Cuaderno 2011, antología del Club de Literatura de la Fundación Gilbeto Alzate Avendaño

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© Para la presente edición: Jairo [email protected]

Fundación Gilberto Alzate AvendañoDirectora: Ana María Alzate RongaCoordinador de Clubes y Talleres: Luis Bernardo Campuzano

 Asistente Administrativa de Clubes y Talleres: Paola Romero Asociado Operativo: Asociación de Ex-alumnos y Amigos de la ASAB-Gente ASABCalle 10 # 3-16, BogotáPBX: 2829491 www.fgaa.gov.co

ISBN 978-958-44-9470-2

Edición: Jairo Andrade

Diagramación y diseño:Doble Delirio [email protected]

Foto Carátula: © César Herrera

Impresión: Imprenta Distrital

Impreso en Colombia

Printed in Colombia.

 Todos los derechos reservados.Esta publicación no puedeser reproducida total niparcialmente, ni registrada en oretransmitida por un sistema derecuperación de información,en ninguna forma ni por ningúnmedio mecánico, fotoquímico,

magnético, electro-óptico, porfotocopia o cualquier otro, sinautorización expresa de editor.

Cuaderno 2011, Antología delClub de Literatura de la FundaciónGilberto Alzate Avendaño.Bogotá: Jairo Andrade.

 Autores: Torres, Alejandra; Soto, Victoria; Domínguez, Ánderson;González, Karen; Candela, Nixon;Ladrón de Guevara, Juan; Pérez,Nubia; Jiménez, Álex; Hoyos,Gloria; Lancheros, Ángela; Vásquez,Camilo; Rodríguez, Carolina; López,Germán; Linares, Henry; Torres,

 Andrea; Ovallos, Luis; Sandoval, Jimena; Bedoya, Johan; Vargas, Jair;

Méndez, Natalia; Monroy, Idaly;Mesa, Gustavo; Andrade, Jairo.Bogotá: Jairo Andrade, 2011

140 p.; 14 x 21 cms.ISBN 978-958-44-9470-2

Literatura – Poesía - Cuento – Novela breve –Bogotá – EscritoresColombianos.

 Andrade, Jairo et ál .

Primera edición: Noviembre de2011.

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Presentación

 A pocos meses de completar una década de trabajo ininterrum-

pido desde que inició labores a mediados de 2002, el Club de

Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño ha alcan-

zado, además del importante logro de contribuir a promover

la lectura y la creación literaria en la ciudad de Bogotá, éxitos y 

reconocimientos que no podemos menos que exaltar.

En los últimos seis años, siete de sus integrantes han obte-

nido distinciones y premios en eventos literarios de convocato-

ria local o nacional que no solo representan un valioso reconoci-

miento a la calidad de las propuestas de algunos de esos jóvenes

escritores, sino que validan el espíritu, el sentido y la pertinencia

de los talleres y clubes artísticos que organiza la Fundación. Asi-

mismo, la alta calicación que obtuvo el Club de Literatura de la

Fundación Gilberto Alzate Avendaño en la ultima convocatoria

del Ministerio de Cultura, al ser seleccionado entre los mejores

talleres literarios en concurso, acredita aún más al grupo y a Jai-

ro Andrade, su coordinador, quien fue el principal gestor de esta

iniciativa y lo ha venido fortaleciendo a través de los años.

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La publicación de esta pequeña selección de textos y au-

tores de nuestro Club de Literatura, que se realiza con el apoyo

del Ministerio de Cultura, marca un nuevo hito en la productiva

y exitosa historia de este espacio que ha abierto nuestra institu-

ción para la creación literaria y la formación de escritores y lec-

tores. Que todos los integrantes del taller reciban un merecido

aplauso y la expresión de nuestro sincero afecto y admiración.

 Ana María Alzate Ronga

Directora

Fundación Gilberto Alzate Avendaño

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Nota introductoria

Llegué a la Fundación a nales de 2001, para cumplir con una

lectura como parte del premio de cuento que había recibido del

entonces Instituto Distrital de Cultura y Turismo. Concluida

la lectura, de manera inesperada terminé en la ocina de Ana

María Alzate, directora de la Fundación, conversando sobre la

posibilidad de hacer un taller literario para la entidad. Ana María

tenía un arsenal de ideas al respecto, salí de la improvisada re-

unión un tanto desaado, a lo mejor un poco confundido, con

la intención de organizar una propuesta que puliera alguna de las

posibilidades tocadas en la charla.

La propuesta se tomó su tiempo: el Club de Literatura

inició sesiones el segundo semestre de 2002, como un espacio

lúdico para la lectura y la escritura creativa, dirigido a niños y jó-

 venes. Hasta 2003 esta primera versión del taller leyó y escribió

cuentos, mitos, leyendas, bestiarios y versiones colectivas de dic-

cionarios inusitados, pero también canciones de rock, crónicas

de caminatas por la ciudad, vacaciones o paseos mentales, dia-

rios inventados e inventarios de sueños, y poemas sobre obras

de arte, objetos o mascotas, que quedaron en manos de sus au-

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tores y de los que infortunadamente no poseemos copia. Luego

me he encontrado con algún integrante de esta primera etapa

del taller: niños y niñas que ahora son jóvenes universitarios o

jóvenes de colegio de ese entonces que ahora son profesionales,

y en todos ellos encuentro una sonrisa cómplice que gratica de

manera especial, porque insinúa una lejana alegría que, sin duda,

de alguna forma resultó además útil.

A partir de 2004 el taller tomó otro de los rumbos sosla-

yados en esa primera charla que le dio origen, y se enfocó en el

público adulto. Desde entonces cada año el taller ha propuesto,

sobre la base de la lectura crítica y la exploración creativa de las

diversas formas textuales, un programa de contenidos que en

ocasiones da énfasis a aspectos de técnica narrativa y en otras

a un mapa de trabajo formulado por los participantes, teniendo

a la vista que el Club está concebido como una conversación a

largo plazo sobre la literatura, sus fuentes y recursos, su práctica

entre el ocio y el solaz, su sentido como artefacto cultural.

Los primeros años de taller con adultos fueron difíciles,

la asistencia era escasa e inestable; la continuidad del taller se

puso en tela de juicio. Con toda razón escribió Poe: cuando un 

loco parece completamente sensato, es ya el momento de ponerle la camisa 

de fuerza. Mis argumentos parecían llegar a oídos más cuerdos,

que privilegiaban mejores cifras de asistencia sobre la pasión de

unos pocos acionados a las letras. Por fortuna, el argumento

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de mayor peso fue aportado por ellos mismos, al presentarse

ante la dirección de la Fundación en defensa de sus charlas se-

manales sobre literatura. Resultado: se aplazó el cierre del pro-

grama. Esos mismos integrantes empezarían luego a gurar en

convocatorias literarias, justicando en otro sentido la decisión.

 Así las cosas, queda saldado un merecido agradecimiento a esos

primeros “socios” salvadores del Club.

Poco después las inscripciones superaron el cupo y los re-

sultados ameritaron la publicación de un compilado. La Funda-

ción editó el Cuaderno 2007, una sencilla publicación que dio

cuenta de los primeros cinco años de taller. Se hizo necesario

abrir un nuevo horario para que los participantes más asiduos

 —algunos sumaban varios años de asistencia— tuvieran la op-

ción de profundizar en su pesquisas. Se abrió el nivel avanzado,

como un acompañamiento creativo y conceptual en la escritura

de un volumen literario, bien sea una colección de cuentos, una

ensayística, una novela breve, un poemario o una mixtura de

géneros. Así, desde 2008 el taller ofrece dos niveles, uno básico y 

uno avanzado, que permiten entrever el territorio de la escritura

desde la técnica literaria y desde los pormenores personales de

la creación y la investigación.

Al cabo de estos nueve años, diría que el Club de Literatura

es el tipo de taller en el que se enseña poco y se comparte mu-

cho. Tiene sentido que así sea, pues la literatura, como disciplina

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académica, se aprende en la universidad, pero escribir es algo

que no puede enseñarse. Escribir es convivir con una ebre que

no va a matarte, y de la que por supuesto no quieres curarte.

Nadie va a enseñarte cómo enfebrecer más o mejor, pero sirve

 ver cómo se retuerce tu colega, en brazos de su patología ima-

ginaria. Me reero a que para escribir bien no existen fórmulas

ni recetas mágicas, excepto las que cada quien halla en el labo-

ratorio de su propia página en blanco. Y el taller literario es una

buena oportunidad para abrir las puertas de ese laboratorio per-

sonal y darle sentido. Roberto Bolaño escribió: Un cuentista debe 

ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así. Y creo que la frase aplica

también para quien dirige o asiste a un taller literario, solo que es

aún más triste reconocerlo: se trata de esa clase de valentía que

carece de nes concretos.

La presente antología del Club de Literatura de la Fun-

dación Gilberto Alzate Avendaño se editó gracias a una beca

del programa Becas a la Edición de Antologías de Talleres Li-

terarios, otorgada por el Ministerio de Cultura. En ella el lector

encontrará una retrospectiva, cronológicamente aleatoria, distri-

buida en tres partes. La primera parte, Versos, es una muestra de

poesía. La segunda, Obra en proceso, reúne cuentos, capítulos o

fragmentos pertenecientes a obras de mayor extensión, la mayo-

ría en proceso de composición. La tercera, Cuentos, no necesita

de mayores señales. Por último, el lector encontrará un cuento

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del director de taller. En la página nal del volumen aparece una

dirección de Internet, en la que el lector podrá ingresar comen-

tarios sobre la antología, algún texto en particular, o entrar en

contacto con los autores.

Queda entonces, en manos del lector, esta muestra —por

supuesto parcial y en cierto modo azarosa— de lo que ha suce-

dido en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate

 Avendaño en sus primeros nueve años de existencia.

 Jairo Andrade

Profesor del Club de Literatura

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Parte 1

Versos 

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 Alejandra Torres

 A la carta

En el desayuno se parte en trocitos la sonrisa

Se prepara el corazón al horno

Se cuelan los versos para el café

 Y se bate la tristeza con mantequilla

y un toque de sal al gusto.

Parafernalia matutina para los comensales

que ahora tocan la puerta.

Simplemente

Simplemente

 Así apareciste.

Como si la luna se confabulara contigo,

Como si en silencio te quedaras así, simplemente.

 Te me fuiste instalando en lo profundo

 Te me fuiste impregnando en el aire,

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En las moléculas de este espacio que ahora lleva tu nombre.

Simplemente así,

Honorable

Sutil

Sencillo,

Como parusía inesperada

Como alabanza sin plegarias

Bañando tus acordes en mi alma; y de tu duende en mi amenco

espíritu

Es un barullo mi pecho

Es un temblor tu mirada.

Mil acordes de plata tu recuerdo

 Así, simplemente adentro.

 Alejandra Torres Casallas 

Mujer-niña-gato de 23 años y siete vidas, colombiana, bogotana de cuna,

llanera de crianza, piel y alma; Licenciada en psicología y pedagogía de

la Universidad Pedagógica Nacional, apasionada con la sonoridad de la

música en la literatura y con las formas armónicas de la poesía. Participó

en el Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre

2009 y 2010.

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Nicolás Ureta

 

Llanto por el alma de una poeta muerto

(Viznar, 1936)

In memoriam Federico García Lorca

Murió de madrugada,

Con la mirada abierta

Y la sangre en las rosas

Marchitas y sedientas,

Con llagas como espejos

Sobre la espalda ciega,

Con rocío en la frente

Y ojos de primavera,

Para sollozar lirios

Con qué burlar las penas

Mientras llora la aurora

Sus fusiles de niebla.

  -No, no ha muerto el poeta-,

Susurran los gitanos 

Oteando entre la hierba...

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Murió de madrugada,

Ultrajando la tierra

Con sangre de rapsoda,

Mojando el las grietas

De esa nube de polvo

Que llora jarreteras

Y que consume al tiempo

Gimiendo bayonetas,

Alumbrando quebrantos

Mientras brilla la guerra

Sobre el aire del mundo

 Y el hierro del poeta.

-No, no ha muerto el poeta-,

Susurran los gitanos 

Oteando entre la niebla...

Murió de madrugada,

Con luceros de asceta

Desintegrando el tiempo

Sobre la noche incierta,

Con vísceras de charol

Para derrumbar puertas,

Con erros de caudillo

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Pisoteando azucenas,

Con egies de bronce

Cuando la tierra tiembla,

Con palabras ardientes

Que agitan metralletas.

-No, no ha muerto el poeta-,

Susurran los gitanos 

Oteando entre la hierba...

Murió de madrugada,

Bajo la luna llena

 Y entre juncos de tiempo

 Y montañas eternas,

Bajo orquídeas de viento

 Y jilgueros de sierra,

Bajo lluvia de tiros,

Bajo eclipses de lluvia

 Y argentos de honda pena,

Cuando el cáncer es echa

 Y el tiempo del solsticio

Es cimitarra negra.

-No, no ha muerto el poeta-,

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Susurran los gitanos 

Oteando entre la niebla...

Murió de madrugada,

 Aferrado a las venas

Que dibujan el mapa

Del dédalo que sueñan

Los vientos de lo Eterno,

Como amas de vela,

Como norias del aire,

Como ciclos de letras

Por las llagas del viento

Cuando llora el poeta,

Mientras dientes de plomo

Muerden su calavera.

-No, no ha muerto el poeta-,

Susurran los gitanos 

Oteando entre la hierba...

Murió de madrugada,

Solo y sobre la tierra,

Con cárdenos oscuros

Desangrando sus venas

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 Y soldados a traición

 Vigilando que muera,

Con sus disparos negros

Y sus botas siniestras:

Sus látigos de erro

Enrojecen la arena

Con la sangre del muerto

De estertores que tiemblan.

  -No, no ha muerto el poeta-,

Susurran los gitanos 

Oteando entre la niebla...

 Nicolás Ureta Escobar 

Nació el 2 de abril de 1978 en Bogotá. Es escritor, compositor y realizador

audiovisual. Estudia sexto semestre de Cine y Televisión en la Universidad

Nacional de Colombia. Participó en el Club de Literatura en 2010.

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 Victoria soto

La mujer del pescador

Ella porta escamas doradas en su cintura,

espejuelos por donde resbala el brillo del día;

y teje con sus cabellos el vacío de una atarraya.

Sale la primera estrella;

cabañas oscuras y recogidas,

a la mujer del pescador le brotan espinas en su cuerpo

y lo toma como un anzuelo

para capturar el animal que la custodia.

Él sale a la mañana

a fundir sus sueños en el encaje del mar,

y lanza una red innita

atrapando salvajes y ariscos cuerpos

que solo ella sabe dominar.

La muerte no es una mujer

Que en mi hora

el tiempo esté manchado

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por el color cómplice de la noche

para no ver su rostro tatuado

por el viento del desierto.

En mi cama, celebro el estado del albur,

dispongo mi pelvis

para que él busque con su olfato

la dirección de mi cuerpo,

como extranjero en busca de nuevos soles.

 Antes de corresponderle al clamor

de la partida,

deseo escuchar el susurro

de sus palabras

que atraviesen mis oídos, mi boca,

mi pecho, mi grieta.

Empiezo a otar y despojo mi cuerpo

para descifrar el enigma del sueño profundo.

 

Hagamos una festa

Hagamos una esta

o mejor una esta y un poema

arreglemos una mesa

con un mantel zanahoria y azul,

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con ojalillos plateados y pepitas

de tamarindo que cuelguen como péndulos.

Prendamos el abanico para que circule

las ansias cálidas del tiempo

Pero antes, ambientemos el cuarto

con quemas de vija y ajo;

quitemos las vela, ores y frutas que

estén sobre ella

y luego...

cierra la puerta para que la transpiración

de lo que pensemos no sea interrumpida,

con un metro midamos el tamaño

de nuestras locuras, ¡mejor no!

y como la escritura mata la codicia

haz un poema sobre mí

no lo leas, hazlo vivo.

Victoria Inés Soto Ospino

Nació en Santa Marta, y es licenciada en Lenguas Modernas. Eterna aman-

te de literatura en especial de la poesía. Ha participado en talleres literarios

de la Universidad de Magadalena, la Casa de Poesía Silva, la biblioteca

 Virgilio Barco y la Asociación de Escritores de Magdalena. Participó en el

Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño de 2004

a 2006.

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 Ánderson Domínguez

Errante Li-Po1

Ha escrito tantos versos como ha podido,

 Al anochecer la luna lo llamará en silencio

Un fuego alienta su alma,

aún no se rinde

la palabra que viene del páramo,

camina por la ausencia, sigue la luz de tu lejana

mirada,

ha partido enloquecido, sin rumbo,

Hacía la nada a buscar el canto secreto que la

enamore.

 Va tras la voz del agua, desvaneciéndose en la luna,

en la ilusión.

Salió a perseguir su brillo entre las hojas húmedas,

en el reejo sobre los montes lejanos

1 Poema basado en Li-Po, de Raúl Gómez Jattin, y Errante, de Porrio Barba

 Jacob. N. del A.

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“Y en el agua del río Amarillo la mirará

Más hermosa que en lo alto del cielo,

borracho creerá realizado el milagro

de tocarla y mirarla de cerca y besarla…

 Y Li-Po va en busca de la luna en el agua

del río Amarillo de donde nunca jamás Li-Po volverá.”

Caminando de nuevo con la lluvia

 Alberga el alma una extraña

tranquilidad

como aquella que recorre

un cementerio

Es una calma vital

aferrarse a los sueños,

a la esencia

Un retorno tortuoso,

 volver a lo sensible,

a lo bello.

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Entregar lo más

profundo

a cambio de gritos y ofensas,

escuchar lo que hiere

y decir te quiero.

 A través de la poesía

lo que es se muestra como es

y el ser es traído

a la palabra

En la lejanía,

en el vacío

se reinventa el amor.

Extraño encuentro

de abandono,

queda escribir,

ser libre,

decidir y desaparecer

Con la fe del retorno

con la angustia de tu partida

con los esbirros sedientos de

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sangre.

Caminante, son tus huellas de fuego

La ausencia es la compañía

la esperanza el horizonte

la paciencia mi alimento.

 Apquyquy bchuesuca2 Ablandar el corazón

Funy zabcasqua Sabe a pan

hichye zabcasqua sabe a tierra

abyz zabcasqua. Sabe a maiz

Mue gue btyzysu Tú eres amar

  Aquichpquane de raíz

gatychie ardor del fuego

apquyquy chuin mague alegre persona

Mue gue Tu eres alma,

Fihyzca de día y de noche

2 Versos construidos a partir de la Gramática Chibcha del Instituto Caro y Cuervo;

su traducción está escrita en castellano antiguo. N del A.

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zac suaga a cada paso

aganza aganzaca te llevo en la memoria

zepquen apquane adentro, más adentro.

Hycha gue Yo soi

Hyba el sapo,chahac atyzyn el honesto amigo

bac zemisqua que en el aire anda

gati ien isucune. que en el fuego esta.

yban zemisqua El que se ha apartado.

Hycha gue Yo soi

apquyquynzac asyne el que anda trizte

Isyne el que anda por la ciudad

Umzac a escuras

  Anym mague Andador

zpquyquyn guan que se arrojó de lo alto,

zupqua zemisqua que abrió los ojos

guatbquysqua para alçar lo caído

y levantarte en lo alto

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Mue gue chava A ti te aguardo

Fa suamecnxie de aquí a la tarde

Fa azacanyngaxie de aquí a la noche

Fa suas agangaxie de aquí a la mañana

Epquac va mnanga y a donde quiera que

Msucas inanga. bayas te tengo de seguir

 

 Ánderson Domínguez 

Nací en Bogotá el 2 de enero de 1985. Se escribe y se teje porque es la

forma de conectarse con el espíritu de la tierra. Se escucha la lluvia y se

celebra cada día el nacimiento del sol. Con la poesía se busca la palabra an-

tigua que fue enterrada en el humo y el cemento. Se camina con la fuerza

de la montaña, con la esperanza de un mundo más limpio, que piense con

el corazón. Es la memoria del sapo y la serpiente, que se niega a desapare-cer. Integró el Club de Literatura entre 2004 y 2006.

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Parte 2

Obra en proceso

 

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33

2.

(Fragmento del libro de cuento Idilios)

Karen González

Beatriz: 

Unbesoapasionadoyningunaotracosamás,esadebeserladefni - 

ción real de amor, esa necesidad e interés, esa completa sinceridad…

A mí no me molesta que beses a otros hombres o que los acaricies 

 porque sé que esas caricias son mecánicas, como pasos establecidos que te has 

impuesto para tu trabajo. Escribiéndote esto recuerdo la primera vez que entré 

a tu alcoba y me propinaste como bienvenida un beso en la boca totalmente 

apasionado. Yo me quedé callado y estático mientras tú, siguiendo la rutina,

deslizabas la mano por mi pecho hasta bajar y ponerme tus dedos largos sobre la 

bragueta, completamente dispuesta y segura de lo que provocarías en mi. Todos 

tus movimientos vacíos de pudor y consumidos por la pasión, me enamoraron.

Amo de ti esa necesidad de pasión, esa dependencia que sientes por 

el cuerpo. Me fascina que al hacer el amor siempre quieras que te observen con 

desenfreno y locura, y que te hagan sentir como la única imagen o acto posible.

Yo adoro verte y adoro esa facilidad que tienes para lograr que la razón aban- 

done el cuerpo.

Ayer me pediste que te diera un beso todos los días antes de empezar 

tu trabajo. Dijiste que me amarías si yo cumplía con ese simple acto que para ti 

signifcauntodo,yescribiéndotequierohacerteentenderquejamásmenegaría

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a darte esa sincera muestra de amor. Estoy dispuesto a llenarte de besos y que 

 puedas ser feliz durante las largas y frías horas que soportas en las noches, que 

cada caricia sea entregada a quien debas y que siempre salgas victoriosa ante la 

deprimente razón.

Te quiero, y desde la semana que viene te visitaré y te daré los besos 

que necesites.

 Att.,

Rodrigo

Cada palabra escrita por mi padre en esa carta me permitió encon-

trar un sentimiento que pensé estaba muerto, debido a que la pala-

bra amor, para mí, signicaba vacuidad. Después de leerla, el amor

había dejado de ser una palabra insulsa y fría para convertirse en

hechos, movimientos y pensamientos representados por una única

mujer.

Aunque no tenía fecha, la carta me pareció reciente, y co-

nociendo a mi padre también deduje que aunque la amaba y era la

primera vez que le escribía, no lo convertiría en una costumbre,

porque la carta era únicamente para hacerle saber que el beso que

ella pedía se convertiría en una realidad innita. Ese acto en espe-

cial, esa valoración de parte de Beatriz a los detalles pequeños, esa

hermosa explicación que tenía para el amor, una denición desinte-

resada, simplemente apasionada, me ayudó a dibujarla con facilidad

a pesar de mi inmensa ignorancia, y en la negrura de un vacío ima-

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ginario observé unos ojos sin forma y un color de iris cambiante.

