Estructura y hermenéutica - UAM

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Estructura y hermenéutica Paul Ricceur En primer lugar, quisiera precisar el ángulo de ataque de mi contribución a este con- junto de ensayos dedicado a la obra de Claude Lévi-Strauss. Mi propósito es confrontar el estructuralismo, considerado como ciencia, con la her- menéutica, entendida como interpretación filosófica de los contenidos míticos, recogidos dentro de una tradición viva y recuperados mediante una reflexión y una especulación actuales. Veremos que esta comparación lleva a reconocer tanto las razones fundadas del estructuralismo como los límites de su validez. De modo aún más preciso, quisiera tomar como piedra de toque de esta confronta- ción el sentido que ambas partes reconocen ¿z/tiempo histórico. El estructuralismo habla en términos de sincronía y de diacronia; la hermenéutica, en términos de tradición, de herencia, de recuperación (o «renacimiento») de un sentido viejo en un sentido nuevo, etc. ¿Qué se esconde tras esta diferencia de lenguaje?, ¡qué hace hablar a uno en térmi- nos de sincronía y de diacronia, y ala otra en términos de historicidad? Mi intención no es, en absoluto, oponer la hermenéutica al estructuralismo, la historicidad de una a la diacronia del otro. El estructuralismo pertenece a la ciencia, y no encuentro actualmente un enfoque más riguroso y fecundo que el estructuralismo en el nivel de intelección que le corresponde. La interpretación de la simbólica sólo merece llamarse hermenéutica en la medida en que constituye un segmento de la comprensión de uno mismo y de la com- prensión del ser; fuera de esta labor de apropiación del sentido, no es nada. La herme- néutica, en este sentido, es una disciplina filosófica. Mientras el estructuralismo tiende a guardar las distancias, a objetivar, a separar de la ecuación personal del investigador la estructura de una institución, de un mito o de un rito, el pensamiento hermenéutica se sumerge en lo que se ha dado en llamar «el círculo hermenéutico» del comprender y del creer, lo cual lo descalifica como ciencia y lo cualifica como pensamiento meditativo. No hay, pues, por qué yuxtaponer dos maneras de comprender; la cuestión es más bien enla- zarlas, como lo objetivo y lo existencial (¡o lo existenciario!). Al ser la hermenéutica una fase de la apropiación del sentido, una etapa entre la reflexión abstracta y la reflexión con- creta, al ser una recuperación mediante el pensamiento del sentido que se halla en sus- penso en la simbólica, sólo puede considerar que la labor de la antropología estructural es un apoyo, y no algo rechazable; sólo nos apropiamos de aquello que antes hemos mante- 49

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Estructura y hermenéutica

Paul Ricceur

En primer lugar, quisiera precisar el ángulo de ataque de mi contribución a este con­junto de ensayos dedicado a la obra de Claude Lévi-Strauss.

Mi propósito es confrontar el estructuralismo, considerado como ciencia, con la her­menéutica, entendida como interpretación filosófica de los contenidos míticos, recogidos dentro de una tradición viva y recuperados mediante una reflexión y una especulación actuales.

Veremos que esta comparación lleva a reconocer tanto las razones fundadas del estructuralismo como los límites de su validez.

De modo aún más preciso, quisiera tomar como piedra de toque de esta confronta­ción el sentido que ambas partes reconocen ¿z/tiempo histórico. El estructuralismo habla en términos de sincronía y de diacronia; la hermenéutica, en términos de tradición, de herencia, de recuperación (o «renacimiento») de un sentido viejo en un sentido nuevo, etc.

¿Qué se esconde tras esta diferencia de lenguaje?, ¡qué hace hablar a uno en térmi­nos de sincronía y de diacronia, y ala otra en términos de historicidad? Mi intención no es, en absoluto, oponer la hermenéutica al estructuralismo, la historicidad de una a la diacronia del otro. El estructuralismo pertenece a la ciencia, y no encuentro actualmente un enfoque más riguroso y fecundo que el estructuralismo en el nivel de intelección que le corresponde. La interpretación de la simbólica sólo merece llamarse hermenéutica en la medida en que constituye un segmento de la comprensión de uno mismo y de la com­prensión del ser; fuera de esta labor de apropiación del sentido, no es nada. La herme­néutica, en este sentido, es una disciplina filosófica. Mientras el estructuralismo tiende a guardar las distancias, a objetivar, a separar de la ecuación personal del investigador la estructura de una institución, de un mito o de un rito, el pensamiento hermenéutica se sumerge en lo que se ha dado en llamar «el círculo hermenéutico» del comprender y del creer, lo cual lo descalifica como ciencia y lo cualifica como pensamiento meditativo. No hay, pues, por qué yuxtaponer dos maneras de comprender; la cuestión es más bien enla­zarlas, como lo objetivo y lo existencial (¡o lo existenciario!). Al ser la hermenéutica una fase de la apropiación del sentido, una etapa entre la reflexión abstracta y la reflexión con­creta, al ser una recuperación mediante el pensamiento del sentido que se halla en sus­penso en la simbólica, sólo puede considerar que la labor de la antropología estructural es un apoyo, y no algo rechazable; sólo nos apropiamos de aquello que antes hemos mante-

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nido a distancia para considerarlo. Esta consideración objetiva, que los conceptos de sin­cronía y de diacronía ponen en práctica, es la que quiero llevar a cabo con la esperanza de hacer que la hermenéutica pase de una intelección ingenua a una intelección madu­ra, mediante la disciplina de la objetividad.

No me parece oportuno partir de El pensamiento salvaje, sino llegar a él El pen­samiento salvaje representa la última etapa de un proceso gradual de generalización. En un principio, el estructuralismo no pretende definir la constitución entera del pensa­miento, ni siquiera en el estado salvaje, sino delimitar un grupo muy especifico de pro­blemas que tienen, si se me permite decir, cierta afinidad con el enfoque estructuralista. El pensamiento salvaje representa una especie de llegada al limite, de sistematización definitiva, que invita demasiado fácilmente a considerar que la elección entre varias maneras de comprender, entre varias inteligibilidades, es una falsa alternativa. Ya he dicho que en principio esto era absurdo. Para no caer de hecho en la trampa, hay que considerar el estructuralismo como una explicación en principio limitada, que luego se extiende progresivamente siguiendo el hilo conductor de los propios problemas. La con­ciencia de la validez de un método no puede separarse nunca de la conciencia de sus lími­tes. Para hacer justicia a este método y, sobre todo, para aprender de él, lo retomaré en su movimiento de expansión a partir de un núcleo indiscutible, en lugar de recogerlo en su estadio final, más allá de un determinado punto crítico donde, tal vez, pierde el sentido de sus límites.

I. EL MODELO LINGÜÍSTICO

Como sabemos, el estructuralismo procede de la aplicación de un modelo lin­güístico a la antropología y a las ciencias humanas en general. En el origen del estruc­turalismo encontramos primero a Ferdinand de Saussure y su Curso de lingüística general y, sobre todo, la orientación propiamente fonológica de la lingüística que adoptaron Trubetzkoy, Jakobson y Martinet. Con ellos asistimos a una inversión de las relaciones entre sistema e historia. Para el historicismo, comprender es encontrar la génesis, la forma anterior, las fuentes y el sentido de la evolución. Con el estruc­turalismo, lo que se considera inteligible, antes que nada, son los ordenamientos, las organizaciones sistemáticas en un estado dado. Ferdinand de Saussure comienza a introducir esta inversión al distinguir en el lenguaje lengua y habla. Si entendemos por lengua el conjunto de convenciones adoptadas por un cuerpo social para permi­tir el ejercicio del lenguaje entre los individuos, y por habla la operación misma de los sujetos hablantes, esta distinción capital da lugar a tres reglas cuya generalización, fuera del ámbito inicial de la lingüística, veremos de inmediato.

En primer término, la idea misma de sistema: separada de los sujetos hablantes, la lengua se presenta como un sistema de signos. Ciertamente, Ferdinand de Saus­sure no es un fonólogo: su concepción del signo lingüístico como relación entre el significante sonoro y el significado conceptual es mucho más semántica que fonoló­gica. No obstante, lo que, a su juicio, constituye el objeto de la ciencia lingüística es el sistema de signos, surgido de la determinación mutua entre la cadena sonora del significante y la cadena conceptual del significado. En esta determinación mutua, lo

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que cuenta no son los términos, considerados individualmente, sino las separaciones diferenciales; las diferencias de sonido y de sentido, y las relaciones entre unas y otras son las que constituyen el sistema de signos de una lengua. Se comprende, entonces, que cada signo sea arbitrario, como relación aislada de un sentido y de un sonido, y que todos los signos de una lengua formen un sistema: «en la lengua, sólo hay dife­rencias» {Curso de lingüística general, 166, 168)'.

Esta idea firme remite al segundo tema, que se refiere precisamente a la relación de la diacronía con la sincronía. En efecto, el sistema de diferencias sólo se presenta sobre un eje de coexistencias completamente distinto del eje de sucesiones. Nace así una lingüística sincrónica, como ciencia de los estados en sus aspectos sistemáticos, distinta de una lingüística diacrónica, o ciencia de las evoluciones, aplicada al siste­ma. Como vemos, la historia es secundaria y figura como alteración del sistema. Más aún, en lingüística, estas alteraciones son menos inteligibles que los estados del sis­tema: «Nunca -escribe Saussure— el sistema se modifica directamente; en sí mismo es inmutable; sólo ciertos elementos son alterados sin que ello afecte a la solidaridad que los une al todo» {ibid., 121, 124). La historia es más bien responsable de desór­denes que de cambios significativos; Saussure lo enuncia claramente: «Los hechos de la serie sincrónica son relaciones, los hechos de la serie diacrónica, acontecimientos que se dan en el sistema». Por consiguiente, la lingüística es, en primer lugar, sin­crónica, y la diacronía sólo es inteligible como comparación entre los estados ante­riores y posteriores del sistema. La diacronía es comparativa; por eso, depende de la sincronía. Finalmente, los acontecimientos sólo son aprehendidos en cuanto realiza­dos en un sistema, es decir, en cuanto que reciben también de él un aspecto de regu­laridad. El hecho diacrónico es la innovación surgida de la palabra (de una sola, de algunas, poco importa), aunque «convertida en hecho lingüístico» {ibid., 140, 147).

El problema central de nuestra reflexión será saber hasta qué punto el modelo lingüístico de las relaciones entre sincronía y diacronía nos lleva a la intelección de la historicidad propia de los símbolos. Digámoslo ya: llegaremos al punto crítico cuando estemos frente a una verdadera tradición, es decir, frente a una serie de recu­peraciones interpretativas que ya no puedan ser consideradas como la intervención del desorden en un estado sistémico.

