El idioma de Carlina

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Un libro diferente que pugna por no hacer diferencias entre las personas. Una pequeña niña sordomuda que introduce a sus nuevos compañeros de clase al mundo cotidiano fincado por las diferencias.

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Editor: Maximiliano Grego

Mercadotecnia: Monserrat Junco

Diseño Editorial: Elena Riefkohl

Mercedes Gómez Benet nació en México, D.F. Recuerda el olor de las ma-nos de la maestra que le enseñó a leer y a escribir. Toca un arpa de cuarenta y siete cuerdas, sola, en grupos de cámara y con orquestas.

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El idioma de Carlina

Primera edición: �006

© �006, María Mercedes Gómez Benet© �006, Rosario Valderrama

© �006, Editorial Junco de México, S.A. de C.V. Sevilla 5�7, Of. �0� Col. Portales, C.P. 0��00 Del. Benito Juárez, México, D.F.

Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra -por cualquier me-dio o procedimiento- sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

www.editorialjunco.com.mxComentarios: [email protected]

ISBN Colección: 968-908�-00-7ISBN 968-908�-0�-5

Impreso en México / Printed in México

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EL IDIOMA DE CARLINA

Hola

Mercedes Gómez Benet

Ilustraciones deRosario Valderrama

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Para mi sobrina Montserrat.También para Edgar, mi amigo

y maestro de lengua de señas mexicana.

Te quiero

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COMEZÓN EN LAS UÑAS

Carlina casi no pudo dormir esa noche, justo antes del primer día en su escuela nueva. Su mamá le explicaba que era una escuela con muchos ni-ños y que habrían columpios en el patio y mil cosas divertidas por hacer. Se lo repetía antes de pin-tar un cuadro nuevo, al elegir pinceles y preparar colores, en ratos de descanso y también cuando la pintura se secaba por las noches.

Pero Carlina tenía miedo de llegar a un lugar desconocido.

A veces pasa lo que nos sucede a muchos: nos

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asusta lo diferente. Por ejemplo, a mí me espanta ir por una calle que no conozco y encontrarme a un perro con un ojo azul y otro anaranjado.

También subirme a un camión con vidrios oscuros, que pase por sitios con nombres extra-ños, como Alameda de San Bromuro Mertiola-toso, Barranca del Muerto, Río Asquerosotepec, Chiclotitán de las Ranas Bizcas o Avenida de las Brujas Malvadas.

¡Imagínate perderte en un lugar con esos nombres! ¡Qué miedo!

Pero ese es otro asunto. El cuento de hoy es so-bre Carlina, mi querida amiga. Carlina nació sin poder oír. Su mamá pintora y su papá carpintero tampoco oyen, ni sus abuelos. Así nacieron. Y no fue por su gusto. Simplemente, así nacieron. Igual como otros

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nacimos pálidos, con rizos despeinados, piernas lar-gas, nalgas grandes o sin ver bien de lejos.

En la familia de Carlina, como en otras donde las personas no oyen, todos se comunican con las manos, gracias a un idioma hermoso que se llama lengua de señas mexicana. Yo practico con mis amigos y hermanos: nos enviamos mensajes sin que otros oyentes se den cuenta de nuestros asuntos mega súper ultra secretos.

Carlina estaba muy nerviosa esa mañana. Era una niña extremadamente lista, además de que le fascinaba la gimnasia olímpica. Había ganado varias medallas de chocolate haciendo piruetas, saltos y brincos y era campeona en ruedas de carro.

En el kinder “La Novena de Beethoven”, donde estuvo antes, tres años atrás, todos los niños hablaban con las manos, igualito que ella

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y su familia. Ahora le tocaba entrar a primaria, a una escuela nueva donde los demás niños podían escuchar perfectamente.

Ellos no imaginaban lo que era vivir en silencio día y noche, y noche y día. Además, hablaban de-masiado rápido, sin que Carlina pudiera entender de inmediato, y para colmos, no sabían comuni-carse con señas. Tal vez porque nunca las habían necesitado o por no conocer a una persona sorda.

La abuela de Carlina, que por cierto prepara el mejor pastel de zanahoria del mundo y de esta ga- laxia, le enseñó a leer los labios de quienes hablan y oyen, o sea, los oyentes.

