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FUNCIONES DEL JURISTA Y TRANSFORMACIONES DEL PENSAMIENTO JURÍDICO-POLÍTICO ESPAÑOL (1870-1945) (II) Sebastián Martín SUMARIO: IV. RECAPITULACIÓN.- V. LAS CONDICIONES MATERIALES DE UN NUEVO PARADIGMA.- 5.1. Bajas, exilios y depuraciones.- 5.2. Reconstitución disciplinar.- VI. ONTOLOGÍA POLÍTICA Y EL JURISTA COMO IDEÓLOGO.- 6.1. La desaparición del objeto y sus consecuencias.- 6.2. Métodos y realidad.- 6.3. Filosofía de la historia.- 6.4. Metafísica social.- 6.5. Rudimentos de una teoría del Estado nacionalsindicalista.-. VII. CONCLUSIÓN RESUMEN: La historia constitucional cuenta con un aspecto doctrinal compuesto básicamente de las representaciones que sobre la Constitución, la política, el Estado y la legitimidad del poder realizaba el discurso jurídico. En este artículo se atiende precisamente a la morfología de los sucesivos paradigmas que estuvieron vigentes en la ciencia jurídico-política entre la Restauración, la República y el primer franquismo, entendiendo igualmente que cada uno de tales paradigmas asignaba al experto en derecho constitucional una función política específica que también se tratará de desentrañar. ABSTRACT: Spanish Constitutional History is also de history of the Spanish legal scholars’ conceptions about the Constitution, politics, the State and the legitimacy of power. Consequently, this article will describe these representations and the morphology of the successive legal and political paradigms during the Restoration, the Second Spanish Republic and the early years of Franco’s regime, as well as the role assigned to the constitutional law professor within these paradigms. PALABRAS CLAVE: Derecho político, paradigmas científicos, funciones del jurista, Restauración, II República, primer franquismo. KEY WORDS: Political Law, scientific paradigms, jurist’s political roles, Restoration, Second Spanish Republic, early years of Franco’s dictatorship. VI. RECAPITULACIÓN Las líneas que siguen son continuación de un artículo publicado el año pasado en la presente revista. En él intenté reconstruir los paradigmas que en la ciencia del derecho político se sucedieron entre los años de la Restauración y la II República. Interesaba ante todo poner de manifiesto, más que opiniones de autores y escuelas, rasgos generales y regularidades evidentes en la Historia Constitucional, n. 12, 2011. http://www.historiaconstitucional.com Proyectos DER2008-03069 y DER2010-21728-C02-01. , págs. 161-201

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FUNCIONES DEL JURISTA Y TRANSFORMACIONES DEL PENSAMIENTO JURÍDICO-POLÍTICO ESPAÑOL

(1870-1945) (II)∗

Sebastián Martín

SUMARIO: IV. RECAPITULACIÓN.- V. LAS CONDICIONES MATERIALES DE UN NUEVO PARADIGMA.- 5.1. Bajas, exilios y depuraciones.- 5.2. Reconstitución disciplinar.- VI. ONTOLOGÍA POLÍTICA Y EL JURISTA COMO IDEÓLOGO.- 6.1. La desaparición del objeto y sus consecuencias.- 6.2. Métodos y realidad.- 6.3. Filosofía de la historia.- 6.4. Metafísica social.- 6.5. Rudimentos de una teoría del Estado nacionalsindicalista.-. VII. CONCLUSIÓN

RESUMEN: La historia constitucional cuenta con un aspecto doctrinal compuesto básicamente de las representaciones que sobre la Constitución, la política, el Estado y la legitimidad del poder realizaba el discurso jurídico. En este artículo se atiende precisamente a la morfología de los sucesivos paradigmas que estuvieron vigentes en la ciencia jurídico-política entre la Restauración, la República y el primer franquismo, entendiendo igualmente que cada uno de tales paradigmas asignaba al experto en derecho constitucional una función política específica que también se tratará de desentrañar.

ABSTRACT: Spanish Constitutional History is also de history of the Spanish legal scholars’ conceptions about the Constitution, politics, the State and the legitimacy of power. Consequently, this article will describe these representations and the morphology of the successive legal and political paradigms during the Restoration, the Second Spanish Republic and the early years of Franco’s regime, as well as the role assigned to the constitutional law professor within these paradigms.

PALABRAS CLAVE: Derecho político, paradigmas científicos, funciones del jurista, Restauración, II República, primer franquismo.

KEY WORDS: Political Law, scientific paradigms, jurist’s political roles, Restoration, Second Spanish Republic, early years of Franco’s dictatorship.

VI. RECAPITULACIÓN Las líneas que siguen son continuación de un artículo publicado el año

pasado en la presente revista. En él intenté reconstruir los paradigmas que en la ciencia del derecho político se sucedieron entre los años de la Restauración y la II República. Interesaba ante todo poner de manifiesto, más que opiniones de autores y escuelas, rasgos generales y regularidades evidentes en la

Historia Constitucional, n. 12, 2011. http://www.historiaconstitucional.com

∗ Proyectos DER2008-03069 y DER2010-21728-C02-01.

, págs. 161-201

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mentalidad jurídica de ese tracto histórico, sin dejar de atender asimismo a las relaciones que las diversas concepciones jurídico-políticas en vigor entablaron con la praxis de la gobernación, pudiendo extraer así, como corolario final, las funciones sociopolíticas desempeñadas por el jurista en el interior de cada paradigma jurídico-político.

Localicé, en concreto, dos modos de pensar y elaborar el derecho político y constitucional entre 1870 y 1936. El primero de ellos, en circulación desde el último tercio del siglo XIX, correspondía a una «mentalidad terapéutica», centrada en diagnosticar y remediar los males de la sociedad, y que hacía del jurista un curandero de las enfermedades del Estado. Por su parte, el segundo, el propio de los años de la República, podría identificarse con una «racionalidad técnica» desplegada por unos juristas encargados de dispensar a la acción política los medios técnico-jurídicos más adecuados para lograr sus objetivos. A fin de situar con mayor precisión los dos últimos epígrafes de este estudio, recordemos los elementos característicos de ambos paradigmas.

En el debate jurídico de entre siglos, hallamos una aparente polémica entre krausistas y neocatólicos, enriquecida a veces —como ocurría en el derecho político con Vicente Santamaría de Paredes, o en el internacional con Manuel Torres Campos— con la presencia de autores eclécticos, caracterizados por su estatalismo, o con la aportación de algunos juristas catalanes. Calificamos tal polémica de aparente porque, pese a las discrepancias superficiales, casi todos los autores compartían unos mismos supuestos culturales, lingüísticos y categoriales.

Todos se remitían, por ejemplo, a la existencia de un orden natural, objetivo, continuo e indisponible que había de concretar el derecho positivo si aspiraba a ser legítimo. Las lecturas que de tal orden se hacían variaban entre sí, oponiéndose, en última instancia, una interpretación ortodoxa, propia de los juristas conservadores, que lo estimaba razonablemente plasmado en las leyes vigentes, y otra heterodoxa, difundida por los autores krausistas, que resaltaba el divorcio entre el Estado oficial y el social. Ahora bien, tanto unos como otros compartían la creencia en dicho orden providencial, que hacía que las relaciones sociales estuvieran por naturaleza abocadas a la «armonía» y que, por otra parte, suministraba al saber jurídico un referente externo de carácter objetivo, presuntamente regido por leyes invariantes y capaz de convertir al derecho en una ciencia del mismo rango y autoridad que las ciencias naturales.

Por otro lado, todos aplicaban igualmente un mismo método, el «filosófico-histórico», que dividía las disciplinas jurídicas en una teoría general y un análisis historiográfico que llegaba hasta el presente, para concluir con un contraste entre la realidad jurídica instituida y su concepto ideal, extrayendo del desfase entre una y otro, entre la realidad y su concepto, las reformas pertinentes para ir perfeccionando el derecho y las instituciones en vigor, para, en definitiva, ir aproximándolos al ideal que de ellos había construido el apartado filosófico de cada rama jurídica.

Ambos aspectos, la referencia a un orden natural objetivo y el empleo de un método de carácter especulativo enderezado a impulsar el progreso racional del derecho, dejaban muy escaso espacio tanto a una cultura de las libertades individuales como al estudio técnico-jurídico de una Constitución entendida en términos «racional-normativos». Si la existencia de un orden trascendente

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obligaba a los sujetos a cumplir determinados deberes, y a desempeñar el estatus específico que providencialmente le había sido asignado en el conjunto de la sociedad, el método filosófico-histórico derivaba los contenidos constitucionales de la genealogía nacional y los sometía a una crítica reformista en la medida en que no se adecuaban a la sociedad ideal. Se deduce, pues, que el paradigma jurídico-político aplicado por entonces en poco se asemejaba al supuestamente operativo en la actualidad.

¿Cuáles eran entonces sus rasgos más salientes? Creo que se revelan poniéndolo en relación con la praxis política. El derecho político exhibía constantemente su pretensión de constituir una ciencia objetiva, encargada de transmitir al gobernante los principios normativos verdaderos a que debían atenerse sus decisiones. Lo curioso y revelador es que esta función orientadora de la política práctica era frecuentemente desempeñada, no con léxico propio y diferenciado respecto del arte de la política, sino empleando el mismo vocabulario y la misma técnica que éste, como bien demostraba la recurrente elaboración por parte de los juristas académicos de leyes de bases para inspirar reformas.

En definitiva, la figura resultante del jurista según este paradigma que resumimos se identificaba con la del moralista o con la del intelectual. En el primer caso, oponía al ejercicio de la política unos principios morales que presuntamente solo podía descodificar la ciencia del derecho. En el segundo, más habitual en las filas del krausismo, el jurista se erigía en representante de un pueblo amorfo para señalar donde se alojaba el derecho verdadero, incumplido o desatendido normalmente por las leyes del Estado. Y, tanto en un caso como en otro, la función del jurista venía a solaparse con la del legislador, con la del sujeto legitimado por sus conocimientos científicos, o por su representatividad pública, para elaborar las normas que permitiesen la superación de las crisis sociales y el consecuente perfeccionamiento de la comunidad.

Coincidiendo con la proclamación de la República, y con el ingreso en la nómina de catedráticos de nuevos profesores como Nicolás Pérez Serrano, Francisco Ayala, Eduardo Llorens o José Medina Echavarría, el paradigma jurídico-político se trastocó notablemente. Se desechó el método «filosófico-histórico». Dadas las circunstancias históricas, que habían derrumbado las previsiones de progreso infinito propias de la bélle epoque, se renunció asimismo a la creencia en un orden natural objetivo, entendiéndose las instituciones jurídico-políticas más bien como producto de la historia, de la cultura y de la voluntad humana. Debido a estas rectificaciones, el discurso constitucionalista rehusaba el cometido de fijar el modelo ideal de Estado, rechazaba la tarea de orientar moralmente al gobernante y restringía con severidad su alcance científico, pues ya no trataba tanto de describir las leyes inamovibles y objetivas que regían el proceso social cuanto de entender las variables de uno solo de sus aspectos, el jurídico-político. Y lo hacía, no con el mismo léxico y los mismos procedimientos, intenciones y resultados que la praxis gubernamental, sino con una sistemática, un vocabulario y unos protocolos propios de la ciencia del derecho y, más concretamente, del derecho constitucional.

Según este modelo, el jurista pasaba a ser, ante todo, un experto en cuestiones de técnica jurídica. Correspondiendo a la política —ya, por fin, de

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carácter plenamente democrático— la libre fijación de los fines, al saber jurídico cumplía ante todo la proposición de los medios técnicos óptimos para lograrlos. Era este giro el que hacía posible el nacimiento de una dogmática constitucional, que colocaba en el centro de la disciplina iuspolítica el estudio sistemático de la Constitución vigente, pero no con el fin de parafrasearla acríticamente, sino con el propósito de comprenderla sistemáticamente en el interior de una teoría general del Estado constitucional, que muy bien podía inspirar críticas de lege ferenda respecto de su articulado.

Ahora bien, ¿suponía este tecnicismo de especialistas un rechazo pleno de las funciones éticas que antaño desempeñaba el jurista? No del todo. En primer lugar, la misma colocación de la norma fundamental de 1931 en el epicentro de los análisis dogmáticos implicaba, de un lado, el intento de aprestar los medios técnicos para su correcto desarrollo legislativo, y de otro, y por consiguiente, el objetivo indudablemente ético de consolidar un régimen democrático legitimado, al menos en buena proporción, por los derechos individuales y sociales que declaraba. Pero es que además, en segundo lugar, era propio del momento un renacer del derecho natural que ponía la cuestión de los valores en el tapete de la reflexión jurídica. Lo que ocurría es que, a diferencia del trasnochado derecho natural, que enfrentaba un orden moral sublimado al ordenamiento jurídico efectivo, el nuevo iusnaturalismo entendía los valores como resultado del proceso histórico y como cristalizaciones culturales y sociales. Así se conseguía evitar el famoso «dualismo de esferas» propio del derecho natural escolástico sin incurrir en el peligro hegeliano y prefascista de considerar que todo lo real era racional, pues siempre cabía interponer frente a lo instituido unos valores racionales extraídos de la misma realidad cultural, parcialmente cristalizados en las normas, pero nunca satisfechos por completo, debido precisamente al carácter irrestañable del proceso histórico.

Las cosas volvieron a cambiar drásticamente tras la guerra civil. En este caso, la comprensión del naciente paradigma jurídico-político, y de las funciones que éste asignó a los juristas, resultaría deficiente si en su reconstrucción se prescindiese de las condiciones materiales que lo hicieron posible. Precisamente a la explicitación de tales condiciones, que eran tanto de naturaleza académica como político-social, va dedicado el primer epígrafe de la prosecución de mi estudio.

V. LAS CONDICIONES MATERIALES DE UN NUEVO PARADIGMA

La aparición de la mentalidad jurídica republicana fue posible gracias a la concurrencia de una determinada coyuntura. Académicamente, la hegemonía conquistada por el krausismo y, más concretamente, por Adolfo Posada, permitió el acceso a la cátedra de quienes profesaban una visión de la disciplina iuspolítica, bien distante de la sostenida por el maestro, pero plenamente europeizada. En el mismo nivel académico, fue también decisiva la sedimentación del provecho conseguido gracias a las pensiones en el extranjero financiadas por la Junta de Ampliación de Estudios, poso cultural que en muchas materias se tradujo, tanto por las autoridades empleadas como por las temáticas abordadas, en una evidente germanización de la ciencia jurídica. Y en un plano más político, el nuevo paradigma respondía a ciertas

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exigencias históricas, planteadas por el relativismo propio de la posguerra y también por la fundación de un régimen de democracia social y constitucional. El paradigma jurídico-político del primer franquismo se enclavaba con más fuerza aun en una determinada coyuntura de carácter material. La conflagración, y los odios enconados que suscitó, no pudo menos que afectar al campo académico, donde abundaron las persecuciones, los fusilamientos, los exilios y, finalmente, las depuraciones1. En un terreno así allanado, en un momento que quiso ser el verdadero año cero de la historia política española2, no podían menos que activarse decisivas estrategias de captación del profesorado, que habrían de determinar el futuro rumbo de la enseñanza universitaria. A la «ruptura de la vida intelectual española»3 provocada por la guerra había de seguir así una acelerada labor de relleno, una pronta reconstitución del campo académico sobre unas bases determinadas por el poder político. Por eso, en la primera posguerra abundaron las oposiciones de muchas ramas del derecho, exhibiéndose en ellas los méritos y atributos que el nuevo régimen exigía a los futuros catedráticos. Todo ello afectó a la disciplina que principalmente nos viene interesando, la del derecho político4. Hubo primeramente un movimiento de depuración causado por la guerra y después se produjo la reconstitución de un espacio que había devenido parcialmente baldío. Para describir ambos procesos, hemos de descender a la historia más personal del asunto que tratamos, en el convencimiento de que, junto al ejercicio de la memoria histórica, también comenzaremos a vislumbrar algunos de los contenidos del paradigma que comenzó a emerger durante la misma guerra civil y, en todo caso, retendremos cuáles fueron las dramáticas condiciones que lo hicieron posible.

5.1. Exilios, bajas y depuraciones Algunos de los profesores más brillantes y prometedores, que habían

ganado una cátedra durante la República, hubieron de exiliarse durante, o tras la guerra5. En el terreno de la filosofía jurídica, según acaba de indicarse, 1 Sobre el particular, v. el completo recorrido de Jaume Claret Miranda, El atroz desmoche: la destrucción de la universidad española por el franquismo, 1936-1945, Critica, Barcelona, 2006 y la obra colectiva, La destrucción de la ciencia en España: depuración universitaria en el franquismo, Ed. Complutense, Madrid, 2007. 2 Zira Box, España, año cero. La construcción simbólica del franquismo, Alianza, Madrid, 2010. 3 Tomo la expresión de Elías Díaz, Pensamiento español en la era de Franco (1939-1975), Tecnos, Madrid, 1983, p. 21. 4 Como al comienzo de la exposición de la «racionalidad jurídico-política» republicana, nos exonera prácticamente del análisis de la filosofía del derecho la ejemplar monografía de Benjamín Rivaya, Filosofía del Derecho y primer franquismo (1937-1945), Madrid, CEPC, 1998, pp. 49 ss. Si bien es cierto que la mayoría de los iusfilósofos que respaldaron el golpe profesaban el neoescolasticismo, no menos lo es que Alfredo Mendizábal era un autor católico y que otros, como el propio Recasens, distaban de ser progresistas. Por eso Rivaya prefiere, a mi juicio con acierto, identificar a los exiliados por su común propósito de «renovación» de la disciplina, incluida la renovación del derecho natural católico postulada por Mendizábal, y exceptuando a Legaz, otro renovador, fiel, sin embargo, a la causa franquista. 5 No hay, hasta donde alcanzo a saber, una reconstrucción plena del exilio jurídico español. A investigarla monográficamente se dedica la doctoranda Elizabeth Martínez Chávez. Para aproximaciones generales, puede extraerse utilidad de las obras clásicas de José Luis Abellán, El exilio como constante y como categoría, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, y El exilio filosófico

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tuvieron que huir justamente, y a excepción de Luis Legaz Lacambra, los profesores a los que comenzaba a deberse tanto la europeización como la renovación de la disciplina, según testimonian los casos de José Medina Echavarría6, Luis Recasens Siches7 y Alfredo Mendizábal8. En el campo del derecho constitucional también se marcharon algunos catedráticos de considerable valía. Uno de los casos más conocidos fue, sin duda, el del profesor y político Fernando de los Ríos, quien estuvo al frente de la embajada de Washington durante la guerra, adscribiéndose tras ella a la New School for Social Research de Nueva York, ciudad en la que falleció9. Si bien su obra se había encuadrado más en el ensayo político, la filosofía jurídica y la historia del Estado10, a él se debía la traducción de la Allgemeine Staatslehre de Georg Jellinek, texto fundamental para la modernización de la disciplina11.

