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HACIA UNA ECLESIOLOGÍA TOTAL Julio Lois Decía Congar hace ya casi medio siglo que una buena teología del laicado “supone toda una síntesis eclesiológica, donde el misterio de la Iglesia alcance todas sus dimensiones hasta incluir plenamente la realidad eclesial del laicado”. Y añadía: “En el fondo sólo hay una teología del laicado válida: una eclesiología total” 1 . Si se acepta esta rotunda afirmación del gran eclesiólogo francés se entiende sin esfuerzo que esta Semana de Pastoral -toda ella concebida a partir de la convicción de la importancia decisiva del laicado en la Iglesia de Jesús y de la necesidad consecuente de superar toda forma de clericalismo- incluya esta ponencia, que pretende ofrecer, de forma breve y sencilla, el perfil de esa eclesiología total que parece necesaria precisamente para fundamentar teológicamente la urgencia de lograr una mayor y más activa participación del laicado en la realización de la tarea eclesial común de anunciar y hacer presente el Reino de Dios, con todo lo que ello implica. Para ofrecer el perfil indicado seguiré muy de cerca algunas de las más importantes aportaciones eclesiológicas del Concilio Vaticano II, que fue, como bien se sabe, un Concilio “de la Iglesia y sobre la Iglesia” (Rahner). Me refiero concretamente a aquellas aportaciones que postulan un gran giro eclesiológico, concretado fundamentalmente en estos tres grandes “pasos”: - “Paso” de una Iglesia entendida fundamentalmente como sociedad perfecta, visible, institucionalizada, sociológicamente analizable, públicamente presente en la sociedad mediante su relación con los Estados, a una Iglesia que ha de ser prioritariamente concebida como “misterio” de comunión y “sacramento” de salvación. - “Paso” de una Iglesia entendida fundamentalmente como “sociedad desigual” o con “dos géneros de cristianos” y fuertemente jerarquizada, a una Iglesia que ha de ser prioritariamente concebida como pueblo de Dios. - “Paso” de una Iglesia replegada sobre sí misma, encerrada en sus “cuarteles de invierno”, reafirmada con seguridad en la posesión de la verdad ya adquirida –que se extiende a los aspectos dogmáticos, morales, disciplinares…-, sólo maestra “frente” al mundo (Iglesia “baluarte”, en fin) a una Iglesia situada “en” el mundo en actitud de diálogo, que se sabe, en consecuencia, no sólo maestra, sino también discípula, descentrada de sí misma para centrarse enteramente al servicio del Reino de Dios que ha de anunciar y también hacer presente en la historia 2 . 1 Cf. Jalones para una teología del laicado, Ed. Estela, Barcelona, 1.961, pág. 13. 2 Al postular los “pasos” mencionados en su Constitución dogmática “Lumen gentium” -los dos primeros- y su Constitución pastoral “Gaudium et spes” -el tercero- el Concilio Vaticano II no está demandando pasar a una Iglesia enteramente distinta, como es obvio. Se trata de pasar, eso sí, de una “forma histórica” de comprensión de la Iglesia a otra “forma histórica”, lo cual es una exigencia legítima derivada de la propia condición de la Iglesia, siempre encarnada en la historia y siempre susceptible de ser reformada ( “Ecclesia semper reformanda”, en expresión acuñada por 1

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HACIA UNA ECLESIOLOGÍA TOTAL Julio Lois

Decía Congar hace ya casi medio siglo que una buena teología del laicado “supone toda una síntesis eclesiológica, donde el misterio de la Iglesia alcance todas sus dimensiones hasta incluir plenamente la realidad eclesial del laicado”. Y añadía: “En el fondo sólo hay una teología del laicado válida: una eclesiología total”1. Si se acepta esta rotunda afirmación del gran eclesiólogo francés se entiende sin esfuerzo que esta Semana de Pastoral -toda ella concebida a partir de la convicción de la importancia decisiva del laicado en la Iglesia de Jesús y de la necesidad consecuente de superar toda forma de clericalismo- incluya esta ponencia, que pretende ofrecer, de forma breve y sencilla, el perfil de esa eclesiología total que parece necesaria precisamente para fundamentar teológicamente la urgencia de lograr una mayor y más activa participación del laicado en la realización de la tarea eclesial común de anunciar y hacer presente el Reino de Dios, con todo lo que ello implica. Para ofrecer el perfil indicado seguiré muy de cerca algunas de las más importantes aportaciones eclesiológicas del Concilio Vaticano II, que fue, como bien se sabe, un Concilio “de la Iglesia y sobre la Iglesia” (Rahner). Me refiero concretamente a aquellas aportaciones que postulan un gran giro eclesiológico, concretado fundamentalmente en estos tres grandes “pasos”:

- “Paso” de una Iglesia entendida fundamentalmente como sociedad perfecta, visible, institucionalizada, sociológicamente analizable, públicamente presente en la sociedad mediante su relación con los Estados, a una Iglesia que ha de ser prioritariamente concebida como “misterio” de comunión y “sacramento” de salvación.

- “Paso” de una Iglesia entendida fundamentalmente como “sociedad

desigual” o con “dos géneros de cristianos” y fuertemente jerarquizada, a una Iglesia que ha de ser prioritariamente concebida como pueblo de Dios.

- “Paso” de una Iglesia replegada sobre sí misma, encerrada en sus

“cuarteles de invierno”, reafirmada con seguridad en la posesión de la verdad ya adquirida –que se extiende a los aspectos dogmáticos, morales, disciplinares…-, sólo maestra “frente” al mundo (Iglesia “baluarte”, en fin) a una Iglesia situada “en” el mundo en actitud de diálogo, que se sabe, en consecuencia, no sólo maestra, sino también discípula, descentrada de sí misma para centrarse enteramente al servicio del Reino de Dios que ha de anunciar y también hacer presente en la historia2.

1 Cf. Jalones para una teología del laicado, Ed. Estela, Barcelona, 1.961, pág. 13. 2 Al postular los “pasos” mencionados en su Constitución dogmática “Lumen gentium” -los dos primeros- y su Constitución pastoral “Gaudium et spes” -el tercero- el Concilio Vaticano II no está demandando pasar a una Iglesia enteramente distinta, como es obvio. Se trata de pasar, eso sí, de una “forma histórica” de comprensión de la Iglesia a otra “forma histórica”, lo cual es una exigencia legítima derivada de la propia condición de la Iglesia, siempre encarnada en la historia y siempre susceptible de ser reformada ( “Ecclesia semper reformanda”, en expresión acuñada por

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Pero antes de desarrollar los pasos mencionados quisiera, para que pueda entenderse mejor todo el desarrollo de los mismos, explicitar algunas convicciones de las que parto:

- Estamos, en nuestro mundo llamado occidental desarrollado, y, más

concretamente, en España, en una situación de crisis importante de significación de la Iglesia, crisis que se traduce en lo que se ha llamado “deseclesiastización de la fe”. A mi entender, hay aspectos de la actual configuración eclesial que deforman el rostro de la Iglesia de Jesús y obstaculizan la tarea evangelizadora, la posibilidad misma de captar la verdad, la bondad y la belleza del anuncio evangélico3.

la Tradición), como tendremos ocasión de recordar seguidamente. Para una consideración más detallada de los giros eclesiológicos postulados por el Concilio Vaticano II, cf., por ejemplo, M. Useros, La Iglesia, novedad contemporánea, Ed. Mensajero, Bilbao, 1.967, págs. 33-48. 3 Son obstáculos que pueden conducir a no pocos a esa deseclesiastización de la fe a que nos estamos refiriendo, entre otros, los siguientes:

- La excesiva jerarquización existente, que no facilita la participación activa y responsable de todo el pueblo creyente en las tareas eclesiales.

- La discriminación que margina a la mujer. - La falta de libertad que se observa en el seno de la

Iglesia y que se traduce en numerosos miedos: a repensar críticamente la fe en diálogo crítico con la cultura secular moderna y posmoderna; a la investigación histórico-crítica de los textos bíblicos; al pluralismo de interpretaciones; a los procesos de inserción o encarnación del Evangelio en las diversas culturas; al avance ecuménico y al diálogo interreligioso; a la democratización real y legítima de la institución eclesial…

- La dificultad que tiene para “acreditarse a sí misma como fuerza crítica y liberadora en la sociedad actual y sus sistemas” (Metz).

- La dificultad que igualmente tiene para ser lo que evangélicamente debe ser la Iglesia de Jesús: una Iglesia pobre y de los pobres, como postulan con especial intensidad las teologías de la liberación surgidas en el llamado “Tercer Mundo”.

- La utilización de lenguajes muy intemporales, poco conectados con las preocupaciones, preguntas, anhelos, problemas reales de la gente; demasiado rotundos y dogmáticos, incluso arrogantes, vinculados a la pretensión de “poseer” la verdad; muy conceptuales, excesivamente orientados al adoctrinamiento y poco sapienciales o fundamentados en la experiencia de la fe; lenguajes celebrativos muy orales, poco imaginativos, escasamente conectados con el arte moderno; poco “seductores” y, en consecuencia, poco aptos para los medios de comunicación; muy “eclesiáticos”, en suma, poco ágiles, en ocasiones muy crípticos y frecuentemente trasnochados, especialmente para las generaciones más jóvenes.

- La escasez –o incluso ausencia, en muchos lugares- de comunidades cristianas referenciales de convicción.

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- La renovación de la Iglesia es una tarea siempre posible y hasta

necesaria y por eso se nos impone a todos los creyentes como un deber ineludible. Estamos siempre remitidos a la posibilidad de una Iglesia más fiel –recordemos: “Ecclesia semper reformanda”-, que pueda ser más claramente lo que está llamada a ser: el pueblo peregrino de Dios que viviendo en comunión sea sacramento de salvación liberadora en la historia. El modelo de una Iglesia más fiel se dibuja ante nosotros como utopía dinamizadora, como sueño que demanda nuestro compromiso coherente.

- El Concilio Vaticano II tiene, desde la perspectiva eclesial, un carácter

profundamente renovador y ofrece, como ya queda dicho, unas aportaciones concretas –en ocasiones, escasamente desarrolladas- que bien pueden fundamentar la legitimidad del camino que conduce hacia una eclesiología total, que implica dar los “pasos” anteriormente referidos. Es más: pueden incluso legitimar la urgencia de recorrerlo4.

I) La Iglesia es –está llamada a ser5- misterio de comunión y, por tanto, sacramento de salvación.

La consideración preferente de la Iglesia como misterio de comunión está claramente afirmada en el Concilio Vaticano II. En efecto, el capítulo primero de la Constitución dogmática “Lumen gentium”, que versa sobre la naturaleza misma de la Iglesia, subraya con fuerza su condición mistérica, por entender que es la que mejor puede introducirnos en su ser auténtico6. La superación de algunos de los obstáculos mencionados está directamente relacionada con el caminar hacia una eclesiología total, como veremos. 4 Para entender mejor las dos últimas convicciones indicadas conviene recordar la historicidad de toda concepción y de toda palabra humana. Como dice Congar tal historicidad se extiende a “los dogmas de los concilios, incluso al texto de las Escrituras”. Y añade: “Con esto no se relativiza la verdad en sí: lo que es verdadero es definitivamente verdadero. Lo que se relativiza es nuestra situación con respecto a la verdad. Esta verdad no nos es dada de golpe, sino que se adquiere. Y para ello hace falta tiempo, una sucesión de intentos, de intercambios, la aportación de otros”. Cf. Un intento de síntesis, en “Concilium”, nº 168 (septiembre-octubre 1981), pág 262. 5 La Iglesia por ser misterio de comunión está llamado a serlo. Y en la medida en que lo va siendo, se convierte, como veremos más claramente más adelante, en sacramento de la acción salvífica de Dios en la historia. El ser de la Iglesia está “in fieri”, haciéndose siempre. Como afirma H. Küng, la Iglesia “por ser santa, tiene también que serlo; el indicativo reclama el imperativo” ( cf. La Iglesia, Ed. Herder, Barcelona, 1.968, pág. 392). 6 La relación final del Sínodo de 1.985, celebrado a los veinte años de la clausura del Concilio Vaticano II, afirma que “la eclesiología de la comunión es una idea central y fundamental de los documentos del Vaticano II” (cf. su nº 18). En la misma dirección señala A. Antón que “quizá la innovación de mayor trascendencia del Vaticano II para la eclesiología y para la vida de la Iglesia ha sido el haberr centrado la teología del misterio de la Iglesia sobre la noción de comunión” (cf. El misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas, Tomo II, Ed. BAC, Madrid, 1.987, pág. 900). En este punto hay un acuerdo generalizado. Pero es preciso añadir que la idea de comunión, que sin duda ocupa ese lugar central en la eclesiología que ofrece el Vaticano II, debe ser esencialmente vinculada, para que no se desvirtúe su alcance y significación, con la idea igualmente fundamental de pueblo de Dios. Sobre ello volveremos más adelante.

