Alfred Hitchcock. Relatos Que Me Asustaron

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Las 25 narraciones breves de suspenseque mantuvieron absolutamente en vilo almago del genero. Con la garantía Hitch-cock. Si a él le asustaron..Desde la vertiginosa demencia de Cámaraoscura, pasando por el inexpresable horrorde Tan real, hasta los terroríficos visitantesestelares de El misterio de las profundid-ades, esta magnífica antología del terror yel misterio nos mantiene en vilo, oscilandoentre el deseo de abandonar la lectura yla total imposibilidad de hacerlo. Una vezmás, el genial Hitchcock, esta vez en el pa-pel de antólogo especializado en el género,nos obliga a someternos al miedo, a vecespsicológico, otras físico, pero siempre in-tenso.Esta colección de veinticinco relatos, escri-tos por maestros del cuento de horror, nospropone veinticinco citas con lo ominoso:

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Sin un ruido, La curiosa aventura demíster Bond, La habitación de los niños,El camino a Mictlantecutli, Casablanca,Dos solteronas... Estos cuentos y muchosmás asustaron a Alfred Hitchcock, y se-guramente lo fascinaron también porqueparte de su capacidad para causar es-panto consiste en que, más allá de losgéneros, todos sin excepción son buenaliteratura.

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Varios Autores

Relatos que measustaronAlfred Hitchcock

ePUB v1.1Polifemo7 01.06.11

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Título de la edición original: Stories that scared evenme Traducción cedida por Ediciones Aguilar Diseñode la sobrecubierta: Emil Tróger Ilustración:Autorre-trato de Alfred Hitchcock.Círculo de Lectores, S.A. Valencia 344, 08009 Bar-celona. 158806 16 14Está prohibida la venta de este libro a personas queno pertenezcan a Círculo de Lectores.© 1967 by Random House, Inc. Depósito legal: B.25729-1991 Fotocomposición: gama, s.a. ArístidesMaillol, 3, 1." 1." 08028 Barcelona Impresión y en-cuademación, Printer industria gráfica, s.a. N. II,Cuatro caminos, s/n 08620 Sant Vicenç deis HortsBarcelona, 1991. Printed in Spain. ISBN84-226-2552-0 N." 29355

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El editor agradece sinceramente laincalculable ayuda de Robert Arthur enla preparación de este volumen.

En este volumen presenta AlfredHitchcock una colección de relatos queha elegido tras una minuciosa búsqueday que ha considerado dignos de figuraren esta antología.

Estos relatos son de muy diferentesestilos: unos son de misterio; otros, deintriga; otros, fantásticos; otros, de ter-ror... Pero todos guardan entre sí un de-nominador común: apasionar.

La más acusada característica de es-tos cuentos es que la emoción y el inter-és no decaen un solo instante a lo largode sus páginas, teniendo al lector pendi-ente de la trepidante acción que se de-sarrolla en cada uno de ellos.

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Alfred Hitchcock se siente orgul-loso de estos relatos, pues consideraque poseen el suficiente valor literariopara interesar al lector más exigente.

Esperamos que así sea.

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IRVING S. COBB -Fishhead

(Fishhead)Va más allá del poder de mi pluma intentar

describir para ustedes el lago Reelfoot de formaque, leyendo este relato, consigan representarseel cuadro en su imaginación tal como está en lamía. Porque el lago Reelfoot es un lago com-pletamente distinto de cualquier otro que hayanconocido en cualquier otra parte.

El resto de este continente se hizo y se secóbajo la acción de los rayos del sol en el

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transcurso de milenios..., millones de años porlo que yo he logrado saber..., antes que Reel-foot comenzara a existir. Entre las creacionesimportantes de la Naturaleza, Reelfoot ha sido,probablemente, lo más nuevo de estehemisferio; pues se formó a consecuencia delgran terremoto de 1811, hace apenas un pocomás de un siglo. Aquel terremoto debió de al-terar la faz de la Tierra a lo largo de lo que poraquel entonces constituían las lejanas fronterasde este país. Cambió el curso de los ríos, con-virtió las colinas en las depresiones de lo queahora son tres estados, y trocó el suelo firmeen otro tan blanducho como la jalea, config-urándolo con rizadas olas como el mar. Y enel fragor que ocasionó el ondulado de la tierray el convulsionado estado de las aguas, hun-dió en cambiantes profundidades una parte dela corteza terrestre en una longitud de cientoveinte kilómetros, arrastrando al fondo ár-boles, colinas, valles, todo; abriéndose

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entonces una grieta de parte a parte del Mis-sissippi, de forma que durante tres días el ríoacudió con su corriente a llenar el hueco.

El resultado fue la creación del más grandelago del sur de Ohio, situado en Tennessee,corriéndose hacia lo que ahora constituye lafrontera de Kentucky, y tomando su nombrede la semejanza que su contorno tiene con elpie abierto en forma de aspa del negro de losmaizales. Niggerwool Swamp, no lejos de allí,tal vez recibiera su nombre del mismo indi-viduo que cristianó Reelfoot.

Reelfoot es, y siempre ha sido, un lagolleno de misterio. A trechos, insondable. Enotros lugares, los esqueletos de los cipresesque se fueron abajo cuando la tierra se hundió,todavía subsisten en pie, de tal manera que,si el sol brilla del lado de la derecha y elagua se muestra menos cenagosa de lo común,quien dirigiese la mirada hacia las profundid-ades vería, o creería ver, allá abajo, los des-

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nudos miembros tendidos hacia lo alto comodedos humanos de un ahogado, todo ello cu-bierto por un lodo de años y reliado de vis-cosas grímpolas de los verdes mucílagos delagua. En otros encalmados parajes, el lago espoco profundo en prolongados espacios, nomás hondo que para cubrir el pecho de unhombre, pero peligroso a causa del crecimi-ento de hierbajos hundidos y la existencia dearremolinados objetos, los cuales se enredan arestos flotantes. Sus orillas son predominante-mente fangosas, sus aguas turbias, así mismo,de un color café cargado en primavera y am-arillo cobrizo durante el verano, mientras quelos árboles siguiendo la costa ofrecen un tintesucio, después de las crecidas primaverales, enla zona que alcanza hasta las primeras ramas,donde los sedimentos secos han cubierto lostroncos con una espesa capa de apariencia es-crofulosa.

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A su alrededor extensiones de bosque in-tacto y tajos donde innumerables cipreses seelevan cual lápidas mortuorias por los rai-gones muertos que van pudriéndose en elblando limo. Hay trechos apacibles donde elmaíz de las tierras bajas crece por debajo, ar-rogante y lozano, en tanto que por encima seyerguen árboles desnudos de hojas y ramas.Hay dilatados y lúgubres llanos donde enprimavera los grumos formados por las huevasde las ranas se consumen como parches deblanca mucosidad entremedias de los tallos dela maleza y donde, en la noche, hasta allí sedeslizan las tortugas para depositar en la arena,en camadas de perfecta redondez, blancos hue-vos de resistentes y ásperos cascarones. Haybayous{1} que no conducen a parte algunay charcas que se extienden en revueltas, a laventura, como enormes gusanos obcecados,hasta unirse finalmente a la corriente principal,

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la cual hace rodar su semilíquida torrentera al-gunos kilómetros más al oeste.

Así Reelfoot yace aplastado sobre sufondo, superficialmente helado en invierno,tórridamente vaporoso en verano, hinchado enprimavera, cuando los bosques se han tornadode un verde brillante y el pequeño jején o mo-sca del búfalo, por millones y billones, llenalas charcas desbordadas con su dañino zum-bido y al descender evolucionan en redondoesplendorosamente, con todos los colores quela tempranera escarcha produce: el dorado delnogal, el bermejo amarillento de los sicó-moros, los rojos del durillo y el cenizoso púr-pura negruzco del ocozol.

Mas la comarca de Reelfoot tiene su utilid-ad. Es el mejor paraje de caza y pesca, natur-al o artificial, que queda hoy en día por el sur.En momento oportuno, el pato y los gansosse reúnen allí, e incluso las aves semitrop-icales, como el pelícano pardo y el pájaro rep-

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til de Florida, sabido es que habrán de acudirpara anidar. Los cerdos, al regresar a la señeralibertad, recorren las lomas, cada piara de es-tos ejemplares de fino lomo capitaneada porun viejo verraco de aplastados flancos, enjuto,feroz. Por la noche, la «rana-toro», inconce-biblemente grande y tremendamente sonora,croa en las riberas.

Es un asombroso lugar para la pesca de lalubina, de la perca y del hocicudo pez búfalo.Como estas especies comestibles pueden vivirpara aovar y como sus huevas, a la vez, sobre-viven para aovar de nuevo, resulta una mara-villa ver cuántos grandes peces, caníbales de-voradores de peces, hay en Reelfoot. Mayorque en cualquier otra parte, encontraréis aquíla belona, toda espinas, voracísima, de láminascórneas, con morro como el del caimán y el es-labón más próximo, al decir de los naturalis-tas, entre los animales vivientes hoy en día ylos que vivieron en la era de los reptiles. El

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gato de hocico de pala, realmente una variedaddeformada del esturión de agua dulce, prov-isto de una gran placa membranosa en formade abanico prominente encima del morro, cualun bauprés, salta todo el día por los lugaresencalmados con poderoso ruido de chapoteo,lo mismo que si un caballo hubiera caído alagua. Sobre todo leño varado, tremendas tortu-gas buscan esparcimiento, en grupos de cuatroo seis, los días soleados, desecando, calcin-ando sus negros caparazones bajo el sol, consus pequeñas cabezas de culebra en alto, vi-gilantes, prestas para desaparecer silen-ciosamente al primer ruido de remos chirri-ando en sus toletes.

Pero los más grandes de todos estos seresson los siluros. Monstruosas criaturas, estossiluros de Reelfoot, sin escamas, resbaladizassustancias de cadavéricos ojos inertes y barbasdeletéreas como venablos y largos bigotes col-gantes a los costados de sus cavernosas

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cabezas. Con una longitud de metro y medioa dos metros, crecen hasta alcanzar el peso decien kilos, por lo menos, y tienen fauces lo su-ficientemente anchas para apresar un pie hu-mano o el puño de un hombre y lo bastantefuertes como para romper cualquier anzuelo, ano ser de los más resistentes, y son insaciableshasta el límite de devorar cualquier cosa, vivao muerta, o putrefacta, que sus encallecidasquijadas sean capaces de triturar. ¡Ah, y haypérfidos sujetos que cuentan por ahí pérfidashistorias de ellos! Se los moteja de devorad-ores de hombres y los comparan, por algunosde sus hábitos, con los tiburones.

Fishhead formaba conjunto con tal escen-ario. El apelativo, «Cabeza de pez», le veníacomo anillo al dedo. Toda su vida había mor-ado en Reelfoot, siempre en el mismo sitio,en la desembocadura de la misma charca. Allínació, de padre negro y madre a medias decasta india, ambos ya fallecidos, y la historia

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cuenta que, antes de nacer, su madre fue ater-rorizada por uno de esos descomunales peces,de manera que el muchacho vino a este mundohorriblemente marcado, a más no poder. Portodo ello, Fishhead era una monstruosidad hu-mana, una verdadera personificación de pesa-dilla. Tenía cuerpo de hombre -un cuerpo ro-busto, rechoncho, corto-, mas su cara estabatan cerca de ser la cara de un gran pez comoningún otro rostro pudiera estarlo, aunque con-servase ciertas trazas de humano aspecto. Sucráneo descendía hacia atrás tan bruscamente,que a duras penas podría haberse dicho de élque poseyera frente, y la barbilla le sesgabatan de prisa, que apenas existía. Sus ojos eranpequeños y redondos, con unas superficialespupilas vidriosas de amarillo pálido, y estabaninsertos demasiado separados uno de otro enla cabeza, y no parpadeaban, clavados siemprecual los ojos de los peces. Su nariz no era sinoun par de menudas rendijas en medio de una

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máscara amarilla. En cuanto a su boca, era lopeor de todo: era la pavorosa boca de un si-luro, sin labios, ancha casi inverosímilmente,rasgada de lado a lado. Incluso cuando Fish-head se convirtió en hombre hecho y derecho,su semejanza con un pez fue en aumento, pueslos pelos de la cara le crecieron en dos finoscolgantes, retorcidos y tiesos, que pendían acada lado de su boca como a guisa de barbasde pez.

Si tuvo algún otro nombre, ademas deFishhead, nadie excepto él lo supo nunca.Fishhead le llamaban y por Fishhead re-spondía. Puesto que conocía las aguas y losbosques de Reelfoot mejor que nadie, loshombres de la ciudad que cada año vinieran acazar o a pescar lo apreciaban como un buenguía. Eran contadas, sin embargo, las oca-siones en que Fishhead se aviniese a encar-garse de tales oficios. Le gustaba ante todoocuparse de sí mismo, vigilando su pedazo

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de tierra sembrado de maíz, yendo a tenderlas redes en el lago, algunas veces tendiendotrampas y cazando para los mercados de laciudad cuando era la época. Sus vecinos, blan-cos mordidos por las fiebres tercianas, ynegros, por contra, a prueba de la malaria, de-jábanle vivir a su propio arbitrio. Era así comoFish-head vegetaba solo, sin parientes ni ami-gos, sin un hermano tan siquiera, esquivando asus semejantes y rehuido por ellos.

Su cabaña se halla justamente en la rayadel estado, donde Mud Slough (Charca Fan-gosa) desemboca en el lago. Era aquella chozade troncos la única habitación humana en ochokilómetros a la redonda. Detrás de ella, el res-istente maderamen venía a servir de apoyo a lacerca del recinto del pequeño huerto de hortal-izas de Fishhead, la cual lo encerraba en es-pesa sombra, excepto cuando el sol azotabadesde lo alto. Guisaba sus alimentos de man-era primitiva, fuera, en un agujero hecho en

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tierra mojada, o sobre los herrumbrosos restosrojizos de un hornillo, y bebía el agua de colorazafrán del lago con un cazo hecho decalabaza. Se atendía y cuidaba de sí mismo;era experto en el manejo del esquife y de lared; competente con la escopeta y el arpón,empero una criatura de pena y soledad, enmucho salvaje, casi un anfibio, mantenidoaparte por sus semejantes, silente y receloso.

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Frente a la cabaña sobresalía el tronco caídode un álamo, a medias sumergido, a mediasfuera del agua, su parte externa quemada delsol y gastada por el roce de los pies desnudosde Fishhead hasta ofrecer innumerables huellasde finas rayas que lo contorneaban, mientrasla extremidad inferior estaba negra y podrida,lamida incesantemente por menudas olas cualpor finas lenguas. Su lado más distante alcan-zaba a las aguas profundas. Y constituía unaparte indivisible del mismo Fishhead, pues adespecho de lo alejado que la pesca o el ponerlas trampas lo retuvieran durante el día, el ocasohabía de encontrarlo de regreso, habiendo arras-trado su bote a la orilla y hallándose él a la otrapunta del madero. Desde cierta distancia, al-gunos hombres lo columbraban allí varias vec-es, en ciertas ocasiones acurrucado, tan inmóvilcomo las tortugas que se deslizaban hasta laempapada punta durante su ausencia, y en al-gunos momentos tieso y vigilante cual una

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grulla en el río, con toda su desventuradafigura amarillenta delineándose en medio de laamarillez soleada, en medio de las aguas am-arillas, de la amarillenta ribera, todo ello am-arillo a su vez.

Mas si los habitantes de Reelfoot esquiv-aban a Fishhead de día, por la noche le teníanmiedo y huían de él como de la peste, temer-osos incluso de la posibilidad de un encuen-tro casual. Pues se contaban feas historias deFishhead, historias que todos los negros y al-gunos blancos se creían. Decían que aquelgrito escuchado precisamente un poco antes deoscurecer y un poco después, propagado comoen un chapoteo sobre las tenebrosas aguas, erasu grito de llamada a los siluros, y que a suclamor éstos acudían en manada, y que a sulado Fishhead nadaba por el lago las nochesde luna, divirtiéndose con los monstruos, zam-bulléndose con ellos, incluso comiendo en sucompañía, ¡y de qué manera!, hasta de las pu-

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ercas cosas que ellos comían. El grito fue oídomuchísimas veces, y aquella vez fue biencierto, y era cierto también que los descomun-ales peces se hallaban significativamenteapretados a la entrada de la charca de Fish-head. Ninguno de los nativos de Reelfoot,blanco o negro, se habría atrevido entonces asumergir una pierna o un brazo en el agua.

Aquí había vivido Fishhead y aquí mori-ría. Los Baxter iban a matarle, y este día, enmedio del verano, sería el día de su asesinato.Los dos Baxter -Jake y Joel- se acercaban ensu piragua para cumplir el propósito. Este cri-men tuvo un largo período de gestación. LosBaxter contaron para fraguar su odio con unmotivo surgido varios meses antes que la de-cisión llegase al punto culminante. Eran ellosunos pobres blancos, pobres en todos los sen-tidos -en estimación, en posesiones terrenalesy en posición-, una pareja de exaltados jinetesladrones advenedizos que vivían del tabaco y

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del whisky cuando el whisky y el tabaco es-taban a su alcance, y de pan de maíz cuandocarecían de recursos para otra cosa.

La querella propiamente dicha venía demeses anteriores. Habiendo encontrado un díaa Fishhead en la estrecha armazón del embar-cadero de botes de Walnut Log, y estando el-los harto empapados de licores, jactanciososen una falsa apariencia de valentía nacida delalcohol, le acusaron atrevidamente y sin prue-bas de haber hollado la raya de sus dominios,un imperdonable pecado entre los moradoresde los lagos y los barqueros del sur. Viendoque él soportó esta acusación en silencio, con-tentándose con mirarlos fijamente, se en-valentonaron y le golpearon el rostro. Sólo queentonces él se revolvió y propinó a ambos lamayor paliza de toda su vida, haciéndoles san-grar la nariz y magullándoles los labios conenérgicos golpes contra la mandíbula, y final-mente abandonándolos, maltrechos y postra-

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dos, sobre el barro. Sin embargo, en los es-pectadores que presenciaron esto, el sentimi-ento de que lo que sucede siempre es oportunotriunfó sobre los prejuicios raciales, lo cual semanifestó permitiendo que un negro diese aaquéllos una tunda, a dos hombres libres denacimiento, a dos blancos soberanos.

Tal era el motivo de que ahora fueran abuscarle a él, un maldito negro. La cosa, ensu conjunto, había sido planeada minu-ciosamente. Iban a matarle sobre aquel troncode álamo, a la puesta del sol. No habría testi-gos que lo presenciasen, ni después el justocastigo consecuente. Lo fácil de la empresa leshizo olvidar el miedo innato que sintieran alemplazamiento mismo de la morada de Fish-head.

Hacía más de una hora que navegabandesde su cabaña a través de un serpeante yprofundo brazo del lago. Su piragua, constru-ida al fuego, excavada a golpes de azuela y

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de cuchillo, procedente de una hevea o árbolde la goma, deslizóse sobre el agua tan silen-ciosamente como nada el polluelo del ánade,dejando atrás una larga estela sobre las aguastranquilas. Jake, mejor como remero, iba sen-tado a la popa de la cóncava embarcación, ba-tiendo con rapidez los salpicantes golpes deremo. Joel, mejor como tirador, iba delante,sentado en cuclillas. Entre sus rodillas habíauna pesada y rústica escopeta de cazar patos.

Aunque el espionaje que precedió en tornoa su víctima los hubiera llevado a la absolutaconvicción de que Fishhead no regresaría a laorilla en varias horas, un redoblado sentido deprecaución los impelía a bogar estrechamentepegados a las riberas, cubiertas de maleza. Sedeslizaron a lo largo de la costa como un som-bra, moviéndose con tanta suavidad y silencio,que las vigilantes y fangosas tortugas apenas sise dignaban a volver la serpentina cabeza a supaso. De tal suerte que media hora antes de lo

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previsto alcanzaron, suavemente deslizantes,los alrededores de la bocana de la charca, queparecía creada para una natural emboscada.

Donde el desagüe de la ciénaga se uníaa las aguas profundas había un árbol caído,medio arrancado su cepellón, vencido haciala orilla, con la copa todavía espesa y hojasverdes que extraían aún alimento de la tierradonde los raigones, medio al descubierto, setenían. Todo ello cubierto y enredado por unagran exuberancia de zarcillos y uvas agrias sil-vestres. En derredor había arremolinamientode detritus, tallos de maíz, tiras de cortezamudada por los árboles, manojos de hierbajospodridos, todo el desperdicio y abarrote acu-mulado desde el año anterior en un apacibleremanso. En línea recta hacia este verde amon-tonamiento, deslizábase la piragua, que se me-ció de costado al tocar en el tronco protectordel árbol y quedando escondida desde el ladode dentro con la cortina interpuesta por la

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lujuriante vegetación, justamente como losBaxter hubieran pretendido que quedaseoculta, cuando en días precedentes, duranteuna exploración anterior, señalaron este re-mansado paraje como lugar de espera y lo in-cluyeron, entonces y allí mismo, en las difer-entes etapas de su plan.

No había habido ningún tropiezo ni con-tratiempo. Nadie fue visto en los alrededoresa lo largo de aquellas horas de la tarde, nadiecapaz de señalar sus movimientos. Y de unmomento a otro Fishhead debería opor-tunamente hacer acto de presencia. La vistaacostumbrada al bosque que Jake poseía ibasiguiendo pensativamente el giro del sol haciasu ocaso. Las sombras, proyectadas hacia lacosta, se alargaban y escabullían en pequeñasondulaciones. Moría a lo lejos el leve bulliciodel día, los menudos rumores de la noche in-cipiente comenzaban a multiplicarse. Se fuer-on las moscas de abultado vientre, mientras

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voluminosos mosquitos de moteadas y grisespatas irrumpían para ocupar el puesto deaquéllas. El lago soñoliento lamía las cenago-sas orillas con pequeños lengüeteos, como sihallase agradable el sabor del fango crudo. Unmonstruoso cangrejo, tan gordo como una lan-gosta, trepó hasta la salida de su seca chime-nea de barro y allí se quedó empingorotado,cual armado centinela en una atalaya. Dis-paratados murciélagos comenzaron a re-volotear, detrás y delante, sobre las copas delos árboles. Una rata almizclera, nadando conla cabeza fuera, viose obligada a virar repenti-namente al darse cuenta de la presencia deuna serpiente mocasín, tan gruesa e hinchadapor su caliente veneno, que habríase dicho unlagarto sin patas, conforme agitaba a lo largola superficie del agua en una serie de lentosy torpes zigzagueos. Precisamente, encima delas cabezas de los dos asesinos en acecho col-gaba un apretado y minúsculo gusano de la

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mosca de agua, asido a una especie de concre-ción con apariencia de barrilete.

Pasó un poco más de tiempo, y Fishheadapareció, viniendo del bosque, andando a buenpaso, con un saco a la espalda. Por un instante,sus deformidades montráronse en el claro.Luego, el oscuro interior de la cabaña se lotragó. Entonces el sol estaba ya casi enterobajo el horizonte. Únicamente resplandecía surojiza aureola encima del perfil del bosquerodeando el lago, y las sombras avanzabantierra adentro por un gran trecho. Más dentro,los voluminosos peces gatos, de boca en formade pala, estaban agitados y el fuerte ruido desu chapoteo, conforme sus cuerpos retorcidossaltaban abiertamente y volvían al agua,llegaba hasta la costa como el rumor de uncoro.

Sin embargo, los dos hermanos, desde suverde escondite, no prestaban atención a nadaque no fuese aquello único por lo que sus

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corazones latían y sus nervios se hallaban entensión. Joel pasó, empujándolos suavemente,los dos cañones de la escopeta de un lado aotro del tronco, ajustando su culata al hombroy acariciando arriba y abajo con los dedos am-bos gatillos. Jake sujetó firmemente la estre-cha canoa a un asidero por sobre un zarcillo dela parra virgen.

Una breve espera y el final acaeció. Fish-head surgió en la puerta de la cabaña y fuehacia la orilla a lo largo del angosto senderoy, todavía más, por encima del agua, sobre sutronco de costumbre. Iba descalzo y llevabala cabeza descubierta, la pechera de su camisade algodón abierta y mostrando la amarillezde su garganta y de su pecho, los pantalonesceñidos a la cintura con una cuerda de estopatrenzada. Los anchos pies desparramados, ex-tendidos sus prensiles dedos, se apretaba a lapulida curvatura del madero, conforme prose-guía adelante sobre la inclinada superficie mo-

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jada, hasta llegar al extremo, y allí se quedóy se mantuvo erguido, ensanchando el pecho,con la cara imberbe levantada y un algo desuperioridad y dominio en su actitud. Masentonces -sus ojos eran capaces de captar loque otros habrían pasado por alto- presintiólos redondos agujeros gemelos de los cañonesde la escopeta de Joel y los fijos destellos deaquella mirada apuntándole entremedias de laverde espesura.

En tan brevísimo instante, demasiadorápido para ser medido por segundos, la cul-minación del acto fue como un relámpago ensu derredor, y estiró aún más la cabeza, y abriócuan ancho pudo el informe cepo de su boca, ylanzó a lo largo y ancho del lago un grito quese propagó como una ondulación, un chapo-teo. Y su grito fue cual la carcajada de un ne-cio y el croar profundo de los sapos y el aul-lido de un perro: el complejo entero de losruidos nocturnos del lago. Y en él iban tam-

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bién un adiós, un desafío y una llamada. Elpesado estruendo de la escopeta había estall-ado.

Desde una distancia de veinte metros, ladoble descarga le alcanzó en el pecho. Se der-rumbó boca abajo, sobre el tronco, y a él sepegó, con el cuerpo enroscándose torcida-mente en retortijones, sus piernas crispadasestirándose alternativamente como las ancasde una rana, sus hombros encorvándose espas-módicamente, al tiempo que la vida se le es-capaba en rápidas oleadas, como de un tor-rente. Se ladeó su cabeza entre los hombrosalzados, miraron sus ojos abrumados la carasobresaltada del homicida, y en seguida la san-gre comenzó a brotar en su boca, y Fishhead,aún más pez que hombre a la hora de lamuerte, en un escurridizo aleteo, la cabeza pordelante, resbaló de la punta del madero y sehundió, con la cara vuelta hacia abajo, lenta-mente, abriendo las extremidades a lo ancho.

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Una tras otra, las pompas de un largo rosariofueron rompiéndose en medio de una crecientemancha roja en las aguas color café del lago.

Ambos hermanos observaron todo esto,presos de terror por la acción que habíancometido, y la insegura piragua, que habíadado un bandazo debido al golpe de retroceso,asentóse en el agua firmemente contra laborda. Pero después hubo un repentino choquedesde abajo contra su inclinado casco y éste sedio la vuelta, con lo que aquellos dos acabar-on en el lago. Mas la orilla se hallaba sólo aseis metros y el tronco del árbol desgajado sol-amente a metro y medio. Joel, todavía afer-rado a la escopeta, se esforzó para alcanzar eltronco, y lo consiguió de un impulso. Pasó ensu derredor el brazo libre y se colgó de él, agit-ando el agua, mientras aguzaba la vista. Algovino a atenazarle: algo que era grande y fuerte,algo que le retenía estrechamente con un apri-eto, estrujándole la carne.

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No profirió ni un grito; pero los ojos sele salían de las órbitas y su boca produjo unaauténtica mueca de agonía, mientras sus dedosse incrustaban en la corteza del árbol comogarfios. Y fue arrastrado hacia abajo, haciaabajo, con secos tirones, no con rapidez sinocon energía y, conforme cedía él, las uñasfueron trazando cuatro finos arañazos blancosen la corteza del árbol. Se hundió su boca,a continuación sus desorbitados ojos, despuéssus erizados cabellos y finalmente las manosque agarraban y arañaban. Y aquello fue sufin.

