Beasley-Murray - Afecto y posthegemonía

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    Diremos de la inmanencia pura que es UNA VIDA,

    y nada ms[] Una vida es la inmanencia de la inmanencia;es el poder total, el arrobamiento total(Deleuze, Inmanencia Pura)

    El retorno del afecto

    En una cita ya clebre, Fredric Jameson percibeun decaimiento de lo afectivo en la cultura posmo-derna. Alega que las grandes temticas modernasde la enajenacin, la anomia, la soledad, la frag-

    mentacin social y el aislamiento se han desvane-cido (1991: 10-11). En un texto escrito en 1984 (ypublicado de nuevo en Postmodernism,1991) ar-gumenta que el posmodernismo no slo ofrece unaliberacin de la ansiedad, sino tambin una libera-cin de cualquier otro tipo de sentimiento, puestoque ya no existe un individuo capaz de sentir(1991: 15). Sin embargo, Jameson agrega que lossentimientos no han desaparecido del todo: senci-llamente, se han tornado flotantes e impersonalesy tienden a ser dominados por un tipo peculiar deeuforia (16). De ah el alivio de lo posmoderno,la sensacin de que ofrece un estridente desblo-

    Desde un enfoque terico

    influenciado por la obra deGilles Deleuze, esteartculo interroga el papeldel afecto en la culturapoltica contempornea.Mediante un anlisis de ladimensin afectiva delterror, subraya las limita-ciones de los procesos decaptura afectiva que lateora de la hegemonaconsidera fundamentalespara el establecimiento delpoder estatal. Pero en el

    mismo momento en quepresenta el terror como unmodo de organizacin quesubvierte y cuestiona lalgica trascendental de lahegemona, tambinsugiere, contra Deleuze,que el afecto no puedeservir de gua hacia unapoltica poshegemnica, yaque el mismo Estadotiende a volverseinmanente. La porosidadde la divisin entre

    trascendencia e inma-nencia, entre razn y

    EL AFECTO Y LA POSHEGEMONA

    Jon Beasley-MurrayThe University of British Columbia, Canad

    [email protected]: Nick Morgan y Jeffrey Cedeo

    Recepcin: 19 de febrero de 2007Aceptacin: 6 de junio de 2007

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    queo de todas las trabas, y la liberacin de unanueva creatividad (313). Esta sensacin de alivio,contina Jameson, es el resultado de nuestra dis-tancia con el sistema de produccin; es sntoma denuestra impotencia (316). Ahora que todas lashuellas de la produccin han sido borradas de lamercanca, los consumidores pueden entregarse aldeleite narctico de la jouissance posmoderna.

    Pero desde los exuberantes aos ochenta y no-venta, la ansiedad seguramente ha regresado con

    una venganza. Podemos ser no menos impotentes,pero el miedo e, incluso, el terror, ms que la eu-foria, definen la actual era inaugurada por losataques contra Nueva York y Washington en sep-tiembre del 2001. Lo afectivo ha retornado (si esque realmente se haba ido). El afecto ha regresadotambin, por tanto, como un objeto de estudio:crticos como Corey Robin y Joanna Bourke hanescrito libros especficamente sobre el miedo Fear:The History of a Political Idea (2004) y Fear: ACultural History (2006), respectivamente; entrminos ms generales, tericos como Teresa

    Brennan (The Transmission of Affect, 2004), AntonioDamasio (Looking for Spinoza, 2003), BrianMassumi (Parables for the Virtual, 2002), y EveSedgwick (Touching, Feeling, 2003), han reconsi-derado lo afectivo. Mi posicin es cercana a la deMassumi, quien ve el afecto como una intensidadimpersonal, distinta a la emocin, definida comointensidad calificada, es decir, la identificacinsociolgica de la calidad de una experiencia quedesde ese momento en adelante se considera per-sonal (2002: 28). Al igual que l, utilizo el tra-bajo de Gilles Deleuze para darle sustancia a unanlisis poltico de lo afectivo, adecuado para estos

    afecto, hace posible laconstitucin doble delEstado, tanto en las insti-tuciones como en elafecto. El artculo terminaargumentando que es estadoble constitucin delEstado lo que la teora dela poshegemona tiene queanalizar.

    Palabras clave: Deleuze,Estado, hegemona, poder,

    afecto, crtica cultural.

    Post-hegemony and Affect

    This article examines therole of affect in contempo-rary political culture froma Deleuzian theoreticalperspective. It employs ananalysis of the affectivedimensions of terror topoint out the limitations ofthe processes of affective

    capture that hegemonytheory regards as essentialto the establishment ofstate power. But while itshows that terror is a formof organisation thatquestions the transcen-dental logic of hegemony,it also notes, againstDeleuze, that affect cannotin itself serve as a guide toa post-hegemonic politics,arguing that the porosity ofthe frontiers between

    transcendence andimmanence, between

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    tiempos poshegemnicos. Massumi arguye que lateora de lo afectivo de Deleuze contiene unaclave para repensar el poder de lo posmodernodespus de la ideologa, y sugiere, por lo tanto,una teora afectiva del poder en el capitalismotardo (2002: 42-43). Quiero ir ms all para su-gerir que necesitamos una teora afectiva del poder

    per se y que junto con los conceptos de hbito (elafecto inmovilizado) y de multitud (un cuerpoconfigurado en y mediante el afecto), el afecto es

    central en la comprensin y elaboracin de la pos-hegemona. De igual modo, planteo que la con-ceptualizacin deleuziana del afecto resultainsuficiente; de hecho, que queda presa entrampas similares a las que enredan la teora de lahegemona, en la medida en que no es capaz, pors misma, de distinguir entre la insurgencia y elorden y, en ltima instancia, entre la revolucin yel fascismo. An as, es por el afecto por donde lateora de la poshegemona debe empezar, porquelos sentimientos son la puerta de entrada a la in-manencia de la poltica (y a una poltica de la inma-

    nencia).La definicin deleuziana del afecto es funda-

    mentalmente spinoziana. El afecto se relacionacon un aumento o disminucin en el poder de ac-tuar, tanto para el cuerpo como para la mente: unincremento es la alegra; una disminucin es latristeza (Deleuze, 1988: 49, 50). Pero lo afectivono slo es aquello que le acontece al cuerpo, en lamedida en que los cuerpos se definen por su capa-cidad para afectar o ser afectados, por sus poderesde afeccin. Aumentos y disminuciones de poder,cambios en la afeccin de un cuerpo, determinansu capacidad para seguir siendo afectado, para

    reason and affect, meansthat the state itself hasbecome immanent. Thearticle ends by suggestingthat the task ofpost-hegemony theory is toexplore this double consti-tution of the state, both ininstitutions and in affect.

    Key Words: Deleuze, State,Hegemony, Power, Affect,Cultural Critique.

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    convertirse en otro cuerpo (ms o menos poderoso). El afecto, entonces, re-sulta un indicio de poder, que en s constituye una funcin de la capacidadafectiva de un cuerpo o de su receptividad. El afecto marca el pasaje medianteel cual un cuerpo se transforma en otro, con alegra o con tristeza; en este sen-tido el afecto siempre ocurre entre cuerpos, actuando como el umbral mvilentre estados afectivos al cohesionar o desintegrar los cuerpos, al volverseotros para s mismos. Por ende, sugiere Massumi, el afecto en general consti-tuye un inmanente e ilimitado campo de emergencia o pura capacidad,antes de la imposicin del orden o de la subjetividad (2002: 35, 16). Slodesde el proceso de delimitar y capturar el afecto, se fijan los cuerpos y

    emergen la subjetividad y la trascendencia. Pero en la medida en que estoocurre, el afecto mismo se transforma: el orden, que establece recprocamentetanto la subjetividad como la trascendencia, es una funcin de la transforma-cin del afecto en emocin. La calificacin de la intensidad afectiva es tam-bin su captura y clausura, y la emocin es la expresin ms intensa (mscontrada) de esa captura (35).

