Genoveva de Brabante

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1 GENOVEVA DE BRABANTE

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Genoveva de Brabante. Se trata de la historia de María de Brabante, a quien su marido, Luis de Baviera, mandó matar por adúltera. Imaginariamente, el pueblo tomó partido por la reina e hizo de ella una leyenda, Santa Genoveva, alimentada por un ciervo, ella y su hijo, en un bosque de la Ardena, la inocencia recuperada.

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CAPITULO 1

La doctrina de Jesús había comenzado a expandirse por los

países de Europa, para introducirse así en los territorios de Alemania, que estaban tan necesitados de la misma como las demás

naciones. Y al extenderse por ellas el cristianismo fueron

suavizándose las bárbaras costumbres de sus habitantes, quienes aprendieron a cultivar la tierra, la cual hasta entonces había sido

árida, con lo que lograron dar fertilidad y a tractivo a su suelo y

comodidad y mayor elevación a sus existencias. Por aquella época habitaba en los Países Bajos un caballero,

el duque de Brabante, al que todos guardaban respeto a causa de su valentía y admiración por su afán de ser justo y sus piadosas

costumbres. Su esposa poseía, como él, excelentes cualidades, y el

Señor había bendecido su unión con una hija llamada Genoveva, a la cual educaban basándose estrictamente en la doctrina cristiana.

Desde su más tierna infancia, ésta comenzó a demostrar su

inteligencia y sus notables dotes morales, ya que a su piedad unía una gran amabilidad, encantadora dulzura, notable modestia y

singular laboriosidad. Le agradaba sentarse a los pies de su madre

cuando ésta ocupábase de hilar, y de este modo, mientras movía su rueca pequeñita, conversaba con ella, quien lea escuchaba

sorprendida pues la niña le dirigía preguntas ingeniosas.

Cuando la madre le preguntaba a su vez, la pequeña respondía de un modo tan oportuno, que incluso los que estaban

presentes quedaban asombrados por su concisión. Comprendían que

poseía unos conocimientos superiores en relación a su edad, y dedujeron que, con el tiempo, podría llegar a ser una mujer

extraordinaria.

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A los diez años podía vérsela en la iglesia entre sus padres,

arrodillada en su pequeño reclinatorio, alzados devotamente hacia el

cielo sus ojos azules, con la abundante y rizada cabellera rubia que enmarcaba su bello rostro. Y entonces, al verla tan modesta y grácil,

creían estar contemplando a un ángel descendido del cielo. Peto aún

lo parecía más al hallarse junto a la cabaña de algún pobre, cuando repartía, entre los pequeños, vestidos que ella misma confeccionaba

y distribuía entre las apuradas madres el dinero que su padre le daba para sus propios atavíos. De este modo creció Genoveva y así pasó

su adolescencia. Todos la querían y admiraban, y las madres

señalaban a sus hijas como ejemplo. En aquella época los caballeros permanecían, a veces

durante mucho tiempo, fuera de sus mansiones feudales, para

ejercitarse en las armas o dedicarse a la caza. Y en una de tales cacerías, el duque de Brabante se vio arrastrado a una peligrosa

aventura.

En lo más profundo de un tenebroso bosque, un hombre corría con gran agitación. Era uno de los criados del Duque.

.- ¡Eh, señor duque!…¡Señor duque!

Nadie respondió a los gritos del criado. Anduvo durante un trecho, como dudando en tomar una determinación. Se sintió un

tanto aliviado cuando vio aparecer ante él a otro hombre, cuyas

ropas indicaban, al igual que las suyas, que pertenecía al servicio del duque de Brabante.

.- ¿Qué ocurre Gonzalo?- interpeló el recién llegado-

¿Dónde está nuestro amo?

.- Eso es lo que yo me pregunto Roger….¡Este es un paraje

peligroso para un cazador solitario! Los jabalíes…

Roger sonrió pues deseaba tranquilizarle. .- Bueno… No olvides que el duque de Brabante n es

precisamente lo que se dice un timorato. ¿Incluso el otro día habló

de ir a España, para ayudar a los hispanos en su lucha contra el infiel sarraceno!

Gonzalo movió la cabeza con lentitud, el gesto adusto.

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.- ¡Hum!- exclamó con acento pesimista- A veces resulta

mucho más peligroso un jabalí herido que una mesnada de

sarracenos a caballo, compañero…

Gonzalo estaba en lo cierto. En aquellos instantes, no lejos

del lugar donde se hallaban los servidores, el conde de Brabante, con

los músculos tensos, esperaba la embestida de un enfurecido jabalí. .- Me confié en exceso y no voy a tener tiempo ya ni de

defenderme…!

Los ojos del jabalí centellearon. La fiera, herida, gruñó de

forma espantosa, al tiempo que se lanzaba contra el caballero

esgrimiendo sus poderosos colmillos. .- Ni siquiera Gonzalo y Roger pueden ayudarme, porque

me alejé de ellos imprudentemente- murmuró el duque, la mano

crispada en la empuñadura de la espada. Nada parecía tener suficiente poder para interrumpir la

enloquecida carrera de la fiera hacía su víctima. Pero lo imposible

ocurrió en la fracción de un segundo. Un agudo silbido hendió el aire, y una flecha, certeramente

disparada, fue a clavarse en el costado del animal.

Lívido aún, el duque de Brabante buscó con ojos agradecidos a su salvador. En un lindero del bosque, no lejos del

lugar donde él se hallaba, divisó la majestuosa figura de un joven

caballero. Desde la silla de su caballo, su salvador le observaba con ojos afables.

.- Gracias…-musitó el duque- Gracias, quienquiera que

seáis, caballero. ¡Me habéis salvado la vida!

El recién llegado desmontó y se acercó al señor de

Brabante.

.- Me llamo Sigfrido…Conde Sigfrido, señor…

Una amplia sonrisa se extendió por el rostro del duque de

Brabante, al tiempo que se apresuraba a estrechar la mano de su

salvador. .- ¡Válgame el cielo!- exclamó- A pesar de que vuestro

condado se halla lejos, mucho y bueno he oído hablar de vos, amigo

mío. Soy el duque de Brabante.

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.- Pues también yo poseo gratas referencias vuestras,

caballero.

Al cabo de unos instantes aparecieron los criados, y el duque de Bravante se dirigió afablemente al joven

.- Permitidme el honor de invitaros conde Sigfrido… Mi

castillo no se halla muy lejos. El joven aceptó la amable invitación y, al poco tiempo, la

comitiva se ponía en camino hacia la residencia del conde de Brabante.

Ya desde aquel momento, éste empezó a considerarle como

a un hijo, tal fue el rápido cariño que le cobró

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CAPITULO 2

Así, tan sencillamente, fue como surgió una noble y bella amistad entre Sigfrido y la hermosa Genoveva. A partir de entonces,

el conde acudió con frecuencia al castillo de Brabante.

Para nadie era un secreto el dulce idilio nacido entre los dos jóvenes.

Unas palabras pronunciadas con solemnidad por el conde

Sigfrido, llenaron de gozo a los padres de la muchacha:

.- Ciertos debéis estar, mis nobles amigos, de que he de

cuidar de ella, por encima de todo hasta mi muerte.

Emocionada, la hermosa Genoveva se volvió hacia sus progenitores y, tras abrazarles, añadió:

.- Creo en sus palabras y le amo…

.- Entonces, hija mía… ¡que Dios os bendiga!-dijo la duquesa.

******

El casamiento celebróse con gran magnificencia, ya que el

conde Sigfrido era tan rico y poderoso como el duque. Hubo bailes y

torneos, en los cuales participaron los más renombrados caballeros del país, y se obsequió con abundantes comidas a los sirvientes, al

tiempo que los juglares alegraban las fiestas, en las cuales

regocijabánse también los vasallos, tanto los que formaban parte de la milicia como los que se ocupaban en la labranza.

Finalizados los festejos, llegó el día en que Genoveva, tras dejar a

los suyos, tenía que partir con su esposo. Una gran tristeza extendiese por el territorio del duque, pues todos lamentaban que su

querida amita abandonara el castillo para trasladarse al del conde

Sigfrido. Sus padres eran los más afligidos y, cuando el duque dio a Genoveva el abrazo de despedida, le dijo:

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.- Tu madre y yo nos acercamos a la ancianidad y no sabemos si

tendremos la dicha de verte otra vez. Sea como fuere, conserva tu

confianza en Dios, con la seguridad de que, dondequiera que vayas, Él estará a tu lado. Sé fiel a los consejos que tu madre y yo te hemos

dado y no dejes el camino de la virtud, por difícil que éste pueda

llegar a serte. Si lo haces de este modo, estaremos satisfechos de tu suerte y podremos vivir y morir tranquilos.

A continuación su madre la abrazó también y le dijo on voz temblorosa:

.- Adiós hija querida. Que Dios te consuele y te proteja.

Ignoro lo que el destino te reserva, más siento que me oprimen el corazón sombríos pensamientos. Fuiste siempre la alegría en nuestra

casa, nuestro consuelo y la mayor ilusión de nuestra vida. Continúa

tan buena como hasta ahora, y no permitas que hayamos de sentirnos defraudados en la fe que pusimos en ti. De esta manera, si Nuestro

Señor dispone que no nos veamos más en la tierra, nos

encontraremos en el cielo. Entonces, los duques volviéronse hacia Sigfrido para

decirle:

.- Apreciado hijo mío. Hasta ahora lo hemos hecho nosotros. Te la entregamos confiados. Haz que nunca tengamos que

arrepentirnos de esta confianza.

******

Sigfrido y Genoveva arrodillánronse seguidamente para

recibir su bendición, y el obispo Hidolfo, que era quien les había

casado, al ver que los ojos de Genoveva estaban llenos de lágrimas, aproximóse a ella y le dijo:

.- No lloréis noble señora. Dios tiene planes trazados

respecto a vuestro porvenir. Disfrutaréis de una inmensa felicidad, pero conseguida por medios muy diferentes de los que todos

suponen. Llegará el día qn que demos gracias a Dios por tal hecho,

con lágrimas de gozo. No olvidéis hija mía, cuanto os he dicho, y tened la seguridad de que no pasará mucho tiempo sin que os

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sobrevenga un extraordinario suceso. ¡Suplico a Dios que no os

abandone!

Las enigmáticas palabras del obispo, considerado como un santo varón, convencieron a los presentes de que Genoveva estaba

destinada por la Providencia para un futuro notable, y el sentimiento

por su marcha se trocó en un singular contento. Genoveva salió en compañía de su esposo. A la puerta del

castillo esperaba ya una brillante escolte, que había de acompañar a los desposados.

Ella, muy conmovida, subió al palafrén que le estaba

destinado, ayudada por su marido. Este montó en un brioso caballo y, después, desaparecían en la lejanía

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CAPITULO 3

El castillo del conde Sigfrido staba situado en la cumbre de una colina. Su aspecto era algo sombrío, pero, cuando llegaron los

nuevos esposos, todo en él aparecía alegre y lleno de colorido. En

correcta formación aguardábanles todos los sirvientes, vestidos con sus mejores trajes. Habían adornado la entrada del castillo con

guirnaldas y follajes, y el suelo veíase cubierto con profusión de

flores. Muchos de los vasallos habían acudido también a recibirles, y las miradas de todos convergían en Genoveva, pues querían admirar

la belleza de su señora, la cual dejaba entrever la hermosura

angelical de su alma. Cuando Genoveva descendió de su palafrén, saludó a todos,

sonriente, y les dirigió palabras llenas de bondad y dulzura. Con lo

cual, todos experimentaron la gran sensación de que sería para ellos como una bendición del cielo. Y, ciertamente, no quedaron fallidas

sus esperanzas, ya que la nueva condesa fue desde el primer instante

un prodigio de afabilidad hacia sus vasallos. Interesábase en especial por los niños y ancianos y, mientras mimaba y acariciaba a los

pequeños, demostraba el mayor respeto y consideración por estos

últimos. Todos la quisieron, pues, muy pronto; pero su afecto y

agradecimiento crecieron aún mucho más al enterarse de que la

nueva ama había dispuesto aquel año fuese doblado el sueldo a los sirvientes y la paga a los soldados, al tiempo que perdonaba a sus

vasallos el pagar arrendamiento y otorgaba a los menesterosos leña y

provisiones.

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Unos a otros se felicitaron, conmovidos, por tener unos

señores tan generosos como el conde y la condesa, por cuya dicha

rogaban con fervor a Dios. Incluso los soldados veteranos y curtidos, que parecían no conmoverse por nada, no pudieron evitar que sus

ojos se llenaran de lágrimas.

Transcurridos aquellos días de regocijo general, la vida recobró en el castillo la normalidad, en torno a la feliz existencia de

los esposos. No obstante, tan placentera vida duró unas semanas.

******

Un día, después de la cena, mientras Genoveva y su esposo

se hallaban en tranquila conversación, les pareció oir en el exterior del castillo el sonido de bélicos clarines. Alarmado, Ssigfrido fue al

encuentro de su escudero, quien entraba rápidamente en aquellos

momentos, y le preguntó: .- ¿Qué ocurre?

.- ¡Guerra, señor!- repuso él- Los moros procedentes de

España han invadido Francia y amenazan pasarlo todo a sangre y fuego. Acaban de llegar dos caballeros con órdenes del rey, y es

preciso que nos pongamos en camino lo antes posible, para

reunirnos con el ejército sin pérdida de tiempo. En efecto, los moros, quienes desde el norte de Africa se

habían extendido primeramente por España y habían mantenido una

guerra encarnizada con los cristianos españoles, habían conseguido atravesar los Pirineros y se adentraban ahora hacia el norte de

Europa.

Sigfrido, al conocer tan graves noticias, recibió dignamente a sus huéspedes, haciéndoles pasar a la sala de ceremonias.

Genoveva, mientras tanto, dio orden de que se preparara la comida

para los recién llegados. Una vez que el conde hubo hecho los honores a sus

inesperados huéspedes, ocupóse durante toda la noche en hacer sus

preparativos para la campaña, mandar mensajes a sus tropas y dar la oportunas órdenes para que, durante su ausencia, todo mantuviera su

ritmo normal en el castillo.

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Los ojos de Genoveva, tan risueños últimamente, llenaronse

ahora de dolor ante la inminente partido de su esposo y sintióse

colmada de amargura al pensar que tal vez le despidiera para siempre y ya no volviera a verle más.

.- ¿Debo partir, Genoveva! Debo partir con mis hombres y

salirle al paso al infiel. Al amanecer, cuando todas las huestes del conde estuvieron

reunidas, Genoveva, tras sobreponerse a su inmensa pena, aproximóse a su esposo y, para dar cumplimiento a la tradición de

aquella época, le entregó la lanza y la espada diciéndole:

.- Usa estas armas en defensa de nuestra religión y de nuestra patria. Sean en tus manos instrumentos protectores de los

inocentes y sirvan para castigar a los temible infieles que nos

amenazan. Apenas había terminado de pronunciar tales palabras, sin

embargo, cuando sintiese desvanecer, pues le asaltaban siniestros

presentimientos. La sostuvo el conde en sus brazos, pero antes de que pudiera ordenar que le trajeran algo para reanimarla, ya había

vuelto en sí. Entonces, los sollozos agitaron su pecho mientras decía:

.- ¡Mi querido Sigfrido! ¡Quizá no nos volvamos a ver nunca más!

El, abrazando tiernamente a su esposa, respondió:

.- No tengas miedo, querida Genoveva. Dios me protegerá en todos los combates y volveré sano y salvo a tu lado. Tan

próximos estamos a la muerte en nuestra propia casa como en los

campos de batalla y sólo Dios puede librarnos de ella, en una u otra parte. Con su auxilio, tan seguros podemos sentirnos en los más

sangrientos combates como en nuestro inexpugnable castillo. No te

inquietes por mí, querida mía, pues yo parto tranquilo y confiado por completo a Aquel que en todas partes nos protege

Después de abrazar fuertemente a su esposa y darle un

afectuoso beso, prosiguió: .- Tengo confianza, por otra parte, en la fidelidad de Golo,

mi intendente, a quien he encomendado que cuide de ti en todos los

aspectos y del orden y la administración del castillo. Es honrado y

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fiel y sabrá merecer tu confianza, como ha sabido merecer la mía.

Pero ante todo, te encomiendo a la protección de Dios. Piensa en mí,

esposa mía, y tenme siempre presente en tus oraciones. ¡Adiós!

Genoveva le acompañó hasta el pie de la escalera de honor.

Salieron detrás de él todos los caballeros y entonces abrióse el gran

portalón del castillo para darles acceso a la explanada exterior. Sonaron allá los clarines, y las espadas, desenvainadas para saludar

al conde, brillaron al ser heridas por el sol naciente.

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CAPITULO 4

Al sentirse triste y aislada en la soledad del castillo,

Genoveva encontraba consuelo en la oración. Durante la noche, muchas eran las horas que pasaba insomne, asaltada por imprecisas

inquietudes y por la añoranza de su esposo ausente, y eran

únicamente los repetidos rezos los que mitigaban un tanto su dolor y su intranquilidad. Pedía por su esposo, para que Dios le librara de

los peligros en los campos de batalla, y también por ella, aunque no

supiera con exactitud qué mal la amenazaba. Vivía en completo retraimiento, retirada en sus habitaciones

del castillo. Cuando el sol empezaba a elevarse en el cielo y

comenzaba a iluminar los bosques del contorno, Genoveva se sentaba junto a su ventana, después de rezar sus oraciones matutinas,

y dedicábase a confeccionar primorosos bordados, que humedecía

frecuentemente con sus lágrimas, las cuales caían sobre las flores del dibujo como gotas de rocío.

Cuando la campana de la capilla del castillo anunciaba la

santa misa, dejaba su quehacer y acudía a oírla con devoción. A veces descendía hasta dicha capilla en sus noches de insomnio, pues

allí parecía sentirse más cerca del Divino Protector.

Luego recibía con frecuencia la visita de las muchachas que habitaban en la aldea contigua al castillo, a quienes enseñaba a hilar

y a coser, pacientemente, mientras les explicaba historias de seres

que habían llegado a la santificación o hazañas de valientes guerreros.

Además visitaba con asiduidad a los pobres y a los

enfermos de los alrededores, los cuales tenían en ella a una verdadera protectora, llena de comprensión y ternura. Les hablaba

con dulzura, les daba las medicinas por su propia mano y todos la

bendecían.

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Y aunque distante de todo cuanto constituyera relación

frívola y mundana, no dejaba por eso de cuidar e la vigilancia del

castillo, pues no deseaba que, durante la ausencia del conde, sus subordinados se apartasen de la vida ordenada y virtuosa que

siempre se había llevado allí.

En cuanto al intendente del conde, a quien él, según dijera a Genoveva, confió el cuidado del castillo, la administración de sus

bienes e incluso la protección de su propia esposa, era un hombre astuto. Éste, bajo la capa de la buena educación, de una falsa dulzura

y de su don de simpatía que atraía a las gentes, conquistando su

confianza, ocultaba torvos propósitos y profundo egoísmo. Todos sus actos, a pesar de las apariencias, estaban

ajustados a este proceder y no le preocupaba si eran buenos o malos,

justos o injustos, siempre que a él le produjeran beneficios y satisfacción.

Desde que el conde Sigfrido se había marchado a la

contienda, Golo empezó a sentirse dueño absoluto del castillo. Encargó trajes más lujosos que los de su propio amo, y comenzó a

derrochar en fiestas y banquetes los bienes del conde. Los fieles y

antiguos servidores diéronse cuenta, con pasmo e inquietud, de que cada día eran tratados con más orgullo e impertinencia por aquel

hombre, quien también a ellos había engañado con su falsa suavidad.

Los jornaleros vieron mermados sus salarios, y los pobres, acostumbrados a ser socorridos por los generosos dueños,

comprobaron con gran pena cómo se les negaba el pan.

“Esta es la ocasión que he estado esperando durante toda mi vida- pensaba Golo, indiferente al escándalo que producía a u

alrededor- ¡Y no dejaré que escape! “

Sólo él conocía el perverso significado de sus pensamientos. En cierta ocasión llamó a Roger y a Gonzalo, los dos

criados de confianza del duque de Bravante que Genoveva llevara

consigo al castillo de su marido. Los dos servideros escucharon estupefactos a Golo

.- En lo sucesivo, vuestro amo soy yo… Espero que no lo

olvidaréis. ¿El conde me ha delegado en todas sus funciones, de

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forma que estoy incluso por encima de la propia condesa! ¿De

acuerdo, muchachos?

.- De …de acuerdo, señor – balbucieron los servidores, sin salir de su asombro

. – ¡Muy bien!- exclamó el intendente, quien fingía ignorar

la turbación de los criados- Si recordáis cuanto acabo de deciros, seré generoso con vosotros…

******

No obstante, Golo mostrábase aún respetuoso con

Genoveva, a pesar de que su amabilidad era sospechosa, extraña,

excesiva. Ella, aunque no podía adivinar cuál era el motivo, experimentaba en su presencia una rara inquietud, y conducíase

digna y reservada para con él; conservaba únicamente de cuanto

hacía referencia a la administración de la casa. Y aun en estas conversaciones, como si ya intuyera lo que tenía que acontecer, le

aconsejaba siempre que cumpliera de modo estrícto las órdenes del

conde y que no se apartara en absoluto de su deber. Aquellas irregularidades daban mucho que hablar a los

habitantes del castillo. Especialmente Roger y Gonzalo no se

explicaban cuáles eran los ocultos propósitos del perverso intendente.

.- ¿Qué se `propondrá, Roger?

.- Lo ignoro, Gonzalo… Pero tú sabes que Golo es un hombre que cumple cuanto dice…

Roger hizo una pausa, en la cual pareció entregarse a una

breve pero profunda reflexión. .- Ha dicho que él es el amo- añadió- ¡De forma que no seré

yo quien le desobedezca!

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CAPITULO 5

Golo sabía que Genoveva era sumisa y dócil, y al decirle su

esposo que confiara en él, no se atrevería a pedirle cuentas ni a introducirse en sus asuntos. Y así fue como empezó a disminuir el

tesoro del conde Sigfrido.

Una noche el vino corrió con abundancia en la mesa de Golo. Este, con grandes risotadas, hacía ostentación de su poder ante

sus esbirros.

.- ¡Jo, jo, jo! ¿Qué os parece esto, muchachos? ¡Pues, a partir de hoy, todos los días será fiesta en el castillo, si os portáis

bien conmigo!

Los presentes, sin excepción, celebraron con visible entusiasmo la afirmación del malvado.

Hasta los aposentos de la condesa llegaron los gritos de los beodos. Genoveva se precipitó fuera de la habitación dispuesta a

terminar con aquel escándalo.

En uno de los corredores se tropezó con Roger y Gonzalo. Por la actitud de los criados dedujo que ambos habían abandonado la

estancia donde se hallaba Golo.

.- ¿Qué significa este alboroto?- exclamó al dirigirse con decisión a los dos hombres

.- ¿Acaso el intendente…está celebrando la ausencia de mi

esposo, el señor conde?

Los criados, evidentemente turbados, sólo acertaron a

expresar frases inconcretas y palabras ambiguas.

Fuera de sí, Genoveva desistió de interrogarles y decidió hacer frente a la situación, de manera que se dirigió a su origen.

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Con paso decidido se encaminó hacia la puerta, detrás de la

cual se hallaban Golo y sus compinches. Suave pero firmemente la

empujó. Por un instante se hizo el silencio en la estancia. La súbita

presencia de la condesa, lo inesperado de aquel hecho sobrecogió a

los presentes. Pero esta sorpresa sólo duró una fracción de segundo en el ánimo del intendente, quién esbozó una irónica sonrisa.

