Introduccion a La Eclesiología (1) (1)

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Diálogo. La Iglesia debe estudiar los contactos con el mundo. La vida Cristiana es luz, vida nueva, “blick”. La vida profana exaltación de la bondad natura y desesperada corrupción. La diferencia, es el Misterio Pascual de Cristo. Pero la Iglesia debe estar en el mundo sin ser del mundo, sin ser segregacionista. Los métodos preventivos: unión vital con Cristo y tener conciencia de quien es ella misma. Trabajo. Leer E.S. 17 – 24. Buscar características del Diálogo. Diálog o Dice la verdad, no la disminuye. Es una fortaleza interna, no debilidad. Guiada por las pautas del Concilio Vaticano II. Tiene que ser vivo y benéfico. Kerymático, con predicación de Buena Noticia. Con todos los Hombres. Donde hay un hombre ahí la Iglesia dialoga. Insertado en la realidad y el lenguaje actual. Comunicar vida nueva. Nacido de la caridad. Busca la hora oportuna. Estable un proceso de conversión, no inmediatez. Vivo desde el diálogo de Dios con los hombres. El método, sin límites, sin calcular. Es deber de caridad. Toma la iniciativa. Se adapta al interlocutor. Es claro, afable, confiado y evangélico. Lumen Gentium. (Cap. I). La Iglesia está en Cristo: sacramento, signo, instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de toda la Iglesia.

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Eclesiologia

Transcript of Introduccion a La Eclesiología (1) (1)

Diálogo.La Iglesia debe estudiar los contactos con el mundo. La vida Cristiana es luz, vida

nueva, “blick”. La vida profana exaltación de la bondad natura y desesperada corrupción. La diferencia, es el Misterio Pascual de Cristo. Pero la Iglesia debe estar en el mundo sin ser del mundo, sin ser segregacionista. Los métodos preventivos: unión vital con Cristo y tener conciencia de quien es ella misma.

Trabajo. Leer E.S. 17 – 24. Buscar características del Diálogo.

Diálogo

Dice la verdad, no la disminuye. Es una fortaleza interna, no

debilidad. Guiada por las pautas del Concilio

Vaticano II. Tiene que ser vivo y benéfico. Kerymático, con predicación de

Buena Noticia. Con todos los Hombres. Donde hay un hombre ahí la Iglesia

dialoga. Insertado en la realidad y el

lenguaje actual. Comunicar vida nueva. Nacido de la caridad. Busca la hora oportuna. Estable un proceso de conversión,

no inmediatez. Vivo desde el diálogo de Dios con

los hombres. El método, sin límites, sin calcular. Es deber de caridad. Toma la iniciativa. Se adapta al interlocutor. Es claro, afable, confiado y

evangélico.

Lumen Gentium.(Cap. I).La Iglesia está en Cristo: sacramento, signo, instrumento de la unión íntima con Dios

y de la unidad de toda la Iglesia.

Naturaleza y misión.Sacrado – sacamentum, (gr. Mysterion).En la Biblia referido a lo que está oculto (Dn. 2,14).

Ámbito: lo sagrado. Quien entra: solo Dios.

El contenido del misterio son los planes de quien gobierna al misterio.Rom. 16,25.

1ª Cor. 2, 10 –11. Mt. 11, 25 – 27. Ef. 1, 3 – 10.

Por eso, lo que parecía incognoscible en Dios lo ha revelado Cristo, en su Encarnación, Vida, Pasión, Muerte y Resurrección.

Trabajo: ¿Cómo participa la Iglesia en este Misterio? Leer L.G. 2 – 4.

Padre Hijo Espíritu Santo

Creación.Elevación del Pecado.

Promesa

Encarnación.Redención.Ascensión.

Pentecostés.Congregación.Santificación.Consumación.

Eucaristía – Iglesia.

La Iglesia está fundada por Cristo. Ella manifiesta el reino de Dios. Fuera de la Iglesia no hay salvación. Por eso, las figuras de la Iglesia son: redil, grey, labranza.

En el Antiguo Testamento, se basa en lo pastoral, agricultura, construcción, esponsal y familia.

Ella es un cuerpo, el de Cristo: jerárquicamente organizada. Pero a la vez es Pueblo de Dios, muchedumbre congregada en nombre de Dios Uno y Trino. Igualdad para todos sus miembros, aunque con distintas funciones.

La Iglesia en el Nuevo Testamento.

En el Evangelio según San Mateo..Iglesia y reinado.Ambiente cultural: espera del Mesías. La Iglesia que está con Cristo, en acción por el

Reino de Dios, ella enuncia la proximidad del Reino de Dios, guiar y realizar la voluntad del Padre. Jesús lo instaura, y con él, empieza el periodo de la Iglesia.

Los discípulos son la Iglesia de Cristo. Jesús convoca a la Iglesia: visión puesta en el futuro. La característica: Mt. 4,22; 9,22. ella es la comunidad de los Discípulos: Mt. 5, 1 – 12.

Preformación de la Iglesia.Israel es modelo de la Iglesia que se instituye con los Apóstoles.Iglesia y Revelación, el ministro se muestra como tal. Por eso, en el sermón de la

montaña, afirma “Antes se dijo… pero yo les digo…” Lo anterior es preformación de la Iglesia y que la Iglesia es continuación del Pueblo de Dios, pero con la novedad de Cristo. La Iglesia se muestra como reveladora y a quien, se va cumpliendo en el Antiguo Testamento, hasta que llega a su plenitud con y en Cristo, y el nuevo Israel, que es la Iglesia. se transforma en el tiempo de la Iglesia.

La Iglesia se forma en torno a la Palabra: Hchs. 2,42; 13,12; 13,26; 10, 44 – 48.Lc., presenta en sus 2 o 3 primeros capítulos lo ideal de la vida comunitaria y luego la

realidad de la Iglesia perseguida, dificultades externas e internas.

En el Evangelio según San Juan.Jn. 7, 6 – 10.La Iglesia es el conjunto de los Discípulos. La Iglesia se insinúa en Jesús de Nazaret y

su discipulado: única y católica (universal).Jn. 7,39. Para congregar a todos en la Iglesia: 6,63; 11, 52; 10,16.La Iglesia es la comunidad de Discípulos, fundada por Jesucristo, con Pedro a la

Cabeza y junto a los 12.Ella es misionera: Jn. 20,21.Jn, 1,42; Mt. 16,18, Lc. 9,18; Mc. 8,30 ss.

Junto a Pedro, aparece el Discípulo amado.Iglesia y el mundo: Jn. 17, 14 – 18; 4,15. El mundo en torno a tres conceptos:

tinieblas, destino de la Evangelización, creación.Criterios a renovar: unidad es la conciencia de la Iglesia, la misión es la conciencia del

Envío.

En San Pablo.La Iglesia es cuerpo de Cristo: su relación es vital con la cabeza, entre sus creyentes

y su fundador, es para acentuar la característica universalCabeza – cuerpo: Ef. 1,22; 4,12 – 16; 5, 23; 30.El cuerpo de un hombre es el hombre en un determinado aspecto, el simbólico. La

Iglesia es el cuerpo de Cristo, y es Cristo en su cuerpo.Cristo Cabeza: Tes. 1, 18; Ef. 4, 15 ss; 5, 21 ss.Entre creyentes: cuerpo – miembro (Col., y Ef.). Comida entre creyentes.El cuerpo es la comunidad de los creyentes, peor los miembros no crean a la Iglesia,

al cuerpo no lo hacen los miembros. Col. 1, 1 – 18; todo el universo participa de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Todo lo creado participa de la Iglesia.

La Iglesia es templo de Dios. Edificio: lugar del actuar de Dios en el Espíritu (1ª Cor. 3,16; 2ª Cor. 6,16; Ef. 2,22)

Construcción: Ef. 2,9. Templo de Dios: Gal. 6,10. Casa, Iglesia universal: Ef. 2,19; 1ª Tim. 3,15. Ciudad o Polis celeste: Gal. 4,21; Filip. 3,20. Morada de Dios en el Espíritu Santo: Ef.

En las cartas pastorales.La Iglesia es propiedad de Dios y Jesucristo: Tit. 2,14.

Casa: 1ª Ped. 4,17. Familia; Heb. 3,6. Edificio: 1ª Tim. 3,15.

Leer: 1ª Tim. 2, 4 –7; 4,13; 2ª Tim. 2, 19 – 20.Ella es institución Divina integrada por Hombres, descansa en y por los apóstoles

Trabajo Práctico: ¿Cuáles son los Documentos del CVII que reflejan los pensamientos de la

E.S.? Investigar Dienzger, Concilio Vaticano I, hasta Corporis Mystici, que cosas hablan de los 3

pensamientos?

Ecclesiam Suam

Conciencia LG.CD. – PO. – OT. – PC. – AA. – AG.

Renovación DV. – S.C.

Diálogo GS. UR. – DH. – NA. – GE. – IM

La esperanza ecuménica en la encíclica Ecclesiam SuamTodos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios 

El Beato Juan XXIII, inició el Concilio Vaticano II, pero no pudo llevarlo a término, porque el 3 de junio de 1963, entregaba su espíritu a Dios; el nuevo Pontífice, Pablo VI, aseguraba al mundo que se comprometía a realizar como su principal obra en aquel momento, la culminación del Concilio; en efecto el 29 de septiembre de aquel año, Pablo VI, reiniciaba el Concilio Vaticano II.

Y aún cuando decidió no tocar directamente ninguna de las cuestiones discutidas, sin querer perturbar los trabajos del concilio…pero para que se celebren más fructuosamente sus sesiones, publicó su primera encíclica Ecclesiam Suam.

Tres son sus directrices; y cada una de ellas, corresponden a las tres partes de la encíclica.

Podemos deciros sin más,…que tres son los pensamientos que agitan nuestro espíritu cuando consideramos el altísimo oficio que la Providencia…nos ha querido confiar, de regir la Iglesia de Cristo.[1]

El primero: la Iglesia debe profundizar la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio, debe explorar,…acerca de su propio origen, de su propia naturaleza, de su propia misión, de su propia suerte final.[2]

El segundo pensamiento de la encíclica según palabras de Pablo VI: que ocupa nuestro espíritu y que quisiéramos manifestaros a fin de encontrar no sólo mayor aliento para emprender las debidas reformas, sino también para hallar en vuestra adhesión el consejo y apoyo en tan delicada y difícil empresa, es el ver cuál es el deber presente de la Iglesia de corregir los defectos de los propios miembros y hacerlos tender a la mayor perfección y cuál es la vía para llegar con sabiduría a tan gran renovación. ´[3] Y finalmente el último pensamiento del Pontífice: nuestro tercer pensamiento, nacido de los dos primeros ya enunciados, es el de las relaciones que actualmente debe la Iglesia establecer con el mundo que la rodea y en medio del cual vive y trabaja… preséntase, pues, el problema llamado del diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno.[4]

Por lo tanto, la Iglesia al tomar conciencia de su origen, naturaleza y misión y al renovarse, - renovación que no puede afectar a lo fundamental, sino que debe comunicar un nuevo esplendor del Rostro de la Iglesia- refuerza aquel pensamiento de Cristo que se realiza en el diálogo entre la Iglesia y todos los

La esperanza ecuménica en la encíclica Ecclesiam Suam

hombres de buena voluntad, tanto dentro como fuera de la Iglesia.[5]

Enseña Juan Pablo II que la esperanza debe conducir, al mismo tiempo, a aquel diálogo que Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam Suam llamó “diálogo de la salvación”[6], distinguiendo con precisión los diversos ámbitos dentro de los cuales debe ser llevado a cabo[7]. Y a continuación agrega, dando nueva luz con esta explicación, no ceso de dar gracias a Dios, porque este gran Predecesor mío y al mismo tiempo verdadero padre, no obstante las diversas debilidades internas que han afectado a la Iglesia en el período posconciliar, ha sabido presentar "ad extra", al exterior, su auténtico rostro…(el rostro de la Iglesia), su misión y su servicio;[8] podríamos nosotros agregar entonces, que la misión de la Iglesia es el diálogo de la salvación, del cual habla Pablo VI en su encíclica Ecclesiam Suam.

El Concilio Vaticano II ha llevado a cabo un trabajo inmenso para formar la conciencia plena y universal de la Iglesia, a la que se refería el Papa Pablo VI en su primera Encíclica. Tal conciencia -o más bien, autoconciencia de la Iglesia- se forma “en el diálogo”, el cual, antes de hacerse coloquio, debe dirigir la propia atención al “otro”, es decir, a aquél con el cual queremos hablar.[9]

El hombre es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma; por tanto no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo[10]. El diálogo es paso obligado del camino a recorrer hacia la autorrealización del hombre, tanto del individuo como también de cada comunidad humana. Abarca al sujeto humano totalmente. 

Esta verdad sobre el diálogo, expresada tan profundamente por el Papa Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam Suam, fue también asumida por la doctrina y la actividad ecuménica del Concilio. El diálogo no es sólo un intercambio de ideas. Siempre es de todos modos un intercambio de dones.

Los círculos del diálogo de salvación 

La Iglesia no ignora las formidables dimensiones de la misión que Dios le ha encomendado; a su vez, conoce la desproporción que señalan las estadísticas entre lo que ella es y la población de la tierra; conoce los límites de sus fuerzas, conoce hasta sus propias humanas debilidades, sus propios fallos, sabe también que la buena acogida del Evangelio no depende en fin de cuentas de algún esfuerzo apostólico suyo o de alguna favorable circunstancia de orden temporal: la fe es un don de Dios y Dios señala en el mundo las líneas y las horas de su salvación. Pero la Iglesia sabe que es semilla, que es fermento, que es sal y luz del mundo, por eso no promete felicidad terrena sino que ofrece algo, -su luz y su gracia- a

su vez, habla al mundo de verdad, de justicia, de libertad, de progreso, de concordia, de paz, de civilización. Cristo le ha confiado esta misión. Y por eso la Iglesia tiene un mensaje para cada categoría de personas: para los niños, para la juventud, hombres científicos e intelectuales, para el mundo del trabajo y las clases sociales, para los artistas, para los políticos y gobernantes: especialmente para los pobres, para los desheredados, para los que sufren, incluso para los que mueren: para todos.[11]

Esta misión de la Iglesia, se presenta –en feliz expresión de Pablo VI-, en círculos concéntricos alrededor del centro en que la mano de Dios nos ha colocado.[12]

A su vez, Juan Pablo II dice en la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente: Pablo VI, por su parte, en la Encíclica Ecclesiam suam explica la universal participación de los hombres en el proyecto de Dios, señalando los distintos círculos del diálogo de salvación.[13]

Hay un primer círculo, inmenso, cuyos límites no alcanzamos a ver;… son los límites que circunscriben la humanidad en cuanto tal, el mundo… Todo lo que es humano tiene que ver con nosotros. Tenemos en común con toda la humanidad… la vida con todos sus dones, con todos sus problemas… Sabemos sin embargo que en este círculo sin confines hay muchos, por desgracia muchísimos, que no profesan ninguna religión… Estamos firmemente convencidos de que la teoría en que se funda la negación de Dios es fundamentalmente equivocada… No es una liberación, sino un drama que intenta sofocar la luz del Dios vivo… La hipótesis de un diálogo se hace sumamente difícil en tales condiciones, por no decir imposible, a pesar de que en nuestro ánimo no existe en este momento ninguna exclusión preconcebida hacia las personas que profesan dichos sistemas y adhieren a esos regímenes.

Sin embargo, siguiendo el ejemplo de su predecesor Juan XXIII[14], concluye no perdemos la esperanza de que puedan un día abrir con la Iglesia otro diálogo, positivo, diverso del que constituye nuestra presente reprobación y nuestro obligado lamento.[15]

El segundo círculo, también inmenso, pero menos lejano de nosotros: es el de los hombres que adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros adoramos… los hijos del pueblo hebreo, dignos de nuestro afectuoso respeto, fieles a la religión que nosotros llamamos del Antiguo testamento; y luego a los adoradores de Dios según concepción de la religión monoteísta, especialmente de la musulmana, merecedores de admiración, por todo aquello que

en su culto de Dios hay de verdadero y bueno; y después todavía a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas. Evidentemente no podemos compartir estas variadas expresiones religiosas ni podemos quedar indiferentes, como si todas, a su modo, fuesen equivalentes… al contrario, por deber de lealtad, hemos de manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y esa es la religión cristiana, y que alimentamos la esperanza de que como tal llegue a ser reconocida por todos los que buscan y adoran a Dios. A este respecto aclara, un diálogo por nuestra parte es posible y no dejaremos de ofrecerlo donde quiera que con recíproco y leal respeto, sea aceptado con benevolencia.[16]

Se nos presenta luego, el tercer círculo, el círculo más cercano a Nos en el mundo, el de los que llevan el nombre de Cristo. En este campo el diálogo que ha alcanzado la calificación de ecuménico… Con gusto hacemos nuestro el principio: pongamos en evidencia primero de todo lo que nos es común antes de subrayar lo que nos divide… Nada puede ser más deseable para Nos que el abrazarlos en una perfecta unión de fe y de caridad… ahora que la Iglesia Católica ha tomado la iniciativa de volver a reunir el único redil de Cristo, no dejará ella de seguir adelante con toda paciencia… Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el de ver cómo precisamente Nos, promotores de tal reconciliación, somos considerados por muchos Hermanos separados el obstáculo principal que se opone a ella, a causa del Primado de honor y de jurisdicción que Cristo confirió al apóstol Pedro y que Nos hemos heredado de él.

Al finalizar la mirada de este tercer círculo del diálogo de salvación, Pablo VI agrega bajo esta luz nuestro diálogo siempre está abierto; el cual aún antes de extenderse en conversaciones fraternales, se abre en coloquios con el Padre celeste, en efusiones de oración y de esperanza.[17]

Finalmente, el último círculo es con los Hijos de la Casa de Dios, la Iglesia una, santa, católica y apostólica… ¡Cómo quisiéramos gozar de un diálogo de familia en la plenitud de la fe, de la caridad y de las obras!... El espíritu de independencia, de crítica, de rebelión, no está de acuerdo con la caridad animadora de la solidaridad, de la concordia, de la paz en la Iglesia, y transforma fácilmente el diálogo en discusión, en altercado, en disidencia: desagradable fenómeno -aunque por desgracia siempre a punto de producirse- contra el cual la voz del Apóstol Pablo nos amonesta: “Que no haya entre vosotros divisiones”[18], estamos pues, ardientemente deseosos de que el diálogo interior, en el seno de la comunidad eclesiástica, se vaya

enriqueciendo en fervor, en temas, en número de interlocutores, de tal manera que se acreciente la vitalidad y la santificación del Cuerpo Místico terreno de Cristo.[19]

El Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, considerando la cuestión de la pertenencia a la Iglesia y de la ordenación al Pueblo de Dios, dice así: Todos los hombres están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios... A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.[20]

¿Expresa la encíclica la esperanza ecuménica?

Repetimos una vez más las palabras de Pablo VI, al hablar del segundo círculo de salvación: hemos de manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y esa es la religión cristiana, y que alimentamos la esperanza de que como tal llegue a ser reconocida por todos los que buscan y adoran a Dios.

Por eso finalizamos este artículo con las palabras de Juan Pablo II: Mi predecesor Pablo VI ha dedicado al diálogo una parte importante de su primera Encíclica Ecclesiam suam, donde lo describe y caracteriza significativamente como diálogo de la salvación.

En efecto, la Iglesia emplea el método del diálogo para llevar mejor a los hombres -los que por el bautismo y la profesión de fe se consideran miembros de la comunidad cristiana y los que son ajenos a ella- a la conversión y a la penitencia por el camino de una renovación profunda de la propia conciencia y vida, a la luz del misterio de la redención y la salvación realizada por Cristo y confiada al ministerio de su Iglesia. El diálogo auténtico, por consiguiente, está encaminado ante todo a la regeneración de cada uno a través de la conversión interior y la penitencia, y debe hacerse con un profundo respeto a las conciencias y con la paciencia

y la gradualidad indispensables en las condiciones de los hombres de nuestra época.[21]

Final

Y ¿qué decir de todas las iniciativas brotadas de la nueva orientación ecuménica? El inolvidable Papa Juan XXIII, con claridad evangélica, planteó el problema de la unión de los cristianos como simple consecuencia de la voluntad del mismo Jesucristo, nuestro Maestro, afirmada varias veces y expresada de manera particular en la oración del Cenáculo, la víspera de su muerte: "Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti". El Concilio Vaticano II respondió a esta exigencia de manera concisa con el Decreto sobre el ecumenismo. El Papa Pablo VI, valiéndose de la actividad del Secretariado para la unión de los cristianos inició los primeros pasos difíciles por el camino de la consecución de tal unión. ¿Hemos ido lejos por este camino? Sin querer dar una respuesta concreta podemos decir que hemos conseguido unos progresos verdaderos e importantes. Una cosa es cierta: hemos trabajado con perseverancia, coherencia y valentía, y con nosotros se han empeñado también los representantes de otras Iglesias y de otras Comunidades cristianas, por lo cual les estamos sinceramente reconocidos. Es cierto además que, en la presente situación histórica de la cristiandad y del mundo, no se ve otra posibilidad de cumplir la misión universal de la Iglesia, en lo concerniente a los problemas ecuménicos, que la de buscar lealmente, con perseverancia, humildad y con valentía, las vías de acercamiento y de unión, tal como nos ha dado ejemplo personal el Papa Pablo VI. Debemos por tanto buscar la unión sin desanimarnos frente a las dificultades que pueden presentarse o acumularse a lo largo de este camino; de otra manera no seremos fieles a la Palabra de Cristo, no cumpliremos su testamento. ¿Es lícito correr este riesgo?[22]

[11] Pablo VI, Carta Encíclica Ecclesiam Suam, III, 23.

[12] Ídem.

[13] Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, V,

56.

[14] Cfr. Juan XXIII, Pacem in Terris, Acta Apostolicae Sedis 4 (1963) 300.

[15] Pablo VI, Carta Encíclica Ecclesiam Suam, III, 24-27.

[16] Ídem, III, 29

[17] Ídem, III, 30.

[18] I Cor. 1, 10

[19] Pablo VI, Carta Encíclica Ecclesiam Suam, III, 31.

[20] Cfr. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 13.

[21] Juan Pablo II, Exortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia, 25

[22] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptor Hominis, 6

 CARTA ENCÍCLICA«ECCLESIAM SUAM» DEL SUMO PONTÍFICEPABLO VI

EL "MANDATO" DE LA IGLESIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

 

Venerables hermanos y queridos hijos:

Habiendo Jesucristo fundado su Iglesia para que fuese al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación, se ve claramente por qué a lo largo de los siglos le han dado muestras de particular amor y le han dedicado especial solicitud todos los que se han interesado por la gloria de Dios y por la salvación eterna de los hombres; entre éstos, como es natural, brillaron los Vicarios del mismo Cristo en la tierra, un número inmenso de Obispos y de sacerdotes y un admirable escuadrón de cristianos santos.

LA DOCTRINA DEL EVANGELIO Y LA GRAN FAMILIA HUMANA

2. A todos, por tanto, les parecerá justo que Nos, al dirigir al mundo esta nuestra primera encíclica, después que por inescrutable designio de Dios hemos sido llamados al Sumo Pontificado, volvamos nuestro pensamiento amoroso y reverente a la santa Iglesia.

Por este motivo nos proponemos en esta Encíclica aclarar lo más posible a los ojos de todos cuánta importancia tiene, por una parte, para la salvación de la sociedad humana, y con cuánta solicitud, por otra, la Iglesia lo desea, que una y otra se encuentren, se conozcan y se amen.

Cuando, por la gracia de Dios, tuvimos la dicha de dirigiros personalmente la palabra, en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, en la fiesta de San Miguel Arcángel del año pasado, a todos vosotros reunidos en la basílica de San Pedro, os manifestamos el propósito de dirigiros también por escrito, como es costumbre al principio de un pontificado, nuestra fraterna y paternal palabra, para manifestaros algunos de los pensamientos que en nuestro espíritu se destacan sobre los demás y que nos parecen útiles para guiar prácticamente los comienzos de nuestro ministerio pontificio.

Verdaderamente nos es difícil determinar dichos pensamientos, porque los tenemos que descubrir en la más cuidadosa meditación de la divina doctrina teniendo muy presentes las palabras de Cristo:Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me ha enviado(1); tenemos, además, que adaptarlos a las actuales condiciones de la Iglesia misma en una hora de intensa actividad y tensión, tanto de su interior experiencia espiritual como de su exterior esfuerzo apostólico; y, finalmente, no podemos ignorar el estado en que actualmente se halla la humanidad en medio de la cual se desenvuelve nuestra misión.

TRIPLE TAREA DE LA IGLESIA

3. Nos no pretendemos, sin embargo, decir cosas nuevas ni completas: para ello está el Concilio Ecuménico; y su obra no debe ser turbada por esta nuestra sencilla conversación epistolar, sino, antes bien, honrada y alentada. Esta nuestra encíclica no quiere revestir carácter solemne y propiamente doctrinal, ni proponer enseñanzas determinadas, morales o sociales: simplemente quiere ser un mensaje fraternal y familiar. Pues queremos tan sólo, con esta nuestra carta, cumplir el deber de abriros nuestra alma, con la intención de dar a la comunión de fe y de caridad que felizmente existe entre nosotros una mayor cohesión y un mayor gozo, con el propósito de fortalecer nuestro ministerio, de atender mejor a las fructíferas sesiones del Concilio Ecuménico mismo y de dar mayor claridad a algunos criterios doctrinales y prácticos que puedan útilmente guiar la actividad espiritual y apostólica de la Jerarquía eclesiástica y de cuantos le prestan obediencia y colaboración o incluso tan sólo benévola atención.

Podemos deciros ya, Venerables Hermanos, que tres son los pensamientos que agitan nuestro espíritu cuando consideramos el altísimo oficio que la Providencia —contra nuestros deseos y méritos— nos ha querido confiar, de regir la Iglesia de Cristo en nuestra función de Obispo de Roma y por lo mismo, también, de Sucesor del bienaventurado Apóstol Pedro, administrador de las supremas llaves del reino de Dios y Vicario de aquel Cristo que le constituyó como pastor primero de su grey universal; el pensamiento, decimos, de que ésta es la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio, debe explorar, para propia instrucción y edificación, la doctrina que le es bien conocida, —en este último siglo investigada y difundida— acerca de su propio origen, de su propia naturaleza, de su propia misión, de su propio destino final; pero doctrina nunca suficientemente estudiada y comprendida, ya que contiene el plan providencial del misterio oculto desde los siglos en Dios... para que sea ahora notificado por la Iglesia(2), esto es, la misteriosa reserva de los misteriosos designios de Dios que mediante la Iglesia son manifestados; y porque esta doctrina constituye hoy el objeto más interesante que ningún otro, de la reflexión de quien quiere ser dócil seguidor

de Cristo, y tanto más de quienes, como Nos y vosotros, Venerables Hermanos, han sido puestos por el Espíritu Santo como Obispos para regir la Iglesia misma de Dios(3).

De esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia —tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada(4)— y el rostro real que hoy la Iglesia presenta, fiel, por una parte, con la gracia divina, a las líneas que su divino Fundador le imprimió y que el Espíritu Santo vivificó y desarrolló durante los siglos en forma más amplia y más conforme al concepto inicial, y por otra, a la índole de la humanidad que iba ella evangelizando e incorporando; pero jamás suficientemente perfecto, jamás suficientemente bello, jamás suficientemente santo y luminoso como lo quería aquel divino concepto animador. Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior frente el espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí. El segundo pensamiento, pues, que ocupa nuestro espíritu y que quisiéramos manifestaros, a fin de encontrar no sólo mayor aliento para emprender las debidas reformas, sino también para hallar en vuestra adhesión el consejo y apoyo en tan delicada y difícil empresa, es el ver cuál es el deber presente de la Iglesia en corregir los defectos de los propios miembros y hacerles tender a mayor perfección y cuál es el método mejor para llegar con prudencia a tan gran renovación.

Nuestro tercer pensamiento, y ciertamente también vuestro, nacido de los dos primeros ya enunciados, es el de las relaciones que actualmente debe la Iglesia establecer con el mundo que la rodea y en medio del cual ella vive y trabaja. Una parte de este mundo, como todos saben, ha recibido profundamente el influjo del cristianismo y se lo ha asimilado íntimamente —por más que con demasiada frecuencia no se dé cuenta de que al cristianismo debe sus mejores cosas—, pero luego se ha ido separando y distanciando en estos últimos siglos del tronco cristiano de su civilización. Otra parte, la mayor de este mundo, se extiende por los ilimitados horizontes de los llamados pueblos nuevos. Pero todo este conjunto es un mundo que ofrece a la Iglesia, no una, sino cien maneras de posibles contactos: abiertos y fáciles algunos, delicados y complejos otros; hostiles y refractarios a un amistoso coloquio, por desgracia, son hoy muchísimos. Preséntase, pues, el problema llamado del diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno. Problema éste que corresponde al Concilio describir en su extensión y complejidad, y resolverlo, cuanto posible sea, en los mejores términos. Pero su presencia, su urgencia son tales que constituyen un verdadero peso en nuestro espíritu, un estímulo, una vocación casi, que para Nos mismo y para vosotros, Hermanos —que por igual, sin duda, habéis experimentado este tormento apostólico—, quisiéramos aclarar en alguna manera, casi como preparándonos para las discusiones y deliberaciones que en el Concilio todos juntos creamos necesario examinar en materia tan grave y multiforme.

