Entre dos Mundos - mdc.ulpgc.es

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flLLn DE LOS LÍNIÍES: CHnERÚll-NIGERIfl ÍERRIÍORIOS Entre dos Mundos Postmodernismo y artistas africanos en la metrópolis occidental • • OKWUI ENWEZOR CENTRO ATIANTICO DE ASTE MOOBiNO

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flLLn DE LOS L Í N I Í E S : CHnERÚll-NIGERIfl

Í E R R I Í O R I O S

Entre dos Mundos Postmodernismo

y artistas africanos en la

metrópolis occidental

• • •

OKWUI E N W E Z O R

CENTRO ATIANTICO DE ASTE MOOBiNO

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Bili Bidji)cka. Ll ¡mcvo de Dcinoda, 1995. lii¡,talacióii (delalle).

Nos encontramos ya a finales del siglo y el postmodernismo y

la crítica preocupada en las cuestiones de la identidad y la pro­

ducción artística se encuentran todavía completamente desfa­

miliarizados con los espacios ocupados por los artistas africa­

nos en la metrópolis occidental. En los contactos ocasionales

entre lo que se califica como "centro" y lo subalterno, los plan­

teamientos críticos están cargados de tergiversaciones y tra­

ducciones miserables de la obra de los artistas subalternos, has­

ta tal punto que da la impresión de que nada puede salvar la

distancia que separa estos dos mundos. Estas interpretaciones

erróneas operan modificadas por una mirada que fija perpe­

tuamente la producción cultural de los artistas contemporá­

neos africanos como periférica a los encuentros entre el públi­

co y la representación contemporánea, cuando no como invi­

sible o inexistente. Y cuando se reconoce, esa mirada funciona

para modificar la expresión artística de aquéllos como una pro­

ducción aberrante de la imaginación desnaturalizada o como

un ejercicio fútil, inferior y mimético. En este artículo mi inte­

rés descansa principalmente (aunque no completamente) en

estos resquicios y distancias entre estos mundos, donde los po­

tentes signos que acarrean los artistas africanos desde diferen­

tes localidades se traducen y se transforman a través del reem­

plazamiento en nuevas construcciones de identidad imagina­

rias, que les son constantemente denegadas en sus nuevos lu­

gares de residencia.

Iké Udé, Bili Bidjocka y Olu Oguibe ocupan esa matriz de

omisión como artistas africanos metropolitanos en relación al

discurso postmodernista occidental. La variedad de sus pro­

puestas y la medida de sus articulaciones (que estos han em­

pleado al delinear límites y alianzas, así como medios de repre­

sentación y producción) es lo que los recupera y los desliga de

las tradiciones específicas en el dominio de la producción cul­

tural africana contemporánea. Este proceso me interesa enor­

memente. Sin embargo, esta discusión no entiende sus obras

como necesariamente desheredadas del sentido cada vez más

elusivo de una ética modernista africana triunfante que fractu­

ra la carga neocolonial del otro irrecuperable, ni los considera

como modelos representativos o ejemplares de conocimiento

en la producción cultural africana contemporánea, en la que

participan sus proyectos estéticos individuales. Estos artistas se

reúnen en estas páginas por lo que representan en la imagma-

ción hegemónica; esto es, "artistas africanos" que trabajan en

los intersticios de la postcolonialidad en la arena metropolita­

na occidental.

Como tal, me interesa cómo sus presencias ineluctables

perturban, desbaratan y problematizan la frontera colonial; có­

mo sus presencias en la arena postmoderna provocan discon­

tinuidades en las suposiciones normativas que supuestamente

reflejan y revelan en sus obras una "autenticidad" originaria.

Las etiquetas, como saben los practicantes de la antropología

cultural, son males necesarios. Unas veces iluminan y otras

nombran inapropiadamente. El último caso (cuando la posi­

ción del narrador soberano es el derecho divino del imperativo

hegemónico) con frecuencia se impone al primero, particular-

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mente donde etiquetar es un binario morfológico que separa

los caballos comunes de los de raza pura. Naturalmente, la in­

fluencia de la jerarquía, establecida fundamentalmente dentro

de los parámetros lineales del canon moderno occidental

(atrincherado firmemente desde los años 30 y la era del nacio­

nalismo estético greenbergiano), ofrece al narrador soberano

un poder de veto sin precedentes para contextualizar o para

descartar; para disolver todos los filos y convertir la variedad

en un cuerpo atrofiado de similitud, hasta que el sujeto se di­

suelve y desaparece. (El colapso de enteras poblaciones "mino­

ritarias" en el agregado conocido como "Negro británico" no

es sino un ejemplo de este juego taxonómico que homogeniza

reductivamente las identidades mientras cancela sus realidades

sociales dispares y mixtas).

Al desarrollar este artículo, mi preocupación principal

(relacionada con la figura del artista africano que trabaja ac­

tualmente en el entorno metroplitano occidental) era cómo re­

sucitar esta figura tal y como existe en ese espacio nada hospi­

talario. Utilizo la palabra "resucitar" no sólo para re-enmarcar

la posición marginal de esta figura, sino también para exami­

nar el estrecho espacio social y cultural en el que ha existido

durante tanto tiempo. Porque el tropo etnográfico del "Otro"

no es más transparente, elástico y fornido en ningún otro lugar

que en el entorno aparentemente plural de la metrópolis occi­

dental. Y en ninguna otra parte, como en la metrópolis occi­

dental, ha sido convocado con mayor urgencia para mediar so­

bre los usos de la marginalidad como arma de coto y exclusión,

y como construcción crítica/estructural. Porque es allí donde

las culturas de los llamados márgenes son más visibles, y por lo

tanto peligrosamente más transgresoras, por el simple hecho

de articular una diferencia que el centro no domina ni posee

todavía. Esta transgresión, a menudo comercializada y reduci­

da a mero espectáculo carnavalesco, hace a la cultura margina­

da más vulnerable a las estructuras que incesantemente ratifi­

can su marginalidad, su manipulación, desplazamiento y dis­

persión en el centro. Estoy pensando en esos momentos de

contacto donde el lenguaje del margen se apropia y se abstrae

en un cuerpo más amplio que le niega especificidad y concre­

ción. Esta negativa se contradice agudamente con lo que ha si­

do durante una década la celebración de la fragmentación in­

herente, la indeterminación y la contingencia del postmoder­

nismo; y la llamada naturaleza cambiante del universo subal­

terno. En este sentido, la metrópolis occidental postmoderna,

con su fuerza centrífuga, ha representado siempre, en las men­

tes de muchas comunidades marginales, un lugar de robo, un

puerto de desposesión. Allí es donde el margen se enfrenta ca­

ra a cara con la amenaza real de la desaparición y el deterioro;

de ser blanqueada para el intenso placer de aquellos que no tie­

nen el más mínimo interés en entender su poder para nombrar

esos momentos que viven en lo que Homi Bhabha llama "las

tierras estériles sin mundo" del deseo humano, un deseo que

siempre se le niega a aquellos que han sido des-autorizados.

