Fragmentos de El Oro y La Oscuridad Que Aparecen en La Novela de Avski

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1 LOS SIGUIENTES SON FRAGMENTOS QUE AVSKI TOMA DEL LIBRO “EL ORO Y LA OSCURIDAD”. UTILIZA EL RECURSO DE CITAR AL NOMBRE DEL AUTOR AL PURO PRINCIPIO DEL TEXTO. PARECE QUE LO QUE TOMARA DEL AUTOR FUERA SOLO ESE PEDACITO EN QUE LO MENCIONA, PERO LUEGO SIGUE USANDO PARRAFADAS Y PÁGINAS ENTERAS, Y COMO YA EN LO QUE SIGUE NO HAY CURSIVAS, NI COMILLAS, EL LECTOR NO SABE QUE ESO TAMBIÉN ES DE “EL ORO Y LA OSCURIDAD”. 1) parecía haber adquirido el don de la ubicuidad. Un día lo expulsaban de un bar de Manizales por bailar desnudo sobre la barra y, cuando todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa, aparecía en Pasto con el rostro ensangrentado por negarse a pagarle a un taxista. En un restaurante de Cartagena le vaciaron una olla de sopa hirviente en el pecho y en el aeropuerto de Bogotá le rompieron la frente con una tranca. En Barranquilla le pegaron con un tacón puntilla por limpiarse las manos en el vestido de un maniquí. En Cali un ganadero le ofreció un mazo de billetes con tal de que se fuera rápido de la Plaza de Toros. Se volvió inquilino asiduo de calabozos y hospitales. Lo vieron sin dientes en Armenia y sin zapatos en Tunja. Lo vieron y lo vieron y lo vieron y lo vieron. Estaba en todas partes pero no estaba en ninguna. En Colombia todo el mundo, grande o chico, gordo o flaco, alguna vez se había tropezado a Pambelé armando

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LOS SIGUIENTES SON FRAGMENTOS QUE AVSKI TOMA DEL LIBRO “EL ORO Y LA OSCURIDAD”. UTILIZA EL RECURSO DE CITAR AL NOMBRE DEL AUTOR AL PURO PRINCIPIO DEL TEXTO. PARECE QUE LO QUE TOMARA DEL AUTOR FUERA SOLO ESE PEDACITO EN QUE LO MENCIONA, PERO LUEGO SIGUE USANDO PARRAFADAS Y PÁGINAS ENTERAS, Y COMO YA EN LO QUE SIGUE NO HAY CURSIVAS, NI COMILLAS, EL LECTOR NO SABE QUE ESO TAMBIÉN ES DE “EL ORO Y LA OSCURIDAD”.

1)parecía haber adquirido el don de la ubicuidad. Un día lo expulsaban de un bar de Manizales por bailar desnudo sobre la barra y, cuando todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa, aparecía en Pasto con el rostro ensangrentado por negarse a pagarle a un taxista. En un restaurante de Cartagena le vaciaron una olla de sopa hirviente en el pecho y en el aeropuerto de Bogotá le rompieron la frente con una tranca. En Barranquilla le pegaron con un tacón puntilla por limpiarse las manos en el vestido de un maniquí. En Cali un ganadero le ofreció un mazo de billetes con tal de que se fuera rápido de la Plaza de Toros. Se volvió inquilino asiduo de calabozos y hospitales. Lo vieron sin dientes en Armenia y sin zapatos en Tunja. Lo vieron y lo vieron y lo vieron y lo vieron. Estaba en todas partes pero no estaba en ninguna. En Colombia todo el mundo, grande o chico, gordo o flaco, alguna vez se había tropezado a Pambelé armando escándalos. Llegó un momento, incluso, en que lo veían aunque no lo vieran. Fantasma de sí mismo, un día fue dado por muerto en Radio Sucesos RCN. Cuando reapareció indignado por la noticia, hubo gente que no le creyó que, en efecto, seguía vivo.Algunos dicen que está en Barranquilla, donde tiene una amante llamada Cecilia. Otros juran que amaneció