La suerte de Jake resultó más severa aún,pues vivió más tiempo, tiempo bastante paraver el final de Joel. Le vio a través del aguaque le corría por la cara y, con una tremendaconmoción de todo su cuerpo, literalmentesaltó por encima del tronco, agitando laspiernas en el aire para defenderlas. Se hundiódemasiado lejos, sin embargo, pues su cara

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y tórax se pegaron contra el agua. Y de éstase irguió la cabeza de un gran pez, con elcieno lacustre de años encima, con una negracabezota, los bigotes hirsutos, encendidos loscadavéricos ojos. Sus córneas mandíbulas secerraron y atenazaron la parte delantera de lacamisa de franela de Jake. La mano de éstegolpeó ferozmente pero se incrustó en una en-venenada barba y, al contrario que Joel, de-sapareció de vista con un tremendo alarido, ycon una rotación y convulsión del agua queprodujo el círculo de cañas de maíz en losbordes de un pequeño remolino.

Pero el remolino pronto se atenuó a lo le-jos, en crecientes anillos de olas, y las cañasflotantes acallaron los círculos y volvió denuevo la quietud, y solamente los ruidos mul-tiplicados de la noche pudieron escucharse enla desembocadura de la charca.

Los cadáveres de los tres hombres fuerondevueltos a la orilla en el mismo sitio. A ex-

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cepción de la herida abierta por el disparodonde la garganta se une al pecho, el cadáverde Fishhead aparecía intacto. Por el contrario,los cuerpos de ambos Baxter estaban tan des-figurados y maltrechos, que los habitantes deReelfoot hubieron de quemarlos juntos en laorilla, sin saber en modo alguno cuál podríaser el de Jake y cuál el de Joel.

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BASIL COPPER - Lacámara oscura

(Camera obscura)Cuando míster Sharsted emprendió la

marcha por las estrechas sendas llenas debaches que conducían a la parte más vieja de laciudad, estaba cada vez más convencido de quehabía algo en míster Gingold que no le gustaba.No era solamente la cortesía, pasada de moday fuera de lugar, lo que irritaba al prestamista,sino su forma benévola y ausente con que con-tinuamente realizaba los tratos. Como si eldinero no tuviera importancia para él.

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El prestamista hasta dudaba en confesarseeso. Aquel pensamiento era como una blas-femia que socavaba los cimientos reales de sumundo. Apretó los labios en un gesto de dis-gusto, dándose ánimos para subir la mal pa-vimentada y pedregosa calzada que dividía endos partes iguales el ondulado terreno de estaremota parte de la ciudad.

La estrecha y torcida cara del prestamistasudaba bajo su pesado sombrero, debajo decuyas alas asomaban unos cabellos largos ylacios que le daban un aspecto curioso. Estocombinado con las gafas verdes que usaba, ledaban un aire siniestro y putrefacto, como dealguien muerto hacía muchos años. La idea talvez se les ocurriera a los pocos y distancia-dos transeúntes que encontró en el transcursode su ascensión, porque todos le echaron unamirada cautelosa, de soslayo, y apretaron elpaso, como si tuvieran prisa por apartarse yalejarse de él.

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Entró en una plazuela y se paró bajo elporche de una enorme y vieja iglesia en ruinaspara recobrar el resuello. Notó que el corazónle palpitaba estrepitosamente a un lado de suestrecho pecho, y al respirar sintió como si leraspasen la garganta. Se dijo que no se encon-traba en forma. Efectivamente, las largas horasde trabajo sedentario, inclinado sobre sus lib-ros de cuentas, se estaban cobrando su peaje.En realidad debía salir más y hacer algún ejer-cicio.

La cetrina cara del prestamista se iluminómomentáneamente al pensar en su crecienteprosperidad; pero frunció el ceño en seguida alrecordar el objeto de su viaje. Mientras recor-ría el último kilómetro de su trayecto, se ibadiciendo que debería atar corto a Gingold.

Si no lograba conseguir el dinero ne-cesario, entonces podría vender y convertir enbilletes muchas cosas de valor que debía dehaber en aquella vieja y destartalada casa.

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Cuando míster Sharsted recorría este olvidadorincón de la ciudad, el sol, que ya estaba muybajo en el horizonte, parecía haberse puesto:tan disminuida se hallaba la luz en aquel laber-into de plazuelas y callejuelas en que se habíasumergido. Empezaba a jadear de nuevocuando llegó al fin, bruscamente, ante unaamplia puerta pintada de verde, situada en loalto de una escalinata de peldaños desgastadospor el tiempo.

Permaneció parado unos minutos, con unamano asida a la vieja balaustrada, exaltadamomentáneamente su mezquina alma por lavisión de la ciudad que se extendía a sus piesenvuelta en la bruma, inclinada bajo el amaril-lento cielo. Todo parecía estar colocado ob-licuamente sobre aquel cerro, y la perspectivaproducía en el espectador una sensación devértigo. Una campanilla sonó débilmentecuanto tiró de un mango de hierro retorcidosujeto a una rosa de metal incrustada a uno de

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los lados de la puerta. De nuevo habíase de-satado la fantasía del prestamista, producién-dole irritación. Pensaba que era muy extrañolo referente a míster Gingold. Hasta los ad-ornos de la puerta eran algo que nunca habíavisto en otra parte.

Aunque esto podía ser una ventaja en casode que alguna vez se viera precisado a inter-venir los bienes de míster Gingold y tuvieraque vender la propiedad. En aquella oscura yviejísima casa debía de haber cosas de muchovalor para él, cosas que nunca había visto, sedijo... Que el viejo no pagara sus deudas apesar de todo lo que tenía, era otra razón muyextraña. Debía de poseer muchísimo dinero, sino en dinero contante, en propiedades.

Le era difícil comprender por qué místerGingold ponía obstáculos a un pago de tresci-entas libras; podía vender fácilmente la viejacasa e irse a vivir a una parte más atractivade la ciudad, en un hotelito moderno y bien

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acondicionado, y hasta conservar sus antigual-las si quería. Míster Sharsted suspiró. Peroaquello no era asunto suyo aún. Todo lo rela-cionado con él, por ahora, se reducía al pagode esa cantidad. Estuvo esperando muchísimotiempo, y no quería que le engañaran más. Poreso apremió a Gingold a que pagara, a que li-quidara su deuda el lunes, o no lo pasaría bien.

Los delgados labios de míster Sharsted seapretaron de una manera desagradable mien-tras meditaba, absorto, contemplando los ray-os del sol poniente que manchaban los tejadosde las viejas casas y teñían de vivo carmínlas oscuras callejuelas situadas más abajo delcerro. Tiró otra vez del llamador, con impa-ciencia, y ahora la puerta se abrió casi inmedi-atamente.

Míster Gingold era un hombre muy alto,de cabellos blancos, con unos modales am-ables y casi humildes. Permanecía en elumbral de la puerta, ligeramente encorvado,

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guiñando los ojos como si se sorprendiera deaquella luz solar, medio asustado de que pudi-era ocurrirle algo si absorbía demasiado deella.

Su ropa, que era de buena calidad y ex-celente corte, estaba sucia y parecía colgar,anchísima, de su robusta textura. A la brillanteluz del sol adquiría un matiz extraño, y amíster Sharsted le produjo la impresión de queformaba un todo con la propia figura del an-ciano. En realidad, míster Gingold adquiría unpálido e inexpresivo matiz a la luz del sol, desuerte que su blanco cabello, su cara y su ropase confundían y, en cierto modo, los diferentesaspectos del cuadro se hacían confusos e inde-terminados.

Para míster Sharsted adquirió el aspecto deuna vieja fotografía que nunca había estado bi-en fijada y que se había vuelto amarillenta yborrosa con el tiempo. Míster Sharsted creyóque míster Gingold iba a tambalearse con la

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brisa que acababa de levantar, pero el ancianolo único que hizo fue sonreírle tímidamente,mientras le decía:

-¡Oh! ¿Usted aquí, míster Sharsted? Pase,pase-

Parecía como si le hubiera estado esper-ando todo el tiempo.

Sorprendentemente, los ojos de místerGingold eran de un maravilloso color azulpálido y le daban a su cara una viveza inusit-ada, disputando y cambiando el matiz indefin-ido de su ropa y de sus facciones. Guió a suvisitante hacia un cavernoso vestíbulo. MísterSharsted le seguía cautelosamente, adaptandocon dificultad los ojos a la fría oscuridad in-terior. Cortésmente, con sus anticuadosmodales, míster Gingold le hizo señas de quele siguiera.

Ambos hombres subieron una escalera bel-lamente esculpida, cuya balaustrada, de fina

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construcción, parecía torcer sinuosamentehacia arriba, sumergiéndose en la oscuridad.

-El asunto que aquí me trae no requieremás que un momento -protestó Sharsted, an-sioso ahora de terminar cuanto antes ymarcharse.

Pero Gingold continuó subiendo la escal-era sin hacerle caso.

-Vamos, vamos -dijo, amable, como si nohubiese oído la insinuación de místerSharsted-. Tomará usted una copita de vino enmi compañía. Recibo pocas visitas...

Mister Sharsted miró a su alrededor concuriosidad. Nunca había estado en aquellaparte de la casa. Corrientemente, míster Gin-gold recibía a sus ocasionales visitantes en unagran habitación desarreglada del piso de abajo.Aquella tarde, por alguna razón solamenteconocida por él, había decidido enseñar amíster Sharsted otra parte de su dominio.Míster Sharsted pensaba que, tal vez, míster

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Gingold intentase liquidar el asunto de susdeudas. Allá arriba sería quizá donde realizabasu negocio; quizá también donde guardaba eldinero. Sus delgados dedos temblaban connerviosa excitación.

Continuaron subiendo, lo que alprestamista le pareció ser una distanciaenorme. La escalera no tenía fin. Por la débilluz que se filtraba a través de unas ventanas re-dondas, Sharsted percibió ligeramente algun-os objetos que despertaron su curiosidad pro-fesional y su sentido adquisitivo. Un grancuadro, pintado al óleo, estaba colgado en unode los testeros de la escalera. En la fugazojeada que Sharsted le echó hubiera juradoque se trataba de un Poussin.

Un poco más adelante una amplia alacena,repleta de porcelana, se le metió por el rabillodel ojo. Tropezó en un peldaño por volverse amirar a su espalda y, al hacerlo, casi dejó dever una rarísima armadura genovesa colocada

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en un nicho practicado en la pared de la escal-era. El prestamista se hallaba en un estado deconfuso asombro cuando míster Gingold em-pujó una amplia puerta de caoba y le invitó apasar delante de él.

Míster Gingold debía de ser un hombremuy rico y podía conseguir dinero fácilmentecon la venta de cualquiera de aquellos objetsd'art que Sharsted había visto. ¿Por quéentonces necesitaba pedir dinero prestado contanta frecuencia, y por qué se demoraba tantotiempo en devolverlo? Con los intereses de-vengados, la cantidad que le adeudaba a místerSharsted constituía una suma considerable.Míster Gingold debía de ser un comprador deobjetos raros.

De acuerdo con la miseria general de lacasa, observada por el visitante casual, aquellotenía que significar que su instinto decoleccionista se negaba a desprenderse de cu-alquier objeto una vez comprado, y que le

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había hecho entramparse. Los labios delprestamista se apretaron de nuevo. Bueno,tendría que pagar sus deudas como cualquierotro.

Si no, tal vez Sharsted pudiera obligarlea que le pagara con algo..., porcelana, uncuadro..., que podría vender y obtener con elloun pingüe beneficio. Los negocios son los ne-gocios, y Gingold no podía esperar queaguardara eternamente. Sus reflexionesquedaron interrumpidas por una pregunta quele hizo el dueño de la casa, y Sharsted musitóuna excusa al darse cuenta de que Gingold es-taba esperando con una mano puesta en el gol-lete de una pesada garrafita de cristal y plata.

-Sí, sí, jerez. Gracias -musitó confuso,moviéndose torpemente.

La luz era tan mala en aquel lugar queencontró difícil enfocar los ojos. Los objetostenían un modo de cambiar y de hincharsecomo si estuvieran sumergidos en agua.

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Sharsted veíase obligado a usar gafas concristales oscuros, porque desde pequeño tuvomalos los ojos. Eso hacía doblemente oscurasaquellas habitaciones, más oscuras de lo queen realidad eran. Pero aunque Sharsted mirópor encima de sus gafas mientras Gingold ser-vía el vino, tampoco pudo distinguir con clar-idad los objetos. Tendría que consultar con suoculista si tal perturbación continuaba.

Su voz sonó a hueco en sus oídos cuandoaventuró una frase vulgar al alargarle Gingoldla copa. Se sentó cauteloso en una silla de altorespaldo que le señaló Gingold, y sorbió ellíquido ambarino con cierta vacilación. Notóque su sabor era extrañamente bueno; peroaquella inesperada hospitalidad le estabaponiendo en mala posición ante Gingold. De-bía mantenerse firme y abordar el tema de sunegocio. Pero experimentó una curiosa repug-nancia y permaneció sentado en un incómodosilencio, con una mano sujetando el pie de su

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copa y escuchando el suave tictac de un relojantiguo, que era lo único que rompía el silen-cio.

Entonces se dio cuenta de que se hallabaen una amplia habitación, profusamenteamueblada, que podía estar en el piso alto dela casa, bajo las tejas. Ni un ruido del exteriorpenetraba por las ventanas tapadas con pesad-os cortinones de terciopelo azul; el parqué delsuelo estaba cubierto con varias y exquisitasalfombras chinas y, al parecer, la habitación sehallaba dividida en dos partes por una gruesacortina de terciopelo que hacía juego con lasde las ventanas.

Gingold hablaba poco. Estaba sentado auna amplia mesa de caoba, golpeando su copade jerez con su largos dedos. Sus brillantesojos azules miraban con inusitado interés aSharsted, mientras hablaban sobre temas vul-gares. Al fin, el prestamista se decidió a abor-dar el objeto de su visita. Habló de la gran

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cantidad de dinero pendiente que había ad-elantado a míster Gingold, de los continuosaplazamientos de pago y de la necesidad deque la deuda se liquidase lo más pronto pos-ible. Cosa extraña: a medida que Sharstedavanzaba en su charla, su voz comenzó atartamudear y de repente fue perdiendo elhabla. Corrientemente, como todas las perso-nas de clase trabajadora de la ciudad teníanmotivos de conocer, era brusco, negociante,insensible y cruel. Nunca vacilaba en embar-gar los bienes del deudor o en arrebatárselossi era necesario, y ése era el motivo de quele odiara todo el mundo, cosa que le tenía sincuidado.

En efecto, se daba cuenta de que era unacualidad innata en él. Su fama en los negociosle precedía a donde fuera y actuaba como unincentivo para el pronto pago. Si las personaseran lo suficientemente inconscientes para em-pobrecerse o para entramparse y no podían

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hacer frente a sus deudas, bueno, entonces losembargaba; todo era molienda para su molinoy nadie podía esperar de él que condujera sunegocio por entre una maraña de insensatecessentimentales. Se sentía más irritado contraGingold de lo que nunca se había sentido,porque su dinero estaba evidentemente seguro;pero lo que continuaba molestándole era lasuave docilidad del hombre, su indudableriqueza y su repugnancia a pagar sus deudas.

Algo de esto debió de deslizarse, casual-mente, en su conversación, porque míster Gin-gold se cambió en su silla, no hizo comentarioalguno sobre la apremiante demanda de místerSharsted, y únicamente dijo, con otra de sussuaves frases:

-Tome otro jerez, míster Sharsted.El prestamista notó que toda la fuerza huía

de él mientras asentía débilmente. Se echóhacia atrás en su cómoda silla con un movimi-ento de cabeza y permitió que su mano apres-

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ara la segunda copa, perdido por completo elhilo de su discurso. Mentalmente se maldijopor ser un estúpido loco, tratando de con-centrarse; pero la benévola sonrisa de Gingold,la forma curiosa en que se movían y se bal-anceaban los objetos de la habitación en mediodel cálido ambiente, la oscuridad general y losdiscretos cortinajes, se hacían cada vez máspesados y oprimían su mente.

Así, pues, experimentó una especie de ali-vio cuando vio que su anfitrión se ponía enpie. No cambió el tópico, sino que continuóhablando como si Sharsted no hubiera men-cionado en absoluto el dinero; simplementeignoraba la situación y, con entusiasmo queSharsted estimó difícil de compartir, murmurósuavemente algo sobre las paredes chinaspintadas, tema que Sharsted desconocía porcompleto.

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Encontró que tenía los ojos cerrados y,haciendo un esfuerzo, los abrió. Gingold es-taba diciendo:

-Creo que esto le interesará, místerSharsted. Venga...

Su anfitrión avanzó y el prestamista,siguiéndole a la parte trasera de la habitación,vio que se separaba en dos partes la ampliacortina de terciopelo. Ambos hombres cruz-aron por el espacio abierto, que se cerró a susespaldas, y entonces míster Sharsted se diocuenta de que se hallaban en una cámara semi-circular.

Esta habitación era, si aquello era posible,más oscura todavía que la que acababan dedejar. Pero comenzó a revivir el interés delprestamista. Notó más despejada su mente yrodeó una amplia mesa, con algunos niveles yruedas de metal, que relucían en la oscuridad,y un largo tubo que subía hasta el techo.

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-Esto casi se ha convertido en una obses-ión para mí -murmuró Gingold mientras sedisculpaba con su visitante-. ¿Conoce ustedlos principios de la cámara oscura, místerSharsted?

El prestamista recapacitó lentamente,buscando un recuerdo en su memoria.

-Se trata de una especie de juguete Victori-ano, ¿no? -dijo, al

fin.Míster Gingold pareció desilusionado,

pero la expresión de su voz no cambió.-No es eso, míster Sharsted -continuó-. Es

algo más fascinante. Pocos amigos míos hantenido acceso a esta cámara para ver lo que us-ted va a contemplar.

Manipuló en el tubo, que pasó a través deuna abertura practicada en el techo.

-Estos controles están adaptados al sistemade lentes y prismas colocados en el tejado.Como verá usted, la cámara oscura, como lla-

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man a esto los científicos Victorianos, captaun panorama de la ciudad situada en la partebaja de este cerro y lo transmite aquí, a la mesavidente. Un estudio absorbente, compañerodel hombre..., ¿no le parece? Yo me pasomuchas horas aquí.

Míster Sharsted nunca había oído hablar amíster Gingold de modo tan locuaz, y ahoraque ya le había pasado el sopor que le asaltóen los primeros momentos se sentía más de-cidido a hablarle de la deuda. Pero primerole halagaría fingiendo interés por su estúpidojuguete. Sin embargo, míster Sharsted tuvoque admitir, casi con un suspiro de sorpresa,que la obsesión de Gingold se hallaba justi-ficada.

Repentinamente, cuando Gingold manip-uló su mano sobre el nivel, la habitación seinundó de una luz cegadora, y el prestamistacomprendió por qué era necesaria la oscuridaden aquella cámara. Inmediatamente, una con-

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traventana situada en lo alto de la cámara os-cura se deslizó sobre el tejado y, casi al mismotiempo, un panel del techo se abrió para dejarpaso a un rayo de luz dirigido sobre la mesacolocada delante de ellos.

En un segundo de visión divina, místerSharsted contempló cómo un panorama de laparte de la ciudad antigua se extendía anteél con un magnífico colorido natural. Allí es-taban las fantásticas y pedregosas calles in-clinándose hacia el valle, con los montesazules como fondo; las chimeneas de lasfábricas humeaban en medio centenar de cam-inos; el distante tráfico aparecía silencioso;también en una ocasión atravesó el campovisual un enorme pájaro, tan cerca en apari-encia que míster Sharsted dio un paso atrás,apartándose de la mesa.

Gingold lanzó una risotada seca y giró unarueda de metal que tenía al lado. La visióncambió bruscamente, y Sharsted, suspirando

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de nuevo, contempló una vista resplandecientedel estuario, con un gran barco carboneronavegando hacia alta mar.» Las gaviotasvolaban, formando un telón de fondo, y elsuave vaivén de la marea acariciaba el muelle.Míster Sharsted, que había olvidado por com-pleto el objeto que le llevara a la casa, estabafascinado. Debía de haber pasado media hora,y cada vista proyectada era más encantadoraque la anterior. Desde esta altura, la mugre yla pobreza de la ciudad se transformaban porcompleto.

Sin embargo, regresó al presente brusca-mente, debido a la última vista. Gingold ma-nipuló el control por última vez y un conjuntode viviendas en ruinas apareció ante su vista.

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-La antigua casa de mistress Thwaites, meparece -dijo Gingold suavemente.

Sharsted notó que enrojecía y torció los la-bios en un gesto de ira. El asunto de los Th-waites había levantado más polvareda de lo queél creyó. La mujer había pedido prestada unacantidad mucho mayor de lo que podía de-volver; acumulados los intereses, tuvo quevolver a pedir. ¿Podía él abstenerse porquetuviera un marido tuberculoso y tres hijos?Tenía que dar ejemplo en ella para mantenera raya a sus clientes; así que habría embargode muebles y los Thwaites serían puestos en lacalle. ¿Podía él abstenerse de llegar a este ex-tremo? Si las personas pagaran sus deudas, todomarcharía bien. «Él no era una institución filan-trópica», se dijo encolerizado.

Y a esta referencia de lo que se convirtiórápidamente en un escándalo en la ciudad, todosu sofocante resentimiento contra Gingold es-talló de nuevo. ¡Ya estaba bien de vistas y de

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jugar como crios! La cámara oscura, bien. Simíster Gingold no cumplía con sus obliga-ciones como un caballero, él vendería este pre-cioso juguete para cancelar su deuda.

Se dominó con un esfuerzo cuando sevolvió y se encontró con la irónica y amablemirada de míster Gingold.

-¡Oh, sí! -exclamó míster Sharsted-. Lo delos Thwaites es asunto mío, míster Gingold.Pero, por favor, sírvase limitarse al asunto quetenemos entre manos. He venido aquí denuevo con alguna preocupación. Debo decirleque si las trescientas libras a que ascienden susdeudas no me las paga el lunes, me veré obli-gado a proceder legalmente.

Las mejillas de Sharsted estaban encendi-das y su voz vaciló cuando pronunció aquellaspalabras. Si esperaba una reacción violenta deGingold, quedó defraudado. Lo único que hizoel dueño de la casa fue mirarle, con mudo re-proche.

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-¿Es su última palabra? -preguntó,apesadumbrado-. ¿No quiere considerar denuevo la cuestión?

-Claro que no -vociferó Sharsted-. Eldinero habrá de estar en mi poder el lunes.

-No me ha comprendido usted, místerSharsted -dijo Gingold, todavía con su suavevoz, que tanta irritación producía a suinterlocutor-. Me estaba refiriendo a mistressThwaites. ¿Continuará usted adelante con esainnecesaria y, en cierto modo, inhumana ac-ción? Yo quisiera...

-Por favor ocúpese de su propio asunto -leinterrumpió exasperado Sharsted-. Piense enlo que le digo...

Miró desatinadamente en torno a la hab-itación en que se hallaba.

-¿Es su última palabra? -repitió Gingold.Una muda contestación recibió su mirada

al dirigirse a la pálida y descompuesta cara delprestamista.

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-Perfectamente -dijo Gingold, suspirandohondo-. Sea como usted pretende. Le acom-pañaré en su camino de regreso.

Avanzó de nuevo, poniendo un pesado ta-pete de terciopelo sobre la mesa de la cámaraoscura. El postigo del techo se cerró con unsonido perfectamente audible. Con gran sor-presa de Sharsted, éste se dio cuenta de queiba siguiendo a su anfitrión por otra escalera.Ésta era de piedra, provista de una barandillade hierro, fría al tacto.

Su cólera se iba apaciguando con la mismarapidez que surgiera. Lamentaba ya haber per-dido el dominio de sus nervios al presentarseel caso de mistress Thwaites, porque su inten-ción no fue mostrarse tan rudo ni con tantasangre fría. ¿Qué habría pensado míster Gin-gold de él? Era extraño cómo había llegado elasunto a sus oídos; sorprendente la informa-ción que podía obtener del mundo exterior un

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recluso como aquél, siempre internado en sucasa.

Sin embargo, supuso que míster Gingold,en aquel cerro, podía considerarse como unser que estaba en el centro de las cosas. Derepente empezó a sudar, porque la atmósferapareció hacerse más caliente. A través de unaabertura practicada en la pared de piedra pudover el cielo, que ya estaba en sombras. Enrealidad debía de hallarse cerca de la puerta .¿Cómo esperaría el viejo loco que encontrasesu camino de salida cuando todavía estabansubiendo hacia lo alto de la casa?

Sharsted se lamentó también de que si seindisponía con Gingold haría más difícil con-seguir el pago de su dinero; fue como si men-cionando a mistress Thwaites y tratando deponerse de parte de ella, Gingold hubiese in-tentado una forma de sutil censura.

No lo hubiera esperado de Gingold; noera costumbre suya mezclarse en los asuntos

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ajenos. Si era tan amante de los pobres y ne-cesitados, bien podía haber adelantado a la fa-milia algún dinero para ayudarla en sus ne-cesidades.

Su mente bullía con estos confusos ycoléricos pensamientos. Sharsted, jadeante ydesgreñado, se encontraba ahora en unagastada plataforma de piedra, donde Gingoldmetía la llave en la cerradura de una vieja pu-erta de madera.

-Mi taller -explicó con una sonrisa a místerSharsted, que sintió elevarse su tensión por es-ta caída en una atmósfera emocional.

Mirando a través de una vieja y casi trian-gular ventana que estaba frente a él, Sharstedpudo ver que se hallaban en una superestruc-tura, pequeña y en forma de torre, situada amás de seis metros sobre el tejado principal dela casa. Al pie del precipicio colgante del edi-ficio se veía un conjunto de callejuelas poco

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conocidas, según pudo darse cuenta mirando através de los sucios cristales.

-Hay una escalera que baja por la parte ex-terior -explicó míster Gingold mientras abríala puerta-. Le conducirá a usted al otro lado delcerro y le ahorrará un kilómetro, aproximada-mente, de camino.

El prestamista experimentó un repentinoalivio al oír esto. Casi había llegado a temera aquel viejo calmoso y falazmente salvajeque, aunque hablaba poco y no amenazabaen absoluto, empezaba a mostrar un sutil airede amenaza para la ahora supe-rardorosa ima-ginación de míster Sharsted.

-Pero antes -dijo míster Gingold sujetandoel brazo del otro hombre con una garra sor-prendentemente poderosa- quiero enseñarle austed algo..., y esto, en realidad, lo ha vistopoquísima gente.

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Sharsted miró al otro rápidamente, pero nopudo leer nada en los enigmáticos ojos azulesde Gingold.

Se sorprendió al encontrar una habitaciónsimilar, aunque más pequeña, a la que acababade dejar. Había otra mesa, otro tubo que as-cendía hasta una cúpula en forma de bóveda yotro conjunto de ruedas y niveles.

-Esta cámara oscura -continuó Gingold- esun modelo muy raro, puede estar seguro. Enefecto, creo que hoy día sólo existen tres, yuna de ellas en el norte de Italia.

Sharsted se aclaró la garganta y no hizocomentario alguno.

-Estoy seguro de que le gustará ver estoantes de marchar -dijo suavemente Gingold-.¿Está completamente seguro de que no quierecambiar de idea? -preguntó casi inaudible-mente cuando se inclinó sobre los niveles-. Merefiero a lo de mistress Thwaites.