Dentro de esta noción de un postmodernismo pretendi­

damente transcendental, se nos asegura, las culturas margina­

das serán recuperadas y reconocidas en una re-narración des­

centrada de la historia que es no-hegemónica. Además, el pos­

tulado es que, en cada momento de esta reorganización histó­

rica de las fronteras, se le dará "audiencia imparcial" a las preo­

cupaciones "del otro". El reconocimiento de la diferencia, la

hibridación cultural y la aparente inestabilidad de las identida­

des dentro de las esferas de producción y representación post-

contemporáneas (para tomar prestado el contrasentido de Fre-

deric Jameson), se convertirán en emblemas semiológicos de la

cultura post-industrial del siglo XXI. Si esto suena como una

especie de concentración amorosa post-psicodélica, la verdad

es que lo es, aunque con ciertas advertencias: los Swamis de la

comuna son todas las estrellas académicas de las escuelas fran­

cesas, americanas y alemanas. Aquí uno debe ser cauteloso: la

propuesta radical del proyecto postmoderno occidental parece

reformista, y por lo tanto atractiva, en la superficie; sin embar­

go, no hay nada en sus planteamientos (que parecen demasia­

do concluyentes y espistemológicamente resueltos con tanto

esmero) que nos insinúe, como dice Olu Oguibe, que su pers­

pectiva dominante y su sistema de valores se desprenderán del

puño autoritario de un hístoricismo occidental que está resuel­

to en formar su definición (1). El desentierro y la recuperación

del llamado margen en el centro, independientemente de lo se­

ductivo que parezca el acto, debe exigir, además, la deslocaliza-

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Olu Oguibe. Sin título, 1995. Instalación (detalle).

ción y el descentramiento del centro. La declaración sumaria

de haber descentrado la historia, como constantemente se pre­

senta en nombre del postmodernismo, no es en absoluto sufi­

ciente. Bhabha nos los recuerda, apuntando que a principios de

los 80, mientras "se reinscribían las fronteras conceptuales de

Occidente en el clamor de los contra-textos -transgresores, se-

mióticos, semianalíticos, deconstructivistas-, ninguno [de es­

tos textos] empujó esas ñ"onteras hacia la periferia colonial; al

límite donde Occidente debe encarar una imagen desplazada y

descentrada de sí mismo" (2). Por supuesto, esto no es sor­

prendente. La experiencia nos ha enseñado que el descentra­

miento no es necesariamente correlativo con la igualdad.

El reconocimiento de la diferencia no presupone inclu­

sión o admisión. Charles Merewether plantea la cuestión si­

guiente: "En este momento de reconocimiento de la diferencia

cultural, ¿cómo podemos apelar a una universalidad sin perder

la particularidad de esa diferencia que rehusa devolvernos a lo

plural idéntico, o a las polaridades inconmensurables o irre­

ductibles?" (3). Aquí, Merewether establece un escenario vital,

porque "La Diferencia" (tal como se plantea y circula a través

de las obstruidas arterias del discurso postmodernista occiden­

tal) no es nunca una fuerza conjuntiva que incite relaciones de

apariencia nueva, ni produce estructuras nuevas y honestas a

través de las que se puedan recibir, examinar y compartir co­

nocimientos y significados nuevos y sin trabas. "La Diferen­

cia", como podría haber dicho el personaje de Sartre en La

Náusea, siempre está localizada en el territorio limitado del

"otro" colonizado, que, una vez rehabilitado en el "centro"

(que ocupa Occidente), debe siempre mantenerse agradecido,

hasta que expire su utilidad cual visa de tránsito. Pero, como

hemos aprendido repetidamente los pasajeros que llevamos las

insignias de la diferencia con incansable orgullo en el furgón de

cola postmoderno, el vencimiento de la visa significa la expira­

ción de la tolerancia (una idea que naturalmente denega la pre­

misa falsa de una visa).

Aunque la modernidad occidental -y por extensión la

postmodernidad- fue fundada sobre el proyecto totalizador de

la Ilustración (el proyecto del dominio de la razón sobre el

mundo del espíritu), aquélla subsiste, sin embargo, sobre la su­

perstición, siempre inventando fantasmas para satisfacer las

necesidades y demandas de su estatus de singularidad aparen­

temente plausible. Entendida así, en la mente del postmoder­

nismo occidental "La Diferencia" lleva consigo la autoridad de

un hecho irreprensible, cuya continua elaboración debe situar

ciertos cuerpos a servir continuamente; no como sustitutos de

este fenómeno, sino como representantes de la cosa misma. En

esta charada, la figura autoritativa del sujeto (una ilusión bas­

tante romántica del empirismo occidental) sale de la escena de

la autonomía para entrar en la de la metonimia -el cuerpo de

"La Diferencia" redescubierta. Sin embargo, no sería una pér­

dida de tiempo el argumentar que tal planteamiento de "La Di­

ferencia", que obliga a ciertos grupos de gente a servir, desa-

craliza las pretensiones de pluralidad de la retórica postmoder-

na occidental. Incluso el argumento de Lyotard, relativo a que

el postmodernismo -como metanarrativa- desarraiga y des-

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truye las pretensiones de singularidad del modernismo (4), se

quiebra ante su elipsis ontológica.

Nuestra lectura de "La Diferencia" dentro de este post­

modernismo (que según Lyotard ha borrado finalmente el

modernismo) ni se ampliará enormemente ni se realzará si nos

volvemos hacia la instructiva conceptulización de "La Diferen­

cia" de Frederic Jameson. Jameson mantiene que "es esencial

entender el postmodernismo no como un estilo, sino como

una dominante cultural, una concepción que permite la pre­

sencia y la coexistencia de una clase de caracteres diferentes

aunque subordinados" (5). El lector puede estar interesado en

saber que el momento clave de entrada en las zonas heterogé­

neas de la cultura postmoderna se proclama al permitir la "pre­

sencia" y la "coexistencia" de estos "caracteres diferentes aun­

que subordinados" dentro de tal cultura. En otras palabras,

primero se les debe conceder audiencia para hablar luego de las

verdades esenciales de sus existencias. Uno podía haber conce­

dido a Jameson sus disimuladas manipulaciones de los térmi­

nos de esta entrada, sí no hubiera compuesto lo que al princi­

pio podía haber sido entendido como una tergiversación de

"La Diferencia" al declarar que:

"Lo postmoderno es, sin embargo, el campo de fuerza en

el que deben abrise paso impulsos culturales muy diferentes, lo

que Raymond WiUiams ha calificado útilmente como formas

'residuales' y 'emergentes' de la producción cultural. Si no logra­

mos algún sentido general de una dominante cultural, entonces

retrocedemos a una visión de la historia presente como pura he-

tereogeneidad, diferencia fortuita, una coexistencia de multitud

de fuerzas distintivas cuya efectividad es irresoluble" (6).

A pesar de que la posición regresiva de Jameson parezca

reveladora y fascinante, esta no es sorprendente, ni siquiera pa­

ra un teórico crítico tan respetado. La verdad -si es que alguien

todavía se preocupa por tal concepto metafísico- es que este

postmodernismo occidental (para distinguirlo de otros post­

modernismos) ha tendido siempre a establecer el "sentido ge­

neral de una dominante cultural" que plantea Jameson. Esta

dominante cultural, que en términos menos sutiles puede en­

tenderse como una cultura de conquista y hegemonía, permite

a Occidente el acceso a esos modos de cultura postmoderna

fuera de su control inmediato sin tener que enredarse en un

campo que representa "pura heterogeneidad [y] diferencia for­

tuita".

Dentro de este terreno corrupto el poder tienta e induce

a través de los medios de producción, como una manifestación

de la eficacia del capital (Foucault), o a través de los medios de

la representación, el control tecnológico y digital sobre la in­

formación y las imágenes (Baudrillard). Es precisamente en es­

te terreno, mantenido y ocupado por Occidente, donde han

plantado sus tiendas de campaña muchos productores cultura­

les africanos. Para los artistas africanos la metrópolis occiden­

tal, popularmente representada como un entorno plural en la

imaginación contemporánea, no es sino un lugar de desplaza­

miento y dispersión, de degradación y desintegración. Además,

en la cultura material en la que viven y practican los artistas

africanos, una interrupción representacional marca la metró­

polis occidental como un lugar de ambivalencia y anhelo, un

sitio donde constantemente se pone en peligro, hasta el punto

de apostasía, la fe en las filosofías humanistas seculares y en la

inviolabilidad de las tradiciones supuestamente originarias. Es­

ta ruptura ha creado un nuevo espacio migratorio que cruel­

mente pone a prueba los contextos de las fronteras nacionales

de la nueva post-colonia y los de la diáspora, y que simultánea­

mente expresa el deseo del lugar y la ambivalencia de la reloca-

lización.

