Fernando Peirone, Gramáticas epocales
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Gramáticas epocales Sobre filosofía y ciencias sociales en contexto de cambio*
Resumen
Se dice que atravesamos un cambio trascendental. Pero ¿cuál es el alcance del cambio que atravesamos? ¿En
qué se diferencia de otros cambios? ¿Cuál es su dimensión política? ¿Qué rol juega el desarrollo tecnológico
en este proceso y cuánto afecta al sistema capitalista? La filosofía fue la disciplina que primero habló de
“crisis de la modernidad”. ¿En qué medida las ciencias sociales y humanas recogieron las especulaciones
realizadas por la filosofía, y cómo las reelaboraron?
We are said to be witnesses to epoch-making changes. How far-reaching are those changes? How are they
different from other changes? What is their political dimension? What is the role of technological
development in this process and how does it affect the capitalist system? Philosophy was the first discipline to
address the so-called “crisis of modernity”: in what way have the social sciences been able to extend and
apply the insights of philosophical thought in their own fields?
Palabras claves:
Política – filosofía – TIC – metamorfosis – dialéctica
A Eduardo Rojas
En los últimos cinco años hubo un notable incremento de libros, papers académicos y
notas periodísticas, incluso en publicaciones de gran circulación, que hablan de “cambios
que sacuden los cimientos de la civilización occidental”, de “descomposición del mundo
moderno”, del “agotamiento de la moral universal”, incluso de “la crisis terminal que vive
el capitalismo”. Es como si todo lo que permanecía en el plano de la sospecha, de repente
se hubiera reconocido, aceptado y asimilado. Lo profuso de estas alusiones, sin embargo,
tanto como el acostumbramiento que produce su reiteración, están dando por sentado
circunstancias extraordinarias, no sólo como si fueran harto evidentes, también como si no
hiciera falta agregar nada. Pero es preciso preguntarse por la índole y el grado de
verificación posible de todo aquello que se le está imputando a nuestra época. Porque
convengamos que, si efectivamente estuviéramos viviendo lo que aluden estas versiones del
presente, seríamos testigos —y partícipes necesarios— de una de las metamorfosis
culturales más importantes de la historia. Cambios como los que adjudican estas
afirmaciones no ocurrieron ni siquiera en el siglo XIII, cuando el nominalismo negó la
existencia de los universales y con el filo de “la navaja de Ockham” se laceró la honra y la
reputación de Dios; tampoco un siglo y medio después cuando los descubrimientos
científicos de Nicolás Copérnico alteraron el orden y las jerarquías del cosmos, abriendo el
camino franco del renacimiento y de la modernidad.
¿Esto quiere decir que, contrariamente a lo que dicen las expresiones en cuestión, no
atravesamos una época de cambios? Evidentemente no. Sólo decimos que sería importante
precisar qué tipo de cambio atravesamos; esto es: ¿es un cambio cultural, político,
económico o social; o abarca todos estos campos a la vez? En cualquier caso: ¿es un
cambio mensurable?, ¿cuál es su verdadera magnitud? ¿Puede efectivamente el modelo
capitalista, después de haber sobrevivido a todo tipo de embates y de haber consolidado sus
dominios globales de un modo elocuente, estar en riesgo de extinción? ¿Qué rol juega la
evolución tecnológica en este proceso?, ¿se desprende de su escalada una dimensión social
y política?; es decir: ¿se relacionan los cambios epocales —tal como muchos lo entienden y
explican— con la propagación viral de la tecnología digital interactiva y con la producción
de conocimiento a través de los nuevos artefactos que median el trabajo?, ¿cuál es el
impacto que tiene esta irrupción tecnológica en las formas de socialización/subjetivación?
Más aún: ¿pueden los cambios tecnológicos, por importantes que sean, trastocar los
cimientos de la cultura occidental, sobre todo si tenemos en cuenta que la modernidad
impulsó y asimiló revoluciones tecnológicas de gran envergadura; o sólo es la conclusión
circunstancial a la que arriban quienes, por su condición de inmigrantes digitales, no
pueden evitar la “percepción” de un alto impacto cultural cuando en verdad se trata, como
tantas otras veces, de una mutación que afecta los criterios estándares de interpretación y
que más pronto que tarde será procesada y asimilada como las veces anteriores? Por todo
esto resulta prudente preguntarnos por la causas y la consecuencias de esta mutación.
La disciplina que primero mencionó que la modernidad atravesaba un punto de
inflexión, a partir del cual era la mismísima cultura occidental la que ingresaba en un
proceso de creciente inestabilidad, fue la filosofía. Es un largo y sinuoso camino de
teorizaciones que, podríamos decir, inauguran los llamados maestros de la sospecha1 en la
segunda mitad del siglo XIX y se extiende hasta las puertas del siglo XXI. A lo largo de
todo ese trayecto, con distintas ópticas, se pronunciaron, entre muchos otros, Heidegger,
Wittgentein, Benjamin, Horkheimer, Adorno, Bataille, Sartre, Deleuze, Lyotard, Savater,
Vattimo y Sloterdijk. La procedencia europea de todos estos nombres nos da una idea de
los dominios que estaban en juego; y su familiaridad, la hegemonía que alcanzaron esos
dominios. También nos habla de quiénes estaban autorizados a participar del debate, ya que
para esa tradición cualquier pensamiento que no se produzca en el centro geográfico
europeo, adolece de un déficit metafísico esencial que lo vicia de nulidad. Para el resto del
mundo —en el que esa tradición tiende a comprender, incluso a los países europeos que se
alejan de Mitteleuropa—, nos queda el desarrollo de artes menores como la estética y la
política, o simplemente la resignación frente a una cultura cuyo centro rector no está a
nuestro alcance, sino sus efectos gravitacionales.
Ni la convicción ecuménica de la mayoría de los pensadores mencionados más arriba
ni todas las revoluciones políticas de la última centuria pudieron romper la matriz binaria,
jerárquica, discriminatoria y prejuiciosa del universalismo occidental que encarna la cultura
centroeuropea, cuyo imperio aún sobrevive y gravita, tanto en el multiculturalismo
(Bourriaud, 2009) como en las prerrogativas de la gramática.
A continuación trataré de hacer una breve genealogía de esta cosmovisión que la
filosofía percibió agotada a mediados del siglo XIX, para luego describir el proceso que
deviene en lo que hoy llaman “crisis terminal” del capitalismo, como así también el grado
de veracidad que comporta este tipo de presupuestos. Por último trataré de establecer el
alcance social y subjetivo de los cambios que se le atribuyen a nuestro presente, y el modo
en que las ciencias humanas y sociales se relacionan con estos cambios.
La existencia corrompida
El 21 de octubre de 1966, en una conferencia preparada especialmente para el
College International de la Universidad Johns Hopkins, Jacque Derrida dice que en la
1 Tal la denominación que utiliza Paul Ricoeur para referir el trieto Marx-Nietzsche-Freud, por el modo en que desestructuran las percepciones naturalizadas de la historia y la política (Marx), de la moral (Nietzsche) y de la conciencia de sí (Freud), desarticulando los fundamentos que se tenían del poder, de los principios morales, y de la subjetividad.
cultura occidental existe una “estructuralidad de la estructura” cuyo funcionamiento sólo es
aparente, pues siempre estuvo neutralizada “mediante un gesto que consiste en darle un
centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo” (Derrida, 1989)2. Este centro
no sólo establece un principio de organización que orienta, regula y proyecta la estructura
en función de un orden que nace en él, sino que además —y fundamentalmente— limita el
margen de maniobras de la estructura. Dicho de otro modo, el centro cierra el juego que él
mismo abre y hace posible, porque “en cuanto centro [de la estructura], es el punto donde
ya no es posible la sustitución de los contenidos, de los elementos, de los términos”. De ese
modo, el centro, que por definición es uno y único, constituye dentro de una estructura justo
“aquello que, rigiendo la estructura, escapa a la estructuralidad”. O sea: el centro está
adentro y afuera de la estructura. Ningún cambio lo altera porque todos los cambios son
aparentes. Como la estructuralidad de la estructura es una sola, el centro de cualquier
estructura es siempre el mismo. A partir de lo cual, el centro, que indiferentemente puede
recibir los nombres de origen (arkhé) o de fin (telos), hace que cualquier modo del devenir
remita indefectiblemente a una única historia del sentido.
La metáfora que por excelencia ha representado este dispositivo organizacional,
anche de poder, es la metáfora arbórea. La historia de la metafísica, como la de Occidente
mismo, es la historia de la metáfora arbórea y de sus metonimias, por lo cual, cualquier tipo
de arqueología incurre en la complicidad de un reduccionismo funcional a esa estructura
subordinada a un centro rector. “Se podría demostrar —dice Derrida— que todos los
nombres del fundamento, del principio o del centro han designado siempre lo invariante de
una [misma] presencia, llámese eidos (idea inmutable y eterna por la que se accede al
conocimiento objetivo y a la vida buena), arché (fuente, principio, origen), telos (meta, fin,
propósito, objetivo), energeia (actividad actuante, causalidad), ousía (esencia, substancia
independiente de las características accidentales), aletheia (verdad), sujeto, existencia,
trascendentalidad, consciencia, Dios, hombre, etc”. No hay fuga de sentido. Todo está
condicionado por la misma matriz, que no es otra cosa que una cosmovisión en acto. Ese
torrente ineluctable y arrasador, que como el líquido que se arremolina en un embudo
arrastra todo hacia la unidad del Ser (la mesa es, el hombre es, la mujer es, dios es, etc.),
fue lo que llevó a Emanuel Levinas a pensar en la ex-cendencia. La consideración del Ser
2 Todas las citas sucesivas de Derrida corresponden a la misma obra.
como la (in)variante presencia de «lo mismo», sostenía, es una operación autoritaria y
coercitiva que termina suprimiendo lo que excede al Ser en tanto existencia relacional. El
filósofo lituano lo vivió como una afrenta personal que lo llevó a emprender una de las
querellas filosóficas más valientes y más enérgicas que se hayan realizado contra la
voluntad totalizadora y unificadora del ser.
