concurso relatos candil insólito

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Los relatos que participaron en el concurso de candil insólito, realizado en diciembre de 2013.

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EDITORIAL CANDIL INSÓLITO

PRIMER CONCURSO DE RELATOS

Varios autores

Diciembre de 2013

Dirección Antonio Jesús López Alarcón

Diseño y maquetación Mª José Pérez

Asociación Cultural Candil Insólito ( A.C.C.I )

reg.nº 1/1/601623

N.I.F.: G04759890

[email protected]

Todos los textos aquí publicados son propiedad de sus respectivos autores. Queda totalmente

prohibida su copia total o parcial sin autorización expresa y por escrito de A.C.C.I, constitu-

yendo una infracción de los derechos de propiedad intelectual

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INDICE

Mª José García

Gabriel Figueredo

Francisco Bautista

Pablo Valencia

Francisco Bautista

Yago Orizales

Irene Sanz

Juanfra Romero

Patricia J. Dorantes

Eddy Rolo

Sandra Monteverde

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RELATO GANADOR

Por Mª José García

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Antes de que el barrio del Guinardó se convirtiera en un enjambre de cemento, pi-

sos, semáforos y humo, a finales de los sesenta, principios de los setenta de -ya sabes qué

siglo-, mi calle era una isla. En nuestra manzana, vivíamos algo así como tres mil niños

(uff, no éramos tantos, pero recuerda que estábamos en la época del babyboom).

En el maravilloso espacio que quedaba hasta llegar a la Avinguda Montserrat, no

había ningún edificio… sólo un patio perfecto donde pasar aquellas horas de luz de la

tarde, entre la salida del colegio y la hora de la cena.

Toda la chiquillería del barrio se reunía allí. Allí salvábamos cachorros, corríamos

aventuras y nos pelábamos las rodillas contra las piedras, que habían muchas, de nues-

tro particular parque de juegos. Árboles, no había ninguno,que no todo era idílico…

aunque sí muchas rocas, excelente refugio para jugar al escondite o desde las que los

más osados se lanzaban, subidos a cualquier tabla.

Mis mejores amigos eran Luis, mi vecino de escalera y Belli, una niña un poco más

joven que nosotros, que vivía en el bloque de al lado. Belli era la más pequeña de cinco

hermanos, todos eran menudos, de hermosos ojos negros y manos largas y elegantes.

Muchas veces, mi padre comentaba que el padre de Belli, era muy trabajador, pero

tenía mala suerte con sus capataces (era peón de arbañil y a mucha gente, no les gusta-

ban los gitanos).

Nuestra amiga estaba muy contenta, porque iba a tener un hermanito nuevo. Mi

madre en casa, con un tono algo despectivo, siempre comentaba que aquella gente no

tenía cabeza ¡tantos críos que alimentar y viene otro de camino y la pobre María (la

madre de mi amiga), que está demasiado delgada y no se encuentra bien!.

Nosotros, vivíamos con fascinación el engorde progresivo del vientre de la pobre

mujer, Su paso cansado, cuando venía a buscar a Belli porque tenía la cena preparada.

Con alegría subimos todos a conocer al hermanito cuando volvieron del hospital.

Belli ya no bajaba a jugar con nosotros. Ahora tenía faena en casa.

Una noche, soñé con nuestro parque:

“Era de día y con sol, la hermana de Belli, con la cara muy acongojada y cargando un bulto de color azul, se dirigía directamente a la roca más grande y alejada. Me acer-qué a ella en sueños y pude ver que el bulto, era un niño pequeñito, lleno de sangre, en-vuelto en una toquilla azul., era un niño muerto.

La chica, apartó algunas piedras y colocó el bulto suavemente junto a la roca. Des-

pués, lo tapó con cuidado y llorando, se alejó de allí”.

La primera persona a la que conté mi sueño fue mi madre.

-”Le has barruntado la muerte al pobre niño, eres igual que tu abuela, será mejor

que no se lo digas a nadie”.

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A nadie más le expliqué mi sueño, los días pasaban y seguíamos sin contar con

nuestra amiga, pero una tarde, Belli bajó llorosa a la calle y me pidió que le guardara

un secreto: su hermanito estaba muy malo, lo habían llevado a San Pablo (el hospital

cercano) y la cosa pintaba muy mal.

Pasamos la tarde en silencio, sin hacer nada, como saben los niños guardar el luto,

cuando de verdad están tristes.

Pocos días después, el niño falleció. Nuestra amiga nos lo explicó llorando, entonces,

con la emoción del momento… le conté lo que había soñado y la llevé al lugar en el que

había visto “enterrar” al niño. Entonces, todo se precipitó...

Junto a la roca, debajo de las piedras, encontramos una maleta azul, como de

cartón. Belli la reconoció y sólo permitió que la abriéramos un poco… era la ropita de su

hermano.

“-No toquéis nada!, y salió corriendo hacia su casa.

A los pocos minutos, como en mi sueño, llegó su hermana mayor con la cara tras-

puesta, cargó la maleta y se la llevó de allí.

Al día siguiente, la madre de Belli me mandó a buscar. Yo no había vuelto a ver a

mi amiga, tenerla en casa supuso una alegría, pero me dijo muy seria que me prepara-

ra, que su madre estaba muy enfadada.

La señora María, estaba sentada cerca de la ventana. Con las delgadas piernas en-

vueltas en una manta, delgada, triste…

Cuando entré, me acerqué a darle un beso y la mujer me sonrió levemente, me hizo

sentar a su lado y me miró con sus enormes ojazos negros, envueltos en unas profundas

ojeras…

”Tú sueñas cosas que pasan, eso crees ¿no?.A lo mejor te parece que es algo bueno

esto que te ocurre. Sería bueno si lo supieras interpretar. Pero así, a lo bruto, tal como te está pasando, lo único que puedes hacer es daño.

¿A quién le has ayudado explicando tu miserable sueño?, ¿ha servido para algo a alguien?”.

Yo, no sabía dónde meterme. Mis “miserables” ocho años, no daban para más. No

contesté ni reaccioné.

”Recuerda una cosa : Los sueños vienen de Dios o del diablo. Antes de contarlos, piensa un poco de dónde han venido.”

Salí de la casa muy conmocionada.

En la calle, sentí unas manos que me estiraban de las trenzas: Belli me pegó como

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nunca nadie me había pegado y nadie ha vuelto a hacer. Supe que era por su extrema

tristeza y me defendí lo justo, hasta salir corriendo para casa.

En poco tiempo, aquella familia se trasladó a vivir a Terrasa. Parece que las hermanas

mayores habían encontrado trabajo y al padre, seguro que le saldría algo.

Nos lo explicó la señora María, la tarde en que vino a despedirse de mi madre. Belli la

acompañaba.

Nos abrazamos. Nunca tendré una amiga como tú, me dijo.

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Por Gabriel Figueredo

© Anjeloal

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Se ha perdido un otoño entre las nubes grises tras aquellas montañas heladas.

Unas manos en eterno movimiento buscan calor de aquel sendero ausente,

Lleno de otros colores,

Siempre lejos y sin mas gloria que el pasado.

La noche ciega apaga los cantos de sirena que hasta ayer inundaban este lugar y el pol-

vo se vuelve oro.

Miles de pasos descalzos marcan el camino que lleva a la memoria,

Entre pájaros azules y arboles ya vencidos.

Todo se vuelve lluvia cuando aquel hombre pálido se interna en la tarde buscando un

rostro cercano y sus ojos se nublan de tanto mirar el mismo paisaje desolado y monóto-

no.

En las manos guarda el misterio que recogió del mar,

Las cenizas de un fuego ya extinguido y olvidado,

Las sales otro tiempo.

El hombre pálido arranca una flor…y nace otro olvido.

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Por Francisco Bautista

© Anjeloal

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-¿Porqué huyes abuelo?

-No huyo tal como tu te imaginas joven…-respondió el hombre que se había sentado en

una silla en lo mas profundo del piso.

-Si que huyes, te he visto mirar hacia atrás con miedo.

-Eres muy observador, pero yo ya he pagado mi condena y por haber salido de la cárcel

es por lo que estoy asustado.

-Ahora ya eres libre.

-Nunca somos libres, nuestro viaje no nos deja hacerlo, está lleno de penalidades, de pri-

vaciones y de temores.

-Pero yo veo reír a la gente.

-Si, siempre que se pueda hay que reír, Dios nos lo exige, reír, alejar las tinieblas de

nuestro lado.

-Pero mi padre dice que aquí estamos para sufrir.

-Tu padre solo tiene parte de razón, la vida es una ilusión y las ilusiones entran con

alegrías y se marchan con dolor, pero nosotros somos el eje del mundo, lo más hermoso

que ha creado Dios.

-Yo solo escucho la risa de mi hermano pero es que dice mi padre que está atontado por-

que está enamorado.

-Cuando te llega el amor te llega la vida, el enamorado, tu hermano tiene que reír, es fe-

liz, el ve en su amada lo que nosotros no vemos.

-Es una mujer y poco hay que ver en ella.

-Estás equivocado joven, el ve el misterio de las olas, el poder del mar que las arrastra,

la palidez de la luna le parece lo mas hermoso y la brisa que mueve las hojas para el es

una acaricia.

-¿Todo eso ve en una mujer?

-Joven, una mujer es como un hombre, Dios la ha creado y nosotros no podemos criticar

a Dios…solo amar su obra.

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Por Pablo Valencia

© Antonavoice

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Ad occasum tendimus omnes

Oscura está la tarde que ya casi es noche. Un rumor de grillos me llega y me conmueve.

Justo a mí, que hace siglos que no me conmuevo. La ventana de mi habitación está

abierta, así la dejaré, abierta de par en par. No encenderé las velas, esta noche no

habrá lecturas, tampoco la construcción de párrafos encadenados cuya publicación me

justificará ante las futuras generaciones. No me interesan las futuras generaciones, al

menos no esta noche. Los volúmenes encuadernados en seda de mi biblioteca parecen

dormir profundamente.

Ojalá yo pudiera dormir, ojalá pudiera escapar de mi cabeza y huir por el desierto, per-

derme hasta la sed, la locura y la muerte, y ser un grano más de arena. Correría sin

rumbo, acéfalo, desesperado y decrépito, mis brazos caerían como rocas y yo sería libre,

al fin libre y liviano como una pluma porque habría tramado la fuga de mi propia cabe-

za y sería como el condenado que sabe que será acribillado antes de alcanzar el alam-

brado de la prisión.

Moriría en medio de una alocada carrera por escapar, y estaría feliz, porque mi muerte

sería mi epifanía. El sentido de mi vida revelado en un instante de vértigo.

Sin duda…esta misma noche escaparía de mi cabeza, solo bastaría verter unas gotas del

elixir que tengo entre mis manos en mi vaso de vino y luego me iría a dormir para esca-

par…

Pero no lo haré, porque esta noche tengo una cita, o mejor dicho, una visita. Por eso de-

jo la ventana abierta, por eso no enciendo las velas.

Mi visitante tiene luz propia; cuando se presente ante mí, no podré confundirme, sabré

que es El.

Cada rincón de este húmedo y oscuro cuarto quedará iluminado, hasta la última telara-

ña quedará expuesta ante su luz.

Y su luz es tan fuerte que me dejará ciego. Así, erraré por esta habitación, completa-

mente ciego, y mi mayor placer será el roce de la seda de los libros en las yemas de mis

dedos. Las páginas se quedarán sin letras, los pájaros ya no tendrán cara, la nieve será

una tiniebla que me dejará el alma estremecida por el lento dolor de la penumbra.

¿Cómo hará para consolarse un hombre como yo, que vivió contemplando el mundo que

otros soñaron y guardaron en los libros?

¿Cómo hará un hombre como yo para distraerse del mundo, si ya el mundo lo abandonó

a él?

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Cuando el visitante regrese, dentro de cien años, me hablará. Justo a mí, que no merezco

sus palabras; y su voz será más fuerte que el trueno, tronará mi nombre estremecedora-

mente y me dejará sordo. Entonces, el canto de los grillos ya no me conmoverá al atar-

decer. Ni siquiera sabré si es de día o de noche. Por más que grite, llore y me desangre,

seré como una flor mutilada y tirada en el medio de un pantano.

