kant estaría el excluir cualquier interpretación idealista; y, por tanto, la intervención del pensar en la esencia de las cosas no traería consigo la absorción de las cosas en el pensamiento. Así, pues, aunque la condición de posibilidad del conocimiento estribara en que lo conocido sea algo, o sea, tenga forma o esencia, con eso no se prejuzgaría que tal esencia la tengan las cosas por sí, porque más bien podría ocurrir que la esencia surgiera en las cosas “sólo cuando el hombre se enfronta con ellas”15, aunque no fuese una forma del sujeto echada sobre las cosas.

Esta interpretación “benigna” del kantismo, que pretende rebasar el subjeti-vismo, pone en evidencia la dificultad de mantener, de un lado, la realidad de

11 Este “determinante cognoscitivo”, necesario para iniciarse el conocimiento universal, fue llamado por los clásicos species impressa. 12 José Ortega y Gasset, Filosofia pura. Anejo a mi folleto “Kant”, O. C., IV, 56. 13 Ib. 14 Ib. 15 La Filosofía de la Historia de Hegel y la Historiología, O. C., IV, 531.

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los contenidos extramentales y, de otro, la actividad del conocimiento. Para Santo Tomás, previamente a la función intelectual de abstraer hay contenidos reales; pero éstos no son todavía determinantes cognoscitivos. Esta función activa sobre los contenidos es sólo abstractiva, pero no receptiva del objeto, pues sólo lo dispone para ser recibido. Además ejerce un sólo tipo de operación y siempre del mismo modo: hace que los contenidos inteligibles que están en potencia pasen a ser inteligibles en acto. Por eso, en esta función no hay falsedad o decepción intelectual.

3. En cambio, la función cognoscitiva tiene carácter pasivo –pues recibe

aquéllos contenidos–16. Mediante la función abstractiva la inteligencia no conoce, aunque pone en marcha esa función justo para conocer. La función cognoscitiva, en cuanto pasiva, es movida objetivamente por lo dispuesto en la función abstractiva, o mejor, por los contenidos determinantes que ésta posi-bilita. Esto quiere decir que, en cuanto estrictamente cognoscitiva, la inteli-gencia está pasivamente abierta a todo contenido inteligible, a todo ente: su objeto formal es el ente universal; aunque su objeto propio sean las esencias de las cosas sensibles. En su aspecto cognoscitivo, la inteligencia está en potencia pasiva para percibir y juzgar la multitud de contenidos inteligibles de que es capaz; está, dice Aristóteles, como una tabla limpia en la que nada hay escrito.

Con lo dicho se patentiza que para el conocimiento intelectual la sensibilidad es necesaria, pero también puede actuar como una rémora: “no influye en la parte intelectiva alterándola, pero sí estorbando su operación”17. El conocimiento intelectual se perfila así también como una lucha moral del hombre por superar el obstáculo de lo sensible. El principio de la visión intelectual “se debilita a veces en su propio acto por freno de las fuerzas inferiores, de las que necesita la inteligencia humana para entender”18.

Además, en virtud de que nuestra inteligencia está supeditada a la sensibilidad, su objeto aparece siempre como compuesto o estructurado; lo puramente simple excede de la capacidad humana de entender.

Quizás quede corta esta caracterización del pensar clásico, pues Santo Tomás llega incluso a sentar que “en las cosas sensibles nos son desconocidas las mismas diferencias esenciales; por eso, son expresadas por diferencias accidentales que provienen de las esenciales, como la causa es expresable por su efecto”19. Si las esencias de las cosas nos son desconocidas y sus propiedades se

16 In III Sent d14 q1 a2; De Ver q16 a1 ad 13; STh I q79 a2. 17 STh II-II q15 a3. 18 STh II-II q15 a1. 19 De ente et essentia, c. 6.

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nos dan a conocer por los actos, “utilizamos frecuentemente el nombre de las propiedades o de las potencias para significar las esencias”20. Es claro que si los principios esenciales pudieran ser conocidos en seguida, no habría necesidad de definir utilizando las propiedades o accidentes. “Mas dado que los principios esenciales de las cosas nos son desconocidos, conviene que utilicemos las diferencias accidentales para designar las esenciales”21. Así, pues, “nuestro co-nocimiento es tan débil que ningún filósofo puede jamás investigar perfecta-mente la esencia de una mosca”22.

Esta dramática perspectiva gnoseológica, desde la cual se viene conside-rando la simple aprehensión, no impide un ideal punto de vista lógico sobre ella. En virtud de que la lógica es una teoría de lo que podría llamarse “razón ideal” o “estado ideal de la razón”, prescinde de la efectiva imperfección de la inteligencia y utiliza los conceptos como si fueran determinaciones ideales per-fectas. Opera, pues, la lógica una alquimia que en definitiva es una simplificación. Pero desde una perspectiva gnoseológica es imprescindible calibrar la constitutiva labilidad de la inteligencia humana y el modo inicial-mente confuso que tiene de captar la esencia. Cuando no son atendidas ambas perspectivas, es frecuente encontrar el reproche que Zubiri hace al aristotelismo, sobre el pretendido intento de encajar ingenuamente la esencia en la definición y de identificar la esencia como algo definido con la esencia como momento físico o real23.

El idealismo moderno tiende a englutir en la función abstractiva la cognoscitiva, quedando ésta impregnada de actividad “objetiva”: los contenidos objetivos, en este caso, son considerados como producidos activamente por el conocimiento. Ahora bien, superar el idealismo no equivale a negarle a la inteligencia, en cuanto cognoscitiva, toda actividad. Su pasividad es sólo “obje-tiva”, porque responde receptivamente al contenido objetivo posibilitado por la función abstractiva. Pero la inteligencia, en cuanto “cognoscitiva” ejerce “subjetivamente” las operaciones de aprehensión, de juicio inmediato y de juicio mediato, este último entendido como raciocinio o discurso.

Pues bien, en el enfoque de Santo Tomás, los dos primeros actos son propios de la inteligencia como intelecto; el último es propio de la inteligencia como razón. “Hay tres actos de la inteligencia. Los dos primeros le pertenecen en cuanto es intelecto (intellectus); pues un acto del intelecto consiste en entender los elementos indivisibles o incomplejos, concibiendo lo que es una cosa; otra segunda operación consiste en la composición o división de lo entendido, en la 20 De Ver q10 a1. 21 In de Anima, I, 1, n. 15. 22 Expos in Symbol Ap a2. 23 X. Zubiri, Sobre la esencia, 89.

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cual ya hay verdad y falsedad. El tercer acto de la inteligencia consiste en lo que es propio de la razón (rationis), a saber, discurrir pasando de una cosa a otra, con el fin de que mediante lo que es notorio se llegue al conocimiento de lo desconocido”24. En cualquier caso, la denominación de “intelecto” y “razón” no se refiere a la inteligencia como facultad –que como potencia de conocimiento suprasensible es una sola–, sino a los actos que de ella emanan, o mejor, a la índole que los actos cognoscitivos tienen de penetrar en las cosas. No es la facultad intelectual la que se ramifica o distingue en “intelecto” y “razón”. Sólo hay una facultad o potencia, cuyas dos primeras operaciones le pertenecen como “intelecto” y la tercera como “razón”.

2. El intelecto como “acto”

a) El acto primordial: la simple aprehensión 1. Aristóteles afirma, en su libro III Del Alma, que son dos las operaciones

de la inteligencia: la simple aprehensión y la composición; y por composición no entiende una cualidad simple, sino la operación a la que se ordena la primera aprehensión como parte: una se compone actualmente de la otra. La simple aprehensión es descrita así en un contexto sinérgico: es ya un término mental destinado a entrar en una composición más elevada25.

La simple aprehensión es el acto por el que la inteligencia capta la esencia de una cosa. Es simple, en primer lugar, por el lado del objeto, por ejemplo, “hombre” y “animal”; y aunque a veces aparezca un término complejo, como “animal racional”, tal complejidad es asunto de simple aprehensión si mantiene una cierta unidad, expresándose como un modo de unidad; pues lo que bajo ninguna perspectiva muestra unidad no puede ser captado. Esta fuerza y primacía de la unidad podrá ilustrarse en el hecho de la relación que las partes

24 In I Post lect. 1, n. 4. También: “Eadem potentia in nobis est quae cognoscit simplices rerum quidditates, et quae format propositiones, et quae ratiocinatur: quorum ultimum proprium est rationis in quantum est ratio; alia duo possunt esse etiam intellectus, in quantum est intellectus”. De Ver q15 a1 ad 5. 25 Aristóteles hace expresa mención de la “simple aprehensión”, teniendo presente problemas lingüísticos (Perihermeneias, cap. 2): así como en las voces se dan signos simples que se llaman “términos” o partes simples de la oración, también en la inteligencia del que habla se dan conceptos simples que se expresan por los signos vocales.

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mantienen en un todo. “La parte puede ser conocida de dos maneras. Una, en absoluto, según es en sí misma; y de este modo nada impide conocer las partes antes que el todo: por ejemplo, las piedras antes que el edificio [cada piedra es conocida como unidad]. Otra, en cuanto son partes de este todo; y es necesario entonces que conozcamos el todo antes que las partes [el edificio es conocido como unidad], puesto que primero tenemos un cierto y confuso conocimiento del edificio antes de distinguir cada una de sus partes”26. Pero la aprehensión es simple, en segundo lugar, por el lado del sujeto, puesto que el acto que aprehende la esencia indivisible no implica síntesis o movimiento: es una captación pura, en la que no hay verdad o falsedad. Indica la esencia, pero no la juzga.

En la simple aprehensión –cuyos miembros lógicos son la palabra o “térmi-no” y la “oración”– confluyen algunos elementos que pueden servir de base no sólo a los “términos complejos”, sino también a la “oración”. El “término complejo” viene a ser como una parte que, a su vez, está internamente integrada por partes significativas. Si la expresión “hombre blanco” se considera como parte interna de una proposición es un “término”, porque, además de tener partes, se ordena de suyo a la composición de otra cosa; y si es considerada como un todo es “oración”, porque sus partes ya no se ordenan a la composición de otra cosa. La expresión “hombre blanco” es una oración que, vista como un todo, tiene partes significativas de suyo (per se) tomadas separadamente. El tipo de oración que encaja en la simple aprehensión no es, en realidad, perfecto. Pues hay dos tipos de oraciones: unas perfectas, que significan la verdad y la falsedad, y se llaman proposiciones; otras imperfectas, que no alcanzan la verdad ni la falsedad –estado perfecto de la proposición–, aunque en el ánimo del oyente generen a veces algún sentido: como “Pedro blanco”, “animal racional”, “Pedro discute”.

Desde este planteamiento cabe concluir que para Santo Tomás la simplicidad de la primera operación es exigua, porque admite la complejidad tanto del “término complejo” como de aquella “oración” que no significa todavía la verdad y la falsedad. A su vez, a esta última especie de oración pertenecen la definición y la división –como “animal racional” y “animal racional e irra-cional”–, y mediante ellas la inteligencia se limita a captar, en lo que puede, las esencias de las cosas y sus diferencias.

Como se puede apreciar, aunque Santo Tomás otorgara a la definición cierta importancia en el orden lógico, era bastante reducido su alcance en el orden gnoseológico. Por ejemplo, a la definición hay que atribuirle la “simplicidad” de la simple aprehensión; pero esta simplicidad es a su vez relativa, porque se dice tal por contraponerse a la composición mental de la proposición, que es la 26 STh I q85 a3 ad3.

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que en realidad significa la verdad y la falsedad; pero no se contrapone a la composición de las “oraciones” que no significan verdad y falsedad. Y es que en la proposición tiene lugar una composición absoluta, donde se afirma o niega el predicado del sujeto mediante un acto de composición.

Además, la simple aprehensión se ordena a la segunda operación de la inteli-gencia no solamente como el medio al fin, o como lo imperfecto a lo perfecto, sino también como la parte al todo: se comporta, pues, como “término” o “parte”. En cambio, ninguna proposición se ordena como parte a otra, pues no puede figurar como “término” compositivo o “parte” de una proposición; la definición, en tanto pertenece a la simple aprehensión, no es siquiera proposición estrictamente dicha: la definición es una “oración” que no significa la verdad y la falsedad27.

2. ¿Hay entonces verdad en la simple aprehensión? Para responder debe

quedar antes claro a qué verdad nos estamos refiriendo. Santo Tomás distinguía dos tipos de verdad. Una es la que se encuentra en las mismas cosas extramentales: expresa la conveniencia de cada cosa con la inteligencia. Otra es la conformidad por la que la inteligencia que afirma o niega queda adecuada a la cosa tal como ésta es en sí, de modo que juzga de ella con exactitud, ni más ni menos de lo que le conviene. La primera verdad era llamada trascendental, siendo común a todo ente; la segunda, formal, y compete a la inteligencia: dicho de otro modo, la verdad formal sólo se encuentra en la inteligencia.

¿En qué acto de la inteligencia se da propiamente la verdad formal: en la simple aprehensión, en el juicio, en el raciocinio? ¿Hay verdad formal en la simple aprehensión? Los platónicos de todos los tiempos –que separan el alma del cuerpo– así lo creyeron, estimando que, siendo los universales como cosas disociadas de los singulares, la inteligencia los aprehende directamente sin necesidad de un movimiento de abstracción sobre las cosas materiales, por lo que esa aprehensión nunca es falsa. Sin embargo, desde la antropología integral de Aristóteles y Santo Tomás la gnoseología sostiene que la verdad formal no se encuentra de manera propia y completa en la mera y simple aprehensión. En ésta –cuyo acto puede compararse a la operación de los sentidos externos– no hay ni verdad ni falsedad. Los sentidos no pueden conocer la relación de su conformidad a la cosa: sólo la inteligencia puede conocer la verdad. La verdad formal, propia de la inteligencia, es la conformidad o adecuación del acto enun-ciativo (que juzga, o sea, compone y divide) con las cosas mismas; pero en la

27 Francisco de Araújo, Commentariorum in Universam Aristotelis Metaphysicam, Tomus Secundus, 1631, Lib. 6, q. 1, a. 1 (pp. 3-7).

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simple aprehensión la inteligencia ni enuncia ni juzga28. Santo Tomás no se cansa de repetir que ser verdadero o falso formalmente son propiedades de la proposición: sólo a ésta convienen y sólo ésta los significa; pero en la simple aprehensión no hay proposición, sino solamente términos mentales que entran luego en la proposición como elementos suyos.

Si en la simple aprehensión existe una semejanza de la cosa entendida, en el juicio no sólo hay semejanza de la cosa, sino que la inteligencia reflexiona sobre esa misma semejanza, conociéndola y juzgándola29. No es lo mismo tener una semejanza de la cosa que saber que se la tiene. Para emitir un juicio, la inteligencia ha de retornar sobre un contenido representado y decir: es así o no es así en la realidad. La verdad formal, si atendemos al modo peculiar que presenta en el hombre, es la conformidad de la inteligencia a la cosa en tanto que esta cosa es conocida al menos con conciencia atemática (in actu exercito): tal conformidad, en tanto que conocida, no se da en la simple aprehensión y exige una reflexividad primordial. Pues la verdad formal no es cualquier con-formidad o semejanza existente en la inteligencia, sino la conformidad que hay en la inteligencia según el modo propio de ésta: y, al cabo, el modo propio de ser la cosa en la inteligencia es el de lo conocido en el cognoscente. Esa confor-midad de la inteligencia con la cosa en cuanto conocida no puede darse en un acto intelectual que no la conoce: la simple aprehensión de la esencia no aplica el predicado al sujeto, y por tanto no conoce algo como conforme o no conforme; esto sólo lo puede conocer el acto intelectual que aplica el uno al otro mediante afirmación o negación30.

No obstante, la verdad formal podría darse de algún modo en la simple aprehensión, pero nunca de manera propia y completa. Ya el Ferrariense31 consideraba dos modos de la verdad formal: el subjetivo y el objetivo: en el 28 De Veritate, I, 9, n. 9. “El sentido no puede conocer la relación de su conformidad con la cosa (habitudinem conformitatis suae ad rem), sino que capta la mera cosa; pero la inteligencia puede conocer esa relación de conformidad; y por eso sólo la inteligencia puede conocer la verdad [...]. Eso sí, conocer dicha relación de conformidad no es otra cosa que juzgar que es así en la realidad o que no es así (judicare ita esse in re vel no esse): y eso es componer y dividir; de suerte que la inteligencia no conoce la verdad sino componiendo o dividiendo por medio de su juicio (componendo vel dividendo per suum judicium)”. 29 De Veritate, q. 1, a. 9; In VI Metaph., lect. 4; STh I, 16, 2. “No sólo tiene la semejanza de la cosa (similitudinem rei), sino que además reflexiona sobre esa semejanza (supra ipsam similitudinem reflectitur), conociéndola y juzgándola (cognoscendo et dijudicando ipsam)”. El Aquinate utiliza varios términos para indicar la relación veritativa: conformitas (In I Peri Herm., 3, n. 9; STh I, 16, 2), similitudo (In VI Metaph., 4, n. 1236), proportio (De Veritate, q. 1, a. 9). 30 Francisco de Araújo, Commentariorum in Universam Aristotelis Metaphysicam, Tomus Primus, 1617, Lib. 4, q. 5, a. 3 (p. 557). 31 I Contra Gentes, c. 59, § Ad dubium erga motum.

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primer caso, se daría como si fuera una forma que, como un accidente, está enraizado en la inteligencia; en el segundo, como un objeto conocido con conciencia ejercida (in actu exercito) e instada por la realidad de ese objeto. Sólo en el primer caso, según él, podría decirse que la verdad formal está en la simple aprehensión. Sin embargo, ni siquiera bajo el primer aspecto, el subjetivo, cabe sostener que la verdad formal se halla en la simple aprehensión de manera propia y completa. Pues subjetivamente la verdad y la falsedad sólo pueden darse en la operación que es capaz de ambas, cosa que no acontece en la simple aprehensión, cuyo acto es incapaz de recibir la verdad o la falsedad con conciencia instada y ejercida: lo verdadero y lo falso se hallan únicamente en la enunciación. Que la proposición sea verdadera o falsa quiere decir que significa lo verdadero y lo falso, pues es verdadera la proposición que representa lo verdadero: la cosa es tal como la proposición la representa; y es falsa la proposición que representa lo falso, teniendo la cosa real una disposición distinta de la que es representada por aquélla. La simple aprehensión no puede de suyo representar de este modo lo verdadero y lo falso. En resumen, la verdad formal está en la inteligencia según el modo propio de ésta; lo cual significa que no está en ella como una forma enraizada, sino como un objeto conocido al menos con conciencia ejercida o atemática (in actu exercito), una reflexividad primaria e instada por la cosa extramental, algo que no puede darse todavía en la simple aprehensión.

Pero no hay reparos que impidan afirmar que la verdad aparece de manera impropia en la simple aprehensión32, la cual establece algunas síntesis o composiciones imperfectas, como las estructuras de las definiciones, de las divisiones y de las demás oraciones; pero estas sólo son vías para formar perfectamente proposiciones, en las cuales la verdad se consuma; por eso, también la verdad puede encontrarse allí de modo incompleto e incoativo33.

32 STh I, 16, 2; De Veritate, q. 1, a. 9. Francisco de Araújo, Commentariorum in Universam Aristotelis Metaphysicam, Tomus Primus, 1617, Lib. 4, q. 5, a. 3 (554-558). 33 Aristóteles (I Post. Anal., cap. 8) dividió los primeros principios de la demostración en suposiciones (proposiciones conocidas de suyo, per se notas) y en posiciones (definiciones de las cosas), las cuales adscribió a la simple aprehensión. Algunos han llegado a pensar que como los primeros principios de la demostración son premisas verdaderas, Aristóteles sostuvo que en la simple aprehensión se da la verdad. Conviene aclarar que Aristóteles llamó “posiciones” o “definiciones” a los primeros principios de la demostración no porque fuesen premisas de suyo (per se), sino porque con ellas se constituyen las premisas, una vez presente el sujeto y la cópula. Además no entendía ahí Aristóteles por principios unas premisas íntegras, sino pre-cogniciones (praecognita) de las que procede la demostración de aquellas. Lo cual no quiere decir que en la simple aprehensión no haya, por ejemplo, falsedad; pero si la hay sólo será de modo ocasional e incoativo, por cuanto de la misma definición se ocasiona e incoa una falsa aplicación que ulteriormente se ejerce o tematiza en la proposición.

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Dicho de otro modo: aunque la simple aprehensión –la percepción inte-lectual– no yerra ante su propio objeto, o sea, aunque es infalible, pues lo que capta inmediatamente es tal como lo capta34, sin embargo, no lo aprehende con nitidez veritativa, sino de modo confuso. La adecuada y clara definición de la esencia de una cosa sólo se logra tras un laborioso y complejo análisis. En efecto, dado que la inteligencia humana pasa de la potencia al acto, llega antes al acto incompleto (intermediario entre la potencia y el acto), que al acto perfecto. El acto perfecto de conocimiento es la ciencia completa, o sea, el co-nocimiento claro y distinto de las cosas. En el acto imperfecto, por el contrario, sólo hay ciencia imperfecta, conocimiento indistinto y confuso35. “Primero se nos manifiesta lo más indeterminado –dice Aristóteles–, y luego conocemos distinguiendo con precisión los principios y elementos”36. A pesar de que el ob-jeto propio de la inteligencia humana es la esencia de la cosa sensible, tal esen-cia no se desvela de golpe ante nuestra mirada intelectual. De modo que la simple aprehensión ni agota la esencia de las cosas ni llega de una sola vez a ella, puesto que las primeras captaciones son muy generales y confusas; con lo cual la inteligencia se ve forzada a un laborioso tanteo para lograr la distinción conceptual.

3. Venimos tratando primordialmente de la relación que guardan entre sí los aspectos psicológicos y gnoseológicos de la inteligencia humana, en tanto que se distinguen del aspecto lógico que conllevan. Dichos aspectos están presentes, por ejemplo, en la siguiente pregunta: ¿en qué acto (psicológico) de la inte-ligencia se da la verdad (gnoseológicamente)? El primer acto de la inteligencia, la aprehensión simple, capta la esencia de una cosa sin un movimiento de composición y de juicio, dando lugar, en el orden lógico, a la vertebración de la definición.

Ya en este nivel de la primera operación intelectual –la simple aprehensión de las esencias– es frecuente reprochar al pensamiento clásico medieval el in-tento de identificar ingenuamente la esencia con la definición37, intento que

34 Aristóteles, De Anima, VI, 7, 430 b 29. 35 STh I, 85, 3. 36 Aristóteles, Physica, I, 1, 184 a. 37 La definición real expresa, para los clásicos, lo que la cosa es, según el concepto propio y claro de ella. Puede ser intrínseca, si se hace atendiendo a los principios intrínsecos (estruc-turales) de la cosa, o extrínseca, cuando se atiende sólo a los principios extrínsecos (eficiente y final). A su vez, la intrínseca es esencial si declara la esencia de la cosa por los principios constitutivos de la misma esencia (principios físicos o metafísicos), y es descriptiva cuando declara la esencia de la cosa sólo por lo que resulta de la esencia o está unido a ella (propiedades

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vendría exigido por la constitución psicológica de la inteligencia. Por ejemplo, Zubiri hace el siguiente reparo: “Aristóteles mensura la esencia con la definición [...]. En lugar de ir directamente a la realidad e inquirir en ella lo que pueda ser su esencia, se da el rodeo de pasar por la definición [...]. Es un rodeo fundado en un supuesto enormemente problemático, a saber, que lo esencial de toda cosa es necesariamente definible; y esto es más que problemático”38. Zubiri considera que, en el pensamiento clásico, “hay un innegable predominio de la esencia como algo definido, sobre la esencia como momento físico. Lo cual condujo a una idea insuficiente de la esencia”39.

Antes de responder a esta objeción, habría que tener presente que Aristóteles indicó una doble síntesis o composición efectuada en la simple aprehensión: una acontece al aplicar la definición a lo definido (lo cual sólo puede hacerse, por ejemplo, de este modo: “el hombre es animal racional”); otra, al aplicar una parte de la definición a otra. Podría parecer que hay en ambos casos verdad o falsedad y que, por tanto, el tema de la verdad de la esencia queda recluido en el ámbito de la definición. Ahora bien, para Tomás de Aquino, de dos maneras puede hacerse la aplicación de la definición a lo definido40. Una, desde la cosa conocida, o sea, afirmando que en lo definido se cumple la definición: esta aplicación no puede llevarse a cabo en la simple aprehensión, sino en el acto enunciativo y judicativo, sede de la verdad formal. Otra, desde el sujeto cog-noscente: la inteligencia conoce tanto la esencia como la definición de tal esencia, pero dentro de su modo propio de conocer; esto lo hace sin afirmación alguna, mediante un acto de simple aprehensión. La misma aprehensión compleja que capta “animal racional” sin mediar composición enunciativa, capta también la unión que tiene con lo definido; y a esto llama el Aquinate “aplicación de la definición a lo definido”: obra que pertenece a la simple aprehensión, no al juicio. Algo similar ocurre con la “aplicación de una parte de la definición a otra”.

Hay, pues, en este planteamiento varios aspectos que conviene esclarecer: de un lado, la determinación de la esencia fuera y dentro de la definición; de otro, el conocimiento real que de ella se tiene mediante los actos propios que la captan con verdad.

Santo Tomás de Aquino distinguió nítidamente en la consideración de la esencia el plano gnoseológico y el plano lógico. Para un tratamiento real de la esencia es decisivo el primero, acompañado siempre de una precisa descripción y accidentes). En cambio la extrínseca declara la esencia atendiendo a los principios eficiente y final. 38 X. Zubiri, Sobre la esencia, 90-91. 39 X. Zubiri, op. cit., 89. 40 STh I, 17, 3.

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del mecanismo psicológico del conocimiento. Zubiri considera al aristotelismo sólo en la perspectiva lógica. Pero eso es insuficiente. Incluso para el aristotelis-mo es radicalmente exacto –desde el punto de vista gnoseológico– lo que Zubiri aplica a su propia postura: “Porque una cosa es que, por medio de nuestros con-ceptos nos aproximemos más o menos apretadamente a las realidades, y que hasta lleguemos a caracterizar algunas de ellas en forma que se distingan más o menos inequívocamente entre sí, otra muy distinta que en los conceptos pueda explayarse formalmente toda la realidad y menos aún definirse su esencia”41. Lo mismo expresa el aristotelismo, para el cual sólo puede ser definido lo que tiene unidad por sí mismo, o sea, la esencia, puesto que la pura multiplicidad como tal jamás puede ser definida o comprendida; pero la esencia sólo es tocada inicialmente por la inteligencia de modo confuso o imperfecto y, por ende, la captación que ella hace de las cosas progresa desde un dato confuso in-telectual hasta la definición perfecta, cuando ésta es posible, porque de otro modo tiene que conformarse con definiciones de rodeo, o sea, no esenciales, sino descriptivas.

b) El acto fundamental: el juicio 1. La inteligencia tiene además que juzgar y raciocinar. La exigencia de

estas operaciones proviene “de la misma causa, o sea, de que en la primera aprehensión de la cosa que conoce no puede verse instantáneamente todo lo que virtualmente contiene, y esto debido a la debilidad de la luz intelectual que hay en nosotros”42. Como la inteligencia humana ha de pasar de la potencia al acto no posee inmediatamente toda su perfección, sino debe adquirirla gradual-mente43. De una manera general cabe decir que en el juicio –que acontece por composición y división de notas– el predicado se compara con el sujeto; en el raciocinio, la conclusión se compara con su principio. “Si, pues, la inteligencia viese al instante en el mismo principio la verdad de la conclusión, nunca entendería discurriendo o raciocinando. Y por eso mismo, si al aprehender la esencia de una cosa adquiriese al punto el conocimiento de todo lo que se le puede atribuir o negar, tampoco entendería nunca componiendo y dividiendo, sino sólo contemplando aquella esencia”44. Desde la captación confusa de la esencia, objeto propio y primario de la inteligencia, hasta la explicitación de sus propiedades y relaciones, hay un proceso destinado a “unir y separar uno con 41 X. Zubiri, op. cit., 89-90. 42 STh I, 58, 4. 43 STh I, 85, 5. 44 STh I, 58, 4.

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otros los objetos aprehendidos y pasar de una composición o división a otra, lo que constituye el raciocinio”45.

Pero hablando con más propiedad debe decirse que para Santo Tomás la segunda operación de la inteligencia muestra dos dimensiones: la enunciativa (la composición y la división) y la judicativa46. La primera es también llamada aprehensiva: en ella aparece ya el contenido total y la estructura del juicio subsiguiente: lo que ella afirma o niega será puesto luego por el juicio en situación crítica frente a lo real: “es así o no es así en la realidad”, dice el juicio. Si la primera operación se orienta a la esencia, la segunda a la existencia (esse)47. Mediante el juicio no se añade una esencia o algo esencial a lo representado en la proposición: sólo comparece la existencia, el esse, justo para

45 STh I, 85, 5. 46 Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, Disp. 22, a. 3, nn. 11-24. Ed. Solesm., II, pp. 622-627. La segunda operación de la inteligencia muestra dos aspectos: “uno que aprehende o forma la proposición (aprehendit seu format propositionem), otro que juzga (alterum qui judicat); y el primero se llama enunciación aprehensiva (enuntiatio aprehensiva), y el segundo, juicio (judicium)”. El mismo Santo Tomás lo advierte: “Sólo en esta segunda operación de la inteligencia hay verdad y falsedad, de modo que en ella no solamente la inteligencia tiene la semejenza de la cosa entendida (non solum intellectus habet similitudinem rei intellectae), sino que reflexiona sobre esta semejanza (super ipsam similitudinem reflectitur), conociéndola y juzgándola”. In VI Metaph., 4 (n. 1236). Una cosa es el “conocimiento de la conformidad” y otra “el juicio”. El asentimiento judicativo sigue al conocimiento enunciativo: y aunque en el tiempo ambos pudieran ser simultáneos, no se identifican gnoseológicamente. Si bien el contenido de la representación es el mismo en ambas dimensiones, el juicio añade un nuevo conocimiento, pues cuando juzga sabe que ese contenido es o no conforme a la realidad. De parecida manera se expresa el Aquinate en la Suma Contra los Gentiles: “De suyo lo incomplejo [de la simple aprehensión] ni es conforme ni disconforme con la cosa: pues decimos que hay conformidad o disconformidad en la medida en que hay una comparación. Ahora bien, de suyo lo incomplejo no contiene internamente ninguna comparación o aplicación a la cosa. Por tanto, no puede llamarse ni verdadero ni falso. Sólo puede llamarse así lo complejo, en donde se designa la comparación de lo incomplejo a la cosa por medio de la expresa composición y división”. C. G., I, 59, 167. Esta comparación es una reflexión espontánea, ejercida o atemática. 47 “Es doble la operación de la inteligencia. Una, que se llama inteligencia de los indivisibles (intelligentia indivisibilium), por la que conoce lo que es cada cosa; otra, por la que compone y divide, a saber, formando la enunciación afirmativa o negativa (enuntiationem affirmativam vel negativam). Y estas dos operaciones responden a dos aspectos que hay en las cosas. Pues la primera operación mira a la misma esencia de la cosa (ipsam naturam rei), por cuya virtud la cosa entendida mantiene un grado jerárquico entre los seres, bien sea la cosa completa como un todo, o incompleta como una parte o un accidente. La segunda operación mira a la existencia misma de la cosa (ipsum esse rei), existencia que o bien es debida a la unión de los principios de la cosa en los seres compuestos, o bien acompaña concomitantemente a la misma esencia simple de la cosa, como ocurre en las sustancias simples” (In Boet. de Trin. q. 5, a. 3).

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revelar a la inteligencia la objetividad de las representaciones habidas. Con razón lamenta Brentano que en la filosofía moderna “a veces se diga que el juicio consiste esencialmente en una composición, en una relación de represen-taciones entre sí. Esto es un supino desconocimiento de su verdadera naturaleza. Podemos poner en relación representaciones y conectarlas a nuestro arbitrio, como cuando hablamos de un árbol verde, una montaña dorada, un padre con cien hijos, un amigo de la ciencia; en tanto en cuanto no se va más allá, no hay juicio alguno. ¿En qué se distinguen los casos en que yo no me limito solamente a representar, sino que también juzgo? En que ahí se añade la representación de una segunda relación intencional con el objeto representado, la de afirmación o negación (Anerkennens oder Verwerfens)”48. Brentano redescubre la tesis fundamental del Aquinate: la esencia del juicio estriba en la actividad espiritual que refiere la representación a la cosa diciendo ita est vel non est in re. Si la primera operación de la mente envuelve una relación intencional a la esencia, la segunda implica una relación intencional a la existencia, al esse. Sólo mediante el juicio adquiere la cópula de la proposición el sentido existencial de la verdad49.

En cierto modo las definiciones y los modos optativos, que pertenecen a la primera operación, pueden considerarse como enunciaciones imperfectas. Se confinan a esa operación por la deficiencia de tales proposiciones, limitadas a la composición de los términos complejos. Las enunciaciones que afirman o niegan algo de algo, significando la verdad y la falsedad, no pueden pertenecer a la primera operación, sino a la segunda.

En la proposición enunciativa la inteligencia afirma o niega (predica absolu-tamente) algo de algo mediante la cópula50. Puede ocurrir que en tal proposición ella juzgue instantáneamente o no juzgue, como ocurre, por

48 Franz Brentano, Vom Ursprung sittlicher Erkenntnis, ed. Kraus, Meiner, Hamburg, 1969, 15 ss. 49 Aunque Santo Tomás pone en relación íntima el juicio con la existencia (el “esse”), esta existencia no es siempre una existencia actual. “El “esse” afirmado en todo juicio no implica siempre una actualidad real; sólo se necesita una cosa: la relación imprescindible de la esencia a la existencia; únicamente por esta relación la esencia es ens, y tal relación es necesaria, pero también suficiente. Si ésta es afirmada surge un juicio “quod respicit esse”. Y es lo que basta para los juicios más importantes: para los juicios universales, necesarios, científicos. Así como puede haber un ens, en sentido nominal, sin la existencia actual, también un juicio universal que afirma el esse puede ser verdadero sin que su sujeto esté realizado aquí y ahora en un espécimen actual. Entonces el nexo es lo precisamente afirmado, correspondiente a un ens en sentido nominal: cui competit esse”. P. Hoenen, La théorie du jugement d'après St. Thomas d'Aquin, Univ. Gregoriana, Roma, 1953, 52. 50 “La enunciación o es afirmativa, por medio de la cual se enuncia que algo es, o o negativa, por medio de la cual se significa que algo no es”. (In I Peri Herm., lect. 9, n. 2).

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ejemplo, cuando la inteligencia sólo propone mentalmente “este hombre es animal” o “el hombre no es piedra”.

Estas proposiciones enunciativas, que absolutamente afirman o niegan algo de algo, están realmente compuestas de tantos términos mentales cuantos fueren los términos vocales no sinónimos que los expresan; y por tanto, la proposición enunciativa implica un auténtico acto de composición.

Que algo enunciable sea conocido sin composición se debe a la plenitud subjetiva de la luz intelectual y a la perfección objetiva de lo cognoscible. Teniendo presente la relación del predicado al sujeto, cabe decir que, en el caso de una inteligencia infinita, la primera aprehensión intelectual penetraría la esencia del sujeto por una simple intuición viendo los predicados que a tal sujeto pueden convenirle: habría una precisa proporción entre la luz subjetiva y el contenido objetivo. Pero en el caso de la inteligencia humana, por la debilidad subjetiva de su luz intelectual y por la limitación objetiva o sensorial de los contenidos que abstrae de los sentidos, habrá tantos contenidos cognoscibles (species) cuantas son las naturalezas sensibles. Por tanto, la inteligencia humana necesita del ministerio de muchos elementos para conocer el sujeto y el predicado de la enunciación. Sus enunciaciones se realizan me-diante composición.

Lo decisivo de este planteamiento es que los conceptos no pueden estar presentes en la conciencia como elementos separados, sino formando unidad mediante un nexo afirmado o negado en la proposición enunciativa, a la que volverá el juicio para contrastarla críticamente con la realidad. Que ese nexo sea el que une un predicado a un sujeto es la manera usual en que los clásicos en-tendían la configuración de la proposición enunciativa. Pero no es lo decisivo de la segunda operación de la inteligencia.

¿En qué se distinguiría entonces la proposición enunciativa de la proposi-ción judicativa? Se estaría tentado de responder que una proposición que enun-cie de hecho algo de algo es realmente el mismo juicio intelectual. Sin embargo, es preciso decir que la proposición enunciativa se distingue realmente del juicio no sólo cuando enuncia simplemente de hecho e imperfectamente (como en la expresión “si discutes”), sino también cuando de modo perfecto y en ejercicio enuncia algo de algo. Una cosa es la enunciación y otra la aprobación. En la enunciación hay ya un nexo que el juicio no renueva, sino que es conservado en forma de unidad compleja o de composición. Una cosa es afirmar o negar y otra es asentir. El contenido de la noticia enunciativa es completamente distinto de la judicativa, aunque ambas estén incluidas en el género de noticias intelectua-les.

Los conceptos de sujeto y de predicado deben estar comparados con anterioridad al juicio, comparación que no sería posible si ambos conceptos aparecieran sucesivamente a la inteligencia: tienen que formar ya unidad, justo

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la unidad de una proposición enunciativa51. Hay que tener en cuenta que la proposición enunciativa se realiza muchas veces sin juicio intelectual. Así, cuando la inteligencia plantea una cuestión formando dos proposiciones contradictorias, v. gr., preguntando “si la cantidad se distingue de la cosa cuantificada o no se distingue de ella”, tales proposiciones se expresan sin juicio, aunque se den en la mente y en la voz. De modo similar, algunas proposiciones proferidas absolutamente, de cuya verdad está dudosa la inteligencia, por ejemplo, “los astros son pares”, están en la inteligencia sin mediar juicio, porque al proponerlas queda oscilante e irresoluta acerca de ellas, al igual que cuando para seguir una disputa alguien quiere sacar consecuencias resumiendo los silogismos y formando proposiciones de ellos, pero sin asentimiento o juicio.

2. El juicio tiene por objeto la misma verdad captada en la proposición enun-

ciativa, sobre la cual realiza la inteligencia una reflexión espontánea, para juz-gar que el objeto captado es tal como se representa en esa proposición. Ocurre aquí algo parecido al antiguo contrato de esponsales (sponsaliorum contractus), el cual era una promesa de nupcias futuras y tenía por objeto las mismas nup-cias. Así el juicio tiene por objeto la misma proposición enunciativa y la cosa en ella captada: y como todo acto se distingue de su objeto realmente –de modo que ni la visión puede ser lo visible primariamente, ni la volición puede ser lo primariamente apetecible– el juicio no se identifica con la proposición enuncia-tiva.

Ese juicio que recae sobre el enunciable es de una cualidad única y simple y en él acontece subjetivamente la verdad formal; pero la proposición enunciativa –que versa sobre un enunciable– ni es de una cualidad simple ni es sujeto de verdad formal.

Así como las tres voces “hombre / es / animal”, pronunciadas en este orden, se insertan en la intencionalidad de la proposición vocal, también sus tres correspondientes conceptos se engastan en la intencionalidad de la proposición mental. Pero en la ordenación misma de esos conceptos nada juzga la inteli-gencia.

Por último, el juicio que recae sobre un enunciable simple debe tener una cualidad simple, cosa que no ocurre en el juicio que recae sobre un enunciable

51 “Simultáneamente nuestra inteligencia entiende el todo continuo, no una parte después de otra (non partem post partem); y de manera similar entiende simultáneamente la proposición, no antes el sujeto y después el predicado; porque conoce todas las partes en un solo concepto del todo (secundum unam totius speciem omnes partes cognoscit)” (C. G., I, c. 55; también en STh I, 58, 2).

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compuesto: quiere ello decir que el juicio puede tener una cualidad simple o una cualidad compleja.

La verdad formal se da imperfectamente en el plano enunciativo, como en un signo –al igual que la salud en la piel–, pero perfectamente en el plano judica-tivo52. Hablando, pues, con propiedad, no se da la verdad formal en la compo-sición y división, o lo que es lo mismo, en la proposición enunciativa. Cuando la verdad se halla en algo como en un signo, ella no existe en ese sujeto propia y absolutamente, sino de modo impropio y relativo: por ejemplo, la salud está en el organismo propia y absolutamente, mas en la piel de manera impropia y relativa, pues en ella se encuentra reflejándola. La verdad formal se halla en la composición y división como en un signo. La composición y la división se muestran como “proposiciones enunciativas”, en las que la inteligencia afirma o niega el predicado del sujeto, v. gr. “el hombre es animal”, “el hombre no es piedra”; estas proposiciones son signos formales de la verdad significada en ellas, en virtud de que la representan formalmente, al igual que las corres-pondientes proposiciones vocales son signos instrumentales de la misma verdad. Por lo tanto, de la misma manera que esa verdad está en las proposiciones vocales como en signos instrumentales, también está en las proposiciones mentales como en signos formales.

Como ya se ha dicho, puede darse en la inteligencia la composición o proposición “el hombre es animal” antes de que la inteligencia juzgue que es así o que no es así; pero en eso primero no se encuentra ni la verdad ni la falsedad: con anterioridad al juicio no hay verdad ni falsedad. La composición y división operadas por nuestra inteligencia no son otra cosa que las mismas “proposicio-nes enunciativas” en las que la inteligencia compone afirmando y divide negando una cosa de otra, el predicado del sujeto53: pero aquí no se encuentra la verdad formal.

Una vez que la inteligencia forma la proposición “el hombre es animal”, suspende sobre ella pendularmente el asentir o el disentir positivamente acerca del contenido. Y no es que tal proposición haya de tener la forma de una proposición problemática, en la que no se puede afirmar ni negar nada. Lo que se quiere decir es que la proposición enunciativa es objeto de un juicio subsiguiente. “Y así como en la cosa real hay la esencia de ella y su existencia (quidditas eius et suum esse), la verdad se funda en la existencia de la cosa más que (magis quam) en la esencia”54. Este “más” significa que la esencia es, por

52 De Veritate, q. 1, a. 3; STh I, 16, 2. 53 “Al formar de hombre y animal composición o división, la inteligencia los entiende ambos como una sola cosa (ambo ut unum), por cuanto de ellos se hace algo uno” (In VI Metaph., lect. 4, n. 1228). 54 In I Sent d. 19, q. 5, a.1.

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cierto, fundamento de la verdad formal, pero sólo indirectamente, por su relación a la existencia. Y dado que cuando la inteligencia compone, a la vez regularmente juzga de inmediato, por eso dice el Aquinate que la inteligencia expresa la verdad componiendo o dividiendo. Si sólo al juicio se atribuye formalmente la verdad, la composición o la división es requerida concomitante-mente para que el juicio subsiguiente exprese formalmente dicha verdad55.

En resumidas cuentas, la verdad se da formalmente allí donde tiene un propio modo de ser en la inteligencia, a saber, el modo de lo conocido en el cognoscente. Solamente en el juicio existe a la manera de conocido: sólo en él se halla la verdad formal. Sólo por medio del juicio conoce la inteligencia que la cosa es o no es tal como por su concepto o imagen es representada; sólo el juicio tiene el poder de volverse reflexivamente sobre la proposición enunciativa que representa el objeto complejo y juzgar que ese objeto es o no es tal como es representado por tal proposición. Así conoce la inteligencia la relación de conformidad o disconformidad de la cosa a su concepto; en el conocimiento de esa relación se consuma la verdad misma o la falsedad; un conocimiento que es propio solamente del juicio, y únicamente en él se halla consumada la verdad y la falsedad formal.

Mientras la inteligencia no juzga no hay formalmente ni verdad ni falsedad; y comienza a haberlas cuando, una vez propuesto y representado el objeto en la enunciación, la inteligencia asiente o disiente.

3. De modo que aunque Santo Tomás sostenga que, desde un punto de vista

gnoseológico u objetivo, la inteligencia es una facultad pasiva o receptiva, a continuación la interpreta, en el momento de su despliegue psicológico subjetivo, como una facultad activa, sintética. En la simple aprehensión la inteligencia capta la esencia indivisiblemente, sin construcción; lo “simple” se opone aquí a lo “complejo” efectuado por la segunda y tercera operación, las cuales forman para alcanzar la verdad estructuras estables. Pero el todo sintetizado racionalmente debe contener partes no construidas, justo las que provienen de la simple aprehensión. Y como en ésta no hay verdad ni falsedad, las estructuras surgidas de la segunda y tercera operación serán completas o acabadas cuando signifiquen lo que en verdad existe, con sus respectivos predicados. Estando, pues, todos los actos de la inteligencia orientados a la captación de la verdad de lo real, es claro que la simple aprehensión se orienta al juicio y al raciocinio. O sea, en la inteligencia humana las distintas operaciones forman un complejo sinérgico, pues convergen unitariamente hacia un mismo fin. La simple aprehensión, junto con lo que de ella brota, la 55 Francisco de Araújo, Commentariorum in Universam Aristotelis Metaphysicam, Tomus Primus, 1617, Lib. 4, q. 5, a. 4 (pp. 558-562).

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definición, no es un todo acabado, sino una parte, un miembro. Y dado que, de un lado, la definición es el estado terminal perfecto de la primera aprehensión y, de otro lado, las distintas operaciones se expresan sinérgicamente, es obvio que en la formación de una definición pueden intervenir juicios; para definir es necesario un previo esfuerzo de elaboración enunciativa y discursiva. Pero la definición como tal es, en cualquier caso, una simple aprehensión intelectual, que constituye los términos que serán asociados o disociados por la segunda operación. No hay que olvidar esta estructura sinérgica, pues cuando aprehendemos “animal racional” lo hacemos para pensar que es esto o aquello y en el momento en que lo pensamos.

4. También en relación con el conocimiento de la esencia, se ha reprochado insistentemente a la filosofía clásica medieval el haber tomado la atribución lógica que la inteligencia hace de un predicado a un sujeto como modelo ontológico de la “sustancialidad”, de la esencia radical de una cosa. La realidad primaria se identificaría con la sustancialidad y ésta, a su vez, con la subjetualidad. Concretamente Zubiri afirma que “para Aristóteles, la razón propia de la realidad simpliciter es la sustancialidad, entendiendo por sustancia el sujeto de esas notas que son los accidentes”56. Distanciándose de este esquema, Zubiri llama a la unidad estructural o sistemática “sustantividad”, para distinguirla de la sustancialidad. “Sustantividad y sustancialidad o subjetualidad son, pues, dos momentos de toda realidad simpliciter. Sustancialidad es aquel carácter según el cual brotan o emergen de esa realidad determinadas notas o propiedades, activas o pasivas, que en una u otra forma le son inherentes; precisamente por eso son sujetos [...]. Sustantividad es, en cambio, suficiencia en el orden constitucional. Ambos momentos son tan distintos que cabe per-fectamente una sustancia insustantiva: todos los elementos de un compuesto mientras forman parte de él están en este caso”57. A esto añade Zubiri que “la filosofía clásica se apoyó en un logos perfectamente determinado: el logos predicativo. Sobre él está montada toda la 'lógica' como órgano primario para aprehender lo real. El logos predicativo envuelve un sujeto y unas determina-ciones predicativas, predicadas de aquél mediante el verbo ser. Aquel sujeto es considerado en primera línea como un sujeto sustancial”58. La noción de sustancia estaría, pues, viciada por la relación S-P de la predicación.

Ante este planteamiento hay que recordar, en primer lugar, que la razón for-mal de la sustancia no consiste en no ser en otro como en un sujeto; porque la 56 X. Zubiri, Sobre la esencia, 154. 57 Ib., 157. Y en la pág. 195: “La sustantividad no tiene carácter de sujeto, sino de sistema, y su razón formal es la suficiencia constitucional”. 58 Ib., 347.

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negación no constituye la esencia o razón propia de algo. No ser en un sujeto es negación, y por eso no sirve para definir la sustancia: toda negación debe apoyarse en una afirmación para tener sentido, o sea, en una entidad positiva, la cual convenga primariamente a la cosa. En segundo lugar, es igualmente insuficiente considerar la sustancia como soporte de accidentes; la sustancia no se define por referencia a los accidentes, aunque éstos se definan por relación a aquélla. Si la razón propia de la sustancia fuera su referencia a los accidentes, quedaría definida por algo añadido y extrínseco, a saber, por las determinacio-nes que soporta: no sería, por naturaleza, absoluta, sino dependiente de algo. La única razón formal de la sustancia está en existir por sí, o en propio, antes de ser sujeto de accidentes; del mismo modo que los accidentes se ordenan a ser en otro como en un sujeto, la sustancia se ordena a ser por sí: perseidad e inhesión son dos modos generales por los que el ser se contrae respectivamente a la sustancia y al accidente.

Pero el ser es ante todo por sí; hay de manera necesaria el ser por sí, mas hay de manera contingente el ser por otro. La sustancia es justo el ser por sí, pues como sustancia el ser tiene todo lo que de suyo requiere. En verdad la categoría de sustancia viene exigida por el devenir, pero en tanto que éste incluye el ser en el movimiento; por ello, el principio de contradicción –y no primariamente el de predicación o de inhesión– es el que sostiene la categoría de sustancia, por cuanto que con él se significa la identidad y permanencia del ser.

Así, pues, el ser se da en la sustancia y en el accidente, en el acto y en la potencia, en lo uno y en lo múltiple, pero de manera primaria en la sustancia, en el acto y en lo uno. Si no hubiese sustancia, no habría ser, o sea, no habría primariamente ser por sí. Con la sustancia se significa que el ser es de suyo fundamento irreferente de actualización; por eso la sustancia no se define primordialmente como soporte o por relación a otra cosa; si se la quiere llamar “sujeto” hay que añadir en seguida que no se trata de algo que es “sujeto de ac-cidentes”, sino de algo que está “sujeto a su propia identidad”, en tanto que se pone haciendo acto de presencia en sí mismo. Afirmar que la realidad es primariamente “de suyo”, equivale a decir que primariamente es sustancia, ser por sí. El ser es aquello por lo que una cosa es de suyo cuando entra en relación con lo demás, o sea, es aquello por lo que una cosa se pone como unidad en el conjunto de lo real. El ser es la identidad activa de cada cosa: por el ser es la cosa ella misma y hace acto de presencia de sí entre las demás cosas. El “de suyo”, el “por sí”, el “en propio”, la “sustancialidad” caracteriza al originario acto de presencia del ser.

Con esto se destaca también que el ser es activo porque es acto; o si se quiere, es actividad porque es sustancia: la sustancia es propiamente el acto primero. Cierto es que la actividad, en los seres finitos, no se realiza directamente por la misma sustancia operante, sino a través de un acto segundo,

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o sea, de una facultad o potencia operativa: “pues el acto primero es la forma y la integridad de las cosas, mas el acto segundo es la operación”59. La operación o actividad surge del fondo actual o sustancial del ser mediante una potencia real activa. Por eso, para el aristotelismo, el ser o la realidad primaria se concentra en la sustancia, que expresa la quiescencia extática (actualidad) de la cosa en su dinamicidad. En tanto que sustancia, el ser no se agota en la dinamicidad o actividad. El ser es, en el fondo, sustancia porque es presencia constante bajo la apariencia del cambio o de la actividad. Incluso en el ámbito de lo contingente y finito el ser es la sustancia de la cosa y no algo accesorio, agregado accidentalmente a ella. La esencia del ente finito no está dotada de una previa realidad por sí misma, a la que viniera a añadirse el ser como accidente. El ser es la perfección primaria de la cosa, lo mejor de ella; si fuera algo sobreañadido, dejaría de constituir la perfección de las perfecciones, raíz de todo valor.

En conclusión, no es exacto que la noción de sustancia provenga de una de las actividades que la inteligencia ejerce, la de atribuir el predicado al sujeto.

5. Para entender el sentido exacto de la sustancia es preciso rebasar las

categorías gramaticales o lingüísticas de predicado y sujeto; porque el ser no es la mera unión (copulación) de atributo y sujeto, sino originariamente la posición por sí. La vinculación completa de la sustancia a la mera composición del S con el P lleva consigo la reducción del juicio a la copulación atributiva. Pero la composición de S-P tiene sólo un carácter disposicional para el auténtico juicio que es formalmente un acto no de composición, sino de asentimiento, como ha quedado dicho. El “ser” expresado en el juicio designa primariamente la realidad de una cosa. El juicio refiere el plexo S-P a la realidad, al ser. En esto estriba el paso de la simple aprehensión (que es un conocimiento meramente incoado, porque en ella la inteligencia no se compromete con las cosas afirmándolas en la realidad) al conocimiento perfecto o verdadero, donde el ser real queda expresado. El juicio se comporta con la simple aprehensión como el ser o la existencia con la esencia; y al igual que la esencia es real sólo por un acto de ser distinto de ella, el conocimiento es verdadero cuando afirma ese acto de ser. El juicio añade a la aprehensión la absolutividad del ser real participado en la esencia. El juicio debe su carácter de conocimiento perfecto a esa su nece-saria connotación al ser real.

La proporción que el pensar guarda con el ser posibilita que la forma de afirmación del juicio exprese la sustancia; ésta, a su vez, no resulta de la forma

59 STh I, q. 48, a. 5. Y a su vez la propia facultad hace como de acto primero respecto de su operación, acto segundo.

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de predicación S-P, porque se constituye como el sujeto que se pone a sí mismo para hacer acto de presencia.

El juicio afirma o niega en tanto que explícita o implícitamente expresa el “ser” o su negación “no ser”: el juicio mira al ser, a la realidad actual de las cosas. Por eso, la propiedad que sigue inmediatamente a la naturaleza del juicio es la verdad o la falsedad. Si la composición (o división) establecida entre dos términos responde efectivamente a la que se encuentra en la realidad, entonces hay verdad; en el caso contrario, hay falsedad. La afirmación (o negación) intelectual es posible si hay una materia capaz de recibirla. Dicho de otro modo, una vez producida la simple aprehensión de los términos, el enlace judicativo entre S y P acontece por una previa y material función copulativa, sobre la que incide la formal función judicativa60. Mediante la función copulativa –que no decide sobre la proposición, sino que meramente la plantea– los términos que-dan construidos como S y P. En su momento prejudicativo, la inteligencia compara los términos S y P en tanto que enlazados por la cópula en una existencia que aún no es afirmada como actual y efectivamente ejercida. Esa síntesis material de la proposición es necesaria para que se pueda juzgar en sentido propio y formal, y para que la proposición en bloque sea referida a lo que existe efectivamente, decidiéndose entonces si S y P convienen o no real-mente. En el acto de juzgar no se capta primero S y después P, o viceversa, sino que de una vez ambos son comparados con lo real o actual; en ese acto la inteligencia tiene ante sí un todo y, por eso, el juicio es único e indivisible.

Con otras palabras, entre los actos psicológicos de la inteligencia –simple aprehensión, juicio, raciocinio– el juicio tiene carácter de precedencia onto-lógica, aunque no psicológica. En tanto que la simple aprehensión precede al juicio, los conceptos S y P de una proposición materialmente tomada se produ-cen antes de ser reunidos sintéticamente por la inteligencia: las partes del enun-ciado, tomadas separadamente y en sí mismas, son conocidas antes que éste. Pero una vez configurada formalmente la proposición como juicio estricto, el todo es conocido antes que las partes S y P. Pues, “cuando varias cosas se toman de algún modo unidas, se entienden simultáneamente; así se entiende si-multáneamente el todo continuo, no una parte tras otra; de manera similar, se entiende simultáneamente la proposición, no primero el predicado y después el 60 La tesis que aquí se expone está recogida de Juan de Santo Tomás: “Iudicium est id quo determinatur intellectus assentiendo quod ita est vel non est, hoc enim est iudicare, sed non potest assentire, aut pronuntiare quod ita est vel non est, nisi circa aliquid complexum, quod connectitur cum verbo, ut experientia constat, et hoc est enuntiatio; ergo prius formatur enuntiatio, et deinde iudicatur” (Logica, I, q. V. a. 1). E. K. Brugmann puso de relieve que el uso copulativo de “ser” proviene de otro uso más fundamental y fuerte, a saber, el uso existencial, el cual fue de-gradándose hasta ceder su puesto al atributo nominal que actúa como complemento. (Die Syntax des einfachen Satzes im Indogermanischen, Berlin-Leipzig, 1925, 70-71).

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sujeto, porque todas las partes se comprenden según la especie única del todo”61. El todo es un prius respecto de las partes, las cuales logran su cabal comprensión de tales en tanto que están incluidas en el todo, por cuya única forma son conocidas. Por eso un aristotélico no debe encontrar dificultad en admitir, con Zubiri (y a pesar de lo que éste dice), que lo real se conceptúa “como un sistema unitario de cosas, las cuales están construidas las unas según las otras, formando un todo entre sí. Aquí lo primario no son las cosas, sino su unidad de sistema”62.

5. Los juicios que expresan ciertas relaciones, como “el cenicero es más pequeño que la mesa” o “cuatro es igual a dos más dos”, han acaparado la atención de muchos lógicos, debido principalmente al papel que desempeña en la ciencia la ponderación relacional. Incluso se ha llegado a sostener que sólo puede haber ciencia a través de un pensamiento relacional, diferente del clásico predicativo o de inherencia. Se ha venido a decir que si los juicios de inherencia se constituyen por el predicado (P) ligado al sujeto (S) mediante la cópula “es” (C), o sea por la afirmación de la pertenencia de un P a un S (como en el juicio “Pedro es poeta”), en los juicios de relación hay por lo menos dos S conectados mediante relación: no se trataría aquí de un caso de inherencia, porque en el juicio “el cenicero es más pequeño que la mesa”, “mesa” no es P de “cenicero”; más bien, “mesa” y “cenicero” son dos S puestos en relación comparativa por un acto sintético original, irreductible a la atribución o predicación de inherencia y análogo a los signos aritméticos que expresan relaciones numé-ricas63. En él no tendría la cópula un significado metafísico, porque las proposiciones carecerían de sujeto; estas se constituirían por términos que no designan seres y carecerían de S, por lo que la cópula no tendría un alcance metafísico.

Si la relación fuera el ingrediente básico de la esencia, parece que la capta-ción de ésta debería hacerse mediante un tipo de pensar diferente del predicativo. “El logos predicativo –afirma Zubiri– tiene siempre, en efecto, un sujeto y un predicado perfectamente determinados en su función de tales. Así decimos que un cuerpo –llamémosle impropiamente masa– produce una fuerza sobre otro cuerpo o sufre la acción de una fuerza. Esta descripción tiende a incrustar en nuestras mentes la idea de que el cuerpo-masa es justo una 'cosa', una sustancia, cuya índole física es ser sujeto de una fuerza, esto es, ser sujeto de inhesión del accidente 'fuerza'. Pero, decía, esto no pasa de ser un espejismo [...]. Newton nos dirá que la fuerza es igual a la masa multiplicada por la ace- 61 Contra Gentes, I, 55. 62 X. Zubiri, Sobre la esencia, 355. 63 J. Lachelier, Études sur le syllogisme, París, 1907, 40-43.

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leración [...]. Esas tres realidades (masa, fuerza, aceleración) [...], como realida-des están estructuralmente vinculadas por una relación puramente funcional. Y esto ya no implica ni tan siquiera un sujeto de atribución. Me basta describir el fenómeno 'escribiendo' f=m.dv/dt, y se verá inmediatamente que ninguno de los tres términos tiene prerrogativa especial sobre los otros dos [...]. In re es una mera estructura funcional”64. Ello quiere decir que aquí se manifiesta un vín-culo de estructura o sistema relacional, mas no de inherencia. Postula entonces Zubiri un logos constructo, que no tiene por misión intuir o definir, sino aprehender en su unidad las notas constitutivas necesarias y suficientes de una esencia real. A través de él se ve lo real como un “sistema unitario” de cosas que forman un todo65.

Para calibrar el alcance de esta tesis es necesario de nuevo atender al sentido de la proposición lógica como expresión del juicio y no meramente de la simple aprehensión.

Aunque en el enunciado judicativo puedan distinguirse un S y un P, el juicio propiamente dicho es simple –según quedó antes explicado–: no puede ser descompuesto en partes. El juicio se constituye formalmente no componiendo y dividiendo S y P, sino asintiendo o negando; por eso el conocimiento auténtico acaba siempre en un “así es” o “así no es”. Los términos obtenidos por la simple aprehensión, v. gr. “Pedro” y “poeta”, son ordenados por la inteligencia como S y P de una proposición: con ellos se establece una composición o una división; se trata de una mera disposición material de términos, la cual precede al juicio estricto. La construcción pre-judicativa, que revela tan sólo un juicio posible, pero no un juicio de hecho, es la materia del acto formalmente judicativo.

No es, pues, preciso que S cumpla la función de sustancia o que objetiva-mente represente una sustancia, de modo que P exprese una relación de inhe-rencia como accidente de una sustancia. También un accidente puede figurar como S de un juicio. Volviendo al caso de la relación: en los ejemplos arriba aducidos (“el cenicero es más pequeño que la mesa” y “cuatro es igual a dos más dos”), si se quiere destacar el carácter respectivo o referencial (esse ad) de la relación cuantitativa en sí misma, se puede tomar como S la relación indeterminada con los dos extremos (con los dos S) y como P la determinación o calificación que de ella se afirma: “la relación [de desigualdad] del cenicero a la mesa (S) es (C) la de pequeño a grande (P)”; “la relación de cuatro a dos más dos (S) es (C) la de igualdad (P)”. Tampoco se ve una dificultad especial en destacar, además de la índole propiamente respectiva, el carácter inherente (esse in) de la relación; pues las relaciones no flotan en un vacío ontológico, sino que median entre cosas, de modo que puede afirmarse: “El cenicero (S) es (C) más 64 X. Zubiri, Sobre la esencia, 162. 65 X. Zubiri, Sobre la esencia, 355.

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pequeño que la mesa (P)”. Pero tanto si se destaca la respectividad (esse ad), como si se manifiesta la inhesión (esse in), se da la atribución de un P a un S. En ambos casos, el juicio propiamente dicho ha de culminar en la afirmación de ser o existencia.

3. La razón como “acto”

a) Una operación característica: el discurso 1. El discurso es la tercera operación, y la más característica, de la inteligen-

cia humana: no le es propio ni connatural a una inteligencia infinita o puramen-te espiritual; sí, en cambio, a la humana, por la impefección de su luz intelectual y de los contenidos que recibe, por lo que ha de proceder componiéndolos.

En sentido estricto, Santo Tomás aplicaba el término “composición” a las proposiciones que no tenían todavía la forma del discurso o de la argumenta-ción. Y de la misma manera que la simple aprehensión se ordena a la segunda operación intelectual, o sea, a la composición sin discurso –como la parte al todo, el medio al fin y lo imperfecto a lo perfecto–, así la segunda se ordena a la tercera operación, a la composición discursiva, como el medio al fin, como un componente al todo (pues ninguna proposición es parte por sí misma, sino pro-piamente de otra cosa), y como lo imperfecto a lo perfecto, aunque el discurso no sea en sí mismo más perfecto que el juicio. Pero es más perfecto que la inteligencia misma en cuanto ésta es potencia racional, dispuesta a conseguir mediante un movimiento el conocimiento de la verdad. Una inteligencia pura podría adquirir la perfección inteligible sin movimiento, sin pasar de una cosa conocida a otra. Sólo discurre la inteligencia que por naturaleza –por la imper-fección de la luz intelectual y de los contenidos objetivos– tiene que entender la verdad componiendo. Al igual que en la composición se pone en relación el pre-dicado con el sujeto, en el discurso se pone en relación la conclusión con el principio. La necesidad que la inteligencia tiene de discurrir para lograr un conocimiento cierto de la verdad dimana de la indigencia de las imágenes y de la necesidad que la inteligencia tiene de volver a tales imágenes, usando con-tenidos (species) abstraídos de ellas. Esta indigencia e imperfección que mues-tran la luz intelectual y los contenidos que dependen de las imágenes provoca la necesidad de discurrir.

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Una inteligencia que conociera todas las cosas con una sola operación –co-mo al mirar un espejo se ven a la vez el espejo y la imagen reflejada en él66– no tendría un conocimiento discursivo. Nuestra inteligencia es discursiva, pasando de un objeto a otro, como en los silogismos, que vamos de los principios a las conclusiones; y si pudiéramos considerar las premisas y las conclusiones a la vez, no habría discurso; pero es distinta en nosotros la operación por la que vemos los principios de aquella por la que captamos la conclusión67.

2. El discurso no se constituye suficientemente con el mero conocimiento

del antecedente, aun cuando éste sea visto como sometido a la ilación y a la consecuencia o conclusión. El discurso consiste en varias operaciones, de modo que incluye intrínsecamente como partes suyas tanto el antecedente como el consiguiente o la conclusión; o sea, logra su perfección a la vez con el antece-dente y el consiguiente, de los cuales se compone como de partes necesarias e integrales68. El discurso viene a ser como un movimiento de la razón que va del conocimiento del antecedente al conocimiento del consiguiente. Y dado que el movimiento no existe solamente en el punto inicial (a quo) ni en el solo término final (ad quem), sino cuando el móvil está parcialmente en el punto inicial y parcialmente en el término final, también el discurso, que es un movimiento de la razón, no existe cuando sólo hay conocimiento del antecedente o mero conocimiento del consiguiente, sino cuando se va de uno a otro, quedando los dos implicados. Consiste al menos en un doble contacto, a saber, en el contacto con el punto inicial y en el contacto con el término final: se comporta como el número sucesivo que consta de unidades que son partes que se suceden unas a otras. En el movimiento de la razón ocurre que el contacto del punto inicial es conocimiento del antecedente y el contacto con el término final es conocimiento del consiguiente: luego ambos se incluyen intrínsecamente en tal movimiento.

Mas aunque el discurso requiere como tal la sucesión y la vicisitud de conocimientos, exige también que estos estén dispuestos en un orden preciso, en el de la causalidad, pues el cognoscente conoce una cosa por medio de otra: un conocimiento es causa de otro. Pero la sucesión, la causalidad y el conoci-miento causado no se garantizan en el solo antecedente, o en las solas premisas dispuestas ilativamente. En todo discurso se incluyen varias proposiciones, de las cuales una debe ser el consecuente, y otra –sea única, sea doble– debe ser el antecedente. Los clásicos decían que la argumentación va de algo conocido a

66 STh I, 58, 4, 1m. 67 C. G., I, 57. 68 Francisco de Araújo, Commentariorum in Universam Aristotelis Metaphysicam, Tomus Secundus, 1631, Lib. 6, q. 1, a. 3 (pp. 14-18).

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algo desconocido, o de lo más conocido a lo menos conocido: incluye, pues, antecedente y consiguiente como partes integrales suyas.

Y, en fin, como toda demostración se compone de varias proposiciones enunciativas, es preciso de nuevo recordar que la proposición enunciativa se distingue del asentimiento, acto del juicio; y que, por ejemplo, el asentimiento de la conclusión es distinto realmente de ella.

b) La índole estructural del conocimiento humano 1- La inteligencia debe actualizarse progresivamente, ya que ni copia

exhaustivamente la realidad en su primera aprehensión (por lo cual requiere un proceso de penetración creciente), ni capta todos los aspectos de la cosa, por lo que necesita una labor de comparación y división de notas (que es la función preparatoria del juicio), así como el paso de un juicio a otro (que es la obra del raciocinio). De aquí se desprenden dos tesis importantes: 1ª Que lo múltiple sólo se conoce como uno, o sea, como estructura. 2ª. Que lo simple se capta por lo estructurado o complejo y como complejo.

Lo múltiple sólo se conoce como uno. Pues la inteligencia “puede conocer a la vez muchas cosas en cuanto constituyen una unidad, pero no precisamente en cuanto son muchas; teniendo presente que, para el caso, las cosas forman unidad o multitud según sean cognoscibles por un concepto o por muchos”69. Esto es debido a que “lo mismo que para la unidad de movimiento se requiere unidad de término, así para la unidad de una operación es necesaria la unidad de objeto”70. La captación de una cosa por medio de varios conceptos tiene que ser, pues, sucesiva. Ello estriba “en que es imposible que un mismo sujeto sea perfeccionado a la vez por formas distintas específicamente diferentes dentro del mismo género, como es imposible que un mismo cuerpo, que sea el mismo bajo todos los puntos de vista, tenga simultáneamente varios colores o varias figuras”71. De modo que muchas cosas, en cuanto son distintas, no se pueden entender simultáneamente; pero ello no quiere decir que en cuanto se unen en un solo objeto inteligible no puedan ser entendidas a la vez. Así, cuando las partes de un todo continuo se toman cada una de por sí, son muchas, por lo cual la inteligencia no puede aprehenderlas a la vez y con una sola operación. Mas si se toman como formando un todo, entonces son conocidas a la vez y con una sola operación cuando se considera el todo. Y así es como la inteligencia

69 STh I, 85, 4. 70 STh I, 58, 2. 71 STh I, 85, 4.

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conoce a la vez el sujeto y el predicado en cuanto partes de una misma proposición, y los extremos de cualquier comparación72. En la medida en que conocemos la diferencia o la relación de un ser con respecto a otro, son conocidos también los seres diferenciados o comparados; ello ocurre justamente en virtud de la misma diferencia o comparación, del mismo modo que conocemos las partes incluidas en el todo73.

2. Pero, además, lo simple se conoce por lo estructurado o complejo y como

complejo. Si el objeto propio de la inteligencia humana es la esencia de la cosa material, que se abstrae de las imágenes; y si lo que una facultad cognoscitiva advierte primeramente es su objeto propio, es indudable que lo simple e indivisible (lo que ni actual ni potencialmente se divide), al guardar cierta oposición con el objeto corporal, “se conoce con posterioridad, por su carencia de división”74. E incluso lo simple se entiende como complejo o estructurado. La complejidad de los conceptos arranca de la función intelectual por la que un concepto es atribuido (o negado) a otro. Una inteligencia pura, no ligada a lo sensible, entendería a la vez todo lo que se puede atribuir a una cosa; al entender la esencia, vería por un acto intelectual simple todo lo que la inteligencia humana puede penetrar componiendo y dividiendo. De esta suerte, aunque la realidad que la inteligencia humana tiene ante sí fuera simple, no habría más remedio que acceder a ella estructuralmente. Ello no quiere decir que la mente ponga la estructura en las cosas, segregándola de sí misma como la araña su tela; pero aunque la estructura sea de las cosas, no se da sin la presencia de un sujeto. En el nivel humano no hay verdaderamente cosas inteligibles sino cuando hay también frente a ellas una mente que las inserta en la red de una estructura. Lo cual no significa que la realidad extramental sea para el hombre como un cuarto oscuro sin posibles direcciones. La realidad, para una mente finita articulada en lo sensible, no está totalmente oscurecida, sino meramente ensombrecida; y por ello la primera aprehensión es verdadera captación de las cosas, pero confusa. En ese ámbito ensombrecido de la realidad hay aristas, vecciones, perfiles borrosos que excitan y disparan los trazos estructurales de la mente; y mientras esos proyectos no se encienden, la realidad permanece en sombras y semidormida. En su individualidad las cosas se muestran como desvaídas; es preciso arrancarles su inteligibilidad, el sentido de sus articulaciones, y para ello hay que prescindir de su puntualidad existencial, aunque lo con ello ganado –a fuerza de abstracción y esquematización– sea

72 STh I, 58, 2. 73 STh I, 85, 4, 4m. 74 STh I, 85, 8.

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todavía muy poco. Pero esta parva inteligibilidad es la apoyatura necesaria para la proyección correcta de los actos intelectuales sobre lo real.

En conclusión, aunque objetivamente y de suyo no toda esencia deba ser compuesta o estructurada, sin embargo, para la inteligencia humana incluso las posibles esencias simples o indivisibles quedan visualizadas bajo el prisma de la estructura. O sea, en sí mismo el problema de la esencia puede no coincidir con el de la estructura, mas para la mente humana prácticamente coincide.

c) La perfección relativa de la “razón” Queda todavía un punto que pudiera dar lugar a señalar una contradicción

en el planteamiento que Santo Tomás hace del progreso sinérgico del conocimiento, visto desde un punto de vista psicológico y gnoseológico.

Porque él acostumbraba a comparar, de un lado, el discurso con el movimiento y, de otro lado, el juicio y la simple aprehensión con la quietud. La quietud se considera más perfecta que el movimiento, por tanto que aquélla es fin de éste. Por eso, –como veremos– el conocimiento de los principios, que acontece en la segunda operación de la inteligencia, pertenece a una instancia ntelectiva más noble que el discurso, pues mientras éste se adentra en la ciencia, aquella se interioriza en los primeros principios.

Según este planteamiento, tras la segunda operación no podría darse una tercera que fuese fin de aquélla.

Esta aporía queda resuelta indicando que la segunda operación intelectual puede considerarse de dos maneras: en su esencia y en su orden al sujeto. Considerada en su esencia –en sí misma–, la segunda operación es más perfecta. Pero mirada como operación propia del sujeto, es menos perfecta que el discurso, porque éste surge de la última diferencia del hombre, a saber, la racionalidad, por cuya virtud nos es más propio y connatural. Puede, pues, afirmarse que todo discurso incluye la segunda operación en las premisas y en la conclusión, además de la ilación, y por eso es más perfecto que ella, pues el todo excede a cada una de las partes.

Estas aclaraciones pueden ayudar a entender por qué el juicio en el que reposa o descansa la inteligencia logra perfección y certeza mediante el discurso75.

75 Francisco de Araújo, Commentariorum in Universam Aristotelis Metaphysicam, Tomus Secundus, 1631, Lib. 6, q. 1, a. 3 (p. 14-18).

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El discurso se rige así por varias instancias intelectivas: en las premisas por los principios; en la ilación por la ciencia racional; y en la conclusión o por la ciencia o por la opinión. Pero estas instancias intelectivas no son ya actos, sino hábitos de la inteligencia, a cuya aclaración dedicaré el siguiente capítulo.

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CAPÍTULO III

EL INTELECTO COMO HÁBITO

1. Intelecto y razón como “hábitos” 1. La inteligencia es una facultad trascendentalmente “pasiva”, pues no pro-

duce su objeto, sino que lo recibe; mas psicológicamente es activa, emitiendo los actos de aprehensión, juicio inmediato y raciocinio –este último como secuencia de juicios mediatos–. Mas no sólo ha de ejercer actos, sino que ha de ejercerlos bien, adecuadamente, perfectamente, si es que debe conseguir un conocimiento estable en forma de saber cierto. Un acto intelectual humano, justo por su índole limitada y sensibilizada, está amenazado en su estabilidad requerida para asegurar el saber acerca de sus objetos; puede tener debilidad interna en el modo de encarar y retener esos objetos. En la medida en que ese acto es reforzado por una habilidad subjetiva cuando es ejercido, decía Santo Tomás que no opera ya en la desnudez de la operación espontáneamente aflorada, sino bajo la seguridad de un hábito intelectual. Pues bien, el nombre de intelecto es usado entonces para designar solamente un hábito de la inteli-gencia en su función cognoscitiva, un hábito inserto en la facultad intelectual. Se trata, por lo tanto, de un hábito “operativo” y se ordena a las operaciones propias de esa facultad en que está.

2. El hábito o la habilidad no se presenta indistintamente en las tres opera-

ciones de la inteligencia. El intelecto, en cuanto hábito, no se extiende a todas las operaciones de la

inteligencia, sino solamente a la operación de “juzgar inmediatamente”. O sea se muestra primeramente en aquella operación que, para encarar el saber con certeza y verdad, necesita estabilidad y seguridad: esa operación es justo el juicio inmediato, llamado entonces por Santo Tomás intellectus, “intelecto de principios”, penetración intelectual de juicios primeros o inmediatos, que son necesarios y universalísimos, los cuales surgen en la inteligencia tan pronto como son conocidos los términos, en orden al conocimiento de la verdad.

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Pero la “simple aprehensión”, como primera operación de la inteligencia, no necesita de hábito alguno, pues no tiene el quehacer de la verdad que podría exigirle ajuste y porte de realidad: en ella no hay todavía verdad o falsedad, por lo que le basta en su despliegue la mera potencia natural de conocer. Ahora bien, para la perfección del conocimiento de la verdad no es suficiente la simple aprehensión intelectual de las cosas: se requiere una habilidad primera a la hora de realizar un acto cognoscitivo perfecto, o sea, tal que en él se halle de manera primaria y formal la verdad1. Como hábito, el “intelecto” ejerce una actualidad propia en forma de juicio verdadero.

A su vez, para la tercera operación de la mente –el raciocinio o juicio mediato– está el hábito de la razón, o si se quiere, de la ciencia y de la sabiduría, como en el próximo capítulo se dirá.

Estas últimas distinciones en torno a los hábitos intelectuales requieren una explicación que las justifique pormenorizadamente tanto desde el punto de vista psicológico como gnoseológico. Y es lo que se hará a continuación, tomando como referente polémico la interpretación que al respecto hace Schelling.

2. Polémica de Schelling contra la “naturalidad” del pensamiento clásico

a) Exigencia de una total exención de supuestos 1. El primer paso que a juicio de Schelling da la Filosofía Moderna para

desembarazarse de todo prejuicio y llegar a algo absolutamente seguro y cierto es, con Descartes, el acto de la duda provisional, pues “en filosofía no se debe admitir algo como verdadero si antes no se ha conocido en sus conexiones”2. La filosofía es la “ciencia que comienza absolutamente desde el principio”3, si-quiera en el sentido de que ese acto de comenzar no debe presuponer nada de lo admitido y demostrado por la filosofía precedente. Con ese acto se propone Descartes reconstruir la filosofía desde el principio como si no se hubiese

1 “Habitus virtutis determinate se habet ad bonum, nullo autem modo ad malum. Bonum autem intellectus est verum, malum autem eius est falsum. Unde soli illi habitus virtutes intellectuales dicuntur, quibus semper dicitur verum, et nunquam falsum”. STh I-II, 57, 3, 3m. 2 Zur Geschichte der neueren Philosophie (cit. ZG), t. X de Schellings Werke, editadas por K. F. A. Schelling (1856-1861), 5. 3 ZG, 4.

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filosofado antes. En el comienzo se debe tener la intención decidida de eximir al pensamiento de una carga inveterada de supuestos.

Es de resaltar la afinidad que guarda el enfoque de Schelling con el más contemporáneo de Husserl sobre Descartes. Considera Husserl que las Medi-taciones Metafísicas de Descartes son “un comienzo completamente nuevo en la Historia de la Filosofía, pues con un radicalismo nunca visto hasta entonces intentan descubrir el comienzo absolutamente necesario de la filosofía y, ade-más, pretenden extraer ese comienzo del autoconocimiento absoluto y completamente puro”4. El radicalismo de Descartes consiste, para Husserl, en la firme decisión de excluir del pensamiento filosófico cualquier supuesto, o sea, en terminología husserliana, cualquier prejuicio natural o mundano. En la actitud natural de la vida cotidiana el hombre se relaciona con el mundo a través de sus representaciones, juicios y valoraciones ingenuas, por las cuales se mueve hacia el mundo, alejándose de sí mismo El saber del hombre es entonces un mero saber mundano, en el cual se identifican el ser y el mundo; incluso el propio yo se avista como una “cosa” más del mundo. Husserl señala que Descartes evita el peligro de la actitud natural, destruyendo metódicamente el mundo –base de dicha actitud– y buscando un fundamento del saber en la subjetividad, en el yo pensante.

2. Esta interpretación de Husserl es similar a la que mucho antes ofreciera

Schelling. Para éste, la razón antigua, en la medida en que quiso basarse en sus propias fuerzas, se desconectó de la revelación, orientándose hacia el cono-cimiento “natural”; la razón natural cayó entonces paradójicamente bajo el yugo de una necesidad, de una ley y de unos supuestos extraños: “necesidad, ley y supuestos que le son impuestos por su propio poder cognoscitivo, cuya ex-tensión ella desconoce”5. A este yugo llama Schelling “premisas naturales” (natürlichen Voraussetzungen). Sobre ellas se construye una ciencia –la antigua Metafísica– que “acepta y presupone sin justificación ulterior las fuentes desde las cuales logra su saber”6. Al faltarle esa justificación, sus pruebas son insu-ficientes. Ello tuvo que “provocar un movimiento de liberación de autoridades sobre las cuales reposaba y de muchas premisas (en sentido platónico) oscuras y sobreentendidas, con el fin de llegar a una ciencia que fuese producto de la razón misma, o sea, a un conocimiento original, independiente, que no tuviese necesidad de nada fuera de él, que se bastase a sí mismo”7. De modo que al abandonarse al conocimiento natural acrítico, no iluminado por la conciencia, la 4 Erste Philosophie, I, 8. 5 Philosophie der Mythologie (cit. PhM), t. XI de la citada edición, 260. 6 Philosophie der Offenbarung (cit. PhO), t. XIII, de la citada edición, 39. 7 PhM, 266.

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razón no se hizo más libre; sólo cuando afirmó su libertad respecto de ese conocimiento natural pudo realizar un considerable progreso. En este momento la razón –pura, simple y autónoma– se hace desde sí misma generadora de ciencia, la cual, “en tanto que producida por la razón, sólo podía ser la ciencia misma8. Inicialmente esa ciencia no se nos da al mismo tiempo que su concepto y, por lo tanto, éste tiene que ser buscado. En esta fase “las autoridades en las cuales descansaba la Metafísica comienzan a perder su prestigio; y el primero que se puso a buscar la ciencia, en el sentido que aquí la entendemos, fue Descartes”9.

Por “Metafísica antigua” entiende Schelling, de modo muy confuso, la que tiene su origen en la Escolástica. Califica de manera bastante somera y superficial a la Escolástica, estimando que “las diferencias que tuvieron lugar dentro de ella no fueron nunca diferencias esenciales que modificasen el núcleo fundamental”10. La metafísica fue en ella “la ciencia que se interesa por aquellos objetos que sobresalen por encima de lo que es simplemente físico y natural. En este sentido podría ser considerada como la ciencia que de modo especial se ocupa de lo supranatural y suprasensible”11.

b) La “naturalidad” del entendimiento y de la experiencia 1. ¿Cuáles son las autoridades o las fuentes a las que, para conocer lo

suprasensible, se remitiría naturalmente la antigua Metafísica y que Descartes tuvo que superar? Schelling las reduce a tres, apoyándose en unas proposiciones latinas de Mélanchton, autor que obviamente dista mucho de la intención que animaba a las grandes escuelas del pensamiento medieval y de la genuina Escolástica del Renacimiento. El texto que Schelling recoge de Mélanchton, sin mayores aclaraciones, es el siguiente: “Causae certitudinis in philosophia sunt experientia universalis, principia et demonstrationes. Demonstrativa methodus progreditur ab iis quae sensui subjecta sunt et a primis notitiis, quae vocantur principia. Philosophia docet, dubitandum esse de his, quae non sunt sensu comperta, nec sunt principia, nec sunt demonstratione confirmata”. “Este pasaje –añade Schelling– tomado del prefacio de Mélanchton a los Loci Theologici, muestra en qué reposa el edificio de la Metafisica antigua”12.

8 PhM, 267. 9 PhM, 267. 10 PhO, 34. 11 PhO, 34. 12 PhM, 262.

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Habría, pues, la fuente del entendimiento (Verstand), con la autoridad de los principios; la fuente de la experiencia (Erfahrung), con la autoridad de la experiencia universal; y la fuente de la razón (Vernunft), con la autoridad de la deducción. Como se puede apreciar, Schelling no habla de “intellectus”.

2. En primer lugar, la fuente del entendimiento. Éste es la capacidad de

conceptos generales. Los conceptos últimos universales están presentes en el juicio y el raciocinio: por ellos se hace posible todo pensar. “La Metafísica escolástica se basa en el presupuesto de ciertos conceptos universales que son admitidos como inmediatamente dados con el mismo entendimiento”13. Estos conceptos últimos, “aplicados a la experiencia, se convierten en principios generales”14. Pues bien, la Metafísica antigua estaba sometida “a la autoridad de los principios no adquiridos por la experiencia, los cuales se consideraban como koinai ennoviai, innatos a la conciencia; el más importante de entre ellos es la ley de causalidad (tanto la de la causa, como la del efecto que le corresponde”15.

Los conceptos mencionados eran: “la esencia, la existencia, la sustancia, la causa, o ciertos predicados abstractos, como simplicidad, finitud, infinitud, etc.”16. Parece ser o bien que sin la menor crítica transfiere Schelling la teoría kantiana de los conceptos a la Escolástica, o bien piensa que Kant ha tomado el viejo esquema –supuestamente escolástico– sin mayores reparos. Lo cierto es que Schelling interpreta la función del entendimiento en el sentido de que éste aplica a lo sensible ciertas determinaciones, tales como sustancia o accidente, causa o efecto, unidad y multiplicidad, etc. Para Kant, “todas estas determinaciones no son ya simplemente formas de la intuición, sino determinaciones del pensamiento, conceptos, conceptos del entendimiento puro. Y sin embargo, estamos persuadidos de que estos conceptos existen en los objetos representados y que nuestro juicio que enuncia que esto es sustancia o causa, no es un juicio puramente subjetivo, sino que tiene un valor objetivo”17. Por medio de la sensibilidad nos es dado un objeto; por medio del entendimiento este objeto es pensado según conceptos, “los cuales se refieren a priori a los objetos, sin que los hayamos adquirido de los objetos mismos”18.

Y lo mismo cabría decir, según Schelling, para la filosofía antigua, en la que nadie podría pensar sobre nada si no tenía ya algún concepto de sustancia y accidente, de causa y efecto. Esto es lo que les ocurre al químico o al físico 13 ZG, 60. 14 PhO, 35. 15 PhM, 261. 16 ZG, 60. 17 ZG, 82. 18 PhO, 47.

