El objeto de la Psicopatología

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El objeto de la psicopatología Psicopatología general. Serafín Lemos Giráldez (editor). Editorial Síntesis, 2000 La psicopatología siempre ha despertado un considerable interés en los ambientes científicos y profesionales, así como entre algunos segmentos de la sociedad no estrictamente relacionados con la psicología; sin embargo el status de esta disciplina ha ido consolidándose lentamente, al estar diluida la investigación en diversos ámbitos del conocimiento, como la psicología, la fisiología, la genética o la psiquiatría, siendo dudoso que la psicopatología haya sido establecida como un campo científico independiente. En las primeras décadas del presente siglo, importantes pioneros de la psicología y la medicina, como William James, Adolf Meyer o Emil Kraepelin, entendían que el estudio científico de la conducta anormal guardaba un claro paralelismo con la naciente especialidad médica de la neuropatología. En la actualidad, todavía no existe una asociación científica internacional específica para esta disciplina y son también muy escasas las revistas especializadas, estando presentes las aportaciones al cuerpo de conocimientos de la psicopatología en revistas de psicología clínica, psiquiatría o antropología. Por otra parte, con cierta frecuencia vienen utilizándose los términos "psicopatología" y "psiquiatría" de manera intercambiable, especialmente en los Estados Unidos. En Europa, el primero de estos términos ha tenido, desde finales del siglo XIX, un significado más restringido y se ha utilizado para referirse al software de la enfermedad mental, lo que provocó una división de las dos corrientes "descriptiva" y "psicodinámica", subdividiéndose la primera en psicopatología "fenomenológica" y "experimental". La psicopatología ha sido definida como el estudio científico sistemático de la etiología, sintomatología y proceso de la conducta anormal, aunque con diversas precisiones. Tizón (1978) afirma, por ejemplo, que si el objeto de la psicología es la conducta en cuanto que observable [...], se podría definir la psico(pato)logía, ciencia base de la psiquiatría, como la disciplina psicológica dedicada al estudio científico de la conducta o el comportamiento trastornado o anómalo. De ahí nuestra costumbre coyuntural [...] de escribir siempre psico(pato)logía, para hacer hincapié en la religación fundamental para la psicopatología, su relación con la psicología. A propósito de la posible relación existente entre psicopatología y psiquiatría, puntualiza que la psiquiatría ha de definirse entonces o bien como una disciplina médica que estudia y trata a las personas que exhiben conductas anómalas o trastornadas, o bien simplemente corno la tecnología conjunto de conocimientos científicos y de recursos y medios técnicosdel tratamiento de dichos trastornos la psico(pato)logia aplicada. Con la primera opción, difundida sobre todo por los partidarios de una disciplina medicalizada, se intentará defender la inclusión harto dudosade la investigación psico(pato)lógica pura dentro del ámbito de la medicina y la psiquiatría. En el segundo caso, se reduce la psiquiatría al puesto real que ocupa: una tecnología basada en una serie de conocimientos teóricos proporcionados por diversas ciencias [...] y una serie de instrumentos y recursos técnicos propios de otras ciencias aplicadas y tecnologías: química aplicada, física aplicada, etc. Hemsley (1984) define la psicopatología como "el intento de explicar los fenómenos sobre la base de conceptos y teorías derivadas de la investigación científica de la conducta animal y humana". Millon y Klerman (1986) sostienen que "aunque el término 'psicopatología' fue utilizado en el pasado como sinónimo de sintomatología descriptiva, ahora puede ser justamente utilizado para representar 'la ciencia de la conducta anormal y de los trastornos mentales'. Sus métodos de estudio actualmente incluyen tanto procedimientos clínicos como experimentales".

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Concepto de enfermedad mental

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El objeto de la psicopatología

Psicopatología general. Serafín Lemos Giráldez (editor). Editorial Síntesis, 2000

La psicopatología siempre ha despertado un considerable interés en los ambientes científicos y profesionales, así como entre algunos segmentos de la sociedad no estrictamente relacionados con la psicología; sin embargo el status de esta disciplina ha ido consolidándose lentamente, al estar diluida la investigación en diversos ámbitos del conocimiento, como la psicología, la fisiología, la genética o la psiquiatría, siendo dudoso que la psicopatología haya sido establecida como un campo científico independiente. En las primeras décadas del presente siglo, importantes pioneros de la psicología y la medicina, como William James, Adolf Meyer o Emil Kraepelin, entendían que el estudio científico de la conducta anormal guardaba un claro paralelismo con la naciente especialidad médica de la neuropatología. En la actualidad, todavía no existe una asociación científica internacional específica para esta disciplina y son también muy escasas las revistas especializadas, estando presentes las aportaciones al cuerpo de conocimientos de la psicopatología en revistas de psicología clínica, psiquiatría o antropología.

