Ciudadanía y libertad de expresión: una visión desde el...

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Prepared for delivery at the 2001 meeting of the Latin American Studies Association, Washington DC, September 6-8, 2001 Ciudadanía y libertad de expresión: una visión desde el liberalismo Pablo da Silveira Universidad Católica del Uruguay 1) Qué significa ser liberal Creo que los liberales comparten, en primer lugar, un mismo diagnóstico acerca del tipo de contexto en el que nos toca actuar. Ese diagnóstico consiste en afirmar que, más allá de las variantes propias de cada sociedad, de manera general estamos enfrentados a tres datos fundamentales. El primero consiste en la inevitabilidad de la coexistencia social. Los hombres estamos hechos para vivir en sociedad, o al menos eso es lo que preferimos de manera abrumadora. Para los liberales de hace dos siglos, el argumento clásico en favor de esta idea era nuestra reticencia a perder ciertos niveles de bienestar: la coexistencia social y su consecuencia inmediata, la división del trabajo, nos dan acceso a formas de vida que quedan fuera del alcance de quienes prefieran vivir en soledad. Hoy podemos agregar a este argumento tradicional el de la plena ocupación del planeta: prácticamente no quedan selvas vírgenes ni islas desiertas en las que podamos refugiarnos de manera duradera. Sea por una

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Prepared for delivery at the 2001 meeting of the Latin American Studies Association, Washington DC, September 6-8, 2001

Ciudadanía y libertad de expresión: una visión desde el liberalismo

Pablo da Silveira Universidad Católica del Uruguay

1) Qué significa ser liberal

Creo que los liberales comparten, en primer lugar, un mismo diagnóstico acerca del

tipo de contexto en el que nos toca actuar. Ese diagnóstico consiste en afirmar que, más allá

de las variantes propias de cada sociedad, de manera general estamos enfrentados a tres

datos fundamentales.

El primero consiste en la inevitabilidad de la coexistencia social. Los hombres

estamos hechos para vivir en sociedad, o al menos eso es lo que preferimos de manera

abrumadora. Para los liberales de hace dos siglos, el argumento clásico en favor de esta

idea era nuestra reticencia a perder ciertos niveles de bienestar: la coexistencia social y su

consecuencia inmediata, la división del trabajo, nos dan acceso a formas de vida que

quedan fuera del alcance de quienes prefieran vivir en soledad. Hoy podemos agregar a este

argumento tradicional el de la plena ocupación del planeta: prácticamente no quedan selvas

vírgenes ni islas desiertas en las que podamos refugiarnos de manera duradera. Sea por una

razón o por otra (o por ambas al mismo tiempo), no es realista buscar soluciones a los

problemas de la coexistencia social por la vía de abandonarla masivamente.

El segundo dato que caracteriza al contexto en el que debemos actuar es la

inseparabilidad entre la coexistencia social y la escasez moderada de recursos. Cualquiera

sea el grado de abundancia que hayamos alcanzado, los recursos disponibles nunca serán

suficientes para satisfacer todas las demandas que emergen de la sociedad. En este sentido

específico nuestros recursos son siempre escasos, lo que significa que algunas de nuestras

preferencias quedarán inevitablemente insatisfechas. Ahora bien, la coexistencia social

implica asimismo que esta escasez sea sólo moderada. Cuando la insuficiencia de recursos

se convierte en un asunto de vida o muerte, la coexistencia social se vuelve impracticable y

sólo queda espacio para la ley del más fuerte o para los actos de santidad.

El tercer componente del diagnóstico que comparten los liberales es lo que,

siguiendo a John Rawls, podemos llamar “el hecho del pluralismo”1. Este “hecho” consiste

en la radical diversidad de convicciones morales, metafísicas y religiosas por las que optan

los individuos. Para los liberales, esta diversidad no puede ser vista como arbitraria ni como

pasajera. No es arbitraria porque resulta de la búsqueda que todos realizamos acerca del

tipo de vida que vale la pena vivir. Y no es pasajera porque no es una diversidad que pueda

ser eliminada mediante la discusión. Más bien al contrario, la diversidad es ella misma un

resultado de la discusión libre de trabas. En la medida en que sigamos confrontando

1 Ver, por ejemplo, A Theory of Justice (Camdrige, Mass., Harvard University Press, 1971) §22, o Political Liberalism (Nueva York, Columbia University Press, 1993) 36ss, 58ss, 64ss, 133ss. Existen versiones castellanas de ambos libros, publicadas por Fondo de Cultura Económica (la primera en 1987 y la segunda en 1995).

opiniones, lo más probable es que los matices y diferencias aumenten en lugar de disminuir.

Dicho de otro modo: no hay ninguna expectativa de que las discrepancias se reduzcan en

ningún plazo manejable.

Una primera característica común a los liberales es que se ven a sí mismos viviendo

en este contexto de acción. Tal vez parezca que se trata de una coincidencia demasiado

general y poco discriminante, pero lo cierto es que permite establecer algunos límites

significativos. El diagnóstico compartido por los liberales no es unánimemente aceptado.

Por ejemplo, el carácter inevitable de la coexistencia social ha sido rechazado por los

ermitaños de todos los tiempos y por aquellos que proponen (aunque más no sea como

ideal) el retorno a formas autárquicas de vida comunitaria2. La escasez moderada de

recursos como dato inseparable de la coexistencia social no es aceptada por muchas formas

de pensamiento utópico para las que una transformación social suficientemente profunda

debería conducir al reinado de la abundancia3. Por último, la aceptación del hecho del

pluralismo separa a los liberales de aquellos que niegan la existencia de discrepancias

profundas en materia religiosa o moral, así como de aquellos (mucho más numerosos) que

creen que estas discrepancias son un dato irrelevante a la hora de establecer una base

justificatoria de las normas comunes4.

2 Encontramos un eco de esta actitud en las últimas frases del libro Tras la virtud, de Alasdair MacIntyre: “...en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro sin duda muy diferente, a San Benito”. (La edición original de After Virtue es de Duckworth y apareció en Londres en 1981. La traducción castellana es de Crítica y apareció en Barcelona en 1987). 3 La vertiente utópica del pensamiento marxista (y del propio Marx) es un ejemplo al respecto. 4 Los integrismos constituyen el caso extremo de esta actitud.

Por cierto, los liberales no afirman que, como una cuestión de hecho, estas

condiciones se verifiquen en todos los rincones del planeta. Lo que afirman es que, allí

donde se verifican, tiene sentido plantearse la opción en favor del liberalismo. Y también

sostienen que, como mínimo, estas condiciones están presentes en las sociedades en las que

ellos viven.

La segunda coincidencia que, me parece, distingue a los liberales es el tipo de

solución por el que optan para organizar la coexistencia social en este contexto específico.

Y esa solución consiste en la adhesión a un estado que: (a) se llama a proteger una serie de

derechos fundamentales que benefician incondicionalmente a todos los ciudadanos, y (b) se

mantiene neutro respecto a la cuestión del bien, es decir, respecto a las diferentes

concepciones de la vida buena que son preferidas por los individuos5.

El acuerdo en torno al punto (a) hace que los liberales rechacen el mayoritarismo, es

decir, la idea de que toda decisión mayoritaria, por el solo hecho de serlo, deba ser

considerada legítima. Para los liberales hay cosas que ninguna mayoría puede decidir, aun

cuando se trate de la mayoría de todos menos uno. Los límites a lo que puede decidir la

mayoría son establecidos utilizando el lenguaje de los derechos.

El acuerdo en torno al punto (b) hace que todos los liberales coincidan en ciertas

ideas troncales como el respeto a la libertad de conciencia o el rechazo a la educación

confesional compulsiva. Si el estado no debe pronunciarse a favor ni en contra de los

5 No soy nada original al definir al estado liberal en estos términos. Se trata de la definición estándar que, de manera explícita o implícita, es empleada por buena parte de los filósofos políticos contemporáneos.

diferentes programas de vida elegidos por los ciudadanos, tampoco debe premiar ni castigar

a quienes han hecho determinadas elecciones en lugar de otras. El liberalismo es así

incompatible con el apoyo al estado paternalista, es decir, a toda forma de organización

estatal que aspire a gobernar la vida de los individuos en función de un ideal perfeccionista.

De manera general, las discrepancias entre los liberales pueden ser vistas como un

resultado de las diferentes maneras es las que pueden ser entendido el estado liberal. Los

desacuerdos en torno al punto (a) llevan a los liberales a discrepar acerca del modo en que

deben justificarse los derechos, acerca del alcance que debe darse a esta noción y acerca del

catálogo de derechos que deben ser reconocidos como fundamentales. Los desacuerdos en

torno al punto (b) los llevan a discrepar en torno al modo en que puede justificarse el estado

liberal y sus prácticas específicas.

2) Por qué la libertad de expresión es importante para los liberales

Históricamente, los liberales han sido los principales defensores de la libertad de

prensa. Los argumentos que han avanzado en su favor son múltiples, pero aquí voy a

limitarme a mencionar tres.

i) Publicidad como garantía. Este argumento empieza por recordar una vieja

verdad: los ciudadanos sólo tendrán razones para reconocer la legitimidad de las

autoridades políticas si tienen una efectiva capacidad de controlarlas. Pero esta condición

sólo se cumplirá en el caso de que se asegure la libre circulación de información y de

opiniones, ya que este es el mejor antídoto contra la arbitrariedad, el nepotismo y los

abusos de poder. La legitimidad por consentimiento es pues incompatible con la política de

secreto. La libre circulación de información y de ideas es el perro guardián de una

ciudadanía que exige limpieza de procedimientos como contrapartida de su lealtad. Por lo

tanto, en la medida en que los ciudadanos tengan razones para preferir un gobierno basado

en el libre consentimiento, también tendrán razones para preferir la mayor libertad de

información y de opinión que sea compatible con el funcionamiento de las instituciones.

