El Heroe Del Caribe - Perez-Foncea, J

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EL HÉROE DELCARIBE

LA ÚLTIMA BATALLA DE BLAS DE

LEZO

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J. PÉREZ-FONCEA

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EL HÉROE DELCARIBE

LA ÚLTIMABATALLA DE BLAS

DE LEZO

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© 2012, J. Pérez-Foncea© 2012,

© Carlos Mateo Marcó, autor delmapa de las guardas

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Diseño de cubierta: Rudesindo de laFuente

Primera edición: octubre de 2012

Depósito Legal: M-34657-2012ISBN: 978-84-15570-15-8

Composición: Francisco J. ArellanoImpresión: Cofás

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Impreso en España — Printed inSpain

No se permite la reproducción total oparcial de este libro, ni suincorporación a un sistemainformático, ni su transmisión encualquier forma o por cualquiermedio, sea éste electrónico,mecánico, por fotocopia, porgrabación u otros métodos, sin elpermiso previo y por escrito de lostitulares del copyright.

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Al Almirante Blas de Lezo,el héroe olvidado,

con toda mi admiración yagradecimiento.

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Primera parteNUBES DE TORMENTA

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I

Las negras cejas de sir RobertWalpole resaltaban por contraste conla cuidada y exuberante pelucablanca con que acostumbraba acubrir su incipiente calva.

Tampoco pasaba inadvertida sunatural obesidad, propia de quienlleva sesenta y dos añosalimentándose bien y sin padecernecesidad.

Walpole, hombre pragmático

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donde los hubiera, basaba toda sufilosofía en el poco recomendableprincipio de que «todo hombre tieneun precio».

A pesar de la ruindad de talesquema moral, no le había ido malen la vida. Había logradoencumbrarse hasta las alturas de losmás influyentes estadistas delmomento. De hecho, era consideradoel primer ministro de Gran Bretaña,aun sin ser llamado formalmente así.

Perteneciente a los whigs, elpartido liberal británico de aquelentonces, su buena estrella comenzó

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a debilitarse a raíz del fallecimientode la reina Carolina el añoprecedente, en 1737.

Las circunstancias le estabanconduciendo a una situación tal que,como único medio de relanzar suposición, se veía en la tesitura detener que apoyar, siquiera aregañadientes, a los partidarios dedeclarar la guerra a España.

En cuestión de muy pocos días losacontecimientos se precipitaron.

Los partidarios de romper eltratado de paz con la potencia delsur, la alta nobleza y los

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comerciantes, consiguieron que laCámara de los Comunes se aviniera aescuchar el relato de un capitán, denombre Jenkins, que estaba dispuestoa declarar las atrocidades que habíadebido padecer a manos de losespañoles.

Llegado el día, el tal Jenkinsrealizó una parsimoniosa entradahasta el estrado desde donde debíadirigirse al auditorio, en medio deuna sala abarrotada y deseosa deconocer de primera mano sudeclaración. A nadie se le escapó eldetalle de que llevaba un misterioso

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frasco de cristal entre las manos.Al descubrirse y alzar el

sombrero, evidenció que le faltabauna oreja, la oreja izquierda.

Su mentor apenas tardó unosinstantes en comenzar elinterrogatorio, y en dirigirlo hacia elterreno que a todos interesaba:

—¿Capitán Jenkins?—Sí, señor.—¿Podéis decir ante esta cámara

por qué habéis accedido a venir adeclarar?

—Oh, sí, señor. Porque consideroun deber patriótico que sus señorías

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conozcan de primera mano elmaltrato que los españoles nosinfligen a nosotros, honradoshombres de mar que trabajamos alservicio de su Majestad.

—Veo que carecéis de una oreja,¿podéis explicar a la sala desdecuándo os falta ese miembro, o esacaso una tara de nacimiento?

—No señor. Me la arrancaron.Se produjeron algunos leves

murmullos en los escaños.—¿Os la arrancaron? ¿Podéis

decirnos quién tuvo semejanteosadía?

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—Los españoles, señor.Esta vez el murmullo subió de

tono, alcanzando en algunos casos unpunto de indignación.

—¿Los españoles? ¿Queréisexplicaros un poco más? Es decir,¿podéis detallar cómo se produjosemejante atropello, más propio desalvajes que de un pueblo que sedice a sí mismo civilizado?

—Sí, claro. Lo recuerdo como sifuese ayer. Navegábamos a bordo delRebecca por aguas de las Antillas,cuando un guardacostas español, acuyo mando iba un capitán llamado

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Fandiño, nunca olvidaré ese nombre,nos atacó y nos obligó a detenernos.Esos papistas registraron nuestraembarcación a conciencia. Nopudieron encontrar ningunamercancía de contrabando, no señor.Pero se desquitaron maltratándome amí, el capitán. Y, por si fuera poco,como colofón, me cortaron la orejaizquierda. ¡Aquí la tengo todavía! —dijo casi entre lágrimas, con un gestoteatrero, mientras mostraba elamputado miembro que, al parecer,aún conservaba en el interior delpequeño frasco que a muchos había

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intrigado a su entrada.El efecto buscado no se hizo

esperar. Un bramido de cólerainvadió la sala, prolongándosedurante largo rato.

Tan pronto como los gritos sehubieron acallado lo suficiente,Jenkins añadió:

—Y el tal Fandiño no solo mehumilló a mí, sino que también seatrevió a amenazar a su Majestad elRey, al que prometió hacer lo mismosi se atrevía a navegar sinautorización por aguas españolas.

Este comentario fue la gota que

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desbordó el vaso.Los partidarios de atacar a España

supieron desde ese mismo instanteque tenían ganada la partida. O que,al menos, habían dado un paso degigante que no debían desaprovechar.Tenían en sus manos a la opiniónpública que, convenientementeazuzada, sería imparable.

No importaba que el relato delcapitán fuese la versión unilateral eincontrastada de un solo hombre, nique los hechos denunciados sehubiesen producido en todo casosiete años atrás. Era la excusa

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perfecta para atacar las posesionesespañolas en América y hacerse conellas.

Gran Bretaña debía dominar losmares, y para ello debía desalojar aEspaña de América.

* * * Si la mañana había sido tibia para laépoca del año, al atardecer habíacomenzado a refrescar y al anochecerel aire era cortante. La humedad queemanaba de las frías aguas delTámesis penetraba hasta los huesos.

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Un hombre alto y enjuto, de tezpálida y pelo muy negro, penetró enGeorge and the Dragon, una de lastabernas más concurridas al sur delrío. Tenía unos treinta y cinco años eiba envuelto en un elegante abrigoentallado.

El establecimiento se hallabadébilmente iluminado por pequeñosquinqués de aceite que pendían delas paredes. El abundante humo ensuspensión proveniente del tabaco,unido al penetrante olor a alcohol y alas constantes y entremezcladasvoces y risotadas de las

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conversaciones, a menudo a gritosentre mesa y mesa, conferían al lugaruna singular atmósfera que lo hacíaparticularmente apetecible para susparroquianos.

Tal y como se lo esperaba, seencontró con que el establecimientoestaba lleno hasta los topes. Sinarredrarse por la cantidad de gente ala que tuvo que sortear empleando unigualmente elevado número dedisculpas y perdones, se dirigióderecho hacia una de las esquinas alfondo del local.

Allí encontró una diminuta mesa

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en la que solo había sitio para dospersonas. Estaba ocupada.

Sin embargo, tan pronto como elrecién llegado estuvo a la vista, unode los ocupantes se levantó y,saludándolo con una ligerainclinación de cabeza, le cedió elpuesto.

El que permanecía sentado, unindividuo calvo de cara regordeta ymejillas sonrosadas, le saludó conconfianza. No lo hizo en inglés, sinoen un perfecto español:

—Buenas tardes, Lázaro, ¿cómo teha ido?

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—A mí muy bien, he recabado unabuena información, de primera mano;pero a Walpole, francamente mal.

—¿Mal? ¿Qué quieres decir? ¿Nome querrás hacer creer que esepetimetre de Jenkins ha conseguidometerse a los Comunes en elbolsillo?

—No sé si será un buen marino,pero como actor no tiene rival. SiWalpole no termina cediendo estavez, tarde o temprano tendrá quehacerlo. No le queda otra salida, siquiere conservar el pellejo político.

—Pero… ¡Es absurdo! Es absurdo

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declararnos la guerra por semejanteidiotez. ¡Por una oreja! ¡Es lo menosque se le podía hacer a uncontrabandista! ¡Además… el sucesoocurrió hace nada menos que sieteaños! ¡Esto es simplemente ridículo!

—¡Chsssst! No levantes la voz. —El ruido en la taberna hacía difícilsostener una conversación en un tononormal, y mucho menos escuchar lavoz del vecino, pero Lázaro queríaextremar las precauciones—. Mira,Carlos, es inútil darle más vueltas.Hay que aceptar las cosas como son.Es inútil tratar de endulzar la

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realidad cuando, de por sí, esamarga.

—¿Qué es lo que quieres decir?—Que debemos abrir los ojos a la

terca realidad y no seguir empeñadosen poner remiendos que de nadasirven. Ha llegado el momento deinformar al embajador de que, pormucho que los ingleses se finjanagraviados y ofendidos por el casode Jenkins, o por un insatisfactoriocumplimiento del Tratado de ElPardo, o por mil zarandajas más, elmotivo de la guerra será siempre muyotro. España ya no tiene el poderío

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de antaño. Tenemos un vastoimperio, es verdad, peroprecisamente eso es lo que codicianlas naciones grandes. Quieren suparte. Los ingleses no quieren lasmigajas. No quieren depender de lasconcesiones que les hagamosnosotros, de mejor o peor gana.Quieren lisa y llanamenteexpulsarnos y hacerse con todasnuestras tierras de ultramar. —Lázaro marcó con gran énfasis lapalabra «todas».

—Pero… eso no es justo. Formanparte de España desde hace más de

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dos siglos…—Estoy de acuerdo contigo. No es

a mí a quien tienes que convencer.Desgraciadamente, el derechointernacional lo dicta el más fuerte.Siempre ha sido así. Si has detransmitir a la embajada mi opinión,es ésta: la guerra es inevitable.Cuestión de meses. Con suerte, de unaño. No más. Vernon es losuficientemente osado y astuto comopara poner a Walpole contra lascuerdas. Y no está solo. El clamorpopular contra España es cada díamayor. Lo de hoy no hará sino

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aumentarlo desproporcionadamente.—De cualquier forma, te

confortará conocer que Su Majestadha comenzado ya a enviar refuerzos alas Indias. Sé que el almirante Blasde Lezo ha partido ya hacia allá.

—Lo sé. Es un gran militar y ungran marino. Pero no bastará con unhombre por muy valeroso que sea.Además, tengo entendido que estálisiado. Sea como fuere, insisto:hasta ahora se barajaba laposibilidad de un ataque británico.Creo que a partir de hoy la Coronadebe darlo por hecho. Es solo

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cuestión de tiempo.—Entregaré al embajador tus

informes. Y le apremiaré para quelos haga llegar a la corte con elprimer correo.

—Gracias Carlos. Supondrán unduro mazazo. Qué duda cabe de quelas noticias son malas, pero comodice el refrán, más vale prevenir quecurar.

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II

Aquel día de principios de 1737, el 3de febrero, don Blas de Lezo cumplíala respetable edad de cuarenta y ochoaños. Pero esa fecha constituiríaademás un hito destacado en su ricabiografía por un motivo añadido,pues con la siguiente marea partiríarumbo a Nueva Granada, a bordo delnavío de guerra Conquistador. Atrásdejaría una dichosa estancia enCádiz. En el Puerto de Santamaría

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había residido todo un feliz año consu esposa doña Josefa Pacheco,conocida cariñosamente como lagobernaora, y con su hijos Blas, dediez años, y las pequeñas Josefa yAgustina.

Junto al Conquistador zarparían elFuerte y una flotilla de sietegaleones de mercancías.

Don Blas acababa de acomodar asu familia a bordo y realizaba ahoralas últimas tareas de supervisión encubierta.

La mañana se presentaba muy fría.Tanto, que Cádiz no parecía Cádiz.

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Una brisa muy fina y penetrantesoplaba racheada desde tierraadentro. El bravo almirante seestremeció. Hizo ademán de cubrirsela garganta subiendo el cuello de sucapa. La gélida impresión le trajo ala memoria su Pasajes natal, cuandoen las mañanas de invierno, en losdías de infancia, salía hacia laescuela envuelto en su abrigo,fuertemente agarrado a la mano de subuena madre.

¡Qué lejos quedaban ya aquellosfelices días! ¡Cuántas cosas habíanpasado desde entonces! No fue capaz

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de evitar que se le escapase un ligerosuspiro de nostalgia.

Hacia el este comenzaba aadivinarse la tenue luz del amanecer.

—¡Se presenta el teniente de navíoFernando de Castro!

El almirante se sobresaltóvisiblemente. No había advertido lasombra que se había acercado haciaél, desde la pasarela del puente,hasta que ésta hubo hablado.

—¿Ha dicho «teniente de Castro»?—Sí, señor. ¡A sus órdenes! Éstas

son mis credenciales — dijomientras le extendía un sobre

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cerrado.Se trataba de un hombre joven. Sin

ser alto, era ancho de espaldas, y susfacciones, sobre todo la barbillacuadrada y firme, parecían habersido esculpidas a cincel.

Todo ello causó una favorableimpresión en Lezo.

—Puede bajar la mano, teniente.Y, dígame, ¿nos conocemos?

—No señor. He sido destinadopara asistirle en su nuevo puesto enCartagena de Indias.

—¿Asistirme? ¿Qué quiere usteddecir?

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—Ha parecido oportuno a laCorona que navegue a su lado, y lesirva de colaborador inmediato enNueva Granada. Para mí será un granhonor. Creo que en ningún lugarpodré aprender más que junto a unhombre de su trayectoria, si mepermite el comentario.

Don Blas era hombre de carácter.Solo así podía haber llegado hastadonde lo había hecho, y solo asípodía haber cosechado el sinfín devictorias que llevaba ganadas hastaentonces. Ciertamente, el almiranteera un hombre de corazón, y de

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elevados principios, pero ocultosbajo unas formas duras y directas.

Su recio temple de marino vascose había venido aquilatando desdeniño.

Detrás de las palabras de unhombre que se presentaba dispuestoa aprender de su experiencia, creyóver a una especie de lazarillo. Aalguien que se le enviaba parasocorrerle, como se auxilia a uninválido, o a un tullido. No en vano,Lezo sabía que en algunos ambientesera conocido como patapalo oincluso mediohombre, pues a lo

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largo de su dilatada carrera, en lamisma medida en que había idocombatiendo y expulsando a losenemigos de España de mediomundo, había ido perdiendo susmiembros como prueba tangible desu valentía y arrojo en el combate. Asus cuarenta y ocho años, carecía deun brazo, una pierna y un ojo. De ahíel molesto mote que, aunque las másde las veces con cariño, algunos leponían.

No le hacía ninguna gracia lapresencia de un ayudante, pero comomilitar que era, estaba habituado a

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obedecer. Además, aquel joventeniente carecía de culpa. Tal vez poreste motivo, trató de suavizar surespuesta.

—Mira, hijo, no necesitoasistencias de ningún tipo. De todasformas, acomódate a bordo. Una vezque hayamos zarpado, yahablaremos.

Algo contrariado, De Castro sedespidió.

—A sus órdenes, señor.Cuando se hubo alejado un poco,

Lezo musitó entre dientes:—Un ayudante. Lo que faltaba…

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Un par de horas más tarde, tanpronto como llegó la marea, elalmirante comenzó a dar las órdenesde partida. La pequeña flotaemprendía la larga travesía que lallevaría hasta el otro lado delAtlántico, hasta las costas caribeñasde Cartagena de Indias.

Hacía ya un buen rato que habíaamanecido. Se anunciaba un díaclaro y soleado. Las gaviotasrevoloteaban bulliciosas en torno alos barcos.

Un nutrido grupo de espectadoresobservaban entre asombrados y

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curiosos la maestría y autoridad conque aquel hombre dirigía lasoperaciones, mientras se paseaba deun lado a otro de cubierta arrastrandosu pata de palo.

Entre los mirones se encontrabandos marineros franceses. Habíanllegado hacía dos días desdeMarsella, a bordo de un buquemercante. Uno de ellos comentódivertido:

—¿Has visto, Mercier? Quiéndiría que semejante ruina de hombresería capaz de manejar toda una flotaél solito. Y no lo hace mal, el muy

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bellaco.—Pues resulta, mi buen amigo

Poignon, que ese al que tú te atrevesa calificar de «ruina», es el mejorcapitán que haya surcado las aguasen nuestro siglo.

—¿Ese tullido? ¿Quieres reírte demí?

—En absoluto. Lo único quepretendo es sacarte de tu profundaignorancia.

—¡Bah! No puedes engañarme. Nosoy tan botarate como para creermeuna tontería tan grande.

—Estoy dispuesto a apostar lo que

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quieras para demostrarte que lo quete digo es verdad.

—¿Incluso una ronda de jerez?—Incluso todas las rondas de vino

que seas capaz de meterte en elgaznate.

El tal Poignon volvió a contemplarel lamentable aspecto físico de Lezo.Viéndole tan mal parado, seconvenció de que su compañero seestaba marcando un farol. Sin dudaestaba buscando un modo de reírsede él a costa de su inexperiencia.

Sonrió y, poniendo cara de quienno es tan tonto como para dejarse

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engañar fácilmente, respondió:—¡Acepto! ¡Vengan esas jarras de

buen vino de Jerez! ¡Pero acondición de que sea Villerougequien dirima nuestra disputa! Nadieconoce la mar y a sus hombres mejorque él.

—¡Trato hecho! ¡Que Villerougesea nuestro árbitro!

Los dos sabían muy bien en dóndepodrían encontrar a su sabio expertode los mares: en una cercana tabernaregentada por un compatriota y, porese motivo, preferida de losfranceses.

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Había muy poca gente bebiendo aesas horas, solo un par deborrachines del puerto.

Afortunadamente, tal y comohabían previsto, con ellos se hallabatambién Villerouge. Todavía noestaba ebrio, aunque sí un puntoachispado. En cuanto vio entrar a susdos camaradas por la puerta, se leiluminó el rostro y les invitó asentarse junto a él.

—¡Venid aquí, mis buenos amigosPoignon y Mercier!

—Precisamente te estábamosbuscando, Villerouge. Verás,

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queríamos dirimir una duda que hasurgido entre nosotros en el muelle, yde común acuerdo hemos decididoque tú seas nuestro juez.

El hombre, ya de por sí jubiloso,se sintió muy halagado.

—¡Juez! ¡Ja, ja! ¡Ésta sí que esbuena! Decidme en qué os puedoayudar. Si está en mi mano, lo harécon gusto. Pero antes necesitarébeber algo. Hoy me he levantado conuna sed de beduino.

—No te preocupes, pide todo elvino que quieras. Pagará uno denosotros, tú decidirás quién.

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—¿Yo? ¿Para eso es para lo quenecesitáis un juez?

—No, no. No te inquietes. Notendrás que decidir quién de los doshabrá de pagar. Bastará con que nosdes tu opinión respecto a unacuestión que queremos someter a tuconocimiento. Es una apuesta,¿sabes?

—¿Una apuesta, eh? ¡Eso ya megusta más! ¡De acuerdo! ¡Contadconmigo!

Pidieron una ronda de vino, queVillerouge se apresuró a catar,mientras Mercier y Poignon le

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describían el aspecto del almiranteespañol al que habían visto en elpuerto, así como su autoridad ypericia a la hora de dirigir lasoperaciones previas a hacerse a lamar.

—Ése debe ser el almirante donBlas de Lezo, no hay duda. No hayotro con esas características, ymucho menos con esas dotes demando. ¿Decís que se va de Cádiz?—preguntó apenado el oráculo de losmares.

—Sí. Si es él, como dices, estázarpando en este mismo momento al

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mando de toda una flota.—Pues sí, no me cabe ninguna

duda de que tiene que ser él.Lástima… me hubiera gustadosaludarle.

—¿Tú… le conoces…personalmente? —preguntó Mercierasombrado.

—¡Por supuesto! El viejoVillerouge tuvo el honor y la suertede acompañarle en unas cuantasocasiones.

—Y ese Blas de Lezo —preguntótímidamente Poignon, que comenzabaa intuir que iba a perder la apuesta

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—, es un tipo… ¿con arrestos?—¿Con arrestos? Es el mejor

hombre que tiene la ArmadaEspañola. Y no solo la ArmadaEspañola… probablemente sea elmejor marino que conocen los sietemares… Al menos de los que estánvivos, que a los muertos no los heconocido a todos. ¡Pero qué digoprobablemente! ¡Sin ninguna dudaproclamo que es el mejor! ¡Estudióen Francia! —añadió Villerouge conorgullo—. ¡Y sirvió por primera vezen la flota del conde de Toulouse!¡Ahí fue donde le conocí yo! Veréis,

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participó en la batalla de Málaga, enagosto de 1704, con solo quinceaños. Siendo tan joven, luchó con unvalor admirable, hasta que una balade cañón le arrancó la piernaizquierda. Íbamos a bordo delFoudroyant. Durante la brutaloperación para amputarle la piernano profirió ni un solo lamento. Eldoctor nos dijo que jamás había vistoalgo igual. ¿Os imagináis lo quepodía significar eso para un chiquillode quince años? ¿El dolor físico, alque se añadiría el moral, de vercómo te cortan la pierna justo por

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debajo de la rodilla? ¿El dolor depensar que pierdes un miembro tannecesario, y para siempre? Aguantóla cauterización de la herida, alintroducir el muñón en aceitehirviendo, con el mismo temple conel que había soportado toda laoperación. Y con un trago de roncomo todo calmante. ¡Bah! ¡Ya nohay jóvenes como los de antes! Bastedecir que su valiente actitud le valióel ascenso a alférez de alto bordo,concedido personalmente por nuestrorey Luis XIV.

Mercier y Poignon escuchaban

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asombrados. El último daba ya porperdida la apuesta. Pero con elaliciente de que Villerouge conocíade primera mano al personaje, amboscontinuaron escuchando con gusto elvivo relato.

El resuelto orador, a causa delvino y del interés que mostraba suexiguo auditorio, también se ibacreciendo.

—Debido a las graves heridas queos acabo de contar, se le ofreció serayuda de cámara en la corte deFelipe V de España.Pero su valeroso corazón no estaba

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hecho para las blanduras de la corte.No dudó en volver a bordo. Al pocode hacerlo, derrotó al navío inglésResolution, que no sería más que elprimero de una larguísima lista. Fuetanto su valor que, como premio, sele permitió llevar los buquesbritánicos apresados hasta su Pasajesnatal, al norte de España, en el PaísVasco. Pero lo que roza ya laleyenda fue su actuación, en 1706,frente a las costas de Barcelona.

—¿Qué fue lo que hizo allí? —seapresuró a preguntar Mercier.

—Veréis, allí se le ordenó

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abastecer la ciudad. Como losingleses tenían cercado el puerto,inventó un ingenioso ardid:prendiendo fuego en gavillas de pajahúmeda, produjo una humareda tandensa que consiguió burlar elbloqueo británico sin ser visto. Porsi esto fuese poco, recubrió sus balascon un material inflamable queincendió la estructura de los barcosenemigos. ¡Ahí comenzó a hacersefamoso entre los ingleses: el temidodon Blass como le llaman ellos!

Conforme avanzaba el relato,también Mercier mostraba signos

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crecientes de admiración. En unmomento dado, no pudo menos queexclamar:

—¡Había oído hablar de Lezocomo de un gran hombre de mar,pero jamás le hubiese creído capazde tanto!

Poignon guardaba silencio. Sinembargo, pareció molestarse con lainterrupción de su amigo. Estabaclaro que quería seguir escuchandonuevas hazañas de su reciéndescubierto héroe.

Villerouge dio un trago y, sinhacerse de rogar, continuó satisfecho.

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—¡Pues aún no habéis escuchadonada! En la defensa de la fortaleza deTolón frente a las tropas del duquede Saboya, una esquirla le dañó elojo izquierdo. Perdió la vista por eselado. ¡Pero tampoco esa «minucia»le hizo desistir de continuar en lamar! Tan pronto como se recuperó,fue destinado a Rochefort. Allíentabló terribles combates contra losingleses y, entre otros, apresó alcélebre Stanhope. Este le triplicabaen fuerzas. Pero cuando losbritánicos vieron que don Blasconseguía asaltarles al abordaje, les

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entró un gran pavor y se vieronperdidos. Los ingleses siempre hantemido el abordaje de los españoles.

Villerouge había seguido bebiendoentre frase y frase. De repente, suentusiasmo entró en abierta lucha porvencer a la torpeza mental que lecomenzaba a invadir.

—¡Ah… don Blas! ¡Podría…continuar hablando de él sin cesar!

—¡Pues continúa! —Le acucióPoignon, al que ya no le importabauna apuesta que, solo con lo oídohasta entonces, sabía que habíaperdido.

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Haciendo un pequeño esfuerzo, elviejo marinero retomó la palabra:

—Recuerdo que al poco de serascendido a capitán de navíoparticipó en la reconquista deMallorca de manos de los ingleses.Después, nombrado general de laArmada y enviado a los Mares delSur, sus victorias sobre británicos yholandeses fueron tantas, que limpióel Pacífico de corsarios. ¿Queréisque siga? Pues sírveme otro vaso,Mercier, ¿cómo pretendes que hablecon la boca seca?

Echó un nuevo trago y siguió.

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—Hace solo tres o cuatro años, nolo recuerdo con total exactitud, Lezovolvió al Mediterráneo areconquistar la ciudad de Orán paraEspaña. Lo consiguió, pero el pirataBey Hacen logró escapar y aliarsecon el bey de Argel. Ambos jefesberberiscos organizaron una granflota para recuperar la ciudad. Sinembargo, bastó con el regreso deLezo al mando de siete navíos deguerra para que los musulmaneshuyeran despavoridos. Don Blaspersiguió a la nave capitana enemigahasta el baluarte de Mostagán, en

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Argelia, cuya bahía se hallabadefendida por dos fuertes y unoscuatro mil hombres. Cualquier otrohubiera desistido, pero Lezo continuóhasta meterse de lleno en el avispero.Allí dirigió el fuego de sus barcoscontra las dos fortificaciones, a lasque literalmente arrasó. Con el asaltode la nave capitana, logró derrotardefinitivamente a los africanos.Todavía continuó patrullando durantemeses por aquellas costas, y con elloimpidió que los argelinos recibieranrefuerzos desde Estambul.

Llegado a este punto del discurso,

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Villerouge inclinó la cabeza sobre lamesa y se quedó dormido como unniño.

Mercier y Poignon se observaronmutuamente y, como si con el merocruce de miradas hubiese bastadopara comunicarse, salieron de lataberna a la carrera.

—¡Eh! ¡Vosotros! ¿A dónde creéisque vais? ¿Quién paga el vino devuestro amigo?

Sin detenerse, Mercier respondió:—¡Él mismo, en cuanto despierte!Querían volver a puerto y

contemplar de nuevo con sus propios

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ojos, siquiera por un instante, alpersonaje de cuyas hazañas acabande ser testigos a través de laelocuencia del inefable Villerouge.

Pero era demasiado tarde.Las naves surcaban ya el mar

abierto en la lejanía. Solo los altosmástiles, con sus velas henchidas alviento, eran visibles desde el muelle.

Pronto se ocultarían de la vista enel horizonte. Se adentraban en lasinmensidades del Océano Atlántico.

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III

Hay quien sostiene que no había entodo Cartagena una muchacha máslinda que doña Consuelo de Mairena.Cuando se paseaba a lo largo delespléndido marco de la Puerta delReloj, acompañada por sus señoritasde compañía, la ciudad enteraparecía engalanarse como para unafiesta.

La joven criolla procedía de unanotable familia andaluza.

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Su padre, don Luis de Mairena,era por aquellos años un florecientecomerciante de la región. Su madre,doña Leonor de Santullán, era mujernorteña y de muy recia voluntad, a laque los largos años de residencia adisgusto en el trópico no habíanhecho sino endurecer. Se decía que,en realidad, doña Leonor era quienllevaba la voz cantante en aquellacasa, limitándose don Luis a actuar alos dictados de su decidida esposa.

De un tiempo a esta parte, los másobservadores entre los quefrecuentaban los alrededores de la

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Catedral o de la Plaza de SantaTeresa, aseguraban que algo nublabael bello rostro de doña Consuelo.Algo muy penoso debía de ser, puesla joven era discreta y juiciosa y, apesar de su aparente fragilidad, habíaheredado el indómito carácter de sumadre.

Hay quien decía que estabaenamorada. Los más audaces inclusose atrevían a aventurar el nombre delafortunado galán. Pero lo cierto esque entre éstos no conseguíanponerse de acuerdo, pues unosatribuían los afectos de doña

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Consuelo a este joven, y otros losdirigían hacia este otro. Pero lamayoría se inclinaba por donGonçalo de Oliveira, un adineradocaballero portugués que había hechoescala hacía algunos años enCartagena y que, según decían otrosautores (de esos que con algunospocos datos cogidos al vuelocomponen toda una fantásticahistoria) decidió quedarse el día enque sus ojos contemplaron porprimera vez a doña Consuelo.

Sea como fuere, algo oprimía elcorazón de la joven, y si bien no

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estaba claro del todo que se tratarade mal de amores, no era capaz dedisimular su pesar.

Aquel día de marzo de 1737 lacomitiva de doña Consuelo regresó acasa tras realizar el habitualrecorrido alrededor de las murallas.En casa de los Mairena seacostumbraba a cenar a las siete;después se recibían algunas visitascon las que se departía al frescor dela brisa nocturna, hasta bien pasadaslas diez de la noche.

Nada más llegar a casa, doñaConsuelo se dirigió con inusitada

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presteza hasta su habitación. Queríaestar sola. Su penoso esfuerzo porocultar el dolor le había fatigadomucho y le hacía padecer un fuertedolor de cabeza. Todavía quedabamás de media hora hasta la hora de lacena. Nada más entrar en suaposento, cerró la puerta con llave yse arrojó sin fuerzas sobre la cama.Se sentía muy desgraciada.

Pero apenas había tenido tiempode desahogarse y de derramar algunalágrima furtiva, cuando su madrellamó a la puerta.

—¡Consuelo! ¡Consuelo, abre!

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¡Soy yo! ¡Tu madre!La joven abrió. Su rostro denotaba

una gran tristeza. Era imposibleocultar a su madre que había llorado.

—Consuelo, es la última vez queme haces esto. Hoy has dado unpésimo espectáculo en toda laciudad. Hasta que no cambies deactitud, no volveremos a salir. Nodebes olvidar nunca tu posición. Eresuna Mairena. Se supone que sabesdesenvolverte. Quiero que dejes esasmaneras de niña mal criada y que meobedezcas. A partir de ahora vas acomportarte como sabes que me

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gusta. Esta noche vendrá donGonçalo. Te presentarás con elvestido azul, y te mostrarás radiante.¿Me has comprendido? Lávate lacara y sonríe de modo que nadiepueda sospechar que has estadollorando.

—Pero madre, ¡yo no amo a esehombre! Jamás podría amar a alguienasí…

—¡Amar! ¡Ya estás con esassandeces! ¡Qué sabrás tú de la vida!¡Qué sabrás del matrimonio!¿Quieres vivir toda tu vida como unapobretona? Tu puesto está donde te

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digan tus padres. Y no quiero seguirhablando de este tema. Ha quedadodicha ya la última palabra.¿Estamos?

Doña Consuelo no quiso o no pudoresponder. Tampoco su madre esperóa que lo hiciera. Se dio media vueltay salió con la misma solemnidad yseriedad con que había entrado.

Pero durante toda la cena doñaConsuelo no se dignó abrir la boca.Desde luego, distaba mucho depresentar el aspecto radiante que sumadre le había ordenado.

Tomás, el benjamín de la familia,

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de tan solo diez años, exclamó:—Padre, a Consuelo le pasa algo.

Está muy seria.Bastaron estas simples palabras

para provocar una auténticatempestad familiar. Pues doñaConsuelo, viéndose acorralada,podía llegar a encararse con sumadre. De cualquier modo, y a pesarde haber sido educada en la másestricta obediencia a susprogenitores, era incapaz deaparentar una serenidad de la quecarecía.

En tales circunstancias, doña

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Leonor hubo de transigir. Incluso donLuis, en medio de su indolencia, sevio en la necesidad de interceder porella. Desde luego, su hija no podíapresentarse así en el café desobremesa con los notables de laciudad, a pesar de que entre ellos seencontrara el mismísimo donGonçalo.

Éste se mostró muy contrariadocuando se le informó de que doñaConsuelo estaba indispuesta y sehabía retirado a descansar, puesahora que la cuestión del casamientoiba entrando por unos derroteros tan

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favorables, quería más que nuncaestar cerca de su prometida, yacelerar el ansiado anuncio oficialdel compromiso.

El portugués era un joven deveintiocho años, alto y delgado, deestampa desgarbada y tez muy pálida,que no obedecía a una naturalblancura de piel, sino a unanaturaleza débil, sujeta a frecuentesachaques, impropios de su edad. Era,por lo demás, un hombre respetado yen extremo adinerado, lo cualconstituía para doña Leonor carta depresentación más que suficiente.

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El término empleado para aludir al«café» de después de la cena, era unsimple eufemismo, pues en casa delos señores de Mairena no faltabanlos licores, y mucho menos en eserato de amistosa conversación.

Doña Leonor acostumbraba atomar la bebida mezclada con algunainfusión. Era una manera sencilla deguardar las formas.

Los hombres, por el contrario, labebían sola.

Don Luis, consciente de la tirantezdel ambiente en aquella jornada, seapresuró a ofrecer una segunda copa

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a don Gonçalo.—¡Oh, sí! Muchas gracias, don

Luis. Creo que me vendrá bien.¿Sabe? Padezco de una tensión muybaja. Estas bebidas contribuyenmucho a elevarme el espíritu.

—No en vano se las denominabebidas espirituosas —añadióoportunamente el andaluz,sirviéndose él también una segundacopa.

Compartían tan ilustre velada elvicealmirante De Lerma, hombreentrado en años, viudo y ya retirado,íntimo amigo de don Luis, y don

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Pedro Martínez de Viedma y suesposa doña Beatriz. Oriundos deAsturias, descendían de una familiade ricos terratenientes que habíaamasado una gran fortuna con elcomercio.

Por descontado, hay que señalarque quien sabía proporcionarauténtica vida a aquellas tertulias eradoña Leonor. Ella dirigía con tactoexquisito cada reunión, entretejiendode modo admirable susconversaciones con las fuerzas vivasde la ciudad, siempre con miras a laconsecución de sus propios intereses.

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Y lo sabía hacer con tal maestría,que los asistentes ni siquiera sepercataban de ello, saliendo de sucasa siempre complacidos.

Por supuesto, la señora deMairena había preparado aquellanoche con especialísimo esmero. Noen vano se proponía sellar elcompromiso entre el adineradoportugués y su desdichada hija. Losdemás asistentes, por así decir,harían el papel de testigos.

Pero la ausencia de doña Consuelolo trastocaba todo. Y esto irritaba detal modo a doña Leonor, que no

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conseguía prestar la suficienteatención a los insulsos comentariosque, sin su habitual dirección,balbucían los presentes.

Afortunadamente para todos, donPedro Martínez de Viedma, hombrepoco habitual en aquellas tertulias,era un ameno conversador. Dándosecuenta de que algo no terminaba defuncionar en la reunión, decidiótomar la palabra, y lo hizo con untema que enseguida cautivó laatención de todos:

—Esta mañana ha llegado donBlas de Lezo a la ciudad. Dicen que

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es uno de los mejores almirantes queha dado España, pero, la verdad, suaspecto deja mucho que desear.

—No se fíe usted de lasapariencias —apostilló don Luis—.Muchas veces, detrás de de un rostroo un físico anodino puede esconderseuna gran personalidad.

—Estoy de acuerdo con usted.Pero es que en este caso… Vamos,que le falta una pierna, un brazo y unojo.

—¿Bromea? —preguntó doñaLeonor súbitamente atraída por eltema de la conversación.

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—No bromeo en absoluto. Escomo les cuento.

—Pues estamos aviados —comentó doña Beatriz consternada,mientras se refrescaba la cara con unbonito abanico de las Islas Filipinas—. Si ésa es la gran figura que vienea protegernos, más nos valdrá que alinglés no se le ocurra pasarse poraquí.

—Los ingleses vendrán. Si hayguerra, que desgraciadamente lahabrá, vendrán a Cartagena, como mellamo Pedro.

—¿Qué le hace a usted pensar así?

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—le preguntó don Gonçalo.—Muy sencillo: Cartagena es la

llave del imperio español y eso losbritánicos lo saben muy bien. Siquieren hacerse con toda la América,y en esto creo que estamos todos deacuerdo, no les queda otro remedioque pasar por aquí. TomadaCartagena, tienen vía libre paraconquistarlo todo hasta la Tierra deFuego.

—No será tan fácil —apuntó unade las mujeres.

—Fácil o difícil, es lo que harán.No les quepa a ustedes la menor

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duda.—Don Pedro tiene razón —

subrayó don Luis con solemnidad ycon ciertos aires de gran estratega—.Precisamente hablaba yo ayer con elcoronel ingeniero don CarlosDesnaux y así me lo hacía notar. Measeguró que, si se declara la guerra,la Corona teme en primer lugar poresta plaza. Precisamente por lo queustedes acaban de oír de labios dedon Pedro: porque los inglesesconocen muy bien su vitalimportancia estratégica. De aquíparten las caravanas de galeones con

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rumbo a España. Su bahía es unpuerto natural de los mejores delmundo. Si España perdieraCartagena, colapsaría su comerciocon América. Insisto: los británicoslo saben, y hacen sus planes.

—Como portugués que soy, creoque mi opinión es, en cierto modo,más neutra y, sin embargo, debodecir que comparto su apreciación.Quien tenga Cartagena tiene un grantrecho ganado en la conquista de laAmérica del Centro y del Sur.

—Celebro que esté conmigo, pues,si me disculpa el atrevimiento, en

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caso de guerra entre los ingleses ynosotros, mucho me temo que supatria se pondrá de lado del inglés.

—¡Oh, vamos! ¿Me va a venirahora con esa patraña de la«tradicional amistad anglo-portuguesa»?

—No es ninguna patraña, mi buendon Gonçalo, es la alianzadiplomática más duradera en lahistoria de la humanidad. Viene nadamás y nada menos que de 1386, si nome falla la memoria.

—¿Se refiere al Tratado deWindsor?

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—Al mismo.Viendo doña Leonor que, por

algún motivo, ante la insistencia dedon Pedro, el rostro de su futuroyerno se demudaba, trató de echarleun capote.

—Ese tratado será todo lo antiguoque se quiera, pero los lazos deproximidad geográfica entre Españay Portugal son aún más antiguos y nose pueden romper, porque pertenecenal orden de la naturaleza de lascosas.

* * *

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Durante la larga travesía la flota deLezo se había encontrado con unaterrible tempestad en medio delAtlántico, precisamente cuando másalejados se encontraban de tierra, yde toda posibilidad de buscar refugioen cualquier puerto seguro deMadeira, las Canarias o Cabo Verde.El viento soplaba huracanado y lasolas de la impresionante mararbolada desafiaban la estabilidad delos barcos, saltando a cada ratosobre cubierta, donde eran capacesde arrastrar con su inusitada fiereza

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cualquier cosa que encontraran a supaso.

Los pasajeros debieronpermanecer encerrados durante días,sin tan siquiera poder salir a tomar elaire.

Mientras tanto, la tripulación,fuertemente amarrada a sus puestos,hacía frente como podía a tanadversas condiciones atmosféricas.

Pero fue precisamente aquí, enmedio de tan recia tormenta, dondedon Blas pudo apreciar lascualidades de don Fernando deCastro, pues el teniente supo

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permanecer en todo momento en supuesto, allá donde más se lenecesitara, demostrando ser unexcelente hombre de mar.

Nadie lo hubiera aventurado el díade la partida desde Cádiz, pero elbuen carácter, la valentía y, sobretodo, la seriedad con la que el jovenoficial se tomaba su trabajo,consiguieron hacerle acreedor de laestima del normalmente pocoimpresionable almirante.

Fue a partir de este momentocuando el veterano Lezo comenzó atomar aprecio a su auxiliar.

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Gracias a Dios, al atravesar labarrera de las Pequeñas Antillas, laborrasca comenzó a perder fuerza,amainando por completo al díasiguiente. Por fin los maltrechosviajeros pudieron volver a respiraraire puro.

El buen tiempo les acompañaría yadefinitivamente hasta la entrada en lamisma bahía de Cartagena.

* * * El día de la llegada a su nuevodestino, don Blas se dedicó a instalar

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a su mujer y a sus hijos en la casaque se les había asignado, en la callede la Ronda.

Pero, sin tomarse un solo día dedescanso, desde la mañana siguiente,se propuso comenzar a inspeccionarlas defensas de la ciudad.

De igual modo actuaría durante lassucesivas jornadas, sin concederse elmás pequeño respiro hasta nohaberse formado una idea cabal delestado de conservación ynecesidades de mejora de laartillería e instalaciones de losdiferentes baluartes.

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Don Fernando no se separó de élni un solo instante, acompañándole atodas partes durante todas y cada unade aquellas extenuantes visitas.

Recorrieron por tierra o en barcola entera bahía, de más de quincekilómetros de longitud, así como laisla de Tierra Bomba y todos y cadauno de los castillos, baluartes obaterías de cañones que defendíanlos alrededores de la ciudad.Partiendo desde el principal, el deSan Felipe de Barajas, se dirigieronhasta los más alejados de San José oSan Luis, al otro lado de la bahía,

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custodios de la entrada deBocachica.

Tampoco dejaron de examinar elcercano Convento de la Popa,ubicado sobre el único punto elevadodel territorio en varias leguas a laredonda. Se trataba por eso de unlugar estratégico desde el punto devista de la defensa militar de laplaza.

No dejó de impresionar alteniente, en ésta su primera visita atierras del trópico, la frondosavegetación que, en medio de un climatan húmedo y caluroso, crecía

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exuberante por doquier. Incluso en lapropia isla de Tierra Bomba, a pesarde que las aguas de sus cuarenta ycinco kilómetros cuadrados de tierrabaja eran todas salobres.

Pero sobre todo le impresionaronl a s bongas, un tipo de árbol quepodía adquirir proporcionesgigantescas, tanto en el grosor de sustroncos y raíces como en la altura yextensión de sus copas, que parecíanideadas para proteger con sugenerosa sombra a los habitantes deunas tierras que eran tórridas durantelos trescientos sesenta y cinco días

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del año.Al final de tantos días de

inspección, ya cansado, don Blas sesentó en su gabinete de trabajo eindicó a su ayudante:

—Fernando, toma la pluma yescribe lo que te voy a dictar. Éstasvan a ser nuestras tareas para lassemanas que vienen: Las defensas dela ciudad de Cartagena se hallan enun estado calamitoso, hay pocaartillería y está en mal estado deconservación. Faltan municiones yescasea la pólvora: según misestimaciones, hay apenas tres mil

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trescientas libras. Será necesarioabastecer a la ciudad y reforzar losbaluartes. Además, para obligar atoda embarcación que llegue aCartagena a penetrar por un únicolugar y defender la bahía deincursiones enemigas, debemosproceder a verificar el estado deldique submarino de Bocagrande,deberá ser cegado allá donde sehayan abierto vías de paso entre laarena. Por otro lado, en Bocachica seinstalarán cadenas que abran ycierren el paso según sea necesario.

—¿Unas cadenas para cerrar la

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bahía? —Fernando levantó la vista,llevado de su asombro.

—Sí, eso es lo que debemoshacer. No creas que es una idea tandescabellada. Esas cadenas existenen otros lugares. Yo las he visto enPasajes, mi aldea natal, donde desdeantiguo se utilizan para cerrar el pasoal puerto por la noche, y en casos depeligro, ante posibles ataquesenemigos.

—Pero, a pesar de su nombre,Bocachica es muy ancho.

—No será un problema. La cadenase hará de la longitud precisa y se

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levantará o hundirá a voluntad,mediante la ayuda de bueyes, mulas ocualquier otra bestia de carga.

Después de meditarlo un poco, aljoven teniente se le iluminó el rostro.

—Sí. Es una gran idea. Supondráun obstáculo insalvable, incluso parauna gran flota.

—De eso se trata, Fernando. Pordesgracia, mucho me temo que deaquí a pocos meses tendremosocasión de medir su eficacia.

—¿Vos creéis que los inglesesatacarán?

—Como me llamo Blas que lo

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harán. Y no solo eso, sino quevendrán con toda la fuerza de la quesean capaces. Pero para eso estamosaquí tú y yo: para impedirles el paso.Y lo conseguiremos. Te aseguro queno pasarán. No lo harán si somoscapaces de mantener alta la moral.Trabajo y moral de victoria, eso eslo único que precisamos. Si ponemostodo de nuestra parte y mantenemosla confianza en nuestras propiasposibilidades, no habrá enemigoexterior que nos pueda vencer.Recuérdalo siempre: el peor enemigoes el interior, el que corroe desde

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dentro, como la polilla, el quesocava la unidad de las propiasfuerzas.

De repente, don Blas, poco amigode discursos, dándose cuenta de queestaba pronunciando uno, se detuvoun instante.

—Perdona, Fernando. Creo queme estoy haciendo mayor. A vecesme pongo a hablar y hablar, casi sindarme cuenta. Retírate ya si quieres.Hemos terminado por hoy.Necesitarás descansar. Mañanatendremos un largo día por delante.Habrá que empezar a poner por obra

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cuanto hemos anotado en la lista.—¿Necesita algo? ¿Quiere que le

acompañe a casa?—No, gracias. Estoy cojo, pero

todavía puedo valerme por mímismo. Anda, Fernando, no tepreocupes por mí. Mañana nosveremos.

—A sus órdenes.Fernando vivía en las

dependencias militares ubicadas enel mismo edificio en donde acababade despachar con el almirante, nomuy lejos de la casa de éste. Aún erapronto, quedaba una hora hasta el

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anochecer, que en latitudes tanpróximas al Ecuador se produce todoel año a las seis de la tarde, pocomás o menos.

Decidió salir a recorrer la bellaciudad a caballo, en dirección haciael Convento de la Popa.

El día era espléndido. Aún estabanen marzo y, por tanto, faltabanalgunas semanas para que llegara latemporada de lluvias. El calorapretaba, pero eso era inevitable enel Caribe. Además, dada la hora, elsol estaba ya muy bajo en elhorizonte y la brisa marina atenuaba

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un poco el bochorno, hasta hacerlomuy llevadero. El joven teniente, quehabía llegado a Cádiz en febrerodirectamente desde el frío norte,sintió en su pecho una súbitaemoción propia de quien, después deun largo y desapacible invierno, sereencuentra repentinamente con laprimavera. Tras la prolongadatravesía, y las exigentes jornadas detrabajo impuestas por don Blas,aquél era el primer momento quegozaba de un rato de asueto. Un ratoen el que podía expansionarse a susanchas.

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Recorría extasiado la bellaciudad, donde la esmeradaarquitectura de sus casas le traía a lamente recuerdos de su paso porExtremadura y Andalucía. Solo habíauna diferencia: aquí no existían lostípicos enrejados en las ventanas. Ensu lugar, balcones y celosías eran demadera barnizada y pintada. Elmotivo era el clima. En el Caribe elcalor y la humedad eran muyelevados durante todo el año. Yambos factores, al aliarse,maltrataban duramente al hierro. Sinduda, ésa debía de ser una de las

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causas por las que habían encontradola artillería en tan mal estado.

Otra gran diferencia estribaba ensus gentes: una colorida variedad derazas se entremezclaba hastaconseguir todas las combinacionesposibles: negros, blancos, indios,mulatos, cuarterones, zambos…

Las vestimentas, aunque másligeras que en España, no diferíansustancialmente de las que allá seutilizaban en el verano.

Cautivado por cuanto iba viendoel apuesto jinete, que nunca anteshabía viajado fuera de Europa,

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descuidó un tanto el gobierno de sumontura. Incluso de una manera máso menos inconsciente, le dio riendasuelta para que trotara con mayorbrío. Era agradable sentir en elrostro la brisa ligeramenterefrescante.

—¡Eh, cuidado! ¡Mire por dóndeva! —le espetó con ciertabrusquedad un grueso tendero desdela puerta de su establecimiento defrutas.

El grito sirvió para que Fernando,que cabalgaba absorto, regresara a larealidad.

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Tiró de las riendas de su caballo,que comenzó a acortar el pasoprecisamente cuando cruzaba laesquina junto al convento en dondehabía vivido San Pedro Claver, «elapóstol y esclavo de los negros»,como le gustaba llamarse.

Por desgracia, en el mismomomento en que esto ocurría,circulaba desde la calle de San Juande Dios un distinguido carruaje en elque, a juzgar por el detalle de suacabado, iba montado algúnpersonaje principal. La velocidad ala que marchaba era también superior

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a la que sería de esperar en elinterior de la ciudad.

El caso es que caballo y carruajesufrieron un aparatoso encontronazo,de resultas del cual el animal selastimó una pata. Por su parte, dos delos radios de la rueda trasera delcoche se partieron por la mitad.

Fernando salió indemne del lance,pero no así su orgullo, que se resintióligeramente. Nunca hasta entonceshabía sufrido un accidente.

Tan pronto como se huborecuperado del susto, se acercó aauxiliar a los viajeros del vehículo.

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Todos estaban bien, desde elchófer hasta las dos mujeres queviajaban detrás. Doña Leonor fue laprimera en salir, hecha una furia:

—¡Es que no puede usted mirarpor dónde va! Mire: ha destrozadouna de las ruedas. Ha dejado elcoche inservible. Con lo tarde quees, ya no llegamos a tiempo a la cita.

—¡Señora! Yo… lo siento deveras. Me distraje un momento y…

—Y nada. Lo que ocurre es que lajuventud no tiene cabeza.

—Le pido mil disculpas. Soy elteniente Fernando de Castro. Vivo en

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la calle del Cuartel. Si puedo haceralgo por ustedes, estaré encantado dereparar el daño que les he causado.

—Déjelo, no se preocupe. Ya notiene remedio.

Volviéndose a su criado, la mujerañadió:

—¡Eliécer! Vaya a reparar elcoche. Nosotras regresaremos a casacaminando.

—Sí señora.—¡Consuelo! Baja, por favor.

Volvemos a casa.Consuelo, que hasta entonces se

había limitado a contemplar la

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escena y a escuchar asomada a laventanilla, se dispuso a descenderdel carruaje.

Fernando, ya totalmente dueño desí, se apresuró a ayudarla alargandoel brazo.

—Permítame, señorita.—Muchas gracias —respondió la

niña, sin ocultar su satisfacción portan galante ayuda—. ¡Oh! ¡Quémagnífico caballo! ¡Se habrá hechodaño! —exclamó al advertir laforzada postura de la pata del animal.

—No, no creo que haya sido nadaserio. Se repondrá con un poco de

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ejercicio. Pero déjenme que lasacompañe a casa —continuóFernando—. Al menos así podréreparar en algo el trastorno que leshe causado. Además, a Lalo levendrá bien. A esa pata no leconviene quedarse fría.

Para sorpresa de Consuelo y deella misma, doña Leonor accedió alofrecimiento.

—¿Puedo preguntar el nombre deustedes?

—Soy la señora de Mairena. Selimitó a responder la mayor, altiempo que dirigió una severa mirada

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a su hija, con la manifiesta intenciónde que se abstuviera de contestar.

—¿Viven ustedes lejos?—Oh, no muy lejos, en la playa de

la Artillería —respondió esta vezConsuelo.

—Deben de tener unas vistasmagníficas al mar desde allí.

—Sí —respondió la muchacha—.Desde la terraza de casa gozamos deunas puestas de sol maravillosas. Ypor la noche acostumbramos areunirnos a charlar aprovechando elfrescor de la brisa nocturna. ¿Llevausted mucho tiempo en Cartagena?

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Por el acento se ve que es usted de lapenínsula.

—Sí, bueno, llevo apenas unasemana. Llegué en el Conquistador,con don Blas de Lezo. Soy suayudante.

Incluso doña Leonor quedóimpresionada con esta últimaafirmación. Le interesaba muchoconocer de primera mano qué sepensaba en España de lo que estabaocurriendo con los ingleses. Y no leinteresaba menos saber qué opinabaun militar tan bien situado.

—¡Ayudante de don Blas de Lezo!

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¡Qué emocionante! Madre, ¿verdadque don Fernando nos honraríamucho si viniera un día a contarnossu viaje desde España y lo que sedice en la corte acerca de la guerra?

Fernando estuvo a punto derechazar la invitación exhibiendo lafalsa humildad de quien acaba de serhalagado por una bella muchacha.Pero tuvo los suficientes reflejospara callar a tiempo y esperar a quedoña Leonor diera su aprobación.

Sin embargo, la señora de Mairenaconsideró que aquel soldaditocongeniaba demasiado rápido con su

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fácilmente impresionable hija.Se disponía a aducir algún un

pretexto amable, cuando unainesperada voz vino a interrumpir susreflexiones:

—¡Leonor! ¡Consuelo! ¿Quéhacéis aquí?

Era don Luis, que se asombraba deencontrar a su esposa e hijacaminando en las proximidades de sucasa, cuando él las hacía en la otrapunta de la ciudad, visitando a donGonçalo.

También le extrañó ver a su hijaradiante, cuando apenas media hora

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antes, al salir, tenía el aspecto dequien iba a asistir a su propiofuneral.

Fue ella quien tomó la palabrapara responder:

—¡Padre! ¡Hemos tenido unpequeño accidente! Pero no ha sidonada. Estamos ilesas, gracias a Dios.Eliécer ha ido a reparar el carro ydon Fernando, este amable tenientede la Armada, ayudante de don Blasde Lezo, se ha brindado aacompañarnos a casa. ¿Verdad quesería una suerte que accediera avenir una tarde a acompañarnos a

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tomar el café?Doña Leonor vio impotente cómo

su hija le ganaba la partida, pues donLuis, con la rapidez de quien no sepiensa mucho las cosas, respondiósobre la marcha.

—¡Claro! Que venga cuandoquiera. ¿Qué le parece mañana? Paranosotros será un placer.

Fernando no daba crédito a cuantoestaba sucediendo. Sin haber puestonada de su parte, acababa de conocera una lindísima muchacha, y a lospocos minutos su padre le invitaba auna tertulia en su casa.

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Verdaderamente —pensó— elCaribe tiene cosas asombrosas…

Sin perder un instante aceptó.—¡Oh, sí! Encantado. Allí

estaré…—Venga a las ocho.

Acostumbramos a iniciar la velada alas ocho.

—A las ocho… Seré puntual.—Hasta mañana, entonces.—Hasta mañana. —Fernando

acertó a despedirse en medio de ungozo que no le cabía en el cuerpo,pues tuvo la clara impresión de queestaba a punto de enamorarse o, tal

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vez, de que empezaba ya a estarlo…

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IV

En Londres las cosas iban tomandoun cariz cada vez más negro para losintereses de España.

El capitán Edward Vernon, el másfirme partidario de la declaración deguerra, iba ganando posiciones sobreWalpole a ojos vista. Y no solo en laCámara de los Comunes sino,todavía mucho más, ante la opiniónpública, que iba siendo cada vez mássensible a las bravatas de aquel

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irascible oficial de marina.Además, Vernon tenía a su favor la

experiencia de cuatro años en elCaribe, en la isla de Jamaica. Poreso, cuando hablaba de aquellosmares, lo hacía con un conocimientode causa contra el que sucontrincante Walpole nada podíaoponer.

Resultó paradigmático uno de susdiscursos, en el que llegó aridiculizar con cierta fiereza lapusilanimidad del primer ministro:

—¡Se ha llegado a decir ante estasala que España es invencible en

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aguas del Caribe!»¡Cuánta ignorancia encierran esas

palabras! ¡Cuánta necedad se venobligados a soportar nuestros oídos acada rato! ¡Qué desgracia para laCorona y para la patria que hombresde un entendimiento y unasambiciones tan limitadas sean losque rijan sus destinos!

»Gran Bretaña podría ser la dueñade los mares de las Antillas y de losmares del Sur. Y, por mi parte, estoyseguro de que, con el tiempo, lo será.Debe serlo. Está llamada a ello. Anuestro pueblo no le falta poderío ni

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grandeza.»Tal vez solo carezca de tales

virtudes en sus representantes…Pero… Señorías, quien se haga conel dominio de estos mares, se harácon los destinos del mundo.

»España nos lo impide, dicenalgunos.

»A esos timoratos he de responderque, después de cuatro años en aquelrincón del mundo, he podidoacumular una experiencia que muypocos tienen. Y yo os digo: dondeEspaña es precisamente másvulnerable, es allá. El día que su

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imperio sea herido en el corazón,todo él se vendrá abajo como unabaraja de naipes.

»Los españoles realizan continuasdepredaciones en los mares. Se ríende nosotros y humillan a nuestrosmarineros, mientras nosotrospermanecemos aquí, hablando yhablando, para finalmente, quedarnossiempre y de cualquier modo debrazos cruzados.

»Mientras tanto, ellos se ríen ennuestras barbas.