Entendámonos bien: no atribuyo al estructuralismo, como algunos de sus críti­cos, una oposición pura y simple entre diacronía y sincronía. Lévi-Strauss tiene razón en este aspecto al oponer a sus detractores {Antropología estructural, 101-103, 81-83) el gran artículo de Jakobson sobre los «Principios de la fonología histórica»^, donde el autor distingue expresamente entre sincronía y estática. Lo que importa es la subordinación, no la oposición, de la diacronía a la sincronía. Esta subordinación es lo que pondrá en tela de juicio la intelección hermenéutica. La diacronía sólo es sig­nificativa por su relación con la sincronía, y no a la inversa.

Y aquí tenemos el tercer principio, que no afecta menos a nuestro problema de la interpretación y del tiempo de la interpretación. Ha sido puesto de relieve sobre

' La primera cifra hará alusión de ahora en adelante a la versión original citada en la bibliografía. La segunda, a la página de la edición castellana correspondiente (N. del T) .

" R. Jakobson, «Prinzipien der historischen Phonologie», en Trabajos del Circulo Lingüístico cU Praga, vol. IV, 1931,pp. 247-267 (N. del T).

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todo por los fonólogos, aunque está ya presente en la oposición saussuriana entre lengua y habla: las leyes lingüísticas designan un nivel inconsciente y, en este senti­do, no-reflexivo, no-histórico, del espíritu. Este inconsciente no es el inconsciente freudiano de la pulsión, del deseo, con su poder de simbolización. Se trata de un inconsciente kantiano más que freudiano, de un inconsciente categorial, combina­torio, de un orden finito o del finitismo del orden, que se ignora a sí mismo. Le llamo inconsciente kantiano, aunque sólo en relación a su organización, porque se trata más bien de un sistema categorial sin referencia a un sujeto pensante. Por eso, el estructuralismo, como filosofía, desarrollará un tipo de intelectualismo profijnda-mente antirreflexivo, antiidealista y antifenomenológico. Además, puede decirse que este espíritu inconsciente es homólogo de la naturaleza; tal vez incluso sea naturale­za. Volveremos a esto con El pensamiento salvaje, pero, ya en 1956, refiriéndose a la regla de economía de la explicación de Jakobson, Lévi-Strauss escribía: «La afirma­ción de que la explicación más económica es también aquella que -de todas las con­sideradas— se acerca más a la verdad, se basa, en el fondo, en el postulado de la iden­tidad de las leyes del mundo y del pensamiento» {Antropología estructural, 102, 81).

Este tercer principio, no nos concierne menos que el segundo, pues establece entre el observador y el sistema una relación que es en sí misma ahistórica. Com­prender no es recuperar el sentido. A diferencia de Schleiermacher en Hermeneutik und Kritik (1828), de Dilthey en su gran articulo Die Entstehung der Hermeneutik (1900) y de Bultmann en Das Probkm der Hermeneutik (1950)^, no hay «círculo her-menéutico»; no hay historicidad en la relación de comprensión. La relación es obje­tiva, independiente del observador; por eso, la antropología estructural es ciencia y no filosofía.

11. LA TRANSPOSICIÓN DEL MODELO LINGÜÍSTICO EN ANTROPOLOGÍA ESTRUCTURAL

Se puede seguir esta transposición en la obra de Lévi-Strauss apoyándose en los artículos metodológicos publicados en Antropología estructural. Mauss ya había indi­cado que «la sociología estaría, sin duda alguna, mucho más avanzada si hubiese pro­cedido en todo imitando a los lingüistas» (artículo de 1945, en Antropología estruc­tural, 37, 29)'*. Pero lo que Lévi-Strauss considera el verdadero punto de partida es la revolución fonológica en lingüística: «Ésta no sólo ha renovado las perspectivas lingüísticas: una transformación de tal envergadura no se limita a una disciplina en

' F. E. D. Schleiermacher, Hermeneutik und Kritik, mit besonderer Beziehung aufdas Nette Testament, BerUn, Liicke, 1838. Hay reimp. en Frankfun, Suhrkanip, 1977. W. Dilthey, Die Entstehung der Hermeneutik, en Gesammelte Schriften, Stuttgart, B. G. Teubner y Vanderhoeck & Ruprecht, 1964, vol. 5, pp. 317-331. Trad. cast.: «Orígenes de la hermenéutica», en Obras de Wilhelm Dilthey. El mundo histórico, México, F.C.E., 1944, vol. VII, pp. 321-336. R. Bulmiann, Das Problem der Hermeneutik, en Zeitschr. für Theohgie und Kirche, n.° 47, 1950, pp. 4%69. Reimp. en Glauben und Verstehen, Tübingen, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1952, vol. II, pp. lU-li'i (N. del X).

'' El artículo de Lévi-Strauss al que se refiere Paul Ricoeur es «L'analyse structurale en iinguistique et en anthro-pologie», en Word. Journal ofthe Linguistie Circle of New York, voi. I, n.° 2, lí^. 1945, pp. 1-21. I^ cita de Maree! Mauss pertenece a «Rapports réels et pratiques entre la sociologie et la psychoíogie», en Sodologie et anthropologie, París, P.U.E, 1950, pp. 281-330. Hay traducción española en Sociología y antropología, Madrid, Tecnos, 1991, pp. 265-289 (N. del X).

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particular. La fonología no puede dejar de desempeñar, frente a las ciencias sociales, el mismo papel renovador que desempeñó la física nuclear, por ejemplo, en el con­junto de las ciencias exactas. ¿En qué consiste esta revolución cuando tratamos de examinarla en sus consecuencias más generales? N. Trubetzkoy, el ilustre maestro de fonología, nos dará la respuesta a esta pregunta. En su artículo-programa 'La fono­logía actual' (en Psicología del lenguaje)'', reduce, en resumidas cuentas, el método fonológico a cuatro pasos fundamentales: en primer lugar, la fonología pasa del estu­dio de los fenómenos lingüísticos conscientes al de su infraestructura inconsciente, se niega a tratar los términos como entidades independientes, tomando, por el contra­rio, como base de su análisis las relaciones entre dichos términos; introduce la noción de sistemar. 'La fonología actual no se limita a declarar que los fonemas son siempre miembros de un sistema, muestra sistemas fonológicos concretos y pone en eviden­cia su estructura'; por último, se encamina hacia el descubrimiento de leyes generales, ya sean halladas por inducción o 'deducidas lógicamente, lo cual les da un carácter absoluto'. Así, por primera vez, una ciencia social llega a formular relaciones necesa­rias. Tal es el sentido de esta última frase de Trubetzkoy, mientras que las reglas pre­cedentes muestran cómo debe operar la lingüística para obtener ese resultado» {Antropología estructural, 39-40, 31).

Los sistemas de parentesco suministraron a Lévi-Strauss el primer análogo riguro­so de los sistemas fonológicos. Estos son, en efecto, sistemas establecidos en la zona inconsciente del espíritu. Además, son sistemas en los que sólo son significativas las parejas de opuestos y, en general, los elementos diferenciales (padre-hijo, tío mater­no e hijo de la hermana, marido-mujer, hermano-hermana): por consiguiente, el sis­tema no está en el nivel de los términos, sino en el de las parejas de relaciones. (Recordemos la elegante y convincente solución del problema del tío materno: ibid, en particular 51-52, 37-38; 56-57, 42-43.) Por último, son sistemas en los que el peso de la inteligibilidad cae del lado de la sincronía: están construidos sin conside­rar la historia, aunque incluyan una veta diacrónica, puesto que las estructuras de parentesco vinculan una serie de generaciones^.

Ahora bien, ¿qué permite esta primera transposición del modelo lingüístico? Esencialmente esto: que el parentesco sea también un sistema de comunicación. Por este motivo, es comparable a la lengua: «El sistema de parentesco es un lenguaje; no es un lenguaje universal, y pueden preferirse otros medios de expresión y de acción. Desde el punto de vista sociológico, esto viene a decir que ante una cultura deter­minada siempre se plantea una cuestión preliminar: ¿es el sistema sistemático? Seme­jante pregunta, a primera vista absurda, sólo lo sería realmente si se refiriera a la len­gua; pues la lengua es el sistema de significado por excelencia; no puede dejar de significar, y toda su existencia reside en el significado. Por el contrario, se ha de exa-

^ N. Trubetzkoy, «La phonologie acrueile». en Psychologie du langage, París, 1933, p. 243. Hay traducción cas­tellana en Psicolagía eUl lenguaje, Buenos Aires, Paidós, 1952, pp. 145-160 (N. del X).

^ Antropología estructural, 57, 45-46: «El parentesco no es un fenómeno estático; sólo existe para perpetuarse. Con ello, no pensamos en el deseo de perpetuar la raza, sino en el hecho de que en la mayor parte de los sistemas de parentesco eí desequihbrio inicial que se produce, en una determinada generación, entre el que cede una mujer y el que la recibe, sólo puede estabilizarse mediante las contraprestaciones que tienen lugar en las generaciones ulte­riores. Incluso ia estructura de parentesco más elemental existe simultáneamente en el orden sincrónico y en eí dia-crónico». Es preciso cotejar esta observación con la que hacíamos anteriormente a propósito de la diacronía en lin­güística estructural.

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minar la cuestión con un rigor creciente, conforme nos vamos alejando de la lengua para considerar otros sistemas que pretenden tener también significado, aunque en ellos el valor de éste último sea parcial, fi-agmentario o subjetivo: organización social, arte, etc.» (op. cit, 58, 46).

Este texto nos propone, pues, que ordenemos los sistemas sociales por orden decreciente, «aunque con un rigor creciente», a partir del sistema de significado por excelencia: la lengua. El parentesco es el análogo más próximo, porque, al igual que la lengua, es «un sistema arbitrario de representaciones, no el desarrollo espontáneo de una situación de hecho» (61, 49); pero esta analogía sólo se pone de manifiesto si la organizamos a partir de los caracteres que hacen de ella una alianza, no una moda­lidad biológica: las reglas del matrimonio «representan otras tantas maneras de ase­gurar la circulación de las mujeres en el seno del grupo social, es decir, de reempla­zar un sistema de relaciones consanguíneas de origen biológico por un sistema sociológico de alianzas» (68, 55). Así consideradas, estas reglas hacen del parentesco «una especie de lenguaje, es decir, un conjunto de operaciones destinadas a asegurar, entre los individuos y los grupos, un cierto tipo de comunicación. La identidad del fenómeno considerado en ambos casos no se altera por el hecho de que el 'mensaje' esté constituido aquí por las mujeres del grupo que circulan entre los clanes, los lina­jes o las familias (y no, como sucede en el lenguaje, por las palabras del grupo que cir­culan entre los individuos)» (69, 56).

