Caldera, Rafael Tomas - De La Lectura Al Arte de Escribir

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RAFAEL TOMAS CALDERA DE LA LECTURA DEL ARTE DE ESCRIBIR

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RAFAEL TOMAS CALDERA

DE LA LECTURA DEL ARTE DE ESCRIBIR

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Pnmera edición: 1983 Primera reimpreSión 1985 SegUflda edición 1992 Prmera reimpresión· 1996 Segunda reimpre&Jón: 2000 T ere era reimprestón 2001

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llE l.A LECTIJRA

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DEL ARTE DE ESCRIBIR

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EXPUCACION

Conclu'e ArtUfO Uslar Pietri un hermoso Jrliculo sobre el ane de escribir con esJa sen­tencia: "Y o no daría a los que quieren escribir sino un comeio: escriban'',

De bucn.a ma1lo viene el consejo. Y recoge fma antigua t:erdad, renovada en Jodo artista: tw se enseña el tirle. Se aprende, pero no se emeñ.J.

Quien Jienta la urgencid o el dneo, la im­portancia en todo caso, de practicar algún arte ba de ponerse a la tarea. Con empeño. "Las co­sas que hemos de aprender para poder realizar­/,u -decia AriJtóteles- es reulizándolas. como lüs aprendemos".

Se podrá, sin cmbJrgo, aprovechtJr de la ex­periencia ajena, de la práctica de loi que lo han precedido en el oficio: podrá mirar cómo hacen éstos, po.Jrá at•eriguar cómo han hecho .Jqué-1/os. Podrá, en suma, recoger el señal¡¡11Úento de tm camino, que se ha seguido con buen re­sultado. Y con todo ello, corregirá su propio .mdar o ampliará sus posibilidades.

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Por ew, aunque el arte no .se enseiíe (sólo se emei'ia, se mue1tra, con el ejercicio mismo del arte), pue1to que se aprende, pueden con­ser-t•úrse, bajo forma de a·nécdota, de indica­ci6n, de consejo y haslil de regla, algun.Js de las experiencias de los que han adquirido la mae1tria.

Por otra parte, se puede determi·nar por me­dio de análisis algufkiS ele la.s exigencias eJetl­

dúlet del oficio, con t•istas a enJcnder mejor su práctica. Pero en esto no se ba de ir muy lejos, o Je cambiará de plano y de intención: se termi1l:JrÍü haciettdo sin querer un estudio teórico del asunto, en lr~gar de anot.1r lo que pueda ser útil parJ la prácticiJ. Es, pues, prefe­rible ser muy parcos a la hortJ de poner por escrito tmas notiJs acerca del arte, induJo del arte de escribir.

A esa 11orma he procurado atenerme e11 las páginas que siguen, destinadas a quienes se ini­cian en liJ práctica del artimlo y de la pros.:z de ideas, p:mJ ayudar a su ;,uipiente eiercicio.

Como es obvio, tw Je ha pretendido 11ing1111ü origi11alid:~d. Al contrario. F.1z materi,z de en­.seí"iútJZd y de comej01, todo ha de est.Jr at'ülado por una lrü1lición.

f.o esencial, sin embúrgo y sin dtitllt, el eJ­cribir. A di.ario. Luego, observur a los IJ/dCJJros, cómo him hecho, cómo baccn. Bmcar Jt~mbién

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quien pueda aj'udarnos a ver, y corregir, los errores cometidos e,l nuestros primeroJ pasos.

Y para todo tiempo, la 1wrma de Alfomo ReyeJ, que ama citar Pedro Grases: escribir a lápiz, por loi dos cabos. Esto eJ, escribir, bo­rrar,· eurihir1 borrar. . . Dar .salida1 sin traba, a la emoción y el pensamiento; enmendar Ja expresión para afinarla y hücerla más juJia, más elocuente.

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PROPOSITO -· -·-- .. - --------

En lus pátt.ituJs que 1iguen, se recoge11. unas brc res anotJdones sobre 1 os nzornentos cons­Jitutit'OJ de esa ya ordinúriJ actit-·idad hurnana que llafllút110S leer.

Es tJUtcho lo escrito al respecto y de bttetJa calidrJd. Al recoger eJias notas, 110 prete1lJemos reetnplaz:tr 11inguno de esos trabajos, CU')'a uti­

lidad hc1110J podi-do cotnprobar a lo largo de los añoi.

Ni latnpoco1 lo que Jerít~ itnposihle con un escrito, enJe~iar el arte.

Pero, la experic1tcia nos ha tnostrado qtuJ ho)' eJ r~rgenJe t'olt1cr sobre los puntos de base, ltiJ notas más comuneJ de la lectura y qtJe se COIJJert:an a trat'éJ de todo.r Jtt.s diferentes tipos, dit'CrJOJ Jin etnhargo co1no dhersos son los textos q11e h{uJ de ser leídos.

En untJ ~poca Je eJpeci,zlización etJ los cono· cirnientoJ y en la eTZJeiia1lZa1 eJ inzportat~te 1'e· cord.tr lo eJetzcial.

Nuestro propóJito h.t sido, por lo tanto, tra­zar, conto con u1r. lápiz oscuro, 1111 boceto con esas líneas tnt~eJircH.

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PueslaJ de relieve de esta numera, servirán quizás de orienlación para mejorar la práctica colidiantt. Y podrán .rervir de útil recordatorio al profes01' del arte.

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LEER ES, ESENCIALMENTE, encender un texm escrito. Esto es, captar su sentido y su cualidad. Su sentido: lo que el texto significa. Su cua­lidad: en términos generales, el modo como significa y -<:on ello-- su mayor o menor perfección como escrito.

Leer e,s_l_a operación correlativa a la de es­cribir. Si en ésta se construye con palabras un todo significativo, en la lectura, a partir de las palabras escritas, hemos de emrar en la com­prensión de lo significado.

De no producirse esa captación, no queda de la lectura sino una mera apariencia. Como ocu­rre cuando "leo" algo escrito en un idioma que de_sconozco. E_n tal extremo, "leer" es un simple m1rar. -Por eso, a reserva de distinguir cuando sea necesario diferentes tipos de lectura, correspon­Jicntcs también a las diversas intenciones de los textos, debe retenerse como noción esencial la indicada: leer es entender lo escrito. Y ha de ubicarse a la lectura entre las actividades inte­lectuales de la persona. Una actit'idad, esro es,

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algo que el sujeto lleva a cabo por sí mismo. Que requiere por lo canco atención de su parte o, con mayor propiedad, que requiere intcn<.:ión. Pero, además, una actividad intelectual, orde­nada esencialmeme a la captación, en coda su realidad y sentido, de aquello que en el [exw mismo se ha hecho prcscme.

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JUSTAMENTE, LA OIFI<..:ULTAD de coda lec­tura, de su mejor o peor realización, estriba allí: en entrar en la comprensión Jcl todo sim­bolizado en el texto. Y no porque ese contenido sea más o menos remoto al conocimiento del lecmr, lo que sin duda juega un papel, sino por los propios elementos de la si{uación: -~ rod~ simbolizado es siempre uno, y lwmos de llegar a verlo en su unidad o precisamente --como suele decirse-- como un todo; pero se halla simbolizado por una multitud de signos, a tra­vés de la cual ha de pasar la mirada y la inte­ligencia para captar el conjumo.

Por ello, una deficicnci: de la visiún hace pr<.'(aria la lecrura. Pero por ello también y so­bre todo, la incapacidad para ver el conjunw o la falta de inrer6s en lo~rarlo, la hac~n fic­ticia: el sujeto parece estar leyendo. En realidad está proyectando sus idc:as o sus fantasías sobre el texto, a parrir de uno cualquiera de sus ele· memos aislados.

La lectura puede ser entonces una a<:tividad ardua, que t"xige de nosocros un esfuerzo. De

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allí su valor, también desde este punto de vista formal, para la vigorización de la inteligencia.

Pero de allí también el que cada lector deba examinar cómo la está realizando o, mejor di­cho, si la está en verdad realizando. No en vano ha podido hablarse de "neoanalfabetismo" ( Sa­linas) o de ''analfabetismo funcional" ( Adler) para designar la incapacidad de leer que pade­cen muchos presumas lectores, provjscos incluso de título universitario y, sin duda, alfabetizados desde la infancia.