Mi amiga es tan observadora, que aprendió a diferenciar en los labios hasta las palabras más difíciles. Incluso aquellas que pueden confundirse

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cuando se pronuncian quedito. Como paño y baño, bobo y popó, cada y Cata, tomar y domar, boda y poda, baña y maña, papá y mamá.

Carlina, por ser tan lista, aprendió esto ensegui-da y lo practicaba sentada en el banco del taller, mientras su papá terminaba una cuna para algún nuevo bebé del barrio, o mientras su mamá inven-taba nuevos tonos de azul para untarlos en el mar de su lienzo.

De todos modos, Carlina sentía comezón en las uñas por el miedo de entrar a la nueva escuela, grandota, con gente desconocida y con un nom-bre tan raro como Ungaretti.

Tuvo pesadillas en las que se quedaba ciega y soñó que se le rompían los huesos por hacer ma-romas en un piso enjabonado. Despertaba sudan-

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do y con más susto que antes de ir a la cama, que le servía de trampolín brincador.

Su mamá la tranquilizaba entre abrazos y con restos de pinturas de colores en los dedos.

Volvía a explicarle con las manos, que:

no había por qué

preocuparse.

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Además, había comprado una bolsa de dul-ces para compartir con las personas de la nueva escuela. Según su mamá, los niños oyentes pron-to aprenderían a comunicarse con ella para ser amigos suyos.

−¡Ojalá! −pensaba Carlina rascándose las uñas y cerrando los ojos en su cama.

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RUEDA DE CARRO

Llegó así el primer día de clases. Carlina calzó las sandalias blancas y bien lavadas. Se puso sus shorts verdes y una playera roja con fresas que le regaló su abuelo cuando ella cumplió siete.

¡Definitivamente era su ropa de la buena suerte!

La maestra Rosario, quien le había hecho el examen de admisión a Carlina en la nueva escuela, la recibió con una sonrisa más grande que sandía fresca en día caluroso. La llevó de la mano por el patio, cruzando una hilera de macetas con flores rojas, anaranjadas y amarillas, donde jugaban ca-rreras tres colibríes.

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Al pasar debajo de los columpios morados, Car-

lina no resistió la tentación y empujó uno para que

volara hasta las nubes blancas, como los pájaros

que despegan de las jacarandas en flor. La maestra

la invitó a un sube y baja. Luego de mecerse y reír

juntas, volvió a darle la mano a Carlina hasta llegar

a la puerta del salón de primero B, que era donde

le tocaba ese año.

Le mostró el lugar para las mochilas, el de las

loncheras y un escritorio con un pequeño cactus.

Ahí en el tablero, frente a un mapa del mundo con

niños vestidos con trajes y sombreros de diferentes

países, estaba su nombre escrito junto a unas dalias

dibujadas. C-A-R-L-I-N-A.

Ella se puso contenta, se rascó las uñas y pensó

que su mamá tenía razón.

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¡La escuela Ungaretti estaba increíble, a pesar de ese nombre tan extraño que no había visto an-tes en ningún otro sitio!

Los niños se acomodaron en sus escritorios según llegaban al salón. Carlina veía sus saludos, besos y abrazos. Se notaba que tenían muchas co-sas que contarse luego de unas largas vacaciones llenas de aventuras.

Tal vez hablaban de cocodrilos o pirámides, de olas enormes o grutas escondidas, como la que su abuelo descubrió de niño.

A lo mejor habían paseado en barcos como los que su papá le construía con la madera so-brante de los muebles. Quizás conocieron un océano lleno de delfines, como los que saltaban en las pinturas de su mamá.

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Casi nadie volteó a mirar a Carlina. Sólo se fi-jaron en ella dos niñas sentadas al frente. Se tapa-ron la boca para decir en voz baja:

–Mira a esa niña nueva, viene disfrazada de bandera tricolor.

–¡Qué fea! ¡Qué raros huaraches trae! Parece que están rotos, ha de ser muy pobre. O re-

trasada mental.

–O hija de borrachos flojos, de esos que duermen en la calle con ropa mugrosa.

–Ojalá no se siente junto a nosotras... ¡Guácatelas! Ha de apestar...

Carlina les sonrió, aunque no entendía su conversación. Era imposible leerles los labios, pues hablaban con la boca cubierta. Así, ni la abuela más lista del mundo podía adivinar sus palabras...