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descalzo en el mercado de Galapa, Atlántico, jugando dominó. Los de más allá aseguran que como en Cartagena hay temporada taurina es imposible que haya salido de la ciudad. ¿No era, acaso, el que andaba ayer por el Parque Bolívar con una camiseta enrollada en la cabeza, convidando a pelear a un lustrabotas? ¿No era el que devoraba una posta de sábalo frito en una cabaña de La Boquilla? Si te pones a buscarlo, te pierdes tú también. Te confundes, sientes dolor en los talones. No entiendes por qué si Pambelé es omnipresente como el sol tú no lo encuentras. Si quieres tropezarte con él – te previene el vendedor callejero de mariscos – debes ir a las 11 en punto de la mañana a los quioscos de La Matuna. Un jubilado de los que tertulian en los alrededores de la Gobernación cree que Pambelé pasó hace media hora por el malecón de Bocagrande. Un taxista del aeropuerto jura que lo saludó en las playas de Crespo. Las prostitutas de la Calle de la Media Luna suponen que está almorzando con los boxeadores del Pie del Cerro y los boxeadores del Pie del Cerro, a su vez, se lo imaginan encerrado con las prostitutas de la Media Luna. Las versiones se multiplican según el número de personas a las cuales les preguntas.

-- La semana pasada estaba en el barrio Chiquinquirá con un vaso de tinto en la mano.

-- Hace cuatro días tenía una gorra de Los Yankees y estaba conversando con su compadre Bernardo Caraballo.

-- Si hubieras llegado 10 minutos antes lo habrías encontrado en esa cafetería tomando jugo.

-- Ahora mismito se fue de aquí, mi hermano. Corre, para que te lo pilles en la otra esquina!

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Salcedo Ramos pensó que en su cara maltratada se dibujaba una melancólica sonrisa. Lo recordó también sentado en otras escena, una que había visto por televisión junto a su mujer. Olivella bramaba Pambelé volvió a bramar frente a las cámaras y descargó un nuevo puñetazo contra la pared. Tenía la bata típica de los enfermos de hospital, pero a través de los barrotes de la ventana parecía un condenado a muerte que reclamaba compasión. La escena resumía de manera dramática lo que había sido su vida: el llanto y los golpes, el trastorno y el encierro, la fama y la oscuridad.

-- ¡Ayúdenme! – exclamó con su vozarrón despedazado.

En ese momento los reporteros se metieron a la fuerza en la habitación. El hombre dejó de aporrear las paredes y la emprendió a bofetadas contra su propio rostro. Los camarógrafos ajustaron sus planos para registrar la nueva reacción. Relampaguearon los flashes, se desbordaron los murmullos. Y Pambelé lució más desvalido entre aquella horda de perdición.

-- ¡Ay, mi madre – fue todo lo que alcanzó a decir, antes de sentarse en el borde de la cama y ponerse a llorar con el rostro hundido entre las manos.

(A CONTINUACIÓN DEL ANTERIOR PASAJE HAY UN ESPACIO EN BLANCO. Y LUEGO, SIN CITAR AL AUTOR NI PONER LAS COMILLAS, NI LAS CURSIVAS, SIGUE USANDO EL TEXTO ORIGINAL DE “EL ORO Y LA OSCURIDAD”).

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Lloraba sin lágrimas, con un resuello profundo. A los 49 años había perdido la estampa magnífica del pasado. De la musculatura que en su época de boxeador causaba admiración en las ruedas de prensa, no quedaba ni la sombra. Apenas los huesos continuaban allí: largos, nudosos, escasamente forrados por el pellejo. Nada de uñas pulidas, nada de bigote recortado en forma milimétrica. Se veía desgreñado, sucio. La bata ancha aumentaba su aire de huérfano. En sus brazos tan flacos sobresalían las venas, gordas y tensas. La piel negra ya no refulgía sino que se asemejaba al hierro oxidado. Donde antes brillaba un diente recubierto de oro con sus iniciales engastadas, había un portillo oscuro que inspiraba pesar. Sus ojos no parecían hinchados por el llanto sino por una paliza.

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EN ESTE PASAJE QUE VIENE AHORA EL NOVELISTA TOMA LA PARRAFADA DE LA CRÓNICA SIN MENCIONAR AL AUTOR NI PONER LAS CURSIVAS NI LAS COMILLAS. SOLO CAMBIA EL NOMBRE DE PAMBELÉ POR EL DE OLIVELLA.

Andrés Pastrana, aspirante conservador a la Presidencia de la República, lo había llamado por la mañana para decirle que quería ver a Pambelé. Ayola le respondió que no se oponía, siempre y cuando la visita fuera secreta y no un acto público con intenciones políticas. El candidato presidencial volvió a la carga, con el argumento de que a los amigos no se les esconde.