Para ello resulta imponame conocer los mo­mentos constitutivos de la actividad de leer.

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SI ENTENDER ES un acco simple y, en tal scmido, absoluto --o entiendo o no entien­do--, en el caso de la lectura no se llega hasta él sino por un proceso, que comporta intelec­ciones parciales y que, por ello, siendo prepa­ratorio, no es extrínseco a la comprensión. De esta manera, resulta más sencillo hablar de la actividad como un rodo, abarcando tamo el pro­ceso como su acto terminal de entender.

La k"<·rura, entonces, como actividad intelec­tual, tiene tres momenros constitutivos que pue­den ser llamados: análisis, síntesis, crítica.

Análiii.L· alcanzar los elementos que com­ponen el todo.

SínteJis: recomponer el todo a partir de ios elementos obtenidos, o ver d todo en su arti­culación.

Critica: apreciar su sentido y cualidad.

Hablar de tres mometltrH es ya indicar que se trata de un solo proceso y que ninguno de ellos ha de ser tomado por ~parado como una actividad suficiente por sí misma. El an;Hisis

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sin la síntesis sería una recolección azarosa de partículas. la síntesis sin análisis sería, con coda probabiliJad, mera proyección de ideas o pre· juicíos. Ambos sin la crítica quedarían truncos: finalmenrc, no habríamos encendido. Pero, por otra parte, no se puede imcntar llevar a cabo ninguno de tales momentos sino en dependen· cia de los otros dos. Lo que evita la dispersión en el análisis es la orientación hacia el todo; lo que permite ver el todo en su articulación es el juicio acerca de su sentido.

Lo cual, como es obvio, no quiere decir que no pueda procederse por pasos, en los cuales se intenta de modo preponderante analizar, sin­tetizar o criticar. Al contrario, los hemos traído al centro de la atención, como acabamos de ha­cer en conjunto y haremos luego en detalle, porque sólo ejecutando mejor cada uno de ellos podremos leer bien. En orros términos, para mejorar nuestra práctica debemos "separar" un tamo cada uno de esos momentos, poniendo el énfasis primero en d análisis para hacerlo a con­únuación en los ocros dos.

¿Quiere esro decir que habr.í que "leer" va­rias veces el mismo texto, i.e. hacer una lectura analítica, luego una lectura sincécica, por fin una lectura crítica? Algún autor ha hablado de "tres lecturas" y no puede descartarse el que, en efecto, sean necesarias. Pero, entendiendo ahora por "lectura del texto" el haberlo reco-

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reído de cabo a rabo, según el caso podemos llegar a necesitar incluso más de tres lecturas. (De un gran comentador de Aristóteles se cuen­ta que hubo de leer cuarenta veces la Metafísica ames de entenderla). Pero, sea una, sean tres o más las lecturas, siempre habrán de com por­tar, en mayor o menor grado, los tres momeo­ros de análisis, síntesis y crícica. Por ello, nos parece preferible no identificar ambas cosas, sobre todo teniendo en cuenta que --como decíamos- .. rrcs lecturas" pueden resultar in· suficientes para la comprensión de lo escrico.

En rodo caso, si no puede señalarse límite superior, la experiencia sí indica uno inferior: en general, para leer bien, necesitamos al menos dos lecturas, es decir, recorrer dos veces el cexto.

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ANTES OE ENTRAR en el examen del pro­ceso de la k·nura -las dos "lecturas"-, no será superfluo hacer al~unas consideraciones acerca de la actit11d con la cual hemos de l.'m· prenderla. \JJlas palabras de Alfonso Reyes nos llevarán al meollo: "El libro, como la sen--

'- sitiva, cierra sus hojas al tacto imp<:rtincnte. -Hay que lleRar hasta él sin ser sentido. Ejerci­cio, casi, de fa{¡uir. 1 Iay que acallar previamen­te en nuestro espíritu todos los ruidos parásicos que traemos desde la calle, los ncxocios y afa­nes, y hasta el ansia excesiva de información li­teraria. Entonces, en el silencio, comicn7.a a escucharse la voz del libro; medrosa acaso, proma a desaparecer si se la solicita con cual­quier apremio sospechoso".

la lcnura, en cft'<lO, es ani viJad, una <KCÍ·

vidad t¡ue, induso, ha de concluir c·n un jui\:Ío, sin d o1al la captatión no es compl:::ca. Pero hay que.: cjcr('erla c.:on apertura: vamos a rNihir lo {1uc d texto nos propone para asimihulo --o, si fuera d t.·aso, rc..·d1azarlo. Ir l la k'Crura terrados c.·s por lo menos pcrJcr c:l cicmpo: las

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hojas dd libro permanecerán silenciosas, el texto se quedará mudo. Con el agravante de que <)Uizás pensemos estar leyendo y sólo es­taremos pro}'C'Clando sobre el libro "la sombra tjC ... AUQilra cstr~~ha ~e''.

¿Habrá entonces que ir desguarnecido al cn­cuemro del rexro? ¿Y si acaso se trata, como es posible. dt: algo dañino? Para poder ir ahier­tos, como es preciso. y al mismo tiempo no ex­ponernos imprudcnremcnrc a sufrir un grave daño, ha~· yuc recurrir (como lo hacemus en m ras actividades) a algunas fue mes de orien­tación que nos permitan ( prc) asegurarnPs de la calidad de lo guc pensamos leer. Así al me­nos no ~rdercmos riem po.

Pc·ro, por otra parte, hay que dar todo su valor al juicio esponráneo (que debe distin­guirse dd pre-juicio): si, comenzada la lectura. experimento (comienzo a experimentar) su car:Krcr Jaiiino, lo prudente es detenerla de inmedí.uo. Como hacemos al probar un primer hocado de un alimcmo en mal cslaJo. Sobre todo, si -como sude ser el caso-- no tene­mos necesidad Jc leer a<-1uel texto.

No podC'mos entrar ahora a considerar el tema de como se determinan las lecturas ne­cesarias o si hay algunas que lo sean, tema que en realidad se ~xtiendc a lo que <.knominamos wllltrú. Pero siempre puede d<.'(irse que, en

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caso de duda, cal necesidad ha de ser patente. Lo otro sería pura necedad de nuestra parte.

Debe subrayarse, sin embargo, que todo ello --todas las precauciones previas- es para pre­servar y podc:r realizar la accirud de apertura que preside a todo intento de comprensión. De otro modo se cumpliría lo expresado por An­tonio Machado: q~c quien está siempre de vuelca, no ha ido a ninguna parte.

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Tooo COMIENZA --es la "primera lectu­ra"- por un reconocimiento general del rcx· to. Un primer contacto, por fuerza un poco superficial, imprescindible para captarlo en su COnJunto.

Esta primera visión engloba varios movi­mientos, casi instintivos en el lector cxpcri­me::ntado: determinar el género al c.ual perte· ncce; ver las partes pri.ncipalcs <.JUC lo compo­nen; recibir una imprc~ión inicial de su calidad.

A partir del tímlo mismo de la obra, visros el índice y la introducción o el prólogo, ya nos ubicamos: sabemos en panicular si se rrara de un texto de intención te-órica, prát'rica o esté­rica. Una persona incapaz Jc cfc:ctuar este pri­mt'r Jisccrnimicmo (salvo en aquellos casos <(llC ')Ofl de por SÍ amhiguos: y c:ntonces SC·rá esa la conclusiún a la que lle~ucmos), carece aún de la cfec:civa capacidad Je leer.

