Guerrero Argote - Aguas turbias

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Carlos Guerrero Argote AGUAS TURBIAS Ramírez se pone tenso, estruja las manos con ansiedad, como si intentara tocarse los huesos, mira a todos lados; nunca ha robado algo tan grande. El Toyota blanco yace como una bestia dormida en el malecón. La noche es tibia, la brisa se introduce por la nariz como una tromba de agua salada. Nadie transita el camino a la playa a las tres de la mañana a menos que tenga alguna emergencia. La policía patrulla más arriba, frente al peñón de Miraflores que mira directamente al Morro Solar. Aquí uno camina bajo su propio riesgo, si le ocurre algo no tiene a quién culpar, a quién acudir, todo intento de recuperar lo perdido es infructuoso.

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Carlos Guerrero Argote

AGUAS TURBIAS

Ramírez se pone tenso, estruja las manos con ansiedad, como si intentara tocarse los huesos, mira a todos lados; nunca ha robado algo tan grande.

El Toyota blanco yace como una bestia dormida en el malecón. La noche es tibia, la brisa se introduce por la nariz como una tromba de agua salada. Nadie transita el camino a la playa a las tres de la mañana a menos que tenga alguna emergencia. La policía patrulla más arriba, frente al peñón de Miraflores que mira directamente al Morro Solar. Aquí uno camina bajo su propio riesgo, si le ocurre algo no tiene a quién culpar, a quién acudir, todo intento de recuperar lo perdido es infructuoso.

Podría decirse que a las tres de la mañana el malecón que baja a la playa es tierra de nadie. Solo ladrones y drogadictos se aventuran a estas horas. A veces hay grescas; los viejos rencores atizados por el alcohol y la falta de autoridades, un puñal bajo la manga. A veces hay muertos, pero nunca hay culpables. Durante el día se llevan los cuerpos, no hay autopsia, pasan a la morgue como cuerpos NN, se presume que han sido atropellados. Después solo la fosa común o el laboratorio y después…los gusanos, siempre los gusanos.

A Ramírez todo le da mala espina. A cada momento me jode con que ha visto a un policía, a un patrullero, a un serenazgo. Él es más viejo que yo por cinco o seis años. Tiene la cara cortada, como todos los maleantes de poca monta, casi no tiene cuello y la panza le cuelga como si una persona habitara dentro de su estómago y estuviera a punto de arrancárselo al ponerse de pie.

No intento tranquilizarlo. Siempre es así la primera vez. El viejo debe haber crecido robando cosas pequeñas, por eso ahora está cagándose de miedo. Ya aprenderá, como todos aprenden. Después podrá venir solo o

acompañado por otra persona. Tal vez aprenda bien y consiga dinero. Tal vez se encuentre frente al cañón de un propietario nervioso y termine en la tumba o peor, lisiado y en una silla de ruedas o tendido sobre el piso de alguna mugrienta calle, viviendo de la caridad, esperando una muerte que no va llegarle pronto.

El Toyota no enciende las luces, pero el movimiento es más que evidente. Le indico a Ramírez que no haga ruido y que se vaya acercando.

Han de estar muy ocupados allí adentro. El parachoques sube y baja como tarareando una canción que se detiene por momentos y se reanuda con nueva intensidad.

Ramírez es bajito y eso es bueno. No lo van a ver llegar si es que por casualidad la ventana del conductor estuviese entreabierta. Después solo agacharse y engarzarle el freno al eje para que el carro no arranque y esperar a que salgan a revisar por qué el carro no arranca.

Es sencillo, no se necesita tener siquiera medio dedo de frente, solo un poco de delicadeza al momento de reducir a los ocupantes; pitucos,

putas, ejecutivos, funcionarios, hijos de ejecutivos, hijos de funcionarios, extranjeros y ocasionalmente cholos y cholas que no utilizan preservativos.

Ramírez se arrodilla y su mentón casi toca el suelo. Una larga vara se tensa entre el eje de la rueda y un tubo pequeño bajo el asiento del copiloto; trabajo terminado.

El mar es una vista magnífica, frente al Morro las olas golpean el lecho de piedras que se adentra en sus dominios, como un falo gigantesco, en donde se acomodan un restaurante turístico, una peña y bancos de camarones frescos que ya tienen las horas contadas. También se ve la isla de San Lorenzo, lejana, tras una barrera de niebla espumosa, más pequeño aún el Frontón y el estrecho del Boquerón que las une y se ve desde la orilla como un hilillo de baba de algas.

Yo entiendo porque los calentones vienen aquí, a la Costa Verde a tirar. Es por el mar. Inmediatamente después de un polvo uno ve las cosas de manera diferente. Ver el mar después de haberse corrido es como ver a Dios. En ese momento, que dura un par de

segundos, en los que el sexo ya no importa un carajo, somos testigos de la belleza del mundo.

Yo sé que Ramírez no me entiende. El viejo ha vivido tanto que los sentidos se le han podrido por el hambre. No es su culpa el hecho de que sea incapaz de maravillarse por esas cosas. Para él, el cielo debe ser un plato de comida en la tarde y un lugar donde dormir protegido del frío, aunque sea una covacha.

Siento algo de lástima por él, por eso lo he traído conmigo esta noche.