»Y yo pregunto. Pregunto a todoaquel que quiera responderme, a lord

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Walpole, tal vez: ¿cuánto tiempo másvamos a continuar permitiendo estahumillación? ¿Cuánto tiempo másvamos a permanecer de rodillas anteel orgullo español, que siguepavoneándose a nuestra costa?

»Hay quienes piensan quePortobelo es inexpugnable, queCartagena es inatacable.

»Pues yo digo, Señorías, quetomados Portobelo y Cartagena, todala América Central y del Sur, pasaríaa nuestras manos. España quedaríaaislada y su altivo Imperio sevendría abajo.

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«Y voy a decir más, aun a riesgode ser tomado por estúpido ypresuntuoso. Dadme seis barcos ytomaré Portobelo. ¡Os demostrarécon los hechos que no hay en todaAmérica una sola fortalezainexpugnable para nuestraArmada…!».

La entusiasta ovación que levantóen el auditorio fue la clara pruebadel fervor que las palabras deVernon levantaban entre suscompatriotas.

Pero sería muy poco después, enjulio de ese mismo año de 1739,

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cuando el mismo Edward Vernontendría la oportunidad de repetir susapasionados argumentos ante uncírculo mucho más selecto. Esta vezlo haría ante una reducida reunióndel Almirantazgo. Su notableexperiencia en el Caribe le hizoacreedor de una invitación paraexponer su punto de vista, pues endicho foro se estudiarían los pros ylos contras y se decidirían lasposibles acciones a tomar contraEspaña…

Durante la conferencia, el capitánVernon repitió con aplomo sus

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argumentos incidiendo en que consolo seis barcos podría tomarsePortobelo, y en que tambiénCartagena de Indias era vulnerable, ypodría ser conquistada para la GranBretaña.

—Además —repitió una vez más,con una tal dosis de convicción yseguridad, que logró causar unaprofunda impresión entre lasautoridades presentes—, tomadosPortobelo y Cartagena de Indias,todo estará perdido para España enAmérica.

Terminada la reunión, un coche le

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estaba esperando para llevarle hastasu casa de Chatham, la aldea natal desu mujer, en Kent, a 37 millas delcentro de Londres en dirección haciael sureste.

Hacía un calor impropio paraInglaterra, incluso para el mes dejulio. Las tres horas de viaje se lehicieron especialmente pesadas.Estaba deseando llegar a su hogar,abrazar a su familia y olvidar porunos días el ajetreo de la corte.

Pero cuando llegó estaba tancansado que se retiró muy pronto adescansar.

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Sin embargo, durante lamadrugada, una inesperada visita lesobresaltó y le despertó. No solo aél, sino también a su mujer y a todoel personal de servicio.

Los perros ladraban enfurecidos.El inoportuno visitante insistía en

ver al señor de la casa.—Edward, ¿esperas a alguien?

¿Quién puede ser a estas horas? —preguntó su esposa Sarah, entresomnolienta y asustada.

—No lo sé, cariño. Quédate aquí,iré a ver qué es lo que pasa.

Vernon se levantó malhumorado.

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Se calzó las zapatillas, se ató suelegante batín de seda oriental ysalió por la puerta de la habitación.Allí mismo, en el rellano de laescalera, se encontró a sumayordomo Stephen, de pie y conuna lámpara en la mano.

—Milord, es un emisario delgobierno. Insiste en que debe ustedacompañarle a Londres. Dice quedebe presentarse en Whitehall aprimera hora de la mañana.

En un primer momento, el aludidono supo si debía alegrarse oenfurecerse.

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Solo cuando se hubo despertado losuficiente para poder razonar conclaridad, optó por lo primero. ¡Serconvocado por el gobierno era unagran noticia! No podía significar másque una cosa: ¡alguien muy influyentele había tomado en serio, habíatomado en serio susrecomendaciones!

Se despidió de su mujer con lapromesa de regresar cuanto antes, ypartió al instante de regreso a lacapital, en el mismo carruaje quehabía traído al emisario hasta sucasa.

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A pesar de la fatiga acumulada yde la falta de sueño, el viaje devuelta le resultó mucho másplacentero que el de ida. También elaire era notablemente más fresco yagradable.

Edward Vernon era consciente deque ése era el momento en que deverdad comenzaba el ascenso en sucarrera política y profesional.

No se equivocó: a su llegada alWhitehall fue informado de sufulgurante nombramiento comovicealmirante de la Armada y jefedel destacamento que debía zarpar

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inmediatamente con rumbo aJamaica.

Junto con el nombramiento, susoídos fueron regalados con unaspalabras que, ni en sus ensoñacionesmás atrevidas se hubiera jamásatrevido a imaginar:

—Desde este mismo instantequeda usted autorizado para hostigara cualquier navío español de lamanera que crea adecuada, pudiendohundir, quemar y destruir barcosenemigos, e incluso atacar lasciudades de Cartagena o Portobelo,en las costas del Mar Caribe.

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Además, podrá y deberá estudiar lasposibilidades reales para undesembarco en territorio de lascolonias españolas, con el propósitode fundar establecimientospermanentes en nombre de SuMajestad el Rey Jorge II de GranBretaña.

El flamante vicealmirante casi nopodía creer lo que oía.

¡Tanta alegría no podía ser cierta!Después de tanto tiempo de intrigas,de lucha, de mil sinsabores, ¡por finsu criterio prevalecía sobre el deWalpole! ¡Por fin tenía vía libre para

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actuar!¡Ahora sí, ahora los españoles

tendrían necesariamente que morderel polvo y reconocer la supremacíabritánica en los mares! Ya no habríamás componendas ni intrigas entreambas naciones. A partir de ahoraquedaría claro de una vez por todasquién mandaba sobre las olas.

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V

Si el almirante Blas de Lezo habíaencontrado las defensas de Cartagenaen pésimo estado, muy pronto se lepresentaría un grave problemaañadido: entre las milicias llegadasde España las enfermedadestropicales hacían estragos. Lamortandad era muy alta. Tanta, queen poco tiempo algo más de la mitadmurieron. De seis mil hombres deguerra, tan solo dos mil seiscientos

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consiguieron adaptarse al clima sinperder en ello la vida.

Al drama humano que esto suponíadebía añadirse el hecho preocupantede que, si el número de refuerzoshabía sido insuficiente desde unprincipio, ahora se veíadrásticamente reducido.

A pesar de todo, don Blascontinuó trabajando de firme. Con suempuje, las defensas de la ciudadmejoraban a un ritmo lento peroconstante. El viejo lobo de mar sabíatransmitir a sus hombres toda laenergía vital que emanaba de su

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vibrante espíritu.

* * * Con el tiempo, Fernando fueconsiguiendo hacerse un sitio en loscafés de casa de los Mairena. Sufacilidad de palabra, unida a suprofundo conocimiento de lascuestiones bélicas que se debatían enlas tertulias, así como su contactodirecto con las cuestiones másimportantes de política internacionalentre España y la Gran Bretaña,hacían que se le escuchara con gusto

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y que su presencia fuese siemprebienvenida por don Luis. Si éste erapor lo general incapaz de contradecira su mujer, había un único punto en elque sin embargo no transigía: en suafán por estar informado de todoaquello que pudiese afectar a susnegocios entre Cartagena y España.

Por eso es por lo que Fernandohabía conseguido ablandar un tantolas iniciales reticencias de doñaLeonor.

Es preciso destacar que, muypocos días después del memorableaccidente en el que Fernando había

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embestido al carruaje y entabladoamistad con su hija, la desdichadaseñora hubo de asistir, entreasombrada y furiosa, a la inesperadapartida de don Gonçalo. Ocurrióapenas una semana más tarde: elportugués desapareció de Cartagenade un día para otro, sin siquieradespedirse. Emprendió un misteriosoviaje del que, en realidad, no dejóinformación alguna de interés. Nadaindicó sobre cuál era su destino final,ni acerca de la duración estimada desu ausencia. Tan solo envío unabreve nota en la que se disculpaba

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alegando que debía «solucionaralgunos inaplazables asuntos defamilia».

Varios meses habían transcurridoya desde entonces. Durante esetiempo, exceptuando un par delacónicas misivas recibidas en lasprimeras semanas de navegación, unadesde Portobelo y otra desde LaHabana, nada más había vuelto asaberse de él.

Jamás doña Leonor se había vistotratada de una forma semejante.Conforme pasaba el tiempo, su enojohacia «el infame portugués», como

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comenzaba a llamarledespectivamente en su fuero interno,iba en aumento. Se sentía humillada,ofendida y engañada. Precisamentecuando el matrimonio con Consueloestaba a punto de ser anunciado a loscuatro vientos, don Gonçalo habíadado la espantada por respuesta.

Pero lo más extraño de todo eraque estaba segura de que él habíaestado verdaderamente enamoradode su hija. Esas cosas no se lepasaban por alto a una mujer comodoña Leonor. Por eso no era capazde comprender qué es lo que de

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verdad había podido ocurrir. ¿Acasoel «tenientillo» le habíaamedrentado? ¿Le habríaamenazado? Porque desde luego, donFernando estaba loco porConsuelo… Y lo que era peor, desdeel día en que se conocieron ella nopensaba más que en él.

Pero no. El tenientillo erademasiado noble como para haberhecho algo así.

Sea como fuere, debía de haberalgo que el portugués escondía. Algomuy poderoso que —y éste era elpunto que más le escocía a doña

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Leonor— era más importante para élque Consuelo y su familia.

En cualquier caso, también lapartida de don Gonçalo contribuyó aque Fernando pudiera entrar y salirde la casa de los señores de Mairenacon mayor facilidad.

Con el tiempo, la joven parejahabía logrado encontrar algunosminutos para conversar a solasdurante los raros momentos dedescuido de doña Leonor. Raros,pero suficientes para que losenamorados hubiesen podidodeclarar mutuamente sus

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sentimientos, y para que su amor sehubiera robustecido tanto comopodía esperarse de una muchachadelicada y sensible, y de un noble yfogoso corazón militar.

Pero de ahí a que doña Leonorconsintiera en conceder la mano desu hija a quien ella considerabacomo un simple militar, iba ungrandísimo trecho. Era cierto que lacarrera de Fernando prometía. Tanjoven, ya era teniente de navío yayudante de ese almirante maltrechoque habían enviado para auxiliar aCartagena. Pero a los ojos de doña

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Leonor, ser militar significaba viviry morir pobre. Y eso ella no estabadispuesta a consentírselo a una hijasuya. Una Mairena debía emparentarcon alguien que le diera unaposición. Y para doña Leonor nohabía más posición que la que dabael dinero.

* * * El sábado 21 de noviembre de 1739resultaría una fecha especialmenteseñalada en la ciudad. Una fecha delas que no seolvidan y quedan

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grabadas a perpetuidad en lamemoria colectiva de un pueblo.

El día había amanecidoesplendoroso. La brisa marinaparecía ejercer un misterioso efectotonificante, pues todos en la ciudadse mostraban especialmenteeufóricos y gentiles.

Sin embargo, por la noche, duranteel preciso rato del café en casa delos Mairena trascendería la noticiaque, aunque esperada, no por elloresultaría menos dramática: GranBretaña acababa de declararformalmente la guerra a España.

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Nadie lo sabía hasta ese momento.O, dicho de otra manera, todos enCartagena se enteraron a la vez.

Para ser más exactos, todos no.Don Blas había sido notificadoapenas algunos días antes medianteun buque de aviso. Fernando estabapresente cuando su superior leyó lanoticia. Recibió órdenes, sinembargo, de que no trascendiera porel momento. La declaración se habíaproducido oficialmente el día 19 deoctubre pasado.

Era, por tanto, algo ya conocidoentre la entera población de la

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península desde hacía semanas. Elcorreo diplomático apenas habíalogrado adelantarse unos días alprimer barco mercante que llegó conla noticia. En cuanto se supo en elmuelle, comenzó a correr veloz, deboca en boca, como un reguero depólvora, por toda la ciudad y portoda Nueva Granada.

Ajena aún a tan inquietantedeclaración, la pequeña asamblea entorno al café de los Mairena, habíaestado departiendo apaciblemente ensu terraza situada sobre la llamadaplaya de la Artillería, que, a pesar de

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su nombre, era una bonita calle cuyascasas asomaban al Caribe porencima de las murallas de lapoblación. En aquella privilegiadaatalaya, la proximidad del marayudaba a aliviar el húmedo calorreinante en la región durante los docemeses del año.

Hasta aquel momento, durante latertulia habían tratado el recientenombramiento de don Sebastián deEslava como virrey de NuevaGranada, con sede en Santa Fe deBogotá. Pero muy pocos eran losdatos que se tenían en Cartagena

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acerca del citado personaje, más alláde su origen navarro.

Sin embargo, había trascendido undetalle alarmante respecto del tenorde la orden real de su nombramiento,pues en ella se hacía menciónexpresa de su especial mandato yobligación de defender la plaza deCartagena de Indias frente a los másque posibles ataques ingleses que seavecinaban.

La mayoría de los presentes semostraban intranquilos. Sin duda, elhecho constituía un paso más que lesacercaba hacia el peor de los

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desenlaces. La noticia no hacía sinopresagiar la proximidad de uninminente e indeseado ataque a laciudad.

Un hombrecillo calvo cuyonombre Fernando había olvidado,pero que se distinguía por su modocaracterístico de pronunciar laserres, al estilo de los franceses,sostenía con gran seguridad que, elvirrey, cuando llegara, seestablecería en Cartagena.

—Tal y como están las cosas,quedagse en Bogotá seguía unatemeguidad. No se puede defendeg

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una ciudad maguítima, como ésta,desde el integuiog.

Con la ausencia del portugués y laconsiguiente falta de pretendienteoficial, Consuelo había perdido elmiedo a manifestar ante los invitadossus simpatías hacia Fernando. Poreso no temió afirmar de un modo máso menos pueril:

—Con la presencia de hombresvalientes como don Fernando yveteranos como don Blas,personalmente no temo a losingleses. Aunque se presentara aquíla Gran Bretaña en pleno, con todos

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sus habitantes.Fernando trataba de no darse

importancia y de disminuir losentusiasmos de Consuelo. Sabía que,mientras doña Leonor no diese subrazo a torcer, cualquiermanifestación de entusiasmo entreambos no haría sino empeorar lascosas.

Don Luis, aparentemente ajeno acuanto ocurriera entre su hija y elteniente, ya fuera por falta de interéso ya fuese por evitar verse en lanecesidad de violentar el criterio desu enérgica esposa, hizo oídos

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sordos al comentario de Consuelo, yvolvió a interrogar a Fernando porenésima vez acerca de si creía que seatacaría a Cartagena, cuándo pensabaque llegaría el virrey, y de cómo eraéste, si alto o bajo, si valiente ocobarde.

Mientras esto ocurría en elterrado, desde las calles comenzabaa llegar un rumor de ciertaconmoción.

Doña Leonor, a la que no se leescapaba un detalle, hizo una seña asu criado Eliécer para que seacercara. Cuando estuvo a su lado, le

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ordenó en voz baja que bajara alportal y se informara bien acerca delmotivo por el que había tantomovimiento de gentes.

Cuando el criado regresó con lanoticia, doña Leonor aguardópacientemente a que la persona quese hallaba en el uso de la palabraterminase de hablar. Solo entonces,lo contó con la dignidad y el aplomoque le eran propios.

—Señores, desde el 19 de octubrepasado estamos en guerra con losingleses. Ése, y no otro, es el motivopor el que hay tanto revuelo en las

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calles.—No, si ya decía yo —exclamó

con gran indignación el hombrecillocalvo— que la guega ega inminente.¿Y se puede sabeg pogqué no hallegado todavía el viguey a laciudad? ¡Valiente autoguidadtenemos!

—Tal vez esté recibiendoinstrucciones más precisas en lacorte —le respondió don Luis—.Precisamente en esta hora es cuandomás unidos debemos estar a nuestrasautoridades civiles y militares. ¿Noes así, don Fernando?

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—Sí, claro. Por supuesto. Pero sime disculpan, dadas lascircunstancias, creo que mi deber espresentarme ante el almirante donBlas. Tal vez se le ofrezca algo…

—Vaya, vaya usted. El deber es loprimero —respondieron lospresentes casi a coro.

Haciendo una solemne inclinaciónde cabeza, el teniente se despidió yse dispuso a salir.

Una vez en la calle, el ambienteque encontró era ciertamente denerviosismo. Había un granmovimiento. La ciudad, a esas horas

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habitualmente semidesierta,presentaba un ajetreo que casiigualaba al del pleno día. Todosquerían transmitir la noticia a susamigos, a sus parientes, a laspersonas más allegadas.

Muchos comentaban queabandonarían Cartagena. Otrosdecían que se contentarían con ponera salvo sus bienes. Los llevarían ríoarriba, hasta Mompox, como habíanvisto hacer en ocasiones similares asus padres o a sus abuelos.Desgraciadamente, aquella situaciónno era nueva para sus familias.

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A su llegada a casa de don Blas,Fernando se extrañó de encontrarlaen silencio y en la más absolutacalma. Dudó si debía llamar y,eventualmente, despertar a susmoradores, o si, por el contrario, erapreferible esperar hasta el díasiguiente.

No le fue necesario detenerse arazonar mucho tiempo, pues de uncoche que llegaba por la Playa delTriunfo se apeó el mismísimoalmirante, que venía de dictar lasinstrucciones más perentorias en elcastillo de San Felipe:

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—¡Pero hombre, Fernando! ¿Quéhaces aquí?

—Venía a ver si…—Pues sí: ha llegado la noticia.

Tarde o temprano tenía que llegar…Vengo de San Felipe. Todo está enorden. Hay cierto nerviosismo, peronada más. No existe ningún riesgo deque se produzcan disturbios. Decualquier forma, una cosa es segura:tardarán en atacar. Se podrán achacarmuchas cosas a los ingleses, pero nose puede decir que no sepancomportarse como auténticoscaballeros. Si apenas hace un mes

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que han declarado las hostilidades,es prematuro esperar un ataque parahoy mismo. Para ello tendrían quehaber iniciado sus preparativos antesde manifestar sus intenciones, y esono les es propio. Creo que lo mejorserá que te retires a descansar.Mañana nos espera un día de muchotrabajo… A no ser que quieras subira casa a echar un trago…

En el tiempo que llevaba enCartagena, a pesar de su cercanía condon Blas, Fernando apenas habíatenido ocasión de pisar la casa delalmirante. Lo había hecho en muy

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contadas ocasiones. Fernando sabíaque no era por falta de hospitalidad,sino porque el viejo lobo de martrataba de mantener a su familia almargen de sus responsabilidadesmilitares. Simplemente, no queríaconvertir su casa en una sucursal deSan Felipe de Barajas, o de lasbaterías de cañones de la costa.

Una invitación de esascaracterísticas resultaba algo tanpoco frecuente, que el joven tenienteconsideró que sería una descortesíarehusar. Además, tal vez don Blasquisiera tener alguien con quien

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charlar y desahogarse en tan difícilescircunstancias. Hasta que el reciénnombrado virrey no tomase posesiónde su cargo, la enteraresponsabilidad de la defensa de laplaza recaía única y exclusivamentesobre sus trabajados hombros.

—Bueno, pero serán solo unosminutos.

—Anda, pasa. No tengas prisa, yaveremos después cuántos minutos hansido…

Los niños estaban acostados.La casa era sencilla, pero en el

buen gusto con el que estaba

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arreglada y decorada se adivinada laexquisita sensibilidad de la señoraque la gobernaba.

Doña Josefa de Pacheco, la esposadel almirante, recibió a Fernando conuna amable sonrisa. Aunque la habíatratado en otras ocasiones, esta vez, ala luz de los candiles, leimpresionaron las arrugas quemarcaban las comisuras de sus ojos.Comprendió que la buena mujerhabía debido padecer mucho en sumatrimonio. No porque don Blas lamaltratara ni nada por el estilo, sinopor sus frecuentes ausencias y

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dificultades en tan numerosas ypeligrosas batallas.

Por lo demás, saltaba a la vistaque eran felices, y que se amaban deveras.

Ella era criolla, de una familianotable de Arica, al norte de Chile.Se habían conocido y casado enLima.

—¿Qué se le ofrece donFernando? ¿Quiere tomar algo?

—¡Oh, algo de beber! Muchasgracias… un jugo de piña, si esposible.

—¿Y tú, Blas? ¿Quieres también

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jugo?—Sí, otro de piña. Hace un calor

tremendo y vengo sediento.Doña Josefa ordenó las bebidas a

Carmela, una de las criadas, yregresó enseguida a acompañar a sumarido y a Fernando.

—He hablado con el castellano deSan Felipe —mencionó don Blasdirigiéndose a su mujer—. Va adesignar un destacamento queescoltará río arriba hasta Mompox atodas las familias que deseenabandonar la ciudad. Lo mejor seráque los niños y tú os vayáis en ese

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barco. No quiero que corráis riesgosinnecesarios quedándoos aquí.

Doña Josefa, sin inmutarse, sonrióy respondió:

—¡Ay Blas! ¿Te crees que cuandome casé contigo no sabía a lo que meexponía? Pues has de saber —continuó, con buen humor— que si túte quedas aquí, aquí nos quedaremosnosotros.

—Puede ser peligroso…—No más que para ti. Además,

estando tú aquí, estoy segura de queno entrarán ni los ingleses, ni losturcos, ni nadie que lo pretenda. Así

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que no insistas. Nosotros nosquedaremos.

—Pero, ¿y los niños? ¿No te dascuenta, Josefa, de que puede no seréste un lugar adecuado para ellos?

—No hay lugar más adecuado paraun niño que junto a sus padres —respondió la señora almiranta con unaplomo que no dejó de admirar aFernando. Acostumbrado comoestaba a ver que una sola mirada ogesto de don Blas bastaba paraimponerse ante los soldados másaguerridos, era asombrosocomprobar que su mujer sabía

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dirigirle con la mayor serenidad, ysin mover un músculo de la cara.

La sirvienta apareció en esepreciso instante con los zumos depiña.

Fernando quiso saber cuál era laopinión de don Blas respecto a losplazos de la contienda.

—Entonces, ¿no cree usted, donBlas, que el ataque vaya a serinminente?

—No, no es eso lo que he queridodecir: el ataque se producirá máspronto que tarde. Los ingleses loestán deseando desde hace tiempo y,

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por lo que se ve, ya han encontradola excusa perfecta para poderatacarnos sin que su diplomacia seresienta. O tal vez, lo que les muevasea que haya algo que les haya hechopensar que somos vulnerables. Seacomo fuere, estoy seguro de que lohan pensado mucho, con sus pros ysus contras, y que una vez que hantomado tan delicada decisión,vendrán lo antes posible, y vendráncon todas las fuerzas de que seancapaces. Sin embargo, lacaballerosidad exige no atacar atraición. Exige primero avisar y

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después atacar. Por eso te he dichoque no espero un ataque inminente.La declaración se hizo el pasado 19de octubre. Apenas ha transcurridoun mes. Deben concedernos untiempo para prepararnos.

—Pero ya hace tiempo que lesesperamos —repuso Fernando.

—En efecto, hijo. Pero una cosa esprevenir una posible contingencia yotra muy distinta es tener lacontingencia encima. En el primercaso, siempre existe la posibilidadde que el daño no llegue aproducirse. En el segundo, el mal ya

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está ahí, y hay que defenderse, sinposibilidad alguna de evitarlo.

—Tiene usted mucha razón.Entonces… tardarán semanas enpresentarse, incluso puede quealgunos meses…

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VI

Pero esta vez don Blas seequivocaba.

A finales de octubre los barcosbritánicos habían atacado porsorpresa La Guaira y La Habana,afortunadamente con muy escasosresultados.

Por si fuera poco, a la misma horaen que Fernando y él conversabanapaciblemente, el vicealmiranteVernon tomaba el puerto de

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Portobelo, en la costa atlántica dePanamá, a escasos seiscientoskilómetros de Cartagena de Indiashacia el oeste.

Portobelo, o Puerto Bello, comose llamaba entonces, tenía una granfama y reputación de ciudadestratégica por hallarse en la ruta dela Flota de Indias. Hasta allállegaban, atravesando el istmo dePanamá por su parte más estrecha,las mercancías procedentes de lospuertos del Pacífico. Y desde allíviajaban a Cartagena, donde se uníana los barcos procedentes del

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Atlántico Sur, con los que iniciabanla Ruta de los Galeones o «MareNostrum Español», pasando por LaHabana y la Florida, con rumbohacia España.

El gobernador de la ciudad, donFrancisco Javier de la Vega, habíaobrado con una desidia impropia desu cargo. Nada había hecho porreforzar las defensas de la plaza. Sibien es cierto que, casi con totalseguridad, desconocía la declaraciónde guerra de la Gran Bretaña, nopodía ignorar la creciente tirantezentre las dos naciones.

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Lo cierto es que los propiosingleses se asombraron de lafacilidad con que lograron tomar laciudad, en tan solo dos horas.

Los escasos hombres que ladefendían se mostraron a todas lucesinsuficientes, al igual que sus tresfuertes, cuyos cañones estaban enalgunos casos inservibles odeficientemente colocados.

Por si fuese poco, Portobelocarecía de fuerza naval, excepciónhecha de un par de guardacostas, quenada podían hacer frente a los seisnavíos de guerra comandados por

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Vernon.Pero era ya tarde para lamentarse

por tanta incuria y dejadez. El dañoestaba hecho.

Al conocerse la noticia, elentusiasmo en la flemática Inglaterraalcanzó unas cotas de euforia rayanasen la exageración.

En Londres las celebraciones y loshomenajes en torno a la persona deVernon se multiplicaron. En una cenaen honor del nuevo héroe, a la queasistió el monarca Jorge II de GranBretaña, se entonó por primera vezen la historia el himno nacional God

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save the King.También con motivo de esta

victoria se cantó por primera vez lacélebre canción patriótica RuleBritannia cuyo estribillo repite:Rule, Britannia! Britannia, rule thewaves: Britons never never shall beslaves («¡Domina, Britania! Britaniadomina las olas: los británicos nuncanunca serán esclavos»).

Hubo dos calles, en Londres y enDublín, a las que se bautizó con elnombre de Portobello Road.

El vicealmirante Vernon, el mismoque apenas cuatro meses antes había

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sido llamado al Whitehall connocturnidad, era ya una auténticaleyenda en su patria.

No es de extrañar que, sintiendo suánimo crecido, llegara a atreverse aretar a Lezo. Éste era ya conocidopor Vernon, pues su proverbialbravura en los mares era notoriaentre los ingleses, hasta el punto deque, de algún modo, don Blas eratenido como un icono de la voluntadespañola de hacer frente al crecientepoderío británico sobre los mares.

Vernon envió una carta a Lezo através del oficial Abaros. Estaba

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fechada el 27 de noviembre. En ellale intimaba a rendirse y a entregarCartagena.

Las palabras de respuesta delmarino español no se hicieronesperar. Su tenor literal fue:

«Si hubiera estado yo enPortobelo, no hubiera su mercedinsultado impunemente las plazas delRey mi señor, porque el ánimo quefaltó a los de Portobelo, me hubierasobrado para contener su cobardía»,

Ahora sí, las cartas estabanechadas.

Vernon había arrojado el guante y

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Lezo lo había recogido. A partir deahora, el esperado y temido ataque sehallaba más cerca que nunca. Seríaya solo cuestión de tiempo,

De cualquier modo, la toma dePortobelo no dejó de ser unespejismo para los ingleses. El climadel lugar era tan malsano, que desdetiempo atrás era conocido como «lasepultura de los españoles». No losería menos para los británicosdurante el tiempo que permanecieranallí.

Además, lo cierto es que suimportancia estratégica tampoco era

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tanta como se creía. La verdaderallave se encontraba en el fabulosopuerto natural de la bahía deCartagena de Indias.

Por eso, tan solo cuatro meses mástarde, el 13 de marzo de ese mismoaño de 1740, Vernon se presentaríadesafiante ante las costas de estaúltima ciudad.

Pero, contrariamente a lo ocurridoen Panamá, el almirante don Blas deLezo, cuya prudencia eraencomiable, le esperaba prevenido yen guardia.

Por si fuera poco, había recibido

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puntual información a través de losservicios de espionaje con base enJamaica. Y éstos le habían anunciadoque una gran flota con base enaquella isla se preparaba para atacarCartagena.

El virrey Eslava seguía sin llegary, muy recientemente, el día 23 defebrero, acababa de morir elgobernador de la ciudad.Correspondía por tanto a don Blas laentera responsabilidad en la defensade la plaza.

Aquel día de marzo, desde lospuestos de vigilancia se avistaron

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ocho navíos enemigos, acompañadosde un paquebote, dos brulotes y dosbombardas; trece naves en total. Laflota no era todavía visible a simplevista, pero su presencia no tardó entrascender a la entera población.

Se produjeron algunas escenas decierto nerviosismo. Hubo gentes quecomenzaron a apilar sus enseres conintención de emigrar hacia elinterior.

Sin embargo, el comportamientode la mayor parte de la ciudadaníaresultó ejemplar, hasta el punto deque la vida continuó con la relativa

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normalidad que podía esperarse deuna plaza que aguarda un ataqueinminente desde el mar.

Fernando acompañaba a Lezo y leasistía en todos sus desplazamientosy obligaciones al frente de las tropas.

Don Blas impartía sus órdenes conun imperio y aplomo que infundíanánimo y seguridad entre sus filas.Desde luego, estaba dotado para elmando. Sabía hacerse obedecer ysabía establecer una exigentedisciplina, sin por ello dejar de serapreciado por sus hombres.

Durante las operaciones

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permanecía como abstraído yreconcentrado sobre sí mismo. Sinembargo, era evidente que no dejabade prestar la máxima atención acuanto acaecía en la batalla. Sabíamantenerse atento incluso a losmenores detalles.

Durante las primeras horas, losnavíos ingleses se habían limitado afondear a una distancia de unas dosleguas de tierra. Hasta ahora secontentaban con realizar tareas dereconocimiento de la costa. Evitabansituarse dentro del radio de acciónde los cañones españoles.

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Fernando observaba a don Blas ensilencio, sin atreverse a interrumpirel hilo de sus pensamientos. Elalmirante se asemejaba a ratos a unviejo halcón que escudriñara a supresa en el horizonte, mientras que enotros momentos recordaba más biena un tigre agazapado, listo para saltaral menor descuido.

Todo cambió cuando lasbombardas enemigas se acercaron auna distancia suficiente para alcanzarla ciudad con sus proyectiles.Utilizaban balas de materialincendiario.

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Muy pronto, algunas casascomenzaron a arder.

El pánico cundió rápidamente porlas calles. Las gentes corrían de unlado para otro buscando un lugarseguro, a salvo de las bombas,mientras que las víctimas afectadaspor el fuego en sus viviendastrataban inútilmente de sofocarlo.

Algunos civiles, afortunadamentemuy pocos, perecieron carbonizadoso asfixiados por la humareda. Eranlas primeras víctimas que se cobrabauna guerra que aún en susprolegómenos, daba ya sus primeros

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zarpazos.Los británicos sabían lo que

hacían, pues la potencia de loscañones emplazados sobre lasmurallas era insuficiente paraalcanzar la todavía lejana posiciónde las bombardas.

El rostro de don Blas se tensó aúnmás, hasta parecer de acero.Meditaba la respuesta a losatacantes.

Y muy pronto resolvería lo quedebía hacerse. Ordenó desembarcaralgunos de los cañones de mayorcalibre de los navíos, cuyo fuego sí

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sería capaz de alcanzar no solo ellugar donde se habían situado lasbombardas, sino incluso la zonadonde descansaba el resto de la flotaenemiga.

La admiración de Fernando haciasu superior había crecido a lo largode cada día de trabajo que compartiócon él. Pero en las presentescircunstancias, en medio de laviolenta provocación británica, eljoven tuvo ocasión de maravillarsetodavía un poco más. Sobre todo porla capacidad de inventiva delalmirante.

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Ocurría que solo algunos díasantes, un artillero le había expuestolas enormes dificultades queencontraban a la hora de modificar elgrado de inclinación de las enormespiezas de artillería. Lezo, lejos dedesentenderse de la observación,comenzó a discurrir en posiblesmecanismos de mejora.

Tras reflexionar durante algúntiempo sobre el particular, en tansolo una semana terminaría porconcebir un revolucionario y simplesistema para mejorar elfuncionamiento de la artillería.

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Encajando las cureñas de loscañones sobre rampas de madera,dentro de unas hendiduras abiertas atal fin, se conseguiría corregir lainclinación de tiro de manera casiinmediata y sin apenas esfuerzo. Deeste modo se lograría graduar elalcance de las balas con facilidad.

Don Blas había encargado a loscarpinteros la ejecución de su ideaaquel mismo día.

Ahora, ante el desafío enemigo, elalmirante juzgó que la ocasión paraponer a prueba su invento, erainmejorable.

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Fiel a su proverbial falta deostentación, sin buscar darseimportancia, ni querer atribuirse lamejora, se limitó a manifestar a sucapitán de artillería, Agustín deIraola:

—¡Don Agustín! Fíjese en elfuncionamiento de los cañones sobrelas rampas y, si dan el resultado queespero, encárguese de introducir lamejora en cada batería.

—¡A sus órdenes, señor!Tan pronto como las piezas de la

artillería estuvieron finalmenteemplazadas en las troneras y

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operativas sobre las rampas, Lezodio la ansiada orden:

—¡Fuego!La primera bala debió de

sobrecoger a los tripulantesservidores de la bombarda máscercana, pues vieron con estuporcómo caía en el agua después depasar a muy escasa distancia deltrinquete, no sin antes rasgar eljuanete de proa, que se abrió dearriba abajo produciendo un sonorocrujido.

Un segundo disparo destrozó elvelacho de la misma nave, dejándola

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sin rumbo.La invención de Lezo funcionaba a

la perfección.Un segundo buque fue dañado en

la cubierta, al ser alcanzado por unnuevo proyectil que, en su caída,destrozó las jarcias y aparejos.

La tripulación sintió impotentecómo el cielo se les caía encima.

Los ingleses no daban crédito a loque veían.

En cualquier caso, era suficiente.Vernon comprendió que había

llegado el momento de batirse enretirada.

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Su asombro fue tal, que a lallegada a su cuartel general enJamaica, escribió a Inglaterra:

«La plaza se halla en tan buenestado de defensa que podría resistirel embate de cuarenta mil hombres».

En Cartagena, don Blas fueliteralmente ovacionado por lasgentes más sencillas, que, de unmodo espontáneo, jaleaban sunombre en medio de un auténticoentusiasmo.

Se sentían seguras.Sabían que, con un hombre así alfrente de la guarnición no había nada

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que temer de los ataques enemigos.

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VII

El virrey de Nueva Granada, donSebastián de Eslava y Lazaga,teniente general del ejército español,arribaría finalmente al castillo deSan Luis de Bocachica el día 21 deabril, unas pocas semanas despuésdel primer incidente con la marinainglesa.

Se demoraría aún tres días enhacer su entrada al interior delrecinto de Cartagena de Indias, al

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otro lado de la bahía: el tiempo quenecesitaría la ciudad para preparar larecepción y toma de posesión con lasformalidades requeridas.

Tal y como había anunciado encasa de los Mairena el hombrecillocalvo que no sabía pronunciar laserres, el virrey no se asentaría en lalejana capital de Santa Fe de Bogotá,sino en la propia Cartagena. Losrecientísimos ataques inglesesestaban aún muy vivos en la memoriade todos, y además, todo apuntaba aque no tardarían en repetirse.

Tras la toma de posesión, el virrey

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ofreció un espléndido ágape en suresidencia. Espléndido en cuanto a lagenerosidad del refrigerio y alnúmero de invitados.

Allá se dieron cita laspersonalidades más notables de laciudad, desde los principalesoficiales del Ejército, con don Blas ala cabeza, acompañado de su esposa,doña Josefa; hasta el joven tenientede navío don Fernando de Castro.

Había asimismo numerososrepresentantes del mundoeclesiástico, encabezados por elseñor obispo don Diego Martínez,

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hombre de gran talla humana eintelectual, amigo personal delalmirante y muy querido por todos,en especial por los más humildes, alos que era sabido que se desvivíapor socorrer con admirablegenerosidad.

Los invitados del mundo civilcomprendían tanto los miembros dela nobleza de sangre comoterratenientes y ricos comerciantes,de la «nobleza de fortuna».

Entre estos últimos se contaban losMairena.

Cuál no sería la desazón que

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invadió a Fernando cuando, derepente, sin poder imaginarlo niesperarlo de ninguna manera,reconoció no lejos de sí el rostro delmismísimo don Gonçalo de Oliveira.

El desgarbado portugués departíaamigablemente con el virrey. Lohacía con tal naturalidad, que untestigo ajeno a los hechos hubiesecreído que se trataba de unaconversación entre dos buenosamigos que se conocieran desdemuchos años atrás.

El luso presentaba un aspecto mássaludable que antaño. El cambio de

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aires le había sentado bien.Todavía no repuesto del duro

golpe, el teniente se dio casi debruces con doña Leonor y el resto dela familia. A Consuelo se le iluminóel rostro al ver a Fernando, pero laprimera en hablar fue su madre:

—¿Usted por aquí? No esperabaencontrarle entre los invitados.

Pero antes de que el aludidotuviera tiempo de contestar,Consuelo se adelantó a saludarle.

Ella había padecido muchodurante el asalto enemigo, angustiadasobre todo por la suerte de Fernando.

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No habían podido verse durante losdías que duró el ataque, y tampoco enlos días posteriores. Por eso, encuanto tuvo ocasión, le preguntó porlo que más le preocupaba.

—Fernando, ¿cree usted que losbritánicos volverán a Cartagenadespués del varapalo que sufrieron elotro día? ¿Verdad que no lo harán?

El galante oficial, halagado por laconfianza con la que Consuelo lepedía su opinión, no supo captar suangustia y, un tanto envanecido por laparte que había tenido en la acciónde rechazo a los barcos enemigos,

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respondió con indudable falta detacto.

—Desde luego se llevaron unabuena. Pero como son tan tercos,vendrán a por más. Conozco bien alos ingleses, cuando se les mete unaidea entre ceja y ceja, no hay modode quitársela, como no sea a lafuerza. En mi opinión, lo del otro díafue poca cosa para que se les vaya dela cabeza regresar. Además, lescontaré una cosa. —Aquí el jovenquiso marcarse un tanto anteConsuelo y su familia—. Don Blasrecibió una carta provocativa del

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propio Vernon tras la toma dePortobelo. ¿Y quieren saber lo que lerespondió nuestro almirante? Lellamó cobarde y le dijo que si élhubiera estado en Portobelo el inglésno hubiera podido cometer semejantefechoría. Creo que, después derecibir esa respuesta, Vernon nopodrá conformarse con unaescaramuza como la del mes pasado.Deseará volver armado con todas lasfuerzas que sea capaz de reunir. Peroeso mismo será su ruina, pues donBlas de Lezo no es hombre que sedeje amedrentar. Cuando los

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enemigos regresen, se encontraráncon la horma de su zapato. Seránexpulsados para nunca más volver.De eso pueden ustedes estar bienseguros.

Tan franca respuesta no pudo pormenos que aumentar las inquietudesde Consuelo.

Pero eso no fue nada comparadocon lo que se le venía encima a lapesarosa joven. Su madre acababa decruzar casualmente su mirada con lade don Gonçalo, de cuya presenciaen Cartagena ninguno de los Mairenatenía aún la menor idea.

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El portugués salía eufórico de subreve charla con el virrey.

Doña Leonor, como si de repentehubiera olvidado sus pasadosenfados con el desgarbado caballero,exclamó complacida:

—¡Qué ven mis ojos, si es donGonçalo! ¡Y nos ha visto! Vienehacia aquí…

Fernando y Consuelo quedaronconsternados.

—¡Qué agradable sorpresa,encontrarme con ustedes en el mismodía de mi regreso a Cartagena! Nadiepuede saber lo feliz que me siento en

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este día. ¡Doña Consuelo, está ustedm á s bella que nunca! Pero, ¡quémaleducado soy! Lo primero que lesdebo es una disculpa. —El portuguésse llevó la mano al corazón. AFernando el gesto se le antojóartificioso y falso—. ¡Hube de partircon tanta celeridad! Desgracias, tododesgracias… En Lisboa no meencontré más que con penalidades.¡Ah! Si hubiéramos estado yacasados… ¡cuánto más llevaderohubiera sido mi dolor durante todosestos meses! Por no decir quehubiese desaparecido por

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completo…Consuelo no sabía a dónde mirar.

Tenía ganas de echarse a llorar.Cuando creía que había perdido de

vista para siempre a aquel hombre alque no amaba, cuando coningenuidad había pensado que todossus obstáculos se reducían aconvencer a su madre de lasbondades de Fernando, se lepresentaba de nuevo ese extrañopretendiente, como una horribleaparición. Y lo hacía con un valor yun ánimo enormemente acrecidos.

La muchacha miró con curiosidad

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a su madre. Tal vez ella noperdonara tan fácilmente la partidaclandestina, sin ningún tipo deadvertencia por su parte.

En efecto, mientras escuchaba elalegato del portugués, doña Leonorhabía vuelto a ponerse seria.

Tan pronto como aquél cesó en superorata, la digna señora leinterrogó.

—Pero, don Gonçalo, ¿por qué nonos ha escrito usted durante todosestos meses?

—¿Me creerían si les dijera queno me ha sido posible? Sé que es

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difícil, pero deben hacerlo. Si fuesenustedes tan amables de recibirme ensu casa, estoy seguro de que seríacapaz de explicarme y de deshacerlos malentendidos. Ustedes, en subondad, seguro que sabráncomprenderme. ¡Ah! ¡He sufridotanto! ¡Han sido días tan difíciles!Pero todo ha merecido la pena contal de poder regresar con el debercumplido, y con la alegría de volvera ver a doña Consuelo…

Fernando estaba atónito antecuanto veía y oía. Se dijo que no seexpresaba mal el portugués. Sabía

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interpretar bien su papel.Y qué duda cabía de que sabía

tratar a las mujeres. Al menos a doñaLeonor, a la que, era evidente, prontovolvería a tener en el bolsillo.

—¿Quiere venir esta noche acasa? Aunque estará cansado… Talvez prefiera descansar hoy y venirmañana.

—De ninguna manera, doñaLeonor, esta misma noche me honrarévisitando su bonita casa. Nada medará mayor placer que podersincerarme ante ustedes, y volver averme en ese marco incomparable,

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que es para mí como un segundohogar. ¡Qué digo segundo! Será paramí como volver al verdadero hogar.

—Para nosotros será también unauténtico honor —añadió don Luis.

Sin que ni Consuelo ni Fernandohubieran tenido oportunidad de abrirla boca, don Gonçalo volvía aabrirse las puertas de la casa de losMairena con una facilidad tal, que nodejó de mortificar e inquietargrandemente al enamorado teniente.

* * *

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Una semana después de la toma deposesión del nuevo virrey, Fernandodaba un paseo matutino, tal y comotenía por costumbre, antes dedirigirse hasta el gabinete de donBlas.

Una vez que había conseguidoadaptarse al fuerte calor del Caribe,le era agradable pasear a primerahora, a la tenue luz del amanecer, ycontemplar la rápida mudanza que seobraba en la tonalidad del cielo,desde las oscuras coloracionesazules de los inicios del alba hasta lablanca claridad del día, pasando por

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toda una gama intermedia deamarillos y naranjas.

Cuando no estaba acuciado por laprisa, en lugar de caminar entre laspintorescas calles prefería dar unpequeño rodeo y caminar por encimade las murallas. A su paso, loscentinelas nocturnos le saludaban conmarcialidad.

El suave frescor de la brisa marinaacariciándole en el rostro le hacíabien. Contribuía a levantarle elánimo, que hacía días que tenía muybajo: desde el mismo día y hora enque había contemplado con sus

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propios ojos el amenazante regresodel portugués.

Había quedado impresionado dever cómo, con dos sencillas frases,su competidor había sido capaz deabatir las para él imponentesdefensas que doña Leonor establecíaen torno a su hija.

Por si fuera poco, desde aquelmismo día no había tenido ocasiónde volver a ver a Consuelo. Loseficaces servicios de espionaje conbase en Jamaica habían enviadoinformaciones preocupantes que lemantuvieron atareado en sus

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ocupaciones junto al almirante.Nada sabía del resultado de las

explicaciones que don Gonçalohabría dado ante los Mairena. Ni,sobre todo, del efecto que habríanpodido tener sobre doña Leonor.Pero el pesimismo que le invadía lellevaba a plantearse lo peor.

Una fuerte llamada proveniente delmar vino a sacarle de suscavilaciones:

—¡Ah de la costa! ¡Centinelas!¡Los ingleses se acercan! ¡Una granescuadra! ¡Trece o catorce buquesacompañados de una bombarda!

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Los que gritaban eran simplespescadores que, faenando por lanoche, habían avistado las navesenemigas y se habían apresurado adar la voz de alarma en la costa.

Fernando echó de inmediato acorrer en dirección a la casa de donBlas.

Al llegar, comprobó que éste yahabía salido hacia su gabinete detrabajo.

El teniente volvió a apresurarse ensu marcha hacia la nueva dirección,hasta el punto de que llegó a laspuertas del edificio al mismo tiempo

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que el almirante.—¡Señor! ¡Los ingleses están de

regreso: una flotilla de trece buquesy una bombarda!

Uno de los centinelas se acercabatambién, trayendo la misma noticia.

—Esta vez les cogeremos porsorpresa. —Fue la lacónicarespuesta del almirante. Su rostroadquirió de inmediato aquellagravedad que le era propia en lasgrandes ocasiones.

Inmediatamente comenzó a dar lasprimeras órdenes: ante todo debíaconocerse la posición exacta del

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enemigo, pues tan pronto como lamar y el viento lo aconsejasen,zarparían a su encuentro. En estaocasión se adelantarían a Vernon. Nose le permitiría acercarse tanto,debía evitarse a toda costa quevolviese a abrir fuego sobre laciudad.

En cuestión de muy poco tiempo,los hombres de Lezo ocupaban suspuestos en las dos naves operativascon que contaban.

Entre la población civil, algunasgentes tomaron el nuevo asalto casicomo un mero acontecimiento más

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del día. Era como si, con laexperiencia del ataque anterior,hubieran quedado vacunados.

Otros, por el contrario, se vierontodavía más afectados que la primeravez, y optaron por seguir los pasosde los que entonces habíanabandonado la ciudad en busca deposiciones más seguras, a algunasleguas tierra adentro.

Los británicos se habían dirigidoen esta ocasión hacia Barú, más alláde Bocachica, al sur de la bahíaexterior.

Parecía evidente que, dado el

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tamaño de la flota enemiga, al igualque había ocurrido en la anteriorexpedición, tampoco esta vez setrataba del verdadero ataque, sino deuna nueva salida de reconocimiento.Una exploración con vistas apreparar la agresión definitiva, conla que Gran Bretaña esperaba darinicio a su invasión del enterosubcontinente sur de América, o«Tierra Firme», como era conocidapor aquel entonces.

Don Blas subió a bordo de laGalicia, su nave capitana, con todala gravedad que le permitía su pata

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de palo. Fernando le acompañaba,caminando a su lado.

El almirante dio la orden de soltaramarras y de zarpar rumbo aBocachica.

A pesar de la gran extensión de labahía, en muy poco tiemporecorrerían las tres leguas que lesseparaban de su destino.

Las aguas de la ensenada, bienprotegidas del mar abierto, seríanmuy rápidamente surcadas por laimponente nao de setenta cañones. Asu derecha desfilaban los contornosde la isla de Tierra Bomba, donde a

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las cabañas de los indios lessucedían los distintos hitosdefensivos, como la Cantera del Reyy los diferentes baluartes o bateríasde cañones estratégicamenteemplazados.

De modo plenamente intencionado,fueron a colocarse ante la mismaentrada del paso de Bocachica, enuna posición que resultaríafácilmente visible para el enemigo.

El almirante había previsto quebastaría con ese gesto para poner enfuga a los ingleses.

Allí se detuvieron a esperar su

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llegada…A pesar de la confianza que la

presencia que don Blas inspiraba ensus hombres, los rostros estabantensos y el silencio se podía cortar.Siempre ocurría lo mismo durantelos minutos previos a una batalla. Lavalentía nunca ha estado reñida conel temor.

Todavía hubieron de transcurriralgunos largos minutos antes de quelos buques británicos asomaran porfuera del estrecho.

Hubo entonces algunos segundosdurante los cuales la tensión creció

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en intensidad.Ambas flotas parecían observarse

mutuamente, como si una especie deartillería psicológica buscaseintimidar al adversario, precediendoal fuego real.

Sin embargo, tal y como habíaprevisto el curtido almiranteguipuzcoano, bastó con ese gesto.

Ante la rápida respuesta española,perfectamente situada y dispuestapara el combate, los ingleses optaronpor retirarse por el mismo lugar pordonde había venido.

Vernon hubo de contentarse con

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una mera visita de reconocimiento,una segunda travesía que finalmenteresultó tan breve como pacífica.

Gracias a la oportuna reacción deLezo, esta vez los británicos sevieron privados de la oportunidad dedisparar un solo tiro contra laciudad.

Por eso, nadie debió lamentar niuna sola baja, ni un solo herido.

Poco a poco, las velas enemigasse fueron alejando rumbo hacia elnorte, hasta perderse en lainmensidad del océano, más allá delcabo de Punta Canoa.

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El almirante Lezo, satisfecho delresultado de la oportuna maniobra,ordenó poner rumbo a la ciudad.Regresaban a casa.

El recibimiento a su regreso apuerto resultó ser todavía másentusiasta que durante la primeraescaramuza. En opinión del pueblo,con su rápida reacción, la actuacióndel almirante había resultadosuperior si cabe a la de la anteriorexpedición enemiga. El inglés habíasido ahuyentado esta vez sinposibilidad de disparar un solo tiro,y la ciudad había permanecido

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intacta.—¡Viva don Blas de Lezo! ¡Viva

nuestro defensor!Hay quien llegó a decir que tanta

aclamación hacia el marinoguipuzcoano no resultaba del agradodel virrey, que podía sentirse untanto desplazado en su papel demáxima autoridad de la plaza y delentero territorio de Nueva Granada.

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VIII

Transcurrieron varias semanas sinque nadie volviese a avistar ni rastrode los barcos británicos.

En la ciudad, los más optimistasincluso comenzaban a olvidarse deellos, y de la posibilidad de queregresaran en el futuro.

No así Lezo y sus hombres, quecontinuaban recibiendo puntualinformación de los espías deJamaica, en especial de uno que

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llegó a hacerse celebre, y querespondía al apodo de el paisano.

En el fondo —lo sabían—, lo quehabía era una falsa calma. En losambientes militares se esperaba quela próxima vez las cosas irían muchomás en serio. Tan en serio que,cuanto más tardaran los hechos enprecipitarse, peor sería. Significaríaque el enemigo lograba hacer acopiode un número mayor de barcos y dehombres.

Una cosa estaba clara: la siguienteno sería ya una mera incursión dereconocimiento. La próxima vez los

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británicos vendrían con todo. Lasinformaciones secretas hablaban deque éstos habían recurrido porprimera vez incluso a una gran levaentre los colonos de Norteamérica.No en vano, el propio LawrenceWashington, medio hermano deGeorge Washington, el que llegara aser el primer presidente de losEstados Unidos, era quien se habíaocupado personalmente de realizarlaentre los colonos de Virginia. Lohabía hecho por encargo directo delalmirante Vernon, a quien llegaron aunirle estrechos vínculos de amistad.

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El virrey Eslava era tal vez laúnica autoridad en la plaza quediscrepaba. Él no creía que losingleses fuesen a atacar de nuevoCartagena. Era más bien de laopinión de que dirigirían sushostilidades hacia Panamá, LaHabana o Veracruz.

Pero ya fuese por la insistencia dedon Blas, o por un mero sentido deprudencia, no por ello cejó en suobligación de continuar mejorandolas defensas. De hecho, empleó unatan gran cantidad de recursos en lasobras, que hubo de pedir un préstamo

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extraordinario a los habitantes delvirreinato, lo cual le valió unauténtico levantamiento popular.

De cualquier modo, en medio de lageneral incertidumbre, las últimasinformaciones llegadas de Jamaicano auguraban que el ataque fuera aser inminente.

Uno de los hombres que mejorrecibió esta última noticia fue sinduda Fernando, que, comoconsecuencia de ello veíaligeramente reducidas susobligaciones junto a Lezo. Ahorapodría dedicar algunas de sus

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energías a resolver el problema que,a causa de la crecienteincertidumbre, le comenzaba a minarpor dentro.

Ante las difícilmente superablesbarreras establecidas por la señorade Mairena, se armó de coraje y devalor, y tomó la decisión de hablar ahurtadillas a Consuelo. Al menos, sedijo, saldría de dudas. Despejaría laincógnita que tanto le hacía sufrir. Selas arreglaría para conocer lasnuevas disposiciones de doña Leonorpara con el portugués.

Conociendo cuál era la habitación

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de Consuelo, en el primer piso,Fernando forjó su plan. Saltaría aljardín sin ser visto y, desde allí,trataría de llamar la atención de lamuchacha. Si conseguía que ella seasomara a la ventana, podrían almenos hablar durante unos brevesminutos sin ser vistos. Lossuficientes para disipar unas dudasque ya duraban demasiado tiempo.

Pensado y hecho.Ese mismo día, tan pronto como

madre e hija regresaron de su diariopaseo vespertino, Fernando saltó latapia. Lo hizo desde una callejuela

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lateral muy poco concurrida.Esperó a que la muchacha hubiera

tenido tiempo de llegar a suhabitación, y lanzó una pequeñachinita a los cristales.

No ocurrió nada.Se agachó a recoger una nueva

piedrecita.Nada. Había que insistir.Al llegar a casa, Consuelo se

había dirigido derecha hasta suhabitación. Después del largo paseodiario en sociedad, sintiéndosecuriosamente observada por unos yotros, cada vez le era más necesario

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retirarse a su habitación a descansara solas durante un rato, antes de lacena.

Nada más entrar, cuando apenashabía tenido tiempo para cerrar lapuerta, percibió el sonido del ligerogolpeteo contra la ventana. Sucorazón comenzó a latir con fuerza,pues su femenina intuición le anunciócon claridad de quién se trataba. Searregló rápidamente el pelo, se alisóel vestido, y corrió a la ventana.

Fernando se disponía a arrojar unatercera chinita, cuando la muchachase asomó y respondió en un susurro:

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—¡Fernando! ¿Eres tú? ¡Gracias aDios que has venido! Estaba tanpreocupada…

—Consuelo dime… ¿Es verdad loque se cuenta por ahí acerca de donGonçalo?

—¡Ay Fernando! Mi madre vuelvea las andadas. Quiere a toda costacasarme con él. Pero, gracias a Dios,que se apiada de nosotros, ahora esél el que, inexplicablemente, le dalargas… Dice que es todavía prontopara anunciar el compromiso, queprefiere esperar a que se aclare lasituación prebélica que vivimos. Eso

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me armó de valor anoche, y me atrevía hablar de ti con mi madre. Se lodije todo: que te amo, que quiero sertu esposa y regresar contigo aEspaña, o marchar a donde tú seasdestinado…

El joven teniente quedómomentáneamente esperanzado. Derepente, sus pesares se vierontransformados en un gran gozo.

—¡Consuelo de mi vida! Dime,¿qué te respondió tu madre cuando ledijiste que me amabas?

—No solo se opuso sino que…¡Ay, Fernando! —La afligida

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muchacha hablaba ahora entresollozos—. Temo que mi madre tecierre las puertas de esta casa y queno te permita volver a verme.

—¡Pero… pero eso no puede ser!Si eso ocurriera, yo, yo…

—La próxima vez que vengas,debes fingir que ya no te importo,que ya no te preocupas de mí. Comosi yo no existiera. Tal vez, mi madre,que se fija en todo, se tranquilice y tedeje en paz.

—Pero… ¿Y el portugués?—Por ahora no es un peligro. Ya

te he dicho que da largas. Es muy

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raro, pero es así. De repente, es él elque habla de calma, de no apresurarlas cosas… No sé qué clase dehombre es, pero hay algo en él queno me gusta. Hay algo en él que, nosé porqué, me hace sospechar.

Llevaban ya un buen ratocharlando. Demasiado para no seradvertidos por alguien de la casa.

De repente, Consuelo cayó en lacuenta de lo avanzado de la hora.Llegaría tarde a cenar.

—¡Ay! Es tardísimo… Debo irme.Pero recuerda: a los ojos de mimadre, ya no te importo. ¿Serás

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capaz de hacerlo?—Haré lo que sea con tal de

volver a verte.—¡Adiós, Fernando! ¡Te quiero!—¡Adiós, Consuelo! ¡Hasta

pronto!Tras la furtiva entrevista, el

teniente quedó reconfortado en parte:el portugués daba largas. Si bienseguía suponiendo una graveamenaza, al menos, y en esto seasemejaba a los ingleses, no era unpeligro que tuviera trazas dematerializarse de manera inmediata.

Pero al poco de saltar de nuevo a

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la calle desde el jardín, Fernandotuvo la mala fortuna de tropezar conun transeúnte que, a paso firme yrápido, caminaba por la estrecha yapartada callejuela. Era ya de nochey la penumbra de la calle habíapropiciado el involuntarioencontronazo.

A pesar del calor, el caminantellevaba el rostro semioculto bajo elreborde de un sombrero de ala ancha,y tras un amplio fular de seda.