Si la estructura no ha cesado de reproducir e “imitar lo múltiple a partir de una unidad
superior” (Deleuze y Guattari, 2006); si la estructura hace que todo, ya sea por aceptación,
costumbre o reacción, permanezca ligado al sentido que emana del centro; esto quiere decir
que estamos frente a un problema que, necesariamente, tiene una dimensión política. Las
connotaciones políticas de una cosmovisión que se estructura alrededor de un único centro
rector, no son menores. El soberano que puede reservase el derecho de estar fuera de la ley,
tal como lo expone Giorgio Agamben cuando amplía las implicancias del “estado de
excepción” de Carl Schmitt, es una derivación política de ese esquema. Como el Primer
Motor Inmóvil de Aristóteles, el soberano se piensa a sí mismo pero sus razones, objetivos
y motivaciones no son cognoscibles ni cuestionables para el resto de los mortales. Lo
propio del centro es la impunidad. Esa condición es la que le permite escapar a la
estructuralidad y lograr una ubicuidad que le otorga presencia dentro y fuera de la
estructura, revalidando permanentemente su ascendencia. El afianzamiento de la metáfora
arbórea como modelo organizacional de referencia, ha requerido un celoso dispositivo de
control —y por lo tanto de dominio— que ha terminado cortando el desarrollo de cualquier
modelo alternativo y empobreciendo el pensamiento. Para ser más gráficos, digamos que la
estructuralidad de la estructura arbórea es a la vida social lo que el monoteísmo fue a la
vida pre-teológica: la reducción de todas las divinidades que compartían el mundo con el
ser humano a una abstracción.
Aquel ya lejano 21 de octubre de 1966, Derrida advertía el nivel de dependencia y
coerción que la estructura arbórea había generado en la cultura occidental. Lo describía
como un esquema que tenía “la misma edad de la episteme, es decir, al mismo tiempo de la
ciencia y de la filosofía occidentales”, y que tenía correlatos sociales que hundían “sus
raíces en el suelo del lenguaje ordinario, al fondo del cual va la episteme a recogerlas para
traerlas hacia sí en un desplazamiento metafórico”. Era consciente de la magnitud del
problema. En plena Guerra Fría todo parecía indicar que era impensable modificar ese
esquema de funcionamiento. Pero Derrida, que provenía de los márgenes de Europa y tenía
una aguda percepción de su época, siente que una nueva navaja puede hundirse, esta vez en
la univocidad del sentido. Por eso el texto de la conferencia no se limita a describir un
karma irresoluble; por el contrario, avanza sobre el interregno de una época que parecía
blindada para comunicar que “quizás se ha producido en la historia del concepto de
estructura algo que se podría llamar un acontecimiento”3. Este argelino, que había padecido
en carne propia el colonialismo francés, pero que a la vez comenzaba a ser un reconocido
intelectual de le france, advierte que su falta de ubicuidad es el reflejo de algo que lo
trasciende: de un tiempo en el que la metáfora arbórea ya no podía contener acabadamente
la ex-cendencia. ¿Qué quiere decir ésto? Que aquellos restos que desde siempre habían
excedido a la unidad del Ser y que la estructura de la episteme había circunscripto al terreno
del arte, la mitología o la superstición, estaban en condición de expresarse socialmente.
Dicho de otro modo, los infructíferos esfuerzos de la filosofía por explicar el mundo en su
conjunto (Habermas, 2010) estaban dando lugar a que, desde los márgenes de ese mundo,
se manifestara aquello que Hegel, entre impotente y enfurecido, llamaba “existencia
corrompida”.
Ese posible acontecimiento, en opinión de Derrida, tiene una genealogía. Se trata de
un proceso que comienza a fines del siglo XIX, en el momento que Nietzsche realiza su
crítica de la metafísica, de los conceptos de ser y de verdad; y que más tarde iba a continuar
acentuándose con Freud y Heidegger4. El obituario que redacta Nietzsche por la muerte de
Dios en la Gaya ciencia, completa la tarea que Guillermo de Ockham había iniciado seis
siglos antes y quiebra la solidaridad de la metafísica con la estructura arbórea. Se
desarticula la funcionalidad del centro como emanador de sentido. Dios revela su estatuto
imaginario, el de una construcción humana en la que históricamente habíamos proyectado
miedos, pasiones, ambiciones y sueños colectivos. Se desbarata la lógica del sentido. Ya no
hay prótesis existencial.
Derrida vivencia en 1966 lo que hasta ese momento la filosofía sólo había concluido
en abstracto. Registra, y tal vez antes que ningún otro, la disfuncionalidad pedestre de la
3 Para Derrida, al igual que más tarde para Deleuze y Baudiou —aunque en cada caso con variantes propias— la palabra “acontecimiento” designa aquello que rompe y se “opone” a la repetición de lo mismo. 4 Cuando Freud lleva adelante la socavación de la idea de un sujeto con una identidad propia y dueño de sí; y después cuando Heidegger provoca la destrucción de la metafísica, de la onto-teología y de la determinación del ser como presencia.
estructura arbórea. La pregunta que seguía a esa constatación era tan ineludible como
temeraria. ¿Había una cosmovisión alternativa? ¿Cómo era la estructura capaz de
reemplazar a la estructura arbórea?
La esfera de Pascal
La conferencia de Derrida se titula “La estructura, el signo y el juego en el discurso
de las ciencias humanas” y comienza con la palabra “quizá”, tal como para Jorge Luis
Borges debía plantearse un ensayo, en tanto que todo cuanto decimos, acerca de lo que sea,
no puede ser sino planteado como conjetura. La coincidencia no es casual. Derrida
admiraba a Borges y la conferencia en su conjunto, desde la primera palabra en adelante, es
un guiño y una recuperación de “La esfera de Pascal”, el ensayo que Borges empieza —y
termina— con la palabra “quizá”. Borges había escrito “La esfera de Pascal” en 1951,
cuando Derrida sólo tenía 21 años. En términos formales es un ensayo, pero está escrito en
un registro más cercano a la ficción que al ensayo; lo cual, viniendo de Borges, no puede
ser considerado sino como un acto cuidadosamente meditado. El texto, que increíblemente
no llega a completar tres páginas, comienza diciendo: “quizá la historia universal es la
historia de unas cuantas metáforas”, para después abundar en las variaciones que una de
esas cuantas metáforas fue teniendo a lo largo de la historia. A Borges lo atrae el modo en
que esa metáfora ha sobrevivido, cambiando de narradores y de grafías, pero nunca su
contenido; y en el afán de rastrearla llega hasta Jenófanes, en el siglo VI antes de nuestra
era. La metáfora que Borge rescata del fondo del tiempo no es una metáfora cualquiera; es
una figura que durante mucho tiempo fue consideraba improbable —más aún,
inadmisible—, cuyo valor connotativo no es posible mensurar; por eso fue recusada una y
otra vez, apelando a diferentes tipos de maniobras y argumentos; hasta el propio Aristóteles
se encargó de denunciar su extraterritorialidad acusándola de cometer contradictio in
adjecto. Pero aún así sobrevivió. Para el escritor argentino, donde mejor se logró formular
esa idea, fue en una “biblioteca ilusoria” que el teólogo francés Alain de Lille, descubrió a
fines del siglo XII. En ese lugar tan borgeano, sin certezas de quién había sido su autor, el
teólogo leyó “esta fórmula, que las edades venideras no olvidarían: Dios es una esfera
inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna” (Borges,
2005). Para Borges, esa metáfora que él reconstruye y transita hasta llegar a los vacilantes
manuscritos de Pascal, es una “fórmula” sin chances de ser olvidada5. En manos de Derrida
se convierte en la piedra basal de su propio edificio teórico. El eterno retorno de esa
metáfora es lo que inspira la precaución y la modestia de Derrida, la apelación al “quizá”
borgeano, pues percibe que su acontecimiento “tendría la forma exterior de una ruptura”,
pero en realidad no sería más que la repetición cíclica de una estructura alternativa que
nunca logró constituirse en una opción real frente a las posibilidades que brindaba la
estructura arbórea. Sus prestaciones siempre habían sido desfavorables frente a la necesidad
cultural de darse un orden y una organización. La funcionalidad que había tenido la
metáfora arbórea, en cambio, estaba a la vista y lo demostraba la historia. La gran mayoría
de las respuestas que el hombre se había dado hasta ese momento reproducían el esquema
de la metáfora arbórea, con un centro rector más o menos ostensible del cual emanaba el
sentido gravitante. Pero hasta ese momento.
