El nacimiento de adan

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Un soñador busca crear una forma de vida mecánica. Un conservador busca detenerlo. El futuro esta hecho de engranajes y vapor.

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El nacimiento de Adán

La goleta "Serrano" se mecía suave en el vasto océano, en medio de la nada, el

murmullo del viento lo dominaba todo, con excepción de un tecleo constante, "tac–tac–

tac". En uno de los camarotes el viejo profesor Emilio Cáceres presionaba las teclas de uno

de sus ingenios mecánicos, grande como un ropero de tres cuerpos, con sus engranajes a la

vista, en todas partes. Su camarote estaba abarrotado de apuntes, planos, bocetos, libros de

mecánica, cálculo y filosofía, además de otros ingenios a medio terminar, desde

calculadoras mecánicas, pasando por juguetes que escribían poemas y relojes astronómicos.

El sol se filtraba por una estrecha ventana, iluminando el bronce de un motón de

engranajes apilados sobre una mesa de roble, finamente ornamentada, si bien el profesor

Cáceres no era alguien muy ordenado, tenía buen gusto. Venía desde Londres hacía

Valparaíso, regresando a su hogar y a reunirse con Sofía Valdebenito. Joven, de estatura

mediana, un pelo negro bien arreglado, hermosa e inteligente, es la hija que le hubiese

gustado tener, de haberse casado, pero sus estudios eran de tiempo completo.

Su estadía en Londres se había prolongado por 5 meses, tiempo que fue muy productivo

para crear relaciones con posibles compradores de sus últimos inventos, la máquina de

cálculo en la que estaba trabajando por ejemplo, además de obtener ideas y apoyo para su

gran proyecto, la creación de un autómata que podría reemplazar a las personas en las

tareas tediosas o peligrosas. Sería una verdadera revolución, la humanidad dejaría el trabajo

físico para dedicarse al intelectual.

Al otro lado de la ventana se empezaba a divisar la bahía de Valparaíso, ya faltaba poco.

En el muelle había pocas personas, la mayoría eran los obreros encargados de llevar

la carga de la goleta, al fin y al cabo era mercante, no se esperaban muchos visitantes. Entre

ellos Sofía esperaba pacientemente al costado de un vehículo similar a una carreta, con una

vistosa chimenea que salía de uno de sus costados, era un prototipo del profesor que hace

un tiempo ya estaban usando de forma regular entre sus ayudantes, había sido todo un logro

montar una caldera sumamente compleja en un espacio tan reducido. Por la rampla

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descendía el profesor Cáceres, seguido de cuatro tripulantes que le ayudaban con el

equipaje,

– Sofía, que bueno verte – le saluda el profesor mientras le da un fraternal abrazo,

– ¿Cómo estuvo el viaje?

– Sin contratiempos, fue bastante provechoso para probar la máquina analítica.

– Ya me imaginaba que estaría probándola, ¿y sus diligencias en Londres?

– Pude sacar bastantes cosas en limpio, y traje algunos libros que pueden ser de gran ayuda.

Aunque mi visita no le pareció tan buena a todos.

– ¿Ya estuvo haciendo enemigos?

– No puedo evitarlo, la idea de crear un reemplazante para el ser humano no le parece

agradable a algunas personas, pero eso ahora no importa, guardemos todo y llévame al

taller, que necesito contrastar algo en mi estudio.

Parten a toda velocidad, dejando solo una estela de blanco humo y un gran estruendo de la

caldera.

***

Las pisadas hacían eco en toda la biblioteca del taller, las sombras daban paso a una

temblorosa luz guiada por el profesor Cáceres. El anciano hombre cargaba en uno de sus

brazos un volumen de un viejo libro, de tamaño considerable, camino lo suficiente para

acercarse a un elevador propulsado a vapor, para llegar al estudio "O'Higgins" de la

biblioteca, el lugar más alto y privado que ésta tenía, sus estudios lo ameritaban, sabía que

Sir Robert había enviado a sus mejores espías para saber de que se trataban sus

investigaciones, se decía que tenían tecnología nunca antes vista, verdaderos ojos

mecánicos que podían enviar todo lo que veían a cualquier parte del mundo, con cosas

como esas no podía ni confiar en las aves que se posaban en las ventanas, cualquier brillo

en los ojos de esas bestias podía ser señal de ellos.