—¡Mire usted por dónde va! —espetó encolerizado a Fernando. Ibatan ensimismado y recogido en los

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negocios que se traía entre manos,que pareció no haberle visto saltardesde la tapia.

—Lo siento, venía usted tanrápido… Le ruego que acepte misdisculpas.

Pero el extraño, sin siquieradetenerse por un instante, reanudó lamarcha a un paso aún más rápido delque traía.

—¿Dónde he oído yo antes esavoz? —se preguntó el teniente. Notardó mucho en identificarla.Además, el ligero acento extranjeroera inconfundible. No cabía duda:

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era el mismísimo don Gonçalo.El fortuito encuentro avivó de

nuevo las dudas en el ánimo delteniente: ¿quién era, en realidad,aquel extraño personaje? Y por otraparte, ¿le habría reconocido?

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Segunda parteTRES MIL CONTRA

TREINTA MIL

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I

A finales de ese mismo año de 1740,llegó desde España una escuadra dediez navíos, capitaneada por elgeneral Rodrigo de Torres. Era todoun refuerzo. Estableció su base deoperaciones en el cercano puerto deSanta Marta, a unas treinta leguas deCartagena, hacia el norte.

Eran muchos los que opinaban quesu poderío no dejaría indiferente aVernon. Confiaban en que, en cuanto

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el inglés tuviera noticias de supresencia, pospondría su ataque.Otros, más ingenuos, llegaron inclusoa pensar que tal vez desistiera porcompleto.

Pero las autoridades responsablesde la defensa de la ciudad, conEslava y Lezo a la cabeza, seguíanpuntualmente informadas de lamarcha de los preparativosbritánicos en Jamaica.

Era un hecho incontestable que losingleses se estaban armando hasta losdientes. Iban logrando hacer unacopio tal de navíos y de tropas, que

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nunca antes en la historia se habíavisto una flota tan grande en batallaalguna en Europa o en América. Deconceder crédito a las noticias quellegaban desde Jamaica, la escuadraque preparaban superaba con crecesen tamaño a la célebre ArmadaInvencible.*

Parecía claro que ni tan siquiera lavaliosa ayuda de don Rodrigo deTorres sería suficiente paradisuadirles de atacar. Y cada vezestaba más claro que, con semejanteejército a bordo, lo que pretendía elenemigo era una invasión y conquista

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en toda regla.Solo faltaba saber el cuándo y el

por dónde.Tanto el virrey como el almirante

coincidían en lo ocioso de formularcualquier tipo de cálculo o conjeturarespecto al cuándo. Por su propianaturaleza, aquél era sin duda elsecreto mejor guardado de losbritánicos. Algo imposible deconocer, a no ser que alguno de losespías al servicio de la Coronaespañola lograra obtenerdirectamente tan valiosa información,ya fuera de boca del propio Vernon,

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o de alguno de sus más inmediatoscolaboradores.

Sin embargo, a finales de enero de1741 se produciría un hecho de lamáxima relevancia para el futurodesenlace de los acontecimientos. Unhecho que Eslava conocería deprimera mano tan pronto como sematerializara, y que sin embargo,mantendría en todo momento oculto aLezo. Y sin embargo, podía muy bientratarse de un acontecimientodefinitivo a la hora de determinar laprevisible fecha del ataque por partede los ingleses: ¡Torres había debido

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abandonar Santa Marta! Habíadebido trasladarse con toda su flota aLa Habana, también en peligro de seratacada.

Ésa, y no otra, era la ocasiónpropicia esperada por Vernon.

En cuanto a la cuestión de pordónde atacarían, los puntos de vistade las dos máximas autoridadesdiferían diametralmente.

Don Sebastián mantenía que losingleses tratarían de desembarcar yavanzar hacia la ciudad y hacia elalto de la Popa desde la Boquilla.

Don Blas, sin negar que

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desembarcaran en aquel punto,sostenía que el verdadero ataque,donde se jugaría la verdaderabatalla, sería probablemente en elpaso de Bocachica, defendido porlos castillos de San Luis y de SanJosé. Aquél era el único punto deacceso a la bahía para los navíosingleses.

Por este motivo —opinaba Lezo—era ahí donde verdaderamenteconvendría reforzar las defensas.

Aquel día de primeros de febrerode 1741, cuando el almirante y elvirrey se hallaban despachando en el

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gabinete de este último, llegados alespinoso tema de la estrategiadefensiva, el virrey Eslava manifestóde modo abrupto:

—Usted lo ve todo muy claro, donBlas, pero el hecho de ser un hombrede mar, le inclina a pensar que todaslas batallas han de realizarse en esemedio. Sin embargo, ha de saber quesi los ingleses son nuestrosenemigos, eso no significa que seanestúpidos. Si algo me ha enseñado milarga carrera militar es a nodespreciar nunca a un enemigo. Ymenos a éste que, si se confirman las

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informaciones que vamos recibiendo,nos superará amplísimamente ennúmero. Ellos saben, al igual quenosotros, que Bocachica esinexpugnable. Tratar de penetrar porese paso significaría un auténticosuicidio, una carnicería para sustropas. Por eso es por lo que estoycompletamente seguro de queatacarán por la Boquilla. Eso, por noapelar a los informes recibidos delpaisano. ¿O es que pretende ustedque Vernon cambie sus planes aúltima hora solo por complacerle?

—Con todos los respetos, señor,

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no creo que los ingleses seanestúpidos, como tampoco creo serloyo mismo. Una entrada desde laBoquilla está llamada a encontrargraves dificultades para losasaltantes. Con las baterías decañones ahí emplazadas, siestablecemos una segunda línea dedefensa tras el Caño del Ahorcadopodremos resistir por ese flanco conrelativa facilidad. Y ellos sufrirángraves pérdidas humanas. Pero,además, tengo fundados motivos paracreer que Vernon no se limitará ajugar esa baza. Y los motivos son

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muy variados: en primer lugar, esmuy posible que, si encuentradificultades para avanzar desde laBoquilla, cambie de planes sobre lamarcha. Eso, suponiendo que laestrategia que nos ha llegado a travésde nuestros servicios de espionaje noconstituya de por sí una trampa en laque los ingleses esperen hacernoscaer. En segundo lugar, susuperioridad numérica es tan grande,que una maniobra envolvente por dosflancos a un mismo tiempo es lomínimo que podemos esperar de sumando, si es que el enemigo quiere

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realmente aprovecharse de su granventaja. Y en tercer lugar, Vernon esun hombre de mar. Si ha de dirigiruna batalla, lo lógico es que se apoyeen su medio, en las estrategias y enlas armas que mejor sabe utilizar: lasde sus navíos de guerra.

Eslava no se esforzó por reprimirun ostentoso bostezo, acaso forzado,tras el cual respondió con ciertapetulancia:

—Creo que ha dado tantas vueltasal asunto, almirante, que ha perdidousted el norte. En cualquier caso, nose esfuerce por seguir con sus

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elaborados argumentos. Creo que aestas alturas ni Vernon ni yo vamos acambiar nuestras posiciones…

No era la primera vez que Lezo yEslava discrepaban. Más bien seríala primera de una larga serie. Hastael punto de que, tan solo un par dedías más tarde, don Blas escribiríaen su diario:

«Hace tiempo que don Sebastiánde Eslava no me ha respondido aninguna proposición y advertenciaque le he hecho, conveniente a ladefensa de esta ciudad (…) y todo hasido callar, y manifestar

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displicencia».

* * * Apenas un mes más tarde a contardesde este primer desencuentro, ellunes 13 de marzo de 1741,volvieron a avistarse algunas velasenemigas desde la ciudad.

Era exactamente el mismo día enque se cumplía un año desde elprimer ataque de Vernon aCartagena.

Se trataba tan solo de un bergantínacompañado por dos navíos de

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sesenta cañones, pero todo parecíaaugurar lo peor: que fuera unaavanzadilla de la gran escuadra.

Habían hecho su aparición porPunta Canoa a las nueve de lamañana.

Tan pronto como se acercaron losuficiente, pudo reconocerse sunacionalidad inglesa.

Ese mismo día, el propioFernando fue el encargado deentregar a don Sebastián de Eslavauna carta de parte de don Blas, en laque éste le exponía las disposicionesque, a su parecer, debían comenzar a

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tomarse.Aunque todavía muchos querían

resistirse a creerlo, lo cierto es queen aquella aciaga jornada seiniciaban los preparativos para elmayor desembarco bélico que lahistoria hubiera jamás conocido entodos los siglos precedentes.

En la ciudad se repitieron algunasescenas de nerviosismo, aunque, adecir verdad, esta vez fueron de untono muy inferior a las de las dosocasiones anteriores. La eficazdefensa realizada por Lezo en amboscasos había conseguido serenar a sus

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habitantes. Al fin y al cabo, el inglésno parecía un enemigo tan temiblecomo se había creído en un primermomento.

A pesar de todo, hubo quienescontinuaron con las caravanas dedesalojo iniciadas durante losataques precedentes.

Fernando y don Blas habíanllegado a compenetrarse bien.Incluso en los momentos de mayorexigencia y tensión, en los que elalmirante tenía tendencia aencerrarse en sus profundasreflexiones, la cercanía de Fernando

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parecía infundirle una ciertaserenidad y constituir un sólido puntode apoyo para él.

A primera hora de la tarde, elteniente y Lezo se hallabandepartiendo en casa de este último.Charlaban acerca de las noticias queiban llegando e intercambiabanimpresiones relativas a las másperentorias providencias a tomar.

Cuando más concentrados estaban,estudiando un mapa de la bahía,alguien llamó a la puerta. Lo hizomediante unos golpes tan fuertes, quede ninguna manera habrían podido

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pa s a r inadvertidos a nadie en elinterior de la casa, a no ser quehubiera estado profundamente sordo.

—Ese que tan recio golpea, pornecesidad ha de ser hombre de mar—aventuró don Blas.

No se equivocaba.Al poco entró la criada,

acompañada por el capitán de unabalandra francesa procedente delpuerto de Leogano, en Haití.

Se trataba de un hombre de unossesenta años, cuya escasez de pelo enla cabeza compensaba su pobladabarba, de color entre gris y

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blancuzco.En cuanto el forastero abrió la

boca, preguntó con una vozmarcadamente aguardentosa, propiade quien ha ahogado muchas penas enron:

—¿El almirante don Blas de Lezo?—Yo soy.—Mi nombre es Bainet, capitán de

la Normandie, con base en Leogano.Me envía el general Brisson.

—Siéntese, capitán, se lo ruego.—Le invitó Lezo—. ¿Se le ofrecealgo?, si viene usted desde tan lejosvendrá sediento.

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—Gracias, almirante. Si tuvieranalgo de ron… Este calor le hace auno sudar como un condenado y…

—Estamos en apuros, pero notantos como para carecer de ron…

—Gracias. Un trago me sentará alas mil maravillas.

Lezo ordenó a la sirvienta quellevara una botella con tres copasantes de hacer las presentaciones derigor.

—Éste es mi ayudante, el tenientede navío don Fernando de Castro.

—Encantado. —Fernandoacompañó su saludo con una leve

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inclinación de cabeza.—Un placer, teniente.Don Blas invitó al francés a

explicarse, pues estaba muy claroque traía noticias de interés.

—Dígame, capitán: ¿qué le traepor aquí?

—Bueno, tengo ciertasinformaciones que les conciernen austedes… No son muy halagüeñas,¿sabe? Pero espero que al menos lessirvan de alguna ayuda… He venidoa toda vela, tratando de llegar atiempo. Al menos podrán prepararsepara lo que se les viene encima.

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—¿Se refiere a los ingleses?—Sí, ingleses. De todo origen y

condición. De la Gran Bretaña y delas colonias de Virginia. Y más delos que han podido ustedes ver juntosen toda su vida. He contado más deciento treinta naves, entre las cualesnavegan treinta y seis buques deguerra. Y que me aspen si no vienentodos ellos derechos hacia aquí,hacia Cartagena.

Las pupilas de los ojos deFernando y don Blas se dilataron demanera involuntaria. No esperabanrecibir una flota semejante.

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Sabían que detrás del bergantínvendría una gran escuadra. Pero…¡ciento treinta naves! ¡Treinta y seisbuques de guerra! Era mucho más delo que podían imaginar. Y lo que eramucho peor: superaba con creces a lafuerza ante la que podrían oponer unaresistencia con mínimasposibilidades de éxito. La terriblemortandad producida por la fiebreamarilla había diezmado a losmarineros españoles a su llegada aaquellas tórridas regiones. En laactualidad, la totalidad de efectivosde la defensa no alcanzaban los tres

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mil, aun contando con seiscientosindios flecheros del interior de laprovincia…

Volviendo a dirigirse al francés, elalmirante le preguntó:

—A juzgar por el tamaño de losbarcos, ¿cuánta gente de guerracreéis que pueden estartransportando a bordo?

—No podría dar el número exacto.Pero si he de fiarme de mi intuición,no andarán muy lejos de treinta mil.

—¡Treinta mil contra tres mil malcontados! Una proporción de diez auno —exclamó Fernando

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sobrecogido.—Esa información no debe salir

de aquí, Fernando. Debemosmantener alta la moral de nuestroshombres. Una moral de victoria esimprescindible para ganar unaguerra… Incluso una guerra comoésta, donde más que un triunfo sobrenuestros enemigos, lo que debemosesperar es un auténtico milagro…

* * * Aquella misma tarde, ya anochecido,don Blas acudió a casa del virrey.

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Por esta vez, no quiso que Fernandole acompañara. Deseaba evitar quedon Sebastián pensara que precisabade ayuda para defender sus puntos devista. Pues preveía que, una vez más,sus opiniones resultaríancontrapuestas.

En cualquier caso, deseabainformarle acerca de las noticiasrecibidas de boca del capitánfrancés.

Fernando aprovechó para correr acasa de Consuelo. Quería verla antesde que todo comenzara. De un modoinconsciente, después de lo que había

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escuchado, el teniente temía por suvida y, acaso, aunque eso ni tansiquiera se atreviera a pensarlo, porla de Consuelo.

Por eso corría a verla. No queríamorir sin que sus ojos lacontemplaran y sonrieran por últimavez.

A pesar del creciente encono quedoña Leonor le profesaba, aún nohabía vedado a Fernando la entrada alas reuniones en su casa. Tal vez porlo mucho que ella disfrutaba viendocómo el portugués hacía notar sudisplicencia hacia él. Pues cada vez

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que aquél le soltaba una puya más omenos ingeniosa, doña Leonor reíaabiertamente la gracia. No hace faltaseñalar que, con semejante apoyo,don Gonçalo se crecía y suengreimiento cobraba nuevos vuelos.

A pesar de su genio más bien vivo,Fernando hacía grandes esfuerzospor contenerse. Por nada del mundohubiera querido provocar unadiscusión abierta. Eso podríaacarrearle muy gravesconsecuencias, ya que doña Leonorsin duda aprovecharía para impedirledefinitivamente la entrada a las

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reuniones en su casa.Por si todo esto fuese poco, su

incertidumbre acerca de si elportugués le había identificado el díaen que había saltado del jardín a lacalle le obligaba a ser prudente.Sabía que, si don Gonçalo ledelataba, doña Leonor jamás se loperdonaría. Era una razón de máspara callar.

Pero a pesar de todo, la pacienciadel joven se iba colmando con eltiempo. Y no estaba lejos dedesbordarse. Las tensiones previas ala guerra tampoco contribuían a

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apaciguarle precisamente.Al llegar a la casa, fue conducido

directamente hasta la terraza dondeacababa de servirse el café.

Además de la familia, allí estabandon Gonçalo y dos o tres invitadosmás a los que Fernando apenasprestó atención. Le bastaba y lesobraba con la presencia deConsuelo y, por contraste, con la dellusitano.

Nada más entrar, Fernando reparóen que, si Consuelo tenía muy malacara, doña Leonor se manifestabainusualmente feliz y risueña, al igual

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que su rival. Se temió lo peor.No tardaron en confirmarse sus

malos augurios: los padres deConsuelo y don Gonçalo acababan deanunciar formalmente el matrimonioentre éste y su hija, que tendría lugaren la Catedral de Cartagena, enfechas tan próximas como fueraposible.

Fernando no se lo esperaba. A lanoticia de la proximidad de unaformidable escuadra inglesa, se leunía ahora esta nueva desgracia.

Por un momento, el teniente creyóque el mundo se hundía bajo sus pies.

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En su fuero interno, no sabía cómocalificar la actuación de doñaLeonor. Le parecía simple yllanamente una felonía, le parecíaque obraba como un auténticomonstruo con su hija, sin tener enabsoluto en cuenta sus sentimientos.

¡Consuelo le amaba a él, no a eseopulento fantoche! ¡Bastaba con verel rostro demudado de la muchacha!

El joven hizo esfuerzos ímprobospor mantener la calma. No era tareafácil.

Pidió una copa de ron.—¿No es maravilloso? ¡Me

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encantan las bodas! ¡Qué lástima nopoder asistir a la de ustedes! —exclamó una de las invitadas en lasque Fernando apenas había reparado.Al parecer, se trataba de la esposade un adinerado terrateniente deBarranquilla, también presente en lareunión. Se hallaban de paso enCartagena durante unos pocos días,antes de proseguir caminó haciaSanta Cruz de Bogotá.

Lo malo no fue su comentario, sinoque, ignorante del terremoto quesacudía el interior del apuestoteniente, tuvo el desacierto de

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dirigírselo a él, culminando sutorpeza con una no menosdesgraciada pregunta:

—¿Y usted, no ha encontradotodavía su Consuelito en Cartagena?

Para cuando quiso darse cuenta,Fernando ya estaba respondiendo ala pregunta. Pero sus palabrasparecían salirle de la boca sinpermiso, por su cuenta, como siprimero las dijera y después lasanalizara con la mente, y no al revés.

—Señora, le agradezco supreocupación por mi persona. Y lediré que sí, que sí que he encontrado

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a mi Consuelito, como usted dice.Pero los hombres que valen por loque son y no por lo que tienen, esdecir, los que carecen de fortuna, aveces encuentran escollos en sucamino. Escollos que, con la ayudade Dios, a menudo terminan porsortear, pues el verdadero amor nopuede ser nunca avasallado, nisustituido por meros interesesegoístas.

Doña Leonor y el portuguéssupieron muy bien hacia quiénes ibandirigidas aquellas palabras, pero suposición les impedía darse

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abiertamente por aludidos. DoñaLeonor había presentado el enlacecomo el fruto de un profundo amor.También de su hija hacia elportugués.

Por su parte, Consuelo quedóhorrorizada por lo que acababa deescuchar de labios de Fernando.Temió la reacción de su madre.

Lejos de amilanarse, y llevadotodavía de la mano de la pasión,Fernando continuó:

—Además, como ustedes saben,los ingleses están a las puertas de laciudad. Es solo cuestión de días, tal

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vez tan solo de horas, que décomienzo una gran batalla. Pues bien,los hombres, iremos a luchar. No estiempo de amar, sino de batallar. Si ala hora de la guerra todos nosescondiéramos detrás de unas faldas,aduciendo que hemos de presentar anuestra dama ante el altar, y eso nosimpidiera luchar, ¿qué sería denuestra patria? ¿Qué, de nuestraciudad? ¿Qué de nuestro honor?

El tono de Fernando iba increscendo y adquiría ya los vuelosde un orador.

La esposa del terrateniente de

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Barranquilla, totalmente ignorante dela marejada que agitaba a lospresentes, escuchaba fascinada labrillante retórica de Fernando.

—¡Qué militar tan distinguido!¡Qué gran discurso!

Pero llegó un momento en el quedon Gonçalo se sintió aludido en talforma que le era ya imposible callar.Por eso intervino entre acalorado yalborotado.

—¡Es inaudito! ¡En mi vida me hevisto tratado de semejante manera!¡Y en el día del anuncio de mi boda!¿Acaso me está usted acusando de

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cobardía?Fernando no había pretendido

herir ni insultar a su contrincante. Enel fondo lo consideraba una víctimamás de los tejemanejes de doñaLeonor. Todo cuanto había dichohabía sido un desahogo inconscientede su corazón dolorido. Suindignación le había hecho hablarcon las primeras palabras que se lehabían ocurrido, como podía muybien haber utilizado otras.

Ahora comenzaba a darse cuentade que había actuadoimprudentemente, y que tal vez se

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había excedido en sus comentarios.Trató de rebajar la tensión y de no

humillar al ofendido don Gonçalo—Nada más lejos de mi intención

que acusarle, señor mío. Tan solo hequerido explicar a esta señora que,siendo yo un hombre de armas, nopuedo preocuparme en estas horas degrave amenaza extranjera pormenesteres a los que, otros hombresmenos vinculados a la guerra, puedendedicar su tiempo y sus energías. Sinembargo, si me lo permite, creo queen las actuales circunstancias, enCartagena el deber de todo hombre

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está en la primera línea de fuego. Delo contrario, correremos el riesgo deque todo se pierda. También laposibilidad de desposar a lasmujeres que amamos.

El portugués se sintió aliviado porla rectificación del teniente. Quedabaclaro ante todos que lo dicho nopodía interpretarse como un ataquedirecto hacia su persona. Sus ojos seiluminaron súbitamente cuando, conuna mirada de fuego, añadió:

—¡De todas formas tal vez tengausted razón, mi querido soldado! Sí,nos veremos en el frente. Yo también

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participaré en la defensa de laciudad. Me ha convencido usted. ¡Deeste modo tendremos ocasión demedir el valor de cada cual!

Ahora fue doña Leonor quienintervino conmocionada:

—¡Pero don Gonçalo! ¡Pienseusted lo que dice! ¡Qué va a decirConsuelo! ¡Ella no podrá soportar suausencia! La boda se retrasará hastaDios sabe cuándo y…

—No se preocupe, madre. Sabréesperar. Don Gonçalo tiene razón.Los hombres deben defender laciudad. Un hombre incapaz de

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hacerlo por falta de valor seríadespreciable a mis ojos.

No hicieron falta más palabras.Aquí, también las cartas estabanechadas. Fernando y Consuelo habíanconseguido aplazar la boda, perodoña Leonor no olvidaría fácilmentelo que el «tenientillo» acababa dehacer, echando por tierra todos susplanes, después de meses defatigosas maquinaciones y esfuerzos.

Ese mismo día, al final de lavelada, la grave señora se acercó adespedir a Fernando y en voz baja lesusurró:

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—No hace falta que se moleste envisitar más esta casa. Dedíqueseusted a su guerra y haga el favor deno volver a poner sus pies nunca máspor aquí.

Y en voz alta, para que le oyerantodos, añadió:

—¡Buenas noches, teniente DeCastro!

—Buenas noches, señora —acertóa responder Fernando.

Si su voz resonó con normalidad,su alma estaba literalmentedestrozada.

Ahora tenía un motivo añadido

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para dudar de que sus ojos pudiesencontemplar de nuevo a Consuelo.

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II

El capitán Bainet no se equivocabao, mejor dicho, sí se equivocaba,pero por defecto.

Cuando las tropas inglesasfinalmente se dejaron ver en lasproximidades de la ciudad, elnúmero total de embarcaciones noresultó ser de ciento treinta, sino deciento ochenta. En su conjunto, ibanequipados con unas tres mil piezasde artillería repartidas entre varios

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navíos de dos y tres puentes, esdecir, de entre cincuenta y noventacañones cada uno.

Además, contaban con docefragatas de cuarenta cañones y condos bombardas.

Por su parte, Lezo contaba conseis navíos y novecientas noventapiezas de artillería.

Ahora sí, el pánico cundió pordoquier. Se organizaron nuevasexpediciones dispuestas a abandonarla ciudad, al menos hasta que latormenta descargara.

En el otro platillo de la balanza,

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algunos hombres se presentaronvoluntarios para empuñar las armas.Su generosidad no fue despreciada nidesatendida por Lezo. Se les daríainstrucción y se les armaría en lamedida de lo posible. Lo cierto esque, a la hora de defenderse de tanimponente amenaza, no sobrabanadie. De cualquier modo, el númerode fuerzas disponibles en el ladoespañol apenas se vio modificadopor este puñado de hombres. Seguíansiendo apenas un pequeño reductoque debería enfrentarse a una colosalmaquinaria de guerra.

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En los primeros días, Vernonamagaba tratando de encontrar unlugar desde donde accederdirectamente a la ciudad por la costa.

Bombardeaba Cartagena desde elmar, con diecisiete de sus navíos ylas dos bombardas.

Muy pronto se convenció de quesus esfuerzos eran en vano.Sencillamente, porque no había unpunto por el que poder desembarcary porque las defensas de lasmurallas, sabiamente dirigidas por elalmirante Lezo, causaban gravesdaños a sus barcos.

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Vernon decidió entonces acometerpor el lugar exacto por donde donBlas había predicho: por la entradade Bocachica.

El almirante inglés envió ochobarcos a bombardear los castillosque defendían ese paso, en especialel de San Luis.

Los navíos británicos sealternaban en su incesante cañoneo,en turnos de cuatro buques cada vez.Así conseguían hacer fuego sininterrupción, día y noche, a un ritmode algo más de un disparo porminuto. Su objetivo era «ablandar»,

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hasta doblegar, los muros de lasfortalezas.

Los artilleros españoles se batíancon bravura bajo la lluvia incesantede balas. Respondían con igualcoraje al fuego enemigo. Pero desdeel primer momento se comprobó quelas fuerzas eran desiguales.

Tan pronto como el almiranteespañol apreció los movimientos dela flota británica en dirección aBocachica, se personó en el lugar. Lohizo a bordo de su nave capitana, laGalicia, y lo hizo dispuesto aorganizar y dirigir las defensas in

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situ.Fernando, cabizbajo y carente del

entusiasmo que le era propio, hacíauna triste figura al lado del coraje yel arrojo de un hombre tan valerosocomo Lezo.

Mientras los obuses británicosllovían a intervalos, produciendo esesilbido tan característico queprecede a una gran explosión y,muchas veces, a la misma muerte,Lezo se interesó por el estado deánimo de su ayudante:

—Hijo, ¿puedo preguntarte qué teocurre? ¿Tienes miedo? ¿Quieres

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acaso pasar a la retaguardia por unosdías, hasta que recobres el ánimo?

—¡Oh, no! No señor. No es eso.—Entonces solo puede otra la

causa de tus males: estás enamorado,¿me equivoco?

—No, no se equivoca.—Si me permites un consejo, de

hombre a hombre, pon la cabeza enlo que estás haciendo. Mira,Fernando, esto es una guerra y no hahecho más que empezar. Hay muchasposibilidades de que no salgamoscon vida. Si tú y yo, y el resto de loshombres, no ponemos los cinco

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sentidos en el esfuerzo que ahora senos pide, ten por seguro que ningunode nosotros, ni nuestras familias, nininguno de nuestros seres queridosen Cartagena tendrá un futuro fácil.Así que, si de veras quieres a esachica, por el amor de Dios, antes quenada, defiéndela. Y no dejes queotros pensamientos te distraigan.¿Serás capaz de hacerlo así?

—Sí señor.—Lo celebro. Pues entonces, pon

otra cara y acompáñame a tierra.Quiero ver cómo van las cosasdentro de los muros del San Luis.

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Desembarcaron en una chalupaque les condujo hasta uno de lospequeños embarcaderos de la isla deTierra Bomba.

Allí les estaba esperando donCarlos Desnaux, el castellano, quehabía acudido a recibirles a laescollera.

—Bienvenido, señor.—Gracias, don Carlos ¿Cómo van

las cosas en el castillo?—Hasta ahora bien. Los hombres

mantienen alta la moral, y lasparedes cumplen su papel: por ahoraresisten. Hemos instalado rampas

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debajo de todas las cureñas y hasupuesto una gran mejoría. Sinembargo, hay algo que me preocupa.Los muros son sólidos y parece quepodrán aguantar bastante tiempo,pero las esquirlas que se desprendende las paredes, con gran violencia,después de cada impacto nos estáncausando muchas bajas. Son comobalas de fusil que salierandespedidas en todas direcciones.Esto ocurre en especial cuandogolpean contra los merlones, quesaltan deshechos en mil pedazos. Sehacen añicos hiriendo, cuando no

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matando, a los hombres máspróximos al lugar del estallido.

—Lléveme hasta esos merlones,don Carlos. Quisiera calibrar el dañocon mis propios ojos.

Hubieron de caminar muydespacio, a causa de la irregularidaddel terreno y de la pata de palo delalmirante. Dedicaron un buen rato acoronar la altura del muro oeste delcastillo, aquél donde mayor era elcastigo recibido desde los barcosenemigos.

El fuerte sol golpeaba sin piedad.En algunos tramos, el camino

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atravesaba un trecho protegido por lasombra que la copa de una gigantescabonga, un frondoso árbol tropical,proyectaba. Pero tampoco esta ayudapudo evitar que, al llegar, estuvieranempapados en sudor.

Las bombas inglesas continuabancayendo a un ritmo constante.

Cada minuto, poco más o menos,el inconfundible y mortífero silbidode los obuses ponía a todos loshombres en alerta. Había muy pocossegundos para intentar localizar latrayectoria del proyectil y tratar deponerse a salvo.

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Lezo se colocó junto a lossoldados más expuestos al fuegoenemigo.

Una de las balas golpeó contra lamuralla, con un estruendoensordecedor. A consecuencia de lafuerza del impacto, algunosfragmentos se desprendieron,hiriendo a uno de los hombres.

Gracias a Dios, el proyectil habíagolpeado a un metro por debajo delos merlones entre los que asomabanlos cañones.

Fiel a su modo de ser, y a latransformación que sufría en el

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combate, Lezo permaneció ensilencio durante un cierto tiempo, conel rostro grave, mientras observabacon atención las curas a las que erasometido el herido.

Los artilleros españolesrespondían con los medios de quedisponían, inferiores a los de losatacantes. Solo algunas de sus balasconseguían alcanzar a los navíosingleses en el casco, produciéndolesdaños de escasa consideración.

Quienes conocían bien alalmirante, sabían lo que losmarcados pliegues en la frente

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significaban. Su mente reflexionabacon la máxima intensidad de que eracapaz.

Fernando se contaba entre quienesmejor sabían interpretar el rostro desu superior. Cuando, transcurrido untiempo, le vio relajar los músculosde la cara, supo que había concebidoalguna nueva solución para ladefensa de Bocachica.

Dirigiéndose al comandante delcastillo, Lezo le preguntó:

—Don Carlos, mantienen ustedesen buen uso la fragua en TierraBomba, ¿verdad?

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—Sí señor, se encuentra no muylejos de aquí, a menos de diezminutos a pie.

—¿Sería posible unir las balas decañón entre sí, por pares, medianteuna cadena de un metro de longitud,poco más o menos?

—Sí señor. Sería posible yrelativamente rápido y sencillo dehacer.

—Bien. Le sugiero que prepareunas cuantas bombas encadenadas, yque, en lugar de apuntar a los cascos,las dirijan hacia los aparejos de lasnaves enemigas. Creo que con este

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procedimiento lograremos ampliar laacción destructora de nuestrosproyectiles. Y si funciona comoespero, el inglés verá sus barcosdesarbolados en menos tiempo delque podría esperarse. En cuanto a lasesquirlas, el problema sesolucionaría protegiendo losmerlones mediante costales rellenosde tierra, o de arena. El teniente DeCastro y yo regresamos a la Galicia.Le ruego que tan pronto tenga listaslas bombas dobles, envíenos unmensaje y volveremos de inmediato acomprobar su eficacia.

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—A sus órdenes, señor.—Hasta pronto, don Carlos.A su regreso a bordo de la

Galicia, Lezo se encontró con unasorpresa que de ningún modoesperaba: el virrey estaba allí, reciénllegado de la ciudad, pues deseabaconocer cómo se estabandesarrollando las cosas en la primeralínea de batalla.

Comenzaba ya a atardecer. Losdos hombres se sentaron a dialogaren torno a una mesa sobre cubierta,tal y como era costumbre, y casiobligado a causa del inaguantable

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calor en el interior del barco.Mientras intercambiaban

información y pareceres, las bombascontinuaban cayendo cercanas, pueslos cañones de la nave capitana nohabían dejado por un instante departicipar activamente en la defensadel castillo de San Luis. A susbombas, como no podía ser de otramanera, respondían con energía lasde los buques ingleses.

Como buenos militares, ninguna delas dos autoridades parecía prestar lamenor atención, ni conceder la másmínima importancia al fuego

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británico. De nada valdría asustarseo tratar de escabullirse de unosproyectiles que, rápidos comobólidos, caían de manera continua asu alrededor, en lugares imposiblesde prever. En cierto modo, era unaprueba de virilidad y valentía la quelos dos hombres sostenían entre sí.

Pero el peligro era cierto y laconferencia tal vez se estuvieraprolongando demasiado. Los obusescontinuaban cayendo sin tregua.

Hasta que la mala fortuna quisoque uno de ellos alcanzara la velaestay de perico, dañando el

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mastelerillo, y yendo a caer conformidable estruendo a los mismospies de don Blas.

Sin apenas tiempo parareaccionar, un nuevo proyectil llegósilbando a muy baja altura, hastaalcanzar la misma mesa que separabaa los dos hombres, que saltó rota enmil pedazos. De resultas del vuelo delas astillas, tanto Lezo como Eslavaresultaron heridos. El navarro lo fueen un brazo, y el guipuzcoano en unmuslo y en la mano.

Gracias a Dios, las lesiones nofueron serias y todo quedó en un

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susto. Las consecuencias, qué dudacabe, podían haber sido mucho másgraves.

Era un aviso. Había llegado elmomento de poner fin a una reuniónque duraba en exceso.

Durante la noche, los herreros deTierra Bomba habían trabajado defirme en la elaboración de los nuevosobuses encadenados, siguiendofielmente las instrucciones de donBlas.

Por la mañana, tan pronto comoamaneció, don Carlos Desnaux enviórecado al almirante, que regresó a la

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isla en el mismo bote en el que habíaacudido el mensajero, tal y comohabía prometido.

Se repitió la escena de la primeravisita de Lezo, con la únicadiferencia de que don CarlosDesnaux había preparado uncarromato con el que transportar adon Blas hasta el patio de armas delcastillo.

Lezo no era amigo de que letrataran como a un lisiado. Fernandotemió que lanzara algún pequeñoexabrupto, o que se negara a subir.Gracias a Dios, nada de esto ocurrió.

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Al contrario, montó con los demás y,con rostro risueño, comentó:

—¡Veamos cómo responden esasbalas encadenadas! Es una idea queme viene rondando la cabeza desdehace tiempo. Hoy saldremos dedudas, pero no sé… algo me dice quefuncionará…

Estaba tan ilusionado como unniño con zapatos nuevos.

Mientras tanto, el intercambio demetralla de uno y otro ladocontinuaba imparable.

Las balas enemigas volaban sobresus cabezas, mientras se

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aproximaban hasta la fortaleza deSan Luis.

Cuando alcanzaron la altura de lamuralla, el almirante comprobó conenorme satisfacción que los merloneshabían sido ya convenientementerecubiertos mediante sacos de arena,tal y como había sugerido. Nada leagradaba más que ver que susórdenes eran prontamente atendidas ypuestas en práctica. Sabía muy bien,por experiencia, que la disciplina eraun factor esencial en la eficacia de unejército. El resultado conseguido eraóptimo. Los proyectiles, al golpear

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contra los costales, perdían mucha desu capacidad destructora, hasta elpunto de que el desgaste era ahorainsignificante en las almenas, dondehasta muy poco antes se sufría elmayor daño.

Además, el problema de lasmortíferas esquirlas quedabacompletamente resuelto.

—¡Bien don Carlos! Veo que hantrabajado ustedes a conciencia,realizando una gran labor.

—La idea fue suya, señor. Y enefecto, está resultando de una graneficacia.

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—¡Magnífico! Pues probemosahora las bombas dobles.

Don Agustín de Iraola, capitánartillero, se hallaba presente junto adon Carlos. Nadie mejor que él paraprobar la eficacia del nuevoarmamento. Conocedor de su pericia,Lezo le indicó:

—Don Agustín, se lo ruego, tengael honor de probar la nuevamunición. Pero hágame el favor deno apuntar al casco, sino más arriba:directamente a los mástiles.

—A sus órdenes, señor.El joven guipuzcoano, paisano del

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almirante, introdujo las bombasencadenadas junto con la pólvora,ajustó la dirección del disparo y, auna señal del almirante, disparó.

Las balas encadenadas salieroncatapultadas con un formidableempuje, rotando como dos planetasgemelos que compitieran envelocidad giratoria, uno respecto delotro.

Pero el peso de las dos bombas,unido al de las cadenas, era muysuperior al de un solo proyectil.Tanto, que el cálculo resultóinsuficiente, y las balas cayeron a

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tres cuartos de distancia de losbarcos enemigos.

—¡Muy bien, don Agustín! Conesta referencia, en el próximo tiro nose nos escaparán —le animó Lezo.

El artillero se dirigió al cañóncontiguo, modificó el ángulo deinclinación de la boca, añadió unamayor cantidad de pólvora, cargó lamunición, y se dispuso a repetir laoperación, corrigiendo el disparo.

—¡Fuego! —repitió el almiranteen cuanto la pieza estuvo a punto.

Nuevamente la doble bomba saliódespedida como un torbellino

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arrollador.No le hizo falta a don Agustín una

tercera oportunidad para corregir eltiro, pues ante el asombro y el pánicode los marineros ingleses, el ingenioideado por don Blas destrozó el palomayor de una de las naves másgrandes, a la que alcanzó a la alturadel mastelero de gavia.

—¡Hurra! —gritaron los hombres,al presenciar cómo el mástil seinclinaba poco a poco, hasta caer almar, llevándose consigo la gavia, eljuanete y el sobrejuanete mayores.

El artillero, que trataba de

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mostrarse humilde y digno ante sussuperiores, no pudo evitar que unagran sonrisa, de oreja a oreja,manifestara a las claras susatisfacción por haber acertado eltiro.

Además de orgulloso, don Blas sesentía profundamente aliviado. Ahoraque sabía que su idea funcionaba,veía crecer sus esperanzas, a pesarde hallarse frente a una flota tanextraordinariamente grande y bienequipada.

—¡Excelente, don Agustín! ¿Seríausted capaz de repetir su hazaña en el

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palo del trinquete?—Lo intentaré, señor.Incluso los obuses enemigos se

detuvieron por algunos minutos. Enla escuadra británica, el dobledisparo no había pasado inadvertido.

Don Agustín volvió a cargar,modificando ligeramente el tiro.

—¡Fuego!Volvió a acertar de lleno. Esta vez

sobre el palo del trinquete, tal ycomo le había sugerido el almirante.

El disparó resultó un poco alto, talvez, pero suficiente para llevarse pordelante todo el aparejo desde la

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verga del velacho hacia arriba.Una nueva ovación acompañó al

éxito del artillero, que volvió la carahacia don Blas, esperandoinstrucciones para el siguiente tiro.

—¡Muy bien, don Agustín!¡Vayamos ahora a por el palo demesana! Trate usted de partirlo a laaltura de la cofa…

Los ingleses seguían sin disparar.Dos mástiles partidos en dos tirosera demasiada casualidad. ¿Quédiablos hacían los españoles paradisparar con tal acierto y capacidadde destrucción?

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Don Agustín se concentró en elnuevo objetivo.

—¡Fuego!Esta vez la doble bala cayó en el

mar, muy cerca de la Popa del barco.—¡Bien, don Agustín! El tiro iba

bien dirigido. Le ha faltado tan soloun poco más de fuerza. Pruebe otravez, por favor.

El artillero se dispuso a corregir,a su discreción, el ángulo al quedebía apuntar, y repitió el disparo.

—¡Hurra!Acertó de lleno en el macho de la

mesana. Cangreja, estay,

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sobremesana, perico y sobrepericocayeron sin remedio al agua.

En cuestión de pocos minutos,todo un navío de dos puentes ysetenta cañones acababa de quedarfuera de combate para la flotabritánica.

Lezo estaba tan contento que sepermitió dedicar su paisano donAgustín unas palabras en vascuence:

—Oso ondo Agustintxo, oso ondo!Segi horrela! Zu zera gure artilleroonena!*

Solo en ese día, los cañonesespañoles lograron desarbolar hasta

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cinco navíos de guerra británicos.Entre ellos había dos de tres puentesy noventa cañones…

Qué duda cabía de que era un buencomienzo.

En la ciudad, las campanas de lasiglesias se lanzaron al vuelo duranteun largo rato, celebrando la victoriade aquella memorable jornada.

La hazaña había supuesto un granestímulo no solo para el propio Lezo,sino para la entera Cartagena. Desdeque se avistara por primera vez elimpenetrable bosque de velasenemigas y la población se viera

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sumida en tan profundo desánimo,era la primera vez que las heroicasdefensas eran capaces de demostrarlo que valían.

Muchos acudieron hasta lahermosa Catedral, para dar gracias, ypara implorar la protección del Cielodurante los difíciles días que, a pesarde todo, deberían afrontar.

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III

El destrozo de los cinco barcosingleses tuvo como consecuencia elcese pasajero del fuego enemigo. Eracomo si los británicos se hubiesenretirado a deliberar.

El almirante decretó que, dada lacalma transitoria que se habíainstalado, se produjera el relevo dealgunos de los hombres deBocachica. No estaban sobradas deefectivos las tropas españolas, pero

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Lezo sabía muy bien que un merecidodescanso, cuando las circunstanciaslo permitían, redundaba en una mayoreficacia de los marineros a suregreso a primera línea de combate.

También don Blas y Fernandollevaban ya varios días embarcadosa la entrada de la bahía, sin ningúncontacto con la ciudad. Como otros,recorrerían las casi tres leguas dedistancia hasta Cartagena, dondetratarían de rehacerse, gozando dealgunas horas de merecido reposo.

Además, el almirante considerabasu deber informar puntualmente al

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virrey de la marcha de lasoperaciones.

Al llegar a puerto, anochecía.Con el regreso a la ciudad,

Fernando, que a duras penas habíalogrado olvidar la gran barrera quese interponía entre Consuelo y él, viocómo sus fantasmas regresaban ahoracon mayor vehemencia que nunca.

El teniente trataba desobreponerse. Nada conseguiríaatormentándose con las últimaspalabras de doña Leonor, cerrándoleel paso a su casa.

Pero entonces, como si sus peores

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pesadillas se hubieran puesto deacuerdo para tomar cuerpo ypresentarse ante sus ojos en formareal, vio en el muelle a un personajeque le recordó vivamente a donGonçalo. No se parecía al donGonçalo de siempre, aristocrático ydelicado. Su indumentaria y susmaneras eran muy otras. Pero sufísico era idéntico, y sus ropajes muyparecidos a los que había llevado elportugués el día del inesperadoencontronazo a la salida del jardín delos Mairena.

El extraño personaje permanecía

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de pie, y miraba fijamente aFernando, en una actitud a todasluces desafiante.

¿De quién podía tratarse? ¿Era elmismo don Gonçalo, o se trataba deun simple curioso más, entretenido enver arribar a las tropas?

La tenue luz crepuscular, mezcladacon las titilantes linternas del puerto,creaba sombras que distorsionabanel perfil y la fisonomía de las gentes.

De cualquier forma, aquellaimagen, real o no, bastó para desatartodas las preocupaciones, angustias ymiedos del joven teniente.

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Él amaba a Consuelo y Consuelole amaba a él.

¿Por qué debía entoncesdesposarla un tercero?

Tenía que existir algún modo deresolver tan injusta situación. ¿Perocuál?

En éstas estaba, cuando elpersonaje en cuestión se le acercó,clavándole los ojos con la mismafiereza con que lo haría un águilaante su presa. El resto de su carapermanecía oculta bajo un pañuelo.

Nunca antes Fernando había vistouna mirada semejante. Los ojos que

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le atravesaban eran tan negros comolos del abismo más sombrío yprofundo. Y lo que es peor,destilaban odio. Tanto rencor yanimadversión como podría albergarel más perverso y ruin de loscorazones humanos.

Desde luego, nada tenía que veraquella siniestra y retadora actitudcon la del gentilhombre que habíafrecuentado el salón de los Mairena.En caso de ser la misma persona,debía de tratarse de un actorconsumado.

El hombre acercó su cara a la de

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Fernando, hasta que éste se vioenvuelto en la desagradablepestilencia de su aliento. Entonces,aquél le susurró en un tono de voz tanfrío como amenazador:

—O te apartas del camino de donGonçalo o eres hombre muerto.Puedes intentar acabar con él, siquieres, pero entonces la muchachalo pagará. ¿Lo has comprendido?Ella sufrirá las consecuencias. A noser que te olvides de Consuelo y dedon Gonçalo…

Dichas estas palabras, en las queno era difícil apreciar su claro

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acento portugués, el individuo apartóa Fernando de un violento empujón, ycorrió a escabullirse a grandeszancadas entre la muchedumbre y lacreciente oscuridad de las calles.

La primera reacción delamenazado fue acudir a casa de losMairena.

Debía prevenirles acerca de laclase de persona que era donGonçalo, porque, ya fuese él mismoel autor de las amenazas, o ya fueseun enviado a su servicio, laconclusión era la misma: se tratabade un hombre peligroso.

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Consuelo debía ser puesta a salvode las garras de semejante canalla.Había que alertarla lo antes posible.

Fernando voló por las calles comosi le fuera en ello la vida. Corrió, apesar del cansancio acumuladodurante los últimos días. Acortócuanto pudo por las más diminutascallejuelas y estrechos pasadizos,apenas transitados, hasta que llegó,en muy pocos minutos, hasta la casade Consuelo.

Llamó a la puerta con ímpetu.Jadeaba.El criado, al abrir la puerta, se

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extrañó de verle. Doña Leonor lehabría dado instrucciones…

—¿Está Consuelo en casa?—No le sabría decir, señor.—Déjese de tonterías, Eliécer, es

algo de extrema gravedad. Dígame:¿está o no está?

—Sí está, señor.—Bien, eso me tranquiliza. ¿Y

está bien?—Sí, claro, ella se encuentra bien.—¿Y el portugués?… Don

Gonçalo, quiero decir…—No, no vino hoy, señor.—Bien. ¿Podría pasar a ver a

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doña Leonor? Debo decirle algo dela máxima importancia.

—Ella está con los invitadostomando el café y no quiere que se lamoleste, señor.

—Mire, Eliécer, le digo que esalgo muy urgente, muy importante.Verá usted cómo, después de hablarcon ella, nos agradece a los dos queusted me haya permitido pasar averla.

—Espere aquí, señor donFernando, por favor. Veré qué es loque puedo hacer.

—Muchas gracias, Eliécer.

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Esperaré.Los gritos de doña Leonor se

oyeron desde el piso bajo. Muyindignada debía de estar la obstinadaseñora con el teniente, cuando no leimportó gritar en presencia de susilustres invitados.

—¡Dile a ese soldadillo de tres alcuarto que no se le ocurra volver allamar a la puerta de esta casa, o quele denunciaré a las autoridades! ¡Yque no invente más patrañas paratratar de entrar!

Ahora Consuelo estaría másindefensa que nunca.

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¿Cómo avisarle de la clase depersona que era el portugués?

Era demasiado tarde para intentaruna entrevista por el jardín. Consuelono aprobaría una visita a esas horas.

Y lo peor de todo era que, aprimera hora de la mañana, Fernandotendría que presentarse en el muellepara ser llevado hasta Bocachica.

* * *

—Señor, debemos realizar unasalida desde San Luis paracerciorarnos de que los ingleses no

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intenten establecer una cabeza deplaya en Tierra Bomba. Si lolograran, sería desastroso paranuestras posiciones. Si consiguencolocar sus piezas de artillería entierra firme, ocultos tras la espesamaleza, y comienzan a cañonearnostambién desde allí, entonces elcastillo tendrá sus días contados. Ysi San Luis cayera, los inglesestendrían ganada más de la mitad de laguerra.

—Vamos, don Blas. No me seausted pregonero de desventuras. ¿Nome acaba usted de decir que en un

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solo día han conseguido desarbolarcinco barcos británicos? ¿A quéviene ahora, entonces, ese repentinofatalismo?

—No es fatalismo, señor. Es meraestrategia defensiva. Las bombasdobles han supuesto un gran pasoadelante. Y mantienen a raya a losnavíos enemigos. Pero precisamenteésa es una razón de más para evitarque se establezcan en tierra. Desdetierra firme podrían bombardearcómodamente día y noche lasparedes del castillo hastaderrumbarlo. Y entonces,

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aprovechando su apabullantesuperioridad numérica, avanzar sindificultades hasta tomarlo. ¿No meentiende? Es de vital importanciaimpedirles que se hagan fuertes entierra, que desembarquen e instalenlas piezas de artillería.

—Le repito lo que ya le he dicho.Ustedes mantengan a los barcosingleses a raya, y no habrá peligro dedesembarco.

—Es muy posible que hayancomenzado a asentarse ya, señor.Como ya le previne en su día,debíamos haber limpiado la zona de

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vegetación, desde mucho antes deque comenzaran los ataques…

No tenía pelos en la lengua, donBlas.

Y comenzaba a perder lapaciencia. Cuando estimaba que laimprudencia de un gobernante, unidaa su altanería, causaba un grave dañoa los intereses de la Corona y a laseguridad de sus hombres, que sejugaban a diario la vida, loexpresaba con claridad, aun cuandosu franqueza pudiera acarrearlegraves perjuicios a su persona.

Así pues, continuó.

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—Es más, estoy prácticamentecierto de que una avanzadillabritánica ha comenzado ya adesembarcar. Y será solo cuestión detiempo comprobarlo. Pero entoncesserá demasiado tarde. Tarde paraexpulsarlos y tarde para defender laintegridad del castillo.

—Don Blas, está usted cansado.Retírese a su casa, con su familia.Mañana verá las cosas con menorapasionamiento y con másobjetividad. Piense que, de hacerlecaso a usted, tendríamos quecomenzar a peinar toda la costa y las

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islas adyacentes, desde la Boquillahasta Bocachica, y que, como ustedpodrá fácilmente comprender, ésa estarea prácticamente imposible,habida cuenta de nuestra escasez dehombres, necesarios todos ellos ensus puestos de combate.

Lezo comprendió que no teníanada que hacer. Sabía porexperiencia que, cuanto másinsistiera, peor sería. El virrey eraterco como una mula. A vecesparecía que todo su empeño secifraba en dirigir la resistenciacontrariando siempre y en todo el

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criterio de su bravo almirante.

* * * Al día siguiente, a primerísima horade la mañana, don Blas fuesomeramente enterado de algunasdesagradables noticias. Al parecer,las traían dos prisioneros canariosque habían conseguido escaparse demanos de los ingleses.

El vasco quiso interrogarlos enpersona, por lo que los insularesfueron inmediatamente conducidoshasta su despacho en el

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Almirantazgo. Se encontró con unhombre alto y grueso de unoscuarenta y cinco años, y otro másjoven, probablemente su hijo, que nosobrepasaría los veinte. Eran civiles.

A su llegada, fueron anunciadospor el oficial de guardia.

—Le presento a don MiguelTeguise y a su hijo, Marcos.

—Siéntense, caballeros. —Lesinvitó Lezo con una sonrisa forzadaen los labios. Estaba preocupado yno era capaz de ocultarlo. Se le hacíadifícil sonreír.

—Gracias, señor.

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—He oído decir que fueronustedes apresados por los ingleses yque han logrado escapar, ¿es estocorrecto?

—Así es, almirante. —El padreera quien respondía por ambos.

—¿Pueden por favor relatarme loshechos que consideren másrelevantes desde su apresamiento, ysobre todo aquellos que ustedesconsideren de mayor importanciapara la defensa de estas costas?

—Verá… Viajábamos de Canariasa Curaçao en un barco cargado devino cuando fuimos apresados por

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los ingleses. Esto ocurrió hace yavarios días. Desde entonces hemosviajado con nuestros captores hastaestas costas de Cartagena. Noshemos enterado de que los inglesesesperan un convoy de refuerzo y deque ayer un capitán y cinco hombresmurieron a bordo de un navíobritánico. El fuego del día veinte lescausó muy graves perjuicios. Almenos les destrozó cinco barcos. Susintenciones son tomar el castillo deSan Luis, desembarcar en Manzanilloy avanzar hacia la Popa, de sur anorte. Pero por otra parte también

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tienen previsto desembarcar en laBoquilla y avanzar hacia la Popa denorte a sur, en una gran maniobraenvolvente por ambos flancos.Hablaban de catorce mil hombrespreparados para un rápidodesembarco.

—Catorce mil hombres sonmuchos hombres —comentó Lezo,pensativo.

—¡Padre! Se le olvida lo másimportante: el correo que se dirigía aLa Habana pidiendo auxilio alalmirante Torres fue interceptado enalta mar. Torres no vendrá.

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Lezo, aparentemente sin inmutarse,se enteraba en ese instante de lanoticia de que Torres había partidode Santa Marta y de que no podríancontar con él. Así pues, tendrían queapañarse ellos solos como pudieran,con sus seis barcos frente a los casidoscientos del enemigo.

Poco más tenían que añadir loscanarios a lo ya dicho.

Con una nueva y fuertepreocupación en el alma, don Blasdespidió a los bravos evadidos, nosin antes ordenar que fuesenatendidos y acomodados como mejor

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se pudiera.

* * * Algo más tarde, ya en el muelle,Fernando cruzó su mirada con la delalmirante. Ambos presentaban unrostro sombrío.

Esta vez Lezo no se atrevió areconvenir a su ayudante, pues élmismo no constituía un ejemplo deoptimismo para sus hombres.

Pero, como si ese breveintercambio visual le hubiesebastado para comprender cuánto

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distaba del papel que debíadesempeñar ante sus hombres, notardó en modificar su actitud.

Al momento se esforzó poradquirir la gallardía y fuerza que leeran propias y que tanto contribuían aelevar la moral de la tropa.

Fernando quedó impresionado porla lección. Sabía que la vísperahabría tenido un nuevo encontronazocon el virrey. Y sin embargo, aquelmediohombre sabía sacar fuerzas deflaqueza en las condiciones másadversas.

Viéndose incapaz de imitar el

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ejemplo de su superior, Fernando sedijo que, más que medio hombre, elalmirante Lezo debía ser consideradocuando menos como hombre y medio.

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IV

—Ssshhht… ¡Silencio! Me haparecido ver algo detrás de esosarbustos —exclamó el SargentoNavarro, en un susurro apenasperceptible por sus hombres.

Los cuatro soldados se detuvieronen seco. Solo Totuma, como se hacíallamar el indio que hacía de guía, seadelantó algunos pasos sobre el restodel grupo.

Totuma había nacido y se había

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criado en de la propia isla de TierraBomba. Conocía el terreno como lapalma de su mano. Con los músculosy el rostro en máxima tensión,comenzó a inclinarse hacia adelantemuy lentamente. Extendió los brazosy continuó agachándose con la mismaimperturbable parsimonia. Sedeslizaba muy despacio, muy poco apoco, sin detenerse en su armoniosomovimiento, hasta que, finalmente,todo su cuerpo quedó tendido en elsuelo boca abajo.

El resto de los hombres, todosellos españoles de la península,

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inmóviles y rodeados de un profundosilencio, le observaban entrecuriosos y asombrados, sin quitarlelos ojos de encima.

Ahora el indio reptaba como unaserpiente en dirección hacia losarbustos.

Al otro lado, si es que realmentehabía algo, también había cesadotodo movimiento o señal de vida.

El nativo seguía avanzandosigiloso, sin el menor ruido. De vezen cuando se detenía por completo,hasta quedar como muerto. Entoncesaplastaba la oreja derecha contra el

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suelo. Ante el asombro de lospeninsulares, parecía estarescuchando algo absolutamenteimperceptible para todos ellos.

Cuando menos podían esperarlo,Totuma se encogió sobre sí mismocomo un muelle al ser comprimido,para a continuación saltar como untigre por encima de la maleza,lanzando un alarido que heló lasangre de los españoles. En su manosujetaba un cuchillo, listo para serempleado.

El sargento dio la señal de apoyaral indio en su decidida acción. Los

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hombres corrieron en dirección a losarbustos.

Antes de que pudiesen alcanzar aver lo que ocurría, un estrépitoindeterminado y vacilante, propio deuna gran confusión, llegó hasta susoídos. También el sonido de undisparo.

Continuaron corriendo.Al alcanzar la maleza

descubrieron a un soldado británicomuerto de un profundo corte en lagarganta.

Otro más, posiblemente el mismoque presa de la sorpresa y del pánico

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había disparado al aire, corríadesarmado e indefenso, perseguidopor Totuma.

—¡Ingleses! El almirante teníarazón. Ya están aquí. Apuesto a quellevan días y han instalado losmorteros en algún lugar de la costa.Si tenemos suerte, todavía estaráncomenzando a hacerlo. Pero en laguerra no se puede confiar en lasuerte. Hay que confiar en laspropias fuerzas… ¡Ojala estemos atiempo de evitarlo!

—Si los británicos estuviesen yaasentados, el disparo les habrá

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puesto sobre aviso, sargento. Y notardarán en venir hacia aquí…

—Sí, eso me temo, soldado.El indio había dado alcance al

fugitivo, al que asestó otra puñaladamortal. Regresaba satisfecho junto asus compañeros. El sargento Navarroquiso saber su opinión:

—¡Muy bien Totuma! Ésos ya nonos molestarán más. ¿Has vistoindicios de que pueda haber máscasacas rojas en la isla?

—Totuma no saber. Pero creer quesí. Rastros de más pisadas. Poderespiar desde altura, allá en roca.