Derrida, como Spinoza y Borges, sabe con idéntica malicia que quien explica a Dios
explica el mundo, porque Dios y el mundo, su producción, guardan una relación identitaria.
En consecuencia, la metáfora que logre sintetizar a Dios es la que estará en mejores
condiciones de reflejar el mundo —recordemos que a diferencia de lo que ocurre en la
estructura arbórea, en la tradición iniciada por Jenófanes, Dios es una “esfera inteligible”,
es decir pasible de ser abordada y asimilada por el ser humano. Hasta ese momento el
modelo de la metáfora arbórea era el único que había logrado representación en un
dispositivo de poder y que había construido un modelo organizacional acorde. Pero aunque
la metáfora que refiere Borges no haya tenido representación real porque nunca había
superado el plano de las ideas y los enunciados, la decisión que toma Derrida al recuperarla
abría una dimensión conjetural desprovista de toda inocencia. Si Dios puede ser
representado metafóricamente como una esfera intelectual, cuyo centro está en todas partes
y su circunferencia en ninguna, es lícito preguntarse cuál es el dispositivo de poder y el
modelo organizacional que mejor se adapta a esa estructura, cuál es su episteme y cuáles los
modos de ese saber. Si el centro está en todas partes, ¿el poder y la autoridad también? Si
cada uno es un centro, ¿cada quien es su propio gobierno? Si no hay límites ciertos ni
mensurables, tampoco hay dominios ajenos a lo humano ni alguien que pueda atribuirse su
5 A lo largo de su obra, Borges vuelve una y otra vez y de distintas maneras sobre esta metáfora, como en 1941, diez años ante de escribir “La esfera de Pascal”, la había utilizado para describir “La Biblioteca de Babel”: La Biblioteca es una esfera cuyo centro es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
representación: ¿puede ser el mundo una gran res-pública? Si da lo mismo el cielo que la
tierra, ¿quiere decir que no hay procedencias determinantes ni jerarquías naturales, y que en
consecuencia somos todos pares? ¿Así sería el mundo si hubiera triunfado la idea del Dios
que relataba Spinoza? ¿Dios sería un prodigio extenso, habitando en todas partes, y por eso
mismo, innecesario?
Las expresiones políticas que más empatía tuvieron con esa idea a lo largo de la
historia sólo consiguieron visibilidad temporaria, y en forma de proclamas utópicas o
extravagantes, pero nunca lograron corporizarse en una estructura. Sus respuestas fueron
menos “realistas” que la concepción política que, enancada en la metáfora arbórea, derivó
en el estado moderno. El modelo de autoridad de la estructura arbórea siempre fue
inequívoco y —hay que reconocerlo— mucho más eficaz a la hora de dar respuestas, al
punto que aquellos modelos que nacían proponiéndose como una alternativa terminaron
adoptándolo e implementándolo casi sin excepción, de tal modo que las cuentas siempre
volvían a cero. No obstante eso, las concepciones que bregan por una libertad situada en el
seno de la política, han reaparecido y participado activamente de cada revuelta social, desde
las americana y francesa del siglo XVIII hasta las más recientes, pero “no han sido capaces,
al menos hasta hoy, de traducirse en ninguna forma de gobierno” (Hannah Arendt, 2005).
La oposición entre estas concepciones políticas, nos recuerda Arendt, se sostiene en la
diferenciación entre muchos (peores: plebe) y pocos (mejores: aristocracia) que estimuló la
academia desde Platón y Aristóteles en adelante, con una presencia insoslayable en todas
las respuestas teóricas que desde entonces se han dado a la pregunta por el sentido de la
política. Pero la deconstrucción de la estructuralidad de la estructura que lleva adelante
Derrida en su conferencia de 1966, pone un coto a esa tradición tan cara a las corporaciones
y a la institucionalidad moderna, abriendo el juego a nuevas respuestas. Derrida
desnaturaliza la estructura arbórea sobre la que descansa toda una civilización y la interpela
a partir del contraste que ofrece la esfera de Pascal6. De ese modo, y de la mano de Borges,
Derrida legitima, jerarquiza, visibiliza, y pone en un plano de igualdad, una idea del mundo
6 Derrida no confiesa en este trabajo la referencia borgeana a la esfera de Pascal, que evidentemente utiliza como contraste de la estructura arbórea, pero ya la tenía presente y la mencionaba explícitamente en su ensayo sobre Emmanuel Levinas de 1963 incluido en el mismo libro, La escritura y la diferencia. Tratándose de una conferencia, y considerando el objetivo de la ponencia orientada a deconstruir el discurso de las ciencias sociales, no tiene demasiado sentido la mención, pero el guiño desde la palabra “quizá” en adelante es más que evidente.
que con ese ejercicio pasaba a tener tanto linaje como la idea del mundo que le daba
fundamento a la metáfora arbórea. A partir de allí se podía admitir la posibilidad de “un
mundo de signos sin falta, sin verdad, sin origen, que se ofrece a una interpretación activa.
Esta afirmación determina entonces el no-centro de otra manera que como pérdida del
centro” (Derrida, 1989). Es una jugada, como dice el propio Derrida, sin seguridad, un salto
al vacío, pero “en el azar absoluto, la afirmación se entrega también a la indeterminación
genética, a la aventura seminal de la huella”.
Botánica y filosofía
Poco tiempo después de aquel 21 de octubre de 1966, una seguidilla de
acontecimientos iba a producir una importante zozobra en la estructura arbórea. El Mayo
del ‘68, el Che Guevara, el Movimiento hippie, el Graffiti art, el Rock, el arte Pop y la
Primavera de Praga, son algunas de las expresiones más emblemáticas de ese cimbronazo
tectónico cuya ondas sísmicas iban a sentirse desde Francia, Méjico, Chile y Estados
Unidos hasta Checoslovaquia, Cuba, Portugal, Uruguay y la Argentina. Todas esas
experiencias, sin embargo, iban a quedar truncas. La falta de nuevos marcos conceptuales
no les permitió decir —y por lo tanto entender— lo que estaban produciendo. Carecían de
conceptos que les permitieran nombrar lo que estaban haciendo y ninguna palabra
alcanzaba para lo que necesitaban decir. Las viejas referencias teóricas no sirvieron para
contener ni explicar lo que aquellos nuevos actores exploraban y estaban comenzando a
producir. Por eso, en las antípodas de lo que buscaban, los movimientos contraculturales de
la década del sesenta terminaron rebajando su cuestionamiento a protestas y reclamos,
cuando no adoptando la lógica de la confrontación armada que les proponía el poder
hegemónico. Esto, en la práctica significó otorgar los justificativos para su repudio y
erradicación a mano de fuerzas que los superaban ampliamente en todos los campos:
número, armamento, medios económicos, apoyo logístico y político (León Rozitchner,
1986). Tras ese fracaso, lo que se avecinaba para el mundo no era un lecho de rosas, como
de hecho no lo fue: sobrevendrían dictaduras por doquier y tres décadas de imperio
neoliberal globalizado.
Los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari, a diferencia de quienes se replegaban,
ven en ese estado de la situación una oportunidad para pensar. Era necesario analizar las
causas de esas frustraciones sistemáticas antes que sumarse a quienes lo consideraban un
dictamen indiscutido de la historia o la victoria de una facción ideológica (quienes optaron
por esta lectura de los hechos, son los que más tarde, cebados por la caída del Muro de
Berlín se sentirían autorizados para decretar el fin de la historia). Frente a este panorama y
contraviniendo las corrientes de la época, Deleuze y Guattari toman la decisión de
desmarcarse y sienten la necesidad de “crear” un concepto que supere el estadio en el que
sistemáticamente naufragaban todas las experiencias sociales innovadoras. Asumen
entonces la tarea de buscar una metáfora que tuviera suficiente fuerza simbólica como para
representar una nueva estructura organizacional y destronar la supremacía de la metáfora
arbórea. Fue una de las decisiones más importantes, arriesgadas y comprometidas de la
filosofía contemporánea; una decisión que la teoría política tardaría en dimensionar y
asimilar, pero que le daría cuerpo a una estructura organizacional que hasta ese momento
sólo había estado representada en abstracto por “La esfera de Pascal”. En ese contexto, una
década antes de las tensiones entre Estado y sociedad que iniciaría la caída del Muro de
Berlín, Deleuze y Guattari “creaban” el rizoma y trazaban el camino por el que casi tres
décadas después íbamos a transitar como sociedad global.
La metáfora que eligen Deleuze y Guattari, a pesar del ímpetu rupturista, todavía
mantiene cierta cortesía con la tradición occidental. Su metáfora, como un remedo de la
dialéctica hegeliana, no se aparta completamente de la figura a la que se opone, porque
también proviene de la botánica; pero expone su naturaleza infiel convirtiéndose en otra
cosa. No se convierte en su contradicción, lo cual le haría mantener fidelidad dialéctica y
por lo tanto continuidad histórica. No es pura oposición, no es derivación, no es
metamorfosis. Es “cambio de naturaleza”, es traición, es el puñal oportuno. La bondades de
la botánica, que había facilitado con la metáfora arbórea un recurso cuyas connotaciones
simbólica funcionaron como un instrumento alegórico tan lucrativo y recurrente como
milenario, ahora era capaz de brindar algo más que su antítesis: ¿la incipiente causa de su
deceso?
