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187 El terrible duelo de Zuazua l general Cesáreo Castro, jefe de nuestra columna, ordenó el avance hacia la gran Hacienda de Corpus, donde se establece- ría su cuartel, en espera de ór- denes del general González, y como llevaba alrededor de mil hombres de caballería, mandó al célebre y nunca bien ponde- rado Anselmo Ruiz El Borrado por delante para preparar aloja- miento y sobre todo comesti- bles para la tropa. Este Borrado era un ranchero de Coahuila, leal y franco, que comandaba una docena de vaqueros, como él, a los que pomposamente llamaba “Cuerpo de Reateros”, del que se titulaba jefe, y a quienes estaba encomendada la tarea de lazar las reses que se necesitaban para alimento de las fuerzas y los potros brutos que se recogían para remudar caballos cansados. Por la tarde llegamos a la citada Hacienda de Corpus, don- de el administrador nos recibió muy bien, y don Cesáreo, que como ya he dicho era un jefe consciente y de muy buen criterio, Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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El terrible duelo de Zuazua

l general Cesáreo Castro, jefe de nuestra columna, ordenó el avance hacia la gran Hacienda de Corpus, donde se establece-ría su cuartel, en espera de ór-denes del general González, y como llevaba alrededor de mil hombres de caballería, mandó al célebre y nunca bien ponde-rado Anselmo Ruiz El Borrado por delante para preparar aloja-miento y sobre todo comesti-

bles para la tropa. Este Borrado era un ranchero de Coahuila, leal y franco, que comandaba una docena de vaqueros, como él, a los que pomposamente llamaba “Cuerpo de Reateros”, del que se titulaba jefe, y a quienes estaba encomendada la tarea de lazar las reses que se necesitaban para alimento de las fuerzas y los potros brutos que se recogían para remudar caballos cansados.

Por la tarde llegamos a la citada Hacienda de Corpus, don-de el administrador nos recibió muy bien, y don Cesáreo, que como ya he dicho era un jefe consciente y de muy buen criterio,

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accediendo a las indicaciones del propio administrador, mandó al jefe del Cuerpo de Reateros que se pusiera de acuerdo con él para el sacrificio de las reses que repartirían los empleados de la hacienda con el fin de que no hubiera desperdicios innecesarios.

En tal lugar permanecimos varios días, mientras el gene-ral Pablo González, jefe del Cuerpo del Ejército del Nordeste, proporcionaba a sus fuerzas el merecido descanso en Padilla, donde dispuso que el general Jesús Carranza marchara el 12 de noviembre rumbo a la ciudad de Matamoros, como jefe de Guarnición y del Sector, con amplias facultades para reorgani-zar las aduanas de aquel puerto y de Reynosa, con el fin de que con sus productos procediera inmediatamente a la compra de armas y municiones para las fuerzas del Nordeste. También lle-vó órdenes el general Carranza para que quedaran a su disposi-ción las tropas de la Brigada Blanco, que entregaría el teniente coronel Francisco J. Mújica, jefe de Estado Mayor del general Lucio Blanco, quien había sido llamado a Sonora por el Pri-mer Jefe don Venustiano Carranza y ordenando que el coronel Andrés Saucedo, La Muerte, marchara con su regimiento a controlar las poblaciones de Sabinas Hidalgo, Lampazos y Vi-llaldama, Nuevo León, procurando mantener incomunicado al enemigo entre Monterrey y Nuevo Laredo.

También dispuso el general en jefe que el jefe del Cuerpo Médico, coronel doctor Ricardo Suárez Gamboa se traslada-ra a Jiménez, Tamaulipas, estableciendo en aquel lugar tem-poralmente el Hospital de Sangre, para atender a los heridos que hubiere en las operaciones sobre Ciudad Victoria, después de hacerles las primeras curaciones en el campo del combate, para lo cual se organizaron las ambulancias con los elementos disponibles. En el Hospital de Jiménez quedaron los docto-res Suárez Gamboa y Gilberto de la Fuente y después llegó procedente de Matamoros el capitán Francisco Vela González, quien iba a incorporarse al general Villarreal, pero hubo de quedar como ayudante de estos médicos por el gran número de heridos que había que atender.

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Agustín Muñana, doctor Alfonso Priani y voluntarios de la Cruz Roja. SINAFO.