Con inútil concentración intenté darle un rostro, pero lo

único que había logrado era jar una mirada penetrante, atrayen-

te y peligrosa que sin duda le pertenecía. Y allí, completamente

cautivado por esa mirada, empecé a sentir sus dedos delgados con

uñas largas sobre mi jean áspero. La sensación se iba haciendo más

fuerte, hasta que de repente desapareció. Sin conocerla, entonces,

comencé a extrañarla.

Desde ese día la idea de darle un beso a Beatriz palpitaba

fuerte en mi corazón. Sabía que durante el primer beso que me

diera, mientras mordiera mi labio inferior con sus dientes, yo al n

sentiría dentro de mí el amor, abandonaría por completo aquellas

falsas razones que antes lo explicaban y se convertiría en la grande-

za de una sensación.

Se incrementó con los días mi obsesión por conocerla, y 

llegada la semana que mi padre prometía visitarla, empecé a poner

más atención a cada una de las salidas que él hacía. Al comienzo la

persecución era aburrida y empezaba a sentir que perdía el tiempo

detrás de mi protector. Muchos días me di por vencido y me iba a

la casa luego de unas horas, pero al día siguiente el recuerdo de la

carta me impulsaba a levantarme temprano y seguir los monótonos

movimientos de mi padre.

Luego de una semana de minucioso seguimiento descubrí

la hora en que mi padre la visitaba y la besaba: era a las seis de la

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tarde, cuando en un intercambio de horarios él terminaba su día

laborioso y ella apenas lo comenzaba. Di buen crédito a mi padre

por escoger esa hora, indicada para permitir el cruce de dos perso-

nas que divergían en espacio y temporalidad. Me pareció perfecto

y poético aquel encuentro, un instante largo que constaba de un

movimiento, una reacción, un único sentir y ninguna interrupción.

Un jueves lo perseguí sin necesidad, pues ya sabía la hora de la

  visita. Ese día sentí celos profundos de mi padre: él la abrazó y 

la beso tan apasionadamente que, sin poder dejarlo ir, lo invitó al

interior de una vieja edicación y le permitió ser su primer cliente.

Me hubiera encantado verla en acción con otros hombres, pero con

mi padre me parecía algo repugnante, así que les di las espalda y me

fui para mi casa.

En la sala de la casa lo esperé, hacía muchos años no lo

 veía cuando llegaba, pero esta vez me interesaba encontrar su rostro

contento después de estar con ella. Y ocurrió así, él metió la llave en

la cerradura de la puerta y entró a la casa con un aura completamen-

te poderosa. Esa energía pertenecía a ella, sonreía mientras se quita-

ba los zapatos, e ignorándome, se encerró en su habitación. Aquella

mueca de felicidad dibujada en su rostro terminó por convencerme

de que lo que mejor podía hacer en la vida era encontrarme con esa

mujer y demostrarle que yo también la amaba, aun sin conocerla.

Saqué de un sobre algunos ahorros que tenia, conté el dinero y lo

guardé en mi maleta. Me fui a dormir y esperé ansioso que acabara

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la noche, para al día siguiente salir a verla.

Desperté sin creer que podría presentarme ante ella. De-

sayuné apenas escuché que mi padre salió de la casa, la verdad no

hubiera sido capaz de mirarlo a los ojos. No salí en toda la tarde,

me dedique a escuchar música y a alistarme para el encuentro con

Beatriz.

A las cinco cogí el bus, y mirando el reloj rogaba para que

ese día mi padre y ella no tuvieran tiempo de acariciarse, pues yo

no deseaba que el cuerpo de Beatriz oliera a la loción y al cuerpo de

mi padre. A las seis y media de la noche me bajé del bus con la piel

completamente erizada, y aquellas calles sucias que olían a orines

se transformaron en un lugar de ensueño donde las sensaciones

aplastaban la conciencia.

Caminé despacio y cuando estaba a punto de llegar al um-

bral donde ella siempre aguardaba, tuve que esperar unos minutos,

pues mi padre se estaba despidiendo. Él giró hacia un lado de la

calle mientras yo llegaba por la otra; al verlo alejarse sigilosamente

yo daba cortos pasos en dirección a Beatriz. Lentamente mi desco-

nocimiento se fue desvaneciendo y su rostro se empezó a convertir

en algo real. No era muy joven y tampoco muy alta, pero cada uno

de sus movimientos hablaba de su poder sexual. Sus ojos jos mi-

raban sin temor con curiosidad y coquetería. Yo temblaba, estaba

enamorado, pero que ella sintiera algo por mí parecía imposible y 

lejano.

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Al llegar frente a ella me presenté dándole un beso en la

mejilla, mientras mis manos sudaban y el rostro se ponía rojizo.

Beatriz sonrió y me tomó de la mano para llevarme adentro de la

casa, aún pienso que esa reacción de amabilidad fue porque encon-

tró en mí rasgos de mi padre. Al entrar en el cuarto me preguntó si

traía dinero, asentí únicamente con la cabeza, y mientras esculcaba

mi maleta para sacar el dinero, me cogió la cara y me propinó un

beso tan profundo que el tiempo perdió su inuencia en el entor-

no. Luego alejó su boca de la mía y, mirando mi reacción, puso su

mano sobre mi pantalón; yo apretaba los ojos como señal del placer

desenfrenado que sentía, sin voluntad propia seguí cada orden que

me daba. Me pidió que me quitara las camisetas mientras ella des-

apuntaba y me bajaba el pantalón. Los minutos más placenteros de

mi vida eran verme completamente desnudo frente a ella, mientras

con una sonrisa malévola se desnudaba y me besaba el miembro

erecto.

No sé cómo lo supo, pero me preguntó si era la primera

 vez que estaba con una mujer, le respondí con un sí entrecortado.

Me pidió que me tranquilizara y que me acostara en la cama. Lo hice

sin protestar, y ella lentamente subió a mi lado, puso sus nalgas so-

bre mi estómago y tomó mis manos para que abrazara sus carnosas

caderas. Me besaba, acariciaba y después de un rato con movimien-

tos leves y delicados habíamos hecho el amor. Al terminar no se

levantó. Se quedó a mi lado y me acarició el rostro, mientras en mi

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cabeza las palabras de mi padre dejaban de ser sentimientos ajenos

para arraigarse en mi cuerpo.

Me ardía internamente la carne, mientras en un leve sueño

Beatriz se elevaba hacia el altar que mi padre y yo habíamos fabri-

cado en su honor. Con delicadeza me pidió que me levantara, como

excusa dijo que debía trabajar. Me levanté, me puse la ropa y antes

de salir de su habitación le pedí que me permitiera ser otro amor en

su vida. Le dije que yo también estaba dispuesto a ir todos los días

a besarla, a la hora que ella lo deseara, y le robé un beso. Creo que

ese acto impulsivo la convenció de mis intenciones, de la realidad de

mis sentimientos y de la poca importancia que yo le daba a su ocio,

así que me dijo que lo podía hacer a cualquier hora, pero nunca a las

seis de la tarde. Feliz, me alejé.

Desde ese día convertí en costumbre mi visita a las siete de

la noche, completamente puntual, dejando a un lado cualquier cosa

que pudiera interferir entre Beatriz y el beso que tenía que darle. Al

comienzo tuve suerte y nunca me tropecé con mi padre, excepto un

martes que llegué un poco antes de las siete y que él, abusando del

tiempo que le correspondía, la había acariciado de más. En ese mo-

mento, sólo por algunos segundos, dudé en seguirla visitando. La

mirada de odio que mi padre me lanzaba casi me hace abandonarla,

y cuando me iba a marchar él se dio la vuelta y me dejó atrás.

Entré al cuarto de Beatriz sin dejarle sentir lo ocurrido,

pues ella no sabía que yo era el hijo del hombre a quien amaba.

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 Aunque me duela un poco, por mí ella apenas sentía un cariño es-

pecial. Luego de otra noche maravillosa a su lado regresé a casa,

y como nunca había ocurrido, mi padre me esperaba en la oscuri-

dad. Lo saludé, pero él no respondió, se levantó de la silla donde

aguardaba mi llegada, se me acercó y al olfatearme sintió el olor de

aquella mujer que lo enloquecía. Abrió la boca sólo para pedirme

que me largara de su casa.

Desde esa noche no sé nada de mi padre, lo único es que

sigue visitando a Beatriz, a la misma hora, mientras yo llego un

poco más tarde, tratando de evadir aquella mirada fría de odio que

me había lanzado. Ella aún no sabe que somos familia, pero siento

que a los dos nos está queriendo de la misma forma.

Karen González Castiblanco

Nació en Bogotá. Vive. Estudia. Escribe cuentos. Asiste al Club de Litera-

tura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2010.

 

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Mi noche se ha rehusado

(Fragmento de la novela Lección en la penumbra)

Nixon Candela Pineda

La mayoría de mis conocidos armaron que yo maté a mi cuñado,

el recordado Anemiao. Familiares y amigos cercanos me miraron

con desprecio luego de esos comentarios. Ciertos personajes de mi

narrativa saben que debo darles muerte, pese a la empatía que haya-

mos podido lograr. Sin embargo, hay otros personajes a los que por

haberles tenido tanto amor, me cuesta trabajo despedir.

Los extraños correos electrónicos que he venido recibien-

do por parte de un misterioso navegante, intuyo que pueden ser de

Diana. Luego de la más reciente conversación que tuvimos, pienso

que ella, en la distancia, sólo me recuerda para culparme por la

muerte de su hermano. En n… (Bostezos)… Qué sueño tengo…

(Zzzz)…

 

* * *

Llena de prejuicios

 Temes a aquello que te escribo.

¿Acaso un adulto colibrí

puede causar daño a la rosa abotonada?

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La madurez de la or da cuanto tiene que dar.

La aurora despierta intensamente

sin temor al ardor del día.

Mía es la experiencia

expuesta al arma de tu perversa candidez.

¿Qué sería de tu primavera

si no naciera en mi invierno?

* * *

El canto de un gallo acaba de despertarme. Estiro mis brazos y bos-

tezo para desperezarme. Empiezo a recordar que cuando Anemiao

me presentó a su hermana fui presa de su encantadora sonrisa. Al

 verla tan alegre recurrí afanosamente a algunos chistes que yo co-

nocía. También improvisé otros, intentando darle a cada uno un

toque personal, para que todo lo que dijera sonara como si fueran

anécdotas propias.

—¡Qué bobo eres! —me decía, y soltaba a la vez su pre-

ciosa risotada que provocaba en mí todo tipo de ilusiones. Sin em-

bargo, nuestra diferencia de edades siempre había sido, desde su

punto de vista, un obstáculo para el amor. Alguna vez aceptó tener

una relación conmigo, pero sólo gracias a la previa solidaridad de su

hermano tartamudo. Tiempo después comenzó a verme con temor.

Mi perspectiva de la vida, de los seres y de las cosas la asustaron

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 —mucho más al leerle algo de los escritores que me agradan—.

Mi recordado Anemiao me contó antes de morir que él

había estudiado literatura en la Universidad Nacional de Colom-

bia, y culpó su tartamudeo de haber mantenido atada también su

 voz literaria. Impaciente me manifestó su gusto exagerado por la

novela negra, los cuentos policíacos y de terror. Cuando trabajó

conmigo en la mina de Coscuez me recomendó que cuando quisie-

ra combatir el aburrimiento volviera a Bogotá, para descubrir así la

posibilidad de sana interacción y reexión en alguno de los muchos

talleres literarios que la capital ofrece. Pienso que me hizo esta re-

comendación al soslayar mi capacidad para fantasear y plasmar con

credibilidad desvaríos y perversiones.

—Usted va a ser más malo que yo —me repetía una y otra

 vez con su intermitente voz de tartamudo, en tanto me iba entre-

nando y me enseñaba ciertos libros, gracias a los cuales adquirí algo

más que las armas de la literatura…

Cada vez que me encontraba con su hermana, ella recrimi-

naba mi ausencia en el sepelio de su hermano.

—Usted es culpable de su muerte y ni siquiera fue a su

entierro —me decía—. Eso hace que para mí cobren fuerza los ru-

mores de la gente. En el pueblo era mucho el respeto que le tenían y 

no creo que algún paisano se hubiera atrevido a matarlo. Sólo usted

conocía al dedillo cómo hacerlo con facilidad. ¿O me lo va a negar?

—Sé cómo ocurrió todo eso. Pero no me culpe sin antes

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escucharme —le dije—. Lo que le voy a contar es importante, pero

por favor no me pregunte cómo lo supe. Simplemente me enteré

por sus propias palabras tiempo atrás, eso es todo. Un día antes de

su muerte él visitó la nca de su mamá para despedirse de ella. Le

confesó la gran cantidad de crímenes cometidos y también que ese

mismo sábado mataría a una persona más, por su voluntad, por el

solo ánimo de completar a su haber una suma de cuarenta y nueve

asesinados. Simplemente quería alcanzar esa suma, sus extrañas ra-

zones usted tampoco las comprendería:

«Al completar esa cifra, llegará alguien de conanza y me

matará. Madre: ya no siento euforia al matar. Sin esa adrenalina, ya

no tengo motivos para vivir», me dijo alguna vez que en esas mis-

mas palabras se lo diría a su mamá posteriormente. Estoy seguro

que la visita a su madre un día antes de morir fue para eso, tal como

se lo estoy contando.

—¡Vea, pues! Su convicción acerca de esos hechos me

asombra, pero la verdad, me deja con muchas dudas. ¿Por qué tiene

esa información si no estuvo en el sepelio de mi hermano y aparte

de eso, días después del sepelio tampoco lo han visto por aquí? ¿Por

qué se ausentó entonces?

Desde ese día fueron escasos mis encuentros con ella. Pa-

saban varios meses para que casualmente volviéramos a vernos. La

última vez que nos encontramos me dejó claro que no quería saber

nada de mí:

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—Lo único que ahora me gusta de usted —me dijo—, es

que me mira directamente a los ojos. No sé por qué antes no lo

había hecho. ¿Acaso en verdad me quería?

Entonces se despidió de mí, dejándome su gura y su mis-

terio como mi más compleja pregunta. Un arco iris marcó su diá-

logo cada vez para mí. La noche no quiere hablarme de ella desde

entonces.

 Nixon Candela Pineda 

Boyacense evadido de la zona esmeraldífera para perderse tras la veta de

la literatura. Novelista y cuentista, amante de la poesía. Asistió al Club de

Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre 2006 y 2010.

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Fragmento de la novela Los continuos en or

 Juan Felipe Ladrón de Guevara

Ternura 

Madrina, todavía no te conozco pero puedo decir algunas cosas

sobre ti. Puedo decir, por ejemplo, que cuando nos conozcamos

 vas a estar parada sobre una terraza, con una camiseta blanca en

la que dos horas antes habías vaciado media botella de tequila, y 

puedo decir también que hacia un frio increíble, que bajaba de las

montañas y era como si nos cubriera de escarcha… Tú tenías unos

shorts rosados que yo no veía porque la baranda te llegaba a la

cintura, aunque eso sí, los imaginaba muy claramente, como si es-

tuviera a tu espalda, viéndote en la oscuridad de una casa de La

Candelaria. Y yo también tenía una pantaloneta, porque iba a ju-

gar fútbol son los pelados del bario, y sabía que después te iban a

gustar mi piernas con poquitos pelos y músculos bien formados,

supongo que por eso me la puse. Madrina, yo soy como una hoja

doblada, que por más que la aplanes siempre queda hundida en

donde alguna vez hubo un pliegue. Madrina, cada día que espero

a tu encuentro es una pesadilla en la que no sé por donde voy, en

la que recorro las calles de Bogotá y es de noche pero también es

de día; una pesadilla larga como el desierto, con pedazos en que lo

único que veo son las de ladrillos interminables, otros en los que

hay personas vendiendo cosas en el piso, en mesas y colgadas de los

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faroles; pero lo peor son los ladrillos, porque siento que la pared me

traga, no como si tuviera una boca, sino como si tuviera miles de

ellas, diminutas todas y tomando aire a la vez, desequilibrándome,

haciendo que poco a poco me empiece a ir hacia ellas. Esto me da

miedo, me da mucho miedo porque no quiero convertirme en parte

de ella, entonces tal vez aparezco en los callejones, esos callejones

que no hay en Bogotá pero que todos soñamos porque es lo que

nos falta para quedar convertidos en botes de basura, que tampoco

hay, como tampoco hay estaciones de metro ni bodegas enormes

con ascensores de carga. Y allí, en los callejones, que pueden ser

también pasillos de ocinas, me encuentro con todos esos persona-

jes sombríos, arrastrando bultos invisibles; todos me rodean y me

intentan vender lo que llevan, pero yo siempre logro confundirlos,

los pongo a unos en contra de los otros, se pelean y gritan, sueltan

sus bultos invisibles y tiran golpes al aire, que es cómo pelean los

ocinistas; después se separan porque se les olvida el motivo de la

afrenta y me buscan sobresaltados, pero yo estoy lejos, espiándolos,

y es graciosísimo porque después no saben cuál es el bulto de cada

quien, y vuelven a pelear, esta vez porque todos quieren quedarse

con el bulto más liviano.

La muerte del performance 

Fue en uno de esos pasillos donde vi la performancia de La Lata.

 Aquel día yo caminaba apesadumbrado, fatigado por el intermina-

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ble zumbido del asfalto… recuerdo que intentaba concentrarme en

algo, pero siempre volvían a mi mente las imágenes de los bultos in-

 visibles: fantaseaba con tropezarme con uno de ellos y caer al piso,

después me levantaba y lo buscaba a tientas. Al encontrar la abertu-

ra desanudaba una cuerda gruesa y carrasposa, de pronto aparecía

un circulo negro ante mí, metía la mano y encontraba algo, pero no

sabía qué. Allí terminaba mi fantasía, y por más que me esforzaba

no lograba sacar la mano del saco para ver lo que había adentro,

simplemente se esfumaba todo y por un momento me quedaba con

la mente en blanco. Al rato volvía a empezar, como si nunca hu-

biera estado allí. Me veía de nuevo caminado por un pasillo estre-

cho, mirando al frente y pensando en algún recuerdo muy antiguo.

No sé cuantas veces sucedió, pero en algún momento las imágenes

desaparecieron y me detuve a mirar unas partículas brillantes que

bailaban al frente mío. Una suerte de aroma se acercaba y retroce-

día. Intrigado di un paso adelante, las partículas estaban casi sobre

mi retina, levanté el brazo y observé cómo se pegaban a mi piel. El

aroma se intensicó, al principio fue agradable pero de pronto ya

no lo soportaba, me sentí angustiado y no encontré nada que hacer;

en el interior de mi nariz algo frío subía, y me producía un dolor

terrible en los ojos, después en la frente y por ultimo en el cráneo.

Había entrado en mi mente y me imposibilitaba cualquier tipo de

razonamiento. Poco a poco el efecto fue disminuyendo, tal vez sea

más apropiado decir que mi mente se adaptó a él, pues pasado un

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rato recobré la sensibilidad en el pensamiento, pero con la sensa-

ción de que mi mente, entonces, era como el reejo en un espejo

de la mente anterior. Como me sentía profundamente intrigado por

la naturaleza de las partículas y de su olor, decidí seguir su rastro.

Después de caminar un tramo largo y recto llegué al nal de un

callejón. Allí había una intersección de tres caminos, me acerqué a

la boca de cada uno de ellos y tome aire por la nariz, profundo pero

lentamente. Me pareció que el aire corría más rápido por el pasillo

de la izquierda para después estancarse en el espacio común, decidí

seguir por allí. Recuerdo que al momento de entrar en él, empezó a

descender de manera imprevista, extrañas guras luminiscentes pa-

saron a mi lado, pero no supe discernir si estaban quietas, o era yo,

que de pronto bajaba corriendo por esa especie de túnel que cada

 vez se cerraba más, que abandonaba su ser de ladrillo y se convertía

en una palpitación retorcida de muchas cosas.

En La Pesadilla de Antes de Conocer a Madrina el tiem-

po no tiene una dirección predenida, por lo que es difícil saber a

ciencia cierta cuanto duré caminando por el túnel. Supongo que fue

bastante, pues varias veces tuve que agacharme e incluso ponerme

de rodillas. En otros momentos me vi obligado a pasar de lado

entre órganos enormes que apenas cedían una par de centímetros

a mi paso. Tengo la sensación, aunque en ese momento no se me

pasó por la mente, de que recorrí varios segmentos más de una vez,

a pesar de que nunca observé bifurcaciones o conuencias. Al nal,

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el pasillo se abrió a un espacio muy iluminado en el que me pareció

distinguir guras humanas que aguardaban de espaldas. En ese mo-

mento, aquellas formas no fueron más que recortes oscuros sobre

la incandescente claridad que descendía como proveniente de una

deidad perezosa dormitando sobre nosotros. Recorrí lo que restaba

hasta la salida de túnel sin apresurarme, cuando estuve ahí noté

que había una barrera de tierra de la cual escapaban unas cuantas

raíces blancas. La superé con un paso y me encontré en un patio

muy grande que estaba borroso y no pude detallar hasta que mis

ojos se acostumbraron a la luz. Pasado un rato, lo primero que noté

fue que era un espacio circular, excavado unos ochenta metros bajo

tierra. Hacia arriba se lograba ver un cielo blanco pero luminoso

que caía sobre las piedras grises de las paredes, grandes como una

caja de cartón y cubiertas de una na capa de agua que las hacía bri-

llar; nas líneas verdes de moho se regaban por las intersecciones

de las piedras. Cuando me sentí seguro respecto al lugar que me

rodeaba pude concentrarme en las guras que había en el centro de

patio. Efectivamente eran humanos, reunidos en torno a algo que

no podía ver por la densidad con que se agrupaban; no obstante,

mi interés por ellos se vio rápidamente amainado por un anuncio

que había a unos dos metros de la periferia del circulo. Era un le-

trero, puesto sobre un soporte soldado a una varilla dorada que

se sostenía gracias a una base circular del mismo color; allí estaba

escrito con letras rectas y rmes, que parecían columnas romanas,

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el siguiente anuncio: El Olor de los Cerebros . Presentado por: La Lata.

Me acerqué a la multitud y empecé a abrirme paso entre

ellos, poco a poco se fueron separando hasta que pude llegar a la

parte de adelante y observar lo que había en el centro. Un viejo y 

casi destrozado sillón de cuero rojo, puesto al lado de una mesa

circular con un teléfono antiguo sobre ella; una enorme tela negra,

colgando de un soporte muy alto; y por último, un piano de pared

que daba una extraña sensación de desequilibrio al no estar apoyado

contra nada. Me quedé parado contemplado lo que parecía el es-

cenario de la presentación y por un momento tuve la sensación de

que había llegado justo antes de que se diera inicio al espectáculo,

pero pasó el tiempo y no sucedió nada. Todos permanecieron en

sus lugares esperando el comienzo, me puse entonces a detallar a

las personas que me acompañaban. Eran hombres, pálidos y serios.

