Cuaderno019 Tomas Melendo Elementos Configuradores de La Actual Valoracion Del Trabajo

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ELEMENTOS CONFIGURADORES DE LA ACTUAL VALORACION DEL TRABAJO TOMAS MELENDO C U A D E R N O S EMPRESA Y HUMANISMO I N S T I T U T O 19

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ELEMENTOS CONFIGURADORES DE LA ACTUALVALORACION DEL TRABAJO

TOMASMELENDO

C U A D E R N O S

EMPRESA Y HUMANISMOI N S T I T U T O

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INDICE

1. La minusvaloración clásica de lastareas laborales. 2. La exaltación moderna de lacapacidad transformadora del trabajo.

3. El influjo del cristianismo. NOTA BIOGRAFICA

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Simplificando un tanto la cuestión, cabríadecir que son tres las corrientes que confluyenen el modo contemporáneo de conceptuar eltrabajo: a) por una parte, el pensamientoclásico, representado adecuadamente porAristóteles, y cuya incidencia se hará notar a lolargo de toda la Edad Media y, en determi-nados aspectos, hasta nuestros días; b) ensegundo término, la filosofía moderna, ini-ciada por Descartes, y que -como veremos-invierte la perspectiva respecto a la visión aris-totélica; c) por fin, la influencia del cristia-nismo, que matiza y modifica ambas concep-ciones, y desemboca en una estricta dignifi-cación del trabajo humano.

1. La minusvaloración clásica de lastareas laborales.

Cualquier mediano conocedor del pensa-miento y la cultura clásicos sabe que entre losgriegos el trabajo no gozó en absoluto de laconsideración social y la relevancia que hamostrado en nuestro tiempo. Más aún, el quehoy denominamos trabajo manual o físico -yque para los griegos constituía el analogadoprincipal y casi exclusivo de la noción detrabajo- era conceptuado como algo despre-ciable, de menor categoría y, a la par, como un

indicador neto del bajo rango social de quienlo llevaba a cabo.

Un exponente fidedigno de cuanto acabo dedecir lo encontramos en Platón:1 en el Estadoideal que dibuja en La República -y dentrotodavía de la descripción del Estado sano-, con-fiere a los que hoy calificaríamos como “traba-jadores”: artesanos, mercaderes, comerciantes,asalariados... un puesto a todas luces subal-terno en el engranaje social; y, al establecer elparalelismo entre el todo de la República y elorganismo humano, los compara con lasdimensiones más materiales y menos noblesdel hombre. Aristóteles, por su parte2, llega aconsiderar al esclavo, al que se encomiendanlos trabajos manuales, como un “instrumentoanimado”, estricta posesión de su dueño.

Ciertamente, entre los griegos y los romanosexisten algunas voces que se alzan débilmenteen defensa del valor del trabajo: así, porejemplo, ciertos sofistas -Hippias, entre ellos-,los cínicos, Musonio Rufo y los escépticos,como Pirrón-, pero casi ninguno aprecia eltrabajo por su valor intrínseco, sino comomedio o instrumento para alcanzar otro fin.. eldominio de sí mismo, el sustento, la posibilidadde apartarse de los usos comunes, etcétera.3 Yalgo similar habría que decir de personajesmás conocidos, como Virgilio, para quien

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“todo lo vence el áspero trabajo y la necesidadque nos espolea en los negocios que fatigan”;Ovidio, que llega a exclamar: “¡Sorpréndamela muerte en medio de mi trabajo!”; o Cicerón,que considera el arte de vivir como algo tra-bajoso y fructuoso, y afirma que quien trabajasu campo no piensa hacer mal a nadie.4Además, y en cualquier caso, por encima detodos estos testimonios de excepción, y comoexpresión del sentir general de los pueblosgriego y romano, se impone la opinión deAristóteles, con su distinción entre labores ser-viles -trabajo en el sentido más riguroso- yocio, o espacio para la teoría y la contem-plación, única ocupación digna del hombrelibre.

Como explica J. Pieper,5 sólo en este con-texto cultural de devaluación del trabajopueden entenderse afirmaciones como la aris-totélica “trabajamos para tener ocio”, tan con-traria a la opinión hoy corriente: descansamospara poder seguir trabajando; y sólo con esemodo de enfocar el problema se entiende queen el idioma griego no exista un término apro-piado para expresar directamente la idea detrabajo: igual que sucederá más tarde en latín,las voces “trabajo” y “trabajar”, en el sentidorestringido al que desde el principio venimosaludiendo, se derivan, por privación de la

palabra “ocio”. Y así, en latín, al sustantivootium, primario desde una perspectiva lin-güística, se oponen los derivados neg-otium(no-ocio) y neg-otiare. Todo eso hace que en lafrase de Aristóteles antes citada -y de unamanera que a nuestros oídos suena extraña-,el castellano “trabajamos” debiera ser susti-tuido por la dicción “estamos noociosos”,resultando el enunciado completo: “estamosnoociosos para tener ocio”. ¡Hasta tal puntoera el ocio -entendido en el noble sentido deactividad contemplativa, repito, y no en elactual de reposo o inactividad- lo celebradopor los griegos; y el trabajo (físico), unauténtico mal, indigno del hombre libre!

Obviamente, estas coordenadas seencuentran muy lejos de la concepción que, enparte al menos, impera en nuestros días: la deltrabajo -de todo trabajo- como principio deperfeccionamiento humano. Las palabras deAristóteles que citaremos a continuación, y enlas que la mayor parte de las labores humanasse opone frontalmente a la mejora del hombreen sus dimensiones más nobles, señalan sufi-cientemente la distancia entre las dos orienta-ciones: “establecida la distinción entre los tra-bajos dignos de hombres libres y los serviles -dice nuestro autor-, es evidente que se deberáparticipar de aquellos trabajos útiles que no

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envilecen al que se ocupa en ellos, y han deconsiderarse envilecedores todos los trabajos,oficios y aprendizajes que incapacitan elcuerpo, el alma o la mente de los hombreslibres para la práctica y ¡as actividades de lavirtud. Por eso llamamos viles -concluye, y esésta la frase que da su alcance al enteropárrafo- a todos los oficios que deforman elcuerpo, así como a los trabajos asalariados,porque privan del ocio a la mente y ladegradan”.6

Evidentemente, con nuestros comentariosno pretendemos en absoluto rechazar el altoconcepto del ocio como espacio para la con-templación, patrimonio de los clásicos y tannecesario en nuestra época, que lo ha susti-tuido casi universalmente por la diversión y eljuego, empobrecedores a veces de la persona.Por el momento, pretendemos simplementeseñalar cómo la noción y valoración aristo-télica del trabajo dista abismalmente de la quehoy nos es familiar y cómo, en cierta medida,eso se encuentra ligado a una deficiencia en elmodo de concebir al hombre como persona.