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Se refería a un altozano próximodesde el que podrían observar lacosta sin exponerse al contraataquede los ingleses, en el caso de que sustropas en la isla fuesen ya numerosasy estuviesen cercanas.

—¡Bien! ¡Subamos hasta esa peña!—gritó el sargento—. Démonosprisa. Ese disparo puede traernosmuchos problemas.

La distancia hasta la cumbre noera mucha, unos seiscientos osetecientos metros de distancia.

El indio corría más aprisa y notardó en distanciarse del resto del

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grupo. Avanzaba abriéndose paso através de la vegetación, allá dondeésta fuese practicable. El resto de loshombres tenían dificultades paraseguirle. Cuando Totuma alcanzó elpunto más alto, se llevó la mano a lafrente para hacer de sombrilla,mientras recorría la costa con supenetrante vista.

Un par de minutos más tarde llegóel sargento seguido del resto de sushombres. El oficial, sin esperar aotear el panorama por sí mismo,preguntó al indio.

—¡Totuma! ¿Has visto algo?

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—¡Casacas rojas! ¡Muchos!Desembarcar bocas de fuego enplaya. Algunos venir aquí. Saber quenosotros salir desde castillo y atacaramigos.

No se equivocaba el lugareño.Aun en su primitivo y elementalmodo de expresarse, nadie podíahaber hecho un mejor resumen de lasituación: los ingleses habíandesembarcado y comenzado ainstalar sus cañones en la propia isla.Eran muchos y tenían ya instaladotodo un asentamiento, imposible dedesalojar por cuatro hombres. Los

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británicos dominaban ya esa zona dela isla. Además, era evidente que undestacamento salía en direcciónhacia donde ellos se encontraban. Eldisparo de su compañero les habíaalertado.

—¡Demasiado tarde! —observócon pesar y no sin cierta congoja elsargento—. ¡Se han hecho fuertes eneste lado! Más nos valdrá queaprovechemos nuestra ventaja yregresemos a casa cuanto antes. Nadamás podemos hacer ya aquí. Solo nosqueda volver con vida para poderinformar de nuestro triste hallazgo.

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* * * Transcurridos algunos días más enBocachica, a bordo de la Galicia,don Blas acudió a visitar de nuevo elcastillo de San Luis. Las cosas seestaban poniendo muy feas para ladefensa española. El almirantequería conocer de primera manocómo soportaban sus hombres tanrecio bombardeo. También deseabacambiar impresiones con elcastellano, don Carlos Desnaux.

Fernando, algo más entero y dueñode sí que en días pasados, tal vez por

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la continua atención que le exigíanlas acciones de combate junto aLezo, le acompañó en la brevetravesía hasta la isla de TierraBomba. Viajaban con ellos algunosotros destacados marinos, entre losque se encontraba el artillero donAgustín de Iraola.

Una vez desembarcados,caminaron bajo una incesante lluviade obuses, ya que el fuego habíavenido intensificándoseconsiderablemente durante lasúltimas jornadas.

A medida que se aproximaban a la

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fortaleza, la vista de lo que ibanencontrando a su paso les produjouna profunda y vivísimaconsternación.

Muerte y desolación por doquier.El baluarte, que durante la última

visita de Lezo mostraba un aspectotodavía sólido, con capacidad deresistencia para largo tiempo,presentaba ahora muy gravescarencias. La artillería enemigahabía conseguido abrir ampliasbrechas en los muros oeste y norte,hasta el punto de que ambos estabana punto de venirse abajo.

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En cuanto don Carlos fue puestosobre aviso, corrió a recibir a donBlas en el maltrecho patio de armas.

—¡A sus órdenes!—Buenas tardes, don Carlos.—Celebro verle aquí, señor. El

enemigo ha logrado desembarcar yestablecer una cabeza de playa. Sehan hecho fuertes con tropas yartillería pesada. Ahora el fuego detierra se une al que nos llega desde elmar. Han logrado convertir este lugaren un auténtico infierno. Aunque unaavanzadilla salió a inspeccionar elterritorio, y a tratar de desalojar su

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asentamiento, he de reconocer queemprendimos la acción demasiadotarde. La maleza ha mantenido a losingleses ocultos y a salvo durantetodo este tiempo. En su salida,nuestros hombres fueron repelidoscon facilidad. Ahora los invasores sehan hecho fuertes, y dominan esazona de la isla. Debimos limpiar elmonte como usted sugirió.

—¡Claro que debía haberselimpiado, pero el virrey Eslava no loconsintió!

Aunque el almirante en realidad noquiso pronunciar estas palabras en

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voz alta, ni tampoco era su intenciónque sus hombres las escucharan, surabia mal contenida hizo que algunosde ellos alcanzaran a oírlas.

—El incesante fuego combinado—continuó Desnaux— está causandograves daños en la fortaleza.También las bajas entre los hombresson muchas. No podremos aguantarmucho tiempo más…

—Si los ingleses consiguenrebasar la entrada de Bocachica,nuestras posibilidades se reducirándrásticamente. Nos veremos ante unasituación límite. —Lezo hablaba

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ahora ante hombres de su enteraconfianza. Les estaba invitando aresistir—. Don Carlos, ¿recuerdausted cuántos días han transcurridodesde que se divisaron las primerasvelas inglesas ante Cartagena?

—Hoy se cumplen tres semanas,señor: veintiún días exactos.

—Al menos, el tiempo juega anuestro favor. Muchos de losnuestros murieron víctimas de lafiebre amarilla al poco de su llegada.Y eso ocurrió en tiempo de paz,cuando podíamos atender a losenfermos con todos los medios a

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nuestro alcance, y cuando loscadáveres podían enterrarse amedida que los infectados ibanperdiendo la vida. A los ingleses lesocurrirá igual. Pero en su caso serápeor, pues no tendrán tiempo desepultar a sus muertos. Y en cuanto alos enfermos hacinados en losbarcos, no harán otra cosa sinotransmitir rápidamente susenfermedades. Por eso hay queresistir. Tarde o temprano, la pestehará su macabra labor. ¿Me hacomprendido, don Carlos? En esesentido, el tiempo juega a nuestro

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favor.—Sí, señor. ¡Todos mis hombres

están dispuestos a pelear hasta lamuerte!

Si el espectáculo desde el muellehasta la fortaleza había resultadodescorazonador, en el interior delcastillo resultaba sencillamentedantesco. Muertos, heridos ymutilados se acumulaban encondiciones penosas, sin apenasmedios para la evacuación de losmás graves.

Lezo quiso asomarse a lo alto delas murallas, entre los merlones. A lo

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lejos podía adivinarse la posición dela batería construida por losingleses: desde allí, veinte cañonesde veinticuatro libras cada uno,ayudados por cuarenta morteros,abrían su mortífero fuego sin cesar.

A pesar de sus palabras, don Blassupo que la caída del fuerte de SanLuis sería cuestión de horas. De doso tres días, en el mejor de los casos.

Pero era cierto que el tiempojugaba a su favor y que debíanaguantar cuanto pudieran. Cada díaque los ingleses se retrasaran en suavance, supondría a la larga un

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aumento de las posibilidades devictoria de los españoles. Pero eltriste espectáculo de tantos valerososjóvenes luchando en tan clarainferioridad de condiciones, a causa,en gran medida, de la incompetenciadel virrey, supuso un nuevo mazazopara el abatido y dolorido espíritudel valeroso almirante. Sabía mejorque nadie que la ventaja cobrada porel enemigo podía haber sidofácilmente evitable.

Lezo iba viendo, una vez tras otra,cómo la falta de aptitudes del virreyechaba por tierra las posibilidades

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de resistencia de la ciudad. Y conellas, las vidas de sus heroicosdefensores.

* * * Tal y como don Blas había previsto,solo dos días después, el 5 de abril,tras diecinueve días de cañoneocontinuo, la infantería inglesa sedecidió finalmente a atacar elcastillo de San Luis. Aunque, enrigor, aquel montón de escombros yano podía recibir el nombre de tal.Las brechas abiertas en los muros

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eran de tal magnitud, que loscontingentes desembarcados podríanentrar a la carga a través de ellas.

Y es lo que hicieron.Mientras los barcos de guerra

británicos continuabanbombardeando sin tregua, apoyandoel asalto terrestre de sus tropas, unpuñado de españoles exhaustos,heridos y hambrientos, disparabadesde los escombros, tratando dedetener sin ninguna posibilidad deéxito la marea humana que se lesvenía encima.

Lezo contemplaba la desoladora

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escena desde la Galicia.Muy mal se ponían las cosas para

los intereses de la Corona españolaen Cartagena de Indias.

Lejos de contemplar tanta muerte ydestrucción inactivo, don Blaspeleaba y hacía pelear con laproverbial bravura de su magnánimotemperamento. No era la suya laactitud de un loco romántico quedecide inmolarse e inmolar a sushombres en el ara del honor y delheroísmo, en el fuego de una batallaperdida de antemano. Para él cadahombre, cada vida, contaba. Y

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mucho.Sabía darlo todo, pero sin por ello

perder la cabeza.Sus cuatro barcos, el San Carlos,

el África, el San Felipe y la Galicia,respondían con fiereza al fuegoenemigo. Pero, ¿qué eran cuatronavíos frente a docenas de buquesingleses que se relevaban sin cesar?

Las balas enemigas, mortíferosobuses de fuego, silbabanamenazadoras en el aire, antes dedejar caer su fuerza destructora sobrelas cabezas de los maltrechossoldados españoles. Y esto era cierto

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tanto para los combatientes de tierracomo para los desdichadosmarineros que, a bordo de las cuatronaves que trataban inútilmente dedefender la posición, veían cómo susbarcos iban siendo reducidos aastillas por la potencia de laartillería enemiga.

El paso de Bocachica se estabaconvirtiendo en una auténticaratonera para los españoles.

El San Carlos, el África y el SanFelipe, deshechos en combate,terminaron por arder en llamas.

Mientras esto ocurría en la mar, en

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la isla las tropas inglesas recibían laorden de pasar a cuchillo a toda laguarnición española del castillo deSan Luis.

Estaba claro que no se podía hacermás. Se había llegado al límite de lohumanamente posible. Era elmomento de abandonar la posición.Había que salir de allí cuanto antes,y salvar a cuantos hombres fueseposible.

El almirante dio la orden deretirada. Las tropas debíanabandonar la isla en dirección a laciudad, en cuantas embarcaciones

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útiles pudieran encontrase.Finalmente, la heroica guarnición

del San Luis abandonaba susposiciones. Hombres ensangrentados,lisiados, exhaustos y heridos seayudaban como podían entre sí,tratando de llegar incluso a rastrashasta el muelle de la isla.

Una vez embarcados, por no decirhacinados, en los pequeños botes ychalupas todavía utilizables,partirían a golpe de remo con lasescasas fuerzas que todavía lesquedaran, hasta cubrir las tres leguasque les separaban del puerto de

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Cartagena.La isla de Tierra Bomba se había

perdido para España. Y con ella, elhasta entonces infranqueable paso deBocachica. La entera bahía exteriorquedaría a partir de ahora totalmentelibre y expedita para los navíosinvasores.

En un último y tal vez desesperadointento de detener al inglés, Lezoordenó incendiar y hundir lamaltrecha y ya ingobernable navecapitana en la que él mismonavegaba. El fuego enemigo la habíadejado inservible. Ahora el bravo

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almirante trataría de bloquear eltránsito a los barcos británicosmediante su hundimiento en mitad delestrecho de Bocachica.

Una vez que a duras penas hubologrado conducir la nao al puntodeseado, dio la orden:

—¡A los botes! ¡Abandonad lanave!

Y, dirigiéndose a Fernando, leencomendó la tarea más difícil yarriesgada:

—¡Don Fernando! Tome treshombres y prenda fuego a la proa, yoharé lo mismo en la Popa.

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¡Abandonaremos la nave en el últimobote!

—¡A sus órdenes, señor!Los obuses enemigos caían ahora

con mayor frecuencia y estrépito queen ningún otro momento de losvividos hasta entonces durante ellargo y duro combate. Y eso, a pesarde que los oficiales del fuerte de SanLuis calculaban en más de seis millas bombas con las que los británicoshabían logrado «ablandar» elcastillo.

Don Blas y sus hombres lograronabandonar la nave y ponerse a salvo,

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pero a pesar de sus esfuerzos, elfuego tardó tanto en prender en laembarcación que cayó en manosenemigas antes de que los daños abordo fuesen irreparables.

Un trofeo más para las imparablestropas británicas.

A pesar de todo, tampoco todoeran alegrías para los ingleses, pues,aunque habían logrado un grantriunfo, el precio había sido muy alto.Sus pérdidas fueron enormes. Lasbajas en el asedio al fuerte de SanLuis se calculaban en mil seiscientoshombres, muy superiores a las

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españolas, de trescientos setentasoldados, contando muertos, heridosy prisioneros.

Además, los británicos habíanperdido diez navíos en la operación.Pero la toma de la entrada deBocachica suponía tal avance en laofensiva sobre Cartagena que, apartir de ese momento, Vernon y susoficiales dieron la ciudad porconquistada. Sabían que ya solo seríacuestión de tiempo.

En medio de su incontenidaeuforia, el almirante inglés no dudóen enviar una fragata a Londres,

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anunciado la inminente conquista deCartagena de Indias para SuMajestad británica, el Rey Jorge II.A bordo de la fragata viajaban comoprisioneros dos oficiales españoles,a los que acompañaba el estandartedel buque insignia de Lezo.

Una vez más, como ya habíaocurrido con la toma de Portobelo, elimperturbable carácter del puebloinglés perdió temporalmente suflema, para festejar por todo lo altotan esperada noticia.

Cuentan las crónicas que sedispararon salvas desde la Torre de

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Londres, se echaron a volar lascampanas de las iglesias, e inclusohubo fuegos artificiales a orillas delTámesis.

Pero no quedó aquí la cosa. Estavez, dicho en lenguaje popular «sevendió la piel del oso antes decazarlo», pues el Parlamentobritánico ordenó acuñar monedasconmemorativas de tan magnoacontecimiento. En algunas de ellasse representaba a don Blass (comoaparecía nombrado en las mismas)de rodillas (con dos brazos y dospiernas) entregando su espada al

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almirante inglés. En el ribete dedichas medallas rezaba la leyenda:«El orgullo español humillado porVernon».

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V

Doña Josefa recibió a su consternadoesposo con el tacto y la delicadezaque le eran propios. Se ha dicho quedetrás de un gran hombre haysiempre una gran mujer y, desdeluego, en este caso era así. Solo ellaera capaz de elevar el espíritu de unpersonaje de tan gran temperamento,pero que, precisamente por eso, porsu grandeza, era más difícil delevantar las raras veces en que

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llegaba a abatirse.Después de agasajarle con una

buena comida, durante la cual labuena esposa apenas habló, dejandoque don Blas se desahogara a susanchas, pasaron a la sala favorita delalmirante, en la esquina norte de lacasa. Hasta allá llegaban los suavesefluvios del mar, pues la corriente deaire que, a través de las celosías,cruzaba entre las dos fachadas deledificio proporcionaba un ambientegrato y fresco donde poder charlar ydescansar a sus anchas.

Los niños participaron dichosos

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del reencuentro con su padre. Lezoamaba entrañablemente a sus hijos,su presencia constituía el mejorlenitivo para su cansado ymalhumorado ánimo. Doña Josefa losabía bien, por eso se limitó a dejaractuar al añorado ambiente familiar.

Más tarde, cuando los esposos sequedaron solos tras acostar a lospequeños, la señora de la casa seencontró preparada para responder ala cuestión que, sabía muy bien,volvería a plantearse en el hogar.

—Josefa, tenéis que marcharos.Éste ya no es un lugar seguro para

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vosotros. Las cosas se estánponiendo muy mal. Los ingleses hanlogrado entrar en la bahía. Y una vezdentro, va a costar mucho pararleslos pies. Para defender la ciudad vaa haber que poner toda la carne en elasador. Habrá muchas bajas. Noquisiera que ni a ti ni a los niños ospasara nada. No lo podría resistir.

—Blas, Blasillo, dime una cosa:¿cuándo has temido tú a los ingleseso a otro enemigo por formidable quefuera?

—Creo que nunca… Pero no estoyhablando de mí, estoy hablando de…

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Doña Josefa le interrumpió.—¿Cuándo has perdido una sola

batalla en la que fueses tú quiendirigiera a las tropas?

—Nunca. Pero, mujer, ¿es que nolo entiendes? Aquí no mando yo.Aquí manda Eslava y, no sé quémosca le ha picado, pero es incapazde seguir mi parecer. No consigodialogar con él en igualdad decondiciones. Basta que yo diga unacosa para que él ordene la contrariao, lo que todavía me enerva más, déla callada por respuesta…Sinceramente, no sé qué se le ha

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metido a ese hombre en la mollera.—¿No crees que ha llegado el

momento de que le lances un órdago?—¿Un órdago? ¿Al virrey? ¿Qué

es lo que quieres decir?—Muy sencillo. Tú eres el

almirante en jefe de la ArmadaEspañola. Si no se aviene a aceptarque seas tú quien dirijas a tuspropios hombres, pídele que tereleve del puesto. Creo que ése va aser el único camino para hacerlecomprender que vas en serio. Y paraque, cuando se vea solo e incapaz, tellame de nuevo y te acepte como

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verdadero mando supremo de lastropas.

Don Blas se quedó mirandoatónito a su mujer. Había estadomuchas veces tentado de hacerexactamente lo que acababa de oír delos labios de doña Josefa, perosiempre lo desechó por considerarlouna mala ocurrencia. Lo habíatomado como una idea equivocada yfuera de lugar; en definitiva, como unmero fruto espurio de su ira y de suindignación.

Pero ahora, de repente, escucharlode boca de su equilibrada y juiciosa

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esposa era harina de otro costal. Ellasabía siempre lo que decía. Jamáshablaba por hablar.

Visto el problema desde otroángulo, ¿acaso no estaría pecando decobardía y debilidad ante el virrey?¿No debería plantarse ante él antesde que fuese demasiado tarde, antesde que con su incompetencia y faltade decisión continuara enviandoinútilmente cada vez más hombres ala tumba?

Como en tantas otras ocasiones, susabia esposa había sabido poner eldedo en la llaga. Le había dado un

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consejo que, cuando peor se estabanponiendo las cosas, tal vez pudieraactuar como un revulsivo que lograravolver a colocarlas en su sitio.

* * * Cuando, a la mañana siguiente, donBlas acudió a entrevistarse conEslava, se presentó dispuesto a todo.Tras consultar con la almohada losconsejos recibidos de doña Josefa,muy lejos de echarse atrás, el bravoalmirante había crecido en elconvencimiento de su sabiduría y

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oportunidad. Además, no era laprimera vez que iba a enfrentarse atodo un virrey. En Lima, en su día,hubo de hacer lo propio ante el delPerú.

Curiosamente, había conseguidodormir muy bien. La fatiga habíahecho su parte.

Al llegar a la residencia de donSebastián, a primera hora, fuerecibido de inmediato. Los británicosestaban a las puertas de la ciudad yno había tiempo que perder.

—Pase, pase, don Blas.—Gracias señor.

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—Y siéntese, por favor. ¿Fumausted, almirante?

—No, no estoy acostumbrado ahacerlo por las mañanas. Se loagradezco.

Tras encender parsimoniosamenteun puro, el virrey se dispuso ahablar. Dio una profunda calada alhabano y por fin apuntó:

—Las horas que vivimos sondelicadas. Va a haber que armarse devalor. ¿Cómo ve usted las cosasahora, cuando tenemos a losbritánicos a nuestras puertas, en elinterior de la bahía? —Pero, a pesar

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de haber formulado una pregunta muyclara y definida, el virrey pasódirectamente a exponer las medidasque había decidido tomar, sinesperar a escuchar la respuesta delalmirante—. En mi opinión, estimoque debemos abandonar el castillode la Cruz Grande. Nuestras tropasson demasiado escasas para defenderun fuerte que, tarde o temprano, estállamado a perderse. Paracontrarrestar esta pérdida, he estadoreflexionando y he llegado alconvencimiento de que la mejorsolución será hundir el Dragón y el

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Conquistador, al objeto de obstruirel paso a los buques enemigos, puesde este modo se les impedirá elacceso desde la bahía exterior haciala interior.

A pesar de sus palabras cargadasde énfasis y de engolamiento, estabaclaro que don Sebastián parecía nohaber comprendido todavía lagravedad de la situación.

Por su parte, Lezo no daba créditoa lo que acababa de oír. ¿Se habíavuelto loco aquel hombre?¡Abandonar un castillo intacto alenemigo! ¡Hundir dos barcos de

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sesenta y cuatro cañones en perfectoestado de artillería y navegación!¡Los dos únicos barcos que lesquedaban!

¿Por qué no rendirse y entregar laciudad directamente a los ingleses?Al menos así se ahorraría muchodolor y, sobre todo, incontablesbajas de ambos lados…

El vasco no hubo de hacer ningúnesfuerzo para responder al navarro.

—¡Señor! Con todos los respetos,las medidas que usted propone meparecen completamente fuera delugar. Precisamente el fuego cruzado

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desde el castillo de la Cruz Grande,en combinación con los cañones delfuerte de Manzanillo, será el mejormodo, tal vez el único, de detener elavance inglés. Rota nuestra primeralínea de defensa en Bocachica,Manzanillo y la Cruz Grande, quehasta ahora constituían nuestras e gund a línea defensiva, pasaninmediatamente a ser la primera. ¡Sientregamos uno de esos dos castillosa los ingleses, no haremos sinoregalarles una nueva victoria que nohará otra cosa que acercarlos a pasode gigante a su objetivo final! ¡Y

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todo ello sin que se vean precisadosa realizar ni un solo disparo! ¡Sinque les suponga el más mínimoesfuerzo! A partir de ese momento,ya solo les quedará por tomar elcerro de la Popa. No me cabe lamenor duda de que ése será supróximo objetivo, pues desde lo altopodrán bombardear a placer laciudad y, lo que todavía es peor,tendrán a merced al propio castillode San Felipe de Barajas. Y el día enque caiga San Felipe todo estaráperdido para nosotros en Cartagenade Indias.

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—No me ha entendido usted, donBlas. O no ha querido entenderme.No sé si ha prestado la suficienteatención a lo que le he dicho. Denada les valdrá a los ingleses la tomade la Cruz Grande si sus barcos nopueden acceder a la bahía interior, yeso lo conseguiremos mediante elhundimiento del Dragón y elConquistador. Y supongo que esotambién les dificultará su avancehacia la Popa, a la que usted concedetanta importancia.

—Señor, conocemos bien laprofundidad de la bahía, que es muy

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superior a la del calado de estosnavíos. El hundimiento de ambosbuques será incapaz de cerrar el pasoal enemigo. Por el contrario, sicometemos el error de hundir elDragón y el Conquistador, lo únicoque lograremos será perder los dosbarcos que nos quedan. Y eso, repitoque con todos los respetos, es unaacción absurda.

—Mi querido don Blas, ¿no tratóusted de bloquear Bocachicamediante el hundimiento de laGalicia? ¿O es que cuando ustedplanea una acción es correcta y

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cuando la planean sus superiores esabsurda?

El soniquete burlón empleado porel virrey consiguió alterar losnervios del almirante. Una vez mástrató de contenerse y de respondercon sosiego:

—Señor, en los fondos marinos deBocachica existe un estrechocorredor de formaciones coralinas através del cual deben pasar todos losbuques. Si hubiese conseguido cegarese corredor con el casco de minave, sin duda que se hubieraobstaculizado el paso a los barcos

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enemigos. Pero aquí, en medio de labahía, la situación es muy otra: laprofundidad es tanta, que de ningunamanera se podrá cegar el paso de losbarcos. Eso, por no hablar de laanchura, pues incluso en el hipotéticocaso de que un barco hundidosupusiera un obstáculo para lanavegación, muy fácilmente podríaser esquivado o rodeado, dada laenorme amplitud de la bahía.

—Cada día me resulta más difícilhablar con usted, don Blas. Mejorserá que lo dejemos aquí. Se harácomo le he dicho, y usted será el

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encargado de ejecutar mis órdenes.La cuerda se estaba tensando

mucho. Demasiado. Corría el riesgode romperse y, en efecto, se rompió.

—Si ése es su parecer, señor, leruego que, desde este mismomomento, me releve de mi puesto.Continuaré peleando como uncombatiente más. Prefiero hacerloasí a colaborar con el sacrificioinútil de la vida de tantos valientessoldados españoles en la flor de laedad.

—Acepto su renuncia, Lezo. —Nohizo esfuerzos el virrey por mostrar

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su contento ante semejante decisión—. Pero antes deberá ustedencargarse del desalojo del castillode la Cruz Grande y del hundimientode los dos buques de guerra que le heseñalado. Nadie mejor que ustedpodrá hacerlo. Una vez cumplida estamisión, podrá retirarse a su puestocomo simple soldado, si eso es loque más le satisface. Puede inclusomandar una patrulla y dirigirse adefender el cerro de la Popa, quetanto le preocupa.

En su larga y rica experienciamilitar, el almirante jamás debió de

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padecer tanto. Ni tan siquiera cuandose vio amputar la pierna, desgajadapor un proyectil enemigo. Losdolores morales pueden exceder, y amenudo lo hacen, a los doloresfísicos.

Don Blas hubo de hacer acopio detoda su fuerza de voluntad parasobreponerse a la indignación y aldolor, y para ser capaz de responder,siquiera con un escueto:

—¡A sus órdenes, señor!

* * *

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Muy de mañana, Fernando habíacorrido a casa de Consuelo.Continuaba muy preocupado por ella.Ahora que sabía qué clase de hombreera el portugués, todos sus afanes ydesvelos se encaminaban a prevenira la muchacha.

Resultándole imposible accederpor la puerta principal, volvió adirigirse hacia el jardincillo lateraldesde donde, si todo iba bien, podríaconversar a escondidas con suamada.

Rezó para que la muchacha seencontrara en su habitación, y para

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que nadie más de la casa lesdescubriera.

Al igual que el ya lejano día enque se tropezó de bruces con donGonçalo, se agachó para recoger unapiedrecilla, y lanzarla a las celosías.

Aguardó impaciente a queprodujese el efecto esperado.

Pero la ventana permanecíacerrada y no había señales demovimiento en el interior.

Lanzó una nueva piedrecita.Las cortinas parecieron oscilar

ligeramente.Así era. Y enseguida apareció

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Consuelo por detrás.El joven pudo comprobar de

primera mano cómo el bello rostrohabía perdido buena parte de sulozanía. Grandes ojeras rodeaban susbonitos ojos claros y su tez, denaturaleza muy blanca, presentabauna palidez enfermiza.

Cuando vio que era Fernando, susojos recuperaron parcialmente elfulgor y la muchacha, como unacautiva en su propia casa, exclamóen un suspiro:

—¡Ay, Fernando! ¡Qué dichapoder verte, aunque solo sea por

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unos instantes!—¡Consuelo! ¡Consuelo de mi

vida! ¿Qué te ha ocurrido? Parecesenferma…

—Padezco mucho. Mi madre mevigila sin cesar. Está furiosa contigo.Te culpa de que don Gonçalo se hayaalistado. Y teme que tú y yo nosveamos. Solo encuentro ciertalibertad aquí, encerrada en mihabitación.

—Consuelo, escúchame bien: hasde tener mucho cuidado con él, condon Gonçalo. Hace poco le vi en elpuerto. A él, o a un hombre a su

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servicio. Al fin y al cabo es lomismo. Créeme, no es persona defiar. No sé lo que pretende, pero séque no es lo que aparenta ser. Es unhombre peligroso, muy peligroso.Pase lo que pase, debes evitarle. Ydebes tratar de convencer a tu padrede lo que te digo.

—Pero Fernando, no hacía faltaque me dijeras eso. Tú sabes que aquien quiero de verdad es a ti.

—No, no es eso. No me hasentendido. Se trata de quepermanezcas en guardia. Ese hombrees un canalla, un delincuente. Una

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mala persona. No sé qué es lo quepretende, pero nada bueno. ¡Si fueranecesario, deberás huir antes quecasarte con él!

—¡Mi madre está cada día máscautivada por él! Gracias a Dios,hace días que no le he vuelto a ver,pues, como te digo, ha cumplido lapalabra que te dio: se ha presentadovoluntario como combatiente.

—Entonces, ¿no ha vuelto aaparecer por aquí?

—Hace días que no. Pero yotambién he creído ver algo extrañoen él. Parece muy seguro de sí

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mismo, muy convencido de que, paselo que pase en esta guerra, saldrábien parado y podrá hacerme suesposa.

—¡Consuelo! ¡Eso nunca! ¡Nopuedes caer en las manos de eseinfame impostor!

—Lucharé, Fernando. Pero cadadía temo más a mi madre. No sabeshasta qué punto ese hombre haconseguido engañarla.

—Resiste un poco más, Consuelo.Por favor… Te lo prometo, en cuantome sea posible volveré y te rescataréde las manos de ese hombre. Ahora

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tengo que irme. Nadie debe vernosaquí. Eso podría echarlo todo aperder… Adiós, vida mía. ¡Volveré!

—¡Adiós, Fernando! ¡Por lo quemás quieras, no tardes!

* * * Cuando los hombres del castillo dela Cruz Grande recibieron la ordende abandonar su puesto y retirarsehacia el de San Felipe de Barajas, nopodían creer lo que oían.

Sabían que era un absurdo, unadecisión casi suicida.

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Para don Blas, ejecutar una ordende tal falta de sentido resultabaheroico. Ante los hombres, él era elresponsable de la decisión. No podíani debía explicar que, en realidad,estaba radicalmente en contra desemejante medida, y que todo erafruto del ingenio del virrey Eslava.

Fernando tampoco comprendíacómo el almirante podía actuar así.Pero intuía que, si Lezo lo ordenaba,sería porque detrás de aquellaincomprensible maniobra habríaalgún motivo estratégico que a él sele escapaba.

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A no ser que fuese una nuevaocurrencia de don Sebastián.

Pero por ahora no podía saberlo.Lezo supo organizar el transporte

de los hombres, artillería y dotacióndesde la Cruz Grande hasta SanFelipe con admirable orden yeficacia. Tanto, que consiguiódesempeñar su cometido en untiempo récord.

Los ingleses, dueños ya deBocachica, habían establecido allásus bases.

Incrédulos ante lo que ocurría amitad de la bahía, tan pronto como

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vieron abandonado el castillo,enviaron un destacamento a ocuparlo.

Con auténtico dolor, don Blaspudo contemplar cómo la banderadel Reino Unido no tardaba enondear sobre las murallas.

Fernando alcanzó a oír cómo, desus labios, se escapaba un desahogoen forma de súplica.

—¡De dirigentes incapaces,liberanos Domine!

Ahora supo que el abandono de lafortaleza no obedecía a unamisteriosa táctica estratégica, sino auna nueva veleidad del virrey.

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Pero no habían acabado aquí laspenalidades para Lezo. Aún tendríaque cumplir la segunda y másdolorosa parte de las órdenesrecibidas aquella tristísima mañana.Además del abandono del castillo, elvirrey había sido capaz nada menosque de ordenar al mismísimoalmirante en jefe de la ArmadaEspañola que se encargara de hundirsus propios barcos. Los dos únicosbuques que quedaban para la defensade la ciudad, cuyo estado erainmejorable, y que se hallaban listospara entrar en combate en cualquier

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momento.Nuevamente, las virtudes militares

del admirable don Blas hubieron deponerse en ejercicio en gradoheroico. No en vano, se ha escritoque el fuego amigo es el que másdolor y daño causa. Mucho más queel enemigo. En este caso, el propiofuego español debería quemar yhundir sus naves.

Al igual que en la evacuación dela Cruz Grande, el almirante pusotodo su empeño en realizar laoperación con la mayor competencia.Sin embargo, tal vez por lo que de

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antinatural tenía que un magníficomarino prendiese fuego a sus propiosbarcos cuando ello no era necesario,en esta ocasión se produjo un notablefallo de ejecución por parte de sushombres.

Cuando el Conquistador eraconducido hasta la mitad de la bahíay preparado para su sacrificio, elenemigo realizó una rápida salidapara tratar de apresarlo.

Los marineros de a bordo,presionados por la cercanía de losbuques ingleses y acuciados por laescasez de tiempo, no fueron capaces

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de colocar los barrenos con lapericia requerida. Por eso, al igualque ya había ocurrido con la Galiciaen Bocachica, los británicos lograrontambién hacerse con este barco antesde su total destrucción.

Las cosas no podían ir peor paralos españoles.

Por si fuera poco, y como eraprevisible, el único barco hundido noestorbó lo más mínimo lasuperioridad inglesa en la bahía.Pues en modo alguno entorpeció lanavegación de éstos, ni siquiera en elpunto en el que yacía el casco

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sumergido.Una vez concluida tan embarazosa

misión, tal vez la más dura decuantas hubiera de realizar a lo largode su dilatada carrera, el almirantedon Blas de Lezo y Olavarrieta pasóa engrosar las filas de la tropa,donde pelearía, con su pata de palo,como uno más entre los infantes de laCorona.

El virrey se congratulaba dequitarse de en medio a un hombre defuerte carácter. A alguien que, lejosde aplaudir a cada rato susdecisiones, se permitía contradecirle

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y corregirle cada vez que loconsideraba necesario. Y estabaclaro que lo consideraba con hartafrecuencia, demasiada para el gustode Eslava.

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VI

A los pocos días, exactamente eltiempo que los ingleses tardaron enreubicarse en sus nuevos dominios yen emplazar sus cuarteles generalesen la isla de Tierra Bomba,comenzaron a caer los primerosproyectiles sobre la propiaCartagena.

La respuesta defensiva de laartillería de la ciudad fue muy débil.

Tanto, que don Blas llegó a

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temerse lo peor: que en su interiorreinara el caos y el desconcierto,como en verdad ocurría.

El almirante sabía muy bien que, silas tropas británicas decidíanabalanzarse directamente sobre lasmurallas, las fuerzas de resistenciaque encontrarían seríanprácticamente nulas.

Pero ante una reacción tanllamativamente débil, los oficialesingleses se temieron que, en realidad,no se tratara más que de una trampa,en la que de ninguna manera estabandispuestos a caer.

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Continuarían avanzando paso apaso. Sin buscar atajos innecesarios.Seguirían el plan trazado deantemano, en movimientosminuciosamente preparados. Ahoraque acariciaban la victoria con lapunta de los dedos, no queríanarriesgarse a cometer un error.

Por su parte Lezo, ayudado deFernando y de algunos de sushombres más cercanos, trataba deimpedir un desembarco enemigo enlas inmediaciones del cerro de laPopa. Para ello contaba con lainestimable ayuda de los cañones que

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había rescatado de los buquesrecientemente sacrificados.

Pero a partir de ahora era unsoldado más. Su ascendencia sobreel resto de los hombres proveníaúnica y exclusivamente de suprestigio y de su acusadapersonalidad. Por lo demás, estabaclaro, carecía ya de la autoridadpropia de su rango.

Ello no le impidió, sin embargo,visto el cariz que tomaban losacontecimientos, enviar un mensajeescrito al virrey. En él le instaba acavar una trinchera desde la que las

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fuerzas de la Popa pudiesendefenderse por su flanco sur, desdeel que, sin duda, atacarían loscolonos de Virginia.

Fiel al modo de proceder seguidohasta entonces, el virrey Eslavadesoyó una vez más las advertenciasy sugerencias del almirante.

Así fue como, durante la noche deldía 15 de abril, un contingente de milquinientos angloamericanos se lanzóa consolidar una cabeza de playa enla península de Manzanillo. Otrodestacamento haría lo propio en laisla de Manga. Sus esfuerzos iban

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encaminados en última instanciahacia el cerro de la Popa, pues desdeallí podrían bombardear a placer elcastillo de San Felipe de Barajas,último bastión español en Cartagena.

Por su parte, además de la ciudad,las naves británicas, enteramentelibres y dueñas de la bahía,bombardeaban sin piedad el castillode Manzanillo, aquel que, situadofrente al ya perdido de la CruzGrande, constituía la puerta deentrada a la bahía interior.

Las cosas no podían ir mejor paralos intereses británicos.

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Don Blas no cejaba en su luchapor impedir el acceso de losvirginianos al cerro de la Popa. Almenos se lo pondría tan difícil comopudiera. Acompañado por unreducido grupo de apenascuatrocientos hombres, entre los quese contaban algunos granaderos deEspaña, piquetes de marina, einfantes de Aragón, se enfrentaba alcolosal destacamento enemigo, queles superaba varias veces en número,y al que no cesaban de agregarsenuevas fuerzas.

El combate, por desigual, estaba

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resultando muy duro.De madrugada, los soldados

ingleses desembarcados en la playaeran ya más de tres mil.

Por si fuera poco, la artilleríaenemiga batía la zona sin cesar.

Pero nadie estaba dispuesto arendirse. El almirante Lezo, con o sinmando en plaza, era una auténticafuria de la naturaleza que, desatadaen toda su fuerza, sabía transmitir suentusiasmo y valentía. Había algo enél, tal vez su intrepidez, o la enterezade su carácter, algo que hacía que loshombres que le acompañaban le

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guardaran una heroica fidelidad hastala muerte.

La lucha con las armas no leimpidió tratar de insistir todavía unavez más ante Eslava. Eraabsolutamente necesario reorganizarlas fuerzas y, aprovechando laoscuridad de la noche, realizar unaembestida que desalojara a losingleses de la zona ocupada.

Pero, una vez más, su petición anteel virrey hubo de caer en saco roto.

Fernando jamás se había vistoenvuelto en un fuego semejante.Ahora comprobaba en sus propias

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carnes la asombrosa transformaciónque la furia del combate produce enlos hombres. Olvidado de sí mismo yde cuanto le rodeaba, solo pensabaen la inmediata misión que se traíaentre manos. Exponía su vida a lamuerte a cada rato, una y otra vez,con la misma despreocupación conque, en otras circunstancias, sehubiera expuesto a mojarse en mediode un simple aguacero.

Las balas silbaban sin cesar a sualrededor. Pero, de alguna manera,habían pasado a formar ya parte delpaisaje.

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En su entorno más próximo, suscompañeros de armas hacían lopropio: disparaban y cargaban,disparaban y volvían a cargar;parapetados tras lo que se pudiera:una roca, el tronco de un árbol…Cualquier resguardo era bueno para,desde allí, tratar de detener laformidable fuerza de unos atacantesque, a pesar de la feroz resistencia,continuaban avanzando imparables,tomando posiciones de forma lentapero constante.

Los ingleses, muy bienadiestrados, constituían una

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formidable máquina de guerra a laque solo un milagro conseguiríadetener.

Los hombres de ambos bandoscaían por docenas. Era mayor elnúmero de bajas británicas, pues eramayor su desamparo, ya que debíanexponerse más al fuego enemigo.Pero también los españoles ibancayendo inexorablemente, uno detrásde otro.

Algunos morían en el acto. Otrosquedaban maltrechos en el campo,sin posibilidad de recibir laasistencia de sus compañeros.

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De manera inesperada, en mediode la dura escaramuza, uno de loshombres se separó de las filasespañolas. Echó a correr haciaadelante como un demente y, ante lasorpresa de todos, se pasó al ejércitoenemigo.

Fernando, aun inmerso en latremenda tensión de la batalla, pudoseguir con la vista la entera maniobradel desertor. No solo saltaba a lasfilas enemigas, sino que, el muycanalla, hizo inmediata entrega de unpliego escrito a uno de los oficialesingleses. Sin duda debía de contener

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información sensible acerca delestado de las defensas españolas.

Tras despreciar interiormente altraidor, el teniente continuódisparando y luchando por su vida yla de sus compatriotas, sin volver aprestar mayor atención a tan tristeacontecimiento. Sin embargo, porunos instantes, creyó haber percibidoen aquel hombre algo que se le hacíaextrañamente familiar. Tampoco tuvotiempo de pararse a reflexionar sobreello. El combate le exigía mantenerlos cinco sentidos puestos en elcampo de batalla. El más pequeño

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descuido, la menor distracción,podía costarle la vida.

Solo algunos minutos más tarde,como en un súbito relámpago, se hizola luz en su inteligencia. El desertorcorría con la cara semioculta tras lasanchas alas de un sombrero.Embozado exactamente de la mismamanera que lo había hecho donGonçalo el día del encontronazojunto al jardín de los Mairena.Además, sus andares eraninconfundibles, al igual que sudesgarbada figura. ¡Era él! ¡No lequedaba la menor duda! ¡El desertor

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era don Gonçalo de Oliveira! Si esque ése era su verdadero nombre.

Poco duró el efecto delsorprendente descubrimiento en lamente de Fernando. Unaextraordinaria carga de los inglesesle obligó, junto al resto de loshombres, a emprender la retirada.

El mismo Lezo ordenó elrepliegue.

—¡Hacia San Felipe! ¡Hay queretroceder sin romper las filas!

Durante la maniobra, algunos delos británicos, excesivamenteconfiados, se adelantaron tanto que

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quedaron fuera del amparo de suscompañeros de la retaguardia. Variosde ellos cayeron bajo el fuegoespañol. Unos pocos fueron hechosprisioneros.

La sorpresa fue grande cuando,entre estos últimos, alguienreconoció al traidor. Enseguida lollevaron ante Lezo.

—¡Señor! Éste es el hombre queha desertado. Está herido. Esportugués. Parece ser un espía.

—Custodiadlo bien. Lollevaremos a la enfermería. Una vezque haya sanado de sus heridas

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veremos qué hacer con él.La dura refriega se prolongó

todavía durante varias horas.Los españoles, desde sus

parapetos, conseguían dificultar elavance inglés, pero de ningún modoparalizarlo. Al igual que había yaocurrido en Bocachica, la situaciónse hacía insostenible. Todos losabían. Y lo peor de todo era que,una vez rebasadas sus líneas, lacaída de la Popa en manos delenemigo sería mera cuestión detiempo. Y no mucho.

Hacia las ocho de la noche, los

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británicos efectuaron un toque dellamada y enarbolaron una banderablanca. No era una rendición, nimucho menos. Deseaban parlamentar.

Uno de los soldados, provisto deun tambor, se adelantó repicando unmonótono y acompasado redoble,mientras caminaba despacio,acompañado de otro hombre queondeaba una bandera blanca bienvisible. Se acercaban a paso lentohacia las tropas españolas, queaguardaban en silencio, respetando elalto el fuego.

Cuando los emisarios alcanzaron

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un punto desde el que podían seroídos, el abanderado exclamó:

—¡Solicitamos una tregua pararecoger a los muertos y heridos!

Tras una breve deliberación porparte española, el encargado deresponder fue el comandanteAlderete.

—¡Podéis recoger a los muertos!¡Pero no a los heridos, son nuestrosprisioneros y serán atendidos por lasreligiosas del hospital!

Durante el breve cese dehostilidades, don Blas acudió ainterrogar al desertor. Fernando y

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algunos oficiales presenciaron laescena:

—¿Cuál es vuestro nombre?—Gonçalo de Oliveira —

respondió el aludido, con aire altivoy muy dueño de sí mismo. No era lasuya la altivez del noble guerrero queno teme a la muerte, sino más bien ladel hombre pendenciero que, a pesarde haber sido descubierto con lasmanos en la masa, desafía a lasautoridades con aire chulesco.

—¿Sois portugués?—Sí, Portugal es mi patria.—¿Por qué os habéis pasado al

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enemigo? —continuó interrogándoledon Blas.

—No me he pasado al enemigo,siempre he estado del lado inglés.Como hombre de armas que sois,deberíais saber que mi nación esaliada de Gran Bretaña desde hacesiglos.

—¿Sabéis la pena con la que sepaga vuestra acción?

—Con la muerte.—Vos lo habéis dicho.—No iréis a ejecutar a un hombre

malherido.—Sabéis muy bien que no. Seréis

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llevado al hospital y atendido devuestras heridas.

—De cualquier forma, cuando yohaya sanado, no seréis los españolesquienes deis las órdenes aquí… —Esta vez habló en tono cínico,mientras clavaba, amenazantes, susojos en Fernando. Su actitud era tanclaramente retadora, que Lezo lepreguntó a Fernando:

—¿Conoces a este hombre?—Sí. Lo conozco bien.El portugués no le dejó acabar la

frase:—No digáis que no os lo advertí,

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teniente De Castro. Yo ahora me voya la enfermería, pero vos necesitaréisalgo más que eso para recuperarosde la pérdida de vuestra dama, encuanto los ingleses me la entreguen.

Fernando alzó violento suvigoroso brazo para golpear aldeslenguado prisionero. Pero, viendosu lastimoso estado, consiguiócontenerse a tiempo.

Sin perder su maliciosa yprovocativa sonrisa, el portugués fueretirado hacia la enfermería.

La fugaz interrupción del fuego fuetan solo un breve momento de respiro

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durante el que el gigantescoengranaje militar británico parecióaspirar todo el aire que cupiera ensus poderosos pulmones, paraaprestarse a descargar su últimaandanada mortal. Una embestida tanterrible que los españoles no podíansiquiera imaginarla.

En todos los puntos los inglesesatacaban con fuerza redoblada: elcañoneo desde los navíos buscaba el«reblandecimiento» de los castillos,para hacerlos accesibles a las tropasde infantería, del mismo modo quehabía ocurrido ya con el de San Luis,

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en Bocachica.Los colonos de Virginia lograban

abrirse paso en su avance hacia laPopa. A la vez que ascendían,transportaban grandes baterías detierra que, convenientementeinstaladas, supondrían un elementodecisivo para doblegar el castillo deSan Felipe desde la altura.

La propia ciudad se veía porprimera vez envuelta en el torbellinode la primera línea de batalla. Unauténtico chaparrón de obuses caíasin piedad sobre casas y edificios,destrozándolo todo. La mayor parte

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de la población corrió a refugiarse ala zona más alejada de las bombas,mientras todos los hombres en edadde combatir trataban de colaborar enla defensa, de un modo u otro, perocon todos los medios a su alcance.

Uno de los proyectiles alcanzó delleno a la iglesia de Santo Toribio deMogrovejo. En el templo seencontraba un sacerdote anciano que,con gran estupor y agradecimiento aDios, observó cómo el obúsimpactaba con enorme violenciacontra el bastimento, pero sin llegara explotar.*

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Al otro lado del campo de batalla,en la Boquilla, el regimiento deAragón resistía, e incluso salía enpiquetes a hostigar al enemigo. Peroante lo recio del fuego británico,apoyado en todo momento por laartillería naval, su capitán hubo deacudir de madrugada ante el virrey asolicitar refuerzos.

Así las cosas, estaba claro quesolo un milagro podría ya salvar aCartagena de Indias de caer en manosde la Corona británica.

Finalmente, el día 17 de abril, loscolonos americanos lograron tomar

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el cerro de la Popa. A partir de esemomento, la bandera británicaondearía orgullosa en el punto másalto de la ciudad. Podía verse a unadistancia de un par de leguas endirección hacia cualquiera de lospuntos cardinales de la rosa de losvientos.

Sin esperar más, el mismo díasiguiente, Vernon instó oficialmente alos cartageneros a rendirse. Acambio, les ofrecía el derecho acomerciar con los ingleses, y lapromesa de que el libre ejercicio dela religión católica por parte de sus

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habitantes sería respetado.Por si todo esto fuera poco, la

penuria de víveres, e incluso deagua, en el interior del castillo deSan Felipe, comenzaba a hacersenotar. Los hombres habían tenido quecomerse los famélicos caballos que,teóricamente, habrían debidoservirles para la lucha.

A estas alturas, incluso el virreyEslava, profundamente turbado,permanecía encerrado en el fuerte,mientras contemplaba impotentecómo en los alrededores un enemigomuy crecido campaba a sus anchas.

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—Señor —le informó elComandante don Lorenzo deAlderete—, la situación es crítica entodos los frentes. No sabemos cuálserá el primero en ser desbordadopor el empuje enemigo, pero encualquier caso, en cuanto las tropassituadas a lo alto de la Popa consiganarmar sus cañones, este castilloestará perdido, y con él, todaCartagena.

Eslava miraba a Alderete con unacara que lo decía todo. Se mostrabaserio y preocupado, pero a la vez,era evidente, el primero en haber

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sido desbordado era él. No sabía quéhacer. No tenía idea de qué medidasdebían tomarse en semejantescircunstancias.

En las profundidades de suconciencia, su angustia libraba otraguerra de enormes proporcionescontra su orgullo.

Gracias a Dios, aquélla se impusosobre éste.

—¡Don Lorenzo! ¡Haga usted elfavor de llamar a don Blas de Lezo!Quiero hablar con él.

El almirante no estaba lejos, puesaunque en aquellas horas difíciles le

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hubiera gustado acudir a su casa yacompañar allí a su mujer e hijos,permanecía en el lugar en dondeestaba el deber de todo hombre dearmas: en el castillo de San Felipede Barajas.

—¡A sus órdenes, don Sebastián!El virrey, tremendamente alterado,

si bien trataba inútilmente dedisimularlo, buscaba las palabrasmás adecuadas para expresar lo quedebía y no se atrevía a decir.

Finalmente acertó a hablar de estamanera:

—Don Blas, quiero reponerle en

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su puesto al frente de las tropas.¿Está usted dispuesto?

—Sí señor. Lo estoy. ¿Mepermitirá usted actuar conforme a micriterio, sin cortapisas ni objecionesque dificulten las operaciones?

—Obre usted como estime másoportuno para la defensa de laciudad. Haga lo que quiera, pero, porel amor de Dios, detenga a losingleses. No deje que conquisten laciudad…

—Haré cuanto esté en mi mano.¿Manda algo más?

—Nada más. Puede retirarse, y

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ponerse desde este momento manos ala obra.

Sin perder un solo instante, elbrillante marino se puso a actuar conla urgencia y determinación queexigían las difíciles circunstancias.

Tan pronto como salió por lapuerta con la recuperada potestad denuevo en sus manos, ordenó deinmediato abrir un foso de un par demetros de profundidad alrededor delfuerte, en su lado este. Ésta era unade las muchas sugerencias en su díadesoídas por Eslava, que ahoradebería realizarse por trescientos

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hombres exhaustos, de noche, en muypenosas y peligrosas condiciones.

También pudo ahora don Blascomenzar la ejecución de lo quedesde hacía tiempo veníademandando: una larga yzigzagueante trinchera que rodeara elcastillo en sus diversos flancos,sobre todo en su lado sur, aquel quepresentaba mayores carencias en laconstrucción.

Además, contrariamente al virrey,el almirante quería dar la batalla encampo abierto, donde los españoleseran especialmente temidos. No

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quería hacerlo tras el parapeto deunas murallas de piedra que, tarde otemprano, terminarían por sersometidas a un duro asedio.

Incluso las mujeres que se habíanquedado en la ciudad, contribuyeronal trabajo de las obras defensivas.Ningún brazo estaba de más. Todoslos cartageneros que, de un modo ode otro pudieran colaborar, erannecesarios y bienvenidos.

Pero no todo acababa aquí. El granestratega que era don Blas de Lezosabía muy bien que se había llegadoa un punto en el que habría que

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arriesgar, y mucho, si de veras sequería dar la vuelta a la marcha delos acontecimientos.

Los británicos seguían siendomuchos más y seguían estando mejorequipados. Y, desde luego, las cosasya no eran como al principio, cuandotodavía estaban en alta mar, a laspuertas de Bocachica. Ahora habíanalcanzado las mismas puertas de laciudad, que recibía a cada momentosus destructoras bombas desde lasinmediaciones de la bahía.

Por este motivo, el almirante hubode idear un plan ciertamente

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arriesgado. Encargaría su ejecución ados de sus hombres de máximaconfianza: al propio Fernando deCastro y a un soldado criollo quedurante los últimos combates habíadestacado por su bravura ydeterminación. Respondía al nombrede don Juan Sebastián Romero. Eraun hombre joven, soltero, queconocía el terreno a la perfección.

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Tercera parteLA HORA DE LA

VERDAD

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I

Don Blas se puso tan serio queFernando casi se asustó. Nunca lehabía visto así, ni siquiera durantelos momentos más difíciles delcombate. Tampoco en sus frecuentesdesencuentros con el virrey, a lolargo de la ya prolongada contienda.

Había una tremenda carga degravedad en sus palabras.

No era para menos. Sabía que ibaa enviar a aquellos dos jóvenes, a los

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que había llegado a tomar un granaprecio, sobre todo en el caso deFernando, a un peligro cierto. A laspuertas de la misma muerte.

En realidad, sabía que sería muydifícil hacer tragar el anzuelo a losingleses.

Sin embargo, había que intentarlo.La situación era tan dramática, sehabía alcanzado un grado tal deapuro, de aprieto, que cualquieracción con un mínimo deprobabilidades de éxito debía serpuesta en práctica. Por grande quefuese el riesgo que conllevara.

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Porque en realidad ya estaba casitodo perdido. Sería muy difícil dar lavuelta a la terrible posición en la quese habían colocado los defensores deCartagena.

Si hacía un rato era Eslava quientenía que hacer un esfuerzo porescoger sus palabras, ahora era elturno del propio Lezo.

—Fernando y Juan Sebastián,escuchadme bien. Sé que lo que osvoy a pedir no va a resultar una tareasencilla. Supondrá un sacrificiogrande. Para vosotros y para mí.Pido a Dios que os ayude a salir con

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vida, pues no será fácil que lologréis. Dependerá de vuestroaplomo y sangre fría. Tengo quepediros que corráis hasta las filasbritánicas y que, una vez allí, oshagáis pasar por auténticosdesertores. Es de vital importanciaque os crean, que no duden devuestras intenciones. Les contaréisque en nuestras filas la moral estámuy baja, que apenas quedanhombres para el combate y que,previendo la inminencia de laderrota, habéis decidido dar estepaso. Diréis que, aunque amáis a

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vuestra patria, tenéis mujer e hijos, yque no podéis dejarles solos ydesamparados. Y como prueba debuena voluntad y de la sinceridad devuestras palabras, os brindaréis aconducirles hasta la que les diréisque es la parte más accesible y fácilde las murallas de San Felipe.

Ante la mirada atónita de sus dossubordinados, don Blas continuó:

—Si aceptan vuestra propuesta,les llevaréis hasta el muro orientaldel castillo, el lugar en donde hemosabierto el foso. ¿Me comprendéis?Es de capital importancia que el

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grueso del ataque se dirija por eselado. Es muy probable que no oscrean y que os ejecuten de inmediato,sin atender a vuestras razones. Peroel bien de Cartagena y de sushabitantes y la defensa de la Coronade España precisan de vuestracolaboración, incluso hasta esteextremo: es necesario que lointentéis.

Antes de terminar su discurso, elalmirante quiso hacer una aclaración.

—No es una orden. No estáisobligados a hacerlo. Podéis rehusaren este mismo momento, y yo seré el

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primero que lo comprenderá. Sé muybien que no es lo mismo caer y morirpeleando, en el fragor de una intensabatalla, que exponerse indefenso a laincierta voluntad del enemigo, comoun manso corderillo que muy bienpodrá terminar por ser sacrificado, asangre fría. Pero si aceptáis, tambiénseré el primero en saber apreciar laimportancia de vuestra acción, y enagradecérosla de por vida. En elcaso de que logréis culminar conéxito vuestra misión, y por lo tantolleguéis a acompañar al inglés hastael flanco este, entonces por favor os

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lo pido, aprovechad las sombras dela noche para escapar antes de quedescubran vuestro engaño. Creedmeque no podré dormir tranquilo hastaque os vea regresar sanos y salvos. Einsisto, ruego a Dios que se apiadede nosotros, y que os concedaregresar sanos y salvos.

Llegado a este punto, el discursoalcanzó un grado más de solemnidadantes de formular la pregunta crucial:

—Ahora, respondedme con todafranqueza: ¿estáis dispuestos a ir?

—Yo iré —respondió Fernando,sin ocultar la emoción que las

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sentidas palabras del almirante lehabían producido, en una proporciónno menor que el miedo queinevitablemente experimentaba.

—Yo también iré, señor.—Muchas gracias, muchachos. Lo

cierto es que no esperaba menos devosotros. Juan Sebastián, conoces elterreno como la palma de tu mano.Deberás conducir a Fernando hastael mismo Wentworth, el general enjefe de la infantería británica, si ellote fuera posible. Pero una vez enmanos del enemigo, deja que seaFernando quien dirija las cosas. ¿De

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acuerdo?—De acuerdo, señor.—Partiréis tan pronto como sea

posible. En otras circunstanciasquizás os hubiese aconsejado queesperarais al anochecer. Pero, tal ycomo están las cosas, lo mejor seráque lo intentéis cuanto antes. Temoque no lleguéis a tiempo de dirigir laofensiva por donde más nos interesa.

Apenas algunos minutos más tarde,Fernando y Juan Sebastián sedeslizaban hacia campo abiertodesde un lugar oculto tras la frondosavegetación. Sus compañeros de

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armas, convenientemente alertados,lanzaron grandes voces quesimulaban denunciar su acción,

—¡Desertores! ¡Dos hombres seescapan!

Al mismo tiempo, los arcabucerosdispararon contra los fugitivos,poniendo buen cuidado en noalcanzarles con sus balas.

Los falsos desertores corríancomo gacelas, atravesando la tierrade nadie entre las líneas de fuego.

Debieron vadear un par de regatosy sortear algunos otros accidentes delterreno. A ratos quedaban ocultos a

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la vista de las posiciones enemigas,pero el criollo continuaba siendocapaz de orientarse sin dificultad através de la espesura.