La voz de Genoveva, a pesar de la desazón que la embargaba, se elevó imperativa:

.- ¿Podéis explicarme el significado de todo esto, Golo?

El aludido sostuvo con descaro la mirada de Genoveva y, tras acentuar su sonrisa, exclamó en el más despreocupado de los

tonos

.- ¿Vos, mi señora condesa? Qué honor más alto para vuestro humilde servidor! ¿Jo,, jo, jo! Prestad atención muchachos,

la señora se ha dignado visitarnos. Hemos de corresponder pues a tal

atención. Sin dejar de sonreir, el intendente cogió una copa y escanció

el vino de una jarra.

.- ¿Acaso brindar por el triunfo de las armas de vuestro esposo merece la reprobación, señora? ¿Ja, ja, ja! Os ruego aceptéis

brindar con nosotros…

Casi sin aliento, turbada por aquella desagradable situación y por la grosería que se adivinaba en la actitud de Golo, Genoverva

se dispuso a abandonar el lugar. Pero la voz ronca de Golo la detuvo

.- ¿Un momento, no os vayais condesa! Luego…Luego iré a vuestro aposento para hablar con vos de los asuntos de la

administración, si os place.

Genoveva no quiso escuchar más. Justamente indignada por el insólito proceder del intendente, cerró con un fuerte portazo y se

alejó de aquel sórdido lugar.

Tras ella resonaron las risas vesánicas de Golo, coreado por las de sus adictos.

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CAPITULO 6

Genoveva no daba crédito a lo que estaba sucediendo en el castillo. ¡Cómo habían cambiado las cosas en ausencia de su

marido! A la angustia producida por la soledad y el temor de la

muerte, que amenazaba a Sigfrido, uníase aquella zozobra que se había adueñado de todos los habitantes del condado.

Para la joven condesa aquel corto período de tiempo, comprendido entre la partida de su marido y la escena habida con

Golo, había sido suficiente para llevar el temor en el corazón y

envolver en tinieblas todos sus pensamientos. En pocos días, con la súbita llegada de un emisario, se había esfumado aquella felicidad

que parecía acompañarla a todas partes.

“¡Dios mío…!- gemía para sus adentros- ¿Por qué, desde el primer momento, ya no me gustó ese hombre que Sigfrido considera

como su más fiel servidor…?

Su intuición estaba en lo cierto, ¿Pero cómo desenmascarar al malvado? Genoveva sabía que se hallaba sola, enfrentada a aquel

despreciable. No tan sólo los servidores sino la pequeña guarnición

que había quedado en el castillo estaba totalmente subyugada por Golo. Este, al valerse del terror y de la astucia, ejercía un dominio

absoluto sobre los moradores del castillo.

La condesa había podido comprobarlo con la actitud de Roger y Gonzalo, los fieles servidores de su padre y de ella misma.

La joven condesa se preguntaba si el poder del intendente

no era superior al de su propio marido. ¿Qué otra cosa podía deducirse de aquel hombre que era obedecido siempre en silencio y

al que nadie osaba discutir ninguna orden?

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Sabía que nada podía contra él en tanto Sigfrido no

regresara. Peo, ¿cuándo volvería Sigfrido al frente de sus tropas

victoriosas?

Tal vez el conde no regresara nunca, y entonces ella…

Genoveva quería apartar de su mente aquellos siniestros

pensamientos, acentuados ahora por las intrigas del intendente. Pero todos sus esfuerzos eran en vano. Incluso, cuando trataba de ver las

cosas con mayor serenidad, se daba cuenta de que en aquella angustiosa situación existía una víctima real de antemano derrotada.

Y esta víctima no era otra que ella, la frágil Genoveva perdida en un

sombrío castillo en el cual no podía confiarse a nadie. Su esposo se hallaba distante, en los campos de batalla, combatiendo a los

sarracenos invasores, y sus padres se encontraban demasiado lejos…

Su destino se hallaba en manos de aquel ser, intrigante y despreciable, quien se había convertido en el dueño del castillo de la

forma más vil y solapada que quepa imaginarse

Sin embargo, a pesar de estos turbios pensamientos, Genoveva se decía para sus adentros que la verdadera dueña del

condado era ella. Lo sería hasta el regreso de su marido. Ningún

extraño podía usurparle un lugar que le correspondía por derecho.

Pero ¿podría la grácil e inexperta Genoveva enfrentarse a

las terribles maquinaciones del intendente?

******

Golo penetró con ademán desenvuelto en el aposento de la

condesa. Genoveva permaneció de pie ante él, la tez lívida y un

ligero temblor en las manos, el cual no pasó inadvertido a Golo

.- Con vuestra merced señora condesa- dijo el intendente

con un ligero tono irónico-, deseo someteros el estado de cuentas de

la administración del condado. Con un amplio y suave ademán, el intendente presentó unos

papeles a la condesa

.- Os ruego que pongáis vuestra firma al pie de estos documentos, señora

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Genoveva cogió los papeles, dispuesta a poner su rúbrica en

ellos, sin apenas prestar atención al contenido de los mismos. Pero,

tal vez guiada por su intuición, cambió súbitamente de parecer y examinó los documentos con detenimiento.

Lo que en ellos descubrió la hizo enrojecer de vergüenza.

.- ¿Qué significa esto Golo?- exclamó con una indignación proviniendo de lo más profundo de su alma- No pretenderéis que

firme este documento, ¿verdad?

El tono firme de la condesa hizo vacilar al curtido

intendente, quien por un momento temió que sus secretos propósitos

se desvanecieran. .- Señora, son las leyes de este condado…

.- Estas no son las leyes Golo

El intendente se daba cuenta de que en aquella frágil mujer anidaba una voluntad férrea y una inteligencia fuera de lo corriente.

Pero él no estaba dispuesto a ceder, y menos ante una mujer.

.- En el caso de que vuestro esposo muera en la guerra- dijo el intendente con un acento de leve crueldad- sois vos quien os

responsabilizais de la administración y de los bienes del con dado.

Genoveva fijó sus ojos, en los del traidor, al tiempo que su voz adquiría un acento desconocido en ella.

.- ¿Responsabilizarme, siempre, pero hacerme cómplice de

un falso estado de cuentas, jamás! Este documento no reproduce con exactitud los gastos del condado, Golo. ¡No lo firmaré!

El intendente no esperaba aquel ataque verbal tan directo.

Sentía que la ira le dominaba, y en su interior crecía un impulso incontenible que le llevaba a destruir a aquella hermosa mujer.

.- ¿Insinuáis que soy un falsario, señora?

.- Conozco los documentos auténticos de mi esposo y no responden a cuanto en estos habéis expuesto… ¿Y ahora, por favor,

salid ya!

Golo sintió crecer el odio hacia la mujer que se interponía entre él y sus propósitos. En ese momento, pues, determinó lo que

tenía que hacer. Pero la joven tardaría aún algún tiempo en saberlo.

Junto a la puerta, Golo se volvió amenazador.

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.- ¿Con que no queréis firmarlos, eh? ¡Y encima me habéis

acusado de falsario! ¿Os pesará esto, condesa…!

Genoveva escuchó el ruido de los pasos del hombre que se alejaba, y sintió que las fuerzas le abandonaban. Aterrada,

prorrumpió en sollozos. No podía hacer otra cosa…

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CAPITULO 7

Roger escuchaba, como fascinado, al intendente.

.- ¿Reúne a todos y diles que yo, en funciones otorgadas por el señor conde, deseo hablarles! ¡Es una orden de Golo!

El patio de armas se llenó de una multitud silenciosa, que

permanecía pendiente de la palabra del intendente. Este no se hizo esperar.

.- ¿Oídme bien! Todos sabéis que nuestro señor el conde me otorgó

amplios poderes… ¡Siento en el alma tener que deciros que la propia condesa acaba de envilecer el recuerdo de su esposo, nuestro amo!

Un murmullo de sorpresa se elevó entre los presentes.

.- ¿Silencio!- Gritó Golo, al tiempo que exhibía los falsos documentos- Aquí en estos papeles, se hallan expuestos los

cuantiosos dispendios por ella efectuados, y de los cuales no quiere

responsabilizarse! Dispendios que el propio conde, al parecer, ignoraba…

Golo hizo una pausa y saboreó la victoria que ya tenía en las manos,

y que nadie podría arrebatarle. Los presentes no salían de su asombro, pero, fascinados por

las vehementes palabras del traidor, admitieron la culpa de la

condesa. .- ¿Y todos vosotros sabéis bien la pena que merece quien abusa

hasta este grado de la confianza de alguien tan bondadoso y noble

como el conde Sigfrido! ¿Coneceis de sobra las leyes de nuestro condado!

Ni una sola protesta ni un solo gesto se opuso a las falsedades de

Golo.

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Aprovechando su absoluto poder, el malvado envió a toda

prisa un emisario al conde Sigfrido con un mensaje repleto de viles

mentiras y calumnias infames en el que se acusaba a Genoveva. Pero insatisfecho aún con esto, y en tanto esperaba la respuesta de su

señor, mandó encerrar a la infeliz Genoveva en la mazmorra más

sombría del castillo. “Si, Golo, esta es la gran oportunidad de tu vida” murmuró para sus

adentros el pérfido intendente”

*****

El calabozo en el cual habían encarcelado a Genoveva era el

que se destinaba a los peores delincuentes y resultaba el más sombrío que había en el castillo. Antes, cuando algunas veces

Genoveva se había aproximado al mismo, experimentaba una

sensación de terror, pese a que cuando esto tenía lugar era en ocasión de visitar a los infelices que estuvieran allí detenidos. Ahora

era precisamente ella quien se hallaba en el lugar de aquellos

desventurados, encerrada en la lóbrega estancia. La luz del día apenas penetraba por una aspillera con unos gruesos barrotes, y

aquellas tinieblas, casi absolutas, hacían más siniestro y espantoso

aquel lugar. Cuando Genoveva fue abandonada en aquel calabozo dejóse

caer sobre un montón de paja húmeda, que en adelante iba a servirle

de lecho, y quedó allí quieta, invadida por una angustia terrible y por un horror que le helaba hasta los huesos. Luego, al volver los ojos,

vio junto a la paja un cántaro de agua y un pedazo de pan negro y

duro; era todo el alimento que le habían dejado. De pronto sintiese horriblemente desgraciada y empezó a

llorar con amargura; luego, intentando contener su acerbo dolor, se

arrodilló sobre el húmedo suelo y, tras procurar contener sus lágrimas y conservar la confianza, rezó de este modo:

.-¿Oh, Dios mío! ¿Vedme aquí reducida en este espantoso lugar!

¿Os dirijo mis ardientes preces! Sólo Vos, Señor, podéis oír mi voz y comprender cuál es mi pena y desolación. No tengo sino a Vos en

estas amargas tinieblas, en esta atroz soledad. Mis padres nada saben

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de mi desgracia y, por tanto, no pueden ayudarme. Mi esposo está

muy lejos de mi y tampoco pude venir a socorrerme. Únicamente

Vos, Señor mío, que sois Creador, Dueño y Señor de todas las cosas, podéis conseguir que se me abran las puertas de esta cárcel. ¿Oh,

Dios mío! ¿Ayudadme, os lo suplico! ¿No me abandonéis en mi

sufrimiento! ¿Tened compasión de mi!

Sintióse agotada, exhausta por tan inmensa pena, y de nuevo

se dejó caer en el inmundo jergón. Las lágrimas brotaron nuevamente de sus ojos, incontenibles. En aquella aterradora

soledad, al sentirse desamparada de todos, tenía la impresión de que

algo en su interior ya hubiese muerto, o de que todo era producto de una horrible pesadilla. Así pasó largas e interminables horas, sin que

nadie se acercara, no ya a consolarla, sino ni siquiera a hacerle sentir

la presencia de un ser humano. La angustia la dominaba, el frío penetraba hasta sus huesos,

el temor de lo que pudiera acaecerle aumentaba aún más su

indescriptible padecer. Sólo de vez en cuando la intensa pena parecía ceder un poco, la sensación de locura que la atenazaba

suavizábase, y sus pensamientos, si bien tristes igualmente,

discurrían un tanto más ordenados. Y en uno de esos instantes de relativa calma pensó:

”¡Qué felices son los seres humanos, aun los más desagraciados, si

se comparan conmigo! Pueden contemplar el cielo azul y el maravilloso verdor de los campos ¡Preferiría, en estos momentos,

ser una sencilla pastora en lugar de una infeliz condesa, como soy

yo! Cambiaría la nobleza de mi linaje por las toscas ropas de un mendigante. ¡Y aún ganaría mucho en el cambio! Ya no me queda

nada, pues todo me lo han quitado. Hasta me privan de la luz del sol

y sólo me dejan las tinieblas por compañía”

Las arteras maniobras de Golo, en su pérfido y bien calculado plan,

entraban en su primera fase.

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CAPITULO 8

Varios meses hacía ya que Genoveva estaba encerrada en el

lóbrego calabozo. No se le permitía ver a persona alguna y nadie

aparecía nunca en el umbral de la maciza puerta que cerraba la mazmorra, incomunicada con el resto de los seres vivientes, excepto

Golo. Pero ella hubiera deseado que aquel hombre siniestro no la

visitara nunca. Hubiera preferido la muerte antes que acceder a firmar unos papeles en los que se justificaba la irregular

administración del castillo.

Desde que Genoveva se hallaba encarcelada, el villano había acentuado su intolerancia y su crueldad sobre los súbditos del

conde. Pero no todos estaban ciegos ante los despropósitos de Golo.

A pesar de las dudas y del temor, el fiel Gonzalo, consciente de las felonías de Golo, decidió tomar una determinación que pusiera fin a

las fechorías del malvado y salvaran a la condesa de su adversa

suerte. Aprovechando la ausencia del carcelero, el servidor

consiguió llegar hasta la puerta de la mazmorra donde se hallaba

encerrada Genoveva. Llamó suavemente a la puerta. .- ¡Eh, señora condesa, soy yo…!- dijo con voz queda- Si

queréis, enviaré recado a nuestro amo para comunicarle cuanto

pasa…

Del pecho de la joven escapó un suspiro de esperanza. Con

viva emoción se dirigió al fiel criado

.- ¿Bendito seas, Gonzalo! Escribe un mensaje para explicar a mi esposo las fechorías de Golo, sin omitir detalle alguno

.- Así lo haré señora. Confiad en mí.

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.- Gracias, Gonzalo. Rezaré para que tu acción llegue a feliz

termino

Con el corazón henchido de gozo, Genoveva escuchó el rumor de los pasos del criado que se alejaba y sintió, por vez

primera desde que fuera encerrada en aquel sórdido lugar, una

alegría desconocida. Aquella misma noche, Gonzalo se dispuso a llevar a capo su

noble intención. Había tomado las precauciones necesarias para no ser descubierto por ninguno de los esbirros de Golo. Con este fin se

había dirigido a una de las estancias más alejadas del castillo. Pero

quiso el azar que, precisamente en aquel lugar, hiciera acto de presencia el propio Golo. La actitud del criado inspiró desconfianza

a éste y, sin darle tiempo a nada le arrebató el papel que estaba

escribiendo. El rostro de Golo tornóse lívido al leer la misiva.

.- ¿Ah, maldito traidor…! ¿Con que así pagas mis favores?

.- Me limito a transcribir la realidad, señor. ¿Todo lo que dice este papel puede ser atestiguado por quienes habitan el castillo!

.- ¿Lo pagarás con la vida!

Y al unir la acción a la palabra, Golo hundió traicioneramente su puñal en la espalda del infeliz Gonzalo.

Consumado su crimen, el intendente barruntó una nueva y

más terrible felonía…

.- Por última vez voy a pedirle a la condesa que firme los

documentos. De lo contrario lamentará no haberlo hecho.

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CAPITULO 9

En la oscura mazmorra Genoveva elevaba sus oraciones a

Dios. .- Gracias a tu ayuda siento que la serenidad empieza a

inundar mi interior y que estas lágrimas que he vertido son, para mi

corazón doliente, como el rocío para las flores. En aquel momento recordó las palabras pronunciadas por el

santo obispo Hidolfo, después de la ceremonia de su boda y, alzando

los brazos al cielo, exclamó: .-¿Es ésta, santo obispo, la dicha que me augurasteis?

Puesto que Dios ha permitido que permanezca en este calabozo,

debe ser porque conviene en algún sentido. Sin duda, tras la apariencia del desastre, se oculta algún designio que conviene para

la salvación de mi alma. Ya sé, Señor, que lo que a veces nos parece sufrimiento injusto puede muy bien ser un beneficio, escondido tras

la engañosa y atemorizante envoltura. Bajo la amargura de los

sufrimientos puede ocultarse la dulzura de la dicha, igual que bajo la máscara desagradable de algunos frutos se oculta su sabrosa pulpa.

Siendo así, Dios mío, no debo quejarme de mi suerte…

Al terminar tales rezos, Genoveva comenzó a sentirse más y más confortada, y en su interior esparcióse un alivio singular que

sólo podía provenir del cielo. Una voz interna, inaudible, esas voces

que únicamente perciben con claridad los seres que mantienen una estrecha relación con el Creador, por medio de la devoción, le dijo

entonces:

“No te arredres, Genoveva. todavía te queda mucho por sufrir, pero Dios sabrá compensarte de tus penas y llegará un día en

que todas desaparecerán. Muchos de los que te rodean hoy te

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consideran culpable, pero en el momento adecuado tu inocencia

resplandecerá de tal modo, que su brillo ofuscará la potencia del

mismo sol.”

Alentada por las celestiales promesas y esperanzada por la

acción leal de Gonzalo, Genoveva cerró los ojos dulcemente y

durmiese tranquila, ignorante de qué nuevas y terribles pruebas le esperaban

*****

Con ronca voz, el intendente se dirigió al carcelero.

.- ¡Abre la puerta!

.- Si, mi señor…

El chirriar de la pesada puerta se mezcló con la grosera

risotada de Golo. Genoveva despertó sobresaltada, pero, cuando se

apercibió deque el intruso no era otro que su enemigo, se sintió invadida por una firme serenidad.

Después de contemplarla con fijeza durante algunos

instantes, Golo le dijo sonriendo inmundamente:

.- Vuestro audaz mensajero no llegará jamás a su destino,

condesa…¡Ja,ja,ja!

.- ¿Qué habéis hecho con él? ¿Dónde está Gonzalo?

Genoveva sabía que eran inútiles aquellas preguntas, puesto

que, si su fiel servidor había sido descubierto, con toda seguridad

habría corrido la peor de las suertes. .-La suerte de vuestro amigo ya no importa, condesa… Pero

vos podéis ser de nuevo libre si accedeis a firmar los documentos

que ponen al descubierto vuestra nefasta administración

Genoveva sostuvo con firmeza la cruel mirada del traidor.

.- Voy a deciros una sola cosa, Golo: además de falsario,

¡sois un asesino! ¡Fuera de mi vista! ¡Fuera!

.- Está bien, vos misma habéis firmado la sentencia que

merecéis con arreglo a las leyes de este condado: ¡la muerte!

Sin embargo, la amenaza de Golo no podría cumplirse de inmediato, puesto que se interpuso una singular circunstancia.

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Cuando se disponía a abandonar los calabozos, la mujer del

carcelero le salió al paso

.- ¡Oh, un momento, mi amo!- exclamó con acento conmovido

.- ¿Qué diablos quieres tú de mí?

Lo que aquella mujer le dijo iba a contrariar los planes de Golo:

.- Respecto a la cautiva, mi amo…¡La infeliz está esperando un hijo, que nacerá en cualquier momento!

.- ¡Maldición!

Pero el malvado no tardó en maquinar un nuevo crimen. Nadie podría detenerle en el camino de la locura por el que se había

precipitado.

.- Después de que haya nacido se cumplirá la sentencia. ¡Y ahora, lárgate, mujer!

Así era. Ya algún tiempo después de la partida de su esposo,

había empezado Genoveva a albergar la esperanza de ser madre y, Dios quiso, efectivamente, alentarla por este medio.

Transcurrieron algunos meses hasta que al fin nació el niño.

Sólo la caritativa mujer del carcelero la ayudó y la confortó en el trance, al despreciar las amenazas del intendente en aquel sentido. Y

así empezó la vida del hijo del conde Sigfrido y de la infeliz

Genoveva. Ella deseaba darle el alimento de su pecho, pero las

angustias y las privaciones que hacía tiempo sufría la

imposibilitaron para dar aquel alimento al recién nacido. Y al comprobarlo, desolada, puso al pequeño en su regazo

y, acariciándolo tiernamente le dijo entre gemidos:

.- Querido hijo mío, has tenido que venir a este mundo entre los muros de una cárcel. Nada parecía tener que faltarte, por ser hijo

de quien eres, y ahora tu madre no tiene siquiera pañales para

envolverte. Tan débil como estoy, ¿cómo es posible que pueda alimentarte? Y en lugar de instalarte en lujosa cama, sólo puedo

darte un montón de paja sucia o las duras piedras de este suelo. Tal

vez la humedad de este lugar penetre en tu cuerpecillo y mueras de

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frío. Estas piedras, rezumantes de agua, que mojan a mi hijo, deben

ser tan duras y crueles como los hombres.

¡Pero no! Son menos insensibles que ellos y deben conmoverse al contemplar nuestra miseria, pues esta agua que

rezuma parecen lágrimas que quisieran unirse a mi desconsolado

llanto. Arrodillóse entonces sobre el duro suelo y, tras alzar al niño

hacia el cielo, sosteniéndole con sus brazos, dijo:

.- ¡Oh, Dios mío! A Vos, que le habéis dado la vida,

consagro este niño, pues os pertenece. No puedo mandarle al templo

para que derramen sobre su cabeza el agua del bautismo, puesto que no se le permitiría a nadie llevarle, y yo, bien lo veis, Señor, no

puedo salir de esta miserable celda. Pero, si permitís que salgamos

con vida, os prometo, Dios omnipotente, que le educaré según la santa doctrina del Evangelio. Le enseñaré a amaros y a serviros, y le

haré conocer a vuestro Hijo, nuestro Salvador; le enseñaré también,

por tanto, a amar a sus semejantes y a apartarse del camino del mal, considerándolo como un sagrado propósito que me habéis confiado.

La joven madre volvió los ojos en torno, pero sólo vio un

pedazo de pan negro y duro, pues en eso consistía su alimento.

Y tomándolo, dijo:

.- Este habrá de ser tu sustento, pequeño mío. Es muy duro

y casi no basta para alimentarme, pero yo lo ablandaré, y Dios en su inmenso poder, hará que resulte suficiente para los dos.

Mascó entonces algunos pedacitos, que dio luego al niño, el

cual después de ingerirlo, quedó tranquilamente dormido. Genoveva le miraba dormir y, al no poder evitar temer por él, suplicaba entre

suspiros:

.- Compadécete, Señor, de este inocente niño. En esta horrible prisión, donde no se renueva el aire, ni entra la luz del sol,

ni penetra el saludable calor, ¿qué será de él? Si Tú no lo proteges

con especial consideración, Dios mío, perderá su lozanía y, como una flor a la cual no toca el sol ni el aire, morirá. ¡Bondadoso Señor!

No permitas que muera tan miserablemente. ¡Le quiero tanto! Daría

mil vidas que tuviera para salvar la suya. Pero ya sé que Tú le

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quieres aún más que yo, pues tu amor por los seres es mucho mayor

todavía del que una madre puede sentir por su hijo.