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cuando piensan. “Cuando el químico demuestra el principo experimental de que el fenómeno de la combustión consiste en una unión del oxígeno del aire at-mosférico con el cuerpo que arde [...], presupone tácitamente, tal vez sin darse explícitamente cuenta, el principio de que las modalidades contingentes en las que aparece un cuerpo pueden cambiar sin que la sustancia de éste aumente o disminuya. O sea, por lo menos distingue en los cuerpos su sustancia y sus accidentes; por lo que distingue ya en general sustancia y accidente. Asimismo, cuando un fenómeno natural nuevo atrae la atención del físico, y éste procura buscar su causa, presupone ya, sin mayor justificación, como algo evidente de suyo, los conceptos de causa y efecto, así como la ley de que ningún efecto dado en la naturaleza es posible sin una causa determinante”19. La posibilidad de trascender la mera representación sensible estaba en estos conceptos y princi-pios generales, de modo que si estos eran eliminados, también se suprimía el pensamiento mismo. “Por eso hubo de suponer que tales conceptos y principios eran connaturales y estaban dados con la naturaleza misma del pensamiento, o, como luego se dijo, eran innatos o nacidos con el pensamiento mismo; se supuso que no era necesario adquirirlos de la experiencia, pues ésta proporcio-naba sólo la materia para su aplicación, pero que ellos mismos se daban ya con el entendimiento humano antes de toda experiencia. Por referencia a ésta se les llamó así conceptos y leyes a priori. La Metafísica antigua puso, pues, la primera fuente del conocer en el entendimiento puro, el cual quedó determinado como la fuente o facultad de todos aquellos conceptos y leyes investidos en nosotros con el carácter de universalidad y necesidad”20.

Además tenemos la fuente de la experiencia, con cuya ayuda se hace posible que los conceptos y leyes del entendimiento no queden sin aplicación. “La experiencia no nos manifiesta lo universal, necesario y permanente, sino solamente lo particular, contingente y transitorio de las cosas. Esto particular y contingente en las cosas es justo el punto de apoyo propio de la ciencia”21. Tanto la experiencia externa –que nos informa de fenómenos o situaciones fuera de nosotros–, como la interna –que nos da noticia de nuestro propio interior–, fueron admitidas como autoridades. La experiencia “nos procura la certeza de la existencia y de la naturaleza de los objetos sensibles, así como de nuestra propia existencia exterior e interior y de sus determinaciones permanentes y variables”22. A los objetos dados en la experiencia pertenecerían “no sólo los objetos que hoy se llaman propiamente de experiencia, sin limitar la experiencia a la simple experiencia sensible, sino también se incluirían en ella el alma, el

19 PhO, 35. 20 PhO, 36. 21 PhO, 37. 22 PhM, 261.

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mundo y Dios, cuya existencia se presuponía en general como dada y sólo se buscaba elevarla a objeto de conocimiento racional”23.

c) La “naturalidad” de la razón 1. Por último, la fuente de la razón. Para comprender su función conviene

observar que la conducta que desplegamos ante los conceptos del entendimiento y los contenidos de la experiencia es puramente receptiva: “aparecemos en comportamiento de pasividad frente a la necesidad que esos conceptos y principios confieren a nuestro pensamiento; igualmente, aquello que sacamos de la experiencia es algo que recibimos, pero no producimos”24. Ahora bien, la ciencia es una actividad productiva: el saber no es algo ya existente o dado. Tanto los contenidos de la experiencia, como los conceptos y leyes universales del entendimiento carecen en sí mismos de una actividad que produzca un saber. En tanto que la Metafísica es ciencia, tiene que ser productiva y sólo puede tener las dos fuentes del entendimiento y de la experiencia como meros presupuestos en los cuales apoyarse para alcanzar por medio de ellos algo que los sobrepasa: lo suprasensible. Pues bien, la razón es esa tercera facultad “que nos sitúa en condiciones de pasar desde aquellos dos presupuestos al conocimiento de lo suprasensible”25. Tal conocimiento es necesariamente mediato. La razón es la fuente de los conocimientos activamente producidos, es facultad de deducir (schliessen) o demostrar (beweisen). Como facultad de deducir, consiste totalmente en la aplicación de los principios universales del entendimiento a lo contingente de la experiencia. Lo que la razón trata de hacer es “poner en una conexión externa los conceptos presupuestos con los objetos presupuestos, lo cual sería llamado demostrar”26. Pero en este caso la demostra-ción tenía un carácter externo, ya que no era una autodemostración del objeto: “No era la demostración que el objeto hacía de sí mismo por medio de su propio movimiento o de su interno desarrollo como tal o cual objeto; no se desarrollaba internamente en sí mismo, por ejemplo, hasta llegar al punto en que se expresaba como alma humana, sino que entre las cosas conocidas y presu-puestas se encontraba también una que era llamada alma humana, con la cual se intentaba poner en conexión el predicado, igualmente conocido, de la

23 ZG, 60. 24 PhO, 37. 25 PhO, 37. 26 ZG, 61.

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simplicidad, o sea, de la inmaterialidad. Esta Metafísica, pues, no formaba un sistema que procediese de manera continua a través de todos los objetos; más bien, con cada objeto comenzaba de nuevo desde el principio, y podía tratar las diversas materias en capítulos con toda comodidad”27.

2. En resumen, para Schelling la Metafísica antigua estaba sometida también

“a la autoridad de la razón, como poder de demostrar o deducir. Se veía en ella una fuente de conocimientos particulares, pues se creía que mediante las deducciones por las cuales esos principios universales y necesarios eran aplicados a los datos fortuitos de la experiencia, se podía igualmente llegar a los objetos exteriores a toda experiencia, por ejemplo, a la esencia inmaterial del alma. Y especialmente se podía probar de este modo realmente la existencia de Dios”28.

El silogismo o la deducción se apoyaba, de una parte, en lo dado mediante la experiencia y, de otra parte, en los koinai ennoviai, en los conceptos y principios universales y necesarios del entendimiento, tratando de llegar argumentalmente hasta la existencia de Dios. La Metafísica antigua mostraba así un aspecto material o experimental y otro formal o racional. “El material, o lo que se ponía en la base de los raciocinios, era tomado de la experiencia, como por ejemplo la ordenación finalística de la naturaleza en las partes y en el todo”29. El aspecto formal o componente racional de las deducciones “estaba constituido por los principios universales, por ejemplo, de causa y efecto [...]. La aplicación de estos principios a la experiencia debía hacer posible una conclusión sobre lo que está por encima y más allá de la experiencia”30. El racionalismo tenía así una función meramente formal. En esta Metafísica no podían emerger en estado puro ni el racionalismo ni el empirismo; y únicamente cuando esta Metafísica entró en descomposición pudieron brotar el racionalismo puro y el empirismo puro.

La razón nos conduce a un nuevo ámbito que, por una parte, supera a los otros dos, mas, por otra, mantiene algo en común con ellos. El elemento último de ese ámbito es Dios, el cual es universal, como los conceptos del entendimiento, y a la vez concreto, como los datos de la experiencia, aunque lo universal y lo concreto se realicen en Dios de modo máximo o eminente. La Metafísica antigua creyó que podría acceder por medio de la razón a Dios como causa universal y personal concreta. Los pasos que ese acceso tiene son tres: 1.º Absorción de los fenómenos de experiencia bajo el concepto de mundo, el cual, 27 ZG, 61. 28 PhM, 261-262. 29 PhO, 109. 30 PhO, 109.

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aunque existe, queda determinado como contingente, o sea, como aquello que puede también no ser; para Schelling el verdadero concepto de efecto es éste: aquello que puede también no ser. 2.º Aplicación a eso contingente de una ley del entendimiento, la de causalidad, en virtud de la cual, lo que figura como efecto sólo puede ser determinado a existir por una causa determinada. 3.º Elevación “al concepto de una causa absoluta, por medio de la cual el mundo (es decir, el complejo de todas las causas y de todos los efectos especiales y me-ramente relativos) es determinado; y elevación a la vez al conocimiento de la existencia de esta causa primordial absoluta”31. La Metafísica antigua, pues, aplica conceptos y principios a lo que se nos da en la experiencia para remontarse por encima de la experiencia.

El quicio sobre el que gira la argumentación de Schelling contra la metafísica clásica es sin duda una equivocada interpretación del intelecto antiguo, el cual no coincide en absoluto con lo que explica Schelling como entendimiento.

d) Consideración crítica 1. El intelecto es caracterizado por la mayoría de los medievales, siguiendo a

Aristóteles, no como una facultad distinta de la razón, sino como una determinación cualitativa firme incorporada a la inteligencia como facultad cognoscitiva; mediante tal determinación, la inteligencia se dispone perfectamente a su propio acto. La determinación primera de la inteligencia es la de los primeros principios (como el de contradicción y el de identidad). Por la peculiar concepción antropológica de Aristóteles, continuada por Santo Tomás (según la cual el hombre es una unidad sustancial en la que coexiste una jerar-quía de potencias), la inteligencia pasa a su acto respectivo suponiendo la actividad de la experiencia sensible y la formación de contenidos inteligibles que dan a conocer el ente y otras nociones primitivas y simples. De manera que el contenido de los primeros principios no es innato –como interpreta Schelling, siguiendo la voz general de su época–. El realismo aristotélico exige que incluso los contenidos (lo que los medievales llamaron species intelligibiles) de los primeros principios vengan con la experiencia, no habiendo contenido alguno anterior a ella. En esta perspectiva, la experiencia no es tan estrecha como supone Schelling. Natural o innata es sólo la disposición subjetiva inte-lectual de combinar tales contenidos primitivos, pero no es innato el contenido. A lo sumo podría decirse que el intelecto –o los primeros principios– tienen

31 PhO, 38.

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sólo incoativamente un origen innato en la naturaleza racional, pero en su aspecto perfectivo tienen su origen en las operaciones de la sensibilidad.

2. Quizás Schelling y su época pensaran que los medievales consideraban

los primeros principios como contenidos innatos debido a que afirmaban que éstos eran inmediatos. Pero una cosa es la innatez y otra la inmediatez. Esta última es necesaria para que se dé la ciencia como tal. Si todo el conocimiento fuera mediato, la razón tendría que sucumbir en el proceso circular, o en el proceso al infinito. Uno y otro destruyen el sentido de la ciencia. Mediante el proceso circular sólo se puede probar lo incierto por lo incierto, o sea, no se prueba nada. Mediante el proceso al infinito la prueba se convierte en un perpetuo aplazamiento, pues entre el sujeto y el predicado habría infinitos medios en acto, haciéndose imposible la conclusión. De ahí que la ciencia deba comenzar por principios inmediatos. Pero los primeros principios del conocimiento presuponen la experiencia, que da la materia de los conceptos que se componen como sujeto y predicado, pues la facultad cognoscitiva sólo forma conceptos universales abstrayendo de la realidad sensible presente también en el nivel de las imágenes. “Los primeros conceptos de la inteligencia son conocidos al momento, mediante la luz del intellectus agens, por las species abstraídas de lo sensible, bien sean tales conceptos complejos, como las llamadas dignitates, bien sean conceptos simples, como la noción de ente y similares”32.

En definitiva para Schelling la Metafisica antigua, desligada de la revela-ción, pero sometida a las autoridades de la experiencia, de los principios y de la deducción, se convertía en modelo de conocimiento natural. El paso decisivo que la conciencia filosófica debía hacer consistía en liberarse de la “natu-ralidad” de ese conocimiento, poder ciego que escapa a nuestra conciencia. La parte de la filosofía que Schelling llamó “negativa” no es más que una teoría de la razón desligada de contenidos de experiencia33. ¿Hasta qué punto es “natural” el intelecto dentro de la filosofía clásica?

32 De Ver q11 a1. 33 Juan Cruz Cruz, “La reducción de la metafísica clásica en Schelling”, Sapientia, 1982, vol. 37, 61-74, 107-122.

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3. La sinergia de intelecto y razón en el pensamiento, según Santo Tomás

a) Necesidad del intelecto y de la razón 1. De nuevo conviene precisar que llamamos “inteligencia” sólo a una

facultad cognoscitiva que es “objetivamente” pasiva, aunque “subjetivamente” activa. ¿En qué consiste esta actividad subjetiva, irreductible a una producción objetiva de contenidos? Es la actividad que corresponde a una facultad que está en potencia de conocer. La inteligencia no es su misma intelección; consiguien-temente lleva entrañada una composición de “potencia” intelectiva y “acto” intelectual: reclama una determinación subjetiva a entender. La inteligencia –como se dijo en el primer capítulo– necesita que le advengan contenidos inteligibles para entender objetos y ejecutar todos los actos de que es capaz: esta necesidad es absoluta, ontológica. Pero también es ontológica la necesidad con que la inteligencia está potencialmente referida al acto. Por sí misma, la facultad no es suficiente para ser principio de sus actos, aun en el caso de que siempre los hiciera del mismo modo. Además, no está referida únicamente a un solo acto, sino a varios. Y a cada uno de ellos de manera diversa34.

Primeramente, en el ejercicio (subjetivo) de la inteligencia hay una composición de potencia y acto. La inteligencia humana no es su acto de entender: la operación no es la esencia de esta facultad; la facultad intelectual no es para sí misma, sino para el acto. Es preciso, pues, que incida sobre ella una determinación cualitativa, una disposición direccional, que la incline al acto.

En segundo lugar, la potencialidad que la inteligencia tiene al acto segundo no se inclina a un solo acto, sino a muchos. No está inmediata y directamente vertida a uno solo. Porque, de un lado, los contenidos que la inteligencia recibe no están de suyo ordenados naturalmente. De otro lado, tampoco la inteligencia está naturalmente determinada a poner un orden en vez de otro, pues en contenidos diversos puede poner diversos órdenes. En virtud de lo primero, la inteligencia requiere una determinación cualitativa permanente por la que de manera pronta y recta se ordenen los contenidos intelectuales, por ejemplo, para deducirse unos de otros. En virtud de lo segundo, es preciso que la inteligencia

34 Todo lo concerniente a este punto se encuentra de manera general expresado en STh I-II q49 a1-3; q50 a1-6; q51 a1-4; asimismo en III Sent d23 q1 a1; De Verit q20 a2. Y es comentado por S. Ramírez en De habitibus in communi, t. VI, I, de Opera Omnia (Madrid, 1973), 117, 125, 185-187.

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se especialice en una dirección y en un objeto. Requiere así que por la determinación cualitativa recibida quede referida a un acto entre muchos.

En tercer lugar, la inteligencia puede orientarse de modos diversos a cada uno de esos actos, ante los cuales está en potencia: puede orientarse bien o mal, mejor o peor, perfecta o imperfectamente. Implica, pues, una pluralidad de modulaciones mejor o peor referidas a cada uno de esos actos y que la disponen bien o mal a la operación. Por eso la inteligencia exige que por la determinación cualitativa recibida quede bien dispuesta respecto de un acto determinado.

Por último, si todo lo que a la inteligencia se presenta dependiera de su sola operación, habría en ella una movilidad o mudanza extrema; para que haya uniformidad en la operación, o sea, para que el acontecer cognoscitivo quede estabilizado se precisa una determinación cualitativa que incline de modo permanente en una cierta dirección. De faltar esta determinación permanente, la inteligencia tendría que volver a realizar una inquisición exhaustiva sobre lo ya sabido cada vez que intentara enfrentarse a él. Lo ya sabido queda, pues, como disposición permanente.

A esta determinación cualitativa fija y firme, que no es nada más que una especialización direccional de la inteligencia, llamó Aristóteles hábito (intelec-tual)35.

2. El hábito intelectual exige, desde el punto de vista objetivo, tres

requisitos: primero, que haya varios contenidos inteligibles recogidos o aunados; segundo, que estos contenidos estén retenidos o conservados en la inteligencia; tercero, que estén ordenados tanto entre sí como al acto de conocer: se ordenan en proposiciones para el acto cognoscitivo. Desde el punto de vista subjetivo, además, tiene que haber en la inteligencia una habilidad para ordenar los contenidos. Y, en efecto, la ordenación se debe a la habilidad de la inteligencia para usar activamente los contenidos recibidos y conservados. Es ésta una habilidad no de recibir, sino de obrar, de ordenar activamente los contenidos al acto de juzgar.

Estos contenidos inteligibles pueden ser o bien primarios, que son los que configuran las verdades inmediatas y primitivas de los primeros principios del 35 “Hábito es la disposición según la cual se dispone bien o mal lo dispuesto, sea en sí mismo, sea por referencia a otro” (e{xi" levgetai diajqesi" caq∆ h[n eu[ kakw`" diajkeitai to;

diakeimenon, kai; h] kaq∆ auJto; h] pro;" allo}. Metaph V c20, 1022 b 10). El Aquinate destaca que sólo pueden ser sujetos de hábitos las facultades que cumplan estos tres requisitos: l) “Sit alterum ab eo ad quod disponitur”; 2) “Determinabilis ad plura”, 3) “Diversimode determinabilis ad plura”; (STh I-II, q. 49, a. 1). Que la facultad cognoscitiva espiritual cumple estos requisitos es explicado ampliamente por Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, in I-II, disp. 13, a. 2, n. 20-21.

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conocimiento (contradicción, identidad, finalidad), ordenados por una determinación cualitativa de la inteligencia que se llama “intelecto”; o bien derivados y fundamentados, que son propios de las verdades mediatas, ordenados por una determinación cualitativa de la inteligencia que se llama “razón”. Los primeros principios son necesariamente verdaderos por sí y se nos aparecen también como necesariamente verdaderos: ni se aprenden ni se enseñan; se conocen inmediatamente.

La función propia del intelecto y de la razón estriba en ordenar activamente. Los contenidos reciben pasivamente, como términos o proposiciones, dicha ordenación. Intelecto y razón son así ordenaciones activas; o mejor, son objetivamente la misma ordenación de los contenidos inteligibles, bien en su conexión inmediata (intelecto), bien en orden a la conclusión (razón); pero subjetivamente son la habilidad de hacer esta ordenación (inmediata o mediata).

Como se puede apreciar, intelecto y razón no son propiamente “contenidos” representativos, substitutivos del objeto, sino cualidades que dan a la inteligencia la habilidad, la disposición de usar los contenidos en orden a conocer y manifestar la verdad. Se comportan como una luz intelectual; no ciertamente una luz por la que el objeto quede iluminado y proporcionado para ser conocido, sino una luz por la que la inteligencia misma es actuada y perfeccionada para conocer objetos determinados.

La inteligencia tiene, pues, más amplitud que el intelecto, distinguiéndose ambos de manera real. En primer lugar, porque la inteligencia es de suyo como una pura potencia, como una tabla en la que nada hay escrito; en cambio, en el intelecto están inscritos los primeros principios. En segundo lugar, la inteligencia no se las tiene que haber con lo verdadero de la misma manera que el intelecto; porque éste se refiere a lo verdadero inmediato o conocido por sí mismo, mientras que la inteligencia se refiere tanto a lo verdadero inmediato (conocido por sí mismo) como a lo mediato (conocido por otro)36.

3. Téngase presente que intelecto y razón se ordenan de una manera

inmediata a la naturaleza de la inteligencia. Ésta, como facultad cognoscitiva, es o existe necesariamente para la operación de entender, que es su fin: el acto de entender es el fin de la inteligencia como facultad. Intelecto y razón son también necesariamente, mas de manera secundaria, para la operación de entender; pero este orden a la operación no es esencial, sino consiguiente a la naturaleza de la inteligencia. De ahí que el acto de entender se perfeccione y agudice más por la determinación y ordenación de la inteligencia –que estaba

36 S. Ramírez, De habitibus in communi, t. VI, I, de Opera Omnia (Madrid, 1973), 289, 321-322.

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indiferente a una multiplicidad– que por el incremento mismo o intensificación de la actividad misma.

De suyo intelecto y razón no son una fuerza activa o eficiente y, por tanto, tampoco se ordenan así al acto de entender; sólo expresan conveniencia o disconveniencia en la naturaleza de la inteligencia. Consiste su función primordial en determinar, ordenar o ajustar la inteligencia a una forma o a obtener un fin (también a no perderlo). Ponen, pues, un orden en las múltiples direcciones posibles de la inteligencia, las cuales son como las diversas partes de ésta. Se dan en la inteligencia, porque en ella hay que ordenar o reducir una multiplicidad a unidad. La inteligencia –como se ha dicho– se encuentra indeterminada o abierta para recibir múltiples determinaciones; el intelecto y la razón la disponen en una dirección: hacen que se ordene a un objeto de manera conveniente, de forma adecuada. Porque como la inteligencia implica múltiples direcciones posibles, no sólo debe quedar enfocada hacia una cosa, sino también debe quedar ajustada y adaptada a ella. De ahí que intelecto y razón no sólo ordenan la inteligencia, sino que la ordenan bien.

De esta suerte, la función primordial del intelecto y de la razón no es referir la actividad a la operación, sino ajustar, sentar la conveniencia o la disconveniencia de ordenación y adaptación en la misma naturaleza de la inteligencia. Y como ésta no es inmediatamente operativa, a ellos no les conviene de suyo primariamente una referencia al acto, sino sólo de manera secundaria y mediata37. Aunque perfeccionan al acto de entender, el cual es como la superficie de la inteligencia, inciden sobre todo en la raíz o naturaleza de ésta. No son meras vestimentas extrínsecas, algo superficial y adyacente respecto de la facultad cognoscitiva. Forman incluso unidad con la inteligencia, figurando con ésta como causa total del acto de entender.

Por su parte, el efecto (el acto de entender) es obra total de la inteligencia como facultad y del intelecto y de la razón como hábitos de ella, los cuales influyen realmente en la totalidad del efecto, tanto en su esencia como en su modalidad. Mas influyen en el efecto en la medida en que influyen en su causa, la inteligencia. Esta es el principio nato del efecto, pero se halla afectada y

37 Para Aristóteles, e{xi" es una perfección (teleivwsi" ti") y afecta máximamente a la naturaleza: tovte gar mavlista esti to; kata; fusin (VII Physic., 3, 246 a). Y explica Santo Tomás: “Habitus primo et per se importat habitudinem ad naturam rei”. “Non est de ratione habitus quod respiciat potentiam, sed quod respiciat naturam” (S.Th., I-II, 49, 3). La referencia inmediata del hábito a la naturaleza es una tesis “pacífica” dentro de la escuela tomista: Capreolo, Defensiones. III Set., d. 23, q. 1, a. 2 ss.; Cayetano, In I-II, q. 49; Bartolomé Medina, Expositio in I-II, q. 49, art. 2; Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, in I-II, disp. 13, art. 1. nn. 9-11, 24-25. S. Ramírez ha compendiado esta doctrina en la obra citada, I, 99-105, 107-717, a cuyo criterio me atengo.

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perfeccionada en su propia naturaleza por el intelecto y la razón. Y si la inteligencia es por su naturaleza causa total de la índole específica y de la modalidad de su obra, de la misma manera el intelecto y la razón son causa total del efecto íntegro, tanto de su esencia específica como de su modalidad, a saber, de la facilidad, prontitud, intensidad, continuidad y uniformidad. Pero por apropiación la esencia del efecto se atribuye a la naturaleza de la inteligencia, mientras que la modalidad (conveniencia y facilidad) se atribuye al intelecto y a la razón. Estos quedan subordinados a la inteligencia como instrumentos vitales suyos. De esta suerte, en el acto de entender (efecto) no concurren dos causas totales y adecuadas del mismo género, dos principios próximos e inmediatos. La inteligencia es propiamente el sujeto receptivo del intelecto y de la razón, teniendo prioridad sobre ellos: es condición de ellos en la línea entitativa y causativa. Ellos están subordinados entitativamente a la inteligencia, pues fluyen de su virtualidad y reciben existencia de ella. Por ordenarse primariamente a la naturaleza de la inteligencia, y por compenetrarse con ella, son como instrumentos animados por la inteligencia. Por eso forman con ella una unidad de suyo en la línea del acto.

Recordemos que la facultad intelectual no es para sí, sino para el acto de entender y que ella descansa o se enraíza en la sustancia humana como tal. Intelecto y razón, como hábitos operativos, son algo intermedio entre la facultad intelectual y la operación misma de entender o acto segundo. Aparecen, pues, como actos primeros próximos que disponen a la inteligencia para ejercer su acto bien o mal. Comparados con la potencia intelectual o inteligencia son ac-tos; pero son potencias comparados con la operación. No tienen carácter de actos segundos, sino de actos primeros. En cuanto actos primeros, están en camino hacia el acto segundo. Por ejemplo, se dice que un sujeto es ingeniero en potencia, antes de adquirir el hábito racional de la ingeniería; esa potencia pasa al acto una vez que se posee tal hábito; pero de nuevo el sujeto está en potencia de usar tal hábito, pues no ejerce en todo momento esa ciencia; aquella potencia pasa al acto cuando el sujeto ejerce dicha ciencia.

De manera que el intelecto y la razón, como hábitos, difieren realmente y esencialmente de la inteligencia en que están y del acto segundo u operación.

Podría pensarse que intelecto y razón son el mismo objeto al que tiende la inteligencia, o sea, la disposición del objeto hacia la facultad. Pero no son el objeto, sino la disposición de la facultad intelectual para lograr el objeto de la operación. Se comportan como habilidades de la inteligencia para usar los objetos, o sea, para ejercer sus operaciones. Afectando a la inteligencia, la perfeccionan en cuanto ésta es una naturaleza; mediante esa afectación ella queda convenientemente dispuesta a lo que de suyo exige, a saber, la operación de entender. De nuevo, intelecto y razón se refieren más a la naturaleza de la inteligencia que a lo pretendido por ella. El acto, en cambio, se refiere primaria

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y directamente a la inteligencia como facultad que lo ejecuta. Pero el intelecto y la razón de suyo sólo se refieren a la debida conveniencia de la inteligencia, principio natural ejecutante, removiendo la confusión y potencialidad de ésta, ordenándola y ajustándola para ejecutar sus actos.

b) Expresión conceptual del intelecto y de la razón 1. Tanto el intelecto como la razón responden a la índole de la inteligencia,

la cual no es simple ni completamente intuitiva, sino afectada de tal manera por la unidad corpóreo-espiritual que esencialmente tiene que juzgar, o sea, componer y dividir, conjuntar y separar38. Así, pues, por medio del intelecto brota un juicio sobre la verdad; pero previamente ha tenido que operarse la aprehensión recta de los términos. El intelecto no es formalmente esta aprehensión (primera operación mental), sino el consiguiente juicio de la verdad (segunda operación mental). Pues sólo mediante el juicio se penetra y reconoce la verdad. No hay verdad todavía en la simple aprehensión de los términos, sino en la composición o división de éstos en proposiciones. Así, los objetos de la razón no son los simples términos, sino las proposiciones o verdades captadas mediante discurso en la misma aprehensión de los términos. De igual manera, los objetos del intelecto no son meramente los términos, sino las verdades que en ellos se hallan en forma de proposiciones. Las verdades que captamos sin necesidad de derivarlas de otras se llaman inmediatas y son objeto del intelecto. Las demás verdades deducidas son objeto de la razón. Ésta comienza apoyándose en algo conocido y termina en un nuevo conocimiento que antes era desconocido. En este proceso no utiliza simples términos, sino proposiciones o verdades conocidas a la luz de los principios; y, mediante el discurso, llega hasta la verdad de las nuevas proposiciones. Tanto los primeros principios como las verdades mediatas no son, pues, términos, sino proposiciones.

La luz intelectual (habilidad) de la función cognoscitiva no es puramente comprehensiva y penetrativa, sino, como decía Santo Tomás, “colativa”, o sea compositiva. Incluso las verdades inmediatas y conocidas de suyo son logradas mediante composición y cotejo de los términos, aunque sin discurso ni prueba. La penetración de la verdad de los primeros principios se hace, pues, mediante juicio. Ofrezcamos un ejemplo, aunque no sea del primer principio absoluto. Cuando el hombre conoce lo que es “todo” y lo que es “parte” conoce naturalmente que el todo es mayor que la parte. El conocimiento mismo de la “parte” y del “todo” es una simple aprehensión, acto todavía imperfecto de la

38 S.Th., 58, 4; 85, 5.

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inteligencia humana; pero el conocimiento de que “el todo es mayor que la parte” es un acto de “ajuste”, o sea, de asentimiento en un juicio. La sola y simple inspección de los términos no es todavía la pura verdad conocida de los principios. Esta se da únicamente en el asentimiento y en el juicio. El intelecto, pues, como hábito de los primeros principios, está constituido por un juicio, por un asentimiento acerca de la verdad inmediata.

2. También la razón se constituye por juicios. ¿Qué tipo de juicio es ése que

forma el intelecto, distinto del juicio de la razón? Hay dos tipos de juicios: el simple o diferencial y el resolutivo o referencial.

El primero es un puro asentimiento a la verdad y tiene lugar por la evidencia de los términos aprehendidos; no precisa de una referencia a las causas. El segundo es un asentimiento a la verdad en la medida en que se percata del fundamento de ésta y de las causas de que procede. El primero asiente a una verdad, admitiéndola de una manera inmediata y simple. El segundo asiente a una verdad remitida a otra, apoyándose en el conocimiento de su causa.

Mediante juicio resolutivo o referencial son juzgadas las cosas por sus causas o sus efectos, reduciendo las cosas conocidas a sus principios propios y haciendo esto por medio de razonamiento.

Mediante juicio simple y diferencial se juzga una cosa como distinta de otra. Este tipo de juicio se anuncia ya de una manera sencilla y preintelectual en el nivel de la experiencia sensible, pues los sentidos distinguen los colores, los sonidos, etc. Pero se hace de un modo propio y formal en el nivel intelectual, mediante comparación y reflexión.

Pues bien, la razón juzga de las cosas de un modo resolutivo y referencial (debido especialmente a la idiosincrasia del objeto conocido): la razón “sapiencial” apelando a las causas supremas o eminentes; la razón “científica” remitiéndose a las causas inferiores o a los efectos que considera en las cosas: desde el conocimiento de las causas se justifican las verdades aprehendidas.

El intelecto, en cambio, no es discursivo ni por motivo del objeto o materia conocida (que no exige discurso), ni por el modo o la formalidad bajo la cual se conoce. Penetra, más bien, los mismos principios, aprehendiendo simplemente los términos y conectándolos inmediatamente.

En el intelecto, por tanto, no se da un juicio resolutivo, pues no se juzga de la verdad remitiendo discursivamente a sus causas; se trata de un juicio simple o discriminativo, llevado por la simpatía y connaturalidad de la inteligencia hacia esa verdad. Así capta el intelecto la verdad como distinta del error. Lo cual se realiza no por medio de un discurso referido a causas y efectos, sino por una simple comparación y distinción. Para la formación de este juicio no es necesaria la evidencia “racional”, ni el procedimiento que arranca de las causas

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o de los efectos. El intelecto, como hábito de los primeros principios, emite su juicio mediante una penetración rápida de los términos que integran aquellas verdades, viendo su conveniencia entre sí y su disconveniencia frente a lo contrario de lo que dictan: discierne la verdad del error, lo que es de lo que no es. Pues bien, aunque los primeros principios sólo pueden ser formulados en un juicio, su verdad se ve con una simple mirada: viendo el sujeto se ve en él el predicado, y ello sin movimiento alguno discursivo.

Mas el intelecto no es un conocimiento de los términos mismos de una proposición, sino de la verdad contenida en la proposición, sin el trabajo mental de síntesis o análisis.

La razón procede por discurso desde los principios a las conclusiones. Pero el intelecto es la penetración absoluta del principio. Luego el intelecto responde a la proposición inmediata; mientras que la razón lo hace a la conclusión, que es una proposición mediata. De ahí que los aristotélicos hayan dicho que el intelecto se compara con la razón como lo uno e indivisible (el principio) con lo múltiple (conclusiones).

Las proposiciones de los primeros principios son, pues, inmediatas, tanto respecto de sí mismas, como respecto de nosotros. ¿Qué significan las proposiciones inmediatas respecto de sí mismas y las inmediatas respecto de nosotros? Veamos la respuesta que da, por ejemplo, Diego Mas.

3. Inmediata respecto de sí misma se llama aquella proposición “que por su

naturaleza carece de medio a priori por el que pueda demostrarse, aunque pueda tener un medio a posteriori. Tal es la proposición “Dios existe”: en ella no se da un medio a priori por el que pueda demostrarse, pues el ser de Dios es su esencia; pero se da un medio a posteriori con respecto a nosotros, pues de los efectos conocidos podemos colegir el ser de Dios.

Inmediata respecto de nosotros es aquella proposición que de suyo exige un medio por el que puede ser demostrada, aunque respecto de nosotros no tenga un medio, como ocurre cuando expreso la proposición “aquí hay un hombre” y señalo a Pedro; esta proposición puede ser demostrada por medio de la definición de hombre, pues de suyo es mediata; pero respecto de nosotros no tiene un medio, porque a través del ojo intuimos inmediatamente que lo indicado o señalado es un hombre.

Cierto es que cuando la proposición consta de términos particulares, se llama “inmediata” si en su mismo género no tiene una proposición a priori que la fundamente, aunque pueda existir sobre ella, en otro género, una proposición fundamentante. Por ejemplo, en la proposición “una mansión es un edificio que consta de cimientos, paredes, ventanas y techo” hay una definición hecha según las exigencias de la causa material: por tanto, acerca de lo definido es inmediata

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en el género de la causa material; no hay aquí otra que la fundamente. Pero es mediata respecto de otro género, porque la mansión puede ser definida apelando al género de la causa final: “lo destinado a protegernos de las inclemencias del tiempo debe constar de cimientos, paredes, ventanas y techo”.

Ahora bien, los términos incluidos en las proposiciones que expresan los primeros principios son completamente universales. Estas proposiciones que constan de términos universales y carecen absolutamente de medio que las fundamente se llaman “inmediatas”. Los términos que componen estas proposiciones son los más comunes que apercibe el hombre, como ser y no-ser; de estos se compone la proposición “es imposible que algo sea y no sea a la vez”. Por encima de estos términos no pueden darse otros más comunes que los fundamenten a priori.

De no haber proposiciones que careciesen de medio fundamentante, habría un progreso al infinito; por eso se llaman “inmediatas” las proposiciones que no tienen, desde ningún punto de vista, un medio fundamentante. Tales proposiciones son, pues, evidentes de suyo, tienen evidencia inmediata39.

4. Tal evidencia no es una propiedad del juicio, sino del objeto de ese juicio.

Sólo la “verdad” es la propiedad del juicio por referencia a lo existente: es la “adecuación” de la inteligencia con lo real. Esta relación de adecuación se da originariamente en el juicio. Tampoco puede ser confundida la evidencia con la certeza: ésta es propiamente un “estado” de firmeza del juicio. De suerte que incluso podemos tener certezas erróneas: la inteligencia puede afirmar sin temor de equivocarse, pero equivocarse. La auténtica certeza se consigue en la conciencia de hallarse en la verdad; y esta conciencia se produce cuando se presenta la evidencia. No toda certeza está fundada en la evidencia. Pero sólo ésta fundamenta y justifica aquélla. La evidencia no es un criterio ni puramente subjetivo ni puramente objetivo, porque cuando ella se da, tanto el objeto como el sujeto están unidos en la claridad. Evidente es así –trasponiendo aquí la metáfora de la vista– lo visible a la primera mirada; se trata de la claridad que el objeto irradia para la facultad cognoscitiva, la manifestación o revelación del ser de un objeto: es la claridad por la que el objeto se manifiesta a esta facultad y exige su asentimiento.

Podemos así comprender que en general la evidencia no se limita al juicio, puesto que acerca de ciertos hechos existen evidencias anteriores a todo juicio, 39 Diego Mas, Commentaria in Universam Arist. Dialecticam (Valentiae, 1592), II, 1.205-1.206. Collegii Sancti Thomae Complutensis. In Universam Aristotelis Logicam Quaestiones (Matriti, 1753), q. 10, art. 4, 528-536. Por lo demás, esta es la doctrina de Aristóteles, quien había distinguido entre “lo más conocido en sí mismo” y “lo más conocido para nosotros” (Anal. Post., I, 2, 71 b 34).

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llamadas evidencias antepredicativas, como el “tener sed”. Este ejemplo nos pone de manifiesto dos cosas: primero, que la evidencia no se puede restringir al ámbito de lo necesario, o sea, de aquello cuya inexistencia es imposible, siendo inconcebible su contrario e imposible su negación; porque, como hemos dicho, hay evidencias de hechos cuyos contrarios son concebibles (tener sed, por ejemplo). Hay evidencias, por tanto, de objetos que no tienen existencia necesaria. Segunda, que la evidencia no está coartada al plano de los objetos intelectuales o de las ideas: hay evidencias sensibles. De nuevo tenemos que reiterar que la evidencia no es una cualidad de la idea (como quería Descartes), sino del objeto: es la claridad de éste.

La manifestación del objeto mismo se llama evidencia intrínseca. Y puede ser o bien inmediata o bien mediata.

La evidencia inmediata surge sin recurso de intermediarios lógicos que se conocieran previamente. El sujeto corresponde a ella con un juicio intuitivo. Hay al menos cuatro niveles de este tipo de evidencia inmediata: en primer lugar está la evidencia sensible de la existencia y de los caracteres concretos de las cosas reales. En segundo lugar, está la evidencia existencial del yo y de sus actos. En tercer lugar, la evidencia de las esencias abstractas, tales como el círculo o el triángulo. En cuarto lugar, la evidencia de los juicios de los primeros principios; en ellos se manifiesta a la inteligencia la conveniencia de los términos; pero lo evidente aquí no es propiamente el juicio, sino la relación entre sujeto y predicado. Esta evidencia surge del simple conocimiento de los términos, de su mera significación, sin recurso a otra cosa. Quien entienda los términos “todo” y “parte” llega de manera clara y manifiesta a la verdad de este juicio: “el todo es mayor que la parte”.

La evidencia mediata se da cuando la conveniencia de sujeto y predicado aparece después de un proceso discursivo o argumentativo; en este caso, lo que no es inmediatamente evidente se deriva necesariamente de una proposición evidente. Supone, pues, como evidencia de las demostraciones y de la conclusión, la luz y claridad de la evidencia inmediata.

En el nivel intelectual, la evidencia –tanto inmediata como mediata– da lugar a que la inteligencia vea la verdad y se sienta constreñida a asentir. Tal constreñimiento no es una mera necesidad psicológica, porque incluso podemos resistirnos a la evidencia y abstenernos de juzgar; se trata por tanto de una exigencia más profunda, en virtud de la cual la negación de la evidencia contra-ría profundamente la naturaleza de la inteligencia misma40. 40 El tema de la evidencia ha sido desarrollado de modo breve y sistemático en manuales al uso, como el de P. Geny (Critica, Roma, 1955, 78-85), J. Mª De Alejandro (Gnoseología, Madrid, 1969, 149-178) y R. Verneaux (Epistemología general, Barcelona, 1975, 146-158). Similar argumentación puede encontrarse en: A. Farges, “Le critère de l'évidence”, Rev. Thomiste, 15,

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4. Génesis y estructura del intelecto como hábito

a) La inteligencia y la verdad inmediata 1. La inteligencia humana, como se acaba de ver, tiene necesidad de hábitos;

ella es facultad de la verdad, pero no está vertida a una sola verdad: sin embargo subjetivamente no está referida de manera “indiferente” a todas las verdades, a todos los contenidos y objetos. Podría establecerse una jerarquía o unos grados de adaptación de la inteligencia a la verdad, según la índole y la presentación de los contenidos que conoce.

Así, la inteligencia está más fácilmente inclinada a la verdad simple e inmediata que a la verdad demostrada o deducida. Esa fácil inclinación es proporción o capacidad natural y espontánea, mejor: luz determinante o fuerza por la que la inteligencia asiente y manifiesta esa verdad. Pues bien, la luz y la fuerza para asentir y manifestar las verdades simples, inmediatas y primeras no se adquiere; y es propia del intelecto. En cambio, la luz y la fuerza para asentir y manifestar las verdades mediatas o inferidas es adquirida y corresponde a la razón. La primera es innata; la segunda, no.

A las verdades inmediatas está la inteligencia referida “tendencialrnente”, connaturalmente. Ella no tiene de suyo una inclinación determinada a una verdad mediata más que a otra; aunque sí a la verdad conocida por sí misma. Por su referencia a las verdades inmediatas, la inteligencia coincide en parte con la voluntad. El logro de la verdad se hace aquí, como el del bien, por la “conveniencia” de la facultad con su objeto. La voluntad se refiere de suyo a su bien propio y formal con una inclinación originada por la conveniencia que tiene con la cosa apetecida. Por su naturaleza, y no por algo sobreañadido, tiene la voluntad una “conveniencia” con su bien propio. Tener un ajuste con algo propio significa no exigir subjetivamente ya nada sobreañadido: su inclinación se sigue inmediatamente de su naturaleza. También en el nivel del intelecto el conocimiento de las verdades inmediatas acontece por “conveniencia” de la luz intelectual. No obstante, el surgimiento de la verdad depende de que exista una representación objetiva, originada por medio de los contenidos que fecundan la inteligencia y la unen al objeto. La inteligencia no posee estos contenidos, sino que le sobrevienen; pero los términos u objetos son puestos en relación inmediatamente por un juicio cuya luz es natural. En la composición y en el

1907, 59-72, P. Wintrath, “Über die objektive Evidenz”, Divus Thomas Freib., II, 1933, 427-444; 12, 1934, 86-108, 206-220; U. Viglino, “Possibilità e limiti dell'evidenza”, Euntes Docete, Comm. Urbaniana, I, 1948, 76-91.

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asentimiento fundamentales de ese juicio, la verdad concierne al ser o al no ser. Tales contenidos guardan inicialmente proporción a la inteligencia y ésta los relaciona espontáneamente. Esto proviene de la inclinación natural de la inteligencia y no de algo sobreañadido o adquirido. Por el lado del ejercicio, el intelecto es la misma habilidad natural de la inteligencia para juzgar acerca de las primeras verdades. Por su vertiente objetiva, el intelecto se refiere a contenidos que debe recibir41.

Por eso el intelecto no nace causado por la la función cognoscitiva o receptiva de la inteligencia, sino únicamente por la función abstractiva y activa que se despliega para elevar los contenidos a plena luz inteligible. La razón, en cambio, no sólo es causada por la función abstractiva que ilumina y eleva los contenidos inteligibles e informa con ellos a la función cognoscitiva, sino por esta misma función que, en cuanto cognoscitiva, juzga y, por ejemplo, subsume el término medio de un raciocinio en la premisa mayor de éste. Esta luz judicativa es causada, derivada e ilativa, a diferencia de la luz de las primeras verdades del intelecto, la cual es completamente natural e inmediata; en el intelecto sólo es causado lo que proviene de la función abstractiva, o sea, los contenidos inteligibles. El primer acto cognoscitivo del intelecto, tanto el aprehensivo como el judicativo, es “objetivamente” provocado por la función abstractiva, pero “subjetivamente” arranca en su ejercicio de la tendencia natural; o sea, no es determinado objetivamente, sino subjetivamente. En cambio, la razón, como disposición permanente de discurrir, es totalmente adquirida, tanto desde el punto de vista objetivo (los contenidos o términos ad-vienen por la experiencia) como desde el punto de vista subjetivo (los actos de la inteligencia coordinan los contenidos para la demostración).

Sin embargo, en cierto modo puede decirse también desde el punto de vista objetivo que mientras la razón es simplemente adquirida, el intelecto es casi natural. Los contenidos de la razón se adquieren por discurso, inquisición y estudio: mediante el proceso demostrativo. En cambio, los contenidos de los primeros principios se logran sin la causalidad del discurso, sin inquisición ni estudio, sin demostración o silogismo, sino por una simple inducción abstractiva, provocada por la naturaleza de la inteligencia. Cierto es que en el intelecto debe distinguirse la “luz” intelectual, de una parte, y sus “contenidos” inteligibles, de otra parte: por su luz intelectual proviene de adentro o de la naturaleza de la inteligencia; por sus contenidos viene propiamente de afuera. No obstante, podría llamarse “natural” por doble título: primero, porque su luz es congénita; segundo, porque sus contenidos inteligibles son obtenidos sólo

41 S. Ramírez, op. cit., I, 237-238, 303.

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por medio de la función abstractiva, sin el recurso de la función estrictamente discursiva de la inteligencia42.

2. Ha quedado antes bosquejado el intelecto como un hábito en parte natural

y en parte adquirido. Natural porque no proviene totalmente de afuera, por medio de adquisición activa. No se debe confundir, pues, el intelecto y su contenido (los primeros principios) con la función abstractiva; ésta preexiste al intelecto como causa de sus contenidos, los cuales, como principios indemostra-bles, son conocidos una vez ejercida la abstracción de lo singular. El intelecto tampoco puede confundirse con la función cognoscitiva, o sea, con la inteligencia estrictamente tomada, pues sobreviene a ella como la perfección a lo perfectible: es cualidad que informa a la inteligencia43.

Incluye así el intelecto dos ingredientes. Uno, objetivo: los contenidos inteligibles; otro, subjetivo: la luz intelectual. Proviene del exterior por los primeros, que son tomados de los sentidos por medio de la abstracción; mas proviene del interior por la segunda, que no es otra cosa que la luz natural de la inteligencia, por la cual son conocidos los principios primeros, no mediante raciocinio, sino por la simple inspección de los términos (ser y no-ser, unidad, verdad, etc.). Sin embargo, como también se dijo antes, no es objetivamente “adquirido” en el pleno sentido de la palabra, o sea, por medio de esfuerzo o demostración; porque, por la función abstractiva los contenidos son obtenidos de las cosas sensibles que acceden a nosotros naturalmente, sin que preceda otro hábito.

Veamos por separado estos dos aspectos, objetivo y subjetivo, del intelecto.

b) Los elementos objetivos del intelecto y la experiencia 1. Los contenidos inteligibles son esencialmente distintos de la inteligencia

en sus dos funciones: abstractiva y cognoscitiva. De su función abstractiva, porque los contenidos son efectos suyos. De la cognoscitiva, porque se refieren a ella como la forma o el acto a la potencia. Además, es obvio que puede darse la inteligencia sin ningún contenido inteligible, como ocurre en los niños recién nacidos. Los contenidos de los primeros principios, o sea, los términos de éstos no son, pues, innatos, sino adquiridos. Tal adquisición no es obra del esfuerzo demostrativo –lo cual supondría que el hábito de la razón está ya configurado y hecho efectivo–, sino, por una parte, de la potencia mostrativa natural de los 42 Ib., 289-291, 304-313. 43 Ib., 288-289.

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sentidos externos e internos y, por otra parte, de la potencia elevadora de la función abstractiva, la cual saca los contenidos de lo sensible. Así, pues, los contenidos, aunque oriundos de afuera, advienen de un modo natural, conectándose en forma de proposición44.

En las proposiciones que son conocidas por sí mismas cabe distinguir dos aspectos: el modo de conocer en el que se expresan dichas proposiciones, a saber, la universalidad; y su determinación formal, o sea, la conexión entre el predicado y el sujeto. Por el primer aspecto se da un paso de lo singular a lo universal, llamado por Aristóteles “inducción” (ejpagwghv); es un trámite sim-plemente condicionante. Pero la determinación formal de la verdad, o sea, la conexión del predicado y del sujeto, según la cual surge el asentimiento o el juicio, no está constituida por la inducción misma, sino por la referencia inmediata de los términos entre sí.

¿Qué papel desempeña entonces la experiencia en la génesis de los primeros principios? Si las ideas tienen su fuente en la experiencia, ¿ha de tenerla también en ella el nexo o complexión de los términos presentes en dichos principios? Algunos autores sostuvieron que no se necesita la experiencia para hacer la conexión entre los términos45. La dirección cayetanista, en cambio, señaló la necesidad de la experiencia para la formación de dicho enlace. Es lo que ha recordado P. Hoenen aduciendo textos significativos.

2. Hoenen explicó la postura cayetanista indicando que la formación de las

ideas y de los principios acontece por abstracción inmediata de las imágenes, a través de la cual se revela lo universal: “Es claro que esta abstracción y consiguientemente el conocimiento de la naturaleza del nexo sólo puede tener lugar si a la vez se conocen los mismos términos; al menos bajo aquella misma perspectiva en la que se tiene el nexo objetivo. Por eso, tales principios se conocen 'conocidos los términos' (y no del conocimiento de los términos”46.

Según esta tesis, para percibir los principios no sólo se precisa que los términos se encuentren simultáneamente presentes a la mente, sino también que sean aprehendidos en una síntesis concreta e individual. No se conoce la blancura en universal, si antes no se experimenta esta o aquella blancura 44 Ib., 300-301. Que los hábitos intelectuales no proceden totalmente de la naturaleza, sino que precisan de species de fuera, lo explica Santo Tomás en STh I-II, 51, 1. 45 Por ejemplo, J. Duns Scoto, In Metaphys. quaestiones subtilissimae, Opera Omnia, ed. Lugd., 1639, t. IV, 530 ss.; Antonio Andreas, Altissimi doctoris Antonii Andreae Seraphici Ordinis Minorum quaestiones subtilissimae super duodecim libros Metaphysicae Aristotelis, Venetiis, B. Locatellus, 1487, L. I, q. V. 46 P. Hoenen, “De origine primorum principiorum scientiae”, Gregorianum, X, 1933 (153-184), 156.

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singular; y del mismo modo no podemos formar un juicio de verdad universal (como “el todo es mayor que la parte”) sin que tengamos juicios de verdades singulares (como “este todo es mayor que esa parte”). “No se trata –comenta Hoenen– de que primero sean abstraídas las nociones y después, mediante su análisis comparativo, surja el juicio. Es cierto que en general esas nociones incomplejas (al menos en algunas de sus notas) son lo primero que se abstrae; mas para tener un conocimiento complejo expresado en una proposición, se requiere además que este complejo sea directamente visto en la imagen y, por tanto, abstraído de la imagen, de la experiencia. Luego esta experiencia se requiere antes necesariamente para conocer el nexo de los términos”47. Para formar los principios se precisa de un conocimiento sensitivo y experimental del complejo. O como dice Silvestre Mauro, siguiendo a Cayetano: “En la formación de los primeros principios la inteligencia no infiere una verdad de otra, sino que advierte solamente que el predicado está conectado al sujeto en singular y de ahí procede a advertir que está conectado con el sujeto en universal; por ejemplo, primeramente advierte que 'ser mayor que la parte' es un predicado conectado a este todo, y después que está conectado con el todo en cuanto es todo, y, por tanto, que cualquier todo es mayor que la parte”48. A esta tesis se adhirió C. Fabro49.

3. Todo el problema se centra, pues, en el papel causal de la experiencia en

la formación de los principios. Diego Mas matizó la tesis cayetanista observando que para conocer los principios han de entrecruzarse dos líneas causales: la esencial, que es la inteligencia misma, y la instrumental-necesaria, que es la experiencia, la cual ofrece a la inteligencia el objeto sobre el que versa. En este sentido, la experiencia sensible coopera a la simple aprehensión, pero sólo a título de causa instrumental-necesaria. Si el conocimiento de-pendiese de la experiencia sensible como de una causa esencial, ya no sería intelectual tal conocimiento: la acción de inteligir no está en los sentidos, sino en la inteligencia. Semejante acción es inmanente, y sólo puede provenir y terminar en su propio sujeto, o sea, en la inteligencia. Pero sin la pre-donación experimental de los objetos no puede la inteligencia cumplir sus actos propios, ni en el nivel de la aprehensión, ni en el del juicio. Así se comprende que la experiencia sea no sólo útil, sino también necesaria para conocer los primeros

47 Ib., 154-155. Cayetano defiende su tesis en In Poster. Analyt., II, cap. 13, fol. 99-111. 48 Sylvester Maurus, Quaestiones philosophicae, ed. Liberatore, 1876, L. I. T. q. 16, 222 ss. Se adhiere a Cayetano también Crisóstomo Javello, Quaestiones super libros Metaphysicae Aristotelis juxta thomisticae doctrinae dogmata, ed. Venetiis apud Hier Scotum, 1550, L. I, q. 6, fol. 13-18. 49 C. Fabro, Percepción y pensamiento, Eunsa, Pamplona, 1977, 267-286.

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principios: aprehendemos que un principio es verdadero cuando experimen-tamos que sus extremos están enlazados (coniungi) en las cosas singulares. Pero la inteligencia, una vez (post) que ha logrado el conocimiento de las cosas simples (los extremos), y aunque pueda por su propia fuerza y naturaleza componer y dividir entre sí esos extremos, está de suyo indeterminada (indeterminata, non deffinite) a construir esta o aquella proposición; por lo tanto, tenemos que encontrar una causa que explique la formación de una proposición. Tal causa no puede ser la simple aprehensión de los términos; pues aunque ésta tenga lugar, no se desencadena todavía desde ella un conocimiento perfecto del principio. Por ello es necesaria la noticia compleja de la experiencia sensible, por la cual la inteligencia se percata de que los extremos del principio están enlazados en un singular. No obstante, termina Mas, la experiencia no concurre como una causa esencial al conocimiento de los principios, sino como causa instrumental-necesaria50.

4. Al final de esta explicación, dada por la línea cayetanista, queda una serie

de interrogantes flotando. Porque la “visión de los términos” (propia de la primera operación de la mente) no es el “juicio del nexo” (en el que consiste el intelecto). Para realizar el “juicio del nexo” es imprescindible que antes aparezca aquella captación, mas no a su vez un “previo juicio particular” que ayudara automáticamente a expresar el “juicio universal del nexo”, o sea, el juicio de los primeros principios.

Si la inteligencia no pudiera realizar inmediatamente el juicio de los primeros principios sobre los términos captados en la simple aprehensión, habría que suponer tres cosas:

Primera. Que dichos términos no son portadores de la realidad extramental, ni llevan incoativamente la verdad en su contenido; por lo que se tendría que acudir a una instancia extra-aprehensiva (el juicio particular de la experiencia) que pudiera asegurar la determinación real del nexo. ¿No es esta segunda instancia una concesión al escepticismo?

Segunda. Que la inteligencia no está naturalmente vertida al asentimiento judicativo de los primeros principios de la misma manera que la voluntad está orientada por esencia al asentimiento del bien. Una inteligencia tan “suspendida” sobre su propia indeterminación no acabaría nunca de contactar con la realidad.

Tercera. Que el orden transcendental se acabaría confundiendo con el predi-camental. Aunque el conocimiento experimental del nexo fuese necesario para

50 Diego Mas, Commentaria in Universam Arist. Dialecticam, ed. Valentiae, 1592, II, 1426-1428.

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constituir juicios del orden predicamental, no se comprende la necesidad de una visión experiencial del nexo previa a la intelección judicativa del orden transcendental. De hecho, los principios que a menudo se traen a colación para apoyar la necesidad de la visión particular del nexo son todos de orden predicamental. Para enunciar el juicio “todo fuego calienta” tengo que conocer por experiencia que los dos extremos “fuego” y “caliente” están enlazados en este fuego y en el otro. También para la formación del juicio “el todo es mayor que la parte”, los cayetanistas exigen la previa noticia de las significaciones de “todo”, “mayor” y “parte”, pero también que se nos presente una cosa singular que nos permita formular ese principio y advertir que “este todo” es mayor que su parte, y aquél también, etc. Para formular el principio de causalidad se requerirá igualmente que en el nivel experiencial se aprehenda algo que cause en acto. Pero la noción de “totalidad” no pertenece al ámbito transcendental. Un todo es algo potencial, precisamente porque mantiene unas partes que figuran como sus elementos potenciales. El todo no es unidad simple, sino unidad de lo múltiple: en un todo hay potencia, porque la multiplicidad es signo de división y potencia. Y quizás se requiera del concurso de la experiencia para detectar el enlace concreto de las partes. Lo mismo se diga del juicio de causalidad.

Pero, ¿cabe decir lo mismo de los juicios que se apoyan en el orden transcendental del ser y de la unidad? ¿Acaso debe la experiencia ofrecer el nexo concreto del principio de contradicción o de razón suficiente? Ahora bien, ¿no es propio de la inteligencia el conocimiento del ser? Si previamente fuese ofrecido el nexo por la experiencia, ¿qué necesidad habría de aceptar un nivel intelectual?

5. Para un aristotélico, el modo de iluminar y elevar los contenidos básicos

de los primeros principios es la “inducción”. El intelecto, como hábito de los primeros principios, nace, en su aspecto objetivo, por inducción, que es el tránsito de los singulares a lo universal. Este paso podría entenderse de dos modos: el abstractivo y el argumentativo51.

El primero es tanto el tránsito iluminador y elevador de la experiencia al concepto universal, como el paso de la experiencia sensible al principio universal inmediatamente conocido. La inducción argumentativa, en cambio, es el paso del juicio de experiencia sensible al juicio universal. La inducción argumentativa es una secuencia y un discurso no necesario ni eficaz, sino 51 F. Morandini, Critica, Roma 1963, Parte II, cap. V, a. 4: “De inductione primorum principiorum”, 252-266. En el capítulo sobre la inducción de los principios que J. M. Le Blond inserta en su libro Logique et méthode chez Aristote (París, 1970, 120-146), puede apreciarse una interpretación “empirista”, pues la inducción es básicamente estudiada como una operación acumulativa, un proceso de aluvión de estímulos sensibles.

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falible. Esta inducción prepara el camino para conocer el universal como tal mediante el recuento o enumeración de los singulares; sin embargo, es obvio que no pueden ser enumerados todos los singulares y, por tanto, no se puede alcanzar el universal de una manera suficiente y plena.

Pero, como quedó antes explicado, la verdad de los primeros principios es inmediata, conocida por sí misma: la inteligencia asiente a ella con mayor certeza y evidencia que a las conclusiones demostradas; además ese asentimiento se dirige a una proposición universal, como en el caso de “algo es o no es”, “cosas que son idénticas a una tercera son idénticas entre sí”, “todo ser tiene su razón suficiente”. Hay aquí más certeza que en el asentimiento que se dirige a lo certificado por la inducción argumentativa. Pero la inducción abstractiva, como tránsito de la experiencia sensible al juicio universal no necesita de un juicio singular anterior. En cambio, el segundo tipo de inducción, el argumentativo, requiere un previo juicio singular o juicio de experiencia. En la inducción abstractiva, una vez efectuada la abstracción y la aprehensión comparativa de los conceptos, surge inmediatamente el juicio universal; mientras que en la inducción argumentativa, primeramente se hace un juicio de experiencia y después tiene lugar el juicio universal.

La inducción misma, como se ve, no es nunca “determinante formal” del asentimiento de los primeros principios, ni tampoco “consecuencia argumentada” que certificase dichos principios. El primer principio es una proposición que carece de “medio probativo”; por tanto, su certeza se obtiene no por una prueba, sino por la comparación inmediata de los términos mismos. A lo sumo, pues, la inducción engendrará, como simple condición, la noticia de los principios, ofreciendo de modo universal los términos tomados de los singulares primeramente conocidos por los sentidos. De los singulares forma la inteligencia concepto y noticia de la cosa universal. Los contenidos inteligibles, tomados a partir de los singulares habidos en los sentidos, constituyen entonces una totalidad que figura como presupuesto y antecedente de la noticia y del asentimiento de los principios, porque las verdades de los principios se forman por proposiciones universales.

Así, pues, la certeza de la misma verdad inmediata (o sea, la conexión entre el predicado y el sujeto) no se apoya en la inducción misma como determinante formal; el conocimiento inmediato tiene lugar sólo por la misma noticia de los términos.

En la inducción abstractiva, la experiencia ofrece la materia, aunque no el motivo determinante, de los conceptos que hay que conjuntar: no da un motivo determinante, porque no aporta un juicio de experiencia a los términos enlazables. En el caso de los primeros principios el motivo determinante del juicio es la misma conveniencia inteligible de los términos, absolutamente tomados. Suponen los primeros principios la experiencia, porque la inteligencia

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humana sólo puede formar el concepto universal mediante la abstracción operada sobre lo sensible presente en la imaginación.

Y no es preciso que los contenidos inteligibles sean siempre iluminados por un acto abstractivo renovado, pues basta que permanezcan de manera habitual en la inteligencia cognoscitiva.

c) Vertiente subjetiva del intelecto. Memoria trascendental 1. Por su dimensión subjetiva, el intelecto no es completamente adquirido:

no es una memoria categorial, cuyo aforo retenido fuera adventicio. Si lo fuese, la inteligencia tendría cada vez más facilidad a medida que incrementara su actividad con respecto de sus propios actos. Pero el largo y asiduo ejercicio no nos lleva de suyo a hacernos más prontos para entender los primeros principios. O esta luz (la habilidad misma) se tiene al comienzo o no se tendría nunca.

La luz de la inteligencia es aquí doble; en primer lugar, la luz intelectual propia de la función abstractiva, que pone su iluminación en los contenidos; en segundo lugar, la luz intelectual (la habilidad) de la función cognoscitiva, que es aprehensiva e inmediatamente judicativa (por afirmación y negación).

Esta luz intelectual, tanto en el primero como en el segundo aspecto, es innata o connatural a la inteligencia, puesto que no es nada más que la misma facultad intelectual en sus dos funciones: no difiere así de la potencia intelectiva.

De manera que, con respecto a los contenidos inteligibles, se requiere de la función abstractiva un acto, previo al intelecto. Desde este punto de vista objetivo, el intelecto puede llamarse, en tanto que recibe y retiene tales contenidos actualizados, memoria trascendental; mas, con respecto a la luz intelectual o habilidad no se requiere acto alguno previo, pues naturalmente tenemos ya esta luz.

2. Así, pues, la luz intelectual de la función abstractiva se comporta como

verdadera y propia causa eficiente de los contenidos inteligibles y, por tanto, también del intelecto en su aspecto objetivo –como memoria trascendental–. Pero la luz intelectual de la función cognoscitiva, en la medida en que se encuentra en acto respecto de los contenidos inteligibles iluminados por la función abstractiva, constituye esencialmente el intelecto como hábito intelectual.

Esta luz intelectual es tan idéntica a la inteligencia misma que ni siquiera puede decirse que sea una dimanación o una resultancia de ella. La luz del

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intelecto es la misma inteligencia aprehensiva e inmediatamente judicativa. No se deriva de la luz misma de la inteligencia. De haber tal derivación, sería o bien como simple emanación o bien como auténtica producción52.

No es esta luz una dimanación natural de la inteligencia. Si tal fuera sería una facultad añadida a la primera para ayudarla a obrar. De haber dimanación, el intelecto, en su aspecto subjetivo, sería o bien coetáneo o bien posterior a la inteligencia misma. Admitir la simple coetaneidad equivale a suponer que la luz intelectual o habilidad sería distinta de la inteligencia, algo así, según se ha dicho, como una nueva facultad intelectiva añadida a la natural. Pero la inteligencia, como facultad, es inmediatamente operativa por sí misma; y tal luz no puede resultar como una simple dimanación. Si no fuese coetáneo, sino pos-terior, quedaría condicionado a que los contenidos fuesen previamente obtenidos. Pero ya este planteamiento es contradictorio: la dimanación natural estaría condicionada por algo adquirido: no sería “natural”. Los contenidos no serían elementos esenciales del intelecto como hábito –como memoria trascendental–, sino sólo su condición necesaria.

La luz del intelecto tampoco es producida, ni por un acto ni por varios. Pues esta producción se podría explicar sólo si al mismo tiempo se presupone aquella luz. Si el juicio de la inteligencia que daría lugar al intelecto fuese anterior a éste y no contenido en él, indudablemente sería un juicio completamente primero; con lo cual el intelecto no sería ya un hábito de los primeros principios y especialmente del primero de todos (principio de contradicción). Como la sola inteligencia, en cuanto mera facultad, vale para conocer y pronunciar infaliblemente el primer juicio, se hace inútil un hábito diferente de ella. Asimismo –suponiendo que el intelecto fuese “producido”– ese primer acto de la inteligencia, por ser fundante, tendría que ser mejor y más infalible que el hábito (intelecto) causado por él. Con lo cual, la inteligencia y el intelecto

52 No han faltado, dentro de la escuela tomista, autores que se han inclinado a aceptar que el intelecto es adquirido por medio del acto de entender: bien por medio de varios actos, como Rubio (In I Post, cap. 26, tract. 1, n. 13 [edic. Complut., 1613, 538-539]), bien por medio de uno solo, como Francisco Ferrariense (In II Cotra Gentiles, cap. 78, n. 1-3 [edic. Leonina, t. XIII, 495] ) y Juan de Santo Tomás (In I-II, disp. 16, art. 1 y 2). Otros han acentuado que es completamente innato: bien en el sentido de que se identifica con la misma facultad intelectiva, como Durando (III Sent dist. 33, q. 1, ad 2), Domingo Soto (De iustitie et iure, lib. 1, q. 4, a. 1) y Vázquez (In I-II Sanctae Thomae, disp. 79, cap. 2-4); bien en el sentido de que es distinto de la misma facultad, originado de ella por dimanación natural, como Cayetano (In I-III, q. 51, art. 1, n. 2) y Marcos Serra (In I-II, q. 51, art. 1). La sentencia más correcta, aquí sustentada, fue propuesta por D. Báñez (In I, q. 79, art. 12, dub. 2) y D. Mas (In II Post., q. 4, concl. 5) y retomada documentadamente por Santiago Ramírez (en De habitibus in communi, tomo VI, 1, de Opera Omnia, Madrid, 1973, 282-287). El intelecto según esta tesis, siendo distinto de la inteligencia, es en parte natural y en parte adquirido. Me atengo a la exposición de Ramírez.

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unidos serían menos fuertes y ciertos que la inteligencia sola. Resultaría también que la inteligencia necesitaría del intelecto como hábito para repetir el primer juicio, mas no para ponerlo absolutamente, siendo así que es más fácil la simple repetición que la pura posición53.

Si la inteligencia estuviese por completo indiferente o en simple potencia a muchos contenidos y juicios susceptibles de ser alcanzados, o sea, compuestos y divididos, de diversos modos, es obvio que en tal caso ella necesitaría de otra luz sobreañadida que, a modo de hábito, la ayudase a percibir y dictar los primeros principios (tanto especulativos como prácticos).

Pero la inteligencia no está por completo indiferente o en simple potencia a múltiples juicios. Porque inicialmente está ordenada a unas nociones y términos que no pueden componerse y dividirse de muchas maneras, sino siempre de un solo modo perfectamente natural. Así se perfila como memoria trascendental. La sola luz natural de la inteligencia basta para dictar esos juicios primeros.

Es verdad que en este punto y nivel la inteligencia está en potencia, pero precisamente está en potencia a estos conceptos y juicios, sólo de una manera inmediata y ciertamente determinada, por lo que no necesita una determinación cualitativa, una luz sobreañadida, que la “disponga” a emitirlos: la propia inteligencia tiene de suyo la debida habitud a tal acto.

Posee, pues, la inteligencia una inclinación natural al conocimiento de los primeros principios. Significa aquí “natural” tanto como “determinado en una sola dirección”. Por eso asiente ella a los primeros principios y no puede asentir a lo contrario de estos.

Influidos por el criticismo moderno, que arranca del siglo XVI, no pocos aristotélicos se empeñaron en justificar incluso la habilidad que la inteligencia tiene de asentir a los primeros principios. Juan de Santo Tomás encabeza este movimiento. Quizás no se dieron cuenta cabal de que una habilidad intermedia entre la inteligencia y los contenidos inteligibles –habilidad que haría que la inteligencia dictase o expresase los primeros juicios de un modo fácil, ordenado e infalible– distorsiona la fundamentación crítica que ellos mismos pretendían. Es preciso que los contenidos sobrevengan a la inteligencia, pues sin ellos nada entendería ésta. Pero, respecto de los primeros principios, no requiere la inteligencia una habilidad especial: ella misma está bien dispuesta y determi-nada; al no tener que superar dificultad alguna, no tiene que someterse a un orden determinado ni seguir proceso alguno, pues se trata de lo absolutamente primero e inmediato. Ella se inclina fácilmente y sin error a dictar esos primeros juicios (especulativos y prácticos).

53 S. Ramírez, op. cit., I, 305-312.

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Por último, de existir esa habilidad intermedia, ¿qué instancia podría causarla? Evidentemente no sería causada por la función abstractiva, pues ésta es sólo productiva de contenidos inteligibles. Precisamente la habilidad en cuestión se pretende que sea distinta de tales contenidos. Pero tampoco sería causada por un acto de la función cognoscitiva, en cualquiera de sus modalidades: aprehensión, juicio inmediato y juicio mediato o discurso. La simple aprehensión no puede producirla, porque se trata de una operación imperfecta que, a lo sumo, podría causar una habilidad de percibir prontamente, pero no una habilidad de juzgar fácilmente. Tampoco el discurso podría producirla, porque es esencialmente posterior a ella. Por último, tampoco podría hacerlo el juicio inmediato, que es, como juicio primero, el primer principio de conocimiento humano, a saber, el de contradicción; si fuese causa de tal habilidad tendríamos que negarle el carácter de habilidad, por ser antes que ésta: con lo que eliminaríamos del intelecto el primer principio de conocimiento. Y haríamos superfluo el intelecto mismo como “habilidad intermedia”. Por eso concluye Ramírez que la índole cierta e infalible del intelecto, como hábito de los primeros principios, se confunde con la naturaleza de la inteligencia. Esta sola basta54.

Adviértase que el intelecto no es el “conjunto” de los principios indemos-trables, sino el “hábito” de tales principios. ¿Podría ser entonces destruido? ¿Podría desaparecer?

3. El problema de una posible desaparición del intelecto no es gratuito, pues

por experiencia vemos que o bien por enfermedad, como en los locos, o bien por una insuficiente evolución natural, como en los niños, puede haber una carencia del uso expedito del intelecto. ¿Por qué ocurre esto? ¿Es que acaso puede perderse el intelecto tanto en el orden especulativo como en el práctico? A esta pregunta debe responderse que sólo en el uso y en el ejercicio puede perderse el intelecto, pero no en su esencia y raíz55.

El uso del intelecto depende de las facultades sensitivas; a las imágenes sensibles tiene que referirse en su ejercicio, porque los contenidos inteligibles de los primeros principios son abstraídos de ellas. Por tanto, una alteración orgánica que perturbe el uso de la imaginación, impide también de manera temporal o permanente el uso del intelecto, en su aspecto especulativo o

54 Ib., 313-317. 55 Ib., II, 117-118.

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práctico. Pero no por ello sería alterado en su misma esencia, ni en el orden de la causa eficiente, ni en el de la formal y material56.

En el orden de la causa eficiente, el acto que podría destruirle tendría que ser directa y positivamente contrario a los actos del intelecto. Esto es absoluta y psicológicamente imposible. Porque al no proceder el intelecto mediante silogismos, no puede errar en la forma falsa de estos, que es el paralogismo. Además, los contenidos inteligibles con los que se forman los primeros juicios (especulativos o prácticos) no ofrecen contrario, ni en sí mismos ni en la composición y división del juicio, la cual es inmediata y conocida de suyo por todos los hombres (nadie puede pensar lo contrario de los primeros principios). Al no poderse dar en ellos falsedad o error, tampoco admiten actos contrarios.

En el orden de la causa formal se destruiría por una disposición contraria; pero esto también es imposible; en su esencia formal, el intelecto implica dos momentos: la luz intelectual y los contenidos inteligibles. La luz intelectual es la misma inteligencia, la cual carece de contrario: ella recibe siempre según el modo de su ser propio. Las cosas que conoce son en ella sin contrarios, porque incluso las “razones formales” de contrarios no son “contrarias” en la inteligencia, sino que forman una “ciencia de contrarios”. Los contenidos inteligibles, por su parte, carecen también de contrario.

Por último, en el orden de la causa material, desaparecería si se destruyese su sujeto; tampoco esto es posible: su propio sujeto es la inteligencia que, por ser de naturaleza espiritual, es incorruptible.

Pero que los primeros principios nos sean naturalmente conocidos no significa que acerca de ellos nuestra inteligencia esté continuamente en acto perfecto, de manera que siempre sean conocidos sin intervalo temporal alguno y sin cesar el acto de conocer. En verdad, nuestra inteligencia no siempre versa sobre los primeros principios, porque unas veces queda suspendido su acto y otras veces se ocupa de otros contenidos. Cuando se dice que la inteligencia conoce naturalmente los primeros principios, nos estamos refiriendo no al acto perfecto, sino solamente a su potencia próxima de entender; en este caso se quiere decir que la inteligencia puede conocer, sin intervención de una causa extrínseca, el objeto (los primeros principios) que por naturaleza es lo suficientemente apto para ser inteligido, aunque no sea conocido en acto por ella. A quien se le exponga la proposición “el todo es mayor que sus partes” y se le expliquen los términos, comprende que es verdasdera; y ello porque en su

56 Ib., II, 121-129, 141-146, 148-152. Explicaciones coincidentes pueden verse también en B. Medina, Expositio in I-II, q. 53, a. 1, 2 y 3; Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, In I-II, d. 13, a. 8. Todos estos autores responden a la doctrina del Aquinate expuesta en STh I-II, q. 53, a. 1, 2 y 3.

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inteligencia hay una fuerza infinita puesta por la naturaleza para conocer tales principios cuando le son propuestos por primera vez.

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CAPÍTULIO IV

INTELECTO Y SENTIMIENTO

1. Inmediatez sentimental e intelectual 1. Pocos filósofos han negado la existencia de un contacto espiritual

inmediato con ciertos contenidos profundos, justo los que dan sentido y densidad a la vida humana. Pero no pocas veces los actos inmediatos o intuitivos del conocimiento han sido asignados a facultades sentimentales o volitivas, es decir, extraintelectuales. Se ha considerado en estos casos –como lo hicieran Bergson y Scheler– que el ámbito intelectual se agota en el discurso racional o científico, de suerte que los contenidos de ese otro círculo espiritual en el cual se agita el metafísico, el poeta, el músico o el inventor es alcanzado por la corriente espiritual de la emoción o de la voluntad.

¿Es el conocimiento espiritual inmediato una dimensión “alógica” y “emocional”? No preguntamos si está acompañado de actos surgidos de las capas extraintelectuales –cosa que ocurre frecuentemente–; la cuestión estriba en saber si tanto el sujeto psíquico de ese conocimiento como su acto son de índole sentimental y volitiva o de naturaleza intelectual.

Precisamente en la postura de Schopenhauer, Bergson y Scheler se afirma que el conocimiento espiritual inmediato e intuitivo se opone contrariamente al conocimiento racional: no pertenece al ámbito intelectual, sino al emocional.

Para Schopenhauer la realidad es alcanzada en sí misma mediante un conocimiento opuesto al discursivo, a saber, el intuitivo. Este acontece sin las formas de la sensibilidad (espacio y tiempo) y sin el encorsetamiento racional de las categorías (sustancia, causa, etc.); o sea, aparece como una vivencia inmediata que capta la realidad en sí misma, tanto en el ámbito de la filosofía como en el del arte1.

En la tradición filosófica francesa no han faltado pensadores que, como Pascal, establecen que “el corazón tiene sus razones que la razón no comprende”. Rousseau está entre ellos. Y también Bergson, el cual considera

1 J. Volkelt, Arthur Schopenhauer, Stuttgart, 1907, 53-56, 128-132, 142-150.

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que hay un hiato insalvable, una oposición irreductible entre “intuición” y “entendimiento” o pensamiento discursivo. Este último forma conceptos para aferrar lo inmóvil, ordenándolos en secuencias lógicas; la intuición, en cambio, apresa el movimiento y la vida, la “durée mouvante”. Si el concepto se pliega a la cantidad, desmenuzando la realidad, la intuición penetra hasta la cualidad, consiguiendo la verdadera unidad. La intuición es tensión vital y se identifica con la voluntad; el concepto, distensión mortecina. La intuición es la voluntad convertida en vidente. Los conceptos son relativos; la intuición alcanza lo absoluto2.

Scheler, por su parte, reserva la inmediatez –tanto de orden teórico como de orden práctico– al conocimiento que él llama “sentir valoral” (Wertfühlens). Además del universo de esencias y leyes racionales puras, existe el ámbito lógico de cualidades absolutas, los valores, cerrado al conocimiento racional. El valor no es objeto ofrecido por una representación racional. El valor es el objeto que corresponde al sentimiento de manera inmediata: se da en el sentimiento como el color en la vista. La inmediatez del valor significa que no es dado por signos o símbolos al sentimiento. Apreciar, postergar, preferir, etc., son modos del acto propio que nos comunica con los valores3.

2. El origen de esta adscripción del conocimiento inmediato o intuitivo al

sentimiento hay que buscarlo en el siglo XVIII, como reacción al racionalismo de algunos ilustrados. Rousseau y Jacobi, por ejemplo, se inscriben en esa reacción. A partir de ese momento se afianza en muchos pensadores la doctrina del “trialismo” facultativo. En efecto, la filosofía clásica –griega y medieval– ordenó las facultades espirituales humanas en dos grupos: las apetitivas y las cognoscitivas, según que su objeto fuese el bien o la verdad, respectivamente. Pero en los pensadores modernos el campo facultativo parece ampliarse: el sentimiento viene a colocarse junto a la facultad cognoscitiva y a la apetitiva4.

Pero una vez admitido el “conocimiento sentimental”, se hace difícil com-prender su engarce con la razón. ¿Hay continuidad entre sentimiento y razón? ¿Es de la misma cualidad el objeto de ambas instancias? Porque si subjetivamente hay discontinuidad facultativa y objetivamente heterogeneidad

2 Paul Simon, Der Pragmatismus in der modernen französischen Philosophie, Paderborn, 1920, 106-112. 3 Max Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Hale, 1916, 123-126. Cfr. una exposición más amplia de las doctrinas “sentimentalistas” del conocimiento en la primera parte del citado libro de Hufnagel. 4 Cfr. un planteamiento crítico y exacto del tema en el “Estudio Crítico” que Manuel Garrido antepone a la Metafísica del sentimiento de Th. Haecker (Madrid, 1959, 15-67). Asimismo acepta el “trialismo” A. Roldán, Metafísica del sentimiento, Madrid, 1956, 62-75.

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cualitativa, es problemática una mediación. Esta dificultad es la que resalta en la solución de Rousseau, un exponente más de las corrientes que otorgan la primacía al sentimiento.

2. Dialéctica de sentimiento y razón en Rousseau

a) Los términos de la dialéctica 1. La pretensión última de Rousseau es la construcción de una teoría del

hombre histórico, tomando como base la oposición entre naturaleza y cultura. El modo de entender esa oposición caracteriza decisivamente la forma de su pensamiento, que es, como hoy diríamos, dialéctica. Una dialéctica avant la lettre en la que se pueden señalar los términos de posición, contraposición y superación de la oposición. La tesis viene figurada, en su teoría, por el “estado de naturaleza”, en el que la esencia del hombre se da sin manifestación social: ese estado de naturaleza es el de un ser sin su aparecer, el de una raíz sin su brote, el de un sujeto sin su historia. La antítesis queda marcada por la noción de “estado de sociedad”, en el que el hombre se da como puro aparecer carente de ser, como un fenómeno desprovisto de esencia, como una manifestación histórica sin consistencia humana. En el hombre natural el aparecer se absorbe en el ser coincidente consigo mismo. En el estado social el hombre se absorbe en su apariencia externa o se enajena en el aspecto periférico de su fachada comunitaria. Si el hombre natural vive en sí mismo, el hombre social vive fuera de sí, alienado; vivir fuera de sí equivale a existir en los juicios de los otros o según los juicios que los otros tienen de uno.

Rousseau busca una síntesis en la que esa oposición quede superada o conciliada, asimilando en ella los momentos constitutivos de los elementos enfrentados, o sea, donde el aparecer se integre en el ser, la manifestación en el sujeto, el brote en su raíz. Esta avenencia del estado de naturaleza con el estado social no es otra cosa que el estado democrático –o, en la terminología de su época, “republicano”–, en el cual se humaniza la historia. En el estado natural puro no hay historia, sino humanidad ensimismada; en el estado social puro hay historia, pero el hombre está completamente alterado y ha perdido su humanidad; en el estado democrático la historia se hace entrañablemente humana.

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2. Pero esta dialéctica social depende por completo de una dialéctica gnoseológica, que es preciso esclarecer en primer lugar. El conocimiento es configurado por Rousseau como un proceso dialéctico ascendente de triple pulsación. En primer lugar, la razón se opone a la sensibilidad, como heterogénea de ésta; pues, de un lado, el proceso de la sensibilidad proporciona una verdad inmediata carente de claridad racional, y, de otro lado, el proceso ra-cional por sí mismo quiebra el sentido de aquella verdad inmediata. En segundo lugar, Rousseau expone la necesidad de un factor de inmediatez (el sentimiento interior), superior a lo sensible, que nos coloque de manera espiritual en contacto directo con las verdades absolutas. En tercer lugar, Rousseau expresa la exigencia de una nueva mediación racional, apoyada en esa otra inmediatez espiritual del sentimiento interior, para que el hombre se realice plenamente como hombre. De esta mediación de la inmediatez, en el plano gnoseológico y antropológico, depende la solución de la dialéctica social misma.

b) La mediación pura de la razón 1. Partiendo de la pasividad de la sensación, Rousseau prueba la existencia

del sujeto y del objeto (exterior). Para cerciorarse de la propia existencia Rousseau no acude a la experiencia intelectual, sino a la sensible. Se pregunta: “¿Tengo un sentimiento propio de mi existencia o no la siento más que por mis sensaciones?”5. La respuesta se acerca a la del sensualismo: mis sensaciones, y no mi pensamiento, me hacen conocer mi existencia. La certeza de la propia existencia brota de la presencia de sensaciones: “Existo, y tengo sentidos por los que soy afectado. He aquí la primera verdad con que me encuentro y a la que no tengo más que asentir”6. Pero en virtud de su pasividad, las sensaciones no sólo me anuncian mi propia existencia, sino la del mundo externo, pues aunque son modificaciones de mi yo, no soy yo la causa de ellas. “Mis sensaciones tienen lugar en mí, puesto que me hacen sentir mi existencia. Pero su causa me es extraña, puesto que me afectan a pesar de que no quiera; y no depende de mí ni producirlas ni destruirlas”7. Rousseau puede concebir

5 La Profession de foi du Vicaire savoyard, en Oeuvres Complètes (editadas por B. Gagnebin y M. Raymond, Bibliothèque de la Pléiade, 1959 ss.), IV, 570-571. Joseph Moreau en su libro Jean-Jacques Rousseau (Paris, 1973), aduciendo abundantes textos, establece una interpretación convincente sobre el ginebrino; de especial interés para nuestro caso son los capítulos III-V. Atinadas son las indicaciones referentes a la dialéctica, dadas por G. Lanson en “L’unité de la pensée de J.-J. Rousseau”, en Annales de la Societé J.-J. Rousseau, VIII, 1912, 1-31. 6 Op. cit., 570. 7 Op. cit., 571.

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“claramente que mi sensación que soy yo, y su causa o su objeto que está fuera de mí, no son la misma cosa”, de modo que “no sólo existo, sino existen otros seres, a saber, los objetos de mis sensaciones”, los cuales, aunque “no fueran más que ideas, resultaría siempre que no son yo”8.

La sensación no es sólo fuente existencial del conocimiento, sino también esencial en parte, ya que todas las ideas nos vienen de los sentidos: “Todo lo que entra en el entendimiento humano viene por los sentidos”9. Pero eso no quiere decir que el espíritu humano sea completamente pasivo en el proceso y en la constitución del conocimiento, como si los pensamientos fuesen sólo sen-saciones transformadas, impresiones debilitadas (tesis del sensismo). Si así fuese, el hombre diferiría del animal no en cualidad, sino sólo en grado, debido a circunstancias y educación. Los pensamientos se formarían por sí mismos, sin intervención o iniciativa espiritual del sujeto, como efectos de impresiones sensibles. Mas dado que, por un lado, “mediante las sensaciones se me ofrecen los objetos separados, aislados, tal como están en la naturaleza”10 y, por otro lado, en el conocimiento están los objetos ligados o conectados entre sí por relaciones, es obvio que esa vinculación tiene que ser establecida por una función activa, a saber: el juicio. Juzgar no es meramente aprehender pasivamente objetos, sino relacionarlos o compararlos: no se aprehenden relaciones, porque los objetos están en la naturaleza aislados, sueltos, desliga-dos. “Aprehender es sentir; comparar es juzgar; juzgar y sentir no son la misma cosa”11.

2. Debido a su pasividad, la sensación es infalible; el juicio es, por su

actividad, la causa del error. Si el juicio de la relación entre dos objetos “no fuera más que una sensación y viniera únicamente del objeto, mis juicios no me engañarían nunca”12. Por el juicio del entendimiento se mezclan los errores “a la verdad de las sensaciones, las cuales tan sólo muestran los objetos”13. La sensación es siempre fuente de verdad; el juicio es fuente del error. De este modo, e invirtiendo la tesis clásica, llega Rousseau a decir que “la verdad está en las cosas y no en mi espíritu que las juzga”14. No quiere decir que la verdad se halle materialmente en los sentidos, cosa que defendieron los clásicos, sino que en ellos se encuentra formalmente, tesis que no podía ser sustentada por un 8 Op. cit., 571. 9 Emile, O.C., IV, 370. 10 Profession de foi, O.C., IV, 571. 11 Op. cit., 571. 12 Op. cit., 572. 13 Op. cit., 573. 14 Op. cit., 573.

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clásico. La verdad es para éste la conformidad del entendimiento con lo real; y esa conformidad sólo se puede dar formalmente en el juicio. El clásico confía en el poder adecuable o conformable del pensamiento. Rousseau, en cambio, desconfía.

Y desconfía además porque la función activa del pensamiento es considerada desde el modelo ilustrado de la razón, a cuyos cuestionables resultados se remite para atacarla. “Las ideas generales y abstractas son la fuente de los más grandes errores de los hombres. La jerga de la metafísica no ha hecho descubrir jamás una sola verdad y ha llenado la filosofía de disparates que dan vergüenza en cuanto se los despoja de sus palabras altisonantes”15. Por sí misma la razón es la quiebra de la verdad. Leyendo a los profesionales de la razón, a los filósofos, Rousseau se lamenta de haber errado sin cesar “de duda en duda”, y de sacar tan sólo “incertidumbre, oscuridad y contradicciones sobre la causa de mi existencia y la regla de mis deberes”16. La perplejidad en que la razón filo-sófica sume a Rousseau es “demasiado violenta” e insoportable17. Por una parte, no quiere ni puede renunciar a la verdad; por otra, se le escapa por las mallas de la razón discursiva: “Amo la verdad, la busco, y no puedo reconocerla”18.

c) La inmediatez pura del sentimiento 1. Si la razón discursiva me lleva por los caminos del error, ¿debo acaso

volverme al instinto sensible para justificar mi conocimiento y mi conducta? De ningún modo. Porque el instinto es fuente de meras modificaciones subjetivas y variables. Por fortuna existe otro hontanar de donde el hombre recobra la confianza gnoseológica y antropológica: el sentimiento interior, el cual no es sensible, pues radica en el espíritu, ni es subjetivo, pues es común a la especie humana, y de él recibe ésta principios universales para regir su vida. “Consultemos la luz interior; me inducirá menos a errar que ellos (los filósofos) me inducen”19. Frente al carácter discursivo y mediato de la razón, por el que los filósofos naufragan en abstracciones, el sentimiento interior procede de modo intuitivo e inmediato.