Por otra parte, con cierta frecuencia vienen utilizándose los términos "psicopatología" y "psiquiatría" de manera intercambiable, especialmente en los Estados Unidos. En Europa, el primero de estos términos ha tenido, desde finales del siglo XIX, un significado más restringido y se ha utilizado para referirse al software de la enfermedad mental, lo que provocó una división de las dos corrientes "descriptiva" y "psicodinámica", subdividiéndose la primera en psicopatología "fenomenológica" y "experimental".

La psicopatología ha sido definida como el estudio científico sistemático de la etiología, sintomatología y proceso de la conducta anormal, aunque con diversas precisiones. Tizón (1978) afirma, por ejemplo, que

si el objeto de la psicología es la conducta en cuanto que observable [...], se podría definir la psico(pato)logía, ciencia base de la psiquiatría, como la disciplina psicológica dedicada al estudio científico de la conducta o el comportamiento trastornado o anómalo.

De ahí nuestra costumbre coyuntural [...] de escribir siempre psico(pato)logía, para hacer hincapié en la religación fundamental para la psicopatología, su relación con la psicología.

A propósito de la posible relación existente entre psicopatología y psiquiatría, puntualiza que la psiquiatría ha de definirse entonces o bien como una disciplina médica que estudia y trata a las personas que exhiben conductas anómalas o trastornadas, o bien simplemente corno la tecnología −conjunto de conocimientos científicos y de recursos y medios técnicos− del tratamiento de dichos trastornos −la psico(pato)logia aplicada. Con la primera opción, difundida sobre todo por los partidarios de una disciplina medicalizada, se intentará defender la inclusión −harto dudosa− de la investigación psico(pato)lógica pura dentro del ámbito de la medicina y la psiquiatría. En el segundo caso, se reduce la psiquiatría al puesto real que ocupa: una tecnología basada en una serie de conocimientos teóricos proporcionados por diversas ciencias [...] y una serie de instrumentos y recursos técnicos propios de otras ciencias aplicadas y tecnologías: química aplicada, física aplicada, etc.

Hemsley (1984) define la psicopatología como "el intento de explicar los fenómenos sobre la base de conceptos y teorías derivadas de la investigación científica de la conducta animal y humana". Millon y Klerman (1986) sostienen que "aunque el término 'psicopatología' fue utilizado en el pasado como sinónimo de sintomatología descriptiva, ahora puede ser justamente utilizado para representar 'la ciencia de la conducta anormal y de los trastornos mentales'. Sus métodos de estudio actualmente incluyen tanto procedimientos clínicos como experimentales".

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Resumiendo, a tenor de las puntualizaciones anteriores, la psicopatología es la ciencia que estudia la conducta anormal centrándose en tres áreas:

a) La descripción y eventual clasificación de los comportamientos anormales. b) La explicación de los procesos implicados en su desarrollo y mantenimiento. c) La búsqueda de sus causas o factores etiológicos. Para esta tarea, la psicopatología se ha de valer de los procedimientos propios de la psicología científica y, en especial, de la psicología experimental.

Una definición de este tipo implica su caracterización como una disciplina básica, más bien que aplicada, y que, además, se conforma de modo interdisciplinar por cuanto se nutre de información convergente de otras disciplinas científicas como son la psicología, la neurología, la genética, la fisiología, etc., en la medida en que ninguna de estas ciencias aisladamente logra explicar satisfactoriamente la conducta anormal.

Las aportaciones específicas de la psicología son fundamentales en una concepción moderna de la psicopatología, tradicionalmente ajena al desarrollo de la psicología científica y ocupada de un descriptivismo vacío y especulativo, proporcionándole un marco referencial explicativo sobre las teorías de la conducta y de las cogniciones humanas.

Los límites del objeto de la psicopatología

Generalmente existe cierta confusión entre los campos de estudio de la psicopatología, psiquiatría y psicología clínica, que puede justificar una matización. Por lo regular, la psiquiatría se entiende como una práctica médica, mientras que la psicopatología suele definirse como una disciplina científica. Según esta opinión generalizada, la psicopatología guardaría la misma relación con la psiquiatría que la fisiología con la medicina; es decir, la psicopatología se ocuparía de la descripción, evolución y etiología de los trastornos, en tanto que la psiquiatría se encargaría de trasladar estos conocimientos a la práctica y asistencia clínicas.

