Fragmento Viajar

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Viajar Ensayos sobre viajes Robert Louis Stevenson

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Caminos

Ningún aficionado negará que se puede encontrar más placer en un único dibujo que te haya llevado toda una tar-de hacer –una tarde entera sentado, tranquilo, de modo que puedas sintonizar con lo que sería el estado de ánimo del artista– del que puede obtenerse con el deslumbramiento y la acumulación de impresiones incongruentes que uno reci-be, hastiado y aturdido, en una de esas famosas galerías de arte. Pero esto que admitimos aquí en relación con el arte no es extensivo a esas bellezas, llamadas naturales, a las que ningún exceso en el sublime contorno de las montañas, o en las gracias de los cultivos de las llanuras, podrá perjudicar de tal manera que debilite o degrade el sabor que dejan. Sin embargo, no podemos estar seguros de que la moderación y un régimen de austeridad tolerable, incluso en el escenario, no resulten saludables y fortalezcan el gusto; y que la mejor escuela para un amante de la naturaleza no se encuentra en uno de esos países que no provocan el efecto de un decorado –es decir, en los que no hay nada saliente, ni nada súbito–, sino un tranquilo espíritu de ordenada y armoniosa belleza

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que empapa todos los detalles de un modo tal, que podre-mos esperar, pacientes, cada uno de esos leves toques que hacen sonar en nuestro interior, todos a la vez, la nota que se oculta en el paisaje. Es en un escenario como este donde nos encontraremos con el estado de ánimo adecuado para bus-car los detalles más insignificantes y remotos. La constante recurrencia de combinaciones similares de colores y perfiles nos impone gradualmente una sensación de construcción de esa armonía y, de pronto, algo del manierismo de la na-turaleza nos resulta familiar. Este es el verdadero placer de nuestro «hedonista rural»: no quedarse anonadado ante el Monte Chimborazo; no sentarse ensordecido junto al bom-bo de la orquesta, sino aprender día a día algo nuevo de esa belleza, experimentar una nueva sensación, vaga y tranquila, que hace tiempo nos abandonó. No es la gente la que ha «ansiado la naturaleza y languidecido por ella durante tan-tos años de confinamiento en la gran ciudad»1, como dijo Coleridge en aquel poema que tanto avergonzó a Charles Lamb; no son aquellos que más progresos hacen en su in-timidad con ella, ni los más rápidos en ver o los que tienen más afán de disfrute. En esto, como en todo, son los conoci-mientos insignificantes y la dedicación continua y apasiona-da los que forman al verdadero diletante. Un hombre tiene que haber pensado mucho en un escenario antes de empezar a disfrutar de él. No hay en las colinas un entusiasmo juvenil que pueda adueñarse de la esencia última de la belleza. Es posible que la mayoría de la gente ya esté calva cuando pue-da comprobar en un paisaje que tienen la capacidad de ver; e incluso entonces será sólo durante un momento, antes de

1. «[…] hast pined / And hunger,d after Nature, many a year, / In the great City pent […]», del poema de Samuel Taylor Coleridge «Este árbol de lima da sombra a mi prisión» (1797).

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que sus facultades empiecen su declive y ellos, al mirar por la ventana, comiencen a percibir que su vista está oscurecida y limitada. Así el estudio de la naturaleza debería llevarse a cabo de una forma completa y sistemática. Toda pequeña gratificación debería degustarse despacio, como un bocado exquisito, y nosotros deberíamos estar siempre dispuestos a analizar y comparar para poder ofrecer una explicación plausible a nuestras preferencias. Cierto que resulta difícil decir con palabras, aun de manera aproximada, qué senti-mientos entran en juego. Hay una crueldad peligrosa intrín-seca en todo refinamiento intelectual de cualquier sensación vaga. El análisis de estas satisfacciones siempre lleva a la afectación literaria, y estoy seguro de que todos conocemos ejemplos donde se ha probado que dicho análisis ejerce una influencia morbosa en la elección del lenguaje por parte del autor, o del giro de sus oraciones. Sin embargo, hay mu-chas cosas que hacen atractivo el intento: pues cualquier expresión, por imperfecta que sea, cuando se ha utilizado para delimitar un sentimiento profundo, parece una suerte de legitimación del placer que nos provoca. Un sentimiento común es uno de esos bienes fantásticos que hacen que la vida tenga buen sabor y siempre sea distinta. Saber que otro ha sentido lo mismo que nosotros, que ha visto cosas –por pequeñas que sean– de un modo no muy distinto al modo en que las hemos visto nosotros, será hasta el final uno de los mejores placeres de la vida.

Dejemos por tanto que el lector se traslade, con este espíritu que le recomendamos, a algunas de las zonas más tranquilas del paisaje inglés. En las regiones agrícolas más sencillas y plácidas la familiaridad pone de relieve muchas cosas en las que vale la pena fijarse, y nos las hace patentes mediante una especie de repetición amorosa; igual sucede

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con la maravillosa y vitalista velocidad del molino de viento, con sus aspas girando sobre el campo en reposo, o con la ocurrencia y recurrencia de la misma torre de iglesia al final de un paisaje, de uno tras otro. Y sobre todas estas fuentes de tranquilo placer, el carácter y la variedad del camino en sí, el camino por el que va el lector. No sólo ahí cerca, al alcance de la mano, en las ágiles contorsiones con las que el camino se adapta a la alternancia de llanos y lomas, sino también a lo lejos, cuando vea algún tramo de ese camino que asciende por la colina y brilla al sol de la tarde, se dará cuenta el lector de que el camino es un ser tan variado y ameno que le per-mite mantener la mente siempre ocupada. Podrá alejarse de la orilla del río o de los senderos que conducen a los pueblos, pero el camino siempre estará con él. Y si se encuentra de verdad en un estado de ánimo adecuado para la observación, encontrará en eso compañía suficiente. De sus sutiles curvas y cambios de nivel surge un interés auténtico y continuo que mantiene nuestra atención siempre alerta y viva. Cualquier ajuste que requiera el relieve del suelo, cualquier pequeña pendiente, cualquier pequeño viraje, parecerá impregnado de vida y proporcionará una exquisita sensación de equilibrio y belleza. El camino discurre sobre las suaves ondulaciones del campo como lo hace un barco por los altibajos del mar. Hasta las márgenes mismas de tierra baldía, que se agazapan un poco más allá, en el tramo del camino que está más des-gastado, o que forman un entrante, refugiándose bajo el seto, tienen algo de esa delicadeza libre de la línea, un balanceo y una terquedad similares. Podría uno dedicar un día entero de verano a pensar (y no haber llegado a ninguna conclusión cuando cayera la noche) qué cúmulo y sucesión de circuns-tancias ha dado lugar a la más sutil de estas desviaciones; y tal vez es sólo aquí donde debiéramos buscar el secreto de su in-

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terés. Un sendero que atraviesa una pradera con obstinación e irresponsabilidad humanas, con toda la grata protervitas de su dirección cambiante, siempre será algo más parecido a no-sotros que una vía de ferrocarril trazada por un ingeniero a través de un terreno complicado. Pero no hay una secuencia razonada en lo que llama nuestra atención: parece como si durante un instante sin ley hubiéramos escapado de esa regla de hierro de la causa y el efecto; y así regresamos enseguida a algunas de esas viejas y placenteras herejías de la personi-ficación, siempre ortodoxas desde el punto de vista poético, y atribuimos una suerte de libre albedrío, una vida activa y espontánea a esa tira blanca de camino que se aleja, se curva y se adapta con astucia a las desigualdades de la tierra que tenemos ante nuestros ojos. Recordamos, cuando escribimos, millas de carretera ancha bien trazada, con cierta concien-cia de artificio estético, incluso, por una extensión de terreno roto y ricamente cultivado. Se dice que el ingeniero tenía en mente la belleza de la delineación de Hogarth cuando la trazó. Y el resultado es sorprendente. Un tramo espléndido y agradable lleva a otro, en simple transición: nada perturba ni disloca la sólida continuidad de la línea principal de ese camino. Y sin embargo, falta algo. No hay imperfecciones, ni una de esas curvas secundarias ni de esos pequeños cambios de dirección que, en los caminos naturales, se llevan consigo nuestra curiosidad. Uno siente enseguida que este camino no se ha formado con la laboriosidad de la naturaleza, sino que se ha cortado a medida; y que un modelo puede ser per-fectamente correcto en su trazado desde el punto de vista académico, pero siempre será inanimado y frío. El viajero siente también que su estado de ánimo entra en comunión con el del camino que recorre: todos hemos visto senderos que serpentean entre la arena de la costa y que transcurren

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pesados sobre las dunas, como una culebra aplastada. Aquí debemos avanzar caminando despacio, con ritmo pesado y pasos lentos; y también habrá cierta comunión entre nuestro estado mental y la expresión de las curvas relajadas y nítidas del camino. Este es un fenómeno que tal vez pueda resol-ver nuestro intelecto, aun con cierta dificultad. Podríamos pensar que este camino que estamos recorriendo ahora se ha formado a partir de un tracto que siguieron, espontáneamen-te, generaciones de primitivos caminantes ligados a este mis-mo terreno, una tras otra, de la misma manera que nosotros hoy. O podríamos pensar algo más profundo, y recordarnos que allá donde el aire es vigorizante y el suelo firme bajo los pies del caminante, el ojo de este aprenderá enseguida a ver y aprovechar las pequeñas ondulaciones y se apartará, distraído, del camino recto cuando haya algo hermoso que ver o cuando exista la promesa de una panorámica más am-plia. Así como un matorral de rosas salvajes puede desviar y deformar permanentemente un camino que transcurre recto por la pradera, allá donde el suelo es firme el caminante se preocupará sólo por el trabajo del progreso y caminará con la cabeza inclinada, avanzando sin mirar a su alrededor. La razón, sin embargo, no nos acompaña por toda la ruta: el sentimiento suele regresar en aquellas situaciones en la que es difícil imaginar cualquier explicación posible y, de hecho, si conducimos a cierta velocidad por una carretera buena, bien trazada, en un vehículo descubierto, notaremos que esa comunión de la que hablábamos antes es casi completa. Sen-timos cómo de golpe la suspensión se asienta en algún pun-to curiosamente retorcido; tras un ascenso pronunciado el aire puro baila en nuestros rostros mientras nos dejamos caer precipitadamente al otro lado de la cuesta. Y nos resulta muy

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difícil no atribuir una especie de abandono, algo apresurado, a la carretera misma.