El rizoma brindaba una posibilidad física superadora respecto de su pariente el árbol:
un nuevo “principio de conexión y heterogeneidad”. Es decir, mantenía el parentesco
botánico con lo arbóreo, pero a la vez abría una distancia irreductible e irreversible con esa
tradición metafórica e interpretativa. De ese modo, la palabra rizoma, que proviene del
griego (ῥίζωµα) y cuyo significado más aproximado sería “raíz”, era arrebatada del
dominio de la botánica para ser resignificada con una nueva acepción, esta vez filosófica. Y
fiel a su naturaleza, no tardaría en habilitar derivaciones insospechadas.
La riqueza del rizoma proporcionaba las prestaciones filosóficas que los autores
buscaban y necesitaban para contraponerse a una tradición que tenía “la edad de la
episteme, es decir, al mismo tiempo de la ciencia y de la filosofía occidentales” (Derrida,
1989). Pero a la vez facilitaba una metáfora física que permitía abordar de un modo
diferente ciertos fenómenos sociales (composiciones de poder, lógicas relacionales,
prorrupciones, mutaciones actorales, criterios trayectivos) que, como si fueran existencias
corrompidas, escapaban a los marcos interpretativos. El rizoma viene a darle posibilidad de
representación a una cosmovisión y a su correspondiente estructuralidad que, si bien existía
como metáfora —y por consiguiente como saber— desde los tiempos de Jonófanes, nunca
había podido desarrollarse como una alternativa cultural cierta. Ninguna de las
innumerables experiencias sociales que a lo largo de la historia presentaron una alternativa
pudieron construir una cultura ni desplegar una concepción política en torno a sus
principios organizacionales; una a una perecieron antes de poder desarrollar su propia
conceptualización (Peirone, 2012). De allí el valor que tiene lo que hace el trío Derrida-
Deleuze-Guattari, habilitando la intelectualización y el desarrollo político y social de una
idea del mundo que existía desde siempre, pero que permanecía relegada, sino proscripta.
Pasarían, sin embargo, unos cuantos años antes de que el rizoma y la metáfora
pascaliana rescatada por Borges pudieran desarrollarse más allá de la filosofía, como una
expresión alternativa y efectiva a la metáfora arbórea.
La traducción
Sin el sopeso de los países que se agrupaban tras la “cortina de hierro” y después de
tres décadas de reinado neoliberal, a poco de ingresar en el siglo XXI el planeta se
encamina hacia la fase más severa de una crisis económico-financiera que va a superar
largamente en sus dimensiones —¿y en sus consecuencias?— a la legendaria crisis del ’30.
Es la ancha defección de una utopía capitalista que había soñado con la autorregulación del
mercado y la posibilidad de organizar todas las formas de la vida humana de acuerdo a la
lógica del libre mercado (Rancière, 2010). Los costos sociales de la política neoliberal se
convierten progresivamente en una usina de malestares endémicos que —¿como efecto no
deseado?—, desgasta fuertemente a las democracias representativas. En tanto que
funcionaron asociadas —cuando no subordinadas— al capitalismo financiero internacional,
las democracias representativas pierden progresivamente su capacidad de contención
(Grecia, España, Irlanda, Italia y Portugal son los ejemplos recientes más visibles) y
devienen cascarones institucionales despolitizados, licuados, desacreditados, desvinculados
de sus fundamentos y carentes de sustento colectivo. La escuela, la salud pública y el
tándem parlamento-justicia, se ven afectados por la misma corriente. Este escenario,
inquietante de por sí, se vuelve particularmente abismal si tenemos en cuenta que el sistema
democrático opera como el último eslabón de una larga cadena que mantiene la secuencia
metonímica del orden simbólico estructurado por la tradición arbórea, el mismo que viene
produciendo el sentido de la cultura occidental desde tiempos inmemoriales. Pero aquí no
termina todo.
A la par de esta gran crisis, y en la medida que se iba agudizando, se produce la
emergencia de un contexto socio-tecnológico que complejiza aún más el escenario
introduciendo una nueva lógica social. A partir de una serie de dispositivos con presencias
y posibilidades de afectación remota, pero efectivas, la cultura digital y las Tecnologías de
la Comunicación y la Información (TIC), fueron reformulando los vínculos interpersonales
y alterando las prácticas políticas, comerciales y formativas. En poco más de una década la
lógica moderna —y por lo tanto la lógica del sentido— se trastocó drásticamente y lo que
era real, sólido, seguro, perdurable y nacional, se volvió virtual, flexible, ambiguo, frágil,
líquido, evanescente y global (Gatti, 2005). Nada pudo sustraerse al tembladeral, desde la
academia hasta la institución familiar, los diferentes actores sociales se vieron compelidos a
revisar sus prácticas y fundamentos.
La irrupción de la cultura digital y las TIC, en principio, produjo tres efectos de alto
impacto social: 1] Vulneraron los límites y los dispositivos de control montados por los
Estados. El acceso masivo a este instrumental, echó a andar volúmenes de información sin
antecedentes, capaces de sortear límites que hasta no hace mucho eran la garantía de
regímenes de gobierno totalitarios que lograban mantener amedrentada y en el aislamiento
a poblaciones enteras; 2] Impulsaron un proceso de prácticas con un alto potencial
emancipatorio, en tanto que “juego de prácticas guiadas por la presuposición de la igualdad
de cualquiera con cualquiera” (Rancière, 2000); 3] Favorecieron el desarrollo de una suerte
de “sociedad civil transnacional” (Offe y Schmitter, 1995) y la emergencia de un nuevo
cosmopolitismo político (Reguillo, 2012), que logró incomodar al capitalismo como hacía
mucho tiempo no ocurría, poniendo en marcha una nueva e inocultable dimensión política,
en tanto que es “la elaboración y puesta en marcha de una voluntad colectiva que se
replantea la manera de vivir” (Boltanski y Chiapello, 2002). Volveremos sobre esto, pero es
importante resaltar un cuarto efecto que engloba y potencia a los tres anteriores. Me refiero
a 4] la progresiva reformulación de la lógica social que, en sintonía con lo que había
advertido el trío Derrida-Deleuze-Guattari, guarda una sorprendente analogía con la
“lógica” rizomática. Para poder realizar la comparación, recordemos textualmente el modus
operandi que Deleuze y Guattari le atribuyeron al rizoma en la introducción de Mil mesetas
(Gille Deleuze y Félix Guattari, 2006):
A diferencia de los árboles o de sus raíces, el rizoma conecta un punto
cualquiera con otro punto cualquiera, y cada uno de sus trazos no remite
necesariamente a trazos de la misma naturaleza, pone en juego regímenes de signos
muy diferentes e incluso estados de no-signos. El rizoma no deja reducir ni a lo Uno ni
a lo múltiple. No es lo Uno que se convierte en dos, ni tampoco que se convertiría
directamente en tres, cuatro o cinco, etc. No es un múltiple que deriva del Uno, ni al
que se añadiría el Uno (n + 1). No se compone de unidades sino de dimensiones.
Constituye multiplicidades lineales de n dimensiones, sin sujeto ni objeto, que pueden
disponerse en un plano de consistencia del que siempre se sustrae el Uno (n – 1). Tal
multiplicidad no varía sus dimensiones sin cambiar su naturaleza y metamorfosearse.
Por oposición a una estructura que se define por conjunto de puntos y posiciones,
relaciones binarias entre los puntos y relaciones biunívocas entre las posiciones, el
rizoma sólo está compuesto de líneas: líneas de segmentariedad, de estratificación,
como dimensiones, pero también línea de fuga o desterritorialización como dimensión
máxima según la cual, siguiéndola, la multiplicidad se metamorfosea cambiando de
naturaleza. No deben confundirse tales líneas o lineamientos con las líneas de tipo
arborescentes que sólo son lazos entre puntos y posiciones. Por oposición al árbol, el
rizoma no es objeto de reproducción: ni reproducción externa como el árbol-imagen, ni
reproducción interna como la estructura-árbol. El rizoma es una antigenealogía. El
rizoma procede por variación, expansión, conquista, captura, picadura. Por oposición al
grafismo, al dibujo o a la foto, por oposición a los calcos, el rizoma se remite a un
mapa que debe producirse, construirse, siempre desmontable, conectable, invertible,
modificable, con entradas y salidas múltiples con sus líneas de fuga. Son los calcos los
que hay que llevar sobre los mapas y no a la inversa. Contra los sistemas centrados
(incluso policentrados), de comunicación jerárquica y vínculos preestablecidos, el
rizoma es un sistema acentrado, no jerárquico y no significante, sin General, sin
memoria organizadora o autómata central, definido únicamente por una circulación de
estados. De lo que se trata en el rizoma es de una relación con la sexualidad, pero
también con el animal, con el vegetal, con las cosas de la naturaleza y el artificio,
completamente diferente de la relación arborescente: todas las clases de “devenires”.
¿Qué son el carácter trayectivo, discontinuo e imprevisible de las prácticas sociales, y
la modalidad que adquirieron los vínculos interpersonales en la actualidad, sino
multiplicidad rizomática en acto? ¿Qué es, a su vez, la nube7, como la figura que mejor
simboliza a la “lógica” relacional de la cultura digital, sino la grafía de un mapa
multicéntrico y rizomático? (véase imágenes 1).