No menos notorio fue el exilio de Francisco Ayala, quien ejerció como auxiliar de derecho político en la Central desde el comienzo de la República, en América: los transterrados de 1939, FCE, México, 1998, donde de cualquier modo trata los casos de Recasens y Ayala. Y para una visión historiográfica, Mª Fernanda Mancebo, “Profesores universitarios en el exilio”, en Ángeles Egido León, Matilde Eiroa San Francisco, Los grandes olvidados: los republicanos de izquierda en el exilio, CIER, Madrid, 2006, pp. 371-384, y La España de los exilios. Un mensaje para el siglo XXI, Valencia, 2008. 6 Ejemplo de este intento europeizador era su magnífica monografía La situación presente de la filosofía jurídica: esquema de una interpretación, Revista de Derecho privado, Madrid, 1935. A juzgar por la disciplina que comenzó a cultivar en el exilio, la renovación que hubiera impreso en la asignatura española hubiese estado signada por un claro desplazamiento hacia la sociología, como bien muestra un texto preparado ya en los años republicanos con motivo de una conferencia pronunciada en la Universidad Central en 1934: Panorama de la sociología contemporánea, México, FCE, 1940. 7 También fue muy empleada y difundida su obra Direcciones contemporáneas del pensamiento jurídico. La Filosofía del derecho en el siglo XX, Labor, Barcelona, 1929, 19362, que tenía el mismo propósito ilustrativo y europeizador que el texto de Medina anteriormente citado. Y la renovación impulsada por Recasens se dirigía a un replanteamiento del derecho natural a través de la fundamentación de una «estimativa jurídica» —Los temas de la Filosofía del derecho en perspectiva histórica y visión de futuro, Bosch, Barcelona, 1934; Estudios de Filosofía del derecho, Bosch, Barcelona, 1936—, así como al cultivo de la disciplina sociológica —Vida humana, sociedad y derecho: fundamentación de la Filosofía del derecho, México, Casa de España, 1939; Lecciones de Sociología, México, Porrúa, 1948—. 8 Aparte de sus firmes convicciones antifascistas en el terreno político, a Mendizábal se debía, en el terreno científico, una renovación del pensamiento jurídico católico siguiendo la línea de Jacques Maritain y de la revista francesa Esprit: v. Juan José Gil Cremades, “Filosofía del derecho y compromiso político. Alfredo Mendizábal (1897-1981)”, Anuario de Filosofía del derecho 4 (1987), pp. 563-590 y Rivaya, “Personalismo, democracia cristiana y Filosofía del derecho: Alfredo Mendizábal Villalba”, (1994), pp. 497-520. Y no deje asimismo de tenerse en cuenta el reciente y apreciable rescate de un texto autobiográfico del autor por parte del propio Rivaya: Pretérito imperfecto, memorias de un utopista, Real Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo, 2009. 9 Virgilio Zapatero, Fernando de los Ríos. Biografía intelectual, Diputación de Granada, 1999, pp. 418 y 421 ss. 10 Fernando de los Ríos, Mi viaje a la Rusia sovietista, Madrid, 1921 y El sentido humanista del socialismo, Morata, Madrid, 1926, por lo que respecta al ensayo político; La filosofía política en Platón, Madrid, 1911 y La filosofía del derecho de don Francisco Giner y su relación con el pensamiento contemporáneo, Imp. Clásica Española, Madrid, 1916, por lo que concierne a la filosofía jurídica; Religión y Estado en la España del siglo XVI, Instituto de las Españas, New York, 1927, por lo que atiene a la historia estatal. 11 Georg Jellinek, Teoría general del Estado, Victoriano Suárez, Madrid, 1914, 2 vols.

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trabajaba desde 1932 como letrado de Cortes y que había ingresado en la cátedra en 193512. Por «lealtad republicana», regresó de Sudamérica en apoyo del gobierno constitucional desempeñando, entre otros cargos, el de secretario de la legación española en Praga. Al concluir la guerra se exilió a Buenos Aires, dedicándose en estos años de posguerra infatigablemente a la traducción, la edición, el ensayo y el cultivo de la disciplina sociológica. Jovencísimo constitucionalista, antes de su marcha Ayala ya había contribuido a la europeización del derecho político español con la decisiva traducción de la Verfassungslehre de Carl Schmitt13, en el plano de la investigación había aplicado las tesis historicistas en boga al análisis de los derechos individuales14 y, en el plano de la enseñanza, había postulado una nueva sistemática de la asignatura que disolvía la habitual escisión entre la teoría general del Estado y el derecho constitucional15.

Manuel Martínez Pedroso, profesor de la materia en la facultad sevillana desde 1927, militante socialista, representante del gobierno republicano en instancias internacionales durante el primer bienio, miembro de la Comisión Jurídica Asesora, diputado en Cortes en 1936 y magistrado del Supremo durante la contienda16, se exilió al país más acogedor con los juristas transterrados, México, en cuyo Colegio impartió lecciones sobre política internacional17, colaborando asimismo con el Fondo de Cultura Económica18 y dedicándose, sobre todo, a la enseñanza del derecho político en la UNAM con un carisma y un magisterio tan impecable y duradero que hasta el día de hoy han recordado literatos de prestigio como Carlos Fuentes o Sergio Pitol19. Y aunque su aportación escrita al derecho político anterior a la guerra fuese

12 Para estas noticias, y las que siguen, v. Ayala, Recuerdos y olvidos (1906-2006), Alianza, Madrid, 2006, pp. 207 ss. y Sebastián Martín, «Estudio preliminar» de Ayala, Llorens, Pérez Serrano, El Derecho político de la II República, Dykinson, Madrid, 2011. 13 Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, Revista de Derecho privado, Madrid, 1934. 14 Ayala, “Los derechos individuales como garantía de la libertad”, Revista de Derecho público IV (1935), pp. 33-43. 15 Ayala, Concepto, método y fuentes del Derecho político, Madrid, 1934, memoria de cátedra depositada en la caja del Archivo General de la Administración (AGA, en adelante), sig. 32/13532, y editada en Ayala, Llorens, Pérez Serrano, El Derecho político de la Segunda República cit. 16 Para los datos indicados, véanse sus expedientes personales, tanto el de la Universidad Hispalense, conservado en legajo con sig. 1992-4, como el del Archivo General de la Administración, depositado en caja AGA, sig. 55/1969. 17 Martínez Pedroso, La prevención de la guerra, Colegio de México, México, s. f. 18 Dirigía la «Sección de obras de Ciencia Política» del Fondo de Cultura Económica, donde figuraba una colección de «manuales introductorios», entre cuyos autores estaba, por ejemplo, el propio Ayala, con su título El problema del liberalismo, México, FCE, 1941. 19 Carlos Fuentes fue precisamente quien, evocando su figura de profesor e intelectual, prologó y recopiló algunos escritos póstumos: «Recuerdo de don Manuel», en Martínez Pedroso, La aventura del hombre natural y civil, Cuadernos de Joaquín Mortiz, México, 1976, pp. 11-15, donde se indica la creación por el autor de un seminario de teoría del Estado en la UNAM. Y Sergio Pitol, en el discurso de recepción del Premio Cervantes de 2006, titulado «Los maestros», lo recordaba de este modo tan decisivo: «La que definió mi destino, mi camino hacia la literatura, fue la Facultad de Derecho, y concretamente un maestro, Don Manuel Martínez de Pedroso, catedrático de Teoría del Estado y Derecho Internacional». Consulto un extracto de su discurso en El País, 22 de abril de 2006.

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mínima, no debe dejar de reconocerse el mérito que para su europeización tuvieron algunas traducciones por él acometidas20, así como la inclinación técnico-jurídica de sus exposiciones de clase21.

Por último, hubo asimismo de exiliarse Mariano Gómez González, catedrático de derecho político en la Universidad de Valencia y magistrado de la sala de lo militar del Tribunal Supremo durante la República, llegando a presidir el máximo organismo jurisdiccional durante la conflagración22. A diferencia de Fernando de los Ríos, Francisco Ayala y Martínez Pedroso, militantes del Partido Socialista y de Izquierda Republicana, Gómez González pertenecía a la derecha de Niceto Alcalá-Zamora, pero su compromiso con el gobierno y las instituciones republicanas, así como su oposición al fascismo, le obligaron igualmente a marcharse, como Ayala, a Buenos Aires, donde permaneció hasta su fallecimiento en 1951. Dedicado más a los textos de actualidad política que a los de derecho constitucional23, la asignatura debía de todos modos a Mariano Gómez la publicación de un manual24 que, descargándola de su habitual ambición enciclopédica y diferenciándola también de las ciencias naturales, contribuyó de manera destacable a su modernización.

De este modo, la guerra hizo perder al derecho político algunos profesores prometedores y otros ya consolidados, que, como acontecía en el caso de la filosofía jurídica, habían actualizado metodológicamente la disciplina y habían impulsado, con traducciones y exposiciones, su europeización. También sufrió bajas dolorosas causadas por represalias políticas. Fue el caso del joven profesor granadino Joaquín García Labella, gobernador civil durante los años republicanos y autor de un manual para opositores a la abogacía del Estado ajustado a los preceptos constitucionales25. Tras la ocupación de Granada por los insurrectos, registraron su despacho, donde al parecer encontraron armas. Por tal motivo, fue detenido y encarcelado. Evitaron su permanencia en prisión algunos conocidos suyos: el capitán Nestares y el juez Jiménez de Parga. Hasta su liberación, estuvo encargado de realizar tareas denigrantes como enterrar fusilados o cavar trincheras, tras lo cual el propio Nestares lo hizo soldado de su escuadrón. El 15 de Agosto de 1936 se organizó en Viznar un acto en honor de la bandera bicolor y, dada su condición de catedrático de derecho político, su amigo militar le encargó que pronunciase un discurso. Durante la alocución estuvo un coronel retirado de la guardia civil, quien, al 20 Hermann Heller, Las ideas políticas contemporáneas, Labor, Barcelona, 1930, trad. Manuel Pedroso. 21 Véase su Plan de un curso de Derecho político comparado, programa detallado de la asignatura que presentó con motivo de su oposición a la cátedra, conservado en caja AGA, sig. 32/13398. 22 Sobre el particular, pueden consultarse dos biografías prácticamente simultáneas de este jurista y magistrado: Pascual Marzal Rodríguez, Una historia sin justicia. Cátedra, política y magistratura en la vida de Mariano Gómez, Universitat de València, 2009, Pedro-Pablo Miralles Sangro, ‘Al servicio de la Justicia y de la República’. Mariano Gómez (1883-1951), Instituto Complutense de Estudios Jurídicos Críticos, Madrid, 2010. 23 Mariano Gómez, La reforma constitucional en la España de la dictadura, Valencia,1930. 24 Mariano Gómez, Derecho político, Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1924. 25 García Labella, Nociones de Derecho Político y Legislación administrativa. Ajustada al programa de oposiciones de Abogados del Estado, Granada, 1935.

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reconocerlo, marchó a las dependencias del gobierno civil «para plantear queja oral de que mientras algunos jóvenes habían sido fusilados o encarcelados por sus tendencias izquierdistas», como había ocurrido con su propio hijo, otros, que «en la Universidad les habían conculcado esas ideas, estuvieran libres». Tras esta acusación lo condujeron a Granada donde fue condenado a muerte en juicio sumarísimo y ejecutado a la mañana siguiente26.

Caso opuesto lo hallamos en Jesús Arias de Velasco, sucesor de la cátedra de Posada en Oviedo, polémico rector de su universidad27 y magistrado de la sala de lo contencioso del Tribunal Supremo durante la República28. Su trágica experiencia constituye un ejemplo del caos y la arbitrariedad imperantes en la época. En el procedimiento de depuración que se seguía contra él, la comisión depuradora, bajo firma del filósofo del derecho Mariano Puigdollers, acordó en mayo de 1937 proponer la sanción de «separación definitiva del servicio e inhabilitación para cargos directivos y de confianza». Dicha propuesta se justificaba, entre otras declaraciones, en la de Sabino Álvarez Gendín29, rector por entonces de la Universidad de Oviedo, para quien Arias de Velasco, en lo académico, fue «buen maestro y competente», mientras que en lo político y religioso, fue «tradicionalista» y «católico». Nada, pues, que objetar, al menos aparentemente. Sin embargo, dichas creencias, plasmadas durante los años republicanos en una abierta «discrepancia con los últimos gobiernos» y en notorias «preocupaciones derechistas», no borraban el hecho de que en otros momentos hubiese tenido preocupaciones «modernistas», de que a partir de 1930 perteneciese «a la Derecha liberal republicana» y, en fin, de que durante la anterior dictadura, desde su cargo académico, propiciase «un ambiente escolar antidirectorista y antiprimorriverista».

Se trataba, en suma, y pese al perfil conservador y católico que expresaban, de unos cargos que por entonces se estimaban suficientes para imponer la muerte civil y profesional a un catedrático. La sanción, sin embargo, no llegó a aplicarse. Ya el propio Álvarez Gendín advirtió en su informe de que corrían rumores «de haber sido detenido por los rojos en Madrid», extremo confirmado un año después por el mismo rector, quien comunicaba oficialmente a los depuradores el fusilamiento, junto a sus dos hijos, de Arias de Velasco. Como si de un mérito se tratase, que retrospectiva y estérilmente confería al finado la condición de intachable derechista, la comisión depuradora, atendiendo a su asesinato por el bando enemigo, levantó inútilmente su sanción en septiembre de 193830.

26 Para el relato de estos dramáticos sucesos, v. José Francisco López-Font Márquez, La obra jurídico-administrativa del profesor García Labella, Universidad de Granada, 2000, pp. 17 y ss. 27 Documenta su discutida y mediocre labor al frente del rectorado Carlos Petit, “Tríptico ovetense. La Universidad en el cambio de siglo”, en CIAN 13/2 (2010), pp. 191-236, pp. 229 ss. 28 Marzal, “Una polémica profesional: catedráticos y magistrados durante la II República”, en Adela Mora (ed.), La enseñanza del derecho en el siglo XX, Dykinson, Madrid, 2004, pp. 375-399, p. 382; Id., Magistratura y República. El Tribunal Supremo (1931-1939), Universitat de València, 2005. 29 Sobre el duro papel que hubo de jugar Álvarez Gendín, y sobre la constancia que de él dejó en un diario todavía inédito, consúltese Francisco Sosa Wagner, Juristas en la Segunda República, vol. 1: Los iuspublicistas, Marcial Pons, Madrid, 2009. 30 Para estos pormenores, v. su expediente personal en caja AGA, sig. 32/16140.

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Con estos antecedentes, no puede sorprender la experiencia que le tocó vivir a otro de los catedráticos de derecho político menos activos durante la República, el coruñés Justo Villanueva, profesor de la facultad de Valladolid que fue durante algunos meses del bienio conservador subsecretario del ministerio de Instrucción Pública. Durante su depuración, el gobierno civil de la provincia castellana aseguraba que «figuró cuando la Dictadura en la Unión Patriótica», el ensayo de partido único puesto en práctica por Primo de Rivera, mientras que durante «la República militó en el partido radical, siendo diputado por Orense en las Constituyentes» y desempeñando el cargo parlamentario de «Presidente de la Comisión de Presupuestos». En otro informe enviado a la comisión depuradora, la audiencia provincial le tildaba de «antiguo monárquico, después lerrouxista», indicando asimismo que había sido «privado del acta de Diputado a Cortes por el Frente Popular» a causa de «sus ideas burguesas». Y, por su parte, la jefatura superior de policía señalaba que «su conducta moral y social» dejaba «bastante que desear», entre otros motivos porque había sido «expulsado del Cuerpo de Abogados del Estado» y porque debido a «su mediación se impuso una multa a la monja de la Enseñanza (sic)».

En el momento del «Alzamiento», Justo Villanueva se encontraba en Portugal. Por decisión de los depuradores, se le impuso en 1937 la separación definitiva del servicio. Se le imputaba su militancia en el partido de Lerroux y su condición de diputado. A pesar de ello, no dejó de intentar regresar dignamente a España: trató de ocupar un puesto de asesor jurídico en los organismos locales de su distrito universitario, posibilidad ofrecida por el régimen franquista a los catedráticos sin destino. E incluso solicitó presentarse a unas oposiciones de derecho administrativo en 1951. Finalmente, por orden de 18 de febrero de 1952, se le readmitió, falleciendo tres días después, a la edad de 60 años31.

Así las cosas, tras la guerra civil la disciplina del derecho político quedaba prácticamente diezmada. Si mis cálculos no son erróneos, antes de 1936 sumaban dieciséis los catedráticos de materia constitucional32, algunos de ellos en excedencia (v. gr., Mariano Gómez, Arias de Velasco, Sanz Cid, González García, Elorrieta Artaza), aunque eso no implicase siempre una desconexión total con la enseñanza, como acontecía en el caso de Ayala, que, aun excedente, continuaba impartiendo como auxiliar en la Central. De esos dieciséis, cuatro se exiliaron, dos fallecieron y uno quedó separado del servicio. Tras la guerra quedaron en activo nueve profesores de la materia. Si continuamos examinando qué aconteció con ellos apreciaremos que tres de

31 Véase su expediente personal, en legajo AGA, 13818. Sobre Villanueva y algunos otros juristas ofrece datos «en bruto» de relativo interés, Carolina Rodríguez López: “Extirpar de raíz: la depuración del personal docente universitario durante el franquismo. Los catedráticos de las facultades de derecho”, en Federico Fernández-Crehuet, António Hespanha (Hrsg.), Franquismus und Salazarismus. Legitimation durch Diktatur?, Klostermann, Frankfurt a. M., 2008, pp. 61-99. Pioneras en la exhumación de estos papeles sobre la depuración de los juristas fueron Patricia Zambrana Moral y Elena Martínez Barrios, Depuración política universitaria en el primer franquismo: algunos catedráticos de derecho, Universidad de Málaga, 2000. 32 Francisco Ayala, Manuel Martínez Pedroso, Fernando de los Ríos, Mariano Gómez, Joaquín García Labella, Jesús Arias de Velasco, Justo Villanueva Gómez, Nicolás Pérez Serrano, Carlos Sanz Cid, Teodoro González García, Nicolás Rodríguez Aniceto, Tomás Elorrieta y Artaza, Eduardo Llorens, Carlos Ruiz del Castillo, Gonzalo del Castillo Alonso y Luis del Valle Pascual.