Sólo las curvas del camino son suficientes para animar una caminata que dure todo un día, aunque caminemos por un lugar conocido o por una región deprimente. Algo que hemos visto a muchas millas de distancia, sobre una eleva-ción, lleva tanto tiempo escondido a nuestros ojos –mientras divagábamos por valles profundos o entre los bosques– que cuando nos vamos acercando apuramos impacientes el paso y giramos en cada curva con el corazón latiendo fuerte. Es en esos tramos de expectación, en la sucesión de esperanzas, una tras de otra, donde vivimos los momentos más prolon-gados de placer de una caminata que dura sólo unas horas. Es siguiendo estas sinuosidades caprichosas como aprehen-demos, poco a poco y a través de alguna que otra coqueta reticencia –del mismo modo que conocemos si podemos contar con un amigo– la hermosura absoluta del campo. La disposición natural del paisaje siempre deja algo escondido para mostrárnoslo después y llevarnos, como un cicerone entregado, a muchos lugares diferentes, situados en diversos grados de la lejanía, antes de ofrecernos el esperado destino.

En esta conexión con el tráfico, y en la comunión abso-luta con el campo, resulta muy hermosa esa sucesión de ca-minantes, de viandantes briosos, los que se toman el camino como si fuera una obligación, que recorren nuestros sende-ros y contribuyen a construir lo que Walt Whitman llama «la alegre voz del camino público, el sentimiento fresco y alegre del camino»2. Pero fuera de esa gran red viaria que vincula todas las formas de vida, desde la granja de la mon-taña hasta la ciudad, hay formas de individualidad para la

2. Del poema de Walt Whitman «Canto del camino público», incluido en Hojas de hierba (1856).

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mayoría y casi tantas posibilidades de elegir compañía como de elegir belleza o comodidad. En algunos caminos nunca transcurre mucho tiempo sin que oigamos el sonido de unas ruedas, o gente pasando a nuestro lado en tan grandes fa-langes que no podemos calcular su número. Pero en otras, las de las regiones menos frecuentadas, encontrarse con otra persona es todo un acontecimiento. Vemos en la distancia alguien que se va acercando a nosotros, una figura que se va definiendo; luego, un breve cruce, un saludo, y el camino de nuevo desierto ante nosotros, quizás para un buen rato. Estos encuentros tienen un valor nostálgico que no puede entender el morador de lugares más populosos. Recuerdo haber estado una vez junto a un campesino en la bocacalle de una ciudad tranquila, pero más concurrida y bulliciosa en ese momento de lo habitual; el hombre parecía sorpren-dido y perplejo por el paso ininterrumpido de tantas caras diferentes; después de una larga pausa, durante la que pare-cía estar buscando la expresión oportuna, dijo tímidamente que parecía haber un montón de reuniones por allí. La frase es significativa: es la expresión de la vida de pueblo en el lenguaje del camino rural, largo y solitario. Las reuniones de dos personas eran las únicas que había conocido aquel hombre en las tierras de pastoreo de la alta montaña, de las que venía. Y la concurrencia de las calles era, a sus ojos, la multiplicación extraordinaria de aquellas «reuniones».

Y ahora llegamos por fin a la última y más sutil cuali-dad de todas: la de la sensación de perspectiva, de visión de conjunto, que es la que conjura de un modo tan poderoso la mención de un camino. En la naturaleza, al igual que sucede en los paisajes antiguos, más allá de aquella imparcial luz diurna en la que un llano multicolor aparece hundido y sa-turado, la línea del camino lleva al ojo más allá, con una vaga

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sensación de deseo, hasta la frontera verde con el horizonte. Ahora tenemos conciencia de viajar, y visitamos en espíritu todo bosquecillo o aldea que nos tiente en la distancia. La pasión por lo que hay más allá, llamada Sehnsucht, queda perfectamente expresada en esa cinta blanca de posibles re-corridos que divide una tierra desigual; ni siquiera hay un campesino arando los surcos relucientes, ni el humo azul de una casita en la hondonada, pero a nosotros se nos antojan tan cercanos, tan al alcance de la mano, y es gracias a esa línea vacilante que marca la separación. Hay un párrafo muy apasionado del Werther que da en el clavo: «Cuando vine aquí, ¡qué hermoso era el valle que me invitaba por los cua-tro costados cuando yo miraba hacia abajo desde la cima de la colina! Allí el bosquecillo… ¡ah, creo que podría hundir-me en sus sombras! Allá las cumbres de las montañas… ¡Ah, podría haber contemplado desde su altura toda la extensión de esta región! Allá las colinas encadenadas, los valles se-cretos… ¡En ellos podría perderme entre sus misterios! Me precipité en su interior y regresé sin haber encontrado aque-llo que iba persiguiendo. ¡Ay, la distancia! Es como el futuro. Un enorme agujero se abre en el crepúsculo que hay ante nuestro espíritu; la vista y el sentimiento se lanzan de igual modo y se pierden, igualmente también, en la posibilidad. Y nosotros ansiamos rendirnos con todo nuestro ser, y dejar que nos colme el éxtasis de una única, gloriosa sensación. Y cuando nos lanzamos a apurar los frutos, cuando todo ha cambiado y se ha transformado en “aquí”, todo es a la postre como había sido antes, y nosotros quedamos en ese esta-do contraído e indigente, con el alma sedienta de ese elixir menguante». A este estado de expectación, lleno de duda e intranquilidad de espíritu, nos conducen los caminos. Cual-quier vista panorámica insignificante, cualquier imagen que

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podamos abarcar de cuanto se extiende ante nosotros, dará riendas a nuestra imaginación para que pueda prescindir del cuerpo y lanzarse a las sombras de los bosques, contem-plar el llano desde la cumbre de las montañas y recorrer los meandros de los valles que vemos a lo lejos. El camino ya está allí, no puede faltarnos mucho para llegar. Es como si marcháramos al frente de la retaguardia de un gran ejército y oyéramos la aclamación que la gente de una ciudad amiga, jubilosa, dedica a la avanzadilla. ¿Es que no querría cual-quier hombre, tras largas millas de marcha, sentirse como si ya estuviera cruzando las puertas de la ciudad?

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Apuntes sobre el bosque

En el llano

Tal vez conozca el lector el aspecto de las grandes expla-nadas del Gatinais, donde lindan con las colinas boscosas de Fontainebleau. Aquí y allá salen de entre los bosques unas cuantas rocas grises, como si quisieran asolearse. Aquí y allá unos cuantos manzanos se unen en un altozano. El pinto-resco tejido, exento de toda dignidad, que forman miríadas de pequeños cercados acaba por fundirse en la distancia: los parches que lo componen se entremezclan y desaparecen, y la amplia llanura se extiende abierta y vacía, sin accidentes, con excepción tal vez de una delgada línea de árboles o de la tenue aguja de una iglesia, que resalta sobre el cielo. So-lemne y vasta en todo momento, a pesar de la insignifican-cia que otorgan los detalles, la impresión se hace aún más solemne y más vasta al caer la tarde. El sol se pone como si fuera una naranja hinchada, como si fuera a caer al mar. Un campesino con indumentaria azul regresa al hogar; tras él, una grada humea entre los secos terrones. Otro campesino

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sigue trabajando con su esposa, labrando su trozo de tierra. Y sus cabezas, al inclinarse para hacer su tarea y luego po-nerse de nuevo en pie, se recortan sobre el cielo dorado.

Estos campesinos viven bien hoy en día: no están re-ventados por el trabajo. Pero de alguna manera siempre los vemos como representantes históricos de los siervos de ayer, sin pensar mucho en el presente. Y ahora pueden ser bastante prósperos, a diferencia de aquellos del pasado que estaban sometidos a unos impuestos que superaban cual-quier posibilidad de pago y vivían, como esas imágenes de Michelet, como una liebre entre dos surcos. Esta gente que ahora escarda su terreno al caer el sol, ese mismo hombre y su esposa, nos parece que hayan sufrido todos los errores de Francia. Es como si hubieran servido de chivo expiatorio a su país durante siglos; ellos, que generación tras generación han estado sembrando sin coger el fruto, o cogiendo el fruto del que otro se llevaba la ganancia. Ellos, que ahora pueden cobrar su recompensa y disfrutar las cosas buenas que les corresponden. Acabaron los días en los que el señor domi-naba y se beneficiaba. «Le Seigneur –reza el antiguo dicho– enferme ses manants comme sous porte et gonds, du ciel a la terre. Tout est a lui, foret chenue, oiseau dans l’air, poisson dans l’eau, bête au buisson, l’onde qui coule, la cloche dont le son au loin roule»1. Esa era la antigua organización de la soberanía: el rey, más que un rey, era un dios local. Y aho-ra uno se pregunta adónde ha ido a parar, y busca algún vestigio suyo. Pero no hay ningún rastro, salvo su mansión abandonada y en ruinas. Al final de una larga avenida, ahora sembrada de cereal, en medio de un montón de cipreses y

1. «El Señor cierra a sus plebeyos a cal y canto, entre el cielo y la tierra. Todo le pertenece: el bosque nevado, el pájaro que vuela, el pez que está en el agua, los animales de los matorrales, las ondas que pasan, el campanario que se oye a lo lejos».