CONSTANTE E ILIMITADO CELO POR LA PAZ

4. Vosotros mismos advertiréis, sin duda, que este sumario esquema de nuestra encíclica no va a emprender el estudio de temas urgentes y graves que interesan no sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, como la paz entre los pueblos y clases sociales, la miseria y el hambre que todavía afligen a pueblos enteros, el acceso de las naciones jóvenes a la independencia y al progreso civil, las corrientes del pensamiento moderno y la cultura cristiana, las condiciones desgraciadas de tanta gente y de tantas porciones de la Iglesia a quienes se niegan los derechos propios de ciudadanos libres y de personas humanas, los problemas morales sobre la natalidad y muchos otros más.

Ya desde ahora decimos que nos sentiremos particularmente obligados a volver no sólo nuestra vigilante y cordial atención al grande y universal problema de la paz en el mundo, sino también el interés más asiduo y eficaz. Ciertamente lo haremos dentro del ámbito de nuestro ministerio, extraño por lo mismo a todo interés puramente temporal y a las formas propiamente políticas, pero con toda solicitud de contribuir a la educación de la humanidad en los sentimientos y procedimientos contrarios a todo conflicto violento y

homicida y favorables a todo pacífico arreglo, civilizado y racional, de las relaciones entre las naciones. Solicitud nuestra será igualmente apoyar la armónica convivencia y la fructuosa colaboración entre los pueblos con la proclamación de los principios humanos superiores que puedan ayudar a suavizar los egoísmos y las pasiones —fuente de donde brotan los conflictos bélicos—. Y no dejaremos de intervenir donde se nos ofrezca la oportunidad para ayudar a las partes contendientes a encontrar honorables y fraternas soluciones. No olvidamos, en efecto, que este amoroso servicio es un deber que la maduración de las doctrinas, por una parte, y de las instituciones internacionales, por otra, hace hoy más urgente teniendo presente que nuestra misión cristiana en el mundo es la de hacer hermanos a los hombres en virtud del reino de la justicia y de la paz inaugurando con la venida de Cristo al mundo. Mas si ahora nos limitamos a algunas consideraciones de carácter metodológico para la vida propia de la Iglesia, no nos olvidamos de aquellos grandes problemas —a algunos de los cuales el Concilio dedicará su atención—, mientras que Nos esperamos poder hacerlos objeto de estudio y de acción en el sucesivo ejercicio de nuestro ministerio apostólico, según que al Señor le pluguiere darnos inspiración y fuerza para ello.

5. Pensamos que la Iglesia tiene actualmente la obligación de ahondar en la conciencia que ella ha de tener de sí misma, en el tesoro de verdad del que es heredera y depositaria y en la misión que ella debe cumplir en el mundo. Aun antes de proponerse el estudio de cualquier cuestión particular, y aun antes de considerar la actitud que haya de adoptar en relación al mundo que la rodea, la Iglesia debe en este momento reflexionar sobre sí misma para confirmarse en la ciencia de los planes de Dios sobre ella, para volver a encontrar mayor luz, nueva energía y mejor gozo en el cumplimiento de su propia misión y para determinar los mejores medios que hagan más cercanos, operantes y benéficos sus contactos con la humanidad a la cual ella misma pertenece, aunque se distinga de aquella por caracteres propios e inconfundibles.

Creemos, en efecto, que este acto de reflexión recae sobre la manera misma escogida por Dios para manifestarse a los hombres y para establecer con ellos aquellas relaciones religiosas de las que la Iglesia es al mismo tiempo instrumento y expresión. Porque si bien es verdad que la divina revelación se ha lelvado a cabo de muchas y diversas maneras(5), con hechos históricos exteriores e incontestables, ella, sin embargo, se ha introducido en la vida humana por las vías propias de la palabra y de la gracia de Dios, que se comunica interiormente a las almas mediante la predicación del mensaje de la salvación y mediante el consiguiente acto de fe, que está al principio de nuestra justificación.

LA VIGILANCIA DE LOS FIELES SEGUIDORES DEL SEÑOR

6. Quisiéramos que esta reflexión sobre el origen y sobre la naturaleza de la relación nueva y vital, que la religión de Cristo establece entre Dios y el hombre asumiese el sentido de un acto de docilidad a la palabra del divino Maestro dirigida a sus oyentes, y especialmente a sus discípulos, entre los cuales Nos mismo, con toda razón, nos complacemos en contarnos. Entre tantas otras, escogeremos una de las más graves y repetidas recomendaciones hechas por el Señor y válida todavía hoy para quien quiera profesarse fiel seguidor suyo: la de la vigilancia. Es verdad que este aviso del Maestro se refiere principalmente al destino último del hombre, próximo o lejano en el tiempo. Mas precisamente porque esta vigilancia debe estar siempre presente y operante en la conciencia del siervo fiel, es la determinante de su conducta moral, práctica y actual, que debe caracterizar al cristiano en el mundo. La amonestación a la vigilancia viene intimada por el Señor aun aun en orden a los hechos próximos y cercanos, es decir, a los peligros y a las tentaciones que pueden hacer que la conducta del hombre decaiga y se desvíe(6). Así es fácil descubrir en el Evangelio una continua invitación a la rectitud del pensamiento y de la acción. Por ventura ¿no se refería a ella la predicación del Precursor, con la que se abre la escena pública del Evangelio? Y Jesucristo mismo, ¿no ha invitado a acoger interiormente el reino de Dios(7)? Toda su pedagogía, ¿no es una exhortación, una iniciación a la interioridad? La conciencia psicológica y la conciencia moral están llamadas por Cristo a una plenitud simultánea, casi como condición para recibir, según conviene al

hombre, los dones divinos de la verdad y de la gracia. Y la conciencia del discípulo luego se tornará en recuerdo(8) de cuanto Jesús había enseñado y de cuanto a su alrededor había sucedido, y se desenvolverá y se precisará comprendendiendo mejor quién era El y de qué cosa había sido Maestro y autor.

El nacimiento de la Iglesia y el surgir de su conciencia profética son los dos hechos característicos y coincidentes de Pentecostés, y juntos irán progresando: la Iglesia, en su organización y en su desarrollo jerárquico y comunitario; la conciencia de la propia vocación, de la propia misteriosa naturaleza, de la propia doctrina, de la propia misión acompañará gradualmente tal desarrollo, según el deseo formulado por San Pablo: Y por esto ruego que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento y en plenitud de discreción(9).

"CREDO, DOMINE!"

7. Podríamos expresar de otra manera esta nuestra invitación, que dirigimos tanto a las almas de aquellos que quieran acogerla —a cada uno de vosotros, en consecuencia, Venerables Hermanos, y a aquellos que con vosotros están en nuestra y en vuestra escuela— como también a la enteracongregatio fidelium colectivamente considerada, que es la Iglesia. Podríamos, pues, invitar a todos a realizar un vivo, profundo y consciente acto de fe en Jesucristo, Nuestro Señor. Deberíamos caracterizar este momento de nuestra vida religiosa con esta profesión de fe, firme y convencida, pero siempre humilde y temblorosa, semejante a la que leemos en el Evangelio hecha por el ciego de nacimiento, a quien Jesucristo con bondad igual a su potencia había abierto los ojos:¡Creo, Señor!(10), o también a la de Marta, en el mismo Evangelio: Sí, Señor, yo he creído que Tú eres el Mesías, Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo(11), o bien a aquella otra, para Nos tan dulce, de Simón, que luego fue llamado Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo(12).

Y ¿por qué nos atrevemos a invitaros a este acto de conciencia eclesial, a este acto de fe explícito, bien que interior?Creemos que hay muchos motivos, derivados todos ellos de las exigencias profundas y esenciales del momento particular en que se encuentra la vida de la Iglesia.

VIVIR LA PROPIA VOCACIÓN

8. Ella tiene necesidad de reflexionar sobre sí misma; tiene necesidad de sentir su propia vida. Debe aprender a conocerse mejor a sí misma, si quiere vivir su propia vocación y ofrecer al mundo su mensaje de fraternidad y salvación. Tiene necesidad de experimentar a Cristo en sí misma, según las palabras del apóstol Pablo: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones(13). Todos saben cómo la Iglesia está inmersa en la humanidad, forma parte de ella; de ella saca a sus miembros, de ella extrae preciosos tesoros de cultura, y sufre sus vicisitudes históricas como también contribuye a sus éxitos. Ahora bien; todos saben por igual que la humanidad en este tiempo está en vía de grandes transformaciones, trastornos y desarrollos que cambian profundamente no sólo sus formas exteriores de vida, sino también sus modos de pensar. Su pensamiento, su cultura, su espíritu se han modificado íntimamente, ya por el progreso científico, técnico y social, ya por las corrientes del pensamiento filosófico y político que la invaden y atraviesan. Todo ello, como las olas de un mar, envuelve y sacude a la Iglesia misma; los espíritus de los hombres que a ella se confían están fuertemente influidos por el clima del mundo temporal; de tal manera que un peligro como de vértigo, de aturdimiento, de extravío, puede sacudir su misma solidez e inducir a muchos a aceptar los más extraños pensamientos, como si la Iglesia tuviera que renegar de sí misma y abrazar novísimas e impensadas formas de vida. Así, por ejemplo, el fenómeno modernista —que todavía aflora en diversas tentativas de expresiones extrañas a la auténtica realidad de la religión católica—, ¿no fue precisamente un episodio de un parecido predominio de las tendencias psicológico-culturales, propias del mundo profano, sobre la fiel y genuina expresión de la doctrina y de la norma de la Iglesia de Cristo?

Ahora bien; creemos que para inmunizarse contra tal peligro, siempre inminente y múltiple, que procede de muchas partes, el remedio bueno y obvio es el profundizar en la conciencia de la Iglesia, sobre lo que ella es verdaderamente, según la mente de Cristo conservada en la Escritura y en la Tradición, e interpretada y desarrollada por la genuina enseñanza eclesiástica, la cual está, como sabemos, iluminada y guiada por el Espíritu Santo, dispuesto siempre, cuando se lo pedimos y cuando le escuchamos, a dar indefectible cumplimiento a la promesa de Cristo: El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ese os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho(14).

LA CONCIENCIA EN LA MENTALIDAD MODERNA

9. Análogo razonamiento podríamos hacer sobre los errores que se introducen aun dentro de la Iglesia misma, en los que caen los que tienen un conocimiento parcial de su naturaleza y de su misión, sin tener en cuenta suficientemente los documentos de la revelación divina y las enseñanzas del magisterio instituido por Cristo mismo.Por lo demás, esta necesidad de considerar las cosas conocidas en un acto reflejo para contemplarlas en el espejo interior del propio espíritu, es característico de la mentalidad del hombre moderno; su pensamiento se inclina fácilmente sobre sí mismo y sólo entonces goza de certeza y plenitud, cuando se ilumina en su propia conciencia. No es que esta costumbre se halle exenta de peligros graves —ciertas corrientes filosóficas de gran renombre han explorado y engrandecido esta forma de actividad espiritual del hombre como definitiva y suprema, más aún, como medida y fuente de la realidad, llevando así el pensamiento a conclusiones abstrusas, desoladas, paradójicas y radicalmente falaces—; pero esto no impide que la educación en la búsqueda de la verdad reflejada en lo interior de la conciencia sea por sí altamente apreciable y hoy prácticamente difundida como expresión singular de la moderna cultura; como tampoco impide que, bien coordinada con la formación del pensamiento para descubrir la verdad donde ésta coincide con la realidad del ser objetivo, el ejercicio de la conciencia revele siempre mejor, a quien lo realiza, el hecho de la existencia del propio ser, de la propia dignidad espiritual, de la propia capacidad de conocer y de obrar.

DESDE EL CONCILIO DE TRENTO HASTA LAS ENCÍCLICAS DE NUESTROS TIEMPOS

10. Bien sabido es, además, cómo la Iglesia, en esto últimos tiempos, ha comenzado, por obra de insignes investigadores, de almas grandes y reflexivas, de escuelas teológicas calificadas, de movimientos pastorales y misioneros, de notables experiencias religiosas, pero principalmente por obra de memorables enseñanzas pontificias, a conocerse mejor a sí misma.Muy largo sería aun tan sólo el mencionar toda la abundancia de la literatura teológica que tiene por objeto a la Iglesia y que ha brotado de su seno en el siglo pasado y en el nuestro; como también sería muy largo recordar los documentos que el Episcopado católico y esta Sede Apostólica han publicado sobre tema de tanta amplitud y de tanta importancia. Desde que el Concilio de Trento trató de reparar las consecuencias de la crisis que arrancó de la Iglesia, muchos de sus miembros en el siglo XVI, la doctrina sobre la Iglesia misma tuvo grandes cultivadores y, en consecuencia, grandes desarrollos. Bástenos aquí aludir a las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano I en esta materia para comprender cómo el tema del estudio sobre la Iglesia obliga no sólo a los Pastores y Maestros, sino también a los fieles mismos y a los cristianos todos, a detenerse en él, como en una estación obligada en el camino hacia Cristo y toda su obra; tanto que, como ya dijimos, el Concilio Ecuménico Vaticano II no es sino una continuación y un complemento del primero, precisamente por el empeño que tiene de volver a examinar y definir la doctrina de la Iglesia. Y si no añadimos más, por amor de la brevedad, y por dirigirnos a quien conoce muy bien esta materia de la catequesis y de la espiritualidad tan difundidas hoy en la santa Iglesia, no podemos, sin embargo, dejar de mencionar con particular recuerdo dos documentos: nos referimos a la Encíclica Satis cognitum, del Papa León XIII(15), y a la Mystici Corporis del Papa Pío XII(16),

documentos que nos ofrecen amplia y luminosa doctrina sobre la divina institución por medio de la que Cristo continúa en el mundo su obra de salvación y sobre la cual versa ahora nuestra exposición. Baste recordar las palabras con que se abre el segundo de tales documentos pontificios, que ha llegado a ser, puede decirse, texto muy autorizado acerca de la teología sobre la Iglesia y muy fecundo en espirituales meditaciones sobre esta obra de la divina misericordia que a todos nos concierne. Y así, es muy a propósito recordar ahora las magistrales palabras de nuestro gran Predecesor:

La doctrina sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, recibida primeramente de labios del mismo Redentor por la que aparece en su propia luz el gran beneficio, nunca suficientemente alabado, de nuestra estrechísima unión con tan excelsa Cabeza, es, en verdad, de tal índole que, por su excelencia y dignidad, invita a su contemplación a todos y cada uno de los hombres movidos por el Espíritu divino, e ilustrando sus mentes los mueve en sumo grado a la ejecución de aquellas obras saludables que están en armonía con sus mandamientos(17).

LA CIENCIA SOBRE EL CUERPO MÍSTICO

11. Para corresponder a esta invitación, que consideramos todavía operante en nuestros espíritus, y de tal modo que expresa una de las necesidades fundamentales de la vida de la Iglesia en nuestro tiempo, la proponemos también aun hoy, a fin de que, ilustrados cada vez mejor con el conocimiento del mismo Cuerpo Místico, sepamos apreciar sus divinos significados, fortaleciendo así nuestro espíritu con incomparables alientos y procurando prepararnos cada vez mejor para corresponder a los deberes de nuestra misión y a las necesidades de la humanidad.

Y no nos parece tarea difícil cuando, por una parte vemos, como decíamos, una inmensa floración de estudios que tienen por objeto la santa Iglesia, y, por otra, sabemos que sobre ella principalmente ha fijado su mirada el Concilio Ecuménico Vaticano II. Deseamos tributar un vivo elogio a los hombres de estudio que, particularmente en estos últimos años, han dedicado al estudio eclesiológico con perfecta docilidad al magisterio católico y con genial aptitud de investigación y de expresión, fatigosos, largos y fructuosos trabajos, y que así en las escuelas teológicas como en la discusión científica y literaria, así en la apología y divulgación doctrinal como también en la asistencia espiritual a las almas de los fieles y en la conversación con los hermanos separados han ofrecido múltiples aclaraciones sobre la doctrina de la Iglesia, algunas de las cuales son de alto valor y de gran utilidad.

Por ello confiamos que la labor del Concilio será asistida con la luz del Espíritu Santo y será continuada y llevada a feliz termino con tal docilidad a sus divinas inspiraciones, con tal tesón en la investigación más profunda e integral del pensamiento originario de Cristo y de sus necesarias y legítimas evoluciones en el correr de los tiempos, con tal solicitud por hacer de la verdad divina argumento para unir -no ya para dividir- los ánimos en estériles discusiones o dolorosas escisiones, sino para conducirlos a una mayor claridad y concordia, de donde resulte gloria de Dios, gozo en la Iglesia y edificación para el mundo.

LA VID Y LOS SARMIENTOS

12. De propósito nos abstenemos de pronunciar en esta encíclica sentencia alguna nuestra sobre los puntos doctrinales relativos a la Iglesia, porque se encuentran sometidos al examen del mismo Concilio en curso, que estamos llamados a presidir. Queremos dejar ahora a tan elevada y autorizada asamblea libertad de estudio y de palabra, reservando a nuestro apostólico oficio de maestro y de pastor, puesto a la cabeza de la Iglesia de Dios, el momento de expresar nuestro juicio, contentísimos si podemos ofrecerlo en nuestra plena conformidad con el de los Padres conciliares.

Pero no podemos omitir una rápida alusión a los frutos que Nos esperamos que se derivarán, ya del Concilio mismo, ya del esfuerzo antes mencionado que la Iglesia debe realizar para adquirir una conciencia más plena y más fuerte de sí misma. Estos frutos son los objetivos que señalamos a nuestro ministerio apostólico, cuando iniciamos sus dulces y enormes fatigas; son el programa, por decirlo así, de nuestro Pontificado, y a vosotros, Venerables Hermanos, os lo exponemos brevemente, pero con sinceridad, para que nos ayudéis gustosos a llevarlo a la práctica, con vuestro consejo, vuestra adhesión y vuestra colaboración. Juzgamos que al abriros nuestro ánimo se lo abrimos a todos los fieles de la Iglesia de Dios y aun a los mismos a quienes, más allá de los abiertos confines del redil de Cristo, pueda llegar el eco de nuestra voz.

El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su vital relación con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada. ¿Qué no debería decirse acerca de este capítulo central de todo nuestro patrimonio religioso? Afortunadamente vosotros ya conocéis bien esta doctrina. Y Nos no añadiremos una sola palabra si no es para recomendaros la tengáis siempre presente como la principal guía en vuestra vida espiritual y en vuestra predicación.

Valga más que la nuestra la exhortación de nuestro mencionado Predecesor en la citada encíclicaMystici Corporis: Es menester que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales(18).

¡Oh, cómo nos agradaría detenernos con las reminiscencias que de la Sagrada Escritura, de los Padres, de los Doctores y de los Santos afluyen a nuestro espíritu, al pensar de nuevo en este luminoso punto de nuestra fe! ¿No nos ha dicho Jesús mismo que El es la vid y nosotros los sarmientos?(19) ¿No tenemos ante nuestra mente toda la riquísima doctrina de San Pablo, quien no cesa de recordarnos: Vosotros sois uno en Cristo Jesús,(20) y de recomendarnos que...crezcamos en El en todos sentidos, en El que es la Cabeza, Cristo, por quien vive todo el cuerpo...(21) y de amonestarnos... todas las cosas y en todos Cristo(22). Nos baste, por todos, recordar entre los maestros a San Agustín: ... alegrémonos y demos gracias, porque hemos sido hechos no sólo cristianos, sino Cristo. ¿Entendéis, os dais cuenta, hermanos, del favor que Dios nos ha hecho? admiraos, gozaos, hemos sido hechos Cristo. Pues si El es Cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total El y nosotros... la plenitud, pues, de Cristo, la Cabeza y los miembros. ¿Qué es Cabeza y miembros? Cristo y la Iglesia(23).

LA IGLESIA ES MISTERIO

13. Sabemos muy bien que esto es un misterio. Es el misterio de la Iglesia. Y si nosotros, con la ayuda de Dios, fijamos la mirada del ánimo en este misterio, conseguiremos muchos beneficios espirituales, precisamente aquellos de los cuales creemos que ahora la Iglesia tiene mayor necesidad. La presencia de Cristo, más aún, su misma vida se hará operante en cada una de las almas y en el conjunto del Cuerpo Místico, mediante el ejercicio de la fe viva y vivificante, según la palabra del Apóstol: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones(24). Y realmente la conciencia del misterio de la Iglesia es un hecho de fe madura y vivida. Produce en las almas aquel sentir de la Iglesia que penetra al cristiano educado en la escuela de la divina palabra, alimentado por la gracia de los Sacramentos y por las inefables inspiraciones del Paráclito, animado a la práctica de las virtudes evangélicas, empapado en la cultura y en la conversación de la comunidad eclesial y profundamente alegre al sentirse revestido con aquel sacerdocio real que es propio del pueblo de Dios(25). El misterio de la Iglesia no es un mero objeto de conocimiento teológico, ha de ser un hecho vivido, del cual el alma fiel aun antes que un claro concepto puede tener una casi connatural experiencia; y la comunidad de los creyentes puede hallar la íntima certeza en su participación en el Cuerpo Místico de Cristo, cuando se da cuenta de que es el ministerio de la Jerarquía

eclesiástica el que por divina institución provee a iniciarla, a engendrarla(26), a instruirla, a santificarla, a dirigirla, de tal modo que mediante este bendito canal Cristo difunde en sus místicos miembros las admirables comunicaciones de su verdad y de su gracia, y da a su Cuerpo Místico, mientras peregrina en el tiempo, su visible estructura, su noble unidad, su orgánica funcionalidad, su armónica variedad y su belleza espiritual. No hay imágenes capaces de traducir en conceptos a nosotros accesibles la realidad y la profundidad de este misterio; pero de una especialmente —después de la mencionada del Cuerpo Místico, sugerida por el apóstol Pablo— debemos conservar el recuerdo, porque el mismo Cristo la sugirió, y es la del edificio del cual El es el arquitecto y el constructor, fundado, sí, sobre un hombre naturalmente frágil, pero transformado por El milagrosamente en sólida roca, es decir, dotado de prodigiosa y perenne indefectibilidad: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia(27).

PEDAGOGÍA DEL BAUTIZADO

13 b. Si logramos despertar en nosotros mismos y educar en los fieles, con profunda y vigilante pedagogía, este fortificante sentido de la Iglesia, muchas antinomias que hoy fatigan el pensamiento de los estudiosos de la eclesiología —cómo, por ejemplo, la Iglesia es visible y a la vez espiritual, cómo es libre y al mismo tiempo disciplinada, cómo es comunitaria y jerárquica, cómo siendo ya santa, siempre está en vías de santificación, cómo es contemplativa y activa, y así en otras cosas— serán prácticamente dominadas y resueltas en la experiencia, iluminada por la doctrina, por la realidad viviente de la Iglesia misma; pero, sobre todo, logrará ella un resultado, muy importante, el de una magnífica espiritualidad, alimentada por la piadosa lectura de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y con cuanto contribuye a suscitar en ella esa conciencia. Nos referimos a la catequesis cuidadosa y sistemática, a la participación en la admirable escuela de palabras, de signos y de divinas efusiones que es la sagrada liturgia, a la meditación silenciosa y ardiente de las verdades divinas y, finalmente, a la entrega generosa a la oración contemplativa. La vida interior sigue siendo como el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo peculiar de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical insustituíble de su actividad religiosa y social e inviolable defensa y renaciente energía de su difícil contacto con el mundo profano.

Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante tal sacramento, en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Y esto especialmente en la valoración consciente que el bautizado debe tener de su elevación, más aún, de su regeneración a la felicísima realidad de hijo adoptivo de Dios, a la dignidad de hermano de Cristo; a la suerte, queremos decir, a la gracia y al gozo de la inhabitación del Espíritu Santo, a la vocación de una vida nueva, que nada ha perdido de humano, salvo la desgracia del pecado original, y que es capaz de dar las mejores manifestaciones y probar los más ricos y puros frutos de todo los que es humano. El ser cristiano, el haber recibido el santo bautismo, no debe ser considerado como cosa indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y felizmente la conciencia de todo bautizado; debe ser, en verdad, considerado por él —como lo fue por los cristianos antiguos— una iluminación que, haciendo caer sobre él el vivificante rayo de la verdad divina, le abre el cielo, le esclarece la vida terrenal, le capacita a caminar como hijo de la luz hacia la visión de Dios, fuente de eterna felicidad.Fácil es comprender qué programa pone delante de nosotros y de nuestro ministerio esta consideración, y Nos gozamos al observar que está ya en vías de ejecución en toda la Iglesia y promovido con iluminado y ardiente celo. Nos los recomendamos, Nos lo bendecimos.

14. Nos embarga, además, el deseo de que la Iglesia de Dios sea como Cristo la quiere, una, santa, enteramente consagrada a la perfección a la cual El la ha llamado y para la cual la ha preparado. Perfecta en su concepción ideal, en el pensamiento divino, la Iglesia debe tender a la perfección en su expresión real, en su existencia terrenal. Tal es el gran problema moral que domina la vida entera de la Iglesia, el que da su medida, el que la estimula, la acucia, la sostiene, la llena de gemidos y de súplicas, de

arrepentimiento y de esperanza, de esfuerzo y de confianza, de responsabilidades y de méritos. Es un problema inherente a las realidades teológicas de las que depende la vida humana; no se puede concebir el juicio sobre el hombre mismo, sobre su naturaleza, sobre su perfección originaria y sobre las ruinosas consecuencias del pecado original, sobre la capacidad del hombre para el bien y sobre la ayuda que necesita para desearlo y realizarlo, sobre el sentido de la vida presente y de su finalidad, sobre los valores que el hombre desea o de los que dispone, sobre el criterio de perfección y de santidad y sobre los medios y los modos de dar a la vida su grado más alto de belleza y plenitud, sin referirse a la enseñanza doctrinal de Cristo y del consiguiente magisterio eclesiástico. El ansia de conocer los caminos del Señor es y debe ser continua en la Iglesia, y Nos querríamos que la discusión, siempre tan fecunda y variada, que sobre las cuestiones relativas a la perfección se va sosteniendo de siglo en siglo, aun dentro del seno de la Iglesia, recobrase el interés supremo que merece tener; y esto, no tanto para elaborar nuevas teorías cuanto para despertar nuevas energías, encaminadas precisamente hacia la santidad que Cristo nos enseñó y que con su ejemplo, con su palabra, con su gracia, con su escuela, sostenida por la tradición eclesiástica, fortificada con su acción comunitaria, ilustrada por las singulares figuras de los Santos, nos hace posible conocerla, desearla y aun conseguirla.

PERFECCIONAMIENTO DE LOS CRISTIANOS

15. Este estudio de perfeccionamiento espiritual y moral se halla estimulado aun exteriormente por las condiciones en que la Iglesia desarrolla su vida. Ella no puede permanecer inmóvil e indiferente ante los cambios del mundo que la rodea. De mil maneras éste influye y condiciona la conducta práctica de la Iglesia. Ella, como todos saben, no está separada del mundo, sino que vive en él. Por eso los miembros de la Iglesia reciben su influjo, respiran su cultura, aceptan sus leyes, asimilan sus costumbres. Este inmanente contacto de la Iglesia con la sociedad temporal le crea una continua situación problemática, hoy laboriosísima. Por una parte, la vida cristiana, tal como la Iglesia la defiende y promueve, debe continuar y valerosamente evitar todo cuanto pueda engañarla, profanarla, sofocarla, como para inmunizarse contra el contagio del error y del mal; por otra, no sólo debe adaptarse a los modos de concebir y de vivir que el ambiente temporal le ofrece y le impone, en cuanto sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso y moral, sino que debe procurar acercarse a él, purificarlo, ennoblecerlo, vivificarlo y santificarlo; tarea ésta, que impone a la Iglesia un perenne examen de vigilancia moral y que nuestro tiempo reclama con particular apremio y con singular gravedad.

