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FEDOR DOSTOIEVSKI Un episodio vergonzoso Este episodio vergonzoso ocurrió justamente en la época en que, con ímpetu tan conmovedor como ingenuo y con brío irresistible, comenzó la regeneración de nuestra amada patria y la marcha afanosa de todos sus heroicos hijos hacia nuevos destinos y esperanzas. Fue entonces, en una clara y gélida noche de invierno, al filo de las doce, cuando encontramos a tres hombres sumamente respetables sentados en una habitación confortable y elegantemente amueblada de una hermosa casa de dos pisos en la banda de Petersburgo y enzarzados en una importante y elevada conversación sobre un tema harto curioso. Los tres llevaban el uniforme correspondiente en la administración pública al grado de general en el ejército. Estaban sentados en torno de una mesita, cada uno de ellos en un excelente y blando sillón, y durante la conversación tomaban con sosegado deleite algún trago de champaña. La botella estaba allí mismo, en la mesita, en una vasija de plata llena de hielo. Lo que ocurría era que el anfitrión, el Consejero Privado Stepan Nikiforovich Nikiforov, viejo solterón de sesenta y cinco años, celebraba su mudanza a una casa recién comprada y, por cierto, también su cumpleaños, que caía precisamente en ese mismo día y que hasta entonces nunca había festejado. Pero el de esa noche no era un convite del otro jueves. Como ya hemos visto, no había más que dos invitados, ambos antiguos compañeros de servicio del señor Nikiforov y ambos antiguos subordinados suyos, a saber: el Consejero de Estado en activo Semion Ivanovich Shipulenko y el también Consejero de Estado en activo Ivan Ilich Pralinski. Habían llegado alrededor de las nueve, habían tomado el té y habían pasado después al vino, sabiendo que a las once y media en punto debían largarse a casa. El anfitrión había sido toda su vida un apasionado de la regularidad. Dos palabras acerca de él: había iniciado su carrera como pobre funcionario de

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FEDOR DOSTOIEVSKI

Un episodio vergonzoso Este episodio vergonzoso ocurrió justamente en la época en que, con ímpetu tan conmovedor como ingenuo y con brío irresistible, comenzó la regeneración de nuestra amada patria y la marcha afanosa de todos sus heroicos hijos hacia nuevos destinos y esperanzas. Fue entonces, en una clara y gélida noche de invierno, al filo de las doce, cuando encontramos a tres hombres sumamente respetables sentados en una habitación confortable y elegantemente amueblada de una hermosa casa de dos pisos en la banda de Petersburgo y enzarzados en una importante y elevada conversación sobre un tema harto curioso. Los tres llevaban el uniforme correspondiente en la administración pública al grado de general en el ejército. Estaban sentados en torno de una mesita, cada uno de ellos en un excelente y blando sillón, y durante la conversación tomaban con sosegado deleite algún trago de champaña. La botella estaba allí mismo, en la mesita, en una vasija de plata llena de hielo. Lo que ocurría era que el anfitrión, el Consejero Privado Stepan Nikiforovich Nikiforov, viejo solterón de sesenta y cinco años, celebraba su mudanza a una casa recién comprada y, por cierto, también su cumpleaños, que caía precisamente en ese mismo día y que hasta entonces nunca había festejado. Pero el de esa noche no era un convite del otro jueves. Como ya hemos visto, no había más que dos invitados, ambos antiguos compañeros de servicio del señor Nikiforov y ambos antiguos subordinados suyos, a saber: el Consejero de Estado en activo Semion Ivanovich Shipulenko y el también Consejero de Estado en activo Ivan Ilich Pralinski. Habían llegado alrededor de las nueve, habían tomado el té y habían pasado después al vino, sabiendo que a las once y media en punto debían largarse a casa. El anfitrión había sido toda su vida un apasionado de la regularidad. Dos palabras acerca de él: había iniciado su carrera como pobre funcionario de

baja categoría; había ido tirando durante cuarenta y cinco años y sabía muy bien hasta qué punto debía esforzarse. No podía aguantar la idea de arrancar estrellas al cielo, aunque ya ostentaba dos en su uniforme, y le desagradaba sobre todo expresar una opinión personal, cualquiera que fuese el motivo. Era honrado, es decir, que no se había visto en el trance de hacer nada concretamente deshonroso. Era soltero porque era egoísta. No tenía pelo de tonto, pero le fastidiaba poner de manifiesto su inteligencia. Sentía especial aversión al desorden y el entusiasmo, que consideraba como inmundicia moral, y en el ocaso de sus años se había sumido por completo en una existencia muelle y perezosa y en una soledad sistemática. Aunque a veces visitaba a sus superiores jerárquicos, no había consentido desde sus años mozos recibir visitantes en su propia casa, y últimamente, si no mataba el tiempo haciendo solitarios, se contentaba con la compañía de su reloj de comedor, escuchando impasible, medio dormido en un sillón, el tictac del instrumento colocado bajo una campana de cristal en la repisa de la chimenea. Era hombre de aspecto muy decoroso. Con su rostro rasurado parecía más joven de lo que era, se cuidaba con esmero, prometía vivir aún largo tiempo y se comportaba como el más cumplido caballero. Su cargo era bastante cómodo: formaba parte de cierta comisión y firmaba papeles; en suma, era considerado como excelente persona. No tenía más que una pasión o, mejor dicho, un ferviente anhelo: ser dueño de su propia casa, y de una casa edificada como residencia de un caballero y no como mera inversión de capital. Su deseo acabó por cumplirse. Anduvo buscando y adquirió una casa en la banda de Petersburgo, bastante alejada por cierto, pero casa con jardín y elegante por añadidura. El flamante propietario estimaba que la distancia era una ventaja. No gustaba de recibir visitas, y para hacer las suyas o ir a trabajar contaba con un lindo carruaje de dos plazas, color de chocolate, con un cochero, Mihei, y con dos caballos pequeños, pero vigorosos y de buena pinta. Todo ello había sido

adquirido laboriosamente en cuarenta años de escrupulosa economía, por lo que su corazón rebosaba de gozo al contemplarlo. He ahí por qué, una vez comprada la casa y mudádose a ella, Stepan Nikiforovich sentía tal contento y calma espiritual que hasta tuvo invitados el día de su cumpleaños, aniversario que hasta entonces había ocultado celosamente de sus amigos más íntimos. Con respecto a uno de ellos abrigaba especial intención. En la casa recién adquirida se había reservado el piso superior, y para el inferior, idéntico al suyo, precisaba un inquilino. Stepan Nikiforovich pensaba en Semion Ivanovich Shipulenko y dos veces durante la reunión había hecho recaer la conversación sobre el asunto, pero Semion Ivanovich había dado la callada por respuesta. Era éste un individuo que también se había abierto camino penosa y lentamente. Tenía el pelo y las patillas negros y el rostro de matiz un tanto bilioso. Estaba casado, apegado desabridamente a la vida hogareña, en la que mandaba tiránicamente. Sabía también hasta dónde podía llegar en el escalafón, mejor dicho, hasta dónde no llegaría nunca; tenía un buen cargo y lo ocupaba con mucha firmeza. Miraba el nuevo orden de cosas con cierto rencor, pero sin mayor alarma: estaba muy seguro de sí mismo y escuchaba con una punta de desdén malicioso la perorata de Ivan Ilich Pralinski sobre cuestiones del día. A decir verdad, todos habían bebido algo más de la cuenta, hasta el punto de que el propio Stepan Nikiforovich se mostró condescendiente con el señor Pralinski y entabló con él una ligera discusión sobre las nuevas ideas. Pero digamos unas palabras acerca de Su Excelencia el señor Pralinski y con razón, puesto que él es el principal protagonista de este relato. Hacía sólo cuatro meses que el Consejero de Estado en activo Ivan Ilich Pralinski era llamado Excelencia, lo que quiere decir que, joven aún, había alcanzado el grado civil correspondiente al generalato. Aunque joven por los años —sólo cuarenta y tres de ellos—, parecía, y le gustaba parecer, aún más joven por su aspecto. Era

guapo, de elevada estatura, presumía de vestir bien y de la sobria elegancia de su atuendo, hacía ver habilidosamente la importante condecoración que llevaba al cuello, supo adquirir desde la niñez algunos hábitos del gran mundo y, siendo soltero, soñaba con una esposa rica e incluso de la alta sociedad. Soñaba también con otras muchas cosas, aunque no tenía nada de lerdo. De vez en cuando hablaba por los codos y adoptaba de buen grado posturas parlamentarias. Procedía de una familia de campanillas, era hijo de general y niño mimado; en su tierna infancia andaba vestido de terciopelo y batista. Había asistido a un colegio aristocrático y, aunque no salió de él con muchos conocimientos, había cumplido bien los menesteres de su cargo y ascendido al generalato. Sus jefes le tenían por listo y hasta cifraban esperanzas en él. Stepan Nikiforovich, bajo quien había comenzado y continuado su carrera casi hasta el mismo generalato, nunca le consideró hombre práctico y jamás cifró en él esperanza alguna; pero le agradaba que fuera de buena familia, que contara con medios económicos, a saber, una casa grande que le producía buenos ingresos y para la que tenía un administrador; que estuviera emparentado con gente importante y, sobre todo, que tuviera «presencia». En su fuero interno, Stepan Nikiforovich le acusaba de exceso de imaginación y frivolidad. El propio Ivan Ilich a veces se consideraba a sí mismo vanidoso y hasta quisquilloso en demasía. Cosa rara: de vez en cuando sufría ataques de escrupulosidad morbosa y de algo así como arrepentimiento. Con amargura y secreta congoja se decía que, bien mirado, no había subido tanto como pensaba. En tales momentos llegaba hasta el desaliento —sobre todo cuando se le recrudecían los hemorroides de que padecía—, decía de su vida que era une existence manquée, perdía la fe, por supuesto sólo para sus adentros, perdía incluso sus aptitudes parlamentarias, se tildaba a sí mismo de palabrero y fraseólogo y aunque todo esto, ni que decir tiene, redundaba en honor suyo, no le impedía levantar de nuevo la cabeza media hora después, y envalentonarse y

persuadirse con mayor energía y arrogancia de que todavía lograría descollar y llegaría a ser no sólo alto funcionario sino estadista, a quien Rusia recordaría largo tiempo. Llegaba hasta pensar aveces en los monumentos que se alzarían en honor suyo. De esto se puede colegir que Ivan Ilich apuntaba alto, aunque encerraba sus vagos sueños y esperanzas en el fondo de su alma y no sin algún temor. Total, que era buena persona y hasta poeta de espíritu. En los últimos años las rachas morbosas de desilusión le invadían más a menudo. Se había vuelto atrabiliario, receloso, dispuesto a considerar vejatoria cualquier objeción que se le hiciese. La regeneración de Rusia, sin embargo, despertó en él nuevas esperanzas. El generalato les dio cima. Cobró ánimos, levantó cabeza. De pronto empezó a hablar mucho y bien, a hablar de los temas más de moda, que hizo apasionadamente suyos con rapidez inesperada. Buscaba coyunturas para hablar, iba y venía por la ciudad y en muchos sitios llegó a cobrar fama de liberal impenitente, lo que halagaba su amor propio. En la velada a que nos venimos refiriendo, después de apurar la cuarta copa se despachó a sus anchas. Quería hacer cambiar radicalmente de opinión a Stepan Nikiforovich, a quien no había visto en bastante tiempo y a quien hasta entonces había estimado siempre y aun prestado atención. Por algún motivo le consideraba reaccionario y esa noche cayó sobre él con ardor insólito. Stepan Nikiforovich apenas le contradijo y se limitó a escucharle con cautela, aunque el tema le interesaba. Ivan Ilich se fue enardeciendo, y en el calor de la disputa imaginaria levantó el codo más de lo conveniente. Stepan Nikiforovich tomaba la botella y al momento le llenaba la copa, lo que por alguna razón Ivan Ilich empezó a considerar como un insulto, tanto más cuanto que Semion Ivanovich Shipulenko, a quien despreciaba a la vez que temía por su cinismo y malicia, mantenía un astuto silencio, allí junto a él, y sonreía más de lo conveniente. «Se diría que me toman por un chaval» —fue el pensamiento que cruzó por el cerebro de Ivan Ilich.

—No, señor, ya era hora, hace tiempo que ya era hora —prosiguió exaltado—. Se han retrasado mucho y, en mi opinión, el humanitarismo es lo primero, el humanitarismo para con los subordinados, el recordar que también son seres humanos. El humanitarismo lo salvará todo y sacará todo adelante... —Je, je, je —se oyó del lado donde estaba Semion Ivanovich. —¿Pero por qué nos está usted reconviniendo? —objetó por fin Stepan Nikiforovich con amable sonrisa. —Confieso, Ivan Ilich, que todavía no acierto a comprender lo que nos está usted explicando. Usted encomia el humanitarismo. Eso significa amor al prójimo, ¿verdad? —Sí, quizá, si quiere llamarlo amor al prójimo. Yo... —Permítame. Por lo que colijo, no se trata sólo de eso. El amor al prójimo ha sido necesario siempre. La reforma no se limita a eso. Han surgido problemas con respecto al campesinado, a la magistratura, a la propiedad agrícola, a los arrendamientos, a la moral, a.. a... en fin, un sinfín de problemas, y todo eso junto y planteado a la vez puede dar lugar a grandes, por así decirlo, trastornos. He aquí en lo que andamos retrasados, y no sólo en el humanitarismo... —Sí, señor, el asunto tiene más miga de lo que parece —observó Semion Ivanovich. —Bien lo entiendo; y permítame advertirle, Semion Ivanovich, que de ningún modo me resigno a ir a la zaga de usted en lo de comprender la profundidad del asunto —dijo Ivan Ilich con excesiva mordacidad—. Y en cuanto a usted, Stepan Nikiforovich, me permito decirle que tampoco me ha entendido... —En efecto, no le he entendido. —No obstante, sostengo y sostendré siempre laidea de que el humanitarismo, y más precisamente el humanitarismo para con los subordinados, desde el oficial de negociado hasta el escribiente, desde el escribiente hasta el criado, desde el criado hasta el campesino—, el humanitarismo, digo, puede servir, por así decirlo, de piedra angular para las reformas y, en

general, para la renovación de las cosas. ¿Por qué? Pues verá por qué. Tome el silogismo: soy humanitario, por consiguiente me estiman; me estiman, por consiguiente confían en mí; confían en mí, por consiguiente creen en mí, creen en mí; por consiguiente me estiman... mejor dicho, no, quiero decir que si creen en mí creerán en la reforma, comprenderán, por así decirlo, el meollo mismo del asunto, se abrazarán moralmente, por así decirlo, y lo resolverán todo fundamental y amigablemente. ¿Por qué se ríe, Semion Ivanovich? ¿Es que no lo entiende? Stepan Nikiforovich alzó las cejas sin decir palabra; estaba atónito. —Me parece que he trincado algo más de lo debido —dijo Semion Ivanovich con malicia—, y por eso no veo muy claras las cosas. Algo de ofuscación en la cabeza. Ivan Ilich dio un respingo. —No estaremos a la altura de las circunstancias —agregó de pronto Stepan Nikiforovich después de una breve reflexión. —¿Qué es eso de que no estaremos a la altura? —preguntó Ivan Ilich, asombrado de la repentina y brusca observación de Stepan Nikiforovich. —Pues eso, que no estaremos—. Bien se veía que Stepan Nikiforovich no quería ser más explícito. —¿Está usted pensando quizá en eso de «vino nuevo en odres viejos»? —inquirió Ivan Ilich con cierta ironía. —Pues no, señor. Yo respondo de mí mismo. En ese instante dieron las once y media en el reloj. —Y aquí seguimos sentados como viejos al sol —dijo Semion Ivanovich apresurándose a levantarse de su asiento. Pero Ivan Ilich le tomó la delantera, se incorporó y tomó sugorro de piel de marta que estaba en la repisa de la chimenea. Parecía ofendido. —¿De modo que pensará usted en ello, Semion Ivanovich? —preguntó Stepan Nikiforovich acompañando a sus invitados. —¿En lo del piso? Lo pensaré, lo pensaré. —Y dígame lo que decida cuanto antes.