Otra de las fronteras confusas es la existente entre la psicología clínica y la psicopatología, por cuanto ambas disciplinas se ocupan de la conducta anormal. El enfoque de la psicología clínica suele centrarse en el tratamiento del sujeto individual con los recursos terapéuticos derivados de la psicología, mientras que la psicopatología se ocupa más bien de la descripción general de las alteraciones y de la investigación sobre los mecanismos causales que de la intervención clínica individual. Es decir, mientras que la psicología clínica tiene un enfoque idiográfico, en la psicopatología se sigue un enfoque nomotético.

El concepto de anormalidad

La relativa unanimidad de criterio respecto al objeto de la psicopatología no es tan evidente cuando se pretende definir el concepto de anormalidad psicológica o de trastorno mental. Es preciso tener presente, en primer lugar, que la definición genérica de trastorno y enfermedad resulta harto complicada y con frecuencia da lugar a descripciones vagas y tautológicas. Las definiciones encontradas en los diccionarios médicos suelen hacerse en términos de malestar o deterioro de la salud, siendo de escasa utilidad, o bien en términos de trastorno de alguna función, dejando sin aclarar en qué debe consistir tal trastorno. Uno de los puntos de vista más extendidos ha sido el asociar la enfermedad con alguna clase de anomalía física demostrable, en la medida en que ésta constituiría un criterio objetivo que permitiría establecer su existencia y explicar los síntomas presentes; sin embargo, este punto de vista no está exento de problemas por cuanto no deja claro en dónde está la frontera entre la anormalidad y la normalidad en diversos problemas físicos. La hipertensión es un buen ejemplo de ello, como también lo son algunas anomalías congénitas en las que existe una discontinuidad pero que no se perciben claramente como enfermedades.

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Por ello, Engerhardt (1981) acertadamente afirma que los conceptos [de salud y enfermedad] son ambiguos, y sirven como nociones tanto explicativas como evaluativas. Describen el estado de cosas, las condiciones fácticas, al tiempo que las juzgan como buenas y malas. La salud y la enfermedad son conceptos normativos además de descriptivos [...] La salud −afirma más adelante− es más bien un término estético que ético; es más belleza que virtud. Así, no se condena a nadie por no haber tenido nunca buena salud, si bien se puede sentir simpatía hacia él tras la pérdida de un bien. Más aún, no está claro qué es exactamente lo que se pierde cuando se pierde la salud.

Definir la salud en términos de negación de la enfermedad, como lo hace la OMS, al afirmar que "la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no meramente la ausencia de enfermedad", equivale a trasladar la ambigüedad del concepto de salud al concepto también ambiguo de bienestar. Como afirma Engerhardt (1981):

Si la salud fuera un estado de completo bienestar [...], ¿acaso existe alguien que pueda estar sano? ¿Se convierte la salud en un ideal regulador por el que se lucha pero que jamás puede ser plenamente alcanzado? Además, si nadie está verdaderamente sano, ¿estamos todos enfermos? ¿Son la salud y la enfermedad conceptos mutuamente excluyentes o superpuestos?

La definición de enfermedad, además del interés epistemológico, tiene un interés social, ya que toda enfermedad o trastorno tiene, en primer lugar, una dimensión privada, como la vida o la muerte; pero estas experiencias individuales tienen también una connotación más amplia que se extiende a los familiares y a la comunidad: una significación social con un sistema de normas, privilegios y obligaciones que corresponden al rol de enfermo.

Mientras que el concepto de enfermedad lleva implícita una connotación evaluativa y explicativa, la salud, como concepto positivo, representa más bien un ideal regulador, por lo que salud y enfermedad no son conceptos simétricos. Así como la enfermedad es el resultado de analizar ciertos fenómenos con propósitos diagnósticos, pronósticos y terapéuticos, siendo un concepto pragmático aunque influido por cuestiones de valor y existiendo múltiples enfermedades, la noción de salud se entiende en un único sentido, como un ideal de autonomía o un estado de liberación de determinadas restricciones físicas o psicológicas.

Si la definición de salud y enfermedad, en general, no es tarea fácil, se añaden nuevas dificultades al concepto de anormalidad psicológica, ya que de él se derivan importantes consecuencias sociales e institucionales para el tratamiento, las responsabilidades civiles, las implicaciones legales y judiciales, y otras cuestiones sociales. Por ejemplo, sin una definición consensuada de trastorno mental resulta difícil la asignación de prioridades asistenciales, porque ésta exige establecer criterios comparativos respecto al nivel de perturbación interindividual en términos de "más enfermo que o peor que" o "más sano o mejor que", o precisar, sencillamente, si un individuo está "bien" o "mal".