En efecto, como dirá C. Fabro recordando aHegel, la categoría fundamental de persona -con su peculiar dignidad, aparejada a su con-dición de ser libre- permaneció extraña al“mundo grecorromano, que, aun teniendo

conciencia de la libertad, pensaba que sólo“algunos hombres” eran libres (en cuanto ciu-dadano ateniense, espartano, romano…) y noel hombre como tal, es decir, todo hombre envirtud de su humanidad y no sólo en virtud delcenso, de la fuerza, del carácter, de la cultura...o sea, en virtud de lo que Kierkegaard llama lainjusticia de las distinciones particulares en elbanquete de la fortuna”. La concepciónmadura de la libertad, juntamente con la de lapersona, ha entrado en el mundo solamentecon el cristianismo, según el cual todo indi-viduo “ha sido creado a imagen de Dios y tieneun valor infinito y está por eso destinado atener una relación directa con Dios comoespíritu”.7 “Ciertamente -sostiene Hegel,ahora ya con palabras literales-, el sujeto eraindividuo libre, pero se sabía libre sólo comoateniense, y otro tanto el ciudadano romanocomo ingenuus. Pero que el hombre fueselibre en sí y por sí, según la propia subsistencia,que hubiese nacido libre como hombre, estono lo supieron ni Platón ni Aristóteles, niCicerón, y ni siquiera los juristas romanos,aunque sólo este concepto sea la fuente delderecho. En el cristianismo por vez primera elespíritu individual personal es esencialmentede valor infinito, absoluto; Dios quiere quetodos los hombres se salven”.8

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En verdad, tal vez podría matizarse el asertoque niega a los grandes filósofos griegos -Platón y Aristóteles, en el texto- la concienciade que todo hombre es libre. Pero podría mati-zarse casi exclusivamente en el sentido de quelos principios filosóficos fundamentales deAristóteles -pongo por caso- conducirían sinduda a atribuir a todo sujeto individual la con-dición de persona y persona libre. Mas dehecho, lo mismo que en el caso de Platón,pueden más que esos principios -o, al menos,conviven con elloslas convicciones de la propiacultura; y ahí nos encontramos a estos dosinsignes filósofos, cada uno en su forma parti-cular, defendiendo la esclavitud como una ins-titución natural, a la que va aparejado -y estoes lo que ahora nos interesa el ejercicio de lastareas laborales que hoy calificaríamos comotrabajos serviles. En cualquier caso, elresultado, para la mentalidad griega, es la per-tenencia biunívoca del trabajo a la esclavitud yde la esclavitud al trabajo: signo y sustancia,respectivamente, de una menor categoría per-sonal, a la que va unida -y esto también esobvio y queda suficientemente subrayado porHegel- una muy débil conciencia de la calidadque compete a toda persona por el hecho deserio.

Cabría decir, aunque la afirmación no seadecúa plenamente a la realidad, que sólo alser libre, al ciudadano, corresponden en laordenación social griega los atributos queactualmente consideramos propios de todapersona. De cualquier modo, lo que sí es ple-namente cierto es que sólo los ciudadanos -precisamente quienes vio trabajan puedenejercer las funciones que hoy en día concep-tuamos como más nobles y -paradójicamente-como resultado del trabajo: gestionar la cosapública, dar origen a la cultura, enriquecer la yconfigurarla.

2. La exaltación moderna de lacapacidad transformadora del trabajo.

Prescindiendo ahora de los cambios que enella introdujo el cristianismo -modificaciones,por otra parte, esenciales, y que luego estudia-remos-, debe decirse que la concepción aristo-télica del trabajo permaneció inmutada, enesencia, hasta el advenimiento de la EdadModerna., a lo que habría que añadir que enesta época se inicia un cambio de perspectivaque conducirá exactamente hasta la inversióndel planteamiento clásico: exaltación deltrabajo y minusvaloración del ocio, del que sepierde hasta el auténtico concepto originario

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(equiparándolo, como decíamos, con el deentretenimiento o diversión).

Cediendo en parte a mi natural deformaciónprofesional, me atrevería a decir que el origen-o, al menos, la primera expresión clara- de lanueva actitud básica a que acabo de referirmese condensa en las palabras del Discurso delMétodo con las que Descartes propone sus-tituir “esa filosofía especulativa que se enseñaen las escuelas” por otra “radicalmentepráctica, por medio de la cual, conociendo lafuerza y las acciones del fuego, del aire, de losastros, de los cielos y de todos los demáscuerpos que nos rodean (…) podríamos emple-arlos del mismo modo para todos los usos aque sean propios, y hacernos así como dueñosy propietarios de la naturaleza”.9

Este cambio de interés en el hombre occi-dental lo dirige, como es obvio, desde el“conocimiento mínimo que puede obtenersede las cosas más elevadas” -Dios, los espíritus,las dimensiones espirituales del hombre(Tomás de Aquino) hasta el conocimientomatemático y preciso de las cosas menosimportantes -los aspectos materiales del uni-verso-, “no habiendo nada en el mundo cuyoconocimiento sea más deseable o útil” (Ch.

Huygens). Lo encamina desde lo quepodríamos denominar “ciencia para com-prender”, íntimamente relacionada con lateoría y la contemplación, hacia lo que sería la“ciencia para manipular”, estrechamenteemparentada con lo que los griegos entendíanpor trabajo, aunque adornado con una mayorpretensión de cientificidad. Y establece unalínea recta entre Bacon, Descartes, Leibniz,Hume y Marx, por citar sólo algunos de losrepresentantes más conspicuos de este cambiode rumbo que se ha adueñado de toda unacivilización.

Y así, por ejemplo, F. Bacon había ya sos-tenido: “saber y poder son lo mismo; el sentidode todo saber es dotar a la vida humana denuevos inventos y recursos”.11 D. Hume, porsu parte, conocedor de las pretensiones deDescartes, corrige levemente la perspectiva,comentando: “en vez de conquistar de cuandoen cuando un castillo o una aldea en lafrontera, marchemos directamente a la capitalo centro de estas ciencias (humanas): hacia lanaturaleza humana misma; ya que una vezdueños de ésta, podemos esperar una fácil vic-toria en todas partes”.12 Y K. Marx, siglos mástarde, olvidando aparentemente lo quehabían propuesto estos sus predecesores, sos-

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tendrá que hasta él la filosofía había consi-derado que su tarea era interpretar el mundo,pero que lo importante es modificarlo.”13

Volviendo de nuevo a las palabras deDescartes, pero teniendo en cuenta los desa-rrollos a los que en siglos posteriores han dadolugar, las afirmaciones que venimos conside-rando encierran varias consecuencias revolu-cionarias:

1ª La primera y más clara, aquélla que deforma inmediata se relaciona con nuestro pro-blema: el anhelo de elaborar una técnica -unmétodo de trabajo que permita al hombreadueñarse plenamente del Universo; el naci-miento de lo que hemos llamado “ciencia paramanipular”. ¿Por qué decía antes que esteplanteamiento subvierte la orientación aristo-télica? Por dos razones muy sencillas: a) enprimer lugar, la técnica que ahora se propugnacomo tarea fundamental del género humanoes heredera directa de ese saber aristotélico (latéchne), cuyo fin era dirigir las transforma-ciones que en la naturaleza introduce eltrabajo (lo que los griegos conocían comopóiesis). Ciertamente, como ya hemossugerido, la técnica moderna se adorna con laaureola de una mayor cientificidad, de unsaber de más alta alcurnia; pero, esto es evi-dente, dicha ciencia de ninguna manera puede

parangonarse a la teoría de los griegos, únicoconocimiento contemplativo y digno de¡hombre libre, sino que, como hemos dicho, sesitúa en estricta continuidad con el artedirectivo del trabajo (la téchne, de la quetambién hereda el nombre). Y su fin, como eldel trabajo mismo en esta concepción, no esotro que el de subvenir a las necesidades mate-riales humanas: Descartes deseaba la transfor-mación de la filosofía especulativa en sabertécnico “no sólo para la invención de una infi-nidad de artificios, que nos permitirían gozar,sin esfuerzo alguno, de los frutos de la tierra yde todas las comodidades que allí seencuentran, sino también principalmente parala conservación de la salud, que es, sin duda, elprimer bien y el fundamento de todos losdemás bienes de esta vida”.14 Y esto -que deninguna manera apela a las dimensiones másespecíficamente humanas del hombre- nodista mucho de lo que los ciudadanos griegospedían al trabajo de los esclavos. b) Ensegundo lugar, la operación cartesiana invierteel legado de los clásicos por cuanto el sabertécnico -la “ciencia para manipular”- se revistecon las propiedades de excelencia que com-petían al ocio de los griegos: constituye la másnoble tarea a la que puede entregar su vida unciudadano libre.

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2ª Que estamos efectivamente ante uncambio radical de rumbo, lo podremos com-probar si atendemos a la segunda conse-cuencia generada por el nuevo plantea-miento., consecuencia que es, a la par,resultado y premisa de la primera. Se trata,como veremos, de un efecto un tanto drástico.Pero, sin abrir en ningún momento un procesoa las intenciones, el despliegue de las refle-xiones contemporáneas -que, en buena parte,no son sino el coherente desarrollo de los prin-cipios instaurados por Descartes15 obliganecesariamente a aceptarlo. La sustitución dela filosofía especulativa por un pensamientopráctico exige renunciara una de las dimen-siones más radicalmente enaltecedoras delhombre: su capacidad contemplativa (oteórica, si queremos seguir utilizando la termi-nología de Aristóteles), que es justamente loque permite advertir el universo todo comouna manifestación del Creador y elevarseespecu1ativamente hasta El, con la multitudde repercusiones que esta conquista presentapara la existencia particular de cada hombre ypara el conjunto de la humanidad.

Desde este punto de vista, como afirma cer-teramente Pieper, la actitud preconizada porDescartes -la del homo faber, transformadorpor esencia y la que en sus tiempos difundió

Aristóteles como la más propiamente humana-la de la contemplación, la del “oído atento alser de las cosas” (Heráclito), que hace posibleelevarse hasta el Absoluto, resultan radical-mente incompatibles: “Teóricamente”, en estesentido pleno (mirar de forma puramentereceptiva, sin rastro alguno de modificar lascosas, sino precisamente al contrario, estandodispuesto a hacer depender el sí o el no de lavoluntad de la realidad del ser, que toma lapalabra en el conocimiento esencial); “teoréti-camente”, en este sentido no debilitado, sólopodrá serlo la mirada del hombre si lo queexiste, el mundo, es para él algo distinto y algomis que el campo, el material, la materia primade la actividad humana . “Teóricamente”, enun sentido pleno, sólo podrá mirar la realidadaquél para quien el mundo es creación, cre-ación de un Espíritu absoluto”.16 Y viceversa,sólo quien adopte esa actitud sabrá -comodecíamos-alzarse hasta el Absoluto, que almundo ha dado origen.

3ª Una tercera consecuencia de la revolucióniniciada por Descartes es el empequeñeci-miento teórico-práctico de la dignidad delhombre, su reducción a las dimensiones infe-riores, a las que menos le capacitan para tras-cender ese mundo al que transforma. Ch. deKoninck lo ha expresado con palabras certerí-

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simas, no exentas de cierto énfasis “al ignorarprogresivamente y al negarlas cosas que sonmayores que el hombre (todas las relacionadascon la teoría), y consecuentemente la sabiduríamisma, el pensamiento moderno ha ignoradoy negado simplemente lo que hay de mejor enel hombre: en verdad, ha dotado a lo que hayde más inferior en el hombre, inferior tantodesde el punto de vista espiritual comomaterial, de atributos casi divinos”.17 Lomismo podría expresarse de forma más sen-cilla: acostumbrado a no considerar en el uni-verso sino lo que en él hay de transformable, yreducido casi exclusivamente a esa tarea, elhombre va paulatinamente advirtiendo en élmismo sólo su capacidad técnica -homo faber-,que lo asimila en cierto modo a los objetos conque se enfrenta. Efectivamente, y comopodemos observar, la atención casi exclusiva -¡y casi obsesiva!- a las realidades que puedenser manipuladas (realidades siempre mate-riales o, al menos, estrechamente ligadas a lamateria) ha traído como corolario unaauténtica ceguera para las dimensiones másaltas del espíritu, para las más propiamentehumanas, de modo que el hombre contempo-ráneo, en la cima de su poderío técnico, seencuentra indefenso ante sí mismo, sin sabersiquiera a dónde encaminar sus pasos ni qué

construir -de auténticamente humano- contoda esa capacidad transformadora.

Pero esto supone adelantar conclusiones res-pecto al momento de nuestro estudio en queahora estamos situados. En este punto, lo queinteresa advertir es que no todo en la revo-lución cartesiana han sido consecuencias nega-tivas. Gracias a ella, por ejemplo, el hombre haadquirido una conciencia más plena de susuperioridad respecto al orbe material y delpapel que le compete en relación a él: funciónde dominio que el género humano lleva a larealidad precisamente mediante el trabajo.