—¿Todavía hablando de negocios? —comentó el señor Pralinski con cierto tono de adulación y jugando con el gorro. Le parecía que se olvidaban de él. Stepan Nikiforovich arqueó las cejas y guardó silencio en señal de que no detendría a sus visitantes. Semion Ivanovich se despidió con prisa. «Bueno... allá vosotros... si no sabéis lo que es la simple cortesía» —dijo para sí el señor Pralinski; y con estudiada soltura alargó la mano a Stepan Nikiforovich. En el vestíbulo Ivan Ilich se arropó en su ligero y costoso gabán de pieles, tratando de no fijarse en el de castor raído de Semion Ivanovich, y ambos bajaron juntos la escalera. —Se diría que nuestro viejo estaba ofendido —insinuó Ivan Ilich al silencioso Semion Ivanovich. —No. ¿Por qué habría de estarlo? —respondió éste con tranquila frialdad. —¡Servilón! —pensó Ivan Ilich para sus adentros. Cuando bajaron del porche se acercó el trineo de Semion Ivanovich con su jamelgo gris. —¡Demonio! ¿Dónde habrá dejado Trifon mi coche? —gritó Ivan Ilich al no ver su vehículo. Buscó por todos lados; el coche no aparecía. El criado de Stepan Nikiforovich no tenía idea de dónde podría estar. Preguntaron a Varlam, el cochero de Semion Ivanovich, y la respuesta fue que Trifon había estado allí todo ese tiempo, juntamente con el coche, pero que ahora no estaban ni el uno ni el otro. —¡Vergonzoso! —exclamó el señor Shipulenko— ¿Quiere que le lleve? —¡Qué sinvergüenza! —gritó rabioso el señor Pralinski—. El canalla me pidió permiso para ir a una boda, aquí en la banda de Petersburgo; una madrina suya, a lo que parece, que se iba a casar ¡mal rayo la parta! Le prohibí rotundamente que se largara. ¡Apuesto a que ha ido allá! —En efecto, señor, ha ido allá; pero prometió estar de vuelta en un tris, es decir, estar de vuelta a tiempo.

—¡Con que sí! ¡Ya me lo suponía! ¡Cuando le eche mano...! —Lo mejor será que le sienten la mano un par de veces en la comisaría del distrito; así aprenderá a obedecer órdenes —dijo Semion Ivanovich envolviéndose en la manta del trineo. —¡Por favor, no se preocupe, Semion Ivanovich! —¿Con que no quiere que le lleve? —No, merci, buen viaje. Semion Ivanovich partió e Ivan Ilich, en estado de aguda irritación, tomó a pie por la acera de madera.

* * * —¡Ya verás la que te espera, bribón! ¡Iré a pie de propósito para que te avergüences, para que te asustes! Cuando vuelvas te enterarás de que el señor ha ido a pie... ¡canalla! Nunca antes había apostrofado Ivan Ilich a nadie de esa manera, pero ahora reventaba de rabia y, como si ello no bastara, le zumbaba la cabeza. No era bebedor, por lo que las cinco o seis copas de champaña le habían producido inmediato efecto. La noche era, sin embargo, espléndida. Estaba helando, pero la calma era insólita y no corría viento. El cielo estaba raso y estrellado. La luna llena bañaba la tierra en un pálido fulgor argénteo. Todo era tan bello que al cabo de cincuenta pasos Ivan Ilich casi olvidó su desazón. Todo empezó a parecerle agradable, amén de que las impresiones de los que han bebido demasiado cambian rápidamente. Empezaron incluso a gustarle las feas casuchas de madera de la desierta calle. —Bien mirado, esto de ir a pie es muy agradable —iba pensando—. Es una lección para Trifon y una satisfacción para mí. De veras que hace falta ir a pie más a menudo. ¿Qué? En el Bolshoi Prospekt encontraré en seguida un coche de punto. ¡Soberbia noche! ¡Qué casucas tan raras hay por aquí! Es donde de seguro vive la gente menuda, oficiales de baja categoría..., tenderos quizá... ¡Este Stepan Nikiforovich! ¡Pero qué

retrógrados son todos, viejos pazguatos! ¡Eso, pazguatos, c'est le mot! Pero visto de otro modo es hombre inteligente; tiene eso que se llama bon sens, una comprensión sobria y práctica de las cosas. ¡Pero, con todo, son viejos, viejos! Carecen de... ¿cómo llamarlo? Sí, les falta algo... ¡No estaremos a la altura de las circunstancias! ¿Qué habrá querido decir con eso? Estaba hasta pensativo cuando lo dijo. Pero nada, que no me entendió. ¿Y cómo es que no me entendió? Más difícil es no entender que entender. Lo que importa es que yo estoy convencido, convencido hasta el tuétano. Humanitarismo... amor al prójimo. Devolver al hombre su humanidad... fomentar su propia dignidad y entonces... cuando el material está a punto, manos a la obra. ¡La cosa parece clara, sí, señor! Permítame, Excelencia; considere este silogismo: tropezamos, pongamos por caso con un funcionario, un funcionario pobre y agobiado. «Vamos a ver... ¿quién eres?» Respuesta: «Un funcionario». Bien, funcionario; sigamos: «¿Qué clase de funcionario?» Respuesta: «De tal o tal clase». «¿Trabajas?» «Trabajo». «¿Quieres ser feliz?» «Quiero». «¿Qué necesitas para serlo?» Tal o cual cosa. «¿Por qué?». Porque... Y ese hombre me entiende en dos palabras: ese hombre es mío, le tengo cogido en mi red, por así decirlo, y hago con él lo que me viene en gana, por supuesto en provecho suyo. ¡Tipo insoportable ese Semion Ivanovich! y qué jeta tan fea que tiene!... ¡Que le sienten la mano en la comisaría...!, lo dijo adrede. No. Te equivocas. Siéntale tú mismo la mano, porque yo no se la siento a nadie. Yo a Trifon lo hago andar derecho con una palabra, con una reprimenda que le saque los colores. En lo de recurrir al látigo, hum... es cosa aún no resuelta, hum... ¿Y si fuera a ver a Emerance? ¡Malditas sean estas pasarelas! —exclamó al tropezar en algo. —¡Y ésta es la capital! ¡Y a esto llaman civilización! Se rompe uno una pierna. Hum. ¡Cómo aborrezco a ese Semion Ivanovich! ¡Qué jeta tan fea! Y se reía de mí con esa risilla suya cuando dije que se abrazarían moralmente. Bueno, y si se abrazan ¿a ti

qué? Lo que es a ti yo no te abrazo: mejor abrazar a un campesino... Si tropiezo con un campesino hablaré con él. Pero yo estaba bebido y quizá no me expliqué bien. Quizá tampoco me explico bien ahora... Hum. Nunca más beberé. Habla uno por los codos una noche y se arrepiente al día siguiente. ¿Pero voy andando sin hacer eses?... ¡En fin, todos son unos bribones!» De esta manera abrupta e inconexa iba reflexionando Ivan Ilich cuando caminaba por la acera. El aire fresco hizo efecto en él; le despabiló, por así decirlo. Cinco minutos después se hubiera tranquilizado y hubiera querido dormir; pero inesperadamente, casi a dos pasos del Bolshoi Prospekt, oyó música. Miró en torno suyo. En la acera opuesta, en una casa de un piso larga y destartalada se celebraba una fiesta; chirriaban los violines, zumbaba un contrabajo y silbaba una flauta ejecutando alegremente un aire de cuadrilla. Había gente al pie de las ventanas, en su mayoría mujeres arropadas en abrigos afelpados y con pañuelos a la cabeza, que se estiraban todo lo posible para atisbar algo por las rendijas de las contraventanas. Era evidente que allí dentro lo estaban pasando bien. El ruido de los taconazos de los bailarines llegaba hasta el lado opuesto de la calle. Ivan Ilich avistó no lejos de donde estaba a un guardia municipal y se acercó a él. —¿De quién es esa casa, amigo? —preguntó, entreabriendo su costoso gabán lo bastante para que el guardia viera la importante condecoración que llevaba al cuello. —De Pseldonimov, oficial de secretaría, escribiente —respondió el guardia enderezándose al vislumbrar la medalla. —¿Pseldonimov? ¡No me digas! ¿Pseldonimov? ¿Pero es que se casa? —Se casa con la hija de un consejero titular, Mlekopitayev; consejero titular... trabajaba en el municipio. Esta casa es parte de la dote de la novia. —¿Con que esta casa es ahora de Pseldonimov y no de Mlekopitayev?

—De Pseldonimov, Señoría. Antes era de Mlekopitayev, pero ahora es de Pseldonimov. —Hum. Te lo pregunto, amigo, porque soy su jefe. Soy el general a cargo del negociado en que trabaja Pseldonimov. —Comprendo, Excelencia—. El guardia se enderezó por fin cuanto pudo e Ivan Ilich pareció ensimismarse. Sí, efectivamente, Pseldonimov era de su departamento, de su mismísimo negociado. Se acordó de él. Era un empleado de humilde categoría, con un sueldo de unos diez rublos al mes. Como hacía poco que el señor Pralinski se había encargado de su negociado, nada tenía de particular que no recordara en detalle a todos sus subalternos, pero sí recordaba a Pseldonimov, precisamente por su apellido. Le saltó a la vista desde el primer momento y sintió desde entonces curiosidad por examinar más de cerca al dueño de tan singular apellido. Ahora recordaba a un hombre todavía joven, de nariz larga y encorvada, mechones de pelo blanquecino, anémico y mal alimentado, con un uniforme imposible y ropa blanca imposible también, mejor dicho, indecente. Recordaba que había pensado entonces dar al pobre diablo una gratificación de diez rublos con motivo de las fiestas de Año Nuevo. Pero como el pobre diablo tenía una cara harto santurrona y un aspecto tan antipático que hasta causaba repugnancia, ese buen pensamiento se evaporó y Pseldonimov se quedó sin gratificación. Este mismo Pseldonimov le dejó aún más pasmado cuando una semana antes fue a pedirle permiso para casarse. Ivan Ilich recordaba que, por algún motivo, no había tenido tiempo de ocuparse detenidamente del asunto de la boda, que fue resuelto a la ligera, de prisa y corriendo. Pero en todo caso recordaba con exactitud que Pseldonimov recibía junto con la novia una casa de madera y 400 rublos limpios de polvo y paja, circunstancia que le produjo asombro cuando supo de ella. Recordaba que se había permitido algún chiste frivolo acerca de la conjunción de los apellidos Pseldonimov y Mlekopitayev. Todo ello lo recordaba punto por punto.

A medida que iba haciendo memoria se iba ensimismando más. Es notorio que a veces cruzan fugaces por nuestra mente rachas enteras de pensamientos en forma de sensaciones, intraducibies al lenguaje humano y mucho más al literario. Nosotros, sin embargo, intentaremos traducir estas sensaciones, mejor dicho, lo que tienen de esencial y verosímil. Porque al ser traducidas al lenguaje corriente, muchas de nuestras sensaciones resultan absolutamente inverosímiles. He aquí por qué nunca salen a la luz, aunque las tiene todo el mundo. No es menester subrayar que los pensamientos y sensaciones de Ivan Ilich eran un tanto inconexos. Pero ya saben ustedes el motivo. «Bueno. ¿Por qué se nos pasa a todos el tiempo hablando —pensaba— y cuando llega la hora de obrar todo queda en agua de borrajas? Aquí tenemos un ejemplo, el de este Pseldonimov. Acaba de volver de su boda todo agitado y rebosante de esperanza, contando con disfrutar de... Este es uno de los días más felices de su vida... modesta, humilde, pero alegre y sincera... Pues bien, ¡si supiera que en este mismo momento yo, yo, su jefe, su jefe principal, estoy aquí frente a su casa escuchando su música! Vamos a ver, ¿qué haría? Mejor aún, ¿qué haría si a mí de pronto me diera por entrar en su casa? Hum. Por supuesto, empezaría por asustarse, quedaría mudo de confusión. Yo sería un estorbo para él, lo echaría todo a perder... Sí, así sucedería si el que entrara fuera cualquier otro general, pero no yo... Ahí está la cosa, si fuera cualquier otro, pero no yo... ¡Sí, Stepan Nikiforovich! usted no me entendió hace un rato, pero aquí tiene un ejemplo capital. Sí, señor. Todos hablamos de magnanimidad, pero no somos capaces de un acto de heroísmo... ¿Qué clase de heroísmo? Pues el siguiente: dadas las relaciones que los miembros de la sociedad mantienen ahora entre sí, el meterme yo, yo, a la una de la madrugada en la fiesta de boda de un subalterno mío, un escribiente de diez rublos de sueldo mensuales, sería causa de confusión, produciría un torbellino de ideas, sería algo así como el último día de Pompeya ¡el caos! Nadie lo entendería. Stepan

Nikiforovich llegaría al día de su muerte sin entenderlo. Porque así lo dijo: «no estaremos a la altura de las circunstancias»... Sí, pero esos son ustedes, los viejos, la gente anquilosada y rutinaria, porque yo sé que sí lo estoy. Yo transformaré el último día de Pompeya en el día más venturoso de mi subalterno, y una hazaña insólita en algo corriente, patriarcal, elevado y edificante. ¿Cómo? Pues vea usted. Escuche, por favor... Bueno... pongamos que entro. Se quedan pasmados, dejan de bailar, se cohiben, se echan atrás. Sí, señor, pero en ese momento les muestro la clase de hombre que soy: me voy derecho a Pseldominov, que estará asustado, y con la sonrisa más cautivante y las palabras más sencillas le digo: «Pues nada, que he estado de visita en casa de Su Excelencia Stepan Nikiforovich. Supongo que le conoces, porque vive aquí cerca...» Luego, en tono festivo le cuento lo sucedido con Trifon. De Trifon paso a explicarle por qué voy a pie... «Pues que oigo música, pregunto a un guardia y me entero, amigo, de que te has casado, y digo: voy a entrar a saludar a mi subalterno y ver cómo se divierten y... se casan mis empleados. ¡Supongo que no me echarás a la calle!» ¡Echar a la calle! ¡Qué frasecita en boca de un subalterno! ¡Vamos, hombre, echarme a mí! ¡Lo más probable es que Pseldonimov pierda la chaveta, que corra a ofrecerme un sillón, que tiemble de gozo, sin dar pie con bola al principio...! ¿Cabe pensar en algo más sencillo y correcto que un proceder como ése? ¿Por qué entré? Ah, esa es ya otra cuestión. Ese es el lado moral del caso, por así decirlo. ¡Ahí está el quid del asunto! Hum... ¿A ver? ¿En qué estaba pensando? ¡Ah, sí! Por supuesto que me sentarán junto al invitado más importante, que será un consejero titular o algún pariente, un capitán de reserva con la nariz colorada... ¡De qué mano maestra pintó Gogol a semejantes tipos! Me presentarán, naturalmente, a la novia, le haré un cumplido, animaré a los invitados. Les rogaré que no se azaren, que se diviertan, que

sigan bailando, diré alguna agudeza, me reiré; en suma, estaré amable y simpático. Yo soy siempre amable y simpático cuando estoy satisfecho de mi mismo... Hum... la verdad es que todavía, al parecer, estoy algo... no precisamente bebido, pero... Ni que decir tiene que, como caballero que soy, les trataré de igual a igual, de ningún modo exigiré atención especial... Pero desde el punto de vista moral hay otra cuestión: comprenderán y me apreciarán como es debido... Mi proceder despertará en ellos el sentido de la dignidad... Me quedaré media hora... quizá una hora entera. Me marcharé por supuesto antes de la cena y ellos se desvivirán, trajinarán en la cocina, me pedirán encarecidamente que me quede, pero yo me limitaré a beber una copa a su salud y declinaré la invitación a cenar. Pretextaré que tengo asuntos a que atender. Y apenas pronuncie la palabra «asuntos» se les pondrá a todos, respetuosamente, la cara larga. De este modo les recordaré con tacto quiénes son ellos y quién soy yo, cuál es la diferencia. Como del cielo a la tierra. No es que yo quiera llamarles la atención sobre ello, pero es necesario... hasta indispensable desde el punto de vista moral, dígase lo que se diga. Pero sonreiré seguidamente, me reiré incluso, con lo cual se animarán... Bromearé una vez más con la novia, hum... más aún, le diré que a los nueve meses justos volveré como padrino, ¡je, je! Y ella probablemente dará a luz por entonces, porque esas gentes se multiplican como conejos. Todos soltarán el trapo a reír y la novia se pondrá como la grana. Le daré un beso afectuoso en la frente, incluso le echaré la bendición... y al día siguiente vuelvo a ser severo, al día siguiente vuelvo a ser exigente, incluso insensible, pero ya todos sabrán qué clase de hombre soy. Conocerán mi espíritu, mi verdadera índole: «Como jefe es severo, pero como hombre es un ángel». Y ganaré la partida: los habré atrapado con sólo un pequeño gesto que a ustedes, señores, no se les ocurriría siquiera. Son míos; yo soy su padre y ellos son mis hijos... Bueno, Stepan

