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las alasdel sueño3

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Caldo de chumpi

Enrique Orozco González

— 2018 —

© enrique orozco gonzález

D.R. © 2018

Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas, Boulevard Ángel Albino Corzo 2151, Fracc. San Roque, 29040, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.

[email protected]

iSBn: 978-607-8471-61-4

hecho en méxico

Orozco González, Enrique. Caldo de chumpi / Enrique Orozco González ; prólogo Marco Antonio Besares Escobar. — Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México : CONECULTA, Dirección de Publi�caciones, 2018.

92 p. ; 21 cm. — (Colección Biblioteca Chiapas. Serie Las alas del sueño ; 123)

ISBN: En 978-607-8471-61-4

1. Orozco González, Enrique — Anécdotas, chistes, sátiras, etc. 2. Literatura picaresca. I.T. II. Besares Escobar, Marco Antonio, pról. III. Ser.

808.87 Dirección de la Red de Bibliotecas

María Cristina García CepedaSecretaria de cultura

Manuel Velasco CoellogoBernador del eStado de chiapaS

Juan Carlos Cal y Mayor Francodirector general del coneculta-chiapaS

Susana del Pilar Utrilla Gonzálezcoordinadora operativa técnica

Marco Antonio Orozco Zuarthdirector de puBlicacioneS

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A mi esposa, Dora Celina, y mis hijos, Wilfrido y Enrique.A mi padre, don Enrique Orozco Flores (†), y mi madre, doña Jelen.

A mis hermanos, Anita, Wili, Martha Elena (la Meca),Ernesto y a toda mi querida familia.

A los lectores de este libro.

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Prólogo

La vida hay que tomarla con amor y con humor. Con amor para comprenderla y con humor para soportarla.

anónimo

Un libro más en el transcurrir narrativo de Chiapas, del más prolijo escritor humorístico de la Rial Academia Frai�lescana, Enrique Orozco González, el más seguido de sus variados y pícaros escritores. En la actualidad, es integran�te destacado en el Soconusco de un movimiento cultural denominado popularmente Fraternidad Literaria Bajo el Palo de Mango, sombra bajo la que se cobijan sus amigos de las plumas del Soconusco.

Este Caldo de chumpi no es simplemente un libro más en su trayectoria de cuentista oral y escrito, es el tercero de su incesante creatividad. Es el reporte especial de esta etapa de su juvenil vocación de escritor y su frenética actividad de con�vertir una serie de sucesos, relatos de su vida en anécdotas, en cuentos ocurrentes con letras que atrapan a los lectores.

Este libro va desde narraciones útiles para buscar una buena novia a partir de la identificación precisa de la sue�gra idónea y pasar inadvertido por la codicia en la condi�ción de suegro, hasta la descripción de un interesante per�sonaje profesional de la venganza ajena, capaz de ofertar servicios para intervenciones especiales de madrizas. Es un extraordinario identificador de cómo se cura la culpa por la ingestión de bebidas espirituosas y por comporta�mientos bohemios excesivos.

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En el encontrarás además, con frialdad envidiable, el protocolo de despedida de esta vida siguiendo la letra de la canción “Nuestro juramento”, que hiciera popular Julio Jaramillo. La leyenda del Barón Rojo, un gallo semental de antecedentes filipinos, que hizo la odisea en una batalla campal y la paradoja de ganar perdiendo.

La lectura te hará trepar en un taxi semiveloz en plena fuga de asaltantes defeños que, durante y después del gol�pe al primer banco del pueblo, necesitaron de traductor del lenguaje frailescano y de su encuentro a destiempo con revolucionarios mapachis. Encontrarás la receta secreta de la tía Gacela para preparar un punchi transportador a destinos no previstos. Así es la pluma de este bolonauta de Orozco González, que en esta parte denuncia, a modo autobiográfico, esa faceta de su personalidad que lo define como comensal compulsivo y fiel consumidor de bebidas y pócimas espirituosas —que desde hace mucho tiempo no ingiere—, le despertaron este espíritu lúdico de su vida y la forma como la recrea y cuenta.

De igual modo, aparecen en este paisaje de su ima�ginación innovadores personajes del pueblo, que un día cansados de su miseria se convierten en expertos busca�dores de tesoros, al igual que aquel personaje profesional de la odontología que innovó la carrillera bucal de su afro�amada, en una jugosa permuta de oro por el paso de un puente. Resulta reveladora la trasmutación de la llorona frailescana del corredor del tren donde habitaba una fa�milia típica de machos y hembras de prosapia y el sutil descubrimiento del fenómeno metafísico.

Los personajes que se encuentran y nos presenta el no�vel escritor, son verdaderamente cautivantes, la descrip�ción de un connotado abogado de la costa, de su soliloquio

y de la manera que te interrumpe sin mayor problema, es una de las narraciones espectaculares de esta serie de re�latos, los sorpresivos desenlaces caminando con “Aquiles Archundia y sus pantuflas”, son originales.

La enternecedora historia de Nieve, delata el gran amor del escritor por el mundo animal, su capacidad de obser�vador del comportamiento extraordinario de los canes y de las aficiones deportivas de los animales que son dueños de seres humanos. La asociación de hechos singulares con acontecimientos especiales, trágicos y chuscos, son tan co�munes como una “Sopa de gato” o “La caballada troyana”.

Los parientes pícaros y mal hablados del escritor, apa�recen en los relatos con nombres genuinos e inolvidables, por lo que significan y por la forma en que se comportan. La crónica de su prisión en El Torito rompe el paradigma correctivo de la medida privativa de libertad y la convierte en su contrario, en la prosecución de la infracción y la fies�ta, reconociendo explícitamente que no tiene remedio su sentido del humor.

Leer a Enrique Orozco es adentrarse en un mundo co�tidiano, con giros y desenvueltas. Es conocer cómo no se amilana ante las adversidades. Es una perspectiva amable de la vida, que mejora el enfoque de los retos que presen�tan al ser humano en una situación embarazosa. Es recibir a alguien, que nos recomienda sin querer, un modo libre de fluir con los acontecimientos habituales.

Este libro hace el triángulo de sus libros y contiene una serie de relatos más divertidos que ha contado infinidad de veces en reuniones de café con pan, en noches de in�somnio de corredor, entre la presencia de cuentos de la Mano peluda y demás parafernalia de espantos locales. Ahí está presente este narrador con sus ocurrencias, con

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sus pasajes inolvidables en donde aparecen seres tan em�blemáticos, como el Pepe Menelao, tío Gánigan, doña Je�len, Mama Goya, entre otros de sus simpáticos individuos por él recreados.

Estoy seguro de que como yo, que he leído su conte�nido y me he transportado de manera divertida, el lector que ya lo busca, lo recomendará de nuevo, como el Chu-mul de cuentos o Rincón Sobaco. Este tercer libro, al igual que los dos anteriores, es posible leerlo de un sólo golpe o saboreando, poco a poco, una dosis de sus divertidos rela�tos. Al final se agradece al autor, que sea tan generoso al hacernos reír y evocar un tiempo cercano de nuestra vida. Enhorabuena.

marco antonio BeSareS eScoBar

Nota del autor

En algunos diálogos de mis escritos, los personajes hablan en la forma coloquial que se acostumbra en ciertas partes de Chiapas. La tilde en palabras, que según las normas or�tográficas no la llevan, son sólo para acentuar la forma en que las pronunciamos nosotros. También es importante señalar que las palabras en cursivas están definidas al final del libro.

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La otra batalla del cinco de mayo

El cinco de mayo de 1862, en la ciudad de Puebla, se li�bró una gran batalla. Ignacio Zaragoza, comandante del Ejército Mexicano, derrotó a los franceses considerados en ese momento como los mejores soldados del mundo. Ahí se distinguieron, por su valor, los zacapoaxtlas, indígenas poblanos que vestían calzón de manta y usaban enormes sombreros de palma. Con solo machetes y lanzas pelearon como fieras hasta obtener el triunfo. En su parte de guerra, el general Zaragoza escribió: “Las armas nacionales se han cubierto de gloria”.

Un siglo después, en la primavera de 1967, un grupo de doscientos estudiantes franceses —en su mayoría muje�res—, viajaron a nuestro país, con el propósito de hacer turismo. Al llegar a la Ciudad de México, la agencia de via�jes que contrataron en su país se declaró en quiebra y los franceses quedaron abandonados a su suerte. El gobierno de la ciudad les instaló un campamento en el Cerro de la Estrella, en Iztapalapa.

El fotógrafo de un periódico capitalino llegó al lugar, y por él, supimos que las francesas solían tomar el sol topless (sin la parte superior del bikini). La noticia de cómo se aso�leaban las europeas alborotó a la hombrada del Distrito Fe�deral. La afluencia de visitantes fue tal, que el gobierno tuvo que resguardar con policías la entrada al campamento.

Como alumno de preparatoria, ese semestre me matri�culé en la clase de francés que impartía madame Mirelle,

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francesa por los cuatro costados, mujer madura de cutis terso y cabello blanco, muy corto, teñido con tonos ama�rillos, azules o verdes (según la estación del año). Ella hablaba español con el delicioso acento de su tierra. Sus alumnos le pedimos nos llevara con las francesas y así po�der practicar el idioma.

—Vegremós si egs posiblé —dijo ella.Mirelle —que también trabajaba en la embajada de su

país— obtuvo el salvoconducto y así, sus alumnos, fuimos al campamento de las europeas para practicar más que nuestro escaso francés, la tradicional hospitalidad mexica�na. Entre oui, ouis, gua, guas, y ayudándonos con el idio�ma universal de las señas, logramos que media docena de francesitas aceptaran salir a pasear con nosotros.

En la casa familiar, mis hermanas, primas y algunas vecinas planearon una fiesta ese cinco de mayo para con�memorar el triunfo de los mexicanos sobre los franceses; me encargaron que invitara a algunos zacapoaxtlas para que ellas tuvieran con quien bailar. Mi madre contribuyó elaborando un ciento de tamales chiapanecos de mole, esos que van envueltos en hojas de plátano.

Mis compañeros zacapoaxtlas sugirieron que llevára�mos a las francesas a la fiesta. Así fue como Juliette, Jea�nette, Ivette, Eliette, Cosette y Colette llegaron a mi casa esa noche del cinco de mayo.

Al mirar a las francesas comenzaron a surgir los comen�tarios negativos de las Adelitas mexicanas:

—Mirálo esa pecosa, ¡parece huevo de chumpa su cara!Otra:—¡Todas son canía pelona, no usan medias!Otra más:—¡Pura chichi aguada, no traen brasier!

Entre las europeas había una pelirroja, no se salvó:—¡Esa vieja parece caldo de cochito su morra!Las francesas estaban felices pero hambrientas, desde

que llegaron a nuestro país su dieta era casi de galletas. Los tamales chiapanecos hicieron estallar como fuegos ar�tificiales sus papilas gustativas: la calidez de la tenue capa de masa, lo dulce del mole, plátanos fritos, ciruelas y pa�sas, lo ácido de la aceituna, el grato sabor del huevo duro y la abundante carne de pollo, lograron que a cada bocado, exclamaran:

—¡Oh là là, exquis! (traducción literal: ¡Ah, la gran pu… ’Tá bien sabroso sus tamal de estos salado!).

Ellas bailaban con quien les ofreciera un tamal. En lugar de machete o lanza, los modernos zacapoaxtlas —inclui�dos mi padre y mis tíos—, hacíamos cola, tamal en mano, frente a las huestes francesas. Agoté mis tamales y vi que la Cuquis, mi prima chiapaneca, conservaba uno de los suyos, me acerqué y le pregunté:

—Cuquis, ¿me lo das tu tamalito?—Vélo él… ’ora que yo… nada quiere el chucho… ¡que

te lo den su tamalote las francesa!…Tomé nota de que debo ser más específico para pedir

las cosas.Ese cinco de mayo las francesas se perfilaban triunfa�

doras, pero justo a la medianoche, la cosa cambió, las ru�bias desesperadas, preguntaban:

—¿Oú sont les toilettes? (traducción: ¿’Onta el baño?).Mientras las francesas se peleaban por entrar al baño,

las Adelitas se daban vuelo bailando con los zacapoaxtlas. Al terminar la reunión, rememorando al general Zaragoza, escribí en mi parte de guerra: “Los tamales chiapanecos se han cubierto de gloria ¡Viva la invasión francesa!”.

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Mi hermanita, la güera (que junto a las europeas ya no parecía tan güera), también rindió su parte de guerra: “Hoy, las francesa casi ganan la batalla; estos zacapoaxtla no sir�ven pa’ nada, de pura trompa iban a rendirse al enemigo. ’Orita esas güera están en la Toma de la Bastilla, la ‘bastilla’ contra la diarrea que les dio por tragonas. ¡Ocho tamal se comieron cada una!… ¡Ya ni gracia ya! ¡Mueran las france�sa! ¡Vivan las mexicanas, y los tamal chiapanecos!”.

Club Atlético Kamote Power

Víctor Cotz y yo fuimos compañeros en la Escuela Secun�daria Número Uno (en el centro de la Ciudad de México); estudiábamos el turno vespertino. Cotz, yucateco, tenía pinta de sajón: güero, alto, flaco y cumbo, sus pálidas ca�nillas parecían espárragos. Yo tampoco podía presumir de gordo, mis costillas semejaban teclas de marimba calleje�ra. Ambos queríamos embarnecer, y por eso consumía�consumía�ía�a�mos abundante vitamina T (tacos, tortas, tamales, tosta�(tacos, tortas, tamales, tosta�das, etcétera) sin lograr ganar ni un gramo de peso.

Me enteré de que cerca de nuestra escuela estaba el Club Atlético Kamote Power. No fue difícil convencer a Cotz que necesitábamos hacer ejercicio y llegamos ahí. Nos informaron que después de las diez de la mañana co�braban muy barato, porque en ese horario no había en�trenador. Así, llegamos a nuestro primer día de gimnasio. Con su agradable acento yucateco, Cotz me preguntó:

—¡Mare! ¿Qué hacemos sin entrenador, Chiapas? —En lugar de mi apellido me decían el nombre de mi estado.

—Eso no importa, Yuca —le aseguré—, simplemente copiamos lo que haga el que esté más mamado y, si toma�mos Choco Milk, en poco tiempo nos pondremos como Pancho Pantera.

El Kamote Power ocupaba todo el primer piso de un céntrico edifi cio, ahí había muchos aparatos que no sabía�ntrico edificio, ahí había muchos aparatos que no sabía�í había muchos aparatos que no sabía�había muchos aparatos que no sabía�ía muchos aparatos que no sabía�mos cómo usar; las paredes estaban tapizadas con espe�jos y fotografías de fisicoculturistas famosos presumiendo

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sus músculos (Míster USA, Míster Mundo, Míster América, Míster México y muchos más; verlos debilitaban nuestra autoestima, pues nos comparábamos con ellos y parecía�mos sus radiografías). El lugar olía a una mezcla de desin�fectante y sudor.

Ese horario no solo carecía de entrenador, tampoco habían personas ejercitándose, mucho menos mamados a quienes imitar. Sólo hacía ejercicio un solitario chaparro de facciones toscas y cabello cortado a rape; impresiona�ban su barriga y sus musculosas piernas. Como ahí todos eran míster, Cotz rápido le encontró un título apropiado.

—Ahí está Míster Sapo —dijo.Como éramos novatos en el mundo de la halterofilia, nos

pusimos a levantar pesas sin ton ni son, a lo loco. Después de una serie de ejercicios con pesadas barras, Cotz palideció, puso los ojos en blanco y se desmayó —él era aficionado a desvanecerse, lo hacía muy seguido—; pedí auxilio, Míster Sapo llegó y después de quitarle la pesada barra de metal del güegüecho, a puras cachetadas pretendió reanimar a mi amigo. Cuando el yucateco se recuperó me reclamó:

—Ya me voy de este pinche gimnasio ¡coño, vaya amigo que eres! Ves la madriza que me está dando Míster Sapo y no haces nada.

—Pensé que era una terapia novedosa —me excusé—, aunque, más bien, deberías agradecerme: no permití que el chaparro te diera respiración de boca a boca, como él quería.

Míster Sapo, generosamente se ofreció a entrenarnos y nos puso una rutina para principiantes, rutina que él nunca siguió, pues sólo le interesaba desarrollar sus piernas.

—He ganado varios concursos de piernas fuertes —nos presumió.

Cotz, dolido por la cachetiza que le dio el Piernas f uertes, dijo:

—¡Ah, caballo!, yo creo que también en un concurso de barrigas, no tendría usted rival.

