Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 22 1963 0

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Revista mensual publicada por la

CASA AMERICANA

Embajada de los Estados Unidos

MADRID: Paseo de la Castellana, 48

BARCELONA, Vía Layetana, 33

SEVILLA: Laraña, 4

Sumario ACUERDO CULTURAL 2

LA "TERCERA REVOLUCIÓN" 3

DIPLOMACIA DE CRISIS

por Harland Cleveland 4

LA FERIA DE NUEVA YORK 14

HELICÓPTEROS 16

ALAS PEDAGÓGICAS 21

LIBROS PARA TODOS 24 SOCIEDAD INDUSTRIAL Y VALORES HUMANOS, por Claude Delmas 30

EL MISTERIO DE ELCHE 38

EARL WARREN EN ESPAÑA 39

MUSICA POPULAR

por H. B. Garland 40

ESPACIO Y COMUNICACIONES 43

EL LIBRO AMERICANO EN ESPAÑA 47

FOTO DE CUBIERTA: Algunos de los 19.500 títulos editados a la rústica en los Estados Unidos.

Redacció'n y distribución ••

Castellana 48, MADRID-1

E L OCHO de octubre de este año se firmó en Washington un importante acuerdo cultural entre España y los

Estados Unidos que busca aumentar los intercambios científicos y encolares entre los dos países amigos. Este intercambio se hará dentro del programa Fulbright-Hays.

La nota del Ministro de Asuntos Exte­riores español, señor Castiella, dirigida al Secretario de Estado norteamericano, Mr. Rusk, decía: "...mi Gobierno considera que una ampliación tanto en número como en alcance de nuestros actuales intercam­bios científicos, técnicos y profesionales reforzará aún más la amistad y el entendi­miento que históricamente han existido entre mi país y los Estados Unidos.. Desea­ríamos, por tanto, verlos ampliamente aumentados y extendidos a todas las ramas del saber, incluyendo especialmente las ciencias naturales aplicadas, las ciencias económicas, las lenguas, la historia y la cultura de nuestros pueblos, así como una mayor participación de las instituciones privadas".

En su respuesta, Mr. Rusk expresó su coincidencia con tal punto de vista, aña­diendo: "Los intercambios en el campo de las artes y de las letras pueden aportar una contribución de la mayor importancia al entendimiento entre nuestros pueblos".

En la última página de este número pu­blicamos una fotografía del acto de la firma del tratado por el señor Castiella y Mr. Rusk en presencia del Embajador de España en los Estados Unidos y del Jefe de Protocolo norteamericano.

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L A REBELIÓN de las colonias ingle­s a s de Norteamérica, la guerra de la Independencia, origen de los Esta­

dos Unidos, es conocida en su historia como la Revolución.

La liberación de los esclavos durante la guerra civil entre los Estados del norte y los del sur, llamada de Secesión, alteró tan hondamente los mismos cimientos socia­les y económicos del país que bien pudiera decirse que esta cruenta pugna fue la Se­gunda Revolución norteamericana.

Así lo hizo en las Naciones Unidas el embajador norteamericano, Adlai Stevensonj al hablar de la "tercera revolución" con referencia a la decidida lucha que está teniendo lugar entre la ley y los prejuicios para conseguir la absoluta igualdad de derechos para todos los ciudadanos norte­americanos, sea el color de su piel el que sea.

Esta pugna, que acabará inevitablemente con la victoria del derecho, es de singular interés en la presente coyuntura histórica. De los 111 miembros de las Naciones Uni­das, 56 disfrutan de independencia hace muy poco tiempo. Eran colonias y son hoy naciones. Las dificultades de los Estados Unidos, ya independientes hace muchos años, pudieran ser de interés para estos nuevos países , pues como dijo Stevenson, el lograr la independencia no consigue simultáneamente la vigencia de los dere­chos humanos individuales, y hay muchos ejemplos ,en la historia de obscenas alian­zas entre el nacionalismo y la opresión.

La historia de los Estados Unidos ilus­

tra algunos de los problemas que encuen­tran las naciones para convertir en hechos los ideales más sinceramente sentidos.

El negro norteamericano fue liberado por Abraham Lincoln durante la Guerra Civil. Sin embargo, aún no ha logrado la plena ciudadanía que la ley le otorga y es ciuda­dano de segunda clase en algunos Estados de la Unión Federal.

La discriminación por motivos de raza es quizá el problema más persistente que ha conocido la Nación y no están injusti­ficadas las crít icas que con este motivo se hacen en el mundo contra el país campeón de la democracia. Pero quien examina la situación serenamente no puede rehuir la conclusión de que el país está firmemente decidido a resolver el problema, cueste lo que cueste, y a darle solución rápida, aunque no se ganó Zamora en una hora.

El camino es escabroso y duro. Como dijo el embajador Stevenson en su discurso, " e s un hecho desgraciado que la ignorancia es testaruda y el prejuicio es duro de mo-r i r" .

La lucha de los Estados Unidos contra la ignorancia y los prejuicios, contra el enconado problema que suponen, ha sido y es pública. Todo el mundo ha podido con­templarla. Y el mundo ha reconocido la gran diferencia que existe entre un país que tiene problemas porque no quiere progresar y un país que los tiene porque está progre­sando. Estados Unidos progresa y seguirá progresando en este terreno gracias a la decisión de su Gobierno apoyado por la gran mayoría de los norteamericanos.

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A JUZGAR por las noticias de los periódicos, la dirección de la política extranjera norteamericana es el arte de lanzarnos a una cr is is tras otra. Mediante el proce­dimiento de dar gran importancia a un problema para luego dejar de hablar de él y

pasar a otro se crea la impresión de que el gobierno de los Estados Unidos solamente se ocupa en tomar medidas a corto plazo para hacer frente a las emergencias exteriores.

La mayor parte de las personas dedicadas a dirigir la política exterior de los Estados Unidos no están generalmente ocupadas en atender a los asuntos que constituyen el tema del día, sino a otros. Unas negociaciones relativas al arancel de aduanas, un programa para el intercambio de estudiantes, el empleo de reservas alimenticias para fomentar el desarrollo económico, la tediosa pero necesaria ocupación de conocer a centenares de personas importantes en más de cien países extranjeros, el análisis de retazos y fragmen­tos de información recibidos de todas las partes del mundo, la selección e instrucción de delegados del Gobierno para más de quinientas conferencias al año. Es tas y muchas otras tareas más también forman parte de " l a política exterior americana".

No obstante, en las más altas esferas del gobierno, y particularmente en el caso del Presidente y de su más cercano grupo de consejeros, la versión dada por los periódicos acerca de lo que en cada instante es más importante no difiere, después de todo, gran co­sa de la realidad. El Presidente, los Secretarios de Estado y de Defensa, el Director del Servicio Central de Información y varias docenas más de personas emplean una gran par­te de su tiempo trabajando en las cr is is del momento. (No quiere decir esto, aunque pa­rezca paradójico, que olviden la política a largo plazo, pues las decisiones más funda­mentales de tal política se toman frecuentemente en momentos críticos).

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Los más altos funcionarios de nuestro gobierno dedican tiempo a atender las crisis porque no hay otra manera de que las personas responsables acepten la responsabilidad de tomar decisiones de importancia vital. Pues el problema de tomar decisiones en nues­tro complicado mundo no es simplificar el problema al máximo para que todos lo podamos comprender. Se trata de hacer nuestro estudio del problema todo lo complicado que sea humanamente posible y así aproximarnos a la complejidad del verdadero mundo que nos rodea, aunque nunca podamos equiparar sus complejidades.

Se dice que Albert Einstein manifestó que toda formulación debe ser lo más sencilla posible, pero ni un ápice más simple. Quien ha de tomar una decisión en cualquier em­presa importante (y a íottioii quien ha de tomar decisiones en el terreno de los asuntos internacionales) ha de zambullirse personalmente en la complejidad total del problema que estudia. Lo que menos desea es que sus ayudantes le den la cosa mascada, o es lo que menos debiera desear. Pues si ha de tomar una determinación importante, él mismo debe sopesar las disyuntivas y analizar las imaginables consecuencias de cada una de el las en el laboratorio que más confianza le merezca, que es el propio cerebro.

Parejamente, " e l proyectar para las contingencias" ha de tener en cuenta normalmen­te muchas contingencias que, al desarrollarse los acontecimientos, no tendrán lugar. Du­rante el otoño de 1962, se emplearon horas incontables en prepararse para cr is is en muy distintos lugares que se suponía que pudieran ser provocadas por la reacción de los so­viets ante la cuarentena de Cuba. No obstante, lo que se proyecta por lo que pudiera ocu­rrir nunca e s tiempo malgastado, pues desarrolla la capacidad analítica de los proyectis­tas y as i coloca al Gobierno en mejores condiciones para actuar sin retraso.

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El producto más útil de estos planeamientos no es un documento, sino una persona que se ha empapado en el asunto, una persona cuya mente ha sido preparada para actuar sin dilaciones luego de haberlo tenido todo en consideración. Y por ello, quien ha de tomar la decisión final conviene que participe en los preparativos. Un boxeador en activo que se está entrenando para el encuentro más importante de su vida no puede permitirse el lu­jo de confiar a sus entrenadores los ejercicios gimnásticos diarios que debe hacer él.

El atender a una crisis de la política exterior e s , pues, una manera emocionante y di­fícil de pensar de manera ordenada, en la que el grado máximo de complejidad ha de ser examinado por las mentes de los pocos hombres a quienes compete la responsabilidad de decidir en último término. Y como dijo Josiah Royce, " e l pensar, el amar y el morir son cosas que cada uno ha de hacer por su cuenta" .

¿Existe un esquema de proceso tan personal? Hay por lo menos cinco lecciones que surgen con bastante claridad de las habitaciones de aire espesado por las palabras donde se reúnen los forjadores de la política y donde nuestro destino e s decidido.

En alguna parte de sus escritos, recomienda Emerson a los jóvenes que tengan cuida­do al decidir lo que buscan en la vida, pues es muy posible que lo consigan. Un princi­pio semejante, pero modificado, es aplicable a la política exterior norteamericana: deter­mínese el objetivo cuidadosamente, pues s i e s lo suficientemente restringido e s muy pro­bable que pueda ser alcanzado. La política internacional, como la municipal o nacional, e s el arte de lo posible, pero cuando se trata de política internacional el precio de apun­tar más allá de lo posible puede ser la aniquilación nuclear.

Durante la crisis de los proyectiles de Cuba, el Presidente decidió que, puesto que se estaba preparando una alteración desfavorable del equilibrio de fuerzas en el mundo, nues­tro interés en nuestra seguridad fundamental exigía que desaparecieran de Cuba las "ar­mas ofensivas". Semejante término puede ser interpretado de varias maneras y ser referi­do al armamento o a las intenciones, pero incluía de manera clara los proyectiles cohete de alcance intercontinental, los de alcance medio y los bombarderos de alcance medio I. L.-28 as i como las cargas nucleares para es tos y para cualesquiera otros ingenios gue­rreros. Para lograr este objetivo, esencial pero sin embargo restringido, el Presidente se mostró decidido a emplear la fuerza y el prestigio de los Estados Unidos hasta donde fue­re menester.

Dicen ahora los críticos que el objetivo debió ser más amplio, que la eliminación total de los elementos soviéticos y del comunismo castr is ta de Cuba debió ser nuestro objetivo aquel mes de octubre. Pero la opinión del momento, confirmada por el elocuente silencio de estos críticos entonces, fue que los proyectiles cohetes y los bombarderos eran la úni­ca amenaza cuya importancia exigía la contra amenaza de la fuerza para hacerlos desapa­recer. Las tropas soviéticas son una molestia peligrosa, y debiéramos seguir y seguire­mos procurando que se vayan de allí . Pero no representan, como ocurría con los proyecti­les , un cambio fundamental en el equilibrio de las fuerzas del mundo. Castro es también un problema grave, pero el descanso que pudiera suponer su desaparición del mar de las Antillas no puede ser expresado en términos de megamuertes a través del hemisferio bo­real. Durante la crisis de los cohetes de Cuba se logró brillantemente un objetivo restrin­gido debido, al menos en parte, a que era específico, limitado y posible.