Confortada, como si algo en su interior le diera la certeza de la protección divina, dijo con más sosiego:

.- Si, Dios mío…Tú no olvidas jamás a los tuyos. Lo sé y en

ello pongo, mi confianza.

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CAPITULO 10

A pesar de sus padecimientos, Genoveva sentíase más

confortada, porque al menos tenía el consuelo y la compañía de su hijo. Entonces, al sentir al pequeño junto a su corazón, en su mente

surgió como nunca el recuerdo de Sigfrido, su esposo:

.- ¡Si tu padre te viera…! El niño despertó entonces como si hubiera oído las palabras

de su madre y, después de mirarla unos instantes, esbozó una sonrisa

que llenó de consuelo y esperanza el corazón de Genoveva. Emocionada, estrechó fuertemente al niño contra su pecho y le dijo

con suavidad:

.- Sonríe, hijo, sonríe. Por fortuna no puedes comprender aún de qué modo has venido a la vida, ni cuántos son los horrores

que nos acosan. Tampoco puedes temer por el futuro, que tan

incierto se presenta, de modo que continúa sonriendo, ángel mío, pues tu sonrisa ilumina mi alma y parece decirme que no

desfallezca, que, aunque nada me han dejado, Dios está lleno de

riquezas y puede darme cuanto necesito. Que aunque los hombres nos abandonen, el Padre celestial está a nuestro lado y nos ampara.

Mientras tú sonríes yo no puedo llorar.

Genoveva elevó los ojos lentamente hacia el cielo y, con dulce voz, exclamó:

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.- A fin de que el día que dispongáis podáis recibirlo en

vuestra gloria sin mancha ni pecado, y a mí, su madre, me sea

posible daros cumplida cuenta del tesoro que me confiasteis. Y como sea que creo que Vos estáis en todas partes, y donde Vos

estáis, allí está también vuestro templo, yo haré ahora las veces de

madrina, padre y sacerdote, al mismo tiempo, y le impondré un nombre.

Tras haber pronunciado fervientemente tales palabras, tal como brotaban de su recto corazón, quedó absorta contemplando al

pequeñuelo, y después, al tomar en sus manos el cántaro donde

ponían el agua de beber, bautizó al niño echándole agua sobre la cabeza y dándole el nombre de Desdichado. Realizado este

importante acto, Genoveva dijo, mirando a su hijo:

.- Te he impuesto el nombre que me ha parecido más adecuado para ti, puesto que naciste entre sufrimientos y lágrimas,

en la más completa miseria y en la más abrumadora soledad. Te he

bautizado con agua, pero también con mis lágrimas, pues han regado tu inocente cabeza mientras te bautizaba.

Le dio entonces un fuerte beso y, arrebujándole con sus

ropas, lo puso en el halda y exclamó: .- Mi regazo será tu cuna, hijíto mío!

Golo había celebrado consejo con sus adictos y les había

puesto al corriente del alumbramiento de Genoveva.- ¿Qué vais a hacer ahora, señor?- inquirió uno d4e los

esbirros- Sigfrido, nuestro conde tiene un heredero ya…

.- ¡Justamente por eso, amigo mío!- replicó el intendente con cinismo-

Un heredero que el conde no conocerá jamás…

Golo observó el efecto de sus palabras producían entre sus hombres. Estos permanecían mudos, aturdidos por las palabras que

había pronunciado Golo de manera tan tajante. Transcurridos

algunos minutos de pesado silencio, de nuevo el usurpador tomó la palabra:

.- ¡Es menester que todos ignoren la existencia de este niño!

¡Porque…porque irá a la muerte con su madre! ¿De acuerdo?

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Ninguno de los presentes se opuso a la vesánica decisión de

Golo, y éste prosiguió para hacer patente la perfecta sincronización

de su plan: .- En cuanto al conde, le escribí hace ya muchos días y

tengo su respuesta…

¡Creyó todo cuanto yo le expuse, muchachos! Y, aunque con dolor…no puede contravenir las leyes del condado. ¡Sabe que

su esposa, la condesa, es culpable y se halla condenada a muerte…! Pero, naturalmente, ignora la existencia de ese hijo…

Aquellas palabras, inyectadas en veneno, llegaron a oídos

de cierta persona que también tenía acceso al calabozo, y de cuya presencia, por fortuna para ella, no se habían apercibido los

traidores. Esta persona no era otra que la mujer del carcelero.

“Por el amor del cielo…-murmuró para sí la humilde mujer- al menos que la infeliz condesa sepa lo que se trama contra ella”

Aquella noche, Genoveva se había acostado, como de

costumbre, en el mísero jergón con su hijíto en brazos. Aunque ella estuviera incómoda intentaba que su pequeño, gracias al calor de su

pecho, pudiera sentirse abrigado y blando. El niño dormía, y ella, sin

duda, también había dormido, aunque fuera con aquel sueño ligero del que cualquier ruido la despertaba. Np podía conciliar el sueño

profundo, ya que su continua inquietud hacía que se sobresaltara por

todo, y cualquier rumor la volvía a la triste realidad de su miserable existencia.

Apenas la estrecha aspillera dejaba penetrar un poco de luz

de la luna y los temores de Genoveva aumentaban en tales horas, durante las cuales su incertidumbre por el futuro se volvía más y

más inquietante.

De pronto oyó, unos ligeros golpecitos en la puerta de la prisión, y escuchó una voz queda y temblorosa que decía:

.- Señora condesa, ¿estáis despierta? Las lágrimas me

ahogan y no sé si llegaréis a comprenderme bien…¿Quereis acercaros? Tengo que comunicaros una grave noticia. Este malvado

intendente, al que Dios ha de castigar por lo que hace… ¡Oh, señora!

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Impresionada por aquellas lágrimas y por el tono cariñoso

de las palabras, Genoveva levantóse, después de recostar

cuidadosamente al niño sobre las pajas para que no despertara, y aproximóse a la enrejada mirilla. Una vez junto a la misma,

asombrada aún, preguntó:

.- ¿Quién sois?

.-Berta, la esposa del carcelero. Jamás podré olvidar cuanto

me favorecisteis en otro tiempo, señora. Estuvisteis tanto a mi lado cuando tuve aquella enfermedad… Os quise desde el primer

momento porque ví que erais buena, pero luego os quise mucho más

y sentí tanta gratitud por vos, que deseé poder demostrárosla algún día. Pero nada puedo hacer, por desgracia. Ya todo está dispuesto.

Se detuvo unos momentos, pues la voz se le ahogaba y, con

el oreciente espanto de Genoveva, siguió diciendo: .- Señora, os lo he de decir para que al menos estéis un poco

preparada. Es en lo único que puedo ayudaros. Pues, si Dios no

manda un milagro para esta misma noche…moriréis. Golo acaba de recibir una carta de vuestro esposo, en la cual éste ordena que os dé

muerte. Pero no le culpéis. Ha creído las patrañas de este monstruo.

Pero esto no es todo, el canalla de Golo también ha dispuesto la muerte del niño, cuya existencia ha cuidado de que no conociera el

señor conde…

La mujer, asaltada por incontenibles sollozos, tuvo que detener su relato, pues aunque intentaba mantener su firmeza, al

menos para consolar a aquella dama que tan buena fuera siempre

con ella, consideraba que lo que iba a ocurrir era terrible, y no podía contener su dolor. Pero después, tratando de calmarse un poco,

agregó entre lágrimas:

.- La pena que siento…no me deja hablar con calma. Pero es preciso que aprovechemos este poco tiempo que aún nos queda. No

podía imaginar siquiera que pudierais morir sin que yo os dijera

cuánta gratitud y afecto siento por vos y cuanto desearía seros útil. Si quereis mandarme algo, o darme algún recado, hacedlo. Hablad

buena condesa. Desahogad vuestro corazón. Que no se pierdan con

vuestra vida los secretos que guardáis y que podrían demostrar

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vuestra inocencia. Quizá yo pueda hacerlo algún día. Tal vez yo sea

la persona elegida para esto.

Genoveva no podía ni siquiera articular palabra, pues las vehementes palabras de la mujer hondamente la habían trastornado.

Pero al comprender que, como ella decía, era preciso aprovechar el

tiempo restante, y tras sobreponerse a su horror, con gran esfuerzo dijo a Berta:

.- Si no ha de ocasionarte luego algún daño, tráeme luz, papel, tinta y pluma, pues quiero escribir una carta a mi esposo, a

quién tan vilmente han engañado.

Berta se alejó diligente, por el largo corredor de la prisión, y poco después reapareció y entregó a Genoveva cuanto le pidiera.

Entonces ésta, tras intentar que su mano no temblara ni desfalleciese

su corazón, apoyó el papel en el suelo, pues no tenía ni mesa ni escabel que pudiera emplear, y escribió lo siguiente:

“Mi querido esposo:

Te escribo esta carta desde la triste soledad de mi cárcel, para que ella te dé testimonio de la verdad de cuanto ha acaecido.

Cuando la recibas, mi cuerpo reposará en un sepulcro, pero mi alma

se presentará ante Dios libre de las culpas que me imputan. No siento temor alguno al pensar que he de hallarme ante

El, pues sabe cuanto ocurre en todos los seres y ve mi inocencia

aunque los humanos me condenen. Me van a dar muerte como si fuera una criminal y nada puedo hacer para evitarlo, pero quiero

decirte Sigfrido amado, que no soy culpable de los delitos que me

han atribuido. Lo juro ante Dios, y ya ves si podría jurar en falso ahora que

sé que mi alma está cerca de enfrentarse con su Creador, quien ha de

juzgarla. Puesto que ya no tiene remedio, sólo pide a Dios, como se

lo pido yo ahora, que te perdone. Pero ten presente lo que te digo

para otra ocasión. No condenes jamás a nadie sin haberlo oído primero, sin haber dejado que se justifique, y que ésta sea la última

sentencia que dictes impremeditadamente.

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Procura, por otra parte, borrar la mancha que este injusto

acto tuyo ha de dejar en tu vida, dedicándote a la práctica de las

buenas obras, pues si en lugar de hacerlo así te desesperaras y afligieras sin hacer nada provechoso, de poco te serviría. Recuerda

además, que no solamente existe esta tierra. Más allá existe otra

vida, en la que dentro de poco voy a entrar. Allá volverás a ver a tu Genoveva algún día y lograrás al fin, si no lo hicieras en la tierra,

estar seguro por completo de mi amor y de mi inocencia. También allí podrás conocer a nuestro hijo, que no has

podido ver en este mundo lleno de tristezas e injusticias, y en aquel

lugar no habrá ningún ser malvado que son sus mentiras y artimañas consiga separarnos, pues en el cielo para consolación de los

humanos, reina la más completa justicia.

Te recomiendo atiendas a mis queridos padres, pues grande ha de ser su dolor al conocer mi triste muerte; consuélalos tú lo

mejor que puedas y muéstrate con ellos como si fueras su verdadero

hijo. No puedo escribirles ahora, pues tampoco tendría medios de hacer llegar hasta ellos mi misiva.

Por lo que respecta a Golo, aunque es bien cierto que su

culpa es grande, no lo mates en un arrebato de cólera, al saber la verdad. Perdónale, al igual que yo le perdono ahora, te lo pido con

toda mi alma. No quiero que ni la más ligera sombra de odio o de

venganza empañe estos últimos momentos míos, deseo que sean los más puros de mi vida. Ni deseo que por mi causa sea vertida ni una

gota de sangre.

No guardes rencor a mis verdugos; en lugar de odiarlos, ocúpate en ayudarles a ellos y a sus familias. No habrán hecho más

que cumplir las órdenes de sus superiores y, sin duda, lo harán

contra su voluntad. En cuanto a Gonzalo, nuestro fiel servidro, quien te fue leal

hasta el último momento, recibiendo sólo en pago una terrible

muerte, puedes estar seguro de que ninguna falta cometió. Socorre, entonces, a su apenada viuda y conviértete en un verdadero padre

para sus pobres hijos, pues, si ellos están desamparados, sólo es

causa de haber llegado su padre hasta el último extremo para

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servirte, cuando se disponía a escribir una misiva para relatarte las

maquinaciones de Golo. Murió por nuestro servicio.

Te suplico también recompenses a Berta, la mujer del carcelero, que se ha ofrecido heroicamente, pues no ignora los

peligros a los cuales se expone, al entregarte esta carta cuando

regreses. Es la única que me ha permanecido fiel en estos terribles momentos o, por lo menos, la única que ha podido llegar hasta mí

ahora que todo cuanto me rodea me parece hostil. Y ahora, adiós, querido Sigfrido. Adiós por última vez. No

padezcas por mi muerte. No siento gran pena al dejar esta vida, que

ha tenido tantos sinsabores para mí, a pesar de ser tan corta. Recuerda, sobre todo, que soy inocente y que mi amor y mi perdón

están contigo. Y hasta la hora de la muerte, e incluso después de

ella, sigo siendo tu fiel esposa. Genoveva”

Mientras escribía tan larga carta, en la que desahogaba

cuanto le oprimía el corazón, Genoveva no había podido evitar que las lágrimas cayeran sobre el papel, y con tales salpicaduras, que en

algunos puntos incluso corrieron la tinta, la entregó a Berta con

mano temblorosa, rogándole que la guardara con mucho cuidado en lugar seguro, donde nadie pudiera hallarla, y que la entregara

solamente al conde Sigfrido, en propia mano, cuando regresara de la

guerra. Después en un impulso agradecido y generoso, se sacó un

hermoso collar de perlas que llevaba, y que ahora constituía su único

adorno, y lo dio a la servicial Berta diciéndole: .- Acepta este collar de perlas, amiga mía, que te ofrezco en

pago a las lágrimas que derramaste por mi desgracia. Tus lágrimas

compasivas han sido para mí, en estos momentos horrendos, más valiosas que todas las perlas que puedan ser sacadas de los mares.

.- ¡Oh, gracias, señora, muchas gracias!

.- Ahora vete a descansar, pues has hecho bastante por mí y, aunque quisieras, ya nada podrías hacer. Yo voy a prepararme,

rezando, para abandonar este mundo y presentarme lo más pura

posible ante Dios, pues es el único que puede juzgarnos rectamente.

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Berta, muy conmovida, nada pudo añadir. Los sollozos la

ahogaban y no quería, con ellos, apenar más a la desventurada. Por

eso se alejó con rapidez, pues contenía su dolor a duras penas. Entonces, Genoveva se arrodilló, juntó sus manos con devoción y,

tras elevar los ojos hacia lo alto, empezó con sus preces, que creía

iban a ser las últimas de este mundo Y de nuevo, entonces, volvió a sentir aquella voz en su

interior: “Ten fe y coraje, Genoveva. Tus penas desaparecerán y tu

inocencia quedará plenamente demostrada”

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CAPITULO 11

Golo había mandado llamar a Roger, quien en otro tiempo

fuera fiel servidor de Genoveva.

.- Irás tú con uno de mis hombres, Roger… Confío en ti para que cumplas la sentencia dictada contra esta mujer.

.- Si, mi amo…-asumió el criado, dejando caer sobre su conciencia todo el peso de aquella tremenda injusticia.

El criado ya se disponía a abandonar el lugar cuando la voz

del intendente volvió a insistir sobre los detalles de la ejecución, pretendiendo con ello poseer la garantía de que serían cumplidos de

modo estricto:

.- Y no olvides que deben morir los dos , ella y el niño.

.- Lo sé mi amo- replicó Roger lacónicamente, quien al

mismo tiempo sentía que el corazón se le desgarraba.

Un poco más tarde abrióse la puerta del calabozo y entraron en el mismo dos hombres, uno de los cuales llevaba consigo una

lanza. Era sin duda un soldado. En el otro lado, Genoveva reconoció

al que en tiempo atrás fuera su fiel Roger. Al verlos entrar, la pobre Genoveva comprendió que su fin estaba ya próximo y, tras

arrodillarse de nuevo, con su hijito en los brazos, volvió a rezar,

suplicando a Dios que le concediera el valor que precisaría durante los momentos siguientes.

La luz de la antorcha que el verdugo sostenía iluminaba

tenuemente el rostro de la condesa, y ambos hombres, pese a la dureza que habían de tener, debido a su misión, no pudieron por

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menos de conmoverse al comprobar los estragos que el tiempo en la

prisión había producido en el rostro de la joven.

Su hijito, a pesar de hallarse en sus brazos, junto a su seno acogedor, estaba llorando, y aquel llanto infantil aumentó la

confusión que habíase adueñado de aquellos dos hombres, quienes

tenían el encargo de dar muerte a la madre y al hijo. De todos modos, dispuestos a cumplir con su deber, que

ahora consistía solamente en obedecer al intendente Golo, dominaron el esbozo de compasión que habían experimentado. El

soldado cuya lanza habría de segar la vida de Genoveva y del tierno

infante, ordenó a la joven con su voz ronca y cavernosa:

.- Levantaos y seguidnos; llevad a vuestro hijo.

Genoveva se levantó con gran esfuerzo. Estaba exhausta y

tan impresionada, al imaginar la horrible muerte que iba a sufrir, que temía no poder mantenerse en pie. ¡Si por lo menos se hubiese

salvado su hijo! ¡Si hubieran respetado su vida y, tras cuidarlo con

atención, lo hubieran entregado a su padre cuando éste regresara! Ella hubiese ido confortada con su suplicio. Pero, al pensar que

también su pobre hijo había de tener aquella muerte tan atroz,

aumentaba su espanto y disminuían sus fuerzas. La triste comitiva, tras abandonar el castillo, se encaminaba

hacia el bosque con las primeras luces del alba. Largo y penoso se

hacía el viaje de Genoveva hacia el sacrificio. “Sostenedme Señor- rogó interiormente-. Dadme el valor

necesario para seguir a estos hombres y terminar mi existencia con

cierta dignidad. Contenedme este llanto desesperado que me sube a los ojos, que me ahoga la garganta. Otorgadme fuerzas, Dios mío, o

caeré desfallecida, sin poder dar un solo paso”

El Señor la escuchó, pues sentiese un poco más fortalecida a pesar de su angustia. El niño había dejado de llorar , cuando ella le

miró , vio que le sonreía con suavidad. ¡Potecito! ¡Qué podía saber

él de las perfidias de los seres humanos, de sus pasiones y sus venganzas! Le estrechó fuertemente contra su pecho, dando gracias

al cielo de que su tierna edad le impidiera darse cuenta de lo que iba

a suceder.

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Genoveva al mirar a sus verdugos susurró:

.- Me he puesto en las manos de Dios Todopoderoso. Que la

gracia de Él nos asista a todos. Los hombres, en el más completo silencio, un silencio que

acongojaba más aún el corazón de la infeliz condesa, se internaban

en la espesura del bosque, seguidos por ella. Durante el trayecto, para continuar confortando su espíritu, Genoveva no cesaba de rezar

mentalmente, y oprimía con suavidad al niño que llevaba en los brazos y que no conocería la madurez.

Por fin la silenciosa comitiva llegó a un pequeño claro del

bosque rodeado de corpulentos árboles, lugar con seguridad estipulado por el encargado de la ejecución. Este, cuyo nombre era

Conrado, ordenó entonces con tono contundente:

.- Deteneos, señora, pues este es el lugar donde debe ejecutarse la sentencia.

Obedeció ella, con ojos muy abiertos por el espanto, y

entonces, el mismo que antes hablara añadió:

.- ¡Arrodillaos!

Así lo hizo Genoveva, con piernas temblorosas,

comprendiendo que al fin el temido momento había llegado. .- Vamos soldado! ¿Véndale los ojos!- ordenó Roger,

apartando la mirada de Genoveva

Aproximóse el verdugo, empuñando la lanza, y trató de coger al pequeño Desdichado

.- ¡Ahora, dadme a vuestro hijo!- gritó el soldado

Pero entonces ella, al sentirse invadida súbitamente por un poder sobrenatural oprimió al niño con más fuerza contra su pecho

y, tras elevar sus ojos llenos de lágrimas hacia el cielo, suplicó con

ardor: .- ¡Señor, os entrego mi vida si no puede evitarse! ¡Pero no

consintais que él sea sacrificado! ¿Salvadle, Dios mío, salvadle!

Los ojos de Genoveva buscaron los de Roger, quien, como avergonzado, rehuía la mirada que en otro tiempo había servido

.-¡Por favor!- suplicó Genoveva con voz desgarrada- ¡Por lo

más quieras Roger…! No me importa morir, pero no consientas que

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mi hijito sea sacrificado. Intercede por él. ¡Por piedad! ¡No os

resultará difícil ocultarle y llevarle junto a mis padres, que cuidarán

de él…Te lo suplico Roger…. Temiendo ser débil, Roger gritó con voz estentórea, aunque

sin convicción:

.- ¿Basta ¡ ¡Dejaos de súplicas y acabemos de una vez!

Tales palabras no hicieron mella en Genoveva quien

continuaba llorando como si una voz interior le dijera que aún era posible algo parecido a un milagro.

.- ¡Acaba ya soldado!- gritó Roger fuera de sí- ¡Cumple la

orden!

.- ¡No, mi hijito no!

Aquel grito desgarrado de Genoveva tuvo la virtud de

paralizar el brazo del verdugo. Y entonces la joven, animada por la vehemencia que ella misma no acertaba a comprender pudiera

surgirle en medio de su gran debilidad, dijo:

.- ¡Escuchadme, os lo ruego! No puedo creer que seáis tan insensibles como para darnos muerte con toda tranquilidad. Ya sé

que no hacéis más que cumplir órdenes de un malvado, pero

¿tendréis valor para dar muerte a una inocente criaturita? ¿Qué pecado ha cometido este pobre ángel mío para que tenga que sufrir

esta muerte horrenda? ¡Dejadle con vida! Yo no ofreceré resistencia

alguna por la mía. Aunque soy inocente no me rebelaré ante la muerte. La sufriré, sumisa, si lo salváis a él. Ya no me importa nada,

excepto mi hijo. Matadme, pero respetad su vida. Podéis esconderle

en alguna parte y salvarle de esta injusta muerte…

Pero ya el brazo del verdugo se levantaba implacable.

Y en el último instante, como impulsado por un mandato

divino, Roger gritó: .- ¡Espera!

El verdugo, sorprendido y desconcertado, se volvió hacia el

que había dado la orden. .- ¿Qué es lo que ocurre ahora?- inquirió de mal talante.

.- ¿Espera!- repitió de nuevo Roger con voz firme- Esa

mujer es inocente, soldado. ¡Es tan inocente como tú y como yo, y tú

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lo sabes! Sus palabras me han conmovido profundamente, Conrado.

Mejor será que accedamos a lo que nos pide y la dejemos vivir.

.- ¡Pero Roger! ¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Qué haría Golo si se enterara?

.- No lo sé. Sólo sé que si alguna cabeza tiene que cortarse,

ésta ha de ser la suya. El culpable de todo es él, y tú estás tan convencido como yo. La condesa tiene razón en todo cuanto dice

.- Quizá la tenga. Es más, reconozco que yo nunca he creído en su culpabilidad. Pero las órdenes son órdenes y…

.- No…no quiero que mi conciencia me atormente durante

el resto de mi vida por este horrendo y doble crimen. Además, hay también otros deberes, Conrado, tenlo presente. Recuerda cómo se

portó contigo la condesa cuando estuviste enfermo. Siempre fue

buena con todos nosotros. Esto no puede olvidarse fácilmente. .- Yo no olvido y daría cualquier cosa por no encontrarme

ahora en este bosque, con la orden de cumplir una misión tan

repugnante…

.- ¡Entonces déjala vivir como pide!