    Deleuze y Flix Guattari ilustran la captura y el sometimiento del afecto conuna discusin sobre la pera. Aqu, el hroe romntico, es decir, un indi-viduo subjetivado con sentimientos, emerge de (y, de forma retrospectiva, or-dena y envuelve) el todo orquestal e instrumental que, al contrario, movilizalos afectos no-subjetivos (1988: 341). Pero la orquestacin del afecto, y sutransformacin en emocin, tambin es inmediatamente poltica: el pro-

    blema del afecto en la pera es tcnicamente musical y por ello an ms pol-tico (341). De modo que los mismos mecanismos orquestan la subjetividad enla poltica y en la msica. Massumi se centra en las maneras en que los reg-menes contemporneos explotan el afecto como un potencial de la vida, fran-camente capturable (41). Describe cmo Ronald Reagan puso a trabajar elafecto al servicio del poder estatal, invocando la soberana al proyectar con-fianza, la apoteosis de la captura afectiva (42). Reagan quiere trascender, serotro. Quiere ser extraordinario, ser un hroe (49). Pero la ideologa no tenanada que ver con la trascendencia de este archi-populista: sus medios eranafectivos (40). Ms que buscar el consentimiento, Reagan logr la aparienciadel control transmitiendo vitalidad, virtualidad, inclinacin (41). Por ende, elafecto es ms que el indicio del poder inmanente y corpreo de los cuerpos cuyadefinicin se transmuta segn su estado de afeccin; tambin subyace al poder

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    incorpreo o cuasi-corpreo del soberano cuyo cuerpo emprico, en el casode Reagan, se desmorona ante nuestros ojos (62). En este doble rol, como unaproductividad inmanente que a la vez da luz a un poder trascendental, el afectoes tan infraestructural como una fbrica (45). Como la fuerza laboral, es unpotencial que puede ser abstrado y utilizado, una vivacidad que puede atri-buirse a los objetos como atributos o propiedades, pero tambin como un ex-ceso o plusvala que mantiene unido al mundo (217-218).

    Existe, por lo tanto, una poltica del afecto; tal vez no exista otra. El re-torno del afecto exige de la teora de la poshegemona una conceptualizacinadecuada de la poltica de la afectividad y de su relacin con el Estado. La

    teora del afecto de Deleuze ofrece tal conceptualizacin y, por eso mismo, unacomprensin ms precisa del papel del afecto tanto en el mbito de lo insti-tuido como en el de la insurgencia. Tambin nos permite repensar la nocinmisma del retorno de lo afectivo, como si en algn momento el afecto se hu-biese perdido para la historia. Nada menos cierto: existe tambin una historiadel afecto; o, ms bien, la historia tambin se encuentra afectada. A menudose representa la historia como una narrativa que privilegia lo regular y lo pre-decible: en palabras de Massumi, la historia comprende una serie de objetosy sujetos identificados, a cuyo progreso se le atribuye la apariencia de unaevolucin ordenada, incluso necesaria [], contextos que progresivamentevan adquiriendo un orden (218). Pero tal apariencia es invocada por la mismaoperacin poltica que califica la multiplicidad y movilidad pre-personal que

    caracterizan el afecto. La historia narrativa resulta de la seleccin, confina-miento y captura de un flujo afectivo que es, de hecho, impredecible en su mo-vilidad y continua variacin. En trminos de Deleuze y Guattari, todo lo quehace la historia es traducir una coexistencia de devenires en una sucesin(1988: 430). En esta traduccin, los afectos se convierten en emociones, loscolectivos singulares se vuelven individuos identificables y surge el Estado im-poniendo su orden sobre la cultura. Como resultado de estas transforma-ciones, lo afectivo (ahora constituido como lo emocional) se representa comoreactivo, secundario, la esencia de la pasividad: los acontecimientos provocantristeza, felicidad o lo que sea. La primaca y exceso del afecto se traduce en elresiduo secundario que es la emocin.

    Aun as, empezamos con la emocin, con nuestras emociones comunescomo la felicidad o el miedo. De igual modo, John Holloway sugiere que el

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    principio no es la palabra, sino el grito (2002: 1). El afecto puede ser reledomediante la emocin y de esta manera reinsertado en la historia y la poltica.Despus de todo, la emocin es una forma de afecto (un afecto formado) y elindividuo emocional siempre est a punto de ser abrumado y, de este modo,des-subjetivado por un afecto que supera todos los lmites. Porque, por muchoque se acorrale el afecto, algo siempre logra escaparse: Algo sigue sin actuali-zarse, inseparable de cualquier perspectiva particular, pero no asimilable a ella,funcionalmente anclada (Massumi, 2002: 35). Los individuos corren el riesgode dejarse llevar, de perder la cordura o el juicio al verse posesionados por elafecto. Para Massumi, por tal razn, toda emocin es ms o menos desorien-

    tadora, no sorprende entonces que tradicionalmente se le haya descrito comoun fuera de s (35). Por ende, la emocin aparece frecuentemente excesiva oinapropiada; el afecto siempre amenaza con reaparecer, tomar el control. Y noes de sorprender que a la emocin se le adscriba una marca de gnero, repre-sentndola como femenina: al barrer las identidades fijas, el afecto inicia loque Deleuze y Guattari denominan un devenir, devenir-mujer, devenir-mi-nora. El afecto desva los sujetos de sus modelos normativos (lo masculino, elEstado, lo humano) hacia sus polos opuestos (mujer, nmada, animal). En pa-labras de Deleuze, los afectos no son sentimientos, son devenires que des-bordan a aqul que los vive (quien se vuelve, de este modo, otro) (1995a:137). El afecto recoge las singularidades y los objetos parciales, al redistri-buirlos y recomponerlos en nuevos y experimentales grupos y colectividades.

    En la medida en que esto sucede, nos liberamos de nosotros mismos.Entusiasmados, nosotros (pero ya no un nosotros, sino un otro, otra colecti-vidad) aumentamos la capacidad de afectar y ser afectados. Fugarse no esseal de debilidad; es la lnea por la que ganamos poderes de afeccin y expe-rimentamos con nuevas maneras en que el cuerpo puede conectarse consigomismo y con el mundo (Massumi, 1992: 93).

    El afecto amenaza el orden social. Enfocar los aparatos de captura que con-finan el afecto y las lneas de fuga que lo atraviesan, y por las cuales huye, per-mite una redescripcin tanto de la lucha social como del proceso histrico.Aqu, la resistencia ya no es cuestin de contradiccin, sino de la disonanciaentre los aspirantes proyectos hegemnicos y los procesos inmanentes de loscuales no son capaces de dar cuenta. Es una no-relacin entre el Estado y lamquina de guerra. Asimismo, otros modos de comunidad y coexistencia se

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    conciben y se practican en y por medio del afecto. Por tal razn, investigo aqula conceptualizacin deleuziana del afecto como resistencia, como una alter-nativa poltica a la jerarqua estatal. Deleuze teoriza el afecto, y la relacinentre el afecto y el Estado, sin asimilar el afecto a las lgicas estatales de nor-malizacin ni suponer que lo afectivo es sencillamente un suplemento o un ex-ceso. Ms bien, describe una relacin dinmica entre una mquina de guerranmada caracterizada por el afecto y un aparato estatal que busca eliminar losafectos y energas de la mquina de guerra (trans)formndolos y estratificn-dolos. Deleuze subraya lo que el Estado excluye y reprime; exige que nos en-frentemos a la inmanencia en sus propios trminos, mostrando su distincin

    de la trascendencia (adems del carcter dependiente de sta con relacin aaqulla). sta es la base de una teora de la poshegemona: un anlisis de lacultura capaz de dar cuenta del Estado sin subordinarse ante su lgica, y quepor lo tanto puede describir las vicisitudes histricas de las relaciones entre lonmada y el Estado. Pero el peligro es que ahora el Estado mismo se est vol-viendo terrorista y as difusamente nmada; el Estado es cada vez ms afectivoy no slo el parsito de lo afectivo. Deleuze y Guattari reconocen que el apa-rato del Estado se apropia de la mquina de guerra, y la subordina a sus metaspolticas, proporcionndole la guerra como su objeto directo (1988: 420).Pero el Estado suicida y fascista va ms all de cualquier racionalidad demetas u objetivos. Y especialmente en pocas poshegemnicas, con la lla-mada sociedad del control, el Estado es cada vez ms inmanente. De modo

    que el Estado tiene que ser explicado desde una perspectiva doble: cmo serealiza en los afectos y los hbitos y cmo se proyecta en tanto soberanatrascendente. De nuevo, distinguir entre la inmanencia y la trascendencia(entre el afecto y el Estado soberano) no es sino el primer paso para el anlisisposhegemnico.