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Este primer capítulo, con el subrayado mencionado, supone, como señala J. A. Estrada, la superación del “marco estrecho de la Iglesia como institución, como realidad sociológica y como sociedad jurídica, en el que la teología neoescolástica había aprisionado la teología”7. Se postula así el primero de los “pasos” o giros antes mencionados, como puede apreciarse si se estudia la evolución que fue experimentando la “Lumen gentium” hasta alcanzar su redacción final, especialmente si se confronta el primer esquema preparado por la Comisión teológica preparatoria con el texto finalmente aprobado8. Naturalmente que no es posible considerar aquí el desarrollo histórico de la eclesiología. Pero si conviene recordar que los expertos suelen indicar que a partir del segundo milenio – con el impulso dado por la llamada reforma gregoriana (Gregorio VII: 1.073-1085), prolongado por Inocencio III (1.198-1.216) y Bonifacio VIII (1.294-1.303)- se va dando el paso de una Iglesia anteriormente entendida sobre todo como misterio salvífico de comunión, en conformidad con la mejor tradición cristiana de los primeros siglos, a una Iglesia entendida más bien como “sociedad perfecta”, fuertemente jerarquizada. Este proceso, que se va afianzando progresivamente, puede decirse que se prolonga hasta las puertas mismas del Concilio Vaticano II. Y es este Concilio, como ya decíamos, el que postula el giro que permite recuperar la condición mistérica de la Iglesia. Al reivindicar esa condición mistérica de la Iglesia la “Lumen gentium” la concreta o cualifica ya en su número 1 -al decir que la Iglesia es misterio o sacramento de comunión, “o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”-, en sus números 2, 3 y 4 -al situar a la Iglesia en un contexto trinitario y como pieza clave del plan salvífico de Dios para los seres humanos- y también en los números 6 y 7, en los que, al recordarnos las diversas imágenes bíblicas de la Iglesia9, con particular atención a la imagen de

7 Cf. La Iglesia: identidad y cambio. El concepto de Iglesia del Vaticano I a nuestros días, Ed. Cristiandad, Madrid, 1.985, pág. 60. 8 Un buen estudio de esa evolución se puede encontrar en A. Acerbi, Due ecclesiologie, Ed. Dehoniane-Bologna (EDB), 1.975. 9 Al destacar la realidad mistérica de la Iglesia el Concilio recurre (cf. “Lumen gentium, nº 6), más que a conceptos y definiciones, a imágenes bíblicas para intentar expresar con ellas el misterio que la Iglesia es y está llamada a ser: -La Iglesia es un redil cuya única y obligada puerta es Cristo (Jn 10, 1-10). - Es una grey, de la que el mismo Dios se profetizó Pastor (Is 40, 11; Ez 34, 11 y ss.) y cuyas ovejas son guiadas y alimentadas por el mismo Cristo, buen Pastor (Jn 10, 11; 2 Pe 5,4), que dio su vida por las ovejas (Jn 10, 11-15). - Es labranza o arada o campo de Dios (1 Cor 3, 9). El celestial agricultor la plantó como viña escogida (Mt 21, 33-34; Is 5, 1 y ss.). - Es edificación de Dios (1 Cor 3, 9), siendo el mismo Señor piedra angular (Mt 21, 42 y par.; Act 4, 11; 1 Pe 2, 7). Esta edificación recibe nombres diversos: casa de Dios, habitación de Dios en el Espíritu, tienda de Dios entre los hombres, templo santo, siendo los creyentes piedras vivas para edificarla. - Es esposa inmaculada del cordero inmaculado a la que Cristo amó y se entregó para santificarla (Ef 5, 25-26)

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Cuerpo de Cristo10, nos la presenta como el misterio de salvación que comunica “la verdad y la gracia a todos” (nº 8). Es por eso que la Iglesia “está destinada a recorrer el mismo caminar (de Cristo Jesús) a fin de comunicar los frutos de salvación a los hombres” (nº 8). En suma, la Iglesia es “sacramento universal de salvación” (nº 48)11. Vamos a desarrollar brevemente esta condición mistérica o sacramental de la Iglesia, que nos sitúa ante la entraña de su naturaleza más íntima y profunda, como misterio de comunión y de salvación, y nos proporciona el marco en el que deben enclavarse todos los títulos eclesiológicos si quieren ser bien entendidos. En virtud de la participación en la vida del amor trinitario de Dios –esa vida que se nos manifestó en Jesús de Nazaret y que en Él se nos ofrece como posibilidad real a todos los seres humanos por la fuerza de su Espíritu- la Iglesia está llamada a ser imagen y semejanza de ese Dios amor, es decir sacramento de la misma comunión divina12. Por eso la reflexión teológica actual nos dice que la Iglesia está llamada a ser “icono” de la comunión trinitaria del Padre, Hijo y Espíritu Santo (cf. Jn 17, 20-24)13. ¿Cómo puede la Iglesia ser sacramento de la comunión trinitaria? Podrá y deberá intentarlo siendo:

- Sacramento de la comunión de Dios con los seres humanos y de los seres humanos con Dios. Los creyentes que constituyen la Iglesia habrán de mostrar, con su forma de vivir, que los seres humanos estamos acompañados, perdonados, salvados, amados, en suma, por Dios. Y habrán de mostrar igualmente que ese amor de Dios a nosotros puede ser respondido con nuestro amor hacia Él. Estamos así hablando de la dimensión “vertical” de la comunión -comunión de Dios con nosotros y de nosotros con Dios- que la Iglesia debe sacramentalizar.

- Sacramento de la comunión de los creyentes entre sí y también con la

totalidad del género humano y hasta con la totalidad de la creación. Estamos ante la dimensión “horizontal” de la comunión que la Iglesia

10 A la consideración de esta imagen dedica la “Lumen gentium” todo su número 7. 11 La utilización explícita del concepto de sacramento para designar a la Iglesia con referencia a la salvación no aparece hasta el siglo XIX, con la Escuela teológica de Tubinga (Scheeben, Oswald), aunque ya en el Concilio Vaticano I se empleó una expresión semejante: “signo levantado ante las naciones” (cf. Denz 3014). Con la renovación eclesiológica del s. XX (Congar, De Lubac, Rahner, Schillebeeckx, Semmelroth, Smulders…) el término “sacramento”, referido a la Iglesia, se utiliza con frecuencia y el Concilio Vaticano II, como estamos viendo, lo incorpora profusamente (cf., por ejemplo, LG. 1.9.48; SC 5.26; AG 1.5; GS 42.45), haciéndolo así suyo. (Para una consideración de la historia, sentido y uso de la expresión “Iglesia como sacramento”, cf. O. Semmelroth, La Iglesia como sacramento de salvación”, en AA.VV., Mysterium Salutis, IV, 1, Ed. Cristiandad, Madrid, 1.973, págs. 330-362). 12 Confesar a Dios, de acuerdo con la revelación cristiana, como Padre, Hijo y Espíritu, significa concebir a Dios como amor, como diálogo, como amistad, como vida en relación, como comunión interpersonal. La importancia que tiene el marco trinitario para situar bien el misterio de comunión eclesial está bien desarrollada en M. Kehl, La Iglesia. Eclesiología católica, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.996, págs. 58-91. 13 Cf., por ejemplo, B. Forte, La Iglesia, icono de la Trinidad, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.992.

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debe sacramentalizar. Una dimensión que tiene las tres direcciones indicadas: la que refiere a la comunión que ha de darse entre los hermanos y hermanas en la misma fe, en el seno de la comunidad creyente (dimensión “ad intra”); la que refiere a la humanidad entera y muy especialmente a los pobres y excluidos (dimensión “ad extra”) y, finalmente, la que refiere a la creación entera -dimensión también “ad extra”-, con la que es preciso relacionarse de forma “compasiva” y “respetuosa”, procurando cuidarla para bien de todos y sabiendo, a la luz de la fe, que toda ella, como nos dice Pablo, “gime hasta el presente y sufre dolores de parto”, con la esperanza “de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 21-22).

Si la Iglesia es sacramento de comunión con las dimensiones “vertical” y “horizontal” indicadas, y con todas sus referencias, está siendo, al mismo tiempo, sacramento de salvación. Y es que la salvación consiste precisamente en vivir en comunión con Dios, con los seres humanos y con la creación entera. Si vivimos informados por el amor que lleva a esa comunión podemos decir que estamos salvados. Por eso podemos hablar de una relación esencial entre la Iglesia entendida como misterio o sacramento de comunión y la Iglesia entendida como misterio o sacramento de salvación. Podríamos decir que la Iglesia es misterio o sacramento de salvación siendo misterio o sacramento de comunión. Es misterio de comunión y, por serlo, es igualmente misterio de salvación. Centrándonos ahora en la que hemos llamado comunión horizontal “ad intra”, podría decirse que esa “koinonia” eclesial consiste o se expresa en:

- Comunión en la experiencia de una misma fe, que es la que esencialmente constituye a todos los creyentes en Iglesia.

- Comunión sacramental, que se realiza de forma especial en los dos

sacramentos fundamentales de la comunidad cristiana, es decir, el Bautismo y la Eucaristía. Como nos recuerda De Lubac, siguiendo de cerca de los grandes Padres, la Iglesia hace la Eucaristía y, al mismo tiempo, la Eucaristía hace la Iglesia14.

- Comunión fraternal entre sus miembros, que en la conciencia actual

parece exigir la existencia de cauces de comunicación así como la participación activa y la corresponsabilidad de todos. En efecto, la eclesiología actual insiste en la “unidad comunicativa”. Como indica M. Kehl, “cabe interpretar hoy el concepto teológico de Iglesia en cuanto comunión, desde la filosofía social, como unidad comunicativa de los creyentes”. Y añade: “La acción comunicativa se da cuando los participantes tratan de armonizar sus planes y objetivos y de realizarlos sobre la base de un consenso surgido sin presión ni coacción, acerca de su situación y de las consecuencias que cabe esperar de la acción”15.

14 Cf. Meditación sobre la Iglesia, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1.958, págs. 141-156. 15 Cf. La Iglesia…op. cit, págs. 126-127. En una de sus obras posteriores el mismo autor vuelve a subrayar la importancia actual de la comunicación en la Iglesia: “Si en el Concilio (cf. LG, 1-4) la

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En cuanto a la participación activa y corresponsabilidad de todos los creyentes en las tareas de la Iglesia, como expresión fundamental de la comunión eclesial, conviene recordar la contundente afirmación de la ya citada Relación Final del Sínodo de los Obispos de 1.985: “Porque la Iglesia es comunión, la participación y la corresponsabilidad debe existir en todos sus grados”16 . Naturalmente que se requiere asumir los instrumentos a través de los cuales tal participación y responsabilidad puedan ser reales. Juan Pablo II, en su Carta Apostólica “Novo Millennio ineunte”, del año 2.001, después de recordar que “la comunión (koinonia) encarna y manifiesta la propia esencia del misterio de la Iglesia” y que, en consecuencia,“hacer de la Iglesia una casa y escuela de comunión es el gran desafío que nos espera en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y corresponder a las expectativas más profundas del mundo”, desciende al terreno práctico y añade: “el nuevo siglo ha de vernos comprometidos más intensamente en la valoración y desarrollo de los sectores e instrumentos que, según las grandes directrices del Concilio Vaticano II, sirven para asegurar y garantizar la comunión”. Y seguidamente se refiere en primer término a “dos servicios específicos de comunión que son el ministerio petrino e, íntimamente ligado con él, la colegialidad episcopal”, para referirse después a la reforma de la Curia romana, a los Sínodos de los Obispos, a las Conferencias episcopales y a los Consejos presbiterales y pastorales. Se habla, pues, de activar los instrumentos que puedan potenciar la comunión generando “la confianza y apertura que corresponda plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada miembro del pueblo de Dios”17.