También a este propósito la celebración del Concilio es providencial. El carácter pastoral que se propone adoptar, los fines prácticos de «poner al día» la disciplina canónica, el deseo de facilitar lo más posible —en armonía con el carácter sobrenatural que le es propio— la práctica de la vida cristiana, confieren a este Concilio un mérito singular ya desde este momento, cuando aún falta la mayor parte de las deliberaciones que de él esperamos. En efecto, tanto en los pastores como en los fieles, el Concilio despierta el deseo de conservar y acrecentar en la vida cristiana su carácter de autenticidad sobrenatural y recuerda a todos el deber de imprimir ese carácter positiva y fuertemente en la propia conducta, ayuda a los débiles para ser buenos, a los buenos para ser mejores, a los mejores para ser generosos y a los generosos para hacerse santos. Descubre nuevas expresiones de santidad, excita al amor a que se haga fecundo, provoca nuevos impulsos de virtud y de heroísmo cristiano.

SENTIDO DE LA "REFORMA"

16. Naturalmente, al Concilio corresponderá sugerir qué reformas son las que se han de introducir en la legislación de la Iglesia; y las comisiones posconciliares, sobre todo la constituida para la revisión del Código de Derecho canónico, y designada por Nos ya desde ahora, procurarán formular en términos, concretos las deliberaciones del Sínodo ecuménico. A vosotros, pues, Venerables Hermanos, os tocará indicarnos las medidas que se han de tomar para hermosear y rejuvenecer el rostro de la Santa Iglesia.

Quede una vez más manifiesto nuestro propósito de favorecer dicha reforma. ¡Cuántas veces en los siglos pasados este propósito ha estado asociado en la historia de los Concilios! Pues bien, que lo esté una vez más, pero ahora no ya para desarraigar de la Iglesia determinadas herejías y generales desórdenes que, gracias a Dios no existen en su seno, sino para infundir un nuevo vigor espiritual en el Cuerpo Místico de Cristo, en cuanto sociedad visible, purificándolo de los defectos de muchos de sus miembros y estimulándolo a nuevas virtudes.

Para que esto pueda realizarse, mediante el divino auxilio, séanos permitido presentaros ahora algunas consideraciones previas que sirvan para facilitar la obra de la renovación, para infundirle el valor que ella necesita —pues, en efecto, no se puede llevar a cabo sin algún sacrificio— y para trazarle algunas líneas según las cuales pueda mejor realizarse.

17. Ante todo, hemos de recordar algunos criterios que nos advierten sobre las orientaciones con que ha de procurarse esta reforma. La cual no puede referirse ni a la concepción esencial, ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia católica. La palabra "reforma" estaría mal empleada, si la usáramos en ese sentido. No podemos acusar de infidelidad a nuestra amada y santa Iglesia de Dios, pues tenemos por suma gracia pertenecer a ella y que de ella suba a nuestra alma el testimonio de  que somos hijos de Dios(28). ¡Oh, no es orgullo, no es presunción, no es obstinación, no es locura, sino luminosa certeza y gozosa convicción la que tenemos de haber sido constituidos miembros vivos y genuinos del Cuerpo de Cristo, de ser auténticos herederos del Evangelio de Cristo, de ser directamente continuadores de los Apóstoles, de poseer en el gran patrimonio de verdades y costumbres que caracterizan a la Iglesia católica, tal cual hoy es, la herencia intacta y viva de la primitiva tradición apostólica. Si esto constituye nuestro blasón, o mejor, el motivo por el cual debemos dar gracias a Dios siempre(29) constituye también nuestra responsabilidad ante Dios mismo, a quien debemos dar cuenta de tan gran beneficio; ante la Iglesia, a quien debemos infundir con la certeza el deseo, el propósito de conservar el tesoro —eldepositum de que habla San Pablo(30)— y ante los Hermanos todavía separados de nosotros, y ante el mundo entero, a fin de que todos venga a compartir con nosotros el don de Dios.

De modo que en este punto, si puede hablarse de reforma, no se debe entender cambio, sino más bien confirmación en el empeño de conservar la fisonomía que Cristo ha dado a su Iglesia, más aún, de querer devolverle siempre su forma perfecta que, por una parte, corresponda a su diseño primitivo y que, por otra, sea reconocida como coherente y aprobada en aquel desarrollo necesario que, como árbol de la semilla, ha dado a la Iglesia, partiendo de aquel diseño, su legítima forma histórica y concreta. No nos engañe el criterio de reducir el edificio de la Iglesia, que se ha hecho amplio y majestuoso para la gloria de Dios, como magnífico templo suyo, a sus iniciales proporciones mínimas, como si aquellas fuesen las únicas verdaderas, las únicas buenas; ni nos ilusione el deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía carismática, como si fuese nueva y verdadera aquella expresión eclesial que surgiera de ideas particulares —fervorosas sin duda y tal vez persuadidas de que gozan de la divina inspiración—, introduciendo así arbitrarios sueños de artificiosas renovaciones en el diseño constitutivo de la Iglesia. Hemos de servir a la Iglesia, tal como es, y debemos amarla con sentido inteligente de la historia y buscando humildemente la voluntad de Dios, que asiste y guía a la Iglesia, aunque permite que la debilidad humana obscurezca algo la pureza de sus líneas y la belleza de su acción. Esta pureza y esta belleza son las que estamos buscando y queremos promover.

DAÑOS Y PELIGROS DE LA CONCEPCIÓN PROFANA DE LA VIDA

18. Es menester asegurar en nosotros estas convicciones a fin de evitar otro peligro que el deseo de reforma podría engendrar, no tanto en nosotros, pastores —defendidos por un vivo sentido de responsabilidad—, cuanto en la opinión de muchos fieles que piensan que la reforma de la Iglesia debe consistir principalmente en la adaptación de sus sentimientos y de sus costumbres a las de los mundanos.

La fascinación de la vida profana es hoy poderosa en extremo. El conformismo les parece a muchos ineludible y prudente. El que no está bien arraigado en la fe y en la práctica de la ley eclesiástica, fácilmente piensa que ha llegado el momento de adaptarse a la concepción profana de la vida, como si ésta fuese la mejor, la que un cristiano puede y debe apropiarse. Este fenómeno de adaptación se manifiesta así en el campo filosófico (¡cuánto puede la moda aun en el reino del pensamiento, que debería ser autónomo y libre y sólo ávido y dócil ante la verdad y la autoridad de reconocidos maestros!) como en el campo práctico, donde cada vez resulta más incierto y difícil señalar la línea de la rectitud moral y de la recta conducta práctica.

El naturalismo amenaza vaciar la concepción original del cristianismo; el relativismo, que todo lo justifica y todo lo califica como de igual valor, atenta al carácter absoluto de los principios cristianos; la costumbre de suprimir todo esfuerzo y toda molestia en la práctica ordinaria de la vida, acusa de inutilidad fastidiosa a la disciplina y a la «ascesis» cristiana; más aún, a veces el deseo apostólico de acercarse a los ambientes profanos o de hacerse acoger por los espíritus modernos —de los juveniles especialmente— se traduce en una renuncia a las formas propias de la vida cristiana y a aquel mismo estilo de conducta que debe dar a tal empeño de acercamiento y de influjo educativo su sentido y su vigor.

¿No es acaso verdad que a veces el clero joven, o también algún celoso religioso guiado por la buena intención de penetrar en la masa popular o en grupos particulares, trata de confundirse con ellos en vez de distinguirse, renunciando con inútil mimetismo a la eficacia genuina de su apostolado? De nuevo, en su realidad y en su actualidad, se presenta el gran principio, enunciado por Jesucristo: estar en el mundo, pero no ser del mundo; y dichosos nosotros si Aquel que siempre vive para interceder por nosotros(31) eleva todavía su tan alta como conveniente oración ante el Padre celestial: No ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del mal(32).

NO INMOVILIDAD, SINO "AGGIORNAMENTO"

19. Esto no significa que pretendamos creer que la perfección consista en la inmovilidad de las formas, de que la Iglesia se ha revestido a lo largo de los siglos; ni tampoco en que se haga refractaria a la adopción de formas hoy comunes y aceptables de las costumbres y de la índole de nuestro tiempo. La palabra, hoy ya famosa, de nuestro venerable Predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, la palabra "aggiornamento", Nos la tendremos siempre presente como norma y programa; lo hemos confirmado como criterio directivo del Concilio Ecuménico, y lo recordaremos como un estímulo a la siempre renaciente vitalidad de la Iglesia, a su siempre vigilante capacidad de estudiar las señales de los tiempos y a su siempre joven agilidad de probar... todo y de apropiarse lo que es bueno(33); y ello, siempre y en todas partes.

OBEDIENCIA, ENERGÍAS MORALES, SACRIFICIO

20. Repitamos, una vez más, para nuestra común advertencia y provecho: La Iglesia volverá a hallar su renaciente juventud, no tanto cambiando sus leyes exteriores cuanto poniendo interiormente su espíritu en actitud de obedecer a Cristo, y, por consiguiente, de guardar las leyes que ella, en el intento de seguir el camino de Cristo, se prescribe a sí misma: he ahí el secreto de su renovación, esa es su metanoia, ese su ejercicio de perfección. Aunque la observancia de la norma eclesiástica pueda hacerse más fácil por la simplificación de algún precepto y por la confianza concedida a la libertad del cristiano de hoy, más conocedor de sus deberes y más maduro y más prudente en la elección del modo de cumplirlos, la norma, sin embargo, permanece en su esencial exigencia: la vida cristiana, que la Iglesia va interpretando y codificando en prudentes disposiciones, exigirá siempre fidelidad, empeño, mortificación y sacrificio; estará siempre marcada por el "camino estrecho" del que nos habla nuestro Señor(34); exigirá de nosotros, cristianos modernos, no menores sino quizá mayores energías morales que a los cristianos de ayer; una prontitud en la obediencia, hoy no menos debida que en lo pasado, y acaso más difícil, ciertamente más

meritoria, porque es guiada más por motivos sobrenaturales que naturales. No es la conformidad al espíritu del mundo, ni la inmunidad a la disciplina de una razonable ascética, ni la indiferencia hacia las libres costumbres de nuestro tiempo, ni la emancipación de la autoridad de prudentes y legítimos superiores, ni la apatía respecto a las formas contradictorias del pensamiento moderno las que pueden dar vigor a la Iglesia, las que pueden hacerla idónea para recibir el influjo de los dones del Espíritu Santo, pueden darle la autenticidad en el seguir a Cristo nuestro Señor, pueden conferirle el ansia de la caridad hacia los hermanos y la capacidad de comunicar su mensaje de salvación, sino su actitud de vivir según la gracia divina, su fidelidad al Evangelio del Señor, su cohesión jerárquica y comunitaria. El cristiano no es flojo y cobarde, sino fuerte y fiel.

Sabemos muy bien cuán larga se haría la exposición si quisiésemos trazar aun sólo en sus líneas principales el programa moderno de la vida cristiana; ni pretendemos ahora adentrarnos en tal empresa. Vosotros, por lo demás, sabéis cuáles sean las necesidades morales de nuestro tiempo, y no cesaréis de llamar a los fieles a la comprensión de la dignidad, de la pureza, de la austeridad de la vida cristiana, como tampoco dejaréis de denunciar, en el mejor modo posible, aun públicamente, los peligros morales y los vicios que nuestro tiempo padece. Todos recordamos las solemnes exhortaciones con que la Sagrada Escritura nos amonesta: Conozco tus obras, tus trabajos y tu paciencia y que no puedes tolerar a los malos(35); y todos procuraremos ser pastores vigilantes y activos. El Concilio Ecuménico debe darnos, a nosotros mismos, nuevas y saludables prescripciones; y todos ciertamente tenemos que disponer, ya desde ahora, nuestro ánimo para recibirlas y ejecutarlas.

EL ESPÍRITU DE POBREZA

21. Pero no queremos omitir dos indicaciones particulares que creemos tocan a necesidades y deberes principales, y que pueden ofrecer tema de reflexión para las orientaciones generales de una buena renovación de la vida eclesiástica. Aludimos primeramente al espíritu de pobreza. Creemos que está de tal manera proclamado en el santo Evangelio, tan en las entrañas del plan de nuestro destino al reino de Dios, tan amenazado por la valoración de los bienes en la mentalidad moderna, que es por otra parte necesario para hacernos comprender tantas debilidades y pérdidas nuestras en el tiempo pasado y para hacernos también comprender cuál debe ser nuestro tenor de vida y cuál el método mejor para anunciar a las almas la religión de Cristo, y que es, en fin, tan difícil practicarlo debidamente, que nos atrevemos a hacer mención explícita de él, en este nuestro mensaje, no tanto porque Nos tengamos el propósito de dar especiales disposiciones canónicas a este respecto, cuanto para pediros a vosotros, Venerables Hermanos, el aliento de vuestro consentimiento, de vuestro consejo y de vuestro ejemplo. Esperamos de vosotros que, como voz autorizada interpretáis los mejores impulsos, en los que palpita el Espíritu de Cristo en la Santa Iglesia, digáis cómo deben los Pastores y los fieles educar hoy, para la pobreza, el lenguaje y la conducta: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, nos avisa el Apóstol(36); y como debemos al mismo tiempo proponer a la vida eclesiástica aquellos criterios y normas que deben fundar nuestra confianza más sobre la ayuda de Dios y sobre los bienes del espíritu, que sobre los medios temporales; que deben recordarnos a nosotros y enseñar al mundo la primacía de tales bienes sobre los económicos, así como los límites y subordinación de su posesión y de su uso a lo que sea útil para el conveniente ejercicio de nuestra misión apostólica.

La brevedad de esta alusión a la excelencia y obligación del espíritu de pobreza, que caracteriza al Evangelio de Cristo, no nos dispensa de recordar que este espíritu no nos impide la compresión y el empleo, en la forma que se nos consiente, del hecho económico agigantado y fundamental en el desarrollo de la civilización moderna, especialmente en todos sus reflejos, humanos y sociales. Pensamos más bien que la liberación interior, que produce el espíritu de pobreza evangélica, nos hace más sensibles y nos capacita más para comprender los fenómenos humanos relacionados con lo factores económicos, ya para dar a la riqueza y al progreso, que ella puede engendrar, la justa y a veces severa estimación que le

conviene, ya para dar a la indigencia el interés más solícito y generoso, ya, finalmente, deseando que los bienes económicos no se conviertan en fuentes de luchas, de egoísmos y de orgullo entre los hombres, sino que más bien se enderecen por vías de justicia y equidad hacia el bien común, y que por lo mismo cada vez sean distribuidos con mayor previsión. Todo cuanto se refiere a estos bienes económicos —inferiores, sin duda, a los bienes espirituales y eternos, pero necesarios a la vida presente— encuentra en el discípulo del Evangelio un hombre capaz de una valoración sabia y de una cooperación humanísima: la ciencia, la técnica, y especialmente el trabajo en primer lugar, se convierten para Nos en objeto de vivísimo interés, y el pan que de ahí procede se convierte en pan sagrado tanto para la mesa como para el altar. Las enseñanzas sociales de la Iglesia no dejan duda alguna a este respecto, y de buen grado aprovechamos esta ocasión para afirmar una vez más expresamente nuestra coherente adhesión a estas saludables doctrinas.

HORA DE LA CARIDAD

22. La otra indicación que queremos hacer es sobre el espíritu de caridad: pero ¿no está ya este tema muy presente en vuestros ánimos? ¿No marca acaso la caridad el punto focal de la economía religiosa del Antiguo y del Nuevo Testamento? ¿No están dirigidos a la caridad los pasos de la experiencia espiritual de la Iglesia? ¿No es acaso la caridad el descubrimiento cada vez más luminoso y más gozoso que la teología, por una lado, la piedad, por otro, van haciendo en la incesante meditación de los tesoros de la Escritura y los sacramentales, de los que la Iglesia es heredera, depositaria, maestra y dispensadora? Creemos con nuestros Predecesores, con la corona de los Santos, que nuestros tiempos han dado a la Iglesia celestial y terrena, y con el instinto devoto del pueblo fiel, que la caridad debe hoy asumir el puesto que le corresponde, el primero, el más alto, en la escala de los valores religiosos y morales, no sólo en la estimación teórica, sino también en la práctica de la vida cristiana. Esto sea dicho tanto de la caridad para con Dios, que es reflejo de su Caridad sobre nosotros, como de la caridad que por nuestra parte hemos de difundir nosotros sobre nuestro prójimo, es decir, el género humano. La caridad todo lo explica. La caridad todo lo inspira. La caridad todo lo hace posible, todo lo renueva. La caridad todo lo  excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera(37). ¿Quién de nosotros ignora estas cosas? Y si las sabemos, ¿no es ésta acaso la hora de la caridad?

CULTO A MARÍA

23. Esta visión de humilde y profunda plenitud cristiana conduce nuestro pensamiento hacia María Santísima, como a quien perfecta y maravillosamente lo refleja en sí, más aún, lo ha vivido en la tierra y ahora en el cielo goza de su fulgor y beatitud. Florece felizmente en la Iglesia el culto a nuestra Señora y nos complacemos, en esta ocasión, en dirigir vuestros espíritus para admirar en la Virgen Santísima —Madre de Cristo y, por consiguiente, Madre de Dios y Madre nuestra— el modelo de la perfección cristiana, el espejo de las virtudes sinceras, la maravilla de la verdadera humanidad. Creemos que el culto a María es fuente de enseñanzas evangélicas: en nuestra peregrinación a Tierra Santa, de Ella que es la beatísima, la dulcísima, la humildísima, la inmaculada criatura, a quien cupo el privilegio de ofrecer al Verbo de Dios carne humana en su primigenia e inocente belleza, quisimos derivar la enseñanza de la autenticidad cristiana, y a Ella también ahora volvemos la mirada suplicante, como a amorosa maestra de vida, mientras razonamos con vosotros, Venerables Hermanos, de la regeneración espiritual y moral de la vida de la Iglesia.

24. Hay una tercera actitud que la Iglesia católica tiene que adoptar en esta hora histórica del mundo, y es la que se caracteriza por el estudio de los contactos que ha de tener con la humanidad. Si la Iglesia logra cada vez más clara conciencia de sí, y si ella trata de adaptarse a aquel mismo modelo que Cristo le propone, es necesario que la Iglesia se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima. El Evangelio nos hace advertir tal distinción, cuando nos habla del "mundo", es decir,

de la humanidad adversa a la luz de la fe y al don de la gracia, de la humanidad que se exalta en un ingenuo optimismo creyendo que le bastan las propias fuerzas para lograr su expresión plena, estable y benéfica; o de la humanidad, que se deprime en un crudo pesimismo declarando fatales, incurables y acaso también deseables como manifestaciones de libertad y de autenticidad, los propios vicios, las propias debilidades, las propias enfermedades morales. El Evangelio, que conoce y denuncia, compadece y cura las miserias humanas con penetrante y a veces desgarradora sinceridad, no cede, sin embargo, ni a la ilusión de la bondad natural del hombre, como si se bastase a sí mismo y no necesitase ya ninguna otra cosa, sino ser dejado libre para abandonarse arbitrariamente, ni a la desesperada resignación de la corrupción incurable de la humana naturaleza. El Evangelio es luz, es novedad, es energía, es nuevo nacimiento, es salvación. Por esto engendra y distingue una forma de vida nueva, de la que el Nuevo Testamento nos da continua y admirable lección: No os conforméis a este siglo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que procureis conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta(38), nos amonesta San Pablo.

Esta diferencia entre la vida cristiana y la vida profana se deriva también de la realidad y de la consiguiente conciencia de la justificación, producida en nosotros por nuestra comunicación con el misterio pascual, con el santo bautismo ante todo, que, como más arriba decíamos, es y debe ser considerado una verdadera regeneración. De nuevo nos lo recuerda San Pablo: ... cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar en su muerte. Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muerto por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva(39). Muy oportuno será que también el cristiano de hoy tenga siempre presente esta su original y admirable forma de vida, que lo sostenga en el gozo de su dignidad y lo inmunice del contagio de la humana miseria circundante o de la seducción del esplendor humano que igualmente le rodea.

VIVIR EN EL MUNDO, PERO NO DEL MUNDO

25. He aquí cómo el mismo San Pablo educaba a los cristianos de la primera generación: No os juntéis bajo un mismo yugo con los infieles. Porque ¿qué participación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunión entre la luz y las tinieblas?... O ¿qué asociación del creyente con el infiel?(40). La pedagogía cristiana deberá recordar siempre al discípulo de nuestros tiempos esta su privilegiada condición y este consiguiente deber de vivir en el mundo, pero no del mundo, según el deseo mismo de Jesús, que antes citamos con respecto a sus discípulos: No pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo(41). Y la Iglesia hace propio este deseo.

Pero esta diferencia no es separación. Mejor, no es indiferencia, no es temor, no es desprecio. Cuando la Iglesia se distingue de la humanidad, no se opone a ella, antes bien se le une. Como el médico que, conociendo las insidias de una pestilencia procura guardarse a sí y a los otros de tal infección, pero al mismo tiempo se consagra a la curación de los que han sido atacados, así la Iglesia no hace de la misericordia, que la divina bondad le ha concedido, un privilegio exclusivo, no hace de la propia fortuna un motivo para desinteresarse de quien no la ha conseguido, antes bien convierte su salvación en argumento de interés y de amor para todo el que esté junto a ella o a quien ella pueda acercarse con su esfuerzo comunicativo universal.

MISIÓN QUE CUMPLIR, ANUNCIO QUE DIFUNDIR

26. Si verdaderamente la Iglesia, como decíamos, tiene conciencia de lo que el Señor quiere que ella sea, surge en ella una singular plenitud y una necesidad de efusión, con la clara advertencia de una misión que la trasciende y de un anuncio que debe difundir. Es el deber de la evangelización. Es el mandato misionero. Es el ministerio apostólico. No es suficiente una actitud fielmente conservadora. Cierto es que

hemos de guardar el tesoro de verdad y de gracia que la tradición cristiana nos ha legado en herencia; más aún: tendremos que defenderlo. Guarda el depósito, amonesta San Pablo(42). Pero ni la custodia, ni la defensa rellenan todo el deber de la Iglesia respecto a los dones que posee. El deber congénito al patrimonio recibido de Cristo es la difusión, es el ofrecimiento, es el anuncio, bien lo sabemos: Id, pues, enseñad a todas las gentes(43) es el supremo mandato de Cristo a sus Apóstoles. Estos con el nombre mismo de Apóstoles definen su propia e indeclinable misión. Nosotros daremos a este impulso interior de caridad que tiende a hacerse don exterior de caridad el nombre, hoy ya común, de "diálogo".

EL "DIÁLOGO"

27. La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio.Este aspecto capital de la vida actual de la Iglesia será objeto de un estudio particular y amplio por parte del Concilio Ecuménico, como es sabido, y Nos no queremos entrar al examen concreto de los temas propuestos a tal estudio, para así dejar a los Padres del Concilio la misión de tratarlos libremente. Nos queremos tan sólo, Venerables Hermanos, invitaros a anteponer a este estudio algunas consideraciones para que sean más claros los motivos que mueven a la Iglesia al diálogo, más claros los métodos que se deben seguir y más claros los objetivos que se han de alcanzar. Queremos preparar los ánimos, no tratar las cuestiones.

Y no podemos hacerlo de otro modo, convencidos de que el diálogo debe caracterizar nuestro oficio apostólico, como herederos que somos de una estilo, de una norma pastoral que nos ha sido transmitida por nuestros Predecesores del siglo pasado, comenzando por el grande y sabio León XIII, que casi personifica la figura evangélica del escriba prudente, que como un padre de familia saca de su tesoro cosas antiguas y nuevas(44), emprendía majestuosamente el ejercicio del magisterio católico haciendo objeto de su riquísima enseñanza los problemas de nuestro tiempo considerados a la luz de la palabra de Cristo. Y del mismo modo sus sucesores, como sabéis. ¿No nos han dejado nuestros Predecesores, especialmente los papas Pío XI y Pío XII, un magnífico y muy rico patrimonio de doctrina, concebida en el amoroso y sabio intento de aunar el pensamiento divino con el pensamiento humano, no abstractamente considerado, sino concretamente formulado con el lenguaje del hombre moderno? Y este intento apostólico, ¿qué es sino un diálogo? Y ¿no dio Juan XXIII, nuestro inmediato Predecesor, de venerable memoria, un acento aun más marcado a su enseñanza en el sentido de acercarla lo más posible a la experiencia y a la compresión del mundo contemporáneo? ¿No se ha querido dar al mismo Concilio, y con toda razón, un fin pastoral, dirigido totalmente a la inserción del mensaje cristiano en la corriente de pensamiento, de palabra, de cultura, de costumbres, de tendencias de la humanidad, tal como hoy vive y se agita sobre la faz de la tierra? Antes de convertirlo, más aún, para convertirlo, el mundo necesita que nos acerquemos a él y que le hablemos.

En lo que toca a nuestra humilde persona, aunque no nos gusta hablar de ella y deseosos de no llamar la atención, no podemos, sin embargo, en esta intención de presentarnos al Colegio episcopal y al pueblo cristiano, pasar por alto nuestro propósito de perseverar —cuanto lo permitan nuestras débiles fuerzas y sobre todo la divina gracia nos dé modo de llevarlo a cabo— en la misma línea, en el mismo esfuerzo por acercarnos al mundo, en el que la Providencia nos ha destinado a vivir, con todo respeto, con toda solicitud, con todo amor, para comprenderlo, para ofrecerle los dones de verdad y de gracia, cuyos depositarios nos ha hecho Cristo, a fin de comunicarle nuestra maravillosa herencia de redención y de esperanza. Profundamente grabadas tenemos en nuestro espíritu las palabras de Cristo que, humilde pero tenazmente, quisiéramos apropiarnos: No... envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El(45).

LA RELIGIÓN, DIÁLOGO ENTRE DIOS Y EL HOMBRE

He aquí, Venerables Hermanos, el origen trascendente del diálogo. Este origen está en la intención misma de Dios. La religión, por su naturaleza, es una relación entre Dios y el hombre. La oración expresa con diálogo esta relación. La revelación, es decir, la relación sobrenatural instaurada con la humanidad por iniciativa de Dios mismo, puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo de Dios se expresa en la Encarnación y, por lo tanto, en el Evangelio. El coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado original, ha sido maravillosamente reanudado en el curso de la historia. La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación. Es en esta conversación de Cristo entre los hombres(46) donde Dios da a entender algo de Sí mismo, el misterio de su vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las Personas, donde dice, en definitiva, cómo quiere ser conocido: El es Amor; y cómo quiere ser honrado y servido por nosotros: amor es nuestro mandamiento supremo. El diálogo se hace pleno y confiado; el niño es invitado a él y de él se sacia el místico.

SUPREMAS CARACTERÍSTICAS DEL "COLOQUIO" DE LA SALVACIÓN

29. Hace falta que tengamos siempre presente esta inefable y dialogal relación, ofrecida e instaurada con nosotros por Dios Padre, mediante Cristo en el Espíritu Santo, para comprender qué relación debamos nosotros, esto es, la Iglesia, tratar de establecer y promover con la humanidad.

El diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina: El nos amó el primero(47); nos corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres el mismo diálogo, sin esperar a ser llamados.

El diálogo de la salvación nació de la caridad, de la bondad divina: De tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito(48); no otra cosa que un ferviente y desinteresado amor deberá impulsar el nuestro.

El diálogo de la salvación no se ajustó a los méritos de aquellos a quienes fue dirigido, como tampoco por los resultados que conseguiría o que echaría de menos: No necesitan médico los que están sanos(49); también el nuestro ha de ser sin límites y sin cálculos.

El diálogo de la salvación no obligó físicamente a nadie a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor, el cual si bien constituía una tremenda responsabilidad en aquellos a quienes se dirigió(50), les dejó, sin embargo, libres para acogerlo o rechazarlo, adaptando inclusive la cantidad(51) y la fuerza probativa de los milagros(52) a las exigencias y disposiciones espirituales de sus oyentes, para que les fuese fácil un asentimiento libre a la divina revelación sin perder, por otro lado, el mérito de tal asentimiento. Así nuestra misión, aunque es anuncio de verdad indiscutible y de salvación indispensable, no se presentará armada por coacción externa, sino tan sólo por los legítimos caminos de la educación humana, de la persuasión interior y de la conversación ordinaria, ofrecerá su don de salvación, quedando siempre respetada la libertad personal y civil.

El diálogo de la salvación se hizo posible a todos; a todos se destina sin discriminación alguna(53); de igual modo el nuestro debe ser potencialmente universal, es decir, católico, y capaz de entablarse con cada uno, a no ser que alguien lo rechace o insinceramente finja acogerlo.

El diálogo de la salvación ha procedido normalmente por grados de desarrollo sucesivo, ha conocido los humildes comienzos antes del pleno éxito(54); también el nuestro habrá de tener en cuenta la lentitud de la madurez psicológica e histórica y la espera de la hora en que Dios lo haga eficaz. No por ello nuestro diálogo diferirá para mañana lo que se pueda hacer hoy; debe tener el ansia de la hora oportuna y el

sentido del valor del tiempo(55). Hoy, es decir, cada día, debe volver a empezar, y por parte nuestra antes que por parte de aquellos a quienes se dirige.