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El elevador siguió su marcha, lenta pero constante, hasta el último piso. Su mente

divagaba en los pormenores de su trabajo, mientras miraba a través de la rejilla del elevador

cada nivel que iba superando, los estantes de roble que contenían volúmenes centenarios

que solo acumulaban polvo, las luces de gas que hacía brillar las barandas de bronce, las

alfombras opacas y suaves. Se imaginaba a sus autómatas caminando por esos pasillos,

erguidos tomando alguno de esos volúmenes, los prototipos anteriores no habían sido más

que juguetes, escribían poemas, dibujaban paisajes y jugaban ajedrez, pero el profesor

Cáceres deseaba más. Los estudios de anatomía que había realizado en Londres le habían

indicado que se podía realizar, aunque fuese de forma aproximada. El temblor de la

plataforma del elevador lo devuelve de su ensueño, es momento de trabajar.

El suelo estaba cubierto por finas alfombras persas, la silla acolchada con pluma de

ganso y una mesa de caoba, la luz de la luna atravesaba una estrecha ventana con vista a la

bahía, a un costado había una estantería con algunos libros de diferentes temas, los que

antes usara y no se diera el tiempo de dejar en su lugar, el espacio era reducido, pero no

estaba pensado para caminar, si no para trabajar, para pensar.

No estaba solo, unos ojos brillantes lo escrutaban.

***

Sofía había estado toda la tarde en su vehículo a vapor, buscando los encargos del

profesor, agotada y algo sucia, tenía el vehículo lleno a rebosar, engranajes, caucho, placas

de acero y cobre, tenía además la carga de carbón para la caldera, que tenía que cargar cada

5 kilómetros, había sido todo un logro conseguir ese rendimiento para un vehículo tan

pequeño. El humo blanco salía de momento en momento, emitiendo un suave silbido que la

relajaba, además de la libertad que le entregaba conducirlo. El profesor era alguien liberal,

de modo que no tenía problemas en que ella condujese, pero podía ver por la calle como las

personas la miraban, en especial las mujeres, era escandaloso. Guardando la compostura se

dirigía a casa de Carlos Trejo, para ir al encuentro del profesor en el taller, era un lugar

amplio lleno de cajas, papeles, fierros y uno que otro prototipo. Una vez estacionada se le

acerco de inmediato Carlos,

– Llegas tarde – le dice apenas entra,

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– Don José no tenía listo el pedido del profesor, así que tuve que esperarlo – le responde

Sofía mientras intenta encender el motor, – Carlos, échale otra carga a la caldera – haciendo

malabares entre el montón de objetos en la parte trasera, logra tomar un poco de carbón y lo

hecha en la caldera, que le responde con una bola de fuego.

Las calles adoquinadas hacían que temblara el vehículo como si estuviesen en un terremoto,

Carlos miraba tranquilamente por la ventana, a las damas con sus largos vestidos, afirmadas

del brazo de distinguidos caballeros, ni se imaginaban en lo que ellos estaban trabajando.

Volviendo en sí, se dirige a Sofía,

– ¿Cómo llego de ánimo el profesor?

– Se veía bastante bien, parece que lo vamos a lograr, pero daba la impresión de que temía

algo – le responde sin quitar la mirada del frente, mientras daba un giro,

– ¿Con temor, en que lio nos metió ahora?

– No lo tengo claro, pero sabes que el tema de los autómatas excita la imaginación de

cualquiera, tanto si se está a favor como si se está en contra – le responde Sofía dirigiéndole

una rápida mirada.

La calle en la que estaban ingresando se hacía más estrecha, y los edificios se prolongaban

en el cielo con sus formas rebuscadas, llenas de ondas y rostros esculpidos. Se detuvieron

frente a una solida puerta de metal, pintada totalmente de negro. Carlos desciende para

llamar a la puerta, de a poco la pesada puerta se mueve dejando ver al viejo profesor,

– Que bueno que llegaron, los estaba esperando – les dice mientras sale a su encuentro para

ayudarles con los pedidos. Con la mirada ansiosa recorría todos los objetos que salían del

vehículo, no podía faltar nada si quería tener éxito.

Del otro lado de la calle, en uno de esos oscuros edificios, los observaba

atentamente una figura sombría, alto y delgado, inclusive escuálido, de mejillas hundidas y

ojos vacios. Desde allí se podía ver como se iban descargando uno a uno todos los objetos

pedidos por el profesor. No le durarían mucho.

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Eran las 4 de la madrugada, no había luna, pero había una luz amarilla que lo

abarcaba todo, el calor era sofocante, el profesor de inmediato se da cuenta de lo que está

pasando, lleno de pánico,

– ¡Sofía, Carlos, se está incendiando el estudio, tomen un cubo y apáguenlo! – le gritaba

mientras buscaba un tarro y agua para terminar con las llamas.