Todo el programa de El pensamiento salvaje y el principio ya expuesto de la gene­ralización están contenidos aquí. Me limitaré a citar este texto de 1945: «Nos hemos de preguntar, en efecto, si diversos aspectos de la vida social, incluidos el arte y la reli­gión -cuyo estudio, como ya sabemos, puede ayudarse de métodos y nociones toma­dos de la lingüística—, no consisten en fenómenos cuya naturaleza se aproxima a la que es propia del lenguaje. ¿Cómo podría verificarse esta hipótesis? Ya limitemos nuestro examen a una sola sociedad o lo extendamos a varias, será preciso llevar a cabo un análisis lo suficientemente profiíndo de los diferentes aspectos de la vida social como para alcanzar un nivel donde sea posible el tránsito de unos a otros; es decir, habrá que elaborar una especie de código universal, capaz de expresar las pro­piedades que tienen en común las estructuras específicas que sean importantes en cada aspecto. El empleo de este código deberá valer para cada sistema considerado aisladamente, y para todos ellos cuando se trate de compararlos. Estaremos así en condiciones de saber si hemos alcanzado su naturaleza más profunda y si consisten o no en realidades del mismo tipo» {idem, 71, 57-58).

Lo esencial de esta intelección de las estructuras se centra, pues, en la idea de código, entendido como una correspondencia formal entre estructuras específicas, o sea, como una homología estructural. Sólo de esta comprensión de la fimción sim­bólica puede decirse en rigor que es independiente del observador: «El lenguaje es, por tanto, un fenómeno social que constituye un objeto independiente del observa­dor, y para el cual poseemos largas series estadísticas» (65, 53). Nuestro problema será saber cómo una intelección objetiva que decodifica puede sustituir a una inte­lección hermenéutica que descifra, es decir, que recupera el sentido, a la vez que acre­cienta el sentido que descifra. Una observación de Lévi-Strauss tal vez nos dé la pista: el autor observa que «el impídso original» (70, 57) de intercambiar mujeres, al abor­darse retrospectivamente desde el modelo lingüístico, revela quizás algo que está en

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el origen de todo lenguaje: «Como en el caso de las mujeres, ¿no debe buscarse el impulso original que exigió a los hombres 'intercambiar' palabras en una representa­ción desdoblada que resulta de la fiínción simbólica cuando hace su primera apari­ción? Desde el momento en que un objeto sonoro es aprehendido como el ofreci­miento de un valor inmediato, tanto para el que habla como para el que oye, adquiere una naturaleza contradictoria cuya neutralización sólo puede realizarse mediante ese intercambio de valores complementarios al que se reduce toda la vida social» (71, 57). ¿No quiere esto decir que el estructuralismo sólo interviene sobre el fondo ya consti­tuido de la «representación desdoblada, resultante de la función simbólica»? ¿No equi­vale esto a apelar a otra intelección, que tienda a ese desdoblamiento, a partir del cual se produce el intercambio? ¿No sería la ciencia objetiva de los intercambios un seg­mento abstracto dentro de la comprensión total de la función simbólica, la cual sería, en el fondo, comprensión semántica? La razón de ser del estructuralismo, para el filó­sofo, sería entonces restituir esta comprensión plena, tras haberla destituido, objeti­vado y reemplazado por la intelección estructural; el trasfondo semántico, mediatiza­do así por la forma estructural, se tornaría accesible a una comprensión más indirecta, pero más segura.

Dejemos el problema en el aire (hasta el final de este estudio), y sigamos el hilo de la generalización y de las analogías.

En un principio, las generalizaciones de Lévi-Strauss son muy prudentes y están rodeadas de precauciones (véanse, por ejemplo, pp. 74-75, 60-61). La analogía estructural entre el lenguaje, considerado en su estructura fonológica, y los demás fenómenos sociales es, en efecto, muy compleja. ¿En qué sentido puede decirse que su «naturaleza se aproxima a la del lenguaje» (71, 57)? No es de temer un equívoco desde el momento en que los signos del intercambio no son elementos del discurso. De este modo, diremos que los hombres intercambian mujeres como intercambian palabras; la formalización que ha hecho surgir la homología de estructura no sólo es legítima, sino muy esclarecedora. Las cosas se complican con el arte y la religión. Ya no tenemos aquí sólo «una especie de lenguaje», como en el caso de las reglas del matrimonio y de los sistemas de parentesco, sino un discurso significativo edificado sobre la base del lenguaje, considerado como instrumento de comunicación. La ana­logía se desplaza al interior mismo del lenguaje y se refiere en lo sucesivo a la estruc­tura de tal o cual discurso particular, comparada con la estructura general de la len­gua. No es cierto a priori, por tanto, que la relación entre diacronía y sincronía, válida en lingüística general, rija de manera tan dominante la estructura de los dis­cursos particulares. Las cosas dichas no tienen forzosamente una arquitectura simi­lar a la del lenguaje, como instrumento universal del decir. Todo lo que se puede afir­mar al respecto es que el modelo lingüístico orienta la investigación hacia expresiones similares a las suyas, es decir, hacia una lógica de oposiciones y de correlaciones, a saber, en último término, hacia un sistema de diferencias: «Desde un punto de vista más teórico (Lévi-Strauss acaba de hablar del lenguaje como condición diacrónica de la cultura, dado que transmite la enseñanza o la educación), el lenguaje aparece tam­bién como condición de la cultura, en la medida en que ésta última posee una arqui­tectura similar a la del lenguaje. En ambos, el significado surge por medio de oposi­ciones y de correlaciones, es decir, por medio de relaciones lógicas. Pero podemos considerar el lenguaje como unos cimientos destinados a recibir las estructuras que

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correspondan a la cultura en sus distintos aspectos; estructuras más complejas, a veces, que las del lenguaje, pero del mismo tipo» {ibid., 79, 63). Sin embargo, Lévi-Strauss debe reconocer que la correlación entre cultura y lenguaje no se justifica sufi­cientemente por el papel universal del lenguaje en la cultura. El mismo recurre a un tercer término para basar el paralelismo entre las modalidades estructurales del len­guaje Y de la cultura: «No hemos caído suficientemente en la cuenta de que lengua y cultura son dos modalidades paralelas de una actividad más básica. Me refiero, aquí, a ese huésped que se halla entre nosotros, aunque nadie pensara invitarle a nuestros debates: el espíritu humano» (81, 65). Este tercer elemento, así aludido, plantea graves problemas, dado que el espíritu comprende al espíritu, no sólo por analogía de estructura, sino recuperando y continuando los discursos particulares. Ahora bien, nada garantiza que esta intelección dependa de los mismos principios que los de la fonología. La empresa estructuralista me parece, pues, perfectamente legítima y al abrigo de toda crítica mientras mantenga la conciencia de sus condi­ciones de validez y, por lo tanto, de sus límites. Sea cual sea la hipótesis, hay una cosa cierta: la correlación no debe buscarse «entre lenguaje y actitudes, sino entre expre­siones homogéneas, ya formalizadas, de la estructura lingüística y de la estructura social» (82, 66). Con esta condición, y sólo con ella, «se abre camino a una antro­pología concebida como teoría general de las relaciones, y al análisis de las socieda­des en fiínción de los caracteres diferenciales, propios de los sistemas de relaciones que definen a unos y a otras» (110, 88).

Mi problema, por lo tanto, se concreta: ¿qué lugar ocupa la «teoría general de las relaciones» dentro de una teoría general del sentido?^ ¿Qué comprendemos cuan­do comprendemos la estructura, tratándose de arte y de religión? ¿De qué manera la intelección de la estructura ilustra la intelección de la hermenéutica, orientada hacia una recuperación de las intenciones significativas?

Nuestro problema del tiempo puede proporcionarnos aquí una buena piedra de toque. Vamos a seguir el curso de la relación entre diacronía y sincronía en esta trans­posición del modelo lingüístico y a confrontarlo con lo que podemos saber también de la historicidad del sentido en el caso de aquellos símbolos para los que dispone­mos de buenas secuencias temporales.

III. EL PENSAMIENTO SALVAJE

Con El pensamiento salvaje, Lévi-Strauss lleva a cabo una audaz generalización del estructuralismo. Nada nos autoriza, ciertamente, a concluir que el autor ya no tiene en cuenta colaboración alguna con otros modos de comprensión. Tampoco hay

' Lévi-Strauss puede aceptar esta pregunta, puesto que él mismo la plantea excelentemente: «Mi hipótesis de trabajo se sitúa, pues, en una posición intermedia: ciertas correlaciones son probablemente discernibles entre ciertos aspectos y en determinados niveles, y nuestro problema es descubrir cuáles son estos aspectos y dónde están estos niveles» (91, 73). En una respuesta a Haudricourt y Granai, Lévi-Strauss parece aceptar que hay una zona de vali­dez óptima para una teoría general de la comunicación: «Desde hoy, esto se puede intentar en tres niveles, pues las reglas de parentesco y matrimoniales sirven para asegurar el intercambio de mujeres entre los grupos, como las reglas económicas sirven para asegurar el intercambio de bienes y de servicios, y las reglas lingüísticas, el intercambio de mensajes» (95, 76). Obsérvense también las prevenciones del autor contra los excesos de la metalingüísrica america­na (83-84, 66-67; 97, 77-78).

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que decir que el estructuralismo ignora sus límites. No todo el pensamiento cae den­tro de su ámbito, sino sólo un nivel del pensamiento, el nivel del pensamiento salva­je. Sin embargo, el lector que pase de Antropología estructúrala. El pensamiento salva­je se queda impresionado por el cambio de frente y de tono: ya no se avanza progresivamente, del parentesco al arte o a la religión; lo que se convierte en objeto de investigación es todo un nivel de pensamiento, y se considera que ese nivel de pensamiento constituye la forma no domesticada del único pensamiento. No hay salvajes en oposición a civilizados; no hay mentalidad primitiva, ni pensamientos de salvajes; no se da ya ese exotismo absoluto. Más allá de «la ilusión totémica» sólo hay un pensamiento salvaje; y este pensamiento no es tampoco anterior a la lógica. No es prelógico, sino homólogo del pensamiento lógico. Homólogo en un sentido fuer­te: sus clasificaciones ramificadas o sus sutiles nomenclaturas son el pensamiento cla­sificador mismo, aunque operando, como diría Lévi-Strauss, en otro nivel estratégico, el de lo sensible. El pensamiento salvaje es el pensamiento del orden, un pensamien­to que no piensa. En este sentido, se ajusta a las condiciones del estructuralismo antes aludidas: orden inconsciente -orden concebido como sistema de diferencias—, orden susceptible de ser tratado objetivamente, «independientemente del observa­dor». Consiguientemente, los ordenamientos sólo son inteligibles en un nivel incons­ciente. Comprender no consiste en recuperar intenciones de sentido, en reanimarlas mediante un acto histórico de interpretación que se inscribiría, a su vez, en una tra­dición continua. La inteligibilidad se vincula al código de transformaciones que ase­gura las correspondencias y las homologías entre ordenamientos pertenecientes a distintos niveles de la realidad social (organización en clanes, nomenclaturas y clasi­ficaciones de animales y plantas, mitos y artes, etc.). Caracterizaré el método con una sola frase: se trata de la elección de la sintaxis frente a la semántica. Esta elección es perfectamente legítima, pues se trata de mantener con coherencia una apuesta. Des­graciadamente, falta una reflexión sobre sus condiciones de validez, sobre el precio a pagar por este tipo de comprensión, en suma, falta una reflexión sobre los límites, que sin embargo aparecía con frecuencia en las obras anteriores.