Una vez en la cercanía de las filasinglesas, desplegaron un gran pañoblanco con que habían sidoconvenientemente equipados.

Antes de que pudiesen recuperarsede la vertiginosa carrera, todavíajadeantes, fueron capturados por unpar de fornidos soldados que lescondujeron de inmediato ante lapresencia de uno de sus mandos.Posteriormente supieron que se

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trataba del coronel Grant.Cuando otros oficiales fueron

también informados del suceso, todosellos se reunieron bajo la superiorautoridad del general De Guise.

Fiel a las órdenes del almiranteLezo, a partir de ese momento fueFernando quien llevó la voz cantante,y quien hubo de cargar con el pesode las necesarias explicaciones.

Interrogado por el coronel Grant,el teniente inició su alegato:

—Mi nombre es José Avilés —mintió, temiendo que, a través de losespías su verdadera identidad

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pudiese ser conocida y asociada a ladel ayudante de don Blas de Lezo—.Mi compañero es Juan SebastiánRomero. Los dos pertenecemos a lospiquetes de marina. Somos buenosespañoles, señor, pero el estado denuestro ejército es calamitoso, laciudad caerá en cuestión de muypocos días. Tenemos mujer e hijos y,aunque como soldados que somosestamos dispuestos a morir pornuestro Rey, no queremos hacerlocuando el derramamiento de nuestrasangre ya no es necesario para ladefensa de la patria, cuando la guerra

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está ya perdida. En estascircunstancias, no queremos dejarviuda y huérfanos. Juzgamos que laentrega de nuestras vidas sería inútiltratándose de una causa que es yaimposible defender. Por eso hemosdecidido unirnos a las tropasvencedoras.

Uno de los oficiales presentesexclamó:

—No parecen cobardes. Tal vezdeba dárseles una oportunidad. Al finy al cabo, todos tenemos familia ehijos.

—¿Y si fuera un engaño? —

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preguntó un comandante grueso cuyorostro adusto culminaba en una grannariz de tintes rojizos.

—¿Engaño? —le respondió DeGuise—. ¿Qué engaño podría haber?Yo no lo veo por ningún lado.

El comandante hubo de callar ymorderse los labios ante la sencillarespuesta del general.

Grant no les quitaba ojo deencima. Trataba de leer la verdad enlos rostros de los prisioneros. Pero,tal vez tranquilizado por las palabrasde De Guise, también él parecióconvencerse de sus buenas

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intenciones.El general decidió poner fin a la

reunión, encargándole a uno de loscapitanes presentes que tratara deobtener alguna información de losdesertores.

—Tal vez puedan sernos útiles enalgo. Y si colaboran en el rápidofinal de la guerra, mejor para todos.Son ya demasiados días bajo este solinclemente, pongamos fin a estatortura cuanto antes.

Como confirmando las palabras deDe Guise, Fernando se asombró dever el mal aspecto que ofrecían

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muchos de los soldados británicos.Al igual que había ocurrido con losespañoles a su llegada a Cartagena,la fiebre amarilla, conocida tambiéncomo el vómito negro, estabadiezmando a los atacantes. Por esotenían prisa por acabar. Y por esodon Blas había querido siempreprolongar la batalla cuanto fueseposible, vendiendo muy caro cadametro que el enemigo pugnaba porconquistar. Desde el principio, élhabía sabido que el tiempo jugaba enfavor de España.

¿Qué ocurriría a partir de ahora?,

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se preguntó Fernando. Desde el puntode vista de los efectivos militares,los hombres de Lezo estaban en lasúltimas. Pero el desgaste padecidopor los ingleses tampoco eradesdeñable.

El capitán, a través de unintérprete, comenzó con suinterrogatorio. Trataba de mostrarseamable. Incluso les ofreció un tragode grog una nueva bebida a base deron diluido con agua, que habíainventado el almirante Vernon.

—Van a tener ustedes ocasión dedemostrar su buena voluntad de

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acabar cuanto antes con esta absurdaresistencia. ¿Cuántos hombresquedan en el interior del castillo?

Fernando comprendió que habíahecho bien en esperar a que losingleses le interrogaran, sin habercometido el error de adelantarse aofrecer la información que debíahacerles fracasar en el ataque.

Le fue fácil dirigir la respuesta alterreno que más le interesaba.

—No son muchos, señor. Desde elprimer momento hemos padecido unagran inferioridad numérica que con eltiempo no ha hecho sino aumentar.

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Pero si me permite, el problema noes tanto la cantidad, sino ladisposición de las defensas en elinterior del castillo. En mi opinión,si lanzaran ustedes un ataque por elmuro este, la toma de la fortaleza seaceleraría grandemente. Aunque es lapared más empinada, es la zonamenos protegida. Ahí los muros sonmás fácilmente accesibles mediantesimples escalas, y es donde eledificio presenta las más gravesdeficiencias de fortificación.

El capitán parecía morder elanzuelo con relativa facilidad. Sus

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informaciones coincidían con lo queestaba oyendo de labios del español.Los muros del castillo no eranverticales, sino construidos condiferentes grados de inclinación. Deeste modo se conseguía rechazarmejor el fuego enemigo lanzadodesde ras de tierra. Pero,precisamente por ser la pared este lamás empinada de toda la fortaleza,era también la que mejor admitía eluso de las escaleras de mano para suasalto.

También los ingleses tenían susespías, como había quedado

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demostrado con la acción delportugués. Y éstos les habíanfacilitado la altura exacta de losmuros de San Felipe.

Con la información adicional deque el lado este era el másvulnerable, el ataque por esa zonapodría preceder a los demás que, taly como estaba previsto, se realizaríapor los cuatro flancos del baluarte.

Por descontado, nada de estotrascendió a Fernando y a JuanSebastián. Los desertores tan solofueron informados de que ellosconducirían, marchando por delante,

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a la vanguardia de las tropasbritánicas. De este modo, si algofallara, ellos dos serían los primerosen caer.

* * * Don Blas seguía impartiendo órdenesa diestro y siniestro. No había tiempoque perder. Su dilatada experienciade guerra le hacía prever que elmomento decisivo se acercaba amarchas forzadas. El resultado de lacontienda muy pronto se decantaríadefinitivamente hacia uno u otro lado

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de la balanza. Por eso continuabatrabajando incansable o, mejordicho, sobreponiéndose a laextenuante fatiga acumulada. Seesforzaba por adoptar las medidasque debieron adoptarse mucho antes,y que ahora, solo con una dosisexcepcional de esfuerzo, todavíaestaban a tiempo de llevarse a cabo.

Las trincheras cavadas delante delcastillo, en su lado sur, acababan determinarse y estaban ya plenamenteoperativas. Su trazado en zigzagpermitiría disparar sobre el enemigoen fuego cruzado, evitando que

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pudiera ser asaltada en una solacarga. Además, tendría la virtualidadde atraer sobre sí gran parte de loscañonazos que, de otra manera,caerían sobre los muros de lafortaleza.

Ahora se hacía necesariodefenderla con un número adecuadode hombres. Soldados que, comohabían explicado los dos desertoresante los oficiales ingleses, habíanescaseado en todo momento, desde elprincipio de la guerra, y cuyo númerono había hecho sino disminuir.

Por ese motivo, el almirante hubo

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de recurrir de nuevo a una medidaextrema: apeló a la reserva demarinos que todavía quedaba en laciudad, unos doscientos hombres, ylos trasladó a San Felipe.

Con esta maniobra, la ciudadquedaría indefensa. Literalmentevacía de tropas. Hasta tal punto, queLezo ordenó volar el puente deacceso.

Seiscientos cincuenta soldadosdefenderían la trinchera en el ladosur, aquel que en verdad era el másvulnerable del castillo, y quinientosserían los hombres que defenderían

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el fuerte desde dentro. Entre estosquinientos se contaban los doscientosmarinos recién traídos de la ciudad.

* * * En Cartagena, mientras tanto, reinabauna calma tensa. Apenas quedabanhombres en la ciudad. Tan soloancianos y niños. Todos aquellosque, de un modo u otro podíancolaborar en la defensa de SanFelipe, habían acudido a ayudar.

Don Luis, el esposo de doñaLeonor, era de los pocos que

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permanecían en la ciudad. Desdeniño había padecido una graveenfermedad en huesos yarticulaciones. Fuertes dolores leimpedían realizar movimientosbruscos o cargar con pesos.

La práctica totalidad de lapoblación se hallaba congregada enla catedral. Conocedores del peligroque les acechaba, se habían reunidode manera espontánea a rezar por lasvidas de sus maridos y por lasalvación de la maltrecha Cartagena.

El obispo de la ciudad, don DiegoMartínez, presidía las rogativas.

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Invocaba confiado a la intercesióndel venerado Pedro Claver,cartagenero de adopción, que seríacanonizado algunos años más tarde.

La familia de Mairena alcompleto, desde don Luis hasta elpequeño Tomás, ocupaban uno de losbancos de la iglesia. A su lado sehallaba doña Josefa, tambiénacompañada de sus tres hijos.

Consuelo padecía lo indecible.Eran muchos los rumores quecirculaban por la ciudad. Rumores detodo tipo, y que, a pesar de sermuchas veces contradictorios, le

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afectaban muy directamente. Ladesdichada joven no sabía muy biena qué atenerse.

Había oído hablar de laabominable acción del portugués.

También había llegado a oídos desu madre.

Doña Leonor, que, con todos susdefectos, era una patriota, habíaprometido a Consuelo que, esta vezpodía estar segura, don Gonçalohabía muerto por lo que a ella y a lacasa de los Mairena se refería. Jamáspermitiría que su hija desposara a unmiserable espía y traidor a la patria a

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la que había simulado defender.Pero, a pesar de todo, Consuelo

dudaba. Dudaba de la firmeza de ladeterminación de su madre. ¿Acasoel portugués no había sido yacondenado por ella en una ocasión?¿Y sin embargo no habían bastadodos zalameras palabras a su regresopara que el muy bellaco volviera aganársela?

¿Y qué ocurriría ahora si ganabanlos ingleses? ¿Don Gonçalo notendría una buena posición entreellos? ¿No interesaría entonces a sumadre volver a firmar las paces con

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él y entregarle la mano de su hija?Pero lo que más preocupaba al

angustiado corazón de la joven eranlas habladurías que a su vez habíanllegado a la ciudad, afirmando quetambién Fernando había desertado.

Y esto hacía padecer a Consueloun inmenso dolor. Tenía una cruelespina clavada en el corazón, unacruel espina que no le permitíadescansar de día ni de noche. Ya nisiquiera era capaz de llorar. Se lehabían secado las lágrimas de tantocomo lo había hecho.

Pero ella no podía creer semejante

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cosa. No podía o, tal vez, no queríacreerlo.

Aceptar semejante acción delportugués no le era difícil. Pero…¿de Fernando? Eso nunca. Le eraimposible admitirlo. Sería tantocomo aceptar que el mundo habíadejado de girar, o que el sol se habíadetenido para siempre.

¡Qué duro le era luchar contra algoque, a cada hora que pasaba, se ibaconfirmando de boca en boca!

Al salir de la iglesia, doña Josefay su prole coincidieron con losMairena.

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A pesar del ánimo y la resoluciónque doña Josefa mostraba enpresencia de su marido, y de laconfianza que tenía en él, la esposadel almirante también sufría. Pruebade ello eran las marcadas ojeras querodeaban sus bellos ojos negros.

Don Luis, viéndola sola ydesvalida, a cargo de sus tres hijos,quiso expresarle su apoyo.

—Doña Josefa, hemos oído decirque don Blas se ha hecho cargo de ladefensa de San Felipe. Estamosseguros de que él nos sacará de ésta.Su esposo es un gran hombre, ¡y un

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gran militar!—Muchas gracias, don Luis —

respondió la mujer, agradecida—.Sobre todo es un buen hombre, y esoes lo que más me importa. Pero creoque tiene usted razón, que Dios, quenos ha probado mucho en estos días,terminará por concedernos lavictoria y la paz.

—Así lo esperamos. Buenasnoches, doña Josefa.

—Buenas noches.

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II

De madrugada, poco antes de lascuatro, una columna de soldadosingleses se acercaba sigilosa hacia lanegra mole del castillo de San Felipede Barajas. Se trataba tan solo de lavanguardia de un enorme regimiento.Por detrás, ocultos tras la espesura,les seguía una inmensa muchedumbrede hombres. Gentes entrenadas paradar el asalto final a la fortaleza.

Los dos desertores guiaban el

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avance hacia la defensa este, deacuerdo con las instruccionesrecibidas de don Blas.

Caminaron hasta el reborde mismode la planicie que rodeaba losescarpados muros del baluarte. Allí,ocultos tras la exuberante vegetación,se detuvieron algunos minutos. Antesdel asalto, los oficiales deseabanestudiar y contemplar a sus anchaslas dimensiones de su ansiadoobjetivo.

Fernando y Juan Sebastián habíancaminado siempre un par de metrospor delante del coronel Grant y del

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resto de los soldados.Nada más detenerse, Fernando

hizo una discreta seña a JuanSebastián. Éste sabía muy bien lo quesignificaba. Había llegado elmomento de escapar. Había queabandonar el campo enemigo.

Mucho más que en el camino deida, ahora iban a resultarimprescindibles la pericia y losconocimientos geográficos delsoldado criollo.

Sin esperar un segundo más de losnecesarios, tan pronto como creyóllegado el momento adecuado, Juan

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Sebastián echó a correr en direcciónal suroeste, hacia el lugar en dondese encontraban las trincheras abiertaspor el almirante. A pesar de tener lasmanos esposadas, partió como unaexhalación: tanto, que se diría quehabía visto al mismísimo diablo trasde sí.

Fernando, que desde el mismomomento en que hizo la señal habíapermanecido alerta y con losmúsculos en tensión, consiguiótambién adelantarse a la reacción deGrant y del resto de sus hombres.

Ahora no podía perder de vista a

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Juan Sebastián, le iba la vida en ello.Los ingleses se vieron tan

sorprendidos que nada pudieronhacer por detenerles. No podíandisparar, pues con ello se delataríanante los centinelas del castillo, y esono les interesaba en absoluto.

Tampoco podían perseguirles enla intrincada oscuridad de laespesura. Sería inútil. Además, erantan solo dos hombres. Tarde otemprano volverían a caer en susmanos. Si es que antes no perdían lavida en el campo de batalla…

Lo que de verdad preocupaba a

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los británicos era la posibilidad deque la acción de los desertoresobedeciese a un plan preconcebido.En definitiva, que les hubiesenconducido hacia una trampa.

Grant se reunió de urgencia con elgeneral De Guise y con los otrosoficiales.

—Mi general, los desertores hanhuido.

—¿Cómo han permitido ustedes lafuga? ¿Acaso no estaban siendoconvenientemente custodiados?

—Creímos que no lo intentarían.Entre los suyos les espera la horca…

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—¿No lo dije? Era una trampa…—se apresuró a decir el comandantegrueso que desde un principio habíarecelado.

—Trampa o no trampa, debemoscontinuar con el plan previsto —zanjó De Guise—. De cualquiermodo, a lo largo del día de hoy elcastillo se verá atacado por loscuatro flancos. Es demasiado tardepara echarse atrás. No podemoscambiar de planes a estas alturas.Vuelvan a sus puestos y prosigamoscon el programa que nos habíamostrazado desde el principio.

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Mientras tanto, Fernando y JuanSebastián continuaban corriendoveloces. Lo hacían siguiendo laszonas más boscosas y tupidas,evitando dejarse ver en campoabierto siempre que les fueraposible.

Eran plenamente conscientes deestar moviéndose entre dos fuegos.Atravesaban tierra de nadie. Podíanser atacados tanto desde sus propiasfilas como desde las líneas enemigas.

Por suerte, hasta ese momento nohabían encontrado dificultades en elcamino. Al parecer, tampoco habían

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sido avistados desde las murallas.El pestífero hedor que la brisa

nocturna traía de vez en cuandomanifestaba de modo inequívoco queeran ya muchos los muertos que seacumulaban en los campos y en lasaguas de la bahía. Las prisas de losatacantes por forzar la rendición o lavictoria hacían que nadie se ocuparade enterrarlos.

Fernando sabía bien que ésa noera una política acertada. Recordóuna vez más las palabras de Lezo:«El tiempo juega a nuestro favor.Cada día que pasa, las enfermedades

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tropicales aumentarán su mortíferaacción contra los británicos.Nosotros pagamos nuestro tributo altiempo de nuestra llegada, ahoraserán ellos quienes deberánsatisfacer el suyo».

No enterrar a los cuerpos difuntosno haría sino acelerar las cosas…

Continuaban acercándose hacia losparapetos. Ya no estaban muy lejos.

Si arriesgado había sido escapardel campo inglés, no lo sería menospresentarse de improviso, en mitadde la noche, ante su propia gente.

Ése sería tal vez el paso más

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difícil de todo el plan de huida.Apreciando la cercanía de las

trincheras, Fernando lanzó una voz aJuan Sebastián, instándole que sedetuviera.

—¿Qué ocurre, señor? Ya casihemos llegado.

—Debemos evitar que nos tomenpor ingleses. Sería ciertamente unadesgracia, ¿no crees? —Quisobromear el teniente.

—¿Cómo podremos acercarnos sinque nos confundan con el enemigo?

—Por de pronto, dejemos decorrer. Lo mejor será acercarnos con

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sigilo hasta donde podamos hacernosoír sin llamar la atención de losbritánicos, que tampoco deben deandar muy lejos de aquí. Yconfiemos en no tropezarnos conningún compañero de gatillo fácil, deesos que primero disparan y despuéspreguntan.

—Esperemos que eso no nossuceda.

Continuaron caminando con mayorcautela.

Al cabo, hallándose a tan solo untiro de piedra de uno de los extremosde la trinchera, se echaron cuerpo a

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tierra y se detuvieron a observar.Todo parecía estar en perfecta

calma, como si nada ni nadie alterasela paz de la caliente noche caribeña.Nada, salvo el omnipresente hedorde los cadáveres en descomposición.En la naturaleza, solo sudesagradable pestilencia recordabaque estaban en guerra y que la muerteera el triste fin que aguardaba a losque sucumbieran a sus horrores.

Pero las trincheras estaban allí. Ydesde luego, en ellas había soldadosespañoles en máxima alerta.

De repente, el lejano sonido de

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disparos desgarró la tranquilidad dela atmósfera.

A juzgar por la dirección de la queprovenían, debía de tratarse de Granty de sus hombres, que iniciaban elataque por el flanco este.

Fernando aprovechó la inesperadaruptura del silencio para decidirse aactuar. Desde su posición de cuerpoa tierra, gritó:

—¡Ah de las trincheras! ¡Nodisparen! ¡Soy el teniente De Castro,ayudante del almirante don Blas!¡Vengo acompañado del soldadoJuan Sebastián Romero!

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Una ronca voz respondió desde elotro lado de las tinieblas:

—¡Agáchense y corran hasta elparapeto, mi teniente! ¡Los inglesesestán al otro lado del río!

Los dos exdesertores obedecieronde inmediato. Alzándose, corrieronhasta la trinchera, a la que saltaronfelices de hallarse de nuevo a salvo yrodeados de su gente.

—¡Bienvenido, teniente! Soy elsargento Vargas, de los infantes deAragón. ¿Qué les ha ocurrido? ¿Sehan perdido en medio de la noche?

—Sería largo de contar. Quítennos

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las esposas y condúzcanos, porfavor, hasta el almirante don Blas deLezo.

—A sus órdenes, mi teniente.

* * * El coronel Grant y sus hombrestrataban con muy escaso éxito deasaltar el castillo por su ladooriental. Las escalas que habíanconstruido para tal fin medíanexactamente la misma altura que losmuros de la fortaleza. Los cálculosno habían fallado. Pero no habían

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contado, porque no podían saberlo,con las zanjas de dos metros deprofundidad abiertas por Lezo, casien el mismo instante en el que habíasido repuesto en su cargo.

Mientras las tropas de vanguardiabritánicas se esforzaban inútilmentepor alcanzar la cima de las murallas,los arcabuceros y fusileros españoleslanzaban desde lo alto un fuego de talviolencia e intensidad que estabaproduciendo una auténtica carniceríaentre los ingleses.

El propio coronel Grant cayóherido de muerte.

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Pero los soldados británicos de laretaguardia continuaban acercándoseen número creciente, ignorantes de lasuerte que les esperaba al alcanzarlos pies del fortín.

Así continuaron siendorechazados, durante más de una hora,hasta que, salido ya el sol, alconstatar la inferioridad de susposiciones y la imposibilidad delograr su objetivo, hubieron debatirse en retirada.

Por extraño que pueda parecer, lastropas españolas, que habían llegadoa extenuarse de tanto escopetear sin

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cesar durante un periodo de tiempotan prolongado, sabedoras de laimportancia de aprovechar hasta elfinal una ocasión tan favorable, alobservar el repliegue enemigocalaron sus bayonetas y cargaroncontra los fugitivos, a los quepersiguieron hasta las mismasinmediaciones de su campamento.

Mientras tanto, algo muy similarocurría en el flanco oeste, asaltadopor las tropas norteamericanas deWashington. También por ese lado elplan de Lezo había funcionado a laperfección, con un altísimo número

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de bajas por parte de los atacantes,contra prácticamente ninguna dellado de las defensas.

Por su parte, la resistencia de SanFelipe en su lado norte se manteníafirme.

Don Carlos Desnaux, nombradocastellano desde la caída del castillode San Luis, en Bocachica, dejóescrito en su diario de guerra:

«Por el frente que mira al nortellegaron hasta la batería baja; perocon el fuego continuado de la tropa yartillería que estaba apostada en elhornabeque y cortaduras, después de

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tres horas de porfiado combate noadelantaron ni ganaron puestoalguno».

Poco a poco, el gran estratega queera el almirante Lezo —también entierra firme, tal y como estabademostrando a cada paso— ibaalcanzando su objetivo principal:dirigir el grueso de los combateshacia el lado sur, el flanco dondehabía excavado la trinchera,construida a toda prisa, pero quesería capaz de cumplir plenamente sudoble función: la de atraer lasbombas del enemigo para así ayudar

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de forma decisiva a mantener laintegridad del castillo; y la de servircomo punto de partida para lassucesivas cargas que, desde allí, serealizarían contra las tropasbritánicas.

* * * A pesar de sus inmensos avances,también entre los mandos ingleses seproducían graves disensiones.

El general Wentworth, al mandode la infantería, se quejaba ante elalmirante Vernon de su total falta de

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apoyo naval para la toma del castillode San Felipe.

—Almirante, sabe tan bien comoyo que el fuego de los buques deguerra resultaría decisivo a la horade desbaratar las frágiles líneasdefensivas españolas. No hace faltaque insista en la eficacia de unaactuación combinada de las fuerzasde tierra y de la artillería de susbarcos. Esa fuerza combinada sereveló insuperable para la toma delcastillo de San Luis en Bocachica.

—No le falta razón, general. Perotal vez carezca usted de los

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elementales conocimientos deestrategia naval que le ayuden asopesar otros factores de no menorimportancia. Por ejemplo, que losfuegos combinados desde loscastillos de San Felipe, unidos a ydel Pastelillo y los de las murallasde la ciudad, no serán fáciles decontrarrestar. La Armada debeavanzar con la máxima cautela, y conprudencia. A no ser que quiera ustedver cómo nuestros barcos sonrápidamente enviados al fondo de labahía, a hacer compañía a los de losespañoles.

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—Almirante, esto es una guerra.En la guerra se producen bajas ygraves daños materiales. Lo que nopodemos es pretender que nuestraArmada regrese a Inglaterra con susbarcos intactos y en perfecto estado.

Vernon tenía mal carácter. Y a sujuicio, las palabras de Wentworthestaban rayando en la insolencia.

—Mire, Wentworth, ocúpese de sutrabajo y yo me ocuparé del mío.Cuando el grueso de las operacionesse concentró en la mar fuimoscapaces de tomar Bocachica. Solo lepido que, ahora que la guerra se

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juega en tierra, haga usted lo propio.—Puede estar bien seguro de que

por parte de mis hombres no habránada que objetar. Ellos se baten conbravura. Hemos tomado la Popa yhemos avanzado hasta asentarnuestras fuerzas en torno al castillode San Felipe. Incluso tenemos atodo un regimiento de España sitiadoen el playón de San Lázaro. Peroavanzamos a un precio demasiadoalto en vidas humanas. Demasiadasmuertes para apenas obtener unosresultados exiguos. Incluso a vecesnos hemos visto obligados a

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retroceder. Si me lo permite, contodo respeto quisiera pedirle que, sies la fortaleza del Pastelillo la que leimpide darnos cobertura desde susbuques, acabe cuanto antes con ella.

Al igual que ocurría en lasconversaciones entre Lezo y Eslava,también Vernon y Wentworth amenudo se veían obligados aconcluir sin haber sido capaces deponerse de acuerdo.

Tal vez en esta ocasión de maneraespecial, cuando Vernon,visiblemente irritado, terminó pordevolver la moneda a Wentworth,

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recordándole a su vez sus erroresestratégicos.

—Es posible, general, que ustedolvide que en Manzanillo lainfantería tampoco hace progresos,incluso con el apoyo de la artilleríade los barcos desde la bahía. Mire,Wentworth, ya hemos habladosuficiente por hoy. No me fatigue conmás razones. Como le he dichoanteriormente, usted haga su trabajo ydéjeme a mí hacer el mío. ¿Le haquedado claro?

—Perfectamente, señor.—Puede retirarse, general.

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—A sus órdenes.Wentworth se retiró cabizbajo y

apesadumbrado. En su fuero internoestaba convencido de la veracidad ydel acierto de su planteamiento: sinapoyo naval, el avance inglés entierra, cuando se producía, era muylimitado y siempre a costa degrandes sacrificios entre sussoldados. Sin el apoyo de laartillería marina, las condiciones enque se veían obligados a luchar sushombres, y a las que él se veíaobligado a conducirles, vulnerabanel más elemental sentido de

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humanidad.

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III

En la ciudad, a pesar de que elbombardeo sobre los edificios habíacesado, todas las actividadesordinarias estaban, de hecho,suspendidas por completo. Susescasos habitantes continuabanrogando por el pronto y favorable finde la guerra. Tan solo lasexperimentadas religiosas queatendían a los heridos de ambosbandos continuaban trabajando en las

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tareas que les eran propias. Lohacían de sol a sol, sin apenas poderconcederse unas imprescindibleshoras de descanso.

Había llegado a oídos de losMairena que entre los heridos seencontraba don Gonçalo.

Algunos asegurabanacaloradamente que era un miserabletraidor, además de espía. Pero otrosmuchos defendían con el mismoardor que todo eran vulgarescalumnias provocadas por la envidiay que, en realidad, había sido heridoen una heroica acción de ataque

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contra los ingleses.También continuaban llegando

noticias confusas acerca deFernando. Pero en este último caso,crecía con fuerza la idea de que eraun ingrato desertor que, a su regresoa filas, se había librado de la horcaúnica y exclusivamente por suamistad con don Blas.

En definitiva, en medio de laterrible zozobra de la guerra y, sobretodo, de la incertidumbre por sudesenlace final, las habladuríascrecían en amplitud e intensidad. Ycomo consecuencia, en la misma

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medida en que esto ocurría, Consueloy doña Leonor padecían cada vezmás. Lo hacían de modo diverso ypor motivos bien distintos, peroambas sufrían mucho.

El ambiente en casa había vuelto ahacerse casi irrespirable.

Don Luis, habitualmente sumiso ycomplaciente con sus esposa, porprimera vez en su vida comenzó aejercer su papel de padre de familia.A todos asombró la repentinafortaleza de carácter que supo extraerde alguna recóndita profundidad desu sorprendente espíritu. Sin duda fue

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la necesidad la que obró el milagro.Lo cierto es que no le tembló la voz ala hora de prohibir, con unaautoridad indiscutible, que madre ehija volvieran a mencionar a donGonçalo o a Fernando, en tanto nofinalizara la guerra y se aclararan lascosas.

Ni que decir tiene que, semejantemedida suponía una carga pocomenos que insoportable para ambasmujeres.

Consuelo no podía resistir elpensamiento de que su adoradoFernando fuese un cobarde, un vil

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desertor y traidor a la patria. Lo queen realidad fuese don Gonçalo letraía sin cuidado. Solo le importabaen la medida en que pudiera afectar asu madre y, en consecuencia, a sufuturo matrimonio.

La joven hubiese deseado correrhasta el hospital en donde sehacinaban los enfermos y heridos, einterrogar a cuantos soldados pudierahasta salir de dudas, hasta disipar laterrible perplejidad que le corroíapor dentro. Pero esto no era posible.Le estaba vedado terminantementepor sus progenitores.

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También doña Leonor quería salirde dudas. Pero en su caso las cosaseran notablemente más sencillas. Lesería fácil burlar la prohibición de suesposo y acudir hasta el hospital concualquier inocente excusa. Quizás lade llevar algunos víveres y auxiliospara los enfermos.

Tan pronto como encontró laocasión favorable, aprovechando elhabitualmente tardío despertar dedon Luis, la señora de Mairenaordenó preparar el coche y,conducida por Eliécer, acudió muyde mañana a entrevistarse con don

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Gonçalo.El improvisado hospital de

campaña donde yacía el portuguésera una parte del convento que lasbuenas religiosas habían tenido quehabilitar para atender a tan grannúmero de necesitados.

Cuando la insigne señora accedióal edificio, se encontró con que losenfermos, heridos y mutilados detodo tipo y condición se apiñabancomo podían en una amplia sala y enel claustro adyacente. Ingleses yespañoles entremezclados sin ningúntipo de barrera ni separación, más

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bien hermanados por unos mismospadecimientos.

Las compasivas religiosas seveían obligadas a sobrellevar comobuenamente podían la agobianteestrechez de espacio y de medios.

El calor y el hedor que serespiraban en el recinto erandifícilmente soportables para unadama acostumbrada a una vida fácil yregalada, como era doña Leonor. Elafán por saciar su curiosidad, sinembargo, pudo más que surepugnancia.

Encontró al portugués tirado sobre

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un viejo jergón, en medio de lainmensa sala. Tenía suerte: la granmayoría de los pacientes yacían en elsuelo.

Sor Matilde, la religiosa queacompañaba a la señora de Mairena,la previno.

—Doña Leonor, debe ustedpermanecer aquí un par de minutos,no más. No debe fatigar al enfermo.¿De acuerdo?

—De acuerdo, hermana. No sepreocupe, enseguida me marcharé.Quiero solamente interesarme por elestado de este buen amigo de la

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familia y ofrecerle un minuto deconsuelo, si es que está en mimano…

—Perfecto. Tenga presente que, encuanto regrese con la bacinilla queahora salgo a buscar, le tendré quepedir que se vaya.

—No se apure, hermana, harécomo usted me ordene.

Don Gonçalo estaba losuficientemente malherido como parano poder escapar por su propio pie,pero, con todo, su estado general,comparado con el triste cuadro quese dibujaba a su alrededor, era

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relativamente bueno.El enfermo se alegró de ver ante sí

a doña Leonor. Las pupilas de susojos se abrieron maliciosamente,como si la presencia de la señora deMairena le devolviera las fuerzas.

La mujer, acuciada por el pocotiempo que tenía, se vio obligada aabordar de inmediato la cuestión quetanto le agitaba por dentro:

—Don Gonçalo, por nada delmundo quisiera contribuir aempeorar su estado de salud con miconversación. Pero vengo angustiada,movida únicamente por la gran

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estima que le profeso, y por unindeclinable deber de conciencia.Tal vez usted desconozca lashabladurías que corren por la ciudad.Imagínese: se dice que es usted untraidor que, viendo la superioridaddel enemigo, se ha pasado a sus filas.Hay quien ha llegado a afirmar quees usted un espía al servicio de losingleses. Comprenderá el estado deagitación en que nos encontramos encasa, pues, aunque no podemosconceder ningún crédito a tanindignas informaciones, carecemosde argumentos para poder callar la

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boca a quienes, de modo mejor opeor intencionado, propalan talesinfamias. A pesar del delicadoestado en que se encuentra, hedecidido venir hasta aquí para poderpreguntarle de primera mano. DonGonçalo, ¿qué ha ocurrido para queesas mentiras corran de boca en bocapor la ciudad? ¿Podría usted decirmealgo que nos ayudara a acallarlas?

El taimado portugués comprendióque, por un motivo o por otro, doñaLeonor deseaba que él leconvenciera de que todo eran, enefecto, meras calumnias. Comprendió

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muy bien que ella se sentía inclinadaa creerle. En una palabra, ella queríaque él le persuadiese de suinocencia.

A su vez, don Gonçalo sabía muybien que el poderío británico era tanabrumadoramente superior que soloun milagro podría salvar a losespañoles de una gran derrota. Ysabía que, una vez tomada Cartagenapor los ingleses, él sería liberado yrehabilitado. Entonces podría utilizartoda su influencia para, una vez más,ganarse a doña Leonor. No asíFernando, que, si no moría en el

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campo de batalla, ya se encargaría élde que lo ajusticiaran. Así pues, elportugués vio una oportunidadinmejorable de volver a jugar suscartas:

—Doña Leonor, créame que nadapodría confortarme más en unmomento como éste que su presenciaaquí. ¡Qué buena ha sido ustedviniendo a verme! Además, así podrédescargar mi conciencia ante usted,en quien sé que puedo confiar. Ytambién sé que usted sabrá deshacerlos infundios que, como yasospechaba, circulan por ahí en torno

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a mi persona. Pero sepa que no, quejamás he sido desleal a la patria a laque me comprometí a defender. Pordesgracia, no podría decirse lomismo de ese muchacho militar quefrecuentaba su casa: Fernando deCastro. Solo su amistad con don Blasle ha salvado la vida. Pero por nadadel mundo quisiera estar en supellejo de traidor. No me extrañaríaque fuese él quién estuviesepropalando las habladurías sobre mipersona. Tengo motivos para creerloasí… ¡Ay, doña Leonor, qué difíciles conocer el corazón de los

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hombres. Solo a veces lassituaciones límite, las que noscolocan ante la vida y la muerte, sonlas que al cabo nos dan noticia de loque de verdad subyacía en el interiordel alma de cada ser humano!

Llegaba sor Matilde con labacinilla.

Sin esperar a ser desalojada, puessu orgullo no sería capaz desoportarlo sin padecer un fuerteagravio, doña Leonor se apresuró adespedirse.

—No sabe usted el peso que me haquitado de encima. Cómo me alegro

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de haber confiado en usted y dehaber venido a verle. Y descuide,don Gonçalo, que en cuanto esté enmi mano, no dejaré de reparar suquebrantada reputación. ¡Que semejore pronto, le estaremosesperando en casa!

—¡Adiós, doña Leonor! ¡Muchasgracias por haber tenido el valor devenir! ¡… Y muchas gracias por sufranqueza para conmigo!

* * * Pero doña Leonor no sería la única

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persona que abandonara furtivamentesu casa en aquel día. Consuelotambién lo hizo. La pobre muchachatenía los nervios destrozados y apunto de estallar.

Eran demasiados días de encierrobajo la estrecha y férrea vigilanciade su madre. Días en que desfilabanante ella en un tortuoso baile unsinfín de noticias y pensamientoscontradictorios.

La joven sufría en silencio,incapaz de despejar tantas dudascomo le atenazaban. Por eso, tanpronto como vio la primera

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oportunidad favorable ante sí, nodudó en escapar de su cautiverio,como un pajarillo que repentinamenteencontrara las puertas de su jaulaabiertas de par en par.

Si Consuelo era vigilada por sumadre, también ella había aprendidoa espiar los movimientos de suprogenitora. Y en cuanto la muchachasupo que ella abandonaba la casa, lefue fácil burlar al resto de susmoradores y salir a la calle en buscade un poco de aire puro. En realidad,no pretendía nada más. Tan solo unosminutos de libertad.

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Se tapó la cara bajo un pañuelo deseda y se encaminó derecha hacia lasmurallas. Quería contemplar el mardirectamente, sin la distancia ni lasbarreras que lo alejaban desde laterraza de su casa.

Desconocía los detalles de laguerra. Por eso se animó a sí mismadiciéndose que tal vez Fernandonavegara por las cercanías.

En realidad, sabía bien que podríaser peligroso, y que sería demasiadacoincidencia que su Fernandoestuviera por allí. Pero era tanta sufatiga, y tan grande su deseo de verle,

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que no pudo o no quiso detenerse.Tal y como había decidido, trepó a

lo alto de los muros de la ciudad.Pero, además, una vez allá, quiso

saltar sobre una prominente peña quesobresalía del agua a muy pocadistancia de las murallas. Conocíabien el arrecife, pues de niña lohabía visitado a menudo, cuandoquería escapar de sus niñeras.

Hacía mucho tiempo que no iba aese islote tan querido y, por algunaextraña razón, repentinamenteañorado. Un impulso irracional lemovió a hacerlo.

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Se asombró de la facilidad conque todavía era capaz de saltar ytrepar hasta lo más alto, desdedonde, lo recordaba bien, podíaabarcar con la vista la enteraensenada, hasta la lejana costa dePasacaballos. Hacía el efecto deestar a bordo de un barco, navegandosobre las aguas.

Pero para su sorpresa y decepción,esta vez el panorama no resultó tande su agrado. Dos barcos ingleses,orgullosos y desafiantes, patrullabanpor la bahía.

No había ninguna nave española

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que pudiera hacerles frente.Pero, a pesar de ello, sin saber

muy bien por qué, Consuelo semantuvo un buen rato inmóvil, en piesobre la roca, como si su actituddesafiante y retadora bastase por símisma para hacer frente a los dosnavíos enemigos.

Una ráfaga de viento le arrebató elpañuelo de la cabeza.

Entonces, un extraño pensamientose alzó con fuerza en su interior.Algo así como un recuerdo querepentinamente hilara variosfragmentos de conversaciones oídas

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en su casa y que hasta ese momentohubieran permanecido olvidados. Laconsecuencia estaba clara:

«Éstos son los amigos de donGonçalo. Él sabía desde un principioque vendrían y les ayudó a prepararel terreno, por eso se mostró siempretan seguroµ.

Todavía se mantendría abstraída,firme en su posición, durante algúntiempo difícil de medir. Hasta que, alcabo, repentinamente consciente delpeligro que corría, saltó de nuevo alas murallas y echó a correr deregreso hacia su casa.

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Afortunadamente, llegó antes deque nadie hubiese podido notar suausencia.

* * * Con la experiencia adquirida enBocachica y la bravura aquilatadadurante tantos días de lucha bajo elintenso cañoneo a la entrada de labahía, las tropas españolasacantonadas en los fuertes deManzanillo y del Pastelillo estabanoponiendo una asombrosa y enérgicaresistencia a los ingleses.

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La empresa estaba siendo tantomás heroica y meritoria, cuanto quelos medios materiales con los quecontaban eran de todo puntoinsuficientes o, cuando menos, muyinferiores a los de los atacantes. Perolo cierto era que día tras día estabansiendo capaces de mantener elpabellón español orgullosamen-tealzado, ondeante en lo más alto delas murallas, a pesar del durísimomartilleo de la potente artilleríaenemiga.

La resistencia estaba siendo taneficaz que, a pesar de los graves

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daños recibidos en la estructura delos fuertes, continuaban manteniendoen jaque a los británicos, que no erancapaces de progresar ni un milímetroen sus posiciones.

El castillo del Pastelillo recibíaeste nombre por su forma aplastada,pues había sido construido así parano entorpecer los disparos de laartillería desde San Felipe, al sur delcual se ubicaba. El fuego cruzadodesde los dos baluartes era por elmomento insuperable para losingleses y sus buques de guerra.

En cuanto al fuerte de Manzanillo,

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su situación era, por contra, algo másdelicada. El capitán de milicias donSebastián de Ortega resistía con tansolo veinticuatro hombres. Para ellodebían emplear todos los medios a sualcance: artillería, fusil o cuerpo acuerpo, según lo demandaran lascambiantes circunstancias a las quese veían sometidos por el enemigo.

En cualquier caso, este desvío detropas inglesas hacia ambosbaluartes favorecía grandemente losintereses españoles en San Felipe,que, a la postre, era donde deberíajugarse el desenlace final de la

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batalla. Más concretamente en suflanco sur, allá donde la trincheracavada in extremis por Lezo,comenzaba a jugar un papeldeterminante. Además el lado sur erael verdadero punto débil del castillo.

Mediante la maniobra de losfalsos desertores y la apertura dezanjas a los lados de las murallas, seestaba logrando que los asaltos porlos otros flancos resultándoseconvirtieran en una auténticaescabechina para los atacantes.

La trinchera, además, tambiénatraía sobre sí una gran parte del

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fuego de artillería que, desde lo altode la Popa, el enemigo empezaba adescargar sobre los defensores.

Mediada la mañana, las bajasatacantes en los flancos norte, este yoeste eran tales que podía hablarseya de un auténtico desastre para losingleses. Aunque los soldadosbritánicos que avanzaban desde elsur todavía no lo sabían, comenzabaa vislumbrarse que dondeverdaderamente se iba a jugar laresolución definitiva de la contiendaiba a ser precisamente ahí.

En efecto, forzadas por el ritmo de

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los acontecimientos y conforme alplan previsto por el almirante Lezo,el grueso de las tropas atacantes seiba concentrando en el flancomeridional del castillo.

Desde el amanecer, Fernandohabía estado dirigiendo el fuego defusilería desde la posición queocupaba, en el extremo de una de lasalas de la trinchera.

Los ingleses, exhaustos, padecíanlo indecible. Sufrían un intensísimodesgaste bajo el fuego español y bajoun fuego no menos hiriente, el del solabrasador del Caribe.

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Aprovechando un momento derelativa calma, el ayudante de donBlas llamó a uno de sus inmediatoscolaboradores en la trinchera.

—¡Sargento! ¡Sargento Navarro!El aludido, tan pronto como

descargó su fusil sobre las tropasenemigas, se acercó hasta el lugar endonde se encontraba su superior.

—¿Me llamaba, teniente?—Sí, sargento. Le he llamado

porque me gustaría conocer suopinión.

—Dígame, señor.—Mire, sargento, yo soy un

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hombre de mar. Usted está muchomás familiarizado que yo con estetipo de acciones en tierra. Queríasaber cuál es su sentir respecto a loque tenemos por delante. Parece queellos están atascados y que apenasson capaces de avanzar. Nosotrostenemos la ventaja de nuestraposición más elevada sobre elterreno. Pero ellos son muchos, cadavez más, y sabemos que nos superanvarias veces en número. Llevamos yamuchas horas bajo este sol terrible,capaz de hacer enloquecer al hombremás cuerdo. Estimo que debería

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intentarse algo que fuese capaz deromper este mortal equilibrio dedesgaste.

—Si quiere que le sea sincero, yque le diga mis verdaderasimpresiones, debo adelantarle que, apesar de todo, no son buenas. Creoque el tiempo, esta vez, juega ennuestra contra. Como usted dice,ellos no solo son más, sino que sonmuchos más. Y a cada momento seles van sumando nuevos efectivos.Temo que, en algún momento lleguena acumular tal cantidad de fuerzas,que sean finalmente capaces de

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desbordar nuestras filas. Ojalá meequivoque, pero intuyo que haríafalta un auténtico milagro paralibrarnos de una derrota que, a lalarga, creo segura. Un milagro o,como usted dice, una acción querompa este mortal equilibrio defuerzas. O tal vez ambas cosas a lavez: una acción genial acompañadade una ayudita desde el Cielo…¿Pero qué acción podría intentarsecuando nos vemos rodeados por unvaleroso enemigo que nos superavarias veces en efectivos humanos ymateriales?

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Una bala pasó muy cerca de losdos interlocutores. Tan cerca, que lessacó de inmediato de sus reflexiones.Hubieron de volver a poner los piessobre la tierra para enfrentarse a unpeligro que se les presentaba muchomás inmediato, el que amenazaba susvidas en el instante presente.

Por primera vez a lo largo de todala mañana un soldado inglés habíalogrado acercarse a tan cortadistancia del parapeto, que consiguiódirigir su disparo hacia el interiordel foso.

Fernando y el sargento Navarro se

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veían indefensos ante el mismoatacante que, ahora con la bayonetacalada, se abalanzaba imparablehacia ellos.

Pero un oportuno y certero disparoacabó con la vida del inglés.Provenía del mosquete del soldadoRomero.

—Gracias, Juan Sebastián, una vezmás te debo la vida.

El ánimo de Fernando,concentrado otra vez en el intensointercambio de fuego, volvió aalterarse tan pronto como aprecióque un nuevo e importante

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contingente de refresco seincorporaba a las filas inglesas. Eranal menos cuatro centenares desoldados los que venían a unirse alas ya de por sí numerosas tropas quepugnaban por abrirse paso endirección al castillo.

Las horas pasaban muy lentamentebajo el ardiente sol. El astro reyparecía deseoso de castigar lamaldad de los hombres que, una vezmás, peleaban a muerte, los unoscontra los otros.

Gracias a Dios —acertó adiscurrir Fernando mientras mojaba

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la lengua en el agua caliente de unade las cantimploras, ya casi vacía—,a pesar de los refuerzos recibidos,los ingleses continúan estancados.

Entonces, inesperadamente, sobreel constante estruendo producido porlos disparos se oyó alzarse conclaridad un preciso y bien definidotoque de corneta. Desde las murallasdel castillo, por orden de don Blasde Lezo, se daba el toque de oración.

Era exactamente mediodía.Como consecuencia, en el campo

español las tropas detuvieron sufuego.

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La caballerosidad de los mandosingleses hizo que también éstossecundaran la iniciativa, ordenando asus hombres el cese del fuego.

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IV

El espectáculo de las tropasespañolas recogidas en oración altoque del ángelus resultabaverdaderamente sobrecogedor. Lohubiera sido para cualquierespectador ajeno que se hubieraencontrado presente, y no lo fuemenos para las propias tropasinglesas.

Hombres de aspecto tosco,sudorosos, fatigados y sedientos,

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dirigían una sentida plegaria a suprotectora, la Virgen Inmaculada, ala que invocaban pidiendo amparopara sí mismos y para todos lossuyos: esposas, hijos, padres,madres… para todos aquellos seresqueridos que, ya fuese en la cercanaCartagena, o ya fuese en la lejanaPenínsula Ibérica, padecíanangustiados por su incierto destino.

La quietud era tan profunda quehizo que los soldados británicos nosolo respetaran el alto el fuego, sinotambién el imponente silencio.Seguramente también ellos, los más,

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dirigirían su particular plegaria haciael Cielo.

Pero el deseable alivio que elintervalo de paz suponía, no podíaprolongarse demasiado tiempo. Laguerra, una guerra que veníadesarrollándose en medio de lascondiciones más penosas y adversas,debía continuar. Desgraciadamentepara todos, el toque de oración hubode tocar muy pronto a su fin.

Cuando, al cabo de pocos minutos,se dio la señal de reanudar lashostilidades, los mandos inglesesordenaron el ataque a bayoneta

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calada. Esto significaba que suartillería dejaría de disparar. Tansolo lo haría en los momentos derepliegue de las tropas españolas.Pero también significaba que losbritánicos tratarían de desbordar yrebasar la trinchera por todos losmedios posibles a su alcance.

Lezo, a la vista del cariz quetomaba la soberbia ofensiva, ordenóla salida desde el castillo de SanFelipe de sus doscientos marineros.Debían reforzar las defensas ante elformidable ataque que se les veníaencima.

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En aquel momento, y a pesar deestos doscientos hombres derefresco, las tropas atacantessuperaban a las defensoras en unaproporción de cuatro a uno.

Había llegado el momento mástemido para los españoles. Todossabían bien que, si el enemigoconseguía superar el parapeto, todoestaría perdido. Entonces muy poco onada quedaría por hacer. El castillotendría sus horas contadas, y con él,la entera ciudad de Cartagena deIndias, que pasaría inevitablemente amanos británicas.

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Definitivamente la guerra sehabría perdido.

Por su parte, el teniente De Castrojaleaba a sus hombres hasta quedarseronco.

—¡Vamos, muchachos! ¡Elmomento es decisivo! ¡Hay queresistir con todo! ¡Hay que resistircomo se pueda!

Los ingleses, que de repenteparecían surgir a centenares desdedebajo de las mismas piedras,comenzaban a ascender la suavependiente de la colina en perfectoorden de combate.

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Viendo su número, algunosespañoles se sintieron tentados aabandonar.

Pero la bravura y proximidad desus oficiales se lo impedía. Y sobretodo la cercana presencia delalmirante, que desde lo alto de lasmurallas seguía dirigiendo a cadapaso el curso de las operaciones.

Muy pronto, en el sector defendidopor Fernando, comenzó a pelearsecuerpo a cuerpo. Allá, como en otrossectores del parapeto, se desatabauna encarnizada lucha entre quienestrataban de rebasar la trinchera y sus

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defensores.Pero el empuje británico era tan

superior, que no tardaría en superarlapor varios puntos.

En la mayor parte de su extensión,sin embargo, los españoles todavíaresistían.

¿Por cuánto tiempo?Los defensores empezaban a dar

claros signos de debilidad. Eran muypocos para detener a tan granejército. Un ejército cuyas tropaseran disciplinadas y estabaninmejorablemente instruidas.

Las cosas se estaban poniendo

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realmente feas para Lezo y sumenguada infantería. Los lúgubrespresentimientos que el sargentoNavarro expresara apenas algunosminutos antes, comenzaban acumplirse al pie de la letra.

Los ibéricos comenzaban asucumbir ante el fuerte empuje de losbritánicos. Faltaba ese golpe demano que Fernando había buscado yque no había tenido oportunidad deencontrar. Pero lo peor de todo eraque, por desgracia, eran muchos losque pensaban que haría falta todavíamucho más, un auténtico milagro para

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impedir el fracaso total.El ánimo de los hombres

comenzaba a flaquear.Si durante toda la mañana ambas

fuerzas habían permanecido estables,en una especie de empate continuado,ahora, por primera vez, la derrotacomenzaba a mascarse entre las filasespañolas. Su proximidad comenzabaa entreverse, y el proceso seaceleraba a medida que pasaban losminutos. Esto no era bueno, no podíaserlo, pues menguaba la moral de lastropas y no hacía sino precipitar elproceso de descomposición de las

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defensas.El almirante don Blas de Lezo

contemplaba la triste escena desde supuesto de observación.

Su rostro, ceñudo, permanecíaserio y reconcentrado, como tantasotras veces durante el desarrollo delas contienda. Pero, quienes leconocían bien hubieran sido capacesde detectar algunas señales deespecial preocupación en su frente,surcada ahora por profundas arrugas.

El momento era crucial y elalmirante lo sabía mejor que nadie.Todos sus hombres estaban peleando

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en campo abierto, en el flanco sur delcastillo, parapetados tras unatrinchera que, aunque aún resistía,comenzaba a ser desbordada envarios lugares.

En demasiados…Por su parte, en el interior del

castillo tan solo quedaba unaguarnición de trescientos hombres,todos ellos marinos, que hasta esemomento habían servido en loscañones de las murallas.

Entonces Lezo, volviéndose haciael comandante del castillo, el coronelDesnaux, le dio una orden cuyo tenor

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resonó entre las piedras de lafortaleza con un timbre de voz firmey templado. Por su tono, el almirantedaba a entender que era conscientede la importancia y, sobre todo, de lagravedad, de lo que estaba diciendo.También daba a entender que setrataba de una decisión biensopesada y meditada y que, por tanto,no admitía discusión posible.

—¡Coronel! Disponga a lostrescientos hombres de la artilleríapara que salgan a la carga contra elenemigo.

Desnaux, buen militar, sabía muy

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bien lo que esto suponía: algo a unmismo tiempo tan sencillo y sublime,tan grandioso, como era el jugarse eltodo por el todo.

Victoria o derrota. Ganar o perder.Vivir o morir…

—¡Señor! ¡Son los últimoshombres de la fortaleza! ¡Detrás deellos ya no queda nadie más! ¡Siellos caen, nadie podráreemplazarlos!

—Lo sé perfectamente, coronel.Haga lo que le ordeno. — Esta vez lavoz de Lezo ya no solo sonó firme,sino de todo punto irrevocable.

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Desnaux comprendió que debíaobedecer sin demora, sin perder untiempo precioso, y que sin duda seríanecesario para el buen éxito de laoperación. Por atrevida que fuese laorden recibida, venía de un superiorsobradamente experimentado, cuyavalía había quedado probadainnumerables veces en el pasado.

El coronel transmitió la resolucióna sus inmediatos colaboradores, a finde que la ejecutaran de inmediato.

En cuestión de muy pocos minutos,los trescientos marinos formabanante Lezo, en el patio de armas de la

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fortaleza. El silencio entre ellos sepodía cortar. Eran muy conscientesde la gravedad de la situación y deque el almirante contaba con ellospara algo grande.

Don Blas quiso dirigirles unasbrevísimas palabras.

—El enemigo está a punto derebasar la trinchera. Si eso llegara aocurrir, ustedes saben bien lo quesignificaría para nosotros: ¡laderrota! Por eso, no debemospermitirlo bajo ningún concepto. Yaún estamos a tiempo de evitarlo.Seremos capaces de hacerlo si cada

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uno de nosotros cumple con su debercomo sabe, hasta el último aliento.Ustedes son hombres de mar,acostumbrados al abordaje de lasnaves enemigas. Pues bien, háganse ala idea de que esto es un abordaje.No se pierdan en otros pensamientosque puedan distraerles de su misión ylimítense a actuar del modo másefectivo posible. Hoy es de ustedesde quienes depende el desenlacefinal de esta guerra. Y quiero quesepan de antemano que, ocurra lo queocurra, cuentan con toda mi estima yconfianza. Bien sé que sabrán no solo

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detener, sino poner al enemigo enfuga, hasta su total expulsión de estastierras, que deben continuar ahora ypor siempre bajo la soberanía de SuMajestad, el Rey de España. ¿Estánustedes listos?

La respuesta fue unánime:—¡Sí, señor!Si las palabras del almirante

habían resultado sencillas en cuantoa su contenido, la emoción quedejaban traslucir llegó hasta lo másprofundo del corazón de sushombres, a los que Lezo conocíabien. Les había llenado de valor y

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entusiasmo. Les había hablado conexigencia, pero a la vez, con elmismo cariño con el que un padrehubiera hablado a un hijo ante unasdifíciles circunstancias.

Así pues, todos los marinos semostraron unánimemente animosos ydispuestos para la acometida.

Desnaux dio la señal y las puertasdel castillo se abrieron de par en par.Inmediatamente dejaron ver ante sí,al frente, en un escenario no muylejano, el desarrollo de la tan reñidacontienda.

También podía escucharse con

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facilidad el bronco rumor de larefriega, que la suave brisa marina seencargaba de traer, a través de laardiente atmósfera caribeña, hastalas mismas puertas de la fortaleza.

Sin esperar un segundo más, donBlas de Lezo puso su alma entera enla voz con la que dio la orden desalida a sus valerosos marinos:

—¡A la carga! ¡Por España!¡Hasta la entera expulsión delinvasor!

Los trescientos partieron a lacarrera con formidable bravura. Unabravura que tal vez solo pueda

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encontrarse entre unos hombres quellevaban casi dos meses sometidos alos peligros y las privaciones de unasevera guerra de desgaste. Tuvieronque endurecerse en una exposicióncontinua a las heridas, al dolor y alas privaciones ocasionadas por elincesante fuego enemigo.

Para su sorpresa, y la de lospropios oficiales que acompañaban aLezo, algunos de los atacantesingleses no solo habían conseguidodesbordar las trincheras, sino que seacercaban ya hasta las mismaspuertas de la fortaleza.

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Pero ante la frescura y el empujede estos trescientos hombres, muypronto hubieron de retroceder paraponerse a salvo.

La formidable carga de losmarinos comenzaba a imponerse conbrío ante la primera línea delenemigo.

Ellos también estaban extenuadosy debilitados tras una larga y durajornada de combate bajo elimplacable sol del trópico. Ycomenzaban a dar muestras de ello.

Sea como fuere, los soldadosingleses de vanguardia jamás

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hubiesen podido esperar unaacometida semejante. Los hombresde Lezo, como toros recién liberadosdel toril, embestían con una energíainusitada. Literalmente arrollaban acuantos enemigos tuviesen ladesdicha de cruzarse en su camino.

Por eso, víctima del cansancio, otal vez del terror, o de la sorpresa, lasegunda línea de soldados británicos,la más próxima al castillo, tambiéncomenzó a retirarse. Tímidamente alprincipio. A la carrera muy pocodespués.

Contra todo pronóstico, en

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cuestión de pocos segundos, lostrescientos perseguían a unosdesarbolados atacantes que se veíanabocados a descender ladera abajoen clara desbandada.

Donde el desconcierto comenzabaahora a cundir y a contagiarse eraentre las tropas británicas.

El momento psicológico escogidopor Lezo para dar su golpe de manono habría podido resultar másoportuno.

El conjunto de las miliciasespañolas, a la vista de lo que estabaocurriendo, recobraba su natural

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brío, e incluso recuperaba algunas delas posiciones anteriormenteperdidas en la trinchera.

Lo que se había iniciado como unaretirada parcial de un puñado dehombres, iba ahora cundiendo entresectores más amplios de la infanteríabritánica. Sus soldados, debilitados ydesfallecidos, cuando no enfermos,iniciaban una creciente fuga.