En el Congo, igualmente, el objetivo del Gobierno fue restringido. En 1960, el presi­dente Eisenhower decidió apoyar las fuerzas de paz de las Naciones Unidas en el Congo en lugar de escuchar la urgente petición del gobierno congoleño de que interviniesen di­rectamente las fuerzas norteamericanas. Ni entonces ni después ha buscado el Gobierno americano intervenir en el Congo para evitar los disturbios interiores, salvo en el caso de

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que las diticultades provocasen la intervención extranjera y ello amenazara (en el idioma de la Carta de las Naciones Unidas) " l a integridad territorial y la independencia pol í t ica" del Congo. La intervención extranjera ocurrió de hecho, incluido el regreso de los para­caidistas belgas y un ensayo en gran escala por parte de la Unión Soviética de estable­cer militarmente su presencia en el Congo. Y lo logrado con dinero extranjero y por diri­gentes de igual origen resultó claramente perceptible tanto en la sublevación del régimen de Stanleyville, apoyada por el comunismo, como en la secesión de Katanga del Sur, fi­nanciada por los ingresos derivados del cobre. Pero nuestra preocupación acerca de las disensiones internas del Congo ha quedado cuidadosamente restringida a los objetivos originales de l o s gobiernos de Eisenhower y de Kennedy.

Un objetivo limitado ha sido también la clave de la política norteamericana en las rei­teradas crisis de Laos. Cuando nos vimos ante el ataque comunista de Laos en 1961, el nuevo Gobierno de Washington se vio ante tres alternativas: aceptar los ingentes gastos y los peligros de defender el pa ís con fuerzas militares norteamericanas, permitir que Laos cayera bajo el dominio comunista, o buscar un arreglo basado en la neutralidad. Se decidió que un Laos neutral acaso tuviera una posibilidad de éxito, mientras que el ensa­yo de atraer a Laos a las filas del mundo libre había coadyuvado a dividir el país con la guerra civil. El plan resultante, en favor de un Laos neutral, a que se llegó en Ginebra todavía presenta posibilidades de éxito cuando escribo es tas l íneas. La intransigencia de los comunistas sigue estorbando la política interior de Laos y la inspección de la Co­misión Internacional de Control. Pero, porque el objetivo es restringido, tiene una pro­babilidad de éxito y al mismo tiempo servirá para ver que' posibilidades de acuerdo con los comunistas existen en otros terrenos.

En algunas crisis , especialmente aquellas en que se ven envueltas otras naciones del mundo libre y no atañen directamente a la Unión Soviética, los Estados Unidos pueden contemplar un objetivo más restringido que en Cuba o en el Congo. Asi, por ejemplo, cuan­do los franceses y los tunecinos se aprestaron para luchar por la base de Bizerta, nues­tros considerables esfuerzos diplomáticos se encaminaron al restringido objetivo de con­servar la paz. No nos es posible renunciar a nuestra propia fuerza o a las obligaciones que tenemos para con las Naciones Unidas de resultas de su Carta. Ambas nos lanzan al centro de cualquier disputa que amenace la paz. Pero en ta les disputas, nuestro inte-re's principal es conseguir que los dos que discuten elijan negociar y no combatir y cual­quier acuerdo a que lleguen las partes más afectadas entre s í es generalmente aceptable para nosotros.

De manera similar, durante las recientes escaramuzas en las fronteras de Israel y en­tre los países árabes, nuestra preocupación es frecuentemente una de procedimiento y no buscamos hacer de providencia con relación a la substancia de las divergencias locales. Que Israel existe y existirá es un principio básico de la política exterior de los Estados Unidos, pero cuando se trata de choques fronterizos, lo que generalmente buscamos es ir quitando el fulminante de cada incidente fronterizo uno por uno. Este interés que sen­timos por el procedimiento es la causa de que Estados Unidos haya propuesto o haya apo­yado toda una red de instrumentos a disposición de las Naciones Unidas contra las de­savenencias, y de organismos de conciliación: las Comisiones de Armisticio Mixtas, la Organización Regidora de la Tregua, las fuerzas de emergencia de las Naciones Unidas en la franja de Gaza y a lo largo de la frontera entre Israel y Egipto, la presencia de las Naciones Unidas en Jordania y, más recientemente, el acuerdo para la evacuación de las tropas extranjeras y del apoyo militar en el Yemen, bajo la inspección de las Naciones Unidas.

En todos es tos ejemplos, nuestros objetivos son restringidos, no de acuerdo con un patrón absoluto, sino con relación a una medida relativa que los compara con nuestros intereses vitales. Dado que nuestra l ista de las cosas que han de ser no puede incluir

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todo lo que quisiésemos que ocurriera en este mundo turbulento, la tarea primordial de la diplomacia de crisis es determinar cuáles son los objetivos inmediatos dignos de los im­presionantes recursos aue podemos desplegar para lograrlos.

Una vez limitados sus objetivos de acuerdo con los intereses vitales de los Estados Unidos, el Presidente de la Nación que ha de hacer frente a una cr is is de la política ex­tranjera tiene que tomar otra determinación: hasta donde llegar en el empleo de la fuer­za si las cosas van de mal en peor. En parte, esto es un juicio acerca de sus aliados. ¿Quién le acompañará en un principio y quién hasta el final? Y en último término ¿está él mismo dispuesto, de verdad, a dar orden de que actúen las fuerzas militares de los Es­tados Unidos en apoyo de su política y, si lo está, en qué escala?

Distintas versiones de es tas preguntas tienen que hacérselas también quienes han de tomar decisiones en otros lugares, incluido el Kremlin. Pero en una sociedad democrá­tica, tan fuerte que debe dirigir y no seguir, el enfoque inicial de es tas interrogaciones es esencial . Pues en asuntos de vida o muerte una democracia no puede envidar sin car­tas . Tiene que estar dispuesta a seguir subiendo el envite con las cartas sobre la mesa.

Un gobierno democrático puede disimular su táctica empleando el secreto, al menos durante algún tiempo. Pero hará bien en suponer que sus intenciones quedarán al descu­bierto sin duda alguna. Son demasiados los que lo observan y los que hacen preguntas; es muy fuerte la tradición de claridad en una democracia y son muy fuertes la costumbre y el impulso que a la claridad conducen para que un gran secreto perdure durante mucho tiempo en semejante régimen. Y aunque esto suma dificultades a la gestión de los asun­tos mundiales, al final de cuentas no se puede decir que sea el precio que hay que pa­gar por la democracia, sino que es una de sus ventajas.

Durante la cr is is de las plataformas soviéticas de lanzamiento de proyectiles en Cuba, quedó tan claro como el día que s i era necesario los Estados Unidos las harían desapa­recer por la fuerza, y por s í solos si era necesario. Fue precisamente la claridad de su decisión lo que hizo que las medidas de cuarentena, primera medida relativamente mode­rada, fuese tan extraordinariamente eficaz. Los soviets tuvieron que incorporar a sus cál­culos no solamente el efecto de la cuarentena naval, sino tener en cuenta sus propios de­seos de llegar a hostilidades que podrían desembocar en una guerra nuclear como precio de conservar sus proyectiles en una is la cercana a Florida. Examinado el asunto desde este punto de vista, les pareció que, la verdad, no valía la pena, y se llevaron sus pro­yect i les y sus aviones.

En el Congo, resultó claro desde un principio que si la Unión Soviética amenazaba con hacer acto de presencia militar en el África central, nosotros tendríamos que contestar con hechos. No obstante, esto era lo último que nosotros queríamos, lo que explica el consistente apoyo que dimos a la alternativa ofrecida por las Naciones Unidas.

Quizá el considerar algunos casos más cercanos al otro extremo del espectro de la crisis, arroje luz sobre la importancia esencial de decidir acerca del empleo de la fuer­za en última instancia.

Cuando los indonesios y los holandeses se enfrentaron agresivamente en Nueva Gui­nea Occidental el año pasado, buscamos a alguien que estuviera interesado en el asun­to desde un punto de vista práctico. A los holandeses no les interesaba conservar el do­minio de la Nueva Guinea Occidental, que habían tratado con todas sus fuerzas de ceder a las Naciones Unidas, sino encontrar la manera de renunciar a él con dignidad y de for­ma que los papúes pudieran decidir libremente acerca de su destino. Los australianos estaban observando los acontecimientos de cerca y con gran preocupación. Los indane-

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sios anhelaban tomar posesión del territorio y en algunos momentos parecieron estar dis­puestos a emplear la fuerza. La Unión Soviética estaba claramente interesada en el asun­to, por ser la principal suministradora de material bélico a los indonesios. Y a nosotros nos interesaba la cosa, pues el resolver las divergencias mediante el empleo de la fuerza no hubiese beneficiado a nadie, excepto quizá a la Unión Soviética.

Se trataba, por tanto, de llegar a una solución pacífica acordada por los holandeses y los indonesios. El Secretario General de las Naciones Unidas eligió a un diplomático norteamericano para conciliar a las dos partes y fue es te mediador quien propuso la transacción que ambos gobiernos podían aceptar pero que ninguno de ellos podía proponer. El hecho fundamental era que ni los Pa í ses Bajos ni sus aliados más íntimos se encon­traban dispuestos a insistir en solución distinta si ello suponía el empleo de la fuerza militar.

En el otro extremo del espectro tenemos el caso de Goa. La suerte del enclave portu­gués en la India debió ser negociada, como ya se había hecho en el caso de parecidos enclaves franceses y británicos. Bien se les hubiera podido preguntar a los habitantes de Goa lo que deseaban, pero ninguna de las dos partes estaba dispuesta a hacer tal cosa. Nuestro gobierno y otros gobiernos se esforzaron calladamente en conseguir que se iniciaran negociaciones para evitar el empleo de la fuerza en Goa. Pero los indios no estaban dispuestos a esperar más tiempo y los portugueses no estaban dispuestos a conversar.

Cuando comenzó el ataque, los Estados Unidos, al igual que otros gobiernos, tuvieron que preguntarse honradamente si estaban dispuestos a defender Goa contra la India, y hubieron de decidir que semejante empleo de las fuerzas armadas no sería ni prudente ni sensato. Es indudable que la opinión pública pensaba de igual manera.

Dado que nadie estaba dispuesto a detener a los indios por la fuerza, las Naciones Unidas no pudieron "hacer a lgo" en el asunto de Goa. Tanto nosotros como otros dijimos públicamente y con lógica irrefutable que el empleo de la fuerza por la India para conse­guir la transferencia del dominio de Goa fue una abierta violación de sus obligaciones derivadas de la Carta de las Naciones Unidas. Pero nosotros y otras potencias militares somos los colmillos de la Carta, y cuando no nos encontramos dispuestos a morder, lo único que las Naciones Unidas pueden hacer es recurrir a la persuasión con argumentos éticos, y la India sabía esto perfectamente.

El "paso s iguiente" cuando se trata de una crisis en el exterior depende por tanto de los límites establecidos a los objetivos buscados y de decidir hasta dónde estamos dispuestos a llegar para alcanzarlos. Pero incluso si el poder ejecutivo responsable de­cide que está dispuesto a arriesgar una guerra nuclear para alcanzar un objetivo de impor­tancia vital, le corresponde elegir en primer lugar la fuerza mínima que tenga buenas probabilidades de resultar eficaz.

La finalidad del empleo de la fuerza no es dar muerte a gentes que tememos, ni faci­litar medios de desahogarse a quien la emplea al verse frustrado. Es alcanzar el objetivo restringido que se busca en un caso particular con el riesgo mínimo de tener que emplear otras fuerzas más dañinas.

Así, durante la crisis de Cuba, la ventaja de una cuarentena naval sobre un bombardeo aéreo fue que echó sobre la Unión Soviética la responsabilidad de iniciar actos de vio­lencia y le dio 48 horas (el tiempo que tardaría el mercante soviético más cercano en llegar a la línea de cuarentena) para pensarlo. Hoy, con la sabiduría de quien mira a lo que ya ha acontecido, sabemos que la decisión fue buena. La fuerza en reserva tuvo tan

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buen efecto que la fuerza no tuvo que utilizarse en absoluto. Los dirigentes políticos responsables siempre comienzan por emplear la fuerza desde

el extremo más prudente del espectro de las posibilidades, pues la fuerza es como una escalera móvil: es fácil subir por ella, pero es extremadamente difícil bajar en contra de su dirección. Muchos de los razonamientos teóricos y muchos de los libros acerca de la guerra termonuclear han logrado ocultar en parte los muy variados procedimientos menos extremados de emplear la fuerza que existen. Y sin embargo, en lo que tenemos experien­cia es en la aplicación de la fuerza de manera política y regulada. Sabemos que una vez que se ha decidido ir mucho más lejos si es necesario, resulta posible tomar buen número de medidas eficaces sin llegar a la guerra. Podemos desplegar nuestro equipo militar para resaltar nuestra determinación, como hicimos al situar tanques en la Friedrichstrasse en Berlín, o al enviar a la Séptima Flota al estrecho de Formosa. Podemos situar fuerzas de tierra l i s tas para actuar inmediatamente, como hicimos al enviar tropas americanas a la frontera de Thailandia durante la crisis de Laos el año pasado. Podemos enviar fuer­zas militares a un lugar en que existen dificultades para evitar que la situación explote y luego estimular a las Naciones Unidas a que tomen cartas en el asunto, como hizo el presidente Eisenhower en 1958 al enviar fuerzas de infantería de marina al Líbano. Pode­mos ayudar financieramente y ofreciendo apoyo logístico a las fuerzas de paz de las Naciones Unidas, como hemos hecho durante se is años y medio en el Oriente Medio y durante tres en el Congo. En manos de hombres racionales, la escalera móvil que sube hacia la guerra nuclear es muy larga, tiene muchos escalones y ofrece muchas oportuni­dades de hablar en el camino.