Creí que Piernas se iba a ofender, pero eso no pasó, simplemente se quedó pensativo por un rato, como sope�sando la idea.

Transcurrieron seis semanas de ejercitarnos; nos dolía hasta los músculos que no teníamos, y para nuestro des�consuelo, la báscula indicaba que, en lugar de ganar peso lo habíamos perdido.

Piernas fuertes, que rondaba por lo cuarenta y tantos años, trató de consolarnos:

—En todo gran atleta —dijo con entusiasmo—, hay un antes y un después ¡jovenazos!, hoy están muy jodidos, pero después se pondrán de campeonato: ¡como yo!

Y enseguida llegó la invitación:—Muchachos, ustedes tienen cara de ser buena gente,

y como yo ya soy su entrenador, háganme el paro: unas amigas de mi novia quieren conocer a dos musculosos y apuestos atletas.

—¿Y de dónde los va a sacar? —preguntamos.En su feo rostro se pintaron arrugas que sugerían una

sonrisa:—¡Son ustedes! A las chicas ya les expliqué que en

todo gran atleta hay un antes y un después. Ellas tienen que sembrar ahora que ustedes están muy jodidos y en barata, para después cosechar cuando ya sean fuertes y famosos.

Con los argumentos del antes y después, y sembrar para cosechar nos convenció de ir a la cita. La reunión fue en el restaurante típico Los Tres Canallas.

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Piernas fuertes nos pidió que en vez de su nombre (Hoder; la H es muda nos advirtió), mejor le llamáramos maestro o sensei. Lo que no dijo, es que “las chicas” anda�maestro o sensei. Lo que no dijo, es que “las chicas” anda� o sensei. Lo que no dijo, es que “las chicas” anda�sensei. Lo que no dijo, es que “las chicas” anda�. Lo que no dijo, es que “las chicas” anda�ban ya por la tercera década de existencia. Él, como nues�tro líder, con gran ceremonia hizo la presentación oficial:

—Muchachas, éstos son dos de mis más destacados alumnos: Cotz, nacido en las tierras del Mayab, próximo Míster Cenote Sagrado; este otro es de Chiapas, recién sa�; este otro es de Chiapas, recién sa�Chiapas, recién sa�, recién sa�lido de la selva, futuro Míster Selva Lacandona.

Una de las chicas murmuró: —Si éstos son los destacados, ¿cómo estarán los

rezagados?Piernas era creativo, después de ponernos apodos, más

de bailarines que de pesistas, se lanzó a una gran explica�ción del antes y del después. A las mujeres, el desencanto se les veía en el rostro. Una de ellas, la Güera oxigenada, expresó:

—Pues a mí déjenme al Chapas, aunque si algo no tiene son chapas: está muy pupuso.

Todos rieron; quedé bautizado como Míster Pupuso.La otra, mirando a Cotz, dijo:—Yo me quedo con Míster Cerote Sagrado…—Momentito —interrumpió Cotz—, el Sensei dijo ce�Momentito —interrumpió Cotz—, el Sensei dijo ce�—interrumpió Cotz—, el Sensei dijo ce�Cotz—, el Sensei dijo ce�—, el Sensei dijo ce�ce�

note, no eso tan feo.Finalmente quedó registrado como Camote Sagrado.

Cotz, vengativo, le apodó a su pareja la Lengua Larga .El hielo se rompió pronto. El Sensei era un compulsivo

contador de cuentos colorados, uno tras otro, no paraba de hablar, sólo su novia, la Ninfómana —así la llamaba él—, festejaba sus pésimos chistes.

Al cuarto tequila, las chicas estaban muy relajadas y con�tentas: El Sensei y Camote Sagrado abrazaban y besaban

felices a la Ninfómana y a Lengua Larga. Yo siguiendo su ejemplo puse mi brazo alrededor del cuello y besé a mi Güera oxigenada, ella dijo:

—¡Chángaras, chángaras, chavo!Desconcertado, le pregunté al Sensei:—Sensei, ¿qué jodidos quiere decir chángaras, chángaras?Experto en filosofía oriental, contestó:—¡Quiere decir que le gustó el besote que le diste en la

trompa!La oxigenada recibió gustosa otro beso, luego exclamó:—¡Savoy, savoy!Nuevamente consulté a mi maestro:—Sensei, ¿qué significa savoy, savoy?—¡Que le sigas y dejes de preguntar pendejadas!El Sensei tenía razón. Con cada beso, la Güera oxige�

nada me apretaba más y más, tanto, que escuché un rui�do: “Algo dentro de mí se rompió, pensé: ’Uta, parece que a Míster Pupuso le acaban de fracturar una costilla”. Me equivoqué, la víctima fue mi peine Pirámide que guardaba en la bolsa de mi camisa, se partió en dos.

Camote Sagrado y Lengua Larga competían para ver quién de ellos daba el beso más apasionado; después de un largo, pero largo beso, Cotz puso los ojos en blanco y cayó desmayado; las muchachas huyeron asustadas, pensaron que mi amigo ya era un camote muerto. Otra vez el Sensei le recetó diez minutos de cachetadas; cuando Cotz regresó de su viaje por las tierras del Mayab lo llevé a su casa.

Antes de asistir al Club Atlético Kamote Power, noso�tros estábamos simplemente flacos; después, parecíamos perros de Biafra. Me acordé lo que decía mi tío Gánigan sobre la gordura y la flacura: “Hijo, si sos gordo aunque te cinchen; y si sos flaco, aunque te inflen”.

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Al poco tiempo de nuestro desafortunado debut en el mundo de los gigolós, Cotz y yo entramos a una pulquería a hacer pipí y ahí, en Las Glorias de Cagancho, nos entera�, en Las Glorias de Cagancho, nos entera�, nos entera�mos que nuestro Sensei se había integrado, siguiendo los consejos de Cotz, al prestigioso mundo de los campeones, pues su fotografía adornaba la pared del mingitorio; había ganado el concurso de Míster Panza, y en la foto apare�cían, orgullosas, su novia y sus dos inseparables amigas —nuestras dulcineas— con bigotes pintados, haciendo con los dedos la V de la victoria.

A Cotz y a mí finalmente también nos fue bien, pues al terminar la secundaria, por fin aumentamos unos gramos de peso y pudimos presumir que ya no éramos perros de Biafra, ahora sólo parecíamos chuchos de Tres Marías.

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Cuando llegué al rancho El Chiflido a festejar el cumplea�ños de don Pichi, no imaginé que me iba a topar con una borrachera monumental, su respectiva cruda y el mejor antídoto.

Asistí a la fiesta como invitado colateral, en un juego de billar sería una carambola de tres bandas (invitado de un invitado del invitado primario), pero eso no fue obstáculo para ser bienvenido: don Pichi conocía y apreciaba a mi familia.

Don Hospicio Verduguillo, don Pichi, era el clásico ran�chero hospitalario de antaño; simpático, algo bronco, pero noble. Festejaba que después de una azarosa vida pudo llegar, relativamente sano, al medio siglo de edad.La casa grande, típica de rancho, tenía amplios corredores con pi�lastras por los cuatro costados; pero el cumpleañero, al conducirnos, pasó de largo por esos lugares tan apropia�dos para un festejo y nos llevó bajo la sombra de una cen�tenaria pochota, donde una carreta descansaba; al lado de ella colocaron una rústica mesa de madera con sus largas bancas. Ahí departía una decena de hombres de ranchos vecinos, más o menos de la misma edad del festejado. Mis amigos conocían a todos y me los presentaron, ellos men�cionaban su nombre y el de su rancho:

El primero, tocó su sombrero y dijo ligero:—Antón, del Cantón Obregón.El segundo, se quitó la cachucha y se puso trucha:

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—Chuvano, del rancho El Cubano.El tercero, habló sin prisa pero le ganó la risa:—Santizo, de aquí de El Chorizo.El cuarto no se rajó, pero se atragantó:—Pedrote, de la hacienda El Camote.El quinto en cuanto pudo, me dio el saludo:—Proculito, de aquí nomás abajito.El sexto, ni se mosqueó, creo que me albureó: —Ósculo, mi rancho no tiene nombre, pero me das ale�

gría al conocerte, amigo.Don Pichi, muy elegante, como buen charro, estrena�

ba traje de faena con pistola al cinto. Su imperativa voz, ordenó:

—¡Quédense aquí, esta es la mesa de los barracos! —Me sentí halagado, pues recién había cumplido mis diez y ocho años, y luego dijo:

—En un rato servirán la comida, mi mujer hizo un sa�broso caldo de chumpi. ¡Está de rechupete! ¡’Orita vengo! —Y desapareció.

Yo no había desayunado. Me imaginé el caldo de chum�pi, con el grato sabor que le dan las hojitas de hierbabuena y su agüe’chile, acompañado con tortillas hechas a mano. Supuse también que luego vendría un molito, arroz de fies�ta y una presa del chumpi. Mis intestinos celebraron inter�pretando el vals “Sobre las olas”.

Don Hospicio llegó cargando un cartón de cervezas tibias, sacó su pistola, y hábilmente empezó a destapar�las con la cacha. Nos habilitó con dos cheves a cada uno, cuando nos vio avituallados comentó:

—Este “cuete” Esmiti Guasón (Smith & Wesson) pa’ todo sirve —guardó la fusca, alzó su cerveza, y gritó—: ¡Pa’rriba… pa’bajo… pa’l centro… y pa’dentro!

Cumplimos con el ritual. Siguiendo el mismo sistema nos bebimos, casi sin pausa, la segunda cerveza.

Las cervezas estimularon mi apetito. Mi estómago e in�testinos pedían el caldo de chumpi, se olvidaron del vals, interpretaban el “Mambo número ocho”. En el corredor frontal de la casa las mujeres y niños ya comían. Pensé ir a buscar refugio, y comida, con ellos. El que me invitó a la fiesta me advirtió:

—No vayás a pedir comida. Nos van a servir aquí, en la mesa de los barracos. Don Pichi es cabrón, ya ves, ¡rápido saca el cuete!

Cuando nuestro anfitrión reapareció, traía una botella de Ron Potosí en la mano derecha, en la otra, una Coca Cola, también tibia.

—¡Vasos, barracos! —ordenó tajante.Yo era el primero de la fila, obediente le mostré mi

vaso. Fue muy generoso con el licor, le añadió un mise�rable chorrito de refresco. Cuando terminó de servirnos, la botella de un litro de ron estaba vacía; la del refresco, apenas iba a la mitad.

Usando el ritual, “pa’rriba, pa’bajo” y todo lo demás, don Pichi nos ponía el ejemplo. Tenía un gañote excepcio�nal, cuando dejó el vaso ya estaba seco.

El caldo de chumpi tardaba. Mi estómago parecía radia�dor de automóvil sobrecalentado. Mis tripas bailaban “El Rascapetate”, media hora después regresó don Pichi con otra botella de ron.

—¡Vasos! —ordenó de nuevo.Mi angustiado cerebro pedía paz, gritaba: “No más

pa’rriba, no más pa’bajo, dame caldo de chumpi, cabrón”.Una marimbita de rancho, con tres ejecutantes, entris�

tecía el ambiente tocando viejos valses que duraban una

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eternidad. Don Pichi los hizo callar e inició un discurso agradeciendo nuestra presencia. Al terminar le aplaudi�mos de pie. El entusiasmo era resultado del licor ingerido. La marimba tocó una “Diana”. El anfitrión nos hizo una oferta que nadie rechazó:

—Barracos, ¡nos echemos dos botellas más, pa’ hacer hambrita! —quise gritar que la hambrita estaba hecha, pero don Pichi había desaparecido.

Yo traía una bolsa con cacahuates que tuve que com�partir con los demás. Los seis cacahuates que comí le sir�vieron de poco consuelo a mis tripas que gritaron: “¡Esto es manía, vos dijiste chumpi! ¿Iday?”.

Dos horas después, todos los de la pochota ya estábamos borrachos, y yo más. La comida ya no importaba, todo era hermoso, hasta la pochota se reía conmigo. Uno tras otro, los invitados comenzaron a lisonjear y a agradecer al cumpleañe�ro. Alguien declaró que don Pichi era un gran anfitrión. Otro, que era un excepcional ganadero. Un tercero, lo nombró un charro completo. Otro más alabó su “pegue” con las damas y su fertilidad, le llamó: chingüengüenchón con suerte.

Cuando llegó mi turno, el ron había hecho estragos en mi estómago, mi cerebro y más en mi lengua. Con dificul�tad me paré y dije:

—Don Punchi, gracias por invitarnos a El Chiflado, aquí hemos recibido sólo atenciones, cervezas y trago. Esta�mos esperando el caldo de pinchu… perdón… el caldo de chumpi. Nadie duda que usté es un churro complejo… per�dón, perdón… un charro con plato… que diga: un charro completo y un chingüengüenchón con suéter: ¡Un chingón semental, pues!

Definitivamente mi cerebro y mi lengua estaban divor�ciados. El caldo de chumpi, por fin llegó, ya pocos me ha�

cían caso. Para finalizar, levanté mi vaso medio lleno de ron y brindé:

—¡Brindo por el chiflado de don Pinchi!Proculito, el de abajito, contestó:—¡Viva don Pinchi!Don Pichi, muy serio, no me felicitó, tampoco pidió a

la marimba una “Diana”, como hizo con los demás. Llo�raba —ignoro el motivo, mi discurso no había estado tan bueno—, y secaba sus lágrimas de barraco con la cacha de su pistola Esmiti Guasón. La comida resultó como me imaginé: caldo, chumpi, arroz y mole. Comí de todo, de cualquier forma yo ya estaba borracho. De mis cuatro me�tros de intestino, la mitad bailaba un vals y la otra mitad seguía con “El Rascapetate”.

Esa tarde llovió en El Chiflido. El camino de tierra se convirtió en un lodazal intransitable y un camión se atas�có en la salida del rancho bloqueando el paso. Don Pichi ordenó:

—Mañana sacaremos ese buey de la barranca. Por hoy todos son mis huéspedes. Las camas y hamacas son para mujeres y niños. Los barracos acomódense ’onde puedan.

Me senté en un incómodo butaque del corredor, era las ocho de la noche cuando me quedé dormido, perfecta�mente borracho.

El canto de un gallo —a veinte centímetros de mi oído— me despertó en la madrugada, anunciaba que la primera cruda de mi vida había llegado. Mi cerebro comenzó a fun�cionar, pero muy lento. La cabeza me dolía, y más fuerte aún era un sentimiento de culpa. Me paré y le ofrecí dis�culpas a la primera pilastra que topé. No me acordaba de muchas cosas. ¿Ofendí a alguien? ¿Insulté? ¡Diosito santo! ¡No volvería a tomar licor en toda mi vida…! No, una vida

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no era suficiente, ¡en tres vidas futuras no probaría nada de alcohol!

Buscaba una fuente de agua para mitigar mi sed. Mi ins�tinto de supervivencia me llevó hacia una hielera ¡Mi salva�ción! Justo cuando me disponía a levantar la tapadera del artefacto, escuché una voz conocida:

—¿Qué buscas, muchacho?Era don Pichi. Me acordé de mi fallido discurso y empe�

cé a balbucear una disculpa.—No, no, no, todo está bien —dijo, conciliador—. Sólo

te quedaste dormido muy pronto, te falta entrenamiento en esto de la chupazón. ¿Qué quieres?

—Tengo mucha sed, don Pichi, busco un refresco o dí�game donde está la tinaja, el tanque, el río, lo que esté más cerca —concluí.

El viejo metió la mano en la hielera y sacó cuatro cerve�zas. Al verlas se me revolvió el estómago. Me dio un par, y dijo:

—Tienes cara de muerto. Aquí está tu remedio. ¡Órale!Quise huir, pero mi ánimo no estaba para hacer ejerci�

cio. Mis arcadas estomacales presagiaban tormenta. Me ne�gué a dar el primer trago, pero el viejo se mostró inflexible:

—¡Es tu medicina! ¡Es tu alivio! —me miraba con el ceño fruncido.

Traía la pistola en la cintura. Recordé que don Pichi era un charro con flato. Él tomó su primera cerveza de un ti�rón, y también la otra; al terminar dijo:

—Tu turno.La cerveza estaba más tibia que el día anterior, la puse

en mi boca, el primer sorbo fue muy desagradable. Don Pichi me animaba diciendo:

—¡Es medicina, es medicina!