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lilas, de patos y gallos que se pavonean y abejas que zumban, el viejo castillo eleva sus chimeneas rojas, sus tejados pun-tiagudos y sus veletas giratorias al viento y al sol. En el aire flota tal vez un alegre bullicio primaveral: las lilas están en flor y las enredaderas verdes se ciñen a la balaustrada rota, pero seguramente no hay primavera capaz de revivir la dig-nidad del conjunto. Las ancianas del lugar, los chiquillos del lugar, pasean y retozan por el jardín cercado o dan de comer a los patos del foso abandonado. Los caballos de labranza, de poderosas patas, recorren los establos. La manecilla del reloj espera una hora mejor. Ahí afuera en el llano, donde el sudor espeso ciega a los hombres y la azada se clava pro-funda y vuelve a surgir con lentitud de la tierra, ahí tal vez el labrador siente ahora un pulso de gozo en su corazón al pensar que ahora están frías aquellas amplias chimeneas en las que tantas veces brillaron llamas bailarinas para caldear las alegres cenas de los gentiles, mientras que él y sus hijos de ojos macilentos contemplaban la noche con el estómago vacío y los pies helados. Y tal vez, cuando levanta la cabeza y mira el bosque extendiéndose como si fuera la costa, una línea costera de bajas colinas junto al mar, tal vez el bosque y el castillo ocupan lugares parecidos entre sus afectos.

Si ese castillo fuera de mi señor, si ese bosque fuera del rey mi señor… y no hay nada para este pobre Jacques. Si él pensara ganarse a duras penas el escaso pan robando un poco de leña para el fuego, o para un techado nuevo, se encontraría cara a cara con todo el departamento: desde el Gran Señor de los Bosques y las Aguas, un señor de alta cuna, hasta el úl-timo sargento de la guardia, que sería un campesino como él, pero con galones o con una cartuchera a modo de uniforme. Al tratarse de su primer delito, según la ley sálica, la multa sería de quince soles. Pero si a un hombre se le cogiera en

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falta más de una vez, o si las circunstancias agravaran el color de su culpa, entonces podría ser azotado, marcado o ahorca-do. Había un verdugo allá en Melun, y no tengo duda de que junto a las puestas de la ciudad se había instalado un buen cadalso, bien alto, del que Jacques vería colgar a sus amigos, con el cielo de fondo, cuando fuera al mercado.

Después, si vivía cerca de un lugar con mucha vegetación, habría liebres y conejos que se comerían su cosecha, y tam-bién más cazadores para pisotearla. Mi señor tiene un cuerno de caza nuevo que le han traído de Inglaterra. Se ha gastado siete francos en decorarlo con oro y plata, y le ha puesto una cinta de seda para colgárselo del hombro. Los perros han hecho su peregrinaje al altar de San Mesmer, o San Huberto, en Las Árdenas, o al de cualquier otro intercesor cuya espe-cialidad sea sanar a los perros de caza. Al alba gris nuestro mejor montero traía las piezas cobradas y las ramas rotas. Se abre ante nosotros un extraño día de caza. Toca una fanfa-rria, entona el «bien-aller» a pleno pulmón. Jacques tiene que quedarse en pie, con el sombrero en la mano, mientras el fa-vorito, el perro y el cazador pisotean su campo, y todo un año de ahorrar y laborar se queda en nada, como si no se hubiera hecho nada. Si es capaz de contemplar esa ruina con la gracia suficiente, quién sabe, tal vez caerá en gracia, a su vez, a mi señor; quién sabe si su hijo puede ser de pronto el último y menos importante de los criados que sirven en la perrera del señor, uno de los dos pobres sirvientes que no reciben salario alguno y que duermen, de noche, entre los perros.

Por todo eso el bosque le ha servido de mucho a Jacques: no sólo para calentarse con la leña caída, sino para darle co-bijo en días malos, cuando el señor del castillo, acompañado de sus guardias y trompetas, hubiera sido batido batalla tras batalla y hubiera recalado en la espesura, eso si no había que-

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dado en una prisión inglesa, al otro lado del Canal. Era en aquellos días oscuros, cuando el vigía que se apostaba en la torre de la iglesia contemplaba el humo de las aldeas circun-dantes que ardían bajo el cielo, o un manojo de lanzas y pen-dones ondeando, acercándose por el llano; y esta buena gente los cercaba y los obligaba a adentrarse en los bosques donde, por obra y gracia de algún acicate, sus tímidos ojeadores po-dían contemplar las idas y venidas de los saqueadores y ver las cosechas destrozadas, y la iglesia, y la casa, todo ello en-vuelto en llamas que se elevaban al cielo, en plena noche. El que daban los bosques no era un cobijo muy hogareño, por-que uno debía enfrentarse a los cambios de tiempo y convivir con los lobos y las víboras. A veces no quedaba nadie vivo, cuando guardias y trompetas regresaban, que les mostrara las lindes entre uno y otro campo. Y aun así, cuando los lobos entraban de noche en un París despoblado y tal vez pasaba por allí De Retz, acompañado de unos cuantos demonios parecidos a él, incluso en aquellos escondrijos se encontraba algún corazón alegre y alguna oración agradecida.

Una o dos veces, como digo, en el curso de los años, el bosque pudo haber servido de algo al campesino, pero en el fondo es un bosque de la realeza, y las asociaciones que establece la memoria son nobles. Estos bosques han tronado con el sonido de los cuernos de caza de todos los reyes de Francia, desde Felipe Augusto en adelante. Han visto a San Luis llevando a ejercitarse a los perros que trajo desde Egip-to, a Francisco I ir a cazar con diez mil caballos tras de sí; a Pedro de Rusia persiguiendo a su primer ciervo. Y así viven aún, hechizados por las historias de las cacerías y las hazañas reales, historias pobladas por las caras de tantos hombres memorables de otros tiempos. Y esta distinción no se hace sólo en virtud del entretenimiento de los monarcas muertos.

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Grandes acontecimientos, grandes revoluciones, grandes ciclos de hazañas de los hombres, han dejado aquí su im-pronta, y aquí han tomado forma en alguna situación dra-mática y significativa. Como cuando Guisa y los de la Liga [Católica] llevaron a Carlos IX prisionero a París. Aquí, con botas y espuelas y rodeado por todos sus perros, se encontró Napoleón con el Papa junto una cruz del bosque. Aquí, en su camino a Elba –no mucho tiempo después– besó el águi-la de la Vieja Guardia y pronunció apasionadas palabras de despedida a sus soldados. Y aquí, después de Waterloo, antes que entregar su enseña a la nueva potencia, uno de los regi-mientos que le eran fieles quemó ese emblema de esfuerzo y gloria sobre la mesa del Gran Señor y bebió sus cenizas disueltas en brandy, igual que un devoto sacerdote bebe los fragmentos de la Hostia.

La temporada

Justo en el borde del bosque, tan al borde que los árboles del Bornage se apoyan tranquilamente en las últimas ca-sas, se asienta un pueblecito pequeño y tranquilo. No tiene más que una calle que, hasta no hace mucho, era un camino verde por el que pacía el ganado junto a las puertas de las viviendas. Al final de esta calle, cerca ya del comienzo de la arboleda, se llega a un albergue donde se alojan muchos artistas. En la puerta (creo que serán las seis de la tarde de una hermosa tarde de verano), hay media docena o así de personas sentadas: han sacado las sillas y están ahí asoleán-dose, esperando el ómnibus que viene de Melun. Al entrar en el patio se ve a otros tantos en la sala de billar, inclinados sobre una copa de absenta y un juego de corchos y otros fu-mando el último cigarro y tomando un vermú. Las tórtolas

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se arrullan y aletean en su palomar; Hortense está sacando agua del pozo, y como todas las habitaciones dan al patio se puede ver al cocinero, con su gorro blanco, afanándose en los fogones, y a algún pintor ocioso que ya ha guardado los lienzos y ha limpiado los pinceles aporreando un vals en el piano loco y trabado de la salle-à-manger.

–Edmond, encore un vermouth –grita un hombre con traje de pana; y añade en un tono de pesarosa reflexión–: un double, s’il vous plait2.

–¿Dónde estás trabajando ahora? –pregunta uno, atavia-do de lino blanco de la cabeza a los pies.

–En el cruce de l’Epine3 –responde el del traje de pana (todos llevan polainas, por cierto)–. No he podido hacer nada. Se me acabó el blanco. Y tú, ¿dónde estabas?