El empleo de la fuerza en un mundo peligroso exige ajustarse a una doctrina de mode­ración, el manejo frío, tranquilo y consciente de la fuerza en favor de la seguridad colec­tiva, y una sabia combinación de diplomacia y vigor. Pues en tanto que no se pulsa el postrer botón de mando termonuclear y surge la mutua destrucción como consecuencia de la desesperación también mutua, la fuerza no es más que otra manera de hablar, a base de un vocabulario bastante costoso. Pero si la fuerza es una manera persuasiva de dis­cursear, sus matices deben expresar no sólo la amenaza latente de usar fuerza suplemen­taria sino también la seguridad de que está gobernada personalmente por hombres respon­sables.

El empleo unilateral de la fuerza está resultando tan anacrónico como el de la caba­llería. Incluso cuando la determinación de emplear la fuerza es esencialmente nuestra, encontramos profundamente deseable incrementar el número de los interesados en el asun­to, lograr sanción para el "próximo p a s o " necesario, del segmento mayor de la comunidad internacional que sea posible.

El presidente Truman fue quien determinó en primer lugar el resistir la agresión en Co­rea, y en último término fue la potencia norteamericana la que permitió a los coreanos del sur rechazar a los agresores. Pero el mismo día de la decisión presidencial, el Gobierno de los Estados Unidos acudió al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y trans­formó nuestra determinación en un sistema de seguridad colectiva. Actuando bajo man­dato como agente ejecutivo de las Naciones Unidas, vimos gustosos posteriormente la participación de otras catorce naciones en la defensa de Corea.

Siempre que ha sido menester evitar una explosión en el Oriente Medio, hemos procu­rado reforzar allí a las Naciones Unidas en vez de crear en el lugar una fuerza propia. Incluso en 1958, cuando resultó necesario actuar en el Líbano con tanta urgencia que el Presidente desembarcó allí fuerzas del ejército y de la marina, ofrecimos retirarnos de

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allí tan pronto como las Naciones Unidas pudieran reunir fuerzas para relevarnos, y cum­plimos lo ofrecido en menos de tres meses. El Congo es otro caso claro en que, ante la alternativa de personarnos all í y la de ayudar a organizar una fuerza más compleja y de mayor base para las Naciones Unidas, el Gobierno norteamericano de entonces eligió rá­pidamente la base de acción más amplia y no la más estrecha.

Durante la crisis de Cuba, la decisión de utilizar la potencia norteamericana estuvo incluida, desde un principio, en un plan para aumentar el número de comunidades intere­sadas. Durante las horas que precedieron a la subida del telón que dejó a la vista la si­tuación de Cuba, lo que hizo el presidente Kennedy durante su discurso transmitido por televisión el 22 de octubre, varias docenas de nuestros aliados fueron informados parti­cularmente acerca de nuestros propósitos. Mientras hablaba el Presidente, se curso' al presidente del Consejo de Seguridad una solicitud oficial para que se convocara al Con­sejo a una sesión de emergencia. A la mañana siguiente, Rusk, Secretario de Estado, presentó en una sesión de urgencia de la Organización de Estados Americanos una pro­puesta de acción colectiva; y aquella misma tarde, las naciones del Pacto de Río de Ja­neiro decidieron poner en cuarentena a Cuba y que continuara la observación aérea como medidas mínimas. Aquella misma tarde, el embajador norteamericano en las Naciones Uni­das, Adlai Stevenson, inició el alegato de los Estados Unidos ante el Consejo de Segu­ridad. Y el presidente Kennedy no decretó la cuarentena, de acuerdo con el Pacto de Río, hasta la tarde del 23 de octubre.

En los días siguientes, las Naciones Unidas comenzaron a trabajar en tres sentidos dist intos. Sirvieron de foro en el cual pudimos demostrar la autenticidad de nuestras prue­bas acerca de las bases soviéticas y explicar al mundo por que' juntos con nuestros alia­dos iberoamericanos, tuvimos que actuar de acuerdo con ta les pruebas. Entonces, las Na­ciones Unidas, mediante su Secretario General, sirvieron de enlace durante momentos vi­tales del diálogo entre el presidente Kennedy y el presidente Kruschev que condujo a una solución pacífica. Kruschev contestó que sus barcos no desafiarían la cuarentena en contestación a un mensaje de U Thant. Finalmente, las Naciones Unidas estuvieron l is tas a petición nuestra para suministrar inspectores que examinaran las bases de lan­zamiento en Cuba y comprobar que los proyectiles habían desaparecido.

Como es sabido, Castro no permitió a los inspectores de las Naciones Unidas desem­barcar en la isla. Pero aunque hubiésemos preferido que aceptase la inspección, su ne­gativa a colaborar con las Naciones Unidas tuvo buenas consecuencias adventicias. Pues con ella Castro se puso a sí mismo fuera de la ley y convenció a cas i todos los espec­tadores que hacían comentarios de que no se trataba de una confrontación de la pequeña Cuba contra los grandes Estados Unidos, sino de una Cuba intransigente que se estaba burlando de la comunidad mundial.

El objetivo de nuestra política fue librarnos de aquellos proyectiles y aviones, pací­ficamente si era posible. No cabe duda que los debates y las operaciones de la Organi­zación de Estados Americanos y de las Naciones Unidas tuvieron mucho que ver con el hecho de que la mayor parte del mundo se mostrara de acuerdo con nuestro propósito, lo que nos ayudó a llevarlo a cabo.

El aunar nuestros esfuerzos con los ajenos no resta nada de nuestra "soberanía na­c ional" , naturalmente, ni estorba, eso que se llama nuestra "libertad de acción". Ideas como és t a s son lo que queda de la anacrónica teoría de que al actuar solos actuamos so­berana y libremente. En estos días de interdependencias se podría argüir mejor la teoría contraria: que en cada crisis nacemos desnudos, y libres para usar nuestra fuerza con el grupo de naciones más indicado para la tarea que hay que llevar a cabo. Que esto e s cier­to en el caso de las naciones pequeñas no precisa ser discutido, y por eso la mayoría de los pa íses pequeños son partidarios manifiestamente de las Naciones Unidas. Pero es tá resultando verdad de todos los pa íses , incluso de los más poderosos, y esa es una de las

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acc iones de todas las crisis de política internacional en nuestros tiempos. La estruç -cura de alianzas y de organizaciones internacionales, más que la fuerza de las naciones tomadas una ñor una. es la característ ica de las relaciones internacionales modernas.

En la marea cambiante de la diplomacia de cris is , quienes leen los telegramas de "Ac­ción Inmediata" y escriben los documentos que preven ciertas posibilidades, se ven muy envueltos en la ley internacional y en sus preguntas a las que no da respuesta. Tanto los legos en la materia como los juristas perciben sin dificultad que los principios que pueden ser válidos en una zona dada resultan tontos en otra, que los instrumentos impro­visados se anquilosan con tendencia a trocarse en instituciones permanentes, que los inventos científicos y las innovaciones tecnológicas dejan atrás a los conceptos lega­les del hombre, que la doctrina antigua se queda anticuada y cambia con el ejercicio de sus postulados. Si hubiésemos de añadir una lección más a las que la dura experiencia nos ha enseñado, sería e'sta: tengamos cuidado con los precedentes que establecemos. Recordemos que tendremos que convivir con las instituciones que creemos. La ley que establezcamos nos puede ser aplicada.

Consideremos lo que está aconteciendo con la doctrina de no intervención en los asun­tos internos de otras naciones. Los hechos de las relaciones modernas internacionales están bien claros: las naciones se encuentran implicadas profundamente en los asuntos internos de las demás, como consecuencia de los programas de ayuda, de adiestramien­to militar y de becas para estudiantes y personas relevantes; de la diseminación cultu­ral y del agrio intercambio de propaganda; de mil canales comunales que van desde los sindicatos hasta el Fondo Pro Niños. Cuando surge la pregunta, nos decimos que todo está muy bien con tal que el gobierno del país receptor pida la venida del extranjero y le permita quedarse. Pero nuestra generación ha conocido demasiadas corrupciones de es ta costumbre (¿quién puede olvidar la "pe t i c ión" de ayuda del gobierno de Kadar de que los tanques rusos aplastasen a quienes luchaban por la libertad en Hungría?) para sentirse seguros de que e'sta es la última palabra de la ley en una época en que todos es ­tamos envueltos en los asuntos internos de los demás.

Consideremos asimismo las mudanzas de la ley del aire y del espacio. La ley solía ser bien sencilla: por encima de mi territorio no puede volar nadie sin mi permiso. Pero ¿qué pasa si yo vuelo por encima de vuestra nación más allá de la atmósfera, en el es ­pacio exterior? A juzgar por lo que vienen haciendo los Estados Unidos y la Unión So­viética, y por una propuesta americana aprobada unánimemente en las Naciones Unidas en su Asamblea General de 1961, la doctrina del aire-espacio no parece funcionar al lle­gar a la estratosfera superior.

¿Cómo ha de establecer el hombre civilizado normas de intervención o de vigilancia o gran número de otras cosas que distinguen a la comunidad mundial de una selva virgen? En nuestro mundo, las normas se establecen por la ley internacional que va quedando re­dactada más o menos por los actos y las reacciones de las organizaciones internaciona­les . Todo acto, en toda cris is , tiene implicaciones para el sistema de paz de las Nacio­nes Unidas, que puede resultar fortalecido y puede resultar debilitado por la manera en que se actúa en cada cr is is . Asi pues, esta consideración también ha de ser sopesada mentalmente por quien toma las decisiones.

La mayor parte de los ciudadanos se sentirían muy sorprendidos de saber con cuánta frecuencia, cuando el mundo cree que en Washington estamos estudiando lo que vamos a hacer al día siguiente, estamos discutiendo el desarrollo a largo plazo de las leyes y las instituciones y los problemas iluminados súbitamente en medio de la noche por la luz cegadora de una Cuba, un Laos o un Congo.

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Al juntar todas es tas lecciones, quizá no logremos más que enunciar otra manera dé pensar más moderna acerca del caudillaje político en su aspecto más complejo. Queda dicho que quien toma decisiones en tiempos críticos debe conservar sus objetivos pro­porcionados a los intereses vitales de su país, decidir hasta donde debe comprometer­se, usar de la fuerza con mesura al tiempo que amplía la comunidad interesada, y no de­be establecer sino aquellos precedentes con los cuales convivirá a gusto más tarde.

Si los hechos que se conocen y su consideración racional indican que un camino po­sible es muy preferible a otro, entonces es sencillo tomar una determinación, en tanto que la crítica responsable resulta mucho más difícil. Por eso, tales decisiones rara vez llegan al Secretario de Estado o al Presidente. Pero cuando el estudio racional de los hechos mensurables deja dos o más opciones razonables, el hombre que toma la deter­minación definitiva tiene que empaparse del problema por uno u otro procedimiento y aña­dir a sus términos otros ingredientes inapreciables: el juicio personal, el sentido de di­rección, el conocimiento intuitivo de la totalidad de la zona política en que se toma la decisión.

El hecho de que la mayor parte de las decisiones importantes se toman por muy es­caso margen de ventaja sobre la desechada y que para tomarlas es preciso a quien las toma emplear su sentir personal en gran medida, hace que resulte muy sencillo criticar­las . Pero el crítico de la política exterior que es responsable también debe procurar co­nocer a fondo toda la complejidad del problema. También él debe pensar en objetivos res­tringidos, también él debe decidir en dónde emplear la fuerza y en qué medida, y cómo se conduciría con aliados y neutrales, que' leyes y qué instituciones está dispuesto a crear, o a quebrantar. Si el crítico no se muestra propicio a indicar una política distin­ta que cumpla todas esas condiciones, entonces puede decirse que no está criticando la política de los Estados Unidos en el exterior, sino hablando por el gusto de oirse hablar.