Tenía razón, era un vomitivo. Bebí la primera. El líqui�do jugueteó en mi estómago con la idea de regresar por donde entró. Recordé que mi héroe, Kalimán, el Hombre increíble, aconsejaba: “El que domina la mente, lo domina todo”. Me concentré y no vomité. Seguí con la otra cer�veza. Mi malestar cedió un poco. Don Pichi era un buen conversador, hablaba sin parar. Media hora después sacó otras cuatro cervezas, ya no tuvo que convencerme. Debo confesar, que la siguiente vez, fui yo quien sacó las cerve�zas del agua tibia. El malestar desapareció. Sentía hambre de nuevo. Don Pichi prometió:

—Ya están recalentando el caldo de chumpi. Vamos a desayunar sabroso. Están palmeando ya las tortillas.

Supe que una gran amistad nacía, una amistad que sólo el trago permite consolidar tan rápido. Don Pichi me en�señó algo muy valioso: “Al fuego se le combate con el fue�go”. El futuro me parecía maravilloso. Gracias a don Pichi entendí que la cruda ¡En vez de un tigre asiático, es un simple gato’e monte que sólo toma caldo de chumpi! Pero también me advirtió que si Proculito, el de abajito, o yo le volvemos a decir don Pinchi entonces vamos a platicar directamente con su Esmiti Güesón, porque yo lo bauticé así, y la fiesta era por su cumpleaños, no su bautizo.

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El ataúl negro

Vivir en Chiltepín, a la mitad del siglo veinte, era como estar en un pueblo sin ley del lejano oeste norteamericano del siglo antepasado. Los hombres andaban montados a caballo, usaban chaparreras, espuelas y pistola fajada al cinto. Las ofensas más triviales y absurdas se dirimían a balazos. Eran los jóvenes quienes, casi siempre, morían en forma violenta.

Agustín Jaime, sesentón, hombre tranquilo, había pasa�do ya la edad peligrosa de morir con violencia; él quería, llegado el momento —por supuesto, no tenía prisa—, morir en su cama, rodeado por su familia: Lupita, su esposa, sus dos hijas, su chucho, el Belga, y su loro, Pancho Pistolas.

Agustín Jaime era un hombre previsor —aprevenido, decía él—. Un día fue a visitar al carpintero del pueblo:

—Poncho —le dijo—, quiero que me hagás un mi ataúl de palo blanco, a mi medida, le ponés algunos adornito y lo pintás de negro, ¿se puede?

Al carpintero la petición le pareció, si no extraña, al menos inusual, pero la idea le agradó. Siempre lo hacían trabajar bajo presión, con un cadáver ya presente. Por pri�mera vez fabricaría un ataúd sin una familia presionando.

Cuando Agustín Jaime llevó a casa su ataúd, todo el pueblo lo vio cargar el féretro por varias cuadras. Lupi�ta, su esposa, sorprendida en un principio, y muy molesta después, se negó a compartir la recámara con él, pues su testarudo marido quería dormir en su caja:

—Pa’ irme acostumbrando —dijo. La señora refunfuñó:—¡Estás llamando a la desgracia, vos, Agustín Jaime!

—dijo alarmada—, hace tiempo que te estoy pidiendo un mi ropero, y en vez de eso, ahí venís cargando tu cajota de muerto… ¡’tas bien jodido!

Sus hijas también desaprobaron que hubiera comprado una caja fúnebre. Sólo el Belga y Pancho Pistolas se porta�ron neutrales con la decisión de su amo.

Esa noche, en Chiltepín, se juntaron tres circunstancias que eran frecuentes: baile, pleito y muerto. Los familiares del difunto ofrecieron comprarle el ataúd; Agustín Jaime se resistió un rato, al final se los vendió, claro, con una buena ganancia.

—Poncho —le dijo nuevamente al carpintero—, quiero otro ataúl, pero ahora que sea de cedro, le ponés mucho adornito y lo pintás de rojo.

De nuevo doña Lupe:—¿No te digo? Sos muy “río pa’rriba”, vos llamás a la

desgracia, compráme mi ropero Agustín Jaime, ¡sos muy caprichudo! Ya no comprés caja de muerto y roja to’avía.

A los pocos días, se juntaron otras dos circunstancias: una pistola y un pendejo jugando a la ruleta rusa. Un se�gundo después era un pendejo muerto. El ataúd fue reque�rido de nuevo. Agustín vendió su caja de cedro roja. Por supuesto, más cara que la anterior.

Después del desafortunado evento, Agustín Jaime man�dó a hacer un tercer ataúd, pero ahora de palo de mata ratón y lo pintaron de amarillo, lo llevó a su casa. A los tres días se murió un viejito —“se le complicó la vida”, decía como causa de muerte su certificado de defunción—, y otra ventajosa compraventa se llevó a cabo.

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El cuarto ataúd fue de pino. El quinto, de roble y el si�guiente de hormiguillo. Con cada nuevo ataúd obtuvo una atractiva ganancia.

—Poncho —le dijo al carpintero—, esta vez no quiero ataúl: trae mala suerte y ya no lo aguanto a mi mujer. Ha�céme un ropero y lo pintás de verde, como la esperanza: tengo la esperanza que nadie me lo quiera comprá.

Cuando Agustín Jaime llegó a su casa con el ropero ver�de, doña Lupita le dijo:

—No cabe duda, Agustín Jaime, ¡llamás a la desgracia! ’Ora que estamo vendiendo bastante ataúl, ahí venís con tu roperote verde, ¡no te digo, vos de un cólico me vas a matá! Si no te lo llevás a que lo hagan ataúl, en ese ropero vas a dormí ¡pa’ que te vayas acostumbrando, cabrón!

El menú

Sus padres le pusieron un nombre propio muy impropio: Adonis. Craso error: este Adonis tropical y costeño nada tenía que ver con el mítico personaje de gran belleza del que se enamoraron Afrodita y Perséfone, pues era chapa�rro, gordo, pelo chino, cachetón… y pobre.

Después de diez años de noviazgo, Adonis y Moruna planearon casarse, pero algo extraño pasó; inesperada�mente, la hermosa Moruna mandó a volar a Adonis y em�pezó un romance con Bruno, Pijije, Cordial.

Todos, menos Adonis, entendieron la causa: el Pijije era lo opuesto: alto, fornido, güero, ojos azules… y rico.

Despechado, Adonis se tomó unos tragos y le reclamó a Cordial su proceder. Ahí confirmó que su rival no le hacía honor a su apellido: quizá era Pijije, pero no cordial, pues en lugar de una disculpa, el exnovio recibió insultos y un par de sonoras bofetadas.

Adonis, vejado y humillado, decidió vengarse. Recurrió a su arma secreta: El Caldo’echaco, un viejo compañero de la escuela primaria —le decían así por su adicción a comer el estómago de las aves—. No sólo era el malo del grupo, ¡era el maldito de la escuela!, pero a él lo protegió siempre; claro, había que pagar un pequeño impuesto: una paleta, una torta, una gaseosa.

El Caldo’echaco era bueno para los sopapos, no para los libros, así que acabó haciendo de la violencia su profesión. La vida lo convirtió en golpeador profesional, y le fue bien,

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ahora percibía altos honorarios por enchuecar narices y romper jetas.

Cuando Adonis llegó a visitarlo, su amigo y protector practicaba el golpeo dándole patadas, codazos y sopapos a un costal de boxeo que colgaba de la rama de un árbol de mango en el patio de su casa. El Chaco (con el tiempo, el caldo de su apodo se evapó, y sólo le quedó el Chaco) le entregó un papel; ahí estaba el menú y honorarios de su “chamba”. Con su mala ortografía de siempre, su amigo escribió:

onorarios del chaco: “golpiador profecional”

cachetisa prebentiba 500 peso

Zopapiza ronpejetas 1000 peso

patisa con Votas mineras 2500 Peso

madrisa con corage 5000 pezo

madrisa c/h 7500 peso

PoM 10 000 peso

Cada concepto estaba adornado con un dibujito que más o menos mostraba cómo quedaría la víctima.

Adonis, preguntó:—Oí, vos, ¿qué es madriza c/h?—Madriza con hospitalización.—¿Y qué es PoM?—Pasaporte al otro mundo, pero esto no te lo reco�

miendo mucho, porque si luego me persigue la polecía, y si me agarran, luego te madreo a vos, y de gratis.

—Bueno, eso lo olvidemo’ entonces... ¿Cuál es la dife�rencia entre patiza y madriza?

—Dos mil quinientos peso —dijo el Chaco haciendo cuentas con mucha dificultad.

—Eso lo sé, ¿cuál es la diferencia en resultados de la agresión?

—Patiza: festival de patadas. Madriza: igual, pero con pérdida de dientes o fractura de nariz. Todo adornado con mentadas de madre o amenazas, cortesía de la casa —ofertó generoso.

Adonis sólo pudo pagar hasta patiza; pero él quería pre�senciar el pleito, ¡deseaba ver sufrir a ese canalla!, le infor�mó a su amigo que Cordial era su vecino y los sábados en las mañanas acostumbraba lavar su automóvil en la ban�queta de su casa.

—¡Hecho! Hasta el próximo sábado entonces, ahí verás sangre, patadas, fracturas, mentadas de madre.

El Chaco extendió la mano y dijo:—¡La mitad ’orita y la mitad después del trabajo!

¡Cayitos!—Chaco, espero que hagás bien tu trabajo —dijo Adonis.—Mi lema es: “Trato cerrado, cabrón madreado, hasta

que quede orinado el desgraciado”.Fiel a su costumbre sabatina, el Pijije Cordial salió a la

calle a lavar su carro. El vengador llegó puntual, el Chaco caminó por la banqueta y pateó un balde con agua; Cor�dial se bajó del carro y algo le dijo; Chaco regresó y la riña empezó.

Sonaron media docena de cachetadas. Siguió un festi�val de patadas ¡Era la patiza! Adonis pensó: “Ya, vos, cho�rizo, dejálo ya”. De patiza subió a madriza. Observó una nariz sangrando y posiblemente dos costillas fracturadas, ya era “Madriza c/h”. Definitivamente, no era lo acordado, lo pactado.

Al siguiente día, el Chaco, rengueando, llegó a cobrar:—¡Misión cumplida: dame mi paga!

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—¿Cuál misión cumplida, pinchi Chaco? ¡Si te madrea�ron gacho!

—Hubo lo que prometí: sangre, nariz fracturada, pata�das, mentadas de madre.

—¡Pero si la madriza te la dieron a vos, pendejo!—Mi lema es: “Trato cerrado, cabrón madreado, así sea

de mi lado”. ¡Cayitos!

El plan B

Don Pioquinto, a pesar del Pío de su nombre, no era piadoso. Ni siquiera fue el quinto hijo. Era intolerante y cabrón, trataba a su familia con mano dura; pero toda esa dureza desaparecía cuando escuchaba —y se ponía a cantar— “Nuestro juramento”; esa canción convertía su insensible corazón en un panal con miel, y su tosco sem�blante semejaba un rostro de virgen doliente, y así, no sólo cantaba, sino que actuaba su apreciada melodía:

Si yo muero primero, es tu promesa

sobre de mi cadáver, dejar caer

todo el llanto que brote de tu tristeza

y que todos se enteren: fui tu querer.

Una tarde, en la que su sensibilidad estuvo particu�larmente exacerbada, y después que cantó y actuó va�rias veces su melodrama, posesionado en su papel de cadáver, llamó a su esposa e hijos para involucrarlos en la escenificación de su romántico martirio. Quirina, su esposa, debería prometer llorar sobre su cadáver, pero no sólo eso —Pío era de gustos difíciles—, así que los instruyó sobre los pasos a seguir el día que muriera; emo�cionado, les habló:

—Familia, hoy estoy bien, pero mañana… ¡Sólo Dios sabe!

Y empezó a dar instrucciones:

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—Quiero que me velen en casa y ahí lloren: “todo el llanto que brote de sus tristeza”. Compren un ataúd, el más barato, pues únicamente lo voy a usá un rato. ¡Ah!, y cuando yo ya esté ahí, bien tieso, nada de: “Abran la caja, me quiero despedir o lo quiero ver”. No hay cadáver bonito, así que, ¡tapa cerrada y a la fregada! —dictaminó.

Los hijos y la esposa escuchaban atentos, expectantes, pero sin entender la situación, pues Pioquinto estaba más sano que caballo ganador de hipódromo. La muerte le pre�ocupaba nada más cuando cantaba “Nuestro juramento”. Pío levantó la voz:

—¡Quémenme! ¡Ensirénenme! —Y puso sus condicio�nes—, sólo esperen a que me muera y cuando me lleven a horniá, no caminen lento, suban mi cadáver a un carro y… ¡avancen en chinga!

Su mujer lo corrigió:—Sera incinérenme, porque, ¿cómo le hacemo pa’ en�

sirenarte?El difunto en ciernes no le hizo caso y siguió hablando:—Voy a comprá una naranja y pondré en una maceta

sus semilla. La cuidaré con esmero pa’ que brote rápido una plantita. Cuando me muera, escarben un hoyo en el fondo del patio, coloquen ahí mis ceniza, planten el naran�jo encima, así yo seré el abono. Cada fruto, cada naranja, tendrá algo mío.

Jasón, su hijo consentido, dijo:—Papá, si tienen algo tuyo las naranjas van a estar muy

amargas.Su hija, Eva, también opinó:—Van a ser naranjas de muerto: podridas. ¡No las pien�

so comer!Doña Quirina no tuvo piedad:

—Pío, casi todo lo que pediste se hará. Lloraremos so�bre tu cadáver. No vamo’ a permití que te miren; aunque no creo que alguien lo pida: si vivo nadie te quiere ver, por chocante y cae mal —le aclaró—, muerto… ¡Muchísimo menos!

Al viejo no le agradaba el rumbo que tomaba el asunto, su familia no compartía su sentimiento. Quirina le dio la puntilla:

—Te llevaremos al crematorio a velocidad crucero; pero eso del árbol de naranja, ¡no! ¿Qué dirá la gente cuando me vean chillando, si es que lloro, frente a un árbol que da pura naranja podrida?

Decepcionado, don Pioquinto, vio cómo su familia ha�bía destrozado su gran final, decidido pasó al plan B:

—Bueno, entonces no me hagan caso; no lloren sobre mi cadáver, abran la caja al que lo pida, que me vean con los ojo en blanco y la boca abierta, ni me entierren bajo el naranjo. ¡Sólo tiren mis ceniza al escusado! —y enfatizó—: No se les olvide jalar la cadena: no quiero estar viéndoles el jonís a ustedes; tampoco quiero que lloren con “cierta” parte de su cuerpo sobre mis ceniza… ¡Trío de cabrones insensibles!

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El primer asalto al banco

Mi pueblo era pequeño, tan pequeño, que todos acabá�bamos siendo vecinos. Doce cuadras de largo por seis de ancho, rodeado por caudalosos ríos (caudalosos sólo en tiempos de lluvia). La actividad comercial crecía cada vez más, nuestra Calle Central semejaba la Quinta Avenida de Nueva York —bueno, toda proporción guardada—, así que, en 1950 llegó la modernidad: el Banco de Comercio instaló una sucursal a una cuadra del parque.

Con los bancos llegan los empleos, los créditos, las in�versiones y… ¡los asaltos! En mi pueblo no había ladrones, al menos no de bancos, si acaso se solía robar a las novias (a veces con la exigencia de ella y la complicidad de la mamá). Los primeros robabancos llegaron de fuera, eran forasteros, que entre otras cosas, ignoraban que al dinero nosotros le decimos la paga.

Un mediodía de diciembre, cuando mucha gente hacía transacciones comerciales, dos empistolados entraron al banco y gritaron:

—¡’Ora sí, putos! ¡Esto es un atraco; echen la marmaja y no se pasen de ojetes porque los agujereamos!

Perplejos empleados y clientes, escucharon a los facine�rosos gritarles putos, atraco, marmaja, ojetes… ¡no enten�dían ese lenguaje extraño!

El Sopaguada, que entró al banco a cambiar un billete, entendía el caló chilango —como chofer de camión de car�ga, con frecuencia viajaba a la capital—, les tradujo:

—Dicen que todos ustedes son mampo, que vienen a robá, que quieren toda la paga y que no se hagan los vivo, porque les van a echá harta bala.

Sin más, el dinero pasó a manos de los asaltantes, que en su huida se llevaron también al intérprete —habían visto ya su utilidad—. Subieron al primer taxi que encon�traron estacionado: el Studebaker de la Culeca —ese auto había sido de mi primo, el Mapechiapa, y éste lo exprimió; el carro ya había dado todo—. Una vez dentro del coche, le ordenaron al taxista:

—Pinche chafirete, pélate pa’ la capirucha y… ¡buzo ca�peruzo o te quebramos!