No es cierto que lo necesite, como él cree. Normalmente yo trabajo solo, escojo un día a la semana diferente del lunes y el domingo, hago mi jugada y gasto el dinero que necesito y guardo el resto en el hueco bajo la escalera. No suelo traer compañía. Solo la primera vez vine acompañado. No es por el dinero. Es por el mar.

Me gusta observarlo de madrugada, tan negro, como la boca de un animal con las fauces abiertas. Me gusta imaginar que me sumerjo en sus aguas y soy arrastrado por la corriente y dejo de ver la costa y todo es horizonte y nada

más. Pero por sobre todo me gusta porque cuando lo veo, consigo salir de mí, de mi vida mediocre, de mis problemas, del recuerdo de mi viejita muerta y del viejo que nunca conocí. Las ondulaciones y el olor a mierda de la sal estancada son narcóticos excelentes, me sacan el miedo; sin eso nunca podría encajar la varilla en el eje del carro y me temblaría el pulso cuando tuviera que encañonar a las víctimas de turno.

Ramírez no me conoce lo suficiente como para intentar sacarme conversación. Está en silencio, de vez en cuando se rasca el mentón con ademán aristocrático. No me arrepiento de haberlo traído conmigo. A pesar de todo está en silencio y le estoy muy agradecido por eso.

En este instante sería capaz de decirle a Ramírez que volviera conmigo la próxima vez y así, todas las veces que quiera. Siento que se han equivocado con él todas las personas, que detrás de esos ojos marchitos y el semblante feroz hay una buena persona, una que, en otra situación, también habría guardado silencio.

Han salido.

Solo se distingue al chico, no debe tener más de veinticinco años, lleva el torso desnudo y su piel llena de pecas palidece aún más bajo el brillo tenue de la luna. La mujer se cubre y se lanza de cabeza al carro. Solo sus tobillos quedan visibles.

No se resisten. Despacha la billetera, nada de tarjetas, un fajo de dólares americanos y media caja de Camels. Los dejamos irse. Ramírez hubiera preferido que la mujer se quedase, pero niego con la cabeza. Aquí no se hace eso.

Comienza a clarear mientras contamos el dinero. Quinientos soles. Ramírez se corre con la vista, nunca en toda su vida ha visto tanta plata junta.

Separo dos montoncitos; cuatro para mi, uno para él. Es casi un regalo. En mi primera vez no recibí nada, solo la experiencia, pero estuve conforme. A él planeo ahorrarle la mendicancia que le tocaba esta semana. Si es inteligente se la va a comer, si no, se la va a beber. Eso ya no es asunto mío.

Caminamos largo trecho. Algunos borrachos duermen cerca de la pista. Los taxis comienzan

a bajar a la playa, de camino al Callao o a Magdalena.

He ahorrado lo suficiente para comprarme un taxi y dejar de robar. Nunca me han atrapado, no tengo antecedentes penales y aunque acabé la secundaria hace más de diez años, no soy ningún imbécil. Sé que me irá bien.

Ramírez murmura algo que no oigo bien. Parece que he olvidado ponerle el seguro a la pistola. Me disculpo, he podido dispararle por casualidad. Sería muy estúpido morirse así, por una bala que no se suponía que debía ser disparada. Se la entrego para que la guarde.

La subida de Barranco se me antoja interminable. Es difícil con toda la niebla y el frío dando vueltas alrededor nuestro.

En el puente me sacude un calambre. Avanzamos un poco más y nos detenemos frente a la baranda de madera, desde donde se tiene una vista magnífica.

Ramírez me apura, pero no le presto atención. Una vez más me ha atrapado el silencioso rugido de las olas.

Allí adentro dicen que la vida es más feliz. Debe ser cierto o al menos es cierto que debe ser más feliz que aquí, en la tierra. Ay, Ramírez, de verdad siento que no puedas entender tanta belleza. A pesar de que los dos somos unos parias, yo encuentro consuelo en cosas que a ti te parecen estúpidas. Espero que gastes bien tu dinero.

Ramírez dispara.

Como si el mundo se detuviese, me veo a mí mismo caer sobre el suelo de piedras adoquinadas. Mi cabeza da dos botes antes de quedarse quieta. Un hilo de sangre baja desde mi abdomen, delineando unas pequeñas líneas que atraviesan mis muslos y mis rodillas. Él se agacha y toma el dinero de mi bolsillo. Quedo de cara al océano. Sus pasos se alejan hasta que solo oigo el aire golpeando los ramales de floripondios que me gustaba arrancar cuando era niño. Apenas puedo respirar, pero me las arregló para levantar un poco el pecho y apoyarme sobre el codo.

El cielo cae poco a poco, mi sangre hierve como una tetera, me estoy muriendo de verdad.

Las olas han dejado de rugir, ahora escucho la voz de mi viejita antes del accidente, me parece ver a un niño llorando frente a un ataúd, a una mujer de satén negro que no sonríe nunca, a un hombre de mirada dura que se aleja sin despedirse.

Las luces que trazan el camino hacia el Morro Solar se van apagando una por una. El día nace en el Callao y se arrastra por Magdalena hasta Chorrillos y la Herradura. Miraflores es un punto medio, casi se han apagado todas. Cierro los ojos, sigo pensando en el taxi y en Ramírez. Antes de perder el conocimiento pienso ridículamente que por alguna extraña razón hoy va ser un buen día.