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Antonio González S.J. TRINIDAD Y LIBERACIÓN La doctrina de la Trinidad considerada desde la perspectiva de la teología de la liberación NOTA: Este libro tiene su origen en un trabajo de tesis presentado en la Philosophisch- Theologische Hochschule Sankt Georgen de Francfort bajo la dirección del profesor E. Kunz en el semestre de verano de 1991. Su estilo y vocabulario son por ello inevitablemente académicos.

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Antonio González S.J.

TRINIDAD Y LIBERACIÓN La doctrina de la Trinidad considerada desde la perspectiva de la teología de la liberación

NOTA: Este libro tiene su origen en un trabajo de tesis presentado en la Philosophisch-

Theologische Hochschule Sankt Georgen de Francfort bajo la dirección del profesor E. Kunz en el semestre de verano de 1991. Su estilo y vocabulario son por ello inevitablemente académicos.

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1. INTRODUCCIÓN

El título de este trabajo quiere dejar claro que aquí no se pretende realizar un estudio sobre el modo en que la teología de la liberación de hecho ha tratado el tema de la Trinidad, sino más bien estudiar cómo se pueden abordar los problemas teológicos ligados con el tema de la Trinidad desde el punto de vista de esa teología. En el primer caso tendríamos una investigación de tipo historiográfico sobre lo que los distintos teólogos de la liberación han afirmado sobre la doctrina trinitaria, mientras que en el segundo se trata de un estudio de tipo sistemático. La razón de esta segunda opción obedece no solamente a la limitación de la bibliografía a la que de hecho he tenido acceso sino más bien y sobre todo a la limitación real de la bibliografía existente sobre el tema. Esta limitación no es solamente de carácter cuantitativo, sino también en mi opinión de carácter cualitativo en algún punto importante, como se irá viendo a lo largo de la presente investigación. De hecho la teología de la liberación solamente ha producido hasta hoy una monografía importante sobre el tema de la Trinidad, a la que seguiremos en muchos puntos pero a la que también tendremos que hacer algunas observaciones críticas. Esto no significa, claro está, que en este trabajo pretendamos dar una solución sistemática a todos los problemas que ha de abordar una reflexión sobre la Trinidad desde el punto de vista de la teología de la liberación. Se trata solamente de esbozar unas líneas generales de reflexión tratando de aclarar el modo en que la teología de la liberación habría de abordar distintos problemas dogmáticos, ya sea porque de hecho así los ha abordado, ya sea porque ese modo concreto de abordarlos se deriva de la metodología propia de la teología de la liberación, por más que hasta ahora ningún teólogo lo haya hecho en la manera que aquí proponemos. Así, por ejemplo, si aquí tratamos en algún momento el tema del Filioque, no lo haremos para decir de modo historiográfico qué es lo que la teología de la liberación en general ha dicho sobre este tema desde sus inicios, ni todo lo que un teólogo concreto (por ejemplo Leonardo Boff) ha escrito en el conjunto de su obra. Tampoco trataremos de hacer un tratado sistemático sobre el Filioque, sino solamente de presentar cuál habría de ser la respuesta o las respuestas propias la teología de la liberación a este problema, teniendo en cuenta tanto los presupuestos hermenéuticos de esta teología y su diferencia con otras teologías contemporáneas, como lo que de hecho la teología de la liberación (en este caso, Boff) ya ha afirmado sobre el asunto. Cfr. L. BOFF, A Trindade e a sociedade, Petrópolis, 1987. De L. Boff existe también una versión "popular" sobre el tema de la Trinidad (ed. esp. La Santísima Trinidad es la mejor

comunidad, Madrid, 1990), que sigue en lo fundamental el estudio antedicho, evitando aquellos pasajes más "especulativos". 1.1. Plan de la investigación Se trata pues en principio no de hacer un tratado De Trinitate, sino solamente de preguntarse por cuál es el modo en que la teología de la liberación, dados sus presupuestos de método y contenido, habría de tratar el tema de la Trinidad y cómo esto la diferencia de otras teologías contemporáneas. Esto supone, por tanto, en primer lugar, preguntarnos por la situación de la reflexión trinitaria en la teología moderna. Sin pretender ser exhaustivos, habremos de trazar las líneas generales de la reflexión trinitaria actual, apuntando sus diferencias y ventajas respecto a la reflexión clásica pero también haciendo algunas

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consideraciones críticas que permitan columbrar qué tareas ha de enfrentar una reflexión sobre la Trinidad desde el punto de vista de la teología de la liberación. En el siguiente capítulo entraremos ya más explícitamente en el ámbito de pensamiento de la teología de la liberación, pero tratando solamente de sentar las bases desde las cuales esta teología ha de estudiar el tema de la Trinidad. Se tratará de recoger, sin pretender tampoco exhaustividad, las líneas fundamentales de la hermenéutica teológica latinoamericana. Por tratarse de cuestiones en el fondo epistemológicas, será ineludible la referencia a los presupuestos filosóficos que, implícita o explícitamente, fundamentan el método teológico latinoamericano. Para ello habrá que hacer, a título ilustrativo, referencia a los presupuestos epistémicos de otras teologías, así como adelantar ya, en esbozo, las consecuencias que esos presupuestos tienen para el acceso a los problemas de la teología trinitaria desde el punto de vista de la teología de la liberación. La siguiente pregunta es, lógicamente, si de hecho la teología de la liberación ha desarrollado todas las consecuencias que, para el tema de la Trinidad, se derivan de sus presupuestos. En este sentido tendremos que estudiar, en el capítulo cuarto, las deficiencias que, en mi opinión, presenta la obra de Boff, que como veremos tocan más a su concepción de lo que en el lenguaje tradicional se denominaría la "Trinidad económica". Esto supondrá tratar de determinar cuáles son las razones sistemáticas de tales limitaciones, que como veremos se hallan en su cristología y, en concreto, en su posición frente a lo que se ha venido a denominar "teología de la cruz": contra Moltmann señala Boff que el dolor de la historia y de sus víctimas no puede afectar a la realidad divina en su esencia. Por ello nos veremos obligados a considerar las discusiones de Boff con Moltmann en cuanto representante de esta teología, tratando no de mediar en la polémica sino de encontrar una opción sistemática que nos permita pensar la presencia real de la Trinidad junto a los pobres en la economía de la salvación, por más que una respuesta completa a los interrogantes que se plantearán en el capítulo cuarto no podrá ser formulada hasta el capítulo octavo de la presente investigación. El capítulo cinco pretende negativamente recoger los resultados de la discusión con Boff y con Moltmann, pero sobre todo, comenzar positivamente con el estudio de la manifestación de la Trinidad en la historia de la salvación desde el punto de vista de la teología de la liberación. Como veremos, esta manifestación no es una mera revelación epifánica del misterio divino, sino que constituye la estructura misma de la economía salvífica. Por eso la historia de los hechos liberadores de Dios con su pueblo, desde la creación hasta la culminación escatológica se nos presenta como una historia trinitaria. De nuevo es menester advertir que lo que intentaremos en este capítulo es poner de manifiesto esta estructura trinitaria, siguiendo naturalmente a los principales teólogos de la liberación que se han expresado sobre el tema, pero de nuevo sin pretender exhaustividad historiográfica sino simplemente descubrir las líneas generales de un estudio sistemático de la estructura trinitaria de la economía salvífica desde el punto de vista de la teología de la liberación. Una vez alcanzado este punto podremos, en el capítulo sexto, preguntarnos por la relación entre la Trinidad revelada en la economía salvífica y lo que clásicamente se denomina la "Trinidad inmanente". La teología de la liberación, como otras teologías contemporáneas, parte del axioma rahneriano sobre la identidad entre Trinidad económica e inmanente. Pero, como veremos, esta identidad es interpretada en forma muy diversa en cada teología. Por esto tendremos que ver cuál es la lectura propia de la teología de la liberación, lo cual no se podrá hacer sin referirnos a otros teólogos europeos y sin traer de nuevo a colación los presupuestos hermenéuticos enunciados en el capítulo tercero.

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En el capítulo séptimo, por fin, abordaremos ya los temas propios de la "Trinidad inmanente". En concreto, trataremos de precisar qué es lo que la teología de la liberación entiende por "persona". Esto supone ver cuáles han sido los modos clásicos de comprensión de la persona, mostrando sus deficiencias desde la perspectiva de la teología de la liberación. Se tratará de decir por qué la concepción de la persona como individua

substantia o como sujeto plantea dificultades para una comprensión de la historia de la salvación tal como se ha esbozado en los capítulos anteriores. Por eso tendremos que examinar dos alternativas importantes a las concepciones clásicas (en concreto, la de Ricardo de San Víctor y la de Pannenberg) para, en un diálogo crítico con ellas, proponer una alternativa propia que pueda recoger mejor la comprensión propuesta de la historia de la salvación y de la relación entre economía e inmanencia. La idea de persona aquí esbozada nos permitirá también ir ya adelantando una respuesta a los problemas cristológicos formulados al hilo de la discusión entre Boff y Moltmann. Por último, en el capítulo octavo, tendremos que abordar la difícil cuestión de la unidad y de la esencia divina, para la cual hemos desechado ya desde el capítulo segundo los conceptos clásicos de sustancia y de sujeto, también inválidos para pensar a la persona. Esto supondrá, del mismo modo que hemos pensado una alternativa al concepto de persona, buscar una respuesta nueva al problema de la unidad y de la esencia divina. Como se pondrá de manifiesto, se trata de un solo y único problema. En este punto vamos a seguir muy de cerca la propuesta de Boff, si bien tratando de darle mayor precisión conceptual y fundamentación filosófica. Una vez esto hecho, podremos acceder a una comprensión nueva tanto de la tesis joánica de que "Dios es amor" como de la afirmación tan característica de la teología de la liberación de que el Dios cristiano es el "Dios de los pobres". Ambas tesis, como se comprobará, pueden ser solamente explicadas satisfactoriamente de un modo trinitario. A su vez, la perspectiva aquí alcanzada nos permitirá responder a los problemas planteados en el capítulo cuarto, es decir, nos permitirá terminar de explicar en qué sentido se puede hablar de una solidaridad real del Dios trino con las víctimas de la historia. 1.2. El recurso a la filosofía Tal vez el lector se sorprenda de las abundantes referencias filosóficas que aparecerán a lo largo del trabajo, algo tal vez no tan habitual en todas las investigaciones teológicas. Tal vez esto pueda causar la falsa impresión de que aquí estamos tratando cuestiones más propias de la "teología natural" o elaborando una imagen puramente racional y apriorística de lo que sea la Trinidad. No es así. Como la estructura misma del trabajo muestra, nuestro recurso a un instrumental filosófico tiene solamente el sentido, en el capítulo tercero, de aclarar cuáles son los presupuestos epistémicos con que la teología de la liberación se acerca a los "datos revelados". Estos presupuestos son algo inevitable en toda investigación racional (como la teología pretende ser) por más que no todas las teologías, por desgracia, sean conscientes de cuáles son sus propios presupuestos hermenéuticos. El recurso a conceptos filosóficos en los dos últimos capítulos de este estudio, de suyo los más "especulativos", no quiere otra cosa que aclarar lo que del Dios trino (y veraz) se nos ha manifestado en la economía salvífica, sin la pretensión de sustituir esa revelación por un acceso meramente filosófico a la realidad de Dios, como es obvio. No es esta investigación el lugar donde se ha de discutir la naturaleza, posibilidades y métodos de la teología natural y de sus "pruebas" y "vías" de acceso a Dios. No son

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necesarias aquí, porque partimos de la realidad revelada de Dios. Ciertamente, toda recepción de la revelación incluye de algún modo preconceptos de lo que sea la realidad divina. Ciertamente también, estos conceptos son proporcionados no sólo por las distintas tradiciones religiosas, sino también por la filosofía. Pero lo que es indudable es que la revelación histórica del "Dios de Abraham, Isaac y Jacob" supera, cuestiona e incluso destruye las expectativas de la filosofía. Lo que hay que pedir a la filosofía y a la teología, por tanto, es que sus preconceptos racionales sean lo suficientemente abiertos para poder acoger la novedad del Dios de Jesucristo. Esto supone, claro está, también la pregunta sobre si los conceptos clásicamente aceptados de raigambre helénica son los más adecuados para ello. Un rechazo apresurado de todo cuestionamiento filosófico no implica más pureza "teológica", sino más bien y con mucha frecuencia la asunción acrítica de los conceptos filosóficos más en boga. Así, por ejemplo, es inútil rechazar en bloque el racionalismo hegeliano para apelar a la revelación si uno no se toma la molestia de elaborar una crítica seria de los conceptos hegelianos. De lo contrario, sus categorías aparecerán de nuevo subrepticiamente, pues se pensará, pongamos por caso, a Dios como Sujeto absoluto. La filosofía no la usamos entonces aquí para obtener informaciones adicionales sobre Dios con independencia de su revelación histórica, sino para cuestionar las categorías (filosóficas) con que esa revelación ha sido conceptuada en la historia de la teología. En este sentido podríamos decir con la filosofía analítica que la filosofía no ejerce en nuestro trabajo una función cognoscitiva, sino meramente "terapéutica": se trata de localizar ciertas "enfermedades del lenguaje" teológico, concretamente del lenguaje empleado para tratar de la Trinidad. Ahora bien, lo que sucede es que la crítica de las categorías tradicionales, en la medida en que se acepta la legitimidad de la teología en cuanto conceptuación de los datos revelados en la historia de la salvación (problema en el que no podemos entrar aquí), lleva necesariamente a proponer otras categorías y conceptos alternativos a los criticados. Pero el objeto de estas categorías no es otro que el de tratar de contribuir a la comprensión de la realidad revelada de Dios, y no el sustituirla por otra comprensión meramente racional. Esto tiene la ventaja de que, en la medida en que las categorías empleadas se hacen conscientes, ya no son presupuestos incuestionables, sino que están inevitablemente abiertas a nuevas críticas y a su sustitución por otros conceptos más adecuados para describir lo manifestado en la revelación del "Dios de Abraham, Isaac y Jacob". En concreto nuestra investigación parte del convencimiento de que después de Hegel la filosofía se mueve en un nuevo horizonte en el que tanto el concepto antiguo de sustancia como el moderno de sujeto, llevados en Hegel a una síntesis genial, han agotado con él también sus virtualidades. Nuestro punto de partida es en este sentido, no simplemente "postmoderno", sino, más radicalmente, "posthegeliano". Por ello nos apoyaremos con frecuencia en estas páginas en aquellos filósofos contemporáneos en los cuales se hace especialmente patente la búsqueda y la formulación de este nuevo horizonte del filosofar. Aunque ya en el joven Marx hay importantes intuiciones en este sentido, aquí remitiremos con frecuencia a las críticas de Nietzsche y de Wittgenstein a muchas categorías filosóficas clásicas. Más frecuentemente usaremos la filosofía de Zubiri, por entender que las críticas ya presentes en los autores mencionados adquieren en él particular precisión terminológica y conceptual. Se tratará, inevitablemente, de una particular interpretación de Zubiri, que no tiene necesariamente que coincidir plenamente con otras importantes lecturas actuales del mismo. En cualquier caso, la terapia filosófica aquí realizada no tiene otro interés que el servir a la clarificación de los problemas teológicos, con frecuencia condicionados por presupuestos

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metafísicos inveterados, para así permitir una comprensión abierta y actual de la doctrina de la Trinidad. Una compresión que no nos conduce a la de Aristóteles y de Hegel, sino al Dios que, por ser amor, en un sentido no metafórico sino estricto y real, es el "Dios de los pobres".

2. EL TEMA DE LA TRINIDAD EN LA TEOLOGÍA MODERNA

El objetivo de este apartado es analizar las líneas generales de la reflexión trinitaria en la teología moderna. Por ello no se pretende aquí un tratamiento histórico exhaustivo del tema, pues esto superaría el marco y la intención sistemática del presente trabajo. Por otro lado, empleo conscientemente el término "teología moderna", pues, como se irá poniendo de manifiesto a lo largo de este capítulo, los autores a los que aquí nos vamos a referir reflejan importantes paralelismos con las líneas fundamentales de pensamiento filosófico de lo que se ha venido a denominar "modernidad". Para la exposición de los caracteres generales de esta teología es a mi modo de ver sumamente útil una breve referencia inicial a su crítica de la teología trinitaria clásica, tanto patrística como escolástica, pues a través de su distanciamiento respecto a la tradición pueden entenderse mejor los nuevos acentos e intereses.

2.1. Crítica de la teología trinitaria clásica

a) Trinidad económica e inmanente. La teología europea moderna ha dado muestras de un enorme interés por el tema de la Trinidad, que en buena medida se funda en la conciencia de las insuficiencias de las reflexiones clásicas sobre el tema. Quizás la señal más alarmante de esas insuficiencias sea la escisión entre la doctrina explícitamente trinitaria y la práctica puramente "monoteísta" de la mayor parte de los cristianos. A esta escisión en la espiritualidad cristiana ha contribuido, según Rahner, el tratamiento mismo que de la Trinidad se ha hecho en la teología clásica, pues la Trinidad fue siendo progresivamente tratada como misterio lógico o metafísico, del que tenemos noticia por la revelación, pero que para la historia de nuestra salvación carece prácticamente de significado.

Esta separación entre la economía histórica de la salvación y la doctrina de la Trinidad condujo, por ejemplo, a que el tema cristiano central de la encarnación pudiera pensarse como algo absolutamente desligado de la constitución misma de la Trinidad: es una doctrina común entre los teólogos clásicos desde el tiempo de Agustín que cualquiera de las tres personas podría haberse encarnado, y no precisamente la segunda. En general, puede decirse que la tesis, que ya se abre camino en los capadocios y que recogerá Agustín, de que todas las obras de la trinidad ad extra serían comunes a las tres personas en virtud de su unidad sustancial, favoreció la progresiva desatención a la estructura trinitaria de estas obras, de modo que, por ejemplo, la escolástica pudo llegar a pensar la creación sin decir una sola palabra sobre la Trinidad. Del mismo modo pudo Agustín esbozar sus conocidas analogías psicológicas sobre la Trinidad a partir de los presuntos vestigia trinitatis en una criatura (el alma humana), pero con total independencia de la historia de la salvación.

A estas dificultades vienen a añadirse otras, propias de la sistematización teológica tomista. La sustitución de las Sentencias de Pedro Lombardo por la Summa Theologica de Santo Tomás supuso la generalización de la división entre el tratado De Deo Uno y el tratado De

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Deo Trino en la teología escolástica. En este esquema, el primer tratado abordaba la pregunta por la esencia de la divinidad y por sus propiedades, haciendo abstracción de su carácter trinitario. "Dios" era de este modo identificado con la "naturaleza" común a las tres personas, y no con el Padre, como sucede en el Nuevo Testamento y entre los teólogos griegos. La consecuencia es la subordinación del tratamiento de la Trinidad a una consideración más bien filosófica sobre las propiedades del Dios uno. La Trinidad es considerada entonces ante todo como el problema de conciliar la unicidad y la simplicidad de Dios con la existencia de tres personas. La desconexión de la Trinidad con las experiencias de la historia de la salvación queda por tanto en este esquema profundizada y asegurada metafísicamente. Frente a esta escisión, K. Rahner propondrá su famosa tesis de que "Trinidad económica es la Trinidad inmanente y viceversa", la cual constituye hoy un lugar común, ciertamente con diversidad de matices, en la teología trinitaria.

b) La Trinidad como sustancia. A las dificultades provenientes de esta escisión entre la Trinidad inmanente y la económica se añaden los problemas propios de la concepción filosófica que subyace a la misma. Si las obras de la Trinidad "hacia afuera" son comunes, bien pudo Agustín sostener que desde estas opera trinitatis solamente se puede concluir un solo hacedor. Esta afirmación se entiende bien como resultado de las sospechas de triteísmo formuladas por el arrianismo contra la posición ortodoxa. Frente a ellas, Agustín se propondrá "explicar, en la medida de lo posible, de qué modo la Trinidad es un solo único y verdadero Dios y cómo es plenamente exacto decir, creer y entender que el Padre, el Hijo y el Espíritu son una única y misma sustancia o esencia". Dios es una única sustancia: éste es el motivo de que sea reacio al uso del término griego , por poder éste sugerir al lector latino la existencia de tres sustancias en Dios. Entonces Agustín, asumiendo una terminología procedente de Tertuliano, hablará de una sustancia y tres personas, marcando decididamente con esto los rumbos de la reflexión trinitaria en Occidente.

Sin embargo, esta radical afirmación de la unidad de la realidad divina y su concepción de la misma como sustancia no puede explicarse como una simple defensa contra las acusaciones de triteísmo. El trasfondo de esta concepción hay que buscarlo más bien en el horizonte mismo de la reflexión filosófica y teológica de la antigüedad clásica: se trata del horizonte de la naturaleza como fondo común en el que se constituyen todas las cosas del µ . "Solamente en tanto que emergiendo de esa , solamente en tanto que brotando y formando parte de la Naturaleza es como las cosas, propiamente para un hombre griego, son". Al ser como concepto más universal recurrirá Aristóteles para explicar la unidad del cosmos más allá de sus apariencias sensibles: "son, esto es, dirá Aristóteles, poseen en sí una , un haber, por así decirlo, que constituye el fondo permanente de donde emergen todas las manifestaciones y todas las posibilidades que integran lo que constituyen eso que llamamos vulgarmente cosa". es justamente el término que el Concilio de Nicea usará en el año 325 para referirse a la realidad divina que el Padre y el Hijo comparten (cfr. DS 125), siendo substantia su traducción latina habitual.

Aunque con frecuencia se ha reprochado a los latinos esta traducción, que subraya la subjetualidad de la más que su carácter de abstracto del "ente", conviene no olvidar que, al menos en el aristotelismo, la fue concebida primordialmente como µ , esto es, como el fondo o núcleo invariable que sub-yace a todo cambio de los accidentes. Dado el presupuesto poco bíblico de la inmutabilidad de Dios, propio de la filosofía antigua y

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medieval, las tres personas divinas no pueden, claro está, ser concebidas en modo alguno como accidentes, pues éstos implican variabilidad. Por eso Agustín optará por la solución de concebir la trinidad de personas en virtud de sus eternas relaciones, evitando así toda diferencia sustancial entre ellas. Santo Tomás profundizará el discurso agustiniano, señalando que en la sustancia o esencia divina no hay verdaderas distinciones según su realidad absoluta, que es suma unidad y simplicidad, sino solamente en cuanto realidad relativa, esto es, en las mutuas relaciones de las personas entre sí. Cuando el Concilio de Florencia en 1442 afirme que in Deo omnia sunt unum, ubi non obviat relationis oppositio (DS 1330), no hará más que recoger los frutos maduros de esta línea de pensamiento. Dios entonces aparece ante todo como la naturaleza común de las tres personas divinas, que en cuanto Sustancia suprema culmina y rige el orden del cosmos.

c) Trasfondo político. Esto nos conduce a un tercer tipo de observaciones, relacionadas con el contexto y las consecuencias políticas de esta concepción de la Trinidad. Aquí es de referencia obligada la tesis de E. Peterson en su conocido trabajo "El monoteísmo como problema político" (1935), que le sitúa entre los fundadores de la así llamada teología

política. Peterson comienza su trabajo citando el libro XII de la Metafísica de Aristóteles, donde se afirma "el ente rechaza ser mal regido. El gobierno de muchos no es bueno, que uno solamente sea Señor...". Según su tesis, con los Apologetas cristianos se inicia una corriente de pensamiento teológico interesada no solamente en mostrar la posibilidad de convivencia del cristianismo con el imperio romano, sino incluso los beneficios que para este imperio la nueva religión podría aportar. En esta perspectiva, el monoteísmo de Israel, unido ya por Filón al monoteísmo filosófico, aparecería para muchos autores cristianos como la doctrina religiosa capaz de proporcionar unidad a un imperio amenazado de disolución. Los apologetas cristianos tomaron de Filón el término de µ , que llegará a poner en peligro la fe trinitaria en el caso de la herejía monarquiana. Tertuliano, combatiendo a esta herejía, asumió también la idea de una monarquía divina, si bien señalando que el Padre ejerce su gobierno universal colegiadamente con las otras personas.

La concepción de Dios como monarca universal se hizo de este modo compatible con la Trinidad y ganó carta de ciudadanía entre los cristianos. Así dirá Eusebio de Cesarea tras la derrota de Licinio por Constantino y la consiguiente unificación del imperio que "al único rey en la tierra corresponde el único Dios, el único rey en el cielo y la única ley real y Logos", ya que "con el comienzo de la predicación de Jesucristo sobre el único Dios de todas las cosas, es liberado el género humano tanto de la multiplicidad de las fuerzas divinas como de la pluralidad de los gobiernos sobre los distintos pueblos".

Con la imposición del cristianismo en el imperio, lo que fue doctrina apologética en un contexto de persecución se convirtió en una muy útil legitimación del poder político de un único gobernante universal. Por otra parte, el diálogo con la filosofía y el combate del politeísmo exigían subrayar la unidad de la realidad divina. La revelación bíblica de una verdadera Trinidad de personas, en semejante contexto, se vio sometida a la necesidad de clarificación frente a diversas herejías que, de un modo u otro, tendían a eliminar la pluralidad de personas y a subrayar la unicidad de Dios como sustancia suprema. Tanto el arrianismo como el sabelianismo pueden ser interpretados desde este punto de vista como dos intentos de afirmar la unicidad de Dios a costa de la divinidad de Jesucristo en el primer caso y de la realidad de las personas en el segundo. Mientras que para Peterson la

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teología cristiana logró resistir en lo fundamental al peligro del monoteísmo manteniendo el dogma trinitario, Moltmann se inclina a pensar que de hecho la idea de la monarquía divina universal y monoteísta como legitimadora del poder político sobrevivió subrepticiamente en prácticamente toda la teología cristiana posterior. La sustancia o ente supremo se convertiría de este modo en la cúspide del estático ordo medieval.

Pero también la Edad moderna, a los ojos de Moltmann, aun habiéndose distanciado de la filosofía y teología escolásticas, habría en algún modo heredado esta concepción unilateralmente "monoteísta" de la divinidad. Es lo que hemos de ver en el siguiente apartado.

2.2. La Trinidad como autodonación de Dios

Según Pannenberg, la teología de la reforma se atuvo en lo fundamental a los conceptos escolásticos sobre la unicidad de Dios, con lo que la doctrina revelada de la Trinidad, a pesar de la revalorización de la Escritura, no pudo ser formulada en verdadera coherencia sistemática con la idea de una única esencia divina. Ahora bien, en la teología se va a ir abriendo paso una nueva idea de lo que sea esta esencia: no se trata ya de la , del ser o sustancia suprema de los clásicos, sino de una essentia spiritualis. Será justamente la idea de espíritu la que va a servir para pensar de modo nuevo lo que sea la Trinidad. G. E. Lessing, siguiendo un método que ya había usado Anselmo de Canterbury, inspirado a su vez por las analogías psicológicas de Agustín, fundamentará el carácter trinitario de Dios en la autoconciencia que éste tiene de sí mismo, estableciendo así un puente entre el concepto (moderno) de Dios como espíritu y la revelación cristiana del Dios trinitario.

a) Dios como Sujeto. Hegel continuará esta línea de pensamiento, sosteniendo que el Absoluto es, en la misma medida que sustancia, sujeto, en lo que él interpreta como la afirmación característica de la religión revelada. El concepto hegeliano de sujeto llevará a su plenitud el ideal de autosuficiencia que los clásicos y medievales habían proyectado sobre la sustancia. Este Sujeto, por ser pura inmediatez para sí mismo, ha de ser considerado según Hegel como Espíritu. Pues bien, Hegel tratará de mostrar en sus Lecciones sobre filosofía de la religión que el Espíritu Absoluto no solamente ha de ser pensado como la esencia suprema, sino que, en cuanto Espíritu, ha de tener necesariamente una estructura trinitaria: "El Dios abstracto, el Padre, es lo general, la concreción eterna, abarcadora y total (...); lo general incluye todo en sí. Lo otro, el Hijo, es la concreción infinita, la aparición; el tercero es la individualidad como tal, pero lo general como totalidad es asimismo Espíritu, -los tres son el Espíritu". En esta perspectiva, que presupone la idea hegeliana de persona como encuentro de sí mismo en el otro, solamente hay en definitiva un sujeto que en sí mismo tiende a anular las diferencias, pues el otro no es sino una parte de mí mismo: "en la unidad divina está puesta la personalidad en cuanto que disuelta (aufgelöst); sólo en la aparición se distingue la negatividad de la personalidad de aquello que la supera (aufheben)". Pero no solamente el Espíritu disuelve las diferencias en la divinidad, sino que, como es sabido, para Hegel también las diferencias entre ésta y la historia son absorbidas en la unidad suprema del Absoluto.

Pannenberg señala que Hegel podía con razón gloriarse de que su concepción filosófica de la divinidad era mucho más específicamente cristiana que la de la teología ilustrada del

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momento, pues frente a la opinión teísta que convertía a Jesús en un simple profeta y a la Iglesia en la sociedad de sus admiradores, la teoría de la Trinidad de Hegel coloca la autorevelación de Dios al mundo en el centro de la doctrina cristiana. De ahí su gran influencia, sobre todo en la teología protestante. Un paso adelante en esta dirección lo dará K. Barth, al invertir éste el orden del razonamiento: no se trata de deducir la Trinidad a partir del concepto de Espíritu, sino a partir de la revelación. Para Barth no hay en la Escritura, claro está, una doctrina sistemática de la Trinidad, pero ésta es justamente la interpretación adecuada de la revelación bíblica sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Justamente el concepto de revelación o, más concretamente, la frase "Dios se revela como el Señor" manifiesta, al ser analizada gramaticalmente, que el sujeto, el objeto y el predicado de la misma no se refieren sino a los tres "modos de ser" (Seinsweisen) del Dios único en su auto-comunicación (Selbstmitteilung). En esta teología, Dios sigue siendo, como en Hegel, un Sujeto caracterizado por la pura inmediatez consigo mismo. "En Dios", dirá Barth, "es su naturaleza solamente una autoconciencia".

b) La Trinidad como autodonación. La teología trinitaria de K. Rahner sigue en su esquema general a Barth, aunque con un cambio importante de acento: mientras que para Barth el punto de partida es la revelación, a Rahner le interesa ante todo desarrollar la dimensión soteriológica de la doctrina trinitaria, olvidada en general por la escolástica, como vimos. Por esto mismo, la Selbstmitteilung de Dios no es para él primeramente autocomunicación sino más bien autodonación, y así debiera traducirse. Esta autodonación corresponde a la estructura de una autodonación posible a un ser personal, que en cuanto creado bien puede estar en su constitución misma destinado a la comunidad con Dios. Esta estructura tiene para Rahner fundamentalmente dos dimensiones: conocimiento y amor. Recíprocamente, "la autodonación divina acontece en unidad y diferencia en Historia (Verdad) y en Espíritu (Amor)", tal como nos enseña la historia de la salvación. En ella Dios se nos da como "el carente de origen, el que de suyo se comunica a sí mismo (Padre), el que se dice a sí mismo en verdad (Hijo) y el que se recibe y acoge a sí mismo (Espíritu)", de manera tal que su donación no quede depotenciada al nivel de la criatura. El sujeto último de esta donación es, por tanto, el Padre, con lo que se entiende que sea él el que en virtud de su monarquía sea llamado primeramente "Dios", como hace el Nuevo Testamento y los Padres griegos.

Por ser esta donación de Dios justamente autodonación, ella nos muestra en nuestra historia cómo es Dios mismo en su eternidad, pues aquí el donante y el don son precisamente el mismo. De ahí la famosa tesis rahneriana sobre la identidad entre Trinidad económica e inmanente; y de ahí también el rechazo de Rahner a las meras especulaciones psicológicas sobre la Trinidad, separadas de la historia de la salvación. Desde esta perspectiva se entiende también el disgusto de Rahner ante el uso del término "persona". Para Rahner hay solamente la autodonación de "Dios" como único sujeto de la misma. Las personas no pueden ser, estrictamente hablando, lo que hoy se entiende como "persona", en cuanto autoconciencia, subjetividad, centro de propios actos, etc. En Dios solamente puede haber una autoconciencia y una subjetividad. Rahner, de modo semejante a Barth, preferirá hablar de "distintos modos de subsistencia". Que no se trata de un mero modalismo lo asegura, para Rahner, justamente la identidad entre Trinidad económica e inmanente: los modos en que Dios se nos ha mostrado en la historia de la salvación no son algo externo a Él, sino que caracterizan necesariamente la propia esencia divina, de modo tal que sin ellas no habría divinidad.

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Rahner ha desarrollado una doctrina trinitaria que, superando el enclaustramiento escolástico en esquemas filosóficos clásicos e integrando la moderna perspectiva del sujeto, tiene una explícita dimensión histórico-salvífica. Tanto es así, que los roles de las personas, lejos de ser intercambiables como en la teología clásica, tienen "inmanentemente" el claro perfil con que aparecen en la historia sagrada. En este sentido, el modelo puede resultar interesante para la teología de la liberación, en la medida en que en él Dios aparece, no como el garante de un orden, sino como alguien comprometido hasta la propia "autodonación" con la salvación de los hombres. Sin embargo, el modelo rahneriano tiene también importantes limitaciones, que comparte con el conjunto de la teología trinitaria de la modernidad. Es lo que hemos de ver en el siguiente apartado.

2.3. Límites de la conceptuación moderna de la Trinidad

No cabe duda de que la teología trinitaria de la modernidad ha corregido muchas de las deficiencias del modelo clásico, sobre todo al haber sido capaz de colocar la historia de la revelación (o de la salvación) en el centro de sus reflexiones. Sin embargo, cuando Leonardo Boff afirma que "nadie adora a un 'modo distinto de subsistencia'", está en realidad poniendo en tela de juicio el cumplimiento de uno de los objetivos explícitos de la teología trinitaria de Rahner: proporcionar una imagen de la Trinidad accesible y conforme a la espiritualidad cristiana. Tal vez esta presunta pervivencia de dificultades para una espiritualidad trinitaria tenga su raíz en que, a pesar de la crítica y superación de determinados elementos del modelo clásico, la moderna teología trinitaria ha heredado muchos de sus supuestos:

En primer lugar, el punto de partida especulativo. Si a Tomás se le podía reprochar el anteponer a la doctrina trinitaria un tratado De Deo Uno de carácter más bien filosófico que imponía a la Trinidad revelada el duro y estrecho marco de la suprema , tanto Barth como Rahner, pese a sus intentos, no llegan a fundar plenamente sus reflexiones en el contenido mismo de la revelación de la Trinidad. Ciertamente no parten, como Hegel, del concepto de Espíritu, pues bien claro es para ambos que semejante punto de partida no solamente aboca al modalismo, sino incluso también al panteísmo en cuanto asunción de todas las diferencias de lo real en el Absoluto. Su intento explícito es partir de la historia de la revelación; pero como bien señala Pannenberg, el contenido de esta historia deja paso demasiado rápidamente a un concepto de la misma: en Barth se trata del concepto de autorevelación de Dios y no de la revelación misma. Rahner, a pesar de su interés por la economía salvífica, no elabora su sistemática trinitaria a partir de la historia concreta del Hijo (y del Espíritu), sino a partir del concepto formal de "autodonación", según el cual Dios queda referido a esa historia como un sujeto que la constituye y a la que se da.

Si bien es indiscutible que este concepto puede dar cuenta del dinamismo trinitario de la historia de la salvación (o de la historia de la revelación en el caso de Barth), no se obtiene directamente de la misma, y la concepción de Dios como un único Sujeto tiende a ahogar la revelación concreta de las tres personas y las relaciones mutuas que entre ellas aparecen. Con esto estamos ya en la segunda dificultad de esta concepción moderna de la Trinidad: el Nuevo Testamento nos presenta, por ejemplo, las relaciones del Hijo con su Padre como relaciones de amor entre personas que se amplían hasta el punto de incluir a los hombres en esta misma relación (cfr. Gal. 4,6; Rm 8,15). Esta diferenciación entre "personas"

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desaparece cuando éstas, según Rahner, no se pueden considerar como tales en el sentido usual de la expresión, sino como "modos de subsistencia" de un Sujeto único, al que de suyo le corresponde el carácter personal. La salvación cobra así el carácter de un encuentro en la visio beatifica con el Tú personal del único Dios, cuya voluntad se ha manifestado definitivamente en el destino de Jesús, y no tanto el de una participación por Jesucristo y en el Espíritu en el "nosotros" tripersonal de la Trinidad. La salvación, así entendida, tiene un carácter más individual que estrictamente social o comunitario.

Desde esta perspectiva ya no se ve qué sentido tiene, por ejemplo, la lectura cristiana de la creación como obra de la Trinidad: ésta aparece más bien como la obra individual de un sujeto único y no como una acción de las tres personas. Si esto es así, parecería que Dios necesita del mundo para poder comunicarse, por no ser en sí mismo comunidad de personas. El Nuevo Testamento nos dice, en cambio, que "Dios es amor" (1Jn 4,8). Si Dios es un sujeto, no se puede decir que su realidad misma sea el amor, sino que el amor aparece más bien como una actividad volitiva de un "yo" anterior a la misma. Feuerbach le critica justamente al Dios cristiano no ser amor, sino ser solamente el sujeto de ese amor. Pero si el amor es lo que salva, Feuerbach exige consecuentemente que no Dios, sino el hombre, es quien ha de ser sujeto del mismo. Incluso teólogos que, como E. Jüngel, han intentado explícitamente salir al paso de esta crítica de Feuerbach, han seguido pensando a Dios como "aquél que realiza trinitariamente su ser de sujeto" y por tanto distinguiendo entre el amor y la realidad de Dios.

Igualmente, la acentuación de la unidad de Dios con respecto a las personas tiene en Rahner inevitables consecuencias cristológicas: si la encarnación del Logos es un modo de autodonación del único Dios, la "preexistencia" de Jesucristo de la que nos hablan Pablo y Juan en el Nuevo Testamento pierde su carácter personal para reducirse a la de un mero modo de subsistencia. Pero entonces, ¿cómo es posible la encarnación del único Sujeto divino sin que éste pierda su unicidad? La única solución pareciera ir en la dirección que Rahner apunta: subrayar la diferencia entre el único Sujeto divino y el hombre Jesús, es decir, destacar el inconfuse de Calcedonia y a poner estrictos límites a la communicatio

idiomatum entre las dos "naturalezas" presentes en la persona de Cristo. Ahora bien, esto tiene a su vez repercusiones para la soteriología: el Dios que se quiere dar a los hombres en la historia de la salvación pareciera no llegar en sí mismo al extremo de la entrega de Jesús en la cruz o, mejor dicho, aunque esta entrega pertenece a la autodefinición de Dios y a su autocomunicación para nosotros en Jesús, no pertenece a su autodonación estrictamente tal. Con esto no cabe duda que la perspectiva histórico-salvífica, que era un interés fundamental en Rahner, queda de algún modo afectada, pues la identificación de Dios con los crucificados de la historia sufre en esta perspectiva una limitación importante, como veremos más en detalle al hablar de L.Boff.

Evidentemente, el fondo filosófico de estos problemas está en la sustitución acrítica de la categoría filosófica clásica de sustancia por la moderna de sujeto. Como W. Kasper ha dicho a propósito de K. Barth, estamos ante "una variante del tema moderno de la subjetividad y de su autonomía. Los tres modos de ser, en los cuales ella se manifiesta, pertenecen a la constitución del sujeto absoluto. Se trata de una figura de pensamiento típicamente moderna, mejor dicho, típicamente idealista". Esta forma de pensamiento es inseparable para Moltmann de una determinada civilización y forma de vida: "a la

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percepción moderna de la subjetividad moderna frente a la naturaleza y a la historia corresponde el "Sujeto absoluto" en cielo, y a la cultura burguesa de la personalidad corresponde el Dios personal en el cielo". Además aquí permanecen según Moltmann las dificultades de tipo político que, siguiendo a Peterson y a Moltmann, expusimos al hablar de la concepción clásica de la Trinidad: Dios sigue apareciendo como solitario Señor en el cielo, legitimador de otros dominios en la tierra. Si esto es así en el campo de la política, es posible que este modelo "monárquico" pueda servir para legitimar también determinadas formas de gobierno en la Iglesia muy lejanas de la verdadera communio, como señala incluso el mismo W.Kasper.

2.4. La alternativa de la teología política como aporía

Nos hemos referido en los apartados anteriores con frecuencia a las críticas que, desde el punto de vista de la teología política, ha hecho Moltmann a las concepciones tanto clásicas como modernas de la Trinidad. Aquí nos interesa tratar su posición, dado que con frecuencia se ha tratado de reducir la originalidad de la teología de la liberación a una variante de la teología política centroeuropea. Aunque la comunicación y los influjos mutuos entre ambas teologías no se pueden negar, la diferencia de enfoque, metodología y acentos es muy considerable, como se irá viendo a lo largo de este trabajo.

Se puede decir que los intereses de Moltmann, al tratar el tema de la Trinidad, son fundamentalmente dos. En primer lugar, lo que podríamos llamar el interés por la teodicea, en el sentido en que él entiende esto en su libro sobre El Dios crucificado: pensar a Dios "después de Auschwitz" significa tomar la cruz de Jesucristo como única y radical respuesta de Dios mismo ante la opresión y la muerte injusta de millares de seres humanos: la verdadera y radical teodicea no consiste en una argumentación cosmológica sobre el mejor de los mundos posibles ni en una respuesta moralizante sobre la libre maldad de los hombres, sino en el misterio de un Dios que carga con la cruz y es, en su realidad divina, afectado realmente por el dolor y la muerte de los crucificados de este mundo. Esto conduce a una concepción de la pasión de Jesucristo como un acontecimiento radicalmente intratrinitario: "lo que sucedió en la cruz fue un acontecimiento entre Dios y Dios. Fue una profunda división en Dios mismo en cuanto Dios abandonó a Dios; y al mismo tiempo una unidad en Dios, en cuanto Dios estaba de acuerdo con Dios...".

Esta idea de fondo implica por de pronto y frente a Rahner la necesidad de subrayar por una parte la unidad de divinidad y humanidad en Jesucristo de modo tal que la divinidad sea verdaderamente partícipe de la cruz, y por otra parte la existencia real de diferencias personales en Dios. Pero, en la medida en que en esta nueva concepción de la Trinidad se subraya la solidaridad de Dios con la historia de los hombres, Moltmann seguirá a Rahner en su tesis sobre la identidad entre la trinidad económica y la trinidad inmanente. Sin embargo, su explicación de esta identidad no es del todo satisfactoria, pues el concepto por él empleado de "interacción" (Wechselwirkung) entre ambas no es excesivamente clarificador y casi sugiere una nueva escisión en la divinidad.

El segundo interés de Moltmann se entiende bien desde sus críticas a los modelos clásicos de la Trinidad, que a su modo de ver son unilateralmente "monoteístas". Este monoteísmo tiene un inmediato significado político, como hemos visto: Dios aparece, ya sea en forma

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de suprema Sustancia o de Sujeto, como el monarca universal y absoluto en el cielo, correlato y garante de los emperadores y gobiernos tiránicos en la tierra. Mientras que en su libro sobre El Dios crucificado esta perspectiva, en lo que se refiere a la Trinidad, aún no aparece explícitamente, se puede decir que en su libro sobre la Trinidad pasa a ser el interés directivo.

a) Las personas como sujetos. Para esbozar una concepción alternativa y "democrática" de la Trinidad, Moltmann llevará a cabo fundamentalmente dos operaciones: en primer lugar, tratará de recuperar el sentido originario y bíblico de la distinción entre las distintas personas, frente a su falsificación metafísica y su reducción a meras "relaciones" o "modos de ser" de una única sustancia o sujeto. Según Moltmann, la revelación cristiana y una recta comprensión del dogma llevan más bien a hablar de tres verdaderos sujetos, con auténticas relaciones personales entre sí. Por eso Moltmann afirma, contra Tomás y los clásicos, que "no se puede decir: la persona es la relación; la relación constituye la persona. Ciertamente el Padre está determinado por su paternidad respecto al Hijo, pero esto no le constituye, sino que presupone su existencia". Ahora bien, el problema que entonces se le plantea a Moltmann es cómo fundar desde esta afirmación radical de la trinidad de sujetos la unidad de las personas y la existencia de un único Dios, evitando el triteísmo. Para esto no basta con argüir que en la historia de la Iglesia no ha habido en realidad ninguna herejía triteísta, pues no se trata de poner en tela de juicio la ortodoxia de nadie, sino de exigir una explicación satisfactoria del problema teológico planteado.

