Crianza [Tres luces], por Claire Keegan

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Publicado en la edición del 15 de febrero de 2010 de la revista New Yorker. Traducido por mí. El título original es "Foster", que se refiere a los niños criados por una familia que no es la suya por un tiempo limitado. Al principio le había puesto "Adoptivos", pero lo cambié por "Crianza".[Agregado Mayo 2011]: Eterna Cadencia editó este cuento en forma de libro, que sale más de 50 pesos y tiene 90 páginas, a generoso espaciado y letra grande. El título elegido por el traductor, Jorge Fondebrider, es "Tres luces".

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CRIANZApor Claire Keegan

Un domingo temprano a la mañana, después de la primera misa en Clonegal, mi papá, en lugar de llevarme a

casa, sigue manejando derecho por Wexford hacia la costa, de donde era la familia de mi mamá. Es un

caluroso día de agosto, brillante, con parches de sombra y repentina luz verdosa a lo largo de la ruta. Pasamos

por el pueblo de Shillelagh, donde mi papá perdió a nuestra Shorthorn jugando a las cartas, y por el mercado

de Carnew, donde el hombre que le ganó la vendió no mucho tiempo después. Mi papá tira su sombrero en el

asiento del acompañante, baja la ventana y fuma. Me desarmo las trenzas y me acuesto derechita en el

asiento trasero, mirando para arriba a través de la ventana de atrás. Me pregunto cómo sería si este lugar

fuera de los Kinsellas. Veo a una mujer alta parada sobre mí, haciéndome tomar la leche todavía caliente de la

vaca. Veo otra versión de ella, menos parecida, con un delantal, volcando la pasta de panqueque en la sartén

de freír, preguntándome querés otro, como a veces lo hace mi mamá cuando está de buen humor. El hombre

tiene su mismo tamaño. Me lleva a la ciudad con el tractor y me compra limonada roja y papas fritas. O me

hace limpiar establos y recolectar piedras y arrancar la maleza de los cultivos. Me pregunto si viven en una

vieja casa de campo o en un reluciente bungalow, si tienen un baño afuera de la casa o adentro, con inodoro y

arrastre de agua.

Una eternidad, parece, sucede hasta que el auto baja la velocidad y gira hacia un camino asfaltado y

estrecho, para después chocar contra las barras metálicas del espacio de las vacas. De los dos lados, gruesos

setos son cortados en cuadrados. Al final del camino hay una casa blanca con árboles cuyas ramas se

arrastran por el suelo.

“Pa”, digo. “Los árboles”.

“¿Qué tienen?”

“Están enfermos”, digo.

“Son sauces llorones”, dice, y carraspea.

En el porche, ventanales altos y brillantes reflejan nuestra llegada. Me veo a mí misma mirando desde

el asiento trasero, excitada como una niña juguetona, con el pelo todo enredado, pero mi papá, al volante, se

ve igualito a mi papá. Un sabueso grande y sin correa da un par de ladridos sucios y a media máquina,

después se sienta en el escalón y mira atrás al porche, donde ahora se para el hombre. Tiene el cuerpo

cuadrado como los hombres que a veces dibujan mis hermanas, pero tiene las cejas blancas, para combinar

con el pelo. No se parece para nada a la familia de mi mamá, todos altos, de brazos largos, y me pregunto si

no habremos ido a la casa equivocada.

“Dan”, dice, y se pone derecho. “¿Para qué lado vas?”

“John”, dice Pa.

Se quedan parados mirando el patio por un momento y después hablan de lluvia: qué poca lluvia hay,

cómo el cura de Kilmuckridge rezó por lluvia esta misma mañana, que un verano como este nunca antes se

había visto. Hay una pausa, durante la cual mi papá escupe, y después la conversación vira hacia el precio del

ganado, el E.E.C., las montañas de manteca, el precio de la cal y la desinfección de las ovejas. Yo estoy

acostumbrada, esta costumbre que tienen los hombres de no hablar: les gusta arrancar un pedacito de tierra

del suelo con el talón de la bota, darle un golpecito al techo del auto antes de arrancar, sentarse con las

piernas bien abiertas, como si no les importara.

Cuando la mujer sale ni les presta atención a los hombres. Es aún más alta que mi mamá, el mismo

pelo negro, pero el de ella está cortado bien apretado a la cabeza como un casco. Tiene una remera

estampada y pantalones marrones acampanados. La puerta del auto está abierta y soy extraída y besada.

“La última vez que te vi estabas en el cochecito”, dice, y se mueve hacia atrás, esperando una respuesta.

“El cochecito está roto”.

“¿Qué le pasó?”

“Mi hermano lo usó de carretilla y se le salió la rueda”.

Se ríe y se humedece el dedo y me limpia una cosa de la cara. Puedo sentir el dedo pulgar, más suave

que el de mi mamá, limpiando lo que sea que hay. Cuando ve mi ropa, veo mi vestidito de algodón y mis

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sandalias llenas de polvo con sus ojos. Ninguna de las dos sabe qué decir. Una brisa rara y madura está

atravesando el patio.

“Pasá, dale”.

Me hace entrar a la casa. Hay un momento de oscuridad en el pasillo; cuando dudo, ella duda

conmigo. Caminamos hacia el calor de la cocina, donde soy inducida a sentarme y sentirme como en casa.

Tras el aroma de lo que están cocinando hay algo de desinfectante, de lavandina. Saca una tarta de ruibarbo

del horno y la pone en la mesada. Las rosas amarillo pálido están tan quietas como el jarrón de agua en el cual

están colocadas.

“¿Y cómo anda tu mami?”

“Se ganó diez libras en la lotería”.

“No me digas”.

“Sí”, digo. “Festejamos con mermelada y helado y ella se compró un nuevo caño para la bicicleta”.

Siento, de nuevo, los dientes metálicos del peine sobre el cuero cabelludo más temprano esa mañana,

la fuerza de las manos de mi mamá mientras me hace, bien firmes, las trenzas, su panza en mi espalda, dura

con el siguiente bebé. Pienso en los pantalones limpios que metió en la valija, la carta y lo que debe haber

escrito. Palabras que intercambiaron mi mamá y mi papá:

“¿Cuánto tiempo tienen que quedársela?”

“¿Se la pueden quedar el tiempo que quieran?”

“¿Eso es lo que voy a decir?”

“Decí lo que quieras. Si total es lo que hacés siempre...”

Ahora la mujer llena con leche la jarra de esmalte.

“Tu mamá debe estar ocupada”.

“Está esperando a que vengan a cortar el heno”.

“¿Todavía no lo cortaron?”, dice. “¿No están como un poco tarde?”

Mientras los hombres entran desde el patio, se vuelve momentáneamente oscuro, después se ilumina

nuevamente cuando se sientan.

“Bueno, jefa”, dice Pa sacando una silla.

“Dan”, dice ella, con una voz diferente.

“Qué día caluroso, eh”.

“Sí que está pesado, no te lo voy a negar”. Se voltea para ver la pava, esperando.

“Igualmente fue un gran año para el heno. Nunca vi algo así”, dice Pa. “El granero está totalmente

colmado. Casi me parto la cabeza con las vigas acomodándolo ahí adentro”.

Me pregunto porqué miente mi papá con lo del heno. Tiene esa tendencia a mentir sobre cosas que

serían lindas, si fueran verdad. En algún lugar alejado alguien ha encendido una sierra eléctrica y zumba como

una mosca enorme y punzante. Quisiera estar ahí afuera, trabajando. No estoy acostumbrada a quedarme

sentada sin saber qué hacer con las manos. Parte de mí quiere que mi padre me deje acá, pero la otra quiere

que me lleve de vuelta a lo que conozco. Estoy en un punto en el que no puedo ni ser lo que siempre soy ni

convertirme en lo que podría ser.