Un primer motivo de la discusión es convenir si la salud mental es un atributo permanente de un individuo o un atributo transitorio del funcionamiento. La importancia de esta distinción se hace notoria en el ámbito de la defensa legal de las personas que han cometido delitos y de las que se sospeche alguna anormalidad psíquica. Dejando al margen esta precisión, la conducta anormal ha sido definida por diversos atributos, como el ser:

a) Dolorosa o perturbadora para el propio sujeto y/o para las personas próximas. b) Incapacitante para llevar a cabo otros comportamientos. c) Dificultadora del contacto con la realidad. d) Socialmente inapropiada en la subcultura del individuo.

La dificultad de definir qué se entiende por trastorno mental o anormalidad psicológica ha dado lugar a múltiples intentos de delimitación, predominando la aplicación de principios estadísticos, sociales, clínicos o legales (Wakefield, 1992), sin que hayan faltado incluso objeciones a la totalidad; es decir, la negación de toda anormalidad mental.

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Negación de la existencia de trastorno mental

Diversos autores, de entre los cuales Szasz es el más representativo, han sostenido que el concepto de trastorno mental es puramente evaluativo, como etiqueta justificadora para mantener el poder médico y de las profesiones implicadas. En consonancia con este punto de vista, consideran ilegítimo el uso de diagnósticos basándose en razones éticas, epistemológicas y prácticas, y razones que afectan a la propia naturaleza del trastorno. En relación con el primer aspecto, aducen las consecuencias de estigmatización social de las personas diagnosticadas y el uso de los diagnósticos como medio de control social; sin embargo, parece dudoso que estos problemas puedan llevar a concluir que el concepto sea equivocado, sino más bien que a veces puedan derivarse inconvenientes sociales del mismo. En cuanto al segundo aspecto, Szasz sostiene que así como es legítimo hablar de trastorno físico, en la medida en que existe lesión anatómica objetivable, el concepto de trastorno mental es puramente analógico o metafórico y se utiliza para calificar a aquellas personas que se desvían de las normas sociales, sin que se pueda demostrar la existencia de lesión orgánica alguna.

En opinión de Wakefield (1992), la debilidad del argumento de Szasz radica precisamente en la exigencia de lesión para determinar la existencia de trastorno físico. Un argumento de este tipo contiene dos tesis: que una lesión sea simplemente una desviación estadística de una estructura anatómica normal, y que el trastorno físico sea una simple lesión. Los hechos demuestran, sin embargo, que existen desviaciones estadísticas desde el punto de vista físico que no son consideradas trastornos, así como lesiones que pueden suponer anormalidades que no son nocivas y que no son consideradas trastornos. La apelación a lesiones físicas como criterio de enfermedad o trastorno puede resultar, en sí misma, insuficiente y confusa. Podría suceder que, en un determinado momento del desarrollo científico, algunos problemas no fuesen considerados trastornos o enfermedades y algún tiempo más tarde fuesen calificados como tales una vez que hubiera sido identificada una patología demostrable; con lo cual, los trastornos variarían en función del estado de los conocimientos. Además, la definición de enfermedad en función de las perturbaciones biológicas subyacentes no resuelve plenamente el problema, mientras no se defina con mayor precisión en qué consisten dichas perturbaciones.

Como exponente de las dificultades para la definición de las enfermedades somáticas, Cooper y Cooper (1988) afirman que

la situación no mejora con la consideración de las enfermedades individuales dentro del campo de la medicina general, que revela que son definidas de diversas formas. A veces son definidas en términos de síntomas o constelaciones de síntomas (p.ej., el prurito senil y la migraña); a veces en términos de la anatomía patológica (p.ej., la estenosis mitral); a veces en términos de hallazgos bacteriológicos (p.ej., la tuberculosis o la sífilis); y a veces en términos de la arquitectura cromosómica (p.ej., el síndrome de Down).

En realidad, la importancia de una lesión se deriva de la limitación funcional que impone al sujeto que la padece, y en este sentido la lesión, como concepto funcional, puede aplicarse tanto a estados físicos como mentales. En consecuencia, la noción de trastorno mental no es un mito basado en una desafortunada metáfora, sino una aplicación al ámbito psicológico del mismo requisito de disfunción nociva que está presente en el ámbito físico.

