Antología Literatura 4

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MarianoAzuela No—repusoaquél—;quevivaDemetrioMacías,que esnuestrojefe,yquevivan DiosdelcieloyMaríaSantísima. ¡VivaDemetrioMacías!—gritarontodos. — Bueno—dijoDemetrio—;yavenqueapartede mitreinta-treinta,nocontamosmás queconveintearmas.Sisonpocos,les damoshastanodejaruno;sisonmuchos aunqueseaunbuensustoleshemosde sacar. Aflojóelceñidordesucinturaydesató unnudo,ofreciendodelcontenidoasuscomAflojó elceñidordesucinturaydesatóun nudo,ofreciendodelcontenidoasuscom- pañeros.

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Mariano Azuela

Escritor y crítico literario mexicano nacido en Lagos de Moreno, Jalisco, el

1 de enero de 1873, y fallecido en Ciudad de México el 1 de marzo de 1952.

sus obras ambientadas en la época de la Revolución de 1910. Su primera

novela, de 1907, fue Maria Luisa, a la que le seguiría Andrés Pérez, maderista

(1911). Tras incorporarse al movimiento revolucionario como médico militar

publicó en 1915 Los de abajo, novela de gran éxito popular. Años más tarde

ganó el Premio Nacional de Literatura de México (1942) y el Premio Nacional ganó el Premio Nacional de Literatura de México (1942) y el Premio Nacional

de Artes y Ciencias (1949), no sin antes convertirse en miembro fundador del

Colegio Nacional Mexicano en 1943.

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Los de abajoII Todo era sombra todavía cuando Demetrio Macías comenzó a bajar al fondo del ba-rranco. El angosto talud de una escarpa era vereda, entre el peñascal veteado de enor-mes resquebrajaduras y la vertiente de centenares de metros, cortada como de un solo tajo. Descendiendo con agilidad y rapidez, pensaba: "Seguramente ahora sí van a dar con nuestro rastro los federales, y se nos vienen encima como perros. La fortuna es que no saben veredas, entradas ni salidas. Sólo que alguno de Moyahua anduviera con ellos de guía, porque los de Limón, Santa Rosa y demás ranchitos de la sierra son gente segura y nunca nos entregarían... En Moyahua está el cacique que me trae corriendo por los cerros, y éste tendría mucho gusto en verme colgado de un poste del telégrafo y con tamaña lengua de fuera..." Y llegó al fondo del barranco cuando comenzaba a clarear el alba. Se tiró entre las pieY llegó al fondo del barranco cuando comenzaba a clarear el alba. Se tiró entre las pie-dras y se quedó dormido. El río se arrastraba cantando en diminutas cascadas; los pajarillos piaban escondidos en los pitahayos, y las chicharras monorrítmicas llenaban de misterio la soledad de la montaña. Demetrio despertó sobresaltado, vadeó el río y tomó la vertiente opuesta del cañón. Como hormiga arriera ascendió la crestería, crispadas las manos en las peñas y rama-zones, crispadas las plantas sobre las guijas de la vereda. Cuando escaló la cumbre, el sol bañaba la altiplanicie en un lago de oro. Hacia la ba-rranca se veían rocas enormes rebanadas; prominencias erizadas como fantásticas cabezas africanas; los pitahayos como dedos anquilosados de coloso; árboles tendidos hacia el fondo del abismo. Yen la aridez de las peñas y de las ramas secas, albeaban las frescas rosas de San Juan como una blanca ofrenda al astro que comenzaba a desli-zar sus hilos de oro de roca en roca. Demetrio se detuvo en la cumbre; echó su diestra hacia atrás; tiró del cuerno que pendía a su espalda, lo llevó a sus labios gruesos, y por tres veces, inflando los carri-llos, sopló en él. Tres silbidos contestaron la señal, más allá de la crestería frontera. En la lejanía, de entre un cónico hacinamiento de cañas y paja podrida, salieron, unos tras otros, muchos hombres de pechos y piernas desnudos, oscuros y repulidos como viejos bronces. Vinieron presurosos al encuentro de Demetrio. —¡Me quemaron mi casa! —respondió a las miradas interrogadoras. Hubo imprecaciones, amenazas, insolencias. Demetrio los dejó desahogar; luego sacó de su camisa una botella, bebió un tanto, limpióla con el dorso de su mano y la pasó a su inmediato. La botella, en una vuelta de boca en boca, se quedó vacía. Los hombres se relamieron. — Si Dios nos da licencia —dijo Demetrio—, mañana o esta misma noche les hemos de — Si Dios nos da licencia —dijo Demetrio—, mañana o esta misma noche les hemos de mirar la cara otra vez a los federales. ¿Qué dicen, muchachos, los dejamos conocer estas veredas? Los hombres semidesnudos saltaron dando grandes alaridos de alegría. Y luego redo-blaron las injurias, las maldiciones y las amenazas. —No sabemos cuántos serán ellos —observó Demetrio, escudriñando los semblan-