Decenas de ingleses viéndosedesguarnecidos en medio de lacontraofensiva hispánica, seagregaban a la desbocada carrera delos fugitivos.

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El caos comenzaba a desbaratar laformación de las hasta entoncesfuerzas atacantes, y la retiradacomenzaba a convertirse en la máscompleta desorganización de lastropas invaso-ras.

Muy pronto pudo hablarse de unaauténtica estampida.

No era otro el efecto buscado pordon Blas. Y lo estaba consiguiendo.

Desde lo alto de las murallascontinuaba animando a los hombres aperseguir al enemigo.

—¡A por ellos! ¡Hasta el mar!¡Que se suban a los barcos y no

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paren hasta Inglaterra!En la persecución, los británicos

iban cayendo mortalmente heridos, amerced del empuje de los soldadosespañoles que, contagiados de laenergía de los trescientos marinos deLezo, se veían súbitamenteenfervorizados y vigorizados.Olvidados de todo cansancio ydolencia, corrían ahora por detrás,imparables, a la caza de losfugitivos.

En cuestión de escasos minutos, elcurso de las hostilidades había dadoun giro de ciento ochenta grados. Las

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tornas habían cambiado porcompleto.

Los hombres de Lezo, siguiendolas órdenes de su almirante,perseguían a los británicos hasta lamisma costa. Allá, o en la huida,centenares de ellos encontraron lamuerte. En verdad, fue una auténticacatástrofe para las tropas de Vernon.

Pero la euforia repentinamenterecuperada entre los peninsulares noquedó aquí. Su arrojo ascendió atales cotas, que Fernando,acompañado de algunos piquetes deinfantería, continuó su persecución

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pendiente arriba, hacia lo alto de laPopa.

Pues algunos ingleses trataban deescapar en esa dirección.

—Juan Sebastián, ¿conoce usted elcamino más seguro para ascender alcerro y caer de improviso sobre losartilleros apostados a lo alto?

—Sí señor, lo conozco.—Bien, sargento Navarro, persiga

usted a lo largo de la carretera a losingleses que traten de buscar refugiojunto a la artillería de la Popa. Elsoldado Romero y el resto de mishombres lo haremos a través de la

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arboleda. Nos veremos arriba.—A la orden, teniente.Como si por ensalmo hubiera

sonado la hora de España, Fernandoy sus hombres por un lado, y elsargento Navarro por otro, junto conel puñado de hombres que, en mediode la contraofensiva, se iba sumandoa la operación, alcanzaron y tomaronsin dificultad el estratégico oterodesde el que se dominaba la enteraextensión de la ciudad.

Los artilleros de Virginia,asombrados ante lo que veían antesus ojos, cayeron prisioneros sin

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posibilidad de oponer resistencia.Las piezas de artillería fatigosamentetransportadas hasta allá por loscolonos eran ahora tomadas por loshombres de Lezo.

La bandera británica fueinmediatamente arriada y sustituidapor la española, que quedaba ahoradesplegada en el punto más alto de lacolina. Resultaba fácilmente visibledesde toda la ciudad de Cartagena yen sus alrededores, hasta variasleguas a la redonda. Era una señalindiscutible de que los invasorescomenzaban a perder terreno.

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Al contemplar la bandera, alpercibir el cambio que se habíaoperado en el cerro, las gentes de laciudad apenas eran capaces de darcrédito a lo que veían. Algunos sesantiguaban, otros caían de rodillas,algunos corrían a la catedral a dargracias. Durante toda la noche y lamañana, ellos no sabían, no podíansaber, lo que estaba sucediendo fuerade sus murallas. Durante horashabían escuchado disparos y másdisparos, cada vez más próximos,esperando de un momento a otro eldesenlace fatal: la entrada victoriosa

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de los soldados británicosanunciando la muerte o, en el mejorde los casos, el apresamiento de susseres queridos.

Pero ahora percibían que nada deeso ocurriría. Contra todopronóstico, lejos de padecer laentrada triunfal del invasor, era laenseña española la que se alzabaorgullosa en lo más alto delemblemático altozano.

Las campanas de la ciudad apenastardaron algunos minutos en repicaren un jubiloso bullicio de alegríaincontenida.

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Las calles, hasta entonces vacías,se llenaban ahora de gentes que sefelicitaban unas a otras. Volvían aoírse las risas de los niños, durantetantos días olvidadas. En unapalabra, volvía la vida a la ciudad.El nombre del almirante Lezo corríade boca en boca entre sus habitantescomo el de un héroe. Como el héroeque les había salvado. Y no solo a laciudad de Cartagena, sino a toda laTierra Firme (como era conocida enaquel entonces la superficie delcontinente americano) de caer enmanos inglesas.

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Atraída por el incesante repiquede las campanas, Consuelo se asomóa la ventana. Pudo ver con suspropios ojos la enseña de Españaondeando a lo alto de la Popa. Deinmediato, sintió que una parteimportante de sus preocupacionesdesaparecía. Le hubiera gustadodejarse contagiar por el gozo queinundaba las calles. Pero no podía, leera imposible. El dolor que todavíaanidaba en su interior, producido porlas dudas vertidas en torno a lareputación de Fernando, erademasiado hondo. No conseguiría

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volver a ser feliz hasta que nolograra ahuyentar de sí tan pesadaincertidumbre.

En el hospital, las monjas cesaronpor un momento en su abnegadotrabajo.

—¿Qué ocurre, hermana, quesuenan las campanas tanimpetuosamente? ¿Es que acaso hanentrado ya los ingleses y hacen mofacon ellas?

—Nada de eso, ¡sor Matilde!¡Mire! ¡La bandera vuelve a ondearen la Popa!

—¿La bandera? ¿Qué bandera?

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—¿Qué bandera va a ser? ¡Laespañola, la nuestra!

—¡Alabado sea el Señor! ¡Quéalegría me da, sor Encarnación!

Entre los enfermos, las reaccionestampoco se hicieron esperar. Segúnfuesen de una u otra nacionalidad, locelebraban o se condolían de ello.

Don Gonçalo sufrió un repentinoataque de ansiedad. Él jamás habíacontado con esta posibilidad. ¿Cómopodía ser? ¿Cómo ese manco, cojo ytuerto había podido alzarse contra unejército tantas veces superior enhombres y en armamento. Más aún,

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cuando todo estaba ya casi perdidopara los españoles, cuando eranapenas un puñado los que resistían enSan Felipe.

Y sobre todo, ¿qué sería ahora deél? Solo le restaba aguardar a lahorca, que no tardaría en llegarle, tanpronto como estuviese repuesto…

Pequeñas gotas de sudorcomenzaron a surcarle la frente.Empezaba a marearse. Apenas acertóa llamar a una de las religiosas.Quería cerciorarse de que no setratase de una broma pesada, o talvez, quién sabe, de un desgraciado

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malentendido.—¡Hermana, por favor! ¿Qué es lo

que ocurre? ¿Por qué suenan lascampanas con tanta insistencia?

—¡Ah! Señor de Oliveira, pareceque las cosas empiezan a ir bien paralos nuestros. ¡Los españoles hemosrecuperado la Popa!

Ante tan definitiva confirmación,el portugués calló. Con gran esfuerzologró dar media vuelta sobre eljergón hasta ocultar su cara contra lapared. No quería que nadie viese sugesto de congoja.

A pesar de que sus alterados

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nervios le impedían razonar connormalidad, tratabadesesperadamente de reflexionar, deencontrar una salida a su apuradasituación. Era muy consciente de queel suelo comenzaba a hundirse bajosus pies.

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V

Ciertamente, el varapalo recibidopor los ingleses en aquellamemorable jornada no tenía parangónalguno en los anales de la historia.

Miles de cuerpos, británicos en sumayor parte, comenzaban adescomponerse a todo lo largo yancho del mismo terreno en donde,pocas horas antes, se combatíafuriosamente.

Llegada la noche, Vernon se vio

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obligado a realizar una petición dealto el fuego. Deseaba solicitar larecogida de cadáveres y elintercambio de prisioneros.

Por supuesto, Lezo accedió.El saldo conocido tras el recuento

resultaba aterrador: cuarenta y tresoficiales ingleses habían perdido lavida. Entre ellos se encontraban elcoronel Grant y el general De Guise.En total, los británicos habíanperdido mil quinientos hombresdurante el asalto al castillo de SanFelipe. Cuatrocientos soldados máshabían sido conducidos hasta el

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hospital de la ciudad para seratendidos.

Pero además, tal y como Lezohabía previsto, las enfermedadestropicales, más o menos larvadashasta entonces, comenzaban ahora ahacerse notar con fuerza y en toda sucrudeza: Vernon llevabacontabilizados dos mil quinientossoldados muertos a causa delpaludismo y de la fiebre amarilla.Era un número muy elevado de bajas,demasiado elevado, y lo peor detodo era que su ritmo iba en aumento.

En su afán por avanzar con

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premura contra la ciudad, elalmirante inglés había descuidadoenterrar a los muertos. Y habíaomitido tan elemental y necesariaacción ya desde las primerasescaramuzas sostenidas enBocachica.

Pero aunque ya era demasiadotarde para las lamentaciones, locierto es que el estrepitoso fracasoante San Felipe, unido a laimprevista emergencia sanitaria,comenzaba a hundir la moral inglesade un modo tan rápido comoinesperado.

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En tales circunstancias, no es deextrañar que las frecuentesdesavenencias entre Wentworth, elgeneral en jefe de la infantería, y elalmirante Vernon, alcanzaran suculmen.

—¡General! ¡Debo decirle que hadesaprovechado usted unaoportunidad irrepetible! Unaoportunidad única, cuando losescasos españoles que quedaban enel castillo estaban prácticamentevencidos.

—¡Señor! Si los españoles hanllegado a encontrarse prácticamente

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vencidos, no ha sido sino por elnotable esfuerzo y la generosaenergía derrochada por mis hombres,que, debiendo soportar laspenalidades de una fatigosa luchadurante horas, bajo un sol abrasador,han conseguido plantarse ante lasmismas puertas del castillo. Contodos los respetos, si no se hanllegado a culminar con éxito lasmaniobras, ha sido única yexclusivamente debido a la falta deapoyo naval.

—Mire, Wentworth, esta discusiónya la hemos tenido antes. No estoy

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dispuesto a malgastar ni una palabramás en tratar de convencerle,empresa que considero imposible.Pero sí le voy a conceder algo:enviaremos a la Galicia a la bahíainterior. Con sus bombas trataremosde castigar al castillo de San Felipe.Podrá usted ver con sus propios ojosel resultado. Al fin y al cabo, elnavío que arriesgaremos es uno delos que fue arrebatado a losespañoles. Si en tanto estima usted elrefuerzo naval desde la bahía,prepárese para ver el resultado.Puede retirarse.

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—A sus órdenes, señor.A pesar de todo, Vernon estaba

dispuesto a intentarlo una vez más.En realidad, nadie podía saber si deverdad su general le habíaconvencido de la necesidad de darapoyo naval a las tropas de tierra osi, por el contrario, todo obedecía aun simple deseo de demostrar con loshechos a Wentworth que estabaequivocado.

De cualquier forma, si fracasaban,quedaría patente ante todos que élhabía tenido razón, y que la toma delcastillo debía intentarse con el solo

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empuje de la infantería.Y si lo lograban… entonces muy

poco le importaría a Vernonotorgarle a razón al general.

* * * Mientras tanto, Lezo y sus hombresconseguían reforzar sus posicionesen Manzanillo y en el Pastelillo, quehabían resistido gloriosamentedurante los feroces ataques.

Para colmo de bienes, en suavance hacia estos castillos losespañoles pudieron fácilmente

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rescatar al regimiento que habíapermanecido aislado y asediado,durante días, en medio de las tropasenemigas.

Aquella noche don Blas pudofinalmente regresar a casa adescansar por unas horas. Llevabavarias jornadas sin poder abrazar adoña Josefa y a sus hijos.

Cuando entró por la puerta y sumujer escuchó el familiar golpeteode la pierna de madera sobre elentarimado del zaguán, bajócorriendo a recibirle.

—¡Blas! ¡Querido! ¡Sabía que lo

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conseguirías! ¿No te lo dije?¿Cuándo se ha oído decir que hayasperdido una guerra?

El intrépido marino apenas tuvopalabras para responder. Toda latensión y el cansancio acumuladosdurante aquellos duros y difícilesdías se volcaron en un fuerte ycariñoso abrazo a su esposa.

Los niños, aunque acostados,permanecían despiertos y atentos acuanto pudiera ocurrir a sualrededor. Ellos también, tan prontocomo oyeron aquellos pasos que leseran tan queridos, bajaron hasta el

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zaguán.Una vez allí, Blasillo y las

pequeñas Josefa y Agustina sefundieron en el abrazo de sus padres.

La alegría volvía al hogar.Durante unos segundos, la

felicidad envolvió a todos y cada unode los miembros de la familia. Unafelicidad tan intensa, que todosanhelaron que se prolongara durantelos días por venir, para nunca másdesaparecer.

Pero, ¿sería realmente así?¿Cuánto tiempo podría perduraraquella dicha tan grande?

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Ciertamente es dolorosocomprobar cómo, a veces, la sencillaalegría de una familia unida y en pazpuede ser objeto de tan durosataques…

* * * En medio del entusiasmo producidopor la gloriosa victoria alcanzada,Fernando creyó encontrarse encondiciones favorables para intentarun acercamiento a la familia deMairena. Juzgó, tal vez un tanto a laligera, que en el nuevo clima de

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optimismo, las prohibiciones dedoña Leonor carecían ya de sentido.

Su ansia por ver a Consuelo einformarle de primera mano de laderrota sufrida por los ingleses eratan grande, que ni tan siquiera quisodesviarse hasta sus habitaciones enel cuartel para acicalarse un poco.

Estaba vivo y entero, y con esobastaba.

Tal vez todo obedeciera a que sehallara bajo los efectos de un ciertogrado de euforia.

Era la hora de después de cenar.Previsiblemente, ese día no habría

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invitados.Fernando hizo sonar con fuerza la

aldaba y aguardó a que le abrieran.Dos pisos más arriba, don Luis

exclamó:—¡Qué extraño! ¿Quién puede ser

a estas horas? Leonor, ¿has invitadoa alguien?

—No. ¿Cómo iba a hacerlo en undía como hoy?

Solo Consuelo fue capaz deadivinar de quién se trataba. Enrealidad, más que un presentimientotuvo casi una certeza. Por eso, sinesperar a que el criado apareciera

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anunciando a la visita, adelantándosea todos, se levantó y se lanzó velozescaleras abajo.

—Niña, ¿se puede saber a dóndevas con esas prisas?

—No es nada, padre. Estoyacatarrada y he olvidado coger elpañuelo.

Al cruzarse con Eliécer, que subíaparsimoniosamente, ella le interrogóacerca de la identidad de la visita.

—Es el teniente De Castro,señorita.

Consuelo aceleró aún más supresuroso descenso.

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—No se preocupe Eliécer, yomisma me ocuparé de expulsarle.

Al abrir la puerta, a pesar de todassus dudas, su alegría se viodesbordada.

—¡Fernando!—¡Consuelo de mi vida!Desgraciadamente, no había

tiempo para perderse en excesivascontemplaciones. En cualquiermomento podía aparecer doñaLeonor y protagonizar unadesagradable escena.

Por ello, Consuelo, incapaz desoportar sus angustias ni un segundo

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más, preguntó a bocajarro:—Fernando, escucha… Te ruego

por lo que más quieras que no memientas: ¿verdad que no hastraicionado a los nuestros? ¡Dimeque no, por favor, dime que no!Existen horribles habladuríascirculando por la ciudad y yo…

—¡Pero, Consuelo! Amor mío…¿Cómo has podido creer algo así?

—No lo he creído, no lo hepodido creer pero mi madre dice quetú…

—Verás, me hice pasar por unfalso desertor, enviado por don Blas

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y acompañado por un soldadocriollo. Nuestra misión era conducira los ingleses hasta una trampa y loconseguimos. El mismo almirante telo podría aclarar…

Fernando se mostró ligeramentedolido por las dudas de Consuelo,pero la alegría de la victoria y delreencuentro superaban con creces supequeño dolor.

—Entonces… debe tratarse de donGonçalo. Aun herido y encerrado enel hospital, sigue tejiendo susredes… Si no es él, hay alguien queha conseguido hacer creer a media

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ciudad, y sobre todo a mi madre, queeres un traidor. Ay Fernando, ¡quéalegría me das! No hace falta quedon Blas me diga nada. Me basta yme sobra con tu palabra. ¡Qué felizsoy ahora! ¡Cuánto he tenido quepadecer por tantas mentiras!

—¡Consuelo! ¡Consuelo! ¿Quéhaces ahí?

Era doña Leonor. Bajaba hechauna furia. En efecto, Eliécer habíadebido informarle…

—¡Vete, Fernando! ¡Vete, porfavor!

—Pero, Consuelo, yo… ¿Cómo

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quieres que escape como un vulgardelincuente, si todo es una vulgar yburda mentira?

—Lo sé pero mi madre…Su madre llegaba en ese momento.

Toda la personalidad y el carácter dela recia mujer cántabra se pusieronen acción.

—¡Ya le dije a usted en unaocasión que no volviera por aquí!Ahora que sé que es usted unrepugnante desertor, su presencia mees más intolerable y despreciable, sicabe. Créame, no pararé hasta verlea usted pender de la horca. No crea

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que su amistad con el almirante le hade valer de mucho. Su caso llegará aoídos del virrey. Me ocuparépersonalmente de ello. Ahora,váyase.

El contraste entre la euforia con laque se había presentado anteConsuelo, y el jarro de agua heladaque acababa de recibir de su madre,hicieron que Fernando quedaradesconcertado. Tanto, que no pudo, ono quiso, defenderse. Calló y,lanzando una triste mirada dedespedida hacia la también deshechaConsuelo, optó por retirarse en

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silencio. Tal vez fuese lo másacertado. La ira es siempre incapazde medir sus actos y sus palabras.

El joven se alejó de la casa con elcorazón partido. Y sin el necesariososiego para poder razonar conclaridad.

Comenzó a deambular por lascalles sin un rumbo fijo. Su rostroceñudo y cariacontecido contrastabagrandemente con la alegría que serespiraba por las calles. La victoriano era definitiva aún, eso todos losabían, pero el castigo que se habíadado a los invasores había sido de

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tal magnitud que, después de lossufrimientos de las últimas semanas,era tiempo de distenderse y deliberarse de las preocupacionespasadas. Todos querían celebrar lologrado.

La noche, como es habitual en elCaribe, era ardiente. Tal vez por esoFernando no lograra despejarse. Alcontrario, conforme pasaban lashoras, y a pesar del cansancioalmacenado, su excitación parecíaacrecentarse y, con ella, su ira.Tampoco contribuían a calmarle lasmiradas furtivas que algunos

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viandantes le dirigían, víctimas talvez de los infundios lanzados contrasu persona. Comprobaba de primeramano la veracidad de cuantoConsuelo le había transmitido:alguien se había dedicado acalumniarle impunemente.

No podía ser que las noticias de sudeserción hubiesen llegado a laciudad con tal grado de distorsión, ano ser que alguien se hubiesepropuesto hacerle daño. Y, como esnatural, todas las sospechas delteniente confluían hacia una únicapersona.

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Fernando llegó a ofuscarse de talmanera que decidió encaminarsehacia el hospital. Allí se las veríacon don Gonçalo. Le obligaría aretractarse. Le obligaría a reconocerpúblicamente sus maquinaciones.

Decidió que, si el portugués teníaganas de pelea, la tendría.

A partir de ese mismo instante, susidas y venidas hacia ninguna partecesaron. Su rostro se tornó más serioy firme, y sus pasos se encaminaronresueltos hacia la enfermería. Noparecía que nada ni nadie fuese a sercapaz de detenerle.

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Al llegar a una cierta distancia deledificio, observó que el conventoreconvertido en enfermería sepresentaba ante él como una granmole oscura y silenciosa.

Sin embargo, apenas se huboacercado algunos pasos más, cuandopudo percibir con claridad loslastimeros quejidos de algunos de losheridos. Éstos se entremezclaban enuna desagradable sinfonía con losfuertes ronquidos de los escasospacientes que habían conseguidoconciliar el sueño.

—¡Alto! ¿Quién va?

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El edificio estabapermanentemente custodiado por unpiquete de soldados.

—Soy el teniente Fernando deCastro, ayudante de don Blas deLezo.

—¡A sus órdenes, teniente! No lehabía reconocido…

—Baje el brazo, soldado. No sepreocupe, cumple usted con su deber.Dígame, ¿se encuentra aquí eldesertor portugués al que hirierondurante su apresamiento?

—Sí señor. Está en lo que llaman«convalecencia», en la sala aneja al

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claustro, donde se encuentran losenfermos menos graves. ¿Quiere quele acompañe hasta él?

—No es necesario, conozco bienlas dependencias. Muchas gracias,soldado.

—A la orden, señor.A la tenue luz de las estrellas,

Fernando se encaminó hasta laentrada de la sala de convalecencia.

Dentro, los quejidos semultiplicaban.

Estaba oscuro y en la penumbraera imposible identificar a loshombres. Hubo de esperar a que su

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vista se acostumbrara a las sombras.Tan pronto como logró distinguir

lo suficiente para caminar entre losenfermos sin tropezar, comenzó adeambular muy despacio entre ellos,tratando de identificarlos uno a unopor sus facciones.

Comprobó que se entremezclaban,sin discriminaciones de ningún tipo,españoles con ingleses, indios,negros, mulatos… A todos tratabande sanar por igual las buenasreligiosas.

Sin pretenderlo, Fernando estuvo apunto de apoyar la planta del pie

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sobre la mano de un hombre quedormía tumbado en el suelo. Encuanto se dio cuenta, evitó pisarlecon todo el peso de su cuerpo. Perola presión fue la suficiente para queel hombre, entre sueños, musitaraalgo.

Desde las cercanías, otro, másdespierto, le respondió:

—Oh, please, shut up!*El teniente se detuvo por un

momento. Esperó a que la calma queél mismo había alterado volviera ainstalarse en la sala.

Iba a retomar sus pesquisas

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cuando el corazón le dio un vuelcoen el pecho. Dos ojos que conocíamuy bien le miraban insolentes. Erael portugués y le había reconocido.

Fernando se agachó hasta sualtura. No quería que nadie másoyera la conversación.

Dando rienda suelta a su cólera,comenzó por interrogarle acerca desu verdadera identidad.

—¿Quién eres? ¿Cuál es tuverdadero nombre?

Si lo estaba, el aludido no semostró asustado ni alterado. Congran seguridad, respondió:

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—Eso no te importa. Te basta consaber que soy portugués y que sirvo ami patria —contestó con totalaplomo, que no dejó de sorprender aFernando. Parecía como si el heridono tuviese nada que temer delespañol. Tal vez porque lo diera yatodo por perdido, o tal vez porqueaún esperara una victoria in extremisde los británicos.

—¿Eres espía?—Sabes bien que lo soy. Tú

mismo me viste entregar un mapa alos británicos.

—¿Por qué lo has hecho? —La

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irritación de Fernando parecíaconcentrarse en sus deseos porsatisfacer su curiosidad en estepunto.

—Porque mi gobierno es aliadodel inglés desde hace siglos.

—No me refiero a eso. Me refieroa las calumnias contra mí.

—Muy sencillo, durante miestancia en Cartagena me enamoré deConsuelo y tú, maldito soldado, mela has robado.

—No te he robado a nadie. Ella note quiere, me quiere a mí. Además…sabes que vas a morir…

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Al escuchar estas palabras, elportugués manifestó por primera vezciertos signos de debilidad.

—Tienes razón… Hasta hoy dabapor segura la victoria de nuestrosaliados. Jamás había pensado en suposible derrota. Tal vez todo esté yaperdido para mí. —Trató de apelar auna confianza que le abandonaba—.Pero mientras los británicos siganahí, siempre me quedarán algunasesperanzas…

Ahora, por unos instantes, donGonçalo, o como se llamara enrealidad, alteró su tono. De repente

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no parecía dirigirse a un enemigomortal, sino a otro hombre, unsemejante al que, a las puertas de lamuerte, contara sus desdichas.

—Los ingleses mueren acentenares. Los que no matáisvosotros con vuestras armas, sonvíctimas de la fiebre amarilla, nocreo que sean capaces de rehacerse.De todas formas, nada importa ya.Yo moriré y tú perderás a Consuelo.Doña Leonor está convencida de queeres un cobarde. Nadie podráquitarle esa idea de la cabeza.

—Tú podrías hacerlo…

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—¿Yo? ¿Por qué habría dehacerlo?

—Por recuperar tu honradez, yporque estás a las puertas de lamuerte. Nada ganas con mantener esamentira.

—¿Es que no lo has entendido aún,tenientillo? —El portugués volvió acambiar bruscamente el registro desus palabras. De nuevo hablaba conun rival, con un enemigo al quedetestaba con todas sus fuerzas—. Teodio. Siempre te odiaré. Desde elinfierno seguiré despreciándote porsiempre: ¡tú me has quitado a

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Consuelo! Pero al menos me queda eltriste consuelo de que yo también tela quitaré a ti.

Fernando fue incapaz decontenerse por más tiempo. Se viosúbitamente preso de un fuertemovimiento de ira y, agarrando delcuello a don Gonçalo, le gritó:

—¡Eres un maldito sinvergüenza!¡Sin pizca de honor ni de dignidad!

Los gritos despertaron a la mayorparte de los enfermos, entre los quese produjo un gran alboroto.

Los soldados y sor Matilde, lamonja de guardia, acudieron a ver

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qué es lo que ocurría.Vuelto en sí, Fernando abandonó a

su presa. Alzándose, se encaminó,profundamente abatido, a presentarseante el almirante. No tardaría ya enamanecer. Debían estar atentos yprevenidos ante los movimientos delenemigo.

Mientras abandonaba el edificio,el portugués, todavía congestionado,acertó a decir:

—¡Púdrete, maldito tenientillo!

* * *

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Por fin amaneció el nuevo día. Era el26 de abril de 1741. Se cumplía casimes y medio desde que los inglesesiniciaran el ataque a Cartagena deIndias.

Don Blas, a pesar de haberdormido pocas horas, mostraba unaspecto envidiable: risueño, de buencolor y con una moral tan alta comopodía esperarse de un hombre que,cuando todo estaba perdido, habíasido capaz de cambiar la suerte delas armas de un modo sorprendente.

Fernando, por contraste, teníagrandes ojeras que revelaban que

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llevaba dos noches sin dormir.Don Blas estuvo a punto de

pedirle que se retirara a descansar.Sin embargo, se abstuvo de hacerlo,pues sabía que aquel día podía serdecisivo. Debían sellar el final de laguerra. Debían derrotardefinitivamente a los británicos.

Tal y como Vernon habíaanunciado a Wentworth, el ejércitoinglés lo intentaría una vez más.Atacarían sirviéndose de la quehabía sido la nave capitana de donBlas de Lezo: la Galicia, de setentacañones.

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Al bravo almirante español se leescapó un pesaroso suspiro cuandovio que era precisamente su barco elque el enemigo empleaba para volvera la carga. No por ello se detendríae n contemplaciones. Además, a loalto del palo mayor y sobre laescandalosa ondeaban ahora sendasenseñas británicas.

En cuanto el buque, que habíapenetrado ya en la bahía interior,alcanzó una posición favorable, Lezodio la orden de disparar.

—¡Fuego!El primer obús alcanzó de lleno su

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objetivo.Otros cañones imitaron el ejemplo

de don Blas, desde el propio castillode San Felipe.

También desde el fuerte delPastelillo se castigaba la osadía delos ingleses, reduplicando así lacapacidad defensiva de losespañoles.

Pero la Galicia se defendía bien,causando graves daños en lasmurallas del castillo. Incluso en lapropia Cartagena, sus habitantesveían con horror que las bombasvolvían a llover sobre sus casas.

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Aunque lo que el fuego enemigoalcanzaba con auténtica violencia erael más cercano barrio de Getsemaní.

El duro intercambio de metralla seprolongaría durante toda la jornada.

Al cabo, la mayoría de loscañones defensivos del castillo,aquellos cuya posición se encarabamás directamente a la Galicia fuerondestrozados por la artillería delbuque. Y el resto de las piezascarecían del ángulo apropiado pararesponder al fuego enemigo.

Lezo se vio obligado a intervenirpara evitar que los daños fuesen a

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más.—¡Coronel Desnaux encárguese

de abrir otra trinchera delante de lamuralla! Debemos proteger lasparedes de nuevos ataques por esteflanco.

Los trabajos de excavación seiniciaron tan pronto como oscureció.

Y se prolongaron durante toda lanoche.

Al amanecer, se reinició elcombate.

En un primer momento, a ojos deun espectador inexperto, todo hubieraparecido indicar que las cosas

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discurrían por un derrotero similar alde la víspera. Pero no mucho mástarde, conforme avanzaba la mañana,pudo comprobarse que, una vez más,las medidas tomadas por don Blasestaban resultando de una enormeeficacia. El fuego español estabaconsiguiendo desarbolar a la Galiciapor completo.

Sobre las once, el viejo navíohubo de iniciar su lenta retiradahacia aguas más abiertas y profundas.Estaba completamente deshecho.

A la vista de lo ocurrido, Vernon yWentworth volvieron a escenificar su

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enésimo desencuentro. Sin embargo,ambos mandos coincidieron en unpunto, en la necesidad de retirarsedefinitivamente y lo antes posible deCartagena. Sabían lo que esosignificaba: la humillación, laderrota. Reconocer su incapacidadpara tomar la ciudad con unasuperioridad de casi diez soldadosbritánicos por cada español.

Pero, como no podía ser de otramanera, en donde discreparon deforma radical fue en el grado de«culpabilidad» de cada uno en elfracaso.

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—Como ha podido usted ver,Wentworth, de nada ha servido elfuego naval contra el castillo. A esadistancia, la Galicia ha resultadofácilmente pulverizada por laartillería enemiga.

—Siento discrepar, señor. Si altiempo de intentar la toma delcastillo de San Felipe hubiésemosenviado cuatro buques de guerra quediesen apoyo a las fuerzas de tierra,a estas horas el castillo y la enteraciudad estarían en nuestras manos.Los españoles nada hubieran podidohacer por contener nuestra fuerza

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combinada.—General, ¿de verdad insinúa

usted que debemos atacar de nuevocon los medios que acaba de sugerir?

—De ninguna manera. ¡Ya estarde, señor! Mis hombres se muerenpor docenas cada día. Creo quedebemos retirarnos antes de quetodos sucumbamos víctima de lasfiebres y del vómito negro.

—Mis hombres también mueren engrandes cantidades… Por una vezlograremos ponernos de acuerdo enalgo. En efecto, coincido en quedebemos marcharnos de aquí lo antes

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posible. Cada día quepermanezcamos en estas costas, serámayor el número de hombres quemorirán sin remedio…

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Cuarta parteMISERIA Y HONOR

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I

Después del episodio de la Galicia,don Blas presintió que aquélla seríala última y definitiva tentativa porparte de los ingleses: a partir deentonces, ya no volverían a acercarseal castillo. No porque hubierandesistido en su voluntad de hacerlo,sino porque les sería ya imposible.El enemigo no estaba en condicionesde regresar. Sus hombres estabanexhaustos. Por duro que pudiera

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resultarles, no tenían otro remedioque abandonar las costas de NuevaGranada. A pesar de que tendríanque hacerlo con la acusadora sombrade la derrota acompañándoles a susespaldas, persiguiéndoles de porvida allá donde fueran.

Sin embargo, la prudencia y laexperiencia del almirante le llevarona guardarse tan halagüeñasimpresiones para sí mismo. No lascompartiría con nadie. No lo haríahasta que los hechos viniesen ademostrar su veracidad.

Lo cual no impediría que, en su

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diario, Lezo, hombre de profunda fe,consignara: «Este feliz suceso nopuede ser atribuido a causashumanas, sino a la misericordia deDios».

Pero, gracias también a lamisericordia de Dios, no tendría queesperar mucho tiempo para recibirlas primeras confirmaciones a susmejores presagios.

La primera señal se produjo el día28 de ese mes de abril, durante unajornada especialmente lluviosa,cuando la alta humedad, unida alintensísimo calor, producía las

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condiciones para que el ambiente sehiciera difícilmente respirable.

Vernon envió una barquilla conuna gran bandera blanca, en la que unemisario portaba una misiva en laque literalmente decía:

«Hemos decidido retirarnos, peropara volver muy pronto a esta plaza,después de reforzarnos en Jamaica».

Ciertamente, Lezo tardó un tiempoen conocer el contenido de esta carta,pues Eslava nada hizo porinformarle.

Sin embargo, a los pocos días, tanpronto como conoció el tenor de lo

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expresado por el almirante inglés,don Blas no vaciló en responderle:

«Para venir a Cartagena esnecesario que el Rey de Inglaterraconstruya otra escuadra mayor,porque ésta solo ha quedado paraconducir carbón de Irlanda aLondres, lo cual les hubiera sidomejor que emprender una conquistaque no pueden conseguir».

En cualquier caso, no mentíaVernon. A su carta siguieron loshechos: los británicos comenzaban aabandonar sus posiciones. Lasmismas posiciones que los españoles

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se encargaban rápidamente dereocupar.

Se repetía la historia ocurridapocas semanas antes, cuando losingleses tomaban el castillo de laCruz Grande sin disparar un solotiro, solo que ahora los movimientosde tropas se producían en sentidodiametralmente inverso.

Ante tan feliz espectáculo, elalmirante Lezo ya no dudó.Caminando en medio de otro de losintensos y frecuentes aguacerospropios de la estación de las lluvias,se acercó a la presencia de Eslava

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con paso tan firme y solemne como lepermitía su pata de palo, y con lasobriedad que le caracterizaba, leinformó de la retirada definitiva delos ingleses en estos precisostérminos:

—Señor virrey, hemos quedadolibres de estos inconvenientes.

El agua chorreaba todavía delsombrero del marino guipuzcoanocuando el virrey, alzando la cabezasobre su escritorio, le miró conrostro adusto y, tras agradecerlelacónicamente las novedades, leinvitó a retirarse.

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* * * Al día siguiente, Vernon solicitó unnuevo intercambio de prisionerosque Lezo no tuvo inconveniente enaceptar.

Los prisioneros españoles, alregresar junto a los suyos, relatabanel miserable estado de salud de lastropas de Su Majestad británica. Loshombres morían a puñados, víctimasde la peste. La ictericia y el temidovómito negro se extendíanimparables sin distinguir entreoficiales y simples soldados.

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Además, carecían de agua salubre yde los necesarios víveres.

En medio de semejante penuria,nada tenía de extraño quecomenzaran a llegar desertoresingleses en número apreciable.Algunos de ellos pedíansinceramente abrazar la religióncatólica.

Sin embargo, el grueso de lasmilicias británicas se demoraríatodavía un tiempo en retirarse porcompleto. El motivo del retraso sedebía a las grandes dificultadeslogísticas que experimentaban a la

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hora de organizar la partida de unamuchedumbre tan grande, en sumayor parte gravemente herida oenferma. Además, debían hacerlo abordo de una flota seriamentedañada, cuando no parcialmentedesmantelada.

Tras días de intenso trabajo en lasmás duras condiciones, las últimasvelas inglesas desparecieron de lavista de los españoles, ocultas tras lalínea azul del horizonte, el día 20 demayo.

Así pues, Vernon había logradopermanecer en las costas de Nueva

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Granada durante poco más de dosmeses.

A su partida, resulta muyilustrativo el particular relato de loshechos que hizo John Pembroke,miembro del Parlamento británico.Pues no en vano, él fue sin lugar adudas uno de los más sobresalientessoldados del lado inglés, destacadopor su bravura y arrojo.

Al soltar amarras, resumía así elresultado de aquellas semanas decontinuas hostilidades y el tristeaspecto que ofrecía el paisaje queencontraba a su alrededor:

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«Si hemos de ser honestos ennuestras cuentas, tuvimos dieciochomil hombres muertos y, según unsoldado español que capturamos,ellos perdieron unos doscientos. Elalmirante Una Pierna con suexcelente mando y fuego mató anueve mil de nuestros hombres, lafiebre general mató a un númeroparecido. Cuando eché la últimamirada al puerto de Cartagena, susuperficie era gris, con los cuerposputrefactos de nuestros hombres, quemurieron tan rápidamente quenosotros nada podíamos hacer por

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enterrarlos. De los agricultorespobres y débiles de nuestras coloniasnorteamericanas murieron cuatrohombres de cada cinco».

Tan pronto como la noticia de laretirada del invasor comenzó adifundirse por la ciudad, la euforiase desató por doquier.

Los más bullangueros saltaban,bailaban o incluso cantaban a vivavoz por las calles. Otros, de caráctermás sereno, se contentaban concelebrar la victoria en la quietud desus casas, o simplementecomentándolo con sus vecinos en

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torno a una buena botella de licor.Pero todos coincidieron, desde losmás jóvenes a los más ancianos, enagradecer su glorioso triunfo a laProvidencia. Qué duda cabía de que,tal y como el almirante había dejadoescrito en su diario, la victoria habíasido debida a la ayuda de Dios, quesocorrió a los cartageneros cuandomás apurados se encontraban. Perotampoco cabía la menor duda de queesa oportuna ayuda había llegadohasta sus costas en la forma delexcepcional hombre que era elalmirante don Blas de Lezo.

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Por eso, al día siguiente, todos,bullangueros y menos bullangueros,se dieron cita en la catedral paraentonar un solemne tedeum en acciónde gracias por la victoria obtenida.

Dirigió las oraciones el obispodon Diego Martínez. Su voz,profunda y grave, resonaba confuerza entre las venerables piedrasde la catedral.

La mayoría de los presentescontestaba con igual fuerza a susentida plegaria. Los que norespondían, era simplemente porqueeran incapaces de hacerlo, pues su

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ánimo se veía de tal modo transidode emoción que, en lugar de laspalabras, eran las lágrimas las quehablaban por ellos.

Aquél sí fue un día memorablepara todos los cartageneros. Desdeuna hora antes de la ceremonia, todaslas iglesias de la ciudad se habíanunido al entusiasmo de su catedral,lanzando sus campanas al vuelo.

Aquel día no llovió. La brisasoplaba más fresca y clemente de loque era habitual. La naturalezaparecía querer unirse a la comúnalegría de todos.

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A la salida del templo, el alegretañido del bronce continuabainvadiendo por completo a la enteraciudad, de arriba abajo y de derechaa izquierda. Al escucharlo, todos sushabitantes sintieron una vez más uníntimo estremecimiento de gozo, y eljúbilo por la victoria y por el fin dela guerra terminó por anegarCartagena entera, penetrando hasta elúltimo rincón de sus casas.

Entonces, el pueblo al completo,de manera espontánea, coreó coninfinito agradecimiento a sualmirante:

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—¡Viva don Blas de Lezo!—¡Vivaaa!—¡Viva el mediohombre!—¡Vivaaa!Don Blas no se molestaba hoy por

el consabido epíteto, pues nadiepodría habérselo dedicado con tangran cariño como sus conciudadanosde Cartagena en aquel memorabledía.

Al que, curiosamente, pareciómolestar mucho el adjetivo fue alvirrey. Pero, desgraciadamente, másque el propio adjetivo, era elentusiasmo manifestado en las calles

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a favor del almirante lo que irritabasobremanera a Eslava. No era capazde escuchar aquellas sentidasaclamaciones que el pueblo dedicabaa Lezo sin un puntillo de envidia.

Y es que el problema no era soloque el homenajeado fuese unapersona distinta de él mismo, sinoque esa persona era precisamentequien, de una manera o de otra, habíasido su antagonista durante los díasque duró la guerra.

Ante lo que a su juicio era unagran impostura, don Sebastián nopodía quedarse de brazos cruzados.

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No podía permitir que Lezo sellevara toda la honra. Por eso, desdeese mismo instante, el virrey tomó ladecisión de actuar.

Tomaría las medidas necesarias yprocuraría que fuesen contundentes…

* * * Pero Eslava no era el único quesufría aquel día, también Fernando lohacía, pues, al no verse ya envueltoen medio de los fragores del durocombate, tenía ahora la mente librepara volar hasta Consuelo. Tal vez

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demasiado libre y desocupada. Parabien o para mal, al presente teníatodo el tiempo del mundo parareflexionar. Y era por ello incapazde evitar dirigir todos suspensamientos hacia la casa de losMairena y hacia la suerte quecorrería Consuelo. Al contrario quesus padres, ella no había acudido altedeum. ¿Se lo habría prohibido sumadre para impedirle que le vieraprecisamente a él?

Fernando no paraba de cavilar,buscando el modo de ganarse laconfianza de doña Leonor.

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Doña Josefa, en cuya casa estabaese día invitado a comer el teniente,fue consciente nada más verle de quealgo nublaba el buen ánimo deljoven.

Don Blas se hallaba pletórico trasla retirada de los ingleses. Parecíaestar flotando en una nube. Por estemotivo, sin pretenderlo, estabamenos atento a los pesares de suayudante y amigo. Aunque, a decirverdad, él tampoco se hallabacompletamente libre depreocupaciones. No eran grandes, yal menos por hoy trataría de

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ocultarlas y de no concederlesexcesiva importancia. Pero habíavisto el rostro malhumorado deEslava. Sospechaba, no sin razón,que, fruto de sus desencuentros conel virrey, éste almacenaba algunosresentimientos. No sería de extrañarque tales antipatías pudiesen todavíaacarrearle más de un disgusto.

Pero por lo que a ese día y a esealmuerzo concernían, estabadispuesto a mantener la cabeza librede inquietudes, disfrutando del alegrerato de compañía y de charla a lamesa, con su familia y con su buen

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amigo el teniente De Castro.Terminados los postres, tan pronto

como los niños se hubieronmarchado, doña Josefa se las ingeniópara averiguar cuál era el motivo porel que Fernando se encontraba tanabatido. Ella se había hecho ya sucomposición de lugar y, de cualquierforma, trataba de ayudarle.

—Don Fernando, le veo a usted unpoco apagado. ¿Está intranquilo odisgustado por algo?

Doña Josefa era una mujer afable.Sabía interrogar sin herir, y susamables maneras invitaban a la

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confidencia. Además, junto a supregunta, le ofreció al joven unacopita de licor.

Por todo ello, el teniente, muylejos de sentirse ofendido por lodirecto de la pregunta, agradeciópoder desahogar sus penas entreamigos.

—A decir verdad, sí. Estoy muypreocupado…

—No me había dicho usted nada—se apresuró a comentar don Blas,con cierta curiosidad—. ¿Sigue ustedcon males de amores?

—Sí, don Blas. Me temo que sí.

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—¿Podemos saber quién es laafortunada? —se interesó doñaJosefa.

—Claro: doña Consuelo deMairena.

—¡Caramba! ¡Eso sí que no me loesperaba yo! —exclamó el almiranteentre divertido y asombrado—. Puessu madre creo que es de armastomar…

—Sí que lo es —prosiguióFernando—. Ése es precisamente elproblema, su madre.

—¿No permite que os veáis?—No. No me puede ni ver, don

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Blas. Queremos casarnos, pero creoque doña Leonor, antes que vermeesposo de su hija, preferiría morir.Ella cree, o quiere creer, no lo sé,que soy un despreciable desertor.

—¿Desertor, tú? Es la tontería másgrande que he oído en mi vida.Cuando resulta que el soldado JuanSebastián y tú sois precisamente losque os jugasteis la vida por todosnosotros, al haceros pasar por tales.Si ése es todo el problema, yo mismoiré a hablar con esa mujer paradeshacer el equívoco.

—La cosa es algo más complicada

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de lo que parece. Hay un hombreextraño mezclado en todo esto. Unportugués… Bueno, creo que es elúnico portugués que conozco porestas tierras…

—¿Te refieres al desertor queapresamos durante el asalto a SanFelipe?

—Al mismo. Un tipo extraño. Peroal parecer, muy rico. Doña Leonorquería que su hija se casara con él.En tiempos de paz ese hombrefrecuentaba la casa de los Mairena.En una ocasión, él llegó aamenazarme con hacer daño a la

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propia Consuelo si yo no me alejabade ella.

—¡Infame!—Sí, lo es. Se ha dedicado a

difamarme por toda la ciudad y,sobre todo, ante doña Leonor.Supongo que habrá sobornado aalgunos bribones para que propalentodas esas mentiras, que tardaránmucho tiempo en disiparse.

—Pero todo eso que me cuentas esabsurdo, Fernando. Te tranquilizarásaber que hoy mismo he cursado yala orden para que ese hombre seatrasladado a la península junto con

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otros prisioneros. Me consta que estáya restablecido. Al menos losuficiente para poder embarcar.Partirán mañana mismo, con laprimera marea. Una vez en Españapeninsular, ese infame traidor serájuzgado y, presumiblemente,condenado. Por lo que respecta a laseñora de Mairena, yo iré y hablarécon ella.

—Es un verdadero alivio saberque un hombre tan perversodesparece de nuestra vista para serjuzgado por sus crímenes… Pero encuanto a su entrevista con doña

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Leonor, aunque le agradezco muchosu ofrecimiento, señor, no creo queella atienda a razones. Usted tambiénha sido salpicado por lashabladurías. Ella piensa, y no hayquien le haga cambiar de opinión,que si a estas horas no estoycolgando de la horca, se debe única yexclusivamente a que usted ha usadode su influencia en mi favor.

—¡Pero bueno! Esto ya raya en lalocura.

—Sí, muchas veces he pensadoque doña Leonor no está muy en suscabales. Si yo tuviera dinero tal vez

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sería más fácil de convencer, perome temo que, para ella, casar a suhija con un militar sea, simplemente«rebajarse».

Doña Josefa, que había escuchadohasta entonces en silencio, medióinfundiendo una cierta confianza ensus posibilidades.

—Os pido que dejéis este asuntode mi cuenta. Conozco bien a esamujer. La he tratado durante los díasde los bombardeos. Coincidimos envarias ocasiones a la salida de lacatedral. Os ruego que me permitáishablar con ella. Creo que sé cómo

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tratarla.

* * * El virrey Eslava releía mentalmentelos últimos párrafos de la carta queacababa de redactar. Al terminar, sesintió orgulloso de su composición.

La misiva iba dirigida, por víadiplomática, nada menos quedirectamente a manos de SuMajestad, el Rey Felipe V deEspaña. En ella llegaba a insinuarque Lezo había perdido la cabeza. Seapoyaba el virrey para sostener

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semejante aseveración en laspretendidas «ínfulas de escritor» delalmirante. Era sabido que don Blashabía escrito puntual y regularmenteun sobrio diario* de estilo militar,una especie de «parte de guerra», endonde reseñaba los hechos másrelevantes de cada jornada, durantelos días que había durado elprolongado ataque inglés:

«D. Blas de Lezo ha dadomuestras de una altanería y falta deacatamiento a las órdenes de sus

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superiores, que han puesto en peligroen más de una ocasión el felizdesarrollo de unas operacionesdefensivas que, con tanto esfuerzo, sehan desarrollado finalmente conéxito.

»A pesar de habérnoslas visto conun enemigo muy superior, tanto enefectivos humanos como en mediosmilitares, el almirante Lezo se hadedicado durante la entera duraciónde la contienda a redactar un diariopersonal. Entiendo que tal actividades incompatible con los deberes dequien ostenta la máxima autoridad de

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la Armada en tiempos de guerra.Tanta actividad “literaria” no hapodido sino ir en menoscabo de lanecesaria atención que el Almiranteen Jefe de la Flota Española debíaprestar a la contienda. Máximecuando tantos otros hombres a sualrededor han carecido durante lassemanas que han durado lashostilidades, incluso de tiempo parael necesario descanso nocturno,llegando a acumular varias nochessin dormir.

»Por este motivo, una vez que elenemigo ha sido felizmente

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rechazado de nuestras costas, tras losinnumerables sacrificios y esfuerzosrealizados por parte de nuestrosheroicos soldados, nos vemosobligados a denunciar ante VuestraMajestad la actitud de este hombre,don Blas de Lezo, que a nuestrojuicio ha estado en todo momentomuy por debajo de sus obligaciones yde cuanto de él podía y debíaesperarse.

»Es nuestro deber solicitar de SuMajestad un ejemplar castigo paraquien tan irresponsablemente hapuesto en peligro la vida de tantos

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hombres, así como la propiaintegridad de las tierras de SuMajestad a este lado del océano.

»Dado en Cartagena de Indias,mayo de 1741.

»Firmado: Don Sebastián deEslava y Lazaga

»Señor de Eguillor»Virrey de Nueva Granada».

Terminada de leer la carta, donSebastián esbozó una irónica sonrisay comentó para sí: «Ahora se sabráen la corte quién es realmente el

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almirante Lezo».A continuación, llamando a su

secretario, le ordenó:—Haga el favor de tramitar este

correo a Su Majestad por conductodiplomático. Sobre todo, no demoresu expedición. Es de vitalimportancia que llegue a la corte loantes posible.

—Sí, señor.

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II

Doña Josefa era una mujer diligente.Tan pronto como se le presentó laprimera oportunidad, acudió aentrevistarse con doña Leonor.

Esto ocurrió apenas dos díasdespués de que Fernando le refirierael motivo de sus pesares.

Sin embargo, la entrevista resultóun rotundo fracaso. Al menos, ésa erala impresión que doña Josefa tenía alregresar a casa.

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Al entrar por la puerta, la primeravisión que de ella tuvo su esposo fuela de una mujer francamentedisgustada.

Don Blas llevaba rato esperándolecon una cierta ansiedad, puesdeseaba vivamente ayudar a su amigoFernando y, en el caso de que lasnoticias fueran buenas, él mismopensaba acudir hasta el cuartel atransmitírselas personalmente alteniente.

Pero nada de esto ocurrió.Doña Josefa, habitualmente

inasequible al desánimo, incluso en

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medio de las mayores dificultades,tal y como había tenido ocasión dedemostrarse durante el asedio y losbombardeos a la ciudad, regresabade muy mal humor. Tanto, que suesposo llegó a inquietarse.

—¡Pero Josefa! ¿Se puede saberqué te han dado en esa casa? Nuncate había visto así…

—Ay, Blas. ¡Qué mujer! Teníarazón don Fernando cuando dijo queno estaba en sus cabales. Una cosa essaludarla cortésmente a la salida dela iglesia, pero otra muy distinta estratar de hacerla razonar. Debieras

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haberla visto. ¡Y debieras haberlaoído! Cuando yo creía… estabaconvencida… de que éramos amigas.Si no llega a ser por la oportunaaparición de don Luis, creo que meacaba pegando… Y la pobrechiquilla, Consuelo… Tuve ocasiónde verla y de saludarla un momento.¡Con lo linda que es! Y tiene unasojeras… Parece un pajarilloenjaulado. Da mucha pena. Esamadre la tiene atemorizada… En fin.Para qué hablar más. En mi opinióntu ayudante no tiene nada que hacer.Ya puede ir olvidándose de la

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pobrecilla Consuelo, solo un milagroharía cambiar de parecer a esaterrible mujer. Un milagro o eldinero. Está obsesionada con lasriquezas y con los honores y laspompas. No es capaz de ver el fondode una persona. Para ella, tantotienes, tanto vales. Y de ahí no se lepuede sacar. Una pena…

El almirante, a medida que ibaescuchando el vivo relato de losacontecimientos que le hacía sumujer, iba creciendo en dolor y enindignación ante lo injusto desemejante actuación. Además, en su

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mente se representaba ya al pobreFernando deshecho, hundido, tanpronto como conociera el fracaso dela mediación de su esposa.

Por eso mismo decidió intervenirpersonalmente en el asunto:

—Josefa, ese don Luis, el esposode esa mujer, ¿es un hombrerazonable?

—Pero, Blas, si tú también loconoces. ¿No recuerdas que te lopresenté con motivo de la toma deposesión del virrey?

—Sí, pero apenas intercambiamosdos palabras. Tú, en cambio, has

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tenido la oportunidad de verledesenvolverse durante la guerra. ¿Entu opinión es un hombre juicioso?

—Sí que lo es. Está algo enfermo.Padece alguna limitación de saludque, por lo que sé, le impidedesempeñar sus obligaciones comosería de desear. Y por lo que he oídodecir en alguna ocasión, su mujer seaprovecha de estas limitaciones paramanejar las cosas de la familia a susespaldas y a su manera. Pero,después de lo ocurrido hoy, estoycasi segura de que él desconoce lamayor parte de los enredos de su

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esposa. Al menos no los conoce conla amplitud suficiente. Como te digo,ella debe de ser la primera que seesfuerza en ocultárselos. Pero, en miopinión, si alguien ajeno a su casa leabriera los ojos, don Luis sabríareaccionar como es debido. Almenos, eso quiero pensar.

—Con lo que me has dicho, tengomás que suficiente. ¿Dices que élestá ahora en casa? Voy a verleenseguida.

—Blas, ten cuidado. Eresdemasiado impulsivo. Por favor,piensa antes lo que vas a decir.

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—Gracias vida mía. Lo tengo yatodo perfectamente pensado.

Y sin demorarse ni por un instantemás, el decidido almirante tomó susombrero y su bastón y, trasdespedirse de su mujer con un besoen la mejilla, bajó resueltamente lasescaleras en dirección a la calle.

Salió tan decidido, que daba laentera impresión de que fuese avérselas de nuevo él solo con la flotabritánica al completo.

* * *

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A la hora de comer, don Blas seguíasin regresar. Esto era algo inauditoen su personalidad. El almirante eratan considerado en lo que a lapuntualidad se refería, que doñaJosefa empezó a temerse que lehubiera ocurrido algo.

—Carmela, ¿puede, por favor,acercarse hasta la casa de losseñores de Mairena, en la playa de laArtillería, y preguntar por don Blas?

Pero no hizo falta que Carmelasaliera. En ese mismo momento, elinconfundible sonido de sus pisadasanunció que el almirante hacía su

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entrada por la puerta de la calle.Cuando subió, doña Josefa

observó que venía pálido y muyserio. Tanto, que llegó a temerse quelos ingleses hubieran vuelto. Pero no.Ni tan siquiera un nuevo ataqueenemigo a la ciudad podría alterartanto las facciones de su esposo.Algo espantoso ocurría. Algo muymalo debía de ser.

La mujer pidió a los niños quesalieran un momento del comedor. Encuanto lo hicieron, cerró la puertatras de sí. Quería serenar a don Blashasta donde fuese posible, y quería

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evitar a toda costa que los niñosescucharan la desgracia de primeramano.

—Blasillo, dime: qué te pasa.¿Tan mal te ha ido en esa casa?

—No, al contrario, me ha ido muybien. Tanto, que don Luis me haprometido formalmente que hablarácon su mujer, y que su hija, si así lodesea, se casará con Fernando. Mehe puesto tan contento al oír estaspalabras, que me he ido derechohasta la calle del Cuartel a darle lanoticia al teniente.

—¿Entonces? ¿Le ha pasado algo

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a Fernando? ¿Acaso se ha echadoatrás y te ha dejado en mal lugar?

—No, mujer. El chico está que nocabe en sí de gozo. He tenido queemplear toda mi fuerza depersuasión, e incluso mi autoridadmilitar, para hacerle desistir depresentarse de inmediato en casa desu prometida, pues don Luis me harogado que esperara hasta esta tardepara visitarles. El señor de Mairenahablará con su mujer después decomer. A partir de entonces, hacia lahora de la merienda, es cuandoFernando tendrá las puertas abiertas

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para entrar de nuevo en esa casa.Pero ahí, en el cuartel, es donde hesabido algo que…

Al bravo almirante se le quebrósúbitamente la voz. De repente, lecostaba seguir hablando. Estaba apunto de echarse a llorar como unniño. Y lo hubiera hecho sin reparosdelante de su mujer, pero por nadadel mundo quería que sus hijos, queno andarían muy lejos, oyeransollozar a su padre.

En realidad, a esas alturas delrelato, doña Josefa ya se había hechocargo de lo que sucedía:

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—Es Eslava, ¿no es cierto?—Sí —consiguió continuar don

Blas—. Ha escrito al rey. Me acusade desobediencia, deinsubordinación y de falta de laatención debida a las obligaciones demi cargo. Al parecer, dice quedurante los días que duraron lashostilidades, me pasé el díaescribiendo. ¡Y que tengo ínfulas deescritor!

—¿Escritor? ¿Tú? ¡Es lo másdisparatado que he oído en mi vida!

—Lo dice porque escribí unpequeño diario de guerra. Al menos

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me valdrá para defenderme. Loenviaré a la corte. Ahí podrán verque durante la batalla no permanecímano sobre mano precisamente.

—Será tu palabra contra la suya.—No, Josefa, no. Al parecer el

virrey ha conseguido involucrar amás gente. A Desnaux, entre ellos. Esuno de los que le apoya. Jamás lohubiese creído de él… No sé que leshabrá prometido Eslava. Un ascenso,supongo.

Doña Josefa sintió también que lasfuerzas le abandonaban. La familiaatravesaba graves penurias

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económicas. Se les debían losatrasos de varios meses. Ahora, conun previsible consejo de guerraabierto contra su marido, las cosas sepondrían todavía más feas. Laacusación ante el Su Majestad detodo un virrey no era una cuestióndesdeñable.