Anthony liona, al escribir sobre el colapso fútil de identi­

dades en una suerte de hibridez cruda, dura e inmutable, man­

tiene que "aquí la inclinación es buscar siempre, en la obra de

estos artistas, referencias a problemas de nacionalidad, dicta­

duras corruptas, neo-colonialismo, subdesarroUo, etc.; una na­

rrativa de crisis" (7). La marca de la diferencia no se distingue

literalmente de esta "narrativa de crisis". Dentro de este campo

de representación descansa una duda epistémica en cuanto al

valor de la presencia de estos artistas en el discurso postmo­

derno. De esta manera, esta duda, que también elude la pro­

ducción mixta de estos artistas, se mantiene, circula y se reven­

de en un lenguaje estructuralmente codificado que está disci­

plinado por el temor, la ignorancia y la borradura. Conside­

rando que los implícitos rótulos nacionalistas (bajo los que el

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Iké Udé. Glnmoiir áe la serie Cover Girl, 1994-5. Cortesía del artista, Nueva York.

Otro necesariamente debe residir) son una construcción ficticia

que milita contra la complejidad, los artistas que rehusan san­

tuario dentro de estos límites deben prepararse frente a acusa­

ciones de que no son suficientemente "nativos" (un ataque que

normalmente procede de los eurocéntricos) o de que no son

suficientemente "auténticos" (un rechazo que suele venir de

los afi'icanistas).

Reclamados por ninguna comunidad de intereses (ni en

Occidente ni dentro de sus propias culturas), estos artistas pa­

recen haber posicionado sus prácticas abiertamente dentro de

una matriz liberadora que es por naturaleza de oposición, a la

vez que evitan que sus estrategias se endurezcan en un esencia-

lismo doctrinario o posthistórico del agitado "otro". Involu­

crando firmemente a todo el mundo del arte contemporáneo,

estos artistas evocan lo que bell hooks ha calificado como "mi­

rada oposicional" (8), esa acción contestataria donde los suje­

tos de la subyugación imperialista afirman su derecho de agen­

cia a través de la resistencia a las estructuras de la dominación.

Al poner en entredicho el binario simplista de la relación

yo/otro, que tiende a dividir por el medio los temas de la iden­

tidad y la representación, la presencia de estos artistas no sólo

señala una elipsis ontológica, sino que también cuestiona las

asunciones que se derivan de una lectura de tal formación de la

identidad. Y porque su situación de exiliados nos les depara

raíces en ninguna cultura, parece erróneo el interpretar sim-

plísticamente el espacio que ocupan como si fuera un espacio

híbrido. La relación de estos artistas con los diferentes modos

de representación dentro y fuera de Occidente es mucho más

complicada que lo que puede explicar el término "híbrido

(una noción problemática que sugiere imágenes de mezcla de

razas, mestizaje, impureza e inautenticidad).

De hecho, el problema de estos artistas en Occidente se

debe más a sus identidades establecidas y firmes como artistas

africanos (que no dan por garantizada su existencia contempo­

ránea a través de repetidas irrupciones en lo que Manthia Dia-

wara ha apellidado el "Kitsch de la Negritud"(9)) que a la bús­

queda de una identidad. Para ellos, el campo de la cultura re­

presenta un universo plural construido por una multiplicidad

de marcos que aspiran a la creación de nuevos territorios, a una

especie de nueva frontera de la diferencia. Aunque los territo­

rios precisos para la enunciación de esta nueva frontera de la

diferencia siguen siendo teóricos en el mejor de los casos, en las

obras de Udé, Bidjocka y Oguibe existen notables conjunciones

de signos culturales diversos (en forma de citas, apropiaciones

y reapropiaciones). Los recursos que manejan (que no son de

ningún modo exclusivos de sus obras) se utilizan no tanto pa­

ra buscar una resolución para una trascendencia artística espe­

cífica como para desbaratar las fronteras, las categorías y los

marcos que insistentemente intentan encerrarlos en economías

marginales de producción y representación. En realidad, la

obra de los arfistas fuertemente comercializados siempre con­

tiene diferentes niveles y múltiples significados, lejos de la sim­

plicidad naíf que se atribuye generalmente a la obra de los ar­

tistas africanos (que usualmente se primitivizan y exotizan pa­

ra que sean fácilmente mercantilizados, apropiados y descarta­

dos). Estos artistas dislocan la codificada idea de una homoge-

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neidad "auténtica", la narrativa bastarda de una existencia "na­

tiva" que no ha sido contaminada por la agudeza meditativa o

la nomenclatura crítica.

Dentro de la economía cultural entrópica (la heterotopía

foucaultiana (10)) que parodia e invierte la sustanciación de la

diferencia es donde uno obtiene la comprensión más útil de las

carreras de Udé, Bidjocka y Oguibe. La obra de estos tres artis­

tas y sus estrategias de producción ya no se sitúan fácilmente

dentro de los rígidos confines que señala la dicotomía entre la

tradición y la modernidad. Una fuerza diferente impulsa sus

movimientos más allá de la corriente consciente que sugiere la

reconfiguración post-kantiana del mundo.

Hablar entonces de una representación contemporánea

enredada en las leyes de una cultura artística occidental xeno-

fóbica, que mide los eventos en términos de progresión lineal y

pulcra, no sólo es miope sino idiota. Si ciudades como Lagos o

Bombay son ciudades quintaesencialmente postmodernas

-existiendo simultáneamente en esa superficie de separación

entre la modernidad y la tradición, entre el presente y la uto­

pía-, ¿por qué todavía reducimos el postmodernismo a la de­

construcción postestructuralista, a la teoría marxista y feminis­

ta, los temas psicoanalíticos lacanianos y los nuevos discursos

de la alteridad?

Lo que se puede simultáneamente localizar y experimen­

tar en las polimorfas y florecientes cacofonías urbanas de Lagos

y Bombay son dos realidades cristalinas postmodernas cons­

truidas sobre ideales similares. La semajanza más obvia es la

aparente colisión infinita de lo supremo y lo vulgar, lo extraño

y lo familiar, lo abyecto y lo sereno, lo exquisito y lo grotesco:

en estas ciudades experimentamos la inmanencia resurgente de

las nuevas e irresistibles fuerzas culturales dentro de un coUage

interminable de incongruencias. El mercado Jankara de Lagos

es un lugar perfecto donde se puede experimentar esa clase de

colisión. Es un teatro desparramado y cacófono de aparejos co­

loristas y lenguajes que desafían las leyes del orden. Es un en­

torno excitante y asombroso, una instalación postmoderna por

excelencia. En su existencia autónoma como lugar de inter­

cambio cultural y mercantil, donde sólo se aplican las leyes del

mercado, convergen continentes enteros, se recrean visual-

mente y se disuelven. Entre los tenderetes, los productos italia­

nos de cuero rivalizan por la atención con los cueros de Hausa

y los productos electrónicos recién llegados de Taiv^án, Korea

y Hong Kong compiten por espacio con las mercancías de Sin-

gapur, Brasil, Inglaterra, India, Senegal, Ghana, Francia, Ca­

merún y los Estados Unidos. Pasar una tarde en este mercado

que funciona con sus propias reglas es palpar virtualmente to­

dos los continentes del mundo. ¡Incluso se ha rumoreado que

allí se ha visto nieve de la Antártida! En este desecho de cultu­

ras enfrentadas (que anticipó lo que se ha venido a conocer co­

mo "postmodernidad") es donde muchos artistas africanos

(particularmente los de la generación posterior a la indepen­

dencia) encuentran materiales e ideas artísticas que poseen un

lenguaje críticamente universal.

Por estas razones, el postmodernismo (cualquiera sea lo

que implique finalmente) resulta hoy particularmente relevan­

te en África. A pesar de la impaciencia y la resistencia que han

encontrado sus principios generales en el mundo intelectual

africano, el postmodernismo ni está desviado ni es anatema de

los debates que permean las cuestiones de la nacionalidad y la

identidad cultural en la economía del capitalismo reciente, so­

bre todo en el continente africano. En este sentido, la afirma­

ción de Thomas McEvilley de que el postmodernismo está re­

presentado por una polivalencia que lo hace "multi-codifica-

do" parece más relevante que la teorización más temprana que

formuló Charles Jenks sobre su "doble-codificación" (11).