Por mi parte, me asombra que todos los ejemplos sean tomados del área geo­gráfica que se ha venido llamando totemismo, y nunca del pensamiento semítico, prehelénico o indoeuropeo. Me pregunto qué implicaciones puede tener esta limita­ción previa del material etnográfico y humano. ¿No habrá jugado con ventaja el autor al ligar la suerte del pensamiento salvaje a un área cultural precisamente la de la «ilusión totémica»- donde los ordenamientos importan más que los contenidos, donde el pensamiento es efectivamente un bricolage, que opera sobre un material heteróclito, sobre escombros de sentido? Según esto, jamás se plantea en este libro el problema de la unidad del pensamiento mítico. Se da por sentada la generalización de todo el pensamiento salvaje. Ahora bien, me pregunto si el fondo mítico en que estamos enraizados -íondo semítico (egipcio, babilonio, arameo y hebreo), fondo protohelénico y fondo indoeuropeo— se presta tan fácilmente a la misma operación; o, mejor dicho, e insisto en este punto, si es cierto que lo hace, ¿se presta sin reser­vas? Me parece que, en los ejemplos de El pensamiento salvaje, la insignificancia de los contenidos y la exuberancia de los ordenamientos constituyen más un caso extre­mo que una forma canónica. Nos encontramos con que una parte de la civilización, precisamente aquella de la que no procede nuestra cultura, se presta mejor que nin-

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guna otra a la aplicación del método estructural tomado de la lingüística. Sin embar­go, esto no prueba que la intelección de las estructuras sea tan esclarecedora en todas partes, y, sobre todo, que sea tan autosuficiente. He hablado antes del precio a pagar: ese precio -la insignificancia de los contenidos— no es elevado tratándose de los tote-mistas, pues su contrapartida es muy grande, a saber, el alto significado de los orde­namientos. Me parece que el pensamiento de los totemistas es el que tiene más afini­dad con el estructuralismo. Me pregunto si su ejemplo es... ejemplar o excepcional^.

Ahora bien, tal vez haya otro polo del pensamiento mítico donde la organiza­ción sintáctica sea más débil, la unión al mito menos marcada, la vinculación a las clasificaciones sociales más tenue; y donde, por el contrario, la riqueza semántica permita recuperaciones históricas indefinidas en contextos sociales más variables. En este otro polo del pensamiento mítico, del que enseguida daré algunos ejemplos tomados del mundo hebraico, la intelección estructural es quizá menos importante, en todo caso menos exclusiva, y requiere de modo manifiesto ser expresada median­te una intelección hermenéutica que se dedique a interpretar los contenidos mismos, para prolongar su vida e incorporar su eficacia a la reflexión filosófica.

Retomaré aquí como piedra de toque el tema del tiempo, que ha impulsado nuestra meditación: El pensamiento salvaje saca todas sus consecuencias de los con­ceptos lingüísticos de sincronía y de diacronía, y extrae de ellos una visión de conjunto sobre las relaciones existentes entre estructura y acontecimiento. El problema es saber si esta misma relación se da de idéntica manera en todo el pensamiento mítico.

Lévi-Strauss se complace en recoger una fi-ase de Boas: «Se diría que los univer­sos mitológicos están destinados a ser desmantelados apenas formados, para que nue­vos universos nazcan de sus firagmentos» (31, 41^. Esta fi-ase ya había sido puesta de relieve en uno de los artículos incluidos en Antropología estructural, 227, 186). Lévi-Strauss aclarará, mediante su comparación con el bricolage, esta relación inversa entre la solidez sincrónica y la fi-agilidad diacrónica de los universos mitológicos.

El bricoUur, a diferencia del ingeniero, opera con un material que no ha produ­cido con vistas a su uso actual, sino con un repertorio limitado y heteróclito que le obliga a trabajar, como suele decirse, con los medios que se tienen a mano. Este repertorio está hecho con restos de construcciones y de destrucciones anteriores; representa el estado contingente de la instrumentalidad en un momento dado. El bricoleur opersL con signos ya usados, que desempeñan el papel de elementos prefor-

' En El pensamiento salvaje encontramos algunas alusiones en este sentido: «Pocas civilizaciones como la aus­traliana parecen haber tenido tanto gusto por la erudición, por la especulación y por lo que parece a veces una espe­cie de dandismo intelectual, por extraña que parezca la exptesión cuando se aplica a hombres cuyo nivel de vida material es tan rudimentario. [...] Si durante siglos o milenios, Australia ha vivido replegada en sí misma, y, en este mundo cerrado, las especulaciones y las discusiones han causado furor; en fin, si las influencias de la moda han sido a menudo determinantes, podemos comprender que se haya establecido alh una especie de estilo sociológico y filo­sófico comiin, que no excluye variaciones metódicamente buscadas, y en el que incluso las más ínfimas son puestas de reUeve y comentadas con ima intención favorable u hostil» (118-119, 134-135). Y hacia el final del libro: «Hay, pues, una especie de antipatía congénita entre la historia y los sistemas de clasificación. Esto explica, tal vez, lo que uno estaría tentado a llamar Vacío totémico', pues, aim arruinado, todo lo que podría evocar el totemismo parece estar notablemente ausente del área de las grandes civilizaciones de Europa y de Asia. ;No será porque éstas han ele­gido explicarse a sí mismas mediante la historia, y esta empresa es incompatible con la de clasificar las cosas y los seres (naturales y sociales) por medio de grupos finitos?» (307-308, 337).

' F. Boas, «Introduction», en J. Teit, «Traditions of the Thompson River Indians of British Columbia», en Memoirs of the American Folklore Socieiy, vol. VI, 1898, p. 18 (N. del T.).

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mados respecto a las nuevas reorganizaciones. Como el bricolage, el mito «recurre a una colección de restos de obras humanas, es decir, a un subconjunto de la cultura» (29, 39). En términos de acontecimiento y de estructura, de diacronía y de sincro­nía, podríamos decir que el pensamiento mítico construye la estructura con residuos o restos de acontecimientos. Edificando sus palacios con los escombros del discurso social anterior, ofi-ece un modelo inverso al de la ciencia, que da a sus estructuras la forma de un acontecimiento nuevo: «El pensamiento mítico, este bricoleur, elabora estructuras, armonizando distintos acontecimientos, o, más bien, restos de aconteci­mientos, mientras que la ciencia, 'en marcha' desde el mismo momento en que se instaura, crea, en forma de acontecimientos, sus medios y sus resultados, gracias a las estructuras que fabrica sin tregua: sus hipótesis y sus teorías» (33, 43).

Bien es cierto que Lévi-Strauss sólo opone mito y ciencia para aproximarlos, pues, según él, «ios dos son caminos igualmente válidos»: «El pensamiento mítico no sólo es cautivo de acontecimientos y de experiencias que dispone una y otra vez incansablemente para descubrir su sentido; también es liberador, por la protesta que eleva contra el sinsentido, con el cual la ciencia en un principio se había resignado a transigir» (33, 43). Pero, a su vez, el sentido está del lado de los ordenamientos actua­les, de la sincronía. Por eso, las sociedades son tan frágiles ante el acontecimiento. Como sucede en la lingüística, el acontecimiento desempeña el papel de una ame­naza, en todo caso, de un desorden, y siempre de una simple interferencia contin­gente (como las conmociones demográficas -guerras, epidemias— que alteran el orden establecido): «Las estructuras sincrónicas de los sistemas llamados totémicos [son] extremadamente vulnerables a los efectos de la diacronía» (90, 104). La ines­tabilidad del mito se convierte así en un signo de la prioridad de la sincronía. Por eso, el presunto totemismo «es una gramática destinada a deteriorarse en léxico» (307, 336). «[...] Como un palacio arrastrado por un río, la clasificación tiende a des­mantelarse y sus partes se disponen entre sí de modo distinto a como hubiese queri­do el arquitecto, bajo el efecto de las corrientes y de las aguas muertas, de los obstá­culos y de los estrechos. En el totemismo, por consiguiente, la función recae inevitablemente en la estructura. El problema que siempre ha planteado a los teóri­cos es el de la relación entre la estructura y el acontecimiento. Y la gran lección del totemismo es que la forma de la estructura puede sobrevivir a veces, cuando la pro­pia estructura sucumbe ante el acontecimiento» (307, 336-337).

Incluso la historia mítica está al servicio de esta lucha entre la estructura y el acon­tecimiento, y representa un esfijerzo de las sociedades por anular la acción perturba­dora de los factores históricos; representa una táctica para anular lo histórico, para amortiguar los acontecimientos. De este modo, haciendo de la historia y de su mode­lo intemporal reflejos recíprocos, situando a los antepasados fuera de la historia y haciendo de ella una copia de los antepasados, «la diacronía, en cierto modo domada, colabora con la sincronía sin riesgo de que entre ambas surjan nuevos conflictos» (313, 343). También es la fiínción del ritual expresar ese pasado atemporal al ritmo de la vida y de las estaciones, y con el encadenamiento de las generaciones. Los ritos «se pronun­cian sobre la diacronía; pero lo hacen en términos sincrónicos, puesto que el solo hecho de celebrarlos equivale a convertir el pasado en presente» (315, 344-345).

Desde esta perspectiva, interpreta Lévi-Strauss los «churinga» -esos objetos de piedra o madera, esos guijarros que representan el cuerpo del antepasado— como el

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testimonio del «ser diacrónico de la diacronía en el seno de la sincronía misma» (315, 345). Encuentra en ellos el mismo sabor a historicidad que en nuestros archivos: ser encarnado de acontecimientos, historia pura verificada en el corazón del pensa­miento clasificatorio. De este modo, la propia historicidad mítica está incorporada en el trabajo de la racionalidad: «[...] los pueblos llamados primitivos han sabido ela­borar métodos razonables para insertar, bajo su doble aspecto de contingencia lógi­ca y de turbulencia afectiva, la irracionalidad en la racionalidad. Los sistemas clasifi-catorios permiten, por tanto, integrar la historia; incluso y, sobre todo, aquella que podríamos considerar rebelde a todo sistema» (323, 353).

