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MARY SHELLEY MARY SHELLEY

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MARY SHELLEY

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FRANKENSTEIN

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Mary Shelley

Frankenstein

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ÍNDICE

Volumen I .................................................................... 7Prólogo .........................................................................8Carta 1 ....................................................................... 1 1Carta 2 ....................................................................... 16Carta 3 ...................................................................... 20Carta 4 .......................................................................22Capítulo 1 ................................................................... 31Capítulo 2 ...................................................................42Capítulo 3 .................................................................. 50Capítulo 4 ...................................................................59Capítulo 5 ................................................................... 67Capítulo 6 ................................................................... 77Capítulo 7 .................................................................. 90

Volumen II .............................................................. 101Capítulo 1 ................................................................ 102Capítulo 2 ................................................................ 109Capítulo 3 ................................................................. 117Capítulo 4 ................................................................. 127

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Capítulo 5 ................................................................. 134Capítulo 6 ................................................................. 142Capítulo 7 ................................................................. 149Capítulo 8 ................................................................ 160Capítulo 9 ................................................................. 171

Volumen III ............................................................. 179Capítulo 1 ................................................................ 180Capítulo 2 ................................................................ 190Capítulo 3 ................................................................ 200Capítulo 4 ................................................................. 212Capítulo 5 ................................................................ 225Capítulo 6 ................................................................. 237Capítulo 7 ................................................................ 246

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Volumen I

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PRÓLOGO

EL SUCESO en el cual se fundamenta este relato imaginarioha sido considerado por el doctor Darwin y otros fisiólogosalemanes como no del todo imposible. En modo algunoquisiera que se suponga que otorgo el mínimo grado decredibilidad a semejantes fantasías; sin embargo, al to-marlo como base de una obra fruto de la imaginación, noconsidero haberme limitado simplemente a enlazar, unoscon otros, una serie de terrores de índole sobrenatural.El hecho que hace despertar el interés por la historia estáexento de las desventajas de un simple relato de fantas-mas o encantamientos. Me vino sugerido por la novedadde las situaciones que desarrolla, y, por muy imposibleque parezca como hecho físico, ofrece para la imagina-ción, a la hora de analizar las pasiones humanas, un puntode vista más comprensivo y autorizado que el que puedeproporcionar el relato corriente de acontecimientos rea-les. Así pues, me he esforzado por mantener la veracidadde los elementales principios de la naturaleza humana, ala par que no he sentido escrúpulos a la hora de hacer

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innovaciones en cuanto a su combinación. La Ilíada, elpoema trágico de Grecia; Shakespeare en La tempestady El sueño de una noche de verano; y sobre todo Miltonen El paraíso perdido se ajustan a esta regla. Así pues, elmás humilde novelista que intente proporcionar o recibiralgún deleite con sus esfuerzos puede, sin presunción,emplear en su narrativa una licencia, o, mejor dicho, unaregla, de cuya adopción tantas exquisitas combinacionesde sentimientos humanos han dado como fruto los mejo-res ejemplos de poesía.

La circunstancia en la cual se basa mi relato me fuesugerida en una conversación trivial. Lo comencé en par-te como diversión y en parte como pretexto para ejerci-tar cualquier recurso de mi mente que aún tuviera intac-to. A medida que avanzaba la obra, otros motivos se fue-ron añadiendo a éstos. En modo alguno me siento indife-rente ante cómo puedan afectar al lector los principiosmorales que existan en los sentimientos o caracteres quecontiene la obra. Sin embargo, mi principal preocupaciónen este punto se ha centrado en la eliminación de los efec-tos enervantes de las novelas de hoy en día, y en exponerla bondad del amor familiar, así como la excelencia de lavirtud universal. Las opiniones que lógicamente surgendel carácter y situación del héroe en modo alguno debenconsiderarse siempre como convicciones mías; ni se debeextraer de las páginas que siguen conclusión alguna queprejuicie ninguna doctrina filosófica del tipo que fuera.

Es además de gran interés para la autora el hecho deque esta historia se comenzara en la majestuosa regióndonde se desarrolla la obra principalmente, y rodeada depersonas cuya ausencia no cesa de lamentar. Pasé el ve-rano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La tempora-

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da era fría y lluviosa, y por las noches nos agrupábamosen torno a la chimenea. Ocasionalmente nos divertíamoscon historias alemanas de fantasmas, que casualmentecaían en nuestras manos. Aquellas narraciones desper-taron en nosotros un deseo juguetón de emularlos. Otrosdos amigos (cualquier relato de la pluma de uno de ellosresultaría bastante más grato para el lector que nada delo que yo jamás pueda aspirar a crear) y o nos compro-metimos a escribir un cuento cada uno, basado en algúnacontecimiento sobrenatural.

Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y mis dosamigos partieron de viaje hacia los Alpes donde olvida-ron, en aquellos magníficos parajes, cualquier recuerdode sus espectrales visiones. El relato que sigue es el únicoque se terminó.

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CARTA 1

A LA SEÑORA SAVILLE, Inglaterra

San Petersburgo, 11 de diciembre de 17...

Te alegrarás de saber que ningún percance ha acom-pañado el comienzo de la empresa que tú contemplabascon tan malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primeraobligación es tranquilizar a mi querida hermana sobre mibienestar y comunicarle mi creciente confianza en el éxi-to de mi empresa.

Me encuentro ya muy al norte de Londres, y andan-do por las calles de Petersburgo noto en las mejillas unafría brisa norteña que azuza mis nervios j me llena dealegría. ¿Entiendes este sentimiento? Esta brisa, que vienede aquellas regiones hacia las que yo me dirijo, me antici-pa sus climas helados. Animado por este viento promete-dor, mis esperanzas se hacen más fervientes y reales.Intento en vano convencerme de que el Polo es la mora-da del hielo y la desolación. Sigo imaginándomelo como la

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región de la hermosura y el deleite. Allí, Margaret, se vesiempre el sol, su amplio círculo rozando justo el horizon-te y difundiendo un perpetuo resplandor. Allí pues con tupermiso, hermana mía, concederé un margen de confianzaa anteriores navegantes, allí, no existen ni la nieve ni elhielo y navegando por un mar sereno se puede arribar auna tierra que supera, en maravillas y hermosura, cual-quier región descubierta hasta el momento en el mundohabitado. Puede que sus productos y paisaje no tenganprecedente, como sin duda sucede con los fenómenos delos cuerpos celestes de esas soledades inexploradas. ¿Hayalgo que pueda sorprender en un país donde la luz es eter-na? Puede que allí encuentre la maravillosa fuerza quemueve la brújula; podría incluso llegar a comprobar milobservaciones celestes que requieren sólo este viaje paradeshacer para siempre sus aparentes contradicciones.Saciaré mi ardiente curiosidad viendo una parte del mun-do jamás hasta ahora visitada y pisaré una tierra dondenunca antes ha dejado su huella el hombre. Estos son misseñuelos, y son suficientes para vencer todo temor al pe-ligro o a la muerte e inducirme a emprender este laborio-so viaje con el placer que siente un niño cuando se em-barca en un bote con sus compañeros de vacaciones paraexplorar su río natal. Pero, suponiendo que todas estasconjeturas fueran falsas, no puedes negar el inestimablebien que podré transmitir a toda la humanidad, hasta suúltima generación, al descubrir, cerca del Polo, una rutahacia aquellos países a los que actualmente se tarda mu-chos meses en llegar; o al desvelar el secreto del imán,para lo cual, caso de que esto sea posible, sólo se necesitade una empresa como la mía.

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Estos pensamientos han disipado la agitación con laque empecé mi carta y siento arder mi corazón con unentusiasmo que me transporta; nada hay que tranquilicetanto la mente como un propósito claro, una meta en lacual el alma pueda fiar su aliento intelectual. Esta expe-dición ha sido el sueño predilecto de mis años jóvenes.Apasionadamente he leído los relatos de los diversos via-jes que se han hecho con el propósito de llegar al OcéanoPacífico Norte a través de los mares que rodean el Polo.Quizá recuerdes que la totalidad de la biblioteca de nues-tro buen tío Thomas se reducía a una historia de todos losviajes realizados con fines exploradores. Mi educaciónestuvo un poco descuidada, pero fui un lector empeder-nido. Estudiaba estos volúmenes día y noche y, al fami-liarizarme con ellos, aumentaba el pesar que sentí cuan-do, de niño, supe que la última voluntad de mi padre ensu lecho de muerte prohibía a mi tío que me permitieraseguir la vida de marino.

Aquellas visiones se desvanecieron cuando entré encontacto por primera vez con aquellos poetas cuyos ver-sos llenaron mi alma y la elevaron al cielo. Me convertí enpoeta también y viví durante un año en un paraíso de mipropia creación; me imaginé que yo también podría ob-tener un lugar allí donde se veneran los nombres de Ho-mero y Shakespeare. Tú estás bien al corriente de mi fra-caso y de cuán amargo fue para mí este desengaño. Perojusto entonces heredé la fortuna de mi primo, y, mis pen-samientos retornaron a su antiguo cauce.

Han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo lapresente empresa. Incluso ahora puedo recordar el mo-mento preciso en el que decidí dedicarme a esta gran la-bor. Empecé por acostumbrar mi cuerpo a la privación.

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Acompañé a los balleneros en varias expediciones al mardel Norte y voluntariamente sufrí frío, hambre, sed y sue-ño. A menudo trabajé más durante el día que cualquiermarinero, mientras dedicaba las noches al estudio de lasmatemáticas, la teoría de la Medicina y aquellas ramasde las ciencias físicas que pensé serían de mayor utilidadpráctica para un aventurero del mar. En dos ocasionesme enrolé como segundo de a bordo en un ballenero deGroenlandia y ambas veces salí con éxito. Debo recono-cer que me sentí orgulloso cuando el capitán me ofreció elpuesto de piloto en el barco y me pidió reiteradamenteque me quedara ya que tanto apreciaba mis servicios.

Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco llevar a caboalguna gran empresa? Podía haber pasado mi vida ro-deado de lujo y comodidad, pero he preferido la gloria acualquiera de los placeres que me pudiera proporcionarla riqueza. ¡Si tan sólo una voz, alentadora me respondie-ra afirmativamente! Mi valor y mi resolución son firmes,pero mis esperanzas fluctúan y mi ánimo se deprime confrecuencia. Estoy a punto de emprender un largo y difícilviaje, cuyas vicisitudes exigirán de mí todo mi valor. Seme pide no sólo que levante el ánimo de otros, sino queconserve mi entereza cuando ellos flaqueen.

Esta es la época más favorable para viajar por Rusia.Vuelan sobre la nieve en sus trineos; el movimiento esagradable y, a mi modo de ver, mucho más cómodo queel de los coches de caballos ingleses. El frío no es extre-mado, si vas envuelto en pieles, atuendo que yo ya headoptado. Hay una gran diferencia entre andar por la cu-bierta y permanecer sentado, inmóvil durante horas, sinhacer el ejercicio que impediría que la sangre se te hielematerialmente en las venas. ¡No tengo la intención de

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perder la vida en la ruta entre San Petersburgo y Arkán-gel.

Partiré hacia esta última ciudad dentro de dos o tressemanas, y pienso fletar allí un barco, cosa que me seráfácil si le pago el seguro al dueño; también contrataré cuan-tos marineros considere precisos de entre los que estánacostumbrados a ir en balleneros. No pienso navegar hastael mes de junio; y en cuanto a mi regreso, querida her-mana, ¿cómo responder a esta pregunta? Si tengo éxito,pasarán muchos, muchos meses, incluso años, antes deque tú y yo nos volvamos a encontrar. Si fracaso, me ve-rás o muy pronto, o nunca.

Hasta la vista, mi querida y excelente Margaret. Queel cielo te envíe todas las bendiciones y a mí me protejapara que pueda atestiguarte una y otra vez mi gratitudpor todo tu amor y tu bondad.

Tu afectuoso hermano,

ROBERT WALTON.

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CARTA 2

A LA SEÑORA SAVILLE, Inglaterra

Arkángel, 28 de marzo de 17...

¡Qué despacio pasa aquí el tiempo, rodeado como es-toy de nieve y hielo! Sin embargo, he dado ya un segundopaso hacia la realización de mi empresa. He fletado unbarco y estoy ocupado en reunir la tripulación; los que yahe contratado parecen hombres en quienes puedo con-fiar e indudablemente están dotados de invencible valor.

Tengo, empero, un deseo aún por satisfacer y estevacío me acucia ahora de manera terrible. No tengo ami-go alguno, Margaret; cuando arda con el entusiasmo deléxito, no habrá nadie que comparta mi alegría; si soy víc-tima del desaliento, nadie se esforzará por disipar mi des-ánimo. Podré plasmar mis pensamientos en el papel, cier-to, pero es un pobre medio para comunicar los sentimien-tos. Añoro la compañía de un hombre que pudiera com-penetrarse conmigo, cuya mirada respondiera a la mía.

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Me puedes tachar de romántico, querida hermana, peroecho muy en falta a un amigo. No tengo a nadie cerca quesea tranquilo a la vez que valeroso, culto y capaz, cuyosgustos se parezcan a los míos, que pueda aprobar o co-rregir mis proyectos. ¡Qué bien enmendaría un amigo asílos fallos de tu pobre hermano! Soy demasiado impulsivoen la ejecución y demasiado impaciente con los obstácu-los. Pero aún me resulta más nocivo el hecho de habermeautoeducado. Durante los primeros catorce años de mivida corrí por los campos como un salvaje, y no leí nadasalvo los libros de viajes de nuestro tío Thomas. A esaedad empecé a familiarizarme con los renombrados poe-tas de nuestra patria. Pero no vi la necesidad de apren-der otras lenguas que la mía hasta que no estaba en mipoder el sacar los máximos beneficios de esta convicción.Tengo ahora veintiocho años, y en realidad soy más in-culto que muchos colegiales de quince. Es cierto que hereflexionado más, y que mis sueños son más ambiciososy magníficos, pero carecen de equilibrio (como dicen lospintores). Me hace mucha falta un amigo que tuviera elsuficiente sentido común como para no despreciarme porromántico y que me estimara lo bastante como para in-tentar ordenar mi mente.

Bien, son éstas lamentaciones vanas; sé que no en-contraré amigo alguno en el vasto océano, ni siquiera aquí,en Arkángel, entre mercaderes y hombres de mar. Sinembargo, incluso en estos rudos corazones laten algunossentimientos, extraños a la escoria de la naturaleza hu-mana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre deenorme valor e iniciativa, empecinado en su afán de glo-ria. Es inglés, y, aunque lleno de prejuicios nacionales yprofesionales, jamás limados por la educación, retiene al-

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gunas de las más preciosas cualidades humanas. Lo co-nocí a bordo de un ballenero, y, al saber que se encontra-ba en esta ciudad sin trabajo, no tuve ninguna dificultadpara persuadirlo de que me ayudara en mi aventura.

El capitán es una persona de excelente disposición ymuy querido en el barco por su amabilidad y flexibilidaden la disciplina. Tanta es la bondad de su naturaleza, queno quiere calar (deporte favorito aquí) casi la única di-versión, porque no soporta derramar sangre. Es ademásde una heroica generosidad. Hace algunos años se ena-moró de una joven rusa de familia relativamente acomo-dada; tras hacerse con una considerable fortuna por lacaptura de navíos enemigos, el padre de la joven dio suconsentimiento al matrimonio. Él vio a su prometida unavez antes de la ceremonia. Bañada en lágrimas, se le arrojóa los pies, y le suplicó la perdonara, a la vez que le confe-saba su amor por otro hombre con el cual su padre nuncaconsentiría que se casara, ya que carecía de fortuna. Midesprendido amigo tranquilizó a la suplicante muchachay, en cuanto supo el nombre de su amado, abandonó alinstante su galanteo. Había ya comprado con su dinerouna granja, en la cual pensaba pasar el resto de su vida,pero se la cedió a su rival, junto con el resto de su fortuna,para que pudiera comprar algunas reses. El mismo solici-tó del padre de la joven el consentimiento para la boda,mas el anciano se negó considerándose en deuda de ho-nor con mi amigo, el cual, al ver al padre en actitud taninflexible, abandonó el país para no regresar hasta saberque su antigua novia se había casado con el hombre a quienamaba. «¡Qué persona tan noble!», exclamarás sin duda,y así es, pero desgraciadamente ha pasado toda su vida a

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bordo de un barco y apenas tiene idea de algo que no seanlas maromas y los obenques.

Mas no pienses que el que me queje un poco, o creaque quizá nunca llegue a conocer el consuelo para mi tris-teza, signifique que titubeo en mi decisión. Esta es tanfirme como el destino mismo, y mi viaje se ve retrasadotan sólo porque espero un tiempo favorable que me per-mita zarpar. El invierno ha sido tremendamente duro;pero la primavera promete ser buena e incluso pareceque se adelantará, de modo que quizá pueda hacerme ala mar antes de lo previsto. No actuaré con precipitación;me conoces lo suficientemente bien como para fiarte demi prudencia y moderación cuando tengo confiada la se-guridad de otros.

No puedo describirte la emoción que tengo ante laproximidad del comienzo de mi empresa. Es imposibletransmitirte una idea de la tremenda emoción, mezcla deagrado y de temor, con la cual me dispongo a partir. Mar-cho hacia lugares inexplorados, hacia «la región de la bru-ma

s la nieve», pero no mataré a ningún albatros, así que

no temas por mi suerte.¿Te encontraré de nuevo, tras cruzar inmensos ma-

res y rodear los cabos de África o América? ,No me atre-vo a esperar tal éxito, y no obstante no puedo soportar laidea del fracaso.

Continúa aprovechando toda oportunidad de escri-birme; puede que reciba tus cartas (si bien hay pocasesperanzas) cuando más las necesite para animarme. Tequiero mucho. Recuérdame con afecto si no vuelves asaber de mí.

Tu afectuoso hermano,

ROBERT WALTON.

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CARTA 3

A LA SEÑORA SAVILLE, Inglaterra

7 de julio de 17...

Mi querida hermana:Te escribo con premura unas líneas para decirte que

estoy bien y que mi viaje está muy avanzado. Te llegaráesta carta por un buque mercante que regresa a casa des-de Ankángel; es más afortunado que yo, que puede que novea mi patria en muchos años. Sin embargo, estoy anima-do; mis hombres son valerosos y parecen tener una firmevoluntad. No les desaniman ni siquiera las capas de hieloque constantemente flotan a nuestro lado, presagio de lospeligros que alberga la región hacia la cual nos dirigimos.Ya hemos alcanzado una latitud muy alta, pero estamos enpleno verano, y, aunque la temperatura es menos alta queen Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan veloz-mente hacia las costas que ansío ver, traen consigo un alen-tador grado de calor que no había esperado.

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Hasta el momento no nos ha acaecido ningún inciden-te que merezca la pena contar. Un par de ventiscas fuer-tes y la ruptura de un mástil son accidentes que nave-gantes avezados apenas si recordarían. Yo me encontra-ré satisfecho si nada peor nos acontece durante el viaje.

Adiós, querida Margaret. Estáte tranquila, pues tan-to por mi bien como por el tuyo no afrontaré peligros in-necesariamente. Permaneceré sereno, perseverante yprudente.

Mis saludos a mis amigos ingleses.Tuyo afectísimo,

ROBERT WALTON.

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CARTA 4

A LA SEÑORA SAVILLE, Inglaterra

5 de agosto de 17...

Nos ha ocurrido un accidente tan extraño, que no puedodejar de anotarlo, si bien es muy probable que me veasantes de que estos papeles lleguen a tus manos.

El lunes pasado (31 de julio) nos hallábamos rodeadospor el hielo, que cercaba el barco por todos los lados, de-jándonos apenas el agua precisa para continuar a flote.Nuestra situación era algo peligrosa, sobre todo porquenos envolvía una espesa niebla. Decidimos, por tanto, per-manecer al pairo con la esperanza de que adviniera algúncambio en la atmósfera y el tiempo. Hacia las dos de latarde, la niebla levantó y observamos, extendiéndose entodas direcciones, inmensas e irregulares capas de hieloque parecían no tener fin. Algunas de mis compañeroslanzaron un gemido, y yo mismo empezaba a intranqui-lizarme, cuando de pronto una insólita imagen acaparó

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nuestra atención y distrajo nuestros pensamientos de lasituación en la que nos encontrábamos. Como a mediamilla y en dirección al norte vimos un vehículo de pocaaltura, sujeto a un trineo y tirado por perros. Un ser deapariencia humana, pero de gigantesca estatura, iba sen-tado en el trineo y dirigía los perros. Observamos con elcatalejo el rápido avance del viajero hasta que se perdióentre los lejanos montículos de hielo.

Esta visión provocó nuestro total asombro. Nos creía-mos a muchas millas de cualquier tierra, pero esta apari-ción parecía demostrar que en realidad no nos encontrá-bamos tan lejos como suponíamos. Pero, cercados comoestábamos por el hielo, era imposible seguir el rastro deaquel hombre al que habíamos observado con la mayoratención.

Unas dos horas después de esto oímos el bramido delmar y antes del anochecer el hielo rompió, liberando nues-tro navío. Sin embargo, permanecimos allí hasta la ma-ñana siguiente, temerosos de encontrarnos con esos gran-des témpanos sueltos que flotan tras haberse roto el hie-lo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas.

Por la mañana, en cuanto hubo amanecido, salí a cu-bierta y me encontré a toda la tripulación hacinada a unlado del navío, aparentemente conversando con alguienfuera del barco. En efecto, sobre un gran fragmento dehielo, que se nos había acercado durante la noche, habíaun trineo parecido al que ya habíamos divisado.

Únicamente un perro permanecía vivo; pero había unser humano en el trineo, al cual los marineros intentabanpersuadir de que subiera al barco. No parecía, como elviajero de la noche anterior, un habitante salvaje proce-

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dente de alguna isla inexplorada, sino un europeo. Cuan-do aparecí en cubierta, mi segundo oficial gritó:

—Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que ustedmuera en mar abierto.

Al verme, el hombre se dirigió a mí en inglés, si biencon acento extranjero.

—Antes de subir al navío —dijo——, ¿tendría la ama-bilidad de indicarme hacia dónde se dirige?

Podrás imaginar mi sorpresa al oír semejante preguntade labios de una persona al borde de la muerte y para lacual yo habría pensado que mi barco ofrecía un recursoque no hubiese cambiado ni por las mayores riquezas delmundo. Le respondí, sin embargo, que nos dirigíamos alPolo Norte en viaje de exploración. Pareció satisfacerle yconsintió en subir a bordo. ¡Santo cielo, Margaret! Si hu-bieras visto al hombre que de esta forma ponía condicio-nes a su salvación, tu sorpresa hubiera sido ilimitada. Teníalos miembros casi helados y el cuerpo horriblemente de-macrado por la fatiga y el sufrimiento. Jamás vi hombrealguno en condición tan lastimosa. Intentamos llevarlo alcamarote, pero en cuanto dejó de estar al aire libre per-dió el conocimiento, de manera que volvimos a subirlo acubierta y lo reanimamos frotándolo con coñac y obligán-dolo a beber una pequeña cantidad. En cuanto volvió amostrar síntomas de vida lo envolvimos en mantas y locolocamos cerca del fogón de la cocina. Poco a poco se fuerecuperando, y tomó un poco de sopa, que le hizo muchobien.

Así pasaron dos días, sin que pudiera hablar, y a me-nudo temí que los sufrimientos le hubiesen privado de larazón. Cuando se hubo repuesto un poco, lo llevé a mipropio camarote y lo atendí cuanto me lo permitían mis

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obligaciones. Nunca había conocido a nadie más intere-sante. Suele tener una expresión exaltada, como de locu-ra, en la mirada. Pero hay momentos en los que, si al-guien le demuestra alguna atención o le presta el másmínimo servicio, se le ilumina la faz con una benevolenciay ternura que no he visto en otro hombre. Mas por logeneral está melancólico y resignado; a veces aprieta losdientes, como si se impacientara con el peso de los malesque lo afligen.

Cuando mi huésped se encontró un poco mejor, mecostó protegerlo del acoso de la tripulación que queríahacerle mil preguntas. No permití que lo atormentarancon su ociosa curiosidad, ya que aún se encontraba en unestado físico y moral cuyo restablecimiento dependía porcompleto del reposo. Sin embargo, en una ocasión el lu-garteniente le preguntó que por qué había llegado tan le-jos por el hielo en un vehículo tan extraño.

Una expresión de dolor le cubrió el rostro de inme-diato; y respondió:

—Voy en busca de alguien que huyó de mí.¿Y el hombre a quien perseguía viajaba de manera

semejante?—Sí.–Entonces pienso que lo hemos visto, pues el día an-

tes de recogerlo a usted vimos unos perros tirando de untrineo, en el cual iba un hombre. Esto despertó la aten-ción del extranjero, e hizo múltiples preguntas acerca dela dirección que había tomado aquel demonio, como él lellamó. Al poco rato, cuando se hallaba solo conmigo, dio:

—Sin duda he despertado su curiosidad, así como lade esta buena gente, aunque es usted demasiado discre-to como para hacerme ninguna pregunta.

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—Sería impertinente e inhumano por mi parte él mo-lestarlo con ellas.

Y no obstante —prosiguió—, me rescató usted de unaextraña y peligrosa situación. Usted me ha devuelto ge-nerosamente la vida.

Poco después de esto quiso saber si yo creía que elhielo, al resquebrajarse, habría destruido el otro trineo.Le contesté que no podía responderle con ninguna certe-za, ya que el hielo no se había roto hasta cerca de media-noche, y el viajero podía haber llegada a algún lugar se-guro con anterioridad. Me era imposible aventurar juicioalguno.

A partir de este momento el extranjero demostró graninterés por estar en cubierta, para vigilar la aparición delotro trineo. He conseguido persuadirlo de que permanezcaen el camarote, pues está aún demasiado débil para so-portar las inclemencias del tiempo, pero le he prometidoque alguien oteará en su lugar y lo avisará en cuanto apa-rezca cualquier objeto nuevo a la vista.

Por lo que respecta a este extraño incidente, éste esmi diario hasta el momento. La salud de nuestro huéspedha ido mejorando gradualmente, pero apenas habla, yparece inquietarse cuando alguien que no sea yo entra ensu camarote. Sin embargo, sus modales son tan concilia-dores y delicados, que todos los marineros se interesanpor su estado, a pesar de no haber tenido apenas relacióncon él. Por mi parte, empiezo a quererlo como a un her-mano, y su constante y profundo pesar me llena de piedady simpatía. Debe haber sido una persona muy noble enotros tiempos, ya que, deshecho como está ahora, siguesiendo tan interesante y amable.

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Te decía en una de mis cartas, querida Margaret, queno hallaría ningún amigo en el vasto océano, pero he en-contrado un hombre a quien, antes de que la desgraciaquebrara su espíritu, me hubiera gustado tener por her-mano.

De tener nuevos incidentes que relatar respecto delextranjero, continuaré a intervalos mi diario.

13 de agosto de 17...

El afecto que siento por mi invitado aumenta cada día.Suscita a la vez mi piedad y mi admiración hasta extre-mos asombrosos. ¿Cómo puedo ver a tan noble criaturadestruida por la miseria sin sentir el dolor más acuciante?Es tan dulce y a la vez tan sabio; tiene la mente muy cul-tivada, y cuando habla, si bien escoge las palabras cuida-dosamente, éstas fluyen con una rapidez y elocuencia pocofrecuentes.

Está muy restablecido de su enfermedad, y pasea con-tinuamente por la cubierta, vigilando la aparición del tri-neo que precedió al suyo. Sin embargo, aunque apenado,no está tan sumido en su propia desgracia como para nointeresarse profundamente por los quehaceres de losdemás. Me ha hecho muchas preguntas respecto a mispropósitos y yo le he contado mi pequeña historia contoda sinceridad. Pareció alegrarle mi franqueza, y me su-girió varios cambios en mis planes, que encontraré su-mamente útiles. No hay pedantería en su ademán, sinoque más bien todo lo que hace parece brotar tan sólo delinterés que instintivamente siente por el bienestar detodos los que lo rodean. A menudo le invade la tristeza yentonces se sienta sólo e intenta superar todo lo que de

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hosco y antisocial hay en su humor. Estos paroxismospasan, como una nube por delante del sol, si bien su aba-timiento nunca le abandona. Me he esforzado por gran-jearme su confianza y espero haber tenido éxito. Un díale mencioné mi eterno deseo de encontrar un amigo quepudiera simpatizar conmigo y orientarme con su consejo.Le dije que no pertenecía a la clase de hombres a quienesun consejo puede ofender.

—Soy autodidacta, y quizá no confíe demasiado en mipropia capacidad. Por tanto, desearía que mi amigo fueramás sabio y avezado que yo, para afianzarme y apoyar-me en él. Tampoco creo que sea imposible encontrar unverdadero amigo.

—Estoy de acuerdo con usted —contestó el extranje-ro— en que la amistad es algo no sólo deseable, sino posi-ble. Tuve una vez un amigo, el más noble de los sereshumanos, y por tanto estoy capacitado para juzgar conrespecto a la amistad. Tiene usted esperanzas y el mun-do ante usted es suyo, y no tiene razón para desesperar.Mas yo..., yo he perdido todo y no puedo empezar la vidade nuevo.

Al decir esto, su rostro cobró una expresión de serenoy resignado dolor que me llegó al corazón. Pero él perma-neció en silencio, y al poco se retiró a su camarote.

Incluso desfondado como está, nadie puede gozar conmayor intensidad que él de la hermosura de la naturale-za. El cielo estrellado, el mar y todo el paisaje que estasmaravillosas regiones nos proporcionan parecen tener aúnel poder de despegar su alma de la tierra. Un hombre asítiene una doble existencia: puede padecer desgracias, yverse arrollado por el desencanto; pero, cuando se encie-rre en sí mismo, será como un espíritu celeste rodeado de

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un halo cuyo círculo no ose atravesar ni el pesar ni la lo-cura.

¿Te ríes del entusiasmo que demuestro respecto a estedivino nómada? Si fuera así, debes haber perdido esa ino-cencia que constituía tu encanto característico. Pero, siquieres, sonríete ante el calor de mis alabanzas, mientrasyo sigo encontrando mayores razones para ellas de día endía.

19 de agosto de 17...

Ayer el extranjero me dijo:—Fácilmente habrá podido comprobar, capitán

Walton, que he padecido grandes y singulares desventu-ras. Una vez decidí que el recuerdo de estos males mori-ría conmigo, pero usted me ha inducido a cambiar mispropósitos. Busca usted el conocimiento y la sabiduría,como me sucedió a mí antaño; deseo con fervor que elfruto de sus ansias no se convierta para usted en una ser-piente que le muerda, como me ocurrió a mí. No creo queel relato de mis desventuras le sea útil, pero, si quiere,escuche mi historia. Pienso que los extraños sucesos aella vinculados pueden proporcionarle una visión de lanaturaleza humana que amplíe sus facultades y conoci-mientos, y le descubrirá poderes y sucesos que usted haestado acostumbrado a creer imposibles. Pero no dudode que a lo largo de mi relato se pruebe la evidencia in-terna de la veracidad de los sucesos que lo componen.

Como te puedes imaginar, me halagó mucho la con-fianza que depositaba en mí, pero me dolía que él reavivarasus sufrimientos contándome sus desventuras. Estabaansioso por escuchar la narración prometida, en parte por

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curiosidad y en parte por un deseo de aliviar su suerte,caso de que esto estuviera en mi mano, y así se lo expre-sé en mi respuesta.

—Le agradezco su amabilidad —me contestó—, peroes inútil; mi sino casi se ha cumplido. Espero sólo un acon-tecimiento y luego descansaré en paz. Comprendo lo quesiente —continuó al advertir que quería interrumpirlo—,pero está confundido, amigo mío, si así me permite lla-marle. Nada puede alterar mi destino. Escuche mi relatoy verá cuán irrevocablemente está determinado.

Me dio entonces que empezaría su narración al díasiguiente, cuando yo estuviera más libre. Esta promesaprovocó mi más profundo agradecimiento. Me he pro-puesto escribir cada noche, cuando no esté ocupado, loque me haya contado durante el día, empleando en loposible sus propias palabras. De estarlo, al menos tomaréalgunas notas. Sin duda este manuscrito te proporciona-rá gran placer. ¡Y con qué interés y simpatía lo leeré yoalgún día en el futuro! ¡Yo, que lo conozco y que lo oigo desus propios labios!

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CAPÍTULO 1

SOY GINEBRINO de nacimiento, y mi familia es una de lasmás distinguidas de esa república. Durante muchos añosmis antepasados habían sido consejeros y jueces, y mipadre había ocupado con gran honor y buena reputacióndiversos cargos públicos. Todos los que lo conocían lo res-petaban por su integridad e infatigable dedicación. Pasósu juventud dedicado por completo a los asuntos de supaís, y sólo al final de su vida pensó en el matrimonio y asídar al Estado unos hijos que pudieran perpetuar su nom-bre y sus virtudes.

Puesto que las circunstancias de su matrimonio refle-jan su personalidad, no puedo dejar de referirme a ellas.Uno de sus más íntimos amigos era un comerciante, que,debido a numerosos contratiempos, cayó en la miseriatras gozar de una muy desahogada situación. Este hom-bre, de nombre Beaufort, era de carácter orgulloso y alti-vo y se resistía a vivir en la pobreza y el olvido en el mis-mo país en el que, con anterioridad, se le distinguiera porsu categoría y riqueza. Habiendo, pues, saldado sus deu-

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das en la forma más honrosa, se retiró a la ciudad de Lucer-na con su hija, donde vivió sumido en el anonimato y ladesdicha. Mi padre profesaba a Beaufort una auténticaamistad, y su reclusión en estas desgraciadas circunstan-cias le afligió mucho. También sentía íntimamente la au-sencia de su compañía, y se propuso encontrarlo y persua-dirlo de que, con su crédito y ayuda, empezara de nuevo.

Beaufort había tomado medidas eficaces para escon-derse, y mi padre tardó diez meses en descubrir su para-dero. Entusiasmado con el descubrimiento, mi padre seapresuró hacia su casa situada en una humilde calle cercadel Reuss. Pero al llegar sólo encontró miseria y desespe-ración. Beaufort no había logrado salvar más que una pe-queña cantidad de dinero de los despojos de su fortuna.Era suficiente para sustentarlo durante algunos meses y,mientras tanto, esperaba encontrar un trabajo respeta-ble con algún comerciante. Así pues, pasó el intervalo in-activo; y, con tanto tiempo para reflexionar sobre su do-lor, se hizo más profundo y amargo y, al fin, se apoderó detal forma de él, que tres meses después estaba enfermoen cama, incapaz de realizar cualquier esfuerzo.

Su hija lo cuidaba con el máximo cariño, pero veía condesazón que su pequeño capital disminuía con rapidez yque no había otras perspectivas de sustento. Pero CarolineBeaufort estaba dotada de una inteligencia poco común;y su valor vino en su ayuda en la adversidad. Empezó ahacer labores sencillas; trenzaba paja, y de diversas ma-neras consiguió ganar una miseria que apenas le bastabapara sustentarse.

Así pasaron varios meses. Su padre empeoró, y ellacada vez tenía que emplear más tiempo en atenderlo; susmedios de sustento menguaban. A los diez meses murió

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su padre dejándola huérfana e indigente. Este golpe finalfue demasiado para ella. Al entrar en la casa mi padre, laencontró arrodillada junto al ataúd, llorando amargamen-te; llegó como un espíritu protector para la pobre criatu-ra, que se encomendó a él. Tras el entierro de su amigo,mi padre la llevó a Ginebra, confiándola al cuidado de unpariente; y dos años después se casó con ella.

Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, lasobligaciones de su nueva situación le ocupaban tanto tiem-po que dejó varios de sus trabajos públicos y se dedicópor entero a la educación de sus hijos. Yo era el mayor yel destinado a heredar todos sus derechos y obligaciones.Nadie puede haber tenido padres más tiernos que yo. Misalud y desarrollo eran su constante ocupación, ya quefui hijo único durante varios años. Pero, antes de prose-guir mi narración, debo contar un incidente que tuvo lu-gar cuando yo tenía cuatro años.

Mi padre tenía una hermana a quien amaba tierna-mente y que se había casado muy joven con un caballeroitaliano. Poco después de su boda, había acompañado asu marido a su país natal, y durante algunos años mi pa-dre tuvo muy poca relación con ella. Murió alrededor dela época de la que hablo, y pocos meses después mi padrerecibió una carta de su cuñado haciéndole saber que te-nía la intención de casarse con una dama italiana y pi-diéndole que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, laúnica hija de su difunta hermana.

Es mi deseo —dijo— que la consideres como hija tuyay que como a tal la eduques. Es la heredera de la fortunade su madre, y te enviaré los documentos que así lo de-muestran.

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Reflexiona sobre esta propuesta y decide si preferi-rías educar a tu sobrina tú mismo o que lo haga una ma-drastra.

Mi padre no dudó un instante, y de inmediato se pusoen camino hacia Italia con el fin de acompañar a la peque-ña Elizabeth hasta su futuro hogar. A menudo he oído ami madre decir que era la criatura más preciosa que ja-más había visto, e incluso ya entonces mostraba sínto-mas de un carácter dulce y afectuoso. Estas característi-cas y el deseo de afianzar los lazos del amor familiar hicie-ron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futu-ra esposa, plan del cual nunca encontró razón para arre-pentirse.

A partir de este momento, Elizabeth Lavenza se con-virtió en mi compañera de juegos y, a medida que crecía-mos, en una amiga. Era dócil y de buen carácter, a la vezque alegre y juguetona como un insecto de verano. A pe-sar de que era vivaz y animada, tenía fuertes y profun-dos sentimientos y era desacostumbradamente afectuo-sa. Nadie podía disfrutar mejor de la libertad ni podía ple-garse con más gracia que ella a la sumisión o lanzarse alcapricho. Su imaginación era exuberante, pero tenía unagran capacidad para aplicarla. Su persona era el reflejode su mente, sus ojos de color avellana, aunque vivos comolos de un pájaro, poseían una atractiva dulzura. Su figuraera ligera y airosa y, aunque era capaz de soportar granfatiga, parecía la criatura más frágil del mundo. A pesarde que me cautivaba su comprensión y fantasía, me de-leitaba cuidarla como a un animalillo predilecto. Nunca vimás gracia, tanto personal como mental, ligada a mayormodestia.

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Todos querían a Elizabeth. Si los criados tenían quepedir algo, siempre lo hacían a través de ella. No conocía-mos ni la desunión ni las peleas, pues aunque éramos muydiferentes de carácter, incluso en esa diferencia había ar-monía. Yo era más tranquilo y filosófico que mi compañe-ra, pero menos dócil. Mi capacidad de concentración eramayor, pero no tan firme. Yo me deleitaba investigandolos hechos relativos al mundo en sí, ella prefería las aé-reas creaciones de los poetas. Para mí el mundo era unsecreto que anhelaba descubrir, para ella era un vacíoque se afanaba por poblar con imaginaciones personales.

Mis hermanos eran mucho más jóvenes que yo; perotenía un amigo entre mis compañeros del colegio, que com-pensaba esta deficiencia. Henry Clerval era hijo de uncomerciante de Ginebra, íntimo amigo de mi padre, y unchico de excepcional talento e imaginación. Recuerdo que,cuando tenía nueve años, escribió un cuento que fue ladelicia y el asombro de todos sus compañeros. Su temade estudio favorito eran los libros de caballería y roman-ces, y recuerdo que de muy jóvenes solíamos represen-tar obras escritas por él, inspiradas en estos sus librospredilectos, siendo los principales personajes Orlando,Robin Hood, Amadís y San Jorge.

Juventud más feliz que la mía no puede haber existi-do. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros ama-bles. Para nosotros los estudios nunca fueron una impo-sición; siempre teníamos una meta a la vista que nos es-poleaba a proseguirlos. Esta era el método, y no la emu-lación, que nos inducía a aplicarnos. Con el fin de que suscompañeras no la dejaran atrás, a Elizabeth no se la orien-taba hacia el dibujo. Sin embargo, se dedicaba a él moti-vada por el deseo de agradar a su tía, representando al-

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guna escena favorita dibujada por ella misma. Aprendi-mos inglés y latín para poder leer lo que en esas lenguasse había escrito. Tan lejos estaba el estudio de resultar-nos odioso a consecuencia de los castigos, que disfrutába-mos con él, y nuestros entretenimientos constituían lo quepara otros niños hubieran sido pesadas tareas. Quizá noleímos tantos libros ni aprendimos lenguas tan rápida-mente como aquellos a quienes se les educaba conformea los métodos habituales, pero lo que aprendimos se nosfijó en la memoria con mayor profundidad.

Incluyo a Henry Clerval en esta descripción de nues-tro círculo doméstico, pues estaba con nosotros continua-mente. Iba al colegio conmigo, y solía pasar la tarde connosotros; pues, siendo hijo único y encontrándose solo ensu casa, a su padre le complacía que tuviera amigos en lanuestra. Por otro lado nosotros tampoco estábamos deltodo felices cuando Clerval estaba ausente.

Siento placer al evocar mi infancia, antes de que ladesgracia me empañara la mente y cambiara esta alegrevisión de utilidad universal por tristes y mezquinas re-flexiones personales. Pero al esbozar el cuadro de mi ni-ñez, no debo omitir aquellos acontecimientos que me lle-varon, con paso inconsciente, a mi ulterior infortunio.Cuando quiero explicarme a mí mismo el origen de aque-lla pasión que posteriormente regiría mi destino, veo quearranca, como riachuelo de montaña, de fuentes poco no-bles y casi olvidadas, engrosándose poco a poco hasta quese convierte en el torrente que ha arrasado todas mis es-peranzas y alegrías.

La filosofía natural es lo que ha forjado mi destino.Deseo, pues, en esta narración explicar las causas que mellevaron a la predilección por esa ciencia. Cuando tenía

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trece años fui de excursión con mi familia a un balnearioque hay cerca de Thonon. La inclemencia del tiempo nosobligó a permanecer todo un día encerrados en la posada,y allí, casualmente, encontré un volumen de las obras deCornelius Agrippa. Lo abrí con aburrimiento, pero la teo-ría que intentaba demostrar y los maravillosos hechosque relataba pronto tornaron mi indiferencia en entusias-mo. Una nueva luz pareció iluminar mi mente, y lleno dealegría le comuniqué a mi padre el descubrimiento. Nopuedo dejar de comentar aquí las múltiples oportunida-des de que disponen los educadores para orientar la aten-ción de sus alumnos hacia conocimientos prácticos, y quedesaprovechan lamentablemente. Mi padre ojeó distraí-damente la portada del libro y dijo:

—¡Ah, Cornelius Agrippa! Víctor, hijo mío, no pierdasel tiempo con esto, son tonterías.

Si en vez de hacer este comentario, mi padre se hu-biera molestado en explicarme que los principios deAgrippa estaban totalmente superados, que existía unaconcepción científica moderna con posibilidades muchomayores que la antigua, puesto que eran reales y prácti-cas mientras que las de aquélla eran quiméricas, tengo laseguridad de que hubiera perdido el interés por Agrippa.Probablemente, sensibilizada como tenía la imaginación,me hubiera dedicado a la química, teoría más racional yproducto de descubrimientos modernos. Es incluso posi-ble que mi pensamiento no hubiera recibido el impulsofatal que me llevó a la ruina. Pero la indiferente ojeada demi padre al volumen que leía en modo alguno me indicóque él estuviera familiarizado con el contenido del mis-mo, y proseguí mi lectura con mayor avidez.

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Mi primera preocupación al regresar a casa fue ha-cerme con la obra completa de este autor y, después, conla de Paracelso y Alberto Magno. Leí y estudié con gustolas locas fantasías de estos escritores. Me parecían teso-ros que, salvo yo, pocos conocían. Aunque a menudo hu-biera querido comunicarle a mi padre estas secretas re-servas de mi sabiduría, me lo impedía su imprecisa des-aprobación de mi querido Agrippa. Por tanto, y bajo pro-mesa de absoluto secreto, le comuniqué mis descubri-mientos a Elizabeth, pero el tema no le interesó y me viobligado á continuar solo.

Puede parecer extraño que en el siglo XVIII surja undiscípulo de Alberto Magno, pero nuestra familia no eracientífica, y yo no había asistido a ninguna de las clasesque se daban en la universidad de Ginebra. Así pues, missueños no se veían turbados por la realidad, y me lancécon enorme diligencia a la búsqueda de la piedra filosofaly el elixir de la vida. Pero era esto último lo que recibía mimás completa atención: la riqueza era un objetivo infe-rior; pero ¡qué fama rodearía al descubrimiento si yo pu-diera eliminar de la humanidad toda enfermedad y hacerinvulnerables a los hombres a todo salvo a la muerte vio-lenta!

No eran éstos mis únicos pensamientos. Provocar laaparición de fantasmas y demonios era algo que mis au-tores predilectos prometían que era fácil, cumplimientoque yo ansiaba fervorosamente conseguir. Atribuía el quemis hechizos jamás tuvieran éxito más a mi inexperien-cia y error que a la falta de habilidad o veracidad por par-te de mis instructores.

Los fenómenos naturales que a diario tienen lugar noescapaban a mi observación. La destilación y los maravi-

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llosos efectos del vapor, procesos que mis autores favori-tos desconocían por completo, provocaban mi asombro.Pero mi mayor sorpresa la suscitaron unos experimen-tos con una bomba de aire que empleaba un caballero alcual solíamos visitar.

El desconocimiento de los antiguos filósofos sobre éstey varios otros temas disminuyeron mi fe en ellos, pero nopodía desecharlos por completo sin que algún otro siste-ma ocupara su lugar en mi mente.

Tenía alrededor de quince años cuando, habiéndonosretirado a la casa que teníamos cerca de Belrive, presen-ciamos una terrible y violenta tormenta. Había surgidodetrás de las montañas del Jura, y los truenos estallabanal unísono desde varios puntos del cielo con increíble es-truendo. Mientras duró la tormenta, observé el procesocon curiosidad y deleite. De pronto, desde el dintel de lapuerta, vi emanar un haz de fuego de un precioso y viejoroble que se alzaba a unos quince metros de la casa; encuanto se desvaneció el resplandor, el roble había des-aparecido y no quedaba nada más que un tocón destro-zado. Al acercarnos a la mañana siguiente, encontramosel árbol insólitamente destruido. No estaba astillado porla sacudida; se encontraba reducido por completo a pe-queñas virutas de madera. Nunca había visto nada tandeshecho.

La catástrofe de este árbol avivó mi curiosidad, y conenorme interés le pregunté a mi padre acerca del origeny naturaleza de los truenos y los relámpagos.

Es la electricidad me contestó, a la vez que me des-cribía los diversos efectos de esa energía.

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Construyó una pequeña máquina eléctrica y realizóalgunos experimentos. También hizo una cometa con ca-ble y cuerda, que arrancaba de las nubes ese fluido.

Esto último acabó de destruir a Cornelius Agrippa,Alberto Magno y Paracelso, que durante tanto tiempohabían reinado como dueños de mi imaginación. Pero, poralguna fatalidad, no me sentí inclinado a empezar el estu-dio de los sistemas modernos, desinclinación que se vioinfluida por la siguiente circunstancia. Mi padre expresóel deseo de que asistiera a un curso sobre filosofía natu-ral. Gustosamente asentí a esto, pero algún motivo meimpidió ir hasta que el curso estuvo casi terminado. Portanto, al ser ésta una de las últimas clases, me resultótotalmente incomprensible. El profesor disertaba con lamayor locuacidad sobre el potasio y el boro, los sulfatos yóxidos, términos que yo no podía asociar a ninguna idea.Empecé a aborrecer la ciencia de la filosofía natural, aun-que seguí leyendo a Plinio y Buffon con deleite, autores, ami juicio, de similar interés y utilidad.

A esta edad las matemáticas y la mayoría de las ra-mas cercanas a esa ciencia constituían mi principal ocu-pación. También me afanaba por aprender lenguas; el latínya me era familiar, y sin ayuda del diccionario empecé aleer algunos de los autores griegos más asequibles. Tam-bién entendía inglés y alemán perfectamente. Este erami bagaje cultural a los diecisiete años, además de lasmuchas horas empleadas en la adquisición y conserva-ción del conocimiento de la vasta literatura.

También recayó sobre mí la obligación de instruir amis hermanos. Ernest, seis años menor que yo, era miprincipal alumno. Desde la infancia había sido enfermizo,y Elizabeth y yo lo habíamos cuidado constantemente;

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era de disposición dócil, pero incapaz de cualquier pro-longado esfuerzo mental. William, el benjamín de la fami-lia, era todavía un niño y la criatura más preciosa delmundo; tenía los ojos vivos y azules, hoyuelos en las me-jillas y modales zalameros, e inspiraba la mayor ternura.

Tal era nuestro ambiente familiar, en el cual el dolor yla inquietud no parecían tener cabida. Mi padre dirigíanuestros estudios, y mi madre participaba de nuestrosentretenimientos. Ninguno de nosotros gozaba de másinfluencia que el otro; la voz de la autoridad no se oía ennuestro hogar, pero nuestro mutuo afecto nos obligaba aobedecer y satisfacer el más mínimo deseo del otro.

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CAPÍTULO 2

CUANDO contaba diecisiete años, mis padres decidieronque fuera a estudiar a la universidad de Ingolstadt. Hastaentonces había ido a los colegios de Ginebra, pero mi pa-dre consideró conveniente que, para completar mi edu-cación, me familiarizara con las costumbres de otros paí-ses. Se fijó mi marcha para una fecha próxima, pero, an-tes de que llegara el día acordado, sucedió la primera des-gracia de mi vida, como si fuera un presagio de mis futu-ros sufrimientos.

Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la enfer-medad no era grave y se recuperó con rapidez. Muchashabían sido las razones expuestas para convencer a mimadre de que no la atendiera personalmente, y en unprincipio había accedido a nuestros ruegos. Pero, cuandosupo que su favorita mejoraba, no quiso seguir privándo-se de su compañía y comenzó a frecuentar su dormitoriomucho antes de que él peligro de infección hubiera pasa-do. Las consecuencias de esta imprudencia fueron fata-les. Mi madre cayó gravemente enferma al tercer día, y

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el semblante de los que la atendían pronosticaba un fataldesenlace. La bondad y grandeza de alma de esta admi-rable mujer no la abandonaron en su lecho de muerte.Uniendo mis manos y las de Elizabeth dijo:

—Hijos míos, tenía puestas mis mayores esperanzasen la posibilidad de vuestra futura unión. Esta esperanzaserá ahora el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, cari-ño, debes ocupar mi puesto y cuidar de tus primos pe-queños. ¡Ay!, siento dejaros. ¡Qué difícil resulta abandona-ros habiendo sido tan feliz y habiendo gozado de tantocariño! Pero no son éstos los pensamientos que debieranocuparme. Me esforzaré por resignarme a la muerte conalegría y abrigaré la esperanza de reunirme con vosotrosen el más allá.