15 Op. cit., 577. 16 Op. cit., 567. 17 Op. cit., 568. 18 Op. cit., 567. 19 Op. cit., 569.

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El sentimiento interior –también llamado por Rousseau luz interior y conciencia– es, por su inmediatez, innato: sus reglas y principios no están sacados “de una alta filosofía, sino que los encuentro en el fondo de mi corazón inscritos por la naturaleza con caracteres imborrables”20.

Esta luz interior es de índole espiritual, pues “la conciencia es la voz del alma, las pasiones son la voz del cuerpo. ¿Nos extrañaremos de que los dos lenguajes se contradigan a menudo?”21. Aunque es tan segura como el instinto sensible, no es propiamente un instinto, sino una voz análoga a él; el instinto es a lo animal, lo que la conciencia es a lo espiritual. “La razón nos engaña demasiado a menudo y hemos adquirido sobrado derecho para recusarla. La conciencia no engaña nunca; ella es el guía verdadero del hombre; es al alma lo que el instinto es al cuerpo; quien la sigue obedece a la naturaleza y no teme equivocarse”22. Por eso puede ser llamada “instinto divino”.

Se comprende así que esta voz sea prerreflexiva: sale del “principio inmediato de la conciencia, independiente de la misma razón”23. “Los actos de la conciencia no son juicios, sino sentimientos”24, y en ellos se expresa una evidencia inmediata.

No por prerreflexivos son esos actos subjetivos y particulares; al contrario, son comunes a todos los hombres y sus evidencias se imponen a todas las mentes. De ahí que la luz interior sea universal. “Mirad todas las naciones del mundo, recorred todas las historias: entre tantos cultos raros e inhumanos, entre esta prodigiosa diversidad de costumbres y caracteres, encontraréis en todas partes las mismas ideas de justicia y honestidad, en todas partes los mismos principios de moral, las mismas nociones del bien y del mal”25. “Hay, pues, en el fondo de las almas un principio innato de justicia y virtud, desde el cual, y a pesar de nuestras propias máximas, juzgamos nuestras acciones y las de los demás como buenas o malas. A este principio es a lo que llamo conciencia”26.

Este principio es, además, infalible: “Todo lo que siento estar bien, está bien, y lo que siento estar mal, está mal. El mejor de todos los casuistas es la conciencia; y sólo cuando se regatea con ella se recurre a las sutilidades del razonamiento”27.

20 Op. cit., 594. 21 Op. cit., 594. 22 Op. cit., 594-595. 23 Op. cit., 600. 24 Op. cit., 599. 25 Op. cit., 597-598. 26 Op. cit., 598. 27 Op. cit., 594.

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Por último, la conciencia, la luz interior, es fundamento de la reflexión. Alcanza evidencias primeras que, por imponerse de modo inmediato, son anteriores al discurso y fundamentan la verdad de las conclusiones que la razón saca necesariamente de ellas: desde esa evidencia se puede discernir lo verdadero y lo verosímil: “Llevando en mí el amor a la verdad por toda filosofía y una regla fácil y simple que me dispensa de la vana sutileza de los argumentos por todo método, me fundo en ella para examinar los conocimientos que me interesan, resuelto a admitir como evidentes todos aquellos a los que, en la sinceridad de mi corazón, no podré negar mi consentimiento; por verdaderos a todos los que me parezcan tener alguna relación necesaria con estos primeros; y a dejar el resto en la incertidumbre, sin rechazarlos ni admitirlos, y sin atormentarme por conseguir esclarecerlos cuando no conduzcan a ninguna utilidad práctica”28.

2. ¿Tiene la luz interior, encontrada por Rousseau, un cariz teórico o su

alcance es sobre todo práctico? En el estudio emprendido, Rousseau observa que la filosofía, la razón teórica, ha sido un completo fracaso; lo único que tras el careo filosófico ha quedado en Rousseau es el amor por la verdad. No se puede esperar, pues, que caiga en los mismos devaneos que critica. “No esperes de mí ni discursos sabios, ni profundos razonamientos. No soy un gran filósofo y me ocupo muy poco de serlo. Pero tengo a veces buen sentido y quiero siempre a la verdad”29. Se impone así dos limitaciones: por una parte deja afuera los temas estrictamente racionales; por otra, elimina aquellos temas que son inútiles para dirigir la conducta. Busca primariamente un núcleo de verdades que le sirvan de guía para su conducta. No es llevado por un interés abstracto, sino vital y práctico, referente a problemas en que se jugaba el sentido último de su vida. “El primer fruto que saqué de mis reflexiones fue aprender a limitar mis investigaciones a lo que me interesaba de manera inmediata, a descansar en una profunda ignorancia acerca de todo el resto y no preocuparme de la duda más que en las cosas que me importaba saber”30.

Por tanto, los contenidos de la luz interior se refieren propiamente a verdades que me deben cerciorar sólo de “la causa de mi existencia y de la regla de mis deberes”31.

Esos conocimientos verdaderos son: el de la existencia de Dios, el de nuestra actividad espiritual como tal (y por ende el de la dualidad de alma y cuerpo) y el de la ley moral que rige la actividad libre. 28 Op. cit., 570. (El subrayado es mío). 29 Op. cit., 565. 30 Op. cit., 569. (El subrayado es mío). 31 Op. cit., 567.

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La existencia de Dios (y no su esencia o naturaleza) es afirmada por el sentimiento interior sin vacilaciones: “Creo que el mundo está gobernado por una voluntad poderosa y sabia; lo veo, o más bien, lo siento y esto me importa saberlo”32. No se trata de un conocimiento razonado de la esencia divina. “Apercibo a Dios, sin embargo, en todas partes a través de sus obras, lo siento en mí, lo veo alrededor de mí; pero tan pronto como quiero contemplarle a él mismo, tan pronto como quiero buscar dónde está, lo que es, cuál es su sustancia, se me escapa y mi espíritu turbado no percibe ya nada”33.

Asimismo, el hecho de mi existencia espiritual no puede ser atacado con razones. El materialismo afirma que lo espiritual nace por una combinación casual de elementos materiales; esa afirmación racional es desmentida por el sentimiento interior: “Ya pueden hablarme cuanto quieran de combinaciones y probabilidades, ¿de qué os sirve reducirme al silencio, si no podéis conseguir persuadirme? ¿Y cómo me quitaréis el sentimiento involuntario que os desmiente siempre a pesar de mí?”34. El hecho de que tal sentimiento sea una “invencible disposición de mi alma que nada podrá nunca superar”35, elimina todo carácter subjetivo en este sentimiento. “No depende de mí creer que la materia pasiva y muerta ha podido producir seres vivos y sintientes, que una ciega fatalidad ha podido producir seres inteligentes, que lo que no piensa ha podido producir seres que piensan”36. Esto equivale a decir que el principio de donde nace el sentimiento interior no puede ser sensible, sino espiritual, el cual, precisamente por ser espiritual, se distingue inmediatamente en el hombre de otro principio sensible que lo aguijonea y tiraniza37.

En fin, dado que la conciencia nos descubre una ley moral que es una verdad suprasensible y eterna, obviamente tal verdad no puede nacer ni de prejuicios sociales o convenciones humanas, ni del instinto sensible; no se debe a pacto (que puede ser revisable) ni a imposición sensible, que es subjetiva y temporal.

Ahora es el momento de comprender el despliegue de la razón como mediación de la inmediatez espiritual.

32 Op. cit., 580-581. (El subrayado es mío). 33 Op. cit., 581. (El subrayado es mío). 34 Op. cit., 579. 35 Lettre à Voltaire, 18-VIII-1756, O.C. IV, 1071. 36 Profession de foi, O.C., IV, 580. 37 Op. cit., 583.

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d) La inmediatez mediada por la razón 1. Conviene deshacer enseguida un equívoco, frecuente en los lectores de

Rousseau, surgido de los dos usos de la palabra “razón” que este autor hace. En sentido amplio, “razón” equivale a espíritu y se opone a pasión o instinto

sensible. Engloba las operaciones espirituales que de manera transcendente dirigen la vida práctica. Así, en el siguiente texto: “Soy activo cuando escucho a la razón [=espíritu], pasivo cuando mis pasiones me arrastran”38.

En sentido estricto, “razón” equivale a operación referencial discursiva y se opone al sentimiento interior intuitivo e inmediato. Ateniéndonos al sentido estricto, la razón es para Rousseau, por una parte, insuficiente, mas por otra, necesaria.

Primero, la razón es incapaz por sí sola, independientemente de la concien-cia, de establecer una legislación de conducta que se imponga universalmente. “Aunque Sócrates y algunos otros espíritus de su mismo temple hayan adquirido la virtud por medio de la razón, hace tiempo que el género humano no existiría si su conservación no hubiese dependido más que de los razonamientos de los que lo componen”39. “Con la sola razón, independientemente de la conciencia, no se puede establecer ninguna ley natural; todo el derecho de la naturaleza no es más que una quimera, si no está fundado en una necesidad natural del corazón humano”40.

Segundo, la razón es necesaria para esclarecer nocionalmente las afecciones primitivas de bien y de mal, según el hilo genealógico de lo moral: primero, los movimientos del corazón; después, la voz inicial de la conciencia; por último, las nociones perfiladas de bien y de mal. “Trataría de mostrar –dice Rousseau– cómo se elevan de los primeros movimientos del corazón las primeras voces de la conciencia, y cómo nacen las primeras nociones de bien y de mal de los sentimientos de amor y de odio. Haría ver que justicia y bondad no son sólo dos palabras abstractas, dos puros entes morales formados por el entendimiento, sino verdaderas afecciones del alma esclarecida por la razón, que no son más que un progreso ordenado de nuestras afecciones primitivas”41.

2. De ahí la fórmula de la relación que la razón mantiene con el sentimiento,

dada por Rousseau varias veces: “La conciencia para amar el bien, la razón para

38 Op. cit., 583. 39 Discours sur l'origine de l'inégalité, O.C., III, 156-157. 40 Emile, O.C., IV, 525. 41 Ib., 522-523. (El subrayado es mío).

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conocerlo, la libertad para elegirlo”42. “Sólo la razón nos permite conocer el bien y el mal. La conciencia que nos hace amar lo uno y odiar lo otro, aunque independiente de la razón, no puede desarrollarse sin ella”43. “La razón para conocer lo que está bien, la conciencia para amarlo y la libertad para elegirlo”44. En virtud de que la conciencia nos lleva a amar el bien, podemos conocerlo racionalmente, reflexivamente, eliminando el aislamiento sofístico a que la prevención racional lleva. Por eso la razón puede tomar dos caminos: el del interés egoísta y del prejuicio colectivo (y entonces lleva a la alienación humana) o del interés altruista, dominador y directivo de las pasiones (que conduce a la reconciliación del estado social con el estado natural). Sólo atendiendo al segundo camino ha podido decir Rousseau que “toda la moralidad de nuestras acciones reside en el juicio que tengamos de ellas”45. La moralidad, en sentido pleno y perfecto, se da cuando la razón se ha desplegado discursi-vamente, puesto que en este caso el hombre sabe no sólo de los principios morales, sino también de sus conclusiones. El juicio de la mente encierra enton-ces dos dimensiones: la apreciación inmediata (obra del sentido interior) y la mediata (obra de la razón en sentido estricto); no hay moralidad previa al juicio de la razón.

Al aplicar esta estructura psicológica al curso histórico del hombre, Rousseau afirma que el paso de lo natural a lo histórico acontece por el ejercicio de la razón. Pero en ese paso la razón se enajena.

El desafuero de la razón consiste en ocultar las exigencias espirituales de la luz interior; hecho lo cual, ocurre el extravío, la alienación. “Sin ti [sin el sentimiento interior] no siento en mí nada que me eleve por encima de los animales, no tengo más privilegio que el de extraviarme de error en error, con la ayuda de un entendimiento sin regla y de una razón sin principio”46.

Observamos así que el genuino y radical individualismo se da en el estado social alienado, no en el de naturaleza, porque la razón discursiva, excitada por su propio movimiento, lo “relaciona todo conmigo mismo”. La salida de la individuación y del despedazamiento de los singulares es posible por un impulso al todo, por el sentimiento interior de valores absolutos. “El bueno se ordena en relación con el todo, mientras que el malo lo hace consigo mismo. Este se hace el centro de todas las cosas; aquél mide su radio y se atiene a la circunferencia”47. 42 Profession de foi, O.C., IV, 605. 43 Emile, O.C., IV, 228. 44 La Nouvelle Héloïse, O.C., II, 683. 45 Profession de foi, O.C., IV, 595. 46 Profession de foi. O.C., IV, 601. 47 Op. cit., 602.

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También en el hombre natural la razón se diferencia del inmutable instinto animal, sólo que está en él de manera latente o potencial, no teniendo oportunidad de ejercerse. Empujada por la querencia del aparecer y del haber, la razón comienza a ejercitarse, dando paso a la historia. Ha sido, pues, la vida social la que ha posibilitado el desarrollo de las facultades humanas en las artes, las ciencias, la cultura entera, y a la vez ha corrompido las costumbres, haciendo que el hombre sea feroz para el hombre.

3. El paso a la historia habría acontecido por el ejercicio de la razón, la cual

engendra una vida social necesaria para el despliegue de las facultades naturales mismas. El malestar de la sociedad no proviene, sin embargo, del uso mismo de la razón, sino de su errado enfoque. La misión de la razón consistirá ahora en disciplinar las pasiones que promueven la perversidad, elevando al hombre a la moralidad.

La oposición del estado natural al estado social se corresponde con la habida entre el sentimiento y la razón. Quien restaura el orden natural perdido es la misma razón guiada por la luz interior, por el sentimiento espiritual. “Combatido sin cesar por mis sentimientos naturales que hablan de interés común y por mi razón que lo relacionaba todo conmigo, hubiera estado flotando toda mi vida entre esta continua alternativa, haciendo el mal y amando el bien, y siempre contrario a mí mismo, si nuevas luces no hubieran esclarecido mi corazón, si la verdad, que fijó mis opiniones, no hubiera además asegurado mi conducta y no me hubiera puesto de acuerdo conmigo mismo”48.

Por una parte, Rousseau afirma, frente al naturalismo de la fuerza, que la sociedad nace por convención; mas por otra parte, también es claro que, la garantía del estado justo no reside en la mera convención, sino en la correspondencia de ésta con una idea de justicia racional universal. El contrasentido podría venir de algunas expresiones ambiguas del propio Rousseau49.

Pero la expulsión de la doctrina jusnaturalista50 no lleva aparejado el convencionalismo puro, sino la aceptación de una normalización de la convención, o sea, la incidencia de una dimensión puramente normativa, no debida al pacto mismo.

Esta dimensión normativa, estas exigencias universales de la conciencia, eran para las éticas aristotélicas expresión de la ley natural misma.

48 Profession de foi, O.C., IV, 602. (El subrayado es mío). 49 Op. cit., I, 1, O.C., III, 352. 50 Op. cit., I, 2, O.C., III, 352.

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4. La presencia de lo que hace posible la conciliación de la dialéctica social nos remite a una condición más honda en el ser mismo del hombre: la de un ser dividido en espíritu y cuerpo, siendo la primacía de lo espiritual la garantía de aquella conciliación, pues sólo desde ella arranca la posibilidad de la vida moral. Por ser espiritual, al hombre no le basta el requerimiento de la pura cantidad (de ahí el rechazo del universal cuantitativo de la “voluntad de todos”), o de la mera fuerza sensible (de ahí el rechazo del naturalismo de la fuerza); y por tener el ser espiritual un requerimiento de lo eterno y absoluto, admite con reservas Rousseau la solución relativizante del mero pacto social. La voluntad general responde a la exigencia de objetividad e inmutabilidad de los valores morales.

El carácter exigencial supragrupal de la voluntad general la hace depositaria de los requerimientos universales de la razón, trasunto mismo de las reclamaciones de la ley natural universal, expuesta por las éticas aristotélicas. De manera que la voluntad particular del individuo es a la voluntad general de una sociedad, lo que ésta es a la voluntad general de la gran ciudad del mundo, “cuya voluntad general es siempre la voluntad de la naturaleza, y de la cual son miembros individuales los diferentes estados y pueblos”51. Dicho de otro modo, que la voluntad particular es a la voluntad estatal, lo que la voluntad estatal es a la voluntad cosmopolita o natural. La resistencia de Rousseau a la doctrina del derecho natural es, en buena parte, verbal; pues por lo que respecta al contenido viene a decir que en el espíritu humano están grabadas las exigencias de la ley moral universal, obedeciendo a la cual puede afirmarse que “la voluntad más general es siempre también la más justa y que la voz del pueblo es en realidad la voz de Dios”52.

Pero como se puede apreciar, el elemento más importante en el proceso de mediación es el sentimiento interior o la conciencia inmediata, especie de luz interna que se eleva por encima tanto de la oscuridad irracional del instinto como de la claridad vana de la razón. Dado que la razón no tiene poder de penetrar en la realidad, la arquitectura social que establece debe su seguridad al poder certificante de la conciencia, del sentimiento interior. Y como la función del sentimiento es, según la actividad de los afectos, unificante, el sistema de Rousseau queda abocado a un unitarismo social, en el que los individuos, por una parte, no son penetrados racionalmente en su esencialidad particular y, por otra parte, son asumidos en un todo unitario, sentimentalmente percibido, den-tro del cual se agotan en el mero hecho de pertenecer a él. De números enteros pasan a ser simples fracciones de un entero cualitativo englobante: la dialéctica racional toma aquí su fuerza activa del sentimiento, del que la razón es mero

51 Discurso de Economía Política, O.C., III, 245. 52 Op. cit., 246.

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apéndice ilustrador, de tipo nominalista, y a cuyo poder unificante y aglutinador ésta se supedita.

3. Sentimiento e inmediatez cognoscitiva en la filosofía clásica

1. Con anterioridad a Rousseau (†1778), Shaftesbury (†1713) conformó una ética basada en el sentimiento, vivencia interior que hace tender al individuo al bien propio y al de la especie. Esa tendencia sentimental produce por “simpatía” la armonía de la vida social. Se trata de una facultad innata que el hombre tiene para juzgar las acciones humanas y decidir su calificación moral. Rousseau enseñaría también el poder que el sentimiento tiene para decidir en materias morales.

A su vez, teniendo presente que académicamente era tratado el sentimiento como una facultad agregada a la voluntad y a la inteligencia, Kant (†1804) marcó la diferencia entre esas facultades, indicando que las funciones conativas y cognoscitivas exigen una relación al objeto; relación que falta, sin embargo, en la función sentimental. La tristeza, por ejemplo, no se refiere a nada repre-sentado o apetecido; sólo es indicadora del estado subjetivo del ánimo. Además de los sentimientos corporales, Kant estudia los sentimientos puros o espiri-tuales, como el producido por un objeto bello, los cuales tienen que ser catalogados junto a las funciones espirituales de conocer y querer53.

Pero Kant estrechó tanto el círculo del sentimiento que acabó reduciéndolo a pura función subjetiva sin connotación o relación objetiva alguna.

Max Scheler añade que, además de los estados sentimentales de tristeza, alegría, dolor, etc. (los admitidos por Kant), existen las funciones sentimentales que poseen una verdadera referencia objetiva, ya que aprehenden o “perciben” los valores. La relación que mantiene nuestro sentimiento de belleza con lo sentido como bello es inmediata y objetiva. Se trata, según Scheler, de una relación “perceptiva” o cognoscitiva, de índole especial, que se distingue de la relación perceptiva del conocimiento racional o discursivo.

2. La cuestión que surge, una vez planteada la aparición del “trialismo”, es la

siguiente: ¿era necesario ampliar el esquema facultativo clásico (inteligencia y voluntad) con el sentimiento?

53 I. Kant, Kritik der Urteilskraft, Einleitung, LVI-LVIII.

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La división de las facultades superiores en inteligencia y voluntad responde al intento de resolver las actividades espirituales en unos principios operativos que deben entrañar dos notas esenciales: la ultimidad, pues deben ser últimos en su línea; y la irreductibilidad a otros principios. Si a pesar de ser últimos, unos pudieran ser reducidos a otros, no serían principios operativos distintos.

El fundamento por el que se pueden distinguir las líneas de las facultades está dado por el objeto formal al que las actividades humanas tienden. Toda potencia psíquica se especifica por su objeto, al que se refiere de manera esencial e interna. Así, la “verdad” es el objeto de la inteligencia; y el “bien” lo es de la voluntad. Los partidarios del “trialismo” sustentan que, a su vez, lo que figura como principio fundante del orden teórico y práctico, intelectual y volitivo, es el objeto del sentimiento, a saber, el “valor”; el sentimiento arraiga de modo mucho más profundo que las otras facultades en la intimidad del sujeto, impregnando de manera extensiva e intensiva toda la vida psíquica.

Los defensores del sentimiento como tercera potencia insisten, pues, en que éste es la facultad básica del alma, a la que las otras potencias están supeditadas. Bastaría recordar aquí de nuevo la doctrina de Shaftesbury o Rousseau sobre el papel central del sentimiento en la guía moral del hombre. Entonces, ¿es cierto que la filosofía del Aquinate no llegó a advertir la índole básica del sentimiento en nuestra vida espiritual?

3. En verdad no fue la filosofía clásica, sino la moderna, la que olvidó el

papel del sentimiento. Un medieval, por ejemplo, incluía lo que hoy se llama “vida afectiva” del espíritu en una de las dimensiones que aparecen en cada una de las dos facultades, inteligencia y voluntad. De modo que el sentimiento es último en la línea de la adquisición. Pero también es primero en la línea de la aspiración. Expliquemos esto.

Ocurre que la voluntad humana no tiene a su inmediato alcance el bien al que por naturaleza tiende; es más, ninguno de los medios que posee para alcanzarlo tiene una conexión necesaria con él: la voluntad no está necesitada, sino que es libre para elegir el medio más adecuado. Queremos el bien-fin de manera necesaria: todos aspiramos a la felicidad. Mas apetecemos el bien-medio de manera libre, en la que media la reflexión para conseguirlo. El hombre apetece las cosas que le convienen después de haberlas conocido: su apetito es elícito, o sea, informado por el conocimiento. Y no es que la voluntad sea “cognoscitiva” o “aprehensiva”. Sólo la inteligencia versa sobre la verdad con un dinamismo asimilativo o receptivo; la voluntad, en cambio, recae sobre el bien con un dinamismo activo. Ni el conocer es asunto de la voluntad, ni el querer lo es de la inteligencia. La voluntad puede querer la verdad que la inte-ligencia comprende; y la inteligencia puede entender el bien que la voluntad quiere. Pero ni ésta entiende, ni aquélla quiere.

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El bien-fin es querido irremediablemente: de este querer no somos respon-sables. Del bien-medio, en cambio, podemos disponer libremente. Ambos extremos, fin y medios, dan lugar a lo que Juan Damasceno, en su libro De fide orthodoxa (II, 22, MG, 94, 944) había llamado respectivamente voluntad natural o “telesis” y voluntad racional o “bulesis”. La función telética es fundamento de la bulética: si la voluntad no estuviera necesariamente remitida al fin, no habría lugar para una deliberación acerca de unos medios a él conducentes54. De ahí que la filosofía clásica distinguiese claramente entre la decisión libre –hoy llamada “volición”– y las mociones espontáneas del apetito espiritual de fines –hoy llamadas sentimientos.

Por tanto, “voliciones” y “sentimientos” no son actos que se inscriban en facultades distintas: pertenecen a una misma facultad, especificada en general por el bien: el bien relativo o medio, en un caso, y el bien absoluto o fin, en otro. Tanto el bien parcial como el bien total se inscriben en el área del campo volitivo, el cual se tensa con dos funciones distintas de una misma facultad, al igual que intuir y discurrir son funciones de la facultad cognoscitiva.

4. Mas para un filósofo moderno es difícil aceptar que el amor sea una

forma del querer o de la voluntad. Tiene en su mente el trialismo psicológico configurado en la tradición occidental desde Kant: inteligencia, voluntad y sentimiento. El amor sería de fines, no de medios, y habría de ser forzosamente asunto de sentimiento. La voluntad, en cambio, sería facultad de medios, no de fines.

Es interesante, para aclarar este punto, comparar más detenidamente el orden del apetito sensible con el orden de la voluntad o apetito racional. Para el Aquinate, sólo el orden del apetito sensible tiene dos planos ontológicos diversos (apetito inmediato y apetito mediato); el orden de la voluntad, en cambio, está constituido por una estructura ontológica única y simple: no hay en ella planos, sino momentos: el de los fines y el de los medios. Ella es tanto voluntad de fines (poder de amar el fin), como voluntad de medios (poder de decisión sobre los medios conducentes al fin)55.

Esa unidad y simplicidad estructural de la voluntad resalta frente al apetito sensible, el cual no se orienta al aspecto “común” de bien, pues los sentidos no captan lo universal, sino al objeto bajo un aspecto particular y concreto de bien (o de mal); por eso cabe distinguir en él entre el bien y el mal tomados de modo positivo o absoluto, y el bien y el mal tomados como arduos y difíciles. De modo que según sean los diversos aspectos particulares de bienes, así se

54 In III Sent d. 17, a. 1, p. 1 a 3. STh III, 18, 3. 55 STh I, 82, 5.

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diversifican las partes del apetito: el inmediato se orienta al aspecto propio de bien en cuanto es deleitable sensorialmente y conveniente naturalmente; el apetito mediato se orienta al aspecto del bien en cuanto es arduo o difícil de conseguir.

Pero la voluntad se orienta al bien bajo el aspecto común o universal de bien: por eso no se diversifica interiormente, no admite en su seno una doble distinción de tendencias, las inmediatas y las mediatas: se fija en el bien (o al mal) prescindiendo tanto de la donación inmediata del bien como de su do-nación dificultosa o mediata. La voluntad no tiene por objeto un bien particular, ni el bien mismo del sujeto, sino el bien, de suerte que no está dirigida “a un bien determinado, como el apetito sensible o el apetito de lo seres carentes de conocimiento. Afirmar lo contrario es arruinar la espiritualidad de la voluntad”56. No hay una división en la voluntad –tampoco en la inteligencia–, porque una potencia que tiene por objeto el bien o el ser o la verdad no podría ser extraña a ningún bien ni a ningún ser. “La acción de la voluntad es el amor del bien bajo la luz de la verdad. Hacia ese acto está inclinada por naturaleza nuestra voluntad”57.

Siendo el bien espiritual doble, del fin y de los medios, el amor expresa algo simple y absoluto y no puede ser un acto orientado a los medios, que es algo compuesto: el amor es el momento original de la voluntad de fines.

5. Para Tomás de Aquino hay como tres actos de la voluntad de fines58: la

simplex volitio (velle), la intentio y la fruitio, en correspondencia con los tres afectos sensibles inmediatos: el amor, el deseo y el gozo. A su vez, la voluntad de medios se despliega también en tres actos: electio, consensus, usus. A los actos de fines podrían haber llamado los modernos “sentimientos”; a los de me-dios, “voliciones”. El amor espiritual es, según el Aquinate, un simple querer (velle), aunque no todo simple querer sea un amor. En el deseo y en el gozo espirituales comienza a haber cierta composición del acto, mientras que el amor, como mero querer, es acto simple y puro: en este nivel, querer y amar se iden-tifican. El amor es la primera inmutación pasiva de la voluntad provocada por el bien espiritual conocido por la razón59. En cambio, la fruición –emparentada con

56 Louis-B. Geiger, Le problème de l'amour chez Saint Thomas d'Aquin, París, 1952, 95. 57 Louis-B. Geiger, op. cit., 95-96. Dice Santo Tomás: “La voluntad, aunque se dirija a las cosas singulares que están fuera del alma, se orienta a ellas siguiendo una razón universal (secundum aliquam rationem universalem), como el querer algo porque es bueno”. STh I, 80, 2, ad 2. 58 S .Th., I-II, 8-12. 59 Si por voluntad se entiende la potencia o facultad de querer, entonces se extiende al fin y a los medios, pues el bien, objeto de la voluntad, se encuentra en el fin y en los medios para el fin. Pero si por voluntad se designa no la potencia, sino el acto de querer –el amor– entonces sólo es

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“fruto”– es lo último que se espera obtener y se gusta: se trata del gozo que uno experimenta en lo último a que aspiraba, cual es el fin. La fruición perfecta corresponde al fin ya poseído realmente, mientras que la imperfecta no es del fin real, sino poseído sólo en la intención60. Y por último, el deseo espiritual –la intentio– significa tender hacia una cosa: es acto de la voluntad respecto del fin. La intentio es un acto espiritual sólo paralelo al desiderium sensible.

Se quejaba, con razón, Pieper de que estemos acostumbrados a limitar la idea del querer al momento de los medios, al “querer hacer algo”, “decidirse a obrar sobre la base de motivaciones”, reduciéndolo a voluntad de transformar el mundo, de crear artificios para nuestra subsistencia, etc. Se trata de un achica-miento activista de la voluntad. “Se da una forma del querer que no tiende a hacer algo todavía en espera de ser consumado en un configuración futura que cambia la situación actual de las cosas [...]. Además del querer hacer, existe el puro asentimiento afirmativo a lo que ya está ahí. Y este asentir a lo que es, tampoco tiene carácter de tensión futurista. “El consentimiento no es un futuro” (Ricoeur). Aprobar y afirmar lo que ya es realidad, eso es amar”61.

6. Los actos volitivos referidos al fin y a los medios se corresponden res-

pectivamente con los actos intelectuales de contemplar (intellectus) los principios y de discurrir (ratio) sobre las conclusiones. “En la rica tradición del pensamiento europeo se afirmó siempre que, lo mismo que la certeza inmediata de la contemplación es el fundamento y supuesto previo de toda actividad pen-sante, también el amor es el original y más auténtico contenido de todo querer, lo que penetra las creaciones de la voluntad de la flor a la raíz. Toda decisión de la potencia volitiva tiene en esa actuación fundamental su origen y su comienzo, tanto en el sentido temporal como en el cualitativo. Por su misma naturaleza, el amor es no sólo lo primero que la voluntad produce cuando actúa, y no sólo saca de él todos los demás momentos característicos de su impulso, sino que el

propiamente del fin. Este acto simple versa sobre lo que es por sí mismo objeto de la facultad, o sea, sobre lo que es bueno y querido por sí mismo, cual es el fin. Los medios no son buenos y deseados por sí mismos, sino por orden al fin, y la voluntad no tiende a ellos sino por el amor del fin (STh I-II, 8, 2-3). Como el fin es querido por sí mismo y los medios sólo por el fin, la voluntad puede dirigirse al fin –puede amar– sin moverse a la vez a los medios; aunque para querer los medios ha de apetecer antes el fin. El acto por el que se mueve al fin en absoluto (por ejemplo, desear la salud) a veces precede en el tiempo a la volición de los medios (por ejemplo, llamar al médico para curarse). 60 STh I-II, 11, 3-4. 61 J. Pieper, El amor, Madrid, 1972, 40-42.

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amor alienta también, como principio, es decir, como inagotable fuente creadora, toda decisión concreta, y la sustenta dándole vida”62.

Así, pues, la voluntad se refiere al fin de tres modos: absolutamente, y enton-ces su acto se llama amor espiritual, por el que, por ejemplo, absolutamente queremos algo; el segundo, por el que se considera el fin como objeto de quietud, y de este modo se orienta al fin el gozo espiritual; el tercero, considera el fin como término de los medios que a él se ordenan, y así se orienta al fin el deseo espiritual63. Este deseo se refiere al fin como término del movimiento vo-luntario. Si el gozo espiritual implica reposo en el fin, el deseo espiritual es todavía movimiento hacia el fin, no descanso. El amor, como primer y fundamental acto del querer, sólo afirma, aprueba el existir y el vivir del otro64.

Si el conocimiento inmediato no es asunto de sentimiento, porque éste no pertenece a facultad cognoscitiva alguna, ¿cómo podría ser tematizado dentro de una antropología del conocimiento?

Al igual que en el plano de la voluntad establece el aristotelismo una relación de fundamento (fin) a fundamentado (medio), con la correspondiente distinción de funciones subjetivas (sentimientos y voliciones), también propone esa relación para el plano cognoscitivo. “Dos operaciones pueden pertenecer simultáneamente a una misma potencia, cuando una de ellas se refiere y se ordena a la otra; es patente que la voluntad quiere simultáneamente el fin y las cosas que conducen al fin; y la inteligencia entiende simultáneamente los principios y las conclusiones por los principios, una vez que adquiere la ciencia”65.

En efecto, a la existencia de “principios primeros” (que son verdades de evi-dencia inmediata) y “conclusiones” (o verdades de evidencia mediata) corres-ponde una diversidad de funciones cognoscitivas, llamadas respectivamente intelecto y razón: función intuitiva y función discursiva de la inteligencia66.

No cabe duda de que el aspecto cognoscitivo que modernos y contem-poráneos han asignado al sentimiento, por estimar que había un círculo de verdades inmediatas que sobresalía por encima de la función racional, la filosofía clásica lo concretó en el “intelecto”, función de la inteligencia irreductible a la otra discursiva. Veamos más detenidamente esta función del intelecto.

62 J. Pieper, 43-44. 63 STh I-II, 12, 2. 64 STh II-II, 25, 7. 65 De Potentia, q. 4, a. 2, ad 10. 66 S .Th., I, 83, 4; II Sent d. 24, q. 1 a 3; De Veritate, q. 24, a. 6.

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CAPÍTULO V

LA RAZÓN COMO HÁBITO

1. Constitución y niveles de la razón frente al intelecto 1. A diferencia del conocimiento de los principios, el conocimiento de las

conclusiones, propio de la razón, no goza del carácter natural del intelecto. Porque además de que la facultad cognoscitiva no posee sobre ellas un conocimiento permanente, dado por la naturaleza, tampoco ve inmediatamente la verdad de la conclusión que figura como objeto suyo, sino que necesita dis-curso y raciocinio.

También en la tercera operación (llamada “razón”, ratio) que se desarrolla con juicios mediatos y verdaderos se precisa habilidad y seguridad, o sea, habitualización. Y en esta operación encontramos en rigor dos hábitos: el de la razón científica (scientia1) y el de la razón sapiencial (sapientia2), según sean las causas –próximas o últimas– desde las cuales demuestran sus conclusiones. Ni una ni otra son conocimientos inmediatos, sino mediatos, aunque perfectos, evidentes y ciertos.

1 La raíz etimológica griega de scientia es i{shmi, la cual proviene a su vez de uid, que significa ver. De aquí surge eidw, idea. 2 Algunos escolásticos estimaron que “sapientia” es una contracción de “sapida scientia”, sabrosa ciencia. Santo Tomás no sigue ese criterio. En latín, la terminación -entia no connota la composición con otros vocablos, como scientia, sino que es solamente la flexión ordinaria para construir palabras abstractas (v. gr., patientia, providentia, scientia). Aunque es cierto que en latín sapientia proviene de “sapere” y “sapore”, sabor (cualidad de las cosas percibida por el sentido del gusto). El degustador es el que tiene el hábito de gustar. Sapientia vendría a ser la acción de gustar. De la misma raíz griega sap viene sofiva y los términos latinos sapore y sapientia. La sabiduría equivale a una perfección máxima intelectual, eminente suficiencia en el conocimiento: “Sapientia, secundum nominis sui usum, videtur importare eminentem quandam sufficientiam in cognoscendo: ut a) etiam in seipsa certidudinem habeat de magnis et mirabilibus, quae aliis ignota sunt, et b) possit de omnibus iudicare, quia unusquisque bene iudicat quae cognoscit; c) possit etiam et alios ordinare per dictam eminentiam” (In III Sent dist. 35, q. 2, art. 1, qla. 1).

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En el sentido que aquí se emplea, la razón científica es conocimiento media-to, adquirido por una demostración que opera desde las causas próximas y no últimas o primeras de algo3. Mientras que la razón sapiencial es también conocimiento mediato que opera, en cambio, desde las causas últimas o primeras. Aunque ciencia y sabiduría puedan ser llamadas conocimiento perfecto por la certeza que encierran, cabe considerarlas imperfectas en cierto modo, por su carácter progrediente –habiendo de pasar de la potencia al acto– y por ser causadas por el discurso propiamente dicho –que va del principio a la conclusión–. Este discurso es necesario por cuanto el “intelecto de principios” sólo conoce en potencia las conclusiones: de conocerlas en acto haría innecesario el discurso mismo4.

2. En la razón hay también un aspecto objetivo y otro subjetivo que forman

un sistema ontológico único. No es posible reducirla a sólo su aspecto objetivo (contenidos representativos) o a sólo su aspecto subjetivo (habilidad de la inteligencia para usar los contenidos), desconectado de aquél.

Dejar, por ejemplo, la razón en su aspecto objetivo equivale a decir que en ella sólo es esencial el conjunto de contenidos representativos recogidos y coordinados. La razón se identificaría entonces con los mismos contenidos inteligibles fijados y fácilmente excitables mediante el recuerdo; se convertiría en una mera colección de contenidos ordenados mediante una ley común de asociación de ideas conservadas en la memoria. De esta fluida asociación provendría la capacidad y prontitud para reproducirlos y aplicarlos. La razón

3 In Boëtium de Trinitate, q. 5, art. 1, ad 1. 4 Para determinar el sentido de la ciencia y de la sabiduría Santo Tomás se fija menos en la materia o en los objetos considerados por cada una (circa res divinas / circa res humanas) que en el medio utilizado por el juicio (ex causa prima / ex causa secunda). Y así, pertenece a la “razón científica” la demostración de la existencia de Dios mediante determinaciones ontológicas de las cosas finitas, como el movimiento, los efectos, la contingencia, la imperfección o la ordenación teleológica del mundo y del hombre. Por pertenecer a la “razón científica”, entre los pensadores medievales y sus comentaristas del Renacimiento esta demostración se encontraba incluida en los libros llamados de Physica philosophica. Mientras que pertenece a la “razón sapiencial” la demostración de la creación y del gobierno del mundo mediante la consideración de lo que es “ente por esencia”. “De modo que cuando el hombre conoce mediante las cosas creadas a Dios, cabe decir que esto pertenece más a la ciencia –pues a ella pertenece formalmente– que a la sabiduría –pues a esta pertenece materialmente–. Y al revés: cuando juzgamos las cosas creadas mediante las cosas divinas, esto pertenece más a la sabiduría que a la ciencia” (STh II-II, 9, 2, 3m).

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sería un fichero, un catálogo de las ideas y de sus respectivos actos, no una fábrica de conocimiento5.

No es más “racional” el que más memoria tiene, sino el que mejor y más perfectamente une los contenidos recordados, coordinándolos y aplicándolos al descubrimiento de otros. Esto equivale a decir que la “razón”, como hábito, es una habilidad o agilidad insertada en la inteligencia, siendo distinta de los contenidos.

En el propio orden de hábito, es primaria la habilidad que dispone a la inteligencia para usar los contenidos representativos. La razón viene a ser disposición de la inteligencia en orden a ejercer la operación de entender. Como disposición, se refiere propiamente a la facultad intelectual; mientras que los contenidos inteligibles se refieren a los objetos. Por tanto, la razón no consiste primariamente en una colección y coordinación de los contenidos retenidos en la memoria, sino en una disposición que da subjetivamente a la inteligencia facilidad para usar dichos contenidos.

3. No es, pues, la razón un conjunto de contenidos representativos enlaza-

dos; sino la cualidad que habilita a la inteligencia para usar esos contenidos. Por tanto, es insuficiente el mero tratamiento de la razón por su lado objetivo. Los contenidos no están fijados y determinados, ni tienen la misma dirección; pueden combinarse y compararse de muchos modos. Pues, por ejemplo, o bien hay una multitud de objetos que la razón considera en una sola perspectiva formal (como la filosófica o la matemática); o bien hay un solo objeto que, materialmente tomado, puede ser tratado por diversas perspectivas formales, como la cantidad, que es enfocada por la razón tanto en clave metafísica como en clave matemática. El hecho de que el mismo contenido pueda ser utilizado desde diversas perspectivas formales y ordenado bajo distintos grados de abstracción, pone en evidencia que el hábito mental no se hace ni por un solo

5 Para Santo Tomás, el hábito racional no es una colección de ideas, sino una “forma simplex”, una “qualitas simplex” (STh I-II, 54, 4). En De Potentia (q. 4, a. 2, ad 10 y 20) explica que el hábito científico no consiste en la colección de las ideas, sino en la ordenatio o habilidad de la inteligencia para usar de esas ideas: “importat ordinationem specierum intelligibilium, seu facultatem et habilitatem quandam ipsius intellectus ad utendum huiusmodi speciebus”. Esta doctrina la encontramos expuesta también en: De Veritate, q. 10, a. 2; In I Sent dist. 3, y 5 ad 1; Contra Gentiles, I, cap. 56; STh I, 79, 6, 3m. Comparten la tesis del Aquinate, entre otros, El Ferrariense, Báñez, Medina, los Salmanticenses, Toledo, Juan de Santo Tomás. Frente a esta tesis se levanta la del Cardenal De Lugo y la de Juan Bautista Ptolomeo (Philosophia mentis et sensuum, Roma, 1696, 206), para quienes el hábito racional se reduce a una simple colección de contenidos. En este apartado recurro de nuevo a la exposición de S. Ramírez, quien plantea y soluciona con claridad el problema (Op. cit., I, 222-262).

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contenido ni por una colección de contenidos representativos, sino por esos mismos contenidos en cuanto ordenados y dispuestos de diversas maneras; sólo entonces pertenecen a la razón como hábito y se distribuyen jerárquicamente según el grado de universalidad y cognoscibilidad que tengan.

Esta comparación y combinación no puede ser hecha por la memoria categorial, la cual conserva solamente el orden ya hecho, pero no induce un nuevo orden y unas conclusiones.

En resumen, el contenido es de suyo indiferente y puede servir a diversas perspectivas formales de la razón. Además de estar los contenidos integrados o unidos se precisa una habilidad ordenadora que los jerarquice según un interés de cognoscibilidad.

La misma inteligencia, como facultad intelectual, es de suyo indiferente a distintas perspectivas formales. Puede decirse incluso que es más indiferente que los contenidos inteligibles. Y si esas perspectivas formales no nacen con la misma inteligencia, debe haber algo añadido a ella que se adquiera operativamente. Se trata de una disposición que, sobrevenida a la inteligencia, se refiere a los contenidos a modo de luz y de determinación, ordenándolos bajo un aspecto formal.

4. Esta situación ontológica de la razón da pie para afirmar que, a diferencia

del intelecto, ella puede ser destruida internamente, o sea, en su esencia misma, aunque sólo en el orden de la causa eficiente, no en el de la causa material.

Dijimos que, en el orden de la causa eficiente, algo puede ser destruido esencialmente en la medida en que admite posibilidad de contrario. Es lo que ocurre con la razón, tanto subjetiva, como objetivamente tomada. Subjetivamente, por una serie de actos que impiden su garantía de éxito, como la precipitación, la inconsideración, la inconstancia y la negligencia, que pueden llevarla derechamente a equivocarse. Objetivamente puede la razón ser destruida por el error. Pues la causa propia de la razón es el silogismo de-mostrativo, el cual puede tener contrario: tanto por la materia silogística (las premisas falsas), y entonces se convierte en falacia o sofisma, como por la forma silogística (el orden de los términos en las proposiciones, subsumidos sin observar figuras y modos debidos), en cuyo caso se convierte en paralogismo. La razón puede ser causada en su esencia por una sola demostración, y puede ser destruida con un falso raciocinio6.

También en el orden eficiente puede la razón ser impedida accidentalmente por el olvido, causado o bien por defecto de la operación o bien por el cese total del ejercicio. 6 S. Ramírez, op. cit., II, 121-125, 146-148.

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En cambio no es posible su destrucción o agotamiento en la línea de su causa material propia y principal, o sea, en virtud de su sujeto, el cual no es otro que la misma inteligencia cognoscitiva. Esta no puede ser destruida ni impedida accidentalmente. Pero por su causa material secundaria, a saber, ese sujeto anexo constituido por los sentidos internos, puede ser destruida accidental-mente, porque tales sentidos son orgánicos y destructibles.

5. De lo dicho pueden marcarse cuatro diferencias entre intelecto y razón: a) El intelecto, como hábito de los primeros principios, es derivado o

adquirido solamente en cuanto a los contenidos, pero no es producido por la función cognoscitiva, sino por la función abstractiva, la cual causa naturalmente los contenidos de los primeros principios. Mas la razón, como hábito ilativo, es adquirida tanto en los contenidos como en la habilidad de la propia inteligencia que ha de ordenarlos e inferir la conclusión.

b) La obtención de los contenidos es, en el caso de los primeros principios, completamente natural, fácil y obvia para toda inteligencia humana. Pero el logro de contenidos, en el caso de la razón, como hábito inferencial, es laboriosa y propia sólo de algunos hombres: los sabios, los científicos, los técnicos, los conductores de vidas humanas.

c) Los contenidos de los primeros principios son obtenidos por la inteligencia como pura facultad natural de conocer. El intelecto surge por continuación y asimilación a la misma naturaleza de la inteligencia. Pero la adquisición tanto de los contenidos como de la habilidad para concluir se hace por la inteligencia en cuanto revestida ya de la determinación cualitativa del intelecto, hábito de los primeros principios. La razón surge por continuación y asimilación al intelecto.

d) Los contenidos de los primeros principios no son logrados por la inteligencia en cuanto es cognoscitiva. Pero la adquisición tanto de los contenidos como de la luz intelectual de la razón, hábito ilativo o inferencial, se hace por esa inteligencia cognoscitiva.

Por último, desde el punto de vista especulativo, las determinaciones ra-cionales perfectivas que se refieren a la verdad son la “razón sapiencial” (o en su versión como Vernunft) y la “razón científica” (o en su versión como Verstand), entendidas por Aristóteles respectivamente como sophía (sofiva) y epistéme (ejpisthvmh).

La razón sapiencial es “etiológica”, si por tal se entiende el conocimiento de algo por medio de su causa propia: el objeto formal de la razón sapiencial, distinto del que posee la razón científica en sus diferentes vecciones, es el ente en común y la causa primera de éste. En tal sentido, la filosofía del Aquinate admite que la razón sapiencial se ocupa de las causas primeras y más altas de

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todos los entes, mientras que la razón científica lo hace de las causas inferiores. En cualquier caso, la razón es inquisición etiológica, pues juzga con evidencia las verdades cognoscibles, bien que proceda de las causas a los efectos, bien que vaya de los efectos a las causas. Cuando al intentar conocer una cosa o materia el juicio racional se fundamenta en causas “inferiores” procede como razón científica (entendimiento); y cuando se realiza apoyándose en causas supremas procede como razón sapiencial (Vernunft o razón sin más).

2. La razón sapiencial en clave idealista

a) Fichte y la busca del fundamento El esfuerzo que Descartes realiza, al comienzo de la filosofía moderna, por

construir un saber unitario lleva aparejado el intento de romper con la experiencia sensible como fuente de conocimiento cierto. En esta ruptura se pone en juego la capacidad de la razón para encontrar directamente por sí misma un principio desde el cual quede fundado y garantizado el sistema de los conocimientos. El saber inmediatamente organizado desde el principio fundamental habría de ser como el tronco de un árbol –la imagen es del mismo Descartes7–, cuyos brazos están constituidos por las ciencias particulares o mediatas. Pero el saber “troncal” riega y conforma las ramas de manera que no hay ciencia particular verdadera y cierta si no está “deducida” del tronco unitario y se halla articulada a él8. Tanto el contenido como la forma de ese saber fundamental son dados originariamente a la razón de modo innato, o mejor, son la razón misma en su constitución pensante. Y desde ese contenido y esa forma cobran realidad y sentido las distintas ciencias.

7 “Toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la Metafísica, el tronco la Física, y las ramas que parten de este tronco, son todas las demás ciencias, que se reducen a las tres principales, a saber: la Medicina, la Mecánica y la Etica”. R. Descartes, Principios de Filosofía, Introducción, Madrid, 1925, 18. 8 “De ellos [de los principios] se pueden deducir las demás cosas” (Ib., 14). “De los principios de que yo me sirvo en lo tocante a las cosas inmateriales o metafísicas deduzco muy claramente los de las cosas corporales o físicas” (Ib., 15). “De ellas [de las verdades que tengo por mis principios] se puede deducir el conocimiento de las demás cosas existentes en el mundo” (Ib., 15).

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Esta actitud cartesiana es el comienzo del constructivismo moderno9, una de cuyas realizaciones más notables se encuentra en algunos idealistas10, como en Fichte, al que me voy a referir.

Para Fichte la tarea básica de la Filosofía consiste en encontrar y aclarar el sentido del fundamento. En su acepción corriente, fundamento significa aquello sobre lo que reposa un edificio. Del fundamento depende, pues, que tanto el acto de construir como el edificio mismo tengan consistencia. En Fichte, el tema del fundamento está indisolublemente conectado al problema del presu-puesto necesario del que depende el saber, el conocimiento constructivo, la génesis sapiencial.

A su vez, responde al planteamiento kantiano de la posibilidad del conoci-miento humano en general, concentrada en la posibilidad de una relación sujeto-objeto. Los kantianos pensaron que sus antecesores habían intentado resolver esa cuestión dando la primacía al objeto: el conocimiento sería posible en la medida en que el objeto impusiera su estructura y su dinámica al sujeto; era la tesis de la “metafísica dogmática”, en la cual el ser es fundamento del sujeto y de la relación cognoscitiva que éste mantiene con él. Kant se esforzó en demostrar que del sujeto no sólo no se puede prescindir, sino que es el fundamento de la relación sujeto-objeto: “el yo pienso tiene que acompañar a todas mis representaciones”11. Por tanto, jamás es dado el objeto “en sí” mismo; sólo se ofrece como objeto para un sujeto. Del sujeto precisamente “no se puede hacer abstracción”, dice Fichte12. Sólo por el sujeto puede tener explicación el objeto, y no al revés. La objetividad para un sujeto absorbe lo que tradicionalmente se llamó “ser”. El fundamento se ha escindido del ser. No es el ser el que funda al sujeto: esto sería dogmatismo y, más aún, materialismo13. Es el fundamento como sujeto el que funda al ser.

Pero, ¿de qué sujeto se trata en el acto de fundar el objeto? ¿Acaso del sujeto finito? Si fuese finito, el sujeto en cuestión tendría, para conocer, que someterse a la recepción del dato. La actualidad de fundamento que el sujeto poseyera sería sólo una actualidad alicorta, capaz tan sólo de fundar un objeto como simple fenómeno, mas no como cosa en sí; o sea, no podría fundar un objeto total. Este es el límite palpable que el kantismo más puro muestra. Mas sin fundamento objetivo el saber naufraga en sí mismo14. Si el saber fuese un 9 F. W. Schelling, Über die Construktion in der Philosophie, en S.W., t. V, 125-151. 10 J. Cruz Cruz, “Carácter fundamentante de la Metafísica en Fichte”, Estudios de Metafísica, vol. 4, 1974, 97-115. 11 KrV, B, 131-132. 12 J. G. Fichtes sämmtlicheWerke, edit. I. H. Fichte, Berlín, reimpr. 1971, I, 97. 13 Ib., I, 431. 14 Ib., II, 245.

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simple saber de sí mismo, “se disiparía en sí y desaparecería, privado de toda duración y de todo apoyo”15.

Sin embargo, Fichte piensa que el sujeto finito se transciende a sí mismo no por ser “finito” ni por ser “sujeto”, sino por estar instalado en la actualidad del fundamento. Es el fundamento el que, por estar más allá de la limitación y oposición de sujeto y objeto, es principio de todo sujeto (saber) y de todo objeto (ser). Por estar más allá de toda oposición y limitación es “absoluto”. Del fundamento o del “absoluto” recibe sentido el saber que se pone a comprender o explicar el ser.

Para que haya conocimiento objetivo tiene que haber en el saber mismo –no hay otra plataforma de búsqueda– una connotación originaria al fundamento, connotación que asegura la marcha explicativa del saber hacia el ser.

Fichte llamó al fundamento, en su primera época, “sujeto absoluto” (absolutes Ich), precisamente para recalcar que excedía de las posiciones del sujeto finito. Pero en sí mismo no era propiamente “sujeto para un objeto”; o sea, pura y simplemente no era “sujeto”: se pone por sí mismo y nada más16. Inicialmente el tema del fundamento surge tan sólo cuando se intenta encontrar un principio absoluto al proceso constructivo del saber: en nuestro saber, el fundamento es lo primero.

Pero, de cualquier manera, la donación del fundamento se hace en el interior de la conciencia. No es él ajeno a la posición del saber. Que no sea ajeno no quiere decir que esté “condicionado” por la conciencia. Se pone con el saber, pero no como el sapiente, ni como lo sabido, sino como el fundamento originario de que haya saber de un objeto para un sujeto. De haber utilizado Fichte “conciencia” como sinónimo de “fundamento” habría caído en el mismo error que pretendía superar. Habría afirmado, por ejemplo, que no hay nada que no sea la conciencia. Con lo cual se concluiría que el fundamento mismo estaba condicionado por la conciencia, y no al revés. Sólo dijo en verdad que la con-ciencia no agota todo lo que hay; pero hay ser objetivo: y éste sí se agota en la conciencia. Y de otro lado, hay fundamento en el que la conciencia se apoya para pensar el ser objetivo. El estudio de tal fundamento y de sus implicaciones es la tarea que se propone la filosofía de Fichte, entendida no como saber del ser, sino como saber (doctrina) del saber (ciencia), logología, razón sapiencial (Wissenschaftslehre).

15 Ib., II, 685. 16 Ib., I, 97.

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b) La razón sapiencial ¿Cuál es el lugar de la razón sapiencial en el sistema de las ciencias, o sea,

cómo se relaciona con las demás ciencias? Adelantando la respuesta debe decirse que las ciencias se relacionan con la razón sapiencial como lo fundado con el fundamento, pues ésta les asigna a todas sus puestos. Así, la razón sapiencial es ciencia de las ciencias.

La razón sapiencial es, en primer lugar, una ciencia; dado que toda ciencia tiene forma sistemática, “todos los principios que hay en ella están ligados a un único principio fundamental y se unifican en ella para formar un todo”17.

Mas, ¿por qué no llamamos ciencia a un sistema basado en una proposición infundada e indemostrable –como la de que en el aire existen criaturas invisibles con apetitos– y en cambio llamamos ciencia al conocimiento del que enuncia un teorema aislado –por ejemplo, el de que la perpendicular tiene sobre la horizontal ángulos rectos a ambos lados– sin poder desarrollar sistemáticamente la prueba de su proposición? Sencillamente porque en el pri-mer caso no hay un contenido que se pueda saber, y en el segundo caso sí. La ciencia consiste, pues, “en la cualidad de su contenido; éste tendría que ser cierto [...], tendría que ser algo que se pudiera saber: y la forma sistemática sería para la ciencia puramente accidental”18. La forma sistemática es sólo un medio para el fin de la ciencia.

Esto se pone completamente en claro si se comprende qué es demostrar, pues toda demostración tiene por base algo absolutamente indemostrable. “Por medio de la demostración se logra sólo una certeza condicionada, mediata. En virtud de ella es cierta una cosa, si es cierta otra. Si surge una duda sobre la certeza de esta otra cosa, es preciso enlazar esta certeza a la certeza de una ter-cera, y así sucesivamente. ¿Se prolonga este retroceso hasta el infinito o hay en algún punto un último miembro? Sé que algunos se inclinan por la primera opinión; pero éstos no han recapacitado en que, si tuviesen razón, ni siquiera podrían tener la idea de la certeza, ni serían capaces de buscarla, pues lo que quiere decir “estar cierto” sólo lo saben porque ellos mismos están ciertos de algo, mientras que si todo fuese cierto bajo condición, no habría nada cierto, ni siquiera bajo condición. Mas si hay un último miembro que hace inútil seguir preguntando por qué es cierto, hay algo indemostrable que sirve de base a toda demostración”19.

17 Ib., I, 38. 18 Ib., I, 39. 19 Ib., I, 508.

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Pero una ciencia integral debe ser algo uno. Una multitud de principios diversos llega a ser uno y el mismo todo justamente cuando tienen su puesto en el todo o porque mantienen una relación con el todo. Ahora bien, si los principios enlazados carecieran de certeza –en una de sus partes o en su conjunto– entonces tampoco tendría certeza el todo originado. Tiene que haber, pues, al menos un principio cierto que comunique a los demás su certeza; todos tendrían entonces en común una certeza, por muy diferentes que los principios fueran. Pero el primer principio cierto “no puede obtener su certeza sólo por medio del enlace con los restantes, sino que necesita tenerla previamente al mismo, pues por unión de muchas partes no puede resultar lo que no está en ninguna de ellas”20. Los restantes principios no podrían ser ciertos antes del en-lace; lo son por medio del primero.

Es obvio que con anterioridad al enlace sólo puede haber un principio cierto, pues de haber varios, “o bien no estarían en absoluto enlazados con el otro, y entonces no pertenecerían al mismo todo, sino que constituirían uno o varios todos separados, o bien estarían enlazados con él. Los principios sin embargo deben estar enlazados solamente mediante una e igual certeza”21. Un principio que tuviera una certeza independiente de los otros, sería cierto aun cuando los otros no lo fueran y, por tanto, no estaría vinculado a ellos mediante certeza. Pues bien “un tal principio cierto previamente al enlace se llama principio fundamental. Toda ciencia necesita tener un principio fundamental”22. Los otros principios pueden ser reconocidos como ciertos sólo mediante el enlace con aquél. El enlace da la forma sistemática del todo; el enlace es necesario para “dar certeza a los principios, que en sí no tendrían ninguna; y así la forma sistemática no es el fin de la ciencia, sino que es el medio accidental”23.

Mas si el principio fundamental de todo sistema científico tiene que ser cierto con anterioridad al sistema, entonces la certeza de tal principio no puede ser probada dentro del sistema mismo, puesto que ella es el supuesto de toda prueba en el sistema. ¿Cómo se legitima, pues, su certeza y la posibilidad de derivar de ella? Dado que se llama contenido a lo que la proposición funda-mental debe tener y comunicar a las demás proposiciones de la ciencia (el contenido interno de la ciencia es la verdad del principio fundamental, del que cualquier otro depende); y que se llama forma a la manera como debe la proposición fundamental comunicar el contenido a las otras proposiciones (la forma o el sistema de la ciencia es la secuencia necesaria de los demás principios), “la cuestión planteada es por ende ésta: ¿cómo es posible en general

20 Ib., I, 41. 21 Ib., I, 41. 22 Ib., I, 41. 23 Ib., I, 42.

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contenido y forma de una ciencia, es decir, cómo es posible la ciencia mis-ma?24. Esta pregunta sólo puede ser respondida por la razón sapiencial (o Wissenschaftslehre).

Ahora bien, con anterioridad a la investigación misma no se puede determinar si el saber total tiene un fundamento sólido o si se apoya sobre la nada. “Si nuestro saber ha de tener su fundamento, entonces tiene que poderse responder aquella cuestión, y tiene que darse una ciencia en la que sea contestada; y si se da una tal ciencia, entonces tiene nuestro saber un fundamento. Por lo tanto, no se puede decir nada sobre lo fundado o infundado de nuestro saber previamente a la investigación; y la posibilidad de la ciencia postulada se puede demostrar sólo por medio de su realidad”25.

La razón sapiencial tendría ante sí dos tareas complementarias: una de cara a las demás ciencias; otra de cara a sí misma. En primer lugar tendría, por un lado, que “fundar la posibilidad de los principios fundamentales en general”; por otro lado, “tendría que demostrar los principios fundamentales de todas las ciencias posibles, los cuales no pueden ser demostrados en ellas mismas”26. En segundo lugar, dado que la razón sapiencial es ciencia, necesita “tener ante todo un principio fundamental, que no pueda ser demostrado en ninguna otra ciencia superior”27, pues entonces esta ciencia superior sería la razón sapiencial. Tal principio fundamental “necesita ser cierto, y precisamente en sí mismo, por causa de sí mismo y mediante sí mismo. Todos los otros principios serán ciertos, porque se puede mostrar que en algún punto son iguales a él; este principio tiene que ser cierto, simplemente porque es igual a sí mismo”28. Todos los demás principios, al descansar sobre él, tienen sólo una certeza mediata y derivada. Pero él es cierto en sí mismo, tiene una certeza inmediata, siendo presupuesto por todo saber.

Además la forma sistemática de la razón sapiencial, en la medida en que es el enlace de todas sus proposiciones, no puede ser tomada de otra ciencia; la razón sapiencial debe dársela a sí misma, si es que mediante ella se establece la posibilidad del enlace de las demás ciencias29. Estas están garantizadas por la razón sapiencial tanto en su contenido como en su forma.

Todo principio está determinado por su contenido (sujeto y predicado, pues el contenido es aquello de lo que se sabe algo, ejemplo: el oro es un cuerpo) y por su forma (el enlace de ambos, pues la forma es lo que se sabe de algo, 24 Ib., I, 43. 25 Ib., I, 44. 26 Ib., I, 47. 27 Ib., I, 47. 28 Ib., I, 48. 29 Ib., I, 49.

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ejemplo: del oro y del cuerpo se sabe que en cierto aspecto son iguales). Si el principio debe ser cierto por sí mismo, entonces ni su contenido ni su forma pueden ser determinados por ningún otro principio: su contenido debe determinar a su forma y, recíprocamente, su forma a su contenido. Este primer principio fundamental es así absolutamente incondicionado, tanto en su contenido como en su forma. En caso de que hubiera otros primeros principios, serían de algún modo relativos, pues penderían de aquél o en su forma o en su contenido. Así, los demás principios tendrán su puesto determinado por el primer principio. Ello quiere decir que todas las demás ciencias están fundamentadas en la razón sapiencial, o sea, en un principio fundamental ab-solutamente incondicionado.

Así, pues, la razón sapiencial es un saber cierto, justo la intelección de la inseparabilidad de un contenido respecto de una forma. De no existir un principio absolutamente primero (principio de certeza inmediata) no habría razón sapiencial, ni fundamento, ni sistema del saber humano. El saber sería: o una serie indefinida e inconexa, en cuyo caso el saber no estaría acabado –sería fragmentario–, ni fundamentado, es decir, no sería cierto y, a lo sumo, admitiría un elemento que redujese todo lo sabido a la nada; o una multiplicidad de principios inconexos y aislados: el saber quedaría dividido en varias líneas finitas sin contacto alguno; sería un manojo de hilos pero no un tejido; un agregado de materiales, pero no un edificio. “Nuestra casa quizás se mantendría sólida, pero no sería un único edificio coherente, sino un agregado de cámaras, de ninguna de las cuales podríamos pasar a otra [...]. Jamás podríamos contemplarlas como un todo [...]. Nuestro saber no estaría nunca perfecto; ten-dríamos que aguardar diariamente a que se manifestara en nosotros una nueva verdad innata, o que la experiencia nos diera un nuevo concepto simple”30. Pero “si debe haber en el espíritu humano un perfecto y único sistema, entonces tiene que darse un tal principio fundamental supremo y absolutamente primero. Por más que nuestro saber se extienda desde él en múltiples series, de cada una de las cuales salgan series a su vez, y así sucesivamente, sin embargo, todas tienen que estar sujetas sólidamente en un único círculo que no esté afianzado en nada, sino que por su propia fuerza se sostenga a sí mismo y a todo el sistema”31.

30 Ib., I, 53. 31 Ib., I, 54.

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c) La razón sapiencial y el ámbito del saber humano Al igual que son infinitamente muchos los radios de un círculo infinito, cuyo

centro ha sido dado, de suerte que la dirección de las líneas también está dada, pues deben ser líneas rectas, así también “el saber humano, en cuanto a los grados, es infinito, pero en cuanto al modo está completamente determinado por sus leyes, y permite ser agotado completamente”32. Que el saber humano deba ser agotado significa que debe determinarse incondicionalmente lo que el hombre puede saber y, para ello, hay que mostrar: primero, que el principio fundamental ha sido agotado (1); segundo, que no es posible otro principio fundamental (1).

1. Originariedad del primer principio.– “Un principio fundamental está

agotado, cuando se ha construído sobre él un sistema perfecto, esto es, cuando el principio fundamental conduce necesariamente a todos los principios esta-blecidos, y todos los principios establecidos se reducen a su vez necesariamente a él”33. El principio fundamental está agotado cuando todos los principios que contiene, ni uno más ni uno menos, se derivan de él; pues un principio de más sería aquél que no se derivara del principio fundamental, o sea, que existiera independientemente de él y que fuera verdadero aun cuando el principio fundamental fuera falso; y un principio de menos sería un vacío en el sistema: mas como el sistema es cerrado no puede tener vacíos, o sea, principios de menos. El sistema está cerrado cuando describe un círculo completo, de modo que al final aparezca el mismo principio fundamental como resultado: el final se cierra con el comienzo. La razón sapiencial posee las condiciones que explican que el principio fundamental está agotado. ¿Cuándo y bajo qué condiciones no puede ser deducido ningún principio más? Del hecho puramente contingente de que alguien no vea, en un momento determinado, que pueda seguirse un principio más, no se prueba nada con necesidad, pues podría ocurrir que otra persona o uno mismo, en un segundo momento, viera que se puede seguir un principio más. “Necesitamos una característica positiva de que absoluta e incondicionalmente no pueda deducirse nada más; y ésta no podría ser ninguna otra, sino que el principio fundamental, del que hubiéramos partido, sea el último resultado. Entonces sería claro que no podríamos ir más adelante, sin hacer otra vez el camino que ya antes habíamos realizado”34.

32 Ib., I, 58. 33 Ib., I, 58. 34 Ib., I, 59.

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2. Originalidad del primer principio.– El principio fundamental contiene la condición bajo la cual es posible un sistema del saber humano; pues un principio que contradijera al principio fundamental tendría a la vez que contradecir el sistema del propio saber, o sea, tendría que estar situado fuera de la conexión de todo saber: no podría ser principio de la ciencia y, por eso, principio verdadero. Si el sistema es uno sólo, debe estar sentado sobre un prin-cipio fundamental. Cualquier otro principio de fuera “tendría que ser, no simplemente otro y diverso del principio fundamental establecido, sino además uno directamente opuesto al mismo [...], en el cual se hallara el principio: el saber humano no es un único sistema”35. Si el primer principio se formula, por ejemplo, “yo soy yo”, el principio opuesto tendría que formularse “yo soy no-yo”, lo cual es absurdo.

d) La razón sapiencial y su objeto La última tarea consiste en establecer la relación de la razón sapiencial con

su objeto. Recuérdese que en la razón sapiencial todo principio tiene contenido (aquello de lo que se sabe algo) y forma (lo que se sabe de algo); y aunque la razón sapiencial es ciencia de algo, no es propiamente ese algo mismo: ella es, con todos sus principios, la forma de un contenido previo. Cabe, pues, investigar: el objeto de la razón sapiencial (a) y la operación que accede a ese objeto (b).

a) El objeto de la razón sapiencial “es el sistema del saber humano. Este existe independientemente de la ciencia del mismo, pero es constituido por ella en forma sistemática. ¿Qué es, pues, esta nueva forma?”36. Las operaciones del espíritu humano existen independientemente de la ciencia. Tales operaciones son el contenido, lo que existe; pero acaecen de una manera determinada, según una forma, o sea, según una ley, por la que se diferencian unas acciones de otras. De suerte que con anterioridad al saber se da en el espíritu contenido y forma. El objeto de la razón sapiencial –es decir, las operaciones necesarias del espíritu humano– está determinado tanto en su contenido como en su forma y existe independientemente de la razón sapiencial o del conocimiento del mismo. La razón sapiencial no hace las leyes según las cuales procede el espíritu humano: sólo considera esos modos necesarios de obrar. No hace leyes, sino historia. La razón sapiencial es la historia pragmática del espíritu humano37.

35 Ib., I, 60. 36 Ib., I, 70. 37 Ib., I, 77.

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b) Para realizar la razón sapiencial se requiere, pues, una operación del espíritu humano que no esté contenida entre aquellas operaciones necesarias, “a saber, la de llevar en general a la conciencia su modo de operación. Puesto que ella no debe estar contenida entre aquellas operaciones, las cuales son todas necesarias, y las necesarias están todas, tiene entonces que ser una operación de la libertad”38. Elevar a la conciencia el sistema de las acciones necesarias del espíritu es una acción no necesaria, sino libre. La razón sapiencial surge por una acción que con libertad hace que la mirada de la conciencia converja hacia las acciones necesarias del espíritu, considerándolas y separándolas de las contingentes. De modo que la razón sapiencial tiene por objeto las operaciones necesarias, mientras las demás ciencias tienen por objeto las operaciones contingentes del espíritu humano.

Indica en este punto Fichte un hiato en el seno de la misma inteligencia, hiato producido por la presencia operativa en ella de la voluntad. Dicho de otro modo, la inteligencia no se eleva de suyo y por necesidad a la consideración sapiencial del todo. En esta última tarea desfallece y tiene que ser asistida por la libertad, que es la que, a partir de ese momento, la sostiene, la fomenta y la ceba. Santo Tomás indicó que en el orden de la especificación no tiene que hacer nada la voluntad con la inteligencia, aunque sí puede hacerlo en el orden del ejercicio: yo no pienso, si no quiero; pero, si pienso, la inteligencia misma se desarrolla con su propia ley interna volcada al objeto que la especifica. El problema de la filosofía de Fichte radica en que ese objeto no es del orden de lo extra-anímico, sólo tiene una consistencia intra-subjetiva, por lo que en cualquier momento la inteligencia puede hallarse perdida en su propia trayectoria objetiva y necesitar el impulso enérgico de la libertad.

e) Forma y contenido del sistema Para Fichte, la filosofía es ciencia. “Una ciencia tiene forma sistemática; en

ella todas las proposiciones están ligadas a una única proposición fundamental y se unifican en ella para formar un todo”39. En la ciencia, la certeza de una proposición fundamenta la de otra; todas las proposiciones están unidas por la certeza. “Por tanto, al menos una proposición tendría que ser cierta, la cual co-municara a las demás su certeza; de tal suerte que si la primera debe ser cierta, y en la medida en que lo es, también tiene que ser cierta una segunda”40. En cada

38 Ib., I, 71. 39 Ib., I, 38. 40 Ib., I, 41.

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ciencia se necesita una proposición que remate la cadena de fundamentación de la certeza. En un punto tenemos que topar con principios fundamentales que tie-nen que expresarse como absolutamente ciertos.

El carácter unitario de la ciencia queda garantizado por un principio supremo. Si este principio cierto está en la base de la ciencia, soportando la certeza de los demás principios particulares, entonces tiene que mantenerse a sí mismo su propia certeza, independientemente de la certeza de los demás principios apoyados en él. “Las proposiciones fundamentales de nuestros sistemas deben y tienen que ser ciertas previamente al sistema”41.

Pero las ciencias particulares no se preocupan de su fundamento, porque el investigador siempre lo presupone. Si el físico se pregunta por la legitimidad del principio de causalidad, no hace física, sino filosofía. La filosofía acoge dos preguntas básicas: ¿Cómo es posible fundar la certeza de la proposición fundamental en sí? ¿Cómo es posible fundar la legitimidad de deducir de ella, de modo determinado, la certeza de otras proposiciones?42. En primer lugar, se pregunta por el principio fundamental y por su certeza: es la pregunta por el contenido interno del principio fundamental. En segundo lugar se pregunta por el modo y manera de concluir partiendo de ese principio: es la pregunta por la forma sistemática de comunicarse la certeza de ese principio; pues una vez conocida la certeza del principio fundamental, se debe considerar cómo los demás principios obtienen de él su certeza. “Si el principio fundamental es cierto, entonces es también cierto otro principio determinado. ¿En qué se funda ese entonces?43 ¿Cuáles son las condiciones de este enlace? Mientras el físico y el químico suponen decididas estas cuestiones, les queda oculto aquello que condiciona la certeza del saber. Ahí comienza la filosofía: ésta es ciencia de la ciencia, o sea, ciencia de la fundamentación de la certeza, razón sapiencial, Wissenschaftslehre.

Esta distinción entre contenido y forma es tan importante que sin ella no se entiende la Wissenschaftslehre. En una proposición aislada (ej., el oro es un cuerpo), aquello de lo que se sabe algo (“oro” y “cuerpo”) llámase el contenido, y lo que se sabe de ello (en un determinado respecto “son idénticos” oro y cuerpo) llámase la forma. El contenido interno del principio de una ciencia es el momento particular de la certeza; la forma, en cambio, es el modo en que ocurre la transferencia de la certeza de una proposición a otra, la manera de desplegarse la conexión de certeza.

Pero la forma sistemática tiene sólo valor de medio, puesto que el fin es siempre la certeza: el sentido de una ciencia no es conocido por la forma, sino 41 Ib., I, 43. 42 Ib., I, 43. 43 Ib., I, 43.

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por el contenido. Hago ciencia no meramente para derivar o concluir, sino para lograr la certeza.

Si toda ciencia se funda en laWissenschaftslehre, entonces el contenido y la forma de ésta no pueden estar ya fundamentados en nada ajeno a ella. “Ella debe dar la base de toda certeza; necesita por tanto ser cierta, y precisamente en sí misma, por causa de sí misma y mediante sí misma”44.

Si el primer principio de la Wissenschaftslehre debe tener contenido y forma, y si, además, debe ser cierto inmediatamente y por sí mismo, entonces su contenido determina su forma, y viceversa. “La forma del principio fundamental absolutamente primero de la Wissenschaftslehre, por tanto, no sólo es dada por él mismo, sino además establecida como absolutamente válida por su contenido”45.

Si en esta ciencia tuvieran que darse aún otros principios fundamentales, entonces estos sólo serían en parte absolutos, ya que también en parte estarían necesariamente condicionados por el primero y supremo. “Así, pues, lo absolutamente primero en ellos sólo podría ser o el contenido o la forma, y lo condicionado igualmente sólo el contenido o la forma”46. Si lo incondicionado es el contenido, entonces el principio absolutamente primero tendría que condicionar la forma del otro principio; si lo incondicionado es la forma, entonces el principio absolutamente primero tendría que condicionar el contenido del otro principio. “Según esto, tampoco podrían darse más que tres principios fundamentales: uno, determinado absoluta y simplemente por sí mismo, tanto en su forma como en su contenido; otro, determinado por sí mismo en cuanto a la forma, y otro, determinado por sí mismo en cuanto al con-tenido”47.

El principio supremo de la razón sapiencial tiene que ser absolutamente presupuesto en todo saber; y toda posible certeza está fundamentada en la certeza de éste, el cual determina su contenido simplemente por su forma, y su forma simplemente por su contenido. De ahí que sólo pueda haber un único sistema en el saber humano; en su último resultado, la ciencia debe volver a su punto de partida, con lo cual “da la prueba de su acabamiento”48. El principio supremo, el supuesto de todo saber, es la yoidad, el actuar absoluto en el cual el sujeto consiste, la autogénesis: como condición formal y material a la que absolutamente nada le puede ser previamente dado. Su ser es su poner.

44 Ib., I, 48. 45 Ib., I, 49. 46 Ib., I, 49. 47 Ib., I, 50. 48 Ib., I, 59.

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3. La razón sapiencial en clave realista

a) La razón, facultad del orden 1. Lo que los modernos han mantenido, casi siempre en versión idealista, es

que, a pesar de que la inteligencia se desconecte de las cosas en sí, jamás puede ella renunciar a su función esencial de reducir lo múltiple a unidad en la forma de un sistema del saber. Pero este afán de reducción es lo que, en explicación realista, fue asumido por Santo Tomás con la idea de “orden” racional, el cual implica un proceso reductivo atento a la realidad extramental.

Para Santo Tomás, la razón es la facultad del orden: “El orden puede ser referido a la razón de cuatro maneras. Hay, en efecto, un orden que la razón no construye, sino que simplemente considera, como es el orden de las cosas reales o naturales. Hay otro orden que la razón construye, al considerarlo, en sus propios actos, como cuando ordena sus conceptos entre sí y los signos de los conceptos que son las voces significativas. Hay un tercer orden que la razón construye, al considerarlo, en las operaciones de la voluntad. Finalmente, hay un cuarto orden que la razón construye, al considerarlo, en las cosas exteriores de la que ella misma es causa, como el arca o la casa”49.

Sólo debe llamarse “especulativo” o “teórico” el orden que la razón se limita a aprehender de lo real, sin construirlo independientemente. En cambio, es “práctico” el orden que la razón instituye en las facultades espirituales o en las obras externas que dirige.

Pero en el orden especulativo no todas las determinaciones o disposiciones racionales que afectan a la inteligencia encierran la verdad perfectamente; en muchas de ellas hay error o falsedad o se quedan en la opinión y la sospecha cuando no proceden de manera cierta e infalible. Por ello, sólo interesan aquí las determinaciones racionales que perfeccionan radicalmente a la inteligencia; ésta sólo juzga cumplidamente cuando conoce las cosas por sus causas firmemente, con certeza, excluyendo lo contrario de lo conocido, o sea, lo falso, que es lo que la hace defectuosa. Y lo hace como razón sapiencial y como razón científica.

La articulación interna que existe entre “intelecto”, “razón sapiencial” y “razón científica” es aclarada por el Aquinate recurriendo a lo que llama “vía inventiva” (via inventionis) y “vía resolutiva” (via judicii). En la “vía

49 In I Ethic., lect. 1, n. 1.

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inventiva”, que comienza por lo inferior y tiende a lo superior, se procede desde los sentidos a la memoria, de aquí a la experiencia y de ésta a los primeros principios que se conocen instantáneamente una vez conocidos los términos. Y éste es el curso que desemboca en el “intelecto”, el cual expresa el juicio simple y absoluto de los principios primeros. Posteriormente, por la misma “vía inventiva” procede la inteligencia buscando, desde estos principios, las con-clusiones: y en esta marcha se constituye como “razón científica”50.

Pero la razón sapiencial se despliega por la “vía resolutiva”, la cual no es propia del juicio simple, diferencial y absoluto del intelecto, sino del comparativo o referencial que realiza un análisis de los términos y asigna las primeras causas de ellos (los “resuelve”). Por la “vía resolutiva” la inteligencia se comporta de manera que, partiendo de la simple inspección de los primeros principios y de las causas más altas, juzga y ordena los inferiores, configurándose así como razón sapiencial.

2. En este punto de la explicación puede comprenderse el sentido de la razón

científica, la cual habrá de ser considerada desde dos perspectivas: en su estado naciente y en su momento terminal. En su estado naciente, la razón científica no recibe sus principios primeros y supremos de la razón sapiencial, sino del intelecto. Lo que la razón científica supone son los primeros principios, conocidos de modo natural como absolutamente verdaderos de suyo. La razón científica, en su proceso de búsqueda, aplica los principios comunes y evidentes de suyo a las distintas materias, llegando a conclusiones particulares. El intelecto es la “forma” de la razón científica y de la razón sapiencial en el estado naciente de ambas. Pero la razón científica, en su momento terminal, se apoya en la razón sapiencial, o sea, en los principios explicitados, examinados y defendidos contra quienes los impugnan. La razón científica (el entendimiento moderno) se hace firme por influjo de la razón sapiencial, consiguiendo la resolución de conclusiones en los principios propios de ésta. Por tanto, la razón sapiencial es la “forma” de la razón científica en su momento terminal.

Siendo la razón sapiencial más universal que la razón científica, se extiende a juzgar de todas las cosas, incluso de los mismos principios, en cuanto los explicita y defiende, los ordena y reduce a sus causas más altas. Por esta explicitación, ordenación, reducción y defensa de los principios mismos, la razón sapiencial tiene primacía e influencia sobre las determinaciones perfectivas de la inteligencia, incluida la del intelecto. Debido a esta primacía el Aquinate afirma que es forma del intelecto, por cuanto explicita y confirma los primeros principios intelectuales, los ordena y los juzga por los mismos

50 S. Ramírez, De ipsa philosophia in universum, I, Madrid, 1970, 414-416.

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principios de las cosas, y los defiende frente a quienes los niegan. La razón sapiencial tiene así una función fundamentadora51.

En primer lugar, ella es fundamento de las disciplinas científicas, por cuanto manifiesta y defiende los principios que les corresponden. Pero es también fundamento de sí misma, al hacer explícito, reflejo o temático el ámbito espontáneo en que se mueve, y al defenderlo contra quienes lo impugnan.

b) Función heterofundamentadora: manifestación y defensa de los principios científicos 1. En su propio ámbito especulativo la razón sapiencial manifiesta y

defiende tanto los principios incomplejos como los principios complejos de la razón científica en cada uno de sus niveles.

Para explicar la confirmación que la razón sapiencial hace de los principios que caen en el ámbito de la razón científica, el Aquinate distingue dos órdenes de principios: los incomplejos y los complejos. Por “principio incomplejo” entienden el concepto del cual se parte hacia un nuevo concepto y hacia la composición y división de los conceptos. En cambio, el “principio complejo” es propiamente el juicio, a partir del cual, y con ayuda de un medio conocido, se pasa a realizar una nueva composición y división.

Este planteamiento es netamente aristotélico. Para el Estagirita “tres son las cosas presentes en la demostración: una es aquello que se demuestra, o sea, la conclusión: esto es lo que pertenece esencialmente a un determinado género; otra son los axiomas (ajxivwmata): los axiomas son los principios desde los cuales (ejx w|n) parte la demostración; tercera, el género que hace de sujeto y del que la demostración muestra las afecciones y los atributos esenciales”52. El segundo elemento –el axioma– es el principio complejo del Aquinate; el tercero constituye el principio incomplejo.

Pero Aristóteles distingue, entre los principios complejos, los axiomas y tesis, según que su conocimiento sea necesario o no para aprender una disciplina. Los axiomas son siempre principios comunes (ta; koina; legovmena ajxiwvmata, ejx w|n prwvtwn ajpodeivknusi)53; y pueden ser o bien comunísimos,

51 “Sapientia habet judicium de omnibus aliis virtutibus intellectualibus et eius est ordinare omnes; et ipsa est quasi architectonica respectu omnium” (STh I-II, 66, 5) “...et disputando contra negantes” (Ib., ad 4). Esta función fundamentadora es la que le reconoce Aristóteles en Etica Nicomaquea, VI, c. 3, 1139 b; c. 7, 1141 a; c. 8, 1142 a. 52 Aristóteles, Anal. Post., 7, 75 a 39. 53 Aristóteles, Anal. Post., 10, 76 b, 14-15.

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porque se extienden a todos los géneros y valen para todos ellos, o bien simplemente comunes, porque se extienden a un solo género. Las tesis, a su vez, se llaman hipótesis cuando son relativas a la existencia de algo; y se llaman definiciones cuando hacen referencia a la esencia54.

El objeto de la razón científica –en cualquiera de sus modalidades– se comporta como un primer principio incomplejo, de manera que desde este primer objeto conocido se procede a conocer sus propiedades y, de aquí, a formar los principios complejos propios. Cada ciencia, pues, tiene principios complejos comunes y propios. “Entre los principios que emplean las ciencias demostrativas, algunos son propios de cada ciencia, otros comunes, pero comunes solamente en sentido analógico (kat∆ ajnalogivan), porque sirven únicamente para lo que se encuentra en el género sobre el que trata la ciencia. Son propios, por ejemplo, las definiciones de la línea y de lo recto; son comunes, por ejemplo, la afirmación de que cuando se quitan partes iguales a cosas iguales, lo que resta es igual”55. Que un principio común sea kat∆ ajnalogivan significa que puede ser asumido por más de una ciencia, porque es susceptible de especificarse en una pluralidad de principios distintos entre sí. Los principios más elevados (mavlistav) son necesarios a cualquier conocimiento y se refieren a todos los géneros: a ellos les corresponde con toda propiedad y plenitud el nombre de axiomas.

Tales axiomas pueden tener o bien función de premisas o bien función de principios. No quiere decir esto que los axiomas más comunes (los primeros principios del intelecto) puedan ser utilizados, en cualquier caso, como premisas para obtener una conclusión pretendida. De utilizarse como premisas han de asumir significados particulares dentro de un género particular. Fuera de este concreto papel de premisas, los principios o axiomas comunes tienen un valor “implicativo-resolutivo”, en el sentido de que, al acompañar atemáticamente, consectariamente, a todo proceso racional, figuran como término del discurso en que se resuelven o justifican las demostraciones. En la demostración los principios comunes han de ser tomados “en unión” (metav) con otras cosas que pertenezcan ya a un género determinado. Esos principios, pues, son “supragenéricos” y no meramente “congéneres” (suggenei"). No se puede confundir así la función de premisas con la función de principios que los axiomas comunísimos tienen56.

54 Aristóteles, Anal. Post., 2, 72 a, 14-24. J. M. Le Blond, Logique et méthode chez Aristote. Etude sur la recherche des principes dans la physique aristotélicienne, Paris, 1970, 109-120; M. Mignucci, L'argomentazione dimostrativa in Aristote, Padova, 1975, I, 39-43. 55 Aristóteles, Anal. Post., 10, 76 a, 37. Para la estricta organización formal de la razón científica, cfr. G. G. Granger, La théorie aristotélicienne de la science, París, 1976. 56 Enrico Berti, L'unità del sapere in Aristotele, Padova, 1965, 28-31, 34-35.

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Los principios complejos son, en sentido estricto, los primeros principios de la demostración, los cuales ostentan las características de universalidad e inmediatez: la primera, por contener virtualmente la conclusión57; y la segunda, por ser primeros en su orden58.

2. La razón científica en ninguna de sus dimensiones (física, matemática,

etc.) puede probar la existencia de su objeto primero o principio incomplejo y de sus primeros principios. Porque sólo a la luz de tales principios la ciencia puede proceder a concluir lo que está contenido virtualmente en ellos. Fichte insistió acertadamente en un planteamiento similar, aunque con clave idealista. Para Santo Tomás toda inquisición científica implica la certeza del objeto que investiga y de ciertos principios comunes necesarios para investigar; y en su pesquisa ha de encontrar el principio propio sobre el cual concluye con certeza.