La pava vibra hasta el hervor y su tapa de acero se agita. Kinsella agarra un pilón de platos de la

alacena, abre un cajón y saca cuchillos, tenedores, cucharitas de té. Abre un tarro de remolacha y lo vuelca en

una fuente con un pequeño tenedor para servir, deja el sandwich abierto y la salsa de la ensalada. Ya hay un

bol con tomates y cebollas, picadas finito, pan del día, jamón, un pedazo de cheddar rojo.

“¿Y de cuánto está María?”

“¿María? Ya casi está”.

“Me imagino que el último bebé se está poniendo fuerte...”

“Sep”, dice Pa. “Ya gatea. El problema es alimentarlos. No hay quien coma como los chicos y, en serio

te digo, este es igualito a los demás”.

“Ah, pero son rachas, y cuando crecemos también”, dice la mujer, como si esto fuera algo que él

debiera saber.

“Ella va a comer, pero la podés entrenar”.

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Kinsella mira a su mujer. “No va a hacer falta eso”, dice. “La nena va a tener que ayudar un poco a

Edna en la casa, nada más”.

“Va a ser un gusto recibir a la nena”, repite la mujer. “Es bienvenida en esta casa”.

Cuando nos sentamos a la mesa, Pa prueba el jamón y se acerca la remolacha. No usa el tenedor

para servirse sino que lo pincha con el suyo y lo pasa al plato. Mancha el jamón rosado, sangra. Sirven el té.

Se hace un silencio desparejo mientras comemos, con el cortar de los tenedores y cuchillos al romper lo que

hay en nuestros platos. Después de algunos fragmentos de discurso cortan la tarta. Se derrama la crema sobre

la masa caliente, formándose tibios charcos.

Ahora que mi papá me entregó y comió hasta reventar, tiene ganas de prender un pucho y tomárselas.

Siempre, siempre es igual: nunca se queda mucho tiempo en un lugar después de haber comido, no como mi

mamá, que si fuera por ella se quedaría hablando hasta que oscureciera y después amaneciera. Eso, por lo

menos, es lo que dice mi papá. No tengo evidencias de que haya pasado alguna vez. Con mi mamá todo es

trabajo: nosotros, hacer manteca, las comidas, lavar los platos y levantarse y prepararse para la misa y la

escuela, tejer bufandas y contratar hombres para arar la tierra, hacer estirar la plata y ponerse el despertador

para antes de que salga el sol. Pero esta es una casa de otro estilo. Acá hay espacio para pensar. Puede

incluso que haya plata para gastar.

“Me parece que me voy yendo” dice Pa.

“¿Qué apuro hay?” dice Kinsella.

“El sol pega fuerte y tengo que rociar las papas”.

“No hay riesgo de granizo estas noches”, dice la mujer, pero igual se levanta y sale por la puerta de

atrás con un cuchillo filoso. Surge un silencio entre los hombres cuando se va.

“Dale esto a María”, dice, entrando. “Me tapó el ruibarbo, no me importa que clase de año es”.

Mi papá le saca el ruibarbo, pero es tan incómodo como el bebé en sus brazos. Cae un rabo al piso,

después otro. Espera a que ella los levante, que se los entregue. Ella espera que lo haga él mismo. Al final es

Kinsella el que se agacha. “Acá tenés”, dice.

Afuera, en el patio, mi papá tira el ruibarbo en el asiento de atrás, se coloca tras el volante y arranca el

motor. “Buena suerte”, dice. “Espero que esta chica no traiga problemas”. Se voltea para mirarme. “Tratá de no

caerte sobre el fuego, eh”.

Lo veo andar marcha atrás, girar hacia la calle y alejarse. ¿Por qué se fue sin despedirse o siquiera

mencionar si iba a volver por mí?

“¿Qué es lo que te agobia, bebé?” dice la mujer.

Me miro los pies, sucios a través de mis sandalias.

Kinsella se para cerca. “Lo que sea, decinos. No nos importa”.

“Santo Dios Todopoderoso, ¡pero si se fue y se olvidó de tus ronchitas, de tu melena!” dice la mujer.

“Así no me extraña el estado deplorable en que estás. Y bueno, si es medio lento, pobre, el hombre”.

“Ni que hablar”, dice Kinsella. “En lo que canta un gallo te vamos a dejar como nueva”.

Cuando sigo a la mujer hasta adentro quiero que diga algo, que me calme. En lugar de eso limpia la

mesa, levanta el cuchillo filoso y se para junto a la ventana, lavando la hoja bajo el chorro de agua. Me mira fijo

mientras lo seca y lo pone en su lugar.

“A ver, nena”, dice. “Creo que es hora de que te des un baño”.

Subimos las escaleras hasta el baño, pone el tapón y abre al máximo la canilla. “Levantá las manos”,

dice, y me saca el vestido.

Prueba la temperatura del agua y entro, pero el agua está muy caliente y vuelvo a salir.

“Adentro”, dice.

“Está muy caliente”

“Ya te vas a acostumbrar”.

Apoyo un pie a través del vapor y siento, de nuevo, la misma brusca quemazón. Mantengo el pie en el

agua y después, cuando pienso que ya no puedo soportarlo, mi pensamiento cambia, y puedo. El agua es más

profunda que cualquier otra en la que me haya bañado jamás. Nuestra mamá nos baña en lo poco que puede,

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y nos hace compartir. Después de un rato me recuesto y a través del vapor veo que la mujer me refriega los

pies. La suciedad de abajo de las uñas me la saca con una pinza. Saca un poco de champú de una botella de

plástico, me lo pasa por el pelo y me enjuaga la espuma. Después me hace parar y me enjabona todo el

cuerpo con un trapo. Tiene manos como las de mi mamá, pero hay algo más en ellas, además, algo que nunca

he sentido antes y para lo cual no tengo nombre. Este es un nuevo lugar y se necesitan nuevas palabras.

“Ahora la ropa”, dice.

“No tengo ropa”.

“Más bien que no”. Hace una pausa. “¿Te viene bien alguna de nuestras cosas viejas por ahora?”

“No me molesta”.

“Buena chica”.

Me lleva a un dormitorio, del otro lado de las escaleras, y busca en una cajonera.

“Fijate si te van bien estos”.

Sostiene unos pantalones pasados de moda y una remera cuadrillé nueva. Las mangas son medio

largas pero la cintura me aprieta con un cinturón de lienzo, para que me quede bien.

“Ahí va”, dice.

“Mami dice que me tengo que cambiar los pantalones todos los días”.

“¿Qué más dice tu mami?”

“Dice que me pueden cuidar todo el tiempo que quieran”.

Se ríe de esto y me deshace los nudos del pelo, y se queda quieta. Las ventanas están abiertas y veo

un largo trecho de campo, un jardín de verduras, cosas comestibles que crecen en hileras, dalias amarillas y

puntiagudas, un cuervo que lleva algo en el pico que lentamente parte en dos y se come.

“Vení al pozo conmigo”, dice.

“¿Ahora?”

“¿No te parece bien ahora?”

Hay algo en la manera en que lo dice que me hace preguntarme si no es algo que se supone que no

deberíamos hacer.

“¿Es un secreto?”

“¿Qué?”

“O sea, ¿no tengo que decir nada?”

Me hace girar para mirarla. Todavía no la había mirado fijo a los ojos hasta ahora. Sus ojos son de un

azul oscuro, moteados de otros azules. Bajo esta luz tiene un bigote.

“En esta casa no hay secretos, ¿me escuchaste?”

No quiero contestarle pero siento que ella quiere una respuesta.

“¿Me escuchaste?”

“Sep”

“No es ‘sep’. Es ‘sí’. A ver”.

“Es sí”

“¿Sí qué?”

“Sí, no hay secretos en esta casa”.

“Donde hay secretos”, dice, “hay deshonra, y la deshonra es algo que no queremos”.

“OK”. Respiro grandes bocanadas de aire para no llorar.

Me pasa el brazo por los hombros. “Sos demasiado chiquita para entender”.

Cuando dice esto me doy cuenta de que ella es igual a todos los demás, y me dan ganas de estar de

vuelta en casa para que las cosas que no entiendo puedan ser iguales a como son siempre.