Normalidad y anormalidad como conceptos estadísticos y normativos

La apelación a la desviación estadística para definir el trastorno mental puede parecer un procedimiento objetivo y científico, sobre todo cuando se conciben la mayoría de los trastornos desde una perspectiva dimensional. Por el contrario, la determinación de la normalidad sobre la base de criterios normativos llevaría a plantear el viejo problema filosófico en la ética: la diferencia entre lo que es y lo que debería ser. Si se asocia la normalidad o salud mental con la definición normativa, este concepto tendría la función de servir de referente o "tipo ideal" al cual podría aproximarse la conducta de las personas. Este segundo punto de vista, que se identifica con el movimiento

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antipsiquiátrico, parte del supuesto de que el trastorno mental encierra juicios de deseabilidad social, de acuerdo con las normas e ideales. Desde la perspectiva estadística, la salud psicológica podría ser definida, aunque no necesariamente, como el estado que presentan la mayoría de las personas; sin embargo, esta afirmación dista mucho de ser objetiva y correcta en términos filosóficos, especialmente cuando la mayoría de la población manifiesta alguna deficiencia o enfermedad (sea temporal o permanente). Además, un criterio estadístico de la normalidad la convertiría en un concepto relativo y cambiante y no inmanente y estático. Es decir, la normalidad estaría constantemente redefinida en función de los mecanismos adaptativos que el proceso de selección natural va imponiendo en la especie humana y variaría en cada momento. Otro de los inconvenientes del uso de un criterio estadístico para la definición del trastorno es el referente implícito de salud, que frecuentemente determina la selección de los casos a estudiar. Así, para obtener el nivel "normal" de azúcar en la sangre se prescinde de los diabéticos conocidos, o para determinar las tasas metabólicas basales normales se eliminan las enfermedades tiroideas conocidas. La definición estadística, en consecuencia, simplifica la naturaleza de la conducta anormal, ya que ésta no depende de una sola dimensión, como pudiera ser la ansiedad, en la que el sujeto fuera clasificado, sino más bien de diversas dimensiones respecto a cómo el individuo funciona socialmente, el modo en que el problema se manifiesta y en cómo el sujeto afronta sus obligaciones y las expectativas de los demás. Por otra parte, las dimensiones relevantes para una definición estadística de anormalidad y el peso relativo de cada una de ellas siguen sin estar aclaradas.

Ante las limitaciones de la definición estadística de normalidad, ya que con frecuencia los niveles altos de una dimensión no son considerados trastornos (como sucede con la inteligencia, energía, etc.), podría añadirse el requisito de que la desviación fuese en dirección negativa, como sucede con la estrategia seguida en las modernas clasificaciones psiquiátricas; sin embargo, también sucede que hay muchas conductas que son estadísticamente desviadas e indeseables y que no suelen ser consideradas trastornos sino conductas criminales, descorteses, moralmente repugnantes, etc. En términos de la valoración psicológica, no puede considerarse trastorno a ser torpe o "patoso", desde el punto de vista del funcionamiento motor, o el tener tiempos de reacción anormalmente lentos. Para mayor dificultad, algunos estados normales, dentro de un determinado contexto, se consideran trastornos. La arteriosclerosis, muchos casos de alergias o la caries dental son algunos ejemplos de problemas físicos frecuentes, por no referir enfermedades endémicas como la malaria, el bocio u otras. Por ello, la desviación estadística no puede ser un componente esencial de lo que se entiende por trastorno, aunque pueda estar también presente.

La sola utilización de criterios normativos resulta también insuficiente para definir la anormalidad psicológica. Si bien los valores forman parte del concepto de trastorno, no son su componente esencial. De hecho, existen diversos estados no deseables que no son calificados como trastornos, como son la pobreza, la ignorancia, el rechazo sexual. Precisamente, el hecho de que los trastornos no se fundamentan en valores da lugar a que determinados problemas no sean considerados unánimemente como tales por las personas que comparten las normas y los valores sociales, existiendo importantes desacuerdos. Esto puede aplicarse a los estados conocidos como síndrome premenstrual, hiperactividad o alcoholismo. Resulta evidente que la valoración social de un problema nada tiene que ver con sus causas, constituyendo solamente una explicación parcial del mismo. Las dificultades que se derivan tanto del concepto normativo como del estadístico ponen en evidencia su inadecuación, al menos como único criterio para definir la normalidad o anormalidad psicológica.

Trastorno como desventaja biológica

La explicación biológica, basada en la teoría de la evolución, ha sido utilizada también como criterio para establecer el concepto de trastorno, tanto físico como mental, evitando así la referencia a valores y definiendo el concepto de trastorno sobre la base de características científicas, más allá de la mera desviación estadística. La definición del trastorno desde la perspectiva de la teoría de la evolución es múltiple, habiéndose sugerido tres explicaciones:

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a) El criterio general de la teoría de la evolución, que alude a una menor supervivencia e inferior capacidad reproductiva. b) La existencia de una disfunción nociva para el sujeto, al existir algún mecanismo mental que no ejecuta la función específica para la que fue diseñado por la evolución. c) El punto de vista anterior pero combinado con un componente valorativo, de modo que el trastorno tendría lugar cuando un mecanismo fracasa en la ejecución de la función específica para la que fue diseñado, a la vez que dicho fracaso origina un daño real a la persona que lo presenta (Wakefield, 1992).