Murió dulcemente; y su rostro aun en la muerte re-flejaba su cariño. No necesito describir los sentimientosde aquellos cuyos lazos más queridos se ven rotos por elmás irreparable de los males, el vacío que inunda el almay la desesperación que embarga el rostro. Pasa tanto tiem-po antes de que uno se pueda persuadir de que aquella aquien veíamos cada día, y cuya existencia misma forma-ba parte de la nuestra, ya no está con nosotros; que se haextinguido la viveza de sus amados ojos y que su voz tandulce y familiar se ha apagado para siempre. Estos sonlos pensamientos de los primeros días. Pero la amarguradel dolor no comienza hasta que el transcurso del tiempodemuestra la realidad de la pérdida. ¿Pero a quién no leha robado esa desconsiderada mano algún ser querido?¿Por qué, pues, había de describir el dolor que todos hansentido y deberán sentir? Con el tiempo llega el momen-to en el que el sufrimiento es más una costumbre que unanecesidad y, aunque parezca un sacrilegio, y a no se re-

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prime la sonrisa que asoma a los labios. Mi madre habíamuerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones quecumplir; debíamos continuar nuestro camino junto a losdemás y considerarnos afortunados mientras quedara asalvo al menos uno de nosotros.

De nuevo se volvió a hablar sobre mi viaje a Ingolstadt,que se había visto aplazado por los acontecimientos. Ob-tuve de mi padre algunas semanas de reposo, período quetranscurrió tristemente. La muerte de mi madre y micercana marcha nos deprimía, pero Elizabeth intentabareavivar la alegría en nuestro pequeño círculo. Desde lamuerte de su tía había adquirido una nueva firmeza yvigor. Se propuso llevar a cabo sus obligaciones con lamayor exactitud, y entendió que su principal misión con-sistía en hacer felices a su tío y primos. A mí me consola-ba, a su tío lo distraía, a mis hermanos los educaba. Nun-ca la vi tan encantadora como en estos momentos, cuan-do se desvivía por lograr la felicidad de los demás, olvi-dándose por completo de sí misma.

Llegó por fin el día de mi marcha. Me había despedidode todos mis amigos menos Clerval, que pasó la últimavelada con nosotros. Lamentaba profundamente no acom-pañarme, pero su padre se resistió a dejarlo partir. Teníala intención de que su hijo lo ayudara en el negocio, y se-guía su teoría favorita de que los estudios resultaban su-perfluos en la vida diaria. Henry tenía una mente educa-da; no era su intención permanecer ocioso ni le disgusta-ba ser el socio de su padre, sin embargo creía que se po-dría ser muy buen negociante y no obstante ser una per-sona culta.

Estuvimos hasta muy tarde escuchando sus lamen-taciones y haciendo múltiples pequeños planes para el

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futuro. Las lágrimas asomaban a los ojos de Elizabeth,lágrimas ante mi partida y ante el pensamiento de quemi marcha debía haberse producido meses antes y acom-pañada de la bendición de mi madre.

Me dejé caer en la calesa que debía transportarme, yme embargaron los pensamientos más tristes. Yo, quesiempre había vivido rodeado de afectuosos compañeros,prestos todos a proporcionarnos mutuas alegrías, me en-contraba ahora solo. En la universidad hacia la que medirigía debería buscarme mis propios amigos y valermepor mí mismo. Hasta aquel momento mi vida había sidoextraordinariamente hogareña y resguardada, y esto mehabía creado una invencible repugnancia hacia los ros-tros desconocidos. Adoraba a mis hermanos, a Elizabethy a Clerval; sus caras eran «viejas conocidas»; pero meconsideraba totalmente incapaz de tratar con extraños.Estos eran mis pensamientos al comenzar el viaje, pero amedida que avanzaba se me fue levantando el ánimo.Deseaba ardientemente adquirir nuevos conocimientos.En casa, a menudo había reflexionado sobre lo penoso depermanecer toda la juventud encerrado en el mismo lu-gar, y ansiaba descubrir el mundo y ocupar mi puestoentre los demás seres humanos. Ahora se cumplían misdeseos, y no hubiera sido consecuente arrepentirme.

Durante el viaje, que fue largo y fatigoso, tuve tiemposuficiente para pensar en estas y otras muchas cosas. Porfin apareció el alto campanario blanco de la ciudad. Bajé yme condujeron a mi solitaria habitación. Disponía del res-to de la tarde para hacer lo que quisiera.

A la mañana siguiente entregué mis cartas de pre-sentación y visité a los principales profesores, entre otrosal señor Krempe, profesor de filosofía natural. Me recibió

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con mucha educación y me hizo diversas preguntas so-bre mi conocimiento de las distintas ramas científicas, re-lacionadas con la filosofía natural. Temblando y con cier-to miedo, a decir verdad, cité los únicos autores cuyasobras yo había leído al respecto. El profesor me miró fija-mente:

—¿De verdad que ha pasado usted el tiempo estu-diando semejantes tonterías? —me preguntó.

Al responder afirmativamente, el señor Krempe con-tinuó con énfasis:

—Ha malgastado cada minuto invertido en esos libros.Se ha embotado la memoria de teorías rebasadas y nom-bres inútiles, ¡Dios mío! ¿En qué desierto ha vivido ustedque no había nadie lo suficientemente caritativo como parainformarle de que esas fantasías que tan concienzuda-mente ha absorbido tienen va mil años y están tan cadu-cas como anticuadas? No esperaba encontrarme con undiscípulo de Alberto Magno y Paracelso en esta época ilus-trada. Mi buen señor, deberá empezar de nuevo sus es-tudios.

Y diciendo esto, se apartó, me hizo una lista de librossobre filosofía natural, que me pidió que leyera, y me des-pidió, comunicándome que a principios de la semanapróxima comenzaría un seminario sobre filosofía naturaly sus implicaciones generales, y que

el señor Waldman,

un colega suyo, en días alternos a él hablaría de química.Regresé a casa no del todo disgustado, pues hacía tiem-

po que yo mismo consideraba inútiles a aquellos autorestan desaprobados por el profesor, si bien no me sentíademasiado inclinado a leer los libros que conseguí bajo surecomendación. El señor Krempe era un hombrecillo for-nido, de voz ruda y desagradable aspecto, y por tanto me

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predisponía poco en favor de su doctrina. Además yo sen-tía cierto desprecio por la aplicación de la filosofía naturalmoderna. Era muy distinto cuando los maestros de la cien-cia buscaban la inmortalidad y el poder; tales enfoques, sibien carentes de valor, tenían grandeza; pero ahora elpanorama había cambiado. El objetivo del investigadorparecía limitarse a la aniquilación de las expectativas so-bre las cuales se fundaba todo mi interés por la ciencia.Se me pedía que trocara quimeras de infinita grandezapor realidades de escaso valor.

Estos fueron mis pensamientos durante los dos o tresprimeros días que pasé en casi completa soledad. Pero alcomenzar la semana siguiente recordé la información quesobre las conferencias me había dado el señor Krempe, yaunque no pensaba escuchar al fatuo hombrecillo pro-nunciando sentencias desde la cátedra, me vino a la me-moria lo que había dicho sobre el señor Waldman, al cualaún no había conocido por hallarse fuera de la ciudad. Enparte por curiosidad y en parte por ocio, me dirigí a lasala de conferencias, donde poco después hizo su entradael señor Waldman. Era muy distinto de su colega. Apa-rentaba tener unos cincuenta años, pero su aspectodemostraba una gran benevolencia. Sus sienes aparecíanlevemente encanecidas, pero tenía el resto del pelo casinegro. No era alto pero sí erguido, y tenía la voz más dul-ce que hasta entonces había oído. Empezó su conferenciacon un resumen histórico de la química y los diversos pro-gresos llevados a cabo por los sabios, pronunciando congran respeto el nombre de los investigadores más rele-vantes. Pasó entonces a hacer una exposición rápida delestado actual en el que se encontraba la ciencia, y explicómuchos términos elementales. Tras algunos experimen-

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tos preparatorios concluyó con un panegírico de la quími-ca moderna, en términos que nunca olvidaré.

—Los antiguos maestros de esta ciencia —dijo— pro-metían cosas imposibles, y no llevaban nada a cabo. Loscientíficos modernos prometen muy poco; saben que losmetales no se pueden transmutar, y que el elixir de lavida es una ilusión. Pero éstos filósofos, cuyas manos pa-recen hechas sólo para hurgar en la suciedad, y cuyos ojosparecen servir tan sólo para escrutar con el microscopioo el crisol, han conseguido milagros. Conocen hasta las másrecónditas intimidades de la naturaleza y demuestrancómo funciona en sus escondrijos. Saben del firmamento,de cómo circula la sangre y de la naturaleza del aire querespiramos. Poseen nuevos y casi ilimitados poderes;pueden dominar el trueno, imitar terremotos, e inclusoparodiar el mundo invisible con su propia sombra.

Me fui contento con el profesor y su conferencia, y lovisité esa misma tarde. Sus modales resultaron en priva-do aún más atractivos y complacientes que en público;pues durante la conferencia su apariencia reflejaba unadignidad, que sustituía en su casa por afecto y amabili-dad. Escuchó con atención lo que le conté respecto de misestudios, sonriendo, pero sin el desdén del señor Krempe,ante los nombres de Cornelius Agrippa y Paracelso. Dijoque «a la entrega infatigable de estos hombres debían losfilósofos modernos los cimientos de su sabiduría. Nos ha-bían legado, como tarea más fácil, el dar nuevos nombresy clasificar adecuadamente los datos que en gran medidaellos habían sacado a la luz. El trabajo de los genios, pormuy desorientados que estén, siempre suele revertir a lalarga en sólidas ventajas para la humanidad». Escuchésus palabras, pronunciadas sin alarde ni presunción, y

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añadí que su conferencia había desvanecido los prejuiciosque tenía hacia los químicos modernos, a la vez que soli-cité su consejo acerca de nuevas lecturas.

—Me alegra haber ganado un discípulo —dijo el señorWaldman—, y si su aplicación va pareja a su capacidad,no dudo de que tendrá éxito. La química es la parte de lafilosofía natural en la cual se han hecho y se harán mayo-res progresos; precisamente por eso la escogí como dedi-cación. Pero no por ello he abandonado las otras ramasde la ciencia. Mal químico sería el que se limitara exclusi-vamente a esa porción del conocimiento humano. Si sudeseo es ser un auténtico hombre de ciencia y no un sim-ple experimentadorcillo, le aconsejo encarecidamente quese dedique a todas las ramas de la filosofía natural, inclui-das las matemáticas.

Me condujo entonces a su laboratorio y me explicó eluso de sus diversas máquinas, indicándome lo que debíacomprarme. Me prometió que, cuando hubiera progre-sado lo suficiente en mis estudios como para nodeteriorarlo, me permitiría utilizar su propio material.También me dio la lista de libros que le había pedido yseguidamente me marché.

Así concluyó un día memorable para mí, pues habíade decidir mi futuro destino.

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CAPÍTULO 3

A PARTIR de este día, la filosofía natural y en especial laquímica, en el más amplio sentido de la palabra, se con-virtieron en casi mi única ocupación. Leí con gran interéslas obras que, llenas de sabiduría y erudición, habían es-crito los investigadores modernos sobre esas materias.Asistí a las conferencias y cultivé la amistad de los hom-bres de ciencia de la universidad; incluso encontré en elseñor Krempe una buena dosis de sentido común y sólidacultura, no menos valiosos por el hecho de ir parejos aunos modales y aspecto repulsivo. En el señor Waldmanhallé un verdadero amigo. Jamás el dogmatismo empañósu bondad, e impartía su enseñanza con tal aire de fran-queza y amabilidad, que excluía toda idea de pedantería.Quizá fuese el carácter amable de aquel hombre, más queun interés intrínseco por esta ciencia, lo que me inclinabahacia la rama de la filosofía natural a la cual se dedicaba.Pero este estado de ánimo sólo se dio en las primeras eta-pas de mi camino hacia el saber, pues cuanto más meadentraba en la ciencia más se convertía en un fin en sí

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misma. Esa entrega, que en un principio había sido frutodel deber y la voluntad, se fue haciendo tan imperiosa yexigente que con frecuencia los albores del día me encon-traban trabajando aún en mi laboratorio. No es de extra-ñar, pues, que progresara con rapidez. Mi interés causa-ba el asombro de los alumnos, y mis adelantos el de losmaestros. A menudo el profesor Krempe me preguntabacon sonrisa maliciosa por Cornelius Agrippa, mientras queel señor Waldman expresaba su más cálido elogio antemis avances. Así pasaron dos años durante los cuales novolví a Ginebra, pues estaba entregado de lleno al estu-dio de los descubrimientos que esperaba hacer. Nadiesalvo los que lo han experimentado, puede concebir lofascinante de la ciencia. En otros terrenos, se puede avan-zar hasta donde han llegado otros antes, y no pasar deahí; pero en la investigación científica siempre hay mate-ria por descubrir y de la cual asombrarse. Cualquier inte-ligencia normalmente dotada que se dedique con interésa una determinada área, llega sin duda a dominarla concierta profundidad. También yo, que me afanaba por con-seguir una meta, y a cuyo fin me dedicaba por completo,progresé con tal rapidez que tras dos años conseguí me-jorar algunos instrumentos químicos, lo que me valió gran,admiración y respeto en la universidad. Llegado a estepunto, y, habiendo aprendido todo lo que sobre la prácti-ca y la teoría de la filosofía natural podían enseñarme losprofesores de Ingolstadt, pensé en volver con los míos ami ciudad, dado que mi permanencia en la universidadya no conllevaría mayor progreso. Pero se produjo unaccidente que detuvo mi marcha.

Uno de los fenómenos que más me atraían era el de laestructura del cuerpo humano y la de cualquier ser vivo.

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A menudo me preguntaba de dónde vendría el principiode la vida. Era una, pregunta osada, ya que siempre se haconsiderado un misterio. Sin embargo, ¡cuántas cosas es-tamos a punto de descubrir si la cobardía y la dejadez noentorpecieran nuestra curiosidad! Reflexionaba muchosobre todo ello, y había decidido dedicarme preferente-mente a aquellas ramas de la filosofía natural vinculadasa la fisiología. De no haberme visto animado por un entu-siasmo casi sobrehumano, esta clase de estudios me hu-bieran resultado tediosos y casi intolerables. Para exa-minar los orígenes de la vida debemos primero conocer lamuerte. Me familiaricé con la anatomía, pero esto no erasuficiente. Tuve también que observar la descomposiciónnatural y la corrupción del cuerpo humano. Al educarme,mi padre se había esforzado para que no me atemoriza-ran los horrores sobrenaturales. No recuerdo haber tem-blado ante relatos de supersticiones o temido la apariciónde espíritus. La oscuridad no me afectaba la imaginación,y los cementerios no eran para mí otra cosa que el lugardonde yacían los cuerpos desprovistos de vida, que trasposeer fuerza y belleza ahora eran pasto de los gusanos.Ahora me veía obligado a investigar el curso y el procesode esta descomposición y a pasar días y noches en osariosy panteones. Los objetos que más repugnan a la delica-deza de los sentimientos humanos atraían toda mi aten-ción. Vi cómo se marchitaba y acababa por perderse labelleza; cómo la corrupción de la muerte reemplazaba lamejilla encendida; cómo los prodigios del ojo y del cere-bro eran la herencia del gusano. Me detuve a examinar vanalizar todas las minucias que componen el origen, de-mostradas en la transformación de lo vivo en lo muerto yde lo muerto en lo vivo. De pronto, una luz surgió de en-

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tre estas tinieblas; una luz tan brillante y asombrosa, y ala vez tan sencilla, que, si bien me cegaba con las pers-pectivas que abría, me sorprendió que fuera yo, de entretodos los genios que habían dedicado sus esfuerzos a lamisma ciencia, el destinado a descubrir tan extraordina-rio secreto.

Recuerde que no narro las fantasías de un iluminado;lo que digo es tan cierto como que el sol brilla en el cielo.Quizá algún milagro hubiera podido producir esto, maslas etapas de mi investigación eran claras y verosímiles.Tras noches y días de increíble labor y fatiga, conseguídescubrir el origen de la generación y la vida; es más, yomismo estaba capacitado para infundir vida en la mate-ria inerte.

La estupefacción que en un principio experimenté anteel descubrimiento pronto dio paso al entusiasmo y al arre-bato. El alcanzar de repente la cima de mis aspiraciones,tras tanto tiempo de arduo trabajo, era la recompensamás satisfactoria. Pero el descubrimiento era tan inmen-so y sobrecogedor, que olvidé todos los pasos que pro-gresivamente me habían ido llevando a él, para ver sóloel resultado final. Lo que desde la creación del mundohabía sido motivo de afanes y desvelos por parte de lossabios se hallaba ahora en mis manos. No es que se merevelara todo de golpe, como si de un juego de magia setratara. Los datos que había obtenido no eran la metafinal; más bien tenían la propiedad de, bien dirigidos, po-der encaminar mis esfuerzos hacia la consecución de miobjetivo. Me sentía como el árabe que enterrado junto alos muertos encontró un pasadizo por el cual volver almundo, sin más ayuda que una luz mortecina y apenassuficiente.

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Amigo mío, veo por su interés, y por el asombro y ex-pectativa que reflejan sus ojos, que espera que le comu-nique el secreto que poseo; mas no puede ser: escuchecon paciencia mi historia hasta el final y comprenderáentonces mi discreción al respecto. No seré yo quien, en-contrándose usted en el mismo estado de entusiasmo ycandidez en el que yo estaba entonces, le conduzca a ladestrucción y a la desgracia. Aprenda de mí, si no por misadvertencias, sí al menos por mi ejemplo, lo peligroso deadquirir conocimientos; aprenda cuánto más feliz es elhombre que considera su ciudad natal el centro del uni-verso, que aquel que aspira a una mayor grandeza de laque le permite su naturaleza.

Cuando me encontré con este asombroso poder entremis manos, dudé mucho tiempo en cuanto a la manera deutilizarlo. A pesar de que poseía la capacidad de infundirvida, el preparar un organismo para recibirla, con las com-plejidades de nervios, músculos y venas que ello entraña,seguía siendo una labor terriblemente ardua y difícil. Enun principio no sabía bien si intentar crear un ser seme-jante a mí o uno de funcionamiento más simple; pero es-taba demasiado embriagado con mi primer éxito comopara que la imaginación me permitiera dudar de mi ca-pacidad para infundir vida a un animal tan maravilloso ycomplejo como el hombre. Los materiales con los que demomento contaba apenas si parecían adecuados paraempresa tan difícil, pero tenía la certeza de un éxito final.Me preparé para múltiples contratiempos; mis tentati-vas podrían frustrarse, y mi labor resultar finalmenteimperfecta. Sin embargo, me animaba cuando conside-raba los progresos que día a día se llevan a cabo en lasciencias y la mecánica; pensando que mis experimentos

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al menos servirían de base para futuros éxitos. Tampocopodía tomar la amplitud y complejidad de mi proyectocomo argumento para no intentarlo siquiera. Imbuido deestos sentimientos, comencé la creación de un ser huma-no. Dado que la pequeñez de los órganos suponía un obs-táculo para la rapidez, decidí, en contra de mi primeradecisión, hacer una criatura de dimensiones gigantescas;es decir, de unos ocho pies de estatura y correctamenteproporcionada. Tras esta decisión, pasé algunos mesesrecogiendo y preparando los materiales, y empecé.

Nadie puede concebir la variedad de sentimientos que,en el primer entusiasmo por el éxito, me espoleaban comoun huracán. La vida y la muerte me parecían fronterasimaginarias que yo rompería el primero, con el fin de des-parramar después un torrente de luz por nuestro tene-broso mundo. Una nueva especie me bendeciría como asu creador, muchos seres felices y maravillosos me debe-rían su existencia. Ningún padre podía reclamar tan com-pletamente la gratitud de sus hijos como yo merecería lade éstos. Prosiguiendo estas reflexiones, pensé que, sipodía infundir vida a la materia inerte, quizá, con el tiem-po (aunque ahora lo creyera imposible), pudiese devol-ver la vida a aquellos cuerpos que, aparentemente, la muer-te había entregado a la corrupción.

Estos pensamientos me animaban, mientras prose-guía mi trabajo con infatigable entusiasmo. El estudio ha-bía empalidecido mi rostro, y el constante encierro mehabía demacrado. A veces fracasaba al borde mismo deléxito, pero seguía aferrado a la esperanza que podía con-vertirse en realidad al día o a la hora siguiente. El secretodel cual yo era el único poseedor era la ilusión a la quehabía consagrado mi vida. La luna iluminaba mis esfuer-

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zos nocturnos mientras yo, con infatigable y apasionadoardor, perseguía a la naturaleza hasta sus más íntimosarcanos. ¿Quién puede concebir los horrores de mi encu-bierta tarea, hurgando en la húmeda oscuridad de las tum-bas o atormentando a algún animal vivo para intentaranimar el barro inerte? Ahora me tiemblan los miem-bros con sólo recordarlo; entonces me espoleaba un im-pulso irresistible y casi frenético. Parecía haber perdidoel sentimiento y sentido de todo, salvo de mi objetivo fi-nal. No fue más que un período de tránsito, que inclusoagudizó mi sensibilidad cuando, al dejar de operar el estí-mulo innatural, hube vuelto a mis antiguas costumbres.Recogía huesos de los osarios, y violaba, con dedossacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza hu-mana. Había instalado mi taller de inmunda creación enun cuarto solitario, o mejor dicho, en una celda, en la par-te más alta de la casa, separada de las restantes habita-ciones por una galería y un tramo de escaleras. Los ojoscasi se me salían de las órbitas de tanto observar los de-talles de mi labor. La mayor, parte de los materiales melos proporcionaban la sala de disección, y el matadero. Amenudo me sentía asqueado con mi trabajo; pero, impe-lido por una incitación que aumentaba constantemente,iba ultimando mi tarea.

Transcurrió el verano mientras yo seguía entregadoa mi objetivo en cuerpo y alma. Fue un verano hermosí-simo; jamás habían producido los campos cosecha másabundante ni las cepas, mayor vendimia; pero yo estabaciego a los encantos de la naturaleza. Los mismos senti-mientos que me hicieron insensible a lo que me rodeabame hicieron olvidar aquellos amigos, a tantas, millas demí, a quienes no había visto en mucho tiempo. Sabía que

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mi silencio les inquietaba, y recordaba claramente laspalabras de mi padre: «Mientras estés contento de ti mis-mo, sé que pensarás en nosotros con afecto, y sabremosde ti. Me disculparás si tomo cualquier interrupción en tucorrespondencia como señal de que también estás aban-donando el resto de tus obligaciones.»

Por tanto, sabía muy bien lo que mi padre debía sen-tir; pero me resultaba imposible apartar mis pensamien-tos de la odiosa labor que se había aferrado tan irresisti-ble-mente a mi mente. Deseaba, por así decirlo, dejar aun lado todo lo relacionado con mis sentimientos de cari-ño hasta alcanzar el gran objetivo que había anulado to-das mis anteriores costumbres.

Entonces pensé que mi padre no sería justo si achaca-ba mi negligencia a vicio o incorrección por mi parte; peroahora sé que él estaba en lo cierto al no creerme del todoinocente. El ser humano perfecto debe conservar siem-pre la calma y la paz de espíritu y no permitir jamás quela pasión o el deseo fugaz turben su tranquilidad. No creoque la búsqueda del saber sea una excepción. Si el estu-dio al que te consagras tiende a debilitar tu afecto y a des-truir esos placeres sencillos en los cuales no debe interve-nir aleación alguna, entonces ese estudio es inevitablementenegativo, es decir, impropio de la mente humana. Si seacatara siempre esta regla, si nadie permitiera que nadaen absoluto empañara su felicidad doméstica, Grecia nose habría esclavizado, César habría protegido a su país,América se habría descubierto más pausadamente y nose hubieran destruido los imperios de México y Perú.

Pero olvido que estoy divagando en el punto más in-teresante de mi relato, y su mirada me recuerda que debocontinuar.

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Mi padre no me reprochaba nada en sus cartas. Sumanera de hacerme ver que reparaba en mi silencio erapreguntándome con mayor insistencia por mis ocupacio-nes. El invierno, primavera y verano pasaron mientrasyo continuaba mis tareas, pero tan absorto estaba que novi romper los capullos o crecer las hojas, escenas que otro-ra me habían llenado de alegría. Aquel año las hojas sehabían ya marchitado cuando mi trabajo empezaba a to-car su fin, y cada día traía con mayor claridad nuevasmuestras de mi éxito. Pero la ansiedad reprimía mi entu-siasmo, y más que un artista dedicado a su entreteni-miento preferido tenía el aspecto de un condenado atrabajos forzados en las minas o cualquier otra ocupacióninsana. Cada noche tenía accesos de fiebre y me volví muynervioso, lo que me incomodaba, ya que siempre había dis-frutado de excelente salud y había alardeado de dominiode mí mismo. Pero pensé que el ejercicio y la diversiónpronto acabarían con los síntomas, y me prometí disfrutarde ambos en cuanto hubiera completado mi creación.

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CAPÍTULO 4

UNA DESAPACIBLE noche de noviembre contemplé el finalde mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía,coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban apermitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte queyacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluviagolpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi sehabía consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama,vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apaga-dos. Respiró profundamente y un movimiento convulsi-vo sacudió su cuerpo.

¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, odescribir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito tra-bajo había creado? Sus miembros estaban bien propor-cionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos.¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas siocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía elpelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; perotodo ello no hacía más que resaltar el horrible contrastecon sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color

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que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostroarrugado, y los finos y negruzcos labios.

Las alteraciones de la vida no son ni mucho menostantas como las de los sentimientos humanos. Durantecasi dos años había trabajado infatigablemente con el únicopropósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ellome había privado de descanso y de salud. Lo había de-seado con un fervor que sobrepasaba con mucho la mo-deración; pero ahora que lo había conseguido, la hermo-sura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horrorme embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser quehabía creado, salí precipitadamente de la estancia. Ya enmi dormitorio, paseé por la habitación sin lograr conciliarel sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a mi agita-ción, y vestido me eché sobre la cama en el intento deencontrar algunos momentos de olvido. Mas fue en vano;pude dormir, pero tuve horribles pesadillas. Veía a Eliza-beth, rebosante de salud, paseando por las calles deIngolstadt. Con sorpresa y alegría la abrazaba, pero encuanto mis labios rozaron los suyos, empalidecieron conel tinte de la muerte; sus rasgos parecieron cambiar, ytuve la sensación de sostener entre mis brazos el cadáverde mi madre; un sudario la envolvía, y vi cómo los gusa-nos reptaban entre los dobleces de la tela. Me despertéhorrorizado; un sudor frío me bañaba la frente, me cas-tañeteaban los dientes y movimientos convulsivos mesacudían los miembros. A la pálida y amarillenta luz de laluna que se filtraba por entre las contraventanas, vi alengendro, al monstruo miserable que había creado. Te-nía levantada la cortina de la cama, y sus ojos, si así po-dían llamarse, me miraban fijamente. Entreabrió la man-díbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a la vez que

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una mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, perono lo oí. Tendía hacia mí una mano, como si intentara de-tenerme, pero esquivándola me precipité escaleras aba-jo. Me refugié en el patio de la casa, donde permanecí elresto de la noche, paseando arriba y abajo, profundamenteagitado, escuchando con atención, temiendo cada ruidocomo si fuera a anunciarme la llegada del cadáver demo-níaco al que tan fatalmente había dado vida.

¡Ay!, Ningún mortal podría soportar el horror que ins-piraba aquel rostro. Ni una momia reanimada podría sertan espantosa como aquel engendro. Lo había observadocuando aún estaba incompleto, y ya entonces era repug-nante; pero cuando sus músculos y articulaciones tuvie-ron movimiento, se convirtió en algo que ni siquiera Dantehubiera podido concebir.

Pasé una noche terrible. A veces, el corazón me latíacon tanta fuerza y rapidez que notaba las palpitacionesde cada arteria, otras casi me caía al suelo de pura debili-dad y cansancio. Junto a este horror, sentía la amargurade la desilusión. Los sueños que; durante tanto tiempohabían constituido mi sustento y descanso se me conver-tían ahora en un infierno; ¡y el cambio era tan brusco, tantotal!

Por fin llegó el amanecer, gris y lluvioso, e iluminó antemis agotados y doloridos ojos la iglesia de Ingolstadt, elblanco campanario y el reloj, que marcaba las seis. El por-tero abrió las verjas del patio, que había sido mi asilo aque-lla noche, y salí fuera cruzando las calles con paso rápido,como si quisiera evitar al monstruo que temía ver apare-cer al doblar cada esquina. No me atrevía a volver a mihabitación; me sentía empujado a seguir adelante pese a

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que me empapaba la lluvia que, a raudales, enviaba uncielo oscuro e inhóspito.

Seguí caminando así largo tiempo, intentando aliviarcon el ejercicio el peso que oprimía mi espíritu. Recorrílas calles, sin conciencia clara de dónde estaba o de lo quehacía. El corazón me palpitaba con la angustia del temor,pero continuaba andando con paso inseguro, sin osar mi-rar hacia atrás:

Como alguien que, en un solitario camino,Avanza con miedo y terror,Y habiéndose vuelto una vez, continúa,Sin volver la cabeza ya más,Porque sabe que cerca, detrás,Tiene a un terrible enemigo.

Así llegué por fin al albergue donde solían detenerselas diligencias y carruajes. Aquí me detuve, sin saber porqué, y permanecí un rato contemplando cómo se acerca-ba un vehículo desde el final de la calle. Cuando estuvomás cerca vi que era una diligencia suiza. Paró delante demí y al abrirse la puerta reconocí a Henry Clerval, que, alverme, bajó enseguida.

—Mi querido Frankenstein —gritó—. ¡Qué alegría!¡Qué suerte que estuvieras aquí justamente ahora!

Nada podría igualar mi gozo al verlo. Su presencia traíarecuerdos de mi padre, de Elizabeth y de esas escenashogareñas tan queridas. Le estreché la mano y al instan-te olvidé mi horror y mi desgracia. Repentinamente, ypor primera vez en muchos meses, sentí que una serenay tranquila felicidad me embargaba. Recibí, por tanto, ami amigo de la manera más cordial, y nos encaminamos

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hacia la universidad. Clerval me habló durante algún ratode amigos comunes y de lo contento que estaba de que lehubieran permitido venir a Ingolstadt.

Puedes suponer lo difícil que me fue convencer a mipadre de que no es absolutamente imprescindible paraun negociante el no saber nada más que contabilidad. Enrealidad, creo que aún tiene sus dudas, pues su eternarespuesta a mis incesantes súplicas era la misma que ladel profesor holandés de El Vicario de Wakefield: «Ganodiez mil florines anuales sin saber griego, y como muybien sin saber griego».

—Me hace muy feliz volver a verte, pero dime cómoestán mis padres, mis hermanos y Elizabeth.

—Bien, y contentos; aunque algo inquietos por la faltade noticias tuyas. Por cierto, que yo mismo piensosermonearte un poco. Pero, querido Frankenstein —con-tinuó, deteniéndose de pronto y mirándome fijamente—,no me había dado cuenta de tu mal aspecto. Pareces en-fermo; ¡estás muy pálido y delgado! Como si llevaras va-rias noches en vela.

—Estás en lo cierto. He estado tan ocupado última-mente que, como ves, no he podido descansar lo suficien-te. Pero espero sinceramente que mis tareas hayan con-cluido y pueda estar ya más libre.

Temblaba; era incapaz de pensar, y mucho menos dereferirme a los sucesos de la noche pasada. Apresuré elpaso, y pronto llegamos a la universidad. Pensé entonces,y esto me hizo estremecer, que la criatura que había de-jado en mi habitación aún podía encontrarse allí viva, yen libertad. Temía ver a este monstruo, pero me horrori-zaba aún más que Henry lo descubriera. Le rogué, portanto, que esperara unos minutos al pie de la escalera, y

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subí a mi cuarto corriendo. Con la mano ya en el picapor-te me detuve unos instantes para sobreponerme. Unescalofrío me recorrió el cuerpo. Abrí la puerta de par enpar, como suelen hacer los niños cuando esperan encon-trar un fantasma esperándolos; pero no ocurrió nada.Entré temerosamente: la habitación estaba vacía. Mi dor-mitorio también se encontraba libre de su horrendo hués-ped. Apenas si podía creer semejante suerte. Cuando mehube asegurado de que mi enemigo ciertamente habíahuido, bajé corriendo en busca de Clerval, dando saltosde alegría.

Subimos a mi cuarto, y el criado enseguida nos sirvióel desayuno; pero me costaba dominarme. No era júbilolo único que me embargaba. Sentía que un hormigueo deaguda sensibilidad me recorría todo el cuerpo, y el pechome latía fuertemente. Me resultaba imposible permane-cer quieto; saltaba por encima de las sillas, daba palmas yme reía a carcajadas. En un principio Clerval atribuyó estainsólita alegría a su llegada. Pero al observarme con ma-yor detención, percibió una inexplicable exaltación en misojos. Sorprendido y asustado ante mi alboroto irrefrenadoy casi cruel, me dijo:

—¡Dios Santo!, ¿Víctor, qué te sucede? No te rías así.Estás enfermo. ¿Qué significa todo esto?

—No me lo preguntes le grité, tapándome los ojos conlas manos, pues creí ver al aborrecido espectro deslizán-dose en el cuarto—. El te lo puede decir. ¡Sálvame! ¡Sál-vame!

Me pareció que el monstruo me asía; luché violenta-mente, y caí al suelo con un ataque de nervios.

¡Pobre Clerval! ¿Qué debió pensar? El reencuentro,que esperaba con tanto placer, se tornaba de pronto en

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amargura. Pero yo no fui testigo de su dolor; estaba in-consciente, y no recobré el conocimiento hasta mucho mástarde.

Fue éste el principio de una fiebre nerviosa que meobligó a permanecer varios meses en cama. Durante todoese tiempo, sólo Henry me cuidó. Supe después que, de-bido a la avanzada edad de mi padre, lo impropio de unviaje tan largo y lo mucho que mi enfermedad afectaría aElizabeth, Clerval les había ahorrado este pesar ocultán-doles la gravedad de mi estado. Sabía que nadie me cui-daría con más cariño y desvelo que él, y convencido de mimejoría no dudaba de que, lejos de obrar mal, realizabapara con ellos la acción más bondadosa.

Pero mi enfermedad era muy grave, y sólo los cons-tantes e ilimitados cuidados de mi amigo me devolvieronla vida. Tenía siempre ante los ojos la imagen del mons-truo al que había dotado de vida, y deliraba constante-mente sobre él. Sin duda, mis palabras sorprendieron aHenry. En un principio, las tomó por divagaciones de mimente trastornada; pero la insistencia con que recurríaal mismo tema le convenció de que mi enfermedad sedebía a algún suceso insólito y terrible.

Muy poco a poco, y con numerosas recaídas que in-quietaban y apenaban a mi amigo, me repuse. Recuerdoque la primera vez que con un atisbo de placer me pudefijar en los objetos a mí alrededor, observé que habíandesaparecido las hojas muertas, y tiernos brotes cubríanlos árboles que daban sombra a mi ventana. Fue una pri-mavera deliciosa, y la estación contribuyó mucho a mimejoría. Sentí renacer en mí sentimientos de afecto y ale-gría; desapareció mi pesadumbre, y pronto recuperé la

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animación que tenía antes de sucumbir a mi horrible ob-sesión.

—Querido Clerval —exclamé un día—, ¡qué bueno eresconmigo! En vez de dedicar el invierno al estudio, comohabías planeado, lo has pasado junto a mi lecho. ¿Cómopodré pagarte esto jamás? Siento el mayor remordimientopor los trastornos que te he causado. Pero ¿me perdona-rás, verdad?

Me consideraré bien pagado si dejas de atormentartey te recuperas rápidamente, y puesto que te veo tanmejorado, ¿me permitirás una pregunta?

Temblé. ¡Una pregunta! ¿Cuál sería? ¿Se referiría aca-so a aquello en lo que no me atrevía ni a pensar?

—Tranquilízate —dijo Clerval al observar que mi ros-tro cambiaba de color—, no lo mencionaré si ha de inquie-tarte, pero tu padre y tu prima se sentirían muy felices sirecibieran una carta de tu puño y letra. Apenas saben detu gravedad, y tu largo silencio les desasosiega.

—¿Nada más, querido Henry? ¿Cómo pudiste supo-ner que mis primeros pensamientos no fueran para aque-llos seres tan queridos y que tanto merecen mi amor?

—Siendo esto así, querido amigo, quizá té alegre leeresta carta que lleva aquí unos días. Creo que es de tuprima.

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CAPÍTULO 5

CLERVAL me puso entonces la siguiente carta entre lasmanos.

A V. FRANKENSTEIN.

Mi querido primo:No pueda describirte la inquietud que hemos sentido

por tu salud.No podemos evitar pensar que tu amigo Clerval nos

oculta la magnitud de tu enfermedad, pues hace ya va-rios meses que no vemos tu propia letra. Todo este tiem-po te has visto obligado a dictarle las cartas a Henry, locual indica, Víctor, que debes haber estado muy enfer-mo. Esto nos entristece casi tanto como la muerte de tuquerida madre. Tan convencido estaba mi tío de tu gra-vedad, que nos costó mucho disuadirlo de su idea de via-jar a Ingolstadt. Clerval nos asegura constantemente quemejoras; espero sinceramente que pronto nos demues-tres lo cierto de esta afirmación mediante una carta de tu

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puño y letra, pues nos tienes a todos, Víctor, muy pre-ocupados. Tranquilízanos a este respecto, y seremos losseres más dichosos del mundo. Tu padre está tan bien desalud, que parece haber rejuvenecido diez años desde elinvierno pasado. Ernest ha cambiado tanto que apenas loconocerías; va a cumplir los dieciséis y ha perdido el as-pecto enfermizo que tenía hace algunos años; tiene unavitalidad desbordante.

Mi tío y yo hablamos durante largo rato anoche acer-ca de la profesión que Ernest debía elegir. Las continuasenfermedades de su niñez le han impedido crear hábitosde estudio. Ahora que goda de buena salud, suele pasar eldía al aire libre, escalando montañas o remando en el lago.Yo sugiero que se haga granjero; ya sabes, primo, queesto ha sido un sueño que siempre ha acariciado. La vidadel granjero es sana y feliz y es la profesión menos dañi-na, mejor dicho, más beneficiosa de todas. Mi tío pensabaen la abogacía para que, con su influencia, pudiera luegohacerse juez. Pero, aparte de que no está capacitado paraello en absoluto, creo que es más honroso cultivar la tie-rra para sustento de la humanidad que ser el confidentee incluso el cómplice de sus vicios, que es la tarea del abo-gado. De que la labor de un granjero próspero, si no máshonrosa, sí al menos era más grata que la de un juez, cuyatriste suerte es la de andar siempre inmiscuido en la par-te más sórdida de la naturaleza humana. Ante esto, mi tíoesbozó una sonrisa, comentando que yo era la que debíaser abogado, lo que puso fin a la conversación.

Y ahora te contaré una pequeña historia que te gus-tará e incluso quizá te entretenga un rato. ¿Te acuerdasde Justine Moritz? Probablemente no, así que te resumi-ré su vida en pocas palabras. Su madre, la señora Moritz

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se quedó viuda con cuatro hijos, de los cuales Justine erala tercera. Había sido siempre la preferida de su padre,pero, incomprensiblemente, su madre la aborrecía y, trasla muerte del señor Moritz, la maltrataba. Mi tía, tu ma-dre, se dio cuenta, y cuando Justine tuvo doce años con-venció a su madre para que la dejara vivir con nosotros.Las instituciones republicanas de nuestro país han per-mitido costumbres más sencillas y felices que las que sue-len imperar en las grandes monarquías que lo circundan.Por ende hay menos diferencias entre las distintas clasessociales de sus habitantes, y los miembros de las máshumildes, al no ser ni tan pobres ni estar tan desprecia-dos, tienen modales más refinados y morales. Un criadoen Ginebra no es igual que un criado en Francia o Ingla-terra. Así pues, en nuestra familia Justine aprendió lasobligaciones de una sirvienta, condición que en nuestroafortunado país no conlleva la ignorancia ni el sacrificar ladignidad del ser humano.

Después de recordarte esto supongo que adivinarásquién es la heroína de mi pequeña historia, porque túapreciabas mucho a Justine. Incluso me acuerdo que unavez comentaste que cuando estabas de mal humor se tepasaba con que Justine te mirase, por la misma razónque esgrime Ariosto al hablar de la hermosura de Angé-lica: desprendía alegría y franquea. Mi tía se encariñó mu-cho con ella, lo cual la indujo a darle una educación másesmerada de lo que en principio pensaba. Esto se vio pron-to recompensado; la pequeña Justine era la criatura másagradecida del mundo. No quiero decir que lo manifesta-ra abiertamente, jamás la oí expresar su gratitud, perosus ojos delataban la adoración que sentía por su protec-tora. Aunque era de carácter juguetón e incluso en oca-

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siones distraída, estaba pendiente del menor gesto de mitía, que era para ella modelo de perfección. Se esforzabapor imitar sus ademanes y

manera de hablar, de forma

que incluso ahora a menudo me la recuerda.Cuando murió mi querida tía, todos estábamos de-

masiado llenos de nuestro propio dolor para reparar en lapobre Justine, que a lo largo de su enfermedad la habíaatendido con el más solícito afecto. La pobre Justine es-taba muy enferma, pero la aguardaban otras muchaspruebas.

Uno tras otro, murieron sus hermanos y hermanas, ysu madre se quedó sin más hijos que aquella a la que ha-bía desatendido desde pequeña. La mujer sintió remor-dimiento y empezó a pensar que la muerte de sus prefe-ridos era el castigo que por su parcialidad le enviaba elcielo. Era católica, y creo que su confesor coincidía conella en esa idea. Tanto es así que, a los pocos meses departir tú hacia Ingolstadt, la arrepentida madre de Justinela hizo volver a su casa. ¡Pobrecilla! ¡Cómo lloraba al aban-donar nuestra casa! Estaba muy cambiada desde la muer-te de mi tía; la pena le había dado una dulzura y seducto-ra docilidad que contrastaban con la tremenda vivacidadde antaño. Tampoco era la casa de su madre el lugar másadecuado para que recuperara su alegría. La pobre mu-jer era muy titubeante en su arrepentimiento. A veces lesuplicaba a Justine que perdonara su maldad, pero conmayor frecuencia la culpaba de la muerte de sus herma-nos y hermana. La obsesión constante acabó enferman-do a la señora Moritz, lo cual agravó su irascibilidad. Aho-ra ya descansa en paz. Murió a principios de este invier-no, al llegar los primeros fríos. Justine está de nuevo connosotros, , y te aseguro que la amo tiernamente. Es muy

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inteligente y dulce, y muy bonita. Como te dije antes, susgestos y expresión me recuerdan con frecuencia a miquerida tía.

También quiero contarte algo, querido primo, del pe-queño William. Me gustaría que lo vieras. Es muy altopara su edad; tiene los ojos azules, dulces y sonrientes,las pestañas oscuras y el pelo rizado. Cuando se ríe, leaparecen dos hoyuelos en las mejillas sonrosadas. Ya hatenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron essu favorita, una bonita criatura de cinco años.

Y ahora, querido Víctor, supongo que te gustarán al-gunos cotilleos sobre las buenas gentes de Ginebra. Laagraciada señorita Mansfield ya ha recibido varias visitasde felicitación por su próximo enlace con un joven inglés,John Melbourne. Su fea hermana, Manon, se casó el oto-ño pasado con el señor Duvillard, el rico banquero. A tucompañero predilecto de colegio, Louis Manoir, le hanacaecido varios infortunios desde que Clerval salió de Gi-nebra. Pero ya se ha recuperado, y se dice que está apun-to de casarse con madame Tavarnier, una joven francesamuy animada. Es viuda y mucho mayor que Manoir; peroes muy admirada y

agrada a todos.

Escribiéndote me he animado mucho, querido primo.Pero no puedo terminar sin volver a preguntarte por tusalud. Querido Víctor, si no estás muy enfermo, escribetú mismo y harás felices a tu padre y a todos los demás.Si no..., lloro sólo de pensar en la otra posibilidad. Adiósmi queridísimo primo.

ELIZABETH LAVENZA

Ginebra, 18 de marzo de 17...

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—Querida, queridísima Elizabeth —exclamé al termi-nar su carta—, escribiré de inmediato para aliviar la an-siedad que deben sentir.

Escribí, pero me fatigué mucho. Sin embargo, habíacomenzado mi convalecencia y mejoraba con rapidez. Alcabo de dos semanas pude abandonar mi habitación.

Una de mis primeras obligaciones tras mi recupera-ción era presentar a Clerval a los distintos profesores dela universidad. Al hacerlo, pasé muy malos ratos, pococonvenientes a las heridas que había sufrido mi mente.Desde aquella noche fatídica, final de mi labor y principiode mis desgracias, sentía un violento rechazo por el meronombre de filosofía natural. Incluso cuando me hube res-tablecido por completo, la sola visión de un instrumentoquímico reavivaba mis síntomas nerviosos. Henry lo ha-bía notado, y retiró todos los aparatos. Cambió el aspectode mi habitación, pues observó que sentía repugnanciapor el cuarto que había sido mi laboratorio. Pero estoscuidados de Clerval no sirvieron de nada cuando visité amis profesores. El señor Waldman me hirió aceradamenteal alabar, con ardor y amabilidad, los asombrosos adelan-tos que había hecho en las ciencias. Pronto observó queme disgustaba el tema, pero, desconociendo la verdaderarazón, lo atribuyó a mi modestia y pasó de mis progresosa centrarse en la ciencia misma, con la intención de inte-resarme. ¿Qué podía yo hacer? Con su afán de ayudar-me, sólo me atormentaba. Era como si hubiera colocadoante mí, uno a uno y con mucho cuidado, aquellos instru-mentos que posteriormente se utilizarían para propor-cionarme una muerte lenta y cruel. Me torturaban suspalabras, mas no osaba manifestar el dolor que sentía.Clerval, cuyos ojos y sensibilidad estaban siempre pron-

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tos para intuir las sensaciones de los demás, desvió el tema,alegando como excusa su absoluta ignorancia, y la conver-sación tomó un rumbo más general. De corazón le agra-decí esto a mi amigo, pero no tomé parte en la charla. Viclaramente que estaba sorprendido, pero nunca trató deextraerme el secreto. Aunque lo quería con una mezclade afecto y respeto ilimitados, no me atrevía a confesarleaquello que tan a menudo me volvía a la memoria, puestemía que, al revelárselo a otro, se me grabaría todavíamás.

El señor Krempe no fue tan delicado. En el estado dehipersensibilidad en el que estaba, sus alabanzas claras yrudas me hicieron más que la benévola aprobación delseñor Waldman.

—¡Maldito chico! —exclamó—. Le aseguro, señor Cler-val, que nos ha superado a todos. Piense lo que quiera,pero así es. Este chiquillo, que hace poco creía en CorneliusAgrippa como en los evangelios, se ha puesto a la cabezade la universidad. Y si no lo echamos pronto, nos dejaráen ridículo a todos... ¡Vaya, vaya!—continuó al observarel sufrimiento que reflejaba mi rostro—, el señor Fran-kenstein es modesto, excelente virtud en un joven. To-dos los jóvenes debieran desconfiar de sí mismos, ¿no cree,señor Clerval? A mí, de muchacho, me ocurría, pero esopronto se pasa.

El señor Krempe se lanzó entonces a un elogio de supersona, lo que felizmente desvió la conversación del temaque tanto me desagradaba.

Clerval no era un científico vocacional. Tenía unaimaginación demasiado viva para aguantar la minuciosi-dad que requieren las ciencias. Le interesaban las len-guas, y pensaba adquirir en la universidad la base ele-

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mental que le permitiera continuar sus estudios por sucuenta una vez volviera a Ginebra. Tras dominar el grie-go y el latín perfectamente, el persa, árabe y hebreo atra-jeron su atención. A mí, personalmente, siempre me ha-bía disgustado la inactividad; y ahora que quería escaparde mis recuerdos y odiaba mi anterior dedicación me con-fortaba el compartir con mi amigo sus estudios, encon-trando no sólo formación sino consuelo en los trabajos delos orientalistas. Su melancolía es relajante, y su alegríaanima hasta puntos nunca antes experimentados al es-tudiar autores de otros países. En sus escritos la vida pa-rece hecha de cálido sol y jardines de rosas, de sonrisas ycensuras de una dulce enemiga y del fuego que consumeel corazón. ¡Qué distinto de la poesía heroica y viril deGrecia y Roma!

Así se me pasó el verano, y fijé mi regreso a Ginebrapara finales de otoño. Varios incidentes me detuvieron.Llegó el invierno, y con él la nieve, que hizo inaccesibleslas carreteras y retrasé mi viaje hasta la primavera. Sen-tí mucho esta demora, pues ardía en deseos de volver ami ciudad natal y a mis seres queridos. Mi retraso obede-cía a cierto reparo por mi parte por dejar a Clerval en unlugar desconocido para él, antes de que se hubiera rela-cionado con alguien. No obstante, pasamos el inviernoagradablemente, y cuando llegó la primavera, si bien tar-día, compensó su tardanza con su esplendor.

Entrado mayo, y cuando a diario esperaba la carta quefijaría el día de mi partida, Henry propuso una excursióna pie por los alrededores de Ingolstadt, con el fin de queme despidiera del lugar en el cual había pasado tanto tiem-po. Acepté con gusto su sugerencia. Me gustaba el ejerci-cio, y Clerval había sido siempre mi compañero preferido

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en este tipo de paseos, que acostumbrábamos a dar enmi ciudad natal.

La excursión duró quince días. Hacía tiempo que ha-bía recobrado el ánimo y la salud, y ambas se vieron re-forzadas por el aire sano, los incidentes normales del ca-mino y la animación de mi amigo. Los estudios me habíanalejado de mis compañeros y me había ido convirtiendoen un ser insociable, pero Clerval supo hacer renacer enmí mis mejores sentimientos. De nuevo me inculcó el amorpor la naturaleza y por los alegres rostros de los niños.¡Qué gran amigo! Cuán sinceramente me amaba y se es-forzaba por elevar mi espíritu hasta el nivel del suyo. Unobjetivo egoísta me había disminuido y empequeñecidohasta que su bondad y cariño reavivaron mis sentidos.Volví a ser la misma criatura feliz que, unos años atrás,amando a todos y querido por todos, no conocía ni el do-lor ni la preocupación. Cuando me sentía contento, la na-turaleza tenía la virtud de proporcionarme las más ex-quisitas sensaciones. Un cielo apacible y verdes pradosme llenaban de emoción. Aquella primavera fue verda-deramente hermosa; las flores de primavera brotabanen los campos anunciando las del verano que empezabanya a despuntar. No me importunaban los pensamientosque, a pesar de mis intentos, me habían oprimido el añoanterior con un peso invencible.

Henry disfrutaba con mi alegría y compartía mis sen-timientos. Se esforzaba por distraerme mientras me co-municaba sus impresiones. En esta ocasión, sus recursosfueron verdaderamente asombrosos; su conversación eraanimadísima y a menudo inventaba cuentos de una fan-tasía y pasión maravillosas, imitando los de los escritoresárabes y persas. Otras veces repetía mis poemas favori-

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tos, o me inducía a temas polémicos argumentando coningenio.

Regresamos a la universidad un domingo por la no-che. Los campesinos bailaban y las gentes con las que noscruzábamos parecían contentas y felices. Yo mismo mesentía muy animado y caminaba con paso jovial, lleno dedesenfado y júbilo.

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CAPÍTULO 6

DE VUELTA, encontré la siguiente carta de mi padre:

A V. FRANKENSTEIN.