IV. ¿LIMITES DEL ESTRUCTURALISMO?

He seguido con esta finalidad en la obra de Lévi-Strauss la serie de transposicio­nes del modelo lingüístico hasta su última generalización en El pensamiento salvaje. La conciencia de la validez de un método, decía al comienzo, es inseparable de la con­ciencia de sus límites. Estos límites son, a mi juicio, de dos clases: creo, por una parte, que el tránsito al pensamiento salvaje se realiza con la ayuda de un caso muy favora­ble que quizás sea excepcional. Por otra parte, el tránsito de una ciencia estructural a una filosofía estructuralista me parece poco satisfactorio e incluso poco coherente. En última instancia, estos dos tránsitos, al acumular sus efectos, dan al libro un acento particular, seductor y provocativo, que lo distingue de los precedentes.

¿Es el ejemplo ejemplar?, me preguntaba más arriba. Leí, al mismo tiempo que El pensamiento salvaje de Lévi-Strauss, el notable libro de Gerhard von Rad dedica­do a la Teología de las tradiciones históricas de Israel, primer tomo de una Teología del Antiguo Testamento (Munich, 1957). Nos encontramos aquí ante una concepción teológica exactamente inversa a la del totemismo, y que, por ser inversa, sugiere una relación inversa entre diacronía y sincronía, y plantea de modo más urgente el pro­blema de la relación entre intelección estructural e intelección hermenéutica.

¿Qué es lo decisivo a la hora de comprender el núcleo de sentido del Antiguo Testamento? No las nomenclaturas ni las clasificaciones, sino los acontecimientos fundadores. Si nos limitamos a la teología del Hexateuco, el contenido significativo es un kerigma, el anuncio de la gesta de Yahvéh, constituida por una red de aconte­cimientos. Es una Heilgeschichte. La primera secuencia está representada por la siguien­te serie: liberación de Egipto, paso del mar Rojo, revelación del Sinaí, peregrinaje por el desierto, cumplimiento de la promesa de la Tierra, etc. El segundo foco organiza­dor está constituido en torno al tema del Ungido de Israel y de la misión davídica. Por último, el tercer núcleo de sentido se instaura tras la catástrofe: la destrucción aparece como acontecimiento ftindamental, abierto a la alternativa no resuelta de la promesa y de la amenaza. El método de comprensión aplicable a esta red de aconte­cimientos consiste en restituir la alternativa no resuelta de la promesa y de la ame­naza. El método de comprensión aplicable a esta red de acontecimientos consiste en restituir el trabajo intelectual, surgido de esta fe histórica y desarrollado en un marco confesional, frecuentemente hímnico, siempre cultual. Gerhard von Rad lo enuncia claramente: «Mientras la historia crítica tiende a reencontrar el mínimum verifica-ble», «la imagen kerigmática tiende hacia un máximum teológico» (108, 150). Ahora

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bien, lo que ha presidido esta elaboración de las tradiciones y ha desembocado en lo que hoy llamamos Escritura es un trabajo intelectual. Gerhard von Rad muestra cómo, a partir de una confesión mínima, se ha creado un campo de gravitación para unas tradiciones dispersas, pertenecientes a distintas fuentes, transmitidas por dife­rentes grupos, tribus o clanes. De este modo, la saga de Abraham, la de Jacob o la de José, pertenecientes a ciclos originariamente diferentes, fiíeron de alguna manera atraídas y atrapadas por el núcleo primitivo de la confesión de fe que celebra la acción histórica de Yahvéh. Como vemos, se puede hablar aquí de un primado de la historia en múltiples sentidos. En primer lugar, se trata de un sentido fundador, puesto que todas las relaciones de Yahvéh con Israel cobran significado en y median­te acontecimientos que no tienen ni el más mínimo asomo de teología especulativa ^ e r o también se dan los otros dos sentidos que hemos dicho al principio—. La ela­boración teológica de estos acontecimientos es, en efecto, en sí misma una historia ordenada, una tradición interpretativa. En cada generación, la reinterpretación del depósito de tradiciones confiere a esta comprensión de la historia un carácter histó­rico, y suscita un desarrollo que posee una unidad significativa imposible de proyec­tar en un sistema. Estamos ante una interpretación histórica de lo histórico. El hecho mismo de que se yuxtapongan las fiíentes, de que se mantengan las repeticiones y de que se expongan las contradicciones tiene un sentido profundo: la tradición se corri­ge a sí misma mediante añadidos, y son éstos los que constituyen por sí mismos una dialéctica teológica.

Ahora bien, es de destacar que, mediante este trabajo de reinterpretación de sus propias tradiciones, Israel se forjó una identidad en sí misma histórica: la crítica muestra que probablemente no existió la unidad de Israel antes del reagrupamiento de los clanes en una especie de anfictionía posterior al asentamiento. Al interpretar históricamente su historia y elaborarla como una tradición viva, Israel se proyectó hacia el pasado como un único pueblo al que le sucedió, como a una totalidad indi­visible, la liberación de Egipto, la revelación del Sinaí, la aventura del desierto y el don de la Tietra prometida. El único principio teológico hacia el que tiende todo el pensamiento de Israel es el siguiente: siempre existió Israel, el pueblo de Dios, que siempre obró como una unidad, y al que Dios trata como una unidad; pero esta identidad es inseparable de una búsqueda ilimitada de un sentido de la historia y en la historia: «Israel, acerca del cual las presentaciones de la historia del Antiguo Testa­mento tienen tanto que decir, es el objeto de la fe y el objeto de una historia cons­truida por la fe» (118, 164).

De este modo, se encadenan las tres historicidades: después de la de los aconte­cimientos fundadores, o tiempo escondido, y la de la interpretación viva llevada a cabo por los escritores sagrados, que constituye la tradición, aparece ahora la historicidad de la comprensión, la historicidad de la hermenéutica. Gerhard von Rad emplea el tér­mino Entfaltung, «despliegue», para designar la tarea de una teología del Antiguo Testamento que respete el triple carácter histórico de la heilige Geschichte (el nivel de los acontecimientos fijndadores), de las Überlieferungen (el nivel de las tradiciones constituyentes) y, por último, de la identidad de Israel (el nivel de la tradición cons­tituida). Esta teología ha de respetar la prioridad del acontecimiento sobre el siste­ma: «El pensamiento hebraico se lleva a cabo en las tradiciones históricas. Su interés principal radica en la combinación apropiada de las tradiciones y en su interpreta-

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ción teológica. En este proceso, el reagrupamiento histórico va siempre delante del reagrupamiento intelectual y teológico» (116, 161). Gerhard von Rad concluye su capítulo metodológico en los siguientes términos: «Sería fatal para nuestra com­prensión del testimonio de Israel que lo organizáramos desde un principio basándo­nos en categorías teológicas que, aun siendo corrientes entre nosotros, nada tienen que ver con las categorías en que se basó Israel al ordenar su propio pensamiento teo­lógico» (120, 167). Consiguientemente, «volver a relatar» -Wiederezdhlen-supone la forma más legítima de discurso sobre el Antiguo Testamento. La Entfaltungáel her-meneuta es la repetición de la Entfaltung que presidió la elaboración de las tradicio­nes del fondo bíblico.

¿Qué consecuencias tiene esto para las relaciones entre diacronía y sincronía? De los grandes símbolos del pensamiento hebraico que he podido estudiar en La simbó­lica del mal^" y de los mitos ^ o r ejemplo los relativos a la creación o a la caída-construidos en el primer estadio simbólico, me ha asombrado lo siguiente: estos sím­bolos y estos mitos no agotan su sentido en los ordenamientos homólogos de los ordenamientos sociales. No creo que no se ajusten al método estructural; es más, estoy convencido de lo contrario. Creo que el método estructural no agota su senti­do, pues su sentido consiste en una reserva de sentido dispuesta para ser empleada de nuevo en otras estructuras. Se me dirá que, precisamente, esa reutilización es lo que constituye el bricolage, pero no es así: el bricolage opera con desechos; en él la estructura es lo que salva el acontecimiento. El desecho desempeña el papel de ele­mento preformado, de mensaje transmitido previamente; tiene la inercia de un sig­nificado previo: la reutilización de los símbolos bíblicos en nuestra área cultural reposa, por el contrario, en una riqueza semántica, en un excedente de significado, que abre camino a nuevas reinterpretaciones. Si consideramos desde este punto de vista la serie constituida por los relatos babilonios del diluvio, por el diluvio bíblico y por la cadena de reinterpretaciones rabínicas y cristológicas, se verá enseguida que estas recuperaciones representan lo contrario al bricolage. Ya no podemos hablar de utilización de restos en unas estructuras cuya sintaxis sea más importante que la semántica, sino de la utilización de un excedente que ordena, como una donación primera de sentido, las intenciones rectificadoras de carácter propiamente teológico y filosófico que se aplican a ese fondo simbólico. En estas series, ordenadas a partir de una red de acontecimientos significativos, es el excedente inicial de sentido el que motiva la tradición y la interpretación. Por ello, hay que hablar, en este caso, de regu­lación semántica por parte del contenido y no sólo de regulación estructural como en el caso del totemismo. La explicación estructuralista se impone en la sincronía («el sistema está dado en la sincronía [...]», El pensamiento salvaje, 89, 104). De ahí que el estructuralismo se encuentre cómodo al tratar con sociedades donde la sincronía es considerable y la diacronía perturbadora, como en la lingüística

Ya se que el estructuralismo no se encuentra desprovisto de soluciones ante este problema, y admito que «si la orientación estructural resiste el envite, dispone ante cualquier conmoción de varios medios para restablecer un sistema, si no idéntico al

"• P. Ricoeur, La symiolique du mal, en Finitude et culpahilhé, París, Aubier/Montaigne, 1960, vol. II. Trad. casE.; «La simbólica de! mal», en Finitudy culpabilidad Madrid, Taurus, 1969 (N. del T),

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sistema anterior, al menos formalmente del mismo tipo». En El pensamiento salvaje encontramos ejemplos de esta permanencia o perseverancia del sistema: «Dado un momento inicial (cuya noción es totalmente teórica) en el que el conjunto de siste­mas haya estado perfectamente ajustado, dicho conjunto reaccionará a todo cambio que afecte a una de sus partes como una máquina de retroalimentación: dominada (en los dos sentidos del término) por su armonía anterior, orientará el órgano des­compuesto hacia un equilibrio que será, por lo menos, un término medio entre el estado anterior y el desorden introducido desde fiíera» (92, 106-107). De este modo, la regulación estructural está mucho más cerca del fenómeno de la inercia que de la reinterpretación viva que parece caracterizar la verdadera tradición. Como la regula­ción semántica procede del exceso del potencial de sentido respecto a su uso y a su función en el sistema que se da en la sincronía, el tiempo escondido de los símbolos puede poseer una doble historicidad: la historicidad de la tradición que transmite y sedimenta la interpretación, y la historicidad de la interpretación que mantiene y renueva la tradición.

