Antologia Complement Aria de Literatura Puertorriquena

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Universidad de Puerto Rico en Cayey Espa. 4232 (Literatura Puertorriqueña) Antología complementaria de Literatura Puertorriqueña. Siglo XX. Prof. Esther Rodríguez Ramos Departamento de Estudios Hispánicos Antología complementaria de Literatura Puertorriqueña. Siglo XX.

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Universidad de Puerto Rico en Cayey Espa. 4232 (Literatura Puertorriqueña)

Antología complementaria de Literatura Puertorriqueña. Siglo XX. Prof. Esther Rodríguez Ramos Departamento de Estudios Hispánicos

Antología complementaria de Literatura Puertorriqueña. Siglo XX.

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(Espa 4232) Prof. Esther Rodríguez Ramos José de Diego (Aguadilla, 1866- San Juan, 1918) De Cantos de rebeldía “Última cuerda” Yo traje del fondo del mundo una lira curvada, una lira curvada en un arco de flecha, brillante, flexible, como hecha de una hoja acerada que puso en la lira su atávico instinto, porque es del acero de la misma espada que mi padre llevaba en el cinto. Tuvo en su vario registro la nota apolínea del himno sonoro, que elevó a la belleza femínea el cántico trémulo y fúlgido de una cuerda de oro; el rígido timbre del duro diamante, la cuerda fulmínea del súbito apóstrofe potente y tonante; el trino de un ave saltando en la línea de una cuerda de plata radiosa, que cantó la inocencia virgínea de una fuente, un lucero, una rosa. El son de campana, el zumbo profundo del rum-rum de una cuerda broncínea, que lloró con el viejo Profeta la maldad humana, ¡anteviendo al Arcángel doliente de la honda corneta en el último trágico día sin luz ni mañana! Una cuerda de oscuro zafiro en que azules memorias dormían su noche secreta, y una cuerda de claro rubí, que el suspiro daba al cielo en el lánguido giro

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de las esperanzas y las ilusiones que perdió el poeta... Y en el largo clamor penetrante de túrgida octava, en el grito que rompe los vientos, como una saeta, la cuerda más brava... ¡La cuerda que tiene alaridos de clarín guerrero, hecha de una tripa del santo Cordero que gime en la roca de mi Patria esclava! Siete cuerdas que, a los golpes de mi mano, percutían a la vez en el acero, con murmullos de Océano: en cadencias multiformes exhalaban el sollozo del abismo, los estrépitos enormes de un oculto cataclismo y el misterio de unas alas, de una onda, de un poema, porque a veces, en el fondo de su música polífona, el rugir de un anatema terminaba en el susurro de una antífona. Así fue... Mas hoy contemplo, como en brusca epifonema, que los ecos de mi lira, como pájaros sin nido, se extinguieron en el aire enrarecido del ambiente de tormento que nos quema... ¡Cada cuerda emitió ya su última nota seca y rota de estallido!... Y una sólo vibra y trema, y su nota es un balido... ¡¡Un balido del Cordero de mi Patria, en la suprema rebeldía de su pecho desgarrado y dolorido!! Esa cuerda está en mi mano, y la pulso y la conservo, y estará en mi ronca lira hasta la muerte, como el bien más soberano, que pudiera la fortuna dar al siervo... ¡Una cuerda larga y fuerte! ¡¡Una cuerda larga y fuerte para el cuello del tirano!! “A España” I

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A través del Atlántico desierto, veo tu imagen, que la niebla esfuma, rígida hundirse entre la blanca espuma, Cristo yacente en el sepulcro abierto. ¿Has muerto? -Sí.- Como Jesús has muerto, para surgir con la potencia suma... ¡Bajo la sombra, que a tu cuerpo abruma, tu espíritu inmortal brilla despierto! ¿Quién celebra en América tu muerte? ¿Quién maldice el altar de tu memoria? ¿Cuál de tus hijos te injurió con saña? ¡Ah, miserable ciego, que no advierte, como un río de luz sobre la historia, la mirada de Dios guiando a España! II Guíate al bien, al porvenir dichoso, con la enseñanza del dolor: tu llanto es un nuevo bautismo, tu quebranto es redención y tu quietud reposo. ¡Término al sacrificio generoso, la cruz es una escala al cielo santo, y el último gemido empieza el canto de la ascensión, el renacer glorioso! ¡Oh, madre de naciones! Llega el día de tu imperio feliz: de tu alma oriundos, cien pueblos glorifican tu destino... ¡Y, centro de la luz y la armonía, gira hacia ti, como hacia el Sol los mundos, el Universo de tu Sol latino! “Profecías” Al Dr. Andrés Orsini

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Amaba las repúblicas pequeñas, con el amor de la ciudad nativa, Rousseau inmortal, el hijo de las ondas del lago azul y de las selvas líricas que bajan de los Alpes, donde triunfa cumbre de libertad, la breve Suiza. La intensa luz de sus pupilas de Aguila tendió el vate filósofo a la orilla del Mar Tirreno, en cuyo fondo gime la eterna gloria de la edad antigua, y, contemplando a Córcega en silencio, dejó esta hermosa profecía escrita: -“Tengo el presentimiento de que al mundo ha de asombrar esta pequeña Isla”. ...Dos lustros no cumplidos, nació en Córcega el nuevo Marte de la Francia olímpica; el águila imperial que voló a Italia, cruzó a Europa del Norte al Mediodía, cantó de Grecia en los sagrados montes, subió de Rusia hasta las cumbres rígidas y cayó en Santa Helena, desde el cielo, ante la tierra absorta, de rodillas... Yo también, como el sabio de Ginebra, siento una voz providencial divina, Patria mía infeliz... ¡Oh, dulce Patria, cuna y sepulcro de la raza india, paraíso perdido entre las olas, ideal apagado entre las brisas! ¡tú has de salir de tu profundo sueño, para asombrar al Universo un día! Allá en el horizonte de los mares, la verde luz de la esperanza brilla, a través de los tiempos infinitos en el curso triunfante de la vida... ¡Dios redentor, en los espacios libres, tiene una estrella para cada isla! “La epopeya del cordero” ...En la penumbra

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indecisa y lejana del otero, súbitamente al águila columbra absorta en devorar tierno cordero... “La epopeya del cóndor” Aurelio Martínez Mutis Mas no fue en la penumbra del otero... En una Isla alumbrada por el sol tropical, gime el cordero, con una cruz al cielo levantada... Y un león extenuado, viejo y fiero, que le guardaba, en desigual combate trágicamente sucumbió primero. Al poderoso embate de sus alas de acero, sobre un ciclón el águila descuella: írguese rápido el león guerrero, mira al cenit: el águila del Norte mira al abismo: y al fulgente corte de sus miradas vibra una centella, cual de dos meteoros al chocar en los ámbitos sonoros. Súbito el ave se inclinó en la altura: silba una sombra en el rasgado ambiente y una gran masa oscura cae en el lomo del león rugiente, que salta enloquecido por la ira. La enorme fauce de estupenda hondura en torno al cuello ensangrentado gira y alcanza un ala, que en sus dientes cruje como a un bote de lanza una armadura. Brinca el león, con la cabeza vuelta, y en vano acrece el prodigioso empuje: no contiene la herida sus raudales, la garra no le suelta, ni descansan del pico los puñales. Corre hacia el mar, con su último heroísmo, como al sepulcro de los dos rivales, pero, al tocar las ondas, se desprende y el amplio vuelo tiende ¡el águila entre cánticos triunfales!...

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Ruge al cielo el león, desde el abismo... cércale el sol de rubias aureolas, de círculos el agua y de rumores... ¡Y un instante, en grandioso simbolismo, quedan sobre las cumbres de las olas sangre, espumas, melenas y fulgores y un rosal de banderas españolas! Volvió de los eternos resplandores el ave constelada de astros y azul, en explosión de albores, y en la isla, atormentada por la tragedia del León ibero, místico y solitario halló al Cordero con una Cruz al cielo levantada... ¡Con una cruz, que invita a una cruzada! ¡Con una cruz, que es el dolor fecundo, a un tiempo cruz y espada, conquista, escarnio y salvación del mundo! Aquí está el Águila de Jove y ora, junto al Cordero de San Juan posada, no con el rudo pico le devora, ni con la garra sin piedad le hiere; pero el Cordero de San Juan ¡se muere, al contacto del ala enervadora que le abrasa y consume, no el blando cuerpo que a la luz se inclina, sino aquella sutil, como el perfume de un pebetero antiguo, alma latina! ¡El alma que resume, como en su cáliz una flor el santo prístino aroma del primer helecho que germinó en la tierra, como el pecho de una paloma el primitivo canto que escuchó el bosque sorprendido, aquella de veinte siglos trascendente vida, que de lo alto del Gólgota destella, como un fulgor, de una sangrante herida! Espíritu de raza, que a través de los tiempos infinitos comunica y enlaza

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a mil generaciones en sus ritos, fe, historia, amor y pensamiento iguales, los mismos ideales, las mismas ansias y los mismos gritos de triunfos y derrotas inmortales... ¡Tus gritos orquestales, oh sinfónica lengua castellana, que tienes en tus nítidas vocales el estruendo, el murmullo, el rugido, el arrullo, y una clara cadencia de campana, por donde vuela en ondas musicales todo el registro de la voz humana! En uno de esos gritos, tú, poeta, hierático en la sombra del misterio, evocas el conjuro del Profeta, para anunciar la ruina del Imperio del Águila vencida por el Cóndor del Sur, cuando la vida del Cordero infeliz sacrificaba... Si el caudal de tu voz sapiente y brava descendiera del Ande por las cumbres a los pueblos hermanos y, en cien ríos de ideas y armonías, hasta las tormentosas muchedumbres y hasta los tormentosos Océanos, para llenar de luces y alegrías las regiones sombrías de donde salen monstruos y tiranos... ¡Así no más, oh soñador, verías brotar de sus arcanos las nuevas profecías, las nuevas albas de los nuevos días surgentes de los términos lejanos! No que haya de cumplirse el vaticinio con que presagia tu indignado astro del Águila rapaz el exterminio por el Cóndor siniestro; sino que, del radioso predominio del magno Continente, juntos y alegres cruzarán la esfera, para imponer al mundo en su carrera

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el astro de la gloria de Occidente, ¡y el mundo así en perpetuos arreboles gozará eternamente el contrapuesto giro refulgente de la gloria y la luz, entre dos soles! ¿Cuándo? No mientras las gigantes moles de América contemplen en la sima del Mar Caribe a la Isla sin ventura, donde rebelde gima el Cordero que el Águila tortura! ¡No en tanto caiga de San Juan la enseña lívida y triste, de la Cruz al suelo, como un sudario, en la cautiva peña, donde llora su duelo la Patria borinqueña, que el Águila sacrílega domeña, en una usurpación a tierra y cielo! ¡No podrá el Cóndor levantar su vuelo, ni el Águila su canto, en la remota visión del porvenir, si el Cóndor tiene nuestra bandera, como un ala rota, sobre la Cruz clavada, y en el pico del Águila sostiene el Cordero su Cruz atravesada! “Octavas de corneta” A José Santos Chocano, durante su estancia en Puerto Rico. ¿Esta es la hora de tañer amores, al suspirar de flautas y violines, o la hora del tronar de los tambores y el rígido rugir de los clarines? Sed como los heraldos, trovadores, que llamen a los fuertes paladines... ¡Y al denso ritmo de la heroica octava, vibre el clangor de la corneta brava! Aquí la tienes para ti, Poeta; infúndele una racha de bochorno, al espirar de tu pulmón de atleta, y vientos y almas penetrando en torno

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el sonante metal de la corneta, hijo de los abismos y del horno, difundirá en las almas y en los vientos sombras y resplandores y lamentos! Cruza por nuestros bosques en el carro, en las andas del Inca poderoso que murió sin gemir: canta el desgarro del magnífico Imperio luminoso: los manes de Atahualpa y de Pizarro rompan de los sepulcros en reposo... ¡Y resurjan con Ponce y Agüeybana el dolor indio y la fiereza hispana! Hay caminos valientes en la tierra que se agarran al Yunque, la tribuna que te ofrece la cumbre de mi tierra, donde te puede coronar la luna. convoca allí a los genios de la guerra, diles de nuestra estrella la infortuna ¡y vuelen tus estrofas militares por cien montañas y por cuatro mares! Convoca a los poetas en la cumbre, para que sientan el horror que inspira la visión de la Patria en servidumbre, y ardan al fuego de la santa ira que hace saltar de las espaldas lumbre y cánticos de muerte de la lira, ¡y sea un combatiente cada bardo y cada cuerda de la lira un dardo! Embracen en la lucha nuestro escudo y asombre al aire su clamor colérico, cuando Dios haga del Cordero mudo un cachorrillo del León ibérico. Si un falso dios de los Olimpos pudo blandir sus armas en el canto homérico, nuestro Señor nos dio su Cruz sagrada ¡y una cruz con un filo es una espada! El combate no es muerte, cuando advierte una vida inmortal, y no es suicida quien la inmortalidad busca en la muerte... ¡si hay que morir, muramos por la vida! ¡muramos por la Patria y por la suerte

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de la raza en nosotros perseguida! El sol es un sepulcro peregrino... ¡Nuestro sepulcro será el Sol latino! Tu nombre es santidad, tu nombre es choque: tu nombre es choque y santidad, poeta: esgrime nuestra cruz como un estoque: haz de nuestro dolor una corneta: un clarín penetrante que convoque a todos los dolores del planeta ¡y mientras gima nuestra Patria esclava vibre el clangor de tu corneta brava! De Cantos de pitirre “¡Pitirre!” Cada guaraguao tiene su pitirre. Adagio puertorriqueño Una cruz negra en el fondo del cielo sus brazos extiende y en círculos lentos desciende. Estrechan al monte, de cumbre a cimientos, las raíces torcidas de una ceiba fecunda y pomposa, que esparce a los vientos ingrávidos copos volátiles de algodón de rosa. Entre dos de sus ramas floridas salta un pitirre custodio del nido que posa. La cruz se alargaba sobre los brazos batientes y, encesa de lumbres de oro la pupila brava, el guaraguao inquiría en las sombras del monte su presa... Súbito un grito el aire atraviesa... Lleva erigida el pitirre la punta sutil de un florete y ¡pitirre! resuena su grito, cada vez que el audaz pajarito como una rígida flecha al cuello del monstruo acomete. Denso, enorme, mudo,

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girar no puede en su torno el feroz carnicero; de su turbión de aletazos al ímpetu rudo escápase en vívidas fugas el raudo guerrero, hasta que le hunde en los ojos dos veces el pico de acero y dos veces ¡pitirre! proclama triunfante su clarín agudo. El vencedor fatigado en el nido reposa, la ceiba florida esparce a los vientos sus copos de algodón de rosa y, al pasar a través de una nube encendida, resalta un instante y se pierde en el cielo una cruz dolorosa... ¡Cívico pitirre, enseñanza gloriosa que funde en un solo ideal el amor y el honor de la vida! “Al guaraguao” Guaraguao, que giras en círculos negros de hondas espirales. Guaraguao largo y obscuro, guaraguao largo y obscuro de garras de corvos puñales, y pico azuloso y duro de sierra, guaraguao largo y obscuro de alas imperiales... ¡Guarda en el pecho potente tu instinto de guerra y el rayo de la ira en tus ojos fatales, que tú eres lo único que puede curar nuestros males, lo único agresivo y fiero que tiene nuestra pobre tierra! Asalta y destruye los nidos del monte: cubran tus ecos triunfales las líricas quejas del manso sinsonte y tus alas de luto las tumbas de los ideales. Tú sólo eres fuerte en estos días infaustos del miedo y el oro, del miedo y el oro tan lívidos como la muerte. El trino sonoro ha muerto en el bosque latino. Ha muerto la negra bravura en el circo y el foro... El tribuno pide su salario. El loro su comida en la jaula. Paciente y cansino no embiste en la lidia, arrastrando su coyunda el toro... Cada cual busca su yugo y su parva.

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El épico gallo, el gallo divino, pica al insecto saltante del polvo que escarda y en el corral sólo erige las córneas espuelas, que es ya su destino morir, no en la lucha, sino en las cazuelas. A lo largo de nuestro camino, como los murciélagos muerden en los árboles a los corazones, muerde la envidia a las almas, los canes aúllan y están los ratones royendo las palmas. Tenía el cordero sangre de leones y se lo llevaron nuestros batallones... ¿Quién te salva ahora, país en conquista, de tantos felinos y tantos leones si queda en el suelo plegado y rendido el pendón del Bautista? ¡Guaraguao, que llenas de sombras los lindes del cielo, desciende en tu vuelo de hondas espirales y el pendón levanta y en tu pico aferra, que tú eres el único que cura nuestros males! “La canción del múcaro”* Múcaro, múcaro,múcaro, tu carcajada profunda va resonando en la noche como un rosario de angustia... Órgano de los crepúsculos que en el follaje te ocultas, te estoy oyendo sin verte, pero estás en la penumbra, sobre un cafeto posado, bajo la bóveda obscura del retorcido ramaje donde tus ojos relumbran, donde en la sombra retumba, con su escala de amargura, con su rumor de liturgia. Múcaro, múcaro, múcaro, tu carcajada profunda. Suspenso a veces te quedas, suspenso a veces te inmutas, y tus pupilas redondas,

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cual dos topacios translúcidos, fíjanse como en un éxtasis escudriñando la hondura, donde el “aguaje” aparece, donde al claror de la luna pasa vestida de blanco la Ánima Sola errabunda... La densidad del silencio ni un leve soplo perturba, hasta que otra vez resuena tu doliente cornamusa. Y se hunde en las espesuras con la desgarrada música de su responso de tumba. Múcaro, múcaro, múcaro, tu carcajada profunda. Tú eres el búho de Palas, tú eres el ave que estudia la navidad de la aurora bajo la noche fecunda, el origen de la vida en remembranzas confusas de tinieblas y misterios y de tránsitos y luchas. Tú eres del sagrado bosque el ave cogitabunda y tienes el rostro humano y en tus pupilas perduran afinidades extrañas, reminiscencias absurdas, y tal vez, cuando tus ojos pensativos nos escrutan, tienen y evocan visiones de pretéritas figuras; y es, quizás, vago remedo de una tragedia de gruta, ese clamor de socorro, ritmo de vientos y lluvias, esa invocación de ayuda, ese treno de pavura con que en las noches ulula. Múcaro, múcaro, múcaro, tu carcajada profunda. En la profunda arboleda, que mis jardines circunda,

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tras el estrépito urbano cayendo las noches mudas sorprendió tu canto el alba de cincuenta plenilunas: y hora, aquí, en los cafetales, que esconden la casa rústica, vuelvo a oír en mis insomnios tu cadencia gemebunda desgranarse entre las sombras como un rosario de angustia. ¿Qué me dices? ¿Qué me quieres? ¿Qué me avisas? ¿Qué me buscas? Nueva, no puede advenirme ya ninguna desventura, y es vieja ya la esperanza, en mi ocaso firme y última, de que un día mi bandera florezca en mi sepultura. Si de esa esperanza sabes de esa esperanza me anuncia, y alza el vuelo indicativo del rumbo de la fortuna, que así tus alas trazaron a Julio César la ruta de sus águilas triunfantes sobre la ciudad augusta. Mas ¿qué triunfo augurar puedes, si no hay victoria sin pugna y en inercia y desaliento dóblanse las almas mustias al favor que las deshonra y al poder que las subyuga? Canta, búho solitario, que tu canción es la única buena y amable a la noche que nos envuelve en sus brumas; y, hasta que el Señor encienda las alboradas futuras, desgránese entre las sombras como un rosario de angustias, ruede por valles y alturas y se prolongue y difunda en la soledad nocturna. Múcaro, múcaro, múcaro, tu carcajada profunda.

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*Desde que llegué a mi casa de Santurce, noche tras noche, hasta el amanecer, sentía el canto de un múcaro en un árbol vecino a mi alcoba. Le hice perseguir inútilmente, y una tarde, que le vi casi limpio entre dos ramas, le disparé un tiro de revólver: aquella misma noche escandalizó más que nunca. En la clínica Miramar lo advertí varias veces. Aquí, en el campo, otro múcaro, ¿otro?, vela al pie de la casa. Durante ese tiempo me han ocurrido tantas desgracias, que no puedo dominar una extraña inquietud al sentir al pájaro agorero. “De mi vida” Prendido lo vi cuando estaba el carpintero el nido trabajando con su agudo puñal y era un ronco y constante picotear de acero en el tronco astillante de la palma real. Mecientes de las auras el soplo matinal o en tierra ya las fibras del profundo agujero, se las iba llevando en el pico un jilguero que en la copa tejiera su pequeño nidal. Mi vida es como el árbol erguido y altanero; devora sus entrañas un feroz carpintero, alegra su ramaje un lírico jilguero. Es el árbol del bien y es el árbol del mal; el dolor de sus reliquias ofrece al ideal y resuena en la cumbre el cántico triunfal. “Alta noche” Vigilia Sombra... Dos lamparitas verdes atraviesan la alcoba... La noche fría y honda bosteza... Se prolonga del ramaje en la bóveda la carcajada irónica del múcaro que ronda, y el perro alza su nota de terror... Una hoja ha volado... Una gota ha caído... y otra.

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Sombra. El cocuyo se oculta... Mas de nuevo se alumbra en la excelsa pintura donde a los cielos triunfa, sobre un arco de luna, la Concepción augusta, de manto azul y túnica de inmaculada albura. Y en la densa penumbra surgente, cuando el cocuyo vierte los fulgores que esplenden sus lamparitas verdes... ¡La imagen se conmueve y el arco de luna encendido a sus pies resplandece! Con la visión celeste mis párpados se entornan... Sombra. La noche fría y honda bosteza... Sueño Sombra. Dos lamparitas negras aparecen y flotan. Desprendidas y solas de mis ojos sin órbitas las pupilas redondas, suspensas en la alcoba, con extraña zozobra, me contemplan atónitas. Tornan, vuelan, tornan, vuelan, destellan y a intervalos anegan su luz en las tinieblas. De nuevo reverberan y en la penumbra densa una Virgen despliega su manto azul... Se acercan las lamparitas negras ¡y es el manto bandera donde aparece de pronto encendida una heráldica estrella!

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Sombra... Una visión de gloria mis párpados colora, agítanse en la atmósfera alas, brisas y hojas, canta un gallo en la fronda y asoma por el cristal de la puerta la faz de la aurora.

Prólogos de los libros de José de Diego [íntegros] De Jovillos Como “irse de montiña” usan decir los chicos de España, cuando faltan a la escuela por el placer de vagar fugitivos o entregarse a juegos y travesuras en las horas de clase, “irse de jovillos” decíamos en Aguadilla los muchachos de la escuela de aquel magnífico Dómine de ojos negros sonrientes, que de pura bondad nos daba unos ridículos palmetazos tan leves y suaves como caricias. La frase venía de que, torciendo el camino de la escuela, nos íbamos al “Caimital”, una finca rústica cercana al pueblo, donde, además de caimitos, había un alto jovillo, de copioso ramaje, que a su tiempo se iluminaba y nos brindaba con millares de áureos globos de la agridulce fruta. Jovillos son, pues, “de jovillos” fueron compuestas, mis coplas de estudiante, aquí mismo, en Barcelona, ausente de mis clases de Economía Política y Derecho Romano, o en las cátedras, cuando a ellas iba, con un lápiz sobre mi libreta de apuntes, mientras el sabio profesor explicaba la Ley de Malthus o las Constituciones del Imperio. Entonces, hacia el año 1890, dirigía “Madrid Cómico” el ingeniosísimo Sinesio Delgado y “La Semana Cómica” este bueno y excelente amigo José Fernández de la Reguera: alrededor de ellos, un estado mayor de escritores, Vital Aza, Eduardo Bustillo, Luis Taboada, Mariano de Cavia, Eusebio Blasco, José Extremera, José Jackson Veyan, y una vanguardia de incipientes mozos, Luis de Ansorena, Ricardo Catarineu, José López Silva, Fiacro Irázoz, José Borrás, Brissa, De la Cruz Ferrer y otros que cayeron en el olvido o brillaron en la fama, seguidos de los dibujantes Mestres, Cilla, “Mecachis”, Cuchy, Escaler, sostenían como banderas de arte y alegría los dos celebrados periódicos de caricaturas y letras festivas. En alguna parte el prodigioso Rubén Darío ha dicho la singularidad de que en aquellos versos joviales, de alegre númen (Sic.) y vario ritmo, apuntaban los primeros resplandores de la nueva lírica: y es verdad que sobre la rigidez del Parnaso clásico pasaban y cantaban entonces, como exóticas aves, el ingenuo espíritu y la grácil armonía

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de las modernas musas. Discípulo y compañero, el más joven y humilde, fui yo de aquélla brillante y precursora generación literaria. Todas las composiciones de este libro fueron publicadas en aquellas revistas, principalmente en la “Semana Cómica”, y son jovillos, algunas verdes, otras rosadas, mezcla de acritud y dulzura, pues todas, como los jovillos, recibieron al florecer y fructificar fulminantes rayos de rojo sol y tembladoras luces de pálidos luceros. Porque a veces, en el fondo de estos versos de regocijo asoma y se esconde una tristeza inefable que ha estado siempre en mi corazón: al mismo tiempo escribía cálidos y tristes poemas, que contiene mi libro “Pomarrosas”, y no eran ficción, sino entrañable verdad, la angustia y la alegría de mis versos. Ahora, después de veinticinco años, al recorrer estas páginas, parece que el mundo gira en sentido inverso para volverme otra vez al espacio y el tiempo en que canté mis coplas de estudiante... Pero ¿en cuál punto del infinito están los sueños que cruzaron por mi fantasía, las visiones que iluminaron mis ojos, las mentiras que ofuscaban mi entendimiento, el amorcillo inconstante y loco que desplegó sus alas sobre tantas cabecitas encantadoras? ¿Dónde están Lucía, Pura, Juana, Rosa, Pilar, Catalina, Violante, Maruja, Paca, Angustias, y tantas otras sin nombre expreso, como la gitana y la pelona de mis romances? Todas han vivido y en mi vida dejaron un perfume de la suya: sólo fue quizás el roce de una mano, la luz de una mirada, el rumor de un suspiro, pero siempre un fragmento de vida, relámpagos de emoción que no mueren jamás y se perpetúan en las ondas inagotables de la divina esencia del Universo. Evocadores de mis cosas lejanas, mis versos de estudiante llenan este libro; no todos, porque he tenido que destruir muchos de audacia desmedida y máximo sacrilegio. Todavía he dejado algunos como pregón de mis errores, tal como los antiguos cristianos confesaban sus culpas, por vergüenza y arrepentimiento, en los sitios públicos. Así son y estos son mis Jovillos. Barcelona, agosto de 1916. [Introducción a Pomarrosas] Bien aconsejaba el gran maestro latino a los hijos de Lucio Calpurnio desechar el poema, no reservado por mucho tiempo y por muchas veces corregido. Yo no guardaba mis versos ni un día, y ahora, releyendo en calma las ardientes y rápidas estrofas de mi primera juventud, cuando me anima el natural deseo de recogerlas e imprimirlas, siento el impulso de abandonarlas para siempre. No tenía once años, al balbucir en líneas métricas mis nacientes emociones, ni quince

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cumplidos, cuando se difundían en los periódicos, que debieron acogerlas por la benevolencia que inspiran las travesuras de los niños. Felizmente, perdiéronse en su mayor número aquellas atolondradas parlerías y de las que fueron apareciendo, en papeles borrosos, como planas de escuela, unas, las más, tornaron a su olvido, y otras muy contadas y descontadas, figuran en este libro, para muestra, razón y castigo, de mis jactancias de poeta. Versos rosados y distintos, a la descompuesta luz de mis ensueños infantiles, están hoy, cual eran, a la firme luz de la crítica, negros y confusos, como el oro impuro envejecido; cantaban, como el viento en el ramaje verde, y ahora resuenan sordamente, como hojas secas en lejanos remolinos. Todavía lo que fue bello, engañosamente bello, conserva la simpatía de los recuerdos agradables, y pluguiera a Dios que todos mis pecados literarios hubiesen consistido, como entonces, en torpezas del lenguaje, y no del alma, y que jamás hubiera profanado su divino nombre y eterno misterio: insensato después, en las agitaciones de una adolescencia nublada y tormentosa, no ya contento de aquellas rimas santamente bárbaras y locas, entré en delirios más funestos y, envenenado y ciego por malsanas lecturas, me encontré súbito cercado de sombras externas impenetrables y de fuegos inmanentes abrasadores, como el espíritu rebelde en el fondo del abismo. Sofocado en mis propias ideas, dentro de un ambiente mortífero a la vida lúcida del alma abierta a los esplendores del Universo y de la ciencia; ante la negación hierática y muda, cual un inmenso fantasma, llenando con su sombra los espacios inagotables, busqué anheloso la prístina fuente de la verdad; estudié, analicé los secretos de la naturaleza revelados por sus más insignes observadores; me dejé guiar por los astrónomos, por los geólogos, por los naturalistas; asistí a la manifestación del primer átomo vibrante en la inercia sin límites, a la concentración nebulosa de los gérmenes cósmicos, a la génesis de los mundos, a la evolución progresiva de la materia inorgánica, al nacimiento de las especies organizadas y a su diferenciación en la perpetuidad del tiempo; penetré en las maravillosas circunvoluciones cerebrales del tipo perfecto, que resume y condensa, en breve síntesis, la historia de los seres; sorprendí sus lentas demudaciones a través de los siglos, en el embrión humano elaborándose en el seno materno; retrocedí, adelante, por múltiples caminos, giré alrededor de las hipótesis, de las teorías, del vuelo angustioso del espíritu en pos de su origen..., y, cuando dirigía el último esfuerzo al fulgor primitivo de la creación, me encontré solo, perplejo, extático ante la eternidad, en la profunda sombra del misterio absoluto. Estado de conciencia excepcional y único, como si hubiese llegado a las silenciosas brumas del Nirvana, una frialdad de muerte, un malestar indecible, una tristeza inefable perduraron en lo recóndito de mi alma... y me asaltó, como una voz del cielo, el recuerdo de los versículos del Génesis: “In principio... tenebroe erant super faciem abyssi: et Spiritus Dei ferebatur super aquas”. Quedé iluminado y pasó ante mis ojos, como un rayo sutil la voluntad de Dios atravesando las esferas, encendiendo el Cosmos, espiritualizando la vida, previendo, rigiendo, alentando las transfiguraciones infinitas de la creación universal. Proceso intelectual piadosamente ayudado por la experiencia del corazón, en las luchas,

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en los dolores, en el afán continuo de la existencia: yo he blasfemado y he orado y sé cómo es asfixiante y maléfico el hálito de la blasfemia y trascendente y eficaz el perfume de la oración. Mis versos llevan la historia de mi alma y tenía que decir aquí sus motivos esenciales, porque la historia aparece en este libro mutilada en sus páginas más negras; ya que no he sabido, como el desgraciado y luminoso Verlaine, rendir mis culpas y cantar mis arrepentimientos, a los pies de la Virgen Madre: Du moins je ferai savoir à qui voudra l’entendre Comment il advint qu’une âme des plus égarées, Grâace à ces regards clements de votre gloire tendre, Revint au berçail des Innocences ignorées. ¡Tantas estrofas inspiradas en la herejía y tan pocas y frágiles en la penitencia y en la redención! De aquellas, justamente eliminadas, publico en este volumen algún ligerísimo fragmento, como el que aparece del Canto Segundo de Sor Ana, poema desaliñado y brutal, que compuse a los diecinueve años y circuló fatalmente en dos numerosas ediciones: y esto lo reproduzco atenuado y revestido, para que pueda verse y seguirse todo el camino de la transformación psicológica en la obra artística reflejada y para enseñanza moral de los que se encuentren impelidos a los violentos desórdenes de una imaginación ardorosa y enferma, por el fuego de la juventud y el contagio de las escuelas que conculcan los principios de la verdad y del bien. El tránsito espiritual, que el conjunto revela, está vivamente señalado en los dos sonetos que forman la composición Dios provee, escrito el primero en 1887 y el segundo en 1896: por rara coincidencia, durante el período de nueve años, que fija el lírico admirable (...nonumque prematur in annummembranis intus pósitis) el pensamiento original quedó invertido y completa la transubstanciación milagrosa de la sombra en luz, al soplo invisible y seguro del que “todo lo provee”, en el mundo de las cosas y las almas.