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Desde el 28 de octubre de 1972, cuando Pambelé ganó el título, el país permanecía en trance de adoración. Los periódicos no le perdían ni pie ni pisada. El Heraldo lo mostraba en el aeropuerto de Barranquilla besando a una rubia de blusa ombliguera abierta en el pecho. El Universal lo retrataba en una notaría de Cartagena firmando las escrituras de tres apartamentos que había comprado de un solo tirón. El Espectador nos informaba por quién iba a votar en las próximas elecciones. El Siglo mandaba reporteros a las casas del expresidente Carlos Lleras Restrepo y del poeta León de Greiff para preguntarles sus impresiones sobre el ídolo. Cromos enviaba a su mejor cronista, Juan Gossain, a los países donde Cervantes defendía el título. Fernán Martínez Mahecha revelaba que El Tiempo tenía cuatro carpetas de material de archivo sobre Pambelé y sólo una sobre Gabriel García Márquez. Y El Espacio, claro, lo sacaba en primera página apretando por la cintura a una azafata, bajo la palabra “¡Pillado!” escrita en grandes letras rojas.

Pambelé, además, salía con la cantante de moda en Colombia, recibía homenajes de alcaldes y concejales, cultivaba amistad con famosos como José Luis Rodríguez – El Puma – y Óscar de León; regalaba toros en cuanta corrida podía, coronaba reinas en ferias populares, les tenía sendas mansiones a sus dos mujeres oficiales, pontificaba sobre la temperatura ideal del vino de Oporto, se hacía brillar las uñas en salones de belleza, coleccionaba autos lujosos en cada una de sus viviendas y liquidaba sin misericordia a todos los boxeadores que enfrentaba.

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Con el pasaje que viene a continuación comienza un capítulo. En ninguna parte dice que es tomado literalmente de “El oro y la oscuridad”.

El culto a su figura se debía, explica Juan Gossain, a que Pambelé fue el hombre que nos enseñó a ganar. “Antes de él”, añade, “éramos un país de perdedores. Nos consolábamos conjugando el verbo casitriunfar. Vivíamos todavía celebrando el empate con la Unión Soviética en el mundial de fútbol del 62. Pambelé nos convenció de que sí se podía y nos enseñó para siempre lo que es pasar de las victorias morales a las victorias reales”.

A mediados de los años 70’s, Gossain fue testigo, en Cartagena, de un hecho que le hizo entender la idolatría que desataba el boxeador. El periodista pasaba por una calle del centro, en medio de la modorra de la dos de la tarde, cuando de pronto se asomó una prostituta envuelta en una toalla. La mujer se dirigió a gritos a los vendedores de lotería de la otra acera.

-- Oigan, ¿a qué hora es la pelea de Pambelé?

En aquellos años de esplendor, el campeón era un tema obligado en la entrada o en el postre. Cuenta el ex presidente Belisario Betancur que en cierta ocasión el escritor Gabriel García Márquez fue recibido, en una reunión de colombianos en Madrid, con la siguiente exclamación:

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-- ¡Acaba de llegar el hombre más importante de Colombia!

Entonces García Márquez, moviendo la cabeza en forma teatral, como buscando a alguien en el recinto, respondió:

-- ¿Dónde está Pambelé?

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El siguiente pasaje, con variaciones en el orden, está insertado en un pasaje de la narración de la novela en el que no se cita la fuente original:

Pum, en la boca. Pum, en la boca adolorida. Pum, en la boca rota. Pum, en la boca que chorreaba sangre.

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Hay otros pasajes donde lo que se toma no es literal:

Ejemplo uno:

Cita de “El oro y la oscuridad”.(…) Aquella Cartagena racista y de ínfulas virreinales (…) No tardaría en descubrir que en aquella época la única opción digna que la ciudad les ofrecía a los muchachos negros y pobres como él, era el boxeo.

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Cita de la novela: “La única opción para una familia negra y pobre en la Cartagena racista de esos años…”

Ejemplo dos:

Cita de “El oro y la oscuridad”En cambio Rodrigo Valdez – me decían las fuentes – preservó el sentido del arraigo cuando fue campeón mundial del peso mediano. Siguió viviendo en Olaya Herrera, con el argumento de que el pobre es pobre aunque tenga plata.

Cita de la novela:“le quiso regalar la casa en el mejor barrio de la ciudad, pero su madre se negó con el argumento de que seguía siendo pobre así su hijo tuviera plata”.

Ejemplo número tres:

Cita de “El oro y la oscuridad”“Ni siquiera una llamadita por teléfono el día del cumpleaños”.