La razón científica, a juicio de Aristóteles, tiene dos limitaciones básicas. Primera, se mueve en el orden categorial, estudiando los particulares géneros de cosas, mientras la razón sapiencial se orienta en el orden transcendental, o sea, en el nivel del ser como ser. Segunda, previa a la operación de demostrar la necesaria pertenencia de un atributo o propiedad a un sujeto, la razón científica ha de acoger la esencia de dicho sujeto. Dicha operación “receptiva” o “acogedora” no puede ser justificada por la misma razón científica; ésta tampoco puede fundar o justificar ni la esencia ni la existencia de las cosas que trata; mientras que la razón sapiencial puede hacerlo. He aquí otro punto de coincidencia con la postura de Fichte.

Las distintas vecciones de la razón científica “se ciñen (perigra-yavmenai) al estudio de un cierto ente y a un cierto género (o[n ti kai; gevno" ti), pero no tratan del ser simplemente (aJplw'"), ni del ser en cuanto ser, ni dan ninguna justificación (oujdevna lovgon poiou'ntai) de la esencia (tou' tiv ejstin). Sino que partiendo de ésta, bien de la esencia conocida por medio de los sentidos, bien de la suposición (uJpovqesin) de la esencia, sacan demostraciones (apodeiknuvousin) más o menos necesarias, más o menos débiles, sobre aquellas cosas que por sí están incluidas en el género y sobre qué son. Por esta razón resulta evidente que, por medio de este modo de proceder (ejk th'" toiauvth" ejpagogh'"), no es la sustancia (oujsiva") o la esencia (tou' tiv ejstin) lo que demuestran, sino es la suya otra modalidad de manifestación (ti" a[lloß trovpo" th'" dhlwvsew") de las cosas. Por la misma razón, no dicen nada sobre 57 Por esta antecedencia virtual de la conclusión en los principios no puede decirse que los juicios que expresan tales principios sean analíticos o sintéticos en sentido kantiano (Cfr. Kritik der reinen Vernunft, B, 9-18). 58 J. De Vries, “Geschichtliches zum Streit um die metaphysischem Prinzipien”, Scholastik, 6, 1931, 196-221.

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la existencia o no existencia del género de seres de que se ocupan, porque conviene al mismo tipo de razonamiento (th'" aujth'" eijnai diauoiva") explicar la existencia (eij e[stin) y la esencia (tiv ejsti)”59.

Por tanto, la particular razón científica del físico, del matemático o del moralista no justifica la esencia que estudia ni dice nada acerca de si es (existe) o no es el objeto sobre el que versa. Sólo la razón sapiencial justifica su existencia (an est) y manifiesta su esencia (quid est); y esta última es tomada como medio para revelar la existencia60. Ambos aspectos son tratados por la razón sapiencial, en la medida en que considera el ente real como ente. Y así, la razón científica en todas sus dimensiones –física, matemática, moral, etc.– supone su objeto tanto en el aspecto existencial, como en el esencial61.

3. El hecho de que cada ciencia tenga sus principios propios y sea distinta, e incluso autónoma, respecto de otra ciencia excluye la “unicidad” del saber o la posibilidad de una ciencia universal –pretensión que arranca de Descartes y es acariciada por Fichte– de la que troncalmente se dedujeran las otras. Para la filosofía clásica, “no es posible demostrar los principios propios de una ciencia, porque los principios de los cuales podrían deducirse serían principios fundamentales de todo lo que es, y la ciencia a la que pertenecieran poseería una soberanía universal”62. Cierto es que la razón sapiencial conduce a un “saber de la unidad”, o sea, a un saber del principio que confiere unidad al ser; pero ello no le da derecho a constituir la “unidad del saber”. Sólo el constructivismo idealista hubiera mantenido semejante pretensión. La razón sapiencial “estudia el ente en cuanto ente (to; o]n h|/ o]n) y las cosas que pertenecen esencialmente

59 Aristóteles, Metaphys., VI, 1, 1025 b, 7-17. 60 Santo Tomás, In VI Metaphys., 1,1. 61 Suárez recoge una objeción al respecto, según la cual la “existencia actual no se requiere para que una cosa sea objeto de ciencia, sino que es algo accidental, y por esto no puede demostrarse, principalmente cuando se trata de los entes creados a quienes no conviene necesariamente”. A lo cual responde diciendo que la razón sapiencial “ayuda a las demás a demostrar que sus objetos existen o qué son en el grado en que ellas mismas lo suponen respecto de sus objetos. Porque las ciencias, hablando absolutamente, no suponen que su objeto existe actualmente, ya que esto es accidental para la razón de ciencia, exceptuando a la que trata de Dios, en quien la existencia es de su esencia; pero en las demás cosas, para la ciencia y el raciocinio no se requiere la existencia, si no es tal vez en algún caso de parte nuestra para investigar y hallar la ciencia, puesto que ésta la elaboramos a partir de las cosas mismas”. Por consiguiente, la razón sapiencial no demuestra que los objetos de las otras existen actualmente, sino que “en tanto puede afirmar que existen en cuanto ofrece principios para demostrar en qué grado del ser están colocados y qué esencia tienen. Y esto lo lleva a cabo, sobre todo, declarando la razón misma de ente y la de esencia o quididad, y en qué consiste; y después distinguiendo las diversas categorías de entes, bajo los cuales están contenidos todos los objetos de las ciencias” (Disput. Metaphys., I, Sect. IV, n. 10). 62 Aristóteles, Anal. Post., I, 9, 76 a, 16-22.

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a éste (ta; touvtw/ uJpavrconta kaq∆ auJto)”63. Por este motivo “no se identifica con ninguna de las ciencias llamadas particulares (ejn mevrei); pues ninguna de ellas indaga en universal (kaqovlou) sobre el ente en cuanto ente; sino que después de haber tomado una parte del ser (mevro" aujtou' ti ajpotemovmenai), estudian de ésta solamente sus accidentes, como hacen, por ejemplo, las cien-cias matemáticas”64. Que la razón científica estudie “partes del ente”, no significa que estudie cosas individuales; indaga el ente considerado no en cuanto ente, sino en cuanto caracterizado por una propiedad o atributo determi-nado, como el movimiento o la cantidad.

Por ejemplo, la razón científico-matemática considera la cantidad continua y la discreta, pero solamente en cuanto mensurable y numerable, no en cuanto ente; o sea, no trata de ella como accidente primero de la sustancia corpórea. El geómetra toma de otro saber lo que es la magnitud. La razón sapiencial, en cambio, enfoca esa cantidad como accidente propio de la sustancia corpórea, mas no como mensurable y numerable. Es claro que la mensurabilidad y numerabilidad no agotan la esencia de la cantidad ni exhiben su íntima estructura, sino su carácter meramente relativo, ya que las proporciones o los aspectos conforme a los cuales se hace la medida y la numeración son meras relaciones. Además, la razón científico-matemática recoge sólo de manera particular y concreta los principios primeros de sus demostraciones, es decir, los toma para su propio objeto y finalidad. Así, el principio “si a elementos iguales se les quitan partes iguales quedarán elementos iguales” es común a todas las cosas afectadas de cantidad, pues en ellas aparece lo igual y lo desigual. Pero la matemática se apropia este principio mientras recorta un ámbito de lo cuantitativo, el que constituye su materia propia: no considera el aspecto común de la cantidad en cuanto cantidad; esto lo hace la razón sapiencial. La mate-mática, en su concreción aritmética, recoge de la cantidad sólo lo concerniente al número y, en su flexión geométrica, asume lo referente a la magnitud. Por tanto, en este caso, la razón científica puede tomar el principio arriba enunciado sólo en cuanto afecta, por ejemplo, a magnitudes (líneas, superficies y volúmenes). A su margen queda la consideración de este principio en cuanto corresponde al ente como tal.

De manera que la razón sapiencial trata a la vez al ente real como tal y a la esencia de la cosa, puesto que cada cosa tiene el ser conveniente a su esencia. Pero la razón científica, en ninguna de sus flexiones hace mención de la esencia de la cosa y de la definición esencial que significa. Solamente procede desde la esencia a otros aspectos, utilizando dicha esencia como un principio dado.

63 Aristóteles, Metaphys., IV, 1, 1003 a, 21-22. 64 Aristóteles, Metaphys., IV, 1, 1003 a, 22-26. Para lo que sigue, cfr. S. Ramírez, De ipsa philosophia in universum, Opera Omnia, I, Madrid, 1970, 343-345.

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4. La razón sapiencial no juzga o defiende los principios que pertenecen a

los distintos ámbitos de la razón científica, en el sentido de que les otorgue evidencia; ésta la tienen ellos desde sí mismos. La justificación que de ellos hace no es otra cosa que una defensa de su verdad y una explicación del orden que guardan con las primeras causas. Tal defensa no es necesaria para obtener absolutamente la evidencia de aquellos principios, sino para que en la inteligencia humana quede más constancia de su verdad, al comparar la verdad de los inferiores con la de los superiores. Por tanto, la razón científica no requiere, en sus distintos ámbitos, la firmeza que proviene de la razón sapiencial que compara y explica: tal firmeza es meramente extrínseca, perteneciendo a la defensa de esos principios y a su comparación con las causas primeras.

A quien niegue los principios, la razón sapiencial lo conduce a una encrucijada, mostrando que sólo pueden negarse los menos comunes negando también los más comunes, de manera que de la negación surjan dos contradictorias simultáneas. El discurso sapiencial, pues, no justifica la verdad de esos principios; sólo muestra la inconveniencia que hay de no admitirlos. Esta notificación es inferior a la obtenida por la comparación de los mismos términos, pero es necesaria contra quienes niegan los principios o no entienden los términos de éstos; pero en ciertos casos es incluso más eficaz, puesto que lleva a admitir que no pueden ser negados.

Por otra parte, es claro que la razón sapiencial, en el proceso resolutivo-defensivo que establece respecto de los principios de las disciplinas científicas, no intenta probar tales principios a la luz de las conclusiones de estas disciplinas, pues habría un círculo vicioso en el comienzo del saber humano. Por ejemplo, si el objeto y los principios de la lógica fuesen probados por la razón sapiencial en la medida en que ésta procede según la lógica artificial o técnicamente elaborada, entonces se introduciría en un círculo vicioso. Pero la razón sapiencial no explica a la luz de la certeza refleja, sino de la certeza natural que, con anterioridad a la ciencia ya constituida, es ejercida o tenida por todo hombre. De ahí que ella pueda aclarar el objeto y los principios de la lógica procediendo simplemente conforme a la lógica natural, pero no todavía a la luz de las conclusiones de la lógica artificial. El proceso que aquí aparece no es un círculo vicioso, sino una “recirculación especulativa”, la cual es necesaria no para demostrar lo mismo por lo mismo, sino para explicitar la resolución de la conclusión en los principios. La especulación racional ha de partir de los principios para demostrar la conclusión; pero no parte de nuevo de la con-clusión para probar los principios, sino para lograr una “resolución” más distinta de la conclusión en los principios. Porque el razonamiento humano, “en la vía de adquisición o invención, parte de algo inteligido simplemente, que son los primeros principios, y, a su vez, en la vía del juicio procede resolutivamente,

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volviendo a los primeros principios en función de los cuales examina lo hallado”65.

Sólo dentro del círculo vicioso se infieren unos principios presuponiendo esos principios en el mismo orden. Mas dentro de la “recirculación especulativa” no hay principios del mismo orden, sino de orden diverso, como los adquiridos espontáneamente.

c) Función autofundamentadora: tarea manifestativa y defensiva 1. En su propio proceso de fundamentación, la razón sapiencial ha de

cumplir dos tareas básicas: manifestar ordenadamente los términos y principios sobre los que versa y defenderlos66.

La especulación ha de “dar razón” de sus afirmaciones bien por un movimiento demostrativo, bien por un proceso declarativo. El primero es exigido cuando la afirmación especulativa no tiene una evidencia inmediata; mas cuando posee una evidencia inmediata es útil entonces que sobre ella incida el proceso declarativo, a sabiendas de que la declaración no aumenta de suyo la evidencia y la certeza, sino que simplemente la confirma o ratifica.

La razón sapiencial no justifica por demostración los primeros principios, porque estos son indemostrables, o sea, evidentes de suyo. Tampoco los explica por definición de sus términos, ya que estos son indefinibles, justo por ser primeros y comunes. La explanación que de ellos hace es meramente declarativa, ordenando sus sentidos tanto en el aspecto etimológico como en el nivel semántico. Quiere esto decir que sobre las verdades primeramente evidentes no puede darse inquisición alguna para conocerlas inicialmente, pero sí para reconocerlas refleja y sistemáticamente. Esto es posible y necesario porque las primeras verdades y principios no son poseídos inicialmente de una manera que, bajo todo aspecto, ofrezca claridad y distinción; y han de ser reconocidas de modo explícito y distinto. La razón sapiencial logra de ellos un reconocimiento doctrinal ordenado y explícito, no sólo para después proceder sistemáticamente a desarrollar un cuerpo de doctrina, sino también para resolver directamente las dificultades propuestas contra ellos. Ha de examinar, por tanto, reflejamente el valor que tienen. En el curso de esta indagación surgirán tangencialmente algunas demostraciones propiamente dichas; pero el proceso mismo, en su significación fundamental, no es una demostración estricta.

65 STh I, 79, 8. 66 S. Ramírez, De ipsa philosophia in universum, Opera Omnia, I, 1, Madrid, 1970, 409-416.

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Tal proceso declarativo incide tanto en el nivel de la simple aprehensión, o primera operación mental, como en el de los juicios que versan sobre las primeras verdades.

2. Por lo que hace al orden de la primera operación mental, y dentro del

criterio realista del pensamiento, según Santo Tomás, los nombres comunísimos de ente y no-ente, todo y parte, etc., son explicitados por la razón sapiencial distinguiendo y enumerando sus sentidos, y ordenando o reduciendo tales sentidos a un sentido primero, con el que guardan una relación de posterioridad a prioridad.

Los términos de que constan los primeros principios del intelecto, como el de contradicción y el de identidad, son conocidos de todos, sin ejercitación laboriosa alguna, de manera atemática o confusa. El ente, que es el objeto propio de la inteligencia, tiene para la inteligencia un inmediato carácter omniabarcante. Por ejemplo, ante una manzana, cada facultad cognoscitiva capta instantáneamente su objeto formal: la vista percibe el color, el olfato el olor, el gusto el sabor y la inteligencia el ser o el ente. Y esta última logra su objetivo espontáneamente, sin duda, sin discurso, sin celosa investigación.

Pero aunque el ente es el objeto primero de la inteligencia, el más claro y fácil de todos, no por eso se logra de él con facilidad un amplio saber reflexivo. Pues el ente que cae bajo la primera aprehensión es máximamente potencial y posee la mayor extensión, confundido e involucrado en todo lo que se presenta a la mente. A través de la razón sapiencial el ente se hace actual y distinto y se manifiesta la analogía del ente a sus inferiores. Así, pues, el conocimiento espontáneo o natural que los hombres tienen de los términos ente y no-ente, unidad y multiplicidad, y otros similares, es confuso e indistinto, sin discernirse en él los diversos modos que encierra. Mas cuando la razón sapiencial revierte sobre ellos manifiesta dichos modos y hace explícita la analogía que llevan latente. De suerte que la razón sapiencial se refiere a la comprensión común o natural de tales términos como el conocimiento claro y distinto al oscuro y confuso, como lo reflejo a lo espontáneo.

En función de la explicitación del ente como tal logra la inteligencia también una noticia precisa de la sustancia y del accidente, del acto y de la potencia, etc. Este saber distinto y argumentado es arduo y supone una noticia detenida y detallada de los modos en que se presenta la idea de ente.

3. El nivel del juicio ofrece perspectivas similares. El saber elaborado y

conseguido con esfuerzo no puede consistir en una simple aprehensión, la cual es un conocimiento perfecto, en el que no se encuentra formalmente la verdad; ésta se da sólo en el juicio. Pero el saber reflejo y elaborado no consiste

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tampoco en el juicio absoluto y evidente de suyo que enuncia el principio de contradicción o de identidad; porque tal juicio inmediato es en sí mismo función del intelecto, mas no de la razón sapiencial. Esta se despliega con juicios comparados y mediatos, o sea, explicitando reflejamente los primeros principios y realizando su defensa contra quienes los niegan.

Por tanto, también el primer juicio del intelecto acerca del ente y no-ente (el principio de contradicción) es distinto del juicio sapiencial referido a esos mismos términos. Porque el primer juicio espontáneo del intelecto se realiza con gran naturalidad, sin industria racional y reflexiva: el intelecto es una determinación primera, tanto en el orden genético y real como en el orden gno-seológico. Pero el juicio sapiencial requiere esfuerzo reflexivo y larga indagación para que sus términos sean nítidamente discernidos y aclarados, atendiendo a la variedad de cosas y modos a que son aplicados o en que están implicados. Por ello, la razón sapiencial supone también, además del intelecto, la coordinación de otros hábitos racionales.

En resumen, desde el comienzo hasta el final de nuestra vida cognoscitiva, el ente comunísimo es lo primero y máximamente conocido para nosotros en la primera aprehensión y en el primer juicio del intelecto, aunque sea comprendido de manera confusa y atemática (in actu exercitu); tal conocimiento es precientífico. Pero el juicio sapiencial se refiere a los términos de ente y no-ente en la medida en que son explicitados y aclarados y, consiguientemente, en la medida en que son aprehendidos de manera distinta y elaborados cuidadosa-mente. La razón sapiencial reflexiona sobre la primera y espontánea expresión del intelecto, la examina y la dilucida; finalmente establece su verdad universal, defendiéndola contra quienes la niegan. Por lo tanto, el ente comunísimo, consi-derado por la razón sapiencial tanto en el nivel del concepto como en el del juicio, es de ardua captación y lo último que conocemos, porque exige una noticia solícita, distinta y explícita (in actu signato), así como una defensa de la verdad de tal noticia. Aunque la razón sapiencial hunda sus primeros pasos en el primer modo de comprensión espontánea y confusa del ente, se consuma y cierra en el segundo modo de conocimiento distinto y riguroso del ente como tal67.

67 Suárez explica que mientras los primeros principios son conocidos por sí mismos natural-mente y sin discurso alguno, la razón sapiencial sólo cumple su inquisición etiológica por discurso referido a conclusiones y proposiciones mediatas. La razón sapiencial no tiene por cometido emitir, acerca de los primeros principios, el asentimiento firme y evidente que el intelecto ya les otorgaba sin discurso. Por eso comenta Suárez que la razón sapiencial se ocupa de los primeros principios “no en cuanto son tales principios, sino en cuanto de algún modo son conclusiones”. En cambio, el intelecto versa formalmente sobre los principios como tales y como verdades inmediatas. Pero el intelecto no añade propiamente ninguna evidencia o certeza al

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4. La función manifestiva culmina en la ordenación que la razón sapiencial

hace de los principios a los términos sobre los cuales se fundan y a la realidad que expresan. Ramírez lo explica como sigue.

En el orden que guardan los términos transcendentales, después del ente está la unidad, a continuación la verdad y luego la bondad; y entre estos cuatro primeros términos el máximo o primero es el ente. De igual modo, entre los primeros principios hay un orden proporcional, conforme al cual es absolutamente primero el principio de contradicción, en cuanto está fundado en la noción de ente y no-ente; a continuación viene el principio de identidad, que se asienta en la idea de unidad; luego el principio de razón de ser, que se basa en la idea de verdad; por último, el principio de finalidad, que se cimenta en la idea de bien. En dichos principios la razón sapiencial encuentra un orden, pues unos se hallan implícitamente en otros y todos se reducen a un primero, justo el que dice que es imposible afirmar y negar simultáneamente. La “ordenación” establecida es en definitiva una “reducción” a un principio primero, que es una tarea esencial que Fichte asignaba a la razón sapiencial.

Pero la razón sapiencial –fuera de un criterio “constructivista” del conocimiento– ordena también los principios primeros del conocimiento a los principios primeros o causas últimas de la realidad, juzgando la verdad de aquéllos a la luz de la causa y principio de toda verdad.

5. La explicitación que la razón sapiencial realiza sobre los primeros

principios tórnase defensiva tan pronto como se enfrenta a quienes los impugnan o niegan68. Mas si para explicitarlos y defenderlos no le cabe apelar a

asentimiento de los principios obtenidos naturalmente, sino que “añade únicamente prontitud y facilidad” en el ejercicio de aquella evidencia y certeza. Por el contrario, la razón sapiencial “añade certeza y evidencia”, porque logra el asentimiento a la misma verdad de un modo nuevo, o sea, por discurso, y con un medio nuevo. No obstante, apunta Suárez que este aumento no es intensivo, sino extensivo; la razón sapiencial no aumenta la evidencia o certeza, ni tampoco la intensidad del asentimiento producido por el intelecto. Ella, que no opera sobre tal asentimiento, sólo proporciona un nuevo modo de asentimiento acerca del objeto o de su materia, por medio de un acto claramente distinto. Además, comparados los dos actos de asentimiento, no es más cierto el asentimiento de la razón sapiencial que el del intelecto, porque siempre es preciso que el asentimiento de la razón sapiencial se apoye en algunos primeros principios evidentes de suyo. Y por eso dice Suárez que la razón sapiencial “no aumenta intensivamente la evidencia o certeza sobre los primeros principios, sino sólo extensivamente, proporcionando una nueva evidencia sobre los mismos” (Disput. Metaphys., I, Sect. IV, n. 19). 68 Por ejemplo, el principio de contradicción, que es condición necesaria para todo discurso racional, no puede ser demostrado, pero sí defendido por refutación: Aristóteles, Metaphys., IV,

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otros principios, sino a los suyos, ¿no le ocurrirá entonces que explica lo mismo por lo mismo, o sea, que no explica nada? ¿Pueden acaso unas mismas verdades estar al comienzo y al final de una explicación?

Para superar estos obstáculos, la filosofía del Aquinate establece en el ámbito de la razón sapiencial una jerarquía de principios, uno de los cuales, justo el que consta de términos inmediatamente conocidos, es más universal que los otros; tal es el principio “algo es o no es”. La razón sapiencial ha de reflexionar sobre estos principios y reducir al absurdo, mediante dos proposiciones contradictorias, a quienes los nieguen. Si alguien niega incluso el principio primero “algo es o no es”, sólo cabe demostrarle que hay repugnancia en los términos.

De modo que la razón sapiencial no vuelve sobre sus principios para probarlos, sino para explicitarlos y defenderlos de los argumentos contrarios. Porque no hay inconveniente en que, dentro del mismo objeto primario, se encuentren varias verdades que se aclaren recíprocamente. Y es lo que ocurre en el ámbito de la razón sapiencial, donde un principio se “aclara” por otro, no por demostración a priori por un medio intrínseco –pues tales principios son proposiciones evidentes y carecen de medio de prueba– sino por un medio extrínseco, o por ejemplos y semejanzas, alumbrando una formalidad implícita desde otra expresa en la misma naturaleza del principio.

En resumen, aunque la razón científica, en todas sus dimensiones (física, matemática, moral, etc.) dependa del intelecto como de algo principal, a su vez, intelecto y razón científica dependen de la razón sapiencial como de algo principalísimo69, justo por la alta tarea manifestiva y defensiva que ésta tiene.

1006 a 5-17. Santo Tomás comenta que “las ciencias ni prueban sus principios ni disputan contra quienes niegan los principios, porque esto lo dejan a una ciencia superior. Pero la suprema de ellas, a saber, la Metafísica, disputa contra quienes niegan sus principios, en el caso de que el adversario conceda algo; pero si no concede nada, no puede disputar con él; aunque puede disolver sus razones” (In I Metaphys., I, 8). 69 “Scientia dependet ab intellectu sicut a principaliori. Et utrumque dependet a sapientia sicut a principalissimo, quae sub se continet et intellectum et scientiam ut de conclusionibus scientiarum diiudicans, et de principiis earumdem” (STh I-II, 57, 2, 2m).

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4. Niveles y tareas de la razón científica

a) Preponderencia moderna de la razón matemática

1. Tanto Aristóteles como Kant explicaron minuciosamente el hecho de que la ciencia no trata de lo particular y de lo contingente, sino de lo universal y de lo necesario70. La ciencia intenta descubrir causas y leyes, o sea, lo más general de las cosas; por otra parte, de lo individual sólo puede haber noticia intuitiva y directa. Las causas y leyes encontradas son, además de universales, necesarias, de modo que sin ellas las cosas quedan privadas de inteligibilidad; la ciencia ve la señal de la necesidad en la constancia con que las leyes se expresan en el universo. Necesario es lo que no puede ser de otra manera, en la medida en que proviene de sus principios; y dado que toda disciplina pretende conocer su objeto de un modo necesario, la índole de los principios dará la pauta de la necesidad de lo que una disciplina considera.

Para Aristóteles la necesidad surgida de un principio final es moral: el principio final se presenta atrayendo o polarizando mediante el conocimiento; la tendencia así despertada es libre; y por esta libertad queda fundada la moralidad: el orden moral se constituye por este tipo de necesidad. Por otra parte, la necesidad que proviene del principio eficiente es física: el eficiente mueve, haciendo que una cosa quede constituida actualmente en móvil: en el orden físico se da este tipo de necesidad. Por último, la necesidad derivada del principio formal puede ser o real o intencional, según dos tipos de formas: real, o constitutiva del orden real, e intencional, constitutiva del orden conocido en cuanto conocido; pues bien, tanto la necesidad matemática como la necesidad lógica coinciden en este estatuto propiamente intencional.

Pero frente a estos órdenes de necesidad –considerados por Aristóteles como órdenes científicos– se ha impuesto en la edad moderna una actitud reduccionis-ta, según la cual lo científico equivale a lo matemático. Por ejemplo, las estructuras sociales sólo serían objeto de ciencia cuando se matematizaran. Esta actitud plantea el problema de saber si además de los conceptos matemáticos se dan conceptos sociológicos o históricos, por ejemplo, que se expresen por relaciones específicas no matemáticas. Mas para ciertos autores, la relación verdadera es la matemática, confundiendo quizás el lenguaje preciso y comuni-cable con el lenguaje matemático. Sustraerse a la matemática equivaldría a sustraerse a la ciencia.

70 Aristóteles, Metaphys., I, 1-2; Anal. Post., I 28, I 31; Metaphys., VI 1. Kant, Kritik der reinen Vernunft, Einleitung, B 1-19.

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Este proceder tiene que parecer erróneo a todo el que esté convencido de que los conceptos matemáticos tienen sus límites, los cuales no deben ser rebasados en perjuicio de otros conceptos. Todavía está cercano el día en que al modelo geométrico de Minkowski, que perfeccionaba la relatividad restringida de Einstein, le fue atribuída significación realista: habría una identidad óntica de lo espacial y de lo temporal, porque en el modelo se expresaba una indisociable unión de las relaciones espacio-temporales. Esta interpretación olvidaba la profunda heterogeneidad existente entre el formalismo matemático del modelo de Minkowski y la realidad física.

2. Por eso, es necesario plantearse la cuestión acerca del estatuto propio del

orden ideal y de sus flexiones matemáticas y lógicas; porque la Matemática y la Lógica tienen como tarea y fin común la investigación de las estructuras puras. Este planteamiento tiene además la utilidad de poner sobre el tapete el sentido de la referencia de lo matemático a lo físico, por una parte, y de lo matemático a lo lógico, por otra.

Corrientemente se afirma sin vacilar que la Matemática no es mera ciencia de la cantidad; la Matemática estudiaría, no la cantidad, sino el “orden”, pues “con la filosofía aristotélica de la cantidad no puede sacarse una doctrina que explique todos los aspectos de ese enorme hecho cultural que es el conocimiento matemático”71. Mediante la Matemática, como “ciencia del orden”, se haría así posible el empleo de escalas de tipo intensivo en las ciencias positivas: lo intensivo sería matematizable, pero no cuantificable; lo extensivo sólo sería cuantificable.

Para tener una visión más ajustada del alcance de estas afirmaciones –y para no echar sobre las espaldas del aristotelismo un fardo que no le corresponde–, conviene poner de manifiesto la raigambre cartesiana de semejante tesis. En la segunda Regla afirma Descartes: “Rechazamos los conocimientos probables y establecemos el principio de que sólo debemos aceptar los conocimientos ciertos y que no dejen lugar a la más pequeña duda”72. En esta Regla Descartes no sólo sostiene que el conocimiento necesario es mejor que el probable y que, por lo tanto, el conocimiento matemático es el mejor de todos por ser un

71 D. Dubarle, “Remarques sur la philosophie de la formalisation”, Rev. de Métaphys. et Morale, 4, 1955, 358. Para Leibniz “el cálculo no es otra cosa que un operar mediante símbolos, no solamente en el caso de la cantidad, sino en cualquier otro razonamiento”, Carta a Tschirnhausen de 1678, en el vol. IV de Mathematische Schriften, ed. de Gerhardt, Berlin-Halle, 1849-63, reimp. 1961, 462. Afirma Leibniz que “no todas las fórmulas expresan una cantidad, y se pueden escoger infinitos tipos de cálculo”, Opuscules et fragments inédites, ed. de Coutourat, Paris, 1903, 556 (reimpreso en 1961). 72 Reglas para la dirección de la mente, en Obras Escogidas, Buenos Aires, 1965, 200.

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conocimiento necesario; afirma además que el conocimiento verdadero es el conocimiento matemático: lo verdadero es lo necesario, lo necesario es lo matemático. Por eso, “de todas las ciencias conocidas, sólo al estudio de la Aritmética y de la Geometría nos lleva la observación de esta regla”73. Este método sólo podía ser universalizado, o sea, aplicado a todos los problemas posibles, eliminando de las Matemáticas la cantidad, suprimiendo con ello también los signos algebraicos que la expresan. El objeto sería el “orden” mismo entre los objetos, materiales o no: “Debemos referir a las Matemáticas todas las cosas en que se examina el orden y la medida, importando poco se trate de números, figuras, astros, sonidos o de cualquier otro objeto si se investiga esa medida u orden. Debe, pues, existir una ciencia general que explique todo lo que podemos conocer relativo al orden y a la medida sin aplicación a ninguna materia especial”74. Si para Aristóteles el método de cada ciencia viene determinado por la naturaleza de su objeto, para Descartes las distintas ciencias no son más que expresiones de la misma razón humana; y la razón verdadera sería siempre razón matemática. Las Matemáticas no estudiarían ya la cantidad, sino la universalidad del “orden”, donde lo hubiere. Con lo cual se identifica, a su vez, la Matemática con la Lógica.

b) Lo real y lo ideal 1. Para Aristóteles la Lógica y la Matemática definen y demuestran apelando

al principio formal: el lógico y el matemático consideran las cosas bajo la perspectiva de sus principios formales; y la única imposibilidad que se les puede presentar es aquella que va contra la razón formal de las cosas. Ambas disciplinas, por su aspecto formal, prescinden del movimiento y de la materia: del principio eficiente, final y material. Pero ello no significa que haya que reducir los aspectos eficientes y finales al mero aspecto formal de la realidad. Para Aristóteles, de los cuatro principios considerados, sólo el formal otorga el ser de un modo absoluto; los otros tres son principios del ser de un modo relativo, o sea, en la medida en que una cosa recibe dinámicamente el ser.

Además, Lógica y Matemática coinciden en otro punto: ambas se sitúan en un orden de intencionalidad refleja, justo en aquella intencionalidad propia de las cosas conocidas en tanto que conocidas. Pues, en cuanto conocidas, las cosas presentan una flexión entitativa que de suyo no tolera el carácter sensible

73 Ib., 201. 74 Regla IV, op. cit., 207.

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y singular de la materia; a saber, presentan la universalidad y la posibilidad de predicación. Estos atributos –universalidad y predicabilidad– son puras relaciones ideales, entes de razón con una objetividad peculiar.

En verdad, para los aristotélicos hay dos órdenes de intencionalidad: un orden directo, constituido por la intelección de las cosas extramentales, y un orden reflejo, constituido por la modulación inteligible que sigue a la manera de entender; este segundo orden intencional es fundado por la inteligencia al reflexionar sobre sus conocimientos y, por tanto, no se corresponde directamente con nada de lo que existe en las cosas: no se refiere a las cosas mismas, sino a las cosas en cuanto conocidas (por ejemplo, no hay nada en las cosas extramentales que corresponda al aspecto intencional que la lógica designa como género o especie). La inteligencia no sólo capta las cosas extramentales, sino también su carácter de entendidas; y lo mismo que hay una concepción intelectual a la que corresponde la cosa extramental, también hay una concepción intelectual referida a la cosa captada en cuanto tal: a la concepción del hombre corresponde el hombre extramental y a la concepción del género o de la especie “hombre” corresponde solamente el hombre captado en cuanto captado. Este nivel reflejo de intencionalidad no está en las cosas reales, porque la intencionalidad entendida consiste únicamente en su mismo ser entendida. No por ello es mera ficción; y aunque su fundamento próximo esté en la misma inteligencia, posee un fundamento remoto en las cosas.

2. La existencia intencional –raíz de lo ideal– puede actualizar en su propio

nivel tanto lo que se da efectivamente o puede darse en la realidad, como lo que sólo se da o puede darse en la inteligencia como puro objeto de ésta. En tal sentido, la existencia intencional es más amplia (aunque no más originaria) que la existencia natural. Este hecho aclara la distinción que surge en el seno de lo ideal entre irrealidad y arrealidad. Así, las esencias llamadas reales (en acto o en potencia) pueden darse con los dos tipos de existencia: de modo natural (fuera de la inteligencia), constituyendo la realidad propiamente dicha; y pueden existir también en la inteligencia, como objetos conocidos, constitu-yendo entonces la irrealidad estrictamente dicha (el “universal real” de la Escuela). Las esencias que sólo pueden darse con existencia intencional, y nada más que con ésta, constituyen el ámbito de la arrealidad (el “ente de razón” de la Escuela): las negaciones y las relaciones de pura razón son, pues, arreales.

Aunque pueda extrañar esta terminología, su utilización queda justificada –una vez hecha la aclaración oportuna–, habida cuenta del uso que sobre todo Husserl y su escuela hacen de dichos términos. La antítesis que se encuentra en las Investigaciones Lógicas entre lo real y lo ideal sufre una modificación en las Ideas, pues lo real, sinónimo antes de existente, se reduce ahora a significar la

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existencia de los entes mundanos, no mentando ya la de la conciencia, que, aunque existente, no es ente mundano.

La esencia ideal tiene por término opuesto al hecho. Husserl distingue, pues, hechos reales y hechos no reales, hechos mundanos y hechos de conciencia. Pero los hechos de conciencia que son calificados de irreales no son los hehos psíquicos. Estos son hechos reales, hechos del mundo. Sólo los hechos de la conciencia pura (y por tanto, en su intencionalidad estrictamente transversal) merecen el calificativo de irreales, no significando esta irrealidad nada más que su no inserción en el mundo real. De esta manera, lo real se opone tanto a la idealidad de la esencia cuanto a la irrealidad de la conciencia. Por consiguiente, no basta definirlo por su oposición a la esencia, pues así lo que quedaría definido no sería lo real, sino el hecho; es decir, se definiría lo que diferencia a éste de la esencia, pero no lo que diferencia al hecho real del que no lo es. Si frente a la idealidad de la esencia que se caracteriza por su intemporalidad y universalidad, se define el hecho como lo individual y temporal, la definición del hecho real será la determinación del modo como queda asumida esa temporalidad o individualidad75.

Husserl elabora la oposición de lo ideal a lo real y a lo irreal al margen de la noción de arrealidad; pero lo arreal se opone a lo real de una manera muy distinta a como se opone lo “ideal fenomenológico” a lo “real fenomenológico”. La terminología aquí introducida (realidad, irrealidad, arrealidad) era necesaria desde el momento en que: primero, no se reduce lo real a lo temporal, de suerte que la conciencia misma debe calificarse de real; y segundo, se descubre que lo ideal no se agota en el campo de las “esencias fenomenológicas”.

3. Es así necesario abrir en lo ideal una doble vertiente. Una esencia que es

despojada de su singularidad concreta en la realidad, adquiere en la inteligencia que la aprehende una existencia precisa, a saber, la existencia objetiva. Pero esta existencia objetiva que las esencias pueden tener en la inteligencia no hace de ellas sin más algo arreal. El hecho de ser conocido –la existencia objetiva– es compartido tanto por lo irreal (por ejemplo, el carácter universal de “hombre”) como por lo arreal (por ejemplo, la “quimera”). Pero lo irreal es afectado sólo extrínsecamente por el hecho de ser conocido, puesto que su índole entitativa no sufre en modo alguno deterioro o incremento por ser conocida. Cuando la estructura o esencia real “hombre” se conoce por abstracción, queda revestida 75 Puede recapitularse el pensamiento de Husserl en este esquema: -Realidad -Física Hechos -Psíquica -Irrealidad: Conciencia Esencias: -Idealidad.

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de ciertas condiciones intelectuales –como la de existir objetivamente–, las cuales no merman ni amplifican su naturaleza. Su carácter irreal significa entonces que, en cuanto abstraída, sólo se presenta en la inteligencia y, en cuanto conocida, su existencia propia es la objetiva, la de hacer de objeto para la inteligencia. En cambio, lo arreal agota todo su ser en terminar el acto de la inteligencia. El carácter objetivo de la esencia irreal no es constitutivo de ésta, pero sí lo es de la esencia arreal. La inteligencia otorga universalidad tanto a una como a otra; en tanto que universales, ambas no poseen más existencia que la objetiva en la inteligencia. Pero lo arreal es de tal índole que se agota en existir de esa manera objetiva: le conviene existir única y exclusivamente de modo objetivo, rechazando incluso otro modo de existir; se agota en ser puro objeto; su carácter objetivo se reduce a contra-ponerse a la inteligencia; por lo tanto, no puede existir fuera de ella. La inteligencia hace que exista idealmente como objeto suyo aquello a lo que, absolutamente hablando, repugna la existencia natural.

Lo arreal no tiene así causa eficiente, ya que no es efectuado en la realidad; no obstante posee un fundamento formal, a saber, aquello conforme a lo cual es configurado objetivamente en la inteligencia. De este modo, lo arreal podrá tener o podrá carecer de fundamento real; en este último caso es formado por nuestro puro arbitrio: el “centauro” o la “quimera” son ejemplos de estructuras arreales sin fundamento real. Por otra parte, lo arreal que posee fundamento real puede ser: bien una carencia de entidad que se concibe como un ente, por ejemplo, las tinieblas y la nada; bien una relación de razón, como la especie, el género, el predicado, etc. En ambos casos lo arreal se contrapone formalmente y de modo rotundo a lo real, o sea, se opone a éste en el hecho de que no es siquiera susceptible de existencia real estricta.

c) Razón matemática y razón lógica 1. Propiamente debe calificarse de arreal el orden intencional reflejo de las

cosas entendidas, en cuanto tales: la intencionalidad propia del género o de la especie –conceptos manejados por el lógico– es de esta índole; con ella se despliega la Lógica. En cambio, las esencias reales o naturales son los objetos propios de las demás ciencias, las cuales operan en un orden directo de intencionalidad (orden irreal). La Matemática, por su parte, coincide con la Lógica en marginar la materia singular y sensible, pues considera tan sólo la cantidad abstracta –continua o discreta–; piensa, pues, la magnitud y la multitud bajo el preciso respecto de su mensurabilidad o su numerabilidad. Así, pues, la Matemática –para Santo Tomás– no estudia la cantidad física como propiedad natural de los cuerpos: eso es tarea específica de la Física; más bien, estudia la

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cantidad formalmente, como cantidad pura, o sea, como mensurable, divisible y numerable. No es por tanto correcto afirmar que Santo Tomás asignó a la Matemática la cantidad como objeto (de suerte que la Matemática moderna, por contraposición a la antigua, habría de estudiar el “orden”, mas no la cantidad). La cantidad matemática posee unos atributos distintos de las propiedades de la cantidad física, pues ésta es susceptible de aumento o disminución y es divisible indefinidamente, mientras que la cantidad física tiene un término definido, una latitud determinada.

2. De lo expuesto se advierte el carácter puramente formal de la Lógica y de

la Matemática, ya que en ellas se marginan la materia física y las cualidades activas y pasivas; ambas se sostienen con principios exclusivamente formales.

Es obvio que las figuras ideales, definidas por el geómetra, no pueden ser engendradas o compuestas realmente. Y así el estatuto gnoseológico del juicio referente a la línea matemática difiere del estatuto propio del juicio referente a la línea sensible. La línea recta, en tanto que línea recta matemática, toca a la esfera sólo en un punto, cosa que no ocurre con la línea sensible o física. Los atributos de ese nivel intencional desde el que opera el matemático no convienen a la cantidad física extramental, sino sólo a la cantidad en tanto que entendida; o sea, en tanto que en ella ha sido marginado su estado real físico, habiéndose retenido tan sólo su modalidad matemática. Este nivel intencional no es nada más que un cierto orden arreal limitado a la pura cantidad, a diferencia del orden arreal lógico, que se extiende a todas las cosas76. La intencionalidad lógica se define, pues, por los caracteres de universalidad y predicabilidad; la intencionalidad matemática, por los caracteres de divisibilidad y mensurabilidad. Tales caracteres son puramente formales, pues prescinden de la materia; de ahí que ambas disciplinas demuestren apelando al principio formal.

Así la Geometría estudia la cantidad continua como susceptible de figuración y mensuración. La considera, en primer lugar, como figurable, o sea, expresable en figuras geométricas (figuras de triángulo, círculo, pirámide, etc.); la considera también como mensurable (en el uso corriente decimos que algo mide tanto o cuánto), por ejemplo, al cifrar numéricamente la longitud de una línea o el volumen de un cuerpo. Ahora bien, la figura es forma, justamente forma de lo cuantitativo como tal, forma propia de la cantidad; y es forma, 76 Acerca de esta comunidad intencional de la Matemática con la Lógica, no todos los clásicos están de acuerdo. Pero Santo Tomás afirma taxativamente de la Matemática: “Et simile est, inquit, de aliis quae consequuntur ex modo intelligendi, sicut est abstractio mathematicorum et huiusmodi” (In I Sent d. 2, 3 c). Para toda esta cuestión cfr. S. Ramírez, De Ordine, 194-199, cuya argumentación sigo aquí.

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porque de suyo la figura prescinde de toda materia y de todo aspecto sensible. También la medida tiene en sí carácter de forma, pues es principio de conocimiento de lo medido; o sea, por la medida se conoce la cantidad de la cosa. Por su parte, la Aritmética estudia la numeración de la cantidad discreta; y como la unidad es la primera medida del número, por ella todo número es medido. Pero a su vez, la unidad responde a la forma, ya que desde la forma tienen las cosas su ser y, por ende, su unidad. La forma garantiza o custodia el ser y la unidad de las cosas; en cambio, la división y la pluralidad responde más bien a la materia77.

Con lo dicho basta para calibrar la frecuente simplificación que se hace de la gnoseología aristotélica. Por una parte, es necesaria la delimitación de órdenes, porque si a lo considerado por el matemático no le afecta la finalidad y el movimiento, carece de sentido establecer las estructuras matemáticas como principios eficientes o finales de lo real. La estructura móvil requiere, además de la posible consideración matemática, una consideración teleológica. Mas por otra parte, es preciso destacar que el aristotelismo jamás consideró a la Matemática como una ciencia de la cantidad, sin más78; la Matemática estudia el orden, aunque no la totalidad del mismo; se ocupa de las relaciones de orden –en un nivel intencional reflejo– aplicables a la cantidad posible o real.

d) Adecuabilidad de las estructuras ideales a las reales 1. “Los llamados pitágóricos, que fueron los primeros en cultivar las

Matemáticas, no sólo hicieron que estas avanzaran, sino que con ellas creyeron que sus principios eran los principios de todos los entes”79. Este intento pitagórico de acudir a la Matemática para explicar la realidad física es sólo una imagen diminuta de lo que en la actualidad significa el orden ideal matemático para la Física. La presencia del cálculo absoluto de Ricci-Curbastro y Levi-

77 S. Ramírez, De Ordine, 198. 78 El aristotelismo entendió siempre la cantidad como un “ordo”: el orden que las partes guardan en la totalidad (S. Th. I, 14, 12 ad 1). Orden significa aquí la posición que cada parte mantiene fuera de las demás. La cantidad hace que un sujeto tenga partes dispuestas una fuera de otra. La cantidad encierra la multiplicidad de partes y el orden posicional de esa multiplicidad según referencias de prioridad y posterioridad. Esta es la cantidad categorial. Si se prescinde de este orden y se considera solamente la multiplicidad de entes tomados conjuntamente, se puede hablar entonces de cantidad trascendental. El número trascendental es la pluralidad de entes como tales, prescindiendo de si son simples (carentes de cantidad) o compuestos (cuantitativos). Sólo con la incidencia de la cantidad estricta surge la posibilidad de la matematización. Lo puramente simple se posee unitariamente, indivisamente, y no requiere el análisis matemático.

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Cività y de la geometría diferencial de Rieman en la teoría de la relatividad de Einstein, hace tan difícil el acceso a esta teoría que muy pocos físicos llegan a entenderla cabalmente. En la Física atómica, Heisenberg tuvo que utilizar el álgebra de matrices, no aplicada aún por los físicos, para expresar las relaciones entre magnitudes, con lo que la teoría adquirió un impresionante grado de abstracción y complejidad, muy alejada de la representación intuitiva de la geometría euclidiana o de las ecuaciones diferenciales de la física clásica. El físico pide insistentemente al matemático algoritmos más penetrantes para reducir a unidad la variedad de los fenómenos80.

2. Cuando la Matemática confluye con la Física para constituir la llamada

ciencia físico-matemática, los momentos matemáticos se presentan como lo formal respecto de los momentos físicos. Por eso, las ciencias físico-matemáticas eran reconocidas ya por Santo Tomás como “más afines a la matemática, pues lo que en su consideración es físico, figura como algo cuasi material, pero lo que es matemático, figura como lo cuasi formal: tal ocurre con la música, que considera los sonidos no en tanto que son sonidos, sino en tanto que existen según números proporcionados”81.

e) Razón física y razón moral 1. La reducción de todos los planos a un todo unívoco es un postulado

injustificado e inverificable. Ya los hechos biológicos se muestran rebeldes a la matematización completa: la finalidad que los define no se puede reducir a los mecanismos que esa finalidad utiliza como instrumentos, ni la expresión matemática de tales mecanismos explica definitivamente lo vivo. Cuestión distinta es si podemos agotar la esencia de lo vivo incluso por otros conductos no matemáticos de intelección. Santo Tomás afirmaba rotundamente que ni siquiera podemos conocer la esencia de una mosca82, por la sencilla razón de que la materia impide que la inteligencia se posesione directamente de la esencia de las cosas sensibles; en este caso, la única verdad que podemos 79 Aristóteles, Metaphys., I, V, 985 b, 23-26. 80 “Es cierto que la naturaleza no nos ofrece generalmente por sí mismas las magnitudes cuyo estudio y medida deben servir de base a las investigaciones de la Física; estas magnitudes tenemos que extraerlas de la realidad por un esfuerzo de abstracción en el que interviene todo el conjunto de nuestros conocimientos teóricos y de nuestras maneras habituales de pensar”: Louis de Broglie, Physique et microphysique, París, 1947, 90. 81 In Boet. de Trinitate, 5, 3 ad 6. Como ciencias físico-matemáticas eran consideradas por los medievales la Óptica y la Astronomía.

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alcanzar nos viene por las expresiones de la esencia: las propiedades. De aquí se desprende también que la simple aplicación de un cálculo matemático a las ciencias no da lugar a que éstas se hagan, en todos sus planos, tan evidentes como las Matemáticas mismas. Lo que de abstracto hay en la inteligencia sólo se puede aplicar con validez a lo que encierra de realidad y no a lo que hay más allá de ésta.

También la reducción de lo físico a lo lógico acarrea consecuencias incalcu-lables; sobre todo, porque el lógico demuestra ateniéndose exclusivamente al principio formal –como se dijo– mientras que el físico debe atender también al principio material, final y eficiente. El orden lógico y el orden físico son así completamente distintos; por ejemplo, aquellos aspectos o elementos que coinciden en el nivel lógico, pueden diferir radicalmente en el nivel físico. La inteligencia humana y la encina coinciden, desde el punto de vista lógico, en el género de sustancia; pero desde el punto de vista físico son incomparables: un aristotélico diría –y con razón– que la inteligencia humana no es una sustancia esencialmente cambiante, como la encina, porque siendo radicalmente inmaterial no puede sufrir una transformación de ese tipo. El lógico considera aquellas dimensiones intencionales en las que lo material puede convenir con lo inmaterial, pero el físico considera las cosas según el ser que poseen en la realidad. Los principios de la Física no tienen la misma firmeza y necesidad que los principios propios de la Matemática y de la Lógica: a veces pueden fallar accidentalmente, por ejemplo, en los casos taratológicos: en cambio, los principios lógicos y matemáticos son absolutamente necesarios, jamás pueden fallar, pues se fundan en el solo principio formal. Por eso, las deducciones lógicas y matemáticas se realizan con todo rigor y con total certidumbre, independientemente de cualquier referencia sensible o verificación experimental; por el contrario, la Física es en grado sumo experimental, tanto en el comienzo como en el término: sus conclusiones deben ser confirmadas y comprobadas por la experiencia. Por eso mismo, difícilmente conoce la Física la íntima esencia de las cosas, conformándose la mayoría de las veces con un conocimiento de la cosa según ésta aparece, o sea, a partir de su dinamismo. Incluso con frecuencia sus principios son sólo probables (hipótesis) y su materia no es claramente sensible ni experimentable; en este caso no se puede tener ciencia perfecta, aunque por otra parte puedan ser conocidos con certeza los movimientos de esos cuerpos y los rastros observados a través de ciertos aparatos, como el telescopio o la cámara de Wilson.

2. Todo lo que cabe decir de la Física hay que afirmarlo de la Ética, cuyas

estructuras son aún más concretas que las de la Física: su materia, el acto 82 Expos. in Symbol. Apost., a. 2.

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humano libre, es más fugaz y contingente. Los principios próximos de la moralidad son menos firmes y necesarios que los de la naturaleza: la deducción y aplicación de los principios morales no admiten un rigor matemático o físico; basta una certeza probable. Las demostraciones de la Ética se apoyan en el principio final; importa, pues, más la flexión o la modalidad de lo hecho que la esencia del mismo: la Ética versa sobre el bien y el mal morales, y de estos justamente prescinden el lógico y el matemático, por el preciso nivel epistemológico en que se sitúan. Reducir la Ética a una Lógica del lenguaje moral, por ejemplo, equivale a obturar cualquier salida posible para comprender el fenómeno moral en su verdadera significación. Así, para R. M. Hare83, la Ética no sería más que un estudio lógico; Hare no quiere construir una Ética (filosofía normativa), sino una Metaética (filosofía de las normas) a través del lenguaje: el análisis del lenguaje de la moral posibilitaría el discernimento del ámbito moral en el que actúa el hombre de modo no reflejo. Ahora bien, la Ética yerra su cometido si intenta desenvolverse en sus demostraciones apelando al principio formal, pues su objetivo propio no estriba en conocer la esencia de las cosas, sino en dirigir las acciones humanas a sus fines adecuadamente morales.

3. Y no sólo cabe distinguir el orden arreal del orden irreal. Ya se ha visto

que en el orden arreal existe el momento matemático y el momento lógico. Pues también en el orden irreal se da una discriminación de planos, como la establecida por lo que en el siglo XX se ha conocido como ciencias humanas y ciencias de la naturaleza. Las ciencias humanas se refieren a las diferentes actividades del hombre considerado como ser inteligente y libre; este tipo de actividades, individuales o colectivas, en que se expresa la libertad y la inteligencia humana, constituye el objeto irreductible de tales ciencias. El mismo hombre, visto solamente como parte del mundo, como producto de la naturaleza, como un organismo dependiente de su medio, como producto evolutivo de procesos filogenéticos u ontogenéticos, es objeto ya de las ciencias de la naturaleza. En cambio, las ciencias humanas tratan de lo específicamente humano, del hombre que crea su propio ámbito de acción, en el cual se manifiesta lo social, lo histórico y lo cultural. Y si por ciencia se entiende un conocimento racional (no meramente sensitivo, sino desplegado por abstracción y discurso en conceptos, juicios y raciocinios, sometidos a las leyes y reglas del pensar racional) y sistemático (en donde no quepa la contradicción o la incoherencia, sino el encadenamiento riguroso), ese conocimiento de lo humano puede ser “científico” tanto como el conocimiento propio de las ciencias de la naturaleza. La ciencia estudia lo general (pues no hay ciencia de

83 The Language of Morals, Oxford, 1952.

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lo individual) y lo necesario: pero entiéndase que la ciencia no prescinde de lo individual y de lo contingente, pues más bien desde lo individual y contingente se remonta a lo universal y necesario.

Aunque la ciencia busque lo general y necesario, no por eso ha de ligarse a un ideal positivista. Las ciencias humanas no pueden excluir la determinación científica, ya que exigen el principio de razón suficiente o de inteligibilidad, el cual enuncia que todo fenómeno está determinado o tiene su razón de ser; razón de ser que evidentemente es distinta en cada ámbito de lo real. De lo contrario, se extendería a toda la realidad un tipo de determinación, justo el que vale para sólo uno de sus planos, postulándose que el ámbito natural y el ámbito espiritual forman un todo unívoco y que, por ende, son reductibles a una ley única. Frente a ello se imponen los tipos esencialmente distintos de determinación, de legalidad y de inteligibilidad. También las ciencias humanas establecen leyes, las leyes morales, que se refieren al hombre en tanto que está dotado de libertad; incluso les cabe establecer leyes estadísticas, referentes al comportamiento libre, individual o colectivo, en tanto que es regular y previsible; esto último se hace en la medida en que los hechos humanos pueden expresarse en términos matemáticos, pero no más allá: donde exista expresión cuantitativa, las Matemáticas tienen algo que decir, sin que con ello se deba reducir lo real a lo matemático.

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CAPÍTULO VI

INTELECTO PRÁCTICO Y RAZÓN PRÁCTICA

1. Orden especulativo y orden práctico

a) Praxis y razón práctica 1. Por claridad metodológica sigo adoptando el vocablo “inteligencia” para

referirme a la facultad cognoscitiva que trasciende por encima de lo sensible. Otras expresiones ya han quedado precisadas dentro de una explicación general del orden de la inteligencia. Así, “intelecto” designa la función intelectual de conocer inmediata e intuitivamente los primeros principios del orden teórico y práctico. En cambio, “razón” se emplea para la función mediata y discursiva de sacar conclusiones, la cual puede ser también tanto especulativa como práctica.

Para trazar con precisión el límite que hay entre lo especulativo y lo no especulativo, conviene advertir que la inteligencia es especulativa cuando tiene por objeto la verdad de las cosas en sí mismas consideradas; la verdad especulativa es la conformidad del pensamiento con la realidad, con las cosas efectivas: en este caso la inteligencia se limita a “aprehender” los objetos. Mas cuando la inteligencia tiene por objeto la verdad referida a la voluntad y a las obras es práctica; su misión no es ya aprehender los objetos, sino “dirigirlos para realizarlos”. La verdad práctica es la verdad de las obras en orden a un bien; no es un reflejo de la cosa que nos incita externamente, sino la regla y la norma de lo que tiene que realizarse externamente. Ni hay dos facultades, sino la extensión de una sola inteligencia a la operatividad humana1.

1 Cfr. L. E., Palacios, La prudencia política, Madrid, 1946, 49-52.

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2. Dado que “práctica” trae su significación de “praxis”, conviene preguntar qué es la praxis. Solían estar de acuerdo los maestros de la Escuela de Sala-manca en que la praxis tiene tres notas: primera, que es un acto posterior a la intelección; segunda, que es un acto propio de una potencia distinta de la razón; y tercera, que para ser recto, ese acto ha de ser emitido conforme a la recta razón2. La operación que de manera primaria y esencial se llama “praxis” –y a partir de la cual se llaman prácticas otras operaciones– no es la operación de la razón, sino la de otras potencias distintas, a saber, la voluntad en las operacio-nes humanas llamadas agibles, y las potencias exteriores y tansitivas en las operaciones naturales llamadas factibles. No obstante, los actos de la razón misma pueden llamarse prácticos, mas no por el hecho de ser operaciones intelectuales, sino porque o bien caen, retrospectivamente, bajo la elección libre de la voluntad o bien se ordenan, prospectivamente, a la operación de otra potencia distinta, participando así de lo práctico. Esto último es lo que le ocurre a la razón práctica.

Estos maestros invocaban la autoridad de Aristóteles3 y de Santo Tomás4, quienes habían enseñado que la razón práctica versa sobre la praxis o dirige las acciones de otra potencia distinta de la razón; en cambio, la razón especulativa no sale fuera de la misma inteligencia. Porque la razón especulativa no se refiere a la cosa para hacerla, sino para saber de ella: no dirige para hacer, sino para saber y para eliminar la ignorancia. A su vez, la razón práctica no se refiere a la cosa sólo para conocerla, sino para que sea hecha: no considera las causas en sí mismas, sino en orden a la obra. Por tanto, para que la razón sea práctica no sólo se requiere que verse sobre una cosa susceptible de hacerse, sino también que su conocimiento mismo se ordene a la obra. Pero el acto racional es especulativo no sólo cuando su materia no es un objeto susceptible de hacerse –como la esencia del hombre–, sino también cuando su objeto, siendo susceptible de hacerse, es considerado tan sólo como cognoscible científica-mente y bajo el aspecto de su verdad. Además, el principio de la razón especu-lativa está en las cosas mismas y de ellas tomamos el conocimiento: este 2 Francisco de Araújo, Commentaria in universam Aristotelis metaphysicam tomus primus, quinque libros complectens, Burgos & Salamanca, Juan Bautista Varesio & Antonia Ramirez, 1617; l. II q 3 a2. 3 En efecto, Aristóteles enseñaba que la razón práctica es principio del obrar, y por eso difiere de la razón contemplativa; pero ese obrar es una acción extraintelectual, propia de otra potencia, porque la razón especulativa también es, en su propio interior, principio de obrar. Aristóteles, De anima III cap. 10; Metaphys. II, cap. 2. 4 Santo Tomás había dicho que “lo práctico u operativo se diferencia de lo especulativo por la obra exterior; y por eso, el hábito especulativo no se ordena a esta, sino sólo a la obra interior de la inteligencia” (STh I-II q57 a1 ad 1). Por “obra exterior” entiende el Aquinate no sólo la acción transitiva, sino también la acción inmanente que no es intelectual, sino de otra potencia.

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conocimiento se conforma con las cosas, siendo perfecto cuando es adecuado a ellas. Por eso, respecto a la razón especulativa, el objeto es un principio y una regla. Pero respecto a la razón práctica, ocurre lo contrario, porque el principio está en el sujeto: éste es la causa de las cosas y su conocimiento es la medida de las cosas mismas, de modo que las cosas son perfectas cuando se adecuan y se conforman al conocimiento del sujeto.

Por tanto, aunque de una manera general se diga que la razón práctica se propone hacer y poner en obra la verdad, mientras que la razón especulativa se dirige a la verdad para conocerla, en realidad no debe llamarse práctico cual-quier acto racional emitido, sino el acto que dirige la efectuación de una obra y la ordena mediante reglas, de modo que no sólo haya una operación emitida, sino también un objeto que, tanto en su preparación operativa como en su eje-cución, necesita de reglas directivas para hacerse, y no sólo reglas orientadas a ser conocido científicamente5.

b) Funciones y principios: intelecto práctico y razón práctica 1. En el orden práctico puede establecerse cierta analogía entre las activida-

des internas de la inteligencia y las actividades externas: si en las obras externas existe la acción misma (la construcción de un barco) y su producto (el barco mismo hecho), también en las obras interiores de la inteligencia –tanto de la especulativa como de la práctica– existe el acto mismo de entender y su pro-ducto o resultado, que es el concepto, llamado por los medievales “verbo men-tal”. Ese verbo mental puede ser simple, en forma de mero término o definición, correspondiente a la simple aprehensión intelectual; y puede ser también com-puesto, ya sea en forma de enunciación o de proposición intelectual, correspon-diente al juicio inmediato, ya sea en forma de silogismo o de argumentación, correspondiente al juicio mediato o discurso. “Así como en los actos exteriores podemos distinguir la operación y la obra, por ejemplo, la edificación y el edificio, así en las operaciones de la inteligencia cabe distinguir también su acto, que consiste en inteligir y discurrir, y lo producido por este acto. Hablando de la inteligencia especulativa, este producto es triple: primero, la definición; segundo, la enunciación; tercero, el silogismo o argumentación. Ahora bien, 5 Desde hace varias décadas se reivindica en varios sentidos el papel de la razón práctica, pres-tando especial atención al caso de Aristóteles. Cfr. Manfred Riedel (ed): Rehabilitierung der praktischen Philosophie, 2 Bde, Freiburg, 1972, 1974. También: Willi Oelmüller (ed): Materia-lien zur Normendikussion, Bd. 2: Transzendetalphilosophische Normenbegründung, Paderborn, 1978; Bd. 2: Normenbegründung-Normendurchsetzung, Paderborn, 1979; Bd. 3: Normen und Geschichte, Paderborn, 1979.

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como la inteligencia práctica emplea, a su vez, una especie de silogismo orde-nado a la operación [...] debemos encontrar en la misma inteligencia práctica algo que sea respecto de la operación lo que en la razón especulativa son las proposiciones respecto de la conclusión. Y estas proposiciones universales de la inteligencia práctica, ordenadas a la operación, son precisamente la ley, bien que sean consideradas por la inteligencia de manera actual, bien que sólo se encuentren en ella de manera habitual”6. Por eso dice Santo Tomás que la ley es un producto, a saber “un producto de la inteligencia práctica, como en el orden especulativo lo es también la proposición”7.

La norma, el precepto, la ley son también un “verbo mental”, un concepto compuesto que surge de la inteligencia práctica, en forma de enunciación o de proposición imperativa.

Pero antes de proseguir, es necesario explicar brevemente, pero con preci-sión, la diferencia que existe entre el “intelecto práctico” y la “razón práctica”.

2. Sobre la diferencia entre intelecto y razón ya ha quedado indicado que

ambas instancias son las coordenadas gnoseológicas del pensamiento, según el Aquinate, tanto en el orden especulativo, como en el orden práctico.

La inteligencia humana encierra dos órdenes de actualidad. La primera y fundamental es la del intelecto, cuyo contenido está formado, en el orden especulativo, por los primeros principios teóricos; y en el orden práctico, por los primeros principios prácticos. La segunda y derivada es la de la razón, cuyos contenidos, en el orden especulativo, son las proposiciones científicas y, en el orden práctico, las proposiciones prudenciales.

¿De dónde surge la necesidad de poner un “intelecto” junto a la “razón? He aquí una respuesta sintética, de la que los capítulos anteriores son un extenso comentario: “Es preciso que en la naturaleza humana exista, acerca de la verdad, un conocimiento sin inquisición, tanto en el orden especulativo, como en el orden práctico; y es preciso que este conocimiento sea principio de todo conocimiento ulterior, tanto en el orden especulativo como en el orden práctico, porque los principios han de ser necesariamente más estables y ciertos. Consi-guientemente es preciso que este conocimiento sea naturalmente congénito al hombre, pues contiene ciertamente una especie de semillero de todo conoci-miento ulterior: al igual que preexisten ciertos gérmenes naturales en todas las naturalezas de las que se siguen operaciones y efectos. Y es preciso también que

6 STh I-II q 90 a1 ad2. 7 STh I-II q 94 a1.

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ese conocimiento sea habitual, para que de inmediato pueda ser utilizado cuando fuese necesario”8.

La configuración del intelecto humano como tal tiene su preciso puesto ontológico dentro de una jerarquía de seres: “La perfección de la naturaleza espiritual consiste en el conocimiento de la verdad. De ahí que existan unas sustancias espirituales superiores que sin ningún movimiento o discurso obtie-nen inmediatamente un conocimiento de la verdad, o sea, con una captación primera y repentina o simple, como ocurre en los ángeles, por cuya causa decimos que tienen un intelecto deiforme. Pero hay otras sustancias inferiores que no pueden llegar al conocimiento perfecto de la verdad si no es mediante cierto movimiento, por el que discurren de una cosa a otra, de modo que partiendo de cosas conocidas llegan a tener noticia de las desconocidas, lo cual es propio de las almas humanas. Y por eso llamamos a los ángeles sustancias intelectuales; pero a las almas las llamamos racionales. Pues el intelecto designa un conocimiento simple y absoluto; por eso decimos que alguien tiene intelección cuando de algún modo lee interiormente la verdad en la misma esencia de la cosa. Pero la razón designa un cierto discurso, por el que el alma humana llega o logra conocer pasando de una cosa a otra: de ahí que Isaac en el libro De definitionibus dijera que el raciocinio es un curso de la causa a lo causado. Ahora bien, cualquier movimiento procede de algo inmóvil, como dice San Agustín (en VIII Super Genesim ad litteram, cap. 20 y 24). El fin del movimiento es la quietud, el reposo, como dice Aristóteles (V Physic.). Y al igual que el movimiento se compara con el reposo como con un principio y con un término, así la razón se compara con el intelecto como el movimiento con el reposo y la generación con el ser”9.

No deben ser confundidos, pues, el intelecto y la razón, de la misma manera que tampoco deben ser confundidos lo “inmediato” y lo “mediato”. “La razón implica cierto discurso de una cosa a otra; en cambio, el intelecto implica una aprehensión instantánea de alguna cosa: por eso el intelecto versa propiamente sobre los principios que se ofrecen inmediatamente al conocimiento, a partir de los cuales emite la razón conclusiones que se llegan a conocer mediante inquisición. Por tanto, al igual que en el orden especulativo no puede haber error en el intelecto, sino en la deducciones de las conclusiones a partir de los principios, así también en el orden práctico el intelecto es siempre recto, pero la razón es recta y no recta”10.

Esta distinción de intelecto y razón no es de facultades. Hay una sola facultad cognoscitiva espiritual, la inteligencia, que encierra una diferencia de 8 Ver q16 a1 ad2. 9 De Ver q15 a1. 10 In II Sent d24 q3 a3 ad2.

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funciones o de procedicimientos. “No hay en el hombre una potencia especial por la que de modo simple y absoluto, y sin discurso, obtenga el conocimiento de la verdad, sino que la adquisición de la verdad ocurre en él por cierto hábito natural que se llama intelecto teórico; o intelecto práctico, si se trata de verdades morales y jurídicas”11.

3. En correspondencia con esa diversidad de funciones, existe también una

diversidad de principios. De un lado, los principios primeros y comunes; de otro lado, los principios propios y más determinados, que son a la vez conclusiones de aquéllos y principios inmediatos de otras conclusiones más remotas. “Los primeros principios por los que la razón se dirige en el orden práctico son evidentes de suyo; y acerca de ellos no es posible el error, como tampoco es posible el error en quien se pone a demostrar acerca de los primeros principios. Esos principios del orden operativo conocidos naturalmente pertenecen al intelecto práctico, como ‘hay que obedecer a Dios’, y semejantes. Pero al igual que en las ciencias demostrativas que parten de principios comunes no son deducidas las conclusiones si no es mediante los principios propios y determinados a ese género –principios que contienen la fuerza de los primeros principios– así en el orden prácico, donde la razón se pone a pensar usando un cierto silogismo para encontrar cuál sea el bien, parte de principios comunes y llega, mediante ciertos principios propios y determinados, a la conclusión de esta operación determinada. Ahora bien, estos principios propios no son naturalmente evidentes de suyo como los principios comunes, pero llegan a ser conocidos mediante la inquisición de la razón. Y como la razón que se pone a relacionar a veces se equivoca, por eso acontece que yerra acerca de estos principios”12.

A diferencia de un espíritu puro o “intelectual”, el hombre es propiamente “racional” porque alcanza el conocimiento de la verdad con esfuerzo, pasando o discurriendo de una cosa a otra, o sea, razonando. Aunque por su “intelecto” el hombre llega, por simple inteligencia y sin discurso, a conocer los primeros principios especulativos y prácticos, lo cierto es que lo específico del hombre es razonar o discurrir: es animal racional.

En síntesis, el conocimiento intelectual propiamente dicho versa sobre los principios evidentes por sí mismos, no sobre las conclusiones como tales; su modo es sencillo, no complejo ni complicado; su cualidad es absoluta, no referencial, porque no necesita de la comparación con un tercer término, que es el término medio, para hacer presente la verdad. En cambio, el conocimiento racional versa propiamente sobre las conclusiones como tales, no sobre los 11 De Ver q15 a1. 12 In II Sent d39 q3 a2.

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principios evidentes por sí mismos; su modo es complejo y complicado, no solamente de un término con otro, sino también de una o varias proposiciones con otra o muchas; y su cualidad es esencialmente referencial, no absoluta, porque no llega a conocer la verdad sino después de comparar el término mayor y menor del razonamiento con el medio. “El movimiento de la razón que llega al conocimiento de lo desconocido en un proceso inquisitivo se desarrolla aplicando principios comunes evidentes de suyo a determinadas materias, y de ahí procede a sacar algunas conclusiones particulares, y de estas otras”13.

El “intelecto práctico” es un hábito –una cualidad permanente– que contiene los primeros principios universales de la ley natural: “En el intelecto práctico están los principios universales del derecho natural; por eso es preciso que rechace todo aquello que se hace contra el derecho natural”14.

De esos principios del “intelecto práctico” no cabe ignorancia ni error alguno; en cambio, puede haber error en las conclusiones, al igual que ocurre con el intelecto y la razón en el orden especulativo.

2. Inteligencia y voluntad en la fundación del orden práctico

a) La prioridad noética de la simple aprehensión

1. Desde la función aprehensiva de la inteligencia se origina la bifurcación de los órdenes “especulativo” y “práctico”.

La inteligencia, con sus funciones originales (intelecto y razón), emite tres tipos de actos: la aprehensión, el juicio y el raciocinio. La diferencia entre la inteligencia “especulativa” y la “práctica” no reside propiamente en ella misma como facultad, sino en sus actos. ¿Cuál de ellos? El de la simple aprehensión es un acto primero: no hay otro que le preceda. Tal acto se da con anterioridad a la división de la inteligencia en especulativa y práctica; pertenece a la inteligencia absolutamente como primer acto suyo. No es, pues, preciso que haya una simple aprehensión práctica, distinta de la simple aprehensión absolutamente dicha. Basta que los primeros términos de ésta, como el ente y el no-ente, queden referidos a la voluntad, revestidos del carácter de “bueno” o “malo”,

13 De Ver q11 a1. 14 In II Sent d7 q1 a2 ad3.

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para provocar así el primer juicio del intelecto práctico, juicio que fue llamado “sindéresis”15.

Pues bien, en la sinergia existente entre la voluntad y la inteligencia, la voluntad no es excitada, en la especificación de su primer acto, por una inteligencia práctica que emitiera ella misma un acto de simple aprehensión, sino por la inteligencia práctica que emite un juicio primario. Esta es la que le presenta a la voluntad el objeto bajo la índole propia de bien. Sólo la inteligencia que juzga presenta a la voluntad el objeto bajo la índole propia y formal del bien, cosa que no hace la inteligencia que emite un acto de simple aprehensión.

En realidad, la índole formal del bien es posterior –tanto en sí misma como en referencia a nosotros– a la índole formal de la verdad. Y resulta –repito– que la índole formal de la verdad no se halla en la simple aprehensión intelectual, sino solamente en el juicio. Luego la índole formal del bien no se puede encontrar en una plausible simple aprehensión práctica, sino en el juicio práctico.

Así pues, aunque es importante comprender que la inteligencia práctica es naturalmente posterior a la inteligencia especulativa, más importante si cabe es comprender que la la inteligencia práctica no emite propiamente actos de simple aprehensión, sino de juicios, apoyándose siempre en una simple aprehensión previa y no realizada por ella.

2. Se ha dicho que la inteligencia meramente especulativa aprehende el ente

y la verdad de manera absoluta, en sí, sin relación al apetito, abstrayendo o prescindiendo de la bondad y de la maldad, de lo apetecible y de lo inapetecible; y que, en cambio, la inteligencia práctica considera la verdad en orden al bien o en cuanto se manifiesta como apetecible o inapetecible. Pero esto acontece mediando el juicio.

15 “Sicut igitur humanae animae est quidam habitus naturalis quo principia speculativarum scientiarum cognoscit, quem vocamus intellectum principiorum; ita etiam in ea est quidam habitus naturalis primorum principiorum operabilium, quae sunt universalia principia iuris naturalis; qui quidem habitus ad synderesim pertinet. Hic autem habitus non in alia potentia existit, quam ratio; nisi forte ponamus intellectum esse potentiam a ratione distinctam, cuius contrarium supra, dictum est. Restat igitur ut hoc nomen synderesis vel nominet absolute habitum naturalem similem habitui principiorum, vel nominet ipsam potentiam rationis cum tali habitu. Et quodcumque horum fuerit, non multum differt; quia hoc non facit dubitationem nisi circa nominis significationem. Quod autem ipsa potentia rationis, prout naturaliter cognoscit, synderesis dicatur, absque omni habitu esse non potest; quia naturalis cognitio rationi convenit secundum habitum aliquem naturalem, ut de intellectu principiorum patet”. De Ver q16 a1.

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Precisamente desde el juicio hay que entender la tesis de que la verdad y la bondad se identifican realmente con el ente, aunque difieran en sus aspectos formales: de modo que en su más profundo sentido se incluyen la una a la otra mutuamente. Decía Santo Tomás: “La verdad es un cierto bien, pues de otro modo no sería apetecible. También el objeto del apetito puede ser la verdad en cuanto tiene índole de bien, como cuando alguien apetece conocer la verdad, entonces el objeto de la inteligencia práctica es el bien ordenable a las obras, pero bajo la razón de verdad; en efecto, también la inteligencia práctica conoce la verdad, al igual que la inteligencia especulativa, pero ordena la verdad conocida a las obras”16.

La “simple aprehensión” de una cosa buena no exhibe todavía perfectamente la cualidad de su bien, aunque en cierto modo la inicie; y por eso, no excita perfectamente a la voluntad, sino sólo de manera incoativa e imperfecta; y eso no basta para un puro querer perfecto o completo.

Sólo en cuanto la inteligencia práctica primariamente juzga, también excita a la voluntad en la especificación de su primer acto; y esto es decir que mueve por el intelecto práctico, o sea, por la sindéresis, cuyo primer acto y primer principio es: hay que hacer el bien y evitar el mal.

Así la inteligencia práctica es, como tal, estrictamente judicativa y supone la aprehensión. A esta inteligencia, determinada ya como práctica, se le llama pro-piamente “intelecto práctico”, cuyo primer acto y principio es: “hay que seguir el bien y evitar el mal”. Entonces, en cuanto “práctica” la inteligencia es algo más que aprehensiva, a saber, judicativa. Queda así mostrado que mediante un juicio inmediato e intuitivo se constituye el intelecto práctico “moral”. En cambio, mediante un juicio discursivo se constituye la “razón práctica”.

Queda también aclarado que el acto del intelecto moral que especifica el primer acto de la voluntad humana no es una simple aprehensión, sino un juicio primero. Ello se explica porque el carácter “formal” del bien es de suyo posterior al carácter “formal” de la verdad. Y ésta no se da en la simple aprehensión, sino en el juicio. Sólo en el juicio moral se encuentra el carácter formal de bien, requerido para especificar el acto de la voluntad. Aunque antes de que se exprese formalmente la verdad y la bondad de una cosa en el juicio, es preciso que tal verdad y bondad se den incoativamente en la aprehensión.

De manera que el primer acto de la voluntad debe ser especificado por el acto del intelecto. Los actos de la voluntad acerca del fin corresponden al orden de la intención. Después la razón práctica, en cuanto discursiva y posterior al acto por el que la voluntad tiende a su fin, se orienta a la ejecución de las obras.

16 STh I q79 a11 ad1.

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b) Correlación entre inteligencia y voluntad 1. Si en el aspecto cognoscitivo teórico los principios y las conclusiones se

reparten respectivamente el orden objetivo del intelecto y de la razón, en el aspecto conativo, los fines y los medios se reparten respectivamente el orden objetivo de la voluntad natural y de la voluntad deliberativa. Y al igual que la inteligencia es una, pero con dos funciones, también la voluntad es una, asimismo con dos funciones: la que mira al fin y la que mira a los medios. “La voluntad, en cuanto naturaleza y en cuanto deliberativa no difieren por la esencia de la facultad, porque lo natural y lo deliberativo no son diferencias de la voluntad en sí misma, sino en tanto que ella sigue al juicio de la inteligencia. Porque en la inteligencia hay algo naturalmente conocido, como un principio indemostrable en el orden de las operaciones, el cual se comporta como un fin, porque en el orden operativo el fin viene a ser un principio. Consiguientemente lo que es fin del hombre es conocido por la inteligencia como bueno y apetecible, por lo que la voluntad que sigue a este conocimiento se llama voluntad como naturaleza. Ahora bien, hay cosas que son conocidas por la razón mediante inquisición, tanto en el orden práctico como en el teórico; y en ambos casos, a saber, tanto en lo operativo como en lo especulativo, ocurre que la razón investigadora yerra; de ahí que la voluntad que sigue a ese cono-cimiento de la razón se llame deliberativa, pudiendo tender hacia el bien y hacia el mal”17.

De modo que el “intelecto práctico” versa sobre los fines –especialmente sobre el fin último– y la “razón práctica” versa sobre los medios. A su vez, y de la misma manera, la voluntad se inclina naturalmente al fin último y, mediante hábitos adquiridos o virtudes, a los medios conducentes a dicho fin. “Al igual que en la voluntad no puede haber virtud moral en lo concerniente al fin, debido a que hacia él existe inclinación natural, tampoco puede haberla en la inteligencia en lo concerniente al fin, porque el fin es principio en el orden práctico. Por tanto, al igual que en el intelecto especulativo hay principios congénitos de las demostraciones, así en el intelecto práctico hay fines propios connaturales al hombre: por lo tanto, acerca de ellos no hay un hábito adquirido ni infuso, sino natural, como el concerniente al intelecto práctico. En con-clusión, la inteligencia práctica es del orden operativo en tanto que trata de aquellas cosas que están dirigidas al fin”18.

17 In II Sent d39 q2 a2 ad2. 18 In III Sent d 33 q2 a4 qla 4.

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2. Y lo mismo ocurre proporcionalmente con la voluntad de fines y de medios, o sea, con la «voluntad natural» y con la «voluntad deliberativa». “La voluntad versa acerca del fin y acerca de los medios para alcanzarlo; y tiende a ambas cosas de modo diferente. Efectivamente, al fin se encamina de manera simple y absoluta, como a algo bueno por naturaleza; en cambio, a los medios se dirige por una cierta relación comparativa, en cuanto que resultan buenos en orden al fin. Y por eso el acto de la voluntad orientado a un objeto querido por sí mismo, v. gr. la salud, llamado por el Damasceno thelesis, esto es, simple voluntad, y denominado por los Maestros voluntad como naturaleza, es de distinta índole que el acto de la voluntad que se dirige a un objeto querido en orden a otro, como es tomar una medicina, denominado por el Damasceno bulesis, es decir, voluntad consultiva, y llamado por los Maestros voluntad como razón. Pero esta diversidad de actos no diversifica las potencias, porque ambos actos se fijan en una sola razón común del objeto, que es la bondad”19.

De modo que respecto a los fines está la voluntad telética; respecto a los medios, la voluntad bulética. “Porque la voluntad se refiere a una cosa de dos modos. De un modo, principalmente; de otro modo, secundariamente. Princi-palmente la voluntad se dirige al fin, que es el motivo por el que queremos todo lo demás. Secundariamente se refiere a los medios, cosas que se enderezan al fin y que queremos por el fin. Pero la relación que la voluntad tiene a lo querido que es secundario no es como a una causa, sino solamente es tal a lo querido principal que es el fin”20.

En consecuencia, el orden de la acción se rige por unos principios primarios (la ley natural primaria) que corresponden al intelecto práctico y a la voluntad natural; y se rige también por unos principios secundarios (ley natural secun-daria) correspondientes a la razón práctica y a la voluntad deliberativa. Lo primero es conocido por el intelecto intuitivamente y apetecido naturalmente por la voluntad; lo segundo es conocido por discurso de la razón y elegido por el libre albedrío. “El intelecto conoce los principios naturalmente, y este conocimiento causa la ciencia de las conclusiones, que el hombre no conoce de modo natural, sino por hallazgo o por doctrina. Tratándose de la voluntad, el fin es, respecto a ella, lo que son los principios con respecto al intelecto, como se dice en II Physicorum. Por eso la voluntad tiende naturalmente al fin último; pues, por naturaleza, todo hombre quiere la felicidad. De esta voluntad natural proceden, como de su causa, todas las demás acciones de la voluntad, ya que todo cuanto el hombre quiere lo quiere por el fin. Ahora bien, el amor del bien que el hombre quiere naturalmente como un fin es el amor natural; pero el

19 STh III q18 a3. 20 De Ver q23 a1 ad3.

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amor que se deriva de él, que es del bien que se ama por el fin, es un amor electivo”21.

Teniendo en cuenta las relaciones recíprocas entre inteligencia y voluntad, podría establecerse el siguiente cuadro sinóptico, referente a la constitución de los principios (especialmente los prácticos, los de la ley natural): Primeros principios Teórico Intelecto Natural: Fines Primeros principios Práctico Voluntad Inteligencia Proposiciones segundas Teórica Razón Deliberativa: Medios Proposiciones segundas Práctica

En el nivel conativo, el hombre manifiesta una apetencia de la voluntad

telética, proporcionada a los juicios inmediatos de nuestra razón; y manifiesta una voluntad deliberativa, proporcionada a los juicios prácticos mediatos de nuestra razón.

Lo cual significa que en el orden práctico hay entre la inteligencia y la voluntad la siguiente correlación de funciones: el “intelecto práctico” establece los fines que la voluntad como tal apetece; la “razón práctica” dispone los medios a ellos conducentes y que elige el libre albedrío como tal. Como en el orden práctico los fines tienen índole de principios y los medios índole de conclusiones, el “intelecto práctico” y la “voluntad natural” connotan los primeros principios de la ley y del derecho natural, mientras que la “razón práctica” y el “libre albedrío” connotan sus conclusiones22.

c) Ámbito de los principios prácticos: la ley natural como principio 1. Con lo dicho queda apuntado que la ley natural expresa, de un lado, un

ajustamiento correlativo al juicio inmediato y a la simple inclinación del hombre en cuanto intelectual; y de otro lado, expresa un ajustamiento compa-rativo y consecutivo, deducido por la razón, a partir de los primeros principios absolutos del “intelecto práctico”, y correlativo al juicio mediato y a la 21 STh I q60 a2. 22 De Ver q5 a1.

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inclinación de la “voluntad deliberativa”. Por tanto, la ley natural abarca, en el orden práctico, tanto lo referente al intelecto como a la razón: de un lado, el orden de los principios (inmediatos e intuitivos) y los fines; de otro lado, el orden de las conclusiones y los medios. A su vez, en cuanto a los medios, unos serán generales y otros particulares, de la misma manera que unas conclusiones son próximas y fáciles, y otras son remotas y difíciles.

El conocimiento y el juicio del “intelecto práctico”, lo mismo que la incli-nación de la “voluntad natural”, son absolutos y sin comparaciones con un término medio, precisamente por referirse a lo verdadero y a lo bueno por sí mismos; porque los primeros principios son verdaderos y evidentes por si solos, y el fin último es igualmente bueno y apetecible por si mismo. Por el contrario, el juicio de la “razón práctica” y la elección del libre albedrío son esencialmente comparativos con un término medio para deducir o determinar el justo medio de la virtud moral y para elegir el medio mejor o más conducente al fin.

Dicho de otro modo: el intelecto práctico posee unos juicios que son inme-diatos y absolutos: contienen la ley puramente natural o primaria; la razón práctica posee unos juicios que son mediatos, comparativos y propios de la razón como tal: contienen la ley secundaria o derivada, bien sea por deducción o conclusión inmediata de la ley natural primaria; bien sea por simple determinación de la ley natural primaria o secundaria, lo cual forma el derecho puramente positivo23. “A la ley natural pertenecen, en primer lugar, ciertos preceptos comunísimos que son conocidos de todos, y luego, ciertos preceptos secundarios y menos comunes que son como conclusiones muy próximas a aquellos principios”24. Y si bien la ley natural es completamente inmutable en lo que se refiere a los primeros principios de la misma, en cambio, “en lo tocante a los preceptos secundarios –que, según dijimos, son como conclusiones más determinadas derivadas inmediatamente de los primeros principios–, también es inmutable en cuanto mantiene su validez en la mayoría de los casos, pero puede cambiar en algunos casos particulares y minoritarios por motivos especiales, que impiden la observancia de tales preceptos”25.

En síntesis, el “intelecto práctico” no es una facultad, sino el hábito de una facultad intelectual, cuyo contenido son los primeros principios del orden moral y jurídico; y la “voluntad natural”, en correspondencia con ese conocimiento, es un acto emanado de la misma naturaleza de la voluntad, o sea, pertenece a la voluntad como naturaleza volitiva. Mas el conocimiento de las conclusiones –o principios secundarios deducidos de los primarios–, es obra de la razón práctica, discursiva. “El fin de las virtudes morales es el bien humano; y el bien del alma 23 STh I q58 a3; q60 a1; STh I-II q1 a5; q10 a1-2; q51 a1; q91 a2; q94; STh II-II q57, a 2-3. 24 STh I-II, q94 a6. 25 STh I-II q94 a5.

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humana consiste en estar regulada por la razón, como demuestra Dionisio (en el c. 4 De div. nom.). Es, por lo tanto, necesario que se dé previamente en la razón el fin de las virtudes morales. Y así como en la razón especulativa hay cosas conocidas naturalmente de las que se ocupa el intelecto, y cosas conocidas a través de ellas, o sea, las conclusiones que pertenecen a la ciencia, así en la razón práctica preexisten ciertas cosas como principios naturales, y son los fines de las virtudes morales, porque, como ya hemos expuesto, el fin en el orden de la acción es como el principio en el orden del conocimiento. Hay, a su vez, en la razón práctica algunas cosas como conclusiones, que son los medios, a los cuales llegamos por los mismos fines. De éstos se ocupa la razón práctica prudencial que aplica los principios universales a las conclusiones particulares del orden de la acción. Por eso no incumbe a la razón práctica prudencial imponer el fin a las virtudes morales, sino sólo disponer de los medios”26.