Estas rutas múltiples nos introducen y nos distancian de

diferentes fuentes de producción cultural. Pero, sobre todo,

nos conducen a las obras de estos tres artistas africanos. Más

allá de la acción recíproca de las fuerzas sociales cosechadas de

los espacios ambivalentes del colonialismo y el postcolonialis­

mo, más allá de las variadas agencias interpretativas que ya no

asumen las cuestiones de las identidades fijas y las conciencias

nacionalistas como hechos supuestos, más allá de todo esto, lo

que estos artistas nos ofrecen son propuestas estéticas y filosó­

ficas estimulantes. También nos ofrecen conocimientos forja­

dos a partir de discursos altamente rigurosos. Estos conoci­

mientos equivalen a una ruptura epistemológica construida a

partir de la relación entre el texto y el significado, una relación

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que revela e invalida el núcleo más siniestro del lenguaje del

narrador hegemónico.

ENTURBIANDO EL AGUA

La obra conceptual foto-textual de Iké Udé (especialmente su

instalación Cover Girl, que expuso el año pasado en el espacio

alternativo Exit Art/First World) conduce el ajuste entre el sig­

nificado del texto y la lectura de la imagen a su fricción más

esencial, a través de la utilización astuta y la manipulación del

texto como código de interrogación y perturbación. En la obra

de Iké Udé, el exquisito empleo del narcisismo delictivo del

dandy, su representación teatral de los papeles asociados con el

margen y su facilidad al desplegar los textos triviales de la cul­

tura popular, son a la vez una impugnación de la conducta

"apropiada" y una ruptura de su falacia inherente. La instala­

ción multimedia de Udé incluye vídeo, una fila de "Impresio­

nes del trasero" (colgadas en la pared) y un kiosco lleno de gé­

neros variados, como cigarrillos, gomas de mascar y revistas.

Este se completa con utensilios o instrumentos de ritos de be­

lleza, como barras de labios, peines, polvos, perfumes, etc. En

esta instalación Udé inicia una interrogación ambiciosa de los

modos de representación tomados de las portadas de las revis­

tas, que a menudo representan también una idea hueca de la

belleza. Pero lo más importante es que el artista utiliza esta in­

terrogación no sólo para excoriar la representación de África

como contracorriente donde acecha lo siniestro, sino también

para reclamarla como un "lugar de belleza". Aunque esta obra

no puede ser reducida a una articulación del dilema de las po­

sibilidades degradadas de las representaciones de la cuhura de

masas y de los límites que imponen sobre la identidad, Udé re­

conoce, sin embargo, que la imagen es cómplice en esa degra­

dación. Pero Udé también propone que ahondemos más pro­

fundamente en el núcleo de la existencia más estructurada y

elástica de la imagen en la construcción textual. A través de es­

ta lectura, Uteralmente y metafóricamente, es donde se revela,

según Udé, el intrincado lenguaje de los titulares de las porta­

das de las revistas.

En Cover Girl Udé replica las mismísimas revistas, que

sirven como modelos para su intervención. El artista se disfra­

za meticulosamente y se fotografía a sí mismo como personas

diferentes, que luego traduce en portadas de revistas, como Yo­

gue, Mademoiselle, Glamour, Town & Country y Harper's

Bazaar. Indudablemente, muchos espectadores puede que se

sientan algo inconfortables con la imagen de Udé travestido.

Pero el valor de escándalo no es lo que Udé quería articular al

crear esos equívocos sobre la maquinaria de las imágenes idea­

lizadas y glamorosas de las revistas, ni el estado abyecto de la

vida entre mundos que enfatiza el travestí. Por el contrario,

Udé se proponía ironizar y subvertir toda la noción del género

y la licencia racial, así como el narcisismo autoindulgente (del

que los europeos siguen siendo los principales beneficiarios)

que celebran muchas de la revistas de la cultura popular. Lejos

de tomar su antecedente del espacio representativo de la tradi­

ción travestí occidental, que acarrea consigo una suerte de con­

tenido sexual reprimido, Udé cita y se apropia de Adanma, ese

género de representación enmascarada de los Igbo nigerianos

contemporáneos en el que los hombres personifican a las mu­

jeres para cuestionar y revelar ciertas verdades sobre el género

y la diferencia. Benjamín Hufbauer apunta al escribir sobre la

exégesis fascinante de Adanma, y sobre la construcción y la re­

gulación de las relaciones de poder de los géneros dentro de

una comunidad dada, que la representación de esta mascarada

"indica el deseo de los hombres Igbo de conectar la identidad

de los géneros y la política de los géneros con el enmascara­

miento" (12), o lo que llamamos teatro en la mayoría de las

culturas occidentales. Lo que también es notable en la identi­

dad-problema de Udé es su nivel de abyección, su irresolución

inconmesurable, su narrativa ambivalente de deseo desplaza­

do. Como la construcción racializada de la diferencia en la cul­

tura occidental, "la identidad del género se percibe como peli­

grosamente fluida, [y] siempre necesitada de estabilización"

(13). También como la raza en la cultura occidental, en Adan­

ma, "a través de la parodia, lo femenino se critica y luego se

idealiza, controlado..." (14) en un intento de atenuar el poder

femenino. Para Udé, entonces, la personificación y el enmasca­

ramiento -o si se quiere, la representación-, replicados de un

contexto africano e insertados en las rígidas fronteras del im-

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perio de los medios occidentales, son actos políticos y subver­

sivos premeditados que buscan enturbiar las nociones de la di­

ferencia racial y de género. Así, el deseo de interrogar se con­

vierte en una forma para descentralizar la composición de la

identidad a través de la raza y el género, haciéndolos menos

idealizados y menos permeables a la manipulación y al control.

En muchos casos, como a través de esta instalación orgá­

nica, la oposición de significados y afectaciones que Udé invo­

lucra en su proyecto desde el principio se plantea, no sólo des­

de la perspectiva de enturbiar esas fronteras, sino también de

subvertirlas. Udé manipula los signos y los códigos de la de­

cencia y la etiqueta (ambos cruciales para la estrategia de Adan-

ma) y los circula a través de representaciones de la cultura po­

pular para forzar un ataque frontal sobre los temas de la histo­

ria, la identidad y la diferencia. En algunos momentos, Udé es

un socializador indiferente interesado en la presunción de la

belleza como demarcador de los imperativos clasistas mayori-

tarios. Pero, en otros momentos, es también un provocador

impetuoso, que lanza bombas textuales a su deseada audiencia,

tanto colonizadores como colonizados, señalándoles que el

anhelo rapaz de la imagen del "otro" como objeto exótico no

es sino puro canibalismo.

Pero Udé no le permitiría a esta audiencia voraz el placer

de su consumo. Las portadas de las revistas, pobladas con imá­

genes idealizadas de la belleza, con el artista como interlocutor,

no son espacios vacíos para los decretos vanagloriosos de la ob­

sesión de la imagen sino plataformas discursivas. Por ejemplo,

en la portada de Town & Country, un titular particularmente

notable declara que "El Noble Salvaje Ha Muerto". Como sos­

pechará cualquiera que esté familiarizado con la mitología del

"Noble Salvaje" (sobre el que se han proyectado y se ratifican

oficialmente toda clase de impresiones negativas: temor, ho­

rror, demonización y degradación), declarar muerto al "Noble

Salvaje" es un acto sedicioso, un motín contra la autoridad he-

gemónica cultural. Pero Udé, insatisfecho con el impacto de su

declaración casi benigna sobre sus espectadores, ahonda aún

más profundamente en el significado de su rechazo retratando

lo que podía ser la reacción a tal declaración, no con una sim­

ple sugerencia, sino a través de una deposición en la portada

del VogMe británico. Aquí, su última declaración -"Histeria so­

bre la muerte del Noble Salvaje"- refleja astutamente la rela­

ción paradójica del postmodernismo con los deseos del ya-no-

otro que crea tal histeria, así como la crítica del imperio britá­

nico y su relación vampírica con sus antiguas colonias. El he­

cho de que esta declaración se situara en la cubierta del Vogue

británico no fue un simple accidente. Para leer y comprender

completamente lo que Udé intentaba necesitamos continuar la

lectura de los titulares de las portadas. El indicador más nota­

ble de la crítica del imperio y del colonialismo descansa en el

enterramiento literal de la autoridad simbólica del imperio, la

reina de Inglaterra, en otra de las portadas de Udé. La declara­

ción "La reina ha muerto: la realidad de una canción" no es só­

lo un equívoco del delirio punkáel grupo británico The Smiths,

sino algo mucho más importante: Udé señala aquí la cercanía

de dos mitos históricos particularmente desagradables: la ase­

gurada superioridad del imperio y la sumida inferioridad del

"Noble Salvaje".