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Sharsted notó que otra vez le volvía, re-pentinamente, el furor; pero consiguió domin-arse.

-Lo siento, pero... -empezó a decir.-No importa -dijo Gingold, lamentándolo-.

Sólo quería estar seguro, antes de que echarauna mirada a esto.

Puso la mano con infinita ternura sobreel hombro de Sharsted, mientras le empujabahacia adelante.

Presionó el nivel y a míster Sharsted casise le escapó un grito al ver la repentina visión.Él era Dios. El mundo se extendía ante él de unmodo extraño o por lo menos el segmento demundo que representaba la parte de la ciudadque rodeaba la casa en que se hallaban.

Lo veía desde gran altura, como lo haría unhombre desde un aeroplano, aunque nada es-taba en perspectiva.

El cuadro era de enorme claridad; eracomo mirar un viejo caballo de cristal que

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poseyese una extraña cualidad de distorsión.Había algo oblicuo y elíptico en la extensiónde las callejuelas y senderos que se extendíanal pie del cerro.

Las sombras eran malvas y violetas, y losextremos del cuadro estaban manchados aúncon el color sangre del sol poniente.

Era una visión caótica, espantosa, y místerSharsted estaba destrozado. Sentíase suspen-dido en el espacio, y casi gritó al sentir lasensación de vértigo de altura.

Cuando míster Gingold movió la rueda yel cuadro empezó lentamente a girar, místerSharsted gritó y se agarró al respaldo de la sillapara no caerse.

Quedó turbado también cuando captó lavisión de un gran edificio de color blanco,situado al fondo del cuadro.

-Creí que era la antigua Bolsa del Trigo -dijo, asustado-. Pero se quemó antes de la úl-tima guerra, ¿verdad?

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-¿Eh? -contestó Gingold como si no hu-biese oído.

-No importa -dijo Sharsted, que estabaahora completamente confuso y molesto.

Debía de ser la combinación del jerez conla enorme altura a que estaba viendo la visiónen la cámara oscura.

Era un juguete demoníaco, y se apartó demíster Gingold, que le parecía, en cierto modo,siniestro a la luz malva y roja reflejada de laimagen que aparecía sobre la pulimentada su-perficie de la mesa.

-Creí que le gustaría ver esta cámara -dijoGingold, con su misma voz inexpresiva yenloquecedora-. Es algo muy especial, ¿ver-dad? La mejor de las dos... Se puede ver todolo que está normalmente oculto.

Mientras hablaba, aparecieron en la pan-talla dos viejos edificios que míster Sharstedestaba seguro que fueron destruidos durante laguerra; en efecto, un jardín público y un apar-

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camiento de coches habían sustituido ahora aesos dos edificios.

De pronto se le secó la boca. No estaba se-guro de si había bebido demasiado jerez o si elcalor del día le había trastornado la cabeza.

Estuvo a punto de hacer la punzante ob-servación de que la venta de la cámara oscuraliquidaría la actual deuda de Gingold; perorápidamente se dio cuenta de que no sería uncomentario oportuno en las actuales circun-stancias. Se notaba débil, la cara tan pronto leardía como se le quedaba helada, y míster Gin-gold estaba a su lado a cada instante.

Sharsted observó que el cuadro había desa-parecido de la mesa y que el día estaba oscure-ciendo rápidamente más allá de los empañadoscristales de las ventanas.

-Tengo que marcharme ya -dijo con débildesesperación, intentando liberarse del persist-ente y sosegado apretón de mano de Gingoldsobre su brazo.

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-Claro que sí, míster Sharsted -le dijo eldueño de la casa-. Por aquí.

Sin ceremonia, le condujo hasta una puer-tecilla ovalada situada en el rincón de la paredmás alejada.

-No tiene más que bajar la escalera. Le de-jará a usted en la calle. Por favor, dé un fuerteempujón a la puerta de abajo... y cerrará sola.

Mientras hablaba, abrió la puertecilla ymíster Sharsted vio una escalera de claros ysecos peldaños de piedra que conducían haciaabajo. La luz, que aún salía por las ventanas,se fijaba en las paredes circulares.

Gingold no ofreció la mano a Sharsted,que permanecía en situación poco delicada,sosteniendo la puerta entornada.

-Hasta el lunes, pues -dijo Sharsted.Gingold fingió no oírle.-Buenas noches, míster Gingold -dijo el

prestamista con prisa nerviosa, ansioso de irse.

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-Adiós, míster Sharsted -respondió Gin-gold con amabilidad, dando por terminada laentrevista.

Sharsted cruzó la puerta casi corriendo ybajó muy nervioso la escalera, maldiciéndosementalmente por todas sus tonterías. Sus piesgolpeaban los escalones de tal forma que eleco repercutía de modo extraño arriba y abajode la vieja torre. Afortunadamente, había to-davía suficiente luz. Aquél hubiese sido un si-tio tétrico en la oscuridad. Aminoró el pasodespués de algunos minutos y pensó amarga-mente en la forma con que permitió al viejoGingold imponerse sobre él. ¡Y qué impertin-ente fue el hombre interfiriéndose en el asuntode mistress Thwaites!...

¡Ya vería qué clase de hombre era místerSharsted cuando volviese el lunes y se llevasea cabo el embargo de bienes que teníaplaneado! El lunes sería también un día quenunca olvidaría míster Gingold..., y míster

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Sharsted notó que estaba adelantándose a losacontecimientos.

De nuevo aceleró el paso, y ahora se en-contró delante de una gruesa puerta de roble.

Cedió bajo su mano cuando descorrió elgran cerrojo bien engrasado, e inmediatamentese encontró en una avenida de paredes altasque conducía a la calle. La puerta se cerróde golpe tras él y, respirando el frío de lanoche, dio un suspiro de alivio. Se echó elpesado sombrero hacia atrás y avanzó a zanca-das sobre los guijarros, como para afirmar lasolidez del mundo exterior.

Una vez en la calle, que le pareció un pocoextraña a él, dudó qué camino tomar, decidién-dose por el de la derecha. Recordaba quemíster Gingold le había dicho que este caminole conduciría a la otra ladera de la montaña.Nunca había estado en esta parte de la ciudady el paseo le sentaría bien.

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El sol se había puesto por completo; unsutil gajo de luna se mostraba, en estas primer-as horas de la noche, en el cielo. Le parecióque había pocas personas cuando, diezminutos después, salió a una amplia plaza dela que partían cinco o seis calles. Decidió pre-guntar el camino que le alejaría de esta partede la ciudad. Con suerte, podría coger un tran-vía, porque ya había andado mucho aquel día.

En un rincón de aquella plaza se alzabauna amplia capilla de color gris humo, ycuando míster Sharsted pasó por delante deella, echó una mirada a un letrero escrito engrandes caracteres dorados: HERMANDADRENOVADORA DE NINIAN.

Eso era lo que decía el cartel. La fecha, enreducidos números dorados, era: 1925.

Míster Sharsted continuó su camino y sedecidió por la calle más importante de las quetenía ante sí. Ya era de noche casi por com-pleto y los faroles aún no estaban encendidos

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en aquella parte del cerro. Cuando avanzómás, los edificios se apretaron en torno a sucabeza y las luces de la ciudad de abajo sedesvanecieron. Míster Sharsted se consideróperdido y un tanto desamparado, debido, in-dudablemente, a la atmósfera increíblementefantástica de la enorme casa de míster Gin-gold.

Decidió preguntar al primer transeúnte quese encontrara cuál era la dirección que debíaseguir; pero no vio a nadie. La falta de alum-brado en la calle también le turbaba. Las autor-idades municipales debían de hacer la vistagorda cuando transitaban por esta parte de laciudad sumida en las tinieblas, a menos quese hallase bajo la jurisdicción de otra corpora-ción.

Míster Sharsted pensaba así cuando doblóla esquina de una calle estrecha y se dio decara con un edificio amplio y blanco que leera conocido. Durante muchos años, míster

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Sharsted tuvo colgado en su despacho un cal-endario anual, regalo de un comerciante de lalocalidad, en el que había un cuadro de eseedificio. Miró la fachada con enorme asom-bro mientras se acercaba. El rótulo, Bolsa delTrigo, parpadeaba lentamente a la luz de laluna, como si el prestamista no estuvierabastante cerca para entender lo que ponía.

La extrañeza de míster Sharsted se con-virtió en inquietud cuando pensó que ya habíavisto aquel edificio antes, aquella misma tarde,en la imagen captada por las lentes de la se-gunda cámara oscura de míster Gingold. Ysabía con indiscutible certeza que la viejaBolsa del Trigo se había incendiado en los pas-ados años de la década treinta.

Tambaleándose, apresuró el paso. Habíaalgo diabólicamente equivocado en todoaquello, a menos que fuera víctima de unailusión óptica engendrada por la violencia desus pensamientos, por el desacostumbrado

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paseo que había dado aquel día y por las doscopas de jerez.

Experimentó la desagradable sensación deque míster Gingold pudiera estarle observ-ando, en aquel momento, en la mesa de su cá-mara oscura, y ante tal pensamiento, su frentese inundó de sudor frío.

Echó a correr con un ligero trote, y prontodejó a su espalda la Bolsa del Trigo. En lalejanía oyó el golpear de los cascos de uncaballo y el chirrido de las ruedas de un carro;pero cuando alcanzó la entrada de la calle viocon desánimo desaparecer su sombra dob-lando la esquina de la calle adyacente. No lefue posible ver a nadie, y de nuevo se diocuenta de que le era difícil fijar su posición ac-tual en relación con la ciudad.

Apresuró la marcha una vez más, dandomuestras de una determinación que estaba le-jos de sentir, y cinco minutos después llegaba

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al centro de una plaza que no le era descono-cida.

En la esquina había una capilla, y místerSharsted leyó por segunda vez aquella nocheel rótulo de HERMANDADRENOVADORA DE NINIAN.

Golpeó con el pie, iracundo. Había recor-rido casi seis kilómetros y había sido lobastante inconsciente para describir un círculocompleto. Ahora se hallaba de nuevo allí, acinco minutos de la casa de Gingold, de dondesaliera casi una hora antes.

Sacó el reloj y se sorprendió al ver que noeran más que las seis y cuarto, aunque hubierajurado que ésa era la hora en que dejó a Gin-gold.

Aunque acaso fueran las cinco y cuarto.Apenas sabía lo que estaba haciendo aquellatarde. Lo acercó al oído para asegurarse de queandaba y volvió a guardárselo en el bolsillo.

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Sus pies golpearon coléricos el pavimentomientras recorría en toda su extensión la an-chura de la plaza. Esta vez no cometería elmismo error estúpido. Eligió sin vacilar unaancha y bien pavimentada calle que le condu-ciría, indudablemente, al centro de la ciudad.Notó que su respiración había bajado de tono.Cuando dobló la esquina de la calle siguiente,aumentó su confianza.

Las luces resplandecían en cada acera. Lasautoridades habían comprendido al fin su errory las habían encendido. Pero de nuevo estabaequivocado. Vio un carrito parado a un lado dela calle, con un caballo uncido a él. Un viejoestaba subido en una escalera, apoyada contrauna farola, y míster Sharsted vio la débil llamade las tinieblas y luego el suave resplandor delfarol de gas.

La irritación volvió a hacer presa en él.¿En qué parte tan arcaica de la ciudad vivíamíster Gingold? ¡Claro, adecuada para él!

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¡Faroles de gas!... ¡Y qué sistema para encend-erlos! Sharsted creía que ese sistema había de-saparecido con el arca de Noé.

No obstante, se mostró cortés.-Buenas noches, señor -dijo, y la figura

subida en lo alto de la escalera se movió incó-moda.

La cara estaba sumida en profunda som-bra.

-Buenas noches, señor -respondió elfarolero con voz apagada.

Y empezó a bajar de la escalera.-¿Podría usted indicarme el centro de la

ciudad? -le preguntó míster Sharsted con fin-gida confianza.

Dio un par de pasos hacia él, pero se de-tuvo como alcanzado por un rayo.

Notó un extraño y hediondo olor que le re-cordó algo que no podía precisar. Realmente,las alcantarillas de aquel lugar erannauseabundas. Escribiría al Ayuntamiento

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quejándose del mal estado en que se encontra-ba aquella parte de la localidad.

El farolero había bajado del todo y se di-rigió al carro para poner algo en la parte deatrás. El caballo se agitó de mala manera, ymíster Sharsted percibió de nuevo el hediondoolor, ligeramente malsano en el ambiente es-tival.

-Según mi opinión, señor, éste es el centrode la ciudad -respondió el farolero.

Al hablar avanzó, y la pálida luz del faroldio de lleno en su cara, hasta entonces en lasombra.

Míster Sharsted no esperó a preguntarleninguna otra dirección, sino que se alejó deprisa, calle abajo, sin estar seguro de si la pal-idez verdosa de la cara del hombre se debía alo que sospechaba o bien a los cristales verdesde las gafas que usaba.

Pero sí era cierto que algo como una masade gusanos retorcidos surgía por debajo de la

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gorra del hombre, en el lugar donde, normal-mente, debería haber estado el pelo. Sharstedno esperó a averiguar si era correcta la suposi-ción de aquella especie de Medusa. Tras su es-pantoso temor ardía una ira desmedida contraGingold, al que consideraba, en cierto modo,como culpable de todas aquellas perturba-ciones.

Míster Sharsted estaba esperando fervi-entemente a despertarse pronto y encontrarsemetido en la cama, en su casa, preparado paraempezar el día que tan ignominiosamentehabía terminado en la de Gingold; pero mien-tras se formulaba esta idea estaba en plenoconocimiento de que cuanto le sucedía erarealidad: el frío rayo de luna, el duro pavi-mento, su frenética huida y la respiración,raspándole y lastimándole la garganta...

Cuando la niebla se fue disipando dedelante de sus ojos, aminoró el paso y, al pocotiempo, se encontró en medio de una plaza. In-

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mediatamente se dio cuenta de dónde estabay obligó a sus nervios a mantenerse dentro deuna terrible y forzada calma para no caer enla desesperación. Con controlado paso cruzópor delante del rótulo HERMANDADRENOVADORA DE NINIAN, y esta vezeligió la calle más inverosímil de todas, pocomás que una angosta callejuela que parecíaconducir en dirección contraria a las anteri-ores.

Míster Sharsted estaba deseando intentaralgo que le sacara de aquel terrible y conde-nado cerro. Aquí no había luces y sus piestropezaban en las piedras y guijarros salientesde la mal adoquinada calle; pero al finmarchaba cerro abajo y aquella callejuela dabavueltas en espiral gradualmente, hasta que es-tuvo en la verdadera dirección.

En algunos momentos, míster Sharstedpercibió débiles y huidizos movimientos a sualrededor, en la oscuridad, y una vez se paró a

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escuchar ante él una tos confusa y apagada. Almenos, había otras personas por allí, pensó, yse sintió reconfortado también al ver a lo lejoslas difusas luces de la ciudad.

A medida que se iba acercando, místerSharsted recobró los ánimos y sintióse alivi-ado al ver que la gente que le rodeaba no sealejaba de él, como había medio sospechadoque pudiera ocurrir. Las disposiciones re-specto a él eran también bastante sólidas. Lospies de aquellas personas sonaban a hueco enla calle; evidentemente eran personas quecaminaban para reunirse en algún sitio.

Cuando míster Sharsted se encontró de-bajo de la luz de la primera farola, había desa-parecido ya su pánico anterior. Aún no podíareconocer dónde se encontraba exactamente;pero los adornados hotelitos que pasaban antesu vista eran más reminiscentes que la propiaciudad.

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Míster Sharsted se detuvo cuando llegaronal espacio bien alumbrado, y al hacerlotropezó con un hombre grueso y alto que salíaen aquel momento por la verja de un jardín,dispuesto a reunirse al tropel de gente que es-taba en la calle.

Sharsted se tambaleó al tropezón, y unavez más su nariz percibió el nauseabundo ysuave olor a miseria. El hombre le agarró porlas solapas para evitar que se cayera.

-Buenas noches, Mordecai -le dijo con vozpastosa-. Ya me imaginaba que, más pronto omás tarde, vendría usted.

Míster Sharsted no pudo contener un gritode indescriptible terror. No solamente la ver-dosa palidez de la cara del hombre, ni los pu-trefactos y correosos labios que dejaban aldescubierto los cariados dientes. Retrocedióhasta apoyarse en la verja mientras Abel Joycese alejaba... Abel Joyce, otro prestamista yusurero que había muerto en mil novecientos

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veintitantos, y a cuyo funeral había asistidomíster Sharsted.

La oscuridad le rodeó cuando echó a andarde nuevo, con un nudo en la garganta. Em-pezaba a comprender a míster Gingold y su di-abólica cámara oscura: los errantes y los con-denados.

De cuando en cuando dirigía una miradade soslayo a sus compañeros mientras cam-inaban. Allí estaba mistress Sanderson, quetenía por costumbre desenterrar los cadáveresy robar sus prendas;

Grayson, el agente y enterrador; Druke, unestafador; Amos, el ventajista de la guerra...,todos con palidez verdosa y llevando sobre síel olor a podredumbre.

Todas aquellas personas habían tenidotrato con Sharsted en alguna ocasión y todastenían entre sí algo en común. Sin excepción,todas habían muerto hacía bastantes años.Míster Sharsted se puso el pañuelo en la boca

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para bloquear el insoportable hedor, y oyó lasrisotadas burlonas.

-Buenas noches, Mordecai -le dijeron-. Yasuponíamos que te reunirías con nosotros.

Míster Gingold le amenazaba con aquellosfantasmas. Sollozó, mientras continuaba sumarcha, aligerando el paso. Si sólo lograsehacerle comprender... Sharsted no merecíaaquel trato. Él era un negociante, no como esos«chupadores de sangre» de la sociedad; los er-rantes y condenados. Ahora sabía por qué laBolsa del Trigo permanecía en pie y por qué laciudad le era extraña. Existía sólo en los ojosde la cámara oscura. Ahora se daba cuentatambién de que míster Gingold estuvo tratandode darle la última oportunidad y por qué dijo«adiós» en lugar de «buenas noches».

Quedaba una sola esperanza. Si lograse en-contrar la puerta trasera de la casa de Gingold,tal vez consiguiese que cambiase de idea. Lospies de Sharsted volaban sobre los guijarros

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mientras pensaba aquello; se le cayó el som-brero y tuvo que agarrarse a la pared. Dejómuy atrás a los cadáveres errantes; pero,aunque ahora buscaba la plaza conocida, lepareció que había encontrado el camino queconducía a la Bolsa del Trigo.

Se paró un momento para recuperar el ali-ento. Debía actuar con lógica ¿Qué le pasóantes? Pues se apartó, naturalmente, del des-tino deseado. Míster Sharsted se volvió, dán-dose impulso para caminar en línea recta hacialas luces. Aunque aterrorizado, no desesperó,ya que ahora sabía por qué estaba asustado. Seconsideraba dispuesto a luchar contra místerGingold. ¡Si consiguiera encontrar la puerta!...

Cuando alcanzó el círculo iluminado, for-mado por las luces de las farolas de la calle,míster Sharsted suspiró aliviado. Porquecuando dobló una esquina se encontró con laplaza grande, con la capilla en uno de sus la-dos. Corrió. Debía recordar exactamente las

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vueltas que había dado; no podía permitirse ellujo de cometer una equivocación.

¡Dependía tanto de eso! Si tuviese sola-mente una oportunidad..., dejaría a la familiaThwaites que conservara la casa, y hasta seríacapaz de olvidar la deuda de Gingold. Nopodía arrostrar la posibilidad de andar por es-tas calles interminables... ¿Por cuánto tiempo?Y con los seres que había visto...

Míster Sharsted suspiró cuando recordó lacara de una anciana que había visto a primerahora de aquella noche..., o lo que habíaquedado de aquella cara..., tras tantos años deviento y lluvia. De pronto recordó que ellahabía muerto antes de la guerra del año 1914.El sudor frío volvió a mojarle la frente y tratóde no pensar en ello.

Una vez fuera de la plaza, se metió porla callejuela que recordaba ¡Ah, allí estaba!Ahora, todo cuanto tenía que hacer era tirar ala izquierda, y allí estaría la puerta. Su corazón

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empezó a palpitar con más fuerza y Sharstedcomenzó a pensar, con liviano deseo, en la se-guridad de su bien acondicionada casita y ensus estanterías llenas de libros de contabilidadtan queridos para él. Sólo otra esquina. Cor-rió y subió la calle hacia la puerta de místerGingold. Otros treinta metros hacia la paz delmundo vulgar y corriente.

El rayo de luna alumbró una plaza anchay bien adoquinada. También iluminó un rótulopintado con letras doradas en una larga tabla:HERMANDAD RENOVADORA DENINIAN.

La fecha era: 1925.Míster Sharsted dio un grito de terror y

desesperación, y se derrumbó sobre el pavi-mento.

Míster Gingold suspiró profundamente ybostezó. Miró el reloj. Ya era hora de acost-arse. Una vez más se inclinó para mirar lacámara oscura. No había sido un día desap-

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rovechado. Tapó con un paño de terciopelooscuro la imagen de las lentes y se fue pausa-damente a la cama.

Debajo del paño estaba reflejado, con crueldetalle, el estrecho laberinto de calles querodeaban la casa de míster Gingold, vistocomo a través del ojo de Dios; allí estaban, at-rapados para toda la eternidad, Sharsted y suscolegas, los errantes y los condenados, tropez-ando, llorando, blasfemando, mientras sedeslizaban y arrastraban a lo largo de las calle-juelas y plazas de su propio infierno particular,bajo la pálida luz de las estrellas.

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MIRIAM ALLEN DEFORD - Una muerte en la

familia(A Death in the Family)A los cincuenta y ocho años, Jared Sloane

poseía las ordenadas costumbres de un solterónempedernido. A las siete en punto de la tardeen verano y a las seis en invierno, apagaba lasluces, cerraba la puerta con llave y regresabaa sus habitaciones particulares. Se duchaba, seafeitaba y se ponía una ropa menos ceremo-niosa que la que le exigía su profesión. Luego,se hacía la cena y fregaba.

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Terminado esto, dejaba el teléfonosupletorio en el suelo de su dormitorio, dondeestaba seguro que lo oiría si sonaba; abría lallave de la bien acondicionada puerta queponía en comunicación la cocina con el sótanoy bajaba a pasar la velada con su familia.

El anciano míster Shallcross, a quien com-prara la casa veinte años antes, había utilizadoel sótano solamente como almacén. Pero cu-alquier hombre joven y con recursos propiosdurante la época de la «gran depresión» ad-quirió gran cantidad de excelentes conocimi-entos, y Jared no fue una excepción. Él habíaaserrado, martillado y pintado, y lo que encierta época fue un sótano, ahora era un amp-lio y confortable cuarto de estar, con sus altasventanas, de reducidas dimensiones, siemprecubiertas con pesados cortinones. No tenía ha-bilidad para hacer instalaciones eléctricas;pero había llevado un tubo desde la cocinahasta el viejo candelabro de gas, que, como

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la mayoría de los muebles que había vuelto apintar y a tapizar, procedía de su atiborradoalmacén de cosas viejas que patrocinaba enMcMinnville. La habitación estaba siemprefría, y en invierno tan helada que tenía quepermanecer con el abrigo puesto; pero eso eranecesario y ya no lo notaba.

Allí estaban siempre esperándole: papá,sentado en el amplio y cómodo sillón, leyendola Gazette, de Middleton; mamá, haciendo cal-cetines de lana con sus agujas; abuela, ad-ormilada en la poltrona..., se pasaba adorm-ilada todo el tiempo, pues tenía casi noventaaños. El hermano Ben y la hermana Emma,jugando al whist, sentados a la mesita en sillasde respaldos rectos, con los naipes apoyadossagazmente contra la blanca camisa de Ben yla blusa estampada de Emma. Gussie, la es-posa de Jared, sentada al piano, sus dedosparados sobre las teclas, su cabeza vuelta parasonreírle cuando apareciese, y Luke, su hijito

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de diez años, sentado en el suelo, con un naviode juguete medio construido por él.

Jared se sentaría en el único sitio vacío,una amplia y cómoda butaca tapizada con telade felpa de color ciruela, y charlaría con elloshasta la hora de meterse en la cama. Les con-taría todo lo que había hecho arriba duranteel día, comentaría las noticias y chismes de laciudad y de las personas que conocía, repe-tiría los cuentos y los chistes, cuidadosamenteexpurgados, que había oído a los vendedores,expondría sus puntos de vista y sus opinionessobre cualquier tema que surgiera en sumente... Ellos nunca discutían con él ni le con-tradecían. Tampoco le contestaban nunca.

Sus vestidos cambiaban con las estacionesy las modas; pero la escena no se alterabajamás. Cuando llegaba el momento de irse a lacama, Jared decía:

-Buenas noches a todos... Que tengan unbuen sueño.

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Apagaba la luz, subía la escalera, echabala llave a la puerta y se iba a la cama. Duranteuna temporada besaba a su esposa en la frenteal despedirse; pero se dio cuenta de que losotros podían estar celosos, y ahora no mostra-ba ninguna predilección.

La «familia» no interpretó siempre sus ac-tuales papeles. En otra época todos ellos tuvi-eron nombres diferentes. Fueron abuela,padre, madre, hermana, hermano, esposa ehijo de otra persona. Ahora lo eran de él.

Tuvo que esperar mucho tiempo hastahacerse con algunos de ellos... por no tener laedad exacta o por no poseer el exacto parecidofamiliar. Había amado a Gussie, tranquila ypacientemente, durante muchos años antes deconvertirla en esposa. Ella era entonces mis-tress Ralph Stiegeler, la esposa del dueño deldrugstore de Middleton, y nunca adivinó nisospechó que Jared Sloane estuviese enamor-ado de ella. Su nombre verdadero era Gussie.

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Ben, Emma y Luke tenían exactamente losnombres que a él le gustaban. Gussie era labase de la familia; todos los demás fueron aña-didos después, uno a uno. La abuela, aunqueparezca raro, era la que llevaba con ellosmenos tiempo... poco más de un año. La fa-milia, para estar completa, necesitaba ahorauna hija, y Jared ya le había elegido nombre:se llamaría Martha. Le gustaban los nombresantiguos, pertenecían al pasado, a su solitariainfancia en el orfanato, donde vivió siemprehasta que cumplió los dieciséis años.

Aún recordaba con amargura cómo losotros niños se burlaban de él, un expósito,cuyo nombre se debía al capricho del super-intendente, que se lo puso cuando lo encon-traron, envuelto en una sábana rota, en la es-calera del orfanato. Los otros niños tambiéneran huérfanos, pero sabían quiénes eran;tenían tías, tíos y primos, que les escribíancartas, venían a verlos y les enviaban regalos

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por Navidad y por sus cumpleaños, a los queellos visitaban algunas veces también y que,con frecuencia, les pagaban todo o parte de sumantenimiento. Jared Sloane no tenía a nadie.

Esa era la causa de que él necesitase unafamilia numerosa. Todas las noches, ahora, eraun hombre con padres, hermanos, esposa ehijo. (La abuela fue un caso de suerte: le habíaechado el ojo a la anciana mistress Atkinson yla había conseguido.) No había más sitio paraotra persona adulta en la familia; pero Martha,cuando la encontrase, podría sentarse en un al-mohadón en el suelo, al lado de su hermano,y jugar con una muñeca que él le compraría ohacer algo exclusivamente doméstico, infant-il y femenino. Decidió que sería más pequeñaque Luke... es decir, siete u ocho años, lo su-ficientemente mayor para poder hablar con supadre y no tan niña que necesitara los cuidadosde un bebé.