Corrían en todas direcciones buscando agua, tratando de salvar los prototipos y

documentos, gritaban por las ventanas a los vecinos para que los ayudaran, algunos

respondieron y tiraban tímidos baldazos a unas llamas voraces. Cuando por fin llegó la

ayuda de bomberos, ya era muy tarde para el edificio, y la mayoría de los objetos que en él

había, se pudo salvar lo mínimo y se podía ver el abatimiento en los ojos del profesor y sus

ayudantes,

– ¿Qué vamos a hacer? – pregunto Sofía,

– Conozco a alguien que nos puede ayudar a buscar un lugar más seguro, – tomo una

bocanada de aire el profesor, como consolándose a sí mismo, – tendremos que comenzar de

nuevo.

El abatimiento es total, y las dudas del origen del siniestro afloran de inmediato,

– ¿Sabe algo de esto, profesor? – le pregunta Carlos.

El profesor Cáceres le dirige una mirada cansada, profunda,

– Sir Robert Lawrence, … creo que deberíamos salir de aquí.

Mientras los tres están en el vehículo, les comenta lo ocurrido en Londres,

– La idea de crear un autómata que sea lo más parecido a nosotros, fue de gran interés en la

comunidad académica, pero no todos lo vieron así, ¿no sé si sepan de la existencia de

grupos llamados "luditas"?

– Esos grupos que están en contra de cualquier tecnología que desplace a las personas – le

responde Sofía.

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– Así es, con la llegada de la revolución industrial, las personas que vivían de tareas

artesanales se vieron desplazadas por las nuevas máquinas que hacían esas mismas tareas

de forma mucho más eficiente, dejándolos sin trabajo, se imaginaran que la idea de crear un

hombre mecánico no es muy diferente, verdaderos esclavos que no necesitan descansar, y

que pueden hacer cualquier tarea mucho mejor que la mayoría de las personas, imagínate

las guerras solo con estas máquinas, ya no habrían más muertes. El hombre se podría

dedicar que a lo que quisiese, sería libre, sería una revolución. Esas cosas no les gustan a

todos, y digamos que me hice de algunos enemigos.

– ¿Ahora, a donde nos dirigimos? – pregunta Carlos mirándolo fijamente,

– Vamos a encontrarnos con Sergio Astorga, un viejo amigo que nos podría ayudar en esta

situación. – les decía mientras se perdían en la noche.

Sergio Astorga vivía en un edificio de tres pisos, de ladrillos al aire con excepción

de los vértices, que eran de roca. Las cornisas estaban talladas con diseños sumamente

complejos, dando la impresión de que el edificio estuviese vivo, caras frías y orgullosas

sobresalían de las paredes a intervalos irregulares. Las ventanas eran amplias, permitiendo

el ingreso de gran cantidad de luz. Detuvieron la marcha frente al imponente portón de

roble, cuyo dintel era un arco ricamente elaborado, lleno de curvas y relieves. Carlos

desciende del vehículo y llama a la puerta, después de un momento, una estrecha rendija

deja pasar un rayo de luz, del otro lado de la puerta se ven unos ojos algo cansados,

– ¿Qué desea, no sabe qué hora es?

– Soy Carlos Trejo, ayudante del profesor Emilio Cáceres, nuestro taller se acaba de

incendiar y el profesor teme que haya sido intencional, piensa que el señor Astorga nos

podría ayudar – responde desde la oscuridad.

– Espere un momento – luego la luz desaparece, después de unos minutos llenos de

incertidumbre la puerta se abre con un sonido atronador, tan imponente como lo era la

puerta, esta vez la luz lo baño todo, del interior salieron cuatro criados y Sergio Astorga en

bata de levantar, alto, delgado, de tez blanca y una barba de tres días. Con los brazos

extendidos se acerca al profesor que acababa de salir del vehículo,

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– Emilio, tanto tiempo ¿Qué ha pasado? – le dice mientras le palmotea los hombros.

– Al parecer mis investigaciones encontraron una fuerte resistencia – le responde con

melancolía el profesor.

– Ven, pasa, dejemos que mis criados lleven tus cosas.

