En las prisiones peruanas

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SOLDADO PERUANO

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Un poco conocido relato de espionaje.

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SOLDADO PERUANO

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i I

EN LAS PRISIONES

PERUANAS

L1GBHOs APUNTES DE V IAJ E DE IJ, CUTT"ENO

QUE SE PUBLICA=-' COJlO UNA lIIODESTA COyrnmUC l óN

A LA lDEA. DE PA TRl\.

POli

RE NÉ lUE ND

SAN TIAGO DE CHILE

Il'I1PRENTA Y ENCUA'DERNACION MODERNA

1921

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DEDICATORIA

jI la memoria de mi padre, villanamente ultrajada, bajo las sombras de mis desventuras.

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eosas que se ponen al principio de un libro

De tr.ánsito por mi patria me encontraba una tarde ,de Febrero de I920, en la Estación de galama, viendo pasar un tren que subía para Bolivia, cuando de improviso oí algunas ru4as exclamaciones con las que se maldecía a cierta gente qne iba en el tren.

Quienes maldecían con tanta dureza eran varios trabajadores chilenos que estaban descargando un vagón con mercaderías.

«Frailes, militares y rameras siempre andan en primera, miéntras nosotros sudamos la gota" declan a una voz aquellos hombres al dirvisar las cabezas de tre.<; oficiales del Ejército chileno y de un clérigo, que asomaban por las rventanillas del tren que pasaba.

Entónces yo me acerqué a ellos para decirles: ¿por qué tanto enojo? '

Con su rudo lenguaje me respondieron que ellos no creían en la Patria ni en Dios,y que tanto los militares como los frailes, eran unos asalariados por los capitalistas para sostener la farsa del patriotismo.

De,<;pués de oirles estas razonesy muchas otras,xo me puse a contarles alguna.<; cosas de las que Sf! dicen .en estas páginas r ellos, oyéndome, abrían la boca,)" los ojos mientras apreta1!an tos puños.

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Jlucho se rieron también; pero parece que reJle:\:io­naron más.

y tanto dehió gustarles mi relato que aljinal me instaron para que yo contara todo lo que había visto desde Lima al Titicaca, en los diarios de Antofagasta. Bueno es qlle así lo haga-me dijeron-para que los nii'íos de la pampa sepan que Chile es nuestra patria y que todos los chilenos somos hermanos. Nosotros creíamos que a llStedes los filtres, no los aporreaban en el PertÍ y qz{e todo lo malo era para nosotros, los 1'otos.

Las doctrinas anárquir.as que tanto me mortificaran no ('o[vieron a aparecer más en los labios de estos lNlb(~jadores y yo pensé qZle mientras haya amor en el cora~ón de los hombres, no podrá borrarse de los chilenos el sentimiento de patria.

r aquí nació para mi la idp(l de escribir un libro contando nús desrenturas como una modesta contri­hllción a la idea de patria.

Pero, ¿cómo hacerlo? ro no sé escribir y si escribo lo hago como el mlÍ­

sico aqllel de la zarzllela, que siendo sordo tocaba IJar oído. Así he escrito, por oído; pero también con toda el alma.

y aquí está mi libro, del cual no dudo qZle los hom­hres ilustrados de Chile sabrán e:\:presarse con be­ne¡'olencia, que en cuanto al Plleblo casi estoy se­gllro del aplallso.

'René mendoza.

{í .. . . , T920

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EN LAS PRISIONES PERUANAS

(APUNTES)

I

ALTIPLANO

Caerse de la cuna cuando despunta la vida, terrible dolor y -espanto ha de causarnos; pero a nadie le es permitido recordar estos primeros sinsabores, porque la inconsciencia de aquellos días es una barrera impo­sible para la memoria. Sin embargo, el hombre pros­cripto bien puede decir que ha sentido un dolor y es­panto semejantes, por cuanto la patria es la cuna del hombre y perderla es como caerse de la cuna nueva­mente.

Asi, en eetas cosas cavilaba yo, sentado en uno de los grandes bloques de piedra de la Catedral en cons­trucción de la ciudad de La Paz, mientras aguardaba al último amigo de Chile a quien tendría el honor de estrecharle la mano, antes de partir para la tierra pe­ruana, en una mafiana de Setiembre de 1919.

y no podía pensar en otra cosa; era una obsesión. Atendiendo a una cumplida invitación que me habia

hecho el distinguido hombre de la diplomacia boli­viana, sefior don J. A. A., nos reuníamos con este caba · llero entre los bloques de la Oatedral, punto de cita, para admirar las grandes columnas de granito que

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10 RE:-iÉ ME:-iDOZJ..

f'Rtán subiendo a los cielos y todos los asomos de mara­villa arquitéc~óDica que ya se ven.

Portentoso monumento será esta catedral en cuya c-onstrucción trabajan desde hace cien años, faltando úrros tantos para dade fin.

Después de las c1ltedl'ales de l\Iéjico y de Lima, será é..,ta, sin duda, la tercera en el mundo indo-latino, ocu­pando el alto rango que desean para ella los hijos del altiplano, y bien puede el prelado que ha de oficiar la primera misa DO pensar en nacer, qne tiempo Je queda.

-Faltan cien años, no se puede ayanzar, aqui no es posible aplicar el concreto armado ni los envigados de a~ero, debe seguirse canteando y puliendo la piedra. Mientms tanto, ¡qué de cosas tendremos que ver! me dice el diplomático al estrecharle la mano.

-¿Acaso guerras, señor? ¿Piensa Ud. en la guerra? .- N Ó, no pienso en la guerra; pero, a propósito, me

preocupa, su viaje al Perú-temo por Ud.-no vaya. Ya se lo he dicho; en el Perú los odian a Uds. 109 chi­Ip-nos.

-No importa, señor, ya tengo resuelto mi viaje. Esta tarde iré camino del Titicaca y pasado mañana estaré en Puno, y en pocos días más me encontraré muy fresco E'entado frente al palacio de los Virreyes. ¡Me río de los peces de colores y del odio peruano! Yo lIO

temo nada, por cuan to llevo la misión de bacer la paz entre Ohile y el Perú.

-¿Entonces Ud. lleva una misión? ¿Oómo co me lo Labia dicho?

-No, sel1or, no llevo misión del Gobierno chileno; ,"oy a h:1t!er la paz por mi cuenta, así como suena.

-La verdad es que no comprendo su temeridad; pero cada uno sabe su cuento. Yo creo que se necesita mucho valor para ir al Perú en estos momentos; Ud. sabe qLle por la tirantez de relaciones no encontrará cónsuies chilenos allá, y si le pasa algo... ¿fumamos un cigarrillo sucrense?

- Venga el sucrense y gracias ... Oomo ya le he

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dicho, nada temo; pero no dejo de agradecerle debida­mente sus buenos consejos. Es Ud. muy amable y muy amigo de los chilenos. Siempre recordaré con gratitud la amistad que Ud. me ha brindado al abandonar mi patria ... ¡quiera Dios hacerlo feliz!

No pude ocultar mi emoción que el diplomático muy bien pudo leer en mi semblante, diciéndome:

« U da. los chilenos son m uy patriotas, desde que se emanciparon siempre han vívido unidos por amor a la patria. Comprendo su dolor, su pena, al alejarse de élla .. . ~

Habiamos viajado juntos con este diplomático en el tren internacional de Antofagasta a La Paz, y ahí ha­bíamos trabado una de esas amistad.es pasajeras que muchas veces se olvidan.

Él, un cochabambino joven, alto de estatura y de maneras afables, un tanto fumador y que gustaba ha· blar de libros a la par que "pródigo en sus expansio­nes generosas». Y yo, un chileno dispuesto a una grande por Chile si llegaba el caso y no menos pródigo que digamos.

Estas pasiones por el tabaco y los libros nos habían unido en amistad, como siempre acontece entre hom­bres que gustan de estas exquisitas inclinaciones; pero esta amistad de una semana no era bastante para lle­gar a la intimidad y confiarle mis cuitas; no podía pues decirle nada de lo que yo cavilaba y seguía bartulando en aquellos momentos.

¿Qué cara hubiera puesto el diplomático si le hubie­se salido de rompe y rasga que «perder a la patria es tan doloroso como caerse de la cuna?;> Habría asen­tido, talvezj pero sin comprender mucho de lo que habia detráll.

y así fué que nos despedimos «sin otro particular­como -dicen los comerciantes en sus correspondencias.

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12 RENÉ ~1ENDOZA

dp

El ferrocarril eléctrico nos saca como un ascensor del hoyo en q!1e se encuentra la ciudad de La Paz. Abajo queda esta ciudad rara, de plano ondulado y poblada de gente que zetea para bablar. A cada rato me parecía oirme llamar con el ¡zist-zist! paceño por la gente que transitaba subiendo y bajando las acciden­tadas calles.

De arriba se goza de un bonito paisaje: el Illimani dominando a la ciudad como un centinela de capuchón blanco y ella, la ciudad, llena de recuerdos coloniales nos evocan leyendas de . capitanes y mineros ava­rientos.

En ninguna parte de nuestra América española ha­brá un sitio mas a propósito para evocar los siglos pasados que en la tierra boliviana. Bolivia es un país­convento que vive en su estenso claustro del altiplano y a su capital, metida en el hoyo en que está edificadar tlO sería fácil encontrarla sin el auxilio de los fierros que los chilenos han tendido desde el Pacífico.

En esta ciudad, cuando uno contempla -- por las no­ches-los muros de algun convento, se siente pasar algo extraño: el hálito de un Felipe Segundo y el aJa­rido de un esclavo sobrecogen el espíritu del viajero por cortos instantes en medio del olor a santidad que viene de las ojivas o de no sé donde.

Hay un olor especial en Bolivia, que todos los chile-1I0S lo habrán olido. Es algo que huele a indio-olor de raza talvez-pero que yo lo ho tomado por color a santidad» por los tantos estornudos que he tenido.

En pocos minutos el tren nos vá alejando de la ciu­dad y pronto desaparece ella con sus conventos_ y su pintoresco y risueño Obraje. Es este Obraje el Nuñoa paceño y residencia de los presidentes y grandes ricos holivianos.

Viacha, punto de bifurcación de las vías férreas que van a Chile y al lago Titicaca, es la primera estación

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que nos sale al encuentro, en donde hay también una de telegrafía inalámbrica, las que pronto abandonamos para seguir en busca del puerto de Guaqui; pero arras­trados ya por una locomotora a vapor que principia a correr a toda máquína por la llanura solitada, sin vegetación y sin pizca de poesía.

Corre el tren como espantado, ganoso de atravesar pronto los inmensos llanos sin fin de la altiplanicie boliviana, en donde nada hay que mirar; ni hondona­das ni lomajes llenos de verdor como en Chile, no apa­rece en parte alguna la puntilla que sirve al guaso caminante para precisar el término de la jornada en este plano inmenso de contornos azules; sólo ranchos o pobres rucas de indios con sus techos llenos de pe­quefias cruces interrumpen la monotonía de la llanura en ciertos parajes por donde va pasando el tren.

Verdaderamente, esta altiplanicie es un olvido de Dios, en la que la puna nos amenaza como un dogal estrangulador. Sin embargo, áparecen sus entreteni­mientos por las cercanías del lago cuando viene la tarde. Grandes nubes blancas como copos de algodón se destacan en el cielo que alguien se preocupa en rayar de arriba abajo: las centellas de la tempestad eléctrica atraviesan las nubes en violento zig zag de huincbas plateadas y a medida que se va consumiendo la tarde se transforman en culebrillas de un rojo ame­nazador.

Fantástica pirotecnia es esta que a veces deja oir Sil

atronadora artillería entonando los nervios en forma muy particular y reconfortando el espíritu abatido por la tanta soledad.

Casi de noche el tren se detiene frente a las famosas ruinas de Tiahuanaco y la máquina se pone a dar fuer­tes resoplidos como para despertar a la civiiización que allí se ha dormido desde hace 200 siglos ¡vano intento! -La máquina calla y uno cree sentir el mismo silencio que debió interrumpir el bullicioso espafiol en la última noche del poderío incáico.

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14 HE:"IÉ \IE'iDOZ.\

Desde el tren poco se vé debido a la obscuridad, 8penas se distinguen los monolitos más cercanos que esperaban mi pilsada desde tanto tiempo.

¡200 siglos me aguaitan, mientras el olor a santidad se hace más intenso!

Sigo estornudando. Frías rachas de viento que vienen del lago penetran silbando por las ventanillas del tren que ha seguido su marcha, y a poco andar vamos bor­deando las pintorescas orillas del legendario Titicaca para detenernos en la est¿lción de Guaqui, en donde pasamos la noche muy cerca del enemigo, en medio del silencio que deja sentir hasta el paleteo de los bo­gadores que hacen la ronda nocturna.

¡Tenemos contacto! dicen los militares y mi primer contacto con el enemigo lo tengo con el peruano ven­dedor de pasajes para Puno.

Los chilenos no pueden pasar al Perú-me dice un amigo boliviano-no sea Ud. loco.

-Meh, las cosas de su mercé, yo paso; pero guarde U d_ silencio que voy a comprar pasaje como ciudadano argentino.

-El pasaje vale 14 soles y Ud. como argentino no necesita pasaportes; sólo a los chinos y a los chilenos se les prohibe la entrada aZ-Perú, ad vierte el cholo boletero al comprarle mi pasaje.

-¡Bien, muy bien hecho, ché! Primer contacto y primer insulto. ¡Paciencia! Con mucha galantería soy recibido a bordo del vapor

Inca por el capitán de esta nave, quien a pesar de mi fingida nacionalidad, que él muy bien sospecha, no deja de atenderme.

Buena gente me parece la peruana-lo del odio­habladurías nada más.

Linda navegación vamos haciendo por el lago; a l~ puesta de sol hemos zarpado del puerto boliviano con

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rumbo a Puno, adonde llegaremos mañana muy tem­prano; pero lo de las pintorescas orillas que anota un geógrafo de mi tierra no es tan cierto; al contrario, estas orillas que voy mirando son agrestes, sin vege­tación: feas las orillas. De noche las cosas cambian como por encantamiento y en Ulla noche de esplenden­te luna como la que nos ha tocado en suerte, la superfi­cie del lago va tomando un gesto de misterio y poesía, y para que nada falte, también llevamos a bordo una pareja de novios o de simples amantes. No se sabe a punto fijo la calidad de la par@ja, y si he dicho aman­tes, es porque se van mordisqueando sin el menor re­cato y sin atender a la belleza del lago, que es tanta.

Como la noche va tan hermosa, nadie busca su cama­rote; todos tratamos de charlar, y yo lo hago con un doc­tor boliviano, vecino de camarote y mesa, con quien llegamos sin darnos cuenta a la cuestión del Pacífico.

Creyendo este doctor hablar con un argentino se expresa mal de Chile; hay ¡;:angre de por medio-me dice-y si Chile es rico es por el salitre; pero el día que nosotros hagamos la compuerta, vendrá la ruina de Chile.

- ¿Cómo así? ¿Qué compuerta es esa, ché? - Sepa Ud., responde el doctor, que hace tiempo vino

un sabio norteamericano a estudiar la región de este lago y en su informe probó que los desagües y filtracio nes que van para el Pacífico, son los elementos que dan vida a la pampa salitrera qUB está en poder de Chile. Haciendo pues una colosal compuerta a estas filtracio­nes, los desagües buscarían la región del Plata y en menos de 20 flilos ee produciría la muerte de la fabu­losa riqueza chilena y, como Chile se porta mal, 'pronto haremos la compuerta.

¡Segundo contacto! La compuerta boliviana me da. sueño y busco mi camarote para dormir mi primera noche bajo la bandera peruana.

Por lo que se va viendo, hay algunos bolivianos muy empingorotados de entendimiento.

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16 RENÉ MENDOZA.

¡Puno! ¡El Perú! ... , ¡Puno, tierra peruana, dejadme pasar! ¡No desmien­

tas la fe que traigo en la paz prometida; dejadme vivir en tus ciudades y correr por tus campos!

¡En nombre de Dios! .. . ¡Salve Puno, tierra peruana!

Grande es el alboroto que hay en la estación de Puno; todo el pueblo está en los andenes despidiendo a los convencionales que marcharán en el mismo tren que yo tomo para Arequipa.

Discursos, hurras y tocatas marciales llenan de júbi­lo a la primera muchedumbre peruana con que me en­cuentro. Son las siete y minutos de la mañana cuando una banda de cholos negros y mal vestidos que está cerca del tren arremete una marcha de guerra para despedir a los diputados.

¡Viva la juventud puneña! ¡Viva la. Asamblea Nacio­nal! . . .. ¡Mueran los chilenos' . . .. Fueron los últimos gritos de esta muchedumbre compuesta en su mayoría de cholos de dientes largos, al tiempo que el tren se ponía en marcha.- ¡Y yo que les había echado un salve!

El lago ha sido como un paréntesis, pues la llanura se presenta de nuevo y la puna me aflige en ciertos parajes muy elevados, (4,800 metros) también algu­nas damas que van en el tren se ponen pálidas y se desasosiegan mientras las docenas de doctores que nos acompañan en el mismo vagón hablan de politica­todos parecen de acuerdo - y yo comprendo que grandes acontecimientos me esperan en Lima.

Una simpática mollendina viaja a mi lado; pero yo no me preocupo de ella por atender a la conversación de los políticos que se hace interesante por la uniformidad de pareceres, hasta el extremo de que yo me pregunto si será cierto que «el cholo instintivamente está anima-

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do del espíritu ovejuno que dice Nietzche»-al menos así lo afirma Alcides Arguedas en su libro de oro in­titulado Pueblo Enfermo. N o son casas mías, ¡Q,uiá!

En J uliaca, punto de arranque del ramal para el Cuzco, encontramos mucha gente armada con trajes de excursionista8; son boy scouts que marchan para una concentración en no sé qué ciudad de la meseta, llevando todos rifles con larguísimas bayonetas. 'ram­bién hay tropa de línea que viene llegando de Ayacu­cho en viaje para la frontera boliviana. ¿Q,ué pasará?

Nada entiendo, no comprendu este movimiento mili­tar; pero en Pampa de Arrieros, mientras almorzamos, pesco algo de la clave: todas estas tropas son cuadros instructores que vienen desde Lima o de Arequipa para servir de base a una colosal movilización militar.

Mala cara me va poniendo la llanura mientras cami­namos en busca de la bella Arequipa; a cada rato se asoma por entre los cerros de la cordillera occidental el coloso centinela de la sierra. El ~Iisti como un indio ceñudo y fiero parece preguntarme de donde vengo y cuáles son mis miras al andar tan sólo y tan mudo por la tierra peruana. Pasaban los centenares de kilóme­tro y yo no decía palote.

¡Ah, cuando viene la tarde y el tren se va como hundiendo en las sombras de estos páramos, viéndose viajero en medio de gente enemiga, sin ver una cara conocida, se necesita ser chileno para fumarse un ciga­rrillo cJoutard" sin perder el buen talante que se ne­cesita!

Un peruano que fuera a Chile viajaría, mal que bien, entre jardines.

Mi vecina, la mollendina, que también viaja para Arequipa, va inquieta por mi silencio; casi nada he hablado con ella, apenas lo muy necesario para pedirle disculpas por la humareda que llevo y sólo me ha visto fumar y mirar la llanura. Pero al despeñarse el tren en violentas curvas de algunas bajadas, hemos hecho contacto con las rodillas y ella se ha puesto

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habladora, tomándome por su la amistad ........ ha de entenderse.

Entre las muchas cosas que me"ilustra .obré _.~~« pa, me hace saber que el nombre de esta ciudad flca en lengua quechua: cAquí me quedó.,

Asi fué como dijo el inca de la leyenda al pasar fréB­te al Misti, camino del Cuzco: cAre-quepa .... aquhne quedo; pero yo no puedo hacer lo del inca, puesto que voy muy urgente para Lima.

Bajo un cielo azulado de diamantes, está la bella y muy culta Arequipa, viviendo sus horas de inquietud a 108 piés del arisco volcán, sin que nadie sepa lo que piensa este tio de los Andes, en 8U modorra que vapa}". largo; algunos sabios creen que está en ebnllición para abajo y otros han dicho que le saldrá"or arriba la la­va mata-gente que tiene almacenada.

Sin embargo, a pesar de este estorb()----'el Misti-Ia ciudad es tan fascinadora que yo me doy el capricho de pasearme a altas horas de la noche para gozar del cielo más azul que hay en toda la América y en espera del cataclismo que parece anunciar la sonora campana de la vieja catedJal. "

Todas las campanas de Chile, juntas y congrega­das, tocando las oraciones o cualquier cosa, resultarían campanillas de mal tono si se les hiciera tafier aliado de la campana arequipefia y yo tendrfa que saOOr tantas cosas como las que saben los poetas para decirle al papel lo que es su augusto son; porque bien parece que el badajo de esta campana golpeara adentro del volcán por repercusión de un alerta que viniera desde los mismos fondos inf~nales. Y tanta es la severidad con que queda hablando en sus vioraciones, que el alma acongojada cree percibir el espanto de Pompeya.

¡Por Dios, que suena fuerte! Cada campanada es un poema, he dicho a mi hotelero

en medio de mi eutusiasmo, quién me ha recomendad~ detenerme hasta el próximo Domingo para mejores repiques y dobles de mayor retWtllaCJOIt,!

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COBa curios<l; todos los hoteleros del altiplano pien­san lo mismo que yo, tienen idénticos gustos y todos me aconsejan que diga: Are-quepa; pero yo no puedo hacer lo del inca, puesto que voy ...

De Arequipa a Moliendo, el camino casi nada cam­bia; la llanura siempre gris y desolada, sólo el espejis~ mo fascina por momentos con sus inundaciones colo­sales que nos presenta al frente del tren y a donde uno cree ir a caer junto con todos los convencionalefl que se han agregado en la ciudad de la sierra. La últi · ma jornada para entrar al litoral no ha sido posible verla, nos ha pillado la noche; pero al llegar a l\Iejía -penúltima estación-me han quitado las agujas que punzaban en mis oídos por efecto de la puna y los cigarros ya no vienen resecos como yesca. Las brisas marinas me volvían a la vida de las tierras blljas, (n donde había nacido. I

Sentado en silla de brazo que cuelga de un pescante o grúa del muelle, hay que embarcarse en Mollendo para ir a Lima, pues, el mar no permite atracar em­barc:lC'ión alguna para los pasajeros y así fué que ent¡'e muchos peruanos izaron la silla conmigo hasta cierta altura, baciéndome revolotear en el aire por algunos momentos hasta apuntar en la lancha que abajo en el mar bacía vaivenes y a donde me dejaron caer sin mayor novedad, como a Rera bán el testarudo.

Fué de verse la puja de tanta gente chola para iZ3r mi humanidad de 86 kilos de carne y llUeflos netamente mapuches. ~

En el vapor me encuentro con la Patria Nueva del Perú, nacida el 4 de Julio 1i.ltimo (1919).-Varios caba­lleros peruanos viajan en calidad de prisioneros custo­diados por la policia de Moliendo; alp:unos ,3n tristes y otros juegan él las cartas, de mouo que el vapor lleva gente peruana de todos colores.-Pnrdo es el color de los prisioneros, y rojo el de 108 convenciollales; de rostros morenos y dentones los doctores de Puno y del

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Cuzco, y de aspecto muy distinguido y de color trigueño la gente de Arequipa.

Así estibado el barco, con esta gente, levantó ancla y echó a correr por tan mal camino que todos nos pusimos a bailar «la refaJosa».

Navegando con rumbo al Callao, la costa peruana se presenta lo mismo que la de Chile desde Atacama al norte, desolada y plomiza como una copia a la mano de los mares selenitas, adivinándoseel desierto que ocultan las dunas extendidas a lo largo, peinadas por los vientos del mar; desde cubierta se vislumbra la soledad que ahí reina; ni un hombre, ni un lagarto se arrastran por esas arenas en donde el gesto de un silencio milenario permanece como petrificado en las rocas que sirven de zócalo a estos Saharas del Pacífico.

Todos los pasajeros-en su mayoría hombres prosai­cos-miran como monos espantados estos muestrarios de la nada y nada dicen de temor al ¡Chist! que 110S

asusta desde la costa. ¡Qué van a decir, si llevan sus cabezas congest.io·

nadas de leyes y de precios corrientes! Volviendo espaldas a estos desiertos, a la caída de la

tarde, cuando el sol se va sumergiendo como una tinaja de greda rojiza en el inmenso llano verde-azul, nos espanta también y seduce a la vez el mismo occi­dente sin fin en que se perdió Magallanes como un sonámbulo de su largo y porfiado sueño. por la redon­dez planetaria.

y por grande que sea la certeza, en las otras orillas, en las tierras que hay allá en el lejano confín, la mente siempre rechaza la embrujada visión que enloqueció al testarudo portugués y, el gigantesco vaciadero, la catarata inmensa en donde están cayendo a torrentes todas estas aguas, parece rumorar en nuestros oídos por obra y magia de la sangre que llevamos de nuestros antepasados.

Por esto, no es bueno navegar a lo civilizado, y para sacar mejor partido debe el viajero apartarse de tod()

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libro y evitar de contaminarse si van convencionales y así sentirse ignorante, pero griego, para gozar de la poesía de aquella santa ignorancia que arrulló el canto de Homero.

Af'Í, bien requete-griego, me dormí muy temprano; pero sin librarme de la amenaza de la madrugada anunciada por el capitán del barco.

¡Y qué madrugada, con el Callao al frente! Muy de mañana, el día 18 de Septiembre de 1919, se

nos presenta el primer puerto peruano_ - ¡El Callao! gritan los convencionales y algunos de ellos me dicen que está ahi, al frente de nuestro barco; pero yo no veo nada debido a la tupida neblina que lo tiene envuelto.

Desembarcamos de los primeros bajo una lluvia finí­sima y en la Aduana hube de hacer de tripas corazón ante los ojos de los aduaneros que hurguetearon todo mi equipaje; pero mis aprehensiolles fueron demás, por cuanto todas los vistas estaban con sueños atrasados, al parecer, pues entre boqueadas y bostezos hicieron tuda la inspección y todos pasamos para la ciudad sin el me nor inconveniente.

Una vez acomodado en un hotel cercano a los mue­lles, me dirijí al balcón para contemplar el puerto, con la idea dominante metida en la cabeza de que estába­mos en día de fiesta; pero tanto las torres y campanarios de la ciudad como los palos de las muchas naves ancladas en la bahía, estaban sin banderas.

En toda mi vida, este día era el primer «Dieciocho» sin ban'deras que yo conocía y cansado, molido y con una pena negra en el alma, eché llave a mi pieza y me tendí en la cama en donde me quedé dormido hasta las cinco de la tarde, hora que creí conveniente ponerm~ en marcha para Lima_

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LIMA

Ya se está hnciendo lij¡ noche cuando el tren se detiene enl a Estació n de Desamparados de la capital del Perú.­Desciendo del v:\gón muy cautelosamente y con el andar de un gato goloso por el tejado vecino, franqueo las prim~ras calles para encontrarme muy pronto en el renombrado Jirón de la Unión.

Este jirón que es la vía más céntrica de la ciudad, está deslumbrante de luces y lleno de gente que va y viene curioseando los escaparates atestados de joyas, de libros y de modas.-Las damas que pasan a mi lado van hablando un castellano muy correcto y tan dulce que bien parece que todas ellas han de venir de la casa de los Alvarez Quintero o de donde Benaveute, pues tal es el armonioso parlar que deja oir la gente limel1ar

Algunos muchachos vocean con triste acento las ho­jas literarias que escriben los hijos de don Ricardo Palma. ¡Crónica, seño~! Variedades, señor! son gri­tos con que algunos rapaces me estorban el paso al mismo tiempo que otros solicitan mi atención con: «¡la suerte! ¡son dos mil soles, señor! ¡le estoy botando la suerte, señor!~

La insistencia de los muchachos con sus generosos ofrecimientos me da cierta tran quilidad y buen ánimo para i:lvanzar por las calles de la ciudad, la. que yo me imaginaba a.lgo enfurruñada y que ahora se me iba

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presentando tan incomparablemente bella y tan única en sus líneas de noble dama, que no me parece posible nos guarde algún resentimiento a nosotros, los chi­lenos.

Ciudad muy hermosa es Lima y no hay tiempo que perder para conocerla; y así como el muchacho hojea con afán el libro recién adquirido, mirando títulos y grabados, yo me dí a recorrer por las calles y las pla· zas, muy inquieto y sin orientación.

Apenas me detuve para atender a un ligero yantar en el Hotel Cardinali, lugar de mi alojamiento, cuando ya estaba de nuevo en medio del bullicio del jiron nom­brado por donde avancé hasta el portal de Botoneros, que está en un costado de la Plaza Mayor. Aquí tomé un poco de café en el casino «Marrón,., proveyéndome a la vez de cigarrillos del Estanco Nacional. Así con estos pertrechos que nunca me pueden faltar, llegué hasta la famosa Catedral, y como el sitio estaba sólo, practiqué la infantil ceremonia de pasarle la mano por toda la fachada; hecho esto, descendí las gradas y con paso resuelto y aire despreocupado me trasladé al costado vecino, en donde me dí algunos paseos por de­lante de la guardia del palacio de los Virreyes.

Todo eiltaba en calma, no babía novedad. Con el deber cumplido, puesto que había saludado

a ¡la Historia y a la Religión, regresé por donde había subido y siguiendo calle abajo llegué hasta el moderno Paseo de Colón, no sin haberle ecbado una mirada de reojo al tétrico edificio llamado Panóptico. Dicen que en este presidio hay departamentos especiales para los presidentes cuando caen en desgracia. Así ha de ser, puesto que son tantos los que han caído y tendrán que caer.

Después de algunas horas que ocupé en mis traji· nes, senti la necesidad de saber el nombre de ciertas calles que babía recorrido; nombres que yo los babía puesto en duda al oirlos de boca de las personas a quienes interrogara durante mi paseo. El plano de la

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ciudad que llevaba eñ mis bolsillos me hizo saber que era muy cierto que yo había pa.sado por las calles de Buena Muerte, Melchor Malo, Divorciadas, Come·Sebos y Siete Jeringas, y que tal vez sin darme cuenta ha· bría hecho también la chusca combinación tan popular en Lima y formada con los nombres de las calles de La Condesa, Yaparió, Pericotes, y Afligidos.

Como iba avanzando la noche hube de regresar al Jirón de la Unión, por no ser conveniente andar tan lejos del centro en UI:!a ciudad desconocida, vista por la primera vez.

Ya en el jirón, sigo paseándome. Todo el comercio ha cerrado sus puertas y vitrinas,

haciendo palidecer la luz, quedando solamente algunos arcos luminosos que indican a la distancia las salas de los cinemas con sus «Rateras Relámpagos»; del lado del Rimac, sopla una brisa tibia que juguetea con las basurillas dejadas en el pavimento, mientras del cielo cae una lluvia finísima; dijérase que hay como un llanto en la ciudad que acongojara más a mi entriste­cido corazón. Frente a una tienda de puertas de fierro, un barrendero deja pasar pequefios torbellinos de pa­peles desmenu'zados, mientras que con mirada incom­prensible parece leer el aviso de un judío que en varias leguas dice que «Cambia Monedas».

Ccntinúo mi marcha. ¿Esta casa de la esquina, de fachada altanera y som­

bría? ¿Acaso será ella la que me trae tan preocupado? ¿Aquí viviría el último cónsul de Chile? Arriba en el tejado parece que hay un gato.

¡Cuchito! ¡Cuchito! Acompáfiame, hermanito, antes que den las doce ... mira que ando sólo en Lima y hoy es el día de ...

- Un automóvil que pasa hace desaparecer en las sombras al felino.

La casa que ocupó el último consul de mi patria es-

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26 HE:\É \IIlNDOZ\

tará sola, nadie ha de vi vil' en ella; él se fué hace tanto tiempo y se llevaría hasta el gato.

-Sigo andando. En la esquina del jirón con el Portal de Botoneros,

hay un embozado que parece asecharme. Me dirijo a él, soy chileno y la palabra miedo debo quitarla de mis labios. Al llegar, el fantasma me descubre sus gracias: una chola joven, muy jetona me habla de cosas pare· cida.s al amor. Es tan fea y haraposa la ínfeliz, que más le sentaría háblar de la muerte y no de amores. Ante mi mirada despreciativa la pobre se aleja, atraviesa el portal y se pierde en la obscuridad de la calte de Mel­chor Malo.

¡Sí, anda allá! j Yele a nn convento o cásate con esos Melchores!

¿A dónde ir? ¿En donde vivirá algún chileno? Quedo sólo bajo los arcos del portal. De todos los

palacios que circundan la plaza se proyectan sombras amenazantes que van envolviendo en una penumbra de misterio la fachada de la augusta¡ catedral.

Ya es muy tarde y el silencio de! jirór: me aterra; apenas llega de allá muy lejos el silbato de una loco· motora que va arrancando de la ciudad para ir a tre­parse en las alturas de la Oroya, como una cabra sal­vaje que fuera dando balidos de espanto al verse pero seguida por los montoneros de la Sierra; más, en este momento se llena el espacio de un bullicio de muchos que conversan, de un alboroto que saliera de un claus­tro lleno de monjes en que todos hablaran a la vez.

¡Son las <!ampanas de Lima! . _ .. __ Las campanas de la catedral tocan las doce de la

noche y todos los campanarios las van repitiendo; las remedan, las imitan. - Tal1.en las agustinas, las lazari­nas y golpean como en hojalata allá en Desamparados; sones lastimeros vienen de los presidios, de los papnóp­ticos y con toques muy lentos vibra la hora en 108

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..

L J \ • • \ 27

Descalzos. Las domínicas, las carmelas, las capuchinas, confunden sus voces plañideras con una sucesión da cadencias que parecen venir de lejanas recoletas.

También tañen las de Buena Muerte. Es el preludio gigantesco da una orquesta que está

en los aires y que parece arrobarme con la obertura de un «Tallnhaueer» o de un «Juicio Fina!», en medio de tanta soledad.

Bambaleante como un lisiado, creyendo marchar al compás de los sublimes acordes del Dios de lIt Música, sigo mi camino hacia la cl1~a del Dios de los afligidos y de los Bin patria, y allí sentado en las gradas de la catedral dormiría, mi primera noche en Lima.

En el hotel me habían bablado de pasaportes. y yo era un proscrito que carecía de estos papeles

consulares.

Allá en el país del sur, habría noche de gala en la ópera de la capital, banquete en el palacio de la Mone­da y se quemarían fuegos artificiales en la plaza de mi pueblo; mientras aquí, a orillas del Rimac, la caman­chaca se bacía más gruesa y mortificante en la noche del 18 de Septiembre de 1919.

Termill l1 do mi paseo me sentaba como un peregrino de otros tiempos en las gradas frías de la catedra l.

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III

Palacio de Justicia 557

-Veinte de Septiembre. Vamos con buena suerte; ya estamos libres de los

hoteles y de sus terribles tarifas, pues he amanecido de pensionista en una casa., de huéspedes situada en el jirón de Ayacucho, en la cuadra denominada «Palacio de Justicia~ por encontrarse en ella el palacio de los Tribunales. -Esta casa de huéspedes regentada por la señora Blanca García Mentoso, esposa de un señor Urquieta, senador de la República, es elegante, con sa­lón, piano, y una peq ueña bibioteca por alladidura. - Se me ha destinado un cuarto bien amoblado y con algu­nas estampas religiosas que no carecen de mérito artístico; siendo todo esto por una paga anticipada de cien soles mensuales que he debido cancelar en la noche de mi llegada.

Como de costumbre, me amanece tarde, me levanto a las doce.-La señora Blanca que ha debido estar preocupada de mi tardanza me previene muy atenta que ya es hora de almorzar, pues están a la mesa todos sus huéspedes.

Obedeciendo con toda la cortesía que se me vino a la mollera y que nunca había tenido-siempre he sido brusco-me dirijo al comedor oon muy pocas ganas de almorzar-hubiera ayunado con mucho gusto--'pues

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sospecllO que el comedor estará llello de enballeros peruanos y c¡ lle seré recibido con una descarga de miradas.

¿Qué hacerle?-n lo hecho, pecho, y paso; avallZO y saludo correctamente .

• El señor Mendoza, argentino» 1 dice la señora Blanca, con un rápido guiño de ojos, presentándome a los caballeros, quienes se ponen de pie; las damas aguar­dan mis cumplimient<¡ eu sus sillas con sembiántes ris:leños de bienveHida, que me hablan de simpatías y 110 de hostilidad.-Un ambiente de fina edtlC<1ción hav en toda la sala, mientras estr echo la mano de Monseño~ García, canónigo y diputado por el Cuzco, más la de otros caballeros, diputados también por el mismo departamento; sigo con el señor Kaster, tacneño y su hermosa señora, ambos muy simpáticos y buenos a carta cabal, como lo veremos más adelante; rápidamente voy presentando mis respetos al Q.octor en medicina, sefior Silva; a un señor alemán, ex· contador de la armada del Kaiser y al teniente Fel'l'uzo y su esposa, bija ésta de doña Blanca. hastH.llf'gar a donde el coronel Vellido, Yetel'ano del 79 v sefíora.

l~o era poca. In:- g'ente peruana que había. Entre el coronel y yo pasa algo al estrecharnos la

mano; el recuerdo de una guerra asoma en la cefiuda . freme del viejo soldado :r sus pupilas brillan como em·

papndas de un líquido venenoso. Sus ajes semejan l'If\í dos g'otas de agua de la 'forfana que fueron a inyectarfe en mis veuas.-¿Qué 1<\ habría hecho yo? La alltipatía es mallifiesta :' grLlñimos:

-jA sus ól'dene,,! jilLendozll! -¡A las de usted! ¡Vellido! ¡Hum ... ! -¿Es argentino, el spuor? ¡ Hum! "" ¡Si, señor! ¡Hum .. . ! Por poco no nos agarramos-dijérase que queria

hacer la mafiana conmigo-pero Hmbos bajamos la vista, es decir guardamos los aceros y q uedu mas vre­senwdos.

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PAL\CIO DE J VSTlCI\ 5;)7

Fuera de los nombrados hay muchos otros eaballe ros, que no tengo para qué citar; pero clebo agrE'gul' a. la lista una cholita de siete afios de edad, sobrina del coronel. Esta cholita que tiene aspecto de chineolito con pensión más predispuesta al llanto que al alegre cantar de los chincoles de mi tier!'a, es un chuncho para mí y le temo m~s que al tío, el coronel; soy su· peniciosu o fatalista como creo que es la mayoría de los chilen'lí3.

Cierto es que nadie confiesa esto, la supertición; pero los chilenos t:liempre encontrarnos chunchos en las ca­rreras, en la política y en el amor y basta en lo que carece de azar, y creo que G. Blest Gana mejor veedor que yo, no se ha olvidado de ello eu El Loco Estero. ¿Podría pues, evitarme de encontrar mi cbuncho en Lima?

Nada bueno me traerá la cbolita, algo me va a pasar. 1 Allá veremos!