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Por las noches, ya en la cama, antes deque pusiera el despertador en hora y dejara ladentadura en el vaso de agua, Jared Sloane re-citaba mentalmente una breve oración en ac-ción de gracias por alguien o algo..., a vecespor sí mismo...; una oración de agradecimientopor la maravillosa e inaudita idea que se leocurriera hacía diez años, cuando, en unanoche triste e insomne, se le ocurrió de prontocómo podría hacer de Gussie su esposa y con-servarla con él todo el tiempo que él viviese.Ralph Stiegeler le había llamado aquellamisma tarde. De ahí surgió el atrevido y estre-mecedor plan, brotado como Palas Atenea dela cabeza de Júpiter.

Habíase jugado el descubrimiento, la ru-ina, la cárcel y la desgracia contra la realiza-ción de su sueño más querido y más secreto:tener una familia propia. Y había ganado.Después de Gussie, lo demás fue fácil. Nopodía prever, pero sí elegir. Escogió

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Middleton por ser una ciudad pequeña, dondeno se necesitaba más que un solo hombre desu profesión, y podía atender todos los asuntosque se presentaban. Dudó cuando vino aquípor primera vez, cuando salió del colegio,temiendo que no hubiera un modo de vida ad-ecuado para él en el pueblo y en las granjasde los alrededores. Pero era frugal, le gustabala tranquilidad y odiaba los ruidos y las com-petencias de las grandes ciudades. Aquí seríaél solo desde el primer momento. Cuando seenteró por un anuncio en un periódico de quemíster Shallcross quería vender su estableci-miento y enseres para retirarse, Jared le escrib-ió.

Con gran contento, descubrió que los ahor-ros guardados a fuerza de duro trabajo en susaños juveniles -había sido demasiado jovenpara ir a la primera guerra y demasiado viejopara ir a la segunda-, y que le habían permitidoproporcionarle la única profesión que siempre

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le atrajera, bastarían para cubrir las modestasdemandas de míster Shallcross. En una sem-ana, el negocio cambió de manos. Actual-mente, y desde hacía mucho tiempo, era unfirme puntal de Middleton, y si nunca fue so-cio del casino ni tuvo amigos íntimos, era muyconocido y respetado... y, sobre todo, por en-cima de toda sospecha.

Todo se hacía siempre como deseaban losfamiliares del difunto. El entierro salía de lacasa del muerto o de su magníficamente dec-orada capilla, según ellos preferían (ése fuesu principal terror con Gussie, pero todo salióbien. Ralph Stiegeler prefirió inmediatamentela capilla. Recordaba con pena cómo, algúntiempo después, perdió un espléndido primercandidato para hermano Ben, porque la madrede Charles Holden insistió en que el serviciofunerario se hiciese en su granja). El difunto,una obra de arte para un inteligente embal-samador digno de cualquier funeraria de gran

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ciudad, yacía vestido con su mejor ropa ensu ataúd, rodeado de flores, coronas y velas.Cuando el sacerdote terminaba el oficio, missHattie Blackstock tocaba el órgano lánguida-mente, y luego, a una seña de Jared Sloane,el acompañamiento desfilaba en fila india paraecharle la postrer mirada y darle el últimoadiós. Los parientes desfilaban los últimos. Acontinuación, todos salían para ocupar loscoches que esperaban para acompañar alcadáver hasta el cementerio (como es lógico,nadie que fuese incinerado en lugar de enter-rado podía convertirse en miembro de la fa-milia de Jared).

Entonces era cuando llegaba el momentocrucial. Jared recordaba con todo detalle laprimera vez, cuando se trató de Gussie,cuando todo dependía del tiempo, de la de-cisión y de la suerte.

Los que transportaban el ataúd hasta elcoche fúnebre esperaban para cerrar el féretro.

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En los entierros de una ciudad, los ayudantesson los que sacan las flores; pero Jared notenía ayudantes. En aquel pueblo, donde élconocía a todo el mundo y todos le conocíana él, era natural decir: «Escuchen: no quieroque el acto se prolongue demasiado. Ya esbastante penoso para todos ustedes. Así, pues,he separado las tarjetas de los ofrecimientos deflores. ¿Les importaría, por tanto, trasladar us-tedes mismos las flores para ponerlas en losalrededores del ataúd? Mientras tanto, yo cer-raré la caja y lo tendré todo preparado paracuando regresen».

Si alguna persona hubiese contestado: «Nopuedo llevar flores... porque me produce aler-gia...» o «Usted no nos necesita a todos...;me quedaré aquí para que descanse mi dol-orida pierna...», o «No me parece bien eso,Jared... El ataúd las aplastará si las colocamosantes...»; si algo de esto hubiese ocurrido,entonces todo el juego se hubiese desbaratado.

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Gussie nunca habría podido venir a leer, ahacer punto de media, a jugar a las cartas ni aconstruir barcos en la gran sala de estar. Perodesde Gussie a la abuela, todo salió bien.

En cuanto la última persona volvía la es-palda, encorvada bajo el peso de su ramo deflores, Jared actuaba como una exhalación.Rápido... sacaba el cadáver del ataúd.Rápido... lo depositaba en el diván oculto traslos pesados cortinones de terciopelo. Rápido...sacaba el maniquí, modelo exacto del muerto,cuidadosamente pesado y preparado, y lometía en el féretro. Rápido-cerraba la tapa yla clavaba. Tardaba en todo de dos a tresminutos. Cuando regresaba el primer familiar,todo estaba terminado. Nadie supo nunca loque llevaban al cementerio ni lo que enterra-ban.

Por supuesto, él mismo conducía el cochefúnebre. La funeraria permanecía cerrada conllave hasta que él volvía. Luego, con el último

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apretón de manos, muestra de agradecimientoy simpatía, se quedaba solo.

Una vez dentro, no hacía nada hasta lahora de cerrar. Luego, ya a oscuras la oficina,la capilla y el resto de la casa, apartaba las cor-tinas de terciopelo y alzaba, respetuosa y tier-namente, del diván el nuevo miembro de la fa-milia y lo trasladaba a la habitación preparat-oria. Nadie pudo censurarle nunca que el tra-bajo de embalsamamiento ya hecho no fueratan bueno como el más exigente pueda de-sear. Pero ahora venía el último toque, el refin-amiento extraordinario de su arte, la conserva-ción especial que él perfeccionaba, el maquil-laje que aumentaba el parecido familiar, las ro-pas nuevas que había comprado en un rápidoviaje a McMinnville. Las ropas que le quit-aba a la «primera familia»..., así es como élsiempre pensaba de ellos..., las guardaba paravestir el próximo maniquí; si Jared Sloane hu-biese sido dado a la frivolidad, cosa que no iba

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con su temperamento, hubiera encontrado di-vertido el pensar que, por ejemplo, los últimosatavíos de la «primera» hermana Emma ocu-paban ahora el ataúd del «primer» papá. Porúltimo, colocaba al nuevo miembro en la pos-tura que había decidido tuviera entre la famil-ia reunida en el salón de estar. Una vez ter-minado todo, conducía a su recientemente ad-quirido pariente al sótano. No se necesitabaninguna presentación; se presumía que losmiembros de la familia Sloane se conocían to-dos. Jared se fue tarde a la cama en esos sietedías de ajetreo. Le costaba lágrimas separarsede la compañía de su aumentada familia e irsea su solitario dormitorio.

A medida que transcurrieron los años, dejóde temblar, de preocuparse o de temer durantemeses o semanas enteras después de adquirirun nuevo miembro, como le ocurrió al prin-cipio. Después de todo, preparaba cincuentaentierros al año aproximadamente, contando

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con los alrededores de Middleton y con algunapersona casual nacida en Middleton que hu-biese dejado la localidad y quisiese que letrajesen a su casa para enterrarle. En diez años,suponían quinientos entierros, de los cualessolo en siete había llevado a cabo la granjugada.

Por supuesto, algún día él se moriría e in-evitablemente se descubriría todo. Mas, paraentonces, ya todo habría pasado, y el escán-dalo, los comentarios y los titulares de los per-iódicos no le importarían en absoluto. Teníasolamente cincuenta y ocho años y nuncahabía estado enfermo. Contaba con vivirveinte o veinticinco años más..., y era el únicohombre de Middleton que nunca temeríaquedarse solo en su vejez. Recordaba su ter-rible soledad durante su niñez y su juventud, ya sus silenciosas plegarias de agradecimientoañadía las gracias por su propio esfuerzo, quetanto le había compensado. También estaba

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agradecido por otra cosa: el destino, que leprivó de amor maternal, como niño abandon-ado, pareció paralizar su naturaleza emocion-al; nunca en su vida experimentó el desagrad-able impulso sexual de otros hombres. Aundurante su largo amor por Gussie Stiegelerlo sustituyó..., como lo hacía ahora que eraGussie Sloane..., por la ternura, la proteccióny la dependencia.

Una vez, en un libro de psicología leyóalgo al respecto a una horrible perversión lla-mada «necrofilia», y se encogió de hombros.Trató de imaginarse, en un intento de com-prender, cogiendo a Gussie..., su adorada ypreciosa Gussie, a la que vestía de seda y ador-naba con perlas, y para quien comprara el pi-ano que la «primera» Gussie había tocado tana la perfección..., y llevándola a su estrechacama para besarla, abrazarla y... Se puso en-fermo. Durante algunos días después le aver-gonzaba mirar a Gussie. Se ruborizaba al

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pensar que ella hubiese podido adivinar lo quelas sucias fantasías permitieron inculcar en sumente.

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Quería a su familia porque era su familia,porque eran suyos y de nadie más; porque conellos podía explayarse y ser él mismo, y porquesabía que siempre le pertenecerían. Quería apapá y a mamá con verdadero cariño filial; asus hermanos Ben y Emma, como podía quer-erlos un hermano mayor; adoraba a Gussie ya Luke. Todo cuanto él necesitaba ahora paraque su felicidad fuese completa era una hijita.No era bueno para un niño como Luke ser hijoúnico.

Naturalmente, no podía echar un vistazo asu alrededor para elegir y coger..., ni siquierapara especular... ¡Dios santo, sólo un trasgoharía eso! Debía esperar, como con los demás,hasta que se presentara la oportunidad: una niñade siete u ocho años, con el pelo negro (Gussiey él eran morenos); una niña linda, porque sumadre era guapa, que se la proporcionarían labuena suerte y la bondad del cielo, como ocur-rió con todos los demás miembros de la familia.

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No había prisa. Luke siempre tendría sus diezaños, de la misma forma que la abuela siemprecontaría ochenta y nueve. Jared se hubiera es-tremecido de interés y curiosidad si se hubieseenterado de la enfermedad de la hijita de al-guien. Podía esperar. Pero su corazón le dabaun vuelco siempre que le llamaban de una casadonde había niños, hasta que se enteraba...,como siempre..., de que era el abuelo, o el tíoWilliam, o la anciana Sa-rah, quienes requer-ían sus servicios. Dos veces organizó entierrospara niñas: la primera fue una niña flaca, feay rubia; la segunda había muerto en un acci-dente automovilístico y estaba completamentedestrozada.

En las primeras horas del día 31 de marzo,unos fuertes aldabonazos dados en su puertadespertaron a Jared Sloane de su profundosueño. Eso sucedía algunas veces: la gentevenía en lugar de telefonear. Como un médico,estaba acostumbrado a los avisos nocturnos, y

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se encogió de hombros mientras se ponía labata y las zapatillas. Cuando encendió la luzde la puerta de la calle, oyó el ruido de uncoche que se alejaba. Cuando abrió la puerta,la ca-lie... (la calle principal y comercial deMiddleton formaba parte de la carretera prin-cipal del estado) estaba oscura y desierta.

Entonces sus ojos se fijaron en un pequeñopaquete, envuelto en una manta, que se hallabaa sus pies, en el pórtico. Avanzó y lo recogió.En seguida supo de qué se trataba. Ya en el in-terior de su casa, lo deshizo y sacó un pequeñocadáver.

Aun con la cabeza colgando del cuelloroto, la reconoció inmediatamente: los per-iódicos habían publicado numerosas foto-grafías. Era la hija de Manning. Manninghabía desobedecido las órdenes dadas y avis-ado a la Policía, y los secuestradores se habíanvengado brutalmente.

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Nunca pudo imaginarse Jared Sloane losmotivos que tuvieron los secuestradores paradepositar su víctima en los peldaños de la es-calera de la casa de un enterrador del condado,a cuatrocientos kilómetros de la ciudad dondevivía la hija del millonario, ciudad pertene-ciente a otro estado. Probablemente, habiendoescapado con el importe del rescate, se lesocurriría aquello al ver la muestra de la funer-aria cuando pasaban por Middleton, y comoprueba de humor macabro le habían regaladoel cadáver. A pesar de lo que le fastidiaba laidea de ser blanco de la curiosidad públicay de que los hombres del F.B.I., los policíasy los periodistas invadieran su vida privada,Jared sabía cuál era su obligación: telefonearíainmediatamente a la oficina del sheriff deMcMinnville.

Entonces miró el envoltorio y su conten-ido. Diana Manning tenía nueve años, pero erapequeña para esa edad. Había sido una niña

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muy bonita y delicadamente cuidada. Sus ca-bellos eran largos, suaves y morenos. Los ojossin vida que le miraban eran de color castaño.

Permaneció inmóvil mucho tiempo, med-itando. Luego, tranquilamente, alzó a Diana yla trasladó a la cámara preparatoria. Antes devolverse a la cama, cogió toda la ropa de laniña y la manta vieja en que vino envuelta ylos llevó al incinerador, situado en un patiotrasero, cerca del garaje. No debía levantarsospechas encendiendo fuego a las tres de lamadrugada; por tanto, quemó aquellos restosen varios días.

A la noche siguiente, por primera vezdesde la llegada de la abuela, Jared bajó alsótano el tiempo indispensable para comunicara su familia la buena nueva. Estaba nervioso.Ante todo, se lo dijo a Gussie al oído. Al finy al cabo, Martha sería su hija. Estuvo traba-jando hasta muy tarde; luego, sacó a Martha desu escondite. No había ningún sepelio pendi-

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ente para el resto de la semana, ni en la capillaardiente había ningún cadáver que viniesen avisitar sus parientes y amigos. Podía dejar unaviso en la puerta al mediodía y marchar aMcMinnville a comprar un equipo y unamuñeca para su hijita. Siempre hacía las com-pras para su familia en McMinnville, porquela ciudad era lo bastante grande para que no leconocieran.

Ni los periódicos, ni la radio dieron noticiaalguna sobre el caso Manning. Tal vez elpadre, infeliz loco, estaba aún soñando conque le devolvieran a su hijita tras haber pagadoel rescate. El secreto y el silencio que le habíanexigido los otorgó demasiado tarde.

Aquella noche, Jared Sloane se acomodóen su sillón tapizado en color ciruela y char-loteó alegremente con Martha, colocada en unalmohadón junto a su hermano, sonriendo asu madre, sentada al piano. La familia estaba

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completa. Se consideraba el hombre más felizde la tierra.

Tres días más tarde, mientras hacía cuentasen su despacho, se abrió la puerta de la calley entró un hombre alto y joven, que traía unacartera. Jared preparó su expresión para sa-ludar a un vendedor y no a un cliente.

-¿Míster Sloane? -le preguntó, cordial eljoven.

Jared asintió.-¿Puede usted atenderme unos momentos?-No hay nada que me haga falta por ahora,

gracias.-¿Que le haga falta? ¡Oh, no! -respondió

riéndose-. No soy un vendedor.Abrió la cartera y enseñó una placa y una

tarjeta. Investigador. Su nombre era Ennis.Jared dio un bote en su sillón, apretando

los brazos para ocultar el repentino temblor desus manos. Ennis se sentó frente a él sin esper-ar que le invitara.

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-Se trata del cadáver de la hija de Manning-dijo, tranquilo.

Jared había conseguido dominarse ya.Miró a Ennis con el ceño fruncido.

-¿La hija de Manning?... ¿La quesecuestraron?... ¿La han encontrado?...

-Todavía no, míster Sloane...El hombre miró a su alrededor, recorriendo

con la vista el pequeño y limpio despacho yfijándola después en el dueño de la funeraria,correctamente vestido de negro. Pareciódesconcertado. Luego, se inclinó hacia ad-elante, confidencial.

-Tal vez haya algún error -dijo-. Aún no seha hecho público...; pero hemos detenido a unhombre... un hombre altamente sospechoso.

-Bueno. Espero que le metan en cintura.Todo aquel que rapta a un niño y le asesinamerece que le ahorquen.

-¿Dijo usted que «le asesina»?

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-Usted habló del «cadáver de la hija deManning».

-Efectivamente. Bien, seré claro con usted,míster Sloane. Ese hombre... hace ya dos díasque está en nuestro poder y ha empezado ahablar. En realidad, para serle franco, tenemosuna confesión completa. Y nos dijo que eltreinta de marzo pasó por Middleton con elcadáver en su coche y que lo dejó en el pórticode la funeraria que se halla en la carretera prin-cipal. Nos dijo también que en la muestra seleía el nombre de Sloane.

-Nadie dejó en el pórtico de mi casa nadala noche del treinta de marzo -dijo Sloane confirmeza.

Y era verdad: eran las tres menos cuarto dela mañana del 31 de marzo.

-Escuche, míster Sloane: por favor, com-prenda que no le acusamos a usted de nada.Naturalmente, ocultar un cadáver es un delitocastigado por la ley; pero no pretendemos ser

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severos. Me doy perfecta cuenta del choqueque eso sería para usted, y que usted habrá ne-cesitado tiempo para pensar en lo que teníaque hacer... Después de todo, no es agradableque hagan la publicidad de uno por un motivocomo el que nos ocupa, sobre todo cuando unono ha cometido un delito. Puedo darle mi pa-labra de honor-Si usted consiente en que nosllevemos el cadáver tranquilamente, no hare-mos público en dónde lo encontramos.

«Si usted hubiese venido aquel mismo día,se lo habría dado», pensó Jared.

Entonces tuvo la visión de Martha, que ll-evaba su vestido color de rosa, su pelo negrosujeto con un gran lazo rosa, jugando con sumuñeca y sonriendo a su madre. Negó firm-emente con la cabeza.

-Ese hombre le ha mentido a usted -dijo-. Debió de ver la muestra de mi funeraria alpasar por aquí y le envió a usted tras de unapista falsa. Hace veinte años que ejerzo mi

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profesión en Middleton y todo el mundo meconoce. ¿Cree usted que sería verosímil queyo ayudase a un secuestrador ocultando unaprueba en contra suya? Además...

Tuvo en la punta de la lengua añadir queya tenía una hijita suya, pero se contuvo atiempo.

-... además -continuó-, nadie conoceríamejor que un hombre de mi profesión el gravedelito que supone disponer de cadáveres ileg-almente. Es lo último que yo haría.

-Bueno, usted puede tener razón, místerSloane. Volveremos a interrogar al individuootra vez. Así pues, para evitar dilaciones, per-mítame que eche una ojeada por su casa parapoder informar que el cadáver no está aquí. Deesta forma, no volveremos a molestarle más.Seguramente, no se opondrá usted a ello.

Jared notó que se ponía pálido. Tuvo unarepentina visión de Ennis recorriendo la salade espera, la capilla ardiente, la iglesia y la cá-

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mara preparatoria completamente vacías; soli-citando después ver las habitaciones particu-lares... y en la cocina, preguntando:

-¿Adonde conduce esa puerta?Irónicamente le preguntó:-¿Qué intenta usted hacer?... ¿Escarbar en

el patio de atrás para ver si he enterrado allía Diana Manning sin razón alguna? Sí, meopongo a ello. Ésta es mi casa, así como milugar de trabajo. Conozco perfectamente misderechos de ciudadano. No permitiré quenadie registre mi casa sin un mandato judi-cial..., y me parece que no lo trae usted.

-No, no lo traigo, míster Sloane -respondióel joven, cuyos cordiales ojos se endurecieron,al mismo tiempo que su voz-. Si es así re-gresaré con él y con el sheriff dentro de unahora. No me explico por qué un hombre de ne-gocios tan respetable como usted querría pon-er trabas a la Justicia y ayudar a una rataasquerosa como el hombre que tenemos deten-

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ido; pero eso es lo que parece... Perfectamente.Le veré de nuevo dentro de una hora. Y si us-ted ha tenido ese cadáver aquí e intenta ocul-tarlo o llevarlo a alguna parte en su féretro,también lo descubriremos.

Hizo una pausa. Su voz se volvió más con-ciliatoria.

-Si quiere cambiar de opinión... -dijo.Jared negó otra vez con la cabeza. Ennis

recogió su cartera y salió del edificio. Jaredle observó mientras subía al coche que estabaparado delante de la casa y se ponía en marchaen dirección a McMinnville.

Durante un minuto largo permaneció allíen pie. Luego, cogió el cartel que ponía: «Cer-rado - Regresaré pronto» , y lo colgó en la pu-erta de la calle, a la que echó la llave. Se di-rigió a la cocina y abrió la puerta que con-ducía al cuarto de estar, y en esta ocasión quitóla llave de la cerradura y la cerró por dentro.

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Entonces, lentamente, bajó la escalera para re-unirse con su familia.

Llegó hasta el final del cuarto y descorriólas cortinas de las dos ventanas: era la primeravez que se descorrían desde que la habitaciónfue preparada para recibir a Gussie. Era unriesgo, aunque pequeño; pero había que cor-rerlo durante breves instantes.

A la blanca luz del día había algo frío ydesamparado en la extravagante escena. Papáestaba leyendo el periódico, mamá, haciendopunto de media; Ben y Emma, jugando a lascartas; Luke, trabajando en su nuevo modelode barco, y Gussie, sentada al piano comosiempre. Sin embargo, parecían un poco blan-quecinos, más muñecos que seres vivos...,hasta la querida Gussie, con su nuevo vestidoazul. Solamente Martha, la recién llegada,aparecía tan lozana y brillante como todos lohabían sido a la cálida luz de gas en sus nochesfelices.

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Suspiró hondo. Alcanzó el candelero y ab-rió las espitas. Luego, se sentó en su sillón.

¡Los quería tanto! Eran suyos: lepertenecían como él les pertenecía. Un huér-fano y expósito, pero tenía familia, y no estuvosolo durante toda su vida. Un hombre que noera como los otros hombres; pero había amadoa una mujer, y durante diez años ella habíasido su querida y adorada esposa.

Impulsivamente, aún medio aturdidoporque los otros tenían los ojos fijos en él, sedirigió al piano, abrazó a Gussie y, por primeravez, la besó en los labios. Su boca estaba fríay seca; pero él nunca había besado unos labiosardorosos y húmedos. Luego, volvió a sentarseen su sillón.

Tras un rato, empezó a oler a gas... Eragas natural; pero si por descuido se dejabaabierta la llave, causaba la muerte a las perso-nas vivas. Cuando empezó a notar que las olasde aturdimiento flotaban sobre él, comprendió

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que la habitación estaba llena de gas. No de-bía esperar hasta que estuviera completamenteatontado.

Metió la mano en el bolsillo de lachaqueta, sacó una cerilla y la encendió re-stregándola en la suela de su zapato.

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GERALD KERSH - Loshombres sin huesos

(Men Without Bones)Estábamos cargando plátanos en el Claire

Dodge, atracado en Puerto Pobre, cuando unindividuo bajito, enfebrecido, subió a bordo.Todos nos apartamos para dejarle paso..., hastalos soldados que hacían guardia en el muelle,provistos de rifles Reming-ton de culataplateada y que iban descalzos, pero con leguisde cuero brillantemente embetunados. Se apart-aban de él porque creían que estaba tocado,loco; no malo, sino peligroso..., y era mejor de-jarle solo.

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Los reverberos de nafta estuvieron lu-ciendo durante todo el tiempo y, desde la bo-dega, la bronca voz del capataz del grupo grit-aba:

-¡Fruta! ¡Fruta! ¡FRUTA!...El jefe del equipo de cargadores del muelle

repetía el mismo grito, mientras lanzaba raci-mos tras racimos de plátanos de un verde bril-lante. El momento ya sería memorable por es-to, si no lo fuera por algo más: la magnifi-cencia de la noche, el bronceado del capataznegro brillando a la luz de los reverberos, elverde jade de la fruta y los olores mezcladosdel muelle. De uno de los racimos de plátanossalió una peluda araña gris, que hizo estreme-cerse al grupo y rompió la cadena que form-aban los hombres, hasta que un muchachonicaragüense, riéndose, la mató con el pie.Dijo que no era peligrosa.

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Fue en ese momento cuando llegó a bordoel loco, sin impedimento alguno, y me pregun-tó:

-¿Adonde se dirige?Hablaba con pausa y con voz cuida-

dosamente modulada. Pero en sus ojos habíacierta mirada perdida, ausente, que me sugirióla idea de que debería permanecer a conveni-ente distancia de sus inquietas manos, lascuales, ahora que pienso en ello, me re-cordaron a la araña gris, peluda, que se comíaa los pájaros.

-A Mobile, Alabama.-¿Me lleva? -preguntó.-No es cosa mía. Lo siento. Yo soy un

pasajero -contesté-. El patrón ha desembar-cado. Será mejor que le espere en el muelle. Éles el amo.

-¿Por casualidad tendría alguna bebida queofrecerme?

Dándole un poco de ron, le pregunté:

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-¿Cómo le dejaron subir a bordo?-No estoy loco -respondió-. Ahora no..., un

poco febril nada más. El paludismo, el dengue,la fiebre de la jungla, la fiebre producida por lamordedura de la rata. Éste es un país malsano,como otros muchos de la misma naturaleza.Permítame que me presente. Mi nombre esGoodbody, doctor en Ciencias de la Univer-sidad de Osboldestan. ¿No le dice esto nada austed? ¿No? Bueno; yo era ayudante del pro-fesor Yeoward... ¿Le dice eso algo a usted?

Contesté:-¿Yeoward, profesor Yeoward? ¡Oh, sí!

Pereció, ¿no es verdad?, en alguna parte de lajungla, más allá de las fuentes del río Amer.

-¡Exacto! -gritó el hombre bajito que a símismo se llamaba Goodbody-. Yo vi cómomoría.

-¡Fruta!-¡Fruta!-¡Fruta!

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-¡Fruta!Gritaban las voces de los hombres de la

bodega. Había rivalidad entre su jefe y elenorme estibador negro del muelle. Las luceschisporroteaban. Los racimos de plátanos ba-jaban a la bodega. Y una especie de malsanoperfume surgía de la jungla, más allá del pu-trefacto río... ni aire ni brisa..., algo así comoel aliento pestífero de fiebre altísima.

Temblando de ansia y, al mismo tiempo,estremeciéndose de escalofríos producidos porla fiebre, de tal forma que tenía necesidad deutilizar ambas manos para llevarse el vaso alos labios..., y aun así, derramó la mayor partedel ron..., el doctor Goodbody dijo:

-Por lo que más quiera, sáqueme de estepaís...; lléveme a Mobile... ¡Escóndame en sucamarote!

-No tengo autoridad para eso -respondí-; pero usted es ciudadano norteamericano;

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puede acreditar su personalidad. El cónsul lemandará a su casa.

-Indudablemente. Pero eso llevaría tiempo.El cónsul cree también que estoy loco. Y sino me marcho, temo que pierda la razón deverdad. ¿No puede usted ayudarme? Tengomiedo...

-Venga, pues -dije-. Nadie le hará dañomientras yo esté a su lado. ¿De qué tienemiedo?

-De los hombres sin huesos -respondió, ysu voz me erizó el cabello-. ¡Los gordos hom-brecillos sin huesos!