De inmediato lo pusieron al tanto de todo, y también de sus necesidades, Astorga era un

exitoso empresario de la minería y de la marina mercante, la navegación era una de sus

pasiones, surcar los mares de todo el mundo le hacía imaginar la posibilidad de vivir

aventuras extraordinarias. Tenía una flota de momento modesta, pero en uno de sus

astilleros estaba preparando una embarcación de proporciones bíblicas, y para poder

desplazar una máquina de un volumen considerable necesitaría de una fuente de energía

que lo soporte, es así como el profesor lo había conocido, al estar trabajando con él en el

diseño de un motor a vapor de 4 metros de altura por 5 de largo y 2 de ancho, era inmenso,

y su consumo de carbón también lo era, ya hace un tiempo que estaba trabajando en una

forma de reducir el tamaño y mejorar la eficiencia, al fin, el carbón ocuparía el espacio de

la carga, y eso es perdida de dinero.

El sol matinal cruzo las ventanas dando directamente en la cara del profesor, esa

noche Sergio Astorga los acomodo en los dormitorios para las visitas, eran bastante grandes

y bien amoblados, no tanto como lo estaba el del propio Sergio. El profesor se levanto

perezosamente y luego de mantener su aseo personal salió al pasillo, donde ya lo estaban

esperando Sofía y Carlos, estaban ansiosos a causa de los pormenores que Sergio Astorga

les había dado sobre un lugar que tenía en la cordillera, una mina de oro en la que se estaba

haciendo cada vez más difícil conseguirlo, situación que lo estaba llevando a abandonarlo.

Era un lugar muy amplio y seguro, perfecto para sus trabajos. Para llegar allí existía una

línea de ferrocarril especialmente hecha para los proyectos mineros de Astorga, de modo

que podían llegar rápido y si contratiempos.

– Está preparado el coche con nuestras cosas para llevarnos al vapor, profesor – le dice

Sofía.

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En la entrada del edificio había un coche muy amplio esperándolos, en él estaban todos los

implementos que pudieron salvar del incendio y a un lado esperaba Astorga para dirigirse a

la estación privada,

– ¿Están todos preparados? – les dice Astorga con una sonrisa cálida.

– Más que nunca, si esa mole volara sería mejor – responde Carlos en tono jocoso.

La estación estaba a las afueras de Valparaíso, en una zona rural, su finalidad era el

transporte de los diferentes minerales que se extraían de la cordillera para luego ser

exportados a Europa, principalmente Inglaterra. El sonido atronador de las locomotoras,

engranajes gigantes moviéndose a toda velocidad, las grúas que cargaban contenedores a

rebozar de oro, plata, cobre, entre otros, llevándolos a vehículos tanto o más grandes que su

transporte, los gritos de los obreros dándose instrucciones, el vapor omnipresente, un vapor

algo tibio que hacía que el lugar por momentos se hiciese insoportable. Avanzaron tres

galpones hasta llegar a uno muy diferente a los demás, las vigas de acero que lo soportaban

estaban ricamente ornamentadas con motivos florales, como si fuesen enredaderas

metálicas que estuviesen tratando de acercarse un poco más al sol por sobre la estructura,

asientos finamente elaborados y cubiertos con terciopelo permitían que la espera fuese

agradable, para rematar había un servicio de cafetería especialmente para ellos. En medio

de todo este esplendor, había un tren como nunca lo habían visto, la locomotora había sido

diseñada de manera similar a un águila con su pico extendido hacia adelante, dirigiéndose

mortal hacia su presa, sobre ella había dos chimeneas que cada cierto tiempo soltaban

bocanadas de fuego, no se podía negar que era fascinante, pero también era muy

intimidante,

– ¿Qué tan rápido avanza? – dijo Sofía llena de sorpresa.

– Esta maravilla puede ir hasta 200 Kilómetros por hora, las líneas han sido preparadas para

que se pueda mover a esa velocidad, evitando cualquier curva, ¡vengan, pasen! – dice

Astorga mientras los hace entrar a la máquina.

En su interior eran tan impresionante como lo era por fuera, de verdad pensaron que habían

entrado a otro mundo, era un verdadero palacio, lujoso y espacioso, alfombras finamente

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tejidas, lozas chinas, esculturas de mármol que recordaban viejos dioses paganos, y oro,

mucho oro. En la zona intermedia estaban los camarotes, piezas completamente amobladas

que no tenían nada que envidiarle a lo que ya habían visto, si había que viajar tan lejos se

debía hacer con comodidad.