EL MENSAJE CRISTIANO EN LA CORRIENTE DEL PENSAMIENTO HUMANO

30. Como es claro, las relaciones entre la iglesia y el mundo pueden revestir muchos y diversos aspectos entre sí. Teóricamente hablando, la Iglesia podría proponerse reducir al mínimo tales relaciones, tratando de liberarse de la sociedad profana; como podría también proponerse apartar los males que en ésta puedan encontrarse, anatematizándolos y promoviendo cruzadas en contra de ellos; podría, por lo contrario, acercarse tanto a la sociedad profana que tratase de alcanzar un influjo preponderante y aun ejercitar un dominio teocrático sobre ella; y así de otras muchas maneras. Pero nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo, que no siempre podrá ser uniforme, sino adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias de hecho existente; una cosa, en efecto, es el diálogo con un niño y otra con un adulto; una cosa es con un creyente y otra con uno que no cree.

Esto es sugerido por la costumbre, ya difundida, de concebir así las relaciones entre lo sagrado y lo profano, por el dinamismo transformador de la sociedad moderna, por el pluralismo de sus manifestaciones como también por la madurez del hombre, religioso o no, capacitado por la educación civil para pensar, hablar y tratar con dignidad del diálogo.

Esta forma de relación exige por parte del que la entabla un propósito de corrección, de estima, de simpatía y de bondad; excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la vanidad de la conversación inútil. Si es verdad que no trata de obtener inmediatamente la conversión del interlocutor, porque respeta su dignidad y su libertad, busca, sin embargo, su provecho y quisiera disponerlo a una comunión más plena de sentimientos y convicciones.

Por tanto, este diálogo supone en nosotros, que queremos introducirlo y alimentarlo con cuantos nos rodean, un estado de ánimo; el estado de ánimo del que siente dentro de sí el peso del mandato apostólico, del que se da cuenta de que no puede separar su propia salvación del empeño por buscar la de los oros, del que se preocupa continuamente por poner el mensaje, del que es depositario, en la corriente circulatoria del pensamiento humano.

CLARIDAD, MANSEDUMBRE, CONFIANZA, PRUDENCIA

31. El coloquio es, por lo tanto, un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual. Sus caracteres son los siguientes: 1) La claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad: es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana, y basta esta su exigencia inicial para estimular nuestra diligencia apostólica a que se revisen todas las formas de nuestro lenguaje, viendo si es comprensible, si es popular, si es selecto. 2) Otro carácter es, además, la afabilidad, la que Cristo nos exhortó a aprender de El mismo: Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón(56); el diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es una mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso. 3) La confianza, tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus por una mutua adhesión a un Bien, que excluye todo fin egoístico. 4) Finalmente, la prudencia pedagógica, que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que oye(57): si es un niño, si es una persona ruda, si no está

preparada, si es desconfiada, hostil; y si se esfuerza por conocer su sensibilidad y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no serle molesto e incomprensible.

Con el diálogo así realizado se cumple la unión de la verdad con la caridad y de la inteligencia con el amor.

DIALÉCTICA DE AUTÉNTICA SABIDURÍA

32. En el diálogo se descubre cuán diversos son los caminos que conducen a la luz de la fe y cómo es posible hacer que converjan a un mismo fin. Aun siendo divergentes, pueden llegar a ser complementarios, empujando nuestro razonamiento fuera de los senderos comunes y obligándolo a profundizar en sus investigaciones y a renovar sus expresiones. La dialéctica de este ejercicio de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad aun en las opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza y nos dará mérito por el trabajo de haberlo expuesto a las objeciones y a la lenta asimilación de los demás. Nos hará sabios, nos hará maestros.

Y ¿cuál es el modo que tiene de desarrollarse?Muchas son las formas del diálogo de la salvación. Obedece a exigencias prácticas, escoge medios aptos, no se liga a vanos apriorismos, no se petrifica en expresiones inmóviles, cuando éstas ya han perdido la capacidad de hablar y mover a los hombres. Esto plantea un gran problema: el de la conexión de la misión de la Iglesia con la vida de los hombres en un determinado tiempo, en un determinado sitio, en una determinada cultura y en una determinada situación social.

¿CÓMO ATRAER A LOS HERMANOS, SALVA LA INTEGRIDAD DE LA VERDAD?

33. ¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en que desarrolla su misión? ¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero ¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos, según el ejemplo del Apóstol: Me hago todo para todos, a fin de salvar a todos?(58).

Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser escuchados y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio. Hemos de recordar todo esto y esforzarnos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó(59).

Pero subsiste el peligro. El arte del apostolado es arriesgado. La solicitud por acercarse a los hermanos no debe traducirse en una atenuación o en una disminución de la verdad. nuestro diálogo no puede ser una debilidad frente al deber con nuestra fe. El apostolado no puede transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y de acción que han de señalar nuestra cristiana profesión. El irenismo y el sincretismo son en el fondo formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la palabra de Dios que queremos predicar. Sólo el que es totalmente fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol. Y sólo el que vive con plenitud la vocación cristiana puede estar inmunizado contra el contagio de los errores con los que se pone en contacto.

INSUSTITUIBLE SUPREMACÍA DE LA PREDICACIÓN

34. Creemos que la voz del Concilio, al tratar las cuestiones relativas a la Iglesia que ejerce su actividad en el mundo moderno, indicará algunos criterios teóricos y prácticos que sirvan de guía para conducir como es debido nuestro diálogo con los hombres de nuestro tiempo. E igualmente pensamos que, tratándose de cuestiones que por un lado tocan a la misión propiamente apostólica de la Iglesia y atendiendo, por otro, a las diversas y variables circunstancias en las cuáles ésta se desarrolla, será tarea del gobierno prudente y eficaz de la Iglesia misma trazar de vez en cuando límites, formas y caminos a fin de que siempre se mantenga animado un diálogo vivaz y benéfico.

Por ello dejamos este tema para limitarnos a recordar una vez más la gran importancia que la predicación cristiana conserva y adquiere, sobre todo hoy, en el cuadro del apostolado católico, es decir, en lo que ahora nos toca, en el diálogo. Ninguna forma de difusión del pensamiento, aun elevado técnicamente por medio de la prensa y de los medios audiovisivos a una extraordinaria eficacia, puede sustituir la predicación. Apostolado y predicación en cierto sentido son equivalentes. La predicación es el primer apostolado. El nuestro, Venerables Hermanos, antes que nada es ministerio de la Palabra. Nosotros sabemos muy bien estas cosas, pero nos parece que conviene recordárnosla ahora, a nosotros mismos, para dar a nuestra acción pastoral la justa dirección. Debemos volver al estudio no ya de la elocuencia humana o de la retórica vana, sino al genuino arte de la palabra sagrada.

Debemos buscar las leyes de su sencillez, de su claridad, de su fuerza y de su autoridad para vencer la natural ineptitud en el empleo de un instrumento espiritual tan alto y misterioso como la palabra, y para competir noblemente con todos los que hoy tienen un influjo amplísimo con la palabra mediante el acceso a las tribunas de la pública opinión. Debemos pedir al Señor el grave y embriagador carisma de la palabra(60), para ser dignos de dar a la fe su principio eficaz y práctico(61), y de hacer llegar nuestro mensaje hasta los confines de la tierra(62). Que las prescripciones de la Constitución conciliar De sacra Liturgia sobre el ministerio de la palabra encuentren en nosotros celosos y hábiles ejecutores. Y que la catequesis al pueblo cristiano y a cuantos sea posible ofrecerla resulte siempre práctica en el lenguaje y experta en el método, asidua en el ejercicio, avalada por el testimonio de verdaderas virtudes, ávida de progresar y de llevar a los oyentes a la seguridad de la fe, a la intuición de la coincidencia entre la Palabra divina y la vida, y a los albores del Dios vivo.

Debemos, finalmente, señalar a aquellos a quienes se dirige nuestro diálogo. Pero no queremos anticipar, ni siquiera en este aspecto, la voz del Concilio. Resonará, Dios mediante, dentro de poco. Hablando, en general, sobre esta actitud de interlocutora, que la Iglesia debe hoy adoptar con renovado fervor, queremos sencillamente indicar que ha de estar dispuesta a sostener el diálogo con todos los hombres de buena voluntad, dentro y fuera de su propio ámbito.

¿CON QUIÉNES DIALOGAR?

35. Nadie es extraño a su corazón. Nadie es indiferente a su ministerio. Nadie le es enemigo, a no ser que él mismo quiera serlo. No sin razón se llama católica, no sin razón tiene el encargo de promover en el mundo la unidad, el amor y la paz.

La Iglesia no ignora la gravísima responsabilidad de tal misión; conoce la desproporción que señalan las estadísticas entre lo que ella es y la población de la tierra; conoce los límites de sus fuerzas, conoce hasta sus propias debilidades humanas, sus propios fallos, sabe también que la buena acogida del Evangelio no depende, en fin de cuentas de algún esfuerzo apostólico suyo o de alguna favorable circunstancia de orden temporal: la fe es un don de Dios y Dios señala en el mundo las línea y las horas de su salvación. Pero la Iglesia sabe que es semilla, que es fermento, que es sal y luz del mundo. La Iglesia comprende bien la asombrosa novedad del tiempo moderno; mas con cándida confianza se asoma a los caminos de la historia y dice a los hombres: Yo tengo lo que váis buscando, lo que os falta. Con esto no promete la felicidad

terrena, sino que ofrece algo —su luz y su gracia— para conseguirla del mejor modo posible y habla a los hombres de su destino trascendente. Y mientras tanto les habla de verdad, de justicia, de libertad, de progreso, de concordia, de paz, de civilización. Palabras son éstas, cuyo secreto conoce la Iglesia, puesto que Cristo se lo ha confiado. Y por eso la Iglesia tiene un mensaje para cada categoría de personas: lo tiene para los niños, lo tiene para la juventud, para los hombres científicos e intelectuales, lo tiene para el mundo del trabajo y para las clases sociales, lo tiene para los artistas, para los políticos y gobernantes, lo tiene especialmente para lo pobres, para los desheredados, para los que sufren, incluso para los que mueren. Para todos.

Podrá parecer que hablando así nos dejamos llevar por el entusiasmo de nuestra misión y que no cuidamos el considerar las posiciones concretas en que la humanidad se halla situada con relación a la Iglesia católica. Pero no es así, porque vemos muy bien cuáles son esas posturas concretas, y para dar una idea sumaria de ellas creemos poder clasificarlas a manera de círculos concéntricos alrededor del centro en que la mano de Dios nos ha colocado.

PRIMER CÍRCULO: TODO LO QUE ES HUMANO

36. Hay un primer círculo, inmenso, cuyos límites no alcanzamos a ver; se confunden con el horizonte: son los límites que circunscriben la humanidad en cuanto tal, el mundo. Medimos la distancia que lo tiene alejado de nosotros, pero no lo sentimos extraño. Todo lo que es humano tiene que ver con nosotros. Tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida con todos sus dones, con todos sus problemas: estamos dispuestos a compartir con los demás esta primera universalidad; a aceptar las profundas exigencias de sus necesidades fundamentales, a aplaudir todas las afirmaciones nuevas y a veces sublimes de su genio. Y tenemos verdades morales, vitales, que debemos poner en evidencia y corroborar en la conciencia humana, pues tan benéficas son para todos. Dondequiera que hay un hombre que busca comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos estar en comunicación con él; dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los derechos y deberes del hombre, nos sentimos honrados cuando nos permiten sentarnos junto a ellos. Si existe en el hombre un anima naturaliter christiana, queremos honrarla con nuestra estima y con nuestro diálogo. Podríamos recordar a nosotros mismos y a todos cómo nuestro actitud es, por un lado, totalmente desinteresada —no tenemos ninguna mira política o temporal— y cómo, por otro, está dispuesta a aceptar, es decir, a elevar al nivel sobrenatural y cristiano, todo honesto valor humano y terrenal; no somos la civilización, pero sí promotores de ella.

NEGACIÓN DE DIOS: OBSTÁCULO PARA EL DIÁLOGO

37. Sabemos, sin embargo, que en este círculo sin confines hay muchos, por desgracia muchísimos, que no profesan ninguna religión; sabemos incluso que muchos, en las formas más diversas, se profesan ateos. Y sabemos que hay algunos que abiertamente alardean de su impiedad y la sostienen como programa de educación humana y de conducta política, en la ingenua pero fatal convicción de liberar al hombre de viejos y falsos conceptos de la vida y del mundo para sustituirlos, según dicen, por una concepción científica y conforme a las exigencias del progreso moderno.

Este es el fenómeno más grave de nuestro tiempo. Estamos firmemente convencidos de que la teoría en que se funda la negación de Dios es fundamentalmente equivocada: no responde a las exigencias últimas e inderogables del pensamiento, priva al orden racional del mundo de sus bases auténticas y fecundas, introduce en la vida humana no una fórmula que todo lo resuelve, sino un dogma ciego que la degrada y la entristece y destruye en su misma raíz todo sistema social que sobre ese concepto pretende fundarse. No es una liberación, sino un drama que intenta apagar la luz del Dios vivo. Por eso, mirando al interés supremo de la verdad, resistiremos con todas nuestras fuerzas a esta avasalladora negación, por el compromiso sacrosanto adquirido con la confesión fidelísima de Cristo y de su Evangelio, por el amor

apasionado e irrenunciable al destino de la humanidad, y con la esperanza invencible de que el hombre moderno sepa todavía encontrar en la concepción religiosa, que le ofrece el catolicismo, su vocación a una civilización que no muere, sino que siempre progresa hacia la perfección natural y sobrenatural del espíritu humano, al que la gracia de Dios ha capacitado para el pacífico y honesto goce de los bienes temporales y le ha abierto a la esperanza de los bienes eternos.

Estas son las razones que nos obligan, como han obligado a nuestros Predecesores —y con ellos a cuantos estiman los valores religiosos— a condenar los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia, sistemas identificados frecuentemente con regímenes económicos, sociales y políticos, y entre ellos especialmente el comunismo ateo. Pudiera decirse que su condena no nace de nuestra parte; es el sistema mismo y los regímenes que lo personifican los que crean contra nosotros una radical oposición de ideas y opresión de hechos. Nuestra reprobación es en realidad, un lamento de víctimas más bien que una sentencia de jueces.

VIGILANTE AMOR, AÚN EN EL SILENCIO

38. La hipótesis de un diálogo se hace muy difícil en tales condiciones, por no decir imposible, a pesar de que en nuestro ánimo no existe hoy todavía ninguna exclusión preconcebida hacia las personas que profesan dichos sistemas y se adhieren a esos regímenes. Para quien ama la verdad, la discusión es siempre posible. Pero obstáculos de índole moral acrecientan enormemente las dificultades, por la falta de suficiente libertad de juicio y de acción y por el abuso dialéctico de la palabra, no encaminada precisamente hacia la búsqueda y la expresión de la verdad objetiva, sino puesta al servicio de finalidades utilitarias, de antemano establecidas.

Esta es la razón por la que el diálogo calla. La Iglesia del Silencio, por ejemplo, calla, hablando únicamente con su sufrimiento, al que se une una sociedad oprimida y envilecida donde los derechos del espíritu quedan atropellados por los del que dispone de su suerte. Y aunque nuestro discurso se abriera en tal estado de cosas, ¿cómo podría ofrecer un diálogo mientras se viera reducido a ser una voz que grita en el desierto(63)? El silencio, el grito, la paciencia y siempre el amor son en tal caso el testimonio que aún hoy puede dar la Iglesia y que ni siquiera la muerte puede sofocar.

Pero, aunque la afirmación y la defensa de la religión y de los valores humanos que ella proclama y sostiene debe ser firme y franca, no por ello renunciamos a la reflexión pastoral, cuando tratamos de descubrir en el íntimo espíritu del ateo moderno los motivos de su perturbación y de su negación. Descubrimos que son complejos y múltiples, tanto que nos vemos obligados a ser cautos al juzgarlos y más eficaces al refutarlos; vemos que nacen a veces de la exigencia de una presentación más alta y más pura del mundo divino, superior a la que tal vez ha prevalecido en ciertas formas imperfectas de lenguaje y de culto, formas que deberíamos esforzarnos por hacer lo más puras y transparentes posible para que expresaran mejor lo sagrado de que son signo. Los vemos invadidos por el ansia, llena de pasión y de utopía, pero frecuentemente también generosa, de un sueño de justicia y de progreso, en busca de objetivos sociales divinizados que sustituyen al Absoluto y Necesario, objetivos que denuncian la insoslayable necesidad de un Principio y Fin divino cuya trascendencia e inmanencia tocará a nuestro paciente y sabio magisterio descubrir. Los vemos valerse, a veces con ingenuo entusiasmo, de un recurso riguroso a la racionalidad humana, en su intento de ofrecer una concepción científica del universo; recurso tanto menos discutible cuanto más se funda en los caminos lógicos del pensamiento que no se diferencian generalmente de los de nuestra escuela clásica, y arrastrado contra la voluntad de los mismos que piensan encontrar en él un arma inexpugnable para su ateísmo por su intrínseca validez, arrastrado, decimos,   a proceder hacia una nueva y final afirmación, tanto metafísica como lógica, del sumo Dios. ¿No se encontrará entre nosotros el hombre capaz de ayudar a este incoercible proceso del pensamiento —que el ateo-político-científico detiene deliberadamente en un punto determinado, apagando la luz suprema de la

comprensibilidad del universo— a que desemboque en aquella concepción de la realidad objetiva del universo cósmico, que introduce de nuevo en el espíritu el sentido de la Presencia divina, y en los labios las humildes y balbucientes sílabas de una feliz oración? Los vemos también a veces movidos por nobles sentimientos, asqueados de la mediocridad y del egoísmo de tantos ambientes sociales contemporáneos, más hábiles para sacar de nuestro Evangelio formas y lenguaje de solidaridad y de compasión humana. ¿No llegaremos a ser capaces algún día de hacer que se vuelvan a sus manantiales —que son cristianos— estas expresiones de valores morales?

Recordando, por eso, cuanto escribió nuestro Predecesor, de v.m., el Papa Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris, es decir, que las doctrinas de tales movimientos, una vez elaboradas y definidas, siguen siendo siempre idénticas a sí mismas, pero que los movimientos como tales no pueden menos de desarrollarse y de sufrir cambios, incluso profundos(64), no perdemos la esperanza de que puedan un día abrir con la Iglesia otro diálogo positivo, distinto del actual que suscita nuestra queja y nuestro obligado lamento.

DIÁLOGO, POR LA PAZ

39. Pero no podemos apartar nuestra mirada del panorama del mundo contemporáneo sin expresar un deseo halagueño, y es que nuestro propósito de cultivar y perfeccionar nuestro diálogo, con los variados y mudables aspectos que él presenta, ya de por sí, pueda ayudar a la causa de la paz entre los hombres; como método que trata de regular las relaciones humanas a la noble luz del lenguaje razonable y sincero, y como contribución de experiencia y de sabiduría que puede reavivar en todos la consideración de los valores supremos. La apertura de un diálogo —tal como debe ser el nuestro— desinteresado, objetivo y leal, ya decide por sí misma en favor de una paz libre y honrosa; excluye fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones; no puede menos de denunciar, como delito y como ruina, la guerra de agresión, de conquista o de predominio, y no puede dejar de extenderse desde las relaciones más altas de las naciones a las propias del cuerpo de las naciones mismas y a las bases tanto sociales como familiares e individuales, para difundir en todas las instituciones y en todos los espíritus el sentido, el gusto y el deber de la paz.

SEGUNDO CÍRCULO: LOS QUE CREEN EN DIOS

40. Luego, en torno a Nos, vemos dibujarse otro círculo, también inmenso, pero menos lejano de nosotros: es, antes que nada, el de los hombres que adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros adoramos; aludimos a los hijos del pueblo hebreo, dignos de nuestro afectuoso respeto, fieles a la religión que nosotros llamamos del Antiguo Testamento; y luego a los adoradores de Dios según concepción de la religión monoteísta, especialmente de la musulmana, merecedores de admiración por todo lo que en su culto a Dios hay de verdadero y de bueno; y después todavía también a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas. Evidentemente no podemos compartir estas variadas expresiones religiosas ni podemos quedar indiferentes, como si todas, a su modo, fuesen equivalentes y como si autorizasen a sus fieles a no buscar si Dios mismo ha revelado una forma exenta de todo error, perfecta y definitiva, con la que El quiere ser conocido, amado y servido; al contrario, por deber de lealtad, hemos de manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y que esa es la religión cristiana; y alimentar la esperanza de que como tal llegue a ser reconocida por todos los que verdaderamente buscan y adoran a Dios.

Pero no queremos negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas confesiones religiosas no cristianas; queremos promover y defender con ellas los ideales que pueden ser comunes en el campo de la liberad religiosa, de la hermandad humana, de la buena cultura, de la beneficencia social y del orden civil. En orden a estos comunes ideales, un diálogo por nuestra parte es

posible y no dejaremos de ofrecerlo doquier que con recíproco y leal respeto sea aceptado con benevolencia.

TERCER CÍRCULO: LOS CRISTIANOS, HERMANOS SEPARADOS

41. Y aquí se nos presenta el círculo más cercano a Nos en el mundo: el de los que llevan el nombre de Cristo. En este campo el diálogo que ha alcanzado la calificación de ecuménico ya está abierto; más aún: en algunos sectores se encuentra en fase de inicial y positivo desarrollo. Mucho cabría decir sobre este tema tan complejo y tan delicado, pero nuestro discurso no termina aquí. Se limita por ahora a unas pocas indicaciones, ya conocidas. Con gusto hacemos nuestro el principio: pongamos en evidencia, ante todo tema, lo que nos es común, antes de insistir en lo que nos divide. Este es un tema bueno y fecundo para nuestro diálogo. Estamos dispuestos a continuarlo cordialmente. Diremos más: que en tantos puntos diferenciales, relativos a la tradición, a la espiritualidad, a las leyes canónicas, al culto, estamos dispuestos a estudiar cómo secundar los legítimos deseos de los Hermanos cristianos, todavía separados de nosotros. Nada más deseable para Nos que el abrazarlos en una perfecta unión de fe y caridad. Pero también hemos de decir que no está en nuestro poder transigir en la integridad de la fe y en las exigencia de la caridad. Entrevemos desconfianza y resistencia en este punto. Pero ahora, que la Iglesia católica ha tomado la iniciativa de volver a reconstruir el único redil de Cristo, no dejará de seguir adelante con toda paciencia y con todo miramiento; no dejará de mostrar cómo las prerrogativas, que mantienen aún separados de ella a los Hermanos, no son fruto de ambición histórica o de caprichosa especulación teológica, sino que se derivan de la voluntad de Cristo y que, entendidas en su verdadero significado, están para beneficio de todos, para la unidad común, para la libertad común, para plenitud cristiana común; la Iglesia católica no dejará de hacerse idónea y merecedora, por la oración y por la penitencia, de la deseada reconciliación.

Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el ver cómo precisamente Nos, promotores de tal reconciliación, somos considerados por muchos Hermanos separados como el obstáculo principal que se opone a ella, a causa del primado de honor y de jurisdicción que Cristo confirió al apóstol Pedro y que Nos hemos heredado de él. ¿No hay quienes sostienen que si se suprimiese el primado del Papa la unificación de las Iglesias separadas con la Iglesia católica sería más fácil? Queremos suplicar a los Hermanos separados que consideren la inconsistencia de esa hipótesis, y no sólo porque sin el Papa la Iglesia católica ya no sería tal, sino porque faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad ya no existiría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios sustitutivos del auténtico establecido por el mismo Cristo: Se formarían tantos cismas en la Iglesia cuantos sacerdotes, escribe acertadamente San Jerónimo(65).

Queremos, además, considerar que este gozne central de la santa Iglesia no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual o de dominio humano sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No es una vana retórica la que al Vicario de Cristo atribuye el título de servus servorum Dei.

En este plano nuestro diálogo siempre está abierto porque, aun antes de entrar en conversaciones fraternas, se abre en coloquios con el Padre celestial en oración y esperanza efusivas.

AUSPICIOS Y ESPERANZAS

42. Con gozo y alegría, Venerables Hermanos, hemos de hacer notar que este tan variado como muy extenso sector de los Cristianos separados está todo él penetrado por fermentos espirituales que parecen preanunciar un futuro y consolador desarrollo para la causa de su reunificación en la única Iglesia de Cristo.

Queremos implorar el soplo del Espíritu Santo sobre el "movimiento ecuménico". Deseamos repetir nuestra conmoción y nuestro gozo por el encuentro —lleno de caridad no menos que de nueva esperanza— que tuvimos en Jerusalén con el Patriarca Atenágoras; queremos saludar con respeto y con reconocimiento la intervención de tantos representantes de las Iglesias separadas en el Concilio Ecuménico Vaticano II; queremos asegurar una vez más con cuánta atención y sagrado interés observamos los fenómenos espirituales caracterizados por el problema de la unidad, que mueven a personas, grupos y comunidades con una viva y noble religiosidad. Con amor y con reverencia saludamos a todos estos cristianos, esperando que, cada vez mejor, podamos promover con ellos, en el diálogo de la sinceridad y del amor, la causa de Cristo y de la unidad que El quiso para su Iglesia.

DIÁLOGO INTERIOR EN LA IGLESIA

43. Y, finalmente, nuestro diálogo se ofrece a los hijos de la Casa de Dios, la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que ésta, la romana es "mater et caput". ¡Cómo quisiéramos gozar de este familiar diálogo en plenitud de la fe, de la caridad y de las obras! ¡Cuán intenso y familiar lo desearíamos, sensible a todas las verdades, a todas las virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio doctrinal y espiritual! ¡Cuán sincero y emocionado, en su genuína espiritualidad, cuán dispuesto a recoger las múltiples voces del mundo contemporáneo! ¡Cuán capaz de hacer a los católicos hombres verdaderamente buenos, hombres sensatos, hombres libres, hombres serenos y valientes!.

CARIDAD, OBEDIENCIA

44. Este deseo de moldear las relaciones interiores de la Iglesia en el espíritu propio de un diálogo entre miembros de una comunidad, cuyo principio constitutivo es la caridad, no suprime el ejercicio de la función propia de la autoridad por un lado, de la sumisión por el otro; es una exigencia tanto del orden conveniente a toda sociedad bien organizada como, sobre todo, de la constitución jerárquica de la Iglesia. La autoridad de la Iglesia es una institución del mismo Cristo; más aún: le representa a El, es el vehículo autorizado de su palabra, es un reflejo de su caridad pastoral; de tal modo que la obediencia arranca de motivos de fe, se convierte en escuela de humildad evangélica, hace participar al obediente de la sabiduría, de la unidad, de la edificación y de la caridad, que sostienen al cuerpo eclesial, y confiere a quien la impone y a quien se ajusta a ella el mérito de la imitación de Cristo que se hizo obediente hasta la muerte(66).

Así, por obediencia enderezada hacia el diálogo, entendemos el ejercicio de la autoridad, todo él impregnado de la conciencia de ser servicio y ministerio de verdad y de caridad; y entendemos también la observancia de las normas canónicas y la reverencia al gobierno del legítimo superior, con prontitud y serenidad, cual conviene a hijos libres y amorosos. El espíritu de independencia, de crítica, de rebelión, no va de acuerdo con la caridad animadora de la solidaridad, de la concordia, de la paz en la Iglesia, y transforma fácilmente el diálogo en discusión, en altercado, en disidencia: desagradable fenómeno —aunque por desgracia siempre puede producirse— contra el cual la voz del apóstol Pablo nos amonesta: Que no haya entre vosotros divisiones(67).

FERVOR EN SENTIMIENTOS Y EN OBRAS

45. Estemos, pues, ardientemente deseosos de que el diálogo interior, en el seno de la comunidad eclesiástica, se enriquezca en fervor, en temas, en número de interlocutores, de suerte que se acreciente así la vitalidad y la santificación del Cuerpo Místico terrenal de Cristo. Todo lo que pone en circulación las enseñanzas de que la Iglesia es depositaria y dispensadora es bien visto por Nos; ya hemos mencionado antes la vida litúrgica e interior y hemos aludido a la predicación. Podemos todavía añadir la enseñanza, la prensa, el apostolado social, las misiones, el ejercicio de la caridad; temas éstos que también el Concilio

nos hará considerar. Que todos cuantos ordenadamente participan, bajo la dirección de la competente autoridad, en el diálogo vitalizante de la Iglesia, se sientan animados y bendecidos por Nos; y de modo especial los sacerdotes, los religiosos, los amadísimos seglares que por Cristo militan en la Acción Católica y en tantas otras formas de asociación y de actividad.

HOY, MÁS QUE NUNCA, VIVE LA IGLESIA

46. Alegres y confortados nos sentimos al observar cómo ese diálogo tanto en lo interior de la Iglesia como hacia lo exterior que la rodea ya está en movimiento: ¡La Iglesia vive hoy más que nunca! Pero considerándolo bien, parece como si todo estuviera aún por empezar; comienza hoy el trabajo y no acaba nunca. Esta es la ley de nuestro peregrinar por la tierra y por el tiempo. Este es el deber habitual, Venerables Hermanos, de nuestro ministerio, al que hoy todo impulsa para que se haga nuevo, vigilante e intenso.