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ellos (Pérez Serrano, Sanz Cid, Teodoro González) pasaron a una suerte de moderado «exilio interior», otros continuaron sin ocuparse de la cátedra (Elorrieta) o sin producir nada (Aniceto), quedando así la disciplina solo en manos de cuatro profesores, todos conservadores, uno de los cuales no pudo continuar profesando la materia debido a su temprano fallecimiento (Llorens), mientras que otros dos (Del Castillo, Del Valle) se jubilaron en la primera posguerra.

En efecto, no todos los que permanecieron en España continuaron dedicándose con el mismo tono a la disciplina. Fue el caso, por ejemplo, de Teodoro González García, quien antes de la guerra se había distinguido como especialista del derecho británico33 y como traductor de obras inglesas de evidente cariz social e historicista34. De sus creencias políticas no dejó excesiva huella escrita, pero algunas alocuciones35 y su contribución al primer y efímero órgano con que contó el derecho político lo situaban claramente en la órbita del liberalismo progresista36. A comienzos de la República, desempeñaba la cátedra de derecho administrativo en Oviedo, pasando en junio de 1933 a ocupar la de derecho político en la misma facultad, puesto que desempeñó hasta mayo del año posterior, mes en que fue declarado excedente por su traslado como «Secretario de Sección» al Tribunal de Garantías Constitucionales37.

A la fecha del golpe de Estado se hallaba veraneando junto a sus padres en Oviedo. Fue sometido a depuración y se le sancionó, en febrero de 1937, con la suspensión de dos años de empleo y sueldo. A su favor alegó su pronta adhesión al «glorioso Movimiento Salvador» ante las autoridades locales, su neutralidad, apoliticismo y ecuanimidad y su colaboración con los magistrados conservadores cuando ejercía como letrado del Tribunal de Garantías. Las acusaciones que pesaban sobre él resultaban, con todo, insistentes. Desde el gobierno civil de Oviedo informaban de su «tinte más bien izquierdista» y de su escasa «afición a la cátedra», mostrada por su paso al organismo jurisdiccional. Otros informes policiales subrayaban su «tendencia izquierdista»

33 González García, La soberanía del parlamento inglés: su evolución política, su estado actual, Sucesores de Nogués, Murcia, 1926. 34 Harold J. Laski, El Estado moderno: sus instituciones políticas y económicas, Labor, Barcelona, 1932, 2 v.; Raymond Gettell, Historia de las ideas políticas, Labor, Barcelona, 1930, 2 v., traductor de ambas el propio Teodoro González. 35 Su propia tesis doctoral versaba sobre asunto tan espinoso para los años de guerra como el de La lucha de clases en la agricultura: sobre el problema de la tierra, Imp. La Cruz, Oviedo, 1926, y todavía siendo estudiante pronunció en el Ateneo Obrero de Gijón una conferencia sobre Liberalismo y renovación, Imp. ‘El Noroeste’, Gijón, 1921. 36 Me refiero a Política. Revista mensual de doctrina y crítica, publicada solo durante la anualidad de 1930 con contribuciones, entre otros, de Manuel Azaña, José Bergamín, Francisco Ayala, Mariano Ruiz Funes y Nicolás Pérez Serrano. En ella participó con textos como “Sobre el deber político de la juventud española”, pp. 7-10, en el que se mostraba partidario de abrir un período constituyente, “Grandeza y servidumbre de las dictaduras”, pp. 42-44, donde afirmaba del régimen de Primo que «no había cambiado nada y lo había trastornado todo», o “La ofensiva contra el Parlamento”, pp. 28-30, reseña de un libro británico en la que defendía la integridad de la soberanía parlamentaria frente a los plenos poderes del ejecutivo. 37 Para estos datos y para los consignados a continuación, véase su expediente personal en caja AGA, sig. 32/20422.

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y destacaban que, en contradicción con sus declaraciones iniciales, no «se movilizó ni hizo público acto de acatamiento y adhesión» al «iniciarse el Movimiento», de ahí que se recomendara su expulsión de la universidad. Y el entonces rector ovetense abundaba en esa misma dirección, indicando que era «amigo de azañistas» y aconsejando, para su identificación política, aplicar el refrán de «dime con quién andas y te diré quién eres».

Frente a tan directas acusaciones, González García invocó el testimonio de personalidades conservadoras de la localidad, insistió en sus declaraciones iniciales y añadió alguna que otra confesión. Durante la revolución de Asturias, «las hordas marxistas» retuvieron durante varios días a su padre. Su «línea ponderada y ecuánime» se reflejaba en su independencia respecto del círculo krausista, según demostraba el que no hubiese recibido nunca una pensión de la Junta de Ampliación de Estudios o que hubiese obtenido su cátedra gracias a los apoyos de dos catedráticos conservadores, Carlos Ruiz del Castillo y Gonzalo del Castillo, y sufriendo la «malquerencia de elementos de izquierda»38. Su autonomía en relación al krausismo jurídico-político la refrendaba asimismo el hecho de haber intentado disputar, con escándalo de «la prensa de Madrid», la cátedra de doctorado de «Estudios Superiores de Ciencia política» a Fernando de los Ríos. Y ya como profesor en Murcia, venciendo la oposición de profesores progresistas como Mariano Ruiz Funes, no dudó en contar con la colaboración, en calidad de auxiliar, de un joven bien «destacado en el campo de las derechas», Federico Salmón Amorín, abogado del Estado, exredactor de El Debate, miembro de la CEDA y ministro de trabajo y justicia durante el bienio rectificador de la República. Pero si en algo podía apreciarse su íntima inclinación conservadora era en su trabajo como secretario del Tribunal de Garantías, para el que fue elegido en primer lugar gracias al apoyo de jueces conservadores. Allí, con su «asesoramiento técnico», se puso al servicio de magistrados derechistas como Víctor Pradera, Francisco Beceña o César Silió con el fin de realizar «labor netamente patriótica».

González García reingresó en su cátedra de Oviedo en 1939, encargándose de inaugurar el primer curso académico de la posguerra, ocasión propicia para adherirse públicamente a la ideología nacionalcatólica y retractarse de su pasado39. Al curso siguiente se trasladó a Valladolid, donde continuó hasta su jubilación en 1967. Fue maestro de Rafael Echeverría Arruabarrena y Pablo Cepeda Calzada40. Continuó estudiando la experiencia político-constitucional

38 Hasta donde alcanzo a saber, esta apreciación no se correspondía con la realidad. En su oposición a cátedra, celebrada en el otoño de 1925, contó con un tribunal formado por Adolfo Posada, Fernando de los Ríos, Niceto Alcalá Zamora, Gonzalo del Castillo y Carlos Ruiz del Castillo. Fue elegido por unanimidad en primer lugar. Para el expediente de oposición, v. caja AGA, sig. 31/7367. 39 González García, El nuevo tiempo político. Discurso leído en la solemne apertura del curso de 1939 a 1940, Tip. La Cruz, Oviedo, 1939. 40 Dirigió las tesis doctorales de Echeverría, La presidencia del Consejo de Ministros en la IV República francesa, Valladolid, 1957, y de Cepeda, Sociedad, poder y Estado en el pensamiento de Ortega y Gasset, 1965. También influyó en el traductor Francisco Jardón y Santa Eulalia, quien lo citaba como maestro en su conferencia Doctrinas jurídico-políticas de la España imperial, Tip. La Cruz, Oviedo, 1939.

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británica e introduciendo algunos textos sobre el particular41. Pero pasó claramente a ocupar una posición periférica en relación a la disciplina y, a excepción de su significativo discurso de apertura citado, en ningún caso formó parte del grupo de juristas que con mayor tesón habría de legitimar el nuevo Estado.

Algo similar aconteció con Carlos Sanz Cid, quien antes de la República contaba con dos obras de cierta envergadura42. En la década de los treinta fue catedrático de La Laguna, Murcia y Valencia y, antes de la guerra, también ejercía como secretario de sección del Tribunal de Garantías43. Pasó toda la contienda en zona republicana, primero en Madrid, después en Valencia y, por último, en Barcelona, desarrollando sus tareas en la jurisdicción constitucional y en la universidad. Habiendo prestado por temor su adhesión al «gobierno rojo», alegó en su favor la ayuda prestada a individuos derechistas, invocó el testimonio favorable de colegas conservadores y de autoridades eclesiásticas y militares, recordó su dimisión al frente del rectorado de la Laguna en el que fue nombrado por el gobierno provisional republicano y detalló los contenidos de su docencia durante la guerra, centrados siempre en la exposición de autores iusnaturalistas como Georgio del Vecchio o de la historia política antigua y medieval. Fue depurado en calidad de funcionario del Tribunal de Garantías y no se le impuso sanción. Ahora bien, hasta donde alcanzo a saber, se mantuvo en situación de excedencia hasta 1961, año en el que volvió a desempeñar su cátedra en Valencia hasta su jubilación en 1963. Y si vivió prácticamente apartado de las aulas, sus contribuciones escritas fueron pocas y menores44, y en ningún caso concentradas en la legitimación del régimen franquista.

Ahora bien, entre los profesores que pasaron a una situación de reconocible exilio interior figuraba el más brillante, activo y sólido de todos los iuspublicistas de preguerra: Nicolás Pérez Serrano. Catedrático en la Central desde 1932 y letrado en Cortes, Pérez Serrano fundó la importante Revista de Derecho público y tenía en mente una renovación disciplinar basada en dos puntos centrales: el cuidado por la dimensión técnico-jurídica del derecho político y la proyección comparatista propia de un saber plenamente europeizado.

41 González García, Desviaciones políticas en la Gran Bretaña. Discurso leído en la solemne apertura del curso académico 1946-1947, Imp. Casa Martín, Valladolid, 1946; Id., El rumbo de la Gran Bretaña: (de la era victoriana al gobierno laborista), Valladolid, 1950; Id., “La corona británica”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo 72 (1955); Sir Ivor Jennings, El régimen político de la Gran Bretaña, Madrid, Tecnos, 1962, con comentario preliminar del propio González García y traducción de Jardón y Santa Eulalia. 42 Sanz Cid, La Constitución de Bayona, Reus, Madrid, 1922, y, de menor entidad, su tesis doctoral: El municipio. Ensayo de un estudio del mismo, en los principios, en la historia y en la legislación, Julio Cosano, Madrid, 1917. 43 Para estos datos y los que siguen, v. su expediente personal en caja AGA, sig. 21/20403. 44 Sanz Cid, “La clase media desde un ángulo político”, en VVAA, Homenaje a D. Nicolás Pérez Serrano, Reus, Madrid, 1959, vol. 2, pp. 300-332; Id., “Partidos políticos”, Anales de la Universidad de Valencia 36 (1963), Cuaderno 3: Derecho; Id., “Sobre la etiología del control judicial de la constitucionalidad de las leyes”, Revista del Instituto de Ciencias Sociales 34 (1966), pp. 39-49.

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Residió durante toda la guerra en Madrid45. Nunca había militado en ningún partido ni había saltado a la escena política. Tras el golpe, y pese a sus reticencias, fue nombrado secretario de la Universidad Central, siendo destituido al giro de apenas un mes por no servir «para la tarea depuradora que debía emprenderse» desde su instancia. Declarado a comienzos de 1937 «disponible gubernativo» por ser considerado «antimarxista y anticatalanista», fue rehabilitado y reclamado en octubre de ese mismo año para desempeñar su cátedra en la Universidad de Valencia. Al haber sido nombrado anteriormente secretario del Colegio de Abogados de Madrid, leal por entonces al gobierno republicano, alegó la imposibilidad de atender ambos puestos a la vez, solicitó la correspondiente excedencia y, tras obtenerla, pudo continuar residiendo en la capital.

Según sus propias expresiones, durante la guerra rehuyó toda «colaboración con el Gobierno del Frente Popular», absteniéndose de firmar cualquier manifiesto de apoyo a la República. Desde su cargo en el colegio forense procuró «ayudar a cuantos padecían persecución» de los que «secundaban la causa nacional» y fue quien, el 28 de marzo de 1939, hizo «entrega» de «la Corporación» a «los elementos de Falange Española Tradicionalista» que fueron a incautarla. Concluida oficialmente la contienda, fue sometido a un proceso de depuración, en el que declararon a su favor, entre otros, los profesores Antonio de Luna y Federico de Castro y el por entonces alférez Francisco Elías de Tejada. En sus declaraciones, todos coincidieron en resaltar su ayuda a «algunos abogados de derechas», sus condenas públicas y privadas de «los excesos del Frente Popular» y su «evolución» desde posturas liberales hasta «la identificación» con los principios del «Movimiento Nacional». Dando muestra de su integridad personal, y evitando cualquier clase de efusiva y falsa adhesión, el propio Pérez Serrano se abstuvo de explicitar los «favores personales y profesionales realizados», centrando su obligado descargo en subrayar que su «mejor aval» estaba en su «vida honrada de siempre», en su «actuación sincera durante esta triste etapa» y en haber rehuido «el trance de ocupar posiciones holgadas o cargos brillantes, que pródiga y reiteradamente se brindaban a cambio de una adhesión».

No sin dificultades y presiones46, Pérez Serrano fue readmitido en su profesión universitaria sin imposición de sanción. No obstante, por 45 Para los datos expresados a continuación, véase su expediente personal (caja AGA, sig. 21/20362), especialmente su proceso de depuración. Precisamente la existencia de este proceso es la que hace incomprensible la afirmación de Carlos Ruiz Miguel, a tenor de la cual «se ha hecho correr la especie de que Pérez Serrano era profundamente antifranquista y que, de hecho, ‘fue’ depurado por el régimen de Franco», en “Nicolás Pérez Serrano, maestro pionero del Derecho constitucional español”, Empresas políticas 2 (2003), pp. 25-33, p. 29. Para los datos biográficos, consúltese asimismo el artículo de su hijo Nicolás Pérez-Serrano Jáuregui, “Nicolás Pérez Serrano (1890/1961). Semblanza y datos biográficos”, en Teoría y Realidad Constitucional 18 (2006), pp. 503-525. 46 Todavía en enero de 1941, recibía el juzgado depurador un certificado del secretario de un juzgado de instrucción de Salamanca en el que se intentaba incriminar a Pérez Serrano por haber formado parte, en el Colegio de Abogados, de una junta de gobierno afecta a la República, y, según un informe de la policía política, por ser «ateo y probablemente masón». No está de más indicar que, interrogado acerca de su pertenencia a la masonería durante la depuración, Pérez Serrano contestó que nunca había pertenecido a ella, «cuyo carácter secreto era título bastante para repudiarla, aparte otras razones relativas a su obra disociadora y a sus ritos poco serios».

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recomendación del entonces decano de derecho en la Central, el canonista ultraconservador Eloy Montero, se le apartó de la enseñanza del derecho político debido a sus creencias liberales y se le asignó, al menos durante el primer curso de la posguerra, la cátedra de doctorado de derecho privado. Ya en el segundo cuatrimestre del curso 1943/1944 impartió «Principios de Derecho público», pero a comienzos del siguiente se le comunicó que solo podía encargarse de «Teoría de la Sociedad», privándosele así de nuevo de la cátedra de la que era titular y rechazando Pérez Serrano el ofrecimiento al estimar que se trataba más bien de una materia propia de filosofía del derecho, lo cual, como veremos, lo distanciaba ya ostensiblemente de las dedicaciones metafísicas de los catedráticos franquistas.

Hasta 1945 no pudo volver a enseñar derecho político. Corrían unos tiempos en que el régimen, tras la derrota del Eje, había comenzado a abandonar la retórica fascista que lo había legitimado hasta el momento. Medió además una solicitud del propio Pérez Serrano en la que reclamaba una resolución oficial de su situación, para en su caso poder recurrir a la «vía jurisdiccional» en «defensa» de su «derecho» a impartir la cátedra que había ganado por oposición. En cualquier caso, no fue un tiempo, este de la primera posguerra, en el que pudiera dedicarse con libertad al cultivo de su disciplina. Regresando a la temática de sus primeras investigaciones, realizó contribuciones en materia jurídico-privada, dando a conocer instituciones concretas y reformas globales del derecho privado alemán en el Tercer Reich47. Con una exposición descriptiva y técnica, pero más complaciente que crítica, Pérez Serrano, si bien no interponía —ni acaso pudiera hacerlo— censuras democráticas o liberales a las nuevas corrientes jurídicas del nacionalsocialismo, sí recordaba su posible falta de correspondencia con el «punto de vista puramente español». Lo que era de cualquier modo evidente es que las circunstancias dramáticas de la guerra y la dictadura le obligaron a una dolorosa rectificación jurídico-política. Y así lo confesaba, por persona interpuesta, cuando, prologando a su maestro Posada, y en referencia a su último libro póstumo, pero también, a mi entender, a su propia experiencia, describía el «examen de conciencia», «la revisión de dogmas y conceptos», que «el jurista de Derecho público» había de acometer una vez demostrado que el «régimen constitucional» había sido destronado por la «abrumadora fuerza» de «los hechos»48.

Debido tanto a esta notoria rectificación ideológica cuanto a su indiscutible valía intelectual, Pérez Serrano pronto se integraría en los circuitos institucionales y académicos oficiales49 e imprimiría textos relevantes de materia jurídico-política50. Sin embargo, más allá de exposiciones descriptivas

47 Pérez Serrano, “El amparo judicial para la revisión de contratos”, Revista de Estudios jurídicos I (1941), pp. 25-43; Id., “La reforma del Derecho privado en Alemania”, Revista de la Facultad de Derecho de Madrid, nums. 4-5 (enero-junio 1941), pp. 7-25, y nums. 6-7 (julio-diciembre, 1941), pp. 13-34. 48 Pérez Serrano, «Prólogo», en Posada, La idea pura del Estado, Madrid, Revista de Derecho privado, 1944, pp. 22 y 25. 49 Fue, desde 1947, académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y, desde 1948, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Madrid. 50 Algunos ciertamente de contenido cuanto poco controvertido, dados los tiempos que corrían: “El poder constituyente” (1947) y “La evolución de las Declaraciones de derechos” (1950),

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de la legislación vigente, tampoco figuró entre los que se preocuparon por proveer al régimen franquista de una armadura teórico-jurídica que lo legitimase, como sí hizo, en cambio, con el régimen republicano a través de la fundación de la citada revista y de su monografía sobre la Constitución de 193151.