Mi querido Víctor:Con impaciencia debes haber aguardado la carta que

fiara tu regreso a casa; tentado estuve en un principio demandarte sólo unas líneas con el día en que debíamos es-perarte. Pero hubiera sido un acto de cruel caridad, y nome atreví a hacerlo. Cuál no hubiera sido tu sorpresa, hijomío, cuando, esperando una feliz y dichosa bienvenida, teencontraras por el contrario con el llanto y el sufrimiento.¿Cómo podré, hijo, explicarte nuestra desgracia? La au-sencia no puede haberte hecho indiferente a nuestraspenas y alegrías, y ¿cómo puedo yo infligir daño a un hijoausente? Quisiera prepararte para la dolorosa noticia, perosé que es imposible. Sé que tus ojos se saltan las líneasbuscando las palabras que te revelarán las horribles nue-vas.

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¡William ha muerto! Aquella dulce criatura cuyas son-risas caldeaban y llenaban de gozo mi corazón, aquellacriatura tan cariñosa y a la par tan alegre, Víctor, ha sidoasesinada.

No intentaré consolarte. Sólo te contaré las circuns-tancias de la tragedia.

El jueves pasado. (7 de mayo yo) mi sobrina y tus dos

hermanos fuimos a Plainpalais a dar un paseo. La tardeera cálida y apacible, y nos tardamos algo más que decostumbre. Ya anochecía cuando pensamos en volver.Entonces nos dimos cuenta de que William y Ernest, queiban delante, habían desaparecido. Nos sentamos en unbanco a aguardar su regreso. De pronto llegó Ernest, ynos preguntó si habíamos visto a su hermano. Dijo quehabían estado jugando juntos y que William se había ade-lantado para esconderse, y que lo había buscado en vano.Llevaba ya mucho tiempo esperándolo pero aún no habíaregresado.

Esto nos alarmó considerablemente, y estuvimos bus-cándolo hasta que cayó la noche y entonces Elizabeth su-girió que quizá hubiera vuelto a casa. Allí no estaba. Vol-vimos al lugar con antorchas; pues yo no podía descansarpensando en que mi querido hijo se había perdido y seencontraría expuesto a la humedad y el frío de la noche.Elizabeth también sufría enormemente. Alrededor de lascinco de la madrugada hallé a mi pequeño, que la nocheanterior rebosaba actividad y salud, tendido en la hierba,pálido e inerte, con las huellas en el cuello de los dedos delasesino.

Lo llevamos a casa, y la agonía de mi rostro prontodelató el secreto a Elizabeth. Se empeñó en ver el cadá-ver. Intenté disuadirla pero insistió. Entró en la habita-

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ción donde reposaba, examinó precipitadamente el cue-llo de la víctima, y retorciéndose las manos exclamó:

¡Dios mío! He matado a mi querido chiquillo.Perdió el conocimiento y nos costó mucho reanimar-

la. Cuando volvió en sí, sólo lloraba y suspiraba. Me dijoque esa misma tarde William la había convencido paraque le dejara ponerse una valiosa miniatura que ella te-nía de tu madre. Esta joya ha desaparecido, y, sin duda,fue lo que tentó al asesino al crimen. No hay rastro de élhasta el momento, aunque las investigaciones continúansin cesar. De todas formas, esto no le devolverá la vida anuestro amado William.

Vuelve, querido Víctor; sólo tú podrás consolar a Eli-zabeth. Llora sin cesar, y se acusa injustamente de sumuerte. Me destroza el corazón con sus palabras. Esta-mos todos desolados, pero ¿no será esa una razón máspara que tú, hijo mío, vengas y seas nuestro consuelo?¡Tu pobre madre, Víctor! Ahora le doy gracias a Dios deque no haya vivido para ser testigo de la cruel y atrozmuerte de su benjamín.

Vuelve, Víctor; no con pensamientos de venganza con-tra el asesino, sino con sentimientos de paz y cariño quecuren nuestras heridas en vez de ahondar en ellas. Únetea nuestro luto, hijo, pero con dulzura y cariño para quie-nes te quieren y no con odio para con tus enemigos.

Tu afligido padre que te quiere,

ALPHONSE FRANKENSTEIN

Ginebra, 12 de mayo de 17...

Clerval, que me había estado observando mientras leíala carta, se sorprendió al ver la desesperación en que se

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trocaba la alegría que había expresado al saber que ha-bían llegado noticias de mis amigos. Tiré la carta sobre lamesa y me cubrí el rostro con las manos.

—Querido Frankenstein —dijo al verme llorar conamargura—, ¿habrás de ser siempre desdichado? ¿Quéha ocurrido, amigo mío?

Le indiqué que leyera la carta, mientras yo paseabaarriba y abajo de la habitación lleno de angustia. Las lá-grimas le corrieron por las mejillas a medida que leía ycomprendía mi desgracia.

—No puedo ofrecerte consuelo alguno, amigo mío —di-jo—, tu pérdida es irreparable. ¿Qué piensas hacer?

—Ir de inmediato a Ginebra. Acompáñame, Henry, apedir los caballos.

Mientras caminábamos, Clerval se desvivía por ani-marme, no con los tópicos usuales, sino manifestando sumás profunda amistad.

—Pobre William. Aquella adorable criatura duermeahora junto a su madre. Sus amigos lo lloramos y esta-mos de luto, pero él descansa en paz. Ya no siente la pre-sión de la mano asesina; el césped cubre su dulce cuerpoy ya no puede sufrir. Ya no se le puede compadecer. Lossupervivientes somos los que más sufrimos, y para noso-tros el tiempo es el único consuelo. No debemos esgrimiraquellas máximas de los estoicos de que la muerte no esun mal y que el hombre debe estar por encima de la des-esperación ante la ausencia eterna del objeto amado. In-cluso Catón lloró ante el cadáver de su hermano.

Así hablaba Clerval mientras cruzábamos las calles.Las palabras se me quedaron grabadas, y más tarde lasrecordé en mi soledad. En cuanto llegaron los caballos,subí a la calesa, y me despedí de mi amigo.

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El viaje fue triste. Al principio iba con prisa, pues es-taba impaciente por consolar a los míos; pero á medidaque nos acercábamos a mi ciudad natal aminoré la mar-cha. Apenas si podía soportar el cúmulo de pensamientosque se me agolpaban en la mente. Revivía escenas fami-liares de mi juventud, escenas que no había visto hacíacasi seis años. ¿Qué cambios habría habido en ese tiem-po? Se había producido de repente uno brusco y desola-dor; pero miles de pequeños acontecimientos podían ha-ber dado lugar, poco a poco, a otras alteraciones, no pormás tranquilas menos decisivas. Me invadió el miedo.Temía avanzar, aguardando miles de inesperados e in-definibles males que me hacían temblar.

Me quedé dos días en Lausana, sumido en este dolo-roso estado de ánimo. Contemplé el lago: sus aguas esta-ban en calma, todo a mí alrededor respiraba paz y losnevados montes, «palacios de la naturaleza», no habíancambiado. Poco a poco, el maravilloso y sereno espectá-culo me restableció, y proseguí mi viaje hacia Ginebra.

La carretera bordeaba el lago y se angostaba al acer-carse a mi ciudad natal. Distinguí con la mayor claridadlas oscuras laderas de los montes jurásicos y la brillantecima del Mont Blanc. Lloré como un chiquillo: «¡Queridasmontañas! ¡Mi hermoso lago! ¿Cómo recibís al caminan-te? Vuestras cimas centellean, el lago y el cielo son azu-les... ¿Es esto una promesa de paz o es una burla a midesgracia?»

Temo, amigo mío, hacerme pesado si me sigoremansando en estos preliminares, pero fueron días derelativa felicidad y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra!,¡Mi querida tierra! ¿Quién, salvo el que haya nacido aquí,puede comprender el placer que me causó volver a ver

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tus riachuelos, tus montañas, y sobre todo tu hermosolago?

Sin embargo, a medida que me iba acercando a casa,volvió a cernirse sobre mí el miedo y la ansiedad. Cayó lanoche; y cuando dejé de poder ver las montañas, aún mesentí más apesadumbrado. El paisaje se me presentabacomo una inmensa y sombría escena maléfica, y presentíconfusamente que estaba destinado a ser el más desdi-chado de los humanos. ¡Ay de mí!, Vaticiné certeramente.Me equivoqué en una sola cosa: todas las desgracias queimaginaba y temía no llegaban ni a la centésima parte dela angustia que el destino me tenía reservada.

Era completamente de noche cuando llegué a las afue-ras de Ginebra; las puertas de la ciudad ya estaban ce-rradas, y tuve que pasar la noche en Secheron, un pue-blecito a media legua al este de la ciudad. El cielo estabasereno, y puesto que no podía dormir, decidí visitar ellugar donde habían asesinado a mi pobre William. Comono podía atravesar la ciudad, me vi obligado a cruzar has-ta Plainpalais en barca, por el lago. Durante el corto reco-rrido, vi los relámpagos que, sobre la cima del Mont Blanc,dibujaban las más hermosas figuras. La tormenta pare-cía avecinarse con rapidez y, al desembarcar, subí a unacolina para desde allí observar mejor su avance. Se acer-caba; el cielo se cubrió de nubes, y pronto sentí la lluviacaer lentamente, y las gruesas y dispersas gotas se fue-ron convirtiendo en un diluvio.

Abandoné el lugar y seguí andando, aunque la oscuri-dad y la tormenta aumentaban por minutos y los truenosretumbaban ensordecedores sobre mi cabeza. La cordi-llera de Saléve, los montes de jura y los Alpes de Saboyarepetían su eco. Deslumbrantes relámpagos iluminaban

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el lago, dándole el aspecto de una inmensa explanada defuego. Luego, tras unos instantes, todo quedaba sumidoen las tinieblas, mientras la retina se reponía del resplan-dor. Como sucede con frecuencia en Suiza, la tormentahabía estallado en varios puntos a la vez. Lo más violentose cernía sobre el norte de la ciudad, sobre esa parte dellago entre el promontorio de Belrive y el pueblecito deCopét. Otro núcleo iluminaba más débilmente los montesjurásicos, y un tercero ensombrecía y revelaba intermi-tentemente la Móle, un escarpado monte al este del lago.

Admiraba la tormenta, tan hermosa y a un tiempoterrible, mientras caminaba con paso ligero. Esta noblelucha de los cielos elevaba mi espíritu. Junté las manos yexclamé: «William, mi querido hermano. Este es tu fune-ral, ésta tu endecha.» Apenas había pronunciado estaspalabras cuando divisé en la oscuridad una figura queemergía subrepticiamente de un bosquecillo cercano. Mequedé inmóvil, mirándola fijamente: no había duda. Unrelámpago la iluminó y me descubrió sus rasgos con cla-ridad. La gigantesca estatura y su aspecto deformado, máshorrendo que nada de lo que existe en la humanidad, medemostraron de inmediato que era el engendro, el repul-sivo demonio al que había dotado de vida. ¿Qué hacía allí?¿Sería acaso me estremecía sólo de pensarlo— el asesinode mi hermano? No bien me hube formulado la preguntacuando llegó la respuesta con claridad; los dientes me cas-tañetearon, y me tuve que apoyar en un árbol para nocaerme. La figura pasó velozmente por delante de mí yse perdió en la oscuridad. Nada con la forma de un huma-no hubiera podido dañar a un niño. El era el asesino, nohabía duda. La sola ocurrencia de la idea era prueba irre-futable. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero hubie-

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ra sido en vano, pues el siguiente relámpago me lo descu-brió trepando por las rocas de la abrupta ladera del mon-te Saléve, el monte que limita a Plainpalais por el sur.Rápidamente escaló la cima y desapareció.

Permanecí inmóvil. La tormenta cesó; pero la lluviacontinuaba, y todo estaba envuelto en tinieblas. Repasélos sucesos que hasta el momento había tratado de olvi-dar: todos los pasos que di hasta la creación; el fruto demis propias manos, vivo, junto a mi cama; su huida. Ha-bían transcurrido ya casi dos años desde la noche en quele había dado vida. ¿Era éste su primer crimen? ¡Dios mío!Había lanzado al mundo un engendro depravado, que sedeleitaba causando males y desgracias. ¿No era la muer-te de mi hermano prueba de ello?

Nadie puede concebir la angustia que sufrí durante elresto de la noche, que pasé, frío y mojado, a la intempe-rie. Mas no notaba la inclemencia del tiempo. Tenía laimaginación asaltada por escenas de horror y desespera-ción. Consideraba a este ser con el que había afligido a lahumanidad, este ser dotado de voluntad y poder paracometer horrendos crímenes, como el que acababa derealizar, como mi propio vampiro, mi propia alma esca-pada de la tumba, destinada a destruir todo lo que meera querido. Amaneció, y me encaminé hacia la ciudad.Las puertas ya estaban abiertas y me dirigí a la casa demi padre. Mi primer pensamiento fue comunicar lo quesabía acerca del asesino, y hacer que de inmediato seemprendiera su búsqueda, pero me detuve cuando re-flexioné sobre lo que tendría que explicar: me había en-contrado a media noche, en la ladera de una montaña in-accesible, con un ser al cual yo mismo había creado y do-tado de vida. Recordé también la fiebre nerviosa que ha-

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bía contraído en el momento de su creación y que daríaun cierto aire de delirio a una historia de por sí increíble.Bien sabía que si alguien me hubiera contado algo pareci-do lo habría tomado por el producto de su demencia. Ade-más, las extrañas características de la bestia harían im-posible su captura, suponiendo que lograra convencer amis familiares de que la iniciaran. Y ¿de qué serviría per-seguirla? ¿Quién podría atrapar a un ser capaz de escalarlas laderas verticales del monte Saléve? Estas reflexionesacabaron por convencerme y opté por guardar silencio.

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando en-tré en casa de mi padre. Les dije a los criados que no des-pertaran a mi familia, y me fui a la biblioteca a aguardarla hora en que solían levantarse.

Salvo por una marca indeleble, habían pasado seis añoscasi como un sueño. Me encontraba en el mismo lugar enel que por última vez había abrazado a mi padre al partirhacia Ingolstadt. ¡Padre querido y venerado! Felizmen-te, aún vivía. Miré el cuadro de mi madre, colgado enci-ma de la chimenea. Era un tema histórico pintado porencargo de mi padre, y representaba a Caroline Beauforten actitud de desesperación, postrada ante el féretro desu padre. Su vestido era rústico, y la palidez cubría susmejillas, pero emanaba un aire de dignidad y hermosuraque anulaba todo sentimiento de piedad. Debajo de estecuadro había una miniatura de William que me hizo sal-tar las lágrimas. En aquel momento entró Ernest; mehabía oído llegar y venía a darme la bienvenida. Expresóuna mezcla de tristeza y alegría al verme.

—Bienvenido, querido Víctor. Ojalá hubieras regre-sado tres meses atrás; nos hubieras encontrado felices ycontentos. Pero ahora estamos desolados; y me temo que

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sean las lágrimas y no las sonrisas las que te reciban.Nuestro padre está muy apenado; este terrible sucesoparece hacer revivir en él el dolor que sintió a la muertede nuestra madre. La pobre Elizabeth está también muyafligida.

Mientras hablaba las lágrimas le resbalaban por lasmejillas.

—No me recibas así —le dije—, intenta serenarte paraque no me sienta completamente desgraciado al entraren la casa de mi padre tras tan larga ausencia. Dime,¿cómo lleva mi padre esta desgracia?, ¿y cómo está mipobre Elizabeth?

—Es la que más ayuda necesita. Se acusa de habercausado la muerte de mi hermano, y esto la atormentahorriblemente. Aunque ahora que han descubierto al ase-sino...

—¿Que lo han descubierto? ¡Dios mío! ¿Cómo es posi-ble?, ¿Quién ha podido intentar perseguirlo? Es imposi-ble; sería como intentar atrapar el viento, o detener untorrente con una caña.

—No entiendo lo que quieres decir pero a todos nosdolió el descubrirlo. Al principio nadie se lo podía creer, eincluso ahora, a pesar de las pruebas, Elizabeth se niega aadmitirlo. Es verdaderamente increíble que Justine Mo-ritz, tan dulce y tan encariñada como parecía con todosnosotros, haya podido, de pronto, hacer algo tan horrible.

—¡Justine Moritz! Pobrecilla, ¿la acusan a ella? Estánequivocados, es evidente. No se lo creerá nadie, ¿no,Ernest?

—Al principio no; pero hay varios detalles que nos hanforzado a aceptar los hechos. Su propio comportamientoes tan desconcertante, que añade a las pruebas un peso

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que temo no deja lugar a duda. Hoy la juzgan, y podrásconvencerte tú mismo.

Me contó que la mañana en que encontraron el cadá-ver del pobre William, Justine se puso enferma y se vioobligada a guardar cama. Días más tarde, una de las cria-das revisó por casualidad las prendas que Justine llevabael día del crimen y encontró en un bolsillo la miniatura demi madre, que se suponía fue el móvil del asesinato. Se loenseñó al instante a otra sirvienta, la cual, sin decirnos niuna palabra, se fue a un magistrado. A consecuencia de ladeclaración de la criada, Justine fue detenida. Al acusár-sela del crimen, la pobrecilla confirmó las sospechas, engran medida con su total confusión y aturdimiento.

Parecía una historia de extrañas coincidencias, perono logró convencerme.

—Estáis todos equivocados —le contesté seriamen-te—. Yo sé quien es el asesino. Justine, la pobre Justine,es inocente.

En aquel instante entró mi padre. Advertí cómo la tris-teza había hecho mella en su semblante; pese a todo, tra-tó de recibirme con alegría, y, tras intercambiar nuestroapenado saludo, hubiera iniciado otro tema de conversa-ción que no fuera el de nuestra desgracia, de no ser por-que Ernest exclamó:

—¡Dios mío, padre! Víctor dice saber quién asesinó aWilliam.

—Por desgracia, nosotros también —respondió mipadre—. Hubiera preferido ignorarlo para siempre, an-tes que descubrir tanta maldad e ingratitud en alguien aquien apreciaba tanto.

—Querido padre, estáis equivocados; Justine es ino-cente.

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—Si es así, no permita Dios que se la acuse. Hoy lajuzgarán, y espero de todo corazón que la absuelvan.

Estas palabras me tranquilizaron. Estaba del todo con-vencido de que Justine, es más, cualquier otro ser huma-no, era inocente de este crimen. Por tanto, no temía quese pudiera presentar ninguna prueba contundente quebastara para condenarla. Con esta confianza, me calmé, yesperé el juicio con interés, pero sin sospechar ningúnresultado negativo.

Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempohabía producido en ella grandes cambios desde que la vipor última vez. Seis años atrás era una joven bonita yagradable, a la cual todos querían. Ahora se había con-vertido en una mujer de excepcional hermosura. La fren-te, amplia y despejada, indicaba gran inteligencia y fran-queza. Sus ojos de color miel denotaban ternura, mezcla-da ahora con la pena de su reciente dolor. El pelo era deun brillante castaño rojizo, la tez clara y la figura menuday grácil. Me saludó con el mayor afecto.

—Querido primo ——dijo—, tu llegada me llena de es-peranza. Tú quizá encuentres algún medio para probar lainocencia de la pobre Justine. Si a ella la condenan, quiénpodrá estar seguro de aquí en adelante? Confío en su ino-cencia como en la mía propia. Nuestra desgracia es do-blemente penosa: no sólo hemos perdido a nuestro ado-rado chiquillo, sino que ahora un destino aún peor nosarrebata a Justine. Jamás volveré a saber lo que es laalegría si la condenan. Pero estoy segura de que no seráasí y entonces, pese a la muerte de mi pequeño William,volveré a ser feliz.

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—Es inocente, Elizabeth —le contesté—, y se probará,no temas. Deja que el convencimiento de que será ab-suelta calme tu espíritu.

—¡Qué bueno eres! Todos la creen culpable y eso meentristecía mucho, porque sabía que era imposible. El vera todos tan predispuestos en contra suya me desespera-ba —dijo llorando.

—Querida sobrina —dijo mi padre—, seca tus lágri-mas. Si como crees es inocente, confía en la justicia denuestros jueces, y en el interés con que yo impediré lamás ligera sombra de parcialidad.

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CAPÍTULO 7

VIVIMOS horas penosas hasta las once de la mañana, horaen la que había de comenzar el juicio. Acompañé a mi pa-dre y restantes miembros de la familia, que estaban cita-dos como testigos. Durante toda aquella odiosa farsa dejusticia, sufrí un calvario. Debía decidirse si mi curiosidade ilícitos experimentos desembocarían en la muerte dedos seres humanos: el uno, una encantadora criatura lle-na de inocencia y alegría; la otra, más terriblemente ase-sinada aún, puesto que tendría todos los agravantes de lainfamia para hacerla inolvidable. Justine era una buenachica, y poseía cualidades que prometían una vida feliz.Ahora todo estaba a punto de acabar en una ignominiosatumba por mi culpa. Mil veces hubiera preferido confe-sarme yo culpable del crimen que se le atribuía a Justine,pero me encontraba ausente cuando se cometió, y hubie-ran tomado semejante declaración por las alucinacionesde un demente, por lo que tampoco hubiera servido paraexculpar a la que sufría por mi culpa.

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El aspecto de Justine al entrar era sereno. Iba de luto;y la intensidad de sus sentimientos daban a su rostro,siempre atractivo, una exquisita belleza. Parecía confiaren su inocencia. No temblaba, a pesar de que miles depersonas la miraban y vituperaban, pues toda la bondadque su belleza hubiera de otro modo despertado queda-ba ahora ahogada, en el espíritu de los espectadores, porla idea del crimen que se suponía que había cometido.Estaba tranquila; sin embargo esta tranquilidad era evi-dentemente forzada; y puesto que su anterior aturdimien-to se había esgrimido como prueba de su culpabilidad,intentaba ahora dar la impresión de valor. Al entrar re-corrió con la vista la sala, y pronto descubrió el lugar don-de nos encontrábamos sentados. Los ojos parecieronnublársele al vernos, pero pronto se dominó, y una mira-da de pesaroso afecto pareció atestiguar su completa ino-cencia.

Empezó el juicio; cuando los fiscales hubieron expuestosu informe, se llamó a varios testigos. Había varios he-chos aislado que se combinaban en su contra, y que hu-bieran desorientado cualquiera que no tuviera, como yo,la seguridad de su inocencia Había pasado fuera de casatoda la noche del crimen, y, amanecer, una mujer delmercado la había visto cerca del lugar donde más tardese encontraría el cadáver del niño asesinado. La mujer lepreguntó qué hacía allí, pero Justine, de forma muy ex-traña, le había contestado confusa e ininteligiblemente.Regresó a casa hacia las ocho de la mañana; y cuando al-guien quiso sabe dónde había pasado la noche, respondióque había estado buscando al niño y preguntó ansiosa-mente si se sabía algo acerca de él. Cuando le mostraronel cuerpo, tuvo un violento ataque de nervios, que la obli-

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gó a guardar cama durante varios días. Se mostró enton-ces la miniatura que la criada había encontrado en el bol-sillo, y un murmullo de horror e indignación recorrió lasala cuando Elizabeth, con voz temblorosa, la identificócomo la misma que había colgado del cuello de Williamuna hora antes de que se lo echara en falta.

Llamaron a Justine para que se defendiera. A medidaque el juicio había ido avanzando, su aspecto había cam-biado y expresaba ahora sorpresa, horror y tristeza. Aveces luchaba contra el llanto que la embargaba, pero,cuando la requirieron que se declarara inocente o culpa-ble, se sobrepuso y habló con voz audible aunqueentrecortada.

—Dios sabe bien que soy inocente; pero no pretendoque mis afirmaciones me absuelvan. Baso mi inocencia enuna interpretación llana y sencilla de los hechos que se meimputan. Espero que la buena reputación de que siemprehe gozado incline a los jueces a interpretar a mi favor loque puede a primera vista parecer dudoso o sospechoso.

A continuación declaró que con permiso de Elizabethhabía pasado la tarde de la noche del crimen en casa deuna tía en Chéne, pueblecito que dista una legua de Gine-bra. A su regreso, hacia las nueve de la noche, se encon-tró con un hombre que le preguntó si había visto a la cria-tura que buscaban. Esto la alarmó, y estuvo varias horasintentando encontrarlo. Las puertas de Ginebra cerra-das, se vio obligada a pasar parte de la noche en el cober-tizo de una casa, no sintiéndose inclinada a despertar alos dueños, que la conocían bien. Incapaz de dormir, aban-donó pronto su refugio, y reemprendió la búsqueda de mihermano. Si se había acercado al lugar donde yacía el cuer-po, fue sin saberlo. Su aturdimiento al ser interrogada por

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la mujer del mercado no era de extrañar, puesto que nohabía dormido en toda la noche, y la suerte de Williamaún estaba por saber. Respecto a la miniatura, no podíaaclarar nada.

—Sé bien cuánto pesa esto en mi contra —continuó laentristecida víctima—, pero no puedo dar explicación al-guna. Tras expresar mi total ignorancia en este punto nome queda más que hacer conjeturas acerca de cómo pudollegar a mi bolsillo. Pero aquí también me encuentro conotra barrera, pues no tengo enemigos y no puede habernadie tan malvado como para querer destruirme de for-ma tan deliberada. ¿Fue acaso el propio asesino el que lapuso allí? Pero no veo cómo hubiera podido hacerlo, yademás, ¿qué finalidad tendría robar la joya para des-prenderse de ella tan pronto?

»Confío mi suerte a la justicia de mis jueces, si bienveo poco lugar para la esperanza. Ruego se haga declarara algún testigo respecto de mi reputación, y si su testi-monio no prevalece sobre la acusación, que me conde-nen, aunque fundo mi esperanza en el hecho de ser ino-cente.

Se llamó a varios testigos que la conocían desde hacíamuchos años, y todos hablaron bien de ella; pero el temory la repulsión por el crimen del cual la creían culpable lesamilanó, e impidió que la apoyaran con ardor. Elizabethpercibió que este postrer recurso, la bondad y conductairreprochables de la acusada, también iba a fallar. Muyalterada solicitó la venia del tribunal para dirigirse a él.

—Soy —dijo— la prima del pobre chiquillo asesinado,mejor dicho: soy su hermana, pues fui educada por suspadres y vivo con ellos desde mucho antes de que Williamnaciera. Quizá por ello pueda no resultar decoroso que

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declare en esta ocasión. Pero ante la posibilidad de que lacobardía de sus supuestos amigos hunda a un ser huma-no, me veo obligada a hablar en su favor. Conozco bien ala acusada. Hemos vivido bajo el mismo techo primerodurante cinco años y después durante dos. En todo esetiempo, siempre se mostró la más bondadosa y amablede las criaturas. Cuidó con el mayor afecto y devoción ami tía, la señora Frankenstein, durante su última enfer-medad. Luego tuvo que atender a su propia madre, tam-bién enferma durante largo tiempo, y lo hizo con una ab-negación que admiró a todos los que la conocíamos. Falle-cida su madre, regresó de nuevo a casa de mi tío, dondetodos la queremos. Sentía un especial cariño por la cria-tura ahora muerta y la trataba como una madre. Por miparte, no tengo la más mínima duda de que, a pesar detodas las pruebas en su contra, es absolutamente inocen-te. No tenía motivos para hacerlo; y en cuanto a la minu-cia que constituye la prueba principal, de haberla pedido,con gusto se la hubiera regalado, tanto es el cariño quehacia Justine siento.

¡Qué magnífica Elizabeth! Un murmullo de aproba-ción recorrió la sala, más dirigido a su generosa interven-ción que en favor de la pobre Justine, contra la cual sevolcó la indignación del público con renovada violencia,acusándola de la mayor ingratitud. Las lágrimas le co-rrían por las mejillas mientras escuchaba en silencio a Eli-zabeth. Durante todo el juicio, yo , estuve preso de lamayor angustia y nerviosismo. Creía en su inocencia; sa-bía que no era culpable. ¿Acaso el diabólico ser que habíamatado no lo dudaba ni por un minuto a mi hermano,había vendido, en su demoníaco juego, la inocencia a lamuerte y a la ignominia?

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El horror de la situación me resultaba insoportable, ycuando la reacción del público y el rostro de los jueces meindicaron que mi pobre víctima había sido condenada, meprecipité fuera de la sala lleno de pesar. El sufrimiento dela acusada no igualaba al mío. A ella la sostenía su inocen-cia, pero a mí me laceraban los latigazos del remordimien-to, que no cedía su presa.

Pasé una noche de indescriptible desesperación. Porla mañana fui al tribunal. Tenía la boca y la garganta se-cas y no me atreví a hacer la pregunta fatal. Pero me co-nocían y el ujier adivinó la razón de mi visita. Se habíanechado las bolas y eran todas negras; Justine había sidocondenada.

No intentaré explicar lo que sentí. Había experimen-tado ya antes sensaciones de horror, las cuales me he es-forzado por describir, pero no existen palabras que defi-nan la nauseabunda desesperación de aquel momento. Elfuncionario entonces añadió que Justine ya había confe-sado su culpabilidad.

—Lo cual apenas era necesario —añadió— en un casotan evidente. Pero me alegro; a ninguno de nuestros jue-ces le gusta condenar a un criminal por pruebascircunstanciales, por decisivas que parezcan.

Cuando regresé a casa, Elizabeth me preguntó ansio-samente por el resultado.

—Querida prima —contesté—, han decidido lo que yaesperábamos. Todos los jueces prefieren condenar a diezinocentes antes de que se escape un culpable. Pero ellaha confesado.

Para Elizabeth, que había creído firmemente en la ino-cencia de Justine, esto fue un duro golpe.

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—¡Ay! —dijo—, ¿cómo podré volver a creer en la bon-dad humana? ¿Cómo habrá podido Justine, a quien yoquería como a una hermana, sonreírnos con aquella ino-cencia y después traicionarnos así? Sus dulces ojos pare-cían asegurar que era incapaz de aspereza o mal humor,y sin embargo ha cometido un asesinato. Al poco tiempo,nos comunicaron que la pobre víctima había manifestadoel deseo de ver a mi prima. Mi padre no quería que fuese,pero dejó la decisión al criterio de Elizabeth.

—Sí iré —dijo Elizabeth. Aunque sea culpable. Acom-páñame tú, Víctor. No quiero ir sola.

La sola idea de esta visita me atormentaba, pero nopodía negarme.

Entramos en la celda desoladora, al fondo de la cualestaba Justine, sentada sobre un montón de paja. Teníalas manos encadenadas y apoyaba la cabeza en las rodi-llas. Al vernos entrarse levantó, y cuando estuvimos asolas, se echó llorando a los pies de Elizabeth, que tam-bién comenzó a sollozar.

—Justine —dijo—, ¿por qué me has arrebatado mi úl-timo consuelo? Confiaba en tu inocencia y, aunque mesentía muy desgraciada, no estaba tan triste como ahora.

—¿Usted también me cree tan perversa? ¿Se une amis enemigos para condenarme? Justine se ahogaba porel llanto.

—Levántate, pobre amiga mía —dijo Elizabeth—.¿Por qué. te arrodillas, si eres inocente? No soy uno detus enemigos. Te creía inocente hasta que supe que túmisma habías confesado tu culpabilidad. Ahora me di-ces que eso es falso. Ten la seguridad, Justine querida,de qué nada, salvo tu propia confesión, puede quebrarmi confianza en ti.

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Es cierto que confesé, pero confesé una mentira, parapoder obtener la absolución. Y ahora esa mentira pesamás sobre mi conciencia que cualquier otra falta. ¡Diosme perdone! Desde el momento en que me condenaron,el confesor ha insistido y amenazado hasta que casi meha convencido de que soy el monstruo que dicen que soy.Me amenazó con la excomunión y las llamas del infiernosi persistía en declararme inocente. Mi querida señora,no tenía a nadie que me ayudara. Todos me consideranun ser despreciable abocado a la ignominia y perdición.¿Qué otra cosa podía hacer? En mala hora consentí enmentir; ahora me siento más desgraciada que nunca.

El llanto la obligó a callar unos instantes.—Pensaba con horror —continuó— en la posibilidad

de que ahora usted creería que Justine, a quien su tíatenía en tanta consideración y a quien usted estimabatanto, era capaz de cometer un crimen que ni siquiera eldemonio ha osado perpetrar. ¡Mi querido William!, ¡Miquerido pequeño! Pronto me reuniré contigo en el cielo,donde seremos felices. Ese es mi consuelo, en mi caminohacia la muerte y la difamación.

»¡Justine! Perdóname si he dudado de ti un instante.¿Por qué confesaste? Pero no te atormentes, querida mía;proclamaré tu inocencia por doquier y les obligaré a creer-te. Sin embargo, has de morir; tú, mi compañera de jue-gos, mi amiga, más que una hermana para mí. No sobre-viviré a tan tremenda desgracia.

—Dulce Elizabeth. Seque sus lágrimas. Debería ani-marme con pensamientos sobre una vida mejor, y hacer-me pasar por encima de las pequeñeces de este mundoinjusto y agresivo. No sea usted, mi querida amiga, la queme induzca a la desesperación.

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—Trataré de consolarte, pero me temo que este malsea demasiado punzante para que quepa el consuelo, puesno hay esperanza. Que el cielo te bendiga, querida Justine,con una resignación y confianza sobrehumanas. ¡Cómoodio las farsas e ironías de este mundo! En cuanto unacriatura es asesinada, a otra se le priva de la vida de for-ma lenta y tortuosa. Y los verdugos, con manos aún teñi-das de sangre inocente, creen haber llevado a cabo unagran obra. A esto lo llaman retribución. ¡Odioso nombre!Cuando oigo esa palabra, sé que se avecinan castigos máshorribles que los que tirano alguno jamás haya podidoinventar para saciar su venganza. Pero esto no es con-suelo para ti, Justine, a no ser que te alegres de abando-nar semejante guarida. ¡Quisiera estar con mi tía y miadorado William, lejos de este mundo odioso, y de los ros-tros de unos seres que aborrezco!

Justine sonrió con tristeza.—Esto, querida señora, no es resignación sino deses-

peración. No debo aprender la lección que quiere ustedinculcarme. Hábleme de otras cosas, de algo que me trai-ga paz, y no mayor tristeza.

Durante esta conversación me había retirado a unaesquina de la celda, donde pudiera esconder la angustiaque me embargaba. ¡Desesperación! ¿Quién osaba ha-blar de eso? La pobre víctima que debía al día siguientetraspasar la tenebrosa frontera entre la vida y la muerteno sentía tan amarga y penetrante agonía como yo. Apretélos dientes, haciéndolos rechinar, y un suspiro salido delalma se escapó de entre mis labios. Justine se alarmó. Alreconocerme, se acercó a mí, diciendo:

—Querido señor, qué bondadoso ha sido al venir averme. Espeto que usted tampoco me crea culpable.

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No pude contestar.—No, Justine —dijo Elizabeth— cree aún más que yo

en tu inocencia. Ni siquiera al saber que habías confesadodudó de ti.

—Se lo agradezco de corazón. En estos últimos mo-mentos siento la mayor gratitud hacia aquellos que mejuzgan con benevolencia. ¡Qué dulce resulta el afecto delos demás a una infeliz como yo! Me alivia la mitad de misdesgracias. Ahora que usted, mi querida señora, y su pri-mo, creen en mi inocencia, puedo morir en paz.

Así intentaba la pobre niña consolarnos a nosotros ymitigar su dolor. Consiguió la resignación que buscaba.Pero yo, el verdadero asesino, sentía viva en mi seno comouna carcoma que imposibilitaba toda esperanza o sosie-go. Elizabeth también lloraba entristecida; pero la suyaera también la aflicción del inocente, como la nube quepuede oscurecer la luna un breve rato pero no logra apa-gar su fulgor. La angustia y la desesperación se habíanapoderado de mi corazón, y me abrasaba en un fuego que:nada podía apagar.

Permanecimos con Justine varias horas, y Elizabethno logró, separarse de ella sino con gran dificultad.

—Quiero morir contigo —gritaba—, no puedo vivir eneste mundo lleno de miseria.

Justine procuró adoptar un aire de alegría, pese a queapenas podía contener las lágrimas. Abrazó a Elizabeth y,con voz ahogada por la emoción, dijo:

—Adiós, mi querida señora, mi dulce Elizabeth, miamada y única amiga. Que el cielo la bendiga y que seaésta su última desgracia. Viva, sea feliz y haga felices a losdemás.

Mientras regresábamos, Elizabeth me dijo:

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No sabes, querido Víctor, lo tranquila que me encuen-tro ahora que confío en la inocencia de esta infeliz mucha-cha. No hubiera vuelto a conocer la paz de haberme equi-vocado con Justine. Los pocos momentos que la creí cul-pable, sentí una angustia que no hubiera podido soportardurante demasiado tiempo. Ahora me siento aliviada. Sela castiga equivocadamente; pero me consuela pensar quela persona a quien yo creía llena de bondad no ha traicio-nado la confianza que en ella puse.

¡Prima querida!, estos eran tus pensamientos tan tier-nos y dulces como tus propios ojos y la voz que los expre-saba. Pero yo, yo era un miserable, y nadie puede conce-bir la agonía que padecí entonces.

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Volumen II

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CAPÍTULO 1

NADA hay más doloroso para el alma humana, después deque los sentimientos se han visto acelerados por una rá-pida sucesión de acontecimientos, que la calma mortal dela inactividad y la certeza que nos privan tanto del miedocomo de la esperanza. Justine murió; descansó; pero yoseguía viviendo. La sangre circulaba libremente por misvenas, pero un peso insoportable de remordimiento ydesesperación me oprimía el corazón. No podía dormir;deambulaba como alma atormentada, pues había cometi-do inenarrables actos horrendos y malvados, y tenía elconvencimiento de que no serían los últimos. Sin embar-go, mi corazón rebosaba amor y bondad. Había comenza-do la vida lleno de buenas intenciones y aguardaba conimpaciencia el momento de ponerlas en práctica, y con-vertirme en algo útil para mis semejantes. Ahora todoquedaba aniquilado. En vez de esa tranquilidad de con-ciencia, que me hubiera permitido rememorar el pasadocon satisfacción y concebir nuevas esperanzas, me azota-ban el remordimiento y los sentimientos de culpabilidad

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que me empujaban hacia un infierno de indescriptiblestorturas.

Este estado de ánimo amenazaba mi salud, repuestaya por completo del primer golpe que había sufrido. Re-huía ver a nadie, y toda manifestación de júbilo o compla-cencia era para mí un suplicio. Mi único consuelo era lasoledad; una soledad profunda, oscura, semejante a la dela muerte.

Mi padre observaba con dolor el cambio que se ibaproduciendo en mis costumbres y carácter, e intentabaconvencerme de la inutilidad de dejarse arrastrar por unadesproporcionada tristeza.

—¿Crees tú, Víctor, que yo no sufro? —me dijo, conlágrimas en los ojos—. Nadie puede querer a un niño comoyo amaba a mi hermano. Pero acaso no es un deber paracon los superviviente el intentar no aumentar su penacon nuestro dolor exagerado. También es un deber paracontigo mismo, pues la tristeza desmesurada impide elrestablecimiento y la alegría; incluso impide llevar a cabolos quehaceres diarios, sin los que ningún hombre es dig-no de ocupar un sitio en la sociedad.

Este consejo, aunque válido, era del todo inaplicable ami caso. Yo hubiera sido el primero en ocultar mi dolor yconsolar los míos, si el remordimiento no hubiera teñidode amargura mis otros sentimientos. Ahora sólo podíaresponder a mi padre con una mirada de desesperación,y esforzarme por evitarle mi presencia.

Por esta época nos trasladamos a nuestra casa de Bel-rive. El cambio me resultó especialmente agradable. Elhabitual cierre de las puertas a las diez de la noche y laimposibilidad de permanecer en el lago después de esahora me hacían incómoda la estancia en la misma Gine-

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bra. Ahora estaba libre. A menudo, cuando el resto: demi familia se había acostado, cogía la barca y pasaba lar-gas horas en el lago. A veces izaba la vela, y dejaba que elviento me llevara; otras, remaba hasta el centro del lagoy allí dejaba la barca a la deriva mientras yo me sumía entristes pensamientos. Con frecuencia, cuando todo a mialrededor estaba en paz, y yo era la única cosa inquietaque vagaba intranquilo por ese paisaje tan precioso y so-brenatural, exceptuando algún murciélago, o las ranascuyo croar rudo e intermitente oía cuando me acercaba ala orilla, con frecuencia, digo, sentía la tentación de tirar-me al lago silencioso, y que las aguas se cerraran parasiempre sobre mi cabeza y mis sufrimientos. Pero me fre-naba el recuerdo de la heroica y abnegada Elizabeth, aquien amaba tiernamente, y cuya vida estaba íntimamen-te unida a la mía. Pensaba también en mi padre y mi otrohermano: ¿iba yo con mi deserción a exponerlos a la mal-dad del diablo que había soltado entre ellos?

En aquellos momentos lloraba amargamente y desea-ba recobrar la paz de espíritu que me permitiría conso-larlos y alegrarlos. Mas ello no había de ser. El remordi-miento anulaba cualquier esperanza. Era el autor de ma-les irremediables, y vivía bajo el constante terror de queel monstruo que había creado cometiera otra nueva mal-dad. Tenía el oscuro presentimiento de que aún no habíaconcluido todo y de que pronto cometería de nuevo algúncrimen espantoso, que borraría con su magnitud el re-cuerdo de su anterior delito. Mientras viviera algún serquerido, siempre habría un lugar para el miedo. La re-pulsión que sentía hacia este demoníaco ser no se puedeconcebir. Cuando pensaba en él apretaba los dientes, seme encendían los ojos y no deseaba más que extinguir

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aquella vida que tan imprudentemente había creado.Cuando recordaba su crimen y su maldad, el odio y deseode venganza que surgían en mí sobrepasaban los límitesde la moderación. Hubiera ido en peregrinación al picomás alto de los Andes de saber que desde allí podríadespeñarlo. Quería verlo de nuevo para maldecirlo y ven-gar las muertes de William y Justine.

Era la nuestra la morada del luto. La salud de mi pa-dre se vio seriamente afectada por el horror de los re-cientes acontecimientos. Elizabeth estaba triste y alicaí-da, y ya no se divertía con sus quehaceres cotidianos. Cual-quier gozo le parecía un sacrilegio para con los muertos, ycreía que el llanto y el luto eterno eran el justo tributoque debía pagar a la inocencia tan cruelmente destruiday aniquilada. Ya no era la feliz criatura que había paseadoconmigo por la orilla del lago comentando con júbilo nues-tros futuros proyectos. Se había vuelto seria, y a menudohablaba de la inconstancia de la suerte y de la inestabili-dad de la vida.

—Cuando pienso, querido primo —decía—, en la tris-te muerte de Justine Moritz, no puedo contemplar elmundo y sus obras como lo hacía antaño. Antes conside-raba los relatos de maldad e injusticia, de los cuales oíahablar o sobre los que leía en los libros, como historias detiempos pasados o como fantasías; al menos, estaban muyalejados y pertenecían más a la razón que a la imagina-ción; pero ahora el dolor se cierne sobre nuestra casa, ylos hombres me parecen monstruos sedientos de sangre.Sin duda soy injusta. Todos creyeron culpable a esa po-bre criatura, y de haber cometido el crimen que se la im-putó, ciertamente hubiera sido la más depravada de losseres humanos. ¡Asesinar por unas cuantas joyas al hijo

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de su amigo y protector, un niño al que había cuidadodesde la cuna y al que parecía querer como a un hijo! Meopongo a la muerte de cualquier ser humano, pero hubie-ra estimado que semejante criatura no era digna de vivirentre sus semejantes. Pero era inocente. Lo sé, sé queera inocente. Tú también piensas lo mismo, y esto confir-ma mi certeza. ¡Ay, Víctor! Cuando la mentira se parecetanto a la verdad, ¿quién puede creer en la felicidad? Meparece estar andando por el borde de un precipicio, haciael cual se dirigen miles de seres que intentan arrojarmeal vacío. Asesinan a William y a Justine y su asesino esca-pa, andando libre por el mundo. Quizá incluso se lo res-pete. Pero no me cambiaría por semejante engendro, aun-que mi sino fuera morir en el patíbulo por los mismoscrímenes.

Escuché sus palabras con terrible agonía. Yo era elcausante si bien no el autor. Elizabeth leyó la angustia enmi rostro y cogiéndome la mano con dulzura dijo:

—Mi querido primo, tranquilízate. Dios sabe lo mu-cho que estos sucesos me han afectado, mas, sin embar-go, no sufro tanto como tú. Tienes una expresión de des-esperación, y a veces de venganza, que me hace temblar.Serénate, Víctor. Daría mi vida por tu paz. Sin duda no-sotros podremos ser felices. Tranquilos en nuestra tie-rra, y lejos del mundo, ¿quién puede turbarnos?

Las lágrimas le resbalaban a medida que hablaba,desmintiendo el consuelo que me ofrecía, pero a la vezsonreía, intentando ahuyentar la tristeza de mi corazón.Mi padre, que tomaba la infelicidad reflejada en mi rostrocomo una exageración de lo que normalmente hubieransido mis sentimientos, pensó que algún tipo de distrac-ción me devolvería la serenidad acostumbrada. Esta ha-

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bía sido ya la razón para venirnos al campo, y la que leindujo a proponer que hiciéramos una excursión al vallede Chamonix. Yo ya había estado allí antes, pero no asíElizabeth ni Ernest. Ambos habían expresado con frecuen-cia el deseo de ver el paisaje de este lugar, que les habíandescrito como maravilloso y sublime. Así pues, empren-dimos la excursión desde Ginebra a mediados de agosto,casi dos meses después de la muerte de Justine.

El tiempo era insólitamente bueno, y si mi tristezahubiera sido de índole que una circunstancia pasajerahubiera podido disipar, esta excursión sin duda hubieraproporcionado el resultado que mi padre se proponía. Asíy con todo, me sentía algo interesado por el paisaje, que aratos me apaciguaba, si bien nunca anulaba mi pesar. Elprimer día viajamos en un carruaje. Por la 9 mañana ha-bíamos visto en la distancia las montañas hacia las cualesnos dirigíamos. Nos dimos cuenta de que el valle que atra-vesábamos, formado por el río Arve cuyo curso seguía-mos, se iba angostando a nuestro alrededor, y al atarde-cer nos encontramos ya rodeados de inmensas montañasy precipicios, y pudimos oír el furioso rumor del río entrelas rocas y el estruendo de las cataratas.

Al día siguiente, continuamos nuestro viaje en mula;a medida que ascendíamos, el valle adquiría un aspectomás magnífico y asombroso. Fortalezas en ruinas colga-das de las laderas pobladas de abetos, el impetuoso Arvey casitas que aquí y allí asomaban entre los árboles cons-tituían un paisaje de singular belleza. Pero eran los Alpeslos que hacían sublime el panorama cuyas formas y cum-bres blancas y centelleantes dominaban todo, como sipertenecieran a otro mundo, y fueran la morada de otraraza. Cruzamos el puente de Pelissier, donde el barranco

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formado por el río se abrió ante nosotros, y empezamos aascender por la montaña que lo limita. Poco después en-tramos en el valle de Chamonix, más imponente y subli-me, pero menos hermoso y pintoresco que el de Servox,que acabábamos de atravesar. Los altos montes de cum-bres nevadas eran sus fronteras más cercanas. Desapa-recieron los castillos en ruinas y los fértiles campos. In-mensos glaciares bordeaban el camino; oímos el ruidoatronador de un alud desprendiéndose y observamos laneblina que dejó a su paso. El Mont Blanc se destacabadominante y magnífico entre los picos cercanos, y su im-ponente cima dominaba el valle. Durante el viaje, a vecesme unía a Elizabeth, y me esforzaba por señalarle los pun-tos más hermosos del paisaje. A menudo obligaba a mimula a rezagarse para así poder entregarme a la tristezade mis pensamientos. Otras veces espoleaba al animalpara que adelantara a mis compañeros, y así olvidarmede ellos, del mundo y casi de mí mismo. Cuando los deja-ba muy atrás, me tumbaba en la hierba, vencido por elhorror Y la desesperación. Llegué a Chamonix a las ochode la noche. Mi padre y Elizabeth se hallaban muy cansa-dos; Ernest, que también había venido, estaba entonadoy alegre, y su estado de ánimo sólo se veía turbado por elviento sureño que prometía traer consigo lluvia al día si-guiente.

Nos retiramos pronto, mas no para dormir; al menosyo no pude. Permanecía largas horas asomado a la ven-tana, contemplando los pálidos relámpagos que juguetea-ban por encima del Mont Blanc, y escuchando el rumordel Arve, que corría bajo mi ventana.

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CAPÍTULO 2

EL DÍA siguiente, contra los pronósticos de nuestros guías,amaneció hermoso aunque nublado. Visitamos el naci-miento del Arveiron, y paseamos a caballo por el vallehasta el atardecer. Este paisaje, tan sublime y magnífico,me proporcionó el mayor consuelo que en esos momen-tos podía recibir. Me elevó por encima de las pequeñecesdel sentimiento y aunque no me libraba de la tristeza síme la amainaba y calmaba. Hasta cierto punto, tambiénme desviaba la atención de aquellos sombríos pensamien-tos a los que me había entregado durante los últimosmeses. Por la tarde regresé, cansado, pero triste, y con-versé con mi familia con mayor animación de lo que habíasólido hacer últimamente. Mi padre estaba contento yElizabeth encantada.

—Querido primo me dijo—, ¿ves cuánta felicidadcontagias cuando estás alegre? ¡No recaigas de nuevo!

La mañana siguiente amaneció con una lluvia torrencial,y una espesa niebla ocultaba las cimas de las montañas.Me levanté temprano, pero me sentía melancólico. La llu-

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via me deprimía; volvió mi acostumbrado estado de áni-mo, y me sentí apesadumbrado.

Sabía lo que este cambio brusco apenaría a mi padrey preferí evitarlo, hasta haberme recobrado lo suficientecomo para poder disimular estos sentimientos que medominaban. Supuse que pasarían el día en el albergue, ydado que yo estaba acostumbrado a la lluvia, la humedady el frío, decidí ir solo a la cima del Montanvert. Recorda-ba la impresión que el inmenso glaciar en constante mo-vimiento me había causado la primera vez que lo vi.

Entonces me había llenado de un éxtasis que presta-ba alas al espíritu, permitiéndole despegarse del mundode tinieblas y remontarse hasta la luz y la felicidad. Lacontemplación de todo lo que de majestuoso y sobreco-gedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud deennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar lasefímeras preocupaciones de la vida. Decidí ir solo, puesconocía bien el camino, y la presencia de otro hubiera des-truido la grandiosa soledad del paraje.

El ascenso es pronunciado, pero el sendero zigzagueantepermite escalar la enorme perpendicularidad de la mon-taña. Es un paraje de terrible desolación. Múltiples luga-res muestran el rastro de aludes invernales; hay árbolestronchados esparcidos por el suelo; unos están totalmen-te destrozados, otros se apoyan en rocas protuberantes oen otros árboles. A medida que se asciende más, el sen-dero cruza varios heleros, por los cuales caen sin cesarpiedras desprendidas. Uno de entre ellos es especialmentepeligroso, pues el más mínimo ruido o una palabra dichaen voz alta produce una conmoción de aire suficiente paraprovocar una avalancha. Los pinos no son enhiestos ni

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frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidadal panorama.