    El afecto como inmanencia

    La totalidad del proyecto filosfico de Deleuze se basa en la afirmacin dela inmanencia y en un rechazo de toda trascendencia. En palabras de MichaelHardt, Deleuze nos limita a un discurso ontolgico estrictamente inmanentey materialista que rechaza cualquier fundamento profundo u oculto del ser(Hardt, 1993: xiii). Recurre a la obra de Spinoza, a quien califica, junto con

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    Guattari, como el prncipe de los filsofos, precisamente porque es tal vezel nico filsofo que nunca se entreg ante la trascendencia y que la persiguidondequiera que apareciera (1990: 48). Y si es en Spinoza donde Deleuze en-cuentra su conceptualizacin de lo afectivo, es porque la conceptualizacinspinoziana del afecto ofrece un camino hacia la inmanencia, que va desde losencuentros inmediatos entre los cuerpos hasta un plano de la inmanenciaabsolutamente impersonal. Como resume Gregory Seigworth, no hay un solotipo de afecto en Spinoza, sino dos (affectio y affectus), y, entonces, no slo dossino, arriba y por debajo de los dos, un tercero [] y luego, [] no slo tres, sinouna infinita afectividad multitudinaria (un plano de inmanencia) (2000:

    160). Affectio es el estado de un cuerpo al afectar o ser afectado por otrocuerpo (162); afectus es la continua e intensiva modificacin de un cuerpo(aumento-disminucin) en su capacidad para actuar (162); el afecto propia-mente dicho es entonces pura inmanencia en su abstraccin ms concreta[] afecto como virtualidad (167); y Seigworth cita la definicin de Deleuzedel plano de la inmanencia como la inmanencia de la inmanencia, inma-nencia absoluta: es el poder completo, el arrobamiento completo (168). As,tal como el afecto se inscribe en la emocin, encontramos una serie a consi-derar: desde la interaccin real de cuerpos (affectio) al rebosar, como siempre,cualquier identidad fija; hasta la esencia de un cuerpo o combinacin decuerpos, definida por su poder de afectar y de ser afectado (affectus); y msall, una concepcin cada vez ms amplia de la inmanencia misma, como pura

    virtualidad.Pero si estamos continuamente rodeados e inmersos por (e inmanentes a)

    los mecanismos y flujos del afecto, todava puede pensarse que la trascen-dencia es la nica alternativa. En trminos filosficos, todava existe la nece-sidad de derrocar al platonismo. En trminos polticos, es el Estado el quereclama la trascendencia y, por lo tanto, la soberana; aunque otras figurasel cuerpo de la tierra, aqul del tirano, o el capitaltambin se establecenmediante una apropiacin de toda produccin excesiva y una atribucintanto del todo como de las partes del proceso, que ahora parecen emanar deellos como cuasi-causa (Deleuze y Guattari, 1984: 10). Estas figuras fun-cionan como si habitaran la dimensin vaca que constituye la trascendencia y,por lo tanto, como si constituyeran la fuente de lo que se designa en el Anti-Edipo como la produccin deseante. En este proceso, la representacin

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    misma se propone como razn ltima y la carencia como la clave del deseo. ElEstado consolida su poder, asignando y distribuyendo la carencia dentro y msall de las fronteras territoriales, negndole cualquier poder a la afectividad in-manente de los cuerpos al afectar y ser afectados los unos a los otros.

    De modo que el Estado opera como un aparato de captura (Deleuze yGuattari, 1988: 424-473), al transformar el afecto en emocin, la multipli-cidad en unidad, la intensidad en la extensin del imperio territorial. sta esla violencia incorporada, estructural del Estado (448). Y contra (pero tam-bin antes de) el Estado se organiza una mquina nmada de guerra para laque las armas son afectos y los afectos armas (400). Deleuze y Guattari ar-

    gumentan que el nmada se encuentra fundamentalmente separado delEstado, de all su exterioridad con respecto a ste: En todos los sentidos, lamquina de guerra pertenece a otra especie, otra naturaleza, otro origen queel aparato del Estado (352). De la misma manera en que el Estado, por beli-gerante que sea, se define por su oposicin a la guerra, temeroso por lo demsde una guerra de todos contra todos, la mquina de guerra repele al Estado:tal como Hobbes vea claramente que el Estado estaba en contra de la guerra,de igual modo la guerra se opone al Estado, y lo torna imposible (357). Deleuzey Guattari concluyen que la guerra es [] la modalidad de un estado socialque nos protege de y previene el Estado (357). El Estado y la mquina deguerra son tambin modos diferentes de comunidad. Mientras que el Estadoprivilegia y encarna la forma (y por lo tanto la identidad, la fijeza y la defini-

    cin), el rgimen de la mquina de guerra se halla en el polo contrario al delos afectos, que se relacionan nicamente con el cuerpo en movimiento, a ve-locidades y composiciones de velocidades entre elementos (400). Mientrasque el Estado somete los cuerpos a la identidad, fijados (a menudo encarce-lados) y definidos segn categoras (estticas), los afectos atraviesan el cuerpocomo flechas, son armas de guerra (356). Contra el espacio estriado de la ca-tegorizacin, la mquina de guerra nmada se organiza dentro de un espacio nodiferenciado de variacin constante, de modulacin infinita: affectus que tiendehacia la inmanencia. La poltica deja de ser un asunto de la negociacin o delconsentimiento implcito en el contrato hegemnico, para constituirse comouna (no)relacin entre procesos de captura y de fuga afectiva.

    Construir el espacio estriado regido por la trascendencia conlleva una seriede exclusiones adems de categorizaciones, con el objeto de purgar la sociedad

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    civil(izada) del afecto. Un formidable trabajo institucional de marginalizacinproduce la ilusin de una normatividad racional. El Estado constituye su ciu-dadana ideal mediante un proceso complejo que simultneamente contiene yalteriza aquellos elementos que no se conforman a su ideal. Los locos, losmalos y los enfermos (por ejemplo) son excluidos las ms de las veces de formasemejante, condenados a un laberinto de (no)lugares burocrticos: hospitales,crceles, manicomios. La no conformidad se encuentra marcada por todos lostrminos que significan un exceso afectivo y prdida de autocontrol: la his-teria, la locura, la aberracin. Como sugiere Michel Foucault, lo anormal setorna un objeto discursivo, y como tal es excluido (objetivizado, alterizado),

    pero tambin delimitado o contenido, y as recuperado para la concepcioneslegales, mdicas y filosficas de la normalidad, que, adems, ofrecen la posibi-lidad de transformar el afecto monstruoso en una descontrolada emocin: Lareclusin de hecho excluye y opera fuera de la ley, pero se justifica en trminosde la necesidad de corregir y mejorar a los individuos, hacer que perciban suserrores y restauren sus mejores sentimientos (2004: 325). Si las institucionesde lo que Foucault llama la sociedad disciplinaria realizan una exclusin in-terna ms o menos precaria los recluidos no son del todo parte del cuerpopoltico, pero tampoco estn del todo afuera de l se combinan (pero tam-bin entran en conflicto) con las exclusiones ms radicales que definen losmrgenes de la sociedad. Muchas de estas formas de alterizacin poseen racesarcaicas, como el castigo del ostracismo en la Grecia antigua o el rito hebreo

    del chivo expiatorio que implicaban la expulsin sin recuperacin. Dentro dela modernidad, la exclusin absoluta tenda a ser remplazada por sus formasrelativas y recuperables. Pero algunas formas de alterizacin radical persistan(la pena de muerte, por ejemplo, aunque de forma aparentemente ms hu-mana, ms medicalizada), mientras que otras eran recin acuadas. En la mo-dernidad las polticas ms significativas de alterizacin absoluta se encuentranen las fronteras coloniales. Estrictamente, tal vez estas son versiones moderni-zadas de exclusiones premodernas, en la medida en que los griegos antiguosnos dejaron el legado de separar la civilizacin de la barbarie, llamado asporque los idiomas ajenos eran percibidos solamente como murmullos incom-prensibles: ba, ba, ba. Pero con el crecimiento de los imperios europeos a partirde 1492 y el descubrimiento de lo que Tzvetan Todorov llama el otroExterior (1984: 50) vino la invencin de lo primitivo, a lo cual se le impu-

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    taron los afectos que haban sido desterrados de las sociedades modernas. Enpalabras de Marianna Torgovnik, los europeos reprimieron en casa senti-mientos y prcticas comparables con lo que crean divisar entre los primitivos(1990: 14). Por tal razn lo reprimido retorna y fue desplazado hacia lo subal-terno: todava exista una necesidad persistente y residual de expresin. As[estos sentimientos] fueron proyectados hacia el exterior en un proceso com-plicado que desplaz una parte del propio ser hacia el Otro ( d.).