Este punto de vista fue defendido, entre otros, por Immanuel Kant en un célebre texto

llamado La Paz Perpetua (KANT 1795).

ii) Insumos para la representación. El segundo argumento nos recuerda que el libre

consentimiento no alcanza para que las instituciones de la democracia representativa

puedan funcionar. Si el poder de decisión va a residir en última instancia en los ciudadanos,

además hace falta que el vínculo entre representantes y representados opere eficazmente.

Esto supone al menos dos cosas. Primero hace falta que los representados cuenten con un

grado razonable de información, de manera que puedan entender la naturaleza de los

problemas en cuestión y el significado de las soluciones propuestas por los representantes.

Luego hace falta que los representantes conozcan la opinión de los representados, para lo

cual es necesario que éstos puedan expresar abiertamente sus ideas sobre los temas en

discusión.

La libre circulación de información y de opiniones no juega, pues, un simple rol de

control sobre las autoridades, sino que es además un insumo para el buen funcionamiento

de las instituciones representativas. Este punto de vista fue defendido en términos clásicos

por el estadounidense Alexander Meiklejohn (MEIKLEJOHN 1960).

iii) Los efectos enriquecedores de la discusión pública. Este tercer argumento va

más lejos que los dos anteriores. La libre circulación de información y de opiniones no es

sólo una condición para que sea posible un régimen basado en el libre consentimiento ni

para que las instituciones representativas funcionen adecuadamente, sino que es una

condición para que la ciudadanía pueda tomar decisiones inteligentes.

Los hombres, en efecto, somos falibles y podemos equivocarnos tanto cuando

decidimos individualmente como cuando lo hacemos en forma colectiva. Si la decisión de

la mayoría es una simple yuxtaposición de decisiones individuales aisladas, el riesgo de

error no es menor que si dejáramos la decisión en manos de un único individuo elegido al

azar. Lo que justifica nuestra confianza en la mayoría no es, pues, la magia de los grandes

números, sino el hecho de que la mayoría decida luego de una amplia discusión pública en

la que se escuchen todas las voces y se consideren todos los puntos de vista.

Este argumento general se divide en dos sub-argumentos.

El primero es que, si bien nunca podemos estar seguros de que la idea que

defendemos es verdadera, la mayor muestra de solidez que podemos exhibir en su favor

consiste en someterla a una discusión en la que todo el mundo tenga una oportunidad de

refutarla. Si nuestras ideas satisfacen este test, han alcanzado el mayor grado de

confiabilidad al que podemos aspirar6.

El otro sub-argumento tiene que ver con la capacidad movilizadora de la discusión

pública. Imaginen dos procesos de decisión alternativos: en el primero solamente interviene

un pequeño número de personas (digamos, los más próximos al príncipe) sin que el resto de

la población tenga noticia de lo que se está discutiendo. En el segundo, la información

sobre lo que se está en discusión es pública y todo el mundo puede realizar sus críticas y

sugerencias. La diferencia esencial entre estos dos procesos de decisión es que el segundo

puede beneficiarse del aporte de personas que jamás participarían en el primero. Y estas

personas no sólo pueden señalar carencias o fallas en las ideas disponibles, sino que pueden

agregar puntos de vista que de lo contrario quedarían fuera de consideración. La discusión

pública tiene, por lo tanto, la capacidad de movilizar recursos intelectuales que quedarían

ociosos si optáramos por el modelo de la política principesca. Esto no sólo aumenta la

probabilidad de tomar decisiones con mayor grado de legitimidad, sino también la

probabilidad de tomar decisiones más inteligentes7.

3) Libertad de expresión, libertad de prensa y concentración de la propiedad

de los medios

6 John Stuart Mill defendía este punto de vista en On Liberty , ya citado. Ver también GREENAWALT 1989, ANDERSON 1991 y VERNON 1996. 7 Como afirmaba Meiklejohn, que también defendía este argumento, “lo esencial no es que cada uno deba hablar, sino que todo lo importante sea dicho” (MEIKLEJOHN 1960: 26).

En las últimas décadas hemos asistido a una serie de cambios que hacen que ya no

debamos ver al poder político como la única fuente de amenazas contra nuestra libertad de

expresión. No sólo el Estado es suficientemente poderoso como para impedirnos dar a

conocer nuestras opiniones y nuestras ideas. También lo son algunos particulares como, por

ejemplo, los propietarios de los grandes medios de comunicación masiva.

Por cierto, la posibilidad de que los demás individuos puedan coartar nuestra

libertad expresión es un peligro que ha existido desde siempre. La propia creación del

Estado puede entenderse parcialmente como una respuesta a este problema. Pero lo nuevo

es el peso que este fenómeno ha adquirido en el curso de los últimos decenios: muchos

individuos u organizaciones privadas han conseguido acumular un poder de influencia

sobre nuestras prácticas comunicativas sólo comparable al que tuvieron los peores

regímenes autoritarios. Este poder es superior en muchos casos al que pueden ejercer los

propios Estados. En este nuevo contexto, ya no es seguro que el ejercicio irrestricto de la

libertad de prensa vaya a operar siempre como una garantía de nuestra libertad de

expresión. Al menos bajo ciertas condiciones, puede convertirse en una amenaza.

Una de las causas de esta modificación es relativamente antigua y bien conocida. Se

trata del creciente peso adquirido por las formas de comunicación mediada frente a las

formas de comunicación directa. En toda sociedad mínimamente compleja, la vida política,

social y económica ha dejado de desarrollarse fundamentalmente en base al contacto

personal para pasar a procesarse a través de medios masivos. Por supuesto, el contacto

directo sigue siendo importante y en muchos casos insustituible. Pero el vínculo entre

representantes y representados, entre quienes deben tomar las decisiones (o se postulan para

hacerlo) y quienes los apoyan, entre quienes venden productos o servicios y quienes los

compran, se vehiculiza cada vez más a través de medios que sustituyen al contacto

personal. Algo similar puede decirse a propósito de la información: en una sociedad

democrática mínimamente compleja, la mayor parte de los datos que manejamos nos llegan

a través de los medios masivos y no gracias al contacto directo con nuestros amigos,

familiares o vecinos.

Este traslado desde la comunicación directa hacia la comunicación mediada es

menos reciente de lo que solemos suponer. De hecho, se viene produciendo a gran escala

desde hace al menos dos siglos. Pero, si bien es cierto que la tendencia a la mediatización

de las comunicaciones no es demasiado nueva, en los últimos años hemos asistido a un

segundo acontecimiento que modifica su significación: se trata de la tendencia a la

concentración de la propiedad de los grandes medios. Este fenómeno se produce al menos

de dos maneras. Por una parte, los medios independientes tienen cada vez más dificultades

para competir con las grandes empresas de la información y del entretenimiento.

Situaciones como la de un Silvio Berlusconi monopolizando la TV privada italiana son un

caso extremo pero no demasiado diferente de lo que ocurre un poco por todas partes8. Por

otro lado, los medios de alcance local (limitados a una ciudad, a una provincia o a una

8 A principios de los años ochenta, un autor estadounidense describía de este modo la situación de los medios en su país: “veinte corporaciones controlan más de la mitad de los 61 millones de diarios que se venden cada día; veinte corporaciones controlan más de la mitad de los ingresos de las 11.000 revistas que existen en el país; tres corporaciones controlan la mayor parte de las utilidades y de la audiencia televisiva; diez corporaciones lo hacen respecto de la radio; once corporaciones respecto a la venta de libros de toda clase; cuatro corporaciones respecto a la producción cinematográfica”. En conjunto, esto implica que el grueso del inmenso negocio de los medios en Estados Unidos es controlado por no más de cincuenta grandes conglomerados (BAGDIKIAN 1983: xv).

región) tienen cada vez más dificultades para competir con los medios de distribución

nacional o internacional.

Esta tendencia a la concentración de la propiedad puede entenderse sin necesidad de

apelar a interpretaciones conspirativas. Simplemente ocurre que la evolución tecnológica y

la globalización de la economía dejan poco espacio para las iniciativas más o menos

artesanales. Hace ya algunos años, el peruano Alejandro Miró Quesada — un periodista que

llegó a ser presidente de la Sociedad Interamericana de la Prensa— enumeró las inmensas

dificultades que supone editar un diario. Se trata, dice Miró, de producir todos los días el

equivalente a un libro de 100 a 400 páginas (según el tamaño del periódico), coordinando la

intervención de cientos de autores, haciendo uso de tecnologías muy avanzadas que

requieren personal altamente calificado, estando constantemente sometidos a la presión del

reloj y sufriendo la permanente amenaza de cambios de último momento. Para peor, el

producto pierde todo su valor a las ocho horas de salir al mercado y no puede almacenarse

para ser revendido en otro momento (MIRO 1985: 156).