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tes—. Julián Medina, en Hostotipaquillo, con media docena de pelados y con cuchillos afilados en el metate, les hizo frente a todos los cuicos y federales del pueblo, y se los echó... —¿Qué tendrán algo los de Medina que a nosotros nos falte? —dijo uno de barba y cejas espesas y muy negras, de mirada dulzona; hombre macizo y robusto. —Yo sólo les sé decir —agregó— que dejo de llamarme Anastasio Montañés si mañana —Yo sólo les sé decir —agregó— que dejo de llamarme Anastasio Montañés si mañana no soy dueño de un máuser, cartuchera, pantalones y zapatos. ¡De veras!... Mira, Co-dorniz, ¿voy que no me lo crees? Yo traigo media docena de plomos adentro de mi cuerpo... Ai que diga mi compadre Demetrio si no es cierto... Pero a mí me dan tanto miedo las balas, como una bolita de caramelo. ¿A que no me lo crees? —¡Que viva Anastasio Montañés! —gritó el Manteca.

No —repuso aquél—; que viva Demetrio Macías, que es nuestro jefe, y que vivan Dios del cielo y María Santísima. ¡Viva Demetrio Macías! —gritaron todos.

Encendieron lumbre con zacate y leños secos, y sobre los carbones encendidos tendie-ron trozos de carne fresca. Se rodearon en torno de las llamas, sentados en cuclillas, olfateando con apetito la carne que se retorcía y crepitaba en las brasas. Cerca de ellos estaba, en montón, la piel dorada de una res, sobre la tierra húmeda de sangre. De un cordel, entre dos huizaches, pendía la carne hecha cecina, oreándose al sol y al aire.

— Bueno —dijo Demetrio—; ya ven que aparte de mi treinta-treinta, no contamos más que con veinte armas. Si son pocos, les damos hasta no dejar uno; si son muchos aunque sea un buen susto les hemos de sacar.

Aflojó el ceñidor de su cintura y desató un nudo, ofreciendo del contenido a sus comAflojó el ceñidor de su cintura y desató un nudo, ofreciendo del contenido a sus com-pañeros.

— ¡Sal! —exclamaron con alborozo, tomando cada uno con la punta de los dedos algu-nos granos.

Comieron con avidez, y cuando quedaron satisfechos, se tiraron de barriga al sol y cantaron canciones monótonas y tristes, lanzando gritos estridentes después de cada estrofa. III Entre las malezas de la sierra durmieron los veinticinco hombres de Demetrio Macías, hasta que la señal del cuerno los hizo despertar. Pancracio la daba de lo alto de un risco de la montaña. — ¡Hora sí, muchachos, pónganse changos! —dijo Anastasio Montañés, reconociendo los muelles de su rifle.

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Pero transcurrió una hora sin que se oyera más que el canto de las cigarras en el her-bazal y el croar de las ranas en los baches. Cuando los albores de la luna se esfumaron en la faja débilmente rosada de la aurora, se destacó la primera silueta de un soldado en el filo más alto de la vereda. Y tras él aparecieron otros, y otros diez, y otros cien; pero todos en breve se perdían en las sombras. Asomaron los fulgores del sol, y hasta entonces pudo verse el despeñadero cubierto de gente: hombres diminutos en caballos de miniatura. —¡Mírenlos qué bonitos! —exclamó Pancracio—. ¡Anden, muchachos, vamos a jugar con ellos! Aquellas figuritas movedizas, ora se perdían en la espesura del chaparral, ora negrea-ban más abajo sobre el ocre de las peñas. Distintamente se oían las voces de jefes y soldados. Demetrio hizo una señal: crujieron los muelles y los resortes de los fusiles.