Dejando a un lado a los exiliados, los asesinados, los sancionados o los que pasaron a ocupar un papel menos central en la disciplina, y a excepción también de aquellos que, tras 1939, no se dedicaron en exceso a producir textos en la materia52, el derecho político parecía concentrarse tras la guerra en torno a unos pocos nombres: Eduardo L. Llorens, Gonzalo del Castillo, Carlos Ruiz del Castillo y Luis del Valle, catedrático de la facultad de Zaragoza que no fue siquiera «objeto de expediente ni sanción alguna con motivo de la depuración por considerársele desde el primer momento como adicto al Glorioso Movimiento Nacional»53. Sin embargo, por fallecimientos prematuros o jubilaciones inminentes, la disciplina quedaría prácticamente desierta. ambos procedentes de alocuciones y recogidos en sus Escritos de Derecho político, vol. 1, IEAL, Madrid, 1984, pp. 253-316 y 455-530, respectivamente. 51 Pérez Serrano, La Constitución española (9 Diciembre 1931): antecedentes, texto, comentario, Revista de Derecho privado, Madrid, 1932. La propia Revista de Derecho público, según indicaba en su presentación, pretendía facilitar al régimen republicano los cauces técnico-jurídicos indispensables para su desarrollo legislativo. 52 Me refiero concretamente a Nicolás Rodríguez Aniceto y Tomás Elorrieta Artaza. Rodríguez Aniceto, catedrático en Salamanca, continuó sin sanciones en su puesto, llegando a ser nombrado decano de su facultad en diciembre de 1940 y falleciendo el 8 de marzo de 1953 (v. su expediente personal en caja AGA, sig. 31/16585). Pronto se adhirió a la causa franquista, según muestra su arenga a maestros católicos sobre la Necesidad de la vigorización espiritual de España, Tip. Calatrava, Salamanca, 1938. Antes de la guerra, y aparte de su tesis civilística, publicó el estudio filosófico-político Maquiavelo y Nietzsche, Madrid, 1919, y el apreciable discurso jurídico La constitucionalización del derecho social español, Universidad de Salamanca, 1932. Menos textos escribió después de la conflagración, limitándose a respaldar monografías tal que la de Antonio Vila, Por las rutas de la España imperial, Imp. Comercial Salmantina, s. f. La trayectoria del liberal-conservador Tomás Elorrieta fue diversa, porque, si en el campo del ensayo político publicó obras de interés —Liberalismo, Madrid, Reus, 1926; La democracia moderna, Madrid, Espasa, 1928—, y en el de la asignatura contaba hasta con manual propio —Tratado elemental de Derecho político comparado, Madrid, Reus, 1916—, ya en el terreno de la cátedra apenas si se dedicó a ella: ingresando en la nómina de profesores en 1911, en 1923 solicitó una excedencia para dedicarse a la administración que duraría, a efectos prácticos, hasta después de la guerra, ya que pidió sin resultados su reingreso en 1933. También desde 1939 pasó casi más tiempo en excedencia (de octubre de 1943 a agosto de 1946) o de licencia por enfermedad (octubre del 41, abril del 42, marzo del 43) que profesando derecho político en las universidades de Valencia y —desde abril de 1947— de Salamanca, que fueron sus dos destinos tras la guerra y hasta fallecer en enero de 1949 (v. expediente personal en caja AGA, sig. 31/3995). Empleado del ministerio de trabajo, directivo de «Corporaciones Industriales y Agrícolas» y diputado en la Asamblea Nacional durante el régimen de Primo de Rivera, este profesor pasó la guerra en zona republicana y fue depurado sin sanción, por sus antecedentes políticos, por declarar que se disponía a publicar una obra que desmentiría objetivamente los logros de la reforma agraria republicana y por haber batallado en el bando sublevado, con su autorización, uno de sus hijos. En la posguerra, por encargo de la Escuela Social, publicó algunos volúmenes que se encuadraban más en sus trabajos como burócrata del ramo laboral que en los de constitucionalista: Problemas económico-sociales de la postguerra, Madrid, 1944 y Temas económico-sociales de la actualidad, Ministerio de Trabajo, Madrid, 1946. 53 Según se recoge en un documento depositado en el expediente personal de Carlos Ruiz del Castillo en caja AGA, sig. 31/20316.

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A Eduardo L. Llorens54 le sorprendió el alzamiento en Múnich, ciudad a la que se desplazó como representante de la Universidad de Murcia en el Congreso Internacional de Juristas. No dudó en adherirse a la causa franquista, donando a ésta cien francos suizos en Septiembre de 1936 y dedicándose a difundir entre Hamburgo y Lausanne (Suiza) «el conocimiento de los orígenes, los caracteres y los objetivos del Movimiento Nacional». Regresó a España en octubre de 1937, movido por el convencimiento de que una orden de noviembre de 1936, aunque no obligaba a la vuelta, revelaba una clara preferencia por «la repatriación» en el caso de que los funcionarios se encontrasen fuera de España como él lo estaba. Retornó por poco tiempo, el suficiente para presentarse ante las autoridades franquistas de Burgos, retomando a su regreso las tareas de propagandista de los sublevados. Una vez concluida la guerra fue rehabilitado sin sanción alguna en diciembre de 1939 y destinado a Barcelona, encontrándose con una facultad fantasmal en la que no había «ni Boletín Oficial, ni ningún libro de Administrativo y sólo dos o tres, anticuados, de Político». Por enfermedad, hubo de solicitar excedencia voluntaria en abril del año siguiente. Se instaló de nuevo en Suiza, y preparó su vuelta en 1942, siendo reingresado a comienzos del curso en la facultad de La Laguna y falleciendo tan solo tres meses después. En relación al desgraciado y prematuro suceso, su esposa recordaba que durante el enfrentamiento bélico «una mano ignorante o malintencionada» le hizo «desaparecer sus notas y trabajos en preparación, entre los que destacaba una Teoría General del Estado», produciéndole «esta pérdida una agravación de su enfermedad cardiaca que terminó con su existencia». Gonzalo del Castillo55 estaba en Barcelona el día del golpe de Estado. Se ocultó durante más de quince meses, logrando finalmente escapar a Francia con la utilización de un pasaporte falso, para, desde allí, pasar al bando nacional. Su adhesión al «Movimiento» no era solo cuestión de creencias. Toda su trayectoria era viva muestra de su inclinación derechista: durante la dictadura de Primo había sido «primer teniente de Alcalde y Delegado de Cultura del Ayuntamiento» y después «Gobernador civil» de Ciudad Real. Y desde la proclamación de la República siempre se mostró «opuesto a toda política marxista, siendo uno de los firmantes del manifiesto de Calvo Sotelo». De ello daban testimonio militares y personas próximas a Del Castillo. Enrique Querol, comandante auditor, aseguraba que el profesor de la facultad barcelonesa había «sostenido durante muchos años reiteradas y enconadas luchas en defensa de los ideales y sentimientos patrióticos españoles, siendo tales polémicas públicas y notorias en dicha capital». El «capitán jurídico» Francisco Corbella, confirmaba la aseveración distinguiendo a Del Castillo «por su patriótica labor españolista en Barcelona y sus ideales acendrados de derechas, sosteniendo continuamente enconadas luchas no solo con los elementos de izquierda, sino también con las facciones y partidos de más o menos disimulado sabor separatista». Con tales antecedentes, obtuvo sin complicaciones el reingreso sin sanción en su cátedra de Barcelona, que ejerció por breve tiempo hasta su jubilación en noviembre de 1941, período

54 Véase su expediente personal, en caja AGA, sig. 31/1467. 55 Consúltese también su expediente personal, en leg. AGA, sig. 9612/8.

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suficiente para contribuir desde los resortes de la disciplina a la construcción del Estado franquista con un apresurado manual56.

El 18 de julio, Carlos Ruiz del Castillo57 se encontraba en Madrid sirviendo en su puesto de magistrado del Tribunal de Garantías. Por entonces era conocido, además de por sus labores docentes, por su compromiso político como cofundador de la Unión regional de Derechas de Santiago, integrada finalmente en la CEDA, y como vicepresidente de Acción Española. Fue destituido de su cargo y posteriormente detenido porque consideró «improcedente suscribir la declaración exigida por los gobernantes de la zona roja a los funcionarios que quisieran continuar gozando de tal consideración». En estas fechas, y a causa de las represalias de la guerra, tuvo lugar la muerte de su hermana Loreto. Incluido «en las listas de canje de refugiados en embajadas desde octubre de 1937», pudo finalmente pasar al bando sublevado en diciembre del año siguiente. Aunque el régimen, en una muestra más de su estructural arbitrariedad, no lo reintegrase de inmediato «por falta de antecedentes que le garantizasen suficientemente», poco tardó en otorgarle honores y puestos, en primer lugar, meses antes de concluir la guerra, nombrándole rector de la Universidad de Santiago, para pasar en 1941 a ocupar la cátedra de Estudios Superiores de Ciencia Política de la Universidad Central58.

Por unas circunstancias o por otras, la disciplina fue, tras la guerra, cosa de dos catedráticos sexagenarios, Gonzalo del Castillo y Luis del Valle, y de un joven y pujante profesor, político y magistrado como lo era Carlos Ruiz del Castillo. Del Castillo apenas tuvo tiempo para publicar un manual, pero Luis del Valle, hasta su jubilación en 1949, puso todas las energías del último tramo de su carrera en ofrecer cobertura teórica a la dictadura59. Ruiz del Castillo, por su parte, saludó el nuevo régimen justificando desde el derecho las atrocidades de la guerra60 y publicando un manual que, sin embargo, se ajustaba todavía

56 Del Castillo, Derecho político: el nuevo Estado español. Lecciones de un curso intensivo, Bosch, Barcelona, 1940. 57 V. el expediente personal en caja AGA, sig. 31/20316. Para su semblanza jurídico-política, v. Sebastián Martín, “Carlos Ruiz del Castillo: cara y envés del orden natural conservador”, en Miguel A. del Arco, Alejandro Quiroga (eds.), Soldados de Dios y apóstoles de la Patria. Religión, violencia y derechas en España, Comares, Granada, 2010, pp. 331-355. 58 Concurrieron asimismo al concurso para proveer la cátedra Pérez Serrano, Del Valle, Elorrieta y Artaza y el administrativista Recaredo Fernández de Velasco: v. el expediente en leg. AGA, sig. 9610-23. Poco después ocuparía la recién creada segunda cátedra de derecho político en la Central. 59 Firmó entre otras, las siguientes obras, Democracia y Jerarquía, Atheneaum, Zaragoza, 1938, El Estado Nacionalista Totalitario Autoritario, Atheneaum, Zaragoza, 1940; Manual de Derecho Político, Zaragoza, Librería General, 1941; Hacia una nueva fase histórica del Estado, Tip. La Académica, Zaragoza, 1936, 19382, 19403; El Estado hispánico (las líneas fundamentales de la comunidad básica). Discurso inaugural del curso académico 1943-1944, Tip. La Académica, Zaragoza, 1943; El Estado que viene, Atheneum, Zaragoza, 1943. Era, además, militante de Falange. 60 Ruiz del Castillo, En el confín de dos épocas. (La repercusión de la crisis moderna del espíritu en la idea del Estado). Discurso en la solemne inauguración del curso académico de 1939 a 1940, Santiago, Tip. Paredes, 1939.

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(críticamente) a la realidad constitucional republicana61. Su caso sí fue el de un profesor de reconocido prestigio62, maestro de juristas63, impulsor de instituciones y revistas64 y autor de obra considerable durante el franquismo. Ahora bien, salvo en las primeras oposiciones de posguerra, creo que ni Ruiz del Castillo, ni tampoco los otros dos catedráticos conservadores supérstites, jugaron un papel decisivo en la urgente y decisiva reconstitución disciplinar.

5.2. Reconstitución disciplinar Si de 1930 a 1935 la asignatura de derecho político comenzó una pausada renovación incorporando a Nicolás Pérez Serrano, Francisco Ayala y Eduardo Llorens, de 1940 a 1945 hubieron de proveerse más de seis cátedras65. Concretamente, en dicho lapso tuvieron lugar cuatro oposiciones, que ganaron, sucesivamente, Ignacio Mª de Lojendio Irure y Luis Sánchez Agesta, la de 1941, Francisco Javier Conde, la de 1943, Carlos Ollero, Torcuato Fernández-Miranda y José Mª Hernández-Rubio Cisneros, la primera de 1945, y José Antonio Maravall, la segunda de ese mismo año66.

Probablemente sea el primer concurso el que mejor evidencie la estrategia de captación del profesorado en materia jurídico-política desplegada en el primer franquismo. Convocadas en junio de 1940 y empezadas en el otoño de 1941, a estas oposiciones concurrieron Juan Misol Molina, Ignacio Mª de Lojendio, Francisco Javier Conde, Francisco Elías de Tejada, Luis Sánchez Agesta, Eugenio Vegas Latapié y Nicolás Ramiro Rico. En el tribunal tomaron asiento Carlos Ruiz del Castillo, en calidad de presidente, Gonzalo del Castillo 61 «La obra es, en verdad, obra de anteguerra», así presentaba su Manual de Derecho político, Reus, Madrid, 1939, p. VII. 62 Manuel Fraga Iribarne, “La contribución de Carlos Ruiz del Castillo a la doctrina institucional”, en VVAA, Homenaje a Carlos Ruiz del Castillo, Madrid, IEAL, 1985, pp. 233-237. 63 Dirigió las tesis de Nasrat Haidar, Ensayo sobre la situación y las funciones del Presidente de la República parlamentaria, Madrid, 1961, y de Luis Mendizábal Oses, La política de la juventud como inspiradora de un Derecho público especial, Madrid, 1966, ambas conservadas en la sección de tesis doctorales de la Biblioteca Complutense con signaturas T8445 y T8619, respectivamente. 64 Dirigió el Instituto de Estudios de Administración Local creado en septiembre de 1940 y su órgano periódico, la Revista de Estudios de la vida local, que arrancó dos años después. 65 En el campo de la filosofía jurídica, se ascendió rápidamente a los colaboracionistas Mariano Pudigollers y Wenceslao González Oliveros al profesorado de la Central. En la primera oposición, celebrada en 1940, ganaron la cátedra Enrique Gómez Arboleya y Ramón Pérez Blesa. La realizada en 1941 la ganó Francisco Elías de Tejada y en 1944 obtuvieron su cátedra Joaquín Ruiz-Giménez, Eustaquio Galán y Salvador Lissarrague, celebrándose otra en 1945 que ganó Antonio Truyol y Serra. El paralelismo con el derecho político, por fecha y por cátedras provistas, es evidente. Sin embargo, hubo una diferencia bien relevante: la reconstitución de la filosofía del derecho se realizó casi enteramente por los propios filósofos del derecho, v. Benjamín Rivaya, Filosofía del Derecho y primer franquismo cit., pp. 141-144, 175-177, 243-244. 66 Téngase presente que la próxima oposición en el tiempo, la célebre que disputaron Enrique Tierno Galván y Manuel Fraga Iribarne, convocada para proveer vacantes de derecho político en Murcia y Valencia, se celebró en la primavera de 1947 (v. el expediente en caja AGA, sig. 31/ 3212). Si se indica ahora que una de las cuestiones que hubieron de responder por escrito los aspirantes fue la exégesis del art. 45 de la vigente Constitución francesa, se comprenderá en breve hasta qué punto los esquemas de captación de constitucionalistas comenzaban a modificarse.

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Alonso, el administrativista Recaredo Fernández de Velasco, el abogado y privatista Alfonso García Valdecasas y el académico Alfonso de Hoyos y Sánchez, duque de Almodóvar del Río. Como se puede apreciar, solo dos de los cinco jueces pertenecían a la asignatura, dos de ellos nada tenían que ver con el derecho público y uno carecía de toda credencial científica que le avalase67.

Los primeros papeles del legajo en que se contiene el expediente de la oposición68 ya delatan los tiempos en que nos encontramos. Pedro Laín Entralgo, por entonces jefe de Ediciones y Publicaciones, sección dependiente del Ministerio del Interior, informaba a uno de los aspirantes, Elías de Tejada, de que su trabajo «El Estado Nacional sindicalista», aun no conteniendo «tesis ‘heterodoxa’» alguna, estaba de cualquier manera siendo revisado por «el Jefe del Servicio Nacional de Propaganda» debido a «razones de ‘oportunidad’». Sin embargo, por muy ortodoxa que fueran sus líneas, lo cierto es que la censura comandada por Pedro Laín terminó prohibiendo el texto.

Si una primera ojeada al expediente nos revela las severas constricciones que habían de salvar hasta los aspirantes integristas, un análisis más a fondo nos permite llegar a conclusiones que conectan con la tensión que caracterizó la distribución de plazas, reflejo particular de la conflictividad abierta entre las familias del nuevo régimen69, con el perfil de especialista que se pretendía captar para la enseñanza del derecho político y con las opciones excluidas para ejercer la cátedra iuspolítica.

Las tensiones se evidenciaron sobre todo en el choque entre Francisco J. Conde, falangista, y Francisco Elías de Tejada, tradicionalista católico. Durante el primer ejercicio, en el que los concurrentes debían exponer su trayectoria científica, Elías de Tejada, aprovechando el turno de réplicas, puso de manifiesto la «deslealtad como traductor» de Conde, asegurando que su traducción de El concepto de lo Político no tomaba como original el texto alemán sino el italiano, le acusó de poseer «una formación con grandes defectos y lagunas, sobre todo desde el punto de vista religioso», y criticó la «falta de originalidad» de su tesis sobre Jean Bodin70. Cuando tocó a Elías de Tejada realizar su primera prueba, fue Conde quien le lanzó duras objeciones en «un tono innecesariamente áspero y de una superioridad despectiva», un tono que volvió a repetirse en las réplicas formuladas a su segundo ejercicio, caracterizadas «por una agresividad de expresión» que obligaron «al Presidente del Tribunal a intervenir».