El Sopa tradujo:—Culeca, agarrá pa’ Tuxtla y ponéte vivo, si no, te van

a jodé a vos.El gran escape comenzó. La Culeca salió a la carretera,

pero antes les advirtió:—Yo sólo servicio local doy.—¡Qué local ni que la chingada, te vas en chinga y chi�

tón boca!—Que te apurés ligero y calláte tu trompa —tradujo el

Sopa.La carretera, como siempre, estaba fatal: terracería,

piedrecería, con hoyos que podrían competir exitosamen�te con los cráteres lunares. El carro de la Culeca estaba más jodido que el camino. Por el exceso de velocidad en la huida (40 km/hora), a escasos cinco kilómetros del pueblo sufrieron la primera avería, una llanta ponchada; se baja�ron los ocupantes del auto:

—¿Y la refacción? —preguntó un ladrón.—’Caso hay pué —dijo la Culeca.—¿Qué quiso decir este güey? —le preguntó al traductor.

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—Dice que nunca ha tenido.El chofer recibió dos mentadas de madre y dos sopa�

pos, uno por cada ladrón. Siguieron adelante con la llanta ponchada. En la subida del Portillo de Zaragoza se poncha�ron dos llantas más: segunda putiada y segunda sopapiza.

Un asaltante le preguntó:—Oye tú, Canica… ¿Qué otro problema tiene esta

carcacha?El intérprete:—Es Culeca, no canica —le aclaró al malandraco y en�

seguida tradujo—. Vos, pendejo, ¿qué otra chingadera tie�ne tu charchina?

—Ve Sopaguada, no jodás: no dijo pendejo, nomás me dijo güey —protestó el chofer—. Les iba yo a decí que no traigo suficiente Mexolina, a echarle iba yo. Tercera rega�ñada, y otra madriza.

Mientras tanto en Villaflores, tío Sebastián, encargado de la telefonía regional, dio la alarma sobre el robo del banco a los poblados donde era probable pasarían los asaltantes:

—Villaflores llamando a La Garza… Villaflores llamando a la Garza… Garza… Garza… Garza ¡Contesten, cabrones! ¡Por qué no contestan!

La Garza respondió y los Fernández, que controlaban ahí las llamadas locales, fueron informados del asalto.

Tío Sebastian empezó otro enlace: —Villaflores llamando a Obregón… contestá, Obre…

contestá, Obre… ¡con una chingada, contestá, Obre!…De pronto se metió un tercero:—Tío, aquí Agrónomos Mexicanos, ¿qué pasa pue?—¡No te metás, Agrónomos, no te metás, no es contigo

el asunto, con Obregón quiero hablá!

Los Moguel, de Cristóbal Obregón, contestaron y tam�bién fueron informados del robo.

Los Fernández y los Moguel recorrieron la carretera alertando a los ranchos vecinos. En El Desvío de Zarago�za hicieron una barricada, ahí estaban parapetados: los Corzo, del rancho Sinaloa; los Velasco, de Salto Chiquito; los López, de Covadonga, y los Moreno, del Desvío de Za�ragoza. Todos descendientes de mapaches, bien armados y dispuestos a capturar a los bandidos; el más entusiasta era tío Fulgencio, Gencho González, que a sus noventa y dos años, sordo, y con Mal de San Vito, sostenía entre sus temblorosas manos una escopeta de doble cañón mien�tras gritaba:

—¡’Ora sí, carrancistas, hijos de la chingada, aquí está sus mero padre, el capitán mapachi Fulgencio González!

Todos le advertían: —¡A pue, tío Gencho, no chingue, no mueva tanto su

mano, apunte’sté pa’ otro lado…!El Studebaker, con sólo una llanta buena, penosamente

avanzaba a paso de carreta. El motor calentó y echaba más humo que el horno donde hacía pan doña Herlinda Cuadrado. Al llegar al Desvío los bandidos vieron la ba�rricada: cuatro carretas con todo y yunta de bueyes tapa�ban el paso, atrás, veinticinco hombres armados hasta los dientes esperando entrar en combate.

El Sopaguada les advirtió a los ladrones:—’Uta, son un chingo y ahí está tío Gencho, ese tiene

fama que en la revolución le gustaba colgá del pescuezo a todos los ladrón.

Con las manos en alto salieron del carro los malandri�nes, y gritaban:

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—¡Piedad para el que sufre, piedad para el que llora! ¡Nos rendimos! Preferible el bote a tener que soportar a este desgraciado Caloca y su pinche carcacha.

El Sopaguada rectificó de nuevo:—¡Culeca, es Culeca!Tío Gencho que en la revolución nunca tomó prisione�

ros, tampoco aceptaba rendiciones, disparó su escopeta sobre la única llanta buena que tenía el Studebaker. Entre todos lo desarmaron pues todavía le quedaba una posta y el viejo revolucionario estaba totalmente fuera de control.

—¡Al ataque mapachis, que no quede ni uno vivo! —gri�taba ya sin la escopeta.

El Studebaker hasta ahí llegó, por muchos años estuvo en la orilla de la carretera como símbolo de que en mi pueblo, si quieres robar algo, hay que ser prevenido, lleva tu carro y no te subas al taxi de un irresponsable para que te lleve a Tuxtla.

La Culeca se defendió:—¡Ah, puta!… Si yo clarito se los dije, les alvertí que yo

puro local, del puro Villaflores… ¡’Ora sí ve… que ya yo! ¡Yo puro local! Y me mentotiaron mi madre y toavía me sopapiaron.

El Sopaguada hizo su última traducción a los rateros:—La Culeca se los dijo, y ustedes todavía le pegaron,

cabrones.Ellos estaban muy molestos con el taxista:—Pinche Calaca, él fue culpable de nuestro fracaso.—¡Culeca, cabrones, Culeca!

El suicidio del Calcetín

El Loco Lira y Chepita Lucero formaron siempre un matri�monio muy especial. Ellos durante el día discutían, pero llegaba la noche y la cosa cambiaba, ambos vibraban en la misma frecuencia. Escribían apasionadas cartas a Pa�rís —lugar de donde vienen todos los bebés del mundo—, pero por mala ortografía es posible que las cartas llegaran a otro lado; ellos ignoraban de dónde, pero llegaban, uno tras otro, hijos saludables: cuatro varones y cuatro muje�res. Con el tiempo se convirtieron en la familia más dis�funcional del barrio. Los Lira�Lucero vivían en permanente desacuerdo interno, pero cerraban filas ante alguna ame�naza de fuera. Visitarlos se convertía en una experiencia inolvidable —todos hablaban al mismo tiempo y nadie es�cuchaba—, era como visitar una granja de guajolotes.

El excéntrico jefe de familia decía ser arquitecto, “de oído”; así pues, a cada hijo le construyó su recámara. Ahí reinaba la anarquía. La casa de tres niveles se parecía al juego de mesa Serpientes y escaleras —subidas y bajadas por todos lados—. Las abigarradas habitaciones desembo�caban a un corredor interno en forma de herradura. Al centro, un pequeño jardín adornaba el caos, un tanque lateral almacenaba agua y del lado opuesto un almendro les proporcionaba algo de sombra, poca fruta, abundantes chinacas y muchísima basura.

Al clan familiar lo completaban las mascotas que te�nían: los Rigual, tres gatos flacos que sólo comían cuando

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cazaban alguna chinaca; el Tunante, un loro hablantín cari�amarillo, que misteriosamente llegó solo a la casa y nadie lo reclamó; los Salvatruchas, media docena de pendencie�ros pijijes; el Choco, un viejo gallo ciego que, al no ver la luz solar, cantaba a deshoras; cerraba el elenco el Calcetín, noble chucho criollo que, de cachorro, solía jugar con esas prendas; era de Mincho, el primogénito de la familia.

Las mascotas suelen copiar la conducta de las familias con las que viven, por lo tanto ellos también eran todo un caso: los Rigual no querían al Tunante, el loro azuzaba al Calcetín contra los Rigual, y en general, azuzaba a todos contra todos; los Salvatruchas detestaban al Choco, y él no podía ver a nadie, pues… ¡estaba choco!

El Calcetín —como todos los animales— tenía alma, un alma muy sensible y sufría por la inestabilidad emocional del clan. Todos lo maltrataban, menos Mincho. El perro poco a poco se volvió desconfiado, rencoroso y rasquita. Mincho se ausentó de casa una temporada. Los maltratos al Calcetín arreciaron: el chucho colapsó emocionalmente. Como el lobo de Gubbio, se volvió malo y pensó: “Pinchi vida de perro, más valdría no haber nacido”. Con el paso del tiempo la idea del suicidio comenzó a permear más y más en su atormentado cerebro.

Una noche, Calcetín tuvo su oportunidad; lo amarraron corto al almendro, brincó por una de las ramas en forma de horqueta y así quedó colgado del pescuezo. En su ago�nía, el chucho alcanzó a ver un túnel y, al final del mis�mo, una luz brillante, y más allá ¡cientos, miles de perros gordos y felices jugando! ¡Era el paraíso de los chuchos buenos!

Pero no contaba con que el Tunante daría la voz de alarma:

—¡El pendejo del Calcetín se muere! ¡Se muere el pen�dejo del Calcetín!

Los Rigual maullaron, los Salvatruchas alborotaron, el Choco cantó. La bulla salvó al suicida: el túnel, la luz y la chuchada gorda y feliz se desvanecieron.

Los Lira�Lucero llegaron a la conclusión de que el Tu�nante tenía razón: el Calcetín era muy pendejo: nunca imaginaron que él quisiera suicidarse viviendo en una lin�da casa y con una linda familia.

El segundo intento de suicidio llegó unas semanas des�pués, el chucho se tiró un clavado al tanque con agua. Él ignoraba que los perros nadan por instinto. Nadó, nadó… nadó… “de perrito”. Agotado, se dispuso a cambiar de es�tilo: y empezó a nadar “de muertito”: otra vez vio el túnel, la luz y la chuchada feliz, y reconoció a algunos ya más gordos, mientras que él estaba cada vez más flaco y otra vez sintió la felicidad y la salvación.

El Tunante de nuevo metió el pico:—¡El pendejo del Calcetín se ahoga! ¡Se ahoga el pen�

dejo del Calcetín!Los Rigual maullaron, los Salvatruchas alborotaron, el

Choco cantó; el escándalo de los animales salvó otra vez la vida del Calcetín. El túnel, la luz, los chuchos gordos y contentos… se fueron de nuevo.

Los Lira�Lucero reafirmaron su idea: el Calcetín no era un chucho pendejo cualquiera, sino el nivel más alto en cuanto a la pendejez.

El Calcetín, frustrado en sus intentonas de autotranspor�tarse a la otra vida, agredía a todos: mordió a un vecino, dejó malheridos a dos Salvatruchas, por poquito mata a un Rigual, y al que atacó con más ferocidad fue al loro, por hocicón: había localizado que él era el causante de todas

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sus desgracias, y si el loro se salvó fue por el escándalo que armó, apenas lograron sacarlo vivo de las fauces del furioso y justiciero Calcetín. El chucho, al ver que fracasa�ba en sus intentos de suicidio, se volvió malo entre los más malos de Malolandia! El vecino mordido gritó:

—¡Tiene rabia! Los Lira�Lucero, temerosos, salieron a la calle dejando

al enloquecido chucho adentro de la casa. Escondido tras una pilastra, Calcetín intuía lo que estaba a punto de pasar, pensó: “Cuando quise morir me salvaron… ’ora se joden”, y se dispuso a luchar.

El rencoroso vecino, dijo:—Ese desgraciado chucho, tiene hidrofolia.Los Lira�Lucero, por vez primera en mucho tiempo, se

pusieron de acuerdo: el Calcetín no era pendejo, ¡estaba bien, pero bien loco! y dieron su veredicto final: estiraron los brazos con los pulgares hacia abajo. Señal de que el Calcetín debía morir.

El vecino mordido llevó una pistola, y a las dos de la tarde empezó la balacera. La buena puntería no era lo suyo; anochecía ya y él seguía disparando y el Calcetín escondiéndose. La gente que había en la calle se burlaba, después de cada disparo fallido, gritando: “¡Ole!” y le echa�ban porras al Calcetín.

En el interior de la casa, los Rigual, el Tunante, los Salvatruchas y el Choco, espantados, presenciaban el es�pectáculo tratando de esconderse y de esquivar las balas. Después de cada balazo el loro gritaba: —¡Óra, pendejo, si el choco es el gallo!

El escándalo de la balacera hizo que la policía intervi�niera. Cuando ya preparaban el pelotón de fusilamiento para ultimar al chucho, aconteció el milagro: ¡Mincho apa�

reció! Sin temor alguno entró a la casa y abrazó a su perro. Calcetín aplaudía con la cola y lamía feliz la cara de su amo, la gente afuera de la casa aplaudía la escena. Mincho, molesto, reprochó a su familia:

—¡Runfla de cabrones! Si no llego a tiempo matan al Calcetín, ¿y después, qué? ¿van a seguir con los Rigual? ¿el Tunante? ¿los Salvatruchas? ¿el Choco?… ¿Y por qué no al vecino?

Los Lira�Lucero, avergonzados, enmudecieron. Voltea�ron a ver a las otras mascotas, y éstas reaccionaron:

El Choco cantó una llamada de atención. Los Salvatru�chas disciplinados hicieron una fila, tomaron su distancia y en seguida pusieron el ala derecha sobre el corazón. El Tunante con meliflua y entonada voz cantó:

—¡Compatriotas: que Chiapas levante una oliva de paz inmorta�al…!

Los Lira�Lucero al ver y escuchar a sus mascotas enten�dieron que en esta vida, antes de recurrir a la violencia, es preferible un canto de amor y “levantar una oliva de paz inmortal”. El Tunante terminó de cantar su versión del “Himno a Chiapas” como un profesional, pero mirando con miedo al Calcetín, pues ya sabía de lo que era capaz, pensó congraciarse con él. Así pues, con los acordes fina�les, el loro cantó:

—A la gloria camine triunfal. Tan, tan —y cerró con un grito—: ¡Que viva el pendejo del Calcetín!

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Aquiles Archundia y sus pantuflas

Instalaba mi consultorio veterinario en una céntrica ca�lle de Tapachula, cuando llegó una persona que le calculé unos sesenta y cinco años, de plateada pátina en el cabe�llo, y con una amistosa sonrisa en su no muy ajado rostro.

—Vengo a saludarlo —me dijo—: soy el licenciado Aquiles Archundia, mi despacho está aquí, al lado. Espero que seamos amigos.

Me tendió la mano y se rió; su risa sonaba como un saxofón bajo interpretando un solo.

Mi nuevo amigo no me dejó agradecer sus palabras de bienvenida, y continuó:

—Vi su nombre en el letrero de la entrada: deduzco que es usted de la Frailesca, ¿o me equivoco?

—No, no se equivoca. Soy de allá.—¿Su papá es Enrique, el Gordo Orozco?Él sabía quién era yo. Yo ignoraba quien era él. Le acla�

ré cuál de los dos era mi padre.—Con su tío, el Gordo, fuimos compañeros de cuarto

en la Casa del Estudiante, en la Plaza del Carmen, en la Ciudad de México. Su papá era más joven que nosotros; él llegaba a visitar a su hermano, ahí nos hicimos amigos.

Aquiles Archundia era un gran charlista, más bien, era un gran monologuista: apenas dejaba hablar a los demás. Su técnica para arrebatarte la palabra y hacerte callar cuan�do pensaba que ya habías hablado demasiado —y lo pen�saba muy pronto—, era impecable: aprovechaba cualquier

pausa y exclamaba: ¡Bueno! Así, te sorprendía, callabas, y de nuevo agarraba el timón de la plática.

Mi amigo Archundia estaba recién divorciado. Con su ahora exesposa tuvo una numerosa familia —tenía hijos de más edad que yo—. En cuanto estuvo libre, se casó con su joven secretaria; ésta practicaba el sutil arte de la coquetería —no muy sutilmente—, por lo tanto, Archundia vivía en estrés constante, pero él lo manejaba con mucha discreción. Yo sabía cuando tenía problemas con su nueva pareja, porque sus “¡Buenos!” eran más frecuentes y los monólogos que venían después, más ácidos. Opté por no hacerle caso. Aprendí técnicas de evasión mental: mien�tras Archundia hablaba, mi espíritu andaba de visita por el Himalaya, incluso lugares más lejanos, como la Luna y otros planetas de nuestro sistema solar. A pesar de todo, éramos buenos amigos y acabamos siendo compadres.