Le arropé con una manta, le di un pocode quinina, y le dejé que sudara y temblaradurante un buen rato; pero antes le pregunté,tomándolo un poco a broma:

-¿Quiénes son esos hombres sin huesos?Habló al tuntún en medio de la fiebre; su

razón vacilaba hasta llegar al delirio...

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-...¿Que quiénes son los hombres sinhuesos?... Ahora no hay que tenerles miedo.Son ellos los que le temen a usted. Ustedpuede matarlos con su bota o con un palo...Son algo así como jalea. No en realidad no esmiedo lo que inspiran..., sino asco, náuseas...¡Abruman! ¡Paralizan!... Yo he visto a un jag-uar..., se lo voy a contar..., un jaguar muygrande..., quedarse congelado, mientras ellosescalaban por sus patas, a centenares, y se locomían vivo... ¡Créame, lo he visto yo! Tal vezsea que segreguen algún jugo, que despidan al-gún olor... No sé...

Luego llorando, el doctor Goodbody con-tinuó:

-¡Oh pesadilla..., pesadilla..., pesadilla!¡Pensar en qué abismos de degradación puedecaer una criatura por causa del hambre! ¡Hor-rible, horrible!

-¿Se trata de alguna forma adulterada devida que descubriera usted en la jungla, por

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encima de las fuentes del río Amer? -sugerí-.¿Alguna especie degenerada de antropoides?

-No, no, no. ¡Hombres! Seguramente re-cordará usted la expedición etnográfica delprofesor Yeoward, ¿verdad?

-Murieron todos -dije.-Todos menos yo -contestó-. Tuvimos

mala suerte. En las corrientes impetuosas delAnaña perdimos dos canoas, la mitad denuestras provisiones y la mayoría de nuestrosinstrumentos, así como al doctor Terry, a JackLambert y a ocho de nuestros porteadores...Luego penetramos en territorio Ahu, dondelos indios usan dardos envenenados; pero con-seguimos hacer amistad con ellos y conven-cerlos para que transportaran nuestro equipajeen dirección este, a través de la jungla...,porque ha de saber usted que cualquier cienciaempieza con una conjetura, un rumor, uncuento de viejas, y el objeto de la expedicióndel profesor Yeoward era investigar una serie

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de leyendas de los pueblos indios que concor-dasen: leyendas de una raza de dioses que ba-jaron del cielo en una gran llama cuando la Ti-erra era muy joven... Siguiendo líneas quebra-das y contorneando círculos concéntricos,Yeoward localizó el lugar en que tales leyen-das tenían sus raíces: un lugar inexplorado quecarece de nombre porque los indios se niegan adárselo, ya que, según ellos, es «un lugar fun-esto».

Como los escalofríos disminuían y lafiebre bajaba, el doctor Goodbody hablabaahora más tranquilo y razonablemente. Dijo,con una risita:

-No sé por qué, pero en cuanto me sube unpoco la fiebre, el recuerdo de esos hombres sinhuesos vuelve a mí como una pesadilla paracausarme horrores... Así, pues, decidimos ira ver el lugar donde los dioses descendieronen una llama de fuego durante la noche. Lospequeños y tatuados indios nos condujeron

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hasta la linde del territorio Ahu, y allí descar-garon los bultos y nos reclamaron el salario,y ninguna consideración fue capaz de hacerlosavanzar más lejos. Según decían, nos íbamosa internar en un territorio muy funesto. El jefede los porteadores, un indio que en su épocahabía sido un hombre muy importante, nosdijo, escribiendo en el suelo unos signos conuna ramita, que había errado alguna vez porallí, e hizo un dibujo de algo semejante a uncuerpo ovoidal con cuatro miembros, al queescupió antes de borrarlo con el pie.«¿Arañas? -preguntamos-. ¿Cangrejos?¿Qué?...» Por tanto, nos vimos obligados a de-jar al anciano jefe, hasta nuestro regreso, losbultos que no podíamos llevar, y continuamossolos, Yeoward y yo, a través de sesenta kiló-metros de jungla, la jungla más putrefacta delmundo. Hacíamos quinientos metros diariosaproximadamente... ¡Un lugar pestilente!Cuando ese viento hediondo sopla de la

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jungla, no huelo más que a muerto y pánico...Al fin conseguimos alcanzar la meseta y es-calar el escarpado, y allí vimos algo maravil-loso. Se trataba de algo que había sido una má-quina gigantesca. Originalmente, debió de seruna cosa en forma de pera, de trescientos met-ros de largo por lo menos, siendo su parte másancha un círculo de doscientos metros de diá-metro. No sé de qué metal estaría construido,porque sólo existía el contorno polvoriento deun casco y algunos fantasmagóricos residuosde unos mecanismos increíblemente complic-ados, que servían para demostrar lo que al-guna vez había sido. No pudimos averiguar dedónde procedía; pero el impacto de su ater-rizaje había producido un hondo valle en elcentro de la meseta... ¡Era el descubrimientodel siglo! ¡Demostraba que, hacía incontablesaños, nuestro planeta fue visitado por gentesde otras estrellas! Excitados hasta el máximo,Yeoward y yo nos acercamos a aquella

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fabulosa ruina; pero todo lo que tocábamos sedeshacía en polvo finísimo... Por fin, al ter-cer día, Yeoward encontró un plato semicircu-lar de algún metal extraordinariamente duro,que estaba cubierto con los diagramas más en-loquecedoramente familiares. Lo limpiamos y,durante veinticuatro horas, Yeoward, apenashaciendo pausa para comer y beber, lo estudiódetenidamente. Al quinto día, antes de amane-cer, me despertó con un fuerte grito y me dijo:«¡Es un mapa, un mapa del cielo y un planode una travesía de Marte a la Tierra!». Y memostró cómo aquellos antiguos exploradoresdel espacio habían venido de Marte a la Tierra,vía Luna... «¿Para caer en esta desnuda mesetade esta jungla infernal?», pregunté. «¿Acaso,entonces, era esto una jungla? -respondióYeoward-. Esto pudo haber sucedido hacecinco millones de años.» Yo dije: «¡Oh! Comousted sabe, se tardó pocos siglos en sepultara Roma. ¿Cómo pudo esta cosa permanecer

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en el campo durante cinco mil años, y menoscinco millones?». Yeoward contestó: «No losé. La Tierra suele tragarse cosas y vomitarlasdespués. Ésta es una región volcánica. Unpequeño corrimiento de tierra puede bastarpara engullirse una ciudad, y un movimientoperistáltico de las entrañas de la Tierra puedesacarla de nuevo a la luz un millón de añosmás tarde. Así debió de ocurrir con la máquinade Marte...». «Me gustaría saber quiénesvenían dentro de ella», dije. «Verosímilmente,seres totalmente extranjeros que no pudieronsoportar la Tierra y murieron, o acaso semataron al estrellarse el aparato. Ningún es-queleto sobrevive a tan largo espacio detiempo.» Encendimos fuego y Yeoward seechó a dormir. Como yo ya había dormido, mequedé de guardia. ¿De guardia para qué? Nolo sabía. ¿Por si nos atacaban los jaguares, lasserpientes? Ninguno de esos animales escal-aba hasta la meseta. Allí no había nada para el-

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los. De todas formas, sin saber por qué, teníamiedo.

En aquel lugar se notaba el peso de lossiglos. Suele decirse: «Respétense los tiemposantiguos...». Lo más grande, la edad; lo másprofundo, el respeto... Eso dicen; pero no esrespeto; es temor, es miedo al tiempo y a lamuerte, señor... Debí de adormilarme, porqueel fuego estaba casi extinguido... Yo había ten-ido mucho cuidado en mantenerlo vivo y bril-lante..., cuando vi por primera vez a loshombres sin huesos.

Al alzar la vista vi, en el borde de lameseta, un par de ojos que recogían lumin-osidad de la desvaída luz de la hoguera. «Unjaguar», pensé, y cogí el rifle. Pero no podíaser un jaguar; porque cuando miré a derechae izquierda vi que la meseta estaba cuajadade muchos pares de ojos brillantes... formandoun círculo semejante a un collar de ópalos...,y entonces llegó a mi nariz un olor a Dios

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sabe qué... El miedo tiene su olor, como lediría a usted un tratante de animales. La en-fermedad posee su olor... Pregúnteselo a cu-alquier enfermera. Esos olores dan fuerza a losanimales sanos para pelear o para huir. Éstaera una combinación de ambos olores, más elde una hedionda vegetación en estado de pu-trefacción. Disparé contra el par de ojos quevi primero. Entonces, todos lo ojos desapare-cieron, mientras de la jungla llegaban un gor-jear de pájaros y un griterío de monos, comosi el disparo hubiese alcanzado a todos. Afor-tunadamente empezó a amanecer. No me hu-biera gustado ver aquella cosa, a la que habíadisparado entre lo ojos, a la luz artificial. Erade color gris, y su tejido, correoso ygelatinoso. Su forma externa no era la de unser humano. Tenía ojos, y existían en él otrosvestigios..., o rudimentos..., de cabeza, cuelloy una especie de miembros. Yeoward me dijoque debería recogerlo, sobreponiéndome a lo

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que él llamó «mi repugnancia infantil», yaveriguar la naturaleza de la bestia. Debo decirque él se mantuvo bastante alejado cuando yolo abrí. Era mi trabajo como zoólogo de la ex-pedición, y así lo hice. Tanto los microsco-pios como los demás utensilios delicados sehabían perdido con las dos canoas. Trabajécon un cuchillo y unas pinzas. ¿Y qué encon-tré? Nada: una especie de sistema digestivoenvuelto en una membrana correosa, un sis-tema nervioso rudimentario y un cerebro deltamaño aproximado de una nuez. Todo aquelser, estirado, mediría un metro con veintecentímetros... En un laboratorio, con unos ay-udantes que me hicieran compañía, acaso hu-biera podido decirle a usted algo más. En lasituación en que estaba, hice lo que pude conun cuchillo de caza y unas pinzas, sin tinturasni microscopio, tragándome mi náusea... ¡Erauna cosa nauseabunda... que aún me invadeal recordar lo que encontré! Pero, a medida

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que el sol se alzaba en el horizonte, la cosa selicuó, se derritió, y cuando dieron las nueve,no quedaba de ella más que un lodazal grisy gelatinoso, con dos ojos verdes nadando enél... Y esos ojos..., aún puedo verlos..., se re-ventaron haciendo una especie de grueso popy formando una mancha desagradablementeviscosa en aquel lodo de corrupción.

Después de eso, me alejé durante un rato.Cuando regresé, el sol había evaporado todo,y allí no quedaba sino algo así como lo que seve de una medusa muerta que no se ha evap-orado en una playa caliente. Una viscosidad.Yeoward estaba pálido cuando me preguntó:«¿Qué demonios es eso?». Le respondí quelo ignoraba, que era algo que escapaba a miexperiencia y que, aunque yo pretendía serun hombre de ciencia con un cerebro priv-ilegiado, nada me induciría otra vez a tocaruna cosa como aquélla. Yeoward dijo: «Se es-tá volviendo histérico, Goodbody. Póngase en

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razón. Dios sabe que no estamos aquí paragozar de buena salud. ¡La ciencia, hombre, laciencia! ¡No pasa un día sin que algún doc-tor hunda sus dedos en cosas más asquerosasy hediondas que ésa!». Le contesté: «No locreo. Profesor Yeoward, he operado y disec-cionado muchas cosas extrañas en mi vida;pero esto es algo repulsivo. Me atrevo a decirque tengo los nervios deshechos. Acaso de-beríamos haber traído un psiquiatra... Adviertoque usted no siente tantos deseos de acercarsea mí desde que he manipulado con esa cosa.Volveré a disparar contra otra muy a gusto:pero si usted quiere que se investigue, hágalousted mismo, y ya verá». Yeoward me con-testó que estaba ocupadísimo con el plato demetal. Me dijo que era indudable que aquellamáquina procedía de Marte. Pero, evidente-mente, prefirió conservar la hoguera entre él yyo después de que hube tocado aquella abom-inación gelatinosa. Yeoward continuó la in-

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vestigación de la destrozada máquina. Yoseguí con mi trabajo, consistente en investigarlas formas de vida animal. No sé qué podríahaber encontrado si hubiese tenido..., no digovalor, porque no me faltaba..., si yo hubiesetenido alguna compañía. Solo, mis nervios sedesataron.

Ocurrió una mañana. Penetré en la junglaque nos rodeaba, tratando de espantar el miedoque me atenazaba y de apartar de mí la sensa-ción de repulsión que no solamente me hacíadesear volverme y echar a correr, sino que meproducía terror de girar sobre mí mismo y huir.Acaso sepa usted que, de todos los animalesde aquella selva, el más inconquistable es elperezoso. Encuentra un árbol a propósito, loescala y se cuelga de una de sus ramas con susdoce garras afiladas: un tardígrado que vivede hojas. El tardígrado es tan tenaz que, aunmuerto, con el corazón atravesado de un tiro,colgará de su rama. Tiene una piel correosa

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cubierta por una impenetrable malla de pelosgruesos y entretejidos.

Una pantera o un jaguar no pueden contrala resistencia pasiva de semejante engendro.Siempre encuentra un árbol que no abandonahasta que lo deja sin hojas, eligiendo paradormir una rama bastante gruesa y fuerte,capaz de soportar su peso. En aquella detest-able jungla, durante una de mis breves ex-pediciones..., breves porque estaba solo y teníamiedo..., me tropecé con un gigantescoperezoso que estaba colgado, inmóvil, de larama más ancha de un árbol medio desnudode hojas, dormido, impenetrable, indiferente.Cuando llegó el hediondo crepúsculo verde,surgió una horda de esas cosas gelatinosas. Seprecipitaron al árbol y se deslizaron a lo largode su rama. Hasta el perezoso, que por Ío gen-eral no conoce el miedo, se asustó. Intentóhuir colgándose de la parte más delgada de larama, que se quebró. Cayó al suelo, e inme-

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diatamente quedó cubierto por una temblorosamasa gelatinosa. Aquellos hombres sin huesosno muerden, succionan. Y mientras lo hacen,su color cambia de gris a rosa y luego acastaño. Pero nos temen a nosotros. Hay en-tablada una lucha de raza. A nosotros nosrepelen ellos, y a ellos los repelemos nosotros.Cuando se dieron cuentra de mi presencia allí,ellos..., iba a decir que huyeron..., se desliz-aron, se disolvieron en las sombras que dan-zaban, danzaban, danzaban, debajo de los ár-boles. Y el horror volvió a apoderarse de mí,así que eché a correr y llegué a nuestro cam-pamento, enrojecido y completamente ex-hausto... Yeoward estaba punzándose el talón.Tenía un torniquete atado por debajo de la ro-dilla. Cerca, yacía una serpiente muerta. Lehabía roto el lomo con el plato de metal, peroantes el reptil le había mordido. Me preguntó:«¿Qué clase de serpiente cree usted que esésta?». Me temo que sea venenosa. Noto

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entorpecimiento en las mandíbulas y en lacabeza, y no siento mi mano...». Dije: «¡Diosmío, le ha mordido una jarajacá!». «Y hemosperdido nuestro botiquín de urgencia -replicócon disgusto-. ¡Y hay tanto que hacer!... ¡OhDios mío, Dios mío!... Pase lo que pase, amigomío, coja esto y regrese.» Y me dio aquelsemicírculo de metal desconocido como un te-soro sagrado. Dos horas después moría.Aquella noche, el círculo de ojos brillantes seestrechó aún más. Vacié mi rifle sobre ellosuna y otra vez. Al amanecer, desaparecieronlos hombres sin huesos. El cadáver deYeoward lo cubrí con piedras. Hice una pilapara que los hombres sin huesos no pudieranatraparlo. Luego..., ¡Oh, qué soledad, quémiedo tan espantoso!...; me puse el morral,cogí el rifle y el machete y huí recorriendoen sentido inverso el camino que habíamostraído. Pero me perdí. Bote a bote de conserva,aligeré mi peso. Luego, me desprendí del rifle

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y de las municiones. Más tarde, me zafé delmachete. Mucho tiempo después, aquel platosemicircular se hizo demasiado pesado paramí; así que lo até con lianas a un árbol y con-tinué. Al fin alcancé el territorio Ahu, dondelos hombres tatuados me curaron y semostraron amables conmigo. Las mujeresmasticaban mi comida antes de dármela, hastaque tuve fuerzas suficientes para hacerlo pormí mismo. De los objetos que habíamos de-jado allí, cogí únicamente lo que podía neces-itar, dejando el resto para pagar a los guíasy a los hombres que condujeron la canoa ríoabajo. Y así me alejé de la jungla...

Hizo una pausa.-Por favor, deme un poco más de ron.Su mano estaba ahora más firme mientras

bebía y sus ojos más claros.Yo le dije:-Suponiendo que lo que dice es verdad,

presumo que esos «hombres sin huesos» eran

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marcianos, ¿no? Esto parece algo inverosímil,¿no es cierto? Invertebrados que fundenmetales duros y...

-¿Quién habló de marcianos? -gritó el doc-tor Goodbody-. ¡No, no, no! Los marcianosvinieron aquí y se adaptaron a las nuevas con-diciones de vida. ¡Pobre gente! Cambiaron,declinaron, experimentaron un proceso total-mente nuevo—, un doloroso proceso evol-utivo. Lo que trato de decirle a usted, infeliz,es que Yeoward y yo no descubrimos mar-cianos. Idiota, ¿no lo comprende? Esas cosassin huesos eran hombres. ¡Los marcianoséramos nosotros!

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DAMON KNIGHT - Sin unruido

(Not with a Bang)Diez meses después que el último avión

pasase por allí, supo Rolf Smith, sin ningúngénero de dudas, que sólo otro ser humanohabía sobrevivido. Su nombre era Louise Oliv-er, y estaba sentada frente a él en una cafeteríade Salt Lake City, comiendo salchichas viene-sas en lata y bebiendo café.

La luz del sol atravesaba como un juicio deDios una pared rota. Dentro y fuera no se oíaruido alguno: sólo un apagado rumor de aus-encia. Ya no se oiría nunca más el resonar de

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las fuentes en la cocina ni el pesado rodar delos coches en la calle. Había rayos de sol... ysilencio... y los ojos acuosos y asombrados deLouise Oliver.

Rolf se inclinó hacia adelante, tratando decapturar por un segundo la atención de aquel-los ojos parecidos a los de un pez.

-Darling -le dijo-, respeto tus puntos devista, como es natural, pero tengo que hacertecomprender que son poco prácticos.

La mujer le miró con desmayada sorpresa;luego, apartó los ojos otra vez. Su cabeza nególigeramente.

-No, no, Rolf; no viviré con usted enpecado mortal.

Smith pensó en las mujeres de Francia, deRusia, de Méjico, de los mares del Sur. Habíapasado tres meses en los destruidos estudiosde una estación de radio, en Rochester, es-cuchando las voces que cesaron. Fueron las deuna extensa colonia, en Suecia, incluyendo la

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de un ministro del Gobierno inglés. Inform-aban que Europa había desaparecido, desa-parecido sencillamente. No existía una hec-tárea que no hubiese sido barrida por el polvoradiactivo. Tenían allí dos aviones y gasolinasuficiente para transportarlos lejos del contin-ente; pero no había ningún sitio adonde ir.Tres de ellos sufrieron la peste; luego, once; alfin, todos.

Hubo un piloto bombardero que cayó enPalestina, cerca de la estación de radio delGobierno. No vivió mucho, porque se habíaroto algunos huesos al caer; pero había vistolas islas del Pacífico. Era su opinión quehabían sido bombardeados los campos heladosdel Artico.

No había informes de Washington, ni deNueva York, ni de Londres, París, Moscú,Chungking o Sidney. No se podía decirquiénes habían muerto por enfermedad, por elpolvo o por las bombas.

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El propio Smith había sido ayudante delaboratorio de un equipo que estaba tratandode descubrir un antibiótico contra la peste. Sussuperiores encontraron uno que actuó durantealgún tiempo, pero fue ya demasiado tarde.Cuando se marchó, Rolf se llevó consigo todolo que encontró: cuarenta ampollas, bastantepara poder vivir muchos años.

Louise había sido enfermera de un hospitalmoderno, cerca de Denver. Según ella, algoextraño sucedió al hospital cuando se acercabaa él la mañana del ataque. Estaba completa-mente tranquila cuando dijo eso, pero unavaga mirada apareció en sus ojos y su descom-puesta expresión pareció alterarse algo más.Rolf no la presionó para que se explicase.

Como él, Louise encontró una estación deradio que aún funcionaba, y cuando Smith des-cubrió que ella no había contraído la peste,se puso de acuerdo con ella para reunirse. Alparecer, Louise era naturalmente inmune. Se-

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guramente habría habido otros, unos pocos almenos; pero ni el polvo ni las bombas los per-donaron.

Louise consideraba una desgracia que nohubiese quedado vivo ningún pastor protest-ante.

Era una perturbación. Ella lo creía real-mente así. Smith tardó mucho tiempo encreerlo, pero era verdad. Tampoco ella quisodormir en el mismo hotel que él. Ella le es-peraba y recibía, con la mayor cortesía y dec-oro del mundo. Smith aprendió la lección. Sepaseaba por la acera, llena de cascotes; le abríalas puertas, donde las había; le ponía la silla;evitaba decir palabrotas. En fin, la cortejaba.

Louise tenía cuarenta años o así; unoscinco años más que Smith. El se preguntabafrecuentemente lo vieja que ella pensaba queera. El choque que le produjo lo que le pasóal hospital, sea lo que fuere, y a los enfermosque ella había cuidado, hizo que su perturbada

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mente retrocediera a la niñez. Ella admitía tá-citamente que todo el mundo había muerto;pero parecía considerarlo como algo que no sedebía mencionar.

Millares de veces, en las últimas tres sem-anas, Smith sintió un impulso casi irresistiblede acogotarla y continuar su propio camino.Pero eso no le solucionaba nada. Ella era laúnica mujer en la Tierra, y él la necesitaba. Siella moría o le abandonaba, él moriría: «¡Viejaperra!», pensó para sí, furioso; pero tuvomucho cuidado de que tal pensamiento no semanifestara en su cara.

-Louise, cariño -dijo con dulzura-, quieroaceptar tus sentimientos tanto como me seaposible. Lo sabes muy bien.

-Sí, Rolf -respondió, mirándole con carade pollo hipnotizado.

Smith se forzó para continuar:-Tenemos que enfrentarnos con los

hechos, por desagradables que sean, cariño. Tú

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eres la única mujer y yo soy el único hombreque quedamos sobre la superficie de nuestroplaneta. Somos como Adán y Eva en elParaíso Terrenal.

La cara de Louise adquirió una ligera ex-presión de malestar. Estaba pensando, evid-entemente, en las hojas de parra.

-Piensa en las generaciones no nacidas -continuó Smith, con un temblor en la voz.

«Piensa en mí por una vez. Tal vez tequeden diez años para gestar, o quizá menos»,pensó para sí.

De repente, pensó en la segunda etapa dela enfermedad: la irremediable rigidez,hiriendo sin avisar. Él había sufrido ya uno deesos ataques, y Louise le había ayudado a sa-lir de él. Sin ella, se hubiera quedado paraliz-ado hasta morir. No se hubiera podido ponerla inyección salvadora, porque la mano quedórígida. Desesperadamente, pensó: «Si tengosuerte, puedo engendrar dos hijos con ella, por

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lo menos, antes que sea demasiado tarde. En-tonces, estaré salvado».

Continuó:-Dios no puede querer para la raza humana

un final como éste. Él nos ha unido a ti y a mípara...

Hizo una pausa. ¿Cómo podría decirlopara no ofenderla?, «...hacernos padres». ¿Nosería demasiado sugerente?, «...sostener la ant-orcha de la vida». Sí, eso era mejor. Y erabastante insinuante.

Louise miraba vagamente más allá delhombro de Rolf. Sus párpados guiñaban regu-larmente y su boca hacía, al mismo ritmo, unasmuecas semejantes a la de los conejos.

Smith miró sus torpes piernas metidas de-bajo de la mesa. ¡Cristo, si fuera lo bastantefuerte!...

Experimentó otra vez la inútil ira, y reso-pló. Tenía que conservar la cabeza, porqueésta podía ser su última oportunidad. Louise

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estuvo hablando últimamente, en el lenguajeconfuso que siempre empleaba ahora, de ir ala montaña para suplicar buena conducta. Nodijo «sola», pero era bastante fácil compren-der que lo proyectaba así. Él se concentró furi-osamente y lo intentó una vez más.

El tropel de palabras llegó a sus oídoscomo un distante murmullo. Louise oía unafrase de cuando en cuando; cada una de ellasformaba cadenas de pensamientos, atando susensueños más fuertemente.

-Nuestro deber hacia la Humanidad-Mamáhabía dicho con frecuencia (eso ocurrió en lavieja casa de Waterbury Street; por supuesto,antes que mamá cayese enferma...). Ella habíadicho:

-Niña, tu deber es ser limpia de alma, edu-cada, y temerosa de Dios. No importa ser bon-ita. Hay muchísimas mujeres sencillas queconsiguen esposos buenos y cristianos-

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Esposos... Tener y conservar... Flores deazahar y madrinas de boda. Música de órgano.A través del ofuscamiento mental, vio la mez-quina cara de lobo de Rolf. Claro que era elúnico hombre que se había dirigido a ella en suvida; eso lo sabía bastante bien. Cuando unamuchacha pasa de los veinticinco años, tieneque coger lo que se le presente.

«Aunque algunas veces me pregunto siRolf es, en realidad un hombre bueno», pensóLouise.

«...en lo ojos de Dios...» Recordó lasventanas de cristales de colores de la vieja ig-lesia episcopaliana, y cómo creía ella siempreque Dios la estaba mirando a través de la bril-lante transparencia. Tal vez continuaba Élmirándola ahora, aunque parecía, algunas vec-es, que Él la había olvidado. Bueno, porsupuesto, sabía que habían cambiado las cos-tumbres matrimoniales, y si no podía casarlaun ministro del Señor... Claro que sería una

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vergüenza, un ultraje casi, que si ella se casabaahora con ese hombre, no podría llevar las co-sas en condiciones, ni tendría todas esas co-sas agradables... No habría tampoco regalosde boda. Ni siquiera eso. Pero, naturalmente,Rolf le daría lo que ella quisiera. Vio su caraenfrente, observó sus entornados ojos negrosmirándola con propósito feroz; la delgada yfina boca, que se movía con lento y regular tic;los velludos lóbulos de sus orejas, bajo la masade su cabello negro...

«Él no debía dejar que le creciera tanto elpelo -pensó-. No era decente.»

Bueno; ella cambiaría todo eso. Si secasaba con él, seguramente conseguiría que élcambiara su forma de ser. Eso no era más quecuestión suya: un deber...

Rolf estaba hablando ahora de una granjaque había visto en las afueras de la ciudad:una casa grande, en buenas condiciones, y ungranero. Dijo que no tenía ganado; pero lo

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conseguiría más adelante. Y plantarían cosas,y tendrían sus propios alimentos para comer,sin necesidad de tener que acudir siempre a losrestaurantes.

Ella sintió un contacto en su mano, ex-tendida, muy pálida, delante de ella, sobre lamesa. Los gruesos y morenos dedos de Rolf,velludos por encima y por debajo de los nud-illos, estaban tocando los de ella. Él había de-jado de hablar un instante; pero ahora estabahablando otra vez, con más prisa aún. Ella re-tiró la mano.

Él estaba diciendo:-...y tendrás el vestido de novia más bonito

que hayas visto, y un ramo de flores. Todocuanto tú quieras, Louise; todo...