Cuanto a Nos, mientras os damos estas advertencias, nos place confiar en vuestra colaboración, al mismo tiempo que os ofrecemos la nuestra: esta comunión de intenciones y de obras la pedimos y la ofrecemos cuando apenas hemos subido con el nombre, y Dios quiera también que con algo del espíritu del Apóstol de las Gentes, a la cátedra del apóstol Pedro; y celebrando así la unidad de Cristo entre nosotros, os enviamos con esta nuestra primera Carta, in nomine Domini, nuestra fraterna y paterna Bendición Apostólica, que muy complacido extendemos a toda la Iglesia y a toda la humanidad.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo, 6 de agosto del año 1964, segundo de nuestro Pontificado.

NOTAS

(1) Io. 7, 16.

(2) Cf. Eph. 3, 9-10.

(3) Cf. Act. 20, 28.

(4) Cf. Eph. 5, 27.

(5) Hebr. 1, 1.

(6) Cf. Mat. 26, 41.

(7) Cf. Luc. 17, 21.

(8) Cf. Mat. 26, 75; Luc. 24. 8; Io. 14, 26 et 16, 4.

(9) Phil. 1, 9.

(10) Io. 9, 38.

(11) Ibid. 11, 27.

(12) Mat. 16, 16.

(13) Eph. 3, 17.

(14) Io. 14, 26.

(15) AL 16 (1896) 157-208.

(16) A. A. S. 35 (1943) 193-248.

(17) Ibid. 193.

(18) Ibid. 238.

(19) Cf. Io. 15, 1 ss.

(20) Gal. 3, 28.

(21) Eph. 4, 15-16.

(22) Col. 3, 11.

(23) In Io. tr. 21, 8 PL 35, 1568.

(24) Eph. 3, 17.

(25) Cf. 1 Pet. 2, 9.

(26) Cf. Gal. 4, 19; 1 Cor. 4, 15.

(27) Mat. 16, 18.

(28) Rom. 8, 16.

(29) Cf. Eph. 5, 20.

(30) Cf. 1 Tim. 6, 20.

(31) Cf. Hebr. 7, 25.

(32) Io. 17, 15.

(33) Cf. 1 Thes. 5, 21.

(34) Cf. Mat. 7, 13.

(35) Apoc. 2, 2.

(36) Phil. 2, 5.

(37) 1 Cor. 13, 7.

(38) Rom. 12, 2.

(39) Ibid. 6, 3-4.

(40) 2 Cor. 6, 14-15.

(41) Io. 17, 15-16.

(42) 1 Tim. 6, 20.

(43) Mat. 28, 19.

(44) Ibid. 13, 52.

(45) Io. 3, 17.

(46) Cf. Bar. 3, 38.

(47) 1 Io. 4, 19.

(48) Io. 3, 16.

(49) Luc. 5, 31.

(50) Cf. Mat. 11, 21.

(51) Cf. ibid. 12, 38 ss.

(52) Cf. ibid. 13, 13 ss.

(53) Cf. Col. 3, 11.

(54) Cf. Mat. 13, 31.

(55) Cf. Eph. 5, 16.

(56) Mat. 11, 29.

(57) Mat. 7, 6.

(58) 1 Cor. 9, 22.

(59) Cf. Io. 13, 14-17.

(60) Cf. Ier. 1, 6.

(61) Cf. Rom. 10, 17.

(62) Cf. Ps. 18, 5; Rom. 10, 18.

(63) Marc. 1, 3.

(64) Cf. A. A. S. 55 (1963) 300.

(65) Cf. Dial. contra Luciferianos 9 PL 23, 173.

(66) Phil. 2, 8.

(67) 1 Cor. 1, 10.

¿ Dónde está la novedad? Si el Vaticano I comenzó a abordar la Iglesia desde la cabeza –el Papa- para seguir su reflexión –que no pudo continuar- por los obispos, sacerdotes y terminar en el pueblo, en el Vaticano II desaparece este enfoque jerárquico y nos presenta a la Iglesia como “Pueblo de Dios” y “Sacramento”:“Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano… (LG 1) …Y así toda la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…” (LG 4)… “La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia…” (LG 7).

La Iglesia subsiste en la Iglesia CatólicaComo veis, lo esencial de la Iglesia no es lo jerárquico, sino lo sacramental. La cabeza del cuerpo no es el Papa, sino el mismo Cristo. Y no penséis que es una novedad, fue el enfoque permanente de la Tradición que, a lo largo de los siglos, se fue difuminando. Más adelante en un párrafo particularmente significativo amplía la idea de Iglesia de una manera significativa:Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica. (LG 8)En lugar de decir “la Iglesia es… la Iglesia Católica” pone el verbo “subsiste”. De alguna manera se reconoce la diferencia entre la Iglesia de Jesús y la Iglesia realmente existente, en algunas cuestiones alejada de Jesús y necesitada, evidentemente, de conversión. Y, si leemos entre líneas, se reconoce en otras Iglesias no sometidas a la autoridad del Papa, muchos elementos de santidad y verdad. No es más que un primer paso, que se desarrollará más ampliamente en LG 15.

Iglesia carismáticaSe nos presenta a la Iglesia como una Iglesia Carismática que tiene una función profética para la que ha sido ungida y enviada:“El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre (cf. Hb 13.15). La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando “desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos” presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres…” (LG 12)Retoma la doctrina paulina y el estilo de las primeras comunidades cristianas al proclamar que el Pueblo de Dios, animado directamente por el Espíritu Santo y dotado de sus carismas, de los dones de Dios, edifica la Iglesia:“Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus

dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno... se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia”. (LG 12)

La JerarquíaPartiendo de esta visión carismática de la Iglesia aborda el tratamiento de la jerarquía:“Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación”. (LG 18)Y entresacamos algún texto significativo del Episcopado (cuya doctrina se explicitará en el Decreto sobre los Obispos Christus Dominus, y que fue el elemento de discusión más debatido en el Concilio), el Romano Pontífice, los sacerdotes y el diaconado:

“Este santo Sínodo, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I, enseña y declara con él que Jesucristo, Pastor eterno, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles lo mismo que El fue enviado por el Padre (cf. Jn 20,21), y quiso que los sucesores de aquéllos, los Obispos, fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos”. (LG 18)

“Pero para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión. Esta doctrina sobre la institución, perpetuidad, poder y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto de fe inconmovible a todos los fieles, y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo”. (LG 18)“Los Obispos, pues, recibieron el ministerio de la comunidad con sus colaboradores, lospresbíteros y diáconos [47], presidiendo en nombre de Dios la grey, de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno. Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro; príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores, así también perdura el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ejercer de forma permanente el orden sagrado de los Obispos. Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (cf. Lc 10,16)” (LG 20)

En cuanto a los fieles y en lo que respecta a su relación con la jerarquía afirma que:“Los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo”. (LG 25)

A propósito de los diáconos se puede hacer una reflexión importante porque nos hace ver una cuestión que abordaremos después de valorar los documentos, la tarea inacabada del concilio. En el número 29 se habla de los diáconos y sus funciones y está ofreciendo pistas para paliar de un modo eficaz la falta de sacerdotes. No se ha desarrollado esta vía privilegiada (aunque sí en algunos países de misión) que nos propone el concilio.

También hay que decir que el tema de la Colegiabilidad Episcopal se quedó sin desarrollar suficientemente –un debate eterno y acalorado- y generó la intervención directa del papa Pablo VI con una nota que aparece el final de la Constitución.

Capítulo 1EL MISTERIO DE LA IGLESIA

La palabra «misterio», que califica todo el capítulo, ya no se sitúa en la órbita del Vaticano I que lo aplicaba a los contenidos «misteriosos» de la fe, sino que se refiere al concepto paulino de «misterio» como expresión del designio salvador de Dios para la salvación del mundo (cf Ef 1,9s.; 3,3-10; Col 1,26s; idea ya presente en la apocalíptica judía). Esta palabra griega fue traducida al latín como sacramentum, lo que dio motivo para la comprensión de la Iglesia como «sacramento», formulación patrística retomada por diversos teólogos del siglo XX (H. de Lubac, O. Semmelroth, K. Rahner, E. Schillebeeckx...).1. El proemio (LG 1)Se inicia con una afirmación claramente cristocéntrica puesto que «la luz de las gentes es Cristo», situándose la Iglesia a nivel sacramental, «como un sacramento», el cual se describe de acuerdo con las perspectivas de la teología sacramental: como «signo», que acentúa el carácter simbólico de la presencia de Cristo (cf K. Rahner), y como «instrumento», que subraya el carácter eficaz de tal presencia (cf O. Semmelroth). A su vez, de forma totalmente sugerente, se pone de relieve «la realidad última» (la llamada res sacramenti) que comporta la Iglesia sacramento y que es «la íntima unión con Dios y la unidad del género humano», formulación plena del significado propio de la salvación como «común-unión» que incluye la filiación con Dios y la fraternidad entre los hombres.2. La Iglesia que procede de la Trinidad (LG 2-4)Desde una perspectiva bíblica y siguiendo el designio de la salvación, se explicita la realidad de la Iglesia a partir de la Trinidad. Se empieza por el Padre en LG 2 que manifiesta su designio para que todos los hombres puedan ser «hijos de Dios» y por esto se enumeran las diversas etapas de este designio histórico de salvación donde aparece la génesis de la Iglesia en una perspectiva procesual de cinco etapas: «prefigurada ya desde el origen del mundo...»; «preparada en la historia del pueblo de Israel»; «constituida en estos últimos tiempos (con Cristo)»; «manifestada por la efusión del Espíritu...» y llevada a «la plenitud al fin de los siglos...». Como síntesis de esta perspectiva procesual de la Iglesia, entendida aquí como reunión universal de los convocados a la salvación, LG 2 usa la fórmula patrístico-medieval, particularmente divulgada por Y. Congar: «La Iglesia que procede de Abel» (Ecclesia ab Abel). Debe notarse aquí que la palabra «Iglesia», equivale a la expresión «Iglesia universal», usada precisamente en la conclusión de la misma LG 2, la cual, de forma diferente a lo que acontece a lo largo de toda la LG, no se refiere sólo a la Iglesia histórica que va de Pentecostés hasta el fin de los tiempos, sino que aquí es sinónima del designio salvador de Dios Padre iniciado ya desde la creación.El Hijo en LG 3 es presentado en el centro de la historia como concentración personal del designio salvador antes descrito, siguiendo la doctrina paulina de la «recapitulación universal» y de la «filiación adoptiva». A su vez, más que situar a Jesucristo como «fundador histórico de la Iglesia» se insiste en el nacimiento simbólico de la Iglesia a partir del misterio pascual «por la sangre y el agua surgidas del costado abierto de Jesús crucificado», de acuerdo con la interpretación patrístico-medieval de Jn 19,34, según la cual «de los sacramentos —eucaristía y bautismo— que brotaron del costado de Cristo en la cruz surgió la Iglesia» (Tomás de Aquino).El Espíritu Santo en LG 4 es tratado de forma breve, aunque en un texto que condensa toda la visión pneumatológica de la Iglesia, ya que el Espíritu es visto como protagonista de la construcción y creación de la Iglesia con una expresión-síntesis: «El Espíritu que habita en la Iglesia» (Spiritus in Ecclesia). A su vez, se multiplican las expresiones sobre su función «sobre» y «en» la Iglesia, ya que santifica, crea comunión, da vida, luz, verdad, libertad, resurrección, fuerza, unidad... Su perspectiva final es la de «unificar en la comunión y en el servicio», «rejuvenecer gracias a la fuerza del Evangelio» y «conducir a la unión con Cristo».Como conclusión de LG 2-4 se cita la fórmula eclesial-trinitaria de san Cipriano, en la que la Iglesia es descrita como «un pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (la Ecclesia de Trinitate).3. Las metáforas bíblicas sobre la Iglesia (LG 5-6)Se amplía el horizonte de las imágenes sobre la Iglesia a partir de las metáforas bíblicas en torno a la categoría central de reino de Dios (LG 5), el cual no se identifica con la Iglesia, puesto que sólo se da plenamente en Cristo. La Iglesia, por tanto, «instaura» este Reino en el sentido de que es «germen e inicio», y no realidad plena y perfecta, y tiene la misión de «anunciarlo». A su vez, «la íntima

naturaleza de la Iglesia también aparece con diferentes imágenes» (LG 6), tales como: «redil», «cultivo y campo de Dios», «construcción de Dios», «familia», «templo», «madre», «ciudad santa» y, finalmente, «esposa» en camino hacia «la plena gloria».4. A la luz del misterio cristológico (LG 7-8)Se trata de dos textos decisivos, especialmente LG 8, muy debatidos en el concilio y que muestran una doble faz: lo que es Cristo para la Iglesia (LG 7) y lo que es la Iglesia para Cristo (LG 8). El primer texto parte de la afirmación de la Iglesia como cuerpo de Cristo en referencia a la encíclica Mystici corporis (1943) de Pío XII, aunque lo hace de una forma muy sintética que «redimensiona» este concepto al situarlo en medio de los otros enumerados anteriormente y, a su vez, lo complementa en la conclusión con otra metáfora, la de «esposa de Cristo», que subraya la diferencia entre Cristo y la Iglesia.LG 8, que cierra el primer capítulo y forma una inclusión con LG 1, representa, sin duda, uno de los puntos álgidos de toda la LG al tratar de «la Iglesia realidad visible e invisible». He aquí los puntos más relevantes de su primer párrafo: la Iglesia es descrita bellamente como «comunidad de fe, de esperanza y de amor»; es «sociedad y cuerpo místico», «asamblea visible y comunidad espiritual», «Iglesia de la tierra e Iglesia celestial», ya que ambas dimensiones forman «una sola realidad compleja, hecha de un elemento humano y de otro de divino»; de ahí la «profunda analogía con el misterio del Verbo encarnado», de tal forma que «el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo (Spiritui Christi inservit)». Afirmaciones todas ellas, y especialmente la última, que iluminan el sentido de la visibilidad eclesial que debe estar siempre «al servicio del Espíritu de Cristo».El segundo párrafo afronta la decisiva cuestión de la unicidad de la Iglesia. Se afirma que la Iglesia querida por Cristo, «una, santa, católica y apostólica», muestra su carácter plenamente apostólico en cuanto está confiada a Pedro y a los otros apóstoles. Por esto se afirma de esta Iglesia que, en cuanto sociedad histórica, «subsiste (o perdura) en (subsistit in) la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro». En el texto anterior se leía «es» en vez de «subsiste en»; tal cambio se realizó, según se explicó en el mismo concilio, para que de esta forma se expresase mejor la existencia de diversos elementos de eclesialidad que se encuentran «fuera de la visibilidad» (extra eius compaginen) de la Iglesia de Roma. Esta visión se reencuentra más tarde en LG 15 y el decreto sobre el ecumenismo (UR 3-4), donde la relación entre la Iglesia de Roma y las otras Iglesias es concebida como una relación gradual de participación, integridad o plenitud, teniendo en cuenta que en la Iglesia de Roma hay presentes institucionalmente todos los elementos queridos por Cristo y, en cambio, en las otras Iglesias existe carencia o defecto de algunos elementos, aunque no haya ausencia de eclesialidad, especialmente teniendo presente el bautismo.El último párrafo de LG 8 se centra en una temática muy presente durante la celebración del Vaticano II, como era el de la Iglesia de los pobres y, a su vez, sobre la cuestión del «pecado» en la Iglesia (cf los famosos estudios previos al concilio de H. U. von Balthasar sobre la Iglesia como casta meretrix y de K. Rahner sobre «el pecado en la Iglesia»). Sobre este punto, y con una clara referencia ecuménica, se recupera la expresión patrístico-medieval que afirma «la Iglesia santa que incluye en su propio seno a pecadores», ya que es «a su vez santa pero siempre necesitada de purificación», textos donde respira la fórmula de Lutero sobre la Iglesia «que siempre se debe reformar» (semper reformanda: verbo que se usará en UR 6). Una bella imagen de la Iglesia «peregrina» completa y cierra este número decisivo de laLumen gentium.

Capítulo IIEL PUEBLO DE DIOS

El sentido de este capítulo radica en que indica quién es esta Iglesia-sacramento: el Pueblo de Dios. A su vez, este capítulo hace emerger por encima de todas las diferentes metáforas de la Iglesia la de «pueblo de Dios», superando así tanto la categoría de «sociedad perfecta» como la de «Cuerpo de Cristo» tan presentes antes del Vaticano II. De hecho, la metáfora «pueblo de Dios» sirve para superar la dualidad entre clero y laicado, liga íntimamente la Iglesia e Israel, ayuda a dar relieve a la liturgia e insiste en la dimensión histórica de la Iglesia como sujeto socio-histórico concreto.1. El Pueblo «nuevo» de Dios: ¿por qué y cómo? (LG 9-12)De forma novedosa se le califica con la expresión bíblica de «pueblo mesiánico» que tiene como cabeza: Cristo; como condición: la igualdad de todos en cuanto hijos de Dios; como ley: la caridad; y como finalidad: el reino de Dios. Este pueblo «peregrino» es calificado de nuevo como «sacramento» adjetivado con la bella expresión de «visible de la salvación» (LG 9).

LG 10-11 describe este pueblo de Dios como «sacerdotal», afirmación que recuerda el primado de la liturgia como «culmen y fuente» en SC 10. Se da, a su vez, relieve al sacerdocio común y al servicio que le debe prestar el sacerdocio ministerial en virtud de la «potestad sacramental» (potestas sacra), teniendo presente que ambos se diferencian «esencialmente y no sólo de grado» (LG 10). Se trata de una fórmula empleada ya por Pío XII que tiene el riesgo de distanciarlos demasiado, aunque lo que quiere expresar es que se trata de dos realidades que están en un nivel diferente. La palabra que aquí puede crear confusión es la palabra «sacerdocio» aplicada a ambos, ya que a partir del Nuevo Testamento esta expresión se reserva inicialmente para designar la nueva realidad «sacerdotal» —es decir, de mediación salvadora entre Dios y el mundo— que crea el bautismo en todos los cristianos. En cambio, los «ordenados» (obispos, presbíteros y diáconos) son más bien conocidos como «ministros» o «jerarquía» al servicio de toda la Iglesia. Esta fue la orientación prioritaria del Vaticano II (cf así los decretos sobre el «ministerio» de los obispos y de los presbíteros), pero finalmente no se prescindió del todo de la palabra «sacerdote» aplicada a los ordenados, dada la larga tradición eclesial y «popular» de tal uso.LG 11 analiza el ejercicio de este sacerdocio común a partir de los sacramentos que inspiran la vida cristiana. Las dos anotaciones más novedosas que se encuentran se refieren, por un lado, al sacramento de la penitencia en el cual se habla no solamente del perdón de Dios, sino también de la reconciliación eclesial que realiza. Se trata de una reflexión teológica que promovió el carmelita catalán Bartomeu M. Xiberta con su tesis doctoral Clavis Ecclesiae que, de forma relevante, divulgaron M. Schmaus y K. Rahner antes del Vaticano II. La otra anotación se refiere al sacramento del matrimonio y a la familia, a la que, de forma totalmente nueva, se la califica como «Iglesia doméstica», siguiendo la expresión forjada por Juan Crisóstomo («fíat domus Ecclesia»).LG 12, por su parte, se refiere al «Pueblo profético» y representa un texto de una notable calidad que trata, primero, del «sentido de fe» (sensus .fidei) con el «consentimiento de fe» y, segundo, de los carismas como expresión del carácter profético del pueblo de Dios. Se trata de dos características de la comprensión de los miembros del pueblo de Dios como «sujetos» y no «súbditos» en la Iglesia y que representa una importante novedad en un texto conciliar. Es significativo además que el «consentimiento en la fe desde los obispos hasta el último fiel laico» sea el protagonista de la infalibilidad «en el creer», antes de que más adelante se trate de la infalibilidad «en el enseñar» (LG 25).2. La catolicidad: universalidad y diversas formas de pertenencia (LG 13-16)LG 13 subraya la universalidad del único pueblo de Dios «presente en todas las naciones de la tierra». Esta presencia es calificada con tres verbos extraídos de la teología de la gracia, puesto que la Iglesia, asumiendo los valores, las riquezas y las costumbres de los pueblos, «los purifica, los refuerza y los eleva» (gratia sanans, elevans, consumans). Esto es lo que hace posible que la Iglesia tienda «a unificar toda la humanidad con todos sus valores bajo Cristo como cabeza, en la unidad de su Espíritu», formulación que explicita de nuevo la realidad última de la Iglesia-sacramento ya apuntada en LG 1.El segundo párrafo de LG 13 desarrolla de forma muy sugerente la eclesiología de comunión entre «las Iglesias particulares» a través de la necesidad de su mutua «íntercomunicación». A su vez, se recuerda la dedicatoria de Ignacio de Antioquía en su Carta a los romanos donde se presenta el ministerio petrino como garante de esta «comunión», ya que «preside toda la asamblea de la caridad» que es la Iglesia, subrayándose así el primado del papa como fuente y garantía de unidad en la diversidad.El último párrafo de LG 13 sirve de introducción a las diversas formas de pertenencia al único pueblo de Dios desarrolladas por LG 14-16. Así se afirma que «todos los hombres están llamados a formar parte de esta unidad católica... (a la cual) pertenecen de diversas formas o están a ella ordenados (ordinati)». A partir de este criterio se ponen de relieve los grados de pertenencia u orientación a este único pueblo de Dios: los católicos (LG 14), los cristianos no católicos (LG 15) y los no cristianos (LG 16), siguiendo la perspectiva de la comunión, ya sea plena o parcial, según diferentes grados y formas.¿Quién es católico? LG 14 responde de forma clara subrayando que «se incorporan plenamente (plene) a la sociedad que es la Iglesia» los que «aceptan íntegramente(integre)» estos tres «vínculos» que Roberto Belarmino hizo famosos: la profesión de fe (symbolicum), los sacramentos (liturgicum) y la visibilidad eclesial bajo el Papa y los obispos (jerarquicum vel communionis). Con todo, para no quedarse en una interpretación puramente de visibilidad «societaria» propia de la eclesiología de Roberto Belarmino, LG complementa estos tres vínculos con una significativa cita de san Agustín: «Con todo, no se salva quien aún estando incorporado a la Iglesia no persevera en la caridad, y permanece con el cuerpo en el seno de la Iglesia, pero no con

el corazón». Anotación que refuerza la visión sacramental, es decir, de signo y no de sociedad puramente externa, propia de la visibilidad de la Iglesia.Los cristianos no católicos son el objetivo de LG 15. Siguiendo la visión sobre las diversas formas de pertenencia, se reconocen todos los elementos eclesiales de los cristianos no católicos, aunque no los posean «íntegramente». Se subraya la importancia del bautismo, de la Escritura y de otros sacramentos, como la eucaristía y el episcopado. Finalmente, se retoma la necesidad de «purificación y de renovación para que el signo (signum) de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia», expresión que recuerda de nuevo su carácter sacramental e histórico que lo refiere a Cristo como luz.Sobre los no cristianos, LG 16 agrupa a los que profesan una fe religiosa, con especial mención de los judíos y los musulmanes, y a los no creyentes. Se afirma que aquello que une y que posibilita «conseguir la salvación» es el «dictamen de la conciencia»: expresión característica de la modernidad que atestigua la valoración de la autonomía de la persona por parte de la Iglesia. Estas diversas vías son una «preparación evangélica», fórmula antigua que pone de relieve las «semillas del Verbo» presentes en el mundo (san Justino), la estrecha relación entre el creador y el mundo (san Agustín), así como la pedagogía de Dios hacia los hombres (san Ireneo) en el camino de la salvación.3. El nuevo sentido de la misión (LG 17)Este número conclusivo del capítulo representa un final significativo orientado todo él hacia la misión universal del pueblo de Dios. En efecto, a partir de la finalidad de «las misiones» calificada doblemente como anuncio del Evangelio y constitución de la Iglesia (la clásica plantatio Ecclesiae), se va hacia una visión más amplia y a un marco más general de «la misión», en singular, de la Iglesia. Sobre el método se valorizan los dones ya presentes y «sembrados» en los ritos y culturas, retomando los tres verbos ya citados en LG 13, característicos de la presencia del Evangelio en el mundo: «purificar, elevar y perfeccionar».

Capítulo IIILA CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA Y ENPARTICULAR DEL EPISCOPADOLa importancia de este capítulo es muy grande especialmente porque con este tema, más que con cualquier otro, el Vaticano II se une al Vaticano I con la intención explícita de darle continuidad y complementariedad, y es por esta razón por lo que asume un estilo y un lenguaje «jurídico» análogo al del Vaticano I. Pero, a su vez, se manifiesta una novedad de estilo eclesial que no aparece a primera vista y que se muestra en la incorporación incluso textual de explicaciones y clarificaciones propuestas por los padres del Vaticano I durante el debate sobre el papado. Tal incorporación atestigua claramente que los dogmas del primado de jurisdicción y de la infalibilidad papal proclamados en el Vaticano I no negaban ni comprometían la misión de los obispos ni su función en la Iglesia. Y a partir de estos elementos el Vaticano II explicita que las «nuevas» afirmaciones sobre la colegialidad no están en contradicción con el Vaticano I.1. Los obispos como cuerpo colegial (LG 18-23)Se parte de una visión de la autoridad en la Iglesia como servicio a los hermanos, citando el enfoque del Vaticano 1, que da primacía a la Iglesia, en cuyo interior se sitúa el episcopado. Por esto se afirma que Jesús quiso a los apóstoles y a sus sucesores, los obispos, para que la Iglesia estuviese unida, a su vez, a Pedro y al papa, su sucesor, a fin de que «el episcopado fuese uno e indiviso» (LG 18).2. Raíz histórica y sacramental del episcopado (LG 19-21)LG 19 se basa en el Nuevo Testamento para afirmar que Jesús constituyó a los apóstoles como un «grupo estable». Por su lado, LG 20 afronta el tema delicado del paso de la etapa neotestamentaria a la siguiente, en la que aparecieron los obispos que ya en el siglo Il se consolidan como guías en la Iglesia, de acuerdo con diversos testimonios históricos. Finalmente, LG 21 afirma la génesis sacramental del episcopado como plenitud del sacramento del orden, por medio de una de las proposiciones más solemnes del Vaticano II precedida por la expresión «el santo Concilio enseña (docet)».A su vez, se subraya que la «ordenación» —el texto dice «consagración», palabra excluida en el nuevo ritual posconciliar que recupera la más tradicional y adecuada de «ordenación»— confiere la triple función u oficio (munus) del ministerio episcopal: la de santificar, la de enseñar y la de gobernar. De esta forma se supera la doctrina más habitual que dividía en dos los «poderes» episcopales: el de orden, generado por la ordenación, y el de jurisdicción, fruto de la misión canónica. Así se recupera la doctrina más tradicional y antigua sobre el origen sacramental de la totalidad del ministerio episcopal y, a su vez, se precisa que «los oficios de enseñar y de gobernar, por su misma