Él no tenía mucho trabajo, así que su tiempo libre lo pasaba en mi consultorio tomando café y con su acostum�brado soliloquio. Un día, llegó un muchacho solicitando atención para su perro enfermo; Archundia, parecía co�nocer a todos los habitantes de Tapachula, cuando oyó el nombre del joven, le preguntó:

—Oye, ¿tu papá no es uno que metieron al bote porque defraudó al Banco de Crédito Ejidal?

El jovencito, nervioso, explicó:—Sí, licenciado, es mi padre, pero él no defraudó a na�

die: fue un lamentable error.De nuevo, él, con su diplomacia de elefante en cristalería:—¡Bonito error!, pero pasó un buen tiempo en el “bo�

tellón”, ¿no?Cuando el joven se fue, comedidamente, le hice sa�

ber que había actuado mal. Se sintió apenado. Me ofreció

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disculpas. Prometió ya no hacer comentarios impruden�tes, lo que, por supuesto, no cumplió, pues la imprudencia parecía ser su costumbre; además de que —como buen licenciado en Derecho—, creía saberlo todo y siempre te�ner la razón. En las pláticas luchaba enconadamente hasta imponer sus puntos de vista, no cedía nunca, así que, en esta ocasión, me pareció extraordinario que mi compadre pidiera disculpas.

Solamente una vez habló conmigo del problema que le producía la conducta de su nueva esposa.

—Compadre —dijo compungido—, mi mujer me “pone el cuerno”.

La inesperada confesión me tomó por sorpresa.—Y ¿qué piensa usted hacer?Archundia era un hombre visionario, pues dijo:—Al casarme con esta joven yo sabía que algo así podía

pasar, y… ¡ya pasó!, pero hay algo que de ninguna manera puedo tolerar más… ¡y tiene que ser lavado, a más tardar, hoy mismo!

—¿Qué cosa? —pregunté alarmado, pues eso de lavar honras mancilladas suele hacerse en el campo del honor, con un arma como detergente, y con la sangre del ofensor como único líquido solvente posible.

—¡No puedo tolerar que ese fulano use mis pantuflas! —dijo, colérico— ¡Se ve que está grandote el cabrón! Por�que ya me las enchuecó las dos, y además… ¡apestan! ¡Las tengo que lavar yo, personalmente! ¡Hoy mismo! —dijo resuelto.

Al escuchar eso sentí alivio, pues con soluciones así, mi compadre jamás pisaría una cárcel, y su familia y amigos nos ahorrábamos un montón de molestias para ir a visitar�lo; fue mi turno de interrumpirlo:

—¡Bueno! —le dije— ¡Uf, qué susto, compadre! Le re�comiendo que en lugar de jabón, use una solución de Iso�dine: es buen desinfectante y hace mucha espuma; con eso yo desinfectó las heridas de los animales, pero sólo en casos graves, ¡tan graves como el de esas pantuflas suyas!

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Échale un ojo a la suegra

—Papá, ¿me das money para comprar dulces?El peticionario bilingüe era mi hijo de cuatro años de

edad, que tenía fuerte adicción a consumir golosinas. —Por supuesto —contesté—, pero antes, ¿no se te

olvida algo?—¿Camino en tu espalda? —preguntó.Para distraerlo y evitar que sufriera un colapso “dul�

ceal”, ideé un jueguito que a los dos nos servía: con sus pies descalzos, él caminaba sobre mi espalda, mientras yo me movía —muy poquito—, para tirarlo al colchón. Pe�saba veinte kilos; así me daba un agradable masaje y en ocasiones se divertía tanto, que hasta se olvidaba de las golosinas. Caminó sobre mi espalda por varios años. Sus�pendí el juego el día que escuché que, mientras él brincaba feliz; mis pobres vértebras tronaban como palomitas de maíz en microondas.

Cuando cumplió veinte años, mi hijo medía más de un metro ochenta, complementados con ochenta kilos de peso. Estudiaba en otra ciudad y un día, al regresar a casa de vacaciones, me dijo:

—Te tengo una gran noticia.—¿Te dieron una beca por ser el mejor estudiante de la

universidad?—Frío, frío.—¿Descubriste alguna nueva Ley Universal, como las

de Newton?

—Papá, estudio Derecho, no Física.—¿Cuál es la gran noticia, entonces? —pregunté

empezando a sentir algo de preocupación por la posible respuesta.

—Ya tengo novia y la invité al cine, así que ¡Dame mu�chas “libras esterlinas”!

Saqué mi cartera y le di un billete, mientras bromeaba:—Me salías más barato cuando pedías money para com�

prar dulces —me quejé.—Ni modo jefe, todo evoluciona.—Viejazo, espero que tu novia sea una muchacha, por�

que como están las cosas ahora, hasta miedo da preguntar.—Es una muchacha, papá. ¡Y está muy linda! ¡Dame

más liras!Otro billete cambió de cartera.Dora Celina —mi abnegada— asegura que, cuando de

dinero se trata nunca estoy actualizado; piensa que me quedé estacionado en el siglo veinte.

—Papá, dame más divisas, o ¿quieres que camine en tu espalda?

No sabía si era oferta o amenaza, así que, mejor “aflojé el codo” y otro billete cambió de destino.

Creí que era un buen momento para transmitirle algo de mi experiencia —en lo que a noviazgos se refiere—, hice mis tres acostumbrados movimientos previos cuando trato asuntos de importancia: aspiré, me inspiré y aconsejé:

—Hijo, ahora que tienes novia, escucha esto, te va a servir: si ella está linda ¡Qué bueno! ¡Fabuloso! Pero no la veas a ella, es importante que observes muy detenidamen�te a su mamá; ve como tratan al suegro: ella será igual a su mamá dentro de veinticinco años y como tu suegra trate a su esposo, serás tratado tú —y cerré fuerte el diálogo,

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como suelo hacer—. Sí, viejazo, no falla: ¡Échale un ojo a la suegra!

Me sentí muy satisfecho de mi papel en la transmisión de la sabiduría que una generación debe de pasar a la si�guiente; sobre todo, cuando vi a mi junior ponerse serio, cejijunto y preocupado; en mi interior me felicité: “No cabe duda que eres un chingonazo para aconsejar, le caló hondo lo que le dijiste”.

Ahí debí callar, pero no lo hice.—¿En qué piensas, meco? —pregunté.No cabe duda que ese ingrato es mi hijo, él también

acostumbra cerrar fuerte los diálogos:—Viejazo —dijo—, pienso que, ojalá a ella su mamá no

le vaya a aconsejar: ¡Échale un ojo al suegro! Porque así será tu marido dentro de veinticinco años: ¡Codo! ¡Fiero! ¡Y malo pa’ dar consejos!

Historia de amor

Para mi sorpresa, había nueva inquilina en el penthouse (cuarto de la azotea) del departamento de Miguel Laurent, frente al Parque de los Venados, en la Ciudad de México. Vi�vían ahí amigos con los que solía pasar los fines de semana. El departamento era punto de reunión de todos los paisanos que estábamos, en ese entonces, en el Distrito Federal.

Cuando llegué, ella aseaba el depa, fue una agradable sorpresa, la saludé y pregunté:

—Chula, ¿cómo te llamás?—Amelia Bautista —dijo mientras se afanaba trapean�

do el piso.La observé bien. Algunos de sus ancestros debieron ser de

la tribu Masai de África: alta, morenaza, cabello pipinqui, buen cuerpo. Sus cuatro incisivos superiores eran de oro macizo.

Seguí interrogándola:—¿De dónde sos, Amelia?—De Taxco.—Hay minas de oro por ahí, ¿verda’?—Algunas —y sonrió.Llegó la pregunta crucial:—¿Y qué hacés aquí?—El doctor Chali me dijo que mientras encuentro traba�

jo, puedo vivir en el cuarto de la azotea; a cambio haré la limpieza del departamento, y algunos trabajos especiales.

—¿Trabajos especiales? ¿Cómo cual?—Como cuidar su guardarropa.

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—Entonces, ¡felicidades!, no vas a chambear mucho porque el Chali tiene solo dos mudas: dos pantalones y dos camisas.

—También me dijo el doctor que puedo servirles de ins�piración a dos artistas que viven aquí: un compositor y un poeta, pero no los conozco todavía.

—Eso sí va a estar más cabrón, porque tanto el poeta, como el compositor, requieren de dos días de chupar trago pa’ comenzar a inspirarse; pero contigo y con lo chula que estás a lo mejor sólo necesitarán un día y medio.

Amelia Bautista era alegre y bromista, fue bien recibida por la comunidad estudiantil chiapaneca. La morena no inspiraba, más bien transpiraba, pues limpiar el departa�mento después del desorden que dejaban nuestras fies�tas era, muy complicado. A ella le gustaba cantar —no lo hacía mal, tenía la voz parecida a Celia Cruz, la cantante cubana—. A nosotros nos gustaba que cantara, se volvió la atracción principal del desprestigiado departamento.

El Chali peleó el derecho de enamorarla, y dio un argu�mento irrebatible: “Yo la hallé”. Tuvo éxito. Amelia Bau�tista y él hacían dueto, cantaban muy juntos, nariz contra nariz, al estilo Carmela y Rafael. El romance floreció. Me recordaban a los protagonistas de la película Historia de amor. Ver a mi pariente y a su amada en el Parque de los Venados corriendo en cámara lenta, con los brazos abier�tos para encontrarse y besarse, era enternecedor.

Pero ese amor, en verdad, era un plan maquiavélico del galán; éste, en cada beso, deliberadamente chocaba sus in�cisivos contra los de ella, hasta que le aflojó el primer diente de oro. Como mi primo estudiaba Odontología, se ofreció para extraerle gratuitamente el “peligroso” incisivo flojo.

La situación económica de Chali mejoró: compró más ropa y era muy generoso a la hora de las coperachas caguameras.

Observamos la coincidencia entre la extracción del diente y la reciente bonanza del novio. Semanas después, la historia se repitió; Amelia Bautista apareció con sólo dos dientes de oro y todo fue igual: más ropa y más chelas. La muchacha pronto se quedó con un solitario diente de oro.

Presionamos al futuro odontólogo, quien confesó su responsabilidad en el progresivo enchinijamiento de su novia. Le exigimos tuviera compasión y dejara en su sitio el último diente de Amelia Bautista, cínicamente confesó:

—Amigos, juro que ella conservará ese solitario diente: le sirve para chiflar cuando pide un taxi y para destapar mis cervezas ¡No soy tan insensible!

Por supuesto, el Chali incumplió su promesa. Cuando Amelia Bautista se despidió de él, porque encontró un tra�bajo donde sí cobraba, con ojos llorosos le ofreció a su amada una última prueba de amor:

—¿Qué me vas a dar mi Chali? —preguntó la taxqueña.El galán, asestó el golpe final:—Te voy a poné un tu puente completo y fijo, y extrae�

ré ese hórrido diente de oro.La morenaza con su nueva dentadura —resultado del

magnífico trabajo de Chali—, vivió su mejor historia de amor, pero no con él. El dueño del edificio, un señor flaco y menudito de setenta años, al que cariñosamente apodába�mos el Car’ecortatripa, se enamoró de ella y se casaron. El Car’ecortatripa nos corrió del depa, argumentando una deuda de seis meses de renta —mintió, la deuda era de un año—; pero Chali juraba que el verdadero motivo del desalojo era que el veterano dueño del edificio sentía celos de él por su parecido con el karateca y actor de cine Bruce Lee, y —con muy mala leche— diagnosticó: el Car’ecortatripa tiene una en�fermedad muy fea y muy contagiosa: está bruceloso… ¡de yo!

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Sopa de gato

Para comer sopa de gato no es necesario sacrificar al gato del vecino. Es un guiso que se sirve en plato hondo —de preferencia de peltre—, se le vierte frijol negro, caldoso, le añades queso y crema al gusto, y por último, se le agrega finas tiras de tortilla fritas.

La sopa de gato siempre fue mi favorita. De niño mi madre me lo servía con frecuencia y yo feliz; pero una tar�de algo pasó, luego de una prolongada y agradable sesión de rioterapia, llegué a mi casa y pregunté:

—Mamá, ¿qué hiciste hoy para comer?Mi madre tenía el toque para guisar, cualquier comida

hecha por ella sabía rico, diferente. —Hay sopa de gato —me dijo.Armado con una cuchara —también de peltre, para que

hiciera juego con el plato—, mezclé todo, y justo cuando me llevaba a la boca la primera porción de comida, escu�ché un tronido que me llevó, en un instante, de la sabrosa comida a una dura y dolorosa realidad.

—¡Auxilio! ¡Auxilio, sálvenlo! —escuché gritar a una mujer. Corrí a la casa vecina y vi a Plinio en la azotea es�tremecerse bajo la fuerza de una descarga eléctrica; era un baile macabro, él sosteniendo la vara con la que trató de desenredar dos cables que producían un corto circuito, así vi morir a mi amigo que era un poco mayor que yo.

La impresión fue tan fuerte, que cada vez que me ser�vían sopa de gato, veía de nuevo a Plinio contorsionando

por la fuerza de la electricidad, y se me quitó el gusto por esa comida.

En mi pueblo, cuando alguien fallecía, sacrificaban una res y con su carne hacían estofado con papas, eso comían los que llegaban al velorio. Falleció mi abuela y comimos estofado; murió la tía Mireya y, de nuevo, estofado. Le tocó el turno de “buscar la luz” a mi querido tío Gánigan y, otra vez, estofado. Pinchi estofado, ahora lo asocio con la muerte de mis seres queridos, al comer eso, invariable�mente termino triste y con los ojos llorosos, así que tam�bién ¡dejé de comer estofado!

Vivía ya en la Ciudad de México. Una tarde disfrutaba de mi bebida favorita: la sabrosa y espumosa mezcla de chocolate con leche, acompañada con churros espolvorea�dos de azúcar; esta dualidad, chocolate y churros, eran mi transporte sin escalas a lo divino. De pronto, escuché un chirrido de llantas de carro en la calle. Mi querida chucha, la Bragueta, fue atropellada y muerta por un auto fantas�ma, escuché que mi hermano me gritó: —¡Ya te jodieron tu bragueta! Por respeto a la memoria de ella, mi Bragueta —la que ladraba—, no volví a degustar chocolate con chu�rros; sigo tomando chocolate…, pero ¡sin churros!

Le tocó el turno al salpicón, carne de res cocida y tri�turada en licuadora; aderezada con cebolla, cilantro, chile verde y, al final, un chorrito de limón, es muy sabroso. Acompañado con totopos no tiene comparación, eso co�mía cuando me avisaron que mi abuelo paterno (don Villo) había fallecido. El Salpicón me encantaba…, pero lo dejé de comer.

Siempre me ha pasado, si asocio una comida con algo traumático, evito comerla después —en especial cuando mueren familiares, aunque también amplié ni cobertura

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a la muerte de gente famosa—. Comía ricas albóndigas cuando me enteré de la muerte de John F. Kennedy, Pre�sidente de Estados Unidos, por eso hoy, ¡no como albón�digas!

Saboreaba tartaditas chiapanecas, conjunción de car�ne de res y puerco trituradas, presentadas fritas en forma de platillo volador, bañadas en chirmol espesado con una poca de masa, cuando supe de la muerte de Javier Solís, famoso cantante de boleros rancheros; a partir de ahí evité comer tartaditas de carne.

Durante mucho tiempo, mientras fui joven y tuve so�brepeso, deseaba que algún artista conocido se muriera mientras disfrutaba un delicioso espagueti u otro guiso en�gordador —para bajar algunos kilitos de peso—, pero hoy ¡Dios mío! Te pido encarecidamente que me quites esta fijación, porque he sido testigo ya de muchas muertes y el menú de mis comidas favoritas se está agotando, si sigo así, terminaré comiendo tortilla con sal; aunque si se mue�re el Chel, mi güevón gato amarillo y blanco, me lo podrían guisar para cerrar el círculo; y ahora sí, comería auténtica sopa de mi gato, y quizá podría empezar a comer todo lo que me gusta, y olvidarme ya de complejos y pendejadas.

Tío Gánigan, el mal hablado

Cuando mi tío Gánigan envejeció, se retiró de los placeres mundanos, y al sentir que el momento de “buscar la luz” se acercaba, trató de hacer cambios positivos en su estilo de vida, y se aferró a la religión. Todos los días iba a misa; cuando re�zaba el “Yo pecador” se golpeaba el pecho con tanta enjundia que terminaba tosiendo; como le gustaba el sabor de las ostias, comulgaba diario; por supuesto, sin confesarse. El cura todo le perdonaba porque eran amigos y lo ayudaba en lo que podía, pero la costumbre de tío Gánigan de decir majaderías persistió.