.- ¿Cómo es posible hacer esto? Golo se enteraría. Y

entonces ¿qué? Serían nuestras cabezas las que rodarían por el suelo. Y, a pesar de todo, me interesa conservar la mía. ¿De qué nos

serviría perdonarle la vida si con ello perderíamos la nuestra?

.- No la encontrarán. Ella sabrá esconderse

.- No sé de qué manera podría vivir en el bosque, sin ayuda

de nadie. Y Golo la encontraría, aunque se escondiera en las

entrañas de la tierra. Además, tú ya sabes lo que él nos ha exigido antes de partir.

.- Sí, ya sé. Que le presentáramos un testimonio inescrutable

de su muerte. Roger, quien era el que estaba más interesado en conservar

la vida de Genoveva, no cejó en su empeño y prosiguió:

.- ¡Matar a mi fiel perro!

.- Sé que resultará penoso para ti, pero sólo de este modo el

intendente podría tener la seguridad de que ella ha muerto. No se

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dará cuenta de la superchería. Su conciencia está tan turbada que

creerá cuanto le digamos, sin detenerse a considerar nada.

El semblante de Conrado, contraído, demostraba la lucha que se libraba en su interior. Sentía mucho afecto por el noble

animal y le dolía tener que sacrificarlo. No obstante, las razones de

Genoveva primero y ahora las de Roger le impulsaban a aceptar. Al darse cuenta de su indecisión, su compañero prosiguió:

.- No vaciles más, Conrado. Comprendo que quieras a ese perro, pues ha sido tu compañero en muchas ocasiones, pero ten

presente que la vida de la condesa y la de su hijo, que también es el

de nuestro señor, el conde, valen mucho más. Es preciso sacrificar unas u otra. Creo que es la única solución que existe.

.- De todos modos es arriesgado. Puede salirnos mal. Y en

tal caso…¿qué será de nosotros?

.- Perdonar la vida a un inocente es una acción loable-

insistió Roger-. Y quien así lo hace nada ha de temer. Ten confianza

en Dios. El nos ayudará por nuestra buena acción y nos protegerá, haciendo que ningún daño nos alcance. Por otra parte, sólo de esta,

manera podremos vivir en adelante con la conciencia tranquila. No

puedes dejar de comprenderlo así y no es posible que tu corazón se muestre insensible a las súplicas de quien, después de todo, es

nuestra señora.

.- No es que sea insensible a su dolor. Ya cuando entramos en el calabozo me conmovió su aspecto. Pero habíamos recibido

unas órdenes y…

.- ¿Aún tienes miedo de Golo? ¡No pienses en él! Yo tengo fe en que nada malo nos sucederá. El bien, tarde o temprano, obtiene

una recompensa. No lo dudes ni un solo instante.

Animado por la confianza que demostraba su compañero, Conrado dióse por vencido al fin y concretó:

.- Bien. Estoy dispuesto a aventurarme

Tras aproximarse a Genoveva, le hizo prometer que nunca en su vida abandonaría aquellos parajes, los cuales siempre estaban

totalmente desiertos. Era un terrible juramento, pues la joven

condesa no podía siquiera imaginar de qué manera podrían vivir ella

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y su tierno hijito en aquella soledad, sin protección de nadie. Pero

todo era preferible a perder la vida y, por consiguiente, no vaciló un

instante en jurar lo que Conrado deseaba. Por su parte, Roger también juró que no diría a nadie una

palabra de cuanto ocurriera aquella noche en el bosque y que no iría

jamás a visitar a la condesa a su extraño retiro. Luego, y para tener aún más seguridad, Conrado hizo que la

condesa y su hijo se adentraran todavía más en aquellos parajes, para penetrar, pro intrincados caminos, hasta lo más recóndito del

bosque. Genoveva estaba rendida. Tantos sufrimientos, y después,

tras las ardientes y agotadoras súplicas, aquella larga caminata…

Al no poder resistir más, aunque sin dejar por un momento

de estrechar a su hijo contra su pecho, dejóse caer al pie de un árbol,

sin fuerza ya para continuar adelante. .- Tendremos que dejarla en este lugar- comentó Roger, que

fue quien primero se dio cuenta.

.- Yo habría querido esconderla más aún, para que fuera del todo imposible que nadie pudiera hallarla, pero ¡qué le vamos a

hacer!

.- Creo que será suficiente. Nadie se interna hasta este sitio. ¿Por qué tendrían que hacerlo? No son caminos de paso. Dejémosla

aquí mismo

.- Sí, dejémosla

Aproximóse a ella y Conrado le dijo:

Aquí os tenemos que dejar, condesa. Mucho desearíamos

poder ayudaros en algo más, pero ya nada podemos hacer. .- Ya lo sé, buenos servidores- repuso ella con voz fatigada-

También yo quisiera tener la compañía de personas nobles en quien

pudiese confiar. Pero el cielo ha dispuesto así las cosas y debo acatarlas. Lo principal es que nos hayaís permitido continuar con

vida.

.- Si, pero ¿qué clase de vida os espera aquí, solos los dos? Es preciso que Dios os ayude especialmente.

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.- Lo hará, estoy segura. El proveerá, como siempre. Nunca

nos ha abandonado. Hasta en estos momentos ha permitido que

conmoviera vuestro corazón. .- Nunca deseamos vuestra muerte condesa, ni mi

compañero, ni yo. Tenedlo presente.

.- ¡Tenéis buen corazón y Dios os lo premiará! Rezaré pro vosotros, por vuestra seguridad y vuestra dicha.

También nosotros deseamos que Dios os ayude y vele por vuestra vida y la de vuestro hijo- intervino Roger- Que El tenga más

compasión de vos de la que han tenido los hombres.

Despidiéronse, pues, de ella y se dirigieron al lugar donde habían dejado sujeto al perro. Con pesar, pues era en realidad un

noble compañero, sacrificaron al mastín; luego le sacaron los ojos. Y

emprendieron el camino de regreso hacia el castillo.

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CAPITULO 12

Roger y Conrado todavía se hallaban en las lindes del bosque cuando tenía lugar en el castillo de Sigfrido una escena

insólita, que ellos no podían siquiera imaginar.

Dominado por una gran excitación, Golo increpaba a sus criados con voz tronante:

.- Pero ¿a qué esperáis? ¡Pronto, mi caballo! ¿He de llegar a

tiempo!

Atemorizados, los criados corrían de un lugar a otro para

tratar de complacer a su amo.

El intendente parecía agitado por una extraña inquietud, que parecía dominarle y que hasta entonces nadie había observado en el

tirano.

.- ¡Diablos! ¿Qué es lo que me ocurre?- murmuró para sí- ¡De repente mi cabeza se ha llenado de cosas extrañas…! ¡Cosas

extrañas que me queman la mente y el corazón, haciéndome ver

cuán cruel he sido con esa infeliz mujer…! ¡He ido demasiado lejos…!

Cuando uno de los aterrados criados acudió con el caballo,

Golo se precipitó como un poseso hacia la montura; hablaba entrecortadamente consigo mismo, ajeno a todo cuanto le rodeaba.

.- ¡Debo llegar a tiempo para evitar que la maten…! ¡Debo

llegar…!- gritaba con voz ronca, al tiempo que fustigaba con crueldad al animal.

Con un insoportable chirriar de goznes y cadenas, el puente

levadizo cayó para dar paso a aquel apocalíptico jinete. Su aspecto era realmente sobrecogedor. Y así fue como lo

vieron Roger y Conrado. Detuviéronse impresionados al verle de

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aquel modo. Quedaron como paralizados en el lugar donde se

hallaban.

.- ¡¡Nuestro amo…!- balbuceó Roger- Estamos perdidos…! ¡Habrá venido a comprobar personalmente si hemos cumplido la

orden, sin duda!

.- ¡La condesa ya se habrá ocultado en el bosque!- murmuró Conrado, quien parecía más tranquilo- Ten calma, compañero…

El intendente había detenido también su montura y, al igual que los dos servidores, permanecía inmóvil. Pero la viva inquietud

que se agitaba en su alma asomaba a sus centelleantes ojos. Sus

labios temblaron visiblemente al dirigirse a los dos hombres. .- ¿Qué tenéis que decirme? ¿Qué ha sucedido?

Roger y Conrado todavía no se habían recobrado de la

sorpresa producida por la súbita aparición del intendente y nada atinaron a contestar

Después de una larga pausa, que por distintos motivos se

hizo insostenible para los tres hombres, Golo acertó a balbucir con voz velada:

.- ¿Dónde está? ¡La condesa quiero decir! ¿Qué habéis

hecho con ella? .- Señor…señor, hemos cumplido vuestras órdenes-

masculló el aterrado Roger

.- Así es- añadió Conrado, intentando que su voz sonara firme- Sólo nos disponíamos a comunicaros que las órdenes que nos

disteis ya están cumplidas. La condesa y su hijo han muerto. Como

prueba de lo que hemos realizado, traemos, como solicitasteis , una prueba del hecho ¡Los ojos de la víctima!

Un pavoroso gritó escapó de la garganta de Golo. Roger y

Conrado no pudieron evitar el estremecimiento de terror ante aquella inesperada reacción del intendente. Por unos segundos reinó en el

bosque el silencio absoluto. Habían enmudecido los pájaros y se

habían extinguido los más leves rumores. La voz de Conrado se dejó oír con un extraño timbre al

pronunciar las siguientes palabras:

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.- Hemos cumplido vuestras órdenes al pie de la letra,

señor…

.- ¡No quiero ver esos ojos! ¡Lleváoslos! ¡Marchaos de aquí!

Tras desenvainar la espada, con gran estupor de los

hombres, avanzó hacia ellos, quienes retrocedían, asustados, pues

temían que hubiera enloquecido. Y entonces le oyeron decir, cada vez más atónitos:

.- ¡No quiero oír hablar de esa mujer! ¿Lo oís bien? ¡Nunca más! No la nombréis siquiera en mi presencia. Si alguno de vosotros

se atreve a hacerlo hundiré mi espada en su corazón.

Para huir del alcance de aquella espada, la cual parecía, efectivamente buscar sus cuerpos para hundirse en ellos, Conrado y

Roger salieron con rapidez de aquel lugar, sin lograr comprender

aún que el atroz remordimiento experimentado por Golo era lo que le hacía parecer un poseído del demonio.

La voz ronca del traidor todavía resonó cierto tiempo en el

bosque: .- ¡Fuera! ¡No quiero volver a veros jamás…!” ¡Fuera de

este condado, miserables! ¡Marchaos para siempre!

Cuando los dos hombres hubieron desaparecido por uno de los senderos del bosque, el intendente envainó de nuevo la espada

con un gesto cansado, impropio en él, que siempre obraba con

resolución. Tiró de las bridas y, con el caballo al paso, emprendió el regreso al castillo.

Aquél no era el Golo temido por todos; era la más evidente

imagen de la miseria humana, un hombre moralmente destrozado derrotado.

“No puedo comprender lo que me ocurre- se dijo- Antes me

pareció que sería un refinado placer vengarme de Genoveva, pero ahora que ha muerto no puedo pensar en ello. Me resulta

insoportable. Daría una de mis manos para que lo que se ha llevado

a cabo no hubiera sido cumplido. ¡Ahora veo claro que quién se deja arrastrar por las pasiones acaba por hacerse un gran daño a sí

mismo!”

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CAPITULO 13

Cuando vio que los dos hombres se alejaban y la

abandonaban irremisiblemente, Genoveva experimentó tal

desolación interior, tal miedo, que su debilidad no pudo resistir más y perdió el conocimiento. Durante largo rato, la inconsciencia le

permitió descansar su inquietante suerte. Pero luego, poco a poco

volvió en sí. Recordó a Berta, quien le había comunicado su sentencia de

muerte; luego a los dos hombres que tanto espanto le causaron al

principio. Después resultaron compasivos y, gracias aquella bondad

oculta bajo tosco aspecto, ella y su hijo estaban todavía con vida.

Pero de pronto, al darse cuenta de que no podía esperar la presencia de ningún otro ser humano en aquel alejado lugar, ¡sintióse sola y

desamparada!

Las nubes habían cubierto casi por completo el firmamento y, el viento había aumentado y ahora rugía de un modo siniestro por

entre los árboles. En una de las ramas de aquel en que Genoveva se

recostaba silbaba un búho y, no lejos de allí, aullaban los lobos. Se estremeció temerosa, y dijo:

.- ¡Ayudadme Señor, en esta espantosa soledad! Os

agradezco, Señor, con toda el alma que hayáis salvado mi vida y la de mi hijo. Nos librasteis de aquel hombre perverso y mi gratitud

estará siempre con Vos. Pero ahora nos hallamos en un bosque

sombrío y se oyen los aullidos de los lobos… Salgo de un peligro y entro en otro. Dios mío, ¿de qué me nos habrá servido escapar de las

manos de los hombres si hemos de caer en las garras de las fieras?

Pero no, yo sé que no lo permitiréís y en vuestras manos pongo mi

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vida y la de mi hijo. Bajo vuestra protección ningún daño puede

sobrevenirnos. Contando con ella, viviré sin temor..

Después de haber pronunciado esta oración sentóse de nuevo junto al árbol y se apoyó en él. Su hijito estaba despierto pero

tranquilo. Sin embargo, era hora de que volviera a dormirse. Y así

empezó a mecerle con ternura en su regazo, entonando quedamente las notas de una suave cancioncilla.

Poco después, el tierno infante dormía de nuevo. En cuanto a ella, pese al deseo de mantener incólume la fe en Dios, no

conseguía evitar que silenciosas lágrimas se deslizaran por sus

mejillas. Era una gran prueba aquella a la que estaba sometida y no iba a superarla sin sufrimiento.

Su porvenir era tan incierto, su soledad tan completa, que no

es extraño que, pese a su enorme confianza en Dios, se sintiera triste. Por otra parte, hacía tiempo que se alimentaba mal y sus

fuerzas estaban casi perdidas por completo.

De todos modos, intentó serenarse. Y aún cuando no pudo dormir en toda la noche, sintiese paulatinamente más tranquila y

esperó que las primeras luces del alba empezaran a colorear el cielo

con sus bellos tonos. Pero la esperanza de Genoveva quedó defraudada. La

mañana otoñal era sombría y lluviosa. Genoveva, a la luz de aquella

claridad menguada, examinaba cuanto había a su alrededor, pero la inspección no le produjo el más leve alivio. El sitio en que se hallaba

ofrecía un aspecto salvaje y deprimente; veíanse en el mismo

imponentes peñascos, oscuros abetos, matorrales espesos, árboles copudos. El viento se volvía cada vez más frío y pronto comenzaron

a descender de lo alto copos de nieve, que se espesaban cada vez

más, cayendo implacablemente sobre la aterrida Genoveva y el pobre niño, a quien protegía en su regazo, cuanto le era posible.

El llanto del pequeño le producía le efecto de un agudo

dardo en el corazón. .- Lloras de hambre ¿verdad hijito? Vamos a ver si desde

arriba se divisa algo mejor que todo esto que nos rodea

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La desdichada madre se puso a buscar, entonces un refugio

que pudiera cobijarles. Pero sus esfuerzos resultaron vanos, pues no

había ningún árbol cuyo interior pudieran resguardarse, ni roca con cavidad para albergarles. En cuanto al alimento, ninguna fruta

encontró, ni nada que pareciera comestible.

Invadida por la mayor desesperación, empezó a escarbar en la tierra con sus delicadas manos y consiguió extraer de la misma

algunas raíces tiernas, que masticó ella primero, para que, al darlas a su hijo pudiera ingerirlas sin dificultad.

Después de andar durante largo rato vio una escarpada peña,

que se dispuso a escalar para ver qué había al otro lado de la misma. Lo hizo así y, una vez en lo alto, vio, no muy lejos, un pequeño valle

fértil y de agradable aspecto.

“Esto parece mucho más acogedor”, pensó Genoveva. Un poco más animada, encaminóse hacia allí y, al hallarse

en dicho lugar, descubrió entre la maleza una especie de cueva, en

cuyo interior había cabida hasta para tres personas. “De momento, al menos, aquí estaremos más protegidos que

en medio del bosqu”, murmuró para sí Genoveva

Al lado de la oquedad veíase una cristalina fuente, cuyas transparentes aguas se precipitaban desde lo alto del monte. Junto a

aquella fuente elevábanse algunos manzanos, pero en aquella época

del año ninguno de sus sabrosos frutos colgaba del árbol. Una espesa enredadera, cuyos frutos eran grandes calabazas,

se adhería a la roca y festoneaba las oscuras piedras. Mas no eran

frutos comestibles y, por tanto, de nada le sirvieron de momento. .- ¡Dios mío…! ¿Cómo voy a alimentarte, hijo?

Al ignorar qué hacer en aquella terrible situación, la

desventurada amontonó unas hojas secas que había en la cueva, depositó sobre las mismas al niño y, tras arrodillarse, alzó los ojos al

cielo y, con voz en la que a pesar de la angustia latía aún su fe en

Dios, oró así: .- ¡Dios mío! Compadécete de esta desgraciada madre y de

su desfallecido hijo. Tú que permites comer incluso a los cuervos

que vuelan por encima de esta cueva y que no niegas el sustento al

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más miserable gusano que se arrastra por la tierra, puedes ayudarnos

haciendo que, en este desierto, hallemos el alimento preciso para

sostenernos. Tú, nuestro Padre, no permitas que perezcamos de hambre. Y así como nos hiciste encontrar esta cueva para

guarecernos, nos proporcionarás también el sustento necesario.

Poco después de haber formulado Genoveva esta confiada plegaria, las nubes empezaron a desvanecerse y, al instante, el sol

lucía alegremente en un cielo despejado y enviaba sus brillantes rayos hacia el interior de la cueva, a la cual vivificaba con su calor.

Algo más tarde Genoveva oyó cierto ruido en la enredadera

del exterior ¿Qué lo produciría? Algún animal del bosque, sin duda. Por un momento, el temor ensombreció su mirada. ¡Tal vez se

aproximaba algún animal salvaje!

Con todos sus miembros en tensión, escuchó el rumor de algunas hojas al desprenderse. Pero sus temores se disiparon de

inmediato. Se hallaba mirando hacia el umbral de la cueva cuando

divisó, con gran asombro suyo, la esbelta figura de una hermosa cierva.

.- Por esta vez no se trata de una alimaña feroz…-suspiró

aliviada

Era evidente que el hermoso animal no había sigo

perseguido nunca por ningún cazador, por lo cual no sintió temor

alguno de Genoveva cuando la vio. Aquella cueva era su guarida habitual, razón por la cual avanzó segura hacia el interior de la

misma..

Tras extender la mano, Genoveva atrevióse a acariciarla y, al notar que el animal aceptaba con naturalidad, y hasta se diría con

gusto, sus caricias pensó:

“Si pudiéramos utilizar la leche de este animal para nuestro sustento…Tiene las ubres llenas y no veo que le siga ningún

cervatillo…”

Así era, en efecto, la cierva había perdido hacía poco a su hijito y en nadie empleaba la leche, que llenaba sus ubres a rebosar.

Tomó a su hijo y lo colocó bajo una de las ubres de la

cierva. El pequeñuelo, que estaba en exceso hambriento, no tardó

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mucho en coger el pezón con su boquita, ansiosamente, y enseguida

se puso a sorber la excelente leche. Genoveva, al ver que él recibía

aquel alimento con tanto gusto, junto las manos, conmovida y llena de gratitud para decir:

.-¿Oh Dios mío, gracias por esta ayuda! Es triste que una

madre deba emplear estos medios para nutrir a su hijo, pero Tú lo quieres así Señor y, como yo confiaba, no nos abandonas.

La cierva por su parte, no oponía ningún obstáculo; todo lo contrario, pues estaba dolorida por el exceso de leche desde que un

lobo le arrebatara a su cría y, a medida que el niño ingería alimento,

ella sentíase aliviada de su malestar. Cuando hubo saciado su apetito, el pequeño quedóse

tranquilamente dormido y su madre, tras tomar parte de sus escasas

ropas lo envolvió y lo acostó sobre las hojas secas, donde quedaba más protegido del ambiente exterior, que pese al sol, era fresco.

Al ver que su hijo estaba bien alimentado y abrigado todo lo

posible, creyó llegado el momento de pensar también en sí misma, pues se sentía desfallecida y solo una fuerza superior la sostenía.

.- Debo encontrar lo que necesito…¡Debo encontrarlo!

Buscó entre las muchas piedras que allá había, una que tuviera un ángulo bastante agudo y, al coger una de las calabazas a

las que antes ya aludimos, la partió en dos con dicha piedra y sacó

de su interior la pulpa y las semillas. De este modo la calabaza quedó convertida en dos recipientes improvisados, parecidos a dos

cuencos de tamaño mediano.

Al entrar, encontró a la cierva en actitud completamente pacífica, como si la compañía de aquellos seres, hasta entonces

desconocidos, le resultara en absoluto natural. A continuación

Genoveva ordeñó al animal y llenó con su buena leche los cuencos hechos con la calabaza-

.- Si sigues así, traeré hierba para que no tengas que salir a

buscarla tú…

La cierva parecía comprender las palabras aquellas, o por lo

menos el tono cariñoso en que habían sido pronunciadas.

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La joven, contenta por haber podido hallar aquel inesperado

alimento, y al comprender que en aquello, como en todo, mediaba la

mano de la Providencia, arrodillóse y, alzando en sus manos una de las mitades de la amarilla calabaza, rebosante de pura leche dijo:

.- Señor, recibid mi más ferviente agradecimiento por esta

purísima leche que nos habéis proporcionado. Este presente es en verdad providencial, pues significa un verdadero regalo en medio de

nuestra angustía y nuestro desamparo. Vos sois quien, de un modo maravilloso, habéis dispuesto que esto suceda así. Fuisteis Vos

quien hicisteis que algún pájaro, o algún eremita oculto en estas

soledades, sembrara las semillas de calabaza que ahora tanto me han servido. Vos quien me guiasteis hasta esta cueva para que

pidiéramos vivir en ella alimentados por este animal, apartando el

temor de que mi pequeño y yo pudiéramos morir de hambre. Confío más que nunca en vuestra protección, Señor, y entreveo que me

espera un porvenir mucho mejor. Sabré esperar y, si Vos seguís

mandándome vuestras bendiciones, como hasta ahora, no me arredrará la crudeza del invierno que se aproxima.

Finalizada tan vehemente acción de gracias, llevóse el

alimento a los labios. La leche era dulce y espesa, y, después de tan prolongado ayuno y de no haber comido últimamente más que pan

negro, le pareció néctar celestial. Pues, en realidad, sólo se aprecia el

valor de las cosas cuando se carece de ellas. Después de haber dado otra vez gracias a Dios por aquellas

mercedes, levantóse del suelo y salió de la cueva. ¿Qué se proponía

hacer?

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CAPITULO 14

Anduvo por el bosque, ya mucho más sosegada y, tras recoger su delantal por los bordes con una mano, fue depositando en

él musgo fresco, que iba arrancando de los lugares donde se hallaba.

Era preciso preparar para ella y para su hijo una especie de lecho donde pudieran descansar más cómodamente, ya que su estancia allí

iba a ser indefinida. Le costó bastante recoger el que creyó suficiente, lo

extendió por el suelo de la cueva y lo acondicionó, de modo que

sobre el mismo pudieran caber ella y su hijo. No podía compararse, es natural, a una mullida cama, pero era más blando que el duro

suelo.

En un impulso de ternura se dirigió al pequeño, al tiempo que lo dejaba suavemente sobre el musgo:

.- Aquí estarás bien, mi sol, y ya no morirás de hambre,

hijo… ¡Ya no morirás de hambre!