Pero, si discernir la imcnción prepnndcrante del texto es casi insrinri"·o en el k·cwr cxperi· mentado, d<"tcrminar sus panes principales, es­ro es, reconocer su cscrucntra, pu~dc requerir

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un mayor esfuerzo. I Iay siempre una división aparente del textO, que hemos de seguir: capí· rulos o cuestiones, artículos, estrofas, escenas. Y hay, dentro o por encima de esas divisiones, tmidadeJ de sentido que debemos pcrdbir. De hecho, la división aparente tiene por finalidad indicarnos los límites de esas unidades de sen­tido. No siempre, sin embargo, coinciden exac­tamente: varios capítulos que se integran, di,ga­mos, en una secuencia; o un capítulo que abarca varios cernas que deberán ser analizados por separado. Otras veces no están daramcnrc se­ñaladas. Fn el primer recorrido del rcxto las percibiremos, al menos con la suficiente nitidez cerno para poder proceder luego a su an.ílisis y completa demarcación.

Demás csrá decir qui1.ás que la primera lec­tura nos ha de pcrmirir también ubicar aque­llas dificulcades particulares que pueda presen­tar el tcxro para nosmros: palabras o giros CU)'O

significado Jcsconoccmos; referencia a hechos o personajes de los cuales no tenemos noticia; rdcrc:ncia -:1 veces fundameru.1l- a ocros tc:xtos que Jebían ser leídos con anterioridad ... [n r<:sumc:n, un mnjunto de condicio:1cs, po­dríamos decir, prc·vias, que hemos de cumplir para poder leer vcrJa(kramcnre a~ucl ccxro r que, como ens('fta la experiencia, no pueden ser despreciadas o minimii:aJas.

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A ello se añade, finalmente, la impresión <.¡uc recibimos de la calidad de lo escrito. Sin duda, tste es uno de los encantos de toda "primera lectura": cuando nos internamos en el ccxco como en un nuevo país y, abít:nos nuestros scnriJos y porcncias, expc·rimcnramos su im­pano. Momt:ntos únicos Jc anticipaciones, Jc reconocimientos, de asombres, que darán paso luego a una serena apreciación dt:l paisaje, y LlliC1 por su fuerza, se tr<msforman en el ohjem buscado p<>r al.~unos l.ertorcs de rm;~ so/,¡ lec­lttfjj,; En cualquier caso, primera impresión que! nos dispone para una mi1s exacta esrim:Kiún de Jo leído y sin la cual no seria posible: nos r<.:sul­r.tría muy difícil saber si el juicio que formu­Limos aricndc en verdad a la calidad del t<,xco

o es sobre rodo una proyección <.le nucsuo gus­w del momento.

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SI LA PRIMERA LECTURA es un rcconOCl· miento del terreno y con1o un viaje explora­torio, aun en el caso del lector expcrimcntac.lo, ha de resultar un poco superficiaL En el senti· do propio ele atender sobre todo a la superficie, lo más aparente o lo primero que se percibe. Hay que proceder por ello a una "segunda lectura" donde se JJevc a cabo el trabajo en profundidad, la tarea completa de leer.

Cierto es que no puede descarrarse de ame­mano que alguien, rcspecco de algún escriro, pueda realizar una lectura perfecta en un solo movimiento. Al fin y al cabo, es lo que codos hacemos con rórulos, anuncios, textos corros o triviales. De ordinario, sin embargo, no es el caso. Sobre todo, no lo será, y aunque el lector sea de primer orden, cuando se trace de un texw cxcqxional por su novedad, por su pro­fundidad, por su riqueza de significación. Tales textos -"grandes libros", "páginas in morca­les"- exigen una gran familiaridad, a veces por largo tiempo, para librarnos su contenido más propio (lo adventicio, superficial o pero-

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grullesco que puedan contener es capeado des­de el primer contacto) .

Adquirida entonces la visión primera del conjumo, hay que avanzar a la "segunda Ice­ruca" con los tres momentos del análisis, la síntesis y la crilica. Consideremos ahora cada uno de ellos más en delallc, sin olvidar, al sepa­rarlos, que se traca de momentos de un mismo proceso de comprensión.

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Dr:L "A:--JÁLJSis" habíamos dicho, siguicn· do la noción común, que consiste en alcanzar los elementos que componen el codo. Prcsence ya ante nosotros de alguna manera ese todo sig­nificativo, hemos de examinarlo en sus compo­nent~s. para asegurarnos del semiJo de cada unn Je ellos.

A diferencia de lo que ocurre con un rodo fisic:o, sin embargo, el significado dd texto no nos ~scá dado en su unidad sino en l..t medida en yuc Ja hemos percibido en la "primera lec­cura" r ahora la recon.i<lmos. En otras palabras, está virrualmcntc prc·sente: a disposición nues­tra en la memoria, pero no bajo consideración actual.

El análisis del texro, por ello, puede parecer una recolección m:'1s que una verdadera dcs­com posición o resolución. Pero sólo pueden dcrcrminarse los ckmcntos J<:ntro de un pro­ceso rcsoluwrio. Es juscamcnrc lo cmraftado en la noción de clc:mcmo, <.JUC se hace entonces clave.

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Por 'elemento' se entienden los últimos sim­ples que componen un codo. Ultim\)S, porque no susccpciblcs de nuevo análisis sin cambiar de naturaleza, siendo por canro el término del proceso de resolución.

En d caso Jcl ttxco, se trata de alcanzar las unidades elemenrales de scncido: las afirmacio­nes que cs[ructuran el mdo.

Pe-ro, ¿no abarcamos con eso toda proposi­ción, toda oración contenida <:n d escrito? En ci<:rto scncido, habría que responder afirmali­vamcntc: c:n d senrido de que es preciso hahcr capeado todas y cada una de las proposiciones para entender arabadamemc d texto que lee­mos.

Tracado así, sin embargo, el texto se frag­mentaria en un sinnúmero Jc pedazos, al punto de perder su scmiJo. Y aqudlas oradoncs (O­

brarían unl significaciún aucúnoma, pudiendo entonces pcrccncccr a cuai<]Uicr orro conjunto.

Pnr eso, lo que se rraca de determinar en el análisis, las unidades clemcnt<llcs de scmido, son aquellas afirmaciones c¡uc wntrol:m la sig­nifica<:iún del [t'Xro <:n su Wl'junto: bs afirma­cion<:s principales o, podriamos (.k'<:ir, suscan­Civas.

Quizás uno de los puntos en que más ha de ejercitarse d "ncoJnal fabcw" sea C:Stc de de­terminar las afirmacionl:s principaks Jd cscri· co, párrafo por párrafo. Al intcncar harcrlo, se

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verá obligado a entender el significado de cada oración y a asegurarse del sentido de cada pala­bra guc no conozca o que no pcrrcnezca a su vocabulario usual.

Y a se ve con esto que el momento de aná­lisis está en dependencia intencional del de síntesis: determinar las afirmaciones sustanti­vas o principales es, simulcáneamcnte, comen­zar a determinar la estructura dd texro o re­articularlo.

¿Podría procederse de otra manera, me<:ani· zando -por ejemplo-- el análisis? La difi­cultad esencial para ello es doble, <:omo hemos visto: por una piltte, no puede llevarse a cabo la determinación de los elementos sin una refe­rencia al todo; la presencia del codo es viuual. por la otra.

Lo cual nos recuerda, en (icfinitiva, que el análisis es un momento de la comprensión y no una activiJad aislada.

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ÜETERMI='I'.ADO EL CONJUNTO de las afir­maciones principales del aucor, debemos ahora \'t·rlas en su articulación. Recomponer el argu­mento o hacer sintesis.

Lo crucial en escc momento es llegar a ver d conjunto de lo analizado desde la idea cen­ual, el rema o la perspectiva que lo unifica.

Colocados en ese punto, todo ha de reco­brar su sitio. Por eso hablamos de 'centro'. Esa ('S, por otra parte, la prueba de validez de la sínttsis efectuada.

Una visión reduccionista o un intento fallido de articulación de lo analizado dejará siempre algunos clemc-nros fuera de cuenca_ Ocurre co­mo al mecánico inexperto, a quien sobran pie­zas cuando irucnra recomponer el motor que h;thía desarmaJo.

Puc·de suceder, sin embargo, que el texto carezca de unidad vcrdaJl:ra: unidas en la pá­gina, en el capítulo o en el libro, las oraciones, los párrafos o, en general, los rrozos carecerían de mncxi<'>n interna. l:n tal caso, el intento de síntesis se estrella concra la propia incohcren-

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cia del escrito. Aunque, a veces, como resulta­do imprevisto, produzca algo mejor~ una nue­va síntesis en la cabeza del que lec) transforma­do entonces en autor original a propósiro de un texto defectuoso.