— ¡Hora! —ordenó con voz apagada.

Veintiún hombres dispararon a un tiempo, y otros tantos federales cayeron de sus caballos. Los demás, sorprendidos, permanecían inmóviles, como bajorrelieves de las peñas. Una nueva descarga, y otros veintiún hombres rodaron de roca en roca, con el cráneo abierto.

— ¡Salgan, bandidos!... ¡Muertos de hambre! —¡Mueran los ladrones nixtamaleros!... —¡Mueran los comevacas!... Los federales gritaban a los enemigos, que, ocultos, quie-tos y callados, se contentaban con seguir

haciendo gala de una puntería que ya los había hecho famosos. —¡Mira, Pancracio —dijo el Meco, un individuo que sólo en los ojos y en los dientes tenía algo de blanco—; ésta es para el que va a pasar detrás de aquel pitayo!... ¡Hijo de...! ¡Tomal... ¡En la pura calabaza! ¿Viste?... Hora pal que viene en el caballo tordillo... ¡Abajo, pelón!...

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Martin Luis Guzmán

Chihuahua, 1887 - ciudad de México, 1977) Novelista mexicano con-siderado uno de los mayores exponentes de la Novela de la Revolu-ción, y uno de los principales autores realistas de las letras de su país. Fue un periodista, intelectual, diplomático, se le considera, junto a Mariano Azuela, pionero de la novela revolucionaria, un género inspirado en las experiencias de la Revolución mexicana de 1910, la cual observó siguiendo a las tropas del general Francisco Villa. En todos esos volúmenes destaca un profundo conocimiento del lenguaje de México y un singular talento para entregar al lector personajes vivos, enriquecidos con puntos de vista personales y re-flexiones profundas sobre su condición histórica.

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La sombra del caudilloI LOS HOMBRES DEL FRONTÓN

Olivier Fernández respondió a los sucesos de Toluca or¬ganizando, Olivier Fernández respondió a los sucesos de Toluca or¬ganizando, antes de veinticuatro horas, el “bloque de diputados y senadores pro Ignacio Aguirre” —“bloque” tan poderoso que incluía, al nacer, las dos tercias partes de la Cámara de Diputados y una porción casi equivalente de la Cámara de Senadores. Aquello fue a modo de señal para que los ánimos se en¬conaran y las Aquello fue a modo de señal para que los ánimos se en¬conaran y las pasiones se desbordasen. Hubo, inmediatamente, rumores de que el Caudillo estimaba el nuevo paso de los “radicales progresistas”como un reto a su poder, como provocación intolerable para su aureola de guia-dor revolucionario supremo. Y se supo, asimismo, que Hilario Jiménez, furioso ante la lista de los 180 diputados y 38 senadores adictos a la candidatura de su contrincante, amenazaba ir a exterminar, en masa, las dos cámaras legisladoras. dos cámaras legisladoras. Los informes acerca de Jiménez eran particularmente amplios e inquie-tantes —inquietantes, aunque a ratos se volvieran pintorescos—. Se le describía paseándose en su 84 En VP, “Un atentado contra Axkaná”. En M Guzmán subraya la se¬ducción que los pelotaris ejercen en Axkaná, hasta el extremo de abstra¬erse de la realidad, y, por oposición, la catadura de sus raptores. despacho de la Secretaría de Gobernación y profiriendo, sin duelo, frases tan tremendas como airadas. “¡Vil canalla —vociferaba descom-puesto—, caterva infame de con¬venencieros!... ¿Cuándo han sido sensi-bles al dolor prole¬tario de las ciudades y los campos? ¡Mereceríamos que nos ahorcaran si los dejásemos vivir!...” Y se contaba también que, durante tales accesos, sólo dos cosas lograban aplacar a Jiménez: una, hablar de los medios más eficaces para suprimir de un golpe a todos sus enemigos; otra, en¬terarse en detalle de las cartas de su administrador. Porque ocurría la coincidencia de que el candidato del Caudillo —sin que nadie supiera cómo y pese a sus terribles prédicas contra los terrate-nientes— acababa de adquirir, justamente en esos días, la hacienda más grande del norte de la República, lo que le dulcificaba el alma, por momen¬tos, con la luna de miel de los propietarios noveles. * * * Una de aquellas noches, Axkaná, que tenía urgencia de hablar con Eduardo Correa, fue en busca de éste al fron¬tón de la calle de Iturbide. Alguien le había dicho que el alcalde faltaba raras veces a los partidos

