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Etchegoyen (1986) Los fundamentos de la técnica psicoanalítica. Cap. 47: Clínica de la terminación 47. Clínica de la terminación En el capítulo anterior estudiamos rápidamente los problemas teóricos que nos propone la terminación del análisis, preguntándonos primero si el análisis es de veras terminable y repasando después los objetivos de la cura. En este capítulo vamos a discutir los aspectos clínicos del final del análisis, dejando para el siguiente la técnica de la terminación. 1. Tipos de terminación No todos los análisis terminan en la misma forma, de modo que se podría hablar, como en medicina interna, de las formas clínicas de la terminación del análisis. Freud decía en «Análisis terminable e interminable», no sin cierta ironía, que un análisis termina cuando el paciente no viene más, lo que por de pronto es difícil de cuestionar, aunque podríamos decir, al contrario, y Freud por cierto no lo ignoraba, que un análisis no termina cuando un paciente no viene más sino mucho tiempo después o tal vez antes. Empero, si termina antes, está mal, de modo que debe terminar siempre mucho después de haber terminado, es decir en el posanálisis. La boutade freudiana de que el análisis termina cuando el analista no ve más a su cliente sólo es cierta, entonces, desde el punto de vista descriptivo pero no dinámico, porque un análisis que verdaderamente termina se prolonga un tiempo apreciable después de la última sesión. Pero volvamos, luego de esta digresión, a los tipos de la terminación. De nuevo nos encontramos aquí con una paradoja y es que terminación hay solo una, la que se logra por acuerdo entre el analizado y el analista. Para los otros casos, cuando la decisión es unilateral o viene impuesta por circunstancias ajenas a la voluntad de las partes, no se habla por lo general de terminación sino de interrupción del análisis, o si se quiere de terminación irregular. Puede haber casos, los menos, en que factores externos impidan a un analizado seguir viniendo o a un analista seguir haciéndose cargo del pro- ceso analítico ya comenzado. En nuestro país pasó esto más de una vez, por desgracia, en los años de la dictadura de Videla; pero, si se salvan cir- cunstancias tan excepcionales, los factores externos no son los más im- portantes o, al menos, coadyuvan con ellos los que vienen de adentro. Cuando la interrupción proviene de factores internos hablamos de resistencia. Lo más común es que la resistencia venga del analizado y que el analista no haya sido capaz de resolverla; pero puede nacer también en el analista. Á veces un analista decide no continuar un análisis porque le parece que el paciente no se va a curar y está perdiendo el tiempo o porque no puede tolerar la carga emocional que ese paciente le significa. Si estos motivos le son conscientes, entonces lo mejor sería decírselos al analizado, reconociendo nuestras limitaciones y dejándolo libre para intentar un nuevo análisis, otro tratamiento o lo que fuera. Decir la verdad puede ser muy doloroso para uno mismo y para el otro; pero sólo es malo mentir y es malo también no darse cuenta de nuestros deseos y actuarlos. Digamos también, para ser más precisos, que si el analista decide no continuar un análisis por motivos racionales, sea porque piensa que el analizado no se puede tratar o porque da prioridad a otras circunstancias de la vida de su paciente, no corresponde hablar de resistencia. De las causales de interrupción que estamos considerando, la más frecuente es la que viene del analizado y se llama resistencia incoercible. En realidad todas las resistencias son analizables hasta el momento que no lo son más, y 1

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47. Clínica de la terminación

En el capítulo anterior estudiamos rápidamente los problemas teóricos que nos propone la terminación del análisis, preguntándonos primero si el análisis es de veras terminable y repasando después los objetivos de la cura. En este capítulo vamos a discutir los aspectos clínicos del final del análisis, dejando para el siguiente la técnica de la terminación.

1. Tipos de terminación

No todos los análisis terminan en la misma forma, de modo que se podría hablar, como en medicina interna, de las formas clínicas de la terminación del análisis.

Freud decía en «Análisis terminable e interminable», no sin cierta ironía, que un análisis termina cuando el paciente no viene más, lo que por de pronto es difícil de cuestionar, aunque podríamos decir, al contrario, y Freud por cierto no lo ignoraba, que un análisis no termina cuando un paciente no viene más sino mucho tiempo después o tal vez antes. Empero, si termina antes, está mal, de modo que debe terminar siempre mucho después de haber terminado, es decir en el posanálisis. La boutade freudiana de que el análisis termina cuando el analista no ve más a su cliente sólo es cierta, entonces, desde el punto de vista descriptivo pero no dinámico, porque un análisis que verdaderamente termina se prolonga un tiempo apreciable después de la última sesión.