Iglesia se entiende realmente a sí misma como ‘icono’ del Dios trinitario, como imagen y parábola de la ‘conmunio’ de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, la lógica interna de semejante simbolismo nos dice que la Iglesia sólo puede existir en unas estructuras ‘comunionales’ o comunicativas que debe poner en práctica, además, con un estilo de vida igualmente comunicativo” (cf. ¿Adónde va la Iglesia?Un diagnóstico de nuestro tiempo, Ed. Sal Terrae, Santander, 1.997, pág. 72). 16 Cf. su nº 23. 17 Cf. los números 42 al 45 de la mencionada Carta Apostólica. En relación con la relación fraternal a la que, como expresión de comunión eclesial, nos estamos refiriendo, el entonces conocido teólogo Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI, comentando Mt 23, 8-11 -“Pero vosotros no os hagáis llamar ‘maestro, porque uno sólo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Ni llaméis ‘padre’ a nadie sobre la tierra, porque uno sólo es vuestro Padre el que está en los cielos. Ni os hagáis llamar ‘doctores’, porque uno sólo es vuestro doctor, Cristo. El más grande entre vosotros sea vuestro servidor”-, escribe: “Aquí al falso jerarquismo y al culto de las altas dignidades del judaísmo, se contrapone la fraternidad sin distinciones entre los cristianos”. Y comenta a continuación: “¿Es que la realidad actual y concreta de nuestro cristianismo no se parece por lo común mucho más al culto del jerarquismo fustigado por Jesús, que a la imagen por él dibujada de una comunidad de hermanos?”. Refiriéndose después más concretamente a la recomendación de Jesús de que no llamemos padre a nadie sobre la tierra, afirma: “No solamente el título de padre tiene aquí su limitación, sino que también toda forma externa (nótese bien: externa) del jerarquismo, creada a lo largo de los siglos, habrá de dejarse regir siempre por este texto”. Y concluye diciendo “que en la Iglesia no hay más ministerio que el del servicio, y que

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Comunión de bienes entre los miembros de las comunidades creyentes, pero que ha de rebosar “ad extra” en solidaridad real con los pobres y excluidos, como signo perceptible de la universalidad de la comunión. Comunión jerárquica. El criterio regulador máximo de la comunión eclesial está en verificar si la Iglesia, constituida por la totalidad de sus miembros, está en comunión con Cristo y su Evangelio, tanto en el recto pensar (ortodoxia), como, y sobre todo, en el recto obrar (ortopraxis, es decir, seguimiento fiel de Jesús). ¿Qué contenido significativo atribuimos a la expresión “comunión jerárquica”? La respuesta a esta pregunta varía según sea el modelo eclesial que se tenga. J. A. Estrada indica que, desde el modelo comunitario y participativo que propone en la LG, el Concilio Vaticano II creó “el neologismo ‘comunión jerárquica’ para expresar la relación entre el papa y los obispos, intentando sintetizar el principio jerárquico en el contexto de una eclesiología de comunión”18. Y añade seguidamente que en tal contexto “ya no es la obediencia pasiva respecto a las directrices que se imponen desde la cúspide de la jerarquía el elemento determinante de la relación papa-Iglesia o primado-obispos, o ministros-comunidad sino la búsqueda en común, el discernimiento en el que intervienen todos, la participación directa o indirecta de distintas instancias eclesiales (sean los teólogos, los laicos o las mismas iglesia locales) y la cogestión de la comunidad. El reconocimiento de la autoridad y de su guía pasa ahora por la aceptación de la participación y el diálogo en el que todos son activos, aunque no todos tengan el mismo poder de decisión. El discernimiento y la búsqueda en común son el nuevo marco en el que hay que entender la obediencia. Esto exige un nuevo estilo de autoridad”19. Lo dicho no impide destacar la importancia de la comunión de los fieles con la jerarquía. Lo que se quiere subrayar desde una eclesiología de comunión –y todo esto se reafirma si tal eclesiología de comunión asume como título decisivo el de pueblo de Dios, como veremos- es que la comunión eclesial no debe quedar reducida al aspecto jerárquico-institucional de la misma. Ni tampoco la comunión debe ser interpretada simplemente en términos de sumisión jerárquica u obediencia meramente pasiva. La comunión eclesial incluye, es cierto, la obediencia pero también incluye la corresponsabilidad de todos los creyentes, de todas las comunidades cristianas.

toda dignidad no es más que la ordenación del servicio” (cf. La fraternidad cristiana, Ed. Taurus, Madrid, 1.962, págs. 80-82). 18 En efecto, la LG afirma en su número 16: “Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio”. 19 Cf. Eclesiología del Vaticano II, Ed. SM, Madrid, 1.995, págs. 17-18.

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Una cosa parece cierta: el Concilio Vaticano II con su deseo de presentar la Iglesia como misterio de comunión, en el sentido ya indicado, ha querido superar las posiciones “societarias” y “juridicistas” que veían en ella sobre todo una “sociedad perfecta”, dotada de autoridad con poderes para configurar la marcha de la sociedad civil. Ya hemos dicho que tal concepción empieza a tomar cuerpo al comienzo del segundo milenio y se afianza con los tratados sobre la Iglesia de los siglos XIII y XIV, especialmente ocupados de desarrollar la “potestas” o autoridad eclesiástica. Una concepción que en muchos aspectos fue reforzada en la contrarreforma y que se mantiene operativa, aunque seriamente cuestionada por la teología emergente, hasta el mismo Concilio Vaticano II20. Pero también parece cierto que el Concilio no ha querido en forma alguna caer en aquellas posiciones falsamente espiritualizadas, como, por ejemplo, la mantenida por R. Sohm, a comienzos del siglo pasado, que sostienen que la Iglesia es una entidad religiosa y pneumática, incompatible con toda forma de institucionalización21. Al superar ambas posiciones unilaterales, el Concilio Vaticano II afirma la realidad de la Iglesia con su doble dimensión: visible y espiritual o invisible, jurídica y carismática, institucional y mistérica. En el número 8 de la LG se afirma de forma inequívoca esa doble dimensión: “Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino”. Esa realidad compleja que configura la naturaleza de nuestra Iglesia está brillantemente afirmada por H. Küng: “La Iglesia real es la Iglesia creída en lo visible y, por ende, la Iglesia invisible en lo visible. Síguese que su visibilidad es de naturaleza muy peculiar: tiene su lado interno, invisible, igualmente esencial. Lo visible de la Iglesia vive de lo invisible, está marcado, configurado y dominado por ello. Así, la Iglesia es esencialmente más de lo que es visiblemente: no sólo un pueblo o pueblecillo, sino un pueblo escogido; no sólo un cuerpo, sino un cuerpo místico; no sólo un edificio, sino un edificio espiritual. Cierto, la Iglesia no pude ni debe negar que es visible y esencialmente visible. Tampoco tiene posibilidad de evitar que, una y otra vez, se la tome en el mundo sólo por lo que es visiblemente: un fenómeno sociológico, como tantos otros, una organización religiosa que hay que favorecer o combatir o

20 Tal concepción se encuentra, por ejemplo, en el “Syllabus”, en el esquema “Supremi pastoris” del Concilio Vaticano I y en el magisterio papal de León XIII, Pío X, Benedicto XV y Pío XI. 21 Cf. J. A. Estrada, La Iglesia: ¿institución o carisma?, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.984.

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también ignorar tolerantemente, organización más o menos importante, pero una al cabo entre otras organizaciones, asociaciones y sociedades. En el mejor de los casos, puede protestar en voz alta y mejor en voz baja y proclamar que es más de lo que es visiblemente. Y puede sobre todo tratar de vivir de la fe en tal forma, que se convierta una y otra vez para los hombres en la inquietante pregunta de si no habrá aquí más de lo que visiblemente aparece. Pero ¡ay de la Iglesia que se pierda en lo visible, que, olvidándose de sí misma, se ponga en el mismo plano que las otras organizaciones, por entenderse primariamente como ‘factor de poder en la vida pública’, o como unión de intereses, como potencia cultural y educativa, como guardiana de una cultura –occidental, naturalmente-, como baluarte de la ‘tradición’ o como establishment: un pressure group entre otros, sólo que un poco más piadoso, en competencia con otros, con aspiraciones al poder en política, cultura, escuela y economía! Tal Iglesia se traicionaría a sí misma. En su visibilidad le faltaría lo esencial, lo que ocultamente la hace lo que debe ser; le faltaría el Espíritu, que invisiblemente penetra lo visible, la vivifica, la fecunda y acredita espiritualmente…No hay dos Iglesias, una visible y otra invisible. Tampoco puede decirse –con dualismo y espiritualismo platónicos- que la Iglesia visible (como material y terrena) sea copia de la verdadera Iglesia, que sería la invisible (como espiritual y celeste). Tampoco es cierto que lo invisible sea la esencia, y lo visible sólo la forma de la Iglesia. No, la Iglesia una es siempre, a par, visible e invisible, en su esencia y en su forma. La Iglesia creída es, consiguientemente, una sola Iglesia: invisible en lo visible, acaso mejor una Iglesia oculta en lo visible. Esta Iglesia cree y es creída. El credo no disuelve a la Iglesia, sino que la funda. La ecclesia no imposibilita el credo, sino que lo sostiene”22 Como ya hemos dicho, la LG, al partir en su capítulo primero del misterio de la Iglesia –misterio de comunión y, por ello, de salvación- nos ha querido proporcionar el marco adecuado para entender bien todos los títulos que legítimamente se puedan atribuir a la Iglesia para precisar su verdadera naturaleza. Pues bien, al situar el título concreto de Pueblo de Dios en el capítulo segundo de la misma LG se nos quiere decir que este título, enclavado en el marco mistérico del capítulo primero, es clave para entender lo que es la Iglesia. Como afirma J. A. Estrada “el Concilio parte del misterio de la Iglesia y, a partir de ahí, desarrolla los títulos eclesiológicos. Así el capítulo primero de la constitución sobre la Iglesia que se titula ‘el misterio de la Iglesia’, se completa con el capítulo segundo titulado ‘el pueblo de Dios’. Estos son los ejes privilegiados de la constitución que deben ser respetados por la eclesiología cuando ésta quiera ser fiel a la del Vaticano II”23.

22 Cf. La Iglesia…op. cit., págs. 51-53. Para clarificar el “cómo” debe ser creída la Iglesia y también para clarificar otra cuestión relacionada con las dimensiones visible e invisible de la Iglesia –su condición de santa y pecadora- cf. Ibid., págs. 44-48 y 381-410. 23 Cf. Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios. Sobre las ambigüedades de una eclesiología mistérica, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.988.

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Estamos, en efecto, al menos en el sentir de la eclesiología posconciliar más renovadora, ante los “dos ejes privilegiados” para comprender a la Iglesia de Jesús. Pero es más: conviene añadir que ambos ejes han de estar relacionados dialécticamente entre sí, porque de no mediar tal relación se pueden malentender ambos. Con la relación demandada se pueden evitar dos posibles riesgos cargados de ambigüedad. Y es que hablar de la Iglesia como misterio sin aterrizar en la Iglesia pueblo de Dios ofrece el riesgo de elaborar una eclesiología espiritualista, intimista y propensa al individualismo. Por otra parte, hablar de la Iglesia como pueblo de Dios sin situar esa su condición de pueblo en el marco previo de su naturaleza mistérica ofrece el riesgo de quedarse en una visión marcadamente sociológica y olvidar su dimensión pneumática, las raíces que más hondamente la sustentan24.