En el momento de actuar, el hombre que tiene que aceptar la responsabilidad perso­nal de tomar una decisión definitiva y hacer frente al fuego cruzado de los políticos que la decisión puede provocar, está a solas con su propio entendimiento, con su propio gi­róscopo moral y su propio acopio de valor. No hace falta ser valiente para baladronear, mas sí para hacer frente a una amenaza mortal que no se puede rehuir. Pero para lo que hace falta más temple es para perseverar en una decisión cuyo acierto no podrá ser de­mostrado hasta varios meses, o varios años, después. Hubo momentos durante la crisis del Congo cuando las crít icas llegaban a Washington en andanadas. Pero el Presidente se mantuvo firme en su postura, sencillamente porque la alternativa consist ía en el en-enfrentamiento en el centro de África de las grandes potencias, lo que parecía bastante menos agradable que el barullo en aumento que llegaba hasta Washington.

La capacidad de continuar trabajando en tanto que las piedras pasan silbando por en­cima de nuestras cabezas es , naturalmente, lo primero que hace falta para acaudillar una sociedad abierta. Pero lo que salva a los que han de tomar decisiones en el terreno de la política internacional en tiempos de crisis es que las crít icas de los dispépticos tie­nen una vida muy breve cuando lo que critican resulta tener éxito.

Traducción autorizada por Foreign Afíairs

(£/ 1963, Council on Foreign Relations, Inc.

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E L ANO próximo, la Feria Internacional de Nueva York abrirá sus puertas. Del 22 de abril al 18 de octubre de 1964 y del 21 de abril al 17 de octubre de 1965, 70 millones de personas, según se calcula, visitarán el ferial. Unas 70 naciones pro­

yectan participar en la misma, entre el las España, que ha anunciado que presentará ex­posiciones acerca de sus posibilidades turísticas y sus logros industriales, al tiempo que destacará la herencia común de los pueblos español y norteamericano. Obras de Veláz-quez, El Greco, Goya y Zurbarén, y de los contemporáneos Miró y Picasso, irán a Nueva York con motivo de la Feria. El lema de la misma es " P a z a través de la comprensión , y su símbolo una gran esfera metálica, " E l Unisferio" que representa el globo terráqueo. El pabellón oficial norteamericano destacará las ventajas de vivir en una sociedad libre.

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1.- La "Fuente Astral" será una de las atracciones de la Feria. Al fondo puede verse, en el dibujo, la silueta del Unisferio. 2.- La exposición que presentará el Bell System ten­drá forma de ala flotante, de unos 120 metros de longitud, y a más de siete de altura sobre el nivel del suelo. Estará sustentada sólo sobre cuatro puntos. En ella se presentará la historia de las comunicaciones humanas en forma muy impresionante y llena de colorido. 3.- El edificio de la Eastman Kodak será uno de los diez mayores de la Feria construi­dos por compañías norteamericanas. Tendrá una gran torre de casi 25 metros con cuatro gigantescas ampliaciones fotográficas que serán iluminadas durante la noche. Contará con dos teatros, 26 secciones de exposiciones y en la parte superior, abierta al cielo, con muchos lugares en los que poder hacer fotografías interesantes.

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N OS DICEN los técnicos que un heli- ^ cóptero es un aparato de aviación que se sostiene en el aire por la acción

directa de hélices de eje vertical. A los pro­fanos nos parece que se sostienen en el aire es tos aparatos por verdadero milagro.

Allá por el año 1500, Leonardo da Vinci ideó una máquina voladora que tenía no poca semejanza con un helicóptero. Dicen que si el genial pintor e ingeniero hubiese con­tado con un motor adecuado su aparato hu­biera volado bastante bien.

Fue un español, Juan de La Cierva, quien dio el gran paso para hacer posible el he­licóptero práctico al inventar el autogiro, con el que hizo pruebas con éxito en 1923. En 1928 cruzó el canal de la Mancha con su aparato y ese mismo año se construye­ron y vendieron algunos autogiros en los Estados Unidos.

El autogiro fue, para unos, un ingenio-

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so juguete; para otros, una promesa a pla­zo indeterminado pero probablemente largo. Hoy, convertido en helicóptero, e s una rea­lidad, un instrumento logrado y de grandísi­mo provecho.

El autogiro tenía una hélice propulso­ra, como los aeroplanos oorrientes, y no po­día quedarse parado en el aire como el he­licóptero, aunque podía despegar y aterri­zar cas i verticalmente. La hélice propul­sora y su incapacidad para quedarse para­do en el aire es lo que le distingue esen­cialmente del helicóptero.

Está el helicóptero tan firmemente es ­tablecido como aparato de aviación muy ade­cuado para recorridos aéreos que no sean excesivamente largos que es fácil olvidar que se trata de un ingenio de uso práctico bastante reciente.

La Administración de Aeronáutica Civil de los Estados Unidos, organismo semejan­te a la Dirección General de Aviación Civil española, no autorizó la utilización comer­cial de los helicópteros hasta 1946.

Desde entonces, han sido muchos los ti­pos de helicópteros que se han fabricado, y hoy es tos aparatos vuelan con gran segu­ridad y cumplen cometidos de c lases muy diversas en todos los países del mundo.

De curiosidad aeronáutica el helicópte­ro ha pasado a ser un instrumento indus­trial de flexibilidad extraordinaria. Se cuen­ta de un conocido ingeniero que dijo una vez que el helicóptero ha reemplazado al burro, pero que además vuela. En efecto, de manera que recuerda al paciente y esfor­zado borrico, el helicóptero puede llevar a cabo trabajos imposibles para cualquier otra clase de vehículo, o de bestia, y el heli­cóptero es menos testarudo que el asno y menos exigente que és te en cuanto al ca­mino, pues no necesita de ninguno.

El helicóptero puede aterrizar y despe­gar cas i en cualquier sitio, y puede quedar suspendido en el aire, inmóvil, para alejar­se acompañado del típico tableteo de su hé­lice después de haber soltado o recogido una pesada carga. Es en cierto modo una grúa colgada del cielo, y en muchos casos e s insustituible.

Su historial en el campo de la astronau-

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t ica es ya notable, pues ha sido extraordi­nariamente útil para recoger a astronautas y cápsulas en el océano.

Hoy se fabrican en Estados Unidos heli­cópteros de muy diversos tamaños, desde uno que pesa 450 kilos hasta otro capaz de levantar y transportar una carga de ocho to­neladas. Y pronto habrá otro con una capa­cidad de transporte de diez mil kilos, el Skycrane.

Aunque los helicópteros pesados cuesten dinero, su velocidad y la posibilidad que tienen de llegar a lugares sin caminos ni carreteras compensan su precio y el costo de su funcionamiento.

Ya hay bastantes hospitales en Estados Unidos que han acondicionado sus tejados para que sirvan de pistas de aterrizaje a los helicóptero-ambulancias, de las que no hay pocas.

Se emplean estos aparatos en la pesca para descubrir bancos de pescado, y se usan en el emocionante deporte del ski acuático.

No tienen rival es tos aparatos para la

fotografía aérea, sea para topografía, pe­lículas comerciales o estudio por los geó­logos de los volcanes.

En el Far West han deshancado en cierta medida al clásico cowboy. En los bosques se emplean para combatir fuegos y pestes . Y la policía los encuentra irremplazables en ciertas circunstancias para dirigir el tráfico rodado, para perseguir criminales, para buscar a personas perdidas y para mu­chas otras cosas .

En la industria, se emplean helicópte­ros para la construcción de torres de acero, para colocar postes pesados y para el ten­dido de líneas de telégrafo y teléfono. Para el transporte y colocación de cúpulas, cla­raboyas y vigas de hierro en edificios de gran altura. En Vendrell (Gerona) un ángel de 3,30 metros que pesaba 140 kilos y que había estado en la torre de la iglesia de San Salvador necesitó reparación. El problema de bajarlo desde la torre y de volverlo a co­locar en ella quedó sencillamente resuel­to mediante la utilización de helicópteros de

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l as Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. Durante las trágicas inundaciones de Va­lencia y Sevilla, helicópteros de igual pro­cedencia ayudaron a salvar a muchas per­sonas aisladas por las aguas. Y muy recien­temente, cuando Bilbao quedó sin agua a causa de una grave avería de la conducción, los helicópteros transportaron en poquísi­mo tiempo las pesadas piezas necesarias para las reparaciones a lugares de difícil acceso.

En el mar, aparte del trabajo de salva­mento de náufragos, han sido utilizados para remolcar barcos de hasta 3.000 toneladas de desplazamiento y 130 metros de eslora.

Se emplean los helicópteros regularmen­te para el transporte de productos delica­dos o de entrega urgente, como las flores, la fruta, el correo, las películas de los no­ticiarios, los productos farmacéuticos y has­ta algunas c lases de pescados caros.

Muchas empresas norteamericanas trans­portan a sus directivos desde los aeropuer­tos a las fábricas en helicópteros, y buen

número de compañías de aviación empiezan a emplear helicópteros para trasladar a sus viajeros a la ciudad desde los aeródromos de llegada.

Como " a u t o b u s e s " de turismo, los ve­mos volando sobre las cataratas del Niága­ra, y sobre la belleza rojiza del Gran Cañón del Colorado, así como sobre Nueva York y otras ciudades de interés turístico.

Para el suministro de los campamentos en las zonas polares, el helicóptero no tie­ne precio y en las exploraciones llevadas a cabo en e s a s zonas ha prestado inapre­ciables servicios.

Cuando la construcción y la conserva­ción del helicóptero resulten más económi­cas , no es dudoso que es te aparato despla­zará al automóvil en muchos casos . Y lo de­jaremos aparcado en un tejado, evitando las dificultades de dejar el coche en la calle. Ya lo deja en el tejado, hemos de suponer, San Nicolás, que llega en Navidad a muchas ciudades americanas en un helicóptero car­gado de juguetes. . .

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Y A en Platón la educación ha alcanza­do el rango de cosa importante y, en el transcurso de los tiempos, ese gran

problema, figurará siempre en lugar destaca­do entre las preocupaciones de los tratadis­tas y de los políticos. Educación es , en úl­timo término, socialización, es decir, trans­misión a las nuevas generaciones de las ex­periencias, conocimientos y valores acumula­dos por el grupo. Pero cada época histórica, cada sociedad particular, ha tenido métodos más o menos peculiares de realizar ese pri­mordial proceso de transmisión, determinados

en parte por las metas perseguidas y en par­te por los medios disponibles. La sociedad moderna no es una excepción y, dentro de e se marco, busca soluciones propias -moder­nas- a los problemas educativos.

Un fenómeno muy de nuestra época, el ad­venimiento de las masas, domina totalmente el horizonte pedagógico moderno. Si a ello se suma la preocupación democrática de que los conocimientos no sean privilegios de " é l i t e s " sino patrimonio común, a todos ac­cesible, resulta que la moderna pedagogía ne­cesita, sobre todo, nuevos medios de difu-

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sión, nuevos sistemas que permitan alcan­zar, eficazmente, sectores de población cada vez más amplios. Este problema no es ex­clusivo de las sociedades menos desarro­lladas sino que afecta igualmente a las que se encuentran en fases adelantadas.

Ante la avalancha de las nuevas genera­ciones, ávidas de incorporarse a la estructu­ra social con un bagaje de conocimientos que les permita desenvolverse satisfactoria­mente, la sociedad moderna ha tenido que plantearse el problema de si , en una socie­dad de masas, el instrumento educativo clá­sico, el propio hombre, no iba a resultar in­suficiente por mucho que se multiplicase su número. Nadie discute la importancia del pa­pel del maestro, quizá ahora más alto que nunca; no se trata de substituirlo, sino de complementarlo. La cuestión no es la de s i la tecnología e s capaz de desplazar al edu­cador sino la de en qué medida la educación puede servirse de la tecnología.

Diversos avances técnicos se han puesto, a lo largo de la historia, al servicio de la enseñanza. El fenómeno de la servidumbre de los inventos a la pedagogía es tan antiguo,

El tema V de ciencias versa sobre la válvu­la electrónica. El profesor de la TV tardó cinco días en reunir el equipo necesario pa­ra su explicación. El profesor normal, aun­que sea especialista en ciencias, no tendría ni los fondos ni el tiempo necesario para ello. En la foto superior, la lección acabada. A la derecha, un mapa de las escuelas afi­liadas al programa educativo del MPATI .

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por lo menos, como el primer punzón con el que se grabaron, en tablil las de barro, e s ­critos cuneiformes. Sin embargo, el empleo en la educación de determinados medios (co­mo las máquinas de enseñar y la televisión) es tan de nuestros días que a veces despier­ta oleadas de interés, cuando no polémicas sobre la calidad y conveniencia de la educa­ción masiva. Por ello quizá convenga dejar bien sentado que la entrada de los medios de comunicación de masas en la enseñanza no viene sino a liberar al maestro de ciertas ta­reas rutinarias, permitiéndole dedicarse más intensamente a cultivar los aspectos indivi­duales de sus alumnos, lo cual ha sido siem­pre una de las ambiciones de la pedagogía. Por otra parte, tales medios ponen al alcan­ce de muchos la experiencia y métodos de los más destacados educadores.