Miré el valle a mis pies. Sobre los ríos que lo atravie-san se levantaba una espesa niebla, que serpenteaba enespesas columnas alrededor de las montañas de la ver-tiente opuesta, cuyas cimas se escondían entre las nubes.Los negros nubarrones dejaban caer una lluvia torrencialque contribuía a la impresión de tristeza que desprendíatodo lo que me rodeaba. ¿Por qué presume el hombre deuna sensibilidad mayor a la de las bestias cuando estosólo consigue convertirlos en seres más necesitados? Sinuestros instintos se limitaran al hambre, la sed y el de-seo, seríamos casi libres. Pero nos conmueve cada vientoque sopla, cada palabra al azar, cada imagen que esa mis-ma palabra nos evoca.

Descansamos; una pesadilla puede envenenar/nuestro sueño.

Despertamos; un pensamiento errante nos/empaña el día.

Sentimos, concebimos o razonamos, reímos o/lloramos.

Abrazamos una tristeza querida o desechamos/nuestra pena;

Todo es igual; pues ya sea alegría o dolor,El sendero por el que se alejará está abierto.El ayer del hombre no será jamás igual a su

/mañana.¡Nada es duradero salvo la mutabilidad!

Era casi mediodía cuando llegué a la cima. Permanecíun rato sentado en la roca que dominaba aquel mar de

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hielo. La neblina lo envolvía, al igual que a los montes cir-cundantes. De pronto, una brisa disipó las nubes y des-cendí al glaciar. La superficie es muy irregular, levantán-dose y hundiéndose como las olas de un mar tormentoso,y está surcada por profundas grietas. Este campo de hie-lo tiene casi una legua de anchura, y tardé cerca de doshoras en atravesarlo. La montaña del otro extremo esuna roca desnuda y escarpada. Desde donde me encon-traba, Montanvert se alzaba justo enfrente, a una legua,y por encima de él se levantaba el Mont Blanc, en su tre-menda majestuosidad. Permanecí en un entrante de laroca admirando la impresionante escena. El mar, o mejordicho: el inmenso río de hielo, serpenteaba por entre suscircundantes montañas, cuyas altivas cimas dominaban elgrandioso abismo. Traspasando las nubes, las heladas yrelucientes cumbres brillaban al sol. Mi corazón, repletohasta entonces de tristeza, se hinchó de gozo y exclamé:

—Espíritus errantes, si en verdad existís y no des-cansáis en vuestros estrechos lechos, concededme estapequeña felicidad, o llevadme con vosotros como compa-ñero vuestro, lejos de los goces de la vida.

No bien hube pronunciado estas palabras, cuando vien la distancia la figura de un hombre que avanzaba haciamí a velocidad sobrehumana saltando sobre las grietasdel hielo, por las que yo había caminado con cautela. Amedida que se acercaba, su estatura parecía sobrepasarla de un hombre. Temblé, se me nubló la vista y me sentídesfallecer; pero el frío aire de las montañas pronto mereanimó. Comprobé, cuando la figura estuvo cerca —odia-da y aborrecida visión—, que era el engendro que habíacreado. Temblé de ira y horror, y resolví aguardarlo ytrabar con él un combate mortal. Se acercó. Su rostro re-

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flejaba una mezcla de amargura, desdén y maldad, y sudiabólica fealdad hacían imposible el mirarlo, pero ape-nas me fijé en esto. La ira y el odio me habían enmudeci-do, y me recuperé tan sólo para lanzarle las más furiosasexpresiones de desprecio y repulsión.

—Demonio —grité—, ¿osas acercarte? ¿No temes quedesate sobre ti mi terrible venganza? Aléjate, ¡insectodespreciable! Mas no, ¡detente! ¡Quisiera pisotearte has-ta convertirte en polvo, si con ello, con la abolición de tumiserable existencia, pudiera devolverles la vida a aque-llos que tan diabólicamente has asesinado!

—Esperaba este recibimiento —dijo el demoníacoser—. Todos los hombres odian a los desgraciados. ¡Cuán-to, pues, se me debe odiar a mí que soy el más infeliz delos seres vivientes! Sin embargo, vos, creador mío, medetestáis y me despreciáis, a mí, vuestra criatura, a quienestáis unido por lazos que sólo la aniquilación de uno denosotros romperán. Os proponéis matarme. ¿Cómo osatrevéis a jugar así con la vida? Cumplid vuestras obliga-ciones para conmigo, y yo cumpliré las mías para con vosy el resto de la humanidad. Si aceptáis mis condiciones,os dejaré a vos y a ellos; pero si rehusáis, llenaré hastasaciarlo el buche de la muerte con la sangre de tus ami-gos.

—¡Aborrecible monstruo!, ¡demonio infame!, los tor-mentos del infierno son un castigo demasiado suave paratus crímenes. ¡Diablo inmundo!, me reprochas habertecreado; acércate, y déjame apagar la llama que con tantaimprudencia encendí.

Mi cólera no tenía límites; salté sobre él, impulsadopor todo lo que puede inducir a un ser a matar a otro. Meesquivó fácilmente y dijo:

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—¡Serenaos! Os ruego me escuchéis antes de dar rien-da suelta a vuestro odio. ¿Acaso no he sufrido bastanteque buscáis aumentar mi miseria? Amo la vida, aunquesólo sea una sucesión de angustias, y la defenderé. Re-cordad: me habéis hecho más fuerte que vos; mi estaturaes superior y mis miembros más vigorosos. Pero no medejaré arrastrar a la lucha contra vos. Soy vuestra obra,y seré dócil y sumiso para con mi rey y señor, pues lo soispor ley natural. Pero debéis asumir vuestros deberes, loscuales me adeudáis. Oh Frankenstein, no seáis ecuánimecon todos los demás y os ensañéis sólo conmigo, que soyel que más merece vuestra justicia e incluso vuestra cle-mencia y afecto. Recordad que soy vuestra criatura. De-bía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído aquien negáis toda dicha. Doquiera que mire, veo felicidadde la cual sólo yo estoy irrevocablemente excluido. Yoera bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido.Concededme la felicidad, y volveré a ser virtuoso.

—¡Aparta! No te escucharé. No puede haber entendi-miento entre tú y yo; somos enemigos. Apártate, o mida-mos nuestras fuerzas en una lucha en la que sucumbauno de los dos.

—¿Cómo podré conmoveros?; ¿no conseguirán mis sú-plicas que os apiadéis de vuestra criatura, que suplicavuestra compasión y bondad? Creedme, Frankenstein:yo era bueno; mi espíritu estaba lleno de amor y humani-dad, pero estoy solo, horriblemente solo. Vos, mi crea-dor, me odiáis. ¿Qué puedo esperar de aquellos que nome deben nada? Me odian y me rechazan. Las desiertascimas y desolados glaciares son mi refugio. He vagado porellos muchos días. Las heladas cavernas, a las cuales úni-camente yo no temo, son mi morada, la única que el hom-

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bre no me niega. Bendigo estos desolados parajes, puesson para conmigo más amables que los de tu especie. Si lahumanidad conociera mi existencia haría lo que tú, ar-marse contra mí. ¿Acaso no es lógico que odie a quienesme aborrecen? No daré treguas a mis enemigos. Soy des-graciado, y ellos compartirán mis sufrimientos. Pero estáen tu mano recompensarme, y librarles del mal, que sóloaguarda que tú lo desencadenes. Una venganza que de-vorará en los remolinos de su cólera no sólo a ti y a tufamilia, sino a millares de seres más. Deja que se con-mueva tu compasión y no me desprecies. Escucha mi re-lato: y cuando lo hayas oído, maldíceme o apiádate de mí,según lo que creas que merezco. Pero escúchame. Lasleyes humanas permiten que los culpables, por malvadosque sean, hablen en defensa propia antes de ser conde-nados. Escúchame, Frankenstein. Me acusas de asesina-to; y sin embargo destruirías, con la conciencia tranquila,a tu propia criatura. ¡Loada sea la eterna justicia del hom-bre! Pero no pido que me perdones; escúchame y luego,si puedes, y si quieres, destruye la obra que creaste contus propias manos.

—¿Por qué me traes a la memoria hechos que me ha-cen estremecer, y de los cuales soy autor y causa? ¡Mal-dito sea el día, abominable diablo, en el cual viste la luz!¡Malditas sean —aunque me maldigo a mí mismo— lasmanos que te dieron forma! Me has hecho más desgra-ciado de lo que me es posible expresar. ¡No me has deja-do la posibilidad de ser justo contigo! ! ¡Aparta!, ¡libra misojos de tu detestable visión!

—Así lo haré, creador mío —dijo, tapándome los ojoscon sus odiosas manos, que aparté con violencia—. Así oslibraré de la visión que aborrecéis. Pero aún podéis se-

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guir escuchándome, y otorgarme vuestra compasión. Oslo exijo, en nombre de las virtudes que una vez poseí.Escuchad mi historia, es larga y extraña. Pero subid a lachoza de la montaña, pues la temperatura de este lugarno es apropiada a vuestra constitución. El sol está aúnmuy alto; antes de que descienda y se oculte tras aque-llas cimas nevadas para alumbrar otro mundo, habrás oídomi relato y podrás decidir. De ti depende el que abando-ne para siempre la compañía de los hombres y lleve unaexistencia inofensiva o me convierta en el azote de tussemejantes y el autor de tu pronta ruina.

Empezó a atravesar el hielo mientras terminaba dehablar. Yo lo seguí. Tenía el corazón oprimido y no le con-testé. Mientras caminaba, sopesé los argumentos quehabía utilizado y decidí escuchar su relato. En parte meimpulsaba a ello la curiosidad, y la compasión me terminóde decidir. Hasta el momento lo había considerado el ase-sino de mi hermano, y esperaba ansiosamente que meconfirmara o desmintiera esta idea. Por primera vez ex-perimenté lo que eran las obligaciones del creador paracon su criatura, y comprendí que antes de lamentarmede su maldad debía posibilitarle la felicidad. Estos pensa-mientos me indujeron a acceder a su súplica. Cruzamos elhielo, por tanto, y escalamos la roca del fondo. El aire erafrío, y empezaba a llover de nuevo. Entramos en la choza;el villano con aire satisfecho, yo apesadumbrado y des-animado, pero decidido a escucharlo. Me senté cerca delfuego que mi odioso acompañante había encendido, y co-menzó su relato.

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CAPÍTULO 3

RECUERDO con gran dificultad el primer período de mi exis-tencia; todos los sucesos se me aparecen confusos e in-distintos. Una extraña multitud de sensaciones se apo-deraron de mí y empecé a ver, sentir, oír y oler, todo a lavez. Tardé mucho tiempo en aprender a distinguir lascaracterísticas de cada sentido. Recuerdo que, poco a poco,una luminosidad cada vez más fuerte oprimía mis ner-vios y tuve que cerrar los ojos. Me sumergí entonces enla oscuridad, y eso me turbó. Pero apenas había notadoesto cuando descubrí que, al abrir los ojos, la luz me vol-vía a iluminar. Comencé a andar, y creo que bajé unasescaleras, pero de pronto sentí un enorme cambio. Hastael momento, me habían rodeado cuerpos opacos y oscu-ros, insensibles a mi tacto o mi vista. Pero ahora descubríque podía moverme con entera libertad, que no habíaobstáculos que no pudiera evitar o vencer. La luz se mehacía más y más intolerable; el calor me incomodaba so-bremanera, así que caminé buscando un lugar sombrea-do. Llegué hasta el bosque de Ingolstadt, donde me tum-

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bé a descansar cerca de un riachuelo, hasta que el ham-bre y la sed me atormentaron y desperté del sopor enque había caído. Comí algunas bayas que encontré en losárboles o esparcidas por el suelo, calmé mi sed en el ria-chuelo y me volví a dormir.

Era de noche cuando me desperté. Sentía frío, y unmiedo instintivo al hallarme tan solo. Antes de abando-nar tu habitación, como tuviera frío, me había tapado conalgunas prendas que eran insuficientes para protegermede la humedad de la noche. Era una pobre criatura, inde-fensa y desgraciada, que ni sabía ni entendía nada. Llenode dolor me senté y comencé a llorar.

Poco después, una tenue luz iluminó el cielo, dándo-me una sensación de bienestar. Me levanté, y vi emergeruna brillante esfera de entre los árboles. La observé ad-mirado. Se movía con lentitud, pero su luz alumbraba loque había alrededor, y volví a salir en busca de bayas.Aún tenía frío, cuando debajo de un árbol encontré unaenorme capa, con la que me cubrí, y me senté de nuevo.No tenía ninguna idea clara, todo estaba confuso. Era sen-sible a la luz, al hambre, a la sed y a la oscuridad; mellegaban incontables sonidos y múltiples olores. Lo únicoque distinguía con claridad era la brillante luna, en la quefijé mis ojos con agrado.

Se sucedieron varios cambios de días y noches, y laesfera nocturna había menguado considerablementecuando empecé a distinguir mis sensaciones una de la otra.Paulatinamente, comencé a percibir con claridad el cris-talino arroyo que me proporcionaba agua, y los árbolesque me protegían con su follaje. Me sentí muy contentocuando por primera vez descubrí que el armonioso soni-do que con frecuencia regalaba mis oídos procedía de las

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gargantas de los pequeños animalillos alados que a me-nudo me habían interceptado la luz. Empecé también aobservar, con mayor precisión, las formas que me rodea-ban, y a percibir los límites de la brillante bóveda de luzque se extendía sobre mí. A veces intentaba imitar el agra-dable trino de los pájaros, pero no podía. Otras queríaexpresar mis sentimientos a mi modo, pero los rudos yextraños ruidos que producía me hacían enmudecer desusto.

La luna había desaparecido, y retornado más peque-ña, y yo seguía en el bosque. Mis sensaciones eran ya cla-ras, y cada día asimilaba nuevas ideas. Mis ojos se habíanacostumbrado a la luz y a distinguir bien los objetos. Dife-renciaba un insecto de un tallo de hierba y, poco a poco,las distintas clases de plantas entre sí. Comprobé que losgorriones tenían un trinar áspero, mientras que el cantodel mirlo y de los zorzales era grato y atrayente.

Un día, en que el frío arreciaba, encontré un fuego quealgún vagabundo habría encendido, y experimenté unagran emoción al ver el calor que desprendía. Lleno de jú-bilo toqué las brasas con la mano, pero la retiré de inme-diato con un grito de dolor. ¡Qué raro, pensé, que la mis-ma causa produzca efectos tan contrarios! Examiné lacomposición de la hoguera y descubrí satisfecho que eraleña. Recogí algunas ramas pero estaban húmedas y noprendieron. Esto me turbó y me senté de nuevo a con-templar el fuego. La leña húmeda que había dejado cercadel calor se secó, y empezó a arder. Esto me hizo pensar.Descubrí la razón al tocar las distintas ramas, y me pusede nuevo a reunir una gran cantidad de ellas para poner-las a secar y tener reservas. Al llegar la noche, y con ellael sueño, mi miedo era que se apagara el fuego. Lo tapé

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cuidadosamente con hojarasca y ramas secas, poniendodespués leña húmeda encima. Luego extendí la capa enel suelo y me eché a dormir.

Era ya de día cuando desperté, y mi primer pensa-miento fue ver cómo iba el fuego. Lo destapé, y un ligeroairecillo lo avivó enseguida. Esto me indujo a construircon ramas una especie de abanico que me permitía en-cender las brasas cuando parecían a punto de extinguir-se. Cuando de nuevo cayó la noche, descubrí gozoso queel fuego, aparte de dar calor, también daba luz. Descubríque también podía utilizar el fuego para mi alimentación,gracias a los restos de comida que algún viajero dejó aban-donados. Vi que éstos estaban asados y que eran mássabrosos que las bayas que recogía. Intenté, pues, hacerlo mismo con mis alimentos y descubrí que, así, las bayasse estropeaban pero que las nueces y raíces tenían unsabor mucho más agradable.

Pronto empezaron a escasear los alimentos, y a me-nudo pasaba un día entero buscando en vano algunasbellotas con las que calmar mi hambre. Entonces resolvíabandonar el lugar donde había habitado hasta aquelmomento y buscar otro en el cual pudiera satisfacer misnecesidades con mayor facilidad. Lo que más lamentabade esta emigración era la pérdida del fuego, que tan ca-sualmente había encontrado y que no sabía cómo encen-der. Pasé varias horas pensando en el problema, pero mevi obligado a abandonar todo intento de reproducirlo. Asíque, envuelto en mi capa, empecé a cruzar el bosque endirección al sol poniente. Anduve durante tres días antesde llegar al campo abierto. La noche anterior había caídouna gran nevada, y los campos aparecían uniformemen-te blancos. El panorama era desconsolador, y noté que la

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húmeda sustancia fría que cubría el suelo me helaba lospies.

Eran cerca de las siete de la mañana, y quería encon-trar cobijo y comida. Por fin divisé en un montículo unapequeña cabaña que sin duda era la morada de algún pas-tor. Esto era nuevo para mí. La examiné con gran curio-sidad y, al observar que la puerta se abría, entré. Senta-do junto al fuego, en el cual se preparaba el desayuno, sehallaba un anciano. Se volvió al oír el ruido; y, viéndome,salió de la cabaña gritando, y cruzó los campos a una ve-locidad apenas imaginable en persona tan debilitada. Mesorprendieron su huida y su aspecto, distinto a todo loque hasta entonces había visto. Pero estaba encantadocon la cabaña: aquí no podía entrar ni la nieve ni la lluvia;el suelo estaba seco, y me pareció un refugio tan deliciosoy exquisito como les debió parecer el Pandemonio a losdemonios del infierno después de sus sufrimientos en ellago de fuego. Ávidamente devoré los restos del desayu-no del pastor: pan, queso, leche y vino, pero éste últimono me gustó. Luego, vencido por el cansancio, me tumbéen un montón de paja y me dormí.

Era mediodía cuando me desperté; y, atraído por elcalor del sol, que hacía brillar la nieve, me decidí a reem-prender mi viaje; metí lo que quedaba del desayuno enun zurrón que encontré, y emprendí camino campo a tra-vés durante algunas horas, hasta que al anochecer lleguéa una aldea. ¡Qué hermosa me pareció! Las cabañas, lascasitas más limpias y las haciendas atrajeron por turnomi atención. Las verduras en los huertos, y la leche y que-so colocados en las ventanas, me abrieron el apetito. En-tré en una de las mejores casas; pero apenas si había pues-to el pie en el umbral cuando unos niños empezaron a

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chillar, y una mujer se desmayó. Todo el pueblo se albo-rotó; unos huyeron, otros me atacaron hasta que, magu-llado por las piedras y otros objetos arrojadizos, escapé alcampo. Me refugié temerosamente en un cobertizo detecho bajo, vacío, que contrastaba poderosamente con lospalacios que había visto en el pueblo. Este cobertizo, sinembargo, estaba adosado a una casa de aspecto bonito yaseado, pero tras mi reciente y desafortunada experien-cia no me atreví a entrar en ella. Mi refugio era de made-ra, pero de techo tan bajo, que apenas podía permanecersentado sin tener que agachar la cabeza. No había made-ra en el suelo, que era de tierra, pero estaba seco; y aun-que el viento se filtraba por numerosas rendijas, encon-tré que era un asilo agradable para protegerme de la nie-ve y la lluvia.

Aquí, pues, me metí y me tumbé, contento de haberencontrado un lugar, por pobre que fuera, que me prote-gía de las inclemencias del tiempo y, sobre todo, de la bar-barie del hombre.

No bien hubo amanecido, salí de mi cubil para obser-var la casa adyacente y ver si me era posible seguir en mirefugio recién encontrado. Estaba adosado a la parte pos-terior de la casa y lo cerraban una pocilga y un estanquede agua clara. El otro lado, por el que había entrado, que-daba abierto. Procedí a tapar con piedras y leña todos losorificios por los cuales pudieran verme, pero de tal formaque me fuera posible apartarlas para salir. La única luz queentraba procedía de la pocilga, pero era suficiente para mí.

Tras haber arreglado así mi vivienda, y haberla al-fombrado con paja limpia, me oculté, pues divisé en ladistancia la figura de un hombre y recordaba demasiadobien el tratamiento recibido la noche anterior como para

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encomendarme a él. Afortunadamente tenía comida paraese día, pues había robado una hogaza y una taza, que meservía mejor que las manos para beber el agua cristalinaque corría cerca de mi refugio. El suelo estaba algo levan-tado, de manera que permanecía seco y, por encontrarsecerca de la chimenea de la casa, era moderadamente ca-liente.

Así provisto, me dispuse a permanecer en esta chozahasta que ocurriera algo que modificara mi decisión. Com-parada con mi anterior morada, el desangelado bosquedonde las ramas goteaban lluvia y el suelo estaba moja-do, era en verdad un paraíso. Desayuné con fruición, yme disponía a levantar un madero para sacar agua cuan-do escuché pasos y vi, por una rendija, a una muchachaque, balanceando un cubo en la cabeza, pasaba por de-lante de mi cobertizo. Era joven y de aspecto dulce, dis-tinta de lo que más tarde he comprobado que son los la-briegos y los criados de las granjas. Iba vestida humilde-mente, con una tosca falda azul y una chaqueta de paño.Sus cabellos rubios estaban trenzados pero no llevabaadornos. Sus facciones revelaban resignación, pero su as-pecto era triste. La perdí de vista, pero transcurridos unosquince minutos reapareció con el mismo recipiente, queahora estaba medio lleno de leche. Mientras andaba, cla-ramente incómoda por el peso, un joven de rostro aúnmás deprimido se dirigió a su encuentro. Con aire melan-cólico intercambiaron algunas palabras, y cogiéndole elcubo se lo llevó hasta la casa. Al poco tiempo vi reapare-cer al joven con unas herramientas en la mano y cruzar elcampo que había detrás de la casa. Asimismo, la joventambién estaba ocupada, a veces dentro de la casa y otrasen el patio.

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Explorando mi refugio, descubrí que una de las ven-tanas de la casa había dado anteriormente al cobertizo, sibien ahora el hueco se encontraba tapado por planchasde madera. Una de estas planchas tenía una diminutarendija por la cual se podía ver una pequeña habitación,encalada y limpia, pero muy desprovista de muebles. Enun rincón, cerca del fuego, estaba sentado un anciano, conla cabeza entre las manos en actitud abatida. La jovenestaba ocupada arreglando la estancia. De pronto, sacóalgo del cajón que tenía entre las manos y se sentó cercadel anciano, el cual, tomando un instrumento, empezó atocar y a arrancar de él sones más dulces que el cantardel mirlo o el ruiseñor. Incluso para un desgraciado comoyo, que nunca antes había percibido nada hermoso, eraun bello cuadro. El cabello plateado y el aspecto bonda-doso del anciano ganaron mi respeto, y los modales dul-ces de la joven despertaron mi amor. Tocó una tonadilladulce y triste, que conmovió a su dulce acompañante, aquien el hombre parecía haber olvidado hasta que oyó sullanto. Pronunció entonces algunas palabras y la mucha-cha, dejando su tarea, se arrodilló a sus pies. El la levantóy la sonrió con tal afecto y ternura, que una sensaciónpeculiar y sobrecogedora me recorrió el cuerpo. Era unamezcla de dolor y gozo que hasta entonces no me habíanproducido ni el hambre ni el frío, ni el calor, ni ningúnalimento. Incapaz de soportar por más tiempo esta emo-ción, me retiré de la ventana.

Al poco rato regresó el chico llevando un haz de leña alhombro. La joven lo recibió en la puerta y lo ayudó con elfardo, del cual escogió algunas ramas que echó al fuego.Luego, se fueron los dos a una esquina de la habitación, yél mostró un gran pan y un trozo de queso. Ella pareció

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alegrarse, y salió al jardín en busca de plantas y raíces, lasmetió en agua y después al fuego. Luego prosiguió su la-bor, y el joven se fue al jardín, donde se puso diligente-mente a cavar y a arrancar raíces. Al cabo de una hora, lamuchacha salió a buscarlo, y juntos entraron en la casa.Entretanto, el anciano había estado pensativo; pero, alver a sus compañeros, adoptó un aire más alegre, y sesentaron a comer. El almuerzo acabó pronto. La jovenvolvió a ocuparse de las tareas caseras, en tanto que elanciano, apoyado en el brazo del joven, paseaba al sol pordelante de la casa. No puede haber nada más bello que elcontraste de aquellos dos seres. El uno era muy mayor,con el cabello plateado, y su rostro reflejaba bondad ycariño, el otro era esbelto y muy apuesto y tenía las fac-ciones modeladas con la mayor simetría. Sin embargo, sumirada y actitud denotaban una gran tristeza y depre-sión. El anciano volvió a la casa y el muchacho se encami-nó a los campos, portando herramientas distintas de lasde la mañana.

Pronto cayó la noche; pero, ante mi gran asombro, vique los habitantes de aquella casa tenían un modo de pro-longar la luz, por medio de bastones de cera, y me alegróque la puesta de sol no pusiera fin al gozo que experi-mentaba observando a mis vecinos. Durante la velada, lajoven y su compañero se dedicaron a diversas ocupacio-nes que no comprendí; y el anciano volvió a tomar el ins-trumento que producía aquellos divinos sonidos que tan-to me habían complacido por la mañana. En cuanto hubofinalizado, el joven comenzó no a tocar, sino a articularuna serie de sonidos monótonos que no se asemejaban nia la armonía del instrumento del anciano ni al canto de lospájaros. Más tarde supe que leía en voz alta, pero en aque-

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llos momentos nada sabía de la ciencia de las letras ni delas palabras.

Tras permanecer así ocupados durante un breve tiem-po, la familia apagó las luces y se retiró, presumo que adescansar.

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CAPÍTULO 4

ME TUMBÉ en la paja, pero no conseguí dormir. Repasabalos sucesos del día. Lo que más me chocaba eran los mo-dales cariñosos de aquellas gentes. Recordaba muy bienel trato de los salvajes aldeanos la noche anterior, y decidíque, cualquiera que fuese la actitud que adoptara en elfuturo, por el momento permanecería en mi cobertizo,observando e intentando descubrir las razones que moti-vaban sus actos.

Mis vecinos se levantaron al día siguiente antes deque amaneciera. La joven arregló la casa, y preparó lacomida; el joven salió después del desayuno.

El día transcurrió de manera igual al anterior. El mu-chacho trabajaba fuera de la casa y la chica en diversastareas domésticas. El anciano, que pronto me di cuentade que era ciego, pasaba las horas meditando o tañendosu instrumento. Nada podría superar el cariño y respetoque los jóvenes demostraban para con su venerable com-pañero. Le prestaban todos los servicios con gran dulzu-ra y él los recompensaba con su sonrisa bondadosa.

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Pero no eran del todo dichosos. El joven y su compa-ñera con frecuencia se retiraban, y parecían llorar. Nocomprendía la causa de su tristeza; pero me afectaba pro-fundamente. Si seres tan hermosos eran desdichados, noera de extrañar que yo, criatura imperfecta y solitaria,también lo fuera. Pero ¿por qué eran infelices aquellasgentes tan bondadosas? Tenían una agradable casa (puesasí me parecía) y todas las comodidades; tenían un fuegopara calentarlos del frío y deliciosa comida con que saciarsu hambre; vestían buenos trajes, y, lo que es más, dis-frutaban de su mutua compañía y conversación,intercambiando a diario miradas de afecto y bondad. ¿Quésignificaba su llanto? ¿Expresaban sus lágrimas dolor? Nopodía, al principio, responderme a estas preguntas, peroel tiempo y una sostenida observación me explicaronmuchas cosas que a primera vista parecían enigmáticas.

Pasó bastante tiempo antes de que descubriera quela pobreza, que padecían en grado sumo, era uno de losmotivos de intranquilidad de esta buena familia. Su sus-tento sólo consistía en verduras del huerto y leche de suvaca, muy escasa durante el invierno, época en la que susdueños apenas podían alimentarla. Creo que a menudopasaban mucho hambre, en especial los jóvenes, pues envarias ocasiones los vi privarse de su propia comida paradársela al anciano. Este gesto de bondad me conmoviómucho. Yo solía, durante la noche, robarles parte de sucomida para mi sustento, pero cuando advertí que estolos perjudicaba me abstuve, contentándome con bayas,nueces y raíces que recogía de un bosque cercano.

Descubrí también otro medio para ayudarlos. Habíaobservado que el joven dedicaba gran parte del día a re-coger leña para el fuego; y, durante la noche, a menudo

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yo cogía sus herramientas, que pronto aprendí a utilizar,y les traía a casa leña suficiente para varios días.

Recuerdo la sorpresa que la joven demostró, la pri-mera vez que hice esto, al abrir la puerta por la mañana yencontrar un montón de leña fuera. Dijo algunas palabrasen voz alta, y el joven salió y expresó a su vez su asom-bro. Observé, con alegría, que aquel día no fue al bosque,y lo pasó reparando la casa y cultivando el jardín.

Poco a poco hice un descubrimiento de aún mayorimportancia. Me di cuenta de que aquellos seres teníanun modo de comunicarse sus experiencias y sentimien-tos por medio de sonidos articulados. Observé que laspalabras que utilizaban producían en los rostros de losoyentes alegría o dolor, sonrisas o tristeza. Esta sí que erauna ciencia sobrehumana y deseaba familiarizarme conella. Pero todos mis intentos a este respecto eran infruc-tuosos. Hablaban con rapidez y las palabras que decían,al no tener relación aparente con los objetos tangibles,me impedían resolver el misterio de su significado. Sinembargo, a base de grandes esfuerzos, y cuando ya habíapasado en mi cobertizo varias lunas, aprendí el nombrede algunos de los objetos más familiares como fuego, le-che, pan y leña. También aprendí los nombres de misvecinos. La joven y su hermano tenían ambos varios nom-bres, pero el anciano sólo tenía uno, padre. A la mucha-cha la llamaban hermana o Agatha y al joven Félix, her-mano o hijo. No puedo expresar la alegría que sentí cuán-do comprendí las ideas correspondientes a estos sonidosY pude pronunciarlos. Distinguía otras palabras, que nientendía ni podía emplear, tales como bueno, querido,triste.

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De esta manera transcurrió el invierno. La bondad yhermosura de estas personas me hicieron encariñarmemucho con ellas; cuando se encontraban tristes, yo esta-ba desanimado; cuando eran felices, yo participaba de sualegría. Veía a pocos seres humanos, aparte de ellos; y sipor casualidad alguno iba a la casa, sus toscos modales ybrusco caminar hacían resaltar la superioridad de misamigos. Noté que el anciano a menudo se esforzaba poranimar a sus hijos, como a veces les llamaba, para quedesecharan su tristeza. Solía entonces hablar en tono ale-gre, con una expresión de bondad en el rostro que inclusoa mí me producía placer. Agatha lo escuchaba con respe-to, y con frecuencia se le llenaban los ojos de lágrimas,que intentaba disimular; pero observé que, por lo gene-ral, había más animación en su rostro y tono de voz trashaber escuchado a su padre. No así Félix. Siempre era elmás triste del grupo; e incluso yo, con mi inexperiencia,me daba cuenta de que parecía haber sufrido más que losotros. Pero si sus facciones reflejaban mayor tristeza, sutono de voz era más alegre que el de su hermana, en es-pecial cuando se dirigía a su padre.

Podría dar muchos ejemplos, que, aunque nimios, re-flejan la disposición de aquellas buenas gentes. En mediode la pobreza y la necesidad, Félix, satisfecho, le llevó a suhermana la primera florecilla blanca que asomó entre lanieve. Por la mañana temprano, antes de que ella se le-vantara, limpiaba la nieve que cubría el sendero hasta elestablo, sacaba agua del pozo, y le llevaba leña al otro co-bertizo, donde, con gran asombro, encontraba las reser-vas que una mano invisible iba reponiendo. Creo que du-rante el día trabajaba para un granjero vecino, porque amenudo salía y no regresaba hasta la noche, pero no traía

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leña. Otras veces trabajaba en el huerto, pero, como eninvierno había poco que hacer allí, solía pasar muchos ra-tos leyéndoles al anciano y a Agatha.

Estas lecturas me habían extrañado mucho en un prin-cipio, pero poco a poco descubrí que al leer pronunciabacon frecuencia los mismos sonidos que cuando hablaba.Supuse, por tanto, que encontraba en el papel signos deexpresión que comprendía. ¡Cómo deseaba yo aprender-los! Pero ¿cómo iba a hacerlo si ni siquiera entendía lossonidos que representaban? Sin embargo, progresé enesta materia, aunque a pesar de mis esfuerzos aún nopodía seguir ninguna conversación. Comprendía clara-mente que aunque deseaba dirigirme a mis vecinos nodebía hacerlo hasta no dominar su lenguaje, conocimien-to que me permitiría hacerles olvidar lo deforme de miaspecto, de lo cual me había hecho consciente a través delcontraste.

Admiraba las perfectas proporciones de mis vecinos,su gracia, hermosura y delicada tez. ¡Cómo me horroricéal verme reflejado en el estanque transparente! En unprincipio salté hacia atrás aterrado, incapaz de creer queera mi propia imagen la que aquel espejo me devolvía.Cuando logré convencerme de que realmente era el mons-truo que soy, me embargó la más profunda amargura ymortificación. ¡Ay!, desconocía entonces las fatales con-secuencias de esta deformación.

A medida que el sol empezaba a calentar más, y el díase alargaba, desapareció la nieve, y vi aparecer los árbo-les desnudos y la oscura tierra. A partir de este momen-to, Félix estuvo más ocupado, y los angustiosos envitesdel hambre desaparecieron. Como descubrí más tarde,su alimentación era tosca pero sana y suficiente. Crecie-

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ron en el huerto nuevos tipos de plantas, que cocinaban,y estas muestras de bienestar aumentaban día a día asíque avanzaba la primavera.

Apoyado en su hijo, el anciano solía pasear un poco almediodía cuando no llovía, pues tal era el nombre quedaban al agua que desprendía el firmamento. Estas llu-vias eran frecuentes, pero los fuertes vientos pronto se-caban la tierra, y el tiempo se hizo mucho más agradablede lo que había sido.

En el cobertizo mi ritmo de vida era uniforme. Con-templaba los movimientos de mis vecinos durante lamañana, y dormía cuando sus quehaceres en el exteriorles dispersaban. El resto del día lo pasaba de modo simi-lar. Cuando se retiraban a descansar, si había luna o lanoche era estrellada, yo salía al bosque en busca de comi-da para mí y leña para mis vecinos. Cuando se hacía ne-cesario, quitaba la nieve del sendero, y realizaba las ta-reas que había visto hacer a Félix. Más tarde supe queestas tareas, que llevaba a cabo una mano invisible, lessorprendían grandemente. Incluso en alguna ocasión lesoí mencionar a este respecto las palabras espíritu buenoy maravilloso, pero no entendía entonces el significado deestos términos.

Mi cerebro se hacía cada día más activo, y deseabamás que nunca descubrir los impulsos y sentimientos deestas hermosas criaturas. Sentía curiosidad por saber elmotivo de la congoja de Félix y la pena de Agatha. Pensa-ba, ¡infeliz de mí!, que estaría en mi mano el devolverlesa estas criaturas la felicidad que tanto merecían. Cuandodormía o me ausentaba, se me aparecía la imagen delpadre ciego, la dulce Agatha y el buen Félix. Los conside-raba seres superiores, árbitros de mi futuro destino. Tra-

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taba de imaginarme, de mil maneras distintas, el día enque me presentaría ante ellos y el recibimiento que meharían. Suponía que, tras una primera repulsión, mi buencomportamiento y palabras conciliadoras me ganarían susimpatía, y más tarde su afecto.

Estos pensamientos me exaltaban y espoleaban conrenovado vigor a aprender el arte de la expresión. Teníalas cuerdas vocales endurecidas pero flexibles, y aunquemi tono de voz distaba mucho de tener la musicalidad delsuyo, podía pronunciar con relativa facilidad aquellas pa-labras que comprendía. Era como el asno y el perrillo fal-dero; aunque bien merecía el dócil burro, cuyas intencio-nes eran buenas a pesar de su rudeza, mejor trato que losgolpes e insultos que le daban.

Las suaves lluvias y el calor de la primavera cambia-ron mucho el aspecto del terreno. Los hombres, que pa-recían haber estado escondidos en cuevas, se dispersa-ron por doquier y se dedicaban a los más diversos culti-vos. Los pájaros trinaban con mayor alegría, y las hojasempezaron a despuntar en las ramas. ¡Gozosa, gozosa tie-rra!, digna morada de los dioses y que aún ayer aparecíainsana, húmeda y desolada. Este resurgimiento de la na-turaleza me elevó el espíritu; el pasado se me borró de lamemoria, el presente era tranquilo y el futuro me dabaesperanza y promesas de alegría.

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CAPÍTULO 5

ME APROXIMO ahora a la parte más conmovedora de minarración. Contaré los sucesos que me han convertido,de lo que era, en lo que soy.

La primavera avanzaba con rapidez. El tiempo mejo-ró, y las nubes desaparecieron del cielo. Me sorprendióver cómo lo que hacía poco había sido tan sólo desierto ytristeza nos regalara ahora las más preciosas flores y ver-dor. Gratificaban y refrescaban mis sentidos miles de aro-mas deliciosos y escenas bellas.

Fue uno de esos días, en los que mis vecinos reposa-ban de su trabajo —el anciano tocaba su guitarra y losjóvenes lo escuchaban—, cuando observé que Félix pare-cía más melancólico todavía que de costumbre y suspira-ba con frecuencia. En un momento su padre interrumpióla música, y deduje, por sus gestos, que le preguntaba asu hijo la razón de su tristeza. Félix respondió con tonoalegre, y el anciano se disponía a reemprender su música,cuando alguien llamó a la puerta.

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Era una señora a caballo, acompañada de un campe-sino que le servía de guía. La dama vestía un traje oscuro,y un tupido velo negro le cubría el rostro. Agatha le hizouna pregunta, a la cual la desconocida respondió pronun-ciando con dulzura tan sólo el nombre de Félix. Su vozera melodiosa, pero diferente de la de mis amigos. Al oírsu nombre, Félix se acercó apresuradamente a la dama,que al verlo se levantó el velo, dejando ver un rostro debelleza y expresión angelical. Su brillante pelo negro es-taba curiosamente trenzado; tenía los ojos oscuros y vi-vos pero amables, las facciones bien proporcionadas, latez hermosísima y las mejillas suavemente sonrosadas.

Félix parecía traspuesto de alegría al verla; todo ras-go de tristeza desapareció de su rostro, que al instanteexpresó un júbilo del cual apenas lo creía capaz; le brilla-ban los ojos y se le encendieron de placer las mejillas, y enaquel momento me pareció tan hermoso como la extran-jera. Ella a su vez experimentaba diversos sentimientos;secándose las lágrimas de sus hermosos ojos, le tendió lamano a Félix, que la besó embelesado mientras le llamaba,según pude entender, su dulce árabe. No parecíacomprenderlo, pero sonrió. La ayudó a desmontar, y,despidiendo al guía, la condujo al interior de la casa. Tuvolugar una conversación entre él y su padre. La joven ex-tranjera se arrodilló a los pies del anciano, y le hubierabesado la mano, si éste no se hubiera apresurado a le-vantarla y abrazarla afectuosamente.

Pronto observé que aunque la joven emitía sonidosarticulados, y parecía tener un idioma propio, los demásno la comprendían, del mismo modo que ella tampoco loscomprendía. Hicieron muchos gestos que yo no entendí,pero vi que su presencia llenaba la casa de alegría, y disi-

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paba su tristeza del mismo modo que el sol disipa las bru-mas matinales. Félix se mostraba especialmente feliz, yatendía a su árabe con radiantes sonrisas. Agatha, la dul-ce Agatha, cubría de besos las manos de la extranjera, y,señalando a su hermano, parecía querer indicarle por se-ñas lo triste que había estado antes de su llegada. Asítranscurrieron algunas horas, en el curso de las cualesmanifestaron una alegría, cuya razón yo no alcanzaba acomprender. De pronto descubrí, por la frecuente repe-tición de un sonido, que la extranjera trataba de imitar,que intentaba aprender su lengua. Al instante se me ocu-rrió que yo, con el mismo fin, podía valerme de la mismaenseñanza. La extranjera aprendió unas veinte palabrasen esta primera lección, la mayoría de las cuales yo yaconocía.

Al caer la noche, Agatha y la muchacha árabe se reti-raron pronto a descansar. Cuando se separaron, Félixbesó la mano de la extranjera y dijo:

—Buenas noches, dulce Safie.El permaneció despierto largo rato, conversando con

su padre. Por las numerosas veces que repetían su nom-bre supuse que hablaban de la hermosa huésped. Mehubiera gustado entenderlos, y presté gran atención, perome resultó del todo imposible.

A la mañana siguiente Félix marchó a su trabajo; y,cuando terminaron las tareas cotidianas de Agatha, lamuchacha árabe se sentó a los pies del anciano, y, cogien-do su guitarra, tocó unos aires de tan conmovedora belle-za, que al punto me hicieron derramar lágrimas de tris-teza y admiración. Cantó, y su voz era modulada y rica encadencias, como la del ruiseñor.

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Cuando hubo terminado, le dio la guitarra a Agatha,que en un principio se mostró reacia a tomarla. Luegotocó una sencilla tonadilla. También cantó, con dulce voz,pero muy distinta de la maravillosa modulación de la ex-tranjera. El anciano estaba embelesado, y dijo algo queAgatha intentó explicarle a Safie. Parecía quererle decirque con su música le producía un gran placer.

Los días pasaban ahora con la misma tranquilidad queantes, con la sola diferencia de que la alegría había susti-tuido a la tristeza en el rostro de mis amigos. Safie estabasiempre alegre y contenta. Ambos progresamos en la len-gua con rapidez, de modo que al cabo de dos meses em-pecé a entender la mayoría de las cosas que decían misprotectores.

Entretanto, la oscura tierra se iba cubriendo de ver-dor, salpicado de innumerables flores de dulce aroma ymaravillosa vista, como estrellas que brillaban con deli-cado color a la luz de la luna. El sol fue calentando más, ylas noches se hicieron claras y suaves. Mis paseos noc-turnos me causaban enorme placer, a pesar de que sevieron acortados por las tardías puestas de sol y el tem-prano amanecer. Nunca me atrevía a salir durante el día,temeroso de recibir el mismo trato que en la primera al-dea en la que estuve.

Pasaban los días prestando la máxima atención, parapoder dominar el idioma con la mayor brevedad posible.Puedo presumir de que aprendía a más velocidad que lamuchacha árabe, que entendía muy poco y hablaba conacento entrecortado, mientras que yo comprendía todo ypodía reproducir casi todas las palabras.

El libro con el cual Félix enseñaba a Safie era Las Rui-nas, o Meditación sobre la Revolución de los Imperios,

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de Volney. No hubiera entendido la intención del libro, deno ser porque Félix, al leerlo, daba minuciosas explica-ciones. Había elegido esta obra, dijo, porque su estilodeclamatorio imitaba el de autores orientales. A travésde este libro, obtuve una panorámica de la historia y al-gunas nociones acerca de los imperios que existían en elmundo actual. Me dio una visión de las costumbres, go-biernos y religiones que tenían las distintas naciones dela Tierra. Oí hablar de los indolentes asiáticos, de la mag-nífica genialidad y actividad intelectual de los griegos, delas guerras y virtudes de los romanos, de su degeneraciónposterior y de la decadencia de ese poderoso imperio; delnacimiento de las órdenes de caballería, la cristiandad, losreyes. Supe del descubrimiento del hemisferio americanoy lloré con Safie la desdichada suerte de sus indígenas.

Estas maravillosas narraciones me llenaban de extra-ños sentimientos. ¿Sería en verdad el hombre un ser tanpoderoso, virtuoso, magnífico y a la vez tan lleno de baje-za y maldad? Unas veces se mostraba como un vástagodel mal; otras, como todo lo que de noble y divino se pue-de concebir. El ser un gran hombre lleno de virtudes pa-recía el mayor honor que pudiera recaer sobre un serhumano, mientras que el ser infame y malvado, comotantos en la historia, la mayor denigración, una condiciónmás rastrera que la del ciego topo o inofensivo gusano.Durante mucho tiempo no podía comprender cómo unhombre podía asesinar a sus semejantes, ni entendía si-quiera la necesidad de leyes o gobiernos; pero cuando supemás detalles sobre crímenes y maldades, dejé de asom-brarme, y sentí asco y disgusto.

Ahora, cada conversación de mis vecinos me descu-bría nuevas maravillas. Fue escuchando las instrucciones

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que Félix le daba a la joven árabe como aprendí el extra-ño sistema de la sociedad humana. Supe del reparto deriquezas, de inmensas fortunas y tremendas miserias; dela existencia del rango, el linaje y la nobleza.

Las palabras me indujeron a reflexionar sobre mí mis-mo. Aprendí que las virtudes más apreciadas por mis se-mejantes eran el rancio abolengo acompañado de rique-zas. El hombre que poseía sólo una de estas cualidadespodía ser respetado; pero si carecía de ambas se le consi-deraba, salvo raras excepciones, como a un vagabundo,un esclavo destinado a malgastar sus fuerzas en prove-cho de los pocos elegidos. ¿Y qué era yo? Ignoraba todorespecto de mi creación y creador, pero sabía que no po-seía ni dinero ni amigos ni propiedad alguna; y, por el con-trario, estaba dotado de una figura horriblemente defor-mada y repulsiva; ni siquiera mi naturaleza era como lade los otros hombres. Era más ágil, y podía subsistir abase de una dieta más tosca; soportaba mejor el frío y elcalor; mi estatura era muy superior a la suya. Cuandomiraba a mi alrededor, ni veía ni oía hablar de nadie quese pareciese a mí. ¿Era, pues, yo verdaderamente unmonstruo, una mancha sobre la Tierra, de la que todoshuían y a la que todos rechazaban?

No puedo describir la angustia que estos pensamien-tos me causaban. Intentaba desecharlos, pero la tristezame aumentaba a medida que me iba instruyendo. ¡Porqué no me habría quedado en mi bosque, donde ni cono-cía ni experimentaba otras sensaciones que las del ham-bre, la sed y el calor!

¡Qué extraña naturaleza la del saber! Se aferra a lamente, de la cual ha tomado posesión, como el liquen a laroca. A veces deseaba desterrar de mí todo pensamiento,

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todo afecto; pero aprendí que sólo había una manera deimponerse al dolor y ésa era la muerte, estado que measustaba aunque aún no lo entendía. Admiraba la virtudy los buenos sentimientos, y me gustaban los modalesdulces y amables de mis vecinos; pero no me era permi-tida la convivencia con ellos, salvo sirviéndome de la as-tucia, permaneciendo desconocido y oculto, lo cual, másque satisfacerme, aumentaba mi deseo de convertirmeen uno más entre mis semejantes. Las tiernas palabrasde Agatha y las sonrisas animadas de la gentil árabe nome estaban destinadas. Los apacibles consejos del ancia-no y la alegre conversación del buen Félix tampoco meestaban destinados. Desgraciado e infeliz engendro.

Otras lecciones se me grabaron con mayor profundi-dad aún. Supe de la diferencia de sexos, del nacer y cre-cer de los hijos; cómo disfruta el padre con las sonrisas desu pequeño, y las alegres correrías de los hijos más ma-yores; cómo todos los cuidados y razón de ser de la ma-dre se concentran en esa preciada carga; cómo la mentedel joven se va desarrollando y enriqueciendo; supe dehermanos, de hermanas, y los vínculos que unen a. loshumanos entre sí con lazos mutuos.

Pero ¿dónde estaban mis amigos y parientes? Nin-gún padre había vigilado mi niñez, ninguna madre mehabía prodigado sus cariños y sonrisas, y, en caso de quehubiera ocurrido, mi vida pasada se había convertido paramí en un borrón, un vacío en el que no distinguía nada.Me recordaba desde siempre con la misma estatura yproporción. No había visto aún ningún ser que se me pa-reciera o que me exigiera tener con él alguna relación.¿Qué era entonces? La pregunta surgía una y otra vez

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sin que pudiera responder a ella más que con lamenta-ciones.

Pronto explicaré hacia dónde me llevaron estos pen-samientos. Pero por el momento continuaré con mis ve-cinos, cuya historia me produjo sentimientos encontra-dos de indignación, alegría y asombro, pero que termina-ron todos en un mayor respeto y amor hacia mis protec-tores (pues así me gustaba llamarles con un inocente ycasi doloroso deseo de engañarme).

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CAPÍTULO 6

PASÓ algún tiempo hasta que conocí la historia de misamigos. Era de tal naturaleza, que no podía por menos degrabárseme profundamente en la memoria, al revelar unaserie de circunstancias muy interesantes y maravillosaspara un ser ingenuo como yo era entonces.

El anciano se llamaba De Lacey. Descendía de unabuena familia de Francia, país en el que había vivido mu-chos años, rico, respetado por sus superiores y estimadopor sus iguales. Educó a su hijo para servir a la patria, yAgatha trataba con las damas de la más alta alcurnia. Unosmeses antes de mi llegada vivían en una gran ciudad lla-mada París, rodeados de amigos y disfrutando de todo loque la virtud, la cultura, el gusto y una considerable rique-za pueden proporcionar.

El padre de Safie había sido el causante de su desgra-cia. Era un mercader turco, y llevaba viviendo muchosaños en París, cuando, por alguna razón que no logré sa-ber, cayó en desgracia ante el gobierno. Fue aprehendidoy encarcelado el mismo día en que Safie llegaba de

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Constantinopla para reunirse con él. Se le juzgó y conde-nó a muerte. La injusticia de esta sentencia era flagrante.Todo París estaba indignado, pues consideraba que susriquezas y su religión, más que el crimen que se le impu-taba, habían sido la causa de su condena.

Félix había estado presente en el juicio, y su ira al es-cuchar la sentencia fue incontenible. Hizo al instante unapromesa solemne de liberarlo, e inició de inmediato labúsqueda del medio que le permitiera llevar a cabo sujuramento. Tras muchos infructuosos intentos de pene-trar en la prisión, encontró en un ala poco vigilada deledificio una ventana enrejada, que iluminaba la mazmo-rra del infortunado mahometano, que, doblegado bajo elpeso de las cadenas, aguardaba lleno de desesperación elcumplimiento de la bárbara sentencia. Por la noche, a tra-vés de la ventana, Félix comunicó al prisionero sus inten-ciones de ayudarlo. Sorprendido y encantado, el turco in-tentó espolear el entusiasmo de su liberador con prome-sas de grandes riquezas. Félix rechazó la oferta con des-precio, mas cuando vio a la bella Safie, a quien permitie-ron visitar a su padre y que por señas le mostraba suagradecimiento, no pudo por menos de pensar que el cau-tivo poseía un tesoro que compensaría con creces todoesfuerzo y peligro.

El turco pronto advirtió la impresión que Safie habíaproducido en el muchacho, y quiso asegurarse más su celoprometiéndosela en matrimonio en cuanto fuera condu-cido a un lugar seguro. Félix era demasiado cortés comopara aceptar la oferta, pero sabía que aquella probabili-dad constituía su máxima esperanza.

Durante los días siguientes, mientras se preparaba lahuida del mercader, el entusiasmo de Félix se vio incre-

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mentado por varias cartas que recibió de la hermosa jo-ven, que encontró el medio de expresarse en el idioma desu amado gracias a la ayuda de un viejo criado de su pa-dre, que sabía francés. En ellas le agradecía efusivamentela ayuda que intentaba prestarles, a la par que lamenta-ba discretamente su propia suerte.