En medio de los temidos azares de la vida que ini­ciaba en Lima y que ya bien presentía, tomé asiento pa­ra almorzar, quedando entre el caballero alemán y la esposa del teniente Ferruzo ... El almuerzo no era malo, varios guisos de buena condimentación se presentaron éL la meS11.

La sefiol'a Blanca tiene la palabra; estll señora que es de criari fija,-39 afios Y. nada más-nI) es fea; sus brazos muy blancos y de busto turgente, revelan a toda una dama. Es muy turgente la sefiora. ¿De qué habla la seI1ora?

Nada menos que del div.orcio, de la ley que muy pronto despachará el Congreso-ella tiene simpatías por dicha ley puesto que sigue en la actnalidad un juicio de di voreio con su esposo el senador seIlor U r­quieta.

El üesenfado con que se defiende una ley tan poco simpática para nosotros, los sudamericanos, me hace meter la cuchara en l::t convel'flación.

¡Alto aquí!-Jigo-pero COll la mayor cortesía, puesto

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32 RE~É ~lE:\'DOZA

que la controversia la inicio con una dama peruana, al parecer muy leida y muy lista: «El divorcio, no me pasa; no habria podido comprender nunca a mi madre con tres maridos vivos. Todos los hombres de la tierra pensarán lo mismo, si tienen presente a sus madres; no habrá un hijo que no desee a su madre, esposa única de un sólo hombre y que este hombre se llame su padre. ¡Esta es la cuestión!"

¡Bien! ¡Muy bien! Exclaman el señor canónigo y todos los ahí presente, menos el coronel que dijo: ¡hum!

88110r Mendoza-dice doña Blanca-los argentinos como los chilenos son muy tácticos para dar una bata­lla. Usted ha entrado triunfando.

Tema tan escabroso hubo de abandonarse, conti­nuando con la palabra el señor canónigo, quién trata de José Ingenieros dirigiéndose a mi, por ser yo un compatriota del sabio argentino. Yo que bien poco sé de Ingenieros, para salir del apuro hago un enredo con 8chopenahuer, manifestándome en pugna con todos ellos, pues comprendo que el canónigo no gusta de In­genieros y si me meto a defenderlo bien puedo hacer una plancha y raro tendria que parecer que un argen· tino ignorase la vida y pormenores de tan ilustre com­patriota.

Más pronto debo caer en una plancha; alguien habla de Cucufatos. Mi canónigo que lo tengo al frente pare­ce querer ilustrarme sobre los peruanismos que estoy oyendo y yo sin reflexionar le pregunto:

¿Tenga la bondad, monseñor, de decirme el signifi­cado de cucufato?

Cucufato se dice por un católico práctico, me res­ponde monseñor.

Rien casi todos los caballeros por la coincidencia en que he caído al imponerme de una palabra que en Chile equivale a pechoño y que yo inexperto he averiguado del que menos; de un sacerdote.

Como siguiera una risita algo picante, más para el

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PALACIO I)J, Jl ' STICTA 5;,7 33

canónigo que para mi, me creo obligado a salvar la situación.

-Soy extranjero, señores, y pOI' tanto tengo nove· dad por las cosas del pais en que me encuentro. No crean que me acholoj no señol"f's.

¡Acholado! la carcajada es general y el momento no es para descrito.

Despierto-esta es la p¡"labra-y me doy cuenta que estoy en el Perú usando los términos despectivos que empleamos en Chile para los peruanos.

Entonces, el canónigo, con su fina educación trata de sal varme llaciendo recuerdos muy felicei:l de mi pa­tria, la que ya no era prudente seguir negándola. Es' taba casi descubierto. Expresiones y conceptos muy honrosos brotan de los labios del sacerdote peruano para los chileno~; cariñosamente habla de don Creso cente y de don Ri1mon Angel.

Ante tanta galantería y cariño por los sacerdotes de mi patria, doy mis agradecimientos muy conmovido a J't'Ionsefíor García y a todos los presentes; pues noto que ha habidu asentimiento general.

Un plato de arroz muy superior con carne asada va cerrando el almuerzo y casi no he notado diferencia con la comida chilena, si no fuera por la falta de vinos, pues todos han bebido «Agua de Jesús», similar de nuestra Panimávida.

Entre tanto, para explicar un poco mi origen aro gentino tan borrado por mis características chilenas, les advierto que si bien es cierto que llací en la Ar· gentina, mis padres me llevaron a Chile siendo yo muy - . pequeno.

Todos aceptan mi explicación, pero a beneficio de inventario.

No podia, pues, descubrirme del todo, bruscamente, mientras no conociefa mejor el terreno.

:Mas a la bora del café, ya todo el mundo habla de Chile, sin herirme en nada, y parece que el asunto de Tacna y Arica Re esquívaba cuidados.amente. Hablan

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34 REN É MENDOlA

bien, hasta con cierta admiración y nunca he puesto en duda la sinceridad con que los huéspedes de doña Blanca aceptaron mi amistad, a pesar de mi sangre araucana.

Sólo el coronel Vellido se ha mostrado hermético. ha hablado poco y ha observado más, y yo, alentado por la buena acogida que se me hace, no me preocupo de él; lo tomo por un militara te ignorante y sandio, y no era tanto.

Al fin terminó este almuerzo-tormento, y todos abandonamos la sala con muchos cumplimientos; pero al salir veo con horror que la sobrinita del coronel, mi chuncho, anda con el rallador de la cocina metido en los piés a manera de patino Con razón temla algo: en el comedor había queso rallado.

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IV BUTTERFLY

¡LÁZARO! IBu'l'TERFLY! anuncian grandes letreros lu­minosos que como cintas de fuégo cortan el espacio al fondo del jirón. . Tenemos función de gala en el Teatro Municipal por la celebrada compañia lírica que dirige el divo Lázaro, en honor de la colonia itallana residente en Lima. Iremos pues a oir la ópera, no tanto por la par­titura pucciniana, que no es de mi dilección-piso más alto-como por conocer la tan ponderada be­lleza de las limeñas y el teatro de ópera de la capital peruana.

En el atrio, un cholito muy afable y zalamero me vende un billete de anfiteatro por trece soles o sean treinta y tres pesos chilenos más o menos. Caro, cari­simo el teatro en Lima como los hoteles y toda la vida a pesar de tener mejor cambio que nosotros.

Estacionado en el foyer del teatro observo el arribo de la gente; pero sufro gran desengaño; la sociedad limeña no viene. Damas muy elegantes, retacas las más y de pelo rubio descienden de los automóviles; son bellezas italianas que forman parle de las nuevas aristocracias de las capitales sud-americanas. Se llena pues, el teatro de esta aristocracia sin pergaminos, pero de perfumados atavíos y tocados. La platea queda algo desierta, los paleos solo lucen centenares de cabezas rubias rutiJantes de pedrerías.

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36 UENÉ MENDOZA

La ausencia de la gente limefia me revela que la aristocracia peruana debe ser muy orgullosa, pues tratándose de una fiesta en honor de una de las colo­nias más queridas en la capital del Rimac, casi podría decirse que la cosa huele a desaire, más si se tiene presente que Puccini gusta tanto en su Butterfly.

Estamos listos, quiero decir, cada uno en su asiento en espera de la función, yo no quedo mal, a mi lado descubro una verdadera belleza limefia de las mismas que andaba buscando. ¡Una casualidad!

Esta belleza, es una muchacha de unos 17 afios; pero como para mi sería imposible hacer su retrato, bien puede el lector remitirse a la pintura que hace Víctor Rugo de la gitana de ~Nuestra Sefiora» para así comprender mi justa admiración por esta gitana del Rimac.

El golpecito mágico de la batuta del director hace poner de pie a toda la orquesta y al público también, compuesto ya de japoneses y chinos en las localidades altas, centenas de italianos en los palcos y alguna ju­ventud peruana en las diversas aposentadurias, más :m chileno bien acurrucado en la butaca núm. 113. En este instante rompe la orques.ta y los violines dicen un acorde de guerra y de amor patrio:

"Somos libres, seámoslo siempre.

La canción peruana arranca atro~adores aplausos a toda la sala y yo aplaudo por ciento como un verda­dero amigo. La música del himno peruano es bonita, y algo triste; yo la conocía y he aplaudido ('o"n since· ridad y por prudencia también.

Sentir antipatía por el canto de guerra de un pais enemigo es cosa de gente guasa- así lo creo yo-más si tenemos presente que el ejército peruano jamás ha pasado por nuestros campos y ciudades mortificándo­nos con sus bandas militares. Con todo, debo confesa!'

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nUTTERFLY 37

-que sentí una especie de asfixia, muy parecida a un ahogo que tuve cuando era niño por haberme tragado un hueso de níspero. Y quién quiera que se encuentre en un caso igual tendrá que sentir el mismo hueso en la garganta, este hueso que creo se llama patria.

Apenas se me pasó el ahogo, vino la ópera, llenán­dose la sala con las armonías puccinianas, mientrns los japoneses se dan a aguaitar el pedacito de Japón que se presenta en la escena.

En el segundo acto, mi vecina, ya no me está gus­tando; la he sorprendido leyendo el libreto, preocupa­ción ésta que siempre me ha caído mal. Con acento muy quedo me dirijo a ella, recomendándole que no lea el libreto porque perderá mucha música.

-Señorita; ponga toda su atención en la partitura, luego va a venir el bocea ehiusa.

-¿El boca qué? ¿Diga Ud.? -Señorita: se trata de un canto muy hermoso que . .. Una mirada penetrante de la limeña me hace poner­

me en guardia-me ha traicionado mi voz el dejo chileno, como dicen en Lima-flli ve~ina ha sospechado que soy chileno, no me cabe duda. Nunca olvidaré la mirada de fuego con que me envolvió la beldad lime· ña; sentí como un flechazo de luz que partiera del re­flector de una locomotora Mikado a toda marcha.

Concluyó la ópera; orquesta y coros muy bien, so­bresaliendo la japonesita que anda trayendo el divo Lázaro. Esta artista, como verdadera hija del imperio del sol naciente, ha hecho el principal papel en el dra· ma de Puccini y con la propiedad que se ha de com­prender.

Todos aplauden: los japoneses. a su compatriota que yace tendida en la escena, y los chinos también cele· bran a la parienta; los italianos nI maestro, y creo que la juventud peruana ovaciona al pabellón norte-ame­ricano que está en las manos del muchachito huérfano, que permanece en el escenario como un punto final del drama.

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38 llENÉ MENDOZA

Como la cosa está pasando entre parientes y compa­dres, yo me privo de aplaudir y me quedo cavilando un poco; y como todo en esta vida es según el cristal con que se miran las cosas, se me va desarrollando en mi cabeza un capricho mental del cuadro final de la obra. . Esta visión o embrollo de mi entendimiento-no sé como llamarlo-se me presenta casi más trágico que toda la desgracia con música que tanto se aplaude.

El Perú, no es otro el muchachito que está en la. escena de mi embrollo, con la vista vendada y la ban­dera yanki en 'sus manos, esperando el socorro del Tío y orando por su mamita, herida de muerte por el due­ño de la bandera.

ASÍ, mi visión que he pintado en tres líneas; pero bien puede ser que las páginas de la historia, que con toda seguridad han de seguir a las del Maine, tengan que hablar de un cuadro más calenturiento que el mío, y, si todo esto no fuera más que un disparate necia­mente intercalado E:ln estos apuD'tes; mejor que mejor.

Pero, qué oración podrá estar rezando el chico, se me preguntará. Barruntos tengo de que el huerfanito balbucea algo de la doctrina Monroe, que en cuanto a la cristiana ya la va olvidando, puesto que en todas las escuelas del Perú se enseña oficialmente el odio a Chile y la palabra «venganza» arrulla a los niños desde la cuna.

Todo el mundo se ha quedado en sus butacas, nadie busca la salida; se espera un hermoso canto que ha anunciado Lázaro en su cartel, mientras bajan el te­lón para cambiar los decorados.

Pronto recogen el telón, apareciendo toda la Com­pañía con el divo a la cabeza, llevando banderas ita­lianas y peruanas; muy bien se ve todo el cuadro lí­rico con sus hermosas sopranos y coristas, sólo la japo­nesita desentona por su pequeñez, quien más parece un duende entre granaderos que otra cosa.

Una muy sentida, muy triste y guerrera canción

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OLTTERI'LT 39

<¡ue dice algo de una patria perdida, de una tierra .querida y lejana nos conmueve a todos, pues casi todos los espectadores somos extranjeros y todos sentimos la tristura que flulle como un llanto del "Adiós a Trietltel>, que así se llama la. bella canción que se can­tara en la Opera de Lima, en la noche del 20 de Sep ­tiembre de 1919, al termínar la velada de gala que a mi me costara trece soles, fuera de ahogos y flechazos.

]\fe olvidaba; el teatro munícipal de Lima es muy inferior al de nuestra capital y más pequeño. También debo anotar la circustancia de que en las aposentad u­ríat! de anfiteatro había mucha gente de aspecto dis­tinguido, cosa que no es muy corriente en la ópera de Santiago, mostrándose, además, todo este público muy comprensívo ante la partitura.

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v JIRONES, HUELGAS Y OTRAS COSAS

Como se habrá visto, por lo poco que se ha dicho, .en Lima todas las calles sa llaman jirones; así los hay fuera del nombrado de la Unión, jirones de Ayacucho, Cuzco, Azángaro, Baquíja.no y muchos otros que for­man la parte urbana de la ciudad. Cada jirón divide -su nombre en tantos como cuadras tiene, resultando de esta suhdivisión más de mil nombres por el estilo de los que he citado en mi entrada a Lima .

Sin embargo: no se acostumbra por la gente limeña apelar a los nombres de los jirones para manejarse en sus afanes diarios, todo el mundo da su domicilio indi­cando el nombre de la cuadra en que vive, así se nos dice: en Mercaderes está la casa de cambio; buena pensión encontrará Ud. en Come Sebos; siga Ud. más allá de Buena Muerte o voltée Divorciadas. En Chile diríamos dé vuelta por Divorciadas para que no saliera tan mal intencionado aquello.

Al Jirón de la Unión que mucho hemos nombrado y nombraremos en estos apuntes, se le denomina simple· mente el jirón, así como nosotros decimos Viña pOl' Viña del Mar y corriente es oir decir: ¿vas tú al jirón? -en vez de preguntar como en Chile: ¿ya vais pa f' l centro?-Es pues, el Jirón de la Unión de Lima, el centro santiaguino.

Estos nombres nos prueban el respeto que los perua-

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42 RE:'IÉ ME:snOZA

nos han sabido tener por sus tradiciones con un cult() por lo bello que les honra. Así pues, para apreciar la belleza de Lima, se requiere sin duda, una pequefia dósis de cultura y una disposición de ánimo agena a las cursilerías de que abundan muchos tuI"Ístas que visitan Sud-América, lamentando la falta de ferroca­n'íles elevados y otras cosas, y no podría reconocerse la poética tradición en que vive la ciudad de los virre. yes si llegáramos a élla haciendo comparaciones con Buenos Aires o por la menos con Santiago.

Aunque algo escaso de esta preparación que se re­quiere para visitar la capital del Pérú. pude sentir sin embargo toda la poesía de empezar a vivir en una. ciudad muy goda, andaluza o morisca-que se yó­puesto que mi impresión dada mi reducida cultura n() me daba más para precisar las andalucias y morisca· das de que me vi rodeado.

y es así: «de como, entre moros lo pasamos algun tiempo-, de lo que seguiremo¡; tratando.

Noto que todos me tratan como a súbdito de un país. vencido, tal como si Chile hubiese perdido alguna. guerra hace poco tiempo.

-Si Alemania hubiese triunfado, Uds. los chilenos, estarían degollando a todos los peruanos de Tacna y Arica y tratarían de enviar BUS ejércitos a Lima. mien­tras tanto que ahora deben despedirse para siempre­de estas provincias y de Tarapacá".

Al oir estas conclusiones a mis amigos peruanos, yo no he contestado nada, si he de decir verdad, he abierto los ojos al mismo tiempo que los obsequio con un ciga­rrillo para afianzar la amistad. Con todo, en algunas ocasicnes he manifestado la poca importancia que crel> yo tengan Tacna y Arica para nosotros; pero tocante a Tarapacá he llegado a decirles con tono muy humilde: jcomo nos van a dejar tan recortados! ¿será fautible?

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JLRONES, HUELGAS Y OTRAS COSAS 43

Más factible de lo que Ud. cree, señor Mendoza, mucho más y diga Ud. factible y no fautible. ¡Ud. no es un camanejo! me han respondido muy azorados.

Pero, ¿en donde habremos perdido nuestros derechos? me he preguntado.

Si, ya me voi danda cuenta. Flota en el ambiente de Lima el eco de un triunfo obtenido en una batalla en €spíritu, con coroneles espirituosos y cañonea con espí ritu; todo un espiritu santo muy marcial embeleza a los hijos de la tierra de Chocano, desde el mar a la sierra. Nacida esta victoria de los espíritus, allá en loa campos de Francia a costa de tanto batallar de los franceses y de tanta sangre aliada, rechazarían no obstante. mis objeciones si llegara a decirles: «Revancha con sangre .agena, no es cosa de personas decentes).

Sin embargo, la desgracia del Perú me ha conmovi· do a veces. En Mollendo se exhibía en la sala de un peluquero un cuadro del combate de Iquique, hecho por un artista popular. Claro está que toda la batalla se presentaba al revés; la bandera chilena cayendo <!on palo y todo sobre la cubierta de la Esmeralda y Prat brilla por su ausencia.

De esta clase de estl1mpas las hay en Bolivia tam­bién y en todas ellas aparecen las tropas chilenas per-, seguidas por los batallones peruanos. Como se como prenderá, ante tales cuadros he debido decir: «Pintu­ras, pinturas, pinturas!, parodiando a la taimada contestación del príncipe RamIet.

Pero vamos a lo de mi compasión. Ante el cuadro de la peluqueria de MolIendo ví lloriquear a un pobre hombre del pueblo, al parecer veterano del 79, que debió pelear por su patria para v-erla vencida al fin. A pesar de que el lagrimeo no estaba falto de su po· quito de alcohol, me sentí conmovido por el llanto de aquel hombre y creo que nadie dejará de descubrirse .ante la desgracia de un guerrero vencido. Ya en Lima, cuando he recordado este hecho y he dado a saber mi sentido homenaje por las armas peruanas,

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44 RE"I'É MENOOU.

no he sido comprendido por mis amigos peruanos. Ellos desconocen a nuestros héroes; a Prat se le en· contró calato (*) en la cubierta del Huáscar, no ha ha· bido epopeya ni cosa parecida. No aceptan, pues, el heroísmo de Prat ni el sacrificio de los muchachos de la Concepción, nada del valor chileno; parece que los­ciega un egoismo acompañado de una arrogancia que no comprendo, talvez porque yo no entiendo de espi· ritismo.

Sin duda nos han ganado una batalla; pero en es· píritu ....

Todos los días huelgas, sin visos de terminar. Así me lo ha confirmado mi lavandero chino, Juan Pingo Ching Sing, al recomendarle más ateoción para el lavado de mi ropa. Hacía tiempo que me tenía sin ca­misas cuando me presenté algo gruñón ante Ping-Ching, quien entró a darme explicaciones. '

«MUa señol, no teno tabajaloles, lo peluanos no ta­hajan agola; tolas las semanas: huela, huela. (Huelgas, huelgas).

Era la verdad y había que disculpar al pobre chino en vista de tantas huelgas.

Anoche, la del alul1lbrado me hizo pasar mal rato. De regreso de donde MI'. G.-mi profesor de inglés-a las 7 y media, he debido recorrer desde los portales de la plaza pasando por el Jirón de la Unión hasta el de Ayacucho contando cuadra por cuadra, sin perder la cuenta, para encontrar mi casa por medió de la conta­bilidad callejera. Ni un foco de luz; todos los jirones estaban sumidos en la penumbra que arrojaba desde el cielo una luna nueva por entrarse.

Los automóviles con sus ojazos de vidrio más ser· vían para encandelillar a los viandantes que para fa­cilitar el tráfico. 1\1e topé dos veces con patrullas de

l *) Calato=Desnudo.

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JIRO:l'ES, HUELGAS Y OTRAS COSAS 45

gendarmes las que me hicieron reconocer por s~s ofi· ciales, valiéndose de linternas sordas. Felizmente no fui sospechoso, despué3, de semblantearme como deci­mos en Chile, me ordenaban: ¡Siga usted! y yo seguía más que ligero. Mi susto no rué poco-para qué ne­garlo-ya me parecía que los oficiales me gritaban: ¡Dese a preso el nieto de Colipi, pUÍs!

Algunos de estos oficiales que me espantaron con sus linternas, venían de a caballo, vestidos de paisa­nos con traje negro, de casaca corta y ton guito tamo bién negro, en la cabeza.

Muy simpáticos, pero mo,estos como las vinchllcas de mi lierra en estas noches sin luz.

Si el día del juicio final, después de la polvareda, yo quedara sólo en el valle de Josafat por haber llegado atrasado-cosa muy de temer-creo que no senül'Ía tanta desolación como la que me aflige en estos días, por la falta de diarios.

La huelga de tipógrafos ha venido a empeorar más mi mal estado de ánimo. No aparecen EL COMERCIO ni LA PRENSA, los únicos diarios serios de Lima; estamos sin noticias de Chile quien sabe por cuanto tiempo. Los hombres de la prensa, editores l' redactores, han dejado a un lado sus pasiones políticas yen una hoja que apa­rece diariamente con el nombre de LA PRENSA UNIDA, escriben de todos los partidl)s. Los de la huelga, es decir, lus tipógrafos, también hacen circular una ho]a im·

• presa con ideas bastantes subversivas, careciendo todas estas publicaciones de servicio cablegráfico. No hay noticias de Chíle. ¿Cuánto durará eeto? ¿Qué pa· sará allá?

A propósito de ésto, la revista chilena ZIG-ZAQ es muy leída en Lima, a pesar del odio que dicen tener­nos; pero yo para comprarla he tenido que usar de la artimaña de extrauarme por el nombre que tiene y

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46 J\I!:NÉ ~m"l)()z . \'

luego con tono despreciativo he solicitado del librero un ZTG y también un ZAG de Chile para ver el grado de cultura que hay en ese país. El cholito librero no ha dejado de reírse por mi torpeza al pedirle dos re­vistas siendo que se trata de una sola. Y muy atento me ha recomendado que lleve un ZIG para que conozca a los militares araucanos que se encontraron debajo del catre de don Juan Luis.

Nunca se lamentará lo bastante la pérfida publici. da.d que se le ha dado en Chile al desgraciado proceso militar. Aqui en el Perú he tenido que sufrir los miles de saetazos con que se nos hiere y ridiculiza por creer que el Ejército chileno se está pudriendo por la cabeza.

Una noche, en el café de Estrasburgo, se decía algo parecido: «Chile se está pudriendo por causa del mili­tarismo». Esto, más o menos, decían unos señorones.

El proceso militar y la coronación del andarín Jor­quera en pelota ... ¡vive Dios! . . no debieron presen­tarse tv.n desabrigados porque buena costumbre es tao par siempre las cosas pudendas.

Desórdenes callejeros y choques entre policías y obreros no han podido faltar; pero, qué distinto es el hombre del pueblo peruano del roto chileno en el campo de la refriega. ~ En una de estas tardes hubo gran tumulto en la Plaza de la Inquisición. Yo, como buen chileno amante del bochinche, me dirigí al centro del tole-tole para Ter lo que pasaha .

• Dese usted a preso para proceder»-decía un sar­gento de policía a caballo a un obrero muy bien ves­tido que manifestaba un estado de gran exitación nerviosa.

«Si, sí, iré preso y al mismo Leguía se lo diré-yo he hablado a usted en forma paradoja", y con un ¡Siga usted! ¡arrésteme! acabó de replicar el obrero re·

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JlRO~ES, HUELGAS Y OTAS COSAS 47

querido de prisión, entregándose a la autoridad C011

gran asombro de mi parte por la forma el} que lo hizo. El sargento no tuvo más que tomarlo de la mu­ñeca de la mano que le tendiera el obrero.

En Chile, el mismo caso u otro parecido huelga co­mentarlo. Un paco para cada pierna y para cada brazo y otros para tomar la cabeza del arrestado, ha sido muchas veces poca gente para proceder como dice la policía de Lima. Por lo general, el roto chileno cuando se ve acosado se echa al suelo y ahí es la grande: puntapiés, trompones, mordiscos y escupos al ojo del guardián más a la mano, son los últimos esfuer­zos de la defensa; al fin, estenuado, sin aliento, apre­sado de brazos y piernas pueden arrastrar con él los agentes del órden público. N o es cosa fácil que se dé a preso un descendiente de los porfiados araucanos.

El hombre del pueblo peruano tiene más palabras, sin duda. El término paradojal y otros que hé oído cuando he estado en contacto con las muchedumbres, me lo justifican; pero la rebeldía y bravura de los rotos chilenos no está en las venas de la sangre chola.

Los accidentes automovilísticos son escasos y de poca mon.ta en la ciudad del Rimac, a la vez que reve­ladores de la buena preparación de los pilotos.

Pero tal vez no sea tanta la preparación como el es­píritu de prudencia que predomina en los aficionados al volante, más si se les compara con los automovilistas chilenos.

El tráfico no está reglamentado como en Santiago; ni cosa parecida hay para la marcha de los autos. Por el jirón de la Unión corren los coches en todo sentido, al mismo tiempo que por los jirones transversales; tal es así que en el crucero de este jirón con el de Aya­cucho, acontece muy a menudo el encontrarse cuatro carr08 al mismo tiempo; los de ida y vuelta y los que

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48

suben y los que bajan, quedan mirándose Jos radiado­res con sus lentes, como pacificas bestias; nada de tor· tillas de para-choques con canillas de choferes, como pasaría en el jirón de Huérfanos de Santiago con el de Estado. Salta a la vista el tino y prudencia de los pilo­tos peruanos, ante la intrepidez sal vaje de los choferes chilenos.

Como es sabido, en Santiago, el reglamento del tni.­fico está apoyado por po licias, agente@ de tráfico, sella­les y, lo que es más, por la mandas que la mujer chi· lena hace a los santos de su devoción para librar de accidentes a sus hijos o esposos; pero ni mandas ni reglamentos han podido evitar a veces las hecatombes que han horrorizado a Chile entero y también al ex­tranjero. Quien no recuerda la chiquita de que fué autor el jovencito aquél, de la sociedad santiaguina, en una noche estival de los últimos meses de 1919. A 40 ~ilómetros dice que corría Alameda abajo, cuando al llegar a la esquina de San Martín, zás que. chocó, arrojando por los aires a todas sus amiguitas que lle· vaba como preciosa carga. U na de ellaA fué a estre· llarse con un poste del alumbrado, marchitándose como una azucena hermosa en los momentos que recio bía el rocío de la media noche, en la Avenida de las Delicias de la ciudad, pagando así, con su vida, la in­trepidez de los varones de su raza.

¡Oh, siempre se matarán los chilenos! No hay quien los llame a juicio. Los choques de automóviles, son las convulsiones brutales de un indómito corazón que toda­vía no ha muerto del todo.

Es Arauco que ahora marcha en Chevrolet. La velocidad de )os automóviles, la admiración por

el box, las peleas a pencazos, y la generosidad y entusiasmo incomprensibles de los bomberos volunta­rios, hablan muy claro de un instinto salvaje y subli­me a )a vez, que ha formado héroes en el puente de la nave enemiga y entre los humeantes escombros de un incendio.

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,llnO-;ES, llUELC \.5 r OTU.lS COH S 49

Después de lo dicho -podrá apreciarse el recorrido .que baría un piloto chileuo por el jirón de la Unión, Muy bien se comprenderá que esto sería un imposible, y de hacerlo bal'l'el'ía hasta con los vendedores de «la. suerte»; -pero bien podl'Íamos largar pOI' la earl'etera de "La Magdalena~ al piloto Sanfuentes, y cnton<1,es: lJesús, qué lisura!

Todos mis compatriotas han de leer con simpatías estos mis apuntes, a pesar de lo mal hilvanados; pero yo no debo extenderme más sobre estos temas y ob­servaciones; el amor es ciego y el cariño por la patria puede llevarnos hasta entorpecernos el entendimiento, como al Caballero de La Mancha, más cuando el que esto escribe ha estado en una prisión peruana, sufrien­do por el delito de ser chileno,

Pero un poco más, y en tres líneas: Los limpia botas ~e los portales de Botoneros y Escribanos hacen sus trabajos sentados en unos pisos parecidos a los que usan las viejas materas, no les acomoda la permanencia en cuclillas, como lo hacen los granujas chilenos, siendo sus conversaciones sobre toros y Belmonte; mientras los cara-sucias santiaguinos discuten las trompadas del último boxeador en boga,

Contemplando por la tarde la vida limeña en el jirón, he sido sorprendido con una invasión de flores -que -parece venir de todos los jardines de Lima,

Cholitos y más cholitos asoman por las esquina03 y siguen jirón arriba, cargados de aparatos florales, como aquí dicen por las coronas y cruces para los muertos,

Coronas y cruces de rosas blancas, corazones de jazmines y soles con rayos de violetas, van camino del templo, en donde están los despojos mortales de qun peruano escribidor, que no ha sido coronel ni fué doctor.,

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50 RE'lÉ ME:NDUU.

Ricardo Palma ha muerto y se ha ido de este mund~ agraviado con los chilenos. Nunca nos perdonó los libros que dicen nos llevamos para Chile.

Mañana iré al entierro y en su tumba también habré de llorar.

¡Y cómo no he de llorar! Si él me trae el recuerd~ de aquel que también se fué, de aquel amigo que me quiso tanto y que me contaba los dulces cuentos de Ricardo Palma! ¡Cómo no he de recordar a mi padre al ver las flores que pasan rozándome y que van para donde el escritor de los bellos cuentos!

La dulce visión de lo éxótico y de las cosas remotas brilló en mi mente infantil en la dichosa edad de mi nítlez, cuando sentado sobre las rodillas de mi padre oía las leyendas fascinantes que decía el librote que hablaba de virreyes y de condesas. ¡Quién me hu­biera dicho entonces que algún día llegaría a Lima.. a la misma hora en que pasaban las flores para 10B fu­nerales del autor de las TRADICIONES!

lAy; qué triste es recordar estas cosas contemplando­la vida limeña que pasa y la que se va con Ricardo.­Palmar

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VI CHUCHUMECOS

En el pasaje de Petateros hay un buhonero español que vende medicamentos para el amor y pomadas para el dolor de los piés, y en la calle de l\1elchor Malo fun­ciona un rotativo que atiza diariamente el odio a Chile.

EL TIEMPO, que así se llama el rotativo, es el órga­no oficial del Gobierno peruano y como tal registra en sus columnas cuantas sandeces puede imaginar todo palaciego para él quedar bien. Gritan, chillan y caca rean los escribidores de este diario en continuada y pesada jerigonza, más propia de chuchumecos que de hombres de la prensa.

Su único objeto, nadie lo puede desconocer, fuera del adulo, su misión es mantener en suspenso al públi­co limeño de sus decires patrioteros, con los que creen desviar a la opinión nacional, así como el buhonero distrae y fascina con su oratoria de mercachifle a todo su público doliente y mal ferido de amor.

En sus editoriales de ayer, EL TIEMPO- no el buho· nero-denunciaba el poco patriotismo de los médicos y cirujanos del ejército que se negaron a marchar COIl

sus batallones bacia la frontera boliviana, haciendo responsable de tan insólita determinación de los gale­nos, a la propaganda chilena en Lima.

En otras ediciones ya ha hablado del lamentable fallecimiento de la señora esposa del Presidente Leguía,

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52 RE\É \lE\()OZ.\

acaecido en Londres en el trascurso de estos días de Octubre (1919) por obra de los perversos funcionaríos de la Moneda. De Chile se habría comunicado a Lon­dres: «Leguía muerto por una bomba lanzada por Aspillaga-. Esta falsa noticia habría ido a heril' de muerte el hogar del señor Leg.uía.

y en Chile nadie conoce al señor Aspillaga, persona de mucha nombradía revolucionaria en el Perú.

Son tantos los personajes revolucionarios, que para conocerlos habría necesidad de un diccionario biográ­fico, por lo menos. Este libro podría servir de más inspiración que los escritos por don Orison Swett; de mucho más empuje sería un libro asi: «Cada pe· ruano un doctor» en lugar de «Cada hombre un rey»_

j Bien! j Como nó! - Pero la señora del Presidente Leguia ha muerto víctima de alguna enfermedad mejor­conocida en el palacio de los vineyes que en el de·la Moneda. Y esto, es lo de razón.

Pero lo dicllO es nada en comparacióD con las notas editoriales de días pasados, motivos de estos apun­tes. N adie podrá sospecbar de lo que se ha tratado, puesto que llay que ver para creer- en ciertos despano zurros. Ha recomendado EL TIEMPO en sus famoso~ editoriales, nada más ni menos que el envío de una embajada ante el Vaticano para pedir al Santo Padre­la bendición apostólica para el odio peruano hacia Chile, así tal como si se tratara de infieles y herejes que habita­ran el país vecino.

En esta emergencia, bien podría Chile, país mucho más católico que el Perú y tal vez con mejores razo­nes (*) enviar su embajadita a Roma en deloanda de una autorización-no bendición-para una cruzada a Lima con el fin de conseguir la extirpación de las hel'e-

(*) El Congreso pel'uano ha aprobado últimamente la ley del divorcio, demostrándosecou esto lo que yo afirmo, esto es, do> que Chile es más católico queel P erú. ¿GonseguirlÍn bendiciones?

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C:IIUCllU~IECOS 53

gia:> y de los coroneles y doctores que tanto abundan a las orillas de Rimac.

El buhonero tiene ya, 'm frasco dulcero lleno de callos extraídos a su clientela de Petate ros, mientras a los redacto:-es de EL TIEMPO se les va encalleciendo la lengua de tanto adular al presidente y a toda la buena gente que con el nombre de «Patria Nueva" se ha establecido en palacio hast.a que «el sol no nos nie­gue sus luces», como creo que dice la letra de la can­ción peruana.

A pesar de lo dicho, me gusta la lectura de este periodiquito. Hay en sus columllas algo que me agrada; «El gobierno araucano de la Moneda», ~Los anarquis· tas y los araucanos en Lima» y otroe artículos de este mismo cOI'te me divierten a la vez que halagan mi vanidad. Ouando atravieso los cruceros de los jirones pOI' medio de los grupos de elegantes me parece oir; ¡ahi vá un araucano! ¡Paso al descendiente de Lautarot jE¡1e es nieto deOolipí, puis!

Es de suponer que jaruás en el Perú hablarán con esta cortesía tratándose de un chileno y que el día que los tacneños sepan que yo soy tataranieto de Oolipí, ¡ay de mí!

La verdad de todo esto, es que el odio a Ohile de algunos peruanos es más bien una cuestión de estómago que de santo patriotismo. Como prueba de lo dicho, tenemos a estos redactores de EL TIEMPO, cuyos artícu­los se conocen a la legua que están hechos penosa­mente, a la fuerza y como abortados. Sin artículos con­tra Chile no habría ni para un picante.

Se conoce tanto cuando se escribe con ganas ... . de un picante.

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..

VII

ALGUNOS COMPADRES

A bordo de los vapores que navegan por la costa pe­ruana y en los que cruzan el 'l'iticaca, en los hoteles y en todas partes donde he encontrado extranjeros me he acercado a ellos bajo el disfráz de mi nacionalidad aro gentina para sondearlos sobre la cuestión del Pacífico.

Re conversado con mexicanos, venezolanos, italia­nos, yankes y hasta con un filipino y todos ellos me han resultado enemigos de Chile, por el hecho de estar radicados en el Perú. Solo un ecuatoriano que encontré en Moliendo habló bien de Chile, quien me manifestó mucho cariño al oír mi declaración sobre mi verdadera nacionalidad, cosa que yo hice después de haberme impuesto de sus pasaportes.

Recuerdo que este amigo, de apellido Seminario, me acompañó hasta el vapor cuando me dirigía al Callao, dándome muchos consejos para mi seguridad en Lima. No diga jienle. digajánte, me decía y no h¡¡­ble tanto de bochinches, porquE" estos son chilenismos que lo van a llevar al Panóptico. Para morir nacimoE', le contestaba yo.

Como decía, hasta el filipino... .. iQué tendrán que ver con Chile estos felipes!

De todos estos extranjeros, los que más sobresalen por su antipatía a Chile son los norte-americanos. Via­jando a bordo del Gua/emala, trabé conversación con

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I\ENI!: ME:'IDOZA.

un yankee, si mal no recuerdo era emplelldo de una ca¡;;a comercial con agencias en Chile y el Perú.

Con qué dureza babló este bombre: Chile era una na· ción de bandidos y de alcóbolicos, y él bebia más que un buey. Habia visto por sus ojos en Valparaíso al Presi· dente de Chile con el arzobispo de Santiago en una casa de remolienda del cerro del Barón, pa~ando un rato de jolgorio (textual) y bailando como trompos cucarros. Después de mucho batallar por mi parte para entenderle al yankee si hablaba en serio o en broma, dado el mal castellano que usaba, pude llevarlo a la duda sobre los personajes que él citaba como gran· des bailarines del cerro del Barón.

Le bice un retrato de Monseñor Errázuriz y de don Juan Luis, lo mejor que pude.

Creo que porfiamos asi: -Mire Mister, el arzobispo chileno es un caballero

alto. -Ob, yes, alto. -Es muy anciano -Ob, yes, áncian. -Es blanco, cejas así como Bismarck; pero de un

dulce Bismarck. -Oh, yes, Bismarck. -No sale de noche, tiene mala salud, no sabe bai·

lar ¡es imposible! - Oh, sér día, Pope bailar. -Entonces, mister: ¿sería el Pope Julio? -Pope Julio bailar correctamente. -No vé, mister no es la misma cosa pope que

obispo. ' -¿No es la mísme cosi? . Pero este díálogo, contado así como yo lo bago­

q~e no lo puedo bacer mejor-no revela las fatigas ni ~l desesperación que sufrí ante la cara del norte·ame· ncano durante un buen cuarto de hora . . Por lo que pude entenderle se trataba del Pope J u­

lio y talvez del presidente de algún consejo federal y

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~J,GUNOS COMPADRES 57

con todo siempre me ha quedado la duda sobre el baile tan correcto del seiíor Pope.

Digo así, porque en estos apuntes no estaría bien hacer mofa de chileno alguno, aunque sea repitiendo cosas que un extranjero mal intencionado haya echa­do a correr.

Así fué el pelambrito a bordo del Guatemala, mas, nunca podré saber si este yankee habló ba.io la im. presión de un engallO o bien con estudiada maldad.