Nikiforovich, Excelencia, a ver si puede usted hacer lo mismo... ¿Sabe usted, comprende usted, que Pseldonimov contará a sus hijos cómo el general mismo estuvo comiendo y hasta bebiendo en su boda? Y esos hijos se lo contarán a los suyos, y éstos contarán a sus nietos como recuerdo sagrado que un alto funcionario, un estadista (pues para entonces ya lo seré), les hizo el honor de... etc., etc. Porque levantaré moralmente al humillado, le devolveré a sí mismo... ¡Pensar que tiene diez rublos mensuales de sueldo! Si repitiera esto cinco veces, o diez, o hiciera algo por el estilo, llegaría a ser universalmente popular... Quedaría impreso en el corazón de todos, y ¡quién sabe lo que de ello podría resultar, a lo que podría llevar la popularidad...!» Así, poco más o menos, iba pensando Ivan Ilich (¿y qué no se dirá a veces un hombre a sí mismo, señores, sobre todo cuando se halla en estado algo insólito?). Todas estas reflexiones le cruzaron por la mente en cosa de un minuto. Cierto es que hubiera podido contentarse con tales reflexiones, sacarle mentalmente los colores a Stepan Nikiforovich, irse tranquilamente a casa y acostarse. ¡Y cuánto mejor hubiera sido! Pero, por desgracia, ese minuto también fue insólito. De repente, y como de propósito, se dibujaron en su exaltada fantasía los rostros satisfechos de Stepan Nikiforovich y Semion Ivanovich. —¡No estaremos a la altura de las circunstancias!— repitió Stepan Nikiforovich sonriendo con altivez. —¡Je, je, je! —hizo coro Semion Ivanovich con su sonrisa más repelente. —¡Pues vamos a ver si no estamos a la altura de las circunstancias!— exclamó Ivan Ilich con tal decisión que se le encendió el rostro. Bajó de la acera, cruzó la calle con paso firme, y se dirigió a la casa de su subalterno, el escribiente Pseldonimov.

* * *

Su mala estrella le guiaba. Atravesó con paso firme el portillo de la valla, que estaba abierto, y de un puntapié apartó con asco a un perro de lanas que apenas tenía voz y que, más por deber que por ferocidad, le rondaba los pies con ronco ladrido. Por un entarimado llegó aun pequeño porche techado que sobresalía sobre el patio, y por tres escalones de madera desvencijados subió a un exiguo zaguán. En un rincón de éste ardía un cabo de vela de sebo o una especie de farol, lo que no impidió que Ivan Ilich, que calzaba chanclos, metiera el pie izquierdo en un plato de cerdo en gelatina que habían puesto allí para que se enfriara. Ivan Ilich se agachó y vio con curiosidad que había además dos platos con algo que parecía aspic y dos moldes que, por lo visto, contenían manjar blanco. La; carne de cerdo pisoteada le desconcertó bastante, y hubo un brevísimo momento en que tuvo la idea de largarse cuanto antes, pero la idea le pareció indigna. Considerando que nadie le había visto y que nadie pensaría ni remotamente en él, se limpió el chanclo a toda prisa para borrar las huellas, encontró a tientas una puerta tapizada de fieltro, la abrió y entró en un vestíbulo diminuto. La mitad de éste se hallaba literalmente abarrotada de abrigos, chaquetas de piel, capotas, capuchones, bufandas y chanclos. En la otra mitad estaban los músicos: dos violines, una flauta y un contrabajo, cuatro hombres en total, contratados, por supuesto, en la calle. Estaban sentados tras una mesilla de madera sin pintar y a la luz de una vela de sebo atacaban con brío la última figura de la cuadrilla. Por la puerta abierta de la sala se vislumbraba a los que bailaban, entre el polvo, el humo de tabaco y los vapores de cocina. Era un alborozo un tanto frenético. Se oían risotadas, gritos y chillidos de señoras. Los varones pateaban como un escuadrón de caballería. Por encima de la algarabía se oían las instrucciones del maestro de baile, que tenía la levita y el cuello desabrochados. «Los caballeros delante, chaîne des dames, balancé!» etc., etc. Ivan Ilich, bastante agitado, se quitó el gabán y los chanclos, y con su gorro de piel en la mano

entró en la habitación. Ya para entonces no iba razonando consigo mismo. Al principio nadie reparó en él: todos estaban absortos en el baile que terminaba. Ivan Ilich se detuvo como aturdido, sin poder distinguir nada con claridad entre aquella barahúnda. Iban y venían vestidos de señora, desfilaban caballeros con cigarrillos en los labios... Pasó el echarpe azul claro de una dama y le rozó la nariz. Tras ella, con frenético brío, vino volando un estudiante de medicina, con el pelo desgreñado como por un torbellino, quien le dio un fuerte empellón al pasar. Cruzó raudo ante él un oficial larguirucho de cierto regimiento. Alguien con voz sobremanera chillona gritó al pasar dando saltos con los demás: «¡Eh, eh, eh, Pseldonimushka!» Ivan Ilich notó algo pegadizo bajo los pies: por lo visto habían encerado el suelo. En la habitación, no muy pequeña por cierto, habría hasta treinta invitados. Pero al cabo de un minuto terminó la cuadrilla y un instante después ocurrió precisamente lo que Ivan Ilich se había figurado cuando se detuvo a cavilar en la acera. Cierto rumor, cierto cuchicheo insólito cundió entre los invitados y los bailarines que aún no habían tenido tiempo de recobrar el aliento y secarse el sudor del rostro. Todos los ojos, todas las caras se volvieron rápidamente hacia el recién llegado. En seguida comenzaron todos a retroceder y hurtar el cuerpo. Los que le habían visto tiraban de la ropa a los que aún no habían notado su presencia, quienes a su vez, al verle, retrocedían con los demás. Ivan Ilich seguía plantado en la puerta, sin dar un paso adelante. Entre él y los invitados se fue abriendo un espacio cada vez más amplio, un suelo cubierto de innumerables papeles de caramelos, boletos y colillas. De pronto apareció tímidamente en ese espacio un joven en uniforme de funcionario con una cresta de cabellos claros y una nariz corva. Se adelantó todo encogido y miró al inesperado visitante igual que un perro mira al amo que lo llama para darle un puntapié.

—¡Hola, Pseldonimov! ¿Me reconoces? —preguntó Ivan Ilich, sintiendo al momento que había dicho esas palabras con torpeza y que quizá también estaba metiendo la pata horriblemente. —¡Ex... Ex... Excelencia! —tartamudeó Pseldonimov. —Pues nada, amigo, que he venido por la más pura casualidad como bien puedes figurarte... Pero a las claras se veía que Pseldonimov no podía figurarse nada. Permanecía de pie, con los ojos desorbitados, presa de terrible perplejidad. —Bueno, supongo que no me echarás... ¡Quiérase o no, hay que recibir a los visitantes! —prosiguió Ivan Ilich consciente de que se azoraba hasta el punto de sentirse débil, queriendo sonreir pero ya sin poder hacerlo y comprendiendo que el comentario humorístico acerca de Stepan Nikiforovich y Trifon resultaba, por momentos, menos posible. Pero Pseldonimov, como de propósito, no salía de su pasmo y seguía mirándole con semblante estúpido. Ivan Ilich se estremeció pensando que si la situación se prolongaba un instante más, acabaría en caos. —Quizá soy un estorbo..., ¡me voy! —apenas articuló estas palabras cuando empezó a temblarle un nervio en la comisura derecha del labio... Pero Pseldonimov volvía ya en su acuerdo... —Excelencia, por favor... Un honor... —murmuró inclinándose apresuradamente—, dígnese tomar asiento... —Y despabilándose aún más, le indicó con ambas manos el diván del que había apartado la mesa para dejar sitio a los que bailaban... Ivan Ilich se sintió aliviado y se dejó caer en el diván; al momento alguien se abalanzó a acercarle la mesa. Echó una rápida ojeada en torno y notó que era el único sentado; todos los demás, sin exceptuar a las damas, seguían de pie. Mala señal. Pero aún no había llegado el momento de tranquilizarlos y animarlos. Los invitados seguían retrocediendo, y sólo Pseldonimov permanecía ante él encogido, sin entender nada todavía y sin asomo de sonreír. En suma, aquello era bochornoso. En ese momento nuestro héroe sintió tal

congoja que su invasión, al estilo de Harun-al-Rashid, de la casa de su subalterno, hecha por fidelidad a ciertos principios, pudiera en efecto reputarse hazaña heroica. De pronto, sin embargo, apareció junto a Pseldonimov una pequeña figura haciendo reverencias. Con gozo inexpresable y aun con alivio, Ivan Ilich reconoció al instante al oficial mayor de su departamento, Akim Petrovich Zubikov, a quien por supuesto no trataba personalmente, pero de quien sabía que era funcionario competente y hombre de pocas palabras. Se levantó inmediatamente y alargó la mano a Akim Petrovich, la mano entera y no dos dedos solamente. Este la cogió entre las dos suyas con el más profundo respeto. El general había triunfado; quedaba zanjado el peligro. Y, en efecto, Pseldonimov había pasado por así decirlo de segunda a tercera persona. Para el relato de lo ocurrido esa noche el general podía dirigirse al oficial mayor, tomándole, si era necesario, por amigo y aun por amigo íntimo, en tanto que Pseldonimov se limitaría a callar y temblar de respeto. De este modo quedarían cubiertas las apariencias. El relato era indispensable; así lo pensaba Ivan Ilich. Se percataba de que todos los invitados estaban a la espera de algo, de que incluso la gente de casa se agolpaba a las dos puertas, casi trepando unos sobre otros para ver y oír lo mejor posible. Lo lamentable era que el imbécil del oficial mayor seguía sin sentarse. —¡Vamos, hombre! —exclamó Ivan Ilich señalándole desmañadamente un sitio junto a él en el diván. —Perdone, señor... estoy bien aquí... —y Akim Petrovich se apresuró a sentarse en una silla que le trajo en volandas Pseldonimov, quien permanecía obstinadamente de pie. —Figúrese el caso —empezó diciendo Ivan Ilich y dirigiéndose exclusivamente a Akim Petrovich con voz algo trémula, pero ya desenvuelta. Incluso arrastraba las palabras, silabeando y pronunciando la vocal a como si fuera e, en suma, dándose plena cuenta de que hablaba con afectación, pero ya sin lograr dominarse;

estaba en poder de una fuerza extraña. En esos momentos se dio cuenta de muchas cosas, y muchas de ellas penosas. —Figúrese usted que vengo ahora de casa de Stepan Nikiforovich Nikiforov... habrá oído hablar de él... el consejero privado. El que está en esa comisión... Respetuosamente, Akim Petrovich inclinó adelante su cuerpo entero como diciendo: ¿Quién no ha oído hablar de él? —Ahora es vecino tuyo—prosiguió Ivan Ilich dirigiéndose momentáneamente a Pseldonimov por decoro y para mostrar desembarazo, pero volviéndose en seguida al notar por los ojos de Pseldonimov que a éste le era indiferente lo que había oído. —El viejo, como sabe usted, soñó toda su vida con comprarse una casa... Pues bien, la ha comprado. Y una casa preciosa. Sí... Y da la casualidad de que hoy es el día de su cumpleaños. Nunca antes lo ha celebrado; más aún, nos lo ocultaba a todos yguardaba el secreto por tacañería, ¡je, je! Y ahora está tan contento con la casa nueva que nos invitó a mí y a Semion Ivanovich. Ya sabe usted: Shipulenko. Akim Petrovich volvió a inclinarse. ¡Se inclinó con verdadero afán! Ivan Ilich sintió un poco más de alivio. Con todo, se le ocurrió la idea de que el oficial mayor quizá sospechaba que en esos instantes servía de indispensable punto de apoyo a Su Excelencia. Esto sería aún más bochornoso. —Pues bien, allí pasamos el rato los tres. Nos sirvió champaña y charlamos de cosas del oficio... de esto, de aquello y de lo de más allá... de varios asuntos... Llegamos incluso a discutir... ¡je, je! Akim Petrovich levantó las cejas respetuosamente. —Pero no se trata de eso. Me despedí por fin de él, porque el viejo es muy puntual; se acuesta temprano, por la edad, ¿sabe usted? Salgo a la calle... y no veo a Trifon, mi cochero. Pregunto, intrigado, dónde habrá dejado Trifon el coche y me entero de que, creyendo que yo pasaría más tiempo en la visita, había ido a una boda de una madrina suya o de una hermana... quién sabe

adonde... Por aquí, por la banda de Petersburgo. Y, como si eso no bastara, se había llevado el coche también. Una vez más, y por cortesía, el general se volvió a Pseldonimov, quien al instante se agachó, pero no tanto como hubiera sido necesario ante un general. «Es antipático y duro de corazón », fue la idea que cruzó por la mente de éste. —¡No me diga! —exclamó Akim Petrovich profundamente asombrado. Un ligero murmullo de sorpresa se hizo oír entre los circunstantes. —Figúrense ustedes mi situación... (Ivan Ilich los miró a todos). No he tenido más remedio que ir a pie. Pensé que si llegaba hasta el Bolshoi Prospekt encontraría un coche de punto... ¡je, je! —¡Ji, ji, ji! —contestó respetuosamente Akim Petrovich. Volvió a oírse un murmullo entre los presentes, pero esta vez de regocijo. En ese momento se quebró con estrépito el cristal de una lámpara adosada a la pared. Alguien corrió a remediar el percance. Pseldominov se despabiló y miró severamente la lámpara, pero el general ni siquiera hizo caso y todo volvió a calmarse. —Pues, nada, que eché a andar... Hace una noche tan hermosa, tan apacible. De pronto oigo música, taconeo, ruido de baile. Pregunto qué ocurre a un guardia municipal: pues que se casa Pseldonimov. Oye, amigo, estás dando una fiesta de aúpa ¡ja, ja! —dijo encarándose una vez más con Pseldonimov. —¡Ji, ji, ji! Sí señor... —respondió Akim Petrovich. Los invitados volvieron a agitarse, pero lo más absurdo fue que Pseldonimov, si bien hizo otra reverencia, seguía sin sonreír, como si tuviera la cara de madera. «¡Será un mentecato!» pensó Ivan Ilich. «Si este asno sonriera, todo iría sobre ruedas». La impaciencia se enseñoreó de su espíritu. —Me dije: pues voy a visitar a mi subalterno. De seguro que no me mandará a paseo... Quiérase o no, hay que recibir a los visitantes. Por favor, amigo,

perdóname. Si molesto en algo me voy... He venido sólo a echar un vistazo... Pero poco a poco se había iniciado una conmoción general. Akim Petrovich puso cara afable: «¿Cómopodría usted molestar, Excelencia?» Todos los invitados se agitaban y empezaban a dar señales de desembarazo. Casi todas las señoras estaban ya sentadas, lo que era un síntoma bueno y positivo. Las más atrevidas se daban aire con los pañuelos. Una de ellas, con un vestido de terciopelo raído, hablaba en voz deliberadamente alta. El militar con quien conversaba hubiera querido contestarle en voz más alta aún, pero se contuvo al ver que ellos dos eran los únicos que levantaban la voz. Los varones, en su mayoría funcionarios de baja categoría, salvo dos o tres estudiantes, se miraban unos a otros como invitándose a desahogarse, carraspeaban y hasta comenzaban a moverse en varias direcciones. En realidad, nadie se dejaba intimidar; sólo que todos eran de índole basta y miraban con hostilidad reprimida al individuo que había entrado de rondón a aguarles la fiesta. El militar, avergonzado de su pusilanimidad, empezó a acercarse poco a poco a la mesa. —Oye, amigo, permíteme que te pregunte tu nombre y patronímico —dijo Ivan Ilich a Pseldonimov. —Porfiri Petrovich, Excelencia —respondió éste, mirando fijamente delante de sí como si estuviera pasando revista. —Preséntame a tu joven esposa, Profiri Petrovich... Llévame a ella.... yo... E hizo por levantarse, pero Pseldonimov salió disparado hacia la sala. De todos modos, la novia estaba allí mismo, a la puerta, pero se escondió no bien oyó que de ella hablaban. Un minuto después la trajo Pseldonimov de la mano. Los invitados se apartaron para dejarles pasar. Ivan Ilich se levantó solemnemente y la recibió con una sonrisa amable. —Me alegro mucho, pero mucho, de conocerla —dijo inclinándose a medias con ademán aristocrático—, y más aún en un día como éste...