Pero volvamos, luego de esta digresión, a los tipos de la terminación. De nuevo nos encontramos aquí con una paradoja y es que terminación hay solo una, la que se logra por acuerdo entre el analizado y el analista. Para los otros casos, cuando la decisión es unilateral o viene impuesta por circunstancias ajenas a la voluntad de las partes, no se habla por lo general de terminación sino de interrupción del análisis, o si se quiere de terminación irregular.

Puede haber casos, los menos, en que factores externos impidan a un analizado seguir viniendo o a un analista seguir haciéndose cargo del proceso analítico ya comenzado. En nuestro país pasó esto más de una vez, por desgracia, en los años de la dictadura de Videla; pero, si se salvan circunstancias tan excepcionales, los factores externos no son los más importantes o, al menos, coadyuvan con ellos los que vienen de adentro. Cuando la interrupción proviene de factores internos hablamos de resistencia. Lo más común es que la resistencia venga del analizado y que el analista no haya sido capaz de resolverla; pero puede nacer también en el analista. Á veces un analista decide no continuar un análisis porque le parece que el paciente no se va a curar y está perdiendo el tiempo o porque no puede tolerar la carga emocional que ese paciente le significa. Si estos motivos le son conscientes, entonces lo mejor sería decírselos al analizado, reconociendo nuestras limitaciones y dejándolo libre para intentar un nuevo análisis, otro tratamiento o lo que fuera. Decir la verdad puede ser muy doloroso para uno mismo y para el otro; pero sólo es malo mentir y es malo también no darse cuenta de nuestros deseos y actuarlos. Digamos también, para ser más precisos, que si el analista decide no continuar un análisis por motivos racionales, sea porque piensa que el analizado no se puede tratar o porque da prioridad a otras circunstancias de la vida de su paciente, no corresponde hablar de resistencia.

De las causales de interrupción que estamos considerando, la más frecuente es la que viene del analizado y se llama resistencia incoercible. En realidad todas las resistencias son analizables hasta el momento que no lo son más, y entonces se dice que son incoercibles. Proviene del analizado pero eso no quiere decir que no influya sobre el analista. Ninguna resistencia incoercible deja de influir al analista, ya sea porque contribuyó a provocarla o porque no la supo manejar.

El otro caso en que el análisis termina irregularmente es la impasse, donde el tratamiento no termina realmente sino que se prolonga en forma indefinida. Ya hablaremos de esto en el capítulo 60, pero digamos desde ya que en la impasse existe responsabilidad por

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ambas partes y en general las dos lo admiten. Dada su naturaleza insidiosa, la impasse dura siempre mucho tiempo y mucho tiempo puede pasar inadvertida, hasta que el paciente o el analista, y a veces de común acuerdo, comprenden que la situación ya no da para más y se interrumpe de este modo el tratamiento.

Se oye decir por ahí que la impasse del final del análisis no existe y lo que pasa es que ya no hay nada que analizar. Tal vez algo así pensaba Ferenezi cuando decía que el análisis debe terminar por extinción. Yo creo que esta idea es equivocada, ya que siempre hay conflictos para analizar. En realidad, para reiterar algo que ya dije al hablar de la teoría de la terminación, el análisis como proceso de desarrollo no termina, lo que termina es la relación con el analista, justamente en el momento en que el analizado cree (y el analista lo apoya) que puede seguir solo su camino, cumplidos ya los objetivos que inicialmente se plantearon; y entre estos debe incluirse la idea de que la tarea va a continuar a cargo del propio analizado. Nadie «se recibe de analizado» y cree que ya no tiene que pensar más en su inconsciente.

2. Los indicadores

Un importante aspecto de la clínica de la terminación es justamente cómo se la diagnostica, cómo se evalúa la marcha del proceso analítico para suponer que la terminación está próxima. Es el tema por demás interesante de los indicadores.

Como es de suponer, para detectar y evaluar los indicadores influyen las teorías del analista, sobre todo si son indicadores de alto nivel de abstracción. Yo, sin embargo, voy a tratar el tema prescindiendo de las teorías, al menos de las grandes teorías. Los indicadores de alto nivel no son los más útiles desde el punto de vista clínico y por esto no me interesan en este momento de la exposición.