Ya acomodados, comenzó el viaje a su nuevo lugar de trabajo, era increíble como la

velocidad no se notaba, sin baches, ni curvas, el viaje era muy placentero, por la ventana

pasaban en sucesión continua ganado, plantaciones de diverso tipo, árboles y más árboles,

la oscuridad de un túnel que parecía interminable, la cordillera de la costa, arroyos, el

Aconcagua, y por fin, la imponente cordillera de Los Andes. A lo lejos se divisaba una

estructura metálica, indicando que ya estaban llegando, así la veloz máquina fue

disminuyendo la velocidad con bastante distancia y de a poco. Una vez abajo partieron lo

más rápido posible hacia el lugar, debían poner todo a punto.

***

Sir Robert Lawrence, hijo de ilustre familia londinense, de gallardía incuestionable

al haber participado en la pacificación de gran cantidad de provincias de la India, tierras de

la corona británica, lugar donde estuvo durante 4 intensos años. Allí fue donde perdió su

ojo izquierdo, en uno de los pueblos fronterizos se había provocado un altercado entre la

población hindú y musulmana, lo cual derivo en una batalla campal que tuvo que ser

controlada por unidades británicas, entre ellos Sir Robert, es allí donde una daga violenta

atraviesa su ojo, sin llegar a quitarle la vida, aunque falto poco, estuvo un mes de reposo

con momentos de fiebre altísima. Ahora el lugar de su ojo lo ocupa un parche negro con

una cruz de bronce. Su devoción religiosa era incuestionable, al igual que su lealtad a su

majestad.

Había conocido al profesor Cáceres en su estadía en Oxford, presentados por el

doctor Wallas, con quien el profesor Cáceres se había interiorizado en conceptos de

anatomía. Le había resultado una persona agradable, jovial para su edad, pero con unas

ideas muy descabelladas y preocupantes.

– Sir Robert, – le decía el profesor Cáceres – ¿se imagina un mundo donde los hombres ya

no tengan que perder su tiempo y energía labrando los campos, se imagina que se pudiese

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seguir produciendo bajo las condiciones más adversas? Eso daría espacio a una nueva era

de luz, donde la humanidad se pueda dedicar más tiempo a sus placeres, al conocimiento, a

cultivar su alma, ¡Que fantástico sería! – los ojos le brillaban mientras hacía gestos

exagerados con las manos.

Sir Robert lo observaba con atención, una mirada que provenía desde su interior, absorto en

lo que escuchaba, y en sus propios pensamientos.

– Estimado profesor, ¿a qué se refiere exactamente?

– Autómatas, totalmente similares a nosotros, por lo menos en lo físico, podrían hacer todos

los trabajos pesados y repetitivos, sin sentir cansancio, y sin quejarse.

– ¿Me quiere decir qué pretende crear vida, jugar a ser Dios? – le decía Sir Robert con la

mirada fija en el profesor

– Sir Robert, no es exactamente vida, además la propuesta ha sido bien acogida entre los

industriales – trata de calmar los ánimos el doctor Wallas

– Me disculpará doctor, pero los industriales harían lo que sea para dejar de lado la

dignidad de un buen cristiano – le responde con seriedad Sir Robert, para luego dar media

vuelta y marcharse bajo la atenta mirada del profesor. Claramente no pensaban igual.

La puerta de la estancia de Sir Robert se abrió por uno de sus criados, dándole paso.

Con la mirada fija hacia el frente paso directo a su escritorio,

– Llame a Alastair, ¡lo quiero ahora! – ordeno sin mirar atrás.

No paso mucho tiempo hasta que sonara la puerta, sin dejar de mantener la concentración

en los papeles que había sobre la mesa, le dice que pase. Alastair era un hombre alto y

delgado, muy sombrío, no era de extrañar que cuando las personas lo veían se sintieran

atemorizadas, parecía un muerto viviente. Se paro en frente de Sir Robert, sin decir una

palabra, solo el tic tac de un reloj de péndulo rompía el silencio. Sir Robert todavía

concentrado en sus papeles, dejo pasar un tiempo antes de dirigirle la mirada, la sostuvo un

momento, pensativo.

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– Alastair, tengo algo para ti, – empezó a decirle – ese profesor Cáceres, de Chile, está aquí

consiguiendo apoyo y experiencia para desarrollar unas ideas que me tienen muy

preocupado, quisiera que le sigas de cerca, para saber mejor en que esta y como progresa,

cuando lo creas necesario hazle las cosas difíciles.

Alastair sin decir nada dio media vuelta y atravesó la puerta, mientras Sir Robert volvía la

mirada a sus papeles.