Tengo copias de estas cartas, pues mientras viví en elcobertizo pude hacerme con útiles de escribir; y Félix oAgatha a menudo tuvieron las cartas en sus manos. An-tes de partir te las enseñaré; probarán la veracidad de mirelato. De momento, sólo podré resumírtelas, ya que elsol comienza a declinar.

Safie contó que su madre era una árabe convertida, ala cual habían capturado y esclavizado los turcos; desta-cando por su hermosura, había conquistado el corazóndel padre de Safie, que la tomó por esposa. La muchachahablaba en términos muy elogiosos de su madre, que,nacida en libertad, despreciaba la sumisión a la que seveía reducida. Instruyó a su hija en las normas de su pro-pia religión, y la exhortó a aspirar a un nivel intelectual yuna independencia de espíritu prohibidos para las muje-res mahometanas. Esta mujer murió, pero sus enseñan-zas estaban muy afianzadas en la mente de Safie, queenfermaba ante la idea de volver a Asia y encerrarse enun harén, con autorización solamente para entregarse adiversiones infantiles, poco acordes con la disposición desu espíritu, acostumbrado ahora a una mayor amplitudde pensamientos y a la práctica de la virtud. La idea dedesposar a un cristiano y vivir en un país donde las muje-res podían ocupar un lugar en la sociedad la llenaba dealegría.

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Se fijó el día para la ejecución del turco, pero, la nocheantes, se escapó de la prisión, y por la mañana se hallabaa muchas leguas de París. Félix se había procurado sal-voconductos a nombre suyo, de su padre y hermana.Anteriormente le había comunicado su plan a su padre,que colaboró en la fuga abandonando su casa, bajo excusade un viaje, pero ocultándose con su hija en una apartadazona de París.

Félix condujo a los fugitivos a través de Francia hastaLyon, y luego por el Monte Cenis hasta Livorno, donde elmercader había decidido aguardar una oportunidad fa-vorable para pasar a alguna parte del territorio turco.

Safie decidió quedarse con su padre hasta el momen-to de la partida, y éste renovó su promesa de otorgar lamano de su hija a su salvador. Félix permaneció con ellosa la espera del acontecimiento. Mientras tanto, disfruta-ba de la compañía de la joven árabe, que le mostraba elmás sincero y dulce afecto. Conversaban por medio de unintérprete, aunque a veces les bastaba el intercambio demiradas, o Safie le cantaba las maravillosas melodías desu país.

El turco permitía que esta intimidad creciera y alen-taba las esperanzas de los jóvenes enamorados. Mas ha-bía concebido para su hija otros planes. Odiaba la idea deverla unida a un cristiano, pero temía la reacción de Félix,caso de demostrar sus verdaderos sentimientos, puessabía que todavía estaba en manos de su liberador y queéste aún podía entregarlo a las autoridades italianas.Maquinó mil planes que le permitieran prolongar el en-gaño mientras fuera preciso, y en secreto llevarse a suhija con él cuando se fuera. Estos proyectos se vieron muypronto favorecidos por las noticias que llegaron de París.

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La huida del turco había provocado gran indignaciónen el gobierno francés, que estaba dispuesto a no ahorraresfuerzos para detectar y aprisionar al liberador. Prontose descubrió el plan de Félix, y De Lacey y Agatha fueronencarcelados. La noticia despertó a Félix de su idílico sue-ño. Su anciano padre ciego y su dulce hermana estabanprisioneros en una repugnante celda mientras él disfru-taba de la libertad y la compañía de la mujer a quien ama-ba. Esta idea lo atormentaba. Acordó con el turco que si,antes de que Félix pudiera regresar a Italia, encontrabala oportunidad de partir, Safie lo esperaría en un conven-to de Livorno. Despidiéndose de la bella árabe, se dirigióa París con la mayor rapidez y se entregó a las autorida-des esperando conseguir así la libertad de De Lacey yAgatha.

No fue así. Hubieron de permanecer cinco meses enla cárcel antes de que tuviera lugar el juicio que les arre-bataría toda su fortuna y les condenaría al destierro.

Hallaron un triste refugio en Alemania, en la casa don-de yo los encontré. Félix pronto se enteró de que el inno-ble turco, a causa del cual él y su familia habían sufridotan tremenda desgracia, había traicionado los buenos sen-timientos y el honor al descubrir la miseria en la que sehallaba sumido su liberador y, con su hija, había abando-nado Italia. A Félix, insultantemente, le envió una ridícu-la cantidad de dinero para ayudarlo, según dijo, a conse-guir algún medio de subsistencia.

Estos eran los tristes sucesos que azotaban el corazónde Félix cuando lo conocí y que hacían de él el más desdi-chado de su familia. Hubiera podido sobrellevar la pobre-za, e incluso vanagloriarse de ella, de ver que esta des-gracia fortalecía su espíritu; pero la ingratitud del turco y

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la pérdida de su amada Safie eran golpes más duros eirreparables. Ahora, la llegada de la joven árabe le infun-día nuevo valor.

Cuando se supo en Livorno que a Félix se le habíadesposeído de sus bienes y su rango, el turco ordenó a suhija que se olvidara de su pretendiente y que se dispusie-ra a volver con él a su país. La naturaleza bondadosa deSafie se rebeló contra esta orden, e intentó razonar consu padre, el cual, negándose a escucharla, reiteró sutiránica orden.

Pocos días más tarde, el turco entró en la habitaciónde su hija y, atropelladamente, le comunicó que tenía ra-zones para creer que su presencia en Livorno había sidodescubierta y que estaba a punto de ser entregado a lasautoridades francesas. En consecuencia había fletado unnavío que, rumbo a Constantinopla, zarparía en pocashoras. Pensaba dejar a su hija al cuidado de un criado fiel,para que, con más tranquilidad, le siguiera con el resto delos bienes que aún no habían llegado a Livorno.

Cuando Safie se vio sola, reflexionó sobre el plan deacción que mejor convenía seguir en esta situación deemergencia. Odiaba la idea de vivir en Turquía; sus sen-timientos y religión se oponían a ello. Por algunos docu-mentos de su padre que cayeron en sus manos, supo delexilio de su prometido y el nombre del lugar donde resi-día. Durante algún tiempo estuvo indecisa, pero finalmen-te tomó una determinación. Cogiendo algunas joyas quele pertenecían y una pequeña suma de dinero, abandonóItalia, acompañada de una sirvienta, natural de Livorno,que sabía turco, y se dirigió a Alemania.

Llegó sin dificultad a una ciudad que distaba unas vein-te leguas de la casa de los De Lacey, donde la criada cayó

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gravemente enferma. Pese a los cuidados de Safie, la jo-ven murió, y la hermosa árabe se encontró sola en unpaís cuya lengua y costumbres desconocía. Por fortunahabía caído en buenas manos. La italiana había mencio-nado el nombre del lugar hacia el cual se dirigían, y, trassu muerte, la dueña de la casa en la que se habían alojadose cuidó de que Safie llegara con bien a casa de su prome-tido.

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CAPÍTULO 7

ESTA era la historia de mis queridos vecinos. Me impre-sionó profundamente, y, de los aspectos de la vida socialque encerraba, aprendí a admirar sus virtudes y conde-nar los vicios de la humanidad.

Todavía consideraba el crimen como algo muy ajenoa mí; admiraba y tenía siempre presentes la bondad y lagenerosidad que infundían en mí el deseo de participaractivamente en un mundo donde encontraban expresióntantas cualidades admirables. Pero al narrar la progre-sión de mi mente, no debo omitir una circunstancia quetuvo lugar ese mismo año, a principios del mes de agosto.

Durante una de mis acostumbradas salidas noctur-nas al bosque, donde me procuraba alimentos para mí yleña para mis protectores, encontré una bolsa de cuerollena de ropa y libros. Cogí ansiosamente este premio yvolví con él a mi cobertizo. Por fortuna los libros estabanescritos en la lengua que había adquirido de mis vecinos.Eran El paraíso perdido, un volumen de Las vidas para-

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lelas de Plutarco y Las desventuras del joven Wertherde Goethe.

La posesión de estos tesoros me proporcionó un in-menso placer. Con ellos estudiaba y me ejercitaba la men-te, mientras mis amigos realizaban sus quehaceres coti-dianos.

Apenas si podría describirte la impresión que me pro-dujeron estas obras. Despertaron en mí un cúmulo denuevas imágenes y sentimientos, que a veces meextasiaban, pero que con mayor frecuencia me sumíanen una absoluta depresión. En el Werther, aparte de lointeresante que me resultaba la sencilla historia, encon-tré manifestadas tantas opiniones y esclarecidos tantospuntos hasta ese momento oscuros para mí, que se con-virtió en una fuente inagotable de asombro y reflexión.Las tranquilas costumbres domésticas que describe, uni-das a los nobles y generosos pensamientos expresados,estaban en perfecto acuerdo con la experiencia que yotenía entre mis protectores y con las necesidades que tanagudamente sentía nacer en mí. Werther me parecía elser más maravilloso de todos cuantos había visto o ima-ginado. Su personalidad era sencilla, pero dejaba una pro-funda huella. Las meditaciones sobre la muerte y el suici-dio parecían calculadas para llenarme de asombro. Sinpretensiones de juzgar el caso, me inclinaba por las opi-niones del héroe, cuyo suicidio lloré, aunque no compren-día bien.

En el curso de mi lectura iba efectuando numerosascomparaciones con mis propios sentimientos y mi tristesituación. Encontraba muchos puntos en común, y, a lavez, curiosamente distintos, entre mí mismo y los perso-najes acerca de los cuales leía y de cuyas conversaciones

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era observador. Los compartía y en parte comprendía,pero aún tenía la mente demasiado poco formada. Ni de-pendía de nadie ni estaba vinculado a nadie. «La sendade mi partida estaba abierta», y nadie me lloraría. Mi as-pecto era nauseabundo y mi estatura gigantesca. ¿Quésignificaba esto? ¿Quién era yo? ¿Qué era? ¿De dóndevenía? ¿Cuál era mi destino? Constantemente me hacíaestas preguntas a las que no hallaba respuesta.

El volumen de Las vidas paralelas de Plutarco narra-ba la vida de los primeros fundadores de las antiguas re-públicas, Grecia y Roma, y me produjo un efecto muydistinto del de Werther. De éste aprendí lo que era el aba-timiento y la tristeza; pero Plutarco me enseñó a elevarel pensamiento, a sacarlo de la reducida esfera de misreflexiones personales, a admirar y a querer a los héroesde la antigüedad. Mucho de lo que leía rebasaba mi expe-riencia y mi comprensión. Tenía un conocimiento muyconfuso acerca de lo que eran los imperios, los grandesterritorios, los ríos majestuosos y la inmensidad del mar.Pero respecto a ciudades y grandes agrupaciones huma-nas, lo ignoraba absolutamente todo. La casa de mis pro-tectores había sido la única escuela donde pude estudiarla naturaleza humana; pero este libro me abrió horizon-tes desconocidos y mayores campos de acción. Por él supede hombres dedicados a gobernar o a aniquilar a sus se-mejantes. Sentí que se reafirmaba en mí una tremendaadmiración por la virtud y un inmenso odio por el crimen,en la medida en que entendía el alcance de esos términos,que en aquel entonces se refería tan sólo al placer y aldolor. Influido por estos sentimientos, fui, pues, apren-diendo a admirar a los estadistas pacíficos, Numa, Solóny Licurgo más que a Rómulo y Teseo. La vida patriarcal

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de mis protectores colaboraba a que estos sentimientosarraigaran en mí. Quizá de haber venido mi presentacióna la humanidad de la mano de un joven soldado ávido debatallas y gloria, mi manera de ser fuera ahora otra.

Pero El paraíso perdido despertó en mí emocionesdistintas y mucho más profundas. Lo leí, al igual que loslibros anteriores que había encontrado, como si fuera unahistoria real. Conmovió en mí todos los sentimientos deasombro y respeto que la figura de un Dios omnipotenteguerreando con criaturas es capaz de suscitar. Me im-presionaba la coincidencia de las distintas situaciones conla mía, y a menudo me identificaba con ellas. Como a Adán,me habían creado sin ninguna aparente relación con otroser humano, aunque en todo lo demás su situación eramuy distinta a la mía. Dios lo había hecho una criaturaperfecta, feliz y confiada, protegida por el cariño especialde su creador; podía conversar con seres de esencia su-perior a la suya y de ellos adquirir mayor saber. Pero yome encontraba desdichado, solo y desamparado. Con fre-cuencia pensaba en Satanás como el ser que mejor seadecuaba a mi situación, pues como en él, la dicha de misprotectores a menudo despertaba en mí amargos senti-mientos de envidia.

Otro hecho reforzó y afianzó estos sentimientos. Pocodespués de llegar al cobertizo, encontré algunos papelesen el bolsillo del gabán que había cogido de tu laboratorio.En un principio los había ignorado; pero ahora que ya podíadescifrar los caracteres en los cuales se hallaban escritos,empecé a leerlos con presteza. Era tu diario de los cuatromeses que precedieron a mi creación. En él describías conminuciosidad todos los pasos que dabas en el desarrollode tu trabajo, e insertabas incidentes de tu vida cotidia-

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na. Sin duda recuerdas estos papeles. Aquí los tienes. Enellos se encuentra todo lo referente a mi nefasta creación,y revelan con precisión toda la serie de repugnantes cir-cunstancias que la hicieron posible. Dan una detalladadescripción de mi odiosa y repulsiva persona, en térmi-nos que reflejan tu propio horror y que convirtieron elmío en algo inolvidable. Enfermaba a medida que iba le-yendo. «¡Odioso día en el que recibí la vida! —exclamédesesperado—. ¡Maldito creador! ¿Por qué creaste a unmonstruo tan horripilante, del cual incluso tú te apartas-te asqueado? Dios, en su misericordia, creó al hombrehermoso y fascinante, a su imagen y semejanza. Pero miaspecto es una abominable imitación del tuyo, más des-agradable todavía gracias a esta semejanza. Satanás te-nía al menos compañeros, otros demonios que lo admira-ban y animaban. Pero yo estoy solo y todos me despre-cian.

Estas eran las reflexiones que me hacía durante lashoras de soledad y desesperación. Pero cuando veía lasvirtudes de mis vecinos, su carácter amable y bondado-so, me decía a mí mismo que cuando supieran la admira-ción que sentía por ellos se apiadarían de mí y disculpa-rían mi deformidad. ¿Podían cerrarle la puerta a alguien,por monstruoso que fuera, que pedía su amistad y com-pasión? Decidí al menos no desesperar, sino prepararmepara un encuentro con ellos, del cual dependería mi des-tino. Retrasé aún unos meses esta tentativa, pues la im-portancia que para mí tenía el que resultara un éxito mellenaba de temor ante el posible fracaso.

Además, mis conocimientos se ampliaban tanto con laexperiencia diaria, que prefería esperar a que unos me-ses me proporcionaran mayor sabiduría.

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Mientras tanto, varios cambios tuvieron lugar en lacasa. La presencia de Safie llenaba de felicidad a sus ha-bitantes; y también comprobé que gozaban de una ma-yor abundancia. Félix y Agatha pasaban más tiempo con-versando, y tenían criadas que les ayudaban en sus que-haceres. No parecían ricos, pero se les veía satisfechos yfelices. Estaban tranquilos y serenos, mientras que yo cadadía me encontraba más inquieto. Cuanto más aprendía máscuenta me daba de mi lamentable inadaptación. Cierto esque abrigaba una esperanza, pero ésta desaparecía cuan-do veía mi figura reflejada en el agua o mi sombra a la luzde la luna, desaparecía con la misma rapidez que se desva-necen esa temblorosa imagen y esa juguetona sombra.

Me esforzaba por alejar de mí estos temores, e inten-taba fortalecerme para la prueba a la que me había em-plazado para unos meses después. A veces permitía quemis pensamientos descontrolados vagaran por los jardi-nes del paraíso, y llegaba a imaginar que amables y her-mosas criaturas comprendían mis sentimientos y conso-laban mi tristeza, mientras sus rostros angelicales son-reían alentadoramente. Pero todo era un sueño. NingunaEva calmaba mis pesares ni compartía mis pensamientos—¡estaba solo!—. Recordaba la súplica de Adán a su crea-dor. Pero ¿dónde estaba el mío? Me había abandonado y,lleno de amargura, lo maldecía.

Así transcurrió el otoño. Vi, con pesar y sorpresa, cómolas hojas amarillearon y cayeron, y cómo la naturalezavolvía a tomar el aspecto triste y desolado que tenía cuan-do por primera vez vi los bosques y la hermosa luna. Masno me incomodaban los rigores del tiempo; por mi consti-tución me adaptaba mejor al frío que al calor. Pero meentristecía perder las flores, los pájaros y todo el engalana-

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miento que trae consigo el verano, y que había supuestopara mí un gran motivo de placer. Cuando me vi privadode esto, me dediqué con mayor atención a mis vecinos. Elfin del verano no hizo disminuir su felicidad. Se querían,se comprendían, y sus alegrías, que provenían sólo de símismos, no se veían afectadas por las circunstancias for-tuitas que tenían lugar a su alrededor. Cuanto más losveía, mayores deseos tenía de ganarme su simpatía yprotección, de que estas amables criaturas me conocie-ran y quisiesen; que sus dulces miradas se detuvieran enmí con afecto se había convertido en mi aspiración máxi-ma. No me atrevía a pensar que apartaran de mí su mi-rada con desdén y repulsión. Nunca despedían a los men-digos que llegaban hasta su puerta. Sé que pedía tesorosmás valiosos que un simple lugar para reposar o un pocode comida; solicitaba cariño y amabilidad, pero no me creíadel todo indigno de ello.

Avanzaba el invierno; todo un ciclo de estaciones ha-bía transcurrido desde que había despertado a la vida.Por entonces, todo mi interés se centraba en idear un planque me permitiera entrar en la casa de mis protectores.Di vueltas a muchos proyectos; pero aquel por el que fi-nalmente me decidí consistía en entrar en su morada cuan-do el anciano ciego estuviera solo. Tenía la suficiente as-tucia como para saber que la fealdad anormal de mi per-sona era lo que principalmente desencadenaba el horroren aquellos que me contemplaban. Mi voz, aunque ruda,no tenía nada de terrible. Por tanto pensé que, si en au-sencia de sus hijos conseguía despertar la benevolencia yatención del anciano De Lacey, lograría con su interven-ción que mis jóvenes protectores me aceptaran.

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Cierto día, en que el sol iluminaba las hojas rojizas quealfombraban el suelo y contagiaba alegría, si bien no ca-lor, Safie, Agatha y Félix salieron a dar un largo paseo porel campo mientras que el anciano prefirió quedarse en lacasa. Cuando los jóvenes se hubieron marchado, cogió laguitarra y tocó algunas melancólicas pero dulces tonadillas,más dulces y melancólicas de lo que jamás hasta enton-ces le había oído tocar. Al principio su rostro se iluminó deplacer, pero a medida que proseguía tañendo fue adqui-riendo un aspecto apesadumbrado y absorto; finalmen-te, dejando el instrumento a un lado, se sumió en la re-flexión.

Mi corazón latía con violencia. Había llegado el mo-mento de mi prueba, el momento que afianzaría mis es-peranzas o confirmaría mis temores. Los criados habíanido a una feria vecina. La casa y sus alrededores se halla-ban en silencio; era la ocasión perfecta, mas, cuando qui-se ponerme en pie, me fallaron las piernas y caí al suelo.De nuevo me levanté y, haciendo acopio de todo mi valor,retiré las maderas que había colocado delante del cober-tizo para ocultar mi escondite. El aire fresco me animó, ycon renovado valor me acerqué a la puerta de la casa yllamé con los nudillos.

—¿Quién es: —preguntó el anciano, añadiendo en se-guida—: ¡Adelante!

Entré.—Perdóneme usted —dije—, soy un viajero en busca

de un poco de reposo. Me haría un gran favor si me per-mitiera disfrutar del fuego unos minutos.

—Pase, pase —dijo De Lacey—, y veré a ver cómopuedo atender a sus necesidades. Desgraciadamente, mis

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hijos no están en casa y, como soy ciego, temo que meserá difícil procurarle algo de comer.

—No se preocupe, buen hombre; tengo comida —di-je—, no necesito más que calor y un poco de descanso.

Me senté y se hizo un silencio. Sabía que cada minutoera precioso para mí, pero estaba indeciso acerca de cómodebía empezar la entrevista. De pronto el anciano se diri-gió a mí:

—Por su acento extranjero deduzco que somos com-patriotas. ¿Es usted francés?

—No, no lo soy, pero me educó una familia francesa, yno entiendo otra lengua. Ahora voy a solicitar la protec-ción de unos amigos, a quienes amo tiernamente y en cuyaayuda confío.

—¿Son alemanes?—No, son franceses. Pero cambiemos de conversa-

ción. Soy una criatura desamparada y sola; miro a mi al-rededor y no encuentro bajo la capa del cielo amigo o pa-riente alguno. Estas bondadosas gentes hacia quienes medirijo saben poco de mí y ni siquiera me conocen. Estoylleno de temores, pues, si me fallan, me convertiré en undesgraciado para el resto de mi vida.

—No desespere. Cierto que es una desgracia el ha-llarse sin amigos, pero el corazón de los hombres, cuandoel egoísmo no los ciega, está repleto de amor y caridad.Confíe y tenga esperanza, y si sus amigos son bondadososy caritativos, no tiene nada que temer.

—Son muy amables; no puede haber personas mejo-res en el mundo, pero por desgracia recelan de mí aun-que mis intenciones son buenas. Nunca he hecho daño anadie, por el contrario, siempre he tratado de aportar miayuda. Pero un prejuicio fatal los obnubila, y en lugar de

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ver en mí a un amigo lleno de sensibilidad me consideranun monstruo detestable.

—Eso es lamentable. Pero, si está usted exento deculpa, ¿no les podría convencer?

—Estoy a punto de iniciar esa tarea, y es justamentepor ello por lo que siento tantos temores. Tengo un grancariño por estos amigos. Durante muchos meses, y sinque ellos lo sepan, les he venido prestando cotidianamentealgunos pequeños servicios, no obstante piensan quequiero perjudicarlos. Es precisamente ese prejuicio el quequiero vencer.

—¿Dónde viven sus amigos?—Cerca de este lugar.El anciano hizo una pausa y continuó:—Si usted quisiera confiarse a mí, quizá yo pudiera

ayudarlo a vencer el recelo de sus amigos. Soy ciego y nopuedo opinar acerca de su aspecto, pero hay algo en suspalabras que me inspira confianza. Soy pobre y estoy enel exilio, pero me será muy grato poder servir de ayuda aotro ser humano.

—¡Es usted muy bueno! Agradezco y acepto su gene-rosidad. Con su bondad me infunde nuevos ánimos. Con-fío en que, con su ayuda, no me veré privado de la com-pañía y afecto de sus congéneres.

—¡No lo quiera Dios! Ni aunque fuera usted de ver-dad un malvado, pues eso sólo lo llevaría a la desespera-ción y no le instigaría a la virtud. Sepa que yo tambiénsoy desgraciado. Aunque inocentes, yo y mi familia he-mos sido injustamente condenados; y, por tanto, puedocomprender muy bien cómo se siente.

—¿Cómo puedo agradecerle estas palabras? Es ustedmi único y mejor bienhechor; de sus labios oigo las pri-

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meras frases amables dirigidas a mí, y jamás podré olvi-darlo. Su humanidad me asegura que tendré éxito entreaquellos amigos a quienes estoy a punto de conocer.

—¿Cómo se llaman sus amigos; ¿Dónde viven?Guardé silencio. Pensé que éste era el momento deci-

sivo, el momento en que mi felicidad se confirmaría o severía destruida para siempre. En vano luché por encon-trar el suficiente valor para responderle, pero el esfuerzoacabó con las pocas energías que me quedaban, y sentán-dome en la silla comencé a sollozar. En aquel momento oílos pasos de mis jóvenes protectores. No tenía un segun-do que perder y cogiendo la mano del anciano grité:

—¡Ha llegado el momento! ¡Sálveme! ¡Sálveme y pro-téjame! Usted y su familia son los amigos que busco. Nome abandonen en el momento decisivo.

—¡Dios mío! —exclamó el anciano—, ¿quién es usted?En aquel instante se abrió la puerta de la casa, y en-

traron Félix, Safte y Agatha. ¿Quién podría describir suhorror y desesperación al verme? Agatha perdió el cono-cimiento, y Safte, demasiado impresionada para poderauxiliar a su amiga, salió de la casa corriendo. Félix seabalanzó sobre mí, y con una fuerza sobrenatural mearrancó del lado de su padre, cuyas rodillas yo abrazaba.Loco de ira, me arrojó al suelo y me azotó violentamentecon un palo. Podía haberlo destrozado miembro a miem-bro con la misma facilidad que el león despedaza al antí-lope. Pero el corazón se me encogió con una terrible amar-gura y me contuve. Vi cómo Félix se disponía a golpear-me de nuevo, cuando, vencido por el dolor y la angustia,abandoné la casa y, al amparo de la confusión general,entré en el cobertizo sin que me vieran.

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CAPÍTULO 8

¡MALDITO, maldito creador! ¿Por qué tuve que vivir? ¿Porqué no apagué en ese instante la llama de vida que tú taninconscientemente habías encendido? No lo sé; aún no sehabía apoderado de mí la desesperación; experimentabasólo sentimientos de ira y venganza. Con gusto hubieradestruido la casa y sus habitantes, y sus alaridos y su des-gracia me hubieran saciado.

Cuando cayó la noche, salí de mi refugio y vagué porel bosque; y ahora, que ya no me frenaba el miedo a queme descubrieran, di rienda suelta a mi dolor, prorrum-piendo en espantosos aullidos. Era como un animal salva-je que hubiera roto sus ataduras; destrozaba lo que secruzaba en mi camino, adentrándome en el bosque con laligereza de un ciervo. ¡Qué noche más espantosa pasé!Las frías estrellas parecían brillar burlonamente, y losárboles desnudos agitaban sus ramas; de cuando en cuan-do el dulce trino de algún pájaro rompía la total quietud.Todo, menos yo, descansaba o gozaba. Yo, como el archi-demonio, llevaba un infierno en mis entrañas; y, no en-

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contrando a nadie que me comprendiera, quería arran-car los árboles, sembrar el caos y la destrucción a mi alre-dedor, y sentarme después a disfrutar de los destrozos.

Pero era una sensación que no podía durar; pronto elexceso de este esfuerzo corporal me fatigó, y me senté enla hierba húmeda, sumido en la impotencia de la deses-peración. No había uno de entre los millones de hombresen la Tierra que se compadeciera de mí y me auxiliara.¿Debía yo entonces sentir bondad hacia mis enemigos? ¡No!Desde aquel momento declararía una guerra sin fin contrala especie, y en particular contra aquel que me había crea-do y obligado a sufrir esta insoportable desdicha.

Salió el sol. Al oír voces, supe que me sería imposiblevolver a mi refugio durante el día. De modo que me es-condí entre la maleza, con la intención de dedicar las próxi-mas horas a reflexionar sobre mi situación.

El cálido sol y el aire puro me devolvieron en parte latranquilidad; y cuando repasé lo sucedido en la casa, nopude por menos de llegar a la conclusión de que me habíaprecipitado. Obviamente había actuado con impruden-cia. Estaba claro que mi conversación había despertadoen el padre un interés por mí, y yo era un necio por ha-berme expuesto al horror que produciría en sus hijos.

Debí haber esperado hasta que el anciano De Laceyestuviera familiarizado conmigo, y haberme presentadoa su familia poco a poco, cuando estuvieran preparadospara mi presencia. Pero creí que mi error no era irrepa-rable y, tras mucho meditar, decidí volver a la casa, bus-car al anciano y ganarme su apoyo exponiéndole sincera-mente mi situación.

Estos pensamientos me calmaron, y por la tarde caíen un profundo sueño; pero la fiebre que me recorría la

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sangre me impidió dormir tranquilo. Constantemente mevenía a los ojos la escena del día anterior; en mis sueñosveía cómo las mujeres huían enloquecidas, y Félix, ciegode ira, me arrancaba del lado de su padre. Desperté ex-hausto; y, al ver que ya era de noche, salí de mi esconditeen busca de algo que comer.

Cuando hube satisfecho mi hambre, me encaminéhacia el sendero que tan bien conocía y que llevaba hastala casa. Allí reinaba la paz. Penetré con sigilo en el cober-tizo, Y aguardé en silenciosa expectación la hora en que lafamilia solía levantarse. Pero pasó esa hora; el sol estabaya alto en el cielo, y mis vecinos no se dejaban ver. Mepuse a temblar con violencia, temiéndome alguna desgra-cia. El interior de la vivienda estaba oscuro y no se oía nin-gún ruido. No puedo describir la agonía de esta espera.

De pronto se acercaron dos campesinos que, detenién-dose cerca de la casa, comenzaron a discutir, gesticulandoviolentamente. No entendía lo que decían, pues hablabanel idioma del país, que era distinto del de mis protectores.Poco después llegó Félix con otro hombre, lo cual me sor-prendió, pues sabía que no había salido de la casa aquellamañana. Aguardé con impaciencia a descubrir, por suspalabras, el significado de estas insólitas imágenes.

—¿Ha pensado usted —decía el acompañante— quetendrá que pagar tres meses de alquiler, y que perderá lacosecha de su huerto? No quiero aprovecharme injusta-mente y le ruego, por tanto, que recapacite sobre su de-cisión algunos días más.

—Es inútil —contestó Félix—, no podemos seguir vi-viendo en su casa. La vida de mi padre corre grave peli-gro, debido a lo que le acabo de contar. Mi mujer y mi

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hermana tardarán en recobrarse del susto. No insista, selo suplico. Recupere su casa y déjeme huir de este lugar.

Félix temblaba mientras decía estas palabras. Entróen la casa con su acompañante, donde permanecieron al-gunos minutos, y luego salieron. No volví a ver a ningúnmiembro de la familia De Lacey.

Permanecí en el cobertizo el resto del día, en un esta-do de completa desesperación. Mis protectores se habíanido, y con ellos el único lazo que me ataba al mundo. Porprimera vez noté que sentimientos de venganza y odio seapoderaban de mí y que no intentaba reprimirlos; deján-dome arrastrar por la corriente, permití que pensamien-tos de muerte y destrucción me invadieran. Cuando pen-saba en mis amigos, en la mansa voz de De Lacey, la mi-rada tierna de Agatha y la belleza exquisita de la jovenárabe, desaparecían estos pensamientos, y hallaba en elllanto que me producían un cierto alivio; pero cuando denuevo pensaba en que me habían abandonado y recha-zado, me volvía la ira, una ira ciega y brutal. Incapaz dedañar a los humanos, volví mi cólera contra las cosas in-animadas. Avanzada la noche, coloqué alrededor de la casadiversos objetos combustibles; y, tras destruir todo ras-tro de cultivo en la huerta, esperé con forzada impacien-cia la desaparición de la luna para empezar mi tarea.

Así que avanzaba la noche, se levantó un fuerte vien-to desde el bosque, y pronto se dispersaron las nubes quecubrían el cielo. La ventolera fue aumentando hasta quepareció una imponente avalancha, y produjo en mí unaespecie de demencia que arrasó los límites de la razón.Prendí fuego a una rama seca, y comencé una alocadadanza alrededor de la casa, antes tan querida, los ojos fi-jos en el oeste, donde la luna comenzaba a rozar el hori-

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zonte. Parte de la esfera finalmente se ocultó y blandí mirama; desapareció por completo, y, con un aullido, en-cendí la paja, los matorrales y arbustos que había coloca-do. El viento avivó el fuego, y pronto la casa estuvo en-vuelta en llamas que la lamían ávidamente con sus des-tructoras y puntiagudas lenguas de fuego.

En cuanto me hube convencido de que no había for-ma de que se salvara parte alguna de la vivienda, aban-doné el lugar, y me adentré en el bosque para buscar co-bijo.

Ahora que el mundo se abría ante mí, ¿a dónde debíadirigir mis pasos? Decidí huir lejos del lugar de misinfortunios; pero para mí, ser odiado y despreciado, to-dos los países serían igualmente hostiles. Finalmente,pensé en ti. Sabía por tu diario que eras mi padre, micreador, y ¿a quién podía dirigirme mejor que a aquelque me había dado la vida? Entre las enseñanzas que Félixle había dado a Safie se incluía también la geografía. Deella había aprendido la situación de los distintos países dela Tierra. Tú mencionabas Ginebra como tu ciudad nataly, por tanto, allí decidí encaminarme.

Mas ¿cómo había de orientarme? Sabía que debía via-jar en dirección suroeste para llegar a mi destino, pero elsol era mi único guía. Desconocía el nombre de las ciuda-des por las cuales tenía que pasar, y no podía preguntarlea nadie; pero, no obstante, no desesperé. Sólo de ti podíaya esperar auxilio, aunque no sentía por ti otro sentimientoque el odio. ¡Creador insensible y falto de corazón! Mehabías dotado de sentimientos y pasiones para luego lan-zarme al mundo, víctima del desprecio y repugnancia dela humanidad. Pero sólo de ti podía exigir piedad y repa-ración, y de ti estaba dispuesto a conseguir esa justicia

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que en vano había intentado buscarme entre los demásseres humanos.

Mi viaje fue largo, y muchos los sufrimientos que pa-decí. Era a finales de otoño cuando abandoné la región enla cual había vivido tanto tiempo. Viajaba sólo de noche,temeroso de encontrarme con algún ser humano. La na-turaleza se marchitaba a mi alrededor y el sol ya no ca-lentaba; tuve que soportar lluvias torrenciales y copiosasnevadas; vi caudalosos ríos que se habían helado. La su-perficie de la Tierra se había endurecido, y estaba géliday desnuda. No encontraba dónde resguardarme. ¡Ay!,¡cuántas veces maldije la causa de mi existencia! Desapa-reció la apacibilidad de mi carácter, y todo mi ser rezu-maba amargura y hiel. Cuanto más me aproximaba allugar donde vivías, más profundamente sentía que el de-seo de venganza se apoderaba de mi corazón. Empeza-ron las nevadas y las aguas se helaron, pero yo continua-ba mi viaje. Algunas indicaciones ocasionales me guiabany tenía un mapa de la región, pero a menudo me desviabade mi camino. La angustia de mis sentimientos no cejaba;no había incidente del cual mi furia y desdicha no pudie-ran sacar provecho; pero un suceso que tuvo lugar cuan-do llegué a la frontera suiza, cuando ya el sol volvía a ca-lentar y la tierra a reverdecer, confirmó de manera muyespecial la amargura y horror de mis sentimientos.

Solía descansar por el día y viajar de noche, cuando laoscuridad me protegía de cualquier encuentro. Sin em-bargo, una mañana, viendo que mi ruta cruzaba un espe-so bosque, me atreví a continuar mi viaje después delamanecer; era uno de los primeros días de la primavera,y la suavidad del aire y la hermosa luz consiguieron ani-marme. Sentí revivir en mí olvidadas emociones de dul-

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zura y placer que creía muertas. Medio sorprendido porla novedad de estos sentimientos, me dejé arrastrar porellos; olvidé mi soledad y deformación, y me atreví a serfeliz. Ardientes lágrimas humedecieron mis mejillas, y alcélos ojos hacia el sol agradeciendo la dicha que me enviaba.

Seguí avanzando por las caprichosas sendas del bos-que, hasta que llegué a un profundo y caudaloso río que lobordeaba y hacia el que varios árboles inclinaban sus ra-mas llenas de verdes brotes. Aquí me detuve, dudandosobre el camino que debía seguir, cuando el murmullo deunas voces me impulsó a ocultarme a la sombra de unciprés. Apenas había tenido tiempo de esconderme, cuan-do apareció una niña corriendo hacia donde yo estaba,como si jugara a escaparse de alguien. Seguía corriendopor el escarpado margen del río, cuando repentinamentese resbaló y cayó al agua. Abandoné precipitadamentemi escondrijo, y, tras una ardua lucha contra la corriente,conseguí sacarla y arrastrarla a la orilla. Se encontrabasin sentido; yo intentaba por todos los medios hacerlavolver en sí, cuando me interrumpió la llegada de un cam-pesino, que debía ser la persona de la que, en broma, huíala niña. Al verme, se lanzó sobre mí, y arrancándome a lapequeña de los brazos se encaminó con rapidez hacia laparte más espesa del bosque. Sin saber por qué, lo seguívelozmente; pero, cuando el hombre vio que me acerca-ba, me apuntó con una escopeta que llevaba y disparó.Caí al suelo mientras él, con renovada celeridad, se adentróen el bosque.

¡Esta era, pues, la recompensa a mi bondad! Habíasalvado de la destrucción a un ser humano, en premio a locual ahora me retorcía bajo el dolor de una herida que mehabía astillado el hueso. Los sentimientos de bondad y

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afecto que experimenté pocos minutos antes se transfor-maron en diabólica furia y rechinar de dientes. Tortura-do por el daño, juré odio y venganza eterna a toda la hu-manidad. Pero el dolor me vencía; sentí como se me pa-raba el pulso, y perdí el conocimiento.

Durante unas semanas llevé en el bosque una exis-tencia mísera, intentando curarme la herida que habíarecibido. La bala me había penetrado en el hombro, e ig-noraba si seguía allí o lo había traspasado; de todos mo-dos no disponía de los medios para extraerla. Mi sufri-miento también se veía aumentado por una terrible sen-sación de injusticia e ingratitud. Mi deseo de venganzaaumentaba de día en día; una venganza implacable ymortal, que compensara la angustia y los ultrajes que yohabía padecido.

Al cabo de algunas semanas la herida cicatrizó, y pro-seguí mi viaje. Ni el sol primaveral ni las suaves brisaspodrían ya aliviar mis pesares; la felicidad me parecía unaburla, un insulto a mi desolación, y me hacía sentir másagudamente que el gozo y el placer no se habían hechopara mí.

Pero ya mis sufrimientos estaban llegando a su fin, ydos meses después me encontraba en los alrededores deGinebra.

Llegué al anochecer, y busqué cobijo en los camposcercanos, para reflexionar sobre el modo de acercarme ati. Me azotaba el hambre y la fatiga, y me sentía dema-siado desdichado como para poder disfrutar del suaveairecillo vespertino o la perspectiva de la puesta de soltras los magníficos montes de jura.

En ese momento un ligero sueño me alivió del dolorque me infligían mis pensamientos. Me desperté de re-

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pente con la llegada de un hermoso niño que, con la ino-cente alegría de la infancia, entraba corriendo en mi es-condrijo. De pronto, al verlo, me asaltó la idea de que estacriatura no tendría prejuicios y de que era demasiadopequeña como para haber adquirido el miedo a la defor-midad. Por tanto, si lo cogiera, y lo educara como mi ami-go y compañero, ya no estaría tan solo en este pobladomundo.

Azuzado por este impulso, cogí al niño cuando pasópor mi lado, y lo atraje hacia mí. En cuanto me miró, setapó los ojos con las manos y lanzó un grito. Con fuerza ledestapé la cara y dije:

—¿Qué significa esto? No voy a hacerte daño; escú-chame.

—¡Suélteme! —dijo debatiéndose con violencia—.¡Monstruo! ¡Ser repulsivo! Quiere cortarme en pedazos ycomerme. ¡Es un ogro! ¡Suélteme, o se lo diré a mi padre!

—Nunca más volverás a ver a tu padre; vendrás con-migo.

—¡Horrendo monstruo! ¡Suélteme! Mi padre es juez;es el señor Frankenstein, y lo castigará. No se atreverá allevarme con usted.

—¡Frankenstein! Perteneces a mi enemigo, a aquel dequien he jurado vengarme. ¡Tú serás mi primera víctima!

La criatura seguía forcejeando y lanzándome insultosque me llenaban de desesperación. Lo cogí por la gargan-ta para que se callara, y al momento cayó muerto a mispies.

Contemplé mi víctima, y mi corazón se hinchó de exul-tación y diabólico triunfo. Palmoteando exclamé:

—Yo también puedo sembrar la desolación; mi ene-migo no es invulnerable. Esta muerte le acarreará la des-

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esperación, y mil otras desgracias lo atormentarán y des-trozarán.

Mientras miraba a la criatura, vi un objeto que le bri-llaba sobre el pecho. Lo cogí; era el retrato de una her-mosísima mujer. A pesar de mi maldad, me ablandó y mesedujo. Durante unos instantes contemplé los ojos oscu-ros, bordeados de espesas pestañas, los hermosos labios;pero pronto volvió mi cólera: recordé que me habían pri-vado de los placeres que criaturas como aquella podíanproporcionarme; y que la mujer que contemplaba, deverme, hubiera cambiado ese aire de bondad angelicalpor una expresión de espanto y repugnancia.

¿Te sorprende que semejantes pensamientos me lle-naran de ira? Me pregunto cómo, en ese momento, envez de manifestar mis sentimientos con exclamaciones ylamentos, no me arrojé sobre la humanidad, muriendoen mi intento de destruirla.

Poseído de estos pensamientos, abandoné el lugardonde había cometido el asesinato, y buscaba un lugarmás resguardado para esconderme cuando vi a una mu-jer que pasaba cerca de mí. Era joven, ciertamente no tanhermosa como aquella cuyo retrato sostenía, pero de as-pecto agradable, y tenía el encanto y frescor de la juven-tud. «He aquí —pensé— una de esas criaturas cuyas son-risas recibirán todos menos yo; no escapará. Gracias a laslecciones de Félix, y a las leyes crueles de la especie hu-mana, he aprendido a hacer el mal.» Me acerqué a ellasigilosamente, e introduje el retrato en uno de los

. plie-

gues de su traje.Vagué durante algunos días por los lugares donde ha-

bían sucedido estos acontecimientos. A veces deseabaencontrarte, otras estaba decidido a abandonar para siem-

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pre este mundo y sus miserias. Por fin me dirigí a estasmontañas, por cuyas cavidades he deambulado, consu-mido por una devoradora pasión que sólo tú puedes sa-tisfacer. No podemos separarnos hasta que no accedas ami petición. Estoy solo, soy desdichado; nadie quierecompartir mi vida, sólo alguien tan deforme y horriblecomo yo podría concederme su amor. Mi compañera de-berá ser igual que yo, y tener mis mismos defectos. Túdeberás crear este ser.

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CAPÍTULO 9

LA CRIATURA terminó de hablar, y me miró fijamente es-perando una respuesta. Pero yo me hallaba desconcerta-do, perplejo, incapaz de ordenar mis ideas lo suficientecomo para entender la trascendencia de lo que me pro-ponía.

—Debes crear para mí una compañera, con la cualpueda vivir intercambiando el afecto que necesito parapoder existir. Esto sólo lo puedes hacer tú, y te lo exijocomo un derecho que no puedes negarme.

La parte final de su narración había vuelto a reavivaren mí la ira que se me había ido calmando mientras con-taba su tranquila existencia con los habitantes de la casi-ta. Cuando dijo esto no pude contener mi furor.

—Pues sí, me niego —contesté—, y ninguna torturaconseguirá que acceda. Podrás convertirme en el másdesdichado de los hombres, pero no lograrás que me des-precie a mí mismo. ¿Crees que podría crear otro ser comotú, para que uniendo vuestras fuerzas arraséis el mun-

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do? ¡Aléjate! Te he contestado; podrás torturarme, ¡perojamás consentiré!

—Te equivocas —contestó el malvado ser—; pero, envez de amenazarte, estoy dispuesto a razonar contigo. Soyun malvado porque no soy feliz; ¿acaso no me despreciay odia toda la humanidad? Tú, mi creador, quisieras des-truirme, y lo llamarías triunfar. Recuérdalo, y dime, pues,¿por qué debo tener yo para con el hombre más piedadde la que él tiene para conmigo? No sería para ti un cri-men, si me pudieras arrojar a uno de esos abismos, y des-trozar la obra que con tus propias manos creaste. Debo,pues, respetar al hombre cuando éste me condena? Queconviva en paz conmigo, y yo, en vez de daño, le haríatodo el bien que pudiera, llorando de gratitud ante suaceptación. Mas no, eso es imposible; los sentidos huma-nos son barreras infranqueables que impiden nuestraunión. Pero mi sometimiento no será el del abatido escla-vo. Me vengaré de mis sufrimientos; si no puedo inspiraramor, desencadenaré el miedo; y especialmente a ti, misupremo enemigo, por ser mi creador, te juro odio eter-no. Ten cuidado: me dedicaré por entero a la labor dedestruirte, y no cejaré hasta que te seque el corazón, ymaldigas la hora en que naciste.

Una ira demoníaca lo dominaba mientras decía esto;tenía la cara contraída con una mueca demasiado horrendacomo para que ningún ser humano le pudiera contem-plar. Al rato se calmó, y prosiguió.

—Tengo la intención de razonar contigo. Esta rabiame es perjudicial, pues tú no entiendes que eres el culpa-ble. Si alguien tuviera para conmigo sentimientos de be-nevolencia, yo se los devolvería centuplicados; conqueexistiera este único ser, sería capaz de hacer una tregua

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con toda la humanidad. Pero ahora me recreo soñandodichas imposibles. Lo que te pido es razonable y justo; teexijo una criatura del otro sexo, tan horripilante como yo:es un consuelo bien pequeño, pero no puedo pedir más, ycon eso me conformo. Cierto es que seremos monstruos,aislados del resto del mundo, pero eso precisamente noshará estar más unidos el uno al otro. Nuestra existenciano será feliz, pero sí inofensiva, y se hallará exenta delsufrimiento que ahora padezco. ¡Creador mío!, hazme fe-liz; dame la oportunidad de tener que agradecer un actobueno para conmigo; déjame comprobar que inspiro lasimpatía de algún ser humano; no me niegues lo que tepido.

Me convenció. Sentía escalofríos al pensar en las posi-bles consecuencias que se derivarían si accedía a su peti-ción, pero pensaba que su argumento no estaba del todofalto de justicia. Su narración, y los sentimientos que ahoraexpresaba, demostraban que era una criatura de senti-mientos elevados, y no le debía yo, como su creador, todala felicidad que pudiera proporcionarle? El advirtió el cam-bio que experimentaban mis sentimientos y continuó:

—Si accedes, ni tú ni ningún otro ser humano nos vol-verá a ver. Me iré a las enormes llanuras de Sudamérica.Mi alimento no es el mismo que el del hombre; yo no des-truyo al cordero o al cabritilla para saciar mi hambre; lasbayas y las bellotas son suficiente alimento para mí. Micompañera será idéntica a mí, y sabrá contentarse conmi misma suerte. Hojas secas formarán nuestro lecho; elsol brillará para nosotros igual que para los demás mor-tales, y madurará nuestros alimentos. La escena que tedescribo es tranquila y humana, y debes admitir que, site niegas, mostrarías una deliberada crueldad y tiranía.

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Despiadado como te has mostrado hasta ahora conmigo,veo sin embargo un destello de compasión en tu mirada;déjame aprovechar este momento favorable, para arran-carte la promesa de que harás lo que tan ardientementedeseo.

—Te propones —le contesté— abandonar los lugaresdonde habita el hombre, y vivir en parajes inhóspitos don-de las bestias serán tus únicas compañeras. ¿Cómo po-drás soportar tú este exilio, tú que ansías el cariño y lacomprensión de los hombres? Volverás de nuevo, en buscade su afecto, y te volverán a despreciar; renacerá en ti lamaldad, y entonces tendrás una compañera que te ayu-dará en tu labor destructora. No puede ser; deja de insis-tir porque no puedo acceder.

—¡Qué inestables son tus sentimientos! Hace sólo unmomento te sentías conmovido, ¿por qué de nuevo aho-ra te vuelves atrás y te endureces contra mis súplicas?Te juro, por esta tierra en la que habito, y por ti, mi crea-dor, que si me das la compañera que te pido, abandonaréla vecindad de los hombres, y para ello habitaré, si es pre-ciso, los lugares más salvajes de la Tierra. No habrá lugarpara instintos de maldad, pues tendré comprensión, mivida transcurrirá tranquila y, a la hora de la muerte, notendré que maldecir á mi creador.

Sus palabras suscitaron en mí una sensación extraña.Le compadecía, y hasta llegaba en algún momento a que-rer consolarlo; pero cuando lo miraba, cuando veía esamasa inmunda que hablaba y se movía, me invadía larepugnancia, y mis compasivos sentimientos se tornabanen horror y odio. Intentaba sofocar esta sensación; pen-saba que, ya que no podía tenerle ningún afecto, no tenía

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derecho a denegarle la pequeña parte de felicidad queestaba en mi mano concederle.

—Juras —le dije— que no causarás más daños; ¿nohas demostrado ya un grado de maldad que debiera, conrazón, hacerme desconfiar de ti? ¿No será esto una trampaque aumentará tu triunfo, al otorgarte mayores posibili-dades de venganza?

—¿Pero cómo? Creí haberte conmovido, y, sin em-bargo, sigues negándote a concederme lo único que aman-saría mi corazón y me haría inofensivo. Si no estoy ligadoa nadie ni amo a nadie, el vicio y el crimen deberán ser,forzosamente, mi objetivo. El cariño de otra persona des-truiría la razón de ser de mis crímenes, y me convertiríaen algo cuya existencia todos desconocerían. Mis viciosson los vástagos de una soledad impuesta y que aborrez-co; y mis virtudes surgirían necesariamente cuando vi-viera en armonía con un semejante. Sentiría el afecto deotro ser y me incorporaría a la cadena de existencia ysucesos de la cual ahora quedo excluido.

Reflexioné un rato sobre todo lo que me había dicho ysobre los diversos argumentos que había esgrimido. Penséen la actitud prometedora de la que había dado muestrasal comienzo de su existencia, y en la degradación poste-rior que habían sufrido sus cualidades a causa del des-precio y odio que sus protectores le demostraron. No ol-vidé en mis reflexiones su fuerza y sus amenazas; un sercapaz de habitar en las cuevas de los glaciares, y de za-farse de sus perseguidores entre las crestas de los abis-mos inaccesibles, poseía unas facultades con las cualessería inútil intentar competir. Tras un largo rato de me-ditación, llegué al convencimiento de que acceder a lo que

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me pedía era algo que les debía a él y a mis semejantes.Consecuentemente, volviéndome hacia él, le dije:

—Accedo a la petición, bajo la solemne promesa deque abandonarás para siempre Europa, y de que evita-rás cualquier otro lugar que el hombre frecuente, en cuantote entregue la compañera que habrá de seguirte al exilio.

—¡Juro —gritó—, por el sol y por el cielo azul, que siescuchas mis súplicas jamás me volverás a ver mientrasellos existan! Parte hacia tu casa y comienza tu labor; se-guiré su proceso con inexpresable ansiedad. Y no temas;cuando hayas concluido, yo estaré allí.