Si nuestra hipótesis fiíese válida, la permanencia de las estructuras y la sobrede-terminación de los contenidos serían dos condiciones diferentes de la diacronía. Podemos preguntarnos si no es la combinación, en grados diferentes y, tal vez, en proporciones inversas de estas dos condiciones generales lo que permite a determi­nadas sociedades -según observa el propio Lévi-Strauss— «elaborar un esquema único que les permite integrar el punto de vista de la estructura y el del acontecimiento» (95, 109). Sin embargo, esta integración, cuando se lleva a cabo, como hemos dicho antes, conforme al modelo de una máquina de retroalimentación, sólo es, de modo preciso, una «solución de compromiso entre el estado anterior y el desorden intro­ducido desde fuera» (92, 107). La tradición comprometida con la duración y capaz de reencarnarse en diferentes estructuras depende más, a mi juicio, de la sobredeter-minación de los contenidos que de la permanencia de las estructuras. Esta discusión nos lleva a cuestionar la suficiencia del modelo lingüístico y el alcance del submode-lo etnológico recogido del sistema de denominaciones y clasificaciones que suele lla­marse totémico. Este submodelo etnológico tiene, con el precedente, una relación de conveniencia privilegiada: ambos poseen la misma exigencia de separación diferen­cial. Lo que el estructuralismo extrae, de una y otra parte, «son los códigos, apropia­dos para transmitir mensajes traducibles en términos de otros códigos, y para expre­sar en su propio sistema los mensajes recibidos a través del canal de códigos diferentes» (101, 116). Pero, si es cierto, como confiesa varias veces el autor, que, «incluso a título de indicio, todo lo que podría evocar el totemismo parece estar notablemente ausente del área de las grandes civilizaciones de Europa y de Asia» (308, 337), ¿tenemos derecho, so pena de caer en una «ilusión totémica» de nuevo cuño, a identificar el pensamiento salvaje en general con un tipo que quizás sólo sea ejemplar porque ocupa una posición extrema en una cadena de tipos míticos que habría que comprender también en su otro extremo? Creo, de buen grado, que en la historia de la humanidad la supervivencia excepcional del Kerigma judío en contex­tos socioculturales indefinidamente renovados representa el otro polo, ejemplar tam­bién por ser un caso extremo, del pensamiento mítico.

En esta cadena de tipos, identificados así por sus dos polos, la temporalidad ^ a de la tradición y la de la interpretación- tiene un aspecto diferente, según predomine

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la sincronía sobre la diacronía o a la inversa. En un extremo, el del tipo totémico, tenemos una temporalidad quebrada que responde notablemente a la declaración de Boas: «Se diría que los universos mitológicos están destinados a ser desmantelados apenas formados, para que nuevos universos nazcan de sus fragmentos» (ya citado, 31, 41). En el otro extremo, el del tipo kerigmático, se da una temporalidad ordenada mediante la recuperación continua del sentido en una tradición interpretativa.

De ser así, ¿podemos continuar hablando de mito sin correr el riesgo de caer en un equívoco? Podemos admitir que en el modelo totémico, donde las estructuras importan más que los contenidos, el mito tiende a identificarse con un «operador», con un «código», que regula un sistema de transformación. Así lo define Lévi-Strauss: «El sistema mítico y las representaciones a que da lugar sirven, pues, para establecer relaciones de homología entre las condiciones naturales y las condiciones sociales o, más exactamente, para definir una ley de equivalencia entre contrastes significativos que se sitúan en varios planos: geográfico, meteorológico, zoológico, botánico, téc­nico, económico, social, ritual, religioso y filosófico» (123, 139). La fonción del mito, expuesta así en términos de estructura, aparece en la sincronía; su consistencia sincrónica es muy distinta de la fir^ilidad diacrónica que la declaración de Boas recordaba.

En el modelo kerigmático, la explicación estructural es sin duda esclarecedora, como trataré de mostrar para terminar; pero representa un estrato expresivo de segundo grado, que está subordinado al excedente de sentido del fondo simbólico. De este modo, el mito adánico es secundario con respecto a la elaboración de expre­siones simbólicas de lo puro y de lo impuro, del nomadismo y del exilio, constitui­das en el nivel de la experiencia cultual y penitencial. La riqueza de este fondo sim­bólico sólo aparece en la diacronía. El punto de vista sincrónico sólo vislumbra en el mito su fiínción social actual, más o menos comparable al Operador totémico, que aseguraba al punto la convertibilidad de los mensajes correspondientes a cada nivel de la vida cultural, así como la mediación entre naturaleza y cultura. El estructura-lismo sigue siendo sin duda válido (y casi todo está por hacer con vistas a probar su fecundidad en nuestras áreas culturales. Al respecto, el ejemplo del mito de Edipo en Antropología estructural {255-243, 179-185) es muy prometedor). Ahora bien, aun­que la explicación estructural parece que no tiene répUca cuando predomina la sin­cronía sobre la diacronía, sólo suministra una especie de esqueleto, de carácter clara­mente abstracto, cuando se trata de un contenido sobredeterminado que no deja de dar que pensar y que sólo se explícita en la serie de recuperaciones que, a un tiem­po, lo interpretan y renuevan.

Quisiera añadir algo sobre el segundo tránsito a que antes aludía: el tránsito de una ciencia estructural a una filosofía estructuralista. La antropología estructural me parece convincente en la medida en que se concibe a sí misma como la extensión gra­dual de una explicación que tuvo éxito primero en hngüística, después en los siste­mas de parentesco y, por último, progresivamente, según el juego de afinidades con el modelo lingüístico, en todas las formas de la vida social; pero me parece sospe­chosa cuando se erige en filosofía. Un orden pensado como algo inconsciente no puede nunca ser, a mi juicio, más que una etapa separada abstractamente de una intelección de sí por uno mismo; el orden en sí es el pensamiento foera de sí mismo. Bien es cierto que no está «prohibido soñar que un día se pueda transferir a tarjetas

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perforadas toda la documentación disponible sobre las sociedades australianas, y demostrar con la ayuda de un ordenador que el conjunto de sus estructuras etno-eco-nómicas, sociales y religiosas se asemeja a un vasto grupo de transformaciones» (117, 133). No, «no está prohibido» tener ese sueño. Con la condición de que el pensa­miento no se aliene en la objetividad de sus códigos. Si la decodificación no es la etapa objetiva del desciframiento y éste un episodio existencial -¡o existenciario!— de la comprensión de sí y del ser, el pensamiento estructural se convierte en un pensa­miento que no se piensa a sí mismo. Por el contrario, es propio de una filosofía refle­xiva concebirse a sí misma como hermenéutica, a fin de crear la estructura que acoja a una antropología estructural. En este sentido, la fiínción de la hermenéutica es hacer coincidir la comprensión del otro -y de sus signos en múltiples culturas— con la comprensión de sí y del ser. La objetividad estructural puede aparecer entonces como un momento abstracto legítimamente abstracto— de la apropiación y del reconocimiento por el que la reflexión abstracta se torna en reflexión concreta. En última instancia, esta apropiación y este reconocimiento consistirían en una recapi­tulación completa de todos los contenidos significativos dentro de un saber de sí y del ser, como Hegel trató de «soñar» mediante una lógica de los contenidos y no mediante una lógica de la sintaxis. Es obvio que no podemos producir más que frag­mentos, que sabemos parciales, de esta exégesis de sí y del ser. Pero la intelección estructural no es menos parcial en su estado actual. Además, es abstracta, en el sen­tido de que no procede de una recapitulación del significado, sino que sólo alcanza su «nivel lógico» mediante un «empobrecimiento semántico» (140, 158).

A falta de esta estructura de recepción, que concibo por mi parte como la mutua articulación de reflexión y de hermenéutica, la filosofía estructuralista me parece condenada a oscilar entre varios esbozos de filosofías. Diríamos, en ciertas ocasiones, que se trata de un kantismo sin sujeto trascendental, es decir, de un formalismo abso­luto, que serviría de fundamento a la correlación misma entre naturaleza y cultura. Esta filosofía es el resultado de la consideración de la dualidad de los «modelos ver­daderos de la diversidad concreta: uno en el plano de la naturaleza, el de la diversi­dad de las especies; otro en el plano de la cultura, compuesto por la diversidad de las funciones» (164, 183). El principio de las transformaciones puede entonces buscar­se en una combinatoria, en un orden finito o en un finitismo del orden, más ftmda-mentai que cada uno de sus modelos. Todo lo que se dice sobre la «teleología incons­ciente que, aun siendo históiica, escapa completamente a la historia humana» (333, 365), posee este sentido: esta filosofía sería, de este modo, la absolutización del modelo lingüístico como consecuencia de su progresiva generalización. «La lengua -declara el autor- no reside, ni en la razón analítica de los antiguos gramáticos, ni en la dialéctica constituida por la lingüistica estructural, ni en la dialéctica constitu­yente de la praxis individual enfrentada a lo práctico-inerte, puesto que las tres la suponen. La lingüística nos pone en presencia de un ser dialéctico y totalizador; pero externo (o inferior) a la conciencia y a la voluntad. Totalización no reflexiva, la len­gua es una razón humana que tiene sus razones, y que el hombre no conoce» (334, 365). Pero, ¿qué es la lengua sino una abstracción del ser hablante? Se objeta a esto que «su discurso no ha derivado, ni derivará nunca, de una totalización consciente de las leyes lingüísticas» (334, 366). Sin embargo, cabe responder que no son unas leyes lingüísticas lo que tratamos de totalizar para comprendernos a nosotros mis-

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mos, sino el sentido de las palabras, respecto al cual las leyes lingüísticas son la mediación instrumental siempre inconsciente. Trato de comprenderme, retomando el sentido de las palabras de todos los hombres; en este plano, el tiempo escondido se hace historicidad de la tradición y de la interpretación.

Sin embargo, en otros momentos, el autor invita a «reconocer, en el sistema de las especies naturales y en el de los objetos manufacturados, dos conjuntos media­dores de los que se sirve el hombre para superar la oposición entre naturaleza y cul­tura, y pensar así que ambas forman una totalidad» (169, 188). Sostiene que las estructuras son anteriores a las prácticas, pero reconoce que la praxis es anterior a las estructuras. Consiguientemente, éstas últimas se revelan como superestructuras de esa praxis que, a juicio de Lévi-Strauss y de Sartre, «constituye para las ciencias del hombre la totalidad fundamental» (173, 193). Hay, pues, en El pensamiento salvaje, además del esbozo de un trascendentalismo sin sujeto, el bosquejo de una filosofía donde la estructura hace el papel de mediadora, intercalada «entre la praxis y las prácticas» (173, 193). Sin embargo, no se puede detener allí, so pena de conceder a Sartre todo aquello que le rehusó al negarse a sociologizar el co^to (330, 361). Esta secuencia {praxis-estructura-prdcticas) permite al menos ser estructuralista en etnolo­gía y marxista en filosofía. Pero, ¿qué tipo de marxismo es éste?"