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Observó que las caras de esas niñas se movían de modo raro, con gestos torcidos, como si les pesaran las pestañas o no les gustara la escuela. Sin-tió que le sudaban las manos y las apretó un poco.

La maestra Rosario les pidió a todos que guardaran silencio y presentó a los alumnos y alumnas nuevos. Pasaron Rodolfo con su traje de luchador, Juan Simón con su gorra de beis-bolista, Margarita con sus zapatillas de ballet, y Ruth, con cara de enojada, porque se le habían olvidado sus canicas para el recreo.

Ordóñez, un niño que leía hasta en los re- creos y masticaba azahares del limonero de su pa-tio, enumeró los países que planeaba conocer de grande, incluyendo los inventados. Cada quien dijo su nombre y lo que prefería hacer. Llegó entonces el turno de Carlina.

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Las personas sordas hablan diferente que los oyentes, pues no han escuchado cómo suenan las palabras, así que se las tienen que imaginar. A veces aprenden colocando su mano en la garganta para sentir las vibraciones de cada sonido.

Es por eso que al hablar, suenan distinto que

los oyentes, quienes pudimos escuchar desde que éramos bebés, nos chupábamos el dedo y balbuceábamos con la voz agú, agú, ma-má, ta-tá, pa-pá, ñíii, uáaa...

Cuando Carlina dijo:

“ Me lla-mo

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Car-

li-

na

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y me gus-tan mu-cho las rue-das de ca-rro y los sán-güi-ches de po-llo”; las dos niñas sentadas en la primera fila rieron a carcajadas.

Gladiola y Magnolia, las mismas que se habían fijado en ella antes, la criticaban entre secretos, frunciendo la nariz como ratones hambrientos.

Entraron juntas a esa escuela desde los tres años y conocían los secretos del patio, los baños y los salones.

También los de los columpios y la resbaladilla que tanto se calentaba con el sol. Jugaban juntas en las tardes y creían que eso les daba derecho a hablar mal de los demás.

Los otros niños ya estaban cansados de sus burlas y no querían ser sus amigos, ni invitarlas a

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sus piñatas, y mucho menos, intercambiar estampas,

jugar bote pateado o compartir dulces de coco.

El pasatiempo favorito de Gladiola y Magnolia

era inventar chismes y hacerles creer a los demás

que no los necesitaban. Pensaban que así, aparta-

das, la vida era mil ciento cuatro veces mejor. Tal

vez era sólo un truco para no aceptar que hubie-

ran preferido la divertida compañía de los amigos.

Carlina sintió bien feo. Mejor dicho: horrible y

espantoso. Como si le salieran cachitos de vidrio

por los dedos, le quemaran las sandalias o los ojos

se le llenaran de vinagre caliente.

Entonces respiró profundo, estirando cada uno

de sus dedos, pensó con calma y dijo: “A lo me-jor

us-te-des no en-tien-den có-mo ha-blo, pe-ro yo

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quie-ro ser su a-mi-ga y es-pe-ro que us-te-des lo quie-ran tam-bién.”

La maestra Rosario era bien buena onda, no como Antonieta, una profesora que tuve yo cuando era chica. Un día nos castigó a todos los de quinto, haciéndonos subir y bajar las escaleras cincuenta veces a rayo de sol.

Luego nos encerró en el salón y nos prohibió tomar agua o comer nuestras tortas con chipotle.

A mi amiga Sol le puso orejas de burro cada lunes, luego de tirar sus dibujos al basurero. Después la hacía caminar por los pasillos rebuznando. A Gabo lo correteaba para echarle perfume porque, según ella, olía a caño. Pero esa también es otra historia…

En cuanto se dio cuenta de que Gladiola y

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Magnolia le daban a su nueva compañera una bien-venida tan fea con gestos de “ayquéniñatantonta”, la maestra Rosario dijo:

–Carlina, muchas gracias por hablar en español, nuestra lengua. ¿Nos muestras una de tus ruedas de carro y luego nos enseñas algo en tu idioma?

Ella se puso muy feliz, pues como dije antes, era campeona de gimnasia olímpica. Enseguida movió su escritorio para atrás mientras la maestra recorría el suyo grandote hasta el pizarrón. Joséchu arrastró las macetas y Ordóñez movió el librero hasta que hubo suficiente espacio para una demostración.

La gimnasta tomó algo de vuelo, corrió con cara de campeona y ¡zaz, zaz!