—Don Gánigan —le dijo una vez el sacerdote—, voy a au�sentarme del pueblo unos diitas, ahí Le encargo que diga a las hermanas que dan el conforte —las encargadas de reconfortar a enfermos y desvalidos— que, por fin, llegaron las catenas (revista católica que circulaba trimestralmente en la diócesis, en donde se daban a conocer las actividades relevantes, tanto del obispo, como de las diferentes congregaciones religiosas).

Mi tío Gánigan llegó puntual a la casa parroquial, dispues�to a cumplir su encargo; ahí estaba la crema y nata de la grey católica. Las encargadas del conforte le dieron la bien�venida: ellas ya sabían que era el portavoz del sacerdote:

—Bienvenido, don Gánigan, ¡qué perfumado viene us�ted hoy! —lo lisonjeó tía Marcianita.

—Ahí pinchemente, hermana…, ¡puro Siete Machos! —aclaró el mensajero—. El Señor Cura se largó un rato a la mierda, pero me encargó que les avisara a ustedes que, por fin, llegaron las tecates.

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Las hermanas estaban acostumbradas al churrigueresco parloteo de tío Gánigan; sin embargo, las tomó por sorpresa que, por primera vez y en contra de su costumbre de no sa�car dinero de su bolsillo, el cura iba a invitar “las cebadillas”.

Eduvigitas hizo un comentario:—La última vez que me embolé con cerveza por poqui�

to y me da un simposio; ojalá me pudieran traer una mi mistela o un “rompopazo”.

Tía Marcianita le aclaró:—Eduviges, comadrita, lo que te dio fue un soponcio;

no eso que decís vos. Mejor te voy a traer una tu botellita de Espíritu, tiene su traguito y no hace daño: ’ta bendita.

Tío Gánigan se dio cuenta que la había regado y usando su mejor modo les aclaró:

—¡Momento, hermanas, momento. Reculo mis pala�bras!, no sé qué pucta tengo en mi cabeza que dije tecates, en lugar de catenas. ¡Si no me gusta la cerveza, y menos la Tecate! Si yo puro juerte bebo ¡Pero qué pendejo soy!

Las hermanas estuvieron de acuerdo en lo último que dijo tío Gánigan. Y no eran tan piadosas como él creía.

—Ah no, tío Gánigan —exclamó Briseidita—. No se vale recular. ¡Olvídese de las catenas y traiga las tecates! Noso�tras nos encargamos de la botana ¿verdá, muchachas? Y si se enoja el padre, ni modo… ¡todavía nos quedan el Hijo y el Espíritu Santo a quien recurrir!

Tío Gánigan juntó sus manos en actitud piadosa, miró al cielo —como pidiendo permiso— y cerró el diálogo como el galante caballero que era:

—Señor: si esto es pecado… ¡échamelo a mi cuenta! Si no lo es… estás invitado. ¡Se va a poner bueno, qué chin�gar! —y haciendo la cruz con sus dedos índice y pulgar, la besó y dijo—¡Amén!

Toni Aguilar y su caballo

Cleto y su cuaco, el Relámpago, eran uno, siempre juntos. El jinete: meco, chaparrón, miembro distinguido del club de los Bragueta abierta; el caballo, también meco y chapa�rrón, “bueno pa’ la bailada”, afirmaba su dueño.

Una mañana del mes de abril, Cleto entró a mi consultorio:—Médico —dijo con apuro—, al Relámpago se le atoró

un mango en el gañote, babea y tiene la mirada como de “tesorero municipal con auditoría, al que no le cuadran las cuentas”.

Usaba ejemplos muy ilustrativos, siempre relacionados con la política local; eso servía: así supe que se trataba de una emergencia. En el camino me confirmó lo que todo el mundo sabía: que el caballo era su mejor amigo, entusias�mado me dijo:

—Los domingos, me disfrazo como Toni Aguilar, mon�to al Relámpago —y con pícara sonrisa agregó—, cuando pulso la armoniosa (su guitarra), y canto “Albur de amor”, ¡No’mbre! Parezco candidato a alcalde en campaña: abra�zo y beso a todo lo que se me ponga enfrente… siempre que sean mujeres —aclaró.

Cleto en verdad le echaba más ganas que facultad a la cantada, era bastante desafinado.

—Cleto, ¿cuántas veces te has casado? —le pregunté.—Tres —dijo.—¿Y divorciado?—¡Cero! Yo creo en el matrimonio, no en el divorcio.

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Con algo de envidia pregunté:—¿Qué se siente tener tres mujeres?—¡Chulo de tan bonito! Lo jodido es que también tengo

tres suegras.Pensé en mi tío Gánigan que, sabiamente, decía: “El

matrimonio, hijo, es un panal: pa’ llegar a la miel hay que pasar por las avispas que son las suegras”.

Llegamos a donde estaba mi paciente. Revisé al caballo; tenía los síntomas clásicos de obstrucción esofágica: mirada de angustia, babeo, dificultad para respirar. Cleto dijo:

—Parece candidato a Comisariado Ejidal que se endro�gó y perdió la elección.

Le puse un abrebocas —al caballo; Cleto no se dejaba, hablaba sin parar—, supe que el mango no iba a salir por la boca; por lo tanto, con una sonda lo empujé hacia el estómago: problema resuelto.

La siguiente vez que vi a mi amigo, su transformación en Toni Aguilar ya era total. Cleto era lampiño, pero se pin�taba un bigotito, y usaba, además, camisa negra y sombre�ro tejano del mismo color, iguales a la foto de la portada del disco más reciente de su ídolo. Mientras el Relámpa�go bailaba, Cleto montado en él, cantaba los corridos que Toni interpretaba; lo imitaba hasta en los gritos, pedía:

—¡Un aplauso pa’ mi caballo, otro pa’ mi vieja y el últi�mo pa’ mí!

El destino les tenía reservado hacer algo importante. En septiembre de 2005, cuando el huracán Stan azotó la Costa de Chiapas, la zona baja de Tapachula —donde vivía Cleto— se convirtió en una gran alberca.

El Relámpago y su jinete realizaron una gran labor ayu�dando a los damnificados. Era difícil distribuir los víveres: Relámpago se convirtió en caballo de carga; Cleto se olvidó

de Toni Aguilar, guardó su camisa y su sombrero tejano y salía a repartir agua y comida; regresaba con enfermos montados en el cuaco. Así lo hicieron hasta que la ayuda pudo llegar por otros medios.

El Relámpago terminó muy maltrecho: flaco, jiotoso, era un Rocinante. Cleto estaba igual o peor que su caballo: era un don Quijote bastante papujo.

La gente del área rural es muy agradecida. Como pre�mio a su actuar durante el Stan, Cleto añadió otra esposa a su harem —y claro está, también otra suegra—. A mí me tocó rehabilitar al Relámpago. A Cleto lo rehabilitaron sus mujeres.

Caballo y jinete competían para ver quién se metía en más líos amorosos.

—El Relámpago y yo parecemos gobernador en gira de trabajo —me dijo Cleto—: donde vamos nos acompañan las muchachas más bonitas y las yeguas más jonisudas del rumbo.

Le pregunté qué opinaban sus suegras:—Viejas cabronas… ¡Quieren venir a platicar con usté

pa’ que nos cape al caballo y a mí!—Lo del caballo, lo entiendo, pero… ¿a ti? —pregunté.—¡Es que dicen, ¡que soy muy burro y que ya tengo

mucho hijo!… Y tienen razón… Capeme’sté, ¡es por mi bien!

Por supuesto que no capé al Relámpago y el caballo siguió teniendo muchos hijos, tampoco caparon a Cleto, supe que ya anda por ahí un hijo de él imitando al hijo de Toni, a Pepe Aguilar, ¡Ojalá y éste sí sepa cantar!

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La ley del gambusinato

Pepe Menelao llegó muy temprano a mi casa, noté su mi�rada como de toro loco, señal inequívoca de que alguna idea —también loca— danzaba dentro de su desquiciada cabeza. Mi primo era refractario a algunas cosas como: a madrugar, a pensar en cosas serias y a tener consistencia en el trabajo. Esa mañana, con actitud misteriosa, se quitó la camisa; abajo llevaba una camiseta amarilla dos tallas más chica, que en el frente decía: “Hágase rico”, y aclara�ba: “¡Encuentre tesoros!”. Frente a mí hizo un giro como de baila’or flamenco y me preguntó:

—¿Cómo ves mi camiseta, primo?—Como condón metido a la fuerza —respondí.—¿Te dice algo?—Sí, que se la robaste a uno más enjutido que vos.Inmune a mis respuestas, serio, me informó que, por

catálogo, había comprado un buscapaga; emocionado, dijo que mucha gente era rica porque encontró tesoros increí�bles usando un detector de metales como ese.

—Si me ayudás a armarlo —dijo—, hoy en la noche empezamo a hacernos ricos: por aquí abundan las casas viejas donde buscar tesoros. El diez por ciento de lo que encontremo es tuyo ¡Nos vamo a hinchá de tanta paga —juntó los dedos de sus manos indicando abundancia y exclamó—, nos esperan ¡Bollines! de doblones de oro.

—Te esperan doblones, pero de cintura, pues hay que escarbar, ¡y duro! —le advertí.

Todos, alguna vez, hemos acariciado la idea de encon�trar un tesoro, que de un tirón, nos expulse del estado de jodidez. Yo no era la excepción; pero… le informé, en el pueblo nadie había encontrado un tesoro (excepto él, al casarse con Chepita Estefanía, que resultó ser muy traba�jadora). Mi primo, que le ve el lado positivo a las adversi�dades, exclamó:

—¡Chingón! Si nadie ha encontrado tesoros, quiere de�cir que ahí están, esperándonos.

La idea me conquistó. No lo pensé más, pregunté:—¿Dónde empezamos?—Comencemo la buscada en casa de nuestros parien�

tes ¿qué tal la casa del tío Gánigan?—Esa casa es nueva —le informé—; ¡pero tenés razón!,

él dice que: “El buen juez por su casa empieza”, él fue juez en un concurso de poesía, así que, empecemos en su casa.

Tío Gánigan estaba igual de trastornado que nosotros, luego de escucharnos dijo:

—¡Le entro! Busquen… ¡pero en el patio! La casa la respetan, cabrones —y con ojos codiciosos, preguntó—. ¿Cómo va a estar eso de la repartición de la paga?

Pepe hizo una nueva repartición:—La Ley del gambusinato ordena: gambusino, la mi�

tad; dueño de la casa, cuarenta por ciento; mirón, diez por ciento.

No estaba equitativa la cosa, pero no dije nada —inves�tigaría después esa misteriosa Ley del gambusinato—. El diccionario define al gambusino como la persona que bus�ca oro u otros metales valiosos, en pequeña escala.

Esa noche, en punto de las doce, sigilosos, nos des�lizamos por el pueblo —para no repartir el tesoro con más gambusinos—. El aparato era japonés, no fue difícil

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armarlo siguiendo los esquemas del manual, pero donde nos trabamos fue en el instructivo: estaba en ese idioma. El traductor más cercano vivía en Japón, así que nos fui�mos a puro oído. Llevé a mi ayudante el Trucutú para que escarbara —él cobraría de mi porcentaje dijo Pepe y men�cionó otra vez la misteriosa ley—. El aparato se mantuvo en silencio, pero, justo cuando dábamos por concluida la jornada, cerca de la pared del vecino, el buscapaga enlo�queció: la alarma sonó en japonés: “Mitsubishi, Toshiba, ¡Ranc!, Mazda, ¡Ranc!, Nissan, ¡Cronch!, Harakiri, Domo Arigato, Ichi Van”.

Estábamos emocionados, pregunté:—¿’Ora que hacemo?—¡Que el Trucu le eche riata con el pico y pala! El Trucutú era bueno manejando el pico y la pala; luego

de excavar metro y medio el ruido se intensificó: “Fujiya�ma, ¡Talán�Talán!, Sapukku, ¡Talán�Talán!”. Mientras más cerca de la pared estábamos, el aparato más japonés ha�blaba. La pared de adobe no aguantó la enjundia escarba-toria de mi ayudante, se bamboleó y cayó sobre una vieja hielera metálica que el vecino había dejado abandonada de su lado del muro. Huimos —tío Gánigan no estaba en casa—, al día siguiente nuestro tío nos buscó: debíamos pagar los daños que fueron tasados en doscientos pesos, entonces les dije:

—El mismo porcentaje de la repartición de las ganan�cias es para las pérdidas, según la “Sección de Daños, Ar�tículo 5º, Apartado ‘B’, de las Leyes del gambusinato”. Así que el diez por ciento de doscientos pesos son veinte —y se los di.

Pepe preguntó:—¿Y de ’onde sacaste esa ley tan pendeja, vos?

—De mi cabeza, del mismo lugar donde sacás las tuyas. Y a partir de ahorita renuncio con carácter irrevocable a ser gambusino y a su respectiva ley.

Tío Gánigan, siguiendo mi ejemplo, dijo:—Yo tambor, renuncio.Pepe siempre tenía un as bajo la manga:—Que bueno que dejás la sociedad —dijo el gambusino

Menelao—, porque hoy en la noche íbamos a ir a la casa de don Ponciano, el coronel mapache, que murió y nadie supo ’onde enterró su paga, investigué que han visto una misteriosa luz que da vueltas en el patio de su casa.

Lo pensé mejor y dije:—’Ta bien, pero esta será la última vez —y reculé—.

¡Por hoy renuncio a mi renuncia!Tío Gánigan siguiendo mi ejemplo dijo:—Yo también renuncio a mi renuncia igual que este

sonso.Pepe le aclaró:—Tío, a usté ya no le toca nada, porque el dueño de la

casa ya es otra persona y solo se acepta un mirón —y me señaló a mí.

Nuestro tío, molesto por su exclusión, dijo: —’Ta bien, aquí están mis ochenta peso por lo de la

barda, pero quiero un recibo.—¿A su nombre el recibo? —preguntó Pepe.—No —dijo encabronado—, en lugar de mi nombre,

escribí bien clarito: “Pa’ el tío más pendejo que tengo”.

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La Llorona del corredor

Siempre sospeché que la casa de los abuelos fue diseñada y construida por un albañil que amaba los trenes. La dis�tribución era como la de un ferrocarril; al frente una gran sala, y en fila, como vagones, seis cuartos. Las habitacio�nes tenían puertas internas que los conectaban entre sí y otras daban a un corredor lateral, después había un amplio patio lleno de plantas y árboles frutales.

En unas vacaciones de fin de año varios nietos coincidi�mos en visitar la casa de los abuelos, desafortunadamente ellos ya habían muerto, pero su bendita presencia reinaba en todo el lugar. Los hombres dormíamos en el penúltimo vagón. A las mujeres les tocó el cabús (la cola) del tren; la distribución de los dormitorios no les agradó, pues pensa�ban que si alguien les llevaba serenata —cosa muy impro�bable—, no la escucharían. En el centro del patio había una pequeña fuente donde, noche a noche, se reunían ranas y sapos para cantarles desafinadas serenatas exclusivamen�te a ellas. Dormir en el último cuarto tenía una ventaja: su cercanía con el único baño que había en la casa.

Visitar mi pueblo en la década de los años setenta del pasado siglo era una experiencia inolvidable, reinaba la alegría, la arrechura, abundaban las fiestas amenizadas con excelentes marimbas. Paseos al río o a los ranchos cercanos. Con el Mapechiapa, mi primo, andábamos de fiesta todo el tiempo. Teníamos la costumbre de llegar a dormir muy tarde y con algunos tragos de más. Al poner la

cabeza en la almohada, el ferrocarril arrancaba: mis ron�quidos eran la máquina, y el güegüecho de mi pariente, el silbato del tren.

Una mañana, vi que mis hermanas cuchicheaban mis�teriosamente, les pregunté:

—¿Qué les pasa? ¿Nuestros ronquidos no las dejan dor�mir o son las serenatas sapopeñas que las mantienen des�piertas?

—¡Ayer vino otra vez! —dijo mi hermanita, la güera.—¿Quién vino otra vez?—La llorona del corredor.—¿Llorona… del corredor? Muy asustadas, me contaron que en algunas madruga�

das se escucha un llanto de mujer en el corredor, frente a su recámara; llora un rato y, sollozando, se aleja rumbo al baño.

—Puede ser una gata —dije riéndome—, y les expliqué que cuando esos animales andan en celo maúllan lastime�ramente, de manera que puede confundirse con el llanto de una mujer; o quizá es, efectivamente, una mujer quien llora, acuérdense que tía Fedora sufre mucho con sus he�morroides.

Las muchachas habían agotado las posibles alternati�vas; preguntaron a los parientes en la casa, y también en el vecindario, sin recibir alguna explicación sensata sobre el llanto en el corredor, que algunos ya habían escuchado.