Se sonrió con picardía. Las damas se agitaron de gusto. —Charmée —dijo en voz baja la señora del vestido de terciopelo. La novia y el novio eran tal para cual. Ella era una muchachita delgada que apenas tendría diecisiete años, pálida, de cara diminuta y nariz puntiaguda. Sus ojos, pequeños y traviesos, no mostraban azoramiento alguno; al contrario, miraban con fijeza y hasta con una punta de malicia. Era evidente que Pseldonimov la había elegido por creerla guapa. Llevaba un vestido de muselina blanca sobre una enagua color de rosa. Era flaca de cuello y tenía un cuerpo de gallina joven, con huesos prominentes. A la acogida que le hizo el general no supo qué contestar. —Es muy bonita tu novia —prosiguió éste a media voz como si hablara sólo con Pseldonimov, pero de modo que lo oyese ella. Pero Pseldonimov tampoco respondió esta vez y ni siquiera se inclinó. A Ivan Ilich le pareció que los ojos de su subalterno delataban algo frío, recóndito, velado con astucia, algo extraño, siniestro. Sin embargo, había que hacerle expresar alguna emoción a toda costa. Al fin y al cabo, para eso había venido. «No es mala pareja» —pensó—. «Sin embargo...» Una vez más se volvió a la novia, que se había sentado junto a él en el diván, pero a las dos o tres preguntas que le hizo, la joven no contestó más que «sí» o «no», y con voz apenas perceptible. «Si por lo menos no se azorase —prosiguió para sus adentros—, me pondría a bromear con ella. Porque esto no conduce a nada». Como de propósito, Akim Petrovich tampoco despegaba los labios, por pura necedad, pero de todos modos ello era imperdonable. —¡Señoras y señores! ¿De veras que no les estorbo en sus diversiones? —preguntó a todos los congregados. Sentía que le sudaban hasta las palmas de las manos. —No se preocupe, Excelencia. En seguida empezamos; ahora... estamos tomando aliento —respondió el militar. La novia miró a éste complacida. El militar era todavía joven y llevaba el uniforme de un oscuro regimiento.

Pseldonimov seguía en el mismo sitio, inclinado hacia delante, y parecía adelantar más que nunca su corva nariz. Escuchaba y observaba como lacayo que estuviese esperando, gabán en mano, a que terminaran de despedirse sus amos. Esta fue la comparación que hizo el propio Ivan Ilich, Estaba avergonzado, se sentía violento, horriblemente violento, se le antojaba que la tierra se abría bajo sus plantas, que se había metido en un sitio del que no podía salir, como si anduviera tanteando en las tinieblas.

* * * De pronto todos se apartaron y apareció una mujer de cierta edad, rolliza y de corta estatura, vestida sencillamente pero con un sí es no es de pretendida elegancia, amplio chal sobre los hombros prendido al cuello y una cofia a la que bien se veía que no estaba habituada. Traía una bandejita redonda con una botella de champaña descorchada, pero aún sin empezar, y dos copas; ni más ni menos. La botella, por lo visto, sólo estaba destinada a dos invitados. La señora se acercó directamente al general. —No se ofenda, Excelencia —dijo inclinándose—M Puesto que no nos desdeña y nos honra con su presencia en la boda de mi hijo, le ruego que por favor brinde por los recién casados. No nos niegue ese honor. Ivan Ilich se aferró a ella como a una tabla de salvación. La señora no era todavía vieja; no pasaría de los cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Y tenía un rostro tan bondadoso, tan sonrosado, tan candoroso, un rostro tan ruso en su redondez, sonreía tan afablemente, se inclinaba con tal sencillez, que Ivan Ilich casi se sintió mejor y empezó de nuevo a concebir esperanzas. —¿Con qué es usted... la madre... de su hijo? —preguntó levantándose del diván. —Mi madre, Excelencia —masculló Pseldonimov estirando aún más su largo cuello y avanzando de nuevo la nariz. —¡Ah! Me alegro mucho de conocerla, pero que mucho.

—No nos desaire, Excelencia. —Con grandísimo gusto. Pusieron la bandeja en la mesa y Pseldonimov se apresuró a llenar las copas. Ivan Ilich, que seguía de pie, tomó una. —Siento en esta ocasión un placer singular —empezó— en poder... en poder... ser testigo de... En una palabra, como jefe de negociado... deseo a usted, señora (y se volvió a la recién casada), y a ti, amigo Porfiri... también te deseo una larga y completa felicidad. Y no sin cierta emoción apuró la copa que, según la cuenta, era la séptima esa noche. Pseldonimov se puso serio y hasta tétrico. El general empezó a aborrecerle de todo corazón. «Y, además, ese ganso sigue ahí de plantón —se dijo mirando al militar—. ¿Es que no puede dar un ¡viva! siquiera? La cosa iría como una seda...» —Usted también, Akim Petrovich, brinde y beba —agregó la señora dirigiéndose al oficical mayor—. Usted es su jefe y él es subordinado suyo. Mire usted por mi hijo; se lo pido como madre. Y en adelante no se olvide de nosotros, amigo Akim Petrovich, como hombre bueno que es usted. «¡Hay que ver lo espléndidas que son estas rusas viejas!— pensó Ivan Ilich—. Ha logrado animar a todos. Siempre he tenido aprecio por la gente del pueblo...» En ese momento llegó otra bandeja a la mesa. La portadora era una criada, vestida de percal nuevo y crujiente y crinolina. Tan grande era la bandeja que apenas podía abarcarla con los brazos. En ella venían numerosos platillos con manzanas, bombones, frutas escarchadas, mermeladas, nueces y otras cosas. La bandeja había estado hasta entonces en la sala a disposición de todos los invitados y, en especial, de las damas. Ahora, sin embargo, la traían sólo para el general. —No desprecie nuestras golosinas. Excelencia. Sírvase lo que guste —repitió la señora inclinándose.

—¡Pues no faltaba más! —respondió Ivan Ilich; y hasta con satisfacción tomó una nuez y la cascó entre los dedos. Había determinado ser popular hasta el fin. Mientras tanto la novia empezó de pronto a reír. —¿Qué pasa? —preguntó Ivan Ilich sonriente, gozoso de tales señales de vida. —Pues nada, que Ivan Kostenkinych me está haciendo reir— respondió ella bajando los ojos. El general distinguió en efecto a un joven rubio, de aspecto bastante agradable, que trataba de esconderse en una silla que estaba al otro lado del diván y que decía algo en voz baja a madame Pseldonimova. El joven se levantó. Era por lo visto muy tímido y de muy pocos años. —Le hablaba de «El libro de los sueños», Excelencia —murmuró como disculpándose. —¿De qué «Libro de los sueños?» —preguntó, indulgente Ivan Ilich. —Un nuevo «libro de los sueños», señor; muy de fiar, por cierto. Le decía que si ve en sueños al señor Panayev, eso significa que se ha manchado de café la pechera. «¡Qué inocencia!» pensó Ivan Ilich, y no sin irritación. El mozo, aunque se había puesto colorado al hablar, estaba contentísimo de haber dicho eso del señor Panayev. —¡Ah, sí, sí! Ya he oído... —repuso Su Excelencia. —¡No, pero si aún hay algo mejor! —exclamó otra voz junto al propio Ivan Ilich. Se va a publicar una nueva enciclopedia para la que, según dicen, el señor Krayevski escribirá unos artículos. También Alferaki... en fin, literatura difumatoria. El que había hablado era un joven, pero éste nada apocado, sino harto desenvuelto. Llevaba guantes y chaleco blanco y tenía el sombrero en la mano. No bailaba y se mantenía muy erguido porque era uno de los redactores del periódico satírico El Tizón, presumía de personaje y estaba allí por casualidad, invitado para dar tono por Pseldonimov, con quien se tuteaba y con quien el año anterior había compartido un miserable

cuartucho en cierto callejón de la ciudad. Bebía, no obstante, vodka, menester para el que había visitado más de una vez una recóndita habitación trasera de la que todos conocían el camino. Al general no le gustó ni pizca. —Y eso tiene gracia, Excelencia—de pronto interrumpió con regocijo el joven rubio que había hablado de la pechera y a quien por ello el redactor del chaleco blanco miraba con inquina —tiene gracia, Excelencia, porque el autor supone que el señor Krayevski no sabe ortografía y cree que por literatura «difamatoria» hay que escribir «difumatoria»... Pero el pobre muchacho apenas pudo terminar. Por los ojos del general entendió que éste ya lo sabía hacía tiempo y que parecía confuso precisamente porque lo sabía. El joven quedó sumamente avergonzado. Logró escurrir el bulto lo antes posible y el resto de la velada lo pasó sumido en melancolía. Como para compensar su ausencia, el desenfadado redactor de El Tizón se acercó más al general con la intención, por lo visto, de sentarse junto a él. Semejante atrevimiento le pareció a Ivan Ilich un tanto presuntuoso. —¡Oye, Porfiri, explícame por favor —empezó para decir algo—. Hace ya tiempo que quería preguntártelo personalmente. ¿Por qué te llaman Pseldonimov y no Pseudonimov? Porque seguramente te llamas Pseldonimov... —No puedo contestarle con seguridad, Excelencia —respondió Pseldonimov. —Eso se debe quizá a que cuando su padre entró en el servicio le cambiaron el nombre en los papeles y se quedó con Pseldonimov —dijo Akim Petrovich—. Eso pasa a veces. —Sin duda —confirmó el general con vehemencia—, sin duda, porque, juzgue por sí mismo: Pseudonimov viene de la palabra erudita «seudónimo», pero Pseldonimov no significa nada. —Por ignorancia, señor —agregó Akim Petrovich. —¿Qué quiere decir con lo de ignorancia?

—La del pueblo ruso, señor; por ignorancia cambia a veces las letras y a menudo pronuncia a su manera. Por ejemplo, hay quien dice paralís en vez de parálisis, como se debe decir. —Pues sí... paralís, ¡je, je, je! —También hay quienes dicen cocreta, Excelencia —dijo el militar alto que sentía desde hacía rato la comezón de meter baza. —¿Qué es eso de cocreta? —Cocreta en vez de croqueta, Excelencia. —¡ Ah, sí! Cocreta... en vez de croqueta... Pues sí, sí... ¡je, je, je...! —Ivan Ilich se vio obligado a reír también a beneficio del militar. El militar se arregló la corbata. —Y hasta hay quienes dicen de vaso —inyectó el redactor de El Tizón. Pero Su Excelencia se esforzó por no oír eso. No era cosa de reírse a beneficio de todo el mundo. —De vaso en lugar de de paso —insistió el redactor con irritación evidente. Ivan Ilich le miró con severidad. —¿A qué viene importunarle? —murmuró Pseldonimov al redactor. —¿Qué es eso de importunarle? Estoy haciendo conversación. ¿Es que ni siquiera puede uno hablar? —A punto estuvo de proseguir la disputa en voz baja, pero guardó silencio y con rabia contenida abandonó la habitación. Fue derecho al cuarto de atrás, tan acogedor, donde desde el comienzo de la fiesta había estado preparada, para los caballeros que participaban en el baile, una mesita, cubierta con un mantel de Yaroslav, con vodka de dos clases, arenques, caviar en rebanadas de pan y una botella de jerez fortísimo de elaboración nacional. Con el corazón rebosante de furia estaba a punto de servirse un vaso de vodka cuando entró a la carrera el estudiante de medicina del pelo desgreñado, primer danseur y cancanista en el baile de Pseldonimov, quien se lanzó sobre la garrafa con ansia irreprimible.

—¡Empiezan en seguida! —anunció anhelante. Y en tono de mando: —Anda, ven a verlo. Voy a hacer un solo poniéndome cabeza abajo y después de la cena voy a atreverme con un cancán. No es poco para una boda. Será, por así decirlo, un gesto amistoso hacia Pseldonimov... Pero qué estupenda es esa Kleopatra Semionovna. Con ella puede uno atreverse a hacer lo que le venga en gana. —Es un reaccionario —respondió sombríamente el redactor apurando el vaso. —¿Quién es un reaccionario? —Ese individuo al que le han ofrecido la fruta escarchada. ¡Un reaccionario, así como suena! —¡Anda, que no es para tanto! —masculló el estudiante y salió corriendo del cuarto al oír el ritornello de la cuadrilla. Al quedarse solo, el redactor se llenó el vaso una vez más para envalentonarse y mostrar su independencia, lo apuró, tomó un bocado y... el consejero de Estado en activo Ivan Ilich nunca tuvo hasta entonces un enemigo tan furibundo y tan tenazmente vengativo como el desdeñado redactor de El Tizón, sobre todo después de dos vasos de vodka. ¡ Ay! Ivan Ilich no tenía la menor sospecha de ello. Tampoco sospechaba otra circunstancia muy significativa que influyó en las ulteriores relaciones de los invitados con Su Excelencia. Se trataba de que, aunque había dado una explicación discreta y detallada de su presencia en la boda de su subalterno, esa explicación no había, en realidad, satisfecho a nadie y los invitados seguían tan cohibidos como antes. Pero inopinadamente todo cambió como por arte de magia, todo el mundo se sintió aliviado y se dispuso a divertirse, areir a mandíbula batiente, a bailar y chillar, como si no estuviera presente el inesperado huésped. Ello se debió a que, sin que se supiera por qué, empezó de pronto a correr el rumor, runrún o noticia de que, por lo visto, el visitante... «estaba un poco... bajo los efectos de...» Y aunque a primera vístase diría que el tal rumor era una vil calumnia, fue tomando poco a poco visos de

verdad, con lo que todo quedaba explicado. Todo el mundo respiró libremente. Y he aquí que en ese mismo momento empezó la cuadrilla, la última antes de la cena, aquella en la que el estudiante de medicina tenía tantas ganas de participar. Y cabalmente cuando Ivan Ilich se volvía de nuevo a la recién casada, intentando ahora quebrantar su timidez con algún chiste, el militar alto se acercó a ella de un brinco y clavó una rodilla en tierra con gesto estrambótico. Al instante ella se puso de pie de un salto y fue corriendo con él a formar fila parala cuadrilla. El militar ni siquiera se disculpó y ella, al irse, ni siquiera lanzó una ojeada al general, como si estuviera contenta de darle esquinazo. «Al fin y al cabo, está en su derecho» —pensó Ivan Ilich—, «y además no saben lo que es la buena educación». —Humm, tú, amigo Porfiri, no te andes con cumplidos —dijo volviéndose a Pseldonimov—. Quizá tengas algo que hacer por ahí... con los preparativos... o alguna otra cosa allá dentro... por favor, no te ocupes de mí. «¿Pero es que está montando la guardia a mi lado?» —se preguntó para sus adentros. Pseldonimov le resultaba ya inaguantable con su cuello largo y aquellos ojos clavados fijamente en los suyos. Total, que nada de aquello iba como debiera ir, nada en absoluto, pero Ivan Ilich estaba todavía lejos de confesárselo a sí mismo.