***

¿Qué más hay en mis versos? El ideal sufriente, moribundo, de una patria adorada, llorada, perdida... el pueblo puertorriqueño, que se divide y agota en míseras disputas, cuando tiene sobre el cuello la férrea mano del coloso, que le agita, que le absorbe, que le consume, sin resistencia, sin clamor, sin protesta, ayudado por el mismo afán de la víctima en sacrificarse y extinguirse. No puede ser este lugar propicio al desarrollo de una cuestión política, mas la toco involuntariamente, porque sale de todo mi ser, como el resplandor de un incendio. Lo que pasa en Puerto Rico, lo que pasó en México, lo que acaba de pasar en Colombia, lo que pasará en Santo Domingo y en toda nuestra desventurada América latina, si un grandioso movimiento de concentración federativa no la salva en lo porvenir, es gravísimo asunto digno de la atención de los sociólogos y de los estadistas. Este odio histórico y esta lucha de razas, que bañaron de sangre el mundo antiguo: este odio y esta lucha, modificados en sus procedimientos por la acción de los tiempos corrientes y las ideas predominantes,

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pero inmutables en su esencia y en su acometividad, continúan su obra de exterminio en el mundo americano, y somos nosotros los que perecemos, y somos nosotros los que debemos sobrevivir, si no es posible la convivencia. Es posible, entre dos razas fuertes, que se confunden, o marchan unidas por el estímulo al triunfo de la civilización, y no hay convivencia entre débiles y poderosos, y es necesario, imprescindible, que los pueblos débiles de América se reconstituyan en la paz, se vigoricen en la unión, se eleven a la altura y se midan en la fuerza de la gran República del Norte, para que el respeto recíproco engendre el mutuo afecto y para que se realice, al fin, en América, la reconciliación de todas las razas de la tierra y la conjunción de todos los ideales de la humanidad. Pero yo sólo veo y canto que perdimos la maternidad gloriosa de la nación hispana, que no tenemos patria, ni la creamos con nuestra vida, que no tenemos bandera, ni la estampamos con nuestra sangre, y que seremos acaso, en no dilatado curso, un pueblo, como el israelita, nómada, errante, perseguido, arrastrando por la superficie del planeta la terrible resonante cadena de los recuerdos dolorosos.

*** Así entrego mis ritmos, como pájaros errátiles, a los vientos del mar, para que crucen una vez siquiera sobre la isla del ensueño desvanecida en las soledades del cielo y del océano: con ellos van mis amarguras, mis alegrías, mis ansiedades, mis culpas, mis arrepentimientos, mis quejas de vencido, mis gritos de victoria, la pasión efímera y el ideal eterno, cuanta luz y cuanta sombra pasaron por mi alma.

*** Hojas de mi vida encierra este libro, y en la primera escribo el nombre de mi esposa y en la última el de mi hija: lo oscuro de las otras va cubierto por estas dos blancas insignias, que llevan el símbolo de toda esperanza, de todo bien, de todo amor y de toda felicidad. (De la primera edición) París, junio de 1904. Prólogo a Cantos de rebeldía El Director literario de la casa editora de mis libros de versos me expresó sus deseos de insertar en cada uno de aquéllos el retrato mío perteneciente a la época en que las composiciones del respectivo tomo fueron escritas. Teniendo los retratos, se los di, porque me pareció que se buscaba, no una exhibición personal, sino una exposición fisiopsicológica de las ocultas afinidades entre el curso de los años y el curso del pensamiento, en las misteriosas correspondencias por las cuales tal vez una arruga del rostro contiene un abismo de dolor, una corriente de vida, una onda del alma.

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Algunas de las tristezas más antiguas de Pomarrosas son contemporáneas de las más ingenuas alegrías de Jovillos y esto ya no puede medirse ni compararse por la mutación de la faz, que en los inquietos giradores días de la adolescencia tenemos siempre dos caras en una cabeza “cual la de Jano, que siendo una, mira a Oriente y a Occidente”, según la estrofa de Rubén Darío, contemplando una los fulgores del alba y otra las agonías del véspero. Mas por seguro que ya no era el mismo a los quince que a los treinta años el autor de Jovillos que el de Pomarrosas y que, con ser muy grandes, no lo eran tanto las diferencias fisiognómicas como las espirituales entre el autor de Jovillos y el de Cantos de rebeldía. En el desarrollo de la vida humana, asiste a la primera juventud un vasto espíritu, rarificado, ligero, de amplia y difusa luz, que se reduce y concentra y gana en intensidad lo que pierde en extensión, como en fijeza lo que pierde en campo visual, según el tiempo fortalece y densifica la carne, hasta que el agotamiento orgánico vuelve a enrarecer y aflojar el espíritu, no ya con las palpitaciones de un fulgor progresivo, sino con el vago ondular de una creciente sombra. En determinados temperamentos, la concentración espiritual es tan absorbedora y exclusiva que se revela en un solo anhelo dominador. El caso de Gustavo Adolfo Bécquer, en su obra poética única y esencialmente erótica, como el de ciertos pintores que sólo pintan santos o rosas y el de ciertos músicos que sólo componen salves o danzas, se multiplica en el comercio, en la industria, en las artes más humildes, en todas las especies de labor anímica o mecánica. Ello no se explica por las reglas de la división del trabajo no siempre artificiosas, sino por la intensificación de las energías y tendencias mentales. Inicia e impulsa este proceso una fuerza espontánea, ayudada también en numerosos individuos por el poder de una voluntad consciente de la aptitud, objeto y decoro de la propia vida. De mí puedo decir que me he sentido naturalmente llevado a la unidad afectiva y expresiva de mi arte, como se desenvuelve en estos Cantos, herido a veces por una súbita desviación del pensamiento. Al concertar las primeras estrofas de “Alma nocturna”, recostado sobre el tronco de un cocotero, en el rellano de un monte esclarecido por la luna, sólo me propuse decir del misterio, el silencio, la soledad de una alta noche campesina, cuando de pronto se me viró el deseo en una bárbara meditación de muerte. Mas al mismo tiempo la orientación única y fija de mis últimos versos, ya principiada en muchos de Pomarrosas fue en gran parte regida por el libre conocimiento y la tensa voluntad encaminados al ideal que imanta y alumbra la visión de mis ojos y la determinación de mi existencia. Nacido en un país infausto, siervo, en peligro de muerte, debo a la conservación de su vida y a la defensa de su libertad la sangre que es de su tierra y el alma que es de su cielo:

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si tengo una lira, como si tuviera una espada o un martillo o un arado, lo que tengo suyo es, de mi patria es y debo cantar como blandiría el acero, golpearía el yunque, abriría el surco, por ella y para ella que es mía y de quien soy en cuerpo y alma. La poesía no es cosa de futil adorno y vano recreo: ninguna ciencia, ninguna arte podrán desligarse de la universal cooperación al bien humano, como nada en el orden físico puede ausentarse del trabajo universal de la naturaleza. La producción y la contemplación de la belleza en sí mismas constituyen un bien y la poesía cumple siempre un propósito estético; mas la poesía, como toda obra humana, debe acudir preferentemente al bien necesario, sentido y clamoroso en cada momento y en cada lugar del mundo. Señalados pueblos en señaladas épocas y señalados hombres en señalados pueblos ostentan y personifican la conciencia de la humanidad, como Francia el 93 y los enciclopedistas en Francia; pero, en la evolución normal de los hechos y las ideas, cada pueblo siente una necesidad característica, requiere un bien especial, fundamental, para cuyo alcance es obligatoria la contribución de todos los elementos componentes de su alma colectiva. Infinito el progreso, ningún país en ningún instante puede tener por logradas sus aspiraciones; pero, aquellos que han realizado los fines principales de su destino, la independencia, la libertad, el orden, el bienestar común, pueden distraer sus energías en las sutiles artes de la contemplación y el éxtasis emotivos de la belleza o irradiar las fuerzas de su espíritu más allá de la existencia nacional, por la universidad del Orbe. Francia, después de tantos siglos de cuidado y lucha por el propio bien, soberana, libre, rica, victoriosa, expandía por el Globo el desbordamiento de su potencia y desde principios de la centuria diecinueve alentó una generación de poetas que buscaban y cantaban los paisajes lejanos, los ideales pretéritos, el amor de las hermosuras muertas o jamás conocidas, los subjetivismos recónditos. Los parnasianos, simbolistas, decadentistas y los poetas y escritores comprendidos en tantas recientes nomenclaturas (siempre creí que todas ellas sólo envuelven modalidades o aspectos evolutivos de la escuela romántica), exploraron desde las cumbres de su Patria la redondez del Mundo y la eternidad del Espíritu, en un arte raro, exótico, ambiguo, que volaba de las cúpulas de una pagoda a una torre medioeval y de los oblícuos ojos de una princesa del Japón a las doradas pupilas, ya tierra, agua, o aire o luz, de una dama del Directorio: así era, mas cuando una conmoción terrible desgarró el cuerpo y el alma de la Nación francesa, en el desastre de 1870, una literatura nacional, reivindicadora, agresiva, acudió al corazón adolorido del pueblo para prepararlo, como se está viendo, a la guarda y defensa del territorio patrio. El influjo que, desde la emancipación de las colonias españolas, ha ejercido Francia en la cultura de las Repúblicas ibero-americanas, extendió al centro y al sur de nuestro Continente las novedades de fondo y formas que Verlaine, Mallarmé y otros heraldos del modernismo desplegaban como banderas sonantes y multicolores en el triunfo de la nueva lírica.

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El grande y glorioso nicaragüense, fue el primer y más paladín de este movimiento en la poesía castellana: alrededor de él, una brillantísima cohorte de poetas de genio, en España y América, ensanchó el ambiente del arte clásico, penetró en el translúcido seno del idioma, de las palabras, de las sílabas, de las letras, del timbre, del acento, de la modulación fonética, cuando otros fríos y falsos imitadores de los maravillosos maestros rompían torpes la sonoridad y majestad de la onda rítmica en locos bailes de inútil viento. Enriquecíanse como nunca el tesoro del lenguaje y el dinamismo de la lírica, al par de una visión más aguda y detallada de la naturaleza y del mundo psíquico; pero, en lo que a nuestra América concierne, parecía que la espléndida evolución iba a pervertirse en una fiebre de grosera lujuria y en atávicos gestos de feudal señorío. Se glorificaba al amor con las crudas voces de un tratado de patología sexual, y, si el poeta buscaba para exaltar un tipo de pasados tiempos, encontraba siempre a un Caballero feudal cualquiera en ejercicio del derecho de pernada... El más grave daño de esa literatura en América fue que apartó de la tierra, del ambiente, de los sentimientos e ideales patrios la inspiración y el afán de los poetas nacidos en aquellos dolorosos países, tan necesitados del concurso de sus filósofos, de sus artistas, de sus hombres de Estado, de todas sus fuerzas morales y orgánicas, en las tremendas crisis de su crecimiento nacional. La Grecia antigua, el Japón, moderno, dioses paganos, emperatrices, hetairas, geishas y obispos endiablados y marquesitas galantes y todo lo “muy siglo diez y ocho”, fueron cantados por poetas que tenían en sus nativos lares las bellezas más grandes de la Creación, y los empeños más altos de la lucha por el triunfo de la libertad y por la subsistencia y el predominio de nuestra raza oprimida y escarnecida en las tristes patrias del hemisferio americano. Darío, que se elevó desde una pequeña República como poeta del Universo, podía hacerlo así y extender las alas de su genio por los horizontes mundiales; pero lo hizo mejor y en su magnificente obra nada hay más grandioso que la salutación a las “ínclitas razas ubérrimas” ni más dulce y tierno que el idilio al “buey que vi en mi niñez echando vaho un día –bajo el nicaragüense sol de encendidos oros”... Dichosamente pasó como una áurea nube aquella convencional literatura y hoy la América hispana puede mostrar con orgullo “sus” poetas, los insignes poetas de su paisaje, de su historia, de su libertad, de su vida, de su raza y de su futura hegemonía de los pueblos de su raza en las cumbres del Planeta. Puerto Rico sufrió también la racha de aquella vanal literatura y goza también ahora del renacimiento de su poesía: viejos y jóvenes líricos marchan a la cabeza del movimiento nacional, como iban los antiguos bardos anglosajones a la vanguardia de los ejércitos: el perfume de nuestros bosques, el fulgor de nuestro cielo y nuestras llanuras, el rugir de nuestros tormentosos desgraciados mares, el cántico melancólico de nuestros jíbaros, nuestro dolor, nuestra esperanza, se desprenden de las liras en ráfagas de vibrante espíritu... Entre esos poetas, yo, el último, lanzo mis Cantos de Rebeldía, mis gritos de protesta y de

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combate contra el tirano de mi patria a los vientos y al corazón del mundo... Barcelona, septiembre de 1916. Ver: 1) Fernós López-Cepero, Antonio. “El Tratado de París en 1898 y la cesión de Puerto

Rico a Estados Unidos”, Voces de la cultura, T. II, San Juan, La Voz del Centro, 2007, p. 218-231.

2) Ferrrer Canales, José. “José Martí y José de Diego”, en: Mercedes López-Baralt, Literatura puertorriqueña. Siglo XX. Antología., R.P., U.P.R., 2004, p. 82-113. 3) Pedrosa Izarra, Ciriaco. “Análisis biográfico-literario de la estancia de José de Diego en Logroño”, CP Izarra, PYC Figura - dialnet.uniroja.es Alfredo Collado Martell “Diálogo de arcillas” (De Cuentos absurdos, 1931) Al volver del extranjero, trajo para la amada aquel Buda que compró en Bakú. Era una maravilla de perfección la estatuita: en cuclillas, bajo y regordete, con su mantán rojo, líneas doradas, ojos dormidos sobre el panorama del vientre y las manos cruzadas en actitud de languidez, lucía expresión sinónima a un largo cansancio de siglos, y más bien que la figura de un dios, daba la impresión de ser un liviano biscuit de tocador. Y la amada, por extraño capricho de mujer, la puso en su tocador, un juguete exquisito de caoba, frente a otra estatuita rara: un cemí. El viajero, tipo de cultura que había llegado a la ironía, gozaba íntimamente al ver juntos, sobre los pulidos castillos de caoba, aquellos dos muñequitos de arcilla que para dos mundos simbolizaban creencias de una alta estimación de valores tan relativos en unos casos, y tan exuberantes en otros. Un buda y un cemí… Realidad de dos credos que al analizarse en la espirutualidad de su íntima subjetivación bien podrían unir, por la paradoja de una anomalía, orígenes de principios, que separados por el procedimiento aún fueran integrales en la realidad de la mente humana. Buda fue un protector por la sabiduría, y por la sabiduría tiranizó con el miedo: puede ser un dictador el más filósofo; ¿no as acaso la humildad de Epicteto la más elegante soberbia? ¿Y el cemí? Este, por la fuerza, constituyó una tiranía sabia. Y entre la lanza y el concepto, ¿no hay, acaso, una relación de fuerza tan humanamente parecida que promueva a la sonrisa? Y el viajero, un tipo de cultura que había llegado a la ironía, contemplaba a intervalos a los dos idolillos de arcilla tratando de bosquejar, en la relación de una metafísica burlona, el afán de dos pueblos creyentes, que aunque alejados, en el sentido moral y material, de lo que se llama civilización, se conectaban aún en la síntesis de

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sus credos… Mas, en el lecho, la mujer, la amada, dejaba traslucir la tersura de los hombros rosa bajo el tenue encaje de las sedas, y el viajero aquel, tipo de cultura que había llegado a la ironía, dejó la estancia a media luz y fue tras el calor suave de la amada en reposo… Fijas una en la otra, bajo la gasa de la penumbra, quedaron las dos estatuitas viéndose en los espejos de pulida luz veneciana y contemplándose de reojo. El cemí era antagónico en expresión al buda. El idolillo indio atesoraba un aspecto heroico y bravo: tal parecía que acababa de sufrir los horrores de una batalla en sublime esfuerzo contra los caribes: tenía la nariz rota, un ojo con expresión de pánico y otro a medio cerrar. La boca, de rasgadura macábrica, torcida y violenta, aún parecía sentir rozar por sus labios el grito espasmódico de un viva. Y en todo su cuerpo brillaba el tono mate de la arcilla expuesta al desamparo, la lluvia y el sol… Era aquel fetiche como la encarnación simbólica de una casta indómita, desaparecida, en plena resistencia, a golpes de espada y pica… Así, como enemigos, a ese instante en que la penumbra esmaltaba con su matiz los tenues rincones, los dos héroes se encontraron escudriñándose con extraña impresión de incredulidad. El buda abrió los ojos y buscó en aquel vecino alguna razón de ser, algún derecho a perpetuarse. Y el cemí, enardecido por la imprudencia de aquel extraño ceremonioso, quieto, sentado con deje de olvido reflexivo y hasta displicente, contrajo los músculos, arrugó el rostro y enristró la lanza… Por el rostro del buda pasó algo como una sonrisa y después dijo: - Soy Buda, el que todo lo puede con el esfuerzo de la mente; si más hubiera querido, más hubiera hecho. - Yo, Tucay, un dios indio, guerrero; consiguieron matarme, pero no hacerme morir. - ¿Un indio? - Sí… - En mi tierra jamás conocí a tal descendiente de Visnú. - Ni en la mía a tal representante de Huracán. Y los dos fetiches se estuvieron callados. Al fin, preguntó el cemí: - ¿Y qué sabes hacer? - ¿Yo?… Meditar, razonar, vencer el pensamiento al dolor y al placer… ¿Y tú? - ¿Yo?… Sé guerrear, defender la tierra de los míos. Dí batallas, vencí enemigos y sobre las crestas más altas de las montañas planté mi lanza; nadie pudo contra mi voluntad; impuse mi fuerza. Todos se rindieron y en mi choza tuve doncellas que rivalizaban con las flores… - Somos antagónicos. Yo odio la Guerra - Y yo odio la paz. Los dos idolillos de nuevo tornaron al silencio. Mas el buda notó las heridas y las rasgaduras que en su cuerpo tenía el cemí.

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- Dí… ¿Has vencido siempre? Por los ojos del guerrero cruzó algo sombrío y doloroso; imágenes extrañas de instantes pavorosos surgieron ante sus pupilas, como si del recuerdo brotara la realidad del ayer, y al fin repuso: - No… Sonrió el buda victorioso. Por su faz de tierra vagó la sonrisa de una íntima seguridad y dejó caer de sus labios la sentencia: - Sólo la paz es vencedora. Nadie es suficientemente fuerte para eternizarse en la victoria. Reinó el silencio. El cemí vio plegarse en su alma los mirajes del recuerdo, a manera de paisajes milagrosos. Las tropas de los blancos, aquella bandera roja y amarilla, los tercios recios y atrevidos, más fuertes que Yukuyú, ágiles como las flechas y más valerosos que los caciques; resonó de nuevo en sus oídos el golpear de las espadas finas, el eco lejano de los arcabuces; después el oro, la esclavitud, la rebeldía, y, al fin, la muerte, héroe sobre una colina, firme su cuerpo de cobre hasta caer atravesado por la espada de un capitán… ¿Tendría razón el Buda? ¿La fuerza no podría eternizarse en la Victoria?… Mas como quien surge de entre tinieblas, preguntó también: - Y tú, ¿has vencido siempre? La risa de triunfo que vagaba trémula por el rostro de buda fue desapareciendo como un crepúsculo ante el avance de la noche… Sus ojos buscaron el vientre y en larga meditación quedó el que todo lo pudo con el pensamiento… Al fin, tras un suspiro, exclamó: - Fui vencido… - ¿Y cómo? ¿No es la paz el símbolo de la victoria eterna? - Tú caíste en la guerra, la tiranía de las armas venció tu fortaleza. A mí me venció

la paz, la tiranía de la fraternidad anuló mi victoria… - Mis guerreros siempre fueron leales. - Y tan leales fueron conmigo mis prosélitos, que para interpretarme cayeron en la abulia. - ¿La paz entonces es una faz de la guerra? - La guerra también es una forma de paz. - Pero ¿y tus dioses? - Toda creencia fue desconsuelo. - ¿Y los tuyos? - Toda imploración fue un desencanto.

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Hubo un largo silencio. El indio paseó de un extremo a otro en el castillo fino de caoba; fueron sus pasos violentos, agitados; en su rostro, contraído, vibraba la emoción de la soberbia. Después, como vencido, se puso en cuclillas, soltó la lanza y se estuvo fijo en el recuerdo… El buda de su inquietud nirvanesca se alzó a la agitación; su cuerpo, rechoncho, ahora tenía elegancias marciales. Y empuñando la lanza del cemí quedó en posición de asalto… La luz del sol se coló ágilmente por entre las cortinas y los cristales. La plata maravillosa de la mañana se hizo polvo en los rincones. Unas rosas se enderezaron por las ventanas… El viajero, aquel hombre culto que llegó a la ironía abrió los ojos y retiró a la amada. Al volverse notó el cambio en la posición de los dos fetiches. Sonrió. Hasta la tierra tenía espíritu; el hombre la insuflaba de ánimo; de seguro que los dos símbolos conspiraban contra la felicidad. Era mejor romperlos… Se levantó, llegó al tocador, alzó a los idolillos y los hizo caer contra el mármol… Todo quedó en silencio. La amada dormía aún. Sólo él, que conocía la burla, sonrió suavemente… ¡Si en sus manos hubiera estado algo más que el símbolo! El anillo de Lord Arthur El noble inglés que se había aburrido en todos los países gustando a las mujeres más hermosas; el maniático raro que importa para su castillo de Londres, junto a flores exóticas y momias egipcias, mujeres como verdaderos lotos caprichosos; el dueño de un hotelillo pulcro en cada comarca de todos los países, contempla silenciosamente el extenso panorama desarrollado a su vista, el cual, al descomponerse los tintes del crepúsculo, se tornaba azul en el linde de las montañas, gris perla en las cuencas apartadas y, por último, negro sobre los picos de la cordillera. El aire del trópico azotó su traje, y al componerse la solapa fina de la americana notó en una de sus manos la prenda rica, el anillo inseparable, compañero discreto de sus aventuras galantes. Del anillo incrustado con piedras preciosas había dicho el mago indio: “Con esta prenda se abrirán los corazones de todas las mujeres.” Y no mintió el solemne adorador de Buda. La piedra preciosa había pasado de mano en mano; fue de una turca desencantada que murió de amor en el harén de un califa, en las orillas del Mármara azuloso; después, de una rusa princesa, de ojazos azules y carne blanca como la leche; más tarde, de una diabólica princesita parisién, hija de un minero, que deslumbraba a las cocottes, y, por ultimo, estuvo en el poder de una miss yanqui, danzadora antiartística de los cabarets neoyorquinos, la cual sentó un pleito contra el lord por pérdida de tiempo. Mas hoy el noble descendiente de los infatigados diplomáticos venía a esta islita con el

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buen propósito de distraer su spleen.

II - Inglés, tus labios están fríos. - Me hace falta el whisky. - Amigo del alma, esos ojos grises se han vuelto muy tristes. - Es que los deslumbra la luz de los tuyos. - Inglés, eres frío como los mismos icebergs del Norte. - La tarde tiene llamas en los últimos rayos del sol, parece que éste se ha divertido prendiendo la arena. La criolla acariciaba con su mano de fuego las mejillas del exótico viajero. De pronto exclamó el inglés: - Me haces daño con tus manos. - No; yo no –respondió la niña-; la sortija que me has dado es la que ha herido tu cutis. El recuerdo de la sortija trajo a la memoria del lord el renacimiento de pasados propósitos. Quizá la prenda mágica había rozado su rostro para recordarle su misión. Por sus ojos cruzaron otros campos y otras tierras. Era la nostalgia de su monomanía que se posesionaba nuevamente de su corazón artístico. Irse y llevarse con la prenda otro corazón, apuntando en su libretita-memorándum el nombre y la dirección de la olvidada. Al siguiente día no vino donde la criolla, y al tercero le escribió esta carta: “Todo ha terminado sin luz ideal. Nuestra unión es imposible: el fuego y la nieve no se conservan mutuamente. Soy un hijo del Norte y sus nieblas viven en mis nostalgias. Inglaterra me llama; ahora de lo que fue no debe quedar ni un rastro que guíe a nuevas perturbaciones. Por honor debemos devolver lo que no es nuestro. Te envío lo tuyo, que seas feliz con otro. Adiós.” El lord esperó la contestación algunos días, y cuando, al fin, impaciente, suponía poner en juego medios más complicados, recibió esta epístola de la criolla: “Las criollas no nos parecemos, amando, a las mujeres de otros países; ni siquiera somos extravagantes que hagamos de nuestra ilusión un vicio. El amor, para nosotras, es uno solo; lo perdemos, y hemos perdido el corazón. Un hombre que ha sido nuestro y se va, no deja cabida a otros hombres; pero cuando se nos habla de orgullo, rechazamos la debilidad del amor. En América latina torrentes de sangre lavaron la afrenta del servilismo. Aquí somos fuertes y orgullosas hasta amando. Hemos terminado.” “Lo que no es nuestro, lo devolvemos; pero siendo engañoso el amor que se nos ha ofrecido, ¿por qué no evitar que continúen siendo medio de otro engaño las mismas

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prendas que estimularon nuestra pasión? El fuego quema las cartas para que las cartas no recuerden días mejores, y las piedras preciosas que nos alegraran una vez con el brillo de su transparencia, deben convertirse en polvo para que no fascinen nuevamente a otras niñas más caprichosas. Allá va eso.” El viajero abrió el pequeño cofrecito de caoba perfumada que le enviaba la criolla, y en su fondo, sobre raso negro, encontró, mezclado a las cenizas de las cartas, los restos de la mágica sortija. La criolla, en un arranque de pasión americana, había machacado la prenda estimable. El galán aristocrático, el noble súbdito de Albión, se volvió a su castillo de Londres, y cuentan las tradiciones que no ha vuelto a emprender otros amores. La América latina habíale dado un corazón más, pero se quedó con el talismán de sus conquistas. Luis Llorens Torres (Juana Díaz, 1876-1944) Del libro Al pie de la Alambra “Granada” Oh, tú, Granada bella, la de alminares ricos, dormida entre montañas con cumbres de cristal. La de bermejas torres, la de soberbios picos más altos que las palmas del bosque tropical; la de la fértil vega, la de los cien alcores, la que de excelsos vates el numen inflamó, la que brindó a Zorrilla las olorosas flores con que el fecundo bardo gentil se coronó... ¿Por qué mi alegre patria dejé con sus jardines, sus fuentes, sus sabanas, sus vegas de guandul, sus bosques, donde cantan

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manchados colorines, sus noches de verano, su cielo siempre azul? ¿Por qué dejé las playas de perfumado ambiente, donde los dulces sueños de mi niñez dormí? ¿Por qué, Granada bella, bajo tu sol ardiente, hasta mi cuna olvido para cantarte a ti? ¿Qué busca en ti mi mente? ¿Qué busca mi mirada, cuando las ruinas toco de tu pasado ser, cuando la hiedra arranco que crece abandonada en losas con relieves y fechas del ayer? ¿Qué siento cuando escucho los deliciosos trinos de enamorados pájaros que cantan su pasión? ¿Qué siento si el murmullo de arroyos cristalinos repite de los bosques la mágica canción? Yo sólo sé que el pecho se oprime y se dilata, y el alma encuentra espacio con luz en que vagar, aquí donde la nube que en perlas se desata, nutrida de perfumes se vuelve a evaporar. Tú tienes lunas pálidas que aumentan la poesía de la mujer, del ave, del nido y de la flor, y tus serenas noches, como en la patria mía, convidan al insomnio sublime del amor.

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Tu Alambra me entristece, porque en sus tronos reales ya altivo no se sienta el bravo musulmán, ni pisan su almorrefa los pies esculturales de las princesas púdicas que en el Edén están. Por callejones largos, estrechos y musgosos, los moros y las moras parece que se ven vagar, como en un tiempo, risueños, presurosos, luciendo en sus aljubas las flores del harén. Al son de las bandurrias, si cantan las gitanas, del fondo de las cuevas levántase la voz, cual versos arrullados por vírgenes indianas, cual cántico de almeas que al cielo va veloz. Allá en los arrabales, los altos paredones, que el tiempo ha carcomido, aún ciñen la ciudad; y crecen, en sus riscos y grietas y rincones, campánulas y lirios en dulce soledad. ¡Qué tristes por la noche se ven los alijares! ¡Qué tristes los escombros del árabe Albaicín, donde cabellos negros lucieron almaizares; la virgen, almanafa; turbante, el paladín. ¡Y qué radiante y bella, bajo sus tersas gradas, levántase la Sierra sin cráter ni volcán,

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la misma cuyas cumbres eternamente heladas baluarte fueron firme del rudo musulmán! Los nardos y las rosas, en tierno maridaje, sus pétalos derraman temblando en el pensil, que riegan, desprendidas del turbio rebalaje, las aguas espumosas del Darro y del Genil. Cual ángeles que anuncian un mundo de placeres como el Edén fantástico que el árabe soñó, asómanse a la reja tus célicas mujeres y ostentan la hermosura que Dios les prodigó. Para ellas, yo soñaba que fuesen mis canciones más blancas que los nimbos de aurora boreal, más frescas que la brisa de misteriosos sones que cimbrea suavemente las frondas del nopal; quisiera, para ellas, pulsar la dulce lira de los amenos valles de Grecia la gentil, y que los pobres versos, que su beldad me inspira, vibrasen como cuerdas en arpas de marfil... Y para ti, Granada, la de los mil colores, dormida entre montañas con cumbres de cristal, la que despierta lánguida, lo mismo que las flores, al beso voluptuoso

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del aura matinal; ¡son para ti los versos que de Levante a Ocaso, pregonarán doquiera la eterna admiración del que te deja sólo las huellas de su paso, y lleno de recuerdos se lleva el corazón (1899) De Sonetos sinfónicos “Escudo” Mi escudo es límpido escudo de nobleza donde brillan los siete puñales de los siete pecados capitales y los siete colores de la naturaleza. En un cuartel domina la Mano divina; en otro luce Venus su cuerpo de diosa; llora en otro la Madre Dolorosa; y ríe en otro el Diablo detrás de una cortina... (Los ejes magnos de todas las cosas)... En la orla hay enyugados femeninos nombres, evocadores de angustias y placeres; nombres de cortesanas, de santas y de diosas. Y la divisa es una mano tendida a todos los hombres y un corazón abierto a todas las mujeres. “Pegaso” Mi caballo es un hidalgo potro de árabe blancura, con los ojos negros y áureas la cola y la crin. Su escape, de noche, como la Vía Láctea fulgura. y de día, bajo sus cascos, llora oros el adoquín. Piafa y relincha sobre la esperanza de las olas y sobre el ensueño de las nubes azuleadas de zinc; pues viene de las muy ilustres yeguas españolas que en La Mancha parieron al inmortal rocín.

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No duerme, sino suelto y al sereno y sólo come en el azul su heno. Cuando Sancho lo monta, toma la postura de un burrito que va al pueblo cargado de verdura. Pero yérguese y brinca y corre y vuela, Cuando yo lo monto y le clavo la espuela. “Bolívar” A Rufino Blanco Fombona Político, militar, héroe, orador y poeta. Y en todo grande. Como las tierras libertadas por él. Por él, que no nació hijo de patria alguna, sino que muchas patrias nacieron hijas de él. Tenía la valentía del que lleva una espada. Tenía la cortesía del que lleva una flor. Y entrando en los salones arrojaba la espada. Y entrando en los combates arrojaba la flor. Los picos del Ande no eran más a sus ojos, que signos admirativos de sus arrojos. Fue un soldado poeta. Un poeta soldado. Y cada pueblo libertado era una hazaña del poeta y era un poema del soldado. Y fue crucificado... “Pancho Ibero” A Antonio Pérez-Pierret ¡Pancho Ibero! Tronco de honda raíz ibérica y encarnación de la América española. Una ola te trajo a las playas de América. ¡Pancho Ibero! ¡Bendita sea la ola! Tramas la dictadura, pero armas la revolución; que eres a un tiempo pulpero y soñador. Y sabes llevar con arte el clac; pero prefieres tu sombrero de panamá. Y mientras el Tío Sam en su águila cabalga...