Ciego y sordo, deberé esperar otros cien años para su tercera visita. Cien años en los que

solo me quedarán torpes palabras arrastrándose en mi mente, cien años que serán equi-

valentes a las cien páginas de un libro apócrifo, porque lleva mi firma, pero no lo es-

cribí.

En su tercera venida, el visitante entrará por la ventana, sentiré mucho frío, pero tam-

bién sentiré alivio, porque la última página del libro apócrifo será arrancada y la fideli-

dad del visitante me redimirá.

Una vez en mi habitación polvorienta, oscura y silenciosa, Él tomará mi mano lenta-

mente, y esta quedará seca. Entonces conoceré al fin el sentido de mi vida, recibiré con

alivio el ocaso que espero desde el día de mi nacimiento.

Porque todo mi cuerpo se irá secando hasta quedar hecho puro espíritu. Un espíritu lu-

minoso, poderoso y libre.

Entonces yo lo visitaré a él, yo seré el visitante.

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Por Francisco Bautista

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La educadora se pellizcó la mejilla con suavidad mientras observaba a los alumnos que

permanecían frente a ella tratando sin llegar a conseguirlo, de permanecer quietos.

-Hoy vamos a hablar de nosotros, de la igualdad de oportunidades en-

tre los seres humanos, y no me refiero solo entre varones y hembras, -les dijo la joven y

cogiendo una tiza escribió con trazo firme en la pizarra “Todos somos iguales, niños, ni-

ñas, negros, blancos, mestizos, indios, enfermos, sanos, hombres y mujeres”…..y volvien-

do a ellos..¿Tenéis algo que comentar?.... No….bien pues os contaré unas historias, unas

historias verdaderas.

Los alumnos guardaron silencio y continuaron removiéndose nervio-

samente en sus sillas, tratando de mantener la compostura y no dar rienda suelta a lo

que pensaban, a lo que habían escuchado en las calles, a lo que se veía fuera del aula,

tratando se prestar solo atención a las palabras de la educadora que les iba a acompa-

ñar en las próximas dos horas.

TERESA:

-Vamos, levántate….-gritó la mujer a la niña que permanecía hecha

un ovillo en la cama, de la misma manera en que se había acostado la noche anterior…

-van a venir a recogerte y yo me tengo que ir a trabajar..

-Estoy cansada.

-Tus hermanos ya están en el campo con las ovejas.

-Pero no es lo mismo, yo también quiero cuidar el ganado.

-No puede ser, tú eres una niña y no podrías defenderle de los lobos.

-Si que puedo.

-Ellos son más fuertes que tú.

La niña se sentó en la tosca mesa de madera y se bebió el tazón de

caldo que le puso su madre sobre la misma.

-Vamos, llévate el pan, ya viene a recogerte…-le dijo obligándole a salir a la puerta don-

de se detuvo un destartalado camión con otras niñas como ella.

Apenas podía moverse con el pesado fardo sobre sus espaldas lleno de

carbón, a pesar de estar drogada para evitar el miedo, principalmente cuando amarra-

da a una cuerda era bajada por el pozo hacia el interior de la mina, encorvada y con

dificultad para respirar, Teresa se desplaza por pasadizos sin ningún tipo de seguridad,

confinada bajo tierra caminando tras una hilera formada por otras niñas, cruzándose

con algunas de ellas que sin protección de ningún tipo disuelven mineral con materiales

tóxicos, sabiendo que en cualquier instante podría derrumbarse el túnel.

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No pudo escuchar las historias de sus hermanos cuando al anochecer llegó a su casa, en-

tre sueños le llegaron las palabras que hablaban de un lobo que en la lejanía vigilaba el

puñado de ovejas, la felicitación de su padre por cuidar un bien familiar…..las quejas de

su madre cansada y agotada.

-Sigamos…-dijo la educadora- ¿alguna pregunta?

-¿De dónde es la niña?..... ¿y que edad tiene?

-De un país sudamericano y puede ser como tú, nueve o diez años…

Mientras borraba la frase de la pizarra, la mujer se detuvo un ins-

tante y miró hacia la lejanía dejando resbalar sus pensamientos, como hizo con la tiza

cuando escribió la segunda frase….”Todos tenemos derecho a tener un nombre”….

INDIRA

A su alrededor, las mujeres se movían de uno a otro lado de una manera

rápida pero ordenada, a la vez que la iban vistiendo con ropas de llamativos colores.

-No te muevas Indi.

Y le gustaba, le parecían hermosas las ropas y cuando se miraba al espejo

sonreía al verse con un pelo totalmente alisado y brillante.

-¡Que suerte tienes!...-escuchaba como le decían a su madre en repetidas oca-

siones y le sorprendió el silencio de esta, las lágrimas que le recorrían y que le mojaron

cuando la mujer le dio un interminable abrazo, lo mismo que hizo su padre que le

aguardaba en la puerta de la casa acompañado de un hombre que se encontraba fuera

del coche con una gorra calada, el que le miró con expresión de tristeza cuando salió de

la casa y entró en el vehículo.

-Adiós hija…entra en el coche…-le dijo su padre apretando con fuerza la

mano para que no se le cayesen las monedas, el precio de un ser humano, de una niña.

Se mezclan sus recuerdos y sin embargo no puede olvidar ese momento, co-

mo tampoco el instante en el que subió al avión y majestuoso se elevó para terminar al

cabo de unas horas en una fría ciudad. Y no quiere recordar mas, a sus siete años no

puede hacerlo porque las lágrimas acuden a sus ojos cuando piensa en su madre, cuando

recuerda los momentos vividos lejos de aquella casa, jugando y aprendiendo en la escue-

la local en lugar de encontrarse en una cocina, entre fogones y ollas ayudando a una

grasienta mujer que al menor error le golpea con saña, durmiendo en un rincón de la

misma mientras los señores se jactan de tener muchas sirvientas a las que solo les abo-

nan los gastos de manutención, sirvientes de muy pocos años y que han comprado por

unas escasas monedas, criadas con un incierto futuro cuando crezcan y sin miramientos

sean arrojadas a la calle….

-Y asi sucede con las niñas que son compradas para ser sirvientas.

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-Pero hay una ley…-dijo tembloroso uno de los alumnos.

-La hay, pero no siempre es efectiva.

-Si, pero la ley no permite la entrada a los inmigrantes y tampoco se puede

trabajar cuando se es menor de edad.

-Hay muchas maneras de engañar a la justicia, y una persona poderosa

puede hacerlo con facilidad.

-¿Y que pasa con estas niñas cuando crecen?...

-Ya conoces la historia, cuando no son útiles son arrojadas a la calle sin

ningún tipo de miramiento.

-¿Y que hacen?...

-Mendigar, robar….todo lo que puedan para poder sobrevivir……

-Pobres…..

SARA

-Cuándo terminé la carrera –comenzó la educadora a contar en voz baja,

suficiente sin embargo para hacerla llegar a los alumnos que le escuchaban atentamente

- quise hacer un viaje y elaborar de esa forma un trabajo con vistas al Master que tengo

previsto y por eso fui a los suburbios de una gran ciudad.

-¿Qué ciudad?..-preguntó un chico cuando la mujer guardó silencio.

-No voy a deciros donde, pero podéis situaros en cualquier sitio, jóvenes

adolescentes existen todo los lugares y la historia de esta chica la conocí cuando co-

mencé a buscar información entre ellos, chicos y chicas como vosotros, con vuestras mis-

mas inquietudes, con vuestros mismos deseos, con la misma necesidad de afecto y cariño

que podéis tener vosotros.

-¿Y cuál era su nombre?...

-Podemos llamarla Sara aunque su nombre podía ser el de cualquiera, vivía

en un barrio considerado conflictivo por la policía, pero no penséis en él como muy leja-

no, podía ser cualquier barrio, estar en cualquier sitio y si era conflictivo era porque

muchas de las viviendas fueron compradas por personas que mas tarde se trasladaron a

barrios mejores y con el afán de sacar dinero fueron alquilando los pisos a personas de

todo tipo y a meter en cada piso a todos los que podían, pero también vivía gente que no

tenía nada que ver con ellos, lo hacían trabajadores, ancianos, comerciantes, funciona-

rios, personas que se mezclaban con inmigrantes, drogadictos y maleantes, sin embargo,

ninguno de una u otra condición se quejaban de sus vecinos, lo hacían del sistema, de la

policía que no vigilaba las calles, de los políticos que no visitaban el barrio para tratar

de solucionar los infinitos problemas que había en el mismo..

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Sara vivía con su madre y tres hermanos mas pequeños que ella, era buena alumna y

aún asi dejó el colegio, su padre les había abandonado hacía mucho tiempo, tantos que

ella no acertaba a recordar su rostro y su madre, adicta a la heroína necesitaba conti-

nuamente dinero…a los doce años, la puso en venta….si, en venta, no me miréis con esa

cara…de una manera soterrada pero en definitiva en venta…

En las grandes ciudades y os hablo de ciudades y no de pueblos porque des-

conozco si en estos sitios también puede hablarse de estas mujeres que existen, muchas o

pocas depende de que el negocio sea mas o menos amplio…mujeres que se dedican a bus-

car, a localizar a chicas jóvenes con problemas personales o familiares y estas mujeres,

que en su mayoría han sido prostitutas tienen ya establecidos contactos, ofrecen a los

padres ayuda de una manera desinteresada hasta que una vez han logrado la confian-

za de ellos, les convencen para que les dejen a sus hijas por una buena cantidad de dine-

ro.

-Eso me suena a película, a cuento para que los niños chicos no se fíen de na-

die….-comentó uno de los chicos en el momento en el que la educadora guardó silencio.

-A veces es difícil confundir la ficción con la realidad aunque casi siempre

esta es mas cruda que lo que vemos en el cine…-respondió la educadora acercándose al

joven que la miró con aire retador.

-¿Y que hacen con las niñas?.....

-Niñas ó niños, aunque la demanda de las primeras sea superior…pues gene-

ralmente las encierran unos cuantos de días para mas tarde ser vendidas a algún clien-

te que está dispuesto a pagar una buena cantidad de dinero para poder presumir de

haber estado con una virgen.

-Depravado….-se escuchó-

-Si…y no penséis que es un colectivo pequeño…son mas de los que pensamos

puedan existir.

-¿Y hay un después?...¿Las dejan en libertad?.....

-No, para estas jóvenes es muy difícil que acabe el calvario, una vez que

han sido utilizadas son de nuevo revendidas, cada vez por menos dinero…

-¿Y no pueden huir?

-No, son vigiladas constantemente y si alguien intenta marcharse le dan

una paliza que sirve de lección al resto, por otra parte casi siempre acaban drogándolas

para aumentar su rendimiento y hacerlas dependientas de estas personas.

-Y mas o menos eso fue lo que sucedió con Sara, cuando ya no era un objeto

deseado por algunos sibaritas, la mostraban a los clientes que entraban en el burdel, lo

hacían a través de un espejo, allí eran comprados sus servicios y obligadas a realizar

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-todo lo que se les antojaba a los que pagaban..

-¿Cómo la conoció?....-preguntó una joven a la educadora que había guarda-

do silencio.

-En un hospital, le habían roto las piernas y después de darle una paliza

porque era eso lo que pedía el cliente, la arrojaron a un vertedero pensando que allí mo-

riría, tuvo suerte que un crío buscase entre los escombros y la encontró.

-¿Y que es ahora de ella?...

-A veces la veo, trata de rehacer su vida en una casa de acogida, se está

preparando para encontrar un trabajo, y lo conseguirá…le costará pero algún día

podrá pensar en lo que le ha sucedido como una pesadilla lejana en el tiempo.

La educadora abandonó el aula, tenía necesidad de serenarse antes de con-

tinuar con su conferencia a los alumnos que lentamente, tras ella salieron al exterior

para recibir una bocanada de aire fresco, una corriente que les permitiese mantenerse

en el pupitre cuando unos minutos mas tarde comenzase de nuevo la mujer a contarle

de igualdad de sexos, de las mismas oportunidades para todos, de la libertad como pri-

mera regla que tiene que tener el ser humano.