Algunos norte americanos, en el Perú y en Bolivia, observan una conducta muy parecida a la que adop­tan algunos siúticos santiaguinos cuando salen a pro­vincias. El siútico siempre se anda bilrlando del teatro municipal de Curicó o San Felipe o del peque­fio tranvía de Chillán cuando no anda haciendo peores tonterías para llamar la atención. Así pues, estos yan­q~es se pasean altaneros, con la nariz arrise/via, por el medio de las calles de La Paz o Lima, koaackeando a todo el mundo con sus máquinas y como ignorando que hay veredas para andar. En Santiago cambian: usan las veredas y no enfocan tanto; pero observan y miran únicamente lo malo. Se comprenderá que esta especie de norte-americanos pertenece a una clase muy poco ilustrada, yo personalmente he conocido a bordo yankees ignorántísimos que han cambiado hasta de asiento en los comedores del vapor, arrancando de este pobl'e araucano. Me he dado el placer de herirlos en su amor propio, de hacerles ver mi superioridad a pesar de ser un sud ·americano.

¿He sido cruel? ¿No he sido modesto? ¿Ha habido petulancia?

No importa; el norte americano que cambió de asiento en un vapor en la costa peruana, por encon­trarae molesto, cohibido y torpe a mi lado, por su falta de una ilustración elemental, tendrá que mirar con mayor respeto las banderas de Sud-América en adelante o por lo menos abrir los ojos.

Sobre esta antipatía que gastan los norteamerica-

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58 I\ENI5 lIIE:I'DOZA

nos en el Perú bacia Chile habría mucho más que decir; por otra parte no ocultan ellos ~us deseos de comprar el puerto de Chimbote al GobIerno peruano en cambio, fuera del precio, de cierta ayuda que ven· dría de Norte América para el Perú.

Al escribir estas notas sobre «Algunos Compadres», mi objeto no ha sido tanto en poner de relieve los sentimientos anti-chilenos que pude observar en el Perú de parte del elemento extranjero, como el de hacer una recomendación muy especial al Estado ~f:;tyor del Ejército de Chile: en caso de guerra y de un avance de las tropas chilenas por territorio perua· no, debe mátcharse con mucba precaución COIl todo individuo extranjero que se encuentre durante la marcha. Cada extranjero que vive en el Perú es un enemigo doble para nosotroe, hasta ]os alemanes. El propietario del Hotel Panamá en Arequipa, un señor de nacionalidad alemana y casado con peruana, me juró y pronosticó la desgracia de Chile para muy pronto. ¡Oh-me dijo- Chile será muy castigado, la tendrá que pagar muy caro!

Como es de presumir, al margen de lo dícho quedan muchas cosas en el tintero.

y es por ésto, que de todas las naciones sud ameri· canas, la que más necesita del patriotismo de sus hijos, es Chile; porque nadie, nos quiere. La propaganda peruana y nuestra neutralidad en la ~ran guerra nos han dejado en mal pié internacional. Nadie lo ignora.

En Bolivia-siguiendo con la misma-me zahirieron unos oficiales de U11 regimiento acampado en Viacba. Apenas me presenté a ellos, en el tren, me pregunta­ron: ¿Es cierto que Chile está muy apurado de dinero? ¿Que desea la guerra? Nó;- hube de contestarles - en Chile hay tanto dinero que hasta los suplementeros tienen depósitos bancarios en las cajas de ahorros y si nos presentan la guerra iremos a ella, más bien por sport que por odios o conquistas.

Cierto es también, por lo que pude palpar, que en

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ALGUNOS COMPADRES 59

Bolivia uno no sabe cuándo está de día o de noche en cuestión internacional.

Si los de Viacba pretendieron ofenderme, en cambio en el puerto de Guaqui, los oficiales ahi acampados, se expresaron bien de Chile.

En conclusión, nada debe extrallarnos, porque estos odios internacionales son una moneda corriente en todo el mundo. La distancia con que se miran entre sí todos los pueblos de la tierra es una verdad tangible a pesar de la fratel'llidad que se predica con tan buenas razones.

Fraternidad hay; pero en los banquetes y no en las fronteras.

En las fronteras de Chile, sobre todo, se siente la asfixia de un odio que al fin tendrá que estallar.

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)

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VIII

JIRONES DEL JIRÓN

.... No se comprende en el Perú, que siendo Chile una 'Ilación tan militarista no haya un general en la plesi­dencia y yo no he podido comprender, a mi vez, los mapas de Sud-América que se exhiben en las librerías de Lima. La faja que ocupa Chile, aparece teñida de <!olor amarlllo y el Perú de verde; pero este verde llep:a hasta Antofagasta. Muy mal hecbos estos mapas, se les ha corrido el verde más allá. de lo justo. Cierto es que verde es el color del que espera.

Los palanqueros de los trenes se llaman bregueros y dícese cucufato por todo hombro pechol1o o beato. Leguía es un cucufato; en la procesión de Mercenes formó con cirio en mano. La Virgen de Mercedes es la patrona del ejército peruano y no Santa Rosa de Lima, como se cree por algunas personas en Chile.

Chalacos son los vecinos del Callao y cam:mejos los nativos de Camaná. También se dice camanejo poI' las personas simples o pretenciosas, fáciles de tomarles el pelo.

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6:! REr;~ MENDOZA

Cuando la Sinforosa, la hija de fía Mariquita, ha tenido la honra de ser madre sin pasar por el Civilr siempre decimos en Chila «que la Sinforosa ha sido víctima de un descuido». Por idénticos quebrantos de alguna chalacl:.t o limeña de los barrios apartados, un peruano dice muy compungido: «que a la tal, la han malogrado, puis».

Si en Chile hay muchas descuidadas, en el Peru no son menos las malogradas; sin embargo, a las dami· selas de la vida alegre se las llama «chilenas» y se tilda de tales a todas las chuchumecas del hampa limeña, de la manera más plausible.

Es mucho el enojo . . ..

El Presidente conversa todos los días con el pueblo, como en los tiempos de los faraones, no hay día que no llegue una poblada ante los balcones de palacio y yo detrás. Leguía escucha atentamente la demanda que le hace el obrero en nombre de los estibadores del Callao o bien de los sastres de Lima. Terminado el discurso, el presidente les dice que él también ha salido de abajo, de esas mismas filas y que por lo tanto él comprende más que nadie los esfuerzos de la estiba y de las tijeras y concluye con las «cautivas» y la «democracia»; así como los personas antiguas, cuando terminan sus oraciones, ¡;on «el viva la gracia y muera el pecado».

Concluido el comicio todos se retiran t ranq uila. mente a comprar tarjetas con vistas del Peru, para enviárselas al Presidente Wilson.

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.nno:"iES DEL J[I\Ó~ 63

Mayordomos son todos los mozos y sirvientes domés­ticos.

Rancho dicese por chalet o casas de balneario.

¡Jale de aquí! lJale de allá! ¡Tire de aquíT ¡Sujete allá . . . Tara pacá!

Se jala en el Perú, mientras se tira en Chile de Tara· pacá.

Las aristocracias de Chile y el Perú; más o menos, tanto en dinero, como en linaje y cultura: pero las cla­ses media y pueblo no admiten comparación. La clase media de Chile es muy superior, física y socialmente, ante la clase media peruana. En el Perú esta clase está saturada de mestizos y cholos.

y el bajo pueblo peruano, como es notorio, se como pone de cholos en su mayor parte, habiendo en el lito­ral una enorme mezcla con africanos y chinos.

Si el pueblo chileno es desaseado, el peruano es in­mundo. Para asear una chola se necesita ser matemá· tico, para así extrael'le la raíz cúbica de la mugre; pues a tan alta potencia llega el desaseo entre la gente chola.

~

Sesenta mil pesos son los que obsequia anualmente una casa comercial alemana, en fOl'ma de premio para la mejor punteria en revólver.

En este año (1919) salió favorecido un alemán. ~

Todos los dias paso por donde los marqueses de To· rre·Tagle, persiguiendo dos objetivos: el uno, encon-

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64 RENÉ MEl'IDC>aA

trarme con don Melitón Porras, nuestro que vive con su Ministerio de Relaciones en la vieja mansión de dichos marqneses, nA.11'A'~~ de cerca a este paladin-diplomático de lt1. cU1e&tlóQ_ Pacífico. l\li otro afán, como ea de 8uponerlo, _1_~ templar, siquiera desde la calle, a la vieja colonial. Contemplándola he creido soilar con co .. moriscas o sevillanas.

Pero la verdad es que no sé bien cómo ha sido.. 8ueño ante los Torre-Tagle; la sombra de don Melit y mi falta de conocimiento en artesonados y azal~ no me fian permitido extasiarme con la propiedad ... _ otros chilenos más felices que yo lo han hecho.

Eso si; si fuera rico compraría esta casa; pero D&

para vivil" en ella. La convertiría en panteón para guardar en ella los restos de Ricardo Palma.

Ahi, en esa manstón llena de tradiciones, d.ltitrtt dormir su suel10 el escritor de ellas.

Ahí, en medio del silencio augusto de Ulla de .. salas de severos artesonados, estaria más mejor reliquia de las reliquias: Palma.

Así lo creo, y pienso que la marquesa de gle, dofia Rosa Julia de Sanchez de ~lllUlA1farna Santiago y Ulloa, sería muy complacida al 881*"011*" un chileno de apellido l\Iendoza había hecho tal ................. _' ... su casa.

Hay chinos tan nacionalizados que algunos castellano ensefian pOl' su cuenta.

Una cholita muy serrana del servicio 1ie ... UJ ........... _

ya ha recibido su primera lección de part~ de la esquina .

.como todas, muy cerrada para hablar y QeI*'OIlll ahfiarse con algunos adornos de los que vaDdiMl;~ chinos, fué en busca de un par de aros pa:rallW!ll>.

l\Il1y atenta le preguntó al chino por. ar~

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JIRONES DEL JIRÓ:O; 65

Orgulloso éste le observó en el acto, diciéndole: «tanto. tiempo pa Pelú y no sabe decil aló-.

El pobre chino creyó que le preguntaban por arrúz.

Ha sido condenado a once años de presidio un chi­leno de apellido Sánchez, por haber dado muerte a un poeta, cuyo nombre no recuerdo. Un asunto de amores y de celos parece que ha sido la causa de todo un drama pasional que ha tenido su epilogo en una celda del Panóptico. .

A propósito de esto, toda la prensa de Lima ha abun­dado en elogios para los Tribunales de Justicia perua­nos por la sentencia dictada en contra del infeliz com­patriota. -¡Y sabe Dios comí) habrá sido aquello!

Bien estaria la sentencia; pero el Panóptico es más horroroso que la famosa Bastilla. De día se puede ver el pasillo central con sus luces encendidas, tan obscuro es, que necesita de luz artificial en plena hora meridia­na y las galerías que siguen en el subsuelo son más tenebrosas.

Ahí, en la tercera galel'ia, en donde nunca se ve el sol, a no se cuantos metros de profundidad está la celda que ocupa el chileno Sánchez, me ha dicho un amigo peruano.

Muchos chilenos están en las prisiones peruanas y el trato que se les da no ha de ser de lo mejor.

El gobierno chileno bien podria hacer algo por todos estos infelices compatriotas valiéndose de la cancillería argentina y muy en particular por el desgraciado Sánchez que se está helando de muerte en medio de }<lS noches sin fin de este presidio extranjero.

Hace mucho frIo en los subterráneos del Panóptico. jY pensar que el delito que ahí se castiga fué por un

amor! 5

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6S RENÉ MENDOZA

La idea que tienen de la diplomacia los rotos chile­nos que ambulan por el Perú y Bolivia, es de lo más sabrosa.

Nuestro distinguido cónsul en Oruro (Bolivia) don Carlos Toro Masote, cuenta que una noche en que ya se habia recogido hasta su servidumbre, golpearon a la puerta del consulado, saliendo él mismo para atender al llamado. ¿Quien buscaba? ¿Quien era? Un roto chileno muy conocido del consul, por sus hazañas y que b\lscaba refugio después de haber vaciado un estó' mago boliviano, se le entró por la puerta como un chiflón.

Como el cónsul se negara a ocultarlo, el roto desde el patio hasta donde había llegado, le contestó con arrogancia: «¡Entonces, pa qué tenemos consul! ¡Apesta, patrón, que se le hiele por tan poco!»

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IX

¡TROPA ARMADA!

Hoy en la tarde se llevaron al presidente Leguía para el palacio del Senado a fin de ungirlo jefe del estado en propiedad; basta ahora estaba de suplente.

Todo el Congreso peruano que capitanea el insigne letrado Mariano Cornejo ha tomado la resolución de entregarle la banda presidencial al señor Leguía, no sin leer antes de la ceremonia, el acta de la proclama­ción de la independencia, repaso de lectura que es de }·igor en estos casos.

Por el cañón que truena cada quince minutos en el cerro San Cristóbal! ya todo Lima está impuesto de que se ha efectuado el acto trascendental. :Me infor­man algunus amigos que también ha de poner@e en manos del nuevo mandatario un bonito bastón con cacha de oro que hasta hace poco se ha exhibido eH las vitrinas del jirón.

Yo he visto este bastón; bonito en realidad, con dos pelotas de oro que cuelgan de la cacha, amarradas pOI·

cadenetas de oro también. Son muy grandes estas pe­lotas de oro, como que ya pertenecen al bastón del presiden te de un Perú.

N o me cabe duda; el presiden te ha de regresar a fa lacio con este bastón de cacha de oro.

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68 IlENÉ MENDOZ"-

Hasta mi cuarto en el Jlron de Ayacucho llega el bullicio de la multitud que vitorea al ejército y a la comitiva oficial que ya debe venir saliendo del palacio legislativo de la Plaza de la Inquisición.

El vocerío de la gente, los pitazos de los automóvi­les, los redobles de tambores y toques de clarines que vienen de la Plaza Mayor me evocan la confusión y las horas de pánico de aquellos días trágicos que vivió Lima, cuando los Baquedano y los Lynch golpeaban apremiantes y fieros las puertas de la ciudad en busca de papel y tinta para firmar un contrato de paz y de fronteras.

Más, el confuso rumor de batallones que marchan y contramarchan, el estrépito de algo que arrastra metralla, de baterías al trote, y el retumbar del cañón peruano; todos estos ruidos de gente armada para en­trar en batalla, llegan a mis oídos como un eco de guerra y de provocación.

Detrás del ropero de mi cuarto siento salir una voz de trueno que me previene y que me alienta; dijera que es la misma voz del teniente Paredes (*) que estu­viera ahí escondido observando mí actitud indecisa y tan poco militar, gritándome como un loco: ¡Tropa ar­mada! ¡atención! ¡al hombro las vigas!

Ante tamaños grítos, me resuelvo: abandono mi es­critorio de campaña, empuño mi bastón y embolsillo mi cColt., saliendo a la calle casi estrellando a doña Blanca que está en la puerta saludándome muy zala­mera.

( 'l ) Aludo al teniente don Luis N. Pa~edes jefe instructor de la Compañía «Santiago)) de Ingenieros Militares 'donde hice mi servi­cio como voluntario,

Hoyes teniente coronel este citado teniente según informes que tengo .

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¡TROP\. "'R~l\DA! 69

-¿A. dónde bueno. señor Mendoza? ¿a palacio? -¡Tropa armá ... señoral ¡Tropa armá! ¡adiós se-

ñora! ... -Qué extraño va el señor Mendoza, queda murmu·

rando a mis espaldas la señora Blanca. La gente corre por los jirones de Ayacucho, Baqui·

jano, A\(;<'tngaro en dirección a la Plaza Mayor. No hay duda, es el presidente que ya viene del Senado con el bastón de chiches de oro en la mano y me pongo a tro~a!': la la carrera, mar! ...

Soy el único chilenorque hay en Lima en estos mo· mentos y, debo salir al encuentro de ese ejército que viene rugiendo como un toro en medio de la gritería de todo un pueblo. •

¡Pum! ¡Rataplúu! ¡Pum ... ! ¡Viva Leguía! ¡Pum, pum! dicen los tambores, truena el cañón y grita el 'gentío, mientras yo corro calle arriba, sin reparar que puedo llamar la atel,lción. Al fin llego a la plaza y to­mo mi puesto de observación frente a palacio.

¡Ejém! ¡Ejém! que tos me ha dado la carrera, hacía mucho tiempo que no corría. Pero no importa, no era posible que se me escapara esta ocasión para pasarle revista al ejército peruano.

Va muy avanzada la tarde y parece que pronto ven­drá la noche, ames que concluya el desfile militar.

El palacio de los virreyes está cuajado de luces, des lumbran los portales de Botoneros y de Escribanos y de los árboles de la plaza cuelgan rosarios luminosos, cruces y soles relampaguean tes que asombran a la multitud ahí congregada. Tanta es la luminaria que el cielo plomizo se ha tornado color naranja de Ca­maná.

Solo la catedral parece ceñuda por la algarabía que se va formando y está como la dejara el español: som-

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'lO RE~É llENDOZA

bria y augusta, como que es la tumba de -capitán. (*)

Una aparatosa procesión viene entrando a la redobles de tambores y toques de clarines llegada de algo gl'ande y poderoso. En medio de lID. bosque de bayonetas, en cuyas hojas aceradas se qal .. bra,n mil rayos de luces s~ arrastra lentamente una. elegante carroza en donde va el nuevo presidente pro­clamado por la Asamblea Nacional.

Detrás de este cortejo viene el ejército, en colalDD~ profunda; ufano y marcial hace alto la marcha antes. de pasar a la plaza. Es toda la guarnición de Lima que está acantonada a orillas del Rim¡ac; es la flor del t>jército peruano.

Pasado un momento, en el que algunos lacayos haa cubierto con tapices rojos lus balcones presidenciales, un grupo de clarines que está apostado en las puertas de palacio da la sefial al ejército para que pueda ru.

• filar ante dichos balcones, en donde ya está el presl· dente con sus Ministros y Coroneles saludando y agr~ deciendo los vítores con que se les aclama.

¡Rt>tapláll, rataplán! Tintirintin ...... tiutirintín ....... . Los regimientos de infanteria rompen la marcha coa

paso redoblado, llevando muy en alto sus glOriosos estandartes, los que se inclinan al pasar frente al jefe del Estado, mientras la multitud se descubre llena de emoción. Son las glorias peruanas, son los trapos fo­gueados en Ingavi y erCaquetá.

Yo, ante estos banderas me descubre también; ~ trasladando al mismo tiempo palitos de fósforos ae UD bolsillo a otro y hablando camisa adentro de es. suerte: «noventa y seis y ciento-me reservo catorce.,..

( 0) La catedral de Lima ha tenido varias tra:nsf,ornl&Ciloal_4 pué¿¡ de la independencia del Perú, con motivo de frido por los t.erremotos; pero bien puede decirse lo apunta, ya que no está aforrada como la catedral de

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iTl\oPA AnillADA 71

En mi vida be visto mucbas cosas feas: he visto ru­fianes y croupieres; también he visto zapos, sabandijas y perros tiñosos; pero nunca be visto a un tirano.

En la carroza venia ...... ba entrado a palacio y ahí está en el balcón.

Por primera vez veo a un tirano. ¡Feliz mi patria que nunca los ha tenido!

Muy cerca de él está el intelectual más brillante del Perú: Mariano Cornejo.

Siempre los intelectuales han vivido lejos de los tira­nos; los poetas y los pensadores poco se avienen en los palacios.

Cosa curiosa; la nación peruana presenta dos excep­ciones: aquí en Lima Mariano Cornejo deifica la perso­nalidadde un caudillo que promete, y allá en Guatema· la el poeta Chocano ha puesto su lira a los piés de un déspota ya muy repugnado. Estrada Cabrera, Cipria n o Castro han hecho su obra. ¿Augusto B. Leguía ha co­menzado la suya?

Ya se han asaltado las imprentas y el presidente ha hecho lavar el pavimento que se había teñido de rojo . ...... ••••••••• .................... . ... J •••••• •••

Sigue el desfile. Ocho por ocho, sesenta y cuatro más treinta y cinco ... falta uno. ¿Cuál será el Zepita?

Ha pasado toda la iufantería; las bandas redoblan por un momento y concluyen sus tambores con un golpe seco de palillos para dar paso a las charangas que 'vienen 8nunciando con la trompetería bélica de "Aída" a otra clase de gente armada.

Es la artillería. Asoma la primera batería y luego etras y ' otras que la siguen.

La artillería de montaña hace su desfile sobre mulas muy altas y muy hermosas; vienen después los pesa­dos cañones de campafia montados en cure1ías que bacen estremecer los edificios y palpitar los corazones.

A mí no me palpita nada; pero siento como un tra­jín de hormigas por mis venas, un hormiguero que me

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72 llENÉ "lENDOZA.

anda para arriba y para abajo, mientras zumba en mis oídos el grito de los bárbaros que todos repugna­mos; pero que debemos aceptar: ¡la guerra ¡la guerra es la guerra! ¡a la guerra!

El hormiguero me cunde, porque es mucho lo que se demora en pasar esta cadena de cañones que van arrastrando 1enhmente.

Por 'fin pasa; pero yo he perdido mi cuenta por c~lpa del hormiguero.

Un tintineo de cristales de palacio; algo así como el eco de una lejana tempestad produce inquietud en la mUGLedumbre: todos codean, todos quieren ver más de cerca, formándose una apretura hacia la esquina de la plaza, por donáe asoman los batallones con el pujar de tanta gente peruana.

¡Chorrillos, puis! ¡Siga Ud.! ¡Qué lisura, doctor! Mur­mura uu grupo de Simpáticas limeñas que está muy cerca 'de mi, mientras redoblan cien tambores un estri­denie rataplán.

Trás. . . trás, " es la Escuela Militar de Chorrillos, son los cadetes-«garras de tigre, dientes de león.-que vienen pisando con bravura el pavimento. Pasan desa­fiantes, airosos, llevando en sus pechos la promesa so­lemne de marchar al sur y redimir las cautivas, al primer toque de clarín.

¡Tenemos que vernos con los chilenos! es la consig­na que va en los labios de toda la juventud peruana

El espectáculo es magnífico: ¿acaso no llevan en sus puños los guerreros que pasan, las banderas que ma­ñana se clp.varán para siempre en el Morro?- (No lo, permita Dios).

Sonríe el presidente, estornuda Mariano Cornejo y se frotan las manos los coroneles del balcón. Sienten t;¡lvez el aleteo de la gloria, o bien la música, de Ofren­bach, que en la plaza ameniza, 10B ha impresionado con cierta particularidad en tl'l,n solemne momento.

A mí se me va pasando el hormiguero. ¡Radamés!. .. ¡Taa ... rán!. . . la caballería de la

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¡l'ROP\ AlnH.OA.! 73

Guardia Republicana se precipita en sus briosas bes~ tías y ocupa el cl~ro dejado por los cadetes. Los cnba­llos inquietos, encabritados, resbalan y no pueden ha­e.er las alineaciones que les exigen sus jinetes, debien­do este escuadrón hacer alto la marcha por un mo' mento, quedando yo tan cerca de ellos que casi me rozan el pecho con sus espuelines.

Detrás, a mis espaldas, siento que alguien me habla, una voz conocida que me dice con mucha ternura: ¡No te acerques tanto, niño! . . .

¿Era la voz de mi madre o élla misma que me se­guía hasta Lima . . . hasta el desfile de estos caftones pe­ruanos?-Ya no estaba solo .. . éllos, desde el cielo, me miraban en estas horas de tanto peligro y que nunca ()lvidaré.

Aquietados los caballos, sigue por fin la marcha in­terru.mpida toda esta guardia, viniendo en pos de ella -otros escuadrones de lanceros que van cansando mí vista de tanto mirarlos.

Del tumulto que se ha formado en la esquina de la plaza vienen gritos de protesta, se sienten adverten­cias y reprimendas que hacen algunos caballeros por algo grave que ha pasado y que parece no tener re­medio.

Como puedo me abro paso por entre tan apretada muchedumbre hasta llegar al centro del barullo en donde llora un niño de siete años, que sin duda ha sido medio reventado por la apretura. Pero todo ha sido nada; la gente se ríe y comenta el percance con gestos graciosos y algunos dicharachos que van en mengua de las asentaderas del pobre chico.

Solo la niñera, una cholita que acompaña al pequeño, no parece aceptar las bromas y aprovechando las cir­cunstancias trata, de darnos una lección a todo los ahí presentes para que no la olvidemos en futuros desfiles.

Pero dicha sea la verdad, no la entiendo de buenas a primeras; habla la cholita en su discurso de «hacer de cuerpo» y de otras cosas que deben practicarse

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para evitar desgracias como la que ha pasado. Y nunca habría comprendido si no hubiese sido por la violencia con que nos llegaba a todos un olor muy categórico que por ahí andaba.

Tanta fué aquella violencia que celebraría no ser muy comprendido por mis lectores, quienes pueden seguir leyéndome sin temor a más -cosas de cuerpo •.

Muchos más escuadrones quedan todavía a la reta· guardia, pues toda la calle que va hacia la Plaza de la Inquisición, se ve cubierta de lanzas y banderolas que pronto se ponen en movimiellto, continuando el desfile interrumpido nuevamente no sé por que motivo, mientras yo andaba averiguando el asuntito de la «violencia».

Sigue, pues, el pasar de este bosque de lanzas que ya me tiene medio fatigado, concluyendo por fin, al mismo tiempo que mi caja de fósforos. Tengo treinta y ocho palitos de fósforos .a cien hombres por palito, me dan 3,800.wldados, sin contar coroneles, que con ser muchos; no hacen subir a 5,000 hombres el total de la guarnición de Lima que se ha presentado en .revista ante el presidente Leguia.

El plantón ha sido largo, tengo sed, mi garganta la siento reseca, como si hubiera tragado ají limenso; también noto que muchos me miran con insistencia. Un poco de inquietud me asalta por lo que debo demostrar cierto aplomo.

Sin olvidar mi falso acento español, me dirijo a un caballero, que me está mirando de hito en hito, para preguiltarle con la mayor cortesia:

-Señor, tenga la bondad; ¿cuál de los batallones que desfilaron es el famoso Zepita?

-,sin duda, Ud. es extranjero - me responde - el batallón Zepita fué cosa de un tiempo pasado, de esos años en que tuvimos la guerra contra los rotos infa· mes. ¿ ........ ?

-Disculpe, señor, y muchas gracias por EU ama­bilidad.

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Caigo de nuevo en mayor inquietud, ¿para qué babré preguntado por el Zepita? Miro con avidez a mi alrededor-¡porDios!-toda la plaza es un mar de gente peruana, no hay en todo el Perú otro chileno, soy el único, estoy solo en medio de esta nación que odia a muerte a mi patria. (*) (Octubre de 1919).

No hay un consul, ni un encargado de negocios. ¿Para qué habré venido a meterme aquí? ¿si me des­cubren, si me delatan a la Liga Patriótica? Nó, uo debo continuar aquí, mañana mismo me embarco para Gua­yaquil y allí entre los cocodrilos del Guayas pasaré más tranquilo.

Una. banda de clarines que se aleja parece ir tocando la canción de Yungay: ~Pisando la arena, la hueste chilena., pero no, es una ilusión nada más; siento frío {ln los pié~ y las sienes se me abrasan.

¡Animo!-me digo-¡fuera el miedo! y con pasos muy lentos me dirijo al portal de Botoneros en busca del Casino de Estl'asbul'go para beber algo que me for­tifique.

En las puertas del casino <lIgo me detiene: siempre la ilusión. Los mismos clarines que van tocando aires de' guel'ra, me engañan y me hacen sentir:

"La hueste chilena-avanza a la lid.

Es una ilusión que me arrulla y me atormenta, es el recuerdo de esa música que acaricia y alien ta eon su "triunfar o morin. Los clarines de la banda peruana

(')) Dice Ramón Oliveres en sus crónicas «De Sautiago al Sama)), l.-EL MERCURIO. Dic. 5, 1920:

«En Lima, donde estuvimos desde Julio a Octubre del año pasa­do (1919), no pudimos encontrar ningún chileno y comprobamos P?l' algunas autoridades que no existía uno solo en toda la capital. Sm embargo, nosotr.os llegamos allí con la nómina de alguna parte d e l~s peruanos resIdentes en SantIago, que p:..ra constancia tras­e rlbImOS».

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nENE ME'l/J)OZ \

no ,an tocando la querida canción, es mi corazón que quiere cantar:

« . . la gloria Del triunfo marcial y del pueblo chileno .. .. ...... ....... ~

Ya en el Estrasbllrgo me hago servir un whisky so wer en la copa más grande que hay en el mesón del establecimiento. Me la bebo de un sorbo y empiezo a sentirme mucho mejor-no esperaba menos.

El bullicio de la gente, el chocar de copas entre los hebed ores y la músÍC'a de los violines de las damas vieuesas me van qui tando la amarga impresión que traigo de la plaza, olvido algo, quiero creerme donde Palet a la bora del aperitivo; pero este momento tan dulce se rompe. De un grupo vecino en que se bebe champai"ía brotan frases chispeantes que me insultan.

-¡Tenemos que vernos con los chilenos! ¡a patadas los echaremos de Tacna y Arica! ¿,erdad doctor: ¡a patadas ... . . !

¡Esas bayonetas hay que clavarlas en la Mala Len­gua! dicen a coro los bebedores del licor espuman te. (*)

-¡Buena cosa de hom bres guapos! Si yo les dijera qUtl soy chileno?-a patadas me echarían fuera del (~asino-debo hacerme el sueco-están locos-desba· rran; más que podría hacer yo solo?

Desbarran, esta es la verdad, durante el desfile he comprendido muy bien que la guarnición de Lima es la ropa domin~uera que tiene el gobierno peruano para estas ocasiones; fUflTa de esta tropa parece que no hay lUás en toda la nación en tan buen pie de gue·

(ll) L a "njn. a n¡;osta y larga que oeU U:1 Chile en el mapa tiene el sobren.'ID!!!'" ~co,;nifi("o "le ,, :Uala Lt'ngua,\ , en el Perú"

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¡TROPA ARM~UA! 77

rra. Bien lo sabe el Perú Que esto es poco para ir a la guerra tan deseada y por eso no la hace.

El ejército perua no no se ha presentado mal en la revista; ha desfilado correctamente, bien equipado y muy marcial. La infantería con buen armamento de rifles Mauser con bayonetas muy largas; cañones fla­mantes de tipo francés ha lucido la artillería y la caba­llería en regular ganado, cómo que reconocí muchos caballos chilenos. Al ver los caballos de mi tierra me preguo'té con pena: ¿quién será el bendito de Dios que está en Chile haciendo tan buen negocio? No menos de ochenta caballos chilenos pasaron en un solo regimien­to-los conté bien-para eso estaba en la plaza de Lima; para contar y mirar.

Entre los individuos de tropa iba de todo: gente granada alIado de gente farruta y muchos semblantes de enfermos. La mueca de la terrible enfermedad del Perú, el paludismo, me es muy conocida; la he obser­vado en la servidumbre de la casa de huéspedes en donde vivo, muchos infantes y jinetes iban haciend'o los visajes a que les obliga la dolencia de esta enfer­medad, Con todo, la guarnición de Lima se presentó con gente muy militar y no hay por qué dudarlo si se tiene presente que hay en el Perú una misión francesa que trabaja con ahinco para dejar en buen pie de guerra a sus discípulos.

Con estos franceses, me he encontrado en los casi­nos y los he observado; todos ellos a pesar de sus cru­ces y parches que han ganado peleanto tando, no parecen hombres peleadores y demuestran una senci­llez sin nombre, hablan poco y no los he visto beber alcohol, luciendo también una educación que me ba asombrado. Sin haber mayor apuro los be visto ceder la vereda. En esto de agarrarse la vereda, porque se .ha ganado la partida, se conocen los tontos al tiro.

El casino se congestiona; doctores y más doctores vienen llegando, también los coroneles del balcón pre­sidencial han bajado al agua-al casino-traen mucho

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oro en sus mangas y tal vez en los bol:!illos. Hoy, sin duda, ha sido día de suples o de vales por que antes no los había visto por estos sitio~.

Todos heben y los diálogos van subiendo de tono. Coristas de la compañía lírica de Lázaro entran con desenfado, se sienten admirados de todo el mundo. ¿Acaso no son ellos los que han cantado el ~Adiós a Trieste? provocando el patriotismo peruano? .

Todos están en grupos, con amigos y sólo se habla del desfile, del día en que se ha salvado la patria con la exaltación de Leguía al poder; sólo falta reformar la Constitución y no se qué cosa por hacer respecto a Chile y de que hablan en un conillo que tengo muy cercano.

¿Diga usted, doctor: y el tratado de Ancón? El inter· pelado, un cholo negro con dientes de cachalote por una avanzada piorrea contesta, pero me deja en ayunas por haber usado el latín.

La atmósfera se hace asfixiante, siento que me sofoca mi traje; pero no puedo ni desabrochar mi chaleco, al hacerlo bien podría provocarse una baraúnda de todos los diablos.

El parche de franela tricolor, la pequeña banderita chilena que llevo remachada en el forro de mi chaleco, sería la señal para que todos se me vinieran a la carga.

Mostrarla, sacarla a la vísta sería cometer una fan­farronada sin objeto-y no había para qué provocar. Lo mejor era pagar el whisky y... marcharse para Palat::io d.e Justicia 557.

-Habia terminado mi encargo, sin contratiempo; tod~ el ejército peruano se me había predentado en r~vlsta y tarde o temprano pasaría mi informe a la LIga Patriótica de Chile. Cierto era que nadie me babía hecho el encargo; pero no habría sido correcto que­darme en casa de doña Blanca, oyéndole alabanzas para Chile, que más tarde habrían de trocarse en delaciones.

¿Qué diría en mi informe? Informaría la verdad de

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¡TROPA ARMADA! 79

lo que había visto, no cometería la son sería de escribir a Chile diciendo que las tropas peruana.s estaban com­puestas de montoneros y reclutas por el sólo hecho de ser nuestros enemigos .

Nó, diría lo que dejo escrito en estos apuntes: de que en Lima vi una guarnición muy militar.

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x DESAMP ARADOS

10 de Octubre.

Ya no es posible seguir en casa de doña Blanca, las impertinencias del Coronel Vellido van pasando de raya. Hoy, a la hora de almuerzo se hablaba de la facilidad COD que entraba al país toda clase de extran­jeros y el coronel, mientras comía con el cuchillo mani­festó hasta sus temoreo, llegando a decir que existían muchos espias chilenos en Lima y que bien podría haber uno de ellos I1hi mismo.

Hablar más claro. no se podia, todos guardaron silen­cio: los diputados miraron sus relojes manifestando tener mucha prisa por asistir al Cong-reso.

¡Estos diputados peruanos!. ........ :Más bien parecen amanuenses a sueldo de Mariano Cornejo que repre­sentantes de la nación; andan de carrera como los em­pleados de tienda-hay mucho trabajo para ellos:-la reforma de la Constitución y otras leyes los retienen en el Congreso todas las horas del día. Sin embargo, ya se han quejado de la situación del Tesoro, después de un mes de sesiones no han conseguido la paga.

El Tesoro en falencia, puis - han dicho en un mo­mento de distracción-más, advertidos de mi presencia, han cambiado el rumbo de la plática.

En mal predicamento me parece que estoy con ellos, ti

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va no es solo el coronel quien me mira de reojo; todo ~e conjura en mi contra"

Mariano Cornejo ha dicho el día de la apertura de la Asamblea Nacional: «una revolución es un dedo que señala y una multitud que mira hacia arriba.»

Por supuesto, que yo no he aplaudido el cdedo que señala» pero como se comprenderá, todo Lima ha en­contrado muy brillanttl el discurso del tribuno. No obstante, en varias ocasiones he manifestado mi admi· ración por Mariano Cornejo: pero tocante al discurso de la apertura nada he dicho, y tal vez esta falta de aplau­so, unida al recuerdo que dejara en Li ma el juicio poco favorable emitido por un periodista chileno, en época pasada, sobre el célebre tribuno, no me va resultando muy bien.

Por otra parte; mi costumbre de levantarme tarde y la de pasar leyendo toda la nocbe basta la madru­gada me va haciendo sospechoso.

Dormir en Lima, por la noche, sería para mi un pecado mortal.

La poesía de las lloras en medio del silencio de mi cuarto, cuando me sorprende el toque de las campanas a la media noche, leyendo las Tradiciones de Palma, es cosa para quitar el sueño a todo hombre mediana­mente culto.

Pero todas estas cosillas íntimas de uno, no son fáciles de metérselas, así no más, a otro prójimo, ni mellOS al coronel Vellido, hombre que trabaja en el campo y habla de bueyes gordos.

Si yo le dijera al coronel que lo único que me retiene en Lima, son las campanas, bien podría contestarme que me fuera a oir campanas a otra parte.

y así lo haré, en casa de doña Blanca no debo seguir. Mañana me embarco. ¿Pero, rara donde?

Siempre me había dicho doña Blanca que el coronel pronto se iría para sus propiedades que tiene para el lado ~e lIIatucana; pero tal vt'z esto no ha pasado de una slmple zalamería limel1a. El coroael se quedará

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DESA.i\lP AIU.DOS

en su patria, como es muy natural y yo saldré a rodar tierras hasta encontrar la patria amiga de la que fue mi patria.

La nostalgia me abruma, cada día me siento más enfermo de este mal incurable. Esta tarde, mientra­buscaba un alivio para mi mal, paseando por los sens deros del Jardín Zoológico, me topé con otros enfer­mos de mi mismo achaque.

Después de algunos días brumosos, lucía por fin un día de sol, y el hermoso parque parecía adormecerse en medio de una preciosa tarde estival.

Leones, tigres y chacales se paseaban en sus jaulas de fierro con la magestad y donaire de una aristocracia condenada a vivir en medio de plebeyos por reveses de fortuna, mientras las vicuñas, los gallinazos y los loros se presentaban orgullosos de hospedarse en un sitio de flora tan elegante.

Detrás de las altas palmeras que limitan el parq:le hacia el poniente, hundíase el sol. Franjas rojas, dis­puestas en hileras caprichosas aparecían resplande­dentes a través del follaje, semejando vidrieras ojiva­les de una lejana catedral y produciendo acaso un espejismo mortificante de arellas incendiadas para todas estas fieras en prisión.

Más abatida que otras veces, la pareja de leones me recibió como a un viejo amigo cuando me presenté ante la jaula en donde vi ven muriendo. Ella, la reina se había recostado en su rincón favorito observando desde ahí el eterno paseo de su desgraciado compa­ñero.

Era la hora del ensueño en el beilo jardín y la banda militar que ameniza por las tardes hacía oir una mú­sica extraI1a y difícil; pero en su última cadencia dejó escapar un secreto, alcanzó a decir un poema que solo un proscrito podría sentirlo.

En aquel momento estalló en un suspiro de fiera, la

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pena del rey de las selvas; un espantoso rugido hizc. retemblar el espacio llenando de terror a todos 108

paseantes. El león tan sensible a la música, sufría también de

nostalgia. -Alarmada se paró la leona yendo hasta la reja

para escudriüar el horizonte que ya desaparecía en la. lejanía confusa que casi ocultaban las palmeras.

Tal vez, la visión de una sel va africana brilló pqr un momento en las pupilas de estos amigos míos. El habría dicho algo de la patria a su compañera con BU

lastimero y espantoso rugido, quizás si le recordó la prometida venganza para los hombres de los aduares fantasmas que los traicionaron en las noches de sus amores.

