Fiodor Dostoievski - Memorias Del Subsuelo

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MEMORIAS DEL SUBSUELO FEDOR M. DOSTOIEVSKI Ediciones elaleph.com

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Primera Parte

La Ratonera1

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1 Ni falta hace decir que tanto estas Memorias como su autorson ficticios. No obstante, gente como el autor de estas me-morias puede existir en nuestra sociedad, y en verdad existe,si pensamos en las circunstancias en que ésta se ha formado.Mi deseo era mostrar al público un personaje del pasadoreciente con más claridad de lo que por lo general se hace.Pertenece a la generación que ahora está terminando susdías. En el fragmento intitulado La ratonera, este hombre sepresenta y expone sus puntos de vista, a la vez que trata deexplicar por qué apareció en nuestro medio, y por qué nopodía dejar de aparecer en él. El fragmento siguiente estácompuesto de las verdaderas "memorias" de ese hombre,vinculadas con ciertos acontecimientos de su vida.

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Soy un enfermo... un hombre malo. No hay na-da de atrayente en mí. Creo que mi hígado andamal. Pero en verdad no sé absolutamente nada acer-ca de mi dolencia, ni siquiera estoy muy seguro decuál es. No estoy bajo tratamiento, y nunca lo estu-ve, aunque siento gran respeto por la medicina y losmédicos. Además, soy mórbidamente supersticioso,por lo menos lo bastante para respetar a la medici-na. Dada mi educación, no debería ser supersticio-so, pero lo soy. No, yo diría que rechazo la ayudamédica nada más que por espíritu de contradicción.No espero que me entiendan esto, pero así es. Porsupuesto, no puedo explicar a quién trato de enga-ñar de esta manera. Tengo plena conciencia de queno me es posible perjudicar a los médicos impidien-do que me curen. Sé muy bien que el perjudicadosoy yo, y nadie más. Pero de cualquier manera, sólopor malicia me niego a aceptar su ayuda. -¿Me dueleel hígado? ¡Magnífico, que siga doliendo!

Hace mucho tiempo que vivo así, veinte años, omás. Ahora tengo cuarenta. Antes era empleado delgobierno, pero ya no. Era un mal funcionario, gro-sero, y me complacía serlo. Como no aceptaba so-bornos, tenía que compensarlo de alguna manera.

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(Esta es una pésima muestra de ingenio, pero no laborraré ahora. La escribí pensando que pareceríamuy chistosa. Pero ahora me doy cuenta de que esuna jactanciosidad vulgar, de modo que la dejarésólo por ese motivo.)

Cuando los peticionantes se acercaban a mi es-critorio en procura de información, les mostraba losdientes, y me sentía indescriptiblemente dichosocuando lograba que uno de ellos se sintiera desdi-chado. Por lo general eran personas tímidas, puesiban a pedir algo. Pero uno de ellos constituía unaexcepción a la regla. Era un oficial, y yo experi-mentaba una particular repugnancia hacia él. No sedejaba amedrentar. Tenía una forma especial de ha-cer tintinear el sable. Desagradable. Durante diecio-cho meses le hice la guerra en relación con esesable. A la postre triunfé, y conseguí que no hicieramás ruido. Pero todo esto sucedió cuando yo eratodavía joven. -¿Quieren que les diga qué pasaba enverdad? Bueno, el centro del asunto, el aspecto másrepulsivo de mi maldad, era que, cuando estaba enmi peor humor hepático, tenía conciencia de que enverdad no era tan perverso, ni tan colérico, y que nohacía más que pasar el rato, por decirlo así, paradistraerme. Puede que estuviera echando espuma-

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rajos de furia, pero si uno me traía una muñeca parajugar, o me ofrecía una buena taza de té con azúcar,lo más probable era que me calmara. E inclusive mesentía profundamente conmovido, aunque enojadoconmigo mismo; y más tarde hacía rechinar losdientes y perdía el sueño durante unos meses. Asíera yo.

Hace un momento mentí, cuando dije que fuiun mal funcionario. Y mentí por malicia. Me diver-tía a costa de los peticionantes y de ese oficial, peroen el fondo nunca pude ser malo. Conocía los nu-merosos elementos que había en mí, y que eran locontrario de la maldad. Sentía que bullían en mídesde toda la vida, que trataban de salir a la superfi-cie, pero yo les impedía hacerlo. Me atormentaban,me provocaban vergüenza y convulsiones, y me te-nían harto. ¡Ah, qué cansado estaba de ellos! -¿Lesparece que estoy tratando de justificarme, de pedir-les que me perdonen? No me cabe duda de quepiensan eso... Bueno, créanme, no me importa quepiensen así.

No conseguía ser malo, pero tampoco amistoso,ni infame, ni honrado, ni un héroe, ni un insecto. Yahora vivo mi vida en un rincón, trato de consolar-me con la estúpida, inútil excusa de que un hombre

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inteligente no puede convertirse en nada, de quesólo un tonto puede hacer consigo lo que quiera. Esverdad que un hombre inteligente del siglo XIXtiene que ser una criatura invertebrada, en tanto queun hombre de carácter, el hombre de acción, es, enla mayoría de los casos, una persona de inteligencialimitada. Esta es mi convicción a los cuarenta añosde edad. Ahora tengo cuarenta, y cuarenta años estoda una vida; cuarenta años es la vejez. ¡Es inde-cente, vulgar e inmoral vivir más allá de los cuaren-ta! -¿Quién lo logra? Contéstenme con sinceridad.O déjenme que conteste yo: los tontos y los inútiles.Esto lo repetiré en la cara de cualquiera de esos ve-nerables patriarcas, de todos esos respetables hom-bres canosos, para que lo escuche todo el mundo. Ytengo derecho a decirlo, porque yo viviré hasta lossesenta. ¡Hasta los setenta! ¡Llegaré a los ochenta. . .! Esperen, déjenme recobrar el aliento. . .

-¿Piensan que estoy tratando de hacerles reír?Entonces han vuelto a entenderme mal. No soy enmodo alguno el tipo alegre que creen, o que podríancreer que soy. Pero si les irrita mi parloteo (y sientoque ya debe molestarles), y tienen ganas de pregun-tarme quién diablos soy al fin de cuentas, tendré quecontestar que soy un asesor colegiado, empleado de

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octava clase. Entré en él servicio para poder comer(y sólo por eso). Pero cuando murió un parientelejano, dejándome seis mil rublos, renuncié en elacto y me instalé aquí, en mi rincón. He vivido aquíaun antes de eso, pero ahora estoy establecido deverdad. Mi habitación es miserable y fea, y se en-cuentra en las afueras de la ciudad. La criada es unacampesina, mala por pura estupidez; además, siem-pre huele mal. Me dicen que el clima de Petersburgoes malo para mí y que, dado lo escaso de mis ingre-sos, resulta un lugar muy caro. Todo eso lo sé. Lo sémejor que todos mis presuntos consejeros. ¡Perome quedaré en Petersburgo! ¡No me iré! No me iréporque...

Ah, tanto da que me quede o me vaya.Y en definitiva, -¿cuál es el tema del que más le

gusta hablar a un hombre honrado? El de sí mismo,por supuesto. Hablaré, entonces, de mí.

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II

Y ahora quiero decirles, damas y caballeros, lesguste o no, por qué ni siquiera pude convertirme enun insecto. Ante todo debo declarar con toda so-lemnidad que muchas veces traté de llegar a serlo.Pero aun eso estaba fuera de mi alcance. Juro queuna lucidez demasiado grande es una enfermedad,una enfermedad total y completa. Para las necesida-des cotidianas, la conciencia de la persona corrientees más que suficiente, y representa más o menos lamitad o la cuarta parte de la del desdichado intelec-tual del siglo XIX, en especial si éste tiene la desgra-cia de vivir en Petersburgo, la ciudad más abstractay premeditada de la Tierra (hay ciudades premedita-das y otras no premeditadas). El grado de concien-

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cia de que disponen lo que podría denominarse laspersonas

espontáneas y los hombres de acción es sufi-ciente. Apuesto a que creen que digo esto nada másque para burlarme de los hombres de acción, y queeste tipo de jactancia es de tan mal gusto como elruido del sable del oficial que mencioné antes. Peroyo les pregunto: -¿quién puede sentir placer enexhibir su enfermedad, e inclusive enorgullecerse deella?

Pero pensándolo mejor, diré que eso lo hacentodos. La gente se complace con sus defectos, y yoquizá más que nadie. De modo que no discutamos;admito que mi argumentación es ridícula. Pero aunasí afirmaré que no sólo es una enfermedad el exce-so de lucidez, sino cualquier proporción de ésta. Loaseguro. Pero dejemos también esto por un mo-mento. Y ahora permítanme que les diga lo si-guiente: -¿por qué es que cuando más capaz mesentía de ser consciente de todos los refinamientosde "lo bueno y lo bello", como se decía antes, habíamomentos en que perdía mi conciencia de ello yhacía cosas tan feas, cosas que quizás hacen todos,pero que yo hacía precisamente en las ocasiones enque más cuenta me daba de que no debían hacerse?

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Cuanta más conciencia tenía de "lo bueno y lobello", más profundamente me hundía en el fango,y más probable era que siguiera encenagado. Pero loque más me llamaba la atención era el sentimientode que en mi caso eso no era accidental, de que asídebía ser, como si se tratara de mi estado normal, yno de una enfermedad o depravación. Al final casillegué a creer (y es posible que hasta lo creyera deltodo) que era en verdad mi estado normal.

Pero al principio, ¡qué tormentos sufrí en esalucha interior! No creo que hubiera otros que pasa-ran por todo eso, de forma que lo mantuve en se-creto durante toda la vida. Me avergonzaba (yquizás .ahora siga avergonzándome). Llegué a unpunto en que experimentaba cierto pequeño placersecreto, malsano, bajo, en volver a arrastrarmehasta mi agujero después de alguna noche desagra-dable en Petersburgo, y en obligarme a pensar quehabía vuelto a hacer algo sucio, y que la cosa no te-nía remedio. Y por dentro me mordía, me desgarra-ba, me corroía, hasta que la amargura se convertíaen una dulzura vergonzosa, maldita, y al final, en ungran placer indiscutible. ¡Sí, sí, decididamente unplacer! ¡Lo digo en serio! Por eso empecé con estetema: quería descubrir si otros experimentan tam-

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bién ese tipo de placer. Me explicaré: encontrabaplacer precisamente en la cegadora certeza de midegradación. Y porque sentía que ya estaba contra lapared; porque eso era horrible pero no podía ser deotro modo; porque no había salida y ya no era posi-ble convertirme en una persona distinta; porqueaunque todavía hubiera tiempo y fe suficientes paracambiar, no querría hacerlo; y porque aunque loquisiera, de cualquier modo no habría hecho nada,porque en realidad no existía alternativa alguna. Porúltimo, el punto más importante es el de que hayuna serie de leyes fundamentales a las cuales estásometida la conciencia madura, por lo cual no esposible cambiarse, ni hacer nada en ese sentido. Yasí, como resultado de esa conciencia madura, unhombre siente que está bien ser un canalla, siempreque sepa que lo es. . . como si eso pudiera ser unconsuelo. Pero basta.. . ¡Ah, cuántas palabras! -¿Yqué he explicado? -¿Cuál es la explicación de eseplacer? ¡Pero ya lo aclararé! ¡Llegaré hasta el final!Para eso he tomado la pluma.

Yo, por ejemplo, soy espantosamente sensible.Soy suspicaz y me ofendo con facilidad, como unenano o un jorobado. Pero creo que hubo mo-mentos en que me habría gustado que me abofetea-

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ran. Lo digo con toda seriedad; también eso me ha-bría proporcionado placer. Por supuesto, habríasido el placer de la desesperación. Pero es que en ladesesperación encontramos el placer más agudo, enparticular cuando tenemos conciencia de lo deses-perado de la situación. Y cuando a uno lo abofe-tean, pues lo más probable es que se sientaaplastado porque se da cuenta de que ha sido con-vertido en papilla. Pero lo fundamental es que, pordonde se lo mire, siempre me sentí culpable, y lomás enojoso es que era culpable sin culpabilidad, envirtud de las leyes de la naturaleza. Así, por empe-zar, soy culpable de ser más inteligente que todoslos que me rodean. (Siempre lo sentí así, y, créanme,a veces me ha pesado sobre la conciencia. Nunca,en toda mi vida, pude mirar a la gente directamentea los ojos; siempre experimento la necesidad de vol-ver la cara.) Además, también soy culpable porqueaunque hubiese habido en mí algún sentimiento deperdón, ello no habría hecho otra cosa que aumen-tar mi tortura, porque habría tenido conciencia desu inutilidad. Sin duda me hubiera resultado impo-sible hacer nada con mi perdón: no habría podidoperdonar porque el ofensor, al abofetearme, hubieseobedecido simplemente a las leyes de la naturaleza,

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y no tiene sentido perdonar a las leyes de la natura-leza. Pero tampoco habría podido olvidarme de ello,porque en resumidas cuentas es humillante. Por úl-timo, aunque no hubiera querido perdonar, sino,por el contrario, deseado vengarme del ofensor, nome hubiese resultado posible hacerlo, pues lo másprobable es que no me atreviera a hacer nada en esesentido, aunque hubiese podido hacer algo. -¿Porqué no me habría atrevido? Bien, tengo especial in-terés en decir unas palabras en ese sentido.

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Veamos cómo suceden las cosas en el caso delas personas que son capaces de vengarse y, en ge-neral, de cuidarse. Cuando se apodera de ellas eldeseo de venganza, quedan vacías, durante un tiem-po, de todo otro sentimiento. Un caballero de ésosarremete hacia adelante, los cuernos horizontales,como un toro enfurecido, y nada lo detiene hastaque tropieza contra una pared de piedra. (Hablandode paredes, es preciso hacer notar que la gente es-pontánea y los hombres de acción sienten por ellasun sincero respeto. Para personas como ésas, unapared no representa un desafío, como lo es paraindividuos como usted y como yo, que pensamos ypor lo tanto no hacemos nada. No es una excusapara retroceder, una excusa en la cual los de nuestra

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especie en realidad no creen, aunque siempre nosparezca bien venida. No, el respeto de ellos es sin-cero. La pared les produce un efecto calmante; escomo si solucionara un problema moral; es algodefinitivo, y quizás hasta místico... Pero más tardevolveremos a las paredes.)

En mi opinión, uno de esos hombres espontá-neos el hombre real, normal es el que satisface losdeseos de su tierna madre, la naturaleza, que contanto amor lo creó en esta tierra. A hombres comoésos les tengo envidia. La envidia me llena de bilis.Son estúpidos, no lo discutiré, pero quizás un hom-bre normal tenga que ser estúpido. -¿Por qué ha-bríamos de creer que no? Quizás ésa sea la granbelleza del asunto. Y lo que más me lleva a sospe-charlo es que si tomamos la antítesis de un hombrenormal, el hombre de conciencia madura, que es unproducto de tubo de ensayo antes que un hijo de lanaturaleza (esto es casi misticismo, mis amigos, perotengo la sensación de que es verdad), descubrimosque ese hombre de tubo de ensayo se encuentra tansometido por su antítesis que se considera con con-ciencia madura y todo un ratón y no un hombre.Por consiguiente, aunque sea un ratón de concienciamadura, es, sin embargo, un ratón, en tanto que el

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otro es un hombre. Ya ven. Y lo que es más, élmismo se considera un ratón; nadie le pide que lohaga. Este es un punto de suma importancia.

Y ahora contemplamos a ese ratón en acciónSupongamos que ha sido humillado (constante-mente se lo humilla), y que desea vengarse. Tam-bién es posible que en él se haya acumulado másrencor que en l’hommne de la nature et de la vérité.El mezquino, despreciable y repugnante deseo dsaldar cuentas con el ofensor puede chillar en formamás desagradable en el ratón que en el hombre na-tural, quien, a causa de su estupidez innata, en tien-de que la venganza no es más que justicia, e tantoque el ratón, con su conciencia madura, est obligadoa negar la justicia del sentimiento vengativo. Y aho-ra llegamos al acto de venganza. Además de habersido deshonrado al comienzo, pobre ratón consi-gue encenagarse más profunda mente a consecuen-cia de sus interrogantes y su dudas. Y cadainterrogante hace nacer tantas otra preguntas nocontestadas, que se forma un estar que fatal de fan-go pegajoso, compuesto de la dudas y tormentos delratón, así como de los salivazos que le dirigen loshombres prácticos, d acción, que lo rodean comojueces y dictadores, y que se ríen de él hasta más no

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poder. Por si puesto, lo único que le queda por ha-cer al rato es encoger sus flacos hombros y, fingien-do un sonrisa de desprecio, escurrirseignominiosamente dentro de su ratonera. Y allí, ensu cueva repulsiva y maloliente, el ratón pisoteado yridiculizado s hunde en un odio frío, ponzoñoso ylo que es más importante eterno. Durante cuarentaaños recordará la humillación en todos sus abomi-nables de talles, y en cada ocasión agregará otropunto, más abyecto aún, y se atormentará y tortura-rá sin tregua. Aunque avergonzado de sus pensa-mientos, E ratón lo recordará todo, lo repasará unay otra vez, y luego pensará posibles humillacionesadicionales. Y hasta es posible que trate de vengarsepero lo hará de a rachas, con mezquindad, a escon-didas, de manera anónima, en la duda de que suvenganza sea justa, de que logre llevarla a cabo, ycon el sentimiento de que, a consecuencia de ella, sehará a sí mismo cien veces más daño del que consi-ga hacer al objeto de su venganza, a quien proba-blemente no le produzca siquiera una picazón lobastante intensa como para obligarlo a rascarse.Después, en su lecho de muerte, el ratón volverá arecordarlo todo, con los intereses acumulados, y...

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Pero precisamente esa mezcla fría y enfermizade esperanza y desesperación; ese deliberado refu-giarse en una tumba bajo el piso, durante todos es-tos años; esta desesperanza artificialmente inducida,de la cual todavía no estoy convencido del todo;este veneno de deseos frustrados vueltos haciaadentro; esta afiebrada vacilación; las decisiones de-finitivas, seguidas, un minuto después, por arrepen-timientos: todo esto es la médula del extraño placerque antes mencioné. Y ese placer es tan sutil, tanfugaz, que hasta las personas un tanto limitadas, olas que simplemente tienen nervios fuertes, no lo-gran entenderlo ni de lejos.

Quizá también resulte difícil de entender paraquienes nunca han sido abofeteados podrían agregarustedes con una sonrisa de satisfacción.

Esa sería una manera cortés de sugerir que ha-blo como un experto porque he sido abofeteado.Apuesto a que eso es lo que piensan. Pero permí-tanme que los tranquilice, damas y caballeros: meimporta un rábano lo que puedan pensar, pero enverdad nunca fui abofeteado. Sin embargo, dejemoseste tema que parece interesarle tanto.

Continuaré hablando con tranquilidad sobre lagente de nervios fuertes que no puede entender los

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aspectos más sutiles del placer. Aunque en otrascircunstancias es posible que estas personas mujancomo toros furiosos y aunque ello aumente en muyalto grado su prestigio, capitulan en el acto ante loimposible, a saber, una pared de piedra. -¿Qué pa-red de piedra? Pues la de las leyes de la naturaleza,por supuesto; la de las conclusiones de las cienciasnaturales, de las matemáticas. Cuando han termina-do de demostrarle a uno que descendemos del mo-no, de nada sirve fruncir la nariz; hay que aceptarlo.Son muy capaces de demostrar que una sola gota dela propia grasa tiene que ser más preciosa, si vamosal caso, que cien mil vidas humanas, y que esta con-clusión es una respuesta a toda esta cháchara sobrela virtud y el deber, y otros desvaríos y supersticio-nes por el estilo. De modo que hay que aceptarlocomo lo que es; no queda otro remedio. Es comodos y dos son cuatro. Simple aritmética. ¡Vaya uno arefutarlo!

¡Un memento! le gritan a uno. -¿Por qué pro-testa? Dos y dos son cuatro. La naturaleza no le pi-de consejo a uno. No le interesan sus preferencias,ni si aprueba o no sus leyes. Hay que aceptarla talcomo es, con todas las consecuencias que ello im-

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plica. De manera que una pared es una pared, etcé-tera...

¡Pero por Dios!, -¿qué me importan a mí las le-yes de la naturaleza y la aritmética, si tengo mis mo-tivos para odiarlas, inclusive la que dice que dos ydos son cuatro? Es claro que si no soy lo bastantefuerte no voy a derribar la pared con la cabeza, Perono estoy obligado a aceptar una pared de piedrasólo porque esté ahí y yo reo cuente con la fuerzasuficiente para derribarla.

¡Como si una pared de ésas pudiera dejarme re-signado y producirme paz espiritual porque es lomismo que dos y dos son cuatro! -¿A qué grado deestupidez se puede llegar? -¿No es mejor reconocerlas paredes de piedra y las imposibilidades como loson, y negarse a aceptarlas, si el sometimiento re-sulta demasiado insoportable? -¿No es mejor recu-rrir a irrefutables construcciones lógicas y llegar a lasmás repugnantes conclusiones sobre el eterno temade que también uno, en cierta forma participa de laresponsabilidad por la existencia de la pared de pie-dra, aunque es evidente que en modo alguno tiene laculpa de ella? -¿Y luego hundirse con voluptuosidaden la inercia, rechinar los dientes en cólera impo-tente, incapaz de encontrar a alguien en quien de-

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sahogar la cólera y el odio, y perder la esperanza deencontrar nunca a nadie; sentir que uno ha sido en-gañado, defraudado, trampeado, que todo es unembrollo en el cual es imposible decir qué es qué,pero que a pesar de esa imposibilidad y ese engañouno se siente dolorido, y que cuanto menos entien-de más le duele?

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IV

¡Ja! objetarán ustedes, sarcásticos, de este modopronto encontrará placer en un dolor de muelas.

Bueno respondería yo, también hay placer en undolor de muelas.

En una ocasión sufrí de dolor de dientes du-rante todo un mes, y puedo decirles que hay placeren ello. En este caso, por supuesto, la gente no su-fre en silencio. Se queja. Pero no son gemidos co-munes; son maliciosos, y en esa malicia está elasunto. Las quejas expresan el placer del que sufre,pues si no gozara no gemiría. Este es un buenejemplo de lo que quiero decir, de modo que medetendré en ello un momento. Por empezar, losgemidos expresan la humillante inutilidad del dolor,un dolor que obedece a ciertas leyes de la naturaleza

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de las cuales a uno le importa un bledo, porque unoes el que tiene que sufrir, y la naturaleza no sientenada. Así, los gemidos indican que, aunque no hayun enemigo, el dolor existe; que uno, junto con sudentista, está por completo a merced de sus dientes;que si eso complace a alguien, el dolor cesará, peroen caso contrario puede continuar durante otrostres meses. Y por último, que si se niega a resignarsey sigue protestando, lo único que puede hacer paraaliviar sus sentimientos es azotarse las carnes o gol-pear la pared con los puños. Decididamente, no esposible hacer ninguna otra cosa.

Por lo tanto, estos horribles sufrimientos y hu-millaciones, que nos inflige Dios sabe quién, engen-dran un placer que a veces llega al más alto grado devoluptuosidad. Por favor, damas y caballeros, escu-chen con cuidado, durante un tiempo, los gemidosde un intelectual del siglo XIX que sufre de un do-lor de muelas. Escuchen al segundo o tercer día dedolor, cuando ya no gime como lo hacía el primerdía, es decir, nada más que porque le dolía el diente.Sus gemidos no se parecen para nada a los de uncampesino, pues ha sido afectado por la educación ypor la civilización europea. Se queja como un hom-bre que, según se dice ahora, "ha sido desarraigado

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del suelo y perdido contacto con el pueblo". Muypronto sus quejidos se vuelven estridentes y perver-sos, y continúan día y noche. Por cierto que sabeque no se procura alivio alguno cuando se queja deese modo. Nadie sabe mejor que él que se ator-menta e irrita, a él mismo y a los demás, para nada;que sus oyentes, entre ellos su familia, a la cual estándedicados esos esfuerzos, lo escuchan con disgusto;que no creen que sea sincero en modo alguno, y quese dan cuenta de que podría gemir de otra manera,con más sencillez, sin tantos adornos y floreos, yque todo eso lo hace por puro rencor y malicia.

Pues bien, hay un placer voluptuoso en toda esadegradación, y en la conciencia de ella.

-¿Les molesto? -¿Les destrozo el corazón? -¿Nodejo dormir a nadie? Muy bien, sigan despiertos,sientan a cada instante que me duelen las muelas.rara ustedes no soy ya el héroe que traté de pareceral comienzo, sino un simple hombrecito desprecia-ble. As¡ sea. Me alegro de que hayan terminado pordarse cuenta. -¿Les resulta incómodo escuchar miscobardes quejas? Bien, sigan incómodos. Dentro deun momento produciré uno de esos gemidos ador-nados, y ya podrán decirme cómo se sienten...

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-¿Todavía no se entiende lo que quiero decir?Bueno, entonces parece que tendrán que crecer ydesarrollar su comprensión, a fin de poder captartodas las sutilezas de esta voluptuosidad. -¿Eso lesda risa? Me alegro mucho. Es claro que mis bromasson de muy mal gusto, impropias y confusas; reve-lan mi falta de seguridad. Pero es que no tengo res-peto por mí mismo. En fin de cuentas, -¿cómopuede respetarse un hombre con mi lucidez de per-cepción?

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-¿Cómo puede uno, en fin de cuentas, tener elmenor respeto por un hombre que trata de encon-trar placer en el sentimiento de autohumillación?No digo esto por un dulzón placer de arrepenti-miento. En general, nunca pude soportar el "Per-dón, papá, no lo volveré a hacer".

Y no porque fuese incapaz de decirlo. Por elcontrario, quizás era porque tenía demasiada ten-dencia a decirlo. ¡Y tendrían que haber visto, ade-más, en qué circunstancias! Me dejaba culpar, casi apropósito, por algo con lo cual no había tenido rela-ción alguna, ni siquiera en pensamientos o en sue-ños. Eso era lo más odioso. Pero aun así, siempreme mostraba profundamente conmovido, me arre-pentía de mi maldad y lloraba. Por supuesto que

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con ello me engañaba a mí mismo, pero nunca lohice en forma deliberada. En esos casos me traicio-naba el corazón. Ni siquiera puedo culpar por ello alas leyes de la naturaleza, aunque esas leyes meoprimieron toda la vida. Me enferma recordar todoesto, pero, por lo demás, también estaba enfermoen esa época. Sólo me hacían falta uno o dos mi-nutos para reconocer que se trataba de un montónde mentiras; todos esos arrepentimientos, esos esta-llidos emocionales y esas promesas de reformas, noeran otra cosa que embustes presuntuosos y nau-seabundos. Y si ahora me preguntan por qué metorturaba y atormentaba de esta manera, les diré: meaburría de estarme sentado de brazos cruzados, .yentonces utilizaba esas tretas. Créanme, es cierto.Obsérvense con cuidado y entenderán que así fun-ciona el asunto. Inventé todo tipo de historias acer-ca de mí y pasé por toda clase de aventuras parasatisfacer mi necesidad de vivir. ¡Cuántas veces meconvencí de que estaba ofendido, así no más, sinmotivos! Y aunque sabía que no tenía motivos paraestar ofendido, que todo eso era un invento, meprovocaba tal estado de ánimo, que al final me sen-tía terriblemente ofendido. Experimentaba tan

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enérgicas tentaciones de utilizar artimañas de esetipo, que a la postre perdía todos los frenos.

Una vez, o más bien dos veces, traté de obli-garme a enamorarme. ¡Y créanme, damas y caballe-ros, les aseguro que sufrí! Es claro que en el fondodel corazón no podía creer del todo en mis sufri-mientos, y sentía ganas de reírme. Pero de cualquiermanera era sufrimiento, de verdad, con celos, vio-lencia y todos los demás adornos.

Y todo eso por puro aburrimiento, damas y ca-balleros, puro aburrimiento. La inercia me aplasta-ba. -¿Y cuál puede ser el fruto natural, lógico, de laconciencia madura, sino la inercia? Y por inerciaquiero decir estar conscientemente sentado, cruzadode brazos. Ya lo mencioné antes. Y lo repito una yotra vez: la gente espontánea y los hombres de ac-ción pueden actuar porque son limitados y estúpi-dos. -¿Cómo me explicaré? Digámoslo as¡: a causade sus limitaciones, esas personas confunden lasmás cercanas causas secundarias con las causasprincipales. De ese modo se convencen, con másrapidez y facilidad que otros, de que han encontradouna razón incontrovertible para actuar, y ya no tie-nen dudas en cuanto a la acción, y ésta, por su-puesto, es lo importante. Es evidente que para

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actuar hay que estar plenamente satisfecho y libre detodo recelo. Pero tómenme a mí: -¿cómo puedoestar nunca seguro? -¿Dónde encontrare las razonesprimordiales para la acción, la justificación de ésta? -¿Dónde las buscaré? Ejerzo mi capacidad de razo-namiento, y en mi caso, cada vez que creo haberencontrado una causa veo otra que parece ser pri-mordial de verdad, etcétera, etcétera, hasta el infi-nito. Esta es la esencia misma de la conciencia y elpensamiento. Debe de ser otra ley natural. -¿Y quésucede al final? Otra vez lo mismo.

-¿Recuerdan cuando hablé de la venganza(apuesto a que no me siguió con atención)? Se diceque un hombre se venga porque cree que eso es lojusto. Ello implica que ha encontrado la razón pri-maria, la base para su acción, que en este caso es laJusticia. Esto le proporciona una tranquilidad espi-ritual absoluta, de modo que se venga sin escrúpu-los, con eficiencia, en la seguridad de que actúa conhonestidad y con criterio equitativo.

Pero yo no veo justicia ni virtud en la venganza,por lo cual, si caigo en ella, lo hago sólo por rencory cólera. La cólera, por supuesto, anula todas lasvacilaciones y de este modo puede reemplazar lasrazones primarias, precisamente porque no es razón

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alguna. -¿Pero qué puedo hacer si ni siquiera tengocólera? (Por aquí empecé; -¿recuerdan?) En mí, lacólera se desintegra químicamente, como todas lasdemás cosas, debido a esas condenadas leyes de lanaturaleza. Cuando pienso; la cólera desaparece, seevaporan los motivos que tengo para estar colérico,jamás aparece la persona responsable, el insulto noes ya un insulto, sino un golpe del destino, lo mismoque un dolor de muelas, por el cual no puede hacer-se responsable a nadie. Y así descubro que lo únicoque puedo hacer es propinarle otro golpe a la paredde piedra, y luego olvidarlo todo con otro encogi-miento de hombros, pues todo se debe a que no hepodido encontrar la razón fundamental del mal.

Y si tratara de seguir mis sentimientos a ciegas,sin pensar en las causas primarias, si lograse mante-ner mi conciencia fuera del asunto, aun que sólofuera por un tiempo; si me obligase a odiar o amarnada más que para dejar de estar sentado, cruzadode brazos, entonces, en el término de cuarenta yocho horas cuando mucho, me odiaría por haberdescendido al autoengaño. Y todo estallaría comouna pompa de jabón y terminaría en la inercia.