–No he estado trabajando. He estado buscando motivos. Aquí se produce un estallido de júbilo, y varios hombres

se arremolinan en torno a un recién llegado con las manos extendidas. Tal vez es que ha llegado la correspondence de París, y ha traído esto y aquello, o es que Fulano o Mengano han llegado –vienen desde Chailly– ya a cenar.

–À table, messieurs!4 –grita el señor Siron, que atraviesa el patio cargado con la primera sopera.

Inmediatamente empieza la congregación a acomodarse en torno a esas mesas alargadas de un comedor cuyas pare-des están todas cubiertas de bocetos de cualquier grado de mérito o demérito. Hay un cuadro enorme de un cazador soplando un cuerno con un jabalí muerto entre las piernas y con las piernas… en fin, con las piernas enfundadas en me-dias. Y hay también un pequeño cuadro con una chuleta de

2. «Edmond, otro vermut. Que sea doble, por favor». En francés en el original.3. Carrefour (que significa cruce, o encrucijada) d’Epine. Zona del bosque

de Fontainebleau inmortalizada por Jean-François Millet, entre otros artistas. 4. «¡A la mesa, caballeros!» En francés en el original.

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cordero cruda en el que alguien hizo un agujero, el pasado verano, con el peor de los misiles posibles: una ciruela del postre. Y bajo todas esas obras de arte transcurren muchas horas comiendo y bebiendo, parloteando en inglés y en fran-cés: tantas, que el corazón se siente aliviado sólo con aso-marse a la puerta y mirar y escuchar desde allí. Un hombre cuenta que el año pasado fueron todos a la fête5 de Fleury, y otro habla de lo bien que cantó no sé quién una noche; un tercero y un cuarto hacen planes de futuro para el resto de sus vidas; el quinto empieza a hacer muecas con el puño cerrado imitando poses de hechicería, la más complicada y admirable de las artes. Hay un sexto que ya se ha terminado su ración, enciende un cigarrillo y se entrega a la digestión. El séptimo acaba de llegar, y reclama su sopa. El número ocho, entre tanto, ha abandonado la mesa y se dirige de nuevo a aporrear al pobre piano con sus dedos poderosos e inciertos.

La cena ha terminado, y la gente sale a fumar y a char-lar. Tal vez vayamos a visitar a nuestros amigos, al otro lado del pueblo, porque allí siempre somos bien recibidos y hay conversación, incluso unas ostras y algo de vino blanco para terminar el día. O tal vez se organice un baile en el comedor y el piano pueda exhibir todos sus ritmos –si lo cabalga un jinete bragado– a la luz de tres o cuatro velas y de un candil o dos, mientras los bailarines recorren el suelo de madera y los hombres que aún están sobrios y no se han entregado a tan frívolos placeres se sientan junto a la mesa o el aparador a mirar, con gesto de aprobación, la escena, mientras sostienen su pipa y un vaso de vino. A veces, cuando mi señora la luna decide asomarse y el patio, con su luz y la del comedor en pe-numbra, parece tan claro como de día, y la luz se refleja en los cristales de las ventanas formando una nítida sombra bajo las

5. «Fiesta». En francés en el original.

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hojas de parra, surge la idea de hacer un picnic. Entonces se prepara una cesta y se forma una auténtica procesión delante del hotel. Los dos trompetas de honor abren la comitiva y, mientras desfilamos por la larga avenida y, en ocasiones, por tortuosos caminos entre rocas y pinos, con un oscuro tramo de sombra aquí o allá, punto desde el que contemplamos con amplia perspectiva los bosques iluminados por la luna, los dos trompetas nos guían y van tocando una fanfarria mientras caminan. Cogemos helechos y ramas secas y los metemos en la gruta, y enseguida tenemos una buena fogata agitando las sombras de ese viejo refugio de bandidos que muestra con su luz las barbas recortadas, los rostros hermosos y arreglados reflejados en el muro. Ya está listo el recipiente, y ya han flam-beado el ponche y lo están pasando en vasos humeantes. Y así pueden transcurrir una o dos horas, entre canciones y bromas. Luego volvemos a casa cuando aún no se ha puesto la luna, avanzamos dispersos por entre los penachos de los abedules y los peñascos, pero volvemos a reunirnos cuando uno de nues-tros guías hace sonar el cuerno. Tal vez alguno de la banda no presta atención a la llamada, y decide seguir camino por su cuenta. Va por un tortuoso camino de tierra y oye las fanfa-rrias cada vez más débiles y lejanas, hasta que se extinguen, y él sigue andando en medio del silencio, de esa extraña frial-dad, entre las luces nítidas y las sombras que la luna proyecta en el bosque, hasta que de pronto oye dar las campanadas en el distante reloj de Chailly y comienza a sentirse solo. Ni la sirena de tempestad en una orilla solitaria y llena de peligros, ni una campana tocando a muerto, su sonido sobrevolando el bullicio de la plaza del mercado, pueden hablar un idioma que suene más desconsolado o apesadumbrado al oído del hombre. Cada tañido invoca a todo un ejército de fantasmales recuerdos. Y cuando de pronto se queda en pie, clavado, se da

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cuenta de que el silencio se ha hecho ya profundo, tanto que siente que podría oír doblar las campanas del reloj, dando la hora, no ya de Chailly, sino de París, o de cualquier otra ciu-dad… hasta de aquel pueblo junto al río donde pasó su niñez, entre el sol y las flores.

Horas de holganza

Los bosques, por la noche –con ese sorprendente efecto suyo– no son cosa fácil de comprender, hasta que se comparan con los bosques de día. La tranquilidad del entorno, el suelo de arena reluciente, los árboles que corren en cascada como si fueran algas monstruosas y que se balancean igual que ellas cuando las arras-tran las corrientes marinas, todos esos elementos ponen nuestra mente a funcionar, y pensamos entonces en lo que podíamos ha-ber visto desde un promontorio o desde la cubierta de un barco. Y nos sentimos como si fuéramos un buceador dentro del agua tranquila, a muchas brazas de distancia de la superficie móvil y transitoria del mar. Y lo extraño de esta soledad nocturna, como ya digo, es que no se siente en su totalidad si no se ve en con-traste. Uno tiene que levantarse por la mañana y contemplar los bosques tal y como son de día, encendidos por los colores de la luz del sol, y ha de aspirar el aroma de esos árboles innumerables por la tarde, el calor despiadado que se siente al caminar por los caminos forestales, y el frescor que dan las arboledas.

La primera mañana, sin duda, te levantas unas cuantas veces: si no te has despertado antes, con la visita de alguna paloma aventurera, te despertarás en cuanto el sol llegue a tu ventana –no hay persianas ni contraventanas para impedirle la entrada– y la habitación, con sus suelos desnudos de made-ra y sus paredes encaladas brille a tu alrededor en una especie de glorificación de las luces reflejadas. Puedes remolonear

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un poco, dormir a retazos o yacer, ya despierto, y estudiar los dibujos de los carboneros, o de perros y caballos, con los que los anteriores ocupantes han profanado los tabiques. Está Thiers, con su perfil astuto; hay celebridades locales con una pipa en la mano; o puede haber incluso un paisaje romántico pintado al óleo. Entre tanto, un artista tras otro van llegando a la salle-à-manger a tomar su café con caballetes, sombrillas, banqueta y maletín de pinturas todos atados en un haz. De allí partirán en busca de lo que ellos llaman «el motivo». Y artista tras artista van saliendo del pueblo seguidos por unos cuantos perros. Porque los perros, que sólo de manera no-minal pertenecen a un dueño concreto, merodean junto a la cerca que da al bosque durante el día entero, y siempre que sale alguien que es de su agrado deciden beneficiarse de su compañía y le acompañan a cazar durante una o dos horas. Les gustaría pasar el día bajo un árbol, pero no pueden ir so-los: necesitan un pretexto. Y así se arriman al artista de turno y le utilizan como excusa para ir hasta el bosque, de la misma forma que utilizarían un bastón como excusa para echarse al agua. Con sus orejas prestas, sus lomos alargados, y sus patas arqueadas, algunos tal vez tan esbeltos como galgos o con cabezas de bulldog, los chuchos que conforman esta co-mitiva trotan junto a uno el día entero y regresan a casa por la noche, mostrando los dientes blancos y meneando sus ra-quíticas colas. Su buen humor no se termina nunca. Puedes liarte a pedradas con ellos si te place: lo único que harán es apartarse un poco. Si un día salieron contigo, se mantendrán fieles a ti y contigo volverán; aunque si te los encontraras en la calle, a la mañana siguiente, igual te parecerá que te miran con expresión de hierro.

El bosque, extraña cosa para un inglés, casi no tiene aves. Este no es un país en el que, de cada retazo de arboleda que

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se encuentra uno entre los prados surge una canción, o donde en cada valle recorrido por un arroyuelo suena y reverbera una profusión de notas claras. Y esta escasez de aves no es algo que uno deba lamentar sólo por sí misma: al faltar ellas, los insec-tos cunden y se convierte en algo parecido a una de las plagas de Egipto; las hormigas menudean sobre la arena cálida; los mosquitos zumban con ese zumbido nasal suyo; allá donde el sol encuentra un lugar donde taladrar un orificio en ese techo del bosque veremos una miríada de transparentes criaturas que van y vienen, recorriendo el haz de luz; e incluso entre las zonas sombrías, por las que los rayos del sol no logran abrirse paso hasta la oscura bóveda del bosque, uno es consciente de esa confusión ininterrumpida de insectos, marea que sube y que baja entre los árboles plena de seres vivos infinitesimales. Tampoco es que sean los insectos las únicas criaturas malva-das que han tomado el bosque: es posible encontrarse cara a cara con un jabalí si se mete en una caverna entre las rocas, o ver a una malvada víbora deslizarse por el camino.