Estas dificultades organizativas y tecnológicas ya son suficientemente serias, pero

están lejos de ser las únicas. A ellas se suma la tendencia de los avisadores a preferir los

medios de más amplia difusión. Como explica una analista estadounidense a propósito de la

prensa escrita, “el diario de mayor circulación en un mercado puede ofrecer a los

avisadores el precio más bajo por hogar al que se llega. Este menor precio por hogar atrae

más avisadores, lo que beneficia al diario de mayor circulación. Por esta vía éste podrá

fortalecer todavía más su posición, en lo que puede ser visto como una manifestación del

síndrome del rico que se vuelve cada vez más rico. El resultado frecuente es que el diario

de menor circulación termina por quedar fuera del mercado” (LICHTENBERG 1990: 5). Todo

esto explica por qué un diario local o independiente (o, cambiando lo que haya que

cambiar, una emisora de radio o TV) no puede competir con una gran empresa de

implantación nacional o internacional que explota distintos medios a la vez.

Creo que estos hechos difícilmente puedan ser negados. Los medios masivos siguen

siendo un formidable instrumento de comunicación, pero se han convertido también en

poderosas industrias que acumulan un gran poder de decisión y de influencia.

4) ¿Qué ejercicio de la libertad de expresión?

Para que las instituciones políticas consigan funcionar en el largo plazo no alcanza

con que el gobierno respete la libertad de prensa. Además debe existir una multiplicidad de

voces que consigan hacerse oír con nitidez en un espacio público cada vez más poblado de

mensajes. La función de las instituciones democráticas no consiste simplemente en

centralizar y satisfacer los deseos de los ciudadanos. Consiste también — y tal vez

principalmente— en modificar y organizar esos deseos en base a la discusión pública. Sólo

una ciudadanía que sea capaz de cambiar de opinión a la luz de nuevos datos o de nuevos

argumentos podrá tomar las decisiones que le permitirán vivir democráticamente a lo largo

de un período relativamente extenso. Ahora bien, para que esto ocurra no sólo es necesario

que cada uno pueda expresarse libremente, sino también que la mayoría consiga escuchar

efectivamente una gran diversidad de puntos de vista sobre cada asunto que se someta a

debate (SUNSTEIN 1993: 21ss).

Este ha sido uno de los argumentos más tradicionales que se han esgrimido en favor

de la tolerancia del Estado: para que la sociedad pueda enriquecerse con la discusión

pública, es necesario que el poder político se abstenga de suprimir o de desalentar las

opiniones disidentes9. Sin embargo,en el mundo contemporáneo no alcanza con respetar a

quienes piensan diferente. “En una sociedad moderna, compleja y tecnologizada, el acceso

a los medios masivos es una condición necesaria para que una voz pueda contribuir al

debate político nacional”. Esto explica por qué “algunas voces cruciales pueden fracasar en

el intento de hacerse oír sin que haya sido necesario silenciarlas” (FISHKIN 1991: 33).

Dicho de modo más contundente, en las sociedades democráticas contemporáneas el

acceso a los medios de comunicación “es el equivalente práctico del derecho a hablar”

(SUNSTEIN 1993: 58). En consecuencia, tales sociedades no deben limitarse a respetar el

tradicional “principio de no interferencia” — es decir, el principio que niega al Estado el

derecho a ejercer la censura sobre sus oponentes— sino que deben agregar un “principio de

la multiplicidad de voces”. Este último reconoce al Estado el derecho de intervenir sobre el

flujo de las comunicaciones con el fin de asegurar la presencia de una efectiva diversidad

de puntos de vista en el debate entre ciudadanos (LICHTENBERG 1990: 107).

9 Dos obras clásicas en este sentido son el Tratado teológico-político de Baruch de Spinoza y la célebre Carta sobre la Tolerancia de John Locke.

Ahora bien, supongamos que todos estemos de acuerdo en que el ejercicio de la

libertad de expresión depende cada vez más de la posibilidad de acceder a los medios de

comunicación masiva. Y supongamos que también coincidimos en que la posibilidad de

acceder a estos medios está muy desigualmente repartida entre los miembros de la

sociedad. Aun en ese caso queda por saber qué tipo de medidas vamos a adoptar para evitar

una reducción radical del número de voces. Y el problema es que aquí hay mucho para

discutir, hasta el punto de que autores que coinciden en este diagnóstico discrepan

fuertemente a la hora de identificar las posibles salidas: mientras las soluciones propuestas

por unos son vistas por lo otros como un remedio peor que la enfermedad, las soluciones

defendidas por estos últimos son percibidas por los primeros como insuficientes y

fragmentarias. ¿Es posible avanzar por este difícil camino?

En esta sección voy a discutir cinco estrategias que podrían asegurar una efectiva

multiplicidad de voces en el seno de una sociedad democrática. Cinco estrategias que han

sido propuestas por diversos autores y que han sido más o menos ensayadas en diferentes

partes del mundo. El propósito de la discusión es intentar determinar en cada caso cuáles

son sus luces y sus sombras, de modo de poder decidir si tenemos razones para preferir

alguna de ellas o si más bien debemos rechazarlas a todas.

i) Intervención estatal sin restricción de derechos de propiedad

La primera estrategia apuesta a definir formas de intervención pública que no

afecten los derechos de propiedad de aquellos que son legítimos titulares de los medios. La

estructura de propiedad no se pone en duda ni se discute el derecho de cada ciudadano a

hacer un libre uso de aquello que posee, pero se intenta crear un sistema de sanciones e

incentivos que refuercen la voz de quienes tienen más dificultades para hacerse oír10.

Un ejemplo bien conocido de este tipo de práctica consiste en generar recursos

públicos para subvencionar la diversidad. Es posible, por ejemplo, crear un impuesto a ser

pagado por quienes contratan publicidad en los medios de comunicación, con el fin de

recaudar fondos para subsidiar emisiones que no tengan suficiente atractivo comercial o

para otorgar créditos a medios poco poderosos11. Como beneficio indirecto, una medida de

este tipo tiende a disminuir la capacidad de presión de los avisadores sobre los medios.

Una segunda posibilidad consiste en que el propio Estado sea propietario de algunos

medios con el fin de asegurar espacios de diversidad. El Estado no se inmiscuye en la

actividad de los medios privados ni procura condicionarlos. Simplemente crea sus propias

cadenas de televisón y sus emisoras de radio, en las que difunde una programación diversa

y plural. Por esta vía se generan oportunidades alternativas a las que ofrecen los grandes

medios privados sin afectar los derechos de sus propietarios. Este es un recurso utilizado en

un buen número de países desarrollados y democráticos. En Canadá, por ejemplo, existen

cadenas de televisión oficiales con un nítido sesgo multicultural.

10 Esto no supone asumir que la restricción del ejercicio de los derechos de propiedad sea siempre ilegítima. Las leyes antimonopólicas, por ejemplo, introducen este tipo de limitación de un modo perfectamente lícito. Esto se debe a que su objetivo no es coartar la libertad de los agentes económicos sino justamente protegerla: se trata de generar aquellas condiciones mínimas que aseguran a todos los miembros de la sociedad la posibilidad de jugar limpiamente el juego de la oferta y la demanda.

Las medidas de este tipo han sido ampliamente experimentadas y son relativamente

fáciles de aplicar. Tienen además la ventaja de ser perfectamente compatibles con las

prioridades de una sociedad que ha hecho una opción en favor de la economía de

mercado12. Como dice uno de sus defensores, estas estrategias “no desplazan enteramente

al mercado. Dejan un amplio espacio para la elección individual. Pero aumentan el precio

de los bienes socialmente indeseables y bajan el precio de los bienes socialmente deseables,

y de este modo pueden operar como mecanismos eficientes y eficaces para alcanzar

importantes objetivos públicos” (SUNSTEIN 1993: 83). No obstante, hay que reconocer que

los resultados de este tipo de estrategia están lejos de ser aproblemáticos.

Los subsidios a las propuestas comunicacionales de escasa viabilidad comercial

pueden ser un instrumento útil para favorecer la diversidad. Esto es especialmente

importante en el caso de las minorías culturales ya que, como se ha observado

repetidamente, la función de los medios de comunicación no consiste solamente en

informarnos acerca del mundo, sino también en contribuir a darle un sentido (SAAVEDRA

1987: 36). Sin embargo, la experiencia enseña que el efecto más probable de este tipo de

subsidio no es el fortalecimiento de las minorías culturales, sino su transformación en

“becas” que aseguran la vida de medios poco profesionales a los que nadie presta

demasiada atención. De este modo, lejos de favorecer los bienes socialmente deseables de

los que habla Sunstein, estos subsidios pueden convertirse en un premio a lo que no hay

que hacer.

11 Esta idea fue propuesta a principios de los años sesenta por el economista Nicholas Kaldor a la Comisión Real Británica de la Prensa. Más recientemente ha sido defendida en términos teóricos por el estadounidense Cass Sunstein (ver SUNSTEIN 1993: 86). 12 Para una discusión más detallada de los problemas normativos que plantean las políticas de subvención ver DA SILVEIRA 1995e.

En cuanto a la propiedad estatal de los medios, esta es una apuesta que a veces da

resultado y a veces no. Francia o Alemania son un ejemplo de lo primero y Uruguay, junto

a otros países de América Latina, es un ejemplo de lo segundo. Sin embargo, aun en los

casos en que los medios públicos alcanzan altos niveles de calidad y buenos índices de

audiencia, en general lo hacen con grados de eficiencia mucho menores que los que se

alcanzan en el sector privado. Los resultados que se obtienen son buenos, pero la cantidad

de dinero que se gasta es comparativamente elevada y esta es una carga que recae sobre los

hombros de los constribuyentes.

