Fe y razón en la formación sacerdotal

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Exposición sobre la relación entre la fe y la razón en la formación sacerdotal, realizada en el Seminario de Jesús el Buen Pastor, en Río Cuarto, Córdoba.

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Fe y razón en la formación sacerdotal

Ruth María Ramasco

Río Cuarto, 1 de noviembre de 2013

A. La fe y la razón: el problema de la desmemoria

Al tratar de pensar el problema del vínculo entre fe y razón en la vida de los

seminarios, nos ha parecido importante poner de manifiesto las múltiples

inflexiones que esta relación supone. Pues esta relación, la relación entre fe y

razón, se hace presente en la vida de todos los creyentes. Esto es lo primero

que quisiéramos considerar: se trata de un problema de todos, ya sea que se

objetive o no. Su planteo es diferente, según la vocación y el talante de cada

ser humano. Es por esto que quienes tienen una marcada vocación intelectual

o científica experimentarán la presencia de este vínculo con caracteres que no

tiene en otras experiencias de vida, o quienes menosprecian lo racional

asumirán la fe, prolongando en ella el escaso valor que asignan a la razón. O

quienes hubieran experimentado alguna marginalización en el ámbito del

saber, podrán considerar que el ámbito de la fe es aquel donde no pueden

ingresar consideraciones racionales. O, quizás, a la inversa, quienes han

experimentado la jactancia y prepotencia de quienes se sienten hábiles en

algún área del conocimiento, identificarán fácilmente la razón con vanidad y

desprecio y la expulsarán del área vital de la fe. Seguramente podría

continuarse esta descripción con muchos otros matices y ejemplos.

Así como hay talantes vitales y existenciales, también los diferentes momentos

de la historia producen modos distintos de entender esta vinculación. Si

pensamos en la razón en la Ilustración, ésta es la gran facultad emancipadora

de todo servilismo y toda superstición; la razón era pensada como una

insondable capacidad de luz y autonomía. Pero si pensamos en la razón

cribada por las críticas de la posmodernidad, debemos decir que la razón se

ha presentado, no simplemente en sus límites e impotencias, sino en su gran

capacidad de peligro: se desliza fácilmente hacia un discurso universalista que

desdeña las diferencias culturales, provee justificativos a posturas

injustificables y dañinas, es enemiga de la vida y de sus ritmos, se encuentra

en la base de todos los totalitarismos. La crítica a la razón no se ha

desarrollado sólo como objeción a una justificación racional u otra, sino al

movimiento mismo de la justificación, de la búsqueda de un fundamento. Para

algunos, toda apelación a un fundamento equivale a fundamentalismo y

opresión; por ende, no es por la vía de la razón cómo podríamos llegar a

entendimientos y conciliaciones posibles de los hombres entre sí.

El discurrir de la razón, las mediaciones que supone, parecen configurar una

distancia con las cosas y los hombres. Por eso, muchas objeciones a la misma

se realizan desde el anhelo de inmediatez, de contacto, de no distancia.

Piénsese cuánta afirmación de instancias intuitivas, de presencias, de

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contacto, de tacto directo con las cosas, se encuentra también en las críticas a

la razón. La razón se transforma en sinónimo de racionalismo y sus logros se

miran con sospecha, pues tememos que nos aparten del flujo de la vida y sus

problemas. La razón se interpreta así como una gran distancia con los

hombres y las cosas.

Dicho de otro modo, las distintas épocas producen diversas concepciones de la

razón y de su valor. Podríamos decir algo semejante respecto de las culturas,

con el añadido de que no sólo producen valoraciones sobre la razón, sino usos

distintos de la misma y jerarquías de valores entre esos usos. Es decir que

también poseemos una especie de mapa geopolítico de nuestro mundo, en

donde ciertas culturas se atribuyen a sí mismas la posesión de la racionalidad

y niegan este carácter a otras, u otras han transformado la racionalidad, en la

forma concreta de darse en su medio cultural, en el todo de la misma y, lo que

es más difícil aún, en una nota que los identificaba como humanos sin más.

De manera que, al expresarlo así, y señalar los limites de racionalidad de las

otras culturas, lo que en realidad destacaban era la profundización o límites

de lo netamente humano que otras culturas poseían.