67 Me refiero al entonces duque de Almodóvar, de quien tan solo conozco sus hojas autobiográficas tituladas Hemiplejía-Dios-Política, Madrid, 1978. 68 Se encuentra conservado en las cajas AGA, 31/ 13673-74-75 y 76. En esta primera oposición todavía estaba vigente el reglamento de 1931 que obligaba a los miembros del tribunal a dejar constancia escrita de sus valoraciones. De ellas, como se comprobará a continuación, nos serviremos. 69 Sobre tales «discrepancias y disyuntivas» en el campo del pensamiento político, y con iguales bandos enfrentados que los indicados seguidamente, llama la atención Díaz, Pensamiento español cit., pp. 24-25. 70 Conde, “El pensamiento político de Bodino” (1935), en Id., Escritos y fragmentos políticos, vol. 1, IEP, Madrid, 1974, pp. 19-115.

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La clase de especialista en derecho político que quería captarse en este primer concurso se explicitaba en las pruebas prácticas —la quinta y la sexta— que habían de superar los concurrentes. La primera de ellas consistía en un comentario de texto. Si en tiempos de la República los futuros catedráticos de la asignatura debieron realizar sendos escritos sobre asuntos de actualidad jurídica71, ahora se sometía a su análisis la célebre definición de la «potestad civil» obra del padre Suárez72. Y en la segunda, si sus antecesores hubieron de realizar escritos técnico-jurídicos de exégesis constitucional, los aspirantes de posguerra tuvieron que disertar sobre un tema, el «concepto de la política», de corte nítidamente schmittiano. Se trataba, en suma, de sustituir una formación moderna por el manejo diestro de los teólogos de la contrarreforma y, por otro lado, de remplazar las habilidades de la dogmática jurídica por un razonamiento fundamentalmente político. Pero se trataba asimismo, y de un modo más profundo, de plantear preguntas que no perseguían descubrir la originalidad o las facultades técnicas del opositor, sino de constatar que éste reproducía el discurso oficial acerca de los límites objetivos de la actividad política, condicionada siempre por valores éticos trascendentes, por la identidad atemporal de la comunidad y por la «personalidad» humana.

El modelo de especialista pretendido seguía haciéndose ver en los testimonios y pareceres tanto de los aspirantes como de los miembros del tribunal. Lojendio, por ejemplo, ante las críticas vertidas por sus contrincantes, que censuraban el «fondo positivista» de su inédito El mito político, insistía en su «firme propósito de mantenerse dentro de un Dogma católico». Por otro lado, manifestó que uno de sus principales objetivos en la materia era «reconstruir y restaurar los valores patrios» y «salvar a España de la incultura y el analfabetismo», desdeñando las polémicas meramente doctrinales y abstractas. Elías de Tejada, por su parte, dejó bien patente que aun habiendo sido «ayudante de clases prácticas con D. Nicolás Pérez Serrano, de quien es amigo y por quien siente gran admiración, nada tenía que ver con el krausismo español». Sus opiniones, además, suscitaron la impresión de que «su sinceridad» era «notoria» y estaba «anclada en convicciones claramente religiosas y en un temperamento» que necesitaba «nutrirse de afirmaciones rotundas». Y también Agesta causó buena sensación en alguno de sus ejercicios por ser «hombre sencillo y de buena fe», según se deducía de su «expresada modestia». Como puede apreciarse, valores como la desconexión respecto del círculo krausista, antes determinante para el acceso a las cátedras constitucionales, o algunas cualidades religiosas, morales y hasta de carácter parecían primar sobre todo contraste netamente científico.

Pero tampoco conviene exagerar. De los dos candidatos elegidos y del perfil al que respondían los perdedores se deducen conclusiones en otra dirección. Ignacio Lojendio presentó a su oposición méritos literarios de indiscutible valor. Además de su tesis doctoral sobre el derecho de revolución y de una monografía descriptiva de las primeras leyes del régimen, obras, ambas, muy

71 Sebastián Martín, “Estudio preliminar” cit., «II. Las oposiciones». 72 «La Potestad civil; cuando se halla en un hombre o príncipe por derecho legítimo y ordinario, provino próxima o remotamente de la comunidad y no puede tenerse de otro modo para que sea justa, De Legibus, Libro III, Cap. IV»

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útiles para la legitimación teórica y técnico-jurídica del nuevo Estado73, presentó algunos inéditos que le acreditaban como notable experto en historia de las ideas políticas y del constitucionalismo74 y como historiador y teórico del irracionalismo fascista75. Por otro lado, no fueron efusivas confesiones políticas las que le auparon a la cátedra. Desde el comienzo de las pruebas se distinguió por exponer con «agilidad de palabra» y «brillantez». Es más, huyó de toda identificación plena con la doctrina fascista, recordando, con Onésimo Redondo, su procedencia extranjera y urgiendo a «ir al rescate de lo español». En todo caso, se caracterizaba por su profunda religiosidad y por rechazar de plano «cualquier movimiento de descomposición o de separación de territorios de la Patria», cualidades indispensables para promocionarse en un sistema nacionalcatólico. Pero ellas se veían acompañadas de unas facultades —de exposición, investigación y construcción— ya vinculadas a la pura competencia profesional.

Salvando notables diferencias, algo similar aconteció con Sánchez Agesta. También él había presentado algunos trabajos circunscritos a la problemática propia del derecho político, ya fuese indagando en el concepto de nación, con atención extensa al sostenido por José Antonio76, o bien tratando de fundamentar la metodología de la disciplina77. Huyó de rotundas autoconfesiones políticas y, desempeñando un papel más gris que Lojendio, no dejó de impresionar al tribunal con «el docto equilibrio de su pensamiento, servido por una palabra justa y persuasiva» y expuesto con «neto estilo de cátedra».

73 Lojendio, El derecho de revolución, Revista de Derecho privado, Madrid, 1941; Id., Régimen político del Estado español, Bosch, Barcelona, 1942, texto del que presentaba las primeras galeradas. 74 Lojendio, Las fuentes intelectuales de las Declaraciones de derechos y especialmente de la francesa de 1789, San Sebastián, 1941, notable escrito inédito que merecería su publicación. Encuadernado junto a este texto presentó otro de la misma temática, titulado Los derechos del hombre y la revolución americana, que publicó posteriormente en la Revista de Estudios Americanos 1 (1949), bajo el título “La idea de libertad: desde el Pacto de Mayflower a la Declaración de la Independencia: 1620-1776”, pp. 559-674. Téngase en este sentido presente que Lojendio se había presentado antes de la guerra «a los ejercicios de oposición para la provisión de una Cátedra de Historia de las Ideas Políticas creada por el Centro de Estudios Universitarios». Y también que se había formado junto a Alexander James Carlyle, de quien había traducido los dos primeros volúmenes de su History of Mediaeval Political Theory, perdiéndose el manuscrito de la traducción en los años de la contienda. Esta influencia se dejaba notar en su sistemática de la disciplina, que concedía gran importancia al capítulo de la historia de las ideas políticas. Para todo ello, v. su Memoria sobre el Concepto, Método, Fuentes y Programas del Derecho Político, San Sebastián, 1940, texto inédito incluido también en el expediente de oposición. 75 Se trata de la citada obra El mito político, compuesta de dos volúmenes mecanografiados. Curiosamente, en el expediente de oposición figura repetido por dos veces el primer tomo, faltando el segundo, justamente aquel en que abordaba, entre otros aspectos, «la exaltación política de la vida» o «la mítica del ‘Genio’ y el Providencialismo del Caudillaje político». 76 Agesta, Concepto histórico de Nación, Madrid, 1940, manuscrito conservado en el expediente de oposición. 77 Agesta, Teoría y realidad en el conocimiento político, Universidad de Granada, 1944, texto impreso que se corresponde, como el propio autor sugiere, con las páginas que elaboró en 1940 para presentarse a la oposición.

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Otras inclinaciones bien diversas pueden observarse en el caso de los candidatos tradicionalistas finalmente excluidos. En resumen, pusieron todo su empeño en explicitar su militancia política, reduciendo en buena parte el mérito para la cátedra de derecho político a una cuestión ideológica78. El resultado, criticado con frecuencia por los miembros del tribunal, era una lamentable confusión entre la propia disciplina y las creencias más personales en el terreno de la política79. A lo que se sumaba una visión completamente trasnochada de la materia80.

Poco más de un año después, en marzo de 1943, se convocaron las segundas oposiciones franquistas de derecho político, esta vez para proveer la vacante que Carlos Ruiz del Castillo había dejado en Santiago tras su paso a la Central. Ganadas prácticamente sin competencia alguna por Francisco J. Conde81, ya en esta ocasión no hubo presencia ninguna en el tribunal de los profesores en la materia que estaban en activo antes de la guerra. Aparte de Luis Sánchez Agesta, que había tomado posesión no hacía mucho, el tribunal se hallaba presidido por quien en esos momentos empezaba a concentrar en sus manos buena parte del poder universitario en relación a las ciencias jurídico-políticas, el miembro de Asociación de Propagandistas Católicos, catedrático de derecho internacional, decano de la flamante facultad de ciencias políticas y económicas de Madrid y director a la sazón del Instituto de Estudios Políticos: Fernando Mª Castiella Maíz82. Junto a él figuraban el filósofo del derecho y sociólogo Enrique Gómez Arboleya, el administrativista Segismundo Royo y el internacionalista José María Castro Rial, es decir, ni un solo titular de la cátedra objeto de concurso, salvo el propio Sánchez Agesta.

78 Elías de Tejada, quien decía jugar «sólo ‘a perder’ presentándose a las oposiciones», pues ya era catedrático, confesaba que «la ilusión dentro de su vida» era «lograr una cátedra de Derecho Político para servir así a la Religión católica y a España». 79 Vegas Latapié declaró que «desde su infancia comenzó su ambición de adueñarse del Estado, como si esto fuese el cumplimiento de un deber», una pretensión todavía viva cuando concurría a los ejercicios, pues, convencido de que el derecho era «un medio para adueñarse del Estado», la profesión de la cátedra jurídico-política consistiría en su caso en la oportunidad para ejercer «el apostolado de las doctrinas que consideraba verdaderas». 80 Para Ruiz del Castillo, el discurso de Vegas estaba claramente desfasado, al centrarse «en la polémica del siglo XIX entre católicos puros y católicos liberales». Por dogmatismo, Vegas desdeñaba «expresamente la erudición extranjera» y las «doctrinas distintas a las por él sostenidas», creyendo que para la resolución de cualquier problemática jurídico-política bastaba con «adherirse a la verdad política» suministrada por el catolicismo. E idéntico anacronismo simplista se apreciaba en el concepto que de la disciplina planteó Juan Misol Molina. 81 Tuvo como adversario a Santaló Rodríguez de Virgiri, militar y eterno aspirante que nunca obtuvo cátedra. Desde el primer ejercicio, la dureza y agresividad de Conde hicieron confesar a Santaló su ignorancia sobre las teorías de Schmitt, a quien «citaba sin haberlo leído directamente, por meros apuntes de clase». El expediente de oposición, en caja AGA, sig. 31/1476-77. 82 Véase la tesis, próxima a publicarse, de Nicolás Sesma Landrín, ‘La médula del régimen’. El Instituto de Estudios Políticos: creación doctrinal, acción legislativa y formación de élites para la dictadura franquista (1939-1977), Florencia, 2009, cuyo original me facilita gentilmente el propio autor. Dedica a la figura de Castiella el capítulo tercero: «Templanza católica para un Estado totalitario», que abarca de 1943 a 1948. Con posterioridad sería conocido por hacerse cargo de la cartera de exteriores.

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Las oposiciones, «abarrotadas de público» según se desprende de la documentación, no fueron ya tan disputadas, pero, aparte de evidenciar que el control sobre la disciplina se hallaba ahora fuera de ella, también continuaba mostrando qué aptitudes habían de reunirse para ganar una cátedra jurídico-política. En efecto, al tribunal le interesó en esta ocasión inquirir a los aspirantes sobre asuntos bien elocuentes. Si en el quinto ejercicio hubieron de comentar la ley inglesa de 18 de Agosto de 1911, que fijó «los poderes de la Cámara de los Lores en relación con las que tiene la de los Comunes», en el sexto se dudó si plantear de nuevo un ejercicio sobre los contrarreformadores —«Los teólogos y pensadores jurídicos y políticos españoles de los siglos XVI y XVII y la teoría del poder político»—, acerca del momento político vigente —«Causas de la crisis política contemporánea»— o sobre una cuestión técnico-jurídica —«El refrendo ministerial en los distintos regímenes»—, optándose finalmente por ordenar una disertación escrita acerca de la «Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 y los derechos de la persona humana en el Mensaje de Navidad de 1942 de SS. Pío XII».

En julio de 1945 se proveyeron las cátedras de derecho político de Oviedo, Barcelona y Murcia83. En cumplimiento de la nueva ley de ordenación universitaria, los aspirantes debían presentar para ser admitidos certificados de doctor, de haber desempeñado al menos dos años de función docente y de su «firme adhesión al Movimiento», corroborada por autoridades académicas o de Falange. En esta ocasión participaron, de nuevo, Santaló Rodríguez de Virgiri, que no pasó del segundo ejercicio, y, por vez primera, Diego Sevilla Andrés, Carlos Ollero, Torcuato Fernández-Miranda y José María Hernández-Rubio, ganando la cátedra, por ese orden, los tres últimos mencionados.

En el tribunal figuraban en esta ocasión dos profesores de derecho político, Luis del Valle y Sánchez Agesta, el historiador del derecho Manuel Torres López, el filósofo Salvador Lissarrague Novoa y, como presidente otra vez, Fernando Mª Castiella. Antes de que comenzasen volvieron a salir a la luz las luchas de poder entre los intelectuales integrados en el régimen. Eustaquio Galán, otro de los firmantes, intentó recusar a Castiella y a Lissarrague por «enemistad manifiesta». A Castiella —personaje de «ambición avasalladora y con una desbordante voluntad de poderío que le mueve a aspirar a ser en la actual política universitaria el dispensador de todas las cosas», según las palabras de Galán— lo acusaba de haber ordenado a Mariano Puigdollers que, en unas pasadas oposiciones a filosofía del derecho cuyo tribunal presidía, lo votase con posterioridad a Lissarrague, que también se presentaba, o, si ello fuera imposible, que no le prestase su apoyo. Votado finalmente en segundo lugar, con preferencia a Lissarrague, Castiella, a modo de represalia, ordenó el cese de Galán «en el Instituto de Estudios Políticos», del que era colaborador. Y a Lissarrague le censuraba que, tras conocer extraoficialmente su derrota, profiriese, ante testigos como Antonio Truyol y Serra, las siguientes advertencias: «yo tengo un orden de valoración para esta oposición que no consiento que el tribunal subvierta; y por ello desde ahora desafío a este tribunal y te desafío sobre todo a ti, Galán, y contra todos vosotros movilizaré inmediatamente el Estado, la Iglesia, el Clero, la Policía, el Ejército, la Aviación y la Armada». 83 El expediente de la oposición y los trabajos inéditos que los aspirantes presentaron a ella, en caja AGA, sig. 31/2140.

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La recusación no tuvo éxito y el recusante se retiró finalmente de la oposición. Los aspirantes sí tuvieron esta vez que ejercitarse en la exégesis jurídica, aunque no fuese la de una pieza constitucional propiamente dicha, sino la de un texto político como el preámbulo del Fuero de los Españoles. Comentar un fragmento de tal tenor implicaba tratar de la «ejemplaridad» de la persona del caudillo y afirmar su competencia para «dictar normas jurídicas de carácter general». Suponía asimismo ocasión propicia para reivindicar la constitucionalidad del Fuero —«naturalmente no en el sentido del Estado de derecho liberal burgués, ni tampoco en el sentido democrático, pero sí respecto de las bases políticas del actual Estado español»— y el nuevo sentido que en él cobraban los derechos de la persona, ya no concebidos como atributo de «individuos» aislados sino en calidad de «seres que coexisten en la unidad histórica de destino que es España»84. Y, en último lugar, José Antonio Maravall ganó una oposición, también en 1945, convocada para proveer la cátedra de La Laguna. Aunque firmaron Diego Sevilla Andrés y Manuel Fraga Iribarne, terminó concurriendo en solitario y con unos méritos literarios que lo acreditaron suficientemente85.

VI. ONTOLOGÍA POLÍTICA Y EL JURISTA COMO IDEÓLOGO

Así pues, el paradigma jurídico-político que pasaremos a examinar fue materia producida por un nuevo plantel de profesores, a la que contribuyeron muy pocos de los catedráticos en activo durante la República. En realidad, atenderemos a un objeto que, como la racionalidad técnica republicana, resultó también efímero. Su brevedad se explica porque respondía una coyuntura histórico-material precisa, determinada por circunstancias tanto de política interior como internacional: si de un lado se imponía la legitimación jurídica de un sistema de facto nacido de un acto de violencia, de otro imperaban en el debate europeo las doctrinas fascistas y nacionalsocialistas, que fueron durante este período el espejo en el que el pensamiento jurídico-político español se miró para construir su propia identidad. Estabilizado institucionalmente el régimen y concluida la Segunda Guerra, las coordenadas cambiaron hasta tal punto que, aun continuando en ejercicio todos los protagonistas de la primera posguerra, los contenidos y propósitos de sus escritos empezaron a experimentar considerables transformaciones. Pero ese análisis excede ya la cronología marcada en el presente trabajo.

6.1. La desaparición del objeto y sus consecuencias La primera y más reseñable novedad del naciente paradigma jurídico-político

fue la desaparición de su objeto tradicional de estudio. Hasta 1936, el derecho político en cuanto ciencia jurídica había tenido como asunto de cultivo, sucesivamente, una teoría del gobierno limitado, una genealogía de la nación española, una teoría del Estado asentada sobre concepciones organicistas de lo social y, por último, un derecho constitucional comparado cada vez más 84 Las expresiones están tomadas del quinto ejercicio realizado por Carlos Ollero y Hernández-Rubio. 85 Sobre todo su célebre La teoría española del Estado en el siglo XVII, IEP, Madrid, 1944. El expediente de oposición, en caja AGA, sig. 31/2149.