Las imágenes que acompañan a es tas lí­neas ilustran un ambicioso proyecto de en­señanza por medio de la televisión. Es el programa del Oeste Medio de los Estados Unidos de enseñanza por medio de televisión

aerotransportada ("Midwest Program on Air-born Televisión Instruction", conocido por las s iglas MPATI). Con él se eliminan las limitaciones de la enseñanza por televisión en circuito cerrado (impuestas por los cables de transmisión existentes) y se supera el al­cance normal de las estaciones de TV en tierra (unos 120 km). Los programas, a cargo de destacados profesores, son grabados en cinta y transmitidos desde un avión especial que vuela en círculos a la altura de unos 6.000 metros, abarcándose as i la zona que cubrirían unas 14 estaciones en tierra.

Los programas pedagógicos del MPATI llegan en la actualidad a un millón de esco­lares. Los administradores del programa (que es de gestión privada, a cargo de las escue­las interesadas) esperan que en el curso 1965-66 participen en él unas 7.000 escue­las , con 4 millones de alumnos. Se trata de un proyecto pedagógico del máximo interés que es tá dando ya frutos muy interesantes. El costo de la transmisión es de un dólar por estudiante al año.

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C ASI UN cuarto de siglo después de su triunfal lanzamiento, los libros encuadernados a la rústica (paper-

backs) siguen siendo el asombro del mundo editorial norteamericano.

Estos libros, calificados humorísticamen­te como la cosa más fácil de transportar desde el invento del sandwich, no sólo han revolucionado la industria editorial y los hábitos de lectura de millones de personas sino que también han puesto de relieve el deseo de leer que alienta en el público cuan­do se le ofrecen obras en un formato conve­niente y a precios razonables.

Las es tadís t icas de 1962 indican que en los Estados Unidos es tá aumentando el vo­lumen de los libros encuadernados a la rús­tica, al mismo tiempo que se exploran nue­vos medios de servir con ellos al público. Los libros de este tipo representan el 31 por ciento del total publicado en los Estados Unidos, frente al 14 por ciento en los dos años anteriores. También en 1962, el nú­mero de títulos aumentó en 4.500, ascendien­do a 19.500. Más de un millón de libros en­cuadernados a la rústica se venden al día en los Estados Unidos. Y, además, es tos libros son allí un barómetro muy revelador de los gustos del público.

En un principio, la mayoría de las edi­ciones en rústica versaban sobre temas de amor y de aventuras. Humeantes pistolas, relucientes cuchillos y seductoras mujeres decoraban sus cubiertas y el contenido so­lía ser del mismo tipo. Los lectores exi­gentes daban de lado, desdeñosamente, a es ta c lase de libros.

Hoy, esos mismos amantes de la literatu­ra hormiguean en las librerías en que se venden paperbacks, no porque sean menos exigentes sino porque en es ta rama de la industria editorial se ha producido una no­table y callada revolución durante la últi­ma década.

En el mes de abril de 1953, un decidido editor ofreció al público " L a Cartuja de Parma", de Stendhal, y otros 11 títulos de altura en encuademaciones a la rústica, a precios ligeramente superiores a los que regían en el nivel del mercado más popu­lar. Los escépticos le aseguraron el fra-

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caso, pero los amantes de la buena litera­tura se encargaron de demostrarles que se equivocaban. Poco después otros editores siguieron el mismo camino y, en la actuali­dad, la mayoría de las casas especializa­das en encuademaciones a la rústica ofre­cen libros de calidad.

Las es tadís t icas nos revelan hasta que' punto se han implantado estos volúmenes un poco más caros. En 1961, la producción más "popular" representaba el 57 por ciento de todas las publicaciones de paperbacks, pero en 1962 había descendido hasta el 26 por ciento.

Naturalmente, los géneros antiguos si­guen estando representados: las novelas del Oeste, las policíacas y las de tipo senti­mental y los manuales de "Hágalo Vd. mis­mo". Pero un número cada vez mayor de obras de calidad se está publicando en las encuademaciones a la rústica.

Es difícil encontrar un campo del saber que no sea tratado por estos libros, desde

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1. El paperback, barato en relación al precio de sus congéneres, supone un considerable ahorro en las bibl iotecas escolares. 2. En la cocina, siempre a mano y fác i l de manejar, es una gran fuente de inspiración para el ama de casa. 3. En el jardín presta también su ayuda y su consejo. 4. Pausa en el tra­bajo: una novela pol icíaca es un buen medio de matar el rato antes de que llegue el mo­mento de reanudar la interrumpida tarea.

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En un supermercado, el ama de casa hace un alto en su compra adquiriendo algunos l ibros.

En los medios de transporte, el oaoerback enseña v div ier te antes de ir al bo ls i l lo .

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la arqueología a la política internacional. En 1962, los paperbacks representaron casi una tercera parte de todos los libros publi­cados sobre arte, negocios, educación, sociología, derecho, economía, idiomas, me­dicina y filosofía. Un poco por debajo iban la historia, la religión, las biografías y la ciencia. Aunque la mayoría de ellos eran reimpresiones de libros ya publicados en los tipos más clásicos de encuademación, cada vez se publican más originales.

Los centros de enseñanza superior han desempeñado un importante papel en la po­pularización de los paperbacks. Muchas personas adquirieron el hábito de leerlos durante su estancia en la universidad. En vez de comprar unos pocos volúmenes ca­ros o de esperar su turno en la biblioteca, compraron un lote de libros en rústica en la librería de la universidad. La consecuen­cia natural ha sido un saludable cambio en los hábitos de lectura de los universitarios y de los adultos que asisten a c lases noc­

turnas. Muchas bibliotecas hogareñas co­menzaron así.

El mismo fenómeno se puede observar entre los jovencitos. En un año o poco más, 3.000 escuelas secundarias de todo el país han abierto librerías de paperbacks, la ma­yoría de las cuales están a cargo de los propios estudiantes bajo la supervisión de un profesor o del bibliotecario. Los jóvenes no sólo leen los libros que se les exigen sino que compran otros muchos por el sim­ple placer de leer. Para hacer más fácil la selección por parte de los estudiantes, se es tá publicando una guía en la que figuran unos 3.000 títulos.

Los editores de libros en rústica están dedicando también cada vez mayor atención al público infantil. Sus libros se están abriendo camino hasta las escuelas prima­rias elementales, y los bibliotecarios se han dado cuenta de que los niños los pre­fieren a otros libros más voluminosos o de más empaque.

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dos tipos de sociedad fundados sobre técnicas

parecidas, aunque sobre éticas muy distintas

D ESDE hace algunos años, una opi­nión se ha difundido por ciertos me­dios occidentales: la sociedad so­

viética, por la lógica misma de su evolución, y sean cuales fueren los sentimientos políti­cos de sus dirigentes, se encaminaría hacia principios y formas que la acercarían bastan­te a los modelos occidentales, por lo cual la condición de irreducible en la que hoy se cree resultaría un anacronismo. Además, si se tiene en cuenta el hecho de que algunas de las divergencias ruso-chinas tienen su origen en diferencias de evolución de las dos sociedades, se comprende que el pro­blema merezca nuestra atención. Pero debe ser abordado, en primer lugar, desde una perspectiva no política.

A partir del siglo XIX, algunos pensaron (recordamos especialmente a Augusto Comte) que la sociedad militar y la sociedad indus­trial representaban tipos de organización social radicalmente distintos y que el pre­dominio de la segunda debía traducirse en una disminución de las guerras, l as cuales estaban vinculadas esencialmente al predo­minio de la primera. Según A. Comte, la so­ciedad industrial estaba llamada a un paci­fismo fundamental, orgánico, por cuanto que la inferioridad de las armas utilizadas en relación a las armas posibles no podía me­nos que influir en los espíritus. En la lec­ción 56 de su Curso de Filosofía Positiva, escribía, por ejemplo: " E s t á claro que los procedimientos militares están infinitamente por debajo de la poderosa ampliación que

nuestros conocimientos y nuestros recursos permitirían hacer rápidamente en el conjun­to de los aparatos destructivos si las na­ciones modernas fuesen capaces de experi­mentar, a es te respecto, un estímulo, incluso transitorio, equivalente al que incitaba cons­tantemente a los pueblos ant iguos".

Los acontecimientos no han confirmado esta previsión. Pero un Veblem, un Shumpe-ter, o los marxistas, no han renunciado a su perspectiva optimista: según el los, las so­ciedades modernas no se verían arrastradas a las conquistas y a las guerras más que en el grado en que subsist iesen en el las restos institucionales y morales del espíritu feudal o aristocrático, o bien en el grado en que, siguiendo en el tipo capitalista, continua­sen sometidas a las "contradicciones inter­n a s " del mismo y consagradas a ese "impe­r ia l ismo" que, según Lenin, e s una de las consecuencias inevitables del capitalismo. La consecuencia se nos muestra con la cla­ridad de una evidencia: habiéndose conver­tido la sociedad soviética en una "sociedad industr ial" y, además, habiendo extirpado todas las raíces tradicionales, no puede ser más que pacifista (¡!). En cualquier caso, para los marxistas, el concepto de la socie­dad industrial abarca y tiende incluso a iden­tificar dos regímenes fundamentalmente opues­tos, " cap i t a l i s t a " el uno y " s o c i a l i s t a " el otro, que son, por esencia ,el primero belico­so y el segundo pacifista.

No insistiremos en es tas discusiones, mas era conveniente recordarlas para seña-

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lar que, antes de los llamamientos lanzados por Khruschev al pueblo soviético para que éste , por medio del trabajo, "a lcance a los Estados Unidos", la idea de una posible convergencia de los grandes tipos de la so­ciedad industrial ya tenía su puesto en la filosofía política. Indudablemente, queda ex­cluido, a no ser que se produzcan cambios radicales e imprevisibles, que el nivel de vida del ciudadano soviético alcance, de ahora a finales de siglo, el de su equivalen­te norteamericano (de hoy), lo cual no sig­nifica que la producción soviética, global-mente o por habitante.no tenga ninguna opor­tunidad de superar a la de los Estados Uni­dos; también es poco probable, aunque no queda excluido del todo, que sea posible que en 1980 la industria pesada soviética sea igual o superior a la de los Estados Unidos. Pero el gran problema, el único problema en realidad, no radica ahí.

El concepto de la sociedad industrial procede, como hemos recordado, de Augusto Comte. Mas no cabe limitarse a esa paterni­dad, ya que la idea ha experimentado una notable evolución. Colin Clark, en sus Con-ditions oí Econòmic Progress no hacía suyo el concepto de sociedad industrial, pero su manera de ordenar las economías, según fue­sen social is tas o capi tal is tas , soviéticas u occidentales, en un único camino, hacía su­poner la existencia de un nuevo tipo de eco­nomía moderna. Este método de enfoque del problema, ya se trate de la economía del de­sarrollo, de la economía del crecimiento, de

por Claude Delmas

las etapas alcanzadas por las economías en expansión, e tc . , se encuentra en los traba­jos de W.W. Rostow, especialmente en sus famosas conferencias de Cambridge y en su Progress oí Econòmic Growth. Finalmente, en diversas ocasiones, Raymond Aron ha rea­nudado el anál is is del problema, antes de dar con sus Dix-huit leçons sur la société industrielle un nuevo impulso a la investiga­ción sociológica.

DE AUGUSTO COMTE A RAYMOND ARON

Pero indudablemente, la distinción entre las fases del crecimiento económico, abs­tracción hecha de la oposición entre los re­gímenes políticos, se ha tornado trivial. Mas ¿en qué Clark, Rostow y Aron no están exac­tamente en la " l í n e a " de Comte? Este úl­timo no caracterizaba a la sociedad indus­trial por la industria, sino por el trabajo li­bre del individuo, por el hecho de que el puesto de cada cual en la sociedad estaba determinado esencialmente por la función que desempeñaba en el trabajo colectivo, en definitiva por la transformación del trabajo mediante la aplicación de la ciencia a la or­ganización de la producción. Es ta defini­ción sigue siendo viable pero, al mismo tiem­po, resulta incompleta, ya que si bien la so­ciedad industrial e s una estructura econó­mica, es sobre todo una estructura social .