    Lo reprimido tambin atrae; es, despus de todo, un deseo, que en s puedeconvertirse en el objeto de deseo. Torgovnik detalla cmo, desde la expe-riencia moderna del siglo XX, centrada en la homogeneidad, la estandariza-

    cin y el aburrimiento, los occidentales contemplaban lo primitivo como ellocus de un xtasis que era a la vez una seal de eros o fuerza vital y unestado de exceso, frenes, y violencia potencial (15). Y aunque Torgovnik leeesto en tanto bsqueda de una trascendencia cuasi religiosa, no sera mejorpensar que como lo hace, por ejemplo, la primatloga Dian Fossey buscarla intimidad con las montaas o amistad con los animales y acceso al len-guaje de las bestias (109) es ms cercano a un materialismo inmanente?Asimismo, Torgovnik se deja llevar fcilmente por una asociacin entre los in-tentos de escaparse de la normatividad occidental y las experiencias msticassolipsistas, tales como las que se encuentran ahora entre los movimientos dela Nueva Era o incluso en el estilo generacional mercantilizado de la culturadel piercing(103). Tampoco debera celebrarse lo extico (vase, por ejemplo,

    Recuerdos exticos de Chris Bongle para una crtica persuasiva). Pero puedeleerse en parte como una protesta, una aoranza por escaparse de s mismo ode las posiciones de sujeto que nos permite el Estado disciplinario. De nuevo,el afecto se entiende mejor en su (no)relacin con el Estado: como un rechazoque es tambin, por lo menos en potencia, la declaracin de una guerra deguerrillas.

    La bsqueda de la inmanencia demuestra que la captura de lo afectivo porel Estado es contingente, parcial e inestable. El afecto capturado y (de)for-mado subyace al Estado y sus pretensiones de soberana, pero tambin sugiereque otras formaciones sociales son imaginables: el afecto es autnomo; la in-manencia no depende de la trascendencia. La inmanencia preexiste a la orga-nizacin social, pero tiene que reinventarse continuamente mediante unaexperimentacin que interminablemente produce lo nuevo. Esta experimen-

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    tacin con nuevos modos de ser se resiste a las estrategias de contencin, a losintentos de asegurar el orden social, que surgen de un Estado que se arroga latrascendencia y fijeza sobre la premisa de la asuncin y negociacin de obliga-ciones contractuales o del consenso hegemnico. Ms an, cualquier fuga deeste tipo es colectiva. No es este el individuo centrado en s mismo que se sin-toniza, se enchufa y se desenchufa. Experimentar con nuevos modos de ser esinmediatamente poltico, y lo es de nuevas maneras: la mquina de guerra seforma en contra y en desafo tanto del ciudadano consumidor como delEstado. En la fuga, el afecto elude (o se resiste a) los aparatos de captura es-tatales, poniendo en marcha la construccin de lo que Deleuze y Guattari

    llaman un cuerpo sin rganos que conduce al plano de la inmanencia. Loque al principio parece ser marginal y excesivo, llega a constituirse como unafuerza que desestabiliza la identidad individualizada y categrica, al llevar loscuerpos que afecta por un eje de desterritorializacin. Deleuze arguye que lafuga no es negativa, porque la revolucin nunca procede por medio de lo ne-gativo (1994: 208); es activa, productora y creativa, ya que el movimientode la desterritorializacin crea por necesidad y, por s solo, una nueva tierra(Deleuze y Guattari, 1984: 321).

    Deleuze y Guattari no estn solos al revalorizar el afecto como una moda-lidad (tal vez inconsciente y por eso mismo an ms significativo) de crtica so-cial. Una poltica de lo afectivo tambin ha caracterizado el feminismo, porejemplo. As, Sandra Gilbert y Susan Gubar examinan las representaciones li-

    terarias de la loca en la buhardilla y sostienen que repetidas veces las escri-toras del siglo XIX proyectan lo que parece ser la energa de su propiadesesperanza hacia personajes apasionados, incluso melodramticos, que tea-tralizan los impulsos subversivos que cada mujer inevitablemente siente al con-templar los males arraigados del patriarcado (1978: 77). Asimismo, perodesde una perspectiva marxista, Terry Eagleton busca rescatar el afecto de otrotipo de reclusin, su estetizacin. Sugiere que lo esttico es la manera privile-giada de purificar el afecto, someterlo al supuesto desinters de la ideologa li-beral, al transformarlo en hbitos, piedades, sentimientos, y apegos para, deeste modo, constituirse en la fundamental fuerza cohesiva del orden socialburgus (1990: 20). Pero precisamente por este motivo, el arte ofrece un re-curso para la revolucin, una vez que se reconecta a una corporalidad resis-tente: Si lo esttico es un asunto ambiguo y peligroso, es porque [] hay algo

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    en el cuerpo que puede rebelarse contra el poder que lo inscribe (28).Asimismo, la ambivalencia del afecto es tambin un tema del psicoanlisis,desde cuya perspectiva los afectos suscitados en la enfermedad mental (melan-cola, ansiedad, etctera) surgen de una represin cuyo origen es esencialmentesocial. Y mientras que el psicoanlisis le sirve a las estrategias normalizantes delEstado, se podran concebir otras trayectorias: Ranjana Khanna, por ejemplo,pide una melancola crtica, un afecto de la colonialidad que hace evi-dente el conflicto psquico de la modernidad colonial y poscolonial (2003: x).

    Pero la ambivalencia funciona en dos sentidos. Como seala Torgovnik,una bsqueda del xtasis tambin distingue al fascismo:

    Cuando los Nazis renovaron una glorificacin del Volk primitivo y la pri-maca de la sangre y la tierra, desataron un oleaje de sentimiento ocenico,ejemplificado por las convenciones en Nuremberg. Tambin produjeron ladevastacin de la Segunda Guerra Mundial y el horror de los campos deconcentracin (Torgovnik, 1990: 217).

    En el fascismo la teora de la hegemona encontr un obstculo: a Laclause le present el problema de cmo distinguir entre populismos de derecha yde izquierda, hegemona y contra-hegemona, el fascismo y la revolucin.Como demostrar a continuacin, la teora del afecto de Deleuze tambin va-cila ante el nazismo, aunque esta vacilacin, en contraste, se debe a las ten-

    dencias no-hegemnicas del fascismo, a su promocin y ocupacin de unalnea de desterritorializacin absoluta. Hoy, el otro radical adquiere el nombrede terrorismo. Y el conflicto entre la trascendencia y la inmanencia, entre elEstado y la mquina de guerra, el afecto y las nuevas formas de normatividad,se resume en una guerra contra el terror. La etiqueta terrorismo representauna deslegitimacin inmediata, al alterizar lo que demarca y negarle tododerecho o reconocimiento. El terror define la poltica actual, pero es negadocomo lo no-poltico, como el exceso afectivo de un fundamentalismo irra-cional. Sugiero que Deleuze nos ofrece maneras ms adecuadas de pensar lafenomenologa y la poltica del terror, pero tambin que un examen del terrorrevela nuevas ambivalencias: el terror rompe las fronteras entre lo civil y suotro, ayudando por lo tanto a fomentar una sociedad de control en la que elEstado, tambin, se vuelve afectivo y, por lo tanto, inmanente.