Estos médicos revolucionarios eran sencillamente heroicos, porque estaban expuestos a todos los peligros que los comba-tientes y si los aprisionaba el enemigo tenían asegurada la “col-gadura” o los cinco balazos de ordenanza; no percibían sueldo y trabajaban como negros, además de mezclarse entre las balas como cualquier hijo de vecino y en prueba de mi admiración y cariño hacia aquellos desinteresados y nobles compañeros, me propongo recoger material para escribir un episodio médico-rebelde dedicado a su actuación. Y en tanto que los comandos de los generales Antonio I. Villarreal, Francisco Murguía, Luis Caballero, Jesús Agustín Castro y el coronel Teodoro Elizondo descansaban en la histórica Padilla donde el pobre iluso don Agustín de Iturbide pagara con su vida el sueño de Imperio que para su desgracia quisiera revivir en esta Nueva España y ocupando también la Hacienda de Dolores, separada de Pa-dilla por el hermoso Río Purificación, en cuyas limpias aguas dejaron nuestros compañeros, ayudados por blancos panes de jabón y uno que otro estropajo, los residuos de polvo, sudor y otras cosas peores acumuladas por tantos días de campaña,

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nosotros también en Corpus obsequiábamos a las aguas puri-ficadoras lo que sobraba a nuestros cuerpos jóvenes y bullan-gueros. En pocas palabras, estos días fueron de esterilización general para todo el Cuerpo de Ejército del Nordeste, que bien lo necesitaba.

También comimos esta corta temporada por tres veces al día, como buenos burgueses, cosa que también nos hacía falta, puesto que por cerca de dos meses no lo habíamos hecho y ya nuestros estómagos iban perdiendo esta deliciosa costumbre.

La ilustre palomilla comenzaba a hacer de las suyas, por aquello de que “panza llena, corazón contento” y al efecto reci-bimos un parte de novedades verbal por uno de nuestros com-pañeros que vino a traer órdenes del Cuartel General y nos contó que en Jiménez, una bella noche, José E. Santos, David Berlanga, Benjamín Huesca, Carlos Prieto, Díaz Couder, Pérez Treviño y otros de los miembros activos de la agrupación habían organizado una hermosa serenata, con guitarras, mandolinas y otros instrumentos ruidosos como botellas llenas del famoso y exquisito mezcal de San Carlos, para ver “que parque reventa-ba” el general Luis Caballero, recién incorporado al Cuerpo de Ejército, y como este jefe era muy alegre, simpático y congenió con ellos inmediatamente, se dedicaron en su compañía a sere-natear a las bellas jimenenses. Pero sucedió que como a las doce de la noche, en plena serenata en la plaza, no dejaban dormir al general González, y éste se levantó para ir a callarlos, pues armaban el consabido escándalo de todos los diablos, y los de la palomilla, en cuanto uno de ellos se dio cuenta de la proximidad del general en jefe les dio el pitazo, corrieron como gamos aban-donando solo al general Caballero, a quien don Pablo encontró solo, mandándolo a dormir y como Caballero, aunque relativa-mente joven ya tenía el pelo cano, don Pablo, con su seriedad característica, dedicó este comentario:

—Miren que viejo volado, revolviéndose con los muchachos.Entretanto, nosotros no dormíamos en Corpus, donde

acaeció el terrible desafío de Zuazua. Este Fortunato Zuazua,

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entonces teniente coronel del Regimiento de Ricaut, era y si-gue siendo hoy que es general de Brigada, célebre por su valor sereno ante el peligro y sus dotes militares, pero más que todo por su laconismo desesperante, ya que es bien sabido por los que lo conocemos que si es capaz de derrochar hasta el último centavo, en cambio es tan avaro de sus palabras que yo creo que jamás ha usado más de trescientas distintas en toda su vida. Espejo de revolucionarios y “Gran Comendador de la Orden del Cristal Hueco”, o sea de la botella, a la que todos perte-necíamos en mayor o menor graduación, sin que esto quiera decir que éramos borrachitos de profesión, sino que jóvenes y revolucionarios en campaña, raro sería que no amenizáramos las tristezas, las penas y peligros con un traguito restaurador.

Y también era de los nuestros en todo y por todo aquel simpatiquísimo amigo, revolucionario hasta la médula, poeta y escritor que se llamó Arturo Lazo de la Vega, quien entonces ostentaba el grado de mayor y era jefe de Estado Mayor del ge-neral Cesáreo Castro, y entre ellos sucedió el “sucedimiento” que voy a relatar.