Freud decía, por ejemplo, que el objetivo terapéutico del psicoanálisis es hacer consciente lo inconsciente y también borrar las lagunas mnésicas del primer florecimiento de la sexualidad infantil, del complejo de Edipo. Dijo también que «donde estaba el ello tiene que estar el yo», en el sentido de una evolución desde el proceso primario al proceso secundario. Estos objetivos son, por de pronto, compartidos por todos los analistas. También todos suscribiríamos lo que propugnaba Ferenczi en 1927 en cuanto a que el analizado debe modificar su carácter y abandonar la fantasía y la mentira por un acatamiento de la realidad. Hartmann piensa que lo decisivo es que el analizado haya consolidado el área de su autonomía primaria y haya expandido la autonomía secundaria, siempre relativa pero no por ello menos importante para un buen funcionamiento del sujeto. Lacan propicia el pasaje del orden de lo imaginario al orden simbólico. Melanie Klein, en fin, exigía que un análisis debe terminar cuando se han elaborado las angustias del primer año de vida, las angustias paranoides y depresivas.

Los objetivos de la cura que acabo de recordar, lo mismo que otros que también se han propuesto, engarzan desde luego con las teorías de alto nivel de abstracción que sostienen los distintos autores; pero no deben confundirse con los indicadores. Sobre la base de las teorías, es cierto, se definen y fijan los indicadores; pero no debemos confundir aquellas con estos. Ningún pariente nos va a decir, creo yo, que quiere terminar su análisis porque ya elaboró suficientemente sus angustias depresivas, o porque amplió notoriamente el área de la autonomía secundaria. Lo que interesa, pues, son los concretos indicadores clínicos que aparecen espontáneamente.

Uno de ellos, el más obvio y vulgar pero nada despreciable, es que se hayan modificado los síntomas por los cuales el paciente se trató. Por síntomas podemos entender aquí también los rasgos caracteropáticos. Tal vez no sea este el mejor criterio porque hay otros más finos; pero es, en cambio, un criterio ineludible. Si falta no tiene sentido pensar en los otros: antes de plantearse que un análisis puede terminar hay que comprobar que los síntomas por los cuales comenzó y otros que puedan haber surgido durante su desarrollo se modificaron suficientemente. No digo que se extirparon de raíz, porque en alguna emergencia angustiosa el síntoma puede reaparecer. En realidad, lo que pretende el análisis es que los síntomas que antes significaban un sufrimiento y una dificultad

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cierta, una presencia constante, ya no graviten como antes. Una cosa es tener ceremoniales obsesivos con cláusula de muerte y otra mirar dos o tres veces si la estampilla está en su lugar. La intensidad y la frecuencia de los síntomas, así como también la actitud que uno adopta frente a ellos será, entonces, lo que nos guiará en este punto.

La modificación de los síntomas como acaba de expresarse es un criterio importante pero no es, por cierto, el único. Hay otros criterios, por ejemplo la normalización de la vida sexual. Los autores clásicos a partir de Freud, y más que nadie Wilhelm Reich, insistieron siempre en que un análisis debe terminar cuando se ha logrado la primacía genital, criterio que también sustentan los autores modernos. En realidad este criterio sigue siendo válido, siempre que no se trasforme la primacía genital en una especie de mito o de ideal inalcanzable. Que un individuo debe tener al final de su análisis una vida sexual regular, satisfactoria y no demasiado conflictiva constituye un objetivo válido y asequible. No se trata, por cierto, que el sujeto «haga sus deberes» y tenga la buena vida sexual que directa o indirectamente le prescribe su analista, sino que la ejerza gozosamente en libertad, que las fantasías y los sueños que la acompañan muestren a la libido expresándose afirmativamente, atendiendo siempre también el placer del otro, la relación de objeto. No hay nada más autónomo y creativo que la vida sexual adulta del hombre común. La vida sexual del adulto es introyectiva (reflexiva) y polimorfa, dice Meltzer (1973), continuando y perfeccionando los clásicos trabajos de Reich sobre la impotencia orgástica.