Finalmente, el vínculo con la tragedia que acosa la iden­

tidad y el anhelo de una totalidad realizada vienen a represen­

tar el proyecto entero de Udé, especialmente de la forma en

que se revela a través de las lentes de la portada de otra revista:

Conde Nast Traveller. Recordando el proyecto violento de la es­

clavitud, la borradura de su memoria y la perpetuación de las

representaciones negativas contra aquellos marcados como

"Diferentes", Udé sitúa sobre esta cubierta tres diagramas de la

forma elíptica del inteior de las embarcaciones esclavas. La alu­

sión al viaje es, desde luego, cínica, porque pone en entredicho

la naturaleza involuntaria de este trayecto. Evoca una memoria

que continúa enturbiando las aguas del Atlántico mientras

atravesamos repetidamente su vasto contenido. El consumo

del cuerpo del otro ("El Noble Salvaje") está claramente vincu­

lado a la violencia de su manipulación como mercancía, entre­

tenimiento y mano de obra barata. Como con todos los viajes,

el que se representa sobre la portada de Conde Nast Traveller

está grabado indeleblemente en nuestra conciencia histórica;

que continúa siendo el semillero de nuestro descontento y

nuestra resistencia frente a los estereotipos raciales. Este viaje

no está ni administrado ni regulado por la imagen de deleite y

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de descargue que disfrutamos cuando estamos de vacaciones

en localidades exóticas. La imagen no propone ni consuelo ni

alivio en materia de autocreación, porque, independientemen­

te de lo factible que sea, ésta se mantiene siempre anclada a la

violencia -de manera particularmente más perturbadora por­

que la historia de la autocreación en la diáspora está vinculada

a la violencia que trata de borrar. Además, aunque se realice,

no ofrece posibilidad de regreso, porque la identidad se pro­

yecta constantemente en un vacío temporal que está enlazado

con el mito. Y, en muchos casos, como en las fantasías que se

producen en las revistas, con las ilusiones. Así, a través de la ne­

gación del estereotipo ("El Noble Salvaje Ha Muerto") Udé re­

vela enfáticamente a su audiencia que la identidad, indepen­

dientemente de lo estable que sea, no es nunca una entidad fi­

ja, inmutable. A partir de los variados personajes que usurpa en

las portadas de las revistas, Udé insiste en que la identidad

siempre es asumida y que siempre se extiende en oposición a

cualquier noción de fijación, a través de su rechazo de la dura­

bilidad en la construcción social.

MEMORIA, AUSENCIA Y RENUNCIA

Nacido en Camerún, Bili Bidjocka llegó a París en 1974, con

doce años, y desde entonces ha vivido allí. A lo largo de una dé­

cada de práctica artística, su obra ha ido difuminando la línea

entre la pintura y la instalación. Bidjocka realiza pinturas-

tableaux e instalaciones radiantes, tan delicadas en su conteni­

do alusivo que pueden leerse como metáforas de la pérdida y la

ausencia, el arrobamiento y la renovación. Estas pinturas e ins­

talaciones poseen una belleza tranquila y ponderosa, reminis­

cencia de un arte en el umbral de la conciencia. En su obra,

Bidjocka transpone una sensibilidad post-minimalista en abs­

tracciones reductivas y vaciadas que poseen una cargada ur­

gencia material. Las pinturas-objeto de Bidjocka, de naturaleza

elíptica y puntuados con nichos vacíos y largos momentos de

silencio, recuerdan los resquicios sumergidos y escondidos

donde existen tantos emigrantes que residen en los países occi­

dentales industrializados. Y recuerdan además el silencio que

amortaja la violencia que constantemente busca obliterar las

memorias emigrantes de la fábrica social de esos países. La obra

de Bidjocka está bañada con la incandescencia del deseo, y sin

embargo nos habla con una voz apaciguada. Su narrativa de

identidad, si es que puede llamarse así, recolecta discretamen­

te esas figuras forzadas hacia los límites de la existencia dentro

de la monstruosa afluencia de la metrópolis occidental. Estas

figuras existen en cuerpos limitados violentamente, como

sombras que rondan los recintos desabrigados de la pobreza y

el castigo racista.

En estas figuras subalternas, la imaginación contemporá­

nea "dominante" sólo puede vislumbrar una falta. A través de

este marco de falta, a través del tropo de la marginalidad, a tra­

vés de la invocación de su ausencia, Bidjocka instala la presen­

cia de esta figura. Huyendo del ideal moderno de la represen­

tación que es predicado sobre la imagen de la figura, lo que sus

pinturas revelan es la corporeidad del cuerpo (por degradada

que sea), su potencial cognocitivo de trascendencia. Él utiliza la

metáfora de los espacios vacíos cincelados de las superficies fí­

sicas de su obra, donde coloca elementos, como un par de za­

patos de goma, calzoncillos, un vestido naranja largo y simple,

rosas de plástico y luces de Navidad, para crear una atmósfera

sumisa y melancólica. La impresión que uno recibe en una re­

petida visión de estas pinturas que a veces descansan en el sue­

lo es el sentido de un memorial o de un altar donde se propi­

cian los recuerdos. En la ausencia del cuerpo, estos elementos

inhabitados se erigen como sustitutos que claramente convo­

can asociaciones con heridas físicas y psíquicas. En una de sus

muchas obras sin título (uno puede leer en esto el significado

de la anonimidad), aunque el cuerpo ha desaparecido, su pre­

sencia como índice (la memoria del cuerpo) está completa­

mente en primer plano, como en los rayos X, en la representa­

ción esquelética de una pelvis que Bidjocka ha pintado sobre la

superficie monocromática de uno de los nichos, donde la re­

presentación del calzoncillo vacío se lee como un eco débil y

abatido.

La estrategia de yuxtaponer el trazo pélvico con el cal­

zoncillo (aunque incorporal) es un recurso retórico a través del

que Bidjocka llama la atención sobre el estatuto del cuerpo co­

mo presencia primordial, aunque la pintura trata de su ausen-

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(Arriba y abajo) Bili Bidjocka. Sin título, 1994.

cia. No obstante, mientras más observamos las obras de Bid­

jocka, menos parecen adherirse a sus referentes en el mundo

material o a la urgencia de sus cargadas significaciones en las

degradadas ruinas de la economía capitalista, donde, parafra­

seando a Osear Wilde, la gente sabe el precio de todo y el valor

de nada.