Imagen 1
Figura de la nube
7 Denominación metafórica con que se suele nombrar Internet.
La nube vino a representar un modelo de funcionamiento alternativo. Actuó como
piedra de toque de “La esfera de Pacal”. Hizo que aquella vieja metáfora prosaica del
mundo, vencida una y otra vez por la funcionalidad de la metáfora arbórea, tuviera una
nueva chance para revalidar sus dotes de estructuralidad. La crisis global haría lo propio
erosionando las aptitudes de una estructuralidad concebida a imagen y semejanza de un
Dios superior. Crece así la necesidad de un “orden” social diferente que, en concordancia
con la nube y la globalidad, religue la multiplicidad de centros y resista las reducciones.
Si a cada época corresponde un modelo de máquina (Deleuze, 1999; Mumford,
1997), la nube es el modelo maquinal que mejor representa nuestro tiempo (Peirone, 2012).
Pero la común adopción de la nube como modelo organizacional y su correspondencia con
la “lógica” rizomática, comporta una conmoción mayor: el recambio de la cosmovisión que
funda —y fundamenta— a la cultura occidental. Se agota la idea de un Dios superior,
abstracto y gravitante, capaz de contener, guiar y dar respuestas sobre todo; y surge otra, la
de un “Dios” más funcional y menos anacrónico: una esfera inteligible, cuyo centro está en
todas partes y su circunferencia en ninguna. Pero todavía hay algo más. Esta
transfiguración de todos los valores que desplaza a la episteme en que se sostienen la
ciencia y la filosofía occidentales (docta), es protagonizada e impulsada por la doxa. Es,
por lo tanto, un golpe asestado con igual virulencia al positivismo y a la metafísica que
desde Platón y Aristóteles sostienen la diferenciación entre “los muchos” —peores: plebe—
y “los pocos” —mejores: aristocracia— con la misma contumacia (Arendt, 2005; Rancière,
2007). Así como la cosmovisión que se estructuraba alrededor de un centro rector tenía
connotaciones políticas innegables, su alternativa también las tiene. Comienza entonces a
gestarse un concepto de lo político —si es que así debemos llamarlo8— que se aparta de la
raíz schmittiana y que se manifiesta en prácticas innovadoras con signos observables que
utilizan a la nube como dispositivo de intervención, administración y pronunciamientos con
arreglo a fines (Habermas, 2010).
8 En la reformulación factual de conceptos que se está llevando a cabo, el concepto de lo político que todavía se referencia en Schmitt no es la excepción. Es una tarea de las ciencias políticas extraer de las nuevas prácticas aquellos procedimientos que permitan repensar los conceptos y denominaciones de aplicación para el campo. En este sentido resulta muy interesante la entrevista a Diego Tatián que le realizara la revista El río sin orillas en su Nº 4 (2010)
Dicho esto, me abocaré a compartir algunas reflexiones sobre las implicancias socio-
política de este nuevo escenario, y en qué medida hacen sistema con los cambios epocales
que mencionaba al comienzo de este trabajo.
La gran prorrupción
Como acabamos de ver, la adopción de la cultura digital trajo aparejada la paulatina
“visibilidad” —también se podría hablar de necesidad— de una estructura extensa y
rizomática que porta una nueva e inocultable dimensión política. Ahora bien, ¿cuáles son
las características distintivas de esa nueva dimensión política? La sociedad civil
transnacional de la que hablaban Offe y Schmitter a principios de los años ‘90, implicó el
crecimiento y la evolución constante de organizaciones no gubernamentales que
proporcionaban servicios de contralor a las neodemocracias, vigilando sus actuaciones y
movilizando apoyo cada vez que estuvieran en riesgo. Pero paralelamente a este
increscendo de las ONG en el escenario internacional, ocurrían otros fenómenos sociales
que iban en la misma dirección y que contribuyeron a construir el camino que nos condujo
a este presente. A partir de 1990, con la organización del primer Foro de São Paulo,
empezaron a conformarse los movimientos antiglobalización, que se las arreglaron para
manifestarse contra el pensamiento único en cuanta cumbre y foro económico se organizara
en el planeta. Por su parte, con una importante participación de la academia, se fue
montando una gigantesca campaña de concientización sobre la devastación irracional de la
naturaleza y sus efectos climáticos que terminó incorporada en el discurso escolar y en los
medios de comunicación masiva, generando un consenso, una transversalidad y un estado
de alerta que posiblemente no tenga precedentes. Quienes llevan adelante este tipo de
acciones, asumen que la lucha contra estos males endémicos de nuestra época, y del
capitalismo en particular, no está —o al menos no sólo— en mano de los gobiernos
(Robson, Rayner y otros, 2010). Estas movidas implican un creciente cuidado del planeta
pero, a la vez, un cuidado del otro y un cuidado de sí (Rozitchner, 1993; Foucault, 2010).
En contraposición al individualismo de décadas anteriores, conllevan una responsabilidad
que se hace manifiesta en la actitud hacia lo más próximo y lo más pequeño. Representan
una porfía colectiva que, a contrapelo de quienes asociados al poder hegemónico no
dudaban en hablar de desafectación y apatía, nunca resignó su participación en la historia.
Esta avanzada polifronte fue cimentando las bases de lo que Rossana Reguilllo hoy
llama nuevo cosmopolitismo político, y que podríamos describir como una conciencia
colectiva que fue apropiándose de las oportunidades que brindaba la globalidad, sobre todo
de los dispositivos reticulares, para generar su propia manera de emitir juicios, discriminar
los comportamientos adecuados de los que no lo son, precisar cualidades y legitimar nuevas
posiciones de poder (Boltanski y Chiapello, 2002). El desarrollo de esa interacción
comunicativa fue conformando el estatuto de un nuevo ciudadano mundial con su propio
sistema de valores. A partir de lo cual, un número nada despreciable de personas
distribuidas en todos los rincones del planeta, entre otras cosas, pudo: 1] dimensionar y
difundir las consecuencias sociales y climáticas del sistema capitalista, más aún: las
implicancias devastadoras de la instrumentalización del mundo; 2] reconocer interlocutores
fuera de los circuitos tradicionales y más allá de las fronteras nacionales y culturales; 3]
descubrir que ya no hay minorías, sino muchos que comparten intereses, objetivos, sueños
y dolores con muchos; 4] experimentar una temporalidad y una espacialidad diferentes; 5]
elaborar una nueva morfología en las relaciones sociales; 6] explorar variantes de un nuevo
poder colectivo.
El alcance y las derivaciones de esta vanguardia rizomática por cierto que todavía son
enigmáticas, pero es un modo de habitar el mundo que se desarrolló junto a la cultura
digital y las TIC, y que ha logrado interpelar tanto formas dominantes de información,
comunicación y conocimiento, como de investigación, producción, organización y
administración. Sus prácticas son extensas y deliberadamente vagas, sin embargo —es
bueno aclarar que— no se distancian de las coyunturas locales o nacionales en las que se
originan, pues como hemos visto al tiempo que mantienen una mirada planetaria
responsable, no pierden de vista su entorno ni el modo en que lo más cercano dialoga con lo
más lejano. Dicho en términos de la metáfora pascaliana, este nuevo accionar —político—
está “centrado” en todas partes pero no reconoce los límites convencionales, porque su res-
pública es el planeta.
Atento al escenario que estamos describiendo, desde una concepción tradicional se
nos dirá que el nuevo cosmopolitismo político protagoniza un proceso de antagonismo
dialéctico con el capitalismo tardío. Los más optimistas justificarán la disparidad de
fuerzas, aclarando que es una contienda que se encuentra en su fase inicial, pero que pone
en evidencia “la crisis terminal que vive el capitalismo”. Los más pesimistas, por su parte,
nos recordarán que enfrente está la tradición cultural que venció y sobrevivió a todos y cada
uno de sus oponentes; esa tradición, insistirán con razón, en la actualidad mantiene
encolumnado tras de sí, y en buena medida disciplinado, a casi todo el planeta. Frente a
estas opiniones, bien vale aclarar que el capitalismo aún está lejos de perder sus dominios.
Más aún, no sería de extrañar que frente al malestar generalizado y el crecimiento de los
nuevos movimientos sociales (Occupy Wall Street, Anonymous, 15-M, etc.)—, el
capitalismo retroceda y disminuya el énfasis de sus especulaciones financieras. Por lo cual,
lo que muchos podrían ver como un repliegue y una conquista, sería prudente tomarlo
como un intervalo en sus inalterables ambiciones, porque más pronto que tarde volverá a la
carga y en mejor forma que antes (Boltanski y Chiapello, 2002). Su estrategia —
recordemos lo que decía Derrida— es que cualquier diferencia se resuelva en el interior de
la “estructuralidad de la estructura”, nunca afuera. Entonces, en lugar de valorar lo que de
diferente tienen y aportan los “movimientos sociales difusos” a las nuevas prácticas
políticas (Savater A., 2011), desde los medios de difusión asociados al poder hegemónico
se nos dirá —ciertamente con algo de razón— que el 15-M es una movida de la clase media
afectada por la recesión y la burbuja inmobiliaria, y que su exiguo poder quedó demostrado
en las elecciones del 20 de noviembre del año pasado, cuando “los indignados” ni siquiera
pudieron construir una alternativa para enfrentar al conservador Rajoy. Se nos dirá, además,
y también con razón, que hasta el momento los nuevos emergentes sociales han demostrado
tener más poder destituyente que instituyente, y que aún no han realizado propuestas
viables y creíbles. Pero hay algo que sin embargo se va de margen. La irrupción de esta
vanguardia rizomática y polifronte que venimos analizando, conlleva una tensión —aún no
declarada y posiblemente no asumida— que no encaja en la lógica dialéctica ni puede ser
reducida a un conflicto de intereses antagónicos. Sobre esta des-ubicación y los
procedimientos que venimos observando hay algunas cuestiones susceptibles de análisis e
interpretación que —en tanto contemporáneos y, por lo tanto, participantes necesarios de
los fenómenos observados— aún podemos elucidar (Habermas, 2010).