* * * Empezó la cuadrilla. —¿Permite, Excelencia? —preguntó Akim Petrovich con la botella reverentemente en la mano, dispuesto a llenar la copa de Su Excelencia. —Yo... yo, a decir verdad, no sé si... Pero Akim Petrovich, con cara rebosante de respeto, ya le vertía el champaña. Le llenó la copa hasta el borde y, a escondidas casi, hurtando el cuerpo, encogiéndose y agazapándose, echó vino en la suya propia, pero un

dedo menos que en la del visitante, pensando que ello era muestra de respeto. Sentado junto a su superior inmediato, se sentía como mujer en trance de parto. ¿De que hablar? Porque era casi una obligación entretener a Su Excelencia, ya que tenía el honor de hacerle compañía. El champaña sirvió de pretexto. Su Excelencia incluso recibió con agrado el vino, no por el champaña mismo, que estaba tibio y era de pésima calidad, sino porque la oferta era moralmente agradable. «El viejo también quiere beber—pensó Ivan Ilich— y no se atreve a hacerlo si yo no lo hago. No quiero impedírselo... Sería ridículo que la botella siguiera ahí intacta entre nosotros». Tomó un sorbo, lo que le pareció preferible a seguir allí sentado mano sobre mano. —Estoy aquí —dijo con pausas y acentuando las palabras—, estoy aquí, por así decirlo, por pura casualidad; y bien puede ser, por supuesto, que ciertas personas piensen... que, por así decirlo, es in—de—co—ro— so que me encuentre en semejante compañía... Akim Petrovich callaba y escuchaba con tímida curiosidad. —Sin embargo, espero que usted comprenda por qué estoy aquí... Porque a beber vino por supuesto que no he venido, ¡je, je, je! Akim Petrovich hubiera querido secundar la risa de Su Excelencia, pero se quedó cortado, y una vez más no dijo nada para alentarle. —Estoy aquí... para refrendar, por así decirlo... para demostrar, por así decirlo, un propósito, por así decirlo, moral... —prosiguió Ivan Ilich, irritado ante la estolidez de Akim Petrovich, pero él también acabó por callarse. Había visto que el pobre Akim Petrovich había bajado la vista como si tuviera la culpa de algo. Un tanto confuso, el general se apresuró a tomar otro sorbo, y Akim Petrovich, como si en ello estuviera su salvación, tomó la botella y le llenó de nuevo la copa. «Pues lo que es luces, no tienes muchas», pensó Ivan Ilich mirando severamente al pobre Akim Petrovich. Este, sintiendo sobre él la rigurosa mirada del

general, decidió no decir esta boca es mía y no levantar los ojos. Así, sentados uno frente a otro, pasaron un par de minutos, un par de penosos minutos para Akim Petrovich. Dos palabras acerca de Akim Petrovich. Era hombre más espantadizo que una gallina, chapado a la antigua, criado en el servilismo, pero, con todo, bueno y decente. Era petersburgués hasta el tuétano, es decir, que su padre y el padre de su padre habían nacido en Petersburgo, se habían criado y habían trabajado en la capital, de donde no habían salido nunca Hombres como Akim Petrovich constituyen un tipo muy especial de ruso. De Rusia no tienen la menor idea, ni les importa el no tenerla. Todo su interés se reduce a Petersburgo, y sobre todo al lugar donde trabajan. Todas sus preocupaciones quedan circunscritas a jugar a la préférence a un kopek la puesta, a la faena diaria y el salario mensual. No conocen una sola costumbre rusa, ni una sola canción rusa, salvo la Luchinushka, y eso sólo porque la tocan los organillos. Hay, sin embargo, dos señales esenciales e infalibles por las cuales cabe distinguir en seguida al ruso auténtico del ruso petersburgués. La primera señal consiste en que todos los petersburgueses, todos sin excepción, dicen siempre La Gaceta Académica en lugar de La Gaceta de Petersburgo. La segunda señal, igualmente infalible, consiste en que el ruso petersburgués nunca empléala palabra «almuerzo» y en su lugar dice «Frühstück», acentuando especialmente la sílaba «Früh». Por estas dos señales arraigadas y precisas se les reconoce siempre. En suma, se trata de un tipo sumiso que ha surgido en estos últimos treinta y cinco años. Ahora bien, Akim Petrovich no era un imbécil, ni mucho menos. Si el general le preguntase algo que le afectara directamente, respondería y mantendría una conversación, pero hubiera sido descortés que un subalterno contestara al género de preguntas que se le hacían, aunque Akim Petrovich ardía de curiosidad por averiguar algo más concreto acerca de las verdaderas intenciones de Su Excelencia...

Y mientras tanto Ivan Ilich se iba sumiendo cada vez más en sus reflexiones, en algo así como un torbellino de ideas. Distraído como estaba, iba tomando, imperceptible pero continuamente, sorbos de champaña. Al momento, Akim Petrovich le llenaba sin falta la copa Ambos callaban. Ivan Ilich se puso a observar el baile, que pronto empezó efectivamente a cautivar su atención. De pronto vino a despabilarle un incidente... Los bailes eran de veras alegres. Allí se bailaba por pura sencillez de espíritu, para divertirse y armar barullo. Entre los bailarines los había muy pocos buenos; pero los que no lo eran taconeaban con tanta energía que se les podía tomar por buenos. El que más se distinguía era el militar. Le gustaban particularmente las figuras que ejecutaba por su cuenta, en una especie de «solo». En ellas se encorvaba hasta más no poder; mejor dicho, empezaba tieso como un huso y de repente se torcía a un lado hasta que parecía que iba a caer; pero en el paso siguiente se inclinaba del lado opuesto hasta formar con el suelo en ángulo tan agudo como el anterior. La expresión de su rostro reflejaba la mayor gravedad; y bailaba plenamente convencido de que todo el mundo le admiraba. Otro bailarín que había levantado el codo de antemano, se había dormido junto a su pareja durante la segunda cuadrilla, con lo que ella se vio obligada a bailar sola. Un escribiente joven, que bailaba briosamente con la dama del chal azul, repetía la misma picardía en todas las figuras y en las cinco cuadrillas que se bailaron esa noche, a saber: se quedaba un poco a la zaga de su pareja, le levantaba la punta del chal y, antes de llegar al vis-à-vis, se las arreglaba para estampar a toda prisa unas docenas de besos en él. La dama, por su parte, que iba delante del joven, no se daba por enterada. El estudiante de medicina hizo, en efecto, el número de bailar patas arriba, un «solo» que produjo frenético entusiasmo, zapatazos de alegría y silbidos de satisfacción. En suma, todo el mundo se portaba con la mayor desenvoltura. Ivan Ilich, en quien el vino había hecho también efecto, empezó por

sonreírse, pero poco a poco sintió que una sospecha amarga se enseñoreaba de su espíritu. Le agradaban, por supuesto, la desenvoltura y el desparpajo. Había deseado tal desenvoltura, mejor dicho, la había ansiado fervientemente cuando todos los presentes se habían mostrado cohibidos ante él, pero ahora la dichosa desenvoltura pasaba de castaño oscuro. Por ejemplo, una dama, la del vestido de terciopelo azul raído, comprado no de segunda sino de cuarta mano, se había alzado tanto el vestido, prendido con alfileres, en la sexta figura de la cuadrilla que parecía estar bailando en pantalones. Era la mismísima Kleopatra Semionovna, con la que uno podía atreverse cuanto le viniera engaña, según decía su pareja, el estudiante de medicina. De éste sólo cabe decir que como bailarín, era otro Fokine. ¿Cómo explicar esto? Al principio todos estaban cohibidos y ahora, de repente, ¡pues como si tal cosa! Por trivial que pareciera, ese cambio no dejaba de ser extraño: presagiaba algo. Era como si se hubieran olvidado de que existía Ivan Ilich. Este, por supuesto, era el primero en reír a carcajadas y hasta se atrevió a aplaudir. Akim Petrovich, respetuosamente, reía al compás de él, si bien con evidente regocijo, sin sospechar que Su Excelencia empezaba a sentir un nuevo gusano en su corazón. —Baila usted admirablemente, joven —se creyó obligado Ivan Ilich a decir al estudiante que pasó junto a él cuando terminó la cuadrilla. El estudiante, doblando agudamente la espina, hizo una mueca grotesca y, acercando el rostro a Su Excelencia en proximidad indecorosa, prorrumpió a voz en cuello en un canto de gallo. Eso ya era demasiado. Ivan Ilich se levantó detrás de la mesa. Ello no obstante, estalló una salva de carcajadas incontenibles, porque el canto del gallo había sido de maravillosa naturalidad y la mueca enteramente inesperada. Ivan Ilich seguía de pie, confuso, cuando de repente se presentó ante él el propio Pseldonimov y haciendo una reverncia anunció que la cena estaba servida. Tras él apareció también su madre.

—Señor, Excelencia —dijo ésta inclinándose—, háganos el honor, no desdeñe nuestra pobre mesa... —Yo... yo, la verdad, no sé si... —empezó Ivan Ilich— porque no era para eso... yo... ya estaba para irme... Y era cierto que tenía el gorro en la mano. Más aún, ahí mismo, en ese mismísimo instante, se había dado palabra de honor de que en seguida, al momento, pasase lo que pasase, se iría y de que por nada del mundo se quedaría y... y se quedó. Un minuto después abría la marcha hacia la mesa. Pseldonimov y su madre iban delante de él abriéndole camino. Le colocaron en el sitio de honor, y una vez más apareció ante él una botella de champaña sin abrir. Para empezar había arenques y vodka. Alargó la mano, llenó hasta el borde un vaso enorme de vodka y se lo bebió. Hasta entonces no había bebido nunca vodka. Tenía la sensación de deslizarse desde la cima de una montaña, de bajar volando, volando, y de tener que detenerse, que agarrarse a algo, pero sin ninguna posibilidad de hacerlo.

* * * Lo cierto era que su situación se iba haciendo cada vez más grotesca. Por añadidura, aquello parecía una ironía del destino. Dios sabe lo que sintió durante esa hora. Cuando entró había tendido, por así decirlo, los brazos a la humanidad entera y a todos sus subordinados, y he aquí que en una hora apenas, con gran dolor de su corazón, sabía que aborrecía a Pseldonimov, que le maldecía, y no sólo a él sino también a su mujer y su boda. Y, como si ello no bastara, veía en el rostro y los ojos de Pseldonimov que éste a su vez le destestaba, que le miraba como diciéndole: «¿A qué demonios has venido aquí? ¡Mal rayo te parta! ¿A colgarte de mi cuello...?» Hacía ya rato que leía eso en sus ojos. Pero ni que decir tiene que incluso en ese momento, sentado a la mesa, Ivan Ilich se hubiera dejado cortar un brazo antes de reconocer candidamente —no en voz

alta, sino en su fuero interno— que las cosas estaban pasando de esa manera. No había llegado el momento todavía, aún conservaba cierto equilibrio moral. Pero el corazón, el corazón... ¡cómo le dolía! Pedía a voces libertad, aire, descanso. Porque, en fin de cuentas, Ivan Ilich era una buena persona. Porque sabía, y sabía muy bien, que hubiera debido irse hacía largo rato, y no sólo irse, sino salvarse, que todo aquello había resultado de pronto muy distinto de lo que él había soñado tiempo antes cuando caminaba por la acera. «¿Pero a qué he venido? ¿Acaso a comer y beber?» —se preguntaba a sí mismo mientras engullía un arenque. Llegó incluso a cortejar el nihilismo. En su espíritu le hurgaba a veces la sospecha irónica de sus propios actos. ¿Es que él mismo comenzaba ya a no comprender por qué, en efecto, había venido? ¿Pero cómo irse? Porque irse sin cumplir su propósito era imposible. «¿Qué dirán? Dirán que me meto en sitios indignos de mi categoría. Bien mirado, así parecerá si no doy remate a mi plan. ¿Qué dirán, por ejemplo, mañana (porque esto cundirá rápidamente) Stepan Nikiforovich y Semion Ivanovich? ¿Qué dirán en la oficina, en casa de los Shembel, en la de los Shubin? No. Será cosa de irse cuando todos comprendan por qué he venido; habrá que revelar la intención moral de mi visita...» Pero ese momento dramático no se presentaba. «Ni siquiera me respetan —prosiguió—. ¿De qué se ríen? Se portan con tal desahogo que uno diría que carecen de sentimientos... ¡Sí, ya vengo sospechando desde hace tiempo que la nueva generación carece de sensibilidad! ¡Debo quedarme, pase lo que pase! Ya han dejado de bailar y ahora estarán todos a la mesa. Les hablaré de los problemas del día, de las reformas, de lagrandeza de Rusia... ¡Los dejaré turulatos! ¡sí! Puede que en realidad no se haya perdido nada todavía... Puede que así ocurra siempre en la vida real. ¡Si supiera cómo empezar para atraérmelos! ¿Cómo encontrar una apertura conveniente? Nada, que no doy una en el clavo... ¿Y qué es lo que necesitan? ¿Qué es lo que piden? Veo que

entre ellos se cruzan risitas. Dios mío, ¿se estarán riendo de mí? ¿Pero qué es lo que busco? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué no me voy? ¿Qué espero conseguir?» Así pensaba, mientras que la vergüenza, una vergüenza honda e intolerable, le roía el corazón.

* * * Pero los acontecimientos siguieron irrevocablemente su curso. A los dos minutos de sentarse a la mesa se apoderó de su espíritu un extraño pensamiento. Sintió de pronto que estaba terriblemente ebrio, es decir, no como antes, sino definitivamente ebrio. La causa de ello había sido el vaso de vodka que se había bebido después del champaña y que había producido efecto inmediato. Sentía, se percataba con todo su ser de que se desmadejaba por completo. Por supuesto, hizo cuanto pudo por sacar fuerzas de flaqueza, pero la conciencia no soltaba presa y le gritaba: «Esto es feo, muy feo; más aún, bochornoso». Por supuesto, las confusas cavilaciones motivadas por la borrachera no podían concentrarse en un punto. De pronto surgieron en su mente, hasta casi poder tocarlas con la mano, dos fuerzas contendientes. Una era el ánimo brioso, el afán de triunfo, el allanamiento de obstáculos, la convicción desesperada de que aún lograría su propósito. La otra se revelaba en forma de torturante angustia espiritual, una especie de dolor de corazón. «¿Qué dirán? ¿En qué acabará esto? ¿Qué pasará mañana, mañana, mañana...?» Antes había tenido el presentimiento de que ya tenía enemigos entre los invitados. «Eso se debe probablemente a que hace un rato estaba borracho» —se decía con duda acongojada. ¡Cuál no sería su terror cuando por señales inequívocas comprobó que, en efecto, estaban sentados a la mesa enemigos suyos y que de ello no cabía la menor duda! «¿Y por qué? ¿Por qué?» —pensaba.