Esta estrategia no-representacional de la obra de Bidjo­

cka (bastante distinta de la abstracción), que puede perfilarse a

través del fosforescente halo que envuelve a los objetos que

cuelga o a los lugares de sus instalaciones, encuentra paralelo,

por un lado, en la feroz brillantez del poeta congoleño Tchica-

ya U'Tamsi y, por otro, en la modestia proteica de las cons­

trucciones de Joseph Cornell. Si el propósito de Cornell era sal­

tar sobre los territorios de la realidad a través de una especie de

tropo surrealista y absurdo de reconfigurado realismo, Bidjo­

cka evita la representación pura a partir del rechazo de cual­

quier hecho identificable que pueda conducir a los espectado­

res a presuponer cosas en su obra. Bidjocka no sólo interroga

la falacia del reconocimiento racial en la obra de un artista si­

no también comenta sobre la clara imposibilidad de producir

una obra que tenga una identidad inmediatamente reconoci­

ble. En este sentido, su obra se entiende como una disolución

deliberada de la evidencia, una inclinación romántica hacia la

auto-deprecación. Pero una mirada sostenida produce el senti­

do palpable de que sus objetos siempre son accesibles. Así pues,

es sorprendente que la obra de Bidjocka, como Cornell en sus

tableaux-assemhlages de efémera surrealista, regrese a la más

elemental de las formas: ¿el huevo? Utilizando huevos dispues­

tos en series, sobre fondos marrones o blancos, aparentemente

iluminados en su interior y bañados con tantas posibilidades,

sus instalaciones asumen la eterealidad punzante de un mundo

proteico, escondido y sin embargo palpable con vida, con an­

helo y con deseo. Esto es tan sorprendente como conmovedor,

porcjue en este desecho de tanta pérdida, un artista como Bid­

jocka todavía encuentra espacio para atreverse a trascender la

violencia de la marginalidad y los espacios estrictos de la iden­

tidad. La virtud central de tal postura brota menos de la metá­

fora cristiana del sufrimiento como trascendencia que de un

humanismo más fundamental, que claramente articula un ver­

so de Epítome, el poema épico de Tchicaya U'Tamsi. En este

poema, el protagonista anónimo insiste en que debe "olvidar

ser negro para poder perdonar" (15). Aunque esta postura ha

sido atacada como la romantización del sufrimiento que asu­

men muchos de los textos ejemplares del movimiento de la Ne­

gritud, todavía mantiene los elementos activamente políticos

del rechazo y la renuncia (ya sea de la tergiversación o de su an­

tecedente violento, la tachadura) que a la vez significan la pér­

dida y el despojo, así como la resistencia y la renovación.

Situada precariamente entre el refinamiento minimalista

de la forma y la purificación estética y su reducción de conte­

nido, la obra de Bidjocka inexorablemente rehusa refrenarse en

el registro familiar de la identificación racial. De hecho, el ar­

tista ha oscurecido y disuelto cuidadosamente todas las pistas

de tal interpretación. Parece, cuando menos, un acto fugitivo,

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considerando que la última cosa que desea Bidjocka es la pre­

matura conclusión de sus intervenciones a través del recurso a

la sentimentalización racial. Cargada con esta lectura tenden­

ciosa, que mantiene solamente los caracteres más nominales de

la significación política (aquí no hay "narrativa de crisis" que

leer), la obra de Bidjocka, no obstante, deja espacios lo sufi­

cientemente amplios como para permitir lecturas de naciona­

lidad, indeterminación e identidad.

CUESTIONANDO LA AUTORIDAD

Para el artista, poeta y crítico nigeriano Olu Oguibe, su vida

personal y profesional ha sido inscrita consistentemente en el

dominio de la política. Oguibe es representativo de una gene­

ración que maduró demasiado rápido; una generación cuyas

vidas y carreras se maceraron en el activismo político; presen­

cias que, aunque tan urgentemente necesitadas en sus países

individuales, se han dispersado a través de ciudades anónimas

en el hemisferio occidental.

Durante más de una década de práctica artística, Olu

Oguibe ha producido obras que son tan variadas como los me­

dios que ha empleado para realizarlas. Su producción parece

siempre cargada con la perpetua memoria de la pérdida, la alie­

nación, el abandono y la violencia de la representación que se

proyectan sobre el otro indeseable. Resistiéndose a ser conteni­

do dentro del dominio de una frontera ya predeterminada que

descarga sin ceremonias lo marginado en categorías étnicas,

Oguibe se propone, en sus propias palabras, no sólo proble-

matizar y transgredir todas las nociones de la otredad (inde­

pendientemente del embellecimiento que suponga la invoca­

ción postmodernista de la diferencia), sino también "arrancar

los barrotes de la jerarquía y pisotear las vallas de la raza" (16).

Al producir una obra siempre difícil y vigilante, en vez de cele-

bratoria, Oguibe acoge la invocación de Susan Sontag del "ar­

tista como ejemplar paciente", aunque no sin implicaciones

románticas. La herida que acarrea el exilio aparece repetida­

mente en la obra que Oguibe ha realizado en los últimos cinco

años con una vulnerabilidad rara y conmovedora. En su caso,

el estado del desplazamiento y dispersión inherente en la exis­

tencia exiliada no es precisamente atractivo, particularmente

para los que viven bajo su inestable insignia. De aquí su insis­

tencia -a través de la multiplicidad de marcos y estrategias de

narración (instalaciones, pinturas, poesía, vídeo, práctica críti­

ca, investigación, organización de exposiciones, etc.)- en la ne­

cesidad de un debate sobre el estado del cuerpo exiliado, un

cuerpo que debe mantenerse obediente y contenido dentro de

su limitada condición para sobrevivir en esa frontera ya cons­

treñida del anhelo y el deseo.

Oguibe se distancia del heroísmo arquetípico moderno

que ha buscado insistentemente resolver los problemas de la

representación en sistemas formales purificados que clasifican

la presencia de otras identidades que descansan fuera de su mi­

rada totalizadora. Oguibe emplea, en cambio, un aparato críti­

co altamente subjetivo para interrogar tales identidades mien­

tras media sobre la relación entre el "Yo" dominante y el

"Otro" marginado, entre el "Ciudadano" y el "Extranjero", en­

tre la "Nación" y el "Sujeto". En una instalación reciente en la

Bluecoat Gallery de Liverpool, empleando el tropo postmoder­

nista de la narración autobiográfica, Oguibe se propuso abor­

dar en su crisis esas nociones de identidad (que con frecuencia

se implementan a través de las relaciones yo/otro, centro/peri­

feria, nación/sujeto) colgando y acordonando un espejo dora­

do en la pared de la galería. El marco dorado de Oguibe podía

entenderse como una mediación sobre la naturaleza de la obra

maestra, fetichizada e imbuida con poderes sobrenaturales tan­

to por el marco como por nuestra mirada. Aquí podríamos

pensar en la Mona Lisa en el Louvre, encajada en un cristal a

prueba de bala y acordonada, un objeto de gran poder fetichis­

ta. Sin embargo, el poder de esta "obra maestra", en su movi­

miento de un dominio a otro, debe siempre ser renegociado.

Evacuando el marco de su obra maestra, Oguibe interroga su

asegurado estatuto como un texto visual y cultural que lo abar­

ca todo.

Esta instalación sugiere asociaciones con el laissez faire

utilitario de los ready-made de Duchamp, así como con el es­

cenario del espejo lacaniano. Pero, en este caso, más que ope­

rar a través del tropo de la auto-cognición (la proyección del yo

realizado que acarrea la referencia lacaniana), Oguibe usa el es-

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pejo para enmarcar el estatus provisional del espectador den­

tro del dominio de una totalidad abarcadora que produce el es­

pejo. La relocalización del lugar de la interrogación es crucial

para leer lo que Oguibe propone en relación a las condiciones

del yo/identidad como atrapadas puramente en la representa­

ción. El espejo interrumpe tal asociación al reproducir cons­

tantemente copias que sólo pueden ser mediadas y modificadas

por la presencia del espectador o por su ausencia; éste evoca

una copia sin trazo previo, un cuerpo siempre en falta en sus

fluctuaciones. En este estado de irresolución, la imagen repro­

ducida es tan real como ilusoria. Esta bi-sección del yo puede

tener eco en los travestidos binarios del paradigma Yo/Otro,

Ciudadano/Extranjero, pero no capitula a la moda postmoder-

na. Este considera claramente la sugestión de la confiísión del

exilio y es esta precisamente la que produce el sentido de dis­

yunción en oposición a la resolución.