A partir de ahí, las cosas se aclaran y Raymond Aron aporta complementos subs­tanciales a los puntos de vista de W.W. Ros-

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tow. Especialmente ha pretendido disipar dos mitos: el de una necesaria evolución del capitalismo hacia el socialismo y el de una ineludible convergencia de los dos tipos de sociedad industrial. Tanto más tenía que lle­gar a la conclusión de que el carácter homó­logo de las diversas fases del crecimiento, sean los que fueren la época y el régimen político, suponía una esquematización dema­siado acentuada de la realidad. En efecto, aunque todos los países tienen que superar algunos obstáculos en la fase de arranque, no resulta de ello que la fase de arranque haya sido similar en la Unión Soviética y en los Estados Unidos, a mediados del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX. El acceso a una fase de madurez supone menos todavía el mismo régimen, o el mismo tipo de vida, en todas partes. El concepto de los tipos de las sociedades industriales resulta tan esencial como el de las fases de creci­miento, y en este punto es en el que Ray-mond Aron se separa de W.W. Rostow. Y es que, en realidad, el sovietismo no es solo un método de industrialización: representa una teoría y una práctica de la sociedad in­dustrial. Ciertamente se ha transformado, y su evolución continuará; probablemente se volverá más racional, especialmente en sus decisiones económicas y en la elección de sus inversiones, pero no se convertirá nece­sariamente por ello al objetivo del bienestar y de la libertad del consumidor. El XXII Con­greso del Partido Comunista ha hecho gran­des promesas de opulencia, pero de opulen­cia colectiva, debiéndose distribuir los bie­nes de consumo en su mitad por el propio Estado.

En los célebres Coloquios de Rheiníel-den, Raymond Aron decía: " E l hecho sovié­tico se caracteriza por varios rasgos, eco­nómicos y sociales: industrialización rápida, acento que recae sobre la industria pesada en relación a l a industria ligera y sobre las inversiones en relación al consumo, desa­rrollo de los servicios y de la infraestructu­ra menor que el de las sociedades occiden­ta les en una fase similar de desarrollo, pla­nificación rígida que ha sido posible por la nacionalización de todas las empresas, etc . Por otra parte, la Unión Soviética no conoce

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más que un partido, cuya ideología e s la de la sociedad, lo mismo que la del Estado,y al cual pertenece toda la clase dirigente. La ausencia de competencia entre los partidos para el ejercicio del poder, la prohibición de someter a discusiones la doctrina oficial e, incluso, las decisiones de los poderes pú­blicos, que e'stos adoptan fundándose en la doctrina, constituyen un tipo de régimen polí­tico opuesto en lo esencial al de las demo­cracias occidentales" .

Ciertamente que en uno y otro lado se pueden observar fenómenos idénticos: la concentración urbana, la industrialización, la organización de las empresas de acuerdo con la ley del rendimiento, la separación, con vistas a la inversión, de una parte de los recursos de la colectividad, etc. Pero las decisiones relativas a la asignación de los recursos se toman de manera diferente, y ciertos organismos, ya se trate de minis­terios o de bancos, se presentan bajo una forma diferente o realizan una función más o menos distinta a uno y otro lado del " telón de acero" . ¿Qué significación histórica y filosófica conviene atribuir a esta oposición?

SOVIETISMO Y CAPITALISMO

Según algunos, el sovietismo no sería masque un substituto del capitalismo en una fase inicial de industrialización. Aun sin pretender discutir a fondo esta t e s i s , hay dos cuestiones que deben ser planteadas. En primer lugar ¿durante cuánto tiempo con­tinuarán los dirigentes soviéticos subordi­nando el bienestar a la potencia y fijándose como objetivo preferente la fuerza económi­ca y militar de la colectividad? En segundo lugar, si la técnica soviética de la industria­lización es eficaz en una determinada fase del proceso de expansión ¿se debe o se pue­de admitir la necesidad de métodos que no se pueden calificar más que de inhumanos?

Algunos se complacen en imaginar que, una vez pasada la fase de acumulación in­tensiva, la economía soviética se acercará a los métodos occidentales y, en consecuen­cia, se transformará el régimen político. Pero ¿tiene el régimen soviético verdaderamente como fin, como sugiere su doctrina, el bien-

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estar de los individuos? ¿Ha puesto a punto su técnica de industrialización para quemar etapas y el totalitarismo es entonces sim­plemente una de las consecuencias de es ta prisa? No nos parece que esta interpretación corresponda a la realidad y plantea cuestio­nes cuyas respuestas se confirman las unas a las otras. ¿Quiere el comunismo construir una sociedad industrial semejante a la de Occidente? El partido único, la propaganda obsesiva, el poder de la policía, etc. ¿son la necesidad temporal de una empresa ambi­ciosa, los medios indispensables para el éxito de un esfuerzo colectivo considerable? ¿Es el fin del comunismo, sencillamante, sumarse por un camino particular, al nivel de vida y a las libertades de Occidente?

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Responder afirmativamente a e sas dos preguntas (y se podrían formular otras) equi­valdría a considerar que la recusación del pluralismo de los partidos y de las ideolo­gías nació con la planificación de la expan­sión, cuando en realidad está vinculada a la esencia misma del comunismo. El marxis­mo, como se sabe, anunciaba un orden deter­minado de sucesión entre los regímenes; des­pués ha servido, y sirve todavía, de justifi­cación a un régimen que realiza la función de aquél al que debía suceder, lo cual ex­pl ícala contradición entre los fórmulas utili-lizadas simultáneamente en Moscú: "alcan­zar a los Estados Unidos" y " e l socialismo es el heredero del capital ismo". Si el comu­nismo no pretendiese más que querer reali­zar mejor o más aprisa una obra semejante a la de Occidente, perdería su significación milenarista, no podría invocar ningún valor absoluto y debería renunciar al prestigio que pretende obtener de su proyección sobre el porvenir. Por lo tanto, los comunistas tienen que reivindicar como méritos esencia les de su doctrina y de su régimen precisamente lo que nos parece incompatible con la democra­cia, a saber, el monopolio ideológico, la identificación Partido-Proletariado, el re^ chazamiento de la competencia, la recusa­ción del diálogo intelectual y de las contro­versias políticas, etc. Aquí es donde radica el nudo del problema.

MONOLITISMO Y PLURALISMO

Ni la ciencia ni la técnica (que todas las sociedades desean recibir) implican que una organización social , y sólo una, deba extenderse por la superficie del planeta. La originalidad occidental es indudable: plura­lidad de c lases y de partidos, distinción del poder temporal y del poder espiritual, acep­tación de una cierta competencia entre los grupos en el interior de la comunidad, etc. Pero caracteriza al Occidente y no a la pro­pia sociedad industrial, la cual puede ser pluralista, como la construida en Occidente, o monolítica, en cuyo caso se caracteriza por la ausencia de discusión y competencia, por la sumisión de una masa pasiva a una je­rarquía única. Ciertamente que toda sociedad

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industrial está obligada a invocar ideas igua­litarias ya que ella se basa, no en las de­sigualdades de estado social, en la herencia o el nacimiento, sino en la función que rea­liza cada uno, siendo las funciones teóri­camente accesibles a todos. Las sociedades industriales proclaman una concepción igua­litaria de la sociedad y simultáneamente ha­cen surgir organizaciones colectivas cada vez más vas tas , en las cuales el individuo está cada vez más estrechamente integrado; propagan una concepción igualitaria y crean estructuras jerarquizadas: toda sociedad in­dustrial necesita pues una ideología para llenar el espacio que media entre cómo los hombres viven y cómo, de acuerdo con las. ideas, deberían vivir. Pero ¿cuál es el lugar de es ta ideología en la sociedad?

Las sociedades occidentales, habiendo llegado a un cierto nivel de producción, glo­bal y por habitante, habiendo repartido entre todos los ciudadanos los beneficios del pro­greso técnico, han asegurado a un porcenta­je, que aumenta incesantemente, de su po­blación condiciones de vida si no perfectas al menos decorosas y de acuerdo con una fi-, losofía de la dignidad humana. En conse­cuencia, los conflictos ideológicos se han atenuado. El problema de la igualdad ya no se plantea, como antaño, en los términos de la distribución equitativa de una masa de ri­quezas fija, de una vez y para siempre, sino en los términos del reparto cada vez menos desigual de una masa de riquezas creciente.

Al abrir, en 1960, los Coloquios de Rhein-íelden, Raymond Aron declaraba a este res­pecto: " L o s partidos parecen estar a la ca­za de temas de grandes debates. Mas los fi­lósofos, de acuerdo sobre los fines, son in­capaces de formular la justificación acepta­ble de todos los objetivos que se fijan casi unánimemente. Los occidentales saben me­jor lo que quieren que las razones por las cuales lo quieren". Propiedad privada fren­te a propiedad pública, anarquía del mercado frente a plan, explotación capitalista frente a igualdad: es tos tres temas de la doctrina social is ta han perdido una parte notable de su resonancia. Ya se trate del estatuto de la propiedad, de la planificación o de la igua­lación de los salarios, se trata mucho menos

de elegir entre los dos términos de una al­ternativa que de combinar, en una cierta pro­porción, dos modelos complementarios, de ir más o menos lejos en una dirección de­terminada: una concepción dogmática de la sociedad se nos muestra como un anacronis­mo. Los liberales aceptan la intervención del Estado, considerándola como normal y beneficiosa, en el precio del dinero, la fija­ción de los salarios y los precios, la deter­minación de objetivos, e tc . , mientras que los socialistas-reformistas, incluso cuando re­claman nuevas socializaciones, no preconi­zan por ello la nacionalización de la eco­nomía.

En el mundo comunista ocurre todo lo

Progreso técnico en las comunicaciones: monolit ismo de la información soviét ica

(Una torre de 150 meíros de Radio Moscú)

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contrario. A los ojos de los occidentales, la política no pertenece al campo de lo abso­luto, sino al de lo contingente; es un medio, una de las técnicas de la vida social y se niegan a que se la revista de carácter sagra­do, para que la libertad conserve todas sus posibilidades de expresión. Uno de los peo­res reproches que se le hacen al comunismo es haber politizado y politizar todos los pro­blemas. Sus valores filosóficos, morales, artísticos y religiosos no son considerados más que en sus incidencias políticas: en virtud de una inversión dramática, por cuan­to que la política pertenece al campo de lo contingente, es la " l ínea pol í t ica" la que se convierte en la referencia absoluta, y "e l r e s t o " lo que se torna contingente.

POLÍTICA Y M O R A L

En el Congreso Atlántico de Londres, en junio de 1959, R.P. Daniélou, evocando es­ta inversión de valores, recordaba la imagen de un antiguo autor cristiano, Hermas, se­gún el cual la política es el olmo, en sí e s ­téril, pero en el cual se apoya la vid, que da frutos. ¡Que esto no suscite equívocos! Si la política no es la fuente de valores mo­rales y espiri tuales, la moral no basta para hacer una buena política. Es cierto que la

política debe inspirarse en fines, que son los del hombre, y en es te sentido es tá some­tida a la moralidad. Pero se desenvuelve en el campo de la relación de fuerzas que cons­tituye la ley de las sociedades humanas: no se hace buena política ni con un Maquiavelo puro ni con un puro Kant. La historia no es reductible ni a una batalla de fieras, ni al reinado de la moralidad: es un esfuerzo pa­ra hacer triunfar valores morales (por lo tan­to humanos) en un mundo que es el de una relación de fuerzas. Esto es lo que ayuda a entender que Gabriel Marcel haya podido definir la civilización occidental como la "civil ización del diálogo".

El que la sociedad industrial de tipo oc­cidental, al liberar al individuo de la mi­seria, al hacerle participar en el esfuerzo colectivo sin transformarle en esclavo de la colectividad, haya favorecido la crista­lización de esta concepción ética, es indu­dable. Pero la causa (en el sentido en que Simiand entendía esta palabra) no radica por ello en esta sociedad industrial. Y es ahora cuando volvemos a la idea según la cual las sociedades industriales de Occi­dente y del mundo comunista evolucionarían hacia una forma única. Según esta idea, bajo la presión de las fuerzas creadas por su pro­pia evolución, la sociedad soviética esta­ría llamada a una liberalización que la acer­caría cada vez más rápidamente al tipo oc­cidental, y que la pondría bajo el signo del diálogo. En efecto, sean las que fueren las similitudes entre las economías, los méto­dos de producción y las máquinas, subsis te la oposición, fundamental, entre las socie­dades pluralistas, de c lases e ideologías múltiples, y la sociedad monista, distin­guiendo aquellas y confundiendo ésta, So­ciedad y Estado. Y una misma sociedad in­dustrial puede coexistir con el uno o el otro de estos dos tipos de estructuras psicoso-cia les .