Por eso, y con las puntualizaciones queluego estableceremos, no cabe duda de quetodo el planteamiento a que nos venimos refi-riendo había de conducir -y ha conducido- deuna manera directa, por la misma fuerza de ladoctrina, a una valoración positiva del trabajohumano (al menos, del vigor transformadorincluido en éste). Pero también ha desem-bocado en ella indirectamente, a través deciertas metamorfosis culturales y sociales, quepueden considerarse como el fruto maduro dedicha concepción. Entre ellas se cuenta, pormás que resulte paradójico, el advenimientode la revolución industrial y del liberalismocapitalista. Y digo que parece paradójicoporque quizás nunca como en esa época y en

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las inmediatamente sucesivas el rango efecti-vamente concedido al trabajo manual y, sobretodo, al trabajador haya sido más bajo. Poruna parte, el trabajo -concebido de nuevo pri-mordialmente como tarea física, aunque ahoramediada por la máquina- es reputado comouna mera y simple mercancía, susceptible deser comprada de acuerdo con las draconianasleyes que impone la oferta y la demanda.Frente a él se alza el capital, que, con unasemejanza lejanísima -pero significativa- con elocio de los períodos clásicos, es lo realmentedigno y lo que confiere valor social a quieneslo poseen. Por el contrario, el trabajador nogoza de ningún reconocimiento, y sesubordina por completo al capital y a la triun-fante nueva-técnica. Nada parece más lejano,por consiguiente, de una auténtica exaltaciónreal -no sólo teórica- del trabajo. Y, sinembargo, esa misma indignidad encerraba lasimiente de un posterior encubrimiento.

En efecto, y antes que nada, las enormesconcentraciones de trabajadores, producidaspor la revolución industrial, hizo que necesa-riamente éstos se constituyeran en un factormanifiesto -primero para ellos mismos-, queforzosamente había de tenerse en cuenta enel engranaje social.

Por otra parte, el estado de postración enque se encontraban esas incontables masas detrabajadores desencadenó un conjunto dereacciones, de los más diversos tipos, que aca-barían por conducir al trabajo hasta el puestode privilegio que, al menos parcialmente,ocupa en nuestra sociedad. Evidentemente,entre esos presupuestos no puede negarse elinflujo del marxismo. Pero éste sólo se ejercióen un momento bastante avanzado de la evo-lución de la llamada “cuestión obrera” o“cuestión social”. En sus inicios, las reaccionesa que estamos aludiendo vinieron posibilitadaspor las concentraciones urbanas a que nos aca-bamos de referir, y provocadas por factoresestrictamente “espirituales: la conciencianatural que todo hombre tiene de su dignidadpersonal, la convicción que todo cristiano man-tiene de la igualdad fundamental de todos loshombres, el sentimiento natural de indig-nación ante la injusticia y ante la desigualdadinjustificada y, por qué no, los propios idealesdel liberalismo ilustrado tal como los expresala trilogía revolucionaria: Libertad, Igualdad,Fraternidad”.18 Si el marxismo, comodecíamos, llegó a convertirse en el portaestan-darte del “movimiento obrero”, a pesar deque en el fondo sus presupuestos materialistasconsagran teóricamente la degradación deltrabajador, dialécticamente identificado con la

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naturaleza material por él transformada, fuefundamentalmente debido a dos motivos: a)en primer lugar, un conjunto de circunstanciashistóricas que provocaron lo que algunos hanllamado un “cortocircuito” del asociacionismoobrero recién surgido, en favor de anarquistasy socialistas, por una parte, y de los efímerosregímenes totalitarios, por otra, desembo-cando todo ello finalmente en el predominiocasi incontrastado de los marxistas; b) después,una especie de espejismo liberador: precisa-mente el hecho de que el marxismo -teórica yaparentemente- confiere al trabajo y al traba-jador una función de primer orden en lamarcha de la sociedad hacia el definitivoestadio de bienaventuranza en la tierra.

Este último punto merece una especialatención. Acabamos de afirmar que Marx iden-tifica dialécticamente al trabajador con el pro-ducto de su tarea; añadamos ahora que, envirtud de esa equiparación, la labor transfor-madora del proletario acabará por conducirhasta una mutación trascendental en la con-dición del mismo. Pero esta conversión no seproduce de manera inmediata ni repercute enaquellos que la generaron. Como veremos másadelante, en la concepción cristiana deltrabajo éste deja su huella en quien lo realiza,conduciéndolo -si lo efectúa bajo determi-

nadas condiciones- hacia su perfección comoser humano. En el marxismo semejante pers-pectiva está ausente. Lo que provoca la acciónde los trabajadores es un cambio profundo enlas condiciones socio-económicas que confi-guran la sociedad; y esas condiciones -recuérdese que el materialismo marxistareduce el hombre a economía- produciránautomáticamente unas nuevas generacionesde obreros, marcados por el signo de la feli-cidad. De modo, repito, que el proletariotrabaja necesariamente en aras de una futurasuperación de las contradicciones económicas,que dará origen a su vez -siempre en el futuro-a una nueva humanidad. Y aunque la historiaha demostrado ya la falsedad de estas predic-ciones, no cabe duda de que en ellas se con-tienen unos elementos que, en apariencia,habrían de desembocar en una valoración deltrabajo y de la clase obrera, convertidos ahoraen motores del progreso histórico.

Esa misma elevación teorética del trabajopuede considerarse sostenida, desde otropunto de vista, por la revolución industrial y lassucesivas revoluciones técnicas: en el decir dealgunos expertos, éstas han influido tambiéndirectamente, y no sólo por reacción, en lamarcha progresivamente ascendente del papelconsignado al trabajo: “Como elemento que

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contribuye a estimular ese proceso dereflexión puede mencionarse (…) la transfor-mación experimentada por el mundo deltrabajo, a raíz del poderoso y pujante desa-rrollo de la técnica en la época moderna: seestuvo en condiciones de afrontar eficazmenteel estudio filosófico del trabajo cuando sesuperó ese romanticismo que llevaba a idea-lizar las figuras del campesino y del artesano,cuando se advirtió con la fuerza de los hechosla capacidad transformadora de la naturalezaque tenía el trabajo, cuando se percibieron lasimplicaciones que, también en el campo inte-lectual, traía consigo el tránsito desde la herra-mienta a la máquina, por decirlo con frasegráfica ya consagrada”.

Tres parecen, pues, los factores -íntima-mente conectados- que han contribuido alengrandecimiento contemporáneo deltrabajo: 1) la exaltación teórica de la capacidadtransformadora del mismo, preconizada para-digmáticamente por Descartes; 2) la compro-bación efectiva de ese mismo poder,encarnado, con el paso de los siglos, en un pro-gresivo dominio sobre la naturaleza; 3) lasreacciones humanas ante las injusticias que laimplantación de esta nueva concepción delhombre y de la naturaleza trajo consigo en undeterminado momento histórico (y cuyas

huellas pueden encontrarse aún en nuestrosdías). Todos estos elementos han colaborado -con las salvedades a que después aludiremos-a que la figura del trabajador, y la del trabajomismo, se agrande y vaya adquiriendo perfilescada vez más dignos; hasta el punto de quehoy día tanta gente ostenta como el mayortitulo de grandeza intrínseca su condición detrabajador.