¡Con qué pena se echó de nuevo la pobre bestia! Nunca, jamás vería a sus cachorros dejados allá y

perdidos para siempre en los parques selváticos del Congo Libre.

A su lado en las jaulas vecinas, continuaban sus paseos las panteras y las hienas con el desenfado de mujeres mundanas que nunca han sabido del cariño de hogar. Tan mezquino era el gesto de indiferencia de estas bestias flacuchas y perversas que dijérase goza· han de las desventuras de aquella noble pareja venida a lUenos en tierras extrañas.

Todo este drama social entre las fieras me hacia más mal.

¿Los míos: mi mujer y mis nit'íos? ¿Estarían libres de fieras flacuchas y perversas? ¿No había ya en Chile un «chroniqueuf» moralista husmeado una huesa de un cementerio?

Camino de la casa por el jirón del Cuzco, a la hora de las oraciones, iba sumido en las amargas reflexiones que me habia dejado el dia; esta noche comería por

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m;SHIPAHADOS

última vez al lado del coronel y dentro de pocos días estaría en camino para Colombia, en busca del helIo Canca y de Cali, la ciudad nativa del poeta Adolfo Valdés.

No bien habia llegado a un sitio de lo más obscuro de dicho jirón, cuando me veo rodeado de cuatro suje­tos de aspecto amenazador que me dicen:

¡Buenas noches, señor Mendoza!-¿Usted es f'xtra,n­jera? Háganos el favor de darnos sus pasaportes, nos­otros somos agentes de la sección extranjería de la policía de Lima. ¡Somos tacneños y usted es un chileno!

-Yo soy argen tino, señores tacneños. -De qué provincia argentina, eb? -No me recuerdo de ninguna ciudad argentina en

tal momento y solo atino a decirles: de Mendoza púo -Que gracioso, señor: usted es lVIendoza y de

Mendoza púo ¡SUS pasaportes, seJ'"ior chileno! Yo no tengo pasl'lportes, ni nada; no tengo patria y

no soy anarquista. Llévenrno mtedes ante alguna per­sona decente para explicarme, ante algun doctor que baya comprendido a Víctor Hugo para que me entienda.

-Siga ueted señor; venga con nosotros, que en CLlan­to a lo que dice de ese Víctor Hugo, allá veremos. Us­ted acaba de comprar un ZIG ZAG en la librería «Tacna y Arica» y dice que no es chileno ... . ..

- - ¿Es delito comprar revistas de Chile? -No hay delito; pero usted el día del defile pregun-

taba por el batallón Zepita. ¿Deseaba usted al Zepita? -Novedad, novedad, nada más, señores tacncños. Guardamos silencio, mientras nos dirigíamos quien

sabe a donde. El asalto no me tomó de sorpresa, andaba preparado y lo temía, pero no dejó de confun­di rme su poco, aumentando mi tllrbacióu al reconocer con asombro en el tacnel'io que marchaba a mi lado, al amable caballero que el día del desfile atendiera cumplidamente a mi pregunta sobre el maldito Zepita. ¡Para qué pregun taría por el tal Zepita!

Después de recorrer algunos jirones llegarnos a la

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plaza pasando frente ala catedral. A.mi lado ~archaba mi aprehensor dándome la vereda, qUIen me diCe llamarse Chincbiruca (?) Eyzaguirre, tacneIlo y como tal segundo jefe de la se(;ción extranjería a cargo del contra-espio, naje chileno; a retaguardia nos seguían Jos tres policías restantes, todos ellos vestidos de paisano. Así en esta formación llegamos a un edificio que forma parte del palacio de los virreyes por el costado que da a la calle llamada de Desamparados, por encontrarse al fondo de ella la estación de eRte nombre del ferrocarril a la Oroya.

Eate edificio está ocupado por la Dirección General de Policías del Perú, cuyo jefe es el coronel Rivero de la Guarda, y segun pude ver durante mi permanencia, este palacio está comunicado interiormente con las oficinas del de gobierno, pareciéndome que todo es un solo edificio y que el mundo ('onoce con el pomposo nombre de Palacio de los Virreyes.

Como bien podrían ser todos estos tacneños unos bandoleros que trataban de saltearme por su cuenta, marchaba prevenido para resistir; pero en la puerta del edificio ya dicbo nos encontramos con un centinela armado de rifle. No había pues, que dudar; mis aprehensores eran tacneños de fina sangre chola, es decir, los hombres más enemigos de Chile.

Franqueamos el extenso zaguán pasando entre varios soldados de rostros fieros, hasta llegar a un enorme patio empedrado, de aspecto muy colonial. El claustro que rodea este patio está lleno de oficinas en las que parece se trabaja, por la luz que hay en ellas. Quedamos, pues, en este sitio, como pasajeros en el vestíbulo de un hotel esperando pieza .

. ~is aprehensores de cuatro que eran, sólo dos me vIgilan: el tacneí'í.o Chinchiruca Eyzaguirre y otro de rostro repugnant03 y de hablar gangoso. Sin que yo nada le pregunte, me dice que él es segundo jefe de policía también, tacneño, víctima d un saqueo en Arica

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por los chilenos, en donde perdió más de treinta mil soles, siendo su gracia Pantaleón Gutiérrez.

Estaba, pues, entre un Chinchiruca y un Pantaleón. Después de algunos minutos se nos acerca un oficial,

quien nos hace pasar a ur:a de las tantas oficinas, en donde, casi a un tiempo, Chinchiruca y Pantaleón me ofrecen asiento, como si se tratara de un visitante muy bien venido.

Pror:to de alejan y yo quedo completamente sólo, mi único compañero es el reloj que cuelga de la pared, marcando el tiempo con sus punteros. _

De repente suena el timbre de un teléfono que hay sobre una mesa escritorio; pero nadie acude al llamado, continuando el silencio rimado por el tic-taco De afuera llega el rumor de la gente que pasa, los ruidos del tráfico: el tintineo de los tranvías y los gritos de los vendedores de lotería.

¡La suerte! ¡Son dos mil soles! ¡La suerte! Tic-tac. Vuelven a repiquetear en el teléfono y entonces

aparece u.n sargento que atiende el llamado. Ha entrado sin verme y creyéndose sólo se larga a

con testar: -Aló, aló, con la Dirección. ¿ ............... ? ¿De cerro de Paseo? Aprehendidos. ¿De Huanca­

vélica? Aprehendidos. ¿De Piura? Aprehendidos. De Chiclayo, Trujillo, Ilo, Pisco, todos aprehendidos.

Aló, aló, ¿de Palacio de Justicia f>57? -¡Presente! Aquí estoy yo, sefior sargento, ¿Pregun­

tan por mi? ¿De donde, señor sargento? -Como picado por una araña vuelve la cara el

sargento, inteITumpiendo las letanías por teléfono para atender mi pregunta.

-Creo que preguntan por mi, señor sargento; yo vivo en Palacio de Justicia 657.

-Nó señor, no debe ser por usted, parece que pre­guntan por un diputado que vive en esa casa. ¿Y usted que hace aquí?

-¿Yo? No se. Unos caballeros tacneños me han

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traído a esta oficina para un asunto de pasaportes. Yo soy muy amigo de los diputados que viven en Pa. lacio de Justicia 557; quisiera usted comunicar al ca· nónigo García, diputado por el Cuzco, para qué ...

-Pero ¿quién lo ha aprehendido a Ud.? -No conoce Ud., entonces, a don Chinchiruca y a

don PantaleóD, de la Sección Extranjería? -¡Ah, Ud. es un enemigo del régimen, pist ... ! -Yo no soy enemigo del regimen, me parece que

hay una equivocación, no soy Pardista. Sin oirme más, sale puerta afuera el sargento y

pronto siento que continúa las letanías en otro telé~ fono, pues hasta mi llega el aprehendido de hace poco.

No hay duda, con este regimen caerán todos a la cárcel; el sargento ha seguido nombrando la geografía completa del Perú, desde Iquitos y Túmbes hasta Mo· quegua y el Marañón. .. i Dios mio! ... ¡qué país! ... y e,to ha de ser la tarea de hoy ¡Cuántos en las pri. siones! ¡Pobre tierra de los Incas!

Pasan los minutos, el reloj de la vecina estación de Desamparados toca las ocho, al mismo tiempo que el de mi oficina-prisión golpea en su cuerda metálica la misma hora con un precipitado tan-tán.

-El director no viene esta noche, me previene un oficial que aparece como por encanto en mi oficina., seguido de algunos soldados.-Ud. quedará detenido, -me agrega;-venga y pase por aquí.

Después de recorrer algunos pasillos, me hacen en­trar al cala,bozo que me tenían reservado. En este cala· bozo no hay una silla, ni menos una cama en que dor­mir; pero sÍ, un centinela que no ha de faltar en toda la noche.

Cada hora y media relevan el centinela; pero yo no aprecio el cambio, Il todos lo~ encuentro iguales; la misma fisonomía y estatura traen y llevan todos ellos.

Pasan las horas, llega la media noche y se va apa­gando el ruido en la ciudad; hasta la sonajera ferro­viaria de la vecindad va desapareciendo en medio del

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silencio; el traqueteo de los últimos trenes que ban par· tido para la Oroya, apenas se percibe como un lejano rumor.

La ciudad duerme y yo exijo y ruego un poco de comida y <lIgo en que dormir; pero en toda la nocbe no consigo nada. Todos, oficiales y soldados no se dig­nan ni contestarme; parecen mudos. ¡Es la guerral

Lo'3 temores del coronel Yellido, mnllifest'ldos en la ruanana, me lo ba bian dicbo todo; pero yo no babía comprelldido, había despreciado la amenaza del pe­rllano, en muy mala hora.

Eay m\1chas cosas que 110 se hablan, pero que se el mprenden demasiado. Yo sabía muy bien que mi tlilDouilidad para contar chistes a la bora de las comi· da , la siro atía que me iba. conquislando entre algu­nos cpb.llleros peruanos y las sefioras, el apiauRo con que oían mis chilenadas, berían a alguien, y ese al­guien era el coronel.

Ya iba teniendo confianza en la casa y muy a me­nudo usaba los yocablos más enrevesados de los rotos chibu03; sabia que se me celebraba y es!') me daba mavor <lliento.

c'Contimás», cagora mesmo-, Cjey nó!., cRirvame l(} que le dite .. , cempresteme un lape pa escrebir mis memorias:.; eran mil:! frases lIsuales, con las que creía que iba cOllquistando a Lima. -

y la verdad se,1 dicha: si no fuera porque se ha em ponzofiado al pueblo peruano con un odio por todo lo chileno en beneficio de determinados f:¡,l'sant~s y poli­ticastros, chilenos y peruanos podríillllos seY R mIgos. Lo que más se nos admira en el Perú-Jo palpé muy bien-es nuestro carúcler franco y rumboso, porque talvez en el mundo entero no IJaya quien nos sobre· }Jase en cuanto a ga¡¡tadores de dillero.

Siempre se habrá visto que mientras se atajan en

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los bolsillos los dólares, las libras, los bolivianos y 101! soles para ir a vaciarse en el mesón de una taberna, aparecen los pesos acompañados de un f.yo pago todo,). Y ese que paga todo, siempre ha sido un chi­leno, en Lima o en Pekín.

Consecuente con esta consigna nacional llegué hasta sentirme orgulloso de estar prisionero del gobierno peruano para pagarlo todo, con mi vida si llegaba el caso. .

¿No estaba más claro que el agua que yo iba a pa­ga!' el pato?

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XI TACNEÑOS

Muy de mañana se presentan Chinchirul!a y Panta­león en mi calabozo para saber cómo he pasado la no­cbo y también para hacerme servir desayuno.

Café, tostadas y cigarrillos se me bace traer por un cholito a pata pelada; pero menos diarios para leer noticias del día.

Todo lo que quiera, pero diarios no, refunfuña Pan­taleón.

La vida administrativa principia a despertarse~ Son las nueve, el tiqui-tiqui de las máquinas de escri· bir y el campanilleo de los teléfonos me revelan que estoy en un sitio de mucha labor. Los ordenanzas se cru­Z<lll en el gran patio con oficiales, coroneles y emplea­dos civiles; todos entran y salen con agitación y enoja­dC8, como si hubiera pasado algo malo.

Mientras observo todo esto por entre los vidrioS' rotos de la puerta de mi calabozo, me doy a barrulltar~ pienso que el enojo de todos los que pasan es por mi persona, pero estaba equivocado, el enojo venía desde lejos, desde Bolivia, según supe después. (La cuestión del puerto en el Pacífico).

Por fin, como a las diez me hacen subir al segundo piso, conduciéndome hasta una sala en donde a poco­de esperar se presenta el coronel Rivero de la Guarda, Director de Policías de todo el Perú.

Es este coronel, un tipo distinguido de militar, bom-

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bre joven; tal vez de 35 años, qu~ se presen,ta con una arrogancia muy bien llevada, SIn altanenas, demos­trando a la vez con mucha llaneza una correcta edu­cación.

Me saluda con cortesía y al notar que yo quedo de pie me in vita a tomar asiento con ci~rta amabilidad.

Ohinchiruca y Pantaleón que ya están al frente del coronel, escritorio por medio, dan principio a mi acu­sación.

Este caballero, dice Ohinchiruca, es chileno y vive como un príncipe en Palacio de Justicia 557; se fuma 120 cigarrillos diarios a pesar de que se levan ta a las doce, a más tiene una casa arrendada en la Puesta del Sol y sin saberse el objeto para qué la ocupa.

Síguele Pantaleón: Yo, señor director, lo he visto pa­seando por el jir-ón con el capitán Oarvajal y el te­niente Lemus del ejército chileno, y según declaracio­nes de la señora Blanca García Mentoso de Urquieta, dueña de la casa en donde vive, sé que todos los días se encierra después de las dos de la tarde para- escri­bir a máquina en compatlía de dos caballeros que a diario 10 visitan. Otrosí: el día del desfile preguntaba mucho por el batallón Zepita y se retiró de la plaza siguiendo a un regimiento de artillería _ ... _ ítem más: no d:1erme de noche.

El coronel comprendiendo que ha terminado aquello tan largo, se dirije a mi y me pregunta por mi nombre y na cionalidad.

-Yo, sefior coronel, soy Rellé Mendoza, argentíno; dert0 es que fumo mucho y me levanto tarde; pero no conozco a oficiales chilenos ni tengo otra casa arren­dada. No sé en donde está esa Puesta del Sol. Estoy de paso en Lima y no comprendo la causa de mi de­tención.

Inútil fué que yo siguera negando mi verdadera nacionalidad, mi baúl había sido registrado a tiempo y eu él habían encontrado algunos papeles que decían muy claro de donde yo era. Mis llaves, reloj ydocu-

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mentos que llevaba consigo estaban ya en poder de mis aprehensores desde hacia pocos momentos, todo lo había entregado a ellos por orden del oficial de guar­dia; pero SiD que se me registrara. Un recibo muy en forma se me había entregado, en el que se anotaba todo lo que de valor llevaba.

-Como usted ve-me dice el coronel-su naciona­lidad argentina no pasa. No encuentro motivos para que usted lliegue su patria y !'1U verdadero nombre. U n chileno negando a .. _

- Si señor, soy chileno y si quería pasar por argen· tino lo hacía con el objeto de no ser mólestado por nadie. Se mu~' bien que a los chilenos no se les q :liere ~n el Perú; he cometido una imprudencia con pisar tierra peruana y pido se me disculpe. Dispense usted, señor coronel, inmediatamente me puedo ir a búrdo de algún vapor.

-Con sonrisa en los labios recibe mi proposición el coronel y luego pasa a decirme: usted no se puede ir tan pronto, sié!!tese usted.

-No señor, gracias, estoy bien de pie; son las once y a las doce podria estar en el Callao, si usted me per­mite.

Chinchiruca y Pantaleón se ponen a reir como si yo hubiese dicho algún disparate.

La hora avanza y el coronel poniéndose de pie, me manifiesta que dará órdenes para que se practiquen algunas informaciones más sobre mis relaciones con oficiales chilenos, al mismo tiempo que dirigiéndose a Pantaleón le dice:

Tú te encargas de hacerle servir el almuerzo y lo que pida al señor.

Al oir que al segundo jefe de la sección ex tranjería lo cratan de tu, como a un doméstico, siento un verda­dero placer. Me doy cuenta de que don Chinchiruca y donPantaleón son unos pobres diablos que han querido deslumbrarme con titulos que no tienen.

Se retira el coronel y a mi me hacen pasar a una

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sa la·escritorio con balcón a la calle de Desamparados. Pantaleón, un tanto alicaído por el tu que yo he des­cubierto, limpia de libros y papeles una mesa para que me sirva de comedor, luego se va a la calle dejándo. me al cuidado de Cbincbiruca.

Pronto reaparece con todo el almuerzo; una torre de platos hace descansar sobre la mesa al mismo tiempo que me ofrece vinos peruanCl!: el Ocucaje tinto es muy barato .

-Nó, nó, yo quiero vinos chilenos: ¿si me hacen la O'racia de un ordenanza? .. D -No hay inconveniente; un cholito que acompaña a los tacnefios en estos momentos se pone a mi disposi. ción y yo le ordeno: «Vete a Plateros de San Agustín y compradme de ese vino Subercaseado que viene de Chile». •

Se larga a la calle este mandadero; pero advertido por Pantaleón de que el vino se llama cSuhercas6s •.

Asi, se me dá gusto en todo; pero yo almuerzo callado, sin hablar con mis vigilantes; tampoco me bebo todo el vino pOI' que comprendo que tal vez tendré que comer ahí mismo.

Terminado el almuerzo, me dirijo al balcón para botar una colilla de cigarro; no bien alcancé a la vClltana cuando Pantaleón me advierte que no puedo asomarme a la calle.

-¿Por quér ¿Qué tiene de particular? observé. -Tenga presente, señor Mendoza, que usted es un

pl isionero de guerra, me previene el tacneño. - ¿De cual guerra, hombre de Dios? -El capitán Carvajal, el teniente Lémus y usted lo

saben muy bien. -¡Ahora si! ¡Dale con los Carvajal! ... ()n.llamos, no había para qué seguir. Viene la tarde con la segunda jornada de oficina y

papeleo. Mi sala se va llenando de jóyenes empleados que toman asiento frente a sus máquinas Reminglón y

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los tacneños son reemplazados por otros tipos de la misma especie policial.

Ante la invasión de empleados yo me retiro del escritorio que me había servido de comedor, pasando a ocuparlo un joven muy bien parecido. Luego supe que este mocito era un sobrino del presidente Leguía y que desempeñaba ahí el cargo de jefe de la cSeeción Pasaportes».

No bien había transcurrido media hora de trabajo en dicha oficina, cuando ya estaba amigo de casi todos los perllanitos empleados abí. No parecían tontos lIi me demostraban distancia. Leguía, no más, permanecía serio, formalote, y nada hacía; lo único que le preo­cupaba era trasquilar algunos códigos que tenía a la mano, para amasar su memoria de leyes.

En medio de la charla con estos mis nuevos amigos, principio a darme cuenta de la vida en estas oficinas de Desamparados.

¡Jesús María! Las Remington vomitan centenares de órdenes de arresto que van a los telégrafos para ser transmitadas a los Prefectos (Intendentes) de toda la República, mientras un cucbicbeo siniestro viene como un rumor desde las salas contiguas, en donde varios funcionarios que se divisan, bacen girar sus ojos blancos y torcidos, como gente turnia de pura maldad.

¿Hablan de mi? Nó; es la vida, es el trabajo normal de todos estos

rastreros qUtl están medrando a la sombra de un cau · dillo afortunado. En ellos no hay piedad para nadie; los Cbincbirucas, y los Pan tal eones, son muchos, que forman una colmena de vinchucas que están haciendo la labor que necesitan todos ]os dictadores.

Sostener el regimen del nuevo presidente, llevar a las cárceles a todos los enemigos políticos, azuzar tur­bas para que asalten imprentas, inventar espias chile­nos,-es la tarea que se hace en medio del cuchicheo que hiela la sangre de todo hombre nacido en una ti e-

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rra de libertad. Hablo de los funcionarios, nó de 108

muchachos, mis amigos. cLa Patria Nueva1>-la lesera-es el nombre con

que se ha rotulado la engañifa más gro.s~ra ~Oll que se puede explotar a todo un pueblo y rIdICulizar a una nación. Y digo engañifa porque la: superchería política que ban dado en llamar «Patria Nlle\Ta», no merece los honoreEl de considerarla entre «las mentiras con­vencionales».

¡Quiá, si está más abajo que la mentira! ¡Yen nom­bre de este disparare, se están cometiendo, quizás, cuántas tropelías!

La tensión nerviosa de todos los funcionarios y so­plones que cruzan por las oficinas, se nota a la legua; no hay necesidad de ser un observador para compren­der que toda esta gente no está bien aq ui, que no están en su casa y que nadie se cree .,egul'o.

El chico teme al grande, el gordo al flaco, el pecoso­al relamido; todos sienten en sus hom'>ros el fantas­ma. de la delación. Hay algo que está espantando a todos y deprimiendo la tranquilidad de la vida ciuda­dana.

Etl la dictadura. De todas partes de la ciudad llegan ordenanzas con

oficios y luego se retiran con nuevas órdenes, y a cada. momento entran a mi sala algunos señorones en busca de un doctor Secada.

¿Está Secada?-No está Secada (¿Qué será lo que quieren secarme?)

Este Secada es un pretexto para disimular el objeto­que los trae: ver al chileno, plttlS todos me miran d& alto abajo.

De entre todos los empleados, voy distinguiendo a. uno muy simpático y de ca"ácter alegre. Bs un gran aficionado a los toros, y cuando recibe un borrador para. hacer un oficio, se dirije al escritorio con ademán de clavarle. banderillas a la Remington; cosa que la hace con grama.

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TACNEÑOS 97

En un momento en que él pasa junto a mí me dice al oído: «tenga cuidado; no tome papeles; lo' están mi­rando."

Efectivamente, yo había tomado de un escritorio un formulario en blanco una hoja de fino papel de hilo que tenía por membrete «REPÚBLICA DEL PERÚ-R:¡¡:­SOLUOI6N SUPREMA»; cosa que hacía para lamentar un feísimo error de imprenta en tal membrete, pues la palabra «suprema» había quedado ~suprena~, con n en vez de m.

Por tan cristianas atenciones me dirijo al grupo en qu~ trabaja mi amigo, pa.ra decirle:

eSoy un chileno en desgracia, nunca he odiado a la nación peruana, y, si esta tarde obtengo mi libertad, quiero tener el honor de que todos ustedes me acepten una copa en el Estrasburgo.

Si, al Estrasburgo, repiten ellos, aceptando mi invi­tación.

Esta expansión de mi entusiasmo no la hacía exten­siva al sobrino del presidente, quien sigue trasquilando en su mesa; él ha de pertenecer a los círculos altos de la administración y tal vez de la sociedad limefí.a. Era a los pobrecitos, a los de mi misma clase social, que estaban dando el quilo trabajando por ellos y por los incompetentes de arriba, a quienes yo quería feste­jar en uno de los casinos más elegantes de Lima.

Así pasamos la tarde, charlando y fumando cigarri­llos y of¡'eciéndome yo, por mi parte, ayudarles en su trabajo, puesto que soy entendido en cosas adminis­trativas y sé escribir a máquina.

Por la conversación que habíamos hecho, uno de mis amigos me dice:

-Usted parece muy católico, muy cristiano. -No sefí.ores, no soy tanto, porque es muy difícil ser

cristiano en medio de la intrincada vida del siglo y creo que en el Perú será tan imposible encontrar un cristiano como hallar una hoja de toronjil en la altipla­nicie. Si yo aparento ser algo católico es por que · soy

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liberal y por ende admirador o creyente de la reli· gión que más me place. ., . .

Largo sería hablarles de este hberahsmo-rehgloBo; pero es bueno que ustedes sepan que yo muy poco fre­cuento los templos y que las catedrales peruanas me gustan; pero por fuera, desde lejito, y bien puedo decir que estas catedrales son para mi lo que fué Bea­triz para el Dante; me inspiran y me remueven la fe­no sé explicar lo que, siento; pero algo me pasa. Dis­culpen ustedes la modestia, el Dante, y el toronjil.

-Estamos de bromas, señor Mendoza, no nos moles-ta; pero usted dirá que en Chile hay muchos católiC"os.

-Tampoco, hace tiempo que se acabaron. -¿Y, qué hay? -Aliancistas y Coalicionistas, esto es, dos bandos dis-

tintos pero un solo régimen no más, basado en una Constitución que se respeta en todo momento, porque somos una democracia.

La tarde tenía que acabarse y venir la noche con BUS tristezas y sus sombras. Mis amigos aburridos de esperar se fueron retirando uno a uno hasta dejarme solo, habían perdido la espemnza de algun cambio en mi fortuna. No sería esta tarde, sería mañana cuando beberíamos la copa en el casino o nunca.

Junto con encender las luces reemplazan el agente que me custodia por un soldado de la gendarmería o Guardia Republicana, al mismo tiempo que un orde­nanza atiende a mi comida y alojamiento.

A la vista de estos preparativos comprendo que mi situación está definida; seré huesped del presidente Leguía por algún tiempo.

c:f<:>

Los relevos de mis centinelas se hacen con mucho aparato durante la noche; un oficial y un sargento acompañan a los entrantes y salientes, trasmitiéndose entre ellos, en secreto, la consigna para la vigi· lancia.

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Hay tantos secretos y secreteos en este mundo: este secreto militar, el secreteo de los amantes y en el poc­ker, el secreto del burro; a cual de todos más difícil de adivinar ¿verdad?

En algunos momentos, en que se me ha permitido pasar a los departamentos con lavatorios y de ctoilet", he podido imponerme de que en la sala contigua hay algunos sargentos durmiendo sentados en grandes sillones, y soldados echados en el suelo a medio tapar; todo un vivac; pero bajo techo y sobre alfombras que me hace caer en una amarga sospecha.

Me pellizco, no estoy muerto; pero todo lo que me rodea tiene cara de velorio, ¿me fusilarán maJiana?

El agente que me vigiló esta tarde, me dejó esta espina; en conversación que sostenía con otro, oí decirle: «un espía se pone fuera de la ley y en Fran­cia . . .. »

Bien sabio es el dicho de la gente del pueblo en Chile: «uno sabe donde nace, pero no en donde muere".

Todos los días las mismas preguntas de parte del coronel y de los tacneños. ¿Dónde están el capitán Carvajal y el teniente Lémus?

Si; ellos, los chilenos vendrían a mi llamado para abonar mí persona y en tal caso yo saldría en libertad.

La cosa era tan fácil, bastaba dar el domicilio de mís camaradas para salvar mi situación.

Me afirman que hay muchos chilenos en Lima-que yo debo conocer algunos - que no es posible y que es muy raro que yo no tenga un amigo entre mis paisanos.

Me ofrecen la libertad en cambio de un par de militares chilenos, no lo dicen muy claro; pero la oferta se comprende demasiado.

Tantas preguntas y tantas afirmaciones falsas de parte de los tacneños como la inocencia que aparenta·

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ba el coronel para creer, a pie juntillas, las tonterías de mis acusadores, me iban confundiendo más y más.

Si el coronel procedía inocentemente, en realidad, en cambio los tacneflos sabían muy bien que yo no era un espía; pero el saqueo que habían hecho en mi babitación los hacía sostener la comedia, por temor, tal vez, a mis reclamos.

Ante tantas villanía y torpezas, pensaba para mis adeutros:

Todos los días no hay Liga de las Naciones y siem· pre no han de encontrarse con un pobre diablo como yo, huérfano de patria y solo en el mundo; mal está que se les crea ta,nto a estos tacneflos, porque el día menos pensado puede venir a tronar el cañón chileno en la frontera de Tacna y aparecer en cuerpo y alma el capitán Carvajal con el teniente Lémus. Si esto sigue, algo va a pasar. .

Mas, por el momento no había remedio, él problema no tenía solución; Pantaleón me amenazaba con una deportación a Madre de Dios o por lo menos, con una celda en el Panóptico, en los momentos que quedába­mos solos. Ya verá Ud. - me decía - en el Panópt.ico todo va a cambiar, allá no es lo mismo que estar en estas oficinas; el coronel cada día está más indignado con Ud., e!3tá convencido de que Ud. ha estado practi­cando el espionaje - en Chile haa asesinado a muchos peruanos-Uds. tienen que pagarla tarde o temprano. Dios va a castigar a Chile.

Chinchiruca hablaba poco, sonreía apenas, era más siniestro.

Por fin, una tarde, después del cierre de las oficinas, me llevan a la presencia de un señor Maguiña, minis­tro de gobierno. En una gran sala roja, muy elegante, estaba este Ministro, a quien el coronel Ri vero de la Guarda le hace una relación de todo mi proceso. Maguüía escucha muy atento y me hace algunas pre­guntas y ,)uego le dice al coronel: déle en libertad, no hay para qué retenerlo.

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Muy simpático encontré a Maguiña y le dí mis agra-<iecimientos al tiempo de retirarnos. •

Pero esta resolución suprema no alcanzó a cumplir­"Se, pues, horas más tarde me notifica el coronel de que han llegado nuevos informes sobre los oficiales chilenos y que por lo tanto yo debo seguir ahí.

Me habían hecho regresar a los departamentos de Desamparados para continuar la misma vida.

Mi viaje a donde Maguiña no lo pude comprender; más fueron los tropezones que lo que saqué en limpio al andar por aquellos pasillos que comunican las oficinas de Desamparados con las ministeriales que funcionan en el corazón del viejo palacio.

Estaba hecha mi suerte-¿para que quería más?­¿no estaba de pensionista en el palacio de los vi­rreyes?

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XII

CORONELES Y DOCTORES

Muy entra?a la noche siento ruido de espolines y de espadas; es SlIl duda el coronel con algunos oficiales que regresan del teatro, o bien alguna novedad que me trae mi suerte.

El centelleo de la bayoneta de mi centinela me va cansando la vista, siento fastidio. ¡Tantas horas con este hombre armado en la puerta de mi habitación!

En las mesas de los escritorios brillan los papeles y los formularios por la luz que se refleja de las ampolle­tas eléctricas; una araña peruana va caminando so­bre el campo rosado de un papel secante, camina y ~amina hasta que se trepa en el fono del teléfono que hay en una esquina y ahí se queda esperando la músi· ca del ritintín que luego vendrá, con la seguridad de un abonado al teatro. La tentación me asalta; hay tan­tos oficios y telegramas al alcance de mi mano que deseo leerlos; pero se me ha advertido que no me acero que a los escritorios y si falto bien puedo quedar en· sartado por la bayoneta peruana.

Ante este temor y el recuerdo de los tacneños, me entrego más bien a bartular sobre mi situación sin po­der apartar de mí el sucidio que me causaban las amenazae de aquel par de perdularios testimonieros. (ASÍ hablaba mi abuela en sus horas tristes).

En esto estaba cuando se me presenta el coronel

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Rivero de la Guarda, quien venía por lo mismo: por el capitán Carvajal y el teniente Lemus y por mi ver­dadero nombre.

-Señor: ya lo he dicho todo-¿mi nombre?-ya lo sabe Ud.-No s'by de los lfendozas y Guzmanes de Castilla; pero soy de los Mendoz.as de un pueblo de Chile que termina ell ... y nó en tilla y he dicho tam­bién que el nombre de mi pueblo, en lengua mapuche, quiere decir «Veinte Demonios:>.

-¡Cuarenta mil diablos se lo van a llevar a Ud.! ¡Bien está! Tiene media hora de plazo para resolverse­me replica el coronel-dando media vuelta con un vio­lento giro sobre sus talones en forma muy militar y se retira.

Se enojó de veras. Pasado media hora llegan por mí, el tacneño Panta~

león y dos soldados de la Guardia Republicana arma­dos hasta los dientes, quienes me conducen hasta una sala vestida con cierta elegancia, en donde me espera todo un tribunal militar.

El parto - de los ,montes era ya una cosa que no se podía evitar.

Sentado frente al único escritorio que hay en la sala, está el doctor Samue1 del Mar, prefecto del Callao y en los demás asientos como en semi-círculo hay varios oficiales y también algunos paisanos, en­contrándose a la derecha del doctor, el coronel Rivera de la Guarda.

Detrás del doctor, muy en alto y colgando de la mu­ralla está Atahualpa en un retrato de elegante y dora­do marco.

El doctor del Mar que es un tipo alto, moreno y joven, aparece simpático por la sonrisa con que me recibe, pues todos los demás aparentan un enojo de partiquinos de opereta. Es decir, un enojo que no pa­}'ece cierto.

Hay un momento de silencio mientras yo avanzo hasta el escritorio y todos me observan con curiosidad

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y miradas de fuego. Pantaleón que queda de pie a mi lado me pone un~ cara de gato con hambre y me mira eon un gesto terrIble de acusador y verdugo.

Como se ve, hasta aquí no falta más que los cande. leras y los p1at~s con merienda que engulle el prefecto de Roma en la opera Tosca, para que el prefecto del Callao dé principio al interrogatorio' pero éste parece muy bien comido y si traen los can'deleros no ha de comérselos, sal va que fuera un doctor come-fuegos.

Puesto de pie, el doctor, me pregunta: ¿ust'ed es chileno y de qué provincia? ""'-

-Sí señor, soy chileno y de la ciudad. ' .. cuyo nom­bre eu lengua mapuche quiere decir « Veinte Demo. nios".

-Parece ya una amenaza que usted nos hace con esoS demonios que nombra 11 cada momento, interrum­pe el coronel, insinuándome con dureza: ¡mejor sería que guardara sus demonios! •

-Bien señor; no hablaré más sobre lengua ma. puche.

-Sigue el doctor: hay personas que afirman haberle visto a usted en compañía del capitán Carvajal y el teniente Lémus del ejército chileno, paseando por el jirón.

-Digo y he dicho la verdad: yo no conozco ni de vista a esos militares chilenos y estimo muy difícil que anden en Lima ¿para qué? ¿con qué objeto?

El coronel Rivera de la Guarda, cambiando de tono l

y dirigiéndose al doctor y a mí, dice que siempre des­embarcan militares chilenos en el Callao, a quienes nadie molesta por traer todos ellos sus pasaportes; ves­tidos de paisanos vienen a Lima y nadie se extraña por tales visitantes. Me hace ver por última vez que yo no tengo para qué negar el domicilio. de algunos militares chilenos que de seguro hay en LIma pasando alguna temporada. _ _._

Ante estas insistencias repito que he dICho mI ultIma palabra.

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106 RENÉ MENDOU

-Dice usted que va de paso por Lima, me pregunta el doctor.

-Si, seilor, me he detenido en Lima, deseaba cono­cerla. La historia, los recuerdos de la colonia, el arte y la poesla, las tantas bellezas. " ....... .

-Sin embargo-responde el doctor-lo que usted está diciendo es una contradicción de lo que hay aqui apuntado por usted en su libreta de viaje y tomándola del escritorio se apresta para leer. Después de hacer una carra&pera para afirmar la voz, se dirige a todos los circunstantes pidiéndoles atención para lo que se va oir.

Lee: cEo esta hermosa Lima, donde toda incomodi-dad tiene su asiento ....... ».

Já, já, já.-jUsted quería encontrar muchas comodi· dades, eh!-¿Por qué ha es~rito esto?

-Manía, seilor, manía que tengo por repetir frases del Quijote. Pero ati~da usted, señor, esa frase no la ha leído completa-¿Quisiera usted leerla toda?

-Sí, ya sé, usted ha escrito: cEn esta hermosa Lima, donde toda incomodidad tiene su asiento. . . . para un chileno,..

-Ve usted, seilor, ya no es lo mismo y creo que no exajeroj la vida que llevo en estas oficinas por ser chileno justifican en parte lo que be anotado; en la calle, en los hoteles, paseos y teatros he tenido que fingir un acento español para librarme de muchas co· sas, mientras tanto que allá en Santiago de Chile y aún en mi mismo pueblo viven tranquilos muchos pe­

roan 08.

- Diga usted: ¿Usted es profesor? ¿Militar? ¿Perio­dista?

-No señor, ni militar ni periodiHtaj en mi patria hasta hace poco tuve una dulceria o pastelería.

-Al oir esto, se yergue nerviosamente en su asiento el coronel Rivero de la Guarda y exclama: jUsted no es pastelero! A usted se le tratará duramente, siendo usted el único responsable de las consecuencias, de lo

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conoNELES y DOCl'OnES 107

~ue tendrá que sufrir. ¡Pastelero y comprando libros y mapas!. .. An~e tamaña amen~za creí conveniente decir algo

en mI defensa y el tnbunal comprendiendo mi deseo se aprestó para oirme y yo hablé de esta manera:

Señores, e~ mi j~ventud.también participé de la idea de una patrIa uDlversal; Jamás he odiado a los hom­bres que viven al otro lado de los Andes o allende el Sama, y creo que hasta con simpatías he mirado a la nación peruana, porque el odio de la guerra no me era conocido. Recuerdo muy bien que cuando era niño, mis padres recibían con mucho cariño la visita de un muchachito peruano que llegara a Chile en busca de salud; C. V. P., hijo de una respetable familia del Callao, jugó con mis juguetes y nunca recibió un agra. vio de mi parte; la bandera peruana no ha sido para mi una enseña odiada porque he sabido comprender, con mi escasa ilustración, la belleza de la civilización que viene llegando y que pronto ha de barrer con los restos de la encubierta barbarie ... Se muy bien que cuanto diga en mi defensa será inútil; pero si Dios me conserva la vida, habré de repetir desde lt~jos mi protesta. de paz que ahora hago ante este tribunal para que se comprenda que no hablo de temor a los rigores de una prisión militar, ni para ablandar la sentencia que ustedes ya tienen para mi. Nunca he sido un espia; ni habría podido admitir un encargo sem~jante porque no tengo carácter para asunto tan veleIdoso; pero si, no me falta ánimo para sufrir con orgullo por mi patria, aunque allá en Chile, nunca se sepa que yo ...

Así mi defensa, evitando decir que yo era un pros· crito.

El doctor del Mar, que ha permanecido de pie y. ~uy atento a mi discurso me replica con amabll1dad diciéndome: N osotros ~o tratamos de ofender a Chile en su persona, el Perú es noble, y tanto el diner~ c~mo su reloj y otras cosas de valor se le devolveran, ad-

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1<J8 RE~É MENDOZA

vierta que sólo deseamos saber quien es usted. El Pertí es noble y usted está entre gente.

Por mucho que les cegara el odio a Chile, parece que todos los circunstantes debieron comprender que yo ~uardaba algo más penoso y que trataba de ocultar. En mis ojos debió leerse, sin duda, una triste y muy amarga nostalgia al evocar mi patria que no podía llamar en mi auxilio; pero que siempre amaba más que nunca. Y si nada vieron, no hay que e:'!. trañarse, los tacnefios mantenían bien atada la venda de la revan· cha en los ojos de estos funcionarios.