Cada día Alastair llegaba con un nuevo informe sobre los avances y lugares que

frecuentaba, detalles de mecánica, la novedosa electrónica, y anatomía. Tenía encuentros

con todas las eminencias que pudo, además de posibles inversionistas. Alastair tenía unas

técnicas unas particulares para obtener la información que necesitaba sin ser visto, se

colocaba en posiciones estratégicas y con unos binoculares muy elaborados, con los que

podría distinguir un objetivo a varios kilómetros de distancia sin distorsionar la imagen, se

los ponía en un casco para hacer más fácil la tarea y no cansarse, ya que podían ser horas

puesto en su posición. Con ellos podía distinguir al profesor y a cualquier acompañante con

total claridad, leerle los labios, y ver las notas entre sus manos. A veces necesitaba más

detalles de lo que estaba haciendo, para eso tenía aves con ojos modificados, que podían

copiar todo lo que veían con gran detalle, así obtuvo planos, apuntes y cartas.

Así es como paso el tiempo, y el profesor Robert se le escapo al salir de Londres sin

avisarle a nadie, situación que increíblemente pillo por sorpresa a Alastair y Sir Robert.

Tenía las ideas claras, tendría que seguirlo para poder realizar el sabotaje, no era alguien

que estuviese especialmente en contra de la tecnología, pero esto era una afrenta contra

Dios, debía seguirlo hasta el fin. Sir Robert tenía una gran cantidad de terrenos, en uno de

ellos había construido un hangar para trabajar en una variedad de máquinas voladoras,

globos aerostáticos y dirigibles, tenía un equipo interesante de ingenieros medio locos

experimentando con estas máquinas, uno de sus últimos prototipos era un dirigible

acelerado con vapor, que movían unas extraordinarias hélices, cuatro en total, que le daban

una gran velocidad. Era el momento de ponerlo a prueba, subió dos cañones de retrocarga,

una ametralladora Gatling, la munición necesaria, víveres, todos los materiales que Alastair

necesitara para realizar los sabotajes y una pequeña tripulación, no era cómodo pero

llevaban todo lo que necesitaban.

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El viaje solo duró dos semanas, llegando antes que el profesor a Valparaíso. Eso les

dio tiempo de instalarse en unos terrenos abandonados, y desplegar su red. Así es como

lograron orquestar el incendio del taller del profesor, pero no contaban con que se lograra

salvar algo que les sirviera, perdiendo un poco la compostura, situación que les hizo perder

la pista del profesor por un tiempo. Solo gracias a una bandada de pájaros espías, después

de varias semanas pudieron llegar a un lugar en Los Andes donde podría estar el profesor.

Estaban preparados, su dirigible tenía un objetivo y esta vez no se escaparían.

***

Gracias a la colaboración de Sergio Astorga, quien les entrego el espacio, material y

personal extra, pudieron montar un complejo laboratorio que les permitiría terminar su

labor. Fueron dos meses de arduo trabajo en aquel lugar los necesarios para terminar a

“Adán”, el primer hombre-máquina. Con orgullo el profesor Cáceres se quitaba las

antiparras para poder ver mejor a su creación, allí estaba sin expresión, mantenido erguido

por un conjunto de ganchos que se perdían en medio de un bosque de tuberías, que de vez

en cuando lanzaban un vapor ardiente con un agudo silbido, era de dos metros de altura,

algo corpulento por todo el aparataje necesario, en su ovalada cabeza habían dos sensores

en el lugar en que debían estar los ojos, estos sensores eran finas membranas que recibían el

sonido que salía de la boca de “Adán”, de este modo podía estimar distancias, su boca no

era para comunicarse, solo servía al propósito recién descrito, emitiendo un chasquido

constante, algo molesto. Estaba completamente cubierto de cobre, rojizo y brillante, tenía

dos brazo que terminaban en tenazas en vez de manos (no pudo lograr imitar tal

complejidad), y también con dos piernas, a su espalda llevaba una mochila, no era otra cosa

que parte de los motores y calderas que mantenían en movimiento sus mecanismos. Debido

al tamaño que se esperara que ocupase, no podía almacenar combustible de gran volumen,

como es el caso del carbón, así es como llegó al uso de petróleo, que hasta el momento no

era muy usado, logrando una gran efectividad. El resultado era un hombre de cobre, salido

de la tierra y moldeado por las manos del hombre, el profesor.

El profesor se dio media vuelta para observar la expresión de sus ayudantes. Sofía y

Carlos mostraban unas sonrisas de alivio y triunfo, al igual que él, estaban agotados por las

largas jornadas de trabajo invertido en aquel ingenio.