-¿Porqué se dedica más ha hablar de casos de chicas que de varones?....-

increpó uno de los alumnos-…¿es que nosotros no tenemos problemas?

-Si, claro que si, pero menos que en el sexo femenino, a pesar de las reivindi-

caciones que diariamente se hacen, aún no se ha logrado una sociedad justa y libre…-

respondió con firmeza la educadora- de todas formas, todos conocemos algunas historias

que hemos leído o vivido de cerca y me es igual que sea chica ó chico…¿Queréis contar

algo que nos hable de la desigualdad existente entre ambos sexos?...

Tras unos segundos se levantó uno de los jóvenes de su asiento….

-Yo conozco una historia, y no es un cuento ni tampoco la he leído, es real

porque pasó en mi barrio…..allí cerca de mi bloque vivía un compañero del colegio, lo

hacía con sus padres y tres hermanas…y era raro el día que su padre no acababa

dándole una paliza a su madre, llegaba casi siempre borracho, me contaba mi amigo y

la madre los encerraba en una habitación, aunque no podían apartar de su cabeza los

golpes y los llantos de su madre…..era terrible..me decía, lo único que deseaban era dor-

mirse, escapar de aquellos ruidos.

-Si…-intervino la educadora- escapar, vivir de espaldas a la realidad, eso es muy normal

aunque no sea ni efectivo ni conveniente, esos fantasmas siempre perseguirán a tu ami-

go y a sus hermanas.

-Sabe….cuando me lo contaba, hiciese calor o frío, sudaba por todo su cuer-

po, era como si el sol se abrasase aunque fuese de noche.

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-¿Por qué no le dejaron?...-preguntó una de las jóvenes.

-Yo te lo digo….es muy difícil, nos resistimos a cambiar y nos agarramos con

fuerza a lo que tenemos a nuestro alrededor, aunque sean unas rejas de hierro.

-No me lo creo, si a mi me pegan, yo les mando a la porra.

-Claro, tu lo haces desde tu perspectiva, con otra mentalidad, gracias a

Dios, pero llega un momento que se pierde la identidad y en ese instante ya tienes perdi-

da la batalla, comienzas a sentir dudas, a pesar en abandonar todo, pero te domina el

sentimiento de soledad y el desconcierto hace mella en tu vida, puede mas que ese impul-

so a salir corriendo que nos entra, las piernas se hacen pesadas como el plomo y no so-

mos capaces de huir aunque sepamos que a nuestro lado nos acecha un animal salvaje.

-Es cierto…bueno, no con esas palabras, pero cuando yo le preguntaba que

porque no se marchaban lejos, se encogía de hombros, la madre se conformaba y acepta-

ba las bofetadas.

-Si, llega un momento que no eres capaz de rechazar el sufrimiento, aunque

la angustia te oprima, pero todo es reparable y aunque el interior sea un desorden abso-

luto, esa mujer debería de haber luchado para que se reparase su cerebro.

-¿Y que sucedió con tu amigo?

-Pues un día su padre tuvo un accidente y se quedó en la carretera…ellos

siguieron aquí pero al final acabaron marchándose…que no lo entiendo porque ya no

deberían de tener miedo.

-Tiene su explicación…siempre queda el temor, aunque la paz llegue de in-

mediato, siempre tenemos miedo a lo que pueda suceder a los recuerdos y esa mujer hizo

bien en abandonar todo su pasado…en fin….espero que ella y todas las personas que

estén en la misma situación dentro de unos años sean solo historias para poner como

ejemplos en las clases que imparta una educadora…..

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Por Yago Orizales

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En una tierra desconocida para el hombre estaba situada una pequeña aldea llamada

Ogam, donde vivían solamente magos y magas de esa región. Uno de sus habitantes, era

el principiante a mago Sax, que ayudaba en sus tareas cotidianas al mago más sabio de

Ogam, que era Rannum.

Sax le ayudaba a recoger hierbas medicinales, transcribir libros de magia y otras cosas.

El sueño de Sax era ser mago, para eso estudiaba a escondidas los libros de hechizos de

Rannum y este también le ayudaba de vez en cuando le entrenaba en la autodefensa

psíquica para esquivar los ataques de los demás magos.

Los demás magos de Ogam, se metían con Sax, porque a pesar de que Sax se esforzabalo

más posible en los conjuros de defensa que Rannum le enseñaba no surtían efecto en los

demás magos porque Sax no confiaba en si mismo y ese era el peor enemigo que podía

tener un mago.

El que se metía más con Sax, era un mago llamado Nuk, que solo sabía divertirse me-

tiéndose con los más débiles que en este caso era el pobre Sax.

Nuk estaba saliendo con Map, hija de Rannum y a Sax le gustaba en secreto, pero Ran-

num so lo sospechaba y pensaba que Sax era una mejor opción para Map que Nuk.

Una tarde que Rannum le había dejado libre a Sax para que entrenara en el jardín de

la casa de Rannum para desenvolver sus dones defensivos y practicando un manto pro-

tector para repeler los ataques de los otros magos lo estaba espiando Map desde la ven-

tana de su habitación, en ese momento Sax estaba recitando el hechizo para invocar ese

manto protector. Ese hechizo era el siguiente:

A la Diosa le pido su bendición,

Para mi protección,

Con el Manto del Valor,

Que los cuatro elementos son.

Después de recitarlo llamó a Rannum con una alegría poco vista en Sax:

- ¡¡¡Rannum, venga rápido, por favor!!! – Exclamó Sax.

- ¿Qué pasa Sax? – Preguntó un Rannum contrariado a Sax.

-Rannum, lo he conseguido – - ¿El que? – Volvió a preguntarle Rannum al no entender

nada.

- Mi primer hechizo de protección – Aclaró nuevamente Sax.

- ¿Y funciona? . Le preguntó de repente Rannum a Sax.

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- No lo se, ¿Quieres probarlo Rannum? – Le preguntó a su maestro.

- Sí,Sax -

Acto seguido, Rannum se puso en frente de Sax alejado un poco para poder atacarle me-

jor a su pobre ayudante.Rannum cerró sus ojos lentamente y respiró hondamente va-

rias veces, antes de su brazo izquierdo se levantase y abriese la mano para lanzar una

esfera de una tonalidad azulada celeste hacia Sax a gran velocidad. Sax quedó inmóvil

y se preparó para recibir ese ataque de su maestro, pero no dejaba de pensar “No me

protegerá” y efectivamente, el manto protector se desvaneció y la bola celeste, que era

una bola básica del elemento Agua. La bola de agua empapó completamente a Sax que

cayó al suelo por el impacto sufrido.

Pocos segundos más tarde, se oyó una risa algo tímida desde arriba y era la risa de Map

que observó toda la escena desde la ventana de su habitación.

En ese mismo momento llegó Nuk, saludó a todos, a Rannum, Map y por último y con

desdén a Sax. - Ahora bajo, Nukky – Le dijo cariñosamente Map.

- Date prisa, Mappy – Le respondió Nuk lanzándole un beso con la mano.

Unos instantes después, Map apareció en el jardín, Nuk cogió de la mano a Map y se

fueron atravesando la puertecita del jardín.

- Sigue practicando, Sax, que casi lo tienes – Le intentó animar a Sax

- Si,Rannum –

Rannum volvió al interior de su casa y Sax siguió practicando su manto protector has-

ta que se hizo de noche. Cuando Sax paró ya aparecían las primeras estrellas en el oscu-

ro cielo.

-Rannum, yo ya me voy a mi casa. Estoy agotado de tanto entrenamiento – Le dijo un

Sax sudado a Rannum.

- Vale,

Sax, hoy has trabajado como nunca, te mereces un descanso – Le respondió un sonriente

Rannum.

Sax se despidió de Rannum y llegó a su casa, se metió en la cama y con lo cansado que

estaba Sax durmió toda la noche.

A la mañana siguiente, Sax se despertó, se duchó, se vistió y fue a casa de Rannum.

Cuando abrió la puerta de la casa se encontró a Rannum muy agitado y enfadado y es-

te le señaló una nota en una mesa en la que ponía el siguiente mensaje:

Tengo a Map, Rannum manda a Sax a rescatarla, Nuk.

Page 25: concurso relatos candil insólito

25

Sax tiró la nota y corrió hacia la puerta principal pero Rannum le grito un NO a Sax

que frenó en seco sus pasos y se quedó inmóvil.

- Sax, para salvar a mi hija de las manos de Nuk hay que fortalecer tu manto protector

y lanzar bolas de los cuatro elementos – le aclaró.

Sax se fue hacia la parte trasera casa de Rannum y se puso en el medio del jardín senta-

do con las piernas cruzadas y meditó durante varios días.

Un día Rannum salió al jardín y como no vio a Sax lo buscó por su casa y al llegar al

salón en un viejo sofá vio una nota con la letra de Sax, que decía lo siguiente:

Rannum, completé mi entrenamiento. Voy a por Map, Sax.

Sax se dirigió a la guarida de Nuk en un bosque cercano a Ogam. Cuando llegó entró en

la guarida de Nuk y observó a Nuk sentado en un trono y a su lado a la pobre Map llo-

rando a lágrima viva y Sax mientras observaba todo eso su furia iba incrementado gra-

dualmente.

Sax derepente alzó su voz dentro de la guarida de Nuk para decir:

- Nuk, estoy aquí, ven a buscarme, si te atreves –

Nuk salió de su guarida, que era una cueva en el medio del bosque y Sax lo estaba en

frente de la entrada de la cueva. Nuk le dijo entre carcajadas que su “querida” Map es-

taba dentro a que estaba esperando para rescatarla. A continuación Sax le respondió

que primero lo iba derrotar y después iba a salvar a Map.

Nuk de repente se llevó uno de sus dedos índices a unas de sus sienes y de inmediato

aparecieron los esbirros de Nuk y rodearon a Sax. Mientras en el interior de la cueva

apareció de la nada Rannum y liberó a Map y salieron para ver como luchaba Sax.

Uno de los secuaces de Nuk le lanzó una bola de fuego directamente a Sax que este la

deshizo con una bola de agua que desapareció entre una cortina de vapor de agua.

Nuk le dijo que había mejorado con su entrenamiento y acto seguido les hizo una señal

a sus compinches de que le atacaran todos juntos y con todo lo que tuvieran. Sax pre-

paró el Manto del Valor con su hechizo de invocación y lo hizo justo a tiempo de que le

impactaran las bolas de cada elemento para que le causaran el menor daño posible.

Pocos segundos después Sax contraatacó con una rapidez pasmosa, fue uno por uno de-

rrotándolo individualmente estos fueron cayendo derrotados poco a poco que al final

quedó Nuk solo los secuaces de Nuk desaparecieron del sitio de la batalla. Al verse solo y

sin opciones de acobardar a Sax se tele transportó al lado de Rannum y Map y creó dos

bolas de fuego y le advirtió a Sax que si se movía un centímetro les veía morir. Sax esta-

ba impotente con la encrucijada en la que le ponía Nuk además le lanza una mirada de

odio a Nuk pero recordó su entrenamiento y se sentó en el suelo con las piernas cruza-

das y cerró los ojos y meditó durante varios minutos, mientras Sax meditaba, la cara de

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Nuk era todo un poema, porque lo miraba con incredulidad porque no comprendía la

actitud que adoptaba Sax.

En ese instante, Sax abrió lentamente sus ojos y se incorporó y miró desafiante a Nuk y

en un abrir y cerrar de ojos apareció delante del trío y cogió de las manos a Rannum y

a Map y tiró de ellas y se tele transportaron donde Sax estaba meditando segundos an-

tes, la reacción de Nuk fue de lanzar las bolas de fuego para matar a Map y a Sax, pero

en ese momento las bolas de fuego de Nuk se puso en medio Rannum para proteger de

los impactos mortales a su única hija, Map y Rannum se desplomó a cámara lenta a la

hierba verde que fue teñida al instante de un rojo sangre que lo inundó todo alrededor

del cuerpo inerte de Rannum. Sax y Map se arrodillaron junto el cadáver de Rannum y

dijeron al unísono que por qué, Dios entre lagrimas de rabia y puro dolor por la perdida

de Rannum y también el bosque entero sentía su muerte porque de repente el cielo de un

negro azabache y se levantó un viento terrible que hacia mover muy violentamente

hasta las flores más pequeñas de ese bosque y de pronto Map gritó porque la asustó el

sonido de un repentino trueno después de un relámpago de un blanco muy brillante que

iluminó toda la zona de la guarida de Nuk y le cogió instintivamente la mano derecha

de Sax apretándosela medianamente para agradecerle el apoyo y amistad incondicional

que siempre les tuvo Sax a Rannum y a ella tras años de ser el ayudante y el único

alumno que tuvo Rannum en su vida.