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tú acaricias de tu cóndor las alas y afilas en la piedra el cuchillo y la azada; porque una noche sueñas en la Vía Láctea y otra noche en la res que en la pampa destazas... que no en vano nos vienes de Quijote y de Panza. “Guayama” A Luis F. Dessuse Yo te vi, desde tu cerro más erguido. Huerta nevada de algodón. Paloma echada como en nido florecido de pajas que enverdece y florece la acequia de tu Corazon. El alba besa tu pereza barragana, Y tú sacudes el frío de tu vellón, cual rebaño que despierta de debajo de su lana y en la espuma de su leche rinde al mundo su oblación. Tu caserío, que parece un delantal de encaje en la falda verde aterciopelada del paisaje, es un espejo que de noche se alumbra, una pupila abierta a la estrellada noche tranquila. Y tu cauda de cañas, un colmenar que te borda de pañales hasta el mar. De Voces de la campana mayor “La campana mayor” Oíd mi voz y contemplad mi omnicolor bandera. Soy la universal hoz. Soy la universal sementera. Escuchad mi voz que trae la armonía de todas las vibraciones del mundo, desde la fermata que el nido al romper sus huevos pía, hasta el miserere que en el circo muge el toro moribundo. Soy la Carne. Y os hablo desde los abismos del fondo de vosotros mismos. Soy el barro del hombre, el mármol de la mujer,

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la vasija de todo viviente ser. Fui en la aurora del mundo amasada por el Creador. Sus manos me dieron la vida y el calor. Quien me besa se embriaga en las fragancias prístinas que aún conservo de las manos divinas. Cuando, a Dios obedientes, el león ruge, el gallo canta, el toro muge, el potro relincha, el tigre brama... es mi voz que a la naturaleza llama: soy yo quien relincha, ruge, brama... Soy la más alta cumbre que han subido los raros superhombres que han sido: el artista, el sabio, el héroe, el bandido. A mi luz, toda cosa se perfuma de rosa y se empolva de oro de mariposa. Divinizo la humanidad bajo los velos de mi excelsa idealidad. Y por mí, el ganso, el atún y el pollino tienen también su momento divino. Soy sol de todo ser viviente, que en todo ser me inicio con rubores de oriente, y a todo ser incienso, y a todo ser abraso, y sobre todo ser giro, como el sol en su arco inmenso del oriente al ocaso. Y como el sol, me enciendo en el alba de la vida, remonto la cuesta de la juventud florida, escalo el cenit del firmamento donde la virilidad arde, lamo el descendimiento con lengua sabiamente cobarde; y me apago en los seniles desmayos de la tarde. Ni Jesús ni San Agustín lograron aplacar la marcha avara con que recorro mi arco desde el principio al fin: la imperturbable ruta triunfal, que la mano de Dios me trazara, en el concierto de la vida terrenal. Cabalgo en el potro que deja tras sí un nubarrón en las sendas lácteas, en las vías brumosas que manchan las noches misteriosas de la fecundación. Ilumino con mi miaja germinal

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la blanca oscuridad secreta del huevo, en que es un punto la paleta de la cola faraónica del pavo real. Y de mí mismo soy alquimista y orfebre: me condenso en estrella en el núbil pezón de la doncella, catalizo la brasa de mi fiebre, sé zahondar mi huella y hacerme nido en ella, y bajo mi acción la sangre se enriquece de iones que urden la suma ebriedad que a un tiempo al sátiro embravece y a la ninfa desmaya en la par ansiedad. Soy gnomo en los subsuelos de la fisiología, donde cierra sus ojos la filosofía y la luna del microscopio riela en las nieblas de la materia supermuerta y superfría que no ha vivido todavía. Gnomo que con su chispa generatriz enciende las estáticas tinieblas del infinito que entre molécula y molécula se tiende. Gnomo que embruja los surcos de la invisible siembra de la ubicuidad sensual en el vuelo telegónico espiritual con que una hembra vuela al vientre de otra hembra a través de la onda pasional del macho en el instante de la impregnación sexual. Multiplico los millones de millones de bacterias con que fermento los vinos filosofales que trasiego de las minerales arterias a los vasos microscópicos de los vegetales. Y es mi ardorosa sensualidad microorgánica la bruja lámpara botánica a cuya luz la seca y pálida semilla sonvierte en amapolas el puñado de arcilla y en fragante racimo la insípida y oscura paletada de limo. Soy el más fuerte impulso de la vida. Y aún soy mucho más fuerte cuando soplo la falange aguerrida de los transustanciadores gusanos de la muerte. La moral y las religiones no humedecen la seda de sus plumas

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en las ingenuas espumas de mis generosas fermentaciones. Pero el arte conecta en mi matriz su hilo. y la yema de luz de su pabilo es incendio en los dáctilos del poema de Troya, es incendio en los pechos de la Venus de Milo, es incendio en el vientre de la maja de Goya. Y jamás seré hueso de la paz sepulcral... Cuando la ira divina sepulte la más alta colina en el futuro diluvio universal; cuando el agua salobre salte de sierra en sierra e hinche sus olas sobre toda la faz de la tierra, y la humanidad entera se hunda en el abismo del sueño ultraprofundo, Dios me hará una guiñada después del cataclismo... Y surgiré otra vez, a repoblar el mundo, de la leche de un pez. “Amanecer” Ya está el lucero del alba encimita del palmar, como horquilla de cristal en el moño de una palma. Hacia él vuela mi alma, buscándote en el vacío. Si también de tu bohío, lo estuvieras tú mirando, ahora se estarían besando tu pensamiento y el mío. “Barcarola” Déjame, niña, bogar, en el esquife de un verso, por el oleaje perverso de tus pupilas de mar. Quiero en ellas desafiar las rachas de tu ilusión, y que una ola de pasión me envuelva en sus espirales,

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me ahogue entre sus cristales y me hunda en tu corazón. “Vida criolla” Ay, qué lindo es mi bohío y qué alegre mi palmar y qué fresco el platanar de la orillita del río. Qué sabroso tener frío y un buen cigarro encender. Qué dicha no conocer de letras ni astronomía. Y qué buena hembra la mía cuando se deja querer. De Alturas de América “Canción de las Antillas” ¡Somos islas! Islas verdes. Esmeraldas en el pecho azul del mar. Verdes islas. Archipiélago de frondas en el mar que nos arrulla con sus ondas y nos lame en las raíces del palmar. ¡Somos viejas! O fragmentos de la Atlante de Platón, o las crestas de madrépora gigante, o tal vez las hijas somos de un ciclón. ¡Viejas, viejas!, presenciamos la epopeya resonante de Colón. ¡Somos muchas! Muchas, como las estrellas. Bajo el cielo de luceros tachonado, es el mar azul tranquilo otro cielo por nosotras constelado. Nuestras aves, en las altas aviaciones de sus vuelos, ven estrellas en los mares y en los cielos. ¡Somos ricas! Los dulces cañaverales, grama de nuestros vergeles, son panales de áureas mieles. Los cafetales frondosos,

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amorosos, paren granos abundantes y olorosos. Para el cansado viajero brinda sombra y pan y agua el cocotero. Y es incienso perfumante del hogar el aroma hipnotizante del lozano tabacar. Otros mares guardan perlas en la sangre de coral de sus entrañas, otras tierras dan diamantes del carbón de sus montañas. De otros climas son las lanas, los vinos y los cereales. Berlín brinda con cerveza. París brinda con champán. China borda los mantones orientales Y Sevilla los dobleces de la capa de Don Juan. ¿Y nosotras?... De tabacos y de mieles, repletos nuestros bajeles siempre van. ¡Mieles y humo! Legaciones perfumadas. Por la miel y por el humo nos conocen en París y en Estambul. Con la miel rozamos labios de princesas encantadas. Con el humo penetramos en el pecho del doncel de barba azul. ¡Ricas, ricas! Los bajeles que partieron con las mieles, los tabacos y el café de nuestra sierra, los bajeles ya volvieron, los bajeles nos trajeron las especies y las gemas de los cinco continentes de la tierra. ¡Somos hembras! Hembras duras en el seno y las caderas: en las cumbres monolíticas y en las gnéisicas laderas de las aterciopeladas cordilleras. Hembras puras en las vírgenes entrañas de oro de nuestras montañas. Y hembras de ubres maternales en las peñas donde irrumpen los fecundos manantiales con que la negra nodriza de la sierra se desborda sobre el humus sediento de la tierra. ¡Somos indias! Indias bravas, libres, rudas, y desnudas, y trigueñas por el sol ecuatorial. Indias del indio bohío del pomarrosal sombrío de las orillas del río

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de la selva tropical. Los Agüeybana y Hatueyes, los caciques, nuestros reyes, no ciñeron más corona que las plumas de la garza auricolor. Y la dulce nuestra reina Anacaona, la poetisa de la voz de ruiseñor, la del césped por alfombra soberana y por palio el palio inmenso de los cielos de tisú, no tuvo más señorío que una hamaca bajo el ala de un bohío y un bohío bajo el ala de un bambú. ¡Somos bellas! Bellas a la luz del día y más bellas a la noche por el ósculo lunar. Hemos toda la poesía de los cielos, de la tierra y de la mar: en los cielos, los rosales florecidos de la aurora que el azul dormido bordan de capullos carmesíes en la cóncava turquesa del espacio que se enciende y se colora como en sangre de rubíes; en los mares, la gran gema de esmeralda que se esfuma como un viso del encaje de la espuma bajo el velo vaporoso de la bruma; y en los bosques, los crujientes pentagramas bajo claves de orquídeas tropicales, los crujientes pentagramas de las ramas donde duermen como notas los zorzales... Todas, todas las bellezas de los cielos, de la tierra y de la mar, nuestras aves las contemplan en las raudas perspectivas de sus vuelos, nuestros bardos las enhebran en el hilo de la luz de su cantar. ¡Somos grandes! En la historia y en la raza. En la tenue luz aquella que al temblar sobre las olas dijo “¡tierra!” en las naos españolas. Y más grandes, porque aquí se conocieron los dos mundos, y los Andes aplaudieron la oración de Guanahaní. Y aún más grandes, porque fueron nuestros bosques los que oyeron, conmovidos, en el mundo de Colón, los primeros y los últimos rugidos del ibérico León. Y aún más grandes, porque somos: en las playas de Quisqueya,

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la epopeya de Pinzón, la leyenda áurea del pasado fulgente; en los cármenes de Cuba, la epopeya de la sangre, la leyenda del presente de la estrella en campo rojo sobre franja de zafir; y en los valles de Borinquen, la epopeya del trabajo omnipotente, la leyenda sin color del porvenir. ¡Somos nobles! La nobleza de los viejos pergaminos señoriales: que venimos resonando por las curvas de los siglos ancestrales, en las clásicas leyendas orientales y en los libros de los muertos idiomas inmortales. Nuestro escudo engasta perlas del dolor de Jeremías y esmeraldas de las hondas profecías de Isaías. He aquí el címbalo de alas, más acá de las etiópicas bahías, que enviara en vasos de árboles al mar su legado. Aquí el mundo en otros tiempos humillado, cuyas cúspides homéricas fueron nidos de las águilas ibéricas en sus sueños y en sus ansias de volar. Nobles por lo clásicas: profetizadas de Isaías, de Jeremías, de David, de Salomón, de Aristóteles, de Séneca y Platón. Nobles por lo legendarias: góticas, cartaginesas y fenicias, por las naves que vinieron de Fenicia y de Cartago y las que huyeron en España de la islámica invasión. ¡Nobles, nobles! Que venimos resonantes, por las curvas de los siglos fulgurantes, hasta el más noble de todos, hasta el siglo de la raza, de la historia, del heroísmo, de la fe y la religión, el más grande de los siglos, el de América y España, de Colón y de Pinzón. ¡Somos las Antillas! Hijas de la Antilia fabulosa. Las Hespérides amadas por los dioses. Las Hespérides soñadas por los héroes. Las Hespérides cantadas por los bardos. Las amadas y soñadas y cantadas

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por los dioses y los héroes y los bardos de la Roma precristiana y la Grecia mitológica. Cuando vuelvan las hispánicas legiones A volar sobre la tierra como águilas; cuando América sea América, que asombre con sus urbes y repúblicas; cuando Hispania sea Hispania, la primera por la ciencia, por el arte y por la industria; cuando medio mundo sea de la fuerte raza iberoamericana, las Hespérides seremos las Antillas, ¡cumbre y centro de la lengua y de la raza! “El patito feo” No sé si danés o ruso, genial cuentista relata que en el nido de una pata la hembra de un cisne puso. Y ahorrando las frases de uso en los cuentos eruditos, diz que sin más requisitos, en el tricésimo día, la pata sacó su cría de diez y nueve patitos. Según este cuento breve, creció el rebaño pigmeo llamando PATITO FEO al patito diez y nueve. ¡El pobre! Siempre la nieve lo encontró fuera del ala. Y siempre erró en la antesala de sus diez y ocho hermanos que dejábanle sin granos las espigas de la tala. Vagando por la campaña la palmípeda cuadrilla al fin llegó hasta la orilla de la fuente en la montaña. ¡Qué sensación tan extraña y a la par tan complaciente la que le onduló en la mente al llamado FEO PATO

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cuando miró su retrato en el vidrio de la fuente! Surgió entonces de la umbría un collar de cisnes blancos en cuyos sedosos flancos la espuma se emblanquecía. (Aquí, al autor, que dormía, cuando este cuento soñó, dicen que lo despertó la emoción de la belleza. Y aquí sigue, o aquí empieza, lo que tras él soñé yo.) Cisne azul la raza hispana puso un huevo, ciega y sorda, en el nido de la gorda pata norteamericana. Y ya, desde mi ventana, los norteños patos veo, de hosco pico fariseo, que al cisne de Puerto Rico, de azul pluma y rojo pico, lo llaman PATITO FEO. Pueblo que cisne naciste, mira y sonríe, ante el mote, con sonrisa del Quijote y con su mirada triste; que a la luz del sol que viste de alba tu campo y tu mar, cuando quieras contemplar que es de cisne tu figura, mírate en el agua pura de la fuente de tu hogar. Con flama de tu real sello, mi cisne de Puerto Rico, la lumbre roja del pico prendes izada en el bello candelabro de tu cuello. Y azul del celeste tul, en que une la Cruz del Sur sus cinco brillantes galas, es el que pinta en tus alas tu firme triángulo azul.

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Oro latino se asoma a tu faz y en tu faz brilla. lo fundió en siglos Castilla. y antes de Castilla, Roma. Lo hirvió el pueblo de Mahoma en sus fraguas sarracenas. Y antes de Roma, en Atenas, los Homero y los Esquilo hilaron de ensueño el hilo de la hebra azul de tus venas. En tu historia y religión tus claros timbres están; que fuiste el más alto afán de Juan Ponce de León. Mírate, con corazón, en tu origen caballero, en tu hablar latinoibero, en la fe de tus altares, y en la sangre audaz que en Lares regó Manolo el Leñero. Veinte cisnes como tú nacieron contigo hermanos en los virreinos hermanos de Méjico y el Perú. Bajo el cielo de tisú de la antillana región, los tres cisnes de Colón, las tres cluecas carabelas, fueron las aves abuelas en tan magna incubación. Alma de la patria mía, cisne azul puertorriqueño, si quieres vivir el sueño de tu honor y tu hidalguía, escucha la voz bravía de tu independencia santa cuando al cielo la levanta el huracán del Caribe que con rayos la escribe y con sus truenos la canta. Ya surgieron de la espuma los veinte cisnes azules

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en cuyos picos de gules se desleirá la bruma. A ellos su plumaje suma el cisne de mi relato. porque ha visto su retrato en los veinte cisnes bellos. porque quiere estar con ellos. porque no quiere ser pato. “Todo a todos” ¡Al demonio todas las constituciones de América! Que a los pobres no nos garantizan más que vanos derechos irreales: el de propiedad, el de la libertad de reunión, el de inviolabilidad del domicilio, muy sonoros, muy huecos... ¿Qué importa que me violen el domicilio?... ¡Que lo violen!... Violarán la miseria que en él sólo hallarán. ¿A qué garantizarnos el derecho a la propiedad, tan siempre de los menos, tan nunca de los más?... ¿Y para qué nos sirve el derecho a la libre reunión, si el harapo del pobre solamente desea esconderse del mundo, que el mundo no lo vea?... ¡Al demonio todas las constituciones: que ninguna nos asegura el pan diario! La única sabia y justa será la que algún día vendrá de todos modos; la que sólo diga: todo para todos. “Mariyandás de mi gallo” Amanecer

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Guíñale al sol la cabaña. El río es brazo que se pierde por entre la manga verde que cuelga de la montaña. El yerbazal se desbaña. La luz babea la colina. Y más que el veloz caballo, hiere la paz campesina la puñalada honda y fina del cantío de mi gallo. Medianoche A la orilla del camino que en la sierra se encarama, mi gallo duerme en la rama del viejo laurel sabino. Le corre ardor masculino desde el pico hasta la hiel. Y en la rama de laurel, la luna que lo ilumina es como blanca gallina que abre un ala sobre él. Mediodía Mi gallo ama el bosque umbrío de la verde cordillera y la caricia casera de la hamaca en el bohío. Cuando lanza su cantío, es por su tierra y su amada. Galán de capa y espada, es el donjuán de la fronda, que bajo la fronda, ronda con su capa colorada. Desafío Gallo que los tiene azules, es el que los sueños míos ensueñan en desafíos que el campo tiñan de gules. Que su plumaje de tules la lid desfleque y desfibre. Y que cuando cante y vibre,

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al lanzarse a la pelea, su canto de plata sea: ¡Viva Puerto Rico libre! “Manolo el leñero” Héroe puertorriqueño de la Revolución de Lares Fuiste, en el gesto redentor, tan fuerte, que al caer, con la mano mutilada, aun alzaste la enseña ensangrentada, dando aquel grito: ¡Independencia o Muerte! No sé si la desgracia o si la suerte abrió tu fosa en la primer jornada. ¿No oyes la envilecida carcajada de tu pueblo, incapaz de comprenderte? Tu pecho todo se volvió una rosa al derramar su sangre generosa por el pueblo infeliz que en torpe yerro no siente el deshonor de ser esclavo, y sus cadenas lame, como un perro, y, como un perro, remenea el rabo. “La hija del viejo Pancho” Cuando canta en la enramada mi buen gallo canagüey, y se cuela en el batey el frío de la madrugada; cuando la mansa bueyada se despierta en el corral, y los becerros berrear se oyen debajo del rancho, y la hija del viejo Pancho va las vacas a ordeñar; Entonces viene a mi hamaca un olor como de selva que no sé si está en la yerba o en las crines de las jacas o en las ubres de las vacas o en el estiércol del rancho:

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todo tiene un hondo y ancho olor a felicidad; y ese olor quien me lo da es la hija del viejo Pancho. “Mi rancho” En el cafetal, mi rancho, nido de pajas parece, que a viento y lluvia se mece, cual si colgara de un gancho. Con la hija del viejo Pancho, las lluvias son placenteras; porque al caer las goteras, ella se acuesta conmigo y me echa encima el abrigo de su seno y sus caderas. “Banquete de gordos” ¿Por qué hombre flaco, por qué, ahora, desde el hambre del arroyo, desde el frío de afuera, tiendes tus rojas pupilas hacia adentro de la señorial residencia, donde ahora los gordos de la bolsa y de la banca en suntuoso banquete se congregan?... Eres, en este instante, interrogación muda que se encorva atisbando la muda respuesta. Eres todo un por qué, sólo un por qué, que escarba y busca, en las ácratas ecuaciones de la conciencia, la x, la ubicua x de tu secular problema, que es tan simple y sencillo como blandir un hacha y tumbar una ceiba, ya que sólo es cuestión de unas pocas horas y de un poco de fuerza. Veamos si a la luz de tus mudas preguntas, que por mis labios la voz de la verdad te contesta, tu mansa esfinge de hombre pobre, tu sumisa esfinge, de su sordomudez de siglos se despierta... ¿Qué quién aquel que va y viene de uno a otro extremo de la mesa, en una mano el mantel blanco y en la otra mano la botella, que de sonrisa y de vino a todos la copa les llena?...

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¿Qué quién?... Pues... Uno de los tuyos. ¿Y aquel que en plateada bandeja sirve los faisanes que en la estancia columpian el undívago vaho de sus especias?... Otro de los tuyos. ¿Y el que en la cocina palaciega arropa el sueño de las salsas en las ollas y amansa la jauría de la candela?... Otro de los tuyos. ¿Y el chófer que en la calle espera, y espera y espera, mientras el amo come, come y come entre botellas y botellas y botellas?... Otro de los tuyos. ¿Y aquel que hurtó unos panes y en el jardín lo arrestan?... ¿Y el guardia que preso lo lleva?... Otro de los tuyos. ¿Y el policía que frente al palacio vela, armas al hombro, para que nada el bienestar conturbe de los que en vino su hartazón abrevan?... Otro de los tuyos. ¿Y el sudado labriego que ara y ara la tierra, mordido por frías hambres, para que los gordos magnates de la opulencia hayan siempre pan para sus inmensos apetitos y vino para sus inmensas borracheras?... Otro de los tuyos. ¿Y el soldado en pie de fuerza, presto a matar y a que lo maten -a la voz del que mande (sea quien sea)- para mantener a los poderosos en su poderío y a los míseros en su miseria?... Otro de los tuyos. ¿Y el que en la hosca fábrica pone a silbar las ruedas, para la carne, para la harina, para el zapato, para la tela, que no son de los que el trabajo hacen, sino de los que el trabajo ordenan?... Otro de los tuyos. (Súbito, el hombre flaco, estremecido, de su sordomudez despierta.): -¿Entonces, por cada uno de los gordos que esclavizan el mundo, hay mil flacos de los míos?... -Hay mil flacos de los tuyos. -¿Pero ellos, los menos, son los amos, los que mandan? -Ellos son los amos.

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-¿Y nosotros, los más, sus esclavos somos?... -Sois sus esclavos. -¿Y pudiendo matarlos, no los matamos?... -No los matais. -¿Y pudiendo quitárselo todo, no se lo quitamos?... -No se lo quitais. -¿Entonces, los astutos son ellos?... -Ellos son los astutos. -¿Y los brutos nosotros?... -Y vosotros los brutos. “Valle de Collores” Cuando salí de Collores, fue en una jaquita baya, por un sendero entre mayas arropás de cundiamores. Adiós, malezas y flores de la barranca del río, y mis noches del bohío, y aquella apacible calma, y los viejos de mi alma y los hermanitos míos. Qué pena la que sentía, cuando hacia atrás yo miraba, y una casa se alejaba, y esa casa era la mía. La última vez que volvía los ojos, vi el blanco vuelo de aquel maternal pañuelo empapado con el zumo del dolor. Más allá, humo esfumándose en el cielo. La campestre floración era triste, opaca, mustia. Y todo, como una angustia, me apretaba el corazón. La jaca, a su discreción, iba a paso perezoso. Zumbaba el viento oloroso a madreselvas y a pinos. y las ceibas del camino parecían sauces llorosos.

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No recuerdo cómo fue (aquí la memoria pierdo). Mas en mi oro de recuerdos, recuerdo que al fin llegué: la urbe, el teatro, el café, la plaza, el parque, la acera... Y en una novia hechicera, hallé el ramaje encendido, donde colgué el primer nido de mi primera quimera. Después, en pos de ideales, entonces, me hirió la envidia. Y la calumnia y la insidia y el odio de los mortales. Y urdiendo sueños triunfales vi otra vez el blanco vuelo de aquel maternal pañuelo empapado con el zumo del dolor. Lo demás, humo esfumándose en el cielo. Ay, la gloria es sueño vano. Y el placer, tan sólo viento. Y la riqueza, tormento y el poder, hosco gusano. Ay, si estuviera en mis manos borrar mis triunfos mayores, y a mi bohío de Collores volver en mi jaca baya por el sendero entre mayas arropás de cundeamores. Arcadio Díaz Quiñones, “La isla afortunada: sueños liberadores y utópicos de Luis Lloréns Torres”. [Se publicó en dos números de la revista Sin Nombre, San Juan, Puerto Rico: VI, Núm. 1 (julio-septiembre, 1975) y VI, Núm. 2 (octubre-diciembre, 1975); y, con algunas variantes, en: El almuerzo en la hierba, R. P., Huracán, 1982; y en: Arcadio Díaz Quiñones, Luis Lloréns Torres. Antología verso y prosa., R. P., Huracán, 1986]. [Sinopsis] El 23 de abril de 1933, se celebró en el Teatro Municipal de San Juan la consagración del poeta Luis Lloréns Torres. El programa de los actos anunciaba la interpretación de un aria de Verdi, a cargo de la joven Nilita Vientós Gastón. En la ceremonia se entregó al bardo un diploma y un anillo con la corona de laurel. Lloréns tenía en ese momento cincuenta y siete años de edad y los homenajes en su honor se multiplicaban a través del

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país. Se le reconocía como el poeta nacional y contaba con discípulos e imitadores. Pocos escritores puertorriqueños han logrado en vida la aceptación casi unánime que alcanzó Lloréns. No es frecuente la identificación tan radical del público con la poesía, ni el surgimiento de una identificación tan entusiasta con obras específicas, como ocurrió en Puerto Rico con poemas como “La canción de las Antillas” y “Valle de Collores”. Lloréns no fue un poeta ensimismado ni maldito: participó activamente en la edificación de su propio pedestal. Se esforzó por cautivar al público, por obtener la gloria literaria, y cultivó su persona de poeta público. Se inventó a sí mismo como personaje poético (donjuanesco, heroico, sensual y jíbaro) y se encargó de difundir su propia poesía. El estilo oral de sus poemas más conocidos se debe a que posiblemente los concibió para ser declamados. Pero Lloréns también entabló diálogo con sus contemporáneos a través de la palabra impresa. Publicó cuatro libros: América (1898), Sonetos sinfónicos (1914), Voces de la campana mayor (1935) y Alturas de América (1940). Hizo periodismo literario en la Revista de las Antillas, Juan Bobo, Idearium y La Semana. También colaboró en Puerto Rico Ilustrado, La Correspondencia de Puerto Rico, El Imparcial, La Democracia y El Mundo. II. El primer crítico de Lloréns Torres fue Antonio Cortón, que prologó en 1897 el libro América, elogiando la inteligencia y los ensayos del joven escritor. Nemesio R. Canales, gran amigo y colaborador de Lloréns, también se ocupó de su obra. En 1911, publicó una carta abierta en tres “paliques” sucesivos, en la que aplaudió la novedad de los poemas “Rapsodia criolla”, “Leticia y Margot” y “Barcarolas”. Hablando de “Rapsodia criolla”, dijo Canales: “Es la primera vez [que] Puerto Rico tenía el honor de ser cantado con un canto del corazón, intenso y bello, por un poeta de veras”. Exaltó a Lloréns como renonovador de la poesía puertorriqueña, y tronó contra los románticos que, según él, no entendían la musicalidad de Lloréns. Otro crítico contemporáneo de Lloréns fue Miguel Guerra Mondragón, traductor esmerado de Oscar Wilde, aristocrático promotor de la belleza y uno de los críticos más cultos de la promoción modernista. En 1914, afirmó en la Revista de las Antillas que, entre los poetas puertorriqueños modernos, Lloréns era el más original: Su técnica y su estética chocarán a quienes no hayan leído a Verlaine, Swinburne, Emerson, Kipling, Whitman y Thoureau… No he querido decir que Lloréns siga a ninguno de los poetas mencionados. Es el poeta más americano que tenemos. Idealiza la tierra, la vida, las cosas todas. Fue whitmaniano antes de conocer a Whitman ”. Dijo también que Lloréns era el Whitman puertorriqueño y que tanto él como Pérez

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Pierret eran poetas “americanos, fuertes, de energía para alentar a la acción…” Casi veinte años después, en 1933, Concha Meléndez y Antonio S. Pedreira publicaron el artículo “Luis Lloréns Torres, el poeta de Puerto Rico”. Allí examinaron sus temas, sus teorías estéticas y su erotismo; consignaron el aplauso que recibía su poesía jíbara; y destacaron su vocación de poeta americano. Margot Arce vio la relación entre la vieja tradición juglaresca y el círculo mágico, el ritual de identificación y experiencia colectiva, que creaba Lloréns con la lectura de su poesía: Quien lo haya escuchado recitar “Valle de Collores” o “La hija del viejo Pancho” recordará [que] la naturalidad de su decir, su gran simpatía comunicativa, el regusto que hallaba en recrear con la propia voz viva la experiencia ya recreada por la poesía escrita, transformaban su persona en la encarnación palpable y viviente de los seres y los estados espirituales que evocaba con la magia de su palabra. La identificación era completa; el acto una verdadera y convincente “representación”, digamos una especie de “rito”. Entre el juglar y su público –Llorens era un verdadero juglar en el modo de crear y de transmitir su poesía- se establecía una comunicación misteriosa, un sentimiento tan sin reservas que su voz parecía traducir la intimidad del alma colectiva y entenderse con ella en el más perfecto diálogo… Arce volvió a ocuparse de la obra de Lloréns a raíz de la muerte del poeta, en 1944: explicó su erotismo y el valor patriótico de su obra, de la cual destacó las décimas como lo más logrado y duradero; vio en su obra defectos y virtudes; resaltó su dimensión criolla e iberoamericana; y lo propuso como modelo, por su cultivo de la lengua española y por su aportación a la formación de la conciencia nacional puertorriqueña. Señaló asimismo que el poeta no se limitó a atacar el colonialismo en Puerto Rico, sino que también repudió el imperialismo norteamericano en el continente. Para ella, muy pocos poetas nuestros contribuyeron tanto como él a la formación de una conciencia nacional. “Tiene derecho –dijo- a llamarse el poeta de Puerto Rico.” Luis Palés Matos, Julia de Burgos y Juan Antonio Corretjer, todos influidos por Lloréns, también escribieron sobre el poeta. Palés escribió un poema, en 1944, en el que lo llamó “Maestro”; recreó sutilmente el lenguaje y los motivos del bardo; habló de su “alegría sensual y luminosa” y de sus inquietudes cósmicas; y evocó su donjuanismo y su criollismo. Palés también vio en las décimas lo mejor de la poesía lloreniana. Julia de Burgos afirmó que lo singular de Lloréns era su preocupación por el porvenir de las Antillas y su fusión de lo tradicional y lo moderno. Vio en él un “alma de jíbaro perenne” y lo catalogó de “eminentemente folklórico”. Corretjer publicó un penetrante trabajo sobre Lloréns en 1945, en el que hizo un balance

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de su obra y su personalidad. Lo consideró escritor universal por ser poeta nacional, representativo de la puertorriqueñidad. También lo reconoció como símbolo de resistencia cultural por su defensa de la lengua española. El alegato independentista de Lloréns constituyó para Corretjer una conducta ejemplar de hombre de letras ante el problema nacional puertorriqueño. No obstante, señaló igualmente las inconsistencias del poeta, como los poemas elogiosos que dedicó a Rafael L. Trujillo, el tirano dominicano, y a Teodoro Roosevelt, cuando éste fue gobernador de Puerto Rico. Emilio S. Belaval destacó los valores históricos y políticos de la obra lloreniana: … Luis Lloréns Torres [se convirtió] en el poeta oficial de la raza española en Puerto Rico, en el cónsul de la poesía hispanoamericana en Puerto Rico, en un poeta de masas hambrientas de palabras bellas, en el proto-hombre, en sentido goethiano, de una nueva espiritualidad. III Como hijo de hacendados de café, Lloréns siguió la ruta de muchos jóvenes de su clase. Estudió Derecho en España, primero en Barcelona y luego en Granada, ciudades donde despertó su vocación histórica y literaria. En su libro América, publicado en España en 1898, cuando apenas tenía veintidós años, mostró por primera vez su pasión americana y regionalista, y los conocimientos que luego elaboró poéticamente en sus poemas de la raza. Para realizar esta tarea, examinó las crónicas de Indias, la Biblioteca histórica de Tapia, la Historia de Iñigo Abbad, las notas de José Julián Acosta, y la obra de Salvador Brau. Pedante, lírico y romántico, Lloréns se ocupó en este libro, entre seudoproblemas, tesis ingenuas y un positivismo extravagante, de los héroes del descubrimiento y de la descripción geológica y geográfica del país. El libro América, quizás por influjo de los cronistas y los románticos, mostraba ya los mitos de la isla afortunada y edénica. Lloréns redactó en este libro pasajes repletos de lugares comunes y clisés románticos. Era el surgimiento de una fe que empleó luego en su obra para contrarrestar el mito degradante del imperialismo. En 1900, escribió un prólogo al libro Amorosas, de Mariano Abril, en el que se reafirmó como poeta y subrayó el carácter universal y unitivo del arte. Expresó que en todos los pueblos ha habido Homeros para cantar a los héroes y Petrarcas para cantar al amor, y que la poesía no desaparecería mientras hubiera hombres con corazón. Relacionó la existencia de la poesía, no sólo con la belleza, sino con la existencia de la mujer. Resaltó la incertidumbre cultural que entonces se vivía en Puerto Rico y declaró la necesidad de “defender nuestra personalidad, conservar nuestro carácter, nuestras costumbres, nuestra lengua”. Asimismo expresó que : “En los Estados Unidos han existido y existen poetas, [pero] es claro que no son poetas esos americanos que han venido tras el negocio o el empleo [y] aquí cultivaremos siempre la poesía aunque

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seamos completamente absorbidos por el pueblo norteamericano”. Durante la primera década del siglo XX, Lloréns se dedicó principalmente a su profesión jurídica y al quehacer político. Fue miembro del Partido Unión de Puerto Rico, legislador, colaborador de Rosendo Matienzo Cintrón, Luis Muñoz Rivera, Nemesio R. Canales y, con altibajos, de José de Diego. Durante más de diez años, guardó silencio literario, pero no dejó de fortalecer su formación artística. En 1913, desilusionado de los partidos políticos, volvió a la vida cultural. Se sintió heredero de la tradición que encarnaban Manuel Alonso, José Julián Acosta, Segundo Ruiz Belvis y Matienzo Cintrón. Fue durante esta década que se configuró lo más representativo de su poesía. En el primer poema de Sonetos sinfónicos, titulado “Poetas antillanos”, formuló su poética, otorgando a la palabra un supremo poder, de forma similar a como lo hicieron los románticos y Walt Whitman.