Hay, efectivamente, en El pensamiento salvaje, el esquema de una filosofía muy diferente, donde el orden es el orden de las cosas y, al tiempo, él mismo es una cosa. De esto se deduce naturalmente una meditación sobre la noción de especie: ¿No tiene la especie ^ a de las clasificaciones de vegetales y animales— una «presunta objetivi­dad»? «La diversidad de las especies suministra al hombre la imagen más intuitiva de que dispone y constituye la manifestación más directa que sabe percibir de la dis­continuidad última de lo real: es la expresión sensible de una codificación objetiva» (181, 200-201). Es, en efecto, privilegio de la noción de «especie» el «suministrar un modo de aprehensión sensible de una combinatoria que se da objetivamente en la naturale2a; modo que la actividad del espíritu y la propia vida social no hacen sino recoger para aplicarlo a la creación de nuevas taxonomías» (181, 201).

Tal vez, la sola consideración de la noción de estructura nos impida superar una «reciprocidad de perspectivas, donde el hombre y el mundo se reflejen mutuamen­te» (294, 322). Por consiguiente, parece que, mediante un golpe de fuerza injustifi­cado, tras haber inclinado la balanza del lado de la prioridad de la praxis sobre las mediaciones estructurales, se la inclina del otro lado y se declara que «el fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverle [...], reintegrar la cultura en la naturaleza y, finalmente, la vida en el conjunto de sus condiciones fisi­coquímicas» (326-327, 357-358). «Como el espíritu también es una cosa, su fun­cionamiento nos instruye acerca de la naturaleza de las cosas: incluso la reflexión

' ' «El marxismo -si no el propio Marx- ha razonado frecuentemente como si las prácticas derivasen inmedia­tamente de la praxis. Sin cuestionar la indudable prioridad de las infraestructuras, creemos que entre praxis y prác­ticas se intercala siempre un mediador, el esquema conceptual por medio del cual una materia y una forma, des­provistas una y otra de existencia independiente, se convierten en estructuras, es decir, en seres empíricos y, a un tiempo, inteligibles. Deseamos contribuir a esta teoría de las superestructuras, apenas esbozada por Marx, asignan­do a la historia -asistida por la demografía, la tecnología, la geografía histórica y la etnografía- la tarea de desarro­llar el estudio de las infraestructuras propiamente dichas; tarea que no puede ser principalmente la nuestra, puesto que la etnología es, en primer término, una psicología» (173-174, 193).

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pura se resume en una interiorización del cosmos» (328, 359). Las últimas páginas del libro dejan entrever que sería necesario buscar, del lado «del universo de la infor­mación, en el que rigen de nuevo las leyes del pensamiento salvaje» (354, 387), el principio de un funcionamiento del espíritu como cosa.

Éstas son las filosofías estructuralistas entre las cuales la ciencia estructural no permite elegir. ¿No se respetarían, además, las enseñanzas de la lingüística si se sos­tuviese que la lengua y todas las mediaciones a las que sirve de modelo son el incons­ciente instrumental mediante el cual un sujeto hablante se propone comprender el ser, los seres y a sí mismo?

V. HERMENÉUTICA Y ANTROPOLOGÍA ESTRUCTURAL

Finalmente, quiero volver a la pregunta inicial: ¿en qué sentido las considera­ciones estructurales son hoy en día la etapa necesaria de toda intelección hermenéu­tica? De modo más general, ¿cómo se articulan hermenéutica y estructuralismo?

1. Antes que nada quisiera deshacer un malentendido que la discusión anterior pudo haber originado. Sugerir que los tipos míticos forman una cadena, de la cual el tipo «totémico» sólo sería un extremo y el tipo «kerigmático» el otro, parece entrar en contradicción con mi consideración inicial, según la cual la antropología estruc­tural es una disciplina científica y la hermenéutica una disciplina filosófica. No se trata de eso. Distinguir dos submodelos no quiere decir que sólo uno dependa del estructuralismo y que el otro sea incumbencia de una hermenéutica no-estructural; únicamente quiere decir que el submodelo totémico admite mejor una explicación estructural que resulta indiscutible, porque es, entre todos los tipos míticos, el que más afinidad tiene con el modelo lingüístico inicial, mientras que la explicación estructural del tipo kerigmático -que aún está por llevarse a cabo en la mayor parte de los casos— remite de modo manifiesto a otra intelección del sentido. Sin embar­go, ambas maneras de comprender no son especies que pertenezcan al género común de la comprensión y que se opongan en el mismo nivel; por eso, no requieren nin­gún eclecticismo metodológico. Por consiguiente, antes de hacer algunas observacio­nes provisionales sobre su articidación, quiero subrayar, por última vez, su desnivel. La explicación estructural se apoya en (1) un sistema inconsciente (2) que está cons­tituido por diferencias y oposiciones (mediante separaciones significativas) (3) inde­pendientemente del observador. La interpretación de un sentido transmitido consis­te en (1) la recuperación consciente (2) de un fondo simbólico sobredeterminado (3) por un intérprete que se sitúa en el mismo campo semántico que aquello que com­prende, entrando así en el «círculo hermenéutico».

De ahí que las dos maneras de poner de manifiesto el tiempo no estén al mismo nivel. Sólo por un interés didáctico hemos hablado provisionalmente de la prioridad de la diacronía sobre la sincronía. A decir verdad, hay que reservar las expresiones de diacronía y de sincronía para el esquema explicativo en el que la sincronía constitu­ye un sistema y la diacronía constituye un problema. Reservaré el concepto de his­toricidad historicidad de la tradición e historicidad de la interpretación- para toda aquella comprensión que se considere, implícita o explícitamente, que está en la vía

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de la comprensión filosófica de sí y del ser. El mito de Edipo dependía, en este sen­tido, de la comprensión hermenéutica cuando se recuperó y comprendió -^a. por un Sófocles- en concepto de primera solicitud de sentido, a la luz de una meditación sobre el reconocimiento de sí, la lucha por la verdad y el «saber trágico».

2. La articulación de estas dos intelecciones plantea más problemas que su dis­tinción. La cuestión es demasiado novedosa para que asumamos el propósito de ir más allá de una mera exploración. Preguntémonos en primer lugar: ¿podemos sepa­rar la explicación estructural de toda comprensión hermenéutica? Sin duda podemos hacerlo, tanto más cuanto que la ftinción del mito se agota en el establecimiento de las relaciones de homología entre contrastes significativos, situados en distintos pla­nos de la naturaleza y de la cultura. Ahora bien, ¿no se ha refugiado, entonces, la comprensión hermenéutica en la constitución misma del campo semántico donde se ejercen las relaciones de homología? Recordemos la importante observación de Lévi-Strauss sobre la «representación desdoblada que resulta de la función simbólica, cuando hace su primera aparición». La «naturaleza contradictoria» de este signo sólo podría ser neutralizada -pensaba Lévi-Strauss— «mediante ese intercambio de valores complementarios al que se reduce toda la vida social» (Antropología estructural 71, 57). Percibo en esta observación la indicación de un camino a seguir, con miras a una articulación que no sería de ningún modo un eclecticismo entre hermenéutica y estructuralismo. Creo que el desdoblamiento del que aquí se habla es el que genera la función del signo en general y no el doble sentido del símbolo tal como nosotros lo entendemos. Pero lo que es cierto del signo en su sentido primario es si cabe más cierto del doble sentido de los símbolos. La intelección de este doble sentido, inte­lección esencialmente hermenéutica, es siempre presupuesta por la intelección de «los intercambios de valores complementarios», establecida por el estructuralismo. Un examen cuidadoso de El pensamiento salvaje sugiere que siempre cabe buscar, en el origen de las homologías de estructura, analogías semánticas que hacen compara­bles los diferentes niveles de la realidad, cuya convertibiUdad queda asegurada por el «código». El «código» presupone una correspondencia, una afinidad de contenidos, es decir, una clave'^. De este modo, en la interpretación de los ritos de la caza de águilas entre los hidatsa (66-72, 79-86), la constitución de la pareja alto-bajo, a par­tir de la cual se forman todas las separaciones, incluso la separación máxima entre el cazador y su presa, sólo suministra una tipología mítica a condición de que haya una comprensión implícita de la sobrecarga de sentido de lo alto y de lo bajo. Admito que, en los sistemas estudiados aquí, esta afinidad de contenidos es, en cierto modo.

'^ Este valor de clave se aprehende, en primer lugar, en el sentimiento: reflexionando sobre los caracteres de la lógica de lo concreto, Lévi-Strauss muestra que «se manifiestan en el curso de la observación etnológica [...] bajo un doble aspecto, afectivo e intelectual» {50, 62). La taxonomía desarrolla su lógica en el trasfondo del sentimiento de parentesco existente entre los hombres y los seres: «Este saber desinteresado y solícito, tierno y afectuoso, adquirido y transmitido en un clima conyugal y fiUal» (52, 64), lo encuentra también el autor en la gente del circo y en los empleados de los parques zoológicos (ihid.). Si «la taxonomía y la tierna amistad» (53, 65) son la divisa común del así llamado primitivo y del zoólogo, ¡no habría que separar esta intelección del sentimiento? Ahora bien, las aproxi­maciones, correspondencias, asociaciones, superposiciones y simbolizaciones que se mencionan en las páginas siguientes (53-59, 65-74), que el autor no vacila en considerar próximas al hermetismo y a la emblemática, sitúan las correspondencias -la clave- en el origen de las homologías, entre separaciones diferenciales pertenecientes a nive­les distintos y, por lo tanto, en el origen mismo del código.

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despreciable; despreciable, pero no nula. Por ello, la intelección estructural no se da nunca sin cierto grado de intelección hermenéutica, aunque ésta no esté tematizada. Un buen ejemplo para discutir es la homología entre las reglas del matrimonio y las prohibiciones alimentarias (129-143, 146-161). Las analogías establecidas entre comer y casarse, entre el ayuno y la castidad, constituyen una relación metafórica, anterior a la operación de transformación. Bien es cierto que el estructuralista tam­poco se encuentra aquí desamparado; él mismo habla de metáfora (140, 158), aun­que sea para formalizarla como conjunción por complementariedad. Sucede, sin embargo, que la aprehensión de la semejanza precede aquí a la formalización y la flinda. Por ello, hay que reducir dicha semejanza para que surja la homología de estructura: «El nexo entre ambas no es causal, sino metafórico. La semejanza entre las relaciones sexual y alimentaria se percibe de modo inmediato, incluso hoy día [...]. Pero, ¿cuál es la razón de este hecho y de su universalidad? También aquí se alcanza el nivel lógico mediante un empobrecimiento semántico: el mínimo común denominador entre la unión de los sexos y la unión del que come y de lo comido es que ambas uniones conforman una conjunción por complementariedad» (140, 158). La «subordinación lógica de la semejanza al contraste» (141, 159) se obtiene siem­pre al precio de ese empobrecimiento semántico. El psicoanálisis, en este punto, reto­mando el mismo problema, seguirá, por el contrario, el hilo de las inversiones ana­lógicas y tomará partido por una semántica de los contenidos, no por una sintaxis de los ordenamientos'^.