—La próxima vez que venga la Llorona, me despiertan para salir a investigar —ofrecí muy valiente—, oigan: y si sienten miedo ¿cómo le hacen para ir al baño?

—Nos aguantamos. No salimos —respondieron.Pasaron tres noches sin novedad dentro de la casa,

pero con muchas fiestas fuera de ella; la cuarta noche,

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buscamos “bulla”, pero fue inútil, no hallamos. Llegamos temprano a casa —y sobrios, lo que era inusual—. En la madrugada, mis hermanas me despertaron:

—¡Ahí está la Llorona! —dijeron.Me senté en la cama y presté atención. ¡Cierto!, el

amargo llanto de una mujer se oía en el corredor frente a la puerta del cuarto. ¡No, cabrón, eso no era gata!… ¡Ni tía Fedora! ¡Era la Llorona! Un escalofrío me recorrió el espi�nazo, cuando traté de despertar al Mapechiapa; el silbato del tren me indicó que no contaba con él; pensé: “Si esta mujer llega a gritar “‘¡Ay, mis hijos!’, me escondo en mi propio fundillo”. Quise rezar, pero por el miedo sólo me acordaba de una canción que aprendí de niño: “De Jesús soy soldadito / mi estandarte es la cruz, ¡viva Jesús!…”.

No salí al corredor por pena que la Llorona me escucha�ra cantar ese himno tan cursi: en lugar de llorar se iba a reír de mí. Al día siguiente la mujerada me reclamó:

—¿Qué pasó, Pancho Pantera, no que muy valiente? ¿Ahora qué hacemos?

El problema de la llorona del corredor, trascendió, re�quería la intervención de un experto. Ese era Pepe Me�nelao, mi primo, que entre sus muchas actividades, por correspondencia estudió un curso de detective privado y presumía tener conocimientos de ciencias medio oscuras, chamanería, hipnosis y magia blanca entre otras; cuando escuchó la historia que nos tenía espantados, Pepe prome�tió resolver el problema. Durmió en nuestro vagón cuatro noches seguidas. A la quinta noche, de nuevo, la visita del más allá lloraba en el corredor.

Debo reconocer que Pepe Menelao se portó más valien�te que don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Cuan�do empezó el llanto, resuelto, abrió la puerta que daba al

corredor y salió gritando terribles maldiciones como hizo el Cid ante los sarracenos. Pepe llevaba en la frente una lámpara de cazador y mandó el haz de luz al lugar don�de salía el llanto. De un macetero colgante algo levantó el vuelo y se posó en otro: un enorme loro cabeza amarilla nos miraba con temor, dejó de llorar y pidió: “Quiero mi lechita con pan”.

La Llorona del corredor resultó ser Ponchito, un loro macho de doña Eduvigitas, plañidera de profesión que —explicó Pepe Menelao—: Aprendió a llorar cuando su dueña ensayaba su llorido.

Yo nunca he creído esa explicación. Lo que verdadera�mente pasó es que, esa noche, Pepe Menelao le ganó el valor a la Llorona del corredor, eso ella no lo pudo soportar y por eso prefirió convertirse en loro para cuidar su repu�tación y evitarse las burlas; pues bien conoce la boca sin freno de mi pariente y la mía también. Mi primo añadió a su abigarrada tarjeta de presentación otra actividad: Pepe Menelao: Detective Privado, Gambusino, Curo mal de ojo y “El mero padre de la Llorona”.

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Nieve, la caprichosa

Caminar en el parque después de comer es mi costumbre. Un perrito blanco, desnutrido y rengueando de una pata me siguió; pensé: “Lo acaba de atropellar un carro” y apuré el paso. Quedó rezagado; creí haberme librado de él, pero no, simplemente cruzó el parque y me esperó del lado opuesto.

Ya no pude ignorarlo. Su mirada pedía ayuda. Como ve�terinario hice un juramento: “No ser insensible al sufrimien�to y dolor de los animales”. En ese momento el cachorro representaba a todos los animales que sufrían; si no lo aten�día no tardaría en morir. Lo llevé a casa. Era hembra. Revisé su pata; a pesar del dolor que sentía, no intentó morderme. No había fractura, sólo el golpe. Estaba deshidratada y tenía laceraciones en la piel además de sarna.

—¿Otro sarnoso? —preguntó Dora Celina. Con éste eran tres perros que los niños y yo habíamos

rescatado de la calle. Luego de rehabilitarlos, fue difícil en�contrarles un hogar —a los chuchos, claro, a mis hijos los quiero mucho—. La perrita se restableció pronto; le bus�camos nombre, como era completamente blanca, Nieve se llamó.

A Nieve no le gustaba el encierro; se iba al parque y re�gresaba hasta que sentía hambre o sed. Correteaba a los ca�rros y les ladraba —nunca olvidó que uno de ellos le causó dolor—. También jugaba futbol con los niños del vecindario, su posición: la portería, cuando agarraba la pelota, corría a la casa y la escondía; la expulsaron del equipo. Los estudiantes

que llegaban a jugar al parque varias veces la grafitearon. Se llevaba bien con todo el mundo, incluido otros perros.

A cien metros de nuestra casa vive un tipo gruñón; nadie sabe su nombre, le dicen Alpuche: hosco y belicoso bebedor de “caguamas”. Alpuche y Nieve se hicieron amigos una tar�de que él, borracho, se quedó dormido sentado en una ban�ca del parque. Nieve montó guardia a su lado, cuidándolo.

Una vez que yo caminaba por el parque con Nieve si�guiéndome, Alpuche, al encontrarnos, me preguntó:

—Médico, ¿es de usted la perra?—No, ella no es mía —le aclaré—: ¡Yo soy de ella!Alpuche sonrió, cosa difícil de creer.Cuando en su casa sobraba comida, en un plato de car�

tón la llevaba al parque, llamaba a Nieve y estaba pendien�te que otros perros no le quitaran la comida a su favorita. El futbol los unió más; Alpuche era hincha del Atlante. Am�bos veían los partidos en una tele que tenía él en su co�chera, mientras acostado en su hamaca tomaba cerveza, Nieve, a su lado, comía la botana. Cuando anotaba gol su equipo, el borracho gritaba, enloquecía, y la perra aullaba.

Una tarde, Alpuche llegó a mi casa y me dijo:—Médico, deje salir a Nieve: hoy juega el Atlante y no la

he visto por el parque.—Mire, amigo —le expliqué—, tiene rato que quiero

hablar con usted al respecto. Nieve no sale porque está enferma, usted le da de comer cosas que los perros no pueden asimilar.

Consternado, se rascó la cabeza.—¿Espagueti? —preguntó.—No debe comer eso.—¿Tamales?—Tampoco.

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—¡Lástima! Hoy compré tamales de chipilín; a ella le gustan… ¿A usted, le gustan los tamales, médico?

—Sí, lo que no me gusta es el futbol —confesé previen�do una posible invitación.

Le dije lo que Nieve debía comer. Alpuche juró que ya no le iba a dar comida chatarra.

Nieve no tenía dueño: era de todos; pero cada vez es�taba más en casa de Alpuche, ahí comía. Le cuidaba sus borracheras; ladraba a los carros y regresaba a su lado.

Una vez, dos vagos maltrataron a Alpuche; Nieve defen�dió a su amigo, mordió a uno de los agresores. Los vagos lo demandaron, creían que la perra era de él.

Pensé que el problema tarde o temprano terminaría involucrándome; pero no, me equivoqué. Una tarde que Alpuche me vio, me contó:

—Médico, ¿se enteró que Nieve mordió a un tipo la otra tarde? Me acusaron de ser su dueño y pagué una multa; pre�guntaron si era mía, ¡los fregué!: dije lo que usted me enseñó.

—¿Qué le enseñé?—“Ella no es mía. Yo soy de ella”.—¿Y qué pasó? —pregunté.Respondió muy sonriente:—Qué bueno que trae su placa de la vacuna antirrábica. Pa�

gué la multa. Ellos no entienden —rascó con cariño la cabeza del animal y le preguntó—: ¿Verdad que no entienden, Nieve?

—Alpuche —dije, emocionado—, ella ya escogió a quién querer, y ése es usted. Cuídela mucho y… ¡No le de comida chatarra!

La perra se quedó con él, siempre muy saludable y bien cuidada; ahora, con frecuencia llega a comer a mi casa.

Nieve resultó ser caprichosa, pero… ¿Quién entiende el corazón de las mujeres?

Serenata sin luna

Las serenatas nacían algunos fines de semana, al sabor de los tragos, al calor de las canciones y al fervor del amor. Esa noche todos queríamos llevar un gallo; pero éramos ocho, así que para garantizar la calidad del evento, deci�dimos rifar solo dos, pues sabíamos que a la tercera se�renata, nadie (con excepción del requinto que era Wili, mi hermano, y no tomaba licor) estaría en posibilidad de cantar. Toni, Nueva ola, y Gil, el Poeta de lo breve, fueron los afortunados ganadores.

Los músicos de fin de semana sabemos que un cantan�te es un solista; dos, un dueto; tres, un trieto; cuatro, un cuatreto; esa vez éramos ocho, por lo tanto, un octavio.

La primera serenata estuvo bonita, así nos salía cuando todavía estábamos entonados y sobrios.

Le preguntaron entonces al Poeta dónde vivía su novia.—En la Universidad Femenina de México —dijo

sonriendo.—¿Dónde? —interrogó Wili, que también era nuestro

conductor designado.—Aquí nomas, en Tacubaya.El JJ le aclaró:—Primo, Tacubaya está por donde da vuelta el viento y

se regresa pa’cá, está en el lado oscuro de la luna!—Ton’s, avancemo, vámonos ya —respondió. El dormitorio de las universitarias era un edificio de

cuatro pisos en la avenida Constituyentes. Enfrente había

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un parque, los carros que a toda velocidad venían de To�luca nos traían el frío del invierno, los que formábamos el octavio andábamos vestidos muy primaverales.

Iniciamos con el octavio cantando a todo pulmón “Des�pierta”; siguió el Walterspacher (solista), con “Júrame”. Se encendió la primera luz, luego otra y otra y después… ¡to�das! Parecía árbol de navidad el edificio.

Una ventana se abrió, se asomó una cabeza; bajó una canasta amarrada con un mecate, traía una nota: “¿Para quién es la serenata?”.

En el mismo papel escribió Gil: “Pa’ Lupita Godínez, de Villaflores, nosotros de allá somo pué”.

Canasta subió y canasta bajó con otra nota: “Lupita no está, ya se fue pa’ tu pueblo, paisa, pero canten ‘Amémo�nos’, plis”.

La petición venía acompañada de dos botellas de vino tinto.Wili atacó la melodía con el requinto, el Negro, con otra

lira acompañaba, enseguida entró de lleno el octavio. ¡Nos salió ¡chingón!

El frío seguía fuerte, del segundo piso bajó una mo�rraleta con una botella de brandy, coca colas y una nota: “Échense otra”.

No sabíamos si otra canción u otra botella: pa’ no errar�le hicimos las dos cosas, cantamos y bebimos; al terminar escuchamos aplausos y gritos. Después nos pidieron que cantáramos “Quisiera” —seguro había varias dolidas y te�nían ganas de llorar—. Pidieron más canciones y en pago nos mandaron: rompope, vodka, ginebra, jugos de frutas, cacahuates y malvaviscos.

El Negro dijo:—Más que dormitorio de universitarias, parece abarro�

tes con venta de licores.

Con tanto trago, el octavio sufrió bajas: se volvió sexteto; luego, quinteto; cuatreto, y terminó en trieto. Las muchachas de la universidad también estaban “chupando galán”, pues oíamos sus desmadres y gritos. Por fin se apiadaron de no�sotros y dejaron de mandarnos licor. Comenzaron a caer pa�pelitos. Creímos que eran más peticiones de canciones. Toni y el Archiduque, fueron los primeros en fijarse que volaban nombres y números telefónicos de nuestras admiradoras.

Le pregunté a mi hermano:—Oí, vos, ¿pepenaste un papel?—Sí, es una petición medio rara, piden “El adiós del

carrazo”. Creo que en realidad están pidiendo “El adiós de Carrasco”.

—A lo mejor quieren que ya nos vayamo —argumenté. El trieto sufrió otra baja: yo. Tanto trago me afectó. En�

tonces tuve la oportunidad de voltear a mirar al cielo… ¡La luna más hermosa estaba arribita de mí! ¿Por qué no la había visto antes? Inspirado con tanta belleza me salió el poeta que cada bolo lleva adentro y me animé a declamar:

Luna lunera, cascabelera,

ve y dile a mi amorcito, ¡por Dios!, que me quiera.

Dile que no vivo, que tenga compasión,

dile que se apiade de mi corazón…

Wili, que ya cantaba solo, clausuró oficialmente el gallo:—¡Se terminó este desmadre! El octavio ya no existe;

las muchachas están pidiendo canciones muy raras; están bolos todos y mi hermano es el peor: está abrazado al pos�te y se le está declarando al foco del alumbrado público; ¡pinchi frío! No sean malos, ¡miéntenme la madre, a lo mejor así me caliento!

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La caballada troyana

Finalizaba 1989 cuando llegó a mis manos el libro del es�critor español J. J. Benítez, Caballo de Troya. ¡Genial! me encantó el tema; la historia era buena —¡Joder, no sólo buena, era buenísima! diría yo—. Me hubiese gustado que la trama fuera cierta y que alguien de nuestro tiempo pudiera haber sido testigo veraz de la vida y muerte de Jesucristo.

Ese libro me acompañó a los Estados Unidos cuando, con mi esposa, llevamos a nuestro primer hijo a una difí�cil, pero necesaria, cirugía de corazón en un hospital de San Diego, California. Los diez días que pasé ahí, la novela hizo mi espera menos traumática. El resultado fue fatal: mi hijo, de tan sólo seis años de edad, falleció una semana después de la intervención quirúrgica. Regresé con sus ce�nizas dentro de una morraleta, junto a él venía el Caballo de Troya.

Luego me enteré que había un segundo libro con el mis�mo título: Caballo de Troya, con el añadido del número dos; lo adquirí y me dispuse a disfrutar la secuela de la historia. Mientras leía el segundo Caballo, mi tío Güicho, hermano de mi padre, ¡un tipazo a quien quería mucho!, enfermó súbitamente y falleció.

Compré el tercer libro de la serie. La tía Eduviges, her�mana de mi madre, que vivió siempre con nosotros y era más buena que el pan, enfermó y murió de una rara enfer�medad en el lapso de pocos días.

Adquirí el cuarto Caballo de Troya. Pepa, mi querida pri�ma hermana, muy joven falleció en un fatal y desgraciado accidente automovilístico.

De pronto, me llegó la luz: cada que leía un nuevo libro de la serie Caballo de Troya alguien muy querido por mí, moría. Ese pinche libro era el culpable de lo que pasaba en mi familia. Entonces puse los cuatro caballos de Troya que tenía en el jardín de mi casa e hice un exorcismo con ellos: los quemé.

Hace poco me enteré de que el escritor español ya va por el décimo Caballo de Troya y al parecer pretende conti�nuar aumentando la caballada —creo que ni él sabe cuán�tos más—. ¡Me importa un carajo! No he vuelto a comprar, ni a leer, un libro de J. J. Benítez. Tengo la seguridad de que este recabrón gachupín, a punta de caballazos troyanos, pretendía dejarme sin familia. Una querida amiga que vi�vió en Barcelona me enseñó una grosería que allá sueltan cuando están muy indignados: A los caballos de Troya… “¡Que les den por culo!”… (¿A poco no?).

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¡Ya no tenés remedio!

Hasta esa madrugada, yo había sido un bolo con suerte, pues muchas veces manejé mi automóvil en “estado in�conveniente”, sin consecuencias negativas; pero ese vier�nes la buena suerte viajaba en otro carro y con otro bolo —quizá uno menos necio que yo—. Salí de una fiesta en la que circuló el licor en exceso, enfilé mi auto para ir a casa; la luz roja de un semáforo me detuvo, el cambio de señal tardó, y el sueño me venció…

Desperté cuando un par de policías me llevaban a una delegación de policía. A las nueve de la mañana, junto con media docena de trasnochadores, llegué al Torito.