Moltmann, a pesar de sus reticencias frente a la metafísica, afirma ocasionalmente que las tres personas tienen una "esencia", o incluso una naturaleza divina común: "El concepto de sustancia refleja la vinculación de las personas con la naturaleza divina común. El concepto de relación refleja la vinculación de las personas entre sí". "El Padre ha de ser llamado, en cuanto a la naturaleza divina, 'individua substantia', en cuanto al Hijo en cambio 'Padre'". Pero no se detiene a decirnos en qué consiste exactamente esta esencia o naturaleza común a las tres "sustancias individuales". Probablemente, su desconfianza ante la aplicación clásica de categorías filosóficas a la Trinidad es lo que le conduce a afirmar tajantemente que "no es posible ni debe ser vista la unidad del Dios trino en un concepto de la esencia divina". Para Moltmann, una vez vistos los limites de la terminología tradicional, que disuelve el dogma trinitario en una sustancia suprema o en un sujeto absoluto, y habiendo renunciado a todo concepto general de la divinidad, solamente queda un modo de concebir la unidad de las tres personas: la unanimidad o concordia (Einigkeit) entre ellas.

La unidad aparece entonces como una mera relación ulterior entre las personas, presupuesta ya su existencia individual. A pesar de que Moltmann se esfuerza por afirmar explícitamente que no hay persona sin relación, hay que decir que, desde su sistematización conceptual, que caracteriza a las personas divinas como sujetos e incluso como sustancias, no se ve cómo y en qué sentido las relaciones puedan constituir a las personas si la existencia de las mismas es, según Moltmann, anterior a las relaciones, como vimos. A mi modo de ver, la única solución sería entender que cuando Moltmann nos habla de la "sustancia individual" se refiere a la sustancia única de la divinidad, y no a una sustancia propia de las personas. Pero entonces habríamos recaído en la terminología y en los problemas de la teología clásica, en concreto, de la patrística griega, que concibe al Padre como primer poseedor de la sustancia divina.

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b) Restricción de la monarquía. En segundo lugar, Moltmann intenta reformular el viejo tema de la "monarquía" de Dios. Para él, hablar del señorío divino sin subrayar inmediatamente que éste sólo se entiende desde la paternidad del Dios de Jesucristo, puede conducir fácilmente a una legitimación del absolutismo y de la tiranía. Para fundamentar esto en la vida misma de la Trinidad, Moltmann reduce el ámbito de la monarquía del Padre. Siguiendo la distinción ya mencionada entre la "naturaleza divina" y las relaciones interpersonales, sostiene entonces que en la Trinidad hay que distinguir dos niveles: el nivel de constitución (generación eterna del Hijo, espiración del Espíritu), donde el Padre es monarca por ser el origen de las otras personas; y el nivel de las relaciones, donde las personas son iguales entre sí en su respectiva (perijóresis). Este segundo nivel, más democrático e igualitario serviría según Moltmann de contrapeso al primero. Como bien ha señalado Pannenberg, esta distinción y limitación de la monarquía del Padre, además de resultar algo artificiosa, pasa por alto justamente lo más importante: que tal monarquía no puede ser otra que la del Reinado de Dios anunciado por Jesús, el cual necesita de la actividad del Hijo y del Espíritu, y no se da sin ellos. Paradójicamente, Moltmann adscribe la monarquía del Padre al ámbito de constitución de la Trinidad, independiente por ello de toda relación con la historia de la salvación, en la que según su esquema se muestran más bien las relaciones de una Trinidad ya constituida, de modo que el Reino anunciado con Jesús nada tiene que ver con la monarquía intradivina. En cambio, según Pannenberg, no hay dos perspectivas diferentes en la Trinidad, una donde el Padre sería monarca y otra donde sería un igual, sino que su ser monarca es incomprensible sin la unidad y colaboración trinitaria. En esta segunda concepción, no hay monarquía sin circumincesión de las tres personas, resultando por tanto mucho más equilibrada y, si se quiere, más "democrática" que la propuesta de Moltmann. En el fondo, la acentuación por éste de la autonomía de cada una de las personas impide que una propiedad clásicamente atribuida a una de ellas, como es la monarquía, se pueda comprender de un modo verdaderamente trinitario, como interacción, convirtiéndose por ello en una amenaza para el equilibrio de las personas en la Trinidad. En este sentido, no deja de llamar la atención el hecho de que, por una parte se nos presente a las personas como sujetos cuasi-autosuficientes, mientras que por otro lado se trata de pensar hasta las últimas consecuencias la teología de la cruz y la solidaridad de Dios con los crucificados de la historia, sobre todo en torno a los temas de la "pasión de Dios" y de su presencia en el mundo. ¿Es posible que Dios sea afectado por el mundo hasta sufrir en sí mismo la pasión y la cruz, mientras que las personas divinas se afectan tan poco entre sí que sus relaciones no alcanzan al nivel constitutivo? Aunque Moltmann afirma indudablemente una distinción real de las personas entre sí como condición para entender el amor de un Dios que ama lo diferente de sí en la historia de la salvación, a la hora de considerar la vida inmanente de la Trinidad el acento se desplaza a la igualdad de rango de una comunidad libre de todo absolutismo. c) La Trinidad como

"modelo" político. Cabe entonces preguntarse si las intenciones políticas de Moltmann han sido verdaderamente alcanzadas. Ciertamente, poner en estrecha conexión la concepción de la Trinidad con los distintos sistemas y modelos políticos no deja de implicar el riesgo de funcionalizar a la Trinidad, aunque Moltmann trata de sortear este peligro al admitir tanto la autonomía como la interdependencia de las concepciones teóricas respecto a su respectiva situación socio-histórica. Pero entonces habría que preguntarse si el "monoteísmo", aún en sus formas más radicales, como es el monoteísmo judío o el

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islámico, tiene indefectiblemente las fatales consecuencias socio-políticas que se le atribuyen. En cualquier caso, conviene no olvidar que la afirmación de la unidad de Dios, como vimos con Eusebio de Cesarea, aparece con frecuencia ligada a la idea de la unidad del género humano. Esta idea puede ciertamente ser utilizada para legitimar imperios universales, pero también (y esto le interesa enormemente a la teología de la liberación) para denunciar la escisión profunda que el abismo entre ricos y pobres, bajo el ropaje de los Estados nacionales, produce en la única humanidad. También habría que cuestionarse, admitida la autonomía de las "elaboraciones teológicas" respecto a su lugar social, si, por ejemplo, la oposición de Constantino al µ de Nicea obedecía al contenido de la imagen divina poco "monoteísta" que allí se esbozaba, o si, más bien, sus motivaciones se fundaban en el juego de alianzas del emperador con los distintos grupos de poder. Es más sensato probablemente pensar que a Constantino lo que le interesaba ante todo era alcanzar la unidad de la Iglesia como modo de asegurar la unidad de su imperio, y no tanto una u otra fórmula teológica. De ahí probablemente su distanciamiento posterior respecto a Nicea y la decidida oposición de su hijo Constancio, necesitado de alcanzar una fórmula de compromiso entre los muchos partidos surgidos en el Oriente. Por otro lado, admitida una posible influencia entre modelos de Trinidad y formas de sociedad, queda la pregunta de si la concepción trinitaria de Moltmann realmente tiene todas las ventajas que promete. Por una parte, Moltmann nos dice que la persona supone relación y socialidad, y que en la constitución de la Trinidad la personalidad y la relacionalidad surgen simultáneamente. Pero por otra parte, en el nivel de relaciones, se nos dice que éstas últimas presuponen ya la existencia de las personas. Según la primera perspectiva, el modelo de socialidad más cercano sería el una comunidad superadora del individualismo, con lo cual habría una cercanía importante entre Moltmann y el modelo de sociedad en el que se interesa en parte la teología de la liberación, como veremos. En cambio, la segunda perspectiva conduciría, contra las intenciones explícitas de Moltmann, más bien a un modelo "contractualista", según el cual la sociedad presupone la existencia de los individuos. En el fondo el problema parece estar en la distinción de dos niveles en la Trinidad inmanente: el nivel de constitución caracterizado por la monarquía y el nivel de relaciones caracterizado por la igualdad de rango. Lo malo es que, según esto, no es del todo posible alcanzar el modelo de comunidad que Moltmann propugna. En el segundo nivel se presuponen ya las personas constituidas, con lo que se tiende en cierto modo al "contractualismo". En el primer nivel, socialidad y personalidad emergen simultáneamente, pero lo que predomina no es la igualdad sino justamente la monarquía.

2.5. Conclusión

En realidad, los problemas derivados del uso teológico de los conceptos de sustancia y de sujeto no son primariamente políticos, sino que afectan a la posibilidad de una reflexión satisfactoria sobre los problemas que la historia del dogma nos propone. Solamente tal reflexión puede poner de manifiesto la relevancia política y, sobre todo, liberadora de la doctrina cristiana de la Trinidad. En este sentido, hay que preguntarse si las limitaciones que hemos apuntado en Moltmann no se deberán en último término a que él no ha logrado superar verdaderamente las categorías que rechaza. Su crítica a la aplicación de los conceptos filosóficos de sustancia y de sujeto a la esencia divina por parte de la teología clásica, antigua y moderna, no ha impedido que él mismo aplique justamente estas

categorías a cada una de las personas por separado, como hemos visto. Su desconfianza

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respecto a la filosofía es lo que le ha impedido llevar a cabo una revisión, en principio necesariamente filosófica, de los términos clásicos y modernos. Su uso para subrayar la autonomía de las personas muestra no menos problemas que la utilización clásica para afirmar la unidad: si se entiende la unidad de Dios como unidad de sustancia o de sujeto (prescindiendo ahora de considerar más detenidamente la enorme cercanía semántica de estas dos categorías), se ponen en peligro las personas; si las personas son sustancias o sujetos, resultan ser entonces anteriores a sus relaciones, y entonces no se puede pensar la unidad: éste es precisamente el problema que, en la terminología clásica, tanto antigua como moderna, no tiene solución. Es la aporía de la doctrina trinitaria. Esta aporía nos pone sin embargo en la pista de los principales problemas que ha de abordar una reflexión sobre la Trinidad desde el punto de vista de la teología de la liberación. En primer lugar, habrá que ver cuál es la relación entre la doctrina de la Trinidad y la liberación socio-política, y las implicaciones dogmáticas que esto tiene. En segundo lugar, la cuestión del carácter personal de las tres hipóstasis divinas, y la posibilidad de pensar este carácter prescindiendo de la idea de sujeto. En tercer lugar, por último, la pregunta por la unidad de la Trinidad más allá de tanto de la unidad de sustancia como de la unidad de sujeto. Cuando Atanasio decía que el Padre es Padre precisamente porque tiene un Hijo, entendía esto no solamente como una aclaración de las distintas funciones que las personas, ya constituidas en un nivel primero, asumen en el nivel segundo de sus relaciones, sino que pensaba que las relaciones mismas entre las personas tenían un carácter constitutivo o, si se quiere, "ontológico". Esto es lo que certeramente ha visto Pannenberg y lo que le ha llevado a elaborar una doctrina de la Trinidad por un lado mucho más "comunitaria" que la de Moltmann y, por otra parte, mucho más radical en su conceptuación pues intenta expresamente, a diferencia de los otros teólogos modernos, superar los límites de la terminología filosófica clásica. Por eso vamos a tratarlo en nuestra exposición como el más directo interlocutor de la reflexión trinitaria de la teología de la liberación, a pesar de la enorme distancia en el punto de partida, en la intención y en el resultado de sus reflexiones, como iremos viendo.

3. EL PUNTO DE PARTIDA DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

En el capítulo anterior hemos ido descubriendo tres puntos fundamentales en los que se concretan las dificultades de la teología moderna de la Trinidad: la idea de "persona", la concepción de la "unidad" trinitaria y el problema de la dimensión socio-histórica de una determinada reflexión sobre la Trinidad. En este estudio sobre la trinidad en la teología de la liberación habremos de enfrentarnos a estos tres temas, para poder así perfilar, por contraste, cuáles son los acentos propios de la teología de la liberación en el tema de la Trinidad. Para esto hemos de comenzar señalando cuáles son los principios hermenéuticos de esta teología. Después habremos de preguntarnos, al hilo de la obra de Boff, cuál es la relación entre la teología de la Trinidad y sus posibles dimensiones socio-políticas para, ulteriormente, tratar sistemáticamente el problema del concepto de persona y de su unidad trinitaria.

Respecto a la hermenéutica propia de la teología de la liberación, piensa el "padre" de esta corriente, Gustavo Gutiérrez, que "en la teología de la liberación hay dos intuiciones centrales que fueron además cronológicamente las primeras y siguen constituyendo su columna vertebral. Nos referimos al método teológico y a la perspectiva del pobre". En realidad, ambas intuiciones se remiten constitutivamente la una a la otra, como vamos a ver

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en lo que sigue. Por eso se podría incluso decir que, más que de dos intuiciones, se trata de dos aspectos de una sola intuición, sobre la que se funda la teología latinoamericana. Vamos a tratar entonces en este capítulo de explicitar el significado que tiene esta tesis fundamental en sus dos aspectos para determinar el punto de partida y los principios directivos de la reflexión sobre la Trinidad en la teología de la liberación.

3.1. El método teológico

No cabe duda que la reflexión sobre el método teológico ha ocupado una gran parte de los esfuerzos de la teología de la liberación desde sus mismos inicios. No pretendemos aquí dar una visión sistemática de todos los problemas que atañen a la cuestión del método ni entrar detalladamente en todo el conjunto de presupuestos filosóficos que conciernen a un tema como éste, pues ello superaría los límites del presente trabajo. Se trata solamente de tratar de poner de manifiesto las implicaciones que el método de la teología latinoamericana tiene para el tratamiento del problema que aquí tratamos: la teología de la Trinidad.

a) Primado de la realidad. No es ocioso comenzar por explicitar el sentido fundamentalmente realista de la teología de la liberación. Con frecuencia, se trata de un carácter que se presupone tácitamente, sin llegar a tematizarlo, pero que, a mi modo de ver, constituye una opción epistemológica que no es tan obvia y que tiene profundas consecuencias para el desarrollo de sus temas. La teología de la liberación no tiene por tema el sentido de la fe cristiana, como sucede en otras teologías, sino la realidad sobre la que esa fe se funda. Asimismo, la teología de la liberación no tiene tampoco por objeto la verdad de la religión cristiana, como sucede por ejemplo con la teología de Pannenberg. La verdad no es para la teología de la liberación el objeto formal de su reflexión, sino solamente un carácter o una dimensión de la realidad de Dios en cuanto accesible y revelada a la inteligencia humana y en cuanto formulada en proposiciones de fe y en elaboraciones teológicas.

La afirmación teológica de que el significado de las proposiciones de la teología se funda en la realidad de Dios manifestada en sus actuaciones históricas y no en la vivencia de un sentido presupone, claro está, la tesis filosófica sobre el primado de la realidad sobre el sentido. Igualmente, tomar la realidad misma de Dios y no la verdad de su revelación como tema de la teología es una tesis teológica que se funda en la afirmación filosófica de la prioridad de la realidad sobre la verdad, sobre la conciencia de tal verdad y sobre la formulación lógico-racional de la misma. Ahora bien, es importante no perder de vista que esto no constituye una mera apelación al realismo pre-crítico, pues lo único que se afirma es la prioridad de la realidad sobre la verdad en la intelección. Lo que sucede es que la intelección no se concibe entonces primariamente como logos o como razón, tal como se viene repitiendo desde los tiempos de Parménides, sino como inteligencia sentiente. Según esta tesis, el orto de la inteligencia no está en los conceptos, sino en el sentir humano mismo en cuanto que en él las cosas no quedan como meros estímulos-de-respuesta, sino como realidades. En su virtud, lo "metafísico" no se define como lo que está "más allá" de las cosas sensibles, sino en estas cosas mismas en su apertura transcendental.

Con eso se pretende, en último término, retomar la crítica de Nietzsche a la metafísica como producto espúreo de la autonomización del lenguaje respecto a la experiencia

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inmediata, de modo que los productos del pensamiento acaban por cobrar vida y realidad propia. Para Nietzsche, se trata en el fondo del "miedo al devenir" y al mundo en general, propio de la metafísica occidental, que sería la razón última de la sustantivación de los conceptos como garantía de "ultra-mundos" dotados de estabilidad. De ahí que nuestra apelación a la realidad presente en la intelección no sea otra cosa que recoger la consiguiente exigencia nietzscheana de reunificar el entendimiento con la sensibilidad. Por eso, más que una apelación al realismo precrítico, lo que hay es un distanciamiento de la "logificación de la intelección" propia de la metafísica occidental en su conjunto y una recepción positiva de muchos de los nuevos temas de la filosofía posthegeliana.

Estos presupuestos implican una autocomprensión de la teología de la liberación no como una teología de la fe, una teología de la palabra o como una teología de la revelación, sino como una teología de la realidad revelada en hechos, expresada en palabras y aceptada en fe por el creyente. Esto no es un mero juego de palabras, sino una opción epistemológica de enorme relevancia teológica. Si bien es cierto que Dios, a quien podemos conocer, solamente nos es accesible a través de su revelación histórica y en la fe (prescindiendo ahora de una caracterización más precisa de las mismas), y que por tanto la revelación determina el carácter de todo acceso teológico a la realidad de Dios, es ésta última el objeto

formal de tal acceso. La verdad de la revelación es por ello un momento ulterior respecto a la realidad de quien se revela, que es el criterio de tal verdad y no la mera coherencia formal de las proposiciones teológicas. El problema, claro está, es la verificación de esa realidad revelada, como veremos. Pero en cualquier caso la prioridad de la realidad sobre la verdad salvaguarda a la teología de la identificación apresurada de una determinada formulación más o menos coherente de la fe con el contenido mismo de la revelación o, en el caso extremo, de la identificación de la realidad de Dios con la mostración histórica de su verdad.

Todo esto tiene evidentemente gran importancia para la teología trinitaria. Como dice Leonardo Boff en el primer estudio monográfico sobre el tema desde la perspectiva de la teología de la liberación, "la doctrina trinitaria representa la elaboración humana y sistemática acerca de la realidad trans-subjetiva de la Santísima Trinidad". En consecuencia, no se trata primariamente de preguntarse por la verdad formal de la expresión de fe o doctrinal de la realidad Trinitaria de Dios, sino ante todo por la realidad que funda tal verdad. Y es que, en realidad, "la Trinidad es un hecho, solamente después es una doctrina sobre este hecho". Por eso la reflexión sobre la Trinidad de la teología de la liberación no tiene como objeto primario la aclaración de la posible coherencia lógico-formal de la afirmación simultánea de la trinidad de personas y la unicidad de Dios (presuponiendo que esto sea posible), como sucede en otras teologías, sino que busca "saber, reverentemente, cómo es Dios en sí mismo". Esto no significa, claro está, que la teología de la liberación no persiga la verdad, pero entiende esta verdad en función de la realidad, y no en función de su coherencia formal.

La posición de semejante objetivo significa, tal vez paradójicamente, el reconocimiento de los límites mismos del lenguaje y de las categorías filosóficas y teológicas. Quien se pregunta por la verdad del mensaje cristiano, entendida ésta como coherencia, fácilmente tenderá a identificar una construcción teológica con el contenido y con la realidad de ese mensaje, mientras quien hace depender la verdad de tal mensaje de la realidad del Dios

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revelado, permanece más fácilmente consciente de la distancia existente entre tal realidad y toda expresión de la misma en el lenguaje de la fe o en el de la teología. Por ello, la reflexión trinitaria de Leonardo Boff parte de la distinción, en primer lugar, entre la realidad de Dios y su revelación: el Dios que se revela como trinitario es trinitario con independencia y anterioridad a tal revelación. Por ser la realidad divina anterior a su revelación podemos, en segundo lugar, distinguir entre una revelación plena (quoad nos) de la Trinidad tal como se da en la tradición cristiana y las revelaciones incompletas de la misma tal como aparecen en otras religiones no cristianas o en el Antiguo Testamento: si Dios es en sí mismo trinitario toda posible revelación extracristiana de Dios es revelación de la Trinidad y como tal puede ser en algún modo entrevista por más que no haya sido formulada explícitamente con plenitud de conciencia. En cualquier caso, esta conciencia es siempre ulterior a la realidad de lo revelado.

Desde esta perspectiva, el valor del discurso teológico queda sensiblemente relativizado: frente a las concepciones racionalistas, que identifican la esencia de lo real con su concepto objetivo o formal, la reflexión trinitaria de la teología de la liberación parte del carácter analógico de todo lenguaje y de todo concepto. La analogía no es un carácter especial del discurso sobre Dios en el sentido de pensar que, por lo demás, el lenguaje conceptual tendría un carácter fundamentalmente unívoco, sino que hay que decir que todo logos humano es radicalmente análogo. La filosofía actual parte de la conciencia plena de que el intento, todavía vigente en el neopositivismo lógico, de identificar la estructura y los elementos de las proposiciones lingüísticas con la estructura de la realidad es totalmente inviable dada la mediación práctica de toda construcción lingüística. Ello no obsta, claro está, para que el discurso sobre la realidad infinita y transcendente de Dios esté sometido a reglas propias que lo diferencian de otros "juegos lingüísticos". Esto es de gran relevancia para la teología trinitaria: el carácter mismo de su objeto es una permanente advertencia para no perder de vista la relatividad de nuestro lenguaje y la necesidad de poner permanentemente en cuestión los presupuestos que se esconden tras la terminología trinitaria empleada, como vimos al hablar de la teología moderna. Ninguno de nuestros conceptos puede pretender agotar la profundidad del misterio, de manera que la palabra sobre la Trinidad surge de y remite a la adoración y al silencio orante.

Desde este punto de vista, la teología de la liberación bien puede decir que la Trinidad es un misterio stricte dictum, no en el sentido derivado de constituir una dificultad lógica, sino en el sentido primario de que, en realidad, este misterio no consiste sino en la realidad misma de Dios. Sin embargo, este misterio estricto es, al mismo tiempo, un misterio revelado por Dios mismo en la historia de la salvación. Esta afirmación tiene algunos aspectos que conviene explicitar. Ante todo, que el misterio que se revele no significa primariamente, dada la perspectiva en la que estamos abordando el problema, que la verdad del mismo se nos comunique o se nos aclare en un sentido informativo o lógico. Se trata de algo más radical: es Dios mismo, su propia realidad, la que se nos entrega, pues él es el misterio. El contenido de la revelación no es la verdad de Dios, sino Dios mismo que fundamenta toda verdad. Sin que Dios deje de ser un misterio, se nos da en su realidad a lo largo del camino histórico de Jesús y en la dinámica del Espíritu Santo. Por esto mismo el misterio de la Trinidad tiene un carácter sacramental en cuanto realidad presente y actuante en la historia de la humanidad.

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Esto significa afirmar decididamente la presencia de Dios mismo en el mundo y en la historia de los hombres, sin que esto mengüe su transcendencia. Dios es transcendente en las cosas, no transcendente a las cosas. La afirmación decidida de la presencia de la Trinidad en el mundo no significa necesariamente hacer entrar a Dios en una relación con el mismo en virtud de la cual se haría dependiente de él y dejaría de ser Dios. En realidad, es importante no perder de vista dos cosas. En primer lugar, la presencia de Dios en el mundo e incluso su dependencia puede ser algo que Dios decide libremente al entregarse a los hombres a lo largo de la historia de la salvación, y entonces Dios no pierde en modo alguno su soberanía sobre lo creado. En segundo lugar, la presencia de Dios en el mundo y en la historia, su verdadera "perijóresis" con el mundo, no ha de ser concebida necesariamente como una relatio constitutiva en sentido estricto, pues ello conlleva una verdadera dependencia de Dios respecto al mundo. Pero tampoco tiene por qué ser una relatio transcendentalis en el sentido de la neoescolástica, pues ello significa instalar al mundo en una dependencia radical de Dios en virtud de la cual lo creado pierde su autonomía, convirtiéndose su dependencia respecto a Dios en un elemento imprescindible para explicar satisfactoriamente el movimiento y el cambio de cada realidad mundanal. A mi modo de ver es mucho más correcto hablar, siguiendo a Zubiri, de una respectividad entre Dios y el mundo, pues con ello se entiende solamente la pura apertura de toda cosa real a la realidad, dejando abierta la índole talitativa de esta apertura. Y en su virtud se puede decir no solamente que el mundo es respectivo a Dios, sino que Dios es respectivo al mundo, que tiene "actualidad" en él.

Ahora bien, esta prioridad general de la "realidad" sobre el sentido es todavía algo muy general. Porque es necesario decir qué es esa realidad presente en nuestra "inteligencia sentiente". No es lo mismo, por ejemplo, pensar la realidad como sustancia estática que como constitutiva actividad. Ahora bien, es claro que, siguiendo con Zubiri la proposición de Nietzsche de reunificar el entendimiento con el sentir, la realidad presente en nuestro sentir es una realidad constitutivamente dinámica. De ahí que toda conceptuación de lo que sea la realidad "en sí misma" tendrá que dar cuenta de ese dinamismo. No es éste el lugar para elaborar lo que podríamos denominar una metafísica general. Sin embargo, a lo largo de este trabajo se irá poniendo de manifiesto cómo el punto de partida en nuestra experiencia histórica de la realidad de Dios conduce a pensar esta realidad en términos muy distintos a los de la categoría de sustancia.

b) Primado de la praxis. En realidad, el interés de la teología por la realidad de Dios, si no se dice más sobre el carácter de esta realidad y sobre el modo de acceso a la misma, se quedaría en un interés meramente cognoscitivo o incluso filosófico. Pero la revelación histórica de este Dios presente en su creación no tiene como objeto simplemente darnos a conocer algo que no conocíamos y aumentar nuestro conocimiento sobre su realidad, sino que su revelación ha acontecido en función de nuestra salvación. Recíprocamente, la teología de la liberación no pretende simplemente conocer la realidad de Dios, sino que su interés por esta realidad está mediado por el carácter mismo de quien se ha revelado y por el modo de su revelación: Dios no se ha manifestado primariamente ni como la verdad del mundo ni como el fundamento de toda verdad y de todo conocimiento. Esto sería una buena noticia para los filósofos, pero no para los pobres ni para la inmensa mayoría de la humanidad. Dios se ha manifestado como un Dios salvador, como fundamento de la salud y de la libertad del hombre. O, dicho de un modo más preciso, Dios se ha manifestado no

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solamente como salvador, sino primordialmente en cuanto salvador, en el acto mismo de

salvar.

Esta es la experiencia fundamental que nos trasmite la Escritura. En el Antiguo Testamento, Yahveh es el Dios que libera a Israel, y solamente en el contexto y en el desarrollo mismo de la liberación de Dios en el Exodo es posible llegar a saber cuál es el nombre de Dios (Ex 3,14). Dios no se revela primariamente comunicando su nombre o trasmitiendo algún otro mensaje verbal porque entonces no se revelaría más que como un Comunicador esporádico. Y no es este el Dios de Israel. Al contrario, en la acción misma de salvar a su pueblo Dios dice quién es el que él es, y lo dice justamente salvando. De ahí la necesidad de leer las palabras de Ex 3,14 en función del Exodo, y no al revés, como si toda la epopeya salvífica no consistiera más que en la creación de un escenario en el cual pronunciar unas palabras que, de suyo, podrían haberse dicho también en otro contexto. En este sentido, conviene no olvidar que el término hebreo habitualmente traducido por "palabra" y que está en el trasfondo del logos joánico no es otro que , el cual tanto puede significar "palabra" como "hecho", "suceso", "acontecimiento" e incluso también "cosa". Por eso las traducciones indoeuropeas (tanto el conceptual helénico, como el verbum psicolingüístico de Agustín o el Wort luterano) son enormemente unilaterales y se mueven una vez más dentro del fenómeno antes aludido y denunciado por Nietzsche de la escisión entre inteligencia y sentir en el pensamiento occidental desde Parménides, en virtud del cual palabra y acción aparecen como dos ámbitos no sólo diferentes, sino también distintos y hasta contrapuestos. Frente a esto, la teología de la liberación ha tratado de recuperar la vinculación de todo mensaje que pretenda ser liberador a una primaria acción salvadora.

El Nuevo Testamento nos dice igualmente quién es Dios en la medida en que nos descubre su acción salvadora en Jesús: la "palabra que Dios ha enviado" (Hech 10,36) no es sino lo "sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea" (10,37): "cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él" (10,38). Esta acción salvadora no es una consecuencia ética o un recurso pedagógico para ambientar lo que los escritores inspirados nos dicen con palabras y proposiciones lingüísticas, sino que la acción salvadora misma es el fundamento de su revelación y de toda proposición (aún de las canónicamente reconocidas como inspiradas) sobre su realidad. Por eso el significado de la Escritura no es separable de las acciones históricas de Dios en Jesús y en la Iglesia que la fundan y sin las cuales su especial "juego lingüístico" sería vacío, por no estar unido a una praxis. En la teología actual se va tomando conciencia de esta constitutiva vinculación del significado de toda proposición lingüística con la praxis en la que surge. El hecho de que la cristología latinoamericana tome como punto de partida la praxis del Jesús histórico no obedece a los intereses de un positivismo exegético o de un reduccionismo "jesuánico" abocado a regresar de un modo u otro a las "obras de la ley", sino más bien a la necesidad sistemática de situar el conocimiento teológico en la dinámica misma en la que Dios ha querido revelar definitivamente su realidad: en la vida y el destino de Jesús. De ahí que el seguimiento de Jesús, lejos de ser un mero ejercicio ético o ascético, pertenezca como veremos al núcleo mismo de la hermenéutica teológica.

Por todo ello, la teología de la liberación no se entiende a sí misma como una teología de la revelación o como una teología de la palabra, sino como una "teología de la salvación en

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las condiciones concretas, históricas y políticas de hoy". El núcleo de esta opción hermenéutica está sustentado por importantes descubrimientos de la filosofía contemporánea. Zubiri no solamente ha recogido, como vimos, el programa nietzscheano de reconciliar la inteligencia con el sentir, dándole una base sistemática, sino que además no ha entendido este sentir como una facultad (la Sinnlichkeit de Feuerbach), sino como un sentir activo. con esto ha asumido también el centro de la crítica del joven Marx a la metafísica idealista: el sentir humano no es mera recepción pasiva de datos, sino constitutiva actividad de intercambio con el medio. Esto no solamente tiene consecuencias epistemológicas sino que significa una nueva comprensión de lo que ha de ser el punto de partida del filosofar: frente al horizonte antiguo de la naturaleza y frente el horizonte moderno de la subjetividad, la filosofía post-hegeliana se enfrenta a la realidad desde el horizonte de la praxis. En esta perspectiva, tanto el concepto de objeto o sustancia natural como el de sujeto cognoscente son términos derivados e incluso cuestionables, como veremos. Si la inteligencia es esencialmente sentiente y el sentir es esencialmente activo, la realidad no se nos presenta primariamente como una "forma" natural invariable o como un "objeto-para-la conciencia", sino como un Wirken, como Wirklichkeit constitutivamente dinámica.

En este sentido, el problema no es tanto explicar el devenir, sino más bien explicar los momentos de quiescencia de las realidades que de suyo devienen. Mientras que una concepción de la inteligencia como logos conduce a una concepción dia-léctica del devenir, entendido entonces como contra-dicción, la concepción sentiente de la inteligencia aboca a una idea de la realidad como dinámica en sí misma y por sí misma, antes de todo logos y de toda dialéctica. No se trata entonces de partir de nuestros conceptos, que son estáticos, y tratar de combinarlos dialécticamente para explicar el devenir del mundo y de la historia, sino más bien de aprehender sentientemente las realidades en su dinamismo, aceptando la ulterioridad y las limitaciones de nuestros conceptos. De aquí, como dijimos, que nuestras palabras no sean nuestro primer acceso a Dios sino que, como el hebreo, están constitutivamente referidas al acontecimiento histórico-salvífico de Dios y a nuestra fidelidad o "seguimiento" del mismo.

c) Praxis social e histórica. A todo esto hay que añadir el hecho de que esa actividad constitutiva de la inteligencia sentiente no es una actividad individual, sino que está ab

initio socialmente mediada. Frente a la sociología de origen fenomenológico, hay que afirmar que la socialidad humana no es un fenómeno de conciencia que se constituya por la simpatía hacia un tú (Scheler) o por el común disponer con otros egos de un mismo "mundo de la vida" (Husserl). Tampoco se trata primariamente de una comunidad de colaboración (Marx) o lingüística (K. O. Apel). Es algo más radical: los demás se hayan incrustados en la vida de cada hombre antes de que éste tenga conciencia, lenguaje, antes de que se organice para el trabajo en común o de que sienta simpatía. Se trata de la radical organización social de la actividad sentiente de cada animal humano a lo largo del primer aprendizaje (Zubiri). A esta actividad socialmente organizada desde la primera socialización pre-lingüística (normalmente materno-filial) es a la que esencialmente está vertida la inteligencia o, mejor dicho, esta actividad es de suyo constitutivamente intelectiva. Ella es la base de todo lenguaje humano, de tal modo que sin una socialización humana en los primeros años de vida, los niños criados por otros animales nunca pueden llegar a aprender un lenguaje humano.

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Esta ubicación de la socialidad en el nivel primario de la intelección sentiente tiene gran importancia para la filosofía ética y política, ya que impide toda distinción entre "helenos" y "bárbaros" en función del utilizado, como viene siendo frecuente desde los tiempos de Aristóteles, y sitúa el nexo social en el nivel de la humanización misma, con lo que se abre a perspectivas universalistas, no tan posibles para quienes piensan la competencia ética en función de la competencia lingüística. Desde este punto de vista se entiende el hecho de que el logos, al fundarse sobre la intelección sentiente, tenga un carácter también constitutivamente social, de modo que, como vimos, el juego lingüístico no puede ser separado de la praxis social y de la forma de vida en la que se haya incrustado, como dijimos. De ahí la importancia esencial y no meramente consecutiva del contexto social y eclesial y del momento histórico para el significado de las tesis teológicas incluso dogmáticas, el cual no se puede mantener idéntico a lo largo del tiempo sin buscar siempre nuevas formulaciones.

Conviene no perder esto de vista cuando Boff nos diga que la experiencia "social" de la Trinidad y no la vivencia individual es el punto de partida de su teología trinitaria. Se trata de algo muy importante para la reflexión trinitaria desde el punto de vista de la teología de la liberación, como se irá viendo a lo largo de este trabajo. Por una parte, respecto al punto de partida, significa esto que no se atenderá tanto a las experiencias existenciales de amor y de verdad por parte del individuo religioso, sino fundamentalmente de la experiencia de la actuación amorosa y veraz de Dios en su pueblo a lo largo de la historia. Por otra parte, respecto a la Trinidad misma, no se atenderá sólo a las características de cada persona reveladas en sus actuaciones históricas, sino que se atenderá a las relaciones entre ellas que se muestran en la historia, en la confianza de que Dios al actuar en la historia no solamente se ha revelado como tres personas, sino como constitutiva unidad amorosa de las mismas.

Desde esta perspectiva se puede entender el hecho de que la referencia de la teología de la liberación a la praxis social e histórica vaya mucho más allá de los intereses de una teología política por las implicaciones públicas del mensaje cristiano. La teología de la liberación no es una teología de la praxis en el sentido de constituir una invitación ética o pastoral a la acción, sino que la praxis es ante todo un principio "ontológico" cargado de consecuencias hermenéuticas. La teología de la liberación no puede renunciar al interés ontológico dado que el Dios salvador es también el Dios creador. Lo que sucede es que la experiencia salvadora es el fundamento, para Israel, de su concepción de Dios como creador, y no al revés. Paralelamente, la perspectiva filosófica muestra que nuestro acceso a la realidad es un acceso no contemplativo, sino intrínsecamente práctico, aún en el caso de las doctrinas físicas más elaboradas. Por eso, si se quiere hablar de ontología, ésta ha de ser necesariamente una "ontología histórica".

La historia es, en este sentido, el lugar teofánico privilegiado. Ahora bien, la recta comprensión de esta tesis depende del concepto de historia que se presuponga. La historia no es lugar teofánico en el sentido de ser el proceso dialéctico de desenvolvimiento del Absoluto, como quería Hegel. La historia no consiste tampoco en el desenvolvimiento de una serie de potencias colocadas por el Creador al comienzo de la misma, como ha pensado en general la Ilustración, sino creación, entrega y apropiación de posibilidades. Por ello no se puede pretender que la historia disponga ab initio de una unidad (ésta es más bien creación humana) ni tampoco que toda línea histórica haya de pasar por una serie de

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estados evolutivos, comunes a todas las culturas. Tampoco se puede identificar la historia con su proceso de tradición y de interpretación religiosa y teológica, como pretende Pannenberg siguiendo a von Rad. La interpretación y la narración de la historia junto con la consiguiente formación de identidades son un proceso ulterior respecto a la actividad sentiente y práctica de los hombres que hacen la historia. Esto no significa la afirmación de un "Macrosujeto" o de, en general, un sujeto humano anterior a la historia, sino simplemente la tesis de que la praxis humana (diversa y múltiple) constituye tanto a los posibles "sujetos" (si así se quiera hablar) como a las tradiciones, dada la anterioridad de la actividad sentiente tanto sobre el lenguaje como la conciencia. Por eso, si la historia no se entiende solamente como mera tradición de sentido, sino como realidad histórica en toda su amplitud, se puede decir con Pannenberg, aunque entendiendo la tesis en un sentido muy diverso al suyo, que "la historia es el horizonte abarcador de toda teología cristiana". Aquí no se trata de la historia de las diversas tradiciones religiosas como lugar de revelación de la verdad sobre el mundo y sobre Dios, sino de la realidad histórica que, en cuanto praxis, es tanto el ámbito de la acción salvadora de Dios como de la respuesta del hombre a esa acción.

Desde este punto de vista, la verificación de las proposiciones teológicas tiene en la teología de la liberación un sentido nuevo. Estas no se verifican solamente en referencia a las vivencias individuales, como pretenden los planteamientos de corte fenomenológico o existencial, interesados primariamente por la cuestión de sentido. Se trata primariamente de una verificación histórica. Ahora bien, en la medida en que la historia la entendemos como praxis histórica, hay que decir que la proposiciones teológicas tampoco verifican desde el punto de vista de la totalidad de la revelación acaecida en la historia, como diría Pannenberg, sino desde el punto de vista de la praxis salvífica de Dios en la historia de su pueblo. Esto no solamente se aplica a la verificación de tesis referentes a las intervenciones dinámicas del Dios liberador en la historia, sino a la realidad misma de ese Dios que se manifiesta a sí mismo en esas acciones. "Obviamente la preexistencia de Cristo y la liberación de Cristo tienen distinta significatividad y diferente verificación, pues en uno de los casos se trata de un atributo estático y en otro de una intervención dinámica. Pudiera suceder que sólo un preexistente pudiera liberar, pero entonces la preexistencia se vería y se verificaría en la liberación, con lo cual cobraría un carácter nuevo más significativo. No es, pues, que esta consideración dinámica tenga que caer forzosamente en un funcionalismo para quedarse en él, sino que recurre para comenzar al lugar teológico fundamental de la fe y de la reflexión teológica", que no es otro que la realidad histórica entendida como praxis histórica.

d) La fe como entrega y seguimiento. El punto de partida de la teología de la liberación tiene, por tanto, dos momentos fundamentales: de un lado, la acción histórico-salvífica de Dios, concentrada especialmente en la historia de Jesús, que puede ser considerada su momento "objetivo". De otro lado, la fe en cuanto respuesta histórica del hombre a esta acción. Ahora bien, desde la perspectiva aquí esbozada el concepto de lo que sea la fe queda enormemente desintelectualizado, a la vez que se ve más claramente su relación constitutiva y no meramente consecutiva con el amor. La fe no es la afirmación proposicional de una verdad revelada ni tampoco la certeza de un estado de conciencia, sino un carácter propio de la actividad humana. Esto no identifica la fe con la ley. Al contrario, la fe y la ley no solamente son distintas, sino incluso opuestas en cuanto dos

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formalidades irreconciliables de la praxis religiosa. Sin embargo, la fe tiene como la ley una referencia constitutiva a la actividad humana en cuanto que es justamente un carácter de la misma. La acción humana no es sin más "obra" del hombre, sino que "el don se experimenta como don en la propia donación", en cuanto fundamento de la misma. De este modo, fe es la actividad humana en cuanto entrega a Dios como fundamento de la propia vida. Por eso no puede decirse sin más que "creer es comprometerse", pero sí que la actividad de entrega comprometida tiene un carácter de fe. Es desde la fe que determinados ámbitos de la realidad pueden ser comprendidos, dada la intrínseca co-determinación entre ámbitos de realidad y actividad humana. Ahora bien, esta entrega tiene según la historia cristiana de la salvación un carácter muy concreto: se trata justamente de la fe como seguimiento de Cristo, la cual no es una mera imitación biográfica de Jesús, sino que toma post-pascualmente la forma de seguimiento del Cristo histórico, como veremos.

De este modo, si la fe es entrega, se entiende perfectamente su conexión esencial con el amor, e incluso la prioridad de este último cuando, a fuerza de reducir la fe a sus dimensiones conscientes y lingüísticas, se la convierte en "bronce que suena o címbalo que retiñe" (1Co 13,1). Por otra parte, la entrega decisiva sobre la que se funda nuestra fe no es tanto un acto humano consciente de adhesión a Jesucristo, sino la entrega misma de Jesús, lo que San Pablo denomina la "fe del Mesías" ( ). Esto es lo que muchos exégetas actuales, prescindiendo de ciertos prejuicios dogmáticos, han puesto de relieve al realizar una lectura más literal y lingüísticamente más fundada de los pasajes de San Pablo en los que éste formula su axioma fundamental de la "justificación por la fe". En todos ellos se nos habla siempre de la "fe del Mesías" (cfr. Gal 2, 16; 2,20; 3,22; Flp 3,9; Rm 3,22, 3,26; Ef 3,12). Si lo decisivo fuera nuestro acto consciente de fe, las "obras de la ley" no se habrían superado, sino solamente interiorizado. Si la fe decisiva es la "fe del Mesías" en su entrega por nosotros, entonces es claro que la acción de Dios en Jesús tiene primacía sobre la respuesta creyente del hombre, que no consiste sino en la entrega a El en el seguimiento de su Hijo. Este punto de vista abre posibilidades importantes a la hora de entender la relevancia de la praxis eclesial en continuidad con la praxis de amor de Jesús para la justificación del hombre y para la salvación del mundo.

e) Punto de partida en la Trinidad económica. Todo esto tiene gran importancia para la teología de la Trinidad. La doctrina de la Trinidad no se funda en las formulaciones lingüísticas o dogmáticas de la fe, sino en la entrega a la experiencia histórica de la acción salvadora de Dios en la historia. En esta experiencia Dios se nos ha mostrado como un Dios trinitario. Ciertamente hay que decir que la Trinidad no es accesible a ninguna experiencia sensible. Sin embargo, el término "experiencia" no solamente se refiere a la µ aristotélica como mera recepción sensorial, sino que, por ser el sentir activo y su actividad social, toda experiencia en sentido estricto implica historicidad y, con ello, también momentos lógico-racionales.

Sin embargo, aun entendiendo la experiencia en este sentido amplio y precisamente por entenderla así, hay que decir que el hombre no tiene ninguna experiencia de Dios, pues eso significaría convertir a Dios en un objeto manipulable. A Dios no se le descubre como objeto, sino como realidad-fundamento de la propia vida y actividad. Por eso, aunque el hombre no tiene experiencia de Dios, él es realmente experiencia de Dios. A lo largo de su vida individual, social e histórica los hombres experimentan a Dios como fundamento de su

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propia vida y posibilidades. Esta experiencia consiste tanto en una configuración de la realidad humana "según Dios" (por ejemplo al constituirse Israel como pueblo) y en la mostración de un determinado rostro de Dios (Dios como liberador y creador de su pueblo). Igualmente, el cristianismo descubre en Jesús una realidad humana configurada según Dios que es al mismo tiempo la plenitud de la revelación del rostro de la divinidad. No se trata de dos experiencias, sino de dos aspectos de una sola: es lo que Zubiri denomina la experiencia cristiana de la "deiformación".