Sax era el hombre en el que más confiaba Rannum y el lo apreciaba mucho, porque a

pesar, de que ser algo “torpe” en el arte de la magia, pues Sax era un buen chico y tenía

un corazón de honor y lleno de demasiada bondad y no le deseaba ninguna maldad a

ninguna persona aunque le hiciese la peor cosa del mundo, el siempre ponía una gran

sonrisa en sus labios y con eso ya le pasaba el enfado con todo el mundo.

Nuk volvió a crear una oleada de bolas de fuego esta vez estaban dirigidas a Map y las

lanzó pero Sax invocó otra vez el Manto del Valor y el contacto de las bolas de fuego

con el Manto del Valor se fueron desintegrando una tras otra, acto seguido Sax le quitó

el velo protector el Manto del Valor a Map y los dos se miraron a los ojos decididos aca-

bar con Nuk de una vez por todas.

Como el entrenamiento de Sax en casa de Rannum no acababa tan solo con aprender

magia sino comprendía también meditación, artes marciales, e invocaciones de todo ti-

po menos las malignas y Map era la maga más poderosa de Ogam, después de Rannum

y además era su hija, pues, Sax se sentía más confiado que nunca ero eso sí, no menos-

preciaba las habilidades de Nuk y sus malas artes para obtener la más mínima ventaja

para ganar la pelea que estaban a punto de librar.

Sax y Map se pusieron en guardia y Nuk empezó a recitar algún cántico en una lengua

muy muy antigua y de repente salió un monstruo de barro con una gran hacha roja y

que estaba demasiado afilada para el gusto de Map y de Sax. El monstruo se abalanzó

contra los dos como una exhalación blandiendo su enorme hacha las cabezas de Sax y

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Map mientras ellos se libraron por los pelos porque esquivaron los hachazos en el último

segundo y de seguido contraatacaron con un ataque dual definitivo, mientras Sax crea-

ba una bola elemental de agua, Map creaba una bola que complementaba y amplificara

el daño causado y la solución p0erfecta era la creación de la bola elemental de energía y

la creo rápidamente para ayudar a Sax y le dio a entender con un gesto que el debería

de lanzar su bola elemental de agua primero y acto seguido ella lanzaría la bola elemen-

tal de energía. Sax lanzó enseguida la bola de agua al centro del cuerpo de barro del

monstruo y esta explotó empapando todo el barro que formaba su cuerpo y después

Map hizo lo propio con su bola de energía pero apuntando a la gigantesca hacha del

monstruo para que esta condujera aún más la electricidad y que electrocutara al mons-

truo y así lo hizo el monstruo fue electrocutado al instante, por su cuerpo le corrían los

rayos amplificados por el agua que acumulaba en su cuerpo de barro a causa de la bola

de Sax y por ello le salían algunas chispas del cuerpo y se desplomó como una losa muy

pesada e inerte al suelo que tembló con un gran violencia y provocando un sordo y

gran ruido que se oyó en el eco del bosque.

Inmediatamente Nuk volvió a recitar otro cántico de invocación pero esta vez del sue-

lo salió una arpía elemental de fuego con dos grandes y negras alas de murciélago con el

cuerpo con un pelo de un negro tizón rodeado con un aura de un fuego intenso y abrasa-

dor y de pronto extendió sus grandes alas y empezó aletear y ascendió al cielo oscuro y

de tormenta para atacar a Sax y a Map desde el aire porque la arpía pensaba que

atacándoles desde lo alto tendría más potencia sus ataques.

Sax y Map estaban muy concentrados en los movimientos de la arpía que venía directos

hacia ellos a gran velocidad y Map creo con sus manos una bola elemental de aire que

no lanzó hasta que el aliento de la arpía lo estaba oliendo y era el mismo olor del azufre.

El impacto de la bola de aire desestabilizó el vuelo de las alas de la arpía que la elevó

muy arriba y la envió a unos cientos de metros de Map y Sax.

La arpía no tardó mucho en recuperarse y se puso de píe y otra vez alzó el vuelo con

más furia que antes creó una espada de fuego y fue por Sax. De repente Map le gritó a

Sax que atacara a la arpía y Sax creó una gran bola de agua que lanzó a la arpía en

pleno vuelo que se deshizo y por la hierba cayó los restos convertidos en unas cenizas

tan negras como el carbón mientras las transportaba el viento.

Al ver como se desintegraba su arpía se decidió atacarlos él mismo y Nuk fue a por los

dos a la vez. Para Map creó una bola de aire que a Map la desplazó lejos de Sax y des-

pués utilizó una serie de combinaciones de golpes de las artes marciales que Sax bloqueó

como pudo pero Sax solo podía defenderse de la lluvia de golpes que le lanzaba un furio-

so y muy agresivo Nuk. Momentos después Nuk se burló de Sax diciéndole que el si-

guiente que mataría sería a él, claro está después de que matará a Rannum y después

iría su “amada” Map.

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Esas palabras fueron el detonante para que la furia interna despertase de un largo, lar-

go letargo. Sax le dio un fuerte puñetazo en la nariz a Nuk que se la rompió y Nuk vio

su propia sangre emanando de su rostro cayendo gota a gota a la verde hierba que mov-

ía el viento.

En unos instantes, Sax había creado una bola elemental extraña que tenía todos los co-

lores del arcoíris, que Nuk no había visto jamás. Antes de lanzarla Sax sintió que les

cogían las manos y miró a los lados y en el lado derecho vio a Rannum y al lado izquier-

do se encontraba Map cogiéndole con firmeza esa mano y le dijo que entre los tres aca-

barían con Nuk y segundos más tardes los tres juntos recitaron un hechizo lanzamiento

de esa nueva y magnifica bola elemental que era asi:

Ser del Mal,

Nosotros somos el Bien,

Y con esta bola elemental,

Ya no te ven.

Al verla venir Nuk intento pararla con las manos pero era tal la fuerza espiritual que

llevaba dentro esa bola porque contenía los cuatro elementos de la naturaleza que era

imposible de detener por mucho que quisiera Nuk y esa misma fuerza lo destruyó por

completo sin dejar rastro de Nuk.

Al acabar los efectos de esa bola Sax estaba exhausto por el gran esfuerzo y Map tam-

bién porque le caían algunas gotas de sudor por el rostro pero al mismo tiempo se le di-

bujaba una sonrisa en los labios de plena satisfacción de un buen trabajo realizado y

Sax cuando miró al otro lado para darle las gracias por su ayuda a Rannum ya había

desaparecido y entendió que era su espiritu al ver aún el cuerpo de su gran maestro y

mejor amigo ahí tendido en la fresca hierba.

A continuación, Sax ayudo a levantarse a Map y la cargó en sus brazos y la beso muy

tiernamente pero seguro de hacer lo correcto y después alzo la vista al cielo que se vol-

vió de un azul intenso, donde ya aparecía con algo de timidez los primeros rayos solares

del día y lanzando un sonoro GRACIAS, MAESTRO, al aire mientras desaparecían pa-

ra ser felices eternamente.

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Por Irene Sanz

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Londres, 23 de noviembre de 1643:

John Lamb siempre fue un hombre siniestro. Cuando la muchedumbre le persiguió por

las calles de Londres hasta dar con él en St. Paul´s Cross, terminó lapidándolo por hechi-

cero. Una actuación execrable, desde luego. Sin embargo, la acusación no fue del todo

desatinada. No en mi opinión. Aún recuerdo las palabras de mi dulce esposa, tan solo

unos meses antes de la muerte de Lamb, acaecida en 1628, nada más llevar yo a casa la

astilla de aquel árbol que hizo aparecer en su casa. Pero tal vez debiera comenzar por el

principio.

Era la víspera de Navidad de 1624 y, como buen día de invierno, el cielo dejaba escapar

cada poco tiempo desagradables lloviznas que volvían resbaladizo el empedrado de la

calle. El doctor Lamb, médico personal del duque de Buckinham, nos invitó por entonces

a tomar un pequeño aperitivo en su hogar, cerca de St. James Square, tanto a sir Miles

Sands como a mí. La misiva que me llegó fue más que clara, y a la vez más que arcana:

Estimado señor Barbor:

Os ruego acudáis a mi casa esta misma tarde, pues hay algo que me gustaría poder ense-ñaros para vuestra valoración.

Suyo afectísimo,

Lamb

Lamb, al igual que el protegido de la reina Isabel, el doctor John Dee, desde bien joven se

vio atraído por el esoterismo. Nunca di el menor crédito a ese tipo de saberes, saberes

que en estos tiempos están más que perseguidos. Aun así siempre me parecieron cuentos

sin fundamento alguno. Hasta aquel anochecer, el anochecer previo a la Navidad, como

digo.

Cuando salí de mi casa, repito, llovía de modo intermitente. Poco a poco el sol, durante

todo el día oculto tras una densa cortina de nubes grises, se hundía por el horizonte y le

daba plena soberanía a la noche sobre los cielos. Sir Miles Sands, un caballero cierta-

mente apocado, me esperaba ya desde hacía largo rato, atusándose relamidamente la

barba almidonada.

—Buenas noches, señor Barbor —me saludó, con una ampulosa cortesía. Yo le saludé con

igual amabilidad y comenzamos a andar hacia la casa del doctor Lamb. En todo el tra-

yecto no osamos dirigirnos ni una sola palabra, quizá por la sencilla razón de que am-

bos nos encontrábamos inmersos en los océanos de nuestros propios pensamientos.

La casa de Lamb estaba oscura y silenciosa; no hizo sino evocarme un mausoleo. A

través de las ventanas pude ver titilar algunas luces doradas. Cuando llamé a la puerta

con una de las aldabas de bronce de las que disponía, nos abrió la criada de Lamb, una

mujer de unos sesenta años, de nombre Anne Bodenham, una mujer tan sumamente ex-

traña, tan siniestra y tan oscura como el propio Lamb. Al asomarme al zaguán, una

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bocanada de aire congelado, de olor sulfuroso, sacudió mi piel y mis fosas nasales. Algo

en mi propio interior me dijo en esos momentos que debía salir de aquella casa cuanto

antes. A pesar de ello, contuve mis ganas de huir y entré con sir Miles hasta el zaguán,

donde dos candelabros de luz trémula parecieron darnos la bienvenida en silencio. An-

ne Bodenham nos guió en total silencio por los lóbregos pasillos de la casa, hasta llevar-

nos, finalmente, a una sala en penumbras, abierta al pequeño jardín trasero. Y allí esta-

ba el doctor Lamb, un hombre como cualquier otro, si bien completamente excepcional.

—Bienvenidos, caballeros —nos saludó, levantándose majestuosamente de su butaca y

frotándose las manos como si se fuese preparando para algo. Junto a la butaca, sobre

una mesita baja de madera de haya, pude ver un grueso libro de tapas de cuero al que

no di la menor importancia.

—Gracias, señor Lamb —contestó sir Miles, con un hilo de voz. Yo parecí quedarme súbi-

tamente sin habla.

—Antes de enseñaros lo que deseo, señores, debo estar completamente seguro de que no

diréis una palabra de cuanto vais a ver —condicionó el doctor, misteriosamente, medio

escondido entre las inexpugnables sombras de la sala.

—Por mi parte, ni una sola, doctor —prometió sir Miles, con cierto tono adulador. Yo

tan solo pude asentir.