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    Terror

    El terror es ahora la frontera absoluta de la civilidad y marca la decisinfinal: o ests con nosotros o ests en contra de nosotros, como declarGeorge W. Bush despus de los ataques del 11 de septiembre. Esta dicotomarenovada entre la civilizacin y la barbarie ya no permite la existencia de unproyecto civilizador; slo una eleccin brutal. La comunidad global vili-pendia a los terroristas aplicndoles todos los trminos que antes se reservabanpara los internos de las instituciones de la sociedad disciplinaria: fanticos, re-negados y locos constituyen un eje del mal. Representan el Otro exterior

    por excelencia, la no-comunidad global. Pero el rechazo que reciben los terro-ristas tambin indica, tal vez, el miedo de que tengan su propia comunidad,una comunidad invisible que penetra por los poros de la nuestra. Asimismo,sugiere que todos nosotros, quiz, nos veremos arrastrados hacia esta inma-nencia radical, contra nuestra voluntad o no. Ante una guerra total contra elterror, los liberales intentan renovar una poltica de la racionalizacin, bajo labandera de la comprensin. Ahora con mayor razn el Occidente debera in-tentar entender sus otros ms all de (y a menudo dentro de) sus fronteras;Estados Unidos debera reflexionar sobre las razones del odio y desprecio sus-citados por su poltica exterior. Regresa una lgica de la representacin, pro-porcionndole una cara y una voz al conspirador invisible. La comprensin lesotorga mviles y razones a los agentes de ese terror sin aprobar jams, por

    supuesto, la destruccin misma. Pero la disyuncin entre entender y aprobar,el hecho de que comprender los mviles implica poner entre parntesis las ac-ciones terroristas, demuestra que el terrorismo establece un lmite incluso parael liberalismo, fijado ahora entre la motivacin comprensible y la accin exce-siva. Nuevamente, permanece un residuo no racional, en este caso en el ex-ceso de los medios sobre los fines. Este residuo es un afecto (porque qu es elterror sino el afecto al rojo vivo?) que los liberales prefieren ignorar.

    El Estado iliberal tiene razn, en contraste, al identificar el terrorismocomo un modo de organizacin que es radicalmente diferente y perturbadorde sus sistemas de ordenamiento; no es simplemente una pieza ms en unaguerra de posiciones, ni siquiera algn afuera constitutivo de la hegemonacomo tal. De igual modo, el Estado tiene razn al temer que el terror amenacela divisin misma entre el adentro y el afuera, divisin de la que depende, al

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    menos implcitamente, la teora de la hegemona. Porque si bien los movi-mientos terroristas pueden reflejar formas de organizacin y representacincaractersticas del Estado, tambin concentran, y as intensifican, patrones deafecto que se encuentran en los poros mismos de todo tipo de organizacin so-cial. El Estado iliberal tambin tiene razn cuando subraya que con el terrorsurge el fin de la negociacin, el lmite del discurso racional. Uno no negociacon el terror. Pero este gastado clich, que a menudo se utiliza para justificarla represin estatal (aunque sea sin la comprensin de que la represin estataltambin puede considerarse una justificacin del terror), se encuentra bienfundamentado nicamente en la medida en que el terror nunca puede sen-

    tarse a la mesa de negociacin. El terror puede provocar o condicionar el di-logo pero strictu sensu cuando la negociacin se inicia culmina el terror. Losterroristas que negocian cambian de condicin. Es por eso que los liberales dis-tinguen entre el terror y los terroristas, los individuos o movimientos queadoptan el terror desde el terror mismo: se puede negociar con individuos,pero no con el terror. De all la dualidad que estructura a tantos grupos terro-ristas: Sinn Fin-IRA; FMLN-FDR; ETA-Herri Batasuna; PLO-Brigadas AlAqsa; el ala poltica y el ala militar. De la misma manera, hasta el Estado msrepresivo parece preferir sucedneos (escuadrones de la muerte y servicios se-cretos) que combatirn clandestinamente a sus enemigos clandestinos.Ninguna faceta es, de manera simple, un mero suplemento, as como ningunaexpresa con plenitud la verdad de la otra. Sinn Fin no es sencillamente el

    IRA en Armani en lugar de Armalites, como argumentaban los unionistas deUlster. De igual manera, el Armalite tiene una lgica y un afecto propios, y estalgica muda amerita su propia investigacin, porque nunca podr ser del todoreprimida, exorcizada o discutida.

    El terror nos llega desde afuera, nos guste o no. El terror nos rebasa, nosavasalla; no somos los sujetos del terror, estamos sujetos a l. Todos somos susvctimas, no sus agentes. El terror efecta una nivelacin que oblitera la indi-vidualidad. Todos somos iguales porque todos somos vctimas (potenciales) dela violencia terrorista y por tanto estamos sujetos al terror. El terror funcionamediante la indiscriminacin azarosa: un orden social entero, y todos sus ele-mentos, est bajo sitio. Somos sincdoques de ese orden social: las mujeres, losnios, los ancianos, los minusvlidos, son todas instancias, por ejemplo, delEstado israel o del imperialismo britnico. Pero por eso mismo el terror nunca

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    es del todo casual: siempre interpela. Esto es el terror como el afuera consti-tutivo. Tanto el Estado como el terror nos instan a identificarnos con las vc-timas: por ejemplo, en sus interminables obituarios de los muertos en el WorldTrade Center, el New York Times nos dice que son realmente nuestras histo-rias traducidas en clave ligeramente diferente, del vecino de al lado (citadoen Simpson, 2001: 6). Podra haber sido yo, podras haber sido t; en estosomos indiferentes. Ama a tu vecino, mate a ti mismo.

    Tambin somos iguales porque hemos sido arrancados del orden que nor-malmente encarnamos. Desordenados, desprotegidos o dudando de la eficaciade la proteccin que se nos ofrece, ahora somos indistintos para el terrorista.

    Tal como reside el terrorista, sin hogar, en un espacio incierto ms all de loslmites de lo social, de igual modo tambin aprehendemos la experiencia, porbreve que sea, de esa vivencia. Este es el terror que explota la frontera (a me-nudo literalmente) entre el adentro y el afuera. De ah lo pertinente de labomba suicida: una nivelacin aterradora en la que el terrorista nos lleva conl. Pero de ah tambin la sospecha que siembra el terror entre la poblacinque amenaza. Se nos insta a identificarnos con nuestros conciudadanos(podra haber sido yo), pero tambin a sospechar de ellos (podras ser t).Alguna vez el terrorista fue como nosotros y podra volver a aparentarlo. Sitodos estamos en una relacin sinecdquica con el Estado, entonces depronto nos corresponda tomar la ley en nuestras propias manos: aquel hombrecon el morral, es uno de ellos? Est con nosotros o en contra de nosotros?

    Sospecha de tu vecino (sospechas de ti mismo?). El terror es por lo tanto in-mediatamente colectivo, inmediatamente social, mientras que a la vez des-hace la comunidad. El terror conjura una existencia ms all de la comunidad,pero tambin otras formas comunitarias. La red terrorista que infiltra un ordensocial centrado en el Estado postula una comunidad sin Estado, inmanente,por mucho que un grupo terrorista pretenda que va a fundar un Estado nuevo(paralelo o su imagen especular). Por qu debera ser inevitable el Estado? Lacomunidad establecida en y mediante el terror puede ser invisible o imper-ceptible, pero es precisamente por eso que todos nos vemos involucrados enella cuando estamos sujetos al terror. Parte del romance que inevitablementese asocia con el terror se localiza aqu. Volverse terrorista significa la muertesocial, con todos los ritos de la vida clandestina que incluyen un cambio denombre, la separacin de la familia y los amigos y la carga de la clandestinidad

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    que le separa a uno de lo que ahora parece ser una cotidianidad superficial.Pero tambin implica descubrir una nueva y ms profunda comunidad deconspiradores. Una comunidad intensiva reemplaza una comunidad exten-siva: sacrificar la individualidad social es experimentado como ganar unanueva forma de vitalidad, incluso cuando esa vida se dirige hacia la provoca-cin de la muerte.