IV En una sociedad en la que el arte y la literatura eran privilegio de una minoría muy reducida, Lloréns ensayó muchos caminos para dilatar el espacio literario. Instalado en la modernidad de Rubén Darío y Leopoldo Lugones, comunicó sus versos desmesurados y entrañables, irónicos e incisivos; elaboró sus mitos eróticos e históricos, sus nostalgias y sus profecías hiperbólicas; y proclamó sus convicciones políticas. Su voluntad literaria era frenética y constante. Su obra, llena de aciertos e improvisaciones, fue a veces profunda y perdurable, y otras veces pomposa y frívola. Algunos de sus poemas, tan alabados en su tiempo, parecen hoy amanerados, efectistas, grandilocuentes y estereotipados. Sin embargo, logró comunicarse con su público, abrió nuevos caminos a la poesía y contribuyó a conquistar un lugar para la literatura en su país. Apoyó a los poetas de su generación y estimuló a los más jóvenes, como a Julia de Burgos y a Luis Palés Matos. Llegó incluso a gestionar un empleo a Palés en el consulado dominicano, afirmando que “en Guayama se embotaba y estaba a punto de perderse la promesa poética más grande de Puerto Rico, de las Antillas…”. La gestión cultural de Lloréns, intensa y constante, ayudó a vincular la sociedad puertorriqueña con la modernidad cultural y con el mundo latinoamericano. Lloréns Torres cantó apasionadamente a la vida elemental, a la Tierra, al Eros y a la humanidad del hombre. Asumió lo moderno y lo folklórico para crear sueños, mitos heroicos y aleccionadores, y utopías edénicas del pasado y del porvenir. Celebró a los héroes latinoamericanos; concibió unas islas eróticas e históricas e inventó una historia halagadora y afirmativa para un pueblo colonizado. Propuso un nuevo lenguaje y unas nuevas herramientas literarias que marcaron muchas de las experiencias de la literatura puertorriqueña contemporánea. América, la mujer, la infancia, el heroísmo, el futuro, se convirtieron, al modo romántico,

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en lugares de reconciliación, de pureza, de sporrans; en lugares añorados y soñados, donde los conflictos aparecían resueltos. La Edad de Oro, el jardín bíblico, la unión amorosa y la geografía americana y antillana se confundieron en la obra del poeta. Lloréns imprimó a sus textos históricos, a su poesía jíbara y a su visión del porvenir, el paradigma de lo utópico: la felicidad o la nostalgia de la felicidad. Fue poeta de certidumbres, de reinos perdidos o futuros, de paraísos imaginarios y de insaciables ilusiones heroicas. Para ello tuvo que sustituir la Historia por la Estética y detener el Tiempo. V Además del influjo romántico, Lloréns tomó ciertos componentes del modernismo y de la tradición costumbrista y criollista para satisfacer su apetito de una historia fabulosa y heroica. Durante la primera década del XX, se apropió de los libros canónicos de la modernidad y el americanismo literario: Ariel (1900), de Rodó; Prosas profanas (1896), Cantos de vida y esperanza (1905), El canto errante (1907) y Canto a la Argentina (1910), de Darío; Alma América (1906), de Santos Chocano; y Los crepúsculos del jardín (1905), Lunario sentimental (1909) y Odas seculares (1910), de Leopoldo Lugones. Posiblemente también leyó a Martí, Poe y Whitman. Rodó, con voz seductora, habló en su Ariel a las élites intelectuales sobre una pretendida superioridad espiritual latinoamericana frente al Calibán materialista norteamericano. Esa oposición entre materialismo y espiritualismo halló eco en toda una promoción de arielistas que exaltaron la “raza latina”. Rodó concibió también a “nuestra América como una entidad, al igual que Martí, y advirtió los peligros del imperialismo. Como dice Octavio Paz, con los modernistas aparece el antimperialismo que ve en América un choque de dos civilizaciones. La obra de Lloréns es inexplicable fuera de la nueva literatura que Darío hizo posible. En carta dirigida a Darío en 1914, Lloréns se declaró su “discípulo más adicto y firme”. Aprovechó del bardo nicaragüense los ritmos, las rimas, las imágenes, en fin, toda una literatura. Su obra como la de Darío, es erótica. Darío fue también, aunque no tanto como otros modernistas, poeta civil, a la manera romántica. Con cierta ambigüedad, fue asimismo poeta antimperialista, americano, utópico, predicador de un futuro político latinoamericano fabuloso, apocalíptico. Su canto profético al mundo, latino Salutación del optimista, fue posiblemente uno de los modelos de Lloréns para la “Canción de las Antillas”. También pudo interesar a Lloréns la oda “A Roosevelt”, donde Darío cantó la grandeza y la antigüedad de América, el pasado mítico de la Atlántida. Entre las muchas lecciones que Lloréns recibió de los modernistas, se destacan dos: la “espiritualidad” del Arte y las posibilidades del periodismo. Los modernistas condenaron el materialismo burgués y subrayaron la función espiritual del arte frente al mundo industrial y comercial. Pedro Henríquez Ureña atribuía esta nueva concepción del arte a los cambios socio-

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económicos ocurridos a finales del XIX, lo que él llamaba “la prosperidad” nacida “de la paz y de la aplicación de los principios del liberalismo económico”, sobre todo en Argentina y Uruguay. Según Henríquez, la prosperidad llevó a una división del trabajo que empezó a separar la vida literaria de la política: “La transformación social y la division del trabajo disolvieron el lazo tradicional entre nuestra vida pública y nuestra literatura”. Angel Rama, apoyándose en los trabajos de Ernst Fischer y Walter Benjamin, ha afirmado que: “La religión del arte es la forma ideológica de la especialización provocada por la división del trabajo…”. Según él, esa división del trabajo es efecto de la transformación socioeconómica de América Latina, debida principalmente a la expansión imperial capitalista, cuya realización más completa se da en las últimas décadas del XIX, en la zona del Plata. Se trató “del abandono de todas las funciones educativas e ideológicas que hasta el momento conllevaba la poesía”. Lloréns compartió ese culto aristocrático del Arte. Difícilmente se encontrará en la literatura puertorriqueña anterior algún escritor que con tal afán haya intentado cumplir su vocación de hombre de letras. Sin embargo, acuciado por las circunstancias concretas en que se desarrolló su vocación literaria, se inclinó pronto hacia la poesía civil y patriótica. La tendencia estética y la civil conviven en Sonetos sinfónicos (1914), al igual que en sus escritos en prosa de la misma época. Y es que en el mundo antillano de principios del siglo XX, no era posible una tajante división del trabajo: lo estético, lo político y lo pedagógico eran funciones coexistentes. La obra periodística de Lloréns fue uno de los signos más evidentes de la aspiración a cumplir su vocación intelectual y literaria. El periodismo fue actividad casi permanente en escritores como Darío, Martí y Unamuno. Para Angel Rama, fue la clave de la conversión de Darío al Modernismo y la explicación de ciertas tendencias estilísticas de la época. Algo semejante puede afirmarse de Lloréns, que logró consolidarse como caudillo intelectual no sólo a través de su poesía, sino también desde las revistas y los periódicos. Éstos difundieron los nuevos valores literarios, así como las posiciones políticas de Lloréns y su promoción. Frecuentemente, su prosa guarda estrecha relaciones temáticas y estilísticas con su poesía, como puede apreciarse en sus mitos heroicos y utópicos, y en la exaltación del jíbaro. Nada como su obra periodísta refleja mejor su sueño de vincularse (así como la estirpe intelectual que representa) al ámbito más amplio del mundo antillano y latinoamericano. El poeta peruano José Santos Chocano, cuya poesía se conocía por su afirmación americanista, llegó a Puerto Rico en 1913, invitado por la élite intelectual del país. Durante su estancia de tres meses, dictó conferencias, ofreció recitales y pronunció discursos en lugares como el Ateneo, el Teatro Municipal de San Juan, la Universidad de Puerto Rico, y los pueblos de Ponce y Guayama. El Puerto Rico Ilustrado le dedicó un número especial en el que colaboraron casi todos los escritores prominentes de entonces. Chocano influyó mucho en la configuración de la visión histórica y las utopías de Lloréns. Su libro Puerto Rico lírico (1913) se publicó en la Editorial Antillana, fundada

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por Lloréns, quien también escribió el prólogo, titulado “El poeta de América”. En él destacó Lloréns la unidad de América, y expresó la posibilidad de que en este continente surgiera un poeta que encarnara la totalidad americana. Exaltó la espiritualidad de Chocano, su sentir americano, y su voluntad de cantar el pasado y el porvenir: He aquí un poeta que es a la vez excepcional y representativo. Su arte, ante todo, es suyo excepcionalmente, siendo la expresión de una espiritualidad que vibra fuera de todo plano vulgar; y además encarna el sentir y la mente de América. Él canta las glorias de nuestro pasado, la inquietud de nuestro presente, la firmeza de nuestro porvenir. No es lira de tal o cual región. La suya es la inmensa lira de un mundo que templa, desde los Andes al Océano, las cuerdas de cristal de sus sonoros ríos… Lloréns manifiesta en el prólogo gran entusiasmo por las ideas de Chocano sobre la poesía y el poeta, y parece suscribir su programa literario y politico. Chocano propone la fusión del poeta con la historia y la naturaleza, con la raza y la tierra, a la manera romántica, así como la nacionalización de la poesía, frente al peligro del exotismo: Mi arte está hecho de Historia y de Naturaleza. La Historia y la Naturaleza tonifican la personalidad de los pueblos. La Raza y la Tierra son el fundamento, asimismo, de la verdadera Poesía, cuando hay en ella sinceridad: Homero es todo griego; Virgilio, todo latino; Dante, todo italiano; Cervantes, todo español; Víctor Hugo, todo francés. El exotismo en el Arte suele orresponder al desgastamiento en la vida de los pueblos. Los colaboradores de la Revista de las Antillas se sintieron muy atraídos por estas ideas, aunque, al igual que otros modernistas, no sin contradicciones: siempre se puede sentir una tensión entre la función nacionalista del arte y la autonomía y la libertad del escritor en las polémicas y en la práctica del Modernismo. Pero las circunstancias histórico-sociales de la élite puertorriqueña que invitó a Chocano, explican el entusiasmo con que se recibió su mensaje nacionalista y panamericano en la Isla. Chocano, por su parte, también halagó a sus anfitriones elogiando la vitalidad de la Raza que había podido, a s juicio, resistir quince años de dominio norteamericano.“Ningún otro país de las Américas se jactaría de ser más cultamente apto [para] gozar del orden dentro de la libertad”. Rosendo Matienzo Cintrón: Conciencia hispanoamericana Lloréns admiró los valores politicos e intelectuales de Matienzo Cintrón. En el prólogo a Puerto Rico lírico, elogió a Matienzo por su personaje Pancho Ibero, símbolo de la unidad de los pueblos de América, expresión de la defensa de “la Raza”. Hay una peculiar manera de ser cubano o argentino, dice Lloréns, pero al mismo tiempo existe una comunidad hispanoamericana, como habían predicado Rodó y Darío, representada por Matienzo en Pancho Ibero:

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… El genio de Matienzo Cintrón, uno de nuestros más grandes pensadores, en su infatigable campaña de fraternidad hispanoamericana, fecundó tan patriótica concepción. Matienzo comprendía que era más factible su ideal de amor entre los varios pueblos de América, atándoles con un lazo de unión. Tratándose de naciones independientes, no podía darles un himno común ni una bandera común a todas. Y creó y les dio el símbolo de Pancho Ibero. Cuando los poetas de América canten a Pancho Ibero, cuando los psicólogos lo descubran y cuando los pintores lo pinten, entonces América verá su tipo, el tipo de nuestra raza, y habrá entonces un visible y palpable lazo de amor que todos nos ceñiremos con orgullo. Lloréns dedicó buena parte de su obra a darle forma literaria a esa conciencia nacional e hispanoamericana, cantando el pasado fabuloso de la estirpe latina, exaltando los cachorros del león ibérico, glorificando a los héroes del Grito de Lares y elevando el mundo campesino a mito representativo de la perfecta armonía del Hombre y la Tierra, haciéndose eco de la epifanía que cantó Darío. La Canción de las Antillas: La isla afortunada, la antilla fabulosa “La canción de las Antillas” (1913) fue un poema consagrado durante mucho tiempo. Sócrates Nolasco la llamó “sinfonía de timbres diversos, cuya orquestación conquista y arrebata”. El poema refleja la huella del Modernismo en su concepción rítmico-métrica y por su americanismo. Es también ejemplo de poesía declamatoria de gran aliento. Es un himno exhortatorio; una larga acumulación de elogios, en estancias, a manera de coro de voces antillanas. “La canción de las Antilla” canta al pasado y a la certidumbre del porvenir. La élite política y literaria, amenazada por la expansión imperial, celebró ese himno, como celebró ese mismo año a Chocano. El poema propone una patria más ancha en el tiempo y en el espacio y una historia portentosa. Los héroes de Lares: Una historia programática Lloréns quiere fundar su conciencia de nacionalidad en la historia, una historia programática y liberadora. La élite intelectual y política a la que pertenece y en parte dirige, no quiere operar en el vacío. Pero ese pasado tiene que ser ilustre, casi mítico, o heroico. Lloréns se detiene en la historia para buscar héroes nacionales que comprueben la existencia de una nación y sirvan de modelo a los puertorriqueños. En su libro América se interesaba en la historia regional del continente; ahora se ocupa de la historia nacional. Su obra El Grito de Lares se estrena en San Juan, en 1914. Él mismo explicó el origen de la obra en un artículo de 1937: Cuando yo me decidí a escribir mi drama histórico-poético El Grito de Lares, los intelectuales y el pueblo de esta isla, no sabían nada de aquella rebelión ni de los hombres que la realizaron. El propósito de escribir el drama surgió una noche, en la Plaza Baldorioty de San Juan, estando allí en tertulia Muñoz

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Rivera, Canales, Matienzo Cintrón y yo. Los cuatro nos lamentábamos de lo muy poco que sabíamos sobre aquel gesto patriótico. Al instante, Muñoz Rivera me exhortó a describirlo y a cantarlo en un poema épico. –Escribiré un drama en prosa y verso- le dije. E inmediatamente añadió él: -Yo escribiré el prólogo poniendo a hablar en escena al héroe principal. Ni él ni yo, en aquel momento, sabíamos quién iba a ser el héroe principal, ni teníamos de lo que hablábamos más que vagas y remotas nociones. Dos o tres días después, conseguí el apasionado libro de Pérez Moris, Historia de la Revolución de Lares, y algunas otras fuentes históricas, ninguna de mucho valor. Me vi con Muñoz y le indiqué la necesidad de ir a pasarnos un día a Lares, a fin de hablar allí con varias personas que aún vivían y que ya sabíamos que habían tomado parte en la rebelión. Fuimos a Lares y nos comunicamos con dichas personas, hombres ya viejos, de prestigio, honorables, de cuya veracidad no se podía dudar. De ese modo reunimos los datos históricos para el drama… En la obra, Lloréns presenta como aspiraciones de todos los puertorriqueños, los sueños de libertad, el patriotismo y el amor a la tierra de aquellos héroes. En palabras de Manolo, el Leñero, el Grito de Lares aspiraba a la libertad y a la consolidación nacional. Lloréns ve a los revolucionarios como representantes de la totalidad social: son loss “padres de la patria”. El propósito de Lloréns en la obra no es exclusiva o primordialmente literario. Se trata de una lección moral y política que propone a sus contemporáneos. Hay en la obra más intención didáctica que reflexión histórica. El autor quiere levantar un friso de heroes que puedan estimular acciones heroicas. Esta obra, como la épica, aspira a ser la memoria histórica y heroica de un pueblo, la fundación de la nacionalidad. Surgen en ella las preocupaciones de la clase social de hacendados puertorriqueños, desbordados por las circunstancias históricas y el desarrollo del capitalismo imperialista. Ellos quieren crear urgentemente una patria, ante la incertidumbre de su propia posición. Los anhelos nacionales de Lloréns adquieren, al menos en su obra escrita, la fuerza de una fe, de una creencia. Lloréns glorifica a los héroes de Lares y acentúa la inferioridad moral del pueblo que no siente atracción por la rebeldía. En el drama se habla de un campesino patriota, pero ignorante, que la élite intelectual va a educar y orientar. En el soneto “Manolo el Leñero”, se ven ambos polos: el héroe y el pueblo sumiso e incomprensivo; igual interés se ve en su visión de Mariana Bracetti. En varias ocasiones, Lloréns publica, con leves variantes, una semblanza de la heroína, en la que se observa la intención de ofrecer un paradigma, un “bravo modelo de virilidad”, y una nostalgia por un mundo bello y heroico: Brazo de Oro, la muy bella y magnánima doña Mariana Bracetti, flor aristocrática del solar puertorriqueño, que en plena belleza y juventud erró a caballo por las serranías de Lares, exponiendo al sol y a la lluvia sus mejillas de rosa, sus manos de marfil y sus brazos de oro, en sueños de patria y libertad; esta gran hembra puertorriqueña, que fue perseguida y encarcelada

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por sus patrióticas rebeldías, que parió en la cárcel; que no sabía de One Step, pero pudo bordar las banderas revolucionarias; esta nuestra heroína, que muchos años después de su prisión tuvo que comparecer como testigo ante un tribunal de la colonia y al preguntarle los jueces: ¿ha sido usted condenada alguna vez?, contestó que “sí, señores, he tenido la gloria de ser condenada por defender la libertad de mi patria”; esta muy bella y magnánima doña Mariana Bracetti, es el bravo modelo de virilidad que aquí ponemos ante los ojos atontados de nuestra sumisa juventud. Las décimas: Reminiscencias edénicas, olor a felicidad. “Seamos netamente jíbaros” Las décimas son contemporáneas del canto a Hispania y del drama “El Grito de Lares“. Margot Arce ha estudiado la variedad del decimario tradicional, conocido por Lloréns, y ha ofrecido razones ideológicas, sicológicas y estéticas para explicar por qué el poeta escogió esta forma estrófica. Lloréns idealiza el mundo campesino, sus costumbres y formas culturales, y los ve como antídoto contra los valores de la sociedad capitalista; propone una visión idílica del mundo campesino y consagra sus formas literarias. Otros escritores, siguiendo esta postura, vieron al campesino como símbolo del “alma colectiva” y como la reserva espititual y moral de la sociedad puertorriqueña. En su visión del mundo campesino hay una tendencia ahistórica, llena de reminiscencias arcádicas y edénicas. No se ven en las décimas los cambios y las realidades que sufrió el campesinado puertorriqueño en las primeras décadas del siglo, la acelerada proletarización o la migración. El mundo jíbaro de Lloréns es el mundo perdido de la infancia y la juventud, la felicidad añorada de una inocencia primera, su personalísima edad dorado, alejada de las pasiones del poder y la gloria. Así se ve en “Valle de Collores”. A veces, presenta un incontamidado paraíso terrestre, lugar de belleza natural y libre unión amorosa. El jíbaro también aparece como bastión de la resistencia cultural y política frente al poder colonial y frente a los pitiyanquis. En otros de sus escritos, el jíbaro es símbolo de la nacionalidad y de la unidad social. Cuando mure Muñoz Rivera, Lloréns escribió: “Sea cada uno lo que sea: el obrero, obrero; el comerciante, comerciante; el agricultor, agricultor; el periodista, periodoita; el poeta, poeta. Pero todos seamos, ante todo, netamente puertorriqueños, netamente jíbaros. Es decir, seamos todos de nuestra patria”. Lo jíbaro adquiere un valor cultural y politico, y de ahí la importancia que Lloréns atribuye a la décima: “¡La copla jíbara! La canta el alma ancestral del pueblo. Mana de la pura fuente de la espiritualidad puertorriqueña.”. Moldes costumbristas, estética modernista y populismo Esas urgencies nacionales explican por qué en la obra de Lloréns conviven la nueva estética modernista y la poesía tradicional. Claro está, que en sus manos muchas veces ocurre a la décima lo que decía Borges sobre la décima gauchesca: que “es un género literario tan artificial como cualquier otro”, que frecuentemente se distanciaba de la poesía popular. Tanto los moldes tradicionales y costumbristas como la nueva literatura, proporcionan a Lloréns instrumentos que él pondrá al servicio de sus sueños. En todo ello hay una tendencia romántica al populismo literario e ideológico. En el soneto “Del libro

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borrador”, dice: Lo que soy, si soy algo, a todos se lo debo y es debe de una cuenta que nadie me la cobra. En cambio, al pueblo todo le he dado y doy mi obra, que hasta más allá arriba del cafetal la llevo. El pueblo es el gran río donde mi arte abrevo y mis andanzas urdo y mi bajel maniobra… Esto corresponde, en el plano político, a su exaltación del pueblo, a quién atribuye las virtudes quijotescas en contraste con el egoísmo de Sancho, que representa a los politicos. En una réplica a un discurso de José de Diego y de Hernández López, de 1916, dice Lloréns: … el pueblo sí que es loco y soñador y abnegado, porque como colectividad no tiene barriga ni alforjas ni camina en burro en pos de lucro alguno ni de ninguna Baratria; es tempestuoso y puro y limpio como la tempestad; es como el mar que no sabe sobre qué árida playa van a morir sus olas; como el ave que ignora para quién canta; como el prado que no sabe para quién reverdece; y es, en fin, capaz de todos los tumultos y de todos los arrestos y heroísmos; capaz de saltar todos los abismos y escalar todas las cumbres, harapiento, mendigo, sin burro ni banastas, guiado solo por el sueño de algún ideal. La invasión norteamericana, los hacendados, los profesionales jacobinos. Lloréns Torres fue otro portavoz de un grupo de profesionales e intelectuales que, en el primer tercio del siglo XX, ejerció un notable poder espiritual y político en el país, y que aspiró a generalizar su particular interpretación de la realidad puertorriqueña. Hay una estrecha relación entre los sueños y mitos de Lloréns y los valores culturales e ideológicos de una élite que luchó infructuosamente por mantener la hegemonía de los hacendados criollos en Puerto Rico después de la invasión de 1898. La literatura adquirió gran importancia en la elaboración de una cultura patriótica en Puerto Rico. Angel Quintero Rivera señala que a la invasión norteamericana siguieron medidas jurídicas y económicas destinadas a facilitar el desarrollo del capitalismo imperialista en el país, sobre todo, el de las companies azucareras. Para ello se requería debilitar el poder de los hacendados puertorriqueños, clase que ya había alcanzado el poder politico durante el régimen español y que era antagónica al poder imperial. De ahí que los hacendados, una vez transcurridos los primeros años de esperanzas y optimismo respecto a E.E.U.U., quisieran agrupar a todos los sectores de la sociedad puertorriqueña en apoyo de sus reivindicaciones políticas y económicas. En 1904, los hacendados fundaron el Partido Unión de Puerto Rico, la “unión de la gran

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familia puertorriqueña”. Quintero trata de explicar cómo la aspiración hegemónica de los hacendados, sin embargo, se frustró. Afirma que en el país se desarrolló una lucha política “triangular”: la clase de hacendados se vio amenazada, de un lado, por la nueva metrópolis, y, por otro, por la clase obrera, que se fortaleció en las primeras décadas. El proletariado, a su vez, estaba en lucha contra los intereses azucareros y contra los hacendados. El poder colonial destruyó el poder politico y económico de los hacendados, aunque durante algunos años (sobre todo de 1913-1921) se caracterizó por una política más benébola con los hacendados y por un trato más hostil al proletariado. Durante esa segunda década, el Partido Unión desarrolló una política “nacional”, pero no logró el apoyo de otras clases sociales. Quintero destaca la función de los “profesionales jacobinos”, que apoyaron a los hacendados. Estos profesionales radicalizaron la lucha del Partido Unión durante la segunda década del siglo, defendieron la cultura hispánica y trataron de ganarse a los trabajadores. Lloréns fue uno de ellos y se describió como uno de los “rebeldes” dentro del partido. Su trayectoria ilustra la perplejidad y las ambigüedades que los cambios socio-económicos ocasionaban. En 1900, en el prólogo a Mariano Abril, exhortaba a “defender nuestra nacionalidad bajo el amparo de la gran nación americana”; luego fue independentista; y en 1916 y 1917, presidió la Vanguardia Muñoz Rivera y favoreció la Ley Jones. La hierba firme de las obras fecundas Hijo de hacendados, Lloréns estaba ligado a una clase atrapada históricamente. Desde la literatura, se empeñó en construir unos valores nacionales, en forjar una historia nacional, y en crear una fe en el porvenir de la Antilia, que correspondía, en general, a la política nacional y patriótica y al populismo paternalista de los hacendados durante la segunda década del siglo XX. En su poesía criolla y en su canto a las legiones hispánicas, intentó reconciliar las diferencias y las tensiones reales de la sociedad puertorriqueña No tuvo mucho éxito en sus aspiraciones políticas dentro del Partido Unión; se destacó más como caudillo en el terreno intelectual, donde planteó el conflicto puertorriqueño como una lucha entre dos civilizaciones, entre dos culturas. Es por eso, que su obra tiene carácter apologético, de “defensa e ilustración” de la cultura humillada. Percatándose quizás de la reducción del papel de la clase a la que pertenecía, del desmoronamiento de su base socio-económica, propuso el ámbito amplio del mundo antillano y latinioamericano como alternativa. Lloréns se aproximó como pocos a ser el portavoz de la cultura “nacional”; mucho más, en todo caso, que los hacendados en el terreno politico y económico. Su palabra desmesurada, su apasionada defensa de los valores culturales, sus sueños utópicos y mitos históricos han dejado una huella profunda. Ya la sociedad puertorriqueña se ha transformado lo suficiente como para que parte de su obra carezca de vigencia. Sin embargo, Lloréns está presente en nuestra moderna literatura: creó un espacio literario donde muchos se han movido con relativa comodidad, y ayudó a sentar las bases para que se pudiera ejercer una función intelectual y literaria que hoy continúa, aunque con

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orientación distinta. Buena parte de su obra está vinculada con unas circunstancias históricas y sociales concretas, pero a la vez se ha alejado de ellas y ha quedado libre para fecundar otras obras. Como decía Proust, al final de su novela: “la hierba firme de la obras fecundas, sobre la cual vendrán las generaciones a hacer, sin preocuparse de los que duermen debajo, su ‘almuerzo en la hierba’”. Abril 1975 [Nota de la editora: Se remite a las fuentes citadas en el título de esta sinopsis para tener acceso a las notas y llamadas del ensayo original.] Vicente Palés Matos (Puerto Rico, 1903-1963) “Canto al tornillo” Lema: ¡Oh, los Cantos Futuros! ¡Padre Tornillo!… Padre de lo estable y lo fuerte en la mecánica… A ti, por cuya gracia se ajusta el Orbe entero; tú que tienes la fuerza que taladra y que muerde, gusano alucinante de la vida del Hierro… ¡Padre Tornillo! Oruga tan frágil y tan fuerte, para ti, en que se enrosca la energía del fuego, es mi canto potente… ¡Padre Tornillo! Pujante violador silencioso de todos los metales… Tú tienes de las cosas el equilibrio eterno; tuyo es el garfio único de la espiral; tú eres quien contra el infinito ha sujetado el cielo; (¡Oh estrellas; oh tornillos de oros incandescentes!) ¡Padre Tornillo!… Por ti las cosas son contra todos los tiempos… Por ti se puebla el mundo de esperanzas y fuerzas, (Pequeño Emperador de Inconcebible imperio!)… Y los pueblos se ajustan y se engranan y tiemblan, ante tu hermano solo y único: el Pensamiento… ¡Padre Tornillo!… Tu marcha es transformista: engaña en el vértigo de tu espiral; acabas donde empiezas y vuelves sobre ti mismo, raro, encogido e incierto… Pero a tu esfuerzo se abre el universo todo, Polilla del Trabajo, como es el cerebro,

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ante la marcha sorda y seca de una idea… Padre Tornillo… ¡inmenso!, tan inmenso, que sujetas el hierro que rasca en ti sus dientes, mientras se gasta el filo de tu espiral de acero, ante el filo sin óxidos del Tiempo y de la Muerte… ¡Padre Tornillo!… Tu labor será eterna, porque tú eres eterno… Sujetas los cilindros; mareas en las hélices; muerdes metal o piedra y violas en tu esfuerzo… Vives donde halla vida de músculo o de fuego… Y tu boca minúscula se agarra a las estrellas, en las grúas titánicas que giran en los cielos… ¡Padre Tornillo!… Dedo de Dios entre nosotros. Dedo, que en cada vena tiene un empuje secreto… Hablan del clavo y el clavo es sólo sombra de lo que eres… ¡El clavo es sólo un sueño! Tú eres la realidad potente y vigorosa, y tu espiral la honda fuerza del Universo… Evaristo Ribera Chevremont (Puerto Rico, 1896-1976) “Motivos de la rana” Yo canto la rana. Nadie ha cantado la rana. Ni nadie la ha cantado como yo. Yo soy el creador de mi modo. Mi modo inicia una era en el carapacho de la rana. Yo canto la rana. La rana tiene un collar de crós-crós alrededor del cuello. Cada crós-crós es un grito del agua. La rana, en el silencio henchido como el gusano en el corazón de la rosa, es la cenicienta del barro. Yo voy a redimir la rana. La veo, al borde de los charcos con guirnaldas de nubes en los fondos, coger el sol, jugar con el sol y hacerse de oro. Luce en ella el jardín con iris y estrellas.

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La primavera está en su escudo. Sus miradas cuelgan del cielo. La rana es una hoja gruesa, ancha, brillante. Los lagartos de ojos de cuenta de vidrio, se beben el licor rojo del aire inmóviles en sus abrasados Saharas como esfinges de metal. ¡Viva la rana, disco blanco del día! ¡Viva la rana, luna que gatea! ¡Viva la rana, joya de porcelana verde en el jubón claro del agua! La rana que rompe su collar de crós-crós cuando la fiebre solar pinta cardenales en el hombro amarillo de la tierra. -La rana es moderna. ¡Que cante la rana!- dicen las rosas en camisas de color. La rana ve correr por sus carnes de estiércol, sudores bermejos. Sobre su cabecita aplastada zumba el violoncelo del moscardón que viene con su casaca negra a rondar las lámparas de las rosas. Una mariposa, bordada de oro en la tela azul del viento roza el vientre de la rana: la rana es toda de oro y las flores la guardan en su estuche. La rana, joya verde de los charcos, es de oro definitivamente, y entre las flores late, corazón del universo. En los atriles de los árboles, albean los papeles de música de un ruiseñor, violinista que se ha suicidado con un puñal de perfumes. La rana los rompe y escribe óperas bufas. Se ríe del violinista que en las noches empedradas de Sagitarios y Escorpiones y Osas con oseznos, ejecuta fluídos nocturnos, anidados en las barbas de Dios. No es la cigarra, el mágico cencerrillo,

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lo que ocupa la silla húmeda del campo; no es la cigarra llena de calor y brisa, guitarra de la hora soñolienta, tambor que hace vibrar al niño del surtidor, el niño que juega con su cuerno de colores o va tras el arco de cristal, sendero abajo… Es la rana, la rana simple, con la transparencia del día en la piel. Es la rana que brinca en mi pecho; la rana que zambulle para pescar las notas de su collar de crós-crós, la rana, tejedora que teje, con áureos hilos, praderas y cascadas. ¡Gloria a la rana untuosa, astuta, sacerdotisa del sol con su libro de ramas nuevas y su collar de crós-crós! Yo canto la rana. Yo he cantado la rana. Corretjer, Juan Antonio (Puerto Rico, 1908-1985) “Alabanza en la torre de Ciales” (1953)

I Manifiesto

En una isla selvosa, circundada del proceloso mar Pero, no, no es Itaca. Este mar que nos tiñe y nos abraza es demasiado grande para un Ulises de gramática. ¡Por aquí anduvo Cristóbal Colón redondeando el mundo! Ese ausubo de sangre que no se cimbra en la sabana aún recuerda en su copa la primitiva selva borincana. ¡Ningún Aquiles lloró bajo sus ceibas y majaguas! ¡Aquí partió Guarionex con su corazón una lanza! Ni cítaras ni laúdes en nuestras noches estrelladas.