Si esta experiencia no es ni primaria ni esencialmente lingüística o doctrinal, tampoco lo es la acogida en la fe, que comienza por el silencio orante y es alabanza antes que profesión explícita. Las primeras profesiones de la fe tienen lugar en lo que Zubiri denomina logos a diferencia de la razón. En lo que se refiere a la Trinidad se trata de afirmaciones que acontecen en el ámbito de la creatividad litúrgica y de la actividad sacramental: se trata de las formulaciones doxológicas que encontramos en el Nuevo Testamento y también en la vida de las comunidades cristianas de todos los tiempos. Solamente en un momento ulterior nos encontramos con las reflexiones teológicas racionales sobre la Trinidad y con las decisiones dogmáticas y magisteriales que toman posición frente a controversias despertadas por estas reflexiones.

Desde esta perspectiva, es claro que la teología de la liberación, al tratar el problema de la Trinidad, no parte primariamente de una discusión con la teología clásica o de una "reconstrucción" de las afirmaciones magisteriales, sino que ha de partir de la Trinidad económica para pensar lo que sea la Trinidad inmanente. Ahora bien, no basta con repetir esta tesis, que es casi un lugar común en la teología moderna, sino que hay que decir en qué sentido concreto se interpreta. La teología de la liberación no la entiende exactamente en el mismo sentido que otras teologías. Ante todo, por su concepción de lo que se ha de entender por "Trinidad económica". Esta no significa, en primer lugar, la "Trinidad revelada" a diferencia de la Trinidad que se revela, como suelen pensar las teologías de la revelación, sino la Trinidad en cuanto presente y actuante en su obra salvadora a diferencia de la Trinidad que, en la historia de la salvación, permanece independiente de la misma.

En una teología de la revelación es necesario distinguir la Trinidad revelada de la Trinidad que se revela, dado que, en caso contrario, se hace dependiente a Dios de la historia de la revelación, como veremos más detenidamente en el capítulo sexto. En cambio, la teología de la liberación, al entender la Trinidad económica no como la revelada a nosotros y, por tanto, abarcable por nuestro conocimiento, sino como la Trinidad que actúa en la historia y en esa su actuación en la historia sólo es parcialmente accesible a nuestro conocimiento, puede afirmar la identidad entre la Trinidad inmanente y la económica, siguiendo la tesis de Rahner con quien comparte el primado de la perspectiva histórico-salvífica. No obstante, la teología de la liberación, a diferencia de Rahner, no entiende el punto de partida en la historia de la salvación como una consideración transcendental de las estructuras de la posible autodonación a un ser personal que después se usan para interpretar las afirmaciones bíblicas, sino como un arranque en la experiencia de la Trinidad manifestada en la praxis de Jesús como Hijo que revela al Padre y al Espíritu, como veremos.

Ahora bien, partir de la Trinidad económica así entendida no significa, como piensan otras teologías, partir de las personas divinas para después pensar su unidad, sino que se parte de

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su comunidad. Esto no se debe simplemente al hecho de que la actividad humana tenga una dimensión social constitutiva y que, por tanto, toda experiencia religiosa de Dios tiene un carácter no solamente individual, sino también social e histórico, sino al hecho gratuito de que Dios, de hecho, se ha revelado como comunión de tres personas divinas, las cuales aparecen en la historia de la revelación constitutivamente referidas las unas a las otras. Ello impondrá, a la hora de hablar de la Trinidad inmanente, la necesidad de disponer de un concepto de persona que, a diferencia del de sujeto, no convierta la unidad en algo problemático, como veremos. De este modo, cuando la teología de la liberación afirma que la reflexión trinitaria ha de partir de la sociedad, no lo dice solamente en función de unos principios hermenéuticos que quieren introducir la constitutiva dimensión social del conocimiento en la teología, lo cual es sin duda algo urgente, ni tampoco simplemente como un alibí contra el individualismo, sino porque entiende que una hermenéutica societaria corresponde mejor a al carácter mismo de la revelación histórica de Dios como un realidad en comunión.

A mi modo de ver, L. Boff no explicita suficientemente este punto, de tal manera que parece que las acciones históricas de la Trinidad unas veces son individuales y otras conjuntas, de tal manera que no es claro si las personas se revelan individualmente y después se afirma que, en realidad, inmanentemente están en constitutiva comunión. No obstante, al hablar de la revelación histórica de las personas Boff alude explícitamente a sus constitutivas referencias mutuas. Y esto último, a mi modo de ver, es de enorme importancia. Porque, por una parte, impide concebir las actuaciones de las personas divinas como actuaciones de una única sustancia o sujeto, después "apropiadas por las personas", sino que entiende las actuaciones como actuaciones estrictas de cada una de las personas que, por estar en constitutiva unión con las demás, son siempre acciones de las tres personas. Además, queda entonces claro que el carácter comunitario de la Trinidad es algo explícitamente manifiesto en la historia de la salvación, y no una mera proyección de nuestros deseos de comunidad sobre la realidad divina.

Por eso, es importante subrayar que la determinación de lo que sean las relaciones entre las personas en la Trinidad no puede ser el resultado especulativo de una teología que no sabe cómo combinar conceptualmente el concepto de unidad con el de Trinidad si no es recurriendo al concepto de "relación" como "ens minimum". Por el contrario, la teología de la liberación entiende que, si el Dios que actúa en la historia se revela tal como él es, no sólo la existencia de personas, sino también las relaciones entre las mismas han de obtenerse, no de modo especulativo, sino a partir de las relaciones de comunión que esas personas mantienen en la historia. Es decir, el contenido de esas relaciones en la realidad divina no se encuentra elaborando, por ejemplo, una especulación sobre la "generación" eterna del Padre por el Hijo, sino atendiendo a las relaciones de paternidad reveladas en la historia del Hijo, que se entienden entonces como manifestación de la realidad eterna de Dios, como veremos.

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3.2. La perspectiva del pobre

Lo que hemos visto en los apartados anteriores puede servir para caracterizar el punto de partida de una teología de la salvación como teología de la praxis en el sentido estricto de la palabra. Ahora bien, la teología de la liberación no es simplemente una teología de la salvación o una teología de la praxis, sino una teología de la praxis liberadora. Esto solamente se puede entender si nos referimos a la otra "intuición central" que, junto con la praxis, constituye, según el texto antes citado de Gustavo Gutiérrez, la columna vertebral de esta teología: la perspectiva del pobre. Como afirma Victorio Araya, para la teología de la liberación, "praxis y perspectiva del pobre son inseparables. No basta decir que la praxis es el 'acto primero', es necesario considerar el sujeto histórico de esa praxis: los pobres de América Latina en sentido, aunque no exclusivo, real y material". Los pobres son por ello para la teología de la liberación el "lugar teológico privilegiado". Por ello, éstos no son simplemente los destinatarios de la teología, sino más bien su punto de partida mismo, de manera que "no se trata de una teología para el pobre (como destinada paternalistamente al pobre), sino de una teología puesta en movimiento desde el pobre como interlocutor, como sujeto histórico".

a) Los pobres como "sujeto histórico". El que el pobre aparezca para la teología de la liberación como "sujeto histórico" no significa en modo alguno que se esté repitiendo en algún modo la vieja tesis marxista sobre el papel dirigente del proletariado, como a veces se ha afirmado, en primer lugar y sobre todo porque la concepción de pobreza que utiliza esta teología dista mucho del concepto de proletariado de la tradición marxista, con frecuencia tendente a minusvalorar al campesinado y a los sectores marginales, despectivamente considerados como Lumpenproletariat. Y, en segundo lugar, porque la teología de la liberación no piensa que el sujeto último de la historia sea una determinada clase o una determinada sucesión histórica de clases sociales, sino el género humano en su conjunto y diversidad. Al hablar de "sujeto" histórico es necesario ser precavidos y no proyectar sobre este término, de suyo impropio, los contenidos que la filosofía de la modernidad le ha otorgado desde Descartes. Por sujeto se entiende aquí solamente quien hace la historia, quien es agente de la misma, y no un mero resultado de las leyes de una metafísica evolutiva o un simple "tema" de la historia, como quiere Pannenberg. No se trata pues de un sujeto consciente y racional anterior a la historia, como pensaría la modernidad. Tampoco se trata de un único sujeto, sino de una pluralidad, si bien estructurada en diversas formas sociales. Lo que sí se afirma es que la historia es realizada por la praxis humana, por más que esta praxis no sólo constituya a la historia sino también a sus agentes. Otra cuestión es la pregunta por el modo en que, en esta historia hecha por la praxis humana, interviene Dios. La respuesta, en la que no podemos detenernos aquí, va en la línea ya insinuada anteriormente de que Dios es o puede ser justamente el fundamento de tal praxis.

Cuando la teología de la liberación afirma que los pobres son "sujetos históricos" no pretende sino solamente constatar el hecho de que en América Latina los pobres, partiendo de una situación de "cautiverio", tratan de organizarse y de hacerse cargo su propia historia. La teología latinoamericana entiende su propio surgimiento como parte de este proceso de toma de conciencia de las mayorías populares en el continente, tanto en el sentido de tener sus raíces en este proceso como también en el sentido de pretender realimentar intelectualmente tal toma de conciencia. Con esto, el punto de partida en la praxis toma un

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cariz concreto: no se trata de la praxis humana en general ni de la praxis de un presunto "macro-sujeto" de la historia, sino de la praxis autoliberadora de los pobres como punto de partida de la teología. Desde esta perspectiva, la acción salvadora de Dios se ve en una perspectiva determinada: Dios aparece, en perfecta continuidad con el mensaje bíblico, como el liberador del pobre que se pone a su lado hasta el extremo de asumir en la cruz su destino. La salvación es entonces estrictamente liberación, con lo que no se pretende reducir la salvación cristiana a su dimensión socio-política, sino ampliar el concepto tradicional de salvación, para mostrar su constitutiva referencia tanto al pecado individual e histórico como a la realidad actual mundial y masiva de la pobreza.

b) Perspectiva del pobre y "analogía". Por esta presencia solidaria de Dios entre los pobres de la tierra es por lo que la perspectiva de Dios es mucho más que un mero criterio sociológico o hermenéutico: si los pobres son el "lugar teológico" de la teología de la liberación, esto es en definitiva por que ellos son el lugar donde Dios mismo ha decidido manifestarse. Ahí es donde se funda su importancia radical para cualquier hermenéutica teológica cristiana. Desde la perspectiva del pobre, la pregunta por la realidad de Dios como salvador presenta, según algunos, un carácter más dialéctico que analógico. Por "dialéctica" no se entiende aquí la explicación metafísica del movimiento en función de un juego de oposiciones conceptuales, como viene siendo habitual en la filosofía clásica, sino solamente, en primer lugar, la afirmación del carácter conflictivo y éticamente negativo de la realidad con la que cargan los pobres de América Latina y, en general, la mayor parte de la humanidad actual. Y, en segundo lugar, la afirmación de que justamente desde ahí, en el "reverso de la historia", es donde se puede conocer y descubrir el rostro verdadero de Dios (cfr. Mt 25). Pero, hay que insistir en ello, no se trata de un ascender hacia Dios por la vía de la "negación de la negación", sino de un misterio de gratuidad: Dios ha querido manifestarse al lado de los pobres, no por una especial cualidad de éstos, sino simplemente por amor a ellos. Esta es la experiencia espiritual que está en el fondo de la teología de la liberación.

Con esto se distancia la teología de la liberación de las clásicas vías analógicas que toman el orden de este mundo como punto de partida para, en continuidad, ascender hacia la comprensión de la realidad de Dios, con lo que implícitamente aceptan y justifican ese orden. Por ello, la presencia de Dios entre los pobres no se explica por la mayor cualidad moral de éstos, sino por simple gracia que confunde la sabiduría del mundo (cfr. 1Co 1,26-31). Por eso mismo cuando, se habla de un conocimiento "dialéctico" hay que ser precavido y no entender esto como un simple cambio de método que, a través de la negatividad, sigue garantizando un acceso intelectivo al Absoluto con independencia del lugar donde Dios se ha querido manifestar. Más que de analogía o de dialéctica se trata de un problema previo, que no se sitúa al nivel del logos, sino en la realidad misma de un Dios que, contra todo lo previsible, está al lado de los pobres. Por eso el problema es no solamente teórico, sino primariamente práctico: "ir a Dios es ir al pobre". Solamente en un momento ulterior hay que buscar un logos apropiado para dar cuenta teológicamente de esta presencia. Este logos, más que ana-lógico ( , significa "de abajo hacia arriba") o dia-léctico ( , "a través de", "mediante") habría de ser "cata-lógico" ( , "de arriba hacia abajo") o simplemente "kenótico", en cuanto intento teológico de acercarse a la de quien primero se nos acercó tomando "la forma de esclavo para hacerse uno de tantos" (Flp 2,7). Esta perspectiva "catalógica", propia de la teología cristiana, se puede fundar filosóficamente en una

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concepción de la "analogía" (si así se quiere seguir hablando), que no parta de los caracteres del mundo o del hombre para, "ampliándolos", aplicarlos a Dios, sino que más bien parta de la realidad absolutamente absoluta de Dios para deducir desde ella sus caracteres propios.

Por esto tampoco es la "perspectiva del pobre" una mera crítica de la "teología natural" en nombre del abismo existente entre una "naturaleza caída" y la realidad divina. La teología de la liberación afirma decididamente la encarnación del Hijo y la presencia del Espíritu en este mundo, y en este sentido no tiene dificultad en acudir a una terminología filosófica que pueda dar cuenta de este hecho, siempre y cuando se trate de una terminología apta para describir el "Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" y no un artilugio filosófico para explicar el movimiento del mundo, como viene siendo habitual en las filosofías y teologías clásicas, incluso en aquellas que pretenden programáticamente superar los límites de la "teología natural". Para la teología de la liberación, Dios está presente en la historia, en medio de su pueblo (cfr. Num 35,34, etc.) y por tanto, si echa mano de una filosofía, ésta ha de poder explicar esta presencia sin caer en el panteísmo o en la conversión de Dios en un objeto como otro más de los objetos del mundo.

La contradicción entre Dios y el mundo no es una contradicción metafísica, sino histórica: es el pecado como rebelión contra el Yahveh, el pecado como "orden de este mundo" ( µ ) que crucifica al Hijo como continuamente crucifica a los pobres. El Dios que se hace presente entre los pobres tiene por esto el rostro deformado y escapa a todas las categorías mundanas que quieren conciliar a Dios con un mundo de pecado y de opresión. Justamente por su presencia entre los pobres, por su solidaridad con ellos hasta la cruz, y no en virtud de alguna especie de contradicción metafísica entre la creación y su Creador, es por lo que Dios escapa a la sabiduría de este siglo y se presenta como el Santo e inmanipulable. Por eso, si se puede hablar de una presencia de Dios en el mundo, no se puede decir que el orden del mundo sea el analogado principal de la divinidad, sino más bien el causante de la crucifixión de Jesucristo y de los pobres, en los cuales se manifiesta entonces el rostro verdadero, no metafísico o idólatra, del Dios cristiano.

c) Justificación de Dios, justificación del pobre. Desde este punto de vista, la reflexión de la teología de la liberación sobre el misterio de Dios cobra el carácter de una "justificación" de su realidad, de una "teodicea". Ahora bien, esta justificación tiene un carácter muy distinto al de la teodicea tradicional: En primer lugar, no se trata de justificar a Dios frente a las presuntas insuficiencias naturales del cosmos, sino frente a las miserias de la historia. Por eso no es necesario "calumniar a la tierra", como diría Nietzsche, buscando en sus limitaciones no sólo algo compatible con la realidad de Dios sino incluso una prueba de su constitutiva "creaturidad". En segundo lugar, la respuesta no integra a Dios en un sistema racional donde hasta el mal queda explicado, como quería Leibniz, sino que el mal, aún siendo un mal históricamente causado por los hombres y en este sentido hasta cierto punto evitable, sigue siendo de todos modos un misterio en cuanto realidad que Dios no sólo consiente sino que incluso experimenta en la carne del Hijo.

La justificación de Dios es aquí equivalente a la afirmación de su solidaridad con los pobres de la tierra y, por lo tanto, al mismo tiempo y sobre todo, justificación del pobre. La pobreza constituye en realidad el verdadero problema y el verdadero escándalo, no sólo

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respecto a la existencia de Dios, sino en sí mismo respecto a la humanidad entera. Frente a un mundo en el que, aparentemente, los "justos" ("democráticos" y "civilizados") son los galardonados con el poder y la riqueza, la teología de la liberación afirma la "justificación" de los pobres, no por sus obras, sino en virtud del amor gratuito de Dios. En un mundo donde los galardonados con el poder y la riqueza aparecen también como los bendecidos por la divinidad e incluso como sus administradores legítimos, la teología de la liberación afirma decididamente la misteriosa presencia de Dios al lado de los malditos de este mundo. Por esto, el verdadero "justificador" no es el teólogo, sino Dios mismo en cuanto que se pone del lado de los oprimidos, echando por tierra toda conciliación de Dios con el orden ( µ ) vigente en el mundo. En esta "justificación" así entendida, el misterio de Dios y el misterio del mal permanecen como tales, pero se nos revela algo inaudito sobre la realidad de Dios y su acción salvífica: su solidaridad con los pobres y el llamamiento práctico a nuestra solidaridad con ellos.

Y esto es muy importante para la teología trinitaria: la teología de la liberación no solamente ha de tomar la realidad de opresión y de miseria como punto de partida para sus reflexiones sino que, más radicalmente, el contenido y el resultado mismo de su tratamiento de la Trinidad ha de mostrar cómo esta doctrina cristiana sobre la realidad trinitaria de Dios "justifica" al pobre y no es un mero producto lógico-especulativo, una simple teología "progresista" de la historia universal o una mera fundamentación dialéctica de la praxis. Nuestra pregunta no es sólo cómo se presenta la doctrina de la Trinidad cuando se la considera desde una perspectiva histórico-salvífica, sino también la siguiente: ¿Qué es lo que la afirmación cristiana del misterio de la Trinidad tiene de relevante para los pobres? ¿En qué sentido puede decirse que la Trinidad es no sólo un misterio salvífico sino también un misterio liberador? ¿En qué sentido es el Dios trinitario un "Dios de los pobres"? Esto es lo que hemos de estudiar en los siguientes capítulos.

4. EL INTENTO DE LEONARDO BOFF

Vamos a ver en este capítulo cómo en la primera monografía de la teología de la liberación sobre la Trinidad se aplica la perspectiva práctico-liberadora que hemos esbozado en el capítulo anterior. Esto significa que no vamos a tratar aquí todos los aspectos de la obra de Boff, sino solamente los que conciernen directamente a la aplicación de la hermenéutica de la teología de la liberación al problema de la Trinidad, y prescindiendo de los theologoúmena específicos de este autor, como puede ser por ejemplo su tesis de la "pneumatificación" de María paralela a la encarnación del Logos en Jesús.

4.1. Trinidad e historia de la salvación

Ante todo, hay que comenzar diciendo que la obra mencionada deja claro que la acción salvífica de Dios en la historia constituye el punto de partida para la reflexión sobre la Trinidad que esboza Boff en esta obra. La historia humana, como vimos, no es solamente el ámbito de la revelación de Dios sino también y más radicalmente, de su propia autocomunicación salvadora, en virtud de la cual se puede afirmar sin ambages la real presencia de la Trinidad en la historia. Dios se nos ha comunicado en la historia tal como El mismo es en sí mismo, "sin residuo y sin resto", al entregarse a nosotros como Padre en el Hijo y en el Espíritu. Ello no obsta para que, como veremos, Dios siga siendo el misterio

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transcendente a la historia, inmanipulable por el hombre. En este sentido, Dios es al mismo tiempo inmanente y transcendente a la historia, de modo que Boff puede hablar de "ver en unidad la transcendencia con la inmanencia, el mundo humano con el mundo divino, hasta el punto de que, respetadas las diferencias, se hagan transparentes": Es lo que expresamos antes, con terminología zubiriana, diciendo que Dios es transcendente en la historia.

Esto significa que Boff puede afirmar, como dijimos, la identidad entre la Trinidad económica y la inmanente. Esta identidad es clara, como dijimos anteriormente, desde su aspecto histórico-salvífico: la Trinidad que salva en la historia es la Trinidad inmanente misma, que en su acción de salvar se autoentrega tal como ella es, "sin residuo ni resto". Ahora bien, esto no quiere decir que, desde el punto de vista del conocimiento accesible y otorgado al hombre, es decir, desde la revelación, se pueda afirmar la identidad entre la Trinidad revelada y la Trinidad que se revela. Ahí hay siempre un hiato, pues por mucho que la Trinidad se entregue a sí misma, el entendimiento de los hombres que reciben esta entrega es siempre limitado y nunca puede abarcar conceptualmente la realidad de Dios. Lo único que se puede decir es que, según nuestra fe, en la historia de la revelación se nos manifiesta todo cuanto podemos saber de la Trinidad, de modo que por ejemplo sería impensable la existencia de una cuarta persona no revelada.

Ahora bien, ¿cuál es el modo concreto de esta presencia de la Trinidad en la historia de la salvación? Evidentemente, cada una de las personas divinas tiene un modo propio de presencia, que hemos de ver más detenidamente más adelante. Sin embargo, como hemos visto en el capítulo anterior, dada la experiencia social e histórica de Dios como punto de partida de la teología de la liberación, ésta no puede comenzar preguntándose solamente por cada una de las personas en la economía de la salvación, sino también por la manifestación de sus relaciones de unidad en la historia. Más adelante hemos de ver más concretamente en qué consiste esta unidad. Por ahora baste con comenzar diciendo que a Boff le interesa, frente al individualismo y a la disgregación de la humanidad actual, subrayar el carácter de comunión que tiene esta unidad. Sin embargo, esta unidad de comunión es una unidad en libertad y amor, y no una unidad asegurada por una sustancia o un sujeto anterior a las personas, como veremos más detenidamente en el capítulo octavo.

Esto tiene un significado explícitamente soteriológico. Dios no solamente ama al mundo y se une a él íntima y libremente por su presencia amorosa, sino que este amor es además creador de unidad y de comunión en el mundo. La acción salvífica de Dios en la historia consiste fundamentalmente en crear comunión. La Trinidad es la raíz y el modelo último de unidad y de comunión para las sociedades humanas. Tal comunión es algo más que un mero logro ético en cuanto mejora de las estructuras de convivencia: se trata de la comunión de los hombres con Dios entrando a participar en la misma vida trinitaria, en la cual quedan asumidas la historia entera de la humanidad y la historia de la Iglesia, "hasta que Dios lo sea todo en todas las cosas" (1Co 15,18). Como dice Boff, "la gloria de la diversidad de personas y de la unidad de comunión se presenta tan fascinante que no cabe otra actitud que la exclamación, el cántico, la alabanza, la adoración y la acción de gracias. Esta glorificación se acrecienta cuando nos damos cuenta de que somos envueltos por esta comunión trinitaria: las tres personas quieren introducir todas las personas y su mundo en esta misma vida borbollante y comunitaria". Esta concepción trinitaria de la soteriología, y no un reduccionismo sociológico, como a veces se afirma, es la razón última que

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fundamenta la tesis tan característica de la teología de la liberación de que la salvación se juega en la historia.

De aquí el interés de Boff en entender la Trinidad, más allá de las categorías apriorísticas de sustancia o de sujeto, como una unidad abierta: no se trata solamente de rechazar unas categorías filosóficas tradicionales que hoy nos parecen inadecuadas sino más bien, desde una perspectiva y un interés histórico-salvífico, de proporcionar un modelo de Trinidad que haga posible la inclusión de la humanidad en la comunión Trinitaria en la que consiste la vida misma de Dios. Con esto se ve ya una cierta diferencia de acento con la teología política: aunque ésta señala también la presencia de la Trinidad en la historia humana como dinamismo salvífico de apertura y de acogida de toda la creación en el mismo amor divino, el interés de Moltmann en afirmar la trinidad de personas y negar la aplicación de las categorías de sustancia o de sujeto a la unidad de la Trinidad es ante todo mostrar la igualdad "democrática" entre las personas, al menos en el así llamado "orden de las relaciones", adscribiendo conceptos incómodos como el de "monarquía del Padre" al llamado "orden de constitución", como vimos. La teología trinitaria de Boff, dado su interés más integralmente soteriológico que estrictamente político, pone el acento en la Trinidad de personas para pensar la comunión entre ellas como raíz y modelo de la comunión entre los hombres, prescindiendo de la cuestión de la igualdad entre las personas. De aquí también el mayor interés de la teología de la liberación en subrayar la unidad entre las personas divinas superadora de todo individualismo más allá de la mera unanimidad (Einigkeit) de Moltmann, sin que esto signifique una falta de conciencia sobre la necesidad de criticar y superar el paternalismo y el patriarcalismo de muchas imágenes clásicas de la Trinidad.

Dios salva creando comunión porque él mismo es comunión, esta es la tesis principal de Boff. Ahora bien, esta tesis necesita ser concretada más aún: hay que ver cómo en la historia de la humanidad la obra de la Trinidad consiste en crear comunión, cómo en un mundo atravesado por la opresión y la división la revelación de la Trinidad no es solamente un motivo de esperanza individual, sino también de comunión superadora de las diferencias económicas, sociales, políticas, etc. Esta concreción del dinamismo salvador de la Trinidad nos remite a la segunda parte de la cuestión planteada en el capitulo anterior: ¿qué aporta la realidad y la doctrina de la Trinidad a las mayorías empobrecidas de este mundo de opresión?

4.2. Trinidad y perspectiva del pobre

Desde una hermenéutica analógica propia de ciertas teologías tradicionales bastaría con decir que todo lo que hay en el mundo de comunión y de armonía, por precario que sea, es un acercamiento e incluso presencia de la comunión trinitaria. Ahora bien, como vimos, una analogía unilateral tiene el peligro de legitimar el orden presente del mundo, en este caso, de legitimar por ejemplo ciertos ámbitos de unidad y de convivencia (por ejemplo, en el llamado "primer mundo") sin preguntarse por su relación con la opresión generalizada y, lo que es más importante, sin preguntarse qué tiene que ver el Dios trinitario con las víctimas de tal opresión. La teología de la liberación no se pregunta por la salvación a partir de lo que en el mundo aparenta serlo, sino que se pregunta por la salvación desde donde no la hay, desde los pobres. Esto, como vimos, no significa caer en una dialéctica de la oposición entre Dios y mundo, sino por el contrario preguntarse cómo Dios se hace

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presente en el "reverso de la historia". En nuestro caso hemos entonces de preguntarnos cómo la Trinidad se hace presente entre los pobres.

a) La Trinidad como modelo de sociedad. La respuesta de Boff, a mi modo de ver correcta pero insuficiente, es la siguiente: la Trinidad, entendida como comunión, presenta a la sociedad humana un modelo de comunidad interpersonal que sirve a los pobres como instancia crítica para valorar las sociedades existentes y para esbozar la utopía de una convivencia humana regida por el amor y superadora de las divisiones y del egoísmo. De esta manera, Boff puede decir, como los antiguos socialistas cristianos rusos, que "la Trinidad es nuestro programa social" e incluso, siguiendo a G.A. Gordon, que "Dios es un eterno socialista". La Trinidad es así una inspiración para todo proyecto de cambio y de construcción de una sociedad más justa, que entonces "debe ser fraterna, igualitaria, rica en el espacio de expresión que concede a las diferencias personales y grupales"; lo cual por supuesto incluye también en cuanto utopía una crítica explícita del "socialismo real".

En general, puede decirse que esta concepción de la Trinidad como modelo utópico, crítico e inspirador para las sociedades humanas es casi un lugar común en la teología de la liberación. Tanto la teología cubana de Arce Martínez, como el trabajo de Victorio Araya sobre el misterio de Dios, donde se señala la insuficiencia de la reflexión trinitaria realizada hasta entonces (1983) en la teología latinoamericana, ponen el principal acento en la necesidad de concebir a la Trinidad, ante todo, como "modelo de vida en comunidad (koinonía)". También Fr. Rui Manuel Grácio das Neves en sus dos artículos sobre "El dios del sistema frente al Dios de la sociedad alternativa" muestra cómo la concepción trinitaria del Dios cristiano constituye una verdadero modelo alternativo a las "trinidades" fetichistas que propagan las ideologías y las teologías del capitalismo. Sin entrar a discutir las reflexiones socioeconómicas que este autor nos ofrece, es interesante observar que, como interpretación filosófica de la teoría marxista de la mercancía como fetiche, Grácio das Neves propone una lectura progresista del mito platónico de la caverna. Según ésta, prescindiendo de la escisión idealista entre un mundo de las ideas y un mundo sensible, el filósofo que sería quien "genera alternatividad utópica" e "introduce en la sociedad la utopía de lo posible-imposible". Esta utopía social no se identificaría con Dios mismo (eso sería de nuevo fetichismo), como sucede con el endiosado sistema opresor, sino que solamente pretendería ser una "mediación histórica de la Trinidad", la cual conservaría su misterio y toda su transcendencia.

No cabe duda que la razón tiene una dimensión utópica y que, si esta razón no se entiende al modo idealista como una facultad autónoma escindida de la sensibilidad, los esbozos racionales no son otra cosa que posibilidades con una referencia constitutiva a la actividad intelectivo-sentiente del hombre. Por eso, las "utopías trinitarias" que, como "mediaciones históricas", nos ofrece Grácio das Neves (trabajo-trabajador-valor de uso; sociedad comunista-ciudadanos-democracia; teorías de la praxis-pueblo-liberación) pueden resultar, en la medida en que se muestren no como puras especulaciones, sino como posibilidades

reales, interesantes modelos críticos de las sociedades opresoras actuales e inspiradores de la praxis liberadora de los pobres. Y, sobre todo, yendo más allá de las mediaciones a la Trinidad misma, no cabe duda de que la reflexión, al estilo de Boff, sobre el carácter de comunión que la Trinidad tiene puede ser un permanente acicate utópico para quienes luchan por la liberación. Todo esto es sin duda importante.

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b) Observaciones críticas. No obstante, a mi modo de ver cabe la pregunta si éste es el mensaje principal que la doctrina trinitaria tiene que dar a los pobres y, más radicalmente, si en esto se agota la relevancia histórico salvífica de la realidad trinitaria de Dios. Si la manifestación salvífica del Dios cristiano como uno y trino tiene solamente como objetivo proporcionar un modelo utópico de convivencia, una utopía de vida humana en sociedad, hay que decir entonces que las dos "intuiciones fundamentales" de la teología de la liberación descritas en el capítulo anterior quedan en cierto modo suavizadas y relativizadas. Por una parte, Dios no aparece aquí tanto como quien actúa y se compromete salvíficamente en la historia, sino más bien como quien revela un proyecto o un modelo de vida. Si dirá que esta comunión no es sólo un proyecto o un modelo de comunidad, sino un dinamismo real presente en la historia en cuanto presencia actuante de Dios; pero a esto hay que responder que entonces falta por explicitar en el libro de Boff cómo se articula concretamente este dinamismo trinitario en la historia. No basta con decir que Dios está presente en la historia y que crea comunión, es menester decir cómo lo hace y si lo hace trinitariamente. De lo contrario, si la Trinidad lo que ofrece es solamente un modelo, su presencia real en la historia es soteriológicamente secundaria, pues la misma Trinidad inmanente, antes de toda economía salvífica, sería ya tal modelo. A la hora de explicarnos cómo la Trinidad crea este dinamismo de comunión, Boff recurre exclusivamente a la idea de un "modelo" o de una "utopía". Ahora bien, para proporcionar un modelo no es necesaria la presencia actuante de la Trinidad en la historia: basta con una revelación del mismo.

En segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, sin quitar la importancia y el valor que para los pobres puede tener la posesión de un modelo o de una utopía de sociedad, hay que decir que, por una parte, no queda aquí muy claro en qué medida tales proyectos no son sino una "proyección" sobre la realidad divina de expectativas humanas y cómo se puede determinar si no lo son. Este era, como vimos, uno de los inconvenientes que presentaba el modelo "democrático" de Trinidad de la teología política. Pero, prescindiendo de este problema, lo más grave es que con la idea de un "modelo" el interés fundamental de la teología de la liberación por "justificar al pobre" queda suavizado e incluso relegado al olvido en lo que se refiere a su explicación trinitaria. La teología de la liberación ha hecho frecuentemente afirmaciones sobre la relación entre Dios y los pobres que van más allá de la mera "entrega de modelos": ha sostenido la asunción por parte de Cristo del destino de los pobres hasta morir en la cruz y ha afirmado en consecuencia la presencia real de Cristo entre los pobres (Mt 25) hasta el punto de sostener que las mayorías oprimidas constituyen nada menos que "el cuerpo de Cristo en la historia". Esta presencia real y no meramente utópica de Dios en la historia es lo que una reflexión sobre la Trinidad desde la perspectiva de la teología de la liberación ha de aclarar justo trinitariamente.

Y esto es de una importancia enorme. En primer lugar, de una importancia práctica porque esto, y no la presentación de un modelo, por inspirador que sea, es la verdadera "teodicea" que, como vimos en el capítulo anterior, es al mismo tiempo "antropodicea" en cuanto "justificación del pobre" en un mundo donde aparentemente los justos son también los galardonados con el éxito y la riqueza. Por otro lado, de una gran importancia teórica pues, como ya vimos anteriormente, una teología sistemática tiene que acabar fundamentando la opción hermenéutica por la "perspectiva del pobre", por mucho que ésta, en sus inicios sea ante todo una experiencia espiritual. Si se afirma que los pobres son el lugar de acceso a

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Dios, la teología de la liberación habrá de mostrar en qué consiste esa vinculación especial de Dios con los pobres. Frente a otras teologías que adscriben este tema al campo de la ética, de la moral social o incluso de las "obras de la ley", la teología de la liberación quiere mostrar en qué sentido los pobres pertenecen esencialmente al misterio del Dios cristiano. Y esto es algo que, en último término, sólo se puede explicar trinitariamente: El Dios cristiano no solamente ha entregado una "utopía" (esto es en definitiva lo que quiere ser la "ley" veterotestamentaria) a los pobres, sino que se ha entregado a sí mismo en el Hijo y por el Espíritu.

Esta perspectiva, más radical que la primera, que no por ello queda necesariamente anulada, está también de algún modo presente en el libro de Boff, aunque no explícitamente desarrollada. Para Boff, como vimos la Trinidad no es solamente un modelo platónico, sino una raíz de la unidad entre los hombres, de tal modo que la sociedad es sacramento de la Trinidad. Pero esto no hace una referencia a los pobres y podría ser interpretado analógicamente: lo positivo de la historia estaría "inhabitado" por la Trinidad, pero sin verse especial relación de la Trinidad con el reverso de tal historia. Más explícitamente, Boff afirma que los procesos histórico están grávidos del Espíritu de Dios, y sobre todo que las luchas de los pobres por su liberación son asumidas por la Trinidad haciéndolas suyas propias. Igualmente, Boff sostiene que la entrega del Hijo y del Espíritu se da en la humillación y en la , de modo que el Hijo "es afectado" por el rechazo humano y el Espíritu Santo continúa en la historia, "en medio de la impotencia y del fracaso humano". Se trata de tesis que tocan explícitamente al problema mencionado, en cuanto que, de algún modo se afirma que el dolor en concreto o la condición de los oprimidos en general están asumidos por el Dios trinitario. Pero Boff no desarrolla explícitamente la estructura trinitaria de esta asunción.

Esto se puede deber, a mi modo de ver, a la posición escéptica de Boff respecto a las "teologías del dolor de Dios", en concreto respecto a la teología de la cruz de Moltmann. Estas teologías, en la medida en que subrayan el hecho de que Dios en la cruz asume en sí el dolor del mundo, pueden (aunque de hecho no lo hagan sistemáticamente) integrar el dolor de los pobres, continuado en la historia, en el misterio de Dios. Por el contrario, en la medida en que se rechaza la presencia del dolor en Dios, se tiende también a excluir a los pobres del misterio de Dios. Boff afirma ciertamente que la cruz "es asumida" por la realidad divina, pero al mismo tiempo que "no es eternizada junto a la Trinidad". Este recelo ante la posibilidad de que el dolor quede eternizado en Dios es lo que, posiblemente haya conducido a Boff a no desarrollar explícitamente la estructura trinitaria de asunción liberadora de las miserias de la historia en la vida divina. Es lo que hemos de ver en los siguientes apartados, para así, más adelante, mostrar cómo tal asunción es posible y esencial para una reflexión trinitaria en la perspectiva de la teología de la liberación.

4.3. La crítica de Boff a la "teología de la cruz"

L. Boff se había preguntado explícitamente en un estudio anterior por la relación entre la pasión de Cristo y la pasión del mundo. Allí el teólogo brasileño se refiere críticamente a la obra de J.Moltmann sobre el Dios crucificado, señalando ante todo la diferencia de perspectiva entre el libro de Moltmann y la teología de la liberación. Vamos a

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concentrarnos aquí en el estudio de estas diferencias, para ver en qué sentido y por qué la teología de Boff es reacia a la tesis de la presencia del dolor en Dios.

a) Planteamiento del problema. Entre las dos teologías hay sin duda diferencias de acento en el mismo planteamiento del problema. Moltmann parte, como vimos, de un interés principal por la cuestión de la teodicea en el sentido más clásico de la expresión, la cual es para él la verdadera clave para entender el significado de la cruz de Jesucristo. Desde ella, la pregunta por el sentido de todo discurso sobre Dios ante el hecho del dolor y de la opresión en el mundo que él ha creado obtiene una radical respuesta: Dios mismo ha muerto crucificado y de este modo ha cargado sobre sí toda la miseria y dolor del mundo: Auschwitz es un suceso en Dios mismo, asumido en virtud del dolor del Padre, en la entrega del Hijo y por la fuerza del Espíritu. De este modo se puede decir que la es cruz un acontecimiento intratrinitario.

La teología de la liberación, en cambio, entiende la pregunta de la teodicea no tanto desde la necesidad de justificar a un Dios inoperante frente a un mundo ateo horrorizado por el dolor, sino más bien como justificación de los pobres en su praxis de liberación. Mientras que la teología europea en general parte de la "muerte de Dios" y Moltmann en concreto convierte la muerte de Dios en la cruz en una verdadera ruptura epistemológica con la teología tradicional, la teología latinoamericana parte del hecho histórico masivo de la "muerte del pobre" o, dicho más precisamente, se enfrenta a la muerte de Dios a través de la muerte del hombre. Esto supone no solamente el momento negativo de decirle a los pobres que Dios asume su dolor, sino también el momento positivo e histórico según el cual Dios está de parte de las víctimas de la historia para suprimir todo sufrimiento. Por eso no se trata tanto de explicar el dolor ni de justificar a Dios, sino de convertir la fe en una protesta y en un compromiso de lucha contra el dolor. De lo contrario, afirmar el dolor de Dios podría significar solamente eternizarlo y así justificarlo. Este es para Boff el principal peligro de la teología de la cruz de Moltmann.

b) Las críticas de Boff a Moltmann. El teólogo brasileño entiende que en la obra de Moltmann hay un peligro de sustantivar el dolor en Dios en la medida en que la cruz aparece como un proceso en el que Dios no es solamente objeto (Dios es crucificado) sino también sujeto de la misma (Dios crucifica). La tesis, desarrollada trinitariamente, de una ruptura entre el Padre y el Hijo en la que el primero abandona y entrega al segundo a la muerte, le parece a L. Boff carente de todo rigor teológico pues no tiene en cuenta el carácter "analógico" (en el sentido antedicho) de todo lenguaje sobre Dios: "nos encontramos ante una forma de hablar primitiva, mítica en el sentido peyorativo de que está articulada dentro de una conciencia objetivante". Una primera consecuencia de esta forma de hablar es, para Boff, el hecho de que la única causalidad relevante para entender la pasión es la de Dios Padre: como el mismo Moltmann afirma, muchos profetas y mártires ha habido antes y después de Jesús: lo original y teológicamente decisivo de su muerte es más bien el hecho de que el Padre le abandona y le entrega, dándose así una verdadera ruptura (Spaltung) en Dios mismo. Las razones político-religiosas de su muerte, que sin duda Moltmann reconoce y afirma, pierden así importancia: no se trata tanto de que los poderes de este mundo hayan crucificado al Hijo, sino de que el Hijo, al ser entregado a la muerte por el Padre, lleva a cabo la asunción en la propia esencia divina de todo el dolor humano. Como Moltmann gusta de repetir: Nemo contra Deum nisi Deus ipse.

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A esto hay que añadir otro tipo de críticas, más relacionadas con la posición cristológica de Boff. Para éste, la afirmación de que Dios sufre en su esencia misma conlleva una hipóstasis del dolor, que queda eternizado en Dios mismo, con lo cual no se ve claro cómo se puede hablar de una salvación definitiva como superación de todo dolor y de todo sufrimiento. Según Boff es posible decir que "Dios muere en la cruz", pero esta tesis solamente puede ser entendida en el sentido de la communicatio idiomatum de los clásicos, pues "cuando la fe dice, con la reverencia del silencio místico, que Jesús es Dios, dice todo lo que se puede decir". La divinidad de Jesucristo no es una tesis objetivable y manipulable dentro de un sistema teórico que combine humanidad y divinidad, sino que se trata de una afirmación-límite solamente accesible en la praxis de seguimiento. En este sentido se puede decir que Boff se aferra como su maestro Rahner al inconfuse de Calcedonia frente a la crítica frontal a que Moltmann somete toda doctrina de la dualidad de naturalezas en Cristo, destinada según él a paliar, con conceptos griegos, la idea del dolor de Dios. Según Boff la idea de un dolor y una muerte de Dios en la cruz no se puede entender

"in recto, sino únicamente in obliquo. Dios no muere in recto porque la muerte es algo inherente a la condición humana. Dios no aniquiló al hombre cuando lo asumió, sino que lo hizo inconfuse. Por tanto, respeta el modo de ser propio del hombre; pero a causa de su íntima unión, podemos decir in obliquo (en sentido traslaticio) que Dios muere. Aún más: Jesús sonrió, comió, digirió los alimentos que tomó, sintió las necesidades humanas del hambre, la sed el sueño, etc. En la lógica de Moltmann podríamos hacer de todo esto un problema trinitario: ¿qué significa que Dios tiene que hacer las necesidades fisiológicas? ¿Cómo se inserta esto en el proceso trinitario? Así acabaríamos por transformar la fe trinitaria y cristológica en un capítulo de la mitología antigua y en una parte de la pornografía moderna".

Con esto llegamos justamente al núcleo de la respuesta a la cuestión planteada en el apartado anterior: la concepción de la Trinidad que nos presenta Boff está marcada por su decidido "calcedonismo", entendiendo éste como opción por el inconfuse que subraya y mantiene la distinción radical entre las dos naturalezas. El problema está entonces en que, con esto, Boff renuncia a una importante virtualidad de la tesis de Moltmann: desde ella es posible pensar la integración de la historia de la humanidad, incluidas sus miserias, en el proceso trinitario, de modo que la perspectiva histórico-salvífica de la teología de la liberación podría ser llevada hasta sus últimas consecuencias. La Trinidad es, en la teología de Moltmann, justamente la clave para entender la solidaridad radical de Dios con los crucificados de la historia hasta el punto de asumir y de participar en su dolor. Como él mismo nos dice: "la entrega del Hijo revela un dolor en Dios, el cual o se entiende trinitariamente o no se entiende en absoluto". En la teología de Boff, claro está, no se niega esta solidaridad, pero la del Hijo y del Espíritu tiene el límite fundamental del inconfuse que Boff subraya tan explícitamente. Por esto no ha de extrañarnos que la clave principal para entender la relación entre Trinidad y liberación no sea otra que el concepto algo platónico de modelo: la comunión de las personas divinas como prototipo y utopía para toda sociedad humana, tal como hemos visto anteriormente.

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c) Consecuencias de la posición de Boff. Las deficiencias de tal concepción ya las conocemos: por una parte no queda suficientemente fundamentada la opción fundamental por los pobres como lugar teológico: ciertamente a los pobres les interesa todo modelo de sociedad basado en la comunión y no en la explotación, pero esto, aunque quizás en menor grado, interesa a todos los hombres de buena voluntad; en cualquier caso, no se ve por qué se habla de una manifestación privilegiada de Dios entre los pobres, tal como propone la teología de la liberación. En este sentido, no deja de ser relevante que cuando Boff se pregunta en su cristología dónde encontramos hoy a Cristo resucitado, nos hable principalmente del cosmos, del "hombre", de los cristianos o de la Iglesia, sin que los pobres, entre los que naturalmente no se excluye esta presencia, jueguen ningún papel sistemático. El peligro que amenaza a estas reflexiones de Boff es el de caer en un pensamiento unilateralmente analógico, en el sentido antes dicho, sin que la dialéctica de un Deus minor que, contra toda legitimación mundana de la riqueza y del poder, se hace presente entre los pobres de la tierra, pueda ser plenamente integrada, al menos de un modo sistemático.