Sabía yo que dejando mi incógnito con que viajaba, sirviéndome de pruebas que habían hasta en las ofici­nas del cable en el Callao, todo habría cambiado y las mentiras de los tacnel10s habrian venido a menos; pero no lo quise hacer.

¿Para qué tanto miedo? Afligido estaba; pero ni por muchos coroneles y doctores que me amenaZasen di! ía más de lo dicho. A la postre tendrían que aburrirse conmigo, que en cuanto a la deportación a Madre de Dios, bien sabía yo que era un ardid de Pantaleón. Este era un rufián y como tal mentía a roso y velloso. ¡Cómo no había de mentir si ctenia callana hasta en la frente!»

Hoy se embarcará usted, no es posible su permanen­cia en Lima, me dice el doctor, como dando remate a un negocio ya muy estudiado.

-Bueno. ¿Y mi equipaje, sefiores? -Todo va con usted; la sefiora de la casa en donde

usted ha vivido exigió la pieza ocupada por su equi­paje, agregando que no tenía quejas sobre su con­ducta, al contrario se manifestó muy agradecida por su generosidad; pero al saber que usted era chileno y no argentino ...

·-En la casa de doña Blanca Garda Mentoso de Ur­quieta no dudan de mí; casi todas las noches tenía el honor de recibir en mi cuarto a algunos caballeros que ahí viven y entre ellos al teniente Fenuzo de la

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CORO~ELES 1: DOCTORES 109

Escuela :Militar. C~mo buenos amigos hemos pasado el rato y no dudo de ellos; y aquí mismo he sabido que uno de esto~ cab~ll~ros .ha venido hasta las puertas de este. palac~o. o MIDlsteno, para hacer algo en favor del amigo pnsronero. (Nunca olvidaré estas atenciones de mi amigo peruano sefio!" Germán Koster).

Bien, muy b~en-o?serva el doctor-cuente Ud. y guarde su reloJ y lapicero, que en cuanto a sus pape­les, quedan en nuestro poder.-¿Conforme?-Aquí no somos detentadores, ¡el Perú es noble!

Pantaleón hace revolotear un papel ante mis ojos; es la cuenta del hotel de donde me habían traído las comidas. «No se olvide de cancelarme-me reco­mienda;-yo he estado pagando por Ud.»

-Verdad. Ud. es muy amable, ¿cuánto debo? Pá­guese; aquí tiene veinte soles y un millón de gracias. Disculpe las molestias.

No habia salido muy subida la pensión en el palacio de los Virreyes; pero me quedaba algo que salvar; el tacnefio tenía cara de coimero fino.

Como veo que mi asumo termina, pregunto adónde se me va a llevar.

Pan tal eón me dice que él tiene mi equipaje y tamo bién los pasaportes. Entonces, con un saludo muy cor­tés, me retiro de la saja seguido del mismo acompafia · miento de soldados armados. Al salir, me pregunto: ¿habré quedado libre de estos coroneles y doctores y del Atahualpa, dejados en la sala? ¿qué significa todo esto? ¿pasaportes?

En los pasillos, mientras buscamos la escalera para bajar al patio; el tacnefio se me acerca completamente transformado. Era otro.

-Atienda, sefior Mendoza,-me dice.-Ud. se ha salvado gracias a mí; yo pasé muy buen informe sobre Ud., y si lo he tratado con dureza es porq~e nosotros tenemos que proceder así delante de los lefes .. Esta misma nocha Ud. se embarca en·el Palena, el gob18rno peruano ha pagado su pasaje hasta Arica; Ud. nada

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110 RENÉ MENDOZA

tiene que gastar, nada señor Mendoza.--Principiaba a pitarme.

-¿El Palena está en el Callao? No lo había visto en los diarios; pero cuando Ud. lo dice, amigo Gutierrez, asi será. El Patena es un vapor rápido de andar. Ud. me acompañará :lo bordo; tomaremos un whisky, aun­que ya es tarde. ¿Quisiera Ud. hacerme el favor de las llaves de mi baúl? Ud_ debe tenerlas. Tengo frío; deseo mi abrigo que debe estar en mi equipaje, ¿dónde está. mi equipaje?

-No, señor Mendoza, hay que ser prudente; no con ­viene que Ud_ salga muy tapado; nada de abrigos, nada de sobretodos; haría muy mal. Hay tanto soplón por aquí en las cercanías de palacío ....

-Bien, bien, no me abrigaré; pero ¡caramba! con la bromíta de Uds., ¿de dónde inventaron ese capítán Carvajal y ese teniente Lémus? ¿Por qué no me ha dicho el doctor del Mar que se me envía al Palena'?

-Resortes, señor, resortes. La sección extranjería de la policía de Lima tiene sus resortes, mejores tal­vez, que la policía de Santiago. aunque nosotros tene~ mos poca paga, sueldos muy chicos. El doctor no podía decirle a l:J d. nada más; había tantas personas oyendo, luego los periodistas son tan impertinentes. A Ud. no le conviene la publicidad; no olvide que tiene que pasar por MolIendo, y en ese puerto hay mucho odio por Chile.

Mientras todo lo explica tan divinamente, se me acerca, arregla mi corbata y sombrero. No dice que desea plata; pero ___ . -

La zalamería de este hombre me hace sospechar de sus noticias; tan paliquero y cómico. Hasta hace pocos momentos parecia un culebrón y ahora se ha trans­formado; parece una cola de lagartija, a saltos nervio­sos delante de mí, como Tirifilo. Pero nó; comparar a este tacneño con Tirifilo-mi pobre perro-que estará esperando mi vuelta allá, en la puerta de mi casa seria ofender a todos los perros que yo conozco. '

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COHONELES y DOCTORES 111

Si el doctor ~~l M~r. conociera a mi perro, estoy se­guro que tamblen dma con vehemencia: ¡Tirifilo es Doble!

Bajamos, y el tacneño se dirige a unos automóviles qu~ hay en el pat~o, talv~z para .apresurar la partida de)andome solo, sm centmelas DI vigilantes.

Al fin quedaba solo por un momento y me pongo a pasearme por los corredores de aquel viejo casetón pitando mi cigarrillo. '

Reflexionamos: ¿qué había pasado? ¿cómo habían podido creerme espía? Si yo escribiera a Chile contando todo esto: ¿qué vendría?

En Tacna y Arica hay muchos niños peruanos, pe­queños como los míos, que entrarían a sufrir de pena al ver a sus padres afligidos. No, no sería correcto echar más leña a la hoguera que tarde o temprano tendrá que arder. Calma y perdón para todos estos tacneños.

Si, olvidaré gran parte de toda esta comedia; pero, y mis amigos peruanos?

No podía dudar de mis amigos, los hupspedes de doña Blanca; los recordaba a todos con cariño y seguro estaba que ellos habrían lamentado mi desgracia (me­nos los diputados).

En nuestras conversaciones, siempre habíamos es­tado de acuerdo, y nada se me objetab~ cuando 'yo decía: "Nosotros los civilizados no necesltamoe odiar para ser soldados, el odio es más propio de sectari,os que de patriotas. Las guerras con caño~es y tamb?les al fin desaparecerán; y las reemplaza.ran otros slste· mas de guerrear tan humanos que h~sta la p,a1abra guerra habrá de olvidarse por impropia; pero siempre estaremos en lucha, porque no es posible pensar en

"

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112 RE~É ME:'\ DOZ.l

una humanidad de vida conventual regida por un padre prior, aunque este sea el mismo Wilson. Jamás podrán regirse las naciones por las reglas de Santo Domingo de Guzmán o de San Francisco de Asís y las ligas de naciones para reglamentar la paz no tendrán mayor resistencia que la torre de Babel •.

Así, en esta forma, trataba de afianzar mi amistad con mis amigos peruanos y ellos aceptaban gustosos mis opiniones.

Sólo el coronel Vellido no parecía estar de acuerdo con mis ideas; él había peleado en Huamachuco y también en la Concepción y la táctica guerrera de los montoneros de la sierra tenía que estar en pugna con mis ideas militares. Yo afirmaba que el odio no es propio de militares al frente del hecho de armas que el víejo soldado se complacía en recordar: el combate de la Concepción, en el que 1,500 montoneros ultima· ron a 77 chilenos.

«No quedó ninguno de sus paisanos», fué la frase con que concluía cierta noche después de comida, el coronel Vellido, su repetida historia y apretándose la barriga se largó a reir como un bendito de Dios.

Sí señor, lo sé muy bien; los corazones de cuatro de esos muchachos están guardados en la catedral de Santiago y el dia 10 de Julio, aniversario del combate, se jura la bandera en todos los cuarteles de Chile por toda la gente que forma la conscripción militar. Con esta réplica de mi parte se concluía la conversación, nadie habia querido seguirla.

Mi defensa por los héroes de mi patria y la sangre fría con que yo me sentaba a la mesa-ya Jo he dicho-­para comer con mucho apetito entre tantos caballeros y damas peruanas renovaban, sin duda, en las espal­das del veterano coronel los azotes que de seguro le dieron los chilenos en tiempo de la ocupación, por múutonero y bellaco.

Al fin había estallado, llevando el chisme a donde

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CORONELES Y DOCTORES • 113

108 tacneños, quienes ya me tenían en salmuera se"'ún la propia expresión de éstos. ' b

La verdad era que yo más preocupado de mis des. venturas-el hombre se pone más egoista en el dolor­no había atendido a las muchas que afligían a los peruanos. La visión de las provincias cautivas el recuerdo de la derrota unido muchas veces, quiz~s a la herida que les dejara para siempre la maldición de Bolívar en su célebre. proclama (*) a los pueblos del sur de Colombia; toda la cuestión internacional que preocupaba a la gente limefia, no habían bastado para sacarme de la profunda pena en que vivía en medio de tantos peligros. No veía, pues, ninguna ase. chanza, ni menos motivos para intranquilizar al vecin­iario de Lima con mi presencia, tal vez intempestiva lara muchos. \ Tal era mi tranquilidad, que a veces no pensaba en ~guir viaje a Colombia; un chalecito o rancho por alá lejos del centro de la ciudad, a orillas del Rimac, llll había encantado, tenía el propósito de preguntar

*) ('Pl'oclam:J.:-~ los pueblos del Sur de Colombia: La perfidia. del?erú ha pasado de lo límites, y hoyado todos los derechos de sus ecinos: Bolivia y Colombia. Después de mil ultrajes sufridos con na paciencia heróica, nos hemos visto al fin obligados a repeler la íIl'.J.sticia con la fnerza. Las tropas peruanas se han introducido en el~orazón de Bolivia,. sin previa declaración de guerra y sin causa)arn. ello. Tan abomInable condncta, nos dlCe lo que debemos espera de un gobierno que no conoce ni las leyes de las naciones, ID la ~titud ni siquiera el miramiento que se debe a los pueblos amigo~\, he~manos. Referir el catálogo de los crímenes del Peru sería dl\asiado, y nuestl'O sufrimiento no podría escuc~arlo sin un ¡¡nto hCfible de vengan~a, pero yo no qUIero e.ntar vuestra mdl"uacl¡¡. ni avivar vuestras dolorosas bendas. Os conVIde 80la~entE\' alarmaro~ contra esos miserables ~l. ya han violado el suelo de D\stra hija, Bolivia, y que mtenta? aun profanar el seno de la m:¡dl'l de los h{oroes. Armaos colombIanos del Sur, ,,:olad ~ las frontera.y esperad allí la hora de la vmdlCta. MI preseuCIa sera la señal de ~bate.-Bogotá, Julio 3 de 1828.

Sr:llÓN BOLiv AlO). 8 •

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114 llENÉ "E"'IllOZA

por el precio de arriendo y tomarlo por mi cuenta. Ahí en esa casita modesta y romántica viviria feliz con mi mujer y mis niños. Necesitaba descansar, habia trabajado veinte años en Chile instruyendo a palurdos favorecidos por la política para que ocuparan puestos que no merecían; TRABAJARÍA EN LIMA PARA LOS MÍos y

NO PARA OTROS. También leería mucuo para olvidar bastante.

El Rimac, a la hora de la puesta de sol, tiene ese no se qué, que solo los poetas saben decirlo y en sus orillas seria un ensueño vivir.

Nada me hacía sospechar o temer algo de la gente que me rodeaba.

Cuantas vece!;', después de comida, al andar de pasee con mís amigos peruanos, acompañados de sus espa sas, por la Plaza de la Inquisición, había oído de elles sus protestas de amistad. No tema Ud., me decíal, nosotros preferimos darle la mano a un chileno ant!s que a un boliviano. Uds., los chilenos, son francls, abiertos, dicen lo que sienten, son enemigos quese presentan de frente, mientras que los bolivianos 'on hipócritas. Los batallones bolivianos fusilaron a mes­tras tropas por la espalda en el Campo de la Alialza. Los gobernantes del Alto Perú han buscado la amHad de Uds. porque les tienen miedo.

y ellas, las señoras, me confundían con sus fi))lzas: Uds., los chilenos, son hombres de hogar, muy blenos maridos, amantes de sus esposas.

Si, señoras, gracias, hay algo de cierto df tales virtudes-les respondia- el roto chileno le pe~ a la mujer el día sábado, nada más. Somos bueIl's mari­dos, ¡ejém!

Hasta doña Blanca me había dicho en m largo suspiro:

¡Ay, señor Mendoza, si yo hubiera con<::ido a un chileno antes de encontrarme con el loco de mi ma· rido!. .. .

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¡.

CORONELES Y DOCTORES 115

-Habría resultado la mísma.... el divorcio; por­que señora de más retórica ....

-Así con estas amenas charlas y estos suspiros hondos, pasábamos el rato y coneeguiamos disipar la negra nube de la guerra; mientras la de coroneles y doctores se me venia encima y ahora estaba haciendo estos recuerdos en medio de la tempestad.

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XIII

MAS CORONELES

La triste campana de la Estación de Desamparados toca las doce de la noche a la ciudad virreynal.

Cortesmente invitado por el tacneño tomo asiento en uno de los automóviles que hay en el patio. Aden­tro en el coche va parte de mi equipaje; pero DO se ve mi baúl.

Estamos listos- ¡al Callao!-¡al Palena! grita el tac­neño cerrando la puerta del automóvil para luego atarme un pañuelo vendandome la vista, mientras me dice: disculpe usted, es la órden.

Partimos y después de veinte minutos de tumbos y saltos llegamos al puerto acompañado del inseparable Pantaleón.

En el camino se me ha hecho más amigo, me ofrece toda clase de garántías; hasta su casa en el barrio de Malambo queda a mi disposición para cuando vuelva otra vez.

Muy cerca de los maleconos y de los muelles nos deja el coche, en donde me quitan la vend~ quedando deslumbrado por las luces del puerto, al poner pie ~n tierra me veo rodeado de otra clase de gendarmena: es la policía chalaca que nos acompañará hasta el embarcadero.

Una vez en el muelle, principian las exigencias del tacneño.-«Usted tiene que darme algo-yo lo he 8al-

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118 RENÉ lIfENDOZA

vado-no es posible que usted no me pague mis bue nos servicios-yo soy pobre-tengo tan poco sueldo: cuatro libras peruanas al mes, con niños chicos y mi mujer . . . . ¡ay señor Mendoza, me había olvidado decirle: mi mujer es chilena .. .. . 1 Y no solo pide para él también pide para su compañero Chinchiruca con v~z lastimera como los monaguillos en Semana Santa: ¡para el Sefior del Huerto! ¡Para la soledad de Panta­león Gutiérrez!

-Pero hombre, espere un poco, a bordo veré cuanto podré darle, atienda que no ando tan boyante, me atrevo a contestarle para calmar el apetito de este pedigüefio desenfrenado. .

Mas, temeroso de un oficial que se aproxima, llega hasta la violencia con su requerimiento.

Fuera de paciencia y antes que llegue el oficial, le alargo un billete de diez francos, diciéndole: tome hombre, usted denigra a su patria y olvida las órdenes del doctor del Mar.

Estaba todavía en tierra peruana y era prudente tirarle un mendrugo a este miserable, que traficaba con la honra de su patria. Me habían perseguido por creerme espía chileno para termidar después de tanto alarde patriótico, como en las casas de tolerancia cuan­do pasan el platillo para pagar a la tocadora.

El doctor del Mar me había dicho en castellano muy claro en los momentos de abandonar la sala de Ata­hualpa en Desamparados:

«Nadie más le pedirá cuenta de nada a usted, en adelante nadie podrá tocarle ni exigirle nada; yel Pe­rú es noble.»

U n deber de hidalguía me hace recordar estas ad­vertenciae del Prefecto del Callao.

El oficial que ya está con nosotros, me ayuda a sal­tar a una lancha que nos espera con motor encendido. Adios, me dice este oficial, y diga usted en Chile que a,quí no matamos a nadie.

Por qué dirá esto, me pregunto, mientras observo

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MÁs CORONEJ~ES 119

q?e Pantaleón a la luz ~e un foco, parece leer fran~ ces por el modo como tiene la boca. Con los labios en forma de cartucho, parece que lee: République Fran­caise o bie~ es un gesto de asombro ante el papel mo~ neda que tIene en sus manos el cual dice por todas partes: .Dix francs."

Ya en la lancha me siento feliz, es elegante y parece estar pintada de blanco; algunos policías se sientan a popa, mientras yo paso a ocupar los asientos que están colocados entre el motor y la proa, quedando al frente de un sargento que parece ser el jefe de la fuerza poli­cial que me acompañará hasta el vapor.

La lancha zarpa con rumbo al sur, lo que me extra­ña no poco; sin embargo sigo feliz porque no vá el tacneño, éste ha quedado en el muelle conversando

-con el oficial que me dió el recado para Chile. Navegamos con prisa y todo parece desfilar ante

nosotros como en una cinta confusa de cinema. Vapores y buques de todas clases apenas se destacan

en medio de la obscuridad de la noche; solo las luces nos pueden indicar los nombres y banderas de aque­llos barcos que pasan. Allí vá un Maní que viene delle~ jano Japón, más atras siguen los pequeños vapores que costean hasta Guayaquil; cerca de la dársena han quedado cimbrándose algunas arboladuras bruñidas por la luz plateada que se proyecta desde 108 focos del puerto: son ~l Manlaro, el Ucayali y otros costeros que pasan ahí la noche. Sin saberse donde están l?i~ean l.as sirenas de la ronda nocturna el alerta de la vIgIlanCIa, es el canto de la rurupata con que acostumbran dor­mirse los capitanes y pilotos de toda esta flota que parece huir de nosotros. L~e. grandes navíos de ~sal­do y de la Grace Line tamblen desfilan ~on sus c~lme­neas apagadas semejando camellos de Jorobas gIgan­tescas que fueron arrastrándose en pos de aquella muchedumbre de mástiles que va pasando para el puerto.

La velocidad con que han pasado todas estas naves

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120 RENÉ MENDOZA

me ha hecho sentir un vértigo que me causa espanto. No me agrada el rumbo que llevamos, el Callao se

pierde de vista y la obscuridad se hace más impo­nente.

La escena que se iba presentando no era la que yo esperaba y, asi como aparece repentinamente, después de mucho restregar en la cartulina la figura de la calcomanía que sorprende al niño en sus juegos infan· tiles, así brilló, entonces, e11 mi mente, la perfidia tacneña:-Yo no iba al Palena.

Todos 108 buques, las goletas y los pontones habian pasado, ya no quedaba ni una luz engañadora de algún barco que estuviese anclado más afuera de la bahía. Ante la obscuridad inmensa y amenaztinte yo perdía mi última esperanza.

Hasta hace pocos momentos, en Lima, yo todavía. no podía comprender el odio de la guerra. Ahora si; esta era la guerra.

Mis temores van aumentando; nada bueno debo esperar, sin duda, el infinito va a abrirme sus puertas dentro de pocos minutos.

Según los geógrafos, una de las mayores honduras del Océano Pacífico, se encuentra frente al Callao en donde la sonda ha alcanzado 7,000 metros de profun­didad. Allí, al fondo de este pocito, tendría que llegar; en pocos instantes más, para dejar satisfecha la ven· ganza de los tacneños, si alguien no se metía por medio. Sin embargo, me atrevo a preguntar: ¿quién lleTa el pasaje, los pasaportes? Nadie contesta. ¿A qué vapor vamos en esta dirección? Sigue el silencio. ¿Por qué no hablan? PÓ, pó, pó, me responde el motor.

Estamos lejos del Callao, hace rato hemos doblado La Punta y seguimos siempI'e al surí apenas se di visan las luces de tres barcos alemanes que están anclados muy aJuera de la bahía.

¿Para dónde me llevarían estos hombres enemigos de mi patria? . ,

¡La patria, la patria! Nunca se sabrá en Chile mi

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! I

llÁS COI\ONELES 121

martirio, mi muerte desesperada en medio de estas frías aguas. Los chilenos que duermen tranquilos en los camarotes del Palena, a pocas millas de esta lancha que m~ va ~rr~ncando el alma, no sospechan, no pue­den sonar sIqUIera que tan cerca de ellos se martiriza a un compatriota. ¡Si ellos supieran!

La vista se acostumbra pronto a la obscuridad cuando ésta no es completa, y ya voy viendo algo. '

Las olas vienen a romper en la proa de la lancha con suave marejada, el mar está en calma y a veces DOS obsequia con sus ondas encendidas por la fosIore­cencia.

Asi, con esta déhil claridad, producida por la fos­forecencia, va también nuestro barco dejando su estela que yo me entretengo mirándola.

La idea de que allá, en la bahia, ha quedado un buque chileno, hace que mi vista prolongue la estela más allá de lo posible. Es 'una ilusión, pero que la mantengo a pesar de estar cierto de mi engafio; juego con la idea de que esta cinta de luz me ponga en comunicación con la nave chilena.

Al fin, esta magia tiene su recompensa: hacia el norte parpadea una luz, ¿Será del Palena?

Esta luz que ha brillado a popa desaparece, queda· mos solos en medio de esta mar que se va poniendo gruesa, como dicen los marinos por las olas agitadas.

Mis acompañantes siguen lo mismo, callados y des­corteses. Les he ofrecido un cigarrillo, pero me lo han rechazado. N o hay manera de hacer amistad, la consigna que llevan debe ser muy severa.

Que me van a botar al agua, no lo creo posible en algunos momentos. En el muelle vi que le entregaron un oficio al sargento; pero bien puede ser. que el doctor dell\'Iar tenga también su pacto con.el dIablo f ya que no seria el primer docto que anduvIera en tales nego-ciados.

¡Vaya con el doctor del Mar! Tanto que me repetia: el Per'ú es noble. ¿Para qué me hablaría de tanta

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122 RE:'Ii MENDOZA

nobleza, si había de salirme con estas regatas a media noche? Sí, esto va pareciendo regatas: adelante ha salido, como del fondo del mar, una pequeña balandra que lleva un farolillo a popa; también por el lado de estribor van apareciendo algunas luces muy cerca de nosotros. Son las lanchas de los pescadores cbalacos que han encendido sus farolillos al sentir el ruido de nuestro motor para evitar que choquemos. Algunos van remando y otros a la vela, en busca de la zona propicia para la pesca y a donde llegarán talvez al amanecer.

En el fondo de estas embarcaciones también se han encendido fogatas, cuya luz se refleja en los rostros de los tripulantes. Todos llevan las mejillas hinchadas por efecto del bolo de coca que van masticando, chau­chando como ellos dicen.

¡Qué feliz va bogando toda esta gente! Después de darles alcance los hemíls cruzado, que­

dando los pescadores para el lado de babor, revelando esta maniobra nuestro rumbo hacia el sudoeste. ¿A quién iremos buscando con este rumbo? ¿S.O., latitud 12°, O', O"; longitud 77°, O', O" ? A cnalquiera se la daría sacar estas cuentas de latitudes, a la una de la máñana en el mar del Callao.

Nos alejamos, pues, de estos pescadores en el afán de seguir a las oceanias, q'oe sin duda vamos buscando, y que al fin habremos de encontrar en medio de esta llanada de límites tan lejanos.

Una ola enorme que ha reventado por estribor me ha salpicado con sus chispas diciéndome a la vez algo muy importante: el sargento ba tratado de cel'rar la ventanilla para que yo no me moje, siendo esta aten­ción de mi vigilante toda una aclaración.

Si trataran de fondearme no usarían de estas pre­cauciones. Natural.

No cierre usted, no me molesta, al contrario me agradan las chispas de las olas -he dicho al sargento más alentado q:1e agradecido. Este no ha insistido y

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MÁS CORONEI,ES ]23

ha vuelto a su puesto para seguir vigilándome. A pesar de todo, el mar me encantaba. ¡Oh, el mar!

Como me siento más animado enciendo un cigarri­llo chileno, de los pocos que m~ quedan y que había reservado para las grandes ocasiones.

Delicioso encuentro mi cigarrillo Joutard, el que me hace recordar la actitud estoica de los marinos japo­neses cuando morían en la rada de Puerto Arturo. Así fumando debo aguardar lo'quevenga-mé digo-mien­tras me tiendo en el asiento de cojines de la lancha.

Nunca he sido un valiente en la acepción alta de esta palabra; pero un orgullo poco sofrenado que me acompaña siempre-lo confieso-me hace mirar con desprecio a los policiales chalacos que van conmigo y esperar sin tratar de hacer nuevas preguntas.

-Espero . ... ¡Niño Jesús de Praga! Si, de p.raga-esta es-la Sú'

plica de mi esposa alrededor de la cuna de algún chico con fiebre; pero yo no sé nada de tal niño milagroso. Sin embargo, creo ver al de Praga, muy chiquito al lado de mis peq ueños. ¿Sí se quedarán solitos con él?

¡Qué mal negocio es haber perdido la fé! ••••••••••• • •••••••••••• t •••••••• " •••••••••••••

Si el agua del mar es fria, la realidad de la vida'es a veces más fría. Yo siento frío. .. La fe debe ser como un abrigo de pieles que da calor al cuerpo y al alma. Más ¡ay! con mi sobretodo se quedaron los tac­neños y con mi fé UD judío (Max Nordau).

¡Tacneños! ¡Judíos! ¿El infierno? ...................

. Si~~p'r~' ~~cÍ~~~ie·.~¿L~ti~~d · 120 O' O" longitud 77° O' O"?-Nada se puede precisar sin tener el número de millas que habremos andado. Si.empre sudueste. La ola viene por estribor, no ha cambIado; pero las cosas van tomando más mala cara: los soldados han hecho crujir el mecanismo de sus rifiles. ¿Habrán retirado los seguros? ¿Preparan? .

¡Atenció[;! No me he de abatir; -pero lo gracIOSO va

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124 RE:'iÉ ~E~DOZA

a ser que en vez de morir diciendo, «Jesús María,. tendré que murmurar hasta el último momento la más extraña de las plegarias de bien morir.

Veinte Demonios, Veinte Demonios y Veinte Demo· nios diré a gritos antes de morir. ¿Para qué? Para que así se pueda saber alguna vez en Chile que el chi­leno fusilado en las aguas del Callao era del pueblo cuyo nombre en lengua mapuche quiere decir «Veinte Demonios .. y entonces llegar la noticia a los oídos de mis parientes. Los policiales peruanos regresarán al puerto contando tan singular modo de morir y poco a poco se irá. exparciendo la noticia puesto que nada queda oculto bajo el sol.

Siem pre sudueste. Cuando se acerca la muerte, los minutos se agran­

dan y en cada segundo desfilan por la mente cien re­cuerdos. La ~asa en que nacimos aparece con sus pa­tios y arboledas y la plaza y la parroquia de nuestro pueblo natal por donde van y vienen los compañeros de co)egio.

As! la mente, parece que hace una marcha atrás con su motor y, la memoria de la misma manera que las ruedas de un automóvil va repasando la huella dejada, ciñéndose con precisión a cada uno de los he­chos pasados como los neumáticos eu los dibujos ara­hescos estampados en la carretera .... de la vida.

Una noche lejana viene a mí en medio de esta noche.

-189 ... noche de invierno-mi padre está leyendo en las páginas de «La Generala Buendia,. la popular novela de Ramón Pacheco-a hurtadillas miro la lá­mina en que aparece el fusilamiento del hijo de aquel viejito chileno que exclamara ante un tribunal de mi· litares peruanos: «Yo soy Genaro Buzeta, reo de un delito que no conozco y prófugo de una prisión en donde se me encerraba como a una fiera».

¿Las novelas son la vida?

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~lÁs COnONEJ,ES 125

...................... ""

¿Alta mar? 1\1 uy posible, alta mar. Hace rato que navegamos con motor acelerado y sin cambiar de rumo bo. Las olas vienen a nosotros como rodados gigantes­cos de montafias .que se derrumban; como por encanto pasamos por enClma de estas moles para deslizarnos al momento hasta el fondo de quebradas profundas desde donde una mano invisible nos levanta hasta l~ c~mbl'e de otra mon~aña de agua que viene precipi· tandose por el empuJe de otras tantas que la siguen.

Nuestra barca puesta a cada momento en estos trampolines, que forman las olas, se va de punta como un acróbata ante un salto mortal; pero alguien le aprieta la cola dejándola como quiltro maromero que caminase en dos patas y, no bien queda horizontal cuando recibe una bofetada por estribClr, tumbándola por largo rato, entonces, la ola que viene amenazante, se agacha y pasa por debajo de la quilla haciendo estremecer toda la embarcación.

Muy atento va el segundo piloto ante el motor, como el médico ante las pulsaciones de un corazón que puede fallar; mientras que el primer piloto, aferrado del timón, se consulta con el horizonte. "

En medio de este baile, algunos gend:.ormes van de bruces y otros se estrellan con el motor, suenan sables y se pierden algunos kepíes. El jefe de la tropa se queja, dice haberse malogrado la frente al chocar con algún fierro y tanta es la lamentación que yo aban· dono mi cama de cojines, encendiendo un fósforo para alumbrar la frente del herido; mas, apenas me acerco, cuando caigo al fondo de la lancha. Ante este percance, que yo celebro más que nadie, princip,ia a abrirse la amistad de los peruanos; hablan. y. se nen,. y.a no pare­cen tan huraños como al prinClpIO del VIaJe. El mar está bravo y nos puede tragar a todos. _. .

Todos nos echamos de espaldas y sIgUlmos bIen tomadoB de algo que no vemos y llenos de inquietud.

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126 REN ÉMENDOZA

Solo los pilotos, acostumbrados a estoB balances, son los únicos tranquilos.

La campan ita de mi reloj de bolsillo me hace saber que es la una y tres c.uartos de la mañana y bien po­dría ahora renovar mis preguntas ya que los policías han manifestado saber hablar; pero el poquito de orgullo' que no me deja me aconseja el silencio. Si, no debo hablar, que las oceanías pronto han de aparecer.

La braveza del mar me hace sospechar la existen­cia de algunas rocas o bien la entrada a un archipié· lago desconocido.

Algo debe haber, me voy diciendo-cuando un agudo pitaBo del motor nos pone en alarma a todos.

Puesto de pié y aferrado a la borda escudriño con ánsias el horizonte: una danza de linternas rojas me revela la existencia del hombre por aquella la titud.

Al fin se presentaba u las oceanías, con toda la fan­tasía de lo ignoto.

Las linternas son muchas y no es poca la gente que se apiña en los muelles para recibirnos. A un hombre muy alto lo siguen todos y parece que le obedecen.

LIeva este hombre un palo muy largo con un gran garfio en la punta que es tiende hasta nuestra lancha p!ua pescarla e izarla por encima de las rocas que se divisan.

Sin duda este hombre debe ser el virrey de las ocea­nías que ha venido en persona para manifestarme cuánto es el aprecio con que se me tratará durante mi visita.

Después de una dificil maniobra logra engarfiarnos y amarrar nuestra barca a unos pilotes de fierro. En este momento me previenen mis vigilantes que estamos listos para pasar al barco que yo habia tomado por muelle, diciéndome con sorna: ceste es el navío que se ban tomado los chilenos esta noche» . . Lue.go me ordenan: ¡suba por aquí! ¡tenga cuidado!

¡Jale, Jale de aquí! Subo como puedo y avanzo sobre un puente o muelle rodeado de un grupo de hombres

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UÁS COnONEI.ES 127

apenas vestidos; algunos lleva n calzoncillos muy cortos y otros se prQsenten entrapojados con mantas que los cubren hasta las rodillas.

Mie~tras camino, me estrechan y miran con avidez. y yo SIento los escalosfrios de un posible canibalismo.

Así en medio de este cortejo llego ante la presencia del hombre del garfio, quién está también a medio vestir.

Creyéndome ante el jefe de todos los entrapojados lo saludo con cortesía y algo confuso. ' . Buenas noches, señor-Buenas días-¿Es por ven­tura 8. A' el Virrey de las Oceanías a quién tengo el honor de saludar?

No bíen concluí esta salutación cuando erguido como un gigante avanza hacia mí este Virrey para decirme encolerizado:

¡A.h, desventurado mortal! ¡aquí no hay oceanías ni cosa parecida! Yo soy el coronel Teobaldo Gonza­lez, jefe de esta prisión militar y penal a dónde te han enviado los altos funcionarios de Lima para que recibas el castigo que mereces por la osadía que has tenido en pisar tierra peruana, siendo como dicen que sois hijo de la pérfida nación chilena.

-En tal caso, señor Coronel, estamos en latitnd 12.0 0'0" longitud 77.0 O'O"?

-Qué te importa la latitud, desgraciado hijo de la tierra de Cain; bástete saber que te encuentras en la isla de El Frontón.

_ Y, diciendo esto, alargó el palo hasta mi cabeza, enganchándome con el garfio de mi encrespada cabe­llera, dió media vuelta; echóse el palo sobre su hom­bro izquierdo y yo quedé como e~ bacalao de la Em.~l­sión de Scott a las espaldas del vIrrey-coronel, qUIen se puso en marcha hacia lo interior de la isla.

Detrás de nosotros, nos sigue toda la turbamulta de cholos entrapojados, saltando y gritando alb~~ozad.os: ¡Chilenito puisr jChilenito puis!-Como qUIen dICe bistec con papas frita~.

~le:(@?~."""'~=""'~

,

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VIX

EL FRONTON

16 de Octubre de J9J9. (*)

Imposible seguir viaje al Cauea con estos inconve­nientes; los carceleros del presidio de la isla han puesto cerrojo al calahozc.' don de se me ha encerrado, dejándome por único consuelo un farol colgado tie la ventana que tiene mi prisión. Encima del techo, se ~iellte andar al centinela que taquea con sus botas y golpea COII la culata del rifle, para advertirme, tal vez, de que hay vigilancia,

Las más inmundas prisiones rusas, sólo podrán igu&,­lar a este calabozo peruano. Este es un cuartucho hú­medo en el piso y en sus tres muros, que forman un pl'onunciado triángulo escaleno; no son más que tres muros con una puerta y una ventana de gruesos barro tes para el lado del mar. Vierte del suelo una agua mezclada con orines que parecen venir de un tarro de lata que hay en una de los rincones; desde el techo corren por los muros largos hilitos de agua, que brillan como lágrimas dejadas aquí por los tanto!:! y tant.os prisioneros que habrán tenido mi misma suerte. POI'

cama me han indicado una tarima de tres tablas sobre dos caballetes de madera; ni colchón ni almohadas h~y en este camastro tan destartalado.

A poco de estar aquí me siento en la tarima para .

(a) El tratado secreto fjrmado por el Perú y Bolivia para hacerle la gllerra a C":bile, lleva fecha 16 de Oda bre de ] 87?-.

!J

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130 ItE:'\É MENDOZA

librar mi calzado de mayor humedad; pero esto es casi hbposible; por la ventana entra la bruma del mar, que todo lo moja.

Ante esta situación había que ser fecundo en recur­sos como Dlises, y díme pues a abrir mi maleta que había venido en la lancha, como parte de mi equipaje. Mi baúl con mis abrigos había quedado en el Callao y, quién sabe si en casa del tacll6ño.

Poco encuentro en mi maleta; apenas si algo de ropa sucia y los diarios de Lima que yo coleccionaba en atención a ciertos artículos interesantes que en ellos se registra.ban. Estos diarios me sirven de piso felpudo para poner mis piés ya tan hum~decidos, sintiendo grandemente tener que perder los bellos escritos de un Abate Farías, que colabora muy bonitamente en la prensa limeña. .

Así con estos diarios bajo mis piés, sigo sentado en el camastro ya dicho, fumando y cavilando, como siem~ pre lo hacen los chilenos. para espantar la pena. De afuera, desde el mar, dijérase que se sienten venir las notas de una música grandiosa, arl'Obadora, que me habla de cosas que no están aquí en la tierra.

Por momentos llega a hacerse tan grande esta fasci­nación, que mis labios pronuncian el nombre de la portentosa partitura, sin dudar que ella sea: i «Tan­nabauserlOl

Y, no se crea que esto es una mera ficción, que se dice por PIesumir de entendido en el arte, nó.

El ruido de las olas del mar, oido a la media noche desde el fondo de una prisión situada en una isla per­dida en el océano, bien parece remedar, por lo menos, a la obertura de Tannhauser, ya que esta obra sin igual es tan grande como el mar.

Oyendo Tannhauser estaba cuando asoma por la ventana la Clil'a de un peruano de rostro moreno, esca-80 de bigote, .oca de labios risueños casi infantiles y ojos de mirar bondadoso; vesUa una casaca con botones amarillos y para decirlo todo apareció cubierto con un

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kepi viejo y arrugado que revelaba a un oficial de gendarmes confinado en la isla. ~iga Ud.-me dice-no se aflija , será esta noche y

mallana ...... mañana: el señor Coronel abrirá el ofi. cio que trajeron de Lima con Ud. Espere un momento pronto le enviaré una frazada y una manta de los sol: dados que van a entrar de guardia y, si se le ofrece algo llame al Centinela que está arriba en la ga­leria.

-¡Ah, mi amigo! ¡Ud. parece un hombre bueno! ¡Cuanto le agredezco su atención! Mire Ud. este cala· bozo tan frio y tan húmedo en que se me ha encerrado por ser chileno. . . . . . ¿En tonces, el coronel no se ha impuesto del oficio?

r -No, ¿para qué? mañana lo hará; los gendarmes dijeron que Ud. era chileno y como la hora es tan avanzada no ha habido más tiempo que para encerrar· lo. Tenga paciencia pues, nosotros Jos militares somos para sufrir.

Dicho esto desaparece en la obscuridad. Como se comprenderá, la visita de este buen hom·

bre, ha sido de mucho consuelo para mi; bien podría ir contando con esta valiosa amistad puesto que no era posible admitir que todos fuésen tan pérfidos como los tacneños de Lima. Por lo demás, no hay que descon,o, cer que la providencia procede a veces, con precisión matemática.

Apenas trascurrido algunos minutos llegan a mi ventana dos soldados que me dicen: ~¡camarada! ¡ca­marada! tome esta frazada y una manta para que pase mejor noche-no se las entregue a nadie si alguien viene por ellas-nosotros estaremos aquí maña~a-yo soy el soldado Campovel'de y este otro es Me]la-ya nos conoce Ud.-Buenas noches.