Señalamos esto porque lo que queremos poner sobre el tapete, como una

consideración inicial, es que todos recibimos el vínculo entre fe y razón, no en

abstracto, sino desde la mediación de talantes existenciales, comprensiones

culturales y epocales de la misma; también como expresión de nuestro poder o

nuestra impotencia; también como expresión de nuestra identidad o de

aquello que la niega.

Ahora bien, desde el interior mismo de la vida de fe y de la misma vida

eclesial, experimentamos una diversidad de comprensiones sobre la fe. A

veces, tenemos la impresión de que la inmensa riqueza que posee el

pensamiento sobre la razón y la fe ha quedado restringida para algunas clases

o conferencias, pero no logra tocar la vida de los seminarios en sus criterios

concretos. ¿Adónde se encuentra la consideración agustiniana sobre la fe

como “pensar con asentimiento”, esa consideración que señala que “no cree

todo el que piensa, pero piensa todo el que cree, y creyendo, piensa, y

pensando, cree? ¿Adónde las palabras de Tomás de Aquino que describen al

intelecto, en el interior del acto de fe, como un intelecto que se encuentra

agitado, porque anhela la visión? ¿Adónde la fe en busca del entendimiento de

Anselmo, a quien sus discípulos pedían explicaciones llanas y que los

persuadiera sin recurrir a la autoridad de la Escritura? ¿Adónde el gran

esfuerzo del Cardenal Newman, buscando establecer la gramática del

asentimiento que se produce en el acto de fe?

En demasiados momentos, sin que podamos entender bien cómo,

experimentamos, en las clases, en las conversaciones de los pasillos, en las

resistencias de los seminaristas al estudio, que la fe no tiene que ver ni nada

requiere del estudio ni de la razón. Que su comprensión de la misma como

don de Dios ha opacado o anulado toda búsqueda de la Verdad, que los que la

poseen han dejado de sentirse afines a los buscadores, que toda pregunta y

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todo anhelo de comprensión es interpretado como duda e incredulidad.

¿Dónde está, repetimos, ese mundo de comprensión que decía que sólo la

razón era capaz de audición y seguimiento de una palabra? ¿En qué lugar de

la insignificancia se han perdido las búsquedas apasionadas de los hombres

de fe que han sentido que su intelecto era desafiado a todas las búsquedas,

puesto que creía; hermanado con todos los buscadores, puesto que anhelaba

entender aún más que ellos; necesitado del auxilio de todos los debates y

todos los análisis del intelecto, porque había que dirigir el intelecto a la

comprensión del mismo Dios?

Esto, tan grande y poderoso como interrogante, no se presenta como tal en

posturas afirmadas como contrapuestas: aparece en el malestar de los

seminaristas al asumir el curriculum filosófico y preguntarse por su utilidad;

en las palabras de los párrocos cuando aconsejan a los jóvenes que atiendan

fundamentalmente a la vida en la parroquia, porque lo que estudian no les

sirve para la vida pastoral; aparece en las decisiones de inversión, en las que

no logran tener prioridad ninguna compra de libros; aparece a veces en el

desdén con el que se mira el talante estudioso de algún joven. Es verdad que

la memoria de la vida eclesial guarda el recuerdo de cuántas rebeldías, burlas,

abandonos del misterio de la fe, han producido ciertas interpretaciones de la

razón que se han presentado a sí mismas como liberadores de la opresión y

puerilidad producidas por la fe. Es verdad todo ello, pero nos preguntamos por

qué las búsquedas de la inteligencia han dejado de palpitar en la cabeza y el

corazón de tantos hombres y mujeres de una fe honda y probada. O por qué

ya no atraen a quienes están llamados a ser pastores de las búsquedas de los

hombres y su intranquilo transitar hacia Dios. ¿Por qué ha ingresado, tan

fácilmente en la vida de los seminarios, una cierta comodidad con las

respuestas, a la que no hacen mella las preguntas más fuertes que los

hombres realizan? Dicho de otra manera, ¿por qué resulta tan insignificante la

razón?

Hemos señalado en reiteradas oportunidades que la separación, el

apartamiento de la razón en las propuestas que se realizan desde la fe, ha

desencadenado ciertas consecuencias muy difíciles de asumir. La ausencia de

vocaciones científicas e intelectuales con un marcado cariz cristiano, la

formación de extensas áreas de producción del conocimiento, desarrolladas

totalmente a espaldas del cristianismo. De manera que, luego, todo acceso o

formación en esa área se realiza como inmersión en un mundo al que lo

cristiano nada dice o es deslegitimado sin más. Esa formación es la que

recibirán nuestros hijos, más acá y más allá de la mejor formación que

hayamos logrado darle en nuestra casa.