No bien hubo terminado de hablar cuando me aban-donó, temeroso quizá de que cambiara de nuevo mi deci-sión. Lo vi bajar por la montaña más rápido que el vuelode un águila, y pronto lo perdí de vista entre las ondula-ciones del mar de hielo. Su narración había durado todoel día, y el sol estaba a punto de ponerse cuando se mar-chó. Sabía que debía apresurarme a emprender mi des-censo hacia el valle, pues pronto me envolvería la oscuri-dad, pero un gran peso me oprimía el corazón y lastrabamis pasos. El esfuerzo que tenía que hacer para caminarpor los serpenteantes senderos de la montaña sin escu-rrirme me absorbía, aun con lo turbado que estaba porlos sucesos que se habían producido durante aquella jor-nada. Ya muy entrada la noche, llegué al albergue situa-do a medio camino, y me senté junto a la fuente. Las es-trellas brillaban intermitentemente, cuando no las ocul-taban las nubes; los oscuros pinos se erguían ante mí, yaquí y allá se veían troncos tendidos por el hielo: era unaescena de imponente solemnidad, que removió en mí ex-traños pensamientos. Lloré amargamente; y, juntando lasmanos con desesperación, exclamé:

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¡Estrellas, nubes, vientos!, ¡os queréis burlar de mí!:si en verdad me compadecéis, libradme de mis sensacio-nes y mis recuerdos; dejadme que me hunda en la nada;si no, alejaos, alejaos y sumidme en las tinieblas.

Eran éstos pensamientos absurdos y desesperados,pero me es imposible describir cuánto me hacía sufrir elcentelleo de las estrellas, ni cómo esperaba que cada rá-faga de viento fuera un aborrecible siroco que viniera aconsumirme.

Amaneció antes de que yo llegara a la aldea de Chamo-nix; mi aspecto cansado y extraño no contribuyó a sose-gar a mi familia, que había pasado la noche en pie aguar-dando ansiosamente mi regreso.

Volvimos a Ginebra al día siguiente. La intención demi padre al venir había sido la de distraerme y devolver-me la tranquilidad perdida, pero la medicina había tenidoresultados nefastos. Al no poder entender la gran triste-za que parecía embargarme, se apresuró a organizar lavuelta a casa, confiando en que la paz y la monotonía de lavida familiar aliviaran mis sufrimientos, cualesquiera quefueran sus causas.

En cuanto a mí, permanecí al margen de todos suspreparativos; incluso el dulce cariño de mi querida Eliza-beth era insuficiente para sacarme del abismo de mi des-esperación. Pesaba sobre mí la promesa que le había he-cho a aquel demonio, como la capucha de hierro que lle-vaban los infernales hipócritas de Dante. Todas las ma-ravillas del cielo y de la tierra pasaban ante mí como unsueño, y un único pensamiento constituía la realidad. ¿Esde sorprender, pues, que a veces me invadiera un estadode demencia, o que continuamente viera a mi alrededoruna multitud de repugnantes animales que me infligían

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torturas incesantes y a menudo me arrancaban horriblesy amargos chillidos?

No obstante, poco a poco, estos sentimientos se fue-ron calmando. De nuevo me incorporé a la vida cotidiana,si no con interés; sí al menos con cierto grado de tranqui-lidad.

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Volumen III

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CAPÍTULO 1

A MI VUELTA a Ginebra pasaron muchos días y muchassemanas sin que encontrara en mí valor suficiente parareemprender mi trabajo. Temía la venganza del ser de-moníaco si lo defraudaba, pero lograba vencer la repug-nancia que me inspiraba la tarea que me había impuesto.Me di cuenta de que no podía crear una hembra sin denuevo dedicar varios meses al estudio profundo y a labo-riosos experimentos. Tenía conocimiento de ciertos des-cubrimientos llevados a cabo por un científico inglés, cu-yas experiencias me serían valiosas, y a veces pensabaen solicitar permiso de mi padre para ir a Inglaterra coneste fin; pero me aferraba a cualquier pretexto para nointerrumpir la incipiente tranquilidad que empezaba asentir. Mi salud, muy debilitada hasta el momento, co-menzaba ahora a fortalecerse, y mi estado de ánimo, cuan-do el triste recuerdo de la promesa hecha no lo empaña-ba, se elevaba bastante. Mi padre observaba con agradoesta mejoría, y se afanaba por buscar la mejor forma deborrar por completo la melancolía, que de vez en cuando

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me retornaba y ensombrecía tenazmente la tenue luz queintentaba abrirse paso en mí. Entonces buscaba refugioen la más absoluta soledad; pasaba días enteros en el lago,tumbado en una barca, silencioso e indolente mirando lasnubes y escuchando el murmullo de las olas. El aire puroy el sol brillante solían devolverme, al menos en parte, lacompostura; y, a mi regreso, respondía a los saludos demis amigos con la sonrisa más presta y el corazón másligero.

Fue a la vuelta de una de estas salidas cuando mi pa-dre, llamándome aparte, me dijo:

—Me satisface mucho, hijo, que vuelvas a tus anti-guas distracciones y a ser el mismo de antes. Sin embar-go, sigues triste y aún esquivas nuestra compañía. Du-rante algún tiempo he estado muy desorientado acercade cuál podría ser la razón de esto; pero ayer tuve unaidea, y te ruego que, si estoy en lo cierto, me la confirmes.Cualquier reserva a este respecto no sólo sería injustifi-cada, sino que aumentaría nuestras preocupaciones.

Al oír estas palabras me puse a temblar, pero mi pa-dre continuó:

—Te confieso, hijo, que siempre he deseado tu matri-monio con tu prima, considerándolo el centro de nuestrafelicidad doméstica y el báculo de mis postreros años. Oshabéis sentido muy unidos desde niños; estudiabais jun-tos, y parecíais, por gustos y aficiones, idóneos el uno alotro. Pero somos tan ciegos los humanos, que las cosasque yo consideraba favorables a este proyecto quizá ha-yan sido precisamente las que lo hayan destruido por com-pleto. Puede que tú la consideres como una hermana, yno tengas ningún deseo de que se convierta en tu esposa.Es incluso posible que hayas conocido a otra mujer a la

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cual ames y que, considerándote ligado a tu prima porrazones de honor, te debatas en una lucha que ocasiona lavisible tristeza que te aflige.

—Querido padre, tranquilízate. Te aseguro que amoa Elizabeth tierna y profundamente. No he conocido a nin-guna mujer que me inspire, como ella, tanta admiración yafecto. Mis esperanzas y deseos para el futuro se fundanen la perspectiva de nuestra unión.

—Tus palabras, querido Víctor, me producen una ale-gría que no experimentaba hacía mucho tiempo. Si estoes lo que sientes, nuestra felicidad está asegurada, pormucho que sucesos recientes puedan entristecernos. Peroes justo esta tristeza, que parece haberse adueñado deforma tan poderosa de ti, la que quisiera disipar. Dime,pues, si tienes alguna objeción a que se celebre la boda deinmediato. Hemos sido desdichados últimamente, y re-cientes sucesos nos han robado la paz cotidiana que miedad requiere. Tú eres joven; pero no creo que, con lafortuna de que dispones, una boda precoz pueda interfe-rir en los planes de honor o provecho que te hayas podidotrazar. No creas, empero, que quiero imponerte la felici-dad, o que una demora por tu parte me fuera a ocasionardesazón. Interpreta bien mis palabras, y te ruego me con-testes con confianza y franqueza.

Escuché a mi padre en silencio, y durante algunos ins-tantes no logré darle respuesta. Por mi mente discurríaun cúmulo de pensamientos que intentaba ordenar parapoder llegar a alguna conclusión. La idea de una inmedia-ta unión con mi prima me llenaba de horror y aflicción.Estaba atado por una solemne promesa que aún no habíacumplido y que no osaba romper, pues, de hacerlo, ¡quédesdichas no acarrearía para mí y mi afectuosa familia el

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incumplimiento de mi palabra! No creo que pudiera en-trar en este festejo con semejante peso muerto atado delcuello, y doblegándome hacia el suelo. Debía llevar a cabomi compromiso, dejando al monstruo que partiera con supareja, antes de permitirme disfrutar de las delicias deun matrimonio del que esperaba la paz.

Recordé también la necesidad que tendría de viajar aInglaterra, o de comenzar una larga correspondencia concientíficos de aquel país cuyos conocimientos e investiga-ciones me eran imprescindibles en mi tarea. Esta segun-da manera de obtener la información que precisaba eralenta y poco satisfactoria; además: cualquier cambio meserviría de distracción, y me ilusionaba la idea de pasarun año o dos en otro lugar, cambiando de ocupación ylejos de mi familia; durante este período podría ocurrircualquier suceso que me permitiese volver a ellos en pazy tranquilidad: quizá hubiera ya cumplido mi promesa, yel monstruo hubiera desaparecido; o quizá algún accidentelo hubiera destruido, poniendo así fin a mi esclavitud.

Estos sentimientos me dictaron la respuesta que le dia mi padre. Manifesté el deseo de visitar Inglaterra; perooculté mis verdaderas intenciones bajo el pretexto de quequería viajar y ver mundo antes de asentarme para elresto de mi vida en mi ciudad natal.

Le rogué insistentemente que me dejara partir y ac-cedió con prontitud, pues no existía en el mundo padremás indulgente y menos impositivo que él. Pronto estu-vieron arreglados los preparativos. Yo viajaría a Estras-burgo, donde me reuniría con Clerval. Estaríamos unacorta temporada en Holanda, pero la mayor parte del tiem-po lo pasaríamos en Inglaterra. El regreso lo haríamospor Francia; y acordamos que el viaje duraría dos años.

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Mi padre se consolaba con el pensamiento de que miboda con Elizabeth tendría lugar en cuanto volviera a Gi-nebra.

—Estos dos años pasarán muy deprisa —dijo—, y serála última demora que se interponga en el camino de tufelicidad. Espero con impaciencia la llegada del momentoen que estemos todos unidos y ningún temor altere nues-tra paz familiar.

—Estoy de acuerdo con tu proyecto —le contesté—.Dentro de dos años tanto Elizabeth como yo seremos másmaduros, y espero que más felices de lo que ahora so-mos.

Suspiré; pero mi padre, delicadamente, se abstuvo dehacerme más preguntas respecto de las causas de mi pe-sadumbre. Esperaba que el cambio de ambiente y la dis-tracción del viaje me devolvieran la tranquilidad.

Empecé, pues, a preparar mi marcha; pero me obse-sionaba un pensamiento que me llenaba de angustia ytemor. Durante mi ausencia, mi familia seguiría ignoran-do la existencia de su enemigo, y quedaría a merced desus ataques caso de que él, irritado por mi viaje, se lanza-ra contra ellos. Pero había prometido seguirme dondequiera que fuera; así que ¿no vendría tras de mí a Ingla-terra? Este pensamiento era terrorífico en sí mismo, peroreconfortante, en cuanto que suponía que los míos esta-rían a salvo. Me torturaba la idea de que sucediera lo con-trario de esto. Pero durante todo el tiempo que fui escla-vo de mi criatura siempre me dejé guiar por los impulsosdel momento; y en ese instante tenía la seguridad de queme perseguiría, y, por tanto, mi familia quedaría libre delpeligro de sus maquinaciones.

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Partí hacia mis dos años de exilio a finales de agosto.Elizabeth aprobaba los motivos de mi marcha, y sólo la-mentaba el no tener las mismas oportunidades que yopara ampliar su campo de experiencia y cultivar su men-te. Lloró al despedirme, y me rogó que retornara feliz yen paz conmigo mismo.

—Todos confiamos en ti —dijo—; y si tú estás apena-do, ¿cuál puede ser nuestro estado de ánimo?

Me metí en el carruaje que debía alejarme de los míos,apenas sin saber adónde me dirigía, e importándome pocolo que sucedía a mi alrededor. Sólo recuerdo que, con in-mensa amargura, pedí que empaquetaran el instrumen-tal químico que quería llevarme conmigo, pues había de-cidido cumplir mi promesa mientras estaba en el extran-jero y regresar, a ser posible, un hombre libre. Lleno desombríos pensamientos, atravesé hermosísimos lugaresde majestuosa belleza; pero tenía la mirada fija y abstraí-da. Sólo pensaba en la meta de mi viaje, y el trabajo delcual debía ocuparme mientras durara.

Tras varios días de inquieta indolencia, durante loscuales recorrí muchas leguas, llegué a Estrasburgo, don-de tuve que aguardar durante dos días la llegada de Cler-val. Vino, y ¡que inmensa diferencia había entre noso-tros! El respondía vivamente ante cualquier paraje nue-vo; se emocionaba con las hermosas puestas de sol, y aúnmás con el amanecer cuando se estrenaba un nuevo día;me señalaba los cambios de colorido en el paisaje y el as-pecto del cielo.

—¡Esto es lo que yo llamo vivir! —exclamaba—. ¡Cómome gusta existir! ¿Pero por qué estás tú, querido Fran-kenstein, tan apenado y abatido?

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Lo cierto es que me embargaban tristes pensamien-tos, y permanecía indiferente ante el anochecer o el do-rado amanecer reflejado en el Rin. Y usted, amigo mío, sedivertiría mucho más con el diario de Clerval, gozoso ysensible admirador del paisaje, que con las reflexiones deesta criatura miserable, perseguido por una maldición queimpedía toda posibilidad de dicha.

Habíamos decidido bajar en barco por el Rin desde Es-trasburgo hasta Rotterdam, donde embarcaríamos paraLondres. Durante este trayecto pasamos muchas islascubiertas de sauces, y vimos varias ciudades hermosas.Paramos un día en Mannhein, y cinco días después desalir de Estrasburgo llegábamos a Maguncia. A partir deaquí, el curso del Rin se hace mucho más pintoresco. Elrío desciende velozmente, serpenteando entre colinas nomuy altas pero sí escarpadas y de formas muy bellas.Vimos numerosos castillos en ruinas, lejanos e inaccesi-bles, que, rodeados de espesos y sombríos bosques, sealzaban al borde de los despeñaderos. Esta parte del Rinofrece un paisaje de singular variedad. Pueden verse irre-gulares montañas, castillos en ruinas dominando tremen-dos precipicios, a cuyos pies el sombrío Rin fluye en pre-cipitada carrera; y, de repente, tras rodear un promon-torio, el paisaje lo constituyen prósperos viñedos, quecubren las verdes y ondulantes laderas, sinuosos ríos ypobladas ciudades.

Era la época de la vendimia, y, mientras viajábamosrío abajo, escuchábamos las canciones de los trabajado-res. Incluso yo, a pesar de mi ánimo decaído, y lleno comoestaba de sombríos pensamientos, me sentía contento.Tumbado en el fondo de la barca, miraba el límpido cieloazul, y parecía imbuirme de una tranquilidad que hacía

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mucho no sentía. Si éstas eran mis sensaciones, ¿cómoexplicar las de Henry? Se creía transportado a un país dehadas, y sentía una felicidad poco común en el hombre.

—He visto —decía— los parajes más hermosos de mipaís; conozco los lagos de Lucerna y Uri, donde las neva-das montañas entran casi a pico en el agua, proyectandooscuras e impenetrables sombras que, de no ser por losverdes islotes que alegran la vista, parecerían lúgubres ytenebrosos; he visto también agitarse este lago con unatempestad, cuando el viento arremolinaba las aguas, dan-do una idea de lo que puede ser una tromba marina en elinmenso océano; he visto las olas estrellarse con furia alpie de las montañas, donde cayó la avalancha sobre elcura y su amante, cuyas moribundas voces, se dice, toda-vía se oyen cuando se acallan los vientos; he visto lasmontañas de Valais y las del país de Vaud, pero este país,Víctor, me gusta mucho más que todas aquellas maravi-llas. Las montañas de Suiza son más majestuosas y ex-trañas; pero hay un encanto especial en las márgenes deeste río tan divino, que no es comparable a nada. Miraese castillo que domina aquel precipicio; y ese en aquellaisla, casi oculto por el follaje de los hermosos árboles; yese grupo de trabajadores que vienen de sus viñedos; yesa aldea medio oculta por los pliegues de la montaña. Sinduda, los espíritus que habitan y cuidan de este lugar tie-nen un alma más comprensiva para con el hombre queaquellos que pueblan el glaciar o que se refugian en lascimas inaccesibles de las montañas de nuestro país.

¡Clerval!, ¡amigo del alma!, incluso ahora me llena desatisfacción recordar tus palabras y dedicarte los elogiosque tan merecidos tienes. Era un ser que se había educa-do en «la poesía de la naturaleza». Su desbordante y en-

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tusiasta imaginación se veía matizada por la gran sensi-bilidad de su espíritu. Su corazón rezumaba afecto, y suamistad era de esa naturaleza fiel y maravillosa que lagente de mundo se empeña en hacernos creer que sóloexiste en el reino de lo imaginario. Pero ni siquiera la com-prensión y el cariño humanos bastaban para satisfacer suávida mente. El espectáculo de la naturaleza, que en otrosdespierta simplemente admiración, era para él objeto deuna pasión ardiente:

La sonora catarataLe obsesionaba como una pasión: la erguida roca,La montaña, y el bosque sombrío y tupido,Sus formas y colores, eran para élUn deseo; un sentimiento, y un amor,Que no necesitaba de otros encantos remotos,Que el pensamiento puede proporcionar, u otro

/atractivoQue los ojos jamás vieron.

¿Y dónde está ahora? ¿Se ha perdido para siempreeste ser tan dulce y hermoso? ¿Ha perecido esta mentetan repleta de pensamientos, de magníficas y capricho-sas fantasías que formaban un mundo cuya existenciadependía de la vida de su creador? ¿Existe ahora sólo enmi recuerdo? No, no puede ser; aquel cuerpo, tan perfec-tamente modelado, que irradiaba hermosura, se ha des-compuesto, pero su espíritu sigue alentando y visitando asu desdichado amigo.

Perdóneme usted este arranque de dolor; estas po-bres palabras son tan sólo un insignificante tributo a la

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inapreciable valía de Henry, pero calman mi corazón, tanangustiado por su recuerdo. Continuaré mi relato.

Dejamos Colonia y descendimos a las llanuras de Ho-landa, donde decidimos continuar por tierra el resto delviaje, pues el viento era desfavorable y la corriente delrío demasiado lenta para ayudarnos.

Aquí nuestro viaje perdió el interés que el magníficopaisaje había proporcionado hasta ahora; pero a los pocosdías llegamos a Rotterdam desde donde proseguimos viajea Inglaterra por mar. Era una límpida mañana, de finalesde diciembre, cuando vi por primera vez los blancos acan-tilados de Gran Bretaña. Las orillas del Támesis ofrecíanun nuevo paisaje; eran llanas pero fértiles, y casi todas lasciudades se significaban por algún recuerdo histórico. Vi-mos el fuerte Tilbury, y recordamos la Armada Invenci-ble; Gravesend, Woolwich y Greenwich, lugares de losque había oído hablar ya en mi país.

Por fin divisamos los innumerables campanarios deLondres, dominados todos por la impresionante cúpula deSan Pablo, y la Torre, famosa en la historia de Inglaterra.

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CAPÍTULO 2

LONDRES era nuestro lugar de asiento, y decidimos que-darnos algunos meses en esta maravillosa y célebre ciu-dad. Clerval quería conocer a los hombres de genio y ta-lento que despuntaban entonces, pero para mí esto erasecundario, pues mi principal interés era la obtención delos conocimientos que necesitaba para poder llevar a cabomi promesa. A este fin, me apresuré a entregar a los másdistinguidos científicos las cartas de presentación quehabía traído conmigo.

Si este viaje hubiera tenido lugar en la época de misprimeros estudios, cuando aún estaba lleno de felicidad,me habría proporcionado un inmenso placer. Pero unamaldición había ensombrecido mi existencia, y sólo visi-taba a estas personas con el afán de conseguir la informa-ción que me pudieran proporcionar acerca del tema que,por motivos tan tremendos, tanto me interesaba. La com-pañía de otras personas me resultaba molesta; cuandome encontraba solo podía dejar vagar mi imaginación haciacosas agradables; la voz de Henry me apaciguaba, y así

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llegaba a engañarme y a conseguir una paz transitoria.Pero los rostros gesticulantes, alegres y poco interesan-tes de los demás me volvían a sumir en la desesperación.Veía alzarse una infranqueable barrera entre mis seme-jantes y yo; barrera teñida con la sangre de William yJustine; y el recuerdo de los sucesos relacionados con es-tos nombres me llenaba de angustia.

En Clerval veía la imagen de lo que yo había sido; erainquisitivo y estaba ansioso por adquirir sabiduría y expe-riencia. La diferencia de costumbres que advertía era paraél fuente inagotable de enseñanza y distracción. Estabasiempre ocupado; y lo único que empañaba su felicidad erami abatimiento y pesadumbre. Yo, por mi parte, intentabadisimular mis sentimientos cuanto podía, a fin de no privarlede los lógicos placeres que uno siente cuando, libre de tris-tes recuerdos y agobios, encuentra nuevos horizontes ensu vida. A menudo me excusaba, alegando compromisosanteriores, para así no tener que acompañarlo, y poderpermanecer solo. Comencé a recabar por entonces losmateriales que necesitaba para mi nueva creación, lo queme suponía la misma tortura que para los condenados elinterminable goteo del agua sobre sus cabezas. Cada pen-samiento dedicado al tema me producía una tremendaangustia, y cada palabra alusiva a ello hacía que me tem-blaran los labios y me palpitara el corazón.

Cuando llevábamos unos meses en Londres, recibi-mos una carta de una persona que vivía en Escocia y quenos había visitado en Ginebra. En ella se refería a la belle-za de su país natal y se preguntaba si esto no sería unmotivo suficiente para que nos decidiéramos a prolongarnuestro viaje hasta Perth, donde él vivía. Clerval estabaansioso por aceptar la invitación; y yo, aunque detestaba

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la compañía de otras personas, quería ver de nuevoriachuelos y montañas y todas las maravillas con las cua-les la naturaleza adorna sus lugares predilectos.

Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubrey ya estábamos en febrero, de modo que decidimos em-prender nuestro viaje hacia el norte a finales del mes si-guiente. En este viaje no pensábamos seguir la carreteraprincipal a Edimburgo, pues queríamos visitar Windsor,Oxford, Madock y los lagos de Cumberland, esperandollegar a nuestro destino a finales de julio. Embalé, pues,mis instrumentos químicos y el material que había con-seguido, con la intención de acabar mi tarea en algún lu-gar apartado de las montañas del norte de Escocia.

Dejamos Londres el 27 de marzo y nos quedamos unosdías en Windsor, paseando por su hermosísimo bosque.Este paisaje era completamente nuevo para nosotros,habitantes de un país montañoso; los robles majestuosos,la abundancia de caza y las manadas de altivos ciervosconstituían una novedad para nosotros.

Continuamos luego hacia Oxford. Al llegar a la ciudad,rememoramos los sucesos que allí habían ocurrido hacíamás de ciento cincuenta años. Fue allí donde Carlos I re-unió sus tropas. La ciudad le había permanecido fiel mien-tras toda la nación abandonaba su causa y se unía al es-tandarte del parlamento y la libertad. El recuerdo de aqueldesdichado monarca y de sus compañeros, el afableFalkland, el orgulloso Gower, su reina y su hijo, daban uninterés especial a cada rincón de la ciudad, que se suponedebieron habitar. El espíritu de días pasados tenía aquísu morada y nos deleitaba perseguir sus huellas. Peroaunque estos sentimientos no hubieran bastado para sa-tisfacer nuestra imaginación, la ciudad en sí era lo sufi-

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cientemente hermosa como para despertar nuestra ad-miración. La universidad es antigua y pintoresca; las ca-lles, casi magníficas; y el delicioso Isis, que corre por en-tre prados de un exquisito verde, se ensancha formandoun tranquilo remanso de agua, donde se reflejan el mag-nífico conjunto de torres, campanarios y cúpulas que aso-man por entre los viejos árboles.

Disfrutaba con este paisaje; pero veía turbado mi gozotanto por el recuerdo del pasado como por los aconteci-mientos del futuro. Había nacido para ser feliz. Durantemi juventud nunca me había afligido la tristeza, y si enalgún momento me sentía abatido, contemplar las mara-villas de la naturaleza o estudiar lo que de sublime y ex-celente ha hecho el hombre siempre conseguía interesar-me y animarme. Pero no soy más que un árbol destroza-do, corroído hasta la médula, y ya entonces presentí quesobreviviría hasta convertirme en lo que pronto dejaréde ser: una miserable ruina humana, objeto de compa-sión para los demás y de repugnancia para mí mismo.

Pasamos bastante tiempo en Oxford, recorriendo susalrededores e intentando localizar los lugares relaciona-dos con la época más agitada de la historia de Inglaterra.Nuestros pequeños viajes de investigación a menudo seveían prolongados por los sucesivos descubrimientos queíbamos haciendo. Visitamos la tumba del ilustre Hampdeny el campo de batalla donde cayó aquel patriota. Por unmomento mi espíritu logró olvidarse de sus miserables ydenigrantes temores al recordar las maravillosas ideasde libertad y sacrificio, de las cuales estos lugares eranrecuerdo y exponente. Por un instante conseguí librarmede mis cadenas y mirar a mi alrededor con un espíritulibre y elevado, pero el hierro se me había clavado pro-

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fundamente, y, tembloroso y atemorizado, volví a hun-dirme en la miseria.

Dejamos Oxford con pesar, y continuamos hacia Mat-lock, nuestro próximo lugar de asiento. El campo que ro-dea este pueblo se parece en cierto modo al de Suiza, perotodo a menor escala; las verdes colinas carecen del fondoque en mi país natal proporcionan los distantes Alpes ne-vados, asomando siempre por detrás de las montañascubiertas de pinos. Visitamos la maravillosa gruta y laspequeñas vitrinas dedicadas a las ciencias naturales, dondelos objetos están dispuestos de la misma manera que lascolecciones de Servox y Chamonix. El mero nombre deeste último lugar me hizo temblar cuando Henry lo pro-nunció, y me apresuré a abandonar Matlock por la vincu-lación que tenía con aquel horrible sitio.

Desde Derby, y siguiendo hacia el norte, nos detuvi-mos dos meses en Cumberland y Westmoreland. Aquí síque casi me pareció encontrarme entre las montañas deSuiza. Las pequeñas extensiones de nieve que aún que-daban en la ladera norte de las montañas, los lagos y eltumultuoso curso de los rocosos torrentes me resultabanescenas familiares y queridas. Aquí también hicimos nue-vas amistades que casi consiguieron crearme la ilusión defelicidad. La alegría que Clerval manifestaba era muy su-perior a la mía; él se crecía ante hombres de talento, ydescubrió que poseía mayores recursos y posibilidadesde lo que hubiera creído cuando frecuentaba la compañíade personas menos dotadas intelectualmente que él. «Po-dría vivir aquí —decía—; y rodeado de estas montañasapenas si añoraría Suiza o el Rin.»

Pero descubrió que la vida de un viajero incluye mu-chos pesares entre sus satisfacciones. El espíritu se en-

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cuentra siempre en tensión; y justo cuando empieza aaclimatarse, se ve obligado a cambiar aquello que le inte-resa por nuevas cosas que atraen su atención y que tam-bién abandonará en favor de otras novedades.

Apenas habíamos visitado los lagos de Cumberland yWestmoreland, y comenzado a sentir afecto por algunosde sus habitantes, cuando tuvimos que partir, pues seaproximaba la fecha en que debíamos reunirnos con nues-tro amigo escocés. Yo, personalmente, no lo sentí. Estabaretrasando el cumplimiento de mi promesa y temía lasconsecuencias del enojo de aquel ser diabólico. Cabía laposibilidad de que se hubiera quedado en Suiza y se ven-gara en mis familiares. Esta idea me perseguía y me ator-mentaba durante todos aquellos momentos que de otramanera me hubieran proporcionado paz y tranquilidad.Esperaba las cartas de mi familia con febril impaciencia;si se retrasaban, me disgustaba y me atenazaban mil te-mores; y cuando llegaban, y reconocía la letra de Eliza-beth o de mi padre, apenas me atrevía a leerlas. A vecesimaginaba que el bellaco me perseguía, y que quizá pre-tendiera acelerar mi indolencia asesinando a mi compa-ñero. Cuando me venían estos pensamientos, permane-cía al lado de Henry constantemente, lo seguía como sifuera su sombra para protegerlo de la imaginada furia desu destructor. Me sentía como si yo mismo hubiera co-metido algún tremendo crimen, cuyo remordimiento meobsesionaba. Me sabía inocente, pero no obstante habíaatraído una maldición sobre mí, tan fatal como la de uncrimen.

Visité Edimburgo con espíritu distraído; y, sin embar-go, esa ciudad hubiera despertado el interés del ser másapático. A Clerval no le gustó tanto como Oxford, pues le

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había atraído mucho la antigüedad de esta ciudad. Perola belleza y regularidad de la moderna Edimburgo, su ro-mántico castillo y los alrededores, los más hermosos delmundo, Arthur’s Seat, Saint Bernard’s Well y las colinasde Portland, le compensaron el cambio y lo llenaron dealegría y admiración. Yo, sin embargo, estaba intranquilopor llegar al término de nuestro viaje.

Salimos de Edimburgo al cabo de una semana, pasan-do por Coupar, Saint Andrews y siguiendo la orilla del Tayhasta Perth, donde nos esperaba nuestro amigo. Pero yono me sentía con fuerzas para conversar y reír con extra-ños, o para adaptarme a sus gustos y planes con la dispo-sición propia de un buen huésped, de manera que le dije aClerval que visitaría solo el resto de Escocia.

—Diviértete —le dije—. Aquí nos encontraremos denuevo. Puede que me ausente un mes o dos; pero no teinquietes por mi, te lo ruego. Déjame un tiempo en la pazy soledad que necesito; y cuando regrese, espero hacerlocon el corazón más aligerado y más de acuerdo con tuestado de ánimo.

Henry trató de disuadirme; pero, al verme tan deci-dido, dejó de insistir. Me rogó que le escribiera con fre-cuencia.

—Preferiría —dijo— acompañarte en tus excursionessolitarias que quedarme con estos escoceses a quienesapenas conozco. Apresúrate a regresar, querido amigo,para que de nuevo me sienta como en casa, cosa que meserá imposible durante tu ausencia.

Despidiéndome de mi amigo, decidí buscar algún apar-tado lugar de Escocia donde concluir a solas mi labor. Notenía ninguna duda de que el monstruo me seguía y de

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que, una vez hubiera terminado mi obra, se me presen-taría para recibir a su compañera.

Tomada esta resolución, atravesé las tierras altas delnorte y elegí, como lugar de trabajo, una de las islasOrcadas, que eran las más alejadas. Era éste un lugar idó-neo para llevar a cabo mi tarea, pues era poco más queuna roca cuyos escarpados laterales batían las olasconstantemente. El terreno era yermo, apenas si ofrecíapasto para algunas escuálidas vacas y avena para sus cincohabitantes, cuyos cuerpos esqueléticos y retorcidos da-ban prueba de su miserable existencia. El pan y las ver-duras, cuando se permitían semejantes lujos, e incluso elagua potable, venían del continente, que quedaba a unascinco millas de allí.

En toda la isla no había más que tres míseras chozas,una de las cuales encontré desocupada al llegar. La alqui-lé. Tenía sólo dos cuartos, que mostraban la suciedad pro-pia de las más absoluta indigencia. La techumbre, de ra-mas y rastrojos, se estaba hundiendo; las paredes no es-taban encaladas, y la puerta colgaba, torcida, de uno delos goznes. Ordené que la repararan, compré algunosmuebles y me instalé, lo que sin duda hubiera ocasionadobastante sorpresa de no ser porque la necesidad y la po-breza habían entumecido por completo las mentes de es-tos habitantes. El hecho es que ni me molestaban ni cu-rioseaban, y apenas si me agradecieron los víveres y ro-pas que les di, lo que demuestra hasta qué punto el sufri-miento insensibiliza incluso los sentimientos más elemen-tales del hombre.

En este retiro dedicaba las mañanas al trabajo; peropor la noche, cuando el tiempo lo permitía, paseaba por lapedregosa playa y escuchaba el bramido de las olas que

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rompían a mis pies. Era un paisaje monótono y a la vezsiempre cambiante. Me acordaba de Suiza y lo distintaque era de este lugar desolado y atemorizante. Allí, lasviñas cubren las colinas, y las casitas puntillean tupida-mente las llanuras. Sus hermosos lagos reflejan un cielosuave y azul; y cuando los vientos los alteran, su eferves-cencia es como un juego de niños, comparada con los bra-midos del inmenso océano.

Así distribuí mi tiempo al llegar; pero a medida queavanzaba en mi labor, me resultaba más molesta y re-pulsiva cada día. Había veces que me era imposible en-trar en mi laboratorio durante días enteros; otras, traba-jaba día y noche sin cesar para concluir cuanto antes. Real-mente era una obra repugnante la que me ocupaba. Enmi primer experimento, una especie de frenético entu-siasmo me había impedido ver el horror de lo que hacía;estaba absorto por completo en mi trabajo y ciego ante lohorrible de mi quehacer. Pero ahora lo llevaba a cabo asangre fría, y a menudo me asqueaba la labor.

En esta situación, dedicado como estaba a ocupacióntan detestable, inmerso en una soledad donde nada podíadistraerme un solo momento de aquello a lo que me apli-caba, empecé a desequilibrarme; y me volví inquieto ynervioso. A cada momento temía encontrarme con mi per-seguidor. A veces me quedaba sentado, con los ojos fijos enel suelo, temeroso de levantar la vista y encontrar frente amí la criatura cuya aparición tanto me espantaba. No mealejaba de mis vecinos por miedo a que, viéndome solo, seme acercara para reclamarme su compañera.

Empero seguía trabajando y tenía ya la labor muyavanzada. Aguardaba el final con anhelante y trémulaimpaciencia, sobre la que no me quería interrogar, pero

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que se entremezclaba con oscuros y siniestros presenti-mientos que me hacían desfallecer.

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CAPÍTULO 3

UNA NOCHE me encontraba sentado en mi laboratorio; elsol se había puesto, y la luna empezaba a asomar por en-tre las olas; no tenía suficiente luz para seguir trabajandoy permanecía ocioso, preguntándome si debía dar porterminada la jornada o, por el contrario, hacer un esfuer-zo y continuar mi labor y acelerar así su final. Al meditarsobre esto, allí sentado, se me fueron ocurriendo otrospensamientos y me hicieron considerar las posibles conse-cuencias de mi obra. Tres años antes me encontraba ocu-pado en lo mismo, y había creado un diabólico ser cuyaincomparable maldad me había destrozado el corazón yllenado de amargos remordimientos. Y ahora estaba apunto de crear otro ser, una mujer, cuyas inclinacionesdesconocía igualmente; podía incluso ser diez mil vecesmás diabólica que su pareja y disfrutar con el crimen porel puro placer de asesinar. El había jurado que abandona-ría la vecindad de los hombres, y que se escondería en losdesiertos, pero ella no; ella, que con toda probabilidadpodría ser un animal capaz de pensar y razonar, quizá se

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negase a aceptar un acuerdo efectuado antes de su crea-ción. Incluso podría ser que se odiasen; la criatura que yavivía aborrecía su propia fealdad, y ¿no podía ser que laaborreciera aún más cuando se viera reflejado en unaversión femenina? Quizá ella también lo despreciara ybuscara la hermosura superior del hombre; podría aban-donarlo y él volvería a encontrarse solo, más desespera-do aún por la nueva provocación de verse desairado poruna de su misma especie.

Y aunque abandonaran Europa, y habitaran en losdesiertos del Nuevo Mundo, una de las primeras conse-cuencias de ese amor que tanto ansiaba el vil ser seríanlos hijos. Se propagaría entonces por la Tierra una razade demonios que podrían sumir a la especie humana en elterror y hacer de su misma existencia algo precario. ¿Te-nía yo derecho, en aras de mi propio interés, a dotar conesta maldición a las generaciones futuras? Me habíanconmovido los sofismas del ser que había creado; susmalévolas amenazas me habían nublado los sentidos. Peroahora por primera vez veía claramente lo devastadoraque podía llegar a ser mi promesa; temblaba al pensarque generaciones futuras me podrían maldecir como elcausante de esa plaga, como el ser cuyo egoísmo no habíatenido reparos en comprar su propia paz al precio quizáde la existencia de todo el género humano.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo y me fallaban lasfuerzas cuando, al levantar la vista hacia la ventana, vi elrostro de aquel demonio a la luz de la luna. Una horrendamueca le fruncía los labios, al ver cómo llevaba a cabo latarea que él me había impuesto. Sí, me había seguido enmis viajes, había atravesado bosques, se había escondidoen cavernas o refugiado en los inmensos brezales

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deshabitados; y venía ahora a comprobar mis progresosy a reclamar el cumplimiento de mi promesa.

Al mirarlo, vi que su rostro expresaba una increíblemalicia y traición. Recordé con una sensación de locura lapromesa de crear otro ser como él, y entonces, temblan-do de ira, destrocé la cosa en la que estaba trabajando.Aquel engendro me vio destruir la criatura en cuya futu-ra existencia había fundado sus esperanzas de felicidad,y, con un aullido de diabólica desesperación y venganza,se alejó.

Salí de la habitación, y, cerrando la puerta, me hice lasolemne promesa de no reanudar jamás mi labor. Luego,con paso tembloroso, me fui a mi dormitorio. Estaba solo;no había nadie a mi lado para disipar mi tristeza y aliviar-me de la opresión de mis terribles reflexiones.

Pasaron varias horas, y yo seguía junto a la ventana,mirando hacia el mar, que se hallaba casi inmóvil, pueslos vientos se habían calmado y la naturaleza dormía bajola vigilancia de la silenciosa luna. Sólo unos cuantos bar-cos pesqueros salpicaban el mar, y de vez en cuando lasuave brisa me traía el eco de las voces de los pescadoresque se llamaban de una barca a otra. Sentía el silencio,aunque apenas me daba cuenta de su temible profundi-dad; hasta que de pronto oí el chapoteo de unos remosque se acercaban a la orilla, y alguien desembarcó cercade mi casa.

Pocos minutos después, oí crujir la puerta, como siintentaran abrirla silenciosamente. Un escalofrío me re-corrió de pies a cabeza; presentí quién sería, y estuve apunto de despertar a un pescador que vivía en una ba-rraca cerca de la mía; pero me invadió esa sensación deimpotencia que tan a menudo se experimenta en las pe-

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sadillas, cuando en vano se intenta huir del inminentepeligro y los pies rehúsan moverse.

Al poco oí pisadas por el pasillo; se abrió la puerta yapareció el temido engendro. La cerró, y, acercándoseme,me dijo con voz sorda:

—Has destruido la obra que empezaste; ¿qué es lo quepretendes? ¿Osas romper tu promesa? He soportado fa-tigas y miserias; me marché de Suiza contigo; gateé porlas orillas del Rin, por sus islas de sauces, por las cimas desus montañas. He vivido meses en los brezales de Ingla-terra y en los desérticos parajes de Escocia. He padecidocansancio, hambre, frío; ¿te atreves a destruir mis espe-ranzas?

—¡Aléjate! Efectivamente rompo mi promesa; jamáscrearé otro ser como tú, semejante en deformidad y vi-leza.

Esclavo, antes intenté razonar contigo, pero te hasmostrado inmerecedor de mi condescendencia. Recuer-da mi fuerza; te crees desgraciado, pero puedo hacertetan infeliz que la misma luz del día te resulte odiosa. Túeres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedece!

La hora de mi debilidad ha pasado, y con ella la de tupoder. Tus amenazas no me obligarán a cometer tamañaequivocación; más bien me confirman en mi propósito deno crear una compañera para tus vicios. ¿Querrías que, asangre fría, infectara la Tierra con otro demonio que secomplaciera con la muerte y la desgracia? ¡Aléjate! Estoydecidido, y. con tus palabras sólo acrecentarás mi cólera.

El monstruo vio la determinación en mi rostro y re-chinó los dientes con rabia imponente.

—¿Encontrará todo hombre —gritó— esposa, todoanimal su hembra mientras yo he de permanecer solo?

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Tenía sentimientos de afecto, que el desprecio y el odioanularon en mí. Mortal, podrás odiar, pero ¡ten cuidado!Pasarás tus horas preso de terror y tristeza, y pronto cae-rá sobre ti el golpe que te ha de robar para siempre lafelicidad. ¿Acaso piensas que puedes ser feliz mientrasyo me arrastro bajo el peso de mi desdicha? Podrás des-trozar mis otras pasiones; pero queda mi venganza, unavenganza que a partir de ahora me será más querida quela luz o los alimentos. Podré morir, pero antes, tú, mi tira-no y verdugo, maldecirás el sol que alumbra tus desgra-cias. Ten cuidado; pues no conozco el miedo y soy, portanto, poderoso. Vigilaré con la astucia de la serpiente, ycon su veneno te morderé. ¡Mortal!, te arrepentirás deldaño que me has hecho.

—Calla, diablo, y no envenenes el aire con tus malva-dos ruidos. Te he comunicado mi decisión, y no soy uncobarde al que puedas convencer con tus amenazas. Dé-jame; soy implacable.

—Bien. Me iré; pero recuerda: estaré a tu lado en tunoche de bodas.

Abalanzándome sobre él, grité:—¡Miserable! Antes de firmar mi sentencia de muer-

te asegúrate de que tú estás a salvo.Hubiera querido atacarlo; pero me esquivó, y salió de

la casa con rapidez. Al cabo de pocos instantes lo vi en labarca cruzando las aguas como una saeta, y pronto seperdió entre las olas.

Volvió a reinar el silencio; pero sus palabras seguíanresonando en mis oídos. Me consumía el deseo de perse-guir al asesino de mi tranquilidad y hundirlo en el océano.Inquieto y preocupado paseaba de un lado a otro de lahabitación, mientras la imaginación me asediaba con mil

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ideas torturantes. ¿Por qué no lo había perseguido y en-tablado con él un combate a muerte? Le había permitidoescapar y ahora se dirigía hacia el continente. Temblabaal pensar en quién sería la próxima víctima sacrificada asu insaciable venganza. De pronto recordé sus palabras:«Estaré a tu lado en tu noche de bodas.» Esa, pues, era lafecha en la que se cumpliría mi destino. Entonces moriríay, al tiempo, quedaría satisfecha y extinguida su maldad.Esto no me asustaba; pero la imagen de mi querida Eliza-beth, derramando lágrimas de inconsolable dolor al verque su marido le era arrebatado cruelmente, me hizo, porprimera vez en muchos meses, prorrumpir en llanto, ydecidí no sucumbir ante mi enemigo sin luchar.

Terminó la noche, y el sol se levantó por el horizonte.Empecé a tranquilizarme, si se puede llamar tranquili-dad a aquello en lo que nos sumimos cuando la violenciade la ira deja paso a la desesperación. Abandoné la casa,horrible escenario de la contienda de la pasada noche, ypaseé por la orilla del mar, que me parecía levantarsecomo una barrera insuperable entre mis semejantes yyo; tuve entonces el deseo de que aquello se hiciera rea-lidad. Acaricié la idea de pasar el resto de mis días en aque-lla desnuda roca; sería una existencia penosa, cierto, peroal menos se vería exenta del miedo a cualquier repentinadesgracia. Si me iba, era para morir asesinado, o para vercómo perdían la vida, a manos del diablo que yo mismohabía creado, aquellos a quienes más quería.

Vagué por la isla como un fantasma, alejado de todo loque amaba, y entristecido por esta separación. Haciamediodía, cuando el sol estaba en su cima, me tumbé enla hierba v me invadió un profundo sueño. No había dor-mido la noche anterior, tenía los nervios alterados y los

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ojos irritados por el llanto y la vigilia. El sueño en el cualme sumí me recuperó; y, al despertar, sentí de nuevocomo si perteneciera a una raza de seres humanos comoyo. Me puse a reflexionar con más serenidad, pero aúnresonaban en mi oído, como un toque a muerto, las pala-bras del malvado ser; parecían lejanas, como un sueño,pero eran claras y apremiantes como la misma realidad.

El sol se encontraba ya muy bajo, y yo aún seguía enla playa, saciando el apetito con unas galletas de avena,cuando vi atracar una barca no lejos de mí. Se acercó unode los hombres v me dio un paquete; contenía cartas deGinebra y una de Clerval en la que me rogaba me reunie-ra con él. Decía que hacía casi un año que habíamos aban-donado Suiza, y no habíamos visitado Francia. Me insis-tía, por tanto, en que abandonara mi isla solitaria y mereuniera con él en Perth, al cabo de una semana, y juntoshiciéramos planes para continuar nuestro viaje. Esta car-ta me hizo, en parte, volver a la realidad, y decidí que meiría de la isla a los dos días.

Pero, antes de partir, me esperaba una tarea que meproducía escalofríos sólo de pensar en ello: tenía que em-paquetar mis instrumentos de química, para lo cual erapreciso que entrara en la habitación donde había llevadoa cabo mi odioso trabajo, y tenía que tocar aquellos ins-trumentos, cuya simple vista me producía náuseas. Cuan-do amaneció, al día siguiente, me armé de valor y abrí lapuerta del laboratorio. Los restos de la criatura a mediohacer que había destruido estaban esparcidos por el sue-lo y casi tuve la sensación de haber mutilado la carne vivade un ser humano. Me detuve para sobreponerme, y en-tré en el cuarto. Con manos temblorosas saqué los ins-trumentos de allí; pero pensé que no debía dejar los res-

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tos de mi obra, que llenarían de horror v sospechas a loscampesinos. Por tanto, los metí en una cesta, junto conun gran número de piedras, y, apartándola, decidí arro-jarla al mar aquella misma noche; en espera de lo cual mefui a la playa a limpiar mi material.

Desde la noche en que apareciera aquel diablo, missentimientos habían cambiado totalmente. Hasta enton-ces pensaba en mi promesa con profunda desesperacióny la consideraba como algo que debía cumplir, cualesquie-ra que fueran las consecuencias. Pero ahora me parecíacomo si me hubieran quitado una venda de delante de losojos y que, por primera vez, veía las cosas con claridad.Ni por un instante se me ocurrió reanudar mi tarea; laamenaza que había oído pesaba en mi mente, pero nocreía que un acto voluntario por mi parte consiguiera anu-larla. Tenía muy presente que, de crear otro ser tan mal-vado como el que ya había hecho, estaría cometiendo unaacción de indigno y atroz egoísmo, y apartaba de mis pen-samientos cualquier idea que pudiera llevarme a variarmi decisión.

La luna salió entre las dos y las tres de la madrugada;metí el cesto en un bote, y me adentré en el mar unasmillas. El lugar estaba completamente solitario; unascuantas barcas volvían hacia la isla, pero yo navegaba le-jos de ellas. Me sentía como si fuera a cometer algún te-rrible crimen y quería evitar cualquier encuentro. De re-pente, la luna, que hasta entonces había brillado clarísi-ma, se ocultó tras una espesa nube, v aproveché el mo-mento de tinieblas para arrojar mi cesta al mar; escuchéel gorgoteo que hizo al hundirse y me alejé. El cielo seensombreció; pero el aire era límpido aunque fresco, de-bido a la brisa del noreste que se estaba levantando. Me

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invadió una sensación tan agradable, que me animó ydecidí demorar mi regreso a la isla; sujeté el timón enposición recta, y me tumbé en el fondo de la barca. Lasnubes ocultaban la luna, todo estaba oscuro, y sólo se oíael ruido de la barca cuando la quilla cortaba las olas; elmurmullo me arrullaba, y pronto me quedé profunda-mente dormido.

No sé el tiempo que transcurrió, pero cuando me des-perté vi que el sol ya estaba alto. Se había levantado unviento que amenazaba la seguridad de mi pequeña em-barcación. Venía del nordeste, y debía haberme alejadomucho de la costa donde embarqué; traté de cambiar mirumbo pero en seguida me di cuenta de que zozobraría silo intentaba de nuevo. No tenía más solución que inten-tar navegar con el viento de popa. Confieso que me asus-té. Carecía de brújula, y estaba tan poco familiarizado conesta parte del mundo, que el sol no me servía de granayuda. Podía adentrarme en el Atlántico, y sufrir las tor-turas de la sed y del hambre, o verme tragado por lasinmensas olas que surgían a mi alrededor. Llevaba ya fue-ra muchas horas y la sed, preludio de mayores sufrimien-tos, empezaba a torturarme. Observé el cielo cubierto denubes que, empujadas por el viento, iban a la zaga unasde otras; observé el mar que había de ser mi tumba.

—¡Villano! —exclamé—, tu tarea está cumplida.Pensé en Elizabeth, en mi padre, en Clerval; y me sumí

en un delirio tan horrendo y desesperante, que inclusoahora, cuando todo está a punto de terminar para mí, tiem-blo al recordarlo.

Así transcurrieron algunas horas, pero poco a poco, amedida que el sol caminaba hacia el horizonte, el vientofue remitiendo hasta convertirse en una suave brisa, y

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las olas se fueron calmando. Seguía habiendo una fuertemarejada, me encontraba mal, y apenas podía sujetar eltimón, cuando de pronto divisé hacia el sur una franja detierras altas. A pesar de lo agotado que estaba por la fati-ga y la terrible emoción que había soportado durante al-gunas horas, esta repentina certeza de vida me llenó elcorazón de cálida ternura, y las lágrimas empezaron acorrerme por las mejillas.

¡Qué mudables son nuestros sentimientos y que ex-traño el apego que tenemos a la vida, incluso en los mo-mentos de máximo sufrimiento! Con parte de mis vesti-dos confeccioné otra vela, y me afané por poner rumbo atierra firme. Tenía un aspecto rocoso y salvaje, pero asíque me acercaba vi claras muestras de cultivo. Habíaembarcaciones en la playa, y de pronto me encontré de-vuelto a la civilización. Recorrí las ondulaciones de la tie-rra y divisé al fin un campanario que asomaba por detrásde una colina. A causa de mi estado de extrema debili-dad, decidí dirigirme directamente al pueblo como el lu-gar donde más fácilmente encontraría alimento. Afortu-nadamente llevaba dinero conmigo. Al doblar el promon-torio vi ante mí un pequeño y aseado pueblo y un buenpuerto en el que entré con el corazón rebosante de ale-gría tras mi inesperada salvación.

Mientras me ocupaba en atracar la barca y arreglarlas velas, varias personas se aglomeraron a mi alrededor.Parecían muy sorprendidas por mi aspecto, pero en lu-gar de ofrecerme su ayuda murmuraban entre ellos ygesticulaban de una manera que, en otras circunstancias,me hubiera alarmado. Pero en aquel momento sólo ad-vertí que hablaban inglés, y, por tanto, me dirigí a ellos enese idioma.

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—Buena gente —dije—, ¿tendrían la bondad de decir-me el nombre de este pueblo e indicarme dónde me en-cuentro?

—¡Pronto lo sabrá! —contestó un hombre con brusque-dad—. Quizá haya llegado a un lugar que no le guste de-masiado; en todo caso le aseguro que nadie le va a con-sultar acerca de dónde querrá usted vivir.

Me sorprendió enormemente recibir de un extrañouna respuesta tan áspera; también me desconcertó verlos ceñudos y hostiles rostros de sus compañeros.

—¿Por qué me contesta con tanta rudeza? —le pre-gunté—: no es costumbre inglesa el recibir a los extranje-ros de forma tan poco hospitalaria.

—Desconozco las costumbres de los ingleses —respon-dió el hombre—; pero es costumbre entre los irlandesesel odiar a los criminales.

Mientras se desarrollaba este diálogo la muchedum-bre iba aumentando. Sus rostros demostraban una mez-cla de curiosidad y cólera, que me molestó e inquietó. Pre-gunté por el camino que llevaba a la posada; pero nadiequiso responderme. Empecé entonces a caminar, y unmurmullo se levantó de entre la muchedumbre que meseguía y me rodeaba. En aquel momento se acercó unhombre de aspecto desagradable y, cogiéndome por elhombro, dijo:

—Venga usted conmigo a ver al señor Kirwin. Tendráque explicarse.