Mundo viejo vs. Mundo nuevo
La nueva “lógica” rizomática, enancada en las potencialidades de la cultura digital, ha
logrado constituir una extraterritorialidad donde la metáfora arbórea y el logos no han
podido revalidar su supremacía histórica porque su lógica entran en contradictio con el
sistema (función + estructura); y sí incorpora la ex-cendencia. Lo que se consideraba una
escalada tecnológica desprovista de voluntad, nube mediante terminó revelándose acción
des-satelizante. Somos contemporáneos de una cartografía dis-locada, donde nada remite a
una unidad superior y lo múltiple ya no puede ser reunido bajo una misma gravitación. La
creación colectiva de esa extraterritorialidad rompió la larga cadena de favores que
utilizaba a la dramaturgia dialéctica para representar litigios aparentes, siempre
circunscriptos a la competencia de una única autoridad judicial que disimulaba el
(in)variante dominio de «lo mismo». Hoy el gesto que remitía a un centro rector cada vez
encuentra menos público para practicar su ilusionismo. No hay a quién pasarle la posta que
transitó de la ontología aristotélica a la cosmogonía cristiana y más tarde a la secularización
que llevaron adelante concomitantemente el capitalismo y la ilustración. Si entendemos que
los paradigmas guardan “una conexión interna con el contexto social del que surgen y en el
que operan” (Habermas 2010), entonces esta dis-locación no sólo ha cambiado el
paradigma de funcionamiento y organización, también ha cambiado su base de sustento.
Por ejemplo, lo propio de la “lógica” rizomática, a diferencia de la lógica arbórea, ya no es
la dialéctica: es la metamorfosis. Mientras la dialéctica somete la historia a causalidades
perpetuas, la metamorfosis evita el phatos de la historia lineal y abre la vida a una
temporalidad más amigable y menos entregadora (Horacio González, 2001). Con la
metamorfosis las formas, tanto como los hombres y las cosas, se vuelven provisorias y
mutables, abandonan sus designaciones y sus atavismos para adoptar nuevas formas,
nuevos nombres y multiplicarse sin solución de continuidad. La identidad se vuelve
mutable y los conocimientos un saber-juego que se construye en forma colaborativa; la
trashumancia reemplaza al sedentarismo y lo extenso a las profundidades; pasado, presentes
y futuro se funden en una contemporaneidad “pos histórica y pos geográfica” (Reynolds,
2012). La espacialidad que había compartimentado lo íntimo y lo social se rompe en una
extimidad abierta, solidaria, desprejuiciada y planetaria9. Muchos pensarán que este modus
9 El término “extimidad” fue acuñado por Jacques Lacan para expresar aquello que aún siendo parte de lo más íntimo no deja de sernos ajeno. Pero hay algunos autores, como Paula Sibilia —y yo mismo— que le dan una nueva acepción, como socialización de lo íntimo.
operandi está más cerca de la ciencia ficción que de su entorno personal, pero no hace falta
más que repasar un día de nuestras vidas para constatar su proximidad y verificar la
sostenida interacción que tenemos con esta cosmovisión alternativa. Veamos un ejemplo
más o menos manifiesto que nos permita reconocerlo.
Cuando un adolescente modifica su perfil en Facebook, está realizando algo más que
un cambio de foto10. En una sola operación está actualizando la nueva imagen que tiene de
sí mismo y la está haciendo pública. No es una expresión de deseos ni una proyección de
sus ideales, es un gesto soberano que realiza con el consentimiento de la comunidad con la
que interactúa —y no sólo de un modo virtual como se suele considerar. Mientras que en el
mundo “real” de los padres, la fidelidad a una imagen sigue siendo un valor rentable y
efectivo; para el adolescente, cambiar su imagen pública en forma permanente le permite
travestirse según su estado de ánimo y manifestar el modo en que se ve a sí mismo en cada
momento. Mientras que en el mundo “real” de los padres se invierte buena parte de las
energías personales en hacerse “un nombre” y en elaborar complejas estrategias para
conseguir y sostener “un prestigio”; el adolescente interactúa con su mundo de un modo
lúdico y nada conflictivo, sin temor a los errores, las contradicciones ni a la exposición de
esas contradicciones. En un mundo se buscan identidades fijas que funcionan como
estigmas; en el otro se promueve la libertad de elegir y cambiar de identidad sexual,
profesional y nacional, tantas veces como cada uno lo sienta necesario. Son dos sistemas de
valores igualmente vigentes y efectivos, pero aplican en dos modelos sociales
completamente diferentes. En un mundo se cultiva la intimidad; en el otro se vive en la
extimidad. En un mundo la unidad del Ser es la condición de toda existencia; en el otro Ser
y Parecer se funden, se ex-ceden y se diversifican ad infinitum. En un mundo el
pensamiento es binario y concéntrico; en el otro es diverso, descentrado y viral (Bourriaud,
2009). En uno prima el deber ser de la ética protestante; en el otro el saber-vivir que
promueve la ética hacker (Himanen, 2003). Un mundo es voraz e imperialista; el otro se
nutre de mundos convergentes, complementarios y no excluyentes. Uno es paranoico; el
otro confiado. Uno habla de decadencia; el otro de reencantamiento del mundo (Michel
Maffesoli, 2009). En uno se representa y anhela el imperativo categórico; en el otro se
10 Lo mismo vale para el nick de Messenger o los fotologs; por mencionar dos ejemplos de aplicación similares.
practica desprejuiciadamente un alegre inmoralismo (Michel Maffesoli, 2009). Es decir, en
la medida que nos adentramos en el tercer milenio, las relaciones sociales se alejan del
mundo que representa a la estructura arbórea: el silencio, las poses estables, la
interpretación, el juicio, la calificación moral, la reserva, la monovalencia, la intimidad, la
estabilidad, la intolerancia, la palabra, lo patriarcal; e ingresan en otro donde prima lo
bullanguero, las identidades múltiples, el dejar ser, la apertura, lo polivalente, el
nomadismo, el presenteísmo, lo viral y lo asambleario. Esto ocurre sin que ya nadie puede
evitarlo, entre otras cosas porque los dispositivos de control del mundo “real” están
organizados de acuerdo a la lógica de la guerra, por lo tanto no están preparados para
enfrentar comportamientos difusos y no confrontativos, que diluyen su poder en una trama
extensa y acéfala (Savater A., 2011).
La “lógica” rizomática ha creado una extraterritorial que funciona como su propia
“zona de desarrollo próximo” (Vygotski, 2009; Peirone, 2010). En ese mundo-estructura se
ensayan las variantes de un nuevo modelo organizacional; más, se podría decir que se están
creando las condiciones para un acontecimiento mayor: la sucesión de la modernidad.
Hasta el momento, y en la medida que no peligraron los intereses del poder hegemónico, no
hubo mayores conflictos11. Fundamentalmente porque son dos mundos que funcionan en
paralelo, con dos lógicas diferentes y rara vez se tocan. Mientras que el mundo de la
estructura arbórea revalida permanentemente una concepción clásica de la política (Badiou,
2012), instituida en la línea teórica que va de Maquiavelo a Schmitt; en la
extraterritorialidad, el concepto de lo político pone el acento en “hacer sociedad” antes que
en “hacer política”, porque su medida de la realización no está en el poder tal como hoy lo
entendemos y conocemos (Evers, 1985; Rancière, 2000, 2010; Taián 2010). Es cierto que la
extraterritorialidad aún no ha generado equivalencias institucionales, jurídicas y de
representación que puedan contraponerse a las que brinda la estructura arbórea; sin
embargo, no son para desdeñar los incipientes modelos institucionales construidos, por
ejemplo, en torno a la cultura colaborativa. En este sentido, Wikipedia o la Universidad
P2P (Peer to Peer University), creada en 2010 por la Fundación Mozilla, representan
11 Las primeras colisiones –con diferencias que aún no se zanjaron– se produjeron entre la cultura colaborativa y la industria cultural clásica (editorial, periodística, fílmica, musical, etc.), poniendo en crisis no sólo un modelo productivo –que incluye una idea de autor y una forma de propiedad–, sino también el fundamento teórico de lo que, se suponía, iba a hacer la sociedad (de masas) con el arte, la cultura y el conocimiento industrializados y desprovistos de aura.
mucho más que realidades virtuales. Sus procedimientos, más allá de los resultados que
alcancen en el futuro, hasta el momento pueden ser vistos como verdaderos laboratorios de
una institucionalidad in progress (Peirone, 2012); y en la medida que su modelo se vaya
afirmando, es de esperar que su aplicación se extienda a otros campos de aplicación.