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centrado en la norma fundamental vigente en España86. La reflexión iuspolítica de posguerra rompió prácticamente con todo ello. Hasta el momento la evolución de la ciencia constitucional se había ido eslabonando sin que se verificaran rupturas netas, y observándose el provecho que cada renovación sacaba de la mentalidad precedente. Por el contrario, el paradigma del primer franquismo, que se autocalificaba como tradicionalista, tuvo —paradójica y aparentemente— entre sus rasgos más visibles el planteamiento de una enmienda a la totalidad a la tradición jurídico-política anterior. La justificación de tal enmienda se basaba en el convencimiento de que la historia de España se había desviado de su cauce natural desde el primer constitucionalismo. Con semejante extravío no podía en ningún caso producirse una ciencia jurídica auténticamente española. Solo tras el «Glorioso Alzamiento» se recuperaba la senda correcta y devenía posible la construcción de un derecho político acorde con el espíritu nacional. Aunque este intento de ruptura ocultaba un regreso a la visión canovista de la historia patria, desde un punto de vista de la genealogía disciplinar no dejó de tener consecuencias de cierta envergadura.

La primera y más evidente fue la caída considerable del nivel científico. Ya sabe el lector que, tras la guerra, el derecho político dejó de contar con la contribución, enseñanza y presencia de autores sobresalientes como Pérez Serrano, Francisco Ayala o Martínez Pedroso. Sin desmerecer a algunos de los que ingresaron en el primer lustro de posguerra, entre los que descollaba claramente Francisco Javier Conde, ni tampoco el único manual de derecho político publicado en estos años, que parcialmente respondía a la sistemática anterior87, bien es cierto que los libros de texto de la asignatura, o bien eran readaptaciones de obras redactadas y publicadas antes del franquismo88, o bien estaban compuestos de una historia de las doctrinas jurídico-políticas ya practicada con anterioridad89.

Por otra parte, y en un nivel más profundo, la debilidad científica venía provocada por una pérdida ostensible de su autonomía. No se trataba exclusivamente de que la producción del discurso jurídico-político se sometiese ahora a las constricciones de la censura oficial, con la autocensura y la disciplina intelectual que tales controles conllevaban. El problema, como se verá, es que el derecho político aceptó un estatus de servidumbre respecto del poder de facto, perdiendo así toda la creatividad y capacidad crítica que pudieron caracterizarle con anterioridad, pero también toda la diferenciación 86 Describo esa cronología del derecho político español en el segundo epígrafe de mi “Actualidad del derecho político. Antologías, reediciones e iniciativas de recuperación de una disciplina jurídica histórica”, CIAN 11/2 (2008), pp. 213-286. Es un intento de «periodificación» alternativo al planteado por Alfredo Gallego Anabitarte, Formación y enseñanza del derecho público en España (1769-200). Un ensayo crítico, Marcial Pons, Madrid, 2002, quien solo toma como criterio de ordenación el de la unidad entre el derecho constitucional y el administrativo. 87 Que dividía la disciplina en una teoría del Estado y en un derecho constitucional comparado: Sánchez Agesta, Lecciones de Derecho político, vol. 1: Teoría de la política y del Estado, Universidad de Granada, 1943; vol. 2: Teoría de la Constitución, Universidad de Granada, 1945. 88 Me refiero al Manual de Derecho Político, ya citado, de Luis del Valle, que se publicó en 1941. 89 Conde, Introducción al Derecho político actual, Escorial, Madrid, 1942, texto cuyo título habría de indicar que introducía a las doctrinas jurídico-políticas anteriores al momento en que se escribió.

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que había logrado respecto del campo del ensayismo y la propaganda política. Los problemas tratados, los itinerarios reflexivos recorridos, las soluciones propuestas y las categorías acuñadas convergían en el común propósito de prestar cobertura retórica a un poder desnudo carente de legitimidad y coincidían con numerosas plumas no dedicadas a la ciencia del derecho. Y tal predeterminación heterónoma, sumada a la dicha ‘desdiferenciación’, no pudieron sino implicar, obviamente, un abotargamiento de sus facultades constructivas y críticas.

Por último, se daba la curiosa paradoja de que esta considerable devaluación científica se produjese precisamente en los años en que ser catedrático de la materia, o incluso sencillamente opositor a dicha asignatura90, era un objetivo académico muy preciado, pues se suponía que era el vehículo más eficaz de adoctrinamiento político en el seno de las facultades de derecho.

Junto a este detrimento de la calidad, la cesura disciplinar y la desaparición del objeto que le acompañó produjeron unas consecuencias que, a mi juicio, trazaban la fisonomía del nuevo derecho político y de las funciones que había de desplegar el jurista dedicado a su cultivo. En primer lugar, se destruyó la metodología de trabajo que, durante las últimas décadas, había comunicado cierta coherencia a la materia. En segunda instancia, buena parte de los contenidos de la disciplina se diluyó en una filosofía de la historia, ya fuese en un relato muy determinado de la genealogía nacional o en una representación también muy específica de la historia cultural occidental. En tercer término, el derecho político se convirtió, en aquello que no era filosofía de la historia, en pura metafísica, en una teoría abstracta y pretendidamente realista de la sociedad construida con un léxico irracionalista bien distante del vocabulario que, cada vez más depurado, venía conformando al derecho constitucional. Y, en último lugar, en aquello que no resultaba historiografía o filosofía, es decir, en su aspecto más efectivamente jurídico, el derecho político osciló entre el escolio acrítico de la legislación vigente y la dispensa de las categorías generales que supuestamente legitimaban dicha normativa. Examinemos cada uno de estos aspectos.

6.2. Métodos y realidad

De 1870 a 1939 se emplearon varios métodos científicos en el campo del derecho político. Durante el cambio de siglo, por influjo de las ciencias naturales, se aplicó el método inductivo y se cultivó el empirismo. Ahora bien, no fue sino el «método filosófico-histórico» el que pautó, no ya la producción del saber jurídico-político, sino de la ciencia jurídica en su conjunto. En los años treinta, se prescindió expresamente de este legado metodológico, tanto por una emancipación consciente respecto de las ciencias naturales como por la esterilidad comprobada de las aproximaciones históricas y filosóficas. En su lugar, se optó por practicar el «método dogmático» como mejor vía de conocimiento y exposición del derecho positivo, el método de los «tipos empíricos» para localizar y explicar las regularidades características del Estado

90 Francisco Elías de Tejada, en su Introducción al estudio de la Ontología jurídica, Madrid, 1942, firma como «catedrático de Filosofía del Derecho y opositor a Derecho Político». No deja además de ser revelador el hecho de que tanto Elías de Tejada como Eustaquio Galán se presentasen a oposiciones de la asignatura siendo ya profesores de filosofía del derecho.

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moderno y el «método dialéctico» como único recurso capaz de revelar las ineludibles implicaciones sociológicas, filosóficas y axiológicas del derecho constitucional91. En los primeros cuarenta cambiaron notablemente las cosas. Al igual que antes, se continuaba despreciando el positivismo naturalista. El formalismo jurídico, de ser severamente criticado por su intolerable reducción del objeto de estudio, tal como hacían los autores republicanos, pasó directamente a demonizarse y a convertirse en el peor extravío que había sufrido la ciencia jurídico-política. Es más, en la medida en que había servido para explicar en las aulas la Constitución de 1931 se le acusaba de haber facilitado la tiranía de sus preceptos92. Pero si existían ciertas coincidencias acerca de qué metodologías debían rechazarse, menos las había en relación al método que resultase más idóneo. Los autores reaccionarios a los que se vedó el acceso a la cátedra defendían una vuelta a las metodologías decimonónicas expuestas por Enrique Gil y Robles93. Los más cerriles y sinceros querían sencillamente convertir la materia en una doctrina maquiavélica que sirviese para conquistar y mantener el poder94. Los juristas más constructivos, justo aquellos que sí ingresaron en el profesorado, no lograron, sin embargo, trabar una propuesta metodológica uniforme95. Se partía, como en los años treinta, de la distinción marcada por Heinrich Rickert entre las ciencias naturales y las de la cultura96, sustrayendo el derecho político del terreno de las primeras y adscribiéndolo, en la medida en que se preocupaba por los «valores», en el campo de las segundas. Parecía optarse vagamente por las propuestas lanzadas años atrás por la

91 Sebastián Martín, “Estudio preliminar” cit., «VI. Concepto, método y fuentes». 92 «Planteamos la investigación sobre nuestro objeto de manera diametralmente opuesta a la de un formalismo jurídico», así daba comienzo la memoria de cátedra de José A. Maravall, Los fundamentos del Derecho y del Estado, Revista de Derecho privado, Madrid, 1947, p. 1, quien además indicaba que precisamente tal visión formalista, que autorizaba al derecho a canalizar cualquier contenido con independencia de «la realidad jurídico-política» objetiva, había causado «trastornos que calificarlos de trágicos no es exageración», p. 25. V. Rivaya, “Kelsen en España”, Revista de Estudios Políticos 107 (2000), pp. 151-177, especialmente pp. 156 ss. 93 Tanto Juan Misol como Vegas Latapié invocaron en sus memorias de cátedra las propuestas vertidas por el tradicionalista católico en su Ensayo de metodología jurídica, Imp. Católica Salmanticense, 1893. 94 Para Vegas Latapié el derecho político constituía un buen vehículo para «que una minoría creyente se apodere del Poder y por medio de todos los resortes del gobierno fomente la reconstrucción del credo moral hoy casi liquidado», Concepto, método, fuentes y programa de Derecho Político, Madrid, 1941, p. 57. 95 El más pragmático de los nuevos profesores, Lojendio, sí articulaba una propuesta precisa, limitada a combinar una aproximación «especulativa» que formulase «los principios que corresponden a la naturaleza ética y jurídica del Estado», con otra «experimental» encargada de clasificar y exponer los factores naturales «que determinan la organización y la vida del Estado»: v. su Memoria sobre el Concepto cit., pp. 16-17. Como bibliografía, puede aprovecharse Jerónimo Molina Cano, “El derecho político en Ignacio María de Lojendio”, Empresas políticas 6 (2005), pp. 49-70. 96 Rickert, Ciencia cultural y ciencia natural, Espasa, Madrid, 1922, trad. García Morente.

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fenomenología y la filosofía de los valores97, pero, en realidad, esta afinidad recubría una clara aversión hacia cualquier disquisición metodológica. ¿Por qué? Pues porque el mismo discurso en torno al método se estimaba uno de los errores principales de la historia del racionalismo europeo, en la medida en que hacía derivar la realidad de las cosas del método empleado. Desde Descartes, para unos, y desde Kant, para otros98, se había consumado la separación entre el sujeto y el mundo, entre el hombre y la realidad, condenando al individuo a una reclusión epistemológica que le impedía conocer nada más allá de su propio yo. Según este relato, a partir de ese momento se sucedieron diversas metodologías, todas coincidentes en invertir el planteamiento tradicional, derivando la realidad de categorías subjetivas. Y ahora parecía que sonaba el momento de la revancha, invitándose a un abandono de los juicios apriorísticos para abrazar en su lugar, sin mediaciones, la realidad objetiva.

El problema residía en que esa realidad a la que el conocimiento debía plegarse resultaba crítica, incierta, problemática y, por tanto, inasible99. Si en los tiempos de preeminencia de las filosofías de la identidad orgánica entre el hombre, la realidad y la trascendencia existía, a no dudarlo, una envolvente hegemonía cultural, en el trascurso de la guerra se hacía evidente la colisión entre cosmovisiones irreconciliables. La crisis, en efecto, no dejaba de tener efectos epistemológicos, pues los patrones cognitivos tradicionales se revelaban inservibles para esclarecer el rumbo que había tomado la historia. Era algo que ya se había tematizado con anterioridad a la conflagración mundial100, y que ahora, bajo las bombas, se hacía todavía más patente. Encontrar entonces esa realidad que había de constituir el objeto de la ciencia política, tradicionalmente formada por el Estado y el derecho, resultaba una tarea desde luego imposible si se recurría a cualquier método racionalista que pretendiese extraer categorías de vigencia universal101. Tal era el desfase entre los nuevos fenómenos políticos y las doctrinas disponibles que el único método de trabajo válido parecía ser una criba de éstas para, ya depuradas, ver hasta qué punto servían para dilucidar las excepcionales circunstancias jurídico-políticas vigentes102.

97 Para Carlos Ollero el método fenomenológico fue «el más cierto de la victoriosa ofensiva antipositivista»: v. su Memoria, 1945, p. 127, manuscrito depositado en el expediente de su oposición que coincide prácticamente con el texto posterior Introducción al Derecho político. La consideración científica de las relaciones entre la sociedad y el Estado, Barcelona, Bosch, 1948. 98 Ollero, Introducción al Derecho político cit., p. 39, para Descartes; Maravall, Los fundamentos del Derecho y del Estado cit., pp. 2 ss., para Kant; y Sánchez Agesta, Teoría y realidad cit., p.12, para el neokantismo. 99 Conde, Teoría y sistema de las formas políticas, IEP, Madrid, 1944, pp. 13 ss; Ollero, Introducción al Derecho político cit., pp. 14 ss.; Maravall, Los fundamentos del Derecho y del Estado cit., p. 28. 100 Karl Mannheim, El hombre y la sociedad en la época de crisis, Revista de Derecho privado, Madrid, 1936, trad. Francisco Ayala. 101 Conde, Teoría y sistema cit., p. 15. 102 Ese objetivo de localizar «qué parte del pensamiento puede salvarse de la quiebra» del Estado liberal para «‘informar’ la ‘constitución política’ siguiente» era el que Conde planteaba en su Introducción al Derecho político cit., pp. 41-42.

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Que el derecho político aspirase a ser penetrado por la realidad verdadera no implicaba, a juicio de sus autores, que se degradarse con ello a la condición de «puro reflejo de una situación histórica concreta», incurriendo en los mismos errores del materialismo histórico. Tampoco quería degenerar en un «saber de partido» que dotase de argumentos tácticos a una de las partes en combate y le proveyese de la «propaganda» necesaria para ejercer su «dominio sobre las masas»103. El derecho político postulado principalmente por los autores falangistas pretendía, por el contrario, descender más allá de las controversias y encontrar unas constantes que sirvieran tanto para sentenciar la lucha como para construir sobre ellas el sistema político futuro. Pensaba, sin demasiada elaboración, que el «ímpetu» de las batallas ideológicas tenía «su última raíz en el profundo desconocimiento de los hechos sociales»104. La aproximación sin mediaciones metodológicas a esos hechos, a una realidad jurídico-política que ya se consideraba «trascendente»105, debería, ante todo, discriminar la apariencia de los fenómenos meramente exteriores, con cuyo registro se contentaba el positivismo sociológico, de la esencia espiritual alojada en las cosas sociopolíticas106. Era tal esencia numinosa la que debía desentrañarse y para ello, más que cualquier adscripción metodológica, había que acudir fundamentalmente a la historia y al análisis teórico de la sociedad.

6.3. Filosofía de la historia

La disciplina emprendía así una búsqueda de las invariantes del mundo jurídico-político en una coyuntura histórica que, con su incertidumbre, parecía demostrar el absurdo de «la creencia en un ‘orden natural’ universal»107. Y para localizar estos axiomas invariables no había mejor laboratorio que el de la historia. Las páginas del derecho político empezaban así a rellenarse, como en los tiempos decimonónicos, pero con otro lenguaje, de extensas exploraciones historiográficas108, dirigidas a localizar tanto las causas de la crisis como los fundamentos atemporales que ésta no podía arrasar.

La conversión de la materia en una filosofía de la historia implicaba una determinada actitud en relación al pasado, al presente y al futuro. Suponía asimismo la recurrente y necesaria ilustración del pasado cultural occidental y de la genealogía patriótica, pues en ambos campos se ponían de relieve por igual las desviaciones que habían conducido a la tragedia y las invariables espirituales que había a toda costa que restaurar.

Si comenzamos con la historia patria, se apreciará que el primer y obligado paso era difundir una imagen de la II República como régimen «constructivista», abstracto, formalista, «despersonalizado» y despótico

103 Son expresiones de Conde, Teoría y sistema cit., pp. 25 y 28. 104 Maravall, Los fundamentos del Derecho y del Estado cit., p. 28. 105 Sánchez Agesta, Teoría y realidad, pp. 52-53; Maravall, Los fundamentos del Derecho y del Estado cit., p. 26. 106 Lissarrague Novoa, El poder político y la sociedad, IEP, Madrid, 1944, pp. 33 ss. 107 Conde, Teoría y sistema cit., p. 16. 108 Destacan en este sentido, por ejemplo, los Apuntes de Doctrina y Política del Movimiento que Hernández Rubio presentó a su oposición, dedicados casi en exclusiva a una historia de las ideas jurídico-políticas.

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opuesto a la comunidad y tradición españolas109. Actualizando los argumentos de los reaccionarios franceses, se señalaba como origen de los males propios ese intento suicida de querer conculcar mediante el derecho positivo las instituciones naturales y seculares de la familia patriarcal, la propiedad privada, la monarquía, la unidad de la patria y la catolicidad nacional. Precisamente de una representación así acuñada del régimen republicano se deducía su falta de «juridicidad» y la legitimidad consiguiente, en cuanto uso del derecho de resistencia frente al tirano, de la sublevación militar110, cuya misión no era otra que restaurar esos valores eternos mancillados por una democracia individualista y banderiza.

Se volvía entonces la mirada hacia el pasado para corroborar que, en efecto, desde la conversión de Recaredo y, sobre todo, tras la expulsión del enemigo árabe del «solar» ibérico y la consiguiente unificación de reinos operada por Isabel y Fernando la nación española se había decantado como comunidad singular, distinguida principalmente por el catolicismo y por la misión providencial de defender, difundir y proteger la religión católica frente a sus enemigos. España comenzó a traicionarse a sí misma desde el momento, datado entre nosotros en el siglo XVIII, en que comenzó a renegar de esta misión para recibir, en su lugar, las doctrinas individualistas, racionalistas e ilustradas de procedencia extranjera111. El mal se agravó considerablemente en la centuria posterior, durante la cual solo las voces de Balmes o Donoso Cortés fueron capaces de alertar de los males que, de insistir en el error, se avecinaban. Por este motivo, si había que allegar teorías y argumentos con los que revestir jurídicamente el nuevo régimen, aparte de la obra de los tradicionalistas decimonónicos, no había mejor yacimiento doctrinal para ello que el provisto por «el gesto imperial del siglo XVI» y la «Escuela Española de Derecho Natural», aquel conjunto de juristas y teólogos que se esforzaron en combatir la reforma y en diseñar una teoría cristiana, limitada y moral de la potestad política112.