Llevaban trajes de diferentes colores y estilos que hacían juego con

sus sombreros, de los cuales había también una gran variedad. A

primera vista no encontré ni la menor similitud entre todos ellos,

a pesar de que estaban en el mismo rango de edad –entre cuarenta

y cincuenta años¬–. Pero al observar con mayor detenimiento sus

rostros, pensé que la diferencia en los rasgos de cada uno era tan

clara, que de alguna manera eso era lo que tenían en común. Si

cada uno de ellos proviniera de un animal o de una gura geomé-

trica, allí estaría todo el reino animal y todas las formas posibles

de unir puntos y líneas. Todos y ni uno más. Mientras reexionaba

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en esto, a veces pensaba en el olor que me había atraído hacia allí.

Por supuesto ya no lo tenía presente pues me había acostumbrado

a él, pero no dudé nunca de que seguía en mi mente y de que todas

las sensaciones en las que me encontraba envuelto, estaban inter-

cedidas por esa sustancia. Tal vez, y pensar en eso me aterrorizó,

estaba en un lugar completamente diferente, en un sótano, en una

habitación diminuta, y simplemente no podía traspasar la ilusión;

por mucho que me esforzara en liberarme de ese efecto, no tenía

otra alternativa que esperar a que se disipara. Sucedería entonces,

que en un parpadeo desaparecería la multitud, el patio y los objetos

en él, y me encontraría sólo, en medio de la oscuridad de un lugar

desconocido hasta entonces. Todo esto pensaba cuando de repente

noté que la tela empezaba a moverse.

Al principio, eran sólo sacudidas sin sentido, como si aden-

tro alguien se estuviera cambiando de ropa; la tela se agitaba sin un

orden de dirección, intensidad o recorrido. Al poco tiempo hubo

una pausa y aparecieron ya no una o dos oscilaciones, sino unas

 veinte por lo menos, todas sincronizadas en producir una sensación

de que algo uía al interior. En ese momento creí oír una música

que provenía de un lugar lejano, pero me concentré en identicarla

y me di cuenta de que estábamos en completo silencio, excepto tal

 vez por la fricción de la tela con el suelo y con ella misma. Después

de un rato se detuvo, y las manos de La Lata aparecieron en el suelo,

después sus brazos y por último su cabeza. Se arrastró hasta quedar

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completamente fuera de la tela y siguió en dirección al sillón. Lleva-

ba puesto un antiguo gorro de aviador, de cuero café y orejas, una

bermuda negra con las bras abiertas y el torso desnudo, manchado

de pintura verde y morada. Cuando llegó al lado del sillón, se tomó

del apoya brazos y con esfuerzo se sentó; primero con la cabeza

hacia atrás, como incapaz de efectuar cualquier tipo de movimiento,

después apoyado sobre las rodillas, recompuesto pero más debilita-

do emocionalmente. Entonces del piano salieron sonidos, sonidos

que emergían del interior, golpes que resonaban contra la madera y 

las cuerdas, contra las piezas de metal; sonidos violentos que pare-

cían provenir de una pelea entre dos animales; y La Lata no parecía

notar nada de esto, seguía con la cabeza gacha, tan aigido que ha-

bía perdido toda capacidad de reacción. Después de un rato hubo

silencio otra vez. Yo permanecía atento, angustiado por la sonori-

dad que ambientaba la presentación de La Lata, y tal vez aun más

por el silencio, también por la inmovilidad de éste, que incomodaba

hasta un punto impensable una acción tan sencilla. Finalmente se

movió, se tomó la cabeza y aparentó luchar por liberarse del gorro

que le aprisionaba la cabeza… lo consiguió, y poco a poco terminó

de retirárselo, dejando entrever algo que había sobre su cabeza, algo

blanco y retorcido. Cuando terminó, lo puso en la mesa, junto al

teléfono, y se agachó a buscar algo debajo del sillón. Sacó un tarro

de pintura y lo destapó con un destornillador que llevaba en un bol-

sillo de la bermuda, se sentó y lo levantó encima suyo; antes de de-

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rramarlo sobre su persona, pude observar claramente lo que tenía

sobre su cabeza; me di cuenta de que aquello que ocultaba el gorro

de aviador no era otra cosa que sus propios sesos completamente

al descubierto. La pintura cayó sobre él, y aquel órgano quedó cu-

bierto de una espesa capa de azul celeste, después de verde ácido,

púrpura y rojo sangre. Cada uno de ellos escurrió sobre la supercie

húmeda del cerebro, dejando su rastro de color brillante. Al ver esto

no puede más que pensar en una enorme pared blanca cubierta de

gratis, llena de líneas punzantes de colores enfermizos sobre las

grietas y la humedad, sobre el cemento y sobre los ladrillos, sobre el

pasto y sobre las nubes; todo explotado y saturado, medio muerto.

Al nal La Lata estaba en la misma posición, con los bra-

zos en las rodillas, sosteniendo su cabeza en frente nuestro, exhi-

biendo la obra de arte más hermosa que he visto en mi vida. Des-

pués de un rato se levantó y caminó raídamente hasta la tela, donde

se ocultó hasta que ya todos nos habíamos ido. La forma en que

se movió nos indicó que la presentación había terminado, que por

su parte la fantasía se había roto y no quedaba más que volver cada

uno a su casa o de donde fuera que hubiera venido. Y así fue, sin

girarme sentí a mi espalda los pasos de los hombres que volvían por

el túnel. Pero yo no me moví de mi lugar, me quedé un buen rato

observando los regueros de pinturas que había en el suelo. Cuando

ya todos se habían ido me di la vuelta y empecé a subir por el túnel;

curiosamente, no recuerdo nada del camino de regreso.

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 Juan Felipe Ladrón de Guevara 

Nací en Bogotá en una familia de clase media. Jamás he vivido con mi

papá aunque lo conozco, entré a estudiar física en la Universidad Nacio-

nal y al momento de publicarse esta antología estoy haciendo el trabajode grado. Desde pequeño he leído asiduamente, también empecé a hacer

intentos de escribir desde hace mucho. He publicado un cuento en la re-

 vista Suma Cultural de la universidad Konrad Lorentz y estoy preparando

dos artículos de mecánica estadística aplicada a sistemas complejos. Asisto

al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde

2010.

 

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a dos días de camino1

(Fragmento de la novela La última morada )

Nubia Pérez

caía la tarde y una línea rojiza bordeaba la tímida loma de la vereda

 vecina. quizá era tiempo de salir y echar a correr (¿pero a dónde?),

o de esperar un golpe en la puerta y un par de balazos. decidió que

era mejor acampar donde ellos habían estado la noche anterior, -

nalmente el lugar más seguro para él era donde el enemigo ya había

permanecido antes.

el campamento no estaba lejos de allí: escondido entre pa-

jonales una circunferencia desdibujada en el suelo señalaba su últi-

ma morada.

“es cuestión de tiempo” le habían dicho en la ocina de

Bogotá. “el tiempo era cuestión de ellos”, pensaba él. hacía unos

días había ido a la ciudad para entrevistar a R, un viejo conocido de

la casa Delmonte pero no había obtenido nada, excepto la mirada

ja de un hombre que le aseguró, sin más, que lo mejor que podía

hacer era esperar.

mientras oscurecía, hacía un recuento de los laberintos que

lo habían llevado hasta allí: su pasantía, un buen trabajo, escribir en

una revista importante. el punto estaba en que no había hecho

1 La ausencia de mayúsculas se debe a una decisión de autoría. N. del E.

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ninguna de las tres cosas, escasamente sacaba adelante una pasantía

rastrera y llena de elementos inconexos más que el ansiado artículo

laureado que le permitiría acceder a una beca en el exterior. con

todo y el desánimo que le llenaba el cieso, estaba dispuesto a con-

tinuar.

las estrellas brillaban como reejos viejos, era hora de dor-

mir.

un catálogo casi nuevo se paseaba por las manos del joven,

el librillo describía toda serie de elementos: zapatos, camisas, ropa

interior, un corta uñas. Lo había encontrado en la casa Delmonte,

una vieja construcción que había sido su morada durante un buen

tiempo.

fue en una tarde de agosto, en su segundo viaje a esa casa, que

descubrió disimulados entre los butacos llenos de polvo y de pe-

riódicos viejos una “novena a la sagrada familia” y el catálogo que

ahora hojeaba. se trataba de una revista detallada de los elementos

personales de cadáveres encontrados en fosas comunes, encerrada

en un óvalo tembloroso la imagen de la novena aparecía señalada

en una de sus hojas.

hacía tres años la publicación de ese tipo de documentos se

había vuelto común, especialmente luego de que muchos acusados

declararan los sitios donde habían enterrado a sus muertos, cuando

la justicia se volvió un popurrí de evidencias y NN huérfanos.

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fue por ese entonces que el inició su trabajo como repor-

tero y archivista, su deber consistía en organizar las fotos que la

revista había decidido no publicar o que tenían algún defecto. cajas

apiladas de registros fotográcos borrosos o muy oscuros sobresa-

lían en su pequeño despacho. ahora recordaba la reiterada frase de

su mentor “estas fotos que ves no existen, son la evidencia perdida

de los crímenes que nadie ha visto”. tal vez por eso el había de-

cidido buscar las fotos que hacían falta de uno de los escaparates

del despacho, o tal vez fuera porque su mentor, igual que las fotos,

había desaparecido.

a más de dos días de camino, acampar en el mismo sitio

no era una opción. a veces mientras detallaba insistentemente la

novena y su fotografía en la revista, el movimiento brusco de algún

arbusto cercano le recordaban que no lo habían dejado solo. como

él, otros iban detrás de la pista: el vacío del desvencijado escaparate

en el antiguo despacho.

 

 Nubia Pérez 1989. Considera que la universidad le quita tiempo a (otras) cosas impor-

tantes y le gustan los cubos de papel. Asiste desde 2010 al Club de Lite-

ratura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño y tiene un blog desde

2008. http://ciruel-a.blogspot.com/

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Flash, té ash

(Fragmentos del relato Amores para pragmáticos)

 Alex González

Hoy mis palabras parecían mudas, la inspiración corta y los sueños

grandes. Para empezar me regalé un par de sonrisas y ambientaba

un buen jazz. Ritmos cortos, nada novedoso, mucho ruido; los ne-

gros eran grandes músicos.

Cortos viajes por el arte daban cuenta de lo no fabricado.

Roguemos por los ausentes del talento y por los que no conocen la

estética. Cada monosílabo para un amor, cada tono para un pensa-

miento. Creo que desde ahora escribiré así, es más divertido.

Rimbo dicotombo, rimbombante; chafa, chapetones, ¿cha-

fetonía? Quién conoció a Elvira la pintora, o a Ema su emperatriz.

Rimbo dicotombo escuchaba de esa canción que no entendía, y 

recordaba a la madre de Elvira la actriz, Ema la cómplice, y Clara su

amante.

Letras, no hay letras, ritmos sin ritmo, lugares sin vida, vi-

das sin espacios, espacios sin elementos, elementos fraccionados.

Fracciones de segundo, pero aún mejor de lugar. Elementos que

me enseñaron a modicar. Una canica en la mitad de la galería, una

cisterna en medio de la autopista, ¿eso es revolucionar?

Enfrentar al miedo, enfrentar al arte. Mi amigo el histo-

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riador me comprendía. Donde manda el arte es porque se escapó

el hombre. Las llaves las conserva él, y hay muy pocos cerrajeros.

Rimbo dicotombo, rimbombante, volví a escuchar, no creo que esté

loco.

A mi inherente y terco deseo de escapar con quien se lleva

las llaves, le sumo que no creo en eso que le llaman alegría, ¿Dónde

está esa fulana disfrazada? Quiero que me cuente un par de bromas.

Rimbo dicotombo, rimbombante, creo que me estoy empezando a

divertir.

Ladrillo

Los despiadados deseos del nuevo día no se hicieron presentes.

¡Son tan pocas las cosas que sabemos con certeza! Hoy 

quise preguntarle al viento, ¿Qué es azul?, ¿Qué es rojo? y, ¿qué es

amarillo?, entre nosotros, el verde no me gusta y no por asuntos de

pasión.

Empecemos a realizar una actividad. Si hoy te pregunto lo

que el necio viento me respondería con silencio, me dirías mucho.

Pero ¿qué es blanco? Corríamos tras un balón con un par de chicos,

no quiero creer que sólo escribo locuras. Tampoco puedo creer que

las leas. Tampoco puedo creer que me entiendas. Me sigo divirtien-

do. La palabra anterior suena algo cómica, pero todo esto es un

abrebocas para algo que les quiero contar. Soy poco gracioso.

Amores para pragmáticos, es como patinar solo sobre el

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hielo. Es un té frío, una guitarra sin cuerdas. Es algo que cada an-

dante siente, pero no quiere expresar. No les mentiré, quizá les to-

maré del pelo, quizá sólo intente persuadirlos en mi buen recurso

como periodista.

Amores para pragmáticos son esos intentos de prender la

hoguera sin leña. Mi madre me advirtió sobre esto, y a pesar de ser

tan joven aún sigo con el intento de vivir. Puedo comprar mucha

lana, pero éste suéter no se cose solo. Ser frío me gusta, pero si es

para darte un consejo. Ser frío me gusta si de ser humano no se

trata. Ser frío me gusta si sé que es amar, y no entiendo el por qué

hacerlo. Ser frío es saber que existen imposibles.

Del presente 

Le quise decir a mi amigo el puma unas palabras cortas que mejor

consignaré en este desordenado texto. No me interesa si quien lo

lea lo entiende, o le encuentra una razón lógica. Cada quien lee lo

que quiere.

Les contaré algo pero advierto, alteraré los personajes, los

lugares, el tiempo y el espacio —ojalá me escuchara Einstein— para

no producir sentimientos adversos a lo inocuo.

 Amores prohibidos 

Cartas llegaban a mi puerta cada día, mujer romántica, mujer que

amaba el arte. Lo que siempre busqué se presentó ante mí, Tic tac,

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hacía mi corazón antes de conocerla.

Siempre que veía sus ilustres murales, pensaba qué habría

dentro de ella —no era un médico para saberlo ni para realizarle un

diagnóstico, un TAC o una radiografía—, pero conservaba el deseo

de entrar en su vida.

Un día, dejé caer la Sexta, cuando la Cuarta y la Quinta

refunfuñaban —mi madre dijo que ya lo hacía bien—. Empero,

el sonido se eternizó en ese alguien que al escucharlo merodean-

do por su mural quiso devolvérmelo. Golpeó a mi puerta, y me

dijo: —Esto sólo puede ser suyo—. La miré aterrado, y pregunté:

 —¿Cómo supo usted tal cosa? —Es bello—, no agregó nada más y 

se fue.

Respondí con agravios su cumplido. Le visité en la vieja

galería Cuarenta y hablé bien a unos amigos sobre ella. Supe su

nombre porque estaba instalado en uno de sus murales con cierta

timidez. La busqué por algunos medios y efectivamente estaba allí.

De sus cuadros dependía mi estabilidad, su gusto entró en

mí y causó malestar. Malestar para el pragmático solitario se podría

revelar en un efecto de la náusea y dar remedio a un caso ciego.

 Álex Gonzales Jiménez 

Soñador y periodista. Asiste al Club de Literatura de La Fundación Gilber-

to Alzate Avendaño desde 2010.

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Parte 3

Cuento

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 Argumento en mi defensa

Gloria Elena Hoyos Muñoz

Estoy elaborando mi defensa ante los jueces. Ardua labor, si se tiene

en cuenta que debo convencerlos de que no maté a mis contertulios

la noche de aquel dos de noviembre, que se trataba de un juego de

la imaginación y que, tristemente, ellos tuvieron que retirarse.

El tema es un tanto complicado, ya que estoy buscando

argumentos en la esencia misma del juego, que no es un simple

juego, es nuestra realidad difícil de explicar y es por eso que tengo

que escribirlo y grabarlo, y encontrar la mejor forma de ser el a los

hechos sin confundir.

Empezaré por proponer al jurado que piense en la tremen-

da relación que tienen los simples hechos que suceden en el mun-

do real, con la complejidad del mundo imaginario de los números.

Estando inmersos en el nito racional y el innito cticio que cada

uno tenga en su mente, será más fácil guiarlos a hacia la esquina

poco visitada de la lógica y sus dimensiones.

Si logro que lleguen a este estado, tendré su atención en el

foco correcto y, por ende, la seguridad de ser bien entendido e in-

terpretado. Mi argumento empezará ubicando la “existencia” den-

tro del abstracto concepto que Gottfried Leibniz diera del número

imaginario cuando en su momento, cuatro siglos atrás, lo deniera

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como “una especie de anbio entre el ser y la nada”, siendo para mi

caso la existencia el ser y la no-existencia la nada.

Quiero que este concepto quede presente en sus mentes

mientras procedo a narrar los hechos, ya que estos deben ser escu-

chados y analizados con plena consciencia de la realidad vivida y la

realidad imaginada.

Hace unos días nos reunimos con algunos amigos alrede-

dor de un vino, jazz de fondo y una deliciosa picada; ya pasadas

 varias botellas, uno de ellos intentaba exponer, con gran dicultad,

la necesidad del desprendimiento material absoluto, dado que ha-

bíamos llegado a la postrimería de nuestra humana existencia y que

pronto el planeta estrellado y dividido en burdas porciones, haría

parte de la inmensidad del espacio en forma de pedazos de nada

otando sin órbita, convertidos en estorbo para la foto espacial.

Otro interpeló contradiciendo lo que denió como un argumento

baladí, justicado solo por el consumo etílico, que ya se hacía notar

a esas horas de la madrugada. Según este último, todo se reduce a

una ecuación de física elemental, pero que en épocas de pocos pen-

sadores matemáticos y lósofos, la gente del común tiende a inter-

pretaciones de toda índole. Entonces la espiral se puede abrir tanto

como teorías físicas, ambientales, sociales o religiosas tengamos a

mano; podemos pensar en un nal fatal en forma de hambruna

mundial, escasez de alimentos como protesta de la Pacha Mama

por tantos años de mal trato e inclemencia y, en ese caso él estaba

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de acuerdo con que ella, la Tierra, se estaba demorando en pasar la

cuenta de cobro.

Mi intervención se rerió a otras reexiones que tienen

que ver con la lógica que donde hay algo, hay ausencia de su opues-

to, de ese modo si existe el planeta Tierra debe existir la ausencia del

mismo, que es el temor de los humanos, de los cuales por analogía

podemos también deducir que la existencia del ser humano presu-

pone la ausencia del mismo, a lo que he dado en llamar el humano

imaginario, teoría que fue plenamente comprobada esa noche con

la desaparición de mis contertulios, que es de lo que se trata el juego

y que es nalmente el argumento en mi defensa.

De hecho, si ustedes desaparecen, mueren o se evaporan,

en ese momento dejan de estar, dejan de ser; entonces, ¿cómo ex-

plicar su existencia? Solo sería posible en un mundo paralelo imagi-

nario. Los amigos con los que compartía aquella irrevocable noche

de picada, jazz y vino, son imaginarios, cobraron vida solo porque

yo les permití salir de mi mente. Ellos tienen personalidad, sostie-

nen sus propios argumentos que a veces compartimos y discutimos.

Nos divertimos y al cabo de una espléndida noche bohemia los

envío a su puro y excelso estado inicial: la Nada en mi imaginación,

donde permanecen hasta la próxima tertulia, de pronto los mismos

o con otros personajes reales o imaginarios, nunca se sabe; la dife-

rencia es frágil, ni yo mismo sé si estoy atrapado en la mente de mi

hacedor o si preparo la defensa de uno de mis números imaginarios

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que se ha escapado a la realidad.

De cualquier forma, en esa dinámica del juego, el hecho

mismo de existir o no, hace parte de la imaginación de quienes

estuvieron aquella noche, de los jueces y de ustedes, los lectores,

quienes espero que estén de acuerdo en el absurdo que sería conde-

narme por asesinar a alguien que no existe.

Gloria Elena Hoyos 

Nací en San Agustín, Huila, en 1965, y en 1983 vine a Bogotá para realizar

mis estudios universitarios. Soy Ingeniera Industrial de la Universidad de

 América (1989), especializada en Gerencia de Negocios Internacionales

de la Universidad Jorge Tadeo Lozano (1996). Luego de una larga tempo-

rada de experiencias, la andariega que guardo dentro me puso a viajar in-

terrumpiendo con frecuencia las labores profesionales. Viví más de cincoaños fuera del país, lo cual ha sumado en mi experiencia de vida a la hora

de escribir. Desde hace algunos años empecé a compartir mi tiempo entre

mi profesión y mi vocación literaria, que reúne una colección de más de

una treintena de cuentos inéditos. Hago parte de grupos de lectura y es-

critura. Soy egresada del Taller de Escritores de la Universidad Central de

Bogotá, TEUC (2009), y curso el nivel avanzado en el Club de Literatura

de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Actualmente soy Gerente delFestival de Cine y Video de San Agustín y Coordinadora de los Semina-

rios de apreciación cinematográca “Ver y Leer el Cine” ofrecidos por la

Corporación Gaita Viva de la cual soy miembro fundador. Con el cuento

“La muerte del tío Gabriel” quedé entre los 12 nalistas del concurso 30

años del Taller de Escritores de la Universidad Central TEUC, 2011, que

próximamente será editado.

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Un chapuzón

 Ángela del Pilar Lancheros Mora

Imagine usted una gran piscina: verde, redonda, profunda, con las

más peculiares e inquietantes rarezas en ésta. ¿Ya la imaginó? Ahora

 véase ahogado. ¡Sí!, ahogado, porque alguien que usted ama acaba

de empujarlo. Sin saber nadar, sin clemencia y piedad lo hace tragar

agua. No una, ni dos, ni tres, sino hasta cuarenta veces, ¡todos los

días!

¿Es ella quién dice amarme?, ¿la hábil mujer que aviva di-

cho estanque y no se amilana para tener un tanto de misericordia

hacía mí? Las pálidas larvas y siniestras masas verdes, moradas, na-

ranja, sobresalen de la burbujeante alberca. Maquinales movimien-

tos van y vienen al compás del lanzamiento de cuchillos y de las

pizcas de por aquí, más los trozos de por allá. ¡Ay, mujer!, ¿por qué

me haces esto?

El reloj marca las 12:30 p.m. Hace calor. Al igual que todos

los días a esta hora ya me encuentro sentado presto a zambullirme

en las aguas hirvientes. Nado, esquivo, refunfuño, trago, muerdo, y 

sigo nadando hasta que por n escucho en grito cavernoso la última

señal:

—Ésta es por mí.