Cita de la novela:“Ni una llamada el día del cumpleaños, hijo de puta”

7)

Al principio del siguiente pasaje le atribuye la siguiente anécdota al libro “El oro y la oscuridad”.

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“asegura haberlo visto en su esquina, durante una de sus últimas peleas, haciendo trampa para reanimarse y poder aguantar el siguiente round. “Sergio Álvarez lo había golpeado muy duro y Pambelé estaba atravesando un sofoco. Entonces aplicó la jugadita de un cantante vallenato que no te voy a nombrar: sacó un pañuelito con coca y se pegó un pase delante de todo el mundo. Eso se vio hasta en la Patagonia. Cuando sonó la campana salió hecho una fiera y le dio un concierto de boxeo a Álvarez”.

Al final del combate, según Arrieta, Pambelé le reclamó al empresario el botín convenido: una camioneta y un kilo de cocaína”.

Pero a continuación ya terminada la anécdota, sigue usando el texto original sin poner las cursivas ni las comillas:

Poco tiempo después, cuando se apartó del boxeo, su situación empeoró. Las cuentas bancarias se fueron consumiendo en una vorágine de candela y desenfreno. Lo que se le iba por el bolsillo izquierdo no regresaba jamás por el derecho. Muy pronto quedó arruinado. Pasó de brindar whisky sello negro a mendigar sobras de cerveza en bares de mala muerte, del avión al bus cebollero, de los zapatos Corona a las chancletas de plástico, de los manteles presidenciales a los andenes, de la cocaína al bazuco, de las cantantes de moda a las puticas de cuchitril, de las primeras planas a las páginas judiciales. El capital que derrochó, según cálculos del periodista Eugenio Baena, fue superior al millón y medio de dólares.

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Los amigos del éxito – comparables con esos insectos que se emborrachan dando vueltas alrededor de las lámparas – partieron cuando sintieron la oscuridad del fracaso. Necesitaban un nuevo campeón para la foto. Llegaron entonces los perdedores, envueltos en una humareda terrible. Libre de los compromisos del gimnasio, de la dictadura de la dieta, Pambelé se tiró al desastre.

Aquí pega un fragmento tomado de otra parte del libro “El oro y la oscuridad”. Todo es idéntico, salvo el final, donde en vez de poner “el invencibleeeeeee Kid Pambeleeeeeeeeeeee” pone “el invencibleeeee Milton Olivellaaaaaaaa”.

“En Cartagena todo conspiraba contra el propósito de curar a Pambelé. Había demasiados fisgones que convertían su salud en un asunto de dominio público, demasiadas lenguas diligentes que podían dañarlo más con sus comentarios y demasiados compinches esperando que terminara el tratamiento para festejarlo en grande con una nueva orgía de bazuco. Ayola recordó que el Hospital Siquiátrico de La Habana tenía renombre por su manera de tratar la adicción a las drogas y consideró que sería una buena opción para Pambelé, no sólo por la calidad de sus médicos sino también porque allá estaría aislado de los peligros que afrontaba en nuestro país. En Cuba, por ejemplo, sería un ciudadano más, un hombre anónimo entreverado en una legión de enfermos iguales a él. Compartiría un pequeño cubículo con tres pacientes, lo

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cual podría servirle para que dejara de creerse el cuento de que era un ser único, el eterno campeón mundial, el negro más grande, el patrono del nocaut, la jáquima de los boxeadores, el que pega como con un martillo, el que enseñó a ganar a los colombianos, el de siempre, no hay con quién, el que a la hora de rematar no parece usar dos puños sino las aspas de un ventilador asesino, el único otra vez, el invencibleeeeeee Kid Pambeleeeeeeeeeeee.

Aquí vuelve a despacharse usando un fragmento textual largo, sin cursivas y sin comillas, como parte de la novela. Nunca se dice cuál es la fuente original ni hay cursivas ni comillas.

Ayola suponía que la egolatría de Cervantes empezaría a resquebrajarse cuando se sintiera desconocido en Cuba. Allá, además, no pensaría en fugarse del hospital, porque no tendría adónde ir. Esto último era especialmente importante si se tenía en cuenta que en 1987 se había escapado de Hogares Crea, la finca de rehabilitación adonde lo internaron gracias a una campaña del periodista Fabio Poveda Márquez.