Si, no me olvidaré; esta frazada de Campo verde y esta manta de l\Iejía. Y haciendo la cama me tapo con lIejía tendiéndome sobre Campoverde. Así bien tapa· do con las frazadas de estos cholos tan generosos me

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Yoy durmiendo tranquilamente a pesar de tanto molimiento.

Muy de mafiana-al día siguiente-abren mi cala­bozo, penetrando en él toda una comitiva al mando del oficial del kepí viejo: unos traen mi desayuno que con­siste en café y pan duro y otros armados de escobas se dedican ftl aseo del piso que está lleno de agua. Creyéndose que el tarro que hay en el rincón, sea la causa de tanta humedad, por encolltrarse roto lo hace cambiar el oficial por otro, barriendo el agua que había.

Cumplidas todas estás atenciones, m~ averigua el oficial de cómo he pasndo la noche.

-Bien y gracias a Ud. en gran parte-le contesto­Mucho me han servido las mantas y ojalá pudiera con­tar con estos abrigos para las noches que espero pasar aquí.

-Sí, pues-me dice el oficial-trataré de que no lo dejen sin abrigo mis soldados. A las doce se le traerá. el almuerzo ya pesar de estar Ud. incomunicado le haré enviar algunos diarios de Lima para que se entretenga.

-Muchas gracias, mi amigo. Permítame que lo trate de amigo a pesar de ...... ¿tendria Ud. iucon-veJlÍente?

No seilor; los oficiales peruanos sabemos muy bien lo que es un prisionero de guerra: un prisionero es algo sagrado para el militar peruano; pero tenga Ud. mucho cuidado para que no se proceda ~on mayor dureza.

-Gracias por sus advertencias-¿quisier.a Ud. de­cirme su nombre y su grado?

-Habla Ud. con el teniente Luis Goizueta de la Guardia Republicana y jefe de la guarnición militar de esta isla. Yo lo atenderé a usted dentro de los lími· tes que me permiten las leyes militares. Por el mo­mento, discúlpeme usted que no sigamos la conversa· ción y hasta luego.

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EL FIlO'í'rÓN 133

Se retira .este teniente seguido de todos los solnados que me traJeron desayuno cerrando la puerta del ca-1abozo.

Quedamos solos. ~n frente. de mi ventana, como para privar en lo

posIble la vIsta del preso, hay Ulla pirca de adoquines ~obJ'epue8tos de regular altura, quedando entre eSlll pared y el muro del edificio en que está mi calabozo un pasillo estrecho y largo que viene y va quizás a dónde.

Como esta valla por su altura me impide la herm08:l vista que sospecho, echo mano de mi maleta para que me sirva de escalón o peldal'ío. Hecho esto me trepo y descubro el mar.

¡El mar! ... El amor con ser el amor no es tan bello como el mar y sobre todo visto éste desde la ventana de uua prisión. Nada hay que se le iguale.

Horas y horas paso en mi ventana pegado a los barrotes mirando la inmensa llanada; ya cansado cuando vuelvo al fondo de mi calabozo, sentado en mi cama, con los ojos cerrados siempre veo el mal' que parece va grabándose en el fondo de mis pupilas.

Al frente de la isla están los pescadores chalacos que encontramos anoche cuando veníamos del Callao, son diez; son veinte balandras que están recogiendo sus redes llenas de pesca. Inclinándome un poco para mirar bacia el norte me sorprende la vista del Ca­llao- no parece estar muy lejos-pues se distiuguen en grupo los edificios de La Punta; detrás de estos edificios asoman los palos de algunos buques que osci· lan como péndulos invertidos. Más acá, y mas distan· tes del puerto se tumban de un lado a otro los tres barcos alemanes que están ahí amarrados d~sde el principio de la guerra; como enfermos abul'ndos de un lecho demasiado duro y revolcado permanecen en continuo desasosiego cabeceando de popa a proa y virando por momentos hasta que~.al' .de costado,. lu· ciendo así todas sus arboladuras. 1::ilgUJendo esta lmea

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134 RENÉ "EDOZA

más al norte y hacia el puerto se topa la vista con un enorme cajón flotando que parece moverse: es el dique de donde sale un hilo de humo constantemente. La Punta me impide la vista de la rada con todas sus naves.

Recorriendo la costa desde La Punta hasta el sur, voy distinguiendo entre las brumas los balnearios de La Magdalena, Barrancos y Chorrillos por )0 que me parece estar muy cerca )a otra orilla en esta parte de la costa, tres millas más o menos.

El día ha amanecido nublad'o; pero a las doce se despeja el cielo, brillando el sol en toda la costa vecina y haciendo más resaltan te el verde de las olas que van y vienen, desde la isla a la otra orilla.

A esta hora-las doce-me traen el almuerzo, que consiste en una sopa color chocolate más otro guiso muy extraño por sus componentes de papas, cáscaras y rebanadas de una carne costrosa, siendo todo esto servido en unos platos de lata, mug!'ientos en demasía.

Ante este comistrajo, frío, por añadidura, le digo al cholo que me atiende tan cristianamente: ¡esta es la guerra!

-Nu, sefior; esta es la sopa que come curunel, me responde.

Yo no me sirvo nada, porque no tengo hambre; pero le hago los honores al café que viene en un jarro de lata. Esto sí; café, aunque sea malo, me lo beberé todo.

Por la tarde, a la hora de todo el sol, me invade Ulla modorra invencible, que no hay como librarse de ella. Un calor más asfixiante que ardiente envuelve a toda la isla, mientras se hace más intenso el olor a guano que he percibido desde mi llegada. Como no me flS

posible mantenerme en mi balcón, me resuelvo echar· me en el camastro, en donde espero con ansias la lle· gada de la noche.

Muy cerca de las cinco de la tarde, me visita mi amigo el teniente Goizueta, quien me trae algunos diarios de Lima.

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EL FRONTÓN 135

Conversamos largo y alegremente' él dice no saber nada de mi asunto o causa de mi pris'ión, y cree que el coronel Gonzalez tampoco sabe mucho. Pasando a Otl'OS temas me dá algunos detalles de la isla hacién­dome saber que mi calabozo está encima del' mar. El mar-me dice-penetra por entre unas rocas debajo de este edi~cio. Ud. b.abrá oido, anoche, tal vez, un rumor que viene de abaJO.

-Sí, sí; tanto es asi, que .ce llegado a creer que anoche estaban tocando la ópera «Tannhauser~, muy cerca de aquí. Muy hermoso es esto, mi teniente; no tendré con qué pagar al gobierno peruano estas audi · diciones; y créame que lo digo con la mE'jor intención; pero no sólo de música vive el hombre; la comidita de hoy estaba bastante mala.

-Así es. todos sufrimos aq ui, me responde el te­niente;-a veces no se encuentra un cigarro en toda la isla; y si Ud. desea alg-o, bien puede ocupar a mi asis­tente, que va mafiana para Lima. Encáfgueme Ud. lo que qUiera ...

-Gracias, mi teniente; y vaya poniéndole visto bueno a mis encargos.

-Bien, ¿diga Ud.? -¿Cinco soles de cigarrillo8?-Bien-¿Leche con-

densada - Bien- ¿Fósforos? dos reales-Bien-¿Ch.o­colate, galletas, café? Perfectamente ¿Un cabalhto blanco? ....

-¡Caballito blanco! .... ¿qué es eso? -¿No comprende usted mi teniente? ¡Un White

Horse! ¡Ah! ¡Whisky Caballo B1 an~o! No, no, ni ~or broma,

borre usted su caballito -aqUl no se bebe DI el 28 de Julio-¡qué lisura! -Bue~o pues, disculpe usted. Cre? qu~ lo anotad.o

es cuanto necesito con urgencia, mas mis agradeCI-mientos para usted. . . .

Terminados los encargos, segUlmos un rato mas de

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136 JlE~ É\IE~DOZA

amistosa plática, hasta que él urgido por sus obligacio· nes se retira de mi calabozo.

¡Qué suerte el haberme encontrado con este teniente! Mafiana seguiré trabajando por el caballito blanco; creo que el hombre no es muy duro ni tan seco que digamos. ¡Ya veremos!

Viene la tarde invadiendo con sus sombras todo mi calabozo y yo vaya mi puesto de observación entre los barrotes.

Detrás de la isla va saliendo una gran franja par­dusca que en línea oblicua desciende hasta el mar. Es como una pieza de choleta negra que estuvieran desdo­blando y echándola sobre las olat!. Son los millones de pájaros que habitan la isla y que van en colosal ban­dada hacia el mar para hacer su comida de la tarde. Estas aves que en lengua, popular se les llama Zarci­llos, son las que han formado la isla con el g:lano que han amontonado por miles de toneladas sobre las rocas r durante siglos de siglos.

¡Malditos pájaros! No me hacen gracia. En cambio las vocingleras gaviotas me han acom­

pal'íado toda la tarde revoloteando encima de las rocas que están cerca de mi ventana. Talvez estas gaviotas han llegado de Chile persiguiendo el vapor que entró al puerto y mañana partirán, sin duda, cantando a la libertad detrás de los palos del Glwlemala que está por salir para el sur.

Ya en el calabozo casi nada se ve, apenas si brillan los hilillos de agua que corren pOI' los muros; el mar ba ido tomando un color lechoso en las cercanías de la isla para después tornarse azul obscuro, desaparecien­do poco a poco el encrespamiento de las olas.

La noche ha ido paulatinamente ocultando la otra orilla y transformando la llanura por donde se va al puerto y también para Chile. Nada se ve, durante un momento; pero luego han saltado como chispas las luces en el Callao, brillando en la ciudad, en la dár­sena yen la Punta.

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El, Fl\ON 'l'(n 137

También .l~an ido apareciendo pequefías constelacio . nes en los SItIOS ocupados por los balnearios: Chorrillos, Barr~n.cos y .La ~Iagdalena son trf'S grupos de cabrillas que tlt~l;)n n valIzando con las Pléyades que ya están en el cIelo centellando. La parte del cielo qüe puedo dominar desde mi ventana se va tachonando de -más v más estrellas que hacen un arco de diamantes que baj~ hasta. el mar, en donde suelen oculta.rse algunos astros detrás de las olas que tal vez se están levantando alJa en el lejano horizonte.

Dos estrellas. como lentes de gemelos, que se hunden en el 11131' a cada momento en graciosas zambullidas­allá, para el norte, en la línea del dique-se han alzado de repente trayendo engarzada a una tercera que bri­lla como un topacio. Talvez sea la luz de un astro lejano que ahora, no más, viene llegando a la tierra después de atravesar los mundos rompiendo como una aguja de plata los mantos azules de los espacios. Pa. rece caminar y a medida que avanza se va agrandan. do, apareciendo luego, detrás de ella un rosario de brillantes que la sigue.

Dijérase que es una fantástica carabana de gente maga que viene a lucir sus pedrerías a los mercaderes del puerto, al no saberse que es el Aysen el que viene arribando procedente de Nueva York.

La bestia que todos llevamos consigo debe ser una bestia muy grande. Hoyes Doming-o r al ~somal:me por mi ventana he retrocedido como Sl hubiese Visto al diablo; la bandera peruana flamea en el mu~lle de la isla que está al frente de mi calabozo y su vIsta me ha herido corno el rayo.

Nunca olvidaré esta impresión. . Fuera de sí saco de mi cartera una de las banden­

taB chilenas que ando trayendo consigo a más de la

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llENÉ MENDOZA

que llevo como parche en mi chaleco y la clavo con el alfiler de mi corbata en el muro de mi prisión.

Más, poco me había de durar este embanderamiento; el teniente Goizueta seguido de su asistente abre el calabozo para hacerme entrega de mis encargos que me traían en val ios pa.quetes. A la vista de mi bande­ra, también retrocede el teniente, preguntándome medio amostazado:

-¿Y esa bandera? -La bandera de mi casa. -Retire Ud. esa bandera, no es posible aceptar eso

aquí. -¡No la retiro!. ....... . Sin dejar de sonreirse pOI' mi altaner.ia tan fuera de

lugar y con fingida severidad continúa el teniente: -No lo hago por humillar a un chileno; pero Ud.

más bien que nadie podrá comprender la imprudencia. que está"cometiendo. A más, de Lima han llegado infor­mes que dicen que Ud. debe ser un periodista chileno, agregando que Ud. no es tan palomita como aparenta y que huena ficha ha de ser puesto que lo han enviado solo a Lima.

-¡ Ahora sí! ¡Miren por la que les ha dado! ¿Yo periodista? ... .. Sea como quiera; pero no deseo ma­llifestarme como un fanfarrón en tierras extrañas y por eso guardaré mi bandera. ¿Está bien?

-Muy bien. Hoy tendrá Ud. dos horas de sol que yo he conseguido con el señor Coronel.

-¿A qué hora, será eso? -Cómo a las dos de la tarde vendré a sacarlo para

que Ud. se dé algunos paseos cerca de las oficinas de la dirección; pero con mucho cuidadito.

Como se ha visto; el incidente de la bandera pasó en medio' de un ambiente amistoso y de broma, muy dis· tinto al de las coronas (Embajada Echenique),

Desde la noche del Viernes 16 de Octubre había vrincipiado entre nosotros-el teniente y yo-una

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EL FllONTIÍN 139

amistad que más tarde habríamos de afianzar a pesar de una posible guerra.

Para que se comprenda bien esta amistad de un chileno con un militar pel'uano, es bueno que se sepa que el teniente Goizueta, 6S un hombre de carácter ale ­gre y bonda~oso a la vez que todo un valiente y como tal nunca uso de balandronadas ni de patrioterías que no caben, por supuesto en la cabeza de los individuos equilibrados. Como todos lo::; mortales tenía también su lado flaco; hablarle de socialismo era para agra­viario. En este punto si que aparecía como un gato alzado; un odio jurado sentía por todos los socialistas, como parece que lo sienten todos los militares. Tam­bién diré que era bastante enamorado hasta el estremo de tener una libreta llena de retratos de «la malograda gente por el amor guiada".

Aeí fué que, como a las dos de la tarde pude salir del calabozo para pasearme al sol por encima del techo del gallinero del coronel y desde donde he po -dido darme cuenta del presidio y de mucha parte de la isla en que me encuentro.

Varios edificios forman el presidio de esta colonia pen:rl. Aquí a donde me han traído se encuentran la casa-habitación y las oficinas del coronel, más arriba hacia el cerro de guano hay una casucha en donde funciona el empleado que atiende la estación inalám­brica de la isla. A continuación de la casa del coronel y para el S. E. siguen los edificios que sirven de cárcel, 108 cuales ocupan una extensión de una cuadra d.e largo y construídos en línea curva, formando u~ semI­círculo alrededor de una playa llena de rocas; mIrando todo este presidio al continente, com? ?esde un anfi­teatro al proscenio. Todos estos edIficIOS son de dos pisos siendo el de abajo ocupado por los reos y los altos' por la tropa de la gendarmeria y los muchos earceleros que parece tener el coron~l. . _

Entre la casa ya dicha y los edificIOS carcelarIOS hay uno pequeño que parece ser de piedra por el as-

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pecto sombrío de fortaleza y del cual bien puedg decirse que es una verdadera Bastilla Peruana. Ahí en esa Bastilla está mi habitación y a donde he de volver esta tarde antes que se oculte el sol.

Para detrás de los edificios, hacia el poniente, todo es guano. Un enorme cerro de guano circunda toda la prisión, haciéndola más sombría y odiosa. En este­cerro y en su parte más alta y visible se ha escrito con. adoquines un letrero que dice:

PRK~mlO DE EL FRO~TÓN

Paseándome estaba, con gran tino sobre los listones­del techo del gallinero para evitar de romper alguna tabla y caer como un bólido sobre las gallinas del co­lonel, cUfludo aparece detrás de la isla una lancha a vapor muy parecida a la de aquella noche.

Al verla los centinelas de la isla gritan a todo pulmón: ¡ la lancha de la capitanía! mientras yo creo· sentir el anuncio de mi libertad.

por breves instantes vislumbro la ansiada libertad, creyendo que en esta lancha vienen por mi; pero no fue así, la lancha viró , casi frente al gallinero deján­dose sentir en este momento la risa argentina de algu­Ilas damas que la tripulan.

¿Todo esto era una casualidad? Bien puede que no. y lIO seria extraño que mis dos horas de sol, encima del renombrado ga.lIinero haya sido únicamente un pretexto para dejarme en la picota a pedido de algún doctor de Lima que ha querido complacer a las damas· de sus relaciones.

Pero sea esto o nquello; el paso de esta lancha coq ¡:¡ente tan )'i6ue11a delante de una isla llena de presida­rios, en donde todo es pena y desconsuelo, revela la AUIDa torpeza y mala crianza que suele lucir cierta gente de medio pelo ante la desgracia y el dolor.

y bie ~l podría decirse de la mujer que pasa por las

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puert~s de un presidio riéndose sin motivo que «tiene tres lIbras de tonta por cada onza de discreta.

No sin razón ya lo be dicho: la bestia que to'dos lle­vamos consigo debe ser la bestia de grande.

No tengo hambre; mi único afán es tomar café y fumar durante los ocho días que llevo en el calabozo. Tampoco me duele nada, me siento compietamente sano, lleno de vida y duermo muy bien.

Durante estos días he hecho varios trabajos: calen­darios para Noviembre y Diciembre de este año y para 1920 con pronósticos políticos y atmosféricos; mapas de Cllile y el Perú y también algunos retratos del co­ronel, valiéndome para esto, de las líneas del arte egipcio que son las más fáciles de manejar a los pro· fanos en dibujo.

El teniente nada sabe de estos trabajos que yo he hecho en el papel de escribir encargado a Lima para dar principio a «mis memorias».

Mi amigo, cada veZ que me visita se admira de que yo no me haya malogl'ado, es decir, enfermado.

Entiéndase bien: malogrado también se dice por un enfermo aunque la. enfermedad nada tenga que ver con los percances de la Sinforosa de los que ya he ha· blado en capítulos anteriores.

No me considero pues un malogrado, ni expuesto por el momento; pero al fin me habré de enfermar; el frío por las noches y la humedad peremne del calabozo puecien concluir hasta con el acero.

Pero todo esto me imfJorta bien poco, enfer~~rme ~ nó; lo que me preocupa es el.no poder escnbll' a mI mujel' y los temores de que mi ~nclerro s.e alarg~e ~ entonces se produsca allá en ChIle la mqUlet.ud pOI IDI

silencio. . . . Nadie en el mundo sube que usted esta aqm-nt los

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142 REN Í<: M¡';~DOZA

diarios de Lima han dicho nada, me repite siempre el teniente como para consolarme.

Ya lo sé, he debido contestarle; pero ya no me hace gracia esto de estar como «J osesito debajo del mate. durante tanto día.

Por fin, hoy, el teniente no ha respondido a mis pre­guntas con el encogimiento de hombros de todos los días y desde la ventana me ha dicho:

Oiga usted chilenito; ¡en la tarde!. .. ¡cambio de situa­ción!. .. Me lo voy a llevar para tenerlo de vecino; en una pieza con hermosa vista al mar, tendrá su aloja­miento. También debo decirle que hay aquí en la isla un paisano suyo: un roto chileno que se interesa por usted y que le hará buena comida.

Como el teniente se retira de mi ventana apenas concluye de darme este recado celestial yo me pongo a gritar con desesperación:

¡Teniente Goizuetáaa! ... ¿En dónde está mi paisa­.no! . . .

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xv ¡SIN PATRIA!

César Segundo Alarcón, ciudadano chileno, natural de la Isla de 1\1aipo y de tránsito en la del Frontón me ha mandado saludar con el asistente del teniente Goizueta apenas ha sabido que ya estoy en libre plá­tica y en la nueva habitación que se me ha destinado por orden del coronel González.

Muy poco le he entendido al Isistente; pero mi amigo el teniente se ha encargado de explicarme.

Habria dicho Alarcón: cEse caba.llero que tienen en el calabozo es chileno y si no lo sacan de ahí es muy fautible que pase a pérdia. En la cara lo he conocido que es un futre regalón y si me dan permiso yo le en­viaré unos tmpitos para que tenga con qué taparse, pues sé que ni cama. tiene donde dormir. Hágame el fador, mi teniente, de hacerle llevar esta cubija y de­cirle que despense lo puco ».

Estas palabras dichas por el teniente peruano imi­tando el dejo para hablar que tienen los rotos chilenos me llegaron al alma y no pude contener mis lágri · mas.

Tanta fue mi emoción que el teniente y los sold~dos que estaban presentes guardaron un respetuoso sIlen­cio por algunos instantes. La nobleza. de este ~oto chileno que tanro se compadecia de ~l en e~ta Isla inhospitalaria me advertía que aún teman patna y que

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144 lI EN !, ~U;NJ)()ZA

a donde fuera y encontrara a un roto, encontraría tam­bién a un hermano.

La cubija que Alarcón me ha enviado consiste en una sobrecama acolchada y recubierta por una tela de colores de una fantasía indefinible; ni muy limpia ni tan nueva; pero que por su grosor habrá de servir· me de un mullido colchón.

-No es posible que Ud. la use así-Observó el te­niente-a la vista de la sobrecama-es preciso desin­fectarla para mueran todos los pichuchos que trae. Mire Ud. como andan . .. . ........ . .

-No, mi teniente, no lo permitiré. Estos pi chuchos que Ud. quiere matar son piojos chilenos y por mucho que me piquen yo pasaré esta noche como una de las más felices de mi vida. ¡No olvide, teniente Goizueta, que la frontera peruana está desguarnecida en es~os momentos y que las guerras se han originado, a veces por cosas más baladíes que ésta!

Ante este tamaño :lltimatum, se me hizo entrega de la sobrecama.

Una cuadra muy extensa como de seis metros de largo, del segundo piso y en la parte final de los edi­ficios que ya he descrito se me ha destinado como pri­sión. Esta cuadra que a veces sirve para alojar la tro­pa que suele venir de refuerzo está comunicada por el lado noroeste con la oficina del teniente y hacia el sureste mirando a Chorrillos tiene una ventana que me servirá de cómodo mirador. Aquí en esta ventana termina el presidio por este lado del sureste.

También tiene mi cuadra varias ventanas abiertas al norte o sea mirando al Callao, pasando par fuera de ellas, la galería para los centinelas y demás servicios de la vigilancia.

En este habitación destartalada como las de todo presidio he armado mi lecho con la sobrecama de

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Alarc?n y ta.m.bién un peq.ueño escritorio compuesto de calone~ vle)os proporcIOnado por mi amigo el te. niente. LIbros no faltan; gracias al jefe de la estación inalámbrica me he rodeado de algunas novelas las cuales no habré de leer. Eugenio Sue y otros pOI· 'el estilo me empeorarían más el ánimo y si los he admíti­do ha sido por conesponder a la cortesía con que se me está tratando.

Abajo en el primer piso parece que hay otra cuadra igual a la, mía ocupada por algunos presos de los mu­chos que hay en la isla.

Principio pues, aquÍ, una nueva vida, en donde los horrores del calabozo me persiguen a veces como fan tasmas de una pesadilla calenturienta y macabra.

¡Ah, el calabozo peruano! Nada faltaba en él; basta alganos g1l8anos dejados por uno. que se pudrió antes de morir dormía n conmigo en aquellas noches.. . .. ..

¡Qué raros eran estos gusanos! los mataba y siempre volvían a aparecer. (*)

Todos los soldados me han recibido con respeto, tra· tándome con mucha atención; siguiendo tal vez el ejem­plo del superior, el teniente Goizueta.

También ha venido a consolrtrme la opinión que se ha formado de mi el coronel, quien ba di~ho: «No creo que éste sea un espía, más parece un camanejo que un hombl€:: listo.

Sin embargo, siempre se me hace vigilar, en la gale· ría no falta una guardia; pero puedo conversar COIl

() Xada mlÍs fácil sería para mi que decir mentiras y más mentira: para favorecer mi relato puesto que no sólo el papel me aguantaría: también el terreno está preparado en ChIle para creer cuanto be diaa contra el Perú, cosa ésta muy nHUTa.1 y sobre todo hoy, en que

O

nadie en el mundo podrá tirade la prImera pJedm 3.

CllÍle por peudenciero y mal vecino. ., . . A~í eR, que, ~i yo hablara de bofetadas y puntaples, palos y azotes

y o!ra~ torturas recibidas en el Perú, en todo se creena; pero COllO

el único mérito que puedo darle a estos apuntes, es la verdad, no me apartaré de ella y nadie podrá negarme nI los gusauos que han originado esta nota.

10

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146 RENÉ )m",nOZA

todos los que rOl' aquí pasan y también con los cen­tinelas.

Con Alarcón-a quien he conocido hoy-hemos con· versado largamente. El desde abajo, cerca de las rocas y yo desde la ventana del lado de Chorrillos.

De regular estatura, más bien chico, es mi paisano César Segundo Alarcón, quien no revela más allá de veintiocho años de edad. POI' su fisonomía, es uno de los tipos de origen godo de que habla el doctor Pala· cios; blanco de rostro, con bigotes y barba rubios, se distingue de todos los demás presidarios. No parece un hombre forzudo; pero si muy ágil.

Informado por el teniente, me he impuesto de la causa de la prisión de mi paisano. Ella, la razón de la sin razón, ha sido lo de siempre: en una rií'ia por allá en los malecones del Callao habría salido a relucir la última razón del roto chileno: el corbo. Unas cuantas puñaladas y otros tantos que habrían quedado corta­dos y luego el Frontón.

Como ya lo he dicho, al conocernos hablamos larga­mente v de esta manera:

-No' se le dé naa, patrón, ha sido el saludo de AJar­cón; aquí se pasa bien, mire que si lo meten al Panóp· tico le había llegado, no más.

-¿Y qué te parece? ¿me largarán? -Según y conforme-hay que confiar en nuestro

Señor. Usted sabe patrón, que Dios rodea sin ser va­quero. Ni sabe uno cuando le viene la buena.

-Ojalá sea como tu dices, y ¿por qué te tienen en esta isla?

----:-Por lIáa, una friolera-ya,me falta poco para salir, le dIré la pura . ... a mi me trajeron por cirujano.

-¡Oirujano! . . . ¿no fue muy serio el caso? -No tanto ... dicen que andan toitos por sus pies. -¿Y, de donde eres tú, de que provincia? -De la isla de Maipo; pero me eí criao en Talagante

en donde aprendí a ler cuando era preceutor don Fe· derico Bolsademei.

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-¡Don Federico Goldchmidt será! Dí Golchmid o Gólmi por lo menos.

-Golchemiche le decían los niños y así diO'o yo' Golchemei. o •

. -¡Vaya hombre! Es una lástima que no hayas apren­dIdo algo de los peruanos, a hablar bien cuando me . nos.

-¿ y usted patrón, que parece tan bien hablado y léido no supo en Chile que para venir al Perú se necesit~ ser diablo, cantor y habiloso; sufrido para el hambre y duro para confesarse? . •

-No, hombre, ni sospechas tuve de tantas y tan duras condiciones.

La campana del presidio parece llamar a Alarcón quien se retira, diciéndome que pronto volverá par~ hablarme de un asunto muy importante.

De nada tengo que quejarme en mi nueva prisión y si falta el confort, en cambio cuento con la generosa amistad del teniente Goizueta. La comida ha mejorado un poco, como que a veces nos ha obsequiado Alar­eón con ricas tortillas de huevos de zarcillos, muy parecidas a las de erizos. Por otra parte, la ventana del lado de Chorrillos ha resultado un precioso observa­torio, también !'lS cierto que las otras ventanas con vista al Callao y al norte no son despreciables; pero tienen sus incon venientes: mirando por ellas - de día­casi siempre me topo con el coronel y los Domingos con la bandera peruana. La bestia no n08 deja, ni me· nos en estos casos; hay impresiones-indefinibles.

Caballito blanco o sea whisky no be querido encar­gar y he dicho al teniente que no lo molestaré con exigencias en este sentido por cuanto creo que noso· tros los chilenos debemos mirar el peligro y la desgra· cia de frente a frente.

No sería bonito que un chileno se hiciera acompañar

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148 RE:'iÉ \IE'IDOZA

de los diablos azules del whisky para batirse con el destino en territorio extranjero.

He debido desechar pues estas malas compaitías por que también no he estado tan solo.

Ell las noches, cuando entristecido me he encontrado apoyado en el balcón de la ventana de Chorrillos, en los momentos en que la mente se entrega a la fantasía y al ensueño, han venido a verme también las mujeres hermosas que visitan a los héroes en las batallas y a los genios en sus sueños de locura y de utópicas visio­Hes para decirme: « Yo soy la Gloria y ataré en tu frente un jirón azul de mi manto que n¡:¡,die te podrá arreba­tar siempre que sigas los consejos de mi hermana, la Paz, quien te ordena regresar a tu patria para que cuentes tus desventuras sin provocar odios ni rencores para esta desgraciada nación,.

y no he podido oir más, porque ha pasado la rui · dosa Fama, metiendo mucha bulla.

Es de suponer que estas criaturas fantasmales hayan usado un mejor castellano que el que por aquí va corriendo y también en que algo difícil se me ha hecho Creer en estas promesas y obedecer al mandato de la Paz, cuando he debido recordar que Chinchiruca y Pantaleón andarán paseando con mi sobretodo y mis zapatos por las calle~ de Lima; por otra parte, mis t.emores de que mi prisión se alargue me hacen pensa¡­en la situación en que me habré de encontrar al salir en libertad y ya me veo con el jirón azul en la frente y sin zapatos, es decir, a pata pelada y con leva.

No; no habrá paz entre Roma y Viriato, mientras no me devuelvan mis zapatos ...... que se guardan allá en Lima.

Corno he dicho, no tengo de qué quejarme, pero como nada hay perfecto en esta vida aquí tampoco habia de faltar algo desagradable. '

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¡SI" PATIllA! l49

De a~~jo, desde la cuadra que está a mis piés vie. nen quejidos d~ un enfermo; al principio fué un gemido apenas perceptible que parecía salir del corazón de un presidario desesperado, después este gemido se ha ido transformando en un ¡ay! tan desgarrador que es impo· sible desentenderse del drama q\le hay abajo.

A veces, pa.ra librarme de estos lastimeros quejidos me dirijo a la ventana de Chorrillos buscando el ruido de las olas; pero en la noche cllando se cierran las ventanas los ayes suben pOI' todos los rincones de la cuadra como si abajo anduviera. una ronda de mendi­g08 pid~endo limosma por amor de Dios,

Quien se queja abajo es un viejo presidario que pronto morirá devorado por el cáncer que le está ro· yendo el estómag·o. Ya no pide médicos ni alimentos, pero en cambio suplica a sus carceleros que le traigan un confesor y a su hijo que vive en Huancané.

Cuando la campana del presidio toca las seis de la tarde, la hora del encierro de Los presos, se oye al en­fermo que dice:

¡Ay, mi hiju! ¡Ya no lo veré! ¡Ay! ¡Nadie viene de Hllancané!

y estos ayes continúan por la mañana siguiente, en el día y en la tarde y durante la otra noche, sin cesar, por que el confesor no viene ni tampoco el hijo de Huancané .

... de Octubre. Media noche. . ¿Oye usted teniente Goizueta? Ya est~n .grit~~do los

centinelas del muelle: ¡la lancha de la caplta,ma. Todas las noches, a las doce, llega esta lancha qua

anuncian los centinelas apostados en el muelle .0 ~n las rocas. Yo como estoy en pie escribiendo el ~l?lCClO­nario Bio"ráfico de los Revolucionarios del Perul> me

1"> • encargo de despertar al temen te. .

¡Alza arriba! ¡Teniente Goizueta! ¡La lancha de la

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150 HENÉ MENUOZ :\.

capitanía! Biografía número cuatrocientos: Aspíllaga. ¡Alza arriba! Llevo cuatrocientos revolucionarios. ¡Alza arriba! ¡Y todavía en la letra A.!

Prepárese usted-me dice el teniente-quizás si vie· nen a buscarlo.

Dicho esto, sale el .teniente, restregándóse Jos ojos en dirección al muelle para recibir a los condenados que vienen llegando del continente.

Al día siguiente, amanecen en la famosa Bastilla en la que estuve ocho días, varios prisioneros; casi siem· pre son individuos vestidos decentemente, es decir, personas decentes.

¿Quiélles son? Según mi amigo, el teniente, todos estos presos son Pardistas, subversivos o anarquistas que se envían de Lima por sospechas o bien por que se les ha pillado en tratos con el gobierno de Chile.

Nunca está sola esta Bastilla, siempre hay hombres asomados en sus ventallas.

¡Pobres peruanos!-me he dicho-al considerar todo lo que he visto y estoy contemplando. Creo que con este regimen del señor Leguía, pronto les pasará lo mismo que a los menores Núñez.

¡Aquellos menores! Siempre estoy recordando a estos menores, cuya partición de sus bienes principió en 1891 para terminar el año del terremoto. Enin hom­bres de sesenta años cuando los jueces partidores les extendieron las carta-hijuelas que les señalaban sus herencias, resultando de tanta dilatoria que estos me· nares no vieron más que números que hablaban de unos bienes completamente zarandeados.

El pueblo peruano tendrá que ver a muchos espías chilenos en las prisiones de Lima, hasta que lleg-ue el día en que reciba del árbitro los papeles del plebiscito llenos de números y latines.

Pero bien puede ser que la comedia de «Las Cauti­vas» no tenga más suerte en el cartel del seilor Leguía y entonces el Perú entre a arreglar sus asuntos como

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¡SI"! PATRIA! 151

naClOn soberana, entendiéndose de potencia a poten­cia con la República de Chile .

... de Noviembre. ¡Bochinche, pat~ón! Dicen que los nmos vienen-y

que la escuadra chIlena anda por aquí cerca-en Ari­ca. Hoy, parece que hablaron desde Lima por el eleboc (inalámbrico)-aguaite para el Callao.

Todo esto me grita Alal'cón por la ventana de Oho. rrillos, en una pasada que hace, agregándome que pronto volverá para decirme una cosa muy impor­tante.

La entrada que va haciendo el crucero inglés Dar­moulh al puerto en este momento y las alarmas de EL TIEMPO me hacen sospechar que algo va a pasar (*).

Tod::l. la llanura dél mal' y toda la isla se Hena con el estampido del cañón inglés que saluda al puerto peruano. Veintiún estampidos hemos contado y luego principian en tierra a tronar otros tantos. Aquí en mi prisión retumba el cañón peruano bronco y altanero y tan fiero que parece el rugido de un león encade­nado.

En estos mismos momentos entra a mi cuadra el centinela que está apostado en la galería; viene apo· yándose en la muralla, tambaleando como un herido en la batalla. Se para delante de mi afirmado en el mUlO, luego se encoge y encuclilla llevándose las ma­nos al estómago.

En su cara hay una mueca de dolor tari' intenso que

(") El movimiento de tronas peruanas durante Noviembre de 1919 obligó al gobierno de Chile a envJaI' algunos. buqu,es de guerra al puerto de Arica. Y a propósito de esto: la meJor Cl·olllca. que se ha publicado en Chile sobre las escaramuzas oeruanas d~ fllles ~e Noviemhre de 1919 es el artículo intitulado «Rasgos pOlItlCOB, ml­litares e interna.cionales)) firmado por J. Veraz en EL MERCURIO del 15 de Octubre de 1920.

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152 RENÉ MJlNI)07. .~

me inspira lástima y quiero levantarlo; pero él con una, mirada suplicante me entrega su rifle y se d~ja caer al suelo.

-¿Qué le pasa?-le pregunto-¿qué tiene? Mientras me echo al hombro el rifle peruano.

--El paludismo, sefior, ya no puedo más. Del Callao me trajeron así y aquí me siento peor. ¡Me muero!

Qué terrible es esta enfermedad y qué complejo es todo esto que está pasando. No hace un minuto que el cañón me hablaba de guerra y ahora este soldado tan enfermo me enternece y deseo la paz.

Todos estos soldados que están en la i¡;:la, son casi muchachos y todos e11o'3 me han tratado bien, casi con ternura . .. Algunos de ellos me han dirigido la pala­bra, en los momentos que me han visto triste, para decirme: «Una semana más, señor, éstal'á Ud. aquí. Esto será por poco tiempo, pronto lo pondrán en libertad".

Bien puedo decir que soy amigo de toda la guardia y que cuento con la confianza de ella. Así se explica que yo haya permanecido, por algunos momentos, con las armas peruanas en mis manos. .

Como los cabos de la guardia han notado la falta del centinela en la galería, pronto llegan con el relevo, llevándose al enfermo y yo entrego el rifle con toda cortesía.

¡De qué me podria servir, también! Escenas como estas han pasado varias. Son muchos

los soldados enfermos del paludIsmo, que ya voy temiendo se me pegue. También tengo mis temores por la verruga peruana; las frazadas y las mantlis que tan buenamente me proporcionan 108 soldados, bien pueden estar contaminadas de alguna de las tantas enfermedades de este país del sol.

Todo va bien, como ya lo be dicho. Lo único que no me gusta es el enfermo de abajo que no deja de pedir a su hijo que está en Huancané.

Por las noches, suelo dar mis conferencias militares

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¡SI'! PiTI\lA! 153

al rentinela y también al asistente de mi amigo Goí· zueta.

Mientras aguardamos la llegada al puerto de al"'ún vapor annnciado por los diarios, conversamos y yobles cuento historias de las guerras de Napoleón.

Mucho han gustado de los episodios napoleónicos sobre todo algunos indios o cholos de la sierra. Estos' en su ignorancia, han llegado a creerme pariente d~ .Napoleón y para sacarlos de su error he debido decirleR que. yo no soy de apellido Bon~parte; pero que por ahl andamos con Napoleón. Si él estuvo en Santa Elena, yo estoy en El Frontón.

Su diferencia hay-leR he advertido-entre el em­perador y yo, pues si a Napoleón lo llevaron a Santa Elena fué por que habia matado a muchos miles de hombres, y yo en cambio no he muerto ni pulgas como así les consta. a todos cuando me trajeron la sobrecama de Alarcón.

Así paso las noches, en la isla, en amigable camara­dería, hasta las doce, hora en que viene el relevo y la lancha de la capitanía con su carga de condenados. Algunas noches el teniente, que come con el coronel, no hace sobremesa y viene a mi cuadra para charlar un poco; pero luego se retira a su cuarto y se pone a dormir, roncando como un toro,. hasta que yo lo des­pierto para que vaya a recibir los presos.

Después de la una de la mañana todos duermen, hasta mi centinela y yo lo reemplazo dando el alerta que va recorriendo por la galería. De allá, de las oficinas del coronel, principian con los gritos: «alerta uno», «alerta dos», tocándome a mí el número cinco, el que lo grito como si fuera un centinela peruano Y pienso que, para en caso de guerra, no lo haría mal en las patrullas chilenas. .

No hay pues mucha viO'ilancia para mí - como se ve - poo¿to q~e el coronel ya me tiene calificado de camanejo o persona simple, es decir, un bien aven­turado y nada más.