Estas observaciones no significan que estas modalidades de intervención estatal

sean desdeñables. Al menos en ciertos casos pueden asegurar efectivamente la diversidad

de voces, tal como ocurre en casi todas las sociedades democráticas durante los períodos

previos a las elecciones: distribuir fondos públicos entre los diferentes candidatos y

asegurar a cada uno un tiempo mínimo de exposición en los medios oficiales son medidas

que favorecen la igualdad de oportunidades en materia electoral. Pero si este tipo de recurso

puede tener impactos positivos en ciertos contextos específicos, nada asegura que también

los tengan cuando se trata del funcionamiento de los medios en tiempos de normalidad. Los

hechos no han demostrado que la intervención estatal consiga asegurar en el largo plazo

una efectiva multiplicidad de voces. El efecto más probable de una política de subvenciones

o de una cuotificación del tiempo de emisión en los canales y radios oficiales no es la

promoción de las minorías, sino el enquistamiento profesional de algunos pequeños grupos

que se servirán de su condición de minoritarios para obtener beneficios particulares.

ii) Intervención estatal con restricción de los derechos de propiedad

Un segundo tipo de medida consiste en aprobar ciertas formas de intervención

estatal que obliguen a los propietarios de los medios a actuar de cierta manera, es decir, que

limiten su derecho a disponer libremente de su propiedad.

Esta es una propuesta que ha sido reeditada por la profesora de la Universidad de

Maryland Judith Lichtenberg, a partir de la discusión de un problema que conmovió a los

estadounidenses hacia fines de los años ochenta: la eliminación de la “doctrina de la

imparcialidad” (fairness doctrine), que había regido durante décadas la vida de los medios

electrónicos.

La “doctrina de la imparcialidad” era una política aplicada por la FCC (Federal

Communications Commision) para otorgar frecuencias de emisión de radio o TV. Quienes

quisieran obtener una licencia de explotación de este tipo debían aceptar dos condiciones de

base: dedicar una proporción significativa de su programación a tratar problemas de interés

público y dar acceso a los representantes de los principales puntos de vista cada vez que se

tratara un tema de este tipo. Esta norma empezó a a aplicarse en los años 30 y estuvo

vigente hasta 1987, cuando, en medio de una tormenta política, fue declarada incompatible

con la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense. Tal decisión fue una de las

principales victorias de Ronald Reagan, quien se sirvió de sus potestades constitucionales

para modificar la integración de la FCC.

Lichtenberg no se cuenta entre quienes aplaudieron la victoria de la administración

Reagan. Bien al contrario, su sugerencia no sólo consiste en volver a aplicar la doctrina de

la imparcialidad, sino en generalizarla a todos los medios de comunicación. Su principal

argumento es que en una sociedad compleja sólo tienen reales posibilidades de ser

escuchados quienes tienen acceso a los principales medios de difusión. No hay ninguna

comparación entre quien hace declaraciones a un pequeño diario de Arkansas y quien lo

hace al New York Times o al Washington Post. De hecho, en un país como Estados Unidos

puede decirse que el Times, el Post y otros tres o cuatro grandes medios de prensa son el

espacio público Por lo tanto, la única manera de asegurar la multiplicidad de voces consiste

en asegurar un acceso efectivo a estos medios al mayor número posible de interlocutores

(LICHTENBERG 1990: 122-23).

¿Es legítimo y eficaz este tipo de intervención? La respuesta acerca de si es legítimo

depende del modo en que entendamos los derechos de propiedad. Si aceptamos la idea de

que los derechos son prepolíticos y que un gobierno debe respetar esos derechos para ser

legítimo, esta estrategia debe ser vista como inaceptable. Los individuos, en efecto, tienen

pleno derecho a disfrutar de aquello de lo que se han apropiado antes que nadie o de

aquello que han producido con su propio esfuerzo. Ahora bien, alguien que construye un

imperio televisivo o editorial satisface esta condición, de manera que el Estado tiene que

reconocer su derecho a usarlo como buenamente quiera, así como a legarlo a sus

descendientes. Dicho brevemente: reconocer que alguien tiene un legítimo derecho de

propiedad sobre un medio de comunicación implica reconocer que tiene derecho a disponer

de él libremente (NARVESON 1994: 66ss).

Creo que esta manera de ver las cosas tiene una virtud importante: nos recuerda que

el hecho de que ciertos medios sean preferidos por una gran parte del público no es un

fenómeno natural, sino el resultado de un gran número de opciones hechas por hombres y

mujeres. Un medio exitoso es el producto de una serie de decisiones tomadas por sus

responsables y de una serie de elecciones realizadas por el público. No se ve bien — por

tanto— por qué el Estado deba obligar a unos y a otros a introducir una cuota de diversidad

que no forma parte de sus preferencias actuales. Este argumento me parece digno de

atención, pero el problema es que el modo en que es defendido resulta poco convincente.

Esto se debe a que la justificación naturalista no es una buena estrategia para defender

nuestros derechos.

La idea de los naturalistas es que es mío aquello de lo que he conseguido

apropiarme antes que nadie, aquello que he conseguido producir gracias a mi propio

esfuerzo o aquello que he obtenido como fruto de una libre transacción con su propietario

anterior. Lo que legitima la propiedad es el acto de apropiación original y lo que legitima

las transacciones es el acto voluntario de quien posee un título de propiedad sobre una

cosa13.

El problema, sin embargo, es que en el estado de naturaleza no hay propiedad sino

posesión. Probablemente haya en nosotros un impulso natural a apoderarnos de las cosas y

a intentar monopolizar su control, pero en el estado de naturaleza esto sólo se logra

mediante el uso de la fuerza: poseemos aquello que somos capaces de defender de la

rapacidad ajena. Ahora bien, la posesión no es un derecho sino una cuestión de hecho. Un

siglo de posesión no me da ningún argumento frente a alguien más fuerte que yo que está

dispuesto a desalojarme de mi pedazo de tierra. Lo único que puede detenerlo es la fuerza.

Y si efectivamente soy desalojado, al día siguiente estoy tan desposeído como aquel que

nunca tuvo nada.

Kant explicaba muy bien este punto diciendo que la apropiación es un acto

unilateral de un individuo que se apodera de algo, y el problema es que un acto unilateral

no puede generar obligaciones para los demás. Solo nos sentimos obligados frente a

aquellos acuerdos que todos reconocemos como legítimos. En el estado de naturaleza, dice

Kant, la tierra parece decirnos: “si no puedes defenderme, no puedes disponer de mí”

(KANT 1797: #265). La propiedad, en cambio, es una institución que sólo existe una vez que

se ha celebrado el contrato social. Si soy el legítimo propietario de un pedazo de tierra (y no

simplemente su poseedor) no preciso disponer de fuerza física para defenderlo. El Estado lo

hará por mí porque me reconoce derechos que no dependen de mi capacidad efectiva de

defender lo que tengo. Y estos derechos son respetados tanto por quienes poseen algo como

por aquellos que no poseen nada. Sólo cuando se da este reconocimiento de ambas partes

podemos hablar de un sistema de propiedad.

Creo que en esto precisamente reside la superioridad de la justificación política de

los derechos. De acuerdo a este punto de vista, los derechos en general (y el derecho de

propiedad en particular) son creaciones políticas. Existen en la medida en que existan

instituciones destinadas a protegerlos. Ahora bien, este punto de vista implica (a diferencia

13 Este es, en grueso, el corazón de la teoría de la propiedad de Robert Nozick.

de lo que ocurre en el caso de la justificación naturalista) que los derechos no son

absolutos: si la limitación de un derecho es necesaria para que el propio sistema de

derechos siga en pie, entonces es legítimo limitarlo. Dicho más específicamente en lo que

refiere a los medios de comunicación: si la existencia de una pluralidad de voces es

necesaria para asegurar en el largo plazo la estabilidad del orden político, y si el ejercicio

irrestricto de los derechos de propiedad sobre los medios de comunicación atenta contra

esta pluralidad de voces, entonces es legítimo restringir esos derechos para asegurar la

pluralidad (SUNSTEIN 1993: 37 y 44ss).

La pregunta acerca de la legitimidad de la estrategia consistente en limitar los

derechos de propiedad de quienes poseen medios de comunicación recibe, entonces, la

siguiente respuesta: si aceptamos la justificación naturalista de los derechos, entonces esta

estrategia es ilegítima; si aceptamos la justificación política, entonces la estrategia es

legítima. Y como tenemos razones para preferir la justificación política a la justificación

naturalista, entonces debemos concluir que algunas formas de limitación a los derechos de

propiedad sobre los medios pueden ser perfectamente aceptables. Nos queda, sin embargo,

una pregunta importante por resolver: aun en el caso de que sea legítimo limitar

parcialmente los derechos de propiedad sobre los medios, ¿es conveniente hacerlo? ¿hay

razones de eficiencia que pueden llevarnos a avanzar en esta dirección? Creo que la

respuesta a esta pregunta es más bien negativa. Si bien ciertas formas de restricción de los

derechos de propiedad sobre los medios pueden ser legitimadas desde el punto de vista

normativo, el análisis de las consecuencias probables de este tipo de acción debería

llevarnos a no embarcarnos demasiado frecuentemente en este tipo de iniciativa.

Permítanme mencionar algunas de las razones que me llevan a defender esta postura.

En primer lugar, imponer ciertos contenidos o ciertas formas de programación a los

medios implica debilitar lo que llamaré de manera general su “independencia editorial”, es

decir, su capacidad de decidir por sí mismos el tipo de producto que van a ofrecer al

público. Esto limita la libertad de elección de los individuos, pero además puede tener

efectos negativos sobre el conjunto del sistema. En efecto, si todos los medios empiezan a

parecerse en el modo en que abordan los problemas comunes, el público ya no encontrará

razones para identificarse con algunos más que con otros. Esto alterará las bases mismas de

la competencia y quitará incentivos a quienes trabajan en los medios para hacer mejor su

tarea. El resultado puede ser un deterioro general de la calidad de los medios, lo que

perjudicaría entre otras cosas el propio tratamiento de los temas públicos que se intentaba

proteger.