Quiero manifestar que los revolucionarios guardamos un gran cariño e inmensa gratitud hacia el pueblo tamaulipeco, porque cuando llegamos a su territorio se nos recibió en to-das partes con los brazos abiertos por todos. En Tamaulipas hasta en el más humilde jacal de las rancherías nos daban lo que tenían de su pobre comida; allí tuvimos alimentos, guías, atenciones y sobre todo, afecto, en aquellos días de prueba en que se nos llamaba en todos los tonos “bandoleros”, “latrofac-ciosos” y otras lindezas más, y se perseguía a muerte a todo el que nos ayudara o que siquiera se sospechase que simpatizaba con nuestra causa.

Pues bien, en Corpus se celebró un bailecito, en el que tomamos parte los jefes y oficiales de la columna, inclusi-ve El Viejito Castro, que era alegre como unas castañuelas y le encantaba lo que llamábamos “el melodioso guaracheo”. Naturalmente que hubo sus alipuses o bebestibles y como la

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seguimos hasta el amanecer, al ilustre Zuazua, silencioso y grave, se le “pasaron las cucharadas” y amaneció, cosa rarísima e inusitada en él, tremendamente locuaz y mitotero. Montó en un magnífico caballo que usaba, corrió en la placita de la hacienda, ejecutó maravillosos saltos de obstáculos y por fin, en una “rayada” que le dio al brioso penco, al sofrenarlo éste le pegó con la cabeza en la boca. Poco después se cansó y como no había dormido en toda la noche, se acostó y se quedó como un tronco hasta como a las cuatro de la tarde. Cuando se levantó tenía la boca hinchada, y sintiendo algo, fue a verse en el espe-jo, preguntándole al coronel Ricaut:

—¿Por qué tengo el pico hinchado?—¿Ya no te acuerdas? —le dijo el coronel— Te peleaste con

Lazo de la Vega y te pegó una trompada tremenda, por eso lo tienes así.

Quién sabe si Fortunato lo creería o quiso seguir la bro-ma, porque jamás en mi vida he vuelto a ver a Zuazua tan hablador ni de tan buen humor como ese día, pero dijo in-continenti, con una cara feroz y como si estuviera terrible-mente enojado:

—Vamos a ver a este desgraciado, aprovechado, para desa-fiarlo a muerte.

El general Castro, que estaba presente, se sonreía, y dijo: —No, hombre, no es para tanto, si es que tú te pusiste muy

necio y por eso te pegó.—No, señor, esto se lava con sangre; vamos a verlo. Y nos fuimos a buscar a Lazo de la Vega, a quien encon-

tramos jugando al dominó con Alejo González, El Conforme y otros. Inmediatamente se le apersonó Fortunato y le soltó:

—Conque tú te aprovechaste y me pegaste anoche, infeliz.Y Lazo, comprendiendo en seguida la broma, respondió

muy tranquilo: —Sí, porque te pusiste de fierro malo.—Bueno, pues vengo a desafiarte a muerte, pero luego lue-

go, con padrinos o con madrinas, a pie o a caballo.

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Don Cesáreo se tendía de risa, porque ya sabíamos que no de-jaríamos que corriera la sangre al río. Lazo decía tranquilamente:

—Bueno, güero, como tú digas, pero no es para tanto. —Cómo que no —tronaba Fortunato, a quien parecía que

le habían dado cuerda, pues hablaba aprisa y sin detenerse—, te parece poco haberme pegado a mí. Ahora verás cómo te como el hígado y con tu cabeza hago barbacoa para almorzar mañana.

—Bueno, bueno —decía Lazo— pero tú eres el ofendido, ¿cómo quieres que sea el duelo, a pie o a caballo; con qué ar-mas y a cuál distancia?

—Ahí —respondió Zuazua, con voz de trueno, que nunca le habíamos oído— esta noche, cuando esté oscuro; duelo a muerte; a pie, a mordidas y a cincuenta pasos de distancia cada uno, hasta que no sobre nada de uno de los dos.

Don Cesáreo fue el primero que soltó la carcajada y le hi-cimos coro, pues hasta entonces entendimos que Fortunato había comprendido y seguido la broma desde el primer mo-mento. Y este fue el famoso “duelo” a muerte del güero Zua-zua, espejo de revolucionarios y amigo entre los amigos.