Tras bajar la escalera me trae un balde metálico del lavadero. Al principio me siento incómoda con esta

ropa extraña, pero a medida que camino se me pasa. Los campos de Kinsella son amplios y llanos, divididos

mediante cercos eléctricos que según ella no tengo que tocar, a menos que quiera que me dé una descarga.

Cuando sopla el viento, partes del pasto más largo se inclinan, volviéndose plateados. En una sección del

terreno, escuálidas vacas de Frisia nos rodean, mugiendo. Tienen grandes bolsones de leche y largas tetillas.

Las puedo escuchar cuando arrancan el pasto de raíz. Ninguna de nosotras habla, así como hacen las

personas a veces cuando están felices. Ni bien tengo este pensamiento me doy cuenta de que lo contrario

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también es verdad. Subimos unos escalones para pasar la cerca y seguimos por un camino de tierra entre el

pasto hacia una pequeña puerta de metal, donde unos peldaños de piedra bajan hacia el pozo. La mujer deja

el balde en el pasto y baja conmigo.

“Mirá”, dice. “No hay un pozo tan bueno como este en todo el distrito. ¿Quién iba a saber que ni

siquiera alcanzaba para una ducha desde el primero del mes?”

Bajo los escalones hasta llegar al agua.

“Probala”, dice.

Colgando por encima nuestro pende un gran cucharón, una sombra ahuecada en el acero. La alcanzo

y la saco del clavo. Ella me sostiene del cinturón para que no me caiga.

“Es profundo”, dice. “Tené cuidado”.

Hundo el cucharón y me lo llevo a los labios. Esta agua es fresca y límpida como nada que jamás haya

probado. La hundo de nuevo y la levanto al mismo nivel que la luz del sol. Me tomo seis medidas de agua y

deseo, por un momento, que este lugar sin deshonra ni secretos fuera mi hogar. Me lleva de nuevo arriba,

subiendo los escalones, y después baja ella sola. Escucho que el balde flota de costado un instante antes de

hundirse y tragarse, emitiendo un sonido de agradecimiento, una buena cantidad de agua, antes de ser sacado

y levantado.

Esa noche, espero que ella me haga arrodillarme pero en lugar de eso me viste y me dice que puedo

decir un par de oraciones en la cama, si es que eso es lo que hago normalmente. La luz del día aún brilla

fuerte. Está a punto de colgar una sábana en el carril de la cortina, para taparla, cuando se detiene. “¿Querés

que la deje?”

“Sep”, digo. “Sí”.

“¿Le tenés miedo a la oscuridad?”

Quiero decir que tengo miedo pero tengo mucho miedo de decirlo.

“Dejá”, dice. “No importa. Podés usar el baño que está al lado de nuestro cuarto, pero si querés te dejo

acá también una bacinica”.

“Así estoy bien”, digo.

“¿Tu mami está bien?”

“¿Qué querés decir?”

“Tu mami. ¿Está bien?”

“Antes le daban náuseas a la mañana pero ya no”.

“¿Por qué no cosecharon el heno?”

“No le alcanza para pagarle al señor. Nada más le pagó lo del año pasado”.

“Que Dios la ayude”. Me alisa la sábana, suspira. “¿Creés que se va a ofender si le mando unos

pesitos?”

“¿Qué es ‘ofender’?”

“¿Le molestaría?”

Lo pienso por un momento. “A ella no, pero a Pa sí”.

“Ah, sí”, dice. “Tu papá”.

Me da un beso, un beso seco, y me dice buenas noches. Me incorporo cuando se va y miro alrededor,

todo el cuarto. Trenes de todos los colores corren por el empapelado. No hay vías para estos trenes, pero, en

algunas partes, un nenito está parado a lo lejos, saludando. Parece feliz, pero una parte de mí se compadece

de todas sus personificaciones. Me acuesto de un lado y, aunque sé que ella no quiere ninguno de los dos, me

pregunto si mi mamá va a tener una nena o un nene esta vez. Pienso en mis hermanas, que no deben estar en

la cama todavía. Me quedo despierta todo el tiempo que puedo, después me obligo a levantarme para usar la

bacinica, pero solo sale un chorrito. Vuelvo a la cama, más que medio asustada, y me duermo. En algún punto,

más tarde en la noche –parece mucho más tarde- la mujer entra. Me quedo quieta y respiro como si no me

hubiera despertado. Siento el hundimiento del colchón, su peso en la cama. Silenciosamente, se inclina sobre

mí. “Dios te ayude, pequeña. Si fueras mía, nunca te habría dejado sola con extraños”.

Durante el día ayudo a la mujer con las tareas de la casa. Me muestra la gran máquina blanca que se

enchufa, un freezer, donde los que ella llama “alimentos perecederos” pueden guardarse por meses sin que se

pudran. Hacemos cubitos de hielo, recorremos cada centímetro cuadrado del piso con una máquina

aspiradora, plantamos nuevas papas, hacemos ensaladas y dos panes de campo y después ella saca la ropa

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de la soga mientras todavía está húmeda y abre una tabla y empieza a planchar. Hace todo esto sin apurarse

pero sin detenerse tampoco. Kinsella entra y nos hace té con agua del pozo y se lo toma parado, con un

puñado de bizcochos Kimberley, después vuelve a salir. Más tarde vuelve a entrar, buscándome. “¿La chiquita

está por acá?”, pregunta.

Voy a la puerta.

“¿Sabés correr?”

“¿Qué?”

“¿Sos rápida con los pies?”, dice.

“A veces”, digo.

“Bueno, corré hasta el final de la calle, ahí donde está el poste, y volvé”.

“¿El poste?”

“El poste del buzón, para las cartas. Lo vas a ver. Hacé lo más rápido que puedas”.

Salgo, corriendo, hasta el final de la calle y veo el poste y agarro las cartas y vuelvo corriendo de

nuevo. Kinsella está mirando su reloj. “Nada mal”, dice, “para ser tu primera vez”.

Saca las cartas que son para mí. “¿Pensás que hay plata en alguna de estas?”

“No sé”.

“Ah, sabrías si lo hubiera, seguro. Las mujeres pueden oler la plata. ¿Pensás que traen noticias?”

“No podría saberlo”.

“¿Pensás que hay invitaciones para un casamiento?”

Me quiero reír.

“De cualquier manera no sería el tuyo”, dice. “Sos muy chica para casarte. ¿Pensás que te vas a

casar?”

“No sé”, digo. “Mami dice que no debería aceptar regalos de un hombre”.

Kinsella se ríe. “Puede que tenga razón con eso. Igual, te digo, no todos los hombres son iguales. Y tendría

que ser un hombre astuto para atraparte, Patas Largas. Mañana vamos a probar de nuevo a ver si podemos

mejorar tu tiempo”.

“¿Tengo que ir más rápido?”

“Eh sé”, dice. “Para cuando estés lista para casa vas a ser tan rápida como un reno, de modo que no

va a haber un solo hombre en el distrito que pueda atraparte sin una larga red y una bicicleta de carreras”.

Después de la cena y las noticias de las 9, cuando Kinsella está leyendo su diario en la sala de estar,

la mujer me sienta en el regazo y me acaricia sin ganas los pies descalzos.

“Qué lindos y largos que son tus pies”, dice. “Lindos pies”.

Me hace acostar con la cabeza sobre sus rodillas y, con un broche de pelo, me limpia la cera de las

orejas.

“Podría haber plantado un geranio con todo lo que había ahí”, dice.

Cuando saca el peine, puedo escucharla que cuenta en voz baja hasta cien y después para y me hace

trenzas sin apretar mucho.