Hizo una doble rueda de carro perfecta. Ro-

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daron en el aire los colores blanco, verde y rojo, como una bandera mexicana.

¡Guau! Varios niños aplaudieron entusiasma-dos, gritando: “¡Bravo!, Carlina”. “Mé-xi-co, Mé-xi-co” y “Sí se pue-de, sí se pue-de”.

Gladiola y Magnolia pusieron cara de “ayeso- lopuedehacercualquieraquépayasada” y de “quéchisteniquefueraparatanto”.

Luego, le sacaron la lengua. ¡La tenían verde! Parece ser que les gustaba comer paletas de pasto, o quién sabe, a lo mejor era por envidia.

Dicen por ahí que la envidia pone verdes a las personas...

Carlina decidió entonces hacer otra de sus pi-

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ruetas. Tomó vuelo nuevamente, esta vez para brin-car por los aires con un salto mortal de acróbata.

¡Qué bárbara! Todos, hasta Tomasito, el que se quedaba dormido en clase desde las ocho y doce, aplaudieron muy fuerte.

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TORTAS VOLANDO

La maestra Rosario dijo:

–A que no saben cómo se aplaude en lenguade señas mexicana.

Se hizo un laaargo silencio en la clase.

Gladiola y Magnolia fruncieron la nariz como si hubieran pisado caca de perro con sus nuevos tenis. Luego dijeron:

–Y ¿para qué rayos les sirve a los sordos aplaudir, si no oyen? ¡Qué tontería!

–No creo que los sordos vayan al teatro, ni al circo ni a ningún lado donde se aplauda.

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No se han de enterar de nada…

Carlina, viendo los labios de las niñas, entendió a la perfección lo que dijeron. Pero no les hizo ningún caso. Subió sus manos, moviéndolas como si el viento las hiciera bailar con suavidad en un campo de flores.

–Éste es un aplauso para sordos, fíjense bien –explicó la maestra.

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–¡Uy, qué divertido! –dijo Tomasito imitándola.

–¡Ashsíquégracioso! Payaso menso... A ver si moviendo las manotas de burro dormilón

se te quita lo flojo –le contestó Gladiola.

–A mí no se me hace gracioso ese aplauso que no sirve para nada: ¡ni se entiende ni se oye!

–añadió Magnolia.

Joséchu hizo bola un papel de su cuaderno. Se las aventó diciendo:

–¡Qué sangronas son ustedes dos! Nomás saben criticar. Yo creí que en las vacaciones cambiarían,

pero ¡están mucho peor que el año pasado!

–¡Cállate o te rompemos los lentes, cuatrojos! –replicaron ellas.

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–Niños, por favor, tranquilícense

–pidió la Maestra Rosario.

–¡Maejtra, dejde el año pasao, puej ya

etamo halta de que…

–Niños, por favor…

–Siempre noj moléjtang –dijeron juntas

las morenísimas gemelas Nancy y Enoé,

que llegaron de Cuba en enero.

–Nomoléjtang, nomoléjtang. Tang, tang, tang...

parecen campanas oxidadas –añadió

Gladiola–. ¡Hablen bien, pelo de

esponja, piel de tamarindo!

–¡Guerra contra las insoportables! –sugirió

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Rodolfo, con una torta de frijoles que lanzó

como cohete hasta la cabeza de Gladiola.

–¡Abajo las chocantes! –se le unió Ruth,

disparando una guayaba directo a la cara

refunfuñona de Magnolia.

–¡Que cierren el pico esas urracas chismosas!

¡Ya no las aguantamos! ¡Zafo otro

año con ellas! ¡Al ataque con palomitas

de maíz! –dijo Joséchu.

–¡Que se vayan a la Cochinchina! –sugirió

Ordóñez, sacando un limón de su mochila

con figuras de globos aerostáticos y submarinos

atrapados por pulpos gigantescos.

Los demás niños aventaron lo que tenían

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más cerca. Gomas, bicolores, ligas, sacapuntas,

muéganos, envolturas de chocolate, cacahuates

japoneses y con chile.

También vasos de plástico, pelotas de papel

aluminio y plumones verdes. ¡Hasta cuadernos de

cuadrícula grande y de raya doble!

Aquello fue una lluvia de proyectiles contra

las dos niñas a las que nadie quería. Ruth recogía

pedazos de torta que tanto le gustaban a su

perro Pichicuás.