-¿Saben, damas y caballeros?, es probable que elúnico motivo que tenga para considerarme un

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hombre inteligente sea el de que nunca en la vidalogré empezar o terminar nada. Lo sé, ya lo sé, soyun charlatán, un charlatán inofensivo y aburrido,como todos los de mi clase. -¿Pero cómo puedoevitarlo, si el destino inevitable de todo hombre in-teligente es el de charlar, algo así corno llenar unvaso vacío con una botella vacía?

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VI

¡Si sólo mi no hacer nada se debiera a la pereza!¡Cuánto respeto me tendría entonces! Sí, respeto,porque entonces sabría que por lo menos puedo serperezoso, que poseo por lo menos un rasgo defini-do, algo positivo, algo de lo cual me es posible estarseguro. A la pregunta de "-¿Quién es él?", la genterespondería: "Un hombre perezoso". Sería maravi-lloso escuchar eso. implicaría que se me podría ca-racterizar con claridad, que algo se podría decir demí. "Un hombre perezoso". ¡Pero si ésa es una vo-cación, un destino y una carrera, damas y caballeros!No se rían, es la verdad. Sería miembro del clubmás destacado del país, y mi ocupación de todomomento sería la de respetarme. Una vez conocí aun caballero que durante toda su vida se enorgulle-

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ció de ser un gran conocedor del Cháteau Lafitte.Lo consideraba una gran virtud, y nunca tuvo dudasal respecto. Murió con una conciencia no sólo lim-pia, sino además jubilosa. Y tenía absoluta razón. Siyo pudiera elegir, habría escogido para mí una carre-ra de perezoso, de glotón, pero que fuera al mismotiempo un partidario de "lo bueno y lo bello". -¿Qué les habría parecido eso? Soñé con ello durantemucho tiempo. "Lo bueno y lo bello" lo tengo atra-gantado hoy, a los cuarenta años, pero no siemprefue así. En una época habría encontrado inmedia-tamente alguna actividad adecuada, como por ejem-plo brindar por "lo bueno y lo bello". En todaoportunidad habría permitido que una lágrima merodara por la mejilla y cayera en mi vaso, que habríalevantado y vaciado por "lo bueno y lo bello". Yentonces todo o que existe bajo el sol se habríaconvertido en bondad v belleza. Lo habría descu-bierto en las porquerías más indiscutibles. Las lá-grimas habrían manado de mí como gotasestrujadas de una esponja. Un artista pinta un cua-dro de mierda. Muy bien, bebamos en seguida a lasalud de ese artista, porque soy un amante de todolo que es "bueno y bello". Algún autor escribe algoque será del gusto de todos; pues bebamos a la sa-

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lud de todos, ¡porque soy partidario de "lo bueno ylo bello"!

Y por esto habría exigido respeto y atacado acualquiera que me lo negara.

Y así habría vivido sin preocupaciones y muertoen gloria. -¿Qué podría ser más delicioso? ¡Y pien-sen la barriga, la triple papada que habría consegui-do, y la nariz rubicunda! Todos los que setropezaran conmigo habrían dicho:

¡Ése es un hombre! ¡No cabe duda de que porlo menos es una persona real, positiva!

Y digan lo que quieran, damas y caballeros. peroen nuestro siglo negativo resulta agradable escucharcosas por el estilo.

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VII

Pero éstos no son más que sueños dorados. -¿Quién fue el primero que dijo que el hombre hacecosas feas sólo porque no sabe cuáles son sus ver-daderos intereses. que si alguien lo esclareciera enese sentido dejaría inmediatamente de actuar comoun cerdo y se volvería noble y bondadoso? Al verseesclarecido, continúa el argumento, y al advertir enqué consiste su verdadero interés, se daría cuenta deque éste tiene su centro en la acción virtuosa. Ycomo ya se sabe que un hombre no actúa en formadeliberada contra sus intereses, se seguiría de elloque no tendría más elección que la de volverse bue-no. ¡Oh, cuánta inocencia! -¿Desde cuándo, en estosúltimos milenios, ha actuado el hombre exclusiva-mente por su propio interés? -¿Y qué hay de los mi-

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llones de hechos que demuestran que los hombres,de modo deliberado y con pleno conocimiento decuáles eran sus verdaderos intereses, los desprecia-ron y se precipitaron en una dirección distinta? Y lohicieron por su propia cuenta, sin que nadie losaconsejara, negándose a seguir el camino seguro,trillado, y buscaron otro sendero, difícil, irrazonable,y lo siguieron con empecinamiento, a oscuras. -¿Nosugiere esto que la testarudez y la terquedad eranmás fuertes en esos hombres que sus intereses?

¡Interés! -¿Qué interés? -¿Pueden ustedes definircuál es el interés de un ser humano? Y supongamosque el interés de un hombre no sólo concuerda conalgo dañino, antes que con algo ventajoso, sino queademás lo exige. Por supuesto, si ese caso es posi-ble, entonces la regla queda reducida a polvo. Yahora díganme: -¿es posible un caso así? Puedenreír, si lo desean, pero quiero que me contesten losiguiente: -¿hay una medida exacta para las ventajashumanas? -¿No se omiten algunas que no puedenser incluidas en esa clasificación? Por lo que puedoentender, ustedes han basado su escala de ventajasen promedios estadísticos y en fórmulas científicaspensadas por los economistas. Y como la escala estácompuesta de intereses tales como la felicidad, la

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prosperidad, la libertad, la seguridad y todo lo de-más, un hombre que de modo deliberado hicieracaso omiso de dicha escala sería tachado por uste-des y también por mí, en realidad de oscurantista,de loco de remate. Pero lo verdaderamente notablees que !os estadísticos, los sabios y los humanitariosde ustedes, cuando hacen la lista de los intereseshumanos, insisten en omitir uno de ellos. Jamás seacuerdan de él. con lo cual invalidan todos sus cál-culos. Cualquiera creería que es muy fácil agregarloa la lista. Pero ése es el problema: no encaja en nin-guna escala ni diagrama.

Por ejemplo, damas y caballeros, yo tengo unamigo; es claro que también es amigo de ustedes, yen realidad, de todo el mundo. Cuando está a puntode hacer algo, este amigo explica con palabras pom-posas y en detalle de qué manera debe actuar paraconcordar con los preceptos de la justicia y la razón.Más aún, se muestra apasionado cuando perora so-bre los intereses humanos; desprecia a los tontosmiopes que no saben qué es la virtud o qué les con-viene. Luego, exactamente quince minutos después,sin un motivo externo evidente, pero impulsado poralgo interior, más fuerte que toda consideración deintereses, describe una pirueta y dice todo lo contra-

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rio de lo que ha venido diciendo. A saber, desacre-dita las leyes de la lógica y sus propios intereses; enuna palabra, lo ataca todo. . .

Ahora bien, como mi amigo es un tipo com-plejo, no es posible desecharlo por considerarlo unindividuo raro. De manera que quizás exista algoque todos los hombres valoran por encima de lasmás altas ventajas individuales, o (para no ser ilógi-cos) es posible que haya una ventaja humana másventajosa (precisamente la que siempre se omite),que también es más importante que las otras y porla cual un hombre, si es necesario, hará frente a larazón, el honor, la seguridad y la prosperidad en unapalabra, a todas las cosas bellas y útiles, nada másque para alcanza, para lograr la ventaja más ventajo-sa de todas, la más cara para él.

Y qué me interrumpirán ustedes; de cualquiermanera es una ventaja.

Un memento. Quiero expresarme con claridad.No es un problema de palabras. Lo notable de estaventaja es que trastorna todas las clasificaciones ytablas compuestas por los humanitanistas para feli-cidad del género humano. Las ahuyenta, por decirloasí. Pero antes de dar nombre a esa ventaja, permí-taseme comprometerme y declarar que iodos esos

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encantadores sistemas, todas esas teorías que expli-can al hombre cuál es su verdadero interés, de mo-do que al alcanzarlo se vuelva en el acto bueno ynoble, todas ellas no son, en mi opinión, otra cosaque estériles ejercicios de lógica. Sí, nada más queeso. Por ejemplo, proponer la teoría de la regenera-ción humana por la búsqueda de sus verdaderosintereses es, creo yo, casi como... bueno, como de-cir, cual dice H. T. Buckle, que el hombre madurabajo la influencia de la civilización y se vuelve me-nos sanguinario y menos propenso a hacer la guerra.Para llegar a esta conclusión parece haber seguidoun razonamiento lógico. Pero los hombres adoranlos razonamientos abstractos y Las sistematizacio-nes bien elaboradas, a tal punto, que no les molestadeformar la verdad, cierran los ojos y los oídos atodas las pruebas que los contradicen, con tal deconservar sus construcciones lógicas. Y yo diría queel ejemplo que he tomado aquí es en verdad fla-grante. No hay más que mirar en torno y se veránderramamientos de sangre, y la sangre es derramadacasi jugando, como si fuese champagne. ¡Ahí tienena Estados Unidos, esa indisoluble unión, hundidahasta el cuello en la guerra civil! Ahí tienen la farsade SchleswigHolstein

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-¿Y qué hay en nosotros que haya sido suaviza-do por la civilización? Afirmo que lo único que éstahace es desarrollar en el hombre una mayor capaci-dad para experimentar una mayor variedad de sen-saciones. Y nada, absolutamente nada más. Ygracias a ?se desarrollo, es posible que el hombrepueda todavía aprender a gozar con el derrama-miento de sangre. ¡Pero si eso ya ha sucedido! -¿Sehan dado cuenta, por ejemplo, de que los tiranosmás refinados y sanguinarios, comparados conquienes los Atila y los Stenka Razin equivalen asimples niños de coro, son a menudo exquisita-mente civilizados? En realidad, si no resultan tannotables es porque hay demasiados de ellos, y por-que se nos han vuelto demasiado familiares. La civi-lización ha hecho al hombre no siempre mássediento de sangre, por lo menos más furiosa, máshorriblemente sanguinario. En el parado se veíajusticia en el derramamiento de sangre, y se mataba,sin mayores remordimientos de conciencia, a aque-llos a quienes se consideraba necesario matar. Hoyaunque consideramos espantoso derramar sangre,seguimos haciéndolo, y en escala mucho mayor quehasta ahora. Se ha dicho que Cleopatra y, por favor,perdónenme por este ejemplo de la historia antigua

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sentía placer cuando clavaba agujas de oro en lospechos de sus esclavas, que se deleitaba con susgritos y contorsiones. Podrán ustedes objetarme queesto sucedía en tiempos relativamente bárbaros; oquizá digan que todavía hoy vivimos en una épocabárbara (también en términos relativos), que todavíase clava agujas a la gente y que aun hoy, aunque elhombre ha aprendido a tener más discernimientoque en tiempos antiguos, todavía debe aprender aseguir los dictados de su razón.

Ello no obstante, en los pensamientos de uste-des no cabe ruda alguna de que lo aprenderá encuanto s° haya liberado de ciertas malas costumbresantiguas, y cuando e! buen sentido y la ciencia hayanreeducado por completo la naturaleza humana, diri-giéndola por los caminos adecuados. Parecen estarseguros de que el hombre mismo abandonará susextravíos por su propia y libre voluntad, y dejará deoponer su arbitrio a sus intereses. Más aún: dicenque la ciencia enseñará al hombre (aunque se meocurre que, esto es un lujo que no tiene voluntad nicaprichos que en verdad nunca los tuvo, que es algoasí como un teclado de piano o un pedal de órgano;que, por otra parte, hay en e! universo leyes natura-les, y que todo lo que lo Ocurre sucede fuera de su

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voluntad, por sí mismo. como si dijéramos, en con-sonancia con las leyes de la naturaleza. Por lo tanto,lo único que queda por hacer es descubrir esas leyesy el hombre ya no será responsable de sus actos.Entonces la vida resultará en verdad fácil para él.Todo:, los actos humanos serán incorporados, pormedio de una lista, a algo así como tablas de loga-ritmos, digamos hasta el número 108.000, y trasla-dados a un almanaque. O mejor aún, apareceráncatálogos destinados a ayudarnos tal como lo hacenlos diccionarios y las enciclopedias. Contendrándetallados cálculos y pronósticos exactos de todo loque vendrá, de modo que ya no sean posibles eneste mundo las aventuras ni la acción.

Y entonces ustedes son quienes hablan surgiránnuevas relaciones económicas, relaciones hechas demedida y calculadas de antemano con precisiónmatemática, de forma que en el acto desaparecentodos los problemas posibles, porque todos recibenlas soluciones posibles. Y entonces se levantará elutópico palacio de cristal; y entonces. . . bueno, lavida será eterna bienaventuranza.

Por supuesto, no pueden garantizar (ahora ha-blo yo) que eso no resulte espantosamente aburrido(-¿pues qué se podrá hacer cuando todo esté pre-

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determinado por los almanaques?). Pero, por otraparte, todo estará planeado en forma muy razona-ble.

Pero es posible que uno haga cualquier cosa depuro tedio. Por aburrimiento se clava agujas de oroa la gente. Pero eso es nada. Lo verdaderamentemalo (soy yo quien vuelve a hablar) es que entonceslas agujas de oro serán consideradas una bendición.El problema del hombre consiste en que es estúpi-do. Fenomenalmente estúpido. O sea, que aunqueno sea estúpido de veras, es tan desagradecido, queno es posible encontrar otra criatura tan ingrata. Amí, por ejemplo, no me sorprendería en modo algu-no, si, en esa futura era de la razón, apareciera depronto un caballero con una sonriseta desagradeci-da, o digamos retrógrada, y, con los brazos en jarra,nos dijera:

-¿Qué les parece, amigos?, mandemos esta ra-zón al demonio, saquémonos de debajo de los piestodas estas tablas de logaritmos y volvamos a nues-tras propias y estúpidas costumbres.

Eso no es tan enojoso por sí mismo: lo malo esque ese caballero encontraría partidarios, con todaseguridad. Porque así está hecho el hombre.

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Y la explicación es tan sencilla, que casi no pa-rece haber necesidad de presentarla; a saber, que unhombre, siempre y en todas partes, prefiere actuarcomo se le antoja, y no como le dicen la razón y susintereses, pues es muy posible que sienta deseos deactuar contra sus intereses, y en algunos casos digoque desea positivamente actuar de esa manera. Peroesa es mi opinión personal.

De manera que la libre e ilimitada elección deuno, el capricho individual, aunque sea el más loco,producto de una fantasía llevada a veces hasta elfrenesí, ésa es la ventaja más ventajosa que no pue-de ser incorporada a ninguna tabla ni escala, y queconvierte en polvo, con su solo contacto, todos lossistemas y todas las teorías. -¿Y de dónde sacarontodos esos sabios la idea de que el hombre debe detener algo que en opinión de ellos es una serie dedeseos normales y virtuosos? -¿Qué les hace creerque la voluntad humana tiene que ser razonable yconcorde con sus intereses? Lo único que el hom-bre necesita de veras es la voluntad independiente, atoda costa y sean cuales fueren las consecuencias.

Hablando de la voluntad, maldito sea si. ..

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VII

¡Ja, ¡a, ja! Hablando en términos estrictos, ¡esoque se llama voluntad no existe! me interrumpiránustedes con una risotada. Hoy la ciencia ha logradodisecar al hombre lo suficiente como para poderafirmar que lo que conocemos con el nombre dedeseo y libre albedrío no es más que...

¡Esperen, esperen un momento! Ya iba a llegar aeso. Admito que inclusive me asustó un poco. Esta-ba a punto de decir que la voluntad dependía deldiablo sabe qué, y que quizá deberíamos estarleagradecidos a Dios por eso, pero entonces .meacordé de la ciencia y eso me frenó. Y en ese mo-mento ustedes me interrumpieron. Ahora bien, su-pongamos que un día descubrieran de verdad unafórmula que constituyera la raíz de todos nuestros

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deseos y caprichos, y que nos dijera de qué depen-den éstos, a qué leyes están sometidos, cómo se de-sarrollan, hacia qué apuntan en tal y cual caso,etcétera; es decir, supongamos que encontrasen unaverdadera ecuación matemática. Bueno, lo más pro-bable es que entonces el hombre deje de tener de-seos. Casi con seguridad. -¿Qué alegría podríaencontrar en el hecho de funcionar de acuerdo conuna tabla de tiempos? Más aún, se convertiría en unpedal de órgano, o algo por el etilo, -¿pues qué esun hombre sin voluntad, deseos, ni aspiraciones,sino un pedal de órgano?

Examinemos, por consiguiente, las posibilidadesde que eso ocurra o no. -¿Qué les parece a ustedes?

Hmmm me dirán, la mayor parte de nuestrosdeseos son errados a consecuencia de una evalua-ción equivocada de cuáles son nuestros intereses. Sia veces deseamos algo que no tiene sentido ello sedebe a que, en nuestra estupidez, creemos que es laforma más fácil de lograr una supuesta ventaja. Perocuando todo eso nos ha sido explicado y el elabora-do en una hoja de papel (lo cual es posible, porquees despreciable y carente de razón afirmar que pue-den existir leyes de ,a naturaleza que el hombre nologre penetrar), tales deseos dejarán sencillamente

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de existir. Pues cuando el deseo se combina con larazón, en lugar de desear razonamos. En ese, casoresulta imposible conservar la razón y desear algoinsensato, es decir, nocivo. Y en cuanto sea posiblecomputar todos nuestros deseos y razonamientos(pues llegará el día en que entendamos qué es lo quegobierna a lo que ahora describimos como nuestrolibre albedrío), es probable que contemos con algúntipo de tablas que orienten nuestros deseos, lo mis-mo que cualquier otra cosa. De manera que si unhombre le saca la lengua a alguien, será porque nopuede dejar de sacarla, y porque tiene que hacerlocolocando la cabeza exactamente en el ángulo enque lo hace. -¿Y qué libertad quedará entonces enél, en particular si es un hombre culto, un hombrede ciencia diplomado? ¡Pues podrá planificar su vidacon treinta años de anticipación! De todos modos,si se llega a eso, no tendremos más remedio queaceptarlo. Debemos repetirnos a cada rato que enningún momento ni lugar nos pedirá la naturalezapermiso para nada; que debemos aceptarla tal comoes, y no tal como nos la pintamos en la imaginación;que si avanzamos hacia los gráficos, las tablas detiempos y aun los tubos de ensayo, bueno, tendre-mos que aceptar todo eso, ¡incluido, por supuesto,

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el tubo de ensayo! Y si no queremos aceptarlo, lanaturaleza misma hará que...

Sí, sí, ya sé, ya sé. .. Pero ahí hay un inconve-niente, por lo que a mí respecta. Tendrán que per-donarme, damas y caballeros, si me hago unembrollo con mis propios pensamientos. Hay quetener en cuenta el hecho de que me he pasado loscuarenta años de mi vida en una cueva de ratones,debajo del piso. Permítanme, entonces, que dé rien-da suelta a mi fantasía.

Admito que la razón es algo bueno. Eso no sepuede discutir. Pero la razón es sólo razón, y nohace más que satisfacer las exigencias racionales delhombre. Por otra parte, el deseo es la manifestaciónde la vida misma de toda la vida, y lo abarca todo,desde la razón hasta el impulso de rascarse. Y aun-que la vida puede convertirse a menudo en unasunto sucio cuando somos orientados por nuestrosdeseos, sigue siendo vida, y no una serie de extrac-ciones de raíces cuadradas.

Yo, por ejemplo, por instinto quiero vivir, ejer-cer todos los aspectos de la vida que hay en mí, y nosólo la razón, que equivale quizás a no más de unvigésimo del todo.

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-¿Y qué sabe la razón? Sólo sabe lo que ha teni-do tiempo de aprender. Muchas cosas seguiránsiendo desconocidas para ella. Esto hay que decirloaunque no tenga nada de alentador.

Pero la naturaleza humana es todo lo contrario.Actúa como una entidad, usa todo lo que tiene, loconsciente y lo inconsciente, y aunque nos engañe,vive. Sospecho, damas y caballeros, que me estánmirando con compasión, preguntándose cómo nologro entender que un hombre esclarecido y culto,como el hombre del futuro, no puede tener deseosdeliberados de perjudicarse. Para ustedes es unacuestión de matemáticas puras. De acuerdo, es ma-temáticas. Pero déjenme repetirles por centésimavez que existe un caso en que el hombre puede de-sear, con plena conciencia, hacerse algo dañino, es-túpido y aun totalmente idiota. Y lo hará para dejarsentado su derecho a desear las cosas más idiotas, ypara no verse obligado a tener sólo deseos sensatos.-¿Pero qué sucede, amigos míos, si un capricho ab-surdo resulta ser la cosa más ventajosa de la tierrapara nosotros, como a veces sucede? En términosespecíficos, puede resultar más ventajoso para no-sotros que cualquier otra ventaja, aun cuando re-sulte evidente que nos hace daño y que contraría

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todas las conclusiones sensatas de nuestra razónrespecto de nuestros intereses. Porque, suceda loque sucediere, nos deja nuestra posesión más im-portante, más preciada: nuestra individualidad.

Algunas personas reconocen, por ejemplo, queel deseo podría ser lo que el hombre más atesora.Es claro que el deseo, si así lo quiere, puede con-cordar con la razón, en especial si se lo usa con fru-galidad, sin ir nunca demasiado lejos. Entonces eldeseo resulta muy útil, y hasta digno de elogio.

Pero en realidad, en general está en empecinadodesacuerdo con la razón... y... y... permítanme queles diga que esto también es útil y digno de elogio.

Supongamos, damas y caballeros, que el hombreno es estúpido. (Porque, en verdad, si decimos quees estúpido, -¿a quién podremos llamar inteligente?)Pero aunque no sea estúpido, es monstruosamentedesagradecido. ¡Fenomenalmente desagradecido!Inclusive diría que la mejor definición del hombrees: un bípedo desagradecido. Pero ése no es todavíasu defecto principal. Su principal defecto es su per-versidad crónica, y ha sufrido de ella a todo lo largode la historia, desde el Diluvio hasta la crisis deSchleswig Holstein. Perversidad y, por lo tanto, faltade buen sentido, pues bien se sabe que la perversi-

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dad de debe a la carencia de buen sentido. Echenuna ojeada ala historia de la humanidad y díganmequé ven en ella. -¿Les parece majestuosa? Es posi-ble. El Coloso de Rodas es lo bastante impresio-nante como para haber impulsado al señorAnaievski a decir que algunos la consideran unaobra del hombre y otros una creación de la natura-leza. -¿La encuentran llena de colorido? Sí, supongoque en la historia humana hay mucho color. Piénse-se en todos los uniformes militares y en todas lasvestimentas civiles. Esto por sí mismo parece bas-tante impresionante. Y si pensamos en todos losuniformes que se usan en todas las ocasiones semio-ficiales, hay tanto colorido, que cualquier historiadorquedaría deslumbrado. -¿Les parece monótona? Sí,hay mucho de razón en eso. Combaten y combateny combaten; están combatiendo ahora, lucharonantes y volverán a hacerlo en el futuro. Sí, convengoen que es un poco monótona.

De modo que ya ven: sobre la historia mundialse puede decir cualquier cosa; todas y cualquiera delas cosas que se le pueda ocurrir a la imaginaciónmás mórbida. Menos una. No se puede decir que lahistoria sea razonable. La palabra se le queda a unoen la garganta. Y he aquí lo que sucede a cada rato:

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hombres buenos y razonables, sabios y humanita-rios, tratan de vivir una vida constantemente buenay sensata, de servir, por decirlo así, de antorchashumanas para iluminar el camino de sus prójimos,para demostrarles que puede hacerse. -¿Y qué re-sulta de ello? Por supuesto, tarde o temprano, estosamantes del género humano se dan por vencidos,algunos en medio de un escándalo, y a menudo deun escándalo bastante indecente.

Y ahora quiero preguntarles algo: -¿qué se pue-de esperar del hombre, si se tiene en cuenta que esuna criatura tan extraña? Se pueden derramar sobreél todas las bendiciones de la tierra, ahogarlo en di-cha, de modo que sólo se vea las burbujas que su-ben a la superficie de su ventura; se le puede otorgartal seguridad económica, que no tenga que hacerotra cosa que dormir, mordisquear tortas y preocu-parse de impedir que la historia mundial se inte-rrumpa. Y aun entonces, por pura malicia eingratitud, el hombre les hará una sucia jugarreta.Inclusive pondrá en peligro su torta, en beneficio dela más flagrante estupidez, de la tontería económi-camente más insegura, nada más que para inyectarsus propias fantasías, desastrosas y letales, en toda lasolidez y sensatez que lo rodean. Precisamente quie-

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re preservar sus perniciosas fantasías y sus vulgarestrivialidades, aunque sólo sea para asegurarse de quelos hombres siguen siendo hombres (como si esofuera tan importante), y no teclados de piano queresponden a las leyes de la naturaleza. Quién sabepor qué, al hombre le molesta la idea de no poderdesear sí ese deseo no figura en su tabla de tiemposen ese momento.

Pero aunque el hombre no fuese otra cosa queuna tecla de piano, aunque tal cosa se le pudierademostrar por métodos matemáticos, no volvería ensí, sino que utilizaría alguna de sus tretas, por puraingratitud, nada más que por salirse con la suya. Y sino los tuviera a mano, inventaría los medios dedestrucción, de caos, y todos los tipos de sufri-mientos necesarios para lograr su objetivo. Porejemplo, maldeciría en voz lo bastante alta para quetodo el mundo lo escuchara maldecir es prerrogati-va del hombre, y lo distingue de todos los demásanimales, y quizás el solo hecho de maldecir le daríalo que quiere, es decir, le demostraría que es unhombre, y no una tecla de piano.

Pero se puede decir que también esto es posiblecalcularlo de antemano e incluirlo en la lista el caos,las maldiciones y todo, y que la posibilidad misma

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del cálculo lo impediría, de forma que predominaríala cordura. ¡Oh, no! En ese caso el hombre enlo-quecería adrede, nada más que para inmunizarse a larazón.

Creo que esto es así y estoy dispuesto a jurarlo,porque me parece que el sentido de la vida delhombre consiste en demostrarse a sí mismo, a cadainstante, que es un hombre, y no una tecla de piano.Y el hombre seguirá demostrándolo, y pagándolocon su piel; si hace falta, se convertirá en un troglo-dita. Y como esto es así, no puedo dejar de alegrar-me de que las cosas sigan siendo como son y quepor el momento nadie sepa qué es lo que determinanuestros deseos.

Y ahora ustedes me gritan que nadie tiene la in-tención de privarme de mi libre albedrío, que sólotratan de disponer las cosas de modo que mi vo-luntad coincida con mis intereses, con las leyes de lanaturaleza y con la aritmética.

¡Ah, damas y caballeros, no me hablen del librealbedrío cuando se trata de tablas y de aritmética,cuando todo será deducible de dos y dos son cua-tro! No hace falta el libre albedrío para descubrirque dos más dos son cuatro. :No es eso lo que yollamo libre albedrío!

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IX

Por supuesto que bromeo, mis amigos, y medoy cuenta de que mis bromas son débiles. Pero noes posible reírse de todas las cosas. Quizá bromeoentre dientes. Es que me obsesionan ciertos pro-blemas, y puede que ustedes me permitan formula-rios.

Ustedes, por ejemplo, quieren curar, al hombrede sus malas costumbres antiguas y reformar suvoluntad de acuerdo con las exigencias de la cienciay el buen sentido. -¿Pero qué les hace creer que elhombre puede o debe ser cambiado de esa manera?-¿Qué los lleva a la conclusión de que es absoluta-mente necesario modificar los deseos del hombre? -¿Cómo saben que esa corrección resultará prove-chosa para el hombre? Y si me permiten hablar con

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toda franqueza, -¿por qué están tan seguros de queel hecho de abstenerse de actuar en contradiccióncon los propios intereses, tal como lo determinan larazón y la aritmética, es siempre beneficioso parauno y que ello rige para la humanidad en su con-junto?

Hasta ahora, éstas sólo son suposiciones de us-tedes. Admitiré que concuerdan con las leyes de lalógica. -¿Pero concuerdan también con la ley huma-na? Y por si creen que estoy loco, déjenme expli-carles. Acepto que el hombre es un animal creador,condenado a luchar conscientemente para llegar auna meta, dedicado a una permanente obra de inge-niería, por decirlo así, atareado construyéndose ca-minos que conducen a alguna parte. .. no importaadónde. Y quizá, si de vez en cuando siente deseosde extraviarse, es sólo porque está condenado aconstruir ese camino; hasta el hombre de acción,por estúpido que sea, debe de darse cuenta de vezen vez que su camino siempre va a alguna parte, yque lo principal no es adónde va, sino mantener alniño bien intencionado en sus labores de ingeniería,con lo cual se lo salva de las trampas mortíferas dela ociosidad, que, como bien se sabe, es la madre detodos los vicios. Es indiscutible que al hombre le

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encanta crear y construir caminos. -¿Pero por qué leagradan también el caos y el desorden, aun en suvejez? ¡Explíquenme eso, si pueden! Pero esperen,antes me gustaría decir unas palabras acerca de esteasunto. Me pregunto si no le agradará tanto el caosy la destrucción porque tiene miedo, por instinto, dellegar a la meta por la cual trabaja. . . -¿Cómo es po-sible saberlo?; quizá le agrade su objetivo sólo desdelejos; quizá sólo le guste contemplarlo y no vivir enél, y, cuando llega el momento, cedérselo a los ani-males, como por ejemplo a las hormigas, ovejas yotros. Por supuesto, las hormigas son distintas. Tie-nen una obra de ingeniería maravillosa y perdurableen la cual trabajar: el hormiguero.

Y las respetables hormigas empezaron con suhormiguero, y lo más probable es que terminen conél, lo cual constituye un gran mérito que se debeanotar en la cuenta de su perseverancia y unidad decriterio. Pero el hombre es frívolo e impredecible, yquizá, como a un jugador de ajedrez, sólo le com-place el medio, y no la meta misma.

-¿Y quién podría decirlo?; es posible que el ob-jetivo de la vida del hombre sobre la tierra consistaprecisamente en ese esforzarse en forma ininte-rrumpida por alcanzar una meta. Es decir, que el

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objetivo es la vida misma, y no la meta, que, porsupuesto, no debe de ser otra que dos más dos soncuatro. Y dos veces dos, damas y caballeros, no esya la vida, sino el comienzo de la muerte. Por lomenos, el hombre siempre temió ese dos más dosigual a cuatro, y eso es lo que ahora me asusta a mí.

Supongamos que el hombre no hace otra cosaque buscar ese dos veces dos, que cruza océanos ysacrifica su vida en esa búsqueda, mientras en reali-dad, todo el tiempo, tiene miedo de descubrir que elresultado es cuatro. Siente que en cuanto lo hayadescubierto, ya no le quedará nada que buscar. Almenos los trabajadores, cuando reciben su dinero alfinal de la semana, van a la taberna, y luego quizáterminan en el cuartel de policía, de forma quesiempre disponen de algo que los mantiene ocupa-dos. Pero en otro sentido, -¿qué puede hacer elhombre consigo cuando logra uno de sus objetivos?Cuando ello sucede, se advierte en él, por lo menos,cierta torpeza. Adora el esfuerzo necesario para lo-grar, pero no goza especialmente con lo que logra.Gracioso, -¿verdad? Sí, el hombre es un animal có-mico, y es evidente que hay una broma en todo es-to. Aun así, digo que dos veces dos es una nocióninsoportable, una imposición arrogante. Esta ima-

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gen del dos más dos se yergue ahí, las manos en losbolsillos, en mitad del camino de uno, y escupe ha-cia nuestro lado. Pero estoy dispuesto a reconocerque dos más dos son cuatro es una cosa hermosa.Sin embargo, si vamos a alabar todo de esa manera,entonces digamos que dos veces dos son cinco re-sulta también delicioso de vez en cuando.