2. La ley natural contiene, en primer lugar, los primeros principios del orden

moral, verdaderos y evidentes por sí mismos a todo hombre que tenga uso de razón; son proposiciones o enunciados del “intelecto práctico”, por los que se manda seguir lo interna y manifiestamente bueno, y se prohíbe apetecer y ejecutar lo intrínseca y evidentemente malo: por ejemplo, “se debe hacer el bien y evitar el mal”, “no se debe hacer a los demás lo que no queremos que ellos hagan a nosotros”, “se debe obrar siempre conforme a la recta razón”, “no se debe atentar contra la vida”. “En la inteligencia humana hay un hábito natural de los primeros principios del orden operativo que son los primeros principios del derecho natural; ese hábito pertenece al intelecto práctico”27.

También el derecho natural consiste, primariamente, en el contenido de esos mismos principios o enunciados del “intelecto práctico”.

La ley natural significa o expresa algo intrínseco, una propiedad necesaria de la esencia humana, no algo contingente o advenedizo; de suerte que, en sentido primario, es de ley natural lo intrínseca y necesariamente bueno y justo28, el contenido de los primeros principios de orden moral, que nos son naturalmente conocidos sin esfuerzo alguno. Tales principios primeros del orden práctico se corresponden, en su estatuto genoseológico, con los primeros principios del orden especulativo: “El primer principio del intelecto especulativo, que es el principio de contradicción, debe ser de tal manera que no sea obtenido por demostración o por otro procedimiento similar, sino que se presente como si la naturaleza lo poseyera, como si fuese conocido naturalmente y no por adquisición. Los primeros principios se hacen conocidos 26 II-II q47 a6. 27 Ver 16 1c. 28 STh I-II q71 6 ad4.

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por la misma luz natural del intelecto agente, pero no se logran por raciocinio, sino solamente por ser conocidos los términos que tienen”29.

Su conocimiento se cumple, por lo tanto, en todos los hombres dotados del uso de razón. En el orden práctico, dichos principios expresan los fines primarios de la naturaleza humana, a los cuales está naturalmente ella ordenada e inclinada; pues “toda naturaleza obra por algún fin, al cual se inclina y ordena según su propia esencia o naturaleza. Por cuya razón decimos que el fin es la causa de las causas”30.

De esos primeros principios no hay ignorancia ni error alguno, así como tampoco cabe desviación ni falta moral en las inclinaciones naturales de la voluntad reguladas por ellos: “Hay en la razón algo naturalmente conocido que, como principio indemostrable en el orden operativo, se comporta como un fin, porque en el orden operativo el fin cumple la función de principio […] Consiguientemente, aquello que es fin del hombre se conoce en la razón como bueno y apetecible, y la voluntad que sigue a este conocimiento se llama voluntad natural”31.

d) Grados de la ley natural en la razón práctica

1. También son de ley natural las conclusiones que sin mucho esfuerzo racional son deducidas directamente de aquellos principios, y su cualidad gnoseológica está también investida de universalidad y necesidad. Estas conclusiones se ordenan en grados, cosa que no ocurre con el primer principio. Soto advierte que “los primeros principios que se conocen por sí mismos con certeza no constituyen grado, sino que son raíz y fuente. Porque grado es lo mismo que peldaño. Y por tanto, así como en la línea de consanguinidad el tronco y la raíz no constituyen grado, sino que el primer grado se forma con los hermanos que de allí inmediatamente nacen, así también en el derecho natural los primeros principios no constituyen grado, sino lo que de ellos seguidamente procede. Y los demás grados se clasifican por su distancia de los mismos principios”32.

29 In IV Metaph lect. 4, n. 599. 30 In II Physic lect. 5, n. 13. 31 In II Sent d39 q2 a2 ad2. 32 Hay, por tanto, dos ámbitos del derecho natural: el originante y el originado. El originante se constituye por los primeros principios prácticos evidentes de suyo, o sea, propios del intelecto intuitivo. El originado contiene los preceptos deducidos por la razón discursiva; y sólo en este ámbito se dan grados. Enfocado el ámbito originado/racional desde un punto de vista natural,

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De modo que, aparte del principio supremo y universalísimo, hay otros menos universales que se derivan de aquel, al cual se refieren y se reducen. El contenido de estos principios secundarios no es de inferior calidad, pues responde a las partes de la naturaleza humana o, también, a las inclinaciones naturales que son objeto de las proposiciones imperativas –prácticas– de la inteligencia. En cualquier caso, el orden moral y jurídico no está constituido por las formas ontológicas, sino por las formas aprehendidas intelectualmente.

La ley natural comparece así referida a un organismo, sobre el cual recae tanto una valoración general como unas valoraciones de menos universalidad referentes a cada una de las partes potenciales de dicho organismo, pero no por eso menos evidentes y necesarias. Si bien estas valoraciones no incumben al “intelecto práctico”, sí son competencia de la “razón práctica”, siendo también palmarias su evidencia y su necesidad. Esas valoraciones se insertan en la dirección al fin último exhibida por cada una de las referidas partes potenciales. Y serán valoraciones de ley natural en la medida en que se reducen al primer principio intelectual orientado a dicho organismo.

2. Acerca de este organismo es preciso resaltar, de un lado, la unidad

tensional; de otro lado, la unidad valorativa que recae sobre aquélla. En primer lugar, su unidad tensional polarizada por la naturalidad del inte-

lecto: “Se llama naturaleza a cualquier sustancia o incluso a cualquier ente. Se-gún esto, se dice que es natural a una cosa lo que le corresponde según su sus-tancia, y esto es lo que, de suyo, es congénito a la cosa. Ahora bien, en todas las indica Soto que hay dos grados distintos, según dos maneras en que se derivan de los principios. Unos son conclusiones que cualquiera, sin ninguna dificultad, inmediatamente, aprueba o reprueba, a la luz de una sencilla consideración de los principios universales. Y éstos constituyen el primer grado. “Tales son: Honra a tu padre y a tu madre; no matarás, no robarás, y otros semejantes. Porque de aquel principio: Haz a otros lo que quieres que ellos hagan contigo, deducido que quieres ser honrado por tus hijos, cosa que no necesita demostración, se sigue que tú también debes de honrar a tus padres [...] Y de la misma manera, deduciendo inmediatamente del principio: No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti, y que tú no quieres ser perjudicado ni en tu persona, ni en tus bienes, se colige: No matarás, no robarás, no adulterarás”. Pero hay otros preceptos que no todos pueden deducir de los mismos primeros principios, si no son ayudados de los entendidos, que penetran más íntimamente las cosas; como: honra la persona del anciano. Esto, efectivamente no es tan claro como el deber de honrar a los padres. Y por último, hay preceptos que pueden emanar del derecho natural, pero no como consecuencias o ilaciones naturales, o sea, no son estrictamente unas conclusiones derivadas de sus principios, sino que son como una determinación específica del género hecha por la voluntad del legislador. Y por esto se colocan en un orden lateral, distinto del de la ley natural, más bien que en su línea recta (Domingo de Soto, De iustitia et iure, In STh I-II q100 a1).

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cosas, lo que de suyo no es congénito se reduce, como a su principio, a algo que es congénito. Por eso, es necesario que el principio de lo que pertenece a una cosa sea natural, si se entiende la naturaleza de este segundo modo. Esto se ve claramente en el intelecto, pues los principios del conocimiento intelectual son conocidos por naturaleza. Lo mismo, también, el principio de los movimientos voluntarios debe ser algo querido naturalmente. Ahora bien, a lo que tiende por naturaleza la voluntad, lo mismo que cualquier potencia a su objeto, es al bien en común, y también al fin último, que se comporta en lo apetecible como los primeros principios de las demostraciones en lo inteligible; y, en general, a todo lo que conviene a quien tiene voluntad según su naturaleza. Pues, mediante la voluntad, deseamos no sólo lo que pertenece a la potencia de la voluntad, sino también lo perteneciente a cada una de las potencias y a todo el hombre. Por tanto, el hombre naturalmente quiere no sólo el objeto de la voluntad, sino tam-bién lo que conviene a las otras potencias: como el conocimiento de lo verda-dero, que corresponde al intelecto; o el ser, el vivir y otras cosas semejantes, que se refieren a la consistencia natural. Todas estas cosas están comprendidas en el objeto de la voluntad como bienes particulares”33.

3. En segundo lugar, está la unidad valorativa que recae sobre aquella uni-

dad tensional. “Así como el ente es la noción absolutamente primera del conocimiento, así el bien es lo primero que se alcanza por la aprehensión de la razón práctica, ordenada a la operación; porque todo agente obra por un fin, y el fin tiene razón de bien. De ahí que el primer principio de la razón práctica es el que se funda sobre la noción de bien, y se formula así: ‘el bien es lo que todos apetecen’. En consecuencia, el primer precepto de la ley es éste: ‘El bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse’. Y sobre éste se fundan todos los de-más preceptos de la ley natural, de suerte que cuanto se ha de hacer o evitar cae-rá bajo los preceptos de esta ley en la medida en que la razón práctica lo capte naturalmente como bien humano. Por otra parte, como el bien tiene razón de fin, y el mal, de lo contrario, síguese que todo aquello a lo que el hombre se siente naturalmente inclinado lo aprehende la razón como bueno y, por ende, como algo que debe ser procurado, mientras que su contrario lo aprehende co-mo mal y como vitando. De aquí que el orden de los preceptos de la ley natural sea correlativo al orden de las inclinaciones naturales. Y así encontramos, pri-meramente, en el hombre una inclinación que le es común con todas las sustan-cias, consistente en que toda sustancia tiende por naturaleza a conservar su pro-pio ser. Y de acuerdo con esta inclinación pertenece a la ley natural todo aquello que ayuda a la conservación de la vida humana e impide su destrucción. En se-gundo lugar, encontramos en el hombre una inclinación hacia bienes más deter-

33 STh I-II q10 a1.

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minados, según la naturaleza que tiene en común con los demás animales. Y a tenor de esta inclinación se consideran de ley natural las cosas que la natura-leza ha enseñado a todos los animales, tales como la conjunción de los sexos, la educación de los hijos y otras cosas semejantes. En tercer lugar, hay en el hom-bre una inclinación al bien correspondiente a la naturaleza racional, que es la suya propia, como es, por ejemplo, la inclinación natural a buscar la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad. Y, según esto, pertenece a la ley natural todo lo que atañe a esta inclinación, como evitar la ignorancia, respetar a los conciudadanos y todo lo demás relacionado con esto”34.

4. Así quedan expresados los objetos de la ley natural, es decir, las partes

del objeto o derecho objetivo total contenido en el primer principio del “intelecto práctico” y en el primer movimiento de la voluntad hacia el bien total del hombre. De modo que “todos estos preceptos de la ley natural, en cuanto se refieren a un primer precepto, configuran una sola ley natural”35. A su vez, “todas las inclinaciones de cualquiera de las partes de la naturaleza humana, como la concupiscible y la irascible, en la medida en que se someten al orden de la razón, pertenecen a la ley natural y se reducen a un único primer precepto, como acabamos de decir. Y así, los preceptos de la ley natural, considerados en sí mismos, son muchos, pero todos ellos coinciden en la misma raíz”36. En cierto modo, no escapa nada, en el hombre, al organismo de la ley natural, pues “aunque la razón es una en sí misma, ha de poner orden en todos los asuntos que atañen al hombre. Y en este sentido caen bajo la ley de la razón todas las cosas que son susceptibles de una ordenación racional” 37.

En fin, cabe hacer una observación final sobre el grado de certeza que conlleva la razón en cada uno de los ámbitos de la ley natural: “En lo tocante a los principios comunes de la razón, tanto especulativa como práctica, la verdad o rectitud es la misma en todos, e igualmente conocida por todos. Mas, si hablamos de las conclusiones particulares de la razón especulativa, la verdad es la misma para todos los hombres, pero no todos la conocen igualmente. Así, por ejemplo, que los ángulos del triángulo son iguales a dos rectos es verdadero para todos por igual; pero es una verdad que no todos conocen. Ahora bien, tratándose de las conclusiones particulares de la razón práctica, la verdad o rectitud ni es la misma en todos ni en aquellos en que es la misma queda igualmente conocida. Así, todos consideran como recto y verdadero el obrar de acuerdo con la razón. Mas de este principio se sigue como conclusión particular 34 STh I-II q94 a2. 35 STh I-II q94 a2 ad1. 36 STh I-II q94 a2 ad2. 37 STh I-II q94 a2 ad3.

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que un depósito debe ser devuelto a su dueño. Lo cual es, ciertamente, verdadero en la mayoría de los casos; pero en alguna ocasión puede suceder que sea perjudicial y, por consiguiente, contrario a la razón devolver el depósito; por ejemplo, a quien lo reclama para atacar a la patria”38.

3. La razón práctica derivada: conclusiva y determinativa

1. Las demás leyes y derechos no puramente naturales se fundan en éstos, como todo lo adventicio debe fundarse en lo natural y todo lo variable en lo fijo e inmutable. “La ley positiva humana en tanto tiene índole de ley en cuanto deriva de la ley natural. Y si en algo está en desacuerdo con la ley natural, ya no es ley, sino corrupción de la ley”39.

Todo lo que moral y jurídicamente debe hacerse está contenido, como en su principio, en la ley natural: “Si algo por sí mismo connota oposición al derecho natural, no puede hacerse justo por voluntad humana; por ejemplo, si se estableciera que es lícito robar o adulterar”40.

Santo Tomás divide la ley en natural y humana o positiva. Pero entre las leyes positivas establecidas por el hombre están todas las leyes derivadas de la natural, ya por modo de conclusiones41, ya por modo de simples determina-ciones42 o aplicaciones: “Una norma puede derivarse de la ley natural de dos maneras: bien como una conclusión de sus principios, bien como una determi-nación de algo indeterminado o común. El primer procedimiento es semejante al de las conclusiones demostrativas que en las ciencias se infieren de los principios; el segundo se asemeja a lo que pasa en las artes, donde las formas comunes reciben una determinación al ser aplicadas a realizaciones especiales, y así vemos que el constructor tiene que determinar unos planos comunes reduciéndolos a la figura de esta o aquella casa. Pues bien, hay normas que se 38 STh I-II q94 a4. 39 STh I-II q95 a2. 40 STh II-II q57 a2 ad2. 41 La derivación en forma de conclusiones universales próximas o remotas, fáciles o difíciles, depende de los principios universalísimos propios del “intelecto práctico”, que son los primarios; por ejemplo, del principio universalísimo ‘no debe hacerse mal a nadie’ se deriva el principio ‘no debe matarse a nadie’. 42 Se trata de la derivación en forma de simple determinación concreta de los principios universalísimos o de las conclusiones universales; por ejemplo, del principio ‘todo malhechor debe castigarse’, se deriva como simple determinación la cantidad y el modo de la pena que debe imponerse al homicida o al ladrón, es decir, tal indemnización, encarcelamiento, pena capital u otras. STh I-II q95 a2.

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derivan de los principios comunes de la ley natural por vía de conclusión; y así, el precepto ‘no matarás’ puede derivarse a manera de conclusión de aquel otro que manda ‘no hacer mal a nadie’. Y hay otras normas que se derivan por vía de determinación; y así, la ley natural establece que el que peca sea castigado, pero que se le castigue con tal o cual pena es ya una determinación añadida a la ley natural. Por ambos caminos se originan las leyes humanas positivas. Mas las del primer procedimiento no pertenecen a la ley humana únicamente como leyes positivas, sino que en parte mantienen fuerza de ley natural. Las del segundo, en cambio, no tienen más fuerza que la de la ley humana”43.

De manera que el derecho derivado de la ley natural a modo de conclusio-nes, aparte de ser positivo, tiene también algo de natural, porque participa de la ley natural su moralidad intrínseca y su fuerza obligatoria. “Por lo tanto, lo que se sigue de lo naturalmente justo como una conclusión ha de ser necesariamente naturalmente justo, al igual que de la proposición de que ‘no se debe dañar injustamente a nadie’ se sigue que ‘no se debe robar’; y esto pertenece cierta-mente a lo natural” 44.

Sin embargo, es “natural” reductivamente, siendo formalmente un derecho positivo, por el esfuerzo y el trabajo de la razón que deduce y promulga las leyes, aunque sea partiendo de la ley natural, que no necesita promulgación humana.

2. El derecho derivado por simple determinación de la ley natural o de sus

conclusiones necesarias es el puramente positivo. Su materia propia es de suyo indiferente: “El derecho positivo es aplicable cuando, ante el derecho natural, es indiferente el que una cosa sea hecha de uno u otro modo”45.

De modo que toda su bondad o malicia y toda su licitud o ilicitud dependen de la ley puesta por la autoridad competente: entonces algo es bueno o malo porque está respectivamente mandado o prohibido; lo “justo” en este caso depende de la libre voluntad del legislador o de los hombres en sus convenios privados: “Cuando algo ya es puesto, o sea, cuando es establecido por la ley, entonces no es indiferente, porque hacer eso es justo y omitirlo es injusto”46.

Por su carácter derivado, “la ley escrita [positiva] contiene el derecho natural, mas no lo instituye, ya que éste no toma fuerza de la ley, sino de la naturaleza; pero la escritura de la ley contiene e instituye el derecho positivo,

43 STh I-II q95 a2. 44 In V Eth, lect 12, n. 1.023. 45 STh II-II q60 a5 ad1. 46 In V Eth lect. 12, n. 1.020

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dándole la fuerza de autoridad”47. En definitiva: “Las normas que se derivan de la ley natural a manera de determinaciones particulares pertenecen al derecho civil, dentro del cual cada Estado establece las normas que considera más apropiadas”48.

3. Por lo dicho se puede advertir que se dan dos clases de conclusiones

derivadas del derecho puramente natural: las que se configuran directamente en el organismo tensional, antes explicado; y las que se derivan, con cierto esfuerzo mental, de dicho organismo tensional. Las primeras son claras y fáciles de comprender por todos los hombres, tan pronto como reflexionan debidamente. Las segundas, más remotas y lejanas, no muestran su bondad moral inmediatamente, sino después de una diligente consideración.

Ocurre algo parecido en el orden especulativo, donde se pueden conocer fácilmente las conclusiones que están próximas a los primeros principios, mientras que el conocimiento de las conclusiones más alejadas exige mucha reflexión y conocimientos previos. “Como todo juicio de la razón especulativa se funda en el conocimiento natural de los primeros principios, así todo juicio de la razón práctica se funda en ciertos principios naturalmente conocidos, como dijimos, de los cuales se procede de diferente modo en la formación de los diversos juicios. Porque en los actos humanos hay cosas tan claras que con una pequeña consideración se pueden aprobar o reprobar, mediante la aplicación de aquellos primeros y universales principios. Otras hay cuyo juicio requiere mucha consideración de las diversas circunstancias, que no todos alcanzan, sino sólo los sabios, como la consideración de las conclusiones particulares de las ciencias no es de todos, sino de sólo los filósofos”49.

En resumen. En el orden de la voluntad los fines son como los principios en el orden del intelecto; de ahí resulta que los primeros principios del “intelecto práctico” –los que versan acerca de los fines primarios o últimos de nuestra naturaleza– son primariamente ley natural; asimismo las conclusiones (racionales) que manifiestan, junto con el intelecto, el organismo tensional del hombre constituyen, con aquellos principios inmediatos del intelecto, el orden completo de la ley natural. Y es claro que las conclusiones manifestativas del organismo tensional del hombre son también “principios” de las conclusiones ulteriores. Por eso, todo lo que a partir de ahí pueda derivarse racionalmente configura el orden de la ley positiva, bien sea por conclusión, bien sea por determinación. Es claro que la parte puesta por la razón humana para deducir el organismo tensional de ley natural es, en general, más fácil; la puesta para 47 STh II-II q60 a5. 48 STh I-II q95 a4. 49 STh I-II q100 a1.

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deducir el orden positivo es, también en general, más difícil, por lo que es necesario que las derivaciones racionales se traduzcan en leyes escritas, para evitar su incomprensión o su indebida interpretación50.

4. Razón práctica: de la ética a la prudencia, y vuelta

a) Lo necesario y lo contingente

1. Ha quedado indicado que la razón práctica se divide en función de la diversidad del objeto practicable en cuanto tal.

En una primera aproximación, podría decirse que si se trata de lo practicable u operable mediante un obrar inmanente, estamos ante lo “agible”, objeto de la razón práctica llamada prudencia; pero si se trata de lo practicable u operable mediante un hacer transeúnte, entonces estamos ante lo “factible”, objeto de la razón práctica llamada arte. La razón práctica puede ser así activa o factiva51: por la razón activa regimos nuestras tendencias y nuestras acciones; mas por la razón factiva producimos o fabricamos las obras del arte.

Pero en este asunto las matizaciones son importantes; pues, por ejemplo, también la imaginación y la memoria, como actividades inmanentes, son sus-ceptibles de cierta tecnificación: la nemotecnia o las técnicas de relajación psicológica no son precisamente operaciones transeúntes. Por lo tanto, para

50 STh I-II q94 a4, a6; q100 a11; STh II-II q60 a5. 51 “Ordo autem quadrupliciter ad rationem comparatur. Est enim quidam ordo quem ratio non facit, sed solum considerat, sicut est ordo rerum naturalium. Alius autem est ordo, quem ratio considerando facit in proprio actu, puta cum ordinat conceptus suos adinvicem, et signa conceptuum, quae sunt voces significativae; tertius autem est ordo quem ratio considerando facit in operationibus voluntatis. Quartus autem est ordo quem ratio considerando facit in exterioribus rebus, quarum ipsa est causa, sicut in arca et domo. Et quia consideratio rationis per habitum scientiae perficitur, secundum hos diversos ordines quos proprie ratio considerat, sunt diversae scientiae. Nam ad philosophiam naturalem pertinet considerare ordinem rerum quem ratio humana considerat sed non facit; ita quod sub naturali philosophia comprehendamus et mathematicam et metaphysicam. Ordo autem quem ratio considerando facit in proprio actu, pertinet ad rationalem philosophiam, cuius est considerare ordinem partium orationis adinvicem, et ordinem principiorum in conclusions. Ordo autem actionum voluntariarum pertinet ad considerationem moralis philosophiae. Ordo autem quem ratio considerando facit in rebus exterioribus constitutis per rationem humanam, pertinet ad artes mechanicas. Sic igitur moralis philosophiae, circa quam versatur praesens intentio, proprium est considerare operationes humanas, secundum quod sunt ordinatae adinvicem et ad finem. (In I Ethic., lect 1, nn. 1-2).

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diferenciar ambos campos –lo práctico-técnico y lo práctico-moral–, además de la índole de la actividad hay que contar con la de su objeto y la de su fin. Lo veremos un poco después.

Por ahora basta indicar que la prudencia está en la sola razón práctica como en su propio sujeto: la razón rige inmediatamente las acciones y los afectos del hombre. En cambio, el arte está no sólo en la razón como directiva principal, sino también en los miembros como instrumentos que completan la obra artificial.

Es claro que el orden de lo “agible” y de lo “factible” es, por su peculiar constitución, extremadamente contingente.

Puede decirse que el objeto formal hacia el que se tensa la filosofía real especulativa es el “ente necesario”, porque no depende de nuestro libre arbitrio; y a la inversa, el objeto formal hacia el que se tensa la filosofía real práctica es el “ente contingente”, en cuanto depende de nuestro libre arbitrio o se refiere a él en cierto modo. El ámbito entitativo de lo libre por excelencia es la propia vida humana, susceptible de ser dirigida por reglas, normas o leyes a su fin último: fue llamado “ente agible humano”, el ente máximamente contingente, por ser un “contingente libre”, que está abierto a varias opciones52. Pero además la razón práctica no se refiere a ese objeto para conocerlo, sino para dirigirlo, o sea, dirige la operación humana, la cual versa sobre lo contingente. Puede incluso decirse que, de haber una “ciencia práctica” –como en parte lo es la Ética–, ésta sería tanto más perfecta cuanto más se acercara a lo particular: el conocimiento de los objetos morales se perfeccionaría en la medida en que se conocieran los hechos particulares. Pero considerar los objetos particulares de la vida humana no es propio de la ética, sino de la prudencia.

La ética conviene, en cierto modo, con la forma especulativa de la filosofía: ciertamente por su objeto formal no conviene unívocamente con las demás partes especulativas de la filosofía real, pero sí conviene con ellas analógica-mente: se diferencia de ellas por el género, y participa de modo imperfecto de la índole de ciencia o filosofía, porque tiene en su punto de mira siempre un objeto contingente y complejo53. Lo cual no quita que, en su teoreticidad analógica, conlleve la verdad que le corresponde.

Porque si el ente se divide en necesario y contingente –como dos géneros propios que convienen en la índole común de ente–, resulta que la certeza de

52 “Solum scientiae practicae sunt circa contingentia in quantum contingentia sunt, scilicet in particulari; scientiae autem speculativae non sunt circa contingentia nisi secundum rationes universales, quae sunt ex necesítate et semper” (In IV Ethic. lect. 3, n. 1.152, 1,146). 53 Cfr S. Ramírez, De ipsa philosophia in universum (2 tomos), Madrid C.S.I.C., 1970, 248-260.

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ambas partes de la filosofía real es proporcional ya a la necesidad ya a la contingencia de sus objetos propios.

No se olvide que la tarea propia de esa forma de razón práctica que es la prudencia no es conocer por conocer, sino dirigir inteligentemente para operar o para perfeccionar lo operado; y por lo tanto su proceso resolutivo no llega a la esencia misma de las cosas –que es inmóvil, firme y necesaria–; ni puede generar una certeza plena y absoluta en la inteligencia del cognoscente; le es suficiente la certeza probable e imperfecta, apta para dirigir de manera prudente y razonable. El problema está en saber hasta qué punto la ética –no la pru-dencia– es totalmente un saber práctico.

2. Decían los autores de la Escuela de Salamanca que, en cuanto saber cien-

tífico, la ética o filosofía moral está subalternada (sujeta o supeditada) a la psi-cología, pero no en cuanto al fin, sino en cuanto a los principios propios y al objeto. La ética recibe de la psicología sus principios propios, pues las conclu-siones de la psicología son principios de la ética; y además su objeto propio está bajo el objeto de la psicología, aunque no es una mera parte material suya, sino una materia adjunta o sobreañadida, manteniendo una diferencia accidental, por sus propios atributos y su propio nivel de cognoscibilidad especial.

Ahora bien, la ética no define ni demuestra nada por la causa formal –eso lo hace, por ejemplo, la lógica–, porque su tarea propia no es conocer las naturalezas de las cosas, sino dirigir las acciones humanas a sus fines debidos: por eso se centra en definir y demostrar apelando a la causa final. Y aunque la física realice sus demostraciones por la causa eficiente y final, su gravitación científica está en la causa formal, porque la forma es aquello a lo que primaria y esencialmente conviene la razón de naturaleza, objeto propio de la física. Es más, cuando la física apela a la causa final, considera sobre todo el fin de la obra –el fin de la obra natural es la forma de lo generado–; mientras que la ética considera también el fin del operante –un fin añadido a la obra–.

Se debe tener en cuenta, además, que la inteligencia humana, en cuanto tal, es antes especulativa que práctica; o sea, sólo secundariamente es práctica. Puede decirse que la inteligencia especulativa se hace por extensión práctica: en este caso, el conocimiento de la verdad se extiende o aplica a la dirección de la obra.

Por eso aquellos autores salmantinos afirmaban que la parte primera de la filosofía especulativa es la que versa sobre los objetos más teóricos, los más independientes de nuestro obrar. A su vez, la parte primera de la filosofía práctica es aquella que trata de la obra más noble y universal: tal es la ética, que versa sobre todo lo agible humano; la segunda parte es la tecnología, que se ocupa de lo factible humano. Siempre se dijo que lo agible –asentado en el

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alma– es más noble que lo factible –asentado también en el cuerpo–; y es también más universal, pues se extiende a toda la vida humana, incluso la de todos los hombres, mientras que lo factible se limita a una u otra porción de lo humano.

3. Teniendo en cuenta la “teoricidad analógica” de la ética, puede decirse

que esta se comporta con la psicología –de la que recibe algunos principios– de la misma manera que la medicina con la somatología54. Esta comparación la aduce el mismo Aristóteles en varios sitios55. En la somatología habría que in-cluir hoy la anatomía, la histología, la neurología, la fisiología, la endocri-nología, etc. La medicina, que trata de la enfermedad, queda subalternada a la somatología, la cual incluye un perfecto conocimiento del cuerpo humano. La salud y la enfermedad son afecciones y propiedades del cuerpo vivo humano, siendo imposible conocerlas si se ignora lo que es el cuerpo mismo animado y cómo funciona. Ni es posible aplicar un remedio oportuno si no se conoce perfectamente la enfermedad. Por eso, el buen médico tiene previamente conocimiento de la naturaleza concreta y de las propiedades del cuerpo humano.

Pues bien, de la misma manera que la medicina se refiere al cuerpo, la ética se refiere al alma. Y si la medicina trata del bien y del mal corporal –de la salud y de la enfermedad–, la ética trata del bien y del mal del alma –de las virtudes y de los vicios, pues la virtud viene a ser la salud y vigor del alma, mientras el vicio es su enfermedad y debilidad.

Y al igual que la medicina no es la somatología, tampoco la ética es la psicología. El somatólogo halla los principios primeros y universales de la salud y de la enfermedad, mientras que los principios particulares son considerados por el médico, que es el artífice activo de la curación: bajo su propósito considera lo singular, puesto que las acciones existen en los singulares. Es cierto que la salud es causada a veces por la misma naturaleza y, en tal sentido, pertenece a la consideración del somatólogo, a quien compete estudiar las obras de la naturaleza; pero otras veces la salud es causada por el arte, y en tal sentido es considerada por el médico. Ahora bien, el arte no causa “por principio” la salud, sino que coadyuva a la naturaleza, la sirve; y en tal sentido, el médico toma del somatólogo –que es el principal– los principios de su ciencia.

54 Cfr. S. Ramírez, De ipsa philosophia in universum (2 tomos), Madrid C.S.I.C., 1970, 260-263. 55 Ethic. Nicom. I, cap. 13, n. 7-8 (II, 13, 16-25); De sensu et sensato, cap. 1 (III, 476, 18-24); también en De respiratione, cap. 21 (III, 551, 15-24).

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4. Lo que la ética considera en verdad son la relaciones de los actos humanos a los principios (normas, leyes) que los rigen. A esa relación se llamó “mora-lidad”, la cual es una propiedad del acto voluntario libre: “el género de lo moral comienza allí donde primeramente se encuentra el dominio de la voluntad”56. En tal sentido, un acto es bueno o malo, o sea, concuerda con el orden y la dirección que la recta razón determina hacia el fin último del hombre, o se separa de él. La moralidad es el orden que la razón, con su propia actividad, hace en las operaciones de la voluntad57. De modo que el objeto propio de la ética es la operación humana ordenada al fin último; o sea, el acto humano libre en cuanto regulable por la razón en orden al fin último del hombre.

De un lado, el acto libre es considerado propiamente por la psicología como acto vital, o sea, oriundo de la voluntad deliberada, procedente del hombre que obra con el dominio de la voluntad, de suerte que en su poder está ponerlo u omitirlo, sin que en esta faena contemple su regulabilidad o su ordenación al fin último de toda la vida humana. De otro lado, la ordenabilidad o regulabilidad –conforme a la cual surge la bondad o la malicia, o sea, la moralidad de los ac-tos– comparece como un accidente propio de los actos humanos, puesto que le conviene al acto humano de modo único, completo y permanente; pero no en cuanto ese acto es precisamente vital y psíquico –que es emitido o imperado por la voluntad y que permanece en ella o en las facultades imperadas–, sino en cuanto se refiere u ordena al fin último de toda la vida humana. Pero mirado formalmente, no es un accidente psicológico ni pertenece a la pura psicología, sino un accidente moral, o sea, de otro género, aunque necesariamente ligado a la entidad psíquica del acto libre.

Esto significa que la ética no está contenida en la psicología como parte de ésta; ni su objeto propio es parte del objeto psíquico –como, por ejemplo, la planta es parte del cuerpo natural, y la botánica es parte de la biología–.

Justo por eso se decía, de una manera sumamente exacta y sutil, que la ética sólo está subalternada a la psicología, lo cual significa que en la psicología tienen explicación causal (propter quid) aquellos elementos que en la ética son sólo designados fácticamente (quia). Tampoco el objeto de la medicina es parte del objeto la somatología. Y si bien el cuerpo sanable es el cuerpo natural, no es objeto de la medicina en cuanto es sanable por la naturaleza, sino por el arte. En la sanación médica, el arte ayuda a la naturaleza, porque, teniendo como presupuesto las fuerzas naturales, la salud es perfeccionada con el auxilio del

56 In II Sent, d.24, q.3, a.2 c. 57 In I Eth. lect. 1, n.1.

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arte. A su vez, el conocimiento causal (propter quid) de la operación técnica se basa en las propiedades de las cosas naturales58.

Por la peculiar índole del accidente moral –que al acto humano le es materialmente propio y, a la vez, formalmente extraño– surge la conexión y dependencia necesaria de la ética respecto a la psicología; tal accidente incluye un grado especial de conocimiento y, correspondientemente, un modo especial de definición, predicación y demostración.

En resumen, lo que hay de psíquico y vital en el acto libre –como lo intelectual y lo afectivo– es un presupuesto respecto a lo formalmente moral; esto segundo no se refiere a lo primero como una parte, sino como un accidente que le sobreviene, un anexo de otra índole.

5. Se puede entender ahora la índole de la “teoricidad analógica” de la ética:

pues las conclusiones de la psicología se comportan como principios propios o apropiados de la ética. Por ejemplo, las conclusiones psicológicas acerca de las facultades psíquicas, de los hábitos operativos, de los actos humanos vitales, de los sentimientos, etc., son los principios de la ética que trata de las virtudes y de los actos humanos morales, en cuanto buenos o malos. Y de la misma manera que las facultades y los hábitos operativos se especifican por los propios actos vitales en orden a sus objetos propios físicos, así las virtudes morales se especifican por los propios actos morales en orden a sus propios objetos morales, o sea, como sometidos a las reglas y leyes morales. Así es como la ética recibe de la psicología sus principios primeros.

El primer principio de la ética determina el verdadero fin último objetivo de toda la vida humana; porque el fin en los asuntos de la vida práctica se comporta lo mismo que el principio en los asuntos especulativos. Pero es la psicología la que demuestra el verdadero fin último de toda la vida humana: por ejemplo, que el alma es esencialmente espiritual e inmortal, y por tanto no es generable ni corruptible, o sea, sacada de la potencia material, sino únicamente creable de la nada. Y así se lo muestra la psicología a la ética.

Conviene insistir en que los atributos o predicados que tiene el acto humano en cuanto moral no son los mismos que tiene en cuanto psíquico: en aquél hay otro nivel de conocimiento. En cuanto psíquico, el acto queda referido al principio del que se origina, a la causa eficiente; pero en cuanto moral, queda referido al fin respecto al cual se ordena. Se puede entonces hablar de un bien y de un mal psíquico y de un bien y de un mal moral. Por el simple bien psíquico –por ejemplo, la salud mental– nadie es alabado o premiado; esto último ocurre

58 Cfr. S. Ramírez, De ipsa philosophia in universum (2 tomos), Madrid C.S.I.C., 1970, 263-265.

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cuando comparece en un orden moral; tampoco es nadie vituperado o castigado por un mero defecto psíquico –una depresión–. En cambio alabamos al hombre moralmente bueno y vituperamos al inmoral o malo. Porque los bienes y los males morales dependen de nuestra voluntad; pero los males físicos y psíquicos son independientes de ella. Un acto psicológicamente perfecto –consciente y voluntario– puede ser moralmente pésimo. En cualquier caso, no hay un acto verdaderamente moral si no es antes verdaderamente psicológico.

Por lo dicho se entiende suficientemente la tesis clásica de que la ética, en cuanto es propia y estrictamente ciencia, está subalternada a la psicología59. Nadie puede llamarse “filósofo moral” si carece de un conocimiento amplio de la psicología, disciplina en la que ha de hundir sus raíces científicas.

Quizás nunca como en el pensamiento contemporáneo se ha llegado al extremo de confundir la ética con la psicología. Desde Hume y Locke, pasando por Stuart Mill, no han dejado de aparecer intentos “psicologistas”, seriamente denunciados por Husserl60.

Ahora bien, aunque la ética se mueve en un nivel de conocimiento que está subalternado al de la psicología, no está contenida en esta como una especie bajo un género: en realidad la ética no es una especie, sino un cierto género, bajo el cual se contiene la moral individual, la moral familiar y la moral social o política. Sólo de una manera impropia y reductiva podría decirse que la ética es una especie contenida bajo la psicología; porque en sentido propio posee un nivel de conocimiento especial.

6. Es preciso aclarar que tanto la psicología como la ética tratan de entidades

móviles y contingentes, pero no en cuanto son móviles y contingentes en particular: sólo consideran los aspectos universales que abstraen de lo particu-lar material; y son esos aspectos lo que de inmóvil y necesario hay en lo muta-ble.

Hay aspectos de las cosas mutables –decía Aristóteles– que son inmutables, por ejemplo, que el hombre es animal. Y todo lo que se sigue de la naturaleza, como las disposiciones, las acciones y los movimientos, sufren mutación en muy pocos casos. Por eso, de las cosas móviles puede haber ciencia de aquello inmóvil que en ellas se expresa. De ahí que la psicología, como filosofía

59 Cosmas Alamannus, Summa Philosophiae, Logica, q. 35, a3 ad4 (ed. Felchlin et Beringer, t. I, p. 372, París, 1885). Joannes a Sancto Thoma, Cursus Philosophicus, Logica, q 27, a.1, ad 1m (ed. Reiser, t. I, p. 826-827). 60 E. Husserl, Investigaciones lógicas, trad. J. Gaos, 2 ed. Madrid 1967, vol. 1, pp. 82-83. W. Scjuppe, “Psychologismus und Normcharakter”, Archiv für systematische Philosophie, VII (1901) 1-22. H. Pfeil, Der Psychologismus im englischen Empirismus, Paderborn 1934.

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natural, sea “ciencia” de las cosas móviles –generables y corruptibles–, pero no en tanto que son particulares y sometidas a la generación y corrupción; sólo considera los aspectos universales que tienen alguna necesidad y permanecen siempre. Y porque los aspectos universales de las cosas contingentes son inmutables, pueden darse demostraciones de ellas. También los aspectos universales de los actos humanos morales son inmutables y necesarios; y conforme a ellos se hacen las demostraciones de la ética. Al igual que ocurre en la psicología, la ética posee principios evidentes e inmutables, de los que se deducen conclusiones necesarias y universales; por ejemplo, el juicio universal acerca de nuestras obras: “no hay que robar”, “no hay que mentir”, “no hay que hacer injusticia”. Y así es inmutable y necesario todo lo que pertenece a la ley natural, tanto los principios como las conclusiones que se deducen de ellos por demostración.

Se entiende así que la ética es ciencia, y no prudencia –una virtud moral–, su proceder es especulativo acerca de las cosas morales, como son la esencia del acto y el hábito bueno o malo; y lo hace definiendo, dividiendo y argumen-tando, conforme a sus razones verdaderamente necesarias e inmutables; y de modo semejante se comporta la psicología acerca de las facultades, los hábitos y los actos en cuanto son vitales.

7. Pero sería erróneo hacer de la ética una ciencia puramente especulativa,

como la psicología: porque se ordena naturalmente a establecer las reglas que dirigen los actos humanos; por eso debe descender a considerar los asuntos morales también en particular, pues la ciencia práctica se perfecciona en lo particular. Y en este extremo es donde los autores salmantinos encontraban dificultad para extablecer un límite preciso, bajo tres consideraciones61.

Primera, el descenso que la ética realiza hacia lo existente no llega hasta los objetos particulares y singulares para dirigir lo concreto y personal: esto lo hace esa forma de razón práctico-moral que es la prudencia.

Segunda, si la prudencia llega hasta los singulares determinados, la ética como ciencia, por mucho que descienda, se detiene en los singulares “vagos”, o sea, aquellos que presentan cierta generalidad o indeterminación: “La ética desciende, como mucho, hasta los singulares vagos (vaga). Pues se requiere la prudencia para dirigirse a los singulares determinados y para actuar aquí y ahora, conforme a las circunstancias individuales. Pero este punto no es alcanzado por la ética, porque llegar hasta la acción que hay que ejercer aquí y ahora lo hace la razón práctica en forma de prudencia. La ética evidentemente

61 Cfr. S. Ramírez, De ipsa philosophia in universum (2 tomos), Madrid C.S.I.C., 1970, 267-270.

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pertenece a la razón especulativa, aunque se llame hábito práctico sólo desde el punto de vista de la especificación y por su inserción en el sujeto. Ciertamente puede llamarse práctica, pero no actúa de modo práctico, sino especulativo. En realidad puede ocurrir que haya un filósofo moral muy entendido, pero perverso y depravado en sus acciones”62.

Este “singular vago”, como límite inferior de la ética, fue afanosamente tratado por la tan denostada “casuística” del Siglo de Oro. Como una plausible manifestación epocal de la ética surgió la casuística, a cuyas virtualidades y competencias apenas se ha acercado con justicia todavía un estudio serio. Los modernos no quisieron ver en ese tratamiento de la “generalidad en los casos” un excelente modo fenomenológico –y una oportunidad– de aproximar la ética a su objeto propio.

Cuanto más se desciende a lo particular tanto menor es la necesidad e inmovilidad, menor la abstracción y menor la certeza. Si las proposiciones morales, incluso las universales, se comparan con las matemáticas y metafísi-cas, son inciertas y variables; pero todavía hay más incertidumbre si se descien-de más para conseguir hacer una doctrina de los singulares en especial. Vista desde esta perspectiva, la ética es menos abstracta y menos cierta que la psicología, a la que está subalternada. Pero también es incuestionable que tiene más complejidad que la psicología.

El nivel cognoscitivo de la ética, tomada en toda su amplitud, aunque es semejante y proporcionado al de la psicología, posee una índole peculiar, en razón de que se ordena a la praxis de la vida moral para dirigirla y regularla. De un lado, enfoca un extremo inferior al que ni siquiera llega la psicología; de otro lado, enfoca un extremo superior, más íntimo y sapiencial –el de la virtud, el de la vida esforzada–, que también escapa a la psicología. En razón del enfoque práctico, de una parte, y del enfoque contemplativo, de otra parte, el nivel cognoscitivo de la ética difiere del que es propio de la psicología.

b) Dos especies de intelecto en el acto prudencial 1. Suele ocurrir que quienes no poseen una ciencia universal son más

expertos acerca de algunas cosas particulares que aquellos que la tienen. Por ejemplo, si un médico conoce teóricamente que un tipo de carnes son muy digestibles y sanas, pero no sabe identificarlas concretamente, no podrá traer la salud. Pero el que sabe, por ejemplo, que las adecuadas son las carnes de

62 Gregorio Martínez, Commentaria super I-II Divi Thomae (Toledo 1622), q. 57, a. 5, dub. 2, ad ultimam obiectionem, p. 214b-215a.

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volátiles, podrá provocar la salud. Con este ejemplo me estoy refiriendo a la razón práctico-moral, la prudencia, la cual no sólo recibe los universales, sino que conoce los singulares, justo por ser principio directivo del obrar concreto. Ahora bien, como la prudencia es una “razón práctica” es preciso que el hombre prudente tenga una y otra noticia, a saber, la universal y la particular; y muy especialmente, la noticia de los particulares63.

2. Si la “sabiduría” (sapientia) es la virtud intelectual más principal en el

orden especulativo, la “prudencia” (prudentia) lo es en el orden práctico. Y si la sabiduría lleva entrañado al intelecto de los principios universales, la prudencia incluye el intelecto de los principios particulares.

En realidad la prudencia encierra algo así como dos tipos de “intelecto”: uno más alto, en cuyos primeros y universales principios ha de apoyarse para concluir los modos de obrar humano moralmente correctos. Estos principios primeros han de acompañar en su discurso a la premisa mayor. El otro intelecto está en un nivel más bajo, y mira a lo singular que, compareciendo como término de referencia del acto prudencial, se presenta en la premisa menor.

A los dos les llama Santo Tomás “intelecto”; porque el intelecto versa sobre “extremos”, entendiendo por extremo aquello primario de lo que se deriva otra cosa. En tal sentido el intelecto versa sobre los primeros extremos que comparecen en el conocimiento especulativo y en el práctico. Habría así un doble intelecto. Uno dirigido a términos primeros e inmóviles presentes en las demostraciones que proceden de los términos primeros o principios indemostrables, que son lo inmóvil y primeramente conocido: el conocimiento que se tiene de ellos no puede ser eliminado del hombre. Otro intelecto, el del orden práctico, versa sobre unos extremos distintos, a saber, singulares y contingentes, y se expresa en una proposición que no es universal como la premisa mayor de un silogismo, sino singular, la cual actúa como la premisa menor en el silogismo práctico64.

63 In VI Ethic, lect. 6, n. 11. 64 “Intellectus sit circa extrema. Et dicit [Philosophus] quod intellectus in utraque cognitione, scilicet tam speculativa quam practica, est extremorum, quia primorum terminorum et extremorum, a quibus scilicet ratio procedere incipit, est intellectus et non ratio. Est autem duplex intellectus. Quorum hic quidem est circa immobiles terminos et primos, qui sunt secundum demonstrationes, quae procedunt ab immobilibus et primis terminis, idest a principiis indemonstrabilibus, quae sunt prima cognita et immobilia, quia scilicet eorum cognitio ab homine removeri non potest. Sed intellectus qui est in practicis, est alterius modi extremi, scilicet singularis, et contingentis et alterius propositionis, idest non universalis quae est quasi maior, sed singularis quae est minor in syllogismo operativo”. (In VI Ethic, lect. 9, n. 13).

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Por estar volcado a lo concreto, el intelecto que versa sobre los principios operables se apoya en la experiencia y la edad, perfeccionándose por la pruden-cia; de ahí resulta necesario atender a lo que opinan e indican, acerca de las cosas operables, los hombres expertos, los ancianos y los prudentes, los cuales, aunque no hagan demostraciones, aportarán mucho más que las demostraciones. Semejantes personas, que están cargadas de experiencia y por tanto de juicios rectos sobre las cosas operables, ven los principios de las cosas operables. Y los principios son más ciertos que las conclusiones de las demostraciones65.

3. En la psicología del Aquinate, la facultad cognoscitiva que, en el

proceso prudencial, es capaz de llevar lo singular al ámbito cognoscible, o sea, a acoger en el límite de lo sensible lo singular, se llama “cogitativa”, la cual funciona, para la prudencia, como un “intelecto”, pero un intelecto práctico.

El motivo por el que a la “cogitativa” se le llama de esa manera es porque el intelecto versa sobre los principios. Y no se debe olvidar que los singulares, a los que se refiere el intelecto, son principios que actúan como causas finales. También se podría decir que los singulares tienen índole de principios porque de ellos se saca lo universal. Pues del hecho de que una hierba provoca tal tipo de salud, se concluye que esa especie de hierba vale para sanar. Como los singulares se conocen propiamente mediante los sentidos, es preciso que el hombre tenga sensación no sólo exterior, sino también una percepción interior más integradora y con más fuerza de elevación cognoscitiva. A ella corresponde la prudencia, a través de esa forma de sentido interior que se llama cogitativa o estimativa. Y por tal motivo ese sentido se llama intelecto, que versa en este caso sobre objetos sensibles o singulares66.

65 “Intellectus, qui est principiorum operabilium, consequitur experientiam et aetates et perficitur per prudentiam; inde est, quod oportet attendere his quae opinantur et enuntiant circa operabilia homines experti et senes et prudentes, quamvis non inducant demonstrationes, non minus quasi ipsis demonstrationibus, sed etiam magis. Huiusmodi enim homines, propter hoc quod habent ex experientia visum, idest rectum iudicium de operabilibus, vident principia operabilium. Principia autem sunt certiora conclusionibus demonstrationum” (In VI Ethic, lect. 9, n. 20). 66 “Quare autem huiusmodi extremi dicatur intellectus, patet per hoc, quod intellectus est principiorum; haec autem singularia, quorum dicimus esse intellectum huiusmodi, principia eius sunt quod est cuius gratia, id est sunt principia ad modum causae finalis. Et quod singularia habeant rationem principiorum, patet, quia ex singularibus accipitur universale. Ex hoc enim, quod haec herba fecit huic sanitatem, acceptum est, quod haec species herbae valet ad sanandum. Et quia singularia proprie cognoscuntur per sensum, oportet quod homo horum singularium, quae dicimus esse principia et extrema, habeat sensum non solum exteriorem sed etiam interiorem, cuius supra dixit esse prudentiam, scilicet vim cogitativam sive aestimativam, quae dicitur ratio

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Ese intelecto que discrimina perfectamente los singulares en el orden práctico no sólo se comporta como un principio –al igual que ocurre en el orden especulativo–, sino también como un fin. Pues en el orden especulativo las demostraciones proceden de los principios captados por el intelecto; pero de tales principios no se dan demostraciones. Ahora bien, en el orden práctico, las demostraciones no sólo proceden de aquellos principios que son los singulares, sino que se dan peculiares demostraciones de ellos. Por lo tanto es necesario que en el silogismo práctico, conforme al cual la razón mueve a obrar, sea singular la premisa menor y también la conclusión que hace derivar el mismo operable, que es singular67.

4. En fin, también la “ciencia” y la “prudencia” guardan cierta coherencia

con el intelecto, que es el hábito de los principios. Pues el intelecto versa sobre ciertos términos o extremos, es decir, principios indemostrables, de los que no cabe dar razón, porque no pueden ser probados racionalmente, sino que se co-nocen de inmediato. Pero la prudencia versa sobre un extremo, a saber, el sin-gular operable, que necesariamente ha de ser tomado como principio en el orden práctico; y de ese extremo no hay ciencia, porque no se prueba racionalmente. Más bien, sobre él recae el sentido: es percibido por un sentido, no ciertamente por aquel que percibe las especies de los sensibles propios –como el color, el sonido y semejantes– que es un sentido propio; sino un sentido interior que percibe los objetos expuestos en la imaginación: la cogitativa. La prudencia, pues, conviene con el intelecto en versar sobre un extremo68.

particularis. Unde hic sensus vocatur intellectus qui est circa singularia” (In VI Ethic. lect. 9, nn. 14-15). 67 “Intellectus, qui est bene discretivus singularium in practicis, non solum se habet sicut principium, sicut in speculativis, sed etiam sicut finis. In speculativis enim demonstrationes procedunt ex principiis quorum est intellectus; non tamen demonstrationes dantur de eis. Sed in operativis, demonstrationes et procedunt ex his scilicet singularibus, et dantur de his scilicet singularibus. Oportet enim in syllogismo operativo, secundum quem ratio movet ad agendum, esse minorem singularem, et etiam conclusionem quae concludit ipsum operabile, quod est singulare” (In VI Ethic. lect. 9, nn. 19-20). 68 Dicit ergo primo, quod tam scientia quam prudentia sunt susceptibiles, vel attingibiles (secundum aliam litteram) intellectui, idest habent aliquam cohaerentiam cum intellectu, qui est habitus principiorum. Dictum est enim supra; quod intellectus est quorumdam terminorum sive extremorum, idest principiorum indemonstrabilium, quorum non est ratio, quia non possunt per rationem probari, sed statim per se innotescunt. Haec autem, scilicet prudentia, est extremi, scilicet singularis operabilis, quod oportet accipere ut principium in agendis: cuius quidem extremi non est scientia, quia non probatur ratione, sed est eius sensus, quia aliquo sensu percipitur, non quidem illo quo sentimus species propriorum sensibilium, puta coloris, soni et huiusmodi, qui est sensus proprius; sed sensu interiori, quo percipimus imaginabilia, sicut in

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No obstante, existe una diferencia clara entre el intelecto y la prudencia: el intelecto no es indagador, inquisitivo; en cambio, la prudencia inquiere e inves-tiga, pues depende del consejo: aconsejar e indagar difieren entre sí como lo propio y lo común69.

3. De todo lo dicho se comprende que esta facultad “cogitativa” se llame a

la vez, en el orden práctico, “sentido”, “intelecto” y “razón”. Se llama “sentido”, porque versa sobre lo singular sensible; y se llama

“intelecto”, porque eso singular, en tanto que estimado y comparado o juzgado, queda ciertamente en la premisa menor de la conclusión práctica. La estimación que se refiere a un fin particular se llama, de un lado, intelecto, en cuanto se refiere a un principio; y, de otro lado, sentido, en cuanto se refiere a lo particular70.

Asimismo, al igual que en el orden de lo universal el intelecto hace un juicio absoluto de los primeros principios, y la razón discurre de los principios a las conclusiones, también acerca de los singulares la facultad “cogitativa” del hombre se llama intelecto por hacer un juicio absoluto de los singulares; y se llama razón particular porque discurre de una cosa a otra71.

mathematicis cognoscimus extremum trigonum, idest singularem triangulum imaginatum, quia etiam illic, idest in mathematicis statur ad aliquod singulare imaginabile, sicut etiam in naturalibus statur ad aliquod singulare sensibile. Et ad istum sensum, idest interiorem, magis pertinet prudentia, per quam perficitur ratio particularis ad recte aestimandum de singularibus intentionibus operabilium. Unde et animalia bruta, quae habent bonam aestimativam naturalem dicuntur participare prudentia. Sed illius sensus, qui est circa propria sensibilia, est quaedam alia species perfectiva, puta industria quaedam discernendi colores et sapores et alia huiusmodi. Et ita prudentia convenit cum intellectu in hoc, quod est esse alicuius extremi” (In VI Ethic. lect. 7, nn. 20-21). 69 “Deinde cum dicit: quaerere autem etc., ostendit differentiam inter prudentiam et intellectum. Intellectus enim non est inquisitivus; prudentia autem est inquisitiva: est enim consiliativa. Consiliari autem et quaerere differunt sicut proprium et commune. Nam consiliari est quoddam quaerere, ut in tertio dictum est” (In VI Ethic. lect. 7, n. 22). 70 “Ipsa recta aestimatio de fine particulari et intellectus dicitur, inquantum est alicuius principii; et sensus, inquantum est particularis. Et hoc est quod philosophus dicit, in VI Ethic., horum, scilicet singularium, oportet habere sensum, hic autem est intellectus. Non autem hoc est intelligendum de sensu particulari quo cognoscimus propria sensibilia, sed de sensu interiori quo de particulari iudicamus” (STh II-II, q .49. a-2 ad 3). 71 “Sicut pertinet ad intellectum absolutum in universalibus iudicium de primis principiis, ad rationem autem pertinet discursus a principiis in conclusiones, ita etiam circa singularia vis cogitativa hominis vocatur intellectus secundum quod habet absolutum iudicium de singularibus. Unde ad intellectum dicit pertinere prudentiam et synesim et gnomen. Dicitur autem ratio particularis, secundum quod discurrit ab uno in aliud” (In VI Ethic. lect. 9, n. 21).

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CAPÍTULO VII

RAZÓN VITAL Y RAZÓN TÉCNICA

1. La razón vital y la utopía

a) La verdad de la vida y la razón vital 1. Ya quedó dicho que la razón práctica tiene dos flexiones: la prudencial y

la técnica. La prudencial podría llamarse también “razón vital”, puesto que es la función intelectual que se hace cargo de la dirección de nuestra vida tensada en el tiempo, o sea, referida desde un pasado a un futuro. Nuestra existencia es futurición, y sobre ella recae la razón práctico-vital. Utilizo la expresión “razón práctico-vital” o simplemente “razón vital”1 para expresar el sentido propio de esa forma de razón práctica que es la prudencia.

No es, por tanto, estrictamente razón vital la voz genérica que arranca del trasfondo espiritual de nuestra inteligencia, llamada intelecto práctico. De esta voz ya quedó dicho lo suficiente en el capítulo anterior. El conocimiento inmediato e intuitivo de los primeros principios morales que el intelecto práctico suministra es todavía demasiado abstracto y general para conducir los actos concretos de nuestra existencia cotidiana. Tampoco coincide la razón vital con el conjunto de las conclusiones universales y necesarias que, de manera mediata y discursiva, la razón especulativa saca de aquellos principios morales. La contingencia y singularidad de mi vida sólo puede ser regulada y llevada a su verdad humana por medio de una función intelectual, mediata y discursiva también, que se haga cargo de su elasticidad y movilidad: es lo que hace la razón vital, la cual tiene en cuenta las circunstancias concretas en que mi vida, orientada hacia su bien y hacia su fin, se ve envuelta, con sus tensiones

1 Aunque la expresión “razón vital” fue acuñada por Ortega –filósofo de la razón vital–, huelga entrar en una discusión acerca de las semejanzas y las diferencias que, respecto a Ortega, pueden encontrarse en el uso que aquí hago de ella. Lo dicho en el texto es suficiente para seguir el hilo conductor en que se enhebran esos términos.

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instintivas, con su tono vital concreto, con su carga de pasado, con sus relaciones sociales.

El objeto de la razón vital está constituido, pues, por lo “contingente libre”. Los dos miembros de esta expresión tienen su importancia. Lo “contingente” es lo que puede acaecer de distintas maneras, recorriendo las etapas de presente, pasado y futuro: en cuanto sometido a la temporalidad es móvil, sucesivo, cambiante. Lo contingente “libre” cambia y sucede con dependencia e inter-vención de la voluntad humana, la cual puede orientar y modificar el curso de varias maneras. La razón especulativa, en cambio, versa sobre lo universal y necesario, que ni cambia, ni puede ser de otra manera; se dirige a lo que no depende en modo alguno de nosotros, como las verdades matemáticas, lógicas y metafísicas. Lo contingente libre es doblemente contingente: en su actualidad y en su futuridad libre, pues está constituido por los actos humanos como medios referidos al fin último de la vida, que es la felicidad.

Vuelvo a recordar que para trazar con precisión el límite que hay entre lo especulativo y lo práctico, conviene advertir que la inteligencia es especulativa cuando tiene por objeto la verdad de las cosas en sí mismas consideradas; la verdad especulativa es la conformidad del pensamiento con la realidad, con las cosas efectivas: en este caso la inteligencia se limita a “recibir” las cosas. Mas cuando la inteligencia tiene por objeto la verdad referida a la voluntad y a las obras es práctica; su misión no es ya aprehender cosas, sino “realizarlas”. No hay, sin embargo, dos inteligencias, sino la extensión de la inteligencia una a la operatividad humana2.

2. Si el intelecto práctico señala la meta o el fin último de toda la vida, la

razón práctica marca la ruta o los medios que conducen a esa meta. Presupone, pues, que el intelecto práctico haya señalado el fin universal y los medios indeterminados a la voluntad, dirigiendo sus movimientos de amar el bien por simple volición y de buscarlo mediante la intención de conseguir el fin por los medios aptos. Pero el intelecto práctico no indica en concreto la manera en que el hombre debe ejercitar sus actos de cara a ese fin, porque esto depende de las circunstancias. En efecto, la cantidad subjetiva de esfuerzo que necesita un sujeto no la necesita otro; y el aspecto objetivo concreto que satura la condición de un medio es para uno diferente de la de otro. La razón práctico-vital desciende, en cambio, a estos detalles3.

De suerte que, en cuanto práctica, lo peculiar de la razón vital no estriba en el conocimiento teórico y científico que presupone, sino en el conocimiento de

2 L. E. Palacios, La prudencia política, Madrid, 1946, 49-52. 3 J. Pieper, La prudencia, Madrid, 1957, 75 ss.

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los casos existencialmente personales, consistente en la dirección concreta que hace de ellos.

De esta suerte, la vida humana verdadera conlleva la integración perfecta del hombre cara a su último fin y, por tanto, es una vida conforme a razón. Una vida desintegrada, inmoral, es una vida falsificada, una vida que no es conforme a razón. En esta referencia comparece la “verdad práctica”, que consiste en la adecuación de nuestras operaciones a la razón; es la verdad de la vida.

Este ajustamiento o conformidad de las operaciones interiores y de las obras exteriores a las reglas o normas dictadas por la razón vital es propiamente la verdad objetiva u ontológica de nuestra vida, una verdad que guarda con la verdad formal de la razón práctica que la produce o dirige una relación de efecto a causa. En cambio, la verdad ontológica u objetiva de todas las realida-des del mundo guarda con la verdad formal de la razón especulativa que la co-noce una relación de causa a efecto. La verdad ontológica de nuestra vida no es otra cosa que la serie de nuestros actos adecuada a la razón práctica. La verdad de la integración perfecta de nuestros actos cara al fin último es causada por la razón vital. Se trata de la adecuación de lo regulado y medido a su regla y medida4. Así se comprende que la verdad práctica no sea la misma en todos los hombres, porque se refiere a conclusiones concretas que cada uno debe sacar en sus circunstancias personales. En cambio, la verdad que se refiere a los principios comunes, tanto de la razón especulativa pura como de la razón práctica o moral, es la misma en todos e igualmente conocida.

b) La certeza de la vida 1. Formalmente la certeza se da en el juicio, cuyo aspecto subjetivo es; la

verdad es su aspecto objetivo. Y así como hay verdad especulativa y práctica, también hay certeza especulativa y práctica. La certeza especulativa ha sido tradicionalmente opuesta a la duda, o sea, a la fluctuación de la razón entre los dos extremos de una contradicción, sin adherirse a uno de ellos. La certeza es, en cambio, la adhesión inequívoca, la firme determinación de la razón a uno de los extremos de la contradicción, sin temor de errar.

La certeza práctico-vital no es, claro está, solamente cognoscitiva, como la especulativa, sino también directiva de la voluntad, de los instintos y de todas las operaciones humanas. La certeza práctico-vital está orientada a la acción; y aunque se encuentra esencialmente en la razón, se halla también por partici-pación en todo aquello que es movido a su fin por la razón. Así, todos los actos 4 S. Ramírez, La prudencia, Madrid, 1978, 123.

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humanos referidos a su fin último se pueden desplegar con certeza a integrar perfectamente al hombre, puesto que son dirigidos por la razón práctica. De la certeza del intelecto se deriva la certeza de rectitud o de dirección de la razón práctica; y de ésta, a su vez, la certeza de resultados o de ejecución, que es la certeza de la vida5. La razón práctico-vital acierta en medio de las inseguridades de la vida: logra una certeza de dirección o de rectitud que se puede dar incluso respecto de los singulares ausentes y futuros.

Mas no por ser práctica la certeza deja de ser infalible en su propio nivel. La razón vital puede tener infaliblemente certeza práctica y en este aspecto no equivocarse. Pero no hay que confundir entonces la infalibilidad especulativa con la práctica.

2. Desde el punto de vista especulativo sólo cabe sobre lo “contingente

libre”, en su actualidad y futuridad, un conocimiento opinativo o conjetural; no es posible, por tanto, tener de él un conocimiento especulativo infalible y siempre verdadero. Pero la infalibilidad especulativa no es dada a la razón vital, la cual estriba en la seguridad con que la razón dictamina y dirige las acciones internas y externas de la voluntad y del instinto en conformidad con la previa intención recta de conseguir el fin último verdadero. La verdad es aquí la adecuación de los medios con el fin verdadero, la conformidad del orden de la ejecución con el orden de la intención6. De esta manera, el uso correcto de la razón práctico-vital hace al hombre experto, pero no sabio. Experto significa lleno de experiencia, la cual da a conocer lo singular y enseña a dirigirlo.

La razón vital es un “conocimiento directivo”. En cuanto “conocimiento” es aprehensiva de la realidad a la que se dirige. En cuanto “directivo” es impera-tiva del querer y del obrar.

Al ser inicialmente “aprehensiva”, la razón vital también exhibe los princi-pios universales, en los cuales apoya su juicio imperativo y las realidades concretas a las que se dirige la acción moral. Cierto es que no se orienta inmediatamente a los últimos fines de la vida humana, sino a las vías o a los medios –es decir al plano de la realidad concreta– que conducen a tales fines; pero incluso la realidad misma tiene que ser vista con cierta nitidez. Por esta dimensión “aprehensiva” la razón vital “mide” la acción misma. Pero su saber informativo no es fácil: y se despliega como atenta deliberación y como juicio fundado. Este proceso debe ser calmoso, por ser perceptivo o receptivo; tiene

5 Ib., 141. 6 Ib., 145. De esta manera se consigue entender el sentido de la “totalidad de la existencia como praxis”, como dice H. Schweizer, en Zur Logik der Praxis Die geschichtlichen Implicationen und die hermeneutische Reichweite der praktischen Philosopie des Aristoteles (München, 1971, 216).

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que conocer la situación en que se despliega la acción concreta, lo cual implica la actividad aprehensiva de la realidad objetiva y el esfuerzo continuo de la experiencia7. Su fidelidad al ser, aprehendiendo las cosas tal como éstas son en verdad, hace posible que la realidad misma se haga medida del obrar.

Sólo manteniendo esta disciplina de objetividad, la razón vital puede ser luego “imperativa”, ordenando el querer y consumándose en acción concreta.

Pues bien, ambos aspectos, receptivo e imperativo, son marginados o nega-dos por la utopía. Ésta elimina el carácter aprehensivo de la razón práctico-vital, su docilidad a lo real; como tal carácter receptivo se funda en la índole misma de la inteligencia, abierta a la realidad que debe mostrar, la utopía obtura la inteligencia y la comprime a operar en su propio movimiento inmanente. Asi-mismo niega la índole preceptiva o imperativa de la razón práctico-vital, reduciéndola a mera razón técnica. Antes de exponer el alcance de estas dos reducciones, veamos en qué consiste propiamente la utopía.

7 La experiencia y la inducción son necesarias a la prudencia o “razón vital”. Porque los objetos morales son esencialmente móviles y contingentes y, por lo tanto, menos firmes que los de las ciencias especulativas. Por tanto, cuanto más se acerca la razón práctico-moral a los objetos propios de ese orden, tanto más necesita de la experiencia y de la inducción. No basta aquí la mera experiencia vulgar: se requiere una experiencia controlada. Como acerca de las naturalezas particulares no puede haber silogismos, sólo la experiencia es la que certifica tales cosas. La razón vital es la recta razón de los asuntos agibles humanos en su máxima singularidad y con todas sus circunstancias: debe, pues, conocer al máximo los singulares, cosa que se consigue por los sentidos y por la experiencia. El proceso argumentativo de la razón vital va de los efectos experimentados a las causas: procede, pues, a posteriori. En los asuntos morales hay que tomar como principio la facticidad, la donación de los hechos (“Quia oportet in moralibus accipere ut principium quia ita est. Quod quidem accipitur per experientiam et consuetudinem”. In I Ethic. , lect. 4, n. 53). Y eso se logra por la experiencia y la costumbre: por ejemplo, que la gula se supera por la templanza. También la memoria es necesaria para la experiencia, la cual se constituye por los varios recuerdos. Y no sólo la memoria, sino también la perspicacia (eujstociva), una visión que, penetrando la multitud y la movilidad de los eventos singulares, se fija en lo fundamental de la cosa, dejando aparte lo accesorio. Por ejemplo, el buen médico es el que tiene “ojo clínico”; y el hombre prudente es el que tiene perspicacia, una buena penetración de los objetos agibles humanos que ocurren en un momento dado. Una vez actualizada la visión prudencial se llega por inducción a ciertos principios prácticos, los cuales son las reglas o normas próximas del recto obrar. O sea, los infinitos singulares son reducidos mediante la experiencia a ciertos aspectos finitos, reflejo de lo que acaece en la mayoría de las veces. También la prudencia se ayuda de ciertos contenidos universales, los que suelen estar presentes en proverbios y sentencias prácticas, expresión de una larga experiencia de la vida: “quien ama el peligro, perecerá en él”, “las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres”, “nadie se hace malvado de repente”, “los hombres acaban creyendo lo que desean”, “el amigo cierto se reconoce en las cosas inciertas”, “nadie es tan inexpugnable que no pueda ser rendido por el dinero”, “el fin que cada uno ve, responde a lo que cada uno es”.

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2. Reducción de la razón vital

a) El sentido de la utopía 1. La palabra “utopía” puede significar bien “lugar inexistente”, bien “lugar

feliz”, según se interprete su etimología. El término fue utilizado por Tomás Moro en 1516 para designar la isla

imaginaria en la cual se da el Estado perfecto8. De aquí vino a significar toda concepción de orden práctico (ético, político, religioso) que o no ha sido realizada todavía o que propiamente, de realizarse, deja sin efectividad aspectos o elementos esenciales de la vida humana, dadas las facultades, condiciones y posibilidades con que cuenta el hombre.

De lo que se acaba de decir puede concluirse que son dos los elementos o factores que constituyen la utopía: el cognoscitivo y el apetitivo. Por el primero, la utopía es un cuadro imaginario o mental; por el segundo, las imágenes e ideas se reúnen en torno a un anhelo relativo a lo que “debe ser” no sólo para el individuo, sino para la comunidad entera: es un deseo de universal armonía e igualdad. Éste sería el aspecto positivo de la utopía, imagen centrada en el afán de concordia y justicia; su aspecto negativo es la actitud crítica y recusante de los ideales vigentes, del ser actual del mundo humano, en el que impera el desorden y el sufrimiento9.

El Renacimento fue la época en que con más vigor surgió la literatura utópica10.

Pero a sus imágenes y estructuras mentales, que a lo sumo estaban movidas por un vago deseo de efectividad y que permanecían fluctuando en el mundo de la ilusión y del ensueño, sólo cabe llamarlas utopías conjeturales. Tales utopías, es cierto, cumplen la función positiva de incitar y estimular, siendo su mejor exponente el llamado “método utópico”. Consiste dicho método –propuesto por Wells, Toynbee, Mumford y Skinner– en construir una imagen o modelo, establecido a veces a sabiendas de que es absurdo, como si estuviera realizado ya, y sacar consecuencias de su funcionamiento, con objeto de provocar,

8 De optimo reipublicae statu, deque nova insula Utopia, 1516. Para calibrar las consecuencias de la idea de una “ciudad ideal”, cfr.: R. Mucchielli, Le mythe de la cité idéale, París, 1960. 9 No son propiamente utópicas las obras que intentan hacer de la sociedad una estructura meramente tolerable, aunque no perfecta; entre ellas se encuentra el Second Treatise of Civil Governement de J. Locke. 10 Junto a las obras clásicas de Moro (1516) y Campanella (1611/20) cabe citar la Ciudad Cristiana (Christenburg), de J. Val Andreae (1619), la Nova Atlantis, de Fr. Bacon (1626) y The Commonwealth of Oceana, de J. Harrington (1656).

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corregir o eliminar conductas que se realizan de hecho y que persiguen ideales equivocados. Este método permite enfocar las utopías conjeturales como hipótesis de trabajo, las cuales hacen sensibles o intuibles los resultados que se obtendrían mediante ciertas instituciones completamente diferentes de las que existen.

2. Mas aquí no nos interesa el esquema más o menos fingido de las utopías

conjeturales, las cuales acaban de ser justificadas en cierto modo. Lo que nos preocupa son los proyectos mentales e imaginativos que llevan consigo el deseo imperioso de hacerse efectivos, de irrumpir inexorablemente en la realidad. Tratamos entonces con utopías dogmáticas, a cuyo análisis dedicaremos los siguientes espacios. Las llamaremos sin más “utopías”.

Según Mannheim, podemos llamar “utópica” a la mentalidad que está en contradicción con la realidad presente, porque orienta hacia objetos que no existen en una situación real. Ahora bien, para Mannheim no es “utópico” todavía el estado de la conciencia que contrasta simplemente con la realidad inmediata, transcendiéndola y situándose fuera de ella. Sólo es utópica la orientación que, rebasando la realidad y la experiencia, se traduce en la práctica como un factor que rompe el orden establecido. Esto quiere decir, para Mannheim, que hay dos tipos de mentalidades que transcienden la experiencia y la realidad: una, que al orientarse hacia objetos que son extraños a la vida efectiva y a sus fines inmediatos o presentes sólo sobrepasa la existencia actual, en la medida en que concurre a consolidar el orden de cosas existentes. A esta orientación llama Mannheim “ideología”. Tienen, pues, las ideologías una transcendencia en cierta manera “cómoda”, ya que, lejos de despertar una actitud hostil por parte de los que rigen un orden social, vienen a ser mimadas y sostenidas mientras sirven a los fines del poder. Son algo así como explosivos sin mecha, no ofreciendo posibilidades revolucionarias. Sólo cuando esas ideas transcendentales penetran en las aspiraciones concretas de un hombre o de un pueblo y entran en vías de realización, asumiendo una función transformadora o revolucionaria, la ideología se transmuta en “utopía”11.

Ahora bien, esta primera caracterización de la utopía, hecha al filo del planteamiento de Mannheim, es todavía insuficiente. Todos los movimientos utópicos expresan insatisfacción o descontento con la situación presente, con los males del mundo, entre los que hay que contar el esfuerzo del trabajo, la enfermedad, la muerte, etc. Molnar ha visto que este sentimiento irritado toma la forma de un pesimismo cósmico, según el cual sólo la mala organización de la existencia en el mundo es causa de los males padecidos. El orden de la existencia no es bueno en sí mismo, ni desde el punto de vista ontológico, ni 11 K. Mannheim, Ideología y Utopía, Madrid, 1958, 268 y 281.

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desde el punto de vista ético-social. Este pesimismo cósmico no desemboca en la parálisis, porque paradójicamente va indisolublemente unido a un optimismo antropológico, o sea, a la convicción de que el hombre es bueno ontológica y moralmente. Por lo tanto, el hombre se libera de los males en la medida en que transforma el mundo. Los movimientos utópicos están empeñados en un proceso ontológico de transformación del mundo; por él quedará abolida la estructuración de la existencia, antaño considerada como pendiente del ser divino. Tal estructura, tenida como deficiente, tiene que ser alterada y sustituida por una ordenación existencial distinta, hecha por el hombre, que tenga un alcance universal y satisfactorio. El optimismo antropológico conduce a creer que el ser humano puede cambiar el orden de la existencia toda, “creando” un mundo nuevo, una nueva tierra, una liberación ontológica. La fórmula por la que se consigue dicha transformación, o sea, el conocimiento que sirve para cambiar el orden de la existencia, es precisamente la utopía.

Como se puede apreciar, la utopía no es compatible con la tesis cristiana de que el mundo seguirá en la historia tal como es y que la liberación del hombre tendrá lugar en la muerte por una transposición que el hombre mismo no puede efectuar. La escatología religiosa y la utopía son las dos imágenes que, como afirma Fred L. Polak, siendo hostiles entre sí, se han extendido en occidente12. Es más, por muchos es considerada la utopía como una secularización de la escatología. La utopía “es una desacralización, una toma de conciencia de que el hombre puede y debe ser suficiente por sí mismo y que los dioses lo han abandonado”13.

b) La utopía, secularización de la escatología 1. Escatología significa “consumación de la creación”, mediante una

transposición a una vida perfecta, por un acto decisivo que viene no de la voluntad humana, sino de arriba, de la divina. Se trata de un paso que la vida humana experimenta de lo temporal a lo intemporal y eterno. La eternidad no es simplemente una ilimitada duración de tiempo, sino una posesión perfecta y total de vida ilimitada; en la eternidad todo es a la vez, sin curso sucesivo. Lo que la escatología cristiana augura es una transposición del ser temporal a un estado de inmediata participación en el modo de ser intemporal del creador. Este tránsito no puede ser efectuado por las fuerzas de un ser histórico, como el

12 F. L. Polak, The Image of the Future, New York, 1961, vol. II, 13. 13 E. Ciornaescu, “Utopie: Cocagne et âge d'or”, Diogène, 75, 1971, 99-100.

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hombre, sino por la energía suprahistórica divina. Toda la historia humana tiende hacia el momento de transposición como hacia una meta salvadora.

Como hay transposición, también se da un “final” del curso de lo que se va a transponer. Quiere esto decir que el final de la historia no coincide con el fin de ella. El final de la historia es un acabamiento, el último estado antes de la transposición; en cuanto último, es catastrófico: ya no habrá más tiempo. Pero este final intrahistórico está separado del fin, de la meta, de la realización del sentido de la historia, consistente en la transposición que desde fuera adviene al ser temporal. Aunque haya catástrofe, no todo estará perdido14.

La utopía elimina el fin suprahistórico del ser temporal; y suprime también el final catastrófico de éste. No obstante opera una curiosa metamorfosis: mantiene la estructura de la “transposición”, del tránsito, del paso a un mundo nuevo. El polo estructural del final catastrófico es retrotraído al presente histó-rico, de modo que la ordenación ontológica y moral del mundo aparece como actualmente mala. El polo estructural del fin o de la meta es desplazado horizontalmente en el sentido del tiempo terreno: habrá una nueva tierra mediante el dominio de las fuerzas naturales y la reorganización de esta existencia humana. La historia queda sin misterio: su sentido último está ya comprendido de antemano. Su figura es la utopía.

2. Martin Buber ha señalado también que es la fuerza de la escatología la

que, una vez secularizada y desposeída, se transforma modernamente en utopía15. Recuerda que hay dos formas fundamentales de escatología que, con términos que no son de Buber, pueden llamarse libertaria y necesitante. La escatología libertaria se cumple si media la fuerza de resolución del hombre a quien se dirige; en cambio, la necesitante adviene como un proceso fijado desde la eternidad en sus fechas y plazos. El hombre cumple en la segunda un papel pasivo o instrumental; allí un papel activo y preparador. La forma libertaria de escatología secularizada refluye en los llamados “pensadores utópicos” del siglo XIX (Saint-Simon, Enfantin, Owen, Fourier, Blanc, Weitling); la forma nece-sitante, en cambio, actúa especialmente en el “marxismo”.

Los pensadores utópicos (o socialistas utópicos) escriben mientras ocurren las luchas de clases en el siglo XIX. Basándose en la idea de la personalidad humana libre y adoptando los puntos de vista de la justicia y de la compasión, proyectan transformar el orden existente, especialmente el social. Intentan, pues, superar las escisiones y las dificultades inherentes a las luchas civiles que vivieron, mediante reformas totalitarias de la sociedad, según principios y leyes

14 J. Pieper, Sobre el fin de los tiempos, Madrid, 1955, 92-100. 15 M. Buber, Caminos de Utopía, México, 1955, 20-21.

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determinados que pensaban haber descubierto16. A juicio de Karl Marx, tales pensadores no fueron suficientemente críticos y profundos; proponían mudar las estructuras sociales y políticas existentes sin fundamentarse sobre un análisis científico de la realidad. Este análisis, según Marx, debería haber destacado dos hechos: el papel decisivo que históricamente ha asumido el proletariado y la función social de la lucha de clases. Marx utiliza, no obstante, benévolamente el término “utopía” cuando lo aplica a los socialistas utópicos, los cuales serían tales por la inmadurez de su época (Saint-Simon, Fourier, etc.). En cambio, utiliza de manera muy negativa este término cuando designa con él a los teóricos sociales que continuaron extrayendo de su propio cerebro los elementos que entonces, dado el desarrollo de las condiciones económicas, eran claramente visibles. La utopía se convierte en el arma más poderosa de la lucha del marxismo contra el socialismo no-marxista: la acción social del pensador utópico queda desacreditada como inútil y no científica. Los socialistas utópicos sólo intentan que la sociedad desquiciada vuelva a su lugar mediante la rectificación de la razón y de la voluntad humanas, en vez de hacer patente “lo que se había preparado ya dialécticamente por las condiciones de producción”17.

Pero también califica Buber al marxismo como utópico: justo porque éste propone un socialismo que adviene no desde la fuerza de la voluntad del hombre, sino necesariamente; “lo único que pide es que se ejecute lo necesario para la revolución”. Buber destaca atinadamente que “la fe en el camino de la humanidad a través del error hasta su superación adopta en Marx la forma de la dialéctica hegeliana cuando se sirve de una investigación científica de los procesos de producción; mas la visión de las revoluciones venideras lo mismo que de las pasadas, en 'la cadena de la necesidad absoluta', como dice Hegel, no la tomó de éste. La actitud fundamental apocalíptica de Marx es más pura y más intensa que la de Hegel, que carece de un genuino impulso hacia el futuro [...] El punto en que el ímpetu apocalíptico de Marx se desencadena y convierte todo concepto económico y científico en pura utopía, es cuando habla de la transformación de todas las cosas que seguirá a la revolución social”18. Ralf Dahrendorf llega incluso a indicar una doble utopía en Marx: “Una es la utopía de la primera sociedad humana, el mundo fabuloso de los tiempos antiguos, en el que el hombre, todavía no alienado, tampoco estaba historizado. Aquí se encuentran ya las raíces del moderno pesimismo cultural marxista, que enlaza

16 Para una visión panorámica de los distintos pensadores utópicos, con selección de textos originales, son útiles, entre otras, las obras siguientes: M. Baldini, Il pensiero utopico, Roma, 1974; A. Neusüss, Utopía, Barcelona, 1971; J. Servier, Histoire de l'utopie, París, 1967. En estas obras se cita abundante bibliografía. 17 M. Buber, op. cit., 20. 18 Ib., 21-22.

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sobre todo con las primeras obras de Marx. Más importante, empero, es la otra utopía, la de la sociedad final. Marx traza solamente un esbozo de esa imagen y lo hace con una cierta vacilación; pero está fuera de discusión que se ha dejado guiar por ella”19.

c) La utopía, exigencia violenta de perfección 1. Se ha dicho más arriba que el pensamiento utópico se basa, de un lado, en

un optimismo antropológico: el hombre es corrompido sólo por la sociedad, pero internamente no está dañado ni maleado; de otro lado, en un pesimismo cósmico y sociológico respecto del presente. Explica las causas de las deficiencias sociales apelando no a la maldad de los hombres, que son buenos en su constitución ontológica y moral, sino a la defectuosa organización de los actos humanos. Margina por tanto aquellos aspectos humanos que son reacios a entrar en el marco utópico, como el crimen, la mentira y el afán de poder; silencia también las situaciones geográficas y geológicas que condicionan la conducta.

Las soluciones utópicas dependen, pues, de un supuesto ideal de perfección, bajo el cual se piensa el logro de la justicia o armonía completa. Este supuesto encierra, en primer lugar, una valoración ética de la conducta, o sea, una concepción de lo que es moralmente bueno y de las condiciones mediante las cuales se consigue; en segundo lugar, una concepción del funcionamiento de los nexos causales dentro de la estructura mundana y social. Este supuesto es el factor teleológico que polariza todos los elementos existentes, los cuales tienden a una meta de perfeccionamiento. La meta es una perfección o un valor máximo. Justo por su carácter axiológico supremo se convierte en factor teleológico.

No obstante, el factor axiológico hacia el que tienden los elementos cósmicos y humanos puede aparecer como una meta ya indefinida, ya definida. En el primer caso, el movimiento hacia la meta se convierte en un aplazamiento utópico; el peso recae aquí en el movimiento hacia adelante (Condorcet, Kant): el perfeccionamiento “total” no se alcanza en un punto del tiempo, por lo cual el individuo mismo no logra su “liberación” en este proceso sin fin; a él sólo le cabe la satisfacción moral de laborar por ese perfeccionamiento, puesto, por ejemplo, por Kant en la paz perpetua de una sociedad futura cosmopolita. Pero

19 R. Dahrendorf, Out of Utopia, traducción italiana: Uscire dell'Utopia, Bologna, 1971, Introducción, 4 [cit. en Baldini, 120-121].

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en el segundo caso, el de la meta definida, el proceso hacia ésta toma el signo de una anticipación utópica; aquí la situación de perfección, el estado social perfecto, tiene que llegar en este mundo. Ahora se tiene una imagen exacta de la meta final y un conocimiento fiable de los métodos para conseguirla. Por ejemplo, Karl Marx estima que la situación final será la de un imperio de la libertad, sin diferencia de clases, siendo el método o camino la revolución del proletariado; así queda transformado el hombre actual en el hombre comunista. Sea cual fuere el número de fases que se asignen a la historia pasada, siempre habrá una “final” de plenitud, después de la cual ya no habrá otra mejor. Así Marx distingue fundamentalmente tres fases: el precomunismo, la sociedad de clases y la sociedad sin clases; esta última es el régimen de la libertad.

La utopía establece, pues, un ideal social de armonía que reúne la determinación de la paz perpetua y la completa satisfacción de las necesidades.

2. Pero el comienzo de ese estado no debe tener mancha alguna, por lo que el

pensador utópico se ve compelido a eliminar todo lo que en el presente aparece como negativo respecto del ideal: la autoridad, las palabras, las leyes, las costumbres. “En su deseo de partir de un comienzo de pureza, el pensador utópico siente que debe desembarazarse de todo lo admitido hasta el presente, desde el sentido habitual de las palabras hasta la autoridad aceptada tradi-cionalmente. Siente que posee una luz que no ha sido concedida a los demás, una luz que escapa al examen de la razón crítica”20.

La preparación de ese estado final se hace eficazmente mediante la acción revolucionaria. La resistencia al establecimiento de la meta tiene que ser dominada con la fuerza; el inmenso valor de ese fin justifica el empleo de la violencia para vencer los obstáculos. Esta fuerza debe ser aplicada de un modo drástico: no basta planear reformas; hay que saltar de una vez a un reino final que nos agrupe eternamente en el confort y la riqueza, en la seguridad y en el poder. No basta la corrección: primero es preciso suprimir o transformar radicalmente los fundamentos de nuestro estado humano; después se podrá reconstruir. El orden ontológico y moral del mundo debe ser pensado por entero. “Lo que el pensador utópico denuncia no es tanto el mal moral cuanto la estupidez de un mundo que se acomoda a ser llenado de taras y defectos, y esto constituye una condena más ontológica que moral”21. Condena el desorden ontológico del mundo, en el que toda realización lleva el cuño de lo perecedero.