Sea como fuere, es en la síntesis donde el oficio del lector se acerca más al del esaiwr, precisamente porque (re) componemos el texto.

Y si no puede determinarse aquel punto central desde el cual el conjunto cobra su uni­dad, habríamos concluido la lectura en uno de sus aspectos imponamcs. Sólo queJaría apro­vechar de alguna manera las piezas.

Pero con rodo ello hemos cntraJo p en el momento de la crítica.

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EL ÚLTIMO DE LOS momemos constituti­vos de la lccrura es la critica, a saber, la apre­ciación del sentido y cualidad del cexto.

Para apreciar el sentido, hemos de exami­nar la validez de lo que nos es propuesw, trá­tese de un escrito de intención teórica (verdad), práctica (bondad, cfecrividad) o estética (be­lleza). I lasta tanto no lleguemos a este nivel, de lo cual siempre tiende a alejarnos la pereza, no hemos completado la capración misma. Por­que d rcxro es un todo significativo, no un en sí. Es dc·cir que, por su propia naruralcza, se halla rdcrido cn mayor o menor grado a un m<is allá.

Así,con relación a lns escriws teárkos, don­de se afirma yué o cómo son las cosas y su porgué, pucJc Jccirsc que súlo cuando nos in­u.:rrogilmos acerca de la vcrJ;td Jc lo afirmado -y, por lo tamo, acerca de si podemos o no d,lrle nuestro asentimiento-- asumimos del to­do la intención del texco y, con ello su sentido. Es fácil crcc·r que se ha encendido, incluso tra­tándose de afirmaciones inusitadas, cuando nos

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resulta indiferente lo que se dice. Orra cosa ocurre cuando hemos de hacerlo propio: nos importa cnwnces ver si el autor tiene o no razón.

Apreciar la cualidad del ccxto, por orra par­te, es determinar su mayor o menor perfec­ción: su integridad, su armonía, su claridad y, en general, su expresividad. Ver, primero, si aquello está bien hecho. Luego, si nos gusta y, sobre todo (porque el gusto es ínsmnránco), dónde reside su auactivo para nosotros. Final­mente, en la medida en la que seamos capaces de hacerlo, su mérico demro del género al cual pertenece.

Ambas cosas conjugadas -el sentido y la cualidad-, son el término de la intelección del texto. Al final de la lccmra podremos en· ronces, como signo de la comprensión alean· zada, determinar cómo ha de ser leído aquel texto, esto es, qué puede o no buscarse en él, cuál es su rasgo más propio, su fuerza, su de­bilidad.

Podría alcgarse, y es claro, sin embargo, que hay disrintas críticas posibles -teológica, filo· sófica, científica, moral, histórica, literaria-, correspondientes a las distintas intenciones de lo escrito. Pero tienen todas un núcleo inicial común, que no ha de perderse, so peligro de que, dejado en manos del especialisca, el cexto pierda su significación más inmcdiaca.

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No se puede entonces ser buen crauco) es decir, buen lector, sin tener como herramien­tas -decía Eliot- la comparación y el aná­lisis. Y así, en este tercer momcmo de la lectura, pesa, más que en ningún otro, todo el conod­micnco y la experiencia que el lector haya po­dido ad<¡uirir. Porque, como hemos visto, en él nos situamos en el punto en el cual el texto se tras<:icndc: en su referencia al universo.

Simultáneamente, nos sicuamos en el punto en el cual la obra se inscribe y accúa en el con­junto. Por ello, además de ver dcnrro del tcxw, por así decir, cómo éste ha de ser leído, ha de verse desde fuera el efecto que causa sobre sus varios lc..-cwres. Por tamo, sobre la apreciación de otros escritos y acciones. Sin cmr.u a tratar ayui de la censura, es ünporcame sc·üalar que, por esa accié>n del tcxro, har lugar a una última determinación que, p.1rriendo de su calidad y en correspondencia con el lector posible, afee­re a su difusión: recomendando que se res­trinja al uso Je los cspc:cialisras, por ejemplo. o c1ut:, simplcmenrc, no circule. Ignorar c:sra última Jimcnsión de la crítica, ¿no sería igno­rar un aspccm importante Je la lectura y, en todo caso, de la realidad del texto, que quizás se pretende ensalzar?

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EX.AMI N.AOOS LOS MOMENTOS constituti­VOS, deberíamos ahora detenernos a resumir lo expuesto, para no perdernos en el detalle.

Al leer se traca entonces de:

1 ) Hacer un primer recorrido, desJe el título y hasta el final, para obtener una visión de conjunto. En este paso, es útil revisar el índice (si Jo hay), así como la información que pueda hallarse en las solapas y la contraca­pa dt'l libro (si se trata de un libro).

2) Ese proceso no ha de ser demasiado lema, ni tener demasiadas interrupciones, SQ

pena de no captar el ronjumo como tal. Hay que leer de corrido.

3) Al cabo de la primera "lectura", sa­bre-mos de qué traca el texto y cómo. Habre­mos visto sus articulaciones y podremos pro­ceder al análisis detallado de sus partes.

'Í) Tal análisis es el comienzo de la se­gunda "lectura". Buscamos determinar cuáles son las afirmaciones principales (o su anáiogo en la narrativa) del texto.

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5) Habiendo determinado ese conJunto de afirmaciones, y precisamente por haberlo hecho, estamos en capacidad de preguntarnos cuál es la idea central, la tesis, el tema o lo que corresponda: el punto donde se unifica la obra.

6) Con lo cual, ya nos formamos una opi­nión acerca del sentido y calidad del texto. Recogemos nucsuas impresiones y lo que la lecmra nos había ido sugiriendo, y tratamos de formalizar un juicio. ¿Tiene o no razón? ¿Logró o no su comcrido? ¿A dónde pertenece este texto?

Y una prueba de haber completado la lec­tura, esto es, de haber encendido, es que estare­mos en posición de darlo a conocer a orcos: podremos explicar qué dice el texto y cómo ha de ser leído, al igual que nuestro pensa­miento al respecto, sin confundir ambas cosas.

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HEMOS VISTO LA !'OECESIDJ\D de un primer recorrido para capear el conjunto. Sabemos, por otra parte, que tras el proceso de análisis, síntesis, crítica, f para poderlo completar, he­mos de ver de nuevo el rcxco como un wdo. Por ello, debemos c:onsidt·rar, siquiera breve­mente, el papel de la memoria ~n la lectura.

Mucho se ha vilipendiado a esta preciosa facultad nuestra. Algunos han querido incluso ver en su desarrollo una amenaza a la creativi­dad. Eso, junto con una cierta renJcncia expre­sionista en la educación de la época, la sobre­abundancia de imágenes, y la incesante anividad de los medios de comunicación, ha conducido a que se descuide a la memoria en el cultivo de la persona.

Pero, para poder llevar a cabo la lectura, esto es, para ver el wdo si_snificativo y entrar en él, rccohrando su sentido, se hace impres­cindible tener el texto en la menee. Porque es allí donde finalmente se recompone su unidad. O<.urre en esto como con la música, cuyas par­tes se integran en la memoria del escucha. En

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el caso de Jos cscrims, al final no hay término medio posible -anotaciones, subrayado, re­produc,ión parcial del texm, fichas- porque hemos de tenerlo en nosotros para poderlo en­tender. Y la alternativa es absoluta: o encen­demos o no cmcndemos.

Además, penetrar en el sentido de lo eS<.·rito, en particular si se uata de algo difícil por su novedad o profundidad, exige considerarlo por largo tiempo y a la luz de la experiencia. Exige relacionarlo con el resco de nuesuos conoci­mientos o con las nuevas cosas que vamos lle­~ando a conocer. Pero, para eso, hay que traerlo siempre consigo: hay que poder evocarlo en el momento oportuno. Así, Jc improviso, todo se ••clara. Y vemos.