II) La Iglesia, pueblo de Dios en la historia. Comencemos reafirmando lo ya dicho más de una vez: desde la perspectiva en que nos sitúa el Concilio Vaticano II y, en consecuencia, en la que también nos sitúa buena parte de la reflexión eclesiológica actual, el título pueblo de Dios aplicado a la Iglesia no es un título más, sino el que ha de ser prioritariamente tenido en cuenta para adentrarse en la comprensión de la naturaleza de ese misterio de comunión que hemos visto que es la Iglesia25. Esta es la significación que suele concederse al hecho de que los Padres conciliares votaron por amplia mayoría colocar el capítulo dedicado al pueblo de Dios en segundo lugar, a continuación del marco mistérico establecido con el capítulo primero y con anterioridad al tercero, dedicado a la “constitución jerárquica de la Iglesia, y particularmente el episcopado”, alterando así el orden contrario establecido entre ambos capítulos en el esquema anterior al documento finalmente aprobado. ¿Qué significado tiene privilegiar de esa manera este título de pueblo de Dios? Podríamos responder diciendo que “contiene los gérmenes de una auténtica 24 Cf. Ibid., págs. 11-13. El autor llega a afirmar que “detrás de la teología del misterio de la Iglesia se esconden a veces proyectos restauracionistas”. En una dirección similar, cf. R. Velasco, La Iglesia de Jesús, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 1.992, pp. 239-242. 25 “Se puede decir que la herencia del Concilio, desde su aspecto eclesiológico, se juega en gran parte en torno al desarrollo de la teología del pueblo de Dios. Todo intento de marginar, reducir o limitar la teología del pueblo de Dios como explicitación del misterio de la Iglesia es infiel al Concilio…Nuestra fidelidad al Concilio se establece en nuestra capacidad para continuar su obra y profundizar en las implicaciones dela Iglesia como pueblo de Dios, en contraste con otras definiciones y teologías anteriores. Por eso, no tiene nada de extraño que los movimientos y personas más negativos o reacios a valorar positivamente el Concilio, tomen distancias de esta definición y propongan sustituirlo por otra, según ellos, más fiel al Concilio y que de hecho lleva a neutralizar las implicaciones del capítulo segundo de la Constitución (LG)”. (Cf. J. A. Estrada, La Iglesia, pueblo de Dios, en AA. VV., Iglesia y pueblo. VI Congreso de teología, en “Misión Abierta”, nº 5-6 (Diciembre 1.986), págs. 91-92.

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desclericalización de la Iglesia, de una democratización de las formas de ejercer la autoridad y de comportarse las instituciones…, de una inversión de la eclesiología verticalista y jerarquizante y de un redescubrimiento del papel de los laicos y de los diversos carismas que se dan en todos los cristianos en la Iglesia”26. Son gérmenes que nos interesan especialmente pues están todos más o menos directamente relacionados con el tema del laicado que nos ocupa en esta Semana de Pastoral. Es precisamente teniendo muy en cuenta el objetivo de fundamentar la necesidad de redescubrir y recuperar la importancia decisiva del laicado en la iglesia como voy a desarrollar brevemente este punto. Parece claro que la intención de los Padres conciliares, al propiciar el cambio de orden antes indicado entre los capítulos segundo y tercero de la LG, fue la de hacer ver que el título pueblo de Dios “designa esa realidad englobante de la Iglesia, previa a toda diferenciación, que remite a lo básico y común de nuestra condición eclesial: nuestra simple condición de creyentes como la realidad primaria y fundamental desde la que hemos sido constituidos en pueblo”27. Dicho de una forma más compendiosa y un tanto provocativa: la significación que se esconde en el título pueblo de Dios es que el centro de la Iglesia está en el pueblo creyente28. Asumir de forma consecuente este título de pueblo de Dios, con el contenido significativo que quiso darle el Concilio Vaticano II, conduce a dar el segundo de los “pasos” o giros anteriormente indicados, superando aquella concepción anterior que veía en la Iglesia una “sociedad desigual”, constituida por “dos géneros de cristianos” y fuertemente jerarquizada. Recordemos algunas expresiones características de esta concepción, que parece necesario superar, caminando hacia una eclesiología total. En el siglo XI, el papa Urbano II habla de dos maneras distintas de vivir la fe cristiana: “La santa Iglesia, en sus comienzos, instituyó para sus hijos dos formas de vida. La primera envuelve en indulgencia la flaqueza de los débiles, la segunda conduce a la perfección de la vida bienaventurada de los fuertes. La una permanece en la llanura de Segor, la otra trepa a la cumbre de la montaña. La primera redime sus pecados con sus lágrimas y sus limosnas, la otra adquiere méritos eternos con su oración ardiente de cada día. Los que adoptan la primera, que es inferior, usan los bienes de la tierra; pero los que llevan la segunda, que es superior, menosprecian los bienes de la tierra y renuncian a ellos totalmente”29. Un siglo después, en el año 1.140, en un Canon cuya paternidad Graciano atribuye a San Jerónimo se dice: “Hay dos géneros de cristianos. Uno, ligado al servicio divino y entregado a la contemplación y la oración, se abstiene de toda bulla de realidades temporales y está constituido por los clérigos…El otro es el género de 26 Cf. J. A. Estrada, Del misterio…op. cit, pág., 17. 27 Cf. R. Velasco, La Iglesia de Jesús…op. cit., pág. 251. 28 Cf. J. Mª Castillo, La alternativa cristiana, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.978, págs. 145-196. 29 Citado por F. Martínez en Refundar la vida religiosa.. Vida carismática y misión profética, Ed. San Pablo, Madrid, 1.994, pág. 53, nota 19.

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cristianos al que pertenecen los laicos. En efecto, laós significa pueblo. A éstos se les permite tener bienes temporales, pero sólo para sus necesidades. En efecto, no hay nada tan miserable como despreciar a Dios por el dinero. A éstos se les permite casarse, cultivar la tierra, hacer de árbitros en los juicios, defender sus propias causas, depositar ofrendas en los altares, pagar los diezmos: así podrán salvarse, con tal que eviten los vicios y obren bien”30. Ya en el s. XIX, en el esquema de Constitución de la Iglesia, preparado para el Concilio Vaticano I, se decía: “La Iglesia de Cristo no es una comunidad de iguales en la que todos los fieles tuvieran los mismos derechos, sino que es una sociedad de desiguales, no sólo porque entre los fieles unos son clérigos y otros laicos, sino, de una manera especial, porque en la Iglesia reside el poder que viene de Dios, por el que a unos es dado santificar, enseñar y gobernar y a otros no” A finales del mismo siglo XIX, León XIII, en consonancia con el esquema mencionado, afirmaba que “es constante y manifiesto que hay en la Iglesia dos órdenes bien distintos por su naturaleza: los pastores y el rebaño, es decir, los jefes y el pueblo. El primer orden tiene por función enseñar, gobernar, dirigir a los hombres en la vida, imponer reglas; el otro tiene que estar sometido al primero, obedecer, ejecutar sus órdenes y honrarle”31 Todavía a comienzos del siglo XX, el papa Pío X, en su Carta Encíclica Vehementer Nos (año 1.906) sostenía el mismo dualismo, con un lenguaje incluso más duro, al decir que “la Iglesia es, por su propia esencia, una sociedad desigual, es decir, una sociedad que incluye a dos categorías de personas: los pastores y el rebaño, los que ocupan un rango en los diferentes grados de la jerarquía y la multitud de los fieles. Y estas categorías son de tal forma distintas entre sí, que únicamente en el cuerpo pastoral reside el derecho y la autoridad necesarios para promover y dirigir todos los miembros hacia el fin de la sociedad. Por lo que se refiere a la multitud, no tiene otro derecho sino el de dejarse guiar y, como rebaño fiel, seguir a sus pastores”32. Frente a una Iglesia así concebida como “sociedad desigual” con “dos géneros de cristianos”, que parece llevar consigo que la vida de unos ha de estar informada por los consejos evangélicos y la de otros simplemente por la obediencia a los mandamientos, el Concilio, al considerar el título pueblo de Dios como eje privilegiado para la configuración de la Iglesia, subraya que ésta es, en su dimensión más radical, una comunidad de iguales. De esta forma se destaca la igualdad fundamental que otorga a todos los miembros que forman ese pueblo su común condición de creyentes, y que es previa a toda legítima diferencia posterior, que venga postulada por los diversos carismas vinculados a la realización de tareas y ministerios también diversos. Y lo es de forma tan decisiva que sin tener en

30 Cf. Decretum Gratianis, pars II, c. 7, causa XII, qu. 1. 31 Cf. Lettre à Monseigneur Meignan, archevêche de Tours (17-XII-1.888). 32 Para una consideración de esta concepción de la Iglesia como “sociedad desigual”, con “dos géneros de cristianos”, con las muchas consecuencias negativas que de ella se deducen, cf., por ejemplo, R. Parent, Una Iglesia de bautizados. Para una superación de la oposición de clérigos/laicos, Ed. Sal Terrae , Santander, 1.987.

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cuenta ese carácter previo de la igualdad fundamental se malentiende toda diversidad. Esta me parece la enseñanza inequívoca del Concilio Vaticano II. Con fuerza se subraya esa previa igualdad radical, a la que anteriormente hacíamos referencia, en el número 32 de la LG: “Por tanto, el Pueblo de Dios, por Él elegido, es uno: un Señor, una fe, un bautismo (Eph 4,5). Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, por consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque no hay judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois ‘uno’ en Cristo Jesús Gal 3, 28 gr.; cf. Col 3, 11). Una igualdad radical que, por otra parte y como también decíamos, no impide hablar de legítima diversidad entre sus miembros. En el mismo número 32 de la LG se afirma, en efecto, que “por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se gobierna sobre la base de una admirable variedad”. Y aduce para justificar tal variedad a S. Pablo: “Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros (Rom 12, 4-5)”. Pero esa variedad -como ya se insinúa en el texto citado de Pablo, al indicar que las diversas funciones están al servicio de todos los miembros-, sólo puede entenderse teniendo en cuenta la previa igualdad radical. Es lo que se afirma en el mismo número 32: “Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común de todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad”. Esta igualdad radical tiene su mejor expresión en la común vocación de todos a la misma santidad. Después de afirmar en este número 32 que “si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 Petr 1,1)”, desarrolla esta común vocación de todos a la santidad con amplitud y suma claridad en el número 40 de la misma LG: “El divino Maestro y el Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es el iniciador y el consumador: Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con todo el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mt 12, 30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf Jn 13, 34; 15, 12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y

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por lo mismo, realmente santos…Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena”33. Parece entonces necesario superar esa visión de la Iglesia edificada a partir de su supuesta condición de “sociedad desigual” con “dos géneros de cristianos”, para caminar de forma decidida hacia una nueva visión que remita, como decíamos más arriba, a lo que es básico y común de nuestra condición eclesial, es decir, a nuestra simple condición de creyentes como la realidad primaria y fundamental que nos constituye a todos en pueblo de Dios. Aquí tocamos fondo: lo decisivo, eclesiológicamente hablando, es nuestra fe común34. Y es que, como también recuerda la LG, “quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 Petr 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5-6) pasan, finalmente a constituir un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición…, que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios ( 1 Petr 2, 9-10)”35. Un pueblo, sigue diciendo la LG, cuya condición “es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo”, que “tiene por ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cf. Jn 13, 34)” y que tiene “como fin, el dilatar más y más el reino de Dios”36. Es, pues, la fe la que nos iguala y nos constituye a todos los creyentes en pueblo todo él sacerdotal, formado por hijos e hijas de Dios, hermanos y hermanas en Cristo, que portan el mismo Espíritu, llamados a la misma santidad y convocados a formar una comunidad de seguidores y seguidoras al servicio de la causa del Reino.