Una segunda razón para desechar este tipo de intervención es la alta probabilidad de

que termine operando como un dispositivo desalentador del debate público en lugar de

funcionar como un estímulo. Imaginen por un momento que soy el director de

programación de un medio. Si cada vez que trato un tema de interés público tengo que

aceptar una lista de invitados que prácticamente se me impone desde afuera, si no puedo

darle el sesgo que quiero e invitar a los interlocutores de mi preferencia, entonces trataré de

evitar toda discusión de temas públicos, volcándome exclusivamente hacia la música y el

entretenimiento. Por esta vía, lejos de favorecer la multiplicidad de voces, este tipo de

limitación de la libre disposición sobre los medios puede contribuir a eliminar toda

discusión sobre temas de alguna trascendencia.

Una tercera razón para desechar las intervenciones restrictivas de los derechos de

propiedad consiste en decir que las medidas de este tipo son innecesarias. En las sociedades

democráticas contemporáneas existe una tendencia muy fuerte a privilegiar aquellos medios

que ofrecen una mayor amplitud y objetividad en el tratamiento de la información. La

prensa de opinión política — aquella que se concebía como una prolongación de la

tribuna— ha desaparecido o se ha vuelto marginal. Como contrapartida, la prensa que

intenta informar con profesionalismo recibe el apoyo masivo de los lectores. El punto no es,

como dice Lichtenberg, que deba controlarse al Washington Post o al New York Times

porque constituyen el espacio público estadounidense. El punto es que esos diarios

constituyen el espacio público porque decidieron informar con amplitud y objetividad, y

porque esa decisión recibió el apoyo del público. Lo mejor que podemos hacer, pues, es

dejar que este proceso siga avanzando por sí solo.

Este conjunto de razones no implica que los derechos de propiedad sobre los medios

de comunicación nunca deban ser limitados. Hay algunos casos en los que esta medida

puede dar buenos frutos. Por ejemplo, en un país en el que no existan medios oficiales (o en

el que éstos tengan muy poco alcance) puede ser razonable que se obligue a los medios

privados a asegurar cierta equidad de acceso durante una campaña electoral. También

parece aceptable que — en ciertas ocasiones y sin dar lugar a abusos— el gobierno imponga

la transmisión simultánea en todos los medios de un mensaje a cargo de un alto

representante político. Pero lo que trato de desalentar aquí es la idea de que existe un

camino fácil que nos permita asegurar el buen tratamiento de los asuntos de interés común.

Construir un debate público de buena calidad es una tarea intrínsecamente compleja que

requiere la intervención y la buena disposición de la clase política, de los responsables de

los medios y del público en general. Se trata de un problema de cultura política en el

sentido más amplio del término. Suponer que alcanza con dictar algunas directivas desde lo

alto para solucionar todos los problemas no sólo es una ingenuidad, sino una ingenuidad

que puede tener consecuencias contraproducentes .

iii) Fortalecimiento de los derechos de los no propietarios

Una tercera estrategia que merece ser considerada puede resumirse así: aceptemos

que los medios tienen un inmenso poder y que constituyen una amenaza potencial para cada

uno de nosotros. Reconozcamos que tienen la capacidad de destruirnos o de fortalecernos

como figuras públicas, al tiempo que pueden arruinar nuestra vida privada o las de aquellos

que queremos. Y bien, en lugar de escandalizarnos ante esta perspectiva, démosle a los

ciudadanos corrientes las armas que les permitan contrarrestar este poder. Creemos los

instrumentos legales que nos den la posibilidad de defendernos ante quienes quieran

servirse de los medios para perjudicarnos, aun cuando no tengamos evidencias de que nadie

esté planeando una acción de este tipo en el futuro inmediato.

Ejemplos de este tipo de medida son las leyes contra la difamación que incluyen

como agravante el uso de medios de comunicación masiva y las leyes de prensa que

establecen el derecho de respuesta. Todas estas normas procuran proteger nuestro buen

nombre (uno de los bienes más preciados de todo individuo), por la vía de reconocer la

situación de desigualdad que se establece entre una gran empresa de comunicación y un

ciudadano corriente.

Las leyes de prensa son las únicas normas de este tipo especialmente diseñadas para

el caso de quienes hablan a través de los medios de comunicación. En general establecen el

derecho de respuesta, es decir, la obligación de hacer pública la respuesta de la persona

aludida en pie de igualdad con la opinión o la información que la genera. La aplicación de

este principio varía de un país a otro pero sigue pautas relativamente comunes. Si se trata

de la prensa escrita, se suele establecer que la respuesta debe aparecer en la misma página,

con los mismos caracteres, ocupando el mismo espacio y sin ningún añadido. Si se trata de

los medios electrónicos, la equidad se evalúa en segundos o en minutos de transmisión, así

como en función del horario en que se difunde.

Un punto menos claro es el de determinar qué es lo que da lugar a la respuesta. La

norma vigente en Uruguay es extremadamente amplia a este respecto, hasta el punto de que

alcanza con haber sido “aludido o mencionado” para poder reivindicar este derecho (Ley

15.672, artículo 7). El artículo 11 elimina algunos casos específicos (como el de la crítica

literaria) pero no dice nada sobre las alusiones políticas (por ejemplo, sobre las críticas a la

gestión de un jerarca). En otros países se trata de evitar esta amplitud, ya que se entiende

que un derecho de respuesta demasiado generalizado puede tener efectos no queridos: si

alcanza con una alusión para que una persona tenga derecho a ocupar un espacio

significativo en el medio de que se trate, esto puede tener el efecto de inhibir el debate

político. Por lo tanto, se suele restringir el derecho de respuesta a los casos de difamación o

injuria, así como a aquellas situaciones en las que se brinda una información inexacta.

No voy a entrar aquí en el detalle de esta discusión. Lo que me importa señalar es

que esta estrategia de fortalecimiento de los derechos de los no propietarios es

extremadamente importante para el buen funcionamiento de las instituciones democráticas.

No hace falta ser apocalíptico para admitir que los medios son potencialmente peligrosos,

de modo que oponerles fuertes contrapesos es una decisión perfectamente sensata. Los

responsables de los medios deben saber que no pueden decir cualquier cosa acerca de

cualquier individuo. Para esto es importante que existan normas claras y una justicia

expeditiva, es decir, una justicia que no se demore en establecer las responsabilidades y en

fijar las penas.

Por cierto, la legislación relativa al funcionamiento de los medios debe ser

extremadamente prudente, ya que todo exceso puede invertir la situación y dar lugar a una

actividad comunicacional temerosa y anodina. Pero, en la medida en que no se sobrepase

este límite, el fortalecimiento de los derechos de los no propietarios puede ser una

estrategia extremadamente eficaz, que además se inscribe en la mejor tradición de defensa

de las libertades: la primera función de las instituciones políticas es la de protegernos contra

los excesos de poder estatal o de cualquier otra forma de poder que tenga la capacidad de

incidir fuertemente sobre nuestras vidas.

Una última precisión antes de cerrar este tema.

El problema de decidir si debemos o no proteger los derechos de los no propietarios

es diferente al problema de decidir si es conveniente o no que exista una ley de prensa. Es

frecuente que la discusión se plantee en torno a este segundo punto. Algunos consideran la

existencia de una norma específica como un hecho positivo, en tanto otros afirman que no

hay mejor ley de prensa que la que no existe. Pero este debate me parece mal encaminado.

Lo verdaderamente importante es decidir si es bueno o es malo que los particulares cuenten

con armas para protegerse de los eventuales excesos del “cuarto poder”. Si la respuesta a

esta pregunta es positiva, la existencia o inexistencia de una ley de prensa es una cuestión

de técnica legislativa. El mismo articulado protector del ciudadano puede reunirse en una

única ley o puede aparecer desperdigado en diferentes textos (el Código penal, una ley de

defensa de la privacidad, etc.). Puede haber buenas razones para preferir una u otra de estas

opciones pero, en cualquiera de los dos casos, lo importante es que todo el mundo tenga

claro cuál es el conjunto de normas que determinan los límites la actividad periodística.

No es verdad que una ley de prensa constituya en sí misma una amenaza para la

libertad de los periodistas, ni es verdad que su eliminación los ponga a salvo. La cuestión

no está en pronunciarse a favor o en contra de esta norma, sino en definir claramente un

conjunto de reglas de juego que protejan los derechos de cada ciudadano sin volverse un

obstáculo para la libertad de información y de opinión.

iv) Fortalecimiento de la corporación profesional

Algunos autores que son reacios a la intervención estatal — muchos de ellos

vinculados a los propios medios— subrayan la importancia de un fenómeno que podría

neutralizar los peores efectos de la concentración de la propiedad: se trata del hecho,

relativamente reciente en términos históricos, de que los propietarios de los medios y

quienes los gestionan ya no son las mismas personas.

Esto no ocurría así en el pasado. Piensen, por ejemplo, en aquellas viejas películas

del Oeste en las que un corajudo periodista que era al mismo tiempo propietario, linotipista

y vendedor del diario local se enfrentaba a una coalición formada por un sheriff corrupto y

algunos terratenientes inescrupulosos (enfrentamiento del que no saldría vivo si no fuera

por la oportuna intervención del protagonista). Periodistas/propietarios de este tipo eran

muy frecuentes en el lejano Oeste y siguieron siéndolo hasta hace poco tiempo en muchas

regiones del mundo. Pero hoy se trata de una especie en vías de desaparición. En los

profesionalizados y tecnificados medios de la actualidad, los roles de propietario,

responsable de la comercialización y miembro de la redacción rara vez coinciden en un

mismo individuo.