Pero si esta presencia de Dios entre los pobres de la tierra no es explicada trinitariamente, y si la principal aportación de la imagen trinitaria de Dios a la liberación histórica de los oprimidos es el ofrecer un modelo de comunión, cabe entonces preguntarse si, en el fondo, hay en la teología de Boff una verdadera integración entre la historia de la salvación y la Trinidad. Como vimos anteriormente, uno de los principales síntomas del aislamiento de la doctrina clásica de la Trinidad respecto la teología de la salvación era la tesis de raigambre agustiniana de que cualquiera de las tres personas podría haberse encarnado. Pues bien, el mismo Boff afirmaba en Jesus Cristo Libertador que "nada impide que hayan podido encarnarse las otras personas divinas". En su libro más reciente sobre la Trinidad esta indiferencia histórico-salvífica no se mantiene, pues se afirman explícitamente diferentes modos de presencia en la historia del Hijo y del Espíritu, así como una especial "pneumatificación" de María cuasi-paralela a la encarnación del Logos. Por esto no se puede decir que la historia de la salvación no juegue un papel fundamental en la teología trinitaria de Boff, pero sí se puede afirmar que, aunque las distintas personas desempeñan distintos papeles en la historia de la salvación, no es la historia de la salvación la clave para entender que el Dios cristiano sea precisamente un Dios Trino: también en una "Cuatridad" encontraríamos un modelo de comunión y también en ella asumirían las distintas personas distintos aspectos relativos a la salvación del hombre. La Trinidad no pasa de ser una revelación positiva sin que, qua talis, sea algo que necesariamente constituya la estructura de la historia de la salvación.

Podría objetarse que toda revelación de la Trinidad en la historia tiene algo de arbitrariedad, si es que se quiere salvaguardar la libertad de Dios sin deducirle con necesidad de la historia. Pero a esto hay que responder, con Rahner, que la historia de la salvación es algo en definitiva realizado libremente por Dios, como lo es la creación misma del hombre y del mundo. Si en el hombre, en el mundo y en la historia descubrimos con necesidad la Trinidad de Dios, esto no pasa de ser lo que ya sabía la teología clásica de los vestigia

trinitatis. Ahora bien, a diferencia de esta teología, que partía fundamentalmente de la creación, y a diferencia de Rahner, que parte de la estructura constitutiva del hombre en sus dos dimensiones fundamentales de conocimiento y amor, la teología de la liberación ha de tomar como punto de partida para pensar la Trinidad la estructura trinitaria de la historia de

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la salvación. Dios libera al hombre fundando una historia de la salvación en la que se ha manifestado tal como él mismo es. De este modo, una teología que quiera pensar radicalmente la Trinidad de Dios no se puede contentar con referirnos las distintas "misiones" de las personas en tal historia, sino que nos ha de mostrar cómo la historia de la salvación y de la liberación del hombre tiene una estructura necesariamente trinitaria y cómo, por ello, una consideración teológica estricta de tal historia nos ha de mostrar necesariamente cómo el Dios que libremente ha fundado y dispuesto de la misma es un Dios trino.

4.4. Teología de la liberación y teología de la cruz

Si la razón por la que Boff no inserta sistemáticamente la solidaridad de Dios con los oprimidos en su doctrina trinitaria es últimamente su rechazo de la "teología de la cruz", tal como ésta ha sido formulada por teólogos como von Balthasar, y, sobre todo, por J.Moltmann, la teología de la liberación no por eso ha de asumir sin más la posición de Moltmann. Puede ser que algunas de las objeciones de Boff sean acertadas sin que por ello sea necesario llegar a una posición en la que ya no sea posible integrar positivamente la "perspectiva del pobre" en la teología trinitaria. a) Lo correcto de la posición de Boff. Como vimos más arriba, Boff piensa que la teología de la cruz corre el peligro de legitimar el dolor del mundo, haciéndolo insuperable. A mi modo de ver, este reproche es correcto en cuanto que la teología de la cruz presenta al Padre como responsable y causante de este dolor. No es éste el lugar para decidir en qué medida esto sucede en la teología de Moltmann, aunque no cabe duda de que existen suficientes textos de este teólogo en los cuales Dios Padre es, en último término, quien crucifica al Hijo, como ya hemos visto. En la medida en que esto es así, no cabe duda de que es difícil entender el amor de Dios como verdadera protesta contra las cruces de la historia y como amor superador de tales cruces. El papel de los poderes de este mundo en la muerte del Hijo pierde importancia respecto al papel de Dios Padre mismo. Dios no es en esta teología el objeto del odio del mundo, sino en cierto modo el sujeto de la propia muerte del Hijo. De nuevo nos encontramos aquí con una dificultad que ya vimos en el capítulo anterior: las personas de la Trinidad son pensadas ante todo como sujetos. Si allí se trataba de los sujetos que libremente constituyen una unidad de unanimidad, aquí se trata de sujetos de acciones recíprocas; más concretamente, el Padre es el sujeto de la acción de entregar al Hijo a la muerte. Más adelante hemos de estudiar la insuficiencia de tal categoría, heredada de la tradición filosófica occidental, para pensar las personas divinas. Por ahora baste con señalar que, de ser cierta la tesis de que el Padre es "el amor que crucifica", es ineludible la idea de una escisión en Dios mismo, de tal manera que éste no aparece últimamente como causa del bien, sino también como causante y responsable del mal. El mismo Moltmann nos dice "se rompen aquí incluso las relaciones vitales de la Trinidad (...): el amor que unía se convierte en maldición que separa". Asumiendo las críticas de D. Sölle a Moltmann, Boff dice con razón que, desde tal teología de la cruz, el crimen adquiere "una dimensión sacral y teologal. Esta visión macabra no puede tener ninguna legitimidad cristiana porque destruye toda la novedad del evangelio y lo convierte en instrumento para sacramentalizar la iniquidad del mundo". El motivo de que la teología de Moltmann insista en la causalidad del Padre en la cruz se esconde probablemente, a mi modo de ver, en la tesis de que nemo

contra Deum nisi Deus ipse con la que Moltmann explica el hecho de que "la cruz del Hijo separa a Dios de Dios hasta la total enemistad y diferencia". Aunque él afirma el origen

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cristológico de tal afirmación, cabe preguntarse si en la misma no subyace un presupuesto filosófico más general sobre la distinción radical entre divinidad y humanidad, de manera que solamente la divinidad no puede ser afectada por el mundo y por los hombres, siendo entonces solamente Dios quien puede causarse a sí mismo dolor y muerte: los hombres no pueden crucificar al Hijo, sino solamente el Padre. Si esto es así, habría que preguntarse hasta qué punto la teología de la cruz ha tomado en serio la encarnación del Logos y la humanidad de Dios. Como bien subraya Boff, "en el horizonte de la teología de la liberación, las reflexiones sobre el significado histórico y salvífico de la cruz se centran principalmente en la dimensión 'encarnatoria' de la salvación. (...) La cruz es consecuencia de una encarnación enmarcada en un mundo de pecado que se revela como poder contra el Dios de Jesús". Es el pecado del mundo y no el Padre quien crucifica al Hijo. Si solamente Dios puede estar contra Dios, éste no se ha hecho verdaderamente hombre y estamos ante una forma de docetismo o de monofisismo. Desde esta perspectiva se puede entender la entrega ( ) del Hijo por el Padre, tal como la expresa S. Pablo cuando afirma que "el que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm 8,32). Este "entregar por nosotros" o incluso el "hacerle pecado por nosotros" (2Co 5,21) no significa directamente que el Padre haya asesinado al Hijo. Es cierto que el verbo µ puede tener en griego, por extensión, el significado de "traicionar" (Judas entrega a Jesús, cfr. Mt 10,4, etc.) o también de "entregar a la muerte", pero en este último caso el sentido final de esta entrega se declara explícitamente mediante la expresión . Pero aún en este caso, la expresión no significa exactamente "matar", como pretende Moltmann, sino más bien entregar a las autoridades que llevarán a cabo tal muerte (cfr. Mt 10,21; Mc 13,12). Por eso hay que decir que la entrega del Hijo por el Padre, además de ser algo paralelo a la autoentrega misma del Hijo (cfr. Gal 2,20) no significa un asesinato del Hijo por el Padre en la cruz ni una división en la divinidad misma, sino más bien el hecho, que se inicia ya con la encarnación de que Dios se pone a disposición de los hombres, Dios se entrega a la humanidad sin restricciones y, en este sentido, el Hijo es abandonado por el Padre en manos de un mundo regido por autoridades homicidas (cfr. Mc 12, 1-12). b) Lo correcto de la "teología de la cruz". Prescindiendo de la cuestión de si realmente Boff describe correctamente la posición de Moltmann, hay que decir que su crítica de un Dios que aparece como sujeto de la crucifixión de Jesús es sumamente acertada. Ahora bien, de este rechazo hay que diferenciar otras tesis de Boff que no son, a mi modo de ver, tan pertinentes. Junto a un Dios que odia y un Dios que crucifica, Boff rechaza también la idea de un Dios que "sufre en su esencia" y también la posibilidad de hablar in recto de una muerte de Dios en la cruz, por ser la muerte algo propio de la condición humana. Aquí habría que recordar que Moltmann no habla estrictamente de "muerte de Dios" sino de "muerte en Dios", justamente porque él piensa esta muerte de un modo trinitario. Ahora bien, Boff parece rechazar también esta posibilidad en la medida en que apela precipitadamente al inconfuse de Calcedonia y limita la muerte en sentido estricto a la naturaleza humana. Cabe entonces preguntarse si Boff realmente llega a pensar la encarnación hasta sus últimas consecuencias o si, más bien, permanece preso de las categorías filosóficas griegas que presuponen a

priori la impasibilidad de Dios. A estas reticencias de Boff habría que interponer fundamentalmente dos inconvenientes, uno de carácter hermenéutico y otro de tipo soteriológico. En primer lugar es menester no perder de vista el hecho de que la cruz es la crisis de todo conocimiento "filosófico" de Dios, como la tradición luterana ha subrayado tradicionalmente. Comentando un conocido texto de Bonhoeffer, sostiene J. Sobrino que,

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frente a las ideas griegas sobre la divinidad, la concepción cristiana de Dios "supone una trascendencia no pensada por ninguna filosofía, presupone una trascendencia desde la cruz. La cruz es la que hace replantear todo el problema de Dios. Dios es reconocido en lo aparentemente antidivino, en el dolor". Por eso, la teología cristiana no puede partir sin más de una idea filosófica de Dios y después tratar de pensar la encarnación y la cruz, sino más bien partir de la historia de Jesús, pues en él se ha revelado definitivamente quién es en verdad Dios. En segundo lugar, la afirmación del dolor y del sufrimiento en Dios tiene una relevancia soteriológica. La teología tradicional ha dicho siempre que por la cruz hemos sido salvados. Esto significa naturalmente liberarse de aquellas categorías filosóficas que predican, por ejemplo, la impasibilidad de Dios. Por el contrario, hay que decir con Bonhoeffer que "solamente un Dios que sufre puede salvar", pues Dios ha decidido salvar al mundo mediante su absoluta y radical solidaridad con las víctimas de la historia. Por eso la salvación puede ser algo más que mero rescate "externo": ella es participación en el proceso mismo del amor de Dios que asume en sí mismo la historia para liberarla desde dentro de sí misma, como veremos más adelante. Este "desde dentro" hay que aceptarlo en su total radicalidad, pues solamente así se puede entender la novedad de un Dios hecho hombre. Y esto significa no asustarse, como hace Boff, ante la tesis consecuente de que incluso los aspectos más banales y prosaicos de la existencia humana han sido asumidos por Dios. En definitiva, podemos decir que, dado el interés soteriológico de la teología de la liberación, su pregunta por la Trinidad ha de poder integrar la historia de la solidaridad de Dios con el dolor de los oprimidos. Para que esa historia sea verdaderamente historia de la salvación o, si se quiere, historia de la liberación, tiene que cumplir dos condiciones: en primer lugar, mostrar que Dios verdaderamente asume solidariamente el dolor de los pobres y, segundo, mostrar que Dios puede liberar de ese dolor. Si bien hay que afirmar con Moltmann (y Bonhoeffer) que un Dios que no sufre no puede salvar, también hay que decir con Boff que un Dios que es causa del propio dolor ni es un Dios verdaderamente encarnado ni es un Dios que puede salvar del dolor, como tampoco puede salvar un Dios eternamente sufriente. La teología de la liberación ha de afirmar, dado su interés soteriológico y su opción por la perspectiva de las víctimas de la historia, la solidaridad real y no sólo aparente de Dios con esas víctimas, de modo que la pasión no puede ser algo que sólo concierne "a su humanidad". Por otra parte, el dolor es una realidad temporal que no puede ser eternizado.

4.5. Tiempo y eternidad

En realidad, el problema fundamental que Boff encuentra en la tesis de la asunción del dolor por Dios "en su esencia" es la eternización del mismo: si Dios "sufre como todos, si asume el dolor por el dolor, porque el dolor es de Dios, pues también él lo padece, entonces no hay posibilidad de superarlos. El sufrimiento será eterno. Estaremos irreparablemente perdidos y entregados a su mecanismo deshumanizador". Ciertamente tiene razón Boff al afirmar que Dios no puede ser en sí mismo cruz, pues entonces al encarnarse "se encarnaría también ella y Dios no asumiría nada". Lo que hay entonces que decir es que Dios no es cruz, sino que asume verdaderamente el dolor y la muerte y que éstas le afectan en su esencia. Si la asunción de la cruz no le afecta a Dios realmente, no hay verdadera solidaridad con los oprimidos y no se puede decir que en la cruz estaba Dios reconciliando al mundo consigo (cfr. 2Co 5, 19). Ahora bien, ¿cómo se puede hablar de que Dios asume algo que le afecta en su esencia pero que no le pertenece intrínsecamente? ¿Cómo se puede

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decir que en Dios no hay cruz, que Dios no es cruz, pero que en Cristo él ha asumido la cruz y se ha dejado afectar radicalmente por el dolor del mundo? ¿No estamos aquí distinguiendo entre un "antes" en Dios, en el que no habría dolor, y un "después" o, al menos, un "instante" en el que sí hay dolor en Dios? ¿No significa esto proyectar categorías antropomórficas sobre Dios? En el fondo, no se trata sino de las mismas dificultades que plantea el dogma de la encarnación respecto al tiempo. El que Dios asuma la condición humana, incluido el dolor, no significa que toda la condición humana sin más quede eternizada, pues justamente la resurrección nos promete la eliminación del dolor y del sufrimiento en un nuevo modo de existencia individual y colectivo. La perspectiva escatológica del Nuevo Testamento permite afirmar la presencia anticipatoria de lo definitivo en el tiempo. Por eso ha insistido K. Barth en la necesidad de un concepto de eternidad que no signifique una mera negación del tiempo, sino que en algún modo lo incluya y lo funde. En realidad, como observa Pannenberg, esto viene exigido ya por la tesis de la identidad entre la Trinidad económica y la Trinidad inmanente. Sin embargo, Pannenberg tiene razón cuando afirma que esta respuesta teológica no elimina el problema filosófico de la relación entre tiempo y eternidad: ¿cómo pueden predicarse propiedades o estados temporales -como el dolor- de un Dios que es eterno? La respuesta no puede ser, como en el caso de Pannenberg, la afirmación de la eternidad como condición para pensar el tiempo. Si bien es cierto que sin una apertura transcendental de la inteligencia no es posible pensar la relación entre los instantes temporales, esto no significa que esta apertura sea la "totalidad" del tiempo ni que esta totalidad del tiempo se pueda identificar con la eternidad en el sentido de Plotino. Tampoco se trata de convertir, mediante argucias dialécticas, el tiempo en una especie de eternidad larvada, al estilo de Hegel, como si se tratara de establecer relaciones entre dos conceptos. El tiempo no puede deducirse de la eternidad, sino que se funda en el carácter dinámico y respectivo de las realidades mundanas, por más que sepamos que estas realidades mundanas son creadas y se fundan en una Realidad, que por su parte es eterna. Eternidad no significa perduración ilimitada, como ha pretendido en ocasiones la escolástica, pues ni el tiempo se puede deducir directamente de la eternidad ni la eternidad es una mera extensión infinita del tiempo. Más bien hay que decir, en la línea de la famosa definición de Boecio, que la eternidad es el carácter modal de una realidad que se posee plenariamente. Visto el problema en esta perspectiva, no se trata tanto de relacionar el concepto de tiempo con el de eternidad, sino más bien de preguntarnos por la relación entre las realidades tempóreas y la Realidad que plenariamente vive y se posee. Por ello hay que comenzar por subrayar la absoluta heterogeneidad entre tiempo y eternidad. Del tiempo solamente se puede hablar a partir de la respectividad cósmica de las cosas reales, que por ser constitutivamente dinámicas se actualizan el mundo tempóreamente. En este sentido, el tiempo es perfectamente pensable sin la eternidad. La realidad divina, en cambio, no está ni en relación constitutiva ni en relación transcendental con el cosmos, y por eso no es en modo alguno tempórea. Sin embargo, sí se puede decir que la realidad divina es por sí misma dinámica y "durable", pero esta duración es absolutamente extra-temporal. La eternidad es justamente tal duración en autoposesión plenaria, algo completamente heterogéneo al tiempo. Sin embargo, siendo Dios independiente del cosmos por no estar en relación con él, está sin embargo en respectividad con el mundo. Por eso se puede decir que la realidad divina es "absolutamente intramundana", pues la "transcendencia de Dios no es un estar más allá de las cosas, sino que al revés, la transcendencia es justamente un modo de estar en ellas, aquel modo según el cual éstas no serían reales en ningún sentido sino, por así decirlo, incluyendo

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formalmente en su realidad la realidad de Dios, sin que por ello Dios sea idéntico a la realidad de las cosas". Dios está en las cosas, pero haciendo que ellas sean en Dios realidades distintas de él, por lo que su presencia en el mundo no convierte panteístamente las cosas mundanas en momentos de su realidad. Aplicado esto al tiempo, es entonces posible decir que, aunque ni el tiempo se funda en el concepto de eternidad ni la eternidad es una mera extensión o negación del tiempo (esto no pasan de ser dialécticas conceptuales), la realidad eterna sí está presente en las realidades temporales, transcendiéndolas. Ahora bien, esto no es todavía ninguna asunción del dolor por parte de Dios. Esto solamente sucede cuando la presencia de Dios adopta un carácter especial e irrepetible en la encarnación, la cual no se funda en ninguna comunión metafísica entre en Creador y sus criaturas, sino que es un acto puro de entrega de Dios al mundo. En realidad, ya antes de la revelación cristiana es posible saber que "en él vivimos, nos movemos y existimos" (Hech 17,28). La pura presencia de Dios en el mundo, aunque es una presuposición que ayuda para la comprensión del mensaje cristiano, no incluye todavía la afirmación explícita de una solidaridad de Dios con los crucificados de la historia. Sólo en virtud de la encarnación se puede entender que el Logos de Dios asuma realmente todas las vicisitudes del hombres y éstas le afectan realmente como Dios. Lo veremos más detenidamente en el siguiente capítulo. Por ahora baste que el hecho de que el Hijo de Dios asuma el tiempo y que éste le afecte en cuanto Dios no significa que la realidad de Dios sea tempórea, o que el tiempo sea un momento de la eternidad, como tampoco la realidad creada es un momento de la realidad divina, aunque la realidad divina está presente en las cosas creadas. Pero con esto entramos en el tema del siguiente capítulo: la exposición trinitaria de la economía de la salvación desde el punto de vista de la teología de la liberación.

5. LA ECONOMÍA TRINITARIA DE LA LIBERACIÓN

Recogiendo los resultados de la discusión anterior hemos de preguntarnos ahora positivamente por cuáles son los rasgos fundamentales de la reflexión de la teología de la liberación sobre la Trinidad a partir de la historia de la salvación. La teología de la liberación, como vimos, ha de partir de esta manifestación económica de la Trinidad para luego poder formular lo que sea la Trinidad en sí misma. En este sentido, su punto de partida es la historia, y no las condiciones de posibilidad de la misma en Dios o en la creación, ni tampoco su final escatológico.

5.1. Encarnación

a) Sentido de la encarnación. En primer lugar, hay que comenzar subrayando que la perspectiva fundamental desde la que la teología de la liberación considera el tema de la Trinidad viene dada por la encarnación del Hijo entendida como punto culminante de la solidaridad divina con la humanidad en su historia. Moltmann, por el contrario, piensa que un punto de partida narrativo, como es el de la encarnación, tiene el peligro de acabar pensando la Trinidad desde el punto de vista del "origen", y no desde el futuro escatológico. Sin embargo, no está dicho en ninguna parte que el punto de partida en la historia del Hijo haya de conducir necesariamente a una consideración abstracta de las relaciones de origen en la naturaleza de Dios, como tampoco es claro que una perspectiva escatológica evite necesariamente ese mismo peligro. En realidad, un punto de partida

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histórico, además de ser hermenéuticamente más correcto, es lo que más nos posibilita entender la relación de los pobres con el misterio de Dios. De lo contrario, éstos aparecen como un elemento importante de la historia concreta de Jesús, pero se olvidan en cuanto se habla de su divinidad o de la Trinidad en la escatología. Por eso, la teología de la liberación ha de partir, en función de sus mismos principios hermenéuticos, de la historia de Dios con los pobres, para desde ahí pensar tanto la escatología como los orígenes.

Este punto de partida en la encarnación no obsta, claro está, para aceptar que, siendo Dios en sí mismo trino, todas sus actuaciones en la historia de Israel hayan tenido ya un carácter trinitario, el cual, si bien de un modo no explícito, puede haberse manifestado de algún modo también en otras religiones fuera de la tradición judeocristiana. Incluso desde un punto de vista filosófico puede decirse que, si la presencia de Dios en la historia consiste en ser fundamento de la praxis humana, toda fundamentación tiene un carácter ternario de ser ultimidad, posibilitación e impelencia, en lo cual se pueden de algún modo entrever, si no en la "pura naturaleza" (suponiendo que hubiera algo así), sí en la estructura de la acción humana en cuanto fundada en Dios, los vestigia trinitatis. La revelación trinitaria de Dios en su economía salvífica no puede ser sustituida por estos vestigios, pero ellos son la estructura antropológica en la cual se hace posible la manifestación histórico-salvífica de Dios como Padre último de todo, como Hijo posibilitante de nuevas formas de vida y como Espíritu impelente en la historia.

Ahora bien, todo esto no es más que una relectura hecha posible gracias a la encarnación de Verbo en la historia de Jesús. Como dice San Juan: "tanto amó Dios al mundo que le dio ( ) a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). Se puede decir que este "dar" ( ) de Dios en la encarnación es el fundamento de toda "entrega" o abandono ( ) del Hijo en manos de los hombres a la hora de la pasión. El sentido último de la encarnación no es la pasión sino la libre comunicación de Dios con su creación. Ahora bien, ésta es una creación corrompida por el pecado que esclaviza a los pobres y a quienes proféticamente se ponen de su parte. El enlace de la encarnación con la pasión no es mecánico, sino que está mediado por la historia de la libertad de los hombres para mantenerse en la injusticia y por la historia de la libertad de un Dios que es solidario con los pobres hasta las últimas consecuencias. La encarnación, en este sentido, no es un acto natural, sino eminentemente histórico. No se trata primordialmente de un acto metafísico de combinar naturalezas, sino de un acto histórico por el cual Dios se hace presente en una historia concreta y en una situación social muy determinada: al lado de los pobres de Israel, como subraya el evangelio de Lucas.

Esto es muy importante para una conceptuación adecuada de lo que sucede en la encarnación. La confesión de la divinidad de Jesucristo, tal como nos la presenta el Nuevo Testamento, no depende del descubrimiento en él de una segunda naturaleza divina, sino que se funda en la experiencia de su praxis histórica, como la estructuración del evangelio de Marcos en función de la confesión del centurión (Mc 15,39) subraya especialmente. La experiencia de la resurrección y, si se quiere, también de la transfiguración, prescindiendo ahora de cómo se hayan de interpretar en concreto, no tienen sentido fuera de la historia entera de Jesús, como el mismo hecho de la existencia de las narraciones evangélicas quiere subrayar. Las fórmulas dogmáticas que, como la de Calcedonia, expresan la divinidad de Jesucristo mediante la unión hipostática de dos naturalezas, recurren a una terminología filosófica determinada, como es la helénica, para responder a problemas teológicos que,

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siendo en cierto modo problemas perennes de toda cristología cristiana, se expresaron históricamente en las fórmulas de una filosofía concreta. En la medida en que se trata de contenidos permanentes de la fe cristiana (por ejemplo la necesidad de afirmar tanto la verdadera divinidad como la verdadera humanidad de Cristo), son fórmulas imprescindibles.

Otra cosa es si la terminología filosófica empleada (por ejemplo el concepto de ) es la más adecuada y si, desde otra perspectiva filosófica y por ello también con otra terminología, no se puede responder mejor tanto a los interrogantes filosóficos actuales como a la necesidad misma de la teología de entender la conexión entre la revelación neotestamentaria y los contenidos dogmáticos. Por una parte, la filosofía actual no parte del horizonte de la naturaleza, como los griegos, sino de la praxis, de manera que el concepto de "naturaleza" no es más apropiado para describir ni la realidad en su conjunto, ni tampoco la realidad humana. Ser hombre no es ser una "naturaleza humana". Mucho menos se puede entonces pretender que la realidad divina sea una naturaleza. Por otra parte, una teología que pretenda pensar y acceder a la divinidad de Jesucristo a partir de la historia de Jesús ha de buscar conceptos más adecuados para entender esa divinidad. La idea de Dios como naturaleza aboca a un punto de partida ahistórico, a una consideración de la esencia divina en sí misma. En cambio, adelantando aquí algunas tesis que veremos en el capítulo octavo, podemos decir que la idea de Dios como actividad pura permite un punto de partida en la praxis de Jesús, tanto como criterio para confesar su divinidad como para saber en qué consiste la divinidad misma de Dios. La praxis de Jesús, como alguien que "pasó haciendo el bien" (Hech 10, 38), en la medida en que ese hacer el bien, siendo humano, no puede explicarse humanamente, sirve para confesar que en la actividad de Jesucristo se hizo presente la actividad misma de Dios y que él es Dios. Es más, como veremos en el siguiente capítulo, la praxis de Jesús y no una elucubración genética sobre la constitución natural de la vida divina, es también el criterio para determinar cuáles son las relaciones entre las personas trinitarias.

Desde aquí podemos comenzar a responder a la pregunta por la solidaridad de Dios con las víctimas de la historia. Esta cuestión no se puede presentar como un problema de naturalezas. Si Dios se hace presente en la historia de Jesús, el destino de éste le ha de afectar realmente, y no sirve apelar a la distinción de naturalezas para mermar esa afección, como hace Boff. Si así fuere, Dios mismo no se habría comprometido radicalmente con la historia sino que permanecería "nestorianamente" al margen de las vicisitudes de Jesús. Pero la solución tampoco puede estar en la simple afirmación de que Dios sufre "en su esencia", si no se precisa más en qué consiste ésta, pues parecería que el dolor es un parte de la naturaleza divina. En el capítulo octavo trataremos de mostrar en qué sentido se puede decir que Dios sufre en su misma realidad sin hacer del dolor parte de su definición. Baste de momento decir que, si Dios asume el destino de Jesús, asume con él todas sus vicisitudes, incluyendo las más nimias. Pero si Dios sufre, sufre "humanamente" y no divinamente, y por tanto tampoco eternamente. Este es justamente el misterio de la encarnación: que Dios mismo se ha hecho hombre, y no simplemente que él está "unido" a una naturaleza humana, a la que posee como "persona", sin ser él mismo afectado por ella. Pero siendo hombre, las vicisitudes que le tocan son y siguen siendo vicisitudes humanas, y éstas no pasan a formar parte de la divinidad. Por eso se puede decir que "Dios tuvo en Cristo cuerpo y psiquismo humanos, tuvo también una biografía estrictamente humana, que

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le afectaba a su propia condición de Hijo de Dios. Dios (...) quiso vivir biográficamente las vicisitudes de un hombre que siente en su propia índole personal el tener necesidades...".

b) Encarnación y Trinidad. La encarnación así entendida como la presencia de la actividad misma de Dios en la historia de Jesús, tiene consecuentemente una estructura trinitaria. Por un parte, Dios asume en sí mismo las vicisitudes de Jesús como Hijo. En este su ser hombre no deja de ser Dios, pero no deja tampoco de ser hombre, sino que en su mismo ser hombre se realiza como Hijo de Dios. Como Padre, Dios permanece dueño de la historia humana y dueño de la historia del Hijo que a ella se sometió. En el Espíritu el hijo de María no deja de ser Hijo de Dios, sino que permanece unido al Padre que lo envía (Lc 1,35). Esto que Lucas expresa concentradamente en la anunciación no es sino lo que ocurre a lo largo de la vida de Jesús, más relevante teológicamente que una consideración aislada de sus palabras. Pues bien, la praxis de Jesús es, por una parte, una praxis filial. Su oración (Mc 1,35; 6,46; 14,32-42), su denominación de Dios como Abbá, su relación fraternal con los hombres nos revelan a Dios como su Padre y como Padre nuestro. Aquí no se trata primariamente de una "autodistinción" en el sentido de una glorificación tal del Padre que convierte a Jesús en constitutivo mismo de su paternidad como Hijo eterno. El sentido fundamental de la misión de Jesús no es la gloria y la dominación del Padre, como quiere Pannenberg, sino el amor de Dios al mundo. Si ese amor al mundo llega hasta la entrega del Hijo, es que el amor con que Dios ama al mundo es el mismo amor intratrinitario. Por eso San Juan subraya que esas relaciones entre el Padre y el Hijo son relaciones de amor (p.ej. Jn 10,17; 10,30; 10,38; 17,21) y no primariamente relaciones de autodistinción o de glorificación. El Reino de Dios se define por las relaciones de amor fraternal fundadas en el amor del Padre y sólo indirectamente por su glorificación. Y en ese amor del Padre es dónde el Hijo quiere introducir a todos los hombres. Sin embargo, este no es un amor indiferenciado: la praxis de amor de Jesús nos muestra que ese amor es un amor parcial a favor de los pobres, los pecadores y los marginados, porque en definitiva así es el amor paternal de Dios (Lc 15,11-32).

Ahora bien, la praxis de Jesús no se puede entender exclusivamente desde la relación Padre-Hijo, pues ella no es solamente una praxis filial sino una praxis "espiritual". Jesús recibe el Espíritu Santo en al comienzo de su misión (Mc 1,9-11; Lc 3, 21s; Jn 1, 32s) y es este Espíritu quien le acompaña durante la misma (Mt 12,28) y quien constituye a los pobres y oprimidos destinatarios fundamentales de su obra liberadora, haciendo de este modo su misión desde sus mismos inicios conflictiva (Lc 4,16-30). Pero no se trata de dos relaciones yuxtapuestas, sino estrictamente trinitarias. Tanto en el bautismo de Jesús (en Lc, Mt y Jn) como en el envío del Hijo a los pobres y oprimidos en Lc 4, el Espíritu aparece como mediador entre el Padre y el Hijo, como aquél cuya finalidad es que Jesús entre en la historia de los hombres cumpliendo los frutos de su misión. En la vida de Jesús y en la de los cristianos de hoy se comprueba que "las experiencias del Espíritu Santo no pueden separarse del obrar concreto". Sin embargo, el obrar liberador funda una revelación también liberadora. El carácter trinitario del envío de Jesús a los pobres, en su dimensión de revelación, lo ha expresado San Lucas en un texto fundamental:

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"En aquél momento, Jesús se lleno de alegría por el Espíritu Santo y dijo: 'yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelados a los pequeños ( ). Sí, Padre, así te pareció bien. Todo me ha sido entregado ( ) por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo sino el Padre; ni quien es el Padre sino el Hijo y aquél a quién el Hijo quiera dárselo a conocer'" (Lc 10, 21-24).

Sin entrar aquí en un análisis exegético del texto, es importante observar que la inclusión del Espíritu Santo es obra de la mano de Lucas quien desarrolla explícitamente en su evangelio una teología del Espíritu: un texto de origen primitivo en la tradición sinóptica (asignado con frecuencia a la fuente Q) es releído trinitariamente como una presencia del Espíritu sobre Jesús que en cierto modo preanuncia, en un contexto no doctrinal sino doxológico, la efusión postpascual del Espíritu sobre los pobres. El objeto de esta alabanza de Jesús es el amor preferencial del Padre a los pobres y no, como quiere Pannenberg, "la misión y la autoridad que el Padre le ha concedido". En este sentido, hay ya que señalar que los pobres no son un mero complemento ético o pedagógico de la misión de Jesús, sino que, al menos desde la perspectiva de Lucas, el carácter trinitario de la misión del Hijo está constitutivamente ligado a su envío a sanar a todos los "oprimidos por el Diablo", (cfr. Hech 10, 38). En este sentido, teología de la Trinidad y teología de la liberación aparecen como inseparables, pues la Trinidad es justamente la fórmula que expresa un compromiso de Dios mismo con los pobres que llega, en virtud de los conflictos y la oposición experimentada por Jesús a su misión liberadora, hasta la entrega radical del Hijo en la cruz.

5.2. Pasión y liberación

Si la cruz no es un puro hecho aislado, destinado simplemente a escandalizar a la inteligencia y a desbaratar la "teología natural", sino la culminación y la consecuencia última de la praxis liberadora de Jesús, es ella así considerada el lugar indicado para considerar la solidaridad trinitaria de Dios con los pobres en la historia. Cuando se dice que en la cruz todo el dolor de la historia es asumido por Dios, hay que entender esto desde la opción por los pobres que lleva a Jesús a la muerte y también, como veremos, desde la presencia de Dios en la cruces de la historia.

Ahora bien, no cabe duda de que en la cruz la entrega del Hijo llega al límite de su anonadamiento (cfr. Flp 2, 6-8). Pero eso no significa que ella sea la fórmula de un conflicto intratrinitario, como Moltmann sugiere, sino más bien del radical amor de Dios a los hombres. Este amor lleva la iniciativa de la entrega, que es primariamente una entrega libre del Hijo (Jn 10,18) y no una traición del Padre. En el abandono de Jesús no hay un conflicto con el Padre, sino la ruptura de una determinada imagen "religiosa" de Dios como aquél que salva a los justos y abandona a los injustos (cfr. Job). En este sentido se entiende perfectamente que aquí y solamente aquí Jesús se refiera a Dios, citando el Salmo 22, como Elohí, esto es, como "Dios" y no como Padre. El Padre muestra su paternidad (que rompe con las expectativas mundanas sobre la divinidad) justamente siendo aquél que está con los aparentemente "abandonados" de Dios, con los castigados por la historia, con los aparentemente fracasados y castigados por sus culpas: con Jesús y con los pobres.

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En este sentido nos parece inaceptable la interpretación de Moltmann, que entiende el "Elohí" como una expresión de "distancia" de Jesús respecto al Padre: se trata más bien de que Jesús descubre al Padre como Padre y no simplemente como "Dios". Pues si Dios es un Padre bueno que hace salir el sol sobre justos y pecadores (Mt 5,45) -y no que se dedica a hacer triunfar a los justos y a hacer fracasar a los pecadores- es entonces también un Padre que permite en la tierra el triunfo de los pecadores. Esto es lo que Jesús, como todos los condenados de la historia, experimenta en la cruz. Lo experimenta al igual que ellos como abandono de "Elohí", pero no necesariamente como abandono del Padre bueno que ama a los pecadores hasta el punto de no quitarles su libertad. Por eso Jesús muere perdonando, y su muerte es reconciliación. Y por ello también la experiencia del abandono de Dios ("Elohí") es paradójicamente una experiencia de su verdadera y radical paternidad, pues solamente con la muerte del Justo irreprochable en la cruz se descubre que el verdadero Dios, que ahora se revela como trinitario, no está de parte de quienes triunfan en la historia, sino del lado de las víctimas.

Ante la cruz solamente hay tres alternativas: el rechazo de Jesús ("no era verdaderamente justo"), el rechazo de Dios ("no es bueno o no se compromete con la historia o no existe") o la aceptación admirada de Dios como Padre de Jesús y de Jesús como Hijo del Padre. Entonces no hay más Dios que el que se entrega radicalmente como Hijo y respeta radicalmente como Padre, amando a todos los hombres tal como ama al Hijo. En este sentido se entiende que pueda ser precisamente en la cruz donde Jesús, experimentando el abandono de "Dios", pero quizás consciente de la solidaridad del Padre, tome conciencia plena de su filiación divina: si el Hijo justo ha muerto en la cruz, Dios es verdaderamente el Padre bueno; recíprocamente, si Dios es Padre bueno, había incluso de dejar a su Hijo unigénito en manos de los pecadores. De ahí ese silencio de Dios que, siendo abandono, es abandono de "Elohí", pero no abandono definitivo del Padre. Si se quiere hablar de un conflicto "intradivino", éste no es otro que el conflicto entre el Padre de Jesús y las falsas divinidades en cuyo nombre se le condena a muerte.

Por esto la solidaridad del Dios trinitario con los pobres significa no solamente que el Hijo experimente el dolor y la muerte a manos de los pecadores, compartiendo la suerte de las víctimas. Con la cruz se pone además de manifiesto que Dios no está del lado de los pobres porque éstos sean más buenos o más "justos" en un nuevo sentido distinto al veterotestamentario: el evangelio no es una nueva Ley. Dios está con los pobres porque ellos son los crucificados de la historia. No hay otra razón que su amor. Está con ellos como Hijo que comparte su dolor, pero también como Padre que no convierte la justicia de la tierra en su propia justicia, sino que la pone definitivamente en entredicho. El Padre pone en entredicho todas las bendiciones de la tierra al permitir la maldición histórica de su Hijo, y así se muestra como verdadero Padre de todos. Pero para ello es menester que no haya una separación entre el Padre y el Hijo, que el Padre nunca deje de ser Padre para convertirse en "Elohí", en un Dios que no está con los fracasados por ser el fracaso, en la lectura "religiosa", un castigo. Para que el Padre de Jesús sea verdaderamente el "Dios de los pobres" es menester que en la ruptura radical que se da en la cruz con toda imagen tradicional de Dios, el Padre siga misteriosamente presente y unido al Hijo. La garantía de esta unidad es justamente el Espíritu (Heb 9, 14), el cual será quien resucite al Hijo (Rm 1,4; Tim 3,16).

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La pasión tiene entonces una estructura trinitaria, aunque distinta de la que quiere Moltmann. Por una parte, el Hijo "desciende a los infiernos" de las víctimas de la historia y abre, para todos los condenados por la misma, la verdad del amor desde siempre solidario del Padre. Por otro lado hay que afirmar que "Dios mismo, el Padre, estaba en la cruz de Jesús", a pesar de que este estar, como bien señala Moltmann, no se puede entender en el sentido de que también el Padre padece el dolor y la muerte del Hijo. Al contrario, el Padre es quien resucitará a Jesús por el Espíritu y así mostrará que Dios no solamente se solidariza sino que también triunfa y libera, aunque ese triunfo está ya en la cruz. Por estar el Padre verdaderamente en la cruz de Jesús (2Co 5,19), el así llamado "silencio de Dios" como la ruptura del esquema tradicional sobre los premios y castigos no es, contra lo que piensa el hombre religioso y a pesar de lo que cree Moltmann, verdadero abandono del Padre, sino descubrimiento de su verdadero rostro. A su modo, también el Espíritu estaba presente en la cruz, como el evangelio de Juan plásticamente señala (cfr.Jn 19,30; 19,35; Lc 23,46). Por el Espíritu sigue el Padre unido al Hijo y así se nos muestra como verdadero Padre bueno y se nos descubre lo inaudito: Dios estaba al lado de todos los aparentemente "abandonados de Dios" y no al lado de todos los aparentemente por El benditos con el poder y la gloria.

5.3. Liberación y deiformación

El Padre estaba del lado de Jesús; Jesús es el Hijo del Padre. Esta es la experiencia que, aunque ya incoada en la cruz (cfr. Mc 15,39), irrumpe plenamente en la conciencia y, sobre todo, en la vida de la Iglesia con la resurrección de Jesús por el Padre según el Espíritu (Rm 1,4; 8,11). Esta experiencia posibilita ya vivir como hijos del Padre y adelanta así en la historia el triunfo escatológico del Reino de Dios. Por ello, la experiencia de la resurrección no es solamente un hecho puntual, sino que se continúa por la efusión del Espíritu sobre la primera comunidad. Como bien señala Comblin, la experiencia del Espíritu Santo ha sido la gran marginada de la teología occidental, que ha creído poder unir a los cristianos con Jesús únicamente por medio de la Iglesia o de la palabra. Para la teología de la liberación tiene una importancia fundamental entender trinitariamente no solamente la acción liberadora del Padre en la cruz de Cristo, sino también la continuación de esa obra de liberación en la historia actual por medio del Espíritu. Como dice expresivamente I. Ellacuría, "el Jesús histórico ha de constituirse no sólo en Cristo de la fe, sino también en Cristo histórico, esto es, en la historización visible y eficaz de la afirmación paulina de que El sea todo en todos". ¿Cómo se ha de entender esto?

a) La deiformación. Ante todo no está de más recordar que la historia es fundamentalmente praxis, y no creación o trasmisión de sentido. Como praxis, la historia no consiste en un mero desarrollo en acto de lo ya presente en unas potencias naturales al principio de los tiempos, sino en apropiación y trasmisión tradente de posibilidades. Si el hombre es una realidad histórica, la acción de la gracia de Dios no es la de una sobrenaturaleza que se opone a una naturaleza, sino en último término en la acción del Hijo y del Espíritu que se oponen al pecado. Jesús, por su vida, muerte y resurrección es el gran posibilitante en el sentido de capacitar a los hombres para vivir como él, siendo ya en la historia hijos adoptivos de Dios. Ahora bien, esta posibilitación no se trasmite en la historia simplemente por vías institucionales o como quien trasmite un mensaje. Ciertamente, la trasmisión institucional tiene la ventaja, frente a la meramente verbal, de trasmitir posibles formas de

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vida, pero corre el peligro de convertir estas formas de vida en meras "obras de la ley". La trasmisión verbal tiene el peligro de convertir a la fe en un mero acto intencional dirigido al Cristo, con independencia de la entrega real a Dios en el seguimiento de Jesús. En el fondo, ambas fórmulas están condenadas a pensar la salvación como un fenómeno transhistórico, pues sus mediaciones históricas (las instituciones o la palabra) no pueden ser en sí mismas salvadoras.

Ahora bien, la forma de vida de Jesús, justamente por ser la forma de vida del Hijo de Dios y no una mera creación humana, sólo se puede trasmitir fundada en la experiencia impelente del Espíritu como fundamento de la propia praxis histórica. La presencia real de Cristo por el Espíritu en la historia es justamente lo que fundamenta la tesis de la teología de la liberación de que la salvación se juega ya en este mundo, por más que no se agote en él. Esta salvación no consiste en otra cosa que en la misma autodonación trinitaria de Dios en la historia. "Por haber perdido de vista la dimensión trinitaria, y particularmente la dimensión pneumatológica de la salvación cristiana, la teología occidental había llegado casi a perder del todo el sentido intrahistórico de la salvación, como liberación del hombre

ya en la historia". En virtud de esta continuidad con Jesús en el Espíritu puede hablar se entonces de un "Cristo histórico".

La experiencia de un Cristo histórico es por ello una experiencia fundamentalmente trinitaria. Por la cruz y por la resurrección hemos experimentado que Dios Hijo estaba hasta las últimas consecuencias al lado de las víctimas de la historia, que el Padre de Jesús es en verdad el Padre de todos y que por el Espíritu el Padre permanece unido a Jesús en la pasión. Pero si Jesús ha asumido todo el dolor de las víctimas de la historia y el Padre es Padre de todos, la efusión del Espíritu no es otra cosa que la inclusión de toda la humanidad en el nunca roto amor intratrinitario: "la afirmación cristiana de Dios como 'trinidad' cobra un sentido nuevo y dinámico desde la cruz. Dios es un 'proceso' que asume en camino hacia la plenificación final (1Co 15, 28), pero que asume en sí lo histórico. En este proceso, Dios participa y se deja afectar por la historia en el Hijo, y por otra parte, la historia es asumida en el Espíritu". Por esto la liberación intrahistórica es salvación y la salvación no es otra cosa que la participación en el mismo amor intratrinitario que nos constituye en hijos adoptivos de Dios. Como bellamente lo expresa San Pablo: "la prueba de que ustedes son hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!" (Gal 4, 6; cfr. Rm 8, 15).