naturaleza, no se pueden ejercer si no es en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio». La «misión canónica», pues, permanece necesaria, pero no como fuente de estos dos oficios o funciones, sino para que se puedan ejercer de forma legítima. En la Nota Explicativa Previa que Pablo VI pidió que se incorporara a la LG, y con un lenguaje más jurídico, se distingue entre «la participación ontológica de los ministerios sagrados» que confiere la ordenación y «la determinación canónica o jurídica» que posibilita su ejercicio concreto.3. El «colegio» de los obispos y la colegialidad (LG 22-23)El primado y la colegialidad. LG 22, junto con DV 9, fue el texto más laborioso de todo el Vaticano II y tiene como objetivo hacer una «relectura» del primado definido en el Vaticano I. Aquí también se incorporan algunas clarificaciones importantes extraídas de las Actas de este concilio. Así se reafirma el dogma del Vaticano 1 sobre el «primado» —aunque el Vaticano II nunca lo adjetiva con el «de jurisdicción»— y se añade inmediatamente que el colegio episcopal «también es sujeto de la potestad suprema y plena sobre la Iglesia universal» (texto sacado de las Actas del Vaticano I), aunque siempre «con y bajo el papa» (cum et sub). De esta forma la colegialidad «manifiesta la variedad y la universalidad del pueblo de Dios». Por esto se concluye que los obispos dispersos en el mundo ejercen una verdadera acción colegial: ya sea que el papa «los llame a una acción colegial», ya sea que la «apruebe», o que la «acepte de tal forma que sea un verdadero acto colegial».La fraternidad en horizontal de los obispos. LG 23 contiene un decisivo valor eclesiológico, puesto que es el «lugar teológico» más importante del Vaticano II sobre la comprensión de la Iglesia como «comunión de Iglesias». En efecto, se afirma que en «las Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en ellas y a partir de ellas (in quibus et ex quibus), existe la Iglesia católica una y única». De esta forma Lumen gentium pone de relieve, por un lado, que toda la profunda realidad de la Iglesia de Dios está presente en cada iglesia local y, por otro, que la Iglesia católica no es nada más ni nada menos que la comunión de Iglesias particulares (locales/diocesanas), en la que la Iglesia de Roma, que también es una Iglesia local, tiene una función decisiva en este «cuerpo de las Iglesias». Aquí, además, los obispos son vistos como representantes de sus Iglesias y todos juntos con el papa como representantes de la Iglesia universal: afirmación complementaria y nueva a la de los textos tradicionales que sólo veían a los obispos como representantes a partir «de arriba», por ser vicarios de Cristo que actúan en su nombre. Finalmente, se acentúan las formas históricas de expresión de la colegialidad y, de forma particular, como testimonio del «afecto colegial» (affectus collegialis) se citan las «conferencias episcopales» que son una de las mayores novedades del posconcilio.4. El obispo y su ministerio (LG 24-27)El proemio de LG 24, que retoma LG 18, describe la responsabilidad episcopal con la preciosa expresión bíblica «diaconía», que significa ministerio y servicio. A su vez se retoma la raíz sacramental con referencia «a la fuerza del Espíritu» de la cual son investidos, y también recuerda «la misión canónica» de la cual subraya la variedad en sus formas históricas. A partir de aquí se desarrolla el ministerio episcopal en sus tres funciones (munera): la enseñanza (LG 25), la santificación (LG 26) y el gobierno (LG 27).La función magisterial (LG 25). Se retorna el Vaticano I sobre el magisterio del papa y su infalibilidad, añadiendo explicaciones sacadas de las Actas conciliares. A pesar del lenguaje primariamente jurídico, existe una perspectiva bíblica y pastoral al afirmar que los obispos son «proclamadores de la fe» (praecones), que han de «predicar» como una de sus principales funciones. Sobre el magisterio auténtico y ordinario no «ex cathedra» del papa, se subraya que se le debe una «sumisión religiosa»(obsequium religiosum) y que para discernirlo se deben tener presente estos tres criterios: «El carácter de los documentos, la frecuencia con que se propone la doctrina y las formas usadas».Sobre el magisterio infalible «ex cathedra» se recuerdan sus cuatro condiciones: el sujeto: el papa como tal; el destinatario: toda la Iglesia; el objeto: la verdades de fe y moral; la forza: mediante un acto definitivo. Tales condiciones se pueden aplicar también al magisterio infalible de los obispos «aunque estén dispersos por el mundo» y evidentemente reunidos en concilio, cuando «manteniendo el vínculo de comunión entre ellos y con el sucesor de Pedro, convienen en una misma sentencia que formulan como definitiva (definitive)». En esta línea, en la modificación del año 1998 del canon 750 del Código de Derecho canónico se añade un parágrafo sobre las proposiciones «definitivas».Se concluye con algunas importantes precisiones extraídas de las Actas del Vaticano 1: 1) sobre el ámbito de la infalibilidad: «Hasta donde llega el depósito de la revelación»; 2) sobre su finalidad: «Guardar santamente y exponer con fidelidad» la revelación; 3) sobre su definitividad: «Las definiciones son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia (ex sese non autem ex consensu ecclesiae); se trata de una cuestión «difícil» del Vaticano I y que el Vaticano II resuelve apelando al Espíritu Santo, que tiene la última palabra, ya que «conserva y hace progresar

en la unidad de la fe todo el rebaño de Cristo»; 4) sobre la función del Magisterio: está bajo la palabra de Dios (DV 1.10), ya que los pastores en su ejercicio «no reciben ninguna nueva revelación pública» y, por esto, deben hacer «servir los medios convenientes» para que «la revelación sea comprendida y expresada en términos adecuados».La función de santificación (LG 26). La idea de fondo es que el obispo es «el administrador» (oeconomus) sacramental por excelencia, ya sea «realizando» acciones sacramentales o confiando que «se realicen». En una perspectiva pastoral se subraya de nuevo la teología de la Iglesia y la comunidad «local», dando énfasis a aquellas comunidades que «aun siendo pequeñas y pobres, o que viven dispersas, en ellas Cristo está presente ya que por su poder se reúne la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».La.función de gobierno (LG 27). Se complementa lo ya afirmado en LG 22-23, y se califica la potestad episcopal como «propia» y no delegada, «ordinaria» y no contingente, e «inmediata» hacia los fieles de la propia diócesis, por esto los obispos y no sólo el papa se pueden llamar «vicarios de Cristo», siguiendo una antigua tradición (san Cipriano; el papa Hormisdas en el año 514 da este nombre a los obispos de España; Tomás de Aquino...). Por esto se recuerda que los obispos «no han de ser tenidos como vicarios del Romano Pontífice». Nótese, además, que esta función de gobierno viene descrita en primer lugar como un servicio a través de «consejos, exhortaciones y ejemplos» y, a su vez, más específicamente, «con autoridad y potestad sagrada» exclusiva de los obispos. Tal distinción quizá puede posibilitar una cierta comprensión de la participación del pueblo de Dios en el gobierno episcopal en el nivel primario de aquel servicio que se realiza a través de «consejos, exhortaciones y ejemplos».5. Apuntes sobre los presbíteros y los diáconos (LG 28-29)Los presbíteros (LG 28) se presentan en su triple función relativa a la palabra, a los sacramentos y a la comunidad que han de guiar. Se parte del origen sacramental y apostólico del ministerio con esta fórmula matizada: «El ministerio eclesiástico establecido por Dios (divinitus institutum) se ejerce en diversos órdenes por aquellos que, ya desde antiguo, son llamados obispos, presbíteros y diáconos». De esta forma, al afirmar el origen divino del ministerio eclesiástico, se recuerda su posterior desarrollo histórico antiguo, que también es constituyente para la Iglesia, realizado a través de tres órdenes propios. A su vez, se subraya que los presbíteros como «colaboradores del obispo en cada agrupación local hacen visible la Iglesia universal». Igualmente se afirma que los presbíteros, incluidos los religiosos, forman entre todos ellos «una íntima fraternidad». Finalmente, y en relación con los fieles, se les califica como «padres en Cristo» en clave ministerial que tiene presente su doble dimensión no separable: «la sacerdotal y la pastoral», puesto que no sólo «presiden» la liturgia, sino también «sirven la comunidad local».Los diáconos (LG 29). Texto marcado por dos decisiones conciliares: la restauración de la forma de diaconado llamado «permanente», es decir, como función estable, y la posibilidad de admitir a él hombres casados. El ministerio diaconal comporta una «gracia sacramental» (no se usa la expresión «carácter»), con tres funciones referidas a «la palabra, la liturgia y la caridad».

Capítulo IVLOS LAICOS

1. Estatuto propio de los laicosen la Iglesia (LG 31-33)Introducción (LG 30): se habla de «estado» de los religiosos y el clero siguiendo una óptica histórico-jurídica clásica de la Iglesia entendida como sociedad con «estados» —que posteriormente se calificarán, y mejor, como «condiciones» (LG 43)—. Se subraya con fuerza teológica que «los pastores no asumen ellos solos» la misión de la Iglesia y que su «función es reconocer los servicios y carismas de los fieles».La peculiaridad de los laicos (LG 31): texto central del capítulo IV donde se afirma la peculiaridad de los laicos en estrecha conexión con los religiosos y los presbíteros, por medio de una «descripción tipológica», según la misma explicación conciliar. Por un lado, los laicos, negativamente, no son ni religiosos ni tienen el orden sagrado; por otro lado, positivamente, su identidad surge del bautismo, que les hace participar a su manera de las tres funciones mesiánicas de Cristo (sacerdotal, profética y real) y, «en la medida que les pertenece», realizan la misión de la Iglesia.De ahí surge la famosa expresión sobre lo que es «propio y peculiar» de los laicos —no «exclusivo», tal como el texto conciliar previo decía—, que es su «carácter secular» (indoles secularis): es decir, los laicos son primariamente «Iglesia en el mundo». Negativamente, se recuerda que los «clérigos» deben dedicarse «principalmente» a su ministerio, y que los «religiosos» por vocación y opción dan

relieve a la «transfiguración y ofrenda» del mundo a Dios. Por esto, positivamente, los laicos tienen «la vocación propia de buscar el reino de Dios tratando las cosas temporales y ordenándolas hacia Dios», y así privilegian su relación de «vivir en el siglo..., en las condiciones ordinarias de la vida...».El valor de la condición laical (LG 32-33). Se afirma significativamente que en la Iglesia «la dignidad de los miembros es común» (LG 32) y que, por tanto, los laicos participan propiamente de «la misión salvífica de la Iglesia» y no por delegación o sustitución. Se recuerda, además, que los laicos «pueden ser llamados de distintas maneras a una colaboración más directa con la jerarquía», así como ser convocados a ejercer «ciertos cargos eclesiásticos (munera ecclesiastica)». Afirmación que está en la base del desarrollo posconciliar de los llamados «servicios y ministerios confiados a laicos».2. Las tres funciones de los laicos: sacerdotal, profética y real (LG 34-36)La participación en la misión sacerdotal (LG 34): repite elementos de LG 10-11, y se habla de sacerdocio «espiritual» en sentido fuerte gracias a las cuatro referencias explícitas que se hacen al Espíritu Santo; «sacerdocio» que se ejerce de forma prevalente con una vida santa. Todo esto hace posible «consagrar el mismo mundo a Dios», frase en la que resuena la expresión tradicional de la consecratio mundi como tarea propia del laicado (M. D. Chenu).La participación en la misión profética (LG 35): texto con notables reflexiones teológicas en el que se cita de nuevo el sensus fidei (LG 12), al que se une «la gracia de la palabra (gratia verbi)» como don para poder comunicar la propia experiencia de fe, unida «al testimonio de su vida y a la fuerza de la palabra». En este contexto aparecen mencionados particularmente el matrimonio y la familia por su carácter profético. Finalmente, se recuerda la ayuda que los laicos pueden realizar en «algunos oficios sagrados (qf ficia sacra)», y se invita a todos para que conozcan «más profundamente la verdad revelada», primer texto del Vaticano II en el que se habla de una teología abierta a todos.La participación en la misión real (LG 36): se ofrecen principios que desarrollará la Gaudium et spes. Así, la libertad cristiana es calificada como «real» por su carácter de servicio para la promoción de los valores humanos. A su vez, se afirma la autonomía de las cosas temporales, que se fundamenta en la creación. Finalmente, se indica que el lugar decisivode la autonomía «secular» del mundo es «la conciencia cristiana» formada a la luz del Evangelio que debe armonizar el ser miembro de la Iglesia con el ser ciudadano del mundo.Las relaciones con la jerarquía y con el mundo (LG 37-38): de forma insistente y casi enfática se trata de la relación con el clero y se subraya el diálogo, el derecho de los laicos a «manifestar su opinión», el sentido de obediencia, «el trato familiar», «la justa libertad»..., todo en una perspectiva de comunión en clave de comunicación «interna». El número final (LG 38) cierra el capítulo con la famosa expresión de la Carta a Diogneto: «Lo que el alma es al cuerpo, así han de ser los cristianos en el mundo».

Capítulo VLA VOCACIÓN UNIVERSAL A LA SANTIDAD

A partir de aquí la Lumen gentium cambia de estilo y sus aportaciones deben ser vistas de forma más global y referidas a la totalidad del capítulo. De hecho, la atención a la nota de la santidad fue una de las constantes del proyecto conciliar. Por esto el que este capítulo se encuentre entre el de los laicos y el de los religiosos depende de contingencias conciliares, puesto que con toda propiedad debería integrarse en la tractación del pueblo de Dios del capítulo II.La principal novedad se encuentra en LG 41, donde se habla de la variedad de caminos de santificación, aún fuera del estado religioso, tal como ha acontecido en la etapa posconciliar. LG 39-40 introduce el tema de la vocación a la santidad en la Iglesia, y LG 42 concluye tratando sobre los medios de santificación, entre los cuales privilegia los «consejos evangélicos» que son presentados corno «múltiples», y no sólo los tres clásicos, entre los cuales la virginidad y el celibato tienen la primacía. Tales consejos son dirigidos a todos y la vida religiosa los atestigua de forma particular.

Capítulo VILOS RELIGIOSOS

Es la primera vez que un Concilio trata de los religiosos, y esto ya indica la función decisiva que se les asigna en la Iglesia como testigos del momento y de la perfección escatológica. LG 43 presenta el «estado» de los religiosos como una «condición de vida» —nótese la nueva palabra— que puede darse entre laicos como entre clérigos; LG 44-45 explicita la dimensión evangélico-carismática y la jurídico-institucional, y la cuestión de la «exención canónica» se engloba en el interior de la

comunión con cada Iglesia diocesana; LG 46-47 concluye valorando la opción y la vida religiosa a fin de procurar «una santidad más abundante en la Iglesia».

Capítulo VIICARÁCTER ESCATOLÓGICO DE LA IGLESIA PEREGRINA Y SU UNIÓN CON LA IGLESIA DEL CIELOLa dimensión escatológica domina todo el Vaticano II y la Lumen gentium. Aquí se subrayan los siguientes puntos: valoración de la historia como semilla de futuro trascendente; estrecha relación entre el aspecto escatológico individual y social-cósmico; reafirmación por tercera vez de la comprensión escatológica de la Iglesia como sacramento (LG 1.9); la espera de los cielos nuevos y la tierra nueva va unida al compromiso en el mundo, tal como se apuntaba ya al tratar de los laicos y hará laGaudium et spes.Después de una larga reflexión sobre la dimensión escatológica, LG 48 ofrece una síntesis de los «novísimos» en clave comunitaria y eclesiológica. Sobre la muerte, se afirma que existe una sola vida terrenal en respuesta a la hipótesis de la reencarnación; sobre el juicio se citan textos bíblicos individuales y colectivos, y sobre el paraíso y el infierno se habla con la imagen bíblica de la entrada al banquete de los dignos o la exclusión de los indignos.LG 49-51 se centran sobre la Iglesia peregrina --adjetivo preferido a «militante»— y su relación con la celeste, la cual incluye los que están «en la gloria» y los que «se purifican», superándose así la división en tres Iglesias (militante, purgante, triunfante). Se subraya la «comunión» entre las dos condiciones de existencia de la Iglesia en clave de «comunión de los santos», expresión clásica del Credo. Con referencia al culto de los santos, se insiste en el aspecto de ejemplaridad subrayando que Cristo es «el único mediador».

Capítulo VIIIMARÍA, MADRE DE DIOS,EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIACapítulo notablemente armónico de estilo bíblico y narrativo que inaugura solemnemente la perspectiva «eclesiotípica» de la mariología (LG 60-65) al lado de la más habitual «cristotípica» (LG 55-59), después de una amplia justificación sobre la mariología en el Vaticano II (LG 52-54). El culto a María merece una reflexión propia (LG 66-67) dada su dificultad en el diálogo ecuménico. Finalmente, se concluye con una afirmación de marcado talante eclesiológico-antropológico: «María, signo de esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios en marcha», donde se subraya significativamente que María es «imagen e inicio de la Iglesia que se ha de consumar en el siglo futuro», lo que puede sintetizarse afirmando teológicamente que «María es la Iglesia realizada». Tal enfoque llevará a Pablo VI, en el día de la aprobación de laLumen gentium (21 de noviembre de 1964), a proclamar «María como Madre de la Iglesia» como síntesis de su relación con la Iglesia.

 ¿Para qué la Iglesia?1. EL SER DE LA IGLESIA: SACRAMENTO DE SALVACIÓN2. EL OBRAR DE LA IGLESIA: HACER PRESENTE EL EVANGELIO3. EL SUJETO DE LA IGLESIA4. LA IGLESIA ¿OBJETO DE FE?5. “CASTA MERETRIZ”: LAS TENTACIONES DE LA IGLESIA6. LA VIDA DE LA IGLESIA COMO LUGAR TEOLÓGICOJosé Ignacio González Faus, sj. (Valencia, 1933), es el Responsable Académico de Cristianisme i Justícia.

1. EL SER DE LA IGLESIA: SACRAMENTO DE SALVACIÓN“La esencia de la Iglesia está en su misión de servicio al mundo, en su misión de salvarlo en totalidad y de salvarlo en la historia, aquí y ahora. La Iglesia está para solidarizarse con las esperanzas y gozos, con las angustias y tristezas de los hombres” (Msr. Romero, Discurso en Lovaina).Según la constitución Lumen Gentium del Vaticano II, la Iglesia se define como “sacramento de salvación” (LG 1,1). Sacramento quiere decir: una señal visible que no sólo causa sino que hace perceptible que existe salvación. Señal de salvación es por eso señal de esperanza. Más aún: el

sacramento causa salvación precisamente al hacerla visible, según una antigua fórmula clásica latina: “sacramenta significando causant”.A pesar de su novedad, esta definición es más tradicional de lo que parece. También Vaticano I (en muchos puntos tan opuesto al II), intentó hablar de la Iglesia como “una señal levantada entre las naciones” (DS 3014). La palabra señal no dista mucho de la de sacramento que utilizará el concilio siguiente.La diferencia radica quizás en la ingenuidad apologética por la que el primer Vaticano sólo ve en la Iglesia motivos para creer “por su admirable propagación, eximia santidad e inagotable fecundidad”. Hasta tal punto, que escribe esas palabras no en su Constitución sobre la Iglesia, sino en la Constitución sobre la fe. Vaticano II en cambio es menos mecanicista: la Iglesia no es motivo de credibilidad sólo por el hecho de existir, sino sobre todo por ser fiel a su verdad.Debemos comenzar pues analizando lo que significa ese ser “señal de salvación”.1.1. “Ser para”El primer elemento para interpretar la definición del Vaticano II nos viene dado por el hecho de la renuncia a la definición antigua que casi todos conocimos: la de “sociedad perfecta”.Al definirse como “señal”, como signo, y no como sociedad perfecta, la Iglesia está declarando que la audiencia que espera de los hombres no deriva únicamente de su supuesto carácter “sobrenatural”, sino de lo que tenga para ellos de señal, de significado, de “luz para las gentes” (por usar la palabra con que comienza la constitución conciliar).En otro contexto, y unos veinte años antes, D. Bonhoeffer apuntaba una intuición similar cuando escribió en sus cartas desde la cárcel: “la Iglesia sólo es Iglesia de Cristo si existe para el mundo, y no para sí”. Frase que tampoco dista mucho de la de Juan Pablo II (RH 14): “el camino de la Iglesia es el hombre” (¡no al revés!).Debemos concluir, por tanto, que la Iglesia sólo será “sacramento de salvación” si existe para servir y para hacer sacramentalmente visible aquel Reino de Dios anunciado por Jesucristo. Si existe para servir al Reino, con los contenidos que Jesús daba a esa palabra. No si pretende suplantar o agotar ese “reinado de Dios” (que es el modo como Jesús expresaba lo que nosotros llamamos salvación).1.2. Para la comuniónEl mismo Vaticano II concreta un poco más la noción de salvación, al identificarla con la de comunión: sacramento de la comunión de los hombres entre sí y con Dios (LG 1). “Pueblo constituido para la comunión de vida, de amor y de verdad” (LG 9).El término comunión (o también “íntima unión”) nos envía no sólo al Más-Allá trascendente de Dios, sino también al más acá de nuestra historia, que está tan marcada por esa búsqueda constante de comunión y de intimidad entre los hombres, así como por los fracasos de esa búsqueda, visibilizados en El Crucificado.Se comprenden por ello los añadidos de Msr. Romero en una de sus cartas pastorales, o de Ignacio Ellacuría en alguno de sus escritos: la Iglesia es “sacramento histórico de salvación”. O “cuerpo de Cristo en la historia”.Además, merece destacarse que la comunión es algo recíproco. Hoy se desfigura con frecuencia esta palabra tan rica, llamando comunión a la aceptación de una uniformidad impuesta desde arriba. Pero eso es más bien una manipulación de la comunión en beneficio del poder: una Iglesia así no sería sacramento de comunión, sino del Ancien Régime.Para que no se me malentienda aclaro que soy un convencido de la necesidad de la autoridad en la Iglesia, y de la obediencia como forma de servicio a la unidad: de ambas hablaremos más adelante. Pero la autoridad no existe en la Iglesia para sustituir a la comunión, sino para que la comunión no degenere en indecisión o en manipulación.1.3. Imagen del Dios Trino: Iglesia del Crucificado En cuanto es sacramento de comunión, el Vaticano II mira también a la Iglesia como “imagen de la Trinidad” (LG 2-4). La Iglesia es efectivamente pueblo de Dios Padre, cuerpo de Cristo, y templo del Espíritu. Es eso en su totalidad. Y ningún estamento autoritario en ella puede convertirse en “aristocracia de Dios, sustituto de Cristo y propietario del Espíritu”.En efecto: la Iglesia es imagen de la Trinidad por ser Iglesia del Crucificado, es decir: expresión de la comunión de Dios en la historia, con los hombres y mujeres de este mundo empecatado y que “mata a los profetas”. Moltmann ha notado con agudeza teológica la vinculación que hay para la fe cristiana entre Trinidad y Cruz, señalando como algo muy valioso la práctica católica de hacer la señal de la cruz precisamente al pronunciar el nombre de la Trinidad (“en el nombre el Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”).Como Iglesia del Crucificado, toda la comunidad creyente (sobre todo los más responsables en ella) debe participar de alguna forma en esa “kénosis” (o anonadamiento) de Dios, que hace posible la

Cruz del Hijo. La Cruz ha de ser una condición de la propia vida creyente-y-comunitaria; no un recurso fácil para obtener que los demás hagan aquello que quieren las personas constituidas en autoridad.1.4. Visibilizada en la EucaristíaFinalmente, tanto la referencia al Crucificado, como la alusión del Vaticano II a un “sacramento de comunión”, nos permiten relacionar el carácter sacramental de la Iglesia (“sacramento-raíz” en fórmula de O. Semmelroth), con esa “plenitud de lo sacramental” que es la Eucaristía (“la comunión”, como suele decir la gente).Ninguna reflexión sobre el ser de la Iglesia puede olvidar aquella enseñanza de De Lubac: “La Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace a la Iglesia”. Esto quiere decir que la eucaristía no existe como un simple acto de culto del que tenemos la suerte de que es agradable a Dios de modo que, tras habérselo ofrecido, ya podemos olvidarnos de Él. Así parece creerlo mucha gente, y este es el gran peligro de la terminología sacrificial.No. El mandamiento evangélico (“haced esto en memoria mía”) no se refiere exclusivamente a un acto litúrgico: pues no fue eso la cena de Jesús. Se refiere a entregar el propio cuerpo y la propia sangre (la propia persona y la propia vida) para la reconciliación y la vida del mundo. Por eso, quienes no viven la eucaristía más que como una obligación cúltica, merecen el reproche ya viejo de san Pablo: “eso que hacéis ya no es celebrar la Cena del Señor”. Así pues, la eucaristía existe –valga la expresión– para “eucaristizar al mundo”. Y, para eso, aquellos que en la Iglesia son responsables últimos de la eucaristía tienen como misión “eucaristizar a la Iglesia”, es decir hacer que en ella las relaciones no sean relaciones de dominio, sino relaciones eucarísticas1. Quienes hoy hablan de “comunidad alternativa” o “comunidad de contraste”, están queriendo decir simplemente comunidad eucarística. En conclusión:a. La Iglesia no es una institución cúltica, pues cree en un Dios que quiere misericordia y no sacrificios. La oración es importantísima en toda vida creyente; pero este dato no puede ser usado para negar la frase anterior.b. La Iglesia es una comunidad de hombres libres (porque se saben hijos de Dios), y misericordiosos porque, a través de Cristo, Dios les sale al encuentro en los necesitados. Por eso es “la comunión del Cuerpo de Cristo” o, como escribía intuitivamente el joven Bonhoeffer: “Cristo existente como comunidad”.c. Porque la Iglesia no se comprende a sí misma como “comunidad civil perfecta” sino como comunidad escatológica, “no tiene más poder en la tierra que el que tuvo Cristo en cuanto hombre” (Bartolomé de Las Casas2).

Si olvidamos esto no se comprenderá lo que ahora vamos a decir en segundo lugar sobre la misión de la Iglesia.2. EL OBRAR DE LA IGLESIA: HACER PRESENTE EL EVANGELIO“La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre” (Vaticano II, Ad gentes, 2).Por ser sacramento histórico de salvación, debemos añadir que la Iglesia es intrínsecamente misionera, evangelizadora. Msr. Romero, en el texto citado, decía que la esencia de la Iglesia está en su misión. Junto a él, grandes obispos latinoamericanos (E. Angelelli, Jaime Nevares...) hablaban de poner en contacto (o acercar) el Evangelio y la realidad, la Palabra y la vida. Y la definición del Vaticano II nos aclara en qué consiste ese ser misionera de la Iglesia. 2.1. La misiónEvangelización no es lo mismo que proselitismo o propaganda. A éste no le importa eliminar la libertad del oyente, y se atiene sobre todo al resultado numérico. La Coca Cola o Nike no evangelizan, aunque estén en todo el mundo.La evangelización es una oferta de salvación que se dirige primariamente a la libertad del interlocutor y que pretende respetarla. No busca manipular, sino hacer presente el Evangelio, de modo que quede ofrecido como posibilidad siempre abierta y siempre significativa. El proselitismo mira más a la satisfacción y la seguridad del agente. La evangelización debe mirar sólo al bien en libertad del destinatario.

1 Prescindiendo ahora de cómo se entienda esa responsabilidad última, y de si el N.T. conecta eucaristía y “apostolado” tan simplemente como nosotros lo hacemos. Muchos textos eucarísticos antiguos dicen que “toda la comunidad consagra” (Guerrico, PL 185,87). Y en nuestras plegarias eucarísticas, el presidente habla siempre en plural (“nosotros…”) o “ellos mismos te ofrecen”, en el canon antiguo.2 Obra indigenista, Madrid 1985, .179.

La Iglesia es misionera y evangelizadora no porque busque meramente “aumentar su número de clientes”, sino porque está en posesión de una Buena Noticia decisiva para la humanidad (aunque ésta no lo sepa): la del “amor de Dios revelado en Cristo Jesús” (Rom 8,39). Es decir: por la misma razón por la que es señal de salvación.2.2. Constitución misioneraEsta tarea misionera constituye lo primario de la voluntad de Dios sobre su Iglesia, y esto podemos afirmarlo con seguridad teológica. Antes que ninguna otra cosa, Dios quiere una iglesia misionera, evangelizadora: señal perceptible y significativa de que hay una salvación de Dios para los hombres, la cual no sólo aguarda en el Más-Allá, sino que marca definitivamente a esta historia.La respuesta creyente a esa buena noticia es lo que congrega a varones y mujeres como Iglesia, y envía a esos congregados a continuar la misión de Cristo. La Iglesia puede convivir con la doble imagen social: de la sociedad ya cristiana, o del simple fermento. Con lo que no puede coexistir es con la pérdida de su significatividad sacramental.De acuerdo con eso debemos decir que Dios no ha querido en su Iglesia unas estructuras arbitrarias o caprichosas que sean obstáculo para su misión, sino que más bien le ha dado una gran libertad para organizarse del modo que más posibilite su misión, que más facilite la comunión y la evangelización en el sentido dicho. Al elemento principal de la estructura que el Resucitado deja en su Iglesia le llamamos por eso “apostolado”, y no sé si nos hemos dado cuenta de la importancia de esa designación: la Iglesia se estructura, ante todo, para ser apostólica, y para vivir el Evangelio. No por afanes de poder o de seguridad, ni aunque revista de sagrados esos afanes. La historia enseña que la organización de la Iglesia en los primeros siglos no se hizo de acuerdo a un plan previo, dejado por el Maestro, sino según las necesidades y posibilidades históricas, leídas desde el Evangelio. De ahí la pluralidad de configuraciones de las iglesias primitivas, que se refleja en el Nuevo Testamento y se ve confirmada por la investigación histórica.Sin embargo, no son pocos los que hoy suscribirían la afirmación de Juan Martín Velasco: uno de los mayores obstáculos hodiernos para la evangelización está en las estructuras mismas de la Iglesia3. Por más que se quiera apelar a la voluntad de Dios como justificación de unas estructuras, si éstas resultan antievangélicas y antievangelizadoras, podemos sospechar legítimamente de esa presunta voluntad divina. Como mínimo, habrá que presumir que las cosas son más complejas de lo que sugiere esa apelación simplista a la voluntad de Jesucristo.2.3. Evangelizar con obras Si lo primero que quiere Dios es una iglesia evangelizadora, tanto hacia fuera como hacia dentro (es decir: que su misma presencia y su vida resulten un anuncio), eso significa que hoy, en pleno siglo XXI, en un mundo plural y en un Occidente descristianizado, la Iglesia está llamada a evangelizar mucho más con los gestos que con las palabras. No todo el que dice “Señor, Señor” evangeliza, sino el que cumple la voluntad del Padre. A la definición que dio el Vaticano II de la Iglesia como sacramento, se le puede aplicar también aquella consideración de san Agustín: “cuando al gesto se le añade la palabra, aparece el sacramento”4. Si la Iglesia no es evangelizadora en este sentido sacramental (“práxico” podríamos decir) se convertirá en aquello a lo que pretende reducirla nuestra sociedad consumista: un mero elemento decorativo, útil, como las flores, para dar relieve a ciertos momentos de una vida pagana, tales como bodas, entierros y demás. Así podría encontrar la Iglesia una audiencia e incluso un respeto en nuestra sociedad (las flores nunca son molestas); pero estará siendo infiel a su misión. En cambio, si la Iglesia es evangelizadora en el sentido dicho, acabará por encontrarse con el rechazo y la cruz de su Fundador.Prueba de lo dicho son estas palabras de la Asamblea del episcopado latinoamericano en Puebla, que no necesitan más comentario por su diafanidad: “El pueblo de Dios, como sacramento universal de salvación, está enteramente al servicio de la comunión de los hombres con Dios y con el género humano entre sí... Cada comunidad eclesial debería esforzarse por constituir... un ejemplo de modo de convivencia donde logren aunarse la libertad y la solidaridad. Donde la autoridad se ejerza con el Espíritu del Buen Pastor. Donde se viva una actitud diferente frente a la riqueza. Donde se ensayen formas de organización y estructuras de participación, capaces de abrir camino hacia un tipo más humano de sociedad. Y sobre todo, donde inequívocamente se manifieste que, sin una radical comunión con Dios en Jesucristo, cualquier otra forma de comunión puramente humana resulta a la postre incapaz de sustentarse y termina fatalmente volviéndose contra el mismo hombre” (273).