A la mesa se habían sentado unas treinta personas en total, de las que varias estaban ya como cubas. Otras se conducían con bastante descaro, con un desparpajo malsonante: gritaban, conversaban a voz en cuello, brindaban prematuramente, se tiroteaban con las damas usando bolitas de pan como proyectiles. Uno de los varones, sujeto desagradable que vestía una levita mugrienta, se cayó de la silla no bien se hubo sentado a la mesa y permaneció en el suelo hasta el final mismo de la cena. Otro quería, sin más, encaramarse a la mesa y proponer un brindis, pero el militar, agarrándole de los faldones de la levita, contuvo su entusiasmo inoportuno. La cena era común y corriente, aunque para ella se había traído a un cocinero que era siervo de un general: había cerdo en gelatina, lengua con patatas, croquetas de carne con guisantes; más tarde, ganso, y al final de todo, manjar blanco. Para beber había cerveza, vodka y jerez. La botella de champaña estaba sólo delante del general, lo que le obligó a servirse a sí mismo y a Akim Petrovich, quien durante la cena no se atrevía a tomar la iniciativa. Para los brindis los demás invitados tenían que recurrir a lo que tenían más a mano. La mesa misma estaba compuesta de varias mesas juntas, entre ellas una de jugar a las cartas. La cubrían varios manteles, uno de los cuales era de colores, estilo de Yaroslav. Cada comensal tenía a ambos lados a otro del sexo opuesto. La madre de Pseldonimov no quiso sentarse a la mesa; andaba ajetreada, disponiéndolo todo. Apareció entonces una figura femenina de aspecto avieso que no se había asomado antes, vestida de seda encarnada, con la cara vendada como si tuviera dolor de muelas y una cofia empingorotada. Al parecer, era la madre de la novia, quien había consentido por fin salir del cuarto trasero y asistir a la cena. No se había asomado hasta entonces a causa de la inquina implacable que profesaba a la madre de Pseldonimov; pero sobre esto volveremos más tarde. Esta señora miró al general de través, con un si es no es de mofa, y era evidente que no quería serle presentada. A Ivan Ilich esta figura le pareció

sobremanera sospechosa. Pero, amén de ella, había allí otras personas sospechosas que inspiraban recelo e inquietud. Parecía incluso que entre ellas se tramaba una conspiración, y cabalmente contra Ivan Ilich; al menos a él así le parecía, y de ello fue convenciéndose conforme avanzaba la cena. Maligno, por ejemplo, era un señor con perilla, que se decía artista, el cual, después de mirar varias veces a Ivan Ilich se volvió a cuchichear con su vecino de mesa. Otro de los circunstantes, sí, cierto, estaba completamente ebrio, pero, con todo, era sospechoso por varios conceptos. Tampoco inspiraba confianza el estudiante de medicina, ni cabía fiarse por completo de la lealtad del militar. Pero quien manifestaba un odio singular y evidente era el redactor de El Tizón: ¡estaba tan despatarrado en su silla, miraba a todo el mundo con tanto orgullo y arrogancia, se reía con tanta frescura! Y aunque los otros comensales no hacían maldito caso del periodista—quien por haber publicado cuatro versecillos en El Tizón se consideraba liberal— y le miraban con desagrado evidente, cuando junto a Ivan Ilich cayó de pronto una bolita de pan, claramente destinada a él, éste estuvo dispuesto a apostarse la cabeza de que el culpable del proyectil no era otro que el redactor de El Tizón. Todo esto acabó por afectarle más todavía. Muy desagradable, en particular, fue otra observación, a saber, darse cuenta de que empezaba a articular las palabras imprecisa y trabajosamente, deque quería hablar mucho pero la lengua se lo impedía. Más tarde notó que empezaba a faltarle la memoria, y que sin motivo aparente soltaba el trapo a reír cuando en realidad no había nada de que reírse. Ese estado de ánimo se esfumó con la copa de champaña que el propio Ivan Ilich se había servido antes y no había querido beber, pero que ahora se bebió con verdadera desesperación. Estuvo casi a punto de romper a llorar después de esacopa. Sentía que le iba dominando el sentimentalismo más extravagante. Una vez más amaba a todo el mundo, incluso a Pseldonimov, incluso al

redactor de El Tizón. De pronto le entraron ganas de abrazarlos a todos, de olvidar lo pasado y hacer las paces; más aún, de decirles todo con sinceridad, todo, todo, a saber: lo buena y espléndida persona que era y las notables cualidades de que estaba dotado; cuan útil sería a la patria, lo bien que sabía divertir a las señoras y, más que nada, lo progresista que era, lo dispuesto que estaba a rebajarse humanitariamente al nivel de todos, aun al de los más humildes, y por último, a manera de epílogo, explicarles sin ambages los motivos que le habían empujado a presentarse sin invitación en casa de Pseldonimov, beberse sus dos botellas de champaña y hacerle feliz con su visita. «¡La verdad, la santa verdad antes que nada, y la franqueza! Con la franqueza llegaré hasta ellos. Pondrán su confianza en mí; lo veo como dos y dos son cuatro. Tienen cara de pocos amigos, pero cuando les revele todo, los conquisto irremisiblemente. Llenarán los vasos y clamorosamente beberán a mi salud. El militar romperá el suyo contra la espuela; estoy seguro. Quizá hasta lance un ¡hurra! Incluso cabe que si deciden lanzarme al aire según costumbre de los húsares yo no me oponga, y la cosa resulte bien. A la recién casada le daré un beso en la frente; es simpática. También Akim Petrovich es buena persona. Y, por supuesto, Pseldonimov acabará por enmendarse. Lo que le falta, por así decirlo, es cierto barniz mundano... Y aunque bien claro está que la nueva generación carece de verdadera delicadeza... les hablaré, sin embargo, de lo que representa la Rusia de hoy entre las demás potencias europeas. Aludiré a la cuestión de los siervos y... todos me estimarán y saldré de aquí lleno de gloria...!» Estas fantasías, ni que decir tiene, eran muy agradables, pero algo hubo que no lo fue, a saber: que en medio de esas esperanzas color de rosa Ivan Ilich descubrió de improviso que tenía una facultad inesperada: la de escupir. Al menos, comenzó de pronto a brotar saliva de su boca, con entera independencia de su voluntad. Sobre ello llamó la atención a Akim

Petrovich, a quien le había rociado la mejilla, pero quien seguía impertérrito, sin atreverse, por respeto, a limpiársela. Ivan Ilich tomó la servilleta y él mismo se la limpió con un movimiento súbito. Pero eso le pareció tan absurdo, tan sin sentido, que guardó silencio y quedó pensativo. Akim Petrovich, aunque seguía bebiendo, parecía como si le hubieran escaldado. Ivan Ilich calculaba que hacía casi un cuarto de hora que le estaba hablando de un tema sumamente interesante, pero que Akim Petrovich no sólo parecía confuso al escucharle sino temeroso de algo. Pseldonimov, que estaba a dos sillas de distancia, también alargaba el cuello hacia él y le escuchaba con la cabeza torcida a un lado y un gesto de lo más desagradable. Parecía, en efecto, que le estaba vigilando. Echando una mirada en torno, Ivan Ilich vio que muchos de los invitados le miraban fijamente y lanzaban risotadas. Pero lo más raro de todo fue que ello no le desconcertó en absoluto; antes al contrario, tomó otro sorbo de champaña y empezó a hablar de modo que todos pudieran oírle. —Acabo de decir... —anunció lo más fuerte posible—, acabo de decir, señoras y caballeros, a Akim Petrovich que Rusia... sí, es decir, Rusia... en fin, ustedes comprenden lo que quiero decir... Rusia, en mi más firme opinión, siente un acceso de hu-humanitarismo... —¡Hu-humanitarismo! —se oyó como eco al extremo opuesto de la mesa. —¡Hu-hu! —¡Chu-chu! Ivan Ilich tuvo que hacer alto. Pseldonimov se levantó de su silla para ver quién había gritado. Akim Petrovich sacudía la cabeza a hurtadillas como amonestando a los invitados. Ivan Ilich, aunque se dio clara cuenta de ello, guardó silencio, mortificado. —¡El humanitarismo! —prosiguió con firmeza—. y hace un rato.... hace justamente un rato decía yo a Stepan Nikikiforovich... sí... que... que la renovación, por así decirlo, de las cosas...

—¡Excelencia! —gritó alguien al otro extremo de la mesa. —¿Qué desea? —respondió el interrumpido Ivan Ilich tratando de distinguir al que había gritado. —Nada en absoluto, Excelencia; me he dejado arrastrar por el entusiasmo. ¡Continúe, con-ti-núe! —volvió a retumbar la voz. Ivan Ilich se estremeció. —La renovación por así decirlo, de estas mismas cosas... —¡Excelencia! —volvió a gritar la misma voz. —¿Qué se le ofrece? —¡Hola! ¿Qué tal? Esta vez Ivan Ilich no pudo contenerse. Interrumpió su discurso y se encaró con el ofensor y alterador del orden. Era éste un estudiante aún muy joven, que estaba borracho perdido y despertaba las más vivas sospechas. Llevaba ya un rato vociferando y había hecho añicos un vaso y dos platos, persuadido de que en una boda había que proceder de ese modo. En el instante mismo en que Ivan Ilich se encaraba con él, el militar empezó a reprender severamente al gamberro. —¿Qué es eso de berrear así? ¡Echarte de aquí es lo que debiéramos hacer! —¡No lo dice por usted, Excelencia, no lo dice por usted! —gritó regocijado el escolar, repantigándose en su silla—. Continúe, que le estoy escuchando y estoy muy satisfecho, pero que muy, muy satisfecho de usted. ¡Digno de alabanza, muy digno de alabanza! —El chico está borracho —dijo Pseldonimov en voz baja. —Ya veo que lo está, pero... —Eso, Excelencia, tiene que ver con una anécdota divertida que yo estaba contando —apuntó el militar— acerca de un teniente de nuestro regimiento que hablaba precisamente así a sus jefes; y por eso ese chico le imita ahora. A cada palabra de su jefe respondía diciendo: «¡Digno de alabanza, digno de alabanza!» Hace ya diez años que por tal motivo le expulsaron del servicio, —¿Qué... qué teniente fue ése?

—Uno de nuestro regimiento, Excelencia, a quien le gustaba con locura alabar a lagente. Al principio quisieron corregirle con buenas palabras, pero después lo metieron en el calabozo... Su jefe le exhortaba con buenos modos, y él, dale con lo mismo, «¡digno de alabanza, digno de alabanza!» Y lo curioso era que se trataba de un oficial de pelo en pecho y de más de seis pies de altura. Quisieron procesarle, pero se dieron cuenta de que estaba loco. —Ya se ve, un estudiante. Con las travesuras de un estudiante bien se puede ser menos severo... Yo, por mi parte, estoy dispuesto a perdonar... —Le hicieron un reconocimiento médico, Excelencia. —¿Cómo? ¿Qué lo ana-to-mizaron? —Perdone, señor. Estaba todavía completamente vivo. Una carcajada estrepitosa y casi general fue la respuesta de los invitados, que al principio habían tratado de portarse con circunspección. Ivan Ilich montó en cólera. —¡Señores! ¡Señores! —exclamó, casi sin tartamudear por primera vez—. Estoy en mi cabal juicio para comprender que a los vivos no se les somete a disección. Yo había supuesto que, a causa de la locura, ya no estaba vivo... es decir, que estaba muerto... en fin, lo que quiero decir es... que ustedes no me estiman... Y, sin embargo, yo les estimo a todos ustedes... sí, y estimo a Por... Porfiri... Me estoy humillando al hablar así... En ese instante un salivazo descomunal salió volando de la boca de Ivan Ilich y salpicó el mantel en un lugar muy a la vista. Pseldonimov se lanzó a enjugarlo con la servilleta. Esta última desventura le anonadó por completo. —¡Señores, esto es ya demasiado! —gritó desesperado. —Ese individuo está borracho, Excelencia —Pseldonimov estuvo a punto de indicar de nuevo. —¡Porfiri, veo que ustedes... todos... sí! Digo que confío... sí, invito a todos a que me digan en qué me he humillado. Ivan Ilich estaba a pique de llorar.

—Porfiri, acudo a ti... Dime, si he venido... sí... sí, a la boda, he tenido un propósito... Quería elevar moralmente... quería despertar sentimientos. Acudo a todos: ¿me he humillado mucho o no, en opinión de todos ustedes? Silencio sepulcral. De eso se trataba, de que reinaba un silencio sepulcral aun después de que por la mente de Ivan Ilich hubo cruzado la pregunta categórica: «¿Qué trabajo les costaría... gritar algo en ese momento?» Pero los invitados se limitaron a cruzar miradas. Akim Petrovich seguía sentado en su sitio, más muerto que vivo, y Pseldonimov, mudo de espanto, se repetía para sus adentros una pregunta terrible que desde hacía rato le acuciaba: «¿Y qué será de mí mañana como consecuencia de esto?» De pronto, el redactor de El Tizón, ya completamente ebrio y que hasta entonces había guardado un silencio adusto, se encaró con Ivan Ilich y con ojos relampagueantes empezó a responder a sus preguntas en nombre de todos los presentes. —¡Sí, señor! —gritó con voz de trueno—. ¡Sí, señor! Se ha humillado usted, sí, señor, es usted un reac-cio-nario... ¡ Reac-cio-nario! —¡Joven, recuerde con quien está hablando, por así decirlo! —gritó Ivan Ilich encolerizado, volviendo asaltar de su sitio. —Con usted, y además, no soy un joven... Usted ha venido a lucirse y a buscar popularidad... —Pseldonimov, ¿qué es esto? —chilló Ivan Ilich. Pero Pseldonimov se había puesto de pie con un respingo de espanto y ahora estaba tieso como un poste, sin saber a qué atender. Los invitados, por su parte, permanecían mudos en sus sitios, el artista y el estudiante aplaudían y coreaban: «¡bravo, bravo!» El periodista siguió vociferando con encono irreprimible: —¡Sí, usted ha venido a pavonearse con su humanitarismo! Le ha aguado usted la fiesta a todo el mundo. Ha bebido usted champaña sin pensar en que es demasiado caro para un empleado con diez rublos

mensuales de sueldo. ¡Y sospecho que es usted uno de esos jefes que se encalabrinan con las mujeres jóvenes de sus empleados! Y no sólo eso, sino que además estoy seguro de que usted apoya el pago de gratificaciones... ¡Sí, sí, sí! —¡Pseldonimov, Pseldonimov! —clamó Ivan Ilich extendiendo hacia él los brazos. Sentía como una nueva puñalada en el corazón cada palabra del periodista. —¡En seguida, Excelencia, por favor no se preocupe! —exclamó Pseldonimov enérgicamente. Se abalanzó sobre el periodista, le agarró del cuello de la levita y le arrancó de la mesa. Nadie hubiera podido esperar tamaña fuerza física del canijo Pseldonimov. Pero el periodista estaba ebrio perdido y Pseldonimov completamente sereno. Después le propinó unos cuantos puñetazos en la espalda y lo arrojó por la puerta —¡Son todos ustedes unos canallas! —gritó el periodista—. ¡Mañana les pongo a todos en ridículo en El Tizón...! Todo el mundo se puso de pie. —¡Excelencia, Excelencia! —gritaron Pseldonimov, su madre y algunos de los invitados, agolpándose en torno del general—. ¡Excelencia, cálmese! —¡No! ¡No! —respondió el general—. Estoy anonadado... yo había venido... quería, por así decirlo, echar la bendición. ¡Y ahora esto, para esto...! Se dejó caer en una silla, como inconsciente, puso ambos brazos en la mesa y apoyó en ellos la cabeza, en el plato mismo de manjar blanco. Imposible describir la consternación general. Al cabo de un minuto se levantó, con evidente deseo de irse, se tambaleó, tropezó en la pata de una silla, cayó pesadamente al suelo y empezó a roncar. Tal sucede a los no bebedores las raras veces que se embriagan. Hasta el último detalle, hasta el postrer momento conservan la lucidez, y luego se desploman de repente como yerba segada. Ivan Ilich yacía postrado en el suelo, perdido el conocimiento. Pseldonimov se agarró del pelo y quedó petrificado en esa postura. Los invitados comenzaron a tomar soleta, comentando cada

uno lo ocurrido a su manera. Eran ya cerca de las tres de la madrugada.