-¿Y por qué están tan seguros, tan convencidosy conscientes de que sólo lo normal y lo positivo, esdecir, sólo lo que promueve el bienestar del hom-bre, resulta beneficioso para él? -¿No podría la ra-zón equivocarse en cuanto a lo que constituye unaventaja? -¿Por qué no habrían de gustarle al hombreotras cosas que su bienestar? Quizás el sufrimientole resulte tan beneficioso como el bienestar. En ri-gor, el hombre adora el sufrimiento. Con apasiona-miento. Es un hecho. Para comprobarlo no hacefalta siquiera recurrir a la historia universal. Pre-gúnteselo usted mismo, si ha tenido alguna expe-riencia de la vida. Y personalmente, pienso inclusiveque es vergonzoso gustar del bienestar por sí mis-mo. Esté bien o mal, es muy agradable romper algode vez en cuando.

En realidad, no defiendo el sufrimiento, lomismo que no defiendo el bienestar. Abogo por el

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capricho, y quiero tener el derecho de usarlo cuandose me ocurra.

Sé, por ejemplo, que el sufrimiento es inadmisi-ble en las comedías teatrales. En el utópico palaciode cristal sería inconcebible, pues el sufrimientosignifica dudas y negación, -¿y qué tipo de palaciode cristal sería ése, si la gente tuviera dudas acercade él? Sin embargo, estoy seguro de que el hombrejamás abandonará el verdadero sufrimiento, es de-cir, el caos y la destrucción. ¡Pero si el sufrimientoes la única causa de la conciencia! Y aunque al prin-cipio declaré que la conciencia es la mayor plaga delhombre, sé que le agrada y que no la cambiará porningún beneficio. La conciencia, por ejemplo, per-tenece a un orden mucho más elevado que dos másdos. Es claro que después de dos más dos no nosquedará ya nada que hacer, ni nada que descubrir.Lo único que nos quedará será despedirnos denuestros cinco sentidos y hundirnos en la contem-plación. Con la conciencia tampoco tenemos mu-cho que hacer, pero por lo menos podemoslacerarnos de tiempo en tiempo, lo cual nos reanimaun tanto. Puede que ello vaya contra el progreso,pero es mejor que nada.

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X

De modo que ustedes creen en un indestructiblepalacio de cristal, en el cual no les será posible sacarla lengua, ni hacer ruidos groseros con los labios, nisiquiera aunque se cubran la boca con la mano...Pero yo tengo miedo de semejante palacio, precisa-mente porque es indestructible, porque en él nuncase me permitirá sacar la lengua.

Traten de entender: si en lugar de ese palaciosólo hubiera un gallinero, y si yo tuviera que me-terme en él para guarecerme de la lluvia, no lo lla-maría palacio nada más que por gratitud, porque mepermitiese no mojarme. Pueden ustedes reírse y de-cir que para ese fin no tiene importancia que se tratede un gallinero o un palacio. Y yo concordaría con

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ustedes si el único objetivo de la vida fuese el de nomojarse.

Pero supongamos que he decidido que mante-nerme seco no es la única razón que tengo para vi-vir, y que, ya que estamos en eso, sería mejor quetratáramos de vivir en palacios... Ese es mi deseo ymi elección. Y ustedes lograrán cambiarlo sólocuando consigan modificar mis preferencias. Há-ganlo, si pueden. Pero entre tanto, permítanme dis-tinguir entre el gallinero y el palacio.

Supongamos ahora que el palacio de cristal esuna ilusión, que las leyes de la naturaleza no lo tole-ran, que yo lo he soñado, en mi estupidez, influidopor ciertos antiguos e irracionales hábitos de pen-samiento, comunes a mi generación.

Pero es claro que me importa muy poco si lasleyes de la naturaleza lo toleran o no. -¿Y qué im-portancia podría tener eso, puesto que existe en mideseo? -¿O más bien, que existe, dado que existe mideseo?

-¿Vuelven a reír? Adelante, ríanse, pero no pien-so decir que mi vientre está lleno cuando tengohambre; no me conformaré con términos medios,con un cero infinitamente repetido, nada más queporque alguna ley le permite repetirse, nada más que

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porque está ahí. No acepto, como coronación demis sueños, un enorme edificio para los pobres, condepartamentos arrendados por mil años y una placade dentista afuera, para casos de emergencia.

Pero estoy dispuesto a seguirlos en cuanto ha-yan eliminado mis deseos, destruido mis ideales,para remplazarlos por algo mejor. Y si. se preguntanpor qué habrían de molestarse por mí, yo puedodecirles lo mismo. Hablo con toda seriedad, pero sino quieren malgastar su tiempo y su atención en mí,eso no me destrozará el corazón. Tengo mi agujerobajo el piso, -¿recuerdan?

Y entre tanto seguiré viviendo y deseando, ¡yque se me seque el brazo derecho si contribuyo conun solo ladrillo a esa casa de departamentos de us-tedes! Olvídense de lo que dije antes, sobre rechazarel palacio de cristal porque en él no se me permitirásacarle la lengua a nadie. Lo dije, no porque me en-cante sacar la lengua, sino porque todavía tengo quever un edificio de ustedes en el cual uno puedaabstenerse de sacar la lengua. Por el contrario, estoydispuesto a que me corten la lengua, por pura gra-titud, si se consigue que nunca más vuelva a sentirdeseos de sacarla. -¿Pero qué puedo hacer si eso noes posible, y si entre tanto se me invita a aceptar

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departamentos baratos? -¿Por qué he sido provistode todos estos deseos? -¿Acaso sólo para llegar a laconclusión de que no son otra cosa que una granestafa? -¿Ese es el objetivo de todo? No lo creo.

Pero después de todo lo que acabo de, decir, -¿quieren que les diga algo más? Estoy seguro de quelos habitantes de las cuevas de ratones, como soyyo, deberían ser mantenidos fuera del paso. Los deesa especie pueden pasarse cuarenta años sentadosdebajo del piso, en cualquier parte, pero en cuantoescapan, en cuanto salen de ahí, hablan y hablan yhablan; hablan sin parar, hasta cansarse.

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XI

¡Por lo cual, en definitiva, damas y caballeros, lomejor es no hacer nada! ¡Lo mejor es la inerciaconsciente! ¡Un brindis a mi agujero de abajo delpiso! Y aunque dije que los hombres normales meponían verde de envidia, en las circunstancias ac-tuales no ocuparía su lugar... aunque seguiré envi-diándolos. No, no, mi agujero es mejor, ¡dígase loque se dijere! Allí por lo menos es posible... ¡ah, yaempiezo, otra vez, con mentiras! Miento porque sé,como que dos más dos son cuatro, que no es lacueva de ratón lo mejor, sino algo muy distinto, al-go que ansío pero que no puedo encontrar. ¡Al de-monio con la cueva de ratón!

Me sentiría mejor si pudiera creer en algo de loque he escrito aquí. Pero juro que no puedo creer

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en una sola palabra. Es decir, lo creo en cierta ma-nera, pero al mismo tiempo siento que estoy min-tiendo como un hijo de perra.

-¿Y entonces por qué ha escrito todo eso? po-drán preguntarme.

Bueno, me gustaría meterlos en una ratoneradurante cuarenta años, más o menos, sin nada quehacer, y al final de ese lapso me agradaría ver en quéestado se encontrarían. -¿Les parece lícito dejar a unhombre solo durante cuarenta años, sin nada quehacer?

Y lo que hace ahora, -¿no le parece desprecia-ble? me dirán, quizás encogiéndose de hombros condesdén. Dice que ansía vivir, y trata de solucionarlos problemas de la vida por medio de una lógicaenmarañada. Y es tan insistente, tan arrogante y almismo tiempo tan temeroso. . . Dice infinidad detonterías, y se siente satisfechísimo con ellas. Semuestra insultante, pero como teme las consecuen-cias, no hace más que pedir disculpas. Trata de con-vencernos de que no teme a nada; pero losorprendemos amedrentado. Nos dice que está co-lérico y que habla entre dientes, pero a cada ratotrata de parecer gracioso y de hacernos reír. Tieneconciencia de que sus chistes no son muy jocosos,

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pero parece encontrarles ciertos méritos literarios.Es posible que haya tenido que sufrir, pero no pare-ce tener respeto alguno por sus sufrimientos. Hayalgo de verdad en usted, pero no humildad; y suverdad la extrae de la más mezquina vanidad, y lasaca para exhibirla, para ofrecerla en venta, paradeshonrarla. Por cierto que tiene algo que decir, pe-ro oculta sus palabras finales por miedo, porque enrealidad no tiene valentía, sino sólo la impertinenciade un cobarde. Se jactó en relación con su concien-cia, pero no puede entender nada con claridad por-que, aunque su cabeza es lúcida, su corazón eslóbrego a causa de sus desenfrenos, y sin un cora-zón puro es imposible una verdadera conciencia. ¡Yes tan indiscreto, tan atropellador, tan exhibicionis-ta! Ah, no dice otra cosa qué mentiras, mentiras ymás mentiras. . .

Por supuesto, yo he inventado todas estas pala-bras. También ellas salen de mi cueva. Me pasé cua-renta años escuchando las palabras de ustedes através de una hendidura, mientras permanecía sen-tado en mi cueva, debajo del piso. No tenía otracosa que hacer. De modo que ahora ya las conozcode memoria, y no es extraño que haya podidoasentarlas de este modo, en forma literaria.

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-¿Pero en verdad son ustedes tan crédulos comopara imaginar que publicaré todo esto para que lolean? Y hay otro enigma que me gustaría solucionar:-¿por qué los llamo "damas y caballeros" y me dirijoa ustedes como si en realidad fuesen mis lectores?El tipo de confesiones que estoy a punto de haceraquí no se publica, ni las da uno a otras personaspara que las lean. Yo, por lo menos, no tengo sufi-ciente decisión para hacerlo, ni siento que haya ne-cesidad alguna de ello. Pero se me ha metido unaidea en la cabeza, y quiero realizarla a cualquiercosto.

Quiero decir que en el pasado de todos loshombres hay cosas que no admiten, salvo ante susamigos más íntimos. Hay otras cosas que no admi-ten siquiera ante sus amigos, sino sólo para susadentros... y ello en el plano más estrictamente con-fidencial. Pero también hay cosas que un hombreno se atreve a reconocer ni siquiera para sí, y todoslos hombres decentes tienen una acumulación bas-tante grande de esas cosas. En realidad, cuanto másdecente es el hombre, mayor es la acumulación.Sólo hace muy poco me atreví a explorar parte demis aventuras pasadas, que hasta entonces habíaeludido con particular ansiedad. Pero ahora que me

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he obligado a recordarlas, y que inclusive me atrevoa escribirlas, quiero hacer una prueba para ver si esposible ser completamente franco y no temer laverdad desnuda. Me agradaría incluir aquí una ob-servación de Heine, en el sentido de que las auto-biografías sinceras son casi imposibles, y que elhombre está obligado, a mentir respecto de sí. Ensu opinión, Rousseau debe de haber mentido enforma deliberada, y por pura vanidad, al hablar de élen las Confesiones. Estoy seguro que Heine tienerazón. Me doy cuenta de que es posible que unomismo se acuse de delitos de envergadura, nada másque por vanidad. Eso, como es lógico, puede ser.Pero Heine juzgaba a un hombre que se había con-fesado en público. Ahora, en mi caso, esto lo escri-bo sólo para mí, porque si bien me dirijo a lectoresimaginarios, lo hago nada más que porque me re-sulta más fácil escribirlo así. Es sólo cuestión deforma, nada más, pues como dije antes, jamás ten-dré lectores.

No quiero que se interponga en mi camino nin-guna consideración de composición literaria. No mepreocuparé de planificar y ordenar anotaré todo loque me acuda al pensamiento.

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Es claro que ahora ustedes pueden creer que metienen atrapado, y me preguntarán por qué, si enverdad no espero tener lectores, me preocupo deregistrar todas estas explicaciones en cuanto a queescribo sin un plan, a que anoto lo que me surge a lamente, etcétera. -¿Cuál es, entonces, el sentido detodas estas excusas y disculpas?

Mi respuesta es: las cosas son así.Eso tiene toda una explicación psicológica.

Quizá se deba a que soy un cobarde. También esposible que si imagino un público, mi conducta seamás decorosa mientras escribo esto. Puede habermillares de razones.

Y además hay otra cosa. -¿Por qué, se pregunta-rá, necesito escribirlo? Si no es para el público, -¿nopuedo dedicarme a recordar mentalmente, sin ponerlas cosas en el papel? Es una buena pregunta, perosiento que escribirlo le confiere dignidad. La palabraescrita tiene algo de impresionante; resulta másconducente al autoanálisis, y mi confesión tendrámás estilo. Por otra parte, es posible que el procesomismo de escribir me alivie un tanto. Hoy, porejemplo, me oprime en forma especial un viejo re-cuerdo. Me volvió con claridad hace unos días, ydesde entonces ha sido como una melodía exaspe-

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rante, que no puedo sacarme de la cabeza. Pero de-bo liberarme de él. Tengo centenares de recuerdospor el estilo, y de vez en cuando uno de ellos sedestaca de la masa y empieza a atormentarme.Siento que si lo escribo, lo eliminaré. -¿Por qué nointentarlo?

Y por último, me aburre esto de no hacer nuncanada. Escribir cosas se parece un poco a trabajar, ¡yhe oído decir a la gente que el trabajo hace que loshombres sean buenos y honrados! De manera que,en fin de cuentas, quizás haya todavía una posibili-dad para mí.

Hoy nieva. Cae una nieve húmeda, amarilla, ló-brega. Ayer también nevó. Y hace unos días, tam-bién. Creo que esta nieve húmeda es la que me hizopensar en el incidente que no puedo sacarme de lacabeza. De forma que éste es un relato vinculadocon la nieve húmeda.

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Segunda Parte

Recordado por una caída de nieve húmeda

Cuando mi apasionada súplica ardorosa,De la llanura del mar

Rescató por fin tu pobre alma;Hundida en angustia y tormento,

Te retorcías las manos en triste lamentoY condenabas tu innoble pasado.

Y azotada por el recuerdo, ensangrentada,Acuciando la conciencia dormida,

Derramaste el espantoso relatoDe tu vida antes de conocernos.

Llena de vergüenza que no moría,Cubierto con las manos el rostro lloroso,

Amargas lágrimas en loca cascada

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Eran la señal de tu infinita desdicha . . . etc.,etc., etc.

De una poesía de N. A. Nekrásov

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I

En esa época yo tenía veinticuatro años, pero yaentonces hacía una existencia lúgubre, desorganiza-da, solitaria como la de un salvaje. Me apartaba de lagente, inclusive trataba de no hablar con nadie, y merecluía cada vez más en mi agujero. En la oficina,evitaba mirar a nadie; me daba cuenta de que losotros me consideraban un excéntrico y que por lomenos así lo sentía hasta me miraban con ciertodisgusto. -¿Por qué, me preguntaba a veces, ningúnotro sentía que estuviese inspirando disgusto en losdemás? Había allí un empleado de rostro repulsivo,picado de viruela; tenía un aspecto siniestro. Yo nome habría atrevido siquiera a mostrar a nadie unacarota como ésa. Las ropas de otro estaban tan su-cias, que apestaban. Pero ninguno de los dos parecía

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inquietarse por su cara, por su vestimenta o no sépor cualquier rareza mental que pudiera tener. Ni seles ocurría que pudieran inspirar repugnancia. Yaunque se les ocurriese, no les importaba gran co-sa... a menos de que la repugnancia proviniera de lossuperiores. Ahora me doy perfecta cuenta de que,debido a una infinita vanidad que me obligaba a fi-jarme normas imposibles, me veía a mí mismo confuriosa desaprobación, rayana en el asco, y que lue-go atribuía mis propios sentimientos a todos aque-llos con quienes me cruzaba. Odiaba mi rostro. Loencontraba lamentable, y aun sospechaba que habíaalgo de viscoso en su expresión, de manera que alllegar a la oficina trataba siempre de adoptar un airenegligente y una expresión digna para que no mecreyesen un individuo rastrero.

"Que mi rostro sea feo pensaba, siempre quesea digno, expresivo y, sobre todo, increíblementeinteligente."

Pero tenía dolorosa conciencia de que mi expre-sión facial no podía reflejar todas estas cualidades. Ypeor aún, aunque habría aceptado cualquier otracosa, siempre que pareciera inteligente, la encontra-ba positivamente estúpida. Ni siquiera hubiera re-chazado una expresión depravada si, al mismo

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tiempo, todo el mundo hubiese admitido que teníauna cara terriblemente inteligente.

Es claro que odiaba y despreciaba a todos los demi oficina, aunque al mismo tiempo les temía. Enocasiones llegaba a considerarlos superiores a mí.Pasaba de un extremo a otro sin motivos aparentes:un día los desdeñaba, al siguiente pensaba que eranmejores que yo.

Un hombre civilizado, que se respete, no puedeser vanidoso sin fijarse normas inalcanzablementealtas y sin despreciarse en ciertos momentos. Perocuando me encontraba con alguien, lo admirase o lodesdeñara, ante todo bajaba los ojos. Llegué a po-nerme a prueba para ver si podía soportar la miradade tal o cual persona, pero yo era siempre el prime-ro en ceder. Esto me atormentaba y me enloquecíade cólera. Además tenía un miedo morboso a pare-cer ridículo, por lo cual adhería sumisamente a to-das las convenciones exteriores. Me aferraba conentusiasmo a lo corriente y aborrecía todos los sig-nos de excentricidad que percibía en mí.

-¿Pero qué posibilidades tenía? Era enfermiza-mente sensible y complejo, como tiene que serlo unhombre de esta época. Los otros, es claro, eran es-túpidos y se parecían unos a otros como las ovejas

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de un rebaño. Quizá yo fuese el único en la oficinaque sentía que era un cobarde y un esclavo. Y eso losentía porque estaba más desarrollado que los de-más. Pero no era un simple sentimiento: era un co-barde y un esclavo de verdad. Lo digo sin rubor. Enla actualidad, todo hombre que se respete tiene queser un cobarde y un esclavo. Ahora ese es su estadonormal. Estoy profundamente convencido de ello.Así estamos hechos. En rigor, no sólo es cierto enlo que respecta a nuestra época, y no se debe a unaserie particular de circunstancias: rige para todas lasépocas. Un hombre que se respete tiene que ser uncobarde y un esclavo. Esta es una ley natural, quegobierna a todos los hombres que se respetan.Aunque de vez en cuando consiga mostrar algúnrasgo de valentía, no puede jactarse mucho de ello,pues lo más probable es que el próximo golpe loreciba sin mover un pelo. Es la solución más anti-gua, la única. Sólo los burros se las echan de va-lientes, pero aun ellos, sólo lo hacen hasta que setopan con la pared. -¿Pero por qué habríamos deocuparnos de ellos, dado que carecen de importan-cia?

Otra cosa me inquietaba en esa época: era dife-rente a todos, y todos eran distintos a mí.

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Yo soy uno solo, y ellos son muchos cavilaba.Esto demuestra que todavía era muy joven.A veces pasaba de un extremo a otro en ni¡

conducta. En otras ocasiones, simplemente no po-día ir a la oficina; volvía a casa enfermo y destroza-do. Luego, de repente, pasaba por una fase deindiferencia cínica (en mi caso, todo se daba en fa-ses); me reía de mi remilgada intolerancia, me bur-laba de mis ideas románticas. Un día me negaba ahablar con mis colegas; después, de pronto, hablabacon ellos hasta aturdirlos, e inclusive buscaba suamistad. Mi disgusto desaparecía sin motivos evi-dentes. Quizá nunca lo había sentido de veras, ysólo fingía algo que sacaba de mis lecturas. En unaoportunidad trabé verdadera amistad con mis com-pañeros de trabajo; comencé a visitarlos en sus ho-gares, jugaba a los naipes con ellos, bebía vodka ensu compañía, hablaba con ellos acerca de los ascen-sos... Pero permítanme que en este punto haga unadigresión.

En general, nosotros, los rusos, nunca hemostenido ese tipo de románticos estúpidos y soñadoresque tienen los alemanes, y en especial los franceses;personas que nunca cambian de actitud, ni aunqueel suelo se les abra bajo los pies o toda Francia pe-

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rezca en las barricadas. Ni siquiera en esas circuns-tancias tienen la decencia de cambiar; entonan sussoñadoras canciones mientras caminan hacia latumba. Es que son tontos. Rusia, como bien se sa-be, no tiene tontos; esto es lo que nos distingue deotros países. Por consiguiente, no tenemos natura-lezas soñadoras, por lo menos en estado de pureza.Todos nuestros escritores y críticos "afirmativos",que trataron de crear dechados de eficiencia, comopor ejemplo Kostanzhoglo y el tío Piotr Ivánich2,porque imaginan que representan nuestro ideal,ofendieron a nuestros románticos, pues los confun-dieron con los necios alemanes y franceses. En ver-dad, nuestros románticos son precisamente locontrario de los europeos que viven en las estrellas,y no es posible medirlos con un rasero europeo.(Espero que me permitan usar la palabra "románti-co", que es una palabra buena, antigua y respetable,familiar para todos.) El sello distintivo de nuestrosrománticos es su deseo de entenderlo todo, de ver,de verlo todo, y a menudo de verlo con muchísimamás claridad que nuestras mentalidades más prácti-cas; de no dar por sentado nada ni a nadie, perotampoco rechazarlo de primera intención; de exa- 2 Personajes "positivos" de Gógoi y Goncharov. (N. del T.)

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minarlo todo; de tenerlo todo en cuenta; de ser di-plomático con todos; de no perder jamás de vista lameta útil, práctica (vivienda gratuita, pensiones,condecoraciones); de conservar la vista clavada enesa meta, en todas las exaltaciones y todos los del-gados volúmenes de versos líricos, a la vez quemantienen, hasta la hora de la muerte, su fidelidad a"lo sublime y lo bello", y, mientras tanto, protegerseellos mismos, como joyas envueltas en algodones...otra vez en nombre de "lo sublime y lo bello".

De modo que, como puede verse, nuestro ro-mántico es un hombre de impresionante amplitudde visión y, al mismo tiempo, un pillastre. Créanme,hablo por experiencia. Por supuesto. todo esto rigesólo si el romántico en cuestión es inteligente. ¡Peroqué digo! Es claro que un romántico es siempre in-teligente. Sólo quería hacer notar que, aunque he-mos tenido románticos estúpidos, no tienenimportancia, porque en el apogeo de sus fuerzas seconvirtieron en alemanes y, para asegurarse su su-pervivencia de joyas, se establecieron en algún lugarcomo Weimar ola Selva Negra.

Yo, por ejemplo, odiaba con sinceridad mi tra-bajo en la oficina, y si no escupía a todo el mundoen la cara era sólo porque no podía permitirme ese

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lujo; se me pagaba para que trabajara. El caso esque, en definitiva, no escupía a nadie. Nuestro ro-mántico prefiere enloquecer (cosa que, sin embargo,muy pocas veces sucede), antes que escupir a al-guien; es decir, a menos que tenga a la vista otracarrera. De todos modos, nunca lo expulsan, comono sea para trasladarlo a un manicomio, en casosextremos de insania, cuando afirma que es el rey deEspaña o cosa por el estilo.

Pero entre nosotros sólo enloquece la gente pá-lida y delicada, en tanto que muchos, muchos ro-mánticos llegan a puestos destacados en una etapaposterior de su vida. ¡Qué admirable versatilidadposeen! ¡Qué receptividad para los sentimientosmás incompatibles! Este pensamiento siempre meha alborozado. Explica la cantidad de gente con "vi-sión amplia" que hay entre nosotros, personas quejamás pierden sus ideales, ni siquiera en las simas dela degradación. Y aunque no moverían el meñiquepara alcanzar sus ideales, aunque son ladrones y es-tafadores de tomo y lomo, el solo hecho de pensaren esos ideales les arranca lágrimas de los ojos, y enel fondo del corazón son espantosamente honrados.Sí, señor, en nuestro medio, el granuja más incorre-gible puede ser perfecta y aun heroicamente honra-

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do, sin dejar nunca de ser un pillastre. Pero si a cadarato vemos que nuestros románticos se conviertenen tales bribones (uso este término cariñosamente),exhiben tal conocimiento de la realidad y tal agilidadpráctica, que las autoridades y el público no tienenmás remedio que observarlos con los ojos abiertosde asombro, y chasquear la lengua.

Sí, su versatilidad es en verdad extraordinaria. Yuno se pregunta qué será de ellos en el futuro.¡Nuestros románticos están hechos de una pasta deprimera calidad! Y esto no lo digo por patrioteris-mo. Pero quizá piensen que vuelvo a burlarme deustedes. Por otra parte, es posible que crean en loque les digo. En cualquiera de los dos casos, damasy caballeros, la opinión de ustedes me honra y com-place sobremanera.

Y ahora perdónenme por esta digresión; siga-mos con el relato.

Ni falta hace decir que mi amistad con mis co-legas de la oficina nunca duraba mucho. Al cabo deun breve lapso me enemistaba con ellos, y como erajoven e inexperto, dejaba inclusive de saludarlos yde dirigirles la palabra. En realidad, sólo una vezllegué a ese extremo. Pero en general, casi siempreestaba solo.

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En casa, lo que más hacía era leer. Tenía queahogar el clamor que había en mí, y la lectura era laúnica forma de que disponía para ello. Leer, porsupuesto, era útil; me agitaba, deleitaba y atormen-taba. Pero de vez en cuando me cansaba mucho.Me volvía inquieto y me hundía, no en un verdade-ro libertinaje, sino en una oscura, sórdida y mezqui-na disipación. Mis pequeñas pasiones meapuñalaban y me quemaban, porque ya estaba ner-vioso. Aparte de mis lecturas, no tenía ninguna otracosa a qué recurrir, pues en lo que me rodeaba nohabía nada que me atrajese o que mereciera mi es-tima. Estaba cansado de todo y ansiaba contradeciry oponerme. Entonces, me abandonaba a la disipa-ción. Pero no he traído todo esto a colación parajustificarme; no, es mentira. En efecto, trataba dejustificarme. Esto lo digo para mí, damas y caballe-ros. Me he prometido no mentir aquí.

Me entregaba al vicio por la noche, con sigilo,en forma medrosa y sórdida; el sentimiento de ver-güenza estaba siempre presente, y en los momentosmás indecibles era como una condena. Aun enton-ces llevaba ya en el corazón este agujero en el piso.Tenía un horrible temor de que me vieran y me re-conocieran. Y frecuentaba los lugares más bajos.

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Una vez, al pasar por una taberna vi, por unaventana iluminada, que unos hombres se peleabancon tacos de billar. Uno de ellos fue lanzado por laventana. En otra ocasión, semejante escena me ha-bría anonadado, pero en ese momento envidié hastatal punto al caballero expulsado, que entré en la ta-berna y llegué hasta la sala de billar, pensando:"Quizá yo también me vea envuelto en una penden-cia y me arrojen por la ventana".

No estaba borracho; la qué extremos puede lle-varlo a uno la desesperación! Pero nada sucedió. Nisiquiera conseguí que me tiraran por la ventana, yme fui sin haber podido armar una riña.

Un oficial que estaba allí por casualidad, me pu-so inmediatamente en mi lugar. Me encontrabajunto a la mesa de billar, y sin darme cuenta de ello,le estorbaba el paso. Me tomó de los hombros; sinpronunciar una palabra, me levantó y, depositán-dome un poco más lejos, pasó como sí yo no exis-tiera. Yo habría podido perdonar cualquier cosa,aun una paliza, pero eso era demasiado: ¡que meapartase sin darse cuenta de mi existencia!

No sé qué habría dado en ese momento por unaverdadera reyerta, algo decente, más literario, si en-tienden lo que quiero decir. Había sido tratado co-

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mo se trata a una mosca. El oficial era un hombre-tón fornido, y yo soy pequeño y delgado. Pero to-davía estaba en condiciones de armar camorra; loúnico que hacía falta era alguna protesta, y habríasalido volando por la ventana. Pero cambié de opi-nión y decidí retirarme, henchido d,: furia, a un se-gundo plano.

A la noche siguiente salí para dar satisfacción amis mezquinos vicios; lo hice en forma aun másfurtiva, triste y abyecta que nunca, pero lo hice.

Pero no piensen que había retrocedido ante eloficial por cobardía. En el fondo nunca he sido uncobarde, aunque siempre actué como tal cuandollegaba el momento decisivo. No, esperen, no serían, puedo explicarlo. Tengo una explicación paratodo, pueden estar seguros de ello.

¡Oh, si ese oficial hubiese sido un duelista! Peroresulta evidente que era uno de los que prefierenimponer sus argumentos con un taco de billar (unaespecie que en la actualidad puede considerarse ex-tinguida), o quejándose a las autoridades, como elteniente Pirógov, de Cógol. La gente como él noacepta duelos con gente como yo. Y en general, en-tienden que los duelos son una institución francesainconcebible, cosa de librepensadores. Pero ello no

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les impide amedrentar a la gente. En especial cuan-do son sujetos corpulentos y de buena estatura.

De modo que retrocedí, no por cobardía, sino aconsecuencia de mi ilimitada vanidad. No me ate-morizaron sus dimensiones, ni la posibilidad delcastigo físico, ni la de que me arrojara por la venta-na. Estoy seguro de poseer suficiente valor físico.Lo que me faltaba era el valor moral. Temía queninguno de ellos, desde el insolente sirviente de laentrada hasta el miserable, granujiento y malolienteempleado del gobierno que rondaba por allí, con sucamisa mugrienta, pudiera entenderme, y que serieran de mí cuando hablase en lenguaje literario,que debería usar, porque cuando se trata de unpoint d’honneur (que no debe ser confundido conel honor), no hay más remedio que emplear un len-guaje literario. En el idioma vernáculo no existenpalabras para referirse al point d’honneur. Y estabaseguro (por instinto práctico, a pesar de todo el ro-manticismo) de que se habrían desternillado de risa,y que el oficial no me hubiese propinado una ino-cente paliza, sino que me habría golpeado con eltaco de billar, y sólo más tarde habría llegado aapiadarse de mí y ,arrojarme por la ventana. Es claroque ese pequeño incidente desdichado no podía

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terminar de esa manera, por lo que a mí se refería.Más tarde me crucé muchas veces con ese oficialpor la calle, y lo observé con sumo cuidado. Perono estoy seguro de que él me reconociera. Pero yo...yo lo miraba con odio y furia, y así seguí durante. ..varios años. Mi cólera fue en aumento a medida quepasaban los años. Primero comencé por reunir in-formación sobre el oficial. Era un problema, porqueno conocía a nadie. Pero en una ocasión alguien lollamó por el apellido, desde lejos, mientras yo loseguía. Así supe cómo se llamaba. Otra vez lo seguíhasta la casa en que se alojaba y por unas monedassupe, por su portero, en qué piso vivía, si vivía solo,y todas las cosas que se pueden averiguar por losporteros.