Esto que se presenta en el área de la producción del conocimiento y de la

ciencia, se realiza también en el área de la producción artística. Y esto no es

algo menor. Pues el arte nos entrega la vida y la realidad, desde la increíble

metamorfosis a la que ésta es sujeta por la sensorialidad del artista. De

manera que no solamente la comprendemos: ingresa en nuestra percepción,

en nuestro tacto, en nuestros oídos. Pero no encontramos ya una literatura,

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elevada como literatura y capaz de poner de nuevo en nuestros oídos el

misterio de la realidad hablada desde la apertura al misterio. Ni una música,

ni una pintura, ni una escultura. La inmensa plasmación y cercanía con el

Misterio, que sólo puede producir el arte; que conmueve tanto al que cree

como al que no cree, se ha alejado del horizonte de nuestra vida, en esa

corriente que era capaz de entregárnosla y que se llama arte. Ahí donde la

razón se conjuga con la floración de la sensorialidad y hace que florezcamos

con su cercanía.

Si consideramos las consecuencias que esto conlleva sobre la pastoral, no

podemos sino decir que tal vez sea esto lo que se hace presenta en la dificultad

para establecer una pastoral universitaria, una pastoral de la ciencia, una

pastoral de la tecnología, una pastoral del arte, una pastoral de la cultura sin

más. ¿Por qué? Porque no tenemos experiencia de ello. Porque queremos que

digan a Dios sin haber pasado por el taller en el que se educan, ni haber

tenido que desarrollar los talentos que lo sostienen.

La ausencia de razón incide también en la gran exacerbación afectiva que

poseen muchas de las dinámicas de los grupos y movimientos, en la dificultad

para retener a los jóvenes cuando estos han superado la adolescencia o

ingresan a la universidad, en la opacidad que tiene el mensaje cristiano para

muchos. Por supuesto, es también parte de la inmensa soledad que poseemos

quienes somos intelectuales y cristianos, entregados a caminos solitarios, a

sostener la fe desde el misterio de la comunión de los fieles, estamos seguros,

pero profundamente solos en nuestras búsquedas, en nuestras dudas, en

nuestros quebrantos. Muchas veces sospechados de soberbia; muchas veces

sospechados de incredulidad o rebelión. En el fondo, todo se trata de un único

problema: desconfían de nosotros porque no conocen, en su propia historia, el

quehacer de los que transitamos los caminos de la ciencia, el arte, la técnica.

Desconfían de nosotros porque se han olvidado de la intensidad y potencia de

la razón. ¿Dónde ha ocurrido esta desmemoria? En el interior mismo de su

comprensión de la fe.

Este problema es profundo y arduo. Pues la razón se encuentra hoy

deslegitimada y vacía, negada en sus posibilidades, sospechada en su

capacidad de universalidad y emancipación. Y se vuelve todo más difícil

porque quien puede y debe ayudarla a encontrar un nuevo lugar y sentido es

aquella que, tal vez no en la teoría y en las afirmaciones, pero sí en la praxis,

niega de muchas maneras su valor. Porque nos preguntamos hasta qué punto

valoramos a algo que no queremos llevar a nuestra casa. Como dos personas

que afirman amarse, pero no quieren convivir ni comprometerse la una con la

otra; como un amigo en el que afirmo confiar, pero al que no entrego ninguna

responsabilidad; como aquel que me ha herido tantas veces, y al que

encuentro ahora tirado y herido al costado de un camino, y al que no puedo

llevar a ninguna posada, porque nadie quiere alojarlo; como aquel que sólo

puede curarse si le doy lugar en mi casa. Tal es, a mi juicio, lo que le ocurre

en el mundo contemporáneo a la fe respecto de la razón. “¿Por qué tengo que

ser yo quien la recoja y la cure? ¿Por qué tengo que cooperar a su puesta en

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pie? ¿Por qué yo?”. La respuesta es una sola: porque morirás si ella muere. No

lo sabes aún o lo has olvidado: porque sólo es posible alcanzar a Dios y llevar

hacia él a los hombres si van juntas. Las dos alas de la fe y la razón de Fides

et ratio no constituyen una alianza opcional: se trata de la supervivencia de la

posibilidad de verdad.