* * * A decir verdad, las circunstancias de Pseldonimov eran muchísimo peores de lo que pudiera imaginarse, aun habida cuenta de lo desagradable de su situación presente. Y mientras Ivan Ilich está tendido en el suelo y Pseldonimov está de pie junto a él arrancándose desesperadamente los cabellos, interrumpamos el hilo de la narración y digamos unas palabras aclaratorias acerca del propio Porfiri Petrovich Pseldonimov. Apenas faltaba algo más de un mes para su boda y todavía se hallaba en un estado total e irremisible de desastre. Había venido de provincias, donde su padre había sido empleado del Estado y donde había muerto estando procesado. Cuando unos cinco meses antes de la boda Pseldonimov, que llevaba ya todo un año malviviendo en Petersburgo, recibió su puesto de diez rublos mensuales, se sintió resucitar en cuerpo y alma, pero pronto volvió a ser víctima de las circunstancias. En el mundo entero quedaban sólo dos personas de apellido Pseldonimov, él y su madre, quien había abandonado su hogar provinciano tras la muerte del marido. Madre e hijo padecieron juntos hambre y frío. Había días en que el propio Pseldonimov iba a la Fontanka con un jarro a beber agua. Una vez colocado, se instaló con su madre en un cuartucho de mala muerte. Ella se puso a trabajar como lavandera, en tanto que él estuvo ahorrando durante cuatro meses para poder comprarse botas y un miserable gabán. ¡Y cuántos agravios no hubo de soportar en su oficina! Sus jefes se le acercaban para preguntarle cuánto C tiempo hacía que no se había bañado. De él se rumoreaba que bajo el cuello del uniforme tenía verdaderos nidos de piojos. Pero Pseldonimov era de carácter firme. Por su aspecto parecía tranquilo y taciturno. Instrucción tenía muy poca y casi nunca se le oía conversar con nadie. No sé a punto fijo si pensaba, si trazaba planes o urdía

proyectos, si soñaba con algo. Pero, en cambio, en él se fue desarrollando un empeño instintivo, decisivo, inconsciente, de salir de su mezquina condición. Su tenacidad era como la de la hormiga; si a las hormigas se les destruye su agujero, al punto se aprestan a hacerse otro; si se les destruye éste, empezarán de nuevo, y así sucesivamente, sin cansarse. Era un individuo ordenado y economizador. Bastaba verle la cara para comprender que se abriría camino, que se haría su nido y que quizá incluso pusiera a buen recaudo algunos ahorrillos. En el mundo entero sólo su madre le quería, y le quería con delirio. Era una mujer voluntariosa, incansable, trabajadora y, por añadidura buena. De ese modo, pues, los dos hubieran seguido viviendo en su cuchitril durante quizá cinco o seis años más hasta que las cosas tomaran otro cariz, si no hubiesen tropezado con el consejero titular jubilado Mlekopitayev, que había sido en tiempos pasados tesorero en la provincia de ellos y que recientemente había venido a instalarse en Petersburgo con su familia. Conocía a Pseldonimov, de cuyo padre había recibido además algún favor. Tenía algún dinerillo, por supuesto no mucho, pero lo tenía; cuánto, exactamente, no lo sabía nadie: ni su mujer, ni su hija mayor, ni sus parientes. Tenía dos hijas, y como era un déspota terrible, un borrachín, un ogro casero, y para colmo tenía mala salud, se le ocurrió inopinadamente casar a una de ellas con Pseldonimov. «Le conozco —decía—; su padre era una buena persona y el hijo lo será también». Lo que Mlekopitayev se proponía lo llevaba a cabo: dicho y hecho. Era un déspota de lo más raro. La mayor parte del tiempo la pasaba sentado en un sillón, por haber perdido el uso de las piernas a resultas de una enfermedad que no le impedía, sin embargo, empinar el codo. Se pasaba días enteros bebiendo vodka y echando maldiciones. Como bellaco que era, necesitaba a alguien a quien atormentar de continuo. Para ello tenía junto a sí a unas cuantas parientes lejanas: a su hermana, mujer enferma y huraña, a dos hermanas de su mujer, también ruines y viperinas de lengua, y a una tía

anciana, que por algún motivo tenía una costilla rota. Tenía, además, auna alemana rusificada y gorrona, a la que apreciaba por su talento para contarle cuentos de Las mil y una noches. Toda su satisfacción consistía en hostigar a esas infelices parásitas, en blasfemar de ellas a cada momento como un carretero, aunque ellas, sin exceptuar a su mujer, que tenía un dolor de muelas crónico, no osaban decir palabra en su presencia. El las indisponía entre sí, inventaba y fomentaba entre ellas chismes y desavenencias, y luego se regocijaba y reía a carcajadas al ver cómo casi llegaban a las manos. Se alegró mucho cuando su hija mayor, que durante diez años había estado viviendo en la miseria con su marido, oficial del ejército, enviudó y fue a instalarse con él en compañía de tres hijos pequeños y enfermos. A esos niños no podía aguantarlos, pero como con su venida aumentaba el «material» en que podía llevar a cabo experimentos diarios, el viejo estaba la mar de contento. Toda esta muchedumbre de hembras aviesas y niños canijos, junto con su verdugo, vivían apretujados en una casa de madera en la banda de Petersburgo. Tenían hambre atrasada, porque el viejo era tacaño como él solo y soltaba el dinero con cuentagotas, aunque no lo escatimaba para el vodka que bebía; no dormían lo bastante, pues el viejo padecía de insomnio y exigía que lo divirtieran. En suma, que todos vivían malamente y renegaban de su suerte. Fue por entonces cuando Mlekopitayev se fijó en Pseldonimov. Le impresionaron su larga nariz y su aspecto pacífico. La hija menor, flaca y fea, cumplía a la sazón diecisiete años. Si bien había asistido alguna vez a una escuela alemana, de ella no había sacado más provecho que aprender el abecedario. Fue creciendo anémica y escrofulosa, bajo los golpes de la muleta del padre, cojo y alcohólico, en una orgía de chismes, soplonerías y calumnias caseras. Carecía de amigas y de sentido común. Hacía tiempo que quería casarse. En presencia de extraños no abría el pico, pero en casa, con su madre y la pandilla de gorrones, era malévola y su lengua taladraba como una barrena. Se desvivía sobre

todo por dar pellizcos y coscorrones a los hijos de su hermana y por ir con el cuento de que robaban azúcar y pan, con lo que entre ella y su hermana mayor había riña continua e incesante. Fue el propio viejo quien se la ofreció a Pseldonimov. No obstante la miseria en que éste vivía, pidió plazo para meditarlo. El y su madre pensaron largo tiempo el asunto. Pero a nombre de la novia se iba a poner una casa que, aunque de madera, mezquina y de un solo piso, era al fin y al cabo algo de valor. Y para colmo le daban cuatrocientos rublos —¿cuándo podría él ahorrar tanto? «Que por qué traigo a casa a un hombre? —gritaba, ebrio, el tirano—. Pues, en primer lugar, porque todas vosotras sois hembras y ya estoy hasta la coronilla de hembras. Quiero que también Pseldonimov baile al son que yo le toque, porque voy a ser su bienhechor. En segundo lugar, le traigo porque vosotras no queréis que lo haga y estáis furiosas. Así, pues, lo haré para que rabiéis. Lo dije y lo haré. Y tú, Porfiri, atízale a ella cuando sea tu mujer. Desde que nació lleva siete demonios en el cuerpo. Échaselos de ahí, que yo te preparo el garrote...» Pseldonimov callaba, pero había aceptado. A él y a su madre les habían recogido ya en la casa antes de la boda, les habían lavado, vestido, calzado y dado dinero para el casamiento. El viejo los protegía, acaso porque, efectivamente, toda la familia estaba furiosa. La señora Pseldonimova le gustaba tanto que se contenía para no atosigarla. Por otra parte, ocho días antes de la boda obligó a Pseldonimov a bailar la Kazachka. «Bueno, basta, sólo quería recordarte que no se te suban los humos ante mí» —dijo cuando terminó la danza. Dio el dinero justo para la boda e invitó a todos sus parientes y conocidos. De parte de Pseldonimov sólo estaban el redactor de El Tizón y Akim Petrovich, el invitado de honor. Pseldonimov sabía muy bien que su novia le tenía inquina y que hubiera preferido casarse con el militar; pero todo lo aguantó, pues así lo habían acordado él y su madre. Durante todo el día de la boda y toda la velada el viejo estuvo echando pestes y bebiendo. A causa de la boda, toda la familia se

refugió en los cuartos traseros y allí estuvo amontonada hasta no poder apenas respirar. Las habitaciones delanteras se habían destinado al baile y la cena. Por fin, cuando hacia las once de la noche el viejo se durmió, borracho perdido, la madre de la novia, más que nunca furiosa ese día con la madre de Pseldonimov, decidió pasar de la ira a la benevolencia y salir al baile y la cena. La aparición de Ivan Ilich lo trastornó todo. La señora Mlekopitayeva quedó confusa, se sintió ofendida y se puso a reñir con todos porque no se le había dicho que el general estaba invitado. Le aseguraron que éste había venido por su cuenta, sin invitación, pero la muy necia no se lo quería creer. Hacía falta champaña. A la madre de Pseldonimov le quedaba sólo un rublo y el propio Pseldonimov no tenía un kopek. Fue preciso humillarse ante la vieja y maligna Mlekopitayeva, pedirle dinero para una botella y después para otra. Le pintaron futuras relaciones del funcionario, la carrera de éste, trataron de persuadirla. Por fin apoquinó el dineroj pero no sin antes obligar a Pseldonimov a tragar tanta bilis que éste entró corriendo varias veces en el cuarto donde estaba el tálamo nupcial, tirándose en silencio de los pelos, echándose de cabeza en el lecho destinado a los deleites paradisíacos y temblando de furia impotente. Ivan Ilich no supo cuánto costaron las dos botellas de í champaña que se bebió esa noche. ¡Cuáles no serían el terror, la angustia y hasta la desesperación de Pseldonimov cuando el asunto de Ivan Ilich terminó de manera tan inesperada! Una vez más preveía quebraderos de cabeza, acaso una noche entera de gritos y lágrimas de la caprichosa recién casada y los reproches estúpidos de los parientes de ésta. Por añadidura le dolía la cabeza y, como si ello no bastara, el tufo y la oscuridad le nublaban los ojos. Y ahora que había que ayudar a Ivan Ilich era menester encontrar a las tres de la madrugada un médico y un carruaje para llevarle a su domicilio; y tenía que ser un carruaje, porque era imposible mandar a casa a tal personaje, y en tal estado, en un coche de punto o un

trineo cualquiera. ¿Y dónde agenciarse el dinero para tal carruaje? La señora Mlekopitayeva, rabiosa porque el general no le había dicho dos palabras ni la había mirado durante la cena, declaró que no le quedaba un kopek. ¿Dónde obtener el dinero? ¿Qué hacer? Sí, había razón bastante para tirarse de los pelos.

* * * Mientras tanto habían llevado a Ivan Ilich a un pequeño diván de cuero que estaba allí en el comedor. Mientras levantaban los manteles y separaban las mesas, Pseldonimov se puso a buscar dinero por todas partes; hasta intentó que se lo prestaran los criados, pero nadie lo tenía. Incluso se arriesgó a importunar a Akim Petrovich, que se había quedado más tiempo que los demás; pero a éste, aunque buena persona, al oír que de dinero se trataba, le entró tal confusión, mejor dicho, tal espanto, que no pudo decir más que estupideces nada comunes en él: —En otra ocasión, yo con gusto... —murmuró—, pero ahora, la verdad, perdone usted... Y cogiendo su sombrero salió disparado de la casa. Sólo el joven bondadoso, el que había hablado del «Libro de los sueños», trataba todavía de ayudar, aunque sin gran provecho. También se había quedado más tiempo que los demás, en cordial simpatía con los infortunios de Pseldonimov. Por último, éste, su madre y el joven decidieron de común acuerdo no llamar a un médico, sino ir por un carruaje y llevar al enfermo a su casa. En tanto que llegaba el vehículo se le aplicarían algunos remedios caseros, tales como agua fría en la cabeza y las sienes, compresas de hielo, etc. De ello se encargó la madre de Pseldonimov. El joven fue volando a buscar el carruaje. Como a esa hora ya no se encontraba siquiera un coche de punto en la banda de Petersburgo, tuvo que ir lejos, a una cochera, y despertar a los cocheros. Empezaron a regatear; los cocheros decían que cobrar a esa hora cinco rublos por un carruaje no era mucho, pero quedaron ajustados en

tres. Ahora bien, cuando al filo de las cuatro de la mañana llegó el joven con el vehículo alquilado a casa de los Pseldonimov, éstos habían mudado ya de parecer. Por lo visto Ivan Ilich, que seguía desmayado, había empeorado tanto, gemía y se agitaba de tal modo que era de todo punto imposible, y aun peligroso, conducirle a su domicilio en tal estado. «¿En qué parará todo esto?» decía Pseldonimov, desalentado en extremo. ¿Qué hacer? Surgió otra cuestión. Si había que dejar al enfermo allí en la casa, ¿dónde ponerlo y acomodarlo? En la casa no había sino dos camas: una enorme, de matrimonio, en la que dormían el viejo Mlekopitayev y su esposa, y otra de nogal comprada hacía poco y destinada a los recién casados. Los demás moradores, mejor dicho, las moradoras, de la casa dormían en el suelo, en fila, la mayoría en jergones de plumas, casi todos estropeados y malolientes, en suma, indecentes, y además no había ni uno de sobra. ¿Dónde poner al enfermo? Quizá pudiera hallarse un jergón, quitárselo a alguien en último caso, pero ¿dónde y sobre qué colocarlo? Resultó que habría que ponerlo en la sala, puesto que era la habitación más alejada del núcleo de la familia y tenía su propia puerta de salida. ¿Pero sobre qué? ¿Sencillamente sobre unas sillas? Sabido es que sobre las sillas se pone sólo a los muchachos que vienen del colegio a pasar en casa el fin de semana; y en el caso de una persona como Ivan Ilich ello sería improcedente. ¿Qué diría al día siguiente al verse sobre unas sillas? Pseldonimov no quería oír hablar de tal cosa. Quedaba sólo un recurso: llevarle al lecho nupcial. Este lecho nupcial, como ya hemos dicho, estaba en un cuarto pequeño contiguo al comedor. La cama tenía un colchón doble, nuevo y todavía sin estrenar, sábanas limpias y cuatro alhomadas de calicó color de rosa con fundas de muselina adornadas de volantes. El edredón era acolchado, de raso también color de rosa. De un anillo dorado situado sobre la cama pendían cortinas de muselina. Total, que todo estaba como Dios manda, y los invitados, casi todos los cuales habían visitado la alcoba, alababan esas galas.

La novia, aunque no podía aguantar a Pseldonimov, fue corriendo varias veces durante la velada, y por lo común a hurtadillas, a contemplar aquello. ¡Cuál no sería su indignación, su furia, cuando supo que en su lecho de boda querían instalar al paciente, enfermo de algo que parecía cólera! La madre de la novia se puso de parte de ésta, juraba y perjuraba, amenazando con que al día siguiente se quejaría a su marido, pero Pseldonimov insistió y se salió con la suya: llevaron a Ivan Ilich a la cama nupcial y acomodaron a los recién casados sobre unas sillas en la sala. La novia gimoteaba, pronta a repartir pellizcos, pero no se atrevió a rechistar; su padre tenía una muleta que ella conocía muy bien, y sabía que su progenitor pediría al día siguiente cuenta estrecha de todo. Para consolarla le trajeron a la sala el edredón color de rosa y las almohadas con fundas de muselina. En ese preciso momento llegó el joven con el carruaje, y cuando se enteró de que ya no hacía falta quedó espantado, porque a él le tocaba pagarlo y en su vida había tenido una moneda de veinte kopeks. Pseldonimov dio a conocer su completa bancarrota. Trataron de persuadir al cochero, pero éste empezó a meter bulla e incluso a aporrear las maderas de las ventanas. No sé a punto fijo cómo acabó aquello. Parece que el joven, en ese mismo carruaje, fue conducido en calidad de rehén a Peski, a la cuarta calle de Rozhdestvenskaya, donde esperaba despertar a un estudiante que estaba pasando la noche en casa de unos conocidos y ver si tenía algún dinero. Eran ya las cinco de la mañana cuando dejaron a los novios encerrados en la sala. A la cabecera del paciente permaneció toda la noche la madre de Pseldonimov. Se arrebujó en el suelo, encima de una alfombrilla, y se cubrió con una pelliza ligera, pero no pudo dormir porque se vio obligada a levantarse a cada momento a causa del terrible trastorno digestivo que tenía Ivan Ilich. La señora Pseldonimova, mujer briosa y de buen corazón, lo desnudó ella misma, le quitó toda la ropa, le estuvo cuidando como a hijo propio y se pasó la noche entera yendo y viniendo del comerdor a la alcoba

con las vasijas necesarias. Sin embargo, las desventuras de esa noche estaban todavía lejos de acabar.