109 Las referencias podían ser abstractas, como en Ruiz del Castillo, En el confín de dos épocas cit.: «No ha fracasado la Razón, sino su orgullo», p. 10, o explícitas, como las realizadas por Rodríguez Aniceto, Necesidad de la revigorización espiritual de España cit., pp. 9 ss., o Francisco Javier Conde, “Espejo del caudillaje” (1941), en Escritos y Fragmentos políticos I cit., pp. 367-394, p. 370, para quien la Constitución de 1931 culminaba en España el «proceso de legalización del Estado y despersonalización del Poder». Quien con más obstinación y menor profundidad se dedicaba a esta revisión era Juan Beneyto Pérez, El Nuevo Estado español. El Régimen Nacionalsindicalista ante la tradición y los demás sistemas totalitarios, Biblioteca Nueva, Madrid, 1939, pp. 69 ss. 110 Ese era el trasfondo político de Lojendio, El derecho de revolución cit., donde el «absolutismo dogmático» plasmado en las Constituciones modernas (en los «evangelios políticos» del Estado liberal) era señalado como causa principal de la rebeldía, y donde el golpe resultaba descrito como expresión de «la juridicidad de los hechos», pp. 21, 24, 139 y 166. Consideraciones similares se encuentran en Legaz Lacambra, Introducción a la teoría del Estado nacionalsindicalista, Bosch, Barcelona, 1940, pp. 78 y ss., donde al menos se daba otra lectura más fidedigna, pues no se trató de la colisión entre el Estado liberal y la tradición nacional sino de la colisión entre «la democracia de masas y el Estado liberal de Derecho». 111 Lojendio, El derecho de revolución cit., p. 116. Se trataba, en suma, del relato general del nacionalcatolicismo: v. Alfonso Botti, Cielo y dinero. El nacionalcatolicismo en España, 1881-1975, Alianza, Madrid, 20082. 112 Elías de Tejada, Notas para una Teoría del Estado según nuestro autores clásicos (siglos XVI y XVII), Raimundo Blanco, Sevilla, 1937; González García, El nuevo tiempo político cit., p.

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Pero si esta mirada retrospectiva resultaba indispensable para la inminente refundación española, ésta solo sería posible si se oteaba asimismo el horizonte. Mientras que a la primera tarea se dedicaban, ante todo, los autores tradicionalistas, de la segunda, la de contemplar el porvenir, se ocupaban los descendientes de Primo de Rivera (y también de Ortega y de Hauriou). Las lecturas de unos y otros resultaban de cualquier modo complementarias, pues ambos compartían una idea católica de España y la identificación de esas invariantes que habían de rescatarse con los presuntos atributos de la identidad nacional. Es decir, en ambos casos se trataba de doctrinas nacionalizadoras, si bien unas subrayaban la dimensión tradicional del asunto mientras que otras realzaban la proyección futura en que había de cimentarse la unidad nacional.

En efecto, para los catedráticos de órbita falangista, y también del sector institucionista y orteguiano, lo fundamental era la idea de empresa a realizar, de proyecto común que lograse conquistar adhesiones rompiendo así las divisiones clasistas, partidarias e ideológicas que desangraban a la nación113, a esa misma nación católica y unitaria que desde hacía algunas décadas defendían también los neocatólicos114. Si no sobraba la exhumación de las autoridades teológicas de la edad moderna, ni tampoco la presencia cohesiva del «enemigo ‘existencial’», lo crucial era de cualquier modo que el Estado incorporase las voluntades individuales en un plan organizativo enderezado a cumplir el destino común de los españoles115. Solo así podría remontarse la crisis y resucitar la unidad perdida.

La impronta historicista de la disciplina, además de recordar su fisonomía decimonónica, se patentizaba igualmente en el plano más general de la historia cultural de Occidente. También en este nivel las reflexiones recorrían pasado, presente y futuro. El momento vigente se consideraba, siguiendo ciertos ecos hegelianos, como la sentencia inapelable impuesta por el decurso histórico. El resultado de la guerra civil y el desplome de los valores del liberalismo democrático eran vistos como la irrupción objetiva de realidades históricas más profundas y verdaderas. Su emergencia incontestable redimensionaba el concepto mismo de libertad, que de identificarse con la autodeterminación

21; Francisco Jardón, Doctrinas jurídico-políticas de la España imperial cit., donde se recomendaba «no ofuscarnos […] en materias ya estudiadas y resueltas por Santo Tomás», p. 19. 113 Ruiz del Castillo, Manual de Derecho político cit., que justamente arrancaba con un capítulo primero dedicado a «La Nación como empresa del Estado»; Conde, “La idea actual española de Nación” (1939), en Id., Escritos y fragmentos políticos, vol. 2, IEP, Madrid, 1974, pp. 323-364, en especial pp. 356 ss.; Ollero, De Política y Ciencia Política, 1945, manuscrito depositado en el expediente de su oposición dedicado a la «exposición del pensamiento falangista», pp. 28 ss.; Hernández-Rubio, Sociedad, Estado y Nación en Ortega y Gasset, 1944, inédito recogido en el expediente de su oposición que pretendía ser «una ‘aclaración’ de la ideología ortegiana», pp. 76 ss. Consúltense las páginas dedicadas a la «nueva idea de nación» de López García, Estado y Derecho en el franquismo. El Nacionalsindicalismo: F. J. Conde y Luis Legaz Lacambra, CEC, Madrid, 1996, pp. 66 ss. 114 Pues no lo habían hecho siempre del mismo modo, ya que antes de su decantación estatalista el tradicionalismo católico fue claramente corporativo, foralista y portador, por tanto, de una idea fragmentaria de la unidad nacional: v. José Álvarez Junco, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 20059, pp. 405 ss. 115 Conde, Introducción al Derecho político cit., p. 345.

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individual, pasaba ahora a entenderse como la inserción activa, con el desempeño de un quehacer personal, en la dirección histórica imperante. Al hombre, en efecto, no le cabía más posibilidad que acatar las decisiones del destino y contribuir activamente para llevarlas a término desde su estatus y función en la comunidad.

Se estaba, en realidad, ante una rectificación vital de la historia europea, que desde su narcisista abandono del universo medieval había colocado en su centro a un individuo aislado, portador de una razón universal y pretendido creador de la realidad sociopolítica con arreglo a los objetivos utópicos marcados por aquélla. En aquel punto de inflexión, en el que se concentraban todas las reflexiones, se trocó la ontología por la epistemología, la metafísica esencial por una teoría subjetiva del conocimiento116, y ello trajo como resultado político la creencia en que la realidad derivaba del libre e incondicionado arbitrio de los hombres. Se percibía ahora, con esta restauración de los valores fundamentales, que bajo las construcciones subjetivistas siempre discurrió, oprimido, un fondo verdadero.

A contribuir al rescate de este trasfondo eterno, a captar «la estructura maestra» común a todas las etapas de la historia política, había de dirigirse la disciplina en su dimensión historiográfica general. Su recorrido por todos los siglos de la humanidad le permitiría destilar los factores inmutables e imperecederos, el «haz de constantes» que sobreviven a la «la continua mudanza de la realidad histórica-social», los cuales, dando base fija al derecho político en cuanto ciencia, permitirían además encontrar la salida de la crisis y orientar la construcción del nuevo orden político117. El futuro solo podía conquistarse si se recomenzaba por lo que de auténtico y verdadero tuvo el pasado. La «revolución» que había supuesto la guerra y su victoria no constituía sino «un medio de reemprender la marcha», antes «errada o detenida»118. Se estaba así en un momento indiscutiblemente constituyente, en un nuevo comienzo de la historia, pero que aspiraba a reconstituir principios indelebles.

Por eso otorgar la última palabra a la historia no suponía en ningún caso incurrir en los fallos del historicismo marxista. Trazar este límite infranqueable se hacía más acuciante a medida que quedaba clara la derrota de los fascismos europeos y, en el plano científico, comenzaba la hegemonía del marxismo en las ciencias sociales119. Del mismo modo que entregarse a la 116 Ollero, Memoria cit., pp. 29 y 76; Agesta, Teoría y realidad cit., pp. 12 ss.; Hernández Rubio, Apuntes cit., desde su primera página. 117 Conde, Teoría y forma cit. pp. 32-33. 118 Lojendio, El derecho de revolución cit., pp. 115-116. Similares consideraciones, en González García, El nuevo tiempo político cit.: «La renovación de un país no supone otra cosa que un retorno a sus virtudes originales», p. 2. El nuevo Estado, en efecto, se distinguía por su intento de «síntesis entre revolución y tradición», reflejo de la base social —falangista y tradicionalista— que le servía de apoyo: José A. López García, Estado y Derecho cit., p. 64, y Javier Jiménez Campo, “Rasgos básicos de la ideología dominante entre 1939 y 1945”, Revista de Estudios Políticos 15 (1980), pp. 79-117, pp. 80 ss. 119 Era Ollero quien mostraba más preocupaciones por las amenazas que para «la peculiaridad del Derecho Político» presentaban «una sociologización o historificación radicales» del Estado, Introducción al Derecho político cit., pp. 48-49 y 52. Preocupaciones que no hicieron sino acentuarse con posterioridad: v. “La relativización actual de los principios políticos”, Revista de Estudios Políticos 55 (1951), pp. 47-62.

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realidad a través de la ontología no implicaba aceptar el materialismo, ahora tampoco la sublimación de la historia podía equivaler a una ratificación de los azares históricos y de los dictados preeminentes en cada momento. Cierto es que «la irrupción de la historia en el recinto de la teoría política» había alimentado el relativismo historicista. Pero esto no hacía sino redoblar la dificultad del desafío planteado al conocimiento jurídico-político, que no debía claudicar ante tales posturas relativistas, sino volver a anclar la actualidad en el «último substratum permanente» del desenvolvimiento histórico120. Y es que la historia contaba con un sentido trascendente, justo aquel que de manera abrupta y trágica se había hecho visible. Acudir a la historia en términos globales conllevaba, por tanto, el hallazgo de ese sentido último. Pero en este punto, la reflexión histórica se solapaba ya con una teoría de la sociedad, con una «metafísica social» encargada de describir ese «supuesto ontológico de la realidad política» que era el objeto de la disciplina y sobre el cual había de articularse el nuevo Estado.

6.4. Metafísica social De la renuncia a los métodos racionales se pasaba a una filosofía trascendental de la historia para desembocar, por último, en una «ontología substancial» de la sociedad. Es aquí donde, en rigor, principiaba la exposición del asunto investigado. Tan fundamental resultaba, que hasta en el nuevo plan de estudios la asignatura comenzaba por una «Teoría de la Sociedad»121. Es decir, por una materia que se distinguía netamente de la sociología positivista o materialista, a la que se acusaba de, a despecho de cualquier vinculación ética objetiva, reducir las relaciones y las formaciones sociales a entramados contingentes debidos a luchas de poder de resultado impredecible. La teoría de la sociedad, por el contrario, partía del registro de la auténtica naturaleza humana, de una concepción cristiana y universal del hombre, para después desvelar la estructura espiritual objetiva que subyacía al incesante decurso histórico. Solo así el derecho político podía volver a convertirse en una ciencia moral capaz de formular juicios éticos objetivos122. Es en este aspecto donde el regreso a la fisonomía decimonónica de la asignatura se hacía más patente. Con un léxico mucho más sofisticado, con unas categorías bastante más elaboradas y con una profundidad también mayor, la ontología de la sociedad cultivada por los autores franquistas volvía efectivamente a reproducir elementos ya visibles en la teoría social burguesa. El dato de partida volvía a ser el antiindividualismo, el descubrimiento de la «sociabilidad natural» del hombre, de la necesidad insoslayable de su «coexistencia» con los demás, aunque ahora se indicase sonoramente que este rasgo formaba parte de la «dimensión ontológica de su ser»123. Las palabras que volvieron a emplearse para describir la totalidad social fueron las

120 Conde, Teoría y sistema cit., p. 25. Para Lojendio, la «relatividad» de los acontecimientos terrenos abría «la perspectiva del verdadero absoluto», El derecho de revolución cit., pp. 19-20. 121 Véase la ordenación de las facultades de derecho aprobada por decreto de 7 de julio de 1944, art. 22. La asignatura produjo, de hecho, sus propios libros de texto: Torcuato Fernández Miranda, El concepto de lo social y otros ensayos, Idaf, Oviedo, 1951. 122 Ollero, Memoria cit., p. 48. 123 Conde, Teoría y sistema cit., pp. 38 ss.

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de «orden», «unidad» y «armonía», explicitándose ahora que sus condiciones de posibilidad no eran sino la jerarquía, el cumplimiento del deber y la obediencia a la autoridad124. Interesaba así que las explicaciones en torno a la «organización política» fueran precedidas, como antaño, por unas premisas antropológicas en torno a «las eternas verdades religiosas» sobre «el sentido católico del hombre»125. Algunos temas, desterrados por anticientíficos del derecho político de los años treinta, regresaban así a las aulas universitarias, como los dedicados a «la idea de destino» o al «hombre actual y su íntima angustia» como «base de toda investigación sobre la sociedad política»126. El «camino» que en definitiva se proponía era el de «restablecer el perdido enlace con el plano trascendente»127. Y con la invocación de la familia, el municipio y el sindicato no se hacía sino actualizar doctrinas organicistas ya circulantes con anterioridad. En el lenguaje radicaba la diferencia. El nuevo modo de discurrir en materia jurídico-política se alimentaba ahora de términos y metáforas irracionalistas que no tenían parangón con lo antes escrito. «Destino», «tragedia», «espíritu», «vitalidad», y otros vocablos lejanos a toda técnica racionalista eran los medios simbólicos con los que la disciplina quería descender a las profundidades insondables de la vida en sociedad. La asunción de esta «jerga de la autenticidad», que pretendía revelar la cosa sin mediación subjetiva alguna, hacía que el discurso interpelase a las emociones en vez de al intelecto, generando la adhesión y sumisión sentimentales que requería la naciente autoridad para asentarse128. Su evidente patetismo no solo ocultaba, con demasiada frecuencia, una rimbombante vacuidad intelectual plasmada en tautologías y razonamientos circulares. También, con el uso de un lenguaje abstruso y pretencioso, más que esclarecer su objeto de estudio, lo enturbiaba deliberadamente para hacerlo parecer más profundo, inasequible y misterioso. Y, además, con tal lenguaje místico cumplía la función de adoctrinamiento y aletargamiento de ese sentido crítico al que la propia disciplina había renunciado. 124 Del Valle, Democracia y Jerarquía cit., pp. 38 ss; Id., El Estado Nacionalista cit., p. 19. Enrique Luño Peña, Derecho natural, La Hormiga de Oro, Barcelona, 1947, pp. 54 ss. sobre el orden, 124 ss. sobre el deber; Lojendio, Régimen político cit., pp. 24 ss. 125 Ollero, Memoria cit., p. 6. Que fuesen antecedidas de «una ontología de la existencia humana teocéntrica», por expresarlo con Conde, Introducción al Derecho político cit., p. 339. 126 Conde, Introducción al Derecho político cit., pp. 338 ss. y la lección undécima del programa que Hernández-Rubio presentó a su oposición. Pérez Serrano, en su memoria de cátedra, ironizaba sobre los «capítulos, un tanto ingenuos», que la tratadística decimonónica dedicaba a temas como «el destino del hombre» o «las leyes constitutivas del ser humano», en El derecho político de la Segunda República cit., p. 45, n. 68. 127 Conde, Introducción al Derecho político cit., p. 336. 128 Por eso, cuando se leen estos textos totalitarios, que todavía parecen entusiasmar a algunos juristas, no deben olvidarse las advertencias de Adorno: «Antes de todo contenido particular, su lenguaje modela el pensamiento de tal modo que se acomoda a la meta de la sumisión aun allí donde cree estar resistiéndose […] El lenguaje [dio asilo al fascismo]; en él la creciente catástrofe se expresa como si fuera la salvación», La jerga de la autenticidad. Sobre la ideología alemana (1962-1964), Akal, Madrid, 2005, p. 396. Al centrarse en materia iusfilosófica, de mayor sesgo tradicionalista que el derecho político de los Conde, Ollero o Hernández-Rubio, se comprende que esta afinidad lingüística con los totalitarismos no se indique en Benjamín Rivaya, “¿Fascismo en España? (La recepción en España del pensamiento jurídico fascista)”, Derechos y libertades 7 (1999), pp. 377-408.

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Por otra parte, es en esta metafísica social donde encajaba la (nula) comprensión de los derechos y de la norma constitucional. Recordando nuevamente los postulados del discurso de entre siglos, ahora, en el primer franquismo, los derechos solo eran concebibles como contrapartida de una ética del deber. No era además casual que se rescatase el concepto premoderno de «persona», remplazando al vocacionalmente universalista de «individuo», con el fin de subrayar esta dependencia entre el cumplimiento de las funciones que cada persona tiene en la comunidad y los derechos de que, en consecuencia, puede gozar129. Radicando además la legitimidad del Estado en su adecuación a «los conceptos absolutos, inmutables y eternos» fijados por la metafísica, la conclusión no podía ser otra que, de un lado, la superioridad del «Estado sobre los hombres, precisamente para que esos valores se realicen», y de otro, la desigualdad radical entre los individuos, fundada en lo que cada cual es capaz de aportar para que el Estado cumpla su misión130.