La primera expresión de la utopía, cuya estructura se reproduciría en planteamientos homólogos, es el llamado milenarismo o quiliasmo (esperanza

20 Th. Molnar, L'Utopie. Éternelle Hérésie, París, 1967, 19. 21 Ib., 14.

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de renovación total en los años mil): en él gana el hombre su salvación mediante una transformación total de sus condiciones naturales, y no por medio de la práctica de la virtud individual y de la reforma gradual de las condiciones exteriores. Se trata de nacer una segunda vez. Mas el pecado es traducido después en términos de explotación, desigualdad y opresión; y el concepto de “milenio” es reemplazado por el de “revolución”22.

En verdad la utopía no puede por menos que engendrar violencia revolu-cionaria. El estado ideal de sociedad que pone como objetivo de todas las acciones, individuales o colectivas, no es susceptible de justificación especulativa, sino práctica. La razón práctica, como dijimos, no se orienta a fines últimos, sino a medios conducentes a esos fines. Tales medios se constituyen en función de la libertad y contingencia de los actos que la razón práctica tiene que regular. Carece de sentido establecer a priori y para siempre el estado mejor que cada circunstancia requiere. La constitución ideal es la que brota de la acción y desemboca en la acción. Si el objetivo se establece de manera definitiva e incorregible, entonces el pensador utópico debe salir vencedor en el acto de confrontarse con los rivales que no comparten sus concretas soluciones. Para ello debe sofocar severamente las posiciones contrarias, mediante la propaganda dirigida, la supresión de la crítica y el aniquilamiento de la oposición23. No es, pues, la utopía el intento de hacer que lo ideal se haga real. La orientación utópica es revolucionaria no simplemente por intentar que se realicen las aspiraciones que trascienden el orden dado, sino porque desajusta el orden que lo ideal debe tener con lo real, llevando a cabo la reducción de lo real revolucionado a puro esquema ideal. Queda así desposeída de razón práctica.

3. La objetividad de la razón vital

a) El ímpetu antiobjetivo de la utopía 1. La razón práctico-vital es conocimiento directivo; y en cuanto cono-

cimiento es aprehensiva o receptiva de la realidad. Este aspecto aprehensivo define la índole “realista” de la inteligencia humana, la cual muestra las realida-des concretas a las que se dirige la acción moral. Justo por ser “aprehensiva” de 22 Ib., 35. Cfr. también N. Cohn, En pos del milenio, Barcelona, 1972. 23 K. Popper, “Utopia and Violence” en Conjectures and Refutations, London, 1965, 355-363.

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lo real puede “medir” las acciones. Su docilidad a las cosas exige disciplina para enfrentarse a las múltiples circunstancias ofrecidas por la experiencia, precisamente para no apoyarse en un saber de ficción; y requiere también que se afronten ecuánimemente las situaciones inesperadas, antes de arrojarse a la acción.

El pensador utópico, en cambio, simplifica la realidad humana y social; una existencia, que es fácticamente compleja, queda reducida a unos pocos elementos: “o estira el organismo humano hasta llegar a dimensiones anormales en el lecho utópico, o le quiebra sus miembros”24. Ese pensador construye una imagen alejada de la realidad, porque se mueve más allá de la función apre-hensiva de la inteligencia; de suerte que la relación que ésta guarda con las cosas queda perturbada, excluyendo factores esenciales de ellas. El pensador utópico está poseído por el afán de dominar el mundo y la sociedad para transformarlos; y sofoca la primitiva actitud receptiva y dúctil de una razón que se subordinaba a la estructura objetiva de la existencia25. El ideal utópico no responde suficientemente a la índole de la realidad histórica: prescinde de las condiciones empíricas dadas y de las limitaciones de la sociedad, proyectando una sociedad perfecta, carente de lacras individuales y sociales.

2. La utopía realiza un desajustamiento completo en las funciones de la

inteligencia, eliminando la función aprehensiva o receptiva. Y como la imagen que construye no puede en verdad cambiar la estructura del mundo sin que parezca un absurdo, llega a simplificar el universo entero suprimiendo todos aquellos elementos constitutivos que pudieran poner en peligro la coherencia del sistema proyectado. Ya en la utopía conjetural de Tomás Moro se suprimía 24 L. Munford, The story of utopias, traducción italiana: Storia dell'utopia, Bologna, 1969, 4 [cit. en Baldini, 122-123]. Por eso, la utopía no es solamente lo “ideal” no realizado –como quiere Marcuse–, sino lo “antinatural” (contranatural o seminatural) y lo “antihistórico” considerados como todavía no realizados pero realizables. Para Marcuse la utopía sería una “representación de lo imposible”, o sea, un proyecto extrahistórico para transformar la sociedad. Y en virtud de que el hombre cuenta hoy con medios materiales y técnicos suficientes para realizar el “ideal” de una sociedad “liberada” (de normas morales válidas), Marcuse considera que la utopía ha finalizado: o sea, lo ideal ha dejado de ser una representación extrahistórica (H. Marcuse, El final de la utopía, Barcelona, 1968, 8-10). Pero, con respecto al hombre en sociedad, lo ideal realizable no es “utópico” sólo por ser “ideal”, sino por ser un ideal “cercenado” o “agigantado”: en cualquier caso, fuera del límite de lo natural. De ahí que el “fin de la utopía” preconizado por Marcuse sea, en el fondo, el comienzo de la realización utópica. 25 Eric Voegelin hace una descripción del pensador gnóstico que coincide plenamente con lo que se entiende por pensador utópico. En verdad, para muchos críticos de la utopía, ésta es una forma de gnosticismo. Cfr. E. Voegelin, Los movimientos de masas gnósticos como sucedáneos de la religión, Madrid, 1966, 36.

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la propiedad privada. En su Leviathan, Tomás Hobbes suprime el “sumo bien” hacia el cual se orientan los actos humanos, según la doctrina clásica antropológica; con lo cual, estos actos se ven privados del punto de orientación por el que se hacen racionalmente humanos. Con ello la actividad humana sólo queda motivada por las pasiones, especialmente por el ardor de agredir y el afán de dominar al semejante. El estado natural es para Hobbes el de guerra de todos contra todos. Para la antropología clásica, en cambio, el estado natural que era directamente aprehendido consiste en la orientación de los actos humanos en común amor hacia el supremo bien: de manera que el hombre no tiene capacidad espontánea de ordenar su vida en sociedad de otro modo. Para Hobbes, el vencimiento del estado de guerra sólo puede acontecer no por amor al sumo bien (que ha quedado eliminado), sino por temor al sumo mal, que consiste en morir ante el semejante. Sólo el dominador de las voluntades puede mantener a raya la fuerza de las pasiones mediante la amenaza de muerte y exterminio26.

La utopía simplifica el mundo, excluyendo especialmente la iniciativa creadora del individuo. Al negar el carácter aprehensivo de la inteligencia, el hombre no tiene que ponerse ya a buscar, a investigar pacientemente el ámbito de los objetos. La utopía es “una institución-sésamo frente a la cual se evaporan todas las dificultades en todos los sectores”27. En ella se despliega la vida con un tinte artificial e incoloro que hace uniformes todos los sentimientos. Los mismos intereses intelectuales son conducidos por vías seguras. Exactamente ha visto Ralf Dahrendorf que “el error de la utopía está en su simplicidad; el mundo en que vivimos no es simple y quien intenta hacerlo tal contribuye a agravar su lenta y difícil, pero urgentemente necesaria transformación”28.

El pensador utópico propone una abstracción de hombre y de necesidades, en la que todos los enigmas tienen la misma solución (Fourier). Es decir, “los problemas reales de la vida del hombre se convierten en problemas artificiales de autómatas con instintos, problemas ilusorios que admiten la misma solución porque provienen de la misma esquematización mecanicista”29. O, como dice Molnar: “El pensador utópico, en su calidad de pensador, es al mismo tiempo irracional y lógico. Cuando construye su república imaginaria (constituida a veces por leyes físicas diferentes de las nuestras), cuando se transporta de golpe a otro sistema de pensamiento, procede con una estricta lógica que no deja nada al azar. Sus seres humanos se comportan como autómatas; el esquema de sus vidas no cambia jamás: ejecutan con una precisión cronométrica las tareas que

26 E. Voegelin, op. cit., 30-31. 27 F. Ruyer, L'Utopie et les utopies, París, 1950, 70. 28 R. Dahrendorf, op. cit., 5. 29 M. Buber, op. cit., 23.

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les han sido asignadas por la autoridad central. En virtud de que el pensador utópico ha establecido él mismo su propio sistema de pensamiento, sus criaturas no son ya limitadas por las ricas variaciones de la naturaleza humana tal como la conocemos. Sus personajes, una vez que han sido desconectados del cordón umbilical que los unía con la madre tierra y la humanidad ordinaria, quedan faltos de la dimensión histórica, privados de libertad y libre arbitrio”30.

En la utopía no hay que hacer preguntas, porque todo está ya resuelto. Quien interroga, por el solo hecho de hacerlo, supone que hay algo no previsto o realizado: es un crítico, un enemigo, un cáncer eliminable. Si ella no poseyese toda la luz, no sería utopía. De ahí la proliferación de “seres uniformes con idénticos deseos y reacciones, privados de emociones y pasiones, porque éstas serían expresión de individualidad; esta uniformidad se refleja en cualquier aspecto de la vida utópica, desde los vestidos a los horarios, desde el comportamiento moral a los intereses intelectuales”31. La utopía hace efectivas unas posibilidades a fuerza de eliminar aquellas que chocan con su proyecto de realidad y negar las limitaciones de las otras. La organización racional del mundo, convertida en utopía, conoce anticipadamente todos los problemas que deben ser solucionados; sabe cuáles son las posibilidades que cada una de las ciencias particulares aporta para su funcionamiento, así como las premisas específicas y la estructura metódica de cada una de esas ciencias. La utopía no tolera una “crisis de la ciencia” o una “crisis de fundamentos”.

3. En síntesis, la supresión del carácter aprehensivo y receptivo de la

inteligencia da lugar a que ésta se mantenga solamente con los actos del juicio mediato y del razonamiento. En esto consiste la racionalización operada por la utopía. Una racionalidad que exige que todo lo no controlable y disponible sea eliminado como irracional y nefasto para el progreso; por descontado será borrada la situación caída de la naturaleza humana. Exige que las premisas, tanto teóricas como prácticas, que utiliza sean reconocidas con claridad total. Desgraciadamente, aunque sea consciente de las premisas teóricas, se le escaparán siempre las premisas prácticas, sobre todo las políticas, las cuales forman parte sustancial de la marcha histórica. Este carácter extraño del orden práctico será sentido como un factor discordante respecto de la racionalidad postulada. Y acabará siendo absorbido dentro de un proyecto teórico transpa-rente. La utopía rehuirá en definitiva la distinción entre “orden teórico” y “orden práctico”.

30 Th. Molnar, op. cit., 18. 31 M. L. Bernari, Journey throug Utopia, Londres, 1950, 4-5.

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b) La utopía como exención de lo especulativo 1. La pérdida de la dimensión receptiva que la utopía inflige a la razón vital

arrastra un cuarteamiento del aspecto imperativo que la distingue y por el que se inserta como función de la razón práctica. Recordemos por tanto primeramente la diferencia que existe entre razón especulativa y razón práctica para estudiar, en segundo lugar, la flexión técnica y práctico-vital de esta última. Sobre la marcha se irán viendo aquellos puntos en que la utopía distorsiona la estructuración y alcance de la razón práctica.

La razón especulativa y la práctica difieren por el objeto, por el modo de proceder y por el fin, según explicaron los clásicos renacentistas, como Diego Mas y los Complutenses, entre otros. Ya quedó apuntado esto en un capítulo anterior.

En primer lugar, por el objeto. La razón especulativa versa sobre el objeto que no puede ser hecho por medio del saber que de él se tiene. Este objeto fue llamado por los latinos “lo especulable”. En cambio, la razón práctica versa sobre un objeto que puede ser hecho por medio del saber que de él se posee. Así, la razón práctica puede referirse a la mansión edificable, la cual será construida por medio del saber que de ella tiene el arquitecto. Es lo que los latinos entendieron por “lo operable”. La razón práctica se dirige a las cosas operables en cuanto operables; la especulativa puede tratar también de las cosas operables, pero no en cuanto operables, sino en cuanto especulables. La cosa producible es entonces atendida solamente en cuanto a sus propiedades universales y a su esencia; por ejemplo, la estatua en cuanto figura o en cuanto cuerpo que tiene unas cualidades o es cuantitativa. El tratamiento de las cosas operables como tales se realiza mediante un acto que dicta cómo hay que hacer la obra; así el acto operativo de la razón es la regla próxima de la obra. En cambio, el acto por el que la razón expresa que “el triángulo equivale a dos rectos” no es operativo, aunque de él pueda el arquitecto sacar remotamente ocasión de obrar: el acto en cuestión no dicta nada acerca de la efectuación de una obra. Considerar la naturaleza de una cosa no es lo mismo que prescribir el modo según el cual debe hacerse una cosa. La razón posee la verdad especulativa cuando se regula por lo que es o no es en realidad; y posee la verdad práctica cuando se regula por lo que debiera ser, según el modo humano de obrar.

En segundo lugar, la razón especulativa difiere de la práctica por el modo de proceder. “Procedemos de modo especulativo –explicaba Diego Mas– cuando, por ejemplo, definimos, dividimos y resolvemos algo en sus principios y atributos esenciales; y así conocemos especulativamente una mansión al definirla y proponer sus atributos esenciales, aunque en este caso se trate de algo operable”. Pero si acerca de algo operable procedemos “componiendo una

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cosa con otra, acomodando la forma a la materia, dictando el modo cómo hay que construir el objeto, la razón realiza una acción práctica, como cuando se adquiere conocimiento de una mansión comprendiendo antes que hay que cavar la tierra y después echar los cimientos, a continuación levantar las paredes y por último poner el techo. La razón especulativa procede resolviendo los efectos en sus principios; la razón práctica, en cambio, procede componiendo la materia con la forma o una parte con otra”32. El proceso resolutivo demuestra la verdad por causas y principios; el proceso compositivo expone el modo según el cual debe ponerse la cosa en la existencia. Este modo de hacer una obra puede expresarse demostrativamente, apelando por ejemplo a la causa final: la mansión debe hacerse de pavimento, paredes y techo porque se ordena a defendernos de las inclemencias del tiempo. Y este proceder de la razón práctica es el que propiamente constituye el pensar utópico, el cual parte de un factor axiológico que teleológicamente polariza el curso de lo que “demuestra”. Tal demostración enseña cómo se pone en la realidad la cosa operable.

En tercer lugar, la razón especulativa difiere de la práctica por el fin al cual se dirige. La primera se orienta a la verdad: pretende saber para saber, contem-plar la verdad por sí misma. La segunda se refiere a la obra, a la operación de una facultad distinta de la razón: pretende saber para obrar. De ahí que la actividad intelectual del arquitecto se llame práctica por el fin, que es la cons-trucción de la mansión, acción de una facultad distinta de la razón misma.

Así como la función de la vista es doble, a saber, percibir los colores y dirigir al hombre en su caminar, también la razón humana tiene dos funciones: captar las cosas y dirigir o manifestar al hombre el modo de obrar en aquello que puede estar sometido a contingencia y error; en virtud de lo primero se llama especulativa; mas en virtud de lo segundo se dice práctica.

Se trata aquí del fin mismo de la razón, no del fin del sujeto intelectual. Porque una cosa es la ordenación intrínseca de la razón a su fin, y otra la ordenación que le da el sujeto de conocimiento. Así, por ejemplo, la filosofía es actividad de la razón especulativa, aunque el filósofo la enseñe motivado por algo operable (ganarse la vida). Por el contrario, la medicina es de suyo actividad de la razón práctica, aunque el médico la estudie para saber algo con precisión: la medicina se ordena de suyo a la obra, a la curación. En la utopía, empero, acontece que la referencia misma de la razón a su fin queda perturbada por la ordenación que impone el pensador utópico. Ni siquiera la filosofía se mantendrá ya como actividad puramente especulativa: el fin especulativo es

32 Diego Mas, Commentaria in Universam Arist. Dialecticam (Valentiae, 1592), op. cit., 37; y, para lo que sigue, 38-46; Complutenses, Collegii Sancti Thomae Complutensis. In Universam Aristotelis Logicam Quaestiones (Matriti, 1753), 78-80, 82-88.

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obliterado por la motivación concreta del dictador utópico. El fin no es ya antepuesto, sino sobreimpuesto.

3. La doctrina clásica de la razón, al considerar estos tres aspectos (objeto,

procedimiento y fin), hacía dos advertencias importantes, concernientes respec-tivamente al orden de la esencia o naturaleza y al orden del uso o ejercicio.

Primeramente, en el orden de la esencia, la razón es especulativa cuando su objeto es o bien intrínsecamente especulativo o bien un operable sobre el que recae un procedimiento y un fin especulativos. En cambio, la razón es práctica cuando su objeto es un operable y además son operativos su procedimiento y su fin. Está claro que si un objeto es especulativo, tanto el procedimiento como el fin que le atañen son especulativos: acerca de un objeto especulativo no puede haber un proceder y un fin operativos. Pero si el objeto fuese un operable, la inteligencia podría ser especulativa cuando lo fuere su proceder y su fin. De suerte que, bien mirado el asunto, la razón es práctica originariamente más por el objeto que por el fin, aunque éste sea preciso para completar su ámbito. Porque si el objeto –cuya construcción se busca– no fuese practicable u operable, jamás podría ser considerado de modo operable ni siquiera bajo la intención de operar, pues la voluntad no se dirige nunca a lo imposible. Por tanto, la razón es originariamente práctica más por el objeto que por el fin. Sin embargo, sólo cuando la producción del objeto es pretendida como fin, se completa como operativo el acto de la razón.

En segundo lugar, la acción de la razón puede ser práctica no sólo por esencia, cuando versa sobre un objeto operable y tiene como fin la operación, sino por el uso y ejercicio, cuando se refiere a un objeto especulativo y tiene por fin la contemplación, pero es conducida por un mandato o una preceptuación, como cuando la razón manda que, para contrarrestar la manipulación del hombre y la violencia, se contemple la dignidad de la persona. Esta posterior contemplación, por su naturaleza, es especulativa, pero por su uso y ejercicio es práctica, porque es mandada por un acto previo de la razón práctica.

4. La utopía obstruye el encaminamiento natural de la razón especulativa a

su objeto propio, con la intención de que se facilite la subordinación de su orden esencial al orden dinámico o ejercitativo; en la utopía sólo se piensa lo que es mandado en el nivel operativo de la razón. Esto explica que en ella se haga muy borrosa la distinción entre lo especulativo y lo operativo.

Pero pensado el orden operativo de la razón en sus justos límites, no habría inconveniente en admitir que el factor práctico explique el hilo de las motivaciones que se esconden tras los objetivos que el científico especulativo alcanza. Casi siempre las verdaderas motivaciones que justifican el desarrollo

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de una ciencia escapan al científico que trabaja aislado en su laboratorio. La mayor parte de los grandes inventos o descubrimientos han sido motivados por fines militares o simplemente industriales o crematísticos. Estas motivaciones son fijadas, pues, extrateóricamente, puestas en juego por la dimensión práctica de la razón práctica. Esto explica, por contraste, que no todo proyecto racional encaminado a implantar la justicia y el bienestar terrestre sea utópico. No lo será en la medida en que vaya guiado por la razón práctica; o sea, en la medida en que se ajuste a la realidad futura con ayuda de la razón teórica y atienda a las premisas reales de la planificación política. El mundo actual no puede existir sin una imagen del futuro, clara dentro de los límites que permite el carácter práctico de la integración del hombre cara a sus fines últimos, no planificables ni proyectables, sino dados de antemano, antepuestos.

También están dadas de antemano las condiciones existenciales de la vida del hombre. El pensamiento antiutópico de un Dostoievski, en Los demonios o en El idiota, muestra las fuerzas de un destino humano adosado a la actual situación ontológica y psicológica del hombre en el mundo, en la que se dan cita el sufrimiento, la incertidumbre, el riesgo y la culpa –especialmente ésta–. A pesar de la utopía, la estructuración de la existencia sigue siendo lo que es, más allá del afán de poder que el dictador utópico despliega. Ni siquiera “sufre alteración porque un pensador proyecte un programa para modificarla y crea que puede llevar a la práctica ese programa. El resultado no es, por tanto, el dominio sobre la existencia, sino la satisfacción de la fantasía”33.

5. La elevación del índice operativo, ajeno ya a la moderación que lo

especulativo recomienda, explica la fuerza clausurante de la utopía. La tendencia opresiva que bulle en el seno de las utopías modernas impone

“a las múltiples actividades humanas y al juego de intereses de la sociedad una disciplina monolítica, postulando un ordenamiento excesivamente rígido y un sistema de gobierno muy centralizado y absoluto, para no permitir cualquier cambio que pudiese contraponerse al modo propuesto y venir al encuentro de las siempre nuevas exigencias de la vida. En otras palabras, toda utopía se presenta como una sociedad cerrada que impide el progreso del hombre”34. La utopía se cierra sobre sí misma: es autogenética y suficiente. “La utopía es la imagen de un mundo cerrado en sí y, por así decir, autosuficiente. A la utopía pertenece la idea de autarquía, de completitud, interpretada muy frecuentemente como perfección. La utopía no tiene necesidad ni de un mundo externo, ni de cambios internos. Es más: no tolera ninguno de ambos [...]. La utopía es un

33 E. Voegelin, op. cit., 37. 34 L. Munford, op. cit., 4.

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sistema cerrado convertido en monumento”35. En ella está excluido luchar por una utopía mejor y ser felices de un modo diverso del indicado. El orden estático del monismo ontológico parmenídeo se presenta en la utopía ex-cluyendo el desequilibrio, la rivalidad o el desorden, pues no tolera la idea de que el equilibrio se obtenga por el juego de fuerzas diversas, y en cierto modo antagónicas. De ahí que la sociedad utópica sea represiva y autoritaria. Desde la comunidad nazi a la sociedad comunista se extiende un hilo común de totalitarismo, donde cualquier cambio en el esquema político es considerado como un error teórico y el crítico como un morbo. La sociedad utópica no tolera el cambio: “Huelgas y revoluciones están ausentes de las sociedades utópicas, así como lo están extrañamente los parlamentos en los que grupos organizados sostienen sus opuestas reivindicaciones de poder. Las sociedades utópicas pueden ser, y son con frecuencia, sociedades divididas en castas, mas no socie-dades divididas en clases, en las que los oprimidos se rebelan contra sus opresores”36. El dictador utópico sabe que la razón práctica no puede hacerse cargo de una dirección aseguradora y totalizante. Sólo amplificando su límite imagina ese poder.

4. La razón técnica frente a la razón vital

a) El objeto de la razón vital y la extensión de la razón técnica

1. Como se ha dicho antes, la razón práctica se dirige a las obras que hay que hacer. Esta dirección es doble. Una apunta a la rectitud y debida regulación del mismo efecto, a su resultado y rendimiento; y así se constituye como “razón técnica”. Otra mira al enderezamiento debido de la misma acción libre en cuanto libre; y así se flexiona como “razón vital”, la cual se apoya en la recta voluntad y procede a elegir los medios convenientes para conseguir un fin moral. La materia de ésta es lo hacedero por la voluntad y no ningún objeto que, con un valor independiente, pueda hacerse fuera de ella.

La razón práctica tiene, pues, dos vertientes, según que esté inmediatamente ligada a la voluntad recta –en cuyo caso determina el uso moral de las acciones– o que simplemente capacite para obrar, enseñando a hacer algo. Para entender esta distinción, baste pensar que un arquitecto cuya voluntad no sea buena 35 R. Dahrendorf, op. cit., 3-4. 36 Ib., 199.

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puede dirigir la construcción de una casa siguiendo perfectamente las reglas de edificación. En la valoración de lo que hace el técnico no cuenta la voluntad con que ejecuta su obra, ni su intención, sino la adecuación del efecto a la idea que él tiene, la disposición de lo hecho al fin como el barco a la navegación y la casa a la habitabilidad, etc.

Por eso se dijo que no versa la razón práctica sobre la verdad necesaria, absoluta, ni está inmediatamente medida por el ser o el no-ser de la cosa real; trata más bien de la verdad infalible prácticamente, o sea, de la conformidad de algo con las reglas por las que se dirige. La razón práctica mide y regula la obra por hacer. Su verdad no está del lado del ser de algo, sino del lado de lo que algo debiera ser según regla y medida. Ahora bien, hay una medida de la acción libre en su aspecto moral, y otra de la acción en su aspecto artístico y técnico. La acción, en cuanto moral, se mide por la ley y el dictamen recto: su verdad es su conformidad a la voluntad recta, o sea, su adecuación a la regla por la que la voluntad se hace recta; esta regla es la ley y el fin recto, al cual debe conformarse la voluntad misma, pues el fin es en el ámbito operativo lo que el principio en el ámbito especulativo. También la acción, en su aspecto artístico o técnico, se mide y regula por reglas, por preceptos que versan sobre lo que hay que hacer en conformidad con un fin; así, las reglas que disponen rectamente cómo hay que fabricar un navío son dadas conforme al fin de la navegación.

Pero ambas direcciones de la razón práctica difieren tanto por su materia u objeto como por su forma y por su modo de proceder. Tres aspectos que vamos a examinar para calibrar la repercusión que en ellos tiene la utopía.

2. En primer lugar, el objeto. Recordemos que hay dos tipos de acciones

humanas: las transitivas y las inmanentes. Las primeras pasan del sujeto a algo de afuera; por su punto de origen salen de mí, mas por el término al que llegan desembocan fuera de mí, en una materia exterior, bien para transformarla (como en el acto de cincelar un mármol), bien simplemente para usarla (como en el acto de montar a caballo). Lo exterior es justo lo que comienza en nuestro propio cuerpo y es accesible a los sentidos: escribir, peinarse, cincelar y correr son ejemplos de este tipo de acciones.

Las inmanentes, en cambio, se ejercen dentro del sujeto mismo y en él permanecen: tales son las de ver, oír, pensar y querer. Por su punto de origen salen de mí; pero yo mismo soy el término al que afluyen. El fin de estas acciones es la operación misma; y no producen transformación alguna ni en la materia externa ni en el sujeto en que están, aunque incrementen cualitati-vamente las facultades de las que proceden.

Unas y otras coinciden en su punto de origen, o sea, en su relación egológica, en el hecho de proceder de un yo y, por tanto, en ser libres o tener

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requerimiento de serlo. Por esta referencia egológica, todas las acciones (transitivas e inmanentes) son susceptibles de calificaciones morales, pues tienen que ajustarse a la regla racional por la que el hombre se integra perfectivamente cara a su fin último. Mas por su obra terminal (incluso cuando ésta es un concepto o una volición) todas pueden de algún modo someterse a la rectificación técnica.

La razón vital regula y rectifica todas las acciones que, en cuanto libres, son susceptibles de moralidad e implican una relación de adecuación (o no) al último fin del hombre. En cambio, la rectificación y regulación de las acciones orientadas a configurar o realizar una obra, en sí misma considerada, es tarea propia de la razón técnica. Esta no atiende a la relación de moralidad, sino sólo a la estructura objetiva del producto en sí: no trata de hacer bueno al agente, sino de hacer buena la obra misma, sea cual fuere la situación moral en que se encuentre el operante.

Por eso dijimos que el objeto propio de la razón vital es lo contingente libre: lo que puede acaecer de distintas maneras en el tiempo, con dependencia de la voluntad. Lo contingente libre es contingente doblemente: en su pura actualidad (o en su presente) y en su futuridad libre. Sólo en el uso libre en cuanto libre consiste el objeto o la materia que puede ser dirigida, rectificada y regulada por la razón práctico-vital. También la razón técnica tiene como materia lo contingente; pero es lo contingente natural, lo que por esencia propia puede ser de distintas maneras: un mármol es naturalmente susceptible de ser estatua o solera; un hierro, clavo o martillo; un razonamiento, acierto o disparate. No depende de la voluntad el que el hierro y el razonamiento sean contingentes y menos aún el que sean auténtica y verdaderamente hierro y razonamiento. Pero de mi voluntad depende el que mi vida sea auténtica y verdadera o mala y falsificada: la verdad de mi vida la tengo que conseguir en la apertura libre de un futuro.

Por lo dicho se observa que la razón técnica puede aplicarse a dos ámbitos distintos. Puede regular las facultades corporales y externas que se expresan a través de acciones estrictamente transeúntes, las cuales terminan en una materia exterior37. Pero también puede dirigir las facultades espirituales que se expresan por medio de acciones inmanentes, las cuales no pasan a una materia exterior38. La razón técnica, pues, rectifica también las acciones inmanentes, no en cuanto que son morales o hacen bueno al operante, sino en cuanto que hacen bueno al

37 A esta dirección técnica corresponden las disciplinas llamadas por los medievales “artes mecánicas”, como la Agricultura, la Venatoria, la Náutica, la Quirúrgica, la Textoria y la Fabril. 38 A esta dimensión técnica correspondían las disciplinas llamadas “artes liberales” por los medievales, como la Gramática, la Retórica, la Dialéctica, la Aritmética, la Música, la Geometría y la Astrología.

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producto mismo. En este aspecto, la razón no depende en sus reglas y principios de la rectitud de la voluntad y de la recta intención del fin, pues el hombre puede hacer una perfecta obra de arte, aunque su voluntad sea depravada. Las acciones inmanentes no son consideradas en este caso como morales o adecuables a la intención recta, sino rectificables en sí mismas, independiente-mente del aspecto voluntario o libre que tengan. En tal supuesto, la acción es dirigible por adecuación a la verdad más que a la bondad moral. Esta dirección se hace por medio de una idea que la razón técnica expresa.

Como inflexiones de la “inteligencia práctica”, pues, está el “intelecto prác-tico” y la “razón práctica”, la cual puede ser vital, pero también técnica. Por eso, la relación de moralidad, consistente en la adecuación que guardan los actos humanos libres con el último fin del hombre y con las leyes emanadas de su misma naturaleza racional, es susceptible de ser considerada o bien espe-culativamente, como un objeto de estudio, cuyas propiedades y esencia se definen, o bien prácticamente, como una referencia que debe ejercerse concreta-mente. Es moral la razón práctico-vital, la cual versa sobre lo contingente libre, o sea, sobre el futuro. Porque lo pretérito posee la necesidad o inmutabilidad de lo que ya ha sido: nada puede cambiarlo. También lo presente encierra necesidad (pues mientras paseo no estoy parado). No es posible que el hombre manipule y modifique su presente y su pasado. Pero desde su presente puede proyectar su futuro, justo porque éste tiene forma lábil y no cristalizada, o sea, contingencia referida a la libertad. En tanto que anticipa y proyecta, la razón práctico-vital es previsión, providencia que satura intelectualmente la histori-cidad humana.

b) Arte y naturaleza 1. Ya quedó dicho que la razón práctica, en tanto que ordena lo “agible”

humano, o sea, la vida concreta de un hombre tensada hacia su fin último, se llamó prudencia (phrónesis para los griegos): es una razón vital. A su vez, la razón práctica referida a lo factible –a las obras que hacemos en el mundo– fue llamada arte (tékhne por los griegos), habitud que se diferencia del comporta-miento natural; pues natural es lo que surge a partir de lo que ya está ahí, sin colaboración humana alguna, mientras que el arte es la producción intencional de algo por obra del hombre.

Si naturaleza equivalía a “nacimiento”, a espontaneidad germinativa, en cambio, arte era todo lo que no reaparece por generación. “No es naturaleza la forma de la cama, sino la madera. Porque si la madera germina no se hace una cama, sino un árbol (quoniam si lignum germinet, non fiet lectus, sed lignum).

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Esta forma que no reaparece por germinación no es naturaleza, sino arte (haec forma quae non redit per germinationem, non est natura sed ars). Pero la forma que reaparece por germinación es naturaleza”39.

Ahora bien, el arte era para un antiguo o un medieval imitación de la natura-leza40; y en su esfuerzo imitativo el arte tan sólo alcanzaba a realizar objetos de una esfera muy limitada.

La proposición de que “el arte imita a la naturaleza” era entendida en un sentido muy preciso. Ya Aristóteles, en el libro VI de su Metafísica, había advertido que hay dos tipos de “tékhne” o arte: uno, en cuya materia no existe un principio eficiente para producir el efecto, por ejemplo en el arte edificatoria, pues no hay ni en la madera ni en la piedra una fuerza activa que mueva a construir la casa. Pero hay otro tipo de arte, en cuya materia hay un principio activo que mueve a producir el efecto, como ocurre en el arte médico: pues en el cuerpo enfermo hay un principio activo de la salud. Así, en el primer caso, el efecto nunca es producido por la naturaleza, sino que siempre es hecho por el arte: como se muestra en la casa. Pero en el segundo caso, ocurre que el efecto es producido por el arte ciertamente, pero también por la naturaleza sin el arte: pues muchos hombres sanan por obra de la naturaleza sola. Por tanto, en las cosas que pueden hacerse por el arte y por la naturaleza, el arte imita a la naturaleza: pues si un sujeto enferma por causa de un elemento frío, la naturaleza lo sana calentándolo; y por tanto, también el médico, si lo ha de curar, lo sanará calentándolo.

No obstante, existía la convicción de que el arte humano fabrica algunas cosas que la naturaleza no puede elaborar por sí sola. Aunque para un antiguo el arte “imita a la naturaleza”, también es cierto que hace algo –como una casa– que la naturaleza no puede; por tanto, suple algunos defectos de la naturaleza misma: “Ars imitatur naturam, et supplet defectum naturae in illis in quibus natura deficit”41. Esta última afirmación es repetida por el Aquinate en otros sitios: “Producere autem aliquem effectum quem vel natura producere non potest, vel non ita convenienter, mediante actione principiorum naturalium, artis est”42. Pero esa “deficiencia en la naturaleza” es relativa, porque en sentido absoluto es el arte lo ontológicamente deficiente respecto a la operación de la naturaleza (deficit ab operatione naturae): ésta otorga la forma sustancial, cosa que no puede hacer el arte, porque todas las formas artificiales son accidentales; a lo sumo el arte aplica un agente estricto natural a la materia misma natural,

39 Tomás de Aquino, In II Phys, II, lect 2, n. 3. 40 Tomás de Aquino, CG II, c1. 41 Tomás de Aquino, In IV Sent d42 q2 a1. 42 Tomás de Aquino, De Pot q6 a3.

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como el fuego al combustible43. Por lo que el principio de imitación tiene un sentido ontológico ambiguo: pues al fin y al cabo el técnico antiguo obra por la virtud de una naturaleza ajena, a la que usa como instrumento: así, el alfarero utiliza el fuego para cocer los ladrillos, “sicut figulus igne ad coquendum laterem”44. El arte sólo opera sobre lo que ya está constituido naturalmente en su ser completo: “Ars enim non operatur nisi supra id quod iam constitutum est in esse perfecto a natura”45.

Por tanto, lo envidiablemente imitable46, lo susceptible de mímesis era lo que existía ya desde siempre por obra de la naturaleza. La naturaleza era una entidad independiente, a la que el hombre obedece en gran medida, no sólo para obtener los frutos de su subsistencia, sino para lograr el ejemplar de las cosas factibles. Dicho de otro modo, el objeto factible nunca era completamente técnico, pues había mucho comportamiento natural en su seno. Lo cual significa que el arte es imitación cuando es capaz de repristinar en su propia operación los modos de la naturaleza misma.

Como ya ha quedado dicho, entre los efectos que provienen de un principio externo, hay algunos producidos solamente por el principio exterior, como la “forma” de la casa es causada en la materia sólo por el arte; pero hay otros efec-tos que unas veces son producidos por un principio exterior y otras veces por un principio interior: como la salud es causada en el enfermo a veces por un principio exterior –por el arte médico– y otras veces por un principio interior –por virtud de la naturaleza–. En tales efectos deben ser atendidos dos aspectos. En primer lugar, que en su propia operación el arte imite a la naturaleza al igual que la naturaleza sana al enfermo haciendo que la materia que causa la enfer-medad sea alterada, absorbida y expulsada. En segundo lugar, que el principio exterior –el arte– no obre como un agente principal, sino como un elemento secundario que ayuda al agente principal –que es un principio interior–, confortándolo y suministrándole los instrumentos y auxilios necesarios para producir el efecto; y así el médico conforta a la naturaleza y le da alimentos y medicinas necesarias para conseguir el fin pretendido47.

Uno no puede por menos de sonreír cuando los medievales ponían como ejemplo de artes –hábitos de la razón práctico-técnica– la venatoria, la edifica-toria, la estrategia, la culinaria, el arte de correr, el de jugar… El hombre anti-guo está integrado en la naturaleza, la cual era algo previamente dado, repleto 43 Tomás de Aquino, STh III q66 a4 44 Tomás de Aquino, DePot q7 a1. 45 Tomás de Aquino, De principiis naturae, c1. 46 Hans Blumenberg, “Nachahmung der Natur. Zur Vorgeschichte des schöpferischen Menschen”, en Studium Generale, 5 (1957), pag. 644. 47 Tomás de Aquino, STh I q117 a1.

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de cosas que el hombre no podía fabricar ni producir. Todo lo que el hombre podía variar, cultivar o criar se circunscribía a límites concretos, sin posibilidad de emanciparse de lo previamente dado. Esto no quiere decir que para el hombre antiguo sólo hubiera un principio, el natural, al que debiera “reducirse” lo artificial. Como estas dos cosas, por sus diversos principios, están en “di-versos géneros”, tal reducción no era posible. Aunque en otro aspecto no carecía de sentido afirmar que lo artificial se reduce a lo natural cuando el arte utiliza instrumentos naturales para completar su obra artificial. También este segundo supuesto reductivo es superado por la moderna objetivación tecnológica: lo artificial usa y se nutre ahora de lo artificial48.

2. En realidad durante la Edad Moderna el quehacer técnico deja de ser

imitación de la naturaleza y pretende la originalidad de las obras hechas por el hombre. El objeto factible es tecno-lógico, o sea: su logos, su esencia viene dada por la técnica. La naturaleza misma viene a ser un objeto de explotación. Por objetivación tecnológica no entiende el simple cálculo de aquellos procesos naturales que se realizan sin nuestra intervención, como los movimientos de los astros; más bien, la objetivación tecnológica consiste en producir artificialmente procesos naturales, conociendo previamente las condiciones y las leyes que los obligan a discurrir conforme al fin que el hombre se ha propuesto. El hombre deja de ser paulatinamente hijo de la naturaleza; y el objeto técnico abandona su antigua impregnación natural.

La concepción de la naturaleza como un objeto tecnológico fue posible por el derrumbe de la imagen antigua del universo y por la imposición de la mo-derna ciencia física. Ya no se pregunta “qué finalidad tienen las cosas en sí mismas”, sino “qué ha de hacerse con ellas para cumplir los fines humanos”. Tan pronto como la naturaleza se convierte en un objeto tecnológico, pierde su carácter ejemplar49, vinculante para el hombre.

No hay que olvidar que, para un hombre antiguo, el arte siempre presupone a la naturaleza: “En la operación del arte obra la naturaleza; pues sin la operación de la naturaleza no se produce la operación del arte: al igual que por el fuego se ablanda el hierro y luego, por la percusión del martillo, el herrero lo estira”50. Hoy calificaríamos de ingenua la taxativa afirmación del Aquinate: la

48 “Artificialia non reducuntur in naturalia ita quod natura sit eorum primum et principale principium, sed inquantum ars utitur naturalibus organis ad complementum artificii” (Tomás de Aquino, In III Sent d37 a3 ad2). 49 Martin Heidegger, “Die Frage nach der Technik”, en Vorträge und Aufsätze, Neske, Pfullin-gen, 1954, p. 13-44. 50 Tomás de Aquino, De Pot q3 a7.

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naturaleza puede hacer oro de la tierra, si en ello se mezclan otros elementos, cosa que el arte no puede hacer51

De modo que lo artificial moderno se diferencia no sólo de lo natural antiguo, sino también de lo artificial antiguo: la mímesis desaparece. Esto trae consigo que se reduzca el ámbito de las cosas consideradas por la antigüedad como inmutables e invariables y que, como contrapunto, se amplíe el ámbito de lo que el hombre puede calcular y controlar, hasta el extremo de convertirse en dueño y señor del mundo. El hombre moderno se va separando decididamente de la vida natural; lo real preexistente es sustituido por un mundo artificial creado por el mismo hombre: un mundo de instrumentos, aparatos y procesos automáticos. Mediante la objetivación tecnológica de la naturaleza, el hombre se aleja de lo previamente dado, de lo natural. De modo que el mundo planeado por los hombres viene a ocupar el puesto del mundo real previamente dado, consumándose en máquinas, en aparatos y dispositivos que hacen posible la relación del hombre con los ámbitos de la naturaleza sustraídos ya a la experiencia natural. En el lugar de la cosa natural comparece lo que el arte humano produce.

La factibilidad de una cosa está sostenida, en realidad, por el enfoque cientí-fico-matemático, el cual coopera a que la mentalidad teleológica cambie a otra mentalidad científico-técnica que, por ejemplo, sustituye la materia prima natu-ral por materia sintética elaborada artificialmente. La objetivación tecnológica podría compararse, en términos medievales, con una operación divina. En vir-tud de que la ciencia divina es causa de las cosas, viene a ser como la ciencia que un artífice plasma en sus artefactos. “Pero el artífice conoce el artefacto mediante la forma del arte, forma que tiene en su misma mente en tanto que él la produce: ahora bien, el artífice solamente produce la forma, porque la natu-raleza es la que prepara aquella materia que entra en los artefactos. Y por eso, mediante su arte conoce el artífice los artefactos solamente en razón de la for-ma. Y como toda forma es universal de suyo, resulta que el edificador conoce ciertamente por medio de su arte la casa en universal, pero no esta o aquella casa, salvo que por los sentidos obtenga alguna noticia de ella. Mas si la forma del arte fuese productora de la materia, como lo es también de la forma, cono-cería por medio de ella el artefacto no sólo en razón de la forma, sino también en razón de la materia. Ahora bien, la materia es el principio de individuación, por lo que no sólo lo conocería en su naturaleza universal, sino también en cuanto es un singular. Por tanto, como el arte divino es productor no sólo de la forma, sino también de la materia, en su arte no sólo existe la semejanza de la

51 “Natura potest ex terra facere aurum aliis elementis commixtis, quod ars facere non potest” (Tomás de Aquino, De Pot q6 a1 ad18).

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forma, sino también la de la materia: conoce las cosas en cuanto a su forma y a su materia: no sólo lo universal, sino también lo singular”52.

A diferencia de esa función técnica, la inteligencia humana, en su dimensión práctica, ha de gobernar también las acciones del hombre encaminadas hacia su bien más propio, en forma de proposiciones imperativas (preceptos, normas, le-yes) que regulen en concreto esas acciones. A esa función intelectual regulativa se le llamó prudencia, razón vital en sentido estricto, tensada hacia el futuro.

3. El futuro es “futuro humano” no porque en él pueda hacer el hombre una

vida “cómoda”, holgada y llena de utilidades, o sea, de “artefactos”, sino porque en él hace el hombre simplemente su “vida”: se hace a sí mismo, se realiza en su verdadera o falsa figura. El futuro de la razón técnica tiene una futuridad prestada o subordinada. ¿Qué significa esta subordinación? La razón vital es una actividad regia que domina a todos los actos de la vida. Mi existencia adquiere integración perfectiva en la medida en que todas sus energías quedan orientadas hacia el fin que hace “humano” al sujeto, un fin último. Esto quiere decir que hay un punto existencial y esencial en que la razón técnica debe ceder su fuerza directiva a la razón vital, si es que el hombre debe realizarse como hombre53.

La utopía entumece la iniciativa que en este momento debiera asumir la razón vital, dejando el ámbito vital a merced de la razón técnica. En la utopía se desvanece precisamente la apertura fundamental del futuro, pues opera un salto por encima de la contingencia libre para conseguir plena estabilidad. El futuro se convierte en un puerto bloqueado; no es ya un horizonte cuya figura sólo se atisba. Si para la razón práctica el futuro se tensa en una línea, para la utopía se afirma como un punto quieto, sin lazos incluso con la tradición, aislado del pa-sado. La utopía desmorona la razón práctica y la absorbe en la razón técnica, la cual, faltándole su exigida subordinación a la vida, acaba congelando el futuro.

El porvenir, precisamente porque todavía no existe, produce una especial irritación al pensamiento deseoso de exactitud y objetividad. Lo que el cientí-fico maneja son objetos bien definidos, que ordinariamente entran también en la categoría de lo disponible. Mas del futuro no se puede disponer como de un objeto. No obstante, el pensador utópico no se suele amedrentar ante esta di-ficultad y pretende hacer que la “futuridad” venga a coincidir con la “objeti-vidad” (científica o técnica) y se muestre como una magnitud sometida a leyes

52 Tomás de Aquino, De Ver q2 a5. 53 Fernando Inciarte, “Utopía y realismo en la configuración de la sociedad (Límites de la Ilustración)”, Nuestro Tiempo, 1978, n.º 291 (5-24), 15-22.

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generales, de la cual se puedan sacar conclusiones ciertas. El futuro queda con-vertido en lo que no puede ser: en artefacto.

La razón técnica puede hacer esa pirueta precisamente porque se refiere a una “acción en general”; la razón vital, en cambio, se orienta al acto circuns-tanciado espacio-temporalmente. No hay una “acción práctica en general”. Sólo el que obra en una situación puede saber lo que en ella hay que hacer. La utopía no cuenta con la circunstancia, entre otras cosas.

4. Un factor importante se entrecruza con este deseo utópico de dar obje-

tividad al futuro, a saber: que el hombre ha llegado a un punto tal de tecni-ficación y dominio de la naturaleza que puede disponer, aunque sólo sea nega-tivamente, de su propio futuro. Dicho de otro modo: el hombre puede borrar la faz de la tierra mediante la energía nuclear que tiene en sus manos. Dominar negativamente el futuro significa que en cualquier momento el hombre puede hacer que no lo haya en absoluto. Sartre ha expuesto esta situación de una manera muy lúcida; ha dicho que si la humanidad ha de continuar viviendo, no será simplemente porque nazcan hombres, sino porque éstos adopten la resolución de prolongar su existencia, y será necesario en el futuro que cada vez y cada minuto decidan continuar viviendo54.

Pero también puede el hombre disponer técnicamente de su futuro positi-vamente, justo porque cuenta ya con muchas posibilidades reales para hacerlo. De hecho las utopías son factibles, realizables; y cada vez más. No se puede decir, pues, que la utopía es tal por proponer proyectos cuyas posibilidades reales faltan. Nada de eso. La utopía no atañe a las posibilidades reales, sino a su sentido y jerarquización. De ahí que la cuestión decisiva con la que hoy se encuentra el hombre es cómo evitar que las utopías se realicen. El esfuerzo de los intelectuales, como ha dicho Berdiaev, debe dirigirse a que la humanidad retorne a una sociedad no utópica, “menos perfecta y más libre”. Las utopías son realizables porque hoy cuentan los hombres con medios adecuados para ello. La revolución científica ha traído consigo la fusión de la ciencia con la técnica, de manera que es fácil llevar a la obra mucho de lo que el científico piensa. El simple dominio de la energía nuclear es un exponente de esto: lo ideado en el pensamiento es transformado por el instrumento y la industria en turbinas nucleares que a la postre se convierten en una realidad social, al hacerse fuentes de energía para millones de seres humanos. Lo mismo hay que decir de los espectaculares avances de la Biología y de la Farmacología, capaces de introducirse hasta en la institución biológica del hombre. Los mismos medios de comunicación (radio y televisión), de transportes (cohetes) hacen que las decisiones puedan ser tomadas con gran rapidez. 54 J. P. Sartre, “La fin de la guerre”, Les Temps Modernes, n. 1, 1945, 163-167.

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Como la razón técnica viene constituida fundamentalmente por reglas, puede hacerse foco de ilimitada segregación de reglas rectoras de la vida humana. No admitirá, si se le corta su genuina vinculación a la razón práctico-vital, que se le impongan frenos externos: la vida toda se desplegará entonces como una regulación mecánica, por la que los sujetos concretos funcionarán al modo de robots.

Un factor, pues, crucial para superar la utopía consiste en admitir que el límite de la razón técnica no puede ser de índole técnica (porque ésta carece de este límite), sino práctica, o sea, moral. Sólo así quedará la misma actividad técnica configurada moralmente, convertida en parte de ese todo integral perfectivo orientado hacia su fin último. El futuro de la técnica es “futuro humano” en la medida en que cae bajo la razón vital. Esta ha de saber hacer “recto uso” de las técnicas, de las ciencias, de los instintos, de los anhelos y de toda la actividad humana. El cirujano, usando estrictamente de su razón técnica –cuyas reglas tienen como objetivo la curación– no sabe de un “final” de la aplicación de esas reglas. Pero la razón vital puede dictaminar que en unas circunstancias concretas es “mejor” moralmente no seguir aplicando las reglas curativas; que es “bueno” incluso dejar morir en paz a un enfermo en vez de mantenerlo indefinidamente en un estado vegetativo con métodos artificiales.

De manera que sólo por un motivo “anterior” y “superior” al de la razón téc-nica –columbrado por la razón vital– puede decidirse en contra de la salud. La utopía sustituye este motivo “anterior”, antepuesto, por un motivo autogenético, sobreimpuesto, dejando sin campo de juego a la razón práctica. Si ésta sólo se preocupaba de saber qué es lo razonable en “cada caso”, la utopía sabe ahora qué es lo razonable “en todos los casos”. La utopía misma es una razón práctica que ha perdido sus fines antepuestos o transcendentes.

c) La forma de la razón vital y la tecnificación del hombre 1. Los dos tipos de razón práctica –vital y técnica– se distinguen también por

su forma, o sea, por la índole de las normas y reglas que establecen. Sentemos primero que establecen reglas, en virtud de las cuales puede

decirse que es “infalible” la verdad que versa sobre los contingentes singulares que carecen de fijeza. También los juicios de la razón práctica se basan en algo infalible, aunque traten de lo mutable según los tiempos y lugares.

En la razón práctica no hay en efecto una infalibilidad especulativa, sino “operativa”: su verdad no tiene que ser regulada por lo que es o no es necesaria y universalmente en lo real. Lo real aquí es lo contingente, porque esto puede portarse siempre de otro modo, puede incluso faltar. Luego la infalibilidad sólo

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se refiere entonces al orden y la conformidad con la regla y la norma. Por la materia, pues, no es infalible la razón práctica. Mas por la forma o las normas puede ser cierta e infalible en orden a la regulación, no en orden al ser o al suceso mismo de la cosa; en este último nivel puede haber deficiencia, aunque la regulación y la dirección sean firmes.

Si se considera, por ejemplo, el obrar voluntario y las obras que deben referirse moralmente a un fin, hay algo contingente y falible en el mismo evento y en el mismo camino que se recorre hacia el fin; y justo por ser falible necesita dirección y gobierno. Esta dirección usa una regla cierta y recta; cierta no para asegurar el evento, sino para asegurar el modo de proceder.

También en el obrar técnico ocurre que el artefacto puede no hacerse bien, unas veces por la indisposición de la materia, otras por la imperfección del agente o del instrumento operante. Pero la regulación y ordenación misma del arte es cierta e infalible por ser conforme con la idea y el fin del arte. La defectibilidad de la razón técnica es exterior a ella, no proviene de la fuerza de sus mismas reglas.

Luego la regulación, por lo mismo que es recta, es cierta, o sea, hecha según determinadas reglas o determinada conformidad a la medida y al principio regulativo. Y esto formalmente es infalible, desde el punto de vista regulativo, aunque por la materia sea contingente y falible.

La razón práctico-vital introduce una forma en los actos, a saber: la regula-ción moral en orden al debido fin. Esta forma o regulación, sin embargo, no se refiere a los actos mismos, sino al objeto, y se realiza simplemente dando un dictamen o una proposición moral acerca de este objeto, el cual queda ordenado y dispuesto por las reglas morales prácticas. Así, pues, estas regulaciones atañen primeramente al objeto y desde aquí pasan al acto, justo por la conexión que éste tiene con el objeto mediante la disposición y tensión de la tendencia que al objeto se orienta.

La forma que introduce la razón técnica es la regulación y la conformidad del objeto con la idea del artífice; esta regulación se imprime en los productos contingentes tanto de las acciones transitivas como de las inmanentes, disponiendo y componiendo dicha materia para plasmar esas ideas, resultando una figura, la cual puede ser un silogismo perfecto, un navío veloz, un traje elegante, etc.

Si la verdad especulativa es la conformidad del conocimiento a la medida de la realidad objetiva; si la verdad técnica es la adecuación de la cosa (artefacto) a la medida de su ejemplar existente en la razón; la verdad vital es la conformidad del libre obrar a la medida del dictamen práctico, residente también en la razón.

Pero las reglas de la razón práctico-vital son flexibles y ocurrentes, porque recaen sobre un objeto que siempre exige deliberación. En cambio, las reglas de

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la razón técnica son más bien fijas e inflexibles. La precisa reducción que la utopía realiza de la razón vital a razón teórica hace que se absolutice la dimensión técnica de la razón práctica. La utopía, como razón técnica, introduce las situaciones cambiantes de la vida en una cuadrícula invariable. El pensador utópico quiere lograr el beneficio de una certeza muy firme sobre el sentido de la existencia humana, “en un saber nuevo sobre el futuro que aparece ante nosotros y en la creación de una base firme para la actuación proyectada hacia el futuro”55.

2. La regulación que hace la razón técnica difiere de la efectuada por la

razón vital. Porque en ésta la regulación moral acontece imponiendo a los actos libres la ley que se sigue de la disposición previa que la voluntad tiene de obrar rectamente. En cambio, la regulación hecha por la razón técnica se expresa como una disposición del objeto, la cual se hace de una manera completamente independiente de la rectitud y de la intención de la voluntad. Lo que la razón práctica regula y rectifica, en la mente del artista o del técnico, es la cosa que hay que conocer o poner en obra; mas no por ello rectifica el arbitrio del operante. La razón práctica supone la recta intención volitiva del fin; y, tomando el fin como principio, juzga acerca de los medios y dirige la elección. Pero la recta intención volitiva del fin no se regula por la razón práctica, que sólo mira a los medios, sino por el intelecto moral, que contiene los primeros principios morales.

La voluntad es, pues, rectificada en un doble sentido: según la recta intención del fin queda rectificada por el intelecto moral; según la rectitud de los medios y de la elección, por la razón práctico-vital. Esta última sólo mira a los medios; el intelecto moral, al fin. De este modo, la razón práctico-vital emite un juicio cuya verdad no expresa la cosa real en sí misma, sino la conformidad con la voluntad recta: rectificada por la intención volitiva del fin, en orden al cual se juzga de la conveniencia y proporción de los medios. Entonces la verdad práctico-vital de los medios y de la elección no se saca del mismo ser o no ser de tales medios; ella no versa sobre la naturaleza, esencia o existencia de los medios (pues esta tarea pertenece a la especulación), sino sobre la conveniencia de éstos con el fin recto intentado volitivamente y presupuesto antes de la elección. Así, los actos prácticos se refieren a objetos contingentes, pero contingentes sólo de parte de la materia, no de parte de la regulación, la cual es aquí como la causa formal: por ésta algo se hace cierto e infalible práctica-mente, vitalmente.

Y cuando se objeta que las mismas reglas suelen mudarse según las diversas circunstancias y ocasiones, debe responderse que esta misma mutación, si es 55 E. Voegelin, op. cit., 37.

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hecha por la razón práctico-vital, es formalmente inmóvil, aunque material-mente sea una mutación: porque es recta y conforme a reglas.

d) Los procesos de la razón vital 1. La razón técnica procede por ciertas vías fijadas o reglas determinadas; en

cambio, la razón vital procede por vías no determinadas, ateniéndose a la ocurrencia de los quehaceres, de las ocasiones y de las circunstancias. Ella dirige lo voluntario o libre, que en sí es completamente contingente; y además carece de vías fijas por las que proceder, pues se expresa como deliberación acerca de lo que es más concorde con el fin último. Mira las conveniencias sucesivas del operante con el fin, mas no la verdad de la cosa en sí misma. Por eso no es especulativa, o sea, manifestativa y probativa de la verdad.

Por su parte, la razón técnica no delibera ni se aconseja, porque son fijas y uniformes las reglas del arte y los modos de aplicarlas: un técnico es tanto más competente cuanto menos se aconseja y delibera; es inepto cuando duda y titubea en la ejecución de su obra. En cambio, la razón vital delibera y se aconseja, porque son infinitamente variables y cambiantes las reglas y los modos de aplicarlas. Un político, que debe de usar de la razón práctico-vital, es tanto mejor cuanto más se aconseja y examina, porque su objeto, lo contingente libre, es sumamente indeterminado y aleatorio.

La razón vital tiene –como ya se indicó– dos dimensiones: una cognoscitiva, por la que delibera y juzga; otra imperativa, por la que manda. En ella se articulan así tres actos: el primero es la deliberación, a la que pertenece la invención o la búsqueda, puesto que deliberar es también indagar; el segundo es juzgar de los medios hallados –y aquí termina la dimensión cognoscitiva–; el tercero es el mandato o imperio, consistente en aplicar a la operación esos consejos y juicios. Este último acto es el que más se acerca al fin de la razón práctico-vital –dirigir rectamente–, y por eso es su acto principal. Su primordial aspecto no es, pues, el teórico o cognoscitivo, sino el activo y preceptivo: el mando o imperio. Los actos cognoscitivos de indagar y juzgar no aplican todavía la voluntad a la obra, pues sólo investigan los medios o acciones que llevan al fin de la razón práctica. El mando, en cambio, impone la ejecución inmediata; y por él queda el hombre entero comprometido en la acción. En cambio, la perfección de la razón técnica consiste en el juicio, no en el imperio. Por eso es mejor artista el que, teniendo un juicio recto, a sabiendas realiza mal la obra de arte, que aquel que involuntariamente, sin saberlo, comete defecto, lo cual proviene de falta de juicio recto. Pero en la razón vital ocurre lo contrario:

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es peor moralmente el que falta sabiendo y queriendo que el que lo hace sin querer, ya que el primero falla en el imperio, acto principal de la razón práctica.

2. Por lo dicho se comprende que saber y hacer no van esencialmente unidos

en el ejercicio recto de la razón técnica. El cirujano que comete a sabiendas una falta en la sutura de un músculo herido es mejor técnico que el que comete la falta sin notarlo. ¿Por qué? Porque sabe cómo se puede hacer la sutura y, por lo tanto, podría hacerla bien si quisiera. La técnica es primariamente un saber hacer y secundariamente un hacer actual. El ejercicio mismo puede ser dejado al simple aprendiz; éste no sabe cómo se hace mal una intervención quirúrgica, sencillamente porque todavía desconoce cómo se hace bien. Sólo otro cirujano especialista estaría capacitado para darse cuenta de la falta, justo porque sabe evitarla.

Pero en el ejercicio recto y perfecto de la razón vital, saber y hacer quedan engranados como piezas de un mismo todo. Ella participa su forma racional a la acción, de suerte que la estampación misma no es distinta de la operación regulada. La moralidad de la acción no es otra cosa que la ordenación racional implicada en ella: no está yuxtapuesta como un adminículo a la acción, sino que es el concierto interno que ésta tiene. La vida humana verdadera es una sinergia de actos conformados a una voluntad recta, la cual es el real argumento de nuestra vida. Que la voluntad recta sea “argumento” significa que la razón vital no ha de elegir o seleccionar los fines últimos de la existencia humana, sino “recogerlos” de la voluntad, a la cual son dados antes del uso práctico de la razón. Nuestra voluntad se hace recta por apuntar intencionalmente a los principios de la verdad y del bien que han sido conocidos por la inteligencia. Y si la verdad de la razón técnica no es más que una adecuación de actos posibles a un ejemplar previo, con el cual no guardan todavía efectiva vinculación, la verdad de la razón vital es la consonancia de los actos concretos con un ejemplar interiorizado en ellos.

La razón vital no proyecta primero un orden abstracto para introducirlo después en la vida. Eso es lo que hace la utopía, la cual “deduce” o establece “a priori” la verdad práctica. La utopía es una reducción que se realiza de espaldas a la acción para conocer lo que debemos hacer en una coyuntura espacio-temporal. Para la auténtica razón vital, en cambio, el fin de la acción racional es la operación misma. La verdad práctica es “operativa”, no reverberante: pues conocer o pensar la acción se identifica con la acción de pensar, nunca con la obra real. La razón práctica no inquiere sobre la esencia de la integración perfectiva del hombre cara a su fin último, sino que “hace” esa integración. Sólo en el ejercicio se prueba la índole de la razón práctica. El conocimiento de lo que se debe hacer es indisociable del hacer mismo, precisamente porque este hacer no es deducible. La verdad práctica es así la conformación interna de una

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acción concreta a una norma concreta, suscitada por la acción y ofrecida por la acción; no “muestra” o constata el obrar vitalmente totalizador, sino que lo hace totalizador en su fundamento. Obra una ordenación que es la verdad de una vida. En este hacer, el sujeto se compromete íntegramente, porque en él está adoptando libremente su forma de estar en la realidad, su figura concreta de hombre, su estilo de vida. Lo que este hacer logra es nada menos que la personalidad del sujeto, la perfección del agente.

e) La actualidad interna de la razón vital 1. Para ponderar el alcance del acto fundamental de la razón vital conviene

examinar por separado los actos correspondientes a su dimensión cognoscitiva y el propio de su función preceptiva.

Primero, por el acto deliberativo indagamos los medios conducentes al bien del individuo y de la sociedad en que éste vive. Tal acto es requerido por la incertidumbre que rodea las cosas hacederas, siempre singulares y contingentes. Sobre estas cosas inciertas o dudosas la razón sólo emite su juicio cuando antes hace una inquisición. Es necesario que sobre lo que hemos de elegir se haga una investigación antes de juzgar. La deliberación versa precisamente sobre las cosas que debemos hacer libremente en orden a un fin. Esta indagación no se refiere, pues, al fin sino a los medios. El fin tiene en lo hacedero carácter de principio, por lo que no cae bajo la indagación misma regida por dicho prin-cipio.

Tal inquisición procede de manera analítica o resolutiva. Si toda investiga-ción ha de comenzar por un principio, pueden ocurrir dos cosas. Primera, que el principio sea primero en el orden ontológico y también en el gnoseológico; en tal caso, el proceso no será analítico o resolutivo, sino sintético o compositivo, ya que es sintético el proceso que va de las causas a los efectos. Pero si el principio es solamente primero gnoseológicamente y posterior ontológicamente, el proceso que se desencadena es analítico o resolutivo, que marcha de los efectos a las causas. Como en la indagación deliberativa el principio es el fin, el cual es primero en la intención y último en la ejecución, se sigue que en ella se impone el proceso analítico: de hecho parte de lo que ha de alcanzarse en el futuro para saber lo que ha de hacerse en el momento56, según la individualidad de las acciones y la coyuntura espacio-temporal.

En cambio, la razón técnica, aunque también ejecute acciones individuales, no toma de las circunstancias la rectitud de su juicio; su firmeza no depende de

56 STh I-II, 14, 5.

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una deliberación, ni de lo que ocurre en un punto temporal, sino de las reglas determinadas que usa; sólo accidentalmente, por la contingencia de la materia, depende de estas circunstancias y ocurrencias, como la Náutica, la Medicina, la Estrategia, etc. La razón técnica prescinde incluso de las conveniencias del mismo operante y sólo atiende a la recta disposición de la obra en sí, lo cual pertenece a la verdad misma de lo producido, que es realizado por medio de vías determinadas y fijas. Tal verdad puede ser manifestada y probada; por lo tanto, el proceso de la razón técnica acoge fundamentalmente una carga especulativa.

2. Segundo, por el acto del juicio determinamos cuál es el medio más

conveniente para alcanzar el bien del hombre. La indagación deliberativa se termina en un juicio que recae sobre lo que se va a elegir, imponiendo la preferencia subjetiva de un medio sobre todos los demás. Y es que lo mismo que todo proceso inquisitivo se realiza por un discurso o silogismo en el que la conclusión pertenece a la esencia de este mismo, de igual modo la deliberación es un silogismo práctico que desemboca en una sentencia o juicio, que es su resultado o conclusión. La investigación práctica acaba en un dictamen sobre lo que ha de hacerse. En este silogismo se barajan dos extremos: el conocimiento de los principios universales y los particulares en los cuales se da la acción del sujeto. La razón práctica termina como conclusión en algo particular, al cual aplica el conocimiento universal. Pero la conclusión particular se deriva silogísticamente de una proposición universal y de otra particular. Por consiguiente, la razón práctica debe proceder de un doble conocimiento: uno, el de lo universal, dado por el intelecto moral y el uso de la razón moral especulativa; el otro es el de lo singular y contingente. La premisa menor del silogismo práctico es particular. La conclusión es la estimación recta de un fin particular.

3. Tercero, el acto de imperar no dictamina a distancia de un futuro fingido,

sino en la cercanía de un futuro real, diciendo lo que debe hacerse en una coordenada espacio-temporal, para el momento presente, o sea, mandando que un determinado futuro deje de serlo para convertirse en concreto presente. Este imperio es una intimación que presupone un acto de voluntad, la cual presta a la razón la fuerza para mover con su mandato a ejecutar la acción.

Pues bien, el acto principal de la razón vital respecto de lo que debe de hacerse es el imperio o mandato que recae sobre lo que ha sido sometido a deliberación y juicio. De ahí que propiamente no proceda la razón vital por resolución y prueba (resolviendo la cosa demostrable en sus principios), sino ordenando que se obre y disponiendo cómo ha de hacerse. Su marcha es compositiva, en sentido estricto: su operación y producto no se realizan

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mediante la abstracción y resolución de la cosa en sus causas y principios, sino que arranca de los principios a los efectos, para unir sus existencias, sus partes y sus accidentes: y esto es proceder de manera compositiva, no resolutiva. El hiato que divide la posibilidad real de la realidad efectiva es salvado por la razón vital. Cuando esto no ocurre, o sea, cuando la razón teórica y técnica absorben sin residuos a la práctico-vital, surge el fenómeno de la utopía. Lo que ésta quiere evitar a toda costa es la solicitud e incertidumbre que acompañan a lo contingente libre. Pero la auténtica razón vital no excluye la solicitud en sus certezas. Realmente no puede exigirse la misma certeza en todo, sino en cada materia conforme a su modo propio. Y como la materia de la razón vital son los singulares contingentes, sobre los cuales se ejercen las operaciones humanas, la certeza de dicha razón lleva consigo la solicitud.

La razón técnica, en cambio, se queda solamente en la dimensión cognoscitiva; pero la razón vital lleva consigo la exigencia de aplicarse a la obra, impulsada por la voluntad.

Como la razón práctico-vital versa sobre lo que es contingente no sólo en su actualidad, sino en su futuridad, o sea, sobre lo histórico, por su aspecto cognoscitivo retiene lo pasado e intuye lo presente, pero por su aspecto principal, el acto preceptivo, se orienta a lo futuro. La razón vital se interesa, pues, por lo pasado y lo presente en función del porvenir, hacia el cual nuestra vida está lanzada inexorablemente. Lo pasado y lo presente están al servicio de la proyección y planteamiento del futuro. En verdad, nuestro real futuro no es el conjunto de lo que sería posible, sino una parte de lo posible entresacado por la razón vital, que es la que selecciona lo que es bueno de los proyectos realizables. Las prioridades que se establecen para recortar de lo posible lo realmente futuro surge de la consideración de la razón vital. La misma razón técnica –y también la teórica en su uso– está supeditada en su función, aunque no en su propio ser, a la planificación plausible, o sea, a la razón práctico-vital que tiene en cuenta factores de tipo económico, político y social. El futuro debe su fisonomía estructural al despliegue de la ciencia y la técnica. Pero el despliegue, a su vez, depende de las prioridades establecidas por la razón vital que atiende a reales recursos económicos y personales dentro del bien común. A la razón vital compete dar impulso humano a la planificación del futuro. Este impulso, este imperium, es el quicio sobre el cual gira todo el carácter práctico de la razón.

Pero lo que la razón vital proyecta, anticipando el futuro, es siempre la perfecta integración del hombre cara a su último fin. Nuestra vida se tensa y salta hacia el futuro recalando en el pasado, o sea, apoyando su esfuerzo en lo que nuestra existencia ha ido viviendo y conservando virtualmente en sí misma. Y avanza teniendo también un conocimiento sinóptico de lo que pasa con-cretamente ante sus ojos en el presente; sin esta intuición de lo presente la razón

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práctica sería inepta para cumplir su misión. No dispone del pasado, precisamente porque ya pasó; tampoco del presente, que no puede cambiar o manipular en direcciones opuestas o contradictorias. Sí dispone, en cambio, del futuro; y nos prepara con anticipación para lo venidero.

5. Conclusión: la utopía como técnica de futurición 1. Las utopías modernas tienen como meta liberar o redimir al hombre del

esfuerzo que realiza con su razón vital. De ahí que sean impulsadas por una tendencia escatológica que les conduce a considerar como un enemigo mortal a cualquier otra doctrina de salvación, como el cristianismo. El mensaje de sal-vación que la utopía proclama es “absolutamente inaceptable o incompatible con la verdadera doctrina del pecado original, con una visión de la historia que acoge una caída y niega el poder del hombre para salvarse por sus propios medios”57. De ahí que T. Molnar concluya que “importantes escritores utópicos son heréticos a los ojos de la doctrina cristiana; pretenden restaurar la inocencia primera del hombre –sus conocimientos y sus poderes– y, para lograrlo, quieren abolir el pecado original”58.

El pensador utópico se reserva el sentido del juicio final, el conocimiento absoluto del bien y del mal. Cae en la trampa que, según la tradición teológica cristiana, se tendió el primer hombre con el primer pecado (superficialmente interpretado a veces como un pecado de concupiscencia). Dice el Aquinate: “El primer hombre ha pecado ante todo porque ha intentado asemejarse a Dios en el conocimiento del bien y del mal, en el sentido de que, en virtud de su propia naturaleza, podría ser capaz de determinar para sí mismo lo que es bueno y lo que es malo en el orden de la acción y quiso conocer previamente qué cosas buenas y malas acontecerían en el futuro”59.

2. Las utopías estrictas responden siempre al mismo modelo: queriendo

liberar al hombre de la heteronomía, o sea, de la Providencia de un Dios personal, en nombre de la autonomía, y viendo que este proceso conduce derechamente a la anarquía, entonces incluyen al individuo en la colectividad, en la que quedará gobernado y cuidado. La colectividad usurpa las prerrogativas de lo divino60. La utopía rebaja la fe completa en lo absoluto a una fe completa

57 J. L. Talmon, Political Mesianism, New York, 1960, 25-26. 58 Th. Molnar, op. cit., 31. 59 STh II-II, 163, 2. Molnar subraya la importancia de este texto. 60 Th. Molnar, op. cit., 31-32.

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en lo no absoluto. La primera es un convencimiento de las cosas que no se ven y, además, no ofrece nada tangible al alcance del hombre. Este tiende, empero, a la claridad y a lo palpable: soporta con dificultad su existencia en una verdad absoluta supramundana. “La tentación de caer desde una verdad insegura a la mentira tenida por cierta es más fuerte en la nitidez de la fe cristiana que en otras estructuras espirituales. Pero la falta de un apoyo firme en la realidad, así como las grandes exigencias de la elasticidad espiritual del ser humano, son típicas, en general, de las experiencias limítrofes, en las que se constituye el conocimiento humano de la existencia trascendental, y con ello el origen y sentido de la existencia terrenal”61.

Su propio apego a lo terrestre hace que la utopía no pueda ser totalizadora del mundo mismo. Incluso en una sociedad mundana perfecta será siempre inicua la muerte del inocente. Los movimientos “justicialistas”, que pretenden hacer justicia al pasado presuntamente atropellado y tiranizado, se equivocan por completo; porque lo pasado tiene ya la consistencia de lo inamovible. De igual modo, la sociedad utópica futura no puede reparar la injusticia antaño cometida, ni el daño que por ello se causó a los individuos. Como dice Max Horkheimer, “aún cuando una sociedad mejor hubiese de sustituir al actual desorden social, no quedará con ello reparada la injusticia pasada”62. La utopía es así la figura auténtica de la alienación histórica, por la que innumerables generaciones sufrirán la mordedura de la muerte, del desafuero y del despotismo. Del esfuerzo sufriente de generaciones de hombres que desearon el mundo utópico solamente quedarán, una vez implantado éste, borrosos recuerdos, pero no salvación del tiempo herido, ese tiempo en que los hombres se entregaron a la realización de un ideal del que no participarán. Por eso es la utopía una gigantesca alienación histórica que de suyo incrementa los menudos dislocamientos a que ordinariamente se ve sometida la existencia humana. En ella sólo tiene una achatada salvación terrestre la casta privilegiada de los últimos. Lleva razón Horkheimer; sólo si existe un “totalmente Otro” puede salvarse en Él esta humanidad doliente y alienada. Sólo si existe un Nuevo Cielo y una Nueva Tierra podrá aceptarse un justicialismo más amplio que el simplemente político. Sólo si hay un más allá concreto de la utopía y un final de 61 E. Voegelin, op cit., 40. 62 M. Horkheimer, Die Sehnsucht nach dem ganz Anderen. Ein Interview, Hamburg, 1970; trad. italiana: La nostalgia del totalmente Altro, Queriniana, Brescia, 1972, 82. Otras expresiones de Horkheimer: “Teología significa aquí la conciencia de que el mundo es fenómeno, que no es la verdad absoluta, sólo la cual es la realidad última. La teología es –debo expresarme con suma cautela– la esperanza de que, a pesar de esta injusticia que caracteriza el mundo, no puede ocurrir que la injusticia sea la última palabra”. “¿Teología como expresión de una esperanza? –Preferiría decir: expresión de una nostalgia, según la cual el asesino no pueda triunfar sobre su víctima inocente” (73-75).

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la misma, donde todo esfuerzo sea juzgado y reciba recompensa, podrá el hombre sentir con alegría su esfuerzo de mejora social y política.

En esta óptica de trascendencia tiene su puesto la razón vital. Perdida ésta en el universo utópico, el hombre no es ya un ser de carne y hueso, apoyado en una geografía y constreñido a un tiempo, sino una ficción esquemática sin saturación histórica. En dicho mundo se legisla para el hombre en abstracto, no para unos hombres concretos. Las leyes civiles, en este caso, ni nacen de la acción ni desembocan en la acción: no son “prácticas”, sino todo lo contrario, pues surgen de la teoría y refluyen en la teoría; la acción sólo las verifica. Y como son así inaplicables de suyo, necesitan del poder que la técnica posibilita para llevarlas a cabo. La imposición dictatorial es la más clara expresión de la técnica, propia del universo utópico. Poder dictatorial no sólo de las utopías de estilo nazi, sino de las que pretenden la democracia total o el comunismo universal. El poder aquí es una abstracción viviente. El dictador utópico olvida que las acciones concretas por las que el hombre trata de integrarse perfectamente cara a su fin último y por las que realiza su vida no pueden tener su norma directiva en la razón teórica o técnica que se forja una imagen universal y abstracta del hombre. Rehabilitar, frente a la utopía, la razón práctica, significa por lo tanto situar al hombre frente a sus concretos afanes y reales tareas; significa, sin más, recuperar al hombre mismo en sus apremiantes circunstancias.

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CAPÍTULO VIII

EL INTELECTO Y LA CONTEMPLACIÓN

1. La recuperación social y cultural del intelecto

a) Cultura y naturaleza 1. Parece obvio que el pensamiento debe ser el elemento rector de la

sociedad, especialmente dentro de las configuraciones más altas que ella muestra, a saber: las formaciones culturales. Pero, ¿qué sentido ha de tener el régimen del pensamiento dentro de la jerarquía de configuraciones en que una sociedad se expresa? Con demasiada frecuencia ese régimen viene siendo ideológico.

Para aclarar esta situación –y dado que la expresión cultural es la forma pú-blica que el pensamiento toma en la vida social– dividiré este capítulo en tres partes. En la primera se estudiará la constitución de la relación entre sociedad y cultura; en la segunda se verá cómo se cumple en plenitud dicha relación, ple-nitud propia del intelecto; en la tercera se intentará explicar cómo se pervierte o desvirtúa esa misma relación por la ideología.

2. El tratamiento de la relación entre sociedad y cultura exige aclarar antes

qué se entiende por cultura. Esta dilucidación la haré en dos pasos. En primer lugar, contraponiendo la cultura a la naturaleza, con lo cual se obtendrá un sentido amplio y general de cultura; en segundo lugar, contraponiendo la cultura a la técnica, y con ello se logrará un sentido particular y restringido de cultura. Sólo entonces estaremos en situación de responder a la anterior pregunta1.

1 Cfr. una explicación más amplia de este concepto de cultura en la Antropología filosófica de M. Landmann, México, 1961. Parte IV: Antropología Cultural, 243-285. Más precisiones en A. Weber, Sociología de la historia y de la cultura, Buenos Aires, 1960. H. Rickert, Ciencia cultural y ciencia natural, Madrid, 1965.

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En un sentido general y amplio, cultura se define frente a lo que es natura-leza, incluyendo en ésta también un aspecto fundamental del hombre mismo. Aquello sobre lo cual incide el proyecto cultural es o bien la naturaleza exterior a nosotros (y a su producto se llama cultura objetiva), o bien la naturaleza que somos nosotros mismos (y a su efecto se llama cultura subjetiva).

Subjetivamente, cultura se refiere al ennoblecimiento del ser humano en sus dones físicos, psíquicos y espirituales. Es la formación integral del hombre, en-tendida como un cualitativo perfeccionamiento. Objetivamente, cultura es el conjunto de creaciones por las que el hombre se refleja en el mundo, imprimien-do en él su huella. Abarca monumentos y estatuas, organizaciones y empresas, etc. Representa el aspecto personal y comunitario, intersubjetivamente enri-quecedor.

3. Platón, en uno de sus admirables diálogos, nos narra el mito del nacimien-

to cultural del hombre. Nos dice que en el momento de aparecer el conjunto de los vivientes sobre la tierra les fue encomendado a dos personajes míticos, a dos hermanos, Epimeteo y Prometeo, que distribuyeran convenientemente todas las cualidades entre aquellos seres. Epimeteo, el menos inteligente, se encargó de realizar la obra; Prometeo, de inspeccionarla una vez concluida. Platón hace resaltar el maravilloso equilibrio ecológico en el que los animales quedaron ins-talados, el cual se rompería con el hombre.

Cuenta Platón que Epimeteo “en esta distribución, a los animales fuertes no les dio la rapidez; pero a los más débiles, les dotó de rapidez. A unos proveyó de armas naturales, y para los inermes inventó alguna cualidad que garantizase su conservación. A los que les daba un tamaño reducido, les otorgaba: bien la capacidad de huida mediante el vuelo, bien la capacidad de vivir bajo tierra. A los de enorme tamaño, los salvaba mediante el mismo tamaño. En una palabra: mantuvo un equilibrio entre todas las cualidades. Y en esta multiplicidad de invenciones, se preocupaba de que ninguna raza desapareciera [...]”.

“Ahora bien, Epimeteo, cuya sabiduría era imperfecta, había ya gastado, sin darse cuenta de ello, todas las facultades en favor de los animales, y le quedaba aún por proveer de las suyas a la especie humana, con la que, falto de recursos, no sabía qué hacer. Estando en esta perplejidad, llegó Prometeo para inspeccionar el trabajo. Vio todas las demás razas armoniosamente equipadas para vivir, y al hombre, en cambio, desnudo, descalzo, desabrigado, inerme [...]”.

“Prometeo, ante esta dificultad, no sabiendo qué medio de salvación encontrar para el hombre, se decidió a robar la Sabiduría de [los dioses] Hefesto y Atenea, y, al mismo tiempo, el fuego, ya que sin el fuego era imposible que esta sabiduría fuera adquirida por nadie o que prestara ningún servicio; y luego,

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hecho esto, hizo donación de ello al hombre. De este modo, el hombre recibió en posesión las artes útiles a la vida [...]”2.

4. Para Platón la sociedad tiene la misma misión de Prometeo: recrear cultu-

ralmente al hombre. Debe transmitir la cultura objetiva, la cual expresa la altura del hombre respecto de la mera naturaleza. Por su propia constitución el hombre se distancia de la naturaleza: posee las artes de Hefesto y Atenea, pero sobre todo el fuego de su voluntad, la llama de su inteligencia. Este distanciamiento es diferente del que tiene el águila cuando se eleva para observar desde lo alto el campo de su presa. El distanciamiento del águila no la aparta de la naturaleza; “el del hombre, en cambio, verifica el hecho de que él mismo no se agota en la naturaleza, sino que está en ella y fuera de ella a la vez”3. El lugar esencial del hombre es la frontera de la naturaleza: situación limítrofe realizada en el acto cultural, donde el hombre adquiere una libertad imposible para los animales. Un requisito previo para ello se llama inteligencia. Transmitir la cultura objetiva es, pues, hacer libre al hombre.

Hecha subjetiva esa cultura, el hombre adquiere un trato más humano con la naturaleza. Cuando se dirige a ella, no lo hace como el águila que aferra su presa o reúne materiales para su nido: esta acción animal acontece en la conexión meramente natural. Mas la actividad del hombre presupone aquel distanciamiento hecho posible por la luz y la fuerza del fuego divino: por la inteligencia.

Si relacionamos los aspectos subjetivos y objetivos de la cultura, compro-baremos que se da una estrecha correspondencia entre ellos, pues la finalidad de la cultura objetiva es la cultura subjetiva. El hombre cultiva y humaniza el mun-do para cultivarse y humanizarse a sí mismo; cultura significa humanización del hombre y del mundo. En Grecia –afirma Rothacker– la humanidad de los poetas, de los escultores, de los luchadores olímpicos “no se limitaba a existir, como caída del cielo, sino que era tanto un punto final como un arranque, tanto un producto educativo como un manantial de esos ideales, y lo era en un constante ciclo de ascensión de sus formas en el arte, la filosofía y luego, a su vez, de configuración en la vida a través de estas formas y por medio de ellas”4.

Lo que importa de la cultura es la índole ejemplar de una humanidad que se refleja y plasma en obras escultóricas, poéticas, etc., que, a su vez, recípro-camente configuran la vida. Una cultura es perfecta no sólo cuando tiene

2 Protágoras, 320, d/321 a. 3 Romano Guardini, Die Kultur als Werk und Gefärdung, 1957; hay traducción castellana: La cultura como obra y riesgo, Madrid, 1960, 10-11. 4 E. Rothacker, Problemas de Antropología cultural, México, 1957, 26-27.

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realizaciones de primera categoría, sino cuando estas realizaciones repercuten en la vida y la elevan. Cultura es ensanchamiento y elevación.

La misión primordial de la sociedad será no sólo mantener una cultura lograda por tradición y por investigación, sino transmitirla para que se extienda al máximo de hombres posible y se haga subjetiva.

b) Cultura y técnica 1. Otro modo de definir lo cultural consiste en contraponerlo a lo técnico; así

se obtiene el sentido particular y restringido de cultura. Es obvio que si de modo general y amplio por cultura se entiende la libre producción del hombre, a ella pertenecerán la ciencia, la filosofía, la economía y también la técnica. Pero si de manera particular y restringida se entiende por cultura los productos más va-liosos del quehacer libre del hombre (o sea, los que despliegan y ennoblecen la naturaleza) entonces la técnica se distingue de la cultura en la medida en que ésta es el valor que da sentido a aquélla. En tal caso, los objetos culturales son “fines en sí”; los técnicos, “fines en otro”.

Hans Freyer establece una jerarquía en los bienes de cultura, ordenándolos en cinco grupos, los cuales pueden a su vez reducirse a estos dos:

En primer lugar están las configuraciones con un fin en sí: como la moral, el arte y la filosofía; su propia comprensión o asimilación no depende de su utilidad par una cosa ajena a sí mismas.

En segundo lugar, las configuraciones con un fin en otro: se incluye en este grupo todo lo que sirve para algo, todo lo que es medio o instrumento (técnicas, lenguaje, máquinas, utensilios)5.

El valor cultural estricto no es propiamente útil, y por eso es totalmente desinteresado. De lo útil disponemos, nos servimos de ello para algo. Pero la obra cultural nos obliga a no hacerla objeto de un servicio.

En esta distinción de lo cultural frente a lo técnico incide una seria advertencia de Heidegger, para quien lo novedoso de la técnica moderna –carácter que la distingue de la antigua– proviene de su forma especial de descubrir. El producir de la técnica moderna es desafiante, provocador; la antigua, en cambio, no forzaba la naturaleza (el molino de viento no arrancaba las energías al aire y las almacenaba). Si la técnica antigua se confiaba a la naturaleza, la moderna la desafía.

5 H. Freyer, Theorie des objektiven Geistes. Stuttgart, 1966, 55-74.

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La técnica moderna descubre la realidad “asegurándola”, de modo que las cosas quedan convertidas en objetos de encargo, en existencias (según el sen-tido del comerciante que asegura tener existencias); provoca a la naturaleza, arrancándole sus energías para transformarlas, almacenarlas y, en fin, transfor-marlas de nuevo. La esencia de la técnica es el modo de mostrarse la realidad en el que ésta queda reducida a “mera existencia” comercial o económica6.

Heidegger ve así que la técnica “expulsa todas las otras posibilidades de desocultar” la realidad. La esencia de la técnica es una forma de verdad, una manera de revelarse la realidad. Pero en la esencia de la técnica “habla la realidad en cuanto sometida a provocación”, y ello hace aparecer la realidad desde la perspectiva de la calculabilidad. Con esto surge una relación circular catastrófica: la realidad provocada induce en el hombre la actitud técnica, y éste, empeñado en tal actitud, hace que la realidad “se muestre” técnicamente.

Con lo expuesto sobre la cultura se matiza y amplía lo que en el capítulo anterior se dijo de la técnica, contrapuesta también a la naturaleza.

2. La posición de la técnica, tomada como un fin en sí, llega a impedir la

visión profunda de la realidad; porque se trata de una posición de cosas en el sentido de imponer, reponer, componer y disponer planificadoramente su producción como “existencias”. Reducida a sí misma, la técnica es un atropello de la propia verdad esencial o verdad de lo real; es un peligro no tanto en sus re-sultados (por ejemplo, en la explosión atómica), cuanto en su propia esencia; lo que peligra es la realidad misma en la verdad de su esencia: en la técnica la realidad queda oculta.