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Suena el güícharo como una descarga. Retumba el bongó. El cuatro tiene una prima de diana, en el seno de la bordonúa arde una rabia. A la orquesta criolla la llama el pueblo música brava. Y, sin embargo, al hacerse la noche, cuando la gran fragancia tiende su manto de coquíes como una bandera despertada, y en los Picachos de Jayuya están las estrellas arrodilladas; cuando las aguas de la luna bajan por el río de la Plata haciendo celestes caseríos desde Comerío a Toa Baja, y en Ponce nacen los nísperos con luz de lucero encapsulada, o en Guaynabo están las marías llenas de alisios y de flautas, en el Puente de la Aldea en Ciales está soñando una guitarra. Una niña abre muy grandes los ojos en la oscuridad de su casa. Un hombre, en su balcón solitario, con la cabeza canta. Y la poesía de los siglos le llega desde las montañas que no son las montañas de Itaca.

II La larga mirada

Desde un antes de ayer con la esperanza, mientras tañe, lenta, la campana, vuelvo a cruzar la plaza aldeana. Rememora aún el día haber nacido del alba. Hacia la torre de la Iglesia mi pensamiento anda. Entro. Veo la pila bautismal. El hisopo. Las andas. Nadie habla a mi corazón. Nadie ni nada. En silencio y a solas subo las gradas hacia el coro. Cruje en el silencio mi pisada. ¡Oh soledad callada! Los hábitos vacíos, y aquel atril agranda en hondos calderones y obscuros pentagramas las aguas de la cuenca gregoriana: esas aguas profundas, largas y arremansadas. ¡Oh música callada! El órgano. He aquí su pía voz valetudinaria hecha fijo silencio. ¡Oh soledad callada! Oigo mi frente cómo grita: ¡sombras carmelitanas, queridos amigos: Fernando María de Lloveras, el de la tierra catalana! ¡Carmelo Almela desde la huerta valenciana! ¡Oh soledad callada! Nadie habla a mi corazón. Nadie ni nada. ¡Por aquí ha pasado la muerte con su larga sotana!

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Tañe, aún tañe lenta la campana. Sigo subiendo las gradas. Llego. Mis ojos siguen el balón de la campana por los montes, las vegas, las sabanas. ¡He aquí, seres humanos, la tierra bien amada! Credibile est illi numen inesse loco... ¡Calla! No hubo Ovidios ni Horacios que esta tierra cantaran. Una lira inmortal pensó Gautier necesitaran. ¡Oh música sonora! ¡Oh soledad poblada! Todos me dicen. Todo y todos me hablan. Solemne y monolítico el monte entona su hosanna. Coloquian ambos ríos con sus lenguas de agua. La vega escribe su oración horizontal y amplia. ¡Los árboles! Puertorriqueñamente accionan sus palabras. ¡Oh música sonora! ¡Oh soledad poblada! Igual que en hombro amigo mi mano reposara pongo sobre mi tierra la más larga mirada. ¡Y esto veo camaradas!

III

La tierra Por la mitología arauca que de areyto en areyto le llegara a Román Pané, y éste nos relatara: En el principio era la Tierra. Y la Tierra era ancha. Érase una inmensa y única tierra ancha. En mitad de esta tierra se erguía una montaña. Y esta montaña era la más grande y más alta montaña. Jamás el ojo humano vio igual o parecida montaña. Creció en la cumbre de la montaña un árbol de gigantesca rama y era este árbol el árbol de altura más titánica. Jamás el ojo humano vio igual o parecida planta. Y al pie de este árbol, en la inmensa montaña, nació una mata de calabazas. Era una gigantesca mata de calabazas. En la cumbre de la montaña más alta, en donde crecía el árbol de gigantescas ramas, nació esta mata, la más grande mata de calabazas. Yo he visto nacer el Río Grande de Loaiza en la tierra sanlorenzana.

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Allí, en el huevo de la glebal entraña, como el misterio de un corazón que palpitara bajo tierra, y por orden de amor resucitara, he visto yo latir su prima agua. Ya se le van uniendo las quebradas. Ya el río del Espino acumulara sus aguas con sus aguas, el Gurabo, y el Caguas, y el Trujillo, y el Canóvanas. Yo lo he visto, solemne, con sus amplias riberas y sus ganados y sus cañas y sus muchas comparecencias unificadas, besar con dulce boca las espumas atlántidas: él, el único, el Río Grande de Loaiza, el más grande río de la Patria! Cosa igual hizo aquella mata de calabazas. Sus raíces hundió en la genésica montaña y extrayendo todas sus secretas fuentes mágicas Fue única en su fruto: en todos los tiempos la más grande calabaza. Jamás el ojo humano vio igual o parecida calabaza. Y sucedió que un día aquella calabaza fue vista desde lejos por la pupila humana. Desde lejos, dos hombres, atentos, la miraban. He aquí la ambición buena. Y he aquí la ambición mala. El uno para el bien de la tribu la tomara. El otro para sí. Para sí nada más la deseaba. Por un lado de la pendiente el uno. El otro por la opuesta halda. Llegados a la cima, cuando el sol más hermoso brillaba y el viento en la maleza dulcemente arpegiaba, ambos hombres por su botín luchaban. Y luchando rompieron el bejuco de la calabaza. La calabaza rodó cuesta abajo. De risco en risco rebotada. En el año de 1918 tembló la tierra borincana. Fue el once de octubre a las diez de la mañana. Una viga secreta en nuestra armadura geológica quebróse, y un basto rugido salió del fondo de la patria. Cuarteóse la tierra bajo las gentes empavorecidas. En Mayagüez y en la región aguadillana dio un salto atrás de espanto la mar encabritada. Alejóse hasta considerable distancia y brincó luego sobre la playa. Era como una joven yegua desbocada, roto el freno y la boca llena de lavaza. Su pecho azul de sirena enajenada

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fue dejándolo todo bajo el agua: calles, tumbas, domicilios y plazas. Los boricuas que vimos la catástrofe mencionada apenas podemos imaginar la hecatombe de la mitológica calabaza. Rodó cuesta abajo. De risco en risco rebotaba. Hasta que, contra una roca de puntas como lanzas se abrió en dos la calabaza. He aquí que sobre aquel mundo que era sólo tierra ancha rodó cubriéndolo todo el mar que en la calabaza se ocultaba. Y el espíritu de Bagua se movía sobre las aguas. Su furia estaba desatada. Lo cubrió todo, lo arrasó todo con sus temibles garras, y cuando quiso reunir en un lugar las aguas, y lo árido y lo seco se mostrara, quedó, libre del mar, la cumbre de la inmensa montaña, la sola cumbre de la más hermosa y grande montaña: Una isla selvosa, circundada del proceloso mar. Pero no. No es Itaca. ¡Es la preciosa tierra borincana!

IV Los desposados

La luz huele, cuando, en la noche, la tea de tabonuco pasa. En aquellos tiempos Juan Ponce forcejeaba contra la idea de trasladar Caparra. Todos los funcionarios argumentaban contra Ponce, y su tenacidad se empecinaba. Todos los caparrenses partido tomaban. Pero Diego González, un soldado de hambre y espada, Expresábase de una manera sarcástica sobre la caparrense algazara. Era una discusión entre dueños de indios, tierras y casas. Diego González jamás ha poseído nada más que su hambre y su espada. Mucha más hambre que espada. Y una noche, burlando la guardia, internóse en la profunda maraña

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de la selva. ¡Al diablo con los petos de retórica y las leguleyas corazas! Diego González caminó las horas largas. cuando la noche, hambrienta y cansada, apagó sus estrellas y acudió adonde la leche del alba, seguro ya de la distancia escondió en un balsero, bajo unas matas, su humanidad fatigada. Despertó. Un grupo de indios lo observaba. Para Diego González una vida nueva comenzaba. No. Nadie lo sabía. Pero empezaba a irse España. Mucha menos España había en los hijos que le diera la india Anana. Este hijo que es ya un hombre de fornida espalda, blanca tez y cabellera lacia, mezcla en su lengua españolas e indias las palabras. Otros aromas, otros sonidos, otras luces, otras esperanzas, imposibles en la llanura castellana, impregnaron su infancia. Por esta tierra que le tocó las pomarrosas suspiraban. En su taza de piedra hierve espumas el Balbas. Aquí, en lo profundo de los seres, una cosa nueva se prepara. Un día, aquí se va a querer una patria. ¡La luz huele, cuando en la noche, la tea de tabonuco pasa! Un día. La selva. La montaña. Alrededor del incahieque las siembras retoñaban. El conuco: el rubio maíz, la yuca, escondida y pálida. Los algareros changos y las chirriantes calandrias. Los hombres. Las mujeres. Los adolescentes. La infancia. La rueda del areyto y el bohique con su pedagogía cantada. El cacaotal sombrío. Las cumbres soleadas. El techado de zafírea luz y nubes blandas. La vereda serpenteando entre mayas. Y unas voces que llegan. Y unos labios que hablan. Hasta esta paz unos vecinos cazadores han conducido una figura extraña. Su piel es negra. Su cabello es espesa maraña. Como la más blanca tela de coco su dentadura es blanca. No viene. Ha sido traída de muy lejos. Contra su gana. Cruzó la mar terrible en asesina barca. Pero esta selva, este cielo, esta montaña...! Esta aldea en calma. ¡Oh nativas memorias! ¡Dulce tierra africana!

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¡Ah los fugaces años que pasan y que pasan! El conuco: el rubio maíz, la yuca, escondida y blanda. El tabaco fraternal. Y la pesca. Y la caza. Diego González bajo la tierra blanda. El nieto de Diego González y su mujer. La evanescente indiada. La desteñida nieta de la figura extraña traída por el terrible mar en la asesina barca. La luz huele, cuando en la noche, la tea de tabonuco pasa!

V Oubao-Moin

El río de Corozal, el de la leyenda dorada. La corriente arrastra oro. La corriente está ensangrentada. El río Manatuabón tiene la leyenda dorada. La corriente arrastra oro. La corriente está ensangrentada. Allí se inventó un criadero. Allí el quinto se pagaba. La tierra era de oro. La tierra está ensangrentada. En donde hundió la arboleda su raíz en tierra dorada allí las ramas chorrean sangre. La arboleda está ensangrentada. Donde dobló la frente india, bien sea tierra, bien sea agua, bajo el peso de la cadena, entre los hierros de la ergástula, allí la tierra hiede a sangre y el agua está ensangrentada. Donde el blanco pobre ha sufrido los horrores de la peonada, bajo el machete del mayoral y la libreta de la jornada y el abuso del señorito, allí sea tierra o allí sea agua, allí la tierra está maldita y corre el agua envenenada. Gloria a esas manos aborígenes porque trabajan. Gloria a esas manos negras porque trabajan. Gloria a esas manos blancas porque trabajan. De entre esas manos indias, negras, blancas, de entre esas manos nos salió la patria. Gloria a las manos que la mina excavaran. gloria a las manos que el ganado cuidaran. Gloria a las manos que el tabaco, que la caña y el café sembraran. Gloria a las manos que los pastos talaran. Gloria a las manos que los bosques clarearan. Gloria a las manos que los ríos y los caños y los mares bogaran. Gloria a las manos que los caminos trabajaran. Gloria a las manos que las casas levantaran. Gloria a las manos que las ruedas giraran.

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Gloria a las manos que las carretas y los coches llevaran. Gloria a las manos que a mulas y a caballos ensillaran y desensillaran. Gloria a las manos que los hatos de cabras pastaran. Gloria a las manos que cuidaron de las piaras. Gloria a las manos que las gallinas, los pavos y los patos criaran. Gloria a todas las manos de todos los hombres y las mujeres que trabajaran. Porque ellas la patria amasaran. Y gloria a las manos, a todas las manos que hoy trabajan porque ellas construyen y saldrá de ellas la nueva patria liberada! ¡La patria de todas las manos que trabajan! Para ellas y para su patria, ¡alabanza!, ¡alabanza!

VI Perfil del ser

En la tenebrosa noche, cuando parece que va a salir la nada del viento negro, como un caballo de sombra cuajada, como una prieta vaca con cabeza de mundo y cola de montaña: en la tenebrosa noche de vela apagada y de linternas suicidadas, cuando por la vastedad de la tiniebla percibo la ancha cintura del mundo que habita mi patria, y como nunca siento la rápida rotación del planeta, la ráfaga que a los hombres del trópico derrama: en la terrible noche que ha abolido el Paso del Guajataca, que ciega la trinchera del Asomante, asomada, empinada sobre el Mar Caribe, sobre Salinas de tierra aplastada; en la terrible noche de manos embadurnadas por Jájome obscurecida y ensombrecida Guayama, y Lares callada y ennegrecida Villalba, y Adjuntas apagada; en la tenebrosa noche que me prohíbe la mirada, ando buscando, yo, poeta, una palabra. Una palabra como un cincel que esculpa y labra. Una palabra como una llama, como una luz, como una ventana iluminada, como una esposa adorada. Porque quiero escribir el perfil de nuestro ser, el centro de nuestra alma, y el latido más profundo que late en lo más hondo de nuestra entraña. Por mi frente ha volado una paloma roja. Va a la distancia y posa en un horizonte que va tornándose grana. Este horizonte va creciendo. Se expande y agranda y todo él se vuelve una naranja dorada.

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Es el día. La noche ha sido derrotada. Se ha retirado llorando por Yabucoa, desconsolada. Ha doblado el cuello en Humacao, ya en su última lágrima. Ha perecido en Vieques, degollada. Es el día. Ha resurgido la forma de la patria. Está nueva, recién lavada. Dulce que es hundir en la yerba rociada la dolorosa frente insomniada. Dulce que es poner las palmas de las manos en la húmeda grama. Dulce que es tomar en la mano la arcilla refrescada y llevarla a la boca, saber a lo que sabe la patria, y saborearla y tragarla mientras una energía nueva su vitamina agiganta en nuestra sangre que canta y en nuestra piel que se abrillanta! Probad y alumbraréis. Os doy palabra. Os doy palabra que en la luz de esta mañana he visto a un hombre, a una mujer y a un niño. Descansaba un instante la brisa del Sur en el bordado de las guabas. Una pareja de reinamoras piaba saltando, picoteaba las guayabas, extendía sus cortos vuelos de veloces alas hasta donde la berenjena cimarrona, junto a la alambrada, hacía brillar sus redondas y amarillas lámparas. Huía al malangal un martinete de pasta gris y un pájaro-bobo de cola pintada en un seco yagrumo reposaba. Había una novilla colorada paciendo su yerba de guinea: apaciguaba la luz con su búlica calma. El hombre, la mujer y el niño. Antes que el lado negro de la peronía del mundo girara y su lado de luz por entre el guabal se mostrara, el hombre, la mujer y el niño saldrían de su casa. Encendía la mujer el fogón. Entre las tres piezas tiznadas enrojecía la leña sus ojos. Desayunaban medio coco de negro café. Eso era todo. Eso, y el lucero del alba. Seguían rumbo al cafetal las plantas descalzas. Pendían de sus cuellos las canastas. Dentro de sus ropas harapientas y livianas sus cuerpos gemían el frío de la madrugada. El hombre, la mujer y el niño pasaban

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el día en el cafetal. El poético cafetal les daba el ardiente escozor de los albayaldes que su piel desgarraba, los enjambres de avispas que sus caras hinchaban, los sacos de pus de la mazamorra en sus plantas y un purgatorio de uncinaria. Salían luego del cafetal. Vuelta a la casa. La mujer cocinaba. ¡He aquí con qué voracidad tragaban su dita de guineos a secas, lejos de la casa principal de la hacienda, lejos de las viandas exquisitas del sueño: la gallina horneada, la multicolor ensalada, los rubios lerenes y las sabrosas almojábanas! El cansancio los tumbaba. Iban a la cama de madera, a la pesadilla de la malaria. Iban lejos, muy lejos de la patria del amo, que no es su patria. Lejos de la cómoda butaca en donde se acomoda la charla idiota, la traidora palabra, en donde se lee el magazine de moda y la revista de elegancia mientras piensa el amo que es buena la canalla imperialista yanka, aunque bien sabe lo estima menos que a la banana, menos que al tabaco y muchísimo menos que la caña. El hombre, la mujer, el niño... ¿Fue una tarde? ¿Fue una mañana? Recogían un café que orillaba el cercado. Oyeron cómo las gallinas cacareaban. Alzaron los ojos al cielo. Vieron, alta, bien alta, la cruz plumada, la egregia figura balanceada del guaraguao! El guaraguao planeaba. ¡El guaraguao! Viene del fondo espeso de la montaña. Viene de los últimos tabonucales, de las últimas caobas, de los últimos ausubos y ortegones, de las últimas marañas, y de las últimas rocas. Viene de las últimas aguas y las últimas lontananzas, de las más escondidas mayas, de los tremedales en donde a pleno día aún burbujan las luciérnagas. Viene de donde se esconden heridos los múcaros, de donde las yaboas de plata oscura y de solemne y húmedas patas

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empollan; de donde los últimos carraos perduraran. Viene de las cuevas de las ratas más montañesas. Viene del fondo espeso de la montaña. ¡El guaraguao! Los jíbaros los miran y se dilatan sus pupilas en el azul de la alta distancia. El guaraguao vuela en ondas largas. Es la suya una pulcra y agresiva geometría de las alas, una fuerza perenne y equilibrada más allá de la piedra, más allá de la perdigonada y del rifle. Sabe caer como avión de picada sobre su presa, y se remonta con ella en las garras entre un aplauso de plumas escapadas. El hombre, la mujer y el niño le han seguido con la mirada. Huyen las gallinas despavoridas bajo las matas. Cuando, pequeño y rápido como una bala se ve el pitirre que en persecución del guaraguao se lanza. Viene de los negros laureles de copa abultada. Ha estado de pie, ante los campos y la ráfaga, enhiesto, como una flecha animada sobre el solitario dedo de las reales palmas. Viene del corazón puertorriqueño, de la masa de nuestra sangre. Nació en nuestras venas, en la más alta pulsación del ser nativo, en la palabra que nos creó, en la primera luz de la madrugada del primer día, en el primer rocío, en la primera gana de ser lo que somos, en el primer manantial que brotara, en la primera raíz que reventara en la primera tierra oreada. Viene del corazón de Agüeybana. Y cuando canta, canta, canta: -Pitirre, pitirre, pitirre- es como si gritara: Patria, Patria, Patria! El pitirre es pequeñín, altivo y rico en maña. Nunca se mira el tamaño su valentía alebrestada. (El guaraguao es muchas veces sus alas.) Pero él es veloz, es ágil; su fuerza se agiganta en el combate, su pico se multiplica en la batalla. Es como el Cemí de la furia; es como un meteoro su picada. Cuando en el cielo de la tarde o de la mañana contempla el puertorriqueño sus hazañas, le ríen los ojos, le ríen los dientes, le ríe el alma. Sobre el ave grande lo manda: -Pícala, pícala, pícala.

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Por debajo de las alas. Por el lomo de plumas encrespadas. Por la cabeza pelada. Por el buche, por la cola erizada. Pitirre: pícala, pícala, pícala. El guaraguao huye como una bandera desquiciada. Lo persigue el pitirre con insaciable saña. Y el hombre, la mujer y el niño con el alma calmada dicen desde hace siglos: -cada guaraguao tiene su pitirre. Patria de primaveras sosegadas, patria de frentes martirizadas, de manos trabajadas y cercenadas y de sinsabores castigada. ¡Patria de guaraguaos abusada! Toda la sangre, todas las ansias, toda nuestra fe, toda la fuerza que alcanza a extender el arco de nuestra ánima se perfila en nuestro ser en la espontánea admiración, en la pasión fijada con que el hombre, la mujer y el niño, alzan sus ojos al cielo: al cielo azul con nubes blancas por donde el pitirre al guaraguao a picotazos desplumaba! ¡Oh patria, de pitirre esperanzada!

VII Inmediata a la idea

El verbo nace del fondo de la especie humana y en sus necesidades se substancia. Cuando hubo patria el hombre dijo patria. Cuando hubo pueblo el hombre pueblo pronunciara. Cuando ya hubo qué cantar Juan de Castellanos cantara. Algo hay aquí por relatar y Torres Vargas lo relata. Estamos ya por historiar para que Iñigo Abad historiara. Letras hubo para triunfar y nació Alejandro Tapia. Cuando el crepúsculo boricua, el de la noche y el de la mañana, tiñó de rosa y de ternura las hondas telas de nuestra alma cuando la boca de la doncella un beso al cielo enviara y en el velorio del muchacho bebiéronse juntos rones y lágrimas; cuando en la floresta el viento entre los sauces retozara, y entre las peñas del riachuelo ruidoso o manso deslizara, cuando dentro de la gente borincana gritara el clarín y el bombardino sollozara,

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José Campeche pintó sus tablas. Frasquito Oller su obra creara; en la catedral de San Juan San Pío se levantara limpio en las fuentes de los órganos con que Gutiérrez lo bañara. Y en los salones y en las salas de polisones y de máscaras, Juan Morel Campos labró su estatua con la batuta levantada. Una hora crepuscular con su gran pompa solemnizada sobre el mar de Puerto Rico otro de llamas derramara. Un oficial de artillería desde el Morro lo contemplaba. Su gran espíritu viril, su sensibilidad delicada, vibraron larga, largamente, como las cuerdas de un arpa. El mar inmenso cruzó un día y comió el pan de tierra extraña. Desde allí vio y desde allá sintió con las dos cuerdas de su arpa, y a una la quiso por la otra y las fundió en una sola aria. ¡Mirad su endeble cuerpo enfermo y vedle la entereza del alma! ¡Sabed cómo quisieron abrirle la puerta falsa de la fama y ved cómo entró en la historia con su fina llave borincana! ¡Recordad cómo el hombre supo dejar Madrid y romper su espada! ¡Venid a verle esta tarde soleada, mientras el mar de Atlante junto a las rocas su espuma despedaza y hasta en la tumba que sus amigos fielmente le cavaran el tibio sol de su país penetra y esta querida tierra le idolatra! Ayer me he parado en la colina, dominante y sacramentada, de Hormigueros, donde Ruiz Belvis apostolara. He meditado humilde y contrito en la Plaza de Cabo Rojo. Y he sentido como una ráfaga roja, muy roja, sobre mi frente calcinada. He sentido en mi corazón como una roja marejada. En Hormigueros el Informe me ha calentado como una llama. En Cabo Rojo, la Virgen de Borinquen me ha mirado con su dulce mirada. He ardido con los Manifiestos y he vitoreado las Proclamas. Y he gritado a todos los vientos como Betances gritara: -¡No quiero colonia ni con España ni con Estados Unidos! ¿Qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan? Hoy he vuelto de Mayagüez y me he detenido en Río Cañas. Aquí ha nacido Eugenio María de Hostos, quien enseñara, a pensar a un continente. ¡Gran Eugenio María! Todavía en el aula madrileña, cuando apenas el bozo le apuntara y un puñado de pueblos por su pluma esperara, antes del desengaño y de la angustia, en el amanecer de la esperanza,

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¡qué prosa la que el peregrino Bayoán hablara! Un día ese gran amor de ojos abiertos y de sienes iluminadas llegó donde Eugenio María. Tornasolado el Avila. ¡Sonriente Caracas! ¡Ah mundo en flor! Escribía: “En aquellos momentos se me lisonjeaba... Era yo el representante más activo de las Antillas, que aún necesitaban hombres como yo. Se festejaba a la patria en mi persona y los puertorriqueños me recibían como la encarnación de su esperanza, y los cubanos me recibían como al que su patria agradecida recordaba. Entre los que conocí aquella noche estaba el,padre de Inda. Por el traje negligente, por las calurosas palabras, por la vehemencia con que acentuaba mis opiniones, conocí en él un emigrado y un patriota. Me gustaba dirigirle la palabra, porque la recibía con calor de corazón.” Así hablaba. Como Bayoán a Marién, así conoció él a Inda. Su delicadeza cautivaba. “Parecía transparente.” Un sol desde sus adentros irradiaba. Aquella aparición inesperada objeto de su reflexión en el insomnio de su emoción inopinada desde entonces lo llenaba y lo desbordaba. ¡En qué prosa de encanto dirá su íntima página! ¡Jamás amor de hombre más bellamente se prosara! Fue su vida una voluntad tendida hacia la verdad. Con la verdad pensaba y fue dueño de tanta que la noche del tiempo traspasara. Entre dos siglos, de pie, a ver alcanza más allá de las letras y las armas. Nos mira ahora. Nos ve después. Nos ama y nos enseña y nos proclama la verdad más redentora y exacta. A todos ama y para todos quiere la felicidad y la esperanza. Propiedad para todos en la patria. Trabajo para todos; y para los niños, los ancianos, los enfermos, holganza. Producción y consumo para todos. ¡Alabanza a este veedor de largas distancias! ¡Alabanza para Eugenio María de Hostos! ¡Alabanza! ¡Alabanza para la patria y los pueblos en cuyas necesidades se fundara! ¡Alabanza para los hijos de su larga mirada! En Jayuya hay un monte trino y otro que lo sobrepasa.

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Allí el Valle de Coabey pinta tomates y abre sus casas. ¡Esta es la Tierra de los Muertos, según la leyenda indiana! Cuando en las alturas huyen las nubes como torcaces retrasadas, sus sombras huidizas cruzan el Valle como fantasmas. Pero el monte inmenso no pasa. En el crepúsculo los grises, los dorados y los malvas Atenúanse y adelgazan y la gran sombra se los traga. Pero el monte inmenso no pasa. En Coabey hay un río que corre, y corre y corre, y nunca pasa. En Coabey hay un monte inmenso en la inmensidad de la montaña y hay en Coabey un claro río que salta y ríe con pícaras aguas. Un hombre un día miró este monte y el mismo día miró esta agua. En lo inamovible y en lo fugaz vio la perdurabilidad enlazada como el monte pensó y se queda. Como el agua rió y no pasa. El vio una sombra galopante. Algunas sombras palicaban. Hacia un lejano sol; riendo, hacia un lejano sol, marchaba. Por Coabey pasan muchas sombras. Estas pasan. Pero él no pasa. De ayer venimos hasta hoy. Ya el trimotor vuela al mañana. Y el avión proyecta su sombra sobre la tórrida montaña. Por Coabey ha pasado esta sombra en el frío de la madrugada. ¡Y todos vamos con aquél que hacia un lejano sol se marchaba!

VIII Luego

Cuando ya había visto estas páginas el día era muerto. Un riego de estrellas fulguraba sobre Ciales. Algunos niños corrían por la plaza. Volvía a guardarse en su pequeño sitio mi larga mirada. Pero mi sangre había quedado iluminada, y la campana, que ahora alegremente repicaba, me ceñía a las sienes una gran alabanza. Una alabanza de martillos entusiastas, de plumas y de azadas, de frescos ríos en cordial llanada y árboles nuevos en la fiel montaña.

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Y ya el jíbaro hondo que adentro me canta otro batey me acuerda, y la guitarra. Julia de Burgos (Puerto Rico, 1914-1953) “Nada” Como la vida es nada en tu filosofía, brindemos por el cierto no ser de nuestros cuerpos. Brindemos por la nada de tus sensuales labios que son ceros sensuales en tus azules besos; como todo lo azul, quimérica mentira de los blandos océanos y de los blancos cielos. Brindemos por la nada del material reclamo que se hunde y se levanta en tu carnal deseo; como todo lo carne, relámpago, chispazo, en la verdad mentira sin fin del Universo. Brindemos por la nada, bien nada de tu alma, que corre su mentira en un potro sin freno; como todo lo nada, buen nada, ni siquiera se asoma de repente en un breve destello. Brindemos por nosotros, por ellos, por ninguno; por esta siempre nada de nuestros nunca cuerpos; por todos, por los menos; por tantos y tan nada; por esas sombras huecas de vivos que son muertos. Si del no ser venimos y hacia el no ser marchamos, nada entre nada y nada, cero entre cero y cero, y si entre nada y nada no puede existir nada, brindemos por el bello no ser de nuestros cuerpos. “A Julia de Burgos” Ya las gentes murmuran que yo soy tu enemiga porque dicen que en verso doy al mundo tu yo. Mienten, Julia de Burgos. Mienten, Julia de Burgos. La que se alza en mis versos no es tu voz; es mi voz; porque tú eres ropaje y la esencia soy yo; y el más profundo abismo se tiende entre las dos.