La desventaja biológica parece, sin embargo, un criterio demasiado amplio y se entiende en términos de supervivencia y capacidad reproductiva. Wakefield (1992) entiende que los autores que sostienen el primer punto de vista de la desventaja biológica como criterio para definir el trastorno mental incurren en una "falacia sociobiológica", al interpretar la evolución erróneamente por su capacidad de conferir al organismo una tendencia natural a maximizar sus capacidades; lo cual, aunque cierto, no tiene en cuenta que a veces éste no es un efecto directo sino que está mediatizado por las condiciones ambientales en las que se produce la selección. Más aceptables serían los puntos de vista evolutivos que se formularon en segundo y, particularmente, en tercer lugar.

Relativismo socio-cultural

La diversidad de costumbres, normas y valores, varía dentro de una misma cultura en los diferentes grupos de edad, clases socio-económicas o subgrupos de población, que incluyen minorías religiosas, raciales o étnicas. Las diferencias interculturales demuestran aún más cómo determinados comportamientos pueden ser valorados como deseables en una cultura y como signos de debilidad en otra. Exceptuando unas pocas formas extremas de comportamiento, como son el asesinato indiscriminado, el canibalismo o la absoluta desconsideración hacia la propiedad, que son rechazados casi universalmente, existe un gran relativismo cultural respecto a los trastornos menores de la conducta.

Desde la perspectiva social, la definición de anormalidad no solamente se basa en la frecuencia relativa de un comportamiento, sino más bien en un acuerdo consensuado del grupo de pertenencia; es decir, la anormalidad es lo que la sociedad considera como tal. Por lo regular, la definición social de desviación se suele basar en la calificación de unos comportamientos como peligrosos, perturbadores o simplemente incomprensibles, lo que dependerá de las normas y expectativas compartidas.

El intento de esclarecer el rol de los factores culturales en la etiología, expresión y evolución de los trastornos mentales ha sido el objetivo central de diversas líneas de investigación psicosocial, como la psiquiatría comparativa, la etnopsiquiatría, o la psiquiatría transcultural e intercultural, y han conducido a la conclusión de que el utilizar patrones culturales para definir la conducta anormal o el trastorno mental origina numerosos problemas de consenso, existiendo únicamente acuerdo entre los profesionales sobre que el concepto de anormalidad implica algo más que la mera violación de las normas y expectativas sociales.

El enfoque clínico

La definición médica de anormalidad suele basarse en la presencia de determinados síntomas que revelan, supuestamente, la existencia de un trastorno subyacente. Cuando los síntomas pertenecen al ámbito de los procesos psicológicos se diagnostica un trastorno mental, haciendo una analogía con las enfermedades físicas. Este punto de vista, no obstante, plantea bastantes objeciones, especialmente derivadas del hecho de que mientras que muchos trastornos físicos pueden detectarse mediante síntomas que claramente se desvían de la normalidad (fiebre, vómitos, elevación de la tasa de glóbulos blancos, inflamación, etc.), traumatismos, agentes

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patógenos o tóxicos, en los trastornos mentales los síntomas suelen variar en intensidad respecto a las conductas consideradas normales y son interpretados dentro de una determinada teoría psicológica.

Criterios de anormalidad psicológica utilizados en la investigación

En las investigaciones psicológicas y psiquiátricas, frecuentemente son utilizados criterios algo diferentes a los ya mencionados, pero que también pueden dar origen a objeciones metodológicas. Entre ellos figuran el estar bajo tratamiento psicológico o psiquiátrico, haber recibido un diagnóstico psiquiátrico, la autopercepción, el uso de medidas objetivas, la inadaptación, o definiciones positivas de normalidad.