Y así pasan los días. Sigo esperando que pase algo, porque siento que la tranquilidad se va a terminar,

pero a cada día le sucede otro bastante parecido. Nos levantamos temprano cuando sale el sol y

desayunamos huevos de una u otra variedad con cereales y tostadas. Kinsella se pone la gorra y sale al patio

a ordeñar a las vacas, y yo y la mujer hacemos una lista en voz alta de las tareas por hacer: cosechamos

ruibarbo, hacemos tartas, pintamos los zócalos, sacamos todas las sábanas de las prensas calientes,

aspiramos las telarañas y ponemos las sábanas de nuevo, hacemos scones, cepillamos la bañera, barremos la

escalera, pulimos los muebles, hervimos cebollas para la salsa de cebolla y la metemos en recipientes en el

freezer, desmalezamos las plantas de los canteros y, cuando cae el sol, regamos todo. Después viene el tema

de la comida y la caminata por el campo hasta el pozo. Todas las noches la televisión se prende para las

noticias de las 9 y después, terminado el pronóstico, me dicen que es hora de acostarse.

Una tarde, mientras estamos haciendo una mermelada de grosella, Kinsella viene desde el patio y se

lava y se seca las manos y me mira como nunca antes lo había hecho.

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“Creo que ya fue suficiente tiempo para dejarte como nueva, nena”.

Tengo puestos unos pantalones azul marino y una remera azul que la mujer sacó de la cajonera.

“¿Qué hay de malo con ella?” dice la mujer.

“Mañana es domingo y va a necesitar algo más que eso para la misa”, dice. “No la voy a llevar así

como fue la semana pasada”.

“Pero si está limpia y prolijita...”

“Sabés a lo que me refiero, Edna”. Suspira. “Por qué no te cambiás y vamos todos a Gorey”.

La mujer sigue sacando grosellas del secador de verduras, estirando la mano, aunque cada vez más

despacio, para la siguiente. En un momento pienso que va a detenerse, pero sigue haciéndolo hasta terminar y

después se levanta y pone el secador en la pileta de lavar y deja escapar un sonido que nunca escuché a

nadie hacer, y sube lentamente las escaleras.

Kinsella me mira y sonríe con una sonrisa dura. Casi que no tiene ya los ojos en la cabeza. Es como si

hubiera un gran pedazo de problema estirándose en la parte trasera de su mente. Le da una patadita a una

silla y me mira. “Deberías lavarte las manos y la cara antes de salir para el pueblo”, dice. “¿Tu papá ni siquiera

se molestó en enseñarte eso?”

Me quedo quieta en la silla, esperando que pase algo mucho más pesado, pero Kinsella no hace más

que quedarse ahí parado, trabado en el discurrir de su propio discurso. Apenas se da vuelta, corro hacia las

escaleras, pero cuando llego al baño la puerta no se abre.

“No pasa nada”, dice la mujer después de un rato, desde adentro, y entonces, un poco después, abre.

“Perdón por dejarte acá”. Estuvo llorando pero no le da vergüenza. “Va a ser lindo que tengas ropa para vos”,

dice entonces, secándose los ojos. “Y Gorey es un lindo pueblo. No sé porqué no se me había ocurrido antes

llevarte”.

Pueblo es un lugar lleno de gente con una ancha calle principal. Afuera de los negocios hay muchas

cosas distintas colgando al sol. Hay redes de plástico llenas de pelotas de playa, juguetes inflables y camas

que flotan. Un delfín transparente luce como si estuviera temblando en una helada tempestad. Hay espadas de

plástico y baldes a juego, moles para hacer castillos de arena, hombres grandes sacando helado de baldes con

pequeñas cucharas de plástico, una camioneta con un hombre gritando “¡Pescado fresco!”

Kinsella busca en su bolsillo y me da algo. “Tomá, comprate un heladito de chocolate”.

Abro la mano y miro fijamente el billete de una libra.

“¿No podría comprarse media docena de heladitos con eso?”, dice la mujer.

“Ah, pero qué, ¿nada más que para malcriarla sirve esta chica?”, dice Kinsella.

“¿Qué decís?”, dice la mujer.

“Gracias”, digo. “Muchas gracias”.

“Bueno, aprovechalo y gastátelo bien”, dice Kinsella, riéndose.

La mujer me lleva a lo del sastre y elige cinco vestidos de algodón y unas bombachas y algunos

pantalones y un par de remeritas. Vamos detrás de una cortina para que me los pruebe.

“Qué alta que es”, dice la vendedora.

“Somos todas altas”, dice la mujer.

“Es igualita a su mamá. Ahora me doy cuenta”, dice la vendedora y después decide que el vestido lila

es el que mejor me queda y el que más linda me hace. La señora Kinsella coincide. Me compra también una

remera estampada de mangas cortas, unos pantalones azules y un par de zapatos negros de cuero con una

pequeña correa y hebilla, algunas bombachas y medias cortas blancas. La vendedora le da el ticket y ella saca

la billetera y paga todo.

“Que te queden bien”, dice la vendedora. “Qué buenita que es con vos tu mami, ¿no?”

No sé cómo responder.

Afuera el sol se siente fuerte otra vez, enceguecedor. Nos encontramos con gente conocida de la

mujer. Algunos se me quedan mirando y preguntan quién soy. Una tiene un nuevo bebé en un carrito. La mujer

se inclina y hace soniditos y él se babea un poquito y se pone a llorar.

“Está haciendo que no te conoce”, dice la madre. “No te preocupes”.

Nos encontramos con una mujer de ojos de pico, que pregunta de quién soy hija. Cuando le informan,

ella dice, “Ah, les hace compañía a todos de cualquier manera, Dios los ayude”.

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La señora Kinsella se pone tensa, y dice, “Me disculparás pero este hombre que tengo está esperando,

y sabés cómo son estos hombres”.

“Como malditos toros, eso son”, dice la mujer. “Ni un gramo de paciencia tienen”.

“Dios me perdone pero si me vuelvo a topar con esa mujer se va a armar un revuelo”, dice la señora

Kinsella cuando damos vuelta a la esquina.

Antes de volver al auto me deja libre en un negocio de golosinas. Me tomo mi tiempo en elegir lo que

quiero.

“Qué de cosas que tenés ahí, eh”, dice cuando salgo.

Kinsella estacionó en la sombra y está sentado con las ventanas abiertas, leyendo el diario. “¿Y?”,

dice. “¿Conseguiste?”

“Sep”, dice ella.

“Genial”, dice él.

Le doy el helado de chocolate a él y el copo a ella y me acuesto en el asiento trasero mientras como

las gomitas, teniendo cuidado de no atragantarme cuando pasamos por los lomos de burro. Escucho cómo las

monedas se chocan en mi bolsillo, el viento pasando muy rápido por el auto y los pequeños fragmentos de

conversación, sobras de chismes que ellos intercambian en la parte de adelante.

Cuando doblamos hacia el patio, otro auto está estacionado frente a la puerta. Una mujer está en el

escalón del frente, caminando de un lado al otro, de brazos cruzados.

“¿No es la nena de Harry Redmond?”

“Esto no me gusta nada”, dice Kinsella.

“Oh, John”, dice ella, apurándose. “Perdón que los moleste pero nuestro Michael, pobrecito, se nos fue

y no hay un alma en casa. Están todos en la cosecha y Dios sabe a qué hora van a estar de vuelta, y no tengo

manera de avisarles. Estamos totalmente varados. ¿No podrías venir y darnos una mano con lo de cavar la

tumba?”

“No sé si este va a ser un lugar para vos pero no te puedo dejar acá”, dice la mujer, más tarde ese día.

“Así que preparate que nos vamos, por el amor de Dios”.

Subo a cambiarme y me pongo mi nuevo vestido y mis medias cortas y los zapatos.

“Pero qué linda que estás”, dice cuando bajo. “John no siempre es amable pero raramente se

equivoca”.

Caminando por la calle, pasamos por casas con puertas y ventanas abiertas, sogas de colgar la ropa

largas y ondeantes, entradas de grava hacia otros caminos. En el patio delantero de una casa, un perro negro

con rulos en la espalda sale y nos ladra, calurosamente, por los barrotes de una tranquera. En el primer cruce

de caminos nos encontramos con un novillito que entra en pánico y se escapa corriendo, perdido. A lo largo de

toda la caminata el viento sopla fuerte y suave y fuerte otra vez, a través de los inmensos y florecientes setos,

los altos árboles. En los campos se ven las cosechadoras levantando el trigo, la cebada y la avena, guardando

el trigo y dejando atrás largas hileras de paja. Más adelante encontramos a dos hombres en cueros de ojos

muy blancos para sus caras tan bronceadas y polvorientas. La mujer se detiene a saludarlos y les cuenta a

dónde estamos yendo.