Una mañana, aunque hasta entonces nunca seme había dado por la literatura, se me ocurrió cari-caturizar al oficial en un cuento corto. Lo escribícon exaltación. Lo desenmascaré, y hasta llegué acalumniarlo. Modifiqué su nombre de tal manera,que fuese posible adivinarlo enseguida. Pero mástarde, pensándolo mejor, le inventé un alias menosevidente y mandé el cuento a Anales nacionales.Pero en esa época no estaban aún de moda las re-velaciones literarias, y mi manuscrito fue rechazado.

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Me sentí muy desilusionado. Había momentos enque la furia casi me ahogaba. Por último decidí de-safiarlo a duelo. Le escribí una hermosa carta en laque le rogaba que me pidiera disculpas. En caso deque así no lo hiciera, la caitá insinuaba con sumafranqueza la posibilidad de un duelo. Estaba escritade tal manera, que, si el oficial tenía alguna idea de"lo sublime y lo bello", se precipitaría a mi casa, meecharía los brazos al cuello y me ofrecería su eternaarnistad. ¡Ah, cuán hermoso habría sido eso! -¿Seimaginan cómo hubiese vivido después? Parte de ladignidad de él habría pasado a mí, y él se habría be-neficiado con mi ed:icación y sensibilidad superio-res. ¡Ah, las consecuencias habrían podido ser tanagradables...!

Adviértase que habían pasado dos años desdesus insultos, de modo que mi desafío estaba muyenvejecido. Pero gracias a Dios (todavía hoy agra-dezco al Señor con lágrimas en los ojos), no envié lacarta. Se me pone la carne de gallina de sólo pensaren lo que habría sucedido si la hubiese mandado.

Y entonces, de repente... de repente conseguí mivenganza del modo más sencillo. Por un verdaderorapto de genio. A veces, en días de fiesta, entre lastres y las cuatro, hacía una caminata por el lado so-

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leado de la avenida Nevski. En realidad era, másbien, una tortura, una humillación y una irritaciónbiliosa, antes que un paseo, pero parece que eso eralo que me hacía falta. Me deslizaba como un ratón,con el porte más indigno posible, saliéndome delcamino de los caballeros importante, los oficiales dela guardia y las damas. Mi corazón vibraba, convul-so, y sentía calor en la espalda de sólo pensar en ellamentable espectáculo que ofrecía al mundo conmi figura escurridiza, lamentable, desaseada. Metorturaba constantemente con el humillante pensa-miento, que se convertía en un sentimiento físico,de que para el mundo no era otra cosa que un in-secto sucio, pestífero, más inteligente, sensible ynoble que todos ellos, se entiende, pero de cualquiermanera un insecto que todos despreciaban. No sépor qué estaba dispuesto a sufrir semejante humilla-ción sólo por un paseo por la avenida Nevski, peroalgo me atraía, e iba allí todas las veces que me eraposible.

En aquella época comenzaba a experimentar lasoleadas de placer que antes mencioné. Luego delincidente con el oficial, me atrajo aun más la aveni-da Nevski, que era donde era más frecuencia lo veíay admiraba. También él se paseaba por allí, casi

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siempre en los días de fiesta. Y aunque se escurríafuera del paso de altos dignatarios y generales, lomismo que yo, pisoteaba literalmente a los que seme parecían, y aun a los que eran mejores que yo;caminaba en línea recta hacia ellos, como si estuvie-sen hechos de aire, y no se apartaba un centímetrode su camino. Yo lo miraba dirigirse hacia mí, fasci-nado por mi propio odio y... me apartaba en el últi-mo instante. Me sentía exasperado, porque nisiquiera allí, en la calle, podía sentirme en un pie deigualdad con él.

Por las noches me despertaba y pensaba en eso."-¿Por qué debo apartarme siempre de su camino?desvariaba, presa de un ataque de cólera. -¿Por quésiempre yo, y no él? No hay ley alguna que me obli-gue. -¿Por qué no puede haber una forma justa,como sucede cuando se encuentran dos personascorteses: una se aparta un poco, la otra hace lomismo, y pasar, respetando rada una la dignidad dela otra?".

Pero aquí no sucedió eso. Yo me apartabasiempre, sin que él se diera cuenta siquiera. Y en-tonces se me ocurrió la idea más sorprendente.

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"-¿Qué sucedería pensé si no me aparto, si nome muevo, aunque ello signifique empujarlo? -¿Quéocurrirá entonces?"

Esta audaz idea se apoderó de mí. No me deja-ba en paz Pensaba a cada rato en ella; me empujóuna y otra vez a la avenida Nevski, para ver con ma-yor claridad cómo lo haría cuando decidiera hacerlo.Me sentía alborozado. La idea parecía hacerse cadavez más sensata y práctica.

"Por supuesto, no lo empujaré pensaba, ablan-dado de antemano por la dicha. Simplemente, nome saldré de su paso, chocaré con él. . . oh, no conmucha fuerza; apenas lo golpearé con el hombro,algo que esté dentro de los límites de la conductadecente. De esa manera lo empujaré tanto como meempuje él a mí".

Estaba decidido. Pero los preparativos llevaronun tiempo. En primer lugar, debía tener un aspectodecente para el choque. Era necesario resolver quéusaría en esa ocasión.

"En caso de escándalo público, tengo que estarbien vestido, pues la gente de por ahí es muy refi-nada: hay príncipes, condesas, todo el inundo litera-rio. La buena ropa impresiona bien y puede

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colocarnos en un pie de igualdad a los ojos de lasociedad".

Teniendo esto en cuenta, pedí un adelanto so-bre mi salario y me compré un par de guantes ne-gros y un sombrero presentable, en lo de Churkin.Resolví que los guantes negros eran más dignos y demejor gusto que los amarillos que al principio habíaquerido comprar.

"Demasiado chillones reflexioné. Parecería queestaba tratando de llamar la atención".

Tenía ya una buena camisa, con un par de her-mosos gemelos de hueso. Pero tenía problemas conla capa. La mía era abrigada, pero de forro acolcha-do y cuello de piel barata, que, por supuesto, es in-deciblemente vulgar. Era imprescindible cambiarese cuello y conseguirme uno de castor, como el deloficial. Empecé a buscar uno en las tiendas, y luegode algunas vacilaciones resolví comprar uno de esoscastores alemanes baratos, que, aunque soportanmal el uso y en poco tiempo adquieren un aspectosarnoso, cuando están nuevos impresionan bien. Detodas formas, sólo lo necesitaba para una vez. Pre-gunté el precio. Todavía demasiado caro. Luego depensarlo mucho, decidí tratar de pedirle prestado aAntón Antónich, el jefe de mi oficina, un hombre

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tímido pero responsable, que jamás prestaba dineropero a quien había sido especialmente recomendadopor una persona muy importante, que me consiguióel puesto. Sufrí tormentos. Sentí que sería unadeshonra pedirle prestado a Antón Antónich. Meparecía monstruoso. Llegué a pasarme dos o tresnoches de insomnio, pensando en eso. En realidad,durante todo ese tiempo no dormí mucho, pues meencontraba en un estado afiebrado; el corazón mepalpitaba como enloquecido o se me detenía degolpe.

Al principio Antón Antónich se sorprendió;después frunció el ceño, enseguida pensó un rato, yal final decidió prestarme el dinero. Firmé un paga-ré, por el cual le otorgaba el derecho a descontár-melo de mi sueldo en el término de dos semanas.

Todo estaba listo. Una hermosa pieza de castorreemplazó el vulgar cuello anterior. Me dediqué alos preparativos finales. No podía ir y hacer las co-sas de prisa. Todo había que hacerlo con minuciosi-dad, meditado en forma gradual. La gradualidad erade suma importancia. Debo admitir, sin embargo,que al cabo de varios intentos empecé a desesperar.Parecíamos destinados a no tropezarnos. Cualquierahabría creído que tenía ya tomadas todas las medi-

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das: me encontraba resuelto, todo estaba preparado,estábamos a punto de chocar... pero antes que mediera cuenta de lo que había sucedido, me apartabade su camino, y él pasaba sin mirarme. Inclusiverogué a Dios para que me diese ánimo cuando meacercaba a él. Una vez estuve decidido, pero el re-sultado final fue que casi caí a sus píes, pues en elúltimo instante me falló el valor, cuando me encon-traba apenas a unos centímetros de él. Pasó con to-da serenidad, mientras yo saltaba a un lado comouna pelota. Esa noche volví a sentirme enfermo ydelirante.

Todo terminó de un modo bastante inesperado,y tan bien como era de desear. Durante la nochedecidí abandonarlo todo y olvidarme de mi plan.Por lo tanto tomé la resolución de pasearme por laavenida Nevski para ver qué se sentía, ahora quehabía abandonado el plan. Lo vi a tres pasos dedistancia de mí. De pronto me decidí. Cerré los ojosy chocamos con fuerza, hombro contra hombro.¡Yo no cedí un centímetro y pasé junto a él comoun igual! Ni siquiera se volvió; fingió no habersedado cuenta de nada. Pero sé que no era así; estoyseguro. Es claro que yo saqué la peor parte del cho-que, porque él era mucho más pesado. Pero no me

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importaba. Lo que me importaba era que habíacumplido mi objetivo, y que mi comportamientofue digno. Sin moverme un paso, me había coloca-do a la misma altura que él, y en público.

Volvía casa sintiéndome compensado por todo.Estaba jubiloso. En medio de mi triunfo, canté ariasde óperas italianas. Como es lógico, no describiré loque sucedió tres días más tarde. Si han leído la pri-mera parte de esta narración, ustedes mismos po-drán adivinarlo. Después el oficial fue trasladado aalguna parte. Hace ya catorce años que no lo veo.Me pregunto dónde estará ahora mi amigo. Megustaría saber a quién está atropellando ahora.

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II

La fase de mezquina disipación estaba pasando;se apoderó de mí una horrible náusea. Experimen-taba remordimientos de culpabilidad, pero tratabade ahogarlos, pues me hacían sufrir. Poco a poco,sin embargo, me acostumbré también a ese estado.Podía acostumbrarme a cualquier cosa; es decir, sime resignaba, si aceptaba las cosas, en lugar de ha-bituarme a ellas. Tenía un recurso que todo lo hacíasoportable: me refugiaba en "lo sublime y lo bello"...en mis sueños, es claro.

Me dediqué por entero a soñar; soñaba durantetres meses seguidos, acurrucado en mi rincón. Nadatenía en común con el sujeto que, en su pánico depersona medrosa, había cosido el cuello de castor asu capa. De pronto me convertí en un héroe que no

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habría permitido que mí enemigo, el oficial corpu-lento, entrase en mi casa. Ni siquiera podía imagi-nármelo en mi compañía. Hoy resultaría difícilexplicar en qué consistían mis sueños, y cómo lo-graba conformarme con ellos, pero en esa época meconformaban. Y en realidad, aun hoy tengo quearreglármelas con algo muy similar. Mis sueños eranmás dulces y fuertes luego de mis viles disipaciones,e iban acompañados de remordimiento, lágrimas,maldiciones y éxtasis. Tenía momentos de verdade-ra embriaguez y, lo juro, me sentía feliz sin encon-trarlo en modo alguno ridículo. Tenía fe, esperanza,amor. En efecto, poseía la fe ciega de que por algúnmilagro, alguna fuerza apartaría la cortina que meencerraba y abriría un ancho horizonte, en el cualexistiría una vida de actividad digna, útil y sublime, yante todo, preparada y esperándome (no sabía quéclase de actividad sería, pero era esencial que estu-viese preparada y esperándome para ejecutarla). Yme imaginaba que en cualquier momento entraríaen la liza del mundo, en un blanco corcel, con unacorona de laureles. Ni siquiera podía imaginarme enun papel secundario; por eso me resignaba contanta facilidad a ocupar el último puesto en la vidareal. Tenía que ser un héroe o chapotear en el fan-

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go, y ésa fue mi perdición. Pues mientras chapalea-ba en el fango, me consolaba diciéndome que enotras ocasiones era un héroe. Eso lo arreglaba todo,pues a diferencia de un hombre común, un héroeno podía resultar mancillado del todo por el cieno, yentonces, -¿por qué no chapotear en él?

Es digno de mención que por lo general pensa-ba en "lo sublime y lo bello" durante mi disipación,a menudo cuando llegaba al fondo de la abyección.Esos pensamientos surgían en pequeños chispazos,como para recordarme la existencia de "lo sublime ylo bello"; pero no constituían obstáculos para midisipación. Muy por el contrario. Parecían agregarlepimienta por contraste, y, como buena salsa, ayuda-ban a destacar el sabor. Esta salsa, compuesta decontradicciones y sufrimientos, contenía dolorososautoanálisis, y las agonías y torturas resultantes pro-porcionaban condimento a mis vicios, y aun lesotorgaban sentido. En una palabra, eran lo que debeser una buena salsa. Pero había algo más, porque sinla salsa no habría podido soportar la licenciosidadprimitiva, vulgar y nada complicada de un empleadocivil subalterno, y el sentimiento de suciedad queme dejaba. De otra manera, -¿habría podido el vicio

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arrastrarme a la calle por la noche? No. Pero tenía lasalsa.

¡Pero cuánto amor ah, cuánto experimentaba enmis sueños, cuando escapaba a "lo sublime y lo be-lio"! Quizá se trataba de un amor imaginario, y qui-zá nunca estuviese dirigido hacia otro ser humano,pero era un amor tan desbordante, que no hacíafalta dirigirlo; habría sido un lujo innecesario. Todoterminaba siempre bien, en un regreso indolente,embelesado, al dominio del arte, es decir, a las her-mosas vidas de héroes tomadas de los autores denovelas y poemas, y adaptadas a las exigencias delmomento, fuesen ellas cuales fueren. Por ejemplo,triunfo sobre todo el mundo, y ellos, como es natu-ral, quedan caídos en el polvo, y reconocen mi su-perioridad. Yo los perdono. Soy un gran poeta y unchambelán de la Corte; me enamoro; heredo millo-nes y los dono para que se los emplee en causashumanas, y aprovecho esta oportunidad para confe-sar en público mis culpas y desdichas, que, por su-puesto, no son desdichas comunes, sino quecontienen mucho de "lo sublime y lo bello", algopor el estilo de Manfredo. Todos lloran y me besan(no pueden ser tan empedernidos como para nohacerlo); y entonces me voy, hambriento y descalzo,

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a predicar nuevas ideas y derrotar a los reacciona-rios en Austerlitz. Luego resuena una marcha triun-fal, se declara una amnistía, el Papa acepta salir deRoma y establecerse en Brasil, se organiza un bailepara toda Italia en Villa Borghese, en las costas dellago de Como, lago que para esta ocasión es trasla-dado a las cercanías de Roma. Luego hay una escenaen el monte, etcétera, etcétera. -¿Se entiende lo quequiero decir?

Se dirá que es bajo y de mal gusto ventilar misconfesiones en la plaza pública, después de todoslos embelesos y lágrimas que he admitido. -¿Peropor qué es bajo? -¿Les parece que me avergüenzaalgo, o que mis ensueños son más estúpidos que lavida de ustedes? Puedo asegurarles que algunos deestos ensueños diurnos estaban concebidos con in-teligencia. No todos se desarrollaban en el lago deComo. Pero en definitiva tienen razón: todo esto esmuy bajo y de muy mal gusto. Y lo que es peor,ahora trato de justificarme Y peor aún es la obser-vación que acabo de hacer. Pero suficiente, o noterminaremos nunca; siempre habrá algo peor quelo precedente.

Nunca aguanté más de tres meses de ensueñosseguidos, sin experimentar una terrible necesidad de

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precipitarme de vuelta al mundo. En este caso, miaventura se reducía a visitar al jefe de mi oficina,Antón Antónich. En toda mi vida, fue el único co-nocimiento verdadero que tuve, lo cual me resultasorprendente. Pero sólo iba a verlo después quehabía logrado tal felicidad en mis sueños, que expe-rimentaba la necesidad de arrojarme al cuello dealguien y abrazar a toda la humanidad en la personaconcreta de alguien. Y como Antón Antónich sólorecibía los martes, tenía que adaptar mis ansias deabrazar al género humano, de modo que coincidiesecon un martes. Antón Antónich vivía en un cuartopiso, en una casa cercana a la plaza de las Cinco Es-quinas. Tenía cuatro habitaciones austeras, amari-llas, de cielo raso bajo, cada una más pequeña que lasiguiente. Vivía con sus dos hijas y con la tía de és-tas, que era quien servía el té. Las hijas tenían trece ycatorce años, respectivamente, naricitas respingadas,y no hacían más que cuchichear y reír, cosa que meturbaba en sumo grado. El dueño de casa se en-contraba por lo general sentado en su estudio, en unsofá de cuero, en compañía de algún invitado cano-so, un empleado público de alguna oficina, de lanuestra o de alguna otra. Nunca encontré allí másde dos o tres invitados por vez, y siempre eran los

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mismos. La conversación giraba siempre en tornode los impuestos, las maniobras en el Senado, lossalarios y promociones, el jefe del departamento ylas maneras de complacerlo, etcétera. Yo permane-cía sentado durante cuatro horas seguidas, como untonto, escuchándolos hablar, sin poder intervenir enla conversación, y sin atreverme a hacerlo. El cere-bro me quedaba en blanco; a cada rato sentía quesudaba profusamente; me invadía una especie deparálisis; pero todo aquello me resultaba bueno. Deregreso en mi casa, podía volver a dejar a un lado miansiedad, mi avidez de abrazar al mundo.

Ah, sí, tenía otro conocido, un ex compañero deescuela llamado Simónov. En verdad, era lógico quetuviera muchos ex condiscípulos en Petersburgo,pero había perdido contacto con ellos, e inclusivehabíamos dejado de saludarnos en la calle. Quizáshabría pedido que me trasladaran a otro departa-mento para no tener que estar con ninguno de ellos;quería cortar todos los vínculos con mi odiada ni-ñez. ¡Maldita escuela, y malditos esos horribles años!Sea como fuere, para abreviar, en cuanto salí de allírompí con mis compañeros de una vez para siem-pre, exceptuados dos o tres a quienes aún saludabaen la calle. Simónov era uno de ellos. En la escuela,

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nunca mostró nada destacado. Era de carácter apa-cible y tranquilo, pero yo intuía en él alguna inde-pendencia de juicio, y aun cierta honestidad. No eratan limitado. Había pasado con él algunos momen-tos agradables, pero nunca duraron mucho, y siem-pre quedaban empañados por la melancolía. Enapariencia, sus recuerdos de aquella época le resul-taban desagradables, y debe de haber temido quevolviera a usar con él mi antiguo tono. Tenía la sos-pecha de que le resultaba aborrecible, pero conti-nuaba visitándolo mientras no estuviera seguro deello.

Así, un jueves, incapaz de soportar mi soledad,y sabiendo que Antón Antónich no recibía ese día,me acordé de Simónov. Mientras subía a su depar-tamento del cuarto piso, pensé que mi compañíapodía molestar a ese hombre, y que no tenía porqué importunarlo. Pero como de costumbre, estospensamientos no hicieron otra cosa que acicatear mideseo de colocarme en una posición equívoca, yseguí subiendo. Había pasado casi un año desde laúltima vez que vi a Simónov.

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III

En el departamento encontré a otros dos excondiscípulos. Parecían estar discutiendo algo im-portante, pues casi no me prestaron atención. Esoresultó tanto más sorprendente, cuanto que hacíaaños que no nos veíamos. En apariencia, yo era paraellos algo así como una mosca. Pero ni siquiera en laescuela me habían tratado nunca de esa manera,aunque en esa época todos me odiaban. Por su-puesto, me di cuenta de que estaban obligados adespreciarme por mi mediocre carrera y por haberdecaído tanto, de lo cual era evidencia mi pobrevestimenta y todo lo demás; eso constituía para ellosun signo de mi capacidad limitada y mi general faltade importancia. Pero aun así, no había esperadotanto desdén. Simónov se mostró inclusive sor-

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prendido de verme. Aunque, ahora que lo pienso,siempre parecía sorprendido cuando llegaba. Todoeso me molestó. Me senté y escuché, cohibido, loque decían.

Con gravedad y acaloramiento, discutían unacena de despedida que ofrecerían al día siguiente aun amigo de ellos, un oficial del ejército llamadoZverkov, a quien trasladaban a alguna remota pro-vincia. Zverkov también había sido compañero deescuela mío. En los últimos grados fue un blancoespecial de mi odio. En los primeros, era apenas unchico hermoso, juguetón, a quien todos querían,aunque yo, por supuesto, lo odiaba ya entonces,precisamente porque era tan hermoso y alegre.Siempre fue un mal estudiante, y empeoró a medidaque avanzaba. Pero consiguió egresar porque con-taba con las relaciones necesarias. En su último añoheredó una finca con doscientos siervos; como lamayoría de los de la escuela proveníamos de fami-lias pobres, empezó a darse tono. Era espantosa-mente vulgar, pero no albergaba malicia alguna, nisiquiera cuando se jactaba. Pero cuanto más arro-gante se hacía Zverkov, más lo adulaban, a pesar detodo lo que hablaban del honor y la dignidad. Loadulaban porque había sido mimado por la fortuna,

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no para lograr alguna ventaja. Quién sabe por qué.Zverkov era aceptado entre nosotros, por lo gene-ral, como un árbitro de la elegancia y los buenosmodales, y esto me enloquecía. Odiaba su voz dura,segura de sí, el placer que encontraba en sus propioschistes, que casi siempre eran desesperadamentemalos, aunque muy subidos de tono; odiaba su ros-tro bien parecido y estúpido (aunque de buena ganalo habría cambiado por el mío, tan inteligente), ypor sus modales desenvueltos y fáciles, que imitabade los oficiales de ese período, la década del cua-renta. Odiaba sus jactancias acerca de las conquistasamorosas que haría (no se atrevía a meterse con lasmujeres hasta tener su nombramiento de oficial, queesperaba con impaciencia) y de sus futuros duelos.Recuerdo que una vez, a pesar de mi carácter taci-turno, me enredé en una discusión con él cuando,durante un recreo, lo oí hablar a los otros mucha-chos sobre sus futuras proezas. Estaba tan excitadocomo un cachorrito jugando al sol, y pe último de-claró que, en ejercicio de su droit df seigneur, nodejaría que una sola de las campesinas vírgenes desu finca careciera de sus aten clones. Y si los cam-pesinos protestaban, dijo haría azotar y multar aesas bestias barbudas Nuestros estúpidos compañe-

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ros de estudios aplaudieron, en señal de aprobación,de modo que yo lo ataqué, no por simpatía hacia lasvírgenes. aldeanas sino porque los muchachosaplaudían semejante insecto En esa oportunidad loderrotó en la discusión, pero Zverkov, estúpidocomo era se mostró alegre y arrogante, y logró con-vertir la polémica en una broma, de forma que enrealidad no fui yo el vencedor... Las risas fueron asu favor. Después volvió a hacerme lo mismo envarias ocasiones, sin malicia, por broma, de mane tenegligente, riendo. Mis respuestas estaban cargadasde desprecio. Después de la graduación hizo ungesto amistoso hacia mí; yo no lo rechace demasia-do, porque me sentía halagado. Pero luego perdi-mos contacto.

Más tarde, cuando llegó a teniente, oí habla dela vida alocada que hacía, y de sus conquistas que sehabían convertido ya en una leyenda de cuartel.También había rumores sobre su brillante carrera.

En la calle ya no parecía reconocerme, y sospe-cho que temía intercambiar saludos con un hombreinsignificante como yo, cosa que podía comprome-terlo. Una vez lo vi en el teatro, con sus charreterasde oficial. Ofrecía sus atenciones a las hijas de ciertoanciano general. Habían pasado tres años, más o

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menos, desde la última vez que lo vi, y estaba unpoco marchito, aunque seguía siendo hermoso yelegante. Empezaba a engordar y estaba un pocomás flácido. Se podía adivinar que cuando llegara alos treinta años tendría panza.

De modo que mis ex condiscípulos ofrecían lacena en honor de ese hombre, que se iba de la ciu-dad. Resultaba evidente que habían seguido vién-dolo durante los últimos tres años, aunque estabaseguro de que, en el fondo, ninguno de ellos se sen-tía el igual de Zverkov.

De los dos invitados de Simónov, uno era unalemán rusificado llamado Ferfichkin, un hombre-cito con cara de mono, un, tonto de permanentesonrisa burlona, mi peor enemigo en los grados in-feriores, un pequeño fanfarrón desagradable e im-púdico que pretendía tener un sentido del honorsuperagudo, aunque en realidad era un cobarde. Erauno de los integrantes del séquito de Zverkov, que,aunque fingían ser sus desinteresados admiradores,constantemente le pedían dinero prestado. El otrohombre era un individuo insignificante. Se llamabaTrudolúbov. Estaba en el ejército, era alto, tenía unaexpresión fría, era muy honrado, admiraba el éxitoen todas sus formas y sólo hablaba de ascensos. Era

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un pariente lejano de Zverkov, y aunque parezcaestúpido, ello le otorgaba cierto prestigio entre no-sotros. Para él yo carecía de importancia, pero suconducta en relación conmigo, si bien no era amis-tosa, resultaba por lo menos tolerable.

Bueno dijo Trudolúbov, si cada uno de noso-tros contribuye con siete rublos, tendremos veintiu-no, y por esa suma es posible cenar decentemente.Zverkov, por supuesto, no deberá pagar.

Es claro dijo Simónov; lo invitamos nosotros.-¿De veras creen interrumpió Ferfichkin con

tono cáustico, con el ardor de un lacayo orgullosode los títulos de su amo que Zverkov nos permitirápagar toda la cuenta? Aunque acepte para no ofen-dernos, estoy seguro de que pagará medio cajón debotellas de champagne.

-¿De qué puede servir medio cajón para cuatro?objetó Trudolúbov. Lo único que le había llamadola atención era la cantidad de champagne sugeridapor Ferfichkin.

Nosotros tres, más Zverkov, somos cuatro.Veintiún rublos... El Hotel de París, mañana a lascinco terminó diciendo Simónov, que era quien or-ganizaba la cena.

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-¿Por qué veintiuno? dije, excitado, quizás untanto ofendido. Si me cuentan a .mí, serán veintio-cho rublos.

Pensé que hacer semejante ofrecimiento tan derepente sería muy elegante, que se mostrarían im-presionados y me mirarían con respeto.

-¿De veras quieres participar? preguntó Simó-nov, con acento lúgubre, esquivando mi mirada. Meconocía a fondo, y eso me enfureció.

-¿Por qué no? Yo también soy su compañero deestudios. Me molesta un poco que me hayan exclui-do barboté.

-¿Dónde querías que te buscáramos? interrogóFerfichkin con grosería.

Y nunca hiciste buenas migas con Zverkovagregó Trudolúbov, frunciendo el entrecejo.

Pero ahora yo no quería desistir.No creo que nadie tenga derecho a decidir eso

por mí.Me temblaba la voz, como si estuviera suce-

diendo algo terrible.Quizás agregué quiero participar ahora, preci-

samente porque no me llevaba bien con él.-¿Cómo es posible entenderte... con todos esos

nobles sentimientos que tienes...? bufó Trudolúoov

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Bueno, te anotaremos decidió Simónov. Maña-na a las cinco, entonces... Hotel de París.

¡Veamos el dinero! ladró Ferfichkin entre dien-tes, señalándome con la cabeza. Quiso decir algomás, pero se interrumpió. Hasta Simónov parecióturbado.

Basta dijo Trudolúbov, poniéndose de pie. Sitiene deseos de venir, que venga.

Pero yo creía que sería una cena íntima, entrenosotros masculló Ferfichkin, furioso, mientras to-maba su sombrero. No es una reunión formal, -¿entiendes?; añadió, volviéndose hacia mí, y es po-sible que en realidad estés de más.

Cuando salieron, Trudolúbov apenas me saludócon la cabeza, casi sin mirarme. Ferfichkin ni siquie-ra saludó; Simónov, frente a frente conmigo, se en-contraba en un estado de desconcertada irritación, yme lanzó una mirada extraña. No me senté, y él nome invitó a hacerlo.

Bueno. . . nos veremos mañana. -¿Y el dinero? -¿No quieres pagar ahora? Me lo preguntaba... mur-muró.

Me ruboricé. En ese momento recordé que ledebía a Simónov quince rublos, desde hacía qué séyo cuánto tiempo. En realidad no me había olvida-

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do de la deuda, aunque nunca hice ademán de pa-garle.

Tienes que darte cuenta, Simónov, que cuandovine aquí no sabía... Lamento mucho haberme olvi-dado de traer...

Está bien, no es nada. No tiene importancia al-guna. Puedes pagar mañana, cuando nos encontre-mos para cenar. Sólo lo mencioné para estarseguro... Debes entenderlo, por favor...

Se interrumpió y comenzó a pasearse por la ha-bitación, con aspecto más irritado aún. Mientras sepaseaba, taconeaba cada vez con más fuerza, hastaque al cabo llegó a hacer bastante estrépito.

-¿No te estaré entreteniendo? le pregunté, luegode un silencio de unos dos minutos.

Oh, no, en modo alguno dijo, sobresaltándose,o... es decir... Para decirte la verdad, sí. -¿Sabes?,tengo que ir a ver a alguien... Pero no es lejos agregócon voz de disculpa, un tanto turbado.

¡Dios mío!, -¿por qué no me lo dijiste?Tomé mi sombrero con negligencia. No sé de

dónde había sacado tanta desenvoltura.No es lejos. . Sólo unos pasos de aquí repetía

Simónov, con aire atareado, mientras me despedía.

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No era el de siempre. ¡Te veré mañana a las cincoen punto! me gritó cuando bajaba.

En realidad parecía demasiado encantado de li-brarse de mí. Me sentí ofendido.

"-¿Por qué demonios lo habré hecho? masculléentre dientes, mientras caminaba por la calle. ¡Nadamenos que una cena de despedida! ¡Y para un cerdoasqueroso como Zverkov! Es claro que no iré; notengo obligaciones hacia ellos. ¡Y de cualquier ma-nera, me importa un bledo! Mañana le enviaré a Si-mónov una nota diciéndole que no iré."

Pero lo que en verdad me había enfurecidotanto era que sabia muy bien que iría; iría nada másque para molestarlos, y cuanto más equivocado, másfalto de tacto resultaba concurrir, más seguro estabade hacerlo.

Tenia inclusive una razón tangible para no ir:estaba sin dinero. Sélo poseía nueve rublos, de loscuales tenía que pagar siete, al día siguiente, a micriado Apollon, como salario mensual; con ese di-nero, él pagaba su manutención. Conociendo aApollon, no era posible pensar siquiera en no pa-garle. En otra ocasión diré algo acerca de ese cana-lla, esa espina en mi costado.

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Y sin embargo sabía que no le pagaría y que iríaala cena.

Esa noche tuve los sueños más horrendos. Y noes extraño, pues antes de dormirme pesaban sobremi los recuerdos de mis desdichados días de escue-la; no pude sacármelos de encima ni siquiera du-rante el sueño.