Fue entonces cuando, ante nuestros propios ojos, apareció lo imposible. Un pequeño

manzano, primero pequeño y después cada vez más y más grande, comenzó a crecer en

mitad de la habitación, sin que fuerza visible alguna fuese la causante. Y crecía a una

velocidad vertiginosa para tratarse de una criatura viva. ¿Qué tipo de truco era aquel?

Parpadeé varias veces, incapaz de creer aquello que veía. Me pareció estar volviéndo-

me loco, pero al volver el rostro hacia sir Miles, pude ver en él mi misma turbación, mi

misma perplejidad. Comprendí que, en el caso de tratarse de demencia, en verdad esta-

ba haciendo presa de los dos por igual. Por su parte, el doctor Lamb parecía exultante,

eufórico, y miraba hacia el árbol con una gran delectación. Sus ojos despedían un fulgor

especial, un fulgor rojizo que se me antojó diabólico.

—Y ahora, caballeros, no cojáis ni toquéis absolutamente nada —nos advirtió. Acabé

volviéndome definitivamente loco cuando vi aparecer a tres hombrecillos diminutos de

la pura nada. De inmediato empezaron a cortar el tronco del manzano, hasta derribar-

lo por completo. Una pequeña astilla en forma de punta de flecha saltó por los aires y

terminó en el suelo, a mis pies. Casi en un acto instintivo me agaché para cogerla, y las

yemas de mis dedos parecieron escarcharse. Me guardé la astilla en un bolsillo y salí de

la casa a toda velocidad, dejando atrás a sir Miles, al doctor Lamb, y a aquellos peque-

ños hombres que solo pude comparar con duendes o diablillos.

De madrugada, ya a salvo y en mi propio hogar, mi mujer me vio lógicamente turbado.

O más bien perturbado.

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—Esposo mío —me dijo, tan atemorizada como yo—, me has dicho que hoy has estado en

casa del doctor Lamb, y temo que te hayas metido en algún lío.

—Me guardé una astilla en el bolsillo —contesté, apenas sin saliva en la boca, y con un

helor en el cuerpo tan grande que aún soy incapaz de recordarlo sin que a cambio me

asalte el miedo.

—Pues te ruego que la tires —replicó mi esposa—, porque si no, no nos quedaremos tran-

quilos.

Me pareció una idea de lo más acertada. Saqué la dichosa astilla del bolsillo de mi pan-

talón, salí de mi casa como un huracán, la arrojé a las sombras y cerré de nuevo, dando

un portazo tras de mí. El frío, sin más, desapareció.

2

Fisherton, Wiltshire, 23 de junio de 1645:

El libro de conjuros del doctor Lamb, un pesado volumen de tapas de cuero repujado,

pasó rápidamente a manos de Anne Bodenham tras su muerte en St. Paul´s Cross, en

Londres. Los habitantes de esta humilde aldea dicen de ella que no ha hecho sino aprove-

charse de la reputación de su amo. Aquí, en Fisherton, se ha hecho tan famosa como

Lamb. Se comenta que en su jardín cultiva plantas tanto medicinales como venenosas.

Quienes acuden a ella para consultarle acerca del futuro aseguran que lleva colgando

del cuello un sapo seco dentro de una bolsa verde. He sentido temor hacia Anne Boden-

ham todos estos años, pero más temor me infunden mis dos hijas. Estoy convencida de

que desean envenenarme. Así pues, esta misma tarde iré a la casa de Bodenham para

que me de algún tipo de veneno contra ellas.

La inestable señora Goddard dejó caer la pluma, aún mojada en tinta, sobre la página

del diario en el que acababa de escribir tan duras palabras. Su marido, Richard, jamás

debía tener conocimiento de sus sospechas. Sopló un poco sobre la húmeda tinta y, pasa-

dos unos segundos, cerró el diario, levantándose después de la humilde silla de mimbre.

Escondió el diario bajo el colchón de paja como si ocultara un cadáver. Al poco se ajustó

mejor la blanca cofia para que ni uno solo de sus cabellos se le saliese.

A pesar de que hacía sol, una extraña neblina pegajosa flotaba en el aire y volvía la luz

diurna un tanto blancuzca, como si de algún modo preludiase la llegada de una tormen-

ta en el crepúsculo. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle polvorienta. Hacía va-

rias semanas que no había llovido, y las plantas empezaban a notarlo. Un nutrido gru-

po de niños al final de la calle escandalizaba entre risas, voces y chillidos. Dejando esca-

par un resoplido caballuno, cerró las contraventanas de dos fuertes tirones. La habita-

ción se quedó a oscuras. Saliendo a tientas de ella, se arrebujó en el chal y se encaminó a

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la puerta de entrada de su hogar. Con cuidado de no hacer ruido alguno, abrió, salió a

la calle y cerró. El chasquido del pestillo retumbó dentro de la casa y terminó perdiéndo-

se en el silencio.

—Buenas noches, señora Goddard —saludó una jovencita de tez enfermiza en cuanto la

vio salir por la puerta. La señora Goddard la miró de arriba abajo y no osó hacer ni una

sola mueca de agrado o desagrado. Simplemente, se quedó impertérrita, inexpresiva, ob-

servándola con desdén.

—Buenos días, Ann —respondió. La joven, Ann Styles, era una de las sirvientas de la fa-

milia Goddard.

—¿Estáis segura de que queréis ir a ver a la señora Bodenham? Mirad que cría mala fa-

ma desde que el doctor John Lamb dejó este mundo.

—Es necesario, Ann —dijo la señora Goddard, un tanto importunada por la apreciación

de su criada—. Mis hijas quieren acabar con mi vida. Antes de que sean ellas las que me

maten, prefiero matarlas yo.

—¿Y qué hay del arsénico que compré para vos hace unos días?

—Prefiero hablar con la señora Bodenham, Ann —respondió la señora Goddard en tono

gélido, cortantes sus palabras como puñales que de su boca salieran. La criada Styles

asintió, bajando la mirada tímidamente. Ambas, ama y sirvienta, empezaron a cami-

nar calle abajo, hacia las afueras de Fisherton, donde la bruja, Anne Bodenham, tenía

su casa.

Pronto abandonaron la fría seguridad de las callejas de la aldea y se internaron en unos

campos de trigo y cebada que había al norte de Fisherton. Las espigas empezaban ya a

adquirir un bonito color dorado desde hacía varios días. Más allá del ondulante sembra-

do se extendía un bosque de hayas y serbales en el que pocos se habían atrevido a pene-

trar. En sus lindes, medio oculta bajo un denso manto de madreselva y enredadera, se

hallaba la casa de Bodenham. Ante la propia casa tenía su jardín primorosamente culti-

vado. Cuando ama y sierva entraron en él, reconocieron matas de tomillo, orégano, la-

vanda, arbustos espinosos como aliagas, jaras floridas, manzanos a cuyos pies crecían

verbenas y eneldos, y también ciertas plantas venenosas como estramonios, beleños o

adelfas de flores blancas. Aunque hacía calor, un calor húmedo que volvía pringosa la

piel, la señora Goddard sintió cómo un escalofrío recorría su espalda.

Ann Styles se adelantó a su señora y llamó a la gastada puerta tres veces con los nudi-

llos. Nadie contestó.

—¿Señora Bodenham? —dijo la criada, algo acobardada. De nuevo, silencio. Sin embar-

go, segundos después el picaporte se movió, y la puerta terminó por abrirse en una ren-

dija. Por ella apareció un rostro arrugado, ceñudo, algo cadavérico, el rostro de la bru-

ja, enmarcado en una vieja cofia de lino amarillento.

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—¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó, con la voz cascada, parecida a la de una

urraca.

—Señora Bodenham, soy Ann Styles, ¿me recordáis?

La anciana clavó sus glaucos ojos, inquisitivos como los de un ave de presa, en la joven-

cita, tratando de reconocerla. Al poco abrió del todo la puerta. Y miró a la señora God-

dard, que aún no había dicho ni una palabra.

—De modo que pensáis que vuestras hijas os quieren matar, señora Goddard —dijo de

pronto. La señora tragó una saliva casi inexistente.

—Necesito librarme de ellas, señora Bodenham —expuso, con aire desvaído aunque cau-

to.

—Entrad entonces y os daré algo que tal vez pueda ayudaros. —La bruja penetró en la

casa y las dos fueron tras ella, llegando así a una pequeña cocina, humilde y cochambro-

sa. Un perro famélico y un gato de pelaje oscuro permanecían allí, medio adormilados.

La señora Bodenham se acercó a una de las mesas de la estancia y señaló hacia tres pa-

quetes que reposaban sobre ella.

—Llevaos esos paquetes a casa y procurad esconderlos donde vuestras hijas duerman

por la noche —ordenó, casi con fiereza.

—¿Qué es lo que contienen?

—¿De verdad deseáis saberlo?

—Por supuesto —afirmó la señora Goddard, cogiendo con cautela los tres paquetes y

comprobando que eran más bien livianos.

—Eneldo, verbena y recortes de uñas —respondió la señora Bodenham. Tanto la señora

Goddard como su criada pusieron gestos de repulsión nada más escuchar las palabras de

la anciana.

—Espero que sea eficaz —deseó la señora Goddard, tras guardarse los paquetes en el bol-

sillo de su amplio mandil. Después, sacó de él una pequeña bolsita de zafia tela de saco

y la dejó caer sobre la mesa. El metálico sonido de las monedas en su interior hizo que

los ojos de la anciana brillasen de codicia.

—Lo será, señora Goddard. —Cogió la bolsita rápidamente y de su interior sacó una mo-

neda de plata—. Muchacha, por tu silencio.

Y le lanzó la moneda a la criada. Ann la cogió al vuelo y, tras examinarla, la guardó

entre sus ropas.

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3

En la madrugada del 23 al 24 de septiembre de 1650, Anne Bodenham cogió sus cosas y trazó un círculo delante de la casa, y a continuación cogió un libro de conjuros pertene-

ciente al doctor John Lamb, y con él en las manos recorrió el círculo. Después, colocó un vaso verde sobre el libro y puso dentro del círculo una vasija de arcilla con carbones. Arrojó algo a las llamas que produjo un olor repugnante. E invocando a Belcebú, Satán y Lucifer, de repente se levantó un viento muy fuerte que hizo temblar la casa. Y de pronto se abrió la puerta trasera de par en par. Aparecieron por ella cinco espíritus ba-jo la forma de muchachos harapientos, unos mayores que otros, y corrieron por la casa de la que Anne había sacado las cosas. La bruja tiró al suelo unas migas de pan que co-gieron los demonios, y dieron saltos sobre la vasija de carbones en medio del círculo, y

un perro y un gato de la bruja bailaron con ellos.

Kingdom of Darkness, Nathaniel Crouch (1688)

4

Salisbury, Wiltshire, 13 de enero de 1653:

La gruesa y despiadada cuerda de esparto que sus carceleros habían usado para mania-

tarla ya había logrado dejarle las muñecas en carne viva. Delgados hilos de sangre es-

carlata recorrían la piel de sus manos mientras poco a poco era conducida al inmiseri-

corde patíbulo de Salisbury. A sus ochenta años, caminaba con dificultad, el paso ren-

queante y la respiración rota. A pesar de su cansancio, Anne Bodenham no dejaba de

rememorar una y otra vez el juicio en el que Ann Styles, aquella maldita sirvienta de la

familia de Richard Goddard, la había acusado de brujería. El juicio en sí mismo había

sido un auténtico espectáculo. La muchacha había fingido convulsiones, espasmos, tem-

blores incontrolados que le provocaban, como no, las malas artes de la señora Boden-

ham, a la que todos llamaban la novia del doctor Lamb. Y la propia Ann se había inven-

tado que Bodenham se había transformado en un gato negro para convencerla de que

adorase al Diablo, que la obligó a firmar en un libro rojo con su propia sangre, que el

Diablo le había hecho entrega de una moneda de plata. En el juicio, la moneda había pa-

sado de mano en mano hasta terminar en la mesa del juez. El brillo blancuzco de su me-

tal fue para la anciana como el brillo del acero que en breve cercenaría su cuello.

Las hijas de los Goddard habían terminado descubriendo los planes asesinos de su ma-

dre. Presa del pánico, Ann Styles había huido, y para salvarse del castigo no encontró

otra solución que acusar a la anciana curandera de brujería.