33 Esta común vocación de todos los miembros del pueblo de Dios a la santidad o, lo que es lo mismo, al seguimiento de Jesús, puede considerarse hoy doctrina oficialmente recibida y aceptada por la práctica totalidad de la reflexión teológica actual. Cf., al respecto, J. Lois, Universalidad del llamamiento y radicalidad del seguimiento, en AA. VV., ¿Quién decís que soy yo? Dimensiones del seguimiento de Jesús, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 2.000, págs. 105-150. 34 Con razón dice R. Velasco que “acaso la mejor oportunidad para situarnos en el punto de arranque de la revolución eclesiológica conciliar nos la ofrezca esta afirmación de la primera carta de Juan: ‘Esta es la victoria que vence al mundo: nuetra fe” (1 Jn 5, 4)” (cf. La Iglesia…op. cit., pág 253). Esto se entiende sin esfuerzo si tenemos en cuenta lo que afirma la LG en su número 9: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente”. La experiencia de fe, respuesta del ser humano a esa voluntad salvífica de Dios, ha de ser entendida en el seno de una dinámica que conduce a la comunidad creyente, de la cual es el factor decisivo en tanto que constituyente. 35 Cf. nº 9. 36 Cf. el mismo nº 9.

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Hay que caminar entonces, de acuerdo con las mejores intuiciones del Vaticano II, hacia una eclesiología total que reivindique esa común condición de todos los creyentes, para superar así tantas falsas distinciones convertidas en oposiciones- generadoras de injusta discriminación, falsa sumisión e incluso exclusión-, y poder, en consecuencia, abrazar a todos los miembros de la Iglesia en un único pueblo de Dios informado por la comunión fraterna, la participación activa y la corresponsabilidad. Como indica B. Forte “la relación fontal, constitutiva del ser y del obrar del laico, es su relación con Cristo. Mediante el bautismo ha sido incorporado a Cristo, ungido por el Espíritu santo, y por eso mismo constituido en pueblo de Dios...Esta condición es también común a los ministros ordenados y a los religiosos: es la ontología de la gracia, la antropología cristiana. Pero en el pasado la acentuación de las prerrogativas jerárquicas y la concepción puramente negativa del laico como ‘no clérigo’ habían oscurecido muchas veces la riqueza común a todos los bautizados. Desde este punto de vista es justo decir que anteponer el capítulo De populo Dei a los de la jerarquía y el laicado en el curso de los trabajos conciliares fue una verdadera ‘revolución copernicana’. Quedó así restituida a la ontología de la gracia su justa primacía: se vio ante todo a la Iglesia en su totalidad según aquello que es común a todos los fieles. De esta forma el tema del laicado quedó colocado oportunamente en el ámbito de la eclesiología total, en donde la unidad que procede del Padre por Cristo en el Espíritu viene antes que la distinción, sin anularla por eso, sino vivificándola en la dialéctica de la comunión y del servicio. Todos los bautizados son Iglesia, partícipes de las riquezas y de las responsabilidades que lleva consigo la consagración bautismal, dentro siempre de la variedad de carismas y de ministerios”37. Para caminar hacia esa eclesiología total, que con razón puede considerarse un “redescubrimiento” del Concilio Vaticano II38, es indispensable tener en cuenta la distinción a que se refiere San Agustín en un texto muy significativo recogido por la LG en su número 42: “Si me asusta lo que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros, Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél nombre expresa un deber, éste una gracia; aquél indica un peligro, éste la salvación”. Se perfilan aquí con nitidez dos niveles o planos: el del “con” vosotros y el del “para vosotros”, que se refieren a dos realidades eclesiales que deben diferenciarse con claridad. El primer nivel o plano del “con vosotros” nos remite a la ontología de la gracia, a la realidad sustantiva de la Iglesia, a lo que podríamos llamar eclesialidad primera. Es el nivel o plano de la comunión o koinonía39.

37 Cf. Laicado y laicidad, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.987, pág. 45. 38 Cf. Ibid., pág. 24. 39 En este nivel o plano se sitúan los capítulos primero (misterio de comunión), segundo (pueblo de Dios), quinto (universal vocación a la santidad) y séptimo (índole esacatológica de la Iglesia) de la LG.

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El segundo nivel o plano del “para vosotros” nos remite a las tareas diversas o realidades relativas, a la eclesialidad segunda. Es el nivel o plano de las diakonías o de los distintos ministerios, vinculados a los también distintos carismas40. La relación entre ambos planos o niveles –esencial para entender bien la Iglesia de Jesús- está muy bien precisada, a mi entender, por R. Velasco: “La ‘koinonía’ es, a su nivel, la realidad primera y última constituyente de Iglesia, donde se decide la totalidad de la Iglesia en su ser y en su misión. No sólo la realidad básica de la Iglesia, sino, a la vez, su horizonte último de comprensión”. “Las ‘diakonías’ son, a su nivel, distintas instancias que surgen en la Iglesia en cuanto necesarias ‘para’ la realización de la koinonía. Instancias constitutivamente relativas, puesto que toda su consistencia, su razón de ser y su inteligibilidad les viene de su referencia a otra cosa: a la comunión eclesial. Haber sustantivado en la Iglesia lo que es relativo ha sido la gran fuente de equívocos que hace tan difícil volver a dar con la verdadera realidad eclesial”41. Una mayor clarificación del modelo de Iglesia consonante con la eclesiología total a que estamos haciendo referencia, que nos puede permitir tomar conciencia del cambio de modelo eclesial que implica, demanda replantearse a fondo cuestiones como las que siguen: la reconsideración de los ministerios en la Iglesia, la superación de la oposición clérigos-laicos, la posibilidad teológica de una democratización de la Iglesia, la superación de la situación de discriminación actual de la mujer en su seno, la importancia de reinstaurar el “principio colegial” y de recuperar la primacía de la Iglesia local … Me contento con considerar aquí muy brevemente las cuatro primeras cuestiones mencionadas, por estar más directamente relacionadas con la cuestión del laicado, tema central de nuestra Semana de Pastoral42. II.1.- La eclesiología total y los ministerios en la Iglesia. En el modelo eclesial postulado por esa eclesiología total, hacia la que parece muy conveniente caminar, todo ministerio ha de ser entendido en el seno de la comunidad eclesial. Como indica J. Mª Castillo “lo primero y más fundamental en la Iglesia no es el ministerio, sino la comunidad” y, por consiguiente, “el sentido y 40 Como indica B. Forte, “cuando las actividades suscitadas por el Espíritu con la efusión de los carismas asumen el carácter de un servicio concreto, de importancia vital, que supone una verdadera responsabilidad, reconocido como tal por la Iglesia y con cierta duración, toman el nombre de ministerios…En otras palabras, el ministerio es un carisma ligado a un encargo, a una misión” (cf. Laicidad…op. cit., p. 58). En este nivel o plano del “para vosotros” se sitúan los capítulos tercero (constitución jerárquica de la Iglesia), cuarto (laicos) y sexto (religiosos) de la LG. 41 Cf. La Iglesia…op. cit., págs, 254-255. 42 Parece indudable que una eclesiología total, derivada de una consideración de la Iglesia como misterio de comunión y pueblo de Dios, demanda lógicamente esa reinstauración en la Iglesia del “principio colegial y esa recuperación de la primacía de la Iglesia local”. Cf., al respecto, las consideraciones de R. Velasco en Iglesia de Jesús, op. cit., págs. 289-292 y 259-262.

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la razón de ser del ministerio consiste precisamente en ser un servicio en la comunidad y para la comunidad de los creyentes”43. Precisamente por eso el lugar primario de comprensión y realización de todos los ministerios es la comunidad cristiana real, desde su concreción más local e inmediata hasta sus dimensiones más universales44. Para reconsiderar hoy los ministerios es indispensable recuperar con vigor esa dimensión eclesial, comunitaria. E. Schillebeeckx ha mostrado que mientras en el primer milenio la dimensión eclesial es elemento determinante para la ordenación o institución ministerial45, a partir del segundo milenio la referencia del ministerio a la comunidad se va perdiendo, al centrarse ahora la atención en la referencia a un Cristo que actúa directamente sobre el candidato, sin la mediación comunitaria. Mientras la dimensión eclesial del ministerio se conserva aparece como elemento decisivo de la llamada “ordenación” de los presbíteros y de los Obispos la elección o al menos la participación activa de la comunidad en la que debía integrarse el ministro ordenado. Esta participación del pueblo creyente se expresaba con el gesto de la “mano alzada” (jeirotonía)46. Cuando esa dimensión se oscurece y desaparece la participación activa de la comunidad, el ministerio ordenado se va poco a poco comprendiendo más como un estado de vida personal vinculado al ejercicio del poder sagrado que como un servicio a la comunidad. En el nacimiento del “estatuto clerical” esta pérdida de la dimensión eclesial ha tenido importancia decisiva. La participación activa de la comunidad creyente en la “ordenación” ministerial no significaba, sin embargo, que el ministro elegido se entendiese como mero delegado de dicha comunidad. Junto al gesto de la “mano alzada”, ya indicado, existía también el gesto de la “imposición de las manos”, que expresaba la conciencia de que el proceso de participación comunitaria era el propio de una comunidad toda ella sacerdotal y carismática, es decir, habitada y movida por el Espíritu. De esta forma se llegaba a una articulación feliz de las referencias

43Cf. Los ministerios en la Iglesia, Ed. Fundación Santa María, Madrid, 1.983, pág. 27. 44 “Ningún ministerio es una realidad ‘en sí’, sino que se define como tal ‘desde’ y ‘para’ la realidad a la que sirve. Esta realidad (la comunidad de los creyentes) es el ‘centro de gravitación’. Ningún ‘ministerio’ o distinción eclesial tiene sentido sino como algo que gira en torno a esa realidad soberana, no para introducir en la Iglesia ‘distinciones’ que puedan dar a entender que hay en ella algo más importante que ser creyente sin más” (Cf. R. Velasco, La Iglesia…op. cit., pág. 264). 45 El gran teólogo dominico recuerda que el canon 6º del Concilio de Calcedonia (año 451) no sólo condena toda forma de “ordenación absoluta”, es decir, de ordenación cuyo candidato no estuviera vinculado a una comunidad concreta, sino que la declara inválida ( cf. Le ministere dans l’Eglise, Ed. Du Cerf, Paris, 1.981, pág. 204, nota 23). 46 J. I. González Faus ha estudiado esa participación en las elecciones episcopales a través de la historia de la Iglesia (cf. “Ningún obispo impuesto (San celestino, papa). Las elecciones episcopales en la historia de la Iglesia”, Ed Sal Terrae, Santander, 1.992).

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cristológica, pneumatológica y eclesiológica del ministerio, con la convicción consiguiente de que el acontecer cristológico se produce en la “ordenación” a través de su Espíritu, en y desde la Iglesia47. En esta reconsideración de los ministerios demandada por una eclesiología total, es indispensable recordar lo que es obvio: la diaconía o ministerialidad concreta de Jesús de Nazaret (su ser y vivir para-los-demás, su incuestionable condición de servidor) debe informar toda concepción y realización ministerial de la Iglesia. En realidad, la dimensión comunitaria del ministerio que estamos subrayando se expresa a través del servicio. El N. Testamento destaca con claridad que las categorías de siervo y servicio perforan e iluminan toda la vida de Jesús: “…Porque tampoco el Hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos” (Mc 10, 45; cf. Mt 20, 28). “Vamos a ver, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? El que está a la mesa, ¿verdad? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22, 27). El Evangelio de Juan condensa toda la vida de Jesús en un gesto fundamental –el lavado de los pies- que era la acción de servir propia de los esclavos de su tiempo y Pablo insistirá en la kénosis al indicar que el Mesías Jesús no se aferró a su categoría de Dios y tomó la condición de esclavo servicial (cf. Fil 2, 5-11; Gal 3, 13; 2 Cor 5, 21). Por otra parte, Jesús pidió expresamente a sus discípulos que le siguieran en este punto: “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones dominan, y que sus grandes les imponen su autoridad. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, entre vosotros el que quiera hacerse grande ha de hacerse servidor vuestro, y el que quiera ser primero, ha de ser siervo de todos” (Mc 10, 42-44; cf. también Mt 20, 25-27; Lc 22, 25-27). Y también: “Vosotros, en cambio no os dejéis llamar ‘Rabbí’, pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos; y no os llamaréis ‘padre’ unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo; tampoco dejaréis que os llamen ‘directores’, porque vuestro director es uno sólo, el Mesías. El más grande de vosotros será servidor vuestro. A quien se encumbra, lo abajarán, y a quien se abaja, lo encumbrarán” (Mt 23, 8-12). Nos hemos referido directamente hasta ahora a los que solemos llamar ministerios “ordenados”. Pero una eclesiología total exige el discernimiento y el reconocimiento real de todas las riquezas carismáticas y ministeriales que el Espíritu suscite en todos los bautizados, esto es, en todos los hombres y mujeres que constituyen la comunidad cristiana. El N. Testamento acredita la existencia de abundantes y diversos ministerios, referidos a necesidades estructurales o más coyunturales de las comunidades diversas. Se aprecia en las comunidades neotestamentarias una gran creatividad, bajo el impulso del E. Santo y la presión de los acontecimientos y las necesidades que van surgiendo48.