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154 l\ENÉ IIlENDOZÁ

y como a tal me están tratando. En el día, la faena que más preocupa a la gente de

la isla es la corta de adoquines que hacen los reos. Como me acuesto al amanecer no siento por las ma­ñanas el ruido de estos trabajos hasta que me despier­ta el estampido de un tiro de pólvora con que parten las rocas.

Después del rancho de los presidarios, del medio día, COlllO a las dos de la tarde principia la segunda joma· da del trabajo forzado de tocios estos infelices que cuen­tan por meses los años que les resta de cautiverio.

Para éllos; dos años son veinticuatro meses y no dos años, porque parecen sentir una especie de repulsión por la palabra año.

Dividir el monstruo del tiempo es uno de los afanes del penado.

Mientras el mar sigue en su porfía de devorarse la isla por sus orillas, los hombres que la habitan la van carcomiendo por el centro y en la cantera se toca a esta hora por el combo y el cincel la sinfonía del tra· bajo forzado.

'ril. .... . ti!. .... til ..... son las notas que salen de los peñascos tumbados en medio del jadeo de los PI eF;idarios. Cuando estos infelices se detienen para descansar de la pesada y amarga faena retumban en la isla los gritos de los carceleros y la sinfonía princi· pia nuevamente con su quejumbroso til·ti! que bien pal'f'ce el preludio de un triste yaraví.

y cuando el sol se va ocultando detrás del cerro de guano principian a llegar los presos que trabajan allá, del otro lado de las rocas que hacen el frontón de la isla bacia el norte y se van recogiendo en los patios del presidio con los otros qne han estado en las faenas de aquí cerca a mi prülÍón. Son como doscientos cholos de rO"ltros morenos entre los cuales Alarcón se distin· gue por su color blanco y también por que yo lo reco· nozco por un no se qué imposible de explicarlo.

Alarcon tiene muchas ocupaciones, siempre lo ve~

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jSI:-I PATHl d 155

preocupa?o del c.alaf~teo de algu na lancha y por lo que ~e han dIC~O, mI paIsa~o es mecánico, carpintero, co­Clnero a mas de la gracIa que lo ha traido al Frontón su preparación como cirujano.

A esta hora viene también de regreso la lanchí\ de la isla que va todas las mañanas al Callao. Apenas se distingue en medio de las olas cuando viene cruzando La Punta; detrás de ella suele venir un vapor que abandona el puerto para largarse a la mar. A vece~ ha sido el Sanla Luisa el que va torciendo o virando para el sur, buscando el camino de Chile; anda dejando atrás un penacho de humo y luego va desapareciendo de­trás de la isla, primero la proa, un momento más solo se ve la mitad del buque y pronto apenas va quedando la popa en la que se agita un pequeño pañuelo amarrado.

Cuando este pañuelo ha desaparecido, Alarcón que ha estado en el muelle mirando la salida del vapor se vuelve para el presidio buscando mi ventana y f'n. ella de seguro me encuentra; entonces cruzamo,> una mirada de inteligencia. El está demasiado lejos para que yo lo pueda oir; pero estoy seguro que ha dicho en esto momento: «la porotera patrón».-como elIla· roa a la bandera de Chile y que no es otra el pañuelo amarrado a la popa del Santa Luisa .

Otra vez la noche ... Tañe muy triste la campana del pres.idio las nueve

de la noche V los centinelas con sus lastImeros alertas ,an respondiendo a los tañidos de la campana.

¡Alerta! ¡Cinco! El mar con su atronador bullicio parec~ acallar los

tristes ayes del presidario que ag~niza; por breves momentos se retira y como el bandIdo que teme des pertar a su víctima, retiene el aliento, deja de bramar¡ entonces llegan, suben los ayes del enfermo hasta ml herido corazón.

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Pero luego el mar vuelve con sus bramidos y SigU6 como una. bestia, como un perro rabioso mordiendo las rocas de la isla en sus embestidas de nunca acabar.

Ya cuando hari pasado las horas-las boras de un presidio-y viene el relevo de la media noche, los ayes han ido desapareciendo, ya no se sienten con tanta insis· tencia; sólo va quedando un sospechoso murmullo, el ronco borbotear de una gargallta que se estrecha, de un pecho que se asfixia.

¡Qué triste es morir en estas frías mazmorras! Han pasado las doce y la lancha de la capitanía ya

no vendrá. El teniente Goizueta duerme tranquilo y no babrá que despertarlo para que salga al muelle como todas las noches; pero esto que se está poniendo tan serio: la muerte del penado, me hace hablar con an,!!:ustia y suplicar a mi amigo que duerme.

¡Teniente Goizueta! ¡Goizueta!.. se está muriendo el ,preso. ¿No podría Alal'cón ir al Callao en busca de un padre de la Buena Muerte?

- Yo pago la bencina para la lancha. ¡Goizueta! Pero el teniente sigue durmiendo y ronca a pareji­

tas con el mar. No despertaré a mi pobre amigo, el es muy bueno;

más lo que yo pido es un imposible y sigo paseílndo por mi cuadra que ya está a media luz. El chonchón a parafina que se enciende a las ocho, apenas dura hasta las doce y la obscuridad que veo venir me empuja hacia la ventana de Chorrillos para aspirar la bri9a del mar y 01 vid ar el drama que bajo mis pies ya va a concluir.

¡Qué hermoso está Chorrillos! ¡Ay; pero los ayes Bj ~uen martilleando en mis oídos! .. . ¿Acaso los oyó Silvia Péllico?

La pretensión de creerme en un mismo plano con el autor de Francesca de Rímini , me bace sentir un poco de orgullo; pero la muel'te que anda abajo, tras­teando como la calchona de los cuentos de brujos me

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espanta tan vanidosa presunsión y me llena de mayor pavura. .

Retorno pues, a mi atormentadora tristeza mientras contemplo la vida que hay en la otra orilla.

Por entre las luces que parpadean en Chorrillos pasan algunas fugaces que suben y bajan. Sin duda son focos de automóviles que corren llevando a l~ /1:ente limeña que se divierte, a la juventud elegante del Jirón que andará en busca de chilenas o bien a novedo­sos turistas que desean oír honestamento algún triste yaraví cantado por bellas limeñas para saber si es cierto que las hijas del Rimac son tan hechiceras como los pinta Ricardo Palma en sus versos que dicen: (*)

. ... ... ...... . .. .... .. , ... . .. .. .. .

Si sonríe, acaricia; si ríe, hechiza ; la palabra, en Sil boca, se poetiza:

Hermosa es esta vista del continente; pero mortifi· cante a la Yez; pues parece que allá, no más, estuviera la vida y la lihertad.

Las olas siguen azotándose en las rocas con tanta furia que por momentos se extremese la isla con todos sus edificios y yo llego a temer que se repita el espan­toso bilero de corrientes que en el siglo pasado reven­tó en estas costas arrasando a todo el Callao.

Que de extraño sería, pues, que la naturaleza apli­cara esta noche su justicia matemática antes que la de los hombres extrangulase la gargarta del viejo presi­dario; sepultando la isla y la costa vecina en los abis mos del mal' como liquidación final de largas yembro-lladas cuentas. '

Tanta es la braveza del mar que por momentos se ve venir desde el Callao a una ola enorme cual si fuera una gigantesca pelota de fútbol que lanzaran contra la

(*) La I,imeña.

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158 llENÉ MENDOZA

isla para despedazarla. Al llegar se rompe en las rocas dejando en vuelto a los peñascos en círculos rojos como el fuego.

Es un derroche de fosforecencia que están haciendo las olas: en la parte que siempre ocupan las bala.ndras de los pescadores chalacos se ven senderos luminosos como si en el fondo del mar estu viesen de fiesta con una Huminación a giorno de poderoso resplandor; mien· tras allá en lo alto se van ocultanao las estrellas detrás de las nubes con la misma prudencia y preste­za con que se retira la gente decente cuando hay de­sorden en el estadio o en la pista.

Las nubes empujadas por el viento hacia el sur no parecen moverse, presentando ell cambio a las estre­llas en precipitada foga para el norte.

Mi cuadra ha quedado completamente obscura; la luz del chonchón que ha. estado agonizando hace rato, por fin ha muerto; pero por entre las tablas del piso ha quedado diseñándose una pequefla cinta de luz que viene de abajo en donde está el moribundo.

Nunca había visto esta rendija de luz, que ahora aprovecho, para decirle algún consuelo al pobre viejo que está tan solo con la muerte. Y, obedeciendo a mi propósito, me tiendo en el piso basta poner mi oído en la abertura y entonces percibo el débil quejido del agonizante a la vez que le hablo por entre las tablas:

Oiga Ud., mi amigo; yo soy de Puno, en las orillas del lago, y si Ud. tiene algún encargo para su hijo que está en Buancané? ...

Nadie responde; pero yo sigo con mis ofrecimientos. En la semana que viene yo pasaré por Huanca.né y

a su bijo podré decirle q ua Ud. está enfermo ... ¿o~' ó?

En nombre de Dios: ¿diga Ud. qué puedo hacer en su favor?

Con el oído muy pegado a la rendija, me quedo por un largo rato basta que creo oir algo que nunca he puesto en duda. El presidario murmuró Ull nombre -

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¡sr:'l PATRH! 159

el de su bijo, tal vez - unido a un pedido de misas y luego, en pocos momentos más, expiró.

No podía yo verlo morir; pero los carceleros que estaban en la puerta del calabozo, aguardando la muerte .del infeliz, hicieron rechinar los celTojos en este ~lsmo momento. y rezongando algo que no entendl, entraron y saheron sin cerrar la puerta' pero llevándose la luz. '

Si el príncipe de Dinamarca bubiese estado esta nocbe en El Frontón, al ver que los carceleros se lle­vaban la luz del muerto, habría dicho también: "Eco­nomía Roracio»; pero yo que soy chileno y nada tengo de príncipe, abandoné tan iucómoda postura, lanzando 'una de las más rudas expresiones del roto chileno.

La casualidad, que siempre nos sorprende con SLlS

extraños expedientes, me babía becho tropezar con la cinta de luz que se filtraba por la rendija del entabla­do y por donde pude servir a un desgraciado sin tomar en cuenta su nacionalidad peruana.

Como he dicho, el viejo presidario murió en los mismos momentos en que yo le ofrecia, en nombre de Dios, lo que más necesitaba en su hora postrera, ha· ciendo así todo lo que estaba de mi parte; pero ahora, que todo había terminado, yo no me sentia tranquilo.

¿Qué hacer? Me dirigi al muro de mi prisión para escribir l!l

que se pudiera en aquella dureza y en casteHano muy claro estampé mi protesta, firmada con mi nombre.Y la fecha en que el infeliz presidario había entregado su alma a Dios purificada por el dolor con que lo ator­mentaba aquella terrible enfermedad; el cáncer, cóm­plice acaso de la. brutalidad de las leye~.

Nunca llegó eI'hijo de Huancané y los auxilios de la religión tampoco pudieron llegar,. a pesar de qu~. el pen&do los había solicitado en mas de una ocaSlOn, porque en todas partes hay oí~os muy sor~os para la piedad y también mucha estupldez en medIO de tanta civilización.

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loO RE:I'É MEN[)OZA

Para muchos, antes está el código, que el sentido común.

y aquí, debo ser franco. yo no me confieso -no me gusta - a más soy débil para la contrición y fallo en la enmienda; pero me agrada que rt!.r¡anas personas se confiesen porque he notado que cierlcL genle se pone muy amable y cortés. Sin duda, ha de necesite.rse de cortesia para entrar a los cielos; I no lla de ser posible llegar estl'ellando puertas sin haber dicho antes: ¡pero dóname, Señor!

Con la protesta que habia firmado en el Illuro, 110

habia conseguido la tranquilidad; me quedaba pen­diente el encargo de las misas y, ¿cuándo pasada por Huancané? •

CI)"o

En la I:lañana siguiente, mientras conver:lamos con el teniente sobre los sucesos pasados en tan triste noche, alguien canta a lus piés de la ventana de Chorrillos:

«Hácele Pancho Panúl, Hácele José Vicente, Hácele turún, tuntún, Aunque la vida te cueste~.

Como reconozco la voz de Alarcón, le pido permiso al teniente para ir a la ventana y saber lo que dese<l mi paisano.

Siga Ud. - me dice el teniente- concediéndome el permiso.

Efectivamente, Alal'cón me esperaba y después de saludarme me dice que tiene una cosa muy importante que recomendarme; pero que por el momento no es oportuno.

-Bueno, tendré paciencia-le contesto-para aguar· dar la llegada de ese seCl"eto que hace tiempo andas trayendo entre pecho y espalda.

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¡SIN PATIII"! 161

-.:~hol'a a la noche - continúa Alarcón - si hay velorIo y me dan permiso, hablaré con Ud. allá arriba. Es seguro que el preso, que murió anoche lo llevarán para arriba.,; en esa cuadra en que Ud. e'stá, siempre velan a los muertos.

-Magnífico, hombre, bien puede ser que te envíen al velorio y eches tu rezadita.

-Nó, patrón: ¿de qué me podría servir el rezo aquí en esta isla? Contimás que yo' estoy bieu tras~ cordado de todo, y lo único que tengo presente es el .Sellor mío Jesucristo»; pero como aquí todo trabajo de obra es para el coronel. creo que de nada me podrá servir decirle a mi Dios: «Ofrezco, Señor, mi vida, obras y trabajos", No, patrón, yo no quiero morir para ir a la otra vida a sufrir mayores otomías que las ya conocidas aquí abajo.

Nunca Alarcón había usado de mayor elocuencia y yo callé sin replicar: pero todo contrariado, mis planes para la noche quedaban completamente frustrados.

Oí!' a chilenos y peruanos, du~ante el velorio, conver­sar en el idioma de los afligidos mientras las olas quedaban afuera orquestando a la wagneriana, era mi deseo.

Velorio no hubo, ni ví más a Alarcón en todo el día. y este día, ha sido malo - de malas noticias - el te­niente me advierte que es muy posible que mañana o pasado venO'a el relevo de la guarnicióll; vendrá otro teniente, q~izás algún tacneñü, y a mi amigo no lo veré más.

Terrible ha sido esta noticia para mí y pienso que talvez de este asunto ha de tratar el secreto de Alarcón.

La tarde de día tan amargo, avanza; y luego nos envuelve otra vez la noche.

Ha seguido la braveza del mar y la isla se siente estremecerse en medio de una bruma que trata ~e ocultarla para siempre y. bien podria. desaparecer sm que notaran de la otra orilla, del contmente.

11 .

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162 RENÉ MENDOZ",

El faro rojo que han estrenado en estas últimas noches en el Callao, apenas se divisa y como si fuera la lint~rna lacre de un tren que se aleja, va languide­·ciendo en medio de la, obscuridad del océano.

Esta noche, el teniente faltará a nuestra tertulia; comprometido por el coronel a una partida de rocam­bor, llegará tal vez después de la hora del relevo.

:Mi comida, ya la he hecho; pero ella no ha pasado de una buena intención; no he comido nada.

Advertidos por el teniente, los cocineros del presi­dio, de que hoy se me enviará la comida desde la -cocina del coronel, no me han enviado mi ración y los cocineros del coronel han olvidado la orden del teniente.

No me ha extrañado este olvido, por ~uanto entre los cocineros del coronel y los carceleros hay muchos tacneños, a más, uno de estos sirvientes ha pasado a decirme, en la tarde, que la comida se me enviará en easo que el coronel y demás jefes no tengan mucho apetito.

Presentar un reclamo al teniente que está por irse a Lima, no sería prudente; mañana o pasado, bien puedo estar bajo la vigilancia de algún oficial tacneño y en tal caso mi situación se empeoraría.

En esta emergencia, el único que puede hacer algo -:por mí, es Manuel, que está chauchando coca en la cocina.

Manuel del Valle, asistente de' mi amigo Goizueta, ~s un indio de treinta años de edad, fornido, de récia musculatura, de carácter afable y todo un buen amigo, que sabe ser oportuno con sus servicios. _

No he tenido necesidad de llamarlo, porque cuando se desea al rey de Roma. luego asoma.

Como hombre prevenido, llega Manuel con un poco de coca y un tarro de caf~ caliente, diciéndome que me trae todas estas cosas porque son muy buenas para la pena.

-Gracias, Manuel; pero no mascaré coca. Cierto es

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¡SlN PATRIA! 163

qu~ tengo un poco de pena, pues la ausencia del temen te a esta hora, me hace más trIste la velada' pero tú podrás hacer algo para alegrarnos un poco: ¿Por que no me cuentas algo de allá de la sierra de tu tierra, para acortar la noche? Te lo ruego ... P~ro, ante todo, no me salgas con cosas tristes.

Sin hacerse más rogar, principia Manuel un cuento tan triste, que todo él es un interminable drama de I~ sierra en que van muriendo los personajes, sin quedar uno para contar el cuento, cuento éste que Manuel ha debirlo aprender de alguno de sus abuelos, porque esta tristeza viene de, muy atrás.

No, Manuel, no sigas-le interrumpo-va muy triste todo eso,

Calló el indio y yo quedé sumido en una profunda meditación, sentado al frente de los cajones que me flervían de escritorio y aspirando el vabo que salía del jarro con café que aún no me había bebido. Todavía roe quedaba alguna esperanza, a cada momento creía flentir que venían de la cocina con algo para mi. Comería lo que me trajeran y después me tomaría el café . •..•.•• ..••.........••• 0._ .................. .

Dicen que el indio peruano es poco conversador, de carácter triste y nada de romántico, tal como lo pre­senta Alcídes Arguedas; pero este Manuel y algunos otros que be conocido aquí, en la isla, no tienen la dureza y brusquedad de que babIa el talentoso escritor boliviano, al contrario, los he notado dulces y afables de modales. Cierto es, que Alcídes Arguedas habla más del indio boliviano que del peruano; pero Ma~uel y los otros que he conocido, son oriundos de la~ ~nl1as del lago y por ende muy parientes de los bollV1aD.OS.

Como la tristeza es el sentimiento que predomma en todos 10B indios de la altiplanicie, la leyenda dramá­tica con que me obsequiara Manuel, DO me extrafió, y tal como lo presentí así resultó.

No podía, pues, este hombre del altiplano faltar a

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RENlí MEI\"DOZA

las leyes étnicas de su raza. Por otra parte, el poco conocimiento que estos indios tienen del idioma caste­llano les hace imposible hacer sus relatos con el colo· rido y naturalidad que sin duda lo harán en su dulce lengua quechúa.

Comprendiendo Manuel que yo espero la comida y sabedor de que nada vendrá, interrumpe mi medita­ción, ordenándome con acento muy militar:

-¡Tómate el café! (Así trata Manuel y creo que todos los indios hacen lo mismo).

-Bueno, me tomaré el café; pero para otra vez no me aRu .. 8tes, he llegade a saltar al oír tu fiera voz de mando-en mi imaginación estaba tan lejos.-Muy bue-1I0 está el café, ~Ianuel-gracias a ti me calentaré un poco-tengo frío-nunca olvidaré tus servicios; siem­pre viviré agradecido de ti, ¿(lyes, Manuel?

--Si oigo; pero cuando tú vuelvas a Chile? .... : .. -Nunca, jamás olvidaré a ustedes, aunque esté en

mi patria; pero no es fá.cil que yo vuelva a Chile, aún cuando mañana me diera la libertad el gobierno pe· ruano.

Tan amarga se me presentó la vida, al hacer esta declaración al indio, que no pude evitar el llanto. Ha­bía perdido a mi patria y sin embargo por ella sufría de hambre y frío; por ella dormía sobre un dnro en­tablado y en medio de tantos peligros. Y, el gobiemo de Chile al saber mi situación, tal vez no haría nada en mi favor. ¿Para qué?

lIi estada en la isla se iba prolongando demasiado y pronto, allá en Chile, mis hijos y mi esposa habrían de llorar por la ingratitud sin nombre de lIn padre que les habia olvidado para siempre. Ellos no podian saber la eausa de mi silencio. ¿Por qué no nos ha escrito? se preguntarian, mientras las comadres del barrio se en­cargarían de '.lar la respuesta: «Señora, seilora, no tenga esperanza de Sil esposo; dicen que anda viajando en compaflía de una niña de la plazuela de la Reco­leta».

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¡SIN FA TalA! 165

y al amparo de ese «dicen- y «andan diciendo- que us~mos todos en los momentos de cobardía, quizás con .que otras felonias, atormentarían a los míos.

¿Quién podría: decirles el l~gar y situación que me enco~traba? L.a Isla del Fronton no es conocida; ape­nas SI los VHlJeros hablan de su hermana, la isla de San Lorenzo.

¿Y decírselo? ¿Para qué? ¿Para matarlos? En medio del. llanto que me cegaba, sentí al indiÜ'

muy cerca de mI y luego pasarme sus manos sobre mis cabellos, para decirme con mucho cariño:

-Tienes pelo de zam bo, chilenito. N o llores, será una semana más o dos y pronto te llevarán a Chile. Aquí todos te quieren. ,'. ¡Chilenitol ¡chilenitol . . . ¡no llores más! ...

¿Cómo podría yo, olvidar a este hombre? ¿Sería justo que callara por patriotismo? ¿No decir nada de estas escenas en Chile?

Estas y otras reflexiones me hacen ponerme en pié y exclamar: i Maldita sea la guerra!

Nó, nó-me replica Manuel al momento-hay que guerrear; y se extiende en varias consideraciones sobre su rifle, su uniforme y su batallón. U Da retahila de doctrinas militaristas que sin duda le han metido en :la cabeza los coroneles de Lima, le predice un próximo batallar.

Veo que son razones tan claras y no se qué contes· tarle, pues ha hablado con tal fuerza y patriotismo. que me convenzo que nada lo hará cambiar.)\lanuel se me presenta como Ul! gran militar profesional y más que esto advierto que estoy en presencia de un descendiente de la raza guerrera que capitanearon los incas legendarios. .

Rin embargo, a mi me restaba algo por deCIrle y que no podía callar.

-Pero Manuel, óyeme: la guerra será muy dolorosa para mí a partir desde este momen to; ~ts hermanos de allá del sur, los rotos chilenos, no entIenden cuando

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166 RENÉ~fE'mOZA

van a la carga, ni oyen los toques de cornetas que les ordenan hacer alto o cesar el fuego. Inútil sería que yo en batalla, les gritara: ¡Guarda con Manuel, no lo maten por que es mi amigo! Siempre te matarían y a mi también por pacifista.

Al oir esto, el indio, con mucha arrogancia me res­ponde:

-jNu importa! ¡Tenemus que vernus con lus chile· nus!

-¡Bien! ¡Si ustedes quieren la guerra! . .. .. ¡Muy bien!

Comprendo que lIO es conveniente seguir hablando de la paz ante este hombre tan militar; continuar seria perder a un amigo que en estas circunstancias no era buen negocio.

En este momento asoma por una de las ventanas que dan al Callao, la cabeza del teniente Goizueta quién muy' alborozado me dice:

-¡Un inalámbrico!. " Creo que tratan de usted. Pronto volveré con buenas noticias ...

Se va el teniente y yo quedo cavilando, bartulando, en mi extraña situación.

¡Un inalámbrico! ¿De Chile? ¡Imposible! ¿Quién podría preocuparse de mi? ¡De un sin pa·

tria!

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o

XVI

LLANTOS Y RELEVOS

Hlln pasado las noches en que la muerte viniera a visitarnos, mientras el mar enloquecido mordisqueaba las rocas como un perro hambriento llegado a un ma­tadero.

Asi ha quedado todo: mordisqueado; en la playa y entre las rocas se ven todavia las espumarajas y los desperdicios que dejara el goloso que nunca se llena.

y a estas noches han seguido las noches de luna con el mar en calma; pero el presidio ha seguido gimiendo con su campana que cuenta las horas de tantas condenas. Tan destemplada es esta campana que las horas suenan como si golpearan con el cucha­rón del coronel en alguna paila rota de este mismo fun-cionario. '

En las noches, cuando más se hace sentir; cada cam· panada retumba en los muros de la prisión como el eco lastimero de mucha gente que anduviese de ronda orando por los afligidos que moran en los hórridos calabozos.

Al morir este eco en medio de la augusta soledad, se siente salir po-r las ventanas de todas las prisiones la triste plegaria de los creyentes que hay encerrad?s y como en un aullido de locos todos parecen decIr: jorá pro nobis!

lIás, cuando sopla el fuerte viento que viene del

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168 RENÉ MEND07.A

oceáno, el tafiido de la campana parece remedar la· mentas de náufragos que salieran de entre las rocas de la isla exclamando con angustiad~y trémulo acen· to: ¡orá pro nobis!

Y, mientras el coronel duerme tranquilo, soñando tulvez con los millones de adoquines que tiene arrumo bados para enviar al Callao, los presidarios insomnes siguen contando y restando al tiempo las horas pasa­das y las que vienen:

-¡Ocho mil setecientas horas en un año! ¡Ochenta y siete mil y seiscientas horas en diez años! ¡ora pro nobis!. ...... .

-¡Ochenta mil adoquines a un sol cada uno, por lo menos! ¡ochenta mil soles por lo menos! ¡Bendita sea tu pureza! ..... ¡aquí teneis al esclavo del Señor! ha de murmura.r también el coronel si llega a oir la triste campanada.

¡La oración es infinita! Así las noches, siempre amargas, y los días no me·

1l0S: gimiendo y llorando, mirando el mar y la otra ori­lla pasa gran parte de la gente que habita en la isla maldita.

Una vez al mes se permite visitar a los penados y esto ha de ser día Domingo. Ayer, anteayer, no sé cuando, fué Domingo y hubo recepción.

En la lancha más mala que hayal servicio de la isla se trajeron del Callao a los visitante!>, en su mayor parte mujeres infelices del bajo pueblo. Como tenía que suceder, a medio camino 8e malogró o descomo puso el motor y ahi quedaron al garete por más de una hora, mientras los reos formados en los patios y sobre las rocas miraban impacientes a la débil embal'· cación que servia de juguete a las olas y de diverti· miento a los carceleros, quienes reian a más y mejor.

Hasta mi ventana llegaban las risas de estos idiotas. Por fin, a media tarde, arriban al muelle los visi·

tantes y ahi fué el hurguetear de sacos y atados por los carceleros, ora. apretujúndalos, ora vaciándolos

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I,J.\~TOS y REI.EVOS 16;)

basta quedar satisfechos carceleros y visitan tes de tan prolija revisión. Entonces, las pobres mujeres obtenían el pase libre por el presidio.

Ya en los patios, el hijo estrecha a la madre' el esposo después de una intensa mirada a la frente' de su mujer concluye por abrasarla también y el her· mano a la hermana con la sencillez de este cariño. Una muchacha joven traía solo flores para él-su prometido. Sin mediar abrazos y tomados de las ma· nos se alejó esta pareja, como agraviados el uno d.el otro, para ir a sentarse en una apartada roca. Agra­vio había sin duda, porque élla arrojó al mar el atado de flores que él le rechazara y yo al contemplar esta escena creí ver a la graciosa Orelia en sus momentos de mayor locura.

Muchos quedaron sin visitas y entre éstos, nosotros los chilenos; Alarcón y yo no teníamos parientes en el Perú.

1\Iirando estas escenas pude apreciar el cariño de que parece estar rodeado mi pai.sano. Muy querido parece st}r, pues desde la llegada de las visitas lo vi comiendo, mientras recorría todos los grupos que ter· tuliaban en 108 patios; después de huronear un poco se alejó de éllos y mascando y tragando y a grandes saltos sobre las rocas tomó camino hasta dar con la pareja de los agraviados; al verlos se puso a cantar eon la boca muy fruncida:

(¡Ay, rido, rido!. _ ... Devolvéllle el amor mido.:>

No debió tener mucha aceptación este cantar tan alusivo por que pronto se apartó de ahi cantando su canción de batalla:

Hácele Pancho Panúl Hácele José Vicente

o ••••• , ••• • •

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170 RENÉ MENDOZA

Como estamos en día de licencias, Alarcón vino has­ta mi ventana para largarme por fin el secreto que hace tiempo guardaba y me prometía_

,Después de rascarse la cabeza pasó a decirme: «Bueno será que usted ap['ove~he al teniente antes

que se vaya para Lima. Consiga con él para que lo lleve esta noche a donde unas nifías de apelativo Su· zar te que saben sacar la suerte con el naipe y le vean la suya. Dicen que estas mentadas Suzarte son chile­lIas, hijas de un veterano del 79 y que viven. para el lado de Chorrillos, frente al Descanso de Olalla (*). Esta noche está a propósito para salir porque el coro· nel se va al Callao, ahora en la tarde, para regresar el Lunes y también porque el eleboc (inalámbrico) se ha echado a perder.

-¡Pero hombre! ¿es posible? -Sí señor, muy posible y no se espante; estas niñas

pon de esas familias chilenas que han quedado ojalan-00 (**) desde el tiempo de la guerra y en espera de una mezá que tienen en la Moneda y que nunca llega. Lo malo que tiene este viaje a Chorrillos es la bajada hasta unas quebradas en donde parece que viven Inedia encantadas, siendo forzoso pasar por delante de-01a11a: El teniente como hombre precauto puede hacerlo pasar a usted sin que Olalla lo vea y así salvarse de­este indio, que todos dicen de él, que fué muy empa­lado y fiero. No se olvide patrón, de hacerse ver la ~uerte, mire que hay cosas que salen muy ciertas».

De estas adivinas de Alarcón y de los innumerables f¡lntasmas y ánimas en pena que rondan la isla por 1 tS noches, según el decir de los centinelas y presida·

(*) Olalla.-Héroe peru~no que hizo una esforzada travesía por Dlar durante la batalla de Chorrillos. Tiene un modesto monumento en el balneario de Ghorrillos en el sitio que segun la leyenda pudo tomar descanso.

(**) Ojalando.-Verbo sacado de la palabra ((Ojalá» por la gente del pueblo chileno para expresar deseos de cosas que nunca se al­canzan.

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rios, bien podría escribirse una historia bastante larga. Alguno.s !lsegur.an que a las doce de la noche, recorre el presid~?, abner:do y cerrando puertas, un penado que muno hace tiempo; otros dicen ver una balandra fant~sma que se acer.ca a la isla cada vez que muere algmen y no falta qUien haya visto incendios colosales en el Callao.

Después de confiarme su secreto, Alarcón se fué al muelle, como un hombre satisfecho de su conducta para presenciar la partida de los visitan tes. '

¡Qué escena más desgarradora fué esta! ¡Oomo mar· ehaba toda esta pobre gente hacia el mar' llorando Bin c?nsuelo!. ~asi a tojos se les prohibía" vol ver, a repetir sus visltas, por babel' faltado al reglamento. Desde los patios basta el muelle todo era un llanto.

Nadie había faltado al reglamento; lo que faltaba era bencina para la lancha.

¡Ya está aqui el relevo! Lo que yo tanto temía. Trein· ta hombres con el teniente Gárate a la cabeza han llegado muy de mafiana para relevar a la guarnición que estaba a cargo del teniente Goizueta.

Han ocupado mi cuadra y yo he tenido que trasla­darme con todos mis cachivaches· a la pieza de mi amigo, mientras la guarnición saliente desocupa la cuadra en que estaba alojada.

Por entre las rendijas de la puerta me pongo a aguaitar a mis nuesvos vigilantes y casi no noto dife· rencias' todos más o menos SOI1 muchachos de caras muy p~recidas a las de mis amigos. que se van .. E~ ~e' niellte si que es distinto: un moso loven, de vemtlCm· {lO añds moreno Y delgado como un fideo es el coman~ dante de todo este relevo tan poco simpático para mí.

Pronto vienen a mi pieza los dos tenientes; Goizueta se presenta elegantísimo, con uniforme de parada y

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espada al cinto, ni lo había conocido y al verlo no· puedo reprimirme de saludarlo a la chilena:

-Ave Maria, efior, lo bien re chatre que amaneció. Teníamos confianza ya.

-Bueno pues- me responde mi amigo- dejémonos, de bromas: dentro de un cuarto de hora más me embarco para Lima y debo dejarlo a usted para siempre. Yo he cumplido como militar y como amigo y creo que lo he tratado lo mejor que he podido. Como peruano no he podido desentenderme de su desgracia, a pesar de ser usted un chill;}noj nosotros más que nadie sabemo'S lo que es perder un pedazo de la patria y de lo amargo que ha de ser la vida de un proscrito. El teniente Gá­rate queda advertido de algunas cosas que usted ha tenido la confianza de comunicarme y sabrá tratarlo· con toda clase de cODsideración, será también un buen amigo a pesar de nuestro santo y mUj justo enojo con la patria de usted. Nada tema y le puedo anticipar que­pronto el gobierno peruano le dará su libertad porque sus desventuras habrán de conmover hasta las pie · dras. Y como usted nunca ha sido un espía, no habría razón para que nuestrQ agravio lo hiciérl"mos sentil' sobre Hn hombre indefenso y desamparado. ¡Quiel'il Dios que a usted pronto se le cumplan sus deseos de­recuperar a sus hijos, así como a nosotros las herma­llas cautivas! ...

-El momento es emocionante; varios soldadbs de la g uardia que vienen en busca de su jefe, nos estrechan en un circulo de rifles y bayonetas mirándonos con asombro. Manuel del Valle ya no contiene sus lágri­mas y yo casi no pu~do hablar.

Entonces, acercándome al teniente le estrecho la mano para decirle:

-¡Sabré pagar! .sus atenciones tan desinteresadas y su noble amistad tendrán su recompens? Tarde o temo prano el nombre del teniente Luis Goizueta de la Guardia Republicana del ejército peruano andará. en alas de la ruidosa Fama por todo Chile, acompañado

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Ll_ANTOS y RELEVOS t73

de la admiración y respeto que saben tener los chile­nos por l?s adve!'sarios francos y valientes como uste~. Alla en la tIerra de mis padres ... -y no pude contlnunr.

Dicho esto 1)0S confundimos en un estrecho abrazo dáll~OllOS fuertes palmadas en las espaldas. Y adiós. '

MI broma, que a manera de excusa~ dijera al dinlo­mático boliviano don J. A. A. en la catedral de la Paz había resu l tado una cosa seria y cierta. '

cLa paz por mi cuema-, quedaba hecha entre Chile y el Pel:ú, por medio de este abrazo, que nadie podrá negar nI menos ponerlo en duda.

Apenas·se alejaron los tenientes principiaron a lle­gar UllO a uno varios de los soldados que iban a partir los más amigos-que venían también para darme su~ cumplidos adioses.

-¡Adiós, señor! ¡adiós, señor! ¡Que le vaya bien! No se 01 dde de nosotros. Escribanos usted al cuartel de San Lázaro.

-Gracias, muchas gracias. N o me olvidaré de uste­des. ¡Felicidad!

Un cholito chico,que siempre trabajaba en el rancho por reconocérserle un espíritu poco militar, se va que· dando atrás, para despedirse el último de todos y ya cuando se ve sólo conmigo me dice muy callandito:

-Diga usted, señor' doctor: ¿cómo es el nombre del batallón de su pueblo? Usted ha dicho que ese batallón vendrá también a la guerra con nosotros. ¿Son muy feroces esos soldados?

-El batallón de mi pueblo natal es el famoso .Mo­vilizado Veinte Demonios», y sus soldados son tan duros en la pelea como de voraces para las cazuelas de ave, y no feroces como tu has entendido. ¿Se te ofrece algo? . .

-Si hay guerra, recomiende usted al solda~o Cam­poverde, pues yo lo he servido a usted con mIs fraza-

• ;las cuando estaba en el calabozo. ¿Recuerda usted? ~Muy bien; yo te recomendaré como a un buen ami-

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go y camarada; creo que hasta parientes tuyos hay en mi pueblo. No tengas cuidado, el soldado Campoverde, será bien tratado si tiene la desgracia de caer prisio­nero en poder ue los chilenos; pero yo creo que no tendremos guena. ¡Gracias y adiós Campoverde (*).

-Adiós, señor, gracias. No olvide Ud., yo soy Campoverde.

-¡Bueno, hombre! ¡Bueno, hombre! ¡Campo verde! ¡Campo verde de la Guardia Republicana! . .. ..

Soldados como Campoverde han peleado al lado de todos los guerr~ros del mundo; el escudero del hombre más valiente de los hombres peleadores, Sancho Pan­za, era tan precavido como este Campoverde.

y yo creo que no ha de ser este ranchero un patri­monio solo del ejército peruano.

El corneta toca llamada desde el muelle y todos acuden de carrera y van saltando a la lancha que está dando pitazos para apresurar la partida. Luego desatan las amarras y se largan a la mar, en medio del ruidoso paf-paf del motor.

Goizueta me hace un último saludo con la mano derecha, mientras con la izquierda, se golpea el cora­zón, indicándome con estos golpes que ahí, en el bol­sillo interior de su casaca lleva muy segur a la carta que va dirigida a mi esposa en Chile, y que él ha de depositar en el correo de Lima.

Esta carta que yo escribiera a mi esposa, llegó a Chile sin ningún rasguño y fué el último servicio que yo recibí de mi amigo peruano.

(*) De regreso de la guerra del 79, el batallón cívico que figura aqní con el.1l:0mbre de «Veinte Demoniosn y que comandaba el co­ronel de mllIcIas don V. B., se presentó en mi pueblo natal con una b~nda de músicos peruana, hecha. priRionera sn la batalla de Chornllos por el nombrado coronel de Milicias. Entre estos prisio­~eroB venía un músico de apellido Campoverde, el que a.l POC()

tIempo de estar en mI pueblo contrajo matrimonio con una chilena llama.da Merced~s. Vara~, res~lltando de esta unión varios hijos de C .. mpoverde musICo, que blen pueden ser parientes del soldado Campoverde de la isla del Frontón.

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LLA:NTOS 1 RELEVOS 175

Claro está que esta carta hube de leérsela al tenien­te para que supiera él lo que yo decía en mi corres­pondencia para Chile. En ella no hablaba nada de mi prisión, al contrario le manifestaba a mi mujer que en el Perú tení~ ya muchos amigos y creo que no mentía .

. y~ era tIempo que yo escribiera a mi esposa, para ahVlarme un poco del peor de los sucidios que me atormentaban en la isla, y creo que este favor hecho por un oficial peruano a un chileno no ha de ser tomado a mal por los coroneles y doctores de Lima, por cuanto lo cortés no quita lo valiente.

¡Qué distinto este teniente de Jos tacneños de la sección extranjería! Siempre se mostró delicado y caballeroso en todos sus actos; no querí.a aceptar que yo me desprendiera de un sol para gratificar a su asistente por los tantos servicios que se me hacían. jEra gente!

Hombres como éste, .honran a sus patrias, al mismo tiempo que hacen respetar sus banderas y creer en éllas.

Se fué el amigo y en las noches vino el soñar con él. Tan caprichosos y tan llenos de incoherencias son

los sueños que a veces es muy difícil expresarlos con las palabras de una conversacÍón corriente, pero un viaje en aeroplano, un raid a Chile es COBa de poco cuento.

Volábamos de noche en un aparato de forma tan grande como un kiosko para músicos, con varios asientos sobre el entablado del piso; gruesos cables de buque reemplazaban a los pilares y a.rriba en el moji­nete un mecánico de Camaná maneJaba el volante. Digo mojinete porque a veces semejaba una casa para obrero, este kiosko volador.