La mujer hubo de apelar a toda sufuerza de voluntad para extraerfuerzas de flaqueza y para noderrumbarse delante de su desoladoesposo. Ella debía ser su apoyo. Élla necesitaba. Ahora más que nunca.Y no podía defraudar en tan difíciles

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circunstancias a quien tanto quería.—Blas, Blasillo, anda, vamos a

comer. No hables si no quieres, o sino puedes, durante la comida. Yo meencargaré de sacar adelante laconversación. Haré que los niños nilo noten, y se mantengan al margen.Les diremos que estás cansadodespués de tantos días de lucha.

* * * Por la tarde, a la hora de lamerienda, Fernando acudió puntual acasa de Consuelo. En realidad,

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llevaba desde la mañana contandolas horas y los minutos que faltabanpara tan feliz y ansiado reencuentro.Se había vestido con sus mejoresgalas, y llevaba un bello ramo derosas en la mano.

Hizo sonar la aldaba de la puerta.Carraspeó y se colocó el corbatín

en su sitio por enésima vez, mientrasesperaba con cierto nerviosismo aque Eliécer acudiera a recibirle.

Cuando el criado le abrió,Fernando comprobó entre asombradoy satisfecho que, en efecto, se habíaoperado el milagro: esta vez el

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sirviente no le dio largas, ni trató deimpedirle la entrada.

—¡Don Fernando! Pase, hagausted el favor. Los señores y laseñorita le están esperando en elsalón. Tenga la bondad deacompañarme.

—Gracias, Eliécer.En efecto, en el salón principal

aguardaban Consuelo y sus padres.Tan pronto como el teniente

penetró en la estancia, don Luis sepuso de pie con un aire un tantosolemne, y exclamó:

—Bienvenido a casa, don

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Fernando. Tome asiento, por favor.—Muchas gracias, don Luis. ¡Qué

alegría, volver a verles, después detanto tiempo!

—¡Y de tanta lucha, don Fernando!¡Que gracias a usted y otros bravossoldados ha terminado tan felizmentepara todos nosotros!

Doña Leonor, como una colegialaque hubiese sido severamentereconvenida por sus profesores,permanecía sentada en su butaca, conla mirada baja y perdida en algúnlugar de la pared situada frente a sí.

Consuelo, sin embargo, era todo lo

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contrario: su mirada radiante, eraincapaz de ocultar su desbordantealegría interior, que asomaba comoen fulgores de luz a través de susbellos ojos verdes.

Las ojeras habían desaparecido,como por ensalmo, prácticamente porcompleto.

Don Luis continuó hablando.Estaba claro que era él quien iba allevar la voz cantante, y que, estavez, no estaría dispuesto a permitirque nadie se saliera de su papel.

—¿Desea usted algo, teniente? ¿Unrefresco? ¿Un zumo tal vez?

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—Sí, gracias. Un zumo, por favor.A pesar de su inmensa felicidad, o

tal vez a causa de ella, el jovenestaba algo nervioso, y tenía la bocamuy seca. La bebida le ayudaría aaclarar un poco la garganta.

—Bien. Como ve, teniente DeCastro, estamos aquí presentes todoslos actores implicados en estaimportante cuestión que es elmatrimonio de mi hija y el suyopropio. Pero antes de proseguir,debo formularle una pregunta a laque le ruego que me responda con lamayor sinceridad de que sea capaz.

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¿Está usted realmente enamorado demi hija?

—Sí, señor. Lo estoy. Nada meharía más feliz que el hecho de queusted me concediera su mano y yo…

—Un momento, caballero. Unmomento. Más despacio. La preguntano es baladí, como verá ustedenseguida. Dicho con otras palabras:¿está usted de verdad dispuesto asacrificarse por ella a lo largo detoda su vida? Mire que el matrimoniono es un juego. Le pido queconsidere que nuestra situacióneconómica, aunque próspera hasta

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ahora, se ha visto muy afectada poresta guerra. Apenas podremoscontribuir a la dote de mi hija. Severán ustedes precisados a vivir conestrechez. A vivir única yexclusivamente de las rentas deusted.

—¡Pero eso no es obstáculoninguno, señor!

Al contrario de los señores deMairena, Fernando era incapaz deconceder relevancia a las cuestioneseconómicas. Para su enamoradocorazón, el dinero no era sino unaminucia que de ninguna manera podía

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interponerse entre él y Consuelo.—Celebro que piense usted así,

porque no lo van a tener fácil desdeeste punto de vista. Por lo demás, nole oculto que esta tarde he tenido unafructífera conversación con miesposa y con mi hija. Consuelo estátambién profundamente enamoradade usted y, por lo tanto, dispuesta acasarse tan pronto como sea posible.Mi esposa, doña Leonor, aunque enalguna ocasión anterior se hamanifestado un tanto reticenterespecto a esta boda, ha cambiado deparecer. Además, tengo entendido

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que, si alguna vez hubo otropretendiente a la mano de mi hija,ese individuo, un extranjero, está yarumbo a la península, donde serájuzgado por alta traición en tiempode guerra. Así pues, creo que, sisiguen ustedes dos en la misma idea,podremos concertar la boda, en lacatedral, naturalmente. No conozcoun sitio mejor en toda Cartagena…

Fernando hubiera abrazado a donLuis, de tan agradecido como leestaba.

Sin embargo, levantándose, sedirigió derecho hacia Consuelo y, no

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sin antes pedir la autorización de supadre, le entregó el ramo de flores, yla besó con ternura.

Era el día más feliz en la vida delos dos pretendientes que, muypronto, si nada lo impedía, veríansatisfechos sus vehementes, y tantotiempo retardados, anhelos de boda.

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III

El afligido don Blas, preparó unamisiva para el Rey. La cartaacompañaría a la copia manuscritade su diario. Confiaba en que ladetallada relación que en él hacía detodo lo sucedido durante la batalla,puntualmente recogido día a día,bastaría para demostrar su inocencia.

Trataba de salvar su reputación,injusta y caprichosamentevilipendiada, precisamente por quien

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debería haber sido su principalvaledor.

En su mensaje, el almirantemanifestaba, entre otras cosas, losiguiente:

«Señor: por el diario queacompaño reconocerá V. M. ladefensa que se hizo en el asedio quepadeció esta plaza y sus castilloscontra la superior fuerza de losingleses que la atacaron y que, enconformidad con las reales órdenesde S. M., he contribuido con lasfuerzas a mi cargo a la mayorcustodia de este antemural».

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Pero la infamia de Eslava llegó atal punto, que Lezo hubo de enviar sucorreo de manera subrepticia. Elvirrey permanecía al acecho, ybloqueaba al almirante los conductosde comunicación ordinarios.

Por increíble que pueda parecer,don Blas se veía ahora sitiado no porlos británicos, sino, lo que era muchomás grave, por las inconfesablesinsidias de su superior, que llegabaincluso a negarle el ejercicio de sulegítima defensa.

La pobre doña Josefa comenzaba apreocuparse muy de veras.

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Si hasta ahora la familia habíaatravesado por una larga temporadade penuria económica, motivada porlos atrasos adeudados por la Coronaa su esposo, a estas estrecheceshabía de añadirse ahora algo muchopeor: el rápido deterioro de la saludde don Blas.

Este grave empeoramiento se veíafavorecido, cuando no directamentecausado, doña Josefa no teníaninguna duda, por los gravessufrimientos que le estabansuponiendo al almirante las abusivasintrigas de Eslava.

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Lezo estaba más abatido quenunca. Lo que no habían logrado lasbombas durante decenios de heroicalucha en la mar, lo estabaconsiguiendo la envidia y laparcialidad de los suyos. Qué ciertoes que, en cualquier empresa humana,el mayor enemigo no es el exterior,sino el interior, la desunión entrequienes deberían trabajar unidos entorno a un mismo ideal.

Las fuerzas comenzaban aabandonar al afligido marino.

Apenas salía de casa loimprescindible. Muy pronto se le

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declaró la fiebre, a la que siguieronlos fuertes dolores de cabeza.

* * * Con las misivas de Eslava, elanuncio de la gran victoria llegó a lapenínsula.

En Madrid la primavera se hallababien entrada cuando el Rey deEspaña, Felipe V, recibió la noticiacon auténtico entusiasmo. Cientocincuenta años después de que unaparte de la Armada Española, a laque los propios ingleses otorgaron el

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apelativo de Invencible, naufragaraen el Canal de la Mancha, unaArmada Británica muy superiorresultaba deshecha por un puñado dehombres que supieron ejercer unaheroica resistencia frente al invasor.

Como consecuencia de tan grantriunfo, el monarca ordenó el ascensodel virrey Eslava a Capitán Generalde los Reales Ejércitos, y el de donCarlos Desnaux a General deBrigada.

Andando el tiempo, don Sebastiánrecibiría además el título de marquésde la Real Defensa de Cartagena de

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Indias.Por contraste, en Inglaterra, el Rey

Jorge II de Gran Bretaña y Hannover,al conocer la humillante derrota,prohibió severamente a loshistoriadores británicos hablar yescribir sobre esta humillantederrota, incluso bajo pena de muerte.

Al regresar el navío de aviso conlas disposiciones establecidas por elRey de España en persona comoconsecuencia de la memorablevictoria de Cartagena, en la ciudadheroica se prepararon muy grandescelebraciones. Una mención

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honorífica concedida por SuMajestad, condecoraba a lossoldados de todas las compañías.

Pero para entonces el almiranteLezo se encontraba ya demasiadodébil para poder participar en losfastos. Hacía días que su quebrantadasalud le impedía no solo salir decasa, sino incluso levantarse dellecho del dolor.

Además, a pesar de la partida delos ingleses, el peligro de contagiode la peste no había desaparecido.

Por desgracia, las menguadasdefensas de don Blas eran fácil presa

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de la enfermedad.Muy pronto comenzarían los

primeros vómitos.

* * * Fernando y Consuelo se casarían enla Catedral el día 15 de agosto, fiestade la Asunción de la Virgen. Eloficiante sería el propio prelado dela ciudad, don Diego Martínez,amigo personal de don Luis, y delpropio Lezo.

Los novios aguardaban elesperado día con la ilusión de los

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auténticos enamorados. Sin embargo,comenzaban a intuir que tampoco esedía sería plenamente gozoso yradiante para ellos. Habría oscurosnubarrones y negras sombras queempañarían la alegría de la jornada,pues sabían muy bien que si a alguiendebían agradecer el feliz desenlacede su amor era a don Blas. Pero él nopodría asistir a la ceremonia.T a m p o c o doña Josefa,excesivamente afligida y ocupada enatender a su marido.

Además, veían cómo, ante lapresión del virrey, el almirante iba

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siendo olvidado y abandonado pormuchos, también por sus antiguosamigos.

Por eso fueron días tristes tambiénpara Fernando y para Consuelo.Sobre todo para Fernando.

De hecho, cuando el teniente sereunió con el obispo, don DiegoMartínez, a finales de julio, paraultimar algunos de los preparativosde la boda, la conversación terminóderivando hacia la situación tandolorosa por la que atravesaba donBlas y su familia, pues era algo quepreocupaba, y mucho, a ambos.

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—Don Diego, yo creo que donBlas se nos muere sin remedio. Ayerestuve viéndole y la mayor parte deltiempo deliraba. Tuve que haceresfuerzos por no echarme a llorardelante de su mujer y de sus hijos.Pobrecillos, ¿quién cuidará ahora deellos?

—Es un gran dolor ver a esafamilia así, tan desamparada yolvidada, después de lo que don Blasha hecho por España y por estaciudad.

—Además, por lo que yo sé, seencuentran en la más absoluta

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indigencia. No me extrañaría quedoña Josefa tuviera problemas parapagar al médico. Pero ella no sequejará nunca…

—Es una gran mujer. La dignaesposa de un gran hombre.

—No me explico cómo SuMajestad ha podido creer unahistoria semejante.

—Por desgracia, Eslava es elvirrey, y su palabra pesa mucho, talvez demasiado, en la corte. Decualquier modo, esperemos que laCorona finalmente haga justicia conesa pobre familia.

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—Esperemos, don Diego, peromientras la justicia llega, don Blas senos muere.

—Así es. Yo también acudo averle a diario. Y no lo diga por ahí,pero yo también estuve a punto deecharme a llorar. Me consuela pensarque Lezo ha vivido siempre como unbuen cristiano, de profunda y reciafe, y que como tal morirá. Pero, aligual que usted, sufro viendo a esapobre familia tan desprotegida.

—Me gustaría poder ayudarles dealguna manera…

—Puede hacerlo, don Fernando.

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Con sus oraciones.—Sí, padre. Y sé que eso no es

poco, pero me preocupa su situacióneconómica y el caso es que yo… conla boda…

—No se apure por eso. Mientrasesté yo aquí, tenga por seguro que ala familia de don Blas no le faltaráde nada.

—Pero usted ya tiene a muchospobres a los que atender.

—Para eso están las limosnas,para que el que tiene socorra al queno tiene. Y si llegara el caso, nosapretaremos el cinturón, como suele

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decirse. Cuente usted con que nodejaré de ayudar al almirante y a sufamilia mientras pueda.

—Me quita usted un peso deencima. Y se lo agradezco en nombrede la amistad que me une alalmirante. Le debo tanto a esehombre… Además de haberaprendido mucho a su lado, estimocomo una bendición el haber sidofavorecido con su amistad y, si hoypuedo hablar de mi inminentematrimonio, a él se lo debo también.

—Es un gran hombre, con unenorme corazón, debajo de su

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apariencia de duro marino vasco.Cada día estoy más convencido deque a menudo la vida prueba conmayor dureza precisamente aaquellos que son más fuertes y que,por tanto, tienen mayor capacidad desobrellevar las penas.

* * * Don Lorenzo de Alderete, el capitánde batallones de marina fue de lospocos hombres que permanecieronfieles al almirante hasta su muerte.

Otros militares también visitaban

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al moribundo, pero los más temíanpor su carrera militar.

Quienes más arroparon a lafamilia en aquellos dramáticos díasfueron sobre todo algunos de losvecinos y amigos de la familia. Sinolvidar al propio obispo don Diego,que permanecería en todo tiempo allado de don Blas y de la pobre doñaJosefa.

* * * Llegó el 15 de agosto.

A la salida de la catedral, apenas

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hubieron recibido los parabienes delos asistentes y de algunos curiososcongregados a la puerta del templo,Fernando y Consuelo se encaminarondirectamente a casa de los Lezo. Erasolo un gesto. Pero, en la medida desus posibilidades, querían hacerpartícipe de su alegría al almirante ya toda su familia.

Fue aquél, tal vez, el últimomomento de dicha en la vida delmarino guipuzcoano, pues gracias aDios aquel día el enfermoexperimentó una leve y transitoriamejoría, y pudo incluso permitirse

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bromear con sus buenos amigos.Consuelo estaba radiante. El

blanco traje de novia le sentaba tanbien, que a ojos de las hijas de donBlas, parecía una princesa queacabara de salir de un cuento dehadas.

En cuanto a Fernando, durante elreencuentro con su admirado yquerido almirante en el día más felizde su vida, experimentó unasatisfacción tan grande que se viocapaz de transmitirle una parte de sucontagiosa alegría.

—¡Fernando! ¡Quién lo hubiera

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dicho el día que te presentaste porprimera vez ante mí en Cádiz! Haceya cuatro años… Entonces conmucho gusto te hubiera dado unpuntapié…

—¿Con la pierna buena o con lamala? —bromeó el teniente.

—¡Con la que más daño te hubieracausado, por supuesto! ¡Figúrate: unayudante! Entonces todavía me creíayo capaz de comerme el mundo yahora, ya ves, a las puertas de dar elsalto hacia la otra vida.

—No diga usted eso, don Blas —terció Consuelo— esperamos verle

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pronto en nuestra casa de Santander.—¿Santander? ¿Cómo es eso?—¿No se lo ha dicho Fernando?

¡Le trasladan a la península!—¡Eso es magnífico! Lo celebro

por vosotros. Santander es un lugarprecioso, como todo el norte… Sitenéis ocasión, no dejéis de ir avisitar Pasajes. ¿Lo haréis?

—Lo prometemos. Iremos a visitarsu bello terruño a la primera ocasión.

—Hacéis una pareja estupenda.Espero que Dios os bendiga conmuchos y buenos hijos —intervinodoña Josefa, olvidada por un

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momento del triste estado de sumarido, y satisfecha de podercompartir ese rato de felicidad conlos recién casados—. Consuelo,¿está tu madre ya más… tranquila?

—Sí. Creo que sí. Quien tenía larara virtud de influir en ella hastacasi hacerle perder la razón era elportugués, don Gonçalo. Pero ahoraque él ya no está, mi madre varecuperando la serenidad y el buensentido.

—Cuánto lo celebro… Y decidme,¿cuándo partís hacia Santander?

—A primeros de octubre. Dicen

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que es la estación más bonita allí,que el otoño es muy suave, y que enesa época no llueve tanto…

—Deberás abrigarte bien,Consuelo —continuó doña Josefa—.Tú que nunca has vivido lejos delCaribe, notarás el primer invierno.

—Eso me dice Fernando, pero nome da miedo el frío. Además, tengotantas ganas de conocer la nieve.

—La nieve… —Suspiró don Blas.Pero antes de que se pusieramelancólico, el teniente volvió acambiar de tercio.

—Dicen que Vernon no se mueve

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de Jamaica. Que no se atreve aregresar a Inglaterra por lo quepudiera sucederle.

—No es de extrañar —intervinode nuevo más animado el almirante—, ha conseguido que la flota inglesaquede totalmente desmantelada. GranBretaña tardará muchos años,decenios, en recuperarse de ésta.

De repente, don Blas volvió aponerse serio y dirigiéndose aFernando le dijo:

—Hijo, sé siempre un gransoldado al servicio de tu patria,como lo has sido hasta ahora. Pero,

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por nada del mundo desatiendasjamás a tu familia. Recuérdalo bien,ellos deben ser siempre lo primero.Si alguna vez tu mujer se queja unpoco de que la tienes un pocorelegada, acuérdate de las palabrasde este viejo.

Continuaron hablando durante unbuen rato. Pero los recién casadostenían que atender a los convidadosy, al cabo, hubieron de marcharseantes de lo que a todos les hubieragustado.

Durante los días que siguieron,visitaron a diario al almirante, cuyo

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estado de salud continuabadeteriorándose a ojos vista.

Doña Josefa no se apartaba de lacabecera de su lecho. Su hijo mayor,Blasillo, de catorce años, enausencia de su madre, era quien seocupaba durante aquellos últimosdías de sus hermanas pequeñas. Elzagal sufría viendo cómo su padre,con tan solo cincuenta y dos años deedad, se iba separando de estemundo. Pero el chico apuntabamaneras y, si tal vez hubiera queridodesahogar su dolor llorando,procuraba ocultarlo con gran

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entereza. No quería acumular máspenas sobre los recargados hombrosde su extenuada madre.

El final se precipitaría a partir deldía 5 de septiembre. Doña Josefallamó a don Diego por la mañana. Elprelado acostumbraba a visitar alenfermo por las tardes. Había tenidotiempo de sobra para confortarleespiritualmente y para prepararlepara la muerte, pero ese día elproceso pareció acelerarse. Por eso,el obispo le confesó por última vez yle volvió a administrar la unción deenfermos.

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Don Blas, sabiendo que el fin seacercaba, pidió que le trajeran sucrucifijo, que apretó entre las manosy aferró con sincera devoción. Porprimera vez en su vida, sus hijosvieron cómo a su padre se le saltabandos grandes lagrimones. Su mayordolor era dejar a su queridísimafamilia en el más absoluto de losdesamparos. Sin embargo, confiabaen que, con la ayuda de Dios,saldrían adelante.

Al día siguiente, el 6, alguienllamó a la puerta de casa. Por la horaque era y la forma en que lo hizo,

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doña Josefa se sobresaltó. No podíatratarse de una visita corriente.

Y en efecto, no lo era.Un mensajero traía una carta

oficial lacrada.Cuando la mujer abrió el sobre y

leyó su contenido, sintió una vez másque le faltaban las fuerzas. Estuvo apunto de caer desmayada al suelo.

Un amigo de la corte les preveníade que, ante las informacionesrecibidas en torno a la defensa deCartagena, el Rey había decididocastigar a don Blas.

Era la gota que colmaba el vaso.

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Pero la propia muerte vino endefensa del heroico marino y de sufamilia. Pues pocas horas más tarde,el crucifijo se escurría de las manosdel moribundo, que entregaba sucansada alma a Dios a la misma horaen que, seis meses antes, habían sidoavistadas las primeras velas inglesasfrente a las costas de la ciudad.

Doña Josefa acudió deprisa,alertada por el ruido de la cruz alcaer al suelo.

Se abrazó con fuerza al cadáver desu marido y allí se quedó,desahogándose en mansas lágrimas

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de dolor, hasta que, transcurrido unlargo rato, hubo de separase delcuerpo frío y comunicar la noticia asus hijos.

Era la mañana del 7 de septiembrede 1741.

No hubo dinero para las exequias,ni para el entierro. Pero fiel a supalabra, y conmovido ante lasituación en que quedaba aquelladesafortunada familia, el buen obispodon Diego Martínez corrió con todoslos gastos. También quiso entregaruna cantidad suficiente a la viudapara que pudiera mantener a su

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familia durante el tiempo que tardaseen recibir los pagos atrasados que seles adeudaban. Y por supuesto,además de oficiar el funeral, ofrecióvarias misas de difuntos por el eternodescanso del defensor de la ciudad.

Durante el funeral, la mismacatedral, que pocos meses antes sehabía abarrotado de fieles quequerían agradecer la victoria y que, ala salida habían coreado conentusiasmo el nombre de don Blas deLezo, estaba ahora medio vacía.Entre los militares, solo Fernando deCastro, acompañado de Consuelo, y

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Lorenzo de Alderete se hallaronpresentes.

Las últimas voluntades de Lezofueron muy simples: quiso que se leenterrara en la capilla de la VeraCruz de los Militares, junto alconvento de San Francisco.

…Y quiso que en algún lugarvisible se pusiera la inscripción:

«Ante estas murallas fueronhumilladas Inglaterra y suscolonias»*.

El 21 de octubre de 1741 una realorden destituía a don Blas de supuesto de comandante. Se le

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ordenaba regresar a la península paraser sometido a un consejo de guerra.

Solo varios años después, traslargas y laboriosas gestiones, su hijomayor, Don Blas de Lezo y Pacheco,al que hemos visto con catorce añosllorar a escondidas a su padremoribundo y cuidar de su madre y desus hermanas, logró esclarecer laverdad de los hechos y con ella,reivindicar el buen nombre y lamemoria de su padre.

Fue en 1760, cuando finalmente elRey Carlos III rehabilitó la figura delinsigne almirante, al que otorgó el

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marquesado de Ovieco a títulopóstumo. Este título se ha mantenidoy subsiste en sus descendientes hastael día de hoy.

D. BLAS DE LEZO Y OLAVARRIETAIN MEMORIAM

DESCANSE EN PAZ

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EPÍLOGO

En un libro de estas características,me ha parecido importante insertarun epílogo que aclare algunas cosasal lector interesado en profundizar enla vida de Blas de Lezo y en labatalla de Cartagena de Indias.

Pero antes de continuar, quieropedir a ese mismo lector que, si estáempezando a leer el libro por aquí,haga un pequeño esfuerzo y sedetenga. Leer este epílogo antes que

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el resto del libro es como empezaruna comida por el postre o,empleando una imagen más habitual,comenzar a construir una casa por eltejado. Quien inicie su lectura poraquí no entenderá del todo elepílogo, porque le faltarán elementospara comprenderlo, y destrozará enun cierto porcentaje el disfrute de lahistoria (del mismo modo que el queen una novela policiaca comienzapor el final, buscando quién es elasesino). Por eso, le pido que sedetenga y que, como todo el mundo,empiece por la primera página, que

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para eso está.Hecha esta advertencia preliminar,

sigamos.Ésta es una novela histórica. O,

por lo menos, el autor, que es elmismo que escribe este epílogo, hapretendido que lo sea. Es decir, enprimer lugar es una novela, ensegundo, es histórica. ¿Qué quierodecir con esto? Simple y llanamenteque, como es lógico, no pretendoenmendar la plana a loshistoriadores. No pretendo quitar niponer nada que no esté en los librosde historia o, con mayor motivo, en

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las fuentes.Si algo he hecho a lo largo de este

libro, ha sido simplificar, pues seríatedioso reconstruir en un relato deficción todos y cada uno de los datosque de esta batalla —relativamentereciente— han llegado hasta nuestrosdías.

Pero ésta es una novela basada enhechos reales.

Lo que he pretendido es divulgar,difundir, hacer popular, a unpersonaje que, por distintos avatares,ha pasado al olvido no ya entre losingleses, lo cual sería hasta cierto

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punto lógico, sino,incomprensiblemente, entre lospropios españoles, que tanto ledebemos.

Ni siquiera es suficientementeconocido en su País Vasco natal.Personalmente, puedo decir que eldía que fui a ver la casa familiar deBlas de Lezo en Pasajes de SanPedro, a escasos seis o sietekilómetros de la mía propia (en SanSebastián), comprobé lodesconocido que es este granpersonaje entre su propia gente. Unalugareña que leía un libro en la calle,

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sentada en un banco a escasos cienmetros del lugar del nacimiento delglorioso almirante, no supoindicarme dónde se encontraba eledificio. Sencillamente asombroso.

Donde, gracias a Dios, es másconocido nuestro héroe es enColombia. Pero ni siquiera en todo elpaís. Tan solo en Cartagena.

Pienso que don Blas se merece unacalle principal en toda ciudadespañola que se precie. Para lo cualaún estamos a tiempo. Y, desdeluego, se merece también una lecciónde historia en las aulas de nuestros

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centros docentes.Pasemos a datos más concretos:

¿qué es históricamente cierto y quéno lo es en este libro? Podemos decirque, en líneas generales, todo eshistórico, con la única salvedad delos personajes ficticios que heintroducido, para hacer el relato máscercano al lector.

Estos personajes ficticios son lafamilia de Mairena al completo, asícomo los personajes invitados a sucasa, incluido el propio donFernando de Castro, que es otro delos personajes fruto de mi

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imaginación.En efecto, don Blas no tuvo ningún

ayudante al estilo de Fernando, almenos que yo sepa.

En conjunto, todo lo demás escierto. Es cierto todo lo queVillerouge (otro personaje ficticiopero que bien pudo existir) cuenta asus compañeros en la taberna delpuerto de Cádiz. Con ello he querido,ya que me iba a limitar a contar laúltima batalla de Lezo, introducir unbreve resumen de las hazañas másreseñables ocurridas a lo largo de suasombrosa vida.

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Por supuesto, son reales lospersonajes de Eslava, Desnaux,Lorenzo de Alderete, Agustín deIraola, Vernon, Wentworth ycualquier otro militar de cualquierade los dos ejércitos que aparezcacitado por su nombre.

Las únicas excepciones a estaregla son Juan Sebastián Romero y elsargento Navarro. Del portuguéshablaré a continuación.

Juan Sebastián Romero es unjoven ingeniero natural de Cali yafincado en Cartagena de Indias, quetuvo la amabilidad de acompañarme

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a visitar de arriba abajo el castillode San Felipe de Barajas. Por cierto,a día de hoy la fortaleza es muchomás grande de lo que era en 1741.Entonces solo estaba construida laparte más alta.

Tomando una cerveza al final de lavisita, Juan Sebastián me pidió saliren el libro: «Si quieres me matas,pero por favor, sácame», me dijo. Yoasí se lo prometí, y he cumplido mipalabra, incluso respetándole lavida.

El sargento Navarro no es nadie enconcreto. Es un nombre y personaje

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completamente ficticio.También es cierto que Lawrence

Washington intervino comopersonaje principal en la batalla, almando de las tropas coloniales, y queera medio hermano nada menos quede George Washington, el primerpresidente de los Estados Unidos.

No en vano, la casa donde vivió ymurió George Washington enVirginia, se llama, todavía hoy,Mount Vernon, nombre que provienede la gran estima y ascendiente deque gozó el almirante inglés entre losWashington, especialmente ante

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Lawrence.Los dos canarios que escaparon de

los ingleses son reales. Y también escierto que fue precisamente a travésde su relato como don Blas supo queTorres estaba en La Habana y que novendría. Lo único ficticio son losnombres que he dado a estos dospersonajes, así como el hecho de quefuesen padre e hijo.

Pasemos a don Gonçalo.Hubo un desertor portugués. Desde

luego no se llamaba Gonçalo deOliveira, pero he urdido toda estatrama amorosa con Consuelo que,

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como ya he dicho, es tambiénficticia, para descargar un poco allibro de lo que podríamos llamar«temática militar», en definitiva,para diversificar y no cansar allector.

Respecto de los ingleses, hay quedecir que sus intenciones bélicas nose limitaban a Cartagena de Indias.Iban mucho más allá. Pero una vezpadecida tan terrible derrota,quisieron minimizar por todos losmedios la importancia de laconflagración. Por de pronto, lahistoriografía inglesa le ha

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concedido el pintoresco nombre de«Guerra de la oreja de Jenkins».Desde luego, es un modo elegante derebajar su categoría.

Pero es que, en efecto, el ReyJorge II de Gran Bretaña prohibióseveramente a los historiadoresingleses mencionar esta batalla. Envarios lugares he leído que inclusollegó a amenazar bajo pena de muertea quien osara saltarse estaprohibición.

Por el contrario, he de decir quemi buen amigo Borja Martínez, deSan Sebastián, gran experto en temas

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navales en general y locales enparticular, me dijo que, hasta hacecien años aproximadamente, losbuques ingleses que navegaban frenteal puerto de Pasajes lanzabansiempre a su paso una salva en honordel almirante don Blas de Lezo. Esun dato que no he podido contrastar,pero si fuese cierto, honraría deveras a la marina británica y a susentido del honor.

Volviendo al propósito que me hamovido a escribir este libro, he dedecir que ha sido, sobre todo, eldeseo de contribuir —con otras

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obras que han ido saliendo— arescatar del olvido a una figura tangrande y tan injustamente olvidada.

He de decir que son tambiénciertos los «inventos» de Lezoreseñados al hilo de la historia.

También es éste un libro que creoque en España es hoy más necesarioque nunca, pues nos enseña que losespañoles, cuando trabajamos unidosen una empresa común, somoscapaces de lograr cosas grandes, muygrandes.

¿Qué más me queda por decir?Pues que la cronología de la

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batalla fue como la cuento: la tomade Bocachica se produjo tras elprolongado bombardeo desde losbarcos ingleses y desde la posteriorcabeza de playa; las diferencias entreLezo y Eslava existieron desde elprincipio y fueron muy grandes y enaumento.

Lógicamente, los diálogos, salvolos que aparecen entrecomillados,(que sí son textuales) sonimaginarios.

Respecto a la muerte de Lezo, adía de hoy (septiembre 2012) no sesabe dónde está enterrado, es decir,

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no se sabe si finalmente se le enterróen el lugar que manifestó comoúltima voluntad. Sí se sabe que,efectivamente, fue el obispo donDiego Martínez quien corrió contodos los gastos, pues la familiaestaba en la más absoluta indigencia.

Contrasta la muerte de don Blascon la de Vernon. Pues aunque éstetardó año y medio en regresar aInglaterra, por miedo a lasconsecuencias que su humillantederrota pudiera acarrearle, murió alos casi setenta y tres años enSuffolk.

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Está enterrado en Westminster,con una placa que, tratando deocultar su fracaso, dice que:«Conquistó Cartagena hasta dondellegaron sus barcos.»

Y, para terminar, quiero citar aquícuáles han sido las principalesfuentes de las que me he valido:

– Pablo Victoria, El día queEspaña derrotó a Inglaterra.Editorial Áltera, Barcelona,tercera edición, julio 2008.

– Mi propia visita a Cartagenade Indias, en mayo de 2012,

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en donde tuve ocasión dedocumentarme, visitar losprincipales lugaresrelacionados con la batalla, ycharlar con expertos en lamateria, como el investigadordon Adolfo Meisel Roca, odon León Trujillo Vélez,presidente de la Academia deHistoria de Cartagena.

– José Manuel Rodríguez, Elvasco que salvó al ImperioEspañol, Editorial Áltera,Barcelona, primera edición,febrero 2008.

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– Diario de don Blas de Lezo(Copia del Archivo HistóricoNacional de Madrid).

– Cartas de don Blas de Lezo ytestimonios oficiales de laMarina, en relación con elcomportamiento de éstedurante el sitio, sacadas pororden personal de donErnesto G. de Piñeres,Madrid, Mayo de 1956.

–http://www.elguaridadegoyix.com/blas-de-lezo

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http://hispanismo.org/biografias/650-blas-de-lezo-2.html

–http://www.euskomedia.org/aunamendi/81070

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AGRADECIMIENTOS

Sin duda debo comenzar por quienestan bien me atendieron yacompañaron durante mi breve eintensa visita a Cartagena de Indias(Colombia) en el mes de mayo de2012.

Si por olvido o despiste omito aalguien, vayan desde ahora missentidas disculpas.

Así pues, debo agradecer susolicitud durante mi estancia a:

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Regino Navarro, Cheché Cifuentes,el padre Nacho Gómez (fallecido enel mes de agosto: R.I.P.), el padreVicente Prieto, Roger Padilla, JuanSebastián Romero (ahorainmortalizado como falso desertor enla novela), Eliécer Díaz-Carballo(ilustre y sabio guía en TierraBomba), Adolfo Meisel, LeónTrujillo Vélez (presidente de laAcademia de Historia de Cartagena),así como Jorge Pérez Villa y GloriaBenedetti (también miembros de laAcademia de Historia de Cartagena).

Y, en general, al pueblo

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cartagenero, donde, de verdad, me hesentido acogido y tratado como encasa.

Tampoco puedo omitir a ChemaGarcía, de Torrelavega, insigneestudiante de Ingeniería en Tecnun(San Sebastián), cuya ayuda a la horade transcribir el diario de guerra dedon Blas de Lezo ha sidoinestimable.

Gracias a todos.

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ACERCA DEL AUTOR

Juan Pérez-Foncea nació en SanSebastián (España), en 1965.

Después de licenciarse enDerecho en la Universidad deNavarra, una beca del Ministerio deAsuntos Exteriores le permitióespecializarse en DerechoInternacional y Europeo en lasuniversidades de Lovaina y Lieja(Bélgica).

Desde el final de sus estudios ha

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trabajado como abogado deempresas en España y Francia.

Comenzó a escribir, casi sinsaberlo, de un modo enteramentecasual, el día 3 de abril de 2002 (lafecha quedó grabada en suordenador) y desde entonces no hadejado de hacerlo hasta hoy.

Ésta es su primera novelahistórica.

Hasta ahora lleva cuatro títulospublicados, con ventas que alcanzanvarias decenas de miles deejemplares. Todos ellos son de épicafantástica, y todos ellos han sido

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editados en España por la EditorialLibros Libres:

Iván de Aldénuri. El Bosque delos Thaurroks (1.a ed. 2004).

Iván de Aldénuri. La Herenciadel Bèrehor (1.a ed. 2006).

Iván de Aldénuri. El Asedio deMuihl-Athern (1.a ed. 2008).

Thúval. Las Sagas de Invérnnia(1.a 2010).

Estos libros han sido ademástraducidos a otros idiomas y

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publicados en distintos países deEuropa y de América.

Más información en:

www.ivandealdenuri.com y enwww.perezfoncea.com

y en el correo electrónico:[email protected]

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APÉNDICE

DIARIO DE LO ACAECIDO ENCARTAGENA DE INDIAS DESDE EL DIA13 DE MARZO DE 1741 HASTA 20 DEMAYO DEL MISMO AÑO, QUE REMITE AS. M. DON BLAS DE LEZO.

(Copias sacadas del ArchivoHistórico Nacional de Madrid, copiadel Expediente de la Sección deEstado, legajo 2335.)

Lunes 13 de Marzo.

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Parecio un Bergantin por Punta deCanoa a las nueve dela mañana condos Navios de 60 Cañones, y alasdoze dieron fondo detras de laEnzenada dela misma Punta y sereconosio ser Ingleses. Escrivi estedia a D Seuastian de EslauaExponiendole mi dictamen, sobre quediese orden al Govern.0r. de SantaMartha, para que no saliesen deaquel Puerto para este, como losolicitavan el Nauio Español, yOlandes, que conducia Viveres parala Esquadra de Dn. Rodrigo deTorres.

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Martes 14.El Comandante de estas tresembarcaziones ha prazticado variasseñas con Vanderas, y un cañonazocon lo qual salio una Lancha de haciala Boquilla, la que fue abordo delComandante, el que puso (/) vnaVandera Olandesa debajo delos Baosde Velacho arriando las demas, yluego se puso Vergantin ala Vela, yno se si por Don Sebastian de Eslavase ha dado algunas providencias pararesguardo delas costas y observar losmovimientos delos Enemigos. Alastres y media dela tarde llegó ami

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casa vn Capitan devna Valandrafrancesa despachada de Leogano porel General de aquella Colonia, quienme participa quedaba la armadaInglesa prolongada en aquella Costadesde el Cauo Tivuron. En numerode mas de ciento y treinta Velas, yentre ellos treinta y seis Navios deGuerra, y que segun lo quecomprehende se dirijen áesta Ciudadasi por su Derrota, como porlo quesele comunica de Francia, y quetomada, y demolida deven pasar alaVeracruz, y quedarse con aquellaCuidad. Pasé luego a ver a Dn.

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Sevastian de Eslava, y le comuniquéestas noticias, y me respondio, quelas mismas le comunicaba el Generalde Leogano. Dixele pues quehazemos con estas noticias, por quees tiempo de que V. E. (/) vayadando sus providencias en losCastillos, y Plaza, y lo principal essauer como estamos de viveres, aqueme respondio; porlo que toca alosCastillos halla selos llevarán, y loque les faltase lo darán los Nauiosrespondile que si, y todo lo demasque huviere en ellos, y fuerenecesario; Dixele por que no

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embiaba alguna jente hacia laVoquilla para impedir que los Botesy Lanchas delos Enemigos no fuesena tierra, ni se acercasen de aquellacosta como lo hacian;respondiendome yo no lo he savidopero mañana daré orden para quebayan pidiome jente para guarnecerlos Castillos y respondile, bien sabeV. E. que los nauios apenas tienen lanecesaria para su defensa por lamucha que ha muerto, y desertado,que si quando selo propuse mehuviese dicho la que queria, estariatodo arreglado, pero nunca me

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respondio en el asumpto, ni otrospuntos importantes sobre la defensade esta Plaza, Pidiome quarentahombres para montar en castillogrande la Artillería que hizedesembarcar del nauio San Phelipecon sus municiones, y demaspertrechos necesarios para su vso, dila (/) orden inmediatamente con DManuel Brizeño para que del mismoSan Phelipe fuesen cinquentahombres á este fin conlosCondestables, y Ofiziales maiorespara que conla brevedad posible losMontasen, respecto de que por la

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Plaza no havia que esperarprovidencia ninguna, y las que sepuedan dar tan lentas como hastaaora se ha experimentado, reparandoque demucho tiempo aesta parte DSevastian de Eslava, no me harespondido nunca aningunaproposición, y advertencias, que lehe hecho convenientes para ladefensa de esta ciudad, y Castllo ytodo ha sido callar, y manifestardisplisencia.

Miercoles 15.Embie a pedir a Don Sevastian de

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Elava vna nota dela jente demar, quenecesita para guarnecer el Castillode Sn Luis, y Baterias de Bocachica,y me pidio doscientos quarenta y doshombres, y quinze mill raziones paraaquellos sitios de cuio pedimientocolixo, que no se ha hecho cargo delajente, que necesitan aquellasfortalezas, lo que el tiempo lomanifestara (/) si llegare el caso deque los enemigos las ataquen, nitampoco son correspondientes lasquince mill raziones para aquellossitios asi porque les correspondeaproporcion dela jente que han

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menester, como por la distancia detres leguas, que hay hasta la Ciudad,y ser dificil su conduccion, y porestas consideraciones el año pasad.0puse quarenta dias de viveres entodas aquellas fortalezas y Castillos,y duplicada jente. Alas tres delatarde deeste dia se descubrieron porel norueste siete Nauios, y las quatromas de ciento, que todos fueron adarfondo detras dela Encenadade PuntaCanoa frente de la Boquilla, yapuestas del Sol conté ciento treintay cinco, los treinta y seis de guerra, ylos demas fragatas, embarcaciones

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de transporte, Brulotes y Bombardas.Parece que esta jente se inclina áhazer su desembarco en la Boquilla yCruz grande segun lo quemanifiestan, pasé auer al Virrey, yhaviendole dicho que haciamos merespondio, que hemos de hazer,replique impedirles el desembarco,enviando jente (/) y con efecto embioDos Piquetes de CinquentaGranaderos, me despedi para irme aBocachica, alo que me dijo, mequedase hasta la mañana, para ver loque estos hombres hazen respondile,que estaba bien, con lo que me retire

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bastantemente mortificado de ver quenada se mueve, ni quese admiteadvertencia.

Jueves 16.Este dia alas seis fui auer a DSevastian de Eslaua, y le dixe sitenia que prevenirme algo que me ibaabordo delos nauios de Bocachica,respondiome que auia puesto paraComandante de San Luis, y demasBaterias al Ingeniero maior DonCarlos de Enaut, para que todosacudiesen a el enlo q. se lesofreciese, y el ami, con esto me

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despedi, y di orden p.a que el Sn.Phelipe vaxase a Bocachica, y elnauio de Trechuelo á Bocagrandepara que se incorporase, el 1.0 conlos tres que estan en Bocachica, y elnauio de Trechuelo á el 1.0 con lostres que estan en Bocachica, y elnauio de Trechuelo á Vocagrande,que es el segundo, que hize armar delos 30 Cañones con los dos que sehallan en boca grande para cerrar (/)mejor ambas bocas, luego que lleguéa Bocachica me informe del estadoen que estaban los Castillos yVaterias y los halle faltos de un todo.

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Inmediatamente di providencia deembiar atodos Viveres, Jente,Polvora, Valas, Cartuchos,Atacadores, Lanadas, Metralla, ytodo lo demas correspondiente parasu defensa. Participe todo esto a DSevastian de Eslaua en papel deestedia, del estado en que está la Vaterianueva por si quisiese dar algunasprovidencias, y le pedí jente paraestas fortalezas. Alas dos llegó elNavio San Phelipe el que no pudoponerse en su lugar por la fuerza dela briza.

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Viernes 17.Fui continuando en embiar valas,Polvora y otros Pertrechos alosCastillos, y asi mismo cien hombresa Sn. Phelipe y Santiago, loscinquenta de infanteria, y losrestantes de mar, al comando de Dn.Lorenzo de Alderete; Alas quatrodela tarde me auisaron venian quatroNauios recorriendo la Costadirijiendose para este Puerto, perosolo vimos vno de 70 Cañones, ysele dispararon tres cañonazos de (/)Sn. Phelipe, y Santiago, y despuesque huvo reconocido los Castillos y

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Navios viró la buelta de fuera contodos los rizos tomados alas Gaviasquedandose los otros tres dadosfondo entre Punta de hicacos, yChamba, esta tarde llegó la Balandrade D Pedro Mas con ciento cinquentay cinco hombres, que me embia DSevastian de Eslava, y luego les diorden para que se incorporasen conla tropa de marina que se hallavadestacada en la Costa, pero meescrive Don Sevastian de Eslava,que solo se hallava con trescientoshombres dentro dela Plaza portenerlos todos destacados fuera de

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ella, y que me componga con la queme emvia.

Savado 18.Este dia me avisa el Ofizialdestacado en Santiago, que anocheuna Lancha Inglesa vino sondandohasta la ensenada que esta juntoaquel Valuarte y que la jenteabanzaba le hizo fuego y se retiró, meescrive D Sevastian de Eslavadiziendo le faltan Viveres y jentepidiendome le embie la tropa, lo queexecuté devolviendole los cientoCinquenta y cinco hombres que ayer

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vinieron y le respondi dando (/) le aentender, que de vno y otro tenia laculpa; fui continuando misprovidencias en componer estosCastillos, reforzandoles con la jentede estos nauios, oy dio fondoenfrente de Boca grande vn Nauio deCañones desarbolado, y vino otro delmismo porte a visitar la entrada delPuerto.

Domingo 19.Este dia se lleuaron ocho nauiosdelos que estauan anclados enfrentedela Boquilla, y vinieron ala

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inmediacion dela Encenada deChamba, quedandose los demasfrente dela Boquilla. Di orden alosquatro Nauios para que veintey cincohombres de Infanteria de cada vnoestuviesen promtos amarchar aChamba, por si intentasen hazer algundesembarco enaquel paraje,destacando antes vn Ofizial conquatro soldados para observar susmovimientos, y toda la noche seestuvo con Vigilancia.

Lunes 20.Amanecieron los ocho Nauios dados

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fondo en el mismo sitio, y se meacusó, de que delos que estaban en laBoqulia se havian destacado alasNueve y media nueve Nauios gruesosp.a venir á este sitio. cuiosmovimientos me hazen (/) creer,quieren atacar por esta parte, y nopor la Boquilla, y alas diez y mediase me auiso, que todos los nauios deGuerra bajaban para abajo, conefecto alas onze prolongadas portoda la costa empezaron a vatir conel Cañón desde Chamba hasta Sn.Phelipe y Santiago, á esta misma orados nauios de 70 Cañones y vno de

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80 adistancia de medio tiro de fuzilempesaron a batir a Sn. Phelipe, ySantiago y duró el fuego hasta las dosy media dela tarde, que se retiró elCapitan de Vatallones de Marina DLorenzo de Alderete, despues dehaver clavado su artilleria, ydefendidose con la maior honrra, enaquella Vateria, en la que solo pudomanejar tres cañones por el fuego defucileria, que le hacian los Nauiosdelas gauias, y bordas, y al mismotiempo las balas delos enemigosllegaban abordo dela Galicia, y SanCarlos. tambien se dexo venir otro

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Navio de tres puentes para el mismofin pero auiendole garrado su anclase vino sobre el Castillo de Sn. Luisen donde aguanto, y empezó a vatirlopero se le correspondio como alosque Vatieron a Santiago y SanPhelipe durando el fuego hasta lanoche (/) y quedaron muy maltratadosque fue menester viniesen los Botes yLanchas, especialmente para el quebatio a San Luis que reciuio el fuegode parte dela Artilleria baja delnauio Sn. Phelipe, vateria de sanJoseph, y la que se construyó enpunta de a banicos. tuvimos abordo

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de estos Nauios algunos muertos yheridos. Asi que nochesio empesarondos Bombardas a bombear elCastillo y algunas dirixieron a estosnavios. Prouey el Castillonuevamente, Cureñas, ruedas, exes, yPolvora reemplazando así mismo losmuertos, y heridos, alas 8 quedavandentro, quinientos y onse hombres, ylos Carpinteros necesarios paracomponer las cureñas que se havianrompido, y poner en estado todo, porsi quisiesen volver a vatir mañanaestos nauios y Castillos, Continuanen bombear toda la noche y vn quarto

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de hora antes de amanezer, hizeretirar la Lanchas y botes, queguardaban la Cadena.

Martes 21.Amanecieron quatro Navios deGuerra hacia la boca, mas arrimadosa San Phelipe, pero fuera del tiro queson los mismos (/) que ayercombatieron y especialmente el detres Puentes se reconoze tododesguazado, y se retiró mas afueracomo tambien los demas. Prosiguenlas Bombas y alas onze y media diofondo toda la Armada, desde la Punta

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de Chamba hasta la vateria, que elaño pasado hizo fabricar, que deorden de D Seuastian de Eslava, seexcluyo a persuacion de D Agustinde Iraola, cuia falta aora se hahechado menos, y por que si sehuviese mantenido no huvieranVatido a Santiago y San Phelipe, nise huvieran a cercado a quella costa.Sele hizo tal fuego del Castillo aunnauio de 80 Cañones, que se hallabadetras de Santiago, que le fue precisolargar sus amarras y ponerse alavela, no obstante de tener susmasteleros, y vergas arriadas,

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largando sus velas de esta, y el foc yCevadera alas dos dela tarde ademasde las dos Bombardas empezó abombear una Fragata de 40 cañonescon dos Morteros, y vna Bomba caioavna Braza dela Popa de este Nauioy la Proa del San Carlos y otras dosrebentaron al Costado de este Nauio,caio otra raspando la Proa del sanPhelipe, lo que me motivo a sacar enLanchas y Botes el resto delaPolvora que havia encartuchada (/)en estos Nauios, para que medianteesta precausion no volasen. Apuestadel sol llegó el Capitan Agresote con

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trescientos y cinquenta hombres detropa, y retiró el destacamento deAlderete, que después dela funciondel Santiago de mi orden se entródentro del Castillo, acuioComandante previno buscase algunnegro baqueano para yr a reconozerestos montes, y ver sipodia coxeralgun Ingles aquien recompensariacon cinquenta pesos porqueabsolutamente ignoramos o lo quehacen los enemigos, y no se dáprouidencia para saverlo, y lo mismoencargué al Capitan D Juan deAgresote, para que hechase algunas

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partidas a este fin pero nada hizieron,toda la noche muchas bombas en elCastillo y Nauios.

Miercoles 22.Continua la fuerza de bombas, yllamé al Comandante del Castillo y aDoJuan de Agresote para ver sicombenia hazer alguna salida, yfueron de parezer que Agresote conocho hombres saliese para reconozerel monte, y sauer lo que executabanlos enemigos, porque tengo lasospecha de que trabajan dentro delBosque en forma sus ataques y

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Vaterias, Alas seis (/) lo executó, yalas siete, y media volvio, diziendo,hauia encontrado a tiro de fusil deSan Phelipe vn puesto abanzando dedoze hombres, con los cuales seescopeteo, y que no vido trabajosningunos. Oy llegaron algunosPertrechos, que el Comandante delCastillo pidio ala Plaza. Alas quatroy media se levó un Navio de tresPuentes ala buelta de afuera contodos los rizos tomados alas Gaviaspudiendo llevarlos juanetes, y es vnodelos que entraron en combate, queba mui maltratado, y le sigue otro de

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cinquenta Cañones, y con eze soncinco fuera de combate, dos de tresPuentes, dos de 70 y uno de 66, y sereconoce que el de tres Puentes, queha quedado fuera del tiro delCastillo, tiene todo el costado deestribor desguazado por los rumbosque la Maestranza le está poniendo.Desde medio dia se reconoze que losenemigos han puesto vaterias de dozemorteros en tierra, porque desde estaora han empezado a tirar con ellos.Alas cinco y media de la tarde llegóDon Seuastian de Eslaua á estebordo, y se quedó en él, esta noche le

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hablé en punto de que se haga unasalida para atacar alos enemigos, yhallo algunas dificultades en estaimportante execusión tambien sehablo para que fuese el Capitan (/)Dn Miguel Pedrol, a reconozer loque los Enemigos hazian por tierra,lo que este Capitan le facilitó, perono dijo D Seuastian de Eslua sini no,y con estas omisiones bamos dejandoalos enemigos, que agan lo quequisieren. Esta noche continuaron lasBombas como la pasada.

Jueves 23.

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Este dia paso Don Sevastian deEslaua al Castillo antes de amanezery bolvio alas seis dela mañana á estebordo, y se hablo sobre atacar alosenemigos, y porque los ofiziales detierra le han dicho, que por aora noconviene, no lo quiere hazer, á estorespondi, que quando lo quiera nopodrá. Alas siete se fue a Cartag.a sinhaver dado más disposicion que lade que saliesen ala noche algunospiquetes del Castillo, alas Barracasde esta Plaza, continuan las tresBombardas, y lo mismo la Vateria, yvna deellas Cayó en el Almazen

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delos Viveres del Castillo, quedestruyó todos los que hauian, por noauer en el ninguno á Prueba deBomba por lo qual le puse doze diasmas para la guarnizion y reemplazécomo todas las noches los muertos yheridos.

Viernes 24. (/)Este dia continua el fuego delasBombas, y llegó a Cartagena DAgustin de Iraola Capitan deArtilleria al que embie al Castillopara que viese todo aquello y meavisase si algo faltaba, alas siete y

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media llegaron dos desertoresEspañoles de Islas de Canarias queestaban ábordo de vn Nauio de 70Cañones, y refieren que el findeenemigos era tomar el Castillo, yforzar el Puerto y que se deziacomunmente traian de doze a catorzemil hombres de Desembarco: quedesde el dia 22 hasta oy han estadodesembarcando tropa la que estabaapostada detras de Santiago, que aytres nauios desarbolados, y dos muimaltratados dela funcion del dia 20 yqueseles mató mucha gente en ella, yayer un Capitan y cinco hombres, que

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después de tomada esta plaza,quieren ir ala Vera Cruz: que fuerontomadas en un rexistro de Canarias,que iba a Curazado cargada de vino,Que hay algunos prisionerosespañoles y franceses en sus bordos,y que ultimamente tomaron unaBalandra deesta nazion que venia dePortovelo, con ochenta mil pesoscuio dinero quedaba abordo delComandte. la valandra en (/)Jamayca, repartida su tripulacion enlos Nauios que la Escuadra dePizarro llegó a Santa Cruz deCanarias por tener la Guipuzcoa su

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timon maltratado, que luego que secompuso volvio á salir para su viaje.Alas dos dela tarde recivo carta de DSeuastian de Eslaua en que meparticipa vienen de mar a fuera 30.nauios mas delos enemigos, cuianoticia biene bien conla delosdesertores, que dizen esperan porhoras un comboy, y añade en su cartateme le falten los viveres y lerespondi mi semptir sobre esteasumpto, dandole a entender que sise huvieran tomado las precaucionescon tiempo, no se hallara con esosrezelos tambien le digo me prevenga

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el tiempo y modo de dejar sinconfusion este sitio en el casoforzoso de hauerse de retirar, paraque esta tropa y jente de mar, y la delCastillo, y baterias puedan servirpara la defensa dela Plaza, porqueme rezelo que si los enemigos ponenVateria de cañon em tierra se pierdetodo esto, teniendo presente lodificultoso de conseguir la retiradaen el caso forzoso respecto de quesegun el fuego que hauia hecho yhazia el Castillo, no podia durar áotro ataque de quatro Nauios, comolo expresó su Comandante por

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escrito, y segun el conocimiento q,(/) tengo dela Ciudad haria muchafalta la tropa y gente de mar para sudefensa, acuio punto (ledigo) esdigno dela maior reflección.

Sauado 25.Los enemigos continuan en vatir condoze morteros por tierra, este dia porla mañana reciuo carta de DSeuastian de Eslaua en respuestadela mia de ayer en que me dizecomviene mantenerse todo lo que sepudiese, para dar mas tiempo porquede esto depende de la seguridad de

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aquella Plaza, me conforme con eldictamen pero es menester que elCastillo aguante y para esto erapreciso que lo huviese puesto en otroestado, haciendo su Glasis,poniendole su Paralizada, echandolelos merlones afuera que soncompuestos de Ladrillos, Caracoles,y Piedras que solo siruen paradestruir la jente, como estasubsediendo, y no se huvieranexperimentado hauer hecho de faxina,y tierra bien pisonada, pero nadaquiso asentir en punto de executarestas obras, por mas que se lo dixo el

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ingeniero D Carlos de Enauto en elmismo Bocachica delante de mi,mucho antes que los enemigosvinieran á estos mares (/) Comotamvien, que se desmontase laarboleda á tiro de cañon del Castillorespondiole, que no tenia jente nidinero de que resultara que dentrodel mismo Bosque formaron losEnemigos sus Baterias sin que seanvistos, y vna vez que lo consigan seperdio el Castillo sin dificultad,lograran el quemar o echar á piqueestos Nauios, y la perdida de sustripulaziones que haran grave falta

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para la defensa dela Plaza, estanoche continuaron su fuego losenemigos.

Domingo 26.Este dia reparé que los enemigoshauian quitado los doze morteros, ylos han puesto en la bajada entre SanPhelipe y Santiago, repartidos haciala derecha, y otros ala izquierda.mudé la gente de mar que tenia en elCastillo para el manejo delaArtilleria para que descansase, yentré otra de refresco en su lugar y sehaga mejor el seruicio; vino vn

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Oficial esta mañana de parte de DnMiguel Pedrol diciendo que hareconocido anoche, y esta mañanadesde Chamba hasta Santiago, y quesolo ha encontrado dos abanzadas,que estan a tiro de fuzil delos nauiosde Guerra, y que estos, y los detransporte tienen todos vijias en lostopes (/) que asi que losdescubrieron, hizieron seña y empezóun Navio de Guerra a hazerles fuegoque por la mañana haria vn ataquepor aquella parte, y que por esta lahiziese Don Juan de Agresote, aquienllamé y previne lo comveniente para

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este efecto, Entró dentro de laEnzenada del varadero, vn Paquebotdonde dio fondo, y sondó todoaquello. Todo el dia y noche muchofuego de Bombas y selescorrespondio con Cañon.

Lunes 27.Los enemigos han hecho esta mañanapoco fuego conlos morteros, y parecelos han retirado mas atras. Alas 11vino dela Ciudad D Seuastian deEslaua, pasó al Castillo de dondevino abordo y dixo en laconbersación, que tuvimos que

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siendo este el refugio dela Plaza, eramenester hazer la ultima defensa:asegurele que por nuestra parte noabria dificultad, y que para esto nostenia el Rey, y eramos vasallos, yque si todo se hauia de sacrificar lohariamos congusto, pero que dieseprovidencias para que el honor delasArmas del Rey, y el nuestro nopadeciesen que aunque era tarde, noobstante mucho se podia hazertodavia, comio aqui, y se bolbio alasquatro sin dezir mas, ni disponer (/)otra cosa, cuio cauteloso silencio meha dexado Spre en la maior

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perplexidad sin sauer aque atrivuirlo.Los enemigos han despachado vnnauio de 60 dos de 26 y vn de 30.hacia las Islas del Rosario, el fuegode oy ha sido mas lento y lo mismo elde anoche.