Anfibiedad
Después de todo lo expuesto, ¿podemos seguir hablando de historia —y de tiempo—
en el sentido clásico cuando se adopta una cosmovisión regida por una estructuralidad
abierta y transversal como “La esfera de Pascal”, donde todo es circular y omnipresente?
¿Podemos pedirle a los “movimientos sociales difusos”, en tanto que expresión política de
la nueva cosmovisión, que presenten una alternativa que compita por un espacio en la
estructura arbórea? Si la adopción de una nueva cosmovisión implica un proceso de
subjetivación diferente, ¿cómo es la nueva subjetividad? ¿Cómo se resuelve el desfasaje
que existe entre la institucionalidad inercial y el sujeto que está produciendo la nueva
subjetivación social? En otras palabras: ¿A qué sujeto —si es que podemos seguir
llamándolo de esa manera— le da clases la escuela?, ¿a quién acuesta en el diván un
psicoanalista de la segunda década del siglo XXI?, ¿en qué electorado piensa la política
actual? Si el acceso masivo al conocimiento ha empoderado al vulgo (oi polloi) y lo ha
dotado de un saber calificado, ¿en torno a qué obrero se piensa en la empresa actual?
Somos seres anfibios que permanentemente entran y salen de dos mundos, de dos
planos de funcionamiento. Un mundo sostenido por convenciones, prácticas inerciales y
presupuestos conceptuales que remiten a modelos de interpretación todavía dominantes,
pero en default. Y otro emergente, urgido por la necesidad de objetivar e institucionalizar
una alternativa que hasta ahora sólo tiene como referencia lo que ya no quiere y se ha
vuelto ineluctablemente disfuncional. En otras palabras: somos testigos —anche
protagonistas— del traspaso de un mundo viejo y agotado, que se sostiene de pie más por la
intimidación que produce su caída, que por lo que efectivamente entraña esa caída; y otro
nuevo que irrumpe por el desmoronamiento de una cosmovisión a la que ya no le alcanzan
las respuestas religiosas ni seculares frente a una voluntad colectiva irrefrenable que busca
y propone otra manera de vivir. Cada uno, según su procedencia, entra en contradicción con
uno de esos mundos. El nativo digital, que nació y se crió en el ambiente de la
extraterritorialidad “donde fines y medios, objetivos e ideas, conductas, acciones y
pasiones, e incluso sueños y deseos están técnicamente articulados y tienen necesidad de la
técnica para expresarse” (Galimberti, 2001) entra en contradicción cuando lo hacen vivir
cinco horas diarias de su vida en una escuela que reproduce ambientes y escenarios del
pasado (Barbero, 2007); por su parte, el inmigrante digital, que se formó en la matriz
experiencial de una modernidad todavía vigente, entra en contradicción cuando lo hacen
interactuar con un modus operandi en el que sus acciones racionales quedan todo el tiempo
en orsai: donde lo profundo se ha trocado por lo extenso, donde lo que era ilegal se ha
vuelto normal (Casciari, 2011), donde la copia puede valer más que el original (Borges,
1944; Alemán, 2010). Es una inercia exigente, y por cierto no exenta de psicosis. Implica
interactuar permanentemente con dos lógicas diferentes que cada vez tienen menos
posibilidad de conciliación. El increscendo factual de esta tensión, lamentablemente hace
que el que no logra una anfibiedad básica se vaya anacronizando, sin más remedio que
refugiarse en la interacción con el mundo que coinciden sus creencias y sus experiencias de
vida (Baricco, 2008).
De cara a este escenario, quienes abundamos en las circunvoluciones de las ciencias
humanas y sociales, evidentemente estamos frente a un desafío importante. Necesitamos
abordar un nuevo mundo de la vida que 1] desafía nuestra capacidad de interpretación
(Habermas, 2010), en tanto que no puede ser “leída” con los dispositivos de lectura que
corresponden a una “visión” del mundo envejecida; 2] pero que aún se mantiene vigente. El
nuevo mundo de la vida —como hemos visto— está lo suficientemente extendido como
para orientar dinámicamente la acción cotidiana de una población cada vez más global y
cada vez más numerosa. Tiene su propia eticidad, sus propias estructuras cognitivas, sus
propios componentes expresivos (Habermas, 2010; Himanen, 2003). Estamos compelidos,
pues, a descifrar lo que expresa ese nuevo mundo de la vida y, como todos los actores
sociales, a redefinir el rol que nos cabe frente a un cambio epocal que ofrece indicios para
ser interpretado como un proceso de emancipación colectiva y de construcción colaborativa
sin precedente (Rheingold, 2004; Shirky, 2009; Rancière, 2000, 2007, 2010).
Las ciencias sociales
Frente a las “advertencias” que hiciera la filosofía sobre la crisis que iba a atravesar la
modernidad en particular y la cultura occidental en general, quienes deberían haber
recogido el guante, serían las ciencias humanas y sociales. Pero aún cuando hubo quienes
coincidieron con el diagnóstico, y a su modo lo ampliaron, prevaleció la tendencia que las
limita a diseccionar la sociedad y a realizar la etnografía de los diferentes sujetos de
investigación, pero sin arreglo a fines ni valores generales. Es cierto que no es correcto
hablar de las ciencias sociales en general, pero no menos cierto es que, salvo excepciones,
las ciencias humanas y sociales se abocaron al desarrollo de una episteme clásica: trabajar a
partir de prácticas concretas, analizar tendencias y auscultar “hechos” empíricamente
comprobables. En el afán de privilegiar el rigor, la exactitud, lo fundamentado y lo
demostrable, renunciaron a la nous, es decir, a la aventura de reflexionar sobre aquello que
sin ser fehaciente ofrece indicios de su presencia y su influencia en el acaecer subjetivo y
social. De ese modo, aunque sin desmedro de quienes ejercieron y ejercen una resistencia
crítica, las ciencias sociales devinieron ciencias de la normalidad y la representatividad,
donde los enunciados sólo adquieren veracidad a partir de la cantidad de casos que reflejan
y donde la frecuencia estadística asume el papel de mayor importancia,
institucionalizándose como sentido común indiscutido. Este procedimiento, en tándem con
la reincidente tendencia a clasificar y a simplificar la realidad social de acuerdo a un
lenguaje heredado acríticamente de las ciencias naturales —otorgándole a los fenómenos
sociales facultades propias de las “cosas” y fetichizando una realidad social que, como
sabemos, es el producto de contingencias históricas complejas—, convierte a las ciencias
sociales en un instrumento orientado a la dominación técnica de los fenómenos sociales. Es
decir, tal cual lo necesita la estructura arbórea, las ciencias sociales fueron incorporadas a
una estrategia de dominación que las desacompasa de su tiempo y las aleja de los procesos
de subjetivación que interactúan con los nuevos fenómenos colectivos; esto es: perdieron la
sensibilidad y la implicación necesarias para registrar y verificar la emergencia de formas
de vida alternativas a la moderna.
Si del encuentro entre la episteme, como el rigor científico, y el nous, como el hábito
intuitivo del intelecto, surge la sabiduría, cuando las ciencias sociales pierden de vista el
nous se vuelven prácticas contables, archivos, servicio. Darle lugar al nous supone poder
desoír el mandato que ordena rastrillar una zona delimitada para permitirnos izar las velas
que nos alejarán de la costa asumiendo el riesgo de navegar mar adentro, en aguas
profundas y sin tierra a la vista; pero también significa entrar en sintonía con la intuición
como quien se entrega a la interacción con un idioma desconocido que al escucharlo nos
revela cosas de nuestro propio idioma y de nosotros mismos que desconocíamos y
necesitábamos escuchar para confirmar-desechar lo que subsistía en el interregno de la
sospecha, o para reconocer lo que ignorábamos conocer. La intuición, aunque sin el crédito
del positivismo lógico, abre a la magia de lo inexplicable, sitúa en un camino errático y a la
vez certero, dando lugar a la manifestación de aquello que visto desde otro lugar se
considera irreal. Pero en las ciencias sociales, el miedo a caer en la profecía, en la filosofía
o en la literatura pudieron más. Y fue precisamente la elución de la nous, a lo que se podría
sumar la abdicación de la primera persona y su reemplazo por —la corrección política— el
plural mayestático (Hochman, 2011), lo que funcionó como distanciamiento o como una
prescripción tácita pero a la vez de hierro en la definición del perfil profesional de los
cientistas sociales. De este modo los cientistas sociales, en buena medida, devinieron
técnicos pudorosos y recelosos. Se relacionaron con el nuevo mundo de la vida —su
ineludible campo de trabajo— del mismo modo que lo hace el médico con su paciente. Se
volvieron observadores distantes y especialistas en campos específicos, buscadores de los
síntomas que les permitiera remitir a una causa. Allí terminaba su quehacer, más allá estaba
la política y los suburbios disciplinares que evitarían al resguardo de dispositivos
institucionales que los preservaba de toda contaminación. Pero paradójicamente, ese perfil
técnico, más cercano a la indolencia que a la distancia, hizo que las ciencias humanas y
sociales funcionaran como partenaire del status quo. Basta recordar —como queda
constatado en El nuevo espíritu del capitalismo (Boltanski y Chiapello, 2002)— que
después de la década del sesenta, buena parte de los cientistas sociales se dedicaron a
mejorar el rendimiento de sus disciplinas como herramientas de servicio; cuestión que el
capitalismo, con muy buenos reflejos, celebró y estimuló para sacarles el mejor provecho
posible. De hecho gran parte de las producciones teóricas que consolidaron “el nuevo
espíritu del capitalismo” tras la caída del muro de Berlín, fueron aportadas por fundaciones,
consultoras y centros de estudio que contrataron o auspiciaron empresas transnacionales. La
mayoría de estas empresas transnacionales crearon sus propias fundaciones, y más allá de
las ventajas impositivas o de la misión social con que suelen fundamentar su existencia, lo
cierto es que en los últimos cuarenta años sus subsidios orientaron buena parte de las
investigaciones sociales —que no siempre fueron de acceso público—; asimismo, a través
de contratos estables y económicamente envidiables, condicionaron la autonomía y la
disponibilidad de muchos cientistas sociales12. Sólo la ingenuidad podría llevarnos a ver en
esa persistente asociación una casualidad, y no una concurrencia de intereses. Mientras el
mercado provee el reconocimiento social y la valoración económica que las instituciones
estatales se rehúsan o no pueden facilitar, las ciencias sociales son “encaminadas” a generar
saberes técnicamente utilizables que terminan facilitando el control de los fenómenos
sociales (Urresti, 1998)13. Hubo otros, hay que decirlo, que por prestigio o roces
diplomáticos, lograron resguardarse de la tendencia general trabajando en organismos
internacionales humanitarios, y desde allí ejercer su labor, produciendo papers
profesionales y desarrollando investigaciones —muchas veces igualmente asépticas, pero—
que hoy nos permiten componer un mapa de los fenómenos asociados a la globalización.