Abajo, en los asientos de primera, íbamo~ nosotr.os: Goizueta y yo, siendo Alarcón el otro pasaJer?, qUIen viajaba afirmado en la borda de la lancha. DIgO lan-

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176 J\El'iÉ MEiWOZA

cha, porque de repente se parecía a la lancha de la capitanía .

AlarcóD, que era el punto nervioso o exitado dt\ mi sueño, iba batiendo a todos los víentos un tarro lleno de ponche en leche para que se enfriara, temiendo yo, a cada momento, que se cayera con el tarro por las muchas agachadillas que lo veía hacer.

Corríamos como una exhalación por encima de un campo de nubes, tan blancas como témpanos polares, debido a la hermosa luna que iluminaba todo el cami­no para Chile. Así íbamos corriendo, cuando Alarcón gritó, con alarm:..: ¡haga parar, que se me le heló el ponche!

Paró el kiosko en un hueco azul que hacían las nubes y echamos ancla sobre el cráter del volcán Cotopaxi, para poner a calentar el poco de ponche que restaría después de las tantas agachadas de Alarcón.

Aquí se verá lo que son los sueños, puesto que el Cotopaxi nos quedaba tan atrasmano.

Calentado el ponehe en aquel fuego de Dios, segui­mos volando con rumbo a la altiplanicie boliviana hasta detenernos en Oruro, con el objeto de botar un poco de lastre para alivianar nueso'a barca y así poder acelerar el motor.

Convenientemente amarrados, sobre el techo de uno de los hoteles de esta ciudad, pusimos en manos del hotelero lo de más peso que llevábamos y que era la sobrecama de Alarcón-la misma en que yo estaba lioñando.-Aunque esta sobrecama no podía ser un buen negocio para ningún hotelero del mundo, fué aceptada incondicionalmente por el señor Quintanal, propietario del hotel en que estábamos amarrados, por sel' este Quintanal un buen amigo de los chilenos y de los peruanos.

Seguía mi sueño; pero ya en Chile, en donde el kiosko se me iba presentando solo, sin mis compañe­ros; el teniente Goizueta se había caído en el Zanjón

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LLANTOS Y l\ELEVOS 177

de la A~uada, en dond,e ~1O 'amanecería vivo por cierto, '1 Alarcon con el meC<1mco de Camaná ni SUB sombras se. habían borra~o sus imágenes como por encanta~ miento. y? contllluuba solo y descendiendo a motor enganchaao sobre la cupsta de Lo Prado.

Revoloteando por Lo Prado, se me 'apareció de nue­vo ~i paisano, después de haber hecho su picap0T'lada en tierra, pues regresaba armado de una acordeón en la que se puso a tocar la Canción Nacional v el Pan-cho Pallú!. •

Como el frío se hacía muy intenso por encontrarnos a cuatro mil metros de altura y sin poder descender, echamos ancla sobre un punto de3conocido de las faldas andinas.

y aquí, sin saberse si estábamos de noclle o de amanecida, quedamos mecidos por los vientos huraca· nados que atravezaban silbando por entre los aparejos de nuestra na ve, mientras Alarcón hacia prodigios con!!u acordeón, tocando una música de cadencias dulces y evocadoras que fascinaba por momentos con el hechizo de un extl'afio leitmotiv provocador de nuevas armonías, las que llegaban en tropel, como un torbellino de notas de rapsodias ,de Listz. Entonces al hacerse alguna pausa, subía desde el valle el chili con que piaban los triles, en su afán de contestar la eterna pregunta que estaban haciendo los chincoles por «su tío Agustín» y, el gorigori de los beatos del panta.no, los zapos, que como siempre.' estaban, ~e rosario en la laguna de algún cercano paJonal, tambIeD subía envuelto en perfecto contrapuntO con la tonada del cRoto~, que desde abajo, parecía decirme COllO en dulce y tierno reproche:

12

Me aconsejan que te 01 vide y no te puedo olvidar, . . , ¡si, ay ayay!, .. , ., ... , ., .. , .............. .

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178 RENÉ lIIENDOZA

-¿Olvidarla? ¿Quién podrá olvidar a la patria, aunque se esté

habitando un palacio de la QuintaAvenida·neoyorquina o volando tan alto?

Despiertos; engreídos y rastacueros, tal vez la deje­mos de nombrar; pero en sueños, siempre se nos apa­recerán la chihua en que nos mecieron y las cbamisas con que nos alumhraron. El terruño con todos los zor­zales y matapiojos que nos ban visto na.cer, son latr visiunes que imitar no osó el pincel de nuestroE' sueuos en tierras lejanas.

Tan fuertes impresiones habían de despertarme para sentir la fría realidad de la prisión peruana, mientras­la rapsodia húngara (?) de Alarcón seguía pegada a mis oídos como si fuera el rumor que hace una concha de mar puesta en la oreja.

Nunca se desarrollan por completo los hechos de la vida que se presentan en los suel1os; tanto el dolor como la dicha principian con toda la fuerza de la realidad para terminar casi siempre en un mezquino y confuso desenlace.

Si vamos a caer en un barranco, rodamos; pero no llegamos a la sima y si es un beso nunca poeamos los labios. Siempre nos dbja el tren y los toros bravos­DO nos alcanzan.

Soñando otras noches, veía llegar al teniente perull­no a mi pueblo eu donde una pandilla de muchachos lo seguia gritándole: ¡el cholol ¡el cholo! hasta hosti­garlo de tal manera que él obtaba por regresar a San­tiago, sin haber entregado mi carta.-¡Ay, mi carta no podía llegar!

Pero luego lo veía aparecer en mi sala escritorio de Santa Elvir8, en espéra de mi esposa, quien tardaba en venir a recibirlo hasta que una luz azulina confundía. todas las imágenes. Entonces se producía en mi cere­bro el fenómeno tan corriente y que todos casi siem­pre sentimos durante algunos sueños cuando las par­tes despiertas de la mente parecen que hacen la crítica

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17fJ

del resto que sigue sumido en esta muerte tan bien fingida. ~n .estos momentos en. que el alma despierta trata

de relrse del alma dormIda, los gritos de los centine. las y el ruido de !as olas me volvían a la vida para permanecer deSpIerto por largo rato basta que la mo­dorra del sueüo me aturdía nuevamente con su humo de opio.

y seguía soñando; pero ya no era la quinta de Santa Elvira donde aparecían los míos: en un cité mapochino se arrinconaba mi mujer con nuestros niños, donde la indeftlrellCia de ochocientos y tantos amigos se había hecho sentir más fría que nunca. Nadie le babía dado la dirección del cité, en donde vivia mi esposa, al teniente peruano y éste se había ido SiD verla. Des­confiando y reservado el mjlitar peruano en aquella tierra enemiga de su patria muy poco babia dicho del amigo chileno. Tal vez alguna carta o bien la noticia de que está enfermo- decía mi mujer en medio de aquel desamparo social.-Nadie habia querido gastar un peso en automóvil para llevar al teniente hasta donde vivían los mios. Solo una tarjeta habi&. quedado en poder de uno que no se sabia quien era. Todos se habían disculpado con el patriotismo que siempre ha· bían tellldo en los talones; pero que ahora les subía muy oportunamente.

Hablar con un militar peruano era comprometerse. ¡No señora, ni pensarlo! Y demustraban ur: horror al Perú, a todo lo peruano; siendo que el mIedo era al cité.

Así eran estos sueños, con deducciónes tan a lo vivo, que casi no parecen sueños.

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XVII

CHINCHAS

Estamos en espera de vapor, si me atengo a lo dicho por el coronel González, en una audiencia que se ha servido con(!ederme este funcionario.

El gobierno peruano ha resuelto trasladarme de la isla del Frontón allagoTitieaca, por la "ía de IIIollendo, para que yo baga lo que me plazca. en dicho lago, menos volver al Perú. ¿Iré a volver? ... Parece que fueran ....... .

No volveré al Perú, he dicho al coronel; pero ¿y mi baul, mi ropa? ¿Nada se sabe?

No pregunte usted por ropa, me ha respondido, aquí andamos todos muy sin ropa. Efectivamente el cayo­Del anda siempre de veranillo, vestido con una chaqueta de brin y unos calzones que apenas le llegan a la rodilla. Parece un hombre muy ardiente, como que no deja de ser algo gruñón y sulfuroso de carácter. Los gobiernos como dijo Napoleón en Santa Elena, muy bien saben a quienes ponen a cargo de estas intendencias, y yo, René Mendoza, no digo lo contrario en el Frontón.

A más me agregó el coronel, al darme a saber mi , l' próximo viaje: ~de usted se temía en e Perú" con ra::;on.

y dese con una piedra en el pecho por haber s~lvado su pellejo. Ustedes, los chilenos, hacel? ~arbaf1d.ades con nuestros compatriotas en las provlllClas cautlYa8;

I

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182 RENB MENDOZA

los apalean, los matan y saquean. ¡Y, usted vien& a preguntar por sus trajes! J er, jer, jer. Usted cayó en el garlito-jer,jer, jel'. Váyase callado y sin mirar para atrás». (Textual).

La risita del coronel no me cayó muy bien; pero yo no podia decirle uada. ¡Qué le iba a decir a este hom­bre tan ardiente!

Después de esta conferencia he tenido otras más para decirle: Señor. vapores han pasado muchos y siguen pasando. ¿Cuándo me embarco?

¡Espere vaporl-ha sido la respuesta, como si los buques que pasan no fueran vapores.

Sé de memoria el movimiento marítimo de la costa peruana: "Hoy el Santa Ana de Valparaíso para Nue­va York y el Manlaro de Ilo. Mañ.ana el Ebro de Li­verpool para Chile. Y si me preguntaran por el Mapo­cho, el _4ysen o el Santa Luisa, sabría decir inmediata­mente el puerto en donde se encuentran.

Como se comprenderá la incógnita en que yo apare­eia envuelto viajando por el Perú había sido despejada y de espía había pasado a camanejo o bien aventu­rado.

En la tropa del teniente Gárate, vienen algunos indios muy poco disciplinados; por las mañanas el asistente que nos trae el café no deja de reprender a su jefe por que no se ha levantado temprano.

cCurunel ya se lavantú y tu estás echado tudavía-, le dice al teniente.

Son así estos indios; tienen que pasar bastante tiempo en Lima para que puedan comprender los métodos de los civilizados y encuadrarse en la disciplina militar; pero a mi no me ha dejado de sorprender esta conduc­ta. Cuando esta misma tropa estaba formada en mi cuadra, mientras los tenientes cambiaban algunas ins­trucciones, vi con estupefácción que los soldados con· versaban entre ellos y miraban para todas partes a

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CHINCHAS 183

pesar de estar cel:ca de sus jefes y en atención fir por lo que se comprendla.

En Chile, estar en «atención firmes» es algo terrible' yo todavía me recuerdo de las instrucciones del sar~ gento Asarate-se llamaba Salfate-de mi compañía quien no se cansaba de recomendar: '

.En lae filas; el sordao es una máquina! Todos tienen que estar cuaidraos como un lairillo, firmes como una estaca y todos al mesmo altor y parejor o en la de no ... pena de muerte, y al hombl o las vigas».

¡Ay, estas vigas! según el teniente Paredes todo 80Idado . ill~eniero debía soñar con las vigas; per~ nos· otros soñabamos con las tumbas de la sempiterna carbonada. (*)

Dios sabe lo que hace. En America, sólo en Ohile podía tener resultados la disciplina alemana y es por que-diciendo la verdad y sin que nadie nos oiga en la vecindad-nos gustan las armas.

Para mi, el orgullo más grande, es haber sido solda­do. En el ejército no aprendí nada malo, al contrario aprendi a levantarme temprano; pero si, pronto se me olvidó.

Xo es cierto que el ejército sea cla escuela del crimem, como andan diciendo, y tengo para mi que tanto en Ohile como en el Perú, los cuarteles serán dentro de poco verdaderos centros de educación pri­maria. En Chile, por lo menos, ya se ha visto que el gañán se transforma en ciudadano al pasar por el cuartel.

El ejército chileno, tal ~omo se está preparando su oficialidad por medio del libro, tendrá un futuro esplen· dor, sin necesidad de matanzas. ..'

y a propósito de lo dicho; pienso que SI ell1bertano chileno cuando iosulta al ejército, no está bien seguro de que ~llibertario peruano lo ha librar de la isla del

(*) Tumba. Pedazo, trozO Ele carne.

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184 RE:ilí MEDOZA

Frontón, si llega el caso, es por que alguien lo tiene bien pasado por inocente. ., .

Si no temiera ser latoso y 81 tuvIera segurIdad de ser creído también contaría aquí, lo que oí una 'noche a un grup~ de libertarios en el mercado de Lima alre­dedor de una mesa mugrienta y comiendo picante, y muchas otras cosas que van quedando en el tintero.

Los vapores siguen pasando; grandes naves, como castillos encantados llenos de luces llegan por las noches al puerto.

En algunas noches de luna, se hace imposible dis­tinguir la línea del horizonte que separa las dos inmen­sidades; el cielo y el mar se confunden. Por esto, cuando aparece en la lejanía del horizonte las luces de algún vapor, no se puede precisar con certeza, si lo que brilla es alguna ~onstelación o la nave de arribada que se espera..

Más, cuando la luna seguida por las estrellas se pone a correr por encima de los nublados, la, ilusión se hace completa, pues parece que la luna seguida de su corte marcha presurosa al encuentro de la constelación que viene llegando por el lado norte.

Estas r.onstelaciones, que casi siempre son de estre· llas de primera magnitud, nos desengañan muy pronto, con la graciosa curva que hacen para desaparacer entre los resplandol'es del puerto, en donde pasan la noche hasta la tarde del día siguiente, en que el Huasca o el Santa Luisa salen del Callao con sus luces encen­didas con rumbo a Chile.

Preocupado de este ir y venir de las naves, me devoro las listas de pasajeros que publican los diarios de Lima y en ellos suelo encontrar apellidos chilenos. Son Edwards, Errázuriz, Vicuña o algunos Walker o Schroder tan chilen·ob ya, que me suenan con la misma familiaridad de los Barreras y de los Olguines.

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CHINCIIAS 185

Cuando algun~ nave, que va zarpando de noche con eUB luces encendIdas parece acercarse a la isla reco­~TO. con mi vista la fila de estrellitas alinead~s que mdlCan !os camarotes de babor para preguntarme enterneCldo:

¿~hí irá VicUñ~? ¿En ~quel camarote de popa, Errá­zunz, señora y milos? ¡Sl ellos supieranl ... ¡Cómo no habrían de hacer algo!

y me han dado deseos de gritar y be gritado: ¡Ed ... wards! ¡wards! ...

Pero el ruido de las olas hacen imposible todo grito o aullido.

Para un chileno prisionero no hay clases sociales, ni familias de más arriba o IIlás abajo y tanto futres como rotos son la misma cosa: Chile.

Digo esto; por que estoy seguro de que si los Ed­wards o los Errázuriz hubiesen oído mis gritos habrían hecho detener la nave frente a la isla maldita. Y Chile entero ha de pensar lo mismo; desde el trabajador de la pampa que vocifera contre los bur~ueses basta el mocho inocentón de algún convento. Y nadie será ca­paz de mofarse de la esperanza que yo sentía en boras tan amargas.

Pensar lo contrario sería condenarse a una dantes-ca desilución.

Son las tres de la tarde y la lancha de la capitanía viene a toda máquina con rumbo a la isla ¡Qué rarol ¿Qué pasará? -

Entre tanto el teniente Gárate y algunos soldados llegan a mi c~adra, jadeantes y con~entos, para decir­me a gritos. ¡libertad! ¡libertad! mIentras unos ~an arreglando mi equipaje y otros me pasan un escobllla por la ropa. .

Medio aturdido por la noticia, se me ocurre deClrles: Bien, gracias; pero vamos con calma, no hay que albo-

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186 RE~É 'lENDOZA

rotarse tanto. Yo, ante todo, debo despedirme de Alar· eón · y en tregarle su sobrecama.

Alarcón esperaba mi pasada para donde el coronel, en la puerta con reja de fierro qué separa el presidio de la pequeña Bastilla y al verlo pido permiso para despedirme de él. Tan enternecedor se hace el momen· to, que casi no puedo decirle nada y con palabras suelo tas e incoberentes creo que le dí mis agradecimiento\! al generoso roto, que quedaba tan solo en aquella pri · sión peruana, de esta manera:

«Toma tu sobrecama-viene lo miilmo que me la prestaste-aquí tenis pa cigarros-Pórtate bien-Gra­cias, gracias-Algún dia nos veremos en Chile-Adiós ho ...... »

Algo así debí decirle y al concluir pasé mi brazo por entre la reja para darle la mano y medio abrazarlo.

Era imposible contener las lágrimas y Alarcón al oorprender mis ojos empapados, me dice en medio de su efusivo adiós: "No llore patrón-Capáz que le pon­gan Geremías-En el vapor tómese un trago para la. fierviosidad y eche un viva a Chile por lit .......... .

y si vé a los niños de Talagante dígales que no ven­gan por estas :Nléricas. No se olvide del otro encargo.

En pocos minutos el coronel liquida conmigo todos los papeles de pasajes y de pasaportes, presentándome al funcionario policial que me acompañará hasta el lago; pero sin dejar de reírse por el percance de que be sido víctima.

Jer, jer, jer-Usted cayó en el garlito-Jer, jer, jer Sin embargo, nos despedimos amigablemente y yo

le dí mis agredecimientos por sus atenciones (?) En realidad, yo debía agradecimientos a este funcionario; segun él decía me daba la libertad a la vez que se babía empeñado po!' que yo fuera acompañado de una persona decente basta el Titicaca. (*)

(") En los momentos de entrar en prensa estos apuntes, dice. desde LIma que entre los deportados qlle van para Australia a boro

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€HniCHAS 187

~f~ctivame.nte, el agente de primera clase, de la pohCla de LIma, Manuel Gómez Velasquez era un hombre joven, muy caballero y afable y no es tac­neño.

En el trayecto para el muelle, me voy despidiendo de todos los soldados y en particular del teniente Gá rate; luego abordamos la lancha y zarpamos con rumo bo al puerto.

Al fin abandonaba aquella isla tan llena de mise­rias y de des.grac.iados. No quisiera volver a ella; pero nunca la olVIdare pOl'quo en ella ha quedado un chi­leno y quizás cuántos tendrán que pasar por sus cala· bozos, mientras no se cumpla el tratado de Ancón o bien el gobierno de Chile se haga respetar un poco más. (no lo digo por casos tales como el mío).

En la lancha tengo mi sorpresa; me encuentro con mi baúl, el que venía muy vacio. Los tacneños por patrio. tismo se habían repartido de gran parte de mi equi­paje y también de todos mis libros. La revancha, puís.

Ya en la lancha, atravesamos por entre el Grau y el Bolognesi, en cuyas bordas hay mucha marinería mi­ráudonos pasar. Relucientes están los cariones perua· nos en los castillos de popa y sus negras bocas parecen decirme: ¡Tenemos que vernos con los chilenos!

Como la lancha va haciendo muchos rodeos por entre los canales que forman los grandes barcos ancla­dos, me permito preguntarle al piloto: ¿a qué Tapar vamos?

-Al Ebro, señor? -Qué simpático ef!te piloto. . . As! fué que en pocos momentos mas estuvImos

abordo <.leí elegante vapor Ebro de la Pacific Steam, en

do del vapor Paila marcha también el coronel don Teobaldo Gon­zález por orden del dictador I ,eunía. Ha caido pues, .en desg¡:aCl3 también el coronel G-on7..ález; pe~o yo no dire ahora liJe;, Jer, JeT)}; al contrario; que Dios lo ampare en aquellos Austraha~, como 3 mi me salvó de las oceanías.

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18~ RENÉ ~m:"100ZA

donde con mucho disimulo me dirijo al salón en el que acostumbran a PQner la lí:lta de pasajeros.

Al verme delante del cuadro con la lista, el agente peruano que me h:t seguido sin que yo lo note, me advierte que lo que estoy haciendo es inútil, por cuanto en el vapor no viene ningun chileno como pasajero y que la tripulación es toda británica.

¡Aquí estaba la madre del cordero! Este vapor era el que esperaban-me dije-Ahora me explico la pasa­da para Chile de tantos vapores, que me <iejaban deses­pemdo y con los ojos largos.

Todas estas reflexiones me hacen caer en una amar­ga sospecha. ¿Me eatarían engañando nue\Tamente? ¿Este viaje al ,Titicaca no sería un pretexto para lle­varme tranquilamente a alguna ciudad de la Sierra o bien al mortífero territorio de Madre de Dio!;'? En el buque nadie habla castellano, todo el mundo se entien' de en inglés y la mayoría de los pasajeros son turista~ norte americanos, despreciativos como si todos ellos fueran parientes de María Santísima.

¿A quién clamar? Como el vapor saldrá al anochecer, veo que hay

tiempo para un modesto lunch con que convido a mis amigos peruano'3.

y dicho y hecho; pronto nos sentamos alrededor de una peq ueña mesita del Srnocking Room cinco personas; las que veníamos en la lancha y que éramos: el agente Gómez Velasquez; un señor vestido de paisano, que se dice sargento mayor del ejército; más el alférez Angu­lo, ayudante del Prefecto del Callao y el piloto y yo.

El piloto había quedado en la lancha; pero como yo preguntara por él, Gómez Velasquez lo hizo subir a bordo, después de haber tomado mi parecer.

Buen lonche nos sirven los mozos y buena cerveza inglesa también. Al final tuvieron que venir los discur­sos, pues, los peruanos complacidísimos de mi gentileza me arrastran a un bríndis, y brindé.

De pie, alcé mi copa para decir en medio del asom-

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CIUNClIAS 189

bro de ,todos ~l,los.: "Bebo por un teniente y treinta soldados del eJel:clto peruano; brindo por la ventura personal del temente Goizueta, por todos los soldados de su compañía y también por ustedes».

Gra~ias,. ~ijeron todos, y alzando sus copas b!'indaron P?l" ml fellcldad, por mi esposa y también por mis mños.

En medío de estos brindis, que ni Chacaltana los oyera,.y de una conversación que se siguió sobre Tiri· filo, 101 perro, me voy fijando en la cara del piloto y como me p!lreciera r.econocer al de aquella nocLe, le pregunto Sl era el mIsmo que me llevó al Frontón.

-No seJ10r, me contesta sobresaltado. -Pero, qllé parecida Il la cara del loquero hube de

decirle. Era él. '

Un ruido sordo se siente por todo el vapor; son las anclas que están levantando para desatar el buque de las aguas peruanas y hacernos a la mar en busca del camino de Chile. La lancba. de la capitanía y muo chas otras embarcaciones se alejan del vapor en direc· ción a la dársena, en los momentos que el sol se va hundiendo en el océano.

Todo el Callao se llena de luz; los edificios de la Punta, los grandes caserones de la Aduana y los que rodean la plaza Grau aparecen teñidos de amarillo, como una crema, haciendo resaltar las franjas violetas que se van disellando para el lado de Lima y de la Sierra peruana. En el cielo, las nubes van tomando formas tan caprichosas que semejan millones de bom­bones envueltos en papeles dorados esparcidos entre largos nubarrones, como caramelos enroscados y lati­gudos de colores anaranjados.

-Toda una pasteleria-le digo a mi acompañante que está a mi lado apoyado en la borda.

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190 LlENÉ ME~)JOZA

-Pero, la verdad es que usted, nunca, ha sido pas­telero, me replica con viveza el agente peruano.

-Cierto; pero es tan dulce Ilavegar! Guardamos silencio y seguimos afirmados en la bor­

da de la nave, contemplando el mágico alejarse del puerto y de toda la costa en medio de aquel incendi<l solar que nos abrasaba, hasta que las olas nos ocultan para siempre, como por encanto, la legendaria tierra de los incas.

¡Adiós hermosa Lima; ciudad taimada y zalamera! ¡Adiós señora Blanca Garcia Mentoso!--(si me habrá

, guardado algunas cositas esta señora). La isla de San Lorenzo pasó delante de nosotros,

como -una mancha gris, como un paraje sin vida y desierto; entretanto, la isla del Frontón no se ha dis· tinguido desde el vapor. Se ha borrado de la superficie del océano sin dar señales de vida. Sus luces tan débi· les, no son capaces de romper con su brillo la bruma marina que a esta cora va camino de la costa. Sin embargo, por momentos he creido percibir algunos fugaces destellos que vinieran de allá.

-¡Pobre Alarcón! Con seguridad que ha de estar en la roca de los lobos mirando pasar la nave. ¡Pobre hermano mio! ¡Quien pudiera enviarle un poco de cerveza, jamón de Chicago y tabaco de Maryland! Pobre Alarcón; ¿cuándo podré enviarle la cortaplumita que me encargó?

. ¡Qué diferencia tan grande! ¡Ouanto contraste entre

la vida del presidio y las comodidades de esta nave! Lavarse la cara, las manos y peinarse. Arrellanarse

en los mullidos sillones del;Smoking Room y comer con cuchara y servilletas. Tomar sopa caliente y mascar pan de trigo. Oir música y sentir el perfume de las damas. Verse tratado de mister y no de Camanejo y t~ner la seguri?ad de dormir en una cama limpia, con sabanas y mecldo por las olas del grande océano. No

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CIllNCIIAS 191

oir I~ campana del Frontón, el cucharonazo del coro­Del González, ¡Qué felicidad! ...

¿Mirarse en el espejo? No debí mirarme. En el espejo apareció un comunista ruso v no un

~hileno patriota y amante del jabón y el cuello'limpio. Ante mi resistencia para pasar al comedor mi

.acompailante Gómez Velásquez, me toma del bra~o y me arrastra hasta la enorme sala llena de luz y de damas elegantes y casi desnudas, diciéndome: ¿Oómo? .¿un chileno con miedo?

Las norte·americanas haciendo alarde de su porten­tosa civilización, se desnudan en las costas de Sud. Atnérica a la hol'a de comida como si fueran a bailar­se. luciendo todas sus espaldas, hombros y pecho como si nosotros los latinos no hubiéramos visto nunca cosas de mejor factura r calidad. Por esto, no dejaba de tener fundamento mi miedo, pues el movimiento impul­sivo de algunos huesos que parecían romper la ca me palpitante del pecho de las damas me causó espanto.

Estos solevantamientos de buesos hacen perder casi siempre toda la poesía de un escote.

Porsupuesto que al atravesar el sal6n todo el mundo me ha mirado con horror y repugnancia, basta que logramos tomar asiento alrededor de una mesa en que hay dos caballeros latinos por sus fisonomías.

Saludamos y luego franqueamos la amistad con los caballeros: un peruano y un argentino que eran 10.s latinos que allí estaban.

-¿De dónde viene el seilor? '3e atreve a preguntar el argentino . .

-Yo señor ven ""O de las Oceanías y apenas he , ,b H d' tenido tiempo para tomar el vapor. ace las que

nave"'o con rumba al Perú y con el motor descomo puesto. Soy miembro de una. ?omisión científica qu.e anda preocupada de las medl~!Ones de las prof~ndl­dades del océano Pacífico; a mas tratamos de rectIficar la exactitud del metro lineal. Hasta hace pocas boras hemos estado metidos en unas profundidades muy

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192 Jl rl\ Ii; :\/ENDOZA

grandes y envueltos en unas trombas. colo~aleB en donde se nos ha quedado pegada la sonaa mejor de la comisión.

-Ud. no parece peruano por su acento-me dice el árgentino.. '.

-No señor, soy chIleno, por la graCla de DIOS y de ]a Virgen del Ca.rmen.

D"Ícho esto, nos presentamos, diciendo cada uno BU gracia a la usanza de su patria.

-Manuel Gómez Velásq:lez, peruano, residente en Chorrillos-Espinar N.O 13, Y secretario del señor René Mendoza-¡a sus órdenes! ¡Siga Ud .! (Así habíamos convenido viajar con el agente, disfrazando nuestra verdadera situación.)

-·Manuel Merino, peruano y doctor en medicina­en viaje a Huancané para combatir el tífus exantemá­tico-a sus órdenes. jt)iga Ud.!

-Carlos González, argentino y doctor en medicina, en viaje de placer por el Perú - ¡a las órdenes de Uds. ché!

-René Mendoza, chileno, geógrafo y navegante­propiedades en Vichu.quén-casa de teja,-ja lo propio!

y empezamos a comer. Los doctores son hombres jóvenes, alegres y buenos

para la broma y pronto el argentino me interpela con un gracioso gesto, diciéndome:

-¿Qué tienen que ver Uds., los chilenos con el metro lineal?

-Algo . muy importante: si comprobamos que el metro no es la diez mil millonésima sino la nueve y novecientas noventa y nueve, noventa y nueve millo­nésima estamos al otro lado; es decir, se bará la con­versión metálica a diez y ocho peniques. Casi estamos seguros del error.

y seguimos comiendo. ~uy poco conozco el idioma inglés, apenas entiendo

vemte palabras; pero cuando Ee habla mal de 'Chile

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CHI:\CHAS 193

entiendo lo más bien la lengua del santo de mi devo. Clon: Shakespeare.

En la mesa vecina hay dos damas norteamericanas, descota?as, de pecho huesudo y liso como una tabla que estan oyendo con mucha atención las recomenda­ciones que les van haciendo dos caballeros yankes so­bre Chile y los chilenos.

Uno de ellos, les advierte que en Valparaíso deben comprar unas enormes chupallas para trasladarse a la capital; de otro modo, sin chupallas, se verán obliga­das a taparse con el manto chileno. Este manto les causa horror: en Chile van a perder la ocasión de lucir sus hermosos escotes. ¡Qué lástima!

Después se hacen circular unos billetes chilenos, de los fabricados en la Moneda y que son feísimos en rea lidad. Estos billetes, son objeto de muchas burlas y desprecios; no les entendí mucho; pero me pareció oírles algo muy duro.

Así lo yankes; con su odio y desprecio por nosotros, los chilenos, y sus zalamerías para los peruanos. Todos los que viajan se callan, nadie repite en Chile y en le­tras de molde las otomías que se oyen en tierras extra­nas cuando se trata de Chile. Pero como a mi me im­porta un comino decir lo que pienso respecto a este asunto y lo que he oído, allá va todo:

El yanke nos odia por que comprende muy bien que tanto Chile, como la Argentina y el Brasil son los v~r­daderos estorbos para realizar sus planes de conquls­tas y al Perú le tendrá que pasar la misma des,?racia que !'te acarrean las familias pobres cuando reClben a un rico en su casa. No habrá casamiento; pero sí concu· binato. Es decir el Perú será la primera nación sudame­ricana que pas~l'á a ser colonia yanke, si continúa con sus amoríos impuros,

Quién me objete lo dicho, tendr~ que saber contestar qué clase de estado, es hoy, la naCIón cuba~a.

-Terminada la ~omida salimos a cubIerta con el amigo argentino completamente mareado; los amigos

13 .

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194 RE7IÉ llE:.'íDOZA

peruanos también se sientan un poco mal. Yo, feliz­mente, jamás he sentido el mareo y creo que el mejor remedio para evitarlo es no pensar en él, comer poco y tomar juguito de limón. •

Apenas llegamos a cubierta se me disparan mis tres amigos para ir a abrasarse de las bandarillas en donde se ponen a gritar:

- ¡Ur ... zula! ¡Ur ... zula! ¡U!! ... -¿Qué hacen? ¿A quién llaman? ¿Quién es esa se·

flora? Nada-no hay tal Urzula. Estamos lanzando, puis,

dicen los peruanos. Los pobrecitos quedaron limpios de estómago y siero

pre mareados y como el argentino se sintiera más mal, lo llevamos a su camarote, en donde lo acostamos.

-Me muero, decía el enfermo; él nunca babía nave­gado y su viaje a Lima lo había hecho por la Quiaca· Bolivia.

y aquí vino, entonces, la confraternidad más grande que han visto los siglos: mientras los peruanos le soban la barriga al enfermo, yo, en nombre de Chile le pre· gunto si el dolor más grande lo siente en el huesito de la cola.

¡Echen al chileno para afueral--dice con angustia el enfermo-la risa me hace más mal, ché!

y así se hizo; pero yo salí acompañado del doctor Merino, con quién nos dirigimos al Smoking Room.

En este salón están los hombres fumando como ~alvajes y bebiendo como hombres. También algunas .norteamericanas están con cigarrillo en boca y las faldas levantadas, luciendo unas piernas muy flacas y larguiruchas, aforradas en medias blancas, que más que piernas parecen lápices de tizas de esos que sé usan en las escuelas.

-Yo nunca iré a Estados Unidos, le digo a mi amis ­tad, en el momento de tomar asiento.

-¿Por qué? ¿Diga usted? -Mire usted doctor, esas piernas ...

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Cambiamos la conversación, y al calor de llnas co­pitas con uno de los tantos mejulJjes de abordo le hago algunas confidencias al doctor sobre mi estadía en la isla, para endosarle el encargo que yo recibiera del presidario que murió tan deaamparado en una de aquellas noches horribles del presidio peruano.

-Como usted estará algún tiempo en Huancané le será fácil encontrar al hijo del infeliz y decirle el asunto de las misas, de quP. ya le he hablado-le digo para terminar un tema tan penoso.

-Muy bien, cumpliré con su encargo; pero no creo en las misas me arguye el doctor.

-Esto poco importa; yo sé que algunos doctol'es en medicina, no aceptan el más allá; pero como lo que urge es hacerle saber al hijo del presidario que su padre murió de tal manera y confiando su última vo­luntad a un chileno, insisto en mi demanda.

El doctor que parece hombre bondadoso concluye prometiéndome cumplir con mi encargo una vez lle­gado a Huancané, tal como yo se lo hago; pero sin dar crédito a las pellejerías que yo he pasado en su patria.

¿La casualidad me sorprendía nuevamente, con sus extraños espedientes? ¡Encontrarme con este doctor que iba para Huancané, antes de abandonar el Perú! ¿Misterio? N ó, que misterio ni casualidad, habiendo tanto doctor en el Perú.

Navegamos con mal' en calma; una hermosa luna nos viene siguiendo desde el Callao iluminando nues­tro camino.

N!lnca había visto el océano tan tranquil0; las olas llegan hasta el vapor con el ondular suave de un remanso y el Ebro como un cisne se va deslizan~do por la superficie de este inmenso lago.

Vamos frente a las islas Chinchas y mañana en la

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196 nENÉ MENDOZA.

tarde llegaremos a Mollendo para seguir en busca del 'riticaca.

¿Iré para este lago o me darán la lihertad? Afirmado en la borda pnra el lado de estribor, mi­

rando la inmensidad de las olas y bartulando en tan­tas cosas habría pasado toda la noche si alguien no me despierta a la realidad de la vida, para mortificarme con todas las leseras de un patriotismo de conventillo, que ya me tenían tan hostigado.

-Yo eé lo que Ud. está pensando, me dice el agente peruano a mie espaldas. Había llegado sin que yo lo sintiera, trayendo su capote y malelín, como un hom­bre listo para desembarcar.

Hasta aquí debo acompañarlo a Ud., según instruc­ciones del doctor Del Mar. En este mismo momento debo l'egres~r a Lima en donde tengo a varios chilenos en salmuera. Hay muchos espías, y corno ya me voy, déme Ud. una lista de las casas que le faltan para reclamar a su nombre al Intendente General.

- Gracias; la lista hágala usted mismo, le será fácil teniendo presente que solo me han dejado unos calcetines rotos en el talón y los zapatos sin tacos, fuera de otras cositas que usted ha 'visto ¡Vé usted, como yo me voy de espaldas por la falta de tacos! Yo traía zapatos nuevos de Chile; pero sin duda Chinchi­ruca y Pantaleón los han trajinado bastante por que los escarpines de estos tacnefios ya estaban buenos para el basurero. Un peruano patriota no debe poner­se zapatos de lajiente rola.

-Verdad es, señor Mendoza; pero Ohinchiruca y Pantaleón tuvieron que andar mucho por causa suya.

Apenas dijo esto el agente peruano se fué transfor~ mando con una rapidez sin igual en medio de mi asombro. Primeramente se le cayó toda la ropa y el sombrero hasta quedar completamente calato o en cueros; después se untó todo el cuerpo con aceite que traía en el maletín y echándose el capote sobre sus hombros se dió un fuerte sacudón para quedar conver-

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tido en un pájaro chico de alas plomizas y cada ala con siete plumas; de cuello bermejo con siete crestas en la cabeza y con dos patas negras y cada pata con siete dedos, y dando un triste grasnido se remontó en los aires hasta la chimenea del vapor en donde se paró un momento para decirme: ¡Ticuico! ¡Tacuaco!

y cantando ticuicos y tacuacos emprendió su- viaje de regreso en raudo vuelo a las islas Chinchas.

¡Gracias a Dios! ¡al fin concluía la comedia! ¡Pobres peruanos! Pobres coroneles y doctores de Limal EHos no me comprendieron ni pudieron saber con ' quien trataban, puesto que yo pertenezco a la más grande y estrecha aristocracia; soy de los raros, soy un aristócrata del dolor. Cierto es que muchos me tienen por tonto y talvez sea esto lo más seguro, porque: ¿a quien se le ocurre ir a preguntar por el batallón Zepita en la plaza de Lima? ¿a quién?

FIN

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ALGUNAS ERRATAS

P.~G. LÍNEA DICE DEBE DECIR

39...... ......... 4.. . ...... ,. .... f1ulle............ fluye

112.... ......... .. 33.. . ..... ..... peruanas...... peruanos

120 .............. 36 ............... llevarían ....... llevarán

121............... 14 ............... nuestro barco nuestra barca

127..... ......... 2............... prosenten.,... presentan

130............... 38............... apareció ....... aparecía

..

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ÍNDICE

DEDICATORIA . ... . ................. . .. ...... ......... .. .. ..

COSAS QUE SE PONEN AL PRINCIPIO DE UN LIBRO .... ; ...

CAP!TULO 1. . " ALTIPLANO ........................ .

» Il ... LIMA ......... ... .................... ..

" rIl... PALACIO DE JUSTICIA 557 ..... .... ... ..... . IV ... V ... VI. .. VII. . VIII . IX ... X ... XI. .. XII .. XIII. XIV. XV .. XVI . XVII.

BUTTERFLY .................................. ..

JIRONES, HUELGAS Y OTRAS COSAS ..

CHUCHUMECOS .........

ALGUNOS COMPADRES.. . .............. .

JIRONES DEL JIRÓN ...... ..

¡TROPA ARMADA! ................ .... .... .

D ES AMPARADOS ....................... ..

TACNEÑOS .. ................. . .............. . .. ..

CORONELES y DOCTORES . . . ............ ..

MÁs CORONELES. . ............. ..

EL FRONTÓN . ........ . .............. .

¡SIN PATRIA!. .... .

LLANTOS y RELEVOS ...

CHINCHAs .. ....

5 7

9 23 29

35 41 51 55 61 6'1 81

91 103 117 129

143 167 181