—No, no, no; ésta no es por ti —le respondo a mi mamá—.

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Ésta es por el postre que me obligas a dejar para el nal, sabiendo

que la sopa es eterna.

Dos igual a uno

 Ángela del Pilar Lancheros

El silencio de la ausencia retumba en la casa y el olor a formol aún

persiste. ¿Qué si lo volvería a hacer? ¡Sí! Una y mil veces más, aun-

que... lo sucedido no es por culpa mía, la verdadera responsable de

esto es la naturaleza, la misma que hace parir hijos a las madres y 

después se los arrebata porque sí, la misma que juega cuando quiere

y se burla del dolor ajeno.

Ese domingo empezó igual que todos los domingos que

había tenido que vivir, o mejor, que habíamos tenido que vivir. Para

mi está prohibido hablar en singular. Allí estaba el acostumbrado

olor a manteca caliente en la que se fritaban los huevos revueltos

del tío Lucas, los huevos con jamón de mamá, los huevos con maíz

para la abuela y por supuesto, los huevos fritos, “los dos” huevos

fritos para nosotros, para él y para mí, desayuno que en resumidas

cuentas era para uno solo. A mi hermana la mayor no le fritaban

huevo porque la engordaba y papá tampoco comía porque le subía

el colesterol.

Todo transcurría tan normal, ¡tan igual!, que fue precisa-

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mente eso lo que me daba ánimo para llevar a cabo el plan. Hoy 

nos tocaba ponernos el vestido azul, la camisa blanca a rayas y los

tediosos zapatos negros. Cuando lo miraba me daba cuenta de que

éramos guapos, teníamos la piel muy blanca, el pelo oscuro y los

ojos azabache. Mamá siempre nos engomaba el pelo hacia atrás y 

nos hacía caminar juntos cogidos de la mano como dos mariquitas;

y es que cómo contradecir a mamá si el orgullo de ella era lucir a sus

dos hijos gemelos como la unidad, como si dos se redujeran a uno.

Sería imposible olvidar las miradas perplejas de la gente que nos

observaba como curiosidades de circo, o las frecuentes confusiones

que los demás tenían cuando se dirigían a alguno de nosotros. No

hubo jamás cosa que yo hiciera que no hiciera él, no hubo jamás

lugar en que él estuviera que no estuviera yo. Es peor que la propia

sombra, al menos esta no habla y si habla no tiene la misma voz

que uno. Nadie entiende que jamás pedí venir al mundo con otro

exactamente igual a mí, y es que parece que los gemelos estamos

condenados a no ser dos sino uno solo, uno solo hasta la muerte.

La espera casi eterna se hacía cada vez más larga, no ha-

llaba el momento para hacerlo; sin embargo, a su camisa blanca a

rayas se le cayó un botón, ¡me sentí tan feliz!, por primera vez había

un algo que lo diferenciaba de mí. La situación era propicia y no iba

a desaprovechar esta irrepetible oportunidad.

Sin pensarlo dos veces me ofrecí a remediar el daño de su

camisa, la excusa perfecta para estrenar las tijeras de modistería de

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la abuela. Me di la vuelta y con la fuerza más endemoniada enterré

las tijeras en su pecho. Yo nunca me miraba en un espejo porque

 viéndolo a él sabía como estaba yo, pero por primera y única vez

 vi mi propio rostro y lo vi reejado en sus ojos azabache, o mejor,

en nuestros mismos ojos azabaches. De un tijeretazo le trasquilé

nuestro mismo pelo oscuro, le saqué nuestro mismo ojo izquierdo,

le mutilé nuestros mismos brazos y nuestras mismas piernas, la san-

gre parecía un río por nuestra misma piel blanca. Sin más fuerzas y 

asqueado por la imagen de sus tripas, me detuve. Por unos segun-

dos me quedé quieto. Parecía que la ira había escapado de mí, pero

ahora… ahora era el dolor quien tomaba posesión de mi cuerpo, y 

no era un dolor del alma ni mucho menos de remordimiento, era

un dolor físico, carnal, un padecimiento que sin morna fue sedado

prontamente por el horror. Yo en verdad quedé perplejo y parali-

zado. Cuando observé mi cuerpo tenía nuestra misma puñalada en

el pecho, tenía nuestro mismo pelo trasquilado, me faltaba nuestro

mismo ojo izquierdo, tenía nuestros mismos brazos y piernas muti-

ladas.

No tuve necesidad de ver mi cadáver en un espejo, con ver

el de mi hermano gemelo sabía que así me veía yo, o mejor, que así

nos veíamos los dos. Para mí siempre estuvo prohibido hablar en

singular.

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 Ángela del Pilar Lancheros Mora 

Ganadora en la convocatoria de Ciencia Ficción, Proyecto Giroscopio,

publicación 2011. Finalista en el Concurso Internacional Microrrelato

Editorial Pelícano, publicación 2010. Ganadora de la Convocatoria Litera-tura de Mujeres Jóvenes, Consorcio La Lupe, realizado por Bogotá Capital

Mundial Del Libro (2007). Publicación en el libro Yo soy escritora, 2008.

Ganadora de la Convocatoria Ucronías, Historias Paralelas, realizado por

Bogotá Capital Mundial del Libro (2007). Publicación en “Bogotá, His-

torias Paralelas” 2007. Segundo premio del concurso “Ray Loriga para

 Jóvenes Escritores”, realizado por la Fundación Gilberto Alzate Avenda-

ño en 2005. Publicación en el Cuaderno 2007 de la fundación Gilberto Alzate Avendaño. Ha participado en los siguientes talleres: Taller de Cuen-

to RENATA (Red Nacional de Escritura Creativa) 2009. Taller Futuras

Escritoras, realizado por el Consorcio La Lupe, 2007. Taller de Ucronías,

2007. Participó en el Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate

 Avendaño entre 2005 y 2006.

 

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Motor inmóvil

Camilo Vásquez

Raudo, impulsando la silla con un viento ardiente que surge del pe-

cho. Las manos se aferran al círculo de metal y sobre el asfalto giran

las ruedas que transguran el cuerpo y atraen miradas distraídas.

Los brazos compiten con toneladas de metal y plástico;

tendones contra hélices, pistones contra músculo.

El eje inmóvil rompe el hechizo de la inercia, tal como al

principio del existir lo hizo el motor que dio origen al cosmos. La

nada desaparece, la quietud cesa, e innitas partículas se expanden,

corren, atraviesan y chocan en todas direcciones generando el mo-

 vimiento que dene la vida.

La gorra ajustada en la frente, el sol haciendo cada vez más

oscuros los brazos y el dorso de las manos. Veloz, el polvo entra a

los ojos y por la boca entreabierta, baja por la garganta y se depo-

sita en ella. Las motos lo esquivan por centímetros pero el tráco

respeta su espacio, esa franja indeterminada que a veces se concede

a bicicletas y caminantes distraídos.

Los autos rugen y el aire que choca contra ellos pasa sil-

bando por su cuello. La espalda, los hombros, el pecho, los ante-

brazos, todo se mueve en perfección orgánica con ritmo incesante.

Lleva setenta cuadras, faltan veinte, los diez minutos que le quedan

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son sucientes, apenas.

Gana tres metros con cada vez que empuja las ruedas, pue-

de lograrlo si los carros que se apelmazan en el semáforo arrancan

a tiempo, están a solo diez brazadas. No, el semáforo no rompe su

calma y debe detenerse, frenar, perder la velocidad que ganó ha-

ciendo arder sus brazos.

Rápido, lo suciente para acelerar en la ligera subida. De le-

jos puede verlo, no hay nadie en la caseta, ya lleva puesto el chaleco

rojo, la silla apenas se detiene cuando ya ha abierto el candado de-

jando que los eslabones oxidados toquen su breve canción metálica

cuando la cadena toca el suelo.

Seis y cincuenta y nueve, casi nunca hay nadie ahí a esa

hora, pero la cámara sobre el poste no se va nunca, su reloj jamás

se atrasa; no importa, este será otro día en el que no le podrán decir

que no les importa que sea un tullido de mierda y que si llega tarde

 va a ser despedido.

Sus palpitaciones ceden gradualmente, saca el trapo rojo

y empieza a agitarlo a la orilla de la calle. Su carrera fue un éxito.

 Ahora tiene catorce horas para guiar los carros al parqueadero, ha-

cer que se estacionen sin crear obstrucciones, dejando campo para

abrir las puertas, y que paguen por cada minuto que permanezcan

en ese pequeño valle de cemento. Tienen que pagar, tienen que pa-

gar por el privilegio de no seguir en movimiento.

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Camilo Vásquez 

Escritor, historiador de la Ponticia Universidad Javeriana, especialista en

periodismo de la Universidad de los Andes, ilustrador y fotógrafo freelan-

ce. Su trabajo se basa en el arquetipo y el mito, lo universal de lo cotidiano,el innito interior. Sus publicaciones incluyen ilustraciones para antologías

poéticas y artículos en Semana.com, Conexión Colombia y otros medios

digitales. Actualmente trabaja como coordinador de comunicaciones para

atender la ola invernal con el Instituto Colombiano Agropecuario, como

ilustrador de un proyecto de socialización de la Ley de Víctimas a los

menores de edad para la Organización Internacional para las migracio-

nes OIM y está cursando la Maestría en Estética e Historia del Arte dela Universidad Jorge Tadeo Lozano. Dice tener pruebas de que el centro

absoluto del universo se encuentra en un mohoso rincón de una vivienda

multifamiliar en la sabana de Bogotá y encontrarse en posesión de una

semilla que le fue entregada por un ser inorgánico; la comunidad cientíca

y las autoridades jurídicas y scales no han refutado o comprobado dichas

aseveraciones. Asistió al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Al-

zate Avendaño entre 2009 y 2010.

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Inhumanidad

Carolina Rodríguez

El lugar perfecto para que los hombres reposen sus sueños falli-

dos, para que las sonrisas se disfracen de felicidad por situaciones

pasajeras. El escenario ideal para que el azar pasee su desmesurado

poder. Miles de historias se repiten en la misma esquina, con dife-

rentes protagonistas: las prostitutas sueñan con su gran noche, el

 vendedor de droga se esconde en el convencimiento de ser el único

que hace algo para salvar a la humanidad, los niños esperan una

moneda para comprar el pegante que les ayudará a pasar la noche.

Recuerdo haber pasado por aquí y haber respirado estas

imágenes hasta hacerme partícipe de sus vidas. Desde mi ventana

los miro cada noche: fumando un cigarrillo, con una copa de vino

en la mano, observo admirando la misma película con argumentos

casi idénticos, aunque nales a menudo sorprendentes. Es diver-

tido, ¿sabes? Es divertido estar aquí y saber que también eres uno

de los que está allá. Que la vida es un juego capaz de transportarte

a mil dimensiones, sin que nada pueda hacerte regresar, hasta que

abres los ojos y comprendes que efectivamente has vuelto. Por eso

estás ahí, justo a mis espaldas. Puedo verte por el reejo de la ven-

tana, otra vez ahí, sentada sobre mi negro sofá, fuerte y orgullosa,

con aquella gracia inexpresable que me intimida.

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En la mesa reposan las botellas que aún conservan resi-

duos de licor, la comunidad de recuerdos de aquel instante. Las

paredes color tierra evocan las guras impalpables que me llenan de

inquietud. Me aterrorizan. Se qué en cualquier momento podrían

contarlo todo.

Ven, abrázame, quiero sentirte una vez más, quiero que

me hagas el amor hasta romper mis huesos y sentirlos uno a uno

desbordarse en tu cuerpo, porque ahí, solo ahí está tu vida. ¿Lo

sientes?, ¿sientes cómo sólo así puedes vivir? Me necesitas. Y lo

entiendes. Tu nobleza permite que sigamos volando en mi mundo,

que ahora también te pertenece.

Noche a noche celebramos nuestro gran ritual, que encar-

na la pasión y el amor. Las velas, testigos únicos de lo que pasa

aquí dentro, marcan nuestro compás mientras se consumen. Las

llamas, a medida que mueren, guardan las palabras que yo pronun-

cio, que tú escuchas, y que aunque carecen de respuesta, te agradan.

Lo sé. Mientras tanto en las botellas sigue creciendo el rastro del

tiempo, encunado en el licor que queda, ignorado. Sobre el tapete

aún reposa tu ropa. Nada ha cambiado. “Ven, dame tu mano”. Es

hermosa. Ver los huesos a través de tu piel me excita; dedos que se

alargan cada vez que me tocas, paseando con sus uñas tan blancas

por cada rincón de mis sueños. Tu cabello negro conserva ese olor

tan tuyo que parece empezar a difuminarse, pero aún me encanta.

 Tus ojos tan abiertos no quieren perderse de nada. No quiero que

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los cierres nunca. Con ellos observas cada segundo del trascurrir en

esta eternidad que nos acompaña y en la que el tiempo ya no será

partícipe de ninguno de nuestros actos. La humanidad ya no existe

para nosotros.

El tiempo se detuvo.

Y aunque tus labios palidezcan, tu piel se transparente y se

enfríe, tus músculos pierdan movilidad, se vuelvan rígidos, e incluso

tal vez tus ojos se cierren, siempre estarás aquí. Nunca más te irás,

ni volverás a cruzar aquella rutinaria esquina de humanos atrapados

en el tiempo. Ellos jamás comprenderán que aquí adentro el tiempo

al n se detuvo y que solo tú y yo podremos disfrutar de nuestro

gran ritual eterno. Para siempre.

Carolina Rodríguez 

Nació en Bogotá. Es pedagoga y escritora, especialista en procesos de

lectura y escritura creativa. Se desempeña como docente universitaria y 

escribe cuando tiene o no algo qué decir. Es egresada del Taller de Es-

critores de la Universidad Central y participó durante tres años del Clubde Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Fue nalista del

Concurso Nacional de Novela Breve “25 años del Taller de Escritores de

la Universidad Central”.

 

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Premonición

Germán López

Bang, bang, bang, todas las balas dan en el blanco, una pega de lle-

no en la frente, otra, la que más hace sangrar, atraviesa el cuello. La

otra ya no importa. Convulsiona un par de veces y con los ojos en

blanco expira. No muere, expira, porque no es un ser, es una cosa

humana, un objeto que deja de funcionar. Mientras pienso en esto

la maestra tras su chaleco antibalas me apunta con su ametralladora

de asalto A-MP5, me ordena que con otros de los niños salgamos

de debajo de los puesto y llevemos a Martín al shut de cadáveres.

 Todos vuelven a sus puestos y la clase de sociales de quinto

de primaria continúa. Mauricio, un niño de intercambio del barrio

de enfrente, me ayuda con el cuerpo. Es extraño pero todos los

muertos, así sean pequeños, pesan más de lo que deberían. Salimos

al pasillo, uno de los vendedores de heroína se ríe de nosotros pero

nos ayuda con el cuerpo. Antes de arrojarlo al shut unas prostitutas

esculcan la jardinera a cuadros y el pantalón; se llevan un par de

dulces, una estampita de superhéroes y una jeringa.

Hoy me van a regañar en la casa, estoy todo manchado de

sangre. El que le disparó a Martín es mi mejor amigo, Edi. Es un

buen muchacho, pero está confundido y se desahoga. Sus padres

murieron el año pasado cuando un ama de casa histérica porque su

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marido llegó tarde y ebrio, se subió al bus y arrojó quince bombas

molotov entre los pasajeros; sólo los papás de Edi murieron, él fue

el único sobreviviente.

La campana de recreo, salimos todos en desbandada al pa-

tio, en grupo somos vulnerables a los francotiradores de las univer-

sidades vecinas.

Hoy es un buen día, todo está en calma en el patio de jue-

gos, una que otra riña a puñal, nada que rompa el ritmo, la tranqui-

lidad. Yo como siempre estoy acurrucado junto a otros niños tras

una trinchera que hicimos con los caballitos del carrusel.

La campana para regresar a clase, nos movemos con cau-

tela, Boooooom, Dios mío, Martha acaba de pisar una mina tipo

sombrero gringo, qué pena con Martha me gustaban sus bucles

color heno, ahora mientras corro sólo veo eso de ella: un pedazo

de pelo que alguna vez fue un bucle. Corro con todas mis fuerzas

para llegar a la puerta del salón, los de segundo de primaria han

empezado a disparar morteros de calibre ciento veinte, es una lluvia

de metralla e insultos a media lengua.

Me faltan unos pocos pasos. Estoy frente a la puerta. De

repente el tiempo se paraliza, estaba tan concentrado en llegar, que

no vi salir a la niña de párvulos. Con un cuchillo de 23 centímetros

tipo comando, en acero carbonado, me atraviesa la femoral. El cu-

chillo es casi tan grande como mi ingle, un chorro carmesí baña a

la pequeña. Extrañamente no siento dolor, creo que la niña se ríe,

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pero es una suposición, ya no escucho nada. Sólo me molesta saber

que no voy a llegar a clase de religión, cual será mi futu…

W. Germán López Velandia 

Nace el 27 de marzo de 1971 gracias a Germán y Carmenza, en Bogotá.

Dibujante publicitario de la Escuela de Artes y Letras, publicista de la Uni-

 versidad Central, goza de la literatura. Ganador en 2005 del Premio Ray 

Loriga para Jóvenes Escritores, de la Fundación Gilberto Alzate Aven-

daño. Ha participado en los talleres Literatura y Ciencia-Ficción e Hiper-

textos de la Universidad Nacional de Colombia, el Taller de Escritores de

la Universidad Central y el Club de Literatura de la Fundación Gilberto

 Alzate Avendaño entre 2004 y 2006. Ha publicado en la antología Intro-

ducción al silencio, de la Escuela de Artes y Letras, en 1998, en la antología

 Alguna vez fuimos vírgenes, de la Facultad de Ingeniería de la Universidad

Nacional de Colombia y en el Cuaderno 2007 del Club de Literatura de la

Fundación Gilberto Alzate Avendaño.

 

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Ernestina París

Henry Linares

La puerta del bar se abre y con un viento frio entran los dos hom-

bres. Parapetados en sus abrigos de paño negro, se tambalean. Cho-

can con las patas de las sillas puestas sobre las mesas en la penum-

bra del bar a la hora de cierre. Lisandro desde la barra los observa y 

piensa en el infortunio de su presencia.

Los hombres desembarcan dos sillas, el más viejo levan-

ta la mano con un movimiento que a Lisandro le parece más una

despedida. Ha visto tantos hombres pasar por las puertas de su bar

que estos dos son solo una fatiga más. Se acerca, descarga las dos

sillas restantes y limpia la mesa con el delantal en un movimiento

automático.

—¡Una botella de ron y tres vasos! —ordena el hombre del

gorro de lana negro. El otro, con las manos apoyadas en la mesa,

mira por debajo de la visera de su quepis. No se interesa por el pe-

dido, observa jamente a la mujer que baila con una mano apoyada

en la rocola y en la otra un vaso.

—¿Tres vasos? —interpone Lisandro—. ¿Viene alguien

más con ustedes?

—¡No!, es para la rubia de la rocola, que está que se come

 viva.

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Los dos hombres chocan con fuerza las manos y acercan

sus cabezas, se miran directo con las manos crispadas por el es-

fuerzo y se sueltan sin decir nada. El del quepis le muestra al otro

la mujer, ambos quedan atrapados: la rubia, apoyada en la rocola,

dobla las rodillas con las piernas abiertas, en una escena de éxtasis.

Mientras se dirige a la barra, Lisandro se arrepiente de te-

ner abierto el local a esa hora, pero cuando su mujer se emborracha

no le permite cerrar temprano y se dedica a bailar frente a la rocola.

Dice que le recuerda cuando era hermosa y los hombres enloque-

cían por ella.

En el bar ensombrecido, apenas iluminado por la rocola,

los tangos que Ernestina baila lo consternan aún más. Las sillas

invertidas sobre las mesas parecen pedazos de un naufragio. Lisan-

dro emplaza la botella de ron, los tres vasos y una hielera sobre la

bandeja, la levanta y se encauza por entre las mesas. Descarga la

bandeja, acomoda los vasos en triángulo y destapa el frasco.

—¿Con hielo? —pregunta.

Los dos hombres niegan con la cabeza, sirve los vasos has-

ta el borde.

—¿Esa mujer es suya? —le pregunta el más viejo.

Lisandro no responde, hace tiempo sabe que Ernestina no

es de nadie. La encontró una madrugada a la orilla del río casi muer-

ta, con varias puñaladas en la espalda, un seno desgarrado por un

mordisco. La llevó a su cuarto detrás del bar y la cuidó como a un

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cachorro perdido. Pero ella nunca olvidó la calle.

—Entonces, ¿podemos jugar con ella? —interviene el más

joven, balbuceante. Se ilumina su rostro carcomido por el mar y se

acoplan las manos codiciosas—. Hace meses que estamos en ese

apestoso carguero y necesitamos diversión.

—¿Jugar? —le responde su camarada con voz de mando,

casi un reproche—. Yo no quiero jugar… quiero a esa rubia para

mí, quiero comer su carne, saborear su sangre y destrozarla con mis

manos.

—No, no quiero volver a la cárcel, además nunca queda

nada para mí ¡siempre me tocan los restos! —grita el joven, aga-

rrando al otro por la solapa del abrigo.

—¡Pues la echamos a la suerte! —responde el del quepis,

liberándose violentamente.

—Ella no es de juegos, tengan cuidado —advierte Lisan-

dro sin dejar de mirarla.

Ernestina tiene el pelo rubio desecho sobre los ojos y una

línea negra le divide la cabeza en dos. El vestido verde ajustado se

encarama en sus caderas y los zapatos rojos de tacón alto hacen

juego con sus labios. Los dos hombres se miran y sueltan una car-

cajada.

—He jugado con muchas como esa y en muchos lugares…

 Y jamás he perdido una partida con la muerte.

Por primera vez Lisandro se ja en el hombre: debajo del

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quepis unos ojos negros le etiquetan la jeta, la boca de labios grises

muestra con cada risotada dientes puntiagudos, dos fosas negras

en el centro de la cara le dan la apariencia de un mono. El hombre

se levanta, llena el tercer vaso, algo de ron se riega sobre la mesa.

 Agarra la botella y transita el bar hasta la rocola, donde Ernestina

escudriña el contenido. Lisandro se aleja de la mesa cuando el indi-

 viduo sentado aquilata otro sorbo de ron.

Ernestina París gira la cabeza cuando el hombre asoma el

trago. Lo mira, toma el vaso y lo desocupa en un sorbo. Ya no es

joven ni delicada, y no deja nada al azar. Devuelve el cristal a su

cortejador y con un dedo le roza la mejilla agrietada. Mira a su es-

poso en la barra con desprecio, cruza un brazo sobre la espalda del

individuo y siente su mano bajar por las caderas como una serpiente

fría. Se deja llevar a la mesa y se sienta en medio de los dos hom-

bres, besando la mejilla del otro sujeto que le llena de nuevo el vaso.