Sin embargo, al que suscribe no se le escapa que el signi­

ficante (el espejo, que asiste tal producción) puede en realidad

escapar incluso al espectador más interesado. Porque, a pesar

de su interés e independientemente de lo disciplinado y empá-

tico que sea el espectador, la imagen no está contenida en ab­

soluto dentro de la matriz de su producción, sino en un domi­

nio migratorio, otra parte que no puede garantizar al yo una

forma determinada. De este modo, la propuesta de Oguibe al

espectador es que la mirada (que es incontenible dentro del

marco del espejo) está tan extraviada como la mirada que fija

lo no-europeo y que lo nombra como "Otro", como "Extran­

jero" o como "Proscrito".

Claramente diferenciado del escenario del espejo de La-

can, el espejo de Oguibe no propone respuestas fáciles que pue­

dan conducir al sobresalto o la commoción del auto-conoci­

miento o la realización. La imagen del espejo está siempre re­

gulada a través de la distancia y la irresolución; sus raíces están

disueltas y dispersas a través de canales que conducen a cual­

quier parte y a ninguna. Las fluctuaciones de la imagen atra­

viesan de la crisis a la tranquilidad, de la memoria a la amne­

sia, del recuerdo al olvido. Para decirlo en pocas palabras, lo

que introduce es la impureza de la identidad, convirtiendo el

espejo en un mero contenedor, un varniz reflexivo más allá de

donde descansan historias mucho más problemáticas; esas his­

torias que, cuando se apropian en el lenguaje, a través de la se­

miótica de la "Diferencia", terminan irremediablemente en­

fangadas en negativa y auto-promoción.

Considerando lo dicho, parece claro que para sobrevivir,

las comunidades marginales (donde inevitablemente acaban

los exiliados), deben operan constantemente en ese territorio

de la autoformación y la auto-producción. Otra de las instala­

ciones Sin Título de Oguibe, esta vez presentada en la Savannah

Gallery de Londres, considera vigorosamente esta condición de

constante auto-producción. Más accesible que la instalación

del espejo, esta obra subraya el estatus nunca-resuelto y ambi­

valente de lo marginado. Aquí Oguibe se apropia de una ima­

gen del consumismo capitalista tardío, el carro de la compra,

sobre el que ondea una bandera británica en miniatura, y en la

que apila las pertenencias personales de sujetos severamente

destituidos que deben mantenerse en continua mudanza, no

sea que terminen en las trampas de la autoridad. A través de es­

ta instalación Oguibe establece un comentario sobre "los que

tienen" y "los que no tienen", sobre el colonialismo y la natu­

raleza irresuelta del postcolonialismo, sobre el deseo y la na­

cionalidad, sobre lo que Homi Bhabha llama "el entremedio de

la cultura". Pero Oguibe también apunta a otras localidades, de

manera que insiste en que las condiciones del exilio no están

enraizadas necesariamente en la emigración, sino que puede

también esconderse en la tenue situación de los ciudadanos de

muchos países europeos: me vienen a la mente los gitanos, los

turcos y los bosnios. Para Oguibe, especialmente Bosnia exar-

cerba la fealdad y la brutalidad que Occidente preferiría limitar

a las tragedias patéticas que parecen plagar interminablemente

lugares como África y Sudamérica. Precisamente otra instala­

ción realizada en el verano de 1993, también en la Savannah

Gallery, era un réquiem por los niños de Bosnia, un réquiem

por el sufrimiento universal y la violencia del desplazamiento.

La implicación de "Réquiem" es bastante clara: la caridad no es

sólo de Europa para que ésta la conceda a los antiguos sujetos

de sus colonias antiguas. En esta instalaci(?n Oguibe trata la pa­

radoja fundamental de la violencia como una herramienta de

la emancipación política y social, sobre todo en Europa, bajo

i

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cuyo cielo se han producido los crímenes más brutales del siglo

contra la humanidad. De aquí la llamada de la instalación a

una aproximación menos hipócrita en relación a cómo trata­

mos el legado de la violencia que parece permear las relaciones

entre lo marginado y lo dominante.

Aunque ampliamente ignorado como muchos de sus

contemporáneos, Oguibe ha demostrado ser un artista con co­

raje, visión y humanidad ejemplares. Ha rehusado a embar­

carse en un proyecto de representación neoprimitiva que su

inclinación postmoderna le denega y, como consecuencia,

muchos críticos lo excorian. Su rechazo, por supuesto, no es­

tá basado en la impetuosa arrogancia de la oclusión oscuran­

tista del postestructuralismo, que no concede nada a través de

su insistencia sobre la irresolución de la imagen o sobre su

existencia como simplemente un recipiente de provocación.

Por el contrario, la obra de Oguibe intenta buscar un lenguaje

donde el arte de naturaleza revolucionaria pueda moverse en­

tre el dominio de lo estético y el discurso social y, no obstan­

te, todavía mantener la autonomía del objeto del arte como

significante de un mundo más amplio. Su obra busca mediar

entre los dominios del arte y su discurso, sin atrapar el arte en

interpretaciones que puedan retrotraer su potencial para que

sea recipiente de la agitación. Aunque a veces su naturaleza

conceptual hace que las instalaciones de Oguibe parezcan co­

mo otro ejercicio de oscurantismo postmoderno impenetra­

ble, sus preocupaciones humanistas y sus referentes en el

mundo material las lleva a un nivel personal, en el que su au­

diencia puede experimentar el arte como una fuente de auto-

reflexión y conocimiento. Este elemento de participación me­

dia claramente la distancia entre el distanciamiento postmo­

dernista y la creciente alienación de la audiencia del lenguaje y

el mensaje de tal arte.

POSDATA

Las ramificaciones políticas, que implican que "el otro" esté

invadiendo los territorios que pertenecieron -a lo largo de to­

do el siglo veinte- a esos que se consideraron a sí mismos co­

mo guardianes de las tradiciones avanzadas del arte, no deben

ser subestimadas. Y aunque se nieguen, se están efectuando

nada menos que en los espacios que muchos artistas africanos

(en la diáspora o en otras circunstancias) están haciendo su-

Olu Oguibe.

Oklahoiiin, 1995.

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yos dentro del postmodernismo... mientras Occidente discute

con el resto del mundo sobre el fin de la "Historia".

Al releer el postmodernismo y su relación con artistas ta­

les como los representados en este texto, debemos volver nues­

tra atención al sistema crítico institucional africanista, que por

el momento no parece considerar beneficio alguno en com­

prometerse o en prestar su voz a los debates que se suscitan en

torno al discurso postmoderno y postcolonial. El atrinchera­

miento en un esencialismo dogmático añ'icano nos entrampa a

todos e ignora el compromiso real de muchos artistas que de­

sean ver desmantelados tales dogmas. Manthia Diawara nos

advierte contra un esencialismo africanista que, al promover

sus argumentos, obstinadamente rehusa echar una ojeada a los

nuevos textos (17). Este crítico apunta algo de gran importan­

cia que la academia africanista debe considerar sinceramente

con cuidado. Decretar que el discurso postmoderno es irrele­

vante para el discurso sobre la cultura africana contemporánea,

ni avanza ni ayuda al futuro de los artistas africanos en una frá­

gil economía global. Eventos tales como la Bienal de Venecia,

donde los artistas africanos sólo pueden participar como invi­

tados de países europeos, hace imperativo el desafío vigoroso a

la academia dominante, y consecuentemente la apertura de sus

puertas a los nuevos terrenos de la práctica crítica. La cultura,

aunque esté basada en lo ideal, lo completo y lo puro, no es por

supuesto nada de eso. Y tampoco lo son los artistas sobre quie­

nes recae el manto de representar la cultura. Por lo tanto, pa­

rece ridículo constantemente transplantar a los artistas africa­

nos de vuelta a las condiciones con las que tienen tan poca re­

lación. Ni el valor de sus obras debe ser contingente al despHe-

gue de una "autenticidad" que certifica, codifica y ratifica un

tribunal de adjudicación.