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– Creo que es momento de darle vida – dijo el profesor con solemnidad.

Carlos se acerca a una mesa de roble, sobre la cual reposaba un bidón de 5 litros de negro

petróleo, lo tomo y depositó hasta la última gota en la espalda de “Adán”, luego presionó el

botón de encendido, que solamente hacía raspar una navaja sobre un pedernal generando

una chispa que encendía el combustible. Se podía sentir como los mecanismos empezaban a

cobrar vida, el aíre calentándose, los engranajes chocando unos con otros, y el chasquido

metálico que provenía de su boca, “Adán” los estaba observando, a ellos y al laboratorio,

estaba cobrando vida. Uno de los técnicos, enviado por Astorga, empezó a soltar los

ganchos al ver que ya podía sostenerse en pie. Las piernas temblaron por un momento al

sostener de lleno todo su propio peso, un frío sudor pasó por la frente del profesor,

rápidamente mantuvo la compostura y sus piernas volvieron a estar rígidas. Estaba listo.

“Adán” empezó a caminar entre los emocionados creadores, quienes le abrieron

paso solemnemente, era como ver caminar por primera vez a un niño, a un hijo querido. El

profesor lo tomo de la tenaza que tenía por mano y lo guio hacía la salida. Dejaron atrás las

cavernosas y oscuras instalaciones, para dar paso al sol de la entrada, que los bañó por

completo, y “Adán” brillaba en todo su esplendor con el rojizo tono del cobre, su paso era

lento pero firme. “Adán” dirigía su cabeza en todas direcciones, tratando de obtener la

mayor información posible del lugar en que estaba, es como si se estuviese maravillando de

la naturaleza que lo rodeaba, aunque el profesor sabía que no podía distinguir (y apreciar) el

mundo cómo él lo hacía, no dejaba de sobrecogerlo. La salida del laboratorio daba a un

arroyo que corría entre las montañas, rodeado de verdes árboles de avanzada edad, se podía

escuchar el canto de las aves y el silbido del viento, era realmente un lugar privilegiado. A

su izquierda estaba el camino principal que llevaba hasta la terminal de Astorga, un camino

polvoriento. Por el descendieron para que “Adán” conozca más del mundo al que había

sido traído. La calma natural solo se rompió por el sonido de un motor que se acercaba a

toda velocidad hacia el laboratorio, dejando una densa nube de polvo. El conductor

reconociendo al profesor se detiene en seco frente a ellos con una evidente expresión de

miedo,

– ¡Profesor, debe volver al laboratorio, un dirigible empezó a atacar la terminal, Astorga

cree que sea quien sea lo está buscando!

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De inmediato el profesor y “Adán” se sientan en la parte posterior del vehículo, que los

lleva rápidamente hasta el laboratorio.

***

El dirigible flotaba por encima de la terminal, disparando sin cesar, los ojos fríos de

Sir Robert atravesaban las ventanas, sabía que estaba en algún lugar allí abajo, o en su

defecto le cortaría la salida, a su lado estaba Alastair maniobrando uno de los cañones de

retrocarga, apuntando a una locomotora. Abajo todo eran fierros ardientes y hombres

destrozados, los que sobrevivían corrían en todas direcciones, tratando de escapar o de

controlar el fuego en vano. Astorga en medio de todo esto, intentaba mantener el orden de

sus hombres y guiarlos a zonas más seguras, fuera de las instalaciones, el único lugar

cercano era la mina donde estaba el laboratorio del profesor.

Desde lo alto Sir Robert se da cuenta del movimiento de los hombres y ordena el

cese del fuego.

– Es necesario que descendamos para verificar que el profesor este allí, de lo contrario es

mejor que encontremos a alguien con vida y sacarle lo que necesitamos.

De inmediato descendieron desplegando una bandada de aves y la reducida tripulación para

buscar cualquier indicio del profesor. No lo pudieron encontrar, pero si encontraron

información referente a una mina propiedad de Astorga, que no estaba siendo ocupada. No

era suficiente, debían estar seguros. Entre los escombros recogieron a un sobreviviente que

apenas se aferraba a la vida, sus ropas estaban hechas jirones y tenía la cara bañada en

sangre. Alastair lo arrastro hacia ellos y lo dejó frente a Sir Robert,

– Hombre, dime lo que necesito, y te aseguro que puedo salvar tu vida.