—¿Quién es el señor Kirwin? ¿Por qué debo explicar-me?, ¿no es éste un país libre?

—Sí, señor; libre para la gente honrada. El señor Kir-win es el magistrado, y usted deberá explicar la muertede un hombre que apareció estrangulado aquí anoche.

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Esta respuesta me alarmó pero pronto me sobrepu-se. Yo era inocente y podía probarlo fácilmente; así queseguí en silencio a aquel hombre, que me llevó hasta unade las mejores casas del pueblo. Estaba a punto de desfa-llecer de hambre y de cansancio; pero, rodeado como meencontraba por aquella multitud, consideré prudente ha-cer acopio de todas mis energías para que la debilidadfísica no se pudiera tomar como prueba de mi temor oculpabilidad. Poco esperaba entonces la calamidad queen pocos momentos iba a caer sobre mí, ahogando con suhorror todos mis miedos ante la ignominia o la muerte.

Aquí debo hacer una pausa, pues requiere todo mivalor recordar los terribles sucesos que, con todo detalle,le narraré.

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CAPÍTULO 4

PRONTO me llevaron ante la presencia del magistrado, unbenévolo anciano de modales tranquilos y afables. Meobservó, empero, con vierta severidad, y luego, volvién-dose hacia los que allí me habían llevado, preguntó quequiénes eran los testigos.

Una media docena de hombres se adelantaron; elmagistrado señaló a uno de ellos, que declaró que la no-che anterior había salido a pescar con su hijo y su cuñado,Daniel Nugent, cuando, hacia las diez, se había levantadoun fuertes viento del norte que les obligó a volver al puer-to. Era una noche muy oscura, pues la luna aún no habíasalido. No desembarcaron en el puerto sino, como solíanhacer, en una rada a unas dos millas de distancia. El ibadelante con los aparejos de la pesca, y sus compañeros leseguían un poco más atrás. Andando así por la playa, tro-pezó con algún objeto y cayó al suelo. Sus compañeros seapresuraron para ayudarlo, y a la luz de las linternas vie-ron que se había caído sobre el cuerpo de un hombre queparecía muerto. En un principio supusieron que era el

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cadáver de un ahogado que el mar habría arrojado sobrela playa; pero al examinarlo descubrieron que no teníalas ropas mojadas y que el cuerpo aún no estaba frío. Lollevaron de inmediato a casa de una anciana que vivíacerca e intentaron, en vano, devolverle la vida. Era unjoven bien parecido de unos veinticinco años. Parecíanhaberlo estrangulado, pues no se apreciaban señales deviolencia salvo la negra huella de unos dedos en la gar-ganta.

La primera parte de esta declaración carecía de todointerés para mí; pero cuando oí mencionar la huella de losdedos, recordé el asesinato de mi hermano, y me inquie-té en extremo; me temblaban las piernas y se me nublóla vista, de manera que tuve que .apoyarme en una silla.El magistrado me observaba con atención, e indudable-mente extrajo de mi actitud una impresión desfavorable.

El hijo corroboró la declaración de su padre; perocuando llamaron a Daniel Nugent juró solemnemente que,justo antes de que tropezara su cuñado, había visto a pocadistancia de la playa una barca en la que iba un hombresolo; y por lo que había podido ver a la luz de las pocasestrellas, era la misma barca de la cual yo acababa dedesembarcar.

Una mujer declaró que vivía cerca de la playa, y que,una hora antes de conocer el hallazgo del cadáver, se ha-llaba esperando a la puerta de su casa la llegada de lospescadores, cuando vio una barca manejada por un solohombre, que se alejaba de aquella parte de la orilla dondeluego se encontró el cadáver.

Otra mujer confirmó que, en efecto, los pescadoreshabían llevado el cuerpo a su casa y que aún no estabafrío. Lo tendieron sobre una cama y lo friccionaron, mien-

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tras Daniel iba al pueblo en busca del boticario, pero nopudieron reanimarlo.

Preguntaron a varios otros hombres sobre mi llega-da, y todos coincidieron en que, con el fuerte viento delnorte que había soplado durante la noche, era muy pro-bable que no hubiera podido controlar la barca y me hu-biera visto obligado a volver al mismo lugar de dondehabía partido. Además, afirmaron que parecía como sihubiera traído el cuerpo desde otro lugar y que, al desco-nocer la costa, me hubiera dirigido al puerto ignorando lapoca distancia que separaba el pueblo de... del sitio dondehabía abandonado el cadáver.

El señor Kirwin, al oír estas declaraciones, ordenó quese me condujera a la habitación donde habían depositadoel cadáver hasta que se enterrara. Quería observar laimpresión que me produciría el verlo. Probablemente estaidea se le había ocurrido al observar la gran agitación quehabía demostrado cuando oí la forma en que se había co-metido el asesinato. Así pues, el magistrado y varias otraspersonas me condujeron hasta la posada. No podía dejarde extrañarme ante las numerosas coincidencias que ha-bían tenido lugar esa fatídica noche; pero, como recorda-ba que alrededor de la hora en que había sido descubier-to el cadáver había estado hablando con los habitantes dela isla en la que vivía, estaba muy tranquilo en cuanto alas consecuencias que aquel asunto pudiera tener.

Entré en el cuarto donde estaba el cadáver y me acer-qué al ataúd. ¿Cómo describir mis sensaciones al verlo?Aún ahora el horror me hiela la sangre, y no puedo recor-dar aquel terrible momento sin un temblor que me evocavagamente la angustia que sentí al reconocer el cadáver.El juicio, la presencia del magistrado y los testigos, todo

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se me esfumó como un sueño cuando vi ante mí el cuerpoinerte de Henry Clerval. Me faltaba el aliento y, arroján-dome sobre su cuerpo, exclamé:

¿También a ti, mi querido Henry, te han costado lavida mis criminales maquinaciones? Ya he destruido ados; otras víctimas aguardan su destino, ¡pero tú, Cler-val, mi amigo, mi consuelo ...

No pude soportar más el tremendo sufrimiento, y pre-so de violentas convulsiones me sacaron de la habitación.

A esto siguió una fiebre. Durante dos meses estuve alborde de la muerte. Como supe más tarde, deliraba deforma terrible; me acusaba de las muertes de William,Justine y Clerval. A veces suplicaba a los que me aten-dían que me ayudaran a destruir al diabólico ser que meatormentaba; otras notaba los dedos del monstruo en migarganta y gritaba aterrorizado. Por fortuna, como ha-blaba en mi lengua natal, sólo me entendía el señor Kirwin.Pero mis aspavientos y gritos agudos bastaban para asus-tar a los demás.

¿Por qué no morí entonces? Era el más desdichado delos hombres, ¿por qué, pues, no me hundí en el olvido y eldescanso? La muerte arrebata a muchas criaturas sanas,que son la única esperanza de sus embelesados padres:¡cuántas novias y jóvenes amantes estaban un día llenosde salud y esperanza y al siguiente eran pasto de los gu-sanos y la descomposición! ¿De qué sustancia estaba he-cho yo para soportar tantas pruebas que, como el conti-nuo girar de la rueda, iban renovando las torturas?

Pero estaba condenado a vivir, y, pasados dos meses,me encontré, como si saliera de un sueño, en la cárcel,tumbado en un miserable jergón y rodeado de cancerberos,guardias y todo aquello que de siniestro acompaña a una

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mazmorra. Recuerdo que desperté una mañana; habíaolvidado los detalles de lo ocurrido, y tenía sólo el vagorecuerdo de haber sufrido una tremenda desgracia. Perocuando miré a mi alrededor y vi las ventanas enrejadas yla miseria del cuarto en que me hallaba, todo se me vino ala mente, y no pude reprimir un amargo gemido.

El ruido despertó a una anciana que dormía en unasilla junto a mí. Era una enfermera contratada, esposa deuno de los cancerberos, y su rostro demostraba todos losdefectos que a menudo caracterizan a esas personas. Te-nía las facciones duras y toscas como aquellos que se hanacostumbrado a ver la miseria sin conmoverse. Su tonode voz denotaba una total indiferencia; me habló en in-glés, y me pareció reconocerla como la que había oídodurante mi enfermedad.

—¿Está usted mejor? —me preguntó.—Creo que sí —le contesté débilmente en inglés—.

Pero si todo esto es cierto, si no es una pesadilla, lamentovolver a la vida para sufrir esta angustia y este horror.

—Si se refiere a lo del hombre que asesinó —continuóla anciana—, creo que sí, que más le valdría haber muer-to, pues no tendrán ninguna compasión con usted. Loahorcarán cuando lleguen las próximas sesiones. Pero esono es asunto mío. Me han encargado de cuidarlo y sanar-lo, y tengo la conciencia tranquila porque he cumplido conmi obligación. ¡Ojalá todos hicieran lo mismo!

Asqueado, volví el rostro ante las palabras de la mu-jer, que podía hablar tan inhumanamente a alguien queacaba de escapar de la muerte. Pero estaba muy débil yno podía reflexionar bien sobre todo lo que había sucedi-do. Mi vida entera se me aparecía como una pesadilla;me preguntaba si todo aquello era cierto, pues los hechos

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nunca conseguían imponérseme con la fuerza de la reali-dad.

A medida que las borrosas imágenes que me envol-vían se iban haciendo más precisas, me volvió la fiebre;estaba rodeado de una oscuridad que nadie disipaba conla dulce voz del afecto; no tenía junto a mí a nadie que metendiera una mano. Vino el médico y me recetó unasmedicinas, que la anciana se dispuso a preparar; pero elrostro del primero reflejaba una expresión de total des-interés, mientras que en el de la mujer se apreciaban cla-ros síntomas de brutalidad ¿A quién podría incumbirle lasuerte de un asesino, salvo al verdugo que cobraría porsu trabajo?

Estos fueron mis primeros pensamientos; pero mástarde supe que el señor Kirwin había mostrado gran ama-bilidad para conmigo. Había ordenado que se me instala-ra en la mejor celda de la prisión (aunque bien sórdidaera), y se había encargado de procurarme el médico y laenfermera. Cierto que no solía venir a visitarme; pues,aunque deseaba mitigar los sufrimientos de todo ser hu-mano, no quería presenciar las angustias y delirios de unasesino. Venía de vez en cuando, para comprobar que noestaba desatendido; pero se quedaba poco, y espaciabamucho sus visitas.

Un día, cuando empezaba a recobrarme, me sentaronen una silla. Tenía los ojos entornados y las mejillas páli-das, me invadían la tristeza y el abatimiento y pensaba sino sería mejor buscar la muerte antes que permanecerencerrado o, en el mejor de los casos, volver a un mundorepleto de desgracias. Consideré incluso si no sería mejordeclararme culpable y sufrir, con más razón que Justine,el castigo de la ley. Me encontraba pensando en esto, cuan-

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do se abrió la puerta y entró el señor Kirwin. Su rostrodenotaba amabilidad y compasión. Acercó una silla y medijo en francés:

—Me temo que este lugar le resulte muy desagrada-ble; puedo hacer algo para que se encuentre más cómo-do?

—Se lo agradezco —respondí—; pero la comodidad nome preocupa: no hay en toda la Tierra nada que me pue-da hacer la vida más grata.

—Sé que la comprensión de un extraño poco puedeayudar a alguien hundido por tan insólita desgracia. Peroconfío en que pronto podrá abandonar este lóbrego lugar,pues indudablemente se podrán aportar pruebas que leeximan de culpa.

—Eso es algo qué no me preocupa: debido a una ex-traña cadena de acontecimientos, me he convertido en elmás infeliz de los mortales. Perseguido y atormentadocomo estoy, ¿existe alguna razón para que tema a lamuerte?

—En efecto, pocas cosas habrá más desafortunadas ypenosas que las extrañas coincidencias que han ocurridorecientemente. De forma accidental vino a parar a estacosta, famosa por su hospitalidad; fue detenido inmedia-tamente y culpado de asesinato. La primera cosa que leobligamos a ver fue el cadáver de su amigo, asesinado deforma inexplicable, y puesto en su camino por algún cri-minal.

Esta observación del señor Kirwin, a pesar de la agi-tación que me produjo el recuerdo de mis sufrimientos,me sorprendió considerablemente por la información queparecía entrañar respecto a mí. Mi rostro debió reflejar

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esta sorpresa, porque el señor Kirwin se apresuró a aña-dir:

—Hasta un par de días después de que cayera enfer-mo, no se me ocurrió examinar sus ropas con el fin dedescubrir algún dato que me permitiera enviar a sus fa-miliares noticias de su enfermedad. Encontré varias car-tas, y entre ellas una que, a juzgar por el encabezamien-to, era de su padre. Escribí de inmediato a Ginebra, ydesde entonces han transcurrido casi dos meses. Pero estáusted enfermo; tiembla. Hay que evitarle cualquier emo-ción.

—Estas dudas son mil veces más horribles que la peornoticia. Dígame cuál ha sido la siguiente muerte que hahabido y qué debo llorar.

—Su familia se encuentra bien —dijo el señor Kirwincon dulzura—; y alguien, un amigo, ha venido a visitarlo.

No sé qué asociación de ideas me hizo pensar que elasesino había venido a burlarse de mis desgracias y a uti-lizar la muerte de Clerval de señuelo para que accedieraa sus diabólicos deseos. Tapándome la cara con las ma-nos, exclamé con desesperación:

—¡Lléveselo! No quiero verlo. Por el amor de Dios,que no entre.

El señor Kirwin me miró sorprendido. No podía pormenos de considerar mi arrebato como prueba de mi cul-pabilidad, y con tono severo dijo:

—Joven, hubiera creído que la presencia de su padrelo agradaría, en lugar de inspirarle tan violenta repug-nancia.

—¡Mi padre! —exclamé, mientras sentía que cadamúsculo se relajaba, y en mi alma la angustia se tornaba

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en alegría—. ¿Ha venido de verdad mi padre? ¡Qué felici-dad! Pero ¿dónde está?, ¿por qué no entra?

El cambio sorprendió y agradó al magistrado; quizáatribuyó mi anterior exclamación a un momentáneo re-torno del delirio, e instantáneamente recobró su benevo-lencia. Levantándose, abandonó la celda con la enferme-ra, y al momento entró mi padre.

En ese momento nada podría haberme alegrado másque su llegada. Tendiendo hacia él los brazos, exclamé:

—¿Entonces estás a salvo?; ¿y Elizabeth?; ¿y Ernest?Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos

estaban bien, e intentó, hablándome de estos temas tanentrañables para mí, levantarme el ánimo; pero prontose dio cuenta de que una cárcel no era el lugar más propi-cio para la alegría.

—¡Qué sitio este para vivir, hijo mío! —dijo, obser-vando con tristeza las enrejadas ventanas y el aspectosiniestro del cuarto—. Partiste de viaje en busca de dis-tracciones; pero parece perseguirte la fatalidad. ¡Y el po-bre Clerval...!

El oír el nombre de mi infeliz compañero fue dema-siado para el estado en que me hallaba, y prorrumpí enllanto.

—¡Padre! —respondí— un destino fatal pende sobremi cabeza, y debo vivir para cumplirlo; de no ser por esto,hubiera muerto ya sobre el ataúd de Henry.

No pudimos hablar mucho tiempo, pues mi delicadasalud requería que se tomaran todas las precauciones paraasegurarme la tranquilidad. Entró el señor Kirwin e in-sistió en que mis escasas fuerzas no admitían tanta emo-ción. Mas la presencia de mi padre había sido para mí

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como la aparición del ángel bueno, y gradualmente fuirecobrándome.

Pero, a medida que mejoraba, me iba invadiendo unasombría melancolía que nada lograba despejar. La espan-tosa imagen de Henry asesinado me rondaba constante-mente. Más de una vez la agitación que este recuerdo meproducía les hacía temer a mis amigos que sufriera unanueva recaída. ¿Por qué se esforzaban en salvar una vidatan miserable y odiosa? Sin duda para permitirme cum-plir el destino del cual ya estoy cerca. Pronto, sí, muy pron-to, la muerte acallará estos latidos y me librará del terri-ble fardo de angustias que me doblega hasta el suelo; y,cuando haya hecho justicia, también yo podré descansarya. Pero entonces la muerte se hallaba aún muy lejos demí, a pesar de que el deseo de morir ocupaba todos mispensamientos. A menudo permanecía sentado, inmóvil ysilencioso, esperando alguna inmensa catástrofe que meaniquilaría a mí a la vez que a mi destructor.

Se acercaba el momento de las sesiones. Ya llevabaen la cárcel tres meses; y aunque seguía estando muydébil y continuaba el peligro de una recaída, tuve que via-jar unas cien millas hasta la ciudad en la que se encontra-ba el tribunal. El señor Kirwin se encargó de convocar alos testigos y de organizar mi defensa. Me evitaron la ver-güenza de aparecer en público como un asesino, puestoque no llevaron el caso ante el tribunal de convictos dehomicidio.

La acusación fue desestimada, al comprobarse que yoestaba en las islas Orcadas cuando se halló el cadáver demi amigo; y quince días después de haberme trasladadoa la capital estaba en libertad.

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Mi padre tuvo una inmensa alegría al saberme ab-suelto del cargo de asesinato, y de pensar que ya podíavolver a respirar el aire libre y regresar a nuestra patria.Yo no compartía estos sentimientos; las paredes de lacárcel no me resultaban más odiosas que las de un pala-cio. Mi vida se había visto emponzoñada para siempre; y,aunque el sol brillaba para mí igual que para aquellos cuyocorazón rebosara de alegría, a mi alrededor no había másque densas y temibles tinieblas, en las que la única luzque penetraba la proporcionaban dos ojos clavados en mí.A veces eran los expresivos ojos de Henry, apagados porla muerte, las negras órbitas casi ocultas por los párpa-dos, bordeados de largas pestañas oscuras; otras eran losacuosos ojos del monstruo, tal como los vi la primera vezen mi cuarto de Ingolstadt.

Mi padre intentaba despertar en mí sentimientos deafecto. Hablaba de Ginebra, donde pronto llegaríamos,de Elizabeth, de Ernest; pero la mención de estos nom-bres sólo lograba arrancarme profundos suspiros. Habíaveces en que deseaba ser feliz, y pensaba con melancólicadicha en mi hermosa prima; o añoraba, con una desespe-rada nostalgia, ver de nuevo el lago azul y el veloz Ródanoque tanto había querido en mi juventud; pero mi estadogeneral era de apatía, y tanto me daba la cárcel como elmás maravilloso paisaje de la naturaleza; y estos ataquesde pesimismo sólo se veían interrumpidos por el paroxis-mo de la angustia y la desesperación. En aquellos mo-mentos, con frecuencia intentaba poner fin a esa existen-cia que tanto odiaba; y se precisaron un cuidado y unavigilancia continuos para impedir que cometiera algún actode violencia.

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Recuerdo que, al abandonar la cárcel, oí decir a unode los hombres:

—Puede que sea inocente del crimen, ¡pero está claroque tiene mala conciencia!

Estas palabras se me quedaron grabadas. ¡Mala con-ciencia!, era cierto. William, Justine, Clerval habían muertovíctimas de mis infernales maquinaciones.

—¿Y cuál será la muerte que ponga fin a esta trage-dia? —grité—. Padre, no permanezcamos más tiempo eneste horrible país; llévame donde pueda olvidarme de mímismo, de mi propia existencia, del mundo entero.

Mi padre accedió gustoso a mis deseos; y, tras despe-dirnos del señor Kirwin, partimos para Dublín. Me sentíacomo si me hubieran aligerado de un terrible peso cuan-do, con viento favorable, la embarcación dejó Irlanda atrás,y abandoné para siempre el país que había sido el esce-nario de tantas tristezas.

Era media noche. Mi padre dormía en el camarote, yyo estaba tumbado en la cubierta, mirando las estrellas yescuchando el batir de las olas. Bendije la oscuridad queborraba Irlanda de mi vista, y el pulso se me aceleró cuan-do pensé que pronto vería Ginebra. El pasado se me an-tojó una horrible pesadilla; pero el barco en el que nave-gaba, el viento que me alejaba de la odiada costa irlande-sa v el mar que me rodeaba, todo servía para indicar cla-ramente que no estaba engañado y que Clerval, mi queri-dísimo amigo y compañero, había caído víctima mía y delmonstruo de mi creación. Hice un repaso de toda mi vida:la tranquila felicidad mientras viví en Ginebra con mi fa-milia, la muerte de mi madre y mi partida hacia Ingolstadt;recordé los escalofríos que me recorrieron ante el aloca-do entusiasmo que me empujaba hacia la creación de mi

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horrendo enemigo, y rememoré la noche en que vivió porprimera vez. No pude continuar el hilo de mis pensamien-tos; me oprimían mil angustias, y lloré amargamente.

Desde que me había repuesto de la fiebre me habíaacostumbrado a tomar cada noche una pequeña cantidadde láudano, pues sólo con la ayuda de esta droga conse-guía obtener el descanso necesario para mantenerme convida. Torturado por el recuerdo de mis múltiples desgra-cias, tomé una doble dosis y pronto me dormí profunda-mente. Pero el sueño no me liberó de mis pensamientosni de mi desgracia, y soñé con mil cosas que me atemori-zaban. Cerca del amanecer tuve una horrible pesadilla:sentí cómo el malvado ser me oprimía la garganta; yo nome podía librar de su zarpa, y lamentos y alaridos reso-naban en mi cabeza. Mi padre, que velaba mi sueño, ad-virtió mi inquietud y, despertándome, me señaló el puer-to de Holyhead, en el cual estábamos entrando.

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CAPÍTULO 5

HABÍAMOS decidido no pasar por Londres, sino cruzardirectamente hacia Portsmouth, desde donde embarca-ríamos para El Havre. Yo prefería este plan, porque te-mía volver a ver aquellos lugares en los que, con Clerval,había disfrutado de algunos momentos de paz. Pensabacon horror en ver de nuevo a aquellas personas a quieneshabíamos visitado juntos, y que podrían hacer preguntassobre un suceso cuyo mero recuerdo hacía revivir en míel dolor que había sufrido al ver su cuerpo inerte en laposada de...

En cuanto a mi padre, todos sus esfuerzos se encami-naban hacia mi recuperación y a que mi mente encontra-ra de nuevo la paz. Sus cuidados y cariño no tenían límite;mi tristeza y pesadumbre eran tenaces, pero él no se dabapor vencido. A veces pensaba que me sentía avergonza-do de verme inmiscuido en un delito de asesinato, e in-tentaba convencerme de la inutilidad de la soberbia.

Padre, ¡qué poco me conoces!le dije. Es verdad que elser humano, sus sentimientos y sus pasiones se verían

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humillados si un desgraciado como yo pecara de sober-bia. La pobre e infeliz Justine era tan inocente como yo, yfue culpada de lo mismo; murió acusada de un acto queno había cometido; yo fui el culpable, yo la asesiné. William,Justine y Henry...,

;los tres murieron a manos mías.

Durante mi encarcelamiento, mi padre me había oídohacer esta afirmación con frecuencia y, cuando me oíahablar así, a veces parecía desear una explicación; otras,tomaba mis palabras como ocasionadas por la fiebre, pen-sando que durante la enfermedad se me había ocurridoesta idea, cuyo recuerdo mantenía incluso durante la con-valecencia. Yo evitaba las explicaciones, y guardaba si-lencio respecto del engendro que había creado. Tenía elpresentimiento de que me tacharía de loco, lo cual meimpediría darle una posible explicación, si bien hubieradado un mundo por poder confiarle el funesto secreto.

En esta ocasión, y con profunda sorpresa, mi padreme preguntó:

—¿Qué quieres decir, Víctor?, ¿estás loco? Mi queri-do hijo, te ruego que no vuelvas a decir semejante cosa.

—No estoy loco —grité con vehemencia—. El sol y laluna, que han presenciado mis operaciones, pueden ates-tiguar lo que digo. Soy el asesino de esas víctimas inocen-tes; murieron a causa de mis maquinaciones. Mil veceshabría derramado mi propia sangre, gota a gota, si asíhubiera podido salvar sus vidas; pero no podía, padre, nopodía sacrificar a toda la humanidad.

Mis últimas palabras convencieron a mi padre de quetenía las ideas trastornadas, y al instante cambió el temade nuestra conversación, intentando desviar así mis pen-samientos. Deseaba borrar de mi memoria las escenasque habían tenido lugar en Irlanda, y ni aludía a ellas ni

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me permitía hablar de mis desgracias. A medida que pa-saba el tiempo me fui tranquilizando; la pesadumbre se-guía bien asentada en mi corazón, pero ya no hablaba demis crímenes de forma incoherente; me bastaba tenerconciencia de ellos. Mediante la más atroz represión, aca-llé la imperiosa voz de la amargura, que a veces ansiabaconfiarse al mundo entero. También mi comportamientose hizo más tranquilo y moderado de lo que había sidodesde mi viaje al mar de hielo. Llegamos a El Havre el 8de mayo, y proseguimos de inmediato a París, donde mipadre tenía que atender unos asuntos que nos detuvie-ron unas semanas. En esta ciudad, recibí la siguiente car-ta de Elizabeth.

A VÍCTOR FRANKENSTEIN

Mi queridísimo amigo:Me dio mucha alegría recibir de mi tío una carta fe-

chada en París; ya no estáis a una distancia tan tremenday puedo abrigarla esperanza de veros antes de quincedías. ¡Mi pobre primo, cuánto debes haber sufrido! Mefiguro que vendrás aún más enfermo que cuando te fuis-te de Ginebra. El invierno ha sido triste, pues me turbabala angustia de la incertidumbre; no obstante espero ver-te con el semblante tranquilo y el ánimo no del todo des-provisto de paz y serenidad.

Temo, sin embargo, que aún existen en ti los mismossentimientos que tanto te atormentaban hace un año,quizá incluso avivados por el tiempo. No quisieraimportunarte en estos momentos, cuando pesan sobre titantas desgracias; pero una conversación mantenida con

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mi tío antes de su marcha hacen necesarias algunas ex-plicaciones antes de que nos veamos.

«¿Explicaciones?», te preguntarás. «¿Qué tendrá queexplicar Elizabeth?» Si esto es lo que realmente dices,habrás ya respondido a mis preguntas y no me resta másque terminar la carta y firmar tu querida prima. Peroestás muy lejos, y es posible que temas pero que a la vezagradezcas esta explicación; y existiendo la posibilidad deque éste sea el caso, no me atrevo a permanecer mástiempo sin expresarte lo que, durante tu ausencia, a me-nudo he querido decirte, sin que jamás haya encontradoel valor para hacerlo.

Sabes bien, Víctor, que desde nuestra infancia tuspadres han acariciado la idea de nuestra unión. Nos lacomunicaron siendo nosotros muy jóvenes, y nos ense-ñaron a esperar esto como algo que con toda seguridadse llevaría a cabo. Fuimos siempre buenos compañerosde juegos durante nuestra niñez y creo que a medida quecrecimos nos convertimos, el uno para el otro, en estima-dos y apreciados amigos. Pero ¿no podría ser el nuestroel mismo caso que el de los hermanos que, aun cuandosienten un gran cariño, no desean una unión más íntimaentre sí? Dímelo, querido Víctor. Contéstame, te lo ruegoen nombre de nuestra mutua felicidad, con franquea:¿quieres a otra mujer?

Has viajado; has pasado varios años de tu vida enIngolstadt. Te confieso, amigo mío, que cuando te vi tanapenado el otoño pasado, en busca siempre de la soledady rehuyendo la compañía de todos, no pude por menosde suponer que quizá lamentaras nuestra relación y tecreyeras obligado por el honor a cumplir los deseos detus padres, aunque se opusieran á tus inclinaciones. Pero

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es éste un razonamiento falso. Confieso, primo mío, quete quiero, y que en mis etéreos sueños de futuro tú siem-pre has sido mi constante amigo y compañero. Pero es tufelicidad la que deseo tanto como la mía, cuando te digoque nuestro matrimonio me haría desgraciada para siem-pre si no respondiera a tu propia elección. Lloro de pen-sar que, abrumado como te encuentras por tus cruelísimasdesdichas, ahogaras, debido a tu idea del honor, toda es-peranza de amor y felicidad que son lo único que puedehacer que te repongas. Quizá sea precisamente yo, quete amo tanto, la que esté incrementando mil veces tussufrimientos, al ser obstáculo para la realización de tusdeseos. Víctor, ten la seguridad de que tu prima y com-pañera de juegos te quiere con demasiada sinceridad comopara que esta posibilidad no la entristezca. Sé feliz, amigomío; y si acatas ésta mi única petición, ten la seguridad deque nada en el mundo perturbará mi tranquilidad.

No dejes que esta carta te preocupe; no contestes nimañana ni pasado, ni siquiera antes de tu vuelta si ello teva a resultar doloroso. Mi tío me informará de tu salud; ysi al encontrarnos veo en tus labios una sonrisa, que sedeba a mi actual esfuerzo, no pediré mayor recompensa.

ELIZABETH LAVENZA

Ginebra, 18 de marzo de 17...

Esta carta me trajo a la memoria algo que había olvi-dado: la amenaza del bellaco: «Estaré a tu lado en tu no-che de bodas.» Esta era mi sentencia, y esa noche aqueldemonio desplegaría todas sus artes para destruirme yarrancarme el atisbo de felicidad que prometía, en parte,compensar mis sufrimientos. Esa noche había decidido

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terminar sus crímenes con mi muerte. ¡Que así fuera!;tendría entonces lugar un combate a muerte, tras el cual,si él vencía, yo hallaría la paz, y el poder que ejercía sobremí acabaría. Si lo derrotaba, sería un hombre libre. Pero,¿qué libertad tendría?; la del campesino que, asesinadasu familia ante sus ojos, quemada su casa, destrozadassus tierras, vaga sin hogar, sin recursos y solo, pero libre.Tal sería mi libertad, sólo que en Elizabeth poseía un te-soro, por desventura contrarrestado por los horrores delremordimiento que me perseguirían hasta la muerte.¡Dulce y adorable Elizabeth! Leí y releí su carta, y notécómo ciertos sentimientos de ternura se adueñaban demi corazón y osaban susurrarme idílicas promesas deamor y felicidad; pero la manzana había sido mordida, yel brazo del ángel se armaba para privarme de toda es-peranza. Sin embargo, estaba dispuesto a morir por con-seguir la felicidad de Elizabeth. Si el monstruo llevaba acabo su amenaza, la muerte sería inevitable. Recapacita-ba sobre el hecho de que mi matrimonio acelerara mi sino.Ciertamente mi destrucción se adelantaría así algunosmeses; pero, por otra parte, si mi verdugo llegaba a sospe-char que, influido por su amenaza, demoraba la ceremo-nia, urdiría otro medio de venganza quizá aún más terri-ble. Había jurado estar a mi lado en mi noche de bodas,pero esta amenaza no le obligaba a mantener entretantola paz. ¿Acaso no había asesinado a Clerval inmediata-mente después de nuestra conversación, como para indi-carme que aún no estaba saciada su sed de sangre?

Decidí, por tanto, que si el inmediato matrimonio conmi prima iba a suponer la felicidad de Elizabeth y la de mipadre, las intenciones de mi adversario de acabar con mivida no lo retrasarían ni una hora.

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En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi cartaera afectuosa y serena. «Temo, amada mía —escribí—,que no es mucha la felicidad que nos resta en este mun-do; sin embargo en ti se centra toda la que pueda un díadisfrutar. Aleja de tu pensamiento tus infundados temo-res; a ti, y sólo a ti consagro mi vida y mis esperanzas deconsuelo. Tengo un solo secreto, Elizabeth, un secreto tanterrible que cuando te lo revele se te helará la sangre;entonces, lejos de sorprenderte ante mis sufrimientos, teadmirarás de que haya podido soportarlos. Te comuni-caré esta historia de horrores y desgracias el día siguien-te a nuestra boda, pues debe reinar entre nosotros, miqueridísima prima, una absoluta confianza. Pero hasta esemomento te ruego que no lo menciones o hagas alusiónalguna a ello. Te lo suplico de corazón, y confío en que asísea.»

Una semana después de recibida la carta de Elizabeth,llegábamos a Ginebra. Mi prima me recibió con cálido afec-to, mas los ojos se le llenaron de lágrimas al advertir miaspecto desmejorado y mis febriles mejillas. Ella tambiénestaba cambiada. Estaba más delgada y había perdido algoaquella deliciosa vivacidad que tanto me cautivara antes;pero su dulzura y mirada suave llena de compasión ha-cían de ella una compañera mucho más idónea para el serhundido y apesadumbrado en el que yo me había con-vertido.

La paz de la que ahora disfrutaba no duró. Los re-cuerdos me asaltaban de nuevo, haciéndome enloquecer;y cuando pensaba en todo lo ocurrido perdía por comple-to la razón. En ocasiones me poseía una terrible furia, otrasme encontraba abatido y desanimado. Ni hablaba ni mi-

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raba a nadie; permanecía inmóvil, abrumado por el cú-mulo de desgracias que se abatían sobre mí.

Sólo Elizabeth conseguía sacarme de estos momentosde depresión; su dulce voz me serenaba cuando me po-seía la cólera, y sabía despertar en mí sentimientos hu-manos cuando la apatía hacía de mí su presa. Lloraba con-migo y por mí. Cuando volvía en razón me regañaba, y seesforzaba por inculcarme resignación. Mas, si bien losdesdichados pueden aprender a resignarse, ¡no hay pazposible para los culpables! Las torturas del remordimientoenvenenan hasta la tranquilidad que, a veces, procura unatristeza infinita.

Poco después de nuestra llegada, mi padre se refirióa mi próxima unión con mi prima. Yo permanecía ensilencio.

—¿Estás, acaso, enamorado de otra persona? —pre-guntó.

—En modo alguno le respondí—. Quiero a Elizabeth,y deseo nuestra boda. Por tanto, fijemos el día; en él meconsagraré, vivo o muerto, a la felicidad de mi prima.

—Mi querido Víctor, no hables así. Han caído sobrenosotros grandes desgracias; pero esto debe servir paraunirnos aún más a lo que nos queda, y volcar sobre losque viven el amor que sentíamos por aquellos que ya noestán con nosotros. Nuestro círculo será reducido, perofuertemente ceñido por los lazos del afecto y los sufri-mientos comunes. Y cuando el tiempo haya limado tudesesperación, nacerán nuevos y queridos seres que re-emplazarán aquellos que nos han sido arrebatados de for-ma tan cruel.

Estos eran los consejos de mi padre, pero no conse-guía apartar de mí el recuerdo de aquella amenaza. Tam-

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poco es de extrañar que, omnipotente como se habíamostrado aquel infame demonio en sus sanguinarias ac-ciones, yo lo considerara casi invencible, y que, cuandopronunció las terribles palabras «Estaré a tu lado en tunoche de bodas», considerara la amenaza como inevita-ble. La muerte no hubiera supuesto para mi mayor des-gracia, de no ser porque arrastraba la pérdida de Eliza-beth y, por tanto, coincidí gozoso, incluso alegre, con mipadre en que, si mi prima aceptaba, celebraríamos la ce-remonia al cabo de diez días; así creía sellar mi suerte.

¡Dios mío!; si por un instante hubiera imaginado lasintenciones reales de mi diabólico adversario, hubierapreferido exiliarme para siempre de mi tierra, y errar ensoledad por el mundo como un renegado, antes que con-sentir en tan desdichada unión. Pero, como si poseyerapoderes mágicos, el monstruo me había engañado res-pecto de sus verdaderas intenciones; y mientras creía queestaba preparando mi propia muerte, lo que hacía eraacelerar la de una víctima muchísimo más querida.

A medida que se aproximaba la fecha de nuestra boda,no sé si debido a una falta de valor o a algún presenti-miento, me sentía más y más deprimido. Pero ocultabamis sentimientos bajo muestras de alborozo que llenabande dicha el rostro de mi padre, pero apenas si conseguíanengañar la mirada más atenta de Elizabeth. Mi prima es-peraba nuestra unión con una serena alegría, no exentadel temor despertado por las recientes desgracias, de quelo que ahora parecía una felicidad tangible pudiera des-aparecer como un sueño, sin dejar más huella que un pro-fundo y eterno pesar.

Se hicieron los preparativos para el acontecimiento;recibimos numerosas visitas que, sonrientes, nos felicita-

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ban. Yo disimulaba cuanto podía la ansiedad que me co-rroía el corazón, y acepté con fingido ardor los planes demi padre, aunque sólo fueran a servir de decorado parami tragedia. Se nos compró una casa no lejos de Cologny,que, por estar cerca de Ginebra, nos permitiría disfrutardel campo y sin embargo visitar a mi padre cada día, puesél, con el fin de que Ernest pudiera proseguir sus estudiosen la universidad, seguiría viviendo en la ciudad.

Entretanto, yo tomé todas las precauciones para ga-rantizar mi defensa caso de que mi enemigo me atacaraabiertamente. Llevaba siempre conmigo un puñal y unpar de pistolas, y permanecía alerta para evitar cualquierposible intento por su parte; de este modo conseguí unamayor tranquilidad. Lo cierto es que así la felicidad queesperaba de mi matrimonio se iba materializando, y alhablar todos de nuestra unión como algo que ningún acon-tecimiento podría impedir, la amenaza se difuminaba yhasta llegué a creerme que carecía de la suficiente enti-dad como para alterar mi paz.

Elizabeth parecía contenta, pues mi aspecto serenocontribuía mucho a calmarla. Pero el día en que se iban acumplir mis deseos y que iba también a sellar mi destino,estaba apesadumbrada, como si tuviera algún mal pre-sentimiento. Quizá también pensara en el terrible secre-to que había prometido contarle al día siguiente. Mi pa-dre sin embargo rebosaba de felicidad y, con el ajetreo delos últimos momentos, atribuyó la melancolía de su so-brina al pudor comprensible de una novia.

Después de la ceremonia, los numerosos invitados sereunieron en casa de mi padre. Se había decidido que Eli-zabeth y yo pasaríamos la tarde y la noche en Evian, yque a la mañana siguiente nos iríamos a Cologny. Hacía

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un día hermoso y, ya que el viento era favorable, decidi-mos ir en barco.

Fueron esos los últimos momentos de mi vida duran-te los cuales me sentí feliz. Navegábamos deprisa; el solcalentaba con fuerza, pero nos protegía un pequeño tol-do. Admiramos la belleza del paisaje, costeando las orillasdel lago; un lado nos ofrecía el monte Saléve, las orillas deMontalégre, el maravilloso Mont Blanc, dominando a dis-tancia el conjunto y las montañas coronadas de nieve, queen vano intentaba competir con él. Al otro lado quedabael majestuoso jura, con su sombría ladera, que parecíainterponerse a la inquietud del que quisiera abandonar elpaís y a la intrepidez del invasor que pretendiera esclavi-zarlo.

—Estás triste, mi amor. ¡Ay!, si supieras lo que hesufrido y cuánto me queda aún por pasar, harías que dis-frutara de la paz y el sosiego que este día, al menos, medepara.

—Alégrate, mi querido Víctor —respondió ella—; con-fío en que no tengas motivos para entristecerte; y te ase-guro que, aunque mi rostro no exprese mi dicha, mi cora-zón rebosa de felicidad. Hay algo que me previene en con-tra de poner demasiadas esperanzas en el futuro que hoyse abre ante nosotros; pero no escucharé tan lóbrega voz.Mira la rapidez con que nos movemos y cómo las nubes,que bien nos ensombrecen, bien rebasan la cima del MontBlanc, hacen aún más interesantes este hermosísimo pai-saje. Observa también los numerosos peces que nadanen este agua, tan clara, que nos permite ver cada guijarrodel fondo. ¡Qué día tan precioso!; ¡qué tranquila y serenase muestra la naturaleza!

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Elizabeth trataba así de alejar nuestros pensamien-tos de temas dolorosos. Pero su humor fluctuaba; habíainstantes en que los ojos le brillaban con alegría, pero éstaen seguida dejaba paso al ensimismamiento y la abstrac-ción.

El sol comenzaba a declinar. Cruzamos el río Drance yvimos cómo continuaba su curso por entre los barrancosy vallecillos de las colinas. Aquí los Alpes se acercan bas-tante al lago, y poco a poco nos fuimos aproximando alanfiteatro de montañas que lo cercan por el lado este. Elcampanario de Evian brillaba recortado sobre el oscurofondo de bosques que rodean la ciudad, custodiada por lacordillera de altas cumbres.

Al anochecer, el viento, que hasta entonces nos habíaempujado con asombrosa rapidez, se tornó en una suavebrisa que apenas ondulaba las aguas y movía los árbolessuavemente. Nos acercábamos a la orilla desde la que nosllegaba el más delicioso aroma de flores y heno. El sol sepuso en el momento en que desembarcamos; y al ponerpie en tierra, sentí revivir en mí la ansiedad y el temor,que tan pronto se iban a aferrar a mí para siempre.

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CAPÍTULO 6

ERAN las ocho cuando desembarcamos. Paseamos unosmomentos por la orilla disfrutando del crepúsculo y luegonos dirigimos a la posada, desde donde contemplamos lahermosa vista del lago, bosques y montañas, que, envuel-tas en la oscuridad, aún mostraban sus negros perfiles.

El viento, que casi había cesado por el sur, se levantóahora con gran violencia desde el oeste. La luna, alcanza-do su cenit, empezaba a descender; ante ella, las nubescorrían, más veloces que el vuelo de los buitres, y nubla-ban sus rayos; en las aguas del lago se reflejaba el atarea-do firmamento, de manera aún más bulliciosa, pues lasolas empezaban a crisparse. De pronto cayó una fuertetormenta de agua.

Yo había permanecido tranquilo a lo largo de todo eldía, pero, en cuanto la noche difuminó la forma de las co-sas, me asaltaron mil temores. Alerta y lleno de ansie-dad, empuñaba con la mano derecha una pistola que lle-vaba escondida en el pecho; el más leve ruido me aterro-rizaba; pero decidí que iba a vender cara mi vida y que no

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abandonaría la lucha que se avecinaba hasta que o miadversario o yo cayéramos.

Elizabeth observó mi agitación en silencio durante al-gún tiempo. Por fin dijo:

—¿Qué te intranquiliza, mi querido Víctor? ¿Qué eslo que tanto temes?

—Paciencia, querida mía, paciencia —le respondí—.Pasada esta noche, el peligro habrá acabado. Pero estanoche es terrible, muy terrible.

Transcurrió una hora en esta inquietud; de pronto,pensé en lo espantoso que le resultaría a mi esposa el com-bate que esperaba de un momento a otro. Le rogué quese acostara, dispuesto a no reunirme con ella en tanto noconociera las intenciones de mi enemigo.

Me quedé solo, y continué durante algún tiempo pa-seando por los pasillos de la casa y examinando cada rin-cón que pudiera servirle de escondrijo a mi adversario.Pero no descubrí rastro alguno de él; y empezaba a pen-sar que alguna providencial casualidad habría interveni-do para impedirle llevar a cabo su amenaza, cuando oí ungrito agudo y estremecedor. Venía de la habitación don-de descansaba Elizabeth. Al oírlo comprendí la estreme-cedora verdad, y me quedé paralizado; noté cómo la san-gre me corría por las venas y me ardía en las puntas delos dedos. Un instante después escuché un nuevo grito ycorrí hacia la alcoba.

¡Dios mío!, ¿cómo no morí entonces? ¿Por qué me halloaquí narrando la destrucción de mi mayor esperanza, y lamuerte de la más pura criatura? Estaba tendida en el le-cho, inánime, la cabeza ladeada, las facciones pálidas yconvulsas, semiocultas por el cabello. Doquiera que vayaveo la misma imagen: los brazos exangües y el cuerpo

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lacio, tirado sobre el tálamo nupcial por su asesino. ¿Cómopude ver esto y seguir viviendo? ¡Cuán tenaz es la vida, ycómo se aferra a quienes más la desprecian! En un ins-tante perdí el conocimiento, y caí al suelo.

Cuando volví en mí, me encontré rodeado de la gentede la posada; sus rostros demostraban un terror inena-rrable; pero su espanto no era más que una parodia, unasombra de los sentimientos que me oprimían a mí. Esca-pé hacia la habitación donde yacía el cuerpo de Elizabeth,mi amor, mi esposa tan querida y venerada, viva aúnpocos momentos antes. No estaba ya en la posición en laque la había encontrado; tenía ahora la cabeza recostadaen un brazo, y el rostro y cuello ocultos por un pañuelo, yse la podía creer dormida. Corrí hacia ella y la abracé conardor, pero la mortal quietud y la frialdad de sus miem-bros delataban que lo que estrechaba entre mis brazosya no era la Elizabeth a quien tanto había adorado. En sugarganta se veían las horrendas señales del diabólico ser,y ni el menor aliento salía de sus labios.

Mientras con agonizante desesperación me inclinabasobre ella, levanté la vista. Me invadió una especie depánico al ver que la pálida luz de la luna iluminaba la ha-bitación, pues las contraventanas que se habían cerradoanteriormente ahora estaban abiertas. Con inexpresablehorror vi asomarse a una de las ventanas el aborrecido yrepugnante rostro del monstruo. Esbozó una mueca bur-lona mientras señalaba con su inmundo dedo el cadáverde mi esposa. Me abalancé hacia la ventana y, extrayen-do del pecho una pistola, disparé; pero esquivó la bala, y,huyendo del lugar a la velocidad del rayo, se zambulló enlas aguas del lago.

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El ruido del disparo atrajo a la gente hacia la habita-ción. Indiqué el lugar por donde había desaparecido, y loseguimos con barcas; echamos incluso redes, pero todoen vano. Regresamos desesperanzados después de va-rias horas, la mayoría de mis compañeros convencidos deque el fugitivo era fruto de mi imaginación. Tras desem-barcar, se dispusieron a registrar los alrededores, orga-nizando distintas patrullas, que se esparcieron por losbosques y viñedos.

No fui con ellos; me encontraba exhausto. Un velo menublaba la vista, y la piel me ardía con el calor de la fiebre.En este estado, apenas consciente de lo que había ocurri-do, me tendieron en una cama, desde donde recorría elcuarto con la mirada en busca de algo que había perdido.

Recordé entonces que mi padre estaría esperando conansiedad a que Elizabeth y yo regresáramos, y que ahoradebería volver solo. Este pensamiento me trajo lágrimasa los ojos y di libre curso a mi llanto. Mis errantes pensa-mientos iban de un punto a otro, centrándose en mis des-gracias, y en lo que las había ocasionado. Me envolvía unanube de incredulidad y horror. La muerte de William, laejecución de Justine, la muerte de Clerval y finalmente lade mi esposa; ni siquiera sabía si el resto de mis familia-res se encontraban a salvo de la maldad del villano; quizámi padre se agitaba ya entre las manos asesinas, mien-tras Ernest yacía inerte a sus pies. Esta idea me hizo es-tremecer y me devolvió a la realidad. Me levanté, y deci-dí volver a Ginebra de inmediato.

No había caballos disponibles, y tuve que hacer el via-je a través del lago, aunque el viento no era favorable yllovía torrencialmente. Sin embargo, apenas había ama-necido y podía confiar en estar en casa por la noche. Con-

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traté algunos remeros, y yo mismo tomé uno de los re-mos, pues siempre había notado que el ejercicio físico pa-liaba los sufrimientos del espíritu. Pero lo inmenso de mipesar y el exceso de agitación que había padecido me im-pedían cualquier esfuerzo. Dejé el remo, y apoyando lacabeza entre las manos me abandoné al dolor. Al levan-tar la vista veía los parajes que me eran familiares de lostiempos lejanos de mi felicidad, y que aún el día anteriorhabía contemplado con la que ahora no era sino una som-bra y un recuerdo. Lloré amargamente. La lluvia habíacesado unos instantes, y vi los peces jugando en el aguaigual que lo habían hecho pocas horas antes bajo la mira-da de Elizabeth. Nada hay tan doloroso para la mentehumana como un cambio brusco y profundo. Podía bri-llar el sol, o las nubes ensombrecer el cielo; para mí yanada podía volver a ser lo mismo que el día anterior. Uninfame me había arrebatado todas mis esperanzas de fe-licidad. No habrá habido jamás criatura tan desgraciadacomo yo; suceso tan espeluznante es único en la historiadel hombre.

Pero para qué narrar los acontecimientos que siguie-ron a esta tragedia. El horror ha llenado toda mi vida;había llegado al punto culminante del sufrimiento, y loque resta no puede más que aburrirle. Uno a uno me fue-ron arrebatados aquellos a quienes amaba; y me quedésolo. No tengo ya fuerzas; y explicaré lo que queda de mihorrenda narración en pocas palabras.

Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún vivían; peroel primero se hundió ante la trágica nueva que traía. ¡Cómole recuerdo!, ¡padre bondadoso y amable!; la luz huyó desus ojos, pues habían perdido a aquella a quien adoraban:Elizabeth, su sobrina, más que una hija para él, a la cual

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quería con todo el cariño que siente un hombre que, próxi-mo el fin de sus días, y teniendo pocos seres a quienesdedicar su afecto, se aferra con mayor intensidad a aque-llos que le quedan. ¡Maldito, maldito villano que llenó detristeza sus canas y le hizo morir de dolor! No podía vivirbajo el tormento de los horrores que se acumulaban entorno suyo; sufrió una hemorragia cerebral, y murió enmis brazos al cabo de unos días.

¿Qué fue entonces de mí? No lo sé; perdí la noción detodo, y me vi envuelto en cadenas y tinieblas. Soñaba, aveces, que con los amigos de juventud vagaba por alegresvalles y prados llenos de flores; pero despertaba una yotra vez en la misma celda. A esto seguía la melancolía,pero poco a poco fui cobrando una idea exacta de mis aflic-ciones y de mi situación, y por fin me liberaron. Me ha-bían creído loco y, como supe más tarde, durante muchosmeses estuve encerrado en una celda solitaria.

Pero la libertad hubiera sido un fútil regalo, si al reco-brar la razón no hubiera recobrado a la vez un deseo devenganza. Así que iba recuperando el recuerdo de misdesdichas, empecé a pensar en su causa: el monstruo quehabía creado, el miserable demonio que, para mi ruina,había traído al mundo. Al pensar en él, me invadía unaenloquecedora furia y entonces, deseando que cayera enmis manos, rezaba para que así fuera y pudiera desatarsobre su infame cabeza una inmensa y mortal venganza.

Mi cólera no se satisfizo mucho tiempo con inútilesdeseos; empecé a pensar en cómo podía perseguirlo; aeste fin, un mes después de puesto en libertad, me dirigía uno de los jueces de la ciudad, diciéndole que queríaformular una acusación;, dije que conocía al asesino de

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mis familiares, y que le rogaba que ejerciera toda su au-toridad para que se le detuviera.

Me escuchó con benevolencia e interés.—Esté usted seguro —dijo— de que no ahorraré es-

fuerzos para encontrar al villano.Le quedo muy agradecido —respondí—. Escuche,

pues, la declaración que voy a hacer. Es en verdad unahistoria tan extraña que temería que usted no me creye-ra, de no ser por que hay algo en las verdades, por insóli-tas que parezcan, que fuerzan la convicción. Mi relato esdemasiado coherente como para que pueda tomarse porun sueño, y no tengo motivos para mentir.