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de pelota y que, de nueve de la noche a una de la mañana, el Frontón Nacional era el sitio más a propósito para encontrarlo. Cuando Axkaná entró en el edificio, ya había comenza¬do la función. El vestíbulo, desierto del todo, se llenaba con el eco de ruidos lejanos; re-fluían hasta allí los gritos de los corredores y los pelotaris, los rumores del público, el golpear de la pelota, alterno contra la pared y contra el mimbre de las chisteras. Axkaná se acercó a la taquilla, compró su billete y cami¬nó hacia el inte-rior; mas no bien dio los primeros pasos cuando le vino a la memoria haber dejado en espera el au¬tomóvil de donde acababa de apearse. Tornó, pues, a la calle para despedirlo.

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Realismo Mágico

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Gabriel García Márquez

Es un novelista colombiano, escritor de cuentos, guionista y periodista. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabito, (hipocorístico guajiro para Gabriel), o por su apócope Gabo desde que Eduardo Zalamea Borda subdirector del diario bogotano El Espectador, comenzara a llamarle así. El genio, la popularidad y el carisma de Gabriel García Márquez El genio, la popularidad y el carisma de Gabriel García Márquez lo hace incomparable y distinguido entre los autores de la lengua española durante la segunda mitad del siglo XX, y en 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Gabriel García Márquez ha sido inextricablemente relacionado con el género literario del realismo mágico. Su obra más conocida, la novela Cien años de soledad, es considerada una de las más representativas de este género.representativas de este género. Lo que hace que Gabriel García Márquez sea tan famoso no es solamente su genio como escritor, sino su habilidad de usar este talento para compartir sus ideológicas políticas.

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100 Años de soledad

Gabriel García Márquez

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Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano

Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el

hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava

construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de

piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan

reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que

señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos

desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y

timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano

corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de

Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la

octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia Fue de casa en casa

arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos,

las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio,y las maderas crujían por la las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio,y las maderas crujían por la

desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos

perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y

se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.

«Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión

de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba

siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la

magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el

oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no

sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los

gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados.

Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el

desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de

sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se

empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región,empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región,

inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta

el conjuro de Melquíades.

I

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Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus

partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de

un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro

hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un

esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo

de mujer. En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del

tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de

Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a

la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al

catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las

distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que

ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente

hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de

hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de

los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el

fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de

guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos

lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró

de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su

padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado

debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadiodebajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio

Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos

tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando

de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la

concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en

úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada

por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa.

Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades

estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una

asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las

autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de

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varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la

sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo

a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de

conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la

capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendia prometía

intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer

demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos

personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años

esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades

del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de

honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas

portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una

apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para

que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía

pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construyó en el fondo

de la casa para que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por

completo las obligaciones domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando

el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de

establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en

el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió

navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con

seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que

adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie,

mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y

la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ningún

anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una especie de

fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja

un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin,un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin,

un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su

tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad

con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado

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por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su

descubrimiento.

-La tierra es redonda como una naranja.

Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo -gritó-.

Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano.» José Arcadio Buendía,

impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación de su mujer, que en un rapto

de cólera le destrozó el astrolabio contra el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito de cólera le destrozó el astrolabio contra el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito

a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías que para todos resultaban

incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre

hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio Buendía había

perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en

público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había

construido una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta

entonces en Macondo, y como una prueba de su admiración le hizo un regalo que habíaentonces en Macondo, y como una prueba de su admiración le hizo un regalo que había

de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de

alquimia.

Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus

primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendia. Pero mientras

éste conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo

agarrándolo por las orejas, el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en

realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables

viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José Arcadio Buendia mientras

lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole

los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de

cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la

pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría,

al beriberi en el Japón,a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a ç

un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que

decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura

triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas.