La desaparición de aquel periodismo heroico y artesanal es vista con nostalgia por

muchos amantes de la profesión, pero no es menos cierto que este cambio permite poner en

juego un sistema de contrapesos que hubiera sido imposible un siglo atrás. Los medios

contemporáneos son grandes instituciones donde confluyen diferentes grupos con intereses

parcialmente coincidentes y parcialmente contrapuestos: los propietarios de las acciones,

los responsables de la gestión empresarial y — last but not least— los propios periodistas,

que han pasado a funcionar como una gran corporación profesional. La propuesta que

realizan estos autores consiste en fortalecer el profesionalismo y los códigos de ética de las

redacciones, como manera de asegurar que los intereses de los propietarios y de los

administradores sean debidamente contrapesados dentro del propio medio.

El fondo de este planteo es fácil de entender. Los medios de comunicación

contemporáneos son grandes empresas que — como cualquier empresa grande o pequeña—

dependen de su éxito comercial para sobrevivir. Esto hace que muchos propietarios y

administradores tiendan a evitar los conflictos con los avisadores o con quienes ocupan

altos puestos de decisión. Más grave todavía, uno de los rasgos característicos de las

comunicaciones en este fin de siglo es que los medios son progresivamente controlados por

grupos económicos que también poseen empresas fuera del terreno de la comunicación

(STEPP 1990: 190). Esto hace que los propietarios y administradores puedan tener razones

para ocultar cierto tipo de información (relativa, por ejemplo, a la degradación del medio

ambiente) con el fin de proteger sus propios intereses.

Pero si bien es cierto que los propietarios y administradores pueden tener razones

para actuar de este modo, no pasa lo mismo con los miembros de las redacciones. Por una

parte ocurre que todos ellos están bajo el influjo de una ética profesional que presenta al

buen periodista como aquel que actúa con autonomía e independencia de juicio. Esto no

significa que todos los periodistas en actividad sean ejemplos de virtud, pero el hecho

relevante es que nadie se siente orgulloso de alejarse de ese modelo: aun los menos

respetables miembros de la profesión saben de qué está hablando un periodista cuando

habla de hacer buen periodismo.

Por otra parte ocurre — y esto es seguramente más decisivo— que lo que cotiza a un

periodista en el mercado no es su maleabilidad ante los intereses extra-periodísticos sino su

capacidad de informar, de analizar o de opinar con independencia y responsabilidad. Un

periodista que actúe de este modo no es solamente una mejor persona desde el punto de

vista moral, sino también un profesional más confiable a ojos de los empleadores. No se

trata, pues, de virtudes que sólo se cotizarían en un mundo habitado por santos, sino de

cualidades que tienen un valor contante y sonante.

Los periodistas profesionales conocen muy bien este hecho y por eso tienen sus

propias razones para no “quemarse” sirviendo los intereses del empleador de turno. La vida

profesional es larga y los cambios de patrón son una posibilidad siempre presente. Uno

puede, por cierto, limitarse a trabajar en aquellos medios que no valoran el profesionalismo,

pero con eso estará reduciendo el espectro de posibles puestos de trabajo y probablemente

estará quedando al margen de las mejores oportunidades. Un periodista que aspire a hacer

carrera debe, pues, cuidar su buen nombre. En un mundo profesional cada vez más

competitivo, la integridad rinde en el largo plazo más que el oportunismo.

Este interés de los periodistas por mantener a salvo su imagen se hizo muy evidente

en un episodio que nos tocó de cerca a los sudamericanos: la cobertura de la Guerra de las

Malvinas, ocurrida a principios de 1982.

Durante el transcurso de esa guerra fue muy difícil saber lo que realmente estaba

pasando en el campo de batalla. Como es habitual en estos casos, la prensa sensacionalista

de uno y otro bando aseguraron desde el primer día que la victoria estaba al alcance de la

mano. Pero lo preocupante era que la información proveniente de fuentes presuntamente

más confiables también era contradictoria, de manera que era casi imposible saber quién

decía la verdad y quién mentía.

Las cosas recién se aclararon al finalizar el conflicto. En el momento mismo de la

rendición, las agencias argentinas — que habían trabajado continuamente bajo el lema

“estamos ganando”— tuvieron que admitir una derrota que era inexplicable a la luz de lo

que ellas mismas venían informando. Y luego, en los meses y años posteriores, la

publicación de múltiples informes e investigaciones permitió cotejar el desarrollo de las

coberturas periodísticas con lo que realmente había ocurrido en el teatro de operaciones.

Lo que dejó en claro este cotejo fue que una de las coberturas que se mantuvo más

cerca de la verdad fue la de la BBC, es decir, la cobertura realizada por la cadena de radio y

televisión propiedad del Estado británico. Esto no dejaba de ser sorprendente, ya que los

informes brindados por la BBC habían sido continuamente desmentidos por diversas

fuentes argentinas, que veían en cada uno de sus despachos un operativo del servicio

secreto de Su Majestad.

¿Cómo pudo ocurrir que, pese a ser propiedad de uno de los Estados beligerantes, la

información brindada por la BBC haya sido una de las más objetivas durante todo el

desarrollo de la guerra? La respuesta es que la BBC es una empresa sumamente

profesional, en donde trabajan periodistas altamente cotizados que cuidan su imagen y se

preocupan por el desarrollo de sus carreras. Esos periodistas sabían que toda concesión a

las presiones del gobierno pondría en entredicho su integridad profesional y tendría

consecuencias negativas en el futuro. Por eso defendieron ferozmente su independencia y

fueron respaldados en esa actitud por sus superiores, que también eran periodistas de

carrera. Este hecho les valió un serio conflicto con Margaret Thatcher, quien los acusó

públicamente de no tener ningún sentimiento patriótico. Pero los periodistas no cedieron y

esto fortaleció la respetabilidad de la BBC una vez terminado el conflicto (LINN 1989:

136ss).

El hecho de que la figura del propietario, del administrador y del periodista hayan

dejado de coincidir en la misma persona tiene, pues, un efecto positivo: no sólo puede

conducir a un conflicto moral entre periodistas respetuosos de su ética profesional y

propietarios eventualmente inescrupulosos, sino que provoca un fuerte choque de intereses

entre la dimensión empresarial y la dimensión específicamente periodística de los medios.

Puede que este choque de intereses tenga menos nobleza que un puro conflicto de

ideas pero, mirando pragmáticamente las cosas, creo que nos da más garantías a todos. Los

conflictos de ideas son admirables pero de resultado incierto, ya que no siempre podemos

estar a la altura de las exigencias incluidas en nuestros códigos de ética. En cambio,

imperfectos como somos, rara vez actuamos en contra de nuestros propios intereses. Esto

explica por qué en las sociedades democráticas muchas veces nos servimos de los

conflictos de intereses para asegurar resultados que nos parecen correctos desde el punto de

vista normativo. El fiscal y el defensor que actúan en un juicio penal no están solamente

movidos por sentimientos de justicia o por la pasión de descubrir la verdad. También ponen

en juego su prestigio profesional, de manera que cada uno de ellos quisiera ganar el caso.

Este interés es ciertamente menos noble que una adhesión desinteresada al ideal de justicia

pero, si sabemos servirnos de él adecuadamente, puede darnos más garantías acerca de la

limpieza del proceso. Cosas parecidas ocurren con la división de poderes dentro del Estado

o con el modo en que organizamos la actividad económica.

No quisiera que se me malinterprete en este punto. No estoy diciendo que los

conflictos de ideales sean despreciables o que se vuelvan inoperantes ante el choque de

intereses. Bien al contrario, creo que los conflictos de ideales son los problemas más

importantes que enfrentamos en la coexistencia social y que la manera en que los

resolvemos influye decisivamente sobre el modo en que organizamos las instituciones. Pero

también observo que la manera más eficiente de llegar a un resultado que nos parece

moralmente correcto consiste a veces en poner en marcha un juego de contraposición de

intereses, en lugar de apelar directamente a la conciencia moral de cada uno de nosotros.

No se trata de desplazar la moral en favor de los intereses sino de hacer jugar los intereses

en favor de lo que nos parece moralmente correcto.

Es en este sentido que la separación de roles dentro de los medios de comunicación

puede ser visto como una buena noticia. El conflicto de intereses que esta separación

provoca nos permite apostar al fortalecimiento del profesionalismo de las redacciones como

estrategia para asegurar la independencia y la objetividad de las empresas periodísticas.

Esta es, por ejemplo, la opinión de Carl Sessions Stepp, un periodista de larga

trayectoria en Estados Unidos hoy convertido en docente universitario. Stepp observa que

la profesión periodística — como muchas otras profesiones— tiende a regularse a sí misma.

Nada influye más en la manera de pensar de un periodista que el contacto con otros

periodistas en una sala de redacción. Allí se encuentran modelos a imitar, interlocutores con

quienes dialogar y ricos testimonios acerca de cómo se resuelven las mil dificultades la vida

profesional. Algo similar ocurre en las escuelas de periodismo que cuentan con viejos

miembros de la profesión entre sus docentes, así como en los seminarios, congresos y otras

actividades dirigidas a los integrantes de la corporación.