“Y sí, debe ser un alivio para el hombre salir de la miseria”.

“Seguro, ¿no alcanzó ya la flor de su vida?”, dice el otro. “¿Qué más podemos esperar nosotros?”

Seguimos caminando, manteniéndonos cerca de los setos y las acequias, dejando que todo pase.

“¿Alguna vez fuiste a un velorio?” pregunta la mujer.

“Creo que no”.

“Bueno, entonces te digo. Va a haber un señor muerto en un ataúd y varias personas y algunas de

ellas puede que hayan tomado de más”.

“¿Tomado qué?”

“Alcohol”, dice.

Cuando llegamos a la casa vemos algunos hombres apoyados en una pared baja, fumando. Hay un

listón negro en la puerta, pero cuando entramos la cocina se ve luminosa y está llena de gente hablando. La

mujer que le había pedido a Kinsella que cavara la tumba está ahí, haciendo sándwiches. Hay botellas de

limonada roja y blanca y cerveza, y en medio de todo esto una gran caja de madera con un viejo señor muerto

acostado en su interior. Tiene las manos juntas, como si se hubiera muerto mientras rezaba, un collar de

Page 9: Crianza [Tres luces], por Claire Keegan

cuentas de rosario alrededor de los dedos. Algunos de los hombres están sentados alrededor del ataúd y usan

la parte cerrada como un mostrador para dejar apoyados los anteojos. Uno de estos es Kinsella.

“Ahí está”, dice. “Piernas Largas. Vení para acá”.

Me arrastra hasta su regazo y me da un trago de su copa. “¿Te gusta?”

“No”.

Se ríe. “Buena chica. Nunca le tomes el gusto a esto. Si empezás puede que no pares más, y así vas a

terminar como todos nosotros”.

Sirve limonada roja en un vaso para mí. Me siento en su regazo, comiendo unas magdalenas y

tomando la limonada y mirando al hombre muerto, esperando que abra los ojos.

La gente entra y sale, todos se saludan, comen y toman y miran al muerto, diciendo qué hermoso

cadáver y qué feliz que se ve ahora que terminó su agonía y ¿quién fue el encargado de preparar el cuerpo?

Hablan del pronóstico del tiempo y del contenido de humedad del trigo, de las cuotas de leche y las próximas

elecciones. Siento cómo me voy poniendo más pesada en el regazo de Kinsella. “¿Estoy muy pesada?”

“¿Pesada?” dice. “Sos como una pluma, nena. Quedate como estás”.

Apoyo la cabeza contra él pero estoy aburrida y quisiera estar donde haya cosas para hacer, nenas

con quienes jugar.

“Se está poniendo inquieta”, escucho que dice la mujer.

“¿Qué le pasa?” dice otra.

“Y, pasa que no es lugar para un chico”, dice. “Pero a mí no me parecía bien no venir y no podía

dejarla sola”.

“No hay problema, me la llevo a casa conmigo, Edna. Yo ya me voy. Podés llamar y pasar a buscarla

cuando volvés”.

“Eh”, dice, “no sé, te parece”.

“Así mi nena le hace un poco de compañía. Pueden jugar en el patio de atrás. Y ese hombre de ahí no

va a ceder mientras la tenga en el regazo.”

La señora Kinsella se ríe. Nunca la había escuchado reírse abiertamente hasta ahora.

“Bueno, está bien, si no es molestia, Mildred”, dice. “¿Qué problema hay? Y no va a ser mucho

tiempo”.

“No hay problema”, dice Mildred.

Cuando estamos en la ruta y las despedidas ya están hechas, Mildred empieza a dar zancadas a un

paso que se me hace imposible y apenas doblamos la esquina empiezan las preguntas. Ni llego a contestar la

primera cuando ya disparó la segunda: “¿En qué cuarto te metieron? ¿Kinsella te dio plata? ¿Cuánto? ¿Ella

toma a la noche? ¿Y él? ¿Se juega mucho a las cartas? ¿Rezan el Rosario? ¿A las tortas les pone manteca o

margarina? ¿Dónde duerme el perro viejo? ¿El congelador está bien lleno? ¿Ella tiene que escatimar con las

cosas o le permiten gastar? ¿La ropa del nene sigue ahí colgada en el armario?”

Las contesto todas con facilidad, menos la última.”¿La ropa del nene?”

“Sep”, dice. “Si estás durmiendo en su cuarto deberías saber. ¿No miraste?”

“Bueno, ella tenía ropa que me ponía todo el tiempo que estuve ahí, pero esta mañana fuimos a Gorey

y compramos cosas nuevas”.

“¿Estos cachivaches que tenés ahora? Dios santo...”, dice. “Cualquiera pensaría que sos una

pordiosera”.

“A mí me gusta”, dije. “Me dijeron que me favorecía”.

“¿Te favorecía, no? Bueno. Bueno”, dice. “Supongo que sí, después de vivir con la ropa del muerto

todo este tiempo”.

“¿Qué?”

“El nene de los Kinsellas, tonta. ¿No sabías?”

No sé qué decir.

“Ni que te hubieran sacado de abajo ‘e la alfombra. Claro, ¿no persiguió al perro viejito ese que tenían

hasta el estanque podrido y se ahogó? Bah, eso dicen ellos que pasó”, dice.

Sigo caminando y trato de no pensar en lo que dijo, aunque no hay muchas otras cosas que me

vengan a la mente. Faltan horas todavía para que caiga el sol pero se siente como si el día estuviera

terminando. Miro al cielo y veo el sol, todavía bien arriba, y, muy lejos, una luna redonda saliendo.

Page 10: Crianza [Tres luces], por Claire Keegan

“Dicen que John agarró el arma y se llevó al perro al medio del campo pero que no le dio el cuero para

matarlo, pobre debilucho”.

Caminamos entre los erguidos setos, en los que pequeñas cositas dan la impresión de susurrar y

moverse. En las zanjas crece manzanilla, salvia y menta, plantas cuyos nombres mi mamá de alguna manera

se hizo el tiempo de enseñarme. Más adelante, el mismo novillo sigue perdido, en otra parte del camino.

Rápidamente llegamos al lugar en que el perro negro ladra a través de la tranquera. “Callate y metete

pa’dentro, ¡shu!”, le dice.

Es como un chalet, su casa, con bloques de cemento irregulares frente a la puerta principal, arbustos

muy crecidos y atizadores al rojo vivo. Acá tengo que cuidar mi cabeza, mirar por dónde camino. Cuando

entramos, el lugar está abarrotado y una mujer mayor fuma en la cocina. Hay un bebé en una silla alta. Hace

un chillido cuando ve a la mujer y tira un par de garbanzos. “Mirá como estás”, dice. “Tu estado”.

No sé si le habla a la mujer o al nene. Se saca el abrigo y se sienta y empieza a hablar del funeral:

quiénes estaban, qué tipo de sándwiches había, las magdalenas, el cadáver que estaba acostado como

atorado en el cajón y que ni siquiera lo habían afeitado bien y que encima le habían puesto un rosario de

plástico, pobre diablo.

No sé si sentarme o quedarme parada, si escuchar o irme, pero apenas me estoy decidiendo el perro

ladra y la tranquera se abre y entra Kinsella, encorvándose bajo el marco de la puerta. “Buenas tardes a

todos”, dice.

“Ah, John”, dice la mujer. “No te tardaste. Acabamos de entrar. ¿O no que acabamos de entrar, nena?”

“Sí”.

Kinsella no me saca los ojos de encima. “Gracias, Mildred. Fue un buen gesto de tu parte traerla a

casa”.

“No fue nada”, dice la mujer. “Es tranquilita, ella”.