No han faltado los excesos. Lo que untiempo se denominó travaillisme o “imperia-lismo del trabajo”, junto al nacimiento deexpresiones como “trabajadores delespíritu”19 -que apuntan a una identificaciónsin reservas entre la labor teorética (rela-cionada con el antiguo ocio) y las condicionespropias del trabajo físico, y que tan honda-mente manifiestan la inversión de las rela-ciones entre contemplación y trabajo, propiadel mundo moderno- podrían incluirse en esatergiversación macromegálica. Pero, en defi-nitiva, el que los intelectuales sean recono-cidos también como trabajadores -a veces conreticencias- y el que se consagre la distinciónentre trabajo intelectual y trabajo manualcomo dos especies de un mismo género,parece arrojar un saldo positivo en lo que a lavaloración del trabajo se refiere.

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Contribuyen a reforzar esa importancia -yno pretendo en absoluto ser exhaustivo- fac-tores sociales opuestos los que imperaron enépocas anteriores, ya los que todavía hemos dereferirnos. En concreto, el hecho de que elentramado de la sociedad actual encuentre susnúcleos fundamentales en los distintos tiposde profesión: ésta es, efectivamente, la queindica de manera prioritaria el puesto y lafunción que a nuestros contemporáneoscompete en el engranaje social. Como conse-cuencia, el trabajo se consagra como elementoestructurador de toda una civilización, y lanobleza y el status que de él se derivanadquieren cada vez más importancia, altiempo que mengua, paralelamente, la de lasangre y la herencia (sobre todo en determi-nados países).

Ciertamente, perviven muchas de las lacrasque afectaron al trabajo como consecuenciade las sucesivas revoluciones industriales; entreellas no es la menor la subordinación deltrabajo -y de la persona del trabajador- alcapital, y a la técnica. Pero hay que reconocerque se han puesto las condiciones culturalesindispensables para que el trabajo sea consi-derado en toda su grandeza y positividad dig-nificadoras.

¿Por qué, entonces -y la pregunta revisteuna importancia capital-, un gran número denuestros contemporáneos viven su propiotrabajo como algo inevitable, pero de lo quesería bueno poder prescindir?; ¿por qué esadesafección o recusación del trabajo?; ¿porqué el absentismo, manifiesto o encubierto?¿Y por qué -de nuevo estamos ante un interro-gante significativo- otra buena porción de ciu-dadanos, los que parecen vivir sólo para sutrabajo, dedicando a él unas energías inclusoexcesivas, que ponen en peligro su salud físicay psíquica, y les obligan a desatender otro tipode deberes, como los de tipo familiar y social,por qué -digo- tampoco éstos parecenencontrar la felicidad en el trabajo?

En un primer momento, cabría decir que eldesengaño ante el trabajo no es más que unaconsecuencia lógica -y vivida a nivel personal-del fracaso de los elementos que fraguaron suencumbramiento. 1) Ha fracasado el pensa-miento moderno inspirado en Descartes: supretensión inicial de consagrar la autonomía yla mayoría de edad humanas ha dejado paso,tras la más o menos retórica afirmación de lamuerte de Dios, al descubrimiento del sin-sentido de la vida humana y a la proclamaciónde la inminente defunción del hombre (exis-tencialismo y estructuralismo).

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2) Está en bancarrota la civilización tecno-lógica, del bienestar o del progreso, quehunde sus raíces en la confianza sin reservas enel poder humano de transformar a su arbitriola naturaleza: el peligro -quizás remoto, perosiempre inquietante- de un conflicto nuclear;la quiebra casi irreparable del equilibrio eco-lógico; el agotamiento -por excesiva avaricia ypor incuria- de los recursos naturales que pró-digamente, durante siglos, nos había brindadola naturaleza,- y, sobre todo, la amenaza -hoyrealidad- de una intervención cada vez menosrespetuosa en los mismos orígenes biológicosde la vida y en la psique humana, son cuatrode las aporías que, entre otras muchas,podrían aducirse como muestras del declive deuna civilización que en la técnica ha depo-sitado lo mejor de sus recursos y sus espe-ranzas.20

3) Y se ha agotado el marxismo: teórica-mente, por cuanto ha puesto de manifiesto laendeblez y pobreza del “humanismo” que losustenta, incapaz de ofrecer una alternativa alotro gran sistema cultural -el liberalismo capi-talista- que atenaza al mundo contempo-ráneo, y cuyos presupuestos economicistas ymaterialistas en el fondo comparte; y en lapráctica, en cuanto se ha demostrado no aptopara sostener las existencias de esas multitudes

a quienes la fuerza de las armas ha sometidodurante decenios al imperio del comunismo: la“revolución” polaca es muestra fehaciente deldesencanto de una clase trabajadora quebusca más allá del marxismo la fuente de inspi-ración y el alimento para sus ansias de justicia.

¿Y en el terreno que propiamente nosocupa, el del trabajo? En este ámbito hay queafirmar, sin reservas y tajantemente -mati-zando con ello cuantas observaciones se hanhecho a lo largo de este escrito-, lo que sos-tiene R. Buttiglione: “un enorme desarrollo deltrabajo humano ha tenido lugar en la épocamoderna al margen de la justa concepción deltrabajo”.21 El problema no es muy diferentede otros muchos planteados en el transcursode la modernidad; por eso la referencia a lasgrandes manifestaciones de que ésta seencuentra en crisis -expresiones recogidas enel párrafo anteriores pertinente. En el fondoes un problema de desarrollo inarmónico o,como ya hemos tenido ocasión de sugerir, de“dimensiones abandonadas”: la épocamoderna ha desarrollado espectacularmente,en la teoría y en la práctica, algunos de losaspectos que configuran la existencia delhombre; pero precisamente ese desplieguefenomenal -”macromegálico”, lo hemosllamado en este mismo estudio- ha hecho que

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se sienta más hondamente el vacío de los ele-mentos que se han dejado de lado.

Y esos elementos no son -¡ni mucho menos!-tangenciales. Por eso Schumacher ha podidohablar, un tanto autobiográficamente, de“mapas de la vida y del conocimiento en losque a duras penas podía hallarse rastro demuchas cosas de las que me interesaban y meparecían de la mayor importancia para orien-tarme en la vida”22; Guenon, por su parte,sostiene que la mentalidad moderna y “cienti-ficista” se caracteriza evidentemente y a todoslos respectos por una verdadera “miopía inte-lectual”;23 y Cardona, tras recordar que “unverdadero eclipse de luz metafísica y trascen-dente se ha abatido sobre vastos territorios dela cultura y de la vida misma, después de lasexaltadas ilusiones del “Siglo de las luces” y laIlustración”, afirma sin titubear: “toda unacivilización se tambalea ante un seísmo espi-ritual que hace casi irrelevante el peligro deuna conflagración nuclear”.24