De este modo, la unidad de las personas en la Trinidad no es un mero objeto de especulación, sino que tiene un significado soteriológico y liberador, pues toda experiencia histórica de la gracia se funda en definitiva en esta inhabitación de la Trinidad en los hombres, constituyéndolos en hijos adoptivos e incluyéndolos en la vida divina. Es lo que los Padres griegos denominaron , deificación, que no es una consecuencia de la redención de los pecados sino su verdadero fundamento ontológico. Por eso se puede decir que el cristianismo es ante todo una religión de "deiformación" y, consiguientemente, una religión de salvación. La salvación presupone el hecho histórico del pecado, mientras que la deiformación se funda en la fundamental voluntad del Creador de comunicarse con sus criaturas, integrándolas en la vida divina. Por eso, la liberación cristiana es participación en la vida trinitaria y no tiene un carácter individual sino comunitario: es en definitiva entrar en el Reino del Padre por el Hijo y el Espíritu.

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Es importante tener en cuenta que esta inclusión de la humanidad en la vida trinitaria por obra del Espíritu en la historia no es un proceso indiferenciado. Como vimos, la cruz nos descubre tanto la universal paternidad de Dios como su radical parcialidad por el pobre, no como dos amores o dos actitudes distintas de Dios, sino como consecuencia unitaria de su único y radical amor a un mundo donde hay miseria y opresión. Por eso esta integración de la historia en Dios está esencialmente determinada por la parcialidad de su amor hacia las víctimas de la historia: "el Espíritu hace al hombre hijo de Dios, pero no idealistamente, sino según la estructura del Hijo". Como dice también Boff, "la obra del Espíritu consiste fundamentalmente en (...) actualizar la gesta liberadora del Hijo". Por eso es el Espíritu que el Padre envía y que el Hijo recibe también "Espíritu de su Hijo" (Gal 3,14).

b) Dimensiones de la deiformación. Esta actualización de la gesta del Hijo en la historia tiene dos dimensiones fundamentales que no son otra cosa que dos modos de "reproducir la imagen de su Hijo" (Rm 8,29). En primer lugar, por el Espíritu los cristianos pueden reproducir la praxis de Jesús en su seguimiento, con lo cual se nos muestra toda la verdadera riqueza del mismo: el seguimiento no es meramente una ética (aunque tiene consecuencias éticas) ni solamente un locus epistemológico (aunque tiene una relevancia hermenéutica enorme, como vimos). El seguimiento de Jesucristo es participación por el Espíritu en la vida misma de Dios. El Espíritu está presente en la Iglesia deiformando a los cristianos según la imagen del Hijo (cfr. LG 8,1). En virtud de esta deiformación, tanto la muerte como la resurrección de Jesús se continúan en la vida de un Iglesia que completa en su carne lo que le falta a la pasión de Cristo (cfr. Col 1,24).

Ahora bien, esta deiformación tiene en segundo lugar una dimensión más radical que traspasa las fronteras de la confesión consciente de Jesucristo en la Iglesia. Ya en la Iglesia es manifiesto que Dios ha escogido a los débiles para manifestar el poder de su Espíritu (cfr. 1Co 1,26-2,16), pero esta elección fundamental de Dios, presente en la encarnación, en la vida y en la muerte del Hijo se continúa en la historia de la humanidad por medio del Espíritu: "Dios actúa así en la Iglesia porque actúa de la misma manera en la historia. No hay una ley para la Iglesia y otra para la historia. El Espíritu actúa en la historia con los medios de la pobreza". Por esto los pobres son los destinatarios del Reino, los "primeros analogados" de la deiformación, con independencia de su confesión de fe consciente y con independencia también de su pertenencia a la Iglesia. Los pobres, no por ser cristianos ni por ser buenos, sino por ser pobres, son el lugar donde se actualiza en la historia, por la obra del Espíritu, la figura del Hijo.

De ahí que, a pesar del carácter central e irrepetible de la cruz de Cristo, se pueda hablar de nuevas crucifixiones del Hijo de Dios en la historia (cfr. Heb 6,4). Por eso, la pregunta de Moltmann por el dolor de Dios ha de ser esencialmente ampliada: no se trata solamente del dolor del Hijo en la cruz, sino también de la presencia de Dios en virtud del "Espíritu que gime en nosotros" (Rm 8, 26) en la cruces de la historia. Sin embargo, esta deiformación no es meramente negativa: como proceso de configuración con el Hijo por medio del Espíritu se trata de un proceso resurreccional ya en esta historia, por mucho que su culminación solamente sea escatológica, cuando Cristo "entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad" (1Co 15,24). El Espíritu presente en las cruces de la historia es el mismo Espíritu que acompaña a los pobres en sus luchas de liberación. "La unidad de los dos elementos se encuentra en el mismo Jesús, el Cristo,

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muerto y resucitado, en cuanto máxima presencia del Espíritu Santo en el mundo, de tal forma que podemos decir: El Jesús según la carne constituyó la máxima presencia del Espíritu Santo en el mundo, y el Espíritu Santo en la Iglesia es ya la presencia en la historia del Cristo resucitado".

Esta superación de los límites institucionales de la Iglesia no es sin embargo indiferente para la Iglesia, porque no hay seguimiento posible de Jesucristo al margen de esta su presencia fundamental, por el Espíritu, en medio de los pobres, como genialmente expresa el evangelio de Mateo (Mt 25, 31-46). Por eso no se relativiza en absoluto la función de la Iglesia en la historia de la salvación, sino que simplemente se recuerda, en primer lugar, que los pobres, en cuanto lugar privilegiado para el encuentro de la Iglesia con Cristo, si bien no pueden ser descubiertos como tal lugar sin la mediación de la Iglesia (de ahí la tesis de que extra ecclesia nulla salus), superan la realidad institucional de la misma (de ahí que la salvación no esté exclusivamenete ligada a la pertenencia a la Iglesia). En segundo lugar, es conveniente no olvidar que la Iglesia de Jesucristo se entiende a sí misma como "Iglesia de los pobres". En realidad, no hay una contradicción lógica entre la tesis de "quien a ustedes (los discípulos) recibe a mí me recibe" (Mt 10, 40) y "quien recibe a uno de estos pequeños a mí me recibe" (Mt 18,5 par), sino solamente una contradicción histórica, que se da cuando la Iglesia deja de ser Iglesia de los pobres para ser una Iglesia que, a lo más, se dirige caritativamente a ellos. En realidad, lo que unifica las dos perspectivas (Iglesia de los pobres e Iglesia para los pobres) es la estructura de la fe misma. Hemos dicho que la fe, desde el punto de vista de la teología de la liberación, consiste en la entrega del seguimiento. Este no puede ser simplemente un seguimiento repetitivo del Jesús histórico, problemático en su acceso. Pero tampoco puede ser un acto ahistórico de aceptación intelectual del "Cristo de la fe". Se trata más bien de un seguimiento de Cristo tal como hoy se encuentra hoy en la historia, un seguimiento del Cristo histórico, que incluye por ello una referencia esencial al Jesús histórico, a la Iglesia y a los pobres.

Desde esta perspectiva se entiende que, cuando la teología de la liberación nos habla del "Cristo histórico", del "pueblo crucificado", de los pobres como "cuerpo de Cristo en la historia", o del rostro de Cristo en los pobres de Latinoamérica, no se trate de vagas metáforas o solamente del tema central de una nueva espiritualidad. Se trata de afirmaciones estrictamente teológicas, que tratan de poner de manifiesto la estructura trinitaria de la historia de la salvación. Esta estructura no es sino la del amor preferencial de Dios por los pobres. Y en esto radica la diferencia fundamental de la teología de la liberación con otras teologías que, ciertamente, no niegan la especial relación del Jesús histórico con los pobres, pero no integran sistemáticamente esta "perspectiva del pobre" en su concepción de la historia de la salvación y por tanto tampoco en su idea de la Trinidad. La teología de la liberación sin embargo sostiene que, precisamente por ser Dios trinitario, es capaz de solidarizarse con los pobres hasta el punto de beber su cáliz y descender hasta los infiernos de la historia. Pero, al mismo tiempo, por ser un Dios trinitario puede no solamente asumir ese dolor sino vencerlo definitivamente venciendo a la muerte (cfr. 1Co 15, 26). Igualmente, por ser un Dios trinitario, su Reinado escatológico, adelantado en la resurrección, se juega hoy en la historia humana, concretamente entre los pobres.

Aquí se inscribe el proceso de unificación de la humanidad, al que ya se refería L.Boff, pues, como señala el Evangelio de Juan, es la unidad de la Trinidad (Jn 10, 30) la que funda

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la posibilidad de una unificación y reconciliación de la humanidad (Jn, 17, 21), pues, en el fondo, el amor que une a las personas divinas es el mismo amor con el que Dios ama al mundo (Jn, 3,16). Pero esta obra unificadora del Espíritu no es neutral ni se refiere a una humanidad abstracta, sino que está configurada "según el Hijo", es decir, desde la presencia de Dios entre los pobres. Los pobres como "lugar teológico" y como "lugar soteriológico"

son para la teología de la liberación el criterio de toda ulterior crítica política. Esto es algo que se funda en la Trinidad, pero no como "modelo" de convivencia socio-política, sino como fórmula de la autodonación misma de Dios a los pobres en la historia. En el fondo, "la realidad del misterio trinitario sitúa ante nosotros un futuro de esperanza y de exigencia que desborda los planteamientos de la sociología y de la política: por encima del respeto democrático hacia todos se sitúa el amor a los más pobres y pequeños".

5.4. Nueva creación y creación trinitaria

Desde esta perspectiva es claro, como venimos viendo, que la cuestión de la escatología no se plantea, en la teología de la liberación, en función primaria de la marcha profana de una historia universal entendida como progresivo acercamiento a su plenitud y culminación "después de los siglos", como con frecuencia se le reprocha. Se trata más bien de una "escatología del presente", tal como la entienden los escritos de Juan (cfr. p. ej. Jn 5,24) e incluso también de Pablo. Es la presencia actual del Reino entre los pobres como participación desde hoy en la vida trinitaria, en virtud de la cual todo es ya ( ) "nueva creación" (2Co 5, 16-17). En cuanto tal, no es algo que pueda medirse sin más mediante análisis socio-históricos, pues esta presencia desbarata todos los cálculos humanos, que no pueden entender precisamente la solidaridad divina con los infiernos de la historia, como ninguna sabiduría humana puede entender la cruz de Cristo (cfr. 1Co 1,17-31). Esta nueva creación no es un fenómeno que se haya de explicar con naturalezas y sobrenaturalezas, pero tampoco un hecho meramente intencional o subjetivo. Se trata ante todo de un hecho histórico, que afecta tanto a los hombres como a la naturaleza en su mutua imbricación. Por eso se puede decir que la creación natural aguarda la plenificación definitiva de los hijos de Dios (cfr. Rm 8,19).

En este sentido, es claro que la experiencia histórica de la "nueva creación" incluye también la esperanza en una plenificación definitiva de la realidad. Pero esta culminación escatológica que aún esperamos tiene un carácter muy concreto: no es sin más una culminación de la historia profana o una divinización de toda realidad, sino que sucede según la imagen del Hijo. De ahí que los pobres, analogados del Hijo, sean los primeros destinatarios de la esperanza escatológica (Mt 5, 1-11), que se presenta entonces como una "segunda venida" de Cristo, en virtud de la cual los "hijos adoptivos" alcanzan por el Espíritu su filiación plena que toda la creación está aguardando "para que Dios sea todo en todo" (1Co 15, 28). Esta es la razón de que no se puede hablar de la definitiva venida del Reino sin referirse a la Trinidad.

Si la experiencia histórica de la "nueva creación" trinitaria es el punto de partida para pensar la esperanza escatológica definitiva, también lo es para preguntarse qué es en realidad la creación. Como ya dijimos, ésta fue también la experiencia de Israel: la fe en el Dios liberador del Exodo fue el fundamento de la fe en un Dios creador, y no al revés. El mismo Deutero-Isaías subrayará que el libertador de Israel es el creador de todas la tierra,

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"pues tu salvador ... se llama Dios de toda la tierra" (Is 54, 5), utilizando el mismo término de los relatos del Génesis para referirse al acto salvífico de crear a Israel. Lamentablemente, la teología cristiana, bajo el influjo de un horizonte filosófico naturalista, fue poco a poco olvidando esta dimensión salvífica de la creación para considerarla progresivamente como un acto puramente cosmológico, disociando de este modo creación y liberación, naturaleza e historia. La teología contemporánea, en la medida en que, con Rahner, ha ido convirtiendo a la naturaleza en un "concepto residual" (Restbegriff), ha podido recuperar progresivamente la perspectiva histórico-salvífica de Israel. Desde ella, la creación no aparece primariamente como una respuesta a la pregunta por el principio del mundo, sino a la pregunta por el fundamento último de toda acción humana, por más que esta última cuestión remita a la primera. Dios es liberador de Israel porque en último término es el fundamento de toda realidad.

El Nuevo Testamento entendió también la creación en función de la liberación experimentada en Cristo, y por tanto de un modo constitutivamente trinitario. San Pablo (1Co 8,6) y las epístolas deuteropaulinas (cfr. Col 1, 13-20), así como también Juan (Jn 1, 1-8) nos hablan de una creación del Padre "por" ( ) el Hijo y "para" ( ) el Hijo. El acto salvador de Jesucristo, la "nueva creación" es en este sentido no solamente lo que da sentido a la creación, sino también lo que la fundamenta: "uno y el mismo es el mediador del Padre en la creación, en la encarnación salvífica por la que Dios mismo vence la muerte en el hombre y en la consumación por la que todo se somete al designio originario del Dios Padre". Sin embargo, la teología cristiana, sobre todo a partir de San Agustín, en el contexto de las polémicas antiarrianas, verá con cierto recelo la mediación del Hijo en la creación, que podría interpretarse en menoscabo de su divinidad. Por eso interpretará la creación, como en general todas las obras "ad extra", como acciones de la única sustancia o naturaleza divina con abstracción de su tripersonalidad. Como el P. Régnon ha subrayado, esta posición se hizo especialmente característica de la teología latina, y se halla también en Santo Tomás, aunque de manera más matizada.

A esta idea de la creación como acción de una única sustancia está unida la concepción de la misma como un acto de causalidad eficiente. Ciertamente, los Padres griegos pensaron la causalidad más bien como reproducción formal del generante en el generado. En esto pudo influir su punto de partida en el Padre como origen de la naturaleza divina y su consiguiente concepción, más cercana al Nuevo Testamento, de la creación como un acto de las tres personas. Se trata ciertamente de un esquema "naturalista", pero en él es posible admitir de algún modo la presencia de la causa formal en el efecto sin por ello caer en el panteísmo. Los latinos empero, al partir más decididamente de la sustancia única común a las tres personas, entendieron toda posible causalidad desde el punto de vista de la causalidad eficiente, según la cual hay una distinción mucho más estricta entre causa y efecto. En virtud de esta separación, la acción creadora y la acción libertadora aparecen como radicalmente heterogéneas: la primera es un acontecimiento de carácter natural, independientemente de la reproducción histórica de la imagen del Hijo en la obra liberadora de la Trinidad.

La teología de la liberación, por partir del "Cristo histórico", está más interesada en un concepto de creación que, si bien no convierta la obra liberadora y deificadora en irrelevante por estar todo ya de hecho dado en el primer acto creador, haga sin embargo

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posible concebir la presencia liberadora de Dios en la historia. Por eso, "todo depende de cómo se entienda la creación. Si por creación se entiende un acto eficiente de Dios en el cual la criatura es un efecto separado, que a lo más tiene una remota semejanza, la unidad de lo creado con el creador y la posibilidad de entender una sola historia quedan seriamente dificultadas. Puede, en cambio, concebirse la creación, como tantas veces apuntaba Zubiri en sus cursos, de otra manera. La creación sería la plasmación ad extra de la propia vida trinitaria, una plasmación libremente querida, pero de la propia vida trinitaria". En este sentido (y sólo en este sentido) se puede decir que la creación es algo ya virtualmente presente en la vida trinitaria misma, de modo que la creación como "obra ad extra se ordena a la obra ad intra porque el origen de la obra ad extra se encuentra en la obra ad

intra". Más allá de la mera causalidad formal de los griegos, "no se trataría entonces de una causalidad ejemplar idealista, sino de una acción comunicativa y autodonativa de la propia vida divina".

Esta perspectiva deja claro, en segundo lugar, que el sentido de la creación no está en la fundamentación natural del cosmos, sea en el sentido de la causalidad eficiente y formal o en el sentido de una emanación difusiva de la naturaleza divina, sino en la plena comunicación personal de Dios con los hombres, la cual tiene su punto culminante en la encarnación del Hijo y se continúa en la deificación de la humanidad por obra del Espíritu ya presente desde el comienzo de la creación (Gn 1,2). Por eso la teología de la liberación sostiene la conexión íntima entre la creación y la encarnación: "el sentido de la creación consiste en ser un receptáculo capaz de acoger la manifestación de la Santísima Trinidad y, en el nivel humano, de ser templo de autocomunicación del Hijo (en Jesús de Nazaret) y del Espíritu Santo". Entonces la fe en la creación no afirma solamente la presencia fundante de Dios en las cosas (esto lo saben muchas religiones y filosofías), sino sobre todo el carácter personal y liberador de esa presencia, tanto por su origen como por su finalidad. En este sentido hay que decir con Duns Escoto que la creación es una verdad de fe.

En tercer lugar, por partir de la historia y no de la naturaleza, la teología de la liberación está interesada en subrayar la libertad de la creación. A parte Dei, esto significa que la creación no es un acto necesario de una supuesta naturaleza divina, sino un acto personal de las tres personas trinitarias. La doctrina de la Trinidad es justamente un argumento en favor de este carácter eminentemente libre del acto creador: "Si Dios no tiene otra comunicación que la que tiene lugar en la creación, entonces la creación le es necesaria a Dios para comunicarse, y Dios previamente a, o fuera de, la creación sería un ser incomunicado". Por ser un acto de comunicación y orientado a la comunicación, la creación supone a parte

hominis una historia abierta, que no sea mera un mero desarrollo de lo ya precontenido en potencias naturales o en algún tipo de Razón Absoluta, sino historia de la libre respuesta de los hombres a la oferta comunicadora de Dios que culmina en la encarnación. En la medida en que los hombres, por motivo del pecado, se niegan a esta comunicación, la concepción de la creación como un acto personal apoya también la idea de que la liberación redentora del pecado ha de acontecer no como un mecanismo natural, sino mediada por la libertad del hombre. Ciertamente, el pecado afecta a toda la creación, pero ello se debe a la imbricación del hombre con la naturaleza, y no a una "caída" de la naturaleza independiente de la acción del hombre. De ahí que la redención del pecado afecte también a la creación entera (cfr. Rm 8,19). No cabe duda también de que el pecado es un fenómeno no sólo individual, sino también social e histórico, pero ello no es un argumento contra la libertad, sino que

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solamente nos recuerda que la libertad del hombre para acoger la gracia redentora de Dios está siempre social e históricamente situada. De aquí que la concepción trinitaria de la creación sea en último término un argumento en favor de la tesis central de la teología de la liberación de que la salvación acontece ya en la historia, por más que no sólo en la historia.

De aquí que la teología de la liberación subraye, en cuarto lugar, el carácter estrictamente trinitario de la creación. Esta no es la obra de la única sustancia o naturaleza divina con abstracción de las personas, sino una creación de las personas y sólo de las personas en sus formas propias de actuación. "Partiendo de la distinción conceptual (absolutamente inadecuada) entre naturaleza divina y personas divinas, diríamos que la creación no tendría que ver con la naturaleza, sino con las personas. De este modo nosotros no seríamos ni de su naturaleza ni un producto hecho por ella. Seríamos más bien el don de cada una de las personas en sus relaciones mutuas: Dios crea por su Hijo en el Espíritu, y en el Espíritu la creación se ofrece al Padre por Jesús". De este modo, la concepción trinitaria de la creación es el fundamento último de la experiencia histórica de la acción liberadora del Dios trino: si Dios salva a la humanidad llamándola a la comunión con él, esto se explica porque desde el principio mismo Dios era comunidad y para ese comunidad nos creó y eligió.

5.5. Conclusión

Con esto termina la primera parte de nuestra investigación. Su resultado más importante ha sido la comprobación de que, para la teología de la liberación, la doctrina de la Trinidad no tiene la función primaria de proporcionarnos un modelo o una utopía de sociedad, como piensa la teología política y como también tiende a afirmar L. Boff. La doctrina de la Trinidad es más bien la formulación creyente de la experiencia de un Dios que se ha comprometido radicalmente y en su misma realidad con la historia humana por medio del Hijo y del Espíritu. Ahora bien, esto que hemos visto al hilo de la consideración de la economía salvífica tiene importantes consecuencias para el intento teológico de formular lo que sea la Trinidad inmanente en sí misma. En nuestro intento de conceptuar esta historia de la salvación hemos visto, por ejemplo, cómo la idea clásica de una "naturaleza divina" distinta de las personas no solamente no nos ayuda para comprender esta historia sino que se nos presenta más bien, en palabras de Pedro Trigo, como "absolutamente inadecuada". Pero no sólo esto. En los siguientes capítulos habremos de mostrar cómo muchas de las concepciones clásicas sobre la naturaleza de Dios o sobre la personas divinas, además de no ser aptas para explicar la economía de la salvación, causan también problemas a la hora de hablar de las relaciones intratrinitarias. Se trata de los ya aludidos conceptos de sustancia y de sujeto. Por eso tendremos que enfrentarnos en lo que queda al problema de proponer, dentro de los límites de todo discurso sobre la realidad divina, una idea no naturalista ni sustancialista de la Trinidad, tratando de mostrar cómo ésta es más apta para explicar nuestra experiencia histórica de la Trinidad. Es uno de los temas que clásicamente se inscriben dentro de la reflexión teológica sobre la "Trinidad inmanente".

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6. DE LA TRINIDAD ECONÓMICA A LA TRINIDAD INMANENTE

Como hemos visto en el capítulo tercero, la teología de la liberación asume la tesis rahneriana de la identidad entre la Trinidad económica y la inmanente y, si cabe, la radicaliza, en cuanto que no parte a priori de la idea de Dios como Sujeto único, heredada de la filosofía moderna, para después tratar de combinar esta idea con la revelación de las tres personas. Naturalmente, la tesis rahneriana supone la fe en que Dios se nos ha manifestado en su economía salvadora tal cual El mismo es. Por ello, por mucho que nuestro conocimiento de Dios sea siempre limitado, aun presupuesta la revelación, sí podemos confiar en que aquello que Dios nos ha revelado de sí mismo no es una mera apariencia o disfraz, motivado por la necesidad de adaptarse a la historia y a los hombres, sino que corresponde últimamente al misterio de su vida divina misma.

En consecuencia, si se afirma esta identidad entre Trinidad económica e inmanente y se acepta también el hecho de que no tenemos ninguna fuente de información filosófica sobre la vida divina que nos dé informaciones adicionales a las que se haya de adaptar la revelación sino que, por el contrario, toda categoría de origen filosófico aceptable para hablar sobre Dios ha de ser suficientemente abierta y flexible para adaptarse a lo que sobre El sabemos por revelación, entonces se puede decir que un discurso teológico sobre la Trinidad inmanente no puede ser otra cosa que una sistematización de aquello que la Trinidad ha manifestado de sí misma en la economía de la salvación. Es lo que hemos de hacer en los siguientes apartados.

6.1. Superación de las categorías naturalistas

Los presupuestos hermenéuticos que hemos enunciado en el capítulo tercero así como el esbozo histórico-salvífico que hemos trazado en el capítulo quinto conducen hacia una perspectiva nueva en la consideración de las relaciones intratrinitarias. El punto de partida en la historia no implica solamente una consideración positiva de los datos revelados sino que, más radicalmente, conduce a pensar la Trinidad con categorías históricas, y no con categorías naturales o subjetivas, como ha sido característico de la historia de la teología. Una buena parte de la terminología tradicional empleada para pensar las relaciones entre las personas divinas estaba determinada por esquemas de tipo naturalista propios del contexto histórico en el que se formularon las primeras reflexiones de la teología cristiana. Esto se debe en buena medida a que la lucha contra el sabelianismo en la iglesia primitiva llevó no solamente a subrayar el hecho de que el carácter trino de Dios conocido por la revelación correspondía a la realidad de Dios y no era puramente modal, sino también a entender esta realidad de Dios mediante conceptos filosóficos carentes de toda dimensión histórica.

a) La generación del Hijo. Así, por ejemplo, las relaciones entre Padre e Hijo se han explicado clásicamente por una "generación" antes de todos los siglos. Ciertamente, como subraya Zubiri en su estudio sobre la Trinidad en los padres griegos, para éstos el Padre no es Padre sino porque engendra al Hijo, a diferencia de los latinos, para quienes el Padre engendra porque es Padre. Pero tanto para unos como para otros las relaciones intratrinitarias entre Padre e Hijo venían fundamentalmente definidas por la idea de una "generación eterna".

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No cabe duda de que el término "generación" tiene diversas ventajas, sobre todo considerado en su sentido histórico: si el Hijo es "engendrado", quiere esto decir que tiene la "misma naturaleza" que el Padre y así, frente a las pretensiones de los arrianos, queda asegurada la plena divinidad de Jesucristo. Además, el hablar de una generación anterior al tiempo sirve para subrayar la independencia y la soberanía de la Trinidad sobre la historia, de tal forma que no puede pensarse que Dios es solamente trino en función de la historia, sin serlo en sí mismo con anterioridad. Ahora bien, el problema es que la imagen de una generación sugiere además otra anterioridad: la del engendrante con respecto al engendrado. Entre los seres vivos, la realidad del progenitor es anterior e independiente de la de la progenie; en cambio, la afirmación plena de la divinidad del Hijo (precisamente contra todo arrianismo) excluye tal anterioridad del Padre: el Hijo no puede ser Dios derivadamente, como en una emanación, sino que ha de serlo constitutivamente.

Además, cabe preguntarse si "naturaleza" es el término más apropiado para hablar de la divinidad, tanto del Padre como del Hijo. Se trata de una conceptuación común a griegos y latinos, por más que los últimos hayan partido de la naturaleza para pensar la unidad del Padre y del Hijo, mientras que los griegos más bien dedujeron la unidad de naturaleza a partir de la relación Padre-Hijo. Se trata de una cuestión a la que habremos de responder al hablar de la unidad entre las personas. De momento baste con señalar que el término naturaleza tiene hoy un sentido filosófico muy distinto al de la antigüedad. Al contrario que en los tiempos de Aristóteles, hoy día no se puede pretender ni definir la naturaleza en función del "nacimiento" (eso significaba originariamente ) en contraposición a la técnica como producción artificial, ni pensar que las realidades naturales tienen carácter subjetual en tanto que substancias. Más en general, hay que recordar lo dicho en el capítulo tercero sobre el "horizonte" del pensamiento contemporáneo, que no es ni la naturaleza, como en la antigüedad, ni el sujeto, como en la modernidad, sino la praxis. Respecto a tal conceptuación de las relaciones intratrinitarias se puede decir lo que, más en general, se ha de afirmar respecto a toda formulación dogmática: ésta (como también la Escritura) se ha de interpretar y traducir atendiendo a su sentido e intención original, prescindiendo de la concreta categorización filosófica que, en cuanto tal, no puede pretender ser esencial a la fe.

Desde la perspectiva histórica por la que opta la teología de la liberación, hay que decir que el lugar fundamental para pensar, por ejemplo, las relaciones entre el Padre y el Hijo son las relaciones históricas de filiación que aparecen en la vida de Jesús. Su práctica de obediencia a la voluntad liberadora del Padre, y no una especulación sobre su generación antes del tiempo, es lo que nos revela concretamente tanto su filiación divina como la paternidad del Padre. En este sentido tiene razón Pannenberg cuando afirma que si no se distingue como Moltmann entre un plano de constitución de la Trinidad y otro plano de relaciones, sino que se parte de la tesis de que "las relaciones intratrinitarias hay que leerlas en el comportamiento de la persona histórica de Jesús respecto al Padre y del Padre respecto a él, entonces la realización de la misión Jesús es expresión de su relación con el Padre y de la relación del Padre con él".

b) Misión histórica y "procesión". Esto tiene importantes consecuencias. Si las relaciones intratrinitrias las encontramos en las relaciones históricas del Padre con el Hijo ("misiones", en el lenguaje tradicional), hay que decir entonces que tales relaciones no son solamente unas actividades externas y circunstanciales a la Trinidad, sino que en ellas se manifiesta la

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divinidad misma de Dios. La historia de Jesús nos muestra, en este caso, que Dios es relación entre Padre e Hijo. Y esto lo es Dios en sí mismo, no solamente en la historia de Jesús, como la tesis de la identidad entre Trinidad económica e inmanente postula cuando se asume hasta las últimas consecuencias. Muchas de las objeciones que se han hecho a Rahner tienen su origen en que éste no ha sido plenamente consecuente con su axioma. Así se ha dicho, por ejemplo, que la identidad de Trinidad inmanente y económica significa que Dios se constituye en la historia y que, por tanto, antes de la misma las diferencias entre las personas no son reales, sino meramente modales. Como vimos en el capítulo tercero, el problema es justamente el contrario: lo que sucede es más bien que Rahner, para ser consecuente, debería haber partido de las relaciones entre las personas en la historia de la salvación y, si ahí aparecen verdaderas diferencias personales, haber afirmado más radicalmente la realidad de tales diferencias en la Trinidad inmanente. Esto se lo ha podido ahorrar en la medida en que ha acentuado unilateralmente el inconfuse de Calcedonia y por tanto ha podido atribuir la personalidad (en sentido pleno) del Hijo más a la unión hipostática que al Logos eterno, que en realidad sería un mero modo de subsistencia.

Ahora bien, si las relaciones entre las personas que aparecen en la economía de la salvación nos manifiestan relaciones constitutivas ("procesiones", en la terminología tradicional) y no meramente ulteriores de la trinidad inmanente, hay que sostener entonces que no tiene sentido afirmar unilateralmente al Padre como "fuente" de la divinidad que, en un acto eterno pero ulterior a su ser divino, otorga tal divinidad al Hijo o al Espíritu. Esto es algo que la idea de "generación" o de "espiración" puede sugerir, pero que, tomado estrictamente, pone en peligro la igualdad de las personas y su constitutiva referencia mutua. Más bien hay que decir que la historia de la salvación nos muestra no solamente meras "misiones" externas a la divinidad, sino la realidad misma de Dios como constitutiva relación entre las tres personas. Y entonces ni el Hijo ni el Padre (ni el Espíritu) han de ser considerados por sí mismos como Dios con independencia de sus relaciones respectivas, como ya vio, aunque sólo para la Trinidad inmanente, San Agustín, siguiendo en este punto la línea abierta por Atanasio.

Esto no obsta para que se hable del Padre como único principio no-originado de la divinidad, si se señala a continuación que él solamente es tal principio con referencia al Hijo y al Espíritu. En este sentido, se puede decir que el Padre es principio de la divinidad pero no causa de la misma, como si las relaciones constitutivas con el Hijo y con el Espíritu (lo que la tradición denomina "generación" y "espiración") fueran un acto ulterior a su ser Dios. El "principiar" del Padre es en este sentido inseparable ab aeterno de la realidad de los principiados: el Hijo y el Espíritu. Por ello, más que de una causación entre sustancias hay que hablar de una constitutiva interfuncionalidad de las personas, que no es otra cosa que su perijóresis, como veremos más detenidamente en el capítulo octavo.

Igualmente, como señala Pannenberg, la monarquía del Padre no queda puesta en entredicho con la afirmación de su constitutiva vinculación a las otras personas. Al contrario: lo que sucede es que tal monarquía ha de ser entendida primariamente desde la historia de la salvación y no desde las relaciones inmanentes en la Trinidad. Por ello no tiene sentido adscribir la monarquía a un presunto nivel de constitución de la Trinidad anterior a las relaciones de las personas entre sí, como hace Moltmann, recogiendo con ello la clásica distinción entre "procesiones" y "relaciones", y separando así paradójicamente

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monarquía y Reino. Desde la perspectiva de la teología de la liberación hay que decir que la monarquía del Padre no se puede separar de la práctica liberadora de Jesús con la que se inicia el Reino que ha de venir. Este Reino del Padre comienza con la encarnación del Hijo, su muerte y resurrección, y se continúa en la historia con la actividad deiformante y liberadora del Espíritu, como hemos visto. El Reinado intratrinitario del Padre ha de pensarse desde la economía de la salvación. Por eso hay que afirmar que también

inmanentemente, el Padre es monarca solamente en unidad con las otras dos personas, sin las cuales no habría Reino. De este modo, la monarquía se funda en la comunión de las personas y no puede convertirse en "modelo" para ninguna tiranía de un único sujeto.

6.2. Trinidad e historia

Esto nos muestra la radicalidad con la que hay que entender la identidad entre la Trinidad económica y la inmanente y, al mismo tiempo, su fecundidad hermenéutica: muchos de los problemas que tradicionalmente se han tratado desde la perspectiva, en el fondo naturalista, de las "relaciones de origen" pueden enfocarse ahora desde la comprensión de las relaciones que aparecen en la historia de la salvación como relaciones constitutivas de la Trinidad y no como meras "misiones", externas a la realidad divina. Sin embargo, antes de comprobar esta fecundidad en un tema concreto, hay que responder a una posible objeción: Pannenberg, a quien hemos seguido muy de cerca en esta opción por la comprensión de las relaciones constitutivas de la Trinidad ("procesiones") a partir de las relaciones trinitarias tal como aparecen en la historia de la salvación, llega a la conclusión de que "la Trinidad inmanente misma, la divinidad del Dios trinitario está en juego en los acontecimientos de la historia". La doctrina clásica, al tratar las relaciones inmanentes con independencia de la historia, no corría el peligro de hacer a Dios dependiente de la historia. La pregunta es entonces si la asunción consecuente de la tesis de que la Trinidad económica y la inmanente se identifican (Rahner), conduce también a identificar las relaciones históricas entre las personas con las relaciones constitutivas de las mismas (Pannenberg), y por ello significa necesariamente la dependencia de Dios respecto a la historia y la puesta en entredicho su divinidad. A mi modo de ver, tienen razón los críticos que afirman que el axioma de Rahner conduce, empleando el lenguaje tradicional, a la identificación de las "misiones" con las "procesiones". Ahora bien, esta identidad, entendida correctamente, no significa en modo alguno que "la Trinidad eterna se constituya en la historia y mediante la historia". Por el contrario, lo que quiere decir esta tesis es que las misiones no son meros procesos externos a la realidad divina, sino que nos manifiestan a ésta tal como es en sí misma. Esto no quiere decir que las misiones funden las procesiones, sino más bien todo lo contrario: las misiones se fundan en las procesiones, y por eso, siendo las primeras el aspecto económico de las segundas, las procesiones no quedan agotadas en las misiones. Lo único que afirma la tesis rahneriana, en la interpretación que le hemos dado aquí siguiendo a Pannenberg, es que se trata de dos aspectos de un único dinamismo. Y que, por tanto, el origen de nuestro conocimiento de las procesiones no es otro que nuestra experiencia de las misiones en la historia de la salvación, si bien que sistematizado e incluso, si se quiere, abstraído de la historia. Ahora bien, siendo dos aspectos de un mismo dinamismo, no se puede olvidar que se trata de un dinamismo intratrinitario, en el que solamente participamos al ser asumidos en él en la historia de la salvación. Pero se trata de suyo de un dinamismo divino que en cuanto tal es plenamente trascendente. Lo único que presupone nuestra interpretación del axioma rahneriano es que se trata de una transcendencia en la historia. Además hay que

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recordar que aquí hemos aplicado el mencionado axioma rahneriano a las relaciones históricas de las personas entre sí y no a las "relaciones" (sit venia verbo) de éstas con el mundo. Evidentemente, sería una aberración decir que, porque Dios ha asumido la realidad humana en la encarnación, "Dios es encarnación", como tampoco se puede decir que "Dios es creación", etc. Las relaciones de las personas divinas con el mundo presuponen la creación y por tanto no pueden tener en modo alguno el mismo carácter inmanente que las relaciones de las personas entre sí que se nos manifiestan en la historia de la salvación. En este sentido, sólo a las relaciones intratrinitarias se aplica la tesis sobre la identidad de Trinidad económica e inmanente. Pero entonces, ¿por qué afirma Pannenberg la dependencia de Dios respecto a la historia? A mi modo de ver, la razón no hay que buscarla tanto en su adopción (y parcial radicalización) del axioma rahneriano, sino más bien en su idea de la realidad de Dios y de la historia. Según su concepción de la resurrección de Jesús como anticipación del futuro escatológico, Dios funda la historia desde el porvenir, como permanente motivo para reconstruir en la actualidad con el pasado. Esta es la razón de que Dios sea inmanente al proceso histórico y al mismo tiempo Señor del mismo. Ahora bien, como en la resurrección de Jesús tenemos solamente una anticipación del futuro, hay que decir que la divinidad del Hijo (y con ella la realidad de la Trinidad) está aún en juego hasta el final de los tiempos. El Padre, con la creación del mundo y con el envío del Hijo y del Espíritu ha hecho libremente la divinidad dependiente del curso de la historia. No se trata solamente, insiste Pannenberg, de que nuestro conocimiento de la divinidad en su revelación sea aún incompleto, sino de que la divinidad misma de la Trinidad inmanente y no solamente su economía es lo que está en juego hasta el fin de los tiempos. La historia ha de decidir aún sobre la divinidad de Dios. Y esto se debe a que la divinidad misma de Dios es impensable según Pannenberg sin la realización definitiva de su Reino en cuanto manifestación de su poder y de su gloria al final de los siglos. Para Pannenberg, sin embargo, en la medida en que Dios es infinito y esta infinitud, correctamente entendida, incluye dentro de sí la finitud, hay que decir también que su eternidad abarca al tiempo mismo, y que por tanto su dependencia de la historia está "ya" en el final de la misma superada, pues su manifestación definitiva en poder y gloria tiene, por así decirlo, efectos retroactivos. Esta dependencia de Dios de la historia es lo que probablemente le conduce a Pannenberg a decir, a pesar de su afirmación inicial del axioma rahneriano, que "últimamente ha de hacerse una distinción entre la Trinidad inmanente y económica, porque Dios en su esencia eterna es el mismo que en su revelación, y entonces ha de ser pensado tanto distinto como idéntico con acontecer de su revelación. . . ". Con esto Pannenberg intenta resolver el problema retrocediendo, por así decirlo, en su afirmación de la identidad entre Trinidad económica e inmanente en cuanto que, en el tiempo histórico, todavía no se puede hablar de la identidad plena que se dará al final de los tiempos. Ahora bien, esto en el fondo significa dar la razón a los críticos que encuentran en tal axioma el peligro irremediable de la dependencia de Dios respecto a la historia. Sin embargo, creo que las raíces del problema no están en el axioma rahneriano sobre la identidad entre la Trinidad económica y la inmanente, sino que han de ser buscadas en algunos principios fundamentales de la teología de Pannenberg, a los que ya aludimos en el capítulo tercero. Este teólogo entiende que el objeto de la teología es la verdad de la religión cristiana, entendiendo tal verdad como la falta de contradicciones de lo verdadero consigo mismo. La coherencia es entonces una primera verificación de toda tesis teológica, siendo la correspondencia de un determinado juicio con la realidad simplemente una mera forma de la coherencia interna de la verdad, la cual a su vez "se vuelve" coherencia de las cosas

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reales mismas. Esta verdad, que por una parte es única y universal, es también histórica, como bien sabía Israel, y como el descubrimiento moderno de la relatividad de las culturas e incluso la misma teoría de la ciencia ponen de manifiesto. De ahí que la historia no se haya de entender, según Pannenberg, desde la praxis de un sujeto que la realiza, sino que es ella la que constituye a los hombres como sujetos al proporcionarles una identidad, mediante las distintas tradiciones culturales y religiosas de los pueblos. Por eso puede decir Pannenberg, como vimos, que la historia "es esencialmente un proceso de tradición" y que el hombre no es el sujeto de la misma, sino su tema. Esto tiene dos consecuencias teológicas importantes. Por una lado, la historia de la salvación se entiende en función de la historia de la revelación, pues la consecución de la salvación no es sino la obtención de identidad en una determinada tradición. La historia de la revelación no es otra cosa que la misma historia universal desde el punto de vista de la revelación de la verdad de Dios. Por esto, la Trinidad económica no es para Pannenberg la Trinidad salvadora, sino fundamentalmente la Trinidad revelada. Por otra parte, y en la misma línea idealista de anteponer la verdad a la realidad, Pannenberg piensa que la realidad de Dios viene a identificarse con la verdad siempre idéntica a sí misma. En este sentido es claro que, si la verdad es a la vez universal e histórica, su plenitud solamente se manifestará cuando la historia llegue a su fin. De este modo, si Dios es la verdad, su realidad está ciertamente en dependencia de la historia de la revelación hasta manifestarse plenamente en su final. Lo que a Pannenberg le salva del pleno hegelianismo es justamente la conciencia de que la realidad definitiva de Dios solamente se alcanza escatológicamente, y no ya al principio de los tiempos como quería Hegel. Aplicado esto a la Trinidad, significa que en Pannenberg la distinción entre Trinidad económica e inmanente no es otra cosa que el recurso necesario para distinguir entre la verdad definitiva de la divinidad presente al final de la historia (Trinidad inmanente) y la revelación anticipatoria de tal verdad en la historia universal (trinidad económica). Sin embargo, esta solución no es necesaria si se distingue convenientemente a Dios de su verdad: ni la Trinidad económica es la Trinidad manifestada en la historia de la salvación ni la Trinidad inmanente es Dios como verdad sólo manifiesta al final de la historia. Si así fuera, es claro que habría que efectuar una distinción entre ambas, como con razón objetan los críticos de la tesis rahneriana. Sin embargo, aún sin caer en el idealismo de identificar a Dios con la verdad, siempre que se entienda la Trinidad económica fundamentalmente en términos de revelación y no en términos de salvación, es evidente que la Trinidad revelada no puede identificarse que con la Realidad divina misma, pues, como dijimos, nuestra realidad y nuestra historia son limitadas y así también lo es todo que en esa historia pueda ser contenido de nuestro conocimiento en virtud de una revelación. Lo que dice la tesis rahneriana, en nuestra interpretación, es simplemente que quien crea, libera y deiforma en la historia de la salvación no es sino la Trinidad divina tal como es en sí misma, ya que ella no solamente "se da a conocer" en los procesos históricos, manteniéndose en su realidad distante de ellos, sino que los funda y asume en su realidad. Esto significa que en la historia nos encontramos con Dios tal como él es en sí mismo. Y que por tanto, las relaciones intratrinitarias que en la historia aparecen no son simplemente aspectos modales de Dios en su relación con el mundo, sino la realidad misma de Dios. Esto no quita para que esta realidad sea en sí misma trascendente: se trata de una transcendencia en la historia, como hemos visto. Y, si es transcendente, hay que decir también que nuestro conocimiento del Dios que actúa y que, al actuar, se revela, es siempre finito. Toda verdad, aunque se funde en la historia de la salvación y sea por eso una verdad revelada no deja de ser una verdad humana y, por ello limitada. De ahí que, por ejemplo,

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podamos decir, en el lenguaje tradicional, que la realidad de las "misiones" trinitarias se identifica con la realidad de las "procesiones", en el sentido de ser en Dios un mismo y único proceso. Pero no podemos decir, en cambio, que la verdad revelada de las misiones (lo que nosotros sabemos de ellas en virtud de la presencia salvífica de Dios en la historia) se identifique con la realidad de las procesiones, pues nuestro conocimiento, aunque fundado en la revelación, no puede pretender agotar conceptualmente la realidad de Dios. En el primer sentido y solamente en el primer sentido, que es el decisivo por ser la realidad fundamento de la verdad, es en el que se afirma la identidad de Trinidad económica e inmanente.