No es t á cerrada la controversia entre los sociólogos sobre la naturaleza del re'-gimen político, social y económico de la Unión Soviética, comparado con la de los regímenes de Occidente, en el pasado y en el porvenir. No está cerrada la controversia sobre el sentido intrínseco y la finalidad

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de la empresa comunista, potencia o idea, edificación de una sociedad industrial cu­yos valores fueran comparables a los de Oc­cidente, o bien utilización de los métodos y técnicas modernos para obedecer al impulso original hacia la violencia y el dominio, im­pulso inscrito en la naturaleza del hombre, pero que, con las armas de destrucción ma­siva, pondría a la humanidad frente a la al­ternativa de la sumisión total o del aniqui­lamiento total. Estas controversias no es­tán cerradas. Parece que continuarán toda­vía mucho tiempo, y que algunos seguirán considerando que las medidas de "liberali-zación" prometidas o decididas por Khrus-chev son la clara señal de una evolución de la sociedad soviética hacia principios muy próximos a los del Occidente, mientras que otros consideran a es tas propias medidas como expresión de la preocupación por tener en cuenta una cierta evolución de la socie­dad soviética y de las tensiones internacio­nales, pero sin afectar lo más mínimo a los objetivos supremos del comunismo. En un plano diferente, algunos se preguntan si no vivimos en una época de desgarramientos ideológicos semejante al siglo de las gue­rras de religión, y otros piensan, por el con­trario, que los mismos ideales se han exten­dido de un extremo a otro del planeta, ver­sando las controversias, pese a su violen­cia, sobre los medios y no sobre los fines, sobre las técnicas y no sobre los valores.

Planteado as í e l problema, nos parece que deberá seguir siendo insoluble. Pero quizá exis ta otra manera de enfocarlo. Cual­quier sociedad industrial no es más que el resultado de la acción combinada de cierto número de técnicas y, en este sentido, está bien claro que la sociedad soviética tiende a acercarse a las sociedades occidentales: las cifras de producción pertenecen a un mismo orden de magnitud y las terminolo­gías son comunes. Pero si se recurre a la idea de Bergson (¿y cómo no recurrir a ella?) acerca de la necesidad de un "suplemento de a lma" a añadir a la técnica, nos encon­tramos ante una situación totalmente nueva: disponiendo de técnicas idénticas, la socie­dad industrial occidental y la sociedad in­dustrial soviética, se deben procurar cada

una de ellas un "suplemento de a lma" para la técnica de la que son el resultado, la ex­presión y el símbolo, ¿Qué aporta la una y la otra? Una aporta el conjunto de valores que se encierran en la fórmula "civil ización occidental" y la otra aporta el comunismo. Por eso mismo representan dos tipos dife­rentes de sociedades industriales, ya que la técnica no e s , y no puede ser, más que una " s i rv ien ta" (el término es de Thierry Maul-nier) y el problema esencial se refiere al uso que se hace ese instrumento, al fin para cuyo servicio se utiliza.

DEMOCRACIA Y DIALOGO

Políticamente, la democracia, expresión social de los valores occidentales, se ca­racteriza por tres rasgos constitutivos: elec­ción de los gobernantes y ejercicio de la autoridad de acuerdo con una Constitución, libre competencia de los partidos y de los hombres en las elecciones para el ejercicio del poder, y respeto de l a s libertades per­sonales, intelectuales y públicas por los vencedores en la competición. Moralmente, se caracteriza por el derecho al diálogo de todos los ciudadanos, lo que supone que se den ciertas condiciones de información y de

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confrontación. Mientras que ese derecho al diálogo no sea reconocido como un impera­tivo moral por los dirigentes soviéticos, y mientras que los rasgos fundamentales de la democracia no sean inscritos en la Cons­titución soviética, será, por lo menos, di­fícil hablar de una convergencia de las dos sociedades, sean los que fueren los progre­sos de la producción industrial en la Unión Soviética. En otras palabras, habría con­vergencia de las dos formas de sociedad si la presión ideológica disminuyese en el mun­do comunista.

El problema esencial se refiere menos a la sociedad industrial como tal que a la idea que los hombres, a partir de esa socie­dad, se forman de su existencia, de lo que quieren hacer de su existencia. Si tal con­vergencia se realizase, la humanidad se en­contraría en el camino de la unificación: unificación sobre el concepto mismo de la vida humana, es decir, unificación filosó­fica. Pero no hay nada de ello por el mo­mento. Sin duda, los rasgos comunes de las sociedades industriales pueden producir con­secuencias cuyo avance nadie puede limi­tar, pero ¿se puede afirmar que es tas con­secuencias irán hasta crear una filosofía común? Como la economía, como el creci­miento, como la producción, la sociedad in­dustrial es un medio y no un fin. Incluso aunque la humanidad tienda a uniformar sus medios, una unidad histórica, espiritual y social supondría " a l g o " más, una unifica­ción de aspiraciones o de concepción de la vida humana, unificación que es preciso re­conocer que no es anunciada actualmente por ningún indicio. El verdadero problema no es de orden técnico, es de orden moral.

U NA OBRA tradicional española, el Misterio de Elche, que durante se is siglos se viene representando en di­

cha localidad, se estrenó recientemente en los Estados Unidos, en la Universidad de Colúmbia.

Fue presentado en la Capilla de San Pa­blo, cuyo esti lo está inspirado en la arqui­tectura románica española de la época en que se originó la obra. Un representante de la Universidad explicó a los as is tentes que el Misterio se basa en los últimos episo­dios de la vida de la Virgen y que la acción consiste en una pantomima, mientras la tra­ma se deselvuelve en canto llano, himnos y canciones populares. El representante de la Universidad calificó el estreno de "uno de los acontecimientos artísticos más des­tacados de cuantos se han celebrado en la Universidad de Colúmbia en muchos a ñ o s " . Añadió que el misterio era una forma de ado­ración típica de la Edad Media, pero que la representación de Elche fue la más brillan­te y la que más ha perdurado.

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E N MAYO de este año se celebró en Mallorca el 250 aniversario de un gran misionero y colonizador: Fray

Junípero Serra. Convidado para asistir a las ceremonias, vino a España uno de los más destacados personajes de la escena norte­americana: Earl Warren, magistrado presi­dente del Tribunal Supremo de la nación.

"Fray Junípero —dijo Mr. Warren en el banquete que le ofreció en Madrid el señor Ministro de Información y Turismo— fue en definitiva, el fundador del Estado en que nací y su solo nombre enorgullece a todos los que en e'l hemos nacido. Creemos que esta ocasión es muy oportuna para herma­nar a España y a Estados Unidos, pa íses que tienen todas las razones para mantenerse juntos y para ser amigos".

Earl Warren, nació en 1891. Trabajó de muchacho como repartidor de periódicos, en un ferrocarril y en el campo. Más tarde como periodista. Estudió Ciencias Sociales du­rante tres años en la Universidad de Cali­fornia y luego se licenció (1912) y doctoró (1914) en derecho. Comenzó a ejercer en 1915. En 1917 se alistó voluntario en el Ejército, y fue ascendido a teniente.

En 1920 fue nombrado ayudante del fis­cal del condado de Alameda, cargo que ocu­pó por elección en 1925. Desempeñó el car­go de fiscal brillantemente hasta que se pre­sentó candidato a Gobernador en 1942, re­sultando elegido por una mayoría abruma­dora.

En 1952 se le propuso para la candida­tura de la Presidencia, pero resultó elegi­do candidato Eisenhower.

En 1953 el presidente Eisenhower le de­signó para presidir el Tribunal Supremo y Warren juró el cargo el 5 de octubre.

En 1954, el Supremo hizo historia al de­clarar contraria a la Constitución la segre­gación racial en las escuelas .

Hoy, Warren disfruta de un inmenso pres­tigio en toda la nación.

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D ESDE LOS albores de la historia ñor/ teamericana, los norteamericanos han cantado sus experiencias, trabajas

y aspiraciones. A medida que se fueron toç-mando los Estados Unidos, se fue acumulara do un repertorio de canciones populares que refleja e interpreta una buena parte de la historia y del desarrollo del país . En él fi­guran las canciones de los madereros,de los pioneros del Oeste, del cowboy, las salo­mas de los marineros y los espirituales ne­gros.

En los comienzos del siglo XVIII, la ex­plotación de los bosques era una imponani te industria en Nueva Inglaterra y en e l noS te de la costa atlántica. En el siglo A I X , la explotación de los bosques se derfpflR más hacia el Oeste. Los hombres de 1O\B Up-pos madereros cantaron su vida y susffla-bajos, sentados en torno al fuego o a l l l l l a -lizar su jornada. w\

Las canciones de los marineros enlBlV ta mar, eran canciones de trabajo, que acom­pañaban la realización de duras faenas. »os pioneros del Oeste, privados de las posi l i l lidades de distracción de las grandes cifci dades, cantaban y bailaban para pasar é \ rato. En las reuniones sociales, los pione­ros, ya interpretaban viejas melodías de vio­lin, ya improvisaban, espontáneamente otras nuevas. Los jóvenes se dedicaban a los bai­les y a los juegos.

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En la frontera había tanto de oración co­mo de diversión. El predicador ambulante llegaba a un campamento y dirigía el canto de apasionados himnos, que llegaron a ser conocidos bajo el nombre de "espir i tuales b lancos" . Una generación después, muchos de los compositores norteamericanos más populares imitaron el estilo peculiar de las viejas canciones del Oeste, creando can­ciones de gran éxito para las comedias mu­sicales .

Actualmente, para la mayoría de los nor­teamericanos la más celebre de todas las canciones de cowboys es Home ontheRange. John A. Lomax, una de las autoridades en música popular, la denominó en una ocasión "e l himno nacional de los cowboys". La oyó en los primeros años del siglo en Tejas, cantada por un negro, dueño de una taberna. La transcribió y la incluyó posteriormente en su antología de "Canciones Vaqueras".

E s imposible exagerar la importancia del efecto que las canciones vaqueras han te­nido sobre la música norteamericana, tanto seria como popular. El decano de los com­positores serios norteamericanos, Aaron Copland, escribió la música de dos ballets, "Bil ly el Niño" y "Rodeo" , e n l o s cuales se utilizan ampliamente las melodías va­queras. La Cowboy Rhapsody, de Morton Gould, se interpreta con frecuencia en las salas de conciertos. Quizá la más popular de las muchas melodías de esti lo vaquero sea Don't Fence Me la, de Colé Porter.

Las canciones de los norteamericanos que remachaban pernos en las praderas ba­ñadas por el sol mientras construían los fe­rrocarriles en el siglo XIX, suelen narrar la historia de algún héroe o de algún tren. Un héroe y un accidente ferroviario origi­naron la más famosa de las canciones fe­rroviarias de todos los tiempos, Casey Jo­nes . La tragedia se produjo en 1906, cer­ca de la ciudad de Vaughn (Misisipí). Un expreso se estrelló con una fila de vagones. Casey Jones , el maquinista, gritó al fogo­nero que sa l tase , salvando asi su vida. El fogonero se salvó, pero Casey siguió ac­cionando los mandos de su máquina y per­dió la vida. Unos días después del acci­dente, un negro, encargado de la limpieza

de las máquinas, compuso unos versos so­bre Casey y los acopló a la melodía de una antigua balada negra. Dos actores oyeron la canción en Nueva Orleans y la introdu­jeron en un número de variedades. Al poco tiempo se la oía por todo el país, y todavía se la oye.

Desde los tiempos coloniales hasta me­diados del siglo XIX, la producción de ópe­ras populares y de parodias de obras famo­sas alcanzó gran popularidad en los esce­narios norteamericanos. Pero igualmente po­pular era el minstrel show. El minstrel show era un producto genuinamente local en el cual actores con rasgos negros -generalmen­te actores blancos maquillados de negros-presentaban canciones, danzas y humor de los negros. El minstrel show puede ser con­siderado como la primera forma nativa del teatro musical en los Estados Unidos.

Nadie sabe realmente quien escribió las canciones más populares del minstrel show. Este espectáculo ambulante desapareció de la escena tras unos 50 años de vida, pero durante su época de popularidad su exube­rante música pudo ser oída en todo el mun­do. Se la oyó, por ejemplo, en Nueva Delhi (India), donde los cantantes indostánicos interpretaban lo que era originalmente de­nominado canción "de cara negra". En San­tiago de Chile, en 1848, las gentes oyeron a un conjunto de minstrels y degustaron por vez primera la música norteamericana. La reina Victoria de la Gran Bretaña oyó a los Minstrels de Christy en su palacio de Bal-moral, en Escocia. En los primeros años de la década de 1900, un joven actor, Al Jonson saltando de uno a otro escenario de varie­dades, cantando y bailando, adquirió pron­to los modos y los gestos del minstrel. Uti­lizaba corcho quemado como maquillaje. George Je s se l constituyó una sensación en los escenarios de Broadway con su inmor­tal número de "cara negra" My Mammy, en la comedia musical The JazzSinger, que posteriormente fue transformada en una pe­lícula con Al Jonson.