Simultáneamente, es ello lo que nos permite aplicarlo a la experiencia, propia o ajena, para iluminarla, entenderla, desentrañar sus leccio­nes. Esto se cumple, de manera muy especial, en el caso de los textos legales, que han de re­gir la prácrica.

Como puede verse, es de e-sea manera como verdaderamente hacemos nuestro el sentido. Lo asimilamos. Esta asimilaciún, sin la cual no hay placer ni provecho en la lectura. es el término de nuestra actividad como lectores.

3.S

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PER01 RODEADOS DE LlDROS como estamos y sumidos en un océano de informaciones, se hace predso hoy más que nunca insistir en la importancia de asimilar lo que se lee. Señalar la diferencia enrre verdadera lectura y una sim­ple "gratificación de un prurito de leer". Así que, eras haber considerado los elementos que la componen, hemos de volver los ojos a su finalidad.

Porque, después de todo, ¿para qué leer? Parte de la actividad del sujeto humano, la

lectura ha de oritntarsc a su culrivo y pcrf('C· ción. Al afianzamiento de lo humano del hom­bre. O, en mros términos, ha de ser paree de la culmra.

Fuera de la tendt'ncia hacia esta finalidad, pierde su sentido y, lo que es más grave, resulta dañina. Como nos lo recuerda Ortega y Gassec: "CuanJo no ·se hace c:sm, cuando se lec mucho y se piensa poco, d libro es un inscrumentQ [erriblcmente cfi<:az para la falsificación de la vida humana: «confiando los hombres en lo escrito, crc:erán hacerse cargo de las ideas, sien­do así que las toman por Je fuera gracaas a

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señales externas, y no desde dentro, por sí mis­mos ... Atestados Je presuntos conocimientosJ t{Ue no han adquirido de verdad, se creerán ap­ros para juzgar de codo, cuando, en rigor no ~bcn nada y, además, serán inaguancablcs, por­que en vez de ser sabios, como se suponen, se~ ran sólo cargamento de frases» (Fedro 275a). Así Platón hace veintitrés siglos".

Nuestra dedicación a la lectura ha de medir­se, por tanto, por la capacidad y el tiempo que tenemos para asimilarla )',. cuando es el caso, para saborearla. No busques lo que te sobre­pasa, es consejo de la Sabiduría (l!fcli. 111, 22). Y el Salmista, hablando de la Escritura por ex­celencia, señala que dará fruco en el tiempo oportuno quien medita en sus palabras día y nocht (PJ. 1, 2-3).

l.eer, releer. Pensar. Medicar en lo leído. Comparación y análisis. Todo ello quizás nos Jcje poco tiempo para leer mucho. Mucho lee lJUien lee bien.

Al fin y al cabo, roda palabra ha de cul­minar t:n el silencio. Y el trabajo del incelecco en la contemplación. "Ese libro -dice Guiccon, hablando de su madre-, como las mujeres en d cuadro de Coror, ella lo ponía sobre sus ro­dillas, porque cenia la idea, muy exacta, de que, desde que una palabra en un libro o en un poema ha sacudido el esp.írilu o el corazón, ha y que <"esar de leer".

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EL PRIMER PASO para esnibir con sentido es proponerse un tema. Pero, para llegar a ha· cerlo, el primer hábito <JUC habrá de adquirirse es el de saber determinar e~ tema propuesto.

Supongamos que se nos encarga un arcículo sobre "el bicentenario de la Independencia". Somos ca paces de llenar páginas enteras al res· pecto. Pero, ¿qué ocurre? Nos ponemos a la tarea y ... "no sabemos por dónde empezar". Porque no es posible escribir sobre algo tan poco Jcfinido. Nuestro primer problema será entonces cncomrar nuestro tema dentro de ese marco general que nos ha sido asignado o que hemos escogido. Hemos de deslindar algún as­pecto, junto con la perspectiva o el modo de tratarlo. Mientras no hayamos alcanzado ese nivel, difícilmente podremos escribir.

¿Qué métodos hay para ello? Por vía de ejemplo puede mencionarse uno frecuente en­tre periodistas: hacerse seis preguntas, estruc­turando la información de acuerdo a la impor­tancia relativa de las respuestas en el caso. Las preguntas son: gué, quién, cómo, dónde, cuán-

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do, por qué. Así, el mismo hecho -un hombre cayó Jc una escalera mientras trataba de repo­ner un bombillo, rompiéndose una pierna­cobrará una significación u otra si el hombre en cuestión es un personaje (el Príncipe de Ga. les) o si el lugar del suceso es inusitado (la torre Eiffel). En ambos casos, siendo en es· quema el mismo hecho, su significación ha va­riaJo. Y ha de ser presentado en forma diversa, de acuerdo a la importancia relativa -a los ojos del público-- de uno u otro de sus ele· mcntos.

La combinación del hecho o la idea, más un determinado enfoque, constiruye un verdadero tema. El primer paso para escribir algo es de­terminar ese tema \'crdadero.

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DE UNA COMPOSICIÓN cualquiera puede decirse que cscá integrada por tres partes prin­cipales: el comienzo o introducción; el cuerpo o desarrollo; el final o conclusión.

!\o hay en ello arbitrariedad alguna, sino una ley de la realidad. Resulta de la necesidad Jc expresar el pensamienco, que es uno y sim­ple, con una pluralidad de palabras.

Se uata así de anunciar el rema, desarrollar­lo y llegar a una conclusión o término.

De esta manera, la composición será uu CO·

do significativo y no un amasijo de signos. Ha de cuidarse por tanto la buena anicula­

ción de sus partes. Y en particular, su propor­ción. No sería razonable que se invirtiera la mayor parte del espacio en la introducción, di­ciendo que vamos a decir algo, que, al final, apenas mencionamos. La introducción, por ser­lo, ha de dar paso enseguida al desarrollo del tema, que abarcará casi todo d rcxto.

Como se reara Jc una ley Jc la realidad y no de un prccc·pto asumido por d escritor, siem­pre, en el análisis del rcxw, puede seguirse csca

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oric:mación: el remil será aquello que ha cxi gido la mayor parte del escrito para su trata m temo.

Por otra paree, el artículo será tanto más per fccto cuanto mejor cumpla con esta ley de 1 composición. Habrá entonces logrado la arm nía de lo clásico.

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EL COMIENZO --el tículo y el primer pá­rrafo-- ha de ser auactivo. Usar frases gaseadas o tímfos vacíos llevará al posible lector a de­cirse que ya vio aquello en otra paree y a no prestarle su atención.

Para ello, hay que tener en cuenta para quién se escribe. Lo cual, por lo demás, es ley general de toda comunicación, oral o escrica, digna del nombre: se habla a alguien, se escribe para al­guno. A lo menos, debe conocerse si el público está o no familiarizado con el tema que vamos a exponer.

Por orra paree, un comienzo será atractivo en función de al menos estas dos características: si es concreco; si es incisivo. Por concreto se emic:ndc una directa alusión a un hecho o situa­ción bien individualizados. Por incisivo, la capa­cidad de int(::rpclar de alguna manera al l<:ccor.

Pero, si bien rcnemos que captar la atención dd posible lector cuando hojea sin rumbo fijo la publicación donde se conciene nuestro escrito, no se puede caer en la táctica del mal anuncio publicirario, que promete lo inexistente. El tí-

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rulo ha de ser expre3ivo de lo que se comienc en el escrito: es parte del texto, y no un disfraz de su inrención. Si no, además, el lecmr defrau­dado terminará su lectura allí donde se dio cuen­ta del engaño. Con razón. E irritado, con ra7.ón.

Ahora bien, dado que, por una parte, d co­mienzo cienc rama importancia y que, por la otra, precisamente por ser el momento inicial de la escritura siempre nos encuentra fríos, una buena solución práctica para acercar es: echar adclancc, finalizar el escrito y, enconccs, retrocc· der para revisar y yuizás reescribir el título y el primer párrafo. Quien no corrige lo que es­cribe, nunca escribirá bien. Pero no corregir el comienzo del escrito es como salir a pescar sin anzuelo.