Tal vez queramos aposentarnos por un momento en el re-manso que se forma entre las raíces extendidas de un haya con un libro en el regazo. Nos sacará de pronto de nuestra abstracción algún amigo que grita: «¡Oye! Quédate donde es-tás, ¿de acuerdo? ¡No te muevas! Eres el motivo perfecto». Y tú respondes: «Bueno, está bien, siempre que pueda fumar». A partir de ahí las horas transcurren perezosas. Tu amigo trabaja denodadamente al caballete, un poco apartado de donde tú te encuentras, a la sombra del árbol; y poco más allá, donde cae derecho otro rayo de sol, ves a otro pintor que ha acampado a la sombra de otro árbol, hundido en los helechos hasta la cintura. No puedes contemplar tu propia efigie a medida que surge del lienzo blanco, ni el lienzo, que comienza a resaltar sobre el resto del bosque y de toda la escena salpicada de mo-

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tas de luz del sol que se van colando entre las hojas altas y que, cuando se levanta el viento y los árboles comienzan a hablar, aletean como mariposas de luz. Pero sabes que progresa y, por emulación, preparas tu propia paleta e imaginas el colorido de una escena en el bosque, pintada con palabras.

Tu árbol se eleva en un hueco tapizado de helechos y de brezo sobre un vallecillo que forman las colinas, salpicado de rocas y juníperos. Toda la extensión está bañada por la implacable luz solar. Todo lo que hay allí sobresale como si estuviera recortado sobre un cartón, y todos los colores ele-gidos tienen el tono más subido posible. Algunos peñascos son altos y verticales como castillos monolíticos, otros ya-cen en el suelo como cabezas de ganado que duermen. Los juníperos, que tienen ese aspecto enlutado, aun harapiento y manchado, recuerdan a los asistentes a un funeral que bus-can el lugar del sepulcro desde hace más de trescientos años, contra el viento y la lluvia: han sido embadurnados por la fuerza, a diferencia del brezo y los helechos resplandecien-tes. Alguien ha definido cada hebra de su follaje rojizo con la precisión de los prerrafaelitas. Y hay una figura triste que hacen destacar a la luz del sol, como un árbol de tejo des-cabellado. La escena está afinada en una clave de color tan peculiar, iluminada con tan violenta descarga de luz del sol, que un hombre que haya vivido cincuenta años en Inglaterra no la habrá contemplado jamás.

Entre tanto, no muy lejos de donde tú estás suena una tonadilla: son las palabras que dijo Ronsard al aire trémulo, cargado de patetismo, sobre cuánto amó el poeta a su seño-ra tiempo atrás, cómo ha pasado de rápido el tiempo y cuán blancos y quietos se quedan los muertos bajo las lápidas, o cómo un bote sube y baja sobre las aguas cuando llegan a tierra las sombras que han embarcado hacia esa tierra donde

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no existen pasiones. Sin embargo, cantó el poeta, ya no habrá más amor: sólo nos quedará sentarnos y recordar los amores que pudieron haber sido. Luego queda en el aire una nota que persiste en la memoria y regresa a nosotros después, en algún lugar incongruente, en el asiento de un cabriolé o en nuestra cama cálida, a la noche, con cierto saborcillo a bosque.

–Ya te puedes levantar –dice el pintor–. Estoy con el fondo. Y te levantas, te estiras, y empiezas tu camino por el bos-

que: la luz del día se ha vuelto más rica, más dorada, y las sombras se van extendiendo en la inmensidad. Por los cami-nos empieza a llegar un aire fresco, comienzan a despertarse los aromas. Los abetos comienzan a exhalar ozono. De des-conocidos matorrales sale el olor suave, secreto y aromático de los bosques, nada que ver con el olor de un lugar a cielo abierto: es más bien como si las cortesanas que han conocido estos caminos tanto tiempo atrás aún caminaran por ellos en las noches de verano, y de sus brocados cayera un aliento de almizcle o bergamota que transportan los vientos de los bos-ques. Un lado de la extensa avenida continúa prendido por el sol: recuerda a un horno; los pintores recogen sus enseres y bajan por la avenida o el sendero, vuelven al llano.

Una fiesta de placer

Como esta excursión es cuestión de un rato largo y, ade-más, vamos en multitud, hemos tenido que renunciar a nues-tro medio de transporte habitual, que es la carreta tirada por un pony, y alquilar una jardinera grande en Lejosne. Lleva esperando fuera más de una hora, mientras uno preparaba el morral y el otro se aseaba y se tomaba el café. Pero ahora ya, llena de punta a punta de hombres alegres con atuendos veraniegos, el cochero restalla el látigo y tras un aplauso que

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procede del interior del albergue, iniciamos al trote nuestro camino. Vamos atravesando el bosque, subimos por las coli-nas, bajamos por los valles y, bordeando hayedos y pinares, nos adentramos en el alborozado sol de la mañana. Los ingleses se bajan cada vez que hay una pendiente y cubren el trayecto a pie, para hacer ejercicio; los franceses se ríen de esta ocurrencia y, con evasivas, se quedan en la parte baja. Avanzamos acom-pañados por el agradable sonido de la risa y las conversaciones ligeras, y alguno hay que se atreve con unos compases de una ópera bufa. Antes de entrar en la Route Ronde llega Des-prez, el vendedor de pintura de Fontainebleau, caminando trabajosamente con su cargamento semanal y con una maleta llena de mercancías; y entonces: «Desprez, déjame un verde malaquita»; «Desprez, ponme tanto de lienzo»; «Desprez, yo quiero esto o aquello». El señor Desprez, que durante todo ese rato ha estado bajo el sol, mira con el rostro serio y saluda a todos. La siguiente interrupción es más importante. Du-rante algún tiempo hemos tenido el sonido del cañón metido en los oídos; ahora, poco después de pasar Franchard, hemos encontrado a un soldado de caballería que conduce además a un caballo de tiro y que nos obliga a detener la jardinera. Parece que la artillería está de maniobras en el Quadrilateral y está prohibido, de momento, pasar por la Route Ronde. No se puede hacer nada al respecto, salvo arrimarse a la encruci-jada y bajar del carruaje a entretenerse un poco con ese buena pieza del Cocardon, el perro más desgarbado y malcriado de todos los perros desgarbados y malcriados que haya en Barbi-zon, o bien pasear un poco por las orillas arenosas. Entre tan-to el doctor, provisto de sombrilla, tocado con un panamá de ala ancha y dotado de una barba patriarcal, se ocupa en hala-gar y (bien lo sabemos nosotros) sobornar a los guardias, que son facilones. Su discurso es suave y melodioso, sus modales

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dignos e insinuantes. Por algo ha viajado el doctor por todo el mundo y habla todos los idiomas, desde el francés al de Patagonia. No ha hecho tanto viaje para quedar frustrado a la primera por un cabo de caballería. Y así pronto veremos cómo se suaviza la boca del soldado, sus hombros que imitan un corazón que se ablanda. «En voiture, messieurs, mesdames»6, canturrea el doctor; y allá vamos, recuperamos nuestro paso –no en vano la guardia negra nos pisa los talones– y la discre-ción prevalece sobre el valor entre algunos espíritus timoratos de la congregación. En cualquier momento podemos topar con el sargento, que nos hará volver. En cualquier momento podemos encontrarnos con un proyectil, que nos enviará a un lugar mucho más apartado que Grez.

Grez –ese es nuestro destino– es un lugar muy recomen-dado por su belleza. «Il y a de l’eau»7, dice la gente con énfasis, como si eso zanjara la cuestión (para la mentalidad francesa, estoy convencido de que la zanja). Y Grez, cuando llegamos, es desde luego un lugar que vale la pena ensalzar: del bosque emerge un ramillete de casas, un viejo puente, un castillo en ruinas y una pintoresca iglesia. El jardín de la fonda descien-de, en terrazas, hasta el río; luego está el patio del establo, el huerto, el manzanar, y una pequeña pradera, bordeada con juncos y decorada con un cenador verde. En la otra orilla hay una llanura con aspecto inglés, poblada de sauces y álamos. Y entre las dos discurre el río, limpio y profundo, plagado de juncos y nenúfares. Las plantas acuáticas se aglomeran en torno a los pilotes del puente largo y bajo, y se quedan a medio camino sobre los muelles de carga, con verde exube-rancia. Alcanzan el remo sumergido con sus largas antenas y estampan el fondo limoso con la sombra de sus hojas. El

6. «Al coche, señoras y señores». En francés en el original.7. «Allá hay agua». En francés en el original.

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río, por su parte, baja errante, de un lado a otro, entre los is-lotes; los juncos lo parten y lo asfixian, como sucede con un edificio antiguo que ha caído en brazos de la hiedra flexible y resistente. Vemos la caja donde el buen hombre de la fonda guarda vivos los peces que cocinará luego, las oleadas acei-tosas de la resina, una tras otra, sobre la madera del pino. Y se oyen el chapoteo y las voces del cobertizo que hay bajo la vieja iglesia, donde las mujeres del lugar lavan la ropa entre peces y nenúfares. Da la impresión de que la ropa lavada está más fresca y suave que ninguna otra cosa.