¡Un vestido de novia! ¡Y flores, aunqueno hubiera pastor! ¡Vaya! ¿Por qué no lo dijoantes aquel tonto?...

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Rolf se quedó callado en mitad de unafrase, sorprendido por lo que Louise había di-cho con toda claridad.

-Sí, Rolf. Nos casaremos cuando tú quier-as.

Estupefacto, deseaba que ella le repitieraaquello; pero no se atrevía a preguntárselo denuevo, a preguntarle: «¿Qué has dicho?», pormiedo a que le diera una contestaciónfantástica, o ninguna. Respiró profundamente,y dijo.

-¿Hoy, Louise?Ella respondió:-Bueno, hoy... No tengo prisa... Claro que

si tú crees que puedes arreglarlo todo...; peroparece...

El triunfo surgió a través del cuerpo deRolf. Ahora tenía la ventaja, y se aprovechó deella.

-Di lo que quieras, querida -le urgió-. Di«sí» y me harás el más feliz de los hombres.

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Aun entonces, su lengua se resistió a decirlo demás; pero no importaba. Ella asintió,sumisa.

-Lo que a ti te parezca mejor, Rolf.Rolf se puso en pie y ella le permitió que

besase su pálida y ajada mejilla.-Nos marcharemos en seguida -dijo-. ¿Me

perdonas un minuto, querida?Esperó su «desde luego» y se alejó, mar-

cando las huellas de su paso sobre la gruesaalfombra de polvo, en dirección al otro ex-tremo de la sala. Sólo tendría que hablarle,como acababa de hacer, unas cuantas horasmás, mirándola a los ojos, y confiaría en élpara siempre. Después, haría con ella lo quequisiera: pegarle, cuando le vinieran ganas; so-meterla a cualquier broma burlona o despreci-ativa; maltratarla... Después de todo, no seríademasiado malo, ya que era el último varónsobre la tierra... No sería malo en absoluto.Ella aún podría tener una hija-

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Encontró la puerta del servicio y entró. Dioun paso hacia adelante y se quedó congelado,sacudido por un movimiento ilusorio, justo,pero irremediable. El pánico atenazó su gar-ganta cuando intentó volver la cabeza y nopudo; cuando intentó gritar, pero en vano. Ex-perimentó la sensación de oír, a su espalda, unligero chasquido cuando la puerta, accionadapor el cierre hidraúlico, se cerró para siempre.No estaba cerrada con llave; pero no import-aba. Al otro lado, por la parte de afuera, se leíaun rótulo: CABALLEROS.

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JOHN BURKE - La fiestade cumpleaños

(Party Games)En cuanto abrió la puerta de la calle y vio

a Simon Potter en el descansillo, comprendióAlice Jarman que habría dificultades.

A espaldas de ella, la fiesta se hacía másruidosa. Ya había habido una pelea. Dos niñosse habían pegado mutuamente y hubo un mo-mento de barullo cuando uno de ellos fue lan-zado pesadamente contra la pared. Pero fue unapelea corriente. Una reunión en donde los niñosno se pelean no es una reunión.

Simón Potter dijo:

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-Buenas tardes, mistress Jarman.Tenía ocho años y era ese niño ejemplar

que nunca se vería complicado en una pelea:educado, limpio, tranquilo, cortés e inteli-gente..., pero también impopular. Su impop-ularidad era tal que procuraban apartarle detoda pelea en lugar de atraerle a ella. Era unniño frío. Aunque estaba allí con su deferentesonrisa, a Alice le entraron escalofríos.

Llevaba un impermeable nuevo, sus zapa-tos estaban perfectamente lustrados... («Prob-ablemente limpiados por él mismo», pensóAlice), y su cabello castaño claro cuida-dosamente peinado hacia atrás. Traía un regaloenvuelto con todo cuidado.

Alice retrocedió y Simón entró en elvestíbulo.

En aquel mismo instante, se abrió de unempujón la puerta del cuarto de estar y Ronniesalió de golpe. Se paró cuando vio a Simón.Dijo lo que Alice estaba segura que diría:

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-Yo no le invité.-Bueno, Ronnie...-Muchas felicidades, Ronnie -dijo Simón

alargándole el paquete.Ronnie no pudo evitar mirarle. Tampoco

pudo evitar el movimiento instintivo de sumano hacia él. Luego, movió la cabeza y miróa Alice.

-Pero, mamá...Ella trató de suavizar la cuestión... o, me-

jor dicho, la embarulló. El ruido y el jaleo delcuarto de estar ayudaban a ello. Ronnie era in-capaz de concentrarse. Quería quedarse y dis-cutir; quería aceptar el regalo y regresar al tu-multo. Alice cogió el impermeable de Simóny empujó a éste hacia la fiesta. No necesitóque le dijeran que se limpiara los zapatos en elfelpudo, ni añadió nada a las huellas de barroque algunos niños habían dejado. Ronnie in-tentó decir algo; pero, sin saber cómo, se en-contró con el paquete en la mano y empezó a

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desatarlo mientras seguía a Simón al cuarto deestar.

Alice permaneció junto a la puerta unosminutos, mirando al interior.

-¡Eh!...¡Mirad!...¡Qué estupendo!...Ronnie quitó el papel y abrió la caja. Sacó

una cigüeña y la alzó.-Está echa de escayola -dijo Simón pausa-

damente.Era una simple aclaración, pero quitó

alegría de la cara de Ronnie. Los otros, quese habían acercado, retrocedieron y mirarona Simón. Su regalo era de más precio quecualquiera de los que ellos habían traído. Lohabía hecho mal. Siempre hacía las cosas mal.Con sólo que intentase hacer una cosa, ya lahacía mal.

Un muchacho alto, con pelo color de za-nahoria, empujó a Ronnie. Ronnie dejó lacigüeña sobre una silla y le empujó a él. Una

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muchacha, con una cinta para el pelo colorazul, dijo:

-¡Oh! No empecéis otra vez.Y se apartó a un lado.Se encontraba cerca de Simón. Éste le son-

rió. La miró, mirando después a otra niña queestaba un poco más allá, como si quisiera at-raer a ambas más cerca de él.

-Siempre está hablando con las chicas -había dicho Ronnie en una ocasión a su madre.

Alice observaba. Sí. Se daba cuenta de queSimón era un niño que le gustaba hablar conlas chicas porque no tenía nada que decir a loschicos. Pero las niñas no eran aduladoras. Enlugar de acercarse a él, se echaron a reír, semiraron y se alejaron, mirando hacia atrás yriéndose siempre.

Alice fue a la cocina y corrió las cortinas.Pronto sería completamente de noche en elexterior. En verano, hubieran podido celebrarla fiesta en el jardín; pero Ronnie eligió para

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nacer el invierno. Por eso la mayoría de lascelebraciones fueron acompañadas de huellasde pies mojados en el interior de la casa y granalboroto de bufandas, guantes, capuchas e im-permeables cuando se marchaban los invita-dos.

Tom llegaría a casa dentro de veinteminutos aproximadamente. Ella se alegraríade verle. Aunque el ruido y el jaleo no dis-minuyeran, serían en cierto modo más toler-ables compartiéndolos con alguien. Tom or-ganizaría los juegos, los animaría y con-seguiría que las niñas, en particular, sedesternillasen de risa. Ella tenía que permane-cer en el cuarto de estar para asegurarse deque nadie se hacía daño ni estaba desatendido;había empezado con ellos un juego musical,pero el piano tocaba terriblemente, y mientrasestuvo sentada en el teclado, a su espalda sedesencadenó un verdadero caos. Luego surgir-ió la busca de un tesoro antes de la fiesta.

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No era buena organizadora de fiestas. Elnerviosismo y la excitación de los niños lasacaban de quicio, la ponían mala. No im-portaban las molestias que se tomaba durantelos días que precedían al del cumpleaños. Lacuestión era que cuando éste llegaba, nuncaestaba preparada para hacerle frente.

Tom le, aseguraba que eso carecía de im-portancia. Sólo tenía que abrirles la puerta,dejarlos entrar y que se las arreglaran comoquisieran. Cuando hubiera señales de que losmuebles peligraban por el jaleo, no tenía másque aparecer con los emparedados, la merme-lada, la tarta y los helados.

Para Tom, todo estaba bien. Él no re-gresaba a casa hasta que ella había parado elprimer golpe. Veinte niños juntos no eran sola-mente veinte niños aislados que se juntan, unomás uno, más uno..., sino que formaban unalgo más grande y más terrible. No se podíadecir lo que ellos serían capaces de hacer si

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las circunstancias les eran propicias o no; de-pendía de la forma en que se mirase lacuestión.

Del cuarto de estar salió un grito de burla.Alice se animó para ir a ver qué pasaba y echaruna ojeada de inspección al mismo tiempo.

Cuando llegó al cuarto de estar, le fue im-posible saber cuál había sido la causa del grito.Simón Potter estaba apoyado contra una pared,mientras Ronnie y su mejor amigo gesticul-aban y bamboleaban la cabeza con alocadojúbilo, exagerando el movimiento y golpeán-dose las caderas como malos actores de unacomedia escolar.

Ronnie se dio cuenta de que su madre leobservaba. Sus visajes se hicieron más ingenu-os y afectuosos. Luego, antes que ella pudiesefruncir el ceño o hacerle una pregunta silen-ciosa, giró en redondo y cogió una brazada deregalos.

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-¡Venid, venid!...¡Mirad lo que me haregalado papá!...

Alguien gruñó de forma teatral: un niñocon granos sopló una ruidosa trompeta. Perotodos se reunieron, obedientes, alrededor deRonnie. Era lo más acertado. Ésta era su fiestay su cumpleaños, y en cierto modo era lógicoque sintiera deseos de que ellos inspeccion-aran sus trofeos.

-Mi papá me regaló esto -dijo, y Alice notóque se tranquilizaba al escuchar la adoraciónque se desprendía de su voz-, Y esto. Mi papáme regaló esto también.

Hubiera sido exactamente lo mismoaunque Tom le hubiese regalado un muñecobarato o una caja de lápices: la devoción filialhubiera estado allí, constante. Alice le queríapor amar tan intensamente a su padre.

Simón observaba todo muy serio. No de-mostró nerviosismo ni malestar. No hizo ruid-os aprobatorios ni cambió miradas de envidia

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con nadie. Estaba distante, inmóvil. Era desa-pasionado.

Sin embargo, detrás de aquella carita fríadebía de haber envidia o, al menos, tristeza.El padre de Simón había muerto hacía algunosaños. Su madre le había educado con un fervortan sincero que le impedía toda distracción yese pequeño contacto con los otros niños, apesar de que pasaba muchas horas, muchosdías y muchas semanas en el colegio con ellos.Su madre trabajaba en el despacho de unabogado y llevaba también la dirección de suhogar, determinada a que el niño no notara de-masiado el vacío dejado por la pérdida de supadre. Todos lo días, Simón permanecía unahora más en el colegio, en una clase junto aotros niños cuyo regreso a casa sería difícil ocuyos padres trabajaban y no podían abandon-ar el trabajo para ir a buscarlos. Cuando Simónregresaba a su casa, mistress Potter estaba yaallí esperándole, dispuesta a dedicarse por en-

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tero a él. Estaba orgullosa de la vida que am-bos llevaban, orgullosa de su hogar y orgullosade la inagotable limpieza, educación e inteli-gencia de su hijo.

Alice vio que se aclaraba la garganta. Lovio, más que lo oyó, por la forma en que apretóla barbilla y tragó. Avanzó. Ella creyó por unmomento que iría a preguntarle si podía acer-carse más para mirar algunos de los regalos deRonnie. Entonces le preguntó:

-¿No jugamos a nada?Todas las cabezas se volvieron. Los niños

le miraron. Una niña rompió el repentino si-lencio. Parecía contenta con la propuesta:

-Sí. Juguemos a algo. ¿A qué vamos ajugar?

-Si pudiéramos conseguir algún trozo depapel -dijo Simón mirando significativamentea Alice, que comprendió en seguida que elniño se había dado cuenta durante todo el rato

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del escrutinio sufrido por ella-, escribiríamosel nombre de alguien en él y...

-¡Oh! Juegos de papel -gruñó alguien.-Se elige un nombre -insistió Simón- y se

escribe en una de las carillas del papel. Luego,se dobla el papel en cuatro dobleces y seempieza a decir nombres de flores, de árbolesy de..., bueno, de futbolistas si os gusta..., ytodos tienen que empezar con las letras delnombre.

El niño especializado es soplar sopló denuevo, haciendo la trompetilla.

-¿De qué está hablando? -preguntó la niñade la cinta azul.

-Es muy fácil -continuó Simón alzando lavoz-. Se escribe el nombre en una de las caril-las del papel. Luego, se escriben las cosascuyo nombre... bueno, el de los objetos quevosotros elijáis, y...

-¡Oh! Juegos de papel.

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Alice intervino. Ya era hora de que unadulto controlase la fiesta y dijese lo quetenían que hacer. Entró en la habitación y tratódesesperadamente de recordar los juegos enque había actuado cuando era niña. Su memor-ia no la ayudó. Se resistía. Todo cuanto pudorecordar fue una niña atravesando el asiento deuna silla y chillando y un niño agachado, quereunía a un grupo de personas a su alrededor,mientras escupía al fuego de la chimenea..

Alice dijo:-Escuchadme todos.Los niños se volvieron, agradecidos, hacia

ella.-¿Por qué no jugáis a la llamada del

cartero? -aventuró.Hubo encogimientos de hombros, muecas

y desdenes; pero a las niñas les gustó la idea, ypor unos instantes todos jugaron a la llamadadel cartero. Alice se alejó otra vez, dejándolosque jugaran. Desde la puerta de la cocina,

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miraba de cuando en cuando al vestíbulo. Depronto, consideró que aquella vigilancia eratan absurda como la de un espía. Algunos delos niños se comportaban con asombrosa con-fianza, que indicaba su prolongado estudio delas películas que nunca debieron permitirlesque vieran. Algunas de las niñas iban de unlado para otro; otras permanecían sentadas yse divertían entre sí. Era espantoso ver en esosniños de ocho y nueve años el modelo de loque serían cuando fueran adultos..., modelo yaen formación, en algunos ya establecido.

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Simón estaba al otro lado de la puerta, es-perando. Llamó con los nudillos. La muchachaque abrió le miró cautamente, preparada amostrarse altiva o coqueta. Después de besarse,la niña se limpió los labios con el dorso de lamano. Simón volvió a la habitación. La niñamiró al techo, y dijo, lo bastante alto para que leoyeran él y los otros que se hallaban en el cuartode estar: -¡Uf!

Todos estaban cansados... Los niños, máscansados que las niñas.

-¡Asesinato! ¡Juguemos al asesinato!Cuando la puerta se abrió y Ronnie salió

corriendo, Alice trató de acumular buenasrazones para que no jugaran al asesinato. Perono actuó de prisa. Todos corrían ya escaleras ar-riba. Dos niños entraron en la cocina, en direc-ción a la puerta de atrás; pero se pararon cuandovieron a Alice.

-Afuera, no -dijo Alice precipitadamente,tratando, en cierto modo, de evitarlo-. El jardín

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está lleno de barro. Tenéis que permanecerdentro de casa.

Los niños se volvieron y se alejaron. Aliceoyó pisadas sobre su cabeza. Hubo un lejanogolpear de puertas. Se apagaron las luces.Ronnie apareció de pronto en la mancha deluz que salía de la cocina. Él y el niño pecosohacían gestos y cuchicheaban. Simón Potterpasó por el lado de ellos en su camino hacia laescalera. Cuando desapareció, ambos niños sejuntaron más en actitud de conspirar.

Antes que Alice pudiera hacer un movimi-ento, Ronnie corrió hacia ella.

-¿No te importaría que cerráramos la pu-erta, mamá?

No esperó respuesta, sino que la cerró tran-quilamente y la dejó prisionera. Alice com-prendió que habría alaridos de protesta sivolvía a abrirla.

Hubo un minuto completo de cómodo si-lencio. En su cabeza había, incongruente-

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mente, más ruido que en la última hora. Enla quietud se estaba elaborando un proceso detensión. Algo iba a estallar.

De la escalera llegó un golpazo apagado.Se repitió. Podía ser alguien golpeando insist-entemente el suelo o dando porrazos a una pu-erta para que le dejaran salir.

«Sí -pensó con aprensión-, deben de haberencerrado a alguien en alguna de las hab-itaciones o en una de las alacenas que hay al fi-nal del pasillo..., arriba, en lo alto de esta viejay crujiente casa... Alguien. Simón.»

En aquel momento se oyó un grito quehelaba la sangre.

Alice abrió la puerta de un tirón.-¡Apagad esa luz!-No, todo está bien -dijo la voz de Ronnie

desde el fondo del pasillo-. Todo ha ter-minado.

Se oyó ruido de pisotadas bajando otra vezla escalera. Las luces se encendieron en toda la

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casa. Todos gritaban a todos. ¿A quién habíanasesinado? ¿Quién era la víctima?

Alice se sintió aliviada al saber que la víc-tima era Marión Pic-kering, una niña delicaday rubia, con ojos demasiado inteligentes parasus pocos años.

«En verdad -pensó Alice, nada caritativa-es muy posible que Marión termine un día enla primera página de los periódicos domin-icales.»

Niños y niñas salieron de sus escondites.El vestíbulo pareció hervir de actividad; luego,todos, alborozados, regresaron al cuarto de es-tar. Ahora parecía que había el doble de niñosque antes, cuando empezó la fiesta.

Alice oía el griterío. Ronnie intentabarestablecer cierto orden.

-¿Quién estaba en la escalera? ¿Quierescallarte?... Tenemos que descubrir quién es-taba arriba y quién estaba abajo... Ahora sen-témonos... ¡Oh, cállate un minuto!, ¿quieres?

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La investigación estaba a punto de conver-tirse en un caos. Se necesitaba una mano fuertepara controlarlos. En su lugar hubo gritos ychillidos, una suspensión de la tensión en laoscuridad.

Ahora era ya de noche. Alice no se habíadado cuenta de lo rápidamente que había caídola tarde. Veinte minutos antes hubiera sidoaún demasiado pronto para jugar al asesinato;pero ahora estaba oscuro al otro lado de lasventanas.

A través del murmullo de voces oyó undébil aunque inequívoco ruido: el de la llavede Tom en la cerradura de la puerta.

Alice se hallaba en el centro del vestíbulocuando su marido entró.

-¡Cariño!Tom avanzó hacia ella, agachándose para

besarla. Venía cargado con algunas herrami-entas de jardinería: una llana -que salía de una

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rota envoltura de papel castaño-, unaspodaderas y un hacha de mango corto.

-¿Todo marcha bien? -preguntó señalandocon la cabeza hacia la puerta del cuarto de es-tar.

-Me alegra que hayas vuelto.-¡Ah! Eso quiere decir que no todo marcha

bien, ¿eh?-A veces.Era maravilloso estar viéndole. ¡Su del-

gada y arrugada cara era tan tranquilizadora!...El olor de humo de pipa en su pelo, la tranquilaconfianza de sus ojos, la vista de sus compet-entes y hábiles manos, todo lo de él la tranquil-izaba y, al mismo tiempo, la suavizaba.

Sin embargo, había algo que no marchababien; algo que la agobiaba y que solicitaba suatención.

Cuando Tom se volvió para dejar losutensilios de jardinería junto al paragüero, ellanotó que el ruido continuaba en lo alto de la

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escalera: aquel golpeteo intermitente que oy-era antes.

-Dejaré estas cosas aquí -estaba diciendoTom-, y luego iré a mezclarme con el tumulto.

Alice se dio cuenta de lo que Tom acababade hacer con las herramientas.

-¡No las dejes ahí! ¡Por el amor de Dios!¡Con todos esos pequeños monstruos cor-reteando por aquí...!

-Bueno, bueno. Me las llevaré afuera y lasmeteré en el cobertizo.

-Está todo tan sucio... Volverás con los za-patos llenos de barro y... -se interrumpió y seechó a reír. Tom también se rió-. Parezco unaquejica, ¿verdad?

Tom se puso los utensilios debajo delbrazo y se dirigió a la escalera.

-Los dejaré en nuestro cuarto -dijo confirmeza.

Ronnie, salió brusca y alegremente delcuarto de estar.

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-¡Papá!...Corrió hacia su padre y le atajó, tratando

de rodearle la cintura con un brazo, mientras lesonreía.

-Entra aquí..., entra y mira... Tengomuchas más cosas... Pero nada como tus re-galos...

-Espera un minuto, hijo. He de dejar estascosas arriba. Inmediatamente bajo.

Alice, al pasar junto a ellos, echó unamirada al cuarto de estar. Se acercó más a lapuerta; luego preguntó:

-Ronnie, ¿dónde está Simón?-¿Cómo?-Simón... ¿Dónde está?Ronnie se encogió de hombros y se abrazó

a su padre otra vez.-No lo sé. Probablemente subiría al cuarto

de baño.-Ronnie, si le has hecho algo..., si le has

encerrado en alguna parte...

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-No tardes papá.Ronnie dio un rodeo y se escurrió por de-

trás de su madre. Alice no se atrevió a pre-seguirle en aquel mare magnum de brazos,piernas y caras vocingleras.

Tom preguntó:-¿Pasa algo?-No lo sé. Me pregunto solamente si le

habrán jugado alguna broma pesada a SimónPotter.

-Creí que no estaba invitado.-No lo estaba. Pero vino el pobre chico. Le

han tenido apartado de todo. Y ahora piensoque pueden haberle hecho algo.

El griterío del cuarto de estar era tan exor-bitante que Alice no hubiera jurado que oía elespasmódico golpear arriba...

-Yo lo veré -dijo tranquilizándola.Alice se sentía contenta de volver a la co-

cina y dejarlo todo en manos de su marido.Ahora, todo marcharía bien.

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Dos niños salieron corriendo del cuarto deestar.

-Mistress Jarman..., ¿dónde está el retrete,por favor?

-En el primer piso, al final de la escalera, ala izquierda...

Subieron de dos en dos los peldaños de laescalera detrás de Tom. Alice se sintió cómoday segura cuando regresó a la cocina, en lugarde ser una inútil asustadiza. Empezó a colo-car los tarritos de mermelada en una bandeja.Dentro de quince minutos empezarían a mer-endar. Después Tom organizaría los juegosmientras ella retiraba los restos de la merienday fregaba los cacharros.

Ronnie entró en la cocina.-¿Dónde están las cosas del juego, mamá?El golpeteo de arriba había cesado. Pero

se oyó un ruido más fuerte, como si alguiense hubiera caído o arrojado algo pesado contrael suelo. Tal vez hubiera sido Tom, al abrir

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una de las puertas de la alacena: ¡estaban tanviejas, tan estropeadas y tan mal sujetas!...

-Ronnie, ¿hiciste...?El niño no esperó a que su madre acabara

la frase. Cogió la bandejita, que con todo cuid-ado preparara aquel mismo día a primera horay que estaba tapada con una hoja de fino papelcolor castaño y se marchó.

Alice le oyó gritar:-Amigos, venid y sentaos. Ahora apagaré

las luces...-¡Eh, eh! ¡No empezar sin nosotros!...Se oyeron pasos precipitados bajando la

escalera y algunos niños entraron corriendoen el cuarto de estar. Debían de haber estadohaciendo cola en el retrete de arriba. Cuandouno necesita ir, se les ocurre ir a todos. «Notardarían mucho en ir las niñas», pensó Alice:a todas ellas les entrarían ganas de orinar, máspor imaginación que por necesidad.

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-¡Se ha cometido un crimen! -gritaba Ron-nie, y su voz, tan enronquecida por el continuoesfuerzo, se quebraba a cada dos o trespalabras-. Descubriremos quién lo hizo; perono trataremos con el cadáver, ¿verdad?

-El cadáver era yo -lloriqueó Marión.-Sí, sí; ya lo sabemos, pero... ¡Cerrad esta

puerta!Se oyó el golpazo de la puerta y la voz

quedó ahogada. Tras unos minutos se escuchóun chillido agudo y una explosión de carcaja-das; luego, otro chillido. Alice colocó los em-paredados triangulares en una bandeja. Por eltono y la intensidad de los gritos casi podíaseguir el desarrollo del juego.

-Aquí está la mano del cadáver -estaría di-ciendo Ronnie.

Y pasaría un guante de goma relleno detrapos por toda la fila, en la oscuridad.

-Aquí tenemos parte de pelo...

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Y pasaría un manojo de hilaza sacada delviejo sofá que se hallaba arrumbado en elcobertizo del jardín.

-Y aquí están sus ojos...Y dos uvas peladas pasarían de unas

manos vacilantes y temblorosas a otras manosvacilantes y temblorosas.

Todo estaba listo para la merienda. Alicese dirigió a la puerta.

Ya era tiempo de que Tom bajara. No leoía hacer ningún ruido.

Alice fue al pie de la escalera y miró haciaarriba.

-Tom... ¿estás listo?No hubo respuesta. Acaso se hubiera

puesto al final de la cola para entrar en el re-trete, por tener más control de sí mismo quelos sobreexcitados niños.

Alice decidió poner punto final a los jue-gos. Se dirigió a la puerta del cuarto de estar yla abrió.

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-¡Ah, mamá! ¡Cierra esa puerta!...-Es hora de merendar...Y encendió la luzSe oyó un grito; luego otro. Y, todos a

la vez, se sumieron en la histeria. Había ter-minado la broma. Una niña, sentada, miraba loque tenía en la mano y empezó a chillar desa-foradamente.

Alice dio un paso hacia el interior de lahabitación, sin dar crédito a lo que veía.

Un niño sostenía una mano cortada, de laque escurría sangre sobre sus rodillas. La niña,que no podía dejar de gritar, tenía un ojo hu-mano en su mano derecha. La que estaba asu lado tenía también otro ojo, aplastado ydestrozado. A su izquierda, el niño pecoso es-taba pálido y dejó caer por entre sus dedos, alsuelo, un mechón de pelos.

Alice dijo:-¡No!Algo la mantuvo erguida.

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-No. Simón...¿Dónde está Simón?-Estoy aquí, mistress Jarman.La voz era completamente tranquila. Alice

se volvió, y le encontró de pie en uno de losrincones de la habitación. Trató de hallar pa-labras. El niño, aún frío y ausente, dijo:

-Me encerraron. Ronnie y ese otro me en-cerraron. Pero ahora estoy bien. Me sacaron, yahora todo está bien.

Alice miró la espantosa mano, que chor-reaba sangre por la muñeca. Y la reconoció,así como el color del cabello que yacía en elsuelo.

Simón Potter permaneció absolutamenteinmóvil cuando Alice corrió hacia la puerta ysubió la escalera.

Encontró a su marido tendido delante de lapuerta de la alacena del dormitorio, de dondehabía libertado al niño. Las herramientas dejardinería estaban a su lado teñidas de rojo: elhacha, que hendió primero su cabeza y segó

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luego la mano; las podaderas, que sirvieronpara cortar un mechón de su pelo, y la llana,que había sacado toscamente sus ojos.

Simón, pálido pero contento, ya no era el«único niño sin padre» de aquella habitacióndel piso de abajo.

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FRITZ LEIBER - La equisseñala al peatón

(X marks the Pedwalk)La andrajosa viejecilla se hallaba, con la

bolsa de la compra colgada del brazo, en elcentro exacto de la calzada cuando se diocuenta de que el enorme coche negro se leechaba encima.

Detrás del grueso cristal a prueba de balas,sus siete ocupantes tenían una mirada nebulosa,como la de los hombres metidos en una esca-fandra de buzo.