Puede también procederse de los siguientes modos: (i) No poner el título hasta que no se haya terminado de escribir. Será más fácil acertar en ese momento, gracias al ejercicio que ha supuesto redactar el todo. ( ii) Tachar el primer párrafo que habíamos cscriw o sus frases iniciales. Sin miedo. La valentía de amputar esas primeras líneas, que sirvieron para entrar en calor pero que resultan vagas y sin fuerza, siempre da bcndicios: no se pierde cosa alguna y, muchas veces, basta con ello para lograr un comienzo excelente.

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SI SE NOS PREGUNTARA por qué conside· ramos el final tan importante como para dedi~ carie capítulo aparte, aunque muy corto, basca­ría con cüar un ejemplo por toda respuesta. ¿Cuáles son las palabras que codos conocemos de la úlcima proclama del Libertador? -"Si mi muerte contribuye para que cesen los par­tidos y se consolide la Unión, yo bajaré tran­quilamenre al sepulcro": ¡las últimas líneas! Igual ocurre con el discurso de Abraham Lin­coln en Gercysburgt y su famosa definición de la democracia en las líneas finales: "que el go­bierno del pueblo, por el pueblo y para el pue· blo no desaparezca de la faz de la tierra". De tal manera que todo orador experimentado sabe que el efccro de su discurso puede depender de esas últimas frases.

En (ualguicr caso, un mal final· arruina lo <..¡uc quizás se presentaba hasta ese punto como una verdadera obra de arte.

Debe por ello prestarse acención al último párrafo, a las últimas líneas, a la última palabra incluso, para lograr un fin merecedor dc:l nom-

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bre: que cierre la argumentación o que lleve a su culmen el movimiento expresivo.

¿Qué puede hacerse para lograr un buen final? Poco se puede decir en concreto. En el caso de un cscrico argumentativo, se puede dar un sumario o simplcmcncc reiterar la idea prin­cipal. Si de cxhorración se trata, acuñar una con­signa. A veces, repetir la frase clave: si la frase es buena, dejará una honda impresión en el lector.

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NUESTRA ACTITUD NORMAL de lector nor­mal, que se enfrenta a algo que supone, tam­bién, una pieza literaria normal, es la de buscar un orden, una cadena de ideas, un argumento, una stx:uencia de eventos. El hecho de que esta expectativa se vea satisfecha, y precisamente en el grado en que lo es, nos da la medida del éxito del escritor.

Esto pone de relieve la importancia del or­den en la exposición. Para lograr lo cual hemos de comenzar, como se dice, por ordenar nues­tras propias ideas. Y en cal punto, hacer un esquema, que viene a ser como un germen de la composición, del cual brotarán en sucesión ordenada los párrafos, puede sernos muy útil.

Pero, ¿cuándo usaremos este instrumento? O, ¿cómo medir esa utilidad? Aparre de la ex­pc.:riencia <.¡uc cada uno pueda ir teniendo al rcspccco, pueden romarse en cuenta: ( l ) la importancia del escrito, que --como ocurre con los documentos jurídicos- puede requerir gran precisión; ( 2) la complejidad del tema, que puede hacernos más o menos difícil su trata-

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miento; ( 3) la necesidad de sobreponerse a una falta de inspiración; alguna vez, teniendo tema y quizás hasta necesidad de escribir, no logramos hacerlo. Es el momento de anotar todo lo que nos venga a la cabeza acerca del tema; componer enseguida un esquema, eva­luando las ideas y colocándolas en secuencia; ampliarlo, desarrollando en frases lo pensado. A panir de allí, ampliando una o dos veces aún (toma más tiempo sentarse a esperar la inspi­ración), habrem.os ganado el necesario impulso para redactar, o cendremos el escrito mismo ante los ojos.

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DEL PÁRRAFO, ¿tjué diremos? Porque el párrafo es como la unidad a partir de la cual hacemos el artículo. Aunque, a su vez, está compuesto de proposiciones.

A simple vista, sin embargo, la composición está hecha de párrafos, caJa uno de los cuales ha de ser una unidad significativa.

Y es ése (¡uizás el pumo más imponante a rener en cuenta al redactar. ¿Que cuál será la longitud ideal del párrafo? ¿Que si solía escri­birse por largas parrafadas )' hoy se prefiere un estilo más breve? Todo ello ha de csrar en función de lo indicado: d párrafo tiene una medida interna dada por la significación.

Escribiremos entonces más cono o más largo, en frases simples o con cliusulas subordinadas, según las exigencias de lo 11ue vamos a expresar. Elfo a ruda grandemente a la claridad, por ranco a la belleza, de la exposición.

Después habremos de preocuparnos de la transición entre párrafos. Es decir, habremos de cuidar el uso de los elementos de conexión, para evitar la monownía (comenzar siempre

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con la misma palabra) o la imprecisión (cada elemento tiene su valor, conjuntivo, adversativo, inclusivo, exclusivo).

Sin caer, en esto como en ninguna cosa, en una excesiva atención que nos paralice al es­cribir. No suceda -como decía un autor­que la preocupación por las transiciones no nos deje seguir adelante.

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PARA ASEGURAR LA CLARIDAD de nuestro texro, hemos Je tener en cucma la unidad, la coherencia, el énfasis.

Unidad

Es un<i característica de todo lo que existe. En el caso del escrito, hecho de partes varias, la unidad viene de la relación de los Jistintos elementos con el tema o idea central. Esta re­lación ha de ser visible o el lector "perderá el hilo''.

Por eso, lo que no tiene ninguna conexión con nuestro propósito ha de descartarse, aun­que sea muy ingenioso o muy brillante. Se pera contra la unidad cuando uno "se va por las ra­mas". Y el lector castiga esa falta con una pena grave: deja de leer.

Sí hubiera de formularse una regla arcrca de la unidad, hahría quizás que decir: cada escrito ha de rener una sola id(·a centraL Intentar ocra cosa es simplemente fragmentar la composi­ción, que no tendrá enconccs sino la unidad ma­terial de la página o del capítulo.

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Cohere1Jcia

Pero la unidad de los elementos no es sufi­ciente. El tema ha de ser desarrollado en forma coherente. ¿Cuál es la diferencia? Piénsese en los comentarios que puede hacer el espectador de un suceso cualquiera: si los rcgi~uamos, en­contraremos casi con seguridad que todo lo di­cho está relaóonado con el tema (en la o<.:asión, el suceso del cual ha sido testigo), pero que aquella rranscripción resulca difícil de leer por lo confuso y desordenado.

La coherencia pide que los materiales se de­sarrollen en orden. Orden de los cvenros u or­den de ]a argumentación, pero siempre se<:ucn­cia, despliegue arricula.do.

Finalmente, ha de guardarse ciena propor­ción en las panes del escrico. Se ha de lograr que el lecmr fije la atención en lo más impor­tante. O mejor, se ha de poner el (·nfasis en lo que se quiere comunicar.

¿Cómo se materiali7.a el énfasis? Primero, a través del espacio que se destina a cada paree. Luego, por la colocación misma (puede rccor· darse lo dicho acerca del primer párrafo y del final). En tercer lugar, a través de la repcciciónt que puede ser ( i) repcrición pura y simple de

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una palabra o frase (como en el célebre dis­curso de Marco Antonio en el julio César de Shakespeare); ( ii) repetición "en otras pala­bras" o variación: Jos o tres comparaciones, mt"táforas diferemes y sucesivas, el uso de sinó­nimos. Por último, usando algunos recursos (Í­po~ráficos: el mbrt1¡-ado, las 1\-IA YUSCULAS, las "comillas··.

El esfuerzo por observar estos eres princi­pios nos conduce a desarrollar el rema con per­fección. Y en la medida en que lo logramos, nuestro escrito gozará de la claridad de una pequeña (o grande) obra maestra.

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TODAS LAS OBSERVACIONES acerca de la estructura de la composición no deben hacer­nos olvidar la imporcancia aún mayor del estilo. Porque d estilo es el alma, la personalidad del escrito. Hay en efecto un modo de expresión~ que pertenece a la persona y corresponde a la naturaleza del cerna, que hace de cada escrico bien logrado una pieza singular, irremplazable, atractiva, digna de ser leída.