Unos parientes lejanos, a cargo de quienes esta-ba, me habían mandado a esa escuela; nunca volví atener noticias de ellos. Era huérfano, y cuando memetieron en el colegio ya había sido atontado porsus reproches. Era un chico silencioso, caviloso, ycontemplaba con desconfianza el mundo que merodeaba. Mis compañeros sintieron un inmediatodesagrado hacia quien era tan distinto de ellos, y merecibieron con burlas crueles, implacables. Yo nopodía soportarlas; no me era posible darlas por des-contadas, como lo hacían ellos entre sí. Los odiédesde el comienzo y me refugié en mi tímido, heri-do, desmesurado orgullo. Me repugnaba la groseríade ellos. Se reían abiertamente de mi cara y de mifigura esmirriada, aunque los rostros de ellos eranincreíblemente estúpidos. En esa escuela, las carasde los chicos, quién sabe por qué, degeneraban y sevolvían idiotas. Muchos de ellos eran atrayentes

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cuando entraban, pero al cabo de unos años se con-vertían en criaturas desagradables. A los dieciséis yame maravillaba, con taciturno asombro, de la pe-queñez de sus pensamientos, la vacuidad de susconversaciones; juegos y preocupaciones. No en-tendían las cosas esenciales, y no les interesaban losternas más estimulantes, de manera que llegué aconsiderarlos mis inferiores. Eso no era productode mi orgullo herido. . . y por favor, no me vengancon los ridículos clisés sobre lo fácil que es para míhablar de esa forma, pero que mientras yo seguíasoñando esos chicos empezaban a captar el verda-dero sentido de la vida. No captaban un rábano, ymenos aún el sentido de la vida... y juro que eso eslo que más me irritaba en ellos.

Por el contrario, veían como fantasías las reali-dades más evidentes que tenían ante las narices y, yaen esa época, hacían un culto del éxito. Hacían casoomiso de la justicia, se burlaban con cinismo de to-do lo indefenso y oprimido. Para ellos, la posiciónsocial era símbolo de inteligencia, y a los dieciséisaños ya hablaban de puestecitos cómodos y bienremunerados. Por supuesto, debo decir que estaactitud se debía en gran medida a los malos ejem-plos que tenían ante sus ojos desde la infancia.

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Eran increíblemente depravados. Es claro quesu depravación era más bien superficial, en generalseudocínica, y de vez en cuando la atravesaban al-gunos chispazos de la frescura de la juventud. Perohasta esa frescura resultaba desagradable.

Los odiaba con violencia, aunque es probableque fuese peor que ellos. Me pagaban con la mismamoneda, y no se preocupaban por ocultar la repug-nancia que les inspiraba. Pero para entonces yo yano deseaba que me quisieran; quería humillarlos.Para eludir sus burlas, estudié más que nunca y meconvertí en uno de los mejores alumnos. Esto losimpresionó. Además, empezaron a darse cuenta deque yo ya leía libros que estaban fuera del alcance desu comprensión, y que me encontraba familiarizadocon temas acerca de los cuales nunca habían oídohablar (y que no estaban incluidos en nuestro pro-grama de estudios). Se mofaban de mí con asom-brado sarcasmo, pero aceptaban mi superioridadmental, en especial cuando los profesores comenza-ron a destacarme debido a ello. Dejaron de burlarse,pero seguían odiándome. Entre ellos y yo se esta-blecieron relaciones frías, tensas.

A la postre, no pude aguantar. Al cabo de tantosaños, sentía la necesidad de compañías humanas y

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de amigos. Traté de acercarme a algunos de miscompañeros, pero mis intentos eran torpes y forza-dos, y no dieron resultados. En una ocasión conse-guí un amigo, pero en el fondo del corazón yo eraun tirano y quise ser el amo absoluto de sus pensa-mientos. Quería infundirle desdén por los que nosrodeaban; le exigí que rompiera con su mundo. Miapasionada amistad lo aturdió. Lo empujé a las lá-grimas y a arrebatos de desesperación. Era una per-sona ingenua y sumisa, y cuando sentí que me habíaapoderado por completo de él, comencé a odiarlo yal final lo rechacé. Era como si hubiera querido suamistad total nada más que para conquistarla y so-meterlo a mi voluntad. Pero no me era posible con-quistarlos a todos; él era una excepción, y nada teníaque ver con los demás.

Lo primero que hice cuando sal¡ de la escuelafue renunciar a la carrera para la cual me había pre-parado, a fin de poder romper todos los lazos queme unían a un pasado que odiaba, y mandarlo todoal diablo... ¡Y maldito sea si sabia qué me había em-pujado hacia Simónov!

Por la mañana temprano, salté de la cama. Esta-ba muy excitado, me parecía que estaban a punto desuceder grandes cosas. Tuve la impresión de que ese

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día se produciría un cambio radical en mi vida. Pe-ro, quizá porque me sucedían tan pocas cosas, teníatendencia a esperar cambios radicales cada vez quepasaba algo. Fui a la oficina como de costumbre,pero me escurrí un par de horas antes del momentode salida. Tenía que prepararme para la cena.

Pensé que era importante no llegar primero quenadie, para que no me creyesen demasiado ansioso.Pero había tantos detalles importantes de ese tipo,que llegué casi al agotamiento. Tenia que lustrarmelos zapatos yo mismo, pues Apollon no habríaaceptado hacerlo dos veces el mismo día. Hubieseconsiderado que ello no entraba dentro de sus obli-gaciones. Para lustrármelos, tuve que hurtar los ce-pillos del vestíbulo donde los guardaba, a fin de queApollon no me despreciara demasiado. Luego exa-miné mi ropa y la encontré gastada, raída. "Me heabandonado demasiado pensé. El uniforme que usoen la oficina podría parecer decente, pero no puedollevarlo a la fiesta." Mis pantalones estaban peor; enuna rodilla había una enorme mancha amarilla. Sentíque esa mancha por sí sola me despojaría de lasnueve décimas partes de mi dignidad. Sabía que eraruin pensar de esa manera, pero resolví que ése noera el momento de pensar. Ahora tenía que hacer

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frente a la realidad, y el corazón me dio un vuelco.Sabía que estaba exagerando la importancia de lafiesta, fuera de toda proporción, pero no podía evi-tarlo. Temblaba como si tuviera fiebre. Me imaginé,desesperado, cómo me recibiría el tonto deZverkov; cómo el retardado mental de Trudolúbovme contemplaría con indecible desdén; cómo sereiría de mí, con insolencia, el pigmeo de Ferfichkin,para complacer a Zverkov; cómo Simónov com-prendería todo eso con claridad y me despreciaríapor mi vanidad y mi abyección; y, sobre todo, cuánbajo sería aquello. Era como un trozo de mala lite-ratura.

Es claro que lo mejor de todo habría sido no ir.Pero eso no había ni que pensarlo. Cuando algo meatraía, me atraía de veras, de cabeza. Si no hubieraido, me habría atormentado durante el resto de mivida:

"De modo que no tuviste valentía para hacerfrente ala realidad, -¿eh?"

Quería demostrarles a todos ellos que no era elcobarde que yo mismo me consideraba. Más aún, enmedio de un paroxismo de cobardía, soñaba con eltriunfo, con conquistarlos, obligarlos a amarme, di-gamos, por "lo elevado de mi pensamiento y mi in-

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discutible ingenio". Entonces quizá se olvidarían deZverkov, y él se quedaría solo en un rincón, aplas-tado y decaído. Más tarde haría las paces con él, ybrindaríamos por nuestra eterna amistad. Pero lopeor, lo más doloroso, era que ya sabía que no ne-cesitaba nada de eso: no tenía deseos de aplastar,domesticar o encantar a nadie, y el resultado no val-dría para mí un kopek, una vez que lo hubiera lo-grado.

¡Ah, cuánto rogué a Dios para que el día termi-nase pronto! A cada rato iba hacia la ventana, abríael vidrio de ventilación y, con inexpresable angustia,contemplaba la nieve húmeda que caía.

Al cabo mi barato reloj de pared chirrió e hizoresonar cinco campanadas. Tomé mi sombrero y,eludiendo la mirada de Apollon había estado espe-rando su salario desde la mañana, pero tenía dema-siado orgullo para hablar de ello, me deslicé junto aél, salté a un trineo que había alquilado con mi últi-mo medio rublo y me dirigí, con gran pompa, alHotel de París.

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IV

Desde el principio sabía que sería el primero enllegar, pero eso ya no tenía importancia. No habíaninguno de ellos allí, y hasta tuve algunas dificulta-des en encontrar el salón. Todavía no habían termi-nado de poner la mesa. -¿Qué quería decir eso?Después de complicadas averiguaciones entre loscriados, descubrí que la cena había sido pedida paralas seis, no para las cinco. Me lo confirmaron en elbar de abajo. Me dio vergüenza seguir haciendopreguntas. Eran apenas las 5.25. Si habían decididomodificar la hora, habrían podido avisarme para esoes el correo, y no humillarme ante mis propios ojos,como ante los sirvientes. Me senté a la mesa. Uncriado continuó poniéndola. Me sentí más ofendidoaún. Un poco antes de las seis, para reforzar las

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lámparas que ya se encontraban encendidas, los ca-mareros llevaron velas. No se les había ocurridollevarlas en cuanto llegué. En la sala vecina, doshombres de aspecto tétrico cenaban en silencio. Deotra habitación, un poco más lejos, llegaban ruidos.Allí cenaba un grupo. Reían y gritaban, y escuchéalgunos resonantes chillidos en francés. Había unacena, con damas invitadas. Bastante repugnante, enverdad.

Pocas veces me he sentido tan incómodo, demodo que cuando llegaron, a eso de las seis, juntos,experimenté un gran alivio; en cierta forma los vicomo a mis liberadores, y por consiguiente olvidéque debía considerarme ofendido.

Zverkov entró el primero, como corresponde aun cabecilla. Él y los otros reían. Al verme, Zverkovse acercó a mí sin gran prisa, con pasos jactanciososy bamboleantes, y, en forma amistosa pero superfi-cial, me dio la mano con cierta circunspección, co-mo un hombre de Estado que, aunque afable, deseaguardar distancias.

Yo había imaginado que en cuanto entrase esta-llaría en sus carcajadas chillonas, y empezaría a ha-cernos objeto de sus chatas ingeniosidades y de suschistes añejos. Desde la víspera venía preparándome

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para eso, pero no había esperado ser tratado de esemodo, con bondad condescendiente. -¿Significabaeso que ahora se consideraba superior a mí en todosentido? "Si sólo tiene la intención de ofendermecon sus aíres de superioridad pensé, pronto lo pon-dré en su lugar. Pero supongamos que en realidad sele haya metido en la estúpida cabeza la idea de quees incomparablemente mejor que yo, y que no pue-de dejar de mirarme con condescendencia.. .

De sólo pensarlo se me cortó el aliento.Me sorprendí un tanto cuando me enteré de tu

deseo de unirte a nosotros dijo Zverkov, ceceando yarrastrando las palabras, cosa que antes no hacía.Hace mucho tiempo que no nos vemos. Parece quehubieras tratado de esquivarnos. Es una lástima. Nosomos tan horribles como parecemos. De todosmodos, estoy encantado de renovar...

Se apartó con negligencia, y apoyó el sombreroen el alféizar de la ventana.

-¿Hacía mucho que esperabas? preguntó Tru-dolúbov.

Vine a las cinco en punto, como me dijeron ayerrespondí en voz alta, con una irritación que prome-tía un estallido inminente.

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-¿No le avisaste del cambio con tiempo? pre-guntó Trudolúbov a Simónov.

No, me olvidé respondió Simónov; sin parecerlamentarlo mucho, y sin molestarse siquiera en dis-culparse, se fue para ocuparse de las bebidas y losentremeses.

¡De modo que estuviste esperando toda una ho-ra, pobre hombre! exclamó Zverkov, riendo.

Debe de haberle parecido muy gracioso. Fer-fichkin reía con su fea risita aguda, que me recorda-ba los ladridos de un perro faldero. También a él leparecía muy graciosa la cosa, y me encontraba ridí-culo.

No te veo la gracia le grité a Ferfichkin, cadavez más irritado. La culpa la tuvo otro. Yo no pudeevitarlo. Nadie se molestó en decirme nada. Esto...esto... es sencillamente absurdo.

No sólo absurdo, sino algo peor gruñó Trudo-lúbov, poniéndose ingenuamente de mi parte. Sonmuy malos modales. Te muestras demasiado cortés.Son malos modales, y nada más. Por supuesto, nohubo intención de ofender, pero... -¿Pero cómo pu-do Simónov...? ¡No entiendo!

Si alguien me hubiera hecho eso dijo Ferfichkin,yo...

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Pero tendrías que haber pedido algo interrum-pió Zverkov, o hacer que te sirvieran la cena sinesperarnos.

Espero que te des cuenta que habría podido ha-cerlo sin esperar el permiso de nadie repliqué. Sipreferí esperar, fue porque...

Sentémonos, caballeros gritó Simónov, volvien-do a entrar. Todo está listo. Yo respondo del cham-pagne... está maravillosamente helado. -¿Sabes?, noconocía tu dirección exacta dijo de pronto, volvién-dose hacia mí, pero sin mirarme. -¿Cómo te pareceque habría podido encontrarte?

Era evidente que tenía algo contra mí. Quizádesde la víspera había decidido...

Todos se sentaron, incluso yo. La mesa era re-donda. A mi izquierda tenía a Trudolúbov; a la de-recha, a Simónov. Zverkov estaba frente a mí;Ferfichkin se instaló entre Zverkov y Trudolúbov.

Dime, -¿trabajas para el gobierno? me preguntóZverkov arrastrando las palabras; seguía mostrandointerés por mí. Al ver que me turbaba, decidió se-riamente que tenía que ser cortés conmigo y ani-marme.

Pero yo, colérico, pensé: "-¿Qué quiere hacer? -¿Obligarme a que le arroje esta botella a la cara?" Es

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probable que me irritara con tanta facilidad porquehabía perdido la costumbre de estar con gente. Aunasí, le informé con brusquedad en qué departa-mento del gobierno trabajaba, sin apartar la miradade mi plato. ,

-¿Y estás satisfecho con eso? Dime, -¿qué te hi-zo abandonar el trabajo que tenías antes? gangoseóZverkov.

Lo que me hizo abandonar el trabajo que teníaantes respondí, arrastrando las palabras aún más delo que lo había hecho él fue el hecho de que habíadecidido abandonarlo. Casi había perdido el domi-nio. Ferfichkin lanzó un bufido. Simónov me mirócon expresión sarcástica. Trudolúbov dejó de comery me miró con curiosidad. Zverkov. hizo una mue-ca, pero trató de no exhibir sus sentimientos.

-¿Y qué tal es la remuneración?-¿Qué quieres decir con remuneración?Me refiero al salario.-¿Qué es esto, un interrogatorio?Pero le suministré la cifra exacta. Me puse rojo

como un tomate.No es mucho comentó Zverkov con gravedad.Sí, no puedes permitirte el lujo de cenar en res-

taurantes comentó Ferfichkin, insultante,

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En efecto, me parece un sueldo inadecuado pa-ra eso dijo Trudolúbov con seriedad.

Y estás tan delgado, has cambiado tanto obser-vó Zverkov, ahora con cierto veneno, examinán-dome a mí y mis ropas con una especie de arrogantesimpatía.

¡Basta, dejen de avergonzarlo! rió Ferfichkin.Me gustaría que sepas, mi querido amigo, que

no estoy avergonzado en modo alguno dije, sin po-der aguantarme. Y ahora escúchenme: mi cena eneste restaurante la pago yo, señor Ferfichkin; nadieme la regala.

Ferfichkin se puso escarlata y, mirándome a losojos con furia, bramó:

-¿Cómo? -¿Insinúas que aquí hay alguien que nopaga lo que le corresponde? Parece que. . .

Basta dije, sintiendo que había ido demasiadolejos. Y ahora, -¿qué les parece si iniciamos unaconversación un poco más inteligente?

-¿De modo que quieres exhibir tu inteligencia?No te preocupes por eso. Aquí sería un derro-

che.-¿Qué quiere decir todo esto? -¿A qué vienen

estos cacareos? -¿Dónde te crees que estás? Recuer-da que ésta no es tu miserable oficia.

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¡Basta, basta! gritó Zverkov, imperioso. ¡Sufi-ciente, señores!

Todo esto es tan estúpido gruñó Simónov.De veras que es estúpido convino Trudolúbov.

Queríamos despedirnos de un amigo querido, y túvienes con mezquinos asuntos de dinero agregó congrosería, dirigiéndose sólo a mí. Tú fuiste quien in-sistió ayer en venir, de manera que, por favor, noarruines este ambiente amistoso.

¡Suficiente, amigos! gritó Zverkov. Terminencon ese, caballeros. De veras, está fuera de lugar.Déjenme que les cuente, en cambio, cómo estuve apunto de casarme, hace un par de raías. . .

Y entonces siguió un estúpido relato, de cómoZverkov se había salvado de casarse. No había en élmucho de casamiento, pero sí muchos nombres decoroneles, generales, y hasta se mencionó, como alpasar, varios apellidos de gente vinculada con laCorte, y en medio de todo eso Zverkov se destaca-ba con luz propia. Los otros rieron, con aprobación.Ferfichkin aulló de placer.

Se olvidaron de mí, y yo me quedé sentado,aplastado y humillado.

"¡Dios!, qué compañía es ésta para mí? pensé.¡Qué torpe estuve con ellos! Y dejé que Ferfichkin

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se tomara demasiadas libertades. Estos zoquetescreen que me hacen un gran honor cuando mepermiten cenar con ellos, ¡cuando soy yo quiencondesciende a acompañarlos! -¿Así que he adelga-zado y mis ropas están gastadas? ¡Ah, estos malditospantalones! Es probable que Zverkov haya adverti-do desde el comienzo la mancha amarilla de la rodi-lla. ¡Ah, para qué preocuparme! Tendría que irme yamismo, levantarme, tomar mi sombrero y salir sindecir una palabra. Y mañana podría retar a duelo acualquiera de ellos. ¡Los cerdos miserables! No ten-go por qué quedarme aquí para recibir mis siete ru-blos de comida. Pero podrían pensar... ¡Maldición!Al cuerno con los siete rublos. ¡Me voy ya mismo!"

Ni falta decir que no me fui.Abatido, vaciaba vaso tras vaso de jerez y de

Cháteau Latitte. Tenía poca experiencia en materiade bebida, de modo que se me subió muy pronto ala cabeza, y mi furia creció. De repente experimentéun gran deseo de insultarlos a todos antes de irme,Tenía que encontrar una oportunidad de demos-trarles. Que pensaran que era ridículo, pero no lesquedaran dudas sobre mi superior inteligencia y . y...¡al demonio con ellos!

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Los miré con arrogancia, con los ojos dilatados.La fiesta de ellos parecía ruidosa y alegre. Zverkovera el que hacía el gasto de conversación. Escuché.Les contaba cómo había llevado a cierta dama de lasociedad hasta el punto en que no podía dejar deadmitir que lo amaba (es claro que mentía como uncochino), y cómo lo ayudó en su romance un ami-go, un príncipe que poseía tres mil siervos, que eraoficial de húsares y a quien Zverkov llamaba fami-liarmente Nikola.

-¿Cómo es intervine de pronto que este Nikolatuyo el de los tres mil siervos no ha venido a tufiesta de despedida?

Durante un momento todos guardaron silencio.Ya estás borracho dijo Trudolúbov, dignándose

mirarme por fin, para apartar enseguida la vista condesprecio.

Zverkov me examinó en silencio, como si fueseun bicho. Yo bajé la mirada. Simónov se apresuró aservir champagne.

Trudolúbov levantó la copa. Todos los otros,menos yo, hicieron lo mismo.

¡A tu salud, y por un feliz viaje! gritó Trudolú-bov. ¡Por nuestros años escolares, señores, y por elfuturo! ¡Hasta el fondo! `

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Vaciaron las copas y corrieron a abrazar aZverkov. Yo no me moví. Mi copa estaba ante mí,intacta.

-¿Qué? -¿No bebes? rugió Trudolúbov. Parecíahaber perdido la paciencia, y me miraba con gestoamenazador.

Quiero hacer mi propio brindis, y después be-beré.

¡Criatura molesta y rencorosa! gritó Simónov.Me enderecé en el asiento, levanté afiebrada-

mente la copa, esperando que sucediera algo ex-traordinario, y sin saber yo .mismo qué quería decir.

¡Silencio, todos! gritó Ferfichkin. ¡Ahora pre-senciaremos una exhibición de inteligencia!

Teniente Zverkov empecé, quiero informarteque no soporto las palabras altisonantes, las cinturasajustadas y a los charlatanes... Eso es lo primero quequería decir. Ahora, lo segundo.

Todos se removieron, inquietos.Odio las porquerías y a quienes las dicen. En

especial a quienes las dicen. Número tres: me gustala sinceridad, la verdad y la honestidad. Seguí ha-blando en forma maquinal, sintiendo frío y pregun-tándome, presa de pánico, cómo podía estardiciendo esas cosas. Me gusta el pensamiento,

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Zverkov; me agrada la verdadera amistad en un piede igualdad. No quiero... -¿Pero por qué no, en finde cuentas? Estoy dispuesto a beber a tu salud, yque tengas buena suerte. Ojalá que seduzcas a jóve-nes bellezas circasianas, que mates a los enemigosdel país y. . . y. . . a tu salud, señor Zverkov.

Zverkov se puso de pie, me hizo una inclina-ción de cabeza y dijo:

Te agradezco mucho.Estaba pálido y furioso.¡Maldito sea! gritó Trudolúbov, golpeando en la

mesa con el puño.¡Oh, no! ¡Por cosas como ésta la gente recibe un

puñetazo en la cara! chilló Ferfichkin.Tendríamos que echarlo a puntapiés murmuró

Simónov.¡Silencio, señores, no se muevan! dijo Zverkov

con solemnidad, dominando la indignación general.Les agradezco mucho la reacción, pero les aseguroque soy perfectamente capaz de demostrarle el valorque asigno a sus palabras.

Y usted, señor Ferfichkin, me gustaría que ma-ñana me respondiera por lo que acaba de decir dijeen voz alta.

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-¿Quieres un duelo? Muy bien contestó. Pero enapariencia yo era tan ridículo al presentar el desafío,y resultaba tan incongruente con mi físico, que to-dos estallaron en carcajadas. Al cabo Ferfichkin losimitó.

Lo mejor es dejarlo solo. Está completamenteebrio dijo Trudolúbov con disgusto.

Jamas me perdonaré por haberlo dejado venirvolvió a quejarse Simónov.

Y yo pensé: "-¿No seria magnífico arrojarles esabotella?" Tomé la botella y me llené la copa. "Ahoraserá mejor que me quede hasta el final. Se sentiríanencantados si me fuera. Nunca. Me quedaré adrede,y seguiré bebiendo... para demostrarles que nopresto la menor atención a la opinión que tengan demí. Beberé porque esto es como una taberna, yporque he pagado por lo que bebo. Seguiré sentado,bebiendo, porque son simples títeres, trozos de ma-dera sin importancia. Beberé y cantaré... Sí, si quierocantar, cantaré, porque tengo derecho a cantar...hmmm..."

Pero no canté. Sólo traté de no mirar a ningunode ellos. Adopté una actitud negligente, y esperécon impaciencia que me hablaran. Pero, ¡ay!, no lohicieron. ¡Ah, cuánto deseaba hacer las paces en ese

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momento! El reloj dio las ocho, y después las nue-ve. Pasaron de la mesa al sofá. Zverkov se tumbó yapoyó un pie en una mesita cercana. El vino fuellevado hasta allá. Zverkov había pedido tres bote-llas más. Por supuesto, no me invitaron a acercar-me. Los otros se sentaron alrededor de él, en elsofá, y escuchaban lo que decía, con una actitud ra-yana en la adoración. Resultaba evidente que era unhombre popular. Me pregunté por qué lo queríantanto. De vez en cuando, en su entusiasmo de beo-dos, se abrazaban. Hablaron del Cáucaso; de lo quesignificaba una pasión verdadera; de los juegos denaipes; de los puestos bien remunerados; de los in-gresos de un húsar llamado Podjarzhevski, que as-cendía a una cifra tan impresionante, que todos sesintieron encantados, aunque ninguno de ellos loconocía personalmente; sobre la increíble belleza ygracia de una princesa D, a quien tampoco conocíanni habían visto nunca; y por último llegaron a laconclusión de que Shakespeare era inmortal.

Sonreí con desdén, mientras me paseaba junto ala pared opuesta al sofá. Tenía grandes deseos demostrarles que me las podía arreglar muy fácilmentesin ellos, pero al mismo tiempo taconeaba adrede.En vano. No me prestaban ninguna atención. Tuve

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la paciencia de recorrer la habitación ante ellos, deesa manera, del hogar a la mesa y vuelta, desde lasocho hasta las once, sin apartarme ni un centímetrode mi trayecto, mientras me repetía: "Nadie puedeimpedirme pasearme, si se me ocurre".

El camarero, que entraba a cada rato, se detuvovarias veces y me miró, boquiabierto. De tanto ir yvenir, sentía vértigos. Había momentos en que pa-recía que estaba delirando. Al cabo de tres horasconseguí estar empapado en sudor y seco otra vez,tres veces seguidas. De vez en cuando, con un doloratenazante, insoportable, se me ocurría que pasaríandiez, veinte, quizá cuarenta años, y yo seguiría re-cordando esos minutos de mi vida, los más ridículosy penosos, con horror y disgusto,

Era imposible hacer más de lo que yo había he-cho para infligirme la más cruel de las humillacio-nes. Me di cuenta de ello, y sin embargo continuépaseándome entre la mesa y la chimenea, "¡Oh, sisupieran de qué pensamientos y sentimientos soycapaz, y cuán sensible y complejo soy!", pensé, diri-giéndome en silencio al sofá en el cual se hallabansentados mis enemigos. Pero ellos se comportabancomo si yo no estuviese en la habitación. En unaocasión sólo en una se volvieron hacia mí: cuando

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Zverkov hablaba de Shakespeare y yo estallé en unacarcajada despectiva. Lancé un bufido tan afectadoy tan irritante, que de pronto interrumpieron laconversación y durante dos minutos me miraroncon solemnidad, mientras yo caminaba, riendo, de lachimenea a la mesa y vuelta sin prestarles atención.Pero nada sucedió. Reanudaron su conversación, ydos minutos más tarde habían vuelto a olvidarse demí. Entonces dieron las once.

¡Eh! exclamó Zverkov levantándose del sofá, -¿vamos ahora allá?

¡Sí, sí, vamos! aceptaron los otros con ansiedad.Yo me volví de súbito hacia Zverkov. Estaba

tan agotado, tan quebrantado, que me habría reba-nado la garganta nada más que para terminar contodo eso. Me encontraba afiebrado; el cabello, mo-jado, se me pegaba a la frente y a las sienes.

Zverkov dije con decisión, con voz chillona,quiero pedirte que me perdones. Tú también Fer-fichkin. Y los otros, todos aquellos a quienes hayapodido ofender.

¡Entiendo! siseó Ferfichkin con acento veneno-so, prefieres prescindir del duelo, -¿verdad?

El pinchazo me hizo respingar.

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No, Ferfichkin, te equivocas. No tengo miedo aun duelo. Estoy dispuesto a batirme contigo maña-na, si lo quieres. Puedo demostrarte que no measusta un duelo. Tú dispararás primero, y yo tiraré alaire.

Está jugando consigo mismo hizo observar Si-mónov.

Agita la lengua declaró Trudolúbov.-¿Quieres tener la bondad de dejarme pasar?

dijo Zverkov con desprecio. -¿Por qué te interponesen mi camino? -¿Qué quieres?

Estaban todos rojos, y tenían los ojos vidriososde la bebida.

Me gustaría ser tu amigo, Zverkov. Sé que te heofendido, pero...

-¿Ofendido? -¿Tú? -¿A mí? Sabes una cosa, que-rido? ¡Tú jamás podrías ofenderme a mi!

¡Y basta ya; sal del paso! concluyó Trudolúbov.¡Vamos, señores!

¡Pero recuerden, amigos, que yo me reservo aOlimpia! gritó Zverkov. No lo olviden, -¿eh?

¡Bueno, bueno, no discutiremos por eso! convi-nieron los otros, riendo.

Sentí como si me hubieran escupido por turno.El grupo comenzaba a salir ruidosamente de la ha-

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bitación. Trudolúbov entonó no sé qué estúpidacanción. Simónov se quedó unos minutos para en-tregar la propina a los camareros. Para mi propiasorpresa, me acerqué a él.

Simónov, préstame seis rublos le dije con de-sesperada decisión.

Me clavó su mirada de borracho, profunda-mente desconcertado.

-¿Tienes la intención de ir allá con nosotros?¡Sí, iré!No llevo dinero encima dijo con desdén. Sonrió

y se dispuso a salir.Lo tomé de la capa. Era una pesadilla.Simónov, he visto que tienes dinero, -¿por qué

me lo niegas? -¿Crees que soy tan bajo? Por favor,piensa un poco antes de negármelo. Todo mi futurodepende de ello, todos mis planes...

Simónov sacó el dinero y casi me lo arrojó.Tómalo, si no tienes un poco de decencia dijo,

implacable, y se apresuró para alcanzar a los otros.Durante un momento quedé a solas. Contemplé

el desorden, los restos de la cena, una copa rota enel suelo, el vino derramado, colillas de cigarrillos. . .Tenía la cabeza pesada de bebida y delirio, y unahorrible angustia me oprimía el corazón. Un cama-

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rero, que había visto y oído todo, me miró con cu-riosidad.

¡Iré allí! grité. Y caerán todos de rodillas y mesuplicarán que sea su amigo, o me cansaré de darlede bofetadas a Zverkov!

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V

De modo que ésta es la realidad murmuremientras bajaba. Por fin me encuentro con ellafrente a frente.. . Sí, esto no es como hacer que elPapa vaya de Roma a Brasil, o como bailar en laorilla del lago de Como...

"¡Cerdo! me cruzó por la cabeza el pensamiento.-¿Cómo puedes burlarte de eso ahora?"

"¡No me importa! me repliqué. ¡Todo está per-dido!"

Abajo no había rastros de los otros, pero eso noimportaba. Sabía adónde habían ido.

Cerca de la puerta del restaurante había un tri-neo. El cochero vestía un tosco abrigo campesino,cubierto de nieve derretida, que parecía templada.La calle estaba llena de vapor, y el aíre era irrespira-

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ble. El caballito peludo, pío, estaba también cu-bierto de nieve. Tosía. Recuerdo todo eso con sumaclaridad. Cuando levanté el pie para meterme en eltrineo, recordé el gesto de Simónov al entregarmelos seis rublos, y me desplomé en el fondo del vehí-culo, como un bulto.

"No, tendré que hacer mucho para borrar todolo anterior. Pero lo haré o moriré esta misma no-che."

¡Vamos! le grité al conductor.Partimos. Un torbellino rugía en mi cabeza."No se pondrán de rodillas para suplicarme que

sea su amigo. Eso es un autoengaño, un espejismobarato y nauseabundo, una fantasía sentimental... esotra vez el baile en el lago de Como. Por lo tanto,tengo que abofetear a Zverkov. Tengo que hacerlo.Está decidido. Corro a darle una bofetada."