Después volvió a salir, como un pajarito que fuera

fabricando su nido. Recogió hierba fresca para la cierva, que el

animal recibió agradecido. Comprendió que la entrada de la cueva estaba demasiado al descubierto y que, cuando soplara el viento, éste

penetraría en el interior, sin poderlo impedir, razón por la cual

Genoveva decidió buscar una solución a este contratiempo. De modo que, siguiendo una idea fija, fue a buscar ramas

blandas, con las cuales confeccionó una especie de cortina silvestre

que luego colocó en el umbral del mejor modo que pudo. No impedía la entrada, ya que estaba constituida en su

mayor parte por materias blandas, las cuales podían ser apartadas

con facilidad; y, por otra parte, así quedaba resguardada la cueva, no

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sólo del viento sino también del frío, en cierto modo, al permitir que

guardara mejor el calor humano.

También la cierva contribuía a aumentar el calor del interior, por lo cual Genoveva comprendía cada vez más el servicio

que ella, inconscientemente, les prestaba. Sería en verdad una gran

amiga para aquellos desamparados. Al fin, fatigada, tanto por las emociones sufridas como por

los trabajos manuales que había realizado, Genoveva sentóse en una roca que había en el interior de la cueva y que resultaba a propósito

para ello, como si se tratara de un escabel natural.

Después del descanso sintiase muy aliviada y dio nuevamente gracias a Dios por haberla librado de aquel atroz

calabozo. Cierto es que, a pesar de la ayuda celeste, ignoraba a

cuantos peligros estaba expuesta en aquel apartado lugar, lejos de toda ayuda humana, pero al menos aquí no estaría sumida en

tinieblas como en la mazmorra; podría ver todos los días el azul del

cielo, cuando hiciera buen tiempo, y sentir la caricia del sol, que durante tantos meses estuvo sin gozar.

Además, aquel ambiente era incomparablemente mejor para

su hipo. Le evitaría todas las incomodidades posibles, pero aunque tuviera que sufrir alguna, por lo menos sus pulmones podrían

llenarse de aire fresco y no estarían alterados por la malsana

atmósfera del calabozo. Le sería posible corretear por aquellos bosques, cuando ya pudiera andar, en lugar de verse casi totalmente

inmovilizado, como ella, en la lóbrega prisión.

Por otra parte, había algo que le causaba un inmenso alivio, quizá el más intenso de todos. ¡ ¡Allí, ella no tendría que soportar la

presencia de Golo! Ya nunca más escucharía aquellos pasos temidos

ni vería abrirse la puerta de la cárcel para dar paso a aquel monstruo, que tan engañado tenía a Sigfrido con su hipocresía. Tampoco

habría ya de sentir temor por aquel rostro, cuya expresión le

escalofriaba últimamente, ni escuchar aquella voz que parecía detenerle el corazón.

De todos modos, y aunque consideraba todas las ventajas

que tenía en aquel lugar salvaje, no podía dejar de reconocer

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59

también las incertidumbres que, respecto a la vida de ella y a la de

su hijo, existían aún. Y por eso, a pesar de todo, no le era posible

dejar de experimentar cierto temor. Intentaba sobreponerse a él, sin embargo, al decir que debía confiar totalmente en la Providencia:

Entonces murmuró con dulzura:

.- Quiero dar comienzo desde este momento a una existencia eremita, y consideraré que la suerte adversa que me ha

traído hasta aquí es la cruz que debo llevar. Para seguir tu ejemplo, Señor, la soportaré con paciencia y repetiré a menudo las mismas

palabras que dijiste Tú: “Padre, hágase vuestra voluntad y no la mía”

Mi sufrimiento terminará alguna vez y, entonces yo también podré repetir: “Todo está consumado”.

Permaneció así durante un rato, como en éxtasis, liberada en

aquellos momentos de todo temor, suavizada por el bálsamo celeste que se expandía por todo su ser, y después, al sentirse totalmente

inundada por la consolación, decidió dormir un poco.

El niño reposaba ya sobre el musgo que ella le había preparado con tanta habilidad. Dormía tranquilamente y su regular

respiración aumentó aún más el especial bienestar de la madre,

quien, procurando no despertarle, tendióse a su lado. No era aquel lecho como aquellos en que durmiera en casa de sus padres y en el

castillo de su esposo, más ningún reparó le halló; todo lo contrario.

Pronto quedó sumida en un sueño tranquilo y reparador, como no lo disfrutara desde antes de ser encerrada en la prisión. A

los pies de ambos, como una fiel compañera, descansada también la

noble cierva, que desde aquel día no les abandonó nunca más.

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CAPITULO 15

Desde entonces, Genoveva vivió en aquellas soledades

como si fuera realmente un eremita, como había resuelto ser.

Transcurría el invierno, que, aunque resultaba algo duro, podían pasarlo mejor gracias a la providencia de Dios, quien demostraba

estar a su lado. Con angustia y sufrimiento, Genoveva veía pasar

aquellos meses fríos y no dejaba de experimentar incomodidades físicas. Pero estaba resignada a cuanto viniera, y su misma paciencia

se lo hacía mucho más llevadero.

Al frotar entre sí dos ramas secas. Consiguió producir fuego.

.- Con este rudimentario procedimiento, espero

proporcionar lumbre para calentarnos y para guisar los frutos silvestres.

Cuando los quehaceres del día estaban totalmente

realizados, Genoveva, a pesar de su relativo bienestar, experimentaba nostalgia. Al fin humana, no podía dejar de recordar

a sus queridos padres, a su esposo, a sus amigos… Era en estos

momentos cuando la tristeza amenazaba con alterar su paz. Y, en efecto, era realmente penoso para ella no poder ver a

sus padres, que tanto la habían querido y que ahora la llorarían por

muerta. ¡Si ellos supieran que estaba en aquel recóndito bosque! Mandarían de inmediato a buscarla, y hasta es posible que ellos

mismos, en su anhelo por verla antes, se pusieran también en

camino. De pronto, algo vino a turbar el hilo de aquellos

melancólicos pensamientos. Un extraño ruido proveniente del

exterior de la cueva, había interrumpido el impresionante silencio que la rodeaba. Permaneció inmóvil, atenazada por súbito miedo.

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.- Ha siso junto a la entrada de la cueva…- murmuró con

voz helada.

Por primera vez, desde que se viera obligada a vivir en semejante soledad, Genoveva sintió miedo.

Inquieta, se volvió hacia aquel lugar donde se hallaba el

niño. El pequeño dormía plácidamente, ajeno a cualquier posible peligro. La imágen apacible de su hijo inyectó renovado valor a su

corazón. Con pasos cautelosos se dirigió hacia la entrada de la cueva.

Junto a ella, la cierva se removía inquieta. Genoveva estaba

convencida de que, al otro lado del umbral , acechaba un peligro inminente.

.- ¡Ánimo, amiguita!- exclamó dirigiéndose a la cierva- Hay

que sobreponerse y averiguar qué ha producido ese ruido. Avanzaba apoyada en el animal y, si le hablaba, era con el

propósito de autogestionarse y sobreponerse al miedo que la

embargaba. Algo espantoso debía hallarse en el exterior, puesto que la cierva se resistía a salir. Genoveva vaciló. Dudaba entre

permanecer en el interior de la cueva o decidirse a hacer frente al

desconocido peligro. Al fin pudo más este último impulso. Genoveva cruzó el

límite de la cueva con paso decidido, y lo que vio fuera la paralizó

de puro terror. De su garganta escapó un grito incontenible, al contemplar

la gigantesca figura que ante ella alzaba sus patas delanteras y

mostraba sus pezuñas armadas de poderosas uñas. Ante la asustada Genoveva, se hallaba un gigantesco

ejemplar de oso que, gruñendo de una manera espantosa, se disponía

a saltar sobre ella. Era evidente que la fiera debía estar hambrienta, Por lo menos así lo hacían suponer su actitud amenazadora y los

terribles gruñidos que dejaba escapar, al tiempo que se dirigía sin

vacilar hacia la cueva. Genoveva había retrocedido instintivamente hacia el

interior. Tras dominar su terror, la joven cogió una rudimentaria

escoba que se había confeccionado días antes y con ella se dispuso a

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hacer frente al gigantesco oso. Este, sin inmutarse, seguía avanzando

implacablemente hacia la su víctima.

De repente, la fiera se detuvo para husmear y mirar hacia los lados. Inmóvil en el suelo y empuñando con fuerza el mango de

la escoba, Genoveva no apartaba la mirada de ella y espiaba todos

sus movimientos. De pronto comprendió, que aquella alimaña se había

percatado de la presencia del niño. De súbito habíase esfumado el temor del corazón de Genoveva. De un salto se situó entre la fiera y

el lecho del pequeño, dispuesta a no ceder un solo palmo de terreno.

.- ¡Mi hijo! ¡Debo salvar a mi hijo…!

La actitud de la joven pareció enfurecer todavía más al oso.

Pare éste, era un obstáculo que se interponía entre él y la tierna presa

que acababa de descubrir. Con decisión, el animal adoptó una actitud radicalmente agresiva y se abalanzó hacia Genoveva. Esta,

son heroísmo, avanzó a la vez, y tras concentrar todas sus fuerzas en

la escoba, la proyectó con violencia hacia la horrible cabezota del oso.

Entonces ocurrió un hecho totalmente fortuito. Con sus

poderosas fauces, el oso sujetó la estaca y la rompió. Hecho esto, se abalanzó hacia su desamparada víctima. Genoveva retrocedió

espantada y trató de evitar las poderosas garras que buscaban

ávidamente su cuerpo. Sin saber cómo, Genoveva se halló fuera de la cueva,

perseguida por el enfurecido oso.

.-¡Dios mío, dame valor…! ¡Dame valor y fuerza…!

Si bien había conseguido apartar momentáneamente a la

fiera del lecho de su hijo, el peligro no se había desvanecido. Sabía

muy bien que el oso no se contentaría con una sola víctima. Y, aunque así fuera, si ella perecía, ¿qué sería de su pobre hijito?

Aturdida aún, pero decidida a vender cara su vida,

Genoveva cogió del suelo una gruesa piedra y la levantó con vigor. Si alguien hubiera observado aquella escena no hubiera salido de su

asombro, al ver a una frágil y delicada mujer llevar a cabo tal

proeza.

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Con una fuerza insospechada, la joven descargó el trozo de

roca sobre la cabeza del oso. Con un gruñido espantoso, la fiera

exhaló el último suspiro. Jadeante aún, Genoveva no acertaba a explicarse que ella, una frágil mujer, hubiera sido capaz de dar

muerte a aquella horrenda fiera. Al contemplarla a sus pies, con el

cráneo aplastado, la joven creía hallarse sumida en una pesadilla. .- ¡Cielos! Nunca imaginé que yo hubiera podido ser capaz

de esto

Con dulzura, Genoveva acarició a la cierva y le dijo

quedamente:

.- Se me ocurre que ahora, amiguita, mi hijo y yo vamos a tener una excelente prenda de abrigo.

Y así fue, en efecto. Aquel mismo día, Genoveva desolló al

oso y, tras someter su piel a una larga operación de secado, obtuvo un excelente abrigo para ambos.

Al reflexionar sobre la terrible escena vivida, Genoveva

supo que Dios nunca nos abandona y está continuamente a nuestro lado, aunque nos encontremos en un apartado desierto.

Así fue aprendiendo, poco a poco, a poner su vida entera y

la de su hijito en manos del Regidor Universal y a ir venciendo los temores que de vez en cuando la asaltaban.

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CAPITULO 16

Cuando, ya nuevamente en la primavera, el sol penetraba en la cueva, que a ratos dejaba con la silvestre cortina levantada, y la

alegraba con su luz y la calentaba con sus rayos, Genoveva, en un

éxtasis agradecido, acostumbraba a exclamar: .- ¡Oh, Dios mío! También el sol representa para mí un

ejemplo viviente de vuestro poder y de la bondad que profesáis a los

humanos. Ya que Jesucristo nos dijo: “Mi padre celestial hace brillar el sol sobre los buenos y los malos” Y yo desearía ahora que mi

amor hacia el prójimo fuera como ese sol y que me fuese dado hacer

el bien, incluso a mis propios enemigos. Tales confortaciones, no obstante, no bastaban para alejar

de ella por completo todo temor, pues al ser naturaleza humana

experimentaba miedo, desconfianza, tristeza… Temía, ante todo, que algún día llegara a faltarles a ella y a su hijo el sustento, que

duramente conseguía a veces y que siempre consistía en las cosas

más primitivas. Al pensar en esto, la melancolía amenazaba con invadir su

corazón, pero luchaba contra la misma, intentando reanimar su fe por todos los medios.

En una ocasión, habiéndose despertado al amanecer y al oír

fuera provenientes del bosque, los alegres trinos de los pajaritos escondidos en los frondosos árboles, sintió que aquel canto daba

optimismo a su ánimo y exclamó:

.- Estos pequeños seres cantan con alegría porque se sienten libres. Yo tendría que experimentar un contento semejante pues

Jesús mismo dijo: “ Mirad las aves del cielo, ellas no siembran ni

siegan, ni almacenan en sus graneros, y, sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿Creeis que El no os ama a vosotros más que a

ellas?”

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Y dichas estas palabras, que la confortaban hondamente,

Genoveva dirigióse a Dios para añadir:

.- Estoy segura Dios mío, de que Vos nos amáis todavía más que a estos pájaros y, al creerlo así, yo tendría que estar más alegre

que ellos y habría de expresar tal dicha con cantos, en lugar de

ponerme triste por no poder sembar grano, ni plantar tallo, ni almacenar gavilla.

Fijándose de nuevo en las lindas florecillas del valle, que ponían en él su pintoresca nota de colores, continuaba diciendo:

.- Bonitas flores. Vuestra hermosura, vuestras formas

variadas, la minuciosidad con que estáis hechas me hace recordar una vez más la grandeza de Aquel que no sólo construye las cosas

grandes sino que, incluso, se entretiene gentilmente en

confeccionaros a vosotras con toda delicadeza. Y pienso que si Dios está en vosotras que sois diminutas, ¡cómo no ha de estar en mí para

sostenerme siempre!

Y al recordar de nuevo las frases del Evangelio, que eran por entonces su meditación cotidiana, agregó:

.- Jesús os aludía cuando dijo: “Ved los lirios y otras flores

de los campos. No trabajan ni hilan. Y, sin embargo, yo os digo que ni Salomón en toda su magnificencia se vistió como una de ellas. Si

Dios viste de este modo estos verdes campos, ¿no hará igual con

vosotros, hombres de poca fe?

Llegó el verano y poco a poco, el calor fue haciéndose

insoportable. La cueva donde ellos se guarecían era bastante fresca,

pero, a pesar de ello, en aquellas horas tórridas ni siquiera aquel sitio se libraba del pesado bochorno, que penetraba incluso a través de las

piedras.

Entonces, sin poder soportar más, Genoveva salía de la misma y dirgíase hacia el cercano manantial, para calmar su

abrasadora sed con el agua clara y fresca que de él manaba. Era

siempre fluyente y Genoveva, comprendiéndolo así, a pesar de las incomodidades y privaciones que debía soportar, daba gracias a Dios

por aquel alivio.

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En las largas noches pobladas de estrellas no podía evitar

sentirse nostálgica.

.- Cada vez me acuerdo más de mis padres- murmuraba a menudo- A esta altura sabrán todo lo ocurrido y me creerán

muerta…¿ Y mi esposo? ¡Dios mío! ¿Habrá regresado de la guerra?

¿Sabrá ya que soy inocente?

Otras veces sentábase sobre la hierba del campo y se

absorbía en la contemplación de cuanto le rodeaba. Aquellos enormes peñascos que se alzaban cerca de allí, dominando el

conjunto, le habían parecido muy impresionantes al principio. Las

oscuras e imponentes piedras le recordaban de un modo siniestro las de su propio calabozo, y no podía contemplarlas sin experimentar

angustia.

Pero, de todas maneras, había algo que le producía más placer y la dejaba más maravillada que todo lo demás. Era el

crecimiento de su hijo, al que dedicaba la mayor parte de las horas.

Ni el brillante sol de verano, ni las bellas florees de la primavera, ni los suaves colores del paisaje otoñal, ni la contemplación del

extenso manto de nieve en invierno producían en ella tal impresión

como la de ver de qué manera, día a día, aquel pequeño ser se iba desarrollando, pese a los escasos medios con que contaba.

Cuando los días eran tíbios y serenos sacaba a pasear al niño

por los alrededores de la cueva, y allí, bajo el azul del firmamento, mientras la cierva, que les acompañaba pacía tranquilamente la

fresca hierba de los prados, ella paseaba al pequeño y le hablaba con

ternura, con frases dictadas por su amor maternal y que le niño, es natural, no podía comprender aún.

Si, instintivamente, el pequeño le rodeaba el cuello con sus

tiernos bracitos y le sonreía; Genoveva notaba cómo aquella caricia y aquella sonrisa bastaban para alegrar de inmediato aquella soledad

y para disipar cualquier sombra de tristeza o temor que en esos

momentos embargaran su ánimo. Entonces, tenía la impresión de que cuanto había a su

alrededor brillaba como si fuera de oro. Las flores le parecían gemas

de maravillosos colores, y las gotas de rocío, que hubieran quedado

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en alguna planta, se le antojaban valiosos diamantes. El amor

maternal le producía verdaderos éxtasis, muy consoladores en

aquella penosa situación suya, pero como siempre que algo conmovía su corazón, la gratitud hacia Dios se elevaba desde el

interior como una espiral refulgente. Y en tales ocasiones,

Genoveva, en lugar de guardar egoístamente la placentera sensación, se arrodillaba y, estrechando con amor a su hijito contra el pecho,

murmuraba: .- ¿Cómo podría demostaros Señor, mi agradecimiento, por

haber salvado la vida de mi hijo, que es ahora mi consuelo y mi

gloria? ¿Puede existir en el mundo una felicidad, un consuelo o una distracción más pura y variada que la que me proporciona este

pequeñuelo en mi soledad? Dirigid vuestra mirada, Dios mío, sobre

éste, mi muy amado hijo, y haced que vaya creciendo y desarrollándose con salud, como hasta ahora. Observad la serenidad

que tiene su semblante y la dulzura que se advierte en sus mejillas.

Mirad qué rosadas son sus inocentes mejillas y qué limpia su frente, adornada por los rizados cabellos. ¡Con qué tranquila confianza

descansa sobre mi pecho!

Al recordar de nuevo el Evangelio, cuando Jesús se refiere a los niños, continuaba diciendo:

.- Cuan cierto es lo que dijo Jesús al afirmar: “Si no os

haceis como niños no entraréis en el reino de los cielos ”¡Ojalá todos los seres humanos se volvieran puros como este niño, superando el

mal, el orgullo, la envidia, todos esos defectos que les impiden

unificarse con Dios! Si esto pudiera ser así, podríamos gozar un poco en esta vida de la bienaventuranza de los cielos y nos

sentiríamos tan dichosos como ahora lo es él en mis brazos. No

temeríamos tampoco a la muerte, pues la aguardaríamos con la paz y la complacencia que proporciona al alma la satisfacción del deber

cumplido.

Hallaba Genoveva un gran consuelo al elevar su corazón hacia Jesús, que parecía responder a sus constantes plegarias

prodigándoles inefables consuelos. Y al recordar con heroica vida,

sus grandes sufrimientos, su indescriptible amor a la humanidad, por

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la que había muerto, encontraba más llevadera su propia pena y, a

pesar de los padecimientos que innegablemente sufría,

experimentaba un goce interior elevadísimo.

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CAPITULO 17

De la misma manera que a veces en el valle se ve crecer una

hermosa flor rodeada de maleza y abrojos, así crecía el hijo de

Genoveva, y su delicada belleza contrastaba grandemente con el salvaje aspecto de aquel ligar en que vivían.

Se había desarrollado bastante y ahora correteaba ya con alegría, juguetón, por la cueva y el bosque circundante. Pero una

cosa preocupa a Genoveva:

.- ¡Cuantos deseos siento de huir de esta soledad! ¡Que este hijo mío conociera a otros niños y que yo misma pudiera hablar con

seres humanos! Pero no es posible…

Jamás debo romper la promesa hecha a Roger y al soldado, que fueron quienes me salvaron. A ellos debo la vida y no puedo

poner la suya en peligro.

No obstante, y a pesar de los consuelos espirituales que con tanta frecuencia experimentaba, sentía a veces el deseo de visitar

una iglesia y, al verse en absoluto imposibilitada de poder lograrlo,

lamentábase con el corazón lleno de tristeza:

.- ¡Cuánto me gustaría poder unir mi corazón a los de una

multitud de fieles, arrodillados ante la majestad de Dios, y escuchar

fervorosamente la palabra de sus ministros, entonando himnos de alabanza al Creador! ¡Qué gozo experimentaría si pudiese oír el

tañido de una campana y de qué modo tal sonido reanimaría mi

amargo corazón!

Notaba entonces cómo el desconsuelo invadía poco a poco

su ánimo y, antes de que se apoderara de él por completo,

haciendole desfallecer, reaccionaba con firmeza y ella misma se consolaba al decirse:

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.- Pero ¿por qué me lamento de no poder hallarme en una

iglesia? ¿No es toda la Creación el inmenso templo de Dios? El está

en todas partes. En la tierra que me sostiene y en el cielo que me cobija. En las ciudades y en estos bosques. Y, por tanto, allí donde

está Él se encuentra también su iglesia . Y todos los corazones que

laten y suspiran por Dios son altares vivientes en este templo inmenso. Si, incluso mi corazón, en este lugar desolado. Y puesto

que es así, me resigno y sea este valle en que habito un templo para mí y mi interior, un humilde pero ferviente altar.

Desde que hiciera tales reflexiones, Genoveva no podía ver

un árbol, una roca o cualquier cosa, por insignificante que fuera, que no le inspirase admiración hacia Dios. Lo más nimio le daba ocasión

de elevar su alma hacia el Creador en devotísimas oraciones, y tal

devoción era la que matizaba agradablemente su vida, que de otro modo le habría resultado casi insoportable.

Y durante las crudas jornadas de invierno, cuando apenas

abandonaba la cueva para buscar sustento, que en lo posible trataba de recoger en el buen tiempo, se arrodillaba frente a una tosca cruz,

que había construido con una rama partida, y permanecía frente a

ella largas horas para rezar y meditar. Su inquebrantable fe le permitió, de este modo, superar

todos sus temores. El miedo, la desconfianza y la melancolía habían

sido sus únicas sensaciones al enfrentarse con esta nueva vida; pero poco a poco la contemplación de la naturaleza le había permitido

recuperarse, dado que en ella descubría a cada paso a su Creador, y

esto le proporcionaba una inmensa paz interior

Al llegar el otoño se cumplió un año de su permanencia en

aquellos lugares. El pequeño Desdichado iniciaba sus primeros

pasos. Un día Genoveva lo tomó en brazos y exclamó con cierta preocupación:

.- Bueno hijito! ¿Y cómo voy a vestirte para el próximo

invierno? ¡Has crecido muchísimo!

Genoveva miró en derredor, para buscar una solución que

pidiera sugerirle el inhóspito mundo que le rodeaba.

.- En realidad esto me está preocupando mucho, hijo mío…

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Dejó al pequeño en el lecho y con lento paso se dirigió

hacia la entrada de la cueva. Tristemente observó el exterior. La luz

gris de la tarde y una ligera brisa, que la hizo estremecer, preludidiaban el próximo invierno.