El Torito es una cárcel en la Ciudad de México, don�de los conductores que sorprenden manejando borrachos quedan detenidos por setenta y dos horas. Me asignaron una celda en solitario y dormí un par de horas más. Al despertar pedí hacer una llamada telefónica; le hablé a mi madre:

—Doña Jelen, soy tu hijo, el desobediente.—¿Dónde estás? —preguntó alarmada.—En El Torito.—¿Estás trabajando en un establo como Dios manda?Por ser yo veterinario, era lógica su pregunta.—No, esto no es un establo, aunque habemo mucho bu�

rro por aquí, es una cárcel —le informé—, estoy detenido.Le platiqué mi hazaña y le dije que los próximos dos

días estaría ahí —el arresto era inconmutable—. Se tran�

quilizó un poco al saber que yo estaba bien; por fortuna mi padre andaba de viaje y no tendría que vérmelas con él; doña Jelen, desconsolada, dijo:

—Hijo, ¡vos ya no tenés remedio! ¿Quieres que te lleven algo?

—No, madre, aquí me dan lo necesario… Aunque, pen�sándolo bien, quiero un rosario y una biblia: pienso rezar hincado estos dos días —ignoro por qué saltó del llanto a la risa.

En El Torito los manejadores ebrios no están con los presos comunes. La vigilancia es más laxa, aunque estás encerrado en una jaula. A las dos de la tarde la suerte re�gresó conmigo, venía del brazo de un tipo más o menos de mi edad. Lo metieron a mi celda. Vestía un traje elegante, pero su cara era de crudo —como la mía—, me saludó:

—¿Qué tal, colega? —dijo, sonriente.—¿Sos veterinario? —le pregunté y lo miré atento por

aquello de que hubiésemos estudiado la carrera juntos y no me acordara de él.

Me sacó del error:—No, no soy veterinario: soy borracho —se rió y agre�

gó—, ¡como tú, amigo! Oye, tengo mucha sed y dolor de cabeza.

—Tu enfermedad se cura con un par de aspirinas y me�dia docena de “cebadillas”, pero aquí no se puede hacer nada, a mí me quitaron la cartera al entrar.

—Colega —dijo—, ¡yo tengo lana!Se quitó un zapato y del calcetín sacó diez billetes de

cien pesos. ¡Lotería! De no haber visto de dónde los sacó, habría besado la lana. ¡Mil pesos… una fortuna!

Se presentó:—Soy Toño, pero en mi casa me dicen Toñete.

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No me podía quedar atrás, también yo me presenté:—Soy bolo, y en mi casa me dicen: “Ya no tenés reme�

dio, cabrón”.Toñete era un tipo simpático y reía con cualquier bobe�

ría que yo contaba, en las otras celdas en cambio, había caras largas, arrepentimiento, lamentos, incluido llantos.

Llamé a un policía:—Compa, ¿podría comprarnos refrescos y tortas?El Poli sin mirarme contestó:—Si tienen dinero y me dan mi comisión, les traigo lo

que pidan.—Dinero tenemos —le aclaré—, pero tu camisón que te

lo traiga tu mujer.—Dije comisión, no camisón. —Y cuando sonrió, vi un

diente de oro brillar.—¿Qué tal unas “cheves” y un pollo rostizado?—Ya dije, ¡con dinero baila el chucho!Al ver su diente de oro y oír que dijo “chucho”, pensé:

“Este cabrón es de por mi rumbo”.—¿De casualidad sos chiapaneco, vos?—¡Sí! —Y los ojos se le alegraron—, soy de La Garza.Jesús M. Garza es un ejido que está a treinta kilóme�

tros de Villaflores. Me identifiqué como frailescano y en ese momento se estableció la complicidad que te da haber nacido más o menos cerca; de inmediato lo integré a mi familia, lo hice mi primo.

—Oí, vos, primo ¿podrías traernos cigarros?—¿Qué parte de “con dinero baila el chucho”, no has

entendido, paisano?—Entonces, traénos dos six de tecates, un pollo rostiza�

do, papas, botanitas y cigarros.Estiró la mano y dos billetes se fueron. Regresó con

nuestro encargo. El ricachón Toñete —yo podía jurar que él trabajaba en Wall Street, o ya muy jodido en el Fondo Monetario Internacional— y yo, comenzamos a curarnos la cruda. Hubo protestas de los vecinos de celda, nuestra plática y risas los sacaban de quicio, ellos estaban en fran�co estado depresivo.

Después de tomar seis tecates, el mundo ya no es tan malo. Toñete y Ya no tenés remedio decidimos cambiar:

—Primo —llamé al garceño—, mi amigo Toñete y yo queremos cambiar.

—¡Qué bueno, cabrones, porque están haciendo mucha bulla! —preguntó—, qué, ¿ya se van a portá bien ya?

—No, primo, queremos cambiar… ¡pero de trago!: traé�nos un pomo de Bacardí Blanco con sus aditamentos.

Esa noche había una excelente función de boxeo, le pedí al primo que nos llevara a un cuarto con televisión, le dimos dinero para su camisón —bromeábamos, pues ya éramos primos—, y vimos la pelea del Pipino Cuevas contra un negro en la oficina del jefe de la cárcel.

Nos emborrachamos otra vez.El domingo fue una calca del sábado, pero antes de

embolarnos fuimos a misa —un cura oficiaba a las doce del día—, escuchamos un bonito sermón contra el feo vi�cio del trago. Con Toñete festejamos y brindamos toda la tarde, prometimos muchas cosas como: en adelante no manejar bolos, ser más responsables en todo y no volver a visitar El Torito.

Toñete, en efecto, era banquero (jugaba futbol en un equipo de primera división, pero calentaba la banca: siem�pre andaba crudo). El lunes de mi liberación llegó el Chali por mí, le pregunté:

—¿Se preocupó mucho mi mamá?

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—No mucho, dijo que por primera vez supo dónde es�tuviste el fin de semana. ¡Ah!… Y también dijo que ¡ya no tenés remedio…!

Le platiqué mi aventura en la cárcel:—Hubo una gran fiesta en el bote, con un colega pagu�

do que ahí conocí, inauguramos un servicio nuevo que se llama: Con dinero baila el chucho.

—Tiene razón tía Jelen, ¡vos, no tenés remedio!… Por cierto: ¿dijiste que tu amigo es rico? Porque… ¡Un amigo rico de mi querido primo… también es mi amigo!

—¡Lástima, viejazo, ayer juramo que ya no vamos a te�ner otro amigo bolo! ¡Con nosotros basta y sobra!

—Ve —dijo el Chali—, tampoco me discriminen, por�que me voy a quejá.

—¡A donde?—A Rumania —dijo muy serio mi pariente.—¿Por qué ahí?—¡De ahí son los derechos rumanos!

El Pocaluz

Era un gallo colorado de combate, con cresta y patas rasu�radas, descendiente de gallos bravos filipinos. Sostuvo tres combates a muerte armado con navaja de una pulgada. Su dueño, un gallero comiteco, le llamó el Barón Rojo, como el mítico aviador alemán de la primera Guerra Mundial. En su cuarta pelea, el Barón Rojo perdió el ojo derecho, pero sobrevivió. Pepe Menelao, mi primo, lo compró en doscientos pesos; sería el semental de las gallinas pleitistas que tenía en el traspatio de su casa; acariciaba la esperan�za de que el Barón pintara de rojo, y de bravura, a todo el gallinero.

Mi tío Gánigan decía: “El destino vivido desde endenan�tes está escribido”, como siempre, tenía razón. El destino se presentó puntual en forma de una invitación que recibí para ser padrino —con mi respectiva madrina—, en una Guerra de gallos. Le pregunté al Mapechiapa qué era eso, y me lo explicó así:

—En el palenque, como cierre de feria, se nombran pa�drinos para participar en este torneo, cada padrino lleva su gallo y lleva su vieja; le amarran cualquier navaja —al gallo, aclaró—; sueltan a las aves en el redondel y el gallo que quede vivo, gana. A los plumíferos que corren les dan un garrotazo en la cabeza, y todos, menos el triunfador, terminan convertidos en sabrosos, pero peligrosos, tama�les que se regalan a la gente.

—¿Por qué son tamales peligrosos? —inquirí.

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Caldo de chumpi

—A veces los tamales todavía traen las navajas que usa�ron los gallos.

Tomé nota para no probar ni un tamal en el palenque.—¿Qué pasa con el gallo que gana?—Al dueño le dan un premio de quinientos pesos.El premio estaba atractivo, pero eso me llevaba al si�

guiente problema: ¿dónde jodidos encontrar un gallo de pelea o cuando menos uno peleonero?

El Mapechiapa tenía la solución para todo:—Pepe Menelao tiene un montón de gallos en el tras�

patio de su casa; él no está en la ciudad, pero hablá con su mamá, la tía Goya, con seguridad te vende uno.

Cuando llegué, tía Goya, como siempre, estaba traji�nando, atendiendo a un montón de gente en su tienda, apenas si escuchó lo que dije, pero reaccionó como buena comerciante:

—Dame veinte pesos y agarrá el gallo más feo que en�contrés, al fin que pa’ que lo conviertan en tamal, cualquie�ra sirve.

Fui al traspatio y siguiendo sus instrucciones, agarré al gallo más jodido que vi; ignoraba que ese pata pelona, fla�co, tuerto y sin cresta era el mismísimo Manfred von Ri�chthofen, el Barón Rojo; y como era tuerto yo lo rebauticé como el Pocaluz.

El día de la Guerra de gallos llegué al palenque con la madrina colgada de mi brazo izquierdo y el Pocaluz del lado derecho —me sentía todo un Luis Aguilar, el Gallo Giro, en una de sus películas.

Como Dios me dio a entender, le amarré una navaja de pulgada en el espolón y lo eché al ruedo. El Pocaluz era rasquita, pero inteligente, tenía estrategia. Había diez gallos en el redondel, el mío se mantenía alerta; cuando

alguno pasaba por su rumbo, le soltaba dos groserías, una patada y de nuevo a la defensiva; tranquilo, pero no tanto como para que pudieran soltarle un garrotazo. Los gallos empezaron a caer uno tras otro, tres garroteros cuidaban que el ave que huía recibiera un golpe en la cabeza y… ¡a la olla! El Pocaluz quedó finalista; su rival era un gran gallo�gallina, giro, armado también con navaja de pulgada. ¡Era la última pelea! El enorme giro recibió dos certeros nava�jazos en la pechuga que lo hicieron correr —yo ya veía los quinientos pesos guardados en mi cartera—. El instinto guerrero del Pocaluz hizo que persiguiera al fugitivo, pero nadie contaba con que el pendejo del garrotero —que ya estaba medio bolo— soltaría un tardío garrotazo, que ame�nazó impactar en las vértebras cervicales del Pocaluz. ¡Y sucedió lo imprevisto!: Pepe Menelao apareció de repente y metiendo la pierna logró parar el golpe fatal. El garrotazo impactó en su espinilla.

El Pocaluz fue declarado ganador de la Guerra de gallos y recibió el indulto del público. Al que no le dieron el indul�to fue a mí, pues mi pariente anduvo con la pata vendada un buen tiempo, recuperó su gallo y me decomisó el dine�ro del premio, argumentando que lo usaría en arreglarse la canilla pues estaba seguro que tenía fracturado el carcañal.

Al final, el Pocaluz cumplió su misión: pisó a todas las gallinas pleitistas del traspatio. Y le dio “trámite” —según Pepe— a una pata (femenina del pato) que volando ate�rrizó en el gallinero. Pepe dice, que de esa inusual cruza nació un pato rasquita y bilingüe que cuando canta, en lugar de quiquiriquí, se golpea con las alas la pechuga y grita: Quiquiri�cuac. Estamos solicitando al comité organi�zador de la feria que, ¡ojalá pronto, organicen una Guerra de patos!

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Glosario

Arrecho: Ojo alegre, bragueta abierta, ligero de ánimo.Buscapaga: Detector de metales chiapaneco.Capar: Extracción quirúrgica de los aguacates.Chaco: Molleja (estómago) de las aves.Chiniji: Portillo bucal debido al abandono de uno o más incisivos.Chipilineado: Sinónimo de mamado.Chirmol: Salsa de tomate molcajeteada. Prohibido usar li�cuadora.Chucho: Apodo cariñoso de los perros.Chumpi: Pariente pobre del Pavo.Coño: Expresión que demuestra enfado.Culeca: Estado de cachondez de las gallinas.Cumbo: cuando tu columna vertebral o tus canías se do�blan y agarran forma de paréntesis.Embolarnos: Deriva de bolo: estado de embriaguez que nos hace decir y hacer puras pendejadas. Enjundia escarbatoria: Chingonazo pa’ la escarbada.Enjutido: arrugado, chiquitío, jodido.Ensirenar: convertir en sirena a un cadáver.Gañote: Sinónimo de güegüecho.Güegüecho: Parte frontal y basal de la nuca, donde Adán puso su manzana.Jiotoso: Sarnoso.Jonisuda: Atractiva región sur del cuerpo de las féminas.

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Mamado: 1. Punto en el que los atletas solo usan camisetas sin manga, porque las camisas normales les aprietan por tanto músculo.2. Sinónimo de “trabado”, que a su vez es sinónimo de “chipilineado” que es sinónimo de… y así, ad infinitum.

Manía: Apodo del cacahuate.Meco: Güero, corriente y sin gracia.Muda:

1. Juego completo de vestimenta (pantalón, camisa y ya). 2. Mujer que no habla nada, porque si habla poco y mal es mudenca.

Papujo: Color de tu cara después de tres días con pasa�miento y voltura.Pasamiento: Diarrea.Piedrecería: Abundancia de piedras.Pijije: Avecitas silvestres que son más bravas que un chu�cho con rabia.Pipinqui: Cabello ensortijado tipo estropajo.Presa: Una pechuga, u otra parte del chumpi, encarcelada en un plato.Pupuso: Rozagantes cachetes color talco.Putiada: Regañada con malcriadezas.Rasquita: pleitisto, buscabullas y chocante. El que busca y encuentra rápido a su mero padre.Sopapo: Golpe ruidoso dado con el puño cerrado, con todo el vuelo del brazo, pero algo amampado.Tres Marías: Pueblo entre la Ciudad de México y Puebla, donde venden carnitas y viven los chuchos más jodidos de México.Voltura: Vómito.

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agradecimientoS

Ser agradecido es una virtud que todos los humanos creemos

poseer. Yo debo agradecer a tantas personas que no alcanzaría

este espacio para hacerlo, pero lo intentaré: primero a mi Ser

Superior que guió mi mano y mis sentimientos para escribir éste

y mis libros anteriores. Al CONECULTA�Chiapas que hizo posible

la edición del libro. A su director general, Juan Carlos Cal y Ma�

yor Franco, a Marco Antonio Orozco Zuarth y al personal de

Publicaciones, en particular a Liliana Velásquez, por su acertada

labor de corrección. Al doctor Marco Antonio Besares Escobar,

mi benévolo prologuista de siempre, a quien quiero como un

hermano. Al público lector que con sus comentarios me han

animado a escribir mis cuentos y relatos. Muy especialmente

quiero mencionar a mis correctores y consejeros: Dora Celina

Ortega Douriet, mi esposa, y a mi hermano, Wilfrido Wili Oroz�

co González. A ambos mi amor, cariño y eterno reconocimiento.

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Contenido

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9Nota del autor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

La otra batalla del cinco de mayo . . . . . . . . . . . . 15

Club Atlético Kamote Power . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Caldo de chumpi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

El ataúl negro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32

El menú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

El plan B . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

El primer asalto al banco . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42

El suicidio del Calcetín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47

Aquiles Archundia y sus pantuflas . . . . . . . . . . . 52

Échale un ojo a la suegra . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56

Historia de amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

Sopa de gato. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 62

Tío Gánigan, el mal hablado . . . . . . . . . . . . . . . . 65

Toni Aguilar y su caballo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

La ley del gambusinato. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 70

La Llorona del corredor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74

Nieve, la caprichosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78

Serenata sin luna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81

La caballada troyana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84

¡Ya no tenés remedio! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86

El Pocaluz. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91

Glosario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

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La edición estuvo a cargo de la Dirección de Publicaciones

del CONECULTA�Chiapas y la impresión fue auspiciada por la Secretaría

de Cultura, gracias a los subsidios para instituciones estatales de cultura

del Presupuesto de Egresos de la Federación.

Corrección de estilo / Liliana Velásquez

Diseño / Mónica Trujillo Ley

Formación electrónica / Mario Alberto Palacios

Caldo de chumpi

se terminó de imprimir en septiembre de 2018 en Ediciones de la Noche,

en la ciudad de Guadalajara.

Los interiores se tiraron sobre papel cultural de 90 kg

y la portada sobre cartulina couché de 169 kg. En su composición

tipográfica se utilizó la familia ITC Usherwood.

Se imprimieron 500 ejemplares.

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