En lo que se refiere al trabajo, también sehan desplegado asombrosamente un conjuntode aspectos del mismo, dejando en sordinaotras dimensiones que lo caracterizan demanera más profunda y definitiva. En con-creto, y siguiendo la sugerencia de Descartes,el hombre moderno ha acentuado desmesura-

damente la función de dominio sobre la natu-raleza propia de¡ trabajo, ignorando -tambiéndesmesuradamente- el papel que al trabajocompete como configurador y perfeccionadorde la personalidad humana. Recogiendo la dis-tinción hecha clásica por Juan Pablo II, habríaque sostener que la exaltación moderna deltrabajo ha puesto su atención, casi exclusiva-mente, en los aspectos objetivos del mismo, ensu virtud manipuladora del orbe material (eincluso humano); pero ha hecho caso omiso desus componentes subjetivos, de su valor per-fectivo para la persona. En consecuencia, hacrecido la capacidad técnica, alcanzando unasdimensiones que habrían asombrado al propioDescartes, pero se ha perdido el hombre. Poreso no extraña que nuestros contemporáneos,conscientes ya de que la técnica no confiere lafelicidad, se resistan a someterse a un trabajodeshumanizado y carente de sentido, o seentreguen desaforadamente a él, como últimorecurso... sin alcanzar con ello más que un bie-nestar epidérmico, situado muy lejos de laauténtica dicha humana. Repito: la civilizacióncientífico-técnica, la del trabajo objetivo, hadejado escapar al hombre. Y ese hombre esprecisamente, en el plano natural, la granaportación del cristianismo al mundo deltrabajo.

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3. El influjo del cristianismo.

Hemos ya dejado constancia de la maneraen que una personalidad tampoco sospechosade partidismo como Hegel atribuía a ladifusión del cristianismo una de las mayoresconquistas teórico-prácticas de la antropologíade todos los tiempos. el carácter personalpropio de todo hombre. En efecto, desde eladvenimiento mismo de la religión cristianaempieza a desarrollarse una clara concienciade la dignidad inherente a todo ser humanopor su misma índole de persona. En este plano,todos los hombres son esencialmente iguales;y esa igualdad, derivada de su condición per-sonal y unida a ella, irradiará desde lo máshondo de cada individuo hacia todos los ele-mentos que son obra suya o que con él se rela-cionan. En consecuencia, siendo el trabajohechura humana y uno de los factores primor-diales que estructuran la vida de los hombres,su dignidad esencial se encontrará virtual-mente ganada desde los primeros momentosde la difusión del cristianismo.25

A lo que habría que añadir el hecho funda-mental -auténtica revolución para la menta-lidad griega e, incluso, para la hebrea de queJesucristo, verdadero Dios y verdaderoHombre, pasara la casi totalidad de su vida enel ejercicio de un genuino y esforzado trabajo

manual. ¡No puede concebirse prueba mayorde la dignidad inherente al trabajo, ni -comoes obvio- causa más radical de la dignificacióny encumbramiento del mismo!

Ciertamente, nada de esto supuso una ela-boración teórica acabada de la categoría deltrabajo humano, similar a la que podemos des-cubrir hoy día o a la que apuntaré en escritossucesivos. Más aún, y sin desdecirme por estode lo afirmado en párrafos anteriores, piensoque dicha doctrina no habría podido llevarse atérmino, apoyada en un fundamento filosóficodefinitivo, hasta que, en el siglo XIII, tuvo lugarel hallazgo especulativo más relevante de laentera filosofía cristiana: el del acto de ser -o,simplemente, ser -y el del acto de ser personal.Sólo a partir de entonces el trabajo, junto conel resto de la actividad humana, podrá serteórica y fundadamente elevado al nivel de loestrictamente personal.26

Pero si todo esto es así, ¿por qué motivos eltrabajo no ha adquirido -cultural y generaliza-damente-, hasta bien entrada la edadmoderno-contemporánea, la dignificación aque era acreedor? Porque, efectivamente, ycomo decía, ese encumbramiento estaba radi-calmente conquistado con el cristianismo yradicalmente fundamentado, hasta sus últimasconsecuencias, en las doctrinas del acto de ser

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y del ser personal. Esto es cierto, pero hay querepetir: sólo radicalmente: en su raíz o virtud,que no en sus manifestaciones externas en lavida teórica y práctica. Con otras palabras: ladoctrina acabada acerca de la dignidad deltrabajo, contenida radicalmente en el mensajecristiano, y que pugnó por aflorar repetidasveces a lo largo de la historia del cristianismo,no alcanzó su pleno vigor ni su expresión defi-nitiva hasta bien entrado el siglo XX.

Impidieron una más rápida elaboración,entre otras causas, la pervivencia de la con-cepción griega del trabajo -reducido funda-mentalmente a las tareas manuales o corpo-rales- y su contraposición al ocio o la vida teo-rética, entendida como lo que efectivamenteconfiere su valía al hombre. Lo impidiótambién -y sólo hasta cierto punto estamoshablando de dos razones diferentes- unaerrada interpretación acerca del cristianismo,que, en consonancia con esa mentalidadgriega, establecía una neta contraposiciónentre la vida contemplativa, única adecuada alhombre que busca ser perfecto, y la vidaactiva, en la que se incluye, como elementointegrante, el trabajo.

Ciñéndonos a lo que sucede concretamentea este último -y recogiendo las observacionesde J. L. Illanes,27 quizás voluntariamente sim-

plificadoras-, habría que señalar que la filo-sofía cristiana, que domina al menos durantedieciséis siglos el panorama cultural europeo,se despliega las más de las veces en el seno deuna teología o en dependencia de ella; y queesta teología, por razones en cuya conside-ración no debemos detenernos, desarrollaextraordinariamente la espiritualidad propiade los monjes y religiosos, dejando como ensordina los aspectos -centrales también en elcristianismo- de la espiritualidad laical.

Ahora bien, en un primer momento losmonjes hacen compatibles la vida de oracióncontemplativa con las tareas manuales, entodo semejantes al trabajo de sus contempo-ráneos: labores artesanales o de agricultura,pongo por caso. Además, el trabajo realizadoen los monasterios recibe una valoraciónpositiva. Y esto es mucho. Pero, nótese bien,dicha positividad no deriva tanto de la natu-raleza intrínseca del trabajo, cuanto de lafunción -externa en cierto sentido a la esenciadel trabajo mismo- que desempeña en la vidamonacal: el trabajo es apreciado, principal-mente como medio para ganarse el sustento yhacer obras de caridad, o como instrumentoascético (es decir, por unos motivos -tambiéntangenciales parcialmente coincidentes con losde los griegos y romanos que, oponiéndose al

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sentir general de su época, apreciaban lafunción del trabajo).

Un cambio apreciable en este estado decosas tuvo lugar con la creación de las órdenesmendicantes; y ello por la razón esencial deque, dedicados al estudio y a la predicación,dominicos y franciscanos no disponen detiempo para las labores manuales, y han devivir de limosna. Esto, por una parte, habríahecho posible una ampliación del concepto detrabajo que diera cabida, junto a las activi-dades físicas de los monjes, al estudio, la predi-cación o la enseñanza, propios de los mendi-cantes. Y en parte así ocurrió. Pero tal vez esaextensión del contenido del trabajo vinoacompañada de una nueva devaluaciónteórica de las tareas manuales, que ya no eranconsideradas necesarias -ni siquiera instrumen-talmente- para alcanzar la perfección.