6. 3. El problema del Filioque

Una vez clarificado este punto, podemos tratar de ver con algún ejemplo teórico las posibilidades de este enfoque. Tomemos la cuestión del Filioque, prescindiendo ahora tanto de las razones histórico-políticas que condujeron al conflicto entre latinos y orientales como de la cuestión formal de si la introducción de tal fórmula fue correcta. Como es sabido la posición teológica latina se remonta a San Agustín, quien, mucho antes de que su tesis se hiciera polémica, afirma la procesión del Espíritu del Padre y del Hijo. El motivo no es simplemente el hecho de que Agustín piense el Espíritu como don que es otorgado por el Padre y por el Hijo, pues concebir el Espíritu como don no debería ser óbice para pensar el origen de este don sólo en el Padre, y al Hijo como mera mediación del mismo (es lo que expresa el que prefieren los griegos). También sería posible, según el esquema que hemos esbozado en el capítulo anterior, pensar el Espíritu como un don del Padre al Hijo en el que se ve envuelta la humanidad. Observemos que en cualquier caso, estaríamos partiendo de la economía trinitaria de la salvación para desde ahí pensar las "procesiones" inmanentes. Los motivos de la posición de Agustín hay que buscarlos más bien en su concepción de la Trinidad inmanente misma. Como se sabe, San Agustín piensa la divinidad primariamente como sustancia, en la cual se pueden distinguir diversas personas. Teniendo estas personas la misma naturaleza substancial, solamente se pueden diferenciar por sus relaciones mutuas, tal como ya vimos. De este modo, si se quiere distinguir entre el Hijo y el Espíritu Santo, tiene que haber intratrinitariamente alguna relación entre ellos: "si el Espíritu Santo no tiene relación que lo oponga al Hijo, no se hace distinto del Hijo y, por consiguiente, se confunde con él. La solución consiste en decir que el Espíritu Santo procede del Padre y también del Hijo". La alternativa a esta posición no puede estar, como pretende Moltmann, en una simple distinción entre un nivel de constitución de la Trinidad, donde no sería válido el Filioque, por ser el Padre único principio (monarca), y un nivel de relaciones entre las personas, donde sí se podría hablar de una relación entre el Hijo y el Espíritu. Tal distinción no solamente es artificiosa, sino que escinde definitivamente la economía trinitaria de la vida intradivina al predicar un nivel de inmanencia (la constitución) previo a las relaciones intratrinitarias manifestadas en la historia de la salvación. Además, si es cierto que en la Trinidad no cabe hablar de "causa" en el sentido de una generación o espiración en las que se presuponga ya la divinidad del Padre con anterioridad a las procesiones del Hijo o del Espíritu, tal como hemos visto y como el mismo Moltmann admite, no tiene entonces ningún sentido hablar de un "orden de la constitución" donde el Padre, que necesita al Hijo para ser Dios, no lo necesitara para espirar al Espíritu Santo. Es menester subrayar más radicalmente que Moltmann el carácter verdaderamente trinitario (y no dual) de todo cuanto acontece en la vida divina. Esto no significa en modo alguno que haya que afirmar

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necesariamente que el Espíritu procede también del Hijo. Lo que hay que hacer no es tanto distinguir artificiosamente niveles en la Trinidad inmanente como buscar las claves del problema en las relaciones intratrinitarias tal como éstas se manifiestan en la historia de la

salvación. Desde esta perspectiva hay que afirmar, ciertamente, que "el Espíritu procede del Padre" (Jn 15,26) y que la Escritura, aunque nos habla del "Espíritu del Hijo" (Gal 4,6), adscribe al Padre fundamentalmente la función de enviar al Espíritu. Tanto en el bautismo como en el envío del Hijo hacia los pobres (cfr. Lc 4, 16ss), el Espíritu aparece enviado por el Padre y recibido por el Hijo, como con razón señala Pannenberg. La función del Hijo es la de recibir el Espíritu Santo y con él bautizar a la humanidad (cfr. Jn 1,33); es decir, hacerla participar por el Espíritu en la vida misma de Dios, tal como hemos visto. Por eso mismo, esta economía trinitaria no es algo meramente ulterior a la realidad misma de la vida divina, sino que en ella se manifiesta la Trinidad inmanente. Así, el "proceder" ( ) del que nos habla el evangelio de Juan (15, 26) puede ser aplicado in recto a las "procesiones" en la Trinidad inmanente, como hace la tradición ortodoxa, pero sólo en la medida en que

se reconoce su identidad con la económica, pues San Juan nos habla primo et per se de la venida del Espíritu sobre la comunidad, enviado por Jesús de junto al Padre. Ahora bien, presupuesta esta identidad, podemos decir que la "espiración" del Espíritu y su misión en la historia de la salvación no son sino dos aspectos (uno inmanente y otro económico) de un mismo dinamismo trinitario. Y desde aquí podemos reconsiderar el asunto del Filioque. Ante todo hay que decir que la estructura trinitaria de la historia de la salvación nos muestra que el Espíritu, estrictamente hablando, procede solamente del Padre, pues él es quien lo envía sobre el Hijo. Pero a este proceder es constitutivo el bajar sobre el Hijo, ser recibido por él y el reposar sobre él, de tal modo que sin el Hijo no habría procesión del Padre. Este envío del Espíritu sobre el Hijo no compete solamente a su humanidad, como pretende Agustín, sino al Logos mismo. Por este bautismo, que prefigura la pasión, puede ser ulteriormente bautizada toda la humanidad en la medida en que el Hijo asume sobre sí la suerte de todos los crucificados de la historia y en la medida en que el Padre, permaneciendo unido a él por el Espíritu, lo resucita. A todo este proceso de "envío" del Espíritu es tan esencial el "proceder" del Padre como el "recibir" del Hijo. Sin esta recepción no habría "procesión" y tampoco "misión", pues se trata de un mismo proceso, como dijimos. Por eso, si bien es más exacto decir que el Espíritu procede del Padre por el Hijo, se puede decir también que "procede del Padre y del Hijo", si este "y" se entiende en el sentido de que sin el Hijo que recibe el Espíritu no habría ni envío-procesión desde el Padre sobre el Hijo ni inclusión de la humanidad en tal procesión. En este sentido lato se puede entender la identidad de las dos fórmulas definida dogmáticamente en Florencia (DS 1300-1302). En cualquier caso, es importante no perder de vista que las procesiones, que por una parte tienen una dimensión económica, por otra parte son constitutivas para la divinidad misma, como dijimos. Si el Hijo es constitutivo para la divinidad del Padre y no simplemente el resultado de una generación ulterior a su divinidad, lo mismo hay que decir del Espíritu. Tan falso es imaginar un Padre que, como causa única de la divinidad, pudiendo ser Dios sin Hijo y sin Espíritu, da lugar ulteriormente a dos procesiones, como también falso es imaginar un Padre y un Hijo que, ulteriormente a su respectivo ser divino, espiran conjuntamente el Espíritu. En la medida en que tanto la concepción griega como la latina presupongan un orden de anterioridad y ulterioridad en la constitución eterna de la divinidad están ambas necesitadas de corrección. Frente a tal orden, hay que afirmar decididamente que la economía de la salvación nos ha manifestado un Dios constitutiva y

no sólo derivadamente trino, por mucho que se quiera hacer de esta derivación algo

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acaecido ab aeterno. A Dios solamente se le descubre económicamente como Padre por la acción del Hijo en el Espíritu (Gal 4,6). Por eso también hay que afirmar inmanentemente que el Espíritu es esencial tanto para la divinidad del Padre como del Hijo, que sin Espíritu no serían por sí mismos Dios. Desde este punto de vista integrador de economía e inmanencia es claro que tanto el Padre, como el Hijo y el Espíritu están respectivamente referidos a las otras dos personas para su misma constitución como tales. La constitutiva vinculación que aparece en la historia de la salvación no es más que la manifestación histórica de lo que las vinculaciones también constitutivas y por tanto siempre ternarias que se dan en la Trinidad inmanente. Esta es la perspectiva de la teología de la liberación y como tal es defendida por Boff en lo que se refiere a la explicación de las relaciones intratrinitarias cuando señala que "la simultaneidad de los divinos Tres significa que la inascibilidad, la generación y la procesión no pueden ser entendidas como producción de personas, al estilo de una causa que produce sus efectos. Cada persona se determina en la relación con las otras dos. Aquello que la tradición teológica llama inascibilidad, generación y espiración es, en realidad, un único acto tri-único . . . ". En tal acto, todas las personas están en respectiva relación constitutiva o perijóresis, por lo que Boff puede decir, siguiendo como veremos a Paul Evdokimov, que "no hay solamente el Filioque, sino también el Spirituque y el Patreque, porque todo en la Trinidad es ternario". Es la radicalización plena de una concepción de la unidad de las personas en relación.

6. 4. Unidad trinitaria y sociedad

Con todo esto se nos plantea la importante cuestión de explicar más detenidamente no sólo este Spirituque junto al Filioque, sino sobre todo qué es esta unidad entre las personas, según la cual las relaciones son verdaderamente constitutivas. En los capítulos anteriores hemos puesto de manifiesto la dificultad que significa pensar la Trinidad desde un pre-concepto de su unidad, ya se piense esta unidad como naturaleza, ya se piense como sujeto. Ahora bien, en la teología moderna hay también intentos significativos de pensar esta unidad, no desde categorías apriorísticas, sino a partir de la manifestación de las tres personas en la historia de la salvación. También para la teología de la liberación es éste el punto de partida obvio, dada la fundamentalidad que para ella tiene la economía de la salvación. Ahora bien, hablar de la historia de la salvación como lugar de arranque de la reflexión trinitaria es algo muy genérico, que necesita de matizaciones ulteriores. La historia de la salvación se puede entender como ámbito de manifestación de tres sujetos distintos, que ulteriormente alcanzan algún tipo de unanimidad o de consenso, como vimos al hablar de Moltmann. También se puede pensar la historia, al modo de Rahner, es decir, como el lugar de la realización existencial de un sujeto en verdad y amor. O se puede entender esta historia fundamentalmente como proceso de revelación en el que se juega la verdad de la religión cristiana y en el que, por ser Dios últimamente tal verdad, se juega la verdad de Dios, situada, eso sí, al final del devenir histórico, como es el caso de Pannenberg. La teología de la liberación, como hemos visto, trata de pensar la historia de la salvación en términos de praxis social y desde la perspectiva del pobre. Esto tiene una concreción especial a la hora de tratar el problema de la unidad de la Trinidad: en una situación histórica mundial caracterizada por el individualismo y por la amenaza de una división real de la humanidad entre países ricos y pobres, la unidad y la comunión humanas en sociedad son puntos de referencia ineludibles. Pero como ya dijimos no se trata sólo de este interés ético y liberador: la atención a la historia de la salvación nos muestra que,

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efectivamente, Dios mismo se ha manifestado a sí mismo no sólo tripersonalmente, sino como efectiva comunión interpersonal, fundamento de toda unificación y reconciliación históricas. Por eso dice L. Boff que el nuevo punto de partida de la doctrina trinitaria es la perspectiva comunitaria y social. Como hemos visto, esto no se ha de interpretar fundamentalmente en el sentido de que la Trinidad, por su convivencia "ideal", se convierta en un "modelo" utópico para las sociedades humanas, sino más bien como asunción del dinamismo histórico de salvación y de liberación en la vida Trinitaria. Respecto a la unidad de la Trinidad, esto significa que los procesos históricos, tanto cuando en ellos predomina la opresión, la cruz y por tanto también la división, como cuando en ellos florece la unidad y la comunión, son lugar de manifestación y presencia de la vida trinitaria. Esto marca una diferencia importante con otras teologías. Como vimos anteriormente, la teología política está más interesada en una crítica de la concepción de Dios como monarca absoluto, que puede llevar hasta el extremo de negar la divinidad de Jesucristo. Frente a ella, esta teología subraya sobre todo la realidad de las personas, pudiendo llegar al extremo de reducir su unidad a una pura unanimidad, como vimos a propósito de Moltmann. Por el contrario, la teología de la liberación está interesada en la afirmación de una estricta unidad, pues la unidad de las personas en la Trinidad tiene una enorme relevancia soteriológica: si la historia humana es asumida en la vida divina según el designio del Padre por el Hijo y el Espíritu, entonces la unidad de las tres personas divinas es la garantía de la confluencia última de la humanidad hacia su plena reconciliación. Por esto mismo el interés primario de la teología de la liberación no es, como en el caso de la teología política, la afirmación de tres sujetos y su ulterior unanimidad, sino más bien la pregunta por las condiciones trinitarias de posibilidad de comunión en la historia y "tras" la historia. Es decir, se tratará de ver cómo la comunión de las personas divinas fundamenta la unificación histórica y escatológica de la humanidad. Esto es lo que la teología de la liberación quiere decir cuando afirma que el punto de partida de su reflexión sobre la unidad de la Trinidad es la sociedad. Este punto de partida tiene la ventaja adicional que libera del peligro de quedar fijado, al afirmar unilateralmente la trinidad de las personas, en un concepto filosófico de sujeto cargado de dificultades. Como es sabido, el concepto de sujeto va unido, en la filosofía moderna, al de autonomía, de tal manera que la sociedad aparece con frecuencia como resultado de un pacto libre y voluntario de individuos ya anteriores de suyo a la misma. Por el contrario, partir de la sociedad significa admitir la existencia de un ámbito de realidad que no es simplemente constituido por los hombres que la forman, sino que también ésta los constituye. Ello no implica llevar a cabo una sustantivación de la sociedad ni su conversión en un magno Espíritu objetivo, pues con esto estaríamos presos aún, o bien de la categoría de sustancia, o bien de la de sujeto. Sin embargo, ambas categorías son insuficientes para pensar la realidad de lo social. La sociedad no es ni sustancia ni sujeto, sino más bien la estructura según la cual se configura la actividad de cada uno de sus miembros a partir de la primera socialización, como vimos. Esto significa que ella no existe fuera de los hombres que la componen, ni que estos hombres sean puros momentos accidentales de una realidad sustancial. Al contrario: desde un punto de vista filosófico, no hay sociedad fuera de los hombres que la integran, sino justamente en ellos. Y, en su virtud, la sociedad no es algo ulterior sino esencial a su constitución como individuos y como personas. Evidentemente, no se puede pretender que la constitución de la Trinidad como unidad sea igual a la constitución de la realidad de las sociedades humanas, como veremos. Con esto no estaríamos haciendo más que una ingente proyección de nuestra realidad social sobre la realidad divina. Sin embargo, el haber tomado como punto de partida la sociedad

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nos ha conducido a columbrar las dos cuestiones fundamentales a las que habremos que responder en lo que queda. Por una parte, la pregunta por las personas: ¿qué son éstas si no son sujetos? ¿Es el concepto de sujeto -y de sustancia- separable del de persona? Por otra parte, ¿qué es esta unidad que constituye a las personas pero que no existe fuera de ellas? Son los temas de los siguientes dos capítulos. Dada la mutua implicación entre los mismos, el que comencemos la exposición hablando de las personas no quiere decir que su unidad sea algo ulterior a las mismas, como venimos repitiendo. Por esto mismo se podría comenzar la exposición igualmente partiendo de la unidad, pues solamente desde ella se puede entender a las personas, como vamos a ver.

7. EL CONCEPTO DE PERSONA.

Comencemos viendo cómo se ha concebido clásicamente la persona en la historia de la teología, para a continuación pasar a considerar distintos intentos de corrección de este concepto.

7. 1. La persona como sustancia y como sujeto

La historia del pensamiento occidental se ha movido fundamentalmente entre dos ideas de lo que sea la persona. Por una parte, tenemos la famosa definición de Boecio: persona est

rationalis naturae individua substantia. Se puede decir que esta fórmula se mueve en la línea de Calcedonia, entendiendo la persona fundamentalmente en la perspectiva aristotélica de contraponer lo "individual" de la substancia a lo "universal" de las especies: la persona es ante todo , término que los latinos y con ellos Boecio traducen como substantia. El problema está en que tal definición esencial de la persona no resulta en principio aplicable a las llamadas personas trinitarias, entre las cuales, según la visión clásica, hay una verdadera comunidad en una única substancia, y no tres sustancias. En este nivel, dirá Boecio, no son apropiadas las distinciones de la lógica humana, y en consecuencia evita el término "persona" en su tratado De Trinitate. Como más expresamente dirá S. Anselmo, al Padre, Hijo y Espíritu "no se les puede tomar como personas, pues allá donde hay varias personas, están unas separadas de otras, de tal modo que hay tantas substancias como personas, como se ve en los hombres: si son tantas personas, son igualmente tantas substancias. Si en la esencia suprema no hay pluralidad de substancias, tampoco la hay de personas".

Sin embargo, como es sabido, el concepto de persona venía siendo aplicado a la Trinidad desde tiempos de Tertuliano y continuó siendo utilizado también después de Boecio, ya sea en virtud del rechazo frontal de la definición de este último, como es el caso de Ricardo de San Víctor, ya sea introduciendo en ella correcciones importantes, como Santo Tomás. Sin embargo, ya antes de Boecio se había entendido la persona en un sentido fundamentalmente distinto al de la famosa definición. Tertuliano había interpretado ya las personas, en el sentido de la llamada exégesis prosopográfica, como sujetos gramaticales de las diferentes frases bíblicas aplicables a la Trinidad. Esto, que no tiene en Tertuliano el carácter de una opción sistemática, es más explícito en San Agustín, el gran introductor del yo en la historia de la filosofía, quien frente al naturalismo helénico eleva el famoso:" noli foras ire, in te

ipsum redi, in interiori homine habitat veritas".

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En esta perspectiva, la persona aparece fundamentalmente no como sustancia, sino como sujeto de los propios actos. Estos actos pueden, si se quiere, ser expresión de unas facultades, como la inteligencia y la voluntad, ancladas en definitiva, según la filosofía clásica, en la substancia humana. Pero para que estos actos y estas facultades sean estrictamente personales, no basta según Agustín con remitirlos a la "naturaleza" humana. Son personales solamente cuando son actos míos, actos de un yo. Esto es lo que Agustín expresa bellamente diciendo que en virtud de las facultades humanas "ego per omnia tria

memini, ego intellego, ego diligo, qui nec memoria sum, nec intelligentia, nec dilectio, sed

haec habeo. Ista ergo dici possunt ab una persona, quae habet haec tria, non ipsa est haec

tria. In illius vero summae simplicitate naturae quae Deus est, quamvis unus sit Deus, tres

tamen personae sunt, Pater, et Filius et Spiritus Sanctus". La persona es ante todo un ego, un yo anterior a sus actos porque justamente es quien los ejecuta. Esta idea va a ser decisiva para el desarrollo del concepto de persona. Descartes nos dirá, como Agustín, que lo esencial del hombre es justamente ser un yo, un ego que piensa. Pero irá más lejos que San Agustín al decir que este yo es sólo un sujeto, es decir, un puro yo, independiente de toda naturaleza psicobiológica, que Descartes adscribirá sin más a la res extensa.

La persona como substancia y la persona como sujeto: éstas han sido las opciones fundamentales del pensamiento occidental. En realidad, no se trata de dos opciones muy divergentes. Ya en Descartes, el puro yo tiene en el fondo el carácter de substancia: no una substancia natural, como en la antigüedad, pero sí el de una verdadera res cogitans, como substrato de los actos de pensamiento, el cual junto a la res extensa y la res infinita integra el orden de lo real. Pero será Hegel, como vimos, quien pondrá en conexión explícitamente ambas categorías al considerar que el Absoluto es necesariamente tanto sustancia como sujeto. Ciertamente hay que decir que, frente a Descartes, hay en Hegel una novedad importante en la concepción del sujeto: si la res cogitans es substancia, quiere esto decir que ésta existe por sí misma y no necesita en absoluto de otra res cogitans para hallar su identidad. En cambio, para Hegel, el sujeto solamente encuentra su identidad en relación con otro distinto de él y en este sentido se puede ciertamente decir que en Hegel la sustancia como algo por sí mismo subsistente queda asumida y superada (aufgehoben) en el sujeto. Sin embargo, la concepción dialéctica del proceso que este sujeto realiza le lleva a asumir y superar no solamente su sustancialidad individual, sino también al otro con el que se encuentra y desde el que se constituye para que, a través de todo un desarrollo logo-dinámico, el sujeto acabe encontrándose consigo mismo en el Absoluto. De este modo queda eliminada toda alteridad y el Sujeto se convierte como vimos en verdadera y absoluta Sustancia.

Solamente la filosofía posthegeliana comenzará a poner en cuestión el uso tradicional de estos conceptos. Ya Marx señalaba, en su crítica de Hegel, que el sujeto nunca puede llegar a constituirse como sustancia absoluta por estar siempre constitutivamente referido a un objeto, como después mostrará la fenomenología. Pero sobre todo ha sido Nietzsche el primero en llamar la atención sobre la insuficiencia de la categoría misma de sujeto, propia de la excesiva credulidad de los filósofos respecto a la gramática: el "yo" como sujeto aparece así como el presupuesto y el punto de partida sobre el que se funda, por ejemplo en Descartes, la actividad de pensar. Del mismo modo, la idea de sustancia es un recurso filosófico para darle un apoyo y un punto de partida estable a toda actividad, evitando así el vértigo del devenir. En esta crítica de Nietzsche encontramos pues, en primer lugar, el

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cuestionamiento de una concepción del significado que se remonta a San Agustín y que llega hasta el primer Wittgenstein, la cual presupone acríticamente la correspondencia entre palabra y cosa: a cada expresión lingüística corresponde un objeto que es justamente su significado. En virtud de esa correspondencia, la filosofía clásica, desde Agustín a Descartes, pasa sin más del esquema gramatical indoeuropeo sujeto-verbo-predicado a la tesis de que toda acción y todo predicado presupone un subjectum anterior a los mismos. Frente a esa perspectiva, el llamado "segundo" Wittgenstein propone una idea del significado basada no en la correspondencia, sino en el uso de una expresión en la praxis lingüística que acompaña una determinada forma de vida: "Cuando los filósofos usan una palabra -"saber", "ser", "objeto", "yo", "proposición", "nombre"- y intentan así alcanzar la esencia de las cosas, hay que preguntarles siempre: ¿son esas palabras verdaderamente usadas así en el lenguaje en que tienen su hogar?". En otras lenguas no indoeuropeas, como por ejemplo en hebreo o en varias lenguas indígenas de América Latina, no existe propiamente un "sujeto" gramatical, sino que éste es más bien una determinación del verbo, que propiamente encabeza la frase.

En segundo lugar, no es suficiente con restituir las palabras a su uso original, pues bien puede suceder que ese mismo uso sea inseparable de una serie de presupuestos ontológicos que son justamente los que hay que poner en duda. Xavier Zubiri ha mostrado cómo el concepto de sustancia, tal como es elaborado por Aristóteles, procede de una proyección de la estructura del indoeuropeo sobre la realidad, que aparece así integrada por una sustancia, "sujeto" de los distintos "predicados" que son entonces sus "accidentes". Igualmente, la idea de sujeto descansa sobre la estructura del logos predicativo indoeuropeo, que entiende los actos humanos como determinaciones de un "yo" que sería el ejecutor de los mismos. Sin embargo, la filosofía moderna a partir de la fenomenología ha puesto de relieve que este yo no puede ser conceptuado como mónada, sino sólo como realidad abierta a una situación determinada. Ahora bien, esta situación a la que el yo está constitutivamente abierto está a la vez determinada por sus estructuras psicobiológicas. De este modo, se introducen de nuevo en el sujeto sus facultades, de las que Agustín le había distinguido radicalmente y corremos de nuevo el peligro de reducir la persona a pura naturaleza. En realidad, estas aporías no hacen más que poner de manifiesto la necesidad de plantear el problema de la persona en otra línea distinta que la de la sustancia-sujeto. Una línea que no separe, sino que abarque al yo y a sus actos.

7. 2. Ricardo de San Víctor: no somos griegos.

a) La persona como existencia. Ya nos hemos referido anteriormente a Ricardo de San Víctor en su rechazo de la concepción boeciana de la persona. No sin razón se le ha denominado "el pensador más original de la Edad Media", y de esta originalidad es buena prueba su oposición frontal al uso de la terminología griega: "Ut autem de nomine

hypostasis taceamos, in quo, secundum Hieronymum, veneni suspicio est, ut, inquam, de

nomine graeco taceamus qui graeci non sumus". Su principal argumento contra el uso del término hipóstasis o sustancia como definición de la persona es justamente su imposibilidad de ser aplicada a la Trinidad, cosa que como vimos el mismo Boecio reconocía. Frente a la terminología clásica, Ricardo de San Víctor "introdujo una terminología que no hizo fortuna, pero que es maravillosa. LLamó a la sustancia sistencia; y la persona es el modo de tener naturaleza, su origen, el 'ex'. Y creó entonces la palabra

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existencia como designación unitaria del ser personal. Aquí existencia no significa el hecho vulgar de estar existiendo, sino que es una característica del modo de existir: el ser personal. La persona es alguien que es algo por ella tenido para ser: sistit pero ex. Este 'ex' expresa el grado supremo de unidad del ser, la unidad consigo mismo en intimidad personal. (. . . ). Por ser persona, todo ser personal se haya referido a alguien de quien recibió su naturaleza y además a alguien que puede compartirla. La persona está esencial, constitutiva y formalmente referida a Dios y a los demás hombres. (. . . ). La efusión y expansión del ser personal no es como la tensión natural del éros: se expande y difunde por la perfección personal de lo que ya se es. Es la donación, la agápe que nos lleva a Dios y a los demás hombres".

La concepción ricardiana de persona es válida tanto para los hombres como para Dios. Dios es, en la concepción de Ricardo, el summum bonum, que en cuanto tal incluye el amor. Este amor solamente se puede realizar si en Dios hay, como nos dice la revelación, una pluralidad de personas: "opportet itaque ut amor in alterum tendat, ut charitas esse queat". Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en las personas humanas, la naturaleza o sistentia no es algo que a Dios le esté dado, sino algo que El tiene por sí mismo. De este modo, en la Trinidad "la razón formal de la personalidad está en el 'ex', en la relación de origen. Los tres modos del 'ex' son las tres personas cuya mutua implicación asegura su idéntica sistencia natural". Cada una de las personas divinas es entonces, como nos dice Ricardo, una "existencia incomunicable de naturaleza divina". Aquí la incomunicabilidad no es otra cosa que la individualidad, mientras que la naturaleza o sistencia es lo común. Esta sistencia es en Dios el amor de ágape como bien efusivo que comunica a las personas. Aquí lo personal no es, como en Boecio, una particularización de lo común, sino que lo que las personas tienen en común es el modo como se realiza lo personal: la comunidad solamente se realiza personalmente y la persona solamente se realiza en una relación de origen con la comunidad.

Sin embargo, esta terminología no se impuso. La razón puede estar, en parte, en que teólogos posteriores como San Buenaventura o Duns Escoto no pusieron el acento tanto en la existencia, término central para Ricardo, sino en la incomunicabilidad, de tal modo que les pareció posible sustituir la palabra existencia por la de subsistentia e incluso por la de substantia. Esto se puede deber, en buena medida, a que la progresiva penetración del aristotelismo permitía ya distinguir entre una substantia prima (la de las personas) y una substantia secunda, que sería justamente lo comunicable, lo común a las personas. De este modo, para Santo Tomás es posible volver a asumir la idea de persona como substancia individual, si bien señalando que, para evitar equívocos, es preferible traducir como subsistencia y no como sustancia. Además, en el caso de las personas divinas, al no estar asegurada su individualidad por la existencia de distintas sustancias (ni primeras ni segundas) en la simplicidad de Dios, no queda más remedio que pensar aquello que las distingue en función de sus relaciones de origen. La persona divina no es sino relación, pero relación ut subsistentem, pues lo que subsiste en Dios no es otra cosa que la naturaleza divina misma.

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b) Pervivencia del pensamiento sustancialista. En realidad, no se trata de un mero problema de la recepción de la terminología de Ricardo. Ya en éste hay una ambigüedad importante. Pues si bien Ricardo repite que hay que tratar a las personas divinas no como substancias, sino como existencias, e igualmente a la naturaleza de Dios no como substancia, sino como sistencia, de hecho Ricardo sigue utilizando frecuentemente esta terminología en ambos sentidos. Esto puede tener su fundamento, en definitiva, en su propia definición de la persona como existencia incomunicable. Mientras que el término existencia subraya la relación de origen respecto a la naturaleza divina, la incomunicabilidad es algo que la filosofía clásica solamente podía pensar a partir de las sustancias individuales. Esto, que no es problemático al tratar de los hombres, es inadmisible si se quiere aplicar a las personas divinas. En estas lo incomunicable solamente puede ser pensado en función de la relación de origen, de su "ex" respecto a la sistencia, esto es, respecto a la naturaleza divina única. Ella es la única incomunicable, y no tanto cada una de las personas divinas respecto a las otras, pues de lo contrario habría una pluralidad de sustancias en Dios. Pero entonces nos encontramos con que la respectividad fundamental en la comunidad de amor intratrinitario no está primariamente constituida por las otras personas, sino por la naturaleza divina misma. Respecto a esta naturaleza divina, desde (ex) la que son, existen realmente las personas, y no unas respecto a las otras. La

naturaleza no deja de ser entonces el fundamento o "substrato" común que constituye la realidad de las personas. Por eso no es contradictorio que tanto Ricardo como la tradición posterior hayan denominado a esa naturaleza sustancia, por mucho que se la quisiera pensar como amor.

El problema de esta concepción está, en definitiva, en que no parece fácilmente reconciliable con el punto de partida económico por el que hemos optado. Las personas, al ser concebidas en función de una naturaleza común, presuponen esa naturaleza, por mucho que a ésta se la haya concebido en términos de summum bonum o de charitas. No se parte así de las relaciones entre las personas tal como éstas se manifiestan en la historia de la salvación (misiones), para después interpretar estas relaciones, dada la veracidad de la revelación, como el aspecto económico de las procesiones, sino que las procesiones, en cuanto relaciones de origen se entienden a partir de una naturaleza o sistencia previa. Estas relaciones no son pues primariamente relaciones interpersonales, sino relaciones de comunidad en cuanto participación en una naturaleza común. Por ello, son necesariamente distintas de las misiones pues éstas últimas aparecen en la economía trinitaria como verdaderas relaciones interpersonales. En este sentido, bien se puede decir que toda concepción de la naturaleza divina como substancia, también en el caso de Ricardo, es incapaz de integrar en sí misma el axioma de la identidad entre Trinidad económica e inmanente, tal como aquí lo hemos interpretado. Es pues menester hallar un concepto de persona que permita salvaguardar esta identidad, es decir, que permita entender la comunidad de las personas divinas no desde la referencia a una naturaleza, substancia o espíritu común, sino justamente desde las relaciones interpersonales.

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7. 3. Pannenberg: la persona como identidad

a) Su conceptuación de la persona. Este es justamente el intento de Pannenberg. Según este es posible recuperar el sentido verdadero de la idea hegeliana de que el sujeto solamente mediante el otro alcanza su propia identidad, sin que esta tesis tenga que abocar necesariamente en la absorción del otro en la dialéctica de un Sujeto que se constituye últimamente como Absoluto. Para esto es necesario atender a la elaboración del concepto de sujeto en el último Fichte, según el cual el "yo" constituyente y el "yo" constituido permanecen siempre como distintos. Entonces el sujeto puede estar en el otro sin que eso signifique que la identidad que él así obtiene sea una identidad en sentido estricto. Más bien, con la posición del otro, el sujeto mismo se altera y con ello la relación con el otro no es simple desarrollo de lo que el sujeto en sí mismo ya era, como quiere Hegel. La persona o, si se quiere, el sujeto, no es un acto originario de auto-identidad que, al modo de la substancia, permanece bajo todos los cambios, sino que es algo que solamente se obtiene en

relación con otros. De este modo, la identidad, el Selbst, no está ya dada con el "yo", sino que es algo que éste recibe a través de la relación con los otros, en la sociedad y en la historia.

¿Cómo se relacionan concretamente el yo con el Selbst, el yo con su identidad? A lo largo de una interesante discusión con el personalismo, con la psicología social de G. H. Mead, con Freud y Erikson, con Sartre y con Heidegger, Pannenberg trata de obtener un nuevo concepto de persona. En primer lugar, hay que evitar a toda costa identificar el "yo" de nuestro lenguaje con una especie de sustancia que sería el substrato del proceso en virtud del cual el hombre alcanza su identidad, mediada socialmente. Pues, en el fondo, sin esta identidad no hay verdadero sujeto de actos humanos conscientes. Como dice Pannenberg: "solamente mediante la identidad del Selbst alcanza la vida del individuo continuidad y estabilidad. Solamente desde ahí se forma también un Yo estable, que puede ser puede ser no solamente un sujeto de actos (esto lo es todo individuo, incluso prehumano), sino también un sujeto de acciones, un sujeto que en cuanto idéntico es maduro y responsable".

De este modo, el "yo" ha de ser desposeído de toda carga metafísica para no ser otra cosa que el modo en que el hablante se refiere a sí mismo al usar una expresión lingüística, siguiendo en buena medida a la filosofía analítica, pero sin cuestionar el momento de conciencia. El yo viene a ser primariamente la pura consciencia instantánea de uno mismo, que solamente mediante el proceso de formación de identidad adquiere verdadera estabilidad. Por eso, no hay una oposición entre el Selbst o identidad mediada socialmente y el yo, como creía H. G. Mead, pues el yo no es un sujeto constrapuesto a las expectativas sociales, sino que él mismo recibe continuidad e identidad a lo largo de su socialización. Esto no significa que la persona se convierta en una mera variable social, ya que esa identidad, por mucho que esté socialmente mediada, no se obtiene si no en apertura y confianza básica en la totalidad y en el futuro, lo cual en definitiva remite a Dios.

¿Qué es entonces la persona? Para Pannenberg, esta no consiste sino en la presencia de esa identidad, nunca alcanzable plenamente, ante el yo: "la palabra 'persona' designa el misterio, que transciende al yo, de la historia de la vida individual en camino hacia su propia determinación en el instante actual del yo. La persona es la actualidad del Selbst en el instante del yo". Este concepto de persona, liberado así de toda referencia a un sujeto

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como substrato sustancial y que incluye esencialmente la referencia a los otros como mediadores de la propia identidad es entonces, según Pannenberg, perfectamente adecuado para ser aplicado a la Trinidad.

En la historia de la revelación se nos presentan según Pannenberg las distintas personas autodistinguiéndose entre sí, de modo que la referencia en distinción de la una a la otra es constitutiva no solamente para su ser de personas sino también para su ser Dios. Esto significa, desde la perspectiva inmanente de lo que Dios sea en sí mismo, que la identidad de cada una de estas personas está mediada por su relación de amor hacia las otras dos. Ahora bien, en la autoconciencia de las personas divinas no puede haber, como en el hombre, una tensión no resuelta entre yo y el Selbst, entre el yo y su definitiva identidad. En las relaciones interhumanas el yo permanece siempre distinto de su relación, de tal modo que el sujeto y el amor nunca se identifican. En cambio, en el caso de Dios, no hay, contra lo que Feuerbach afirmaba en su crítica, una distinción entre el sujeto que ama y el amor, sino que éstos son una misma cosa: en las relaciones de las personas trinitarias entre sí está su existencia como personas (su ser como hipóstasis) totalmente repleta por estas sus relaciones mutuas, de tal modo que "ellas no son nada fuera de estas relaciones".

De este modo, siguiendo una tesis muy clásica, Pannenberg concibe a las personas como relaciones, pero sin necesidad de inscribir estas relaciones en una naturaleza previa. Al contrario, la naturaleza de Dios, que es el amor, se constituye justamente a partir de las personas, y no antes que ellas, como sucedía en la teología clásica. Por eso la esencia de la divinidad, el amor, tiene su existencia solamente en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con lo que queda recogido e integrado en una perspectiva más madura lo mejor de las intuiciones de Ricardo de San Víctor.

b) La persona como sujeto. Sin embargo, paradójicamente, Pannenberg sigue entendiendo a Dios y a las personas divinas como sujetos. Frente a la sugerencia de R. W. Jenson de hablar de tres identidades, Pannenberg afirma que éste desconoce el momento de respectiva autodistinción, que exige mantener el concepto de "centro de actos" (Aktzentrum) o de sujeto. En realidad aquí la autodistinción no es sino un concepto general para incluir toda la acción reveladora de Dios en el mundo. Esta acción reveladora tiene un sujeto, que "en principio" no es otro que cada una de las tres personas divinas, "mediante cuya colaboración toma forma la actuación de Dios". Pero esta actuación no solamente se atribuye a cada una de estas personas, sino también a la misma esencia del Dios único, el cual es entonces también sujeto de su actuación. Por esto se puede decir que el amor como esencia de Dios es sujeto, si bien señalando que no hay tal amor fuera de las personas. Con esto sigue siendo Dios como sujeto idéntico con el amor, evitando así la distinción que, como vimos, aparece en la teología de E. Jüngel, a pesar de sus intenciones originarias.

Ahora bien, ¿por qué nos dice Pannenberg que para pensar la actuación de Dios en la historia es necesario mantener el concepto de sujeto? A mi modo de ver, el motivo último de la terca persistencia de esta terminología hay que buscarlo últimamente en su antropología. Pannenberg afirma que no hay un sujeto antes del proceso psicológico, social e histórico de constitución de la identidad de la persona. Como vimos al referirnos a su

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teología de la historia, este es el motivo último de que no diga que el hombre no es sujeto, sino tema de la historia. Ahora bien, esto no obsta para que la persona, en la medida en que adquiere su personalidad, pueda ser con derecho considerada sujeto responsable de sus actuaciones. Esta subjetualidad no se puede entender, claro está, en el sentido de presuponer una sustancia anterior al proceso socio-histórico: el yo es solamente sujeto en la medida en que en la historia obtiene su subjetualidad, que es por tanto una subjetualidad cobrada. Ahora bien, una vez cobrada, la persona se convierte en sujeto de sus acciones. Podemos entonces decir que Pannenberg, al integrar el concepto de persona el proceso histórico social de constitución de su identidad, ha separado realmente la idea de persona

de la de sustancia, pero no de la idea de sujeto. En el fondo, Pannenberg opera también una escisión entre las acciones y la persona: si las acciones presuponen un sujeto, es que, como ya pensaba Agustín, hay una distinción radical entre aquél que realiza los actos personales y los actos mismos. Con esto seguimos en realidad presos de la estructura lingüística indoeuropea de sujeto-predicado y el concepto de acción permanece como algo externo a la persona. Pannenberg, habiendo de hecho integrado a la sociedad y a la historia en el concepto de persona, no ha integrado sin embargo en él la acción humana, la praxis.

Esto tiene importantes consecuencias teológicas. Por una parte, esto implica una concepción de la teología preocupada fundamentalmente por la verdad de los procesos de formación de identidad en la historia, para la cual la práctica humana es algo puramente consecutivo. Además la teología de la historia entenderá el devenir histórico justamente desde estos procesos, es decir, como historia de la tradición, en la cual la praxis humana es también relegada a ser una mera consecuencia de las distintas identidades obtenidas. Pero, por otra parte, esta concepción de la persona como sujeto tiene también consecuencias para la teología trinitaria misma. Pannenberg nos dice, por una parte, que en el caso de las personas divinas, éstas se identifican totalmente con sus relaciones, de tal modo que su existencia se agota en ellas, a diferencia de lo que suceden con el hombre. Pero por otra parte nos ha dicho que para pensar la "autodistinción" es necesario recurrir al concepto de sujeto. Ahora bien, en la medida en que hablamos de autodistinción, es difícil pensar que el amor de unas personas a otras se identifique con el sujeto que realiza la acción de autodistinguirse. Quizás sea este el motivo último de que, cuando Pannenberg introduce el tema de la autodistinción, no nos hable para nada del amor entre las personas.

Pero, aún prescindiendo de esta autodistinción y admitiendo que entre las personas se dan unas relaciones de amor con las que su existencia subjetual se identifica sin residuo alguno, el concepto de sujeto no deja de plantear, además, otros problemas. En las relaciones de amor, nos dirá Pannenberg siguiendo a Buber, aparece entre el yo y el tú el misterio del amor. Este misterio es un "poder" que determina a las personas, de tal manera que ellas no son dueñas del mismo, sino éste de aquéllas. En la Trinidad, el amor es la esencia de la divinidad. Pero esta esencia común al Padre y al Hijo cobra carácter de hipóstasis al

aparecer frente a éstos como un tercero, como el Espíritu del Amor. De este modo, se puede decir tanto que Dios es amor como que Dios es Espíritu (Jn 4,24). Las personas son por eso concreciones del "campo dinámico" en el que, según Pannenberg, consiste la divinidad.

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c) Sujeto y "campo dinámico". En su oposición al concepto de sustancia, Pannenberg ha introducido como alternativa el concepto de campo, tomado de la física moderna. Según esta perspectiva, los fenómenos de campo no son sustancias que soportan relaciones, sino

puntos de aplicación del dinamismo del campo. Esto tiene ciertamente frente a la teología trinitaria clásica la ventaja que supera una perspectiva cosista en la cual es difícil pensar la unidad, si se afirman tres substancias, como la diversidad, si se afirma una sola. Ahora bien, es dudoso que el concepto de campo permita prescindir totalmente de la idea de sujeto, como quiere Pannenberg. Ciertamente, este sujeto ya no es el µ aristotélico, el substrato de las relaciones, pero sí un punto de aplicación de las mismas. En este sentido, se puede decir que, en el concepto de campo dinámico, las cosas no aparecen como sujetos-del dinamismo, pero sí como sujetos-al mismo. En realidad, es lo mismo que se nos dice cuando se habla del hombre no como sujeto de la historia, sino como su tema, como alguien sujeto-a la historia. Por eso no puede ser completamente superada, dentro de este modelo, la dualidad entre sujeto y relación, como Pannenberg quisiera, pues el dinamismo del campo aparece siempre como algo distinto de sus puntos de aplicación. Este es, en último término, el motivo de que Pannenberg nos diga que la perijóresis entre las personas divinas no es lo que puede fundar su unidad, sino que ella presupone ya una unidad anterior de las personas. Esta unidad no es otra para Pannenberg que la del campo dinámico que constituye la esencia de la divinidad.

Por esto, en definitiva, la relación entre las personas le aparece a Pannenberg como un "algo", como un "misterio", como un "poder del amor". Si la esencia de Dios tiene la estructura de un campo dinámico, y si esta esencia se constituye en virtud de las relaciones de amor de las personas, es inevitable que, en definitiva, la persona del Padre y del Hijo

aparezcan contrapuestas a esa esencia. Entonces es comprensible que a Pannenberg no le quede más remedio que identificar esa esencia con una tercera persona, es decir, con el

Espíritu Santo. Es la única manera de explicar la diferencia entre el "campo dinámico" y las personas sin caer justamente en aquello que Pannenberg había rechazado programáticamente: la afirmación de una naturaleza en cierto modo anterior o distinta de las personas y sus relaciones. Esto tiene, en el nivel inmanente, el inconveniente de que las afirmaciones del Padre como origen de la divinidad no parecen tan fácilmente compatibles con esta identificación del Espíritu con la esencia de la misma. Y en el nivel económico la "difuminación" del Espíritu conlleva el que éste, más que como verdadera persona, aparezca ahora como "amor", "lazo de unión" entre el Padre y el Hijo, etc. Entonces es difícil pensar el carácter social de la salvación: esta ya no es inclusión en una comunidad de amor, sino participación en un mero amor dual. Cabe preguntarse, con Ricardo de San Víctor, si realmente puede haber una amor de dos que no exija una tercera persona que como condilecta que comparta la dicha de los amados, y no una mera hipóstasis del amor en cuanto sustancia común. Cabe también preguntarse si el Espíritu Santo, que ha "derramado el amor de Dios en nuestros corazones" (Rm 5,5), es en esta perspectiva verdadera persona, agente de nuestro amor en la historia, o un mero "campo de amor". Habremos de volver sobre este punto.

En realidad, el concepto de campo y el de sujeto se reclaman mutuamente e impiden una plena conceptuación de la Trinidad a partir de las relaciones interpersonales de amor. El concepto de campo nos lleva, en definitiva, a "hipostasiar" (sic) este amor y a convertirlo en algo distinto de las personas, por mucho que se trate de evitar esta conclusión

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identificando la naturaleza divina, así hipostasiada, con la tercera persona de la Trinidad. La teología de la liberación, por el contrario, pretende llevar hasta el final el pensamiento de la unidad de la Trinidad solamente a partir de las relaciones "perijoréticas" entre las personas. Para eso, será necesario esbozar un concepto distinto de persona que prescinda de la idea de sujeto. Es decir, que incluya expresamente en sí no solamente los procesos históricos de

formación de identidad sino también la acción. Esto es justamente lo que insinuábamos cuando, en otro contexto, hablando de la historia, decíamos que el hombre no es sujeto, pero sí agente de la misma. Solamente desde una perspectiva tal será posible una integrar plenamente, en las personas divinas, sus relaciones mutuas. Pero, al mismo tiempo es menester esbozar un concepto de unidad más radical que el de campo, según el cual la unidad no se distinga de los elementos que la constituyen. Es lo que habremos de ver en los siguientes apartados.