Las relaciones familiares tienen también que haberse modificado, y este es otro indicador importante. Como el anterior vale más si surge del material que si se lo dice en forma demasiado directa. Si una persona habla muy bien de su vida sexual o dice que se lleva a las mil maravillas con sus familiares, tendremos derecho a dudar. Los indicadores son válidos cuando no se los proclama. Más importante será que diga al pasar que tuvo un buen encuentro con su cónyuge y cuente en la misma sesión un sueño que lo confirme, o que diga que su pareja está mejor ahora, o que su hijo adolescente, siempre tan rebelde, empieza a llevarse mejor con sus hermanos. Síntoma patognomónico de que la eyaculación precoz está cediendo es que un buen día el analizado comente que su mujer está ahora más interesada en la vida sexual y le parece que no está tan frígida. Estos datos serán siempre importantes, sobre todo porque no se dicen para hacer buena letra.

También con respecto a las relaciones sociales interesan más los datos indirectos que los dichos del sujeto. Hay que considerar, en principio, que si una persona tiene un nivel inmanejable de conflicto con su ambiente es porque no está bien. Si lo estuviera, ya encontraría la forma de resolver esas dificultades o, simplemente, buscaría un ambiente menos conflictivo.

A veces, como producto del análisis o porque así es la vida, uno pierde algunos amigos (con pena debería ser, si estamos bien analizados) porque se da cuenta que la relación no es la de antes. Del mismo modo, y también sin proponérnoslo, ganaremos otros, más en armonía, tal vez, con nuestros cambios interiores y nuestra realidad exterior. Entonces, mientras haya conflicto manifiesto y difícil de manejar con el ambiente habría que pensar, en principio, que el análisis no está terminado. La circunstancia opuesta no es para nada cierta, sin embargo, ya que la falta de conflicto puede expresar simplemente sometimiento o masoquismo. Tenemos aquí, dicho sea de paso, un indicador válido que puede explicarse por distintas teorías. Un psicólogo del yo dirá que se ha ampliado el área libre de conflicto y es mejor la adaptación del individuo; yo preferiría decir que ha disminuido el monto de la identificación proyectiva. Las teorías cambian, el indicador permanece.

Los indicadores que registran las relaciones familiares son siempre sensibles y muy ilustrativos. A veces uno se divorcia gracias al análisis o no se divorcia sino que cambia de mujer con la que siempre tuvo, porque la ve ahora desde una perspectiva distinta y sus defectos le resultan más tolerables que antes. «Aquel que defectos tenga,/ disimule los ajenos», decía sabiamente Martin Fierro. No hay que perder de vista, además, que nuestros cambios influyen siempre en los otros haciéndolos progresar o poniendo de

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manifiesto sus dificultades. Cuando una mujer con fantasías promiscuas se cura la agorafobia, puede ser que el marido se sienta más atraído sexualmente por ella o, al revés, se ponga celoso cada vez que ella sale de casa. Que aumente la paranoia del marido no tiene que ser necesariamente malo; también podría servirle para tomar conciencia de enfermedad y empezar a tratarse. Las posibilidades son realmente infinitas. Traté hace muchos años con el método de Sackel al hermano de un colega amigo con una forma simple que había pasado inadvertida muchos años. Permanecía la mayor parte de su tiempo en cama, cuidado solícitamente por su madre. La insulina y mi presencia modificaron rápidamente aquella triste devastación afectiva, le empezaron a brillar los ojos, dejó la cama y empezó a pensar en retomar sus estudios o al menos incorporarse al negocio del padre. La madre me dijo entonces que convenía suspender por unos días el tratamiento porque su hijo estaba un poco resfriado. Yo seguí con ímpetu adelante, pensando que la esquizofrenia es mucho más grave que un catarro estacional. La madre cayó entonces en cama, el paciente empezó a delirar y mi amigo me pidió que interrum-piera la cura. Así aprendí, con dolor, qué fuertes son los lazos familiares. La disminución de la angustia y la culpa son, desde luego, indicadores importantes, aunque no se trata de que falten por completo sino que se las pueda enfrentar y manejar. Un paciente le dijo cierta vez a Mrs. Bick que no sabía por qué sentía tanta angustia al manejar su auto y ella le «interpretó» que era porque no sabía manejar. A regañadientes el analizado tomó unas lecciones y se le pasó la angustia. No está mal sentir angustia si ella nos advierte de un peligro real (chocar con el auto) o aun subjetivo; mal está negar la angustia, proyectarla o actuarla. Lo mismo cabe para los sentimientos de culpa si ellos nos van a servir para advertir nuestros errores y mejorar nuestra consideración por los demás.