Quizá Tomás de Aquino pueda servirnoscomo paradigma para exponer el estado de lacuestión en estos momentos. Al respecto, hayque decir que en él se encuentran los ele-mentos teóricos imprescindibles para desa-rrollar suficientemente la doctrina relativa a ladignidad y valor propios del trabajo. Y no nosreferimos sólo a la noción capital de acto deser y a su papel en la fundamentación de lavalía personal, cuya fecundidad ya hemos

reseñado (y sobre la que hemos de volver).Además, el Doctor de Aquino nos ofrece unacompleta y acabada doctrina sobre la acción,fundamentada también en el carácter activodel acto de ser; podemos leer en sus escritos,por otra parte, apreciaciones luminosas entorno a lo que hoy denominaríamos capacidadtécnica, y que los medievales englobaban bajoel término -más amplio de “arte”, y a sus rela-ciones con la actividad teorética estricta; des-cubrimos en su obra espléndidas afirmacionesrelativas a la huella que el ser humano deja enel mundo que transforma o al perfecciona-miento que el cosmos recibe por la acción delhombre; abundan igualmente comentariosencomiosos acerca de las virtudes más íntima-mente relacionadas con el trabajo; y cabe des-cubrir también textos luminosos dondeexpone los fundamentos que permiten hacercompatibles la contemplación y el trabajo,superando esa especie de disputa multisecularque oponía estos dos tipos de vida. Ante todoesto, ¿qué importancia tiene que no hayadesarrollado un “sistema en forma “-podríamos decir- relativo a la naturaleza yfines del trabajo? (Tratamiento que, por otrolado, pocas cuestiones filosóficas presentan, demanera acabada, en sus obras).

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Además, en este ámbito -y por razones muycomprensibles e incluso laudables-, buenaparte de sus esfuerzos especulativos seencuentran encaminados a defender a sus her-manos de Orden, poniendo de manifiesto, enel contexto polémico a que antes aludíamos,que les era perfectamente lícito vivir sin tra-bajar manualmente. Con lo que tambiénpuede advertirse -puesto que en sus escritos seencuentran afirmaciones netas que amplíanvirtualmente el concepto de trabajo- que, parala mentalidad de Tomás de Aquino, el ana-logado principal de este término continuabasiendo la tarea manual; pero probablementesu ingente labor como estudioso, predicador,escritor y profesor universitario comenzaba aabrir en su pensamiento horizontes másamplios.

El posterior desarrollo de la espiritualidadreligiosa abundó en estas mismas perspectivas,aunque quizás no supuso un avance sustancialen lo que se refiere a un aprecio del trabajo,tal como lo realizan los ciudadanos. El pro-greso parecía posible por cuanto, por distintasmutaciones de tipo social, sacerdotes y reli-giosos comenzaron a concebir como su tareapropia no ya la manual, sino la evangelizacióny la predicación, y el ejercicio de diversas obrasasistenciales y de beneficencia. Todo ello, efec-

tivamente, podría haber ensanchado definiti-vamente las perspectivas acerca de lo que seconsideraba como trabajo-, y de hecho llevó avalorar -aunque por razones extrínsecas altrabajo mismo- las labores realizadas por loseclesiásticos; pero se continuaron desaten-diendo excesivamente las propias de los ciuda-danos, ahora más heterogéneas respecto a lasdel clero.

Causas de tipo socioeconómico y culturalimpidieron también, durante siglos, una ela-boración teórica explícitamente enaltecedoradel trabajo humano. Por una parte, y durantemuchas centurias, la misma estructura social -feudal primero y estamental después- hizo quelos individuos no fueran a veces consideradosen su singularidad, sino más bien comomiembros o componentes de algunos de losestamentos del todo social, resultandoentonces más difícil percibir el valor intrínsecodel trabajo que los hombres -siempre singu-lares- llevaban a cabo. A esta misma dificultadcontribuía la disposición eminentemente jerár-quica de la sociedad, basada en la herencia, demodo que el acceso a las funciones rectoras nodependía tanto de la competencia profesionalcomo de la pertenencia a determinadasfamilias. Y ello trajo consigo una actitud quellegó en ocasiones a reputar el trabajo como

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un deshonor o como algo desprovisto deauténtico valor dignificador (al contrario de loque sucede hoy día).

En oposición a lo que a veces se sostiene, eladvenimiento del protestantismo no supusoun excesivo cambio en la valoración radicalintrínseca del trabajo (al menos en el sentidoen que aquí estamos considerando esa dignifi-cación, en cuanto derivada de la noblezaintrínseca de la persona). Es cierto que las ideasde Lutero y, sobre todo, de Calvino dirigieronla atención hacia el trabajo, principalmentepor cuanto el éxito en él era interpretadocomo signo inequívoco de predestinacióndivina. Pero, por otro lado, la consideraciónradical de la naturaleza humana como íntima,total e insanablemente corrompida hacía queninguna de sus manifestaciones -y, obvia-mente, tampoco el trabajo- pudiera serelevada al rango de lo humanamente noble yennoblecedor. Al contrario de lo que sucedecon la auténtica doctrina cristiana, en la que ladignidad de la persona encumbra a cuanto deella dimana, la naturaleza corrompida de losprotestantes corrompe cuanto de ella sederiva.

¿Cuándo se produjo, entonces, el viraje quecondujo definitivamente al trabajo hasta laposición cuasi privilegiada que ocupa hoy día

en el sentir de la Iglesia? Simplificando denuevo la cuestión, podría sostenerse que lasprimeras atenciones temáticas del Magisterioa nuestro problema fueron también conse-cuencia de las transformaciones que, en losámbitos laborales, introdujo la revoluciónindustrial. Como vimos en su momento, lasituación en que se encontraban los obreros amediados y finales del siglo XIX -consumada yala primera revolución industrial en casi todaEuropa- era realmente injusta: máxime si setiene en cuenta que ese estado de cosas- alcontrario de lo que sucedía en épocas ante-riores, en las que quizá la escasez objetivaresul-tara aún mayor- no era algo necesaria-mente impuesto por las circunstancias, sinoderivado de la equivocada concepción delhombre y de la economía, y del afán de lucrode unos cuantos “capitalistas”. Vimos tambiénque una de las causas que llevó a los trabaja-dores a intentar superar esa situación eran lasexigencias de la justicia y la caridad Cristianas,estrechamente vinculadas a la dignidad delhombre predicada por el cristianismo, y quehacían del todo insostenible tal estado decosas. No extraña, por eso, que en 1891 laRerum novarum diera origen a un conjunto dedocumentos pontificios, cuyo objetivo era elde defender los derechos del trabajador, encuanto hombre, frente a las vejaciones que