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Tú eres fría muñeca de mentira social, y yo, viril destello de la humana verdad. Tú, miel de cortesanas hipocresías; yo no; que en todos mis poemas desnudo el corazón. Tú eres como tu mundo, egoísta; yo no; que todo me lo juego a ser lo que soy yo. Tú eres sólo la grave señora señorona; yo no, yo soy la vida, la fuerza, la mujer. Tú eres de tu marido, de tu amo; yo no; yo de nadie, o de todos, porque a todos, a todos, en mi limpio sentir y en mi pensar me doy. Tú te rizas el pelo y te pintas; yo no; a mí me riza el viento; a mí me pinta el sol. Tú eres dama casera, resignada, sumisa, atada a los prejuicios de los hombres; yo no; que yo soy Rocinante corriendo desbocado olfateando horizontes de justicia de Dios. Tú en ti misma no mandas; a ti todos te mandan; en ti mandan tu esposo, tus padres, tus parientes, el cura, la modista, el teatro, el casino, el auto, las alhajas, el banquete, el champán, el cielo y el infierno, y el qué dirán social. En mí no, que en mí manda mi solo corazón, mi solo pensamiento; quien manda en mí soy yo. Tú, flor de aristocracia; y yo la flor del pueblo. Tú en ti lo tienes todo y a todos se lo debes, mientras que yo, mi nada a nadie se la debo. Tú, clavada al estático dividendo ancestral, y yo, un uno en la cifra del divisor social, somos el duelo a muerte que se acerca fatal. Cuando las multitudes corran alborotadas dejando atrás cenizas de injusticias quemadas, y cuando con la tea de las siete virtudes, tras los siete pecados corran las multitudes, contra ti, y contra todo lo injusto y lo inhumano,

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yo iré en medio de ellas con la tea en la mano. “Yo misma fui mi ruta” (De Poema en veinte surcos, 1938) Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese: un intento de vida; un juego al escondite con mi ser. Pero yo estaba hecha de presentes, y mis pies planos sobre la tierra promisora no resistían caminar hacia atrás, y seguían adelante, adelante, burlando las cenizas para alcanzar el beso de los senderos nuevos. A cada paso adelantado en mi ruta hacia el frente rasgaba mis espaldas el aleteo desesperado de los troncos viejos. Pero la rama estaba desprendida para siempre, y a cada nuevo azote la mirada mía se separaba más y más de los lejanos horizontes aprendidos: y mi rostro iba tomando la expresión que le venía de adentro, la expresión definida que asomaba un sentimiento de liberación íntima; un sentimiento que surgía del equilibrio sostenido entre mi vida y la verdad del beso de los senderos nuevos. Ya definido mi rumbo en el presente, me sentí brote de todos los suelos de la tierra, de los suelos sin historia, de los suelos sin porvenir, del suelo siempre suelo sin orillas de todos los hombres y de todas las épocas. Y fui toda en mí como fue en mí la vida… Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese: un intento de vida; un juego al escondite con mi ser. Pero yo estaba hecha de presentes; cuando ya los heraldos me anunciaban en el regio desfile de los troncos viejos, se me torció el deseo de seguir a los hombres

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y el homenaje se quedó esperándome. Ver: 1) Rivera Villegas, Carmen M. “JUlia de Burgos aqua y allá: su poética en Puerto Rico y en Estados Unidos”, http://www.sg.inter.edu/revista-ciscla/volume30/rivera.htlm Ferré, Rosario (Puerto Rico, 1942) Papeles de Pandora (1976) “La muñeca menor” La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al cañaveral como hacía siempre que se despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven se bañaba a menudo en el río, pero un día en que la lluvia había recrecido la corriente en cola de dragón había sentido en el tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve. La cabeza metida en el reverbero negro de las rocas, había creído escuchar, revolcados con el sonido del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos habían llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió una mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a casa en parihuelas retorciéndose de dolor. El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido mordida por una chágara viciosa. Sin embargo, pasaron los días y la llaga no cerraba. Al cabo de un mes el médico había llegado a la conclusión de que la chágara se había introducido dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde había evidentemente comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para que el calor la obligara a salir. La tía estuvo una semana con la pierna rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo hasta el muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se había abultado aún más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la chágara enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla. Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de gasa de sus faldas la había despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa rehusando a todos sus pretendientes. Al principio se había dedicado a la crianza de las hijas de su hermana, arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por aquella época la familia vivía rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban a la tía. Ella las peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban a su alrededor y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el perfume de guanábana madura que supuraba la pierna en estado de inquietud. Cuando las niñas fueron creciendo, la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al principio, eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones

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perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la reverencia de toda la familia. El nacimiento de una muñeca era siempre motivo de regocijo sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni siquiera cuando las niñas eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad. La tía había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que correspondieran a la estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve y la tía hacía una muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa para que la habitasen exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió dieciocho años había ciento veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la puerta, daba la sensación de entrar en un palomar, o en un cuarto de muñecas del palacio de las tzarinas, o en un almacén donde alguien había puesto a madurar una larga hilera de hojas de tabaco. Sin embargo, la tía no entraba en la habitación por ninguno de estos placeres, sino que echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas canturreándoles mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así cuando tenías dos, así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos. El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón frente al cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los cambios de aguas de las cañas y sólo sal-a de su sopor cuando la venía a visitar el doctor o cuando se despertaba con ganas de hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar para que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla. Podía verse ese día a los peones de la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros incas, a comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilos de todos los colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su habitación a la niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las medidas. Luego he hacía una mascarilla de cera que cubría de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos caras muertas; luego hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito en la barbilla. La porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte marfileño que contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el cuerpo, la tía enviaba al jardín por veinte higüeras relucientes. Las cogía con una mano y con un movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para que el sol y el aire secaran los cerebros algobonosos del guano gris. Al cabo de algunos días raspaba el contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia por la boca de la muñeca. Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que estuviera hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde Europa en todos los colores, pero la tía los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado sumergidos durante un número de días en el fondo de la quebrada para que aprendieses a reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras. Sólo entonces los lavaba con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas de algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las muñecas no variaba nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las más pequeñas de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de cada

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una el mismo lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma. La niñas comenzaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa: “Aquí tienes tu Pascua de Resurrección”. A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era sólo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de Valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de guano, sino de miel. Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más joven cuando el doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar de sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y se quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada por la punta de sus escamas verdes. Sacó su estetoscopio y la auscultó cuidadosamente.. La tía pensó que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si todavía estaba viva, y cogiéndole la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado para que palpara el movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es cierto, contestó el padre, pero yo sólo quería que vinieras a ver la chágara que te había pagado los estudios durante veinte años. En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era evidente su interés por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler de corbata oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego de examinar a la tía se sentaba en la sala recostando su silueta de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que le entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella le ofrecía galletitas de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos como quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él porque le intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo era por dentro la carne del delfín. El día de la boda, la menor se sorprendió al coger la muñeca por la cintura y encontrarla tibia, pero lo olvidó enseguida, asombrada ante su excelencia artística. Las manos y la cara estaban confeccionadas con delicadísima porcelana de Mikado. Reconoció en la sonrisa entreabierta y un poco triste la colección completa de sus dientes de leche. Había, además, otro detalle particular: la tía había incrustado en el fondo de las pupilas de los ojos sus dormilonas de brillantes. El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un bloque de cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que los que pasaban

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por la calle supieses que él se había casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo de calor, la menor comenzó a sospechar que su marido no sólo tenía el perfil de silueta de papel, sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los ojos a la muñeca con la punta del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la cola del piano, pero con los ojos bajos. A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le preguntó a la menor qué había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas le había ofrecido una buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle un retablo a la Verónica en la próxima procesión de Cuaresma. La menor le contestó que las hormigas habían descubierto por fin que la muñeca estaba rellena de miel y en una sola noche se la habían devorado. “Como las manos y la cara eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las hormigas las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso momento deben de estar quebrándose los dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva subterránea”. Esa noche el médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin encontrar nada. Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la clientela del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder ver de cerca de un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor seguía sentada en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos y bastones, se acomodaban cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto de monedas, percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía recordar involuntariamente la lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos unas ganas irresistibles de restregarse las manos como si fueran patas. Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba poniendo viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando él la iba a visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar a su habitación para observarla durmiendo. Notó que su pecho no se movía. Colocó delicadamente el estetoscopio sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces la muñeca levantó los párpados y por las cuencas vacías de los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas de las chágaras. García Ramis, Magali (Puerto Rico, 1946) La familia de todos nosotros (1976) Una semana de siete días Mi madre era una mujer que tenía grandes los ojos y hacía llorar a los hombres. A veces se quedaba callada por largos ratos y andaba siempre de frente al mundo; pero aunque estaba en contra de la vida, a mí, que nací de ella, nunca me echó de su lado. Cuando me veían con ella, toda la gente quería quedarse conmigo. “Te voy a robar, ojos lindos”, me

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decían los dependientes de las tiendas. “Déjala unos meses al año acá, en el verano, no es bueno que esa niña viaje tanto”, le habían pedido por carta unas tías. Pero mi madre nunca me dejaba. Caminábamos el mundo de mil calles y cien ciudades y ella trabajaba y me miraba crecer y pasaba sus manos por mi pelo cada vez que me iba a hacer cariños. En cada lugar que vivíamos mamá tenía muchos amigos –compañeros les decía ella- y venían a casa de noche a hablar de cosas, y a veces a tocar guitarra. Un día mamá me llamó seria y suave como hacía cuando me iba a decir algo importante. “Vamos a regresar a casa”, me dijo, “papá ha muerto”. Muerto. Los muertos estaban en los cementerios, eso sí lo sabía yo, y nuestra casa era este departamento azul donde, como en todos los que habíamos estado, mamá tenía la pintura del señor de sombrero con fusil en la mano, la figura de madera de una mujer con su niño, un par de fotos de un hombre que ella ponía en el cuarto y una de otro hombre que ella pegaba en la pared junto a mi cama. “No hay tal papá Dios, este hombre es tu padre, tu único papá”, me decía. Y yo lo miraba todas las noches, a ese hombre de pelo tan claro y ojos verdes que ahora estaba muerto y nos hacía irnos de casa. No me puedo acordar cómo llegamos a la isla, sólo recuerdo que allí no podía leer casi nada aunque ya sabía leer, porque les daba por escribir los nombres de las tiendas en inglés. Entonces alguien nos llevó en un auto a San Antonio. Antonio se llamaba mi padre y ése era su pueblo. Antes de salir para San Antonio mi madre me compró un traje blanco y otro azul oscuro y me puso el traje azul para el viaje. “Vas a ver a tu abuela de nuevo”, me dijo. “Tú vas a pasar unos días con ella, yo tengo unos asuntos que atender y luego iré a buscarte. Tú sabes que mamá no te deja nunca, ¿verdad? Te quedarás con abuela una semana, ya estás grande y es bueno conocer a los familiares”. Y así de grande, más o menos, llegué dormida con mamá a San Antonio. El auto nos dejó al lado de una plaza llena de cordones con luces rojas, verdes, azules, naranjas y amarillas. Una banda de músicos tocaba una marcha y muchos niños paseaban con sus papás. ¿Por qué hay luces, mamá”? “Es Navidad”, fue su única respuesta. Yo cogí mi bultito y mamá la maleta, y me llevó de la mano calle arriba, lejos de la plaza que me llenaba los ojos de colores y de música. Caminamos por una calle empinada y ya llegando a una colina nos detuvimos frente a una casa de madera de balcón ancho y tres grandes puertas. Yo me senté en un escalón mientras mi madre tocaba a la puerta de la izquierda. Desde allí, sentada, mis ojos quedaban al nivel de las rodillas que una vez le habían dicho que eran tan bonitas. “Tus rodillas son preciosas, y tú eres una chulería de mujer”, le decía el hombre rubio a mamá y yo me hacía la dormida en la camita de al lado y los oía decirse cosas que no entendía. De todo lo que se dijeron y contaron esa noche, lo único que recuerdo es que sus rodillas eran preciosas. Aquel hombre rubio le decía que la quería mucho, y que a mí también, y que quería casarse con ella –pero ella no quiso. Un día estábamos sentados en un café y le dijo que no volviera, y allí mismo él pagó la cuenta y se fue llorando. Yo miré a mi madre y ella me abrazó. Hacía frío y creí que me iba a dormir de nuevo, pero no me dio tiempo porque detrás de la puerta con lazo negro una voz de mujer preguntó: ¿Quién? “Soy yo, Doña Matilde, Luisa, he venido con la niña”. La mujer abrió la puerta y sacó la cabeza para mirar al

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balcón y allí en la escalera a su derecha estaba yo, mirando a esa mujer con los ojos verdes de mi padre. “Pasen, pasen, no cojan el sereno que hace daño”, dijo la abuela. Pasamos un pasillo ancho con muchas puertas a los dos lados, y luego un patio sin techo, en el medio. ¿”Por qué tiene un hoyo esta casa, mamá”? “Es un patio interior, las casas de antes son así”, dijo mamá, y seguimos caminando por la casa de antes hasta llegar a un comedor. Allí estaba Rafaela, la muchacha de abuela que era casi tan vieja como ella. Nos sentamos a tomar café con pan y mamá habló con la abuela. Al otro día amanecí con la payama puesta en una cama cubierta con sábanas y fundas de flores bordadas, tal alta que tuve que brincar para bajarme. Busqué a mamá y me asustó pensar que quizás ya se había ido por una semana y me había dejado sin despedirse, y yo en payamas. Entonces oí su voz: “La nena ha crecido muy bien, Doña Matilde. Es inteligente, y buena como su padre”. “Tiene los ojos Ocasio”, dijo la abuela. “Yo sé lo que usted piensa, que tanto cambio le hace daño, y yo sé que usted no está de acuerdo con la vida que yo llevo, ni con mis ideas políticas, pero deje que la conozca a ella para que vea que no le ha faltado nada: ni cariño, ni escuela, ni educación”. “El preguntó por ti antes de cerrar los ojos, siempre creyó que tú volverías”, contestó la abuela, como si cada una tuviera una conversación aparte. “Mamá, mamá, ya me desperté”, dije. “Ven acá, estamos en el patio”, me contestó. “Pero no sé dónde está mi bata”, grité, porque ella estaba diciéndole a abuela que yo tenía educación y aunque nunca me ponía la bata eso ayudaría a lo que mi mamá decía. “Olvídate de eso, si tú no te la pones, ven”, repitió mamá, que nunca fingía nada. Yo me acerqué y vi de frente a la abuela que era casi tan alta como mi madre y con su pelo recogido en redecilla me sonreía desde una escalerita donde estaba trepada podando una enredadera en ese patio sembrado de helechos y palmas. “Saluda a tu abuela”. “Buenos días, abuela”, dije. Y ella bajó de la escalera y me dio un beso en la cabeza. Durante el desayuno siguieron hablando mi madre de mí y mi abuela de mi padre. Luego me pusieron el traje blanco y fuimos al cementerio. Hacía una semana que lo habían enterrado, nos contó la abuela. Vimos la tumba que decía algo y después tenía escrito el nombre de mi papá: Antonio Ramos Ocasio Q.E.P.D. “Yo sé que tú no eres creyente, pero dejarás que la niña se arrodille y rece conmigo un padrenuestro por el alma de su padre...” Mi madre se quedó como mirando a lo lejos y dijo que sí. Y así yo caí hincada en la tierra en el mundo de antes de mi abuelo, repitiendo algo sobre un padre nuestro que estaba en los cielos y mirando de reojo a mamá porque las dos sabíamos que ese padre no existía. “Mamá, ¿esta noche me llevas a aquel sitio de las luces?” le pregunté ese día. ¿”A qué sitio”? preguntó la abuela, recuerda que en esta casa hay luto”. “A la plaza pregunta ella, Doña Matilde. No frunza el ceño, recuerde que en este pueblo nadie nos conoce, que ella nunca ha estado unas Navidades en un pueblo de la isla, y que yo me voy mañana...” y terminó de hablar con miradas. Abuela respiró hondo y se miró en mis ojos. Esa noche fuimos a la plaza mamá y yo. De nuevo, había mucha gente paseando. Vendían algodón de azúcar color rosa, globos pintados con caras de los reyes magos y dulces y refrescos. Había kioskos con comida y muchas picas de caballitos donde los

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hombres y los muchachos apostaban su dinero. Y la banda tocó marchas que le daban a uno ganas de saltar. Yo me quedé calada todo el tiempo porque todo eso me iba entrando por los ojos y de tanto que me gustaba me daba ganas de llorar. “No te pongas triste”, me dijo mamá. “No estoy triste, es que estoy pensando, mamá”, le expliqué, y ella me llevó hasta un banquito de piedra. Nos sentamos justo encima de donde decía: “Siendo alcalde de San Antonio el honorable Asencio Martínez, se edificaron estos bancos con fondos municipales para el ornato de esta ciudad y la comodidad de sus habitantes”. “Mamá se tiene que ir mañana a la ciudad a donde llegamos primero. Va a estar solamente una semana yendo a muchas oficinas y es mejor que te quedes esos días acá con abuela, ¿me entiendes, cariño? Tú sabes que mamá nunca te ha mentido, si te digo que vuelvo, vuelvo. ¿Te acuerdas la vez que te quedaste unos días con Francisco, el amigo de mamá? Las dos cotorras que tenía Francisco hablaban. Vivimos con él un tiempo y una vez que mamá tuvo que ir a un sitio importante me dejó con él unos días. Cuando regresó me trajo una muñeca japonesa con tres trajecitos que se le cambiaban y Francisco me hizo cuentos de los hombres del Japón. Un tiempito después mamá llegó y nos dijo que había conseguido trabajo en otra ciudad y que teníamos que mudarnos ese día. Francisco quiso mudarse con nosotras; mamá le dijo que no. Y nos despidió en la estación del tren con los ojos llenos de lágrimas, de tan enamorado que estaba de mi madre. “Sí, mamá, me acuerdo”, le dije. “Pues es igual. Mamá tiene cosas muy importantes que hacer. La abuela Matilde es la mamá de tu papá. Ella te quiere mucho ¿viste que sobre su tocador hay un retrato de cuando tú eras pequeñita. Ella te va a hacer mañana un bizcocho de los que te gustan. Y te hará muchos cuentos. Y ya enseguida pasa la semana. ¿Estamos de acuerdo?”. Yo no lo estaba por nada del mundo, pero mamá y yo éramos compañeras, como decía ella, y siempre nos dábamos fuerzas una a la otra. Así que yo cerré mi boca lo más posible y abrí mis ojos lo más que podía, como hacía cada vez que me daba trabajo aceptar algo y le dije sí, mamá, de acuerdo, porque yo sabía que ella también se asustaba si estaba sin mí. Y nos dimos un abrazo largo allí sentadas encima del nombre del alcalde y del ornato, que quería decir adorno, me explicó mi mamá. Al otro día, frente a la plaza ahora callada después del almuerzo, nos despedimos de mamá, que subió en un auto lleno de gente. “Las cosas en la ciudad no están muy tranquilas, Luisa, cuídate, no te vaya a pasar nada”. “No se preocupe, Doña Matilde, sólo voy a ver al abogado para arreglar eso de los papeles de Antonio y míos, y enseguida vuelvo a buscar la niña y nos vamos. Cuídela bien y no se preocupe”. ¿”Tú sabes cuánto es una semana”? “Sí, abuela, es el mismo tiempo que papá lleva enterrado”. “Sí, pero en tiempo, hijita, en días ¿sabes? “me preguntó abuela luego de que se fuera mamá. “No, abuela”. “Son siete, siete”, me repetía, pero yo nunca fui buena con los números ni entendí bien eso del tiempo. Los que sí recuerdo es que entonces fue tiempo de revolú. Una noche se oyeron tiros y gritos, y nadie salió a las calles ni a la plaza. Por unos días todos tenían miedo. Abuela tomaba el periódico que le traían por las mañanas al balcón y leía con mucho cuidado la primera página y luego ponía a Rafaela a leerle unas listas de nombres en letras demasiado chiquititas para su vista que venían a veces en las páginas interiores. A mí no me lo dejaban ver. Yo sólo podía leer rápido las

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letras negras grandotas de la primera página que decían cosas como DE TE NI DOS LE VAN TA MI EN TO SOS PE CHO SOS Y IZ QUIER DIS TAS que yo no entendía. Una noche después, llegaron unos hombres cuando nos íbamos a acostar Rafaela, abuela y yo. “Súbete a la cama, anda”, me dijo muy seria la abuela. Yo la obedecí primero y luego me bajé. Corrí de cuarto en cuarto hasta llegar al que daba a la sala y me puse a escuchar. Ya los hombres estaban en la puerta y sólo pude oír cuando decían: “De modo que no trate de sacarla del pueblo y mucho menos de la isla. Sabemos que ella vendrá por la niña, y tenemos orden de arresto”. “Mire, señor policía”, le decía la abuela, “yo estoy segura que ella no tuvo nada que ver. Le repito que vino a la isla solamente porque murió mi hijo, ella ya no está en política, créame, ¿por qué hay orden de arresto”? “Ya está avisada, señora, hay que arrestar a todos esos izquierdistas para interrogarlos. Y si no tuvo que ver ¿por qué se esconde Hay testigos que afirman que la vieron en la Capital, armada... ¿eso es ser inocente? Con que ya lo sabe, la niña se queda en el pueblo. La niña era yo, eso lo supe enseguida, y en lo que la abuela cerraba la puerta corrí cuarto por cuarto de vuelta a mi cama. Abuela vino hasta donde mí. Yo me hice la dormida pero no sé si la engañé porque se me quedó parada al lado tanto rato que me dormí de verdad. Ahora estoy en el balcón esperando que me venga a buscar mi mamá, porque sé que vendrá por mí. Todos los días pienso en ella y lo más que recuerdo es que tenía unos ojos grandes marrones y que era una mujer que hacía llorar a los hombres. Ah, y que nunca me mentía; por eso estoy aquí, en el balcón, con mi bultito, esperándola, aunque ya ha pasado más de una semana, lo sé porque ya sé medir el tiempo, y porque mis trajes blanco y azul ya no me sirven. Edgardo Rodríguez Juliá (Puerto Rico, 1946) Sinopsis de “Puerto Rico y el Caribe: historia de una marginalidad”, Revista La Torre, Río Piedras, 1989, 17 p. En 1884, Francisco Oller regresó a Puerto Rico. Nuestro más destacado pintor del siglo XIX, cuya paleta se formó en Francia junto a la de Cézanne y el también caribeño Camile Pisarro, participando en el desarrollo del impresionismo como uno de sus principales propulsores, daba así un paso irrevocable en su desarrollo como artista plástico. La tenue luz impresionista del cuadro El estudiante –pintado en 1877- iría quedando atrás, ya para siempre. La luz mortificante del trópico entonces comenzaría a inundar sus cuadros. Si Fanon nos señaló la realidad del maniqueísmo colonial, los grandes escritores y artistas del Caribe coinciden en hablarnos de esa modorra, o taedium vitae, tan característica de estos tristes trópicos, condición colonial en que el alma, la interioridad, está como suspendida, indecisa entre una sociedad chata, a medio hacer, esa exterioridad de la vida con un pasado precario y un porvenir incierto, y la nostalgia de una tradición no del todo ajena pero tampoco propia, es decir, la cultura occidental del colono, la cultura asiática

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del emigrante o peón, la cultura africana del esclavo arrastrado a estas tierras. Esa marginalidad crea un territorio de ensoñación o conduce al exilio. En el caso de Oller el sutil cromatismo impresionista dio paso, paulatinamente, a un realismo menos ocupado con los delicados cambios de luz sobre las formas que en la formulación pictórica, casi emblemática, de los espacios y concreciones –flora y vivienda, bodegones y paisajes campestres- de la vida señorial fundada en la hacienda y sus memorias. Los paisajes y bodegones de Oller son una especie de asidero; a través de ellos el artista desarraigado recupera su país de origen. Estos son espacios perfectos y apacibles; sólo se escucha ese silencio yacente de los guineos manzanos junto a los mangós, de los plátanos detrás de las guanábanas, o el rumor de la quebrada bajo la sombra de las palmas reales. Es la promesa de una raza cósmica alimentada con el panapén traído de la lejana Tahití, donde el sol inclemente se ha domeñado con las palmeras de Malasia, donde los trapiches se adormilan bajo las frondas de un flamboyant transplantado de Madagascar. La galería y los barandales evocan ese otear de la sociedad esclavista, la mirada señorial tendida desde la posesión de vidas, cultivos y haciendas. En 1893 Oller pinta un enorme lienzo tamaño mural que tituló El Velorio. Oller se ha transformado en un costumbrista satírico; la amargura comienza a traspasar su arte. Cuando el Oller de los serenos espacios señoriales llega a la sátira de El Velorio, su amargura no es sólo la de enjuiciar una costumbre que le parece salvaje –celebrar con fiesta y ron la muerte del niño que supuestamente subiría al cielo- sino condenar ese enardecimiento del ánimo tan de los puertorriqueños, condición que advirtió el botánico francés Ledrú cuando nos visitó en el siglo XVIII. En la descripción de esta obra enviada al Salón de 1895 el artista habla, en un tono condenatorio, de “una orgía de apetitos brutales bajo el velo de una superstición grosera”. Este baquiné es una escena donde la coincidencia, en un mismo espacio, del peninsular, del negro y jíbaro criollo resulta perturbadora. Según Ledrú la exaltación del criollo surgía del calor, de la ingestión de alcoholes –como dice José Luis González en su reciente Visita al cuarto piso- y de una inclinación al desenfreno amoroso. Estas tres condiciones aparecen en el lienzo; la atmósfera en el espacio abigarrado del bohío resulta asfixiante, una pareja a la izquierda se abraza frente a un borracho que derrama el contenido de una botella, otro jíbaro bebe la última gota de su botella hacia el centro del cuadro.* Ledrú señalaba que el elemento más hacendoso y digno de aquella sociedad dieciochesca era el mulato. En El Velorio la única figura digna es la de un negro pordiosero de Río Piedras llamado San Pablo. Éste le sirvió de modelo a Oller para destacar la única posibilidad de recato en todo el lienzo. En este lienzo el calor del trópico es una coraza asfixiante que reduce cada personaje a su soledad. Pasamos de la apacible utopía señorial que se resume en los bodegones, coincidencia lírica de todos los frutos del orbe, a una heterotopía perturbadora donde las distintas etnias de nuestro duelo sólo pueden convivir en disonancia. La imagen como en la novela La charca, de Zeno Gandía, es la de un mundo estancado y sin salida, donde el

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mestizaje es sólo la piel de distancias insalvables, soledades irredentas. Estas dos imágenes de la utopía y la heterotopía, el diálogo íntimo entre ellas, enmarcan las meditaciones que siguen.

* * * Decía mi maestro Charles Rosario, que para nosotros, los puertorriqueños, el término antillana tiene significado pleno, pero no los términos caribeño o caribeñidad. Uno nos congrega en la experiencia histórica y cultural compartida con las Antillas Mayores, el otro –the Caribbean- nos somete a una categoría suprahistórica, a un invento de la objetividad sociológica, antropológica o etnológica de origen anglófono, objetividad que siempre funciona en contra del colonizado, como señaló Fanon. He aquí una polémica que no pienso bizantina, y a la cual debemos dirigirnos hoy que se habla de caribeñizar a Puerto Rico, de la caribeñización de la sociedad puertorriqueña. El pensamiento independentista antillano del siglo XIX concibió una especie de utopía, o desiderátum histórico, que conocemos como Confederación Antillana. Aquel espacio de congregación, sitio de supuestas coincidencias históricas y culturas evidentemente hermanadas por la lengua, se formuló desde un racionalismo progresista que hoy nos parece algo ingenuo: los pueblos que habían sufrido el mismo colonialismo, y también sistemas parecidos de explotación económica, estarían llamados a reunirse bajo una organización política que garantizase su pasado histórico y protegiese su independencia venidera. En el caso de Santo Domingo se trataría de coartar aquella tendencia a la anexión que representó la mala aventura de Buenaventura Báez. Una vez liquidada esa posibilidad por las vicisitudes históricas que todos conocemos, a Puerto Rico se le presenta hoy otro desiderátum, esa caribeñización que, nuevamente, presupone la coincidencia, en un espacio político, de pueblos hermanados por un pasado de colonialismo europeo y sistemas parecidos de explotación. Y esta propuesta, o este discurso, supone ya no una lengua común, o una experiencia histórica derivada del mismo colonialismo español, sino unas coincidencias más abarcadoras, a veces difusas, otras veces aterradoramente concretas. Ahora bien, ¿qué bases reales existen para la llamada caribeñización de Puerto Rico? La idea de la Confederación Antillana, hoy, vista de cerca, nos resulta ingenua cuando nos adentramos en las diferencias y semejanzas de las Antillas Mayores. Si bien es cierto que Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba fueron hermanadas por una potencia europea que les impartió el sello de un colonialismo común, fácilmente podemos advertir las diferencias fundamentales entre la experiencia histórica nuestra y la del resto de las Antillas Mayores. Ya hacia finales del siglo XIX, Santo Domingo era independiente, Cuba había sufrido una guerra independentista de diez años y Puerto Rico había protagonizado un Grito de

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Lares que apenas duró dos días. Tanto en Cuba como en Santo Domingo, el sistema de explotación económica había sido más cruento: en Cuba la caña y el tabaco habían sido cultivados intensamente, la mano de obra esclava era más numerosa. Santo Domingo tendría que luchar por su independencia contra una potencia vecina –Haití- cuyo fundamento económico se remontaba a una de las explotaciones más intensas de hombres y tierras que ha conocido la historia de la humanidad. En Puerto Rico la explotación que tenía como marco de referencia la hacienda se desarrolló, a una escala menor, junto a modos autárquicos de sobrevivencia y junto al contrabando. Las otras Antillas Mayores forjaron burguesías nacionales independentistas. Puerto Rico, como bien ha dicho José Luis González, nunca desarrolló una burguesía nacional con capacidad para defender eficazmente sus intereses. En Puerto Rico, la debilidad del estado como tal, esa situación que tanto alarmó a O’Reilly y al despotismo ilustrado de Carlos III, se debió tanto a nuestra condición de baluarte militar como a la debilidad ancestral de nuestra economía. A pesar de esto, hay unos vínculos evidentes que se remontan a una cultura surgida de la misma situación geográfica y el contacto de lo español con otras culturas: el ajiaco cubano, el sancocho dominicano y el guiso puertorriqueño, que también se llama sancocho, surgen de esa suculenta olla podrida peninsular que el criollo y el esclavo preparaban según las menudencias de viandas y carnes que proveía una sobrevivencia muchas veces paupérrima. Si el barroco cubano de un Lezama Lima y un Carpentier lograron sus mejores páginas desde una escritura arcaizante, la mejor poesía de Palés evoca la poesía española renacentista. La salsa puertorriqueña no es otra cosa que la música cubana –el son montuno y el guaguancó- pasada por la experiencia puertorriqueña de Nueva York y su contacto con el jazz latino; el trombón de nuestra instrumentación plenera se integra al sonido de las charangas y conjuntos cubanos. El merengue dominicano ha sustituido a la salsa como el baile favorito de los puertorriqueños. Entonces está la misma lengua española: tres variantes antillanas del español atlántico matizado por andaluces y canarios. En nuestros campos los jíbaros más viejos hablan un español arcaico que evoca el castellano del siglo XVI. Estos vínculos, desde la concreción y cotidianidad de una experiencia antillana común, componen una cercanía que las distancias en otros órdenes no pueden borrar. También podemos concebir un espacio horizontal, cotidiano, donde Puerto Rico se vincularía con el resto del Caribe. Entonces the Caribbean deja de ser una acomodaticia categoría de estudios anglófonos para convertirse en algo palpable y vital. El sancoche trinitario es el sancocho boricua. Nuestra música de plena –el ritmo característico de la costa- posiblemente se originó con la visita de isleños del Caribe inglés. La plena sería entonces una música creada en Ponce por una familia de apellido Clark-George. El carrucho, es el lambi haitiano, casi el plato nacional de ese país, servido, como en Puerto Rico, con tostones y el mojo llamado isleño. El calypso vuelve a ser furor en Puerto Rico. Nunca desapareció del todo en Vieques y Culebra. Si el espacio arquitectónico es un ingrediente importante de la memoria, Puerto Rico comparte con sitios tan lejanos, en otros órdenes, como Trinidad, algunos rasgos

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interesantes: la casa campesina puertorriqueña, con su piso o soberao levantado sobre la tierra por zocos, es una versión sin balcón de la case de Trinidad, también levantada sobre el nivel del terreno. La presencia de las galerías, de esos amplios barandales desde los cuales se otean montes combos y apacibles, cocoteros que se mueven según los caprichos de los vientos alisios, son todavía, para los puertorriqueños de mi generación, un fuerte vínculo con el Caribe inglés y francés. El Jacmel que conoció Betances, en uno de sus periplos antillanos, hoy se parece al pequeño pueblo donde me crié en los años cincuenta. Los colores de las casas de los campesinos haitianos –esos verde chatré y los azules eléctricos, combinados con el rojo ladrillo- aún se pueden ver en algunas casas de un barrio proletario sanjuaneño como Villa Palmeras. Los calados en madera de muchas casas señoriales del oeste de Puerto Rico llegan a su culminación en Haití. El omnipresente zinc a cuatro o dos aguas, el alto plafón sirviéndole de caja de resonancia a esos aguaceros que cantó Césaire en Blues de la Pluie, son para mí valores perdidos desde la adolescencia, y que sólo podría recuperer convirtiéndome en un turista del propio Caribe. Pero la casa volcada hacia la calle, mediante el balcón o la galería, es una experiencia que los puertorriqueños de la generación de mi hijo no pueden tener si no es a través de las rejas, ese imperativo de la arquitectura puertorriqueña una vez abandonamos los diseños y designios de Levitt and Sons y nos enfrentamos a la criminalidad rampante que cubre la isla. Muchos puertorriqueños jóvenes no tienen la menor idea de lo que es el glacis de una hacienda cafetalera. Del mismo modo que mi generación ya no recuerda los bohíos de los campesinos más pobres de la década de los treinta. A veces la falta de techo se resolvía con la construcción de un bohío techado con matojos o yaguas y levantado con tablas de palma. El piso era de tierra. Lo que aún se puede ver en Haití, mi generación, los hijos del ELA, lo conocemos por las anécdotas y advertencias de nuestros padres. La restauración del Viejo San Juan nos queda como un vínculo con un pasado aún más remoto; pero los espacios del Puerto Rico contemporáneo comienzan a distanciarse, ya irremediablemente, de los del resto del Caribe. Aquella cultura criolla y señorial, de las tardes lánguidas que transcurrían según el rechinar de los sillones de caoba, casi ha desaparecido en Puerto Rico. Mi tío abuelo, el novelista Ramón Juliá Marín, se lamentaba hacia 1912 de cómo la casa solariega de su familia había sido convertida en almacén. Me crié en una de esas casas de amplias galerías; en los bajos, la parte a nivel de la calle, se almacenaba el café; a veces mi abuela cedía a la tentación de quebrar la armonía del caserón y alquilaba esos bajos para algún negocio. Si le contara esto a mi hijo sería como hablarle de un país remoto. Pocos jóvenes puertorriqueños saben lo que es una estantería de ausubo; todos saben lo que es MTV y dónde queda Orlando. Nuestros espacios se van pareciendo más a los de esta ciudad en la Florida que a los de Santo Domingo. Cuando José Luis González habla de caribeñizar a Puerto Rico está hablando de recordarle a Puerto Rico dónde está. Pero en verdad, ¿estamos más cerca de Puerto Rico que de Orlando? Los bodegones de Oller, con sus mangós de la India, guanábanas antillanas, guineos