* * * No habían pasado diez minutos desde que se habían quedado solos los novios en la sala cuando se oyó de pronto un grito agudo, no alegre sino siniestro. Después del grito se sintió un estruendo, algo así como la caída de unas sillas, y al momento entró como una tromba en la habitación todavía oscura una multitud de mujeres, lanzando ayes de espanto y más o menos ligeras de ropa. Estas mujeres eran la madre de la novia, la hermana mayor de ésta, que para el caso había abandonado a sus hijos enfermos, y tres de sus tías, sin exceptuar a la que tenía la costilla rota. Hasta la cocinera estaba allí. También la alemana, lagorrona, la que contaba cuentos y a quien a la fuerza le habían quitado su jergón de plumas, que era el mejor de la casa y constituía la totalidad de su hacienda, se encontraba allí con las demás. Todas estas respetables y astutas mujeres venían ya desde las cuatro de la mañana deslizándose en puntillas desde la cocina, por el pasillo, hasta el recibimiento, donde se ponían a escuchar con inexplicable curiosidad. Mientras tanto alguien se apresuró a encender una palmatoria, con lo que se reveló un espectáculo inesperado. Las sillas, no pudiendo soportar la carga de dos personas y con el ancho jergón apoyado sólo por los bordes, se separaron y el jergón cayó entre ellas al suelo. La novia temblaba de rabia. Esta vez se sintió ofendida hasta el fondo mismo de su ser. Pseldonimov, apabullado moralmente, parecía un criminal cogido in fraganti. Ni siquiera trató de disculparse. Por todas partes se oían lamentos y chillidos. Al estrépito acudió también la señora Pseldonimova, pero esta vez la madre de la novia tenía la sartén por el mango. Empezó por cubrir a Pseldonimov de reproches en su mayoría injustificados: «Y después de esto, amigo, ¿qué clase de marido eres?

¡Adonde vas a ir, amjgo, tan capaz como eres, después de un bochorno como éste?» y así por el estilo. Y por último, cogiendo a su hija del brazo, la apartó de su marido y se la llevó a su propio cuarto, tomando sobre sí la responsabilidad de encararse al día siguiente con el tremebundo padre que pediría cuenta de todo. A ella se unieron todas las demás, suspirando y sacudiendo la cabeza. Con Pseldonimov permaneció sólo su madre, que trató de consolarlo. Pero él la despidió sin más. No estaba él para consuelos. Llegó al diván y se sentó en él, sumido en sombrías reflexiones, descalzo y en paños menores. En la cabeza se le agolpaban y confundían los pensamientos. De vez en cuando, como maquinalmente, miraba ese cuarto donde poco antes alborotaban los bailarines y donde todavía flotaba en el aire el humo de los cigarrillos. Las coallas y los papeles de caramelos cubrían el suelo manchado y mugriento. El colapso del lecho matrimonial y las sillas derribadas atestiguaban la fragilidad de las mejores y más seguras esperanzas y ensueños. De este modo pasó casi una hora. Seguían cruzándole por la mente pensamientos agobiantes: ¿qué le esperaba en la oficina? Se daba penosa cuenta de que sería preciso cambiar su puesto por cualquier otro, pues era imposible permanecer en aquél, cabalmente a resultas de lo sucedido esa noche. Pensaba también en Mlekopitayev, quien quizá al día siguiente le haría bailar de nuevo la Kazachka para poner a prueba su mansedumbre. Caía también en la cuenta de que, si bien Mlekopitayev había dado cincuenta rublos para el día de la boda, de los que no quedaba un kopek, no había pensado todavía en dar los cuatrocientos de la dote, ni había hecho la menor alusión a ellos. Más aún, en lo tocante ala casa no había aún documento alguno de transferencia. Pensaba también en su mujer, que le había abandonado en el momento más crítico de su vida, y en el militar alto que había hincado una rodilla ante ella. Ya había tenido ocasión de notar todo eso. Pensaba en los siete demonios que llevaba su mujer en el cuerpo, según testimonio de su progenitor, y en el garrote que éste

usaba para ponerlos en fuga... En fin, él se sentía con arrestos bastantes para sobrellevar muchas cosas, pero el destino le había reservado tantas sorpresas que cabía poner en duda su capacidad de aguante. Así estaba Pseldonimov de acongojado. Mientras tanto se extinguía el cabo de vela. Su luz mortecina, que caía directamente sobre el perfil de Pseldonimov, lo proyectaba en tamaño colosal sobre la pared, con el cuello estirado, la nariz corva y los dos mechones de pelo, erizado el uno en la frente y el otro en el cogote. Por último, cuando ya empezaba a notarse el frescor mañanero, Pseldonimov se levantó, tiritando de frío y entumecido de espíritu, se acercó al jergón que yacía entre las sillas y, sin arreglar nada ni apagar el cabo de vela, sin ponerse siquiera una almohada bajo la cabeza, se encaramó ágatas en el colchón y quedó dormido con ese sueño plúmbeo, semejante a la muerte, que es acaso el del reo en capilla que sube al patíbulo al día siguiente.

* * * Por otra parte, ¿qué se puede comparar a esa noche de tormento que pasó Ivan Ilich Pralinski en el tálamo nupcial del malaventurado Pseldonimov? Durante algún tiempo el dolor de cabeza, los vómitos y otros ataques sumamente desagradables no le dejaron un momento de descanso. Fueron penas del infierno. Su conciencia, que apenas despuntaba, le alumbraba tales abismos de horror, escenas tan tenebrosas y repugnantes, que más valía que no la recobrara del todo. Sin embargo, seguía con la cabeza revuelta. Reconocía, por ejemplo, a la madre de Pseldonimov y oía sus dulces exhortaciones: «Trata de aguantar, precioso; trata de aguantar, bonito mío, y verás qué pronto se te pasa». La reconocía y, sin embargo, no hallaba explicación lógica de por qué estaba allí a su lado. Tenía visiones repulsivas, la más frecuente de las cuales era la de Semion Ivanovich; pero, al mirar con cuidado, resultó no ser Semion Ivanovich sino la nariz de Pseldonimov. Ante él

desfilaban también el artista «libre», el militar y la vieja de la mejilla vendada. Lo que más le llamaba la atención era el anillo dorado suspendido sobre su cabeza, en el que estaban enganchadas las cortinas. Lo distinguía con claridad a la débil luz del cabo de vela que alumbraba el cuarto, y no hacía más que preguntarse: ¿para qué sirve ese anillo? ¿por qué está aquí? ¿qué significa? Varias veces se lo preguntó a la señora, pero por lo visto decía lo que no quería decir y ella evidentemente no le comprendía, por mucho que él se esforzaba por hacerse entender. Por fin, ya al filo de la mañana, cesaron los ataques y se quedó dormido profundamente, sin sueños. Despertó al cabo de una hora y cuando despertó había recobrado casi enteramente el conocimiento. Sentía un intolerable dolor de cabeza y un gusto nauseabundo en la boca y en la lengua, que se le antojaba un trozo de tela de algodón. Se incorporó en la cama, miró en torno suyo y quedó pensativo. La pálida luz del día naciente, colándose como estrecha cinta por las rendijas del postigo, temblaba en la pared. Eran alrededor de las siete de la mañana. Pero cuando Ivan Ilich cayó de pronto en la cuenta y recordó todo lo que le había pasado desde la noche anterior; cuando volvieron a su mente todas las desventuras de la cena, su malograda hazaña, su discurso cuando estaba a la mesa, cuando se le representó de golpe, con horrible nitidez, todo cuanto de ello podía resultar, todo lo que de él podían decir y pensar; cuando echó una ojeada a su alrededor y vio, por último, a qué deplorable e indecente estado había reducido el pacífico lecho matrimonial de su subalterno... ¡oh, se apoderó entonces de su corazón tan mortal vergüenza, sintió tormentos tales, que lanzó un grito, se tapó la cara con las manos y desesperado se arrojó sobre la almohada! Un instante después saltó de la cama, vio allí mismo, en una silla, sus vestidos ya dispuestos y limpios, los cogió y a toda prisa, mirando en torno suyo como si temiera algo, empezó a ponérselos. Allí en otra silla estaba también su gabán de pieles, su gorro, y, dentro de éste, sus guantes amarillos. Hubiera

querido escapar sin ser visto. Pero de pronto se abrió la puerta y entró la señora Pseldonimova con una jofaina y una jarra de arcilla. Traía al hombro una toalla. Puso la jofaina en el suelo y sin gastar palabras declaró que era absolutamente preciso lavarse. —¡Hala, señor, a lavarse! ¡No puede salir sin lavarse...! Y fue en ese instante cuando Ivan Ilich tuvo el convencimiento de que si había en el orbe entero una sola persona ante la que no tenía por qué avergonzarse ni sentir recelo era precisamente esa mujer. Se lavó. Y largo tiempo después, en penosos momentos de su vida, había de recordar, entre otros remordimientos de conciencia, la circunstancia entera de aquel despertar, y aquella jarra de arcilla con su jofaina de loza llenas de agua fría en la que aún flotaban trozos de hielo, y el jabón de forma oval envuelto en papel color de rosa con unas letras borradas, de quince kopeks la pastilla, comprado evidentemente para los recién casados, pero que Ivan Ilich hubo de empezar, y aquella mujer con la toalla al hombro. El agua fría le refrescó; se secó y, sin decir palabra ni dar las gracias a su hermana de la caridad, cogió el gorro, se echó por los hombros el gabán que le había alargado la señora Pseldonimova, y por el pasillo, por la cocina en la que ya maullaba el gato y en que la cocinera, levantándose de su jergón, le miraba con ardiente curiosidad, salió corriendo al patio, a la calle, y saltó en un coche de punto que pasaba. La mañana era muy fría. Una neblina helada y amarillenta cubría aún las casas y todos los objetos. Ivan Ilich se levantó el cuello delgabán. Pensaba que todo el mundo se fijaba en él, que todos le conocían, que todos se enterarían...

* * * Durante ocho días no salió de su casa ni se presentó en la oficina. Estuvo enfermo, dolorosamente enfermo, pero más moral que físicamente. Durante esos ocho días vivió en un verdadero infierno y cabe suponer que se

los descontarían en el otro mundo. Hubo momentos en que llegó a pensar en meterse a monje. De veras que los hubo. Hasta su imaginación empezó a orientarse en ese sentido. Soñaba con salmodias tranquilas en un claustro, con un ataúd abierto, con la vida en una celda solitaria, con bosques y grutas; pero cuando volvía en su acuerdo comprendía al punto que todo ello era soberana tontería y exageración y se avergonzaba de la tontería. Luego le acicateaban los arrechuchos morales que tenían que ver con su existence manquee. Más tarde la vergüenza volvía a prender en su espíritu, se adueñaba de él y enconaba la herida. Se estremecía al imaginarse varias escenas. ¿Qué dirían de él, qué pensarían, cómo iría a su despacho, qué cuchicheos le perseguirían durante todo un año, o durante diez, o durante su vida entera? Ese episodio suyo pasaría a la posteridad. A veces se acobardaba tanto que estaba dispuesto a presentarse sin más ante Semion Ivanovich y pedirle perdón y amistad. Ni siquiera se justificaba ya; se echaba a sí mismo toda la culpa. No hallaba excusas y se avergonzaba de no hallarlas. Pensó también en pedir inmediatamente el retiro y de ese modo, sencillamente, consagrarse en la soledad al bienestar de la humanidad. En todo caso, urgía cambiar rápidamente de amistades para arrancar así de raíz todo recuerdo de sí. Más tarde comprendió que eso también era una tontería y que todo podría arreglarse redoblando la severidad con los subalternos. Entonces recobró sus esperanzas y bríos. Por último, durante esos ocho días de incertidumbre y tormento concluyó que ya no podía aguantar la falta de noticias y un beau matin decidió ir a la oficina. Antes, cuando lleno de congoja estaba todavía encerrado en casa, se había imaginado mil veces cómo entraría en su oficina. Se había persuadido con terror de que oiría tras sí murmullos equívocos, de que vería rostros sospechosos, de que recogería sonrisas maliciosas. Cuál no sería su asombro cuando, de hecho, nada de esto ocurrió. Le recibieron con respeto, le

saludaron; todos estaban serios, todos ocupados. Su corazón rebosaba de gozo cuando llegó a su despacho. Al momento y con la mayorgravedad se puso a tramitar varios asuntos; escuchó informes y explicaciones y emitió dictámenes. Tenía la impresión de no haber pronunciado nunca juicios y formulado decisiones con tanta pericia como esa mañana. Veía que todos estaban contentos de él, que le estimaban, que le trataban con respeto. El recelo más quisquilloso no hubiera podido percatarse de nada. La cosa iba como una seda. Por último se presentó también Akim Petrovich con unos papeles. A su llegada, Ivan Ilich sintió como una punzada en el corazón, pero fue sólo un momento. Despachó con Akim Petrovich, le habló con afectación, le explicó cómo había que proceder en ciertos asuntos y aclaró algunos detalles. Notó únicamente que evitaba mirar demasiado a Akim Petrovich o, mejor dicho, que éste temía mirarle a él. Pero Akim Petrovich terminó su consulta y empezó a recoger los papeles. —Hay una solicitud más —apuntó Akim Petrovich con voz lo más neutra posible—, la del funcionario Pseldonimov para su traslado al departamento de... Su Excelencia Semion Ivanovich Shipulenko le ha prometido un puesto. Solicita que tenga Vuestra Excelencia a bien conceder el traslado. —¡Ah, con que quiere un traslado! —dijo Ivan Ilich, sintiendo que se le quitaba un peso enorme de encima. Levantó los ojos a Akim Petrovich y en ese momento se cruzaron sus miradas. —Bueno, pues yo por mi parte... emplearé... —respondió Ivan Ilich—. Estoy de acuerdo. Se veía que Akim Petrovich quería escurrir el bulto cuanto antes. Pero de pronto Ivan Ilich en un arranque de magnanimidad, quiso sincerarse de una vez para siempre. Por lo visto se sentía inspirado una vez más. —Dígale usted —y dirigió una mirada penetrante y significativa a Akim Petrovich—, diga a Pseldonimov que no le deseo mal alguno, ¡sí, que no se lo deseo! Al contrario, que estoy dispuesto a olvidar todo lo ocurrido, a olvidarlo todo, todo...

Pero, de repente, Ivan Ilich se quedó cortado al ver con asombro la extraña conducta de Akim Petrovich, quien, no se sabe por qué, de hombre juicioso se volvió de pronto tonto redomado. En vez de escuchar, y escuchar hasta el fin, a Ivan Ilich, enrojeció hasta la raíz de los cabellos, y a toda prisa e incluso indecorosamente, comenzó a recular hacia la puerta haciendo ligeras inclinaciones con el cuerpo. Su aspecto entero revelaba el deseo de que al momento se lo tragara la tierra, o, mejor dicho, de llegar cuanto antes a su escritorio. Ivan Ilich, al quedarse solo, se levantó de su asiento presa de turbación. Se miró en el espejo sin ver en él el reflejo de su cara. —¡No, severidad y nada más que severidad! —se decía casi inconscientemente para sus adentros, y de pronto notó que se le encendía el rostro. Ni en los momentos más intolerables de sus ocho días de enfermedad había conocido tal vergüenza, tal pesadumbre. «¡No he estado a la altura de las circunstancias!» murmuró para sí, y se dejó caer sin fuerzas en el sillón.