De esta forma me dirigí a él, con voz tranquila peroseria; había decidido perseguir a mi destructor hasta lamuerte, y este propósito calmaba mi angustia y me re-conciliaba un poco con la vida. Narré mi historia breve-mente, pero con firmeza y precisión, dando fechas exac-tas y sin desviarme del tema para lamentarme de loshechos.

Al principio, el magistrado demostraba una total in-credulidad, pero a medida que proseguía escuchó conmayor atención e interés; hubo momentos en que lo viestremecerse, otros en que su rostro denotaba un vivoasombro, exento de escepticismo.

Al concluir mi relato, dije:—Este es el ser al que acuso, y en cuya detención y

castigo le ruego ejerza su máxima autoridad. Es su debercomo magistrado, y creo y espero que sus sentimientoscomo hombre no rehusarán cumplir con él en esta oca-sión.

Estas últimas palabras provocaron un sensible cam-bio en la expresión del magistrado. Había escuchado mi

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relato con ese tipo de credulidad que producen las narra-ciones de fantasmas y sucesos sobrenaturales; pero cuan-do le requerí que actuara de forma oficial, volvió a des-confiar. Sin embargo, me respondió templadamente:

—Con gusto le ayudaría en lo que me fuera posible;pero el ser de quien usted me habla parece estar dotadode unos poderes que harían inútiles todos mis esfuerzos.¿Quién puede perseguir a un animal capaz de atravesarel mar de hielo, habitar en grutas y cavernas, donde serhumano jamás osaría entrar? Además, han pasado algu-nos meses desde que cometió sus crímenes y es imposi-ble saber a dónde huyó o en qué lugar se halla actual-mente ahora.

No dudo de que ronda el lugar en el que yo me en-cuentro. Y caso de haberse refugiado en los Alpes; se lepuede dar caza como si fuera una gamuza y destruirlocomo a una bestia feroz.

Pero leo su pensamiento; no cree mi relato, y no tienela intención de perseguir a mi enemigo y aplicarle el cas-tigo que merece.

Al hablar, tenía los ojos encendidos de cólera, y elmagistrado se asustó.

—Está usted equivocado —dijo—. Haré todo lo queesté en mi mano y, si logro capturar al monstruo,, sepaque será castigado de acuerdo con sus crímenes. Perotemo, por lo que usted mismo ha descrito sobre su resis-tencia, que esto resulte imposible, y que a la par que setoman las medidas necesarias, usted se debería resignaral fracaso.

—Eso no es posible; pero nada de lo que diga puedeservirme de mucho. Mi venganza no es de su incumben-cia; y sin embargo, aunque reconozca en ello un vicio, le

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confieso que es la única y devoradora pasión de mi espíri-tu. Mi ira no tiene límites, cuando pienso que el asesino,que lancé entre la sociedad, sigue con vida. Me niega us-ted mi justa petición: me queda un único camino, y desdeahora me dedicaré, vivo o muerto, a conseguir su des-trucción.

Temblaba al decir esto; mi actitud debía rezumar aquelmismo frenesí y altivo fanatismo que se dice tenían losantiguos mártires. Pero para un magistrado ginebrino,cuyos pensamientos están muy lejos de los ideales y he-roísmos, esta grandeza de espíritu debía asemejarse mu-cho a la locura. Intentó apaciguarme como haría una ni-ñera con una criatura, y achacó mi relato a los efectos deldelirio.

—¡Mortal! —exclamé—, está endiosado con su sa-biduría, mas cuánta ignorancia demuestra. ¡Calle!; no sabelo que dice.

Salí de la casa tembloroso e iracundo, y me retiré apensar en otros medios de acción.

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CAPÍTULO 7

MI ESTADO era tal que no lograba controlar voluntaria-mente el pensamiento. Me inundaba la ira, y sólo el deseode venganza me proporcionaba fuerza y comedimiento,reprimía mis sentimientos y me permitía estar sereno ycalculador en momentos en que, de otro —modo, me hu-biera abandonado al delirio y a la muerte. Mi primeradecisión fue abandonar Ginebra para siempre; mis des-gracias hicieron que aborreciese la patria que tan inten-samente había amado cuando era feliz y querido. Me hicecon una importante cantidad de dinero, y algunas joyasque habían pertenecido a mi madre, y partí.

Y aquí empezó una peregrinación que sólo con mimuerte terminará. He recorrido una inmensa parte delmundo, y he sufrido todas las penurias que suelen tenerque afrontar los viajeros en los desiertos y en las tierrassalvajes. Apenas sé cómo he sobrevivido; con frecuenciame he tendido desfallecido sobre la arena, rogando queme sobreviniera la muerte. Pero las ansias de venganza

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me mantenían vivo; no me atrevía a morir si mi enemigocontinuaba con vida.

Al abandonar Ginebra, mi primer quehacer fue en-contrar algún indicio que me permitiera seguir los pasosde mi infame enemigo. Pero estaba desorientado, y an-duve por la ciudad durante muchas horas dudando sobrequé dirección tomar. Cuando empezaba a anochecer, meencontré en el cementerio donde reposaban William, Eli-zabeth y mi padre. Entré, y me acerqué a sus tumbas.Reinaba el silencio, turbado tan sólo por el murmullo delas hojas que el viento agitaba suavemente; era ya casi denoche, y la escena hubiera resultado solemne y conmove-dora incluso para un observador ajeno a ella. Los espíri-tus de mis difuntos parecían rodearme, proyectando unasombra invisible pero palpable en torno a mi cabeza.

La honda tristeza que en un principio esta escena mehabía provocado pronto dio paso a la ira y a la desespera-ción. Ellos estaban muertos, y sin embargo yo vivía; tam-bién vivía su asesino, y para aniquilarlo debía yo conti-nuar mi tediosa existencia. Arrodillado en la hierba, beséla tierra y, con labios temblorosos, grité:

—Por la sagrada tierra en la que estoy postrado, porlos espíritus que me rodean, por el profundo y eterno dolorque siento, por ti, oh Noche, y por los fantasmas que tepueblan, juro perseguir a ese demonio, que ocasionó es-tas desgracias, hasta que uno de los dos sucumba en uncombate a muerte. A este fin preservaré mi vida; paraejecutar esta cara venganza volveré a ver el sol y pisar laverde hierba, de todo lo cual, de otro modo, prescindiríapara siempre. Y yo os conjuro, espíritus de los muertos, ya vosotros, errantes administradores de venganza, a queme ayudéis y orientéis en mi tarea. ¡Que el maldito e in-

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fernal monstruo beba de la copa de la angustia y sienta lamisma desesperación que ahora me atormenta!

Había comenzado el juramento en tono solemne, y conun fervor, que me hizo pensar que los espíritus de misfamiliares asesinados escuchaban y aprobaban mi devo-ción; pero así que concluí, las Furias se apoderaron de mí,y la ira ahogaba mis palabras.

Desde la profunda quietud de la noche, me llegó en-tonces una estruendosa y diabólica carcajada. Resonó enmis oídos larga y dolorosamente; los montes me devol-vieron su eco, y sentí que el infierno me rodeaba burlán-dose y riéndose de mí. En aquel momento, de no ser por-que aquello significaba que mi juramento había sido es-cuchado y que me aguardaba la venganza, me hubieradejado dominar por el frenesí y hubiera acabado con miexistencia miserable. La carcajada se fue extinguiendo, yuna voz, familiar y aborrecida, me susurró con claridad,cerca del oído:

—¡Estoy satisfecho, miserable criatura! Has decididovivir, y eso me satisface.

Corrí hacia el lugar de donde procedía el sonido, peroaquel demonio me eludió. De pronto salió la luna, ilumi-nando su horrenda y deforme silueta, que se alejaba convelocidad sobrenatural.

Lo perseguí; y desde hace varios meses ese es mi ob-jetivo. Siguiendo una vaga pista, recorrí el curso delRódano, pero en vano; hasta llegar a las azules aguas delMediterráneo. Casualmente, una noche vi cómo el infa-me ser abordaba y se escondía en un bajel con destino alMar Negro. Zarpé en el mismo barco; pero escapó, igno-ro cómo.

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Aunque continuaba esquivándome, seguí sus pasospor las estepas de Tartaria y de Rusia. A veces, campesi-nos, atemorizados por su horrenda aparición, me infor-maban de la dirección que había tomado; otras, él mismo,temeroso de que si perdía toda esperanza me desespera-ra y muriera, dejaba tras de sí algún indicio para que meguiara. Cuando cayeron las nieves, hallé en la llanura lahuella de su gigantesco pie. Para usted, que se encuentracomenzando la vida, que desconoce el sufrimiento y eldolor, es imposible saber lo que he padecido y aún padez-co. El frío, el hambre y la fatiga eran los males menoresque hube de aguantar; me maldijo un demonio, y llevo uninfierno dentro de mí; sin embargo, algún espíritu buenosiguió y dirigió mis pasos, y me libraba de pronto de difi-cultades aparentemente insalvables. A veces, cuandovencido por el hambre me encontraba ya exhausto, en-contraba en el desierto una comida reparadora que medevolvía las energías y me prestaba de nuevo aliento; eranalimentos toscos, del tipo que tomaban los campesinos dela región, pero no dudo de que los había depositado allí elespíritu que había invocado en mi ayuda. Muchas veces,cuando todo estaba seco, el cielo despejado y yo me en-contraba sediento, aparecía una pequeña nube en el fir-mamento que, tras dejar caer algunas gotas parareavivarme, desaparecía.

Cuando podía, seguía el curso de los ríos; pero el infa-me engendro solía evitarlos por ser los lugares más po-blados por los habitantes del país. En los lugares dondeencontraba pocos seres humanos me alimentaba de losanimales salvajes que se cruzaban en mi camino. Teníadinero, y me, ganaba las simpatías de los campesinos dis-tribuyéndolo, o repartiendo, entre aquellos que me ha-

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bían permitido el uso de su fuego y utensilios de cocina, lacaza que, tras separar la porción que destinaba a mi ali-mento, me sobraba.

Esta vida me asqueaba, y únicamente mientras dor-mía saboreaba algo de alegría. ¡Bendito sueño! A menu-do, encontrándome en el límite de mi angustia, me tendíaa dormir, y los sueños me proporcionaban la ilusión defelicidad. Los espíritus que velaban por mí me deparabanestos momentos, mejor dicho, estas horas de felicidad, afin de que pudiera retener las fuerzas suficientes paraproseguir mi peregrinación. De no ser por este respiro,hubiera sucumbido bajo mis angustias. Durante el día, memantenía y animaba la perspectiva de la noche, pues enmis sueños veía a mis familiares, a mi esposa y a mi ama-do país; veía de nuevo la bondadosa faz de mi padre, oíala cristalina voz de Elizabeth y encontraba a Clerval re-bosante de salud y juventud.

Muchas veces, extenuado por una caminata agotadora,intentaba convencerme mientras andaba de que estabasoñando y que cuando llegara la noche despertaría a larealidad en brazos de los míos. ¡Qué punzante cariño sentíahacia ellos!; ¡cómo me aferraba a sus queridas siluetas,cuando a veces me visitaban, incluso estando despierto, eintentaba convencerme de que aún estaban con vida! Enaquellos momentos, la venganza que me corroía el cora-zón se aplacaba, y continuaba mi camino hacia la destruc-ción de aquel demonio más como un deber impuesto porel cielo, como el impulso mecánico de un poder del cualera inconsciente, que como el ardiente deseo de mi espí-ritu.

Desconozco los sentimientos de aquel a quien perse-guía. A veces dejaba cosas escritas en los troncos de los

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árboles o talladas en la piedra, que me guiaban o aviva-ban mi cólera. «Mi reinado aún no ha acabado —estaseran las palabras que se leían en una de las inscripcio-nes—; sigues viviendo y mi poder es total. Sígueme; voyhacia el norte en busca de las nieves eternas, donde pa-decerás el tormento del frío y el hielo al que yo soy insen-sible. Si me sigues de cerca, encontrarás no lejos de aquíuna liebre muerta; come y recupérate. ¡Adelante, ene-migo!; aún nos queda luchar por nuestra vida; pero hastaentonces te esperan largas horas de sufrimiento.»

¡Demonio burlón! De nuevo juro vengarme; de nuevote condeno, miserable criatura, a atormentarte hasta lamuerte. Nunca abandonaré mi persecución hasta que unode los dos muera; y entonces, ¡con qué júbilo me reunirécon Elizabeth y aquellos que ya me preparan la recom-pensa por mis fatigas y sombrío peregrinaje!

A medida que avanzaba hacia el norte, la nieve au-mentaba, y el frío era tan intenso que apenas si podíasoportarse. Los campesinos permanecían encerrados ensus chozas, y sólo algunos de los más fornidos se aventu-raban en busca de los animales que el hambre forzaba asalir de sus guaridas. Los ríos se habían helado y al nopoder pescar me encontré privado de mi principal ali-mento.

La victoria de mi enemigo se consolidaba, así que au-mentaban mis dificultades. Otra inscripción que me dejódecía: «¡Prepárate!: tus sufrimientos no han hecho másque empezar. Abrígate con pieles, y aprovisiónate, puespronto iniciaremos una etapa en la que tus desgraciassatisfarán mi odio eterno.»

Estas burlonas palabras reavivaron mi valor y perse-verancia. Decidí no fallar en mi resolución; e, invocando

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la ayuda de los cielos, continué con infatigable ahínco cru-zando aquella desértica región hasta que, en la lejanía,apareció el océano, último límite en el horizonte. ¡Qué dis-tinto de los azules mares del sur! Cubierto de hielo, sólose diferenciaba de la tierra por una mayor desolación ydesigualdad. Los griegos lloraron de emoción al ver elMediterráneo desde las colinas de Asia, y celebraron conentusiasmo el fin de sus vicisitudes. Yo no lloré; pero mearrodillé y, con el corazón rebosante, agradecí a mis espí-ritus el que me hubieran guiado sano y salvo hasta el lu-gar donde esperaba, pese a las burlas de mi enemigo, po-der enfrentarme con él.

Hacía algunas semanas que me había procurado untrineo y unos perros, lo que me permitía cruzar la nieve agran velocidad. Ignoraba si aquel infame ser disfrutabade la misma ventaja que yo; pero vi que, así como anteshabía ido perdiendo terreno, ahora me iba acercando mása él; tanto es así, que cuando divisé el océano sólo me lle-vaba un día de ventaja y esperaba poder alcanzarlo antesde llegar a la orilla. Con renovado valor proseguí mi ca-rrera, y al cabo de dos días llegué a una miserable aldeade la costa. Pregunté a los habitantes por aquel villano yme dieron datos precisos. Un gigantesco monstruo, dije-ron, había llegado la noche anterior, armado con una es-copeta y varias pistolas, haciendo huir, atemorizados antesu espantoso aspecto, a los habitantes de una solitariacabaña. Les había robado sus provisiones para el invier-no, y las había puesto en un trineo, al cual ató varios pe-rros amaestrados que asimismo robó. Esa misma noche,y ante el alivio de aquellas asustadas personas, había re-anudado su viaje sobre el helado océano en dirección a unpunto donde no había tierra alguna; suponían que pronto

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sería destruido por alguna de las grietas que con frecuen-cia se abrían en el hielo, o que moriría de frío.

Al oír esto, sufrí un ataque momentáneo de desespe-ración. Había conseguido escapar de mí; y yo debía ahoraemprender un viaje peligroso e interminable a través delas montañas de hielo del océano, bajo los rigores de unfrío que pocos indígenas podían soportar, y que yo, nati-vo de una tierra cálida y soleada, no resistiría. Pero, antela idea de que aquel engendro viviera y venciera, se meavivó de nuevo la ira y el ansia de venganza y, cual pode-roso alud, barrieron mis otros sentimientos. Tras un bre-ve descanso, durante el cual me visitaron los espíritus demis difuntos y me animaron a la venganza, me preparépara el viaje.

Cambié el trineo de tierra por uno adecuado a lasirregularidades del océano helado; y, después de com-prar una buena cantidad de provisiones, abandoné tierrafirme tras de mí.

No puedo calcular los días que han pasado desde en-tonces; pero he padecido torturas que, de no ser por eleterno sentimiento de una justa retribución que me in-flama el corazón, nada hubiera podido hacerme padecer.Con frecuencia inmensas y escarpadas montañas de hie-lo me cerraban el camino, y muchas veces oía rugir, ame-nazante, una mar gruesa. Pero las constantes heladasgarantizaban la solidez de las sendas del mar.

A juzgar por la cantidad de provisiones consumidas,debían haber transcurrido tres semanas. Más de una vez,la continua demora en alcanzar lo que tanto deseo, espe-ranza que me acompaña siempre, me arrancaba lágri-mas de dolor. En una ocasión la desesperación casi se adue-ñó de mí, y estuve a punto de sucumbir; los pobres ani-

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males que me arrastraban habían alcanzado con esfuer-zo increíble la cima de una montaña, muriendo uno deellos de fatiga, y yo contemplaba con angustia la inmensi-dad del hielo ante mí, cuando de pronto divisé un minús-culo punto oscuro en la distancia. Agudicé la vista paraadivinar lo que era, y prorrumpí en una jubilosa excla-mación al distinguir un trineo y las deformes proporcio-nes de aquella figura tan conocida. ¡Con qué ardor volvióla esperanza a mi corazón! Cálidas lágrimas brotaron demis ojos, aunque las enjuagué con rapidez para que nome hicieran perder de vista aquella infame criatura; perolas ardientes gotas seguían nublándome la visión y, final-mente, bajo la emoción que me embargaba, prorrumpíen llanto.

No era éste momento para entretenerme; desaté losarneses del perro muerto, di de comer a los restantes enabundancia y, tras descansar una hora, lo cual era im-prescindible, aunque estaba inquieto por continuar, pro-seguí mi camino. Aún veía el trineo en la lejanía; no volvía perderlo de vista, excepto cuando algún saliente de lasrocas de hielo lo ocultaba. Iba ganándole terreno; y cuan-do, al cabo de dos días, me encontré a menos de una millade mi enemigo, temí que el corazón me estallara de ale-gría.

Pero, justo entonces, cuando estaba a punto de darlealcance, mis esperanzas se vieron de pronto truncadas, yperdí todo rastro de él. Empecé a oír el bramido del mar;las olas se abatían furiosamente bajo la capa de hielo, ynotaba cómo se henchían y se hacían más amenazadorasy terribles. En vano intenté proseguir. El viento se levan-tó; el mar rugía; y, como con la tremenda sacudida de unterremoto, se abrió el hielo con un ruido atronador. Pronto

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concluyó todo; en pocos minutos, un agitado mar me sepa-ró de mi enemigo, y me hallé flotando sobre un témpanode hielo, que menguaba por momentos y me preparabauna horrenda muerte.

Así pasaron horas terribles; murieron varios de misperros; y yo estaba a punto de sucumbir, cuando divisésu navío, que navegaba sujeto por el ancla y me devolvióla esperanza de vivir. Ignoraba que los barcos se aventu-raran tan al norte y me sorprendió verlo; rápidamentedestruí una parte de mi trineo para hacer con él unos re-mos y así pude, con enorme esfuerzo, acercar mi impro-visada balsa hacia el barco. Había decidido que, caso deque ustedes se dirigieran hacia el sur, me encomendaríaa la clemencia de los mares antes que desistir de mi pro-pósito. Esperaba poder convencerlo de que me diera unbote con el cual pudiera aún perseguir a mi enemigo. Peroiban hacia el norte. Me subieron a bordo cuando mis fuer-zas estaban ya agotadas, y cuando mis múltiples desgra-cias me arrastraban hacia una muerte que aún no deseo,pues mi tarea está inconclusa.

¿Cuándo me permitirán gozar del descanso que tantoanhelo los espíritus que me guían hacia el infame ser?; ¿oes que yo debo morir y él sobrevivirme? Si así fuere, jú-reme Walton, que no lo dejará escapar; júreme que ustedlo acosará, y llevará a cabo mi venganza dándole muerte.¿Pero puedo pedirle que asuma mi peregrinación, quesufra las penurias que yo he pasado? No; no soy tan egoís-ta. Pero, cuando yo haya muerto, si él apareciese, si losdioses de la venganza lo condujeran ante usted, júremeque no vivirá; júreme que no triunfará sobre mis desgra-cias, y que no podrá hacer a otro tan desgraciado comome hizo a mí. Es elocuente y persuasivo; incluso una vez

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logró enternecerme el corazón; pero desconfíe de él. Tie-ne el alma tan inmunda como las facciones, y repleta demaldad y traición. No lo escuche; invoque a William,Justine, Clerval, Elizabeth, mi padre y al infeliz Víctor, yhúndale la espada en el corazón. Yo me encontraré a sulado para dirigir el acero.

Prosigue la narración de WALTON

26 de agosto de 17...

Has leído este extraño e impresionante relato, Mar-garet; ¿no sientes que, como a mí aún ahora, se te hiela lasangre en las venas? Había veces en que el sufrimiento lovencía, y no podía continuar su narración; otras, con vozentrecortada y conmovedora, pronunciaba con dificultadlas palabras tan repletas de dolor. A veces los ojos her-mosos y expresivos le brillaban con indignación; otras, eldolor los apagaba y llenaba de tristeza. A veces podía con-trolar sus sentimientos y palabras y narraba los más ho-rrendos sucesos con voz serena, suprimiendo toda señalde agitación; pero de pronto, como un volcán en erup-ción, su rostro tomaba una expresión de fiereza, y, lanza-ba mil insultos contra su perseguidor.

La historia es coherente y la ha contado con la natu-ralidad que da la verdad más sencilla; pero te confiesoque las cartas de Félix y Safie, que me enseñó, y la visióndel monstruo que tuvimos desde el barco, me convencie-ron más que todas sus afirmaciones, por muy coherentesy convincentes que parecieran. No tengo ninguna duda,pues, de que existe semejante monstruo; pero sin em-bargo estoy lleno de asombro y admiración. He intentado

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que Frankenstein me cuente en detalle la creación delser; pero sobre este punto permaneció inescrutable.

¿Está usted loco, amigo mío? —me contestó—. ¿Has-ta dónde le va a llevar su absurda curiosidad? ¿Es quequiere crear, también, un ser diabólico, enemigo suyo ydel mundo? Si no, ¿a dónde quiere ir aparar con sus pre-guntas? ¡No insista! Aprenda de mis sufrimientos, y nose empeñe en aumentar los suyos.

Frankenstein observó que tomaba notas de su narra-ción; quiso verlas, y él mismo las corrigió y aumentó enmuchos puntos; sobre todo en los diálogos con su enemi-go, a los que dotó de mayor autenticidad.

—Ya que ha anotado usted mi narración —dio—, noquisiera que la posteridad la heredara en forma mutilada.

Así ha transcurrido una semana, escuchando la histo-ria más extraña que jamás hubiera podido concebir ima-ginación alguna. El interés que siento por mi huésped, yque ha despertado tanto su relato como la nobleza y dul-zura de su carácter, me ha seducido la mente y el almapor completo.

Quisiera ayudarlo; pero ¿cómo aconsejar que siga vi-viendo a alguien tan infeliz y carente de toda esperanza?La única dicha de que puede gozar es la que experimen-tará preparando su dolorida alma para la paz y la muer-te. Disfruta, empero, de algún consuelo, fruto de la sole-dad y el delirio: cree, cuando en sueños conversa con losseres que le fueron queridos, y obtiene de esa comunica-ción cierto alivio para su sufrimiento o ánimo para la ven-ganza, no que sean creaciones de su fantasía, sino queciertamente son seres reales que, desde el más allá, vie-nen a visitarlo. Esta fe da a sus delirios una solemnidad

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que hace que me resulten casi tan imponentes e intere-santes como la verdad misma.

Nuestras conversaciones no se limitan tan sólo a suhistoria y la de sus desgracias. Demuestra poseer un granconocimiento de la literatura, y una aguda y rápida per-cepción. Su elocuencia cautiva y conmueve; hasta el pun-to de que, cuando narra un episodio patético, o intentaprovocar la piedad o el cariño, no puedo escucharlo sinque los ojos se me llenen de lágrimas. qué magnífico hom-bre debió ser en sus tiempos de felicidad para mostrarsetan noble aun en la desgracia! Parece tener conocimientode su propia valía, y de la magnitud de su ruina.

—Cuando era joven —me dijo un día— sentía como sihubiera nacido para llevar a cabo grandes cosas. Tengouna naturaleza sensible; pero poseía entonces una sere-nidad de juicio que me capacitaba para triunfar. Este con-vencimiento de mi valía me ha sostenido en situacionesen que otros hubieran sucumbido; pues me parecía pocodigno malgastar en vanas lamentaciones unos talentos quepodían ser de utilidad a mis semejantes. Cuando recuer-do lo que he conseguido, nada menos que la creación deun ser racional y sensible, no me puedo considerar sim-plemente como uno más entre el conjunto de científicos.Pero esta sensación, que me sostenía al principio de micarrera, ahora sólo sirve para hundirme más en la mise-ria. Todas mis esperanzas y proyectos no son nada, y,como el arcángel que aspiraba al poder supremo, me en-cuentro ahora encadenado en un infierno eterno. Teníauna viva imaginación y a la vez una gran capacidad deanálisis y concentración; mediante la estrecha colabora-ción de estas dos cualidades concebí la idea, y llevé a cabola creación de un hombre. Incluso ahora no puedo reme-

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morar con serenidad las ilusiones que me invadían mien-tras no tuve terminado el trabajo. Llegaba con la imagi-nación hasta las más altas esferas, a veces exultante dejúbilo ante mi poder, otras estremecido al pensar en lasconsecuencias de mi investigación. Desde pequeño habíaconcebido las mayores ambiciones y esperanzas; ¡cómome he hundido! Amigo mío, si me hubiera conocido anta-ño, no me reconocería en mi actual estado de denigra-ción. Desconocía casi por completo lo que era el desáni-mo; parecía estar destinado a un brillante porvenir, has-ta que me hundí para siempre.

¿Habré, pues, de perder a tan admirable ser? He año-rado la compañía de un amigo; he buscado a alguien queme apreciara y comprendiera. Y he aquí que lo encuen-tro en estos remotos mares; mas temo que sólo me valgapara conocer su valía, justo antes de que muera. Quisierareconciliarlo con la vida, pero odia esta idea.

—Le agradezco, Walton —dio—, las buenas intencio-nes que demuestra hacia alguien tan miserable como yo;pero, cuando habla usted de nuevos lazos, de nuevos afec-tos, ¿piensa que hay alguno que pudiera sustituir jamás aaquellos queja he perdido? ¿Puede otro hombre signifi-car para mí lo mismo que Clerval?; ¿qué mujer podríaser otra Elizabeth? Incluso cuando nuestro amor no vie-ne reforzado por cualidades superiores, los compañerosde niñez siempre ejercen sobre nosotros una influenciaque amigos posteriores raras veces suelen tener. Cono-cen nuestras primeras inclinaciones, que, por mucho quedespués se modifiquen, jamás se llegan a borrar; y encuanto a la honestidad de nuestros actos, son los que mejorpueden juzgar nuestros motivos. Un hermano no podrájamás sospechar que el otro lo engaña o traiciona, salvo

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que esta inclinación se haya manifestado desde edad muytemprana, mientras que a un amigo, pese a que su afectosea inmenso, le puede invadir, incluso a pesar suyo, ladesconfianza. Pero he tenido amigos a los que he queridono sólo por costumbre o contacto, sino por sus cualidadespersonales; y donde quiera que me encuentre, la apaci-ble voz de Elizabeth y la conversación de Clerval siempresusurrarán en mis oídos. Ellos han muerto; y en mi sole-dad sólo hay un objetivo que pueda inducirme a conser-var la vida. Si me encontrara realizando una importanteempresa que revistiera utilidad para mis semejantes,podría seguir viviendo para concluirla. Pero no es éste misino; debo perseguir y destruir al ser que creé; y enton-ces, sólo entonces habré cumplido mi cometido en la tie-rra y podré morir.

2 de septiembreMi querida hermana:Te escribo acechado por un grave peligro, e ignoro si

el destino me permitirá volver a ver mi querida Inglate-rra y a los amigos que allí viven. Me cercan montañas denieve que impiden la salida y amenazan a cada momentocon aplastar el barco. Los valerosos hombres, a quienesconvencí de que me acompañaran, vienen a mí en buscade una solución; pero no tengo ninguna que ofrecer. Hayalgo terriblemente espantoso en nuestra situación, peroaún conservo la confianza y el valor. Quizá sobrevivamos;y, si no, como Séneca, moriré con buen ánimo.

¿Pero cuáles serán tus pensamientos, Margaret? Nosabrás que he muerto, y esperarás ansiosamente mi re-greso. Pasarán los años, y vivirás momentos de desespe-ración, pero siempre te atenazará la tortura de la espe-

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ranza. ¡Mi querida hermana!, la horrible desilusión de tusesperanzas me resulta más terrible aún que mi propiamuerte. Pero tienes a tu marido y a tus hermosos hijos; ypuedes ser feliz. ¡Que el cielo te bendiga, y permita que loseas!

Mi desdichado huésped me mira con la mayor com-pasión. Intenta devolverme la esperanza; y habla de lavida como de un tesoro preciado. Me recuerda la frecuen-cia con que estos accidentes les han ocurrido a otros na-vegantes que se aventuraron hasta estos mares y, a pe-sar mío, me contagia la idea de buenas perspectivas. In-cluso los marineros notan el poder de su elocuencia; cuan-do él habla, vuelven a confiar; reaviva sus energías, y,mientras lo escuchan, llegan a creer que estas gigantes-cas montañas de hielo son pequeños montículos, que des-aparecerán bajo la fuerza de la voluntad humana. Estossentimientos son pasajeros; cada día que transcurre, lafrustración de sus esperanzas les llena de espanto, y temoque el miedo les haga amotinarse.

5 de septiembreAcaba de suceder algo tan insólito que, aunque es muy

probable que nunca llegues a leer estos papeles, no pue-do por menos de narrarlo.

Seguimos rodeados de montañas de nieve, y en inmi-nente peligro de que nos aplasten. El frío es intensísimo,y muchos de mis desafortunados compañeros ya han en-contrado su tumba en este paraje desolador. La salud deFrankenstein empeora día a día; le sigue brillando unaluz febril en los ojos, pero está extenuado, y si hace elmenor esfuerzo, vuelve a caer en la total agonía.

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Mencioné en la última carta el temor que tenía a quese produjera un motín. Esta mañana, mientras contem-plaba el ceniciento rostro de mi amigo —los ojos entorna-dos y los miembros inertes—, me interrumpieron mediadocena de marineros, que querían entrar en el camarote.Les hice pasar; y el que actuaba de portavoz se dirigió amí. Me dio que él y sus compañeros habían sido elegidospor el resto de la tripulación para que, a modo de delega-ción, me comunicaran una petición, a la que en justicia nome podía negar. Estábamos cercados por el hielo, y pro-bablemente no lograríamos escapar; pero temían que, siacaso, como era posible, el hielo cediera, Y se abriera uncamino, yo fuera lo bastante imprudente como para que-rer continuar mi viaje, y los condujera a nuevos peligros,después de haber salvado éste felizmente. Pedían, pues,que me comprometiera bajo solemne promesa a que, siel barco quedaba libre, me dirigiría de inmediato al sur.

Esta petición me perturbó. Aún no había perdido lasesperanzas; ni siquiera había pensado en regresar, casode quedar libres del hielo. Sin embargo, ¿podría yo, enjusticia, oponerme a ello? ¿tenía siquiera la posibilidad dehacerlo? Pensaba en estas preguntas antes de contestar,cuando Frankenstein, que en un principio había perma-necido callado y parecía no tener ni fuerzas para atender,se incorporó; los ojos le brillaban y tenía las mejillas en-cendidas por un repentino rubor. Dirigiéndose a los hom-bres, dio:

¿Qué significa esto? ¿Qué estáis pidiendo a vuestrocapitán? ¿Tan pronto os desanimáis? ¿No le llamabais aésta la expedición gloriosa?, ¿por qué iba a ser gloriosa?,¿porque la ruta era fácil y apacible como un mar del sur?No; la llamabais así porque estaba llena de peligros y ace-

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chamos; porque a cada nueva dificultad debíais renovarvuestro valor y fortaleza; porque os rodeaba el peligro yla muerte y debíais vencer ambas. Por esto la llamabaisgloriosa, porque era una empresa digna. La posteridad osaclamaría como bienhechores de la humanidad; se vene-raría vuestro nombre, como el de aquellos hombres vale-rosos que se enfrentaron con honor a la muerte en bene-ficio de la especie humana. ¡Y mirad ahora!: con la prime-ra impresión de peligro, o, si lo preferís, la primera granprueba, vuestro valor se desvanece y estáis dispuestos apasar por hombres que no tuvieron la fuera suficientepara afrontar el frío y el peligro...; los pobres tenían frío yvolvieron junto a sus chimeneas. En verdad que para estono se hubieran requerido tantos preparativos; no teníaispor qué haberos aventurado hasta aquí, ni hacer pasar avuestro capitán por la vergüenza del fracaso, para de-mostrar que sois unos cobardes. ¡Sed hombres!, ¡sed másque hombres! Sed fieles a vuestros propósitos, firmescomo las rocas. Este hielo no está hecho del mismo mate-rial del que podrían estar hechos vuestros corazones; esvulnerable, no puede venceros si os empeñáis en que nolo haga. No volváis a vuestras familias con la frente mar-cada por el estigma de la vergüenza. Regresad como hé-roes que lucharon y vencieron y que desconocen lo quees darle la espalda a su enemigo.

A lo largo del discurso, su voz se había ido adaptandotan bien a los distintos sentimientos que expresaba, y susojos brillaban tan llenos de heroísmo y sana ambición, queno fue de extrañar que mis hombres se conmovieran. Semiraron unos a otros, sin saber qué decir. Yo me dirigí aellos, y les rogué que recapacitaran sobre lo que habíanoído; añadí que por mi parte no seguiría avanzando hacia

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el norte en contra de su voluntad, pero que esperaba que,tras considerarlo, recobraran el valor perdido.

Salieron, y me volví hacia mi amigo; pero se hallabamuy abatido y casi privado de aliento.

Ignoro cómo concluirá todo esto; pero preferiría lamuerte a regresar, cubierto de vergüenza, sin haber po-dido alcanzar mis objetivos. Sin embargo, temo que esesea mi destino; sin el ánimo que les pudiera infundir laidea de la gloria y el honor, mis hombres jamás se aven-drán a proseguir sus actuales penurias.

7 de septiembre

¡La suerte está echada!, he accedido a nuestro regre-so si los hielos nos lo permiten. Veo truncadas mis espe-ranzas por la cobardía y la indecisión; regreso desilusio-nado e ignorante. Necesitaría más tolerancia de la queme ha sido dada para sufrir esta injusticia con paciencia.

12 de septiembre

Todo ha concluido; vuelvo a Inglaterra. He perdidomis esperanzas de gloria y mi ansia de servir a la huma-nidad; y he perdido a mi amigo. Pero trataré, queridahermana, de contarte con detalle estos tristes sucesos;no quiero navegar rumbo a Inglaterra, y hacia ti, lleno depesadumbre.

El diecinueve de septiembre el hielo empezó a ceder,y en la distancia escuchamos atronadores crujidos, así quelas islas de hielo se resquebrajaban en todas las direccio-nes. Corríamos enorme peligro; pero, puesto que nadapodíamos hacer, todo mi interés se centraba en mi infeliz

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huésped, cuya salud había declinado hasta el punto de nopoder levantarse de la cama. El hielo se rompió a nues-tras espaldas y fue empujado con rapidez en direcciónnorte; del oeste comenzó a soplar una brisa y el día onceel camino hacia el sur quedaba despejado. Cuando losmarineros vieron esto, y comprendieron que quedaba ase-gurado su regreso a su país natal, prorrumpieron en conti-nuos gritos de loca alegría. Frankenstein, que se había ador-milado, despertó, y preguntó la causa del alboroto.

—Gritan —contesté—, porque pronto regresarán aInglaterra. ¿Regresa usted entonces?

—Sí —respondí—, no puedo oponerme a sus peticio-nes. No puedo conducirlos hacia nuevos peligros contrasu voluntad, y debo volver.

—Hágalo si quiere. Yo me quedo. Usted puede aban-donar su objetivo; pero el mío me lo fió el cielo, y no pue-do renunciar. Estoy débil; pero confío en que los espíritusque me ayudan en mi venganza me prestarán las fuerzasnecesarias.

Al decir esto intentó saltar de la cama, pero el esfuer-zo fue demasiado grande; cayó y perdió el sentido.

Tardó mucho en volver en sí, y a menudo me parecióque había muerto. Finalmente abrió los ojos; respirabacon dificultad, y no podía hablar. El médico le dio un bre-baje reconstituyente, y nos ordenó que no lo molestára-mos. A mí me advirtió que a mi amigo le restaban pocashoras de vida.

Se había pronunciado su sentencia, y a mí ya sólo mequedaba lamentarme y tener paciencia. Permanecí sen-tado a la cabecera de su lecho, mirándolo; tenía los ojoscerrados, y pensé que dormía. De pronto, con voz apaga-da, me llamó, indicándome que me acercara, y dio:

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—Me abandonan las fueras en las que confiaba. Pre-siento que pronto habré de morir, y él, mi enemigo y ver-dugo, está aún con vida. No piense, Walton, que en misúltimos instantes mi alma reuma todavía el punzante odioy la sed de venganza que días pasados le manifesté, perocreo que estoy justificado al desear la muerte de mi ad-versario. Durante estos días he meditado sobre mis ac-ciones pasadas y no hallo en ellas nada reprensible; en unataque de loco entusiasmo creé una criatura racional, ytenía para con él el deber de asegurarle toda la felicidad ybienestar que me fuera posible darle. Esta era mi obliga-ción, pero había otra superior. Mis obligaciones para conmis semejantes debían tener prioridad, puesto que supo-nían una mayor proporción de felicidad o desgracia. Im-pulsado por esta creencia, me negué, e hice bien, a crear-le una compañera al primer ser. Dio pruebas entonces deuna maldad y un egoísmo sin precedentes: asesinó a misseres más queridos; se consagró a la destrucción de per-sonas llenas de delicadeza, sabiduría y bondad; e ignorodónde terminará esta sed de venganza. Desgraciado comoes, debe morir a fin de que no pueda hacer desgraciados alos demás. La tarea de su destrucción me había sido en-comendada a mí, pero he fracasado. Empujado por moti-vos egoístas e insanos, le pedí a usted que completara milabor; ahora, empujado únicamente por la razón y la vir-tud, se lo reitero.

»Sin embargo no puedo pedirle que renuncie a su paísy a sus amigos para llevar a cabo esta labor; y ahora, queregresa a Inglaterra, tendrá pocas ocasiones de encon-trarse con él. Pero dejo en sus manos el reflexionar sobreestos puntos, y el determinar lo que usted considere quees su deber. La proximidad de la muerte turba mis pen-

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samientos y mi razón, y no me atrevo a pedirle que hagalo que yo considero justo, pues puedo estar cegado por laPasión.

»Me inquieta el que siga con vida y sea un instrumentode maldad; y sin embargo, esta hora, en la que aguardoque cada instante me traiga la liberación, es la única en laque durante muchos años he sido feliz. Pasan ante mí losespíritus de aquellos a los que tanto quise, y corro haciaellos. ¡Adiós, Walton! Busque la felicidad en la paz y, evitela ambición, aun aquella, inofensiva en apariencia, de dis-tinguirse por sus descubrimientos científicos. ¿Mas porqué hablo así?; yo he visto truncadas mis esperanzas, perootro puede triunfar.

La voz se le iba apagando a medida que hablaba; yfinalmente, vencido por el esfuerzo, se acalló del todo.Media hora más tarde intentó volver a hablar pero nopudo; oprimió mi mano débilmente, y sus ojos se cerra-ron para siempre, mientras sus labios esbozaron una dé-bil sonrisa.

Margaret, ¿qué puedo decir sobre la prematura muer-te de esta magnífica persona? ¿Qué puedo decir para queentiendas lo profundo de mi pesar? Todo lo que diera se-ría pobre e inadecuado. Las lágrimas abrasan mis meji-llas; y una nube de desilusión nubla mi mente. Pero na-vego rumbo a Inglaterra, y allí quizá encuentre un con-suelo.

Me interrumpen. ¿Qué significan estos ruidos? Esmedianoche; la brisa sopla suavemente y, en cubierta,los hombres de guardia no se mueven. De nuevo el ruido;parece la voy de un hombre, pero mucho más ronca; vie-ne del camarote donde reposan los restos de Frankens-

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tein. Debo levantarme a ver qué sucede. Buenas noches,hermana mía.

¡Dios mío!, ¡qué escena acaba de tener lugar! Todavíaestoy aturdido con el recuerdo. Apenas sé si tendré fue-ras para contarla; mas el relato que he anotado quedaríaincompleto sin referir esta última y soberbia catástrofe.

Entré en el camarote donde yacían los restos de mimalhadado y admirable amigo. Sobre él se inclinaba unser para cuya descripción no tengo palabras; era de esta-tura gigantesca, pero de constitución deforme y tosca.Agachado sobre el ataúd, tenía el rostro oculto por largosmechones de pelo enmarañado; tenía extendida una in-mensa mano, del color y la textura de una momia. Cuan-do me oyó entrar, dejó de proferir exclamaciones de penay horror, y saltó hacia la ventana. jamás he visto nada tanhorrendo como su rostro, de una fealdad repugnante yterrible. Involuntariamente cerré los ojos e intenté re-cordar mis obligaciones acerca de este destructivo ser.Le ordené que se quedara.

Se detuvo, y me miró sorprendido; y, volviéndose denuevo hacia el cadáver de su creador, pareció olvidar mipresencia; sus facciones y sus gestos parecían animadospor la furia de una pasión incontrolable.

—Esa es también mi víctima —exclamó—; con sumuerte consumo mis crímenes. El horrible drama de miexistencia llega a su fin. ¡Frankenstein!, ¡hombre genero-so y abnegado!, ¿de qué sirve que ahora implore tu per-dón? A ti, a quien destruí despiadadamente, arrebatándo-te todo lo que amabas. ¡Está frío!; no puede contestarme.

Su voz se ahogaba; y mis primeros impulsos, que meinducían a la obligación de cumplir el último deseo de miamigo, y destrozar a aquel ser, se vieron frenados por

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una mezcla de curiosidad y compasión. Me acerqué a estaextraña criatura; no me atrevía a mirarlo, pues había algodemasiado pavoroso e inhumano en su fealdad. Traté dehablar, pero las palabras se me quedaron en los labios. Elmonstruo seguía profiriendo exaltadas y confusas recri-minaciones. Por fin logré dominarme y, aprovechando unapausa en su agitado monólogo, dije:

—Tu arrepentimiento es ya superfluo. Si hubierasescuchado la voz, de la conciencia, y atendido a los dardosdel remordimiento, antes de llevar tu diabólica sed devenganza hasta este extremo, Frankenstein seguiría vivo.

—¿Imagina —me, respondió la infernal criatura— queera insensible al dolor y al remordimiento? Él— continuó,señalando el cadáver—, él no ha sufrido nada con la con-sumación del hecho; no ha sufrido ni la milésima parte deangustia que yo durante el distendido proceso. Me im-pulsaba un terrible egoísmo, a la par que el remordimientome torturaba el corazón. ¿Piensa que los estertores deClerval eran música para mí? Tenía el corazón sensible alamor y la ternura; y cuando mis desgracias me empuja-ron hacia el odio y la maldad, no soporté la violencia delcambio sin sufrir lo que usted jamás podrá imaginar.

»Tras la muerte de Clerval regresé a Suma con el co-razón destrozado. Sentía compasión por Frankenstein, ymi piedad se fue tornando en horror, hasta tal punto queme aborrecía a mí mismo. Pero al descubrir que él, el au-tor de mi existencia a la vez que de mis atroces desdi-chas, se atrevía a esperar la felicidad; que, mientras porsu culpa se acumulaban sobre mí tormentos y aflicciones,él buscaba la satisfacción de sus sentimientos y pasiones,satisfacción que a mí me estaba vedada, una envidia in-controlable y una punzante indignación me atenazaron

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con la insaciable sed de la venganza. Recordé mi amenazay decidí llevarla a cabo. Sabía que yo mismo me estabapreparando una terrible tortura; pero me encontrabaesclavo, no dueño, de un impulso que detestaba, pero nopodía desobedecer. Mas cuando ella murió, no experimen-té ningún pesar. En lo inmenso de mi desesperación, ha-bía conseguido desechar todos mis sentimientos y ahogartodos mis escrúpulos. A partir de ahí, el mal se convirtiópara mí en el bien. Llegado a este punto ya no tenía elec-ción; adapté mi naturaleza al estado que había escogidovoluntariamente. El cumplimiento de mi diabólico pro-yecto se convirtió en una pasión dominante. Y ahora seha terminado, ¡ahí yace mi última víctima!

Al principio la narración de sus sufrimientos me con-movió, pero cuando recordé lo que Frankenstein me ha-bía dicho respecto de su elocuencia y poder de persua-sión, y vi ante mí el cuerpo inanimado de mi amigo, sentícómo revivía en mí la indignación.

—¡Miserable! —grité—, ¿ahora vienes a lamentartede la desolación que has creado? Lanzas una antorcha en-cendida en medio de los edificios y, cuando han ardido, tesientas a llorar entre las ruinas. ¡Engendro hipócrita!, siaún viviera éste a quien lloras, volvería a ser el objeto detu maldita venganza. ¡No es pena lo que sientes!; sólo gi-mes porque la víctima de tu maldad escapó ya a tu poder.

—No; no es así —me interrumpió el engendro—. Aun-que esa debe ser la impresión que le causan mis actos. Nointento despertar su simpatía; jamás encontraré com-prensión. Cuando primero traté de hallarla, quise com-partir el amor por la virtud, el sentimiento de felicidad yternura que me llenaba el corazón. Pero ahora que esavirtud es tan sólo un recuerdo, y la felicidad y ternura se

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han convertido en amarga y odiosa desesperación, ¿dón-de debo buscar comprensión? Me avengo a sufrir en so-ledad, mientras duren mis desgracias; y acepto que, cuan-do muera, el odio y el oprobio acompañen mi recuerdo.Tiempo atrás mi imaginación se colmaba de sueños devirtud, fama y placer. Antaño esperé ingenuamente en-contrarme con seres que, obviando mi aspecto externo,me quisieran por las excelentes cualidades que llevabadentro de mí. Me nutría de elevados pensamientos dehonor y devoción. Pero ahora la maldad me ha degrada-do, y soy peor que las más despreciables alimañas. Nohay crimen, maldad, perversidad, comparables a los míos.Cuando repaso la horrenda sucesión de mis crímenes, nopuedo creer que soy el mismo cuyos pensamientos esta-ban antes llenos de imágenes sublimes y trascendenta-les, que hablaban de la hermosura y la magnificencia delbien. Pero es así; el ángel caído se convierte en pérfidodemonio. Pero incluso ese enemigo de Dios y de los hom-bres tenía amigos y compañeros en su desolación; yo es-toy completamente solo.

»Usted, que llama a Frankenstein su amigo, parecetener conocimiento de mis crímenes y sus desventuras.Pero, por muchos detalles que de ellos le diera, no pudocontarle las horas y meses de miseria que he soportado,consumiéndome bajo pasiones impotentes. Pues, aunquedestruía sus esperanzas, no por ello satisfacía mis pro-pios deseos, que seguían ardientes e insatisfechos. Seguíanecesitando amor y compañía y continuaban rechazán-dome. ¿No era esto injusto? ¿Soy yo el único criminal,cuando toda la raza humana ha pecado contra mí? ¿Porqué no odia usted a Félix, que arrojó de su casa, asquea-do, a su amigo? ¿Por qué no maldice al campesino que

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intentó matar a quien acababa de salvar a su hija? Peroestos son seres virtuosos y puros. Yo, el infeliz, el proscri-to, soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen, lorechacen. Incluso ahora me arde la sangre bajo el recuer-do de esta injusticia.

»Pero es cierto que soy despreciable. He asesinado lohermoso y lo indefenso; he estrangulado a inocentes mien-tras dormían, y he oprimido con mis manos la gargantade alguien que jamás me había dañado, ni a mí ni a nin-gún otro ser. He llevado a la desgracia a mi creador, ejemploescogido de todo cuanto hay digno de amor y admiraciónentre los hombres; lo he perseguido hasta convertirlo enesta ruina. Ahí yace, pálido y entumecido por la muerte.Usted me odia; pero su repulsión no puede igualar la queyo siento por mí mismo. Contemplo las manos con las quehe llevado esto a cabo; pienso en el corazón que concibiósu ruina, y ansío que llegue el momento en que puedamirarme a mí mismo, y mis remordimientos no torturenmás mi corazón.

»No tema, no volveré a cometer más crímenes. Mitarea casi ha concluido. No se necesita su muerte ni la deningún otro hombre para consumar el drama de mi vida,y cumplir aquello que debe cumplirse; sólo se requiere lamía. No piense que tardaré en llevar a cabo el sacrificio.Me alejaré de su bajel en la balsa que me trajo hasta él ybuscaré el punto más alejado y septentrional del hemis-ferio; haré una pira funeraria, donde reduciré a cenizaseste cuerpo miserable, para que mis restos no le sugierana algún curioso y desgraciado infeliz la idea de crear unser semejante a mí. Moriré. Dejaré de padecer la angus-tia que ahora me consume, y de ser la presa de senti-mientos insatisfechos e insaciables. Ha muerto aquel que

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me creó; y, cuando yo deje de existir, el recuerdo de am-bos desaparecerá pronto. Jamás volveré a ver el sol, nilas estrellas, ni a sentir el viento acariciarme las mejillas.Desaparecerán la luz, las sensaciones, los sentimientos; yentonces encontraré la felicidad. Hace algunos años, cuan-do por primera vez se abrieron ante mí las imágenes queeste mundo ofrece, cuando notaba la alegre calidez, delverano, y oía el murmullo de las hojas y el trinar de lospájaros, cosas que lo fueron todo para mí, hubiera lloradode pensar en morir; ahora es mi único consuelo. Infecta-do por mis crímenes, y destrozado por el remordimiento,¿dónde sino en la muerte puedo hallar reposo?

»¡Adiós! Lo abandono. Usted será el último hombreque vean mis ojos. ¡Adiós, Frankenstein! Si aún estuvie-ras vivo, y mantuvieras el deseo de satisfacer en mí tuvenganza, mejor la satisfarías dejándome vivir que dán-dome muerte. Pero no fue así; buscaste mi aniquilaciónpara que no pudiera cometer más atrocidades; mas si, deforma desconocida para mí, aún no has dejado del todo depensar y de sentir, sabe que para aumentar mi desgraciano debieras desear mi muerte. Destrozado como te halla-bas, mis sufrimientos eran superiores a los tuyos, pues elzarpazo del remordimiento no dejará de hurgar en misheridas hasta que la muerte las cierre para siempre.

»Pero pronto —exclamó, con solemne y triste entu-siasmo— moriré, y lo que ahora siento ya no durará mu-cho. Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré triun-fante a mi pira funeraria, y exultaré de júbilo en la agoníade las llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y el vientoesparcirá mis cenizas por el mar. Mi espíritu descansaráen paz; o, si es que puede seguir pensando, no lo hará deesta manera. Adiós.

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Con estas palabras saltó por la ventana del camarotea la balsa que flotaba junto al barco. Pronto las olas loalejaron, y se perdió en la distancia y en la oscuridad.