En su trabajo de Innsbruck, Ferenczi le da mucha importancia a la verdad y a la mentira. Empieza, de hecho su relato, con el caso de un hombre que lo engañó sobre su realidad económica y afirma que «un neurótico no puede considerarse curado mientras no ha renunciado al placer de la fantasía inconsciente, es decir, a la mendacidad inconsciente» (Problemas y métodos del psicoanálisis, pág. 70). Después Bion (1970), que tantas veces parece seguir la ruta de Ferenczi aunque nunca lo advierta, tomará el mismo problema en Attention and interpretation, cap. 11. Cuando hablamos del punto de irreversibilidad al final del capítulo anterior vimos que Rickman toma como un indicador importante el fin de semana, en cuanto mide la forma en que el analizado enfrenta la angustia de separación. Recordemos que Rickman atiende no sólo al comportamiento del analizado en el trance de la separación sino también a las fantasías que tiene sobre el otro, el analista.

Las ideas de Rickman fueron después retomadas por otros autores, sobre todo en Londres y Buenos Aires, para subrayar la importancia de la angustia de separación en la marcha y el destino del proceso psicoanalítico. Vimos en su momento, por ejemplo, que Meltzer edifica en buena medida toda su teoría del proceso en las estrategias de que se vale el analizado para elaborar o eludir la angustia de separación. Hacia la misma época, Grinberg (1968) estudia la importancia de la angustia de separación en la génesis del acting out, lo mismo que Zac (1968). La separación del fin de semana —dice Zac— deja al analizado sin el continente de su ansiedad, lo que monta tanto como sentir que el analista le inocula la angustia y la locura, a lo que él responde con el acting out para restablecer el precario equilibrio anterior.

La mayoría si no todos los analistas son solidarios con lo que dijo Freud en aquel trabajo, breve y hermoso, titulado «La responsabilidad moral por el contenido de los sueños» (en 1925i), en cuanto los sueños son parte de nosotros mismos, somos de ellos siempre responsables. Para algunos autores, como Meltzer (1967), no sólo las ideas latentes del sueño son indicios importantes sino también el contenido manifiesto, ya que puede expresar plásticamente lo que Meltzer gusta llamar la geografía de la fantasía inconsciente.

Si, como nos pide Freud en su corto ensayo, podemos aceptar que los deseos censurables que aparecen en nuestros sueños nos pertenecen, es porque somos capaces de observar sin distorsiones nuestra realidad psíquica, y estaremos entonces más cerca de la terminación del análisis. Lo que dice Meltzer sigue en la misma dirección aunque es distinto ya que toma el contenido manifiesto. Si el soñante aparece representado por dis-

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tintos personajes todos los cuales son para él afines a sí mismo, quiere decir que ha logrado una integración de distintas facetas de la personalidad como para considerar que el análisis está ya muy avanzado. Yo sueño, por ejemplo, que voy con un niño de la mano y digo que es mi nieto o que tiene una característica mía infantil, algo que yo tuve de niño, algo que yo siento directamente que me representa, puede suponerse que esa parte mía infantil está incorporada a mi self; si yo dijera, en cambio, que es un niño desconocido o que se me escapa de la mano habría que pensar que no lo está.

Como vimos al hablar de los estilos en el capítulo 34, Liberman ha elaborado toda una teoría de los indicadores lingüísticos. Postula un yo idealmente plástico como un logro básico del tratamiento psicoanalítico, yo que ha podido incorporar las cualidades o funciones que le faltaban y morigerar las que tenía en exceso. Hay estilos complementarios y, en la medida que podamos utilizarlos contrapuntísticamente, más cerca estaremos de la salud, esto es de la terminación del análisis.

Liberman expuso algunas de estas ideas en su comunicación al primer simposio de la Asociación de Buenos Aires, «Análisis terminable e interminable» cuarenta años después, realizado en 1978. Así como Melanie Klein observó que cuando un niño progresa en el análisis aparecen nuevas maneras de jugar, del mismo modo pueden apreciarse los cambios del adulto a través de su comportamiento lingüístico. «Esto lo observamos cada vez que nuestros pacientes incrementan su capacidad y desempeño lingüístico (véase Chomsky, N., 1965) en los momentos de insight, que surgen como epifenómeno de todo un proceso de elaboración que ocurre dentro y fuera de la sesión1.