– Estoy … muriendo, … ¿acaso … tienes … magia? … jahh – responde mientras vomita un

poco de sangre.

– Créeme si te digo que la tengo. – de entre sus ropas saca un frasco que mostraba un

líquido verdoso.

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Los ojos del moribundo lo seguían con atención, era una locura, pero no quería morir.

– Supongo que buscas al profesor.

– Supones bien, dímelo y tendrás otra oportunidad de vivir.

Su boca sola se movió, lo dijo todo, donde estaba, el tipo de instalación, y las

modificaciones que había sufrido. Cuando termino de hablar, estaba agotado. De inmediato

Sir Robert lo afirmo de la nuca y le dio de beber aquel extraño brebaje. Sus ojos se pusieron

blancos, realmente nadie hace magia, pero si actos de bondad con los moribundos.

El laboratorio estaba a diez kilómetros de allí, entre las montañas, pero en una zona

lo suficientemente amplia para que el dirigible lo sobrevolara. En uno de los costados en

dirección hacia ellos, se podía ver la entrada al laboratorio, una gruesa puerta de fierro.

“Fiuuuh” de la nada pasó silbando una piedra bastante grande, luego otra y otra,

– ¡Disparen, disparen! – gritaba Sir Robert, sin saber a donde tenían que hacerlo.

Alastair, prestando atención por la ventana, indica a una saliente de la montaña, desde una

pequeña cueva se veía un tubo del que salía humo,

– ¡Rápido, apunten a esa cueva! – gritaba sus ordenes, mientras una piedra atravesaba la

ventana.

Debido a lo pequeño del objetivo, se les hacía muy difícil poder apuntar bien, las balas,

tanto de la ametralladora como de los cañones, daban en la ladera de la montaña, rebotando

contra las piedras y convirtiéndolas en polvo. La rabia se apoderaba de Sir Robert, no podía

dejar pasar la oportunidad de terminar con esto.

– ¡Hagan descender la nave, quiero que estemos más cerca para … – grita a su tripulación,

cuando de un momento a otro se queda sin habla, una bola de fuego se acercaba hacia ellos,

impactando finalmente contra el globo y lo deja en llamas. La tripulación corría en todas

direcciones para tratar de mantener la estabilidad, pero nada fue suficiente.

Desde la perspectiva de tierra, el dirigible era una gran masa ardiente que caía sin

control, las llamas dejaban al descubierto su esqueleto metálico, enrojecido por el calor

Page 17: El nacimiento de adan

extremo. Explosiones momentáneas sucedían, las municiones estaban siendo abrazadas por

el fuego. Gritos. Finalmente el crujir del metal contra el suelo, un gran estruendo.

***

En el laboratorio había cierto alivio, pero a la vez un indescriptible horror, nadie era

hombre de armas en ese lugar, solo con el conocimiento del profesor y algunos técnicos

pudieron hacer un cañón de vapor, y pudieron pulir algunas piedras que tenían a su

disposición. ¿La bola de fuego? A una de las piedras la bañaron en petróleo y le prendieron

fuego, estaban improvisando sobre la marcha. La verdad no era lo que esperaban, pero

tampoco lo pensaron mucho, había que sobrevivir. Las pesadas puertas se abrieron, el

intenso olor de los metales y la carne ardiendo entraron de inmediato. El humo negro

tapaba el sol, haciendo de ese lugar un paraje muy lúgubre.

El dirigible había caído a un lado del arroyo, en una subida a los pies de la entrada al

laboratorio. Desde arriba todos se detuvieron a observar la escena, los fierros retorcidos,

llamas esporádicas, brazas, cuerpo carbonizados. Un crujido se siente, algo se mueve,

debajo de lo que antes había sido Alastair, sale con gran dificultad y visiblemente

malherido, Sir Robert Lawrence. Se afirma apenas a un árbol seco, triste presagio del fin de

sus días. Mira hacia arriba, donde sus contrincantes lo observan aterrados, sin saber qué

hacer. Los observa uno por uno con aire ausente, la vida lo está dejando, entonces de entre

la multitud observa algo poco usual, algo fuera de este mundo, una verdadera aberración,

una figura rojiza le está devolviendo la mirada, parada sobre sus piernas como si fuese un

ser humano. No puede dejar de mirarlo, ¡está allí, está vivo! Ya no podía resistirlo más, se

sienta a los pies del árbol para dar su último suspiro, su última visión sería la idea contra la

que había estado luchando, materializada, la afrenta a Dios.

Una nueva era comienza.