47 Cf. J. Burgaleta, Los ministerios de la comunidad ministerial (Apuntes del Instituto Superior de Pastoral de Madrid “ad usum privatum”), págs, 16-21. 48 En el N. Testamento, la diversidad de ministerios en las distintas Iglesias (Jerusalén, comunidades prepaulinas, comunidades fundadas por Pablo, comunidades joánicas…) y en las distintas etapas históricas (época apostólica, subapostólica y tiempo posterior) es muy grande.

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Desde la reconsideración ministerial que aquí estamos presentando se siente la urgencia de potenciar diversos ministerios laicales, movidos también nosotros hoy por el impulso del Espíritu y la presión de los acontecimientos y las nuevas necesidades que siguen surgiendo. Los ministerios son carismas ligados a encargos o tareas que deben garantizar el funcionamiento de la Iglesia, tanto en relación con el interior de la misma Iglesia (ministerios “ad intra”), como en relación con el mundo en donde la Iglesia tiene que anunciar y hacer presente el Reino de Dios (ministerios “ad extra”). Por otra parte, al referirse a estos ministerios laicales, se puede hablar de ministerios simplemente “reconocidos”, de ministerios “confiados” y de ministerios “instituidos”. Los primeros se vinculan a servicios significativos para la comunidad, pero con carácter poco permanente, pudiendo desaparecer cuando varíen las circunstancias concretas que los han urgido. Son, pues, ministerios para realizar tareas ocasionales y temporales, asumidos sin ninguna formalidad canónica o gesto litúrgico. Son simplemente reconocidos por las comunidades en que nacen y, tal vez, por otras instancias eclesiales. Los ministerios que suelen llamarse “confiados” están vinculadas a tareas dotadas de mayor estabilidad, en conexión necesidades más habituales de la comunidad cristiana y son instituidos mediante algún gesto litúrgico simple o alguna forma canónica. Por fin, se habla de ministerios “instituidos” cuando la función es conferida por la Iglesia a través de un acto litúrgico llamado “institución”. Estamos hablando de ministerios muy diversos ya existentes en algunas Iglesias: ministerios de coordinación, ministerios de evangelización (ministros de la Palabra, catequistas…), ministerios vinculados a la oración y a la liturgia (ministros de la oración comunitaria, de celebraciones litúrgicas diversas, acompañantes de la religiosidad popular para que asuma un dinamismo profético y liberador…), ministerios de caridad y de promoción social (asistencia a enfermos, a ancianos que viven solos o a los “sin techo”, servicio de orientación familiar, matrimonial, promotores de salud, defensa del medio ambiente, promoción de la mujer, promotores de cooperativas, defensa de la promoción de la dignidad humana, pastoral de la tierra al servicio de los “sin tierra”…), ministerios más directamente relacionados con la acción política en general, ministerios de responsables y asesores de movimientos apostólicos u otros como los surgidos

Nos encontramos con los “doce”, los “apóstoles”, “profetas” y “maestros” (Hch 13, 1-4; 1 Cor 12, 28), los “pastores” y “evangelistas” (Ef 4, 11-12), los “siete” (Hch 6, 3-6) o con aquellos a quienes Pablo llama sus colaboradores (Rom 16, 3; 1 Tes 3, 2; 2 Cor 8, 23) y responsables de las comunidades locales ( 1 Tes, 1, 1; 1 Cor 1, 1; 2 Cor 1, 1; Fil 1, 1; Filem 1, 1; 1 Cor, 16, 19-20; Rom 16, 3 ss.; Fil 4, 21; Filem 1, 24), designándolos con los títulos genéricos de synergountes (cooperadores) y opiontes (los que comparten el cuidado de la comunidad: 1 Tes 5, 12; 1 Cor 16, 16)…

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para luchar contra el hambre o lograr la cancelación de la deuda de los países empobrecidos…49 Lo que interesa subrayar es que la eclesiología total demanda que los ministerios no sean considerados un “status” o una “dignidad estable”, sino fundamentalmente una tarea servicial, “una realidad eclesial y no una cualificación ontológica de la persona del ministro al margen del contexto eclesial constitutivo”50. Y demanda igualmente, y en consecuencia, que la Iglesia se entienda a sí misma como una comunidad fraternal que es toda ella carismática, diaconal o ministerial, discipular, que se edifica como tal en el ejercicio del amor servicial, siguiendo las huellas de Jesús, su único maestro51. II).2.- De la oposición clérigos-laicos al binomio comunidad-ministerios. Mientras que una Iglesia entendida como “sociedad desigual”, con “dos géneros de cristianos”, se estructura en torno al binomio clérigos-laicos, con la consecuencia frecuente y funesta de desposeer a los últimos de su real eclesialidad, reduciéndolos a miembros pasivos o carentes de verdadera responsabilidad, una Iglesia informada por la eclesiología total que aquí defendemos conduce a una superación de tal binomio y a postular una Iglesia entendida, en su dimensión más profunda o sustantiva, como una comunidad de bautizados, toda ella carismática o habitada por el Espíritu del resucitado con sus dones o carismas diversos que la capacitan para ser una comunidad ministerial o servicial, es decir, estructurada en torno al eje central comunidad-ministerios. Congar afirma, con su inmensa sabiduría eclesiológica, que la distinción entre clérigos y laicos se hizo “neta a partir del siglo III” y que “llegó a adquirir, contra todos los que la estimaron en menos, todos los rasgos de una estructura jurídica fundamental”52. Es en el segundo milenio, como hemos visto por los testimonios aducidos páginas más arriba, cuando tal distinción se afianza, va informando la

49 En el “Motu Propio” “Ministeria quaedam” (15-VIII 1.972) Pablo VI da un impulso a los ministerios laicales al invitar a las Conferencias Episcopales a solicitar permiso para instituir nuevos ministerios cuando se estimen necesarios. 50 Cf. E. Schillebeeckx, Le ministere…op. cit., pág. 65. 51 Desde estas reflexiones hechas sobre los ministerios parece necesario proceder a una reconsideración de la autoridad en general en el seno de la Iglesia, en sí misma considerada y en su forma de ejercicio, lo cual exigiría, entre otras cosas, proceder igualmente a una reconsideración de la distinción-oposición entre Iglesia “docente” y “discente” y también a una clarificación, hecha desde el reconocimiento de la diversidad funcional, de la relación entre magisterio y fieles creyentes y, más en concreto, entre magisterio y teología . Al no poderlo hacer aquí me remito a J. Lois, Libertad y autoridad en la Iglesia, en “Diálogo”, nº 13, septiembre-diciembre 1.988, págs. 10-12 y, sobre todo, a R. Velasco, La iglesia…op. cit., págs. 256-262. 52 Cf. Un intento de síntesis, artº. cit., pág. 263. Cf. también los muy significativos testimonios tempranos de los siglos III y IV (Tertuliano, San Juan Crisóstomo, Eusebio de Cesarea) que pueden encontrarse en J. J. Tamayo-Acosta, De la oposición clérigos-laicos al binomio comunidad-ministerios, en “Misión Abierta” nº 5-6 (noviembre 1987), pág. 116.

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reflexión eclesiológica y también no pocos documentos del magisterio eclesiástico, y se mantiene muy presente hasta las mismas puertas del Concilio Vaticano II53. En la perspectiva de una eclesiología total –es decir, una eclesiología de comunión que se concreta en privilegiar el título pueblo de Dios en el sentido indicado- no son pocos los teólogos y teólogas que en la actualidad postulan la superación de la misma noción del laicado. Como señala B. Forte “no se trata tanto de oponer el laico al clérigo o al religioso, como de distinguir en la comunidad los carismas y los ministerios, ordenados o no. En el ámbito de este binomio comunidad-ministerios y carismas queda debidamente señalada la dimensión eclesial de toda condición cristiana, en la complementariedad de los servicios y de las funciones. Se trata de la primacía del polo comunitario…primacía que no significa confusión amorfa, sino diversidad funcional, articulada en la unidad, en la común riqueza bautismal y en la responsabilidad común para con los hombres”54. Ahora bien, y como advierte el mismo teólogo italiano “a la superación de la categoría ‘laicado’ en eclesiología debe unirse la positiva asunción de la ‘laicidad’ como dimensión de toda la Iglesia”. Tal asunción, según el mismo autor se debe situar en un triple nivel o plano: “en primer lugar, en el plano de las relaciones intereclesiales (laicidad en la Iglesia); después , en el plano de la común responsabilidad de los bautizados en relación a lo secular y a la mediación a realizar entre salvación e historia (laicidad de la Iglesia); finalmente, en el plano del reconocimiento por parte de la Iglesia del valor propio y autónomo de las realidades terrenas (laicidad del mundo, recibida por la Iglesia)”55. ¿Qué contenido significativo debe atribuirse a esa asunción positiva y crítica de la laicidad en el triple nivel indicado?56 La asunción positiva y crítica de la laicidad en la Iglesia exige considerar a todos los bautizados como sujetos de los derechos humanos hoy universalmente reconocidos y, en consecuencia, exige igualmente el reconocimiento y promoción de la dignidad y responsabilidad propia de todos ellos. En consecuencia, “el clima propio de la laicidad en la Iglesia es el de la tolerancia y el del diálogo, que se funda teológicamente en la eclesiología de la comunión”. Una tolerancia y diálogo

53 El jesuita español J. Salaverri, cuyo tratado de eclesiología – De Ecclesia Christi, en Sacrae Theologiae Summa, T. I, Ed. BAC, Madrid, 1.962- fue libro de texto en numerosos centros teológicos dice al respecto: “Existe en ella (en la Iglesia), por voluntad de su divino fundador, una discriminación en virtud de la cual unas personas, con exclusión de las demás, han sido llamadas a ejercer los poderes esenciales, según la ley establecida por el propio Cristo” (cf. La potestad del magisterio eclesiástico y asentimiento que le es debido, en “Estudios Eclesiásticos”, 29 (1955) pág. 174). 54 Cf. Laicado y laicidad, op. cit., págs. 49-50 . 55 Cf. Ibid., pág. 61 y 67-68. 56 Responder a esa pregunta me parece clave para calibrar bien el alcance profundamente renovador de la propuesta que ofrece una eclesiología realmente total. Intentaré hacerlo siguiendo muy de cerca las consideraciones, a mi parecer precisas y brillantes, que presenta el teólogo italiano en la obra ya citada en más de una ocasión (cf. Ibid., págs. 61-72). Me contentaré con presentar una breve síntesis de tales consideraciones.