7. 4. Persona como realidad en autoposesión

La teología de la liberación está interesada en llevar a cabo el proyecto original de Ricardo de San Víctor, esto es, en concebir las personas trinitarias prescindiendo del concepto de sustancia, para así alcanzar un concepto radical de su unidad en el amor. De ese modo, la identidad de las relaciones económicas con las inmanentes, salvada la transcendencia de las últimas, podría ser garantizada plenamente. Esto supone prescindir de toda conceptuación apriorística de la unidad de la Trinidad como una naturaleza, asumiendo el intento de Pannenberg de pensar la unidad desde las relaciones interpersonales. Ahora bien, esto es algo que solamente se puede llevar a cabo, como hemos visto, superando también tanto el concepto de sujeto como el de campo.

Boff sostiene en su obra sobre la Trinidad que "no debemos imaginar las tres divinas personas como tres individuos que, posteriormente, se relacionan en comunión y se unen. Tal representación no evitaría el triteísmo. Debemos decir que las personas no solamente establecen relaciones entre sí, sino que ellas se constituyen como personas justamente por la entrega mutua de vida y de amor. Entonces, ellas son distintas para unirse y se unen, no para confundirse, sino para contener la una a la otra. La unidad, más que unidad de la misma sustancia o unidad del mismo origen (el Padre), sería una unión de las personas en virtud de la comunión recíproca entre ellas". La unidad, como vamos a ver, se funda en la

comunión y solamente en la comunión, de tal manera que no es necesaria sustancia ni ningún "campo dinámico" que la asegure. Este es el programa de la teología de la liberación a la hora de pensar las personas y su unidad en la Trinidad. Sin embargo, para aclarar lo que con esto se quiere decir y ver sus diferencias frente a la teología clásica, tanto antigua como moderna, es menester elaborar un concepto nuevo de persona que nos permita ir más allá de las aporías a las nos conduce toda identificación de lo personal con lo subjetual.

a) Qué es persona. En primer lugar, hay que comenzar señalando que la realidad, tanto personal como apersonal, no es substancia, sino sistema o estructura. Las cosas reales tienen una multitud de notas, las cuales no son accidentes o propiedades in-herentes a una sustancia o µ , sino notas ad-herentes, vertidas constitutivamente unas a otras. Por esta versión constitutiva es por lo que las notas, lejos de estar simplemente añadidas unas a otras, son verdaderamente notas-de las demás. Esto significa que, fuera de esta versión a las

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demás, las notas no poseen ninguna sustantividad. Solamente son sustantivas en el sistema. En el sistema no hay ningún substrato "tras" o "bajo" las notas, sino que solamente nos encontramos con estas notas en su versión radical de unas a otras. Si se quiere subrayar que unas notas son más fundamentales para la constitución de un determinado sistema que otras, no por eso se puede decir que éstas formen una sustancia de la que "brotan" las demás, sino que son simplemente un sub-sistema esencial en la estructura total. Por eso se puede decir que, como imagen de lo real y sin pretender la simple correspondencia unívoca entre lenguaje y realidad, es más adecuado el logos constructo de las lenguas semíticas que el genitivo de las lenguas indoeuropeas.

Toda realidad es, además, constitutivamente dinámica. El dinamismo no consiste en cambios accidentales que le ocurren a un sujeto sustancial, sino en el constitutivo "dar de sí" de todo lo real en su respectividad estructural. Esto significa que, para concebir el devenir no es menester hacer una distinción como la aristotélica, entre la substancia de la que parten las potencias y las acciones que ella realiza. Tampoco es necesario distinguir entre un campo dinámico y los puntos de aplicación del mismo, pues la realidad no deviene por estar sujeta a unas leyes de campo, sino que, más radicalmente, ella es dinámica ya en sí misma, de tal modo que el sistema de notas es eo ipso un sistema de actividades, donde toda actividad es "actividad-de".

Esto es muy importante para entender lo que sea una realidad personal. Zubiri ha tratado de definir la persona no en virtud de la existencia de un supuesto espíritu o sujeto "por detrás" de las acciones humanas, sino justamente a partir de lo específico de estas acciones. Ahora bien, esta especificidad no se halla por la vía metafísica de buscar una "definición esencial de lo personal", como se viene haciendo desde Boecio, sino a partir de un análisis concreto de las acciones del hombre. Estas acciones, tanto en el caso del hombre como en el de los demás animales, se pueden concebir como un proceso sentiente. En el animal, las cosas con las que éste se enfrenta activamente y que constituyen su medio no son otra cosa que estímulos objetivos de respuesta. Para el hombre, sin embargo, esas mismas cosas quedan ante él como algo real, como algo "de suyo", y por eso el hombre no tiene un medio específico, sino que está abierto al "mundo". En esto consiste la inteligencia como carácter específico del hombre: en la pura apertura del proceso sentiente en que consisten sus acciones, y no en una ulterior razón o logos, como se viene repitiendo desde los tiempos de Aristóteles.

Esta apertura, previa a toda reflexión y a todo ejercicio de la razón, determina que la persona esté no solamente abierta a la realidad del mundo, sino también a su propia realidad. Con esto, la autonomía propia de todo viviente se convierte, en el caso del hombre, en plena autoposesión de sí mismo como real. Esta autoposesión no es un acto de entrar en sí mismo ni el ejercicio de la propia libertad e independencia, sino algo mucho más primario, que funda, dadas las circunstancias, toda reflexión y toda libertad ulteriores. Se trata de que la realidad humana, por estar abierta a su propia realidad, es suya no en un mero sentido biológico (el animal es también suyo), sino que es formalmente suya por su carácter de realidad. Pues bien, esto y simplemente esto es lo que constituye al hombre en realidad personal: el hecho de que en su actividad sentiente el hombre se autoposea a sí mismo como real, sea suyo en sentido estricto.

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b) Superación de las categorías clásicas. Esto significa justamente que la persona no es sujeto, ni en el sentido de substancia o µ , como bien subraya el pensamiento cristiano frente al naturalismo helénico, pero tampoco en el sentido de un "yo" que realiza acciones, como creía Agustín, o que está "sujeto" al devenir histórico, como subraya más bien Pannenberg. No hay un dualismo entre la persona y sus acciones, sino que estas acciones son constitutivas de la realidad personal, como en general el dinamismo es un carácter de toda realidad en y por sí misma. A veces se ha tratado de fundar el dualismo sujeto-acciones en el dualismo psique-organismo, adscribiendo el "yo" a algún tipo de principio anímico, responsable en último término de los movimientos corporales. Pero si la realidad es sistema, no hay posibilidad en el hombre de distinguir entre una "sustancia" anímica y otra sustancia corpórea, sino que en él todo es estructuralmente psico-orgánico. Por eso, "la actividad tiene siempre carácter de sistema. Ciertamente, esta actividad es por ello mismo compleja y en ella dominan a veces unos caracteres más que otros. Pero siempre, hasta en el acto en apariencia más meramente físico-químico, en realidad está siempre en actividad el sistema entero en todas sus notas físico-químicas y psíquicas. Y repito, no se trata de que sea uno mismo el "sujeto" de todas sus actividades tanto orgánicas como psíquicas, sino de

que la actividad misma es formalmente una y única, es una actividad sistemática por sí

misma, por ser propia del sistema entero, el cual, en todo acto suyo está en actividad en

todos sus puntos". Por esto, más que de un sujeto distinto de sus acciones, hay que hablar del hombre como agente, autor y actor de su propia vida e historia.

¿Tiene entonces algún sentido hablar de la persona humana como un yo? Ciertamente, pero sólo un sentido secundario. En la medida en que la persona realiza sus acciones, se afirma a sí misma respecto a otras personas, respecto a la sociedad y respecto a la realidad en su conjunto. Esto sucede, frecuentemente, a través del lenguaje, que es donde hay que buscar el significado del "yo", como decía Wittgenstein. En el lenguaje la persona se afirma en respectividad con otras personas y con el mundo. Esta afirmación de la realidad personal en el mundo en diversos grados y modos es a lo que se puede denominar un "Yo". "De ahí que el Yo no es un sujeto lógico ni lingüístico ni metafísico, sino que es pura y simplemente la actualización mundanal de la suidad personal. Por eso, hay que decir contra todo el idealismo, que no solamente la realidad no es posición del Yo, sino que por el contrario el

Yo está puesto por la realidad. Es mi propia realidad sustantiva la que pone (si de posición se quiere hablar) la actualidad mundanal de mi persona, la que pone el Yo".

Con esto podemos ya ponderar las diferencias fundamentales con la concepción de la persona que Pannenberg proponía. En primer lugar, aunque aquí también se niega que la persona sea sustancia, no por eso se sitúa el problema de la personalidad en la autoconciencia, como viene siendo propio de todo el idealismo. El concepto de persona ha de incluir todos sus componentes físicos y químicos, y no reducirse a los momentos conscientes de la misma. El "yo" no es por eso el punto de partida de una teoría de la persona, sino a lo más su punto de llegada. En segundo lugar, la persona no es algo separado de sus acciones, sino que se concibe justamente a partir de éstas y las incluye

positivamente. Ser persona es autoposeerse, y esto no se da antes, bajo o tras los actos de un presunto sujeto, sino que es el carácter formal propio de estos actos.

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En tercer lugar, el punto de partida realista por el que hemos optado conlleva concebir a la persona desde su constitución sistemática y no desde los procesos de formación de identidad. Esto tiene la ventaja de que se afirma el carácter personal de toda realidad humana con independencia del proceso cultural en el que se haya inserta, con lo que se evita toda posibilidad de hacer "más personas" a quienes se hayan inscritos en un determinado proceso de la tradición. Ello no significa que los procesos históricos no tengan ningún significado para la persona. En la medida en que la historia no es mera tradición de sentido e identidad, sino verdadera praxis de trasmisión tradente, realizada por el género humano en su conjunto, es evidente que la persona está ya en sus dimensiones físicas y biológicas plenamente inscrita en la historia y que la historia le afecta física y biológicamente. Además, toda actividad personal de autoposesión está además constituida socialmente. La sociedad no es sino la configuración física de la actividad sentiente humana, como dijimos. Por ello, aunque el hecho de ser persona no es algo que la sociedad decide, sino las estructuras humanas específicas, el modo en que se sea persona, el modo concreto de la autoposesión es algo que cada sociedad determina de modo distinto. Esto significa, claro está, que también el Yo está mediado social e históricamente, pues la afirmación de la persona frente al mundo se hace en función de modos y criterios social e históricamente recibidos. Habremos de volver sobre esto al hablar de la unidad de las personas divinas.

7. 5. Las personas en la Trinidad

a) Qué son las personas divinas. ¿Se puede aplicar este concepto de persona a la Trinidad? Como vimos al hablar de Boecio, no todo concepto de persona es aplicable a la realidad divina, en aquél caso debido al uso del concepto de sustancia individual, en modo alguno triplicable. ¿Sucede lo mismo con el concepto aquí propuesto? Ni que decir tiene que toda aplicación solamente tiene un sentido análogo. Ahora bien, el problema es justamente decir en qué consiste la analogía. Ir más allá de lo dicho en el capítulo tercero superaría los límites de este trabajo. Lo qué sí hay que subrayar es que, sin la revelación de Dios en la historia de la salvación, es imposible conocer cómo sea la realidad de Dios en sí misma. Esto no obsta para que incluso la filosofía pueda afirmar el carácter personal de Dios, si este carácter no se entiende en sentido antropomórfico, como cuando pensamos que Dios es un gigantesco espíritu humano, con inteligencia, voluntad, etc. Afirmar que Dios es persona es decir solamente que una Realidad absolutamente absoluta es una realidad que se posee a sí misma de modo plenario: es lo que Zubiri ha llamado "analogía del absoluto". Según este concepto de analogía, los caracteres que se predican de la realidad divina no se obtienen "inductivamente" por una "ampliación" de propiedades de la realidad humana, sino más bien "deductivamente" de la afirmación de una realidad absolutamente absoluta.

Por esto, decir que Dios es persona no significa predicar de la realidad de Dios todos los caracteres físicos, biológicos, psicológicos, etc. que se predican de la realidad humana, sino solamente decir que la Realidad absoluta no puede menos de poseerse a sí misma. Esta es la ventaja de nuestro concepto de persona. Si hubiéramos concebido la persona como espíritu, tendríamos que convertir a Dios en una especie de inmenso Espíritu, con lo cual no estaríamos más que proyectando sobre Dios los caracteres de nuestra psicología. Si la hubiéramos concebido como sujeto, hubiéramos introducido en ella la dualidad y no tendríamos más remedio que predicar esta dualidad de Dios, como le sucede a Pannenberg

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cuando tiene que distinguir entre las personas y el campo, o cuando tiene que hacer una diferencia entre el intuitus originarius de Dios y un Sujeto de tal intuitus. Nuestro concepto de persona, aunque originariamente haya sido obtenido a partir de un análisis de la realidad humana, es más formal en cuanto que solamente significa la autoposesión de sí mismo como realidad. Esta autoposesión presupone solamente que Dios es una realidad absoluta y dinámica.

Otra objeción posible es más propiamente teológica en cuanto que presupone la revelación de una trinidad de personas: ¿puede hablarse de tres personas como si en Dios hubiera tres realizaciones distintas de un mismo concepto, o tres individuos de la misma especie? Ciertamente hay que afirmar sin ambages que el concepto de persona no es unívoco, como viene haciéndolo unánimemente la tradición. Sin embargo, decir que en Dios hay tres personas en el sentido de persona aquí indicado, no nos conduce ni nos sitúa ante el peligro de convertir a las personas divinas en realizaciones de un concepto o de una esencia específica. No hemos definido a la persona, como Boecio, según el esquema "género próximo-diferencia específica", propio de la filosofía clásica. Es más, no está dicho en ninguna parte que la realidad se ajuste al esquema predicativo de nuestras definiciones, como piensan tanto aristotélicos como racionalistas. La esencia de una realidad no es ni el correlato real de una definición ni un concepto objetivo, sino un momento constitutivo de la misma. Por esto, cuando decimos de una realidad que ésta es personal, decimos solamente que se autoposee, lo cual no constituye ninguna afirmación sobre una supuesta esencia específica. Esperar que al uso de un determinado concepto (como el de persona o el de autoposesión) corresponda, en la realidad, la existencia de algo así como una forma que se individualiza en cada caso en virtud de la materia no es más que una proyección de esquemas lógicos sobre la realidad. Por eso no se puede decir que el concepto de persona sea problemático a la hora de hablar de la Trinidad: lo es solamente si se piensa que "persona" es algo así como el nombre de una serie de caracteres propios de una esencia específica. Pero ya Santo Tomás señalaba que el término "persona" no designa ningún universal. Como vimos, persona significa solamente autoposesión, prescindiendo de cuál sea la realidad que se posee y prescindiendo de si esta realidad, desde el punto de vista biológico, forma una especie, como es el caso del hombre.

Cuando el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son considerados personas, estamos diciendo solamente que ellas se autoposeen como realidades. Pero ni el modo de autoposeerse tiene que ser el mismo, ni la realidad que lo hace tampoco. Ahora bien, con esto llegamos a una tercera posible objeción: ¿no implica la idea de "autoposesión" la existencia de una realidad individual, que se autoposee a sí misma? ¿No implica entonces el carácter individual de la persona la necesidad de afirmar tres realidades en Dios y, por tanto, el triteísmo? No vamos a tratar aquí este problema, sino en el próximo capítulo, al hablar de la unidad de la Trinidad. Basta por ahora con dejarlo consignado. Veamos antes las ventajas que el concepto de persona, tal como lo hemos esbozado aquí, nos ofrece para pensar la Trinidad no solamente en su inmanencia, sino también económicamente.

b) Persona divina y encarnación. Ante todo, la superación de la dualidad entre sujeto y acción nos ayuda a entender mejor la encarnación del Hijo en la historia de la humanidad y su compromiso real con los oprimidos. Las personas divinas no son sujetos o "centros de actos" (Aktzentren) que se queden "mas allá" de sus acciones, no tocados por ellas. Las

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acciones del Hijo en la historia no son algo exterior a su realidad personal y divina. Al contrario, la segunda persona de la Trinidad se autoposee, es persona, no solamente en la eternidad, sino también en la historia de Jesús. Por esto, la praxis de Jesús no es algo meramente externo a la personalidad divina, sino que es parte integrante de su ser personal y por tanto también pertenece a la autoposesión en que su realidad divina de persona consiste.

Ahora entendemos mejor o, si se quiere, trinitariamente, el interés que la teología de la liberación muestra por el Jesús histórico: lo que para otras teologías son meras acciones "pedagógicas" y, en cualquier caso, atribuibles a la humanidad de Jesucristo, pertenecen aquí constitutivamente a la definición histórica de su realidad de persona divina. Si la personalidad divina consistiera simplemente en ser sujeto, tanto de su divinidad como de su humanidad, la praxis de entrega de Jesús sería puramente ulterior a su realidad de sujeto divino. Si ser persona por el contrario es autoposesión, a esta autoposesión pertenece todo lo que Jesús hizo y fue, hasta en sus más nimios detalles. Y entonces la praxis histórica de Jesús, su solidaridad hasta la muerte con las víctimas de la historia, no es algo que un sujeto divino hace, o algo que sufre sin que este hacer o sufrir le afecte en su ser personal, sino el modo concreto, palestino, histórico en que la realidad divina se autoposee. Es justamente lo que J. Sobrino ha denominado la "densidad metafísica de la práctica" de Jesús como clave cristológica de acceso a su persona:

"Creemos que la práctica de Jesús, como momento privilegiado de su propia totalidad histórica, es lo que permite acceder a la totalidad de Jesús, lo que permite esclarecer y comprender mejor y jerarquizar los otros elementos de su totalidad: los hechos aislados de su vida, su doctrina, sus actitudes internas, su destino y lo más íntimo suyo, que llamamos su persona. Lo que aquí se presupone es que la práctica es el momento de mayor densidad metafísica y, por ello, con capacidad de organizar los demás y de proporcionar la clave de acceso a la persona".

Todo ello nos permite entender mejor de qué se trata cuando hablamos del problema del

dolor de Dios. A mi modo de ver, tiene razón Moltmann cuando afirma que el problema se ha planteado de modo clásico muy inadecuadamente al contraponer simplemente las dos naturalezas en Cristo, una humana que sufre y otra impasible por ser divina. Ahora bien, la solución del problema no consiste simplemente en negar sin más tal distinción y en afirmar el carácter pasible de la divinidad, como quiere Moltmann, pues esto se podría interpretar de un modo monofisita. En principio hay que decir que el dolor es un tipo de estimulación propio de ciertas realidades biológicas y que no se puede proyectar precipitadamente sobre la realidad de Dios. Pero tampoco se puede decir, sin más, que el hecho de ser divino incluye la impasibilidad, como si la pasibilidad significara necesariamente una negatividad ontológica. De la realidad de Dios solamente podemos decir, desde un punto de vista filosófico, que está absolutamente presente en toda realidad mundana transcendiéndola. Como dijimos, Dios puede estar presente en el dolor sin que el dolor sea un momento de Dios. Sin embargo, esa presencia, accesible filosóficamente, no es aún solidaridad, como ya dijimos.

Y es que en principio la solidaridad no es cuestión de naturalezas, sino de personas. En este sentido, no es especialmente pertinente ni la apelación al inconfuse de Calcedonia para

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rechazar la pasibilidad de Dios, ni la negación de este inconfuse para poder afirmar la pasión de Dios. Ciertamente, la comprensión de la realidad divina como realidad absolutamente absoluta, y no como sustancia incomunicable, nos permite afirmar su presencia en el mundo y su respectividad con él. Pero el mensaje del Nuevo Testamento va mucho más allá. En él se nos dice que Dios Hijo se ha solidarizado hasta la muerte con las víctimas de la historia. Y esto es algo que concierne ante todo a su persona. La persona del Hijo, por su encarnación, ha hecho suyo el destino humano, lo ha hecho parte integrante de

su autoposesión personal. Y esta autoposesión se ha concretado históricamente como entrega ( ) hasta la muerte de cruz, pues no hay en realidad autoentrega posible sin autoposesión personal.

Esto es lo que, si se quiere, se puede llamar asunción por Dios del dolor. Con esto no convertimos la esencia de Dios en la de un ser biológico, sino que afirmamos la plana humanidad de su segunda persona. Dios no se convierte en un eterno doliente, pero el dolor humano en la historia sí pasa a ser un momento de la autoconfiguración de la persona del Hijo y de la presencia liberadora del Espíritu. Ambas personas divinas, cada una a su modo, asumen en sí el destino de las víctimas de la historia, como vimos. Sin dejar de ser Dios, su presencia transcendente en la historia aparece entonces no como una presencia metafísica, sino como una presencia personal. Y con ello, hay que afirmar sin restricciones que todo el dolor de la historia incumbe personalmente a Dios por el Hijo y por el Espíritu. En el próximo capítulo veremos en qué sentido se puede decir también que el dolor afecta no sólo a las personas del Hijo y del Espíritu, sino también a su esencia divina.

Además, nuestra definición de persona, aplicada a la Trinidad, nos permite entender mejor otro aspecto de la historia de la salvación. En principio, desde un punto de vista estrictamente filosófico, hay que afirmar que Dios no es un Yo, pues en él no hay una dualidad entre la persona y su afirmación en el mundo. Dios es independiente del mundo y en él solamente hay personalidad, porque hay autoposesión, pero no hay ningún Yo. Por eso mismo, tampoco se puede comenzar diciendo que Dios es un Tú. Ahora bien, por la revelación sabemos que el Hijo se ha encarnado. Con la encarnación del Hijo, no cabe duda de que su persona adquiere también una actualidad en el mundo. El Hijo, al asumir el destino humano, es también un Yo, pero sólo en virtud de la encarnación. Este Yo se dirige al Padre (Abbá) como un Tú. Entonces se puede sostener que la filiación divina, recibida por el Espíritu, nos hace participar históricamente en el Tú del Hijo. Por eso "sólo por medio del Hijo y en comunidad con él es posible dirigirse al misterio divino como un Tú, el Tú del Padre". Es el significado central de la oración cristiana (Lc 11, 2-4), para la cual estamos capacitados por el Espíritu que continúa la obra del Hijo en la historia. Es lo que Pablo expresa trinitariamente diciendo que "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!" (Gal 4,6).

7. 6. Carácter personal del Espíritu

a) Planteamiento de la cuestión. Por último, nuestro concepto de persona como autoposesión nos permite pensar ahora también el carácter personal del Espíritu. Se trata de una cuestión que ha causado abundantes problemas a la teología. Para muchos teólogos el carácter personal del Espíritu no se puede afirmar en el mismo sentido que el del Padre o el del Hijo. Así, por ejemplo, H. Mühlen entiende que en realidad lo más propio sería evitar el

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término "persona" a la hora de interpretar los textos bíblicos. La escritura nunca nos muestra al Espíritu como un "Yo", cosa que sí sucede con el Padre y con el Hijo. Por eso prefiere Mühlen entender el Espíritu Santo más bien como el "nosotros" común del Padre y del Hijo (Jn 14,23); eso sí, como un "nosotros en persona". Como vemos, se trata de una posición semejante a la de Pannenberg, que convertía, por otras razones, el Espíritu en una hipóstasis del amor como esencia común al Padre y al Hijo. También en la teología de la liberación se han mantenido posiciones cercanas a la de Mühlen, aunque no de un modo sistemático.

X. Pikaza, que originariamente había mantenido una posición semejante a la de Mühlen, señala que muchos de quienes atacan esta postura "están acostumbrados a entender la realidad en categorías de sustancia-sujeto" y que la idea de una especie de "persona ambital" les parece necesariamente difusa y deletérea, pues no encuentran en el Espíritu una tercera conciencia subjetiva, sino una persona que es solamente "encuentro personal". Ciertamente, existen los prejuicios que Pikaza menciona: lo hemos visto repetidamente hasta aquí. Pero tal vez habría que pensar que tanto Mühlen como sus críticos comparten en realidad la misma presuposición: todos ellos piensan que la persona por excelencia

solamente existe allá donde hay un sujeto o un yo. Donde éste no aparece, no se puede hablar según estos autores de persona en sentido recto, sino solamente por circunloquios tales como "persona ambital" o "nosotros personal".

Ahora bien, tal como hemos venido viendo hasta aquí, la persona no es sujeto, sino autoposesión. Igualmente, ser un Yo es algo ulterior al hecho de ser persona. La persona se constituye como un Yo en la medida en que se afirma en la realidad del mundo. En Dios mismo, prescindiendo del mundo, no existe tal dualidad: en Dios solamente hay personas. Ni el Padre ni el Hijo necesitan ser un yo para ser personas, y por eso tampoco hay que

exigírselo al Espíritu. De este modo, el hecho de que el Espíritu Santo no aparezca como un yo en la revelación, no quiere decir que no sea persona. Será o no persona en la medida en que se pueda hablar de una persona divina que se autoposee y que lo hace de modo distinto de como lo hacen el Padre y el Espíritu. El que aparezca como un "yo" es en realidad algo derivado, propio de la afirmación de una persona divina en la historia de la salvación. Ahora bien, no tenemos otro medio para decidir si el Espíritu es una persona divina más que la historia de la salvación. Sin embargo, no está dicho en ninguna parte, que el "Yo" sea el único modo posible de afirmación de una persona en la realidad mundanal.

b) El Espíritu como persona. El Nuevo Testamento nos habla del Espíritu no solamente como una "fuerza" que une al Padre y al Hijo, cuya actuación es simplemente una actuación del Padre o del Hijo, sino que nos hablan del Espíritu, que "baja" sobre Jesús (Mc 1,10, par.) como agente de acciones propias (cfr. Lc 4,1; 4,14). El Espíritu habla por la boca de los apóstoles y profetas (Hech 8,20; 4,25; 1Co, 2,4), envía a los discípulos (Hech 13,4) y dirige la Iglesia (Hech, 4,28). El Padre envía el Paráclito (Jn 14,26; 16,27) para enseñar a los discípulos en lugar de Jesús y para dar testimonio sobre el Hijo (Jn 14, 26; 15,26; 16, 7-11), de manera que el Espíritu como tal dirige su palabra a las Iglesias (Ap 2, 7. 11. 17. 29; 3,6. 13. 22, 14,13). En este sentido, podemos bien decir que, aunque el Espíritu no aparece en el Nuevo Testamento como un Yo, sí aparece como persona, esto es, como alguien que se autoposee en sus actos y que "sopla donde quiere" (Jn 3,8).

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Ahora bien, si es cierto que el Espíritu no aparece como un Yo, sí hay que afirmar que, para el Nuevo Testamento, la realidad del Espíritu está íntimamente unida al "nosotros" de la Iglesia (Hech 15,28), como el mismo Mühlen ha documentado abundantemente: "el 'nosotros' de los cristianos está en la más estrecha dependencia con la inhabitación del Espíritu Santo: el Espíritu Santo aparece en la historia de la salvación en el 'nosotros' de

los cristianos". Es decir, la afirmación del Espíritu en el mundo no es un Yo, como en el caso del Hijo encarnado, sino un Nosotros. Este es el nosotros de la Iglesia, el nosotros de los "pobres con Espíritu" (Mt 5,3). Se trata justamente del "nosotros" que permite a los pobres pasar del individualismo y la desesperanza a ser dueños de su propio destino. La "concientización" es en este sentido la obra por excelencia del Espíritu en América Latina.

Sin embargo, esto no quiere decir que el Espíritu sea el "nosotros" de la Trinidad en sí misma, como quiere Mühlen. Este recurre a Jn 14,23, afirmando que en el "nosotros" que allí aparece no solamente están incluidos el Padre y el Hijo, sino también el Espíritu. A esto hay que hacer dos observaciones: En primer lugar, el que el Espíritu esté incluido en el "nosotros" no significa que él sea un "nosotros", sino simplemente que junto al Padre y al Hijo hay una tercera persona, sin que ésta tenga que consistir en ser el "nosotros personal". En segundo lugar, la afirmación está hecho justamente en el contexto de la inhabitación del Espíritu en los fieles. Como hemos visto, el Yo y el Tú del Hijo y del Padre adquieren solamente un sentido a partir de la encarnación del Hijo y su presencia en el mundo. Por la efusión del Espíritu, los cristianos no solamente adquieren un nosotros, sino que ese "nosotros" es participación en la vida trinitaria, en la relación de amor entre el Padre y el Hijo. Pero esto solamente tiene un sentido a partir de la dinámica histórico-salvífica, del mismo modo que Yahveh, en general, se presenta como un Yo en sus actuaciones históricas en el Antiguo Testamento. En la Trinidad tomada por sí misma no hay ni Yo, ni Tú, ni Nosotros, pues éstos solamente surgen en el momento en que la realidad personal se afirma en el mundo y en la historia.

Solamente en su actuación histórica adquieren las personas divinas su carácter de Yo, Tú o Nosotros. Esto no significa, claro está, una excepción a nuestra tesis sobre la identidad de la Trinidad económica y la Trinidad inmanente. Lo que sucede es que, siendo las mismas e idénticas personas las que actúan en la historia de la salvación y las que constituyen la Trinidad inmanente en sí misma, éstas personas solamente pueden ser consideradas como un Yo o un Nosotros en cuanto presentes en el mundo en virtud de la encarnación o de la inhabitación del Espíritu en los hombres. El concepto de Yo dice respectividad al mundo, cosa que no sucede con el concepto de persona, pues ésta consiste en pura autoposesión "anterior" a toda realidad mundanal. Es exactamente lo mismo que sucede con otros conceptos, como por ejemplo el de "encarnación", que se aplican a las personas divinas sólo en cuanto que se hacen presentes en la historia.

En definitiva, hay que decir que el Espíritu es persona en un sentido estricto y no derivado: en el mismo sentido en que lo son el Padre y el Hijo. Lo cual no significa ni que el Espíritu sea sujeto, ni que sea un Yo. En la historia de la salvación, el Espíritu es un "nosotros"; pero en la Trinidad tomada en sí misma él es una persona, y no simplemente la "unidad" entre el Padre y el Hijo, o el "nosotros" de las dos personas antedichas. En realidad, si se quiere entender la unidad del Padre y el Hijo como unidad de amor, no es necesario convertir al Espíritu en una etérea "unidad" o "nosotros" de los dos amantes pues, como

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muy bien observó Ricardo de San Víctor, la unidad entre los amantes no queda mejor asegurada que mediante una tercera persona. La unión del amor no se logra mediante una naturaleza, identificada ahora con el amor como esencia de la divinidad (Pannenberg) ni mediante un "nosotros" (Mühlen), sino personalmente, mediante una tercera persona, mediante un "condilecto". La teología de la liberación, como hemos visto, está justamente interesada en subrayar el carácter estrictamente personal y no meramente "natural" de la unidad de Dios. Es el tema del siguiente capítulo.

8. LA UNIDAD DE LA TRINIDAD

Más arriba habíamos insinuado el problema de la posibilidad de pensar la unidad de la Trinidad a partir del concepto de persona que hemos empleado: si persona es autoposesión, ¿no significa esto individualidad y por tanto la incommunicabilitas que, como vimos, era el inconveniente que le impedía a Ricardo de San Víctor liberarse totalmente de la idea de sustancia? Además, como vimos, parece que solamente los términos Yo, Tú, Nosotros, implican diálogo y, por tanto, lenguaje y relación, mientras que la idea de autoposesión no implica más que la existencia de un individuo inteligente. Entonces, ¿hay en Dios solamente diálogo y comunicación cuando se manifiesta en la historia, mientras que en sí mismo consistiría en la pura coexistencia de tres personas individuales? ¿No estamos con esto afirmando la existencia de tres personas individuales que solamente en un momento ulterior entrarían en relación? ¿No es éste el reproche que le hicimos a Moltmann y no significa esto últimamente una caída en el triteísmo?.

8. 1. Persona y comunicación

Ciertamente, la teología de la liberación pretende afirmar justamente todo lo contrario: es decir, que las personas divinas se constituyen en la relación con las demás, en la comunión, como hemos dicho repetidamente, pues este es el único modo de evitar una concepción individualista de la divinidad y, además y sobre todo, de afirmar la dinámica de la historia de la salvación hacia la unidad de la humanidad. Como vimos, el evangelio de San Juan señala que hay una conexión estrecha entre la afirmación de que "el Padre y yo somos una misma cosa" (Jn 10,30) con el deseo de que "todos sean una misma cosa como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que ellos estén en nosotros y el mundo crea que tú me enviaste" (Jn 17,21). La afirmación decidida de la unidad de la Trinidad es el horizonte último de esa esperanza en la comunión definitiva de la humanidad.

El problema entonces, está en ver si las objeciones mencionadas tienen algún sostén. En mi opinión, pensar que si la persona no es un Yo, entonces no está constitutivamente vertida a un Tú, es en el fondo partir del presupuesto de que la comunicación interpersonal es un fenómeno primariamente lingüístico. Como hemos visto, el Yo de la persona surge en el momento de su afirmación como tal en el mundo y tiene, al menos por lo general, una dimensión lingüística, lo que puede decirse también del "tú" y del "nosotros". Se trata de momentos conscientes y dialógicos de la persona que, en nuestra opinión, son ulteriores a su misma constitución estructural como tal. Ahora se nos dice que ésta concepción de la persona presupone la existencia de un individuo autosuficiente que, como tal, ya es persona y que solamente en un momento ulterior entra en relación con los demás. Esto, a mi modo de ver, sería cierto si se parte de que la esencia de la comunicación reside en el lenguaje y

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que, por tanto, fuera del lenguaje no existe comunicación que merezca llamarse humana. Se trata, en el fondo, de un supuesto que se remonta a Aristóteles, quien identificaba la capacidad para la vida política con la posesión de un logos, y que atraviesa incuestionado toda la historia de la filosofía hasta la moderna ecuación entre acción comunicativa y acción lingüística.

Sin embargo, este presupuesto no es en modo aplicable a las personas divinas. En primer lugar, porque supone un tremendo antropomorfismo. En Dios no hay ni logos ni razón, pues el logos y la razón implican dualidad, mientras que la inteligencia de una Realidad absolutamente absoluta no puede ser dual. Si se quiere hablar de inteligencia en Dios, habrá que pensar esa inteligencia más bien como un intuitus originarius, esto es, como la pura apertura intelectiva que no necesita ni de logos ni de razón por ser perfectamente actual para ella lo que cada cosa real es en la realidad. Si los antropomorfismos son inevitables, habrá al menos que evitar los antropomorfismos vulgares, como son los que presupone en Dios la necesidad de un logos para alcanzar la realidad de las cosas. En segundo lugar, aun en el caso de los hombres, es claro que la inteligencia humana, como vimos en el capítulo tercero, no es primariamente logos ni razón, sino aprehensión primordial de realidad, y que por ello ya en el caso de las personas humanas la comunicación comienza en niveles previos a la posesión de un lenguaje.

Veamos entonces, recogiendo lo ya apuntado en el capítulo tercero, en qué consiste la comunicación humana en la que se funda el lenguaje. En primer lugar habría que mencionar la comunicación que podríamos denominar "biológica", esto es, la unidad de todos los individuos humanos en función de su esquema replicativo en función del cual todos pertenecen a un mismo phylum o especie. No hablamos aquí de una comunidad específica en el sentido de la filosofía escolástica, esto es, una comunidad "lógica" en cuanto participación de las distintas personas en un mismo concepto específico. Se trata más bien de la unidad física fundamental según la cual todos los miembros de una especie se constituyen según un mismo esquema replicativo de carácter genético. Sobre esta unidad, claro está, se apoya toda sociedad humana, pero por ser común con otras especies biológicas, no la estudiaremos en detalle. Además esto no tendría ninguna aplicación a las personas divinas, entre las que no se da ninguna comunicación biológica. Consignemos entonces brevemente las formas de comunicación que competen formalmente al hombre en cuanto realidad personal.

A diferencia de los animales, que se hayan organizados socialmente en virtud de su estructura estimúlica, los hombres se hallan vinculados unos a otros en tanto que realidades, dada la apertura de su sentir a la realidad, como ya apuntamos más arriba. Sin embargo, esto no significa que la sociedad se constituya simplemente como un mundo humano en cuanto ámbito intencional disponible para cualquiera, como quería Husserl, sino que se trata más bien de la articulación social de la actividad sentiente del hombre en su lucha por la apropiación de un mundo que no es sin más disponible. Por esto mismo, la socialidad no consiste en el encuentro con otros "yos" análogos al mío, como pretende la fenomenología, sino en la configuración de la actividad sentiente de cada hombre por los demás, hasta tal punto que los otros le imprimen a cada hombre su propia humanidad, antes incluso de adquirir ontogenéticamente la conciencia de esta presencia de los demás en sí mismo. En este sentido, los símbolos y el lenguaje, con toda su relevancia para la comunicación

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humana, son algo ulterior a la aprehensión sentiente de los demás hombres como reales. Esta penetración de los demás en la vida de cada hombre es algo que comienza con el nacimiento y que antecede toda especialización lingüística. Y esa interpenetración no sólo es ya comunicación, sino que es el principio de toda comunicación y de todo lenguaje posibles. Sin ella no habrá lenguaje: es el ejemplo ya mencionado de niños criados por lobos a quienes, faltando ese presencia básica de la humanidad de los demás en la propia vida, nunca se les puede llegar a enseñar un lenguaje humano. Se trata entonces de algo constitutivo no solamente para la socialidad de cada hombre, sino para su propia humanidad: no se puede ser hombre y por lo tanto tampoco persona si no es en sociedad con los demás hombres.

Desde aquí podemos entonces esbozar, siguiendo a Zubiri, cuáles son las dos formas fundamentales de comunicación personal. Pues "como todo animal de realidades es animal personal, resulta que esta versión a los demás hombres como reales es una versión de mi persona a las personas de los demás. Esta versión puede tener dos formas. Una es la versión a la persona del otro, pero en tanto que otro. Es una convivencia de carácter 'impersonal'. Lo impersonal, en efecto es un carácter personal: el animal no es ni puede ser impersonal, sino que es 'a-personal'. Las personas humanas conviven impersonalmente cuando cada persona funciona sólo como 'otra'. Y esto es lo estrictamente constitutivo de la sociedad. La sociedad es esencialmente una convivencia impersonal. Pero una persona puede estar vertida a otra persona no en tanto que otra, sino en tanto que persona. Esta convivencia no es sociedad: es una forma distinta de convivencia que he solido llamar 'comunión personal'".

Resumiendo podemos decir que la persona humana se haya en comunicación con otras personas en tres formas distintas. La persona humana está vertida a los demás, en primer lugar, por formar parte biológicamente del mismo phylum, de la misma especie. En segundo lugar, la persona humana está vertida a los demás por la configuración social de la actividad sentiente de cada individuo. En esta configuración los otros no son meramente congéneres de la misma especie, sino que son personas que imprimen a cada realidad humana justamente su humanidad. Pero en este momento los demás, siendo personas y determinando a cada hombre personalmente, lo hacen sólo de un modo impersonal. En tercer lugar, por fin, la persona humana es determinada por otras personas en lo que hemos denominado con Zubiri la "comunión personal". Por eso no se puede decir que la incomunicabilidad sea lo distintivo de la persona, como querían las definiciones clásicas, sino que por el contrario hay que afirmar decididamente que no hay persona humana sin comunicación. Esta comunicación no comienza cuando hay lenguaje, trasmisión cultural de sentido, conciencia y símbolos, sino mucho más modestamente: cuando una persona aprehende a las demás personas como reales. La pregunta es entonces en qué sentido se deja decir esto de las personas divinas.

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8. 2. La unidad como perijóresis

Prescindiendo de los vínculos biológicos, que ahora no nos interesan, hay que afirmar que, como vimos anteriormente al hilo de la historia de la salvación, la divinidad de las personas divinas es algo que éstas reciben de su relación con las demás. Esto es algo que Pannenberg, siguiendo a Atanasio, ha subrayado con especial insistencia. Las relaciones entre las personas divinas, tal como se nos muestran en su economía, no son relaciones "impersonales", sino relaciones de "comunión personal". En la terminología de Alejandro de Hales, menos diferenciada que la aquí propuesta, habría que decir que tanto lo biológico como lo impersonal pertenecen al ámbito del , mientras que solamente la comunión personal es , y por tanto sólo ella es predicable de las personas divinas.

Esta comunión personal como versión a las demás personas en cuanto que personas no tiene necesariamente la estructura de un diálogo, por mucho que éste pueda jugar un papel central en la comunicación humana. El lenguaje tiene unos presupuestos sociales, que están en la interpenetración de las personas, ya sea en la forma de la impersonalidad, ya sea como comunión personal. Aplicado a la realidad divina, hay que decir que esta primaria

interpenetración de las personas en comunión personal es lo que ha de constituir la

comunicación intratrinitaria, dado que en Dios no se puede pretender que haya logos o lenguaje. A diferencia de las teologías modernas que insisten más en el diálogo de las personas o en el "nosotros" interpersonal, la teología de la liberación se interesa más bien por la comunión que hace posible todo "yo", "tú" y "nosotros", en un nivel previo y radical. Como hemos visto, la aplicación de estos pronombres personales a las personas divinas es algo que acontece en función de la afirmación de éstas en la historia de la salvación, pero no es lo que las define formalmente. Lo que es necesario es entonces explicar en qué consiste esa comunión o interpenetración previa entre las personas, propia ya, por así decirlo, de la "Trinidad inmanente".

Es importante, en primer lugar, señalar que la comunión personal es algo libre. A veces, cuando se insiste en la conveniencia de pensar las personas como "ser-en-relación" o cosa semejante, se convierten estas relaciones fácilmente en una especie de necesidad natural. Si bien hemos dicho que las relaciones mutuas son esenciales para la divinidad de las personas, y que sin ellas no se podría hablar de tales personas, hay que mantener que, como relaciones de comunión son relaciones libres, por mucho que las personas divinas solamente lo sean en sus relaciones recíprocas. Por libertad no se entiende aquí el libre albedrío como cualidad de la voluntad, sino el carácter mismo de la autoposesión en que la realidad personal consiste. Libertad no significa la existencia de individuos autárquicos, que después de ser individuos entran en relación, como piensa la modernidad. La libertad es más bien un carácter de una relación de comunión en la cual las personas se constituyen como tales. ¿Qué significa esto más concretamente en el caso de las personas divinas?

El Nuevo Testamento nos describe, como sabemos, las relaciones entre las personas divinas como relaciones de amor. Por una parte, Cristo es el "Hijo querido" ( ) del Padre (Mc 1,11 par; 9, 7 par; 2 P 1, 17) en quien éste se complace. Por otra parte, el Hijo ama al Padre al cumplir su misión en el mundo (Jn 14,31; 15,10). En este sentido, el amor no es solamente una relación que une a las personas ya constituidas como tales, sino que solamente en

virtud del amor el Padre es Padre del Hijo y el Hijo es Hijo del Padre. Pero,

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recíprocamente, solamente entre las personas puede haber una relación de amor, solamente las personas existen unas con las otras y pueden ser unas en función de las otras. No hay una anterioridad del amor sobre las personas ni de las personas sobre el amor, sino solamente una respectividad mutua: sin el amor del Padre el Hijo nunca llegaría a autoposeerse como Hijo. Sin el amor del Hijo, el Padre nunca se autoposeería como Padre del Hijo. Esto mismo puede decirse sobre la revelación histórica del Espíritu Santo en relación con las otras personas. La teología trinitaria de Boff ha intentado subrayar ambos aspectos apelando al concepto de "comunión perijorética", la cual "no es resultado de las personas. Ella es simultánea y originaria con las personas. Ellas son lo que son por su esencial e intrínseca comunión".