Una vez identificado este rasgo — continúa Stepp— lo que tenemos que hacer es

servirnos de él para fortalecer la independencia de las redacciones frente a las eventuales

presiones de los propietarios o de los administradores. Una corporación segura de su

profesionalismo y fuertemente identificada con un código de ética (esté escrito o no) estará

incitando a sus miembros a actuar con más independencia y sentido de responsabilidad.

Fomentar el sentimiento de pertenencia a esta corporación será, pues, una manera de

disminuir en el largo plazo la capacidad de presión de quienes se ubican fuera de ella

(STEPP 1990: 198ss).

Aceptar el valor de esta estrategia no implica suponer que los periodistas son seres

tan extremadamente puros que no necesitan ningún tipo de control externo. Los miembros

de las redacciones no son más virtuosos que el resto de los ciudadanos. Más aún, al

constituirse en una poderosa corporación profesional, es probable que los periodistas

tiendan a funcionar como lo hacen todas las corporaciones, es decir, poniendo sus intereses

particulares por delante de cualquier otra consideración. Pero estas observaciones no

alcanzan para poner en cuestión los esfuerzos por profesionalizar las redacciones. Lo que

propone esta estrategia no es darle un poder incontrolado a los periodistas sino crear un

sistema de contrapesos en el interior de los propios medios. No se trata de darle todo el

poder a las redacciones sino de fortalecer su capacidad de resistencia ante las eventuales

presiones de los propietarios y administradores. Es este equilibrio complejo — y no la

acción de un actor ajeno al juego de intereses— lo que asegurará una mejor calidad de

información y una mayor atención a la multiplicidad de voces. Por si fuera poco, este

resultado habrá sido alcanzado sin involucrar al gobierno ni introducir normas que puedan

tener efectos no esperados sobre el funcionamiento de los medios.

v) Actuar sobre la demanda

Hasta aquí hemos acumulado algunas armas nada insignificantes que nos permiten

luchar contra los posibles efectos de la concentración de la propiedad. Pero esto no quiere

decir que hayamos agotado todos nuestros recursos, ya que todavía nos queda la opción de

actuar sobre la demanda que se dirige a los medios de comunicación. Esta estrategia

consiste en influir, no sobre los medios ni sobre aquellos que los gestionan, sino sobre las

preferencias de los propios consumidores.

Suponiendo que se acepta esta definición de base, ¿de qué modo se puede “actuar

sobre la demanda”? Una respuesta muy sencilla consiste en decir que hay que “educar al

público”. De acuerdo a este punto de vista, intentar modificar lo que la gente pide a los

medios de comunicación significa aportarle la información y los criterios de valoración que

le permitirán elegir lo que vale la pena elegir. Si conseguimos construir un público

“educado” todos nuestros problemas desaparecerán, ya que la gente optará por las mejores

alternativas y dará espontáneamente la espalda a las ofertas tontas, moralmente degradantes

o estéticamente cuestionables.

Esta idea es bien conocida pero es también extremadamente peligrosa. Afirmar que

hay que educar al público supone afirmar que el público no sabe lo que le conviene y que,

en consecuencia, alguien que tenga la lucidez suficiente debe indicarle lo que tiene que

elegir. Este es un supuesto fuertemente paternalista que tarde o temprano nos conducirá a

una política autoritaria.

Al considerar las posibles vías de acción sobre la demanda no voy, pues, a incluir

las propuestas de este tipo. Más bien voy a asumir que los adultos normalmente

desarrollados — es decir, aquellos que no padecen discapacidades intelectuales ni

psicológicas severas— pueden ser alfabetizados, informados, entrenados, capacitados, pero

en ningún caso deben ser educados en este sentido fuerte del término. Hannah Arendt tenía

razón cuando afirmaba que “quien aspira a educar a los adultos quiere en realidad actuar

como su guardián e impedirles participar en la actividad política” (ARENDT 1954: 177).

Ahora bien, ¿es posible actuar sobre la demanda sin caer en el adoctrinamiento? O

dicho de un modo más preciso: ¿es posible modificar las preferencias de los individuos sin

dejar de ser respetuosos de su libertad de elección? Creo que sí es posible, y para justificar

esta idea propongo incorporar la noción de “preferencia adaptativa”.

Lo que cada uno de nosotros prefiere no es el resultado abstracto de una elección

realizada en el vacío, sino el desenlace de un proceso de selección en el que cuentan

nuestras experiencias pasadas, la información de que disponemos y las posibilidades reales

que tenemos a nuestro alcance. Cuando un hombre pobre piensa en lo que le gustaría

comer, no piensa en lo que le gustaría comer si tuviera los medios, la experiencia previa y

el gusto refinado de un gourmet, sino en lo que le gustaría comer dados sus medios, su

experiencia previa y sus propios gustos. Del mismo modo, cuando cada uno de nosotros

elige un programa en la TV, no lo hace teniendo en cuenta la programación de todos los

canales y cadenas del planeta sino aquellas opciones a las que tiene acceso desde el

receptor instalado en su casa.

Esto significa que nuestras preferencias se adaptan al contexto en el que estamos

eligiendo y que, en consecuencia, pueden modificarse si se modifica ese contexto. Como

observa con agudeza el economista Amartya Sen, entre las mujeres de la India rural —

sometidas a un rudo sistema de explotación doméstica— no se detectan muchas

preferencias en favor de un cambio de vida. Esas mujeres no suelen reclamar

transformaciones radicales ni parecen sumarse a quienes sí lo hacen. Para sentirse

satisfechas les alcanza con un día de relativo descanso o con poder realizar un deseo

personal independientemente de la voluntad de su marido. Esto es interpretado

alternativamente como resignación o como un consentimiento tácito a la situación. Sin

embargo — agrega Sen— , prácticamente no se conocen casos de mujeres que hayan salido

de este medio, que hayan conocido otras formas de vida y que luego hayan preferido volver

a su situación de origen. El conocimiento de otras alternativas hace que esas mujeres no

consideren satisfactorias las condiciones ante las que se hubieran considerado conformes

antes de ampliar su campo de mira14.

Ahora traslademos este fenómeno al campo de la comunicación. Supongamos un

público de televisión que se ve enfrentado a esta alternativa: o bien consumir seriales

policiales cargadas de tiroteos, accidentes de auto y erotismo barato, o bien consumir

aburridos programas culturales en los que varias personas discuten sobre cine escandinavo

mientras miran severamente a una cámara fija. Si los televidentes reaccionan como lo hago

yo, es probable que la gran mayoría opte por las seriales policiales. Y es probable también

que esta reacción tienda a reforzarse con el tiempo, al aparecer reflejada en las encuestas de

medición de audiencia.

Esto no significa, sin embargo, que la preferencia en favor de las malas seriales sea

inmodificable. Simplemente significa que, si la opción se plantea entre seriales baratas y

programas “culturosos”, la gente optará mayoritariamente en favor de las primeras. Ahora

imaginen, sin embargo, que se incorpora a la programación una serie de propuestas de

valor cultural pero que además funcionan adecuadamente como entretenimientos. Piensen,

por ejemplo, en buenas historias que incluyan reconstrucciones de época, o en crónicas

periodísticas con un gran trabajo de archivo, o en programas musicales que incluyan

información sobre ciertos fenómenos culturales. ¿De qué modo influirá esta innovación

sobre las pautas de consumo de los televidentes?

14 Esta discusión aparece en SEN 1990, ya citado. Sobre el mismo tema ver ELSTER 1979 y SUNSTEIN 1993: 73-74.

Una respuesta obvia a esta pregunta es que los espectadores ya no tendrán que elegir

entre dos modelos de programa sino entre tres, de manera que sus preferencias tenderán a

dispersarse. Pero además ocurre que la oferta incluida en tercer término aportará nuevos

elementos de juicio para juzgar las dos primeras. Los espectadores descubrirán, por

ejemplo, que se puede salir de la ficción sin caer en el aburrimiento, o recordarán que

tienen algunos intereses que van más allá de la pura diversión. De este modo puede ocurrir

que su juicio sobre las seriales se modifique al menos parcialmente, no porque alguien les

haya dicho que las seriales son “malas” sino porque ellos mismos podrán evaluarlas dentro

de un universo de posibilidades más variado y más rico.

La estrategia de actuar sobre la demanda puede, pues, ser eficaz sin caer en actitudes

paternalistas hacia el público. De lo que se trata es de construir una oferta más estimulante

y más diversa, sin por eso declararle la guerra al entretenimiento. El Estado puede favorecer

esta estrategia por varios caminos: puede darle esta orientación específica a la

programación de sus propios canales y radios, puede facilitar la llegada de este tipo de

producción mediante acuerdos culturales con otros Estados y puede también aplicar ciertos

estímulos fiscales, siempre que lo haga sin caer en la arbitrariedad ni en el nepotismo.

Dos observaciones pueden terminar de aclarar ideas a propósito de esta estrategia.

La primera es que esta forma de actuar es perfectamente respetuosa de la libertad de

elección de todos los actores. Ningún propietario ni responsable de un medio de

comunicación es obligado a emitir algo que no quiera, ni ningún consumidor es obligado a

optar por aquello que no le interesa. Se trata simplemente de crear condiciones para contar

con una oferta más diversa y, en consecuencia, para poder aplicar una mayor variedad de

criterios de elección. “Actuar sobre la demanda” no quiere decir “modificar

imperativamente la demanda” sino “crear un contexto en el que la demanda pueda

modificarse a sí misma”.