La selección de casos incluidos en numerosos estudios clínicos con frecuencia se basa, casi exclusivamente, en el seguimiento de un determinado tratamiento o el haber ingresado en alguna institución sanitaria. Sin embargo, las objeciones metodológicas que se plantean suelen derivarse del hecho de que a veces las personas acuden a los profesionales en busca de ayuda o tratamiento en situaciones de tensión o conflictos ligados al proceso de desarrollo, sin que estas situaciones negativas constituyan una verdadera disfunción o trastorno. En relación con la hospitalización psiquiátrica, se originan aún mayores confusiones. Los criterios de ingreso en un centro asistencial por lo general no son homogéneos, sino que dependerán de otros factores ajenos a la sintomatología manifestada por el sujeto, como son las decisiones políticas e ideológicas desinstitucionalizadoras, a veces aplicadas indiscriminadamente y que pueden condicionar al profesional que presta los servicios, la disponibilidad de camas o plazas asistenciales en el momento en que se busca el ingreso, los recursos económicos del sujeto que afectarán a la búsqueda de centros asistenciales alternativos, la normativa legal respecto a la voluntariedad o no del ingreso, la presión familiar o la ideología del profesional.

En España, por ejemplo, ha variado varias veces la legislación sobre el internamiento psiquiátrico en el último siglo en función de la ideología del momento. Así, la ley de 1885 ponía de manifiesto un enfoque pesimista de la enfermedad mental permitiendo la "reclusión definitiva"; la ley de 1931, progresista para su época, fijó las cuatro modalidades de ingreso vigentes hasta hace pocos años: el ingreso "voluntario", por orden "médica", por orden "judicial" y por orden "gubernativa"; mientras que la legislación actual, de 1983, buscando garantizar los derechos de la persona, redujo a tan sólo dos las modalidades de ingreso en centros psiquiátricos: ingreso "voluntario" y por orden "judicial". Ello quiere decir que muchas personas con alteraciones psicológicas pueden no ser hospitalizadas, aunque su estado clínico pudiera ser peor que el de otros pacientes ingresados. De este modo, la selección de los sujetos sobre la base de la hospitalización introduce frecuentemente importantes artefactos. El haber recibido un diagnóstico psiquiátrico, en teoría, podría permitir afinar más la condición clínica, aunque tampoco excluye errores, especialmente derivados de la habilidad y validez del sistema utilizado.

Estos problemas suelen plantearse sobre todo con categorías específicas y menos genéricas o abarcativas, así como cuando los síntomas presentes en el sujeto no son exclusivos de un único diagnóstico. Por otra parte, un buen número de personas que presentan alteraciones psicopatológicas puede que nunca lleguen a recibir un diagnóstico, con independencia de que éste sea equivocado. Otro modo de determinar la salud o enfermedad mental a veces se basa en el informe subjetivo de malestar; sin embargo, aunque estas impresiones subjetivas pueden ser importantes y altamente significativas, no siempre son fiables ni permiten establecer intensidades de gravedad. Los sentimientos de angustia, de inferioridad o de ineficacia, la sensación de elevado estrés, experimentados por el sujeto, pueden ser el determinante inicial para la búsqueda de ayuda profesional o tratamiento y para un posterior diagnóstico; pero también hay problemas serios que muchos sujetos no sólo no identifican como anormales ni dan lugar a fenómenos de ansiedad, como son los delirios o el abuso de sustancias, sino que pueden estar asociados con estados de euforia y aparente bienestar.

Otra limitación importante se deriva del hecho de que el estrés, los sentimientos de insatisfacción y otros síntomas, dependen, en gran medida, de la situación ambiental y evolutiva de la persona y guardan estrecha

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relación con los valores. Es perfectamente factible que acusados sentimientos de malestar psicológico reflejen únicamente inadaptaciones temporales ligadas al momento evolutivo, que no son verdaderos trastornos; como también sucede con alteraciones que en un determinado contexto ambiental no son juzgadas como signo de anormalidad. Un claro ejemplo de ello ha sido el tener visiones. Mientras que en la cultura occidental actual es un signo de anormalidad, en otras épocas y aún hoy en ciertos ambientes pueden ser un motivo de respeto, liderazgo y especial honor por tal infrecuente don. El uso de medidas objetivas suele ser la principal apoyatura para el diagnóstico clínico. Los cuestionarios, las entrevistas estructuradas o los tests, han sido utilizados para identificar síntomas específicos de forma estandarizada. Sin embargo, la falta de correspondencia entre la valoración de las medidas psicológicas y el funcionamiento del sujeto en la vida real es un problema que se observa a veces en psicología clínica, así como la baja correlación apreciada entre dos instrumentos que pretenden valorar el mismo rasgo o los síntomas de la misma categoría diagnóstica.

La apelación al concepto de inadaptación o fracaso en los mecanismos de ajuste con el medio ambiente también ha servido de base para determinar su buena o mala salud mental. Pero igualmente ello se asocia con el comportamiento social, las expectativas de actuación y tal vez las demandas específicas de una situación concreta, no siempre generalizables a otras situaciones. Por otra parte, el concepto de desadaptación presupone un sistema de valores, coincidente en general con los de la clase media, no aplicables universalmente a toda la población; de ahí su escasa utilidad para los propósitos de definición de anormalidad psicológica.