Desde la barra Lisandro la ve cachondearse en medio de

los dos clientes, los abraza y cada uno besa la mejilla que ella ofrece,

pero él no siente rabia. Una tristeza insignicante le ensarta el pe-

cho y una esperanza gobierna su mente: que esa noche la mujer no

 volverá nunca más.

El más joven reparte el residuo de la botella mientras el

otro le dice algo a Ernestina al oído. Ella se levanta inestable y 

recoge el abrigo de peluche blanco abandonado sobre la rocola,

 vacilante se dirige a la barra y le dice a Lisandro:

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—No me esperes en la puerta esta noche.

Los labios gruesos y ajados, ya sin colorete, dejan un beso

en la frente de Lisandro. Él no intenta esquivarlo, queda desam-

parado mirando a su mujer largarse apoyada en el lomo de estas

criaturas tenebrosas, ignorantes de que solo mirarla ya es perder. Se

dirige a la puerta, Ernestina cargada por los dos hombres le parece

un soldado herido. A lo lejos las luces de las grúas en el puerto pare-

cen luciérnagas volando. Cierra el bar, desconecta la rocola y entra

a su tugurio. Cansado se duerme profundo, liberado de una pesada

carga.

Las sirenas de las patrullas lo sacan del sopor de la mañana,

una moto policial deja un rastro de humo azul a su paso. Entra al

restaurante y ordena:

—Deme un café… ¿y qué pasa esta mañana, por qué hay 

tanta policía?

—¿No sabe, don Lisandro? Encontraron esta madrugada

los cuerpos de dos marineros castrados y sin ojos otando en el

malecón, dicen que son del carguero portugués que llego anteano-

che.

Lisandro enmudece, el recuerdo del cachorro podrido de

nuevo pesa en su continente.

 

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Henry Linares 

Participo en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Álzate Aven-

daño desde 2010, así mismo participé en el Taller de edición Palíndrome

con la fundación Libro de Arena y en los talleres de cuento de la RedNacional de Talleres RENATA, organizados por el Ministerio de Cultura

y el Gimnasio Moderno, dirigidos por el escritor Carlos Castillo; y el taller

de escritura La Arquitectura de la Mentira, con el escritor argentino Pablo

Ramos.

Fui invitado a la lectura Bogotá Cuenta 2011, en el marco de la Feria del

Libro Universitario, organizada por La Universidad del Rosario, el Taller

de Cuento Ciudad de Bogotá y la Fundación Libro de Arena.He publicado los cuentos El arte cuesta y Gentil Garzón, en la revista

digital lapalabranet.net de la fundación Cumbre Mundial de Paz.

He realizado cursos de plástica y dibujo en la Fundación Fabula, tomé el

 Taller de cine “Cine, Sociedad y Relación intercultural” con la Universidad

 Jorge Tadeo Lozano y la Corporación Cine Club EL Muro, y el Taller

“Ver y Leer el Cine” en la Escuela de Cine Black María, dirigido por el

crítico de cine Augusto Bernal.

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La multiplicación de Ana

 Andrea Torres

Es otra agobiada mañana. Regresa, como de costumbre, de su cita

semanal. El doctor de turno de nuevo logró fatigarla. Desganada,

somnolienta, perdida en sus pensamientos, cuelga su abrigo en el

perchero; tira los zapatos y deja caer sobre el sofá la poca lucidez

que le queda.

Pasados unos pocos minutos de quietud, parece despertar

con ideas jadeantes que perturban, con el eco de recuerdos que

aigen. Cual cometa el viento la eleva, como hoja de escritorio se

escapa por la ventana a hurtadillas.

Comienza el juego, el laberinto citadino habitual le mues-

tra una nueva partida. Todo es oscuro, nublado, las calles se ven

tan agrietadas como su estado anímico, la invade un incontrolable

deseo de llorar: sus lágrimas caen al compás de la tristeza del cielo.

La ropa ahora húmeda provoca un temblor en sus piernas y labios,

todo a su alrededor parece detestable. Piensa en devolverse a su

apartamento, donde se esconden necios sus secretos, pero justo en

ese instante todo queda en silencio. El aire frío evoca a la muerte.

Cierra los ojos, aprieta los muslos, un pequeño escozor violenta

su vagina. Se sobresalta, el miedo la invade, corre e imagina que se

convierte en prado, que se evapora en tonos verdes, y así continúa

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entre ramajes hasta solidicarse en el humedal.

Cristalina, se guarda bajo el follaje de un árbol. Su respira-

ción se aligera, y a su vez lánguidamente un ser desdibujado apa-

rece. Es una niña desprovista de ropa, con una mirada que escasa

inocencia reeja, con unos labios ajados, desorados, que solo pa-

recen anticipar la vejez. Trae en su mano izquierda una muñeca

remendada que aparenta haber sido herida varias veces.

Ana la mira compasiva y le pregunta si puede ayudarle en

algo. La pequeña se contorsiona, levanta su cabeza pausadamente y 

le responde:

—No oigo nada, no siento nada; no me toque más,

ya me quiero ir.

—Tranquila, no voy a hacerte daño, ¿de qué estás hablando?

—Cómo se atreve a interrumpir mis juegos…

¿Por qué mamá nunca dice nada? Los voy a odiar toda la vida.

—A quién le hablas… —susurra Ana, mientras la acechan

imágenes de su infancia, y de nuevo escucha la voz de su doctor

interrogándola.

—¡Eres tan ingenua! —grita la pequeña—. Solo ellos po-

drían saber de ti o de mí, pero aun así no existimos, solo somos la

peor parte de lo que fuimos. En especial tú. ¿O acaso pensaste que

después de lo que has intentado varias veces, todo iba a seguir igual?

Ni siquiera sabes dónde estás ahora. Crees que pisas tierra rme,

pero ignoras que caminas sobre palabras. En este momento es él

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quien decide tus pasos.

Ana, confundida, hecha a correr; de viva voz pide ayuda a

la Naturaleza, tal vez ella podría ser más piadosa que aquella boca

insolente, pero a cambio solo recibe relámpagos, truenos y la ex-

haustiva mirada de un tercero de quien todo lo ignora. Se sienta,

intenta callar su voz interior, aquella que se multiplica incesante.

Repetición, un nuevo juego, por favor. Ana se reincorpora,

es el mismo sofá. La luz de esa misma mañana acaricia su rostro.

 Toma su abrigo y sale, todo luce indemne. Recorre sus pasos, pero

esta vez siente una gran diferencia: todo vale la pena. Cierra los ojos

y respira una perdurable paz. Se conduce directo al humedal, donde

solía pasar días enteros en soledad.

Al llegar, se observa tendida en la orilla. Ana descubre a

 Ana con su muñeca izquierda remendada, parece que se ha herido

 varias veces. Ahora un hilo de sangre se ha secado sobre el prado.

 Andrea Torres Nací en Bogotá, estudio danza contemporánea. Una de mis aciones es

escribir, sobre todo poesía. Participé en el Club de Literatura de la Funda-

ción Gilberto Alzate Avendaño en 2010; el curso me permitió acercarme

a otros tipos de texto, en especial al cuento. El que publico en la presente

antología es el primer cuento que he escrito. Espero no sea el último.

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Claro de luna

Luis Ovallos

El sol calentaba con fuerza sobre Bogotá. Frank se había afeitado

y perfumado para la cita. Con la mano sobre las cejas a manera de

 visera, escudriñaba el horizonte, ansioso por ver aparecer a Joanna.

Lo único que le preocupaba era no tener un solo peso. Ni para invi-

tarla a un tinto, lo único que le tengo son estas ganas tan tremendas,

pensaba, mientras esculcaba en sus bolsillos en busca de alguna mo-

neda extraviada. La vio venir. Con ese andar que lo mataba. Beso

en la boca. Cogida de mano. Aquí nadie los conocía. Caminaron de

aquí para allá buscando excusas para no irse al parque a esconderse

entre los arbustos y revolcarse como les pedía el instinto. Esperaron

a que llegara la noche oscura y alcahueta.

Al n la luna se alzó redonda y muy baja sobre la tierra,

braviando las mareas, agitando a los hombres, alumbrando a los

amantes, que se trenzaban entre los eucaliptos, al otro lado del lago,

lejos de las miradas que juzgan y cerca, muy cerca del inerno.

Sus pantalones pronto estuvieron de más. Sus lenguas

chasqueaban. La respiración agitada de ambos. Saliva. Aliento tibio

y afrodisíaco. Manos que tocan. Más saliva. Lenguas que se agitan.

 Aliento excitante. Dedos que resbalan, pellizcan y acarician. Luego

todo fue salvaje e inocente. El acto violento y desenfrenado. Era la

bienaventuranza de la lujuria.

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La luz de la linterna le dio a Joanna en el rostro. La regresó

a la tierra. Frank sintió que la muerte estaba por los alrededores.

—Muy bonito, ¿no? Cogiendo el parque de residencia este

par de cabrones— dijo el hombre que los alumbraba. Por respuesta

obtuvo las carcajadas de sus tres compinches.

Los habían cogido así. Sin ropa. En pleno acto. El factor

sorpresa no da oportunidad de defenderse. Frank fue obligado a

acostarse sobre la hierba. Sintió el rocío en el que no había reparado

y el cañón de un 38 en la sien. Rezando. Esperando a ver cuáles eran

los martillazos del destino. Y pasó lo peor. Escuchó cómo uno de

los bandidos empezaba a violar a Joanna. Qué impotencia. ¿Dónde

estaba Dios? En cambio el diablo sí que andaba por allí. Dándose

una vueltica con la muerte y agitando los dados del destino. El es-

píritu de la lascivia se presentó a escena. Pronto Joanna cambio sus

quejidos y sollozos lastimeros por verdaderos aullidos de placer.

Había empezado a disfrutar del festín. Había mutado un golpe bajo

en un golpe de suerte. Como siempre; es el destino quien baraja

las cartas pero nosotros quienes las jugamos; ahora tenía cuatro

machos a su favor que se peleaban el turno siguiente y ella lo dis-

frutaba. Había encontrado satisfacción.

Los malos, abstraídos por el morbo y la violencia del mo-

mento, casi habían olvidado a Frank. Tanto que el que le apunta-

ba ni siquiera lo observaba, sus ojos enfermos estaban extasiados

sobre el espectáculo iluminado por los plateados rayos de la luna

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llena. Pero todo cambia, todo se mueve, y sus ojos cambiaron de la

enfermedad a la sorpresa, se movieron del delirio al miedo cuando

Frank, con reejos de felino, le quitó el arma de las manos sin ma-

yor esfuerzo.

La energía se había transformado de nuevo. Todos temie-

ron la mirada llena de furia y oscuridad que les dirigió Frank, que les

apuntaba nervioso. Joanna, aún con uno de sus maleantes encima,

apenas si alcanzó a escuchar el sonido de la bala que le hizo estallar

los sesos y los salpicó sobre la cara del violador.

Frank obligó a los bandidos a quitarse lo que les quedaba

de ropa. Luego los dejó ir. Se quedó con el cadáver de Joanna un

rato más. La muerte sonreía y el diablo bailaba esa vieja canción. If 

you don’t love me, I kill you babe, I kill you babe. Colocó el cañón

bajo su paladar. Frío. El sonido del disparo atravesó el silencio del

parque como un trueno, alborotando pájaros, sapos y toda criatura

 viva, al tiempo que sesos y sangre de los amantes se fundían en un

solo charco.

Los bandidos, que no iban muy lejos, decidieron regresar.

Luis Ovallos 

Escritor bogotano nacido en Norte de Santander. Su paso por el Club de

Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño fue el inicio de su

proceso como escritor, entre 2003 y 2004. Ha obtenido los siguientes re-conocimientos literarios: Ganador en Historias Barriales localidad octava,

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en 2006. Ganador Historias para la identidad Kennediana, en 2007. Ga-

nador Estímulos a la Creación Artística Local, en 2008. Segundo premio

en el Concurso literario Fundación FUCCA, 2009. Finalista en concurso

nacional de novela corta del IDCT, 2010. Ganador de Estímulos a la Crea-ción Artística Local con el libro “Historias para jovencitos Kennedianos,

2011.

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El club de los aburridos

Diego Bernal

La invitación al naciente club de los aburridos sigue en mi escrito-

rio, no se sí se trata de una nueva religión, un grupo de autoayuda

o simplemente un nuevo espacio creado para matar el tiempo libre,

tan deseado por algunos pero tan temido por quienes no les gusta

enfrentar su soledad. Al principio busqué una lista de excusas creí-

bles para rechazar la invitación, dije que tenía el enfermo el hígado,

que atravesaba un momento de intrascendencia, que me había atra-

pado la angustia existencial, que estaba derrotado por las heridas del

alma ocasionadas en la última lucha contra los enemigos del buen

genio, y sin embargo, la respuesta del paciente amigo me desarmó,

su insistencia para asistir a ese club logró doblegar mi voluntad.

Hoy me alisto para acudir por primera vez al club de los aburridos.

En estos días había trazado el plan de mi vida, tomé un

seguro de vida con la intención de dejar una gruesa suma de dinero

a mi familia, para esta clase de planes la paciencia es la primera que

garantiza su éxito. Mi muerte se empieza a tejer en dos años, ya ten-

go pago el primer año de la póliza y he logrado garantizar el pago

del segundo año. Hoy voy más conado que nunca a la invitación

del club, si algo me pasa está completamente asegurado el futuro de

mi familia. El lugar no lo pude ubicar, me recogieron en el sitio in-

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dicado y una vez en el carro me pusieron unas gafas oscuras, unos

audífonos y me pidieron que de cuando en cuando hiciera la mími-

ca de estar hablando, de estar escuchando a mis acompañantes. Los

lugares por los que pasamos son desconocidos, después de un tiem-

po el carro llegó a su destino. Me permiten quitarme las gafas cega-

doras y los audífonos. La experiencia me pareció muy buena, hace

tanto tiempo que me encerraba en mi interior, que viajaba adentro,

sin más murmullo que mis pensamientos, sintiendo mi corazón y 

mi respiración; fue como una meditación, un verdadero encuentro

con mi esencia.

Al llegar no puedo observar mayor cosa, todo está arregla-

do para nublar la vista, la tenue luz impide jar las caras. Algunos

llevan antifaces o máscaras, nadie aquí se conoce. En el recinto sien-

to que muchas almas lanzan llamados de auxilio, se trata de espíritus

rotos que claman ser escuchados, pero debo jugar el juego con las

reglas del club, nada de intimidad, de escuchar o ser escuchado; en

este recinto no existo, no soy nadie, no tengo pasado ni presente,

todo debe ser banal, nadie debe enterarse de quién soy, qué hago o

para dónde voy. Este club debía llamarse el club del anonimato, me

empiezo a aburrir, ¿será acaso por esto que lo llama el Club de los

aburridos? Una voz anuncia la primera charla del club, según dice es

la primera puerta para liberar nuestro ser de la opresión. Pronto los

meseros agasajan el recinto con un exquisito vino y tablas de que-

sos. Nuevamente se escucha la voz del antrión, quien anuncia el

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inicio de la conferencia, pero no dice quién es el o la conferencista,

solamente se observa a la persona comenzar su charla.

—Queridos hermanos y hermanas del club de los aburri-

dos, debemos buscar el origen de todas las desgracias que afectan

nuestras vidas. No podemos seguir confundiendo el origen con las

consecuencias, somos esclavos del dinero, esta creación humana se

ha convertido e n nuestro dios y ninguna creación humana puede

dominarnos. Esa es la razón para acabar con ese dios de papel que

produce gran parte del aburrimiento—.

En ese momento alguien grita: —Pero si acabamos con el

aburrimiento se acaba el club—, todos reímos con esa ocurrencia,

la conferencista continúa, el tono es tranquilo, no presta mayor im-

portancia a lo manifestado.

 —Todo en la vida muta, cambia, y nuestro club también

lo hará, pasara de un club de aburridos a otra dinámica, en el feu-

dalismo era casi imposible aceptar que ese sistema se derrumbara,

nadie pensaba la vida sin reyes y reinas, ni señores feudales y va-

sallos o siervos de gleba, ¿acaso no podemos imaginar un mundo

sin dinero? Por eso hoy estaremos atentos, no sentiremos aburri-

miento, quedaremos impactados con esta maravilla, se trata de la

colosal máquina de Saladino, nombre con el que hemos bautizado

a este hermoso portento que permite reproducir el papel moneda

que esclaviza. Lo reproduce con tal perfección, que resulta idéntico

al que producen los gobiernos. Para sacudirnos de ese yugo vamos

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a inundar el mundo de dinero, y nos reiremos al ver los resultados.

Esa será la primera acción para salir del aburrimiento producido

por el dinero.

Diego Bernal Sánchez 

Es abogado de la Universidad Nacional de Colombia, con especialización

en losofía del derecho y teoría jurídica de la Universidad Libre. Participó

en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre2007 y 2009. Es director de la Fundación Samsara y de la editorial Cordes.

Ha participado como ponente en diversos seminarios, encuentros y talle-

res literarios con universidades y entidades públicas.

 

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Tus manos entre las mías

 Jimena Sandoval

La dicha no cabía en mi pecho, que parecía estallar al tenerte por n

tan cerca. El contacto de mis manos con tus manos —sí, tus blan-

cas, largas y perfectas manos—, hacía que todo lo demás pareciera

borroso, incluso mi propio ser parecía ausente ante tan hermosa

situación. Es extraño, pero recuerdo cuando te vi en clase del se-

minario optativo por primera vez: tus manos hacían juego con las

palabras que te hacían ver tan imponente, atractivo, y tu… tu…

parecías no verme… o…

Increíble, ¡mis manos!, entre las tuyas… Ya no siento nada.

 A la anestesia, producida por el dolor y la inercia que inmovilizaron

mi cuerpo, se sumaron unas pocas lágrimas. Mi voz ya fue ahogada.

Me desvanezco. Te miro, mujer, y aún no puedo creerlo.

El día que conocí a Ximena, en mi ocina de Bienestar

Universitario, me dijo: Me atormenta un gran secreto que en oca-

siones no me deja dormir, pero luego se mostró esquiva y evadió

el tema durante la sesión. Prerió hablar del rendimiento y desem-

peño académico, resaltando que su promedio era muy bueno. Con

orgullo hizo hincapié en su beca y en las clases adicionales a su

currículo, enfatizando en el seminario optativo de administración

que tomaba en otra facultad. Finalmente me habló de un joven que

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también estaba en ese curso, un joven que parecía interesarle mu-

cho.

Pasaron varios días antes de que me distinguieras en el gru-

po. Cuando te sentaste a mi lado en aquella semana de marzo, son-

reíste y me pediste permiso para ocupar el puesto, te pregunté sobre

el texto de Chiavenato, la verdad no tuve tiempo de leerlo, dijiste,

y de nuevo me ignoraste. Con tus manos perfectas tomaste el libro

y en silencio trataste de leerlo rápidamente. Ese día no llegaron tus

amigos así que trabajaste conmigo en clase. Obtuvimos la mejor

nota, fui tan feliz, por n empezaba a olvidar.

Yo solo soñaba con graduarme, tener una que otra novie-

cita, nada de importancia. La verdad no se cómo ni por qué estoy 

aquí, ni qué hice para merecer esto. Necesitaba buenas notas y eras

muy estudiosa, me gustaba trabajar contigo, pero no más…

Cierto día en la cafetería me encontraba hablando con otra

estudiante que al ver pasar a Ximena, dijo: uy, ella si esta loca, profe,

y al preguntar por el comentario me contestó: esa demente hace

una semana cogió a golpes en el baño a una vieja de la facultad

de administración y la volvió mierda, le rompió los dientes con el

lavamanos; la vieja era chusca, lástima. En ese momento recordé la

última sesión que tuve con Ximena. Parecía padecer una jación

obsesiva enfocada en el joven que tanto mencionaba, Felipe. Por

otro lado, observé signos de auto agresión en sus muñecas, descu-

biertas accidentalmente al realizar un movimiento natural con sus

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manos. La verdad no imaginé que agrediera a la joven, a quien ella

 veía como una amenaza por la reciente cercanía de Felipe.

Él también me abandonó como tú, Felipe, me dijo Xime-

na, al ver en mi rostro el principio de la inconsciencia, y esto es lo

único que me queda de él, concluyó, mostrándome un frasco de

 vidrio lleno de un líquido traslúcido en el que otaban unas manos.

Me cuesta respirar, el olor a sangre me asxia y me siento tan livia-

no como el viento. Todo parece oscurecer.

Conseguí el número telefónico de Felipe con la intención

de indagar por la joven golpeada, un sentimiento de angustia me

embargó de repente, y se agudizó al hablar con la madre del joven.

Ella me confesó llorando que su hijo no había llegado en la noche a

casa, por lo que puso el denuncio en la policía. Casi no podía espe-

rar a colgar para marcar el número de Ximena. No contestó, así que

busqué en mi archivo, tomé la dirección y salí hacia su apartamento.

Ante la insistencia de los golpes en la puerta grité: ¡No me

jodan! Solo quiero estar en la paz del silencio que ahora es Felipe.

Mi Felipe, solo quiero seguir acariciando tus manos.

Con la ayuda del portero derribamos la puerta del aparta-

mento. La expresión de horror no se hizo esperar en nuestros ros-

tros: en la sala encontramos el cuerpo del joven, tendido en el piso.

Sus muñecas aún manaban sangre. Ximena, estudiante de química

farmacéutica, sostenía las manos amputadas de Felipe. La escabrosa

escena la completaba un frasco de vidrio que contenía unas manos

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diferentes a las del joven, exánime junto a ella.

  Jimena Sandoval Herrera 

Bogotana de 30 años, Trabajadora Social, participa desde 2009 en el Club

de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, encontrando en

este espacio y en la literatura la mejor forma de entender, crear y dibujar

las realidades.

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Tras los barrotes de las letras

 Johan Bedoya

 Ahora que tu incesante deseo obliga a tus ojos a recorrer estas lí-

neas, debo aprovechar la oportunidad para compartir contigo el

padecimiento que durante largo tiempo he tenido que soportar.

Condenado a perpetuidad al constante devenir de desgracias arro-

jadas por el puño de sus imaginaciones; represento la víctima de

continuos fallecimientos a manos de frustraciones y miedos que

él disfraza de asesinos: me ha convertido en el títere y a él, en el

titiritero.

Soy yo, quien a mi pesar, visto las desechas prendas que

se tejen con los hilos de sus deseos y desgracias. Al llegar a su en-

cuentro con el lápiz, en las hojas de mi vida se trazan los rayones

de vertiginosas situaciones que son el dibujo mismo de su inestable

realidad. Respiro su aire, escenico la intolerable sinceridad de su

repertorio de melancolías.