La segunda observación tiene que ver con las chances de éxito de esta estrategia. Es

importante observar que la acción sobre la demanda no se propone modificar

exclusivamente lo que la gente pide de los medios, sino también lo que los medios ofrecen

a la gente. En otras palabras, la estrategia supone que si el público modifica sensiblemente

sus demandas los medios modificarán correlativamente su oferta, ya que sus responsables

son extremadamente sensibles a este tipo de variación. ¿Es realista este supuesto? Me

parece que sí, y para justificarlo voy a recurrir a un ejemplo.

En el año 1987 los medios estadounidenses destruyeron la carrera política de Gary

Hart. En ese año se iniciaban las campañas internas de cara a la elección presidencial de

1988 y Hart era un precandidato demócrata con buenas chances de llegar a la Casa Blanca.

Su único problema es que tenía fama de mujeriego y los medios empezaron a hacer

preguntas incómodas al respecto.

Hart reaccionó con mucha firmeza ante esas insinuaciones: declaró ser un marido

fiel e invitó a los medios a que lo siguieran por donde quisieran, prometiéndoles que se iban

a aburrir15. Los periodistas se tomaron en serio el desafío y casi inmediatamente el Miami

15 Para una descripción detallada del episodio, ver ABRAMSON 1990: 233ss.

Herald publicó un explosivo informe en el que se probaba que Hart había pasado el último

fin de semana en compañía de una modelo y actriz de 29 años que no era su esposa.

La carrera de Hart hacia la Casa Blanca se interrumpió en ese mismo instante, pero

esto dio lugar a una áspera discusión en la que participaron muchos responsables de medios

de comunicación. ¿No se estaba desatando una histeria moral que iba a terminar por

destruir la política? ¿No estaban jugando los medios un papel negativo, al trasladar la

atención del público de la discusión de los problemas importantes a los chismes acerca de

la vida privada de los políticos? Más aún, ¿no se estaba inaugurando una nueva forma de

lucha política, consistente en destruir a un adversario a causa de sus faltas privadas y no de

su gestión como hombre público? Muchas personas influyentes manifestaron su

incomodidad e hicieron un pronóstico preocupante: de ahora en más los medios van a

dedicarse a hurgar en las vidas privadas de los políticos y todo se reducirá a una

competencia para ver quién tumba más dirigentes mediante este recurso.

El pronóstico era inquietante peso sólo se cumplió parcialmente: a partir del

episodio Hart muchos medios pasaron a prestar especial atención a la vida privada de los

hombres públicos, pero la histeria moral nunca se produjo. Esto se debió fundamentalmente

a que el público dejó en claro que no estaba dispuesto a actuar del mismo modo cada vez

que se hiciera una revelación de este tipo.

La prueba más contundente a este respecto se produjo con los múltiples escándalos

de origen sexual que rodearon primero la gobernación y luego la presidencia de Bill

Clinton. Los hechos fueron debidamente probados y aun admitidos por los protagonistas.

Pero la ciudadanía estadounidense no pidió la cabeza del presidente y Clinton pudo

terminar su período. Con esto los medios recibieron un mensaje del que se tomó debida

nota: un escándalo no es necesariamente igual a otro escándalo, porque el público no actúa

del mismo modo ante cada uno de ellos. Embarcarse en una competencia para ver quién

descubre más verdades incómodas no tiene, pues, mucho sentido, porque las revelaciones

sobre la vida privada de los hombres públicos no tienen un efecto seguro. Este siempre

será, por cierto, el terreno de la prensa sensacionalista, pero nadie debe suponer que basta

con hurgar en la vida privada de la gente para asegurarse un fuerte impacto y una gran

capacidad de influencia.

Si los estadounidenses hubieran reaccionado ante cada revelación sobre la vida

privada de los hombres públicos como lo hicieron en el caso de Hart, es probable que la

prensa se hubiera volcado masivamente a este tipo de investigación. Pero como no

reaccionaron de este modo, los medios están actuando de otra manera. Aquí tenemos un

ejemplo de un fenómeno que frecuentemente tiende a olvidarse: los medios son muy

sensibles a las preferencias de su público. Un cambio detectado a nivel de estas

preferencias conduce casi inmediatamente a una transformación de la oferta. Por lo tanto,

las políticas que se proponen actuar sobre la demanda están lejos de ser ineficaces o poco

influyentes. Un cambio a nivel de la demanda no es sólo un cambio a nivel de los

consumidores, sino también el principio de una transformación a nivel de lo que ofrecen los

propios medios.

Por cierto, alguien podría decir que las buenas ofertas ya existen y que sin embargo

la tendencia es a un creciente consumo de “enlatados” de mala calidad. No creo, sin

embargo, que este argumento tenga demasiada fuerza. La experiencia muestra que cada vez

que se han ofrecido productos de buena calidad que al mismo tiempo funcionan como

entretenimientos, la respuesta del público ha sido buena. Si la tendencia a un creciente

consumo de “enlatados” es cierta, las explicaciones deberían buscarse por el lado de la

insuficiencia de los esfuerzos o de los errores cometidos más que por las apelaciones

apocalípticas a la falta de cultura de la gente. Con esto no quiero decir que las acciones

inteligentes sobre la demandan basten por sí mismas para asegurarnos un futuro rosa. Pero

sí afirmo que es una estrategia interesante y que — si nos decidimos a respetar

escrupulosamente la libertad de elección de nuestros conciudadanos— es una de las armas

más significativas a las que podemos apelar.

vi) Conclusión

En esta sección he considerado cinco posibles estrategias que nos permitirían

enfrentar un eventual conflicto entre libertad de expresión y libertad de prensa. Mi

discusión del problema se basó fundamentalmente en dos supuestos: primero, que la

tendencia a la concentración de la propiedad de los medios de comunicación no es un

fenómeno a desdeñar aun en el caso de que no adoptemos una perspectiva apocalíptica;

segundo, que las respuestas que debemos dar a este problema deben ser respetuosas de la

libertad de elección de los ciudadanos y deben desconfiar del exceso de intervención

estatal. Espero haber aportado argumentos que justifican esta manera general de abordar el

problema.

Antes de cerrar la discusión quisiera hacer todavía un comentario que me parece

importante: la multiplicidad de voces es una condición de sobrevivencia para una sociedad

democrática, pero no hay que olvidar que nuestro derecho a expresarnos libremente no

incluye el derecho a tener asegurada una gran audiencia. Eso hay que ganárselo con

paciencia y esfuerzo. El hecho de que ciertos medios atraigan la atención de mucha gente y

otros apenas tengan público no es un fenómeno natural como son la lluvia o el frío. Es, al

menos en parte, el reflejo de una actitud que todos adoptamos a nivel individual: respetar el

derecho de los demás a expresar sus ideas no implica que vayamos a prestar atención a todo

el mundo. Yo puedo respetar escrupulosamente el derecho de los miembros de las sectas

religiosas a divulgar su mensaje, pero no estoy dispuesto a perder la mañana de un domingo

escuchándolos en el living de mi casa.

Esto explica por qué nadie tiene un derecho a ser efectivamente leído, visto o

escuchado, sino solamente el derecho a intentar ser leído, visto o escuchado. En otras

palabras: existe un derecho a expresarse libremente, pero no existe un derecho a comunicar.

La posibilidad de comunicar efectivamente hay que ganársela con imaginación y con

esfuerzo. La sociedad en su conjunto debe limitarse a asegurar que no encontremos

obstáculos ilegítimos mientras hacemos el intento.

5) Consecuencias institucionales para el contexto latinoamericano

Las políticas dirigidas a proteger la libertad de expresión pueden adoptar muchas

modalidades, y varias de ellas parecen necesarias en el contexto latinoamericano.

En primer lugar (y lamentablemente) en muchos países del subcontinente es

necesario empezar todavía por reconocerle rango constitucional efectivo al propio principio

de libertad de expresión, terminar con diversas formas de censura y poner el control del

ejercicio de esa libertad bajo un poder judicial independiente. Cuba y Venezuela son dos

casos en los que existen déficits claros en esta materia.

En segundo lugar, y en un conjunto de países mucho más amplio, es necesario

tomar medidas que permitan combatir algunas formas de presión que, sin llegar al ejercicio

de la censura, suponen limitaciones efectivas al ejercicio de la libertad de expresión.

Probablemente la más relevante de esas prácticas sea la distribución de publicidad oficial,

mediante la cual muchos gobiernos “premian” o “castigan” a los medios según cuál sea su

línea editorial, su política informativa o la identidad de sus propietarios. Combatir la

arbitrariedad en esta materia es uno de los grandes combates que América Latina tiene por

delante.

Un tercer paquete de medidas debería apuntar a desarrollar una adecuada política

anti-trust que impida que la concentración de la propiedad de los medios de comunicación

conduzca a monopolios de hecho, o a oligopolios, que quiten toda operatividad al principio

de la multiplicidad de voces.

En cuarto lugar, en muchos países hace falta desarrollar una legislación consiga

fortalecer los derechos de los consumidores y ciudadanos en general sin hipotecar la

independencia editorial de los medios. En este terreno, el problema crucial es

probablemente el derecho de respuesta: una imposibilidad total o casi total de ejercer este

derecho coloca a los ciudadanos individualmente considerados en una posición de extrema

debilidad ante los medios; pero un ejercicio de la respuesta demasiado amplio puede

hipotecar la independencia editorial de los medios hasta un punto que vuelva inoperante el

ejercicio de la libertad de expresión.

Por último, hace falta diseñar políticas de apoyo al desarrollo de productos

comunicacionales de buena calidad que, sin dejar necesariamente de recurrir a mecanismos

de subvención, eviten los excesos paternalistas y clientelísticos que tan frecuentes han sido

en la región.

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