.- No puedo hacerle un vestido de la piel de soso- pensó-

porque entonces estropearíamos la única prenda de abrigo de que disponemos para nuestro jergón…

De pronto un brusco ruido de hojarasca la sacó de sus reflexiones. Genoveva aguzó los cinco sentidos para tratar de

descubrir la causa. Y poco tardó en hacerlo.

.- ¡Oh, nop…! ¡No!. Delante de la joven apareció un lobo que sotenía en sus

fauces a un cervatillo.

.- ¡Se dispone a devorarlo!

Ante la inesperada presencia de la mujer, la alimaña quedó

indecisa y soltó la pieza aunque sin retirarse.

Al causarle horror la escena, intentó alejar al lobo y lo consiguió al fin.

.- ¡Fuera! ¡Fuera!- gritaba Genoveva empuñando una gruesa

estaca, mientras el lobo se alejaba con el rabo entre las patas. Poco después, cuando hubo desaparecido la alimaña,

Genoveva se dirigió hacia el lugar donde yacía el cervatillo. Una

ojeada le bastó para comprobar que el animal estaba muerto. .- Ha sido providencial…-exclamó para sí- ¡Con la piel de

este cervatillo le haré un vestido a Desdichado!

Pena le daba despojar al cervatillo de su piel, a pesar de que ya no podía devolverle la vida, pero, al recordar la casi desnudez de

su hijito, se armó nuevamente de valor y extrajo la blanca piel del

animalito. Entonces se dirigió hacia el manantial que había junto a la

cueva, lavó bien dicha piel y la puso a secar luego al sol. Cuando la

tuvo así preparada, confeccionó como pudo una especie de vestido para su hijito.

.- ¿Qué te parece hijo?

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Pero no podía cubrirle por entero y así parecía, en cierto

modo, como un pequeño San Juan Bautista.

Ofrecía un lindo aspecto, ya que, a pesar de alimentarse sólo de hierbas, raíces, algunas frutas silvestres y leche gozaba de muy

buena salud, con gran satisfacción de la pobre madre, quien al

menos tenía algún consuelo. Paulatinamente su inteligencia íbase desarrollando.

Empezaba a distinguir, por sus colores y formas, las cosas que le rodeaban, y a comprender y repetir las palabras que su madre le

dirigía.

Grande era la satisfacción de Genoveva al escuchar los primeros balbuceos de su pequeño. ¡Hacía tiempo que no habia

escuchado ninguna voz humana! Y su contento llegó hasta un límite

inexpresabe, cuando en un momento determinado, inesperadamente los labios del niño se abrieron para murmurar con torpeza:

.- Mamá…

Esta bella escena aconteció a comienzo de invierno y, desde entonces, la madre pasaba cada vez más tiempo con su hijo. En las

horas crudas permanecían en el interior de la cueva, siempre en

compañía de la fiel cierva, que hacía a la pobre mujer más llevadera su soledad, y, cuando el tibio sol permitía los paseos al exterior,

salía con él, a quien iba enseñando los nombres de cuantas cosas se

ofrecían a su mirada. Le hablaba del sol y de las rocas, de las hierbas y de los

árboles, del musgo que cubría los corpulentos árboles y de los

insectos que hallaban en su camino. Todo servía a la madrecita para iniciar a Desdichado en cuanto le era conveniente saber.

De esta manera, pronto advirtió que la criatura demostraba

singular inteligencia, y un cerebro muy vivaz y despierto. Por otra parte, comenzó a comprobar cuánto era el amor que el niño le

profesaba, lo cual llenó su corazón de inmensa alegría.

Cada día le traía nuestras sorpresas respecto a él, siempre gozosas y tenía la impresión de que en su desolada existencia se

abría una nueva fase más dichosa y esperanzadora.

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CAPITULO 18

A finales de invierno, el pequeño cayó enfermo. No era algo

grave, sino más bien una dolencia propia de la cruda estación, pero Genoveva temió a veces por la vida del que ahora era su único amor

humano. Sin orientación, ni más medicina que algunas hierbas que

ella conocía y que se hallaban en aquel lugar, como en otros muchos sitios, encontrábase perdida en ciertos momentos.

Muchas horas permaneció aquel invierno en el interior de la

cueva, cuidando al niño, pues sólo se alejaba de él para ir en busca de lo necesario. Pero al llegar la primavera, todo cambió.

El rosado color que antes tuviera volvió a las mejillas del

pequeñuelo y, poco a poco, fue recobrando la salud. Cuando Genoveva vio que estaba completamente repuesto, comprendió que

debía empezar a sacarle de paseo.

Era hermosa aquella mañana que había escogido para el caso, pues el sol brillaba con alegría sobre todas las cosas, y

Genoveva llevó a su hijo a pasear por el valle, para que pudiera

respirar el aire puro después de aquel largo y obligado encierro. Flores de maravillosos colores veíanse de nuevo por todas partes, y

el niño, quien veía aquella maravilla por primera vez desde que su inteligencia estaba despierta, quedó gratamente impresionado.

.- ¡Mamá! ¿Qué es todo esto que estoy viendo? Ha

cambiado mucho desde la otra vez…Ahora me parece todo mucho más bonito. El valle era todo blanco cuando yo lo vi…

.- Es porque había nieve, hijo mío- repuso la madre,

contenta de poder darle aquellas instructivas explicaciones-. La nieve sólo cae en invierno, cuando hace mucho frío, y ahora estamos

en primavera.

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.- ¡Mira, mamá! Los árboles, que parecían tan tristes, y sólo

tenían ramas secas, ahora son también verdes y tienen muchas

hojitas…

.- Es que ahora reviven. Han salido del letargo del invierno

y se embellecen así. Todo se alegra en primavera.

- Es verdad. Hasta parece que el sol está más alegre. Cuando toca la piel se va el frío.

.- El sol es una de las maravillas que Dios nos ofrece, pequeño. Los días son hermosos en este tiempo. Es la estación más

risueña del año.

- Genoveva le mostró las flores, las cuales maravillaban al

pequeño. Luego le condujo hasta un bosquecillo que había en el fondo del valle y, al llegar allí, se detuvo.

- .- ¿No oyes unos cantos deliciosos?- le preguntó

- El niño se puso a escuchar con atención y, por primera vez,

llegó a sus oídos el gorjeo de muchos pajaritos que cantaban

armoniosamente.

- .- Sí, los oigo, mamá… Pero ¿Qué es eso tan bonito? Se

oyen de todas partes. En el monte, en los árboles, junto a la

fuente….

- .- Estos pequeños seres se llaman pajaritos. Y son ellos

quienes cantan de ese modo tan agradable.

- .-¡Oh mamá! ¡Cuánto me gustan! ¡Y cantan muy bien!

Mucho mejor que aquellos animales que me dijiste que eran

cuervos.

- Genoveva rió la inocencia del pequeño.

.- Aquellos no cantan, hijo mío, graznan. Y comprendo que no te gusten, pues los pobres son feos, en verdad. Los pajaritos, en

cambio, todos son lindos.

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- .- Sí que lo son, y estoy muy sorprendido. ¿De donde ha

salido todo esto? ¿Lo has hecho tú para mí? Pero ¿cómo? Si casi

todo el invierno has estado conmigo dentro de la cueva

- ,. Ya te expliqué, durante el invierno, que tenemos en el

cielo a un Padre que vela por nosotros.

- .- Si, ya me lo dijiste. Pero ¿dónde está?

- .- Ahora no podemos verle. Pero este Padre, quien se llama

Dios, es quien lo ha creado todo. El sol, la luna, las estrellas…Y

todo cuanto nos rodea. Los árboles, las piedras, las raíces con las que nos alimentamos, la cierva que nos hace compañía…

- .- ¿Y también los pajarítos y los cuervos?

- .- Sí, también los pajaritos. Y los cuervos. Cada cosa tiene

su utilidad, y El lo ha creado todo para que podamos utilizarlo y

sentir placer con ello.

- .- ¡Oh, que bueno es Dios! Y debe ser muy listo para poder

hacer todo esto.

- Genoveva no pudo menos que sonreir ante aquella ingenua

observación.

- Aquel anochecer fue muy hermoso para Desdichado, a

quien en realidad no cuadraba el nombre en tales momentos, que ya que se sentía completamente dichoso. Fue recordando todas las

cosas nuevas que había contemplado y, cuando se durmió al fin, una

suave sonrisa entreabría sus labios.

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CAPITULO 19

Ahora volvamos atrás en el relato, con el fin de explicar la reacción que tuvo el conde Sigfrido al conocer por Golo, la suerte

corrida por su esposa.

El estado de ánimo de Sigfrido no pasaba inadvertido, ni siquiera para el último de sus soldados.

.- ¿Dónde está el conde?- inquirió uno de los hombres,

dirigiéndose a un compañero- Hace días que no le he visto…

El otro encogió de hombros y, con expresión resignada dijo.

.- En su tienda, con su fiel escudero Wolf. ¡A vueltas con lo

mismo!

.- Como no acabe por olvidare su drama personal, me temo

que pierda la razón el desgraciado…

.- ¿Y qué quieres? Al fin y al cabo se trata de su propia esposa… ¡Y estoy seguro de que, en el fondo, está convencido de su

inocencia!

Pues así era. A pesar de ser bueno, tenía un temperamento fogoso e impulsivo, razón por la cual el grave comportamiento de su

esposa había despertado en él gran cólera. Al creer las mentiras de

su intendente, sin detenerse siquiera a reflexionar, firmó de inmediato la orden de condena de Genoveva; dicha orden fue

enviada al castillo por el mismo emisario que le trajera la misiva de

Golo. El escudero de Sigfrido, el fiel Wolf, no sólo ocupaba tal

cargo cerca de el, sino que, además de cumplir sus obligaciones del

mismo, sentía gran aprecio por el conde, quien le consideraba como

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un verdadero amigo. Eran antiguos compañeros de armas, y Sigfrido

tenía en él a un consejero insustituible en los momentos difíciles.

.- Disculpad, mi señor- comentaba Wolf, dirigiéndose al conde- pero creo que es hora de que olvidéis…

.- Mi buen amigo, ¿crees que es tan fácil?

El indigno comportamiento de su esposa, a la que tanto amaba, le había dejado sumamente abatido, pues nunca había

esperado tal conducta de aquella muchacha que siempre le pareciera tan noble

.- Tanto en la tregua como en el combate- prosiguió el

conde-su rostro se muestra ante mí como una obsesión, Wolf… ¡Y veo a Golo en torno a todos estos oscuros acontecimientos! ¡Le veo

con ojos distintos a como siempre le vi!

.- Conocéis mi opinión al respecto, señor- Creo que Golo os mintió, sabe Dios con qué fines…Y vos os dejasteis llevar por el

coraje provocado por ese infundio. Golo, merced a sus lisonjas y

adulaciones, se ha hecho dueño de vuestra confianza. Es muy ducho en estos asuntos, como muchas veces comprobé. Disculpad, señor,

la franqueza con que os hablo, pero ahora más que el escudero y

servidor vuestro, me siento el amigo leal en quien siempre habéis confiado. Yo os digo la verdad señor, mientras que Golo, para

congraciarse con vos, siempre ha falseado las cosas, sin

contradeciros jamás en nada y alabándoos en todo momento. No es que no seáis digno de alabanza, pero permitid que os aconseje

desconfiéis de aquellos que en todo momento os dan la razón y os

lisonjean. Decidme ¿he traicionado jamás la confianza que habéis puesto en mi?

.- Nunca Wolf y más te considero amigo que servidor, lo

que siempre te he demostrado

.- Pues por esta amistad os ruego que aceptéis mis palabras;

aquel que os dice la verdad, aunque sea a veces desagradable, es

vuestro amigo sincero. Y por la lealtad que siempre os he demostrado, os hago ahora un ruego ferviente. ¡Revocad esta

sentencia antes de que sea demasiado tarde!

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El conde nada contestó. Una lucha atroz tenía lugar en su

interior y, al darse cuenta de ello, el fiel servidor agregó:

.- ¿Cómo es posible, señor conde, que os dejarais arrastrar por la cólera hasta tal extremo? ¿No os parecía un crimen horrible

condenar al último de vuestros vasallos, sin antes haber escuchado la

defensa que de él mismo pudiera hacer? En cambio habéis condenado a vuestra esposa, verdadera imagen de la pureza y de la

rectitud, sin haberle dado la oportunidad de que pudiese contradecir las acusaciones de Golo. Señor, no toméis a mal mis palabras, que

son dictadas por el gran afecto que siento hacia vos. En adelante

tened cuidado en reprimir vuestros arrebatos de ira, que tanto desdicen de vuestra gran bondad, pues ya veis hasta qué extremos

pueden llevaros. Por lo que se refiere al horrible caso que nos ocupa,

temo que ya no haya nada que hacer. Hablé de revocación, pero si Golo es culpable, como imagino, se habrá apresurado a cumplir

vuestra funesta orden.

Sigfrido tuvo que confesar, apesadumbrado, que había obrado con excesiva precipitación en aquel grave caso. Pero, por

otra parte, no estaba convencido de la inocencia de Genoveva.

Continuaba luchando en su interior respecto a quién era el culpable de aquella horrorosa situación. Si el intendente Golo o su esposa.

Repentinamente la conversación fue interrumpida por la

presencia de un agitado mensajero

.- ¡Disculpas, conde Sigfrido…-exclamó el recién llegado,

con voz jadeante- ¡Tengo orden de advertiros que mañana se dará la

batalla final contra el infiel!

Sigfrido abandonó de prisa la tienda de campaña y se

precipitó al exterior. Reunió en torno a sus hombres e impartió con

voz segura las órdenes que debían dar forma a los preparativos precedentes al combate. Wolf, como uno de sus más allegados, le

escuchaba con atención; comprendía que el conde había olvidado

momentáneamente sus problemas particular, para concentrarse en los más urgentes del combate decisivo que debía librarse al día

siguiente.

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Al amanecer los ejércitos cristianos se pusieron en marcha.

Los hombres avanzaban enardecidos, poseedores de una victoria que

sabían segura mediante la ayuda de dios, cuya fe era inquebrantable en sus corazones.

Poco tardó en tener lugar el terrible y feroz encuentro. El

aire se llenó con el fragor del entrechocar de metales. Las roncas voces de los guerreros se confundían con los gritos de los heridos.

Por un momento, la victoria resultó confusa para ambas partes. Al valor y a la fe de los cristianos se oponía el obstinado

fanatismo de los árabes.

Pero gracias a la pericia y a la sangre fría de Sigfrido, el peso de la balanza no tardó en decidirse a favor de los cristianos. Un

suspiro de alivio se escapó del pecho del conde. Y entonces Sigfrido

se volvió hacia su fiel escudero y le dijo con voz velada por la emoción:

.- ¡Cuando esto termine, irás tú a mi condado y averiguarás

si Golo cumplió realmente su terrible sentencia!

Con gesto solemne, Wolf asintió. Pero en el interior del fiel

escudero, la amargura y la tristeza se habían afincado de tal manera

que ni siquiera el fragor de la batalla lograba disiparlas. Wolf temía que lo peor ya hubiera tenido lugar y que la decisión tomada ahora

por el conde llegaría demasiado tarde.

En una de las arremetidas, Sigfrido gritó a su escudero:

.- ¡Tengo la secreta esperanza de que, a pesar de todo, mi

intendente no llevó a cabo lo que las leyes del condado prescriben!

Nada contestó Wolf. En aquellos momentos pensaba que el optimismo de su señor era demasiado desmedido, y él, sin lugar a

dudas no opinaba lo mismo.

Pero ya, el feroz combate había entrado en una fase de tal dureza que incluso Wolf, tan afectado por la triste suerte de su

señora, no tuvo otro pensamiento que el que exigía la violencia de la

lucha. La batalla fue singularmente dura. Pero todo llega a su fin.

Y así, los extenuados soldados cristianos vieron con gran alivio

cómo los sarracenos se batían en franca retirada.

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Todos los corazones estaban henchidos por la alegría que

proporciona la victoria. Sólo el rostro del conde Sigfrido permanecía

velado por la tristeza. Aquella grandiosa victoria nada significaba para él. En su corazón se hallaba cobijado con tenacidad el peso de

una derrota insuperable, cuyas consecuencias sufría su atormentado

espíritu. Wolf le observaba con tristeza. De pronto, el conde exclamó

con determinación: .- ¡Mañana viajarás a mi castillo, Wolf! Ya no puedo más …

Creo que si Golo cumplió su sentencia…¡Me volveré loco! ¿Cómo

no fui capaz de enviarte allí, en el mismo instante de conocer la pena a la que mi esposa fue condenada…?

.- Porque os hallabais consternado bajo los efectos de la

noticia mi señor…¡Y no visteis otra cosa que la supuesta culpabilidad de la condesa, vuestra esposa…

Sigfrido agradecía la piedad que observaba en la actitud de

Wolf. En verdad, era aquella una prueba de amistad. Pero en nada podía tranquilizar su conciencia.

Tristemente, los dos jinetes emprendieron el regreso en

silencio, luchando contra la angustia que los dominaba.

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CAPITULO 20

Durante el tiempo que el emisario tardó en ir y volver, Sigfrido se hallaba invadido por la mayor angustia e intranquilidad.

Día a día éstas iban en aumento, hasta llegar a hacerse insoportables.

Paulatinamente, habíase inclinado a creer en la inocencia de Genoveva, al desaparecer de él la ira que le dominara. Pero no podía

llegar a comprender que <Golo , a quién él había colmado de

beneficios y favores, hubiese llevado su maldad hasta el extremo de hacerle víctima de aquel tremendo engaño.

.- ¡Dios quiera que Golo no llegara a cumplir esa maldita y

horrible sentencia-¡- exclamó para sí Al cabo de largas jornadas regresó Wolf al campamento.

Pero cuando Sigfrido le vio entrar e la tienda, lívido y con los ojos

muy abiertos por el espanto, comprendió lo que había ocurrido, y que tardíamente había tratado de evitar.

.- ¡Responde! ¿Dónde está ella? ¿Qué te ha dicho Golo…?

¡Habla de una vez!

Wolf descendió del caballo y se plantó ante su señor. Con

voz vacilante, dijo:

.- Lo siento señor…¡Golo cumplió la condena prevista en tales casos!

Aquella horrorosa noticia aterró al conde y le llenó de

desesperación. El fiel Wolf no podía pronunciar una sola palabra más. Impulsivamente abandonó la estancia y dejó a su señor sumido

en la más terrible de las angustias.

Una vez que estuvo al aire libre, no pudo contener su pena, que se tradujo en indignadas y doloridas frases, las cuales atrajeron

hacia allá a muchos de los caballeros que acompañaban al conde. Al

enterarse de lo que había sucedido, todos experimentaron la misma cólera e igual conmiseración por la pobre condesa, a quien

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apreciaban por su extraordinaria bondad. Colmaron de maldiciones a

Golo y juraron que al regreso, castigarían como merecía al infame

traidor, que tan inicuamente había obrado. De repente apareció el conde y, sujetando su escudero por

los hombros lo sacudió con fuerza

.- ¡Dime que todo no es cierto, Wolf!- aullaba Sigfrido Sin tener en cuenta la actitud del conde, motivada por el

profundo dolor que le dominaba, Wolf dijo:

.- Y lo peor señor….., lo peor es que Golo ahora está medio

enloquecido, porque dice que …¡¡que la condenó injustamente!

Sigfrido permaneció en silencio. La presión de sus manos sobres los hombros del escudero se relajó y, al fin, lo soltó

Sorprendido, Wolf le vio alejarse con decidido paso

.- Pero, ¿adónde vais, mi señor?

.- ¡Sígeme, buen Wolf! ¡Regresamos al castillo!

Conseguido el permiso del rey para retirarse a su casillo,

Sigfrido, acompañado de su escudero, se dispuso a realizar el viaje. Varios de los nobles que con él habían ido a la contienda le

siguieron también, con el fin de no abandonarle hasta dejarle en sus

vastos dominios, para asegurarse de que ningún percance le sucediera por el camino.

Apenas llegó a sus posesiones, muchas de las sencillas

gentes que habitaban en aquellos contornos acudieron a verle, avisadas unas por otras, velozmente, de su retorno. Todos se dirigían

a él con tono lastimero, para expresar con sus palabras que siempre

tenían presente el atroz fin que suponían había tenido Genoveva, su generosa ama.

.- ¡Qué terrible desgracia, señor!- exclamaba uno, aflijido-

¡Pobre condesa! ¿Qué final tan horrible el suyo!

.- ¡Con lo buena que era!- agregaba otro- Nadie podía decir

sino bien de ella.

Las mujeres lloraban al decir: .- ¡La culpa de todo la tuvo el intendente!

.- ¡Ese malvado Golo, señor quien no era digno de vuestra

confianza!

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El conde tras descender de su caballo, emocionado,

mezclóse con aquellas buenas gentes, que de un modo tan

espontáneo y franco le recibían, y saludó a todos afectuosamente, estrechando las manos que se le tendían, hablando con suavidad a

los ancianos, acariciando a los niños

Y ellos, para corresponder a su familiaridad, le explicaron todos los pormenores de lo acaecido y cuáles eran las opiniones que,

respecto al infausto caso, circulaban. Así Sigfrido pudo convencerse, una vez más, de la terrible injusticia que habían cometido con la

pobre Genoveva. No había ni uno, entre todos ellos, que expresara la

más pequeña duda respecto a su inocencia. En cambio, todos estaban de acuerdo en acusar a Golo, sobre el que lanzaban las más ardientes

maldiciones.

Complaciese el conde, en cierto modo, al oír las alabanzas que todos hacían de su esposa, pero, por otra parte, al considerar que

él mismo la había llevado la muerte le llenaba de hondísima pena. Y

fue con el corazón oprimido que, despidiéndose de aquellas gentes buenas, volvió a subir a su caballo para continuar su camino,

seguido por el leal Wolf y el resto de los caballeros.

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CAPITULO 21

Anochecía ya cuando el conde y sus acompañantes

avistaron el castillo. Había oscurecido, por tanto, y pronto pudieron darse cuenta de que en dicha residencia ocurría algo insólito. Fue el

propio Wolf quien, tras acercar su caballo al de Sigfrido, le dijo:

.- Mirad señor, las ventanas del castillo…¡Es extraño que, pese a lo avanzado de la noche, estén todas encendidas! ¿Qué debe

suceder?

.- No lo sé- repuso el conde, sorprendido- No acostumbraba a verse así más que en los días de grandes fiestas, cuando

iluminábamos nuestras mejores estancias.

Esto era precisamente lo que ocurría en el castillo. Golo, ignorante del regreso de su señor y seguro de que no debía esperar

tal vuelta en mucho tiempo- en caso de que regresara- estaba

celebrando una de sus orgías en compañía de quienes, traidores también del conde, le habían secundado en todo. Pero en realidad no

era alegría lo que había en el corazón del malvado. Jamás había

podido acallar los remordimientos que, ya la misma noche en que supuso tuvo lugar la ejecución, le asaltaron, y en vano intentaba

borrarlos de su mente, aturdiendose en los festines. Continuamente organizaba francachelas con tal objeto.

Cuando había ingerido bastante vino, olvidaba un poco el triste fin

de la inocente Genoveva, casi perdido en la inconsciencia, pero al recobrar de nuevo su pleno sentido, el remordimiento volvía a él,

más atroz que nunca, sin permitirle jamás completo sosiego.

Todos lo habían notado, y en especial los antiguos sirvientes, quienes al creer ciegamente en la inocencia de su buena

ama y permaneciendo leales al conde, veíanse obligados, sin

embargo, a obedecer a sus órdenes, por no estar expuestos a contingencias desagradables.