3 Cf. Increencia y evangelización, pp. 113, 148ss, 175.4 Comentario a San Juan, 80,3.

Y todo esto lo percibe y lo confirma la misma Iglesia cuando, en una de las últimas plegarias eucarísticas, pide para sí misma ser “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. Exactamente. Pero ¡cuánto necesitamos pedir eso!Sin entrar ahora en la necesaria reforma estructural de la Iglesia (que ha venido reclamándose durante todo el segundo milenio, y cuya negativa provocó fracturas bien dolorosas), podemos enunciar el siguiente principio: la Iglesia de Jesucristo debería tener el máximo posible de espiritualidad y el mínimo indispensable de organización. No son pocos en la Iglesia los que hoy creen que estamos quizás al revés. A. Machado hablaba de “esta Iglesia espiritualmente huera pero de organización formidable”5.Para ello, entiendo que la Iglesia debe pasar del binomio que hoy parece constituirla: la díada clérigos-laicos que algunos defienden a rabiar, a la otra fórmula de “comunidad con servicios”, que obligaría al ministerio eclesiástico a pasar de lo sacral a lo eclesial, de lo personal a lo servicial y de lo vertical a lo colegial, como ya expresé en otra ocasión6.Esta alusión al ministerio nos llevará en el próximo capítulo a otra reflexión sobre los miembros de la Iglesia. Antes debemos exponer las consecuencias de ese ser misionero de la Iglesia.2.4. Buena Noticia para los pobresEl tesoro que hace misionera a la Iglesia es definido por la Palabra de Dios como “buena noticia para los pobres” (Is 61; Lc 4). Jesús pone ahí, y en la esperanza para enfermos y marginados, el criterio de autenticidad y validez de su misión (Mt 11, 2ss)7. La evangelización, por tanto, debe ser definida como evangelización de los pobres. Sin que obste a ello su carácter universal: la buena noticia se dirige a todos nosotros en la medida en que aceptemos colocarnos de alguna manera en el lugar de los pobres y al lado de ellos.Por eso, según Juan XXIII, la iglesia misionera es “iglesia de los pobres”. No basta con que una iglesia más o menos “de los ricos” diga excelentes palabras en favor de los pobres. Como Iglesia de Jesucristo nos quedan aún muchos pasos que dar para aparecer ante el mundo como iglesia de los pobres. La Edad Media acuñó una expresión ya clásica (aunque olvidada hoy): “nuestros señores los pobres”. Si ello es así, no basta con que la Iglesia diga algunas palabras favorables a ellos, es preciso además que ellos tengan alguna palabra (o muchas) que decir en la Iglesia y a la Iglesia.2.5. La plenificación de CristoLa carta a los Efesios, explicando la “recapitulación de todas las cosas en Cristo”, define a la Iglesia como aquella que encuentra su plenitud en la medida en que el mundo se cristifica plenamente (1,23)8. La definición es un poco complicada pero muy rica; y necesita una mínima aclaración.La carta da esa definición para explicar cómo es posible que, si acaba de decir que “Cristo es cabeza de todo”, diga después que “por eso, Dios se lo ha dado a la Iglesia”. Se insinúa ahí una tensión dinámica entre Iglesia y universo: la Iglesia vendría a ser como el mundo según Dios “en concentrado” (aquí radica su carácter de señal o de sacramento); y el mundo como una iglesia en expansión.Pero para que esta explicación no suene a proselitista hay que comprender dos cosas:a. Lo que la carta quiere enseñar es que todo el mundo está ya cristificado, posee un germen crístico que es su verdad más profunda, y que puede ser la traducción, tras la Pascua, del Reinado de Dios anunciado por Jesús. Por ello es tarea de la Iglesia –como servicio al Reino– que esa semilla llegue a su plenitud9. b. Cristificar no es lo mismo que eclesializar, ni siquiera que cristianizar. Ya hemos dicho que a la Iglesia le sirve tanto el modelo de la “conversión” del mundo como el del fermento en el mundo. En ambos puede cumplir su misión y en ambos puede dejar de cumplirla. Pues de acuerdo con la enseñanza de Jesús, el mundo no realizará su dimensión crística por el hecho de decir “Señor, Señor”, ni porque los papas tengan poder temporal, ni porque haya una fiesta de Cristo Rey en la liturgia, sino porque da de comer y de beber a los que no tienen, viste a los desnudos y visita a los enfermos y a los presos...Queda así claro cómo el obrar “plenificador” de la Iglesia pone en acto su carácter de “sacramento”. Y se comprende también por qué Vaticano II, tras haber definido el ser de la Iglesia como sacramento de salvación, comienza así su enseñanza sobre el obrar de la Iglesia: “Los gozos

5 Ver la cita completa en Las 7 palabras de J.I.G.F., Madrid 1996, p.98.6 Ver mis apuntes sobre el ministerio eclesial: Hombres de la comunidad, Santander 1989.7 En las curaciones de Jesús no se trata tanto de “devolver la salud”, cuanto de reintegrar socialmente al enfermo, que se veía excluido de la comunidad, con la excusa de que era impuro o indigno de entrar en la casa del Señor…8 Para la traducción de esta frase, remito a La Humanidad Nueva, 304-305.9 La Plenitud (plerôma en griego) es una palabra fundamental en el Nuevo Testamento para explicar el don de Dios en Jesucristo.

y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón... La Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1,1).Es como decir que la misión de la Iglesia es ser levadura en la masa, y no bastión, o quiste, o gueto o parcela separada: y, mucho menos, “imperio”.3. EL SUJETO DE LA IGLESIATodo cuanto llevamos dicho alude y se refiere primariamente a la comunidad de creyentes o de llamados por Dios, al pueblo de Dios que es el verdadero sujeto de la denominación de Iglesia. Por desgracia, una de las criptoherejías más frecuentes es reservar el nombre de Iglesia a sólo una porción de ella, a una especie de poder sagrado que sería el único destinatario verdadero de la llamada de Dios y, respecto del cual, los creyentes no serían nada más que el campo de despliegue y de ejercicio de ese poder sagrado. Debo repetir que eso no es más que una herejía, por más que esté presente en muchas cabezas.3.1. “Los convocados por Dios”Es cierto que en la Iglesia hay algo “previo” a la congregación de los fieles. Pero ese algo previo no es el poder sagrado como transparencia de Dios, sino la llamada de Dios a todos los creyentes al incluirlos en la Resurrección de Jesucristo (cf. Ef 1,23). Dicho de otro modo: la Iglesia no es primariamente lo que llamamos “el ministerio eclesiástico” (y sólo por una extensión secundaria los llamados fieles), ni aunque el ministerio pueda tener en ella un nivel mayor de responsabilidad y de dedicación. La frase atribuida a Pío IX: “la Tradición soy yo”, es una herejía formal, prescindiendo de si el papa pronunció o no esa frase. Y esa falsa concepción se refleja también en esta definición de un libro clásico del siglo pasado (las Prelaectiones de J. Perrone): “aquí entendemos por Iglesia no el conjunto de los fieles sino... el cuerpo de los pastores con el pontífice romano”10. Ni aquí ni en ningún sitio puede entenderse eso por Iglesia.Vaticano II reaccionó contra esta concepción (que seguía presente en el esquema preparado por la curia romana) invirtiendo el orden de los capítulos 2 y 3 de la LG: al capítulo primero sobre el misterio de la Iglesia, le sigue el capítulo dedicado al pueblo de Dios, no el dedicado a la jerarquía como proponía el esquema previo.3.2. El misterio del PuebloDe acuerdo con ese cambio de orden de los capítulos 2 y 3 de LG, el misterio de la Iglesia es el misterio del pueblo congregado por Dios, de la comunión entre todos los miembros de ese pueblo donde ya no hay judío o griego, ni señor o esclavo, ni varón o mujer. Si se piensa esto con serenidad, resulta enormemente asombroso y estimulante. Por supuesto, ese pueblo necesitará unos servicios que existen para eso: para que viva el pueblo de Dios. Pero el misterio de la Iglesia no es el misterio del poder sagrado, que a su vez necesitará unos fieles sobre los que ejercerse.Esa inversión de perspectivas del Vaticano II no ha marcado la mentalidad de muchos eclesiásticos. Pero sin ella no tienen vigencia las palabras de san Agustín, que serviría de examen de conciencia para muchos jerarcas, “soy cristiano CON vosotros y obispo PARA vosotros. Lo que soy para vosotros me aterra, lo que soy con vosotros me consuela”11. San Agustín, pues, se sabía Iglesia por ser cristiano, no por ser obispo. Es de temer que hoy muchos ministros se creen iglesia no por ser cristianos, sino por ser curas u obispos. Y así desaparece también el otro juego de palabras de san Agustín sobre los obispos, que repite infinidad de veces y que es tan inmejorable como intraducible: “praessint ut prossint” (o “prodesse, non praeese”): que presidan para aprovechar. Naturalmente, para aprovechar al pueblo de Dios, y no a otros intereses, aunque sean los de la curia romana.Cuando hoy oímos decir que conviene evitar la definición conciliar de la Iglesia como pueblo de Dios, porque tiene el peligro de efectuar “una reducción sociológica”, estamos autorizados a mirar ese argumento como un intento de defender la concepción de la Iglesia que me he atrevido a calificar de heterodoxa. No puede haber una reducción sociológica allí donde se profesa que ese pueblo es “DE DIOS”. Con el mismo argumento se podría decir que conviene evitar la definición de la Iglesia como “cuerpo de Cristo” porque efectúa “una reducción biologista”, o algo parecido. Esa reducción no se dará por usar la palabra cuerpo, sino cuando se niegue que en esa definición se trata del cuerpo “de Cristo”, como en la otra se trata del pueblo “de Dios”. La acusación que acabo de citar desconoce totalmente la caracterización del pueblo de Dios que hace el Nuevo Testamento: “Como pueblo elegido de Dios, pueblo santo y amado, sea vuestro uniforme la misericordia entrañable, la bondad,

10 Ver la cita completa en La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, Barcelona 1996, p. 226. más el expresivo texto de Y. Congar citado allí.11 Sermón 340 (PL 3, 1482-84), entre otros. Algo de esto intentó recoger el Vaticano II en PO 9.

la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro...” (Col 3,12-13).Un pueblo así sería, efectivamente, una “comunidad alternativa” o de contraste, y un sacramento de salvación.3.3. Somos IglesiaToda esta discusión no es meramente teórica sino que tiene consecuencias prácticas. Si la Iglesia somos todos, de la Iglesia somos responsables TODOS en algún sentido. Igual que (en otro sentido y por otras razones) todos los ciudadanos tienen alguna responsabilidad en la marcha de su país. Todos y no sólo el gobierno o el parlamento, aunque éstos tengan en un momento dado mayor responsabilidad.Es evidente que en todo cuerpo social ha de haber unos servicios que asuman de manera más intensa y con más dedicación la responsabilidad por el cuerpo. Así lo piden las leyes de la convivencia humana que Dios respeta. Pero el hecho de que existan esos servicios no dispensa a los fieles de la responsabilidad que impone el simple hecho de ser creyentes en el Dios de Jesucristo. Responsabilidad para lo bueno y para lo malo, para la edificación del pueblo, y para que no vivamos nuestra fe como nuestra causa particular.Por eso, en el centro de la iglesia primera estuvo aquel principio que después ha pasado al mundo jurídico: “lo que afecta a todos debe ser tratado y aprobado por todos”. Este principio no se refiere sólo a decisiones de carácter económico o social. Nada afecta más a todos los cristianos que la donación de Dios en la vida, muerte y Pascua de Jesucristo. Y ese don es responsabilidad de todos.Es bueno recordar, en este contexto, que K. Barth definió a la teología como “eclesiástica” y tituló su dogmática como “dogmática eclesial”. Pero es también evidente que cuando Barth hablaba así (por más que él también aceptara la necesidad de una autoridad y unos servicios en la Iglesia), no estaba queriendo decir: dogmática jerárquica, o dogmática según la curia romana. Estaba queriendo hablar de la teología como responsabilidad de “servicio al pueblo de Dios”. La teología en efecto se hace para la comunidad de creyentes, y no para la carrera o promoción del teólogo. Y lo que digo de la teología vale de las otras tareas eclesiales.No hace mucho, un grupo de cristianos de todo el mundo, alarmados por la situación actual de la Iglesia Católica y conscientes de que también ellos tienen una parte de responsabilidad en esa situación (aunque sea una parte más pequeña que la de otras instancias) se constituyeron en una especie de plataforma mundial con el nombre de “Somos Iglesia”. No se comprende que la autoridad eclesiástica desautorice globalmente a esa plataforma, que no ha hecho más que ejercer su responsabilidad de cristianos. Si han cometido errores particulares será bueno desautorizar esos errores concretos pero no al movimiento en conjunto. Evidentemente, uno puede ejercer mal una responsabilidad, y por desgracia los hombres hacemos eso más de dos veces y, –cuando así ocurra– será bueno que eso se nos diga, en nombre de la responsabilidad de todos. Pero lo que no se puede hacer es negar simplemente el ejercicio de una responsabilidad que brota con el hecho mismo de ser creyentes, que quiere decir ser Iglesia.Para concluir, este es el momento de recordar que la designación de la Iglesia como pueblo de Dios proviene del hebreo qahal, (que el griego traducirá como ekklesía) y que designa a una asamblea en estado de convocación, para llevar adelante su tarea histórica12. La ekklesía tampoco viene de la palabra hebrea yahad que significa comunidad, y que usaban los monjes de Qumran para designarse a sí mismos. Se trata en la Iglesia de una comunidad que no huye de la historia sino que se enfrenta a una tarea en la historia. De ahí la responsabilidad de todos en ella.3.4. La Iglesia de Dios que está en un lugar El Nuevo Testamento enseña que esa Iglesia pueblo de Dios no es una especie de multinacional religiosa, sino que cada iglesia particular es la iglesia total, católica: “la iglesia de Dios que está en Corinto, en Tesalónica” o en Barcelona. Y esta localidad tiene una dinámica de comunión universal, precisamente por ser “de Dios”.Este punto cobra importancia histórica y teológica, en un mundo de “pensamiento único” y de falsa globalización. Por eso merece un poco más de atención.3.4.1. Local y en comunión plenaEn el cristianismo hay una especial relación entre iglesia local e iglesia universal, de modo que:A. Cada iglesia local es TODA la iglesia (o “la iglesia católica”), no una PARTE (como vg. Tarragona lo es de Cataluña), ni tampoco una sucursal (como la de un banco) ni un individuo de un género (como Pedro lo es del género humano...). Es simplemente “la iglesia de Dios”. Iglesia de Dios que está en... Corinto (1 Cor 1,2 y 2 Cor 1,1), o iglesias de Galacia (Gal 1,2) o la iglesia de los tesalonicenses (1 y 2

12 No meramente congregada para un acto de culto: pues en este caso el A.T. usa la palabra ’edah, que los Setenta traducirán al griego como synagogê.

Tes, 1,1), o “la iglesia en Jerusalén” (Hchs 8,1). También en el martirio de Policarpo se habla de él como “obispo de la iglesia católica de Esmirna”.Cada iglesia local es por eso la iglesia de Dios. Pero:B. Esta, que es la doctrina más antigua del NT, ha de equilibrarse con la de las Cartas paulinas de la cautividad que hablan más de la iglesia universal, mientras que en el caso anterior se habla más bien de las iglesias. LG 23 afirma que “en ellas y por ellas existe la una y única iglesia católica”13.C. Pero para ser iglesia católica o “de Dios” cada iglesia local necesita:– ser ella misma integradora (“holística” con lenguaje hoy de moda). Porque, como dirá Tertuliano: “la bondad de Dios es suprema y católica” (Adv. Marc. 2,17).– Y además necesita ser (no sólo estar) abierta a la comunión con otras iglesias locales. De modo que la llamada “iglesia universal” viene a ser una comunión de iglesias o “iglesia de iglesias” según la bella expresión de J. M Tillard.Integradora y abierta. El primer elemento está muy vinculado al segundo (que no es un mero añadido): catolicidad equivale a totalidad cualitativa, es decir: no le falta a una iglesia nada de lo humano-divino; es “iglesia de Dios en todo lo que constituye la existencia de un conjunto humano”14. La catolicidad cuantitativa deriva de esta catolicidad cualitativa y no es un mero agregado numérico. Por eso mismo, la misión de la Iglesia, más que en una mera extensión, radica en la entrada en ella de toda la riqueza humana en Cristo.D. De aquí brotan tres consecuencias prácticas importantes.a. La Iglesia es local. Pero a esa localidad le pertenece una grave obligación de fomentar la comunión de todas las iglesias locales, la cual requiere sin duda un centro potenciador de esa comunión, en este caso la Iglesia de Roma.Pero eso no significa que otra iglesia particular pueda imponerse y aplastar la particularidad de las iglesias locales en nombre de la catolicidad.La iglesia de Roma no es pues la iglesia universal, es el centro de la comunión de las iglesias. Si ocurriera ese aplastamiento de las iglesias de Dios por lo que debería ser su centro de comunión, tendríamos lo que san Bernardo escribe al papa Eugenio III: “si reduces el cuerpo de Cristo a una cabeza con dedos, lo conviertes en un monstruo”.b. También puede ser útil notar la vinculación de este tema con el de la iglesia de los pobres, como aparece ya en los Hechos. Pues, en cada iglesia local, entra no sólo todo lo humano sino todos los humanos. Y también esto se vincula (ya en san Justino, en el s. II) con la eucaristía como comunión de todos15.c. En conclusión: todas las instancias eclesiales están marcadas por esa dualidad de localidad y catolicidad la cual implica el intento de configuración colegial, o sinodal, de todas ellas (cf. LG 26). La Iglesia no nació con una estructura ya previamente dada por su Fundador, sino que trató de buscarla y para ello miró también al mundo de su entorno (ciudad, metrópoli, provincia etc). Pero al estructurarse no podrá prescindir de esa doble instancia que la constituye.3.4.2. Iglesia local y eucaristíaEsa dialéctica de la iglesia local y universal responde a algo profundamente humano. El individuo se realiza verdaderamente cuando forma comunidad: entonces se convierte en persona. De lo contrario se encierra en un individualismo que, buscando su identidad en la separación más que en la comunión, acaba por anularle humanamente. Pero luego, toda comunidad puede a su vez, o degenerar en comunidad-individuo o convertirse en comunidad-persona, según busque autoafirmarse mediante la separación, o la comunión con otras comunidades. Por eso E. Mounier definía a la comunidad como una “persona de personas”.Y si esta dialéctica de la iglesia local es tan humana, se comprende que pueda tener mucho que ver con la Eucaristía. En efecto: ya desde san Agustín, se la ha visibilizado ahí: cada hostia consagrada (o fragmento) es TODO el cuerpo de Cristo, no una parte16. Pero eso no excluye que lo sean igualmente TODAS las demás hostias. El haber reducido la Eucaristía a un mero acto de culto nos ha hecho perder esta importante proyección del mandato del Señor de repetir su última Cena.En cambio, la teología de la iglesia local no tiene que ver con reivindicaciones nacionalistas, por legítimas que puedan ser éstas. Lo que acabamos de exponer vale tanto de la iglesia de Barcelona como de la de Calahorra o Burgos. Kasper ha matizado con razón, respondiendo a Ratzinger que, en la

13 Ver también Or. Eccl. 2 y 4.14 J.M. TILLARD, La Iglesia local, Salamanca 1999, p. 61. la otra cita que daremos de Tillard es de esta misma obra, p. 101.15 Hay una verdadera antología de textos sobre ello en J.M. TILLARD, op. Cit. 206 y 201.16 “está con su cuerpo y sangre, alma y divinidad” decía el catecismo, es decir: no faltaba nada en cada forma consagrada.

teología de la iglesia local, “no se trata de un nacionalismo eclesiástico”17. Y debemos añadir que precisamente la aparición de diversos nacionalismos eclesiásticos (“galicanismos” o “josefinismos”) fue un factor que, a lo largo de la historia, debilitó la importancia de la teología de la iglesia local.La diferencia entre ambas concepciones la formula bien J.M. Tillard: “ninguna de las iglesias puede considerar su diferencia como el valor supremo en función del cual todo tiene que ser juzgado por ella”. Es decir: lo diferencial no son aquí particularidades (lingüísticas, culturales, o históricas...) sino el hecho cristiano mismo, tal como se visibiliza en la Encarnación. Por eso, sin esa apertura a las demás iglesias ya no se es “ekklesía tou Theou” (iglesia de Dios). De modo que ni las diferencias se conviertan en barreras, ni la supresión de las barreras se convierta en supresión de las diferencias.3.4.3. Iglesia local y episcopadoTodos estos datos son fundamentales para la teología del episcopado. El obispo se caracteriza por su vinculación a una iglesia local, y al colegio episcopal. Aquí encontramos los dos rasgos eclesiológicos que acabamos de describir. Cada obispo es representante, responsable (“ángel” dice el Apocalipsis en su carta a las iglesias), o (con un término muy querido a la teología antigua y que marca una vinculación muy seria), “esposo” de una iglesia local. Y precisamente por eso es, a la vez, miembro de la comunión episcopal (o “colegio”). La vinculación a su pueblo es tal que, en la tradición primitiva, quien consagra no es el obispo (o el presidente de la eucaristía, aunque deba haberlo) sino todo el pueblo, al que él aporta no un poder consagrador especial18, sino la comunión con las iglesias para que aquella pueda ser verdadera eucaristía. “La iglesia que está en...” no es meramente el obispo sino todo el pueblo: “los santos y los fieles que están en Efeso” (Ef 1,1), o “los amados de Dios y llamados a ser santos, que están en Roma” (Rom 1,7); o “los santos en Cristo Jesús que están en Filipos, con sus obispos y diáconos”(Fil 1,1).Precisamente por eso, colegialidad y localidad son anverso y reverso de una misma realidad y no dos principios opuestos. San Cipriano, uno de los grandes teólogos de la iglesia local, escribe: “el episcopado es uno; y de él participa cada obispo por entero (‘in solidum’)”19. De ahí el absurdo teológico de los obispos sin iglesia (o con una iglesia inexistente) tan frecuente hoy. Ya en el s. V el concilio de Calcedonia prohibió esto en su canon 6. Igualmente extraño es el caso de dos obispos en una misma iglesia (prohibido también por el concilio de Nicea, en su canon 8). O que alguien sea ministro del cuerpo episcopal sin ser ministro en una iglesia local.Todas estas realidades se dan en nuestra iglesia y lesionan profundamente la naturaleza y la teología del episcopado. Por eso están llamadas a cambiar con urgencia.4. LA IGLESIA ¿OBJETO DE FE? La pésima traducción castellana de nuestros credos obliga a los cristianos a proclamar cada domingo una herejía, cuando afirmamos que “creemos en la Iglesia”. En este capítulo debemos explicar que la Iglesia no es de ningún modo objeto de la virtud de la fe. Sólo en Dios se puede creer, en el sentido pleno del término. Pero la fe en el Dios Amor es una fe intrínsecamente eclesial, creadora de comunión y de comunidad. Por eso, como muestra la historia de los diversos credos o profesiones de fe, la Iglesia sólo entra en ellos tardíamente y no como objeto de fe sino como consecuencia de ésta.4.1. Precisiones terminológicasEl verbo creer castellano puede construirse de tres maneras: Creo “en alguien” en el sentido de que, existencialmente, me fío y tiendo hacia él. Creo “que” existe algo o alguien (otros mundos habitados o papá Noel). Y creo “a alguien”: acepto la verdad de alguna palabra suya.El latín y el griego tienen una variedad de proposiciones y casos para distinguir esos significados, de las cuales carecen el catalán y el castellano. Y estas declinaciones gramaticales muestran que la Iglesia sólo entra en los credos con este doble significado:a. Porque creo EN Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creo también (o acepto) QUE existe la Iglesia (versión más occidental).b. Creo que el Espíritu Santo trabaja a la Iglesia para llevarla hacia la comunión de todo lo Santo, (que implica) el perdón de los pecados y la vida eterna (versión más oriental).Los testimonios de la Tradición en este sentido son muchísimos. Permítasenos, al menos, un pequeño florilegio.4.2. ¿Por qué no podemos creer en la Iglesia?Para comenzar con el testimonio más autorizado, aunque no el más antiguo, demos la palabra a Santo Tomás: “Se podría decir ‘creo EN la Iglesia’ si se entiende refiriéndolo al Espíritu Santo que