¡De prisa! dije al cochero, y éste hizo chasquearlas riendas.

"Lo abofetearé en cuanto llegue. -¿Pero no de-bería pronunciar antes unas palabras, como prólo-go, por decirlo así? Estarán todos sentados en elsalón grande, y él se encontrará con Olimpia en efsofá. ¡Esa maldita Olimpia! Una vez se burló de micara y no quiso aceptarme. La arrastraré del cabello,

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y a Zverkov de las orejas. .. No, de una sola oreja.Lo tomaré de una oreja y le haré recorrer toda lahabitación. Quizá se lancen todos sobre mí, me gol-peen y me expulsen. Sí, es casi seguro que haráneso. ¡Que lo hagan! Ya lo habré abofeteado. La ini-ciativa, pues, será mía, y, de acuerdo con el códigode honor, no hace falta nada más. Llevará encima elestigma, y ninguna paliza que puedan propinarmelavará la afrenta. La única solución será el duelo.Tendrá que batirse. Que me golpeen entonces, loscerdos. Trcdolúbov será quien más pegue; es el másfuerte. Lo más probable es que Ferfichkin me ata-que de costado y me agarre del pelo. ¡Que lo hagan,magnífico! Lo doy por descontado. Por estúpidosque sean, en definitiva tendrán que ver el elementotrágico que hay en todo ello, Cuando me arrastrenhacia la puerta, les gritaré que no valen siquiera loque mi meñique...

¡De prisa, apresúrate! le grité al conductor, conacento tan salvaje, que se sobresaltó y le dio un lati-gazo al caballo.

"Nos batiremos al alba. Es cosa resuelta. Seacabó la oficina, es lógico. Ferfichkin se refirió a ellacon voz burlona. -¿Pero de dónde sacaré una pisto-la? Tonterías, pediré un adelanto sobre mi sueldo y

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me compraré una. -¿Y municiones? Ah, de eso tie-nen que ocuparse los padrinos. -¿Pero cómo puedehacerse todo eso antes del alba? -¿Y dónde encon-traré un padrino? No conozco a nadie. . . ¡Qué ab-surdo! grité, cada vez más arrebatado. El primerhombre con quien me cruce en la calle, no podránegarse a ser mi padrino, lo mismo que no puedenegarse a salvar a uno que se ahoga. Cualquier cosapuede suceder. Si se lo pidiese al director de la ofi-cina, tendría que aceptar, como cosa de caballeros.Y estaría obligado a respetar mi secreto. Ahora bien,Antón Antónich. .."

En ese momento me di cuenta, con más clari-dad y en forma más gráfica que ninguna otra perso-na en el mundo, de lo patéticamente absurdo de missuposiciones, y vi el reverso de la moneda, pero..

-¡Vamos; cochero, muévete; date prisa, malditoseas!

-Ah, señor -respondió el representante de lasmasas laboriosas.

De pronto me corrió un estremecimiento por laespalda.

"¿No sería mejor... quizá... bueno... volver a casaahora mismo. ¡Oh, Dios!, -¿por qué insistía ayer enparticipar en la cena? ¡Pero ya no es posible! ¡Y esa

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caminata de tres o cuatro horas entre el hogar y lamesa! No, ellos, y ningún otro, tendrán que pagarpor esa caminata. ¡Deben lavar esa deshonra!"

-¡Apresúrate un poco, más rápido! -vociferé."¿Y qué sucedería si me llevaran a un cuartel de

policía y presentaran una acusación contra mí? ¡Nose atreverían! ¡Tendrían miedo al escándalo que lesarmaría! -¿Y si Zverkov, por desprecio hacia mí, seniega a aceptar mi reto? Eso es lo más probable,pero yo les demostraré... Iré a la estación de la cualdebe partir mañana y lo tomaré de la pierna cuandotrate de subir al coche. Le morderé el brazo, la ma-no... «¡Miren todos a qué estado puede ser llevadoun hombre!», gritaré. Que me golpee en la cara, ylos otros también. Gritaré, para que lo oigan todos:«¡Miren a este cerdo que va a seducir alas mucha-chas circasianas, con mi saliva brillándole en la ca-ra!»".

"Después de eso, por supuesto, todo habrá ter-minado. Mi oficina habrá desaparecido de la faz dela tierra; seré arrestado, juzgado, expulsado de mipuesto y deportado a Siberia. ¡Pero no importa!Dentro de quince años, luego de que haya purgadomi condena, encontraré a Zverkov en alguna capitalde provincia. Se habrá casado y será feliz, y tendrá

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una hija grande. «¡Mira, monstruo le diré, mira estasmejillas hundidas y estos harapos! Lo he perdidotodo carrera, felicidad, el arte, la ciencia, la mujer aquien amaba, y por tu culpa. Aquí están las pistolas.He venido a descargar la mía y... y te perdono».Entonces tiraré al aire y nadie volverá a oír hablarde mí."

Eso casi me arrancó lágrimas de los ojos, aun-que me di cuenta de que lo había sacado todo de Elpistoletazo, de Pushkin, o de Mascarada, de Lér-montov. Y de repente me sentí muy avergonzado.Tanto, que ordené al cochero que se detuviera, ybajé del trineo. Bajé hasta la nieve de la calle. El co-chero suspiró y me miró, atónito.

-¿Qué podía hacer? No podía ir allá, porque esocarecía de sentido, y no me era posible abandonar elasunto porque... "¡Oh Dios!, -¿cómo puedo olvi-darme de eso, después de tanta humillación? ¡No! -grité, volviendo a saltar al trineo, ¡así tiene que ser!".

-¡Vamos, de prisa, sigamos!Y en mi ansiedad por llegar, le di un puñetazo al

cochero en la nuca.-¿Qué te pasa? ¿Por qué me pegas? -gritó el

hombre, pero fustigó a su penco, que se puso a co-cear con las patas traseras.

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La nieve caía en grandes copos, pero no me im-portó. Me abrí la capa. No tenía conciencia de nin-guna otra cosa, porque había resuelto, por fin, quedebía abofetear a Zverkov. Me sentí horrorizado,como si eso estuviera a punto de suceder, en esemismo momento, en forma inevitable, y nada en latierra pudiera impedirlo. Faroles callejeros aisladosparpadeaban como antorchas funerarias en mediode la bruma de nieve. La nieve se me metió debajode la capa y del cuello, y se derritió. No me preocu-pé de abrigarme; de cualquier manera, todo estabaperdido.

Por fin llegamos, y salté del trineo. Con el cere-bro casi en blanco, subí corriendo, y antes de ,larmecuenta de lo que hacía estaba golpeando la puertacon puños y pies. Sentía las piernas muy débiles, enespecial las rodillas. Me abrieron enseguida, casicomo si estuvieran esperándome.

En realidad, Simónov les había advertido que"podía llegar uno más", pues en ese tipo de lugaresso., necesarias las advertencias y precauciones. Setrataba de una de esas "lencerías" cerradas hacetiempo por la policía. Durante el día funcionaba, enefecto, como lencería, pero por la noche; si unocontaba con las recomendaciones adecuadas, se po-

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día concurrir como "invitado". Atravesé con rapidezla tienda, que se encontraba a oscuras, y entré enotro saloncito que ya conocía. Allí sólo ardía unavela, y me detuve, perplejo: ellos no estaban.

-¿Dónde están? -pregunté a alguien.Pero, por supuesto, se hablan ido.La madama del lugar, que me conocía de vista,

estaba ahí. Me contempló con una sonrisa estúpida.Un minuto después entró otra persona.

Sin prestar atención a nada, me paseé por la ha-bitación, creo que hablando solo. Sentía como sihubiera escapado a la muerte, y todo mi cuerpo pa-recía regocijarse de ello. Por cierto que lo habríaabofeteado, no cabe duda de ello. Pero como noestaban ahí... ¡las cosas eran muy distintas! Miré entorno. Todavía trataba de entender. Sin pensarlo,miré a la muchacha que acababa de entrar. Tenia unrostro fresco, joven, más bien pálido, de negras ce-jas rectas y una expresión seria, un tanto sorprendi-da. Eso me convenía. Si hubiese sonreído, la habríaodiado. La examiné con más atención. Tuve quehacer un esfuerzo, porque mis pensamientos se-guían siendo vagos. Había algo de sencillo y bonda-doso en el rostro que tenía ante mí, pero se meocurrió que era extrañamente grave. Estoy seguro

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de que eso no la ayudaba en su oficio, que ningunode los otros idiotas había reparado en ella. Pero noera una belleza, aunque era alta, fuerte y bien for-mada. Algún impulso perverso me llevó a acercarmea ella.

Por casualidad, me vi en un espejo. Mi rostroatormentado me pareció muy repulsivo. Era unacara cenicienta, viciosa, abyecta. Tenía el cabellorevuelto.

"No me importa; tanto mejor pensé. Cuantomás repulsivo me encuentre, más me gustará."

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VI

En alguna parte, detrás de un tabique, un relojcomenzó a jadear como si alguien le apretara el cue-llo. Luego de un jadeo increíblemente largo, hubouna campanada tenue, molesta, que sonó muy deprisa y me hizo pensar en alguien que saltara depronto hacia adelante. Dieron las dos. Volví en mí.Aunque no dormía, hasta ese momento había esta-do sumido en un estupor.

La habitación estrecha, de techo bajo, repleta demuebles un enorme ropero, cajas de cartón y ropasde todo tipo, se hallaba a oscuras. El cabo de unavela, en la mesita, al otro extremo del cuarto, estabaa punto de apagarse, y de vez en cuando emitía undébil chisporroteo. Dentro de unos instantes habríauna oscuridad total.

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No necesité mucho tiempo para recobrar elsentido. Lo recordé todo sin esfuerzo, como si elrecuerdo hubiese esperado para caer sobre mí. Enverdad, mientras me encontraba como aturdido, enmi conciencia había quedado como una especie depunto brillante que no desaparecía, y alrededor delcual soñolientas sombras se agitaban con fuerza.Pero, cosa extraña, todo lo que me había sucedidoesa noche, en ese momento, cuando recuperé laconciencia, me pareció algo perteneciente a un pa-sado muy remoto, algo a lo cual tuve que hacerfrente hacía mucho, mucho tiempo.

Tenía la cabeza cargada de vapores. Algo ale-teaba sobre mi, me pellizcaba, me excitaba y acucia-ba. La angustia y el rencor volvían a acumularse enmi interior, buscando una salida. En ese momentovi que, a mi lado, dos ojos abiertos de par en par meexaminaban con curiosidad e insistencia. Me con-templaban con un desapego frío, hosco, carente desimpatía. que me hizo sentir incómodo.

Un lúgubre pensamiento saltó en mi cerebro yme recorrió todo el cuerpo con la inquietante sensa-ción que se experimenta al entrar en un agujerohúmedo y lóbrego. Había algo extraordinario en elhecho de que esos ojos sólo hubieran decidido

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examinarme en ese momento. Pero recordé quedurante dos horas no había cambiado una palabracon esa criatura. No sentí la menor necesidad deello. Antes bien, el silencio me había gustado, quiénsabe por qué. Ahora, de súbito, tuve la imagen ge-neral del libertinaje vacío y tan repugnante comouna araña que comienza sin sentimientos, grosero eindecente, en el punto culminante del verdaderoamor. Nos miramos durante largo rato, pero ella nobajó la vista. Al cabo me sentí molesto.

-¿Cómo te llamas? -le pregunté de pronto, parasalir de la situación.

-Liza -respondió con cierta frialdad, en un susu-rro, y apartó la mirada.

Guardé silencio durante un rato.-¡Esta noche, el tiempo... nieve... asqueroso! -

musité, hablando casi conmigo mismo. Me puse unamano bajo la cabeza y contemplé melancólicamenteel cielo raso.

No contestó. Todo aquello era indecente.-¿Eres de aquí? -la interrogué un momento más

tarde, casi con ira, mientras volvía la cabeza untanto hacia ella.

No.-¿De donde eres?

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De Riga contestó a desgano.-¿Eres alemana?No, soy rusa.-¿Hace mucho que estás aquí?-¿Dónde?En esta casa.Un par de semanas.Su tono era cada vez más brusco. La vela se

apagó, y ya no pude verle la cara.-¿Tienes padres?-Sí... viven,-¿Dónde están?-En Riga.-¿Qué hacen?-Oh, bueno...-¿Bueno, qué? -¿Qué clase de personas son?

Comerciantes.-¿Tú vivías con ellos?-Sí.-¿Qué edad tienes?-Veinte.-¿Por qué te fuiste?-Por nada.Ese "por nada" quería decir "déjame, me abu-

rres". Guardamos silencio.

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Sólo Dios sabe por qué no me fui. Esperaba asentirme enfermo y abatido. Las imágenes de lasveinticuatro horas precedentes me cruzaban, inco-nexas, por el cerebro, sin la menor participación demi voluntad, De pronto recordé una escena quehabía presenciado por la mañana, cuando, hundidoen mis preocupaciones, iba a la oficina.

-Hoy vi a algunas personas llevando un ataúd, ycasi lo dejaron caer -dije de pronto en voz alta, aun-que no tenía deseo alguno de reanudar la conversa-ción.

-¿Un ataúd?-Sí, en el Mercado del Heno. Lo subían desde

un sótano.-¿De un sótano?De un departamento situado en un sótano, -

¿sabes?, en una casa escandalosa.. . Había tanta su-ciedad en torno... cáscaras de huevos, basura...Apestaba... Insoportable.

Silencio.Hoy fue un mal día para un entierro continué,

nada más que para romper el silencio.-¿Malo? -¿Por qué?-La nieve, el fango... Bostecé.

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-¿Qué importancia tiene eso? dijo ella al cabo deun rato.

No, es horrible. Volví a bostezar. Los sepulture-ros deben de haber maldecido, porque se empapa-ron con esa nieve. Y estoy seguro de que la tumbaestaba llena de agua,

-¿Por qué habría de haber agua en la tumba? in-quirió ella con extraña curiosidad, pero lanzándomelas palabras con más frialdad y aspereza que antes.

Eso empezaba a gustarme.-Pues yo diría que había por lo menos quince

centímetros de agua adentro. No se puede cavar unatumba en el cementerio de Volkovo.

-¿Por qué no?-¿Cómo "por qué no"? Aquello es un pantano.

Depositan los ataúdes en el agua. Yo mismo lo hevisto... muchas veces.

Nunca había visto nada de eso. En verdad, nun-ca estuve en Volkovo. Sólo lo sabía de oídas.

-¿Es posible que no importe si vives o mueres?pregunté.

-¿Por qué habría de morir? replicó, a la defensi-va.

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-Algún día morirás, y te ocurrirá lo mismo que ala mujer de que te hablaba. También era joven, co-mo tú... Murió de tisis.

-Una mujer así habría muerto en el hospital.Sabe todo lo relacionado con estas cosas, pensé,

dijo "una mujer así".-Le debía dinero a la madama -repliqué, gozan-

do cada vez más con la discusión-. Y siguió traba-jando hasta el final, a pesar de la tisis. Los cocherosde por aquí se lo contaron a unos soldados, y yo losupe per ellos. Se reían de ella. Inclusive trataron deorganizar una fiesta en memoria, en una taberna.

Gran parte de eso lo había inventado.Siguió un profundo silencio. Ella no se movió.-¿Y por qué es mejor morir en un hospital? -

agregué.-No importa dónde. -¿Y por qué habría de mo-

rir yo? -preguntó, irritada.-Si no es ahora, será después..-Ahora o después, es lo mismo.-¿Sí? Piensa: ahora eres joven y bonita, y valoran

tus servicios. Pero luego de un año de esta vida, noserás la misma; te marchitarás...

-¿Al cabo de un año?

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-Sea como fuere, puedo aserrarte que tu preciobajará -continué con maligno ardor. Entonces ten-drás que pasar de este establecimiento a otro infe-rior. Y un año después te trasladarás a un tercero,más tajo aún; y en siete años terminarás en un sóta-no del Mercado del Heno. Y todavía habrá más. -¿Qué harás cuando descubran que tienes el pechoenfermo, digamos, o si te resfrías, o algo por el es-tilo? Con el tipo de vida que haces, es muy difícillibrarse de una enfermedad... Y una vez que te atra-pe, no te soltará. Y así morirás.

-¿Y qué? Me moriré -respondió ella, ahora eno-jada de veras, y haciendo un movimiento brusco enla oscuridad.

-Pero es una lástima.-¿Por qué es una lástima?Es una lástima perder la vida.Silencio.-¿Alguna vez estuviste comprometida?-¿A ti qué te importa?-Está bien, está bien, no trato de interrogarte.

No te enojes. Ya sé que no es cosa mía. Me doycuenta de que tienes problemas personales. Lo decíapor hablar . Me compadezco, eso es todo.

-¿De quién?

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-De ti.-No me pasa nada -cuchicheó con voz casi

inaudible, y otra vez la escuché removerse.Esto me irritó al máximo. Yo me mostraba

bondadoso y ella.-De modo que crees estar en el buen camino, -

¿eh? -le dije.-No creo nada.-Eso también es malo... no pensar. Despierta y

toma tu vida en tus manos; todavía tienes tiempo.¡Porqué todavía lo tienes, entiéndelo! Aún eres jo-ven y no mal parecida. Podrías enamorarte, casarte,ser feliz...

-El casamiento no significa necesariamente feli-cidad -me interrumpió, volviendo a su tono ásperoy seco.

-No necesariamente, como dices, pero es mejorcasarse que estar aquí. Ni comparación, créeme. Sihay amor, se puede muy bien prescindir de la felici-dad: La vida es buena, inclusive con penas. Es bellovivir en este mundo, sea cual fuere tu vida. Peroaquí, en este lugar, no hay otra cosa que aire viciado.Brrr...

Me aparté disgustado. Ya no me sentía remoto.Lo que decía me interesaba. Y hasta estaba excitán-

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dome. Ansiaba exponer ante ella las preciosas ideasque había alimentado en mi cueva. De pronto teníaun objetivo.

-No me prestes atención. Yo también estoyaquí, de modo que no puedo decirte lo que debeshacer. Quizá sea peor que tú -dije de prisa, para jus-tificarme-. Pero para un hombre es diferente, por-que aunque me degrade y envilezca, no soy esclavode nadie. Voy y vengo; no estoy clavado aquí. Me loquito de encima y soy otro hombre. Pero tú... hassido una esclava desde el comienzo. ¡Sí, una esclava!Te despojaste de todo. Entregaste tu libertad, yaunque algún día trates de romper estas cadenas, nopodrás... quedarás aún más enredada en ellas. Nisiquiera quiero mencionar otras cosas, porque nome entenderías, pero dime esto: apuesto a que yaestás endeudada con la madama, -¿no es así? Demodo que ya ves -proseguí, aunque ella nada habíadicho; seguía acostada, en silencio, escuchando contodo su ser-; esa es la cadena. Nunca podrás com-prar tu libertad. Es como si hubieras vendido el al-ma al diablo. Ahora bien, puede que yo sea tandesdichado como tú; es posible que también estéchapaleando en el fango por pura angustia. Algunos,cuando se sienten desdichados, beben; mi desdicha

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me obliga a venir aquí. Y ahora dime: -¿qué sentidotiene eso? Vinimos sin decirnos una palabra el unoal otro, y después tú me miraste como una salvaje, yyo te devolví la mirada. -¿Esa es la forma de hacer elamor? -¿Así tienen que acercarse las personas unas aotras? ¡Es monstruoso, y nada más!

-¡Sí!Lo dijo con furia, de prisa. Me llamó particu-

larmente la atención la forma apresurada y enfáticacon que dijo "sí". -¿Quizá se le había ocurrido elmismo pensamiento, antes, cuando me miraba? -¿De modo que también ella era capaz de pensar encierta medida? ¡Maldición, qué divertido! -¿No signi-ficaba eso que de alguna manera nos parecíamos?

Casi me froté las manos de gozosa anticipación.Era imposible no triunfar en un enfrentamiento conesa jovencita. Y lo que más me atraía era el restoque eso representaba.

Acercó su cabeza a la mía, apoyándola en lamano, o por lo menos esa fue la impresión que tuveen la oscuridad. Quizá me contemplaba otra vez.Me habría gustado mucho poder verle los ojos. Laescuché respirar profundamente.

-¿Por qué viniste a Petersburgo? pregunté contono autoritario.

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-Porque sí...-Pero estabas bastante cómoda en casa de tus

padres, -¿no es verdad? Calor, libertad, tu propiocuarto...

-¿Y si te dijera que era peor que aquí?"Debo encontrar el tono adecuado -se me ocu-

rrió pensar-. No iré muy lejos usando el sentimen-talismo".

Pero en verdad, el pensamiento sólo me cruzópor la cabeza. ,curo que esa mujer me interesaba deveras. Además, me sentía débil y del humor adecua-do, y por otra parte el fingimiento coexiste muy fá-cilmente con el sentimiento verdadero.

-Nunca se puede saber -me apresuré a contes-tar-. Uno se encuentra con todo tipo de cosas. Es-toy seguro de que deben de haberte tratado mal, yque son más culpables ante ti que tú ante ellos. En-tiéndelo: nada sé sobre ti, pero en cierto modosiento que una muchacha como tú no llegaría a unlugar como éste por su propia voluntad.

-¿Una muchacha como qué? -susurró ella; ape-nas logré escucharla.

Maldito sea, la estaba adulando. ¡Era repugnan-te!. . . Por otra parte, quizá fuese lo que había quehacer... Ella no dijo nada.

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-Permíteme que te hable de mí. -¿Sabes, Liza?, sihubiese tenido una familia cuando era un niño, ha-bría sido muy distinto de lo que soy. He pensadomucho en eso. Por mal que anden las cosas en unafamilia, afirmo que un padre y una madre son partede uno, no tus enemigos o gente extraña. Aunquesólo sea una vez por año, te muestran su amor. Yaunque sólo se trate de eso, sigues teniendo la sen-sación de que es tu hogar. Pero crecí sin familia, ypor eso soy así... -¿Sabes?, carente de sentimientos.

Esperé un rato. No creí que me entendiera, y detodos modos, esas moralizaciones me parecían ridí-culas.

-Si hubiese sido un padre, habría amado a mishijas más que a mis hijos dije, tomando un caminoindirecto, como si hablara de otra cosa, nada másque para distraerla. Confieso que me ruboricé.

-¿Qué tiene que ver eso? -inquirió ella.-En realidad, nada... No sé, Liza. -¿Sabes?, una

vez conocí a un hombre estricto y severo que searrodillaba ante su hija y le besaba las manos y lospies... No se cansaba de admirarla. Ella podía pasar-se la noche bailando, y el padre se quedaba clavadoen el mismo lugar durante cinco horas seguidas, sinquitarle la vista de encima. Estaba loco por ella, y lo

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entiendo muy bien. Por la noche, ella se quedabadormida, y él iba y la besaba, y hacia la señal de lacruz sobre el! A. Andaba con ropas harapientas,viejas y era tacaño con los demás, pero nunca vaci-laba en gastar el último kopek en regalos para ella,los más costosos, y se sentía increíblemente feliz si aella le gustaban. Un padre siempre quiere a sus hijasmás que una madre, y eso hace que muchas jóvenesse sientan dichosas en su hogar. Yo no creo que nisiquiera permitiese que una hija se casara.

-¿Por qué? -preguntó ella con una leve carcaja-da.

-Porque habría sentido celos. No habría podidosoportar el pensamiento de que besara a otro hom-bre, de que amase a un desconocido más que a supropio padre. Es un pensamiento doloroso. Claroque es una tontería, y al final todo el mundo seporta con sensatez. Pero creo que, antes de permitirque se casara, habría encontrado defectos a todossus pretendientes. A la postre., supongo que la deja-ría casarse con el hombre a quien amara de verasPor supuesto que, cuando menos, una hija debecomplacer a un padre. Así sucede siempre, y a me-nudo eso evita muchos problemas en las familias.

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-Pero hay personas que están dispuestas a ven-der G sus hijas, pero no a permitirles casarse de-centemente -declaró ella de pronto.

De modo que se trataba de eso.-Eso, liza, sucede en las familias desdichadas en

que no hay Dios ni amor -continué con vivacidad-.Y donde, no hay amor, tampoco hay razón. Escierto que tales familias existen, pero yo no hablabad2 ellas En apariencia, tú nunca fuiste feliz en latuya, por eso dices esas cosas. Pareces ser desdichade verdad. Bueno, la pobreza tiene mucho que vercon eso.

-¿Quieres decir que entre los ricos las cosas sonmejores La gente puede ser honrada y vivir con de-cencia, sea pobre o no.

-Bueno, supongo que tienes razón. Pero porotra parte, Liza, el hombre sólo advierte sus penas;da por sentada la felicidad. Pero si tuviera en cuentaa ésta, descubriría que también ha gozado un pocode ella. Imagínate una familia que ha tenido suerteen todo: con la ayuda de Dios, te casas con un buenesposo, quien te ama, te cuida, jamás te abandona,etcétera. ¡Para semejante familia, la vida es buena!Puede que a veces también haya penas, pero siguesiendo buena. -¿Pues dónde no hay dolores? Cuan-

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do te cases, tú misma lo descubrirás. Por otra parte,toma el período posterior al casamiento. A veceshay entonces, asimismo, una increíble proporciónde dicha. Durante esa época, hasta las riñas con tuesposo terminan siempre bien. En verdad, cuantomás aman algunas mujeres, más pendencias provo-can. Yo conocí a una mujer de esas. "¿Sabes? -solíadecir-, te quiero muchísimo, y te torturo por amor,de modo que aguántalo". -¿Sabías que por amoruno puede atormentar deliberadamente a una per-sona? Las mujeres, en especial, tienen tendencia ahacer eso. Y mientras te torturan, piensan: "Mástarde te compensaré con amor y ternura, de modoque el hecho de que torture ahora no es un pecado".Y todos miran con alegría un hogar de esos. Todoes tan pacífico, amistoso y honrado...

"Algunas mujeres también son celosas. Yo co-nocí a una. No podía sufrir que su marido saliera, yde noche lo seguía, para descubrir si no iba a en-contrarse con alguna mujer. Eso es malo, ¿entien-des?, y ella sabe que es malo, y el corazón se ledetiene, y sufre, pero todo es por culpa del amor. ¡Ycómo le gusta hacer las paces luego de una riña, ysentirse apenada, o perdonar! En verdad, los dos sesienten felices, como si acabaran de conocerse, co-

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mo si acabaran de enamorarse y de casarse. Y si losesposos se quieren, a nadie le importa lo. que suce-da entre ellos. Y aunque sostengan reyertas, ni si-quiera deben permitir que sus madres intervengancomo jueces, ni hablar nunca el uno del otro. Ellosson sus propios jueces. El amor es un divino miste-rio, y debe ser ocultado de los ojos del mundo, lomismo que todo lo que ocurre entre los enamora-dos. Se respetan, y muchas cosas tienen su base enese respeto. Y así como el amor existió otrora,puesto que se casaron por amor, -¿por qué habríaéste de morir? -¿Acaso es imposible mantenerle vi-vo? Pocas veces es imposible. Si el esposo es buenoy honrado, -¿cómo puede terminarse el amor? Claroque muere el primer sentimiento, el de la luna demiel, pero lo reemplaza un amor mejor. En él sefunden las almas de los dos, lo comparten todo, nose guardan secretos. Y cuando llegan los hijos, hastalas mayores penurias se asemejan a la dicha, mien-tras haya amor y valentía. Y los hijos lo aman a unoluego, por haber aceptado esas penurias, de modoque es como si las soportaras para recoger ese fruto.Y mientras les hijos crecen, sientes que eres unejemplo para ellos, algo en lo cual pueden confiar.Que inclusive después que mueras, te llevarán toda

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la vida en sus pensamientos y sentimientos, pueshabrán sido modelados a tu imagen. Es, entonces,un gran deber humano, -¿y cómo es posible que elpadre y la madre dejen de unirse para realizarlo? Sedice que es duro criar hijos. -¿Quién dice eso? Yodigo que es una bendición divina. -¿Te gustan losniños, Liza? Yo los adoro. Imagina un chiquillo ro-sado mamando de tu pecho... -¿Qué esposo no sesentiría conmovido por semejante espectáculo? Unniño pequeño, rosado, regordete, que extiende susminúsculos brazos y piernas y se acurruca contra ti.Sus manitas, con, sus uñas diminutas y limpias, sontan suaves, y parece tan gracioso, como si ya pudie-ra entender... Y cuando empiezan a salirle los dien-tes, puede que le dé un mordisco a su madre en elpecho, mientras la mira como diciendo: "-¿Ves?, temuerdo". Ah, Liza, -¿no es una felicidad total cuan-do los tres -la madre, el hijo y el padre- están jun-tos? Para pasar por esos momentos, uno deberíaestar dispuesto a soportar muchos sufrimientos.¡No, Liza, antes de acusar a los demás debernosaprender a vivir!

Éstas son las imágenes que hay que. presentarle,pensé, aunque juro que dije todas esas cosas consentimiento. De pronto me sentí enrojecer. -¿Y si

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de pronto ella estallaba en carcajadas? -¿Dónde meocultaría? Este pensamiento me enfureció. Cuandollegué al final de mi discurso, estaba excitado, y miorgullo comenzó a sufrir. El silencio continuaba.Hasta sentí deseos de codearla.

Pero tú... comenzó a decir, y se interrumpió.Pero entendí. Había algo distinto en su voz, un

nuevo temblor. Ya no era una voz ruda, áspera yresignada, sino suave, tímida y vergonzosa, de modoque yo mismo me sentía avergonzado y culpable.

-¿Qué? inquirí con tierna curiosidad.Pero tú...-¿Qué?Pero... hablas como un libro dijo, y me pareció

percibir, otra vez, una nota sarcástica en su voz.Eso me dolió. No era lo que esperaba.No entendí que el sarcasmo es una pantalla, el

último refugio de las personas tímidas y puras con-tra quienes; con rudeza e insistencia, tratan de in-troducirse en su corazón. Hasta el último momento,el orgullo le impedía hablar abiertamente de lo quesentía. Habría debido darme cuenta de ello, aunquesólo fuera por la tímida vacilación que tuvo quevencer para pronunciar su frase defensiva, sardóni-

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ca. Pero no entendí, y me invadió un feo senti-miento.

"Espera me dije; ya te mostraré".