¿Qué significa perijóresis? Prescindiendo ahora de un estudio detallado de la historia del concepto, que se remonta a los capadocios y sobre todo a San Juan Damasceno, podemos decir que se trata fundamentalmente de un proceso de interpenetración de las divinas personas, en virtud del cual "el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre y todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre y todo en el Hijo; ninguno precede a otro en eternidad o lo excede en grandeza o lo sobrepuja en potestad", tal como afirma el concilio de Florencia (DS 1331). Esta perijóresis no es primariamente una mera presencia pasiva en el sentido de la cincuminsessio, sino verdadera interpenetración activa, circumincessio, como bien formuló el primer traductor de San Juan Damasceno, el juez de Pisa Burgundio a mediados del siglo XII: el sedere de unas personas en otras es resultado de un primario cedere activo, que traduce correctamente el griego . En este sentido bien se puede decir que la "comunión pericorética" de la que nos habla Boff no

es otra cosa que el amor. Naturalmente, esto supone una concepción activa del amor, no como mera fruición contemplativa en el amado, sino como verdadera interpenetración activa en apertura esencial y en autoentrega permanente. ¿Cómo se puede entender esto?

El amor no se puede entender como una simple relación categorial, en la cual los dos relatos se presuponen como tales y no quedan afectados por tal relación más que accidentalmente, de tal modo que en el amor solamente habría un cambio en las cualidades accidentales del amado. Pero tampoco puede concebirse el amor al modo de una causalidad eficiente de una sustancia sobre otra. Ambos modelos parten de una concepción de la realidad como sustancia en función del cual se cree que todo devenir tiene el carácter de un cambio en función de la actuación de las potencias de una cosa sobre la realidad de otra. Sin embargo esto no es siempre así: junto con la causalidad eficiente hay que introducir otros modos de causalidad, como son la causalidad moral y la "causalidad personal". El amor es justamente un modo de causalidad personal, en virtud del cual una realidad no deviene en sí misma, sino que deviene en otro. "Y si precisamente se ha dicho, y con razón, en la metafísica medieval, que el amor va disparado no a las cualidades del amado, sino a la realidad física de éste, es precisamente por eso, porque el amor consiste en un devenir, en un dar de sí, realmente, en la realidad efectiva de otro. Es algo que no podría acontecer si el devenir fuese formalmente un cambio". El amor es entonces un acto personal, es poseerse en otro. Esta entrega al otro como devenir en él es lo que expresa San Juan como un estar activo del Hijo en el Padre y del Padre en el Hijo (cfr. Jn 14,11; 17,21).

Así entendido, el amor no es consecuencia de una imperfección, como el aristotélico, sino expresión de la plenitud de la realidad personal en la entrega total de sí misma. De lo

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contrario se trataría de una unidad de naturaleza, de necesidad natural. Pero si se trata de una unidad de ágape podemos rebatir un argumento ya usado por San Juan Damasceno para pensar la unidad de las personas a partir de una sustancia común, y que a mi modo de ver está en el fondo de la tendencia de muchos teólogos clásicos a fundar la unidad de la Trinidad en una sustancia común. Según la concepción helénica de la perfección, ésta consiste en no necesitar nada. De las personas divinas sólo se puede decir que son perfectas. Ahora bien, una unión de hipóstasis perfectas no tiene entonces sentido, porque éstas no se necesitan mutuamente. Por lo tanto, no se puede pensar la unidad de Dios desde las hipóstasis, sino una unidad en hipóstasis. Ha de haber entonces, dice el Damasceno, una substancia o naturaleza común que se realiza a sí misma en las hipóstasis, pues no es pensable que las hipóstasis y sólo éstas, por sí mismas constituyan la unidad. Esta argumentación, claro está, pierde su fuerza desde el momento en que se afirma la posibilidad de una unidad de amor, en virtud de la cual cada persona deviene en la otra no por una insuficiencia intrínseca sino más bien por la plenitud efusiva de su propia

perfección. Desde esta perspectiva, la unidad no es consecuencia de una necesidad y para su garantía no se necesita entonces una comunidad de substancia.

8. 3. La perijóresis como esencia

Si hasta aquí hemos venido hablando de "unidad" y de "relación" entre las personas, es menester ahora precisar correctamente la índole propia de las mismas. No se trata, como vimos, de una dependencia constitutiva de una realidad respecto a otras. La relación propia del ágape, a diferencia del éros, no es prosecución del otro para alcanzar la perfección propia, sino de donación al otro. En el ágape hay como en el éros un verdadero devenir, un verdadero ser afectado de las realidades personales que se aman, sin haber en cambio dependencia ni imperfección. Evidentemente, en las realidades humanas el éros y el ágape no sólo se complementan sino que forman incluso un mismo dinamismo. Pero en las personas divinas no se puede hablar de una necesidad del otro para alcanzar la perfección propia, sino más bien de efusión de la propia perfección en la entrega de la propia realidad a la realidad del otro.

a) Trinidad y amor perijorético. En este sentido es posible pensar la unidad sin recurrir a sustancias que la aseguren. Este es como vimos el interés fundamental de la teología de la liberación, pues de este modo los procesos históricos de unificación se fundan en sentido estricto en la dimensión económica del dinamismo inmanente de comunión trinitaria, y no sólo en "misiones" derivadas de una unidad ya natural, sustancial o campalmente asegurada. Por eso hay que decir con Boff que la unidad se constituye en la perijóresis, y que ésta última no presupone una unidad anterior, como quería Pannenberg. "El fundamento de la perijóresis" -dice Boff al formular lo que podemos considerar la tesis más importante de su libro- "era visto tradicionalmente en la unidad de naturaleza divina apropiada por cada una de las personas o en la reciprocidad de las relaciones de origen respecto al Padre. Más allá de esto nosotros sustentamos aquí otro fundamento: la perijóresis de las tres divinas personas, originalmente simultáneas y coeternas, en infinita comunión recíproca, de suerte que ellas, sin confusión, se uni-fican (. . . ) y son un sólo Dios". Es decir, no hay otro fundamento de la perijóresis que la perijóresis misma. Si se quisiera seguir hablando de naturaleza (término harto impropio para hablar de Dios) habría

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que decir que la naturaleza de Dios no es otra que la perijóresis o, mejor, que la o esencia

es la perijóresis.

Esto presupone una concepción estructural y no sustancial de la unidad de lo real. Si la unidad se piensa en términos subjetuales, no queda más remedio que partir de una sustancia común y de ahí diferenciar las personas, como los latinos; o partir de la sustancia del Padre y desde ella pensar las otras dos personas, como los griegos, o convertir al Espíritu en la esencia de la divinidad que une al Padre y al Hijo, como Pannenberg. Cuando Moltmann nos decía que para pensar la unidad de los tres sujetos divinos no quedaba, una vez rechazado el concepto de sustancia, otro concepto que el de Einigkeit, estaba en realidad pasando por alto la posibilidad de introducir categorías estructurales a la hora de pensar la realidad de la Trinidad. La perijóresis es justamente el "de" constitutivo en virtud del cual unas personas se vinculan a otras y constituyen una sola realidad: la realidad absolutamente absoluta de la divinidad. La perijóresis, entendida así, es un carácter constitutivo de la Trinidad, con lo cual pierde todo sentido la dualidad entre un orden de la constitución y un orden de las relaciones tal como proponía Moltmann: solamente hay un orden, el orden de la perijóresis, y este orden y no otro es el que, por la misericordia divina, se nos ha manifestado en la historia de la salvación.

Explicitemos un poco más el carácter de esta unidad. Como hemos dicho, en un sistema o estructura cada nota está vertida a las demás ab intrinseco, de modo que la índole física de cada nota en cuanto constitutivamente respectiva es ser nota-de. La nota no es "nota" + "de" las demás, sino que es constitutivamente "nota-de" las demás. "Esto es, todas las notas tienen un carácter físico constructo. De donde se sigue que lo único que tiene carácter absoluto es el sistema mismo. (. . . ) En su virtud, cada nota no es nota del sistema a título de mera 'parte' suya, sino a título de 'momento' de su unidad. El sistema y sólo el sistema mismo es aquello 'de' quien son todas y cada una de las notas". Por esto las notas son lo que son en su realidad tan sólo en la unidad coherencial del sistema. Y por esto se puede decir, en este sentido, que la unidad es anterior a las notas, no como un concepto o una forma aristotélica, sino como la primariedad del "de" constitutivo de cada una de ellas. Esto es algo que se puede decir de toda realidad. Pero, aplicado a la unidad de la realidad divina, esto significa que ninguna de las personas es de por sí un sistema sustantivo, sino que este sistema sustantivo lo forman ellas solamente por su unidad de comunión.

Todo ello implica una diferencia radical respecto a las realidades humanas: en éstas la comunión personal funda ciertamente estructuras nuevas, forma comunidad, familia, iglesia, etc. Pero no por ello cada una de las personas pierde su individualidad física, ni siquiera en el caso del amor sexual que une hasta formar "una sola carne" (Gn 2,24). Aquí nos encontramos con algo de todo punto diferente: la perijóresis, tal como la concibe Boff, es lo que constituye a las personas como tales, no porque para ser persona en general se necesite estar en perijóresis, sino porque por el libre amor de unas personas divinas a otras éstas solamente son lo que son (personas divinas) siendo para las demás, deviniendo totalmente en las otras y siendo afectadas por ellas. Cada una de las personas se autoposee libremente en las demás, de modo tal que su ser persona divina, esto es, su autoposeerse, es

por su entrega total inseparable de las otras. Y lo es hasta el punto que sin el amor no habría personas divinas. Jesucristo amó libremente al Padre, pero en la medida en que lo amó y se entregó a El desde la eternidad y en la historia, Dios es Padre y Cristo es Dios

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Hijo. La unidad perijorética es en este sentido anterior a las personas, aunque recíprocamente no hay unidad sin ellas. Dios aparece así como un comulgar infinito. El misterio de la Trinidad es, entre otras muchas cosas, el misterio de un amor tan libre y a la vez tan radical que une a las personas hasta convertirlas libremente en una sola cosa (Jn 10,30).

b) Respectividad versus subjetualidad. Se podría objetar que en esta concepción "estructural" de la Trinidad se pone en peligro la simplicidad de la realidad divina. Sin embargo, a esto hay que responder que este es el problema de todo intento de penetrar racionalmente en el misterio de Dios: siempre habrá que combinar una terminología plural (personas, hipóstasis, relaciones, modos de ser, etc. ) con una terminología singular (naturaleza, sustancia, esencia, etc. ). Aún en el caso de identificar las personas con las relaciones se están utilizando términos plurales para designar una realidad absolutamente simple como la divina. Es más: sería una ingenuidad, derivada de la concepción de la realidad singular como sustancia, pensar que porque las relaciones no son sustancias, por ello está eo ipso asegurada la simplicidad: el concepto de relación en todas sus formas

supone siempre una alteridad física, y entonces hay siempre que explicar como esta alteridad es compatible con la unidad. Por esto no es suficiente decir sin más que "persona es relación" o que las personas, en su entrega de amor, acaban identificándose con las relaciones, como parece sugerir Pannenberg, sino que más bien hay que decir que la absoluta simplicidad niega tanto las sustancias en la Trinidad como las relaciones.

A la hora de enjuiciar nuestra propuesta conviene no perder de vista en ningún caso que las personas no son en modo alguno sustancias, sino justamente "personas-para" las demás. El "de" de toda estructura es en Dios un "para" de entrega en libertad. Por eso conviene no olvidar que, más allá del concepto de relación, en el cual permanece siempre la alteridad, hemos propuesto con Boff el concepto de entrega, que presupone sí una alteridad personal, pero que apunta dinámicamente a su superación. Es lo que San Gregorio Nacianceno expresó bellamente diciendo que las tres personas "marchan hacia el uno ( )". El amor de entrega entre las personas es tan radical que en virtud de este amor y no en virtud de una naturaleza o sustancia, las personas divinas solamente son personas divinas en la unidad, y esta unidad es tan radical que no es la unidad de un sistema de notas, sino que es una unidad absolutamente simple. Por la entrega de amor llegamos a una esencia que no es "sino una sola 'nota' (sit venia verbo). No sería una unicidad de pobreza (. . . ) sino una unidad de eminente riqueza: serlo todo en una sola nota". El amor humano con su tendencia hacia la unidad puede ayudar a entrever la unidad del amor divino, pero éste permanece como misterio. Por eso no es necesario reducir las personas a puras relaciones de una única sustancia o de un único sujeto consigo mismo, pues en Dios no hay ningún sujeto más allá de las tres autoposesiones y por tanto hay, estrictamente hablando, tres personas y sólo tres

personas. La unidad no es otra cosa que aquél "devenir en otro" que por su radicalidad llega a superar toda alteridad. Es el misterio de un amor absoluto.

Si se quiere entonces precisar filosóficamente la entrega en ágape, habría que decir que ésta no consiste últimamente en una relación, sino más bien en una forma de "respectividad". La relación constitutiva y la transcendental suponen la dependencia de al menos uno de los relatos (en el caso de la relación constitutiva los dos) respecto al otro. Pero entre las personas divinas, como hemos dicho, no hay dependencia como en el amor de éros: las

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personas divinas no se aman para buscar su perfección, sino que en su perfección se aman con total gratuidad. La idea de respectividad supone solamente la mera apertura de una cosa real a la realidad, para lo cual no necesita ni siquiera de la existencia de otra cosa. Además, en todos los tipos de relación posibles, tanto en la relación categorial como en la constitutiva y en la transcendental hay, como dijimos, alteridad física de una realidad respecto a otra, hay dualidad. La respectividad es algo más radical que la alteridad: toda cosa real por ser real está abierta a su propia realidad sin que por eso haya en la cosa una dualidad. En el ágape de las personas divinas la entrega es tan radical que la alteridad ya no es dualidad sino que alcanza la plena unicidad. Por eso, más que hablar en términos estáticos y duales de tres relaciones en Dios, sería más adecuado decir, en términos dinámicos y más unitarios, que en la Trinidad hay tres respectividades por haber tres personas que se autoposeen entregándose absolutamente a las otras.

Esto tiene consecuencias importantes. Si la o esencia de Dios es la perijóresis, ello significa que la unidad de la Trinidad no es una unidad de sujeto. No se trata, por así decirlo, de un sujeto que tenga "tres autoposesiones" o "tres formas de autoposeerse", sino estrictamente de tres personas, por mucho que estas personas a su vez no sean ni substancias ni sujetos sino justamente eso, realidades que se autoposeen, personas. Por eso no tiene sentido decir que la unidad de las tres personas constituye, a su vez, a Dios como sujeto único de sus acciones en el mundo, como sugiere Pannenberg. Por el contrario hay que afirmar que las acciones aparecen en la historia de la revelación como acciones de cada una de las personas y que, por tanto, no hay "apropiaciones" extrínsecas por parte de las personas, como quiere la teología latina, sino en todo caso "apropiación" por parte de la Trinidad en comunión. Pero esto no convierte a la Trinidad en un único sujeto o en una única persona, sino que esta permanece siendo una comunidad de tres personas. Si un acceso filosófico a la realidad de Dios nos puede sugerir que éste es personal, esto no significa que, presupuesta la revelación, se pueda pensar que la personeidad es un carácter de la "naturaleza" de Dios prescindiendo de las personas. En Dios no hay una naturaleza fuera de las personas, y si la filosofía nos proporciona un concepto de Dios personal, desde la historia de la revelación hay que decir que la personeidad de Dios es trinitaria y sólo trinitaria: Dios se autoposee sólo trinitariamente; y si Dios actúa en el mundo, actúa sólo trinitariamente. Dios no es un sujeto que se relacione con el mundo como su objeto, sino tres personas que se relacionan con el mundo como una comunidad: incluyéndolo en su comunión, conduciéndolo hacia una unidad que no es otra cosa que la participación en el amor en que consiste la vida divina. Por eso insiste Boff repetidamente en que el evangelio de San Juan (10,30) no nos dice que "el Padre y yo somos un solo sujeto o una sola persona ( )", sino que "el Padre y yo somos una misma cosa ( )". La relación de Dios con el mundo no es, fundamentalmente, una relación de alteridad sino una relación de inclusión.

c) Filioque y perijóresis. Desde esta perspectiva podemos ahora entender mejor la solución propuesta al problema del Filioque. Si cada persona es "persona-de" las demás, entonces no cabe la menor duda de que, en la Trinidad, todo es ternario. No puede pensarse una "espiración" del Espíritu por el Padre sin que en ella esté implicado el Hijo, aunque bien se puede decir que esta implicación no tiene por qué ser igual que la del Padre (es lo que expresa el per Filium como alternativa), ya que lo que hace el Hijo en esta espiración no es enviar sino recibir, como ya dijimos. Sin embargo, la perijóresis vincula a cada persona intrínsecamente con las otras. Ahora entendemos que Boff, siguiendo al teólogo ortodoxo

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Paul Evdokimov, proponga introducir, junto al Filioque, también el Spirituque. Como vimos anteriormente, la historia de la revelación nos muestra que el Hijo, al ser engendrado en María, recibe el Espíritu Santo, que en ello se nos manifiesta económicamente como eternamente inseparable de él. El Hijo es generado ex Patre Spirituque (o, mejor, per

Spiritum). Del mismo modo, el Espíritu procede del Padre y reposa en el Hijo, de lo que colegimos que proviene ex Patre Filioque (o, más exactamente, per Filium). Igualmente, la misma innascibilidad del Padre solamente es concebible respecto al Espíritu y al Hijo, quienes tienen en el Padre su principio como fuente única. La perijóresis significa por tanto que las llamadas procesiones y relaciones son siempre trinitarias y que, sea cual sea el carácter o la dirección de tales procesiones, ellas competen a las tres personas.

En el fondo, hay que decir que en la Trinidad no nos encontramos con relaciones causales entre sustancias, de tal modo que se pueda decir que una sustancia engendra o espira a la otra en el sentido de una producción que supone alteridad y anterioridad. Se trata de una idea de causalidad que se remonta a Aristóteles y que ha marcado en buena medida la teología trinitaria al hacer concebir las relaciones inmanentes entre las personas como verdadera causación de unas por otras. Pero esto es imposible. Las personas en Dios son iguales y coeternas, de modo que no se puede afirmar entre ellas ninguna dualidad ni ninguna anterioridad, ni siquiera una anterioridad "en la eternidad", que nos conduciría a una u otra forma de subordinacianismo en virtud del cual el Padre tendría toda la divinidad, el Hijo la recibiría sólo del Padre y el Espíritu la recibiría del Padre y del Hijo o sólo del Padre mediante el Hijo. Por el contrario, en una concepción estructural de la realidad la causalidad no es más que interfuncionalidad, por lo que en realidad en la trinidad no hay anterioridad de una personas sobre otras, sino sólo una constitutiva respectividad estructural entre los Divinos Tres. El Padre no es Dios sin el Hijo y sin el Espíritu, por mucho que éstos "procedan" de El. En su funcionalidad respectiva, la procedencia no solamente necesita un término original, como en la causalidad, sino que precisa siempre y constitutivamente de las tres divinas personas.

Esto no significa que, por ser las relaciones siempre ternarias, las tres personas queden igualadas hasta el punto de poderse decir que cualquiera de ellas podría haberse encarnado, como sucedía en la teología clásica. Las tres personas están vinculadas constitutivamente, pero su "de" sistemático es diferente en cada caso, pues éste no consiste en otra cosa que en diferentes formas de amor y de entrega. Y estas formas de amor y de entrega las hemos obtenido al hilo de la historia de la salvación: el amor que envía, el amor que se deja enviar, el amor que recibe, el amor que trasmite, el amor de Hijo, el amor de Padre. Por eso se puede hablar en un sentido lato de "generación", de "espiración", etc. siempre y cuando se recuerde que éstas no son relaciones de constitución distintas de las relaciones económicas, sino solamente el aspecto inmanente de las relaciones manifestadas en la historia de la salvación. Ahora bien, en la historia de la salvación hay necesariamente diferencias de actuación, de tiempo, de ocasiones, de situación y de roles. Por eso tiene sentido hablar también de primera, segunda, y tercera persona, con tal que se mantenga presente que ésta no es una terminología casual: en Dios no hay ninguna teogonía. Si en la historia de la salvación hay un orden, de tal manera que, por ejemplo, la monarquía del Reino le corresponde al Padre, aunque no sin el Hijo y el Espíritu, esto no significa en modo alguno que el Padre sea más poderoso o anterior en algún sentido a las otras dos personas, como el magisterio ha señalado repetidamente.

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8. 4. Dios es amor

El Nuevo Testamento nos dice que "Dios es amor" (1 Jn 4,8). Desde el concepto de unidad esbozado hasta aquí podemos entender mejor lo que esto significa. Dios no es amor por ser un sujeto que ame sino que el amor es justamente su realidad, como con razón le responde Pannenberg a Jüngel. Por esto la tesis de que "Dios es amor" tampoco significa que en Dios hay tres sujetos del acto de amar, como diría por ejemplo Moltmann. El amor en que Dios consiste no es un acto de un sujeto ni "una virtud de una facultad especial, la voluntad, sino una dimensión metafísica de la realidad". La de San Juan no designa una mera actividad de un sujeto, sino una estructura "ontológica" de la realidad, de tal modo que no solamente nos habla de lo que Dios hace o de las cualidades de su ser, sino que nos dice que su realidad es "amor".

Sin embargo, esto no significa que la realidad de Dios consista en ser una "naturaleza", una "sustancia" o un "ser" que luego se concrete como un "ser en amor", como pretende por ejemplo A. Kelly. Tampoco es Dios un "campo de amor" que después se hipostasie en la persona del "Espíritu de amor", como quiere Pannenberg. Y esto no es así por la simple razón de que el amor no es ni una naturaleza, ni una sustancia, ni un ser, ni tampoco un campo. El amor es, como dijimos, una actividad, un dinamismo. Si se pretende que Dios sea campo, ser, sustancia o, en definitiva, "naturaleza", el amor no puede aparecer más que como una caracterización ulterior de algunos de estos conceptos. Pero cuando San Juan nos dice que "Dios es amor" nos está diciendo no sólo que Dios no es el sujeto del amor, como intenta mostrar Pannenberg, sino también y a una que Dios no es naturaleza ni campo, sino

actividad pura. Por eso el amor no es un acto o una cualificación ulterior de un sujeto o de una naturaleza previa, sino la realidad misma en la que Dios consiste. Esto ya lo entrevieron los Padres griegos, quienes se plantearon el problema de si la palabra , Dios, designa primariamente una naturaleza (la deidad) o una operación, y no dudaron en decidirse por lo segundo.

La realidad de Dios no es sino un constitutivo dinamismo, una actividad pura. La filosofía y la teología clásicas han repetido hasta la saciedad que en Dios no hay potencias ( µ ), sino que Dios es acto ( ) puro y por tanto inmóvil. Según la línea de interpretación habitual de la ontología griega, tanto de Platón como de Aristóteles, el movimiento es una imperfección, que procede de un estado inicial de sujeto que "está" bajo él y nos lleva a otro estado "final" de realización de las potencias en acto. Según esta concepción, las potencias están adscritas al "no-ser", y cuanto más perfecto es un ser más se aproxima a la pura actualidad. El ser viene a ser sinónimo de estabilidad, y Dios mismo en cuanto "acto puro" sería la perfecta inmutabilidad.

Ahora bien, según Zubiri hay en los Padres griegos otra línea de interpretación de lo que sea el acto, que se basa en el modelo de los seres vivos. En éstos la estabilidad no es simple ausencia de movimiento, sino pura expresión quiescente del interno movimiento vital. El movimiento no es entonces cambio o mutación, como dijimos, sino interno dinamismo. De este modo, se puede decir que la realidad es , acto; pero este acto no consiste ahora en el "estar en acto" de unas potencias, sino en constitutiva actividad. Así entendido, es preciso sostener que en todo ser vivo hay µ , pero éstas no significan imperfección, sino "la expresión analítica de la riqueza del ser vivo, la plenitud de su potencia vital", y que por lo

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tanto se identifican con su . De este modo, cuanto más perfecta es una realidad, hay en ella menos cambios, pero más actividad. En este sentido hay en Dios µ , pero éstas no son mero "ser en potencia" y por tanto en imperfección, sino la expresión de la plenitud de Dios

como actividad pura. Por ser dinamicidad pura, sus acciones no necesitan explicarse recurriendo a substratos de las mismas, sino que ser actividad pura es más bien lo propio

una realidad absolutamente absoluta. Por eso mismo, es Dios completa autoposesión y, por ende, una realidad personal y una Vida absoluta, aunque esta vida sea en Dios no algo primario sino consecutivo a su autoposesión en amor.

Que Dios sea amor y no simplemente un sujeto o una naturaleza caracterizados por el amor es algo, decimos, que solamente se puede entender correctamente si se concibe la realidad divina como actividad pura. Ahora bien, recíprocamente hay que sostener que el hecho de que esta actividad pura consista justamente en amar es algo que solamente se puede decir

trinitariamente. "La fe cristiana profesa que la realidad primera no es la Vida eterna indiferenciada, sino la vida eterna manando como Padre, Hijo y Espíritu Santo". La pura actividad de amar no es concebible sin una Trinidad de personas, pero estas personas no son los sujetos o los substratos de esta actividad, sino que la realidad de las personas se

agota en el amor. El concepto de amor, que se obtiene de la revelación, es justamente el más indicado para expresar el misterio de la unidad de las tres personas divinas. Pues si ser persona es autoposeerse y en Dios hay tres autoposesiones distintas, no se trata de que estas autoposesiones sean en último término atribuibles a un substrato llamado amor. No, en Dios no hay substratos: se trata de tres autoposesiones perfectamente distintas que no necesitan de ninguna sustancia o sujeto para serlo.

Lo que sucede es que el amor es devenir en otro, y en las personas divinas este amor es una entrega total, de suerte que la realidad de cada persona, es decir su autoposesión, se agota

en la entrega a la realidad de las otras dos. Cada una de las personas está totalmente en las otras, no al modo como se sobreponen distintas sustancias, sino al modo como se unifican distintas realidades cuando la actividad en que ellas consisten es una misma entrega total a las demás. Por esto se puede decir, como ya dijeron en el siglo IV los capadocios, que lo que funda la unidad de las distintas personas es la actividad común, sin por esto caer en el peligro del triteísmo: esa actividad, que como vemos ahora no es otra que el amor, es lo que integra a las personas y en lo que éstas consisten. Esto nos permite entender en un sentido no puramente ascético o místico, sino también estrictamente "ontológico" la famosa afirmación de Agustín: "si ves la Trinidad ves el amor".

Se trata, en definitiva, de lo que expresa el concepto de perijóresis, tal como la teología de la liberación lo entiende, es decir, como esencia de la divinidad. La unidad de la Trinidad es una unidad de amor, sin ser el amor otra cosa que la pura actividad vital y personal en la que Dios tripersonalmente consiste. Por eso no es adecuado interpretar la realidad de las personas como tres "ex" que surgen de una única naturaleza o sistencia, aunque se identifique esta naturaleza con el amor, tal como hacía Ricardo de San Víctor, a quien Zubiri parece seguir en su trabajo de los años cuarenta sobre la Trinidad. En la Trinidad no hay, en sentido estricto, relaciones de origen, aunque sí "procesiones", pues el amor no es una sustancia de la que broten accidentes, sino más bien el dinamismo de versión constitutiva ("procesión") de unas personas a otras en el interior de la Trinidad. El "ex" no es entonces un "ex" de procedencia sustancial, sino el "ex" de un "in", de una versión

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respectiva de las personas entre sí. Es el "ex" de la "ex-structura" que las personas y sólo las personas por sí mismas constituyen e integran, y no el "ex" de una supuesta naturaleza común poseída de distinto modo por cada persona. Por eso el amor en que la realidad de Dios consiste no es, en definitiva, una "naturaleza" sino sola y exclusivamente amor de personas, ágape personal.

8. 5. El Dios de los pobres

a) Las propiedades divinas. Lo dicho hasta aquí tiene gran importancia para abordar el grave problema de las propiedades de la realidad divina, en el que no podemos entrar aquí detalladamente. Ciertamente tiene razón Pannenberg cuando sostiene que, desde una concepción sustancial de la realidad, es inevitable que las propiedades de Dios que se manifiestan en la historia aparezcan entonces como meros accidentes distintos de su realidad auténtica, ya que en definitiva para la filosofía clásica las relaciones (se trata de relaciones de Dios con el mundo) son accidentes. En este sentido, es muy correcta la propuesta de Pannenberg de pensar estas propiedades en función del concepto de acción, en la medida que la acción es un modo de ser del agente. Sin embargo, si pensamos a las personas divinas no como agentes sino como sujetos, que es lo que hace Pannenberg, seguiremos estableciendo una distinción radical entre aquél quien actúa y su actuación, de modo que la propiedades de la realidad divina serán siempre caracteres relativos a su actuación en el mundo y sólo indirectamente se podrá inducir de esta actuación propiedades del sujeto mismo.

En cambio, aquí hemos propuesto entender la realidad de la divinidad como pura actividad en Trinidad de personas. Su actividad común no solamente es constitutiva para el surgimiento de distintos personas, como propone Pannenberg, sino que estas personas no son sujetos más allá de sus actividades, como hemos visto. Si las personas no son sujetos, tampoco tiene sentido establecer una dualidad entre actividad y actuación, como propone Pannenberg, como si la segunda, al incluir los fines conscientes de un supuesto sujeto, no estuviera el continuidad con la primera. Las actuaciones de Dios en el mundo no son otra cosa que la proyección de su vida trinitaria ad extra. Por eso no se puede decir con Pannenberg que "la comunidad de actuación no puede ni fundar ni sustituir a la unidad de esencia". Al contrario, la unidad de esencia (si así que se quiera hablar) no es otra cosa que la unidad de la actividad pura en que el amor consiste. Por eso las propiedades de las acciones de Dios "no son sino la explicitud del tesoro de su esencia. De ahí que los atributos de Dios sean sus dynámeis (. . . ), la expresión de lo que escondidamente es ya en su esencia". En este sentido, no se trata de partir de que Dios como sujeto tiene digamos sabiduría o actúa sabiamente y deducir que es sabio, sino más bien decir que su actuar sabiamente es explicitación de su constitutiva sabiduría. Ahora bien, de todas las propiedades que se pueden atribuir a la realidad de Dios en virtud de sus actuaciones históricas, hay una que, como hemos visto, concierne a su propia realidad de un modo especial: el amor con que Dios ama al mundo, como vimos, no es sino el amor intratrinitario con que se aman las personas (cfr. Jn 3, 16), y en el que consiste su misma

realidad.

De este modo, si las actuaciones de su amor en la historia están caracterizadas por su parcialidad a favor de los pobres, tal como vimos al hablar de la economía salvífica,

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podemos decir que Dios es el "Dios de los pobres", y esto no en un sentido derivado, como si a Dios hiciera esto por razones pedagógicas, sino porque los pobres pertenecen a la

definición de Dios. Evidentemente, se trata de una "definición" de Dios que no tiene otra fuente que sus actuaciones en una historia concreta en la que hay pobres y es por tanto siempre en algún modo una definición quoad nos. Pero por otra parte decimos que las actuaciones de Dios en la historia no son meras acciones externas de una sustancia o sujeto que existe más allá de las mismas, sino que constituyen la explicitación efusiva de su misma realidad como actividad pura de amor. Ahora bien, en el caso del amor de Dios a los hombres y especialmente a los pobres, este amor no es una propiedad entre otras, sino el mismo amor intratrinitario, como sabemos. Ahora hemos visto además que ese amor es lo que une a las personas y que, además y sobre todo, no es otra cosa que la misma realidad de Dios. Por eso, la pertenencia de los pobres a la definición de Dios nos vuelca de lleno hacia el centro del misterio de un Dios que es amor. "Ir a Dios es ir al pobre", dijimos al comienzo de estas reflexiones. Ahora entendemos que tal afirmación no es una mera tesis de ascética cristiana o de epistemología teológica, sino una afirmación "ontológica" (sit

venia verbo) sobre la realidad divina.

b) La solidaridad del Dios de los pobres. Desde aquí podemos recapitular el problema de la solidaridad de Dios con el dolor de la historia. Hemos visto en el capítulo quinto que este tema no se limita a la afectación de Dios por el dolor del Hijo en la cruz, sino que se ha de extender la presencia de Dios por el Espíritu en las cruces de la historia. También vimos en el capítulo séptimo que la solidaridad con el dolor no es cuestión de naturalezas, sino de personas. En este sentido, no cabe duda de que la persona del Hijo sufre en su solidaridad hasta la muerte con las víctimas de la historia: la praxis de Jesús, su pasión y muerte, pertenecen constitutivamente a la autoposesión de la segunda persona de la Trinidad. Por extensión, puede decirse lo mismo de la solidaridad del Espíritu: la persona del Espíritu se autoposee en solidaridad con los gemidos de las víctimas de la historia, por más que esta solidaridad "según el Hijo" esté cualificada por el dinamismo de la resurrección y sea por ello cualitativamente distinta a la solidaridad que se expresa en la cruz.

Ahora bien, además de esta solidaridad de la persona del Hijo y del Espíritu con las víctimas de la historia, quedaba en pie la pregunta de si la pasión no solamente le afecta a la "naturaleza humana", sino también a la esencia divina. Como vimos, el dolor es en principio un tipo de estimulación propio de la fisiología de los seres vivos dotados de un sistema nervioso. Es pensable, según las categorías tradicionales de la teología, que no solamente la realidad humana fuera afectada, sino también la persona divina en cuanto sujeto no sólo de una así llamada "naturaleza divina" impasible, sino también sujeto de una naturaleza humana afectable por el sufrimiento. Según esto, su posesión subjetual de una naturaleza divina estaría determinada por el dolor de la naturaleza humana, mas no así su "naturaleza divina".

Ahora bien, desde lo que hasta aquí venimos diciendo esto no es posible: Dios no es propiamente ni un sujeto ni una sustancia ni una naturaleza. Si se quiera hablar de en Dios, esto puede hacerse en el sentido antedicho de que la no es otra cosa que la perijóresis. Pues bien, esta perijóresis a su vez no es sino la actividad pura en que Dios consiste: el amor. Y este amor es la autoposesión de las personas en autoentrega. Por eso hay que decir que el amor de Dios está afectado por la entrega hasta la muerte del Hijo. Aquí el "amor" no

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tiene un sentido meramente sentimental o voluntarista, sino estrictamente "metafísico", si así se quiere hablar. Dios es afectado en su realidad misma: en el Hijo, como amor anonadado, en el Espíritu, como dolor gimiente y resucitador en Jesús y en la historia, en el Padre, como ultimidad condoliente y solidaria.

Curiosamente, nadie ha tenido nunca dificultades en admitir que el amor de Dios sufre, tanto en el Hijo como en el Padre o en el Espíritu, aunque en distintos modos. Se pensaba que el amor era una pura actividad volitiva, externa a la realidad de un sujeto, y no su misma constitución metafísica. Por eso era admisible, por ejemplo, decir que al Padre le costaba el sacrificio de su Hijo amado. Lo que causaba problemas era pensar que Dios sufría "en su naturaleza". Y con razón: se corría el peligro de reducir a Dios al nivel de las realidades dotadas de un sistema fisiológico capaz de sentir el dolor, el peligro de algún tipo de monofisismo, o el peligro de convertir el dolor en una parte de la definición de Dios. Sin embargo, cuando decimos que la realidad de Dios no es otra cosa que el amor, los problemas toman otro cariz. Por de pronto es claro que no se trata de explicar cómo se ponen en relación dos sustancias o dos espacios (el espacio de lo finito con el espacio de lo infinito), ni tampoco de explicar cómo un sujeto posee dos naturalezas, una doliente y otra impasible, sino de decir cómo se relacionan dos actividades de autoposesión personal. La actividad propia de la historia humana, con su pecado, y la actividad del amor infinito de Dios.

c) Significado de la encarnación. La respuesta no es otra que la historia de la praxis, muerte y resurrección del Hijo y de su continuación por el Espíritu. En esta historia se nos dice que una respuesta de amor al dolor de la historia no es otra que la encarnación en un destino humano que llega hasta la asunción anonadada de este dolor en la del Hijo y en su muerte de cruz en virtud de la cual Dios carga, por el Espíritu, con todo el dolor de la historia. Que Dios se ha hecho hombre significa que la autoposesión de Jesús de Nazaret es la misma autoposesión de la segunda persona de Dios, y que esta autoposesión no es otra cosa que el amor de autoentrega en que consiste la esencia ( ) de la Trinidad divina. No hay un sujeto de dos sustancias o naturalezas, sino una autoposesión personal como amor encarnado. La autoposesión finita de Jesús (que incluye su entrega en la cruz) es la misma autoposesión del Hijo eterno, y por eso decimos que hay una sola persona. Pero no se trata de una autoposesión de dos naturalezas, pues Dios no es naturaleza ni sustancia, como tampoco lo es el hombre.

La diferencia que permite hablar de dualidad está solamente en el modo (sit venia verbo) de tal autoposesión. La autoposesión de Jesús de Nazaret es una autoposesión finita y temporal, la autoposesión del Hijo es una autoposesión eterna. Son dos modos completamente heterogéneos, como vimos al hablar del tiempo y la eternidad, de la misma

autoposesión en que la realidad de Dios como amor consiste: la autoposesión como entrega del Hijo a las otras personas divinas y la autoposesión como autoentrega a los hombres en la historia. Pero "divinidad" y "humanidad" no son dos modos de una única sustancia, pues con ello estaríamos cayendo en un panteísmo de corte spinoziano. Lo que sucede empero es que no hay ninguna sustancia divina. La encarnación no es una mezcla de sustancias o de naturalezas, sino que se trata de una realidad personal, esto es, de la persona del Hijo, y por tanto de una única autoposesión personal en dos modos completamente heterogéneos entre sí. Entre la humanidad y la divinidad hay una distinción estricta, por más que no haya

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separación, pues se trata de una distinción dentro de una misma y única autoposesión: "la idea de kénosis explica o apunta a esta dimensión de Cristo, que consiste en esa anulación concreta de ser finita y humanamente, palestinamente, y en aquella época, un hijo de José y de María, carpintero que anda por las calles de Nazaret, para de esa manera experienciar su propia filiación divina. Estamos habituados a pensar que "la otra vida" deja de ser lo que es esta vida, pero no se insiste en que fundamentalmente no hay más que una vida, divinamente vivida de dos maneras distintas: una teniendo hambre, sed, etc. , y otra contemplando a Dios por toda la eternidad. No son dos vidas, es la misma vida vivida de distinta manera".

De ahí la tesis sobre la identidad del amor que Dios nos ha manifestado con el amor intratrinitario y de ahí también la tesis sobre la inclusión de toda la creación en el amor divino. El Hijo nos dice que su entrega por nosotros en la cruz en la misma entrega de la perijóresis divina, si bien que finitamente, pues en Cristo sólo hay una persona. Solamente en el caso de Jesús es esa autoposesión la misma que la de la segunda persona divina. La presencia del Espíritu en la Iglesia y en los pobres no es igual: la autoposesión de las personas humanas, por mucho que esté "deiformada" por el don del Espíritu, permanece en virtud del pecado siempre distinta de la autoposesión del Espíritu. Ahí hay distinción entre las personas humanas y la persona del Espíritu. Sólo en quien fue igual a nosotros en todo excepto en el pecado hay una sola autoposesión y por tanto en él la deiformación es estricta

encarnación. En el caso del Espíritu, la deiformación sucede "según el Hijo" por quien está posibilitada, pero permanece, en el sentido dicho, "análoga". Esta distinción de personas solamente se superará escatológicamente, "cuando Dios lo sea todo en todos" (1Co 15,28), y lo sea según el Hijo, plenitud de todo lo creado (Ef 1,23).

Si la esencia del Dios trino es este amor en autoposesión y entrega, no cabe duda de que la esencia de Dios está afectada por el dolor de la historia. Lo propio del amor es afectarse con el dolor del amado en quien deviene. Si la revelación nos dice que Dios es amor, nos lo dice no en virtud de la recepción de un mensaje meramente verbal, sino en base a la experiencia histórica de que Dios se deja realmente afectar por la suerte de aquellos a quien ama, y que se deja afectar hasta el punto de compartir su destino. Recíprocamente, si se nos dice que Dios es amor y si tomamos esta tesis en serio, no podemos menos de decir que Dios es afectado en su esencia. Con esto no se dice que Dios esté sometido a la historia, pues si en el caso de Jesús su autoposesión personal es la misma que la del Hijo eterno, esta autoposesión es finita. Dios mismo en su esencia de amor es afectado por la historia, pero finitamente, esto es, humanamente. Dios no es afectado eternamente. Por eso, en su autoposesión eterna, en su interminabilis vitae tota simul et perfecta possesio, el dolor está definitivamente superado. El dolor no está eternizado en Dios.

Esta diferencia entre los dos modos de la única autoposesión personal es precisamente lo que se muestra en la experiencia de la resurrección y lo que funda la esperanza de los "pobres de Espíritu" en la historia. La resurrección es la experiencia humana e histórica de que el triunfo de la muerte sobre el Justo es limitado, pues el amor de Dios lo supera. Los pobres saben que Dios se ha solidarizado con ellos echando por tierra todos los ídolos que lo convierten en un legitimador del éxito de los opresores sobre sus víctimas. Dios se ha manifestado como el Hijo que carga con el destino de los oprimidos y como el Padre que tanto ama a los pecadores que permite la muerte del Hijo. Pero Dios se ha manifestado

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también como el Espíritu que resucita a Jesús y que continúa en la historia del lado de los oprimidos y de todas las víctimas la obra de la deiformación hasta la consumación de los tiempos.

* * *

La doctrina trinitaria no es por tanto una mera especulación. Es la confesión de que el Dios cristiano es el "Dios de los pobres" y lo es en su misma realidad divina.

9. CONCLUSIONES

a) La teología de la liberación parte de la experiencia, no sólo individual sino también social e histórica, de la Trinidad en la economía salvífica para desde ella tratar de precisar qué sea la Trinidad en sí misma.

b) Este punto de partida presupone el axioma de la identidad entre la Trinidad económica y la inmanente (Rahner), que no solamente es aceptado sin restricciones, sino que es radicalizado al ser aplicado a las relaciones intratrinitarias, sin que esto suponga afirmar la dependencia de Dios respecto a la historia (Pannenberg) o su reducción a la misma.

c) Lo liberador de la doctrina trinitaria no está en que ella ofrezca una utopía de convivencia (L. Boff), sino en que la Trinidad misma constituye la estructura de la historia de la salvación y de la liberación de la humanidad.

d) En esta historia la Trinidad se muestra como el fundamento de la unificación del género humano hasta su culminación escatológica. Pero sobre todo, la doctrina trinitaria es la clave para comprender la solidaridad real del Dios cristiano con las víctimas de la historia, pues la Trinidad misma es la que constituye la estructura de esta cercanía histórica de Dios a los pobres.

e) Por la encarnación del Hijo, Dios se solidariza radicalmente con las víctimas de la historia de la humanidad, "hasta la muerte de cruz". El Padre no abandona el Hijo en la cruz (Moltmann), sino que "estaba en la cruz reconciliando consigo al mundo", pues en la cruz se muestra "a una" la radical universalidad y la radical parcialidad de su amor.

f) Por el Espíritu la unidad entre el Padre y el Hijo se continúa en la historia de la "deiformación" de la humanidad "según el Hijo". La presencia (no exclusiva) del Espíritu entre los pobres es en último término el fundamento no sólo de la espiritualidad latinoamericana sino también del método de la teología de la liberación.

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g) Esto solamente se puede entender plenamente si las personas divinas no son conceptuadas como substratos sustanciales o subjetuales de sus ulteriores acciones salvíficas, sino como realidades en constitutiva autoposesión dinámica, inseparables en este sentido de su propia actividad. Desde aquí se puede fundamentar tanto el interés de la cristología latinoamericana en la praxis de Jesús como la afirmación pneumatológica sobre la personeidad del Espíritu Santo.

h) Igualmente, la esencia divina no consiste en una naturaleza sustancial o subjetual común a las tres personas, sino simplemente en la unidad de amor entre las mismas que se nos ha mostrado ya en la historia de la salvación. Inmanentemente, esto se expresa diciendo que la

esencia divina es la perijóresis.

i) Tal concepción de la esencia divina permite tratar de un modo radicalmente trinitario el problema del Filioque. Pero, sobre todo, la idea de las personas y de su unidad aquí esbozada permite interpretar la experiencia bíblica de que "Dios es amor" como una descripción metafísica (sit venia verbo) exacta de la realidad divina.

j) Desde aquí se sigue también que la presencia preferencial de Dios entre los pobres, manifestada en la historia de la salvación, no sea un mero acto pedagógico destinado a nuestra edificación moral, ni tampoco un simple acto revelatorio, sino la efusión misma de la realidad trinitaria del Dios que es amor.

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