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Juan Rulfo

Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, que pertenecieron al movimiento literario denominado "realismo mágico", y en sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía, cuya acción se desarrolla en escenarios americanos, y sus personajes representan y reflejan el tipismo dellugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas lugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico. En 1953 publicó "El llano en llamas" (al que pertenece el cuento "Nos han dado la tierra") y en 1955 apareció "Pedro Páramo". De esta última obra dijo Jorge Luis Borges: "Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de todala literatura", y que fuera traducido a varios idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego, finlandés.inglés, francés, italiano, polaco, noruego, finlandés.

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Pedro Páramo

Juan Rulfo

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Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.

Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera.

Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un

plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a visitarlo -me recomendó. Se llama de este

modo y de este otro. Estoy segura de que le dar gusto conocerte." Entonces no pude

hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo

aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Todavía antes me había dicho:

-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca

me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

-Así lo haré, madre.

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de

sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo

alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi

madre. Por eso vine a Comala.

Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por

el olor podrido de la saponarias.

El camino subía y bajaba: "Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube;

para él que viene, baja."

-¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

-Comala, señor.-Comala, señor.

-¿Está seguro de que ya es Comala?

-Seguro, señor.

-¿ Y por qué se ve esto tan triste?

-Son los tiempos, señor.

Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre

retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero

jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas,

porque me dio sus ojos para ver: "Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista

muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar

Capítulo I

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Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche." Y su voz era secreta,

casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre.

-¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? -oí que me preguntaban.

-Voy a ver a mi padre contesté.

-¡Ah! - dijo él.

Y volvimos al silencio.

Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventadosCaminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados

por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.

-Bonita fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi lado-. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.

Luego añadió:

-Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.

En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en

vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas.

Y todavía más adelante, la más remota lejanía.Y todavía más adelante, la más remota lejanía.

-¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?

-No lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.

-¡Ah!, vaya.

-Sí, así me dijeron que se llamaba.

Oí otra vez el "¡ah!" del arriero.

Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me

estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.

-¿A dónde va usted? -le pregunté.

-Voy para abajo, señor.

-¿Conoce un lugar llamado Comala?

-Para allá mismo voy.

Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse

cuenta de que lo seguía disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan

pegados que casi nos tocábamos los hombros.pegados que casi nos tocábamos los hombros.

-Yo también soy hijo de Pedro Páramo -me dijo.

Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.

Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire

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caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar

como en espera de algo.

-Hace calor aquí -dije.

-Sí, y esto no es nada me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando

lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del

infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan

por su cobija.por su cobija.

-¿ Conoce usted a Pedro Páramo? - le pregunté.

Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.

-¿Quién es? -volví a preguntar.

-Un rencor vivo -me contestó él.

Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más

adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.

Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón,Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón,

como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el

único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de

una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde

entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía

que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser.; porque el suyo estaba lleno de

agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande, donde bien

podía caber el dedo del corazón.podía caber el dedo del corazón.

Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre

me reconociera.

-Mire usted -me dice el arriero, deteniéndose- ¿Ve aquella loma que parece vejiga de

puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de

aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se

ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien

dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal.

El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de

Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber

pasado lo mismo, ¿ no ?

Page 23: Antología Literatura 4

-No me acuerdo.

-¡Váyase mucho al carajo !

-¿Qué dice usted ?

-Que ya estamos llegando, señor.

-Sí, ya lo veo. ¿ Qué paso por aquí ?

-Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.

-No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. -No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado.

Parece que no lo habitara nadie .

-No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.

-¿ Y Pedro Páramo ?

-Pedro Páramo murió hace muchos años.

Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus

gritos la tarde. Cuando aun las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol.

Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto

también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si

se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los

niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.

Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras

redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su

sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.

Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas

desportilladas, invadidas de yerba. ¿ Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba ? " La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted. "

Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.

-¡Buenas noches! -me dijo.

La seguí con la mirada. Le grité:

-¿Dónde vive doña Eduviges?

Y ella señaló con el dedo:

-Allá. La casa que está junto al puente.-Allá. La casa que está junto al puente.

Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y

una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los

ojos de la gente que vive sobre la tierra.