Pero no se piense en artificios. Al contrario, la naturalidad es suprema manifestación de es­rilo. "Mirad -dice Azorín- la blancura de esa nieve de las montañas, tan suave, tan nícida; mirad la transparencia del agua de este regato de la montaña, tan límpida, ran diáfana. El es­tilo es eso; el estilo 110 eJ n.Jdtl. El estilo es es­cribir de ral modo que quien lea piense: Esto no ei nada. Que piense: Es Jo lo hago ')'O. Y que, sin embargo, no pueda hacer eso tan sencillo --<JUien así lo crea-; y que eso que no es nada, sea lo más difícil, lo más trabajoso, lo más com­plicado".

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Es la "difícil sencillez de lo perfecto" (Me­néndez Pidal ) .

Porque ocurre en esto como en todo lo de la persona: la perfección es dificil. Pero, cuan­do se ha alcanzado, parece necesaria a los ojos de quienes la contemplan.

Reglas de estilo entonces podemos tomar de lo que nos dice Cervantes como de pasada, en el prólogo de su Don Qt~.ijote de /a Mancha. No hay -dice allí- "sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien c<r

locadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando en todo lo que alcanzáredcs y fuere posible, vuestra imención, dando a en­tender vuestros conceptos, sin intrincarlos y cs­curecerlos".

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LA PRIMERA REGLA, escribir 11ú /.1 /lana",

La sencillez: la expresión sin pliegues. O me­jor, sin otros pliegues que los exigidos por el tema mismo que se expone. Expresión bien ce­ñida, como la piel joven al cuerpo.

Para llegar a ello, puede ser íuil considerar Jos cuatro puntos sigui<:ntcs: contraerse al tema; evitar lo innecesario; poner "una cosa después de otra"; usar la forma directa.

Hablar de mnrracrsc al tema sería superfluo, si no rcsultilra tan dificil. Por m<::nos de nada ya nos estamos yendo por las rilma~. O sepa­rando de lo que habíamos anunciado al lector. O, peor aún, salvo tfliC s<: mue de un cscrico aucobiográfico, l')()llicndonos (·n prim<:r plano, a rosigando allecror con daros, comcmarios u oh­scrvaciones acc:rca de nosotros mismos, de nues­tros estados de ánimo. I Tay que malltencr la atcncíón en d tema. Y sc,guirlo, p:1so a paso. La recompensa de ese esfuerzo será, <trn(·n de la belleza, el éxico en la c.omunicaciún: d l<x:Cor sabrá de (¡ué le c:sramos hablando.

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Pero, además, hay que suprimir lo innece­sario. Toda belleza es esencial. Cad~ elemento debe tener su justificación: si basca con un ad­jetivo, no pongamos dos. Para ello, hay que ha­bituarse a borrar y cachar; tomar un lápiz negro -Kipling milizaba un pincel, grueso, para tin­ta china, bien oscura- e ir quicando roJo Lo que buenamc-me se pueda quitar. Al final, nues­tro t:scrico rendrá el pulido acabado de lo pcr­fc. .. no.

En el siguiente pumo ha insistido mucho Azorín: "Vamos a Jar una fórmula de la sen­cillez. La sencillez, la dificilísima sencillez, es una cuestión de mécoclo. Haced lo siguiente y habréis alcanzado cle un golpe el gran estilo: colocad tmd cos.¡. después de otrü. Nada más; esto es toJo. ¿No habéis observado que el de­fecto de un orador o de un escritor consiste en que coloca unas cosas dentro de otras, por me­dio de paréntesis, de apartados, de incisos y de consideraciones pasajeras e incidentales? Pues bien, lo contrario es col()(ar las cosas -ideas, sensaciones- tmas después tie otr,JS>J.

l~inalmcmc, usar la forma directa. ¿Para qué decir de algo que "será siempre recordado por mí", si puedo Jccir que ''lo recordaré siempre"? J.a voz pasiva, la trasposición, el eufemismo, tie­nen su justificación y hemos de emplearlos cuando corresponda. Pero, pensar que la cxprc­sJon indirccca, por serlo, resulta más elegante,

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es creer que un disfraz es el mejor traje de gala. Al lector le sonará todo aquello a comedia, una comedia un tanto momificada quizás. Y se fa­tigará de leernos.

En suma, se erara de ir derechamente al asunto, eliminando toda complejidad que no provenga del tema mismo. Con mayor razón, cuando el tema tratado sea difícil, múltiple, pro­fundo.

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DESPCÉS DE TODO, se escribe con palabras. La segunda regla de estilo, que tomamos de la cita de Cervantes, concierne al vocabulario: "pa­labras .rignifica1Jies". Para ello, nuestro voca­bulario ha de ser: concreto, usual, preciso.

La fuerza expresiva del signo lingüístico y su claridad están en función de esas eres carac­terísticas. Su proximidad a las cosas ( concrcco), su frecuencia en la vida cmidiana (usual), su aplicación inequívoca (preciso), hacen al tér­mino más apto para la comunicación. Y al con­trario, si es abstracto. raro o vago, tendrá menor capacidad de representar el pensamiento y las cosas.

Es importante, enconces, en primer lugar, re­currir cada vez que sea posible a términos con­cretos, a locuciones gráficas. La preferencia por lo abstracto, salvo cuando ha de exponerse un pensamiento abstracto, es muchas veces una invitación a la vaguedad, a la falta de rigor. Pero, hablar en abstracto de cosas o hechos concretos es quizás sólo una manera de esconder la intención (o la ausencia de intención), en

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lugar de manifesrarla. Y, ¿no es ésa la retórica mala, de la que todos queremos vernos libres?

Cada vez gue se pueda, se han de poner ejem­plos que faciliten la compr<.·nsión de lo cxputs­to. O recurrir a comparaciones, irnágenes y me­táforas, <]UC susciten en la mente del lector la reprcscmacic')n del ambiente, {le la sicua<:ión, de la emoción o del pensamiento que queremos transmitir.

También puc<.le ser útil para ello recurrir al Vlxahulario familiar. Pero esco nos trae a la s<:gunda raracrerística mencionada. Los términos cm picados han de ser usuales, esto es, bien conocidos, moneda de curso legal, <le valor apa­rc::nte para el usuario. Si el mayor número Je los posibles lectores de un texco desconoce el "estío", es pre-ferible hablarles del "verano".

En particular, se ha de tener mucho cuidado con el recurso a términos té<:nicos, que sólo entiende un reducido grupo de personas. O a té-rminos griegos o latinos o, en general, a pa­labras o expresiones tomadas de lenguas extran­jeras. O finalmencc, el recurso a bs abrevia-turas. Si se ha podido decir del nuestro que era "el siglo de las siglas" (D. Alonso), no hay <JUC olvidar que, al menos con frecuencia, su signi­ficado suele ser desconocido por una mayoría, por lo que res u Ita mejor dar el nombre comple­to Je la institución a la cual nos referimos.

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Todo e1lo, sin embargo, ha de ponerse en relación con la tercera de las caraccerísticas men­cionadas, la precisión. Esta nos obliga a veces a utilizar un vocablo técnico o poco usual, pero que traduce perfenamcme lo que necesitamos expresar. Del arce del escritor es ese dominio del vocabulario que, sin llegar al preciosismo, le permite dedr con una palabra, exacta, lo que otros han de expresar con toda una frase.

En cualquier caso, al poner un adjetivo, al utilizar una preposición, al ~nunciar un sustan­tivo incluso, ha de ponerse cuidado en el macíz expresivo: si se trata de "nostalgia", no diga­mos "melancolía" o "tristeza". Si de "alivio", no digamos "descanso". Si queremos indicar que algo está "sobre" la mesa, no digamos "en". Con ello, la expresión gana fuerza, y la palabra se hace, en medio de su sencillez, elocuente.

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"SALGA, NOS DICE aún Cervances, vuestra oración y periodo sonoro y festivo". Esco es, por sobre cualquiera otra condición, renga vida el escrito, que nada interesa tanto en la relación humana -y el escrito es eso: t!xpresión y co­municación- como una persona real, natural, vivaz. Ejemplo excelso, más que de corrección gramatical, el propio Cervantes.