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Mientras tanto, Sigfrido y sus valerosos guerreros habían

llegado a la puerta del castillo y, entonces, el conde ordenó a sus

trompeteros que dieran la señal de arribo. El centinela que se hallaba en la plataforma de la torre contestó con las señales reglamentarias,

y todo cambió en el interior del castillo.

Golo y sus comensales levantarónse súbitamente de sus asientos, con el semblante alterado por la estupefacción, mientras

por todas partes se oía exclamar: .- ¡El conde! ¡El conde! ¡Ha regresado!

Golo, quién en lo último que hubiera esperado hubiese sido

aquel inusitado regreso, cuando aún seguía la lucha contra los sarracenos, se levantó, trémulo, y salió al encuentro de Sigfrido.

Fingiendo solicitud y naturalidad fue a sujetar las bridas del

caballo, en el que aún estaba montado el conde, para que él descabalgara. Pero si alguna duda tenía respecto a sus ideas hacia él,

la durísima mirada que su señor le dirigió bastó para quitársela. No

pronunció Sigfrido palabra alguna, pero el traidor sintiese desfallecer con aquella mirada.

Intentó sobreponerse, de todas formas, para poder afirmar

luego su completa inocencia, con tono y actitud convincentes, pero no podía conseguirla. Echó a andar delante del conde, pero las

piernas le temblaban y su paso era vacilante.

Siguieron así varias estancias del castillo, en las cuales el conde, cada vez más enojado, iba advirtiendo muestras de desorden

y disipación. Algunos de los invitados habían salido asustados de la

sala del banquete y permanecían ahora quietos, como estatuas, al ver pasar al conde con su impresionante aspecto, siendo sus rostros

temerosos la mayor prueba de complicidad

.- Buena vida veo que os dispensais a mi costa- dijo el conde gravemente, dirigiendose a los presentes.

A continuación, tras fijar sus ojos en la huidiza mirada de

Golo, el conde ordenó con voz cortante: .- ¡Entregadme todas las llaves del castillo, Golo!

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Con evidente temor, el intendente se apresuró a hacer

cuanto su señor le ordenaba. Sobreponiéndose a su temor, Golo se

dirigió a Sigfrido con voz vacilante: .- No os esperaba…señor…Sed…sed..bienvenido

.- Empiezo a comprender que no, Golo- grito el conde con

voz tonante- ¡Vengas esas llaves pronto!

Sin dejar de temblar, el intendente se apresuró a entregar lo

que le pedía: .- Las llaves mi señor…

.- Y ahora te ruego que no te muevas de aquí, Golo-

exclamó el conde, al tiempo que cogía las llaves- ¡Recibirás instrucciones!

Tras volverse a Wolf, Sigfrido añadió, con aquella gravedad

un tanto sombría que era característica en él desde que habían tenido lugar los trágicos acontecimientos que tanto le afectaban:

.- No le pierdas de vista, Wolf, y haz que mis hombres

ocupen todos los puestos de centinela, relevando a los que aquí dejamos.

Cuando penetró en la gran sala de armas, Sigfrido se

despojó del casco y de la espada. Después, al dirigirse a sus fieles sirvientes, les encomendó atendiesen a sus guerreros, quienes

llegaban muy fatigados del largo viaje, y finalmente ordenó que le

dejaran solo. Salieron, pues, todos y Sigfrido quedó de iie en medio de la

estancia, contemplando con triste mirada lo que le rodeaba. ¡Cuantos

recuerdos tenía todo para él! Y los últimos que guardaba de aquella estancia le llevaban siempre a la memoria de la imagen de su

hermosa y querida Genoveva, que ya nunca volvería a ver.

Sus pasos, algo vacilantes a causa de la emoción, le llevaron al primer lugar al aposento de su infeliz esposa. Hacía ya mucho

tiempo que permanecía cerrado por orden de Golo, quien no podía

soportar ni siquiera oír hablar de él, pues cuando alguien, al principio, lo había hecho se recrudecían sus remordimientos.

“¡Cielos!- murmuró para sí Sigfrido- Todo aquí parece

evocar su figura”

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En efecto, todo en dicha estancia estaba aún tal y como la

pobre Genoveva lo dejara aquel día en que, por orden de Golo, había

sido llevaba al calabozo donde tantos meses permaneciera. Tratando en vano de contener su emoción el conde dirigiose hacia el lugar

donde ella costumbraza a sentarse para bordar. En el bastidor veíase

un bordado a medio hacer. Representaba una corona de laurel, incrustada de perlas y rodeada de la siguiente inscripción: “A

Sigfrido, de su fiel esposa Genoveva”

Lo estaba confeccionando, amorosamente para el regreso de

su marido, a quien tanto echaba de menos, y él, al comprobarlo, notó

que su honda pena aumentaba todavía y crecía la emoción. Al levantar sus ojos de dicho bastidor vio su laúd sobre un cuaderno de

música, lleno de cantos y romanzas sencillas.

Veíase también en lugar preferente un libro piadoso, copiado con gran paciencia y primor por Genoveva, pues en

aquellos tiempos eran pocas las personas que supieran escribir. Ella,

que había aprendido, encontraba un goce singular en copiar los sagrados Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, con los que

suplía la carencia de imprenta, como hacían otros cristianos.

Así había aprendido también las sublimes enseñanzas de Jesús, que luego, como ya pudimos comprobar enseñó a su hijo.

Sigfrido abrió después los cajones de un mueble, en el cual

ella guardaba borradores de cartas que le había escrito, llenas de ternura e impregnadas de los más dulces y nobles sentimientos. No

obstante, aquellas misivas jamás llegaron a sus manos. ¿Cómo era

posible? Pensó que habría sido para él un alivio inmenso el recibirlas en aquel lugar de peligro, donde tanto echaba de menos su

exquisita compañía.

En aquellas misivas, demostraba Genoveva cuánto le quería. Confiábale en las mismas que todos los días rezaba por él, pidiendo

a Dios le librara de todo peligro y le devolviera al castillo sano y

salvo de la contienda con sus enemigos. Expresábale con amor la inmensa alegría que iba a sentir a su regreso, cuando saliera a

recibirle llevando en brazos a un niño o a una niña. Decíale también

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que, a causa de la falta de sus noticias, que mucho extrañaba, rezaba

sin cesar y padecía por él.

Extrañóse al leer aquellas frases ¿Falta de noticias? ¡Pero si él se las había mandado periódicamente, cuantas veces le fue

posible! Y por su parte, él tampoco había recibido ninguna de sus

cartas. Entonces, se cercioró de que era Golo quien no sólo había

retenido las que Genoveva le mandaba, sino también había interceptado las suyas. Tenía que hacerlo así, naturalmente, para no

despertar sospechas, ya que tanto el uno como el otro les hubiera

extrañado recibir misivas en las que el corresponsal se quejara de no haber tenido noticias.

Todo lo había planeado bien el traidor, y Sigfrido estaba

cada vez más convencido. Pero lo que no podía acabar de comprender eran los motivos que el indigno intendente tuviera para

obrar de este modo.

Cavilaba sobre aquellos hechos insólitos, los cuales no podía aclarar, cuando se abrió con lentitud la puerta de la estancia.

Sigfrido volvió hacia ella los ojos, con arrugas de preocupación en

su frente, y sorprendióse al ver en el umbral a la mujer del carcelero.

Al enterarse de la llegada del conde, la mujer había

respirado con alivio. ¡Por fin podría entregar la carta que le diera

Genoveva antes de que la llevaran al bosque para matarla! Anhelaba entregarla por dos razones. Una, para que la inocencia de su querida

dueña quedara patente ante los ojos de su esposo, y otra, para

quedar, a su vez, liberada de guardarla. Pues siempre temía que pudieran encontrarla, comunicárselo a Golo y sufrir su castigo

.- Excusadme, señor conde- dijo, avanzando tímidamente,

con la misiva en la mano- Sé que os extrañará que entre ahora en este aposento, pero es algo muy importante lo que aquí me trae.

El sentía afecto por aquella mujer, a la que su esposa había

favorecido mucho, en especial cuando estaba enferma, y, aunque en aquel momento toda intromisión le molestaba, contestó con

benevolencia:

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.- No es ocasión adecuada, desde luego, pero, si es algo

importante como dices, acércate más y habla

Así lo hizo, ya con mayor confianza, aunque no sin que un temblor recorriera todo su cuerpo. Cuando estuvo junto a Sigfrido,

sin poder evitar que la emoción hiciera subir lágrimas a sus ojos,

murmuró: .- Quiero entregaros una carta que me dio vuestra esposa,

nuestra señora condesa, la ,misma noche de su muerte. Al escuchar tales palabras, la faz del conde cambió por

completo. La emoción en que le sumiera la lectura de aquellas cartas

adorables volviese interés y, con una nueva luz en las entristecidas pupilas, preguntó:

.-¿Una carta suya? ¿Te la dio a ti?

.- Si, señor conde. Fui a verla para comunicarle que había de morir aquella noche. Sentía mucha pena por ella y quise prevenirla

para que estuviera preparada. Además, se lo dije poco a poco, los

verdugos no habrían tenido esa precaución. Al recordar aquella horrible noche se contrajo el rostro de

Sigfrido, y fue con creciente pena que la oyó decir:

.- Le dije que si quería darme algún encargo, yo lo cumpliría. Y entonces me pidió enseres de escribir…luego me

encargó esta carta.

Las lágrimas corrían por las mejillas al entregarselas a Sigfrido, quien la tomó, anhelante y temeroso al mismo tiempo.

Presentía que en ella, Genoveva haría protesta de inocencia,

expresando la verdad, que hasta entonces nadie había podido revelarle.

.- Ved, señor, lo que luego me dio- prosiguió la mujer. Y le

mostró el collar de perlas que Genoveva le entregara, como recompensa por su solicitud.

Al verlo, el conde alargó la mano, profundamente

emocionado, lo tomó y lo llevó a sus labios con vehemencia. Era el collar que él le regalara, pero el cuello que, con tanta majestad y

sencillez al mismo tiempo, lo llevara había sido segado por el hacha

del verdugo.

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Tratando de contener la desesperación que le invadía,

devolvió el collar a la que ahora era su legítima dueña y, tras

desenrollar la carta, leyó de prisa cuanto Genoveva escribió, lo cual ya conocemos…¡Y un estremecimiento de horror sacudió su ánimo!

.-¡Un hijo….¡Un hijo mío y murió con ella…! – exclamaba

dolorido- ¿Cómo pude ser yo la causa de tu desgracia, querida Genoveva? ¡Tuve que ser yo, precisamente, que te amaba tanto,

quien ocasionara tu muerte!

.- No os aflijais señor- intentaba consolarle la mujer- Lo

hecho, hecho está y ya no tiene remedio. Os dejásteis llevar por la

cólera y esto jamás es recomendable. Pero os habéis arrepentido y Dios será vuestra contricción.

Tras sobreponerse a su intensísima emoción se acercó al

umbral de la puerta y llamó a grandes voces a su fiel escudero

Wolf no tardó en presentarse ante el conde

.- ¿Me llamabais mi señor?

.- ¡Que encierren a Golo en la peor de las mazmorras, pronto!- ordenó tajantemente Digerido.

Y lo mismo mandó respecto a sus cómplices, pues igual que

él, le habían traicionado. Los soldados se sintieron muy satisfechos de poder cumplir

aquella orden y fue con verdadera complacencia que se presentaron

ante el infame para conducirle a la mazmorra, luego hicieron lo mismo sus compinches. Finalmente, empezaba a resplandecer la

verdad.

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CAPITULO 22

Sigfrido apenas durmió aquella noche. Las frases de la carta de Genoveva, tan sencilla y emotiva al mismo tiempo, se habían

grabado tanto en su mente que sin cesar las estaba repitiendo en su

interior, sin poder evitar que una pena intensa le lacerase el corazón. Sucedierónse algunos días y, al fín, Sigfrido, más dueño de

sí, mandó llamar a su antiguo intendente.

Por causa de las recomendaciones de Genoveva, no fue con odio que miró el conde a Golo una vez que le tuvo en su presencia,

sino con una dolorosa reconvención, y le dijo así:

.- ¿Qué daño causé yo, Golo, para que tú me atrajeses una desgracia tan atroz? ¿Qué mal pudieron ocasionarte mi esposa y mi

hijito para que te convirtieras injustamente en su verdugo? Ten

presente que, cuando llamaste a las puertas de este castillo, eras sólo un muchacho desvalido, sin protección alguna. Yo te ayudé desde

aquel mismo instante, te colmé de atenciones y de beneficios, pues

me inspiraste afecto, y acabé por darte mi confianza. Golo, quien al saber la orden de encarcelamiento se sintió

perdido, había acudido temblando a presencia del conde, a pesar de

su firmeza, pues esperaba hallarle furioso, invadido por justificada ira. Estaba dispuesto a negar su culpa, manteniéndose firme en su

posición, para salvar su vida, pero la suave actitud de Sigfrido, que

parecía en cierto modo como la de su hermano, le desarmó. Su corazón, endurecido por la ambición y la

concupiscencia, guardaba todavía un poco de sinceridad, y las

palabras de Sigfrido le conmovieron tanto que exclamó, con la cabeza inclinada y la mirada esquiva:

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.- Si, mi señor…¡soy un miserable! Cegado por mi

desmesurada ambición urdí un plan para apoderarme de vuestro

patrimonio. Al ver que no conseguía mis propósitos temí por mi vida. Cuando vos regresarais, ella os contaría lo sucedido, diciendo

que no podíais confiar en mí, ya que así me había portado.

Conociendo vuestro carácter, comprendí que todo estaría perdido para mí. Entonces planeé su muerte. De este modo nada podría

decir, se llevaría mi secreto y yo podría seguir disfrutando de vuestro favor ¡Merezco mil veces la muerte, mi señor!

.- No, Golo, no- murmuró el conde-¡La muerte sería poco

para ti! Vas a pudrirte en vida ¡ Te encerraré en un lugar donde jamás veas un rayo de sol!

Ordenó a los soldados que se llevaran de nuevo a Golo para

encerrarle, pero, una vez solo, comprobó que la certidumbre de la inocencia de su esposa, si bien le tranquilizaba por un lado, le

entristecía más aún por otro, que le hacía ver todavía con más

claridad su atroz injusticia. Al día siguiente, Sigfrido mandó celebrar solemnes

funerales por el alma de la condesa y su hijo.

Finalmente, con el transcurso de los días, su desesperación fue cediendo, pero sólo para dar paso a una nociva tristeza que

minaba poco a poco sus fuerzas.

Los caballeros de la región, buenos amigos suyos, que se habían enterado de la verdad del caso y comprendían su

inconsolable dolor, acudían al castillo para visitarle, solícitos, y le

invitaban a sus residencias, con el fin de distraerle de aquella obsesión que temían acabara con su vida.

Mas todos los esfuerzos resultaban vanos. No podían

conseguir que Sigfrido abandonara el castillo. Permanecía horas y horas en la habitación de Genoveva, entre las cosas que le habían

pertenecido y que parecían hablarle de ella. Y con frecuencia se le

veía también en la capilla, orando o sentado en silencio, como si en aquel lugar se sintiera más cerca del alma de la desdichada

Pasaron seis largos años…seis largos años, sin que Sigfrido

supiera que, lejos de su castillo, Genoveva y su hijito seguían con

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vida. Al igual que en otras ocasiones, aquel día, Genoveva y

Desdichado daban uno de sus habituales paseos. El pequeño tenía

siete años y ella comprendió que era ya hora de que le hablara de su padre, de su idolatrado esposo, que tantas veces la pobre había

echado de menos en sus desesperanzadora soledad. Pasados unos

momentos, y tras hacer acopio de fuerzas dijo: .- Oyeme bien, hijito, pues voy a decirte algo de mucha

importancia. Hasta ahora cuando pronunciaba la palabra “padre”, siempre me refería al que tenemos en los cielos. Pero ya es preciso

que sepas también que aquí en la tierra tienes un padre, como lo

tienen los pajarítos y los animalillos del bosque, según ya has visto. Una expresión de gozosa sorpresa apareció en el rostro de

Desdichado.

.- ¿Tengo otro padre? ¿Uno de carne y hueso, parecido a ti?

.- Sí, hijo

.- ¿Y podría verle y hablarle y él me responderá? ¿No es

como el Padre celestial, que está siempre callado y que aún no he podido ver?

.- No, no es como El. Y podrás hablarle y él te responderá, y

no podrá por menos que quererte cuando al fin te conozca. .- Mamá…¿sabes que todo eso que me cuentas, de mi padre,

me gusta muchísimo oírtelo?

Repentinamente, el gozo del niño se trocó vacilación. Su pequeño entrecejo estaba fruncido. Poco después preguntaba con

cierta congoja:

.- Si pude hablar y, por tanto, andar como nosotros, ¿por qué no ha venido a vivir aquí? ¿Es tal vez uno de esos hombres

malos de los que me hablas?

.- No, hijito- se apresuró a responder ella- Es muy bueno, pero no sabe que estamos abandonados en este lugar. Cree que

hemos muerto y que yo fui una mujer mala, porque así se lo hizo

creer con calumnias un hombre malvado que tiene a su servicio

De nuevo intrigado, Desdichado preguntó:

.- ¿Qué significa eso de calumnias?

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Genoveva al recordar aquellos afrentososos días, los

terribles meses pasados en la cárcel como una criminal, no pudo

contener las lágrimas. Y fue con voz quebrada por la emoción que le respondió:

.- Calumnia quiere decir…atribuir a una persona…una mala

acción que no ha cometido…

.- No…no lo comprendo bien mamá.

.- Claro. Eres demasiado pequeño para entender estas cosas. Te lo aclararé con un ejemplo. Si un hombre dice que otro ha

matado a alguien, y no es verdad, esto es una calumnia. Como si una

mañana la cierva apareciese muerta y yo te dijera: “Tú has matado a la cierva” sin que la hubieras tocado siquiera. Esto sería una

calumnia.

.- Ya lo voy entendiendo. Se sintió entonces indignado, pues su pequeño corazón

comenzaba a experimentar toda clase de sentimientos y

seguidamente exclamó: .- ¿Cómo puede ser que los hombres hagan esto? Es un

pecado, según comprendo por lo que me has hablado de ellos, y

ahora sí que veo que esa gente debe ser muy mala para portarse así. .- No todos lo son, por fortuna. Pero el hombre que tiene la

culpa de que estemos aquí, sí lo es, y mucho. Mi esposo, tu padre,

creía que era noble y leal. ¡Bien supo engañarle con su hipocresía!

A continuación Genoveva explicó a su hijo cuanto pudo

respecto aquel asunto, o sea lo que comprendía podría entender él de

aquel doloroso y repugnante caso.. Al termino de su relato, Genoveva sintió que el niño la

abrazaba dulcemente, al tiempo que le decía con la más tierna de las

voces: .- Mamá, debo decirte que eres buena… ¡La madre más

buena y valerosa del mundo!

Y Genoveva comprendió que aquel cálido homenaje de su hijito la redimía de todas las humillaciones pasadas.

Torturado por los remordimientos, el conde Sigfrido

empezó a pensar dónde se hallaría el sepulcro de Genoveva, pues

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seguramente, supuso, los verdugos habían enterrado su cuerpo en

aquel lugar del bosque en el que la ajusticiaron. Deseaba saberlo

para acudir a rezar en él y hacer trasladar sus restos para que recibieran los póstumos honores, siendo guardados en el panteón

familiar.

Mas, cuando intentó averiguarlo por todos los medios, nada consiguió. Se sabía que Genoveva, con el niño, habían sido llevados

a un sitio intrincado de los bosques que rodeaban el castillo, pero nadie conocía el lugar exacto.

En cuanto a Conrado y Roger, los supuestos verdugos de la

condesa, no estaban ya en la comarca. Ambos empezaron a experimentar remordimientos por el hecho de haber abandonado a la

condesa y a su hijo en lo más profundo del bosque, expuestos ambos

a una muerte cierta. Ambos hombres, al ver que no podían conservar la

tranquilidad, tomaron una resolución. ¿Cuál fue esta? Nadie lo supo

con exactitud, excepto sus familiares que permanecieron allá. Sólo supieron que se habían marchado del condado. En cuanto a Golo,

quien bastante tenía con sus remordimientos, ni se enteró de ello.

Lejos pues, los supuestos verdugos, el conde comprendió que, por más que se empeñara, no lograría hallar los restos de su

esposa y su hijito y más tarde mandó erigir un monumento en la

capilla de la iglesia, en la cual debía figurar, en letras de oro, una inscripción que perpetuase de memoria de la infeliz Genoveva y su

hijo.

Anhelaba que la posteridad conociera la historia de su desgraciada esposa, creyendo realmente que ésta había finalizado en

el momento que la lanza del verdugo se abatiera sobre su desdichado

corazón. Ignoraba que el destino le reservaba muchas sorpresas

respecto al asunto, según ya se supondrá. Pues, como ya sabemos,

fueron sietes los años que Genoveva y su hijo permanecieron en el bosque, sin poder comunicarse con nadie.

Durante aquel tiempo, Sigfrido siguió creyéndoles muertos.

Nada hacía sospechar lo contrario. Sólo Conrado y Roger, de haber

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permanecido en el condado, habrían podido confesar la verdad. Sin

embargo, Dios había dispuesto que Genoveva y su esposo volvieran

a encontrarse.

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CAPITULO 23

Pasó mucho tiempo antes de que el conde se sintiera con ánimos para salir de su castillo. En primer lugar, el dolor lacerante

que sentía por la injusta muerte de Genoveva le impedía gozar de

nada. Lo que más le seducía, sin embargo, de cuanto le proponían eran las partidas de caza. Antes de que la guerra le alejara de sus

lares, ésta había sido su diversión favorita. En cierta ocasión, su fiel

escudero Wolf le propuso organizar una cacería en la que participaran todos los caballeros que le habían dado pruebas de

amistad. Después de algunos instantes de vacilación, el conde

accedió, pues comprendió que no podía defraudar a sus amigos. .- Creo que vuestra decisión es la mejor de cuantas habéis

tomado desde que regresamos de la guerra- dijo el escudero con

gran satisfacción. Incluso los sirvientes se alegraron de la decisión de su

señor, por cuya salud temían.

Al día siguiente, la partida de caballero se dirigió al bosque. Wolf tiró de las bridas de su caballo y se aproximó al conde.

.- ¿Sabéis una cosa, señor?- exclamó gozoso el buen

escudero- ¡Sentía grandes deseos de veros cabalgar de nuevo!

Por vez primera, desde que aquellos trágicos sucesos

ensombrecieron su vida, el conde Sigfrido esbozó una sonrisa.

Después de varios días de viaje, los caballeros acamparon. Se disponían a comer cuando el ronco sonido del cuerno de caza

manejado por los rastreadores llamó la atención del conde.

.-¡Alguno de los hombres ha visto una pieza!- exclamó el conde.

En efecto, un hermoso ejemplar de ciervo había sido

divisado.

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.- ¡Es un ciervo enorme…! ¡Avisad al conde!

Pero Sigfrido- que había visto también aquel animal- se

hallaba ya a galope, tras la huella del mismo. Decidido a obtener aquella hermosa pieza, el conde preparó

su arco y disparó sobre el animal. Pero éste, ligero y elástico,

apresurose a huir del súbito ataque. Sigfrido no se dio por vencido, no obstante. Más resuelto

aún a cobrar aquella magnifica pieza, fue velozmente en su seguimiento. Pero era en vano que tratara de alcanzarla. La cierva

corría más. Espoleado en su amor propio, sin embargo, el conde

continuó siguiéndola, sin darse cuenta de que se alejaba mucho de sus amigos.