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que demandan varios respetos: a la libertad de todo creyente en el seno de la Iglesia, al primado de su conciencia y de la motivación interior respecto de la observancia formal y a la responsabilidad de cada uno en orden al crecimiento de la comunidad hacia la plenitud de la verdad. La asunción igualmente crítica positiva de la laicidad de la Iglesia supone destacar la responsabilidad de todos los bautizados y no sólo los laicos en relación con el mundo secular: “En realidad todos los cristianos, cada uno según el carisma recibido deben cooperar con los otros en orden a la evangelización de la comunidad y de la historia; por eso, todos son corresponsables, tanto en el interior de la vida eclesial, como en relación con el mundo, obligados a poner al servicio los propios dones allí donde el Espíritu llama a cada uno, en una relación de comunión articulada y dinámica entre los varios ministerios y carismas. En esta perspectiva llega incluso a ser superada la separación entre ámbito sagrado y ámbito profano”. El alcance innovador de esta laicidad de la Iglesia se percibe mejor al subrayar que con ella se está exigiendo la superación de la vinculación específica de los laicos con la secularidad, con lo cual se va más allá del mismo Vaticano II y su intento de vincular a los laicos con el mundo secular como si tal vinculación fuese algo suyo, propio y peculiar. En efecto, en el nº 31 de la LG se dice que “el carácter secular es propio y peculiar de los laicos”57. Desde una eclesiología total parece más consonante decir, con R. Velasco, que “el intento conciliar de destacar la ‘índole secular’ de los laicos como algo ‘propio y peculiar’, tampoco conduce a grandes resultados”. La razón es que “una de dos: o lo que se dice de los laicos es propio de todo creyente (‘buscar el reino de Dios tratando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios’) o se cae en una peligrosa ‘secularización’ de los laicos, con la consiguiente y peligrosa también, ‘sacralización’ de los clérigos (los laicos en el mundo, los clérigos en la Iglesia)…Con lo cual se impone otra lógica más perjudicial todavía: acercarse al mundo es alejarse de Dios, cuanto más se acerca una a Dios más se aleja del mundo. Y así lo que se encomienda a los laicos es lo más bajo, después de haber encumbrado a los clérigos a lo más alto”58. Si se asume, pues, la laicidad de la Iglesia la conclusión es clara: “La relación con las realidades temporales es propia de todos los bautizados, si bien en una variedad de tonos y formas, conexionados más con carismas personales que con contraposiciones estáticas entre laicado, jerarquía y estado religioso… ¡La iglesia entera debe caracterizarse por una relación positiva con la laicidad!”59

57 En el mismo número 31 se añade: “Pues los miembros del orden sagrado, aun cuando alguna vez pueden ocuparse de los asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación. En tanto que los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos corresponde por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios”. 58 Cf. La Iglesia…op. cit., pág. 267. 59 Cf. B. Forte, Laicado…op. cit., pág.66.

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El tercer nivel o plano nos sitúa ante la asunción positiva y crítica de la laicidad del mundo, que exige por parte de la Iglesia al menos un doble respeto, en este mundo nuestro actual democrático, plural y secularizado. Respeto, en primer término, a la consistencia autónoma de la realidad secular y, por tanto, a los distintos conocimientos de los que hoy los seres humanos disponen, procedentes de los más diversos campos del saber60. Y respeto, en segundo lugar y más en concreto, a la legítima autonomía de la vida pública o política y a las reglas de juego de la verdadera democracia61. La asunción de esta laicidad del mundo supone igualmente la superación de todo eclesiocentrismo para dar paso a una Iglesia descentrada de sí misma situada en el mundo en actitud de diálogo y de servicio, buscando la inculturación del mensaje, lo cual, como bien advierte Forte, no significa “una pérdida de su identidad, sino descubrimiento de esa identidad al nivel más alto, propio de la exigencia evangélica de ‘perder’ la propia vida, para ‘salvarla’ (cf. Mt 10, 39)”62. II.3.- Hacia una incorporación real de la democracia en la Iglesia. Se ha dicho que “el punto neurálgico de la crisis del desarrollo de la Iglesia católica en el momento actual consiste en que en el ámbito eclesiástico no rigen los principios de la democracia moderna”. El texto, que forma parte de una declaración hecha en 1.970 por el prestigioso grupo laico de católicos alemanes “Bensberger Kreis”, es recogido por Torres Queiruga, que muestra su acuerdo con el mismo al añadir: “La Iglesia católica, si no logra actualizar sus estructuras visibles, corre el riesgo de aparecer, en su institucionalización visible, como un inmenso fósil histórico, que amenaza con aplastar con el peso de su caparazón externo la preciosa experiencia que quiere aportar a la humanidad”63. 60 “Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte” (“Gaudium et spes”, nº 36). 61 Cf., por ejemplo, J. Lois, Reivindicación de la dimensión pública de la fe cristiana, en una sociedad plural, democrática y no confesional, en “Frontera-Pastoral misionera, nº 35 (julio-septiembre 2005) págs. 37-62. En este artículo se intenta hacer ver la importancia decisiva que tiene en la actualidad mantener este segundo respeto para comprender la dimensión pública de la fe cristiana en una sociedad como la española. 62 Cf. Laicado…op. cit., pág. 72. 63 Cf. La democracia en la Iglesia, Ed. SM, Madrid, 1.995, pág. 5. Por su parte, Ch. Duquoc afirma que para los teólogos progresistas “la lucha en el frente eclesial consiste esencialmente en dos cosas: democratizar la gestión de la Iglesia y relativizar su poder social”. Y es que tales teólogos “piensan que el abismo que progresivamente va abriéndose entre el régimen interno jerárquico de la Iglesia y la sociedad circundante priva de toda credibilidad al testimonio de la Iglesia a favor de los derechos humanos y de la liberación evangélica” (cf. Liberación y progresismo. Un diálogo teológico entre América Latina y Europa, Ed. Sal Terrae, Santander, pág. 126).

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Los testimonios que coinciden en destacar la importancia decisiva que para la significación positiva de la Iglesia tiene esta cuestión de la democratización en el momento actual podrían multiplicarse hasta el cansancio. Sin embargo, es cierto que se levantan igualmente no pocas voces contra esa democratización argumentando que la institución eclesial, por su origen divino, no es homologable con ninguna otra institución civil, precisamente en este punto referente a la organización democrática. Es esa peculiaridad de su origen, que confiere a la Iglesia una identidad específica que la distingue sustancialmente de cualquier otra institución humana, la que le impide asumir la concepción democrática que se impone hoy en el ámbito secular y político. Así, por ejemplo, los ministerios en la Iglesia han de ser entendidos como dones de Dios, como derivación y participación del “poder” del Resucitado y su Espíritu, actuantes en la comunidad, y no como derivados de la decisión mayoritaria del pueblo creyente. Se recuerda también con insistencia que la fidelidad a la enseñanza de los Apóstoles no puede ser modificada por “consenso democrático”. Esta diferencia sustancial, derivada en última instancia de su origen divino, invalida toda pretensión de democratización en el seno de la Iglesia, concluye tal argumentación. Para una mejor clarificación de esta cuestión, y sin entrar en cuestiones de matiz que exigirían un espacio del que aquí no disponemos, convendría distinguir entre lo que podríamos llamar “estructura esencial” de la Iglesia –lo que hay en ella de divino e inmutable- y “organización histórica”, es decir, lo que hay en ella de humano y cambiable. J. Mª Castillo, que hace suya esta terminología, refiere la estructura a lo que “en la Iglesia debe de permanecer intacto a través de los siglos, precisamente porque procede ‘de arriba’, mientras que la organización puede, y a veces debe, ser cambiada, porque es una realidad humana, es decir una realidad que proviene ‘de abajo’”64. De forma similar Rahner considera que “debemos distinguir adecuadamente entre la esencia de la Iglesia y su manifestación histórica y condicionada”. Ahora bien, nos dice, por una parte “ocurre que existen muy pocas cosas en la constitución de la Iglesia que sean realmente inmutables, y que esta constitución divina en la Iglesia, siempre e inevitablemente se da en estructuras concretas, que en sí mismas no son inmutables”. Y por otra, es preciso afirmar que “la forma concreta en que aparecerá esa esencia a lo largo de la historia es imposible predecirlo. Eso es algo que permanece en las manos de la historia abierta y no-manipulada del futuro, de modo que tendencias y anhelos democráticos pueden pertenecer muy bien a aquellas fuerzas que contribuyen al continuo cambio de la imagen con que aparece una esencia permanente”. A partir de estas consideraciones, concluye Rahner: “Así pues, cuando se propone a la misma Iglesia la cuestión de la democracia, se plantea el problema de una síntesis histórica siempre nueva entre su esencia permanente y su forma histórica concreta, entre lo humano y lo divino en la Iglesia. Precisamente un católico y un teólogo, que conoce y posee lo permanente de su fe y de su Iglesia dentro de una historia, no tiene ningún motivo para temer por el desarrollo histórico del derecho constitucional humano en la Iglesia, ni

64 Cf. Los ministerios en la Iglesia, Ed. Fundación Santa maría, Madrid, 1.983, pág. 21.

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puede rechazar a priori una dinámica histórica que brota de una voluntad democrática para la historia de su Iglesia”65. Clarificado de esta manera el nivel en que se sitúa la cuestión de la democratización de la Iglesia, hay que decir que los razonamientos que se suelen aducir para negar su legitimidad resultan poco convincentes. El hecho cierto de que la Iglesia tenga “presupuestos” no determinados por la libre decisión de sus miembros, que preceden, como elementos constituyentes de origen divino, a la libre asociación, no debe en modo alguno impedir que, clarificados con el mayor posible esos presupuestos, se proceda a una amplia democratización de la Iglesia en el sentido indicado. Si nos centramos, por ejemplo, en la cuestión de los ministerios es preciso reconocer que los dones o carismas que son la fuente de su existencia no proceden del pueblo, pero nada impide que se pueda canalizar su transmisión a través de la decisión del pueblo creyente o contando democráticamente con él. Habría que añadir que en nuestra circunstancia histórica no sólo nada lo impide, sino que parece obligado preguntarse si no es, como ya decíamos, una necesidad histórica arbitrar los procedimientos necesarios para que la participación democrática del pueblo creyente se haga realidad, teniendo además en cuenta que así sucedió en etapas anteriores de la vida de la Iglesia66. II.4.- Superación de la discriminación de la mujer en la Iglesia. La dolorosa realidad de la discriminación de la mujer en el seno de la Iglesia católica parece un hecho incuestionable que se expresa de muchas maneras. Una de sus más claras expresiones, que es la única que aquí vamos a considerar, es la actual imposibilidad que la mujer tiene de acceder a los llamados ministerios “ordenados”. Como se sabe, la normativa eclesiástica actual es muy rotunda a la hora de negar a la mujer la posibilidad de acceder a tales ministerios67. 65 Cf. ¿Democracia en la Iglesia?, en “Selecciones de teología”, nº 30 (abril-junio 1969), pág. 197. En una dirección similar advierte Torres Queiruga que cuando se plantea este asunto de la posibilidad legítima de la democratización eclesial “no se trata de una discusión teórica acerca del carácter estructurado de la Iglesia ni de la legitimidad de su servicio jerárquico. Interesa únicamente la configuración histórica de esa institución y el modo concreto de ejercer ese servicio. Algo a lo que debiéramos acercarnos con enorme libertad, pues todo eso pertenece por principio al orden de lo que pasa, a la figura transitoria que quedará borrada y absorbida en la igualdad sin fisuras de la comunión final (en el cielo no habrá jerarquías ni serán necesarias las estructuras). Mucho más tratándose de su ejercicio, que siempre ha estado profundamente marcado por su contexto social…Nivel, repitamos, no de la teoría abstracta, sino de la realización concreta; no de la estructura de fondo, sino del ejercicio efectivo; no de la institución divina, sino de la concreción histórica; no del origen último de la autoridad, sino del modo de su administración comunitaria” (cf. La democracia…op. cit., págs. 8 y 11). 66 Cf. E. Schillebeeckx, Le ministère..op. cit., págs. 61-77. 67 Cf., por ejemplo, la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la fe “Inter Insigniores” (1.977), el canon 1024 del Código de derecho canónico de 1.983, las Cartas Apostólicas “Mulieris dignitatem” (1.988) y “Ordinario sacerdotalis” (1.994) del Papa Juan Pablo II (1.988) y la también Carta Apostólica del mismo Pontífice, en forma de “Motu Propio”, “Ad tuendam fidem”, con su nota doctrinal aclaratoria (especialmente el nº 11 de esta última) (1.998).