“Dice lo que tiene, nada más. Ojalá hubiera más como ella”, dice. “¿Lista para ir a casa, Pétalo?”

Lo sigo hasta el auto, en el que espera la mujer. “¿Te sentiste bien ahí adentro?” dice.

Digo que sí.

“¿Te preguntó algo?”

“Algunas cosas, no mucho”.

“¿Qué te preguntó?”

“Me preguntó si usabas manteca o margarina en tus tortas”.

“¿Algo más te preguntó?”

“Me preguntó si el freezer estaba bien lleno”.

“Ahí va”, dice Kinsella.

“¿Te contó algo?” pregunta la mujer.

No sé qué decir.

“¿Qué te contó?”

“Me contó que ustedes tenían un hijito que persiguió al perro hasta el tanque y se murió y que yo usé

su ropa en la misa el domingo pasado.”

Cuando llegamos a casa el perro viene corriendo hasta el auto para saludarnos y me doy cuenta de

que todavía no escuché a ninguno de los dos llamarlo por su nombre. Kinsella suspira y se va, tambaleando un

poco, a ordeñar. Cuando entra dice que no está listo para ir a la cama. Noto que lo que me pone es la campera

del hijo.

“¿Qué vas a hacer?” dice la mujer.

“La voy a llevar hasta la orilla”.

“Tené cuidado con esa nena, John Kinsella”, dice. “Y no se te ocurra salir sin la lámpara”.

“¿Qué falta hace la lámpara en una noche como esta?” dice, pero aún así la lleva porque se la

entregan.

En el patio brilla una gran luna, marcándonos el camino hasta la vereda y por la calle. Kinsella me toma

de la mano. Mientras lo hace me doy cuenta de que mi papá nunca me tomó de la mano y una parte de mí

quiere que Kinsella me deje ir así no tengo que pensar en esto. Es un sentimiento duro pero, mientras vamos

caminando, establezco la diferencia entre mi vida en casa y la que tengo acá.

Page 11: Crianza [Tres luces], por Claire Keegan

Cuando llegamos al cruce de caminos giramos a la derecha por una colina empinada. El viento es

feroz y alto en los árboles, golpea quejoso y hacen que las ramas secas se eleven y se muevan. Es lindo sentir

el camino abriéndose ante nosotros y saber que, al final, vamos a llegar al mar. Kinsella dice un par de cosas

sin importancia por el camino, después se queda callado y el tiempo pasa sin que parezca que pasa, y

después estamos en un lugar abierto, con arena, en el que la gente debe estacionar el auto. Hay baches y

marcas de ruedas de auto por todos lados, un tacho de basura que parece no haber sido vaciado hace mucho

tiempo.

“Ya casi llegamos, Pétalo”.

Me hace subir una colina, donde altos juncos se doblan y tiemblan. Después estamos parados en la

cima de un lugar oscuro donde termina la tierra y hay una gran playa y agua, que sé que es profunda y se

extiende hasta Inglaterra. A lo lejos, en la oscuridad, parpadean dos luces intensas.

Kinsella me suelta y corro a toda velocidad por la duna hasta el lugar en que el oscuro mar se

transforma en olas fuertes y espumosas. Corro hacia ellas cuando se van para atrás, y me vuelvo atrás,

gritando, cuando irrumpen. Kinsella me alcanza y me saca los zapatos, para luego sacarse los suyos.

Caminamos por el borde del mar que se escurre en la arena bajo nuestros pies descalzos. En un momento me

sube a sus hombros y entramos al agua hasta que le llega a las rodillas. Después me devuelve caminando

hasta la línea de la marea, donde empiezan las dunas. Muchas cosas fueron arrastradas hasta acá por el mar:

botellas, palos y botecitos, y, más adelante, una puerta de establo con el pasador roto.

“Anda suelto el caballo de alguien, parece”, dice Kinsella. “Sabés que a veces los pescadores

encuentran caballos en el mar. Un hombre que conozco una vez remolcó un potro y el caballo se acostó por un

rato largo y después se levantó. Y estaba perfecto”.

“Cosas raras que pasan”, dice. “Algo raro te pasó esta noche, pero Edna no te quiso hacer mal. Es una

buena tipa, sí. Quiere creer que los demás hacen el bien y a veces la manera que tiene de enterarse es

confiando en ellos, teniendo la esperanza de no ser decepcionada, pero a veces lo es”.

No sé cómo responder.

“No hace falta que digas nada”, dice. “Siempre acordate de esa frase. Vaya que hubo muchos hombres

que perdieron la oportunidad perfecta de no decir nada”.

Después se ríe, una risa extraña y triste.

Todo se siente raro esa noche: caminar hasta un mar que siempre estuvo ahí, verlo y sentirlo y temerle

en la semi-penumbra, escuchar a este hombre que me dice cosas –sobre caballos remolcados desde el mar,

sobre su esposa que cree en los demás como para aprender en quién no confiar- cosas que no entiendo por

completo, cosas que tal vez ni siquiera estén destinadas a mí.

Al dar la vuelta para volver por la playa la luna desaparece tras una nube y no podemos ver adónde

vamos. En este momento, Kinsella deja escapar un suspiro, se detiene y enciende la lámpara.

“Ah, las mujeres casi siempre tienen razón”, dice. “¿Sabés en qué son especialistas las mujeres?”

“¿En qué?”

“En las eventualidades. Una buena mujer sabe mirar a lo lejos y percibir lo que viene mucho antes de

que el hombre pueda siquiera olfatearlo”.

Alumbra la luz por toda la playa para encontrar nuestras huellas y seguirlas, pero las únicas que

encuentra son las mías. “Seguro que fuiste vos la que me trajo”, dice.

Me río de solo pensar que yo lo haya traído, por lo imposible, después me doy cuenta de que era un

chiste y lo entendí.

Cuando sale la luna de nuevo, apaga la luz y encontramos fácilmente el camino que nos había traído

por entre las dunas. Nos detenemos en la cima y me vuelve a poner los zapatos y después los suyos y ata los

cordones. Giramos y miramos el agua.

“Ves, ahí hay tres luces en línea, donde antes había solo dos”.

Miro más allá del mar. Ahí, las dos luces siguen parpadeando, pero con otra luz, sostenida, brillando en

el medio.

“¿La ves?” dice.

“Sí”, digo. “Ahí está”.

Y es entonces cuando me envuelve en sus brazos y me lleva hacia él como si fuera suya.

Page 12: Crianza [Tres luces], por Claire Keegan

Después de una semana de lluvia, un jueves, llega la carta. No es una sorpresa; más bien un shock.

Ya venía sospechándolo por algunas señales: el champú para piojos en la farmacia, los peinados de peine

fino. En la casa de regalos hay cuadernos apilados en lo alto. Biromes, reglas, cajitas de dibujo mecánico. En

la ferretería, las viandas y mochilas y palos de hurling1 están exhibidos adelante, para que los vean las

mujeres.

Llegamos a casa y tomamos sopa, mojando el pan, partiéndolo en pedacitos y dando unos sorbitos,

ahora que nos conocemos. Después voy con Kinsella al cobertizo de heno, donde me hace prometer que no

voy a mirar mientras él suelda. Lo estoy siguiendo a todas partes, me doy cuenta, pero no puedo evitarlo. Ya

es más de la hora en que pasa el correo pero no me sugiere que lo vaya a buscar hasta que se hace tarde,

después que ordeñamos a las vacas y barremos y fregamos el lugar de ordeñar. “Creo que ya es hora”, dice,

lavándose las botas con la manguera.

Me pongo en posición, usando el escalón del frente como taco de salida. Kinsella mira el reloj y hace

bajar el pañuelo como si fuera una bandera. Corro por el camino hasta la vereda, giro bien cerrado en la

esquina, abro la caja, agarro las cartas y corro de vuelta hasta el escalón con la certeza de saber que mi marca

no fue tan rápida como la de ayer.