La ancianita comprendió que ya no le dabatiempo de evitar el coche alcanzando la otra

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acera. Como avanzaba implacablemente, lepillaría en el arroyo. Era inútil intentar un fintao un repliegue, tal como hacían muchos aven-turados niños una docena de veces al día. Susreflejos eran demasiado lentos.

Se oyó una estúpida risotada destacándosesobre el rugido del pesado coche.

Los peatones que circulaban por ambasaceras lanzaron una exclamación de horror.

La viejecita hundió la mano en la bolsa dela compra y la sacó empuñando una gran pis-tola automática de color negro azulado. Sos-teniéndola con ambas manos, la dirigió con lamisma eficacia que un vaquero conduce, en unrodeo, a un potro indomable.

Apuntando al parabrisas, como un cazadorde fieras apunta a la vulnerable espina dorsaldel búfalo que carga sobre él con la cabezaagachada, la ancianita disparó tres tiros antesque el coche la destrozara.

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Desde la acera de la derecha, una joven,sentada en una silla de ruedas, insultó a gritosa los ocupantes del coche.

Smythe de Winter, el conductor, no habíatenido suerte. El último disparo de la viejecitahabía matado a dos de los ocupantes de sutanque. Rompiendo el laminado cristal, la balaatravesó el cuello de Phipps McHeath y seincrustó después en el cráneo de HorvendileHarker.

Maniobrando con mala intención, Smythede Winter metió el coche en la acera de laderecha. Los peatones corrieron a refugiarseen las puertas y en las estrechas arcadas, entreellos un muchachito, el cual, a pesar de susmuletas, saltó como una pelota.

Sin embargo, Smythe de Winter alcanzó ala joven de la silla de ruedas.

Entonces giró el volante bruscamente ysalió como una flecha del Slum Ring en dir-ección a los Suburbios, llevando un trozo de

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varilla incrustado en el guardabarros derechoa manera de trofeo. A pesar de la igualdad enla lista de los accidentes, dos por dos, se sen-tía furioso y deprimido. El seguro y proféticomundo que le rodeaba parecía haberse des-moronado.

Mientras sus compañeros elaborabansuavemente una oración fúnebre por Horvy yPhilipps y enjugaban tranquilamente la san-gre derramada, él frunció el ceño y movió lacabeza.

-Debería estar prohibido que las ancianasllevasen pistola -murmuró.

Witherspoon Hoobs asintió por detrás delcadáver del asiento delantero.

-No debían permitir que las ancianas ll-evaran nada. ¡Dios, cómo odio a los pies! -murmuró mirando sus contraídas piernas-.¡Siempre las ruedas! -exclamó, sonriendosuavemente.

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El incidente tuvo inmediatas repercusionesen la ciudad. En el velatorio conjunto de laancianita y de la joven de la silla de ruedas,un orador de lengua fogosa arremetió contralos fascistas de los Suburbios, contando a susoyentes las maravillosas leyendas de LosAngeles, en donde los peatones era sacrosan-tos aun en medio de las calzadas. Solicitó unamarcha de protesta por las calles de los barriosocupados por los motorizados.

En el Sunnyside Crematorium, adondefueron llevados los cadáveres de Phipps yHorvy, un orador, igualmente apasionado ycasi más intelectual, recordó a sus oyentes lalegendaria justicia del viejo Chicago, en dondea los peatones se les prohibía llevar armas yen donde todo aquel que tuviera un pie fuerade la acera podía considerarse como excelentepresa. Hizo hincapié en que el único remediopara los barrios pobres del Slum Ring era ll-

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evar a cabo un holocausto, realizado, si fuesenecesario, con varios tanques de gasolina.

Grupos de esqueléticos jovenzuelos sali-eron corriendo, al anochecer, del Slum Ringpara introducirse clandestinamente en los me-jores garajes de los Suburbios, rajando inde-fensos neumáti-cos, estropeando costosastapicerías y escribiendo palabras soeces en lasbrillantes portezuelas de los coches de lasmadres de familia que nunca se aventuraban air más allá de las seis manzanas de su domi-cilio.

Simultáneamente, escuadrones de jóvenesmotociclistas y motoristas suburbanos invadi-eron con sus atronadoras máquinas los distri-tos más extremos del Slum Ring, atrepellandoa los niños que iban por fuera de las aceras,lanzando bombas malolientes por las ventanasde los edificios y estropeando las fachadas conchafarrinodes de pintura.

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Desde el centro de la Ciudad, tradicion-almente territorio neutral, se informaba con-tinuamente sobre los incidentes: el lanzami-ento de un ladrillo, un rincón estropeado, unamonstruosa marca en el pórtico del AutoClub...

El Gobierno actuó diligentemente, suspen-diendo el tráfico entre el Centro y el Suburbio,y estableciendo un toque de queda deveinticuatro horas en el Slum Ring. Losagentes del Gobierno actuaban solamentedesde coches centípedos para subrayar que nose ponían al lado de ninguna de las partes con-tendientes.

El día que se obliga a los pies y a las rue-das a no hacer movimiento alguno, se ded-icaban a realizar furtivos preparativos devenganza. Tras las puertas cerradas de los ga-rajes, se montaban las ametralladoras que dis-pararían a través del adornado capó, se afil-aban las hojas de las guadañas con el fin de

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utilizarlas como instrumentos cortantes y sepreparaban otros utensilios afilados para or-ganizar carnicerías.

Mientras los nerviosos guardias nacionalestransitaban por las desiertas aceras del SlumRing, hombres y mujeres de caras ceñudas,que llevaban brazaletes negros, recorrían ellaberinto de túneles secretos y cruzaban puer-tas secretas, distribuyendo pequeñas armas depesado calibre y trozos de madera sembradosde tachuelas, amontonando gruesas piedras enlos tejados estratégicos y preparando las tram-pas para los coches. El Comité de Seguridadde los Peatones, a veces conocido por «LasRatas de Robes-pierre», se preparaba paraponer en acción sus dos cañones antitanquescuidadosamente atesorados.

A la caída de la tarde, ante la insistente ur-gencia del Gobierno, se reunieron los repres-entantes de los Peatones y de los Motoriza-

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dos en una gran isla de seguridad situada en ellímite del Slum Ring y de los Suburbios.

Unos mequetrefes comenzaron a discutirviolentamente si Smythe de Winter no tocó labocina antes de atrepellar a la anciana; si éstaabrió fuego antes que el coche tuviera tiempode tocar el claxon; cuántas ruedas del cochede Smythe de Winter penetraron en la aceracuando atropello a la joven de la silla de rue-das, y así todo. Tras un buen rato de discusión,el Alto Peatón y el Jefe Motorizado cambiaronguiños y se apartaron a un lado.

La angustia rojiza de cien lámparas fosfor-escentes que rodeaban la isla de seguridad, ilu-minaron dos caras trágicas y tensas.

-Una palabra antes de que entremos ennuestro asunto -susurró el Jefe Motorizado-.¿Cuál es el coeficiente sanitario de sus adul-tos?

-Cuarenta y uno... y pico -respondió elAlto Peatón, mientras sus asustados ojos bus-

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caban oyentes por todas partes-. Apenas puedopedir ayuda a quienes están en medio composmentis.

-Nuestro coeficiente sanitario es de treintay siete -dijo el Jefe Motorizado-. Dentro dela cabeza de mis gentes, las ruedas sontenazmente lentas. Y no creo que se acelerenen su vida.

-Los del Gobierno dijeron que eran cin-cuenta y dos -dijo el otro con terquedad.

-Bueno, creo que debemos concertar uncompromiso más -sugirió el primeroprofundamente-, aunque debo confesar quehay veces en que creo que todos nosotrossomos la ficción del sueño de un paranoico.

Dos horas de concentradas deliberacionsdieron lugar a la redacción de los nuevosartículos del acuerdo Rueda-Pie. Entre otrospuntos, se limitaron las armas de fuego de lospeatones: tenían que ser armas muy ligeras, decalibre 38 como máximo; mientras que a los

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motorizados se les requirió para que hicieransonar tres veces la bocina a una distancia deuna manzana por lo menos, antes de cargarcontra un peatón que estuviese en la calzada.Dos ruedas sobre la acera convirtieron unamuerte de tráfico de un homicidio casual detercer grado en un pequeño homicidio. A lospeatones ciegos se les permitiría llevar bom-bas de mano.

El Gobierno se puso a trabajar inmediata-mente. El nuevo reglamento Rueda-Pie se di-fundió extensamente y fue fijado en lasparedes de la ciudad. Destacamentos depolicías y de médicos psi-quiátrico-socialescentuplicaron y recorrieron el Slum Ring reco-giendo las armas y dando consejos tranquiliz-adores a los levantiscos. Grupos de hipnoter-ápicos y mecánicos fueron de casa en casa y degaraje en garaje por los Suburbios, sembrandouna serenidad conformista y recogiendo de loscoches el armamento ilegal. Por consejo de un

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psiquiatra, que dijo que se podían canalizar lasagresiones, se anunció una corrida de toros;pero tuvo que suspenderse ante la fuerte prot-esta de la Liga de la Decencia, que teníamuchos miembros de ambos bandos en laRueda-Pie.

Al amanecer, se levantó el toque de quedaen el Slum Ring y se restableció el tráficoentre el Centro y los Suburbios.

Tras unos cuantos minutos de quietud, setuvo la impresión de que había quedadorestablecido el status quo Smythe de Winterconducía su brillante coche negro a lo largodel Slum Ring.

Un perno de acero provisto de un anchoredondel del mismo metal ocultaba el agujeroque hiciera en el parabrisas la bala de la vieje-cita.

Desde un tejado lanzaron un ladrillo. Unasbalas se aplastaron contra el marco de unasventanas.

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Smythe de Winter se ató un pañueloalrededor del cuello y sonrió.

Una manzana de casas más adelante, losniños estaban jugando en mitad de la calle,gritando y metiéndose el dedo en la nariz.Detrás de uno de ellos cojeaba un perro gordo,provisto de un collar adornado con clavos.

Smythe, de pronto, apretó el acelerador.No atropello a ningún niño, pero sí al perro.

Por unas ligeras pompas que se formaronen el barro se dio cuenta de que estabaperdiendo presión la rueda delantera derecha.Debía de haber atropellado también al collar.Apretó el botón de emergencia de aire y cesóel escape.

Se volvió hacia Witherspoon Hobbs y ledijo con reflexiva satisfacción.

-Me agrada un mundo normalmente orde-nado, donde siempre se consigue un pequeñoéxito, pero que no se le suba a uno a la cabeza,

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o un pequeño fracaso, que sirva para fortalecera uno.

Witherspoon Hobbs miró con atención alcruce de calle que venía a continuación. Elcentro estaba marcado con las huellas de unosneumáticos. Esas huellas tenían un color rojizooscuro.

-Ahí fue donde atropellaste a la ancianita,Smythe -observó-. Ahora puedo decir algo enfavor de ella: fue valiente.

-Sí, ahí fue donde la atrepellé -dijoSmythe.

Recordó muy seriamente la cara de bruja,que se fue haciendo rápidamente más ancha;las encorvadas espaldas cubiertas de bombasínegro y los feroces ojos ribeteados de blanco.De repente, se dio cuenta de que éste era undía muy triste.

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NUGENT BARKER - Lacuriosa aventura de míster

Bond(Curious Adventure of Mr. Bond)Míster Bond trepó por las laderas boscosas

del valle hasta la plena luz del día. Su capa In-verness, que hacía su corpulenta figura aún másprominente en la sombra que se extendía, a suespalda, sobre el suelo sembrado de hojas, es-taba rota y cubierta de ramitas, púas y hojitas,y se paró con afectada inquietud para limpiarse.Después, se echó de nuevo el morral a la es-palda y, mirando hacia adelante, guiñó los ojosal contemplar el terreno que se extendía ante él.

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A lo lejos, cruzando la afelpada superficiede la meseta, se alzaba, en la linde del bosque,una casa, sosegada y luminosa, con sucolumna de humo.

Una casa..., una posada..., ¡lo quepresentía en su corazón! La ansiedad volvióa acudirle, convirtiéndose en un manantial dedeleites para él. Avanzando lentamente yechándose el ala del sombrero sobre los ojos,observó cómo se agrandaba y se destacaba labrillante muestra escarlata. Cuando, al fin, sehalló debajo de ella, suspiró, sin apenas atre-verse a creer en su buena suerte.

-El reposo del Viajero -leyó.Debajo estaba impreso el nombre del

dueño: Crispín Sasse-rrach.La quietud de la noche le quitó valor, y

tuvo miedo de llamar a la ventana cubiertacon una cortina. Ahora, por primera vez, cayósobre el viajero todo el peso de su debilidad.Mirando la negra boca del pórtico, se imaginó

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que al fin estaba descansando, metido en lacama, tendido cuan largo era, durmiendocuanto le daba la gana, sumido en el olvidogracias a su estómago satisfecho. Cerró losojos y se estremeció un poco debajo de sucapa; pero cuando miró de nuevo la entrada,allí estaba en pie Crispín Sasserrach, alzandoun farol entre ambas caras: la de míster Bond,que era sonrosada, de boca grande, de mejillashundidas y ojos que apenas reflejaban la luzdel farol, y la del posadero, barbilampiña, an-cha y ovalada, con labios delgados que seaprestaban en una sonrisa.

-Pase, pase -susurró el posadero-, pase.Ella ha hecho un estupendo caldo para la cenade esta noche.

Se volvió, riéndose entre dientes y alzandoel farol por encima de su cabeza.

Míster Bond siguió la monstruosa espaldade su huésped a través del umbral de aquellaposada perdida en tierras altas. El pasillo se

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hizo más ancho y se convirtió en vestíbulo, yallí, entre las sombras que se desplazaban delos rincones a medida que avanzaba el farol,se paró el posadero y levantó su gordezuelamano, como invitando a su huésped a es-cuchar. Entonces, míster Bond perturbó el si-lencio que reinaba en la casa con un sorbo y unsuspiro. No solamente olía ya el «estupendocaldo» en aquel vestíbulo exterior, sino que lopaladeaba..., un complejo y sutil sabor, picantey fuerte como la miel, ligero como una telade araña en el aire, que le pellizcaba en el es-tómago, llenándole los ojos de lágrimas.

Míster Bond miró fijamente a CrispínSasserrach, a las sombras que se extendíanmás allá, volviendo luego a fijar los ojos sobreCrispín Sasserrach. El hombre permanecía enpie, con su ancha, ovalada y barbilampiña caraalzada hacia la luz del farol que llevaba en lamano; luego, impulsivamente, como si le re-pugnase cortar de golpe tan dulce anticipo, tiró

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al viajero de la capa y le condujo al agradablecuarto de estar, presentándole con un movimi-ento floreado de la mano a Myrtle Sasserrach,la joven, bonita y atareada esposa del posa-dero, la cual, en aquel momento, se hallabaen pie ante una mesa redonda de gran tamaño,bajo la maciza viga central del techo, con sunegro cabello brillando a la luz de muchasvelas y su gordezuela mano metiendo uncucharon, sin hacer ruido, en una sopera quehumeaba.

Al ver a la mujer, cuyas largas pestañasse dirigían de nuevo hacia la sopera, místerBond hundió la barbilla en el cuello de la cam-isa y pasó la mirada de ella a Crispín Sasser-rach, fijándola finalmente en las revolucionesdel cucharón. En un momento quedó estable-cido el orden en el cuarto de estar, y el posa-dero, con suaves y nerviosos gestos, sentó asu huésped a la mesa, cogió el cucharón demanos de su esposa, lo hundió en la sopera y

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confió el plato lleno a las manos de Myrtle,que en seguida empezó a andar hacia elviajero, con el humo del caldo subiendo hastasus serios ojos.

Tras agradecer en silencio la atención,míster Bond alargó los labios como si susur-rara: «cuchara».

-¡Oh, qué caldo tan estupendo! -murmuróvertiendo una gota en su pañuelo.

Crispín Sasserrach sonrió con delicia.-Siempre digo que es el mejor del mundo.Entonces, impetuoso, rompió a reír en fal-

sete y envió un beso a su esposa. Un momentodespués, los dos Sasserrach, haciendo casoomiso del viajero, se inclinaron sobre sus re-spectivos platos llenos de caldo y se pusierona discutir sobre cuestiones domésticas, comosi no hubiera otra persona sentada a la mesa.Durante un buen rato, sus voces apenas fueronmás altas que el sonido que hacía la sopa alser absorbida; pero cuando el plato del viajero

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quedó vacío, Crispín Sasserrach, como una ex-halación, volvió a convertirse en anfitrión at-ento y servicial.

-Bueno, señor ¿quiere repetir? -sugirió, co-giendo el cucharón y metiéndolo en la sopera,mientras Myrtle se levantaba de su silla y sedirigía por segunda vez hacia el viajero.

Míster Bond dijo que sí, y acercó su sillaun poco más a la mesa. La vida había vuelto asu sangre y a sus huesos con redoblado vigor;sus pies eran tan ligeros como si los hubieraintroducido en un baño de agua de pino.

-Aquí tiene usted, señor, la sopa. Myrtle sela llevará. ¡Dios todopoderoso, cómo me gust-aría estar saboreando esta sopa por primeravez!

Apoyando los codos sobre la mesa, eldueño de la casa inclinóse sobre su humeanteplato y comió de nuevo.

-¡Esta sopa es como vino! ¡Es vino, Diosmío! ¡Resucita a un muerto!

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Excitado, su cara ovalada parecía más an-cha que de costumbre, y sus rojizos cabellos,que formaban belicosos rizos, parecían másbrillantes, como si alguien les hubiera pren-dido fuego.

Animado por la sopa, míster Bond empezóa describir minuciosamente su viaje por elvalle. Su voz se hizo más potente; sus palab-ras, más prosaicas, como si estuviera hablandoen su casa, entre sus familiares.

-Bueno, vamos a ver... ¿Por dónde iba? -repetía una y otra vez.

Y después:-Me alegré mucho de ver su luz, no tengo

por qué negarlo -dijo riéndose.Entonces Crispín se levantó de la mesa. En

su boquita apuntaba una ligera risa.La tarde se pasó junto a la chimenea. Los

leños crujían como disparos de pistolascuando Crispín Sasserrach los arrojaba a lasllamas. El viajero no hubiera deseado nada

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mejor que aquello: estar allí, junto al hogar,charlando animadamente con Crispín y obser-vando tímidamente a Myrtle mientras quitabala mesa; aunque, en verdad, entre sus famili-ares, míster Bond hubiese pensado en ayudara sus mujeres en esa tarea. Encontró modestosy hasta bonitos los tristes ojos de Myrtle. Laposadera fue apagando una por una todas lasvelas, y con cada apagón ella se hacía másetérea, mientras aumentaba el fulgor del pa-gano farol.

«Venga a sentarse con nosotros ya y char-lemos», pensó míster Bond.

Myrtle se acercó a ellos en aquel mo-mento.

Ambos le hicieron sentirse muy cómodo.Encontró encendido en su dormitorio un fuegode leños y una sopera de caldo en la mesilla denoche.

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-¡Oh, qué exagerados! -exclamó en vozalta con petulancia-. No son refinados. Pare-cen unos colegiales.

Y, cogiendo la sopera, vertió su contenidoen el trocito de jardín que se extendía debajode su ventana.

La negra pared del bosque parecía hallarsea pocos metros de sus ojos. La habitación es-taba llena de rayos de luna, fuego y vela, todomezclado.

Míster Bond, deseoso al fin de descansarsin soñar, de dormir a pierna suelta, se volvióy examinó la habitación donde iba a pasar lanoche. Contempló con alegría la cama decuatro columnas, tan ancha como un cuartitopequeño; las pesadas sillas de caoba y losarmarios, el alto y retorcido candelabro, susvelas medio consumidas, sin duda, por unhuésped anterior; el techo, que podía tocar conla palma de la mano, y que tocó.

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En la nebulosa mañana no pudo distinguirni sombra del bosque, y al final de la someraescalera encontró el vestíbulo lleno de olor acaldo. Los Sasserrach estaban sentados ya enla mesa del desayuno, como dos niños, an-siosos de comenzar el día con su plato fa-vorito. Crispín Sasserrach estaba levantandosu cuchara y alargando los labios, mientrasMyrtle removía el cucharón dentro de la sop-era, con los ojos bajos. Míster Bond suspiróinaudiblemente cuando contempló de nuevo ellustroso y azabachado pelo de la mujer. Tam-bién se dio cuenta de lo sana que era la pielde los Sasserrach. En ninguna de las dos caraspodía descubrirse una mancha, ni en ningunade las cuatro manos. Atribuyó esta perfeccióna las benéficas cualidades del caldo, así comoa los aires de las tierras altas, y comenzó a hab-lar, con su disonante voz, sobre el tema de lasalud en general. En mitad de la charla, Cris-pín hizo notar, excitadamente, que él tenía un

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hermano que regentaba una posada, situada aun día de jornada, a lo largo de la linde delbosque.

-¡Oh! -exclamó míster Bond aguzando eloído-. Así que tiene usted un hermano, ¿ver-dad?

-Claro que sí -murmuró el posadero-. Esmuy conveniente.

-¿Por qué es muy conveniente?-Pues por las posadas. Se llama Martín.

Compartimos nuestros huéspedes. Nos ay-udamos mutuamente. ¡Dios, un maravillosoespíritu de fraternidad!

Míster Bond miró con ira su caldo.«Comparten huéspedes -pensó-. ¿Y a mí

qué me importa eso?»En voz alta dijo:-Quizá me encuentre con él algún día,

míster Sasserrach.-¡Hoy! -gritó Crispín golpeando la mesa

con la cuchara-. ¡Le llevaré allí hoy! Pero no

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se preocupe -añadió, viendo la mirada queechaba el otro y alardeando de haber com-prendido con exactitud lo que quería decir-.Volverá de nuevo con nosotros. ¡No se pre-ocupe! Pasado mañana..., el otro... ¡uno de es-tos días! ¿No es verdad que sí, Myr? ¿No esverdad que sí? -repitió saltando en su sillacomo un niño grande.

-¡Claro que sí! -respondió Myrtle Sasser-rach a míster Bond, cuyos ojos estaban fijos enella con molesta atención.

Un instante después, el posadero se le-vantó de su silla y se dirigió al vestíbulo.Desde allí llamó a Myrtle para que le prepararalas botas. En la confusión de este bulle-bulle,míster Bond se inclinó con dignidad al jardínde la parte de atrás, que ahora le pareció mássilvestre de lo que había supuesto... Un es-pacio, pequeño y cercado, con hierbas que lellegaban más arriba de las rodillas y cubiertode cardos, cuyos extremos punzantes se agar-

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raron a su ropa cuando anduvo hacia la puertade la cerca, al fondo de aquel desierto. Guiñólos ojos y caminó sobre el césped que se ex-tendía entre él y el bosque. El sol lucía ya en elcielo sin nubes. Se preparaba un hermoso día.Míster Bond recorría con la mirada la barrerasin fin del bosque cuando oyó la voz del posa-dero que le llamaba en medio de aquel silen-cio.

-¡Míster Bond! ¡Míster Bond!Volviéndose de mala gana y atravesando

con todo cuidado el jardín para evitar lamaraña de cardos, el viajero encontró a Cris-pín Sasserrach preparado para la marcha, enmedio de un gran bullicio, con un vigorosocaballo uncido a un carro de dos ruedas, y a sumujer poniéndole la cara para que la besase.

-Sí, iré con usted -dijo míster Bond.Pero los Sasserrach no parecieron oírle. Se

paró un momento en el pórtico, mirando conel ceño fruncido la espalda de Myrtle y el

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hermoso potro, que parecía inclinar la cabezahacia él con insolencia casi humana. Suspiróy, colgándose a la espalda el morral, se sentóal lado del cochero. El caballo era demasiadogrande, inquieto entre las varas y perfecto entodo. Sin que Crispín dijera una palabra, el an-imal empezó a trotar por la senda.

Durante algún tiempo los dos hombresviajaron en silencio. Era el segundo acto dela aventura de míster Bond en la parte altadel valle. El viajero iba sentado muy erguido,llenando metódicamente de aire sus pulmones,mirando todo con sus ojillos y echando haciaatrás los hombros. En aquel momento empezóa hablar del aire de la montaña, pero no recibiócontestación. A su derecha, la barrera delbosque se extendía más allá de donde podíaalcanzar su vista, mientras que a su izquierdacorría el borde del valle, a un par de kilómet-ros de distancia, sembrado aquí y allá de fres-nos.

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La monotonía del paisaje y el continuadosilencio del posadero empezaron a hartar muypronto a míster Bond, a quien gustaba hablary que rara vez descansaba, a menos que susojos estuvieran ocupados en descubrir cosasnuevas. Hasta el caballo se comportaba conla silenciosa regularidad de una máquina; asíque, junto al viajero, sólo el cielo luchaba porhacer progresos.

Las nubes surgían por todas partes, juntaso separadas, y al mediodía el sol cabalgabaentre blancos vellones de nubes, reluciendo aratos perdidos sobre la húmeda gualdrapa delcaballo. El bosque, abajo, y la extensión de ás-pero césped corriendo hacia el valle, se aclara-ban y se oscurecían constantemente; peroCrispín Sasserrach no abrió la boca ni para su-surrar, aunque algunas veces, entre dientes, es-cupía sin ruido por encima del borde del carro.El posadero habíase traído consigo una cacer-ola con caldo, y durante uno de aquellos inter-

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valos soleados detuvo el caballo, sin decir pa-labra, y vertió el líquido en dos jarros de latón,que calentó en un infiernillo de alcohol.

A la débil luz del atardecer, cuando elcaballo continuaba aún su camino, CrispínSasserrach cuchicheaba entre dientes y elsueño estaba rondando al viajero, apareció enla senda, delante de ellos, una forma, y conella llegó un tintineo de campanillas. MísterBond se irguió en su asiento y miró. No es-peraba encontrar, en aquel paraje olvidado deDios, otro carro o carruaje. Vio a lo lejos, acer-cándose, un vehículo de cuatro ruedas, tiradopor dos vivarachos caballos. Un hombre decara delgada, con pantalones de montar ybombín, lo conducía. Los dos conductores sesaludaron solemnemente, levantando el látigo;pero no aminoraron la marcha.

-Bueno..., ¿quién era? -preguntó místerBond, tras una pausa.

-El criado de mi hermano Martín.

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-¿Adonde va?-A El Reposo del Viajero. Con noticias.-¿De veras?... ¿Con qué noticias? -insistió

míster Bond.El posadero volvió la cabeza.-Noticias para Myrtle -murmuró al viajero.Míster Bond se encogió de hombros«¿Qué necesidad hay de hablar con seme-

jante patán?», pensó.Y una vez más se quedó amodorrado. La

luna surgió en el horizonte, blanqueando latierra, mientras que el posadero escupía decuando en cuando en dirección al bosque, novolviendo a decir esta boca es mía hasta quellegó a la posada de Martín Sasserrach.

Entonces, Crispín saltó a la vida.-¡Vuelva en sí! -gritó-. ¡Chis, míster Bond!

¡Despierte! ¡Vuelva en sí de una vez! ¡Hemosllegado a El Decapitado!

Míster Bond, alarmado por tanta energía,saltó al suelo. Su cabeza parecía tan grande

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como la luna. Oyó jadear suavemente alcaballo y vio salir el vaho por su hocico, elev-ándose en el aire frío, mientras la blanca carade Crispín Sasserrach se alzaba a la luz de laluna, silbando y gritando entusiasmado:

-¡Martín! ¡Martín! ¡Estoy aquí!...La extraña barrera del bosque devolvió en

varios ecos el nombre. En realidad, los rayosde la luna parecían estar llenos del nombre«Martín», y míster Bond experimentó un tre-mendo deseo de ver a ese Martín Sasserrachcuya muestra estaba colgada sobre la cabezadel viajero. Después de las repetidas llamadasde Crispín, apareció el dueño de El Decapit-ado, y míster Bond, que esperaba encontrarseante un verdadero gigante, en el sentido físicode la palabra, se quedó pasmado al ver al indi-viduo bajito y con gafas que surgió de la casa.Crispín Sasserrach se tranquilizó en seguida.