Un indicador que puede ser particularmente sensible y que en principio se ofrece espontáneamente es el componente musical del lenguaje, del que se ocupó penetrantemente Fernando E. Guiard (1977). Las referencias a la entonación y al ritmo pueden señalar cambios significativos, que hablan de una línea melódica profunda en la interacción comunicativa. A través de este tipo de indicadores pueden apreciarse, como nos enseña Guiard, una gama de sentimientos que no sólo sirven de indicadores de la terminación sino que apuntan también a las posibilidades sublimatorias del sujeto y a su adecuada captación de los sentimientos del analista.

Sin perjuicio de que pueda haber otros que yo omití u olvidé, deseo señalar que los indicadores aquí expuestos son útiles y confiables si se los sabe valorar adecuadamente. Uno seguramente no basta; pero, cuando aparecen varios, cuando surgen espontáneamente y en distintos contextos, podemos pensar con seguridad que estamos en la buena senda, Deseo remarcar una vez más que los indicadores valen si y sólo si se los recoge del material espontánea e indirectamente, jamás sí se introducen subliminalmente en el analizado como una ideología del analista. Recuerdo cuando comencé mi análisis didáctico en Buenos Aires al terminar la década del cuarenta y el Análisis del carácter era muy valorado. La idea de primacía genital operaba para nosotros candidatos como una exigencia superyoica, que realmente poco o nada tenía que ver con el ejercicio de la sexualidad. Así, un indicador preciso y precioso como este, se desnaturalizaba por completo.

3. El proceso posanalítico

Muchos autores se han preocupado por el proceso posanalítico pero ninguno, tal vez, con tanto rigor como Fernando E. Guiard (1979), a quien seguiremos en nuestra exposición.

No basta incluir el autoanálisis en el posanálisis: debemos «interesarnos por el destino posterior de nuestros analizados y tratar de compartir con nuestros colegas, cuando sea posible, los datos obtenidos» —propone Guiard (pág. 173) —.

Para obtener datos del posanálisis contamos con tres posibilidades: las espontáneas, cuando el ex analizado nos escribe o nos visita; las accidentales, cuando nos enteramos de algo sobre el ex analizado por casualidad y las programadas, que el analista propone

1 «¿Qué es lo que subsiste y lo que no de "Análisis terminable e interminable"» (1978a).

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con finalidades de follow up.

En los últimos años se advierte una tendencia creciente a darle una importancia real al período posanalítico. Leo Rangell (1966) sostiene que debe considerárselo una etapa más del proceso psicoanalítico, es decir, incluirlo y considerarlo parte de la cura. Guiard va más allá y cree que debe dársele plena autonomía, considerándolo como un acontecimiento nuevo y distinto, al que propone llamar proceso posanalítico, lo que a primera vista me parece una ruptura demasiado grande. Guiard piensa que se trata de un proceso de duelo, de cuyo desenlace dependerá el futuro del análisis realizado y afirma que «no es sólo una continuación del proceso analítico, sino que es un nuevo proceso puesto en marcha por la ausencia perceptual del analista» (1979, pág. 195).

Siguiendo los lineamientos generales de la teoría de la regresión terapéutica, Rangell sostiene que el posanálisis es la cura de la neurosis de trasferencia y lo compara con el posoperatorio quirúrgico en que el operado se tiene que recuperar de la enfermedad originaria no menos que de la enfermedad quirúrgica misma. Guiard comparte este criterio cuando dice que el proceso posanalítico es como una convalecencia de la neurosis de trasferencia, esa zona intermedia entre la enfermedad y la vida, como decía Freud (1914g); y, al mismo tiempo, de una nueva enfermedad ocasionada por la separación que hay que enfrentar en soledad. Quien no admite como yo la teoría de la regresión en el setting, tampoco verá al posanálisis como enfermedad iatrógena y convalecencia del proceso sino como la etapa natural y dolorosa en que culmina el análisis. La idea de convalecencia de Guiard, dicho sea de paso, no apoya su propuesta de considerar al posanálisis como un proceso nuevo y distinto.

La evolución del proceso posanalítico cursa para Guiard en tres etapas, la etapa inicial en que se echa de menos al analista y se anhela su retorno, otra etapa de elaboración en la cual el ex analizado lucha por su autonomía y acepta la soledad y la etapa del desenlace en que se alcanza la autonomía y la imago del analista se vuelve más abstracta (ibid., pág. 197).

De acuerdo con esta perspectiva, Guiard recomienda ser cauto y saber esperar durante el lapso en que trascurre el proceso posanalítico, y sólo interrumpirlo con un nuevo análisis si se está seguro de que no va a desarrollarse convenientemente.