Frente al aspecto cadavérico que ofrecía Pambelé en su catre del Hospital San Pablo, resultaba inevitable preguntarse cómo se produjo su caída desde la cúspide hasta el fondo del barranco. Nacido y criado en el naufragio, no supo qué hacer en tierra firme, cuando los vientos empezaron a ser favorables. Se enloqueció con el oro, se intoxicó con el vino. Tocado de pronto por la varita de los dioses, olvidó que estaba marcado a hierro vivo por la desgracia. Siguió lanzando golpes a diestra y siniestra,

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sin darse cuenta de que no ganaba en el ring para salvarse sino para tallar su propia derrota.

Las drogas y el licor le arrebataron la fuerza, la disciplina y la corona de campeón. Lo llevaron a humillar y a destrozar a su familia. Después le aniquilaron la vergüenza. Lo sometieron al escarnio público como sinónimo del bruto que destruye con la cabeza el imperio que edificó con los puños. Los colombianos, que antes lo veneraban, lo volvieron blanco de burlas. “¿En qué se parecen Pambelé y los dinosaurios?”, preguntaban. “En que fueron grandes en el pasado pero hoy no existen”.

8)

Al principio de este pasaje cita al autor de “El oro y la oscuridad”, y luego pasa lo mismo: sigue usando su material y, como no usa cursivas ni comillas, ya no se sabe que el resto del material que usa es ajeno.

Pambelé vivía entregado al gimnasio, lejos de las francachelas y los bochinches. Cuando quería un trago, se lo tomaba con mesura. Siempre mantenía la cabeza bien puesta en su sitio. Aunque ya a esas alturas fumaba marihuana – una maña que adquirió en la adolescencia –, lo hacía de manera secreta. Nadie sospechaba, porque Pambelé lo ocultaba con un cuidado extremo. Una de sus estrategias, por ejemplo, consistía en no cargar, por nada del mundo, la droga: siempre la consumía en el mismo lugar donde la compraba. Se trataba, entonces, de un vicio esporádico que no afectaba ni su salud mental ni sus condiciones físicas. Después del pecado, venía la expiación: los ejercicios abdominales, el salto de la cuerda frente al espejo, los goterones de sudor. Y por la noche se

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acostaba temprano para recuperar energías. Dormía, mínimo, nueve horas de un solo tirón.

Su obsesión por la puntualidad era notable. Repetía en voz alta los compromisos pendientes, para que no se le olvidaran. Y procuraba llegar quince minutos antes a sus citas. En cierta ocasión un aguacero lo obligó a retrasarse media hora, lo cual le produjo una mezcla de rabia con aflicción. Por la noche, apenas regresó al Bruna Sheraton, se acostó bocabajo, con los zapatos puestos, y en esa posición permaneció hasta el día siguiente. Ni siquiera tuvo ánimo para probar el pollo frito que le había guardado uno de sus compañeros.

Era, además, un maniático del rigor. Si el plan de preparación establecía ocho asaltos diarios, él los peleaba todos aunque lloviera, tronara o relampagueara. Si lo pactado era correr seis kilómetros, corría seis kilómetros, no cuatro ni cinco. Si el entrenador le decía que para perfeccionar el gancho de izquierda tenía que lanzarlo repetidamente durante media hora, él lo tiraba durante 45 minutos. Jamás hacía las tareas a medias, jamás aplazaba para mañana lo que debía terminar hoy.

Su conducta intachable fuera del ring también contribuyó a mejorarlo. Pese a su incultura, Pambelé, como advierte Machado, “sabía estar”. Nunca pronunciaba una palabra desentonada, nunca ponía un pie en los lugares adonde no lo habían invitado. Saludaba con cortesía, tenía un sorprendente toque de distinción. Aunque era parco, podía desenvolverse en una conversación. Y aunque era tímido, podía ser sociable cuando lo necesitaba. Siempre, eso sí, parecía preocupado por guardar la distancia prudente: ni tan lejos que resultara antipático, ni tan cerca que resultara empalagoso. A sus allegados en el boxeo les asombraba su sentido de la pulcritud: reservaba un día de la semana para lavar su ropa y otro para plancharla. Conservaba, desde sus tiempos de lustrabotas en Cartagena, el hábito

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de limpiar sus zapatos diariamente. Como era pudoroso hasta la médula, evitaba pedir favores. Pero cuando se los hacían, sabía agradecerlos. “Todo eso”, dice Machado, “se resume en una frase muy simple: Antonio era un caballero del carajo. A mi esposa, que en paz descanse, siempre le impresionaron sus buenos modales.