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Y allí se encontraba la señora Bodenham, condenada a morir en la horca aquella fría

mañana de enero, en la que grandes montones de nieve congelada plagaban las lindes

de las calles y cubrían los tejados de las casas.

La turba vociferaba y gruñía como una insomne y aterradora manada de lobos ham-

brientos, reclamando ver a la bruja colgada de una soga, asfixiándose lentamente hasta

morir. Un sacerdote de faz adusta y pelo canoso esperaba en lo alto del patíbulo, junto

al verdugo, con una Biblia de tapas negras en las manos.

—¡Al menos dadme cerveza para no sentir las agonías de la muerte! —gritó la señora

Bodenham.

—¡Nada se te puede dar ya, bruja! —bramó uno de los carceleros que la ayudaba a subir

lentamente por las toscas escalerillas del patíbulo. El cura empezó a recitar un salmo

con voz poderosa, tratando de alzarse entre el estridente clamor del pueblo, pero Boden-

ham le interrumpió con un estallido de gritos.

—¡Malditos hipócritas! ¡Malditos seáis todos! ¡Rezan por mí los mismos que acaban con

mi vida! ¡Malditos! ¡Malditos seáis por siempre!

El sacerdote miró consternadamente al verdugo. Él, por su parte, hizo un leve asenti-

miento de cabeza. No había nada más que decir. Cogió con una mano enguantada la es-

calofriante soga, se acercó a la desquiciada anciana y, con no pocas dificultades, logró

colocársela alrededor del cuello. La muchedumbre estaba eufórica. Del cielo plomizo se

escapaban copos de nieve mezclados con lluvia, como si emulasen lágrimas celestiales.

Anne paseó la mirada una última vez por el bullente gentío que a gritos pedía su ejecu-

ción. Después, implorante, la alzó a los cielos.

—¡Jamás hablé con Satanás! —clamó.

Y el verdugo accionó la palanca. La trampilla cedió hacia abajo. El cuerpo de Anne Bo-

denham cayó por ella. Tras unos cuantos minutos de cruda agonía, dejó de temblar.

Después, silencio.

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37

Por Juanfra Romero

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Adrián por fin estaba en casa. Había sido un día largo y agotador en el trabajo. La du-

cha ayudó a relajar tensiones y olvidar por unos momentos los sin sabores de la mono-

tonía y la cotidianeidad. Una cerveza, una cena ligera y algo de televisión hicieron el

resto. Sobre la medianoche, Adrián entro en su habitación cerrando la puerta tras de si

y encendió su ordenador personal con la intención de comunicarse un rato con sus cono-

cidos a través del un canal de chat en una página web. Allí estaban los de siempre, ami-

gos virtuales de distintas ciudades del país, a los que no conocía en persona pero con los

que compartía secretos e ilusiones, a excepción de Jaime, el informático de su empresa

y persona que le recomendó el uso. Con quien más le gustaba habar era con Carla. Fue

la primera mujer que conoció por Internet. Solo se conocían por fotografía y a pesar de

que físicamente los separaban mil kilómetros, habían alcanzado un nivel de complicidad

digno de cualquier pareja que comparte el mismo techo.

Mientras mantenía una charla en la que Adrián contaba a Carla lo mal que le había

ido el día, el silencio de la noche se vio roto por tres golpes secos en la puerta de la habi-

tación. Adrián miró hacia la puerta y sin saber muy bien por que dijo “pasen” en voz

alta, y esperó a que alguien abriera la puerta y entrara en su cuarto. En ese momento,

su sangre se heló en sus venas, al caer en la cuenta de que no estaba en su despacho, si

no en su casa, cerca de la una de la madrugada. Miró la puerta durante cinco minutos,

mientras sus manos temblaban buscando un cigarrillo. Sin dejar de mirar la puerta y

entre estertores, consiguió abrir la puerta del balcón, donde salió a respirar el frío aire

de la noche y terminar el cigarrillo con grandes e intensas caladas.

Allí todo era normal. Las farolas de un lado de la calle estaban apagadas como ocurría

cada madrugada dado el plan de ahorro del ayuntamiento, pero aun así, en la penum-

bra podían verse los vehículos aparcados y a un gato merodeando por los contenedores

de basura. Tras varios minutos allí fuera con la mente en blanco observando la penum-

bra, un fuerte repeluco lo trajo de nuevo a la realidad. Totalmente calmado y sereno,

entró en la habitación y observó la pantalla del ordenador. En la conversación de chat,

Carla preguntaba insistentemente si estaba ahí. Se sentó delante del ordenador y escri-

bió en la ventana del privado el relato de lo sucedido en los últimos minutos. Carla no

pudo más que tomárselo a broma y reírse, y le recordó que los fantasmas no existían, y

que el ya tenía una edad como para andar asustándose por cosas así. A pesar de que

Adrián insistía en que los tres golpes habían sonado en su puerta, Carla lo convenció pa-

ra que saliera a mirar por la casa para que se convenciera de que no había nada anor-

mal que temer.

Adrián se dirigió hacia la puerta. Se detuvo a escasos 50 centímetros de la misma, con-

tuvo el aliento y la abrió en un movimiento brusco. Al otro lado, la oscuridad del pasi-

llo y el silencio de la madrugada. A tientas, buscó el interruptor de la luz, lo accionó y

rápidamente, el brillo incandescente iluminó el pasillo de manera suave. Nada parecía

fuera lugar. Ni la alfombra del suelo, ni los cuadros de las paredes, nada indicaba pre-

sencia alguna. Pensando que no habría sido más que un engaño de su mente, atravesó el

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pasillo y llego hasta el salón, donde encendió todas las lámparas. Nada extraño, todo en

orden y en su lugar. Fue repitiendo el mismo gesto por todas las habitaciones de la casa,

y en todas todo era normal.

Se rió de si mismo, y comenzó a recorrer en sentido inverso la vivienda apagando las

luces tras de si. Al apagar las del salón y dirigirse al pasillo que lo llevaría a su cuarto,

un miedo intenso e irracional se apoderó de el. Comenzó a correr los pocos metros de es-

tancia hasta que llegó a la seguridad de su habitación, dando un portazo al hacerlo. Se

sentó delante del teclado y con la respiración aun agitada, comenzó a contarle a Carla

lo que le había ocurrido, no se lo explicaba, no sabía porque había sentido ese pánico in-

explicable al apagar la luz del salón. Presa de una agitación en la que no sabía si reír o

llorar, se centró en la conversación que mantenía, en la cual, Carla, intentaba calmarlo

diciéndole que se había estresado mucho en el trabajo y que lo único que necesitaba era

descansar y desconectar, y que mañana se reiría recordando lo sucedido.

Era casi la una y media de la madrugada, cuando se encontraba totalmente calmado y

pensando en lo absurdo de su comportamiento, cuando de pronto, de nuevo tres golpes

secos sonaron en la puerta de su habitación. Esta vez la razón pudo más y de un salto y

tres pasos, se plantó ante la puerta abriéndola bruscamente y esperando encontrar algo

que diera sentido a los golpes, pero no había nada. El corredor tenuemente iluminado

porque había olvidado apagar esa luz presentaba el mismo aspecto que cuando lo atra-

vesó corriendo 30 minutos antes.

Un sudor frío comenzó a recorrer su cuerpo mientras intentaba buscar un razonamien-

to lógico a lo sucedido. Nuevamente ante el teclado y mirando de reojo la puerta, narró

a su comunicante lo ocurrido. Carla insistía en que se calmara. Le recomendó que apa-

gara el ordenador y que se acostara, y que si no quería hacerlo, que fuese hasta la coci-

na y se preparara una infusión que lo ayudara a relajarse. Adrián se negó a hacer na-

da de lo que aconsejaba Carla. Por un lado le aterrorizaba la idea de tener que atrave-

sar toda la casa para llegar a la cocina y por otro, la idea de acostarse y que los tres gol-

pes se volvieran a repetir lo horripilaba. Mientras tanto, Carla en la ventana del chat,

intentaba desviar la conversación a otros derroteros más mundanos. Sin hacer mucho

caso a la conversación, abrió el navegador y las cálidas letras coloreadas del buscador

aparecieron ante su mirada. En la caja de búsqueda escribió rápidamente “escuchar

tres golpes” y pulsó intro. El buscador respondió de manera veloz “quizás quiso decir:

escuchar tres golpes”. De una manera diligente dirigió el cursor del ratón hacia la frase

subrayada aceptando la sugerencia del mismo mientras pensaba sin mucha lógica “que

más dará como se escriba”. En menos de un segundo, se mostraron los resultados de la

búsqueda. Una única entrada. El título de la página era “Los Tres Golpes”. Sin pensarlo

dos veces pinchó sobre el enlace, mientras ignoraba la conversación con Carla, quien

ahora hablaba de una receta que le había pasado una compañera de trabajo.

La página web según indicaba pertenecía a un chamán asiático afincado en Madrid. La

fotografía del hechicero le impactó en la retina de una manera casi dolorosa.

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Un anciano de mirada penetrante con una especie de sombrero multicolor y una pluma

de ave atravesándole el tabique nasal, pero lo que hizo que se le erizaran todos los vellos

del cuerpo, fueron las imágenes de cráneos, huesos y una reluciente guadaña. Comenzó a

leer de forma apresurada, saltando de un párrafo a otro, tratando de buscar algo que se

refiriera a los tres golpes. En la mediación de la página apareció el epígrafe en letra

mayúscula “LOS TRES GOLPES”. Justo en ese momento, en su habitación volvieron a so-

nar los tres malditos golpes que lo estaban angustiando durante la noche. Esta vez no se

movió del lugar. No miró hacia la puerta ni encendió ningún cigarrillo. Solamente algu-

nas palabras malsonantes escaparon de sus labios. Con un pánico irracional comenzó a

leer la información que le ofrecía la web, sin percatarse de que a la ventana de conver-

sación con Carla que parpadeaba insistentemente, se le había unido otra de Jaime, su

compañero de trabajo.

Bajo el indicador, podía leerse “Cuando se acerca la muerte de un ser humano, éste oirá

tres golpes tres veces con un intervalo de 30 minutos entre cada tanda, sin que pueda

averiguar de donde proceden. A la cuarta vez que oiga los tres golpes, se producirá la

muerte de la persona que los ha escuchado. Lamentablemente, el ritmo de vida actual, -

continuaba el artículo del chamán- hace que el ser humano no se percate de estos avisos

de los espíritus guardianes, quienes además de avisar del óbito inminente, ofrecen una

última oportunidad de cambiar el designio que el destino ofrece al ser…” Adrián dejó

de leer en ese momento. Sentía un enorme pavor. Si lo que había leído era cierto, iba a

morir irremediablemente. ¡No! Irremediablemente no. Releyó de nuevo la última parte

del párrafo “…ofrecen una última oportunidad de cambiar el designio que el destino…”

La solución podía estar en sus manos, pero, ¿Cuál era? No, no podía morir. Apenas su-

peraba la treintena, estaba sano, cuidaba su alimentación, ni siquiera tenía los dolores

de cabeza de los que se quejaban otros compañeros del trabajo; no, no podía morir, no

quería morir, pero lo ocurrido en los últimos noventa minutos lo tenía total y absoluta-

mente desconcertado y fuera de si. No había comprobado el reloj, pero los golpes habían

sonado con un intervalo de 30 minutos. El terror lo invadía por completo, a pesar de

que un pequeño razonamiento lógico y racional se movía por su mente. Eso no podía es-

tar pasando, seguro que se trataba de un sueño, de un mal sueño, y que en breves mo-

mentos sonaría el despertador y todo habría terminado. Un timbre comenzó a sonar, y

durante un instante, Adrián se sintió feliz porque iba a despertar de la pesadilla. El

timbre dejó de sonar para volver a hacerlo nuevamente medio segundo después. No era

el despertador, era su teléfono móvil. Se abalanzó sobre el e intento pulsar la tecla para

responder, pero el temblor de sus manos hizo que el aparato cayera al suelo, saliendo

disparada la batería hacía el lado contrario de donde caía el terminal y la tapa del mis-

mo. De no haber ocurrido esto, se habría enterado de que era Jaime quien lo llamaba a

tan introspectiva hora. Arrodillado, intentó colocar la batería en su lugar, pero los ner-

vios, el temblor de sus manos y las lágrimas que comenzaban a inundar sus ojos lo con-

virtieron en una misión imposible. Dejó las piezas en el suelo, de rodillas y con los bra-

zos en jarras comenzó a llorar, fruto de la impotencia y la rabia. Causas por las cuales

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hacía tiempo que había dejado de prestar atención al chat en el que participaba y por la

cual no advirtió que cada vez mas eran las señales parpadeantes de sus amigos inten-

tando ponerse en contacto con el.