4. El follow up

Si pretendemos estudiar el proceso posanalítico y también evaluar los resultados de un análisis, entonces tenemos que decidirnos por establecer con el analizado antes de darlo de alta algún tipo de contacto futuro. En general, el método más lógico es el de entrevistas periódicas.

Personalmente soy partidario de establecer en la mejor forma posible un acuerdo para hacer el seguimiento (follow up), pero esto no es sencillo. Por de pronto, depende completamente del paciente, ya que exigirle que comparezca seria no dar por terminado el análisis, mantener el vínculo. Además, en cuanto no podemos utilizar los instrumentos analíticos de observación, las entrevistas de seguimiento no son muy convincentes, muy confiables.

Yo les propongo a mis pacientes que vengan a los tres y a los seis meses y después una o dos veces por año y por un tiempo variable. Algunos cumplen con el programa propuesto y otros no. No hay que perder de vista que uno es importante durante el análisis porque hay un proceso de concentración de la trasferencia (o de neurosis de trasferencia) que por una parte se resuelve y lo que resta irremediablemente se pierde. El analista queda por fin como una persona que ocupa su lugar, un lugar importante en el recuerdo pero ya no en la vida del paciente. El destino de un buen analista es la nostalgia, la ausencia y a la larga el olvido.

En las entrevistas posanalíticas, sean espontáneas o acordadas, adopto una actitud

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afectuosa y convencional, sentado frente a frente con mi ex analizado y sólo ocasionalmente interpreto. Coincido con Rangell que si la interpretación es necesaria y esperada, el ex analizado la recibirá bien.

Dejo librado al ex analizado la dirección de la entrevista y acepto que me pague o no según su deseo. Una ex paciente muy seria y responsable que se ajustó estrictamente al programa de las entrevistas que habíamos convenido nunca me pagó. En un caso, sin embargo, me consultó angustiada porque iba a ser abuela. Se dio cuenta ella misma de que el acontecimiento le había reactivado el conflicto con la madre, me pagó y se fue tranquila, no sin decir que le había cobrado muy barato. (Durante su tratamiento siempre decía lo contrario.).

Volvió después a la última entrevista que habíamos programado y se despidió con mucho afecto y sincera gratitud. Poco después la vi en un negocio y fue grande la alegría que sentí. Creo que a ella le pasó lo mismo. Abandonada en parte la reserva analítica le pedí que me llamara para vernos de nuevo. Prometió hacerlo pero no lo hizo, aunque esto no sé si adjudicarlo a su condición de ex analizada o simplemente de porteña.

Algunos analistas aceptan que un ex analizado, sobre todo si es colega, los consulte ocasionalmente para ser ayudado a resolver algún problema de su autoanálisis. Un pedido así puede complacerse circunstancialmente pero nunca en forma sistemática porque sería una forma encubierta de seguir o reiniciar el análisis.

La experiencia de la terminación debe ser concreta y poco ambigua, dejando al analizado la libertad de volver si lo desea, más allá de las entrevistas programadas de seguimiento. Freud decía que el vínculo afectivo de intimidad que deja el análisis es muy valedero y es lógico que un ex analizado quiera hablar con el que fue su analista frente a una deter-minada emergencia.

Toda alta analítica es a prueba, lo cual no quiere decir que se la da livianamente, sino que el analista puede haberse equivocado o el paciente tener problemas que lo hagan ir para atrás. No podemos comparar el alta analítica con la que da el cirujano después de una apendicectomia, seguro de que su paciente no va a volver a tener apendicitis, ¡ni aunque tenga un divertículo de Meckel! Como uno nunca sabe si el ex paciente va a necesitar analizarse de nuevo, es lógico mantener una cierta reserva; pero estas precauciones variarán con los años y con lo que cada ex analizado prefiera. Tendremos siempre derecho a preservar nuestra intimidad, pero no a imponer nuestra idea de la distancia a los otros.

No soy partidario en principio de cambiar la relación analítica por una relación amistosa, lo que a mi juicio tiene inconvenientes. Comprendo que puede haber una tendencia natural a que así sea y que alguna vez, en el curso del tiempo, pueda irse desarrollando en forma espontánea una amistad, pero no creo que todos mis pacientes tengan que terminar siendo mis amigos. Podría ser que esa amistad sea un remanente de la trasferencia y, aunque no lo fuera, deja al paciente desguarnecido, en cuanto ya no tiene más analista si quisiera volver a analizarse.

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