¡Espero no interrumpas la lectura!, puesto que ella es la

razón misma de existir; así termina la oscuridad de la noche más

oscura que la noche, el nudo deja de apretar el cuello, ¡vivo! claro

que vivo, aunque a él no le parezca. Así que te ruego no ceses de

leer, es importante que continúes, permítele a tus ojos ofrecerme

segundos de vida. ¡Pero cuidado! debes recorrer las letras con voz

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inexistente, pues de lo contrario él escuchará, sus dedos rasgarán el

papel, me atacará una vez más y yo volveré a compartir rutinas con

basura, papeles rotos y mugre de habitación.

Con cada encuentro de las letras mi cuerpo y mi ser expe-

rimentan terribles transformaciones. He llegado a ser una mujer de-

cididamente confundida, un hombre intoxicado por una epidemia

de olvido selectivo, un niño sabio y vagabundo, un ave que vuela

feliz y en picada hacia el piso, hasta el silencioso recluso en la cárcel

de las palabras que soy hoy. Yo he usado la máscara de todos y de

ninguno, aunque siempre de alguno igual a él.

Cuando nalizan los singulares aguaceros de ideas, me

ahoga en charcos de profunda humillación, en tanto las diferen-

tes metamorfosis no satisfacen las exigencias de lo más íntimo y 

rebelde de su estructura; mis actuaciones son asesinadas por su bo-

rrador, las frases desaparecidas, las hojas son rasgadas y mi vida de

cción, que es arrojada en cuadritos, es comparada con conceptos

como desperdicio y desecho.

Aunque no es mi intención crear en ti un sentimiento com-

pasivo, puedo contarte que he pensado todas las posibles fugas y 

también el suicidio mismo, como aquel jugador que estudia el mo-

 vimiento de la cha culpable de la caída del rey; pero aunque mi

imaginación ha explorado los indecibles límites de la libertad, mi

asqueroso parecido a él me ha obligado a permanecer bajo las leyes

de sus dedos. Tanto me parezco a él, que mis manos son iguales a

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las suyas; mis ojos, mi nariz y mi boca constituyen elementos de su

rostro, mi vida es la signicación de su vida, hasta mi nombre se

deletrea de la misma forma que el suyo, somos tan parecidos, tan

idénticos, que lo aborrezco con todas mis fuerzas, que al n y al

cabo son sus mismas fuerzas.

Cada frase que la punta del lápiz posa sobre el papel au-

menta una línea de piedra a la muralla que me mantiene preso. Du-

rante todo este tiempo y los muchos intentos de rebelión y fuga, he

concluido que no lograré escapar en tanto soy producto del movi-

miento de su mano y el conspirar de su imaginación; estaré con-

denado a perpetuidad, subordinado al yugo de su escritura. Pero

aunque la libertad se esconda y desaparezca bajo los rincones de las

letras y los puntos, cada momento en que tus ojos recorrieron estos

símbolos, mi presencia renunció a ser el grito en el bosque solitario,

dejé de respirar el horrible aire del anonimato, ¡vivo! claro que vivo,

aunque a él no le parezca.

 Johan Bedoya 

Nacido el 21 de febrero de 1986 en Santa Rosa de Cabal, Risaralda. Li-

cenciado en Psicología y Pedagogía de la Universidad Pedagógica Nacio-

nal (2010). Actualmente trabaja como promotor de lectura y escritura en

la Red Capital de Bibliotecas Públicas de Bogotá (BibloRed). Integrante

del Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde

2010.

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Last train to Nemocón

Jair Roberto Vargas Méndez

—No sé si lo has notado, pero la velocidad ha disminuido

de manera paulatina. Ahora el paisaje pasa por la ventana con más

lentitud. Puedo disfrutar cada imagen por más tiempo.

—Es cierto. ¿Qué habrá pasado?

—Creo que lo sé. Cuando fui al cuarto de máquinas a ver

qué pasaba, el cuerpo del conductor descansaba ensangrentado so-

bre el panel de control y su mano se sostenía de la palanca de freno.

Era muy anciano.

—¿Mataste al conductor?

—No, te juro que no lo hice. ¿Recuerdas la historia del

Mary Celeste?

— ¿Qué historia?

—La del barco que zarpa de Nueva York a nales del siglo

dieciocho y un mes después es encontrado por el navío Dei Gratia

al este de las Azores, navegando a la deriva y completamente vacío.

Los marineros lo abordan para inspeccionarlo y encuentran todo

en perfecto orden. Los camarotes tendidos, las pertenencias de los

pasajeros y la tripulación guardadas en los respectivos baúles, y los

cubiertos y platos dispuestos en las mesas del comedor como si

nada hubiera sucedido. De las personas que estaban a bordo nunca

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se volvió a saber nada.

— ¿Qué tiene que ver?

—Bueno, aquí nos ha sucedido algo muy parecido pero un

poco más macabro. Tal vez tú estabas dormido en ese momento.

Por eso no escuchaste un grito que me sacudió de la silla, era un au-

llido aterrador. Así que me puse de pie como pude y salí corriendo

al vagón de atrás. Revisé las puertas de cada uno de los camarotes,

para descubrir que las personas que viajaban en esas sillas estaban

muertas. ¿Recuerdas a la señora del vestido gris y sombrero con

cinta de encaje que viajaba con su perro? Al pobre animal le sacaron

la cabeza por la ventana y luego subieron el vidrio hasta ahorcarlo.

El señor que nos hizo mala cara en el comedor, tiene un tenedor

enterrado en cada ojo. Aun así parece como si todavía hiciera mala

cara. Hay dos personas en el baño que tienen disparos en la cabe-

za: uno, está volcado hacia la taza como si estuviera vomitando; el

otro parece mirarse al espejo. En el vagón de adelante, en la puerta

numero seis, viajaban cuatro jóvenes scout. Cada uno descansa en

su lado de la silla con los ojos desorbitados y la lengua morada,

los ahogaron con esa pañoleta que cargan en el cuello. En algunos

compartimientos, la sangre ya salía como un pequeño río debajo de

la puerta.

—Jairo, ¿mataste a todas esas personas?

—¡No me llames así! Sabes muy bien que mi nombre es

 Alex. Y yo no he matado a nadie. Mira, hay unas vacas al otro lado

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de la ventana.

— ¿Por qué lo hiciste?

—¿Recuerdas la historia del vuelo 19? Un experimentado

equipo de 15 hombres, salió en cinco aviones Avenger de la base aé-

rea de Fort Lauderdale para efectuar una rutina de entrenamiento.

El día estaba completamente despejado. Desde el primer momento

en que despegaron a las dos de la tarde los reportes de los pilotos

llegaron con regularidad a la base aérea y a la torre de control. Sin

embargo, a las 3:45 de la tarde llegó un mensaje en el que asegura-

ban haber perdido el curso: "Torre de control. Esta es una emer-

gencia. Nos hemos salido de curso. Repito: parece que nos hemos

salido de curso. Nos hemos perdido. ¡No podemos avistar tierra!".

No había señal alguna del escuadrón. El radio operador estimó que

la señal se había perdido cerca de la base naval de Banana River en

la costa de Florida, así que enviaron un hidroavión a la zona con el

n de efectuar un eventual rescate. El Martin Mariner logró estable-

cer contacto con la tripulación del vuelo 19: "Vuelo 19, estamos vo-

lando hacia ustedes para guiarlos de regreso ¿Qué altitud tienen?"

Sólo tres palabras se alcanzaron a escuchar como respuesta: “No

nos sigan”. Siete minutos después, el Martin Mariner desaparecía

también.

— ¿Recuerdas la última vez que hablaste con mamá?

—Si, lo recuerdo.

—Prometiste no volver a hacerlo.

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—Esa no era mamá. Era la enfermera del turno de la no-

che. Mamá iba en el vagón F. No quise entrar para ver si estaba bien.

Seguro me regañaría. ¿Sabes? Este viaje en tren pasará a la historia

como uno de los misterios más grandes del siglo. Tal vez Jaques

Berger, Charles Berlitz o Peter Kolosimo escriban un libro acerca

de esta inexplicable experiencia, tal vez el libro se llame: “Last train

to Nemocón” y nuestra foto aparecerá en las grandes enciclopedias

de lo oculto. Somos los únicos sobrevivientes. Mira, aquí viene el

túnel. Cuando era niño, me daba miedo pasar por aquí, ¿lo recuer-

das? Aún siento ese miedo por la absoluta oscuridad. No puedo ni

siquiera verte. Espero que no te muevas, no quiero quedarme solo.

¡Si te vas diré que tú lo hiciste!

—No, todos sabrán que fuiste tú. Mamá vendrá pronto a

castigarte otra vez.

Un equipo especial de la policía de carreteras logró inter-

ceptar el tren luego del llamado que hiciera el inspector ferroviario

de Nemocón, una vez que el tren pasó por la estación del pueblo

sin detenerse. Ya en el interior, los agentes abrieron una a una las

puertas de los compartimientos para descubrir que los pasajeros ha-

bían sido masacrados de una manera brutal. En el penúltimo vagón,

un hombre bañado en sangre, con una pistola en la mano, hablaba

solo.

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 Jair Roberto Vargas Méndez 

Nació en Bogotá en octubre de 1974. Periodista y capacitador. Encuentra

en sus grandes pasiones —la música y el cine— inspiración frecuente para

la escritura. Participó en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre 2003 y 2005. Fue tercer premio en el concurso de

relato breve Ray Loriga en 2005 y primer nalista del Concurso Nacional

de Cuento ”25 años del Taller de Escritores de la Universidad Central”,

en 2006.

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Dominó

Natalia Méndez

Él nunca tardaba tanto en llegar a casa, siempre me daba una llama-

da para avisarme cuánto se iba a demorar y con quién iba a estar. Al

principio creí que me preparaba alguna sorpresa, era así como me

había conquistado; pero después noté que no había nada de sorpre-

sas y él comenzaba a tomar esa molesta costumbre de no decirme el

lugar o las personas con quien iba a estar; fue ahí cuando comencé

a sospechar. Pensaba que seguramente estaba saliendo con alguna

alumna del instituto de lenguas, yo ya no era la mujer de 38 años

con la que él se había casado, seguramente buscaba otra mujer más

joven que yo, más bella, más intelectual, no lo sé, una que no se de-

dicara únicamente al hogar, tal vez una de estas nuevas mujeres que

pueden ser gerentes, cuidar de sus hijos, ocuparse de los quehaceres

del hogar, responder a su esposo, ir al gimnasio y multiplicarse por

ocho si fuera necesario. Pero yo ya tenía 58 años y no estaba prepa-

rada para llevar una vida así.

Nos conocimos en un supermercado, recuerdo que está-

bamos en la sección de aseo del hogar, y derramó accidentalmente

suavizante para ropa sobre mi falda. Estaba apenadísimo, yo me

molesté un poco pero me gustó verlo tratando de limpiarme con las

mangas de su chaqueta. Recuerdo su cara de preocupación, el olor

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a lavanda del suavizante y cuando me preguntó cómo podía recom-

pensar su falta, que si era posible invitarme a un café o un helado.

Dije que sí y ahí comenzó nuestra historia de amor, no pasaron más

de 6 meses cuando decidimos casarnos. Sentíamos que habíamos

sido hechos el uno para el otro, no se cansaba de decirme que yo

era la mujer con la que siempre había soñado, y yo pensaba que él

era el hombre con quien quería pasar el resto de mi vida.

Decidí dejar a un lado esos sueños locos de mi juventud

por estar con él, ya no me interesaba recorrer el mundo en bicicleta,

ni vivir de las artesanías, ni la poligamia, y como resultado de toda

esta época, sólo me quedaban los recuerdos y un dije artesanal. En

ese momento sólo quería estar junto a él. Luego pasamos los mejo-

res momentos de la vida y tuvimos un hijo que ahora tenía 20 años

¡Cómo pasaba el tiempo! Pero ahora pensaba que él ya no estaba

enamorado de mí como yo de él. Y si había algo a lo que no estaba

dispuesta, era a perder a mi esposo. Quería averiguar con quién es-

taba y contra quién tenía que competir para tenerlo de vuelta. Fue

así que comencé a ir en las tardes al instituto de lenguas para ver

desde la esquina lo que hacía.

 

***

El joven que camina con tanto afán se llama Gabriel, va para su cla-

se. Pocos meses después de haberse graduado del colegio y habien-

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do cumplido su mayoría de edad, se fue de la casa, pero no como

un acto de rebeldía sino como un reto a su responsabilidad, quiere

dejar de ser una carga para su tía; ella no siente que Gabriel sea una

carga, pero tampoco le molesta que él quiera independizarse. El

sueño de este joven es ir Brasil, le gusta mucho ese país porque su

tía le contó que su madre había viajado allí por tierra atravesando

muchas ciudades y pueblos. Y él quiere ir a donde fue su madre.

Por eso, días después de graduarse, comienza sus clases de

portugués. Son unas clases baratas y muy buenas, las toma todos

los días de tres a cinco de la tarde. Allí es donde conoce al que sería

su compañero de apartamento: su profesor. Casi lo dobla en años,

pero la amistad que han ido forjando disimula cualquier diferencia

de edad. Gabriel como muchos jóvenes es un poco desordenado

con sus cosas y sus horarios de comida, piensa que su profesor es

muy rígido en esto, pero lo agradece porque le ayuda a regularse.

Algunas tardes, después de llegar de clases, se sientan a

jugar dominó y a contarse historias cotidianas. Su profesor le pre-

gunta por sus novias y aspiraciones. Él por su parte, le pide que le

cuente historias de su pasado, que le hable de su familia. Su pro-

fesor no ha tenido muchas novias, dice que ahora las mujeres son

muy alocadas, que ya no se preocupan por sus esposos, dice que

conseguir una de esas mujeres con las costumbres caseras es muy 

difícil, pero que él no pierde la esperanza. Gabriel no tiene un pro-

totipo denido, dice que cada mujer tiene su encanto.

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Al profesor le gusta escuchar la historia del collar de Ga-

briel, le gusta ver su emoción cuando la cuenta:

—Esta gurita que usted ve aquí colgando, está hecha de

un árbol que está a punto de desaparecer y se llama Platonia Insig-

nis. Es única, hermano, usted no va a ver otra igual porque esta me

la hizo mi mamá cuando estuvo en Brasil. Mi mamá la talló con sus

propias manos, la partió y me dio la mitad; eso si yo no sé que sea

la gurita o en qué estaba pensando ella cuando la hizo, pero me la

dio cuando yo era un bebé, mejor dicho yo ni me acuerdo, eso es lo

que me contó mi tía. Pero ¿Bacana? ¿Sí o qué?

—Bacana —respondía su profesor.

Gabriel va a vivir completamente solo. Después de cinco

años de vivir con su profesor y amigo, ha llegado el momento de

 vivir solo, pues su compañero de apartamento ha encontrado esa

mujer que anhelaba, ha decidido casarse y dejarle el apartamento

a Gabriel. Han hecho una doble promesa; su profesor le ha pro-

metido mostrarle su nueva casa y la ha puesto a su orden; él ha

prometido visitarle sin falta para repetir esas tardes de dominó. Sin

embargo, después del matrimonio, son pocas las veces que se han

 visto. Su amigo sigue siendo profesor de portugués, pero él ya no es

su estudiante, ha entrado a la universidad y esto le deja poco tiempo

para otras actividades. Su amigo se ha dedicado a su esposa, su hijo

y su trabajo, y tampoco cuenta con mucho tiempo extra. No obs-

tante, se recuerdan con cariño y siempre piensan en que tienen que

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llamarse. Verse.

Parece que Gabriel cumplirá su sueño. Está muy feliz, ha

ganado una beca para hacer un doctorado en Sao Pablo. Tiene mu-

chos deseos de compartir su alegría con alguien y quién mejor que

su amigo. Decide ir a visitarlo esa tarde a su trabajo. Le va a dar la

sorpresa. Está seguro de que se pondrá muy feliz.

***

Decidió no volver a hablar, tomó sus cosas y vino a vivir a esta pen-

sión. Lo trajo su hijo, le pedí que llenara el formato de ingreso. De-

cía: Nombre: Roberto Fuentes. Edad: 62 años. Acudiente: Andrés

Fuentes. Parentesco: hijo. Motivo de entrada: Pena moral. Fuente

de Ingresos: Pensión. Me sorprendió todo, que fuera pensionado

tan joven, que no hablara, que el motivo por el que entraba a la

pensión fuera la pena moral y que su hijo no se hiciera cargo de él.

No pude aguantar la curiosidad y le pedí más detalles al primogéni-

to. En todo caso, como director del hogar geriátrico, es mejor estar

bien informado. Es por el bienestar de nuestros abuelos.

Su hijo comenzó por decirme que no se iba a hacer cargo

él porque se consideraba muy joven, apenas tenía 20 años, y quería

disfrutar su vida. Luego, continuó diciéndome que él había sido

siempre un hombre muy tranquilo, muy dado a la gente, un hombre

amoroso. Que creía que en toda su vida, su padre, el señor Roberto,

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no había sufrido emociones o choques demasiado fuertes, que ante

un golpe de la vida jamás se habría imaginado que fuera a reaccio-

nar así. Con el silencio absoluto.

Como director de este lugar, me preocupo por la salud

mental de nuestros usuarios, es mejor saber todo en detalle. Le pre-

gunté entonces, cuál había sido ese golpe de la vida. Me contó que

una tarde, hacía dos años, su padre había quedado viudo. Pensé que

aunque era una situación difícil, no justicaba el silencio perma-

nente del hombre. El agregó que a su madre la había atropellado un

carro, eso hacía la situación un poco más compleja. Luego dijo algo

que me sorprendió: había enviudado justo el día en que descubrió

que su esposa le había ocultado un hijo extramatrimonial que ella

había dado a luz a los 15 años. Le costaba decidir si su padre había

enmudecido por esa verdad descubierta o por la muerte de la mujer

que amaba. No había conocido otra pareja que se amara más que

ellos.

Pero así eran las cosas, el señor Roberto, prosiguió su hijo,

durante esa época acostumbraba a salir de su trabajo e ir con un

grupo de profesores del instituto donde trabajaba como profesor

de portugués a jugar dominó. Me decía también que su madre creía

que él la engañaba, pero que conociendo a su padre, sabía que jamás

haría algo así. Una mañana, antes de salir a trabajar vio sobre la

mesa de noche de su esposa un dije, el hijo entró en la habitación

en ese momento. Me aseguraba que no olvidaría la expresión en el

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rostro de su padre, que estaba absorto, que le preguntaba que qué

pasaba y que sin pronunciar una palabra se había ido a trabajar.

El joven me decía que en ese momento no había entendido

la actitud de su padre; él por su parte, ya había visto varias veces el

dije. Es más, su mamá le había contado que lo había hecho cuando

era joven en un viaje que hizo a Brasil. El muchacho me contaba

que el dije ni forma tenía, que estaba partido, como si le faltara un

pedazo, pero que para su madre era muy especial

 —Creo que lo hizo con la madera de un árbol que ya no

existe, o algo así—.

***

Esa tarde me fui directo para el trabajo de Roberto, no podía es-

perar para darle la noticia. Mi amigo tenía que ser el primero en

saberlo, además tenía pensado pedirle unas clases personales de

portugués para practicar antes de irme para Sao Pablo, estaba muy 

cerca del lugar, como a dos cuadras. Pero mientras me acercaba

 vi muchas personas rodeando un cuerpo en mitad de la calle. Se

trataba de un accidente, una mujer había caído atropellada. Según

las personas que presenciaron el accidente, iba muy ofuscada y no

se percató de nada. Me acerqué y me di cuenta que ¡era la esposa

de Roberto! Debían avisarle cuanto antes, me abrí paso entre la

gente, escuchaba sus voces, los gritos, el sonido lejano de la sirena,

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yo sólo quería salvar al amor de mi amigo, intenté hacer lo que

hacen los médicos, ponerle las manos en el corazón una sobre otra

y presionar de forma intermitente, los botones de su camisa me lo

impedían, entonces abrí un poco hasta descubrir el pecho y vi en su

cuello colgando de un cordón, la otra mitad de mi dije de Platonia

Insignis. ¡Viene el esposo!, gritaba la gente. Vi a Roberto acercarse

agitado, sudando, con lágrimas en los ojos. Él jo su mirada en el

dije, luego me miró a mí, me puse en pie, nos miramos a los ojos

entendiéndolo todo, todo en un segundo, antes de que él cayera

derrumbado sobre el cuerpo de su esposa y yo me desvaneciera

entre la multitud.

  Natalia Méndez Cortés 

Nació en Bogotá el 24 de diciembre de 1987, es administradora de ne-

gocios internacionales y amante de la narrativa. Participó en el Club de

Literatura de la Fundación Gilberto Álzate Avendaño en el segundo se-

mestre del año 2010. Espera continuar escribiendo cuentos y formándose

en creación literaria.

 

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El retorno de las hermanas de Jantipa

Idaly Monroy

Febrero de 1976. Hanna.

Hanna estaba muy feliz, acababa de hacer la Lección Inaugural so-

bre la Grecia antigua en la Facultad de Filosofía. A la salida de su

exposición, maestros y estudiantes la saludaron y un grupo nutrido

de mujeres la felicitó y le expresó lo importante que era para ellas

el tema que había tratado. Hanna y Rosario se quedaron un tiempo

más, tomaron un café mientras conversaban “cosas de mujeres”,

Rosario la felicitó por la exposición, se despidieron con el cariño de

siempre desde que se hicieron amigas, compañeras de universidad

y de locuras. Quedaron de verse a los ocho días en la reunión que

con regularidad realizaba el colectivo de amigas.

 Atenas, primavera de un año del siglo V a. C. Jantipa.

La primavera nalizaba maravillosa, Atenas lucía más que nunca,

era la ciudad más grandiosa del mundo; la luz se extendía sobre ella

con una generosidad excepcional haciendo orecer la tierra y las

ideas, ¡era su tiempo mejor! Sin embargo, el gineceo1 no estaba tan

alegre y despreocupado como de costumbre; había inquietud entre

las mujeres a pesar de que hilaban y tejían con aparente indiferen-

cia. La suerte de Jantipa era incierta. Los jueces estaban a punto

1 Espacio de encuentro de las mujeres griegas en la antigüedad. N. de la A.

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de terminar el juicio contra Sócrates, su marido y, de cumplirse la

sentencia, él tendría que beber la cicuta o aceptar el destierro. Jan-

tipa se lamentaba. Pero su dolor no nacía del amor, su matrimonio

no había partido de su voluntad, y además, por edad él podría ser

su padre, pero al cumplirse la sentencia quedaría sola con sus hijos,

cargando el deshonor, el rechazo de algunos, la pobreza.

Colombia, mayo 4 de 1966. Rogelio.