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imponía un sistema pilotado también porotros hombres. Las consecuencias teóricas yprácticas de esa serie de escritos vinieron asumarse al movimiento enaltecedor deltrabajo que hemos considerado en el apartadoprecedente; pero con una diferencia esencial(que lleva a sostener que las semejanzas entreambas orientaciones son tan solo de superficie,mientras pervive una clara divergencia en losplanteamientos de fondo): en la producciónmaterial existe una extremada coherenciaentre la acción social propuesta y la doctrina -encumbradora del hombre como imagen delAbsoluto- que está en su base. De ahí que elcuerpo de doctrinas iniciado en 1891, e incre-mentadas más adelante con Documentos dealcance excepcional - e, incluso, con la auto-ridad de un Concilio ecuménico-, acabara portraer a la luz esos frutos que hemos vistolatentes, pero pugnando por abrirse paso, a lolargo de toda la especulación cristiana relativaa nuestro tema: una concepción del trabajo enla que éste constituye, a la par, una expresiónadecuada a la grandeza humana y un instru-mento cabal para acrecer esa nobleza y con-ducir al hombre hasta su perfección definitiva.A lo que habría que añadir, también enrelación con el influjo inspirador del Absoluto,y como factor de innegable importancia en elengrandecimiento teórico y práctico del

trabajo, el nacimiento de movimientos queconsagran -en el seno de la Iglesia- unaauténtica espiritualidad laical, centrada sobrelas tareas profesionales ordinarias.

Pienso, para concluir, que es a este conjuntode aportaciones -que hacen de la dignidad delhombre en cuanto imagen del Absoluto elnúcleo inspirador de su pensamiento- al quehay que atribuir el más genuino enalteci-miento del trabajo como actividad propia-mente humana, que impera en parte delmundo contemporáneo.

Son estas aportaciones -más allá de la visiónparcial de los griegos y de la concepción desca-minada y empobrecedora de la modernidad,aunque asumiendo y continuando cuanto enellas hay de válido- las que pueden devolver alhombre contemporáneo el sentido más hondodel trabajo... y las que lo están devolviendo,como de hecho demuestran multitud de ciuda-danos que viven su tarea profesional como unmedio eficaz de perfeccionamiento y de hondasatisfacción personal, a la vez que como un ser-vicio a sus semejantes.

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NOTA BIOGRAFICA

Tomás Melendo (Melilla, 1951) esCatedrático de Metafísica (Filosofía) de laUniversidad de Málaga. Premio Extraordinariode Bachillerato, realizó sus estudios superioresen la Universidad de Navarra y los completó enItalia (Roma) y en Alemania (Bremen yMarburg). Doctor en Ciencias de la Educación

y en Filosofía, es Premio Extraordinario deLicenciatura y Doctorado en esta última espe-cialidad. Entre sus libros destacan: J. Locke:Ensayos sobre el entendimiento humano; La fey la formación intelectual; Ontología de losopuestos; Metafísica, Fecundación “in vitro” ydignidad humana; Métodos naturales de laregulación humana de la fertilidad.

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1. Cfr. Platón, República, 369b-372e.

2. Cfr. Aristóteles, Política, 1253b 23-1254a17.

3. Cfr., a este respecto, G. Reale, Storia dellafilosofia antica, Vol. V, Vita e Pensiero, Milán1980, p, 151 (y las referencias que allí seindican).

4. Citados por J. M. Villar en “Trabajohumano”, en Gran Enciclopedia Rialp (GER),Rialp, Madrid, tomo XXII, pp. 643-644.

5. J. Pieper, El ocio y la vida intelectual,Rialp, Madrid, 1962, pp. 11 ss.

6. Aristóteles, Política, 1337b 5 ss. (En ade-lante, lo mismo que en la presente cita, cuandono se indique expresamente lo contrario, lossubrayados son nuestros).

7. C. Fabro, Riflessioni sulla libertá, Maglioli,Rimini, 1983, pp. 15-16.

8. G. W. F. Hegel, Geschichte der Philosophie,ed. Michelet, Berlín 1840, tomo 1, p. 63.

9. R. Descartes, Discours de la méthode (E.Gi1son ed.), J. Vrin, París 5 1976, pp. 61-62.

10. E. F. Schumacher, Guía para los perplejos,Debate, Madrid 1981, p. 82, donde se citan laspalabras de Santo Tomás y de Huygens reco-gidas en el texto.

11. Citado por J. Pieper, op. cit., pp. 98-99.

12. D. Hume, Tratado de la naturalezahumana, Editora Nacional, Madrid 1977, p. 80.

13. Citado también por J. Pieper, Ibidem

14. R. Descartes, loc. cit.

15. Cfr. C. Fabro, Introduzione all’ateismomoderno, Studium, Roma, 1969, passim.

16. Pieper, op. cit., pp. 97-98.

17. Ch. de Koninc k, El principio del ordennuevo, Cultura hispánica, Madrid ,1952, p. 139.

18. I. Olábarri, “El hombre y el trabajo en laedad contemporánea a la luz de la Laboremexercens”, en Estudios sobre la encíclicaLaborem exercens, BAC, Madrid 1987, pp. 115-116.

19. J. L. Illanes, La santificación del trabajo,Palabra, Madrid 1981, pp. 171-172. En lospárrafos que siguen recojo algunas de las ideasexpuestas en este excelente libro.

20. Cfr. G. Gottier, Questions de lamodernité, FAC, París 1985, p. 203.

21. R. Buttiglione, El hombre y el trabajo,Ed. Encuentro, Madrid 1984, p. 114.

22. E. F. Schumacher, op. cit., pp. 11-12.

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23. R. Guenon, El reino de la cantidad y lossignos de los tiempos, Ayuso, Madrid, 1976, p.51.

24. C. Cardona, Metafísica del bien y delmal, EUNSA, Pamplona 1987, p. 183.

25. E incluso, de alguna manera, con elcomienzo de la religión judaica. Cfr., al res-pecto P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contem-plación, EUNSA, Pamplona 1986, especial-mente cap. III, apartado III.

26. Como puede observarse, la situación noes muy distinta a la de otros aspectos -teóricosy prácticos- en los que ha dejado su huella laRevelación cristiana. No todo lo contenido en

el Antiguo o en el Nuevo Testamento, o loafirmado y confirmado con la misma vida deCristo, se vio dotado de una cabal elaboracióndoctrinal desde los primeros años de la era cris-tiana. Más aún, hablando en estricto rigorhabría que afirmar más bien lo contrario: sólocon el paso del tiempo -y con el progresar dela especulación vitalizada por el cristianismo-fueron adquiriendo las distintas verdades queintegran la visión cristiana del cosmos sus con-tornos teóricos definitivos. Y para muchos deesos perfiles, según ha repetido insistente-mente el Magisterio, el pensamiento de SantoTomás fue decisivo.

27. J. L. Illanes, op. cit. pp. 44 ss.

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