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VII

-Ah, Liza, -¿por qué habría de hablar como unlibro, cuando todo esto me enferma de sólo mirarlodesde afuera? En realidad, no estoy afuera del todo.Esto ha agitado y despertado algo en mí. Y ahoradime: -¿es posible que a ti no te moleste estar aquí?Bueno, supongo que uno puede acostumbrarse atodo. La costumbre tiene mucha fuerza. -¿Pero deveras crees que nunca envejecerás, que siempre se-rás atrayente, que te mantendrán aquí mientras vi-vas? Ni siquiera hablo de lo horrible que es estelugar por derecho propio. No, espera, déjame quetambién te diga algo sobre tu existencia actual.Aunque todavía eres joven, bonita, agradable, y tie-nes corazón, y sentimientos, y todo lo demás, tedigo que hace un momento, cuando volví en mí y

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me encontré aquí contigo, me pareció innoble. Lagente sólo viene aquí cuando está borracha. Pero site hubiera conocido en otra parte, y tu vida hubiesesido decente, te habría seguido, y quizás hubiesellegado a enamorarme de ti. No una palabra, sinouna simple mirada de ti me habría hecho feliz; tehabría esperado cerca de tu casa, me hubiese arrodi-llado ante ti, viéndote como a mi novia, y me hu-biera sentido muy honrado de poder mirarme de esamanera. Entonces nunca me habría atrevido a tenerun pensamiento impuro respecto de ti, en tanto queahora sé que sólo necesito silbar y, lo quieres o no,tienes que venir conmigo. No necesito obedecer tuvoluntad, pero tú tienes que someterte a la mía. Niel más miserable campesino que se alquila comopeón pierde su libertad por completo; sabe que hayun límite de tiempo para su esclavitud, Pero tú... -¿cuál es tu límite de tiempo? Pregúntate qué es loque entregas aquí, qué es lo que ofreces en esclavi-tud. Has vendido tu alma, sobre la cual no tienespoder. La vendes junto con tu Cuerpo. Ofreces tuamor al primer borrachín que se presenta, para quelo pisotee. ¡Tu amor! ¡Pero si lo es todo, es una joya,es la posesión más preciada de una mujer! Para me-recer ese amor, alguien podría entregar todos sus

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pensamientos, y hasta su vida. . . -¿Pero qué valehoy tu amor? Has sido vendida toda entera; -¿porqué habría de tratar nadie de conquistar tu amor, yaque cualquier cosa es posible sin él? Nada hay másinsultante para una mujer. -¿Sabes, he oído decirque a ustedes, pobres tontas, les permiten tener suspropios amantes, para su placer. Pero, como es ló-gico, esa es una farsa, una burla. Se ríen de ti, y tú lotomas en serio. -¿De veras crees que tu amante "li-bre" está enamorado de ti? No creo que pueda es-tarlo. -¿Cómo podría, cuando sabe que en cualquiermomento, quizá cuando estás con él, alguien puedesilbar para llamarte? Si te amara, sería un individuoruin. -¿Siente el menor respeto hacia ti? -¿Qué hayen común entre ustedes? Se burla de ti y te roba, yeso es todo. Tienes suerte si no te pega... -¿O lo ha-ce? Si tienes un amante de esos, prueba a pedirleque se case contigo. Se te reirá en la cara, si no te laescupe y te da una paliza. Probablemente no vale niun kopek. Y entonces, -¿en nombre de qué hasarruinado tu vida? -¿Por las comidas, en las cualesquizás está incluido el café? -¿Por qué crees que tealimentan? Una mujer honrada no podría tragar unbocado, de sólo pensar en el motivo por el cual !edan la comida. Estás en deuda con ellos, y seguirás

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endeudada hasta el final. Que no está tan lejos co-mo piensas, pues te equivocarías si depositaras mu-chas esperanzas en tu juventud. El tiempo pasa muyrápido, aquí. Pronto te echarán a puntapiés. Y no loharán de golpe: empezarán por criticarte, por ha-certe reproches y lanzarte insultos como si, en lugarde darles tu salud, tu juventud y tu alma, los hubie-ras arruinado y robado. Y no esperes que te defien-dan las demás mujeres. También ellas se arrojaránsobre ti, aunque sólo sea para complacer a la ma-dama, porque en este lugar todo ha sido hipotecado,y la conciencia y la piedad han desaparecido hacetiempo. Esas mujeres también están muy hundidas,y nada hay más sucio y bajo que los insultos de quete harán objeto. Aquí lo dejarás todo; todo desapa-recerá para no volver: la juventud, la salud, las espe-ranzas. Y a los veintidós años parecerás tener treintay cinco, y tendrás que pedirle a Dios que no te pre-mie con una enfermedad. Y si te dices que por lomenos no tienes que trabajar, que no haces más quecomer y beber, déjame que te diga que en el mundonunca hubo un trabajo más duro, más penoso queeste que hace que el corazón se te disuelva en llanto.Y cuando te echen de aquí, no te atreverás a pro-nunciar una palabra ni a emitir un sonido de pro-

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testa; te alejarás como si fueras una culpable. Irás aotro establecimiento, y luego a otro y a otro, y porúltimo terminarás en el Mercado del Heno. Y allíempezarán a golpearte, porque los parroquianos nosaben hacer el amor sin pegar. -¿No quieres creerque sea tan horrible? Ve alguna vez a echar unaojeada, y quizá lo veas con tus propios ojos. Unavez era una mañana de Año Nuevo vi allí a unamujer en la puerta de una casa. Sus propias compa-ñeras la habían expulsado en broma para que setranquilizara un poco, porque estaba llorando, yluego decidieron echarle llave a la puerta. Y ahí es-taba, a las nueve de la mañana, completamenteebria, desgreñada, semidesnuda, aporreada. Todavíatenía una gruesa capa de polvos en la cara, magulla-duras negras bajo los dos ojos, y de la nariz y la bo-ca le manaba sangre. Parece que la había puesto asíun cochero. Se sentó en el umbral y proclamó agritos sus "penas"; tenía en la mano un arenque ensalmuera, con el cual golpeaba contra los escalonesmientras un grupo de soldados y cocheros borra-chos se reunían en su derredor y se burlaban de ella.-¿No crees que tú también llegarás a ser como ella,,algún día? Ojalá tengas razón, -¿pero cómo sabesque hace diez, o sólo ocho años, la mujer del aren-

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que no llegó también a esta ciudad, fresca e ino-cente como un angelito, ignorante del mal y llena derubores? Quizás era como tú, orgullosa, altanera,sensible para las ofensas, distinta de las demás, se-gura de que podía dar felicidad a un hombre, si loamaba y él a ella. -¿Y ves cómo terminó todo? Qui-zás la mujer bebida, desgreñada, que golpeaba lossucios escalones con su pescado, recordaba en esemomento sus pasados años de inocencia, en quevivía con sus padres, en que el hijo del vecino laesperaba cuando regresaba de la escuela y le asegu-raba que la amaría mientras viviera, que era lo másimportante que tenía, y quizá luego resolvieronamarse por siempre jamás y casarse en cuanto fue-ran mayores.

"Sería una suerte para ti, Liza, que murieras loantes posible de tuberculosis en algún sótano, comola mujer del ataúd, de la cual te hablé, Mencionasteel hospital. Serías muy afortunada si te llevaran allá.¿Pero y si la madama cree que todavía puede usarte?La tisis es una enfermedad muy particular. No escomo una fiebre, -¿sabes? El tísico conserva las es-peranzas y el ánimo hasta el último momento, y sedice que todo va bien. Y eso le resulta ventajoso a lamadama. Créeme, así son las cosas. Te has vendido

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a ella, y lo que es más, estás en deuda con ella. Demanera que no puedes abrir la boca. Y cuando estésa punto de morir te volverán la espalda, -¿pues quépueden sacar ya de ti? Inclusive te reprocharán por-que tu agonía es demasiado larga, y porque no dejaslibre tu rincón con más rapidez. Cuando les pidasun vaso de agua, te maldecirán antes de dártelo. «-¿Cuándo reventarás te dirán, perra? ¡Es imposibledormir con tus malditos gemidos, y además ahu-yentas a los clientes!» Y es cierto, -¿sabes? Yo mis-mo escuché cosas similares. Te meterán en el rincónmás sucio del sótano. Y mientras agonizas en lahúmeda penumbra -¿en qué pensarás, en tu sole-dad? Y cuando hayas muerto, manos extrañas pre-pararán tu cadáver, gruñendo, impacientes. Nadierezará por ti: sólo les preocupará sacarte lo antesposible del camino. Te comprarán un ataúd barato yte llevarán como llevaron a la otra miserable criatu-ra, y luego se irán a la taberna y beberán un trago atu memoria. La tumba llena de fango y nieve derre-tida, y no se harán muchos problemas contigo.»Bájala, Iván. Vuelve a tener mala suerte. la perra,aun en su último viaje. ¡Vamos, no aflojes tu cuerda,zoquete! Perfecto, dejémoslo as¡,,. »-¿Cómo, per-fecto? -¿No ves que está de costado? En fin de

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cuentas era un ser humano, -¿no es cierto? Oh,bueno, está bien, llénala». Y no reñirán por eso,créemelo. Llenarán la tumba con arcilla gris, húme-da, y se irán a beber a la taberna.

"Y eso será todo . te olvidarán. Los hijos, lospadres, los esposos, visitan las tumbas de otras mu-jeres... Pero nadie visitará la tuya, no habrá una lá-grima, un suspiro, una oración por ti. Nadie iránunca, y tu nombre será borrado de la faz de la tie-rra, como si jamás hubieras existido. A tu alrededorsólo habrá un mar de lodo, y de nada te servirá gol-pear en la tapa del ataúd. como lo hacen los muer-tos cuando se levantan de noche. Gemirás en vano:«Déjenme salir; déjenme volver al mundo, gentegenerosa. Mi vida no fue vida. Me la pasé, la mitadbebiendo en tabernas, y la otra mitad siendo usadacomo felpudo. Necesito otra oportunidad de vivir,buena gente»".

Me encontraba en tal estado, que tenía un nudoen la garganta, y tuve que interrumpirme de golpe.Me apoyé sobre los codos y escuché con aprensión,la cabeza inclinada hacia adelante y el corazón pal-pitándome alocadamente. Y tenía buenos motivospara mi emoción.

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Durante un rato me pareció que le habla vueltoel alma del revés, que le destrozaba el corazón, ycuanto más me convencía de ello, más ansioso esta-ba por terminar lo que habla decidido hacer. Paramí era un juego que me absorbía por completo,aunque quizá no sólo por el juego.

Sabia que lo que decía era fabricado, y hasta"literario", pero era la única forma en que sabía ha-blar: "como un libro", según había dicho ella. Peroeso no me preocupaba, mientras pudiese obtener elefecto deseado. En rigor, mi estilo artificial podíahaber hecho más eficaz mi mensaje, por lo que aella se refería. Pero ahora, habiendo logrado elefecto buscado, descubrí de pronto que no teníaestómago para seguir. El caso es que nunca, nuncahabía visto semejante desesperación. Estaba echadaen la cama, abrazada a la almohada, con la carahundida en ella. El pecho se le movía espasmódi-camente y se le retorcía todo el cuerpo juvenil. Lossollozos comprimidos la ahogaban cuando tratabande salir al exterior. Luego, de repente, estalló en es-pantosos aullidos, mientras apretaba la almohadacon más fuerza aún, pues no quería que nadie vierasus lágrimas y su sufrimiento. Mordió la almohada,se mordió la mano hasta sacarse sangre (lo vi más

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tarde), luego hundió los dedos en sus enmarañadoscabellos, contuvo el aliento y apretó los dientes.Quise decirle algo, tranquilizarla, pero no me atreví.Entonces, en una especie de pánico, tembloroso,busqué a tientas mis ropas, pues quería irme de allílo antes posible. Pero no pude vestirme con rapidezen la oscuridad, de manera que busqué una caja defósforos en la mesita de noche, donde mi mano ha-lló también otra vela. En cuanto ésta iluminó la ha-bitación, ella se puso de pie de un salto. Su rostroestaba extrañamente deformado por una sonrisademente, vacía. Me miró. Me senté junto a ella y letomé las manos. Hizo un movimiento como paraarrojarse en mis brazos, pero no se atrevió y bajó lacabeza.

-Perdóname, Liza, no habría debido... -empecé adecir, pero sus dedos me apretaron la mano contanta fuerza, que me di cuenta de lo equivocado dela frase; me detuve y dije, en cambio: -Aquí tienesmi dirección, Liza; ve a verme.

-Iré -susurró ella con decisión, sin levantar lacabeza.

-Y ahora tengo que irme. Adiós... Te verépronto.

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Me puse de píe, y también ella. De pronto seruborizó, tomó un chal de una silla y se lo echó so-bre los hombros, cubriéndose con él hasta la barbi-lla. Luego me lanzó una extraña mirada, y unasonrisa torturada apareció en sus labios. Todoaquello me resultaba muy doloroso. Tenía prisa porirme.

-Espera un momento -me dijo, tomándome dela capa. Estábamos ya en el vestíbulo de entrada.Dejó la vela que llevaba para iluminar el camino ysalió corriendo. En apariencia, quería mostrarmealgo. Cuando se fue, vi que le brillaban los ojos, queestaba sonrojada y sonriente. -¿Qué podía ser? De-bía esperar. Regresó un momento después, y memiró como si me pidiera perdón por algo. En gene-ral, su rostro no era ya el mismo que cuando la ha-bía visto al comienzo: hosco, desconfiado yobstinado. Ahora sus ojos eran suplicantes, confia-dos, tiernos y tímidos. Tenía hermosos ojos colorcastaño claro, llenos de vida, ojos que podían expre-sar a la vez amor y un odio huraño.

Sin una palabra de explicación, como si yo fueseun ser superior que pudiese entenderlo todo en elacto, me entregó un trozo de papel. En ese mo-mento, el rostro le resplandecía con una expresión

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de triunfo ingenuo, casi infantil. Lo desplegué. Erauna carta que le dirigía, supongo, un estudiante demedicina. Una declaración de amor, un tanto floriday grandilocuente, pero muy respetuosa. Ahora norecuerdo con exactitud las palabras, pero me acuer-do de que, bajo el estilo altisonante, se percibía unsentimiento auténtico. Cuando terminé de leer meencontré con su mirada ardiente, curiosa, llena aho-ra de una especie de impaciencia pueril. Estaba cla-vada en mi cara; tenía impaciencia por conocer miopinión. En pocas palabras, pero radiante, orgullo-sa, me dijo que habla concurrido a un baile en un,casa particular, "una familia muy, muy decente, quetodavía no sabe nada, absolutamente nada", puesestaba en la casa en que nos encontrábamos desdehacía muy poco tiempo y por cierto que no teníaresuelto quedarse; en verdad, se iría en cuanto hu-biese liquidado su deuda...

-De cualquier manera, allí conocía ese estu-diante.

Y durante toda la noche bailó con ella y le ha-bló, y resultó que se habían conocido en Riga,cuando eran niños, que habían jugado juntos aun-que de eso hacía mucho tiempo, y que inclusive élconocía a sus padres. Pero no sabía nada de eso. . .

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Ni siquiera lo sospechaba. Y al día siguiente de lafiesta (ahora, hacía tres días) le envió esa carta porintermedio de una amiga de ella que también hablaconcurrido a la fiesta..

-Y... aquí estamos.Bajó con pudor la mirada chispeante, mientras

terminaba su explicación.¡Pobrecita! Había conservado la carta como un

preciado tesoro, y corrido a mostrarme su única po-sesión, pues no quería que me fuese sin saber quehabía alguien que la amaba con honradez y sinceri-dad, y que la trataba con respeto. Por cierto que lacarta estaba condenada a quedar encerrada en sucofrecito, y nunca conduciría a nada. Pero eso noimportaba: estaba seguro de que la guardarla toda lavida como un tesoro, como su orgullo y justifica-ción. Y ahora se había acordado de ella, y me lamostraba con ingenua jactancia, para rehabilitarseante mí, en la esperanza de que la apreciara y expre-sara mi aprecio.

Pero yo le estreché la mano y sal¡. Tenía enormeprisa por irme. Hice a pie todo el trayecto, aunque lanieve húmeda caía ahora en grandes copos. Mesentía agotado, destrozado, confuso. Pero detrás de

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mi confusión percibía los contornos de la verdad,luna verdad sórdida, obscena!

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VIII

Pero no necesité mucho tiempo para aceptar esaverdad. Cuando desperté por la mañana, después deunas pocas horas de sueño plomizo, analicé todo loque había sucedido la noche anterior y me sorprendíde mi sentimentalidad hacia tiza, de todos esos so-llozos y conmiseraciones que habíamos compartido.

"¡Qué desagradable estallido de nervios! –deci-dí-. Soy como una vieja. ¿Y por qué demonios teniaque darle mi dirección? ¿Y si viene a visitarme? Ah,en fin de cuentas, que venga. Ya veremos. . ."

Pero resultaba evidente que no era eso lo queme importaba. Lo principal era salvar mi reputacióna ojos de Zverkov y Simónov. Sí, eso era lo másimportante.

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Y esa mañana me preocupaban tantas cosas,que Liza desapareció de mis pensamientos porcompleto.

Por empezar, tenía que pagarle a Simónov el di-nero que le había pedido prestado la víspera. Resol-ví tomar una medida desesperada: pedirle prestadosquince rublos a Antón Antónich. Por casualidad,estaba de excelente humor y me dio el dinero encuanto se lo pedí. Me sentí tan satisfecho, quemientras le firmaba el pagaré le conté, con aire disi-pado y negligente, que la noche precedente "me ha-bía divertido en grande en el Hotel de París, en ladespedida de un ex compañero de estudios, un ami-go de la infancia, un gran calavera, terriblementemimado por la vida, es claro, que proviene de unafamilia distinguida, muy rica; se ha labrado una bri-llante carrera, es ingenioso, encantador, muy popu-lar entre las mujeres, -¿entiende? Por cierto quebebimos un poco, quizá media docena de botellasde champagne de más..." Y créanme, todo eso mesalió de la boca con suma facilidad, con aspectodespreocupado y satisfecho.

En cuanto llegué a casa, le escribía Simónov.Todavía hoy sigo admirando el tono caballeres-

co y afable de esa carta. Con gracia y sencillez, sin

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palabras superfluas, aceptaba la plena responsabili-dad de lo que había ocurrido. Daba como excusa,"si hay alguna excusa admisible", el hecho de que noestaba acostumbrado a beber, y que quedé muy bo-rracho después de la primera copa, que, afirmaba,bebí mientras los esperaba, entre las cinco y las seis,en el Hotel de París. Mis disculpas se dirigían, en lofundamental, al propio Simónov, pero le rogaba queme disculpase también ante todos los demás, enparticular ante Zverkov, a quien, escribía, "recuerdohaber insultado, por así decirlo, entre las brumas deun sueño". Escribía que habría ido a visitar a cadauno de ellos, pero que tenía un maldito dolor decabeza y sentía demasiada vergüenza como paraenfrentarles.

Me encantó en especial el tono desenvuelto, casidespreocupado oh, en modo alguno arrogante, queexpresaba, mejor que ninguna explicación, que veía"todo el asunto" con considerable desapego, que nome sentía aniquilado por él y ,que, en mi opinión,no era nada por lo cual un joven debiera ser juzgadocon excesiva severidad.

"Palabra murmuré con admiración al volver aleer la nota, ¡tiene inclusive cierta ligereza aristocrá-tica! ¡Y todo se debe a que soy un hombre civiliza-

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do, altamente desarrollado En mi lugar, otro no ha-bría sabido cómo salir del aprieto, pero yo me hedesenredado y continuaré divirtiéndome, precisa-mente porque soy un hombre educado, refinado, demi época. Y cuanto más pienso en ello, más con-vencido estoy de que la bebida fue la responsable detodo... Bueno, no es así... En realidad, no bebí vod-ka mientras los esperaba. Eso lo inventé para Simó-nov, y ahora me hace sentir avergonzado... ¡Ah, nome importa! Lo que interesa es que he salido delapuro."

Puse seis rublos en un sobre, junto con la nota,y convencí a Apollon de que se lo llevase a Simó-nov. Cuando se dio cuenta de que el sobre conteníadinero, se mostró más cortés y aceptó entregarlo.

Hacia la noche resolví salir a caminar. Todavíatenía vértigos del día anterior, y aún me dolía la ca-beza. Cuanto más oscuro se ponía, más confusas sehacían mis impresiones y los pensamientos que na-cían de ellas. Dentro de mí había algo que no queríamorir, que se negaba a morir dentro de mi corazóny mi conciencia, y que se manifestaba en un atena-zador sentimiento de angustia. Me mantuve en lascalles más populosas y animadas, como la Me-chánskaia, la Sadóvaia y el parque lusupov. Siempre

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me han gustado esas calles al oscurecer, cuando es-tán repletas de todo tipo de personas, trabajadores ycomerciantes, el rostro preocupado y contraído deirritación, camino de sus casas luego de un día detrabajo. Lo que me gustaba era precisamente eseajetreo menudo, la vulgaridad autosatisfecha querezumaba todo eso. Pero esa noche la ruidosa mu-chedumbre no hizo más que irritarme. No me re-sultaba posible dominarme. Algo me oprimía y meatormentaba, y no me daba paz. Volví a casa depri-mido, sintiendo como si un espantoso crimen mepesara sobre la conciencia.

La idea de que Liza pudiera visitarme me resul-taba inquietante. No podía entender por qué, deentre todas las impresiones de la víspera, su imagenera la que más me atormentaba, y con una torturaextraña, especial. Todo lo demás había quedado ol-vidado para la noche. Lo dejé a un lado con un en-cogimiento de hombros, y todavía me sentía muysatisfecho con la carta a Simónov. Pero en modoalguno me complacía el incidente con Liza; me pa-recía que sólo ella había sido la causa de todos losproblemas. "¿Y si viene? pensaba a cada rato. ¡Bue-no, y qué, que venga! Pero no me agradaba la ideade que vea cómo vivo. Ayer debo de haberle pare-

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cido una especie de héroe, y ahora verá... Sí, estámal haberme abandonado hasta ese extremo. Mihabitación apesta a miseria. -¿Cómo puedo habersalido ayer, vestido de esa manera? ¡Y ese diván cu-bierto de hule, con el relleno asomándose por todaspartes! Y mi bata hecha andrajos, que ni siquiera meda un aspecto decente... Ah, lo verá todo... y verátambién a Apollon. Apuesto a que ese perro semostrará grosero con ella. Encontrará algún pre-texto, nada más que para vengarse de mí, y yo notendré valor para ponerlo en su lugar. Sonreiré, co-rreré de un lado a otro, tratando de impedir que labata se me deshaga. ¡Ah... qué horrible! Pero eso noes lo peor. Hay algo aún más bajo, más repugnante:¡volver a ponerme esa máscara de embustes!"

El solo pensamiento me encendió:"¿Por qué es deshonesto? Ayer por la noche fui

sincero. Lo recuerdo muy bien; también en mí habíasinceridad. Quise despertar en ella sentimientos ho-norables, y si lloró, debe de haberle hecho bien..."

Pero no lograba serenarme.Toda esa noche, aun después de volver a casa

mucho más tarde de las nueve y darme cuenta deque Liza no podía ir a esa hora, me fue imposiblequitármela de la cabeza, y la vela constantemente,

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siempre en la misma posición. Un momento de lanoche anterior me volvía al recuerdo con extraordi-naria vividez. Era el instante en que encendí el fós-foro y vi su rostro pálido, contraído, como el de unamártir. ¡Y qué sonrisa lastimera, forzada, torcida,ostentaba entonces! No sabía entonces que quinceaños más tarde seguiría pensando en Liza y en susonrisa penosa, contrahecha, no apreciada.

Al día siguiente me encontraba dispuesto a con-siderar todo el incidente como una tontería, como elproducto de nervios fatigados y, ante todo, comouna exageración. Siempre he conocido esa debilidadmía, y siempre desconfié de ella. "Mi tendencia aexagerar es como una deformidad me repetía unavez por hora, más o menos, pero luego pensaba,furioso: ¡Vendrá, vendrá, no cabe duda de que ven-drá!" Corría de un lado a otro de la habitación, gri-tando: "¡SI no hoy, mañana, pero es seguro que meencontrará! ¡Sí, eso es lo único que se puede esperarde estas estúpidas románticas de corazón puro! ¡Ah,malditas sean esas almas sucias, tontas, podridas,sentimentales! -¿Cómo es posible que no se hayadado cuenta de nada?"

Pero en ese punto me detenía, consciente de miterrible confusión.

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"Y cuán pocas palabras hicieron falta –advertía-.Cuán poco idilio -en especial porque no fue un idi-lio de verdad, sino una invención literaria-, paravolver del revés un alma humana en menos de unminuto. ¡Así es la inocencia de las muchachas! ¡Asíes el terreno virgen!"

De vez en cuando me nacía la idea de ir a verlayo mismo, de "decírselo todo", de pedirle que nofuera a mi casa. Ese pensamiento me ardía de talmodo por dentro, que creo que habría aplastado a lamaldita mujer si la hubiese tenido en ese momentoal alcance de la mano; la habría insultado, escupido,golpeado y echado de mi casa.

Pero pasó un día; dos, tres, sin señales de ella, ycasi llegué a tranquilizarme. En particular me sentíamejor después de las diez de la noche, porque en-tonces lograba deslizarme en agradables ensoñacio-nes en las cuales era el salvador de Liza. "Viene averme y le hablo.. la educo, la instruyo.. Al cabo medoy cuenta de que se ha enamorado de mí con apa-sionamiento. Finjo no entender . En realidad no sépor qué tenía que haber ese fingimiento. Sólo parahacerlas cosas más bellas, supongo. "Al final viene,turbada y herrosa, estremecida y sollozando, y searroja a mis pies; me dice que soy su salvador y que

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me ama más que a nadie en el mundo. Me descon-cierto, pero le digo: Liza, -¿de veras crees que no medi cuenta de tu amor? Lo vi y lo adiviné todo, perono me atrevía confesarte el mío, porque sé que ten-go cierta influencia sobre ti y temía que te obligarasa corresponder a mis sentimientos por pura grati-tud, y a provocar en ti un afecto que no quiero por-que es... bueno, algo así como un despotismo. . .Sería una falta de discreción..." Al llegar a eso, meenredaba en tales refinamientos europeos, impreg-nados de las sutilezas tan caras a George Sand, quetenía que saltearme una parte.

Pero ahora eres mía; eres mi creación; eres puray bella; eres mi maravillosa esposa.

Audaz y libre, en mi casa entraPara ser su ama, mi dulce esposa.

Después de eso, vivimos felices por siempre jamás,viajamos al extranjero, etc., etc." En una palabra, alfinal sentía asco, y sacaba la lengua, burlándome demí mismo.

"Ah, ni siquiera dejarán salir a esa perra pensa-ba. Por supuesto que no las dejan salir a pasearcuando se les ocurra, y menos aun de noche. No sé

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por qué motivo, estaba seguro de que aparecería porla tarde, y, lo que es más, a las siete. Pero por otraparte, había dicho que no tenían pleno control so-bre ella, que todavía contaba con derechos especia-les. De modo que... sí... ¡Ah, maldito sea, estoyseguro de que vendrá!"

Era una suerte que Apollon estuviera a manopara hacérmela olvidar. Su grosería llevaba mi pa-ciencia al límite. Era mi úlcera, mi peste, me habíasido impuesto por el destino. Hacía años que re-ñíamos, y lo odiaba. No creo que en toda mi vidahaya odiado a nadie tanto como a él, especialmenteen ciertos momentos. Era un hombre de edad me-diana, adusto, que además hacía de sastre en susratos libres. Por algún motivo, tenía hacia mí undesprecio sin límites y se mostraba altanero conmi-go, aunque debo decir que también miraba a todo elmundo por encima del hombro. El sólo ver su bocafirme, fruncida, y su cabeza rubia, cuidadosamentecepillada, con el jopo formado con esmero y untadocon aceite vegetal, era suficiente para decirle a unoque esa criatura nunca abrigaba duda alguna acercade sí. Era el hombre más pedante que he conocido,y por añadidura poseía una vanidad que quizás ha-bría resultado excusable en Alejandro Magno. Esta-

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ba enamorado de cada uno de los botones de suropa, de cada una de sus uñas... ¡sí, parecía loca-mente enamorado de sí! Me trataba con cierta tira-nía y me hablaba muy poco, y cuando me miraba lohacía con una expresión de superioridad y sarcasmoque me hacía hervir la sangre. Llevaba a cabo susfunciones de criado como si me hiciera objeto degrandes favores, aunque en realidad nunca hizo na-da por mí, pues no se sentía obligado. No cabe du-da de que me consideraba el tonto más grande de latierra, y si se abstenía de despedirse era porque reci-bía de mí su salario mensual. Aceptaba no hacernada por mía razón de siete rublos mensuales. Es-toy seguro de que muchos de mis pecados me seránperdonados por todo lo que tuve que aguantar de él.En ocasiones, mi odio llegaba a tal punto, que elsolo sonido de sus pasos me producía convulsiones.Pero lo que más me disgustaba era su ceceo. Creoque tenía la lengua demasiado larga, o algo por elestilo, y ello hacía que hablara ceceando y babo-seándose; estoy seguro de que eso le daba un orgu-llo desmesurado, pues suponía que se trataba de unmodo de hablar muy distinguido. Por lo general ha-blaba en tono tranquilo, medido, con las manos a laespalda y mirándose los pies. Otra cosa que me en-

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furecía era su costumbre de leer un salterio en vozalta, en su cuartucho. Eso me costó muchas batallas,pero le agradaba demasiado su lectura nocturna. Suvoz dulce, cantarina, resonaba como si estuvieraentonando salmos por los muertos. Cosa curiosa,así terminó al final: ahora se gana la vida leyendosalmos en los funerales. También extermina rata: yfabrica betún para zapatos.

Pero en esa época no me era posible librarme deél; era como si constituyera una necesidad químicade mi existencia. De todos modos, no habría acep-tado irse. Yo no podía trasladarme a habitacionesamuebladas. Mi departamento era mi rincón priva-do, mi cáscara, mi vaina, el lugar en el cual podíaocultarme de los hombres. Y maldito si puedo ex-plicar por qué, pero Apollon formaba parte inte-grante de él, y durante siete años no encontré laforma de sacarlo de allí.

Ni pensar, por ejemplo, en demorar el pago desu salario, ni siquiera por un par de días. En esoscasos hacía tal alboroto, que yo no sabía dónde es-conderme. Pero ahora estaba tan furioso con todoel mundo, que decidí castigar a Apollon y no pagarlehasta dos semanas después. Hacía tiempo, quizásdos años, que jugueteaba con la idea de hacerle algo

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por el estilo, para demostrarle que no tenía motivospara darse tanta importancia y que, si se me ocurría,podía retenerle la paga. Me prometí no hablarle deeso, y obligarlo a tragarse el orgullo y a ser el prime-ro en encarar el tema. Entonces sacaría siete rublosdel cajón, se los mostraría para probarle que los te-nía y le diría que no quería pagarle, simplementeporque no quería, nada más que porque no se medaba la gana; porque así deseaba que fuera, porqueyo era el amo, y porque él era grosero e insolente.Pero si me lo pedía con cortesía, quizá me ablandaray se lo diera. De lo contrario, tendría que esperarotras ;os o tres semanas, y quizás un mes.. .

Pero a pesar de lo furioso que estaba, al finalfue él quien venció. No pude aguantar ni cuatro dí-as. Actuó tal como en general lo hacia en esos ca-sos, pues eso ya lo había intentado yo antes, yconocía sus despreciables estratagemas. Me clavabasu severa mirada durante varios minutos, en parti-cular cuando yo entraba o salía. Si lograba aguantary fingía no darme cuenta de la forma en que miraba,recurría a otras maneras de perseguirme. Por ejem-plo, entraba en mi habitación sin hacer ruido,mientras yo me paseaba o leía, se detenía en lapuerta y se quedaba allí, con una pierna hacia ade-

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lante y la otra más atrás. En esas ocasiones, su mi-rada ya no era severa, sino lisa y llanamente despec-tiva. Y si le preguntaba qué quería, no respondía,sino que me contemplaba durante unos segundosmás, frunciendo los labios, y su rostro adoptaba unaexpresión indescriptible. Luego se volvía y se dirigíacon lentitud, arrastrando los pies, hacia su cuarto.Dos horas después reaparecía y adoptaba la mismaactitud. A veces, en mi cólera, ni siquiera le pre-guntaba qué quería, sino que me volvía con brus-quedad hacia él y lo observaba con altanería. Nosmirábamos a los ojos durante un par de minutos;después él giraba con lentitud y se iba, para aparecerde nuevo dos horas más tarde.