Martes 28.Los énemigos han retirado lasBombardas hacia la enzenada deChamba por porzion de Nauios, quehan hecho la misma faena; LasBombas que se han tirado hasta oyamediodia por los enemigos portierra y mar son dos mil y ciento. álas

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doze desertó un soldado Irlandes quese trajo á este bordo, y preguntandoledel estado de los enemigos dixo; queestauan construyendo vna bateria deveinte cañones de veinte y quatro yotro de morteros ados tiros de fuzildel Castillo dentro del Bosque parabatirlo. Que tenia puestas lasexplanadas y que al mismo tiempo debatirlo devian forzar el Puerto quetoda la tropa está en tierra, y quepara la formazion delas Baterias deCañones, y morteros trauajabanseiscientos hombres. Que hayPorcion de Artilleria en Tierra, que

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el general dela tropa tambien lo esta,Que nro Cañon y Bombas les hanhecho (/) grande estrago. Queesperan mas tropas, y viveres queatiempo del ataque general quierenataxar la Comunicacion de esta Costahasta tierra Bomba para que no seescape ninguno a socorrer la Plaza:Despache al Virrey el desertor con DPedro de Elizagarate participandoleestas noticias, para ver si con ellastoma otras providencias.

Miercoles 29.Oy solo quedan 17 Baricas de carne,

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y tozino para estos quatro Nauios,Castillo, y Vaterias despues de hauermetido el Castillo ocho dias deviveres que con ellos, y los queemvie el dia 23 hago quenta tendrápara veinte dias, Lo participé a DonSeuastian de Elaua, quien emvio estedia algunas balas para el Castillo,respecto de que ya no las podiasubministrarde estos nauios. Emvieal Castillo Porcion de Pipas parallenarlas de tierra y sirvan deparapeto, y resguardo ala jente, meavisa el Comandante del Castillo,que vna Bomba auia rompido doze

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Atacadores de veinte y cuatro y trezede adies y ocho los queinmediatamente les reemplaze. Llegóeste dia Don Miguel Pedroldestacado por D Seuastian de (/)Eslaua con sesenta hombres,deviendosele a gregar en numero deciento y cinquenta delos de laguarnizion de san Luis para ir areconozer los trabajos de losenemigos, y por si hallasen cañones(como no lo dudo) les ofrezi clavospara clavarlos, pero no losadmitieron, continua el fuego de ochomorteros, A las doze y media dela

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noche se reparó se hazia fuego decañon, y fucileria en la Vateria delBaradero, y ymmediatamentedespaché dos Botes con jente deinfanteria, ydemar para sobsteneraquel sitio, pero ya los enemigos sehauian amparado de el, respezto deque en el Camino encontraron alAlferez de Nauio D Loizaga, que seretiraua; y ala vna subcedio lo mismoen la Bateria Nueva de Punta deAbanicos, adonde embie luegosocorro por el camino deComunicación del Castillo de SanJoseph, pero ya la Tropa se hauia

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retirado, a esta vateria,confirmandome vno y otro subseso DJoseph Campusano, y Dn GeronimoLoyzaga, y ala vna y media vimosquemar ambas vaterias faltando en elnumero dela jente que hauia en lanueva un Theniente de Artilleria,cinco soldados. cinco marineros, ytres negros, quedandose Don JosephCampusano delos ultimos. aquien ya(/) tenian agarrado, y segun larelazion de estos oficialesdesembarcar mas arriba del varaderoen numero de trescientos hombres ydespues de haver atacado aquel sitio,

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que tenia quatro cañones Clavadosestos, se retiro el Oficial DGeronimo Loyzaga, que la mandabaabordo de una Balandra, que puso enaquel sitio pa estos casos, desdedonde se les hizo fuego con loscañonzillos, ametralla y obligo álosenemigos a retirarse, y pasaron estosala bateria nueva y segun el camino,que llevaron por el monte deviantener buenos prazticos, respecto deser todo vn Pantano dividiendo almismo tiempo, su gente, por la orilladel agua para conseguirlo por dospartes, como lo lograron, asi porq. se

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abandono aquella bateria nueba porla jente como por haber quedado estasin los resguardos correspondientes,desde que se formó, pormas queselehiso presente a D Sevastian deEslaua, y al Capm. dela Artilleria,aquien se le dio esta comisión.

Jueves 30.Emvie al reconocimiento delasvaterias asi que amanezia, y desde ladel varadero hasta la nueva sehallaron treinta (/) hombres delosenemigos muertos con un Ofizial,alas ocho se oyo mucha fuzileria en

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el monte y al poco rato vimos correralos enemigos hacia San Phelipe ySantiago. Alas ocho y media se retironuestra partida la que en substanciano hizo otra cosa, que disparar sobrelos enemigos y retirarse los vnos ylos otros, Diorden se tomaseposesion delas Vaterias perdidas, yse trauajase en desenclauar laArtilleria y la hize reforzar dejentede mar, y infanteria de marina Alastres dela tarde vino d. Seuastian deEslaua dela Ciudad, y fue al Castilloy bino abordo alas 6, adonde sequedo aquella noche instele mucho

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sobre una salida, para demoler lasobras delos enemigos no huvo formade asentir ni dar los motivos delocontrario no debiendose dudar dequelos enemigos estan formando súVateria de Cañones, para Vatir elCastillo, y Navio, como lo dize eldesertor y no se como se convieneesta negacion, cuando antes le hemosoydo dezir tratandose desta materias,que si los enemigos formasen Vateriaharia que seles hechase encima, y oyno lo quiere executar, por eso tendráesto el paradero que se deve esperar.(/)

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Viernes 31.Este dia al amanecer se bolvio DSeuastian de Eslaua a Cart.a desdelas seis hasta las ocho anduvo vnBote delos enemigos, sondandofrente dela Boca del Puerto, y se levóa esta ora el nauio de tres Puentesque quedó maltratado desde el diaveinte, y se fue a incorporar con losdemas a la Enzenada de Chamba, sehizo mucho fuego desde las seis ymedia dela mañana hasta las diez ymedia de la noche con Bombas alaBateria Nueva, por haver visto setrabaja en ella, haciendole

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igualmente alos Navios y Castillo.

Savado 1.0 de Abril.Antes de amanecer emvie mas jentepara adelantar las obras dela Vaterianueva y finalizarla en todo oy yembie asi mismo al Castillo de SanLuis veinte y quatro atacadores deaveinte y quatro, ydiez y ocho, y yano quedan enestos Nauios sino lo muipreciso, y si dela Plaza no losembiam nos quedaremos todos sinningunos. Los enemigos destacanvarios Botes p.a reconozer lo que sehace en la Vateria Nueva, por lo cual

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(/) sera preciso reforzarla esta noche.Alas doze del dia recibi un papel delOfizial, que se halla en Pasacaballosdestacado dela Plaza, en que mepartizipa, que los enemigos venianpara el estero, con intento de ir aquelsitio, el que siendo paso preciso delos viveres, que vengan del Sinú, yde Tolú destaquen 4 Botes armadoscon ciento y veinte hombres, almando Capitan de Fragata Don Pedrode Elizagarate, y alas 2 recivi otroPapel, en que me dize quedaban losenemigos a Legua y media dePasacavallos. Vn navio, que está

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enfrente de Santiago ha hecho la señade largar su Foque y contrajo que, yhan venido de tierra varias lanchascargadas de gente, y siendo esta señala misma del dia veinte y nueve, encuia noche atacaron la VateriaNueva, y la del Varaderoinmediatamente. que anochesio hizereforzar aquellos puestos, dando lasordenes convenientes para rechazarlos intentos delos enemigos, yempezó la Vateria nueva á hacerfuego. con su Cañon.

Domingo 2.

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Este dia se levó el segundo,Comandante de 80 Cañones que traesu bandera azul en el Palo deMesana, y se puso enfrente de Sn.Felipe fuera de tiro de Cañon, y se leincorporó otro nauio de 70. Alassiete y quarto dela mañanaempezaron (/) los enemigos a vatir elCastillo con diesiseis cañones deveinte y quatro, y doze morteros portierra, con cuia demostracion no sedudara ya de lo que tantas veces heprevenido a D Seuastian de Eslava, yluego que reconoci el Parage delBosque de donde salia el fuego, me

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atrevesé con este nauio para vatirla,no obstante el que me hacen decañon, y Bombas y lo continue ht.alas seis dela tarde, que, cesé portener varias quereñas rompidas, ynecesitar de componerlas, y hacercartucheria, por auer disparado estedia setecientos y sesenta tiros peguéfuego, a su Vateria, y les hizesuspender el fuego dos oras, y media,y alas tres, y media volvieron acontinuarlo el resto de la tarde setrabajo en hazer cartuchos, yllenarlos, a puestas de sol se llevó unNauio de 60 cañones, y se puso al

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sudoeste del Puerto, disparando alavateria nueva, y reparé concurrierona bordo del segundo Comandantemuchas Lanchas y Botes yrecelandome fuese para atacar laVateria nueva, la hize reforzar contrescientos hombres, dando lasordenes y prouidencias convenientespara rechazarlos (/)

Lunes 3.Amanecieron los enemigos en lamisma situacion, y una ora antes deldia envie la orden para que seretirase la gente, que puse anoche en

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la Vateria Nueva. Alas seis delamañana continuaron los enemigos sufuego de cañon, y Bombas contra elCastillo, hizo atravesar al SanPhelipe para que hiziese lo mismocontra ella. Alas ocho y media vinoD Nicolas Carrillo, Capitan deCompañia del Regimiento deEspaña, que exerce de Ofizial deordenes de D Seuastian de Eslaua, asaver lo que havia de Nuevo, y ledixe que sino lo veia que me pareciamuy regular el permitir alosenemigos fabricar vaterias sinhaverles hecho oposicion ninguna, no

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obstante mis repetidas instancias yque asi se lo dixese de mi parte,respondiome que el Sr. Eslauahallaua dificultad por el monte ydesfiladeros para conseguirlo;respondiles pues para ellos no hahauido dificultad, ni desfiladeros, ysi ellos lo han echo porque no lohemos de hacer nosotros, teniendomas conocimiento destos sitios yvaqueanos que nos dirijan, y por finque para perder (/) lo todo mexorseria con las armas en las manos, yver si se puede conseguir el fin. Vinoel Comandante del Castillo y me dixo

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que aquella fortaleza estaba en muymal estado y que el angulo dela partedela mar caera oy, o mañana, y queera presiso el tomar el partido dehazer una salida para clavar laartilleria alos enemigos, respondileque bien sauia que mi dictamen,hauia sido spre este, y que dias mas odias menos estaua esto perdido, si seles permite vatir con su atilleria, quearruinaria el Castillo sin poderloremediar, y que despues harian lomismo con los nauios: replicomeestoy mui cierto, que asi subcedera, yselo participo a V. E. para que lo

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ponga en conocimiento del Virrey,aque le respondi, hagalo Vm. por queyo no lo haré, para que no se creaesproposicion mia, que, artas le tengohecho sobre esto y otros asumptos,sin conseguir los fines. Alas dies ymedia se leuaron ocho Nauios delosenemigos, dos de tres Puentes, y losdemas de 70 corriendo vn Bordopara fuera y luego viraron paraacercarse al segundo Comandante, dedonde se fueron (/) prolongando paravatir estos nauios, y Castillos de SanLuis, trayendo solo el Velacho, ysobremesana, el fuego fue recio de

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vna y otra parte, y duró hasta lassiete de la noche, tuvimos bastantesmuertos y heridos en el Castillo, ynauios, y en este varios cañonazos debajo del agua, tres que pasan el palomaior, dos el trinquete y echapedazos la Camara, y camarotes.Alas cinco dela tarde fue preciso queun navio de tres puentes, se pusieseala vela, y lo remolcasen botes, yLanchas por lo maltratado que quedó,y pasaron otros dos nauios auatir laBateria nueva, que presisaron, a quese abandonase con bastantes muertos,y heridos, que huvo en ella, y ver que

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los enemigos hacian un desembarcoconsiderable, por la parte delvaradero al abrigo del cañon desusNauios, alas ocho vino D Seuastiande Eslaua, abordo en donde durmió.toda la noche muchas Bombas, yentre ellas incendiarias.

Martes 4.Este dia alas seis dela mañanavolvieron quatro Nauios a va (/) tirel Castillo, y estos nauios juntos conlas Baterias de tierra de diesiochocañones de a veinte, y quatro, y la demorteros. Alas nuebe fui herido en un

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muslo y en una mano; hemos tenidomuchos muertos, y heridos, quemandé llevar a una BalandraFrancesa, para que los dirijiesen alaciudad; asimismo mandé, que elBergantin del cargo de D Juan deAlmazan, y la Balandra de D JosephMozo que tenia cargaduras dePolvora se lavasen y se dirijiesenpara la ciudad, quedandome con lacorrespondiente a la vateria que auiaen estos bordos, y sirviese lapolvora, que tenian lasembarcaciones para la Plaza. Losquatro Nauios Ingleses quedaron

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bastante maltratados; pues seretiraron fuera del tiro antes deanochezer con el fuego que leshizimos, Alas dos dela noche seretiró ala ciudad D Seuastian deEslaua, adar prouidencia de embiarembarcaziones para retirar la jentedel Castillo y nauios porque yaconoze que esto está de mala calidad,y que el Castillo no (/) puede resistirmas ni los Nauios tampoco, toda lanoche mucha bomba, flechasincendiarias, y Bombas delo mismo.

Miercoles 5.

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Alas cinco y media empezó el fuegode los enemigos con dieciochocañones y veinte morteros por tierra,y con quatro nauios de guerra pormar de 70 Cañones, y reconociendoque el Castillo cuasi no hacia fuego,aplicaron el todo alos nauios. UnaBomba caio en la toldilla sobre unBarraganete, la que se abrio en dospedazos, y fue ala mar, dispararontambien valas rojas, pegaron fuegodos vezes a este Navio, que tienedesde la lumbre del agua para arriua,toda la Proa por la banda de baborecha un agujero, y todo el costado de

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suerte que apenas ha quedado rumbo,tiene muchos cañonazos debajo delagua, unos que pasan para dentro quese procuraron tapar, y los demasmetidos ala mitad de la vela, sin quehaya sitio en el Navio que no este dela misma suerte, a las once vino elcomandante del Castillo aparticiparme, que todo el parapetodesde el angulo de tierra hasta eldela mar con toda la cortina haviaCaido, de la Brecha (/) estabapracticable para que los enemigosdiesen el asalto, y que con la jenteque tenia no la podia defender, ni

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podia hacer cortadura, pareciomeconveniente participarle a DSeuastian de Eslaua, por si teniaalguna prouidencia quedar sobre esteasumpto, cuia carta hize firmar alComandante del Castillo, juntoconmigo, y en vista de esta relacion yreconozimiento q. hize comprendique auia de auer una gran confusionen el Castillo, sobre el modo deretirada de aquella Tropa, y aunqueprevine asu comandante que alanochecer le embiaria las Lanchas, yBotes para recojer la jente a estosnavios en caso que los enemigos

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dilatasen dar el asalto, hasta por lamañana, y esperar, que providencias,y determinaziones tomaba DSeuastian de Eslaua En vista deloque esta mañana sele participó,quedando acordado esto se fue alCastillo, y yo pase a bordo de unaCanoa, que tenia a tiro de fusil delNavio cargada de cartuchos dePolvora, aformar las ordenes deloque devian prazticar los Capitanesdelos quatro Nauios, las que (/) hizedistribuir alas quatro dela tarde. Alascinco vi salir toda la guarnicion delCastillo, huiendo hacia el camino

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delas Barracas dela Playa, gritandoque nos cortan, y echandose al agua,desuerte que fue preciso embiarvarios Botes para recogerlos, y almismo tiempo, repare que del NauioSn. Carlos hacia lo mismo sutripulacion, tomando la Lancha, y elBote y haviendo despachadoembarcaciones para atajarlos, yvolviendo con efecto asu nauio,reparando, estos quelos del Africa ySn Phelipe ejecutaron lo mismo,retrocedieron los de Sn Carlos, ysiguieron para Cartagena, a estetiempo llegó D Seuastian de Eslaua,

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y fue testigo de esta confusion; repareque el Sn Carlos, y el Africa yban apique y que hauian pegado fuego alnauio Sn Phelipe cuio Capitan estabaen tierra desde el dia antes, sinatender los unos y los otros alasordenes, que esta tarde anteriormenteles auia distribuido; pero poseidaslas tripulaciones dela fuga delCastillo, y haver visto mas decincuenta Botes, y lanchas, queembiaban los enemigos cargadas dejente ala enzenada del Varadero, yque al mismo tiempo (/) venian comodos mil hombres de tropa a dar el

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asalto, marchando desde San Phelipepor el camino dela Playa; nadatuvieron presente, sino abandonarlotodo, y viendo los dela Bateria deSan Joseph alos enemigos dentro delCastillo arbolada su bandera y quelos Nauios continuaban prazticaronlo mismo. Emvie a D Feliz Celdran abordo dela Fragata el Jardin de laPaz dandole un hacha para que laechase apique endonde hauia hastaunos quarenta Barriles de Polvorapero le pegó fuego Di variasprouidencias para recojer la gente, ynos dirijimos D Seuastian de Eslaua

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y Yo hasta Bocagrande, adondellegamos alas nueve dela noche, y diorden alos Capitanes delos dosNauios del Rey, y el del trechuelo,para que sin perdida de tiempolevasen sus anclas, y se dirijiesenpara el canal entre el Castillo grande,y Manzanillo, lo que executaron y dealli pasamos ala Playa de aquelCastillo a reforzarlo, y hallandonosdando estas providencias, llegó DManuel Moreno de Bocachica, ypreguntandole si toda la gente delaGalicia se hauia retirado, merespondio venia en busca de

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embarcaciones, para este efecto,porque en la que tenia solo haviacuatro remos y que (/) aun quedabanen Galicia su Capitan y el deInfanteria con quarenta hombres, ledi orden que luego pasase con dosbotes a recojer aquella jente, yaviendo vuelto cerca de las quatrodela madrugada me dijo que ya losenemigos, se hauian apoderado delnauio, segun la calidad de Botes, yLanchas que deel salian para tierra yde tierra para el nauio, pero cuiarelacion, y subseso, vengo enconocimiento, que las prevenciones

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que hize a D Seuastian de Eslaua, losdias veinte, y quatro y veinte cincodel pasado para arreglar sinconfusion esta retirada fueronfundadas. Alas quatro dela mañaname restitui ala ciudad, despues deveyntiun dias de Bocachica,diecisiete de combate continuo denoche y de dia, de fuego de Cañon,Bombas, flechas y valas roxas, cuiosuceso no esperé y se huvieraterminado la empresa delos enemigosen aquel sitio, si D Seuastian deEslaua, como lo solicité, hubieraquerido oponerse al desembarco

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formacion de baterias, y aun despuesde hechas, si se huviese dispuestouna salida general para destruirlas,porque reconoci muy del principioque los enemigos no intentarianforzar el Puerto hasta queno huviesenarruinado el (/) Castillo. y nauio consus Vaterias de tierra, no ostante deque no havia mas de quatro que lodefendiesen, y tener ellos treinta yocho desde sesenta hasta ochentaCañones, sin comprehender lasFragatas, y sin duda si se huvieradado las providencias de evitar eldaño que se originó, de tierra, ni el

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Castillo, ni nauios se huvieranperdido, y los enemigos se huvieranretirado de aquel paraje segun sereconocio por sus operaciones yrecelo conque entraban a atacarnos,quedando como claramente vimosdiez nauios imposibilitados de poderhacer fuego ni entrar mas en combate,creyendo tambien haber perdidomucha gente en los diecisiete dias,asi de sus nauios como de la tropa, yno se creerá, que un Armamento tanformidable, aya tardado todo estetiempo para rendir un Castillo, queen substancia no es mas que un mal

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quadrado rebestido de quatrobaluartes imperfectos, sumamposteria, y parapetos mui malos,como queda referido, sin tener unsitio a prueba de Bomba, ni cañondonde abrigar la jente, Polvora yviveres, como la experiencia le hamanifestado, cuia fortificacion ynauios (/) en el tiempo de su sitio handisparado seis mill, y sesenta y ochobombas, y mas de dieziocho millcañonazos, y pocas vezes se habravisto que los Nauios vaian en brecha,y si no huviera subcedido laprecipitada fuga dela guarnicion del

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Castillo sin duda ninguna no huvieranentrado en el, si se huvieran dado lasprovidencias a tiempo convenientede embiar jente para la defensa delabrecha, añadiendo, que si qualquierahuviese atacado aquel Castillo lamisma noche del dia veinte deMarzo, o veintiuno amas tardar sehuviera aloxado al Pie de su muralla,y le huviera pegado el mismo paravolarlo, o rendirlo, pero no lohicieron asi, por esto, los socorrosdiarios, que tuve cuidado de meterlede jente, viveres, Polvora, y Valas,pudo dilatar su defensa diecisiete

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dias.

Jueves 6.Por la mañana entro un Nauio, y unPaquebot, por Bocachica pasé encasa de D Seuastian de Eslaua. haversi se ofrecia algo, y asolicitar sedistribuyese la jente demar consuscondestables, y ofiziales, en losBaluartes y vatrs. para el manejodela Artilleria, y que la tropa (/) deMarina se redusga a Piquetes deCincuenta hombres para que hagan elservicio adonde convenga, y auiendoquedado de acuerdo pase al

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Convento de San Francisco adondeaquartele toda esta jente, y deje,formados ocho piquetes de cinquentahombres, y doszientos marineros consus Fuziles, con doscientos ycinquenta para el seruicio delaArtilleria, los dos nauios del Rey yMarchantes amanecieronacordonados por la parte de adentrodel Castillo grande, hasta elManzanillo para cerrar aquel pasoalos enemigos en el caso forzoso.

Viernes 7.Este dia por la mañana fui aver a D

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Seuastian de Eslaua, para ver si se leofrecia algo, y los halle con elCapitan dela Artilleria, quien mepidio Cañones, Valas, y los demaspertrechos correspondientes. Diluego la orden para que del Dragonse sacasen como se executó, pidiotambien doscientos hombres demarmas con sus Condestables, yArtilleros de Brigada lo q. seexecutó, y di a D Seuastian de Eslauala relacion delos ocho Piquetes paradestinarlos adonde convenga, y puseen los almazenes del Rey, Ciento ymas fuziles, y (/) Pistolas, ala

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disposicion de D Seuastian deEslaua, aquien volvi aver ala una deldia para ver si sele ofrecia algo, todoeste dia se ha trabajado enperfeccionar la linea del Nauio delCastillo grande y Manzanillo,faltandome embarcasiones se echomano de dos Balandras, vn Bergantinpor no haver otras maiores.

Savado 8.A las seis Pasé en casa de DSeuastian de Eslaua hauer si seofrecia algo, y hallandose con el DFernando Bustillo. que exerce de

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Ministro, le manifieste las ordenesque auia dispuesto para los Nauiosdel Rey, y marchantes de Castillogrande, para quando llegue el casode echar estos a pique, y que los delRey se mantengan hasta lo ultimo.pareziole bien esta disposicion, y ladespache con D Manuel Brizeño parasu cumplimiento, ala vna del dia vinoa mi casa D Hermenegildo de Orbe arepresentarme de parte de DonFrancisco Obando, D Juan IgnacioSalaverria, D Francisco Ugarte, quelas tripulaciones de esos Nauios,hauian dicho. que luego. que los

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enemigos lleguen. á medio tiroabandonarian los nauios. aunquefuese echandose al agua, y que asidispusiese su retirada, dixele quematerias de esta importancia serepresentaban por escrito (/) y confundamentos correspondientes, puesno hallo los haya aora para semejantedisposicion, comunique esta novedadá Seuastian de Eslaua, y ambosdeterminaron pasar a bordo delosdos Nauios Como lo executamoshiendo primero abordo del Dragon,adonde llame toda la jente arrivaaquien hize mi orazion, la que oyda

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por ellos respondieron unanimes, yconformes, ydelante desu Capitan, nohavian hablado palabra, y queestaban promptos acumplir con suobligacion, pasamos obordo delConq.0r. y subsedio lo mismo. Alaorazion me enviaron los Capitanesreferidos su representacion porescrito sobre lo que velvalmenteauian avisado con Don Hermenegildode Orbe, la que manifesto a DonSeuastian de Eslaua, y pareciocomveniente, que esta noche se echenlos nauios Marchantes apique comose executo.

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Domingo 9.Pasé en Casa de D Seuastian deEslaua alas seis dela mañana y sedieron varias prouidencias de tapiarlas puertas que caen al Boquete,Santo Domingo, y la (/) Merced, deretirar toda la Madera del Boquete, ydesembarcar Pertrechos delos nauiospara la Plaza, ala tarde volvi en casaD Seuastian de Eslaua, y me preguntoque sentia sobre la representacion,que los Capitanes delos nauios delRey hacian sobre echarlos a pique,aque le respondi que no hera deparecer el que lo hiciesen hasta lo

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ultimo extremo, y que huviesencumplido con su obligacion,defendiendo todo lo posible, yauxiliando al Castillo grande, y quelo demas era una ignominia,respondiendome que a el le parecialo mismo.

Lunes 10.Este dia pase en casa de D Seuastiande Eslaua, quien llamó a D FelizCeldran, y D Pedro de Elizagarate.como tambien a D Carlos EnautIngeniero maior, para ver sicomvenia, óno, echar los dos Nauios

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del Rey apique, y los tres fueron deparecer se hiziese, que de esta suertese conseguiria el cerrar la Canal,porque no podrian aguantar el fuegodelos Navios que los pueden vatir.Dixe á esto, que era de parecercontrario y que devian esperar adefenderse todolo que pudiesen, porel credito delas armas del Rey, (/) ydefender el Castillo grande. DSeuastian de Eslaua fue de esteparecer, y despacho a D Carlos deEnaut a reconocer el citado Castillo,para ver la defensa que puede hazer,y en vista de eso tomar las

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providencias, de echar óno, losnauios ápique; oy se ha empezado ahazer los parapetos y merlones elBaluarte de Santa Isabel de Faxina, ytierra, lo mismo en el reducto lo quedeviera estar echo muchos dias haze.Volvio el Ingeniero de hazer su visitadel Castillo grande y dixo a DSeuastian de Eslaua, que su parecerera, que no podia durar el Castillodos dias, y eso con gran trabajo,exponiendo la nulidad de suconstruccion, con cuia relacionemvio D Seuastian de Eslaua laorden por escrito al Castellano, para

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que clavase la artilleria echase lapolvora en el aljive, y se retirase consu jente, y ami me dixo emviase laconveniente con D Pedro Elizagaratepara que se echasen a pique los dosNauios del Rey, respondile, que noera de ese parecer, y que me era muisensible se abnadonasen el Castillo,y Nauios sin la defensacorrespondiente, y sin que los (/)enemigos nos presisasen alos que merespondio, que siendo el remediounico, como todos los dezian de queechandose a pique los dos Nauios seCerraua el Canal para que no

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pudiesen entrar los enemigos, dentroen la Bahia a vatir esta Ciudad nohauia mas tiempo que perder, y q. erapresiso hazerlo. dixe entonces a DPedro Elizagarate mi maior deordenes vaya Vm. y prevenga alosCapitanes lo que SE acaua de dezirconlo qual se fue, y dio orden DSeuastian de Eslaua a D Carlos deEnaut pase al Castillo para darcumplimiento ala orden por escrito,que emvio aquel Castellano, alassiete dela noche, me envio apedir DPedro de Elizagarate CanoasGrandes para tapar algunos huecos

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las que en vie, y ala vna de la nochevoluio despues de hauer dadocumplimiento ala orden, que se ledio, y que toda la jente hauia retiradosin confuccion, con lo qual, ya DSeuastian de Eslaua ha conseguido laruina de todos los Nauios tirando alaMarina de que se ha declaradoenemigo Capital, y delos masopuestos a ella.

Martes 11.Fuialas seis en casa de Seuastian deEslaua auer si se ofrecia algo, alasdiez y media cerca delas onze

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vinieron dos Botes a tomar la FragataFrancesa llamada el León, que trajoviveres (/) para los nauios delaescuadra de D Rodrigo de Torres,que se hallaba cerca del Pastelillo,sali al valuarte de san Ignacio, y conalguna de poca de jente que estabaalli, apunte yo mismo los Cañones, yhize fuego sobre los Botes que sevolvieron asus bordos. llegó DSeuastian de Eslaua, y le dixe quehauiendo dado mas de quatrocientoshombres de mar para el Capitandelas Artillerias los dirijiese en lasvaterias hera cosa censible, no

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estuviesen en sus puestos para estoscasos ni huviese cosa con cosa parael servicio dela artilleria, Ala mismaora delas diez se acerco un nauio de70 Cañones y se puso a tiro deCañon del Castillo grande, y empezóahazerle fuego, y viendo que no lecorrespondia fueron Botes, yLanchas, y Arbolaron en el Castillola Bandera Inglesa, con cuiademostracion todos los nauios deguerra se fueron acercando, lo queantes no hicieron, mientrasreconocieron havia jente en el, y semantenian los nauios del Rey,

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escarmentados del trato querecivieron en Bocachica, y con justarazon me opuse a que se abandonaseel Castillo, y se echasen apique losnauios, pero he reconocido quemuchos meses á esta parte hadespreciado este (/) Cauallero todocuanto le he dicho, esta tarde volviasu casa auer si se ofrecia algo, peronada me dijo, ni me ocupó y losenemigos tomaron posesion delaVateria del Manzanillo, que spre haestado abandonada.

Miercoles 12.

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Este dia los enemigos dispararonalgunos cañonazos de Castillo grandesobre la fragata francesa, que estacerca de Pastelillo, alas seis pase encasa de D Seuastian de Eslaua, hauersi se ofrecia algo, y estando con elvino D Fernando Bustillo, y delantede mi le dio orden para que delquartel de Marina sacase jente demar y embiase cauos. Callé, y mesali al antesala, adonde despues dedos horas vino el citado Bustillo,allamarme de parte de D Seuastiande Eslaua y hauiendo ydo auerlo quese le ofrecia, me dijo, que era

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menester pasase a fuera a mandar latropa, que se hallaua distrivuida envarios Piquetes amedia legua delaciudad, respondile a su proposicionque deseaba me ocupase como dieselas correspondientes providenciascon lo qual me despedi, y me dio vnanota delos Puestos que ocupaban losPiquetes, y alas doze monte acavallo, y fui avisitar, y reconocerlos parajes dela Ensenada delManzanillo, y Albornos, por dondelos enemigos podian hazerdesembarco. (/) y despues de hauerapostado la tropa en los sitios

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combenientes, y dado las ordenescorrespondientes, me retiré alaQuinta alas siete dela noche, comositio oportuno para asistir a todaspartes dexando por mis espaldas enel Texar de Gavala tres Piquetes, unoen la Quinta, otro en eldesembarcadero, de Alzivia, dos enGracia, y vno en el Preceptor, porser todas presisas avenidas de losenemigos.

Jueves 13.Di parte a D Seuastian de Eslaua conD Manuel Briceño de todo lo

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executado ayer, y ha ocurrido estanoche. Los enemigos han metidodentro de la bahia dos fragatas, y dosBombardas franqueando este pasocon haverse atracado alConquistador un navio de 70 cañonesy suspendido su Popa, conunpescante arrimandolo haciaCastillo Grande Alas nueve y tresquartos dela mañana empezaron aBombear la Ciudad con dosBombardas de dos morteros cadavna, sin que dela Plaza se le hayadisparado mas de 3 cañonazos alasLanchas, que tendian las espias y han

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remolcado los enemigos una Fragatade 20 Cañones hacia el Texar deGracia en donde tengo aportados 150hombres (/) sin duda será paracañonear este sitio, por lo que diorden se mantuviesen toda la noche,y que antes de amanezer se retirasenal Bosque; oy se han empezado aformar los merlones del reducto delcaño dela Media Luna.

Viernes 14.Al amanecer la Fragata empezó aCañonear el Texar de Gracia dedonde se hauia retirado la tropa

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como queda dho, y prosiguen lasBombardas en Bombear la ciudad.Esta mañana distribui las ordenesconvenientes atodos los Capitanesdelos Piquetes delo que devianobservar en caso, que los enemigoslos cargasen cuia copia remiti a DSeuastian de Eslaua para suinteligencia, y me la devolviorespondiendome estaba bien. Searrimó otra fragata que haze fuego aeste sitio y al Texar de Gauala, estedia escrivi a D Seuastian de Eslauaproponiendole se hiciese unatrinchera desde el Caño de Gauala

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hasta la Quinta y dela Quinta hastaCienaga, y que reforzando estePuesto con tropa se esperase alenemigo, el que no dudaua segun elfuego que hacian las Fragatas querianhazer su desembarco, respondiomeque mañana vendría al Cerro de sanLazaro, y que pasaria a este sitio, lasFragatas continuan su fuego todo eldia, y las Bombardas toda la noche,(/)

Savado 15.Amanecio otra Fragata mas, y vnPaquebot de seis Cañones, y ocho

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pedreros que entro dentro del cañode Alzivia, y poniendo a tiro de fuzilde su embarcadero empezó aCañonear aquel Puesto, que estabaguardado por un Piquete de Marina,mandado por D Joseph de Roxas elque se defendio con la fucileria,rechasó un Bote que venia a hazer eldesembarco en aquel sitio, pero huvode abandonarlo motivado delcontinuo fuego del Cañon, Pedreros yfucileria, que sele hacia, tambien seatrocó un nauio de 60 Cañones alacosta que llaman de manga, y batioeste sitio dela quinta, texar de

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Gavala, y Playon de san Lazaro, Alassiete dela mañana vino D Seuastiande Eslaua a este sitio, dixele meembiase cañones para Vatir esteBergantin, y Fragatas y apartarlas deestas cercanias, por lo mucho queincomodaban nuestra tropa, pero nose dio por entendido amiproposicion, ni dela que ayer le hizeen punto a tomar la Trinchera, yreforzar este importatnte puesto, y sefue auer los Piquetes, que estabanapostados, y se retiro ala ciudad.Alas dos dela tarde viendo esteabandono, llamé al Capitan de

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Fragata D Pedro Elizagarate, miOfizial de ordenes y le dixe: (/) bayaVm. aber a D Seuatian de Eslaua, ydigale de mi parte que teniendopresente las ningunas providenciasque me dio en Bocachica paraimpedir el desembarco alosenemigos, y formacion de susVaterias, desconfio me de las queayer le pedí por vm Papel, y los quele he repetido oy verbalmente en estesitio, y asi me diga lo que quiere quehaga, porque para retirarme coningnominia embie aquien quisiere yasi supiese su vltima determinacion,

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porque lo demas era vivir engañadosdebajo de aparentes disposicionesnada convenientes al servicio delRey, yonrra delos hombres demicaracter, y que nunca seria yoresponsable de sus descuidos. Yauiendo vuelto D Pedro deElizagarate me dixo: que alosprincipios de mi recado, respondio,que el averme embiado aquel sitiofue porque vn sujeto le dixo, que yolo deseava, que en quanto alatrinchera, que le havia propuesto, queno lo tenia por conveniente, porquenecesitaba de dias, segun selo havia

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dho el Ingeniero; y que embiaba altheniente Coronel D Pedro CasellasComandante del Batallon de Aragon,aquien podia dar las ordenes deloque podia prazticar, y me retirase alaPlaza en donde deseaba estuviesemas que afuera. Vino D Pedro (/)Casellas, aquien previne las ordenesque hauia dado alos Piquetes yprouidencias que hauia pedido a DSeuastian de Eslaua, las que hallópor precisas y necesarias pero sinhaverlas podido conseguir, alas sietey media me retire ala Ciudad, y fui alBaluarte de san Ignacio adonde

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estaba D Seuastian de Eslaua, y memantube con el hasta las dies que seretiró.

Domingo 16.Este dia amanecieron las fragatashaciendo fuego anr.a tropa la que seretiró delos puestos abanzados haciala Quinta y los enemigos formados ennumero de mil y quinientos hombresen el Texar de Gracia los que sinduda desembarcaron anoche, ytomaron posesion de aquel sitio, dedonde vinieron marchando al texarde Alcivia y su desembarcadero, con

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siete vanderas y con las demas quese juntó compredian tres mil hombrescon los Granaderos al frente, luegoque llegaron al Playon entre laQuinta y el Texar de Gauala adondese incorporaron nuestros Piquetes,empeso el fuego alas ocho y mediadela mañana, y la compañia degranaderos de España a excepcion decatorze hombres huyo toda, comotambien parte dela tropa del Batallondela dotacion dela Plza. (/) yaguantaron el fuego, los piquetes deMarina y Aragon, los que se retiraroncon alguna cofuccion sinque se diese

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providencia de sostenerlos, haviendoel corto numero de quatrocientoshombres, que compodria nra tropa, ylos enemigos se apoderaron delaQuinta y Texar de Gauala, y losnuestros se retiraron al Playon deSan Lazaro, oy dio prouidencia DSeuastian de Eslaua para reforzar lamuralla de la derecha dela MediaLuna, y hazer vna Bateria nueva alafalda del Castillo de San Lazaro quemira hacia el Texar, huerta deLozano, pero me parece que estasprouidencias pueden servir de pocoen la situacion presente, respecto de

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que los enemigos estan en postura deformar las suyas y de suvir a SanLazaro, y aloxarse en aquel Cerro yvatir la Ciudad sin oposicion,ademas de que ya cortado el pasodelos viveres porla Quinta, yhaciendo su destacamento para laBoquilla, y Cruzgrande, que es elsegundo que ay, conseguiran el tomarla ciudad por ambre, sin disparar unCañonazo, porque en ella no ayprouidencia, ni seha pensado endarla con anticipazion continuan lasBombas toda la noche.

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Lunes 17.Prosiguen las Bombas, y yo en salircon D Seuastian de Eslaua (/) fueradela Ciudad, las obras dentro y fuerade ella ban muy despacio losenemigos amanecieron posesionadosdel Convento del Cerro dela Popa, ytodas las prouidencias, y ordenes alatropa, y jente del mar de Marina sedistribuyeron por D Seuastian deEslaua sin que de mi se haga casoninguno, y continuo mis salidas atodas partes con el sin darme porentendido, toda la noche echaronmuchas Bombas.

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Martes 18.Este dia trajeron un negro que lospuestos abanzados cojieron con unpliego que en la Quinta le dio elComandante dela tropa delosenemigos a un Clerigo de estaCiudad llamado D Thomas Lovo enel que qual incluye un manifiestoimpreso, franqueando atodos losVasallos de cualquier esfera quefuesen al aire libre comercio con losingleses, y exercisio dela relixion,exortandolos, aque diesen laobediencia con otras diferentesclausulas. Atacaron los enemigos ala

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Boquilla, y Cruzgrande, se embiaronalgunos Piquetes, y se retiraron losenemigos, continuo su fuego el Nauiode 60 Cañones al Playon de sanLazaro y al Cerro y las Bombardasen echar Bombas ala ciudad (/)

Miercoles 19.Continua el fuego de Cañon yBombas, y en la Boquilla, y CruzGrande los enemigos su ataque, yseles mató quinze hombres, y vnOfizial sin los heridos, quedando losnuestros ocupando aquel Puesto.

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Jueves 20.Este dia alas tres y tres cuartos delamañana los enemigos atacaron elCerro de san Lazaro por la parte quemira ala quebrada del Cabrero;ocupaban este Puesto cinco Piquetesdos de Marina y tres de Aragon, yEspaña el fuego fue grande de unaparte y de otra y luego que lo oy mediriji hacia el Playon, y viendo quede la Media Luna la jente de marhacia gran fuego con la Artilleria,subi aquella bateria para que losuspendiesen, respecto de no ser dedia y reconocer que el fuego de

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nuestra Tropa y la delos enemigosestaban muy inmediatos y aun no sedistinguian uno del otro, y quepudiera incomodar alos nuestros elque se hacia con nuestro Cañon,hasta que aclaró, que se continuó conbastante estrago delos enemigos, hizemarchar ala misma ora que empezóel fuego doscientos hombres de marcon sus oficiales todos armados porlo que pudiese subceder y se fueronreforzando los del Cerro con algunosPiquetes mas, y faltando lasmuniciones de Cartucheria y fucil, ymetralla para (/) el Cañon se fue

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manteniendo el fuego con losPiquetes que suvieron mientras sedaba providencia, para los quehavian gastado sus municiones, memantuve en el rastrillo del Playon delCerro en donde estaba D Seuastiande Eslaua. Alas siete los enemigosuyeron precipitadamente,abandonando sus escalas, algunosmanteletes, sacos de Estopa, Palas,Picos, y muchos Fuziles, dexando laquebrada por donde atacaron llenade muertos, y heridos. Alas ocho yquarto hicieron llamada los enemigoscon una Bandera blanca, y seles

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correspondio y el pedimento fue lasuspension de armas para retirar susmuertos y heridos, se les concedio loprimero y se le dixo que por lo quemiraba alos heridos, que estaban yaen la Ciudad se les asistiria concuidado, alo que se conformaron y seembiaron milicianos mulatos, yindios para llevarles los muertos, yque segun el numero que se lesentrego, y los que ellos retiraron delafuncion pasaron de 600, y con losheridos de mil fue tan precipitada lafuga de los enemigos y la confuciónque manifestaron, que propuse a D

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Seuastian de Eslaua se hiziese vndestacamento de trescientos hombrespor debajo del Cerro acortados en elPlayon, con cuia providencia sehuvieran escapado muy pocos, perono asintio. El numero de jente que losenemigos enviaron para el ataqueferon quatro reximientos deochocientos hombres cada uno, y sevieron venir ala mitad dela funcionpara sobstenerlos, como en numerode quatrocientos os que huyerondesde la entrada del Playon, asi queel Castillo de San Lazaro les hizofuego con el Cañon, este feliz

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subseso no esperado, segun loconsternado, que estaba la tropa, nolo debemos atribuir a causa humana,sino alas misericordias de Dios,porque en lo natural debian con lafuerza que trajeron y la poca quehavia en el Cerro, haverse hechodueños de el, como no lo dudaronsegun la relacion de desertores, yPrisioneros, los quales tambienaseguran que todos los granaderosque vinieron ala funcion solovolvieron catorze: Que tienenmuchos enfermos y falta de viveres,toda la noche dispararon muchas

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Bombas.

Viernes 21.Continuan la Bombas, fui con DSeuastian de Eslaua álas cinco de lamañana al Pie del Zerro de sanLazaro, el que se Peynó a instanciadel ingeniero, y se dispuso el hacerun trincheron amanera de herradurahazia la quebrada, obras quedevieron estar hechas, de que sereconocio el intento delos enemigos,pero todo vatan lentamente, que solose piensa en no gastar, y quando sequiera es de rezelar no sea ya

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tiempo. Los enemigos handesembarcado oy morteros y algunajente y segun sus movimientos ydisposiciones se recela vuelvan estanoche a hacer segundo ataque, por loqual se quedó en la Media Luna DSeuastian de Eslaua, y yo con el, noobstante las instancias que me hahecho para que me retire ala ciudad,alo que no quise asentir no obstantela disciplina que manifestó.

Savado 22.Alas siete de la mañana nosretiramos D Seuastian de Eslaua y yo

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esta mañana le iiste para que seahorcase un soldado PortuguesGranadero del Reximiento deEspaña, que hauia desertado ypasado alos enemigos y tomadopartido vino al ataque con ellos endonde fue herido y tomadoprisionero, pero lo dirijio hasta quese curase, alas ocho de la nocheempesaron hacer fuego con dosMorteros por tierra, dirijiendose lasBombas al Castillo y ciudad y lomismo hacian delas Bombardas (/)

Domingo 23.

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Este dia continuaron las Bombardassu fuego, y no ocurrio otra cosaparticular.

Lunes 24.Pidieron los enemigos se lespermitiese pasar a curar sus heridosse les concedio pero el pedimientoha sido con la condicion de quehayan de volver despues de haverloscurado lo que se les denegó. Estatarde sali con D Seuastian de Eslaua,haver el trincheron que se haempezado aformar desde la huerta desan Lazaro hasta la falda del Cerro, y

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le propuse fuesemos a reconocer lossitios dela huerta de Balsain, yGaviria en donde estan las ultimasabanzadas. y que se quemasenaquellas chozas, y texares, y sedesmontase, quel monte porque alabrigo de el podrian los enemigosvolver atacar el Cerro, como lohicieron antes, por fin a purainstancia lo conseguí, y fuimos hastaencontrar con dos centinelasabanzados delos enemigos, quienesnos dispararon algunas Bombas de suBateria de tierra, y nos retiramos conel Ingeniero que tambien vino a este

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reconocimiento.

Martes 25.Este dia continuan las Bombas, ycañon delos nauios, lo que hizosuspender la obra y retirar lostrabajadores hasta la noche y losenemigos han perfeccionado suparalela, que coxe desde el Texar deLozano hasta el pie del Zerro delaPopa, y an aumentado los mosterosen la Isla de Manga, y se hareconocido que estan recorriendotodos los Nauios de transportedandoles pendoles y ceuo cuios

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indicios son de aprontarse para salirtoda la noche ha continuado el fuegodelas Bombas.

Miercoles 26.Oy continuaron el fuego delasBombas, y se ha reparado, que losenemigos entran en Galicia por elconqq.0r. y Dragon.

Jueves 27.Amanecio la Galicia arrimada alCarenero a medio tiro de cañon de laPlaza, y empezó a hazer fuego,vatiendo el reducto, valuarte de

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Santa Isauel, y Boquete, selecorrespondio de estos sitios, y de elde San Ignacio con dos Cañonessolos respecto que los demas aun noestaban montados, ni puestas susesplanadas desde que se hicieron losmerlones, los enemigos desmontaronun cañon en Santa Isauel, rompieron(/) otro de un balazo por el tercio, y aotro le quitaron un Muñon, en elreducto se revento uno, a otro, insaltoel grano, que tenia. Dixele a DSeuastian de Eslaua estosinconvenientes para que seremediasen pero todo se siente y

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nadie le puede dezir nada, como mesubsedio anoche por haverle dichoque era menester tener cuidado desdeSta. Catarina hasta la Merced,porque por su Playa por varias partesse podia suvir en cima dela Muralla,y que los cañones que el año pasadopuse para evitar este inconveniente,que flaqueaban toda aquella avenidalos hauian quitado, y que solo hauiados pero sin jente, ni providencia, yquando crei admitiese miproposicion con agrado merespondio con displicencia que conviente hombres estaba guardado

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aquel parage, reime, y callé. Estamañana hallandome en su quarto, yviendo el fuego q hacia la Galicia ledije delante de D Carlos de EnautIngeniero maior, que era presisohacer un trincheron con faxina, ytierra, que coxadesde la muralla desan Francisco hasta el reducto deJetsemani, para reforzarla, porqueparece que este Nauio, quiere hazerbrecha por este Parage, y loconseguira por que el fuego que se lehaze por falta de estar montada laArtilleria, y puesta en su lugar espoco. Respondio el ingeniero esta

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obra es presisa, y es menesterempezarla desde luego, y viendo quecallava D Seuastian de Eslaua (/)dixele, junte V. E. los montunos ysaque los doscientos hombres de marde San Francisc.0 Con Sus oficiales yvayan desde luego a executar estetrabajo, tan presiso, a esto respondioD Pedro de Elizagarate y le dixe veaVm. lo que el Sr. Eslaua tiene quemandar sobre esto, respondio en laorden general de trabajadores, haréque se comprendan ciento ycinquenta marineros para esta obra,como con efecto lo hizo asi, y sela

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dio al ayudante Palencia, alas oncelos enemigos cortaron los Cables alaGalicia, y se dexaron ir con la Brizasobre el Bajo del Manzanillo, y lasBombardas se han puesto ala vela, yse han incorporado con los demasNauios, y creo que los enemigosdesisten ya de su empresa, asi porestas maniobras, como por otras, quese reconozen. Alas tres volvi areconocer los Valuartes, y halleestaban componiendo lasembrazaduras del San Ignacio, ysirviendo la artilleria que estaba enla Plazuela dela compañia. Alas

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cinco vino un desertor, que dijo quela mitad dela tropa, que se halla en laQuinta, se hauia embarcado con todosu tren, y seis cañones, y que solohavian quedado dos Morteros, queson todos indicios de retirada visitéesta noche a D Seuastian de Eslaua,qn. no dijo nada (/)

Viernes 28.Este dia los enemigos abandonaronla Quinta, texares y las trincher.as sinque con esta noticia y la de ayer sehaya prazticado diligencia ninguna decaerles encima anoche ni esta

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madrugada. Esta mañana vino unprisionero marinero del aviso de DSantiago Salaverria y confirmó laretirada delos enemigos de la Quinta,Texares, se abanzó nra tropa aocupar aquellos Puestos en donde sehan hallado muchos fuziles,cartuchos, armazones de tiendas,Machetes, Picos, hazadas, Carros, yViveres, todo loqual indica unaprecipitada retirada delos enemigos,y si se huviera destacado algunatropa, sin duda huvieran conseguidoel exterminarlos pero todo se dexaamañana. Alas onze vino un Bote con

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Bandera Blanca, y me aviso DSeuastian de Eslaua emviase otro ypersona para ver lo que queria, yemvie a D Pedro de Elizagarate, ytraxo una carta para D Seuastian deEslaua de cuio contenido nada hesauido, ni desu respuesta.

Savado 29.Esta mañana alas seis y media volvioD Pedro de Elizagarate allevar larespuesta al Pastelillo, y por elestado que llevaba y me enseño de68 Prisioneros incluso 36 marineros,que tenía (/) en esta Carzel

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comprehendi, que la carta de ayertrataba de canxe, y que se lenoticiaba los prisioneros que, hauian,oy han pegado fuego los enemigos alnauio la Galicia, porque no lo hanhallado en estado de poderlo llevar,y han empezado a demoler el Castillogrande y lo mismo el Manzanillo, yBocachica.

Domingo 30.Prosiguen los enemigos en volar elCastillo Grande, y el de Bocachica.Alas ocho vino un Bote delosenemigos con varias Lanchas, que

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conducen los prisioneros Españolescon cuia noticia dio orden el Virrey aD Pedro Elizagarate fuese y llevaselos ingleses, lo que executó, en lasLanchas delos Navios del Rey, yestando Prazticando esta disposiciónse fue al Pastelillo D NicolasCarrillo Ayudante de D Seuastian deEslaua suponiendo iva al mismo finlo que oydo por don PedroElizagarate le dijo, que se retirara loque ejecutó, hauiendo dado parte a DSeuastian de Eslava le respondio nole hauian dado tal orden a D NicolasCarrillo.

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Lunes 1.0 de Mayo.Continuan los enemigos en hacer suaguada, y volar el Castillo Grande, yel de San Luis de Bocachica, y se hantomado varios Prisioneros por latropa, abanzada delos que avianintenado, (/) arrobar el Pais, yvolviendo para incorporarse con sujente fueron aprehendidos.

Martes 2.Vino un Bote a abordo del AlmiranteVernon pidiendo por una memoriaque envio el Factor, que fue en estaciudad sele enviasela ropa de D Juan

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Jordan y la de D Lorenzo Alderete,segun lo que dexaron prevenido paraenviarsela a Londres. Oy las quatro ymedia dela tarde se fueron sieteNauios de Transporte paraBocachica.

Miercoles 3.Han amanecido tres Navios deGuerra dados fondo en Punta deCanoa, y a las cinco y media delatarde vino un Bote al Pastelillo atraer varias cartas aviertas que enviael Almirante Vernon Cojidas en dosNavios que salieron de Cadiz por

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fines de Henero, y principios deFebrero, y alas ocho dela noche vinoD Pedro Mur, y de parte de DSeuastian de Eslaua me trajo un liode ellas en las que hay algunas parami, y otras para diferentesparticulares. (/)

Jueves 4.Esta mañana vino un desertormarinero Español. Aviso de DSantiago Salaverria el que refiere lomismo que los demas en punto, aenfermedades, muertes, escaseses, deviveres, que tienen los enemigos

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quienes continuan en hacer volar elCastillo Grande y el de San luis.

Viernes 5.Han venido varios PrisionerosEspañoles que han desertado de losNavios ingleses y sehan ido este diamuchos nauios de transporte, paraBocachica, continuan en volar losCastillos.

Sabado 6.Este dia no ha ocurrido cosaparticular, sino hauer venido variosprisioneros españoles, que han. echo

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fuga delos nauios ingleses. Continuanen volar los Castillos.

Domingo 7.Por la mañana vino un Bote alPastelillo, y condujo una carta paradon Seuastian de Eslaua departe deD Eduardo Vernon. (/)

Lunes 8.Bajaron para Bocachica dieciochonauios de transporte con tropa, ysalieron a fuera comboyados de unNauio de 70 cañones, alas quatro ymedia selevó Vernon para

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Bocachica.

Martes 9.Oy no ha ocurrido cosa particular,sino que los enemigos continuan enVolar los Castillos de Bocachica.

Miercoles 10.Salieron para afuera quarentaembarcaciones de transportecomboyadas de dos Nauios deGuerra.

Jueves 11.Este dia salieron 18 Nauios los 16 de

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transporte, y dos de Guerra.

Viernes 12.No ocurre nada.

Savado 13.Este dia salieron quarentaembarcaciones de transporte y entreellos seis de Guerra y dosBombardas.

Domingo 14.El Comboy de ayer queda ala vista.

Lunes 15. (/)Han salido 13 Nauios de Bocachica

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comboyados de una Fragata.

Martes 16.Salieron 3 Nauios de Guerra y sevieron los 13 que ayer salieron.

Miercoles 17.Salio el Almirante Vernon con seisNavios de Guerra, un Bergantin y unaBalandra.

Jueves 18.Salieron 6 Nauios de Guerra, y dosFragatas que se han incorporado conlos de Vernon, y segun se reconoce

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han estado quemando en Bocachicaalgunos Nauios delos suyos.

Viernes 19.Continua la quema de Embarcacionesen Bocachica, y han salido 6embarcaciones con un nauio deGuerra.

Savado 20.Salieron 11 velas de Bocachica los 7nauios de Guerra, y quatroBalandras, y no quedan ya ningunosen este Puerto pero al mismo pasoque quedamos libres, de estos

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incombenientes, quedamosexpuestos, alos que pueden acahecerrespecto que desde el dia 27 quesesó el ultimo fuego delos enemigos.(/) sesaron tambien los trabajos yreparos de dentro, y fuera de estaciudad, y se han despedido lostrabajadores quedando estos en elmismo estado con poca diferenciaque lo estaba en el mes de Marzo, sinque se reconozca ninguna diligenciapara formar ninguna vateria enBocachica, y Castillo grande,dejando este Puerto Franco alosenemigos para entrar y salir quando

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quisieren &.

Blas de Lezo. — (Firmado)

Archivo Histórico Nacional. Secciónde Estado. Legajo 2335.

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* El de Armada Invencible no erael verdadero nombre de la Armadaespañola enviada a las costas deInglaterra por España en el sigloXVI. Éste fue el nombre que losingleses le dieron, con la finalidadde hacer ver que, si habían salidoairosos de un enfrentamiento consemejante flota, ellos eran losverdaderamente invencibles.

Aquella Armada española contabacon 127 buques, de los cuales solo122 llegaron efectivamente a lascostas de Gran Bretaña, pues losotros cinco hubieron de darse la

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vuelta por el mal tiempo en el propioGolfo de Vizcaya.

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* ¡Muy bien, Agustín, muy bien,sigue así, eres nuestro mejorartillero!

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* Esta bala de cañón puedetodavía hoy contemplarse en dichaiglesia de Santo Toribio, en el centroamurallado, en la plaza FernándezMadrid.

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* ¡Por favor, cállate!

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* Al final se incluye comoapéndice el texto íntegro de dichodiario

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* La primera de las voluntades deLezo no es posible a día de hoy sabersi se realizó.

En cuanto a la segunda, han debidotranscurrir 270 años justos para quese cumpliera, pues en septiembre de2011, en las murallas de la ciudad secolocó una placa cuyo tenor literal,redactado por don León Trujillo,director de la Academia de laHistoria de Cartagena, reza así:

ANTE ESTAS MURALLASFUERON HUMILLADASINGLATERRA Y SUS COLONIAS.

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Reza la última voluntad delTeniente General de la RealArmada don Blas de LezoOlavarrieta, fallecido el 7 deseptiembre de 1741 tras elasedio británico del 18 demarzo al 20 de mayo de 1741.

En el año del bicentenariode la independencia deCartagena de Indias, la«Heroica», en homenaje a 2.830soldados de España ymilicianos criollos, Compañíade Negros y Mulatos Libres,Indios, Infantes y Marineros,

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quienes con seis navíos y bajoel mando heroico de don Blasde Lezo, impidieron la toma dela ciudad por la armada inglesavenciendo y expulsando el 9 demayo de 1741 a la fuerza de23.600 hombres de guerra y 190navíos, comandados por losalmirantes E. Ver(n)on y C.Ogle, y el general T.Wentworth.

Colocada en esta plaza porvoluntarios colombianos yespañoles.

Cartagena, 7 de septiembre

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de 2011, en el 270 aniversariode don Blas de Lezo.