Finalmente, el uso de criterios positivos para definir la normalidad también ha sido una alternativa. La normalidad, como adaptación positiva, se ha definido sobre la base de la flexibilidad en la conducta para adaptarse a un medio siempre cambiante, en contraposición a la rigidez; la búsqueda activa de experiencias, en contraposición a la aceptación pasiva de acontecimientos. Tal definición de normalidad resulta, no obstante, demasiado imprecisa y está muy basada en valores; lo cual dificulta la investigación científica, que exige medidas concretas y conceptos bien fundamentados. Gran parte de las definiciones positivas de normalidad resultan absolutamente utópicas e inmanejables, como sucede con requisitos como los referidos por Maslow sobre adecuados sentimientos de seguridad, autovaloración, espontaneidad y emocionabilidad, contacto eficaz con la realidad, etc.; las definiciones propuestas por Fromm, en términos de pleno desarrollo de las propias potencialidades; por Goldstein, que hace referencia a la actualización de acuerdo con la propia naturaleza; Horney, mediante la descripción del realself, o Freud, aludiendo al carácter genital ideal. Una característica común a todas las definiciones positivas de normalidad es, sin embargo, la escasa claridad conceptual, de la que se derivan dificultades para la descripción operativa y para la contrastación empírica.

Hacia una definición comprensiva de la anormalidad

El concepto de conducta anormal adolece, en consecuencia, de una insuficiente operacionalización y acuerdo de criterios, siendo el resultado la enorme dificultad para una delimitación conceptual concreta y única. La diversidad de sectores profesionales y académicos que se ocupan de las conductas anormales y la presencia de múltiples criterios y términos para designar el problema (médicos, legales, psicológicos, ético-religiosos, populares, etc.) hace difícil el acuerdo y, en la práctica, ofrece discrepancias y puntos de vista enfrentados.

La relatividad de los conceptos de normalidad o anormalidad aplicados a la conducta obliga a que, antes de tomar una decisión al respecto, sea necesario determinar el grado de deterioro en el funcionamiento y evaluar el efecto de las consecuencias de la conducta sobre el propio sujeto y su entorno social. Los criterios de decisión de anormalidad, a tenor de las definiciones anteriores, vendrían dados por lo siguiente:

1. Un principio estadístico según el cual las conductas anormales, en función de los déficit o excesos manifestados, se definen por su infrecuencia. 2. El sentimiento subjetivo de infelicidad y demanda de ayuda profesional. 3. Un criterio de peligrosidad personal o social. 4. La presencia de alteraciones orgánicas que guarden relación causal con los déficit o excesos conductuales.

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De este modo, una definición que englobase los criterios anteriores vendría a determinar la existencia de anormalidad en aquellos casos en que un déficit o exceso conductual dé lugar a que un individuo se juzgue a sí mismo infeliz y busque ayuda profesional, o bien que su conducta represente un peligro para sí mismo o para las demás personas.

Una definición integradora como la anterior es coincidente con la propuesta por la American Psychiatric Association (1995) en el sistema clasificatorio DSM-IV:

[...] un síndrome o patrón comportamental o psicológico de significación clínica, que aparece asociado a un malestar (p.ej., dolor), a una discapacidad (p.ej., deterioro en una o más áreas de funcionamiento) o a un riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor, discapacidad o pérdida de libertad. Además, este síndrome o patrón no debe ser meramente una respuesta culturalmente aceptada a un acontecimiento particular (p.ej., la muerte de un ser querido). Cualquiera que sea su causa, debe considerarse como la manifestación individual de una disfunción comportamental, psicológica o biológica. Ni el comportamiento desviado (p.ej., político, religioso o sexual) ni los conflictos entre el individuo y la sociedad son trastornos mentales, a no ser que la desviación o el conflicto sean síntomas de una disfunción.

Digamos, finalmente, que la definición de anormalidad propuesta por Wakefield (1992) como disfunción nociva representa un enfoque más parsimonioso en cuanto resulta de la combinación de tan sólo dos criterios: un criterio de valor y un criterio explicativo. Así, en opinión del autor, una condición es un trastorno mental si y sólo si: a) dicha condición causa algún daño o privación de beneficio a la persona, a juzgar por los estándares de la cultura a la que pertenece (criterio de valor); y b) la condición es el resultado de la incapacidad de algún mecanismo mental para llevar a cabo su función, siendo la función natural un efecto que forma parte de la explicación evolutiva de la existencia y la estructura del mecanismo mental.