Era aquella una verdadera y singular lucha, en la cual, y sin

que él pudiera darse cuenta aún, en aquel momento, la Providencia jugaba un gran papel. Seguía huyendo la cierva del obstinado

cazador, pero éste no cejaba. Hubiera podido abandonar aquella

presa para buscar otras, pero no tenía en aquellos instantes más que una idea fija. ¡Matar aquella hermosa cierva que con tanta habilidad

se había escapado de su puntería!

De este modo, uno en pos de la otra, pasaron entre arbustos y malezas, saltaron peñas, cruzaron barrancas y ascendieron. Parecía

una carrera que no fuera a tener fin.

Finalmente la cierva, que al huir habíase encaminado, naturalmente, al lugar donde acostumbraba a cobijarse, pasó

hábilmente por entre una espesa maleza, llegando al fin, como fuera

de su propósito, a su madriguera. Esta no era otra, como ya se habrá supuesto, que la cueva en

la cual habitaba Genoveva y su hijo desde hacía siete años. La

cierva, sin saberlo, había ejercido la misión de enlace entre Sigfrido y aquella esposa a quien creyera muerta.

En cuanto al conde, llegó un momento en el cual la aspereza

de la maleza cerró por completo el camino a su caballo. Dándose cuenta de que no podría seguir persiguiéndola montado, descabalgó,

y, atando a un árbol su corcel, prosiguió a pie la persecución del

animal, guiado por las huellas que dejara sobre la nieve.

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Desde el umbral de la cueva, Genoveva y Desdichado se

percataron de la presencia de la cierva.

.- ¡Mira mamá!- observó el pequeño-¿Por qué vendrá tan deprisa? ¡Y parece asustada!

Después de muchos esfuerzos, Sigfrido consiguió llegar

hasta la cueva. El camino había sido duro, pero se decía ahora que por fin iba a obtener el premio a su constancia. Si la cierva, como las

huellas indicaban, había entrado en aquella cueva, ya no podía escapársele.

Se aproximó a la misma, pero de momento, acostumbrados

sus ojos a la luz del día, no vio nada en el interior. Penetró en ella convencido de hallar sólo al animal tan tenazmente perseguido. Pero

cual no sería su asombro al distinguir en la penumbra a una persona.

.-¡Dios mío!-exclamó Sigfrido , sintiendo como si la tierra fuera a hundirse bajo sus pies.

Tanto había cambiado Genoveva, que Sigfrido, el cual había

retrocedido, asustado, ni siquiera logró reconocerla. Genoveva por su parte, con extraordinario asombro, había reconocido a su esposo.

A pesar del tiempo transcurrido no había cambiado mucho ¡Si, era

él!, era él!

Sin detenerse a pensar de la extraña circunstancia de tenerle

frente a ella, exclamó con voz desfallecida:

.- Sigfrido, soy tu esposa Genoveva ,a quien sentenciaste a muerte ¡Pero soy inocente! ¡Dios lo sabe!

Sigfrido había retrocedido más aún al escuchar aquellas

palabras ¿Sufría de nuevo alucinaciones? Al regresar a su castillo, después de la guerra, las había padecido. A veces, al entrar en una

estancia del mismo, creía ver a su esposa. Con rapidez se desvanecía

su visión, pero en los días que esto sucedía, la desesperación volvía a dominarle. Ahora, al ver frente a sí aquella extraña figura, creyó

padecer nuevamente un delirio.

Pero al oírla hablar temió que fuera el espectro de ella misma quien tenía delante, dispuesto a pedirle cuentas del injusto

proceder. Por eso dijo asustado:

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.- ¿Eres el alma de mi difunta esposa Genoveva? ¿Vienes tal

vez a cens8urar mi comportamiento? Tal vez fue en este sitio donde

se cometió el terrible crimen ¿Sepultaron acaso tu cuerpo cerca de esta cueva? ¡O!, he buscado inútilmente cuál pudiera ser tu última

morada, para recoger tus restos y concederles los honores que se

merecían y que de manera injusta te arrebaté!

Miró al suelo, hondamente impresionado y luego prosiguió:

.- Tal vez tus despojos se subleven al pisar yo la tierra que se tiñó con tu sangre por mi causa. Tu alma no permite que los pies

de un asesino se acerquen a la pacífica tumba dende reposan tus

cenizas. ¿Quieres arrojarme de este lugar, donde crees que no soy digno de estar?

Al oír tan extrañas palabras, Genoveva iba comprendiendo

por ellas lo muy arrepentido que su esposo se mostraba por su culpa, más era tal su emoción que sus labios no lograban despegarse. Y le

oyó seguir diciendo:

.-¡Aléjate de mi, alma, pues tu sola presencia me tortura de nuevo, haciéndome recordar todo el pasado drama! Vuelve a tu

morada celestial, en la que mereces estas, y ruega a Dios por mí, que

no puedo hallar la tranquilidad a causa de mi crimen ¡Pero no te vayas! Tu presencia me angustia y me complace al mismo

tiempo…¡Si yo pudiera verte resplandeciente de luz y no con este

triste aspecto!

Al ver que el espanto de Sigfrido aumentaba, pues la miraba

con ojos dilatados por el horror, siguió diciendo con suavidad y

ternura entre lágrimas: .- Dudas de lo que te digo porque crees que me asesinaron.

Iban a hacerlo, es cierto, pero no fue así. Supliqué a mis verdugos

que nos dejaran en el bosque, y así pude salvar mi vida y la de nuestro hijo.

El conde continuaba inmóvil, como petrificado, sin poder

articular una sola palabra. Escuchaba las frases de su esposa, pero tan perturbada se hallaba su mente que apenas les encontraba

hilación. Sólo seguía mirándola con fijeza, aún con la creencia de

que se hallaba ante un fantasma

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Al verle angustiado, la ternura compasiva de Genoveva

creció. Y su expresión fue realmente angelical, a pesar de lo

demacrado del semblante, cuando murmuró: .- ¡Cálmate, esposo mío, querido Sigfrido! Vuelve en ti.

Estás obsesionado por la idea de que soy un fantasma. Pero no es

así. ¿Es que no te das cuenta de que mi presencia es humana, de que mi voz, aunque sea débil, surge de unos labios verdaderos? Mírame

bien y te convencerás de que no sufres ningún delirio. Verás que soy tu esposa, que aún vive, y que en adelante seguirá viviendo para ti.

Al recordar de pronto la sortija que él le había regalado,

levantó la mano y poniéndola delante de sus ojos agregó:

.- Mira esta sortija que me regalaste. Tócala. Siempre la he

conservado como un recuerdo tuyo y, al contemplarla, venían a mi

mente muchos recuerdos hermosos, que me ayudaban a subsistir. Cuando vio que, aunque parecía calmado, Sigfrido acababa

aún de convencerse, sumido todavía en aquella pesadilla, Genoveva,

levantó los ojos al cielo, angustiada y suplicó:

.- ¡Dios mío! ¡Abrid los ofuscados ojos de mi esposo para

que pueda reconocerme! ¡Sacadle del estado en que le ha dejado el

verme inesperadamente, después de tanto tiempo de creerme muerta!

Como si las solas palabras de la improvisada plegaria ya le

ayudasen Sigfrido parpadeó, igual que si saliera de un sueño. Su terror iba disminuyendo y la claridad volvía a su mente.

Poco después, al contemplarla con una nueva expresión,

como si sólo entonces pudiera comprobar sus contornos humanos, exclamó:

.-¡Oh! ¡Ahora veo que eres tú realmente, Genoveva, mi

querida esposa!

Cayó de rodillas, aniquilado por su profunda emoción, y

permaneció largo rato sin pronunciar ninguna otra palabra,

contemplando el demacrado rostro de la mujer. Al fín, tras prorrumpir en un llanto incontenible, añadió:

.- Por mi causa te encuentras en tan lastimoso estado. Por

culpa de un loco impulso mío has tenido que vivir abandonada

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durante todos estos años. ¿Será posible que puedas perdonarme

cuando yo mismo estoy horrorizado de mi proceder y no me atrevo a

levantarme?

.- No tengo nada que perdonarte, esposo mío- repuso

Genoveva, con lágrimas resbalando por sus mejillas- Nunca te he

culpado de nada, pues sabía que sólo obraste impulsado por el ardid de un malvado. Estaba segura de que al reaccionar sufrirías mucho y

también padecía por ti. Jamás te he olvidado, Sigfrido, y en este destierro, donde tantas horas tenía para hacerlo, he rogado mucho

por ti.

Al ver que, a pesar de cuanto le decía, continuaba a sus pies, agregó amorosamente:

.-¡Levántate y ven a mis brazos! ¿No comprendes aún que

no te guardo ningún rencor?

El se levantó y, mientras la abrazaba con fuerza, dijo:

.- ¡Dime que eres tú,. Genoveva, mi esposa…! ¡Tú, surgida

de las tinieblas!

.- ¡Sí, soy yo, Sigfrido…!

Pronunciadas estas palabras, permanecieron en silencio

durante largo tiempo, y en el bosque sólo se oía el murmullo de los pájaros junto al latir de sus corazones.

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CAPITULO 24

Llegó Desdichado, andando descalzo por encima de la

nieve. Al ver aquel desconocido personaje, tan lujosamente vestido, con el brillante yelmo adornado con plumas en la cabeza, quedó

muy impresionado.

Pero, al observar que su madre tenía el rostro lleno de lágrimas, supuso que el desconocido quería causarle daño, razón por

la cual exclamó con ímpetu:

.-¿Qué tienes mamá? ¿Quién es este hombre? ¿Es uno de aquellos malvados de los que me hablaste? ¡Yo te defenderé!

Tendiendo los brazos a su hijo, Genoveva repuso sonriendo:

.- Nada malo ocurre, pequeño ¡Abraza a tu padre hijo mío!

Sigfrido se enorgulleció al verle tan sano y hermoso, mas al

contemplar la tosca piel que cubría sus desnudos pies, la piedad se

unió a su satisfacción y le hizo exclamar con voz vibrante, al tiempo que le abrazaba fuertemente:

.- ¡Pobre, hijo mío! ¡Ven a mis brazos!

Genoveva, dominada por una emoción infinita, dijo con voz trémula:

.- Abrázale, hijo mío, y dale las gracias a Dios por esto…¡Por esto y por no habernos abandonado nunca!

Durante un rato, los tres permanecieron en silencio, como si

quisieran hacer partícipe al Creador de la inmensa dicha que les invadía elevando hacia él plegarias mentales, con ese mudo lenguaje

que ninguna lengua humana es capaz de expresar.

Pasados aquellos instantes, que a todos les tuvieron como sumidos en un éxtasis inexpresable, Genoveva rompió el silencio. Y

la primera pregunta que le brotó de los labios fue:

.- Esposo mío ¿sabes si viven todavía mis padres?

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.- Si, querida. Viven aún. Siempre me he preocupado por

ellos y me consta que su vejez es placentera. Sufrieron y aún deben

sufrir por ti, pero siempre te creyeron inocente, y Dios habrá mitigado su dolor en el transcurso de los años. Apenas lleguemos al

castillo, les enviaré un mensaje para comunicarles la extraordinaria

noticia de haberte hallado viva. Mientras estuvieron sumidos en el éxtasis que les produjera

el inesperado hecho, apenas se dieron cuenta del frío reinante. Pero entonces, al sentir el estremecimiento, Genoveva tomó de la mano a

su esposo y le condujo hasta el interior de la cueva, donde la

temperatura era más soportable. Sigfrido era tan alto que no podía permanecer de pie en el

interior sin inclinarse, y fue de este modo que contempló las paredes

húmedas, el lecho de musgo, las calabazas que servían de vasijas, las cestas de mimbre que frabricara Genoveva…Nuevamente le invadió

la pena al considerar de qué modo habían tenido que vivir aquellos

pobres seres durante siete años. Era un verdadero milagro que hubieran podido subsistir

.- Al ver esta miseria, mi remordimiento vuelve a

mortificarme. ¿Cómo es posible que hayais podido estar en este lugar, privados casi por entero de recursos, durante varios años? En

realidad la Providencia de Dios tiene que haberos acompañado

siempre. ¡Y todo esto lo tuvo que sufrir la hija de un duque, que en otro tiempo comiera en vajilla de oro y plata! ¡Qué diferencia tan

enorme de tus lujosos vestidos de antes a este tosco atavío que has

tenido que llevar! Fuiste educada con suma atención, servida por fieles criados, cuidada con todo esmero y, en cambio, aquí la miseria

más completa ha sido tu compañera. ¿Cómo puedes seguir

amándome después de haber padecido tanto por mi causa?

Con una sonrisa, que demostraba la gran felicidad que

poseía, Genoveva respondió:

.- No creas que sólo penas hayamos tenido aquí. También hemos gozado de grandes alegrías, aunque parezca extraño, pues

aquí yo he aprendido a conocer y a amar a Dios y he podido

enseñarle a nuestro hijo las maravillas de la naturaleza.

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Y Genoveva empezó a relatarle los hechos más

sobresalientes de su vida en aquel destierro.

Más tarde, Sigfrido, su esposa y Desdichado, acompañados de la leal cierva, abandonaron la cueva. Genoveva y su hijo lo

hicieron con emoción, pues en no en vano había sido su morada

durante siete años. Al reunirse con los amigos del conde, aquellos quedaron

estupefactos cuando vieron que, junto a éste, había una mujer pálida y delgada, con el largo cabello suelto y la capa de Sigfrido, roja y

forrada de piel, encima. Y se asombraron aún más al ver que el

conde llevaba el niño en brazos. Sigfrido relató a sus amigos el insólito hecho, y explicó al

final la providencial manera con que había llegado a la cueva donde

ellos habitaban. Y aunque de momento no podían comprender con exactitud

lo acaecido, todos experimentaron gran alegría. Los que habían

conocido a Genoveva, porque sabían de su bondad y sus virtudes; aquellos que no habían visto antes de entonces, porque oyeron

hablar también de la terrible injusticia que con ella se había

cometido, según creían, y la admiraban como a una mártir. El conde llamó luego a dos caballeros de los que le

acompañaban y les rogó que fueran al castillo, para volver lo antes

posible con vestidos de la condesa y una litera para conducirla a su residencia. Les encargó, al mismo tiempo, indicaran a la

servidumbre que quedaba en el castillo prepararan a Genoveva un

recibimiento digno de su alcurnia. La noticia del encuentro de Genoveva y del niño,

transportados al castillo por los dos caballeros, con la orden del

conde de que prepararan a Genoveva un recibimiento digno del caso, habia corrido como reguero de pólvora y, cuando habían

traspuesto los senderos intrincados del bosque y salido al camino

general, la comitiva se encontró con una verdadera muchedumbre de persona de todo sexo y condición, que acudían presurosas a rendir

tributo a aquella condesa a quien ya habían llorado por muerta.

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De entre la muchedumbre que se extendía a las orillas del camino

surgieron de pronto dos hombres, que se aproximaron a la litera.

Eran Conrado y Roger, los cuales explicaron a Genoveva que habían ido en peregrinación a Tierra Santa para mitigar el remordimiento

que sentían por no haberla conducido a Brabante, con sus padres, en

lugar de dejarla abandonada en el bosque. Estaban pasmados ahora al verla sana y salva, y así se lo dijo entonces uno de ellos:

.- ¿Cómo puede ser, buena señora, que hayáis podido subsistir en aquel lugar durante tanto tiempo? Nosotros estábamos seguros de

que tanto vos como vuestro hijo habríais muerto, y de aquí partía el

remordimiento que poco a poco se fue infiltrando en nosotros y nos convirtió en peregrinos.

Genoveva, tendiéndoles afectuosamente la mano, dijo:

.- Quedad tranquilos, pues ningún rencor siento hacia vosotros. Pensad que, después de Dios, es a vosotros a quienes debo agradecer

seguir con vida.

Tras dirigirse hacia su hijo, añadió: .- También tú has de estarles agradecido, hijo mío, pues estos

hombres tenían orden de matarnos, pero, arriesgando mucho,

prefirieron seguir la ley de su conciencia en lugar de las órdenes recibidas.

.- Petro todavía hicimos poco- insistió Conrado, haciéndose eco de

la opinión de los dos-Entonces creímos haber sido muy generosos, pero con el tiempo fuimos comprendiendo que lo que debíamos

haber hecho era arriesgarlo todo y conduciros a casa de vuestros

padres. Al levantar los ojos vieron a Sigfrido, en quien hasta entonces no

habían reparado y, tras reconocerles, se postraron a sus pies,

pidiéndole perdón y agradeciéndole las bondades que había tenido para con sus esposas e hijos.

.-Yo no sabía que vosotros habíais salvado la vida de mi esposa y de

mi hijo- repuso el conde- y, al socorrer a vuestras familias me guié por una noble petición que mi esposa me hacía en su última carta,

aunque también impulsado por el precepto que Jesucristo nos legó y

que dice : “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos

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107

alcanzaran la misericordía” Levantaos, pues, y marchaos en paz, ya

que ahora no sólo seguiré ayudando a vuestras familias sino también

a vosotros mismos, que tan valerosos os mostrasteis en aquella terrible circunstancia.

Ambos peregrinos se alzaron del suelo y se unieron a la multitud que

seguía la litera en la que iban Genoveva y su hijo. Durante el trayecto, Roger decía a Conrado:

.- ¿Ves ahora cómo yo tenía razón al decir que siempre hemos de practicar el bien, aunque a veces parezca que con ello vamos a labrar

nuestro propio perjuicio? En este momento puedes comprobar cómo,

mas pronto o más tarde, las buenas acciones tienen su recompensa. Sigfrido envió la noticia a los ancianos padres de su esposa, los

cuales se pusieron en camino hacia el castillo de su hija, en

compañía del obispo que celebró el matrimonio. Emocionante en grado sumo fue la entrevista entre la condesa y sus

padres. Todos lloraban a raudales, pero esta vez las lágrimas eran de

alegría. Transcurridos los primeros transportes, el duque exclamó: .- Ahora ya puedo morir tranquilo pues mis ojos han podido ver este

día

Y la piadosa duquesa, mientras estrechaba a su hija entre los brazos exclamó:

.- También yo puedo morir contenta, querida hija, ya que vives aún

y ha sido reconocida tu inocencia. Habían llevado hasta allí a Desdichado y, al ser presentado a sus

abuelos, éstos se llenaron de gozo:

.- ¿Este es nuestro nieto? ¡Qué sano y hermoso! ¡Ven a nuestros brazos!

Mientras lo besaba con indescriptible cariño, el duque exclamó:

.- ¡Dios te bendiga, hijo mío!

Y la duquesa, oprimiéndole también contra el pecho fuertemente,

como si aún no pudiera acostumbrase a aquella maravillosa idea.

Añadió: .- ¡Esto ha sido como un milagro! Nunca creía estrecharte entre mis

brazos, pequeño mío, ni volver a ver a tu pobre madre ¡Dios nos ha

devuelto la dicha multiplicada!

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El obispo Hidolfo, que había permanecido algo apartado para

permitir a los padres la natural expansión familiar, se aproximó

entonces a Genoveva que no había reparado todavía en él. Sigfrido, junto a ella para darle la bienvenida, llevando de la mano a

Desdichado, y el santo varón, después de haberles dado su bendición

dijo: .- El Señor ha cumplido lo que en la época algo lejana de vuestra

boda permitió que yo vislumbrara. Cierto es que habéis padecido, pero ahora encontraís cumplida recompensa para vuestros

padecimientos, pues sin dolor no puede obtenerse la verdadera

felicidad. El camino que conduce a la eterna salvación es difícil, pero, como veis, también se encuentran rosas en él, a pesar de los

espinosos cardos. Durante estos duros años, Genoveva ha probado

su fe y su confianza, su paciencia y su valentía. Ha podido demostrar su caridad para con sus mismos enemigos y verdugos y, en fin, todas

las virtudes que posee, engrandeciéndose por medio de tales

pruebas. Todos los presentes permanecían en reverente silencio, escuchando

las frases del digno prelado, que hablaba lentamente pero con gran

seguridad. Y a continuación le oyeron decir: .- En cuanto a Sigfrido, ha podido aprender, con esa dura

experiencia, los efectos perniciosos, los incalculables males que

pueden acarrear a los seres al dejarse arrastras por el impulso de las pasiones, pudiendo cerciorarse de cuán saludable es el someter todas

las inclinaciones al imperio de la razón. Ha sufrido mucho, pero este

padecimiento le habrá sido muy útil. En cuanto a Desdichado, puede afirmarse que en aquel destierro ha a prendido a amar y a conocer a

Dios, mejor sin duda que lo habría hecho en este castillo, en el cual

se habría visto rodeado de toda clase de comodidades y distracciones, las cuales apartan con frecuencia al ser del camino

recto.

Al oírse nombrar por aquel varón de aspecto bondadoso, también el niño había puesto suma atención en lo que decía.

.- Allí ha desarrollado este niño la modestia, la sobriedad, la

inocencia y la humildad, que son virtudes que dan ubérrimo fruto.

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En cuanto a los padres de Genoveva, que vieron destrozados sus

corazones por este cruel dolor, al no hallar consuelo en la tierra,

donde todo es relativo, elevaron más aún su alma a Dios, en el cual encontraron su mayor consuelo. Obtuvieron ventajas en el fondo de

su dolor, ya que ahora ni la muerte les asusta, pues saben que es sólo

la puerta que conduce a una nueva existencia.- Se detuvo unos momentos el buen obispo y, después de haber posado su bondadosa

mirada sobre los presentes, concluyó- : Gracias a la bondad de Dios, pues, todos hemos ganado en conocimiento y virtud, y debemos

agradecérselo perseverando en el bien durante toda nuestra vida,

seguros de que, si tales recompensas nos son otorgadas en esta existencia, mucho mejores nos aguardan en la otra, si seguimos el

camino que El nos traza.

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EPÍLOGO

Llegó Desdichado, andando descalzo por encima de la nieve. Al ver

aquel desconocido personaje, tan lujosamente vestido, con el brillante yelmo adornado con plumas en la cabeza, quedó muy

impresionado.

La condesa dedicó su vida entera al ejercicio de las más nobles virtudes, destacando entre todas ellas la de la caridad. Desdichado

creció junto a sus padres y se convirtió en un valeroso y honrado

caballero, digno heredero del condado. Al cabo de muchos años, Genoveva contrajo una cruel enfermedad y

murió rodeada de los suyos. Y cuenta la tradición que la cierva

acompañó a Genoveva hasta la última morada. Una vez cerrada la tumba, se echó sobre la losa, sin que nadie consiguiera apartarla de

allí. En vano se intentó hacerla comer. Días más tarde, alguien

encontró en aquel sagrado lugar al fiel animal sin vida…

Sigfrido ordenó levantar, a la memoria de Genoveva, un magnífico

monumento de mármol blanco y, en homenaje a la fiel cierva, que

había llevado hasta el fin, heroicamente su fidelidad, mandó esculpir también la figura de la misma en la base de dicho monumento, sobre

la losa sepulcral.

Sigfrido murió algunos años después que su esposa, y también Desdichado fue a reposar junto a sus padres. Desde entonces, dos

veces al año, las gentes de aquellos lugares, aún hoy gustan de

acudir en peregrinación a la bella y silenciosa ermita, que recuerda al mundo el sacrificio y la vida ejemplar de una gran mujer, fiel

esposa, madre ejemplar y singular creyente que se llamó

Genoveva de Brabante.

FIN