Esta práctica de ratificación que el postmodernismo pro­

cesa, reproduce y conforma en "La Diferencia", niega a los ar­

tistas africanos el reclamo de la subjetividad y de la auto-na­

rración. Las complejidades que alientan la condición contem­

poránea, la naturaleza contradictoria y con frecuencia aberran­

te de la identidad y de la memoria, así como de la raza y de la

nacionalidad, la intercambiabilidad imprudente de cualquiera

de estos por la otra y su carácter metonímico dentro del domi­

nio temporal de la contemporaneidad hacen que la obra de

Udé, Bidjocka y Oguibe sea más iconoclasta e incontenible

dentro de una condición social y artística. La presencia de és­

tos en el dominio de la metrópolis occidental problematiza la

noción de la diferencia como criterio determinante para su in­

clusión dentro del panteón de los productores culturales con­

temporáneos.

En estos terrenos tan ampliamente contestados, donde la

mismísima noción de la "Historia" (como ha sido construida a

través de los textos hegemónicos) parece estar en peligro, se

han alzado las voces neoconservadoras y reaccionarias. Los li­

berales débiles, a quienes les falta el coraje de sus convicciones,

sin duda han concedido terreno a esta nueva tropa de carga

cultural; a esos que Jean-Michel Basquiat, si estuviera vivo, no

dudaría en llamar "conservadores detestables". El desenmasca­

ramiento del flanco liberal, sin duda un talón de Aquiles, es lo

que nos recuerda Homi Bhabha cuando escribe que "... las ne­

gociaciones fronterizas de la diferencia cultural a menudo vio­

lan el profundo compromiso del liberalismo a representar la

diversidad cultural como elección plural" (18). Bhabha man­

tiene además que "los discursos liberales sobre el multicultura-

lismo experimentan la fragilidad de sus principios de 'toleran­

cia' cuando intentan resistirse a la presión de la revisión. Al tra­

tar la exigencia multicultural, encuentran el límite de su tan

adorada noción de 'respeto mutuo'..." (19). Aunque las obser­

vaciones de Bhabha son esclarecedoras y mordaces en su pre­

cisión, los enemigos continúan siendo esos neoconservadores

que desean nada menos que una vuelta a los días gloriosos del

pathos moderno por el trofeo y la conquista, con su desdén por

la cultura del "otro" y su auto-referencialidad ilusoria que se

practicaba sobre el complejo de superioridad de Europa. Uno

tiende a dudar que artistas como Udé, Bidjocka y Oguibe con­

sideren necesario buscar la aprobación del sistema institucio­

nal occidental antes de embarcarse en una práctica de oposi­

ción que cambiará las reglas del juego o desplazaría al "centro".

En conclusión, parece lo suficientemente patente, en las

obras de muchos artistas africanos, que eFfejemplo de la repre­

sentación postmoderna, bajo cuya autoridad niveladora puede

caer y verse contenida la identidad, no es en sí misma una tien-

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¡s

da cerrada que recibe y transmite sólo esas imágenes que son

circunstanciales a la producción de una idea positivista de una

sociedad y una cultura dadas. En efecto, definir el postmoder­

nismo parece un acto casi fútil. Sus preceptos y valores están

siempre cambiando, están siempre fluyendo en sus códigos, di­

gresiones y constituciones, en sus análogos y sus territorios

dentro de sistemas (banales o profundos, afectivos o enuncia-

torios), ya sean inmanentes o se disuelvan en textos críticos

constantemente contestados, en contratextos, escisiones y ex­

clusiones. Hoy, el lugar del postmodernismo se ajusta más que

nunca a la insistencia de Ihab Hassan sobre su irresolución co­

mo " un concepto equívoco, una categoría disyuntiva, modifi­

cada doblemente por el ímpetu del fenómeno mismo y por las

percepciones cambiantes de sus críticos" (20). Pero considera­

do desde la perspectiva de cómo ha funcionado el arte realiza­

do por esos artistas dentro de los dominios de su producción,

de cómo ha alentado y dado textura a la representación con­

temporánea en la metrópolis (uno piensa, por ejemplo, en la

cuhura hip-hop), el postmodernismo se convierte en un com­

pás ético, en un aparato para interrogar tanto los aspectos ne­

gativos como los positivos de la identidad. O para decirlo con

más precisión: se convierte en un medio para tratar la fragili­

dad y la temporalidad de la identidad, independientemente de

que estén situadas en un "mundo vida" constante e inalterable.

Por ello, considerado y experimentado productivamente, el

propósito común de una sociedad verdaderamente postmo-

derna es el que no está ya en directa oposición al proyecto mo­

derno. Por el contrario, el postmodernismo trata de evitar la

modernidad a través de sus identidades polivalentes y la multi­

plicidad de lenguas. En la inmediatez de nuestros deseos, la

post/modernidad presupone un cambio que ni es utópico ni

entrópico. Nos conduce persistentemente a otra parte, a un

nuevo territorio de posibilidades, incluso si son lugares por los

que debemos luchar y renegociar continuamente.

NOTAS

Okwui Enwezor, nacido en Nigeria y con sede en Nueva York, es el editor y

director de NKA. Journal of Contemporary African Art (Nueva York). Ade­

más de pertenecer al equipo editorial de Atlántica, colabora también con

Flash Art Y muchas otras publicaciones artísticas y culturales internaciona­

les. Recientemente organizó para la Criando University la exposición "New

Visions", en torno a temas relevantes para el arte africano contemporáneo.

1 Olu Oguibe, "A Brief Note on Internationalism", en Global Visions: Towards

a New Internationalism in the Visual Arts, editado por Jean Fisher (Londres, Kala Press en asociación con INIVA, 1994).

2 Homi K. Bhabha, "The Other Question: Difference, Discrimination and the Discourse of Colonialism", en Out There: Marginalization and Contempor­ary Cultures, editado por Russel Ferguson et al. (Cambridge, Massachusetts, MIT Press, 1990).

3 Charies Merewether, "The Promise of Community", en el catálogo Africus:

Johannesburg Biennale {]oh¡inneshmgo, Sudáfrica, 1995). 4 lean-Franíois Lyotard, ThePostmodem Explained. (Minneapolis, University

of Minnesota Press, 1993)

5 Frederic Jameson, Postmodernism or the Cultural Logic aflate Capitalism.

(North Carohna, Duke University Press, 1991). 6 Ibid.

1 Anthony liona, "Olu Oguibe: Recent Works", en Third Text 25, Invierno, 1993-94.

8 bell hooks. Black Looks: Race and Representation. (Boston, Massachusetts:

South End Press, 1992). La mirada oposicional se emplea en este caso como

un dispositivo de afirmación y de la desautorización de las estructuras he-

gemónicas de referencia, más que como un instrumento de resistencia o uti­

lizado para la construcción de la diferencia.

9 Manthia Diawara, "Afro-Kitsch", en Black Popular Culture (Seattle, Hay

Press, 1992), editado por Gina Dent.

10 Michel Foucault, citado por Nancy Spector en "Félix González -Torres: Tra-

velogue", en Parkett 39, 1993

11 Thomas McEvilley, Fusión: West African Artists at the Venice Biennale.

(Nueva York, The Museum for African Art, 1993).

12 Benjamín Hufbauer, "Performing the Feminine: The Adanma Masquerade

in Igboland", en Thresholds: Viewing Culture, vol. 8 (University of Califor­

nia, Santa Barbara, 1994)

13 Ibid.

14 Ibid.

15 Tchicaya U'Tamsi, Selected Poems, versión inglesa de Gerald Moore. (Lon­

dres, Heinneman, 1970).

16 Olu Oguibe, "A Brief Note on Internationalism".

17 Manthia Diawara, "Afro-Kitsch".

18 Homi K. Bhabha, "Culture's In Between", en Artforum (Septiembre, 1993)

I9¡bid.

20 Ihab Hassan, "Pluralism in Postmoderm Perspective", en Critical Inquiry

(vol. 12, n" 3, primavera 1986).