Otra clase de canción negra fue crea­da por los propios negros. Era una clase de música profundamente emotiva, conmo­vedora y, con frecuencia, profundamente

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religiosa, que se ha convertido en una ri­ca fuente del folklore norteamericano. E n las últimas décadas del siglo XIX y poste­riormente, ésta músi-

I ca popular -el espiri­tual negro- iba a dar forma, esti lo y direc­ción a parte de la mú­sica popular nortea­mericana más desta­cada.

Los primeros negros que fueron a Amé­rica llevaron desde África varias c lases de tambores africanos, y un instrumento que llegó a ser conocido en las colonias como el banjo. Estos negros llevaron también al Nuevo Mundo recuerdos de los cantos del vudú y otras canciones tribales. En Améri­ca, el negro entró en contacto, por vez pri­mera, con la melodía y la armonía europeas. Al poco tiempo comenzó a hacer canciones para el trabajo y para la diversión en las cuales los elementos de la música europea se combinaban con los ritmos, metros, y acentos sincopados de la música africana. De es te matrimonio nació el espiritual ne­gro. (La mayoría de los especial is tas en el campo del jazz se muestran de acuerdo en que el jazz es un producto de la música po­pular negra).

Aparecieron varios tipos de espiri tuales. Existía el llamado Shout, utilizado princi­palmente en los servicios religiosos. El Shout era generalmente una composición im­provisada que surgía del fervor y la exci­tación de la adoración religiosa.

Una otra c lase de espirituales era más lenta y más solemne, con mayor majestad de estilo. Esta c lase de espirituales represen­ta las sorrow songs o blues de los negros.

Una tercera clase es quizá la más famo­sa de todas. Se compone de una melodía sin­copada que a su vez está compuesta de cor­tas frases rítmicas. En ella el negro da rien­da suelta a su buen carácter y a sus senti­mientos de alegría. All God's Chillun Got Wings es uno de los espirituales mejor co­nocidos de esta cla'se.

El primer espiritual que se imprimió fue Roll, Jordán, Roll, en 1862. Diez años des­pués, los espirituales fueron introducidos en los conciertos en todos los Estados Uni­dos por los Jubilee Singers, de la Universi­dad Fisk, en Nashville (Tennessee). En otros 20 años o cosa asi , el espiritual negro fue llevado a la música sinfónica por el gran compositor bohemio Antonin Dvorak, que a la sazón visitaba los Estados Unidos, ins­pirándose en él para escribir su más famosa sinfonía, "Del Nuevo Mundo". Al mismo tiempo que el espiritual iba asi penetrando en la música seria, también estaba influyen­do en la música popular, quizá en grado más marcado. En los últimos años, el espiritual se oye en las sa las de conciertos norteame­ricanas y en las sa las de conciertos de to­do el mundo, cuando artistas ta les como Ma-rian Anderson o Harry Belafonte aparecen en escena.

Hoy, la era mecánica está ayudando a preservar la música popular norteamericana mediante grabaciones hechas en las monta­ñas y en el campo, donde la música popular es cantada todavía por millares de aficiona­dos. Más de 16.000 grabaciones de unas 60.000 canciones, baladas y piezas para banjo y de otras muestras vernáculas de la música popular figuran en la Biblioteca del Congreso, en Washington. También el mundo académico se ha interesado por la música popular. Los centros de enseñanza superior de los Estados Unidos ofrecieron el año úl­timo más de 200 cursos de música popular y folklórica.

Los divulgadores más eficaces de las canciones populares han sido los más de 250 cantantes profe­sionales que ahora aparecen en los esce­narios; grandes artis­tas como Burl Ivés, Harry Belafonte, Su-san Reed y Theodore Bikel, y cantantes ta­les como Jean Ritchie y Jimme Drifwood que vienen de regiones ri­cas en folklore.

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L OS MEDIOS de comunicación cons­tituyen una especie de sistema ner­vioso de la sociedad moderna. A tra­

vés de ellos circulan los mensajes que po­nen en movimiento los complicados meca­nismos de la política, del comercio, de los transportes, de la información, del entrete­nimiento; a través de ellos nos llega la no­ticia y su comentario o, en pantallas de di­versos tamaños, imágenes y palabras, combi­nadas, para que el hombre se entretenga, ex­perimente diversas emociones o aprenda.

Toda la infraestructura de la sociedad de hoy es una complicada red de comunica­ciones, casi saturada, cuya interrupción to­tal supondría la parálisis y el caos. El avan­ce de los medios de comunic.ación ha achi­cado el mundo. Geográficamente, Nueva York y Madrid, por ejemplo, siguen estando hoy a la misma distancia que hace un siglo. Pero en términos de tiempo, ahora están más "cer­c a " . La velocidad de la transmisión de los mensajes, o del transporte de viajeros y mer­cancías, derrota a la distancia. Y esa meta­fórica disminución de las distancias se tra­duce en "proximidad". Las consecuencias de tal "proximidad", de esa nueva "vecin­

dad" de las comunidades humanas, creada por la rapidez de los medios de comunica­ción, es un fenómeno reciente de incalcula­bles consecuencias. La gama de las rela­ciones entre las comunidades modernas pue­de ser variadísima, pero no hay lugar en ella para el desconocimiento. Además, parece ser que la libre circulación de los mensajes co­municativos, cuando no es artificialmente interferida, como ocurre en las denominadas "sociedades cerradas" , hace que la "cer­can ía" técnica se traduzca en "acercamien­t o " humano. El conocimiento subraya lo co­mún, las comunes aspiraciones y los proble­mas comunes.

Los medios de comunicación son, en con­secuencia, de importancia vital para el mun­do moderno. Y parece lógico pensar que la mejora y el progreso de nuestras estructuras sociales va a depender en el futuro, como dependió en el pasado, de los avances y perfeccionamientos de tales medios. Sin em­bargo no conviene perder de vista que las comunicaciones no tienen, intrínsecamente, un valor ético, que son sólo "med ios" y no fines y que, por tanto, son susceptibles de usos inadecuados, por ejemplo si un medio

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de comunicación se emplea, no para "infor­mar" sino para "deformar", no para presen­tar todos los aspectos de un problema sino una perspectiva dogmática de uno solo de el los.

El patrimonio cultural humano, al mos­trarse en su totalidad a través del caudal comunicativo, ofrece a cada individuo y a cada comunidad la más alta gama de posibi­lidades de elección y, por consiguiente, de realización de su peculiaridad. La comunica­ción conduce naturalmente al mundo plural basado en la cohesión, mientras que sus li­mitaciones llevan a la artificialidad del mun­do monolítico, basado en la coerción.

La sociedad norteamericana, fundamen­talmente "ab ie r ta" , se caracteriza, en el campo social, por la pluralidad de sus me­dios de comunicación y por la libre posibi­lidad de acceso que tienen a los mismos los individuos y los grupos. La sociedad norte­americana, fundamentalmente " indust r ia l" , se caracteriza, en el campo técnico, por un continuo esfuerzo para mejorar los medios de comunicación ya existentes o para crear otros nuevos. Detras de esas actitudes late

la idea de que la comunicación está íntima­mente vinculada al progreso humano.

Es este último aspecto, el esfuerzo tec­nológico de los Estados Unidos para me­jorar los medios de comunicación, el que pretendemos examinar aquí en algunas de sus manifestaciones más recientes. Nos re­ferimos, claro está , a la utilización de ese nuevo campo que se ha abierto en los últi­mos años a las posibilidades del hombre -el espacio- para mejorar los cauces técnicos de la comunicación. Responde es te esfuerzo a una de las metas que la ley de 1958 (por la que se creaba la A.N.A.E. el organismo norteamericano encargado de las exploracio­nes espaciales) fijaba al programa norteame­ricano del espacio, al decir que las activi­dades de tal tipo "deben estar dedicadas a fines pacíficos en beneficio de toda la hu­manidad".

Hasta ahora el espacio ofrece posibili­dades de mejora de las comunicaciones a través de los satél i tes artificiales. Dentro de ellos se han experimentado y se siguen experimentando dos modalidades fundamen­ta les : la del satéli te pasivo (tipo " E c o " )

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que "ref le ja" sencillamente las señales , y la de los satél i tes activos (tipo " T e l s t a r " y "Re lay" ) que actúan como " repe t idores" y amplificadores de las señales recibidas de las estaciones en tierra.

¿Por qué recurrir a los satél i tes como posibles medios de comunicación? La ra­zón es bien sencilla. Según los cálculos actuales, los aumentos previstos en el trá­fico comunicativo superarán dentro de no mucho tiempo la capacidad de los cables submarinos existentes y proyectados en la actualidad e, igualmente, las posibilidades de radio de alta frecuencia. Ante esta sa­turación, puede que los satél i tes sean el único medio de facilitar comunicaciones de alta calidad a las zonas remotas y menos

desarrolladas del mundo. Las crecientes necesidades del tráfico

telefónico y de televisión sobre la super­ficie de la tierra han sido resueltas median­te el empleo de repetidores de microondas. Pero como las microondas se transmiten úni­camente en línea recta, sus altas torres transmisoras, para superar entre otros obs­táculos el de la curvatura de la tierra, tie­nen que estar situadas a intervalos relati­vamente cortos. Mas colocando un repetidor en un satél i te , a miles de kilómetros sobre la Tierra, las señales pueden abarcar con­tinentes y océanos. . Las l íneas rectas van entonces de la estación transmisora en tie­rra al satéli te, y de és te a una estación re­ceptora, también en tierra. La necesidad de

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una multiplicidad de repetidores queda asi eliminada.

El programa norteamericano de satéli­tes de comunicaciones se lleva a cabo en tres campos distintos: el de los sa té l i tes pasivos a altura media o baja, el de los sa­téli tes repetidores activos a alturas bajas o medias y el de los satél i tes repetidores sincronizados con el movimiento de rotación de la tierra.

Al primer grupo corresponde el "Eco I" , lanzado el 12 de agosto de 1960. Esta e s ­fera de más de 30 metros de diámetro refle­jó, en las primeras fases de su vida, seña­les que eran vehículos de mensajes muy di­versos (voz, teletipo, telefotos) entre luga­res separados por grandes distancias.

Otro satéli te Eco, mayor que su antece­sor (40 metros de diámetro) será lanzado a finales de 1963 y se utilizará en el progra­ma de cooperación en proyectos espaciales entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Al segundó tipo corresponden los satéli­tes Relay I y Telstar I y II. A través de ellos se han transmitido mensajes de diver­sos tipos e imágenes de televisión entre los Estados Unidos y Europa. El Relay tam­bién puso en comunicación a los Estados Unidos con Hispanoamérica. El Relay I y el Telstar II todavía funcionan y aumentarán su campo de acción a medida que otras na­ciones participen en el programa y cons­truyan estaciones en tierra.

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El tercer tipo está representado por el Syncom II, que entró, con éxito, en su órbita de 35.700 km. el 26 de julio de 1963, propor­cionando el primer enlace a través de las comunicaciones espaciales entre los Es­tados Unidos y África. El Syncom II es tá sincronizado con la velocidad de rotación de la tierra, de tal forma que tres satél i tes de es te tipo debidamente colocados en torno a ella, sobre el Ecuador, bastarían para es­tablecer un sistema global de comunicacio­nes prácticamente completo. En la actuali­dad su capacidad se limita a un canal tele­fónico de dos direcciones pero están en es ­tudio modelos más avanzados que servirán a cientos de canales telefónicos.

Este es el aspecto en el que la era espa­cial, en la que el hombre lleva tan poco tiem­po, ha coincidido con el problema de las co­municaciones. Pero, además, los satél i tes artificiales norteamericanos desempeñan tam­bién un importante papel en el campo de la meteorología (satéli te Tiros y el proyectado Nimbus) que tanta relación tiene con la segu­ridad en los transportes marítimos y aéreos.

Todo ello nos hace suponer que a lo mu­cho ya logrado en el campo de las comuni­caciones espacia les se sumará en breve pla­zo un cúmulo de perfeccionamientos y nue­vos adelantos. El avance de las técnicas de comunicación seguirá proporcionando al hombre las posibilidades de progreso que tanto ambiciona.

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HISTORIA DE LA CIVILIZACIÓN NORTE.

AMERICANA (A Short History of American

Civilization), por Max Savelle. Ilustrada.

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Alborg. 590 páginas. Gredos, Madrid.

LA LUCHA POR EL PODER Y LA PAZ

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Versión de Francisco Cuevas Cancino.

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EL MERCADO COMÚN EUROPEO (The

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Versión de Conrado Niell Sureda. 372 pág.

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LA CIENCIA DE LA ECONOMIA Y LAS

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the Policy Makers), por S. S. Alexander y G.

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LEALES AMIGOS Y TEMIBLES ENEMIGOS

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LA LITERATURA NORTEAMERICANA EN

EL SIGLO XX (American Writing in the

20th Century), por WM|¡am Thorp. Versión

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