B. La Verdad, fundamento y vínculo de la razón y la fe.

Pus, y esto es preciso que sea dicho con absoluta contundencia, a veces

parecemos olvidar que tanto la fe como la razón se encuentran

intrínsecamente vinculadas a una instancia a la que el hombre no puede

renunciar o abandonar sin morir. Esa instancia es la Verdad. Cualesquiera

sean nuestras críticas a la razón, o el descubrimiento de sus límites;

cualesquiera sean las instancias con las que pretendamos sustituirla en su

capacidad de verdad, lo cierto es que los otros caminos, los presuntos

reemplazos, no parecen poder cumplir su función. Pues nos apartamos de la

razón porque ésta exige métodos y pasos y justificaciones; o porque la fuerza

de la vida parece escaparse de sus manos; o porque lo Absoluto supera

infinitamente sus límites. Pero, sin pasos, métodos y justificaciones,

quedamos librados a la fuerza y el poder; con sólo la vida, tenemos también

los caminos azarosos y erráticos de la misma; con sólo los afectos o el

sentimiento como caminos hacia el Absoluto, a veces lo único que obtenemos

es la proyección de nuestro yo que no puede tomar ninguna distancia de sí

mismo para abrirse a Dios.

La fe se encuentra también intrínsecamente vinculada a la Verdad. Pues por

ella, por sus ojos, por su luz, decimos que Jesús es el Cristo; que su muerte y

su resurrección constituyen la prenda de nuestra esperanza; que en la vida de

la Iglesia lo prolongado es su acción salvífica. Decimos, sostenemos, vivimos,

desde la afirmación de esto como Verdad. Ninguna crítica a los excesos

racionales equivale a la expulsión de la Verdad, de su necesidad para la vida

de fe. Ninguna mirada que busque, con verdad, abrir el espectro del

conocimiento a la de la necesaria adhesión y transformación de la vida puede

desdeñar el inmenso laborío de sentido y de comunicación producido por la

razón. No hay fe sin Verdad. Lo que señala Lumen Fidei como tarea: volver a

recuperar la conexión de la fe con la verdad. “Sin verdad, la fe no salva”. ¿Por

qué? Porque la decisión de nuestra voluntad, la adhesión de nuestra vida,

quedarían sin objeto. Es la verdad la que nos dice qué creemos y a quién

creemos; es la verdad la que impide que todo termine reduciéndose a un

impacto sobre nuestra vida que sólo se tiene a sí misma para seguir. A veces,

tantas veces, transformamos la catequesis en una propuesta antropológica de

una vida buena; esto no es malo, pero esto no equivale al Anuncio en el que

creemos. Pues anunciamos a Jesús el Cristo y no un camino de búsqueda de

nosotros mismos. Como lo señala también la encíclica, “no te alejes de Dios, ni

siquiera para buscarte a ti mismo”.

La pregunta es, entonces, si hemos perdido memoria de la verdad (esa

“memoria profunda”, al decir del texto de Lumen Fidei). La pregunta es

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también cómo podemos cooperar, desde la fe, en devolver a los hombres la

memoria de la verdad. Observen cuán compleja se torna esta posibilidad de

cooperación si expulsamos en nuestras prácticas la verdad. Porque los

hombres necesitamos vivir sin angustias, no sin intranquilidades, el horizonte

inabarcable de la búsqueda de sentido que nos constituye. Porque estamos

cargados de dolores y preguntas y, si no hubiera verdad, lo único que

podríamos hacer es desesperar o tratar de tapar ese anhelo inabarcable con

placeres, diversiones, bienes. Puesto que nos es insoportable. Si no hubiera

verdad, no poseeríamos ninguna identidad, ningún camino, ningún logro.

Todo lo que veríamos sería sólo ilusión, o textos que producimos para que el

vacío de lo que somos no nos alcance. Si no hubiera verdad, deberíamos dejar

de intentar ser hombres. Lo expresamos así, con toda su dureza, porque nos

damos el lujo de tratar su ausencia o su rechazo con una ligereza sin límites.