“Diecinueve segundos más rápido que tu primera corrida”, dice Kinsella. “Y dos segundos mejor que

ayer, a pesar del suelo pesado. Como el viento, sos”. Agarra las cartas y las va pasando, pero hoy, en lugar de

hacer chistes sobre qué hay en su interior, hace una pausa.

“¿Esa es de mami?”

“Sabés”, dice. “Creo que podría ser”.

“¿Tengo que volver a casa?”

“Bueno, la carta es para Edna, así que porqué no se la llevamos y que la lea”.

Vamos a la sala de estar, donde está sentada con los pies levantados, mirando un libro de tejidos.

Kinsella le desliza la carta en el regazo. Ella la abre y la lee. Es una hoja chiquita escrita de los dos lados. La

deja, después la agarra y la lee de nuevo.

“Bueno”, dice, “tenés un nuevo hermanito. Cuatro kilos seiscientos. Y el lunes empieza la escuela. Tu

mamá nos pide que te devolvamos el fin de semana así te puede dejar listita y preparada”.

“O sea que tengo que volver...”

“Sep”, dice. “¿Pero eso lo sabías, no?”

Asiento.

“No podías quedarte acá para siempre con estos dos farsantes”.

Me quedo ahí parada y miro fijamente el fuego, tratando de no llorar. Más que escuchar, sentí que

Kinsella se iba del cuarto.

“No te enojes”, dice la mujer. “Vení para acá”.

Me muestra páginas de jerseys tejidos y me pregunta qué tipo de tejido me gusta más, pero todos

parecen difuminarse en uno solo y simplemente señalo uno, uno azul, que parece como fácil de hacer.

“Bueno, elegiste el más difícil del libro”, dice. “Más me vale que empiece esta semana porque si no vas

a estar muy grande para cuando esté tejido”.

Ahora que sé que tengo que volver a casa casi tengo ganas de irme. Me levanto más temprano que lo

común y miro los campos húmedos, los árboles en cuyas hojas resbalan las gotas de agua, las colinas, que

parecen más verdes que cuando llegué. Kinsella da vueltas todo el día, haciendo cosas pero sin terminar

ninguna. Dice que no tiene discos para su amoladora angular, ni varillas de soldar, y que no puede encontrar la

empuñadura del torno. Dice que hizo tantos trabajos en el largo período de lindo tiempo que ya queda poco por

hacer.

Estamos afuera mirando los terneros, que fueron alimentados. Con agua caliente, Kinsella preparó su

sustituto de leche, el cual chupan de unas largas tetitas de goma. Se ven alegres tirados ahí en una fresca

cama de paja.

“¿Me podrían llevar esta noche?”

“¿Esta noche?” dice Kinsella.

Asiento.

“Cualquier noche me queda bien”, dice. “Te puedo llevar cuando quieras, Pétalo”.

1 Hurling: deporte irlandés que se juega en cancha de pasto, parecido al hockey [N. del T.]

Page 13: Crianza [Tres luces], por Claire Keegan

Miro el día. Es como cualquier otro, el cielo gris y chato por sobre el patio y el sabueso mojado

vigilando la puerta principal.

“Bueno, mejor que ordeñé temprano”, dice. “Bien”. Y camina por el patio, pasando por al lado mío

como si ya me hubiera ido.

La mujer me da un bolso de cuero marrón. “Te podés quedar con este viejito”, dice. “Nunca le

encuentro un uso”.

Doblamos mi ropa y las ponemos adentro, junto con los libros Ladybird que encontramos en lo de

Webb en Gorey. “Los tres cabritos broncos“, “Patito feo”, “Blancanieves y Rojaflor”. Puedo recordar cómo sigue

la historia, puedo hacer coincidir el texto de mi memoria con las palabras que están ahí escritas. Me da un pan

de jabón amarillo y mi toalla de la cara, y el peine que me compró. Mientras juntamos todas estas cosas me

voy acordando de dónde las compramos, qué dijimos, los días que pasamos y cómo el sol, la mayor parte del

tiempo, brillaba.

En ese momento un auto se detiene en el patio. Tengo miedo de mirar, miedo de que sea mi papá,

pero es un vecino. “Edna”, dice, aterrorizado. “¿Anda John por ahí?”

“Está ordeñando”, dice. “Ya debe estar por terminar”.

Corre por el patio, con la fuerza de sus botas Wellington, y unos minutos después Kinsella saca la

cabeza por la puerta. “Joe Fortune necesita una mano para sacar un ternero”, dice. “¿Te molestaría hacerte

una corrida y terminar con el salón? Ya saqué a la manada”.

“Sí, seguro”, dice ella.

“Vuelvo apenas pueda”.

“Claro que sí, no hay problema”.

Se pone el anorak y la veo caminar por el patio. Me pregunto si debiera ir a ayudar pero llego a la

conclusión de que estorbaría. Me siento en el apoyabrazos y miro hacia donde brilla una luz acuosa sobre el

balde metálico en el lavadero. Podría ir al pozo a buscar agua para el té. Podría ser lo último que hiciera.

Me pongo la campera del hijo, agarro el balde y recorro los campos. Conozco el camino, podría

encontrar el pozo con los ojos cerrados. Cuando atravieso la escalera por sobre la verja, el sendero no parece

ser el mismo que recorrimos aquella primera noche. El camino está pantanoso y resbaloso por momentos.

Camino con dificultad hacia la pequeña puerta de hierro y bajo los escalones. El agua está mucho más alta en

estos días. Estaba en el quinto escalón aquella primera noche que vine, pero ahora me paro en el primero y

veo la superficie del agua que alcanza y acaricia justito el borde del escalón que está uno abajo del mío. Me

inclino con el balde, dejando que flote y que después se hunda, como hace la mujer, pero cuando me estiro

para levantarlo otra mano igualita a la mía parece salir del agua y tirarme hacia adentro.

No es esa noche ni la siguiente sino la noche después de esa, el domingo, que me llevan a casa.

Cuando vuelvo del pozo, empapada hasta el alma, la mujer me mira y se pone muy tensa hasta que me agarra

y me lleva adentro y me hace la cama de nuevo.

La mañana siguiente no me siento con temperatura, pero ella me mantiene arriba, me trae cosas

calientes para tomar con limón y clavo de olor y miel, aspirina.

“No es nada, se pegó un fresquete”, escucho que dice Kinsella.

“Cuando pienso en lo que pudo haber pasado”.

“Lo decís una y otra vez, y van...”

“Pero-“

“No pasó nada, y la nena está grande. Punto final”.

Me quedo ahí acostada con la botella de agua caliente, escuchando la lluvia y mirando mis libros,

haciendo que pase algo apenas distinto al final de cada uno, cada vez.

El domingo me permiten levantarme y hacemos las valijas de nuevo, como antes. Cuando llega la

noche, cenamos y nos bañamos y nos ponemos ropa linda. Salió el sol, persisten unas tiras largas y suaves y

el patio está seco en algunas partes. Más pronto de lo que me hubiera gustado estamos en el auto, girando por

el camino, subiendo hasta Gorey y más allá, por los estrechos caminos de Carnew y Shillelagh.

“Ahí es donde Pa perdió la vaquillita roja a las cartas”, digo.

“¿Pero no fue una apuesta?” dice la mujer.

“Sí que fue una pérdida para él”, dice Kinsella.

Page 14: Crianza [Tres luces], por Claire Keegan

Cuando llegamos a nuestra calle, la tranquera está cerrada y Kinsella sale para abrirla, después la

cierra detrás de nosotros y maneja lentamente hasta la casa. Siento, ahora, que la mujer está tratando de

descifrar si debe o no decirme algo, pero no tengo la más mínima idea de lo que es, y no me da ninguna pista.

El auto se detiene frente a la casa, los perros ladran y mi hermana sale disparada. Veo a mi mamá por la

ventana, con el que ahora es el segundo más pequeño en brazos.

Adentro, la casa se siente húmeda y fría. El linóleo se puede seguir por las huellas sucias. Mami se

queda ahí parada con mi hermanito y me mira. “Creciste”, dice.