Hemos venido aquí por el río. Apenas terminamos de ba-ñarnos abordamos los dos veleros y nos largamos entre risas, deslizándonos bajo los árboles y recogiendo todo un botín de nenúfares. Alguien canta; otro sumerge la mano en el agua fresca, otro se inclina sobre la borda para ver la imagen de los esbeltos álamos en la lejanía y la sombra de la embarcación, de la que sobresalen en equilibrio los remos cuyas palas se des-lizan suavemente por la superficie dorada de la corriente. Al final, al caer el día, todos felices y en silencio, hasta la rodilla de nenúfares húmedos, regresamos al embarcadero que hay junto al puente. Todos desean un momento de soledad: uno se oculta en el cenador a fumar un cigarrillo, otro comienza a andar por el campo con Cocardon, un tercero inspecciona la iglesia. Y hasta que no está la cena en la mesa, y corre el mejor vino de la fonda de vaso en vaso, no comenzamos a liberarnos de las ataduras y a fundirnos otra vez en alegre hermandad.

La mitad del grupo regresará esa noche en la jardine-ra; algunos de los otros, reacios a dejar la compañía, irán con ellos un tramo del camino y se tomarán la penúltima en Marlotte. La jardinera va a oscuras, y el ambiente no es tan animado como podía haber sido. El cochero se pierde. Fulano trata de encender una bengala, con cuestionable éxi-

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to. Alguno canta, pero los demás están demasiado cansados para aplaudir. Parece que el festival ha llegado a su término.

–Nous avons fait la noce. Rentrons a nos foyers!8.Así estamos, incluso después de haber entrado en Mar-

lotte y haber tomado posiciones en el patio de Madre An-tonine. Hay ponche sobre la mesa de fuera, donde cenan los huéspedes cuando el tiempo es veraniego. Las velas tiem-blan con el viento de la noche y las caras se iluminan en tor-no al ponche con agitado énfasis, resaltando sobre un fondo de total y completa oscuridad. Todo resulta bastante pinto-resco, pero lo cierto es que estamos exhaustos. Bostezamos; el jolgorio ya no está en vena. Como dice la canción, ya pasó la boda, así que vamos a darla por finalizada. Entra entonces en el patio el famoso Blank, grande e imponente: lleva botas hasta medio muslo, salpicadas y con espuelas y una chaqueta de pana verde. Y en un momento el fuego revive, y la noche es testigo de nuestra risa cuando empieza a imitar a españo-les, alemanes, ingleses, marchantes de arte… las formas más excéntricas de expresarse y de pensar, con un dominio, una furia, un esfuerzo mental y una voz, que recuerdan más bien a un ataque de nervios que a un afán de divertir. Nos ale-gramos mucho cuando vimos que partía el calesín y dijimos adiós, ruidosamente, a todos los buenos amigos que seguían ruta. Luego, como no teníamos ganas ni de pensar ni de dormir, fuimos a visitar a Blank en su pintoresca morada, y allí estuvimos cosa de una hora en un amplio gabinete al-fombrado, lleno de pieles y de perros dormidos e iluminado por una chimenea medieval que proyectaba un rico juego de

8. «Se acabó la juerga, ¡a casa!». En francés en el original. Literalmente, «Ya pasó la boda»: hay una referencia en inglés unas líneas después, citando una canción.

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luces y sombras. Después volvimos caminando, en medio de la noche, a la fonda que hay junto al río.

¡Con qué rapidez llegan a confundirse las cosas hermosas! Cuando nos levantamos, a la mañana siguiente, nos sorprendió el cielo gris con sus chubascos, las hojas de los árboles cuelgan mojadas y la superficie del torrente era ahora irregular, debido a las gotas de lluvia que caían sobre ella. Los nenúfares de ayer dificultaban el acceso al jardín o empezaban lúgubres su viaje hacia el Sena y la mar salada. Un brillo almibarado cubría los tejados de las casas y el color del paisaje verde y oro de la noche anterior lucía ahora aclarado, como si algún envidioso hubiera cogido un cuadro pintado a acuarela y lo hubiera emborrona-do, mojándolo con una esponja. Salimos a pie por los caminos mojados. Pero los caminos que rodean Grez tienen su propio truco: avanzan un rato entre grupos de sauces y retazos de vid y luego, de repente y sin previo aviso, terminan y se resuelven en algún hueco fangoso o en un claro. Sólo queda un breve período de esperanza, así que buena cara y de vuelta a casa. De modo que nos reunimos en torno al fuego de la cocina y jugamos una partida de cartas a medio penique la apuesta, o íbamos a la sala de billar a jugar una partida de corchos y por unanimidad se envía a un mensajero a buscar la jardinera. Ma-ñana nos marcharemos de Grez.

Pero «mañana» amanece un día tan radiante que dos del grupo deciden caminar un poco, para hacer algo de ejercicio, y dejan sus morrales en el calesín. Creo que no tengo que de-cir que ninguno de los dos era francés. Y es que de todas las frases hechas del inglés, esa de «hacer ejercicio» es la menos comprensible una vez que cruza uno el Estrecho de Dover. Durante un rato no hubo problema alguno con los caminan-tes. Al mediodía los bosques mojados están llenos de aromas. Llegados a cierto cruce, donde hay una garita, se detienen.

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Resulta que la mujer del guardabosques es la hija de su an-fitrión de Barbizon, así que son recibidos con hospitalidad por tan agradable señora, que tiene un niño en brazos y otro tirándole de la falda, y beben un poco de sirope de membri-llo en el salón trasero, el que tiene un mapa del bosque en la pared y unos grabados de amoríos y del gran Napoleón cazando. A medida que se acercan al Quadrilateral y vuelven escuchar el sonido de los cañones, cogen un camino secun-dario para evitar a los guardias y caminan un rato distraídos, con el sonido del cañón en los oídos, mientras comienza a llover de nuevo. Los caminos se van haciendo más anchos, y más arenosos. Aquí y allá empiezan a verse auténticas dunas, como si estuviéramos a la orilla del mar; el abeto es grande y crece en grupos sobre los altozanos. Desaparece la estirpe de los postes indicadores. Uno empieza a mirar a otro, du-bitativo. «Estoy seguro de que tendríamos que ir más a la derecha», dice. El otro está igual de seguro de que tendrían que pegarse a la izquierda. Y ahora, de pronto, se abre el cielo y cae la lluvia como una cortina, sonando alto y claro, como del grifo de una ducha. Al cabo de un momento están em-papados, como si fueran náufragos. No ven apenas a causa del aguacero, y el agua se agita y gorjea dentro de sus botas. Abandonan el sendero e intentan ir campo a través: lo hacen como un jugador desesperado que lo juega todo a una car-ta, pues parece imposible que la situación pueda empeorar; en la hora siguiente, corriendo de roca en roca o avanzando a duras penas por caminos que no son más anchos que un arroyuelo, cruzando claros baldíos donde las carcasas vacías de las balas y los abetos quebrados avisan sin rodeos que el cañón no está lejos. Entre tanto, el cañón sigue gruñendo sus respuestas al trueno gruñón. Hay tal mezcla de melodrama y puro desasosiego en todo esto… Es todo tan gris y, al tiempo,

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tan estridente, que resulta mucho más agradable leer y escri-bir junto a la chimenea que sufrirlo en persona. Al final dan con el camino correcto y llegan a Franchard a última hora de la tarde. Son el más lamentable par de vagabundos que jamás diera la bienvenida a una cerveza inglesa. De ahí –pasando por el Bois d’Hyver, el Ventes-Alexandre y el Pins Brules– a un alojamiento limpio, ropa seca, y una cena.

El bosque en primavera

Creo que les gustará más el bosque justo al comienzo de la primavera, cuando está empezando a despertar y un sinnúmero de violetas se asoman por entre las hojas caídas; cuando dos o tres personas, como máximo, se sientan a cenar y, ya a la mesa, se agradece una manta echada por las rodillas, porque las noches son frescas y el comedor está abierto al patio. Hay menos cosas que distraen nuestra atención, para empezar, y el bosque es más de verdad: no está salpicado de artistas con sombrillas que parecen hongos de una especie desconocida, ni sembrado de restos de los picnic ingleses. La caza continúa, y en cualquier momento se te puede subir el corazón a la boca al escuchar en la lejanía un cuerno; o algún campesino azarado te informará de que el Vicomte ha pasado por la avenida no hace ni diez minutos, «À fond de train, monsieur, et avec douze piqueurs»9.

Si se llega a una posición ventajosa, dentro de ese sistema de colinas bajas que recorre el bosque, se pueden ver muchos retazos distintos de campo, cada uno con su propia tonalidad neutra de fría melancolía, todos mezclados y entretejidos, o unidos por costuras. Se ven áreas de hayas sin hojas de un ver-de amarillento y desvaído, y robles también sin hojas, de un

9. «A toda máquina, señor, y con doce monteros». En francés en el original.