Le guardaba uno que otro a su mascota y

lanzaba trozos de aguacate caídos en el piso. Juan

Simón usaba su cachucha para atrapar muéganos y

volverlos a aventar contra las dos niñas criticonas.

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La maestra Rosario intentaba calmarlos. Cuan-

do estuvo a punto de detener la batalla, un pan

con mermelada de fresa le cayó en la cara.

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SANDALIAS BLANCAS

En el instante en que Carlina vio a la maestra limpiándose los restos de mermelada en la fren- te, una idea le cruzó por la mente. Le prestó a la profesora un paliacate con venados mágicos que su abuelo trajo del desierto, explicándole a su nieta que era un pañuelo especial para mo-mentos difíciles.

La niña se quitó las sandalias blancas de la buena suerte y se subió de un brinco al escrito-rio grande. Extendió sus brazos como director de orquesta y respiró tan concentrada como en las competencias de gimnasia. Todo se detuvo, hasta el tiempo y la respiración de los lanzadores de proyectiles.

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En completo silencio y con sus ágiles manos, Carlina dijo (que en lengua de señas significa):

“ Yo pienso

que todos somos diferentes,

pero

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podemos

ser amigos.

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Ayer tuve miedo y casi no pude dormir, así que

puse dulces adentro de una bolsita para cada uno

de ustedes. Para ti, para ti, y para ti también. Si

les gusta mi lengua de señas, con mucho gusto les

enseño palabras y letras. Es bonita y muy divertida.

Si se les acabó su comida por aventarla en

esta guerrita, les invito de la mía. Los que quieran

ayudar a limpiar, síganme: hay que dejar este lugar

más bonito que antes. ¡Es nuestro salón! Muchas

gracias”, finalizó con una seña en su idioma y una

reverencia de atleta olímpica.

La Maestra Rosario, ya sin compota de fresas

en la frente, se acercó a Carlina y le dio un so-

noro beso. Después, la estrechó con un abrazo

apretado. La ayudó a bajar del escritorio y dijo

a los demás:

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–Esta sí que es una buena manera de empe-zar el año. ¿No creen? ¿Alguien quiere decir lo que piensa?

Los niños y niñas del salón aplaudieron a Car-lina en el idioma de los sordos. Gladiola y Mag-nolia movieron sus manos con timidez y viéndose los zapatos.

–Yo pienso que

el cariño

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se entiende

en todos

los idiomas

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del mundo. ¡Hasta mi perro Pichicuás sabe de eso!

–dijo Ruth.

–Y se engtiende eng todo lo paíse –añadió Nancy.

–Yo iré a cada uno de esos países para verificarlo,

y luego les cuento –prometió Ordóñez.

–No creo que exíjtang mejore colore de piel

–completó su gemela Enoé.

–Ni formas de los cuerpos o de vestirse

–dijo Rodolfo, el más chaparrito del salón, con su

nuevo traje del Relámpago de Júpiter.

–Podemos querernos, aunque seamos diferentes

–opinó Juan Simón aventando la cachucha con la

que se tapaba las orejas grandes.

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–Cada quién sus gustos y sus ideas –agregó Marga-

rita, mientras se amarraba las zapatillas de ballet.

–Se vale preferir cosas distintas –se atrevió a

decir Tomasito, que de grande quería ser poeta

para escribir lo que soñaba en sus siestas.

–Eso lo he leído en varios libros –completó

Joséchu, quitando un resto de frijoles

que cayó en sus lentes.

–Si tratamos a todas las personas como

nos gustaría que nos trataran a nosotros,

¿creen ustedes que el mundo sería mejor?

–preguntó la maestra Rosario.

Los niños del salón se quedaron pensando,

igualito que tú y yo…

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Creo que los amigos y las amigas son lo más im-portante, aquí y en todos los planetas. Me parece que así debería ser hasta en las galaxias lejanas.

¡También en la esquina de atrás de nuestra casa, en las milpas del campo, las grandes avenidas o en el escritorio de enfrente! Además, la vida no tendría chiste si todos fuéramos iguales.

Imagínense, todos con las patas largas, los pe-los despeinados y la nariz chueca como yo... ¡Qué aburrido! ¿No creen? Y tú, ¿qué piensas?

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Se imprimió en el mes de julio de �006 en los Talleres de Over Print.

Piña ���, Colonia Nueva Sta. María

Gracias