17 Ver la cita en Documents d’Església, n. 772, p. 566.18 Ver el texto citado en la nota 1.19 De úntate Ecclesiae, 5.

santifica a la Iglesia. Pero es mejor conservar el uso común y decir simplemente: creo [QUE existe] la santa Iglesia, sin la preposición en, tal como dice el papa san León” (2a 2ae, I, 9, ad 5).Mucho antes que él, hacia el s. IX, Pascasio Radbert había escrito: “No digamos ‘creo EN la santa Iglesia’ (in ecclesiam) sino que, suprimiendo la sílaba en, digamos ‘creo QUE existe la santa Iglesia’, como creo que existe la vida eterna. De otro modo parecería que creemos en el hombre, lo cual es ilícito. Nosotros creemos sólo en Dios y en su única Majestad” (PL 120, 1402.1404).Fijémonos en la razón aducida: creer en la Iglesia sería creer en algo humano, sería por tanto idolatría. La misma razón había dado ya Fausto de Rietz hacia el s. V: “Quien cree EN la Iglesia cree en un hombre: pues no fue formado el hombre por la Iglesia sino la Iglesia formada por hombres. Aparta pues de ti esa persuasión blasfema de pensar que debes creer en alguna creatura humana” (PL 62, 11).El florilegio sería inacabable. Lo cerraré con el Catecismo del Concilio de Trento, que es de una claridad meridiana: “Hay que creer (QUE existe) la Iglesia, pero no creer EN la Iglesia. Pues en las personas de la Trinidad creemos de tal manera que ponemos en ellas toda nuestra fe. Y luego cambiamos el modo de hablar y decimos [que existe] ‘la santa Iglesia’ y no ‘EN la santa Iglesia’ para, con estos lenguajes diversos, distinguir al Dios Creador, de las creaturas" (Parte I, cap. 10, nº. 23).Es, pues, legítimo concluir con una síntesis magistral de san Ildefonso, que nos dará el paso al apartado siguiente: “...la Iglesia no es Dios. Creemos EN Dios de una manera única y, como consecuencia de esa fe, creemos QUE existe la Iglesia” (PL 96,127d).4.3. Creer eclesialmenteEs decir: creer es entrar en contacto con, o tender hacia el Misterio Santo que es Comunión plena y total, y que implica la ausencia de pecado y la vida eterna. La Iglesia es como el “sacramento de esa comunión” (LG 1,1), producido por la misma fe.Por tanto: la fe no es fe en la Iglesia, pero la fe es necesariamente eclesial. No se cree EN la Iglesia, porque es la Iglesia la que cree y porque sólo el Dios Padre, Hijo y Espíritu es objeto de fe. Pero la fe en el Dios cristiano es necesariamente comunitaria: creer en Él nos constituye en Iglesia.La Iglesia, pues, entra en la fe, y en el credo, no para designar el término sino el modo o ámbito de la fe. Porque creer en un Dios que es Comunión Absoluta sólo puede hacerse en comunión. Y esa Iglesia que entra en el Credo no es ni la jerarquía ni lo que hoy hemos dado en llamar “iglesia institución” (por necesarias y respetables que sean ambas): la Iglesia que entra en el credo es la Iglesia-comunión. Esa es la Iglesia “santa”.Quien haya tenido la experiencia del gozo y la comunicación que supone encontrarse con otros seres humanos compartiendo la fe en el Dios revelado por Cristo, entenderá fácilmente esta dimensión intrínsecamente eclesial de su fe.Por eso los credos romanos alinean muy bien la santa Iglesia y la comunión de los santos. Porque en la medida en que la estructura del acto de fe es la de un “salir de sí hacia Dios”, esa salida de sí convierte la existencia creyente en comunión: los otros no pueden estar ni ser ajenos a mi fe. En resumen: la Iglesia no es objeto, ni término, ni contenido de la fe. Es una dimensión intrínseca de la fe, una modalidad de la fe en el Dios Amor. No hará falta precisar hasta qué punto esto es, además de un don, una profunda exigencia para la Iglesia.4.4. A modo de conclusiónEn su versión original, nuestros dos credos dicen: “credo in Spiritum sanctum, sanctam ecclesiam” (sin preposición) para el credo romano. Y “et in Spiritum Sanctum... et unam (también sin preposición), sanctam catholicam et apostolicam ecclesiam”, para el credo llamado niceno (DS 30 y 150). Es muy de desear por tanto, que devolvamos a nuestra profesión de fe su sentido verdadero.O, si lo preferimos con la orientación de los credos orientales: creemos que el Espíritu Santo (el “dador de Vida”) está trabajando al mundo entero hacia esa configuración que es la comunión plena, por el perdón total y la vida eterna. Esa configuración humana de la que la Iglesia es símbolo y señal. Y por eso profesamos que el Espíritu trabaja a la Iglesia para convertirla en comunidad de fe, esperanza y amor, que anticipa la meta definitiva.5. “CASTA MERETRIZ”: LAS TENTACIONES DE LA IGLESIAUna comunidad como la descrita en los tres primeros capítulos soportará siempre una tensión difícil entre carisma e institución. Y habrá de procurar que los elementos organizativos en ella sirvan para encarnar y dar fuerza y vida al Espíritu, en lugar de ahogarlo. “No apaguéis al Espíritu” (1 Tes 5,19) es un consejo que fue dado ya a una de las primeras iglesias que conocemos.Por esta razón, entre otras, se definió desde los orígenes a la Iglesia como “la siempre necesitada de reforma”. De manera aún más dura, los Santos Padres la calificaron como casta meretriz, porque en ella coexisten la santidad del Espíritu y el pecado de los hombres que la constituimos. Quienes hoy se entristecen por algunas realidades de la iglesia oficial, no deberían olvidar que Jesús lloró sobre

Jerusalén, capital religiosa del judaísmo: aquella Jerusalén de la que todos cantaban “qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor”, pero que no supo reconocer la hora de Dios (cf. Lc 19, 41).Y si la misión de la Iglesia es mesiánica, sus tentaciones serán las mismas del mesianismo de Jesús: convertir las piedras en pan; tentar a Dios o sustituir a Dios por el poder.5.1. El eclesiocentrismo: manipular a Dios en provecho propioJesús fue tentado de usar el poder de Dios para su propio provecho, convirtiendo las piedras en pan y abandonando así su solidaridad con la condición de todos los seres humanos. Versión eclesiástica de esa tentación sería lo que llamamos eclesiocentrismo: en lugar de ser sacramento del Reino la Iglesia se erige como fin en sí misma o, con el clásico lenguaje bíblico, “se apacienta a sí misma”.Esta tentación afecta sobre todo a los aspectos institucionales de la Iglesia, puesto que es ley inevitable de toda institución humana acabar confundiendo sus fines con sus propios intereses. Si la Iglesia cae en esta tentación, la institución eclesial se anunciará a sí misma más que a Dios y, en lugar de la misión del Precursor (“que Él crezca y yo disminuya”), acabará confundiendo su propio crecimiento con el crecimiento de Dios y el amor a la Iglesia con el amor a sus autoridades. Los criterios para nombramientos, para canonizaciones y demás, ya no serán el servicio al Reinado de Dios anunciado por Jesús, sino el servicio a la institución eclesial incluso en sus aspectos más discutibles. El límite de esta tentación será el carrerismo y la autopromoción que acaban dañando gravemente cualquier comunidad.Precisamente porque esa tentación está tan arraigada en nuestra condición humana, las fuentes bíblicas avisan contra ella constantemente. El profeta Ezequiel tiene unas páginas durísimas contra los responsables religiosos del pueblo judío: “pastores que se apacientan a sí mismos”, que “en lugar de apacentar a las ovejas se comen su grasa y se visten con su lana”, que “no fortalecen a las débiles ni curan a las enfermas y maltratan a las fuertes”, “haciendo que las ovejas se desperdiguen”. Y concluye: “Voy a enfrentarme con esos pastores, les reclamaré mis ovejas para que dejen de apacentarse a sí mismos” (34, 2-10). San Agustín comentó ese capítulo de Ezequiel, en dos sermones ya citados en la nota 11.El evangelista Mateo ha recogido una colección de palabras de Jesús, también muy duras, de las que los exegetas están de acuerdo en afirmar que se han conservado en el evangelio no como una crítica a los judíos “de antes”, sino como un aviso para el ministerio eclesial de los cristianos. San Jerónimo da la razón a esta visión de los biblistas cuando (comentando ese capítulo 23 de san Mateo), avisa que “han pasado a nosotros todos los vicios de los fariseos” (PL 26,168).Si esto podía escribirse en la primera iglesia ¿qué habría que decir tantos siglos después? Quizá la única diferencia esté en que la iglesia joven de san Jerónimo era capaz de reconocer esos peligros y confesar su caída en ellos, mientras la iglesia vieja de nuestros días ya no parece tener esa capacidad. Por eso es preciso repetir que la Iglesia no puede– colar el mosquito del derecho canónico para tragarse el camello de la justicia y la misericordia;– quebrantar la voluntad de Dios acogiéndose a las tradiciones de sus mayores;– limpiar la copa por fuera y dejar sucio lo de dentro;– acaparar los dineros de las viudas con pretexto de largos rezos por ellas;– guiar a los ciegos desde su propia ceguera;– matar a los profetas incómodos y luego edificarles monumentos cuando ya no molestan...El remedio fundamental contra esta tentación es recuperar y fomentar la visión evangélica de la autoridad, contra toda concepción pagana o idólatra de ella. Veámoslo.Sentido evangélico de la autoridadContra todo idealismo angélico, recordando con Pascal que la pretensión de ser ángeles es lo que más nos convierte en demonios, debemos proclamar la necesidad de la autoridad en la Iglesia. La autoridad es necesaria por razones que derivan no de ella misma sino de nuestra condición humana.Toda comunidad sin un mínimo de autoridad acaba dividiéndose, o cayendo en manos de liderazgos ocultos, inconscientemente manipuladores, que se amparan en grandes palabras y a los que casi nadie se atreve a resistir, ya sea por el propio respeto humano o porque esos poderes ocultos nunca dan la cara. La autoridad es necesaria porque esa es nuestra condición humana y Dios, cuando entra en nuestra historia, no viene a jugar con ventaja.Pero esto es muy diferente de una visión idolátrica de la autoridad que la considera necesaria porque ella es transparencia de Dios. La autoridad no es teofánica; sólo el auténtico amor es transparencia de Dios.Precisamente por eso, el Nuevo Testamento, cuando habla de la autoridad, evita cuidadosamente todos los términos sacralizadores (poder sagrado, sacerdocio, jerarquía, pontífices), y busca deliberadamente términos “funcionales” (supervisores –episcopos– servidores, ancianos o enviados, dirigentes o “los que arriman el hombro”). Y hasta nos prohíbe el evangelio llamar a nadie “padre” o “señor”, no porque estos

términos no puedan tener algún uso derivado legítimo, sino para no perder la conciencia de que uno solo es nuestro Padre y nuestro Señor, mientras nosotros somos todos hermanos.En continuidad con este modo de sentir, la palabra “jerarquía” (o “poder sagrado”) sólo entra en el lenguaje eclesial a partir del s. IV, como fruto de la “platonización” del cristianismo y por obra de un famoso escritor cuyas obras se presentaron como si fueran de un contemporáneo de los Apóstoles. Me estoy refiriendo, naturalmente, al llamado Pseudodionisio. Personalmente, considero que la palabra “jerarquía” es por sí misma heterodoxa, y debería ser evitada en el lenguaje de todos los cristianos.La autoridad, pues, por necesaria que sea, no pertenece al Reinado de Dios sino a esa limitación insuperable de nuestra realidad que san Pablo califica como “la necesidad presente” (1 Cor 7,26).Precisamente por eso Jesús, que fue enormemente libre pero nada individualista y que tuvo sus mayores conflictos con las autoridades establecidas, no pretende que en su comunidad desaparezca la autoridad, pero sí convertirla en verdadero servicio, como expresa una de sus palabras más antiguas y conservada en testimonios diversos: “no ocurra entre vosotros como con los poderes mundanos que, por un lado se imponen y, por el otro, se hacen llamar bienhechores. Entre vosotros, el primero que se convierta en último, y el que manda en auténtico servidor”20. La Iglesia en cambio, ha sustituido muchas veces estas palabras por la otra visión “religiosa” de la autoridad, más propia del Antiguo Testamento que del Evangelio.La responsabilidad de la autoridad, por tanto, no es imponer su propio modo de pensar (como si el mero hecho de ser autoridad canonizase ese modo de pensar), sino crear comunidad, mantener unidos pese a las diferencias, y potenciar el crecimiento de aquellos de los que es responsable.Cuando sea más pagana que evangélica, la autoridad eclesiástica caerá en la tentación de lo que decía aquel viejo refrán castellano: “sostenella y no enmendalla”, para no tener la sensación de que pierde poder o queda en mal lugar.Permítaseme un ejemplo. Es sabido que, cuando Pablo VI nombró una comisión para examinar la doctrina sobre el control de natalidad, una enorme mayoría aconsejó al papa la necesidad de un cambio en la postura oficial de la Iglesia en este punto. Y que, sin embargo, por presiones de la minoría derrotada que hizo creer al papa que, si cambiaba, dañaría para siempre la autoridad eclesiástica, la encíclica Humane Vitae (redactada por los responsables de esa minoría) reafirmó la enseñanza tradicional. ¿No se hubiera podido dejar la cuestión sin decidir? A ojos de muchos, parece que se prefirió “enviar al infierno” a millones de fieles, antes que reconocer un posible error propio. El resultado, dolorosamente conocido, fue que se cumplió aquella frase de Jesús que también vale para las instituciones: el que sólo busca salvar su vida la pierde, y el que acepta perderla la recobra. La autoridad, queriendo salvar su credibilidad, la perdió.5.2. El privilegio: utilizar a Dios en beneficio de su misiónSiguiendo el paralelismo con las tentaciones de Jesús antes citadas, se trataría ahora de “echarse del Templo abajo” o de “tentar a Dios”, es decir: asumir riesgos irresponsables, esperando que Dios ya enviará sus ángeles para evitar que nos estrellemos.Si la anterior tentación afectaba más a los responsables de la institución eclesial, ésta por su misma naturaleza, parece afectar más al pueblo de Dios. El profeta Isaías levantó su voz contra un pueblo que “dice a los videntes: no veáis. Y dice a los profetas: no profeticéis sinceramente, profetizad ilusiones, decidnos cosas halagüeñas” (30,10).También aquí tiene su aplicación lo que antes escribimos sobre la responsabilidad eclesial de todos. Y así, en los momentos inmediatos al Vaticano II, el pueblo de Dios cayó repetidas veces en esta tentación de irresponsabilidad, convirtiendo a la Iglesia en un gallinero de reivindicaciones insolidarias, donde cada cual atendía nada más que a su propio interés y no al de los demás. Ese desmadre egoísta dañó mucho a algunas reivindicaciones que en sí mismas eran legítimas o convenientes. Y, aunque esto no justifique la actual involución y el presente “invierno eclesial”, debe ser reconocido por nosotros, porque ese reconocimiento será la única forma de evitar que el error se repita.Esta tentación se da también, por el otro lado, cuando el pueblo de Dios sacrifica el don de la libertad cristiana al afán de total seguridad, que es la mayor tentación de la religiosidad. Así nacen movimientos e instituciones donde se abdica de todo uso de la razón, de la conciencia y de la responsabilidad ante la causa de Jesús, a cambio de unas órdenes concretas y pormenorizadas que nos dicen exactamente todo lo que tenemos que hacer y nos dan la tranquilidad de “saber a qué atenernos”, al precio de enterrar los talentos y de una sensación de superioridad frente a los que no siguen esos caminos minuciosamente trazados. En el límite, esta tentación confundirá la fidelidad a Dios con mil detalles “de la menta y el comino” (Mt 23,23), y llevará a que, mientras el Reino de Dios anunciado por Jesús era para los pobres,

20 Cf. Lc 22,25-27; Mc 10,42-45; Mt 20,24-28.

los altares de la Iglesia en cambio sean para los ricos (que son los que más pueden beneficiarse de esta tentación).Otro ejemplo como en el apartado anterior. Cuando la Iglesia del s. XVIII emprendió una impresionante aventura inculturadora en la India y en China, invirtiendo los talentos recibidos de su Señor, como había hecho ante el platonismo la iglesia del s. I, el papa Benedicto XIV acabó prohibiendo aquellos intentos (por presiones sobre todo del jansenismo que era la derecha eclesial de la época), causando un dolor inmenso y frustrando, quizás para siempre en la historia, la cristianización del Oriente. He comentado en otros lugares cómo, dos siglos más tarde, el cardenal Tisserant confesó que aquellos eran ”los días más negros de la historia de las misiones”.Pero si cito ahora estos episodios es porque (aunque se le hizo ver al papa el enorme éxito que estaban teniendo aquellos intentos), en la Bula que asentaba la prohibición definitiva escribió Benedicto XIV que nadie temiera que esa prohibición dañara a las misiones porque, en fin de cuentas, “la conversión es un acto de la Gracia de Dios”. Me parece un buen ejemplo de ese tentar a Dios esperando que venga a remediar nuestra política irresponsable de “enterrar el talento”. No es esa la reacción del Señor que pintan los evangelios...5.3. La tentación del poder como medio evangelizadorSegún los evangelios, Jesús no fue tentado sólo de usar el poder de Dios en provecho de su propia necesidad, o de abusar de la Fuerza de Dios para conseguir una “señal del cielo” que privilegiara su misión, sino también de usar el poder humano como medio de expansión del Reinado de Dios. También la Iglesia, al ver que no dispone de signos del cielo, se verá tentada de usar el poder como medio de evangelización, olvidando que el poder mundano podrá quizás extender la Iglesia, pero no puede extender el evangelio.A lo largo de la historia, tanto eso que llamamos constantinismo, como el posterior poder temporal de los papas (todavía vigente aunque de manera mínima y simbólica), hacen visible lo que significa esta tentación.5.3.1. ConstantinismoSe llama así al afán de poner el poder temporal al servicio de la acción de la Iglesia. Y además de manera privilegiada. Es comprensible la gratitud de la Iglesia a Constantino, tras tres siglos de persecuciones. Pero sin olvidar que entonces se llegó a llamar equivocadamente al emperador “el treceavo apóstol”. Y que muchos siglos después, san Bernardo escribía al papa Eugenio III: “no pareces sucesor de Pedro sino de Constantino”.Quien crea que esta tentación está ya superada, lea lo que escribía el cardenal Congar en 1962: “Todavía no hemos salido de la era constantiniana. El pobre Pío IX, que no comprendió nada de la marcha de la historia y hundió al catolicismo francés en una actitud estéril de oposición y de conservadurismo... estaba llamado por Dios a comprender las lecciones de la historia y a sacar a la Iglesia de la lógica miserable de la ‘Donación de Constantino’ y convertirla a un evangelismo que le hubiese permitido ser menos del mundo y estar más en el mundo. Pero hizo justamente lo contrario. Hombre catastrófico que no sabía ni lo que era la ‘ecclesia’ ni lo que era la Tradición, orientó a la Iglesia a ser constantemente del mundo y no a estar en el mundo el cual, no obstante, tenía necesidad de ella. Y Pío IX sigue reinando, Bonifacio VIII reina todavía sobreimpreso a la imagen humilde de Simón Pedro pescador...” (Mon Journal du Concile, p.109).5.3.2. Carlomagnismo.Hacia el año 800, mediante la donación de Carlomagno, la Iglesia no sólo disfruta de la protección del poder temporal, sino que ella misma lo ejerce, en los llamados “estados pontificios”. Para no alargarme, citaré sólo un ejemplo palmario que pone de relieve lo nefasto de ese poder político como modo de presencia de la Iglesia en el mundo, y que afecta a uno de los pecados por los que más ha sido criticada la Iglesia: me refiero a la inquisición.Mientras los papas no tuvieron poder político, la Iglesia rechazó toda forma de inquisición y de condena de herejes a muerte, desde Prisciliano (en el s. IV) hasta los cátaros (en el s. XI). El papa san León condenó toda inquisición apelando a la parábola evangélica de no arrancar la cizaña. San Bernardo, a pesar de su temperamento intolerante, la condenaba también apelando a la libertad de la fe, que no puede ser impuesta a la fuerza. Cuando los papas adquieren poder político, se inicia un lento proceso de cambio que, en dos siglos, va llevando a “investigar” (inquirir) a los herejes, declarar la herejía crimen civil de lesa majestad, crear sus propios tribunales para ello, negar la defensa a los acusados y aceptar incluso la tortura. La lógica del poder ha triunfado sobre la lógica del evangelio.Compárense, si no, estas dos frases: de un santo y de un papa, separadas por mil años de distancia. En el s. V san Juan Crisóstomo había escrito que “matar a un hereje es introducir en la tierra un crimen

inexpiable”. En el XVI el papa León X condenará la frase de Lutero: “quemar herejes es contra la voluntad del Espíritu Santo” (DS 1843).La lógica del poder ha vencido al evangelio. Y todavía en la iglesia de hoy quedan demasiados resabios de esa lógica, tanto en la figura de los papas como en procedimientos de la Congregación de la fe, que ha renunciado al nombre de inquisición, pero no a algunos métodos de su predecesora21. Las relaciones de la Iglesia con el poder nunca serán fáciles, porque es muy difícil que puedan ser buenas. No puede la Iglesia poseer ese poder, ni pretender ser protegida por él. Debe buscar la paz con él, como con todas las realidades del mundo, pero sabiendo también plantarle cara y no rehuir el resultarle conflictiva, aunque esto le traiga problemas. Pues el poder es una de las realidades más opuestas al modo como se reveló Dios en Jesucristo, a pesar de su inevitable necesidad que, por eso, debe ser reducida a mínimos indispensables.Esto es lo que haría a la Iglesia auténtico “sacramento de salvación” y lo que los hombres esperan de ella. Mientras que, si la Iglesia apuesta por el poder, entonces, cuando se vea privada de él, escogerá ser gueto antes que ser fermento.6. LA VIDA DE LA IGLESIA COMO LUGAR TEOLÓGICOCuanto llevamos dicho, sobre todo en el capítulo anterior, permite aplicar a la Iglesia una definición de la teología que acuñó Gustavo Gutiérrez a propósito de la teología de la liberación. La teología es “una reflexión sobre la praxis”. Prescindamos ahora de si hubo lecturas reductoras de esa definición. Lo que quería decir es que la historia y la vida son lugar teológico para un cristiano. Y sobre todo la historia y la vida de la fe.En el fondo, este capítulo busca una Pneumatología. Cabe imaginar que, si un cristiano del siglo I renaciera hoy y preguntara por la Iglesia, él que había vivido todos aquellos momentos iniciales en que tanto Lucas como Juan hablaban sin cesar del don del Espíritu, que iba a continuar y actualizar la misión de Jesús llevando la Iglesia a la Plenitud de la verdad, ese cristiano pensaría que, veinte siglos después, la Iglesia rebosaba Pneumatología. Probablemente, su decepción sería grande al ver lo poco que las iglesias occidentales saben o intentan escuchar “qué dice el Espíritu a las iglesias”.Seguramente, hay aquí otro déficit importante de la helenización del cristianismo y la teología, de la que sólo hoy comenzamos a salir. Helenización y romanización: porque el exceso de juridicismo, que es herencia de la Roma antigua, ha llevado también en la Iglesia a un secuestro del Espíritu a manos de la autoridad.6.1. Espíritu y polvoY sin embargo, a lo largo de su ya larga historia, el Espíritu ha llevado muchas veces a la comunidad creyente a plenificaciones de su verdad, como prometió Jesucristo. Pero también, inevitablemente, a lo largo de la historia, el polvo de los siglos y de nuestra oscura realidad se ha ido depositando sobre la Iglesia. Y es incomprensible que la institución eclesiástica no conozca esa elemental “discreción de espíritus” para mirar su historia, y discernir aquello que ha sido un regalo del Espíritu y aquello que ha sido una mancha del polvo de la historia.Así sucede que muchas veces, en la Iglesia, se llama mandato de Cristo a lo que no es más que un efecto de la pátina del tiempo. Olvidar esta distinción impide luego esa elemental restauración que (como se hizo en las pinturas de la Capilla Sixtina), devuelva a las paredes de la Iglesia sus verdaderos colores evangélicos y toda su policromía trinitaria, más allá de lo que inevitablemente había desfigurado el tiempo.El conocimiento de la historia de la Iglesia enseña que muchas veces, cosas que luego fueron escandalosas, pueden ser comprendidas y hasta justificadas en su momento por la dificultad misma de los tiempos. El mal se produjo cuando aquellas medidas de emergencia o de suplencia habían dejado de ser necesarias, y la autoridad siguió manteniéndolas, presentándolas como voluntad de Dios y confundiendo la voluntad de Dios con la pereza o la rutina.Ahí está el incomprensible “no podemos” de Pío IX ante el pecado (estructural, al menos ya en aquellos tiempos) del poder político de los papas. No sé si Pío IX llegó a creerse que defendía algo de Dios y no algo muy propio cuando defendía los estados pontificios (y hasta lanzaba excomuniones contra quienes no opinaban así). Si de veras llegó a creérselo, esto no es sino un ejemplo más de hasta qué punto podemos engañarnos los hombres en defensa propia, ni aunque seamos papas. Algo parecido podría ocurrir hoy con el nombramiento de los obispos, con la existencia de los cardenales, con el carácter de jefe de estado del obispo de Roma, con los métodos de la congregación de la fe, con la inflación de la curia romana o con la presencia y papel de la mujer en la Iglesia.Esto debería ser una preocupación general. La historia de la Iglesia está llena de riquezas y también de pecados. No todo en la Iglesia es “Tradición” en el sentido teológico del término, por más que

21 Para más detalles y referencias remito a La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, pp. 64-70.

haya durado siglos en ella, como no lo es la inquisición o la justificación del tráfico de esclavos del s. XVI al XVIII. Es tarea de la teología hacer aquí el necesario discernimiento de espíritus.Luego la confrontación, cuando haya que hacerla, deberá ser hecha desde la propia Tradición de la Iglesia y no desde el progresismo ambiental. Pues éste, aunque muchas veces ha recobrado valores evangélicos perdidos por la Iglesia, está también marcado por el pecado y por valores poco evangélicos, ante los cuales los cristianos no debemos “comulgar con ruedas de progreso”, ni aunque con ello se pretenda aplacar el innegable anticlericalismo de la cultura ambiental. Es el Evangelio, y no simplemente el progresismo ambiental, el que no debe dejar vivir tranquila a la Iglesia.6.2. Sugerencias para hoyEn la imposibilidad de hacer ahora una lectura teológica de la historia de la Iglesia, cerraremos este Cuaderno con breves referencias bibliográficas que pueden iluminar nuestra hora actual.1. En mi obra Memoria de Jesús; memoria del pueblo, los capítulos 3 y 4. El segundo está dedicado a La Sapinère, una auténtica mafia de denuncia e inquisición que funcionó en la Iglesia durante el pontificado de Pío X (probablemente con conocimiento y financiación del papa). Sobre ella pronunció en el aula conciliar el obispo de Estraburgo unas palabras que hoy nos suenan familiares: “¡Nunca más!” Y sin embargo muchos tienen la impresión de que, si no aquella mafia, su mentalidad y sus métodos siguen mucho más vigentes de lo que Dios quisiera. El otro capítulo es una presentación de los anabaptistas y Tomás Müntzer, con su trágico final debido no sólo a la incomprensión de Lutero, sino a su propia locura irresponsable frente al precioso tesoro evangélico que ellos llevaban (¡sin duda alguna!) en sus manos de barro. Se plasman así los dos peligros que pueden amenazar a la Iglesia cada uno por un lado22.2. Del Cardenal Y. CONGAR, Journal d’un théologien (1946-1956). Y además: Mon journal du Concile. Son páginas que dejó inéditas durante su vida, aceptando que se pudieran publicar tras su muerte. El primero, escrito durante la época de persecución y sospechas al que luego sería uno de los teólogos más decisivos del Vaticano II, muestra hasta qué punto estremecedor pueden hacer sufrir a un hombre bueno y honrado los procedimientos de denuncia, secretos y sanciones del santo oficio23.El segundo es un ejemplo de eclesialidad desde la disensión, de esfuerzo por dialogar, por no abandonar antes de tiempo, por no perder la esperanza buscando siempre las grietas por donde el Espíritu pueda entrar en la cerrada institución eclesial. Para todos los que vivieron aquellos años de preparación, de cambio de rumbo y de realización del Vaticano II es una excelente oportunidad para revivirlos desde los ojos de alguien que tenía mayor responsabilidad y que había de debatirse a veces en el dilema de luchar en inferioridad de condiciones o dimitir dando algún solemne portazo. A pesar de la acidez de algunas expresiones, comprensibles en un diario, son dos escritos de eclesiología aún más que dos diarios. Y son auténticos regalos del Espíritu a la Iglesia de hoy, que llevan al lector a terminar su lectura rezando con el salmista: “ojalá escuchéis hoy Su Voz. No endurezcáis el corazón”.De ambos surge como conclusión la urgente necesidad, retomada también por Juan Pablo II, de una reforma profunda de la institución del papado, que hoy en día (con lenguaje parecido al de la política cuando habla de golpes de estado), es víctima de un “golpe de curia” en el que Pedro ha quedado prisionero de un aparato llevado por hombres de excelente voluntad, pero de escasa visión. El cardenal Alfrink ya había propuesto durante el Vaticano II que en la Iglesia debería existir una especie de “sínodo permanente”, compuesto por Pedro y un grupo de obispos representantes de toda la Iglesia universal, que sería el verdadero órgano de gobierno de la Católica, y a cuyo servicio deberá estar la Curia romana. La facilidad actual para las comunicaciones, hace que esta propuesta tan profundamente eclesial, sea hoy cada vez más posible.Pero no todo en la vida de la Iglesia son esas constataciones dolorosas. Por eso hay que concluir recordando que, en el pasado siglo XX, la Iglesia fue regalada con una impresionante multitud de testigos, muchos de ellos auténticos mártires (entre ellos más de seis obispos), algunos conocidos y otros muchos anónimos. Ahí están gentes como Msr. Angelelli, Msr Romero, Lluís Espinal, Ignacio Ellacuría y sus compañeros, Simone Weil, Madeleine Delbrêl, Dorothy Day, Etty Hillesum y otros mil nombres. De ellos se puede afirmar lo que escribía en el siglo I el autor de la Carta a los Hebreos, para animar a sus cristianos, y con lo que terminaremos nosotros:“pensaron que Dios es poderoso hasta para resucitar de entre los muertos, prefirieron el oprobio de Cristo antes que los tesoros de Egipto... Otros experimentaron ludibrios y azotes y además cadenas y cárcel... pues el mundo no era digno de ellos... Murieron en la fe sin haber logrado las promesas, sólo viéndolas de lejos y saludándolas... pues Dios, a través de ellos, buscaba algo mejor para

22 También la antología Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas, me parece un filón de materiales eclesiológicos.23 He comentado ambos libros en los números 76 y 79 de Actualidad Bibliográfica de Filosofía y Teología.

nosotros, para que no llegasen a la plenitud sin nosotros... Teniendo pues tantos testigos que nos rodean como una nube, sacudamos nuestra inercia... y corramos con paciencia la carrera que tenemos delante, con los ojos fijos en Jesús, autor y consumador de la fe” (cap. 11 y 12).siglasDS = Denzinger – Schonmeher LG = Lumen Gentium GS = Gaudium et SpesRH = Redemptor Hominis PL = Patrología Latina© Cristianisme i Justícia – Roger de Llúria 13 – 08010 Barcelona

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