 Tres hombres cavan su propia tumba, así lo han decidido sus com-

pañeros. Los tres tienen un gran y único dolor: son sus compañe-

ros quienes han determinado su muerte. Sus compañeros no están  

obrando en aras de la verdad, ni del amor, ni del compromiso, pero

no seremos nosotros quienes abandonemos la lucha, no mentire-

mos, no utilizaremos sus procedimientos, no nos salvaremos, sere-

mos eles a nuestra convicción, a nuestro amor, a nuestra patria. Le

dejamos a nuestras familias unas cartas, nuestras boinas; ojalá nues-

tros cuerpos, y un mensaje para nuestros hijos: viva la revolución.

Colombia, febrero de 1981.

“Al parecer la líder afgana Zahida Mahedii, será condenada a muer-

te por desobediencia a Dios, traición a su patria y a su pueblo,

como consecuencia de haber creado una red clandestina de mujeres

en Afganistán. Según versiones no ociales, la red se ocupaba de la

alfabetización de las mujeres, pero la información suministrada por

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ese país arma que las mujeres vinculadas a ella habían sido insti-

gadas por su líder para enfrentarse a sus familias y para adoptar las

degradantes conductas occidentales. Poco antes de su retención, la

médica colombiana Rosario García, quien le acompañaba e igual-

mente colaboraba con la red, había salido de Tahar, sin que hasta la

fecha se conozca su paradero. Las autoridades colombianas están

tratando de obtener información al respecto, ya que se teme por su

 vida”. (Diario Al Día).

 Atenas, al día siguiente. Sócrates.

En el salón donde se reúnen las mujeres, la luz empieza a declinar,

la rueca2 está paralizada, hoy es el último día, el juicio ha termi-

nado, esta noche irán los amigos y las mujeres a ver a Sócrates,

seguramente a ellas sólo les permitirán estar unos instantes para no

dar lugar a sus expresiones de debilidad. Quizá los amigos lo con-

 venzan de salvarse, de evadir la decisión fatal o de defenderse con

mayor fuerza; la suerte estará echada. Jantipa no se resigna a que la

decisión quede en manos de los dioses, del Estado, de la terquedad

egoísta de su marido.

Esa es la vida de las mujeres aún si provienen de una familia como

la mía, estoy atada a mi esposo, a mis hijos, a la casa y así será

siempre, así seguirá aconteciendo a las mujeres de los héroes, nos

2 Máquina antigua de hilar. N. de la A. 

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quedaremos con las lágrimas y en la oscuridad, decía con un hondo

lamento.

Los amigos de Sócrates se reunieron desde la madrugada en la plaza

pública cerca de la cárcel para entrar tan pronto abriera, el alcaide

 vino donde estábamos para decirnos que esperáramos hasta que

nos avisara, porque los once magistrados están en este momen-

to mandando quitar los grillos a Sócrates y dando orden para que

muera hoy. Al entrar, encontramos a Sócrates, a quien acababan

de quitar los grillos, y a Jantipa, ya la conoces, que tenía uno de

sus hijos en los brazos. Apenas nos vio comenzó a deshacerse en

lamentaciones y a decir todo lo que las mujeres acostumbran en se-

mejantes circunstancias. Sócrates, gritó ella, hoy es el último día en

que te veremos tus hijos y yo, la última vez que nos hablarás. Pero

Sócrates, dirigiendo una mirada a Critón ordenó que la llevaran a su

casa. Enseguida algunos esclavos de Critón condujeron a Jantipa,

que iba dando gritos y golpeándose el rostro.

Así relató Fedón a algunos que no habían asistido a la toma

de la cicuta e inmediatamente pasó a los pormenores de los temas

 verdaderamente importantes, continuó exponiendo Hanna en su

lección inaugural de Filosofía, y agregó, todos estaban muy conmo-

 vidos. De nada había valido que la noche anterior Critón le hubiera

suplicado: “por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos: sálvate”. El

maestro insistió en que vivir no era otra cosa que vivir como lo re-

claman la probidad y la justicia. Cuando mis hijos sean mayores, os

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suplico los hostiguéis, los atormentéis como yo os he atormentado

a vosotros, si veis que preeren la riqueza a la virtud y se creen algo

cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza si no se

aplican a lo que deben aplicarse y creen ser lo que no son. Pero ya es

tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para

 vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que

nadie sabe, excepto Dios.

Mientras tanto, ensombrecida por el resplandor de los

fuegos sagrados, quedaría para siempre una testigo, una mujer que

como otras, desde el altar de su propio sacricio, regaría con su san-

gre toda la tierra y cuyos ojos permanecerían abiertos para siempre

contemplando una a una a las heroínas, sus hermanas, que retor-

narían desde otros mundos y épocas para seguir tejiendo historias,

concluyó Hanna al cierre de su Lección Inaugural.

Febrero de 1976, ocho días después.

Hanna y Rosario vuelven a encontrarse a los ocho días en la reunión

del grupo de mujeres, están las de siempre; el grupo había decidi-

do hacer un ciclo de conversaciones sobre experiencias de mujeres

madres, hijas, hermanas o esposas de héroes. Por su parte Rosario

nalizaba una serie de charlas sobre partería y su experiencia con

comadronas de algunas regiones del país. Con este tema se despe-

día porque viajaba a Alemania a hacer su doctorado en medicina y 

quizá no volverían a verse.

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Bueno amigas, les presento a mi abuela Matilde, como us-

tedes saben, ella va a relatarnos su testimonio, que hace parte del

ciclo que venimos desarrollando. Mucho gusto Matilde, estamos

encantadas de conocerla, sabemos que para usted es un tema muy 

duro, pero es que en estos relatos también estamos las mujeres y 

quizá recordarlo contribuya a que haya menos historias crueles, más

grandeza femenina y menos heroísmos necesarios. Hoy, Rosario

culminará su serie de charlas sobre partería y nos tomaremos una

copa de vino para desearle mucha felicidad en la etapa que inicia en

 Alemania y un excelente viaje.

A mi me mataron dos veces, comenzó diciendo Matilde, el

día que se fue mi hijo y el día que la radio anunció su muerte. Dos

años antes mi hijo me había dicho: “madrecita, las cosas no son así,

hay que salir de la ceguera, buscar la verdad, estamos engañados, la

palabra ha sido utilizada como arma letal, y las armas han acallado

la palabra, hay que cambiar esa situación. Yo seguiré usando la pa-

labra para que la vida sea, aunque me cueste la vida; ya somos mu-

chos los que pensamos así”. Desde ese día presentí que en cualquier

momento lo perdería. Yo le decía, tenga cuidado mijito, ¿si a usted

le pasa algo, qué va a ser de mí? Poco a poco se fue cumpliendo lo

que yo pensaba. Un día estaba tendiendo su cama y al levantar la

almohada encontré un papel, me dejaba la despedida, me hablaba

de su amor por mí y por la humanidad, decía que iba a estar bien

y que se comunicaría. A los dos años, estando con mis otros hijos

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pasando unos días de descanso en un pueblito, la radio transmitió

una noticia: Mi hijo había sido asesinado. “acallaron al cantor”. Ese

día yo morí por segunda vez, era el 4 de mayo de 1966.

Mi hijito Rogelio siempre fue un buen estudiante, desde su

bachillerato. En la universidad se destacó en su carrera, pero sabía

mucho de todas las cosas, era un lector infatigable, también hizo

sus pinitos en música y su vida transcurría normalmente. Adoraba a

su novia pero ella, afortunada o desafortunadamente no compartió

completamente sus ideales. Él, siempre estuvo en desacuerdo con

la injusticia; lo morticaba mucho, quería mucho este pueblo, pero

¿de qué sirvió? Seguimos en las mismas. Yo lo llamaba mi cantor y 

por eso quiero tanto la canción que dice: Si se calla el cantor…

Él quería transformar la sociedad con la palabra, pero día a

día lo acallaban, la verdad es que tuvo que irse porque lo tenían cer-

cado. Al principio hasta grandes políticos lo escucharon y yo creo

que hasta le llegaron a tener respeto, pero siempre ha sido así, el

que dice la verdad estorba y hay que sacarlo del camino. Dicen que

poco tiempo después de unirse con los que él creía sus hermanos,

ellos pensaron que era demasiado blando, que la palabra era menos

fuerte que las armas y que su punto de vista no tenía lugar allí. Lo

mataron, no sé si en esos momentos me recordaría, no sé nada,

porque ni siquiera se cumplió su voluntad de que me entregaran

sus objetos personales y jamás recuperamos su cuerpo, que tal vez

está en alguna montaña de este país. ¡Tantos cantores han muerto!

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¡Tantas generaciones han sido sacricadas! Pero nadie nos escucha,

las mujeres nos quedamos con el dolor de haberlos perdido y de

que todo siga igual. Ustedes que son jóvenes tienen que pensar en

esto, en sus hijos, en su futuro y luchar porque no haya más sangre,

ya se ha derramado demasiada.

 Alemania, mayo de 1979. Zahida.

Estaba hermoso el nal de la primavera, durante el verano se reali-

zarían los preparativos para el viaje. Zahida había conseguido par-

ticipar en la próxima misión de la Cruz Roja en Tahar, ella era una

pieza clave en el equipo por su especialidad en medicina y por el co-

nocimiento del idioma pashto, tenía unos pocos familiares que per-

manecían viviendo en Kabul, pero no los veía desde niña cuando

su padre enviudó y viajó a Alemania con ella, que era su única hija.

Rosario la había conocido en la universidad a donde lle-

gó a hacer su doctorado, eran compañeras de facultad, se hicieron

amigas rápidamente, compartieron sus historias de vida y algunos

ideales. Zahida, si bien había roto con los aspectos más radicales

de su religión y con otros de su cultura, particularmente los que

se referían al trato que en su país daban a las mujeres, jamás había

aceptado una relación distinta a la amistad. Rosario por su parte, no

podía descifrar si lo que le ataba para siempre a su amiga era su inte-

ligencia, sus ideas, o la serena e impenetrable oscuridad de sus ojos,

sus leves ojeras sugestivas de una profunda melancolía, la blancura

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de sus nas manos o sus labios en los que, como a su pesar, se di-

bujaba la placidez de la sensualidad, o la pasión que como un rayo

acompañaba la expresión de sus ideas y sus decisiones. Sin embar-

go, Rosario jamás se hubiera atrevido a sugerirlo siquiera; la conocía

bien. Pero esto no había sido obstáculo, por el contrario, ese amor

extraño, animaba la empresa que emprenderían juntas el próximo

 verano. Zahida tenía el proyecto de construir una red clandestina de

mujeres en Tahar que trabajaría por su escolarización, su salud, sus

derechos. Era un proyecto secreto, así se lo relataba a Hanna en sus

cartas, sólo tú conoces la intimidad de mi experiencia en Alemania,

le decía.

 Afganistán, 1980.

Zahida y Rosario habían logrado quedarse en Afganistán enfren-

tando toda suerte de dicultades, especialmente las políticas, era

evidente que el país entraría en una guerra civil muy cruenta. Sé que

el apoyo ruso contra el régimen talibán tampoco es la salida, todas

las dominaciones me asquean porque son aplastantes de lo propio,

la red tendrá más problemas, temo por las mujeres que están tan

entusiasmadas y que día a día se arriesgan por la escuela y por todos

los proyectos e incluso temo por ti, le confesaba Zahida a Rosario,

cuando conversaban en la noche, extenuadas de cansancio pero aún

entusiastas. Es cierto, respondía Rosario, e intentando dar cierta

tranquilidad a su amiga, replicaba: hay muchas mujeres que desde

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aquí y desde otros lugares nos apoyan o hacen por su cuenta todo

lo que pueden, Meena3, Fatana la poetisa, y hasta mis amigas de Co-

lombia están con nosotros, en n, no estamos solas. Y por mí no te

preocupes, te seguiré acompañando, tú sabes que estoy convencida

de lo que estamos haciendo, creo que todo va a salir bien.

Hanna recibía las cartas que llegaban de vez en cuando

con estas noticias, pero también procuraba informarse con lo poco

que los medios de comunicación dejaban entrever. En cuanto a su

 vida personal, se había alejado del grupo de mujeres, se retiró de la

universidad y estaba dedicada a la crianza de su pequeña Hanna, no

sin ciertos sentimientos de culpa que la asaltaban de vez en cuando,

por no tener una actividad académica, o al menos haber continuado

con el grupo.

Febrero de 1981, el grupo de mujeres.

Hanna busca en una agenda a sus antiguas amigas del viejo grupo

de mujeres y empieza a llamarlas para que se reúnan. Unas se han

ido, otras siguen en el movimiento. Matilde, su abuela, ha muerto.

3 En una edición especial del 13 de noviembre de 2006, la revista Time Magazine,incluyó a Meena entre los “60 Héroes Asiáticos” y declaró: “A pesar de haber te-nido sólo 30 años al morir, Meena ya había sembrado la semilla de un movimientopor los derechos de la mujer afgana, basado en el poder del conocimiento”. RAWAdice sobre ella: “Meena dio 12 años de su corta pero brillante vida para luchar porsu tierra y su gente. Tenía la certeza de que pese a la oscuridad del analfabetismo,

la ignorancia del fundamentalismo, la corrupción y la decadencia de traidores im-puestos en nuestras mujeres bajo el nombre de libertad e igualdad, nalmente esamitad de la población despertará y cruzará el camino hacia la libertad, democraciay derechos de la mujer. El enemigo tenía razón al temblar de miedo ante el amo.

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Ha convocado a la reunión a las ocho de la noche en su

casa, donde esperan ella y su niña de cinco años. La ocasión es

apremiante, se ha enterado por un diario que Zahida está presa y le

siguen un juicio en Afganistan y que su compañera colombiana está

desaparecida.

Poco a poco llegan las mujeres, Hanna empieza por con-

tarles que decidió dedicarse exclusivamente a la crianza de su hija

durante sus primeros años y que recientemente ha vuelto a la uni-

 versidad. Rápidamente retoman la noticia, sólo ella y otra compa-

ñera estaban enteradas. Hanna las pone al tanto de los proyectos

que Rosario venía realizando con Zahida, sus dicultades y lo que

habían logrado hacer durante su permanencia en Afganistán. Re-

cuerdan el último día que compartieron con ella en el grupo de mu-

jeres; están muy tristes. Discutieron mucho acerca de lo que podían

hacer al respecto y acordaron algunas tareas. Pusieron una fecha

para encontrarse de nuevo.

Hora cero, 1º de enero de 2010. Recordando a Jantipa.

¡Qué sorpresa la llamada de Hanna para desearme el feliz año! ¿Se-

rán las décadas o el vino lo que aviva de tal forma mi nostalgia?

¡Qué vivos tengo esos recuerdos! Las reuniones del grupo de muje-

res… a veces me daba pereza ir porque llegaba cansada de estudiar

y trabajar, generalmente con lluvia y con frio, ¡pero valió la pena! Se

transformó mi vida, hoy comprendo mucho más la importancia de

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lo que compartimos en ese grupo. Recuerdo especialmente el ciclo

de charlas que iniciamos a partir de su Lección Inaugural de Filoso-

fía. Desde entonces, cuántas cosas han pasado: la desaparición de

Rosario y la sentencia de Zahida, la pena moral de Matilde por la

muerte de su hijo, la opción de Hanna por la maternidad.

Por esa época un tema fuerte eran los hombres que revolo-

teaban a nuestro alrededor, pero también los grandes hombres de

la historia. Era cierto, los admirábamos pero nadie sabía algo más

allá de sus hazañas. Yo me preguntaba por qué los grandes hom-

bres habían logrado serlo. Pintores, músicos, cineastas, escritores,

políticos, pero sobre todo lósofos. Ellas se reían cuando yo decía

de los lósofos: ¡qué tipos tan vagos! Yo creo que si hubieran dedi-

cado su vida a buscarse arenitas en el ombligo, siempre lo hubieran

logrado, y les contaba que cada vez que intentaba aproximarme a la

grandeza de alguno de ellos, como Sócrates, me sorprendía, ¿cómo

llegó este tipo a esto o aquello? En eso andaba cuando escuché la

charla de Hanna sobre Jantipa. Me iluminó, fue como si me corrie-

ran un velo. ¡Claro!, alguien debió estar al lado de ese gran hombre

surtiendo alimento, abrigo, cura para la enfermedad, organizando

la casa, dispensando cariño y cuido. De otro modo no hubiera sido

posible, era mi conclusión, pero hoy ¡sí que lo comprendo! A los

22 años casi nada parece trascendental, todo era más bien divertido,

distribuía mi tiempo entre las actividades del grupo y mis estudios

demográcos… hasta cruzaba mis preguntas en uno y otro lado;

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recuerdo que cuando visitaba asentamientos de población en luga-

res remotos, para mí era todo un misterio entender por qué carajos

alguien escogería un sitio tan perdido para detener allí su marcha,

llevando una mujer de compañía, un perro, y a lo sumo unos pocos

enseres. Entonces, mis amigas (no los profesores de demografía)

me respondían que eso de buscarse un mundo como se quiere y no

como está hecho, signica pasar por todas esas cosas. Y es cierto,

la experiencia me ha enseñado que internarse en la manigua o en la

soledad de una montaña, es tanto como ir a la saga de una verdad

o un ideal. Será por eso que yo he vivido como he querido, siempre

con la certeza de que eso es cierto y es válido, esta llamada me lo

ha vuelto a recordar…

Pero no más nostalgia, qué carajo, hoy inicia un nuevo año

como tantos otros, midiéndomele a lo más verraco: vivir.

La vida es bonita aún con sus tristezas.

¡SALUD, HERMANA JANTIPA!

 Marzo de 1981. Hanna.

La profesora Hanna dicta su primera clase de retorno a la facultad.

No sabe cómo, pues no se lo propuso, en su discurrir sobre los

antiguos griegos y casi de golpe, Jantipa, y el viejo Sócrates hacen

presencia junto a Rogelio, Matilde, Zahida, y Rosario. Al terminar,

las muchachas y los muchachos se acercan para hacerle preguntas y 

comentarios, entre ellos, uno le propone dictar una conferencia en

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su grupo de nuevas masculinidades; ella promete hacerlo.

Cansada y con sentimientos confusos, regresa a su casa,

besa a la pequeña Hanna, juega con ella hasta que ve claramente el

sueño en sus pestañas. Entonces, la carga para llevarla a la cama y le

dice entre besos y risas, pero con decisión: mi chiquita, no volveré

a contar historias de superhéroes, de ahora en adelante nos vamos

a dedicar a inventar cuentos.

Idaly Monroy 

Nació en Bogotá en una familia constituida por sus padres y cuatro herma-

nas. Es madre de dos hijos y una hija, con quienes comparte su amor por

las letras y otras artes. Estudió Trabajo Social de la Universidad Nacional

de Colombia, y Sociología en París. Ha incursionado en otras disciplinasen el campo de las humanidades y recientemente en la literatura, aunque

su pasión por la lectura la ha acompañado desde muy temprana edad. En

razón de su profesión ha vivido en diferentes regiones de Colombia, con

poblaciones urbanas y rurales generalmente signadas por la vulnerabilidad

y los conictos sociales, que de alguna manera han aquejado siempre a la

humanidad, como se reeja en su relato. Participa en el Club de Literatura

de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2010.

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Epístolas para un pasado

Gustavo Mesa

Bogotá, 01 de noviembre 

En sincero agradecimiento por su presencia durante la

conferencia sobre existencia alienígena que dicté la semana

pasada, me reitero. Querida Matilde, usted era mi invitada

de honor, a decir verdad, quería impresionarla con aquella

exposición preparada minuciosamente. Sin embargo, vi con

desilusión mi esfuerzo fallido: usted partió veinte minutos

antes de concluirla. Sabía de su regreso a Viracachá y la hora

de salida del transporte interdepartamental; ninguno de los

dos intervenía con el horario de mi disertación.

Es bien conocida su erudición en estos temas y su

experiencia relacionada con avistamientos personales allí en

nuestro pueblo, motivos sucientes para haber intercambiado

ideas luego de la conferencia. Teníamos tiempo de sobra, y 

por lo que pude intuir momentos antes de comenzar, cierto

interés por conocernos a fondo, pues aunque seamos del

mismo pueblo es claro que esta anidad la hemos desarrollado

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por separado, así que esperaba un acercamiento, no sé si me

habré equivocado; quizás se presentó algo inesperado que le

obligó a salir con premura.

Déjeme, por favor, saber su opinión sincera sobre la

manera como abordé el tema en aquella conferencia, pues

la incertidumbre se cierne sobre mí. El discurso basado en

mitos y creencias del pasado se diluía en mi afán de cimentar

conceptos que difícilmente podía demostrar. Estoy por creer

en usted como el indicador de mi éxito o mi fracaso en lo

concerniente a mi desempeño como conferencista de temas

alienígenos; puede decirme lo que quiera, hasta un reproche

resultaría una luz en la oscuridad de mi búsqueda.

Con mis mejores deseos,

Fulgencio Llapantín .

Viracachá, 05 de noviembre 

Mi estimado Fulgencio, debe perdonar mi falta de modales,

sencillamente no pude con el tedio que sentí durante el

transcurso de su exposición, no es que estuviera mal, por elcontrario, hasta cierto punto fue impecable.

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La culpa no es suya, no podía saber; el tema de su

conferencia es en realidad una receta probada desde que

tengo memoria y la verdad siento que ya me harté de ella,

casi podía adivinar la palabra siguiente en cada oración al ir

formulando su discurso y ni qué decir de las ideas, no había

nada distinto a lo de siempre, nada que pudiera sorprenderme.

¿Será posible?, digo, ¿puede alguien hablarme sobre un tema

conocido y causarme la misma sensación que la primera vez

en que abordó mi mente?

Quizá comprenda la intención de mis palabras y lo

tedioso de un asunto cuando se trata de manera reiterada, pero

sin la contundencia original. Estoy segura de que quien le cantó

al corazón partido (gúrese qué estribillo), logró sorprender

por su inusitada originalidad, fue único, apoteósico, digno de

ser escuchado una y muchas veces; sin embargo, me negaría a

oír nuevamente esa frasecita del corazón partido. ¿Qué gracia

tendría? Si la repitiese otro cantante y en especial si fuera en

ritmo de vallenato o reggaetón, sería como una afrenta a los

sentimientos que hayan podido despertar esas palabras. ¿Meexplico?…

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Con toda sinceridad,

 Mate .

Bogotá, 06 de noviembre 

Entendido perfectamente querida Matilde, ni falta que hace

una explicación, pero coneso no tener la menor idea de

cómo voy a exponer el planteamiento de este discurso tan

trillado en su tema, y sin embargo sorprender. Tu solicitud se

me presenta como un reto.

No puedo pasar por la vida diciendo que soy lo que

soy si no he superado éste reto de sorprender. Ésta meta, la

sorpresa, se está gestando en mí como una obsesión que ha

atrapado mi tranquilidad.