    Al desindividualizar, el terror debilita el pensamiento racional y el lenguaje.Rory Berger nota que durante un atentado e inmediatamente despus, el fun-cionamiento cognitivo de la gente se ve alterado (2003: 45). Los sobrevi-vientes reportan confusin, desorientacin, dificultades de atencin, falta de

    concentracin, olvido, dificultad al tomar decisiones y problemas de juicio(45). El terror es inmediatamente corpreo ms que significante o lingstico;se apropia en primer lugar del cuerpo, a menudo lo paraliza. El terror funcionano tanto como un pensamiento sino (para decirlo con una frase de Massumi)como un choque al pensamiento. O tal vez se trate de un pensamiento tanexcesivo que en s mismo constituye un golpe, inasimilable e inmediatamentecorpreo. Aturde, recuperamos el aliento para hacer que vuelva el lenguaje.Se nos seca la boca. En el terror, el lenguaje cede ante un miedo mudo.Alternativamente, como parte de una retroalimentacin intensiva que para-liza el cuerpo y lo reactiva repetidas veces, mientras que el cuerpo simult-neamente conserva energa y se abalanza hacia la produccin de nuevasreservas; el terror produce la hiperactividad cintica: taquicardia, temblores,

    transpiracin. El azcar inunda el flujo sanguneo y los msculos se tensionan.Nuestras piernas tiemblan, nos fallan. La intensidad del terror deja la lenguaagitndose, farfullando. El lenguaje cede ante el grito, deformado, asignifi-cante. Tiempo despus, el cuerpo se mantiene hiper-vigilante, sensible a lamenor perturbacin, al menor ruido; se asusta o se distrae fcilmente. La vio-lencia terrorista puede compararse con el lenguaje (la propaganda del hechoanarquista), pero siempre es de un orden diferente, un orden que subvierte ysilencia el lenguaje. En este sentido el terror es como el dolor que, segn ar-gumenta Elaine Scarry, no se resiste simplemente al lenguaje sino que lo des-truye activamente, conlleva una reversin inmediata a un estado anterior allenguaje (1985: 4). Biolgicamente, el terror provoca un cortocircuito en elcrtex y afecta directamente el sistema lmbico. Nos vemos reducidos, aunquesea momentneamente, a lo que Giorgio Agamben en Homo sacer llama la

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    vida al desnudo, y que Andrew Norris describe como muda, indiferenciada,desprovista tanto de la generalidad como de la especificidad que el lenguajehace posible (Norris, 2000: 41).

    El terror tambin es inherentemente anti-narrativo. La narrativa o precedeal terror (como justificacin o explicacin) o lo sucede (como resolucin o ex-plicacin). S, la narrativa rodea al terror: los actos de terror violento se in-sinan en el discurso (las ubicuas referencias contemporneas al 11 deseptiembre) mientras que el discurso se aglutina alrededor del terror y del te-rrorista (el oxgeno de la publicidad que, segn Margaret Thatcher, respirabael IRA). El terror exige una explicacin o alguna narrativa que lo justifique.

    Pero esto se debe, precisamente, al hecho de que el terror mismo no producenarrativa alguna y debilita todos los otros discursos. Las narrativas que rodeanal terror funcionan como melodas que se silban en la oscuridad, que intentanllenar un vaco aterrador. En palabras de Robert Thornton (2003) el terror,como toda violencia, perturba necesariamente cualquier secuencia o conti-nuidad estructural, causal o narrativa (66). Provoca, e incluso fundamenta,la narrativa pero siempre se mantiene por fuera de las historias que cuenta: Elacto de violencia [] requiere que se cuente una nueva historia para explicarla prdida, para dar cuenta de la perturbacin y para reconstruir las relacionessociales despus de su ocurrencia (d.). Como explica Thornton, por eso laviolencia parece estar localizada al comienzo de las nuevas formas sociales,los nuevos comportamientos y las nuevas historias, y ser su causa, pero sta

    es una percepcin falsa basada en la temporalidad peculiar de la violenciamisma y su naturaleza catica (d.). En el terror, la violencia se entiende ple-namente como tal. El terror comparte, entonces, esta extraa temporalidadms all y por debajo de la narrativa, ms all del tiempo narrativo. Y mien-tras las historias pueden ayudar a sanar las heridas que abre el terror, tales his-torias tambin justifican la violencia, porque sin ella no habra historia.

    El terror construye el sentido y depende de l, pero en ltima instanciatambin lo deshace en el momento cuando ya no podemos distinguir entre elEstado y el afecto que supuestamente rechaza. En su anlisis del terror colo-nial (y la acumulacin primitiva capitalista) en el Putumayo, MichaelTaussig arguye que el terror se nutre de la destruccin del sentido (1987:128). Aunque el terror per se es casi inimaginable (por mucho que se sienta),el hecho de que la legitimacin narrativa lo re-contextualice tan rpidamente

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    no debe, sugiere Taussig, enceguecernos ante la manera en que el terror seburla del proceso de significacin, ante su necesidad del sentido para burlarsede l (132). Taussig considera el terror estatal, la (re)apropiacin del terrorpor el Estado, como un reflejo colonial de la alteridad que devuelve sobre loscolonos la barbarie de sus propias relaciones sociales, imputada, sin embargo,a los salvajes que desea colonizar (134). En el circuito del terror, el Estadocaptura la mquina de guerra y luego proyecta su propia barbarie sobre el lla-mado terrorista, quien a su vez frustra tal categorizacin traspasando de formacasi invisible las fronteras territoriales, perseguido por la vigilancia cada vezms ansiosa del Estado. De modo que la cuestin de los orgenes se vuelve

    cada vez ms borrosa. Al derrumbarse cualquier nocin de la hegemona nihablar de la distincin entre la sociedad civil y su afuera es cada vez msdifcil distinguir entre el Estado y la mquina de guerra. El Estado tambin seafecta, volvindose ms inmanente, hacindose imperceptible. En ltima ins-tancia, el afecto por s solo es una gua insuficiente para la poltica poshe-gemnica.

    Ms all del afecto

    Al definir el afecto como un aumento o disminucin de la posibilidad deactuar, y como una relacin entre cuerpos que involucra tambin una muta-cin en esos cuerpos, Deleuze abre una puerta que conduce a la inmanencia.

    Contrasta una fuga fluida hacia el plano de la inmanencia con las categoriza-ciones estticas y la insistencia sobre la identidad, propias de un Estado que seestablece como una cuasi causa trascendente. El Estado es el aparato de cap-tura, al transformar el afecto mvil en una serie de emociones fijas. Perosiempre existe algn deslizamiento, algo excesivo, incluso en la emocin queamenaza con volverse de nuevo afecto, e indica una lnea de fuga por la que lamquina de guerra nmada se reconstituye. El dominio y la insurgenciapueden releerse en trminos de esta tensin perpetua entre la trascendencia yla inmanencia, la captura y el xodo, ms all de una serie de proyectos he-gemnicos en competencia o como un dilogo entre el Estado y la sociedadcivil. Una comunidad se rene sobre la lnea de fuga, una comunidad cuyoprincipio organizativo no tiene nada en comn con la reivindicacin de la te-rritorializacin del Estado en nombre de la soberana: la mquina de guerra de-

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    sequilibra y desestabiliza cualquier pretensin de hegemona, al ocupar inten-samente dimensiones mltiples del plano de inmanencia antes que sometersea la dimensin vaca del orden jerrquico. En el terror, sin embargo, la lgicadel Estado alcanza su lmite e incluso empieza a disolverse. Vvidamente, el te-rror demuestra la porosidad de la frontera entre la razn y el afecto y la impo-sibilidad de desterrarlo para siempre. El terror deshace la distincin entre elafuera y el adentro en la que se fundamenta la teora de la hegemona. Perotambin problematiza el contraste que hace Deleuze entre el Estado y el n-mada, la trascendencia y la inmanencia, entre el afecto que libera y un r-gimen emocional asfixiante que gira alrededor de un fetiche estatal.