El 14 de noviembre llegó el general González con el grue-so de sus fuerzas a la población de Güemes, a donde previa-mente habían sido citados todos los jefes de corporaciones, y consecuentes con la disposición fueron el general Castro y el coronel Ricaut a recibir órdenes el 15 por la mañana a dicha población, acompañándolos Lazo de la Vega, Alejo González, el que escribe y otros oficiales de sus estados mayores. En Güe-mes abrazamos a nuestros queridos compañeros de la palomi-lla y conocimos a los generales Caballero y J. Agustín Castro, en cuyas filas andaba un muchacho mayor, llamado Alfredo Terrazas, simpático y valiente, a quien tuvimos el dolor de per-der meses después en la toma de Tampico. También iba con el general J. A. Castro el valientísimo coronel Miguel Navarrete, muerto después, pero a quien apreciamos grandemente por su hombría y revolucionarismo a toda prueba.

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Después de acordar el plan de ataque a la plaza de Victoria, el general en jefe libró instrucciones a los jefes de las columnas, por escrito, señalándoles precisamente los lugares que debían ocupar el día 16 por la mañana, debiendo atacar a las cinco de la mañana por los lugares designados, y como sabíamos que había enemigo en la Estación de Santa Engracia, dispuso el general González que don Cesáreo atacara ese mismo día 15 a los huertistas para que su avance al día siguiente no se viera detenido.

Regresamos, pues, a Corpus e inmediatamente se tocó a botasilla, dirigiéndonos a Santa Engracia, donde comenzó Zuazua la refriega como a las doce del día, apoyándolo des-pués Alejo González y Jesús Novoa, quien ya venía con su corporación en nuestras columnas.

Como a las cuatro de la tarde, Alejo González logró flan-quear al enemigo y pocos momentos después caía Santa Engra-cia en nuestro poder, reconcentrándose los pelones a Ciudad Victoria o mejor dicho, al puente de Caballeros, donde refor-zaron la guarnición que había ya en aquel punto.

Después de destruir un pedazo de vía férrea adelante de Santa Engracia, seguimos hasta la Hacienda de la Diana, donde pernoctamos, un poco cansados, pero con nuestra tro-pa en magnífico estado de ánimo, ya que solamente triunfos habíamos obtenido y, además, habíamos recibido parque, con lo que quedábamos municionados a 150 cartuchos por plaza, lo que sucedía por primera vez durante toda nuestra lucha re-volucionaria, que hasta entonces se había caracterizado por la escasez de municiones de guerra.

Al mismo tiempo que esto sucedía, el general González había hecho llegar sus avanzadas hasta 12 kilómetros al norte y oriente de Ciudad Victoria. En Güemes sucedió algo curioso que tuve oportunidad de presenciar o más bien dicho, escu-char, durante nuestra estancia en aquel lugar el día anterior y que no quiero pasar por alto. La mañana del día 15 de noviem-bre, el general Pablo González habló por teléfono al Palacio

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de Gobierno en Victoria, pidiendo comunicarse con el general Rábago, gobernador y comandante militar. Hay que advertir que el general Rábago, cuando estuvimos luchando contra el orozquismo en Chihuahua, en enero de 1913, mandando los auxiliares de Coahuila el entonces teniente coronel de Irregu-lares Pablo González, nos trató sumamente mal, al grado de no proporcionarnos sino una jaula de ganado para conducir a don Pablo a Meoqui, a pesar de estar bastante enfermo; y cada vez que se refería a él, decía:

—Ese mentado teniente coronel González.Así es que cuando contestó Rábago diciendo: —¿Quién habla?Respondió el general en jefe: —Habla el mentado teniente coronel Pablo González, mi

general, ¿ya no se acuerda de mí?—Sí me acuerdo, y ahora ¿qué le duele? —A mí no me duele nada, pero a usted sí le va a doler ma-

ñana, porque muy temprano lo voy a visitar y espero derrotarlo y hacerlo prisionero.

Y sin esperar respuesta, colgó el audífono don Pablo, man-dando inmediatamente que se cortara la comunicación telefó-nica a Victoria.

Previamente se había dispuesto que una fracción de las fuerzas de Caballero se situara entre las estaciones de Oso-rio y González, interrumpiendo la comunicación ferrocarrilera y telegráfica con Tampico, y que también se incomunicara a Xicoténcatl, lo que fue obedecido, terminando así los prepa-rativos para el ataque próximo sobre la capital del estado de Tamaulipas.

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