Lo decimos así, pensando en algunas palabras de Zubiri en un artículo muy

viejo, en el que señalaba que los hombres jamás hemos producido tanto

conocimiento como en este momento y, sin embargo, hemos perdido la pasión

por la Verdad. De modo que, ya no hablamos de conocer la verdad, sino de

producir conocimiento. ¿Qué es el conocimiento, si desesperamos de la

Verdad? Porque podemos trazar los límites de nuestras capacidades

cognoscitivas o diseñar de nuevo, críticamente, el fundamento epistemológico

de nuestros saberes; podemos conocer la necesidad interdisciplinaria de este

momento en relación con el conocimiento, pero, si la pasión o el anhelo de

Verdad ha dejado de tener un lugar en nuestra alma, todo lo que produzcamos

no responderá ni calmará nuestro anhelo más profundo.

¿Qué ha hecho que el hombre aleje los caminos de su razón de la Verdad, aún

cuando no logre ni quiera borrar su nombre? Muchas cosas: el miedo a los

absolutismos y la opresión desde las supuestas afirmaciones de la Verdad; los

fracasos en la búsqueda de caminos de paz; el inmenso descubrimiento, aún

no procesado, de la diversidad cultural y la crítica a ejercer un poder

avasallador sobre el mismo, puesto que se ha tomado conciencia del ejercicio

real de avasallamiento que una cultura puede producir sobre otras; la

inmensa producción de conocimiento y de la experiencia de sectorización del

mismo, con la diversidad de códigos y aprehensiones, que no logran formar

aún una imagen unitaria del mundo y del conocimiento; la autoconciencia que

el hombre posee y que le impide encontrar en sí mismo un lugar seguro y

firme para poder abrirse al mundo. Los hombres tememos matar a otros

hombres, humillar, destruir a otros hombres en nombre de la Verdad.

Tenemos ya demasiadas muertes en nuestro haber.

¿Qué ha hecho que la fe tome distancia de su estructura de verdad? Un

anhelo e intención sincera de albergar la existencia humana en su totalidad, y

no sólo las aristas cognoscitivas de la realidad humana. Por eso ha señalado el

carácter de compromiso existencial, el carácter de don; el carácter de

transformación vital que implica. Por otra parte, ha buscado construir en su

práctica un inmenso espacio de atención y de cuidado de todos los

desposeídos del mundo y, en nuestro continente latinoamericano, ha abierto

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su corazón y su vida, de mil maneras, a la opción preferencial por los pobres.

Esta opción, que reflejaba y refleja el amor recreador de Dios sobre los

hombres, la búsqueda de su dignidad, ha sido interpretada, a veces, como una

opción que deslegitimaba los itinerarios del saber, de la producción del

conocimiento, de la atención a la cultura. Como si la clave sociológica hubiera

fagocitado la clave cultural. Ambas son necesarias. Ambas son

imprescindibles.

En este momento, creemos, se hace necesario volver a despertar en los

pastores y en la vida total del Pueblo de Dios, una renovada atracción hacia la

Verdad y la razón. Hacia la Verdad, porque es ella quien produce el encuentro

entre la fe y la razón. Hacia la razón, pues necesitamos volver a aceptar la

paciencia de los itinerarios que propone, los largos caminos de la comprensión

y el estudio; la paciencia para percibir sus frutos. Necesitamos dejar de

desconfiar de la razón y de sus anhelos de libertad de investigación, pues sólo

anhela el inmenso campo del saber que el Creador de la realidad sirve como

un plato en su mesa.

Necesitamos comprender, desde la profundidad de la fe, que es ella misma

quien nos ha enseñado que el conocimiento no es de ninguna manera frío ni

alejado de la vida. Que el amor lo produce, lo acompaña, lo hace llegar a su

término: pues buscamos entender porque necesitamos amar más y mejor;

porque el amor sostiene las búsquedas de la razón y se pone a sí mismo como

criterio de discernimiento cuando la razón pretenda sólo seguir entendiendo

sin que importe el costo; que el amor le dirá cuándo ha llegado a su término,

cuándo no será necesario buscar más, puesto que ya está saciado.

Desde la aspiración a la Verdad, a esta Verdad que sólo puede alcanzarse

desde el impulso, la persistencia y el gozo del amor, nos es presente la

complementariedad de la fe y la razón. La razón es quien nos ha sido dada

como capacidad laboriosa de búsqueda de sentido. Conoce que no puede

llegar en un solo paso a ningún resultado, sino que debe hacerlo de uno en

uno, en una sucesión histórica, con la necesidad de asumir una tarea

colectiva. La razón avanza siendo consciente de los itinerarios, necesita

verificar los procesos y diseñar nuevas estrategias. Produce preguntas,

métodos, cuestionamientos de sus límites. Sabe también que expresa esa

profunda y honda capacidad de indagación con la que el hombre se hace cargo

de la realidad y construye el mundo del conocimiento. Es la razón, que es el

dinamismo histórico de nuestra aptitud de Verdad, la que puede escuchar y

asentir a una propuesta de Verdad. ¿Por qué? Porque ese es su ser.