“Sí”, digo.

“Sí, ¿no?” dice y arquea las cejas.

Saluda a los Kinsellas y les pide que se sienten –si es que logran encontrar algo en qué sentarse- y

llena la pava con el balde bajo la mesada de la cocina. Sacamos los juguetes del auto y los ponemos bajo la

ventana y nos sentamos. Sacan unas tazas del secaplatos, cortan un pedazo de pan, son obviadas la manteca

y la mermelada.

“Ah, te traje mermelada”, dice la mujer. “No me hagas olvidar que te lo dé, Mary”.

“Hice esto con el ruibarbo que mandaste”, dice Ma. “Era lo último”.

“Debería haber traído más”, dice la mujer. “Ni se me ocurrió”.

“¿Y la nueva incorporación?”, pregunta Kinsella.

“Ah, está arriba en su cuarto. Ya lo vas a escuchar...”

“¿Duerme toda la noche?”

“De a ratitos”, dice Ma. “El mismo nene podría cacarear a cualquier hora”.

Mis hermanas me miran como si fuera una prima inglesa, vienen a tocar mi vestido, las hebillas de mis

zapatos. Se ven diferentes, más flacas, y no tienen nada que decir. Nos sentamos a la mesa y comemos el pan

y tomamos el té. Cuando se escucha un llanto que viene de arriba, Ma le pasa mi hermanito a la señora

Kinsella y sube a buscar el bebé: Es rosado y llora, aprieta los puños. Se ve más grande que el último, más

fuerte.

“Qué hermoso nene, Dios lo bendiga”, dice Kinsella.

Ma sirve más té con una mano y se sienta y saca el pecho para el bebé. Que haga esto frente a

Kinsella me hace sonrojar. Al verme sonrojar, Ma me mira largo y profundo.

“¿No hay rastros de él?” dice Kinsella.

“Fue para allá más temprano, adonde sea que haya ido”, dice Ma.

Empieza a darse una pequeña conversación, pequeñas bolitas de charla que rebotan dificultosamente

de un lado a otro. Poco después, se escucha un auto. No se dice nada más hasta que aparece mi papá y tira el

sombrero al vestidor.

“Buenas y santas”, dice.

“Dan”, dice Kinsella.

“Ah, ahí está la hija pródiga”, dice. “Volviste con nosotros, ¿no?”

Digo que sí.

“¿Les causó problemas?”

“¿Problemas?” dice Kinsella. “Más buena que Lassie, la niña”.

“¿Ah, sí? Mirá vos” dice Pa, sentándose. “Bueno, qué alivio, la verdad”.

“Debés tener ganas de sentarte”, dice la señora Kinsella, “y cenar”.

“Tuve una cena líquida”, dice Pa, “allá en Parkbridge”.

Estornudo y busco en el bolsillo mi pañuelo y me sueno la nariz.

“¿Te pescaste un resfrío?” pregunta Ma.

“No”, digo, con la voz ronca.

“¿Segura?”

“No pasó nada”.

“¿Cómo que no pasó nada?”

“Que no me pesqué ningún resfrío”, digo.

“Se nota”, dice, mirándome profundo otra vez.

“La nena estuvo en cama las últimas semanas”, dice Kinsella. “Vaya si se agarró un resfrío”.

“Sep”, dice Pa. “Ni que te importara lo que dicen ellos. Vos sabés”.

Page 15: Crianza [Tres luces], por Claire Keegan

“Dan”, dice Ma con voz de acero.

La señora Kinsella parece molesta.

“Bueno, creo que es hora de ir levantando campamento”, dice Kinsella. “Es un largo camino”.

“¿Y qué apuro hay?” dice Ma.

“Ningún apuro, Mary, lo de siempre. Esas vacas no nos dejan quedarnos de parranda”.

Se levanta y le saca mi hermanito a su mujer y se lo pasa a mi papá. Mi papá agarra al nene y mira

cómo chupa. Estornudo y me sueno la nariz otra vez.

“Sí que es una buena dosis la que te trajiste a casa”, dice Pa.

“No es nada que no se haya pescado antes ni que no se vaya a pescar de vuelta”, dice Ma. “Sí, ¿o no

que ya se está pasando?”

“¿Lista para casa?” pregunta Kinsella.

Entonces la señora Kinsella se para y se despiden. Los sigo hasta el auto con mi mamá, que todavía

tiene al bebé en brazos. La señora Kinsella saca la caja de cartón con los potes de mermelada. Kinsella

levanta una bolsa de 25 kilos de papas del baúl. “Estas son para harina”, dice. “Reinas son, Mary”.

Mi mamá les agradece, dice que fue algo hermoso lo que hicieron, cuidarme.

“La nena fue bienvenida y puede volver cuando quiera, siempre”, dice la mujer.

“Te la debemos a vos, Mary”, dice Kinsella. “Mantenete en eso de los libros”, me dice. “Quiero ver

estrellitas de oro en esos cuadernos la próxima vez que venga”. Me da un beso y la mujer me abraza. Los veo

subir al auto y cerrar las puertas y siento un susto cuando el motor arranca y el auto empieza a alejarse.

“¿Qué carajo pasó?” dice Ma, ahora que se fue el auto.

“Nada”, digo.

“Contame”.

“No pasó nada”. Es mi mamá con quien hablo pero ya aprendí demasiado, crecí demasiado, como

para saber que lo que pasó no es algo que vaya a mencionar jamás. Es mi oportunidad perfecta para no decir

nada.

Escucho que el auto frena en la grava de la calle, se abre la puerta y después estoy haciendo lo que

mejor hago. No tengo que pensar en nada. Abandono mi situación de estar parada y salgo corriendo por la

calle. No siento el corazón tanto en el pecho como en las manos. Lo estoy llevando velozmente, como si me

hubiera convertido en una mensajera de lo que hay en mi interior. Muchas cosas me pasan por la cabeza: el

chico del diario, las grosellas, el momento en que el balde me tiró para abajo, la vaquilla perdida, la tercera luz

en el agua. Pienso en el verano, en el ahora, en un mañana que no puedo creer completamente.

Al dar vuelta la esquina, alcanzando el punto que no me atrevo a mirar, lo veo ahí, cerrando la

tranquera, volviendo a poner la traba. Tiene los ojos bajos y pareciera estarse mirando las manos, lo que está

haciendo. Mis pies golpean el camino de dura grava, la franja de pasto gastado en medio de nuestra calle. Solo

una cosa me importa ahora y mis pies me están llevando hacia ella. Apenas me ve se queda quieto. Para

cuando lo alcanzo la tranquera está abierta y yo estoy pegada a él y levantada en sus brazos. Por un largo

período me abraza fuerte. Siento el pulsar de mi corazón, mi respiración saliendo, después mi corazón y mi

respiración aquietándose de modo distinto. En un momento, que parece ser mucho después, sopla una

repentina ráfaga a través de los árboles y agita grandes y gordas gotas de lluvia sobre nosotros. Tengo los ojos

cerrados ahora y puedo sentirlo, su calor a través de la ropa de buena calidad, puedo oler el jabón en el cuello.

Cuando finalmente abro los ojos y miro por sobre su hombro, es a mi padre a quien veo, viniendo a paso vivo y

firme, bastón de caminar en mano. Continúo como si fuera a ahogarme si me soltara, y escucho a la mujer,

que parece, en la garganta, ir asimilándolo de a poco entre sollozos y llanto, como si estuviera llorando no por

uno sino por dos. No me atrevo a mantener los ojos abiertos y sin embargo lo hago, mirando fijamente a la

calle, más allá del hombro de Kinsella, viendo lo que él no puede. Si una parte de mí quiere con todo mi

corazón bajarme y decirle a la mujer que me ha cuidado tan bien que nunca, nunca le voy a contar a nadie,

algo más profundo me mantiene ahí en los brazos de Kinsella, aguantando.

“Papi”, le sigo diciendo, le sigo advirtiendo. “Papi”.

[Traducción: Julio César Estravis Barcala]