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africanos y pajuiles, se confunden con las cornucopias que vienen del norte: los puertorriqueños consumimos manzanas, peras, albaricoques, uvas sin semillas de California y melocotones. Algunas veces los food stamps nos permiten comprar alguna que otra rodaja de salmón fresco. La mayoría de nuestros adolescentes no podría diferenciar hoy entre un níspero y una batata. Es una generación que jamás ha visto un mosquitero. Ya en los años cincuenta los artistas y escritores puertorriqueños satirizaban esa particular alineación que ha sufrido el puertorriqueño respecto de su clima y paisaje. Por aquel entonces, algunas mansiones de la nueva burguesía creada por el ELA ostentaban chimeneas. La memoria de los espacios, la cultura culinaria y la música, esa cotidianidad horizontal, aún nos unía al resto del Caribe, hace treinta y pico de años, con una fuerza evidente. Pero hoy Puerto Rico se aleja cada vez más de sí mismo. El inventario de nuestra memoria colectiva progresivamente se hace más angosto, ello a pesar de un nacionalismo –y hasta chauvinismo- que se ha ido forjando paradójicamente en la cultura popular, el media, y en nuestro contacto con las emigraciones de cubanos y dominicanos a nuestro suelo: el equipo de baloncesto puertorriqueño es un orgullo nacional; los cigarrillos Salem se venden con la imagen de un Puerto Rico apacible y lírico que ya no existe. Las parejas yuppies, que descubren en sus jeeps Suzuki las bellezas de un Puerto Rico cada vez más remoto, también fuman Winston. El Ron Don Q se vendió hace unos años con imágenes sacadas de una vida señorial de ensoñación, donde el mundo de la hacienda, aquella aristocracia de dril que mencionaba Palés, aparece embellecida por la nostalgia. La bandera puertorriqueña –proscrita durante los años treinta por su identificación con el nacionalismo de Albizu- aparece por todos lados, lo mismo en las envolturas del queso blanco que en las gorras. Pero recientemente se fue a la quiebra la cerveza Corona, una de las últimas puertorriqueñas. Los puertorriqueños preferimos fatalmente la Heinecken y la Schaefer. ¿Qué quiere decir caribeñizarnos? Aquel Caribe horizontal, el cotidiano, que nos unía, en muchas instancias se remonta a modos de producción felizmente superados. ¿Es que no estamos hablando también de una cotidianidad que tuvo por marco la vida de la gran y pequeña burguesía rural patricia, el mundo de la hacienda y la esclavitud, del peonaje en el infierno del cañaveral o el cafetal? ¿No es la añoranza de aquel pasado una forma sinuosa de esa vocación reaccionaria que padecen muchos intelectuales y artistas de países en desarrollo? Alguien me dirá que es precisamente nuestra alineación lo que nos obliga a plantear el Caribe como consigna. Pero entonces, ¿no se va pareciendo nuestra disyuntiva a la de la intelectualidad española a partir de 1898? Para ellos –desde su marginalidad- la consigna era españolizar a Europa o europeizar a España. Hacia los años sesenta esa disyuntiva se le plantearía a Juan Goytisolo con una urgencia progresivamente contradictoria: deseaba que España saliera del estancamiento medieval del franquismo; reconocía, a la vez, que los éxitos de éste en el plano social y económico –la modernización de España- habían

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transformado, ya sin remedio, modos de vida ancestrales que él apreciaba. Tendríamos que formular nuestra pregunta: ¿hay que caribeñizar a Puerto Rico o hay que puertorriqueñizar al Caribe? La primera consigna tiene un marco socioeconómico y cultural ya apenas compartido. La segunda contiene unas interrogantes perturbadoras, porque puertorriqueñizar al Caribe, ¿no se refiere ello a una especie muy particular de alineación cultural y política? Al intentar una respuesta honesta para esta pregunta vuelven a surgir distancias insalvables. Nos habíamos olvidado de que el Caribe es simultáneamente un espacio de congregación y una heterotopía, sitios donde culturas y razas han coincidido en una yuxtaposición precaria. ¿Somos las islas donde se han congregado memorias de un pasado que no fue del todo nuestro? De frente a futuros inciertos, Walcott nos habla de una particular amnesia que sufre el exiliado caribeño: Some deeep, amnesiac blow. We left Somewhere a life we never found. Compartimos un espacio; pero ¿compartimos un proyecto histórico? Se nos impone entonces la imagen de una Babel donde los isleños no nos comunicamos fácilmente, ni desde nuestro pasado, ni desde nuestro porvenir. Las diferencias lingüísticas, la asincronía de los desarrollos económicos, las diferencias reales entre el colonialismo inglés, el español, el francés y el norteamericano, ahora se evidencian de manera notable. Puerto Rico es devuelto nuevamente a su marginalidad: es en nuestra historia donde se tocan la antillanía y la caribeñidad. Las Antillas mayores y las menores cobran en Puerto Rico una imagen desfigurada de sus propios pasados y posibilidades. Nuestra marginalidad respecto de las Antillas mayores nos colocó en el sendero de la American way of life. ¿Es nuestro actual modo de vida alucinante lo que hoy nos coloca en el sendero del otro Caribe? Cuando nuestro gobierno habla de plantas gemelas y cooperación económica, de Puerto Rico como la punta de lanza de la política económica estadounidense para el Caribe, no dejo de estremecerme de suspicacia. ¿Estamos hermanados nuevamente, con el resto de ese Caribe alterno a la antillana, en la condición de padecer la historia pero no protagonizarla? ¿Puede ser el desarrollo de Puerto Rico modelo para alguien? ¿Será posible que nuestra dependencia política y económica, nuestra violencia social se conviertan en proyectos para un Caribe alterno? ¿Qué diálogo se puede establecer entre países en vías de desarrollo y un país cuyo progreso se ha hipertrofiado, transformándose en un furor consumista que posterga la producción? Se puede señalar que mis temores apenas tienen fundamento; la caribeñización es, en realidad, un proceso que ya empezó: entonces se me hablaría de la presencia de los cubanos en Puerto Rico por dos décadas, de los desembarcos de dominicanos en Rincón y Aguada. Los cubanos que llegaron a Puerto Rico después de la Revolución Cubana,

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casi todos de clase media, son hermanados con los dominicanos pobres emigrados que se insertan en una economía de abundancia para todos y despilfarro para muchos. Las relaciones entre los puertorriqueños y los cubanos exiliados no han sido del todo serenas. Veinticinco años después de haber comenzado a llegar, aún no se arriesgan a postularse a puestos públicos. Usan la política nuestra para cultivar su anticomunismo y son usados por los partidos políticos nuestros como contribuyentes. Pero no son invitados a participar como iguales. Es posible que no se atrevan. Muchos cubanos, luego del tercer trago, se quejan de un sutil prejuicio contra ellos. Los dominicanos casi siempre son tratados con gran condescendencia; los chistes sobre su inteligencia son ofensivos, a pesar de que sus hijos superan a los nuestros en las pruebas de aprovechamiento académico administradas por el sistema escolar de New York. Pero ¿cuál es la Tierra prometida de los dominicanos que llegan a Puerto Rico? ¿San Juan o Nueva York? Nos mofamos de la ropa chillona que usan cuando abordan los aviones para ir al norte. Es la misma ropa que usamos hace treinta años cuando nosotros también nos embarcábamos. Y ahora, como ha dicho Juan Manuel García Passalacqua, se nos impondrá diferenciarnos de ellos en Nueva York cuando, en realidad, allá somos la misma gente pobre y marginada. Cuando Luis Ferré era gobernador de Puerto Rico, Félix Benítez Rexach lo visitó en La Fortaleza para pedirle que proclamase desde la gobernación la independencia de Puerto Rico. Don Félix, el millonario nacionalista amigo de Trujillo y de Albizu, ingeniero visionario a quien Santo Domingo le debe el trazado de la Avenida Jorge Washington y algunas casas en forma de barco que enternecen por su mal gusto, llegó a La Fortaleza en un vistoso Rolls Royce y vestido de blanco. Se reuniría con el gobernador millonario de estilo calvinista y sobrio, asimilista y educado en MIT. Uno era gobernador de Puerto Rico, el otro era un empresario que ya sólo vivía de nostalgias, evocando los años dorados en que se casó con una cantante francesa y anclaba su yate junto al de Onassis. Don Félix, en lo que parecía un sainete sólo concebible por Valle Inclán, pidió a Ferré que declarara la República de Puerto Rico por ser nosotros un pueblo superior, el más desarrollado del Caribe; fácil se nos haría poner bajo nuestra tutela a ese otro Caribe pobre e ignorante. No pudo imaginar mejor símbolo de nuestra marginalidad y presunción: la independencia que aún no acababa de llegar nos serviría para establecer nuestra hegemonía caribeña. En Don Félix ya habitaba el espíritu de la caribeñización. Pero en tantos equívocos deberá existir algún tipo de diálogo caribeño, alguna comunidad profunda,. Regresemos a las poderosas imágenes del arte popular y culto del Caribe para comenzar ese diálogo. Cuando me criaba durante los años cincuenta, se oía mucho la frase en tiempos de los españoles. Siempre me pareció curiosa aquella frase que un poco secuestraba nuestro pasado, colocándolo fuera de nosotros, otorgándole al colonialismo español la capacidad de poseer parte de nuestro tiempo. El rescate del pasado por el colonizado siempre tiene

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esa connotación de lucha con el otro que le ha robado parte de su tiempo. Nuestros pasados son nuestros sólo a medias; en el caso de Puerto Rico, el presente también sólo es nuestro a medias. La recuperación del país natal es entonces esa inmersión en algo irreductible, algo nuestro y sin regateos, ese cadastre, la parcela que podemos reclamar como propia sin disputas miserables. Lo criollo es una definición de esa parcela irreductible donde habita nuestra identidad. Pero lo criollo es algo más que la memoria de la cotidianidad creada por el colonialismo, o el inventario de unos modos de apropiación que empiezan en la cultura alimenticia y culminan en la plástica, en la literatura, en la música.

* * *

La experiencia alterna de Puerto Rico, su marginalidad doble respecto del Caribe, nos coloca en una soledad que es característica de toda la región. Hace poco leí una crónica de Naipaul sobre su viaje iniciático, siendo un joven, a Inglaterra. Narra que se se detuvo por algunas horas en el aeropuerto de San Juan. La descripción que hace del aeropuerto es escueta y no hay retrato de la gente. El joven escritor sólo se interesó en un trinitario negro que viajaba con él. A pesar de la inteligencia con que narra aquel encuentro con su propia sombra, la narración no deja de tener un sabor claustrolífico, solipsista; el viajero carga con su propia soledad, con su inevitable neurastenia isleña, y apenas puede ver más allá de su melancolía. Puerto Rico era sólo un punto geográfico, un lugar de referencia para la memoria ensimismada. A través de su pluma nuestro aeropuerto se convirtió en un lugar desolado. Yo recuerdo ese aeropuerto de forma muy distinta: el bullicio era ensordecedor; aquel nervioso ir y venir de jíbaros asustados, las bolsas de papel de estraza con productos criollos, el ambiente de plaza del mercado, componen una de las imágenes imborrables de mi infancia. Por aquel aeropuerto pasaba no sólo el viaje iniciático del trinitario, sino también una de las emigraciones más importantes que ha conocido el siglo. Ese ensimismamiento tan isleño recorre la obra de Palés. Cuando le canta a las Antillas usa epítetos y caracterizaciones sin profundidad. Jamás viajó por el Caribe. Una vez imaginado el Caribe, éste sería invocado como presencia casi por arte de magia poética. En la poesía antillana de Palés hay muchos nombres de islas y pocas concreciones isleñas. En él la imaginación también se vuelve solipsista, reduciendo a epíteto o punto geográfico, toda una complejidad humana. También soñaba con las regiones árticas del Wallhala. Me pregunto si esas lejanas regiones estaban equidistantes, en su imaginación, de Haití o Santo Domingo. Tales ensoñaciones son la fuga de su imaginación cuando rechaza esa vida chata, mediocre, sin interioridad, que nos describe con tanta precisión en la crónica de su infancia en Guayama [Litoral]. Este solipsismo también está en el cubano Lezama Lima. Las pocas veces que menciona a Puerto Rico en sus novelas, nuestra isla es únicamente un sitio, un punto geográfico ciego y mudo respecto de connotaciones vitales. Lo mismo le ocurre cuando menciona a París. Sus viajes novelísticos fueron como los de la novela bizantina, es decir,

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descabelladas apropiaciones de sitios separados por distancias enormes. Le bastaron los paseos por La Habana para construir uno de los edificios más fantásticos de la literatura antillana. El único viaje que hizo fuera de Cuba fue A Jamaica. Pero su poema “Para llegar a Montego Bay” es un viaje inmóvil a su propia poesía. Montego es sólo un lugar de ensoñación. En estos tres escritores caribeños advertimos el mismo ensimismamiento. Llevan a su isla particular, en sus viajes reales o imaginarios, como el Ulises de Cavafis cargaba su Itaca sin haberla abandonado nunca. Walcott lo expresa así en su poema “Miramar”: There is nowhere to go. You’d better go. Esta soledad, la ausencia de imaginación que la circunda, esa chatedad que a veces desemboca en fantasías descabelladas, la ha recogido Rafael Ferrer en sus recientes pinturas de Las Terrenas: el juego de dominó bajo las palmeras, los músicos del dancing hall en el barrio pobre playero, todo ese paisaje y paisanaje que ha ido a buscar a Santo Domingo, recuperación de su propio espacio y tiempo puertorriqueños, se caracteriza por la misma modorra que Palés consideraba lenta agonía del espíritu. La búsqueda de su pasado puertorriqueño es el encuentro con la memoria de una circunstancia vital que aprisiona, que no ofrece salida. Solemos encandilarnos fuera de esa mediocridad con musarañas, fantasías a veces cómicas, como la visita de Benítez Rexach a Ferré, como los títulos nobiliarios de Christophe en su Versalles de Sans Souci, como las expectativas de los niños negros y mulatos de Trinidad cuando sueñan con distinguirse en el mundo de la diplomacia, según ha reseñado Naipaul. Otra variante de esa soledad también aparece en la pintura de Ferrer. Se trata de ese lento acercamiento del lugareño, del native, a la presencia del gringo, del extranjero, del turista. Sentí esto por vez primera cuando viajé por tierras tan opuestas como las Islas Vírgenes norteamericanas y Haití. La mirada con que se recibe al extranjero es una mezcla de hostilidad, orgullo y curiosidad. La memoria del colonialismo servil, mezclada con ese lento rescate de la propia humanidad alienada en la esclavitud, hace de nuestros países el lugar donde la mirada es siempre una complicada transacción de valía. En muchos cuadros de Rafael Ferrer hay una distancia insalvable entre el sujeto pintado y el pintor. Esa distancia es la distancia que media entre el colono y el colonizado, entre el extranjero que puede venir y yo que no puedo salir. En su poema “Homecoming”, Walcott expresa así esta distancia: Pelting up from the shallows Because your clothes, Your posture seem a tourist’s They swarm like flies

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Round your heart’s sore Más adelante la amargura es la de un desarraigo inescapable: But never guessed you’d come To know there are homecoming without home Entonces llegamos al último espacio irreductible de nuestra experiencia caribeña: el exilio y la emigración. El recuerdo y las noticias de los que sí han podido salir pesan sobre nosotros a veces obsesivamente. Una de la imágenes más perdurables del libro de James sobre Haití es su comentario en torno a cómo los colonos franceses odiaban el sitio donde perfeccionaban su explotación inmisericorde. Las memorias y crónicas de los hacendados franceses están llenas de testimonios sobre el tedio, y el deseo de hacer fortuna para regresar pronto a Francia. Esta imagen recurrente es la de un Caribe caluroso y azaroso, el infierno de la explotación sobre la faz de la tierra. Y me pregunto si esa visión es sólo del colono. Cuando advertimos que de nuestras tierras han emigrado los tataranietos de los esclavos traídos de Africa, o los nietos y los biznietos de emigrantes llegados aquí en diversas épocas, nos preguntamos si el Caribe no es ese sitio donde el no poder salir es sólo la forma más extrema de no haber llegado nunca. Y nos ocurre a los puertorriqueños, los primeros en lanzarnos a una emigración masiva, que no bien comenzamos a deshacer la maleta en tierras del norte, ya estamos añorando la isla. Así permanecemos siempre a mitad de camino. Nunca deshacemos la maleta del todo. Esta es una de la razones de nuestra pobre integración al mundo norteamericano. ¿Es ésta, o será, la condición de otros pueblos caribeños que también han emigrado masivamente? En las salas de los campesinos, allá por los años cincuenta, se colgaban los retratos, las tarjetas postales y los recordatorios de los que habían emigrado. Junto a los objetos más preciados de aquella pobreza, como los almanaques con el Sagrado Corazón de Jesús y las hornacinas con los santos de yeso y madera, se destacaban los retratos de emigrantes orgullosos de sus coats bajo su primera nevada. Los que lograro salir a semejante extrañeza, cobraban el valor de íconos. En esa devoción quizás exista la convicción de que los que se fueron eran los mejores, los más valientes: el recuerdo de ellos es también la memoria de la patria como una condena. Entonces los puertorriqueños sufrían el destino de muchas veces nacer, vivir y morir en el mismo barrio o pueblo. Hoy el puertorriqueño es uno de los pueblos más desarraigados sobre la faz de la tierra. Apenas empezamos a valorar cómo nos han transformado esas vivencias del exilio, de la emigración y la nostalgia. En este aspecto, la historia del Caribe cada vez se parece más a la nuestra. En las salas pobres de nuestros países serán más frecuentes esas devociones a los que se atrevieron a

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saltar fuera del ciclo de la necesidad y la desesperanza. Se trata de puertorriqueñizar al Caribe. Miro con preocupación un proceso que en nuestro país ha creado una fisura hiriente, destructiva. Parece que el Caribe nos alcanza en el tránsito por derroteros que sólo pueden conducir a un mayor distanciamiento de nosotros mismos. En su Historia del Caribe, decía Eric Williams que el destino, la suerte de Puerto Rico como parte de Estados Unidos ya estaba echada. No estoy muy seguro de eso, a pesar de que la sociedad creada durante los últimos cuarenta años, las bases materiales de la misma, nos obligaría a pensar que sí. De todos modos, lo que más nos debe asustar es nuestra incapacidad para crear sociedades más justas y a la vez más libres, sitios donde la patria no sea ese lugar donde abandonamos toda esperanza, y deseamos cualquier salida.

* * * Retomo el retorno al país natal de Oller: comenzaría con la invasión norteamericana la última etapa de su arte, época en que no pudo abstenerse de pintar los retratos de los gobernadores Davis y Hunt. También pintó los retratos de Washington y McKinley. Terminó sus días tratando de que Mr. Miller, Comisionado de Educación, le consiguiera una pensión vitalicia por medio de la legislatura colonial. Esa legislatura, formada por sus propios compatriotas, denegó la petición. Ver: 1) Muñoz Fernández, Carmen. “Rodríguez Juliá: la formación nacional y las mentiras de la historia”, http://www.lehman.cuny.edu//ciberletras/v13/munozfernandez.htm Sinopsis de: José A. Rosado, Ritos del recuerdo: de la vitrina caribeña a la guagua aérea, Separata, La Torre, R.P., U.P.R., Año VI, Núm. 20-21, p. 381-410. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, en el contexto de la Guerra Fría y la expansión del capitalismo norteamericano, Estados Unidos estableció, con el propósito de consolidar su influencia en el exterior, varios programas internacionales de ayuda técnica y económica. En América Latina, fueron importantes el programa denominado Punto Cuarto, creado por el presidente Harry S. Truman en la década del cincuenta, y la Alianza para el Progreso [creada por el presidente John F. Kennedy] en la década del sesenta. Estados Unidos asignó a Puerto Rico un papel importante en este proceso, convirtiéndolo en modelo económico para los países de América Latina y el Caribe. El nuevo proyecto desarrollista que se iniciaba en la Isla, conocido como Operación Manos a la Obra, comenzó a darse a conocer fuera del país con la colaboración de los ideólogos y tecnócratas del Partido Popular Democrático, la Universidad de Puerto Rico y el Programa de Fomento Industrial. A estos fines, Puerto Rico asumió el nombre propagandístico de Showcase of the Caribbean (Vitrina del Caribe). (1) También se le aplicó insistentemente la imagen de puente entre dos

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culturas. (2) La utilización del léxico geográfico junto a la noción de vitrina tuvo al menos dos funciones. En primer lugar, propuso una nueva definición política y cultural del país, un nuevo imaginario que alteró el utilizado hasta entonces. La percepción de Puerto Rico como una tierra azotada y las imágenes consagradas como la casa solariega, el barco a la deriva y la gran familia puertorriqueña, comenzaron a transformarse. En segundo lugar, el binomio geografía-vitrina implicó la manipulación del objeto y de la palabra según una orientación visual intencional, que pudo aparejar la construcción imaginativa del propio observador. Éste, atraído por lo que se le ofrecía a la vista o al oído, posiblemente acomodó su búsqueda al ofrecimiento que tenía ante sí. De este modo, se estableció la idea de una cultura definida por medio de la mirada y el espectáculo. La redefinición y la memoria, siempre tan importantes en el quehacer artístico puertorriqueño, se manifestaron durantes estos años en la colaboración –matizada de nostalgia- de los intelectuales con el proceso modernizador del país, y en la reflexión sobre la naturaleza de esta colaboración. Algunos comentaristas han visto en el ensayo “El despertar de un pueblo” (1940), de Vicente Géigel Polanco, y en la celebración del “Foro” de 1940, la versión oficial de la cultura. El Foro recogió ponencias sobre asuntos del país: economía, política, religión, cultura, ciencia y educación. Fue un intento de soñar la futura nación en el programa de progreso y justicia social de Operación Manos a la Obra. Las sesiones dedicadas a la educación destacaron la necesidad de una reforma educativa que adiestrara al pueblo sobre las nuevas realidades económicas. La imagen de una muchedumbre dócil, reiterada en la obra del treintista Antonio S. Pedreira, se transformaba en la de un pueblo industrioso y activo. (4) Durante este período, también se produjo la legislación cultural que creó el Reglamento de Zonas Antiguas e Históricas (1949) y el Instituto de Cultura Puertorriqueña (1955). Esta legislación provocó, según Carlos Gil, una demarcación simultánea de un pasado nuestro y nacional, así como una reconstrucción que permitió al pueblo reconocerse en su historia. Tanto el “Foro” como la legislación cultural de la época, demostraron una interacción entre los intelectuales y el Estado a los fines de desarrollar la modernización y de lograr, mediante la metáfora integradora de la gran familia puertorriqueña, la legitimación del moderno Estado puertorriqueño (Rodríguez Castro, “El Foro”, 77). (5) Los intelectuales y el Estado se unieron en la creación de un discurso que defendió la democracia y la cultura. En poco tiempo, los letrados se transformaron en intermediarios entre los centros de poder y los sectores marginados del pueblo. Difundieron el proyecto modernizador y dieron a entender que el cambio y el progreso no eran producto de un grupo en particular, sino de toda la colectividad. Otro hecho que ayudó a configurar la interacción entre letra y política fue la fundación de la División de Educación de la Comunidad (DIVEDCO), creada en 1949 por Luis Muñoz Marín. Esta agencia sustituyó al Taller de Cinema y Gráfica de Parques y Recreos Públicos, que se había originado en 1946, bajo la dirección de Irene Delano. La División tuvo a su cargo la difusión del modelo desarrollista y la dirección del proceso de alfabetización en el país. [A los fines de cumplir esta encomienda, se valió tanto de la palabra escrita, como del

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cine y de las artes gráficas.] (6) Los artistas de la División, sin embargo, redefinieron sus instrumentos de trabajo y, a la vez que desempeñaban su rol de propagandistas y educadores, crearon un arte contestatario y crítico. La película Modesta (1956), dirigida por Benjí Doninger, abogó por los derechos de la mujer y los noticieros Viguié proyectaron la idea del progreso mediante el logo de la Compañía de Fomento, que representaba la unión entre el hombre y la máquina. (7). La película Juan sin seso (1959), escrita por René Marqués, destacó la eficiencia de la máquina y la automatización del individuo. El filme, que recuerda la sociedad robotizada de Metrópolis, de Fritz Lang, los murales de Diego Rivera y la máquina devoradora de La carreta, [también de René Marqués], transformó la función propagandística del documental en reflexión sobre los peligros de la modernidad y el progreso, sobre todo en cuanto a la publicidad y el consumismo. (8) El cartel puertorriqueño, mostró un desarrollo análogo. Originado en el Taller de Cinema y Gráfica de Parques y Recreos, se consolidó gracias al Taller de Artes Gráficas de la División de Educación de la Comunidad (1952-1956) y al Taller de Grabado del Instituto de Cultura (1957-1973), ambos dirigidos por Lorenzo Homar. En sus orígenes, el cartel puertorriqueño fue, en palabras de Teresa Tió, “portavoz visual de las consignas del movimiento político de justicia social que encabezaba Muñoz Marín”. (9) Educó al pueblo en torno a temas como el ejercicio del voto, la reforma agraria, la higiene [y la alfabetización]. Durante las décadas del cincuenta y del sesenta, sin embargo, el cartel puertorriqueño, a la vez que alcanzaba una gran calidad estética, modificaba su contenido y su alcance. Se reorientó hacia la publicidad de actividades culturales y remitió a las expresiones de la cultura popular vigente y al reconocimiento de las figuras históricas del país. (10) Como parte de la redefinición del cartel propagandístico, los artistas de la División observaron cuidadosamente a Puerto Rico. Lorenzo Homar se ha referido con admiración al naturalismo de las obras de Rafael Tufiño y ha declarado su propia tendencia a hacer apuntes sobre la gente, la vestimenta y la arquitectura del país, con el propósito de que su obra llevara al espectador puertorriqueño a reconocerse en su paisaje y color. Pero además, como eco de los amanuenses y copistas medievales, Homar dotó al cartel puertorriqueño con una de sus características más importantes: el letrismo. Según Teresa Tió, desde el cartel “Ballets de San Juan” (1954), Homar transformó la letra en “el elemento formal e integral del diseño de tal forma que en ocasiones ella es la imagen dominante” (11). Desde un espacio sostenido en la escritura, el arte de los cincuenta derivó hacia la configuración de un mensaje visual y abarcador, apropiado para un pueblo iletrado. Osciló entre el presente y el pasado, entre la conservación y el progreso, y partió de la innovación estética y la experiencia cultural del presente moderno para rescatar lo viejo, lo que se hallaba en peligro de desaparecer. El letrismo de Homar, la recuperación visual de lo puertorriqueño, y las expresiones literarias del momento, manifestaron un arte ligado a la recapitulación, deseoso de conservar la experiencia inicial del asombro ante lo nuevo, pero también deseoso de redefinirla para construir una mirada crítica a la versión oficial.

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Cincuenta años después, la vitrina puertorriqueña ha acumulado objetos, ha redefinido espacios, discursos y voces. El arte, la literatura y la ensayística que en ella se han creado reflejan una continuidad cultural caracterizada, desde diversas ópticas, por el rescate de la memoria y por la creación de un tono autobiográfico que reflexiona sobre el proceso modernizador del país. Esta nueva producción artística puertorriqueña coincide con los años del proyecto populista en la colaboración estrecha entre la letra, la gráfica y el cine. [Algunos de los escritores puertorriqueños más importantes de este período son: Arcadio Díaz Quiñones, Luis Rafael Sánchez, Edgardo Rodríguez Juliá y Magali García Ramis.] Arcadio Díaz Quiñones explora la era de la modernización puertorriqueña desde una perspectiva autobiográfica y representa la reflexión crítica del intelectual desde la estructura del poder. En su libro de ensayos La memoria rota (1993), Díaz Quiñones afirma que no solamente se escribe para transcribir y conservar la experiencia particular de un individuo, sino también para grabar, o sea, para marcar mediante la letra, para rescatar lo olvidado y revitalizar la tradición. Así por ejemplo, escribir sobre los inicios de la modernización en Puerto Rico es grabar, recuperar a un grupo letrado: la élite del Partido Popular y los artistas e intelectuales, que, desde la División de Educación de la Comunidad, intentaron definir lo que en ese momento era el país, a la vez que sentaron las bases discursivas de lo que éste sería en el futuro. De igual modo, escribir es recuperar el taller creativo, fundamental en el desarrollo de nuestras artes plásticas y de nuestra conciencia colectiva. También es rescatar el significado de la legislación cultural de aquellos años. En su novela La guaracha del Macho Camacho (1976), Luis Rafael Sánchez examina las voces del contexto histórico-social puertorriqueño. Otra de sus novelas, La importancia de llamarse Daniel Santos (1988), realiza un enfoque similar en cuanto a la cultura popular latinoamericana. Aquí el autor se transforma en una especie de cronista-oidor-andariego que intenta redefinir América Latina en función de su heterogeneidad y su constante desplazamiento. Los ensayos de La guagua aérea (1994) muestran la ampliación de los límites territoriales mediante el uso del léxico turístico-aeronáutico y las referencias al Caribe, Estados Unidos, América Latina y Europa. Aníbal González ha afirmado que Sánchez evoca las crónicas de viajes de los modernistas, como Darío, Rodó y Martí, así como las crónicas de Indias, en especial, Los infortunios de Alonso Ramírez (1690). (14) En el prólogo del libro, “Tarjeta de embarque”, Luis Rafael Sánchez inscribe el viaje en la tradicional búsqueda y redefinición de la puertorriqueñidad. Sin embargo, mediante el fenómeno migratorio, trasciende los espacios arquitectónicos de cohesión y estabilidad de la cultura española o el mestizaje caribeño, presentes en imágenes como la casa solariega de Pedreira, o el edificio de cuatro pisos, de José Luis González. La sustitución del léxico marítimo de Pedreira (brújula, ancla, nave, puerto) por un léxico aeronáutico (viaje sin escala, clase turística, pasaporte, tarjeta de embarque) expresa un cambio geográfico en cuanto al concepto nación. Sánchez insiste en la redefinición de los bordes geográficos cuando, en el ensayo “El cuarteto

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nuevayorkes”, afirma que “en Nueva York se cimenta la capital ensoñada por Bolívar, la que aloja todas las nacionalidades de la América en español”. [El ensayo más conocido de esta colección], “La guagua aérea”, interpreta a Puerto Rico en su relación con Estados Unidos, partiendo de una connotación adverbial. El objeto de su exploración es la emigración, una parte de la memoria colectiva que el desarrollismo trató de mantener en el silencio y el olvido, “la gran ausente” de la versión oficial, según Arcadio Díaz Quiñones. La noción de “guagua aérea” sugiere un espacio geográfico de constante tránsito, que nos sitúa en la cultura migratoria latinoamericana y nos obliga a revisar las metáforas surgidas con la modernización de Puerto Rico. El texto, que sigue el modelo de La guaracha, emplea un narrador-testigo-cronista, transcribe el lenguaje coloquial y alude insistentemente a ciertos objetos. Su efecto es la demolición de la utopía desarrollista y la política migratoria muñocista de integración e identificación con una nueva cultura.(13) En esto coincide con El entierro de Cortijo (1983), de Edgardo Rodríguez Juliá, que también pone en crisis la utopía urbanística de la igualdad de clases, mediante la descripción del caserío Llorens Torres, el terror del cronista y la exploración de la cultura marginada del lumpen. El ensayo de Sánchez también demuestra que la letra y la mirada están determinadas por la experiencia cultural. Según John Berger, el observador decodifica lo que ve a partir de sus conocimientos y creencias particulares. [Cuando se trata de personas], el acto de ver es recíproco entre el que ve y el que es visto. Así, tanto el norteamericano como el puertorriqueño tienen un modo aprendido de verse entre sí. El grito de la azafata gringa con que se inicia in media res “La guagua aérea”, produce una sensación de ansiedad e incertidumbre que viola el silencio y obliga a depender de la mirada colectiva para descifrar incógnitas. La transportación de objetos isleños en el avión, así como la interrogación sobre el lugar de origen, extienden de forma figurada los límites territoriales de Puerto Rico. La voz popular y los objetos incautan el espacio original y viajan para redefinir el exilio. Por ejemplo, la presencia de los jueyes sugiere reacciones conflictivas. En la tripulación gringa provoca el descubrimiento de lo exótico y, como sugiere el ensayo, representa un acto terrorista que violenta la legalidad y el orden. Para los pasajeros, en cambio, los jueyes son el contacto con lo que se deja atrás, el transporte de lo que los define, la producción regeneradora de la palabra soez, la risa, el fluir anecdotario y, en el fondo, la desjerarquización de la tripulación y su idioma. Los jueyes extienden el territorio nacional en una epifanía culinaria: van a ser “salmorejo en Prospect o relleno de alcapurrias en South Bronx o jueyes al carapacho en Brooklyn o asopao en Lower East Side”. Nueva York, dice la vecina del asiento cercano al cronista, es un pueblo de Puerto Rico. Hugo Rodríguez Vecchini y Aníbal González han observado que Pedreira define a Puerto Rico mediante las oposiciones y las semejanzas con el extranjero. Luis Rafael Sánchez, en cambio, hace que, en el afuera de la emigración (Nueva York, cualquier otra ciudad, la cabina del avión), sea posible ver al otro, que es uno mismo, de un modo desapasionado, destacando la ruptura y la extensión de las fronteras más que los límites territoriales.