    La distincin entre un Estado trascendente y el afecto inmanente es pa-tente y palpable, pero tambin es, en ltima instancia, insostenible. Primero,la trascendencia no es sino un epifenmeno, un resultado (perverso) de pro-cesos inmanentes. En el mejor de los casos el Estado reclama la trascendencia:acta como si fuera soberana. Pero incluso el control que efectivamente ejerceno es un resultado de estas pretensiones, sino un producto de las maneras enque l tambin opera de forma inmanente. Segundo, entonces, en momentosde crisis, tales como al enfrentarse a la insurgencia, el Estado se vuelve desca-radamente inmanente, trazando su propia lnea de fuga o desterritorializacinabsoluta. El Estado siempre se extiende demasiado, pero tambin a vecesabandona cualquier pretensin de trascendencia en un impulso fantico, sui-cida, sobre todo en el caso del fascismo. Vemos esto ahora casi todos los das.

    Porque, tercero, con la emergencia de una sociedad de control o control so-ciety, que reemplaza una sociedad disciplinaria anterior, la trascendencia semarchita pero el Estado sigue (casi) como siempre. Todos ahora estamos unpoco afectados, un poco menos seguros en nuestras subjetividades anterior-mente fijas. No obstante, seguimos siendo sujetos. Tal vez es sencillamente queel Estado es un hbito que no podemos dejar; tal vez nunca era ms (ni menos)que habitual.

    El Estado acumula afecto, lo convierte en emocin patritica o hbito co-tidiano. Pero por mucho que se memorialice y estratifique la intensidadremplazada por la monumentalidad o la rutina el afecto sagrado apropiadopor el Estado sigue siendo inherentemente inestable. La sociedad no slo estamenazada en sus mrgenes, tambin es subvertida en su ncleo. En palabrasde Michael Taussig: Vigilado como est por tropas inmviles en uniformes es-

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    carlata y espadas ceremoniales, la naturaleza misma de lo sagrado es, sin em-bargo, tener goteras (1997: 174). Incluso Fredric Jameson, en un comentarioque ha recibido menos atencin que su declaracin sobre la disminucin delafecto, argumenta que en el posmodernismo, al igual que a lo largo de la his-toria de las clases, la cara oculta de la cultura es sangre, tortura, muerte y te-rror (1991: 5). El Estado tiene goteras, pero tambin transgrede suscapacidades; sus pretensiones de alcanzar la soberana nunca coinciden deltodo con su constituirse en y mediante el afecto. Como Foucault demuestra deforma meticulosa, el poder nunca desciende de lo alto como pretende el prin-cipio de la soberana; ms bien siempre se ejerce de forma inmanente e inme-

    diata, en y mediante el cuerpo, en una multiplicidad de relaciones de fuerzainmanentes en la esfera en que operan (1990: 92). Esta no coincidencia entrela imagen que de s se hace el poder y su concrecin ofrece la posibilidad de lahuida, del xodo. Pero a veces es el Estado mismo el que se escapa, con con-secuencias devastadoras.

    Para Deleuze y Guattari en su Anti-Edipo, uno nunca puede ir suficiente-mente lejos en la direccin de la desterritorializacin: todava no se ha vistonada un proceso irreversible (1984: 321). Pero ms tarde Deleuze indicauna creciente cautela o sobriedad en sus Dilogos con Claire Parnet. El esp-ritu relativamente desenfadado del Anti-Edipo, su declaracin amplia de unanueva historia universal cede ante un nfasis en la especificidad: No hayuna receta general. Hemos terminado con todos los conceptos globalizantes

    (Deleuze y Parnet, 1987: 144). Deleuze y Parnet hacen un llamado al anlisisde los peligros, adems de las oportunidades, ofrecidas por las estrategias es-quizofrenizantes y desterritorializantes. Preguntan: Cmo es posible quetodos los ejemplos de lneas de fuga que hemos dado, incluso de los escritoresque nos gustan, terminan tan mal? (140). Al esbozar las lneas variadas de laorganizacin social y sus respectivas polticas, Deleuze y Guattari vuelven enMil Mesetas a los peligros de la desterritorializacin en las lneas de fuga. Seraexcesivamente simplificador, dicen, creer que el nico riesgo que temen yenfrentan es dejarse recapturar al final, dejarse sellar, amarrar, reanudar, rete-rritorializar. Ellos mismos emanan una extraa desesperanza, como un aromade muerte e inmolacin, un estado de guerra de la que uno vuelve quebrado(1988: 229). Tal vez el fascismo puede ser ubicado a lo largo de esta lnea defuga: El fascismo, arguyen ahora Deleuze y Guattari, involucra una m-

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    quina de guerra. [] Una mquina de guerra que ya no tena la guerra comosu objeto y prefera aniquilar a sus propios servidores que parar la destruccin.Todos los peligros de las otras lneas parecen insignificantes en comparacin(230). La distincin entre la inmanencia y la trascendencia entre el afectoy la emocin, entre el poder constituyente y el poder constituido puede noser suficiente para diferenciar la revolucin del fascismo. Si no, contemplamosla posibilidad de que el fascismo tambin pueda ser revolucionario; y la revo-lucin, fascista.

    Nick Land, un deleuziano militante, quien ofrece una alternativa refres-cante al deleuzianismo humanista que ahora se est insinuando en los estudios

    culturales, arguye que la cautela de Deleuze y Guattari representa un acto ca-tastrfico de mala fe, un desliz moralista. Para Land, la desterritorializacindebe continuar a toda costa. En una parodia del prefacio de Foucault al Anti-Edipo, pregunta Cmo convertirse en un Nazi? y responde que intentar noser nazi le acerca a uno al nazismo de forma mucho ms radical que cualquierimpaciencia irresponsable con la desestratificacin (1993: 73). Land con-cluye, por lo tanto, que nada podra ser ms desastroso polticamente que ellanzamiento de un caso moral en contra de los nazis: el nazismo es el mora-lismo mismo (1993: 75). As niega la posibilidad de una resistencia moralante el fascismo mientras que plantea el fascismo como una posibilidadmoral avasalladora. Si mantendra el mismo escepticismo ante otras formas deresistencia no est claro todava. Land aqu implica una respuesta poltica, en

    la medida en que su marco es definido por la problemtica antifascista mismaque constituye lo poltico para Deleuze y Guattari. Pero en La sed de aniquila-cin rechaza el concepto de poltica, al preferir una celebracin cuasi msticade la produccin deseosa como, a la vez, de la creatividad y la muerte orgis-tica. Y en Meltdown, Land describe la poltica como una actividad policial,dedicada al ideal paranoico de la autosuficiencia y centrado en el Sistema deSeguridad Humana (2007).

    Para Arthur Redding, por otra parte, el anlisis del fascismo en Mil mesetases potencialmente ms escandaloso de lo que se percata Land (a quien difcil-mente se puede catalogar de no-apocalptico), en la medida en que seala lanaturaleza revolucionaria del nacionalsocialismo, un punto [] ante el cualvacila hasta una filosofa tan irresponsable como la de Deleuze (1998: 204).Adems, se trata del fascismo no slo como el populismo utpico sugerido por,

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    digamos, Alice Kaplan en Reproducciones de la banalidad, sino como una crticasostenida de la forma estatal; es la rebelin del Estado contra su forma mismacomo Estado. Esto no debera provocar una celebracin del fascismo. Ms biensugiere los lmites de la celebracin, lmites que el Anti-Edipo denigr con de-masiada facilidad. En palabras de Redding, siguiendo el anarquismo de GeorgeSorel y Walter Benjamin, deberamos reiterar que no somos creyentes(211). Tal como los estudios culturales con frecuencia se autoimponen undeber de solidaridad como seal de una creencia en cualquier fuerza anti-he-gemnica, dondequiera que se encuentre, es tentador caer en una trampa se-mejante con el afecto. Incluso Massumi asocia el afecto puramente con

    vitalidad: El afecto es la viveza del contexto, afirma. El afecto vitaliza(2002: 220). Pero creer en la vitalidad del afecto no es ms convincente queinvertir las polaridades de la oposicin que enfrenta Estados supuestamentebenvolos y rebeldes llamados terroristas. El afecto es (ahora en palabras deRichard Hamblyn) una disposicin hacia el cambio (2002: 203); pero elcambio puede ser para algo peor.