Recordó la frase del chamán “… una última oportunidad de cambiar el designio...” y

con su mente en total ebullición y pensamientos que se agolpaban unos con otros, in-

tentó pensar en cual podría ser la manera de cambiar el fatal desenlace que el destino le

tenía preparado. Quizás si abandonaba la casa podía cambiar el destino. Era el pensa-

miento más coherente que se le ocurría. Si estaba sano e iba a morir, es por que algo ocu-

rriría dentro de la casa. Puede que el techo cayera sobre el, o que el suelo cediera bajo

sus pies, quien sabe, un defecto de construcción, aluminosis, excesivo peso en el piso de

arriba… cualquier cosa podía ocurrir de un momento a otro y debía salir lo más rápido

que pudiera, pero solo el hecho de mirar la puerta de la habitación, acrecentaba su

pánico. No quería atravesar el pasillo. Antes había sentido un miedo irracional allí, ese

era el lugar donde ocurriría. Convencido de que así sería, de que si pasaba por el pasillo

la muerte sería irremediable e inmediata, pensó en otra forma de salir de la vivienda,

pero no la había… o quizás sí. Presa del espanto se dirigió al balcón. Apoyó sus manos

en la barandilla y respiro el aire de la noche que entró frío en sus pulmones provocándo-

le un ligero dolor. No estaba demasiado alto. Era un segundo piso y justo debajo se en-

contraba aparcado un coche. ¿Cuántos metros habría? ¿Seis? ¿Siete? Daba igual. Si se

descolgaba serían dos menos y si caía sobre el techo del coche, estaría fuera de aquel lu-

gar al que antes llamaba hogar y del que ahora estaba convencido era una trampa que

provocaría su muerte. Sin pensarlo dos veces, asió fuertemente la barandilla y pasó su

pierna derecha sobre ésta, luego la izquierda, lentamente se dio la vuelta y quedo mi-

rando al interior de la habitación. Una sonrisa iluminó levemente su rostro, estaba a

punto de burlar a la muerte. Estaba convencido, el edificio entero se vendría abajo y el

estaría a salvo. Puede que se rompiera una pierna al caer sobre el vehículo, o las dos,

pero daba igual, la muerte había ido a por el y la iba a burlar. Miró hacia el coche y

saltó.

La caída no resultó como el esperaba. Su pierna izquierda impactó violentamente con-

tra el techo del turismo y pudo oír como su tibia, rotula y fémur se fracturaban en va-

rios trozos por el peso del desplome. Adrián notó como la chapa del techo se doblaba

hacia en interior del mismo, impidiéndole mantener el equilibrio y precipitándolo hacia

el suelo de cabeza. En un último instante de lucidez, supo que iba a morir y la solución

de escapar por la ventana no le pareció tan buena idea. Así fue. Lo primero que im-

pactó contra el suelo fue su cabeza, con tal violencia que le fracturó el cuello provocán-

dole la muerte de manera inmediata y casi indolora.

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Mientras, dos pisos más arriba, en la pantalla del ordenador, sus amigos lo llamaban in-

sistentemente, sin recibir respuesta alguna. En la ventana de Carla podía leerse “Venga,

ya te hemos tomado bastante el pelo. Ha sido cosa de Jaime. El hizo la web del chamán y

te quitó las llaves para colarse en tu casa y colocar un pequeño altavoz que funciona

por la wi-fi debajo de tu cama. Jajajajaja. ¿Te has asustado mucho, pequeño mío?

¿Adrián? ¿Adrián? ¿Adrián, estás bien? Adrián, me estoy empezando a preocupar…”

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Por Patricia J. Dorantes

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Cuando yo era una pequeña niña, soñaba con volar muy alto, como un pájaro, y así de-

jar atrás para siempre mi dolorosa vida en el pueblo, marcada siempre por esa horrible

pobreza que nos robaba a todos la voluntad de vivir. A pesar de mi corta edad, yo sabía

que si me quedaba en el pueblo, jamás lograría salir de allí, y el destino seguramente me

llevaría a una existencia llena de vejaciones y sufrimientos… idéntica a la de mis pa-

dres. Por eso, durante los primeros años de mi adolescencia me dediqué de trabajar en

mis escasas horas libres, tratando de ganar un poco de dinero y de sacar buenas notas

en la escuela al mismo tiempo. Estar tan ocupada no me dejaba mucho tiempo para con-

seguir amigos, pero no me importaba, porque yo estaba segur a que unos años después,

cuando yo tuviera mucho dinero, todos se pelearían por ser mis amigos. Así pasé los pri-

meros años de mi juventud; siendo una alumna ejemplar y buena hija para los demás,

pero soñando en secreto con escapar. Esperé hasta que terminaron las clases, después de

los más afortunados nos embarraran en la cara al resto de los mortales su inminente in-

greso a alguna universidad cercana, y entonces, decidí que era momento de emprender

el vuelo.

Sin decirle a nadie, puse mis escasas pertenencias en una maleta, tomé todo el dinero

que había ahorrado durante esos años, y tome el primer autobús que salía del pueblo.

No conocía a nadie en la ciudad, pero ingenuamente esperaba pronto triunfar en gran-

de, como una de esas princesas de las telenovelas, que apenas llegan a la ciudad y se en-

cuentran con un príncipe azul que se enamora perdidamente de ellas.

Entre tantas luces brillantes, jamás esperé encontrarme con una oscuridad peor que la

de mi pueblo. Esas calles reconocen a la gente débil, y no descansan hasta beberse la san-

gre de ellos. Varias veces fui víctima de falsos samaritanos que ofrecían su ayuda para

sacarme del frío concreto, buscando únicamente utilizarme como a una muñeca vieja y

jugar conmigo hasta lograr saciar sus más bajos instintos.

Al llegar a ese punto crítico, yo sentía que ya no valía la pena nada, y estaba dispuesta

a dejarme morir como lo hacen los perros callejeros, pero entonces, lo conocí a él, un dul-

ce caballero de cabello entrecano.

Me dijo que se llamaba Javier, y que estaba muy interesado en rescatar a jovencitas de

la calle. Temerosa, le pregunté cuál sería el precio que tendría su ayuda, y con una

gran sonrisa, él me respondió que lo único que yo tendría que hacer era cuidar su casa,

y que además me daría la oportunidad de seguir estudiando.

A pesar de las duras enseñanzas que yo había recibido durante esos meses en la calle,

decidí confiar, y sin pensarlo mucho, tomé la mano de Javier y dejé que él me guiara

hacia mi nueva vida.

Subí a su camioneta, y casi me da un infarto cuando llegamos a su casa. Lo único que vi

fue lujo en todas partes, muchos muebles elegantes capaces de hacer palidecer a los de

un palacio europeo, y en todas las ventanas, pesadas cortinas negras, diseñadas para

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evitar el paso de la luz.

Desde el primer momento de mi llegada, sentí miedo de estar allí, arrepintiéndome por

haber tomado una decisión tan impulsiva, y comencé a buscar una manera de escapar,

pero, ¡no había ninguna! Todas las ventanas y las puertas estaban aseguradas perfecta-

mente con doble o triple cerradura, sin contar a los perros furiosos que vigilaban el

jardín.

Al ver que no había posibilidad alguna de escapatoria, mi corazón comenzó a latir a

toda velocidad y mi boca se secó. ¿En qué me había metido? Notando mi ansiedad, Ja-

vier se encargó de distraer pronto mi mente. Él puso frente a mis ojos la mitad de una

pizza y una lata de refresco, y con actitud amable, me pidió que no me preocupara por

nada. Jugando traviesamente con mi cabello, él me pidió que disfrutara de la pizza, y

que después de comer, tomara un baño y me dedicara a descansar por el resto de la tar-

de.

¿Y qué ropa iba a ponerme? Obviamente yo no iba a trabajar vestida como pordiosera

en una casa tan elegante. Antes de irse, Javier me dijo que ese tampoco era un proble-

ma, porque él estaba seguro que los uniformes de la anterior empleada de servicio me

quedarían a la perfección, ya que ella era más o menos de mi mismo tamaño.

Todo en esa casa lucía bien, demasiado perfecto para ser verdad. ¿Acaso la vida final-

mente me había mandado a mi salvador?

Esa noche traté de dormir, pero mis fantasmas no me dejaban ¿Quién me aseguraba que

Javier no se iba a meter a mi habitación a la mitad de la noche?¿O qué tal si la pizza

que me dio tenía alguna droga? No podía ser posible...seguramente el cansancio me hab-

ía llenado la mente de pensamientos paranoicos.

Al día siguiente desperté sana y salva, probando que mis temores habían sido completa-

mente infundados. Javier tocó temprano a la puerta de mi habitación, dándome los uni-

formes de la antigua empleada, y aprovechó para decirme que ese día era especial, por-

que iban a venir muchos de sus amigos a la casa, y yo tenía que preparar una cena su-

culenta. Podía tomar todo lo que quisiera del refrigerador, pero sin hacer mucho ruido,

ya que él iba a estar en su estudio, "trabajando”. Obedecí sus órdenes al pie de la letra,

cocinando algunos de los ricos guisos que mi mamá me había enseñado a preparar cuan-

do yo era pequeña y esforzándome mucho para que los platillos tuvieran una buena

presentación. Las horas fueron pasando, y en menos de lo esperaba, los amigos de Javier

ya estaban tocando a la puerta. Un escalofrío me recorrió la espalda al ver los rostros

de esos hombres de aspecto tan severo. Todos ellos tenían ojos parecidos a los de las fie-

ras, que emanaban fuego por todas partes. Aparentaban ser un simple grupo de caballe-

ros adinerados..pero algo en ellos no me inspiraba confianza, y yo no me iba a quedar a

confirmar mis presentimientos. Después de servirles la cena, discretamente me acerque

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hacia Javier, y en tono bajo, le pregunté si me podía retirar a mi habitación, y él me

respondió que no, porque había algo muy importante que quería decirme.

Tomándome por el brazo, hizo que me sentara junto a él, y dirigiéndose a los demás pre-

sentes, comenzó a hablar de unas cosas bastante raras. Dijo que él estaba muy feliz por

haberse topado con una joven así como yo, porque me encargaría de salvar a la organi-

zación de una muerte segura, trayendo mucha sangre nueva para alimentar el voraz

apetito del patrón. ¿Cuál organización? ¿Qué querían ellos de mí? Lágrimas comenzaron

a brotar de mis ojos, mojando sin piedad mi pecho. Traté de empujar a Javier, pero lo

único que logré fue que él me apretara con más fuerza, murmurando a mi oído “Ya no

hay salida, muñequita. Tu vida nos pertenece”. Otro de los amigos de Javier se acercó

con una jeringa, y a pesar de que me resistí con toda la fuerza de mi corazón, no pude

evitar que el extraño líquido inundara mis venas. Después de eso, no sé si pasaron meses

o un par de semanas; todos mis recuerdos de esos días son una masa brumosa salpicada

de rojo. Recuerdo haber escuchado gritos de otras personas, feroces aullidos que se des-

vanecían hasta perderse en la nada. Al principio, ellos únicamente me obligaban a ver

sus atroces actos, asegurándose que yo no despegara los ojos de esos inocentes que mor-

ían desangrados para satisfacer el apetito de una vil deidad del inframundo. En cada

una de esas ocasiones yo lloré hasta que se me secaron los ojos, buscando hacer acopio de

fuerzas para salir de allí y denunciar todos los horrores de los que yo había sido testigo.