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tono más rojizo. Las zonas de pinar son de un verde solemne y, salpicados entre los pinos, o sobresaliendo por entre los cla-ros rocosos, aparecen los troncos delicados de los abedules, de un blanco níveo, extendidas sus ramas blancas níveas y aún más delicadas, coronados por el follaje y la neblina púrpura de sus ramas más pequeñas. Después, un cordoncillo alargado de rocas caídas entre cuyas grietas reluce la arena y caminos arenosos que vacilan entre los helechos y el brezo pardo. Todo es frío, nada acogedor: carece de la belleza perfecta y del colo-rido de gema que tiene el bosque a finales de año, cuando no hay más que una vasta columnata de sombra verde en la que tiemblan los insectos, atravesada aquí y allá por franjas de luz solar que se posan sobre el brezo púrpura. El encanto de los bosques en marzo no es, estoy seguro, de este rústico desaliño; es algo que se agudiza con unos granos de sal, con un toque de fealdad. Tiene ese punto ardiente de la cerveza amarga, y uno le coge el gusto como se coge el gusto a las olivas. Y el aire puro, claro, maravilloso, se adentra en tus pulmones en volup-tuosas inhalaciones y hace que te brillen los ojos y el corazón baile al son de una nueva tonada o, más bien, de una antigua tonada, pues recordarán de su niñez un sentimiento parecido a este espíritu de aventura: el ansia de explorar que ahora les toma sabiamente la mano y les adentra en las profundidades de más de una arboleda o les impulsa a trepar más de una cresta escarpada. Es como si todo el bosque hablara con una voz amiga, llamándonos para que entremos más adentro, y nosotros nos volviéramos a un lado y a otro, como el asno de Buridán, en un laberinto de placer.

Las hermosas hayas elevan al cielo sus ramas blancas, rec-tas, arracimadas, cuajadas de musgo verde, como dedos de un puño a medio cerrar. Los poderosos robles están sumergidos hasta los tobillos en la fina tracería del sotobosque. De ahí

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parte el esbelto tallo, sube a las alturas, y el gran bosque de leales ramas se expande por el cielo dorado de la tarde, en el que vuelan y graznan los grajos. En los prados del Bois d’Hyver los abetos están dispersos, con sus brazos extendi-dos, como un esgrimista que saluda. El aire huele a resina por todas partes, y el sonido del hacha rara vez se acalla. Pero lo más extraño de todo y, en apariencia, lo más viejo, son las zonas sombrías y hechizantes de las tierras altas, donde están los bosques jóvenes. El suelo está alfombrado de agujas de pino, sembrado de piñas y escamas de corteza caída. Las ro-cas se agazapan entre los matorrales, llenas de agua de lluvia, alfombradas de liquen, blancas por los años y los rigores de los cambios de estación. Las mariposas, marrones y amari-llas, vuelan dispersas transportadas por el aire ligero como vilanos. La soledad de todos esos acontecimientos secretos es tan enorme que hay momentos en los que el placer te arras-tra hasta el borde del pánico. Y tú escuchas, escuchas para ver si suena algo que rompa el silencio, hasta que te quedas medio hipnotizado por la intensidad del esfuerzo. Se queda perturbado el sentido de tu propia identidad: tu cerebro da vueltas como el de un gimnosofista que mete la nariz en la selva asiática; y tus pies están de pronto separados, cuando te fijas en ellos, como si en vez de ser tuyos fueran un rasgo más de la escena en la que estás inmerso.

Aun así el bosque siempre está tranquilo, y su tranquili-dad no siempre queda imperturbada. Se puede oír el viento soplar en la distancia, sobre las copas de los árboles; a veces brevemente, como el ruido de un tren; otras con un susurro prolongado y estable, como el romper de las olas. En otras ocasiones, junto a nosotros, se mueven las ramas y sale de entre los matorrales un quejido, y entonces a todo el bosque se le en-coge el corazón. Puede que oigamos un carruaje que pasa por

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la carretera de Fontainebleau, que un pájaro emita sin cesar su trino breve, que crujan las hojas secas bajo nuestros pies, o que nuestros pasos acaben por acomodarse al ritmo acompasado y recurrente de los golpes de hacha de un leñador. De vez en cuando, sobre las tierras bajas, pasa volando una bandada de grajos; y de vez en cuando también se oye el arrullo de las tórtolas silvestres, ese arrullo que no es intenso, suave y cerca-no como en Inglaterra, sino algo así como la voz del bosque: delgado y lejano, adaptado a este lugar solemne. O se oye, de pronto, el ladrido hueco, violento e insistente de los perros y un ciervo asustado pasa corriendo junto a ti, por el borde del bosque; luego, uno o dos hombres corriendo, con escopetas y morrales en bandolera, ataviados con un blusón verde. De entre la espesura de los árboles surge el sonido de los disparos. O tal vez los perros ya han salido, ya han sonado los cuernos y aparecen, como un fogonazo entre los claros, los cazado-res de casaca roja seguidos por el ruido sólido del galope de la caballería que pasa junto a ti cuando ya has encontrado tu acomodo entre las rocas y el brezo. El jabalí está en marcha y en todo el bosque, en las villas de la vecindad, flota una vaga excitación y una esperanza igualmente vaga. Porque, ¿quién sabe adónde nos llevará la persecución? Y sólo por haber visto a un montero o haber hablado a un caballero ya se supone que esa noche se es un hombre de cierta alcurnia.

Aparte de los hombres que disparan y los que guían a los perros, a comienzos de la primavera hay poca gente en el bosque, si se exceptúan los leñadores, que ejercitan sus hachas sin cesar, y alguna anciana o niños que recogen leña para el fuego. No es extraño encontrase con una compañía que regresa al hogar con el crepúsculo: una mujer cargada con un haz de astillas, o unos pequeños que arrastran tras de sí una rama, dejando una estela. Eso es lo peor que puede

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uno encontrarse: si les digo lo que le ocurrió una vez a un conocido mío no es para torturarles con falsas esperanzas, porque la aventura fue única. Era una mañana muy fría, sin sol, con el cielo de un gris uniforme y un remusgo de escar-cha en el aire. Este amigo (cuyo nombre no diré aquí) oyó sonar una corneta que alguien tocaba con escasa maestría, y vio el humo de una hoguera que se elevaba sobre las copas de los pinos, en un remoto valle inesperado y junto a una co-lina formada por peñascos desnudos. Se acercó con cautela y pudo ver que en un claro, bajo un árbol, estaban celebrando un picnic. El padre tejía un calcetín, la madre estaba sentada contemplando el fuego y el hijo mayor, con uniforme de dragón, tocaba unas notas con su corneta. Dos o tres niñas, las hijas, estaban por allí recogiendo violetas. Todo el gru-po estaba tan serio y callado como los bosques que les ro-deaban. Mi amigo estuvo un rato observando, según refiere, pero todo estaba en calma: nadie hablaba ni sonreía, sólo el dragón seguía poniendo a prueba su corneta y el padre tejiendo y haciendo extraños movimientos con las cejas. No advirtieron la presencia de mi amigo, que ya en sí misma era inquietante y contribuía, además, a acentuar la semejanza de la compañía con un juguete mecánico. Desde luego, afirmó mi amigo, una figura de cera podía haber tocado la corneta con mucho más espíritu que aquel extraño dragón. Y como esta hipótesis suya se iba haciendo más cierta, la horrible insolubilidad del enigma –¿por qué había unas figuras de cera en medio de un bosque sin nadie que les diera cuerda cuando fuera necesario?– y la creciente inquietud respecto a lo que pasaría después fueron de pronto más de lo que podía soportar, así que se dio la vuelta y puso pies en pol-vorosa. Podía no haber sido más que un canto dentro de su cabeza, pero sostiene que mientras corría le perseguía una

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risotada de titán. Nunca hemos tenido noticia alguna que contribuyera a esclarecer el misterio; puede ser que fuesen autómatas; y puede ser (esta es la teoría por la que yo me inclino) que no fuera más que otro capítulo de Los dioses en el exilio, de Heine: que aquel hombre mayor que arqueaba las cejas no fuera sino el Padre Júpiter y el joven dragón con inclinaciones musicales resultara ser Apolo o Marte.

Moralidad

Es desde luego extraña la atracción que ejerce el bos-que sobre las mentes de los hombres. Y no sólo de uno o dos, sino de un gran coro de voces agradecidas que se han elevado para extender su fama. La mitad de los escritores famosos de la Francia moderna han tenido palabras para Fontainebleau. Chateaubriand, Michelet, Beranger, George Sand, De Senancour, Flaubert, Murger, los hermanos Gon-court, Théodore de Banville. Todos ellos han hecho algo por la eterna memoria de estos bosques. Incluso en los peores tiempos, cuando lo pintoresco era anatema a los ojos de la Gente de Bien, el bosque preservó su reputación de belleza. Fue en 1730 cuando el abad Guilbert publicó su Descripción histórica del palacio, la ciudad y el bosque de Fontainebleau10. Y resulta muy divertido observar cómo intenta exponer su admiración en los términos que se consideraban admisibles en su tiempo. Las rocas monstruosas, etcétera, dice el Abbé, «sont admirées avec surprise [par] des voyageurs qui s’ecrient aussitôt avec Horace: Ut mihi devio rupee et vacuum nemus

10. Pierre Guilbert, Description historique des château,bourg et forêt de Fontai-nebleau, Paris, 1730. El abad Guilbert (1697-1759) fue el conservador de la biblioteca del Palacio de Fontainebleau al servicio del rey Luis XV.

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mirari libet»11. El buen hombre no es exactamente lírico en este elogio, y es notorio que se apoya en Horacio como quien se recuesta en un roble en el que confía. Horacio, de todos modos, es un clásico. Por lo demás, al Abbé le gustan esos lugares donde se encuentran los caminos o los que cuida «un jardinero especial», como la Belle-Étoile; y admira en la Table du Roi las labores del Gran Señor de los Bosques y las Aguas, el Sieur de la Falure, «qui a fait faire ce magnifique endroit»12.