Si con eso no conseguía dominarme, recurría asu treta de los suspiros: de repente me miraba y lan-zaba un profundo suspiro, con el cual medía la pro-fundidad de mi degradación moral. Al final, ni faltahace decirlo, se salía con la suya. Me ponía iracun-do, le vociferaba, le aullaba, lo insultaba, pero meveía obligado a hacer lo que el hombre quería.

Pero esta vez en cuanto empezó con su rutinaprimera fase, "miradas severas, me lancé sobre élcomo un loco. Ya estaba demasiado irritado, no po-día soportarlo.

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-¡Basta! -le grité, cuando se alejaba con lentitud,con una mano a !a espalda, rumbo a su habitación-.¡Espera, ven aquí, te digo!

Debo de haber bramado de veras porque sedetuvo y me miró con una expresión que muy bien,abría podido ser de sorpresa. Pero no habló, y sofue lo que me puso fuera de mí.

-¿Cómo te atreves a entrar de esa manera, sinpermiso, y a mirarme? ¡Vamos, contéstame!

Una vez más, volvió a contemplarme durantemedio minuto, más o menos, y empezó a retirarse.

-¡Alto! -rugí como un animal feroz, corriendohacia él-. ¡No te atrevas a moverte! De una vez portodas, -¿me dirás por qué viniste aquí a mirarme?

-Si quiere ordenarme algo, mi obligación es ha-cerlo respondió al cabo de otro silencio, con voztranquila, pareja, ceceante, enarcando las cejas e in-clinando la cabeza, ora hacia un lado, ora hacia elotro. . . y todo ello con un criminal dominio de sí.

-¡No es eso lo que te pregunté, bravucón malig-no! chillé, tembloroso de ira. Te diré, asesino, porqué viniste: porque no te he dado tu salario. Creesser demasiado importante para pedirlo, de formaque vienes aquí para tratar de castigarme con tu es-túpida mirada, sin sospechar siquiera cuán estúpido

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eres, qué aspecto tan estúpido tienes... cuán estúpi-do, estúpido, estúpido.

Giró sobre sí mismo, en silencio, para irse, peroyo lo retuve.

-Oye –grité-, aquí está el dinero, -¿ves? saqué losbilletes del cajón del escritorio. -¿Ves? Siete rublos, -¿no es cierto? ¡Pero no los recibirás! Por lo menoshasta que vengas a mí y pidas disculpa con humil-dad. -¿Me oyes?

-Imposible -contestó, con una especie de ex-traordinaria serenidad.

-¡Ya te demostraré que es posible! ¡Te doy mipalabra!

-No tengo nada de qué disculparme dijo, ha-ciendo caso omiso de mis gritos. Por el contrario,puedo quejarme a la policía porque me ha llamadoasesino, y eso es un insulto.

-¡Ve! ¡Quéjate! -continué rugiendo-. ¡Ve ahoramismo! Sigo diciendo que eres un asesino. ¡Sí... ase-sino, asesino, asesino!

Pero él no hizo más que mirarme, ;i sin prestarya atención a mis gritos, se deslizó hacia su cuartosin volver la cabeza.

"Si no hubiera sido por Liza me dije, nada deesto habría sucedido." Dejé que pasara un minuto, y

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luego fui, con aspecto grave y solemne, pero con elcorazón latiéndome salvajemente, a su habitación.

-Apollon -dije con tranquila dignidad, a pesar dela sensación de ahogo que experimentaba, ve a bus-car al sargento de policía. ¡Ahora mismo!

Entretanto él se había instalado ante su mesa,tenía los anteojos puestos y se disponía a coser algo.Cuando oyó mi orden, lanzó un bufido de risa re-primida.

-¡Ve! ¡Ve en seguida, porque si no ni te imaginaslo que ocurrirá!

-No cabe duda de que no está en su sano juicio,señor -dijo con su habitual ceceo lento, sin levan-tarla cabeza y tratando todavía de enhebrar la aguja.-¿A quién se le ocurre presentar una queja contra símismo? En cuanto a sus amenazas, señor, me atre-vo a decirle que pierde el tiempo, porque no pasaránada.

-¡Ve! -exclamé, tomándolo de un hombro. Sentíque estaba a punto de golpearlo.

No había oído abrirse la puerta de entrada, peroalguien penetró en el departamento, nos vio y sedetuvo, atónito. Levanté la vista, estuve a punto demorir de vergüenza y corrí a mi habitación, donde,

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tomándome el cabello con ambas manos, apoyé lacabeza contra la pared y me quedé, así, inmóvil.

Un par de minutos después escuché los lentospasos de Apollon:

-Hay una persona que quiere verlo -dijo, con-templándome con especial severidad. Luego seapartó y dejó entrar a Liza.

Parecía no tener la intención de irse; seguía mi-rándonos, con una expresión burlona en el rostro.

-¡Vete, vete, sal de aquí! le grité, enloquecido.En ese momento el reloj de pared hizo un es-

fuerzo, jadeó y dio las siete.

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IX

Audaz y libre, en mi casa entra,Para ser su ama, mi dulce esposa.

Me encontraba frente a ella, aplastado, humilla-do, sórdidamente abrumado por la vergüenza, ycreo que sonreí mientras trataba dé cerrarme lospingajos de mi vieja bata, que soltaba su relleno.Todo había sucedido tal como me lo imaginé en mismomentos de depresión. Apollon, después de can-sarse de mirarnos, se fue. Pero eso no me hizo sen-tirme mejor. Lo que es más, también ella, de pronto,se mostró más turbada de lo que habría podidoimaginar. Y lo que la turbaba era mirarme.

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-Siéntate le dije maquinalmente, y le ofrecí la si-lla de ¡unto al escritorio, mientras yo me instalabaen el sofá.

Obediente, se sentó, sin apartar la vista de mí.Parecía como si esperase que yo hiciera algo, y esaingenua espera volvió a despertar mi furia, aunqueme dominé. Habría debido fingir que no se dabacuenta de nada, que todo era corriente, pero encambio... Y sentí, aunque todavía en forma vaga,que le haría pagar caro por todo.

-Me temo que me has encontrado en una situa-ción más bien extraña, Liza -comencé a decir, bal-buceando, consciente de que era. una formaequivocada de empezar-. ¡No, no, no imagines nada!-exclamé, al ver que se ruborizaba. No me aver-güenza mi pobreza. Más bien me enorgullezco deella. Soy pobre, pero honrado... es posible ser pobrey honrado al mismo tiempo murmuré-, pero... quizáquieras un poco de té.

-No.. -Empezó a decir algo, pero yo la inte-rrumpí.

-Espera.Me puse de pie de un salto y corrí al cuartito de

Apollon. Tenía necesidad de apartarme de su vista.

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-Oye, Apollon -susurré con tono afiebrado, de-jando caer en su mesa los siete rublos que había te-nido en el puño todo ese tiempo-, aquí tienes tudinero. Te lo entrego, pero en cambio debes sal-varme. Ve y consígueme una tetera y una docena debizcochos. Si te niegas, me convertirás en el hombremás desdichado del mundo, ¡pues no sabes quémujer es esa! Eso es todo. Puede que te estés imagi-nando algo, pero... ¡Ah, no sabes quién es ella!

Apollon, que tenía puestas las gafas otra vez yque había reanudado su trabajo, miró el dinero desoslayo, sin dejar la aguja. Luego, sin contestarme niprestarme atención, siguió tratando de enhebrar laaguja. Yo esperé allí unos tres minutos, los brazoscruzados sobre el pecho, en actitud napoleónica.Tenía las sienes cubiertas de sudor, y sentía cuánpálido me había puesto. Pero gracias a Dios, debede haberse apiadado de mí. Cuando terminó de ma-nosear su aguja e hilo, se puso de pie, empujó haciaatrás la silla con lentitud, se quitó lentamente losanteojos, contó lentamente el dinero y por fin mepreguntó, por encima del hombro, si debía pediruna tetera para dos. Y salió con lentitud, arrastrandolos pies.

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Cuando regresaba a mi habitación, donde espe-raba Liza, se me ocurrió que podía huir, no séadónde, así como estaba, con mi raída bata, así ter-minaba con eso.

Pero volví y me senté. Ella me miró, preocupa-da. Guardamos silencio durante unos momentos.

-¡Lo mataré! -grité de pronto, golpeando el es-critorio con el puño y salpicándolo de tinta.

-¿Pero por qué, por qué?- preguntó ella, tem-blando.

-¡Lo mataré, lo mataré! -vociferé, volviendo aaporrear el escritorio en un arranque de cólera, perodándome cuenta con claridad de lo tonto de miarranque-. No puedes saber, Liza, qué canalla em-pedernido es. Me tortura, Liza. Ahora ha ido a bus-car los bizcochos, y...

Y de súbito estallé en incontenibles sollozos.Entre uno y otro hipo, me sentía muy avergonzado,pero no podía contenerme.

-¿Qué sucede, qué ocurre? inquirió Liza, agitada.Tenía miedo.

-¡Agua! Tráeme un poco de agua... ¡Allí! -murmuré con voz débil, sabiendo muy bien quepodía arreglármelas sin el agua, y que no necesitabamurmurar. Pero aunque mi acceso de llanto había

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sido auténtico, tenía que representar un papel parasalvar las apariencias.

Me alcanzó un vaso de agua mientras me mira-ba, anonadada. En ese momento regresó Apolloncon el té. De pronto me pareció que ese té ordina-rio, cotidiano, sería inadecuado luego de lo que ha-bía pasado. Me ruboricé. Liza, temerosa, miró aApollon, quien salió sin dedicarnos una mirada.

-¿Me desprecias, Liza? le pregunté, temblandode impaciencia por saber lo que opinaba de mí.

No supo qué decir, tan turbada estaba.-Bebe tu té -le dije, irritado.Estaba furioso conmigo mismo, pero, es claro,

me desquitaba en ella. Un maligno resentimientocontra ella me crecía en el pecho. Creo que la habríamatado si me hubiese sido posible. Para castigarla,me juré que no le dirigiría una sola palabra. Habíadecidido que toda la culpa la tenía ella.

El silencio duraba ya cinco minutos. Ningunode los dos había tocado el té. Yo no quise beber elmío para hacerla sentir más turbada aún, y ella esta-ba demasiado molesta como para beber sola. Variasveces sorprendí sus miradas tristes, perplejas: Seguíguardando un silencio empecinado. Por supuesto,yo era quien más sufría, porque me daba cuenta de

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lo innoble que era mi perversa estupidez, aunque nopodía evitarlo.

-Quiero... -comenzó a decir, sintiendo que debíaromper el silencio de alguna manera- irme... de allá...para siempre...

¡Ah, pobre tonta! Eso era lo último que se podíadecir, en un momento tan inadecuado, y a un idiotacomo yo. El corazón me sangró ante esa demostra-ción de sinceridad y de franqueza innecesarias. Peroalgo malvado que había en mí cortó en capullocualquier piedad que hubiese podido experimentar,y hasta exacerbó mi rencor. ¡Ah, al diablo con todo!Pasaron otros cinco minutos.

-Quizá te estoy molestando dijo en voz muyqueda, e hizo un movimiento como para levantarse.

En cuanto reconocí esa primera señal de resen-timiento ante la forma en que la trataba, me estre-mecí de ira y prorrumpí:

-Me gustaría conocer el motivo de tu visita. -¿Cuál es? -dije, jadeante, sin importante ya si pro-nunciaba las palabras en algún orden lógico. Teníatanta prisa por barbotear todo lo que había encerra-do dentro de mí, que me daba lo mismo empezarpor cualquier parte.

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-¿Por qué viniste? ¡Contéstame! ¡Vamos, res-ponde! -grité, ciego de cólera-. Está bien, amiguita,yo te lo diré: viniste por todas las cosas "conmove-doras" que te dije la otra noche. Pero, para tu in-formación, no hacía más que reírme de ti, así comolo hago ahora. -¿Por qué te estremeces? Sí, digo queme reí. Había sido insultado en una fiesta, antes dellegar a la casa, por las personas que me precedie-ron. Fui a tu casa para darle un puñetazo a uno deellos, el oficial, pero llegué tarde. Tenía que saciarmi furia en alguien, y tú estabas ahí, de modo quevolqué mi resentimiento sobre ti y me divertí engrande. Había sido insultado, y quería insultar a mivez; habían hecho de mi, un felpudo, de modo quequería mostrar m; poder y limpiarme los zapatos enalgún otro. Eso fue todo, pero tú creíste que habíaido especialmente para salvarte, -¿verdad? -¿No fueasí?

Sabía que se confundirla y que se embrollaría enlos detalles; pero me pareció que no podía dejar deentender la esencia de lo que le decía. Y así sucedió.Su rostro se volvió ceniciento, pálido como su pa-ñuelo; los labios se le torcieron lastimosamente, y sederrumbó en su asiento, como golpeada por un ha-cha. A partir de ese momento permaneció allí tem-

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blando, los ojos desorbitados, la boca entreabierta,escuchándome. Mi cinismo la había aplastado.

-¡Salvarte, nada menos! -continué, poniéndomede pie de un salto y paseándome por la habitación. -¿Salvarte de qué?, me gustaría saber. ¿Y si yo soymás bajo que tú? ¿Por qué no preguntaste, mientrasyo te daba un sermón de moral, qué hacia allí, y sihabía ido especialmente a predicarte buenas cos-tumbres? Lo que en realidad quería en ese momentoera poderío y un pape: que representar, y tus lágri-mas, tu humillación y tu historia. ¡Eso es lo quebuscaba! Pero no pude seguir porque yo mismo soybasura; me faltó estómago y. maldito si sé por qué,te di mi dirección. Aun antes de volver a casa esanoche, me maldije por habértela dado. Ya te odiabaporque te había mentido. Sólo sé jugar con palabraso con sueños dentro de mi cabeza; ¡en la vida real,lo único que quiero es que desaparezcas bajo tierra!Necesito paz. No me importa que el mundo deje deexistir, mientras yo tenga tranquilidad. Si me diesena elegir entre que el mundo se fuera al cuerno o queyo dejara de beber mi té, elegirla lo segundo. -¿Tenías conciencia de eso, o no? Bueno, sé que soyun inútil, un individuo perverso, egoísta y perezoso.Estos últimos tres días he vivido aterrorizado, por

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miedo de que vinieras. -¿Y quieres que te diga quéme preocupaba más? El pensamiento de que hablaquerido presentarme como un héroe, y que cuandovinieras me encontrarías con mi mugrienta Daca,sin un centavo y repulsivo. Nace un rato te dije queno me avergonzaba mi pobreza. Pues bien, meavergüenza... más que ninguna otra cosa. Tengo irásmiedo de ella que de convertirme en un ladrón, ysoy tan hipersensible como si me hubieran despe-llejado, de modo que me hiere el contacto del aire. -¿Todavía no te das cuenta de que jamás te perdona-ré por haberme sorprendido en bata mientras le la-draba a Apollon como un perrito faldero? Tusalvador, tu héroe de hace unos días, se lanza sobresu criado como un sucio perro sarnoso, ¡y el criadose le ríe en la cara! Y tampoco te perdonaré por laslágrimas que no pude contener ante ti, hace un ins-tante, como una mujer estúpida, humillada. Y el he-cho de que esté confesándote todo esto ahora... esotampoco te lo perdonaré. Sí, tú y sólo tú eres la res-ponsable de todo lo que sucedió, porque estabasahí, porque soy un canalla, porque soy el más asque-roso, risible, ruin, estúpido y envidioso de todos losgusanos de la tierra... que en modo alguno son me-jores que yo, pero que, el diablo sabrá por qué, nun-

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ca se sienten turbados. Pero yo. . . toda la vida hepermitido que todo tipo de escoria me empujara deun lado a otro... ¡Así soy! -¿Y te parece que me im-porta si no entiendes nada de lo que te digo? -¿Quépuede interesarme eso? -¿Qué me importa si te pu-dres o no en esa casa? -¿No te das cuenta de que,cuando haya terminado de hablarte te odiaré nadamás que porque estabas allá y me escuchaste? Unhombre sólo desnuda su alma una vez en la vida, yaun entonces únicamente cuando está histérico. -¿Qué más quieres? -¿Por qué te quedas aquí, des-pués de todo esto? -¿Per qué me persigues? -¿Porqué no te vas?

Pero en ese momento sucedió una cosa muyextraña.

Estaba tan acostumbrado a imaginar que todosucedía como ocurre en los libros, y a visualizar co-sas que de alguna manera adquirían la forma de misviejos sueños diurnos, que al principio no entendí loque sucedía. Y lo que ocurrió fue que Liza, a quienhabía humillado y aplastado, entendía mucho másde lo que yo creía. De todo lo que dije, entendió loque entiende antes que nada una mujer que ama consinceridad: que yo era desdichado.

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Su miel y resentimiento desaparecieron paradejar paso, primero, a una sorpresa apenada. Luego,cuando le expliqué cuán bajo y ruin era, con las lá-grimas cayéndome de los ojos (y siguieron cayendomientras hablé), el rostro se le contrajo convulsiva-mente. Quiso ponerse de pie para hacerme callar, ycuando terminé no le importaron mis gritos de "-¿Por qué me molestas? -¿Por qué no te vas?" Lepreocupó, en cambio, el dolor que debía de haber-me obligado a decir todo eso. Y además, la pobre sehabía sentido tan humillada antes, y tan inferior amí, que le resultaba imposible sentirse enojada uofenderse. De pronto se puso de pie, y en un impul-so irresistible, con todo su ser atraído hacia mí, perodemasiado tímida para dar un paso hacia adelante,me tendió las manos. No pude seguir aguantando.

Entonces me echó los brazos al cuello y estallóen lágrimas, y también yo perdí el dominio y llorécomo nunca en mi vida.

No me dejan... no puedo ser bueno... susurré,tambaleándome hacia el diván. Me derrumbé en él,boca abajo, y me quedé así durante un cuarto dehora por lo menos, sollozando histéricamente. Ellase arrodilló cerca de mí, me rodeó los hombros conlos brazos y se quedó inmóvil en ese abrazo.

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Pero lo malo es que esa histeria no podía seguirtoda la vida. Y así puesto que escribo la verdad entoda su desagradable fealdad, mientras estaba echa-do en mi sofá, con el rostro hundido en el grasientoalmohadón de hule, empecé a darme cuenta, prime-ro en forma remota, que me sería muy difícil levan-tar la cabeza y mirar a Liza a la cara. No sé conseguridad qué me avergonzaba, pero sé que estabaavergonzado. También cruzó, por el torbellino quetenía en la cabeza, la idea de que ahora habíamoscambiado de lugar, Liza y yo, y que ella tenía el pa-pel heroico y yo era la criatura pisoteada y maltrechaque ella había sido aquella noche, en aquella casa. . .Todo eso se me ocurrió mientras seguía boca abajoen el diván.

Dios mío, -¿es posible que la envidiara?Ni siquiera hoy puedo contestarlo, y entonces,

por supuesto, entendía menos que ahora. No puedovivir sin tener a alguien a mano para tiranizarlo ydarle órdenes. Pero como nada puede explicarse pormedio del razonamiento, -¿para qué la razón?

De todos modos, logré, superar mis sentimien-tos, y como tarde o temprano tenía que levantar lacabeza, la levanté. Y hasta hoy estoy seguro de que,precisamente porque tenía vergüenza de mirarla a la

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cara, en mi corazón se encendió un nuevo senti-miento: la necesidad de dominar y poseer. La pasiónardía en mis ojos mientras le apretaba las manoscon terocidad. ¡Ah, cómo la odié, y con cuánta furiame sentí atraído hacia ella en ese momento! Y unsentimiento fortalecía al otro. ¡Eso se parecía a unavenganza¡ Su rostro expresó primero sorpresa, yquizás hasta miedo. Pero sólo por un instante. Des-pués se arrojó en mis brazos, arrobada.

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X

Un cuarto de hora después me precipitaba conimpaciencia de uno a otro extremo de la habitación,deteniéndome una y otra vez ante el biombo paraespiar a Liza por entre las hendiduras. Estaba senta-da en el suelo, llorando, la cabeza apoyada contra elborde de la cama. Pero no se iba, y eso era lo queme irritaba. Entonces ya lo sabía todo, pues la habíasometido al insulto final, pero... no hace falta entraren detalles. Adivinó que mi estallido de pasión eraen realidad un acto de venganza, un nuevo esfuerzopara humillarla, y que ahora, a mi odio casi imper-sonal se sumaba un odio personal hacia ella.

Pero no estoy por completo seguro de que loentendiera todo con claridad, aparte de que yo era

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una criatura repugnante y, ante todo, que no podíaamarla.

Sé que me dirán que es increíble que una perso-na sea tan estúpida y rencorosa; podrán agregar quemi incapacidad de enamorarme de ella, o por lomenos de apreciar su amor, también resulta increí-ble. -¿Pero por qué? En primer lugar, no podíaenamorarme porque para mí amar significa tiranizary dominar. Nunca he podido imaginar otra formade amar, y he llegado a un punto en que, para mi,amar consiste en una concesión voluntaria, por elobjeto de mi amor, del derecho a tiranizarlo. Inclu-sive cuando soñaba en mi cueva de ratón, no podíaentender el amor de otra manera que como una lu-cha, que empieza con odio y termina con el some-timiento del objeto amado, luego de lo cual meresultaba imposible imaginar nada más. -¿Y por quées tan increíble que le reprochara el haber ido nadamás que Para escuchar mis palabras conmovedorassin que se me ocurriese que me visitaba, no por mispiojosas palabras, sino para amarme, puesto quehabía llegado a una etapa tal de desintegración mo-ral, puesto que había perdido tan por completo lacostumbre de vivir? Para una mujer, toda resurrec-ción, toda salvación de cualquier partición que fue-

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re, se encuentra en el amor; es, en realidad, su únicocamino. Pero a decir verdad, no la odiaba tantomientras corría por el cuarto y la espiaba a través delbiombo. Sólo que su presencia allí me resultaba muypesada. Quería que desapareciera; quería tranquili-dad. Quería que me dejaran solo en mi cueva deratón. La bocanada de la vida real me había abru-mado, y no podía respirar.

Pero transcurrieron más minutos sin que semoviese, como si estuviera inconsciente, Tuve laosadía de dar unos golpecitos en el biombo, pararecordarle..., Se estremeció, se levantó de un brinco,se apresuró a tomar su chal, su sombrero, su abrigo,ansiosa por desaparecer de mi vista, por irse a cual-quier parte...

Un par de minutos después apareció por detrásdei biombo y me miró con fijeza. Le dediqué unasonrisa malévola (aunque en verdad me obligué asonreír de ese modo para cubrir las apariencias),pero tuve que desviar la mirada.

-Adiós -dijo, encaminándose hacia la puerta.Me precipité tras ella, le tomé la mano, la abrí, le

deslicé algo en ella. . . y volvía cerrarla. Luego meaparté y corrí hacia el otro extremo de la habitación,por lo menos para no ver ..

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Estaba a punto de mentir y escribir que lo hicepor accidente, sin saber lo que hacia, como en unaespecie de sueño. Pero no quiero mentir, de tornaque digo con franqueza que le abrí la mano y le pu-se. . . eso. .. por maldad. . . La idea se me ocurriómientras recorría el cuarto y ella se hallaba sentadadetrás del biombo. Peso una cosa puedo decir en midefensa: al cometer esa crueldad, no me impulsó elcorazón, sino mi estúpida cabeza. Esta crueldad eratan artificial y tan mala literatura, que yo mismo nopude soportarla, y por eso corrí al último rincón dela habitación. Después, lleno de vergüenza y deses-peración, me lancé detrás de Liza. Abrí la puerta yescuché.

-¡Liza, Liza! -llamé por la escalera. Pero lo hiceen voz baja.

No hubo respuesta. Me pareció oír pasos abajo.-¡Liza! -grité, esta vez con fuerza.Pero nadie contestó. Al mismo tiempo oí el chi-

rrido de la pesada puerta de cristales de abajo. Lue-go se cerró con ruido.

-Se había ido. Regresé a mi habitación, absortoen mis pensamientos. Me sentía muy triste.

Me detuve junto al escritorio, cerca de la silla enque se había sentado ella, y miré hacia adelante, sin

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ver. Pasó un minuto, y de pronto vi la mesa antemis ojos y... bueno, en una palabra, vi el arrugadobillete de cinco rublos que le había introducido en lamano. Era el mismo. No podía ser otro... no habíaotro en la casa. Eso significaba que ella había logra-do arrojarlo sobre la mesa en el momento en que yocorrí hacia el rincón.

-¿Y qué? Era de esperar que hiciese algo por elestilo. -¿De veras? Bien, no. Yo era tan egoísta, des-preciaba tanto a la gente, que no había supuesto quelo hiciera. Era demasiado. Al instante siguiente mepuse la ropa que pude encontrar a mano y corríatras ella. Cuando salí a la calle, no había tenidotiempo de recorrer más de doscientos metros.

No había viento, y la nieve caía casi perpendi-cular, acumulándose en una suave capa sobre la ace-ra y en la calle desierta. No había gente, ni seescuchaba un ruido. Los faroles callejeros parpa-deaban con tristeza, inútiles. Corrí un par de cientosde metros, más o menos, y me detuve.

"¿Adónde va? -¿Por qué corro tras ella?", pensé."¿Por qué? Para ponerme de rodillas, para llorar

mi remordimiento, besarle los pies, suplicarle queme perdone.. " Ansiaba hacerlo, me estallaba el pe-cho, jamás volví a pensar en ese momento sin emo-

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ción. "¿Pero para qué? pensé. ¿Acaso mañana no laodiaré más, sólo porque hoy le besé los pies? ¡Comosi pudiera proporcionarle alguna forma de felicidad!¡Como si pudiera dejar de torturarla!"

Me quedé en la nieve, contemplando la cegado-ra bruma, y pensando todo eso.

"¿Y no es mucho mejor cavilé más tarde, devuelta en casa, tratando de mitigar con mis fantasíasel vivo dolor que experimentaba que ella soporteesa humillación mientras viva, porque humillaciónes purificación, porque produce la conciencia máscorrosiva, la más dolorosa? Mañana mismo le habríamancillado el alma y fatigado el corazón, pero esteinsulto y humillación nunca se extinguirán en ella;sea cual fuere la suciedad que la rodee, mi insulto laelevará, la purificará a través... a través del odio...bueno, quizás a través del perdón... -¿Pero le resul-tará más fácil ahora?"

No. Pero permítaseme que ahora haga una pre-gunta por mi cuenta: ¿Qué es mejor, la felicidad ba-rata o el sufrimiento elevado? Bien, díganme: -¿cuálde los dos es mejor?

En eso meditaba esa noche, en casa, sentado,casi incapaz de soportar mi tristeza y desesperación.Nunca hasta entonces había pasado por tal angustia

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y remordimiento. Pero cuando me precipité fuerade la casa en persecución de Liza,-¿tenía acaso lamenor duda de que volvería sin haberla encontrado?Y nunca más la encontré. . . nunca oí hablar de ella.Debo agregar, además, que estaba muy complacidocon mi frase sobre los efectos beneficiosos de lahumillación, el insulto y el odio, aunque en esa épo-ca me sentía desfalleciente de desesperación.

Aún ahora., luego de tantos años, ese recuerdosigue siendo extraordinariamente vívido y molesto.Tengo muchos recuerdos desagradables, pero... -¿por qué no interrumpir aquí estas memorias? Meparece que fue un error comenzarlas. Sin embargo,por lo menos me he sentido avergonzado durantetodo el tiempo que las escribí, de modo que no sonliteratura, sino un castigo y una expiación. Por su-puesto, no es muy interesante hacer un largo relatode cómo envenené mi vida por desintegración mo-ral en mi húmedo agujero, por mi falta de contactocon otros hombres, por rencor y vanidad; juro queno tiene interés literario ninguno, pues una novelanecesita un héroe, en tanto que yo he reunido aquí,casi en forma deliberada, todas las características deun antihéroe. Es inevitable que estas memorias pro-duzcan una impresión de repugnancia, porque to-

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dos nosotros hemos perdido contacto con la vida, ytodos, en cierto sentido, estamos tullidos. Hemosperdido contacto hasta tal punto, que sentimos dis-gusto por la vida tal como se la vive en realidad, yno podemos soportar que nos lo recuerden. Hemosllegado a un punto en que consideramos la vida realcomo un trabajo casi como un trabajo penoso, yconvenimos en secreto que es mucho mejor la ma-nera en que se la presenta en la literatura. -¿Y a quéviene todo ese alboroto? -¿Por qué levantar tanto lanariz? -¿Qué exigirnos? No lo sabemos. Si nuestroscaprichosos deseos fueran concedidos, nosotrosseríamos quienes más sufriríamos. Bueno, prué-benlo ustedes: pidan más independencia. Tomen acualquiera, desátenle las manos, ensanchen su cam-po de actividades, aflojen la disciplina, y... bueno,créanme, enseguida querrá que le vuelvan a imponerla misma disciplina. Sé que lo que digo les molesta-rá, que los hará patear el suelo y gritar:

Habla por ti y por tus desdichas en tu malo-liente agujero, pero no te atrevas a hablar de iodosnosotros.

Pero escúchenme un momento. No trato dejustificarme, cuando hablo de todos nosotros. Pormi parte, lo único que hice fue llevar al límite lo que

Page 223: Fiodor Dostoievski - Memorias Del Subsuelo

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ustedes no se atrevieron a dejar siquiera a mitad decamino; confunden su cobardea con espíritu razo-nable, y gracias a ello se sienten mejor. De maneraque en definitiva podría resultar que yo estoy másvivo que ustedes. ¡Vamos, mírenlo obra vez! ¡Pero sihoy ni siquiera sabemos dónde está la verdaderavida, qué es, ni cómo se llama! Si nos quedamos sinliteratura, nos enredamos y nos sentimos perdidos;no sabemos a qué unirnos, qué tolerar: qué amar,qué odiar; qué respetar, qué despreciar! Hasta nosresulta molesto ser hombres, nombres de verdad, decarne y sangre, con nuestro propio cuerpo: nosavergonzamos de él, y ansiamos convertirnos enalgo hipotético denominado el hombre corriente.Hemos nacido muertos, y durante mucho tiemponos pusieron en el mundo padres que están muertosa su vez Y eso nos gusta cada vez más. Sentimosverdadero placer, por así decirlo. Pronto inventare-mos una manera de ser engendrados del todo porlas ideas Pero basta, ya me he cansado de escribirestas Memorias del subsuelo.

En verdad, las memorias de este mercader de paradojasno terminan aquí. No pudo resistirse, y continuó escribiendo.Pero en nuestro opinión, es mejor ponerles punto final.