Al encontrarse con una propuesta que brota desde el mismo Misterio del Dios

Vivo, la razón experimenta una doble tensión. Por una parte, la atracción de la

Verdad que se dice y se ofrece; por otra, el desafío del riesgo, de animarse a

brotar de todo el hombre, de superar sus propios límites y controles y decir

“sí” a aquello que supera sus solas fuerzas. Pues supera sus fuerzas aisladas,

no la complejidad del hombre que es convocado a asentir a la Verdad con todo

su ser. Al experimentar que la Verdad se dice y se dona, la razón necesita

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ejercer la humildad que la constituye, en su total radicalidad. Decimos la

humildad, pues, aunque se hayan hecho muchas denuncias de la soberbia de

la razón, eso no es verdad. ¿Quién, sino la razón, sabe que los pasos son

lentos, de corto alcance, provisorios tantos? Pero tiene que animarse a recibir:

a recibir una nueva potenciación de su ser, nuevas tareas, nuevas preguntas.

Si no estuviera de por medio esa inmensa atracción de la Verdad, jamás

podría aceptarlo. La fe llama al intelecto como propuesta de Verdad, le pide

que asienta, le confía la profundización, la indagación, el encuentro hondo e

insondable. Se equivocan aquellos que piensan que la fe tranquiliza a la

inteligencia, o que la anestesia o que la silencia. Por el contrario, la despierta,

la anima, la incita a caminos y tensiones difíciles y le pide que acepte su tarea.

Cuando queremos construir una experiencia de fe que expulse la razón, y

buscamos como justificativo la dificultad de sus explicaciones para los

hombres y mujeres sencillos, nos olvidamos que los hombres y mujeres

sencillos también tienen necesidad de verdad. Que no es necesario anular la

verdad sino entregarla con sencillez. Piensen qué distinta es la explicación de

un joven que sólo quiere mostrar cuánto sabe y qué diferente es él a los que

no saben, que la de un profesor que ha buscado toda su vida y sólo quiere que

los otros entiendan, porque ya ha aprendido, a veces muy duramente, que

frente a la Verdad, es sólo alguien que la busca.

A veces, nos hemos preguntado por qué atrae tan poco el largo camino de la

razón y del estudio a muchos hombres y mujeres de fe. Tal vez porque es un

camino largo e incierto, tal vez porque mide continuamente a quienes lo

transitan, tal vez porque exige mucha soledad. Pero, en verdad, para quienes

estudiamos, sólo podemos decir que, aunque podamos temer no estar a la

altura de la vocación de verdad que nos ha sido dada, jamás hemos sido

defraudados por ella. Nos ha sostenido en la adversidad y el dolor

insoportable. Nos ha mantenido despiertos en noches largas, asombrados y

conmovidos por los hallazgos. Nos ha convertido y edificado, pues hemos

tenido que transformarnos mil veces para poder seguir caminando. Nos ha

enseñado que no estábamos solos, que todas las horas de aparente soledad y

distancia con los hombres eran en realidad horas donde nos sumergíamos en

el misterio de la caridad universal (tal como lo ha señalado Sertillanges); allí

donde nuestros ojos, pegados a los libros; nuestro cuerpo, entumecido por la

quietud, buscaba amar a los hombres y contribuir a saciar su hambre de

sentido; allí donde los amábamos, aunque ellos no lo supieran. Nos ha

enseñado también que nuestro intelecto provenía de una larga historia de

hombres y mujeres que habían buscado, que nos entramaba en humanidad

con una tarea colectiva; es decir, nos ha dado nuestra historia, nos ha

regalado nuestros amigos, nuestros maestros, nuestro consuelo. La razón,

inmersa en el gran desafío de verdad que le ha sido entregado por la fe, sólo

sabe que, al aceptar la fe, ha llegado a su casa. Y esa casa es su camino y su

envío. A esa casa pertenece para construir, como uno de tantos obreros, una

ciudad para que habiten los hombres.