Lo malo era que con esa sustancia tan horrible que me inyectaban, mi cabeza había per-

dido el rumbo por completo. Ellos habían matado a Julia, la ingenua joven que había de-

jado atrás su pueblo en búsqueda de fama y dinero. Me tiñeron el cabello de rojo y me

enseñaron a utilizar armas como una auténtica profesional. Ahora yo era Lilith, el te-

mible ángel de la muerte y la destrucción. Pasé incontables noches en búsqueda de mu-

chachos inocentes y me encargué de engañarlos prometiéndoles horas de placer a cam-

bio de unas monedas. Cuando ellos aceptaban, los llevaba a un callejón oscuro, y allí, mi

fiel cuchillo se encargaba de hacer su trabajo. No paraba hasta ver el concreto teñido

del líquido rojo, y después, simplemente me iba, dejando reducido a un simple deshecho

al hijo o al esposo de alguien más. Quería detenerme, pero algo extraño se había desper-

tado dentro de mí. Cada día yo ansiaba despertar para salir de nuevo de cacería, lista

para ofrecerle más alimento a mi dulce señor oscuro, mi amado y único dueño de los

fragmentos restantes de mi corazón. Fuera de hipocresía, los actos que realicé fueron

asesinatos horribles, indignos incluso para una fiera con el corazón podrido, pero con el

tiempo mi cerebro aprendió a desconectarse de mi cuerpo, y yo ya no sentía culpa por

mis acciones.

Después de todo, otras personas en el mundo tienen que trabajar como esclavos para ga-

nar unas pequeñas migajas de éxito, mientras que los más sabios aprendemos a utilizar

un camino secreto, pero más efectivo. No me importaba desgarrar cuerpos inocentes,

porque yo ya estaba viviendo la vida que merecía. Todavía resonaban en mi mente los

gritos de todas las inocentes víctimas a las que yo les había arrebatado la vida, pero mis

caros vestidos y las brillantes joyas que adornaban mi cuerpo me reconfortaban un poco

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en esas noches tan largas. Esos trozos de falsa belleza alegraban mi espíritu por un mo-

mento, casi como antes lo hacían los abrazos de mis padres, pero no era lo mismo…

En uno de los breves momentos de lucidez que me quedaban, quise acercarme a una igle-

sia, pero jamás esperé que una fuerza poderosa me impidiera entrar. Todo mi cuerpo se

estremeció grotescamente ante la simple visión de la cruz en el altar, obligándome a sa-

lir corriendo del sagrado recinto.

Quizás debí de quedarme en el pueblo, viviendo humildemente, pero manteniendo para

siempre la integridad de mi alma. Podría haber llegado a ser una amorosa madre de fa-

milia, o quizás una paciente profesora de preescolar. En su momento debí de optar por

buscar la felicidad en el amor de mis seres queridos y rechazar esa horrible ambición

que consumió mi existencia totalmente.

Pero en la situación en la que me encuentro, ya no tiene caso ponerse a llorar. Le dí la

espalda a Dios, y parece que mi única luz, mi señor oscuro, también se enojó conmigo, y

todo gracias a ese torpe momento de debilidad en la iglesia. Sin nada más que perder, lo

único que me queda es pasar el resto de la eternidad orándoles a todas las fuerzas del

universo. Ya perdí la cuenta de todas las horas que he pasado derramando amargas

lágrimas por culpa de todos mis errores. Ya no ansío ser dueña de grandes fortunas;

ahora mi único deseo es borrar del planeta a los desgraciados que se comieron mi ino-

cencia. A lo mejor no voy a terminar con toda la maldad del mundo, pero me serviría

para hacerles justicia a todos aquellos que como yo, fueron víctimas de los salvajes dese-

os de las criaturas del inframundo.

¡Y estoy tan cerca de lograrlo! Aunque nadie escuche mis gritos de auxilio, sé que pronto

voy a reunir las fuerzas necesarias para salir de esta fría tumba de mármol donde me

encerraron esos malditos, y entonces, no va a existir poder divino capaz de detener el

río de sangre que voy a hacer fluir.

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Por Eddy Rolo

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Pepe no quiere llegar a casa. Camina por el malecón y se recuesta al muro. Saca un ci-

garro que enciende con dificultad, aspira el humo y lo suelta por la nariz.

No le interesa llegar a casa temprano y se pone a caminar. Nota que su cigarro le

está quemando los dedos y lo suelta.

Se encuentra a una rubia sola, que lo mira y le pide un cigarro.

Saca la caja del bolsillo, le da uno y se queda observándola. Ella se lo pone en la boca y

trata de encenderlo. El continúa parado frente a ella y observa un tatuaje que tiene en

la pierna de un conejo con un nombre escrito. – Es mi esposo, responde con el cigarro en

la boca, al notar la indiscreción.

-Hay mucho aire, no te muevas. Se agacha frente a el usándolo como barrera y se demo-

ra encendiendo. El la mira y se la imagina tragándose su miembro.

No pudo evitarlo y tuvo una erección. Sintió pena, pero algo dentro de su mente daba

vueltas. La rubia lo nota y se para casi arrastrándose por su cuerpo.

- ¡Se te paró! Dice tocando la parte inflamada y echándole humo en la cara.

- Vamos a dar una vuelta y nos tomamos una cerveza. Dijo Pepe – No, nada mas te

pedí un cigarro, arranca y piérdete. – Mira, tengo diez dólares, vamos a hacer algo. – Te

dije que no, vete… Le da la espalda para irse, pero vuelve su atención a Pepe.

– Ven acá. - Hoy tengo un compromiso, pero mañana puede ser. – El, se le acerca con la

intención de darle un beso, pero ella lo detiene empujándolo por el pecho. - Guarda los

diez dólares para mañana, me gusta la cerveza cristal.

En su casa, Pepe ignora todo comentario de su mujer, como si no existiera, la deja que

pelee y no piensa más que en la rubia.

- Mañana vengo tarde, tengo un negocio con el gerente de una firma y tengo que ir

bien vestido.

– Ya empezaron los negocios. - ¡Pepe el negociante sale de etiqueta y vira borracho y sin

un medio! Hace falta que este gerente no te llene la camisa de creyón como la otra vez. -

No me faltes al respeto. ¿Después de cuatro años, te pones así conmigo? – Claro, con el

tiempo la gente se destiñe. - Deja que yo empiece a hacer negocios. El entra a bañarse y

la deja hablando sola.

Temprano, se pone su mejor camisa, se perfuma y se dirige al trabajo. Al llegar revisa el

almacén, y hace un par de llamadas. Al rato llega un señor en una camioneta, le da un

dinero y empieza a cargar cajas de pollo. Tiene deseos de decírselo a alguien, y aprove-

cha para alardear.

- Hoy voy a comerme una rubia que tiene tremenda cintura, y un tatuaje la pierna de

un conejito que dice Freddy, ¡Tremendo tarrú, es el tipo ese!

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- El sujeto se queda mirándolo pensativo y se sube a su artefacto.

Termina su jornada y se toca los bolsillos, cigarros, dinero, condones, todo está bien.

Llega al lugar y… - Mierda, hay un negro con peluca rubia, justo en esa parte, ahora

voy a tener que sentarme por ahí, pensó.

Se sienta unos metros mas a la izquierda del sujeto que le recordaba a Tarzán por la

vestimenta de leopardo.

- Blanquito, dame un cigarro. – Esto no puede estar pasando, voy a hacerme el sordo. –

Es contigo.

-No quería darle el cigarro, pero tenía que evitar el conflicto con el personaje. Le alcan-

za uno sin mirarlo a la cara.

- ¡Que rico esta el malecón! Dijo el sujeto. - Es como un pene gigante y todo el mundo se le

trepa.

– Aléjate Tarzán. – Oye… este es mi territorio de caza.

Pepe se separa del muro y trata de cruzar la calle, pero se encuentra a la rubia frente a

el, casi tropieza.

-¡Que bueno que se conocen! – No, yo no conozco a nadie, el estaba aquí primero. – Si, pe-

ro esos cigarros son tuyos, el no compra eso.

- ¿Te vas o te quedas?, pregunta Pepe incómodo.

– El alquila un cuarto barato. Dijo la chica - ¿Cuánto cuesta?

Tarzán se acercó a Pepe muy refinado. – Bueno, cinco si me dejas mirar, nada si partici-

po y diez si me quedo fuera. Dijo pasándose los dedos por los labios.

- Me voy, que esto no me gusta. Dijo Pepe. – Era jugando niño, dame cinco pesos y lo de

ella es aparte.

– Sirvió, dijo Pepe mirando a la chica y cruzan la calle para comprar unas cervezas.

El cuarto tiene cortinas color fresa, y huele a perfume francés. Hacen el amor pero su

compañera se comporta como una demente, se pone alegre y triste, en un constante

cambio de humor.

De pronto se convierte en un ciclón, como si quisiera arrancar aquello que le da tanto

placer en su interior. – Termina y empieza a llorar.

- ¿Qué loca estás? Nunca he visto a nadie así, toma veinte dólares para que te seques las

lágrimas.

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– Yo no quiero dinero, lo hice porque me dio la gana. – Ahora si se que estás mal. - ¡Que

lástima que tengas un cable suelto! Este no es tu negocio.

-¿Quién te dijo que soy una puta? – ¿No, y que hacías en el malecón, obras de caridad? –

Yo no cobro, lo hago para defenderme. Dijo y se vistió apurada.

Se fue sin despedirse y Pepe se quedó extrañado de la conducta de la joven. Salió y le

pagó al travesti dueño del cuarto. – Déjala, ella está loca. – Sí, se nota. Dijo Pepe y se

fue.

Siguió frecuentando el malecón al salir del trabajo, pero no se encontró más con ella. A

lo lejos vio al travesti que venía solo en su cacería y le preguntó por la chica. - ¿Cuál, la

quimbá del pelo rojo? – Sí, esa misma.

- A esa el marido le dio una entrada de golpes saliendo de mi casa porque un come mier-

da que le vende pollo al marido, le dijo por la mañana, el día que ustedes se vieron, que

ella venía para acá. El la vio salir de mi casa contigo y esperó que te fueras para sonar-

la. No confíes en nadie, después de todo, tuviste suerte de que no te molieran a palos.

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Por Sandra Monteverde

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La gente se estremecía de terror y satisfacción, apiñados al pie de la enorme pira expia-

toria. La peor bruja de los últimos cincuenta años, finalmente iba a ser conducida a la

hoguera. Al ver el carro que la transportaba, se oyó una exclamación de pavor y sor-

presa. Salvajemente torturada, el orgullo la mantenía en pie. Contemplaba a la muche-

dumbre con ojos inyectados en sangre, el odio brillando en sus pupilas. Mientras la ata-

ban al poste, la hechicera miraba uno a uno a los reunidos, como si estuviera reteniendo

sus facciones en la memoria. Las mujeres, instintivamente, escondieron a sus hijos entre

las faldas.

El silencio era absoluto; el miedo atenazaba las mandíbulas de los asistentes. Un instan-

te antes de que el verdugo encendiera la hoguera, se escuchó la voz de la nigromántica

que sonaba profunda, tenebrosa, maléfica: - ¡Yo os maldigo a todos! ¡Temedme… porque

volveré! El crepitar de los leños ahogó la blasfemia y miles de manos hicieron la señal de

la cruz al mismo tiempo.

El fuego ocultó el cuerpo de la arpía; nadie logró distinguir sus facciones como para

comprobar que sonreía feliz. Con un movimiento de su mano, las llamas que la envolv-

ían se tornaron tibias y acogedoras. ¡Como le gustaba esa sensación! No en vano era la

decimosexta vez que se dejaba coger, con tal de experimentar torturas y que la quema-

ran. Amaba el dolor: causarlo y experimentarlo en su propia carne. Pensando en su

próximo destino, un pueblo situado al otro lado del mundo, chascó los dedos y desapare-

ció, dejando un reguero de cenizas que complacería enormemente a la morbosa multi-

tud.

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Asociación Cultural Candil Insólito (A.C.C.I) Registro Nacional de Asociaciones nº 1/1/601623 NIF-G04759890