Y ello es tanto más grave por ser inmensa la amplitud de lo tecnificable: toda realidad es susceptible de tratamiento técnico. Hoy observamos cómo la técnica puede penetrar hasta en el ámbito humano del amor, del eros corporal, de la coquetería, del deporte.

La actividad técnica guarda, pues, una relación especial –distinta de la estricta actividad cultural– con la naturaleza: en la actividad cultural no se accede a la realidad con la intención de explotarla, sino de respetarla.

Como se puede apreciar, técnica y cultura estricta coinciden en que lo natural es configurado o modificado conforme a fines previos; pero se diferencian en la índole fundamental de los fines. Por ejemplo, el fin del arte es la expresión o la acuñación de un contenido de sentido no-útil; el fin de la técnica es la utilización coactiva de la naturaleza. Al ser no-útil, la estricta obra cultural se presenta como objeto de contemplación; la obra técnica, en cambio, 6 M. Heidegger, Die Frage nach der Technik, en Vorträge und Aufsätze, I, Pfullingen, 1967, 13-25.

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está orientada a la acción. Así, tanto el arte como la filosofía quieren descubrir la realidad al hombre, quieren servir a la verdad; la técnica, en cambio, reducida a sí misma, no quiere servir, sino poner en servicio: la naturaleza queda disponible para el hombre. La norma técnica es la utilidad y quiere expresar el contenido según su vinculación a fines de dominio.

Aquí comienza a perfilarse el sentido de la pregunta inicial. Porque aun estando de acuerdo en que la sociedad debe transmitir la cultura, en su sentido más general, es preciso matizar lo que con ello se quiere decir; de no hacerlo, nos veríamos expuestos a corromper la cultura misma.

El sentido de la apropiación de la cultura en su acepción más amplia no reside en que en ella el hombre logre un bienestar y un dominio de la naturaleza cada vez mayores, sino en producir una forma de existencia cada vez más libre. La cultura, en su sentido amplio, no es una imagen objetiva mostrenca, sino una imagen existencial, humana; para medirla, no bastará sólo preguntar qué consigue, sino también qué se hace del hombre en ella7. El sentido de la formación cultural o de la transmisión de la cultura como algo anejo a las profesiones sociales no es otro que el marcado por la relación que la cultura en sentido restringido mantiene con la técnica.

2. Plenitud de la relación sociedad-cultura

a) La suprema condición cultural 1. Visto el modo en que se constituye la relación entre sociedad y cultura, es

preciso reducir el sentido de dicha relación a sus últimas o supremas condi-ciones de posibilidad: así se nos hará patente su plenitud y perfección.

Cuando se convierte la “cultura” en un agregado de profesiones y estable-cimientos de formación, en el que se admite ornamentalmente la llamada “cultura general”8 –vagamente educativa del carácter y de la inteligencia–, las mismas instituciones se dislocan. Se entiende gratuitamente que la “cultura” es un ornato de la mente pero no el sentido de los conceptos asimilados sobre el

7 Romano Guardini, op. cit., 20. 8 J. Ortega y Gasset, La misión de la Universidad, en El libro de las misiones, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1950, cap. 1, § 3.

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mundo y el hombre, sentido que polariza efectivamente la existencia y el complejo de obras que la manifiestan.

Pero obsérvese que la formación propiamente cultural tiene sentido en relación con un todo y, por eso, la función central de la sociedad estriba en ofrecer no tanto el sistema de las materias especiales, sino el sentido radical de ese sistema en el todo. Jaspers subraya atinadamente que el ejercicio de la enseñanza y la adquisición de un saber se hacen perjudiciales cuando no permanecen en relación con el sentido del todo.

2. Las profesiones del médico, del ingeniero, del docente, del juez, del

arquitecto, quedan desprovistas de espíritu, de humanidad, cuando la formación no conduce al todo, cuando sólo informa sin desarrollar los órganos de captación y sin señalar el horizonte que da sentido, o, como dice Karl Jaspers, cuando no hace “filosófico” al hombre. Los fallos comprensibles adquiridos durante el tiempo de la especialidad pueden ser superados con el esfuerzo individual en el transcurso de la práctica. Pero si falta aquel fondo de orientación filosófica, el resto no tiene remedio9.

La orientación hacia el todo se llama “filosófica”: de ahí que toda disciplina sea filosófica en tanto no olvida el fin por los medios, en tanto no naufraga en los aparatos, en las colecciones y en las técnicas 10. Que la cultura tenga que estar informada por el acto filosófico –si es que quiere mantenerse como tal cultura– no quiere decir otra cosa sino que debe orientarse según el sentido que otorga valor y fin en sí a la formación.

Pero, ¿cómo se cumple la presencia de ese acto filosófico, que enfáticamente pretende identificarse con la última condición de posibilidad por la que la sociedad se convierte en auténtica sede de cultura? Este acto filosófico se cumple como pura teoría.

b) Función de lo teórico o especulativo en la cultura 1. La esencia de la teoría es el dirigirse hacia la verdad de las cosas y sólo

hacia la verdad. Esta concepción de la teoría como pura visión de la verdad es subrayada por Aristóteles: la ciencia por excelencia es la Filosofía Primera o Metafísica, ciencia de la verdad, que realiza la teoría en el más pleno sentido.

9 K. Jaspers, Die Idee der Universität, Springer, Berlin, 1961, cap. IV, § 1. 10 Ib.

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Ahora bien, es menester notar que una diferencia muy aguda de la filosofía moderna respecto de la filosofía antigua consiste precisamente en el poco aprecio por la teoreticidad de la filosofía. Para los modernos es indiscutible el principio de que el saber (todo saber, incluido el filosófico) es un poder11. Esto ya lo habían subrayado F. Bacon y R. Descartes; también J. Locke, en su obra De arte medica, había escrito: “No hay conocimientos dignos de este nombre, si no conducen a cualquier invención nueva y útil”. En la concepción de Descartes, el saber filosófico ha de convertirnos en “dueños y señores de la naturaleza”12.

Afirmar el carácter teórico de la filosofía no es solamente no-moderno, sino antimoderno13. Existe en los sistemas filosóficos modernos algo así como un desafío en la exaltación del poder activo (efectivo) y de la praxis. En nuestro tiempo, la afirmación de la teoreticidad del filosofar constituye un eficaz correctivo del practicismo, explícito o implícito, del pensamiento moderno, a lo cual hay que atribuir la misma crisis actual de la sociedad.

Los filósofos modernos, al querer justificar la necesidad de los saberes y la estructura de las instituciones culturales partiendo de la utilidad y practicidad del saber, caen en contradicción. E implícitamente desconocen o destruyen la raíz misma y el núcleo filosófico de la sociedad.

2. Josef Pieper ha explicado certeramente que si lo cultural es algo más que

una denominación extrínseca, sólo puede significar lo mismo que filosófico, en la medida en que la filosofía es la más alta actuación de la teoría. “De este modo, formación cultural equivale a formación filosófica; el carácter cultural de los estudios profesionales consistirá en que incluso las ciencias particulares sean tratadas filosóficamente”14. Filosófico quiere decir supremamente teórico. “Cuando se pregunta filosóficamente, aparece ante los ojos una realidad a la que se accede desde lo que se llama aprehender y conocer. Y esta intelección aprehensiva de la realidad (que por lo demás es ella misma una forma suprema de acción y realización) tiene lugar si se prescinde del poder unido al conoci-miento, de la utilidad y aplicabilidad para cualquier praxis. El apartar la mirada de todo lo que tenga significación práctica” pertenece primariamente a la esencia de lo cultural15.

11 Josef Pieper, Was heisst akademisch?, München, 1952, 20. 12 Ib. 13 Ib., 21. 14 Ib., 22. 15 Ib., 23.

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Cierto es que la sociedad está obligada a procurar la formación de buenos especialistas (geógrafos, médicos, etc.)16. Pero este deber ineludible se cumple como posibilitación cultural –y no como simple manipulación política– cuando lleva implicada también la exigencia de que la formación profesional esté determinada por el acto no-útil de la teoría17. Si es necesaria una crítica de la cultura dentro de una visión de conjunto del mundo histórico18 también es preciso que esa crítica se haga cargo del hombre integral19, especialmente de su dimensión más importante. “Nuestra cultura actual –dice Spranger– es el sistema de disponer de modo ilimitado sobre medios ilimitados”20. Mas precisamente por eso urge una crítica de la cultura que ponga de relieve sus bases teóricas. La misión de la sociedad, en cuanto informada por el acto filo-sófico, consiste en ofrecer fundamentos desde la teoría.

3. Pero su otra misión es también ofrecer, desde el punto de vista pros-

pectivo, fundamentos para la teoría. Formulado en una proposición paradójica: el carácter teórico y práctico del

saber son directamente proporcionales, de modo que el valor práctico y útil del saber depende directamente de la precedente realización de la pura teoría. La capacidad profesional del médico o del abogado, para superar la medianía y la técnica transmisible pedagógicamente, debe suponer un desinteresado hundi-miento en la realidad, una visión puramente teórica y despreocupada21.

Pero, ¿qué quiere decir entonces “estudiar” y “enseñar” una disciplina con sentido cultural, o sea, filosóficamente? La diferencia entre la ciencia enseñada y estudiada de modo filosófico y la ciencia estudiada de modo no filosófico, consiste en el hecho de que la primera considera su objeto teoréticamente y no busca en la realidad la relación con la praxis humana, con la utilidad social o política, sino que busca aquello que es más fundamental, más profundo y maravilloso, aquello que trasciende toda utilidad: el enigma de la realidad22.

16 Ib. 17 Ib. 18 H. Freyer, La era industrial y la crítica de la cultura, en el libro colectivo: ¿Dónde estamos hoy?, Madrid, 1962, 312. 19 Nicola Ciarletta, Eticità e Cultura, Milano, 1960, 65. 20 E. Spranger, “¿Vivimos en una crisis cultural?”, en el libro colectivo: ¿Dónde estamos hoy?, Madrid, 1962, 35. 21 J. Pieper, Was heisst akademisch?, 1952, 26. 22 Ib., 27.

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En el trascender el mundo de la utilidad práctica y de su finalidad inmanente se actúa la libertad cultural, la cual, consiguientemente se pierde cuando el saber se convierte en instrumento de un poder ajeno a la propia teoreticidad.

La libertad cultural puede florecer y crecer sólo en aquellas sociedades en las que se mantiene un vivo y profundo respeto por los valores teoréticos del saber, por la filosofía y por la no-practicidad esencial de la ciencia. La sociedad se hace faro de cultura fundamentalmente por su actitud y su estilo y no sólo por el contenido que transmite.

El aspecto positivo del acto filosófico, por el que la sociedad se convierte principalmente en gestadora y vehículo de cultura, consiste en la libertad de la filosofía. La filosofía es libre en un doble aspecto: primero, porque no es utilizable en el sentido del disfrute inmediato y de la aplicación práctica; segundo, porque la filosofía no puede servir a fines extrafilosóficos sin corromperse: es fin en sí misma. No puede ser un saber del puro funcionario, sino del hombre libre que se sabe libre. No es un saber útil, sino un saber libre23.

Las ciencias particulares, aunque esencialmente utilizables para fines prácticos, pueden gozar de esta libertad de la filosofía si son ejercitadas filosóficamente, o sea, con independencia de la finalidad práctica. En la determinación teórica o contemplativa del acto filosófico se halla el sentido y la raíz de la libertad cultural.

c) Estilos intelectuales de vida: obrar y contemplar 1. Santo Tomás no dejó de preguntarse cuál era en la sociedad humana el

estilo de vida más fundamental. No se preguntaba, en este contexto, en qué consiste ontológicamente la vida misma, la vida sustancialmente tomada, cuestión que equivale a la del ser propio de los vivientes24. Se preguntaba sólo por las operaciones vitales específicamente humanas, las que rigiéndose por la inteligencia polarizan radicalmente en la sociedad el vivir mismo del hombre, en tanto que éste busca individualmente su perfección y socialmente sus mejo-res relaciones con los demás. Para responder bastaba con indicar los fines más generales a los que las distintas operaciones pueden dirigirse. No era preciso establecer primero un elenco de operaciones humanas para escoger después, por ejemplo, las más intensas. Esta sería una tarea psicológica, larga y quizás

23 J. Pieper, Was heisst philosophieren?, München, 1959, 26-27. 24 “La forma propia que da el ser actual a cada cosa es también el principio de su operación propia. Luego, cuando se dice que el vivir es el ser de los vivientes, significa que los vivientes obran de ese modo por tener el ser por medio de su forma propia”. STh II-II, 179, 1, 1m.

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interminable, consistente en clasificar las operaciones humanas ejercidas. En una perspectiva fenomenológica más precisa, había que observar antes la intencionalidad con que se ejercitan esas operaciones, los fines que persiguen; pues “cada uno reputa como su propia vida aquello a lo que se siente máxima-mente atraído, como el filósofo a filosofar y el cazador a cazar”25. Estos fines generales hacen surgir los estilos de vida fundamentales. Santo Tomás indicó que un fin general es la “contemplación de la verdad”; y otro fin general es la “operación exterior”.

A esta conclusión se llegó tras realizar un análisis fenomenológico de las distintas operaciones que muestran los seres vivos: a través de ese análisis pueden no sólo señalarse las características más propias de lo viviente en general (viviente es lo que se mueve y obra por sí mismo), sino también las notas especiales para cada nivel o capa de la vida (nutrirse y engendrar para la vida vegetativa, moverse y sentir para la vida animal, entender y obrar racionalmente para la vida humana social) y los rasgos fundamentales en concreto de la vida humana en sociedad, que es la que aquí interesa: y estos últimos rasgos son la dedicación a contemplar la verdad y la dedicación a las obras exteriores26.

2. He ahí los estilos de vida básicos: operar y contemplar27; pero estilos

“intelectuales” de vida, puesto que es la inteligencia la que capta y conoce tales

25 In Ethic., lect. 5, n. 58. 26 “También la vida humana ha de consistir en aquello en que cada hombre más se goza, hacia lo que por encima de todo tiende y de lo que desea “tratar con sus amigos”, como dice Aristóteles. Y, puesto que unos se dedican principalmente a la contemplación de la verdad y otros más especialmente a las obras exteriores, es justificada la división de la vida humana en activa y contemplativa”. STh II-II, 179, 1. 27 El Aquinate se preocupa de distinguir en S Th, II-II, 180, 3, 3m. cinco términos que parecen significar lo mismo: pensamiento (cogitatio), meditación (meditatio), especulación (speculatio), admiración (admiratio) y contemplación (contemplatio). Cogitatio se refiere a la observación de varias cosas, de las cuales se intenta obtener una verdad: comprende “las percepciones de los sentidos, que nos dan el conocimiento de algunos efectos; los actos de la imaginación, y el discurso de la razón acerca de signos o cualquier otra cosa que pueda encaminar al conocimiento de la verdad buscada. Aunque también se puede llamar cogitatio toda operación actual de la inteligencia”. Meditatio dice relación al proceso de la razón, “que pasa a través de los principios para llegar a la contemplación de la verdad”. Contemplatio es “la simple intuición de la verdad (simplicem intuitum veritatis)”. Speculatio viene de speculum (espejo) y no de specula (atalaya), por lo que significa ver algo como a través de un espejo: “ver la causa a través del efecto, en el que resplandece su imagen; por consiguiente, se puede reducir la especulación a la meditación”. Admiratio no es acción intelectual, sino volitiva, aunque provocada por el conocimiento: es un

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fines. No es ocioso insistir en que se trata de estilos específicamente humanos. Al preguntar por los fundamentales estilos de vida humana han de excluirse de la respuesta no sólo las actividades biológicas o psicofisiológicas que compar-timos con los seres del reino animal, sino también aquellas actividades humanas que no se han sometido al orden del espíritu, actividades que al ejercerlas burlan nuestra condición humana, alejándonos de un ideal de perfección que responda a valores absolutos28. Por ejemplo, el aislamiento del hombre en el goce pura-mente sensible, desconectado de relaciones espirituales y personales, hace que la vida humana baje un peldaño en la escala de la perfección que le es propia; asimismo, el “activismo”, la “praxis”, la “tecnificación” unilateral y la obsesionada entrega al mundo del trabajo, tan característicos de la vida moderna, no pueden considerarse cono partes de la vida activa humana, sino como modos de su mixtificación. “La vida humana ordenada –ya que de la desordenada no tratamos aquí, ni es propiamente humana, sino más bien animal– consiste en las operaciones de la inteligencia. Pero la vida intelectual tiene dos operaciones: una que pertenece a la misma inteligencia en sí misma considerada, y otra que le pertenece en cuanto que rige las facultades y fuerzas inferiores. Luego la vida humana será doble: una que consiste en la operación propia de la inteligencia en sí misma, y ésta se llama contemplativa; y otra que consiste en las operaciones de la inteligencia dirigidas a ordenar, regir e imperar las facultades inferiores, y ésta se llama vida activa”29. La inteligencia ejerce, pues, dos tipos de actos. Uno que recibe la forma inteligible del objeto y, por tanto, se dirige a él para conocerlo: se trata de una acción intelectual esencialmente cognoscitiva o contemplativa. Otro actúa esencialmente sobre el objeto, pues no sólo lo dirige y lo mueve, sino que formalmente lo hace: se trata de una acción intelectual esencialmente práctica, efectiva, que incide en las facultades humanas para dirigirlas. En resumen, los fines más generales de la inteligencia sólo pueden ser dos: o bien la misma operación que conoce la

sentimiento, “una forma de temor producida en nosotros por el conocimiento de algo que excede nuestro poder; por lo tanto, es consecuencia de la contemplación de una verdad sublime”. 28 “La vida voluptuosa pone su fin en el delite corporal, que nos es común con los animales, por lo que Aristóteles la llama también “vida de las bestias”. Por tanto, no queda comprendida en esta división de la vida humana en activa y contemplativa”. STh II-II, 179, 2, 1m. “Las acciones humanas, cuando son ordenadas por la recta razón para remediar las necesidades de la vida presente, pertenecen a la vida activa, uno de cuyos oficios es proveer a estas necesidades por medio de acciones convenientes; en cambio, cuando se ordenan a satisfacer cualquier concupiscencia, pertenecen a la vida voluptuosa, que nada tiene que ver con la vida activa”. STh II-II, 179, 2, 2m. 29 In III Sent d. 35, q. 1, a.1. Esta conformación intelectual de la “vida activa” no ha sido suficientemente valorada por Hanna Arendt en su libro La condición humana, Barcelona, 1974 (en la edición alemana este libro lleva por título Vita activa).

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verdad, o bien lo exterior a esa operación, la vida afectiva y la vida social del hombre regulable inteligentemente30.

3. Dado que la contemplación no se orienta a dirigir las facultades humanas,

sino a conocer perfectamente la verdad, Santo Tomás advirtió que se trata de un “reposo”. Y a muchos les asaltó el escrúpulo de si con esta quietud no se paralizaba la vida, que es movimiento. El Aquinate salía al encuentro de esta duda, indicando que la contemplación es, desde luego, reposo, pero sólo respecto de los movimientos exteriores31. O sea, la contemplación es ya en sí misma un movimiento de la inteligencia32, el máximo o más alto movimiento interior de un ser perfecto33.

Y aunque la vida contemplativa consiste en un solo acto, que es la contemplación de la verdad, la inteligencia humana ha de disponerse a ese acto. Porque no siendo ella la facultad de un espíritu puro, no ve la verdad por una simple aprehensión, sino que llega a la intuición de la más sencilla verdad progresivamente y a través de muchos actos. “La vida contemplativa consiste en un único acto, a saber: la contemplación de la verdad, término final del que recibe su unidad; pero el hombre llega a él a través de muchos otros actos, de los cuales unos se refieren al conocimiento de los principios, desde los cuales pasa a la contemplación de la verdad; otros actos deducen de esos principios la verdad cuyo conocimiento se busca; pero el último acto, complemento de todos, es la misma contemplación de la verdad”34.

El Aquinate describe el proceso contemplativo inspirándose en una metáfora que los neoplatónicos habían utilizado para explicarlo: la del movimiento circular, que es uniforme en su recorrido y se tensa hacia el centro: uniformidad y centralidad son las notas que se destacan en la contemplación. “Para que el

30 “Esta división afecta a la vida humana, que se especifica por la inteligencia. Y la inteligencia se divide en activa y contemplativa, ya que el fin del conocimiento intelectual, o es el conocimiento mismo de la verdad, que es misión de la inteligencia contemplativa, o es alguna acción exterior, y entonces se refiere a la inteligencia práctica o activa. Se sigue, pues, que también se divide adecuadamente la vida en activa y contemplativa”. STh II-II, 179, 2; In I Ethic., lect. 1. 31 “Los movimientos corporales exteriores se oponen ciertamente al reposo de la contemplación, que consiste precisamente en la ausencia de ocupaciones externas. Pero el movimiento que llevan consigo las operaciones intelectuales forma parte de ese reposo”. STh II-II, 180, 6, 1m. 32 STh II-II, 179, 1, 3m. 33 “Se puede llamar movimento el acto de la inteligencia en el que esencialmente consiste la contemplación, en cuanto que movimiento es el acto de un ser perfecto, como dice Aristóteles”. STh II-II, 180, 6. 34 STh II-II, 180, 3.

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alma llegue a esa uniformidad es necesario vencer estos dos obstáculos: el que proviene de la diversidad de las cosas exteriores, y se vence apartándose el alma de esas cosas; por eso se pone en primer lugar en el movimiento circular del alma el recogimiento hacia sí misma. El segundo obstáculo proviene del discurso de la razón; y se logra vencer con la reducción de todas las operaciones del alma a la simple contemplación de la verdad inteligible; por eso se pone en segundo lugar la uniforme concentración de las fuerzas intelectuales, de modo que cesando el discurso, fije su mirada en la contemplación de una sola y sencilla verdad. Y en esta operación del alma ya no hay error, como es evidente que tampoco lo hay respecto del intelecto de los primeros principios, los cuales conocemos por simple intuición (simplici intuitu cognoscimus)”35. Este intuitu o intuición no es la de un espíritu puro, cuya visión es inmediata y sin determinantes cognoscitivos previos. En el caso del hombre, el conocimiento propio de la vida contemplativa requiere necesariamente de la palabra interior, del concepto, excitado previamente por un determinante cognoscitivo emitido por las cosas cognoscibles.

4. La vida activa no consiste meramente en hacer cosas, sino en hacerlas

bien. Este modo de hacer bien las cosas, en lo que concierne al hombre, fue llamado por los clásicos vida moral o vida en la virtud, que es como en puridad debe ser llamada. Y como la tarea más principal en el modo de hacer bien las cosas es que los hombres logren entre sí la máxima perfección de que son capaces, el Aquinate afirma que la justicia es la más importante de las virtudes morales, o sea, lo más decisivo de la vida activa, pues nos ordena los unos a los otros (qua aliquis ad alterum ordinatur): “Por eso se describe la vida activa por la ordenación de unos a otros; no porque únicamente consista en esas obras, sino porque en ellas consiste principalmente”36. La persona no puede realizar su integración individual sin contar con el otro. Y no precisamente para conocerlo, sino para hacer bien con él la propia vida37.

Que haya dos estilos de vida no significa que deban estar desconectados. De hecho existe cierta ósmosis entre ellos. Por ejemplo, ligada a la vida contem-plativa está la vida moral.

35 STh II-II, 180, 6, 2m. 36 STh II-II, 181, 1, 1m. 37 “Es claro que no se busca principalmente a través de las virtudes morales llegar a la contemplación de la verdad, pues se ordenan a la práctica. Por eso dice Aristóteles que para la virtud nada o poco importa el saber. Por consiguiente, es evidente que las virtudes morales pertenecen esencialmente a la vida activa. Por esta razón Aristóteles ordena las virtudes morales a la felicidad activa”. STh II-II, 181, 1.

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Aunque el ejercicio de las virtudes morales pertenece de suyo a la vida activa, nada obsta para que funcione también como disposición a la vida contemplativa. “Así como la virtud que se ordena al fin de otra virtud pasa de algún modo a su especie, así también, cuando uno utiliza las obras propias de la vida activa únicamente como disposición para la contemplación, esas obras pasan a pertenecer a la vida contemplativa. En cambio, en los que se dedican a las obras de las virtudes morales como a obras buenas en sí mismas y no como disposición a la vida contemplativa, las virtudes morales pertenecen a la vida activa”38. Lo cual significa que esencialmente las virtudes morales no se incluyen en la vida contemplativa, cuyo fin es la consideración de la verdad: en ellas carece de importancia el saber teórico. Pero lo cierto es que el acto de la contemplación puede ser perturbado tanto por el alboroto del tráfago cotidiano como por la vehemencia de los afectos: la atención queda entonces desviada de las cosas espirituales, prendiéndose en las sensibles. El poder que las virtudes morales tienen de refrenar las pasiones y acallar los ruidos de las ocupaciones exteriores es suficiente motivo como para incluirlas como disposiciones en la vida contemplativa39. De modo que en cuanto la vida activa dirige y ordena los sentimientos y las pasiones del alma “favorece la contemplación, puesto que es un obstáculo para ésta el desorden de las pasiones internas”40. Sólo en cuanto la vida activa se reduce meramente al ejercicio de las obras exteriores impide la vida contemplativa, “ya que es imposible ocuparse de las obras exteriores y entregarse al mismo tiempo a la contemplación”41.

d) Excelencia de la vida contemplativa 1. Aristóteles había dado en el libro X de su Ética42 una serie de argumentos

para indicar la excelencia de la vida contemplativa sobre la activa. Haciéndose cargo de ese texto, el Aquinate describe de modo lacónico43 ocho características que corresponden a la dignidad de la vida contemplativa considerada en sí misma (secundum se); porque sólo considerada de modo relativo (secundum aliquid) podría ser superada en ciertos aspectos por la vida activa: pues en casos determinados “es preferible la vida activa a causa de las exigencias de la vida presente, pues como también dice Aristóteles, es mejor filosofar que enrique- 38 STh II-II q181 a1 ad3. 39 STh II-II q180 a2. 40 STh II-II q182 a3. 41 STh II-II q182 a3. 42 Ethic c7 (Bk 1177a12); c8 (Bk 1178a9). 43 STh II-II q182 a1.

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cerse, mas para el que padece necesidad es mejor allegar dinero”44. ¿En qué estriba la exelencia de la vida contemplativa considerada en sí misma, de suyo?

Primero. La vida contemplativa conviene al hombre en virtud de lo que en él hay de más excelente, a saber, tanto la inteligencia como su propios objetos, que son las cosas inteligibles. Desde la perspectiva del sujeto, la vida contemplativa nos es propia por la parte incorruptible del alma, es decir, por la inteligencia, pudiendo por eso permanecer después de esta vida; y además nos es propia porque en los actos de la vida contemplativa no se utiliza el cuerpo, por lo que intrínsecamente “no hay obstáculo que nos obligue necesariamente a desistir de tales operaciones”45. La espiritualidad de la inteligencia garantiza la excelencia y la perennidad intrínsecas de la vida contemplativa. Y desde la perspectiva del objeto se puede hablar también de excelencia: “porque su objeto es lo inco-rruptible y eterno, y porque no tiene contrario, pues nada hay contrario al gozo del conocimiento”46. En realidad, la inteligencia tiene un doble objeto: uno necesario e inmutable, cuyo ser y verdad no dependen del acto intelectual; otro, contingente y modificable por la inteligencia misma, pues tanto su ser o disposición como su verdad dependen del acto intelectual que lo dirige y lo mueve. El primer objeto mide a la inteligencia; el segundo es medido por ella. El primero es de suyo término del acto de contemplación; el segundo es de suyo término de un acto de dirección mediante la acción47.

Segundo. La vida contemplativa puede ser más continua –aunque no siempre en el grado más elevado de contemplación–, al poseer una unidad más profunda e intensa, ya que consiste en un solo acto, mientras la vida activa consiste en varias operaciones que ahorman y troquelan la personalidad.

Tercero. Es mayor el deleite de la vida contemplativa que el de la vida activa. Es más gozosa porque trata de un objeto mejor y porque su acto es más alto y penetrante. La vida contemplativa es más verdadera, es mejor y es más bella que la activa. Más verdadera, porque la contemplación es verdadera por esencia, formalmente, mientras que la activa es verdadera sólo por participación de la contemplativa. Es mejor, porque es la que más se asemeja y se aproxima a la vida eterna. Y es más bella, porque contiene la belleza esencialmente, o sea, la proporción, el esplendor y el orden que le ofrece la sabiduría.

Cuarto. En la vida contemplativa el hombre se basta mejor a sí mismo, puesto que en ella muy pocas cosas son necesarias. Consiste en la inteligencia, la cual es trascendentalmente más libre que el apetito sensitivo, en el que parcialmente consiste la vida activa. Y además es “causa sui”, causa de sí 44 STh II-II, 182, 1. 45 STh II-II, 180, 8. 46 STh II-II, 180, 8. 47 I Peri Herm., lect. 3, n. 7.

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misma, sui iuris, libre. Por eso indica el Aquinate que la vida contemplativa consiste en cierta libertad del espíritu (animi libertate), porque no piensa en las cosas temporales, sino en las eternas, y porque necesariamnte “las almas humanas son más libres cuando se mantienen en la contemplación del espíritu divino que cuando descienden a considerar las cosas corporales”48.

Quinto. La vida contemplativa se busca por sí misma, mientras que la vida activa se ordena a otra cosa. De aquí se sigue que, considerada la vida contem-plativa en su naturaleza misma (secundum naturam), claramente es anterior a la activa, pues siendo su objeto anterior y más excelente, por eso mismo la mueve y dirige. Lo cual no impide que, por referencia al orden de aparición (in via generationis), la vida activa sea anterior a la contemplativa, “ya que es disposición para ella; y la disposición es antes que la forma en este orden de aparición, aunque la forma sea anterior absolutamente y según su naturaleza”49.

Sexto. La vida contemplativa consiste en cierto descanso y reposo, justo porque se ocupa de una sola cosa necesaria: la verdad en sí misma. Por eso ha sido llamada también ocio.

Séptimo. El objeto de la vida contemplativa es algo divino, el de la activa algo humano. Para la gran tradición metafísica de los clásicos la contemplación natural o filosófica es un acto de conocimiento del Absoluto como causa primera y último fin natural del hombre, conocimiento llamado también “filosofía primera”. Ahí está el objeto propio de la contemplación natural.

Octavo. La vida contemplativa es conforme a lo que es más propio del hombre, la inteligencia. En cambio, en los actos de la vida activa toman parte también las energías inferiores, que nos son comunes con los animales50. Y como la inteligencia se flexiona en especulativa y práctica, debe decirse que de modo primario y esencial la contemplación es un acto de la inteligencia especulativa, ordenado al conocimiento puro de la verdad. Sólo de modo secundario pertenece a la vida activa, por la dependencia que, en cuanto al ejercicio, tiene la inteligencia de la voluntad.

2. No por ser la contemplación la vida más excelente llega a identificarse

con la vida sustancial del espíritu, o sea, con la esencia misma del alma, una vez aquietadas todas las demás facultades. La tradición doctrinal de los libros de mística (Ruysbroeck, Ekhart, Taulero, San Juan de la Cruz) ha podido dar la impresión de que la contemplación ocurriría directamente en la esencia misma del alma sin intervención de facultad alguna. De nuevo hay que advertir que la

48 STh II-II, 182, 1, 2m. 49 STh II-II, 182, 4. 50 STh II-II, 182, 1.

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cuestión de la índole de la vida contemplativa se plantea en el nivel de las operaciones del alma y de sus fines generales, porque el alma no es inmediatamente operativa, pues en cuanto finita no es su propio ser.

Con la contemplación se cumple el acto más propio de la inteligencia en el orden real, acto que consiste en recibir la verdad: se trata de una “actualidad” subjetiva que es objetivamente “pasiva” o teórica, como quedó explicado en el segundo capítulo. En cambio, el acto de la inteligencia que “hace” el objeto –pues lo perfila, lo dirige y lo mueve– es práctico: por él se ahorman las fuerzas del alma, integrando una personalidad.

e) La admiración como acto del intelecto 1. Ya ha sido dicho que para los clásicos la inteligencia especulativa –a cuyo

ejercicio pertenece la vida contemplativa– realiza tres operaciones: aprehender, juzgar inmediatamente (como intelecto) y juzgar mediatamente (como razón). ¿A cuál de ellas debe atribuirse el acto contemplativo?

La contemplación, que es conocimiento formal de la verdad, no incumbe a la simple aprehensión de las cosas, por dos motivos. Primero, porque en ella no hay verdad de modo formal y perfecto, sino de manera incoativa e imperfecta. Segundo, porque la contemplación es el acto más perfecto de la inteligencia especulativa, debiendo proceder de la facultad intelectual perfeccionada por un hábito; pero el hábito intelectual no surge en la simple aprehensión, sino en el juicio51, que es donde formalmente está la verdad.

Tampoco es la contemplación un juicio mediato (discursivo, propio de la razón); no es una inferencia, sino un juicio inmediato, consistente en asentir a la verdad. Tal juicio inmediato se actualiza como un instinto espiritual, como una connaturalidad con la verdad: en tal sentido puede describirse como una intui-ción. Es formalmente un acto de la inteligencia en cuanto intelecto, no en cuanto razón; aunque otros actos intelectuales concurran para preparar o disponer el acto contemplativo, bien procurando la materia que se ha de contemplar, bien ofreciendo discurso de causalidad (etiológico) o de simple sucesión (cronológico) sobre aspectos de esa materia. En cualquier caso, la vida contemplativa tiene su ápice en el juicio inmediato del “intelecto”, un juicio que es a su vez asertivo y diferencial.

51 “El bien de la inteligencia es la verdad; su mal, la falsedad. Por eso no se llaman virtudes intelectuales sino a los hábitos mediante los cuales expresamos siempre la verdad, jamás la falsedad”. STh I-II, 57, 3, 3m.

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2. Pero ese juicio no es el de un espíritu puro. El hombre se encuentra en una condición de limitación cognoscitiva o representativa, pues no penetra por intuición las cosas, sino sirviéndose de abstracciones. La facultad cognoscitiva humana ni ve todas las cosas a la vez (pues divisa en cada caso un pequeño número de objetos), ni ve todo un objeto por completo, sino por aspectos sucesivos, por relaciones intercomplementarias que, para no caer en la pura sombra gnoseológica, han de quedar configuradas en conceptos, en signos, fija-das incluso en la propia imaginación.

f) La voluntad en la contemplación: la admiración 1. La insistencia con que, hasta este momento, se ha indicado que para Santo

Tomás la contemplación es asunto de la inteligencia, podría dar lugar a un malentendido. Recuérdese que no se trata, en la presente cuestión, del ser mismo de la vida humana en sentido sustancial, sino de estilos de vida dependientes de las operaciones que son específicamente humanas y que, por tanto, no sólo vienen marcadas por el signo de la inteligencia, sino también por el de la voluntad. Desde luego, yo no me entrego a la contemplación si no quiero. Ni me hago moralmente bueno en contra de mi voluntad. Por tanto, hay que prestar atención a la entrega misma que uno hace, al estilo de vida elegido. Yo opto libremente por hacer mi mejor vida, que es la contemplativa, en cuya especificación interna no entra la voluntad. Pero lo cierto es que la verdad se me manifiesta como un bien deseable, un bien por el que puedo optar. “Por ser la verdad el fin de la contemplación, tiene aspecto de bien apetecible, amable y deleitable, y según este aspecto, dice relación a la voluntad”52. La opción arranca de mi voluntad, la cual desemboca en la posesión de lo querido: o sea, tiene como punto terminal un gozo. En conclusión, con mi voluntad quiero la vida contemplativa para, también con mi voluntad, gozarme en ella. “Se llama vida contemplativa la de aquellos que se entregan (intendunt) principalmente a la contemplación de la verdad. Pero esta entrega (intentio) es acto de la voluntad, puesto que se refiere al fin, que es su objeto. Por consiguiente, la vida contemplativa pertenece esencialmente a la inteligencia, pero en cuanto al im-pulso a ejercer tal operación (id quod movet ad exercitium) pertenece a la voluntad, que mueve a todas las demás facultades, sin excluir la inteligencia, a sus actos [...]. Y puesto que el gozo consiste en alcanzar lo que se ama, el término de la vida contemplativa es el gozo, que radica en la voluntad y que, a

52 STh II-II, 180, 1, 1m.

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su vez, aumenta el amor”53. La contemplación, pues, termina en la voluntad. Y es natural que acabe en un afecto provocado por el conocimiento, como el sentimiento llamado admiración, admiratio, el cual no es acción intelectual, sino volitiva o afectiva, aunque provocada por el conocimiento: es “una forma de estremecimiento temeroso producida en nosotros por el conocimiento de algo que excede nuestro poder; por lo tanto, es consecuencia de la contem-plación de una verdad sublime”54.

2. Aristóteles, siguiendo a su maestro Platón, pone el origen psicológico de la filosofía en el sentimiento llamado qaumavzein, el cual sería traducido por los medievales por admiratio. En castellano hay dos vocablos que podrían competir a la hora de prestar fidelidad al griego thaumasein: tales son “admiración” y “asombro”; no así “estupor”.

Relacionado con el sentido de la vista, admirar (ad-mirare) apunta a una claridad, a una perfección irradiante en las cosas. El sujeto siente sorpresa ante lo extraordinario que ve en el objeto. Admirar es ver con sorpresa alguna cosa extraordinaria o insólita, cuya causa se ignora. Es justamente el carácter sorpresivo de la realidad lo que nos mueve a la admiración.

La admiración es un sentimiento de distancia frente a un valor superior, acompañado de una tensión o deseo de poseerlo. La partícula -ad testifica la atención de la mirada. El acto de fijar la mirada con atención supone que el objeto es visto como algo complejo, lo cual exige detenerse en él para mirarlo en todas sus facetas. La mirada se detiene ante el objeto para abarcarlo con niti-dez. De este modo, la mirada atenta está a la vez en reposo (por la presencia del objeto) y en movimiento (por el análisis llevado sobre él). La admiración implica un inicial momento contemplativo de la inteligencia, y un subsiguiente momento discursivo, alimentado por aquél.

3. La palabra asombro se vincula el núcleo semántico del castellano “som-

bra”. En latín obumbrare significaba “hacer sombra” y también “proteger”, de modo que los vasallos eran protegidos (obumbrati) o estaban a la sombra del señor. Asimismo, se llamó asombradizo el animal que se espanta de las som-bras, vicio muy corriente de las bestias cortas de vista. El asombramiento significa terror, espanto o miedo ante las sombras; conlleva así una crispación muscular por lo insospechado y terrible de lo presente. Como también solían llamarse “sombras” las almas de los difuntos, era un “asombrado” el que de estas sombras quedaba invadido, como “endemoniado” el que era ocupado por

53 STh II-II, 180, 1. 54 STh II-II, 180, 3, 3m.

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el demonio. En resumen, hay en este vocablo dos elementos significativos: en el plano objetivo, una oscuridad o sombra transreal; y en el plano subjetivo, espanto y miedo. El elemento de lo transreal, de lo transcotidiano, quedará en el campo semántico de la palabra “asombro”. Finalmente eso transreal (el duende, la sombra, el ánima del difunto) también podía ser ocupado por lo transmaterial, lo metafísico.

Ahora bien, en el asombro se presenta un elemento “sombrío” que apunta a la profundidad trágica e innominable del hombre y del cosmos. Los enfermos de una leprosería o las matanzas y mutilaciones producidas por la guerra jamás nos admiran, pero sí nos asombran. Podrá admirarnos la fortaleza de ánimo con que un enfermo soporta su dolencia, pero es la magnitud del aherrojamiento humano lo que nos asombra.

La admiración, en cambio, indica aspectos de claridad, de perfección, y desencadena una reacción de aproximación y conquista. El asombro apunta a lo tenebroso y oscuro, a un trasfondo innominable, y desencadena una reacción de defensa, de protección. Como la luz y la perfección es lo sumamente protector, sólo cabe al asombrado ver la claridad y, por ende, maravillarse de ella. El asombro debe dejarnos en el atrio de la admiración. Lo que produce admiración será siempre un ente excepcional, expresivo, que al irradiar perfección nos atrae dinámicamente. El asombro mantiene los elementos de la admiración y pone en ellos más intensidad, pero en una perspectiva confusa55. También el plano subjetivo del sentimiento se intensifica oscuramente en el asombro, pues la simple sorpresa habida en la admiración pasa a ser ciego temor, miedo ante lo insólito y tenebroso. En resumen, el asombro implica, por el lado objetivo, algo singular insólito pero opaco, o una acción grande pero aciaga; y por el lado subjetivo, una confusión tenebrosa en el sentimiento y un desconocimiento de la causa en la inteligencia.

4. El “estupor” no añade nada al plano objetivo del asombro, pero sí al plano

subjetivo. Originariamente el latín stupor es un término médico y significa el entorpecimiento o entumecimiento de miembros ocasionado por una frialdad moderada: se trata de adormecimiento y dificultad en el sentir y mover. Está emparentado con el término espanto que, a su vez, proviene del término médico spasmus. Pasmar equivale a enfriar mucho o bruscamente; aún hoy día decimos: “hace un frío que pasma”. Tanto el stupor como el spasmus eran cuadros nosológicos: enfermedades que tenían por síntomas la suspensión y la pérdida de los sentidos y del movimiento de la sangre, con contracción e impedimento de los miembros. 55 Ya los primeros diccionarios modernos de nuestro idioma recurrían a la admiración para definir el asombro. Así, en el Vocabulario de Moratín leemos: “Asombro: grande admiración”.

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De modo que si a veces “estupor” o “espanto” equivalen al aspecto semán-tico objetivo del asombro, en cambio, por el lado subjetivo van tan lejos que equivalen a enfriamiento de las facultades con estrangulación de la acción, de suerte que llevan incluso a la suspensión de la razón misma o del discurso.

Si el asombro puede saltar a luces más plenas, a la admiración, abriendo una salida al presaber incoado en la ignorancia inicial, ello no es posible en el estupor o en el espanto, donde hay una inmovilización de las facultades y una coagulación motórica. El estupor es el estado de hibernación de la inteligencia. Por ello, no puede ser principio de conocimiento filosófico, sino su parálisis enfermiza.

La admiración desemboca, a través de las sombras y de los tanteos, en el “misterio del ser”, según expresión de Gabriel Marcel. Sólo cuando a través de las certezas del perimundo se abre un campo más vasto y excelente comienza el proceso admirativo. El estupor es el riesgo psicológico que acecha a la admi-ración. Porque “el que se pasma o queda estupefacto teme, no sólo juzgar en el presente, sino también investigar en el futuro. En cambio, el que se admira, si bien se abstiene de juzgar en el presente acerca de aquello de que se admira por temor de equivocarse, no rehusa, sino que tiende a investigar el futuro”56. De ahí que “la admiración es el principio del filosofar, mientras que el estupor es el im-pedimento de la consideración filosófica”57. Ya Platón, en el Theeteto, hace decir a Sócrates: “La admiración es un sentimiento propio del filósofo, y el primero que dijo que la filosofía era hija de la admiración (Qaumavnte) no explicó mal la genealogía”58.

En resumen, en la admiración se connota fundamentalmente un sobrepu-jamiento de claridad y perfección del objeto; en el asombro, un excedimiento de oscuridad; el estupor añade al asombro una petrificación del sujeto.

g) Objeto de la admiración 1. El objeto del que comienza uno a admirarse es siempre un ser que no es

abarcado por nuestro conocimiento o que, no siendo actualmente conocido, acusa soberanamente su presencia a la inteligencia. Y puede estar fuera de la inteligencia por dos motivos: o bien porque la inteligencia conoce un efecto e ignora su causa, o bien porque la causa de tal efecto excede el conocimiento59.

56 STh I-II, 41, 4, 5m. 57 Ib. 58 Theeteto, 155 d. 59 STh I-II, 32, 8.

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En el primer caso, tenemos una excedencia existencial, por estar ausente de la visión intelectual; en el segundo caso, una excedencia esencial o de constitución (su profundidad, su rango, su plenitud). Los objetos principales de la admiración son algo nuevo e insólito y hasta ajeno a la atención momentánea: “Cuando el primer encuentro con algún objeto –dice Descartes– nos sorprende (surprend) y lo juzgamos nuevo o muy diferente de lo que antes conocíamos [...], eso hace que lo admiremos (admirons) y estemos maravillados (en sommes étonnés)”60. De manera análoga se había pronunciado Santo Tomás, aplicando esta ley a la psicología evolutiva: “Acontece que las cosas que se aprenden en la niñez se graban muy tenazmente en la memoria, por la mayor fuerza del movimiento de la admiración. Y es que nosotros nos admiramos principalmente de las cosas nuevas e insólitas y, por eso, como a los niños, que por decirlo así, hacen su primera entrada en el mundo, todo les coge de nuevo y de todo se admiran, por eso, las cosas que aprenden se les graban muy tenazmente en la memoria”61.

2. Pero la magnitud del estímulo sensible es, a lo sumo, sólo condición

externa de la genuina admiración. Admirarse no es reforzar el estímulo sensible y vital para salir de la monotonía del hombre pragmático y superar psicológica-mente el embotamiento sensorial. Ese estímulo tiene connotaciones cuan-titativas más que cualitativas: su “enormidad”, su carácter “sensacional” hacen de él una cosa nunca vista ni oída; y el sentimiento que provoca es un sustitutivo de la verdadera admiración. Admirarse es llevar a cabo la primaria actitud de la teoría, que consiste en recibir aprehensivamente la realidad sin los reclamos de la sensibilidad y del impulso. “Quien necesita de lo desusado para caer en el asombro demuestra precisamente con ello que ha perdido la capacidad de responder adecuadamente a lo admirable del ser. La necesidad de lo que causa sensación, incluso cuando gusta de presentarse bajo la máscara de la bohemia, es señal inequívoca de haber perdido la verdadera capacidad de asombro, y, precisamente por ello, señal también de la humanidad aburgue-sada”62. El aburguesamiento es el embotamiento de la inteligencia, la cual sustituye el mundo invisible de las esencias por la inmediatez compacta de lo que responde a los fines vitales, a los intereses utilitarios. El que se admira es porque ha trascendido los límites de los fines vitales, quedándose atónito ante la faz maravillosa de la realidad. Y no es que la relación entre el perimundo humano de intereses vitales y la totalidad del mundo real haya de entenderse como la existente entre dos campos totalmente separados, con leyes

60 Passions, II, 53. 61 De memoria et reminiscentia, lect. 3, n. 332 (Pirotta). 62 J. Pieper, El ocio y la vida intelectual, Madrid, 1967, 129.

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específicamente diversas y valores propios, relación entre dos edificios, de modo que se precisara salir de uno para entrar en otro. El que se admira vuelve la mirada al mismo mundo concreto, palpitante y visible en que vive, goza y espera. Pero mira ese mundo de una manera abierta y omniabarcante, dirigiéndose al fundamento último y universal de todo. Con la admiración se desencadena un proceso de disconformidad con el mundo entorno, proceso que se fija luego como movimiento de profundización en el “por qué” de lo presente63.

Captar en lo cotidiano lo verdaderamente insólito es el comienzo del filosofar y de las preguntas más radicales. Hegel, con su peculiar perspicacia, indica que el hombre sale de la mera condición natural o animal por la admiración; y cuando falta la admiración o es porque se ha resecado el espíritu con abstracciones intelectuales o es porque ya se ha conseguido la plenitud del saber y no hay nada de qué admirarse: “La intuición artística, lo mismo que la religiosa –tomadas ambas en unidad– e incluso la indagación científica han comenzado por la admiración (Verwunderung). El hombre que todavía no se admira de nada vive en el estado de estupidez e imbecilidad, en el cual nada le interesa, porque vive para sí mismo, sin haberse separado y desligado aún de los objetos y de su existencia inmediata. Pero, por otra parte, quien ya no se admira de nada, considera todo lo exterior como algo que él mismo comprende perfectamente, sea en el modo del entendimiento (Verstand) abstracto de una explicación humana general o en el modo de una conciencia profunda y sublime de la espiritual y sublime libertad y universalidad; y por lo tanto, ha transformado los objetos y sus correspondientes existencias en una visión espiritual y autoconsciente de ellos. La admiración, por el contrario, surge allí donde el hombre, como espíritu, desligado de las primeras conexiones inmediatas con la naturaleza y de la relación próxima puramente práctica, de los impulsos instintivos, se retrae de la naturaleza y de su propia existencia singu-lar, buscando y viendo en las cosas ahora algo universal que exista en sí y sea

63 Nada más acertado a este respecto que el casi literal comentario hecho por Santo Tomás al texto de Aristóteles: “Tanto los que filosofaron en un principio, como los que han seguido después filosofando, empezaron por admirarse de alguna causa. Pero de manera distinta aquellos y estos, porque: primero, los que filosofaron en un principio, se admiraban de pocas cosas, a saber, de las que están más a la vista, y buscaban la causa de ellas; segundo, los que filosofaron más tarde, como pasaran poco a poco del conocimiento de las cosas manifiestas a la inquisición de las ocultas, empezaron a investigar cosas mayores y más escondidas, por ejemplo, las pro-piedades de la luna, sus eclipses y sus fases, que veían varias veces con arreglo a las diversas posiciones de aquélla con respecto al sol; y de parecida manera se dieron a investigar las propiedades del sol, sus eclipses, sus movimientos y su tamaño, su ordenación y otras cosas por el estilo; hasta que llegaron a preguntarse por el origen de todo el universo, del cual decían unos que se debía a la casualidad, otros al entendimiento y otros al amor”. In I Metaphys., lect. 3, n. 54.

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permanente. Sólo entonces se le aparecen los objetos naturales como algo diferente que, no obstante, está ahí para él y en lo que desea reencontrar lo universal, el pensamiento, la razón. Pues el anhelo de algo superior y la conciencia de lo exterior no están todavía separados y, no obstante, hay al mismo tiempo entre las cosas naturales y el espíritu una contradicción, en la que los objetos se muestran a la vez atrayéndose y repeliéndose y cuyo sentimiento, en el impulso de eliminarla, engendra la admiración”64.

En su Philosophie der Geschichte comenta Hegel que el comienzo de la civilización (Bildung) griega está en la percepción espiritual y en la apropiación de la realidad externa. Cierto es que en el griego no hay todavía un distanciamiento suficiente de la naturaleza, pero sí un comienzo, cuyo resorte es la admiración65.

Podemos prescindir de la cuestión referente a si Hegel ha comprendido en profundidad al pueblo griego. Pero ha visto, con toda la tradición filosófica, que el griego, al comenzar a admirarse, puso las bases de la ulterior especulación, incluida la filosófica.

3. De lo que no cabe duda es que Hegel monta su enfoque de la admiración

sobre el terreno preparado por el “giro copernicano” de Kant, uno de cuyos más notorios frutos consiste en el rechazo de la metafísica realista (llamada “dogmática” por Kant) y en la institución de la razón como fulcro y criterio de toda interpretación metafísica. De ahí también que el sentimiento de admiración se despierte no tanto por la realidad que se presenta al sujeto cuanto por el concepto o la idea que filtra la realidad. Para Kant, el entendimiento está encadenado a lo sensible, pero no saca sus formas o categorías de lo sensible. La realidad no se “transmite inmediatamente” al sujeto; ella viene tamizada en 64 Aesthetik, ed. Glockner, XII, 422-423. 65 “Si investigamos sus ideas mitológicas, nos hallamos con que tienen como base objetos naturales, pero no en su totalidad (in ihre Masse), sino en su particularización (in ihrer Vereinzelung). Diana de Efeso (o sea, la naturaleza como madre de todas las cosas), Cibeles y Astarté en Siria, y otras representaciones universales de este tipo han permanecido asiáticas, no pasando a Grecia. Pues los griegos atienden (lauschen) tan sólo a objetos naturales y los barruntan (ahnen) con la interior pregunta que se hacen por su significado. Así como dice Aristóteles que la filosofía parte de la admiración (Verwunderung), del mismo modo la intuición griega de la naturaleza toma su principio de esa admiración. No se quiere decir con esto que el espíritu se encuentre con algo extraordinario (Ausserordentliche) que compare con lo habitual; pues no se da aún la perspectiva de un entendimiento (Verstandes) que comprenda un curso regular de la naturaleza, ni la reflexión que establece comparaciones con ella: lo que hace el conmovido espíritu griego es, más bien, admirarse de lo natural de la naturaleza; no comete la torpeza de relacionarse con ella como con algo dado, sino como con algo que al comienzo es extraño al espíritu”. Philosophie der Geschichte, ed. Glockner, XI, 308-309.

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dos niveles: en el de la sensibilidad, por las formas de espacio y tiempo; en el del entendimiento, por las categorías de causalidad, sustancialidad, necesidad o contingencia, etc. La realidad se da al sujeto sólo como fenómeno, como aparición, nunca como cosa en sí. ¿Puede decirse que es real el orden suprasensible de la finalidad que apreciamos en la naturaleza? De ninguna manera. Mas con respecto a él nosotros nos comportamos como si lo fuera, como si hubiera finalidad real y verdadera. La “finalidad” como tal es de orden ideal o racional. En esta perspectiva, lo mirandum no será ya la realidad, sino el concepto o la idea; o mejor, el exceso que el concepto o la idea muestra sobre lo sensible. También ahora tenemos el juego de lo prodigioso y de la expectación en la admiración. Pero revertido al ámbito ideal del sujeto. Por el uso teórico o científico de la razón no podemos saber si “la realidad en sí” es verdaderamente algo admirable66. “Un niño (Neuling) en el mundo, a quien todo aparece de manera inesperada, se admira de todo. Quien, mediante una experiencia múltiple, conoce el curso de las cosas, se forma el principio de no admirarse de nada (über nichts zu verwundern, nihil admirari). Pero quien con mirada inquisitiva persigue el orden de la naturaleza, en toda su multiplicidad, lleva, por encima del saber que sobre él tiene, la extrañeza. Ésta es una admiración (Bewunderung) de la que uno no puede desligarse, de la que uno no puede sorprenderse (Verwundern) suficientemente. Este afecto es, pues, estimulado sólo por la razón y es una especie de mirada sagrada que ve el abis-mo de lo suprasensible abrirse bajo sus pies”67. La admiración expresa el movi-miento del espíritu por la inadecuación de lo sensible a lo inteligible.

4. Al tratar Kant en su Anthropologie de los afectos que son impotentes

respecto de su fin, habla de la Verwunderung como de una “perplejidad (Verlegenheit) de encontrarse en lo inesperado. Primeramente impide el juego natural del pensamiento; por eso produce disgusto (unangenehme); aunque después impulsa fuertemente la corriente del pensamiento hacia la representación inesperada y, por tanto, es un estímulo placentero del sentimien-to”68. Esta Verwunderung podría traducirse al castellano como estupefacción, y es el sentido que tiene en la Crítica del juicio: desde el punto de vista del objeto, es una “emoción en la representación de la novedad, que supera lo que se esperaba”69; pero, desde el punto de vista del sujeto, la estupefacción “combina con el miedo (Schreck), el terror (das Grausen) y el temblor sagrado (heilige Schauer) que se apoderan del espectador al contemplar masas

66 Kritik der Urteilskraft, 277. 67 Anthropologie, § 78. 68 Anthropologie, § 78. 69 Kritik der Urteilskraft, 122.

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montañosas que escalan el cielo, abismos profundos donde se precipitan furiosas las aguas, desiertos sombríos que invitan a tristes reflexiones, etc., no es, sabiéndose, como se sabe, que se está en un lugar seguro, temor verdadero, sino sólo un ensayo para ponernos en relación con la imaginación y sentir la fuerza de esa facultad para enlazar el movimiento producido mediante ella con el estado de reposo de la misma, y así ser superiores a la naturaleza en nosotros mismos; por lo tanto, también a la exterior a nosotros, en cuanto ésta puede tener influjo en el sentimiento de nuestro bienestar, pues la imaginación, según la ley de la asociación, hace depender nuestro estado de contento de condiciones físicas; pero ella misma también [...] es instrumento de la razón y de sus ideas, y, por tanto, una fuerza para afirmar nuestra independencia contra los influjos de la naturaleza”70. El fundamento de la gran admiración (Bewunderung) que nos despierta la naturaleza “estriba en la necesidad de lo que es conforme a fines y está constituido de un modo como arreglado intencionalmente para nuestro uso, aunque, sin embargo, parezca aplicarse originariamente a la esencia de la cosa, sin tomar en consideración alguna nuestro uso”71.

Aunque ceñida al criticismo y al poder de lo ideal, la admiración tiene en Kant la misma estructura de “novedad y emoción” que los clásicos medievales le habían asignado.

La admiración es también, pues, para Kant el origen psicológico del filosofar. Y no sólo el origen, sino el término, porque al final de sus reflexiones teóricas Kant da paso a la razón práctica y ésta se encuentra ante la maravilla de lo real: al acabar la Crítica de la Razón práctica, no puede Kant por menos de escribir: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración (Bewunderung), siempre nueva y creciente y de respeto (Ehrfucht), cuando de manera más frecuente y aplicada se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre nosotros y la ley moral en nosotros”72.

5. Hegel no podía quedarse, ni teórica ni prácticamente, con los ojos en

blanco “admirando” la perfección inefable del mundo: el hombre ha de llegar a poseer el saber esencialmente, cesando entonces la admiración. Mientras el hombre se admira es que “su espiritualidad no es aún absolutamente libre, ni todavía perfecta a partir de sí misma”73. Si la inteligencia es de suyo conoci-miento, y si la admiración “no alcanza la evolución inmanente de la sustancia del objeto, sino que se limita a la sustancia todavía no desplegada, rodeada con

70 Ib., 117. 71 Logik, 23. 72 Kritik der praktischen Vernunft, in fine. 73 Philosophie der Geschichte, Ed. Glockner, XI, 314.

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los caracteres adjuntos de la exterioridad y de la azarosidad”74, en la verdadera filosofía queda la admiración suspendida. “El conocimiento filosófico –dice Hegel– tiene que elevarse por encima del punto de vista de la admiración. Es un completo error pensar que la cosa se conoce ya verdaderamente cuando se tiene de ella una intuición inmediata. El conocimiento perfecto pertenece solamente al puro pensar de la razón conceptual y únicamente quien se ha elevado a este pensar posee una intelección verdadera y completamente determinada”75. Este conocimiento perfecto y acabado en el espíritu humano lleva el cese de la admiración.

La tradición clásica, en cambio, pensaba que el hombre no posee el conoci-miento perfecto “esencialmente”, de manera que el saber filosófico tiende hacia el saber comprensivo de la realidad, pero jamás podrá lograr un comprender perfecto e integral. Aunque el filósofo tienda a la sabiduría para poseerla como Dios mismo puede tenerla –por lo que la más alta filosofía es, como dice Aris-tóteles, “teología”76–, el hombre no puede poseer la verdadera y completa sabiduría. Es esencial al hombre tender, amar, esperar, proyectarse hacia el fin sin poderlo conseguir jamás perfectamente y sin poder jamás concluir el propio sistema.

h) Sentido formal y causal de la admiración 1. Tras haber señalado algunas coincidencias estructurales de la admiración

en el realismo y en el criticismo o idealismo –a pesar del distinto alcance ontológico que tiene en esos enfoques– es preciso articular pormenorizada-mente el sentido antropológico que en Santo Tomás tiene ese sentimiento original.

Si la contemplación es formalmente un acto de la inteligencia, pero causalmente un acto de la voluntad, la admiración es, en cambio, formalmente un acto de la voluntad –un sentimiento–, aunque causalmente sea un acto de la inteligencia.

El complejo de actos espirituales que fundan el origen de la filosofía se presenta en un proceso circular que empieza con un movimiento del objeto al sujeto (aspecto centrípeto, que es asimilativo o aprehensivo), de modo que lo conocido está en el cognoscente; y termina con otro movimiento del sujeto al objeto (aspecto centrífugo, que es volitivo o tendencial), de tal suerte que el

74 Enzyklopädie, 449. 75 Ib. 76 Metaphysica, 983 a.

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gozo termina en la cosa misma. A todo acto de tendencia precede siempre un conocimiento. Pero en los actos de tendencia podemos distinguir dos tipos: uno imperfecto, otro perfecto.

2. El acto imperfecto es el simple tender y éste no es precedido, sino que

precede al conocimiento perfecto: el deseo de saber nos mueve a conocer. Ahora bien, este tipo de acto tendentivo es precedido por el conocimiento indeterminado o imperfecto de las cosas; en virtud de este conocimiento se tiende a la perfección de ese mismo conocimiento, ya que nada se buscaría si todo fuera enteramente desconocido.

Como se explicó en el capítulo segundo, el movimiento cognoscitivo –correspondiente a la primera operación de la mente– empieza en el sentido y termina en el entendimiento. La primera aprehensión intelectual del objeto es, en parte positiva, y, en parte, negativa. Positiva, porque capta el hecho bajo la perspectiva de hecho (y no de meramente sensible): y esto tiene el signo de la proporción. Negativa, porque la percatación del hecho se hace bajo la perspectiva de lo grande e insólito: o sea, bajo el signo de la desproporción.

A su vez en la voluntad se da una cierta delectación y un cierto temor. Delectación de la voluntad consiguiente a la aprehensión de la proporción: y así puede haber una delectación referente al hecho mismo (delectación por su conocimiento) y otra referente a lo raro y grande de tal hecho (delectación por la novedad). Y temor, consiguiente a la magnitud del hecho insólito: se trata de una cierta inquietud por la desproporción que lleva consigo el hecho. Ante la magnitud del fenómeno cuya causa se nos escapa, el temor se apodera de la vo-luntad. Si alguien constata su ignorancia, a la vez se percata de que ella es un mal para la inteligencia. Mas no sabiendo a qué referir el fenómeno, el que se admira teme pronunciarse: porque ante él se yergue el mal futuro de un error posible.

3. El tipo perfecto de acto tendencial es aquel en que el querer mismo

descansa y se complace en la cosa ya poseída; de este modo, la tendencia o deseo de saber es posterior al conocimiento perfecto.

Ahora bien, el momento cognocitivo –correspondiente a la segunda operación de la mente– comporta un juicio a la vez positivo y negativo. Es positivo o afirmativo por constatar un hecho, de modo que en cuanto hecho se juzga que tendrá una causa, y en cuanto hecho grande se juzga que debe tener una causa grande. Es negativo por la desproporción del objeto; bajo este aspecto se juzga (negativamente) la ausencia de un conocimiento de esa causa. En el carácter a la vez positivo y negativo del juicio consiste la admiración causalmente tomada.

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El aspecto volitivo viene expresado aquí por el deseo y la esperanza. Por el deseo, porque, en primer lugar, queremos conocer la causa y, en segundo lugar, queremos eso con vehemencia, pues esa causa es grande. Por la esperanza salimos a su encuentro con una cierta seguridad de lograrlo. Así, pues, en este aspecto volitivo tenemos la admiración formalmente dicha.

4. Una vez constituida formalmente la admiración, como deseo y esperanza

de conocer los hechos insólitos aparecidos al sujeto, la voluntad aplica la inteligencia a buscar terminantemente la causa desconocida; y esto es realizado por la inteligencia con su operación discursiva e investigadora (tercera operación mental). Pero la investigación y el estudio no es ya propiamente admiración; sino fruto de la admiración. Tampoco es admiración el fin o término al que llega la investigación, la captación intelectual de la verdad buscada y el gozo volitivo en la verdad poseída. Dicha captación intelectual, junto con el gozo volitivo, es propiamente sabiduría, sapida scientia, sofiva, no admiratio77.

De lo expuesto se desprende que la ignorancia actúa sólo como una causa subjetiva y negativa propia del que comienza a admirarse; y justamente por ello la admiración tiene valor de principio de investigación filosófica. Aristóteles dice: “Buscar una explicación de las cosas y admirarse de ellas es reconocer que se las ignora”78. En principio, si fueran conocidas las causas, en su existencia y en su esencia, no tendría que haber admiración. Hay una cosa digna de admiración allí donde se sabe que algo es, pero se ignora por qué es. Uno se admira porque ignora las causas; pero buscar las causas es intentar salir de la ignorancia: “Cuando el hombre conoce un efecto y sabe que éste tiene una causa, queda en él todavía el deseo natural de conocer la esencia de esta causa. Y este deseo nace de la admiración y es causa de la investigación ulterior […], la cual no terminará hasta que no alcance la esencia de la causa”79.

Pero la admiración no tiene la estructura de una pura ignorancia; más bien, en ella concurre un cierto presaber, en virtud del cual el espíritu se tensa hacia la búsqueda. Así, pues, la admiración comporta dos requisitos: “uno, que sea oculta la causa de lo que es admirado; otro, que en lo que vemos aparezca algo por lo que barruntamos que debe ser de un modo distinto (o contrario) a como lo miramos”80. 77 Cfr. todo este análisis pormenorizadamente en S. Ramírez, De ipsa philosophia in universum, en Opera Omnia, 1, Madrid, 1970, 46-55. 78 Metaphysica, I, 2, 982 b. 79 STh I-II, 3, 8. 80 De potentia, q. 6, a. 2; Contra Gen., III, c. 101. P. Cerezo Galán, “La admiración como origen de la filosofía”, Convivium, VIII, 1963, 3-32; Guy Godiu, “La notion d’admiration” y “L’admira-

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i) La estructura de temor y esperanza en la admiración 1. Debe ser destacada, en esta articulación antropológica, la estructura

“temor-esperanza” que la admiración muestra. En la naturaleza propia de la admiración palpita inicialmente un sentimiento de temor: la admiración es “el temor que proviene de la aprehensión de algo que excede nuestra facultad”81. Pues “el que se admira rehuye dar en el presente un juicio sobre aquello que es admirado, temiendo equivocarse, pero investiga en el futuro”82. Temor es siempre el acto de una tendencia que rehuye un mal arduo o difícil de evitar. En nuestro caso, el temor recae sobre el mal de la inteligencia, que es la ignorancia. La ignorancia de la causa explica la posibilidad de errar; la magnitud del efecto hace que este error sea difícil de evitar. Por su parte, la esperanza es el acto de una tendencia dirigida a un bien ausente, arduo y difícil, para conseguirlo. En nuestro caso, la esperanza recae sobre el bien opuesto: el saber.

Lo que provoca admiración es un valor o una perfección que el objeto tiene en alto grado, bien porque estamos desprovistos de él, bien porque sólo lo poseemos de un modo imperfecto. El hecho de constatar la superioridad de algo arrastra el deseo de acceder a esta perfección que nos falta. Pero este deseo está mezclado de un cierto respeto o temor reverencial, temor tanto más fuerte cuanto más difícil de conseguir es dicho objeto. Se ama naturalmente a una persona perfecta y buscamos su amistad como medio de aproximarnos al bien que le es propio. Mas nuestra admiración está entretejida con dos tensiones opuestas: el respeto o temor y el deseo o esperanza, pues el bien que atrae al apetito está lejos y es superior. También en la admiración filosófica se entrecruza el elemento negativo (el que se admira no sabe todavía las causas de lo real) y el elemento positivo (el que se admira desea el saber comprensivo de lo que ignora).

Ignorancia y saber se oponen como el no y el sí de la admiración. Cuando dos cosas se oponen, si una de ellas cae bajo la aversión, es preciso que la otra caiga bajo el deseo; de este modo, si huyo de la ignorancia es porque deseo saber. De aquí que la aversión es siempre causada por el amor, pues cuando me aparto de una cosa es porque contraría al bien que amo. Si la aversión se da respecto de la ignorancia es porque el amor se da respecto del mismo saber.

tion, principe de la recherche philosophique”, Laval Théologique et Philosophique, XVII, 1961, 35-75 y 213-242, respectivamente. 81 STh II-II, 180, 3, 3m. 82 STh I-II, 41, 4, 5m.

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El mal de la ignorancia es, como cualquier mal, una privación de bien. De este modo, la ignorancia sólo llega a ser objeto de la voluntad a condición de que esta última esté afectada por el bien, su perfección natural. Por el hecho de que el hombre ama un bien se sigue que lo que priva de tal bien sea un mal para él y que lo tema como un mal. Bajo el efecto de este temor la voluntad toma una actitud de retroceso ante el mal posible. Pero, a la vez, se vuelve hacia el saber como el bien que se opone a este mal. Este segundo aspecto del acto de admiración es aquél por el que se manifiesta en ella el deseo de conocer, sólo explicable por analogía con la esperanza. Y de este modo, la esperanza se opone al temor. En el bien, objeto de la esperanza, se encuentran las mismas cuali-dades que afectan al objeto de temor, pero en un movimiento contrario a él: si el temor es un movimiento de huida ante un mal futuro difícil de evitar, la esperanza es un deseo y una tendencia hacia un bien futuro pero difícil de obtener. Así, pues, la dificultad de descubrir la causa oculta da a este deseo de saber el carácter propio de la esperanza.

2. De aquí proviene también el placer, la alegría, propia de la admiración. La

admiración es causa del deleite en cuanto lleva adjunta la esperanza de conseguir el conocimiento de lo que se desea conocer; y por eso todas las cosas admirables son deleitables y también las cosas raras, y en general todas las representaciones de las cosas, incluso las que de suyo no son deleitables, pues el espíritu se goza en compararlas unas con otras por consistir en esto el acto propio y connatural de la razón83. La admiración no es deleitable por cuanto supone ignorancia; pero sí lo es por dos aspectos: primero, por cuanto encierra el deseo de conocer la causa; y segundo, por cuanto el que se admira conoce con esto algo nuevo, a saber, que no es tal como pensaba.

La admiración está así indisolublemente ligada al amor, pues tiene por objeto un gran bien. “Los hombres se deleitan en ser alabados y honrados por otros, pues por esto adquieren la prueba del bien que tienen en sí mismos. Refiriéndose, pues, el amor a un bien y la admiración a lo grande (excelente), es deleitable ser amado y admirado de otros, en cuanto por ello adquiere el hombre la estima de su propia bondad y grandeza, en las cuales uno se deleita”84.

Si es verdad que el temor tiene por efecto inmediato la tristeza, ¿cómo es que la admiración tiene por efecto el placer? Sencillamente, porque la esperanza domina. La tendencia racional actualiza en unidad ambos aspectos. Cuanto más perfecto es el objeto, mayor admiración y más grande placer y alegría suscita.

83 Cfr. todo este planteamiento en STh I-II, 32, 8; y 43, 2 84 STh I-II, 32, 8, 1m.

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3. Desvirtuación de la relación sociedad-cultura

a) Ideología y filosofía 1. En la medida en que la vida humana pierde el carácter contemplativo,

porque las aspiraciones totalitarias del mundo de la praxis conquistan el ámbito de la cultura85 y desalientan la admiración, se pierde también la libertad cultural. Esa es la vía de la autodestrucción de la cultura: que venga a ser un saber al servicio de un determinado sistema de poder ajeno a ella misma, a su valor teo-rético, renunciando a su tarea de trascender el mundo de la praxis. A esta reducción hay que llamar ideología y por ella se desvirtúa la relación que se establece entre sociedad y cultura86.

El marxismo ha sabido ver agudamente la estructura de la ideología, como expresión de los intereses o las necesidades de un grupo social. Marx no usó el término “ideología” para designar su posición, sino la de sus adversarios burgueses. Para Marx y Engels la ideología encierra por lo menos tres notas fundamentales.

La ideología es, en primer lugar, una supraestructura. Para Marx las ideas no se despliegan según la lógica postulada por un vago idealismo, sino que están determinadas por la base de los factores externos del orden social. La ideología es así un sistema de determinadas concepciones, ideas o representaciones sobre las que se apoya una clase o un partido político.

En segundo lugar, las ideologías son reflejo de los intereses de la clase dominante. Para Marx, son ideología las ideas filosóficas, políticas y morales, en cuanto dependen de relaciones de producción y de trabajo, y no tienen otra validez que la de expresar una determinada fase de las relaciones económicas, sirviendo a la defensa de los intereses que prevalecen en esa fase. De ahí el carácter partidista de la ideología: “La filosofía más reciente –afirma Lenin– es exactamente tan partidista como la de hace dos mil años”87.

Por último, la ideología implica una falsa conciencia, pues las verdaderas fuerzas motrices que empujan al pensador le quedan totalmente desconocidas; si de otro modo fuera, no se trataría de un proceso ideológico.

85 J. Pieper, op. cit., 28. 86 Theodor Litt, “Die Wissenschaftliche Hochschule in der Zeitenwende. Universität und moderne Welt”, en el vol. colectivo Bildung, Kultur, Existenz, ed. por R. Schwarz, Berlín, T. I, 1962, 58-65. 87 Materialismus und Empiriokritizismus, Berlín, 1949, 349.

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Conforme a esta caracterización, el criterio de la praxis se convierte en el último criterio de verdad. Así dice Marx en su segunda Tesis sobre Feuerbach: “El problema de si al pensar humano responde una verdad objetiva, no es una cuestión teórica, sino una cuestión práctica. En la praxis tiene que demostrar el hombre la verdad, es decir, la realidad y el poder, la posterioridad de su pensar. La disputa sobre la realidad o no realidad de un pensamiento, prescindiendo de la praxis, es una cuestión puramente escolástica”88.

La denuncia que el marxismo hace de la dependencia fáctica de las ideologías respecto de las relaciones o circunstancias económicas y sociales es de extrema importancia. Y lo es sobre todo, porque además niega la primacía de la teoreticidad, apelando a la praxis como último criterio de verdad.

2. La eclosión moderna de las ideologías tiene su origen en el deslizamiento

de la verdad desde la inteligencia a la praxis y a la tecnificación y, desde ésta, a la voluntad o el deseo. En el pensar filosófico de Santo Tomás, la verdad era la coincidencia de la inteligencia con la realidad; en el pensar ideológico moderno, la verdad es la concordancia de la voluntad consigo misma, de modo que incluso la inteligencia tiene que supeditarse al deseo para que se imponga la “verdad” ideológica. El error entonces es tan sólo aquello que no coincide con lo que el deseo quiere. Pero, ¿qué quiere el deseo? Heidegger ha visto aguda-mente que “el deseo no tiende a lo que quiere como algo que aún no posee. Lo que el deseo quiere, él ya lo tiene. Pues el deseo quiere su deseo. Su deseo es lo deseado. El deseo se quiere a sí mismo”89. Pero “el deseo, como deseo de querer, es deseo de poder, en el sentido de adueñarse del poder. El deseo de poder es la esencia del poder: indica la absoluta esencia del deseo que como mero deseo se quiere a sí mismo”90. De aquí que “el deseo de poder tenga que poner sobre todo condiciones de la conservación del poder y del acrecentamiento del poder”91. Estas condiciones son las ideologías. Así, pues, a diferencia de la filosofía, las ideologías son condiciones que el deseo de poder impone para asegurar su mando sobre el obrar práctico. El último fundamento de las ideologías es el deseo de poder92.

88 Marx-Engels, Ausgew. Schr., 2, Berlín, 1953, 376. 89 M. Heidegger, Nietzsches Wort “Gott ist tot”, en Holzwege, Frankfurt, 1950, 216. 90 Ib., 217. 91 Ib., 219. 92 La noción de ideología equivale a lo que Heidegger entiende por Wert (valor) en Nietzsches Wort “Got ist tot” y a lo que su discípulo Volkmann-Schluck comprende bajo el nombre de Weltanschauung (que sería improcedente en este contexto traducir por cosmovisión, según el sentido que Dilthey le da). Lo que Heidegger critica como Wert y lo que Volkmann-Schluck pretende superar como Weltanschauung vienen impuestos por el deseo de poder. “Al apreciar el

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A la esencia del deseo de poder pertenece el que se encubra a los demás y se encubra ante sí mismo. El deseo de poder “quiere el imperante dominio sobre la eficacia operativa de lo real. No quiere que se alcancen fines previamente establecidos, sino que es él mismo, el deseo, quien ordena la eficacia práctica y operativa de lo real”93. La verdad se convierte entonces en función ideológica (no es ya adecuación del pensamiento con lo real, sino la concordancia del deseo consigo mismo). La “verdad ideológica” conserva así el poder: “es el aseguramiento afianzador del ámbito a base del cual el deseo de poder se quiere a sí mismo”94. Aunque la representación de fines es necesaria al deseo de poder, pues sin fines no se puede vivir, en definitiva no se trata de ellos: el deseo de poder impera también sobre el establecimiento de los fines –sobre todo culturales–, “de modo que en todo momento ha de estar asegurada la posibilidad de un cambio o mutación en la representación mental de los fines”95. Adler ha dejado constancia de esta triste realidad96. La soberanía esencial del deseo de poder elimina radicalmente los fines culturales, en cuanto fines teoréti-cos o intelectuales en sí, expandiéndose con una carencia total de semejantes fines.

b) Poder, ideología, verdad 1. Aun siendo esencialmente la vida contemplativa un acto de la inteligencia

–porque el fin de la contemplación es la verdad, la cual pertenece sólo a la inteligencia–, en cambio, antes de darse, mientras se hace y después de darse es un acto de la voluntad: el acto de conocimiento depende, en cuanto a su ejer-cicio, de la voluntad; ésta mantiene además su intención mientras la contem-plación se realiza; y, una vez producido el conocimiento, la voluntad se goza en la verdad contemplada. La contemplación “está formalmente en la inteligencia; pero causalmente y terminativamente está en el afecto”, decía Cayetano97. Por

ser como Wert –dice Heidegger– se lo ha rebajado ya a condición puesta por el deseo de poder mismo” (op. cit., 238). 93 K. H. Volkmann-Schluck, Introducción al pensamiento filosófico, Madrid, 1967, 108. 94 M. Heidegger, op. cit., 220. 95 K. H. Volkmann-Schluck, op. cit., 108. 96 “La integridad de la vida no ha encontrado hasta ahora, en general, ninguna solución mejor que la aspiración al poder, y sería ya tiempo de meditar si es verdaderamente éste el único y el más adecuado camino para dar seguridad a la vida y a la evolución de la humanidad”. A. Adler, El sentido de la vida, Miracle, Barcelona, 1937, 121. 97 In II-II, 180, 1.

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tanto, aunque el concurso de la voluntad no se requiere para especificar la con-templación, sí es necesario para que ésta se realice y culmine.

Sin embargo, la ideología viene a suprimir el carácter formal que la inteligencia tiene en la dirección de la vida, haciendo que la voluntad se haga entonces deseo de poder soberano.

La soberanía del deseo de poder “se acrecienta más y más mediante la conquista técnico-científica [...]. El incremento de este deseo hace surgir una creciente falta de sentido. Por ello, el deseo de poder tiene que mantener oculta forzosamente esa falta de metas y de fines que surge y se acrecienta a través de él, ya que si quedase al descubierto un día, debilitaría peligrosamente el querer, más aún, lo destruiría [...]. Este ocultamiento de la falta de objetivos es algo deseado, y posee el carácter de la ocultación, pero no de la ocultación de tal o cual cosa ante esto o aquello, ni tampoco ante la mayoría, de manera que algunos pocos pudieran estar informados del asunto, sino que se lleva a cabo una ocultación pura y simple, una ocultación de lo que sucede realmente”98. Este encubrimiento da origen a la ideología, que no es más que la filosofía reducida y empujada a su falsa esencia. Las ideologías “son las condiciones que se pone a sí mismo el deseo de poder. Sólo allí donde el deseo de poder aparece como el carácter fundamental de todo lo real” se revela de donde proceden las ideologías y qué es lo que guía y apoya todo juicio ideológico99. Como las ideologías as-piran necesariamente a encubrir su carácter de encubrimiento, miran al pensamiento que intenta comprenderlas como un enemigo, combatiéndole con el recelo y la calumnia.

2. La exigencia fundamental del pensar ideológico es que todo el mundo

tiene que pertenecer forzosamente a una determinada ideología100. En las ideologías, aquello que es querido en realidad –esto es, el poder–aparece como el bien universal que ha de ser deseado por todos. Las ideologías son así incapaces de crear, no arrojan un solo pensamiento productivo: aglomeran, simplifican e integran, presentando un conjunto de forma tan general que el deseo de poder conserve el ámbito de juego de sus posibilidades101. El deseo de poder es, pues, por esencia, el deseo de asentar ideologías. Las ideologías “son condiciones de conservación y acrecentamiento del deseo de poder”102. Las ideologías no son capaces de una fundamentación pensante, porque no toleran el preguntar pensante. Esta incapacidad no es un defecto, sino su esencia 98 K. H. Volkmann-Schluck, op. cit., 109. 99 M. Heidegger, op. cit., 213. 100 K. H. Volkmann-Schluck, op. cit., 110. 101 Ib., 112. 102 M. Heidegger, op. cit., 219.

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misma103. Por ello, las ideologías no pueden ser refutadas; se caracterizan porque declaran a todo aquél que piense de otro modo enemigo del bien universal. “El hecho de que las luchas libradas por las ideologías se muevan siempre en las bajezas de las delaciones, las difamaciones, tomando como lema la propia adhesión a su razón, es cosa que radica en su esencia misma y es, por eso, inseparable de ellas”104. Las ideologías no tienen nada que ver con la verdad. Por ello, tampoco se puede decir que sean falsas, sino simplemente carentes de verdad: están fuera del ámbito de la contemplación. Aunque se presenten como verdades, no son verdaderas en el sentido de que manifiesten la realidad en lo que de verdad es; tampoco son lo opuesto a la verdad, en el sentido de que fueran el encubrimiento de ella. No importa que haya verdad o falsedad en ellas, porque en realidad no son más que “condiciones de eficacia impuestas por el deseo de poder y, por ello, eficaces de suyo”105.

c) Verdad, filosofía, sociedad 1. Las ideologías se han convertido en la estructura mental del presente. Tal

cosa significa –como dice Heidegger– que la filosofía modifica su propia esencia; también la modifica la cultura, la cual recibe la forma de la praxis.

Pero con ello, la filosofía pierde la pregunta desde donde surgió, a saber, la pregunta de lo que es lo real en cuanto real. La soberanía del deseo de poder es la soberanía de la filosofía y de la cultura en su falsa esencia.

Ahora bien, la verdadera filosofía y, por ende, la cultura actualizada por ella, se apoya sobre la convicción de que la auténtica riqueza del hombre no consiste en satisfacer las necesidades materiales ni en llegar a ser señor y poseedor de la naturaleza, sino en que seamos capaces de ver lo que es, la totalidad de aquello que es106, o sea, en llegar a la contemplación de la realidad en su verdad.

2. Si la cultura pierde por renuncia espontánea o por violencia su libertad y su independencia de la finalidad práctica y política, acaba por descomponerse intrínsecamente y por destruirse. Sólo podrá haber cultura en la medida en que sea filosófica, o sea, libre.

A su vez, la sociedad puede educar para la libertad si es ella misma libre. Y lo es en la medida en que está informada por el acto filosófico o contemplativo y no por la ideología. 103 K. H. Volkmann-Schluck, op. cit., 113. 104 Ib., 113. 105 Ib., 114. 106 J. Pieper, Was heisst philosophieren?, 33.

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Mientras la sociedad conserve esta luz podrá aglutinar y transmitir saberes como cultura; cuando la sociedad pierda el rumbo que el acto filosófico le marca, quedará inexorablemente absorbida por la ideología y entonces convertirá el acervo de saber en una traba de la libertad, en una fuente de deshumanización permanente, o lo que es lo mismo, en una emanación desafiante de incultura.

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CAPÍTULO IX

EL INTELECTO Y EL SILENCIO

1. Dialéctica idealista y lenguaje 1. Aunque la vida más perfecta del hombre es la cumplida mediante la in-

teligencia, también es cierto que esa inteligencia es limitada; por lo que tanto los procesos intelectuales de observar como los de relacionar se ven sometidos a la necesidad de la abstracción y del lenguaje, cuyo exceso o hipertrofia puede dar lugar no ya al conocimiento contemplativo del mundo, sino a la osada “apro-piación” efectiva y tecnificante de las cosas reales. Incluso la palabra se convierte entonces en una prolongación de la razón instrumental y del pensar nihilista.

Ahora bien, para los clásicos el camino del lenguaje sigue la dirección que va desde la verdad ontológica de las cosas al concepto y del concepto veritativo a la palabra veritativa. La palabra es primariamente densificación del concepto: toda palabra ha de tener un sentido inteligible determinado. Una palabra completamente vacía de concepto es un absurdo. Siempre el poder de la palabra y de los signos, de manera próxima o remota, proviene de un concepto; su fuerza es la fuerza del concepto. Ahora bien, el concepto mismo, por la estructura somatopsíquica del hombre, no puede exteriorizar inmediatamente su fuerza; ha de confiarla a un signo o a una palabra. Cada alma necesita de su corporalidad.

La palabra depende del concepto, pero éste a su vez depende de la realidad objetiva. Porque, si de otro modo fuera, no habría comprensión de nada: el concepto sería un vacío de contacto. Por eso, los clásicos explicaban que la in-telección se origina en una referencia natural y no arbitraria a lo real, en un silencio fundamental, porque ocurre antes de estar sometida la intelección al aprendizaje por la palabra, a la enseñanza y a la tradición. La ausencia de esta referencia real origina el idealismo absoluto.

2. No es ocioso iniciar la exposición de esta tesis referente al idealismo con un

breve comentario a las primeras estrofas de un poema alemán, escrito en el año 1796 por un joven que vivió en el contexto del romanticismo. El poema comienza así:

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“El silencio me embarga y me circunda. Afanoso de los hombres el trabajo no descansa ni duerme, mas me otorga

la libertad y el ocio alborozado. ¡Oh, noche, gracias te doy por haberme liberado!”.

El poema al que pertenecen estas frases se titula Eleusis y está dedicado a Hölderlin; su autor es Hegel1.

La imagen que muchos suelen tener de Hegel no parece concordar con la iniciativa de este poema. La filosofía madura de Hegel –aquella que se prolonga desde la Fenomenología del Espíritu hasta la Filosofía de la Historia– revela en el pensador teutón una actitud laboral del pensamiento, frente al temple ocioso, encantador y relajado de la estrofa que acabamos de leer. No obstante, es necesario observar que para Hegel la última verdad de la poesía se encuentra en la filosofía. Y aquí sólo pretende hacer una experiencia poética, tan preliminar y romántica como su juventud misma.