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Las razones que suelen invocarse, dejando al margen otras más tradicionales que ya no se aducen por entender que hoy carecen de toda razonabilidad68, para negar esa posibilidad son las siguientes:

- Al elegir Jesús a los Doce llamó sólo a varones en virtud de una decisión libre y soberana69.

- La tradición de la exclusión de la mujer del ejercicio de los ministerios

“ordenados” ha sido mantenida en la historia hasta hoy y, en consecuencia, la Iglesia no es “dueña” de tal tradición al no poder transformarla (el tan invocado “non possumus”)70.

- La tercera razón suele presentarse como “razón simbólica”. La Carta

“Mulieris dignitatem la formula así: “Ante todo en la Eucaristía se expresa de modo sacramental el acto redentor de Cristo Esposo en relación con la Iglesia Esposa. Esto se hace transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la Eucaristía –en la que el sacerdote actúa ‘in persona Christi’- es realizado por el hombre71.

68 Así, por ejemplo, la inferioridad de la mujer en relación con el varón, su impureza vinculada a sus pérdidas de sangre con su exigencia de permanecer apartadas del altar, la fecundidad revestida de un “aura” sacral que aísla a la mujer situándola de forma exclusiva en el ámbito de lo sagrado vinculado a dicha fecundidad … (cf. S. Tunc, También las mujeres seguían a Jesús, Ed. Sal Terrae, Santander, 1.999, págs. 129-139). 69 “Cristo, llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente libre y soberano. Y lo hizo con la misma libertad con que en todo su comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de la mujer, sin amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la legislación de su tiempo” ( cf. “Mulieris dignitatem”, nº 26). 70 En la Declaración “Inter Insigniores” se afirma que “la Iglesia, por fidelidad al ejemplo de su Señor no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal” y Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Ordinario sacerdotales”, dice con todavía mayor contundencia, que “la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”. Este mismo carácter definitivo del dictamen parece querer reafirmarse en la Nota doctrinal aclaratoria a la Carta “Ad tuendam fidem” cuando en su nº 11, refiriéndose “a la enseñanza más reciente acerca de la doctrina sacerdotal reservada tan sólo a los varones” dice: “El Sumo Pontífice, aun sin querer llegar a una definición dogmática, ha querido reafirnar sin embargo que dicha doctrina debe considerarse como definitiva”. No podemos detenernos más en precisar la cualificación que merece esa doctrina que reserva a los varones el ministerio ordenado. En los textos citados parece exigirse un asentimiento irrevocable –definitivo- pese a reconocer que no se ha querido llegar a una definición dogmática (cf. el mismo nº 11 de la citada Nota aclaratoria). Lo cierto es que esa exigencia de un asentimiento definitivo ha suscitado y sigue suscitando numerosas críticas de teólogos, escrituristas y de un sector considerable del pueblo de Dios. Puede decirse que su recepción ha resultado muy problemática. 71 Cf. el nº 26.

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La exclusión de la mujer de los ministerios ordenados provoca actualmente un profundo malestar en no pocos. En primer lugar, por razones culturales, todas ellas vinculadas a lo que se considera una de las más grandes conquistas de las actuales sociedades democráticas, es decir, la igualdad sustancial de la mujer con respecto al varón y, en consecuencia, su habilitación para desempeñar cualquier tarea en la sociedad, incluidas naturalmente las que exigen mayor competencia y responsabilidad. La conciencia de que tal conquista está esencialmente vinculada a un derecho fundamental de la persona humana, al respeto debido a su dignidad, hace que se considere odiosa toda discriminación de la mujer. En un contexto cultural de esta naturaleza se explica el rechazo a cualquier prohibición que impida a la mujer realizar en la Iglesia cualquier tipo de ministerio. Pero se invocan igualmente razones teológicas. Entre otras, recuerdo las siguientes:

- Desde una eclesiología total, que recupera la centralidad del título “pueblo de Dios”, la imposibilidad de acceso de la mujer a los ministerios ordenados resulta chocante y, en todo caso, difícil de entender y de asumir.

- Los estudios más recientes sobre los primeros siglos del cristianismo

parecen fundamentar de forma positiva la posibilidad del acceso de la mujer al ejercicio de los ministerios ordenados. Como señala R. Aguirre “quienes reclaman una modificación sustancial de la situación de la mujer en la Iglesia tienen buenos argumentos en la historia de los orígenes cristianos… Ciertamente, del proyecto de Jesús surgen exigencias emancipatorias de la mujer muy críticas para la sociedad y para la Iglesia. Estamos legitimados y obligados a promoverlas”72.

- No convencen a muchos las razones anteriormente invocadas para

justificar la imposibilidad de la mujer de acceder a los ministerios ordenados.

En efecto, un amplio sector de la reflexión teológica actual se muestra muy crítico frente a tales razones. Resumamos muy brevemente esa crítica. Toda decisión, por muy libre y soberana que sea, se realiza inevitablemente en el seno de un determinado contexto cultural, condicionado por numerosas contingencias sociológicas. Es verdad que tales condicionamientos no deben ser considerados absolutamente determinantes y también lo es que Jesús en su relación con la mujer fue muy “contracultural” y “rompió no pocos moldes”73. No obstante, 72 Cf. Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1.987, págs. 196-197. 73 Es cierto, desde luego, que la mujer fue profundamente dignificada por Jesús, con su predicación y con su vida, y que jugó en el movimiento discipular por él creado un papel muy central (cf., por ejemplo, Ibid., págs. 174-177 y 182-184; la bibliografía hoy existente sobre esta cuestión es amplísima).

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parece más probable que la elección de varones en exclusiva para formar el grupo de los Doce –sin entrar ahora en cómo debe entenderse su historicidad- estuviese influenciada de forma decisiva por el momento cultural74. Pero incluso si fuese verdad que Jesús realizó esa elección de varones al margen de todo condicionamiento cultural, esto no nos impediría revisar hoy esta cuestión, teniendo en cuenta el momento histórico tan distinto en que vivimos. En otro caso, como advierte Moingt, pasaríamos de forma poco razonable de un “únicamente” (a varones) a un “exclusivamente” y de un “en este momento” a un “perpetuamente”. Un paso tan poco razonable como el de los que en el siglo I se oponían a anunciar el Reino a los paganos invocando que Jesús se había dirigido solamente a los judíos. Con respecto a la argumentación construida sobre la base de que la imposibilidad de acceso de la mujer a los ministerios ordenados es una tradición constante desde los orígenes de la Iglesia hasta hoy mismo, se levanta, por una parte, la opinión de no pocos estudiosos de dichos orígenes que afirman que no está tan claro, por ejemplo, que la mujer en los primeros siglos no presidiese –o, al menos, no pudiese presidir- la Eucaristía, o ser considerada apóstol o presidente de su Iglesia75. Por otra parte, se insiste en que si en épocas anteriores se mantuvo esta tradición esto no significa que hoy estemos obligados a mantenerla. Precisamente la cuestión se centra en si hoy, con la novedad radical que se da en la consideración de la mujer con respecto a etapas anteriores, no estamos autorizados –o incluso obligados- a variar en este punto. ¿Qué decir con respecto a la llamada “razón simbólica”, que se inclina a reservar sólo para el varón la presidencia de la Eucaristía, porque sólo él, actuando “in persona Christi”, expresa sacramentalmente el acto redentor de Cristo esposo en relación con la Iglesia esposa? En primer lugar que parece un simbolismo un tanto alambicado y poco convincente. El símbolo del esposo (Cristo) está, se dice en la argumentación excluyente, vinculado al género masculino. Pero parece más cierto que tal símbolo no se refiere a las relaciones varón-mujer, sino a las relaciones de Dios con la humanidad –varones y mujeres- y es ese símbolo de esposo el que mejor expresa el amor de Dios hacia la totalidad de la humanidad. En segundo lugar la expresión “in persona Christi” significa que en todo don de Dios es Cristo quien actúa y no el ministro ordenado que preside la Eucaristía o la totalidad de la asamblea que celebra. Propiamente el ministro no “representa” a Cristo. Actúa, sí, en su nombre, pero no en lugar de él. Y actúa también “in persona Ecclesiae”, en nombre de la asamblea, ya que es ella la que celebra.

74 “Ciertamente, como signo de los viejos patriarcas (=generadores) de Israel, los Doce han sido varones y así representan la nueva federación mesiánica de las tribus de Israel”. (Cf. X. Pikaza, Sistema, libertad, iglesia. Instituciones del Nuevo Testamento, Ed. Trotta, Madrid, 2.001, pág. 457). 75 Cf. R. Aguirre, Del movimiento de Jesús…op. cit., págs. 183-184; H Denis y J. Delorme, La participación de las mujeres en los ministerios, en AA. VV., El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Ed. Cristiandad, Madrid, 1.975, págs. 466-467; H. Haag, ¿Qué Iglesia quería Jesús?, Ed. Herder, Barcelona, 1.998, pág. 112; A. Lemaire, Las epístolas de Pablo: la diversidad de los ministerios, en AA. VV., El ministerio y los ministerios…op. cit,, págs. 71-72.

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Podríamos concluir este punto con las palabras de E. Schillebeeckx: “De hecho hay más mujeres comprometidas en la vida de la Iglesia que varones. Y, no obstante, están desprovistas de autoridad, de jurisdicción. Es una discriminación…La exclusión de las mujeres del ministerio es una cuestión puramente cultural, que en el momento actual no tiene sentido. ¿Por qué las mujeres no pueden presidir la Eucaristía? ¿Por qué no pueden recibir la ordenación? No hay argumentos para oponerse a conferir los ministerios ordenados a las mujeres”76. III.- Conclusión final. La Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” de Juan Pablo II nos dice en su número 26 que “es necesario que la Iglesia del tercer milenio estimule a todos los bautizados a tomar conciencia de su propia y activa responsabilidad en la vida eclesial”. Situados ante la necesidad de que todos los bautizados –y bautizadas, naturalmente- tomen esa conciencia de su propia y activa responsabilidad en la vida eclesial, seguir pensando que la Iglesia es una “sociedad desigual” con “dos géneros de cristianos”, estructurada en torno a la oposición clérigos-laicos, que renuncia a un funcionamiento democrático y que genera, entre otras muchas cosas, discriminación de la mujer, equivale a torpedear la línea de flotación de la verdadera Iglesia de Jesús. Parece entonces indispensable caminar hacia una eclesiología total que nos lleve, resumiendo muy apretadamente todo lo dicho, a estas elementales convicciones:

- Todos los miembros que formamos la Iglesia estamos situados, en principio, por igual ante el Dios que nos ama, tenemos el mismo acceso a la realidad de Jesucristo, somos llamados a su seguimiento y llevamos en nuestros corazones su Espíritu que distribuye también entre todos sus carismas diversos. Sólo desde esta igualdad radical –que supone una llamada para todos a la santidad-se puede comprender bien la diversidad.

- Todos estamos en la Iglesia formando un mismo pueblo y todos, con

nuestra participación activa, somos responsables de que esa Iglesia nuestra sea el sacramento de comunión y de salvación que sabemos que está llamada a ser.

- Todos estamos igualmente en el mundo y todos, en diálogo honesto y

crítico con él, estamos llamados a contribuir a su transformación liberadora, significando así y haciendo presente el Reino de Dios como Buena Noticia de vida plena.

Si, con la participación activa y responsable de todos los que estamos convencidos de su necesidad, avanzásemos hacia la realización práctica de esa eclesiología, prestaríamos una contribución positiva a esa transformación de la Iglesia que se necesita para superar la profunda crisis de significación en que está sumida. 76 Cf. Sono un teologo felice, Ed. EDB, Bologna, 1.993, págs. 82-83 (la traducción del italiano es mía).

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