Pero lo cierto es que el bosque no atrae a los hombres tanto por su belleza como por ese algo sutil, esa calidad del aire, eso que emana de los árboles antiguos y que renueva y cambia un espíritu agotado de un modo tan maravilloso. Los hombres decepcionados, como el malogrado Francisco I, y los grandes monarcas vencidos han venido a buscar consuelo en estos bosques desde mucho antes de lo que podemos re-cordar. Aquí mucha gente perpleja se ha apartado de la pre-siones de la vida, como uno se refugia tras un ventanal en las noches de mascarada, y aquí encontraron tranquilidad y si-lencio; y también quietud, que es la madre de la sabiduría. Es una especie de balneario moral: un bosque con un manantial es en sí mismo la gran Fuente de la Juventud. Es el mejor lu-gar del mundo al que ir con esa vieja tristeza que ha sido lar-go tiempo amiga y enemiga; y si, como Béranger, tu alegría ha perdido la esperanza y ha dejado abierta la puerta al pesar de todos los bosques de Europa, será en este donde puedas

11. «Son admiradas con sorpresa por viajeros que se inscriben junto a Hora-cio: Ut mihi devio rupee et vacuum nemus mirari libet» [«Así me place a mí, descarriado, admirar las riberas y el desierto bosque»: Horacio, Odas, Libro III, Oda XXV, José Luis Moralejo (trad.), Madrid, Gredos, 2007]. En francés en el original.

12. «… que ha hecho construir este entorno magnífico». En francés en el original.

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esperar encontrar un auténtico escondite. Vas percibiendo el cambio con cada hora que transcurre. El aire atraviesa tus ropajes y anida en tu cuerpo, que se siente vivo. Te encanta hacer ejercicio, pero también dormitar, ayunar largo tiempo y hacer copiosas comidas. Olvidas todos los escrúpulos y vi-ves en paz y en libertad, vives sólo el momento. Porque aquí no hay nada que pueda estimular un sentimiento moral. La gente que te encuentres puede estar vieja, desgastada por el trabajo, o apenada; pero los verás enmarcados por el bosque como si fueran figuras pintadas en un lienzo y, para ti, no son gente en el sentido habitual, porque olvidas la oscura contra-riedad de los intereses. Olvidas la estrecha senda en la que tantos hombres se agolpan y se enzarzan en disputas poco caballerosas; y la caseta profunda y nada limpia que aguar-da, a ambos lados, a los vencidos. La vida es suficientemente simple, según parece, y la mera idea del sacrificio se convierte en una loca fantasía salida de un sueño reciente.

Tu ideal no será, tal vez, muy elevado, pero sí simple y po-sible. Te enamorarás de esa vida de transformaciones y movi-miento al aire libre, donde los músculos se ejercitan más que los afectos. Y cuando hayas tenido tu ración de bosque tal vez quieras recorrer el mundo entero, liar el macuto y emprender el camino a pie. Puedes montarte en un rocín y cabalgar, con un par de alforjas, hasta Oriente Encantado. Puedes atrave-sar la Selva Negra y ver toda Alemania extendiéndose ante ti como si fuera un mapa, punteada con antiguas ciudades amuralladas, con las agujas de sus iglesias, que sueñan todo el día con su propio reflejo en el Rin o en el Danubio. Puedes cruzar la espina dorsal de Europa y bajar, desde los glaciares alpinos, hasta donde Italia extiende sus manchas de mármol y sus palacios de mármol se reflejan en ese mar que hay entre tierras. Puedes dormir en trenes en movimiento o en algu-

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na fonda del camino. Te puede despertar al alba el grito del expreso o la tonada de un petirrojo que haya en un arbusto. La lluvia, para ti, será lo que apacigüe el polvo del camino; el viento, lo que seque la ropa que llevas puesta mientras andas. El otoño colgará peras rojizas y uvas moradas al borde del sendero; en un mesón tras otro te ofrecerán sus copas de vino puro; río tras río acogerá tu cuerpo al calor del mediodía. Vayas donde vayas, te encontrarás de pronto en un valle cá-lido rodeado de altos árboles y acogedores pueblos; trabarás más de un conocimiento casual que te tomará del brazo y caminará contigo durante cosa de una hora: desde lejos verás lo que te espera al cabo: un vagabundo de nariz enrojecida, machacado por la vida a la intemperie, consumido por una infección de los pies, ajeno a todo contacto con seres huma-nos y a su conmiseración, un ser abandonado, un Ismael, un marginado. Y, sin embargo, no te parecerá mal (de hecho, al aire de los bosques esto parece lo mejor) romper todas las redes que te atrapan desde que naciste, las viejas compañías y los amores leales, cargar con tu ración de fosfatos de un lado para otro, en el campo y en la ciudad, hasta que llegue el momento del disolvente definitivo.

O tal vez prefieras seguir a cubierto. Porque el bosque es cosa aparte, y la vida en el bosque guarda no mucha similitud con la vida en la dura tierra de labor. La humanidad se ha vuelto tan sofisticada que ya no puede ver el mundo como se le muestra ante los ojos. De modo que no sólo lo que ven y lo que oyen los hombres, sino también lo que saben que hay detrás, influye en su idea de un lugar. Si, pongamos por caso, el mar se encuentra detrás de unas colinas, les asaltan a in-tervalos pensamientos sobre el mar, y el tenor de sus sueños sufrirá, de vez en cuando, un cambio marítimo. De modo que aquí, en este bosque, el conocimiento de su grandeza radica,

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para muchos, en el efecto que provoca. Uno se da cuenta de cuántas millas median entre uno mismo y la intrusión: puede caminar el día entero sin miedo a llegar a tocar la linde de su propio Edén, o a salirse del país de las hadas y caer en la tierra de la desmotadora y el martillo de vapor. Y hay una antigua historia que prepara la imaginación para la grandeza de los bosques de Francia y que afianza nuestra sensación de aislamiento: cuando Carlos VI, en la época de su niñez, ca-zaba en las inmediaciones de Senlis, cazaron un viejo venado que llevaba un collar de bronce en el cuello con estas palabras grabadas: «Caesar mihi hoc donavit»13. No hay duda de que las mentes de los hombres se conmovieron ante este suceso y se encontraron de pronto cogiendo de la mano a un tiem-po olvidado y corriendo tras una antigüedad con sus perros y sus cuernos de caza. Incluso nosotros imaginaremos, por simple curiosidad, durante cuántos siglos paseó aquel vena-do sus astas libres por el bosque, y durante cuántos veranos y cuántos inviernos brilló el sol o cayó la nieve sobre aquella insignia imperial. Si la extensión de aquel bosque solemne podía mantener a un venado de gran envergadura al amparo de las casas y los perros del cazador, ¿no podríamos nosotros también jugar al escondite, entre esas arboledas, con todos los sobresaltos y toda la agitación de la vida humana, y eludir a la Muerte, ese cazador poderoso, durante más tiempo del que dura el ser humano? Porque aquí, también, dispara sus flechas; aquí, en el más recóndito calvero, resuena el galope de un pálido cordel. Pero la Muerte no caza al abrigo de este bosque con su jauría al completo, pues las presas son ende-bles y de pequeño tamaño: y si nosotros estuviéramos alerta,

13. «César me lo dio». Sebastián de Covarrubias, en su suplemento al Tesoro de la lengua castellana (1611) recoge la inscripción exacta como: «Hoc me Caesar donavit».

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si fuéramos precavidos, si nos ocultáramos entre los mato-rrales más espesos, también podríamos vivir durante muchas generaciones y dejar a los hombres atónitos con nuestra ver-dadera edad y con los trofeos de triunfos inmemoriales.

Y es que el bosque nos arrebata cualquier pretexto que tengamos para morir. No hay nada aquí que confine o frus-tre nuestros más libres deseos. Aquí, ya no nos alcanza toda esa impudicia del pendenciero mundo. Podemos contar nuestras horas, como Endymion, por los golpes del leña-dor solitario o por el progreso de la luz y su alternancia con la sombra, mientras el sol sigue su recorrido por los cielos desnudos. Aquí no veremos más enemigos que el invierno y el clima adverso. Y si algún día nos sobresalta algo, no será nada más que un sano apetito. Todas nuestras penas, todo el arrepentimiento que nos abruma, toda esta charla de deber que no es deber, en medio de la inmensa paz y a la pura luz del día de estos bosques, todo ello caerá, como un ropaje, al suelo. Y si, por ventura, os encontrarais en un lugar elevado donde el viento sopla sobre vosotros fresco y abierto, y los pinos hacen chocar sus troncos como un par de marionetas desgarbadas, si veis a lo lejos, en el llano, la chimenea de una fábrica que se recorta sobre el pálido horizonte, será para vosotros, como lo es para ese campesino serio y simple que con su arado desentierra viejas armas y arneses de los surcos de la gleba. Sí, sin duda alguna, aquí hubo una batalla en otros tiempos; y sin duda alguna existe un mundo ahí fuera, a lo lejos, donde los hombres pelean sobre un fondo de blasfemias, de gemidos y clamorosas disputas. Todo esto se aprende con ese acto atlético de la imaginación: un ru-mor tenue y lejano como de guerra merovingia, una leyenda como de una religión antigua.

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