Quienes no se alinearon con ninguna de estas tendencias, por lo general terminaron
marginados.
Las restricciones aplicadas a las cientistas sociales hicieron que muchos cientistas,
sobre todo de las nuevas generaciones, experimenten el devenir disciplinar como una
contradicción; a partir de lo cual ha surgido, al menos en Sudamérica, un debate todavía
incipiente pero potente en torno a: 1] el rol, la metodología y los instrumentos teóricos de
las ciencias sociales en un contexto epocal de cambio de paradigmas; 2] el tipo de vínculo a
establecer con las fuentes de financiamiento, ya sean estatales o privadas, que tienden a
dirigir las investigaciones en función de intereses particulares y a condicionar la autonomía;
3] la división del trabajo científico; 4] el funcionamiento de un sistema académico
endogámico que premia la construcción compulsiva de curriculums antes que los méritos
profesionales. Esto se debe en buena medida a la agregación política impulsada por las
democracias sudamericanas en los últimos años, que llevó a un importante número de
cientistas sociales a despojarse de los atavismos y a tomar el Estado como una instancia de
12 No hablamos de la Responsabilidad Social Empresaria (RSE), que a diferencia de la acción política que estamos refiriendo, brega por incorporar la variable social en el interior del dispositivo empresarial, tratando de reformular la matriz del vínculo que hasta ahora relacionó a las empresas con su entorno socio-ambiental. 13 Aunque Marcelo Urresti dijo esto en 1998, y a raíz del incentivo a la investigación que se aplicaba en la universidad de Buenos Aires desde 1996, a mi juicio, buena parte de sus apreciaciones, acotadas a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA de aquel momento, todavía tienen vigencia.
aplicación de saberes, más aún, como una herramienta de intervención social (Cantarelli y
Abad, 2010 y 2010b). Es bueno mencionarlo pues, si bien no tiene estrictamente que ver
con el presente trabajo, revela una tensión fecunda en el interior de las ciencias sociales y
humanas. Esta tensión produjo una serie de saludables efectos secundarios que han
comenzado a ser considerados y estudiados en otras latitudes: a] se rompió la prescripción
de imparcialidad que las ciencias sociales, en tándem con las políticas neoliberales, habían
promovido durante los últimos treinta años; b] se acentuó el desplazamiento de “técnicos”
que ocupaban puestos donde se toman decisiones políticas para reemplazarlos por
profesionales que se incorporan al Estado con una fuerte impronta de la cultura
colaborativa; c] se inició un deseable proceso de acercamiento entre el ámbito académico y
la gestión pública que se propone, de un lado brindar herramientas teóricas y metodológicas
tendientes a mejorar la gestión estatal; y del otro, la procuración de insumos para (re)pensar
el rol del Estado y las políticas públicas como proveedor de espacios de libertad para sus
ciudadanos antes que de control (García y Samar, 2012); d] como parte de la misma
movida, ingresaron cuadros político-técnicos de las nuevas generaciones que potencian un
ancho proceso de transformación. Esto no quiere decir, también es bueno aclararlo, que
estén dadas las condiciones para una reflexión colectiva acorde a estas inquietudes
interdisciplinarias. Entre otras cosas, porque no se cuenta con un entorno de aplicación
dispuesto a asimilar el producido de este proceso y porque los estados provinciales suelen
resistir la implementación de aquellas medidas que tienden a perturbar el status quo14.
Ciertamente se trata de un camino que recién comienza a transitarse, pero mantiene una
relación evidente con la mutación epocal, que extiende su afectación mucho más allá del
vínculo entre las ciencias sociales y el Estado. No es casual, en este sentido, que sea un
proceso paralelo a la incorporación factual de las nuevas generaciones a la esfera pública,
14 Es lo que ocurrió cuando en Argentina, las provincias de Salta, Mendoza, Corrientes y La Pampa se resistieron a la aplicación del fallo de la Corte Suprema sobre el aborto no punible que establece que todas las mujeres violadas tienen derecho a abortar sin necesidad de una autorización judicial, y que los médicos que los lleven adelante no pueden ser sancionados. Lo mismo sucedió y sucede en Bolivia, aunque de un modo más radical, con Santa Cruz de la Sierra (cabecera de lo que se conoce como “la media luna verde”, por su fertilidad), que no sólo resiste las políticas de estado que implementa el gobierno de Evo Morales, sino que brega por su autonomía con el fin de limitar las transferencias de recursos con las regiones más pobres (de mayoría indígena) y reducir el poder del gobierno nacional. Este tipo de resistencia es la que encuentran las políticas públicas que impulsan las llamadas “democracias populistas”, reviviendo conflictos de otras épocas, pero por otros medios y en un contexto epocal diferente, ya que los sectores conservadores representan a un mundo viejo y en creciente descrédito.
cuyo modelo de funcionamiento es mucho más empático con lo rizomático que con lo
arbóreo. Lo cual lo convierte en un proceso de renovación ineluctable, con derivaciones
políticas e institucionales, pero también subjetivas. Dicho de otro modo, es cierto que el
vocabulario político y social en el que se explayan tanto las ciencias sociales como las
nuevas prácticas aún remite a absolutos modernos como Nación, seguridad, capitalismo,
orden, autoridad, propiedad, democracia (Simone Weil, 1937), como si todavía viviéramos
en la primera mitad del siglo XX; pero no menos cierto es que estos términos ya no
consignan una realidad cotidiana —ni social ni subjetiva—, en todo caso son expresiones
inerciales y residuales de un mundo que progresivamente pierde gravitación.
El nuevo mundo, ante la necesidad de eludir el amordazamiento ideológico de la
estructura arbórea y de darle nombre a la interacción rizomática, ha comenzado a
incorporar conceptos más que inquietantes, como comunidad, multitud, viralidad,
autonomía, pluralidad, ludismo, diversidad, conexionismo, multimodalidad, creatividad,
extensión, interacción. Esta voluntad comunicativa —y por lo tanto política—, se vuelve
aún más sugestiva si nos detenemos a observar el maridaje conceptual que establece con
otros términos de grandes connotaciones sociales, tal como se puede apreciar en las
siguientes alianzas: innovación cooperativa, copyleft, saber colectivo, comunidad creativa,
conocimiento socialmente distribuido, coordinación social, generación de contendidos
alternativos, redes sociales, producción proliferante, sentido común, fenómenos tecno-
sociales, asamblea planetaria, cultura libre, difusión global, aprendizaje compartido,
contenidos colaborativos, etc.
Se podría decir que efectivamente las ciencias sociales y humanas tienen la
“necesidad inaplazable de renovar instrumentos teóricos, de responder a las exigencias de
una realidad compleja y repleta de nuevos desafíos y de preparar a las nuevas generaciones
de científicos sociales para que estén en la mejor capacidad de aplicar sus conocimientos
con creatividad y responsabilidad” (Cristina Puga, 2009); pero el campo semántico y las
oportunidades metafóricas que abre la interacción rizomática habilita una lectura política y
social de cavilaciones que hasta no hace mucho se desarrollaban fundamentalmente en el
terreno de la filosofía. Esto hizo, finalmente, que las ciencias humanas y sociales
comenzaran a revisar los caminos abiertos por la filosofía y a perder cierto halo de
sacralidad que las rodeaba, permitiéndose cruces, duplicaciones, inyecciones, creatividades
y transmediaciones que si bien no estaban vedadas, permanecían ligadas a la ensayística y
por ende a una concatenación de prejuicios inhibitorios. En definitiva, no es otra cosa que
una creciente sincronización con el nuevo mundo de la vida.
Fernando Peirone Buenos Aires, Junio de 2012
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