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Sánchez significa una mirada cultural de recapitulación regeneradora. Recuerda, mediante el desplazamiento y el deseo de grabar (según lo explica Arcadio Díaz Quiñones en La memoria rota) su experiencia visual y auditiva, la historia cultural de un Caribe migratorio, en el que se destaca la transformación de los puertos en lugares de tránsito, de trasbordo e intercambio de bienes y gente. Estos puertos son importantes, más que por su territorialidad, por formar parte de la trayectoria hacia un destino seguro que es la emigración. Sánchez también redefine la concepción que se tiene del viaje y del lugar de pertenencia. Afirma en el prólogo que viajar ya no es el mero traslado de un lugar a otro con el único fin de llegar a un destino, sino que es “desafío y riesgo, desperdigamiento y diáspora”. El viaje manifiesta lo que la persona es, pero no en función de la limitación territorial, sino de la apertura, con todas sus peripecias, con las definiciones de los lugares y las connotaciones del habla y los objetos transportados. El Aquí y el Allá, así como las expresiones del inglés no destacan tanto la diferencia geográfica y cultural entre la gente de la Isla y la de Nueva York, pues todo se reduce a “una trillita sencillona”, a una llegada y a un regreso fácilmente intercambiables. A través del devenir temporal y por medio de los cambios tecnológicos, el emigrante elabora diferentes respuestas culturales. Julio Ramos ha dicho que el emigrante, carente de casa en el lugar de origen (el desalojo estaba subyacente en el modelo desarrollista puertorriqueño), puede vivir en la casa construida por la escritura, la fotografía o la música. También puede vivir en la casa más moderna del habla telefónica y el vídeo. Si con esto no es suficiente, siempre es posible, como ha hecho Manuel Ramos Otero o como se percibe en el Desfile Puertorriqueño y en el Proyecto de las Casitas de Manhattan –el rescate de los espacios baldíos de la ciudad para redefinirlos según la cultura y la arquitectura puertorriqueñas- fundir las islas de Manhattan y Puerto Rico. La escritura de Sánchez parte de un lugar sin fronteras, de la oscilación entre el Aquí y el Allá, y se liga al habla popular. De este modo, reflexiona y desjerarquiza los parámetros fundadores de la modernidad puertorriqueña, como el tráfico de bienes y la voz pragmática de la publicidad y el progreso. Transforma la antigua vitrina oficialista en un espacio celebratorio y de apropiación, en una “utopía regeneradora”, como ha dicho Julio Ortega, que sirve de respuesta cultural y política a toda América Latina. La celebración y la apropiación aparecen también en algunas obras inspiradas por el ensayo de Sánchez, como el filme La guagua aérea, de Luis Molina, y la obra gráfica “La casa en el aire”, de Antonio Martorell. El filme de Molina pertenece a una importante tradición fílmica latinoamericana sobre la migración, que incluye El norte, de Gregory Navas, Un pasaje de ida, de Agliberto Meléndez, Nuyol y, del director cubano Pastor Vega Vidas, Vidas paralelas. A partir del libro de cuentos En cuerpo de camisa (1966), de Sánchez, la película recupera la memoria de los primeros viajes en avión e intenta representar las contradicciones y conflictos de los emigrantes de la década del sesenta. La trama se concentra en la cabina de un avión y se vincula retrospectivamente con el exterior isleño donde acontece la acción de los relatos. El uso del close-up ayuda a producir los traslados hacia los pueblos puertorriqueños. Molina

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utiliza bien la utilería y el vestuario, y desarrolla bien los personajes. Para representar al boricua que vive en Nueva York, crea tipos como el taxista que emplea el discurso de la explotación o el individuo que ansía adaptarse al modo de vida norteamericano y quiere acelerar el proceso de transculturación. Sin embargo, los personajes son estereotipos y algunos no forman parte del universo literario de Sánchez. El episodio de los jueyes caracteriza sólo a un personaje que no proyecta la cultura popular urbana, sino que se asemeja a los personajes de Abelardo Díaz Alfaro. La película no refleja la mentalidad colectiva de la década del ochenta propia del ensayo de Sánchez, sino una libre interpretación de relatos cercanos a los cincuenta que se aleja de los planteamientos de Sánchez. El discurso del –como se percibe en el último parlamento de Chavito Marrero- recuerda el tono telúrico de La carreta, obviando el Aquí y Allí conflictivo del emigrante. Llama la atención la reproducción del periódico El Imparcial –20 de diciembre de 1960- que se entregó durante la gala premier de la película, celebrada el 17 de agosto de 1993 en el Centro de Bellas Artes. La fotografía de primera plana –un choque de dos aviones sobre Brooklyn, Nueva York- junto a la lista de varios puertorriqueños muertos, resulta emblemática del mensaje que se deseaba transmitir en el filme. En la perspectiva de Molina, el viaje en la guagua aérea parece estar abocado al desastre y a la destrucción del sueño. Puerto Rico se convierte en un espacio para permanecer que olvida el dinamismo aeronáutico del ensayo de Sánchez. En cambio, la instalación de “La casa en el aire”, de Martorell, hace palpable el barroquismo verbal de Sánchez. En una estructura similar a la de una cabina de avión, los muebles típicos de ebanistería puertorriqueña se transforman en receptáculos de frases, expresiones y palabras. Muchas losetas del piso contienen, en la letra preciosista de Martorell, transcripciones de la oralidad popular. El exterior de la guagua está forrado con fragmentos impresos del ensayo. En una esquina de la pieza, un antiguo aparato de radio reproduce, en borgiana coincidencia, la historia musical de Puerto Rico, desde “Piel canela”, de Bobby Capó, pasando por Daniel Santos, hasta Ismael Rivera, Cortijo y Andy Montañez. “La casa en el aire”, pieza también oscilante entre dos puertos, se define mediante choques y encuentros que muestran una serie de vías en donde lo uno invade a lo otro. En Sánchez, el habla popular y la palabra soez desacralizan el orden del buen hablar poniendo en crisis las diferencias idiomáticas. En Martorell, la acumulación de objetos, la música y la letra, intentan llenar “el horror al vacío”, ha dicho él, de una ciudad indiferente y fría como Nueva York. Ante las combinaciones de grises, azules y neutros no ofensivos propios de un avión; la acumulación de alfombras, linóleos, tapetes, azulejos, cuadros, fotografías y estampas religiosas; la excesiva decoración, la brillantez en el color y los diseños, así como una letra traviesa y picaresca que saliendo de los límites impuestos, tal vez, por el libro o la publicidad, recuerda la tradición del graffiti neoyorquino y el barroco americano, se representa una estética de la mirada, una cultura caribeña de apropiación e invasión que pretende, dice Martorell, “desterrar el espacio en blanco tan amenazante por no estar lleno de nosotros”.

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Los objetos, al igual que el habla, son el equipaje con que cargan los emigrantes. Afirma Mrtorell en una entrevista que si en el proyecto modernizador puertorriqueño se recurrió al desahucio, la pieza La casa en el aire, “les ofrece finalmente un hogar, una casa portátil que pueden llevar a cuestas como la tortuga”. Es a su vez, un medio de transporte de bienes y mercancías que manifiesta esa cultura de contrabando caribeña, de constante desplazamiento, de entradas y salidas hacia otros puertos, de invasión constante y redefinición del espacio del otro. La pieza se compone de objetos propios de una sociedad de consumo y graba para no olvidar el fenómeno migratorio. Manifiesta cómo la cultura se apropia y, desde la marginalidad, redefine y pone en crisis, como antes lo hizo el mendigo baudeleriano, estudiado por Benjamin, la modernidad. En Martorell, al igual que en Sánchez, hay, como notaría Benjamin, un gusto por la adquisición, por el acto de coleccionar: en uno, el de la palabra; en el otro, los objetos, palabras e imágenes; en ambos, la posesión, no de su valor útil, sino la esencia instigadora implícita en los “ritos del recuerdo”. De la misma manera que el texto de Sánchez abre sus páginas a través de la letra, invitando a la lectura, la pieza de Martorell deja de ser objeto contemplativo para propiciar la participación en la medida que inspira la memoria del espectador. Aunque en el trabajo de Martorell se destaca el constante tono autobiográfico, siempre se intenta representar una experiencia colectiva. El artista ha participado en numerosos trabajos de conjunto, como lo demuestran su aprendizaje con Lorenzo Homar, la fundación del Taller Alacrán (1966-1971), su experiencia como escenógrafo, su trabajo en los Teatreros de Cayey, dirigidos por Rosa Luisa Márquez, y sus diversas exposiciones. Nelson Rivera Rosario, en su tesis doctoral, comenta que la gran contribución de Martorell radica en la continuidad de la tradición del grabado, tanto en temática como en técnica, así como la incorporación de estrategias modernas de composición. En el grabado continúa usando la técnica del corte y diseño en madera, pero introduce el collage, y el frote de papel y tinta sobre objetos reales. También utiliza objetos cinemáticos, como la repetición o el contraste de imágenes, y transforma el papel en el elemento esencial de la composición. Dice Rivera Rosario que, mediante estos procedimientos, Martorell “includes not only its maker’s opinions but its viewers’ as well, engaging all the participants in the artist’s process in a dialogue, a dialogue that hopefully may be politically or socially useful”. (15) De ahí que las exposiciones de Martorell estén fundamentadas en la representación, en esa tradición teatral vinculada tal vez a Bertolt Brecht y a las técnicas de Augusto Boal, donde el espectador es partícipe de la acción. Esto se percibe en la apertura de la exposición White Christmas, en diciembre de 1980. Desde la invitación, que simula una tarjeta postal con nevados paisajes puertorriqueños, hasta la ambientación del patio de la Liga de Arte de San Juan, cubierto de nieve de foam, según Rivera Rosario, el público participa con todos los sentidos: el sonoro, con las baladas de Bing Crosby; el gustativo, con las piraguas y el vino; y el térmico, con los abrigos de invierno. Antonio Torres Martinó dice que la exposición manifiesta la noción del arte como juego, donde los espectadores intervienen como actores perfeccionando el “acto teatral” y en consecuencia “el proceso artístico”. Keke Rosado también ha dicho que el arte de Martorell es de interacción y que nos introduce en la pieza como parte integral y creadora. Sus obras son invasoras, recuperan ideológicamente el espacio democratizador de la modernidad y, por extensión, la tradición del cartel puertorriqueño, al destacar esa relación comunicativa y participativa del espectador.

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Como en Sánchez, el arte de Martorell es andariego y de apertura; manifiesta una experiencia personal y colectiva que nos obliga a reflexionar no sobre la utilidad del objeto, el espacio o la letra, sino sobre lo que connotan. La literatura puertorriqueña de los noventa mantiene los intentos definitorios de las décadas del cuarenta y cincuenta, pero no parte del espacio familiar. Tampoco es una juvenil construcción autobiográfica, sino una especie de biografía letrada que busca aclarar el origen y el desarrollo del período modernizador. Esta mirada reflexiona sobre los modos en que la letra legitima la visión integradora del proyecto desarrollista, al tiempo que aspira a reformular el devenir histórico, desde el presente que es el producto de aquel instante utópico recogido en el concepto de la vitrina de la democracia. Los libros de Edgardo Rodríguez Juliá (Las tribulaciones de Jonás, [1981]; Puertorriqueños, album de la sagrada familia puertorriqueña a partir de1898 [1988]), de Magali García Ramis ( Felices días, tío Sergio [1986]) y de Esmeralda Santiago (Cuando era puertorriqueña, [1995]), quieren recuperar los años cincuenta partiendo de las transformaciones acontecidas en el núcleo familiar. La llegada del otro –el tío nacionalista, en Felices días, o Muñoz Marín, en Las tribulaciones, y la recuperación nostálgica del pasado isleño desde el exilio, en el libro de Santiago- se unen a los medios de comunicación de masas, para transformar la casa en un microcosmos del exterior (3) La exposición “La casa de todos nosotros”, que hace años viaja a través de Puerto Rico, el Caribe y Estados Unidos, evoca la narrativa de Magali García Ramis y puede a primera vista vincularse con el libro de Martorell, La piel de la memoria (1993). (Ver separata.) Muchas de las piezas se inspiran en sucesos de la niñez acontecidos alrededor del hogar materno. La casa Singer (1991), instalación adornada a base de patrones, lentejuelas, encajes y bordados, recuerda según Martorell la orden de desahucio, el trabajo de costura de la madre y recrea el Bazar de la Muchachas, la tienda de misceláneas de la tía. El bazar y el taller son también espacios de producción, acumulación, colaboración y tránsito. En las vitrinas de la tienda, sugiere Martorell en su memoria, la decoración reproduce el área comercial santurcina de los cincuenta, mientras muestra mercancía internacional. La casa Singer produce trajes y materiales decorativos y transforma la visión apocalíptica del maquinismo destructor de René Marqués. Se define por su capacidad nominativa: funde objetos, el bilingüismo, introduce neologismos y destaca la fonética para nombrar, como antes hicieron los pintores de los cincuenta, el presente histórico. (16) Es un centro reproductor que, instigando la vista y la adquisición de bienes, implica un proceso decodificador en el que la reelaboración del espacio particular, como es el de la costura, pone en crisis la conceptualización del lugar de pertenencia, el aquí del presente y el allá, los lugares a los que se aspira a llegar o a pertenecer. La exposición “La casa de todos nosotros”, en su título y la conceptualización estética de Martorell, trasciende el tono autobiográfico propiciando a través de los sentidos una memoria colectiva. Las instalaciones –las expuestas en el Municipio del Barrio, en N.Y. (sept. 1992-

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enero 1993)- están organizadas de tal forma que el caminar por las salas implica un desplazamiento temporal a través de la historia. Kamikaze (1991), pieza que inicia la exposición, al igual que Moscasa (1991), por el hecho de carecer de letra: funde los pilares de una cama de madera y un mosquitero creando la sensación de que se llega a un lugar primigenio, a la choza primitiva, a “la gloria de la pobreza”, ha dicho Bachelard, de abrigo, protección y memoria. Un espacio, según Martorell, que al recordar “la cama extendida” de los años de la Segunda Guerra, se transforma en casa-cama comunal, en “su techo más querido”. Los dos murales xilográficos El Yunque y Calle San José, amplían esta metáfora al crear una ambientación tropical: por los helechos del Yunque aparece la figura del padre, en tanto una mujer que observa tras las rejas, invita, mediante la mirada, a entrar al hogar. Las piezas, desde la perspectiva de un adoquín neoyorquino, remiten a un allá isleño pre-moderno; un espacio pre-industrial donde el concepto casa, según ha dicho María Elena Rodríguez sobre los ensayistas de los treinta, se une al de la familia creando un espacio de armonía protegido por esa figura paternal. Sin embargo, como esa figura “(des)aparece”, según Celedonio Abad, tanto del bosque como del taller de costura cuando el niño, en el fragmento “La máquina de coser” de La piel de la memoria, lo expulsa con una palabra soez, implica una “casa en ruinas” que dramatiza lo que Juan Gelpí ha escrito sobre los soles truncos I1959), de Marqués: “la muerte del padre y la crisis de autoridad” ante los cambios producidos por la modernización. Igual situación se percibe en las instalaciones La casa verde (1991), La casa blanca (1990), La casa de los mapas (1991) y La casa del grabador (1992). Mientras en La casa blanca se recrea un pasado señorial que recuerda las viviendas ponceñas, La casa verde, construida con dólares y centavos, replantea el concepto del hogar y el vecindario: se destaca la urbanización alejada, como se percibe en el arte literario de García Ramis y Sanabria Santaliz, del espacio comunitario de pueblo pequeño. La casa de los mapas, en cambio, es , en su composición, colorido y estilo, una extensión de La casa Singer. Al igual que los objetos del Bazar de la Muchachas, los mapas representan, respectivamente, el lugar de estar, una silla de barbero, la inmovilidad física por el obvio recorte de cabello, el aquí del momento, mientras el niño constituye mediante el referente geográfico, el espacio exótico del otro. Para llevar a cabo este proceso, lo imaginativo está vinculado con la letra: el otro existe en tanto el niño Martorell lee y se regodea con sus objetos más preciados: los libros. De ahí que las instalaciones Casa del grabador y Casa de Babel, que en el Museo del Barrio se tituló La ola letrada, y los trabajos al óleo –retratos de colaboradores y amigos titulado La casa de todos nosotros (1992)- sugieran no sólo el contacto con el mundo exterior, sino el homenaje a la tradición letrada y al grabado puertorriqueño. La exposición parte de la experiencia de lo visto permitiendo, desde un aquí, remitirse hacia un allá que puede definirse a un nivel cultural. Se recuperan de inmediato las imágenes de un Puerto Rico nuevo, luego se establece intelectualmente el contacto con el letrado y el artista: las rejas sanjuaneras y el espacio rural remiten a la casa solariega de los treinta, a la obra de Marqués, cuestionador del modelo desarrollista; la letra y el letrismo, la acumulación, el dibujo gráfico, destacan la continuidad y el diálogo en el arte de Puerto Rico, a la vez que se resalta la capacidad de ese yo creador para inventar, inventariar y redefinir el espacio particular de su producción, así como el de los otros, en el caso específico de NY, el exilio en función del equipaje que se trae del país natal.

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Martorell, sin embargo, en la exposición “La casa de todos nosotros”, en el Museo de Arte e Historia de San Juan (22 de marzo de 1994), Amplía los parámetros definitorios del Aquí y el Allá puertorriqueños cuando en las piezas Casaribe-Caricasa (1993) y Pasaporte-Portacasa (1994) reflexiona sobre los procesos migratorios del Caribe. En estas instalaciones, la letra se combina con la fotografía y los implementos propios de la costura para representar un Caribe que, a pesar de ser geográficamente isleño, está unido culturalmente. Pasaporte-Portacasa, ambientación hecha con puertas en un espacio circular, destaca el rostro, el número y el nombre para representar el aislamiento, el fichaje y la necesidad de cédula para llevar a cabo cualquier desplazamiento. Recuerda La casa en el aire, pero no para brindar una casa portátil, sino para destacar la carencia de abrigo, la inmovilidad del Caribe y el encierro inherente a la vigilancia propia de una prisión. En esta pieza representa, al igual que en “Encancaranublado”, de Ana Lydia Vega, el Caribe contemporáneo; sugiere una embarcación sin rumbo fijo, ya no sólo puertorriqueña, sino caribeña. Que no tiene salida ni llegada a puerto seguro. Caribe-Caricasa reproduce, al igual que La casa Singer, las posibilidades semánticas de la palabra Discovery (Recovery, Uncovery); destaca el colorido de la representación geográfica de un mapa en el piso de la pieza y se inscribe en el contexto de la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento. Es una especie de extensión del Pabellón de Puerto Rico en la Exposición Mundial de Sevilla 1992 en la medida en que, según Sylvia Alvarez Curbelo, “se inscribe en ese discurso de Estado que intentó iluminar la especificidad del país y su ubicación en los circuitos globales”. Representa, en la oscilación entre el presente, el pasado y el futuro, lo definitorio de la historia del Caribe y América: la marca y el grabado de su existencia en función de la mirada y la letra. Ambas piezas amplían la definición estético-política representada en Nueva York. Ya no es la inmovilidad del niño y la creación imaginativa del otro a través del exotismo implícito en los mapas; no es tampoco la definición de lo puertorriqueño partiendo del conflictivo desplazamiento adverbial. Por el contrario, el mapa del Caribe implica al caminante, a ese viajero que al portar, como en Sánchez, un pasaporte, que si bien puede abrir o cerrar puertas, reconstruye y ensancha la geografía caribeña en su complejidad histórica –desde la mirada inicial europea hasta la del presente- trayendo casi de contrabando una unidad cultural. Toda esta producción artística y literaria provee un espacio casi atemporal donde la memoria reflexiona sobre la cultura que surge tras el proceso de modernización puertorriqueño. Representa, como aconteció con la metáfora vitrina de la democracia, a los sectores letrados y artistas reflexionando sobre lo que es el país en el presente. Si con la Operación Manos a la Obra se constituyó por medio de la letra y el arte un proyecto modernizador que cuestionó las metáforas definitorias de los treinta, Sánchez, Martorell y otros artistas parten también del pasado, de la experiencia inicial del asombro en un intento por construir el porvenir. Lo más curioso es que este proceso no se puede desvincular del modo en que los ideólogos y tecnócratas de fines del XX perciben y construyen al país. Basta pensar en el modo en que la política de globalización, el Tratado de Libre Comercio, el Pabellón Puertorriqueño en Sevilla y la más reciente campaña publicitaria de Turismo que representa a Puerto Rico como un “pequeño continente: afecta la manera en que el país se ve a sí mismo y el proceso de constitución de las imágenes que se desean proyectar hacia el exterior. En Sánchez y Martorell hay una experiencia cultural de gran impacto: a fines de siglo y sin aún haberse resuelto el problema colonial, el arte por medio de la innovación y la creatividad pone en

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crisis las concepciones oficiales que se tienen del país. No somos sólo una sociedad urbana, aislada en la geografía de una isla; representamos, gracias al gesto político de expulsar gran parte de la población del proyecto modernizador, una cultura esencialmente migratoria. Al igual que todo el Caribe, Puerto Rico existe en el constante desplazamiento, en la creación de espacios que, oscilando entre el Aquí y el Allá, problematiza al puertorriqueño tomando como base su lengua y cultura. En momentos en que el idioma resulta baluarte de la nación, el ensayo en su oralidad y bilingüismo, junto a la acumulación de objetos en Martorell, redefinen la vitrina oficialista, reproducen un espacio celebratorio y desjerarquizador, donde la presencia del puertorriqueño redefine los adverbios y sus fronteras: como sugiere una voz en el ensayo, Nueva York es un pueblo de Puerto Rico. Y si extendemos más las fronteras, como se percibe en los otros ensayos de Sánchez y en las piezas de Martorell (Casaribe-Caricasa y Pasaporte-Portacasa), entonces es necesario decir que Nueva York es un pueblo caribeño y latinoamericano. Allá radica, tal vez, lo que se intentó borrar de la versión oficialista implícita en la vitrina: la emigración y en consecuencia, no la incorporación a la nueva cultura, sino la evolución regeneradora de la diferencia. Notas: 1) La Universidad de Puerto Rico asume un papel esencial en el desarrollo del Programa. El Colegio Universitario de Cayey adiestra [a los que] luego se incorporaran a la “Operación Manos a la Obra”. El rector Jaime Benítez gestionó 40 becas para iniciar en 1949 “el primer programa para estudiantes del Caribe de la Universidad de Puerto Rico y su organización adscrita a la Escuela Vocacional Metropolitana” (Rosario Urrutia 169). 2) Hugo Rodríguez Vecchini, en su ensayo “Foreword: Back and Forward”, cita a Margarita Ostolaza quien sugiere que el primer Comisionado Residente en Washington, Federico Degetau (1901-1905), ya había usado el concepto de “puente entre dos culturas” para definir la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos. Hugo Rodríguez sugiere, en el análisis de la Revista de las Antillas, magazine hispanoamericano (1913-1914), que desde la invasión norteamericana los autonomistas han utilizado el concepto de puente como parte del discurso político: “In 1913, these gentlemen proposed that Puerto Rico assume its historical misión assigned either ‘by accident or Divine Providence’ as the place of encounter (not conflict) between the two major civilizations of the New World and proceed to play the role of mediating and diffusing channel (The imposing image of the inter-oceanic Panama Canal [1904-1914] was in the background)” (70) La revista, como portavoz de los intelectuales de la época, entre ellos, Luis Llorens Torres, tiene como objetivo, según Rodríguez Vecchini, “procaimed the mediating role that the Magazine was to play in promoting mutual understanding between the Spanish speaking and English Speaking Americas: to bring the two Americas closer to each other, as if it were another far-reaching Inter American Canal” (71). En el discurso “La abolición de la miseria en una generación: programas y metas de Puerto Rico” (1954), Luis Muñoz Marín alude la concepto puente cuando considera que la Isla al estar “entre la frontera marina entre Norte Sur América, en la frontera del idioma y la

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cultura de las grandes civilizaciones de las Américas” tiene “la tarea de promover entre ambas entendimiento y voluntad” (Citado, Santana Rabell, 199). Jaime Benítez, en la ponencia “Cultura y democracia” destaca la posición geográfica-cultural de Puerto Rico al sugerir que “puede ser baluarte, monasterio de la democracia, en medio de una barbarie ideológica” e “inestabilidad política que se le adjudicara al resto de América Latina” (Rodríguez Castro, “El foro” 83). 3) Gaston Bachelard en La poética del espacio destaca la íntima relación entre la vivienda, los objetos, los sueños y la memoria. Existe la casa natal, la de los recuerdos primarios, la choza refugio en oposición al universo, la casa rascacielos, inherente a la ciudad, así como la del porvenir vinculada a la poesía, el ensueño y el proyecto. La casa se transforma en espacio privilegiado de la memoria, la imaginación; constituye los valores de una comunidad transformándose en “el relato de nuestra historia” (35). 4) La educación es esencial en la implantación del proyecto modernizador. El ensayo de Géigel Polanco “El problema educativo” sugiere una serie de medidas para la reforma con el fin de “poner el pueblo en marcha, educarse para ser los ciudadanos ideales del nuevo modelo político en gestación” (Rodríguez Castro, “El Foro” 87). Entre las ponencias, se pueden citar las siguientes: María Teresa Babín, “¿Existe una filosofía educativa en Puerto Rico?”, Margot Arce, “La misión de la Universidad”, Gerardo Selles Sol [Sic.], “El sistema educativo”, José González Ginorio, “La escuela como factor de orientación de nuestra cultura”. Los ensayos intentan establecer una integración democrática entre letrados y comunidad nacional. Sin embargo, como sugiere Rodríguez Castro, se percibe una estructura jerárquica, herencia de la ensayística de los Treinta –en especial la ponencia de González Ginorio- entre la Universidad, la escuela pública, los talleres y las fábricas; “se lee una cuidadosa planificación y distribución de saberes y de agentes y lugares sociales” 85). 5) Juan Gelpí, partiendo de los estudios de Angel G. Quintero Rivera, sugiere que el hecho de que la Isla no logra consolidarse como estado nacional da pie a que los hacendados de fines del siglo XIX sostuvieran la concepción “metafórica del país” como una “gran familia” presentándose, de este modo, sus propios intereses “como si fueran... de todos los puertorriqueños” (65). Luis Angel Ferrao en su estudio sobre los letrados de la Generación del Treinta, destaca que el nacionalismo de la época funda su definición en los orígenes hispánicos de la sociedad puertorriqueña. Destaca, al hablar del ensayo de Emilio S. Belaval, “Problemas de la cultura puertorriqueña”, que “la génesis del tipo llamado puertorriqueño, la ubicó en la hacienda decimonónica y en el hombre blanco europeo” (47). 6) El Taller de Cinema y Gráfica de Parques y Recreos Públicos (1946-1949) estuvo dirigido por Edwin Rosskam, la sección de gráfica la dirigió Irene Delano y la de cine estuvo a cargo de Jack Delano (Tió 11). 7) El Hombre de la Rueda de Fomento, representante del progreso y el futuro, tiene como contraparte el logo del Instituto de Cultura Puertorriqueña que le da “al sujeto descamisado” –ha dicho Carlos Gil- su identidad. El escudo del Instituto es la “palabra de Estado dicha a este hombre angular: ‘Eres el fruto de una mezcla de razas: india, española y africana. Eres la síntesis de un pasado, eres una prolongación, y estás moviendo esta Gran Rueda’. La mi5ada al pasado opera como fundación y como guía de un movimiento

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que se desplaza inexorable hacia el futuro” (163). 8) En la poesía de Luis Palés Matos, según Díaz Quiñónez, se percibe también una situación similar. Ante la modernización del país, Palés, “lee esa ‘modernidad’ como una pesadilla, un mundo corrído por una gran angustia” (73). 9) Entre los carteles iniciales producidos por el Taller se puede mencionar: “Peligro” que aconsejaba –a través de la imagen de una mosca- sobre higiene, el que anuncia la película “Jesús T. Piñiro”, ambos de Irene Delano , y de Edwin Rosskam dos carteles de contenido político: “Inscríbase” y “El voto es la herramienta con que hacemos gobierno”: (Tió 12). 10) En el Centro de Arte Puertorriqueño se produce, escribe Torres Martinó, el Primer Portafolio de Grabados titulado “La estampa puertorriqueña” (1951), diseñado por Irene Delano y prologado por René Marqués. Homar y Tufiño hicieron “Las plenas” (1953), con un prólogo de Tomás Blanco (El Centro 23). Entre los carteles dedicados a efemérides y natalicios de próceres se encuentran –dice Tió- “Juan Alejo de Arismendi, Bicentenario de su natalicio” (1960) y “Sesquicentenario de las Cortes de Cádiz-Ramón Power Giralt” (1963) de Homar. En cuanto a las expresiones de la cultura popular y exposiciones de artistas se encuentran: “Feria de artesanías de Barranquitas” (1966), “Pinturas de José Campeche y su taller” (1959), “Exposición retrospectiva de Oller” (1964), “Exposición de Francisco Rodón” (1961), todas de Homar. Martorell continúa la tradición de los portafolios durante la década de los setenta en los dedicados a Ernesto Cardenal, Neruda, Benedetti, Xavier Villaurrutia y Tomás Blanco. Arcadio Díaz Quiñones, en su ensayo “Imágenes de Lorenzo Homar: entre Nueva York y San Juan” analiza el trabajo gráfico de Homar con respecto a los procesos migratorios y el contacto externo con otras manifestaciones del arte. 11) Otro ejemplo de esta tendencia se percibe en el cartel de Tufiño “La letra D inicial” (1965), donde “la magnificación de la letra D va acompañada por los motivos ornamentales arabescos vegetales propio en el diseño de iniciales. Es un cartel superlativo por el concepto y la simplificación del mismo” (Tió 20-21). 12) Homar define la caligrafía “como el arte del bello escribir sin convertirle en una manera personal de escritura y define la tipografía como la letra ya hecha para la reproducción gráfica con sus características universales para uso industrial” (Cupeles 20). 13) El emigrante puertorriqueño debía –cita Sylvia Alvarez Curbelo a Muñoz Marín- “adaptarse a su nueva comunidad como lo hicieron antes que él los irlandeses, polacos, italianos, escandinavos” (“Las coartadas” 93). 14) La picaresca vinculada a los procesos migratorios se percibe también –como ha visto Rodríguez Vecchini- en el concepto autobiografía neopicaresca con que analiza Cuando era puertorriqueña de Esmeralda Santiago. 15) Desde la década de los sesenta Martorell, escribe Nelson Rivera, ha diseñado la escenografía de varias obras de teatro. Entre ellas se pueden mencionar La viuda alegre y

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Las sillas de Ionesco (1966), Mariana o el Alba, de René Marqués, Retablo y un guiñol de Juan Canelo (1967) y varias de las producciones del Taller de Histriones, dirigido por Gilda Navarra y Alma Concepción. 16) Desde la marca Singer la pieza reproduce palabras y neologismos: Singher, Sing-siing, sisi, sisa, Sísifo, Sin gerundios, Sin Jerusalem, Sin herramientas, etc. Bibliografía consultada: Abad, Celedonio. “El espacio conquistado”. Trad. Eneid Routté-Gómez. La casa de todos nosotros Antonio Martorell y sus amigos. El museo del barrio. Septiembre-enero, 1992- 1993: 40-54. Alvarez Curbelo, Silvia. “De la Rueda del Progreso al Pabellón de Sevilla”. Rivera Nieves y Gil, Eds: 195-205. ___________________, “Las coartadas para la agresión”. Rivera Nieves y Gil, Eds: 91-103. Alvarez Curbelo, Sylvia y María Elena Castro Rodríguez, Eds. Del nacionalismo al populismo: cultura y política en Puerto Rico, Río Piedras, Ediciones Huracán, 1993. Bachelard, Gastón. La poética del espacio. México:Fondo de Cultura Económica, 1965. Barradas, Efraín. Para leer en puertorriqueño: acercamiento a la obra de Luis Rafael Sánchez. Río Piedras, Editorial Cultural, 1981. Benjamín, Walter. Illuminations. Essays and reflections. Trans. Harry Zohn. Ed, Hannah Arendt. New York: Schoken Books, 1988. Benítez Rojo, Antonio. La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva postmoderna. Hanover: Ediciones del Norte, 1989. Berger, John. Ways of Seeing. London: British Broadcasting Corp. And Penguin Books, 1977. Castro Rodríguez, María Elena. “Foro de 1940: las pasiones y los intereses se dan la mano”. Curbelo y Castro Rodríguez: 62-94. ________________________, “Las casas del porvenir: nación y narración en el ensayo puertorriqueño”. Revista Iberoamericana. Número especial dedicado a la literatura puertorriqueña. LXI, enero-junio 1993 (162-163): 33-34. Cupeles, Juan David. Lorenzo Homar. Artista ejemplar de la gráfica contemporánea puertorriqueña. México: Texto e imagen, 3ra. ed., 1992-1993. Díaz Quiñones, Arcadio. La memoria rota. Río Piedras, Ediciones Huracán, 1993.

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