3. La articulación de la interpretación de alcance filosófico con la explicación estructural ha de considerarse ahora en sentido inverso. He dejado entrever desde el principio que hoy en día éste es el giro necesario, la etapa de la objetividad científi­ca, en la vía de la recuperación del sentido. Creo que no existe recuperación del sen­tido, en una fórmula simétrica e inversa de la precedente, sin comprender mínima­mente las estructuras. ¿Por qué? Retomemos el caso del simbolismo judeocristiano, aunque esta vez no en su origen, sino en el punto máximo de su desarrollo, es decir, en el punto en que muestra, a un tiempo, su mayor riqueza, incluso su mayor intem­perancia, y también su organización más elevada, es decir, en ese siglo XII, tan rico en exploraciones en todos los sentidos, del que el padre Chenu nos ha ofrecido una imagen magistral en su Théologie au XIF siécle (159-210). Este simbolismo se expre­sa, a la vez, en la Búsqueda del Santo Grial, en los lapidarios y bestiarios de pórticos y capiteles, en la exégesis alegórica de la Escritura, en el rito y en las especulaciones

" Consecuencia notable de la intolerancia de la lógica de los contrastes respecto a la de las semejanzas: el tote­mismo -aun cuando hablemos de «presunto totemismo»- es preferido decididamente a la lógica del sacrificio (295-302, 323-331), cuyo «principio fimdamental es el de la sustitución» (296, 324); principio extraño a la lógica del totemismo, que «consiste en una red de separaciones diferenciales entre términos considerados discontinuos» (/¿¿¿). El sacrificio viene a ser, entonces, «una operación absoluta o extrema que recae en un objeto intermediario» (298, 327); la víctima. ¿Por qué es extrema? Porque el sacrificio rompe mediante la destrucción la relación entre el hom­bre y la divinidad, a fin de obtener el don de la gracia que llene el vacío. En este punto, el etnólogo ya no describe, sino que juzga: «el sistema del sacrificio introduce un término no existente: la divinidad; y adopta una concepción objetivamente falsa de la cadena natural, puesto que, segiin hemos visto, se la representa como un continuo». Acer­ca del totemismo y del sacrificio, hay que decir «que el primero es verdadero y el segundo, falso. Más exactamente, los sistemas clasificatorios se sitúan en el nivel de la lengua: son códigos más o menos bien hechos, aunque siempre con vistas a expresar sentidos; mientras que el sistema del sacrificio representa un discurso particular, desprovisto de sensatez aunque se profiera frecuentemente» {302, 330-331).

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sobre la liturgia y el sacramento, en las meditaciones sobre el signum agustiniano y el symholon dionisiano o sobre la analogía y la anagogia que proceden de ambos. En la imaginería de piedra y en toda la literatura de las Allegoriae y de las Dictinctiones (repertorios de construcciones del sentido incorporado a las palabras y a los vocablos de la Escritura), existe una unidad de intención, que constituye lo que el propio autor llama «mentalidad simbólica» (cap. VII), que se hallaría en el origen de la «teo­logía simbólica» (cap. VIII). Ahora bien, ¿qué mantiene unidosXos aspectos múltiples y exuberantes de esta mentalidad? Las gentes del siglo XII «no confundían -comen­ta el autor- ni los planos, ni los objetos, sino que se aprovechaban, en esos diversos planos, de un denominador común en el juego sutil de las analogías, según la mis­teriosa relación del mundo físico y del mundo sagrado» {ibid., 160). Este problema del «denominador común» es ineludible, si consideramos que un símbolo aislado no tiene sentido; o, más bien, tiene demasiado sentido. La polisemia es su ley: «el fuego calienta, ilumina, purifica, quema, regenera y consume; significa tanto la concupis­cencia como el Espíritu Santo» {ibid., 184). En una economía de conjunto, se real­zan los valores diferenciales y se ponen diques a la polisemia. Los simbolistas de la Edad Media se dedicaron a esta búsqueda de una «coherencia mística de la econo­mía» (184). Sin duda alguna, todo es símbolo en la naturaleza; pero para un hom­bre del medievo la naturaleza sólo habla cuando la revela una tipología histórica, que se establece confrontando los dos testamentos. El «espejo» (speculum) de la naturale­za sólo se convierte en «libro» en contacto con el Libro, es decir, con una exégesis establecida en una comunidad regulada. De este modo, el símbolo sólo simboliza dentro de una «economía», de una dispensado, de un ordo. En esta situación, Hugo de Saint Victor podía definirlo así: «symbolum est coUatio, id est coaptatio visibi-lium formarum ad demonstrationem rei invisibilis propositarum»''*. No es aquí nuestro problema el hecho de que esa «demostración» sea incompatible con una lógi­ca preposicional, que parte de conceptos definidos (es decir, rodeados por un con­torno unívoco de nociones), y, por tanto, de nociones, que tienen un significado por­que significan una cosa. Lo problemático es que sólo en una economía de conjunto collatio y coaptatio pueden ser entendidas como relaciones y aspirar al rango de demonstratio. Traigo aquí a colación la tesis de Edmond Ortigues en Le discours et le symhole: «Un mismo término puede ser imaginario, si lo consideramos absoluta­mente, y simbólico, si lo comprendemos como valor diferencial, correlativo de otros términos que lo limitan recíprocamente» (194). «Cuando nos acercamos a la imagi­nación material, la función diferencial disminuye y tendemos a las equivalencias; cuando nos acercamos a los elementos constitutivos de la sociedad, la función dife­rencial aumenta y tendemos a valencias distintivas» (197). En este sentido, el lapi­dario y el bestiario de la Edad Media están muy cerca de la imagen. Por eso, reúnen, por su lado imaginativo, un trasfondo indiferenciado de imaginería, que puede ser tanto cretense como asirlo y que se presenta, a veces, exuberante en sus variaciones y estereotipado en su concepción. Pero si este lapidario y este bestiario pertenecen a la misma economía que la exégesis alegórica y la especulación sobre los signos y los

"• Bcposino in Niírarchmm Coehtem. en ] . P. Migne, Patrokgiae Cunus CompUtus (serie latina), París Migne 1844-1864 175. 960: «La reunión es el símbolo, es decir, la unión de las formas de las cosas visibles para la demos­tración de los hnes de lo mvisible», IH, mit. (N. del T.).

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símbolos, ello se debe a que el potencial de significado ilimitado de las imágenes está diferenciado por esos ejercicios de lenguaje que constituye precisamente la exégesis. Lo que reemplaza a la simbólica naturalista polimorfa y pone coto a sus delirantes proliferaciones es, por tanto, una tipología de la historia, ejercida en el marco de la comunidad eclesiástica, junto con un culto, un ritual, etc. Al interpretar relatos, al descifrar una Heilgeschichte, el exegeta presta al imaginero un principio de elección entre las exuberancias de lo imaginario. Hay que decir, entonces, que la simbólica no reside en tal o cual símbolo, y aún menos en su repertorio abstracto. Ese repertorio será siempre demasiado pobre, pues constantemente reaparecerán las mismas imáge­nes, y siempre demasiado rico, pues cada una de ellas significa potencialmente todas las demás. La simbólica está más bien entre los símbolos, como relación y economía de su puesta en relación. En ningún otro caso resulta tan evidente este régimen de la simbólica como en la cristiandad, donde el simbolismo natural sólo se desencadena y se ordena, a la vez, a la luz del Verbo, y sólo se explícita en un Recitativo. Sin una tipología histórica no se dan ni el simbolismo natural ni el alegorismo abstracto o moralizante (éste es siempre la contrapartida de aquél; no sólo su desquite, sino tam­bién su fi-uto, en tanto que el símbolo consume su sede física, sensible y visible). La simbólica reside, entonces, en ese juego regtdado del simbolismo natural, del alego­rismo abstracto y de la tipología histórica: los signos de la naturaleza, las figuras de las virtudes o los actos de Cristo se interpretan mutuamente en esta dialéctica del espejo o del libro, que se prolonga en toda criatura.

Estas consideraciones constituyen la exacta contrapartida de las observaciones precedentes. Creemos que no existe el análisis estructural sin la intelección herme­néutica de la trasferencia de sentido (sin «metáfora», sin translatió), sin esa donación indirecta de sentido que constituye el campo semántico, a partir del cual pueden dis­cernirse las homologías estructurales. En el lenguaje de nuestros simbolistas medie­vales -lenguaje procedente de Agustín y de Dionisio, apropiado a las exigencias de un objeto trascendente— lo primero es la traslación, la trasferencia de lo visible a lo invisible mediante una imagen recogida de las realidades sensibles, la constitución semántica, con la forma «semejante-desemejante», de la raíz de los símbolos o de lo figurativo. A partir de aquí, puede elaborarse en abstracto una sintaxis de los orde­namientos entre signos en múltiples niveles.

Sin embargo, tampoco hay, a su vez, intelección hermenéutica sin la ayuda de una economía, de un orden donde la simbólica signifique. Considerados en sí mis­mos, los símbolos están amenazados, por oscilar entre abusar de lo imaginativo y eva­porarse en el alegorismo. Su riqueza, su exuberancia, su polisemia exponen a los sim­bolistas ingenuos a la intemperancia y a la complacencia. Lo que San Agustín llamaba, ya en De Doctrina Christiana, «verborum translatorum ambiguitates»'^ (Chenu, op. cit., 171), lo que nosotros llamamos simplemente equivocidad, frente a la exigencia de univocidad del pensamiento lógico, hace que los símbolos sólo simbolicen dentro de conjuntos que limitan y articulan sus significados.

•' De Doctrina Christiana, en J. P. Migne, Patrobgiae Cursus Completus (serie latina), op. cit., 34, 68-90, 42-46: «ambigüedades de las palabras trasladadas», 3, 5-57, 11-14 (N. del T) .

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Por consiguiente, la comprensión de las estructuras no es externa a una com­prensión que tendría como tarea pensar a partir de símbolos. Dicha comprensión es hoy en día la mediación necesaria entre la ingenuidad simbólica y la intelección her­menéutica.

Traducción: Gabriel Aranzueque

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