    El afecto ahora es el centro mismo de la cultura y no slo su faz oculta. Aldesmantelarse las fronteras internas, de modo que es difcil distinguir entre f-brica, manicomio, hospital y vida cotidiana, y al verse bajo sitio la fronteraeterna entre la razn y el terror, la acrecentada porosidad del cuerpo socialpermite la circulacin capilar de un afecto de baja intensidad, ubicuo y per-turbador, aunque sea tambin un mecanismo de control universal. Esto, por lo

    menos, es lo que sugiere Massumi en su coleccin La poltica del miedo coti-diano, cuyo enfoque es el miedo de bajo nivel. Un tipo de radiacin de fondoque satura la existencia (1993: 24). Por todas partes observamos avisos y pe-ligros: las grasas hidrogenadas y el fumador pasivo, el delito callejero y elSIDA. Para Massumi, el miedo es la inherencia en el cuerpo de la matriz mul-ticausal inasible del sndrome reconocido como la existencia humana en el ca-pitalismo tardo (su afecto) (12). Estrategias de tratamiento y manejo deriesgo nos ayudan a convivir con tales miedos, que luego funcionan como va-riable de input para un mecanismo de riesgo y de clculo. El riesgo, el miedo yla regulacin forman un sistema para producir y manejar la eleccin racional.Este tipo de miedo racionalizable fundamenta la razn del Estado y el contratosocial: el miedo a las consecuencias de la guerra de todos contra todos con-duce, en el esquema de Hobbes, a un evaluacin de los riesgos reducidos de la

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    cooperacin, como la entrega de los derechos naturales al cuidado del Estadoprotector. Mientras el terror amenaza el Estado y el orden social, el miedo in-teresado aglutina ese orden y nos construye como sujetos racionales atados porobligaciones contractuales mutuas. Todos deberamos tener un poco de miedo,especialmente de las sanciones que resultarn si rompemos el contrato. Elmiedo es el motor de la disciplina, la clave de la subjetivizacin.

    El Estado ahora busca regular la alteridad mediante una sucesin de desig-naciones cada vez ms cientficas: en lugar de estigmatizar a las locas, diag-nostica depresin posparto o desorden bipolar; en lugar de una meracriminalidad, detecta una pltora de tendencias antisociales. El control se

    torna ms complejo y no sencillamente una cuestin de represin. Las estra-tegias de normalizacin van desde los ccteles de drogas que permiten que losesquizofrnicos funcionen ms all de los muros del asilo, hasta los chipselectrnicos que reemplazan la encarcelacin, o (en Gran Bretaa) rdenesde comportamiento anti-social o ASBOs que restringen no el delito sinotodo, desde el merodear en calles especficas hasta maldecir en pblico. Lasmedidas precisas se adecuan al individuo o a la localidad, ms que aplicarse auna categora completa de ciudadanos. En lugar de la abstraccin generali-zada, entonces, hay una atencin cada vez mayor a lo especfico y lo singular.Incluso los lmites de la velocidad pueden variarse automticamente, como enla autopista perifrica de Londres, la M25, donde sensores computan las con-diciones actuales del trfico y la tasa ptima del flujo vehicular. Tales clculos

    dependen de formas de vigilancia y rastreo que han alcanzado una ubicuidadimpensable en pocas anteriores: la televisin de circuito cerrado est entre-nada para reconocer toda actividad sospechosa, mientras que los celulares ypases de bus dejan huellas electrnicas de cualquier movimiento, convirtiendolas posesiones familiares y cotidianas en nuestras propias etiquetas electrnicasde control. Al invadir las prcticas y los comportamientos cotidianos, elEstado interviene directamente en el cuerpo. Como nunca antes intenta me-terse debajo de nuestra piel, a menudo de forma literal, como en el caso de losplanes para implantar chips con GPS en la carne de los delincuentes sexualesque se encuentren en libertad condicional. Se vuelve difuso, al poner sus ope-raciones en manos privadas o animar la autorregulacin, la autorreceta entresus ciudadanos. Se sienten sus efectos en el campo o en el plano en el cualemerge el comportamiento. En resumen, al orquestar y manejar la capacidad

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    de los cuerpos de afectar y ser afectados y abandonar paulatinamente cual-quier norma universal para un continuo de impedimentos y alicientes, elEstado mismo se vuelve afectivo.

    Deleuze describe el cambio de sociedades estructuradas por sitios de reclu-sin burocrticos a sociedades en las que todos estos interiores han sufridoun colapso general, como una transicin de sociedades disciplinarias a socie-dades de control (1995b: 178, 177). Las sociedades de control constituyen unnuevo sistema de dominio que reconfigura los sistemas penal, educacional, desalud y de comercio (182). Anteriormente existan lmites internos que sepa-raban el colegio de la crcel, del hospital, de la sociedad en general; ahora slo

    encontramos el lmite externo marcado por la guerra contra el terror. Y statambin se est desmoronando. Lo que se juega en ese lmite externo es el des-tino de la diferencia y, por lo tanto, de la identidad misma. Porque dentro delas sociedades de control, la diferencia es variable, intensiva ms que extensivay sujeta a modulacin, ms que contenida dentro de moldes fijos (178). Si lolocos, los malos y los enfermos caminan entre nosotros (gracias al Cuidado enla comunidad*, las etiquetas electrnicas, los servicios de pacientes, etctera),es porque todos ya hemos sido terapeutizados, criminalizados, medicalizados.Ahora se espera que todos tomemos Prozac o Ritalin, que nos sometamos a re-quisas arbitrarias en los aeropuertos o en los trenes, se nos insta a hacer ejer-cicio, a seguir dietas y a monitorear nuestros niveles de estrs o colesterol. Elfinal del confinamiento y la disciplina seala todo menos la liberacin. En

    efecto, es ms difcil imaginar sitios desde los cuales se podra imaginar o esta-blecer lgicas sociales alternas. Cuando todos estamos por igual bajo la sos-pecha de la polica, la criminalidad no se distingue de la norma, ni es tanpotencialmente crtica de la norma (como en el caso, por ejemplo, de JeanGenet o Eldridge Cleaver). Cuando todos estamos medio locos, entonces nohay ms manicomios desde donde podamos desafiar las convenciones (como,por ejemplo, en Alguien vol sobre el nido del cuc -One Flew Over the Cuckoos

    Nest). Asimismo, cuando las fbricas y los colegios ya no estn separados,cuando ya no son sino configuraciones codificadas transmutables o transfor-mables de un solo negocio donde no quedan sino los administradores(Deleuze, 1995b: 181), los sindicatos o los movimientos estudiantiles ya notienen donde ejercer su influencia. El cambio de la disciplina al control va dela mano de la eliminacin neoliberal de la poltica mediante el gerencialismo.

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    Rechazamos la postulacin de una sociedad civil que se erige contra elEstado, al igual que la insistencia de la teora de la hegemona en las re-arti-culaciones populistas. De hecho, ver la resistencia o la insurgencia como unafecto inmanente que se escapa de las reivindicaciones estatales de soberanatrascendente no es ms que una mejora parcial. El afecto no slo constituye elEstado al ser capturado y transformado en la emocin patritica (territoriali-zada, atada); de igual forma, el Estado se hace inmanente no obstante lo des-tructivo, suicida o inestable que resulte el proceso. El Estado suicida globalque emerge, segn Paul Virilio, despus de los ataques terroristas en NuevaYork o Washington es tambin un Estado clandestino global (2002: 37, 82).

    El Estado es capaz de subalternizarse, de pasar desapercibido, y seguir siendoel Estado. Una consideracin del afecto y de los lmites del Estado demuestraque el Estado es un conjunto de procesos inmanentes, corpreos, adems deser una institucin trascendente. El Estado siempre se desdobla, se constituyedos veces, en las instituciones y tambin en el afecto. Es esta doble inscripcinla que la poshegemona busca analizar.

    Notas

    *El gobierno britnico llam de este modo, Care in the Community, al proceso decerrar las instituciones psiquitricas y dejar que los enfermos mentales vivieran en

    comunidad con un mnimo sistema de soporte.

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