  Tal vez quisieras ayudarme un poco, no es trampa,

ni mucho menos facilismo de mi parte, pero si me relataras

brevemente la manera como oíste por primera vez sobre este

fascinante tema de la existencia alienígena, quizás así pueda

descubrir el modo de encontrarme con mi reto.

Inalterable en mis deseos,Fulgencio Llapantín.

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Viracachá, 10 de noviembre 

Mira, Fulgencio, sorprender puede ser un asunto sencillo:

entender que los detalles logran expectativas que nos distraen

de rutas preestablecidas es la aventura en la que se recrea la

razón. Así que para tranquilidad común, trataré de narrarte la

manera como me acerqué por primera vez a este asunto. Fue

a mi abuela a quien le dio en cierta ocasión por instruirme en

temas religiosos, y creyó que para una niñita de once años lo

más apropiado era la lectura de la biblia. Nada más inofensivo

y tierno que la historia sagrada, obviamente ese recuerdo está

sesgado por el potencial del conocimiento adquirido hasta el

día de hoy, no te incomodaré con lecturas bíblicas innecesarias,

por eso suelto el comentario tal y como salga.

¿Te has preguntado alguna vez la razón por la que

Caín no fue muerto por Dios luego de asesinar a su hermano?

Me parece que algunos humanos no le somos prescindibles

al Creador; lo digo porque en breve, levantó como sustituto

de Abel, a Set. Sin embargo, seguía asediando a Caín por las

cosas que hacía o dejaba de hacer, sin endilgarle el castigomerecido… ¡Él!, que instituyó la ley del talión, se contuvo

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de vengar a su criatura predilecta, ¿por qué? Sencillo, Caín

había logrado algunas metas, cosas que ninguno de sus

contemporáneos podía alcanzar. Mientras sus congéneres

seguían de la mano de su creador viviendo en cuevas, o en

el mejor de los casos en toldos como nómadas, Caín se hizo

sedentario, construyó ciudades sostenibles, un legado que sus

descendientes supieron aprovechar. Sus hijos domesticaron

animales y sin duda mejoraron el sistema agrícola (después

de Adán, Caín fue el siguiente en ganarse el pan con el sudor

de la frente), trabajaron metales con los que desarrollaron

herramientas para alcanzar una enorme ventaja cultural

sobre los clanes patriarcales de su era y hasta elaboraron

instrumentos musicales que nunca nadie había tañido tan

magistralmente como ellos. Dios seguía ahí observándolos,

desde la comodidad del cielo miraba cómo aquellos adelantos

tecnológicos les hacían más placentera la vida. Pero, ¿qué tiene

que ver esto con el tema de nuestro interés? ¡Todo!

No es que Caín y sus descendientes fueran más

inteligentes que sus bien encaminados hermanos, la diferenciaestaba en quién les asesoraba, quién les daba información

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de primera mano para que ostentaran una civilización

antediluvianamente adelantada. La respuesta estaba expuesta

de manera tan sencilla que casi pasa desapercibida, si mi abuela

no hubiera hecho referencia a los ángeles caídos. ¿Caídos?

¿De dónde? ¿Por qué?

Según ella, estos hijos de Dios se rebelaron contra

su creador al decidir no continuar con sus labores celestiales.

Contradecían el propósito para el cual fueron creados; al

bajar a la tierra y cohabitar con los humanos, se degradaban

y cometían un acto de aberración al engendrar hijos híbridos:

los nefelim. Exactamente lo dicho en su discurso, al mencionar

a los Igigis y a los Annunaki en la remota mitología de los

sumerios, donde los Igigis no son más que aquellos ángeles

desobedientes y los Annunaki su descendencia contranatural,

de tal manera que su esencia era tres partes humana y una de

espíritu; unos gigantes forzudos que usted mismo describió al

abordar en la mitología griega a los titanes, hijos de dioses(as)

y humanos(as). En realidad son los mismos relatos vistos

desde las peculiaridades de diferentes culturas. Entes queprovocaron el desequilibrio en la sociedad humana, a la cual

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debemos suponer, el ser supremo decidió destruir por medio

de un diluvio, algo que usted no supo concatenar y fue la

causa de mi retiro: conciliar la destrucción de aquella gran

civilización que los griegos conocieron como Atlántida, con

la sociedad establecida por Caín. Ahí están los extraterrestres

aludidos, quizás de manera inconsciente por usted, los ángeles

caídos.

Espero no se haga una imagen negativa de mí, esa

es mi manera de ver las cosas y si de alguna forma sirve

para exorcizar su obsesión de sorprenderme con un relato

superlativo… créame, me sentiré aliviada.

Cordialmente,

 Mate .

Bogotá, 20 de noviembre 

Estimada Matilde, he tenido una semana de verdadera

incertidumbre, su experiencia en verdad reveladora, me

sorprendió. Biblia en mano me di a la tarea de corroborar los

comentarios aludidos. Ese capítulo sexto del Génesis realmenteme impactó, aunque lo había leído en otras ocasiones, para mí

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no resultaba diferente de un cuento infantil, hasta ahora. ¡Qué

contundencia! ¡Qué claridad! Y pensar que estuvo siempre ahí

a la espera de ser descubierto. Pero mi sorpresa aumentaba

al expandir el raciocinio, pude llegar a entrever como estos

alienígenas siguieron presentándose ante la humanidad,

incluso después del diluvio, hasta los días de Cristo, de hecho

 Jesús fue uno de ellos: hijo de una mortal y un espíritu, ostentó

un poder superior al de cualquier hombre, sus hechos, aunque

desde nuestro punto de vista hayan sido milagros, revelaban

ampliamente su origen celestial (extraterrestre). Si es verdad

su resurrección y regresó a su hogar fuera de la tierra,

entonces los contactos con estos seres del espacio deben ser

más frecuentes de lo que cualquiera pudiera imaginar. A pesar

de lo sacro de la biblia, si se limpia la hojarasca religiosa de

sus versículos, habrían de descubrirse las ores escondidas en

el prado de sus capítulos. Qué opinas de esto, querida Mate.

 Atte.,

Fulgencio Llapantín.

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Viracachá, 25 de noviembre 

Me sorprendes, mas te advierto que no hay nada nuevo en tu

asombro, para no ir más allá, fíjate que Steven Spielberg lo

resaltó en su película El Extraterrestre. Jesús y ese muñeco

taquillero tenían más en común de lo imaginado: no eran

de este mundo. E.T. se desplazó en frenética carrera sobre

las aguas de un estanque sin hundirse, Jesús lo hizo sin

correr, sobre las aguas del mar de Galilea; los dos realizaron

sanaciones físicas, participaron en festividades con algo de

alcohol y hasta tuvieron una resurrección antes de regresar

a casa.

¿Acaso se debe buscar sorprender o escandalizar? ¡No

caigas en ese error! Por favor, ¿puede la conmoción buscada

por el escándalo, perdurar? Su graticación es fugaz y errada.

Mas la sorpresa es la idea completa, lista para ser degustada

todo el tiempo que se desee y cuantas veces se quiera; porque

complace, la sensación creada se compagina con la verdad

latente.

Quizás el asunto esté en replantear los conceptos, tal vez al observar los detalles que suelen darse por sentado, pero

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que en realidad no han sido debidamente analizados. Esto me

hace recordar un asunto que tengo pendiente por dilucidar

sobre la conferencia que diste. ¿Qué sucedió con los Igigis

luego de que el diluvio destruyó los cuerpos que crearon para

convivir con la humanidad primitiva?

Lo pregunto porque sin duda los Annunaki, sus hijos,

por ser humanoides no tuvieron posibilidad ante el inminente

n provocado por aquel cataclismo, y sus tres partes humanas

arrastraban el sello de la mortalidad.

Espero respuesta.

 Mate.

Bogotá, 26 de noviembre 

Usted me desconcierta, Matilde querida, ahora sólo puedo

divagar; asomar la razón al ventanal de lo divino sólo me

ha traído angustia, aún pesa en mí la carga de la deidad,

pero supongo un n humano a los cuerpos materializados

por ellos mismos. Su parte divina e inmortal, (en el buen

sentido de la palabra), debió regresar a su lugar de origen,aunque quizás en vano, ya que no eran parte de esos ángeles

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sometidos a la voluntad del creador. Hay quienes creen ver

en la referencia: “echados al tártaro”, el castigo inmediato de

su error, pero éste tártaro no es un lugar, sino más bien una

condición de inhibición donde ya no pueden acceder al cielo,

tampoco volver a lo físico para interactuar con la humanidad

y así procrear nuevamente hijos. Sí existe la idea del limbo

éste aplicaría exclusivamente a ellos, lo difícil del asunto es

descubrir la ubicación de esa condición tartárica. Si me atengo

al buen sentido del creador, lo situaría en el lugar más apartado

de la humanidad o quizás… bueno, a veces pienso, es mejor

no saberlo.

Alguien me hizo caer en buena cuenta de la celebración

del primer día de este mes. ¿A qué difuntos conmemoramos?

Un cristiano diría, sin duda, a todos los difuntos bautizados

en la fe. El problema es que casi todos los pueblos de la tierra

sin importar la religión que profesen, observan éste día de los

muertos, día coincidente con el inicio invernal en el hemisferio

Norte; ésta asociación de lluvia y muertos bien pudiera

rememorar en el inconsciente colectivo de la humanidad ladestrucción por un diluvio, de nuestros primeros ancestros,

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además de los hijos de los ángeles y de los cuerpos de esos

ángeles. Aunque esos cuerpos hayan vuelto al polvo de la

tierra, lo único que no recicló el planeta fue la parte intangible

de esos ángeles caídos, su espíritu. Espero sirva de algo esta

reexión en tu análisis sobre el paradero de esos entes que

percibo como ángeles caídos, quizás extraterrestres o en el

peor de los casos, demonios.

Dime, ¿realmente viste ovnis en Viracachá o uno ve lo que

quiere ver?

Con todo afecto,

Fulgencio Llapantín .

Gustavo Mesa Bernal .

Nací en Bogotá el 24 de marzo de 1961. Mi profesión es la lutheria (instru-

mentos folklóricos de percusión y viento), me dedico a la investigación dela mitología universal y en especial la de mi pueblo cundinboyacense; por

ello mis escritos, sean relatos o poesías, parten de una exploración de las

concepciones y apreciaciones de nuestros ancestros. He recibido un taller

de poesía en la Casa Silva, dirigido por mi distinguido amigo y escritor

 Armando Orozco, y participé en el Club de Literatura de la Fundación

Gilberto Alzate Avendaño entre 2006 y 2010. También he recibido mucha

colaboración de mi esposa, que es escritora, y de mi hija, que estudió lite-ratura y lingüística en la Universidad Nacional.

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Texto del Director del Taller 

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Pasos en falso

 Jairo Andrade

El rastro de la anestesia alojada en mis maxilares produce cada tan-

to súbitos cortocircuitos que se extienden por mi columna hasta

llegar a las piernas. Allí el hormigueo es tal, que me parece tener

muslos y pantorrillas burbujeantes, caminar por las calles de Tokio

provista de plácidas piernas líquidas, piernas de champaña. Resulta

curioso que un simple tratamiento odontológico de conductos, con

las incomodidades que implica, pueda convertir un paseo por las

calles de Tokio en una experiencia tan placentera. Pero además, el

clima pareciera también estar a mi favor. El sol le presta un tono

límpido al aire cálido. La supercie de una mesa, el vestíbulo de

un rascacielos, una copa de sake, los ágiles caracteres de los avi-

sos, todo parece pulido en secreto por este aire confabulado. Es así

como el hormigueo de mis piernas me lleva ahora al Jardín Nacio-

nal Shinjuku, uno de mis lugares favoritos en Tokio.

Me asalta una duda, sin embargo. Estoy segura de haberme

 visto a mí misma sentada unas sillas adelante, en el mismo vagón

del metro, revisando un mensaje de texto. Al principio pensé en la

coincidencia de un extraordinario parecido, de modo que me acer-

qué discretamente para observar mejor a mi doble. Fue entonces

cuando sonó su teléfono y empezó a conversar con alguien. Su voz

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era también la mía, susurraba algo en un español casi neutro, de leve

acento bogotano, en contraste con las parcas conversaciones en ja-

ponés del vagón. Revisó su agenda, la mía. Sonrió mientras con-

sultaba una fecha, era mi sonrisa. La excesiva simetría me resultó

insoportable, quería descender de inmediato. Por fortuna, ya estaba

en la estación Shinjuku. Así que la pregunta es, ¿por qué me vi a mí

misma seguir de largo en ese tren cuando ya había descendido?

Por lo pronto mi intención es disfrutar el paseo por los es-

tanques de nenúfares, los jardines de azaleas y de arces, el colorido

arboreto. Luego reservar un buen lugar para el tradicional picnic a

los pies de las ores efímeras de los cerezos, que marca el principio

de la primavera. Hoy es el día que con previsión señala la Agencia

Meteorológica, el día en que los tokiotas acuden a los jardines para

celebrar el Hanami, la contemplación de las lluvias multicolores de

las ores de cerezo. Hoy los capullos estallarán en una sinfonía de

matices malva, violeta, fucsia, y el viento hará volar los pétalos hacia

destinos imprecisos. Adolfo y yo tomaremos pan negro y sake, qui-

zá unos trozos de anguila. Luego llegará la noche y nos iremos de

esta. Suena mi teléfono. Es él. Su reunión ha terminado, ya viene

a encontrarse conmigo. Me pregunta cómo estuvo la cita odontoló-

gica, le confío que ahora mis piernas se portan como dos copas de

champaña. Se ríe, algo comenta respecto al clima. Pero sus palabras

se desdibujan en un ruido de turbinas. La comunicación empieza a

fallar y nalmente se corta.

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Mientras cruzo el puente sobre los nenúfares, de nuevo me

percato de alguien que parece seguirme desde hace un rato. Se trata

de un hombre de pulcro traje negro, japonés, que usa un anacrónico

bastón con mango de plata. Se detiene a mitad del puente, me mira.

Me devuelvo hasta apoyarme en la baranda del puente, a su lado.

—Tengo la impresión de que me está usted siguiendo, se-

ñor —le digo, en inglés.

El sujeto suspira, conclusivo.

—Si usted lo ve así no tengo porqué contradecirla, señorita

 —me responde, en español—. Después de todo hoy es Hanami, día

de contemplación de las ores que se lleva el viento. Aunque, es una

lástima la lluvia que se avecina. Le arruinará los planes a muchos el

día de hoy.

Miro el cielo despejado, de un azul traslúcido. Apenas se

divisan unos inofensivos cirros hacia el occidente.

—Me parece que la única lluvia posible hoy será de ores.

Es una bendición que no trabaje usted en la Agencia Meteorológi-

ca.

—Las apariencias engañan, señorita. Piense usted en esto:

cuando la lluvia se seca, se forman las nubes. Un cielo muy despe-

jado es la perfecta fábrica de nubes. Imagine usted la intensa seque-

dad de la lluvia que contiene.

—En ese caso, señor, es posible que incluso en este mo-

mento ya esté lloviendo, con una sequedad razonable.

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—De una nube se puede esperar casi cualquier cosa. Se

estima, por ejemplo, que un nubarrón puede contener unas 550

toneladas de agua. Eso no signica mucho si no lo transportamos a

unidades reales. Pensemos en elefantes. Un elefante pesa alrededor

de 6 toneladas, así que un nubarrón puede pesar lo mismo que 100

elefantes. Todos suspendidos en el aire.

—Al paso de su lógica, en una estupenda tarde de verano

podríamos simplemente evaporarnos, teniendo en cuenta que nues-

tros cuerpos contienen un 75% de agua.

—Así es, señorita. Sigue usted mis pasos con precisión

asombrosa, pese a que mis pies son, por decirlo de alguna manera,

 vaporosos.

—Ahora tendrá que disculparme, señor, me dispongo a

reservar un buen sitio para compartir el Hanami de esta tarde con

mi novio. Como ve, ya hay mucha gente indiferente al mal clima rei-

nante, eligiendo los mejores lugares del parque. Ha sido un placer.

Espero que disfrute su tarde de elefantes invisibles.

Él hace una venia, toma mi mano y la besa con absoluta

cortesía. Mis pasos burbujeantes me llevan a un recodo del camino

donde el pasto, de un verde encendido, enmarca el ramaje inclina-

do de los cerezos orecidos. Extiendo una pañoleta blanca bajo

el follaje y marco el número de Adolfo. No contesta. Debe estar

luchando contra el tráco por encontrar la mejor ruta a Shinjuku.

Mientras espero que devuelva mi llamada, me tiendo sobre la pa-

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ñoleta para disfrutar el contraste de los capullos contra el cielo. Mis

piernas burbujean más que nunca, cruzo los tobillos. Cierro los ojos

y las burbujas ascienden por mi pelvis y mi torso hasta alojarse en la

cabeza. Entonces estoy en Bogotá, metida en el jacuzzi con Adolfo.

—¿Te sientes bien? —me pregunta.

—Todavía tengo una pequeña molestia en el maxilar, pero

no te preocupes, ya se me pasará. Sé un buen payaso. Hazme reír un

poco.

—¿No es un tanto masoquista querer reírse cuando a uno

le duele la boca? Mejor te doy un masaje de hombros. Ven aquí.

Cierra los ojos, relájate…

Abro los ojos. Una joven japonesa me observa de pie, al

borde del camino. Viste el uniforme escolar típico, de blusa, corbata

y minifalda. Sobresaltada, me incorporo.

—Hola —le digo, en inglés.

—Hola —me responde, en español.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—No. Creo que es al contrario. Yo puedo ayudarte en algo.

Le sonrío. No sé a qué se reere. Noto profusas cicatrices

de cortes en sus antebrazos.

—Me parece que necesitas una guía —concluye la joven.

—Tan bella. Te lo agradezco, pero ya sé cómo moverme

por las rutas que necesito en Tokio. De hecho, estoy esperando a mi

novio para celebrar el Hanami. ¿Quieres sentarte un momento?

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Se acomoda a mi lado. Su hermosa mirada es un muro tras

el que duerme una remota tristeza. Sus ojos son densas nubes de

sequedad innita sobre un cielo despejado.

—Lamento decirte esto, pero no estás en Tokio. Estás en

Kioto, en el Parque Imperial de Kioto —me dice después de una

pausa; su mirada oscura ja en mis ojos.

Le sonrío. Miro alrededor con una mezcla de temor y tris-

teza. Veo un sendero de guijarros y al fondo el antiguo palacio im-

perial de Kioto.

—Tienes razón —le contesto, perturbada—. Estoy en el

Parque Imperial de Kioto. Pero la verdad es que ya no sé con cer-

teza dónde estoy. Creo que de nuevo he perdido contacto conmigo

misma.

—Puedes llamarme Mitsuko. Pero te advierto que no soy 

una simple colegiala. En realidad soy un objeto de culto. Soy el ta-

lismán de los innitos jardines personales perdidos.

Me explica que pertenece a un círculo de jóvenes japone-

sas dedicadas al cultivo del desencanto. Un club de apoyo para la

consecución del suicidio colectivo. Su círculo se inauguró la tarde

en que un grupo de colegialas saltó a la línea del metro, tomadas de

la mano. Solo sobrevivió una, ella.

—Desde entonces mi vida carece de sucesos propios. Paso

de una mente a otra como el personaje de un cuento que cada lector

recrea a su antojo. Pero soy buena descifrando laberintos. Toma mi

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mano, te sacaré de este.

Mientras me habla, advierto que Mitsuko carece de dientes.

 Y ahora tampoco hay globos oculares en las órbitas de sus ojos. Me

 veo otando bocabajo entre las burbujas magenta del jacuzzi. Una

parte de mí concluye que Adolfo no existe. Me levanto, espantada.

 Truena. El viento azota el ramaje de los cerezos, barre las hojas jun-

to al camino. El jardín se oscurece, súbitamente cae un fuerte agua-

cero. Tomo la pañoleta y empiezo a correr hacia cualquier parte.

Sé que Mitsuko, inmóvil, me sigue con su mirada hueca. Mientras

me pierdo por los senderos del parque regreso al vagón del tren

en Tokio. Me veo a mí misma bajarme en la estación de Shinjuku,

quizá voy para el Jardín Nacional, uno de mis destinos preferidos

en la ciudad. Llego al hotel, el recepcionista hace una amable venia

al verme, usa un anacrónico bastón con mango de plata. Me pre-

gunto dónde podré estar entonces, si no voy rumbo a la habitación.

Suena mi teléfono. Es Adolfo. Dice que ya terminó su reunión, me

propone encontrarnos en los jardines Koshikawa. Me indica cómo

llegar en el metro. Acepto, aunque me duele un poco el tobillo. Lo

comparo con el tallo surado de una copa. Él se ríe. Seguro aquél

paso en falso la semana pasada, mientras trotaba en el parque de

Kioto, explico. Algo me dice acerca del clima, pero sus palabras se

desdibujan en un ruido de turbinas. La comunicación empieza a

fallar. Luego se corta.

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El director del taller

 

 Jairo Andrade Cali, 1971. Fue segundo premio en el concurso Narrativa Joven (Alcaldía

de Cali, 1989), Primer Premio en el concurso de cuento IDCT (Bogotá,

1999), primer nalista en el Concurso Nacional de Novela Corta Uni-

 versidad Central (Bogotá, 2009 y 2010), segundo premio en el Concurso

Nacional de Cuento Universidad Central (Bogotá, 2010) y nalista en el

concurso de cuento homenaje a Clarice Lispector del Instituto Brasil - Co-

lombia (Bogotá, 2011). Ha sido director de talleres y jurado de concursosliterarios en diversas universidades, y en el Concurso Nacional de Cuento

RCN - Ministerio de Educación desde 2007. Dirige el Taller Virtual de

Escritores desde 2009, y el Club de Literatura de la Fundación Gilberto

 Alzate Avendaño desde 2002.

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Índice

 Página

Presentación  5

 Nota introductoria  7

Parte 1: Versos 

  A la carta – Simplemente 15

Llanto por el alma de un poeta muerto 17

La mujer del pescador – La muerte no es una mujer 22

Hagamos una esta 23

Errante Li-Po 25

Caminando de nuevo con la lluvia 26

  Apquyquy bchuesuca

Parte 2: Obra en proceso

Fragmento del libro de cuento idilios 33

Mi noche se ha reusado 41Fragmento de la novela Los continuos en or 46

  A dos días de camino 56

Flash, té ash 59

Parte 3: Cuento  Argumento en mi defensa 65

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Un chapuzón 69

Dos igual a uno 70

Motor inmóvil 74

Inhumanidad 77

Premonición 80

Ernestina París 83

La multiplicación de Ana 89

Claro de luna 92

El club de los aburridos 96

  Tus manos entre las mías 100

  Tras los barrotes de las letras 104

Last train to Nemocón 107

Dominó 112

El retorno de las hermanas de Jantipa 120

Epístolas para un pasado 134

Texto del director de taller 

Pasos en falso 149

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