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También el pasaje siguiente lo usó de manera tramposa, mezclado en su narración. Ojo, le cambió algunas palabras, algún “mierda” por un “marica”, eliminó una frase incidental, pero es idéntico en un 99%.

su señorío, tan agradable en la cotidianidad, se convertía en un lastre cuando salía a flote dentro del ring, lo cual ocurría con bastante frecuencia. De repente, pese a que el rival estaba groggy, él se abstenía de rematarlo, quizá porque en el fondo consideraba una falta de educación pegarle a un hombre tan maltrecho. En tales casos lucía desmañado. Era entonces cuando su ineficacia sacaba de quicio a los espectadores.

El problema más grave, a juicio de “Tabaquito”, no era la impotencia a la hora de exterminar al contrincante herido, sino que en esos momentos Pambelé se confundía totalmente. Ni siquiera oía las instrucciones que él le gritaba desde la esquina. Se quedaba inmóvil, envarado. Algunos de sus oponentes moribundos aprovechaban ese segundo aire que él les ofrecía, y terminaban ganándole.

Una noche, por pura casualidad, sus mentores descubrieron la forma de quitarle esa tara. De pronto el manager, iracundo por la pasividad de su boxeador, disparó una palabrota de grueso calibre. La reacción de Pambelé fue inmediata: lanzó un recto de derecha que le

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arrancó el protector bucal a su contendor. En principio, Machado no se percató de la situación. Como seguía encrespado, volvió a la carga con un chillido mucho más estentóreo que el anterior. Pambelé respondió con un gancho pavoroso que, al estrellarse en las costillas de su rival, sonó como la rasgadura de un lienzo. Machado, con su ojo de lince, vio de golpe lo que estaba pasando. Y, claro, largó entonces el más atronador de sus gritos.

-- ¡Negro hijo de puta, tú no sirves para un coño!Pambelé mandó un derechazo que pasó zumbando a

pocos centímetros del contendor. Donde hubiera atinado, sencillamente le habría desprendido los dientes.

-- ¡Esos puñitos no asustan a nadie! – exclamó Machado, a todo pulmón --. ¡Terminarás en Palenque desenterrando yuca, que es la única mierda que tú sabes hacer!

Fustigado por la lengua punzante de Machado, Pambelé decidió tirarse a fondo. Con un gancho de izquierda lanzó a su contrincante contra las cuerdas. Y ahí mismo, envalentonado aún más por los nuevos insultos de su manager, asestó por fin el golpe de gracia. El contendor se arrodilló en la lona, boqueando de manera penosa. Luego se dejó caer del todo, no sin antes implorar compasión con la mirada. Ya en el piso, una de sus piernas empezó a moverse como la cola tronchada de una lagartija, muy rápidamente al comienzo, muy lentamente después, hasta que se fue quedando quieta, tiesa. Estirada.

A partir de aquella noche, Machado se ubicaba en la esquina, al lado del entrenador, cada vez que peleaba Pambelé. A veces, incluso, él mismo le secaba el sudor con una toalla durante el minuto de descanso. O le untaba linimento sobre las cejas, para que los golpes del rival resbalaran y no causaran tanto daño. Curiosamente, las tácticas que “Tabaquito” planteaba con su voz suave, eran repetidas en seguida por Machado, a punta de gritos

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y con su respectiva carga de oprobios. Quienes vieron de cerca aquella situación, como el periodista Eugenio Baena, consideran que fue definitiva en la metamorfosis de Pambelé. “Yo digo”, agrega Baena, “que Ramiro no era el jefe de ‘Tabaquito’ sino su traductor”.

10)

El remate de la novela – nada menos – es el mismo remate de Alberto Salcedo del capítulo cinco. Idéntico. No cita a ningún personaje que se llame Salcedo Ramos ni dice quién escribió ese párrafo.

Pambelé hizo la “V” de la victoria con la mano izquierda, aparentemente despreocupado por establecer de dónde venían los gritos. Sonrió, tocó la cabeza de un niño que venía en un coche. Entonces tuve la impresión de que ya no avanzaba a pie sino encaramado en lo más alto del camión de los bomberos, donde jamás de los jamases volvería a alcanzarlo la derrota. Lo vi desamparado en su quimera, pero dispuesto a defender hasta el final el único trono que le queda.

11)Quedan luego los pesajes que no son textuales pero sí sospechosamente parecidos:

* El boxeador que lanza un puño en el aire y le rompe un hueso a un rival imaginario.* El boxeador que vende hasta la casa.* El boxeador delirante al que le gritan “qué vas a ser campeón mundial ni una mierda”.

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