Si poca cabida tenía una cultura de las libertades en el nuevo paradigma, igual de angosto era el espacio cedido a un entendimiento racionalista de la Constitución. En relación a este concepto, se observaban tres posibles reacciones. Podía, en primer lugar, y en el menor número de ocasiones, negarse toda legitimidad al concepto, por pertenecer a la constelación ideológica del liberalismo. Por el contrario, cabía apropiarse de la noción y acomodarla a las nuevas necesidades. En este caso, se identificaba sin más la Constitución con esa estructura ontológica y objetiva de la sociedad política, optando así, como hicieron algunos autores finiseculares, por la concepción material de la Constitución131. Tras el nuevo lenguaje metafísico, se ocultaba entonces la reaparición de la bien conocida doctrina de la «Constitución interna», que se refería principalmente a los atributos que supuestamente distinguían a la nación española132, o bien la descarada confesión de que la Constitución se basaba en el «hecho social de que determinados elementos se imponen en la comunidad», equivaliendo a la proclamación escrita y solemne de «su triunfo o superioridad»133. Pero también era posible reclamar el empleo del concepto en un aspecto más jurídico y doctrinario. Fue la opción tomada por quienes identificaban a secas la Constitución como la «organización» normativa de cualquier sistema político134 y por algunos autores de la vieja escuela que, tras la primera institucionalización del régimen, y una vez organizados los poderes y declarados superficialmente los derechos en sendas

129 Rivaya, Filosofía del Derecho y primer franquismo cit., pp. 118 ss. 130 Ollero, De Política y Ciencia Política cit., pp. 7-9. 131 Ollero, Introducción al Derecho político cit., pp. 32 ss. 132 Varela Suanzes-Carpegna, “La doctrina de la Constitución histórica en España”, en Fundamentos 6 (2010), pp. 309-359. 133 Antonio Perpiña Rodríguez, “La concepción sociológica de la constitución política”, Revista de la Facultad de Derecho de Madrid, num. 13 (julio-diciembre, 1943), pp. 163-187, p. 170. En esta despiadada línea realista también se hallaba Sánchez Agesta, para quien «los estados de necesidad» y los «poderes discrecionales» destinados a restaurar el orden —caso, p. ej., de una «guerra civil»—, entraban en el «orden constitucional»: Teoría de la Constitución cit., pp. 23-24. 134 Sánchez Agesta, Teoría de la Constitución cit., p. 34; Lojendio, Régimen político cit., pp. 41 ss.

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«leyes fundamentales», no veían impedimento alguno en calificar el Estado franquista de constitucional y tal colección de normas como Constitución135.

6.5. Rudimentos de una teoría del Estado nacionalsindicalista

A la doctrina del momento, pese a sus abjuraciones del positivismo jurídico, no le fue en absoluto desconocida la exposición descriptiva de la legislación emanada por el poder. Efectivamente, el nuevo paradigma jurídico-político se caracterizaba asimismo por una significativa oscilación: iba de la exploración de los axiomas impenetrables sobre los que se armaba la sociedad política al escolio acrítico de la literalidad de las nueva legislación estatal. Este último apartado exegético y meramente expositivo se asentaba sobre algunas claves teóricas que nos interesa explicitar, justamente las que conformaban la segunda parte de la disciplina, la llamada, no ya teoría general del Estado, sino teoría de la «organización política concreta» que la España del momento estaba adoptando. En primer lugar, tal sistema se apoyaba sobre la hipóstasis de la unidad136. El surgimiento del nuevo Estado coincidía con la síntesis de todos los dualismos que habían escindido la sociedad política liberal137. A la contradicción perenne entre el Estado y una sociedad individualista sucedía ahora la integración orgánica de la comunidad en el Estado, la vigorización de las instituciones estatales mediante la inserción en ellas de las fuerzas colectivas. A la confrontación permanente entre partidos propia del régimen parlamentario le tomaba el relevo la síntesis procurada por el partido único, precisamente el canal que servía para integrar a los miembros de la comunidad en su aparato estatal. A la noción atomística e individualista de la base social del Estado se superponía una representación organicista, que neutralizaba las fricciones e insertaba al sujeto en unidades colectivas que lo trascendían como la familia, el municipio o el sindicato, justamente las que habrían de canalizar la participación política. Y, por último, a la lucha de clases, que oponía a individuos pertenecientes a una misma nación, sucedía la unificación sindical y 135 Luis del Valle, Reformas introducidas en el Régimen político español actual, Atheneaum, Zaragoza, 1947. Se empezaban así a colocar las bases de lo que después se convertiría en la reclamación para el régimen del distintivo de Estado de derecho: Sesma Landrín, “Franquismo, ¿Estado de derecho?”, Pasado y Memoria. Revista de Historia contemporánea 5 (2006), pp. 45-58. 136 Sebastián Martín, “Génesis y estructura del ‘nuevo’ Estado (1933-1945)”, en Federico Fernández-Crehuet, Daniel García López (eds.), Derecho, memoria histórica y dictaduras, Comares, Granada, 2009, pp. 79-135, «3.4. Obsesión por la unidad», pp. 121 ss. Sobre la democracia orgánica, Ignacio Fernández Sarasola, “Leyes fundamentales y democracia orgánica. Aproximación al ordenamiento jurídico-político franquista”, en Fernández-Crehuet, Hespanha (Hrsg.), Franquismus cit., pp. 210-233. 137 Quien más insistencia hizo en esta presunta síntesis general fue Lojendio, Régimen político del Estado español cit., texto teóricamente ordenado en torno a «tres tendencias fundamentales: superación de la antítesis Estado-Sociedad, superación de la antítesis Individuo-Estado, y definición activa del nuevo humanismo nacional», p. 12. V. asimismo, Ollero, De Política y Ciencia Política cit., pp. sobre la «antítesis superada» entre capital y trabajo; Sánchez Agesta, Teoría de la política y del Estado cit., pp. 90 ss. para las unidades naturales de socialización; y Legaz Lacambra, Introducción a la teoría del Estado Nacionalsincalista cit., pp. 130-189, centradas en las relaciones entre el Estado y el partido. Para el viraje relativo de este último autor, véase el útil contraste realizado por Jesús P. Rodríguez, Filosofía política de Luis Legaz Lacambra, Marcial Pons, Madrid, 1997, pp. 147 ss.

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la comprensión institucionalista de la empresa. La legislación fundamental del régimen en materia de partidos, sindicatos, participación política y organización económica quedaba así inscrita en esta teoría general de la unidad social y la democracia orgánica, pero faltaba, evidentemente, la legitimación de la clave de bóveda del nuevo sistema dictatorial. A ello se aprestaron igualmente, y en segundo lugar, los catedráticos del primer franquismo con la elaboración de una teoría del caudillaje138. Circularon tres relatos legitimadores de la potestad suprema del general Franco, con evidentes concomitancias entre ellos. El primero, de mayor circulación en la ensayística y la propaganda que en los textos propiamente de ciencia jurídico-política, era el propio de la teología política católica. Quebrantado el orden natural de las cosas por la obra reformista republicana y por las acciones consentidas por el Frente Popular, solo la agnición de un caudillo designado providencialmente podía salvar a la comunidad del caos y restaurar en ella el orden vulnerado. Tomando este marco justificador como válido, desde la filosofía del derecho intentaba precisarse algo más la condición jurídica del dictador. Así lo hacía Elías de Tejada139, identificando a Franco, en primer lugar, con un «jefe militar» llamado a ejecutar las «funciones comunales» y a poner orden en «el confuso caos social», y después, asimilándolo a un monarca electivo. Desde el campo de la ciencia política, se recurría a los tipos de legitimación acuñados por Max Weber140, entendiendo que la legitimidad personal de quien disponía de la potestad de dictar normas obligatorias de carácter general procedía de su carisma, avalado y cristalizado en el victorioso liderazgo obtenido en la contienda. Ahora bien, tanto en un caso como en otro se intentaba evitar la identificación del régimen con una dictadura141, subrayándose la circunstancia de que el caudillo mandaba legítimamente porque «representaba» políticamente a la comunidad nacional, pudiendo, gracias a la irrompible identidad entablada entre él y ésta, interpretar fidedignamente las necesidades colectivas142. Con estos fundamentos teóricos, dejando sentada la independencia y superioridad del poder político respecto al derecho positivo143 y marcando las

138 López García, Estado y Derecho en el franquismo cit., pp. 94 ss. 139 Elías de Tejada, La figura del Caudillo. Contribución al Derecho público nacionalsindicalista, Tip. Andaluza, Sevilla, 1939, pp. 9 y 34, y “Monarquía y Caudillaje. En torno a dos textos olvidados”, Revista de la Facultad de Derecho de Madrid, nums. 6-7 (julio-diciembre, 1941), pp. 69-88, p. 79, donde polemizaba además con la concepción de Conde. V. Jiménez Campo, “Rasgos básicos” cit., pp. 85 ss. 140 Conde, “Espejo del caudillaje” cit., pp. 375 ss. Interesan a este respecto las reflexiones que sobre la legitimidad del líder hacía Ollero en Introducción al Derecho político cit., pp. 194 ss. 141 «Acaudillar no es dictar; caudillaje no es sinónimo, sino contrapunto de dictadura», Conde, “Espejo del caudillaje” cit., p. 375, y también trazaba la pertinente divisoria Elías de Tejada, “Monarquía y Caudillaje” cit., p. 77 142 Se ponía aquí en juego la doctrina de la Repräsentation acuñada por autores filonazis alemanes como Schmitt y Leibholz, e importada a España por el propio Conde, Representación política y régimen español. Ensayo político, Subsecretaría de Educación Popular, Madrid, 1945. Para esta importación, v. Ana Valero Fernández, “Aproximación a la teoría del mando y la representación política de Francisco Javier Conde”, Empresas políticas 2 (2003), pp. 35-48. 143 Ollero, Memoria cit., pp. 62 ss., quien señalaba que había que deducir «lo estatal de lo político» y no al revés. Asimismo, Lojendio, Régimen político cit., pp. 35 ss.

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diferencias entre el sistema español y los Estados totalitarios144 se construía el sustrato sobre el que alzar la dimensión más propiamente institucional del nuevo paradigma. Reacio el falangismo a servirse del legado conceptual de los autores liberales, prefería hablar de «organización política» a Estado, pues el segundo transmitía una visión estática de la política mientras que el primer término trasladaba el elemento proyectivo, conformador y, en definitiva, organizativo que en sus concepciones definía al poder público. Quienes, por el contrario, procedían del liberalismo conservador preferían el calificativo nacionalsindicalista al sustantivo estatal para salvar cualquier parecido con el Estado liberal. Pero tanto en un caso como en otro, las bases teóricas descritas trataban, en el aspecto político, de fomentar una estatalización autoritaria de la sociedad, y en el didáctico, de fundamentar la ulterior elaboración de textos meramente expositivos de la legislación política vigente. Tal y como acontecía en otras disciplinas, se combinaba así una justificación metafísica del poder vigente con una obediente glosa de sus decisiones plasmadas en normas. Pues era, en suma, la sumisión al poder fáctico, la servidumbre ante el poder de hecho surgido de la guerra, la característica definitoria fundamental del paradigma jurídico-político de la primera posguerra.

VII. CONCLUSIÓN

La parábola del derecho político hispano que en este trabajo hemos podido perseguir traslada entonces la siguiente imagen: en el cambio de siglo, y hasta bien entrado el Novecientos, la ciencia jurídico-política se elevaba sobre la actividad gubernamental alegando su objetividad cognitiva y su prudencia moral, mas, al mismo tiempo, compartía su léxico, su móvil de conquistar o conservar el poder e incluso la identidad personal de sus productores. Entrada la década de los treinta, por obra de una evolución interna del saber político, debida en buena medida a la apertura al debate extranjero, y en virtud también de la aprobación de una Constitución atrayente y de vocación normativa, el derecho político se tecnifica, poniéndose al servicio del arte de gobierno, más que para proporcionarle las máximas morales de su acción, para aprestarle los recursos técnicos que le permitan lograr los fines por él marcados. No implica esta incipiente tecnificación, empero, la pura neutralidad del jurista y su mera connivencia con el gobernante. Antes al contrario, el especialista ni renuncia del todo a encarar el asunto de la racionalidad de los fines, ni tampoco su competencia para precisar y sofisticar los medios de la acción política carece de influencia. Por otra parte, a nivel semántico, y también, en notable proporción, a nivel subjetivo, el campo del poder político y el de la ciencia jurídico-política se diferenciaron sensiblemente.

Al desencadenarse la guerra, ambos campos se hallaban en buena parte instituidos por diversos referentes simbólicos y por actores que ejercían con exclusividad de catedráticos o de políticos. Observada desde una pragmática de los saberes, la irrupción de la dictadura deshizo esta progresiva 144 Conde, Introducción al Derecho político cit., pp. 255 ss. y 358; Alfonso García Valdecasas, “Los Estados totalitarios y el Estado español”, Revista de Estudios Políticos 5 (1942), pp. 5-32. Este ‘desmarque’ respecto del fascismo y el nazismo respondía también a los diversos intereses político-internacionales de España, Italia y Alemania: Sesma Landrín, “Estudio preliminar”, en Id., Antología de la Revista de Estudios Políticos, CEPC, Madrid, 2009, pp. 15-114, pp. 55 ss.

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diferenciación social. La acción gubernamental se convirtió en un vórtice al que prácticamente ninguna actividad fue capaz de sustraerse, mucho menos aquella destinada a comprender sistemáticamente la función política. Dejando atrás el brioso resurgir del neoescolasticismo, de neta complexión decimonónica, esta última transformación se tradujo en la plena subordinación del saber jurídico-político a los dictados del gobierno, mas conservando al propio tiempo su léxico particular y diferenciado, cargado en esta ocasión de misticismo. El más habitual pretexto retórico enunciado para enmascarar este sumiso viraje consistió en afirmar que la historia, concebida en términos providenciales, había dictado sentencia. A juicio de la nueva corriente, la objetividad real se impuso, por fin, sobre quienes no cesaban de violentarla. Al jurista competía ahora descifrar, reflejar y sistematizar los contenidos de este orden objetivo reconstituido mediante los instrumentos conceptuales de la ontología. La misma actividad política no podía ser otra cosa que una resultante histórica de ese entramado orgánico objetivo, identificado unánimemente con el ser inmutable de la comunidad nacional.

La ciencia política involucionó así parcialmente hasta su primer estadio decimonónico, en el que se pretendía conocedora y mediadora del orden natural objetivo. Intentó, como entonces, proveerse de un sustrato objetivo que le comunicase cientificidad y le permitiese declararse en posesión de la verdad. La significativa novedad estribó en que ahora ni existía una corriente crítica que realizase una lectura negativa del orden natural frente al poder, como antaño hizo el krausismo, ni tampoco una corriente conservadora que continuase postulando el orden providencial como clave orientadora del progreso. En la posguerra, la verdad expuesta por el derecho político servía, no para criticar o mejorar el ejercicio de la autoridad, sino para consolidarlo mitificándolo. El orden simplemente se había realizado por completo y la sociedad, antes desgarrada y abierta, se clausuró sobre sí misma expulsando cualquier disidencia.

Es evidente que tanto el rescate de las categorías jurídicas medievales como las apelaciones a un «destino común» de todos los españoles se realizaban en el seno de una sociedad todavía dividida. El revestimiento de la propias inclinaciones ideológicas con los honores de la objetividad, del ser o de la ontología, además de reflejar con frecuencia una inconsistencia intelectual clamorosa145, no reflejaba sino la burda estrategia de intentar universalizar y convertir en hegemónico un punto de vista parcial, indispensable, eso sí, para la legalización del poder instaurado militarmente.

Con esto se ponía en evidencia la función desempeñada por el jurista en el interior del nuevo modelo iuspolítico. Mucho más que la de ser un correcto «jurista de Estado», encargado de proveer los elementos necesarios para constituir un régimen estatal146, fue la de elaborar ideología al servicio de un 145 «Weber toca la esencia de lo social, sin entrar a fondo en ella»; «Max Scheler roza constantemente las características de lo social»; «Hauriou no ha llegado a tener una idea clara de lo social», sentencias formuladas por Lissarrague Novoa, El poder político y la sociedad, IEP, Madrid, 1944, pp. 53, 78, 272, con las que cualquiera diría que su autor era el único en conocer el verdadero secreto de «lo social», un secreto que de cualquier forma dejaba sin desvelar. 146 Molina Cano, “Javier Conde, jurista de Estado”, estudio preliminar de Conde, Teoría y sistema de las formas políticas, Comares, Granada, 2006.

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poder antijurídico. El especialista en derecho político del primer franquismo fabricaba, en efecto, ideología porque sus descripciones de la historia o de las relaciones sociales constituían un anacronismo científico y falseaban la realidad en beneficio de parte, convirtiéndose en ese saber de partido que decía repudiar. Pero, sobre todo, el jurista del momento tenía la función de producir un discurso ideológico porque con él, y con sus continuas alusiones a la «libertad», el «bien común», el «amor», la «comunidad» y la «dignidad de la persona humana» como fines supremos de la política147, no ejercía sino una función compensatoria en el plano intelectual de lo que efectivamente acontecía en la realidad148, depurando con ello la mala conciencia tanto propia cuanto la del poder que se aspiraba a sostener. Resulta evidente, pues, que en una democracia constitucional que tenga el pluralismo político como uno de sus principios capitales, la función del jurista debe decantarse en términos opuestos al último paradigma descrito, es decir, en términos antifascistas, y afines a aquella racionalidad jurídico-política que no se limitaba a describir el «derecho vigente», pues asumía un papel «crítico» con respecto a las antinomias, insuficiencias y lagunas detectadas en un ordenamiento jurídico fundado sobre el axioma de la protección de los derechos149.

147 Sobrecargado de este léxico se encontraban los textos más próximos a la teología, como los del agustino Fernández-Miranda, “El pecado como concepto fundamental en el problema justificativo del Derecho y del Estado (El pensamiento agustiniano y el problema deontológico del Derecho)”, Revista de la Facultad de Derecho de Madrid, num. 13 (julio-diciembre, 1943), pp. 83-159. 148 Julio Prada Rodríguez, La España masacrada: la represión franquista de guerra y posguerra, Alianza, Madrid, 2010; Santiago Vega Sombría, La política del miedo. El papel de la represión en el franquismo, Crítica, Barcelona, 2011. 149 Sobre este necesario papel crítico de la dogmática constitucional, v. el indispensable texto de Luigi Ferrajoli, Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, Trotta, Madrid, 2011, p. 43. No está por eso de más saber que para uno de los protagonistas de estas páginas, el modelo político alumbrado tras la Segunda Guerra contaba con un «Derecho Constitucional» que nunca había estado tan «alejado de la realidad», de esa realidad que supuestamente revelaba la ontología política franquista: Ollero, El Derecho constitucional de la postguerra (apuntes para su estudio), Bosch, Barcelona, 1949, p. 12.

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