Atinadamente su filosofía madura ha sido concentrada en la metáfora del día, del sol luminoso que rompe las tinieblas de la noche: la noche de los medios conceptos, de los suspiros anhelantes, de las intuiciones vagas del romanticismo; y tachará precisamente a la filosofía de Schelling de noche en que todos los gatos son pardos. Sin embargo, el poema de Hegel reabsorbe su poder evocador en la metáfora de la noche describiendo con signos ópticos el panorama que está viviendo:

1 Hegels Werke, 1, 230-233.

“A lo lejos, con velos de niebla blancos la luna cubre los límites inciertos de los collados. Apacible centellea

la clara línea del lago; distante queda al recuerdo del monótono ruido cotidiano: como si entre su voz y este momento largos años hubiesen anidado”.

En estas expresiones del poema, la noche no sólo abraza telúricamente al poeta, sino que lo libera. La noche es liberadora; el día, carcelero. Si recordamos que el despliegue de la conciencia de la libertad acontece, en la propia filosofía de Hegel, como un progreso desde la oscuridad de los tiempos hasta la claridad del día venturoso de Hegel, podremos barruntar que estamos ante una comprensión de la vida, del mundo y del hombre, desajustada al temple de la estricta especulación hegeliana.

Las últimas palabras de la estrofa hacen una referencia directa y poética al silencio físico. Hegel va a distinguir dos tipos de silencio: el físico (como ausencia de ruidos externos) y el espiritual (como ausencia o cesación de palabras o diálogos interiores). En primer lugar, el poema se refiere al silencio físico. Pero más adelante hablará también del silencio espiritual. El silencio físico es como una

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El silencio como apertura del intelecto 293

disposición que anida en la realidad de las cosas, abriendo una enorme distancia entre el ruidoso ajetreo cotidiano y el momento vivencial del poeta. El silencio físico funda, pues, una plenitud vivencial y se hace además símbolo de ocultas inti-midades. Pero, desde el punto de vista filosófico, el símbolo es un mero preámbulo que debe ser reemplazado por el claro texto del concepto.

Según explica Hegel en sus Lecciones de Estética, el símbolo anuda dos elementos que son: el sentido y la imagen, o sea, el significado y la figura. Si la figura es un fenómeno sensible, el sentido o significado es suprasensible. Ambos elementos –significado y expresión– son inadecuados y a veces desproporcionados entre sí.

Lo suprasensible, lo ideal, o lo infinito, no puede encontrar en el mundo real ninguna forma fija que le corresponda perfectamente. Esta desproporción entre contenido y forma es el tema de la simbólica de lo sublime, la cual se realiza propiamente, según Hegel, en la poesía y no en las artes figurativas. Lo sublime, lo infinito es lo que no puede ser sensibilizado ni expuesto en imágenes; pero puede ser simbolizado, mediante el movimiento poético que recoge la nulidad del mundo y del hombre y la pinta como posible.

Lo ideal, al encarnar su contenido en un objeto sensible, da lugar al símbolo, según una relación natural entre la idea representada y la imagen misma. De este modo, el león es el símbolo del coraje; el círculo, de la eternidad; el silencio, del infinito tematizado en el poema.

Antes de volver al poema mismo, recordemos que el sistema filosófico de Hegel ha sido también presentado de manera atinada como una filosofía de la memoria, porque el sistema del espíritu absoluto recoge el pasado necesariamente: y lo recoge habiéndolo previamente negado en su validez primitiva, conservándolo y elevándolo, con el crisol de la dialéctica, al presente redundante de la idea absoluta. Por esta faena de retención continua, la filosofía hegeliana es inso-portable para espaldas débiles; el fardo del pretérito es tan pesado que sólo un coloso como Hegel podría llevarlo encima. Pero en vez de la memoria, el poema habla del olvido:

“Mi ojo se levanta hacia la bóveda eterna de los cielos, hacia el astro rutilante de la noche.

El olvido, abandonando todo anhelo y esperanza, desde su eternidad desciende raudo”.

Parece como si Hegel, con embelesada displicencia, sintiese avant la lettre las cargas psicológicas, sociales y metafísicas de su propio sistema, y se dispusiera a olvidar todo anhelo y esperanza, recostado mansamente en su poema bajo la mirada apacible de la luna.

¿Y qué es lo que acontece en la poesía con el pensamiento, con la reflexión consciente, con la autoconformación del concepto, la cual es clave de su sistema? Oigamos el poema:

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“Lo que mío llamé se desvanece; a lo inconmensurable me he entregado,

en él estoy, todo él soy, él sólo soy; la mente se me pierde contemplando”.

Acontece, pues, que la intuición contemplativa, abandonada al infinito, despla-za a la reflexión; acontece que estamos en las antípodas de la filosofía. El pensador romántico –como Schelling– es, a lo sumo, un poeta.

En las Lecciones de Estética, antes aludidas, explica Hegel que la simbólica de lo sublime puede tener dos formas, según que la conjunción de lo infinito con lo finito sea captada bien como relación de inmanencia, o sea, de modo panteísta, bien como relación de trascendencia. Es curioso que Hegel llame positiva a la relación de inmanencia y la adjudique a la cosmovisión india y a la mística cristiana; en cambio, llama negativa a la relación de trascendencia, asignándola al judaísmo. Un pensador romántico, pues, coincidiría con la postura poético-panteísta.

Interesante para nuestro caso es el hecho de que el poema Eleusis que comentamos acoja el silencio dentro de la positividad o plenitud de la simbólica de lo sublime, o sea, desde la óptica panteísta. En las precitadas lecciones, explica Hegel que el “panteísmo propiamente oriental destaca de modo relevante la intui-ción de la sustancia única en todas sus manifestaciones y la entrega abandonada del sujeto, el cual alcanza por ello la suprema ampliación de la conciencia, al igual que por la total liberación de lo finito alcanza la beatitud de la absorción en lo más poderoso y digno”1. Y es lo que ocurre en el poema. Oigámoslo:

1 Hegels Werke, 13, 478.

“Retorna el pensamiento sin sosiego; lo infinito le espanta, y asombrado,

ajeno se retira sin concepto que penetre el abismo contemplado”.

La plenitud de la intuición deja en suspenso al pensamiento reflexivo, el cual se espanta ante lo infinito. Más tarde dirá Hegel que el absoluto concepto no es otra cosa que el infinito mediado en lo finito: es el infinito domesticado, acostumbrado a habitar el mundo. Hegel-poeta hace de lo infinito un salvaje irreductible. Hegel-filósofo lo hace rutinario y dócil. Hegel-poeta siente la insuficiencia del concepto para abrazar la plenitud de la realidad. La singularidad y la existencia están fuera de concepto; pero quedan accesibles a la intuición contemplativa.

Mas, sin los perfiles o determinaciones que el pensamiento puede otorgar a las cosas, ¿cómo habrán éstas de emerger con rostro alguno ante el poeta? Hegel indica que sólo por medio de la imaginación, facultad inferior al pensamiento, cobran las cosas figura, talante real:

“Lo eterno se reviste de figura, estática epopeya de lo arcano,

y al reino de la mente temblorosa por suelta fantasía es acercado”.

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Si analizamos la actitud poética con la que Hegel vive el ámbito del silencio que le embarga y le circunda, vemos, en primer lugar la primacía del temple ocioso frente al ánimo laboral; la prioridad de la metáfora de la noche frente a la transparencia del claro concepto; la excelencia liberadora de la noche, frente a la medianía opresora del día; la preeminencia del olvido frente a la memoria; la fuerza de la intuición contemplativa, frente a la debilidad de la reflexión racional; la plenitud interna de esa intuición, frente a la insuficiencia elemental del concepto; la flexibilidad de la imaginación delicuescente frente a la rigidez del concepto para orientar al hombre.

El talante espiritual de Hegel, embargado por el silencio, es así ocioso, nic-tálope, amnésico, irreflexivo y fantaseador. El joven poeta Hegel –tenía entonces veintiséis años– siente todavía la esperanza de poder expresar con claras palabras la realidad que tan profundamente contempla. Las palabras filosóficas –las frases intelectuales de sus contemporáneos, como Kant, Maimon, Fichte– no le satisfacen: han resecado el espíritu. El idealismo intelectualista que arranca de Kant tiene menos poder de expresar la realidad que el poeta romántico. Todavía queda la ilusión de encontrar en el alejado pueblo griego, en el suelo donde brotó con originalidad el decir profundo de Heráclito, algún elemento salvador. Por eso se vuelve a la antigüedad griega y exclama: “¡Si pudieran abrirse en Eleusis las puertas, oh Ceres, de tu santuario!”.

Pero esas puertas están ya cerradas para siempre: ya no existe esa cultura y sus vestigios guardan silencio:

“Tus atrios se han quedado silenciosos; el don de la inocencia profanado;

se han tornado los dioses al Olimpo dejando tus altares consagrados”.

Las viejas palabras del pensamiento clásico ya no significan. Su sentido origi-nario, juvenil, se ha eclipsado. Ahora se hace el silencio espiritual, porque el pen-samiento, la razón intelectualizada, no penetra ya en las profundidadas del hombre y del mundo: Der Gedanke fasst die Seele nicht. Sólo quien tuviera “lengua de án-gel” (Engelzunge) podría hablar sobre ello. Pero Hegel, como poeta, no la tiene.

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“No capta el pensamiento el alma honda que ya, fuera del tiempo y del espacio, presintiendo abismada lo infinito, se olvida, huye y luego retornando

elévase a conciencia vigilante. Quien pudiera declarar lo mencionado, de los ángeles la lengua dispondría, no en pobreza palabras lamentando”.

Como el poeta no posee la lengua de los ángeles –lengua tersa, translúcida,

intelectual, de trasparentes ideas–, su esfuerzo se limita a escanciar la realidad plurifacética en simples versos, en poema. Ni el lenguaje común ni el lenguaje técnico y filosófico (del entendimiento) abarcan la realidad, especialmente la realidad transida por lo sagrado (das Heilige), que es su fundamento. El lenguaje del entendimiento, técnico o filosófico, es expresión del pensamiento racional, el cual, como se ha visto, fracasa con sus conceptos. Pensar, pensar así, es peligroso, por insuficiente:

“De temor y temblor preso estaría al pensar tan pequeño lo sagrado; la boca finalmente cerraría, teniendo la palabra por pecado.

Y una ley expresar le prohibiría lo que en la santa noche, anonadado, hubo visto, sentido y escuchado”.

3. Pero Hegel no quiere resignarse al silencio espiritual, al mutismo conceptual –término al que tendría que haber llegado la filosofía postkantiana romántica, a juicio de Hegel–. Y la mayor peripecia de su vida ha consistido en elevarse del sopor del olvido romántico, desperezarse con ánimo laborioso, abrir las puertas de Ceres a la claridad del día, coger la herramienta del concepto y encaminarse osadamente al campo del buen Dios.

Y esa salida al tajo de la realidad es firme y decidida; no tendrá la tentación del retorno y del apaciguamiento en el ocio: porque está sostenida por la convicción de que el filósofo tiene la lengua de los ángeles, las palabras originarias, la lengua racional suficiente, capaz de superar la oscura inquietud de la intuición.

La palabra verdadera es oriunda del pensamiento. Es el pensamiento mismo. Un pensamiento que no es ya pasivo y obediente a las cosas, sino que él mismo es las cosas. Dice Hegel en la Enzyklopädie: “En la medida en que el lenguaje es obra del pensamiento, no puede decirse en él nada que no sea universal; mas si el lenguaje expresa sólo lo universal, entonces no puedo expresar con él lo que solamente siento o es puro mentar mío (was isch nur meine). Lo que no puede ser dicho, lo inefable (Unsagbare), el sentimiento, la sensación, no es ni lo más importante, ni lo más verdadero, sino lo más insignificante y lo más carente de verdad (Unwahrste)”1. 1 Enzyklopädie, I, § 20.

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Hegel, en el párrafo citado, culmina un gran programa: el de hacer que la palabra abarque por sí misma toda la realidad. Aquella realidad rica y plena que el poeta mencionaba como sagrada, con la simbólica del silencio físico llevada hasta lo espiritual, es moldeada en la palabra y por la palabra, y ha de ser vista no a la luz de la luna, sino del sol brillante del pensamiento. La simbólica del silencio ha sido superada por insuficiente: sólo queda la palabra que se hereda y se releva a sí mima. No hay significado o sentido, independiente del lenguaje, no hay realmente el silencio de lo inefable detrás del lenguaje. Lo que resta es la vaciedad del silencio, o mejor, el silencio como pura apariencia.

Los filósofos en quienes Hegel piensa cuando elimina tan drásticamente el silencio2 espiritual son todos los clásicos y algunos modernos como Jacobi. En efecto, estos habían indicado la insuficiencia del pensar meramente constructivo y formalizante; y distinguieron dos niveles de silencio: 1º Uno inferior, correspondiente a lo inefable del individuo singular, con el que el espíritu se relaciona inmediatamente, sin tener de él un concepto adecuado: el discurso sobre el ser singular, individual y sensible, desplegado en conceptos y palabras, encuentra en este silencio el límite de su expresión. 2º Pero también hay un silencio espiritual que corresponde a lo inefable de la trascendencia de la verdad y de los valores fundamentales, irreductibles a la palabra operada por el entendimiento. El discurso humano sobre las cosas se despliega así bajo la envoltura fundante de un doble silencio. En ambos casos, sólo en el silencio de la adhesión inmediata al ser, el espíritu traspone el límite de la palabra sometida al esfuerzo abstractivo de la inteligencia.

Para Hegel, en cambio, la filosofía de los clásicos representa, ante todo, la imposibilidad de construir un saber absoluto. Tanto el doble ámbito de lo inefable ontológico como el silencio espiritual que le responde son puras ilusiones. Desplegar sentido es obra del pensamiento; pero de un pensamiento que no supone el sentido mismo anticipado o dado con anterioridad a su propia marcha pensante: el sentido no arranca de un inefable inicial que se va explicitando y esclareciendo paulatinamente por obra del pensamiento. Lo inefable hacia arriba o hacia abajo está de más. El sentido de las cosas no es dado, sino conquistado; conquistado precisamente en el mismo discurso que lo crea: descubrir sentido es crear sentido. Para Hegel, el lenguaje, como observa Hyppolite, no hace referencia a algo que esté más allá del lenguaje mismo3.

2 Para expresar el acto de guardar silencio y callar, la lengua latina usa los verbos silere y tacere. El primero es un verbo intransitivo, cuyo sujeto puede ser impersonal (hay, por ejemplo, silencio en un campo); y designa tanto la ausencia de palabras como la tranquilidad o ausencia de ruidos. El segundo, en cambio, es un verbo activo, suyo sujeto es un ser personal (yo callo, por ejemplo). Pero ni en latín ni en castellano se dispone de un sustantivo que corresponda a tacere, callar; sí, en cambio, el que corresponde a silere: silentium, silencio. 3 J. Hyppolite, Logique et existence, París, 1953, 7-46.

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Conviene aclarar que el problema que los clásicos habían planteado no era el de la relación del pensamiento al lenguaje, sino la relación del lenguaje al pensamiento y de éste a la realidad en sí misma. Para ellos, la verdad y el sentido no son hechos por el discurso o la palabra; luego han de ser captados, recibidos por un acto que, siendo interno al discurso mismo, no se identifique con éste y sea además su condición de posibilidad para expresar la verdad. Este acto interno a la palabra es un acto “actualizado” en el silencio, en el que se recibe la verdad, los principios y los valores. Sólo así el lenguaje humano es una transcripción, siempre insuficiente, de lo que la realidad dice de sí misma.

Si la palabra y el concepto se desconectan del ámbito de realidad que se abre en el silencio, pierden todo sentido trascendente. Los actos espirituales cognoscitivos no se reducen a la palabra del discurso; más bien, asimilan la realidad, la verdad, y son incomparables con el trabajo intelectual de conceptualización.

En cambio, para Hegel, el silencio espiritual no es condición de inteligibilidad alguna, sino resistencia al concepto, al sentido. Por eso es arrojado a los estados confusos del sentimiento.

La eliminación de la necesidad del silencio para el saber es un fenómeno de alcance universal, según Hegel. Porque afecta no sólo a la metafísica, a las ciencias, sino también a las formas de vida que se sustentan en las presuntas realidades y valores abiertos por el silencio. Y no es casual que Hegel, en la Vorrede o Prólogo a su Wissenchaft der Logik haya comparado la disolución del pensamiento metafísico realista clásico con la desaparición de los silenciosos monjes del desierto: “Aquella disolución lleva aparejada la desaparición de aquellos ermitaños (Einsame) que vivían sacrificados para su pueblo y separados del mundo, con el propósito de que hubiera alguien dedicado a la contemplación de la eternidad y llevara una vida que sólo sirviera a tal fin [...], una desaparición que, en otros aspectos y por su propia esencia (dem Wesen nach) puede ser considerada como el mismo fenómeno mencionado”4.

2. La jerarquía de las palabras y el silencio 1. No es improbable que la dialéctica hegeliana, en la cual la palabra se

hereda y se releva a sí misma, haya sido uno de los factores que han impedido volver a pensar las consideraciones filosóficas de los clásicos en torno a la palabra y al silencio. 4 Hegels Werke, 5, 14.

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En un conciso, pero enjundioso, párrafo resume el Aquinate el sentido de la apertura lingüística a la realidad. “Empleamos el nombre de palabra de tres maneras en sentido propio (proprie) y de una cuarta en sentido impropio o figurado (improprie sive figurative). Lo que más manifiesto y comúnmente se llama en nosotros palabra es la que se profiere con la voz (voce profertur), la cual procede de la palabra interior en cuando a dos aspectos que se hallan en la exterior, a saber, la voz misma y su significación. La voz, según Aristóteles, significa lo que la inteligencia concibe5 y además procede de la imaginación, como se dice en el libro De anima6. Por tanto, la voz que no signifique algo no puede llamarse palabra; y precisamente se llama palabra a la voz exterior por-que enuncia el concepto interior de la inteligencia. Luego primaria y principalmente se llama palabra al concepto interior; después, a la misma voz que significa el concepto interno, y en tercer lugar, a la misma imaginación de la voz. En sentido figurado llámase también palabra, y es el cuarto modo, a lo que se expresa o se hace de palabra, y así acostumbramos a decir, designando un hecho simplemente enunciado o expresamente mandado: ésta es la palabra que te dije o la que el rey mandó”7.

En primer lugar, distingue el Aquinate una palabra exterior y otra interior8. La palabra interior es llamada también “espiritual” o “mental”; la exterior se dice “corporal” o “sensible” y “sonora”. Mientras la palabra mental es insensible, la palabra vocal es sensible, o sea, audible y pasajera. La palabra dicha es el signo de la palabra interior. De modo que la palabra exterior tiene su condición de posibilidad en un nivel que trasciende su sonoridad, en la “palabra interior”. Ésta se presenta en el silencio de aquélla: la palabra interior es así la significación de la exterior9. Pero el mero silencio exterior, sin referencia a la palabra interior, no es silencio propiamente dicho, sino ausencia de sonido. La palabra interna es la causa de la externa, y en caso de que faltara la palabra interior quedaría afectada la exterior. Por eso, la palabra mental es la palabra auténtica, mientras que la voz externa trae impropiamente el nombre de palabra. Desde luego, la palabra exterior es también signo de las cosas; pero únicamente en virtud de la palabra interior se pone la exterior para designar las cosas. Ésta no se pone en relación inmediata con las cosas, sino con la palabra interior, vuelta hacia el interior, en el silencio de sí misma.

La palabra externa, en tanto que procede siguiendo un movimiento transitivo o hacia afuera, es forzosamente distinta y externa al principio intelectual del que

5 Aristóteles, I Peri Herm., 1, 2. 6 Aristóteles, De anima, I, 8, 11. 7 STh I, 34,1. 8 Lo hace también en otros muchos sitios, como In Ev. Matth., cap. I; De pot. Dei, q. 1, a. 3. 9 “Las cosas que manifiestan exteriormente no se llaman palabras sino en cuanto significan el concepto de la mente que alguien manifiesta mediante signos exteriores”. STh I, 34, 1 ad 1.

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se origina. En cambio, la palabra interior no acontece según el modo en que se realizan las acciones transitivas en los cuerpos, como ocurre en la acción del movimiento local o en la acción de las causas cuando producen un efecto exterior, cual sería el paso del calor de un cuerpo caliente a otro que se va calen-tando. Procede, más bien, por emanación inteligible, a saber, como “palabra” inteligible emanada de quien la dice, la cual permanece en él10. La palabra interior, que acontece siguiendo un movimiento intelectual inmanente, dentro de la propia inteligencia, no es necesario que sea diversa de su principio intelectual; más aún, tanto será más una con su principio cuanto su emanación sea más perfecta. Así, cuanto más se entiende una cosa, tanto más íntima es la concepción intelectual en el que entiende y también más una con él, ya que la inteligencia, en el acto de entender, se hace una sola cosa con el objeto enten-dido. La acción de entender permanece en el mismo que entiende. En el sujeto cognoscente, por el solo hecho de entender, procede dentro de él la concepción de la cosa entendida, acción que se origina en la inteligencia como facultad intelectual y es provocada por la noticia de la cosa11. Esta concepción es la significada por la voz y puede llamarse también “palabra cordial” (verbum cordis), la cual es a su vez significada por la “palabra vocal” (verbum vocis)12.

2. ¿Qué es entonces esta palabra mental (verbum intellectus), esta palabra

intelectual? ¿Cuál es su naturaleza? El Aquinate la explica distinguiendo en nuestra inteligencia tres dimensiones:

Primera, la potencia misma de la inteligencia, la facultad intelectual. Segunda, la determinación inteligible (species) o noticia que emite la cosa

conocida, la forma de esta cosa, forma que se relaciona con la inteligencia misma como la species o forma del color con la pupila: es la forma inteligible de la cosa.

Tercera, el conocimiento mismo como operatio, como actividad de la inteligencia.

Pues bien, ninguna de estas tres cosas es “palabra”, la cual es más bien un cuarto elemento, a saber, aquella configuración psíquica que el cognoscente

10 STh I, 27, 1 11 “Por el hecho de que uno entiende alguna cosa resulta en él, en tanto que entiende, cierta concepción intelectual de lo entendido, que se llama palabra (verbum)”. STh I, 37, 1. 12 En una inteligencia absoluta que se hallara en el más alto nivel de la perfección –o sea, que no fuera limitada y finita como la humana– , la palabra interior sería perfectamente una con el principio de que procede, excluida toda diversidad (STh I, 27, 1 2m). En el caso de la inteligencia humana, el acto de entender no es la misma sustancia de la inteligencia; y por eso, la “palabra” interior que procede de nuestra operación intelectual no es de la misma naturaleza que su principio.

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forma mediante el acto de conocer13. Dicho de otra manera: la palabra interior es primariamente “concepto”, representación de la cosa conocida. Ahora bien, no sólo el concepto o la representación es designado como verbum interius; también el juicio es una palabra interior, pues la inteligencia forma dos configuraciones mentales en correspondencia con sus dos actividades primordiales: forma definiciones y forma proposiciones o juicios, según que sólo perciba algo (por simple aprehensión) o también lo juzgue en su verdad (por composición y división).

La palabra interior o mental es aquello en que la inteligencia conoce la cosa: no es es aquello por cuyo medio la conoce –pues este medio es la determinación inteligible llamada por los clásicos species–. Dicho de otra manera, la condición de posibilidad de la palabra, incluso de la interior, no es ella misma “palabra”, sino silencio previo a la palabra, pero silencio noticioso de la realidad objetiva de las cosas. Este silencio es lo que los clásicos entendían con el término species. En la palabra mental ve la inteligencia la naturaleza de la cosa conocida, pues es la semejanza, similitudo, de la cosa real. En cambio, la species o determinación inteligible provoca que la inteligencia quede en acto de entender; y la palabra surge por medio de la actividad ya actual de la inteligen-cia.

Ha de ser vista también la palabra interior como mediando en otro por la palabra exterior. Por ejemplo, si considero una piedra, surge en mi inteligencia la species, la determinación inteligible de esta cosa; por tal determinación formo entonces, mediante mi actividad intelectual, el concepto o la palabra mental. La palabra interior que así brota se convierte, mediante la emisión de la voz, en palabra exterior. Esta función mediadora de la emisión vocal tiene su raíz en la palabra interior y está propiciada por ella.

Además de estas dos palabras, la interna y la externa, el Aquinate alude a otra tercera. Pues “palabra” es también la representación imaginativa inmersa en la voz proferida. Esto hay que comprenderlo atendiendo a la sinergia jerarquizada de facultades explicada por la antropología clásica, desde los sentidos externos a la inteligencia espiritual, pasando por la imaginación. Yo puedo pensar un caballo, formar el concepto de un caballo (palabra interior), proferir la voz “caballo” (palabra oral), y también representar la voz de la palabra “caballo” en la fantasía. Tomás de Aquino explica la relación que estas tres especies de palabras guardan entre sí poniendo el ejemplo del artista, el cual tiene en su mente la obra de arte como fin último, pero también posee en su alma una imagen, una figuración imaginativa de la obra que ha de realizar y, finalmente, crea una obra que es visible para todos. Algo parecido ocurre en el que habla: primeramente está la palabra interior; ésta a su vez condiciona el

13 De potentia, q. 9, a. 5.

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modelo genético de la palabra exterior (exemplar exterioris verbi), y luego la palabra exterior: la configuración imaginativa está en segundo lugar. Es importante destacar que esta “palabra de la imaginación” no forma la signifi-cación de la exterior, sino solamente un ejemplar o un modelo de ella. La significación del habla externa –y también de la interna que acontece en la fantasía–, es siempre la palabra mental. Podría decirse que el verbum phantasticum es sólo una forma interna del lenguaje, pero no la significación misma14.

Resumiendo: en nuestra vida psíquica debemos distinguir la inteligencia como facultad y el pensamiento como operación. Cuando intentamos conocer una cosa, aparece en nuestra inteligencia espontaneamente una determinación cognoscitiva (species intelligibilis) de esta cosa; de esta determinación forma la inteligencia, mediante su propia actividad, una palabra mental. Ahora bien, en la medida en que esta palabra mental ha de ser expresada externamente, la inteligencia forma, con ayuda de la imaginación, una noticia de la palabra que ha de ser dicha, el verbum phantasticum. Y al entrar finalmente en función la lengua y la voz sonora surge, a semejanza del verbum phantasticum, el verbum oris. La significación de esta palabra oral es la palabra mental: el signo y la expressión de la palabra mental es la palabra oral.

3. El silencio en la palabra imaginativa

a) Dimensión gesticular y situacional del lenguaje en Ortega Aunque la fantasía pueda ser atribuida a determinado grupo de animales

superiores, en el caso del hombre la fantasía o imaginación –según los clásicos– es una facultad que funciona como gozne entre lo sensible y lo espiritual. Es propiamente humana, como participación de la inteligencia en la sensibilidad. Que sea “propiamente humana” significa que recibe el mensaje de todos los sentidos internos, reteniéndolo y haciéndolo aparecer en la conciencia en

14 Como uso meramente figurado, impropio, de la expresión “palabra” observa el Aquinate que a menudo se indica como palabra lo que solamente es significado o realizado mediante una palabra. Por ejemplo, cuando decimos “esta es mi palabra” o “la palabra ordenada por el rey”: entonces se apunta a algo que ha sido hecho o propiciado por una palabra proferida o mandada. Y llama el Aquinate la atención sobre una ambigüedad. Porque puede ser dicha tanto la cosa, como también la palabra. Esto vale tanto para la palabra interna como la externa; el nombre mismo es expresado, y la cosa misma es expresada, la cual es designada por el nombre.

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distintas ocasiones y de diversas maneras. La recepción de ese mensaje es similar al de la pintura (quasi quaedam pictura) realizada siguiendo un modelo15. Además, en cuanto no vinculada al aquí y al ahora, supera las condiciones espacio-temporales y puede generar imágenes nunca vistas, convirtiéndose en condición indispensable del progreso del pensar discursivo. La imaginación es capaz de integrar simultáneamente distintas cualidades y totalizar sucesivamente los datos ofrecidos por los sentidos. Estas habilidades constructivas y creadoras ponen en la fantasía competencia ontológica y psicológica en el desarrollo y en el uso del lenguaje humano. De hecho, no han faltado autores que, como Ortega, han asignado a la fantasía el origen interno del lenguaje.

Ortega propone que la expresión somática es la raíz externa del lenguaje. La lengua se hace efectivo lenguaje o habla cuando se inserta en las modulaciones de la voz y del gesto. Esto lleva a Ortega a un doble convencimiento: primero, que en la lengua el factor gesticulatorio es primario y radical respecto del factor articulatorio; segundo, que los gestos con que un idioma es pronunciado simbolizan los modos de vida preferidos por un pueblo. La raíz de la lengua es lo que ésta tiene de momento gesticulatorio en la expresividad somática global. Ahora bien, aunque Ortega propone la expresión somática como raíz del lenguaje, se opone a las teorías que defienden el origen zoológico de éste, las cuales intentan derivar el lenguaje o bien de necesidades (grito, llamada, imperativo), o bien de ciertas acciones (canto, interjección, onomatopeya, etc.)16. Desde un punto de vista antropobiológico, el hombre no es un animal en el mismo sentido que los demás. Si a las expresiones emocionales del animal, como los gritos y los gestos, se les quiere llamar lenguaje, Ortega exige que en tal caso se considere el lenguaje humano como algo totalmente nuevo: en los animales, el gesto y el grito coincide con sus estados emotivos; en el hombre, la expresión está impregnada de una intencionalidad supraemotiva, de un sentido posibilitado por la distancia que el sujeto libre mantiene frente al mundo y frente a su propio cuerpo. El león no ruge para asustar: su rugido está inserto en una férrea estructura de comportamiento defensivo, uno de cuyos polos es el 15 In De Memoria et Reminiscentia, lect. 3, n. 238. 16 HG, 252. Las citas de las obras de Ortega irán en siglas, seguidas de la página de la edición de las Obras Completas de Revista de Occidente. MB Misión del bibliotecario (V, 1947). ME Miseria y esplendor de la traducción (V, 1947). IR Del imperio romano (VI, 1964). PH Prólogo a la Historia de la Filosofía de E. Bréhier (VI, 1964). HG El hombre y la gente (VII, 1964). MP Meditación del pueblo joven (VIII, 1965). Vz Velázquez (VIII, 1965). PP Pasado y porvenir para el hombre actual (IX, 1965). CB Comentario al Banquete de Platón (IX, 1965).

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posible enemigo, y otro polo es el rugido. Entre el rugido y el enemigo hay una finalidad meramente objetiva, pero no subjetiva, o sea, no asumida desde una distancia de enfrentamiento. Ortega no quiere llamar razón a la instancia que posibilita ese distanciamiento; la llama fantasía: una facultad que es el factor suprazoológico por el que el lenguaje manifiesta una intencionalidad dirigida a las cosas del contorno, o sea, un sentido mediado por la afirmación de sí, ya que la palabra, en la misma medida en que es una intención dirigida al mundo, expresa al sujeto que se afirma frente a él. Por eso también es absurda la teoría del origen imitativo del lenguaje (la cual invoca, por ejemplo, la onomatopeya como imitación de ruidos naturales); es preciso subrayar que cuando el elemento imitativo ingresa en el lenguaje queda revestido de otro sentido, de suerte que la expresión verbal, aunque surja como onomatopeya, no se reduce a ella, pues la supera en un nivel intencional.

En las palabras originadas por la fuerza de la fantasía, el silencio actúa como un ingrediente del lenguaje, de modo que el contexto debe venir siempre en auxilio de la gramática. En primer lugar, la palabra es vehículo de lo indecible. Porque la lengua estorba la expresión de ciertos pensamientos y dificulta la recepción de otros. Porque el lenguaje “dice, poco más o menos, una parte de lo que pensamos y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. Sirve bastante bien para enunciaciones y pruebas matemáticas [...]. Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que esos, más humanos, más reales, va aumentando su imprecisión, su torpeza y su conformismo”17. Gran parte de lo que queremos manifestar o comunicar queda inexpreso, bien por en-cima del lenguaje (todo lo inefable), bien por debajo de éste (todo lo consabido que se calla). Para apoyar su afirmación Ortega se remite explícitamente a Humboldt, el cual defendía que “en la gramática de toda lengua hay una parte que está expresamente significada y otra que queda tácita y que hay que añadir (stillschweigend hizugedachter Theil). En la lengua china aquella primera parte se halla en una proporción infinitamente pequeña frente a esta segunda”18. Sólo se puede entender la realidad del lenguaje si se advierte que el habla se compone también de silencios. “Cada lengua es una ecuación diferente entre manifestaciones y silencios. Cada pueblo calla unas cosas para poder decir otras. Porque todo sería indecible”19. De ahí que Ortega establezca sin ambages esta tesis: “El lenguaje en cuanto lengua sensu stricto está a nativitate limitado por la necesidad de silenciar muchas cosas, por la inefabilidad”20.

17 ME, 437-438 y HG, 249. 18 Werke, V, 319; citado por Ortega en HG, 248 y CB, 756. 19 ME, 440 y HG, 750. 20 CB, 762.

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b) El silencio de lo inefable Esta doctrina de Ortega adquiere su perfecta intelección dentro de las leyes

que explican el carácter inefable (mermado en un aspecto, opulento en otro) del decir. Se trata de dos leyes antagónicas: “1ª. Todo decir es deficiente –dice menos de lo que quiere–. 2ª. Todo decir es exuberante –da a entender más de lo que se propone”21.

Todo decir es deficiente “porque nunca logramos decir plenamente lo que nos proponemos decir”22. En tal sentido la limitación que el lenguaje sufre de una frontera de inefabilidad “se halla constituida por lo que en absoluto no se puede decir en una lengua o en ninguna”23. La lengua únicamente puede ser formada por un ente capaz de renunciar a decir muchas cosas para lograr expresar siquiera una. El lenguaje consiste más que nada en un ascetismo, en una retracción del decir “que acompaña toda su génesis, su organización y su desarrollo. Porque claro es que la lengua no está nunca hecha, sino que está siempre haciéndose, quiere decir, naciendo. Este fieri de la realidad 'lenguaje' no consiste en las modificaciones superficiales –aunque importantes– que el lin-güista investiga y procura reducir a casi leyes, sino en los cambios de las tendencias profundas que engendran fenómenos enormes”24. Como decir “es siempre querer decir tal cosa determinada, esta cosa determinada es la que jamás logramos decir con plena suficiencia. Siempre habrá una cierta inadecuación entre lo que en la mente teníamos y lo que efectivamente decimos”25. Se calla o retiene lo inefable. Ahora bien, por inefabilidad no entiende Ortega solamente lo complicado o sublime. La inefabilidad tiene ciertamente dimensiones peraltadas, pero también otras triviales. De estas últimas es por ejemplo el matiz cromático. Si el hombre hubiese pretendido nombrar “el matiz de color blanco que este papel tiene a diferencia de los demás papeles blancos, el lenguaje no se habría constituido porque habría desbordado en infinitudes. Por eso ningún idioma del mundo tiene vocablo para designar el matiz de este papel”26.

Por lo mismo, todo decir es exuberante, porque “nuestro decir manifiesta siempre muchas más cosas de las que nos proponemos e incluso no pocas que queremos silenciar [...]. No, pues, que el decir diga más de lo que dice, sino que

21 CB, 751. 22 Vz, 493. 23 CB, 756. 24 CB, 756. 25 Vz, 493. 26 CB, 754.

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manifiesta más. Manifestar no es decir. El mundo sensible es, por excelencia, lo manifiesto y, sin embargo, no es 'lo dicho', antes bien es lo inefable”27.

En principio Ortega no encontraría dificultad alguna en admitir la tesis de Wittgenstein, según la cual “lo que se puede mostrar, no puede decirse”28. Sin embargo, en virtud de que Ortega introduce en el lenguaje el principio de la inefabilidad, se vería obligado a rechazar el desarrollo de la tesis de Wittgenstein, para el cual todo lo que puede ser pensado, puede por lo mismo ser también formulado verbalmente.

En esta doctrina Ortega se acerca a la postura de André Breton, el cual en el Segundo Manifiesto de Surrealismo de 1930 había ya puesto de relieve el compromiso entre lo que efectivamente se dice y lo que se quiere o se piensa decir29.

c) El silencio de lo inefado El lenguaje en cuanto lengua está limitado por la inefabilidad o la necesidad

de silenciar muchas cosas. El silencio de lo inefable es absoluto. Pero hay otro silencio relativo que procede de una mera economía del decir: es el silencio de lo inefado en el cual se dejan sin decir cosas imprescindibles que el oyente debe añadir por sí. Lo inefado abarca “todo aquello que el lenguaje podría decir pero que cada lengua silencia por esperar que el oyente puede y debe por sí exponerlo y añadirlo”30. Es más, el lenguaje no existiría ni podríamos decir nada “si pretendiésemos en cada instante decir todo lo que tenemos que decir en ese instante. Para decir algo, nada menos que algo, tenemos que renunciar a decir todo lo demás”31. En virtud de este segundo estrato cabe distinguir lo que la lengua dice y lo que con ella decimos nosotros.

Y es que la palabra dicha es reacción a una situación. Sólo desde esta perspectiva se entrevé la posibilidad –marginada por el positivismo– de descubrir el verdadero sentido de las palabras32. Ortega sostiene que, en virtud de su carácter circunstancial, la palabra o la lengua deja “sin decir muchas cosas imprescindibles que espera añada por sí el oyente: es lo inefado”33.

27 Vz, 493. 28 L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Madrid, 1957, n. 4.1212. 29 A. Breton, Manifiestos de Surrealismo, Madrid, 1969, 202-203. 30 CB, 756. 31 MP, 392. 32 PP, 636. 33 CB, 762.

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La suprema condición de posibilidad “para que alguien consiga decir algo es que sea capaz de silenciar todo lo demas”34. En realidad el habla nos sirve para manifestar sólo en parte nuestros pensamientos, “de suerte que al hablar o escribir renunciamos a decir muchas cosas porque la lengua no nos lo permite. ¡Ah!, pero entonces la efectividad del hablar no es sólo decir, manifestar, sino que al mismo tiempo, es inexorablemente renunciar a decir, callar, silenciar”35.

En el decir, pues, además de lo inefable, hay lo inefado, o sea, lo consabido, los supuestos que tácitamente constan entre interlocutores. Lo que ya se sabe no se dice en una conversación. Pero lo consabido está presente como un subsuelo de intelección, desaparecido el cual perdería sentido lo que se dice. La conversación sólo puede producirse en un suelo nutricio de cosas comunes: “decir algo implica innumerables otras cosas que se subdicen. Si tiramos de lo dicho extraeremos a la rastra, como si fuesen sus raíces, todo lo que con ello va subdicho”36.

Estas observaciones permiten fijar el sentido de la relación jerárquica entre palabra, frase y contexto. La forma central del lenguaje es la frase, pues a ella van o de ella descienden todas las demás. La frase es la unidad celular del decir: aunque la frase se componga de palabras, éstas no funcionan por sí aisladas. Al igual que las piezas de una máquina, las palabras adquieren sentido en el todo orgánico de la frase. De aquí infiere Ortega que el vocablo aislado no tiene propiamente significación: “Si de la frase 'el león es el rey del desierto' desgajamos el vocablo 'león' y lo dejamos aislado o exento, pierde toda significacion y es sólo punto de partida para innumerables posibles significaciones”37. El vocablo 'león' aislado puede significar una ciudad, un papa y un animal. “Sólo se carga de significación cuando lo referimos al conjunto de la frase, cuando actúa dentro del contorno verbal que es la frase”38.

De hecho todas las palabras pueden ser equívocas; mas no sólo la palabra, sino tambien la frase puede ser equívoca, en virtud de los sentidos diversos de que es susceptible. Tampoco la frase tiene de verdad un sentido: “Reclama que la refiramos al resto del texto [...]. La frase tampoco funciona, tampoco es lo que es, sino con un contorno en derredor de sí. Este contorno inmediato de una palabra, de una frase, de un texto, es el contexto. El contexto es un todo dinámico en que cada parte ejerce influjo, modifica las demás, y viceversa, recibe de las demas presiones”39. En definitiva, “toda palabra, aun aparte de sus 34 CB, 754. 35 ME, 439. 36 Vz, 494. 37 CB, 763. 38 CB, 763. 39 CB, 763.

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equívocos sabidos y normales, aun usada en una sola de sus significaciones significa infinitas cosas, más o menos distintas según sea quien la dice y según sea quien la oye”40. El lugar y la ocasión, o sea, la situación en que se dice, os-tenta lo supuesto.

Sólo volviendo a la situación y a sus constitutivos cobra el decir un sentido. Porque el decir auténtico “es el que brota de una situación como reacción a ella. Arrancado de su situación originaria, es el decir sólo la mitad de sí mismo”41. De ahí que el “sentido real de una palabra no es el que tiene en el diccionario, sino el que tiene en el instante” en que se pronuncia42. Lo que el habla silencia es repuesto por la situación. Cierto es que la situación misma no es el todo del lenguaje, pero es ella quien pone todo lo supuesto, todo lo que se ha callado: “gracias a que la circunstancia nos es conocida, el lenguaje deja de ser equívoco”43.

Así, pues, al hablar hay sólo un elemento estable (la lengua), el cual se completa “por la escena vital en que se hace uso de él”44. La realidad de la palabra (su realidad verbal) “es inseparable de quien la dice, de a quien va dicha y de la situación en que esto acontece. Todo lo que no sea tomar así la palabra es convertirla en una abstracción, es desvirtuarla, amputarla y quedarse sólo con un fragmento exánime de ella”45. La situación vital (física, moral y mental) en que los interlocutores están sumergidos es a todos patente y todos la suponen sin decirla: “por sabida se calla”46. Lo que tácitamente se comunica es mucho más extenso que lo expresamente dicho y se capta a través del contexto, o sea, de lo que antes se ha dicho y lo que a continuación se va a decir; a su vez, ese contexto está incrustado en una situación, la cual es indecible47.

De este modo, a las palabras no les viene el sentido de otras palabras, o sea, del lenguaje plasmado en el vocabulario y la gramática, sino de fuera de éste, de las personas que lo emplean en una situación. Así la circunstancia en que la palabra es proferida tiene una potencialidad enunciativa que se actualiza en el efectivo decir. A todas las palabras les acontece “que su significación auténtica es siempre ocasional, que su sentido preciso depende de la situación o circunstancia en que sean dichas”48. 40 MP, 393. 41 CB, 762. 42 IR, 55. 43 MP, 393. 44 IR, 55. 45 HG, 242. 46 CB, 762. 47 PH, 390. 48 HG, 245.

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d) Más allá de la situación y de la imaginación Ortega realiza un descripción ajustada y convincente del silencio –en lo

inefable y en lo inefado– que preside el curso imaginativo, a veces inconsciente, del hablar humano. Pero pone tal énfasis en el aspecto situacional del lenguaje que de algún modo éste queda privado de los evidentes elementos inteligibles, transituacionales, destacados incluso por los mismos lingüistas. Esos elementos posibilitan una comprensión más profunda del lenguaje y en consecuencia nos prohiben reducir el sentido, lo inteligible –expresado en el acto central de la inteligencia humana, en el juicio, que es el que afirma o niega– a gesto surgido en un contexto circunstancial. Esa función judicativa (de afirmación o nega-ción) es desplazada por Ortega a una zona infra-intelectual, a la fantasía.

Pero, ¿acaso los sujetos no pueden coincidir en una temporalidad común? Cuando leo esa autobiografía filosófica que es el Discurso del Método de Descartes, ¿no se convierte su tiempo (su presente, pasado y futuro) en mi tiempo? No, claro está, el tiempo físico y crónico, sino el tiempo lingüístico, para usar una terminologia acuñada por E. Benveniste y aceptada por Gilson.

El tiempo físico del mundo –explica Benveniste– “es un continuo uniforme, infinito, lineal, segmentable a voluntad. Tiene por correlato en el hombre una duración infinitamente variable que cada individuo mide según el grado de sus emociones y según el ritmo de su vida interior”49. El tiempo físico tiene un correlato psíquico, la duración interior; de ambos se distingue el tiempo crónico, “que es el tiempo de los acontecimientos, el cual engloba también nuestra propia vida, en tanto que ésta es una secuencia de acontecimientos”50. Del tiempo físico y del tiempo crónico se distingue a su vez el tiempo de la lengua, el tiempo lingüístico, el cual “está orgánicamente ligado al ejercicio de la palabra, que se define y ordena como función del discurso. Este tiempo tiene su centro –un centro generador y axial a la vez– en el presente del acto del habla. Siempre que un locutor emplea la forma gramatical del “presente” (o su equivalente), sitúa el acontecimiento como contemporáneo del acto del discurso que lo menciona”51. La tesis de Benveniste es que “el único tiempo inherente a la lengua es el presente axial del discurso y que este presente es implícito” [...]. Este presente engendra otros dos momentos: el momento en que el acontecimiento no es ya, y el momento en que el acontecimiento no es todavía. El lenguaje, pues, dispone únicamente de un sola expresión temporal, el presente, el cual, “señalado por la coincidencia del acontecimiento y del discurso es por naturaleza implícito [...]. Los tiempos no-presentes, aquellos que

49 E. Benveniste, Problèmes du langage, París, 1966, 5. 50 E. Benveniste, op. cit., 5. 51 E. Benveniste, op. cit., 8.

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son siempre explicitados en la lengua, a saber, el pasado y el futuro, no están en el mismo nivel del tiempo que el presente [...], son puntos vistos hacia atrás o hacia adelante a partir del presente”52.

Ahora bien, siendo el acto del habla estrictamente individual, de suerte que la instancia específica de donde resulta el presente es siempre nueva, parece obvio que “la temporalidad lingüística debería realizarse en el universo intrapersonal del locutor como una experiencia irremediablemente subjetiva e imposible de transmitir”53. Por tanto el suceso que narro, acaecido en el pasado, sólo se relacionará con un acto individual y concreto de hablar, acto im-participable e intransferible. Entonces ¿no está ese tiempo referido y restringido al punto de una individualidad? Benveniste nos previene de que esa conclusión no es correcta: “La temporalidad que es mía cuando ordena mis discursos es directamente aceptada como suya por mi interlocutor. Mi 'hoy' se convierte en su 'hoy', aunque él no lo haya instaurado en su propio discurso, y mi 'ayer' es su 'ayer'“54. La condición de inteligibilidad del lenguaje reside, pues, en que “la temporalidad del locutor, aunque literalmente extraña e inaccesible al receptor, es identificada por éste con la temporalidad que informa su propia habla cuando él se convierte a su vez en locutor”55.

El tiempo lingüístico, que es el tiempo del discurso, supera las escisiones del tiempo crónico y “funciona como un factor de intersubjetividad: de unipersonal que debía ser, se convierte en omnipersonal. Sólo la condición de intersubjetivi-dad permite la comunicación lingüística”56. ¿Cómo podría darse esa temporali-dad omnipersonal si no hubiese un orden de inteligibilidad que se impone a los distintos individuos? “Para que esta notable comunicación sea concebible –co-menta Gilson–, es necesario que, a pesar de la materialidad de la palabra, el intercambio se realice fuera del espacio. El sentido de la palabra escapa a esta servidumbre, porque es un acto de pensamiento, y el pensamiento existe, pero, literalmente, no ocupa lugar”57. Es el sentido transespacial –y por lo tanto también transocasional– el que se me comunica y al que la hermenéutica debe acceder, no, claro está, negando la situación, sino penetrándola y trascendién-dola.

52 E. Benveniste, op. cit., 9. 53 E. Benveniste, op. cit., 11. 54 E. Benveniste, op. cit., 11. 55 E. Benveniste, op. cit., 11. 56 E. Benveniste, op. cit., 11. 57 E. Gilson, Linguistique et philosophie, París, 1969, 161.

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e) El silencio en la escritura 1. Varios reparos pone también Ortega al fenómeno lingüístico de la escri-

tura58. Inicialmente la escritura intentaría representar las palabras oídas por signos visuales, haciendo que “un mundo de visualidades funcione como símbolo de un mundo de audiciones”59. Posteriormente se sutituiría el ide-ograma por el alfabeto, para lo cual los sonidos complejos (o palabras) tuvieron que ser analizados para descubrir en ellos los sonidos primarios que en las pala-bras se repiten: al sonido elemental se adscribió un signo elemental60. Pero Ortega indica que “la palabra, antes de ser sonido y ser oída, tiene que ser pronunciada; que es, por tanto, antes movimiento muscular: laríngeo, bucal y nasal”61. El sistema de hábitos articulatorios está en la génesis misma del sonido verbal. Y no es posible reducir la lengua como musculación a la lengua como audición. De modo que para estudiar la creación de los vocablos no hay que partir de su aspecto sonoro, sino de un estrato más profundo, la gesticulación total del cuerpo humano mientras se expresa62. “Y como cada lengua consiste en un sistema peculiar de fonemas, hay que suponer tras él un sistema peculiar de movimientos articulatorios de carácter espontáneo y no voluntario e imitativo”63. Estos movimientos espontáneos se llaman “expre-sivos”.

Frente a la vitalidad de la palabra dicha, a la palabra escrita le faltan, según Ortega, los ingredientes de la situación y la gesticulación. La palabra primordial, como dijo Platón, sería la “viviente palabra de conocimiento, la que tiene un alma y de la que, propiamente hablando, la palabra escrita es tan sólo su imagen”64. Desde Platón se ha venido repitiendo que la palabra impresa es un mero sustitutivo o subrogado de la palabra hablada, porque deja fuera casi todo el hombre que la escribió. Deja fuera, en primer lugar, la situación. El decir, que es un todo viviente y móvil, queda coagulado e inerte cuando se escribe. El libro, el lenguaje escrito es “un modo deficiente de la palabra oral o habla”65; o “como Goethe decía, lo escrito es mero y deficiente sustituto o sucedáneo de la palabra hablada”66. “El libro es un decir fijado, petrificado”67. Por lo tanto, ya no sigue diciendo lo que quiso decir. El decir brota de una 58 CB, 759. 59 CB, 759. 60 CB, 759. 61 CB, 760. 62 HG, 255. 63 HG, 257. 64 Fedro, 276 AB. 65 CB, 780. 66 HG, 245. 67 CB, 762.

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situación, aunque no dice esta situación, sino la deja tácita o supuesta. El decir es siempre incompleto, “es fragmento de sí mismo y tiene en la escena vital, donde nace, la mayor porción de su propio sentido”68. Lo cual significa que el decir se compone también de silencios, de cosas consabidas que, si bien se callan, nutren lo que efectivamente se declara. En cambio, la escritura, “al fijar un decir, sólo puede conservar las palabras, pero no las intuiciones vivientes que integran su sentido. La situación vital donde brotaron se volatiza inexorablemente [...]. El libro, pues, al conservar sólo las palabras, conserva sólo la ceniza del efectivo pensamiento”69. Pero, en segundo lugar, la palabra impresa deja fuera también la gesticulación. La palabra hablada tiene “un timbre y el timbre de la voz, con sus modulaciones, es delator del hombre”70. La palabra escrita margina al dicente, quedando “descoyuntada del complejo expresivo de aquél”71. De ahí la “tristeza espectral de la palabra escrita, sin voz que la llene, sin mímica carne que la incorpore y concrete”72. La palabra escrita, al suprimir el gesto, renuncia a uno de los elementos esenciales del efectivo decir: el movimiento expresivo; y como “la gesticulación es el cuerpo del hombre hablando, su desaparición es, pues, la desaparición del cuerpo, no sólo de la expresividad del cuerpo”73. Con el cuerpo desaparece, según Ortega, el contexto en que todo debe ser interpretado. “Para el hombre, ser es vivir y vivir es existir aquí y ahora [...]. El hombre es siempre en una circunstancia”74. El sentido, pues, queda reducido a momento imaginativo suprazoológico, pero incardinado constitutivamente a la situación y al gesto corpóreo.

2. Aunque la apelación que Ortega hace a la expresión –la cual lleva un

sentido en sí misma y, por lo tanto, se distingue de la simple señal– es sumamente adecuada, sin embargo, parece insuficiente reducir el sentido de la expresión a mero factor de la fantasía. Se precisa un factor estrictamente intelectual si es que deben quedar explicados satisfactoriamente fenómenos tales como el tiempo lingüístico –analizado en el apartado anterior– y la escri-tura, de la que a continuación nos ocuparemos.

Cuando se enfoca el fenómeno de la escritura como una expresión “que tiene sentido en sí” se puede llegar a ver en ésta un plano más profundo que el insinuado por Ortega, a saber, su sentido inteligible o racional –imposible de reducir a elemento imaginativo–.

68 MB, 231. 69 MB, 231-232. 70 MP, 423. 71 CB, 764. 72 CB, 764. 73 CB, 781. 74 CB, 781.

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¿Tiene la escritura ese carácter deficiente y subrogado –silencio exánime de palabras exangües– que le atribuye Ortega? Para entender en sus justos límites el fenómeno del lenguaje –del hablado y del escrito–, conviene notar inicial-mente que tanto la necesidad de hablar como la de escribir no disponen de órgano alguno para satisfacerse. Sapir advirtió –y mucho antes lo hizo Aristó-teles– que no existe órgano del lenguaje. No hay, desde el punto de vista biológico, órganos adaptados a la función de hablar, como la adecuación que la nariz tiene para los olores, los ojos para los colores y los oídos para los sonidos. En cambio, no están destinados específicamente a hablar los órganos que, como los labios y la lengua, normalmente se usan para ello: también los mudos “hablan” utilizando gestos adecuados. Por eso, “fisiológicamente, el lenguaje es una función añadida, o mejor, un grupo de funciones añadidas, pues saca todo el partido posible de los órganos y de las funciones nerviosas y musculares que han debido surgir y mantenerse para fines muy distintos que el del lenguaje”75. Esta “trascendencia” del poder del lenguaje sobre las funciones del cuerpo es ya índice de un poder que, de una parte, funciona sin órgano corporal y, de otra, excede a la fantasía.

Con esto es preciso resaltar que el pensamiento hablado y el pensamiento escrito no están en relación de original a copia. Se trata de dos manifestaciones distintas del pensamiento: la escrita no es simple registro de la hablada. Habla y escritura son funciones sobreimpuestas a un conjunto corporal. Pero si el lenguaje hablado es una función sobreimpuesta naturalmente al conjunto de los órganos vocales, la escritura es una función sobreimpuesta artificialmente a la mano. El lenguaje escrito es un producto artificial; en cambio, el lenguaje hablado es algo natural, pues bien inventando sonidos, bien reproduciéndolos, dispone de órganos aptos para tal producción: el hablante sólo necesita su cuerpo para hablar. Mas para escribir, además de la mano como miembro na-tural del cuerpo, el hombre necesita, en segundo lugar, un instrumento (lápiz o máquina de escribir), en tercer lugar, los signos mismos, y en cuarto lugar un material (piedra o papel) sobre el cual trazar los signos.

Pero Ortega está en la línea de aquellos que, como dice Lavelle, lamentan la presencia de la escritura, por considerar que “el habla tiene una acción más inmediata y apremiante que se ejerce sobre el cuerpo”76. Estos tales no han visto que “el que se confía a la escritura escucha otro dios que el que se confía al habla, un dios más secreto, cuyo santuario está mejor guardado”77. La escritura no vale sino “para la densidad, que es una severa economía del tiempo”78. Aunque es cierto que el efecto más inmediato de la escritura es 75 E. Sapir, Language, New York, 1949, 8-9. 76 L. Lavelle, La parole et l'écriture, París, 17e édit., 1947, 178. 77 L. Lavelle, op. cit., 179. 78 L. Lavelle, op. cit., 179.

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estabilizar el pensamiento, el cual pierde el carácter biológico y fugaz que tiene en el habla, “no es la escritura, sino el disco, el que fija el habla y la repite indefinidamente. Al contrario, la escritura, que parece materializar el habla, la hace muda y secreta, de tal suerte que lo que guarda no es el habla, sino el pen-samiento que ella nos obliga a resucitar siempre”79. O como dice Gilson: “La intervención de la escritura, que presupone la palabra, hace, pues, otra cosa distinta y algo más que encarnarla. El segundo signo, el signo del primer signo, no es la expresión del mismo significado, porque hace falta, para que sea escrito, que el significado de la palabra se organice con miras al nuevo fin que adopta ahora como suyo”80. La escritura es así un poder creador distinto del habla.

Además, la esencia de la escritura no es simplemente mineralización del habla. “Todo hombre que coge la pluma desea que lo que escribe permanezca siempre [...]. Esto no es efecto de mera vanidad, sino de la esencia misma de la escritura que es quedar”81. La palabra solidificada en un escrito “confiere al pensamiento que significa una aptitud para durar y para comunicarse que le está negada a la palabra viviente. Es necesario, pero basta, que el lector sepa el sentido de las palabras que los signos escritos significan, para que, con independencia del lugar y del tiempo en que las conozca, le sean comunicados el sentido y la intención de su escritor”82. Para el individuo, la escritura no es un mero auxiliar de la memoria, porque da al pensamiento una ocasión siempre nueva de ejercerse: “así, cuando el más bello pensamiento se nos va rá-pidamente, cuando sus eclipses nos dejan en una especie de desierto interior, la escritura sostiene y reanima nuestra atención desfalleciente y, cuando la materia nos arrastra, eleva aún nuestro pensamiento hasta su cumbre más alta”83.

La escritura no sólo trasciende la circunstancia espacial y temporal, sino también el individuo. “El trabajo de la escritura tiene ciertamente como fin eliminar la presencia del escritor. Si éste pasa veinte veces su obra por el telar, es tan sólo para lograr que la obra se baste hasta el punto de eliminar al autor. Los grandes libros de la humanidad son anónimos [...]. Mientras se siente la presencia del autor, es que habría podido decir mejor lo que dijo”84. La expresión de la escritura traduce más la idea que la persona: “Justo porque el habla se introduce en el tiempo es tan viva [...]. La escritura, por el contrario, es un lenguaje silencioso y despojado, que nos parece abstracto y universal, como si se hubiera hecho independiente del que lo habla y del que lo escucha. No es

79 L. Lavelle, op. cit., 174. 80 E. Gilson, op. cit., 237. 81 L. Lavelle, op. cit., 160. 82 E. Gilson, op. cit., 226. 83 L. Lavelle, op. cit., 168. 84 E. Gilson, op. cit., 227.

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que haya perdido todo acento: pero es un acento propio más de la idea que de la persona [...]. El pensamiento aparece ahí más puro, como si estuviese encerrado en un depósito en el que todo el mundo puede ir a buscarle”85. La materialidad del sonido es eliminada en la escritura para dejar solamente al pensamiento desnudo. Con ello la fuerza del habla aparece como fuerza de un momento, “pero la de la escritura se comunica a nuestro pensamiento tan pronto como éste se aplica a ella. Es menos un pasado que se ha conservado que una presencia de siempre que nos es revelada”86. La escritura inmoviliza el pensamiento, eso es cierto; al hacerlo no queda éste depauperado, sino enriquecido con la po-sibilidad de presentarse indefinidamente. Mediante tal posibilidad se especifica radicalmente la relación que con esta segunda forma de lenguaje adopta el sujeto, el cual acompaña al acto de escribir (o de leer) una actitud crítica y correctiva, imposible de ser ejercida en la instantaneidad del habla.

4. El silencio en la palabra intelectual

a) El silencio como orden físico y metafísico Si hacemos silencio tanto en la palabra exterior como en la palabra

imaginativa –con sus planos conscientes e inconscientes– es para oír la palabra interior e incluso más allá de ésta. De la necesidad de ese silencio habla el psiquiatra, el psicólogo y el pedagogo87. Por referencia a la palabra proferida y a la palabra imaginativa el silencio es orden y organización. “Hacer el silencio en uno mismo no es simplemente callarse, es meditar. Un alma que se calla sin más es un alma vacía. Un alma organizada, habla y progresa. El silencio no es un simple repliegue. Si sólo fuera esto, sería el signo de la mediocridad de un alma temerosa y sin eficacia. El silencio es despliegue, liberación –no bajo forma de lucha o de querella– sino bajo el signo de lo apacible”88. Al sujeto que 85 L. Lavelle, op. cit., 175-176. 86 L. Lavelle, op. cit., 175. 87 “Las palabras consideradas en su esencia (verba secundum suam essentiam), es decir, como sonidos audibles, no causan daño alguno al prójimo, salvo acaso cuando fatigan el oído; por ejemplo, si uno habla demasiado alto”. STh II-II, 72, 1 ad 1. Es interesante destacar la fatiga que la palabra –tanto la externa como la imaginativa– puede producir a un cerebro sobrecargado. En tal caso, mientras la palabra dicha en público se resuelve por un mecanismo complicado de trabajo cerebral o muscular y de esfuerzo de la imaginación verbal, el silencio –de la palabra proferida y de la palabra imaginada– serena el organismo, provoca el reposo y mitiga la fatiga. 88 Charles Le Chevalier, La confidence et la personne humaine, París, 1960, 238-239.

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se apresta a meditar, organizando con atención extrema el curso de su pensa-miento, no llegan ya los pequeños ruidos y sonidos del mundo circundante, porque ha sido invadido por un objeto o una realidad que da sentido a todas sus vivencias y experiencias. Es el silencio que se hace no sólo a costa de las palabras exteriores (verba oris), sino de las generadas en la imaginación (verba fantastica). Por tanto, lo contrario del silencio no es la ausencia de sonidos, sino el ruido como desorganización. El silencio absoluto sin sonidos no es querido por el hombre, espíritu corporalizado: “Cuando exigimos silencio es siempre para escuchar alguna cosa, una conferencia, una partitura musical”89. Estar en silencio no es simplemente estar callado, sino organizarse en función de los sonidos que lo permiten. “De las experiencias realizadas en cámaras de la-boratorio especialmente diseñadas para obtener el silencio absoluto y probar la sensibilidad de aparatos emisores y receptores de sonidos, se han obtenido los siguientes resultados: 1º. Que en ese silencio integral el hombre escucha nu-merosos ruidos que de ordinario no le son perceptibles (su corazón que late, el roce de sus ropas bajo el simple efecto de la respiración, sus vértebras que en-trechocan, etc.). 2º. Que en esta pieza, un hombre no puede estar más de media hora sin riesgo de enloquecer, pudiéndose concluir que “allí donde anunciamos el ‘silencio completo’ vivimos de hecho un momento de equilibrio entre los ruidos que producimos y los que vienen de fuera. La ‘paz del silencio’ resulta de la reducción recíproca de estos grupos de ruidos antagónicos, reducción que se opera por fuerza en el nivel de nuestro subconsicente”90. La total ausencia de ruido es angustiante. El silencio exterior es el ruido reducido a lo esencial para subsistir, para no perder la conciencia de existir en un mundo. Incluso hay ruidos que son consustanciales al silencio humano cotidiano: el tic-tac de un re-loj, el trino de un pájaro, el batir de alas, el roce de las ramas. Este silencio es un ahorro de ruidos, estimado como una paz, un acuerdo consigo mismo, con el entorno y con los demás. Si no hay este acuerdo, la subjetividad trepida. “El silencio es este equilibrio dinámico, y comprenderlo es al mismo tiempo captar sus bases vivientes, en sí mismo conciliadas. El silencio no se mantiene sino dinámicamente: expresa la vida y sus movimientos diversos; existe sólo por ellos, pues la razón misma de su aparente estabilidad se encuentra en los ines-tables elementos subyacentes que lo producen”91.

Pero hay un silencio más profundo, del que se espera que resuene la realidad misma en la palabra interior. Es como la palabra interior en suspenso ante sí misma, en el momento inmediatamente anterior a ser pronunciada. Y en este silencio no influye la voluntad directamente, aunque ha de hacerlo indirectamente, disponiendo al hombre entero a una purificación de sus antenas 89 Le Chevalier, op. cit., 239. 90 Le Chevalier, op. cit., 238. 91 Le Chevalier, op. cit., 367.

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mentales, ya instaladas de manera previa y natural hacia la realidad misma. Se diría que el lenguaje está articulado en dos dimensiones: la de la figura y la del fondo, la del acto y la de la virtualidad. El ámbito de la virtualidad o del fondo no se expresa verbalmente, pero es connotado por el silencio. Este silencio metafísico es propio del intelecto estudiado por los clásicos.

Heidegger ha reivindicado decididamente –entre otros pensadores contemporáneos92– el estatuto ontológico del silencio para toda creación humana, incluida la lingüística, en su conferencia titulada Die Sprache, pronun-ciada en 1950.

b) Heidegger y la resonancia del silencio No carece de interés, pues, hacer una referencia breve a la reivindicación

que –en una línea próxima a la de los clásicos– hace Heidegger del silencio fundamental, como ámbito desde el cual se configura toda creación humana auténtica.

a) Más allá de las palabras que el hombre pronuncia está la realidad, el fundamento existencial –acomodo la terminología de Heidegger–; y la realidad misma es la que provoca o solicita (Ruf) a las cosas para que se sitúen y permanezcan en el punto preciso, en el puesto que les corresponde. Esta convocatoria es una apelación íntima y directa. Por ella las cosas son fijadas, actualizadas en sus determinaciones, o como dice Heidegger, armonizadas. La armonía (Stillen) en la quietud (Ruhe), en la actualización de las cosas, es el silencio (die Stille)93.

La realidad o la existencia real es una continuada convocatoria a las cosas; nunca cesa: es el fundamento de la duración de las cosas; la convocatoria, como armonización, es permanente. Y una solicitación, una convocatoria permanente que congrega y determina a todas las cosas es resonancia (Geläut). La llamada que convoca y solicita a las cosas para que lleven a término su auténtico ser es la resonancia del silencio (Geläut der Stille).

92 Son interesantes, al respecto, las obras de A. B. Green, The Philosophy of Silence, New York, 1940; L. Lavelle, La parole et l'écriture, París, 1942; H. Lubienska de Lenval, Le silence. A l'ombre de la Parole, Tournai, 1955; A. Neher, L'exil de la Parole, París, 1970; V. Roloff, Reden und Schweigen. Zur Tradition und Geschichte eines mittelalterlichen Themas in der französischen Literatur, München, 1973; U. Ruberg, Beredtes Schweigen in lehrhafter und erzählender deutscher Literatur des Mittelalters, München, 1978; J. Rassam, Le silence comme introduction à la métaphysique, Toulouse, 1980; M. Baldini, Le parole del silenzio, Milán, 1986; Il silenzio (antología), Vicenze, 1986; Ph. Ferlay, Dieu dans le silence, París, 1987. 93 M. Heidegger, Die Sprache, 1950, 29-30.

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La realidad misma, en cuanto fundamento existencial es la sonoridad del silencio. De suerte que “el silencio se despliega llevando a término a mundo y cosas en su esencia”.

Heidegger se está refiriendo no a un silencio antropológico –sea espiritual, sea psicofísico–; sino a un silencio ontológico, objetivo, el que corresponde a la solicitación o convocatoria que hace la existencia real a las cosas que funda y hace durar. Ese silencio “no es en absoluto la ausencia de sonido, ni la mera rigidez insonora”, por ejemplo la de una piedra. Ni es supresión de la motricidad fónica de una campana que fue activada. “La rigidez insonora des-cansa, más bien, en la actualidad convocada, solicitada en su duración” por la existencia real.

Cuando el lenguaje humano –sea el del poeta, sea el del metafísico– convoca o llama a la realidad, en verdad convoca y llama a esa convocatoria misma que hace la realidad, la existencia real, sobre las cosas; el lenguaje humano convoca a la sonoridad del silencio (Geläut der Stille). Entonces el lenguaje humano habla como sonoridad de silencio.

Heidegger indica, sin embargo, que la “sonoridad del silencio” objetivo y ontológico no es humana: Das Geläut der Stille ist nichts Menschliches. Pero si el ser humano es, en su esencia, hablante, ello significa que se realiza apropiadamente a partir del silencio ontológico. “El ser humano permanece apropiadamente a la esencia del lenguaje, o sea, a la resonancia del silencio”.

Digamos que hasta este momento Heidegger ha desarrollado el lado ontológico u objetivo correspondiente a la esencia del lenguaje, como sonoridad del silencio ontológico.

b) A continuación se vuelve al mismo hombre y explica que “sólo en la medida en que los hombres escuchan absortos (gehören) en la sonoridad del silencio ontológico pueden realizar a su vez el hablar exteriorizable”.

Por ello, en la exteriorización vocal del hombre no tiene por qué romperse el silencio; más bien, éste ha de abrirse en ella. Nuestro hablar humano ha de ser el modo en que la sonoridad del silencio obetivo nos compromete en tanto que convocados por la existencia real. Si somos apelados por la realidad misma, nuestro hablar ha de ser un corresponder (das Entsprechen). Nosotros, antes de hablar, tenemos que escuchar la convocatoria originaria. ¿Por qué? Porque sólo por la forma de la convocatoria original de la realidad el silencio fundamental expone a mundo y cosas en su actualidad simple.

Nuestras palabras serán auténticas a partir de nuestra escucha. Y podremos hablar auténticamente hacia fuera en la medida en que permanezcamos en una escucha interior. Al escuchar tomamos de la convocatoria original lo que después ponemos en las palabras vocales o escritas. Este hablar es corresponder, porque tomamos de la convocatoria misma nuestro dictum.

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Corresponder en la forma de tomar y escuchar es dar gracias reconocidamente (Das Entsprechen ist als hörendes Entnehmen zugleich anerkennendes Entgeg-nen)94.

Por otro lado, escuchar es retraerse (Zurückhalten) hacia la resonancia del silencio. Corresponder implica lo contrario de la disipación, o sea, la retracción permanente, la cual estriba en mantenerse uno preparado para escuchar la convocatoria de la realidad misma. Pero la retracción no sólo ha de quedarse escuchando la resonancia del silencio, una vez producida, sino que ha de anticiparse (Zuvorkommen) a escucharla, por tanto, ha de anticiparse, saliendo al encuentro de la convocatoria objetiva. Los hombres corresponden a la realidad, en el juego de anticipación-retracción. Y sólo así habitan en la resonancia del silencio.

c) A este análisis de Heidegger conviene añadir una aclaración. Y es la siguiente. Parece preferible llamar a la armonía de ese juego espiritual de retracción-anticipación también silencio; y como arranca de la subjetividad humana, llamarlo silencio espiritual. Con lo cual podría cerrarse la aportación de Heidegger con la indicación de que el silencio espiritual (la armonía espiritual de anticipación-retracción) es la única correspondencia con el silencio ontológico, con la resonancia del silencio. Esta indicación rima perfectamente con las últimas palabras de la conferencia de Heidegger: “Esto requiere examen continuo, acerca de si somos capaces, y hasta qué punto, de lo que es propio a la correspondencia: anticiparse retrayéndose”.

c) Santo Tomás y el silencio en la voz de lo real El análisis heideggeriano puede ayudar a reconocer el esfuerzo que hicieron

los clásicos por discernir el sentido supra-lingüístico de la realidad, así como la necesidad del silencio espiritual para escucharlo.

Tal silencio espiritual es la armonía de un doble movimiento humano de retracción y anticipación, suscitado por el hecho de que en el espíritu resuena el silencio objetivo u ontológico. El silencio espiritual es así disponibilidad inacabable, disponibilidad a una presencia fundante. La realidad apela al hombre. Y éste se vuelve para escucharla: el hombre se siente apelado. Y tal como es apelado, responde desde sí mismo con la palabra interior. Por la retracción el espíritu se dispone a escuchar la realidad. Mas la mera retracción, como corrugación en los propios límites, es la actitud del empirismo. Por la anticipación, es la misma realidad la que le sale al encuentro para abrirle la re-

94 M. Heidegger, Die Sprache, 32.

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sonancia de su silencio. Pero la sola anticipación, como autoiniciativa pura, es la actitud del idealismo. En el lenguaje se revela externamente al intelecto mismo; pues en éste, y no en la razón discursiva y constructiva, es donde se da el juego de retracción y anticipación.

El juego espiritual de retracción-anticipación, a través de toda palabra y todo discurso, va acompañado, por parte de la voluntad, de un sobrecogimiento, de un sentimiento profundo en el que los valores existenciales u objetivos arrebatan al espíritu. Este sobrecogimiento corre paralelo a la intuición callada que es la fuente intelectual misma del lenguaje. Por ello, todo esfuerzo de medi-tación y reflexión ha de realizarse en el silencio espiritual para conseguir que la razón constructiva y formalizante reconozca sus límites objetivos y conceptuales.

Cuando el lenguaje abandona el ámbito del silencio y queda dominado por la razón constructiva (o entendimiento), obtura la fuente intuitiva de la inteligencia. El lenguaje se convierte en acumulación de signos producidos y reproducidos incesantemente para dominar al mundo y al hombre. Para la razón desvinculada del intelecto, la medida del silencio sería el canon espacial, incluido en la cronometría del tiempo: a esta razón desarticulada le basta guardar “un minuto de silencio” para restañar una herida espiritual, especialmente allí donde la acumulación de gente y el tumulto es mayor: un estadio, una plaza pública. Burocratiza el silencio, situándolo en coordenadas delimitadas por tiempos cronométricos o espacializados. El silencio expresa aquí un espacio más, elemento mínimo y molesto de la continuidad. La razón se pliega así a un continuo ontológico espeso, en el que no se tolera la menor ruptura o grieta. Por eso el silencio espacializado no es otra cosa que la reafirmación ontológica de lo extensiforme; y es sentido con los temples negativos de la existencia: la angustia, la náusea, la melancolía, el tedio. Si el espacio es la medida del silencio, se hace preciso “romper el silencio” con frecuencia95.

El sentido o la inteligibilidad real circunda y embarga la posición y coherencia formal que le otorga a la palabra la razón constructiva. El silencio espiritual llama y convoca al silencio ontológico en la palabra humana; pero llama, porque previamente ha sido llamado por la realidad misma. Silencio espiritual y silencio ontológico tienen dos funciones conjuntamente: la de ilumi-nar internamente la palabra y la de limitarla a su mera condición de palabra humana, palabra que no crea lo real. El espíritu logra la verdad cuando acoge una luz que, sin ser producida por él, lo solicita continuamente.

95 Le Chevalier, op. cit., 231-237.

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El lenguaje, como expresión verbal o sonora, es necesario, pues expone la figura que adopta la realidad individual para el sujeto, sin que esa figura sea creadora de la realidad individual misma.

El hombre es apelado por el fundamento existencial de la realidad. Seguidamente el hombre responde haciendo que, con su lenguaje propio, las cosas individuales se expresen en la forma o figura de estar en la realidad. Pero todo tipo de lenguaje humano lleva en sí mismo el sino de la caducidad: el silencio subjetivo del hombre y el silencio objetivo de la realidad evitan la reducción de la realidad misma al concepto y a la palabra que lo expresa.

Pero no es de índole intencional esta apelación que la realidad misma hace a la inteligencia Interpretarla así es insuficiente. La realidad no apela a la inteligencia humana porque tenga necesidad de hacerlo para ser en sí misma. La realidad está cumplida como tal. En cambio, la inteligencia sí tiene que desplegar intencionalidad para ser. La realidad sólo es intencional en la inte-ligencia misma, bajo la figura del determinante cognoscitivo (species impressa) posibilitado por la acción abstractiva de la inteligencia. Pero a su vez, la inteligencia es verdadera en la medida en que asiente (intencionalmente) a la forma constitutiva de la realidad que, a su modo, convoca todos los elementos extramentales que una cosa posee en la unidad de una estructura. Es la principialidad de la forma de lo real la que da sentido a las cosas, tanto en sí mismas como en el estado intencional de la inteligencia. Sólo la forma es la que provoca o solicita a las cosas para que se sitúen y permanezcan en el punto preciso, en el puesto que les corresponde. Esta convocatoria puede entenderse metafóricamente como una apelación íntima y directa, porque por ella las cosas son fijadas, actualizadas, armonizadas en sus determinaciones. Desde un nivel previo al intencional, esa armonía o Stillen en la quietud (Ruhe) –como antes se dijo– de la actualización de las cosas, es el silencio (die Stille)96.

d) El silencio como disposición ontológica El silencio espiritual y el silencio ontológico están posibilitados por un valor

existencial común al espíritu y a la realidad. Es ese valor existencial común el que, fundando la plenitud de determinaciones que la realidad tiene, solicita a la vez al espíritu para que las comprenda desde la comunidad existencial de valor que funda también al espíritu. Aquello por lo que el espíritu está presente a sí

96 M. Heidegger, Die Sprache, 1950, 29-30.

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mismo y a la realidad es idéntico a aquello que hace que la realidad trascendente sea y esté presente al espíritu97.

El silencio no es ni un objeto, ni una situación pura en sí, sin referencia al sujeto. Tampoco es una cosa, sino una disposición de las cosas referidas al sujeto y del sujeto referido a las cosas.

A este carácter referencial del silencio acudieron los valentinianos –inspirados en la filosofía de corte pitagórico y platónico98– para explicar una de las propiedades “ad extra” del Absoluto, dándole capacidad incluso de generar la inteligencia y la palabra, según testimonio de quien conocía muy bien sus doctrinas, San Ireneo: “Había un eón [aijw``n] perfecto que vive en alturas invi-sibles e innominables. Llámanle supraexistente [proovnto"] y protoprincipio [proarchv] y protopadre [propavtwr] y abismo [buqo"]. Impenetrable en su manera de ser e incognoscible, sempiterno e ingénito, vivió infinitos siglos en magna paz y soledad. Con él vivía también la intuición [e[nnovia], a la cual denominan asimismo gracia [cavri"] y silencio [sighv]. Hasta que una vez pensó este abismo [buqov"] sacar de su interior un principio de todas las cosas y esta emisión [probolhv] que pensaba hacer la depositó a manera de simiente [spevrma] en el silencio [sighv] que vivía con él, como en la matriz. Habiendo ella recibido esta semilla se hizo grávida y dió a luz una mente [nou`"], semejante e igual al emitente, y única capaz de comprender la magnitud del padre [propavtwr]. A esta mente [nou"] llámanle también unigénito y padre y

97 La experiencia metafísica ocurre en un acto de silencio, siendo tal experiencia el reconocimiento que el espíritu hace de su relación al ser. El acto revelador del ser –dice Rassam– es un acto de silencio, porque es el ser mismo el que lo provoca: el ser infundido en lo más íntimo de lo real, acto trascendente a todo concepto. El silencio evita el doble error de que la inteligencia quede muda ante la trascendencia del ser (misticismo) o que lo desnaturalice al objetivarlo (naturalismo o positivismo). La consonancia, ya señalada, entre el silencio del alma y el silencio de las cosas posibilita que el espíritu se descubra a sí mismo en el acto de descubrísele su parentesco con el ser. “El espíritu sólo toma posesión de sí mismo en la medida en que sabe dejar hablar las cosas mismas. En este sentido, la objetividad puede ser considerada como el principio de la rectitud espiritual. El pensamiento no es fiel a sí mismo sino por su sumisión a los objetos. La objetividad del pensamiento realiza la pureza del espíritu, porque ella es docilidad al orden de las cosas. El espíritu se capta al dejarse captar por lo que lo rebasa y esclarece. El silencio representa esta pasividad que no es simple abandono o dejar ir, porque el espíritu no puede acceder a ese punto culminante sino por una marcha activa que lo pone en estado de recibir la verdad tal como es. El silencio sólo está en nosotros como guardado y conquistado. Pero no deja de ser activo. Él prepara la palabra: ésta se hace rica siguiendo el silencio que la ha formado”. Rassam, op. cit., 80. 98 O. Casel, De philosophorum graecorum silentio mystico, Giessen, 1919; G. Mensching, Das heilige Schweigen. Religionsgeschichtliche Untersuchung, Giessen, 1926.

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principio de todas las cosas. Junto con él fue emitida la verdad [ajlhvqeia]”99. De un lado, el Absoluto es sublime e inaccesible. De otro lado, el universo relativo surge a partir del Absoluto como fruto de un acoplamiento entre buqov" y sighv. Pero con el matrimonio de buqov" y sighv los gnósticos no piensan en dos elementos sustancialmente autónomos que se unen. Más bien, se proponen res-petar la trascendencia del Absoluto y explicar a su vez el paso de la eternidad al tiempo. Sighv es una mera diavqesi", una disposición o virtualidad del Absoluto mimo, en el que no hay un lógos que rompa su descanso eterno, su silencio, su íntima actividad secreta e inefable: antes de revelarse como principio de las cosas, el Absoluto es autosubsistencia pura y tiene el modo adecuado del silencio, pues en él no hay ni palabra externa (lovgo"), ni palabra interna (enquvmhsi"), siendo sólo accesible a su propia e[nnovia o visión. Podría decirse también que sólo desde la perspectiva de la emisión el Absoluto es buqov", abis-mo insondable e ilimitado, según explicaba otro gran conocedor de los gnósticos, Clemente Alejandrino100. El silencio (hJ sighv), la madre de todos los eones emitidos, no tenía que decir nada sobre el inefable y guardó silencio (sesivghken): el silencio es la comprensión absoluta del Absoluto como incom-prensible; no es intelección racional (logos), ni intelección noética (nous), sino intuición ennoética o absoluta resolución de la inteligencia en su propia esencia espiritual, sin escisión de sujeto-objeto. A su vez, abismo es lo contrario de ti-nieblas, porque es un fondo de esplendor; lo contrario de mancha, pues es la pureza misma; lo contrario de vacío, pues es la infinita virtualidad de todas las perfecciones; y, en fin, lo contrario de luz finita, sea sensible o inteligible: tiene carácter supranoético, inaccesible (to; fw~" aprovsiton). El Absoluto es, por referencia a la emisión del mundo, un abismo en silencio, pues el silencio “in-dica la alteza de Dios sobre el tumulto y el ruido; su atmósfera de eterna paz e inmutable serenidad. Mientras lo infradivino se halla envuelto en la actividad y el movimiento”101. La conclusión que de esta doctrina se desprende es que la realidad más pura de la palabra consiste en ser un silencio circunscrito: la esencia de la palabra es el silencio y está llena de silencio.

Si se traspone esta tesis sobre el silencio a las inquietudes conceptuales de los clásicos, cabría decir que la percepción de la realidad es callada, silenciosa, porque está englutida en un ámbito de actualidad del que participa tanto el sujeto como el objeto. Hay una referencia intencional del sujeto al objeto que se diversifica según las facultades humanas que entran en juego, en nuestro caso la del oído y la de la inteligencia. La palabra no viene, pues, a romper o interrumpir el silencio, sino a testificarlo y a interpretarlo.

99 Ireneo, Adversus haereses, I, 1. 1. 100 Clemente Alejandrino, Strom., V, 81, 3 (II, 380, 10 ss.). 101 A. Orbe, Estudios Valentinianos, Roma, 1958, I, 62-63.

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La palabra, cuando es verdadera, no rompe el silencio. Incluso el diálogo del alma consigo misma es silencioso si es verdadero. Teéteto pregunta a Sócrates qué entiende por pensar (dianoei'sqai); y éste responde que pensar es un lovgo", un discurso que desarrolla el alma en sí misma sobre las cosas que examina. Pensar es dialogar (dialevgesqai); pues el alma se dirige a sí misma las preguntas y las respuestas, pasando de la afirmación a la negación. Cuando ha encontrado la respuesta precisa, se mantiene tajante en su afirmación, alejando las incertidumbres, y entonces posee la dovxan, que no es lo que hoy se entiende por mera opinión, sino saber cierto. Este acto de juzgar con firmeza y sin titubeo es llamado por Platón discurrir; y la doxa es un discurso expresado no ante otro y de manera oral (ouj mevnton pro;" a[llou oujde; fwnh/'), sino en silencio y ante sí mismo (aJlla; sigh/' pro" auJtouv)102. Pero uno puede mentirse a sí mismo; y entonces el diálogo interior se convierte en una ruidosa afluencia de palabras que despistan acerca de la dirección correcta. El yo que habla y el yo que escucha, aunque sean uno, se engañan bajo el correr de las razones o palabras interiores. El diálogo auténtico, tanto consigo mismo como con otro hombre, está primordialmente atento a la noticia real posibilitada por el silencio103.

De ahí que el auténtico diálogo entre dos personas es fructífero cuando ambas atienden menos a las palabras que al valor existencial o el fundamento que les da sentido. Desde este supuesto hay que entender la verdadera crítica. La inteligencia (apelada por el lenguaje originario de la realidad fundamental) produce el lenguaje humano, el cual no es otra cosa que revelación externa de la inteligencia.

La palabra humana es posible por estar informada por un silencio que es plenitud y no vacío total. Sólo el pensamiento que ha interrumpido o roto el silencio, sólo el que ha quebrado la plenitud positiva del silencio es el que o bien tiene que optar por el mutismo escéptico (porque margina la luz actualizante de los valores que podrían apelarlo y solicitarlo), o bien ha de absolutizar el lenguaje, como hace la dialéctica, en permanente locuacidad onto-lógica.

Si habíamos distinguido antes dos planos de silencio antropológico, el silencio físico y el silencio espiritual, hemos de decir ahora que el silencio físico

102 Theet., 190 a. También en el Sofista (263 e) repite Platón parecida doctrina. En primer lugar afirma que “la corriente que emana del alma y sale por la boca (stovmato") como emisión vocal, recibe el nombre de discurso (lovgo"). En segundo lugar indica que cuando en el logos o discurso hay afirmación y negación (favsin te kai; apovfasin) y se hace en el alma pensando (ejn yuch' ka ta; diavnoian) y en silencio (meta sigh'"), tenemos una palabra, doxa, para designarlo. 103 Rassam, op. cit., 46.

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alcanza su plenitud simbólica sostenido y fundado por el silencio espiritual que a su vez se correlaciona, respondiendo, al silencio ontológico.

Desde esta consideración ontológica del lenguaje se comprende mejor la desorbitada función que la razón humana desea cumplir cuando se afirma en total aislamiento sobre sí misma. Pero la auténtica palabra humana, el genuino discurso racional, vertebrado antropológicamente, se despliega entre dos silencios: el silencio de donde parte –porque el espíritu humano no lo crea ni puede asirlo totalmente– y el silencio en el que desemboca, porque la realidad y sus valores no son agotables por palabra humana alguna.

En la simple aprehensión y en el juicio inmediato del intelecto ha de tener su plenitud el silencio.

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