Para ello, aparte del tema mismo, en el cual hemos de tener verdadero interés si queremos interesar a otros, imporra mucho cuidar el ritmo de la exposición. Y el ritmo, que depende de la cualidad psicológica, se tradu<.:e o se marca en la puntuación.

No hay entonces reglas fijas para puntuar, aunque debe conocerse bien el respectivo valor de cada uno de los signos. A':'orín, preocupado por el tema -"todo .auror, dice, prcm:upado Je su estilo será un amor preocupado también de la puntuación"- n:cogc unas frases, de un amigo suyo estimado, en las que se hacía una cierta burla Jc su propio estilo: "Ese estilo es muy fácil de imitar: donde los demás ponemos

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coma, él pone punto y coma. Y donde los de­más ponen punto y coma, él pone punto. Y eso es todo".

Y a se ve que no se erara de eso. Que la pun­tuación --el ritmo- depende de razones más sustantivas. Porque lo impocrante es usar de los signos de puntuación en correspondencia con el movimiento del discurso, marcar las pau­sas que se estiman esenciales.

Por otra parte, la puntuación da la musica­lidad a la escritura, también a la prosa, para que pueda leerse -aun en voz baja- con agrado.

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HEMOS IDO HACIENDO una apología de la expresión sencilla y precisa, y quizás debamos decir algo de la brevedad. Pero de la brevedad esencial, la que representa una economía de la palabra superflua y contrae la expresión a lo verd~deramcnte significativo.

Dos ejemplos del }uatJ de ,,tlirena de Anto· nio Machado nos señalarán los extremos vicio­sos a evitar:

( J.A CONCISION Bi\ RROCA)

Me dió cuarro narurak-s y en Chihuahua darcci.

A<]lli ra la expresión incxan es, por SIL {'X(Csiva con( isión w·r~laderamC'nte cni_~ul.ttica. Pon1uc d p('l<.'· ra, cuyos son c.:stos n:rsos, querb decir, por boca de un personaje de su com~:dia: "El cacique (~C la co­marca puso a mi sep,. ido cu;um homhrt."S nat:id(lS ~:n tierra americana, cuatro indígenas que me dieron cscol[a, y acompañado de ellos pude llc¡;ar felizmcn· te a Chihuahua, a la hora en <JL:c empelaba J. dart·ar"

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(AMPUFICACION SUPERFLUA)

-Darúe el fruto sazonado del peral en la oma ponderosa.

-¿Quieres d<.'dr que me darás una pera?

-¡Claro!

Como se ve, nada en exceso. Entre ambos extremos, la palabra disriplinada, certera, "f'in.. r.mdo -scgün la cila de Cen·ames- en todo lo que (i/c.¡nztíredes y {11ere posiMc, 1·'11CJirJ i1l­

te,Jción, d,mdo a cntoulcr 1 ueslros concepto.r, SÍtl i1ltriucclf!OJ )' csmrccerlos".

La medida del ccxto la ha de dar así la sus. rancia misma de lo ()Ue se quiere expresar, la medida de la cosa. Prccisamcncc. la maestría esr.í en lograr esa pt:rfcna adapcclción cncrt' pa. lahm y conccnido. "Sólo pude hablarse --dice Kierkegaard- de una obra clásica allí donde la idea goza de reposo y transparencia en una forma detcrminada; pero ('!1 este raso podrá resistir mmbicn la acciún del tiempo".

No es tarea fád l. J.a escritura, roda pabbra, nace en la lucha por rr:tducir en unes pocos sig. nos el vasco océano de lo observado. de lo sen. rido, de lo pensado, de lo concchido. Por esa ha podido decirse, sin demasiada hipérbole, que es una acción utópica. Y todo escritor ha senciJo siempre d duro límite del idioma. que parece

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oponerse a la expresión, cuando en verdad la está haciendo posible.

Además, lo esencial es inefable. Podemos darnos por satisfe<.:hos si nuestras palabras con­ducen allí en forma inequívoca, esto es, si ponen allccror en condiciones de verlo. O, a lo menos, de cnucverlo.

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Y, c'QUÉ DECIR de las cicas? Abundan a ve­ces en el escrito. Otras, por lo contrario, se ven rechazadas: Cervantes dice con sorna aquel "porque naturalmente soy poltrón y perezoso de anc.larmc buscando autores que digan Jo que

yo me sé decir sin ellos".

¿Cuándo usaremos de las citas? Aparte de la obligación de hacerlo en los escriros cientí­ficos y, en general, en roda ocasión en la que se deba dar uédiro a un autor, las citas pueden ser un sabroso condimemo del escrico y añadirle variedad y riqueza. Tantas veces, además, con­fieren peso a lo di(ho, al mostrarlo en acuerdo con alguna autoridad.

Para ello, sin embargo, debemos poner al menos tres condiciones. Que la cita sea buena; que sea novedosa~ que sea necesaria.

Uuena, esto es, que renga contenido. Aquí se ha de apljcar de lleno lo dicho por Cervantes: sería tonto an(ürse husrando amores pam Jccir simplezas, lugares comunes o perogrulladas. De­mostraría falta de juicio.

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Pero, no sólo buena, sino novedosa. Algunas citas se han desgastado por un exceso de uso. En ese caso, es preferible no recurrir a ellas por­que resultan más bien signo de escasa cultura, como hace observar Borges a propósico de aque­llos que sólo citan del Dante el "úuciale ogtli speranza, t-·oi ch''entrale". No se requiere haber leído ni una página de Simón Bolívar para re­petir que "moral y luces son nuestras primeras necesidades".

En todo caso, la cita ha de ser necesaria, ya no en el sentido técnico mencionado arriba (obligación de dar crédito a un autor), sino retórico, literarío: ha de engarzar bien en el tex­to y encontrar allí como su lugar propio.

Cumplidas estas condiciones, amén de refor­zar el valor de las opiniones expresadas, dará con seguridad prestancia a lo escrito.

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AL CONCLUIR ESTAS pocas notas del arte de escribir, debemos insistir en un punto e sen· ciai: la calidad de lo escrito, su fuerza, su pe· rennidad no dependen en fin de cuentas de sus aspectos formales o de la qbservancia de alguna preceptiva consagrada; dependen de su nece­sidad.

Así, aconseja Martín Fierro:

Procuren, si son ctmtores el cantar con rentimie1zto, no tiemplen el estrumenlo por sólo el g1111o de hablar, y acostúmbrense a cantar en cosaJ de fundamento.

Esforzarnos por escribir sólo en la medida en la que tenemos algo que decir, ha de ser la norma suprema. De resto, callar. Ese silencio avalora la palabra.

Un libro -ha podido decir Gratry- es más fuerte, mientras más lejos del lector ha

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sido escrito. La conccmración en lo que se va a decir, con absoluta libertad frente al posible público lector, ha producido grandes obras de arte.

Quien así escribe, uaspasa el nivel de los tó­picos, corteza de toda época. Hace entonces pa­tente alguna realidad. Su escrito es, por ello, siempre inteligible y siempre de interés.

Del mismo modo, lo escrito según una ins­piración profunda, el "orden de la caridad" (Pascal), aunque presente apariencia desorde­nada, tiene una eficacia superior. Ese orden pro­fundo cuenta más que coda composición según las reglas del arte.

De nuevo, la fuer7.a de la expresión viene de su necesidad.

Esto coloca bajo otra luz, más sustantiva, al arte de la palabra. Lo une a la búsqueda de la plcnirud humana. Lo wma como un instrumen­to, menguado quizás, pero indispensable, de la realización personal. Oigamos a Alfonso Re­yes: "El arte de la expresión no me apareció como un oficio retórico, independiente de la conducca, sino como un medio para realizar plenamente el sentido humano. La unidad an­helada, el talismán que reduce al orden los im­pulsos concradicwrios de nuestra nanualcza, me pareció hallarlo en la palabra. Alguna vez me dejé decir que, para ciercas consrirucioncs,

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la coherencia sólo se obciene en la punca de la pluma. El ejercicio literario se me volvió agen­cia trascendente que invade y orienta todo el .. ser .

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