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-Volveremos a vernos de nuevo -susurró amíster Bond cerrando los ojos y apretando laboca como si cayera en éxtasis.

Luego, empujó al viajero hacia Martín y,un instante después, se hallaba de nuevomontado en su carro. El caballo emprendió elregreso a El Reposo del Viajero.

Míster Bond no se movió de donde estaba,escuchando el ruido cada vez más apagado delcaballo alejarse, y obervando al dueño de ElDecapitado... De pronto, se dio cuenta de quelo que estaba mirando eran los ojos color grisque se animaban detrás de las gafas del posa-dero.

-Nadie llega de la posada de mi hermanosin ser tres veces bien recibido. Se recibe bienno solamente por amor a Crispín y a mí, sinotambién por amor a nuestro hermano Stephen.

La voz era tranquila y clara como el rayode luna, y el posadero se volvió para entrar ensu posada sin que apenas hubiese una pausa

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entre las palabras y el movimiento. MísterBond examinó con curiosidad el vestíbulofuertemente iluminado, que, en tamaño yforma, era el doble que el de la posada deCrispín. Lámparas de petróleo graciosamentesituadas alumbraban espléndidamente todo elvestíbulo. Y allí estaba Martín, subiendo la es-calera, que a míster Bond le parecía la mismaque la de la posada de Crispín Sasserrach.Martín era un hombre bajito. Se volvió unavez para mirar a su huésped, al que introdujo,al fin, en una clara y aireada alcoba. Allí conpalabras corteses, de las que sus ojos, perdidosen otros pensamientos, parecían estar muy dis-tantes, invitó a su huésped a lavarse antes decenar.

Martín Sasserrach dio delicadamente decenar a míster Bond la noche de su llegada,regalándole con platitos fritos de varias clasesy siempre exquisitamente condimentados yadornados, y eso, junto con la casi cristalina

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limpieza de la habitación y la mesa, hacíaapropiado el aspecto de químico que poseía eldueño. Se descorchó una botella de vino paramíster Bond, el cual, como sabían perfecta-mente sus amigos y familiares, no tomaba másbebida que sidra embotellada. Durante la cena,el vino suscitó un breve momento de aten-ción en Martín Sasserrach, quien miró con re-pentino interés a su huésped.

-¿El Decapitado? Sí, en efecto; existe unahistoria relacionada con ese nombre, si se lepuede llamar historia.

Sonrió ligeramente, golpeando la mesacon la punta de un dedo, y un instante despuésexaminaba una pieza de marfil, perfectamentelabrada, que sujetaba la lista de manjares.

-¡Preciosa! ¡Preciosa; ¿Verdad que sí?...En efecto, hay muchas historias -terminó,como si el número de historias le excusara demalgastar su inteligencia con el relato de unade ellas.

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Poco tiempo después de terminada la cena,se retiró, aludiendo al trabajo, que no le gust-aba dejar para otro día.

Míster Bond se metió en la cama muy tem-prano aquella noche, sufriendo dispepsia yponiendo mala cara a la ausencia de calor hog-areño que se notaba en su claro y eficientedormitorio.

Los pájaros le despertaron a una alegremañana otoñal. Respirando profundamente, sedijo que siempre le habían gustado mucho lospájaros, los árboles y las flores, y pronto seencontró paseando soñoliento por el jardín deMartín Sasserrach.

Comenzó por agradarle el adorno de loscuadros del jardín. Siguió los senderos en án-gulo recto con dignificada crasitud: sus huesosestaban orgullosos de estar vivos.

Una verde verja al fondo del jardín atrajola atención de míster Bond; pero al ver que leconduciría al selvático césped que se hallaba

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al otro lado y, más lejos, al bosque, del quepodía ver las inmóviles copas de sus árbolespor encima de la tapia particular, prefirióquedarse donde estaba, aspirando el intensoperfume de las flores y perdiendo con intensadelicia a cada inspiración y a cada paso, otravaharada del caldo de Crispín.

El hambre le hizo regresar, al fin, a la casa,y empezó a recorrer las oscuras habitaciones.Se dio cuenta de que Martín Sasserrach eramuy aficionado al marfil. Se detuvo para ad-mirar los deliciosos objetos, objetos de marfilde todas clases, perfectamente labrados:cortapapeles, fichas de ajedrez, pinzas para laensalada, caritas y bustos de grotescas aparien-cias, y también delicadas cajas adornadas conmarfil.

El eco de sus pies sobre el pulimentadosuelo intensificaba el silencio de ElDecapitado-, aunque esta calma interior es-taba llena de sonido cuando se la comparaba

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con la tranquilidad de la escena situada al otrolado de las ventanas sin cortinas. El afelpadocésped aún no estaba iluminado por los rayosdirectos del sol. El viajero miró hacia los fres-nos que se alzaban en el borde del valle. Másallá de ellos se extendía una alfombra deniebla, levantando el resto del mundo a la al-tura de la meseta, y míster Bond, recordandola casa y la ciudad que dejara a su espalda, em-pezó a preguntarse si estaba alegre o triste porhaberle conducido sus aventuras a esta regiónperdida.

-Hace bastante frío para que me ponga elabrigo -dijo estremeciéndose.

Lo cogió del vestíbulo y se apresuró a salirde la posada. Le habían entrado deseos depasear por el afelpado césped, pisarlo hastallegar a los árboles, y, efectivamente, habíarecorrido alguna distancia, envuelto en suspensamientos y en su antigua capa In-verness,

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cuando el golpe de un gong le hizo volver ensí, como un hilo ondulado en el aire.

«Escucha eso», susurró para sí mirandocon intensidad la fila de fresnos en la que teníapuesto su corazón.

Luego, encogiéndose de hombros, regresóa El Decapitado, donde encontró al dueño sen-tado a la mesa del desayuno, perdido en suspensamientos. La mesa tenía aún restos de lanoche anterior.

-¡Ah, sí!... Sí... Es usted... ¿Ha dormido bi-en?

-Bastante bien -respondió míster Bond.-Nosotros nos desayunamos aquí más bien

temprano. Eso hace que el día parezca máslargo. Stennet regresará más tarde. Fue a casade mi hermano Crispín.

-¿Con noticias? -preguntó míster Bond.Martín Sasserrach asintió con la cabeza

cortésmente, aunque un poco tieso. Indicó a suhuésped una silla junto a la mesa. El desayuno

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estaba frío, era escaso y se hizo en silencio.Las palabras eran cosas delicadas de expresaren esta atmósfera cristalina. La piel de MartínSasserrach colgaba y tenía el color del marfilantiguo. De cuando en cuando, alzaba la vistapara mirar a su huésped; pero sus ojos grisesenfocaban algo más de lo meramente exter-no: parecía como si se alojasen en los propi-os huesos de míster Bond. En una de esas oca-siones, el viajero hizo burla de su apetito.

-Es el aire de las tierras altas -asegurógolpeándose el pecho.

El sol empezó a elevarse sobre la meseta.De nuevo se esfumó el posadero, murmurandosus excusas. El silencio flotaba en ElDecapitado-, el jardín resplandecía lleno desol, que ahora estaba más alto que el bosque,y los senderos de grava crujieron suavementebajo los pies de míster Bond.

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«Noticias para Myrtle», reflexionó, de-jando que sus pensamientos retrocedieran aldía anterior.

Y frecuentemente se sentía arrastrado através de la casa, donde todo era tranquiloy espacioso: habitaciones polvorientas, queparecían de museo, desbordadas de luz solar,mientras que en todas partes sus ojos captabanaquellos objetos de marfil labrado, pose-sionándose de su vista tan completamentecomo el sabor del caldo de Crispín se habíaalojado en sus pulmones.

La comida fue también fría y silenciosa.El silencio se rompió solamente por el caféque el dueño calentó en un infiernillo de alco-hol, en un extremo de la mesa, y por una pre-gunta que hizo el viajero, a quien este Martínde escaso pelo, quitándose delicadamente unasmotas de polvo gris de las solapas y de lasmangas de su chaqueta, replicó diciéndole queera coleccionista de objetos de marfil desde

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hacía muchísimo tiempo y que aún continuabaaumentando su colección. Su voz salió apa-ciblemente de su boca y pareció, en realidad,arrastrarle fuera del soleado comedor, haciasu trabajo, que nunca dejaba para otro día...Ahora, la tarde empezaba a avanzar lenta-mente y reposaba bajo los rayos del sol. Lahora era adormecedora.

-Vuelvo a sentirme indigesto -suspirómíster Bond, molesto.

En su casa, se hubiese quedado en sudormitorio, con las paredes cubiertas depapeles floreados y las cortinas color de rosa.

Salió del jardín y contempló la partetrasera de la casa. ¿Cuál de esas ventanas dabaluz al dueño de la casa y a su trabajo? Escuchóel zumbido de un torno, el raer de uncuchillo..., y se preguntó, asustado, por qué sehabía detenido a escuchar tales cosas. Sintióel bosque a su espalda, y se volvió, viéndoloasomar por encima de la tapia particular. Im-

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pulsivamente, empezó a cruzar el césped que,más allá de la verja, estaba bañado por losrayos del sol; pero a unos cuantos metros delbosque, su ánimo decayó de nuevo: no pudoenfrentarse con la pared de árboles y, dando ungrito, voló hacia la casa, entró en ella y cogióla capa.

Sus ojos miraban más allá de los fresnos,sobre la línea del horizonte, mientras paseabasobre el aterciopelado césped. Ahora podíaverse allí abajo, en la linde del valle, en la casade sus vecinos, los Allcard, bebiendo café o té,y contándoles sus aventuras, especialmente es-ta aventura. No era frecuente que un hombrede su edad y de su posición en el mundo se ale-jase solo, en busca de alegrías o de tristezas.Escudrinó la distante línea de fresnos y asintiócon la cabeza, murmurando:

-Llegaré hasta allí. Les contaré esta aven-tura, hasta que llegue.

Y les diría:

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-¡Las cosas que podría haber visto si mehubiese quedado! Sí, Allcard, me sentí muycontento de bajar al valle aquel día, puedoconfesarlo. Aunque no me importa admitir queestaba un poco asustado.

La palatina de su capa le acariciaba loshombros como la mano de un amigo.

Míster Bond no se encontraba todavía amitad de camino de los fresnos cuando, mir-ando hacia atrás, vio, contra la oscuridad de lapared del bosque, un vehículo que se acercabarápidamente a El Decapitado. Inmediatamenterecordó, como un relámpago que cruzase porsu mente, los ojos del criado Stennet, que ibay venía entre las posadas de los Sasserrach.

Se dio cuenta de que los ojos de Stennetestaban ahora fijos en él. El ruido de los cascosde los caballos llegaba hasta él como una li-gera pelota botando sobre el césped. MísterBond se encogió de hombros y se golpeó suscolgantes mejillas. Regresaba a El Decapit-

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ado, consciente de que los veloces caballospodían haberle alcanzado mucho antes de queél hubiese llegado a los fresnos.

-Pero ¿por qué he de pensar que esasgentes esperan que huya? ¿Y por qué esepánico que experimenté en el jardín? Estaquietud mortal de la mañana me ha alteradolos nervios.

El vehículo desapareció un poco antes queél llegara a la posada, sobre cuyo techado detejas empezaba a asentarse la rojez de la tarde.El viajero estaba convencido ahora de que ser-ía bien recibido, y este buen recibimientoparecía surgir de la puerta y correr para re-unirse con él. Encontró un magnífico fuegode leños crepitando en la chimenea, y místerBond, alargando las manos sobre las brasas, sesintió de repente descansado... y fastidiado. In-tentó asegurarse... para gritar a Martín Sasser-rach..., para preguntarle qué había traído unavez desde la meseta...; pero ahora lo único que

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deseaba era permanecer delante del fuego, es-perando a que Stennet le trajera el té.

Un hombre empezó a cantar en el corazónde la casa. ¿Stennet? Los ojos y la nariz dehalcón del individuo se hicieron de pronto vis-ibles en el fuego. La voz que cantaba subióde tono..., apagándose, al fin, discretamente,y se oyó el ruido de pisadas en el vestíbulo...De nuevo estaba escuchando el viajero cómocrepitaban las llamas de la chimenea.

-Deje que le quite la capa, señor -dijo Sten-net.

Míster Bond giró en redondo. Sus mejillasestaban encendidas por la ira.

¿Por qué necesitaban forzar esta hospital-idad hacia él, haciéndole sentirse como pri-sionero? Miró las largas piernas enfundadas enlos pantalones de montar, los anchos hombrosy la cara, que parecía más escarlata a causa delprecipitado viaje. Casi gritó:

-¿Dónde está el bombín?

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¿Miedo?... Quizá... Pero si miedo le clavópor un instante en el sitio, ahora había desa-parecido. Se dio cuenta de que la voz debióde agradarle, una voz deferente, que rompióel frío e irreverente silencio de El Decapitado.La capa ya no estaba sobre sus hombros, sinocolgada del respetuoso y doblado brazo deStennet. Y..., ¡alabado sea Dios!..., la vozanunciaba que el té estaría dispuesto enseguida. Los ánimos de míster Bond volvierona esta frase. Stennet y él estaban allí, confiada-mente delineados.

-¿Chino? Sí, señor. Tenemos té chino -re-spondió Stennet.

-Y tostadas con mantequilla -dijo místerBond, acariciándose suavemente la barbilla.

Algún tiempo después de tomar el té, lesacó de su amodorramiento la mano del cri-ado, quien le dijo que en su habitación le es-taba esperando un cacharro con agua hir-viendo.

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Míster Bond consideró que la cena deaquella noche sería espléndida, y lo fue. Loscolores brotaron en sus mejillas cuando pusi-eron las fuentes delante de él. ¡Sopa de liebre!¿Cómo sabían que era su sopa favorita? Conlos entremeses, la entrada y el asado, susmanos, suaves y sonrosadas por el lavado, es-tuvieron más ocupadas que todos los días an-teriores. El pollo era asado a la brasa. ¡Oh,qué deliciosas setas au gratin! La perdiz hizobrotar lágrimas de sus ojos. El budín hizo quese dirigiese de nuevo a Martín, para darle lasgracias a Stennet.

El dueño hizo una reverencia con distantecortesía.

-¿Una partida de ajedrez? -sugirió cuandoterminaron de cenar-. Mi último contrincantefue un hombre como usted, un viajero que re-corría las posadas. Empezamos una partida.Pero ya se ha marchado. ¿Le importaría a us-ted ocupar su puesto?

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Martín Sasserrach sonrió; su voz precisa,al sonar, pareció transmitir una oleada de ac-ción a la delgada mano posada sobre el ta-blero.

-Yo muevo -susurró, jugando a continua-ción.

Había estado pensando la jugada duranteuna semana. Pero, aunque míster Bond tratóde concentrarse en el problema colocado tande repente ante él, no pudo apartar el pensami-ento de su dispepsia posdigestiva, y con dis-culpas y gruñidos, retiró su silla.

-Lo siento por eso -dijo Martín sonriendo,y sus ojos recorrieron el tablero-. Lo sientomucho. Otra noche.., indudablemente..., consu amable colaboración..., otra noche-

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La perspectiva de otro día en El Decapitadoturbó y agradó a la vez a míster Bond mientras,jadeando, se retiraba para meterse en la cama.

-¡Ah Stennet! ¿Ha padecido usted dispepsiaalguna vez? -le preguntó melancólico, al encon-trarse con el criado en lo alto de la escalera.

Stennet chascó los dedos y bajó la escaleracorriendo. Un minuto después se hallaba denuevo a la puerta del dormitorio del viajero conuna taza del famoso caldo de Crispín.

-¡Oh, eso! -exclamó míster Bond mirando lataza.

Luego, recordó sus excelentes efectos dur-ante la indigestión sufrida en la posada de Cris-pín, y cuando al fin se tapó la cabeza con lasmantas, se durmió con sueño reparador y no sedespertó hasta la mañana siguiente.

Durante el desayuno, Martín Sasserrach lemiró desde su sitio.

-Esta tarde -murmuró-, Stennet le llevará ala posada de mi hermano Stephen.

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Míster Bond abrió los ojos.-¿A otra posada? ¿Otra posada de ustedes,

los Sasserrach?-Crispín... Martín... Stephen.. Exactamente

tres. Un número perfecto... si se detiene apensar en ello.

El viajero se dirigió al jardín. A las diezel sol lucía de nuevo, y al mediodía un calorestival caía sobre la meseta, calor que penet-raba hasta el dormitorio de míster Bond. Elsilencio del bosque le empujó a la vantana,haciéndole alzar la cabeza y cerrar los ojossobre aquella monstruosa masa de árboles. Elmiedo intentaba apoderarse de él. No quería ira la posada de Stephen; pero transcurrieron lashoras deprisa y el silencio huyó de la posada.

Durante la comida, a la que contribuyó suanfitrión con una agradable charla, el viajeronotó que se iba apoderando de él la impacien-cia de salir de aquella tercera etapa de su viaje,si tal etapa se llevaba a cabo. Se levantó de

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la silla sin miramientos y se marchó al jardín.Las asters estaban ahora respladecientes a laviva luz del sol. Abrió la verja de la tapiaprivada y anduvo por el afelpado césped quese extendía entre ella y el bosque. Mientrascaminaba oyó un aleteo a su espalda, y al vol-verse vio una paloma que volaba desde unaventana del tejado. El ave pasó volando porencima de su cabeza, hacia el bosque, y se per-dió de vista. Por primera vez recordó místerBond haber visto una paloma haciendo un re-corrido semejante cuando se hallaba paseandopor el jardín de la posada de Crispín.

Sus pensamientos estaban siguiendo to-davía a la paloma por encima del pavimentoformado por las copas de los árboles delbosque, cuando oyó una voz que le llamaba enmedio del silencio:

-¡Míster Bond! ¡Míster Bond!...Dio la vuelta, dirigiéndose a la verja del

jardín; entró en éste, lo cruzó y penetró en la

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casa. Se puso la capa y se colocó el morral a laespalda. Poco tiempo después se hallaba sen-tado junto a Stennet en el vehículo, oyendo alos dos caballos y recordando que Martín, enel último instante, se había marchado a su tra-bajo en lugar de despedir a su huésped.

Aunque nunca perdió el miedo a Stennet,míster Bond encontró en el criado de Martínun excelente compañero de viaje, siempre dis-puesto a contestar cuando se le hablaba y hastacapaz de suscitar la curiosidad del viajero, aveces, durante el monótono recorrido.

-¿Ve esos fresnos que se elevan allí? -pre-guntó Stennet señalando con la cabeza haciala izquierda-. Pertenecen a míster Martín. Esdueño de la mitad de los que se alzan en elcamino hasta las posadas de míster Crispín yde míster Stephen. Y lo mismo ocurre a sushermanos.

-¿Y qué hay respecto al bosque?

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-Exactamente igual -respondió Stennetabarcando con la mano toda la parte de laderecha-. Como usted ve, es redondo. A cadacual le pertenece una tercera parte, como sifuera un gigantesco trozo de pastel.

Chasqueó la lengua y los caballosatiesaron las orejas, aunque aquel chasquidono fue más que una formalidad, pues los ani-males corrían a gran velocidad.

-¡Este coche es mucho más rápido que elde Crispín! -murmuró el pasajero notando queel viento le golpeaba la cara.

Aun cuando la tarde de aquel día de otoñoestaba terminando, él miraba a su alrededorlleno de sorpresa.

Vio la luna elevarse por encima del valle.Más tarde aún, pidió informes sobre los

nombres de las tres posadas, y Stennet se echóa reír.

-Los señores están muy orgullosos de el-los, puedo asegurárselo. Románticos y un

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poco asustadizos, eso es lo que puedo decirde ellos. También poéticos. Ellos no dicen ElDescanso del Viajero, sino El Reposo delViajero, ¿comprende? Es más poético. Nocreo que fuese idea de míster Crispín. Creoque fue de míster Martín... o de mistress Cris-pín. Son muy inteligentes... El Decapitado essolamente una gracia retorcida que tuvo místerMartín... y, naturalmente, no significa nadamás que lo que dice: un hombre sin cabeza.A continuación -añadió Stennet, silbando a loscaballos, cuyos lomos resplandecían a la luzde la luna-, la posada adonde usted se dirigeahora: La Cabeza del Viajero... Bueno, lasposadas se llaman algunas veces La Cabezadel Rey en honor del rey, ¿no es verdad?Míster Stephen hace algo mejor que eso.Dedica su posada al propio viajero.

Por entonces, habíase hecho visible en lalejanía un punto brillante de luz, y míster Bondfijó los ojos en él. Una vez el punto desa-

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pareció por un instante, y él se imaginó quela cabeza de míster Stephen había pasado pordelante de la lámpara del cuarto de estar. Anteeste cuadro, la cólera hizo presa en él, y sepreguntó, molesto, por qué se había sometidotan humildemente a las órdenes..., no podíallamarlas de otro modo... de aquelloshermanos tan extrañamente hospitalarios.

Aventado por su ira, el punto brillante seiba haciendo mayor y más brillante, hasta queal fin adquirió el tamaño y la forma de unaventana iluminada, a través de la cual la carade un hombre hacía muecas a la luz de la luna.

-Escuche, ¿qué es eso? -preguntó místerBond bajándose del coche.

-La Cabeza del Viajero, señor -respondióStennet señalando hacia arriba.

Ambos levantaron la vista hasta la muestraque estaba sobre sus cabezas. Luego místerBond miró al gran tamaño de la posada y ex-aminó sus alrededores. La noche era muy os-

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cura y vibrante, pero sin ruidos. El intermin-able bosque era semejante a una barrera depolvo blanco azulado, y el viajero estaba apunto de levantar la iracunda voz contra loshermanos Sasserrach, cuando del pórtico de laposada llegó una conmoción y apareció en lamancha de luz de la luna un hombre alto, decara nada agradable agitando los brazos, y conun montón de niños siguiéndole a sus talones.

-Aquí está míster Stephen -susurró Stennetobservando al que se acercaba.

El dueño de La Cabeza del Viajero sonreíaagradablemente, enseñando sus dientes in-tensamente blancos, y cuando llegó a la alturadel viajero, se tocó la frente con un gesto queera respetuoso e insufrible.

-¿Míster Bond, señor?Míster Bond asintió y se inclinó, mirando

a los hijos del posadero..., cabezudos, bar-rigudos..., seres primitivos que saltaban

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alrededor de su padre y tiraban de los plieguesde la capa Inverness.

Padre e hijos se agruparon alrededor delviajero, quien, perdido dentro del grupito,pronto se encontró en la entrada de La Cabezadel Viajero, que cruzó de prisa, arrastrado porsu nuevo patrono, que le llevaba cogido delbrazo, mientras dos de los niños se deslizabanpor en medio de ellos y corrían delante parahundirse en las profundidades del vestíbulo. Ellugar estaba mal iluminado y mal ventilado,y aunque míster Bond sabía por experienciadónde se hallaría situado el cuarto de estar,sin embargo, después que cruzó el umbral nole encontró ninguna semejanza con aquellosotros dos cuartos de estar en donde habíantranscurrido las dos primeras etapas de su curi-osa aventura. La lámpara de petróleo, que sehallaba encima de la gran mesa redonda colo-cada en el centro de la habitación, no teníapantalla; una mariposa nocturna difundía

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suaves sombras por todas partes, desde eltecho hasta las paredes empapeladas, mientrasque el armonio había empezado a lanzar notasdiscordantes con el regreso de los niños.

-Permítame que le quite la capa, místerBond -dijo el dueño de la posada.

Y con sorprendente cuidado la extendiósobre uno de los amplios divanes, que parecíanmás grandes debido a sus muelles rotos y ala borra que se escapaba a montones por latapicería rota; pero en seguida los niños cogi-eron la capa y la hubieran destrozado si místerBond no se la hubiera quitado de las manos...Ante esta actitud del desconocido, los niños sealejaron cobardemente, mirándole con fijeza.

En medio de esta confusión, de personasy muebles, Stephen Sasserrach sonreía y semovía continuamente de un lado para otro;un gigante encorvado a quien nadie obedecía,excepto míster Bond. Era el tipo de hombrecuyo aspecto relacionaría el viajero con los

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verdugos de los tiempos antiguos, con elhombre del hacha de la Edad Media, austero,fiel, sencillo, excesivamente domesticado, confrente abombada y cejas alborotadas, y brazosmusculosos y siempre listos para la acción.Stephen no mantenía el orden en su casa. Elruido era dueño de todos los rincones, aunquefuese poco el que se hiciese. Los niñosllamaban a su padre Steve y le sacaban la len-gua. Ellos también eran en sí cosas que noinspiraban cariño, y sus instintos naturalesparecían aflorar a través de su piel, formandouna costra superficial que producía repugnan-cia al viajero. Tres de sus nombres eran famil-iares a míster Bond. Allí estaba otra vez Cris-pín, Martín y Stephen, mientras que Dorcasy Lydia eran hermanas cuyas únicas virtudeseran su mutua devoción.

La cena en La Cabeza del Viajero fuecasera y agradable al gusto. Stephen, el padre,la guisó, sirviéndola generosamente en platos

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desportillados. Se sentó a la mesa con una su-cia camisa azul de cuello abierto. Sus nudososbrazos aparecían extraordinariamente tostadospor el sol contra el azul de la camisa. Nuncapermaneció callado, y esto sorprendió a místerBond. Hablaba de prisa y casi para sí mismo,en voz baja y tosca, que siempre constituíaun placer escuchar. A veces se quedaba cal-lado, con los ojos cerrados, las cejas fruncidas,y su abombada frente se hacía aún más lus-trosa cuando se ponía a pensar; en tales oca-siones, Dorcas y Lydia se escabullían hacia elarmonio, mientras Crispín el joven y Martínel joven, justificados por el lamento del in-strumento musical, saltaban de los divanes alsuelo.

Vuelto en sí, al fin, Stephen el viejo golpeóla mesa con el puño, y se volvió en su sillapara gritar a los niños:

-¡Marchaos, demonios! ¡Sacad la tabla ypracticad, diablejos!

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Inmediatamente, los niños sacaron unatabla gigantesca llena de agujeros, y cada unode los niños empezó a tirar pelotas de maderacontra la tabla, metiéndolas con asombrosaprecisión por los agujeros y en los bolsillosque había detrás de ellos, a excepción de Dor-cas y Lydia. En aquel momento, su padre lesrecordó:

-¡La luna está luciendo ya!En seguida, los niños salieron corriendo de

la habitación y míster Bond no volvió a verlos.El ruido, el papel pintado de la pared y la

mariposa golpeándose contra la única fuentede luz produjeron en el viajero un deseo ir-resistible de dormir. Ahora, sentado junto alfuego con Stephen, una vez terminada la cena,este deseo se hizo más intenso a medida queescuchaba hablar a aquel atractivo hombre dela camisa azul.

-¿Le gustan a usted los niños, místerBond?

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Míster Bond asintió con la cabeza.-Los niños y los animales... -respondió

soñoliento.-Uno tiene que dejarles hacer lo que quier-

an -suspiró Stephen Sasserrach.La tosca voz llegaba clara y suavemente a

los oídos de míster Bond, hasta que al fin es-talló, vigorosa, ordenando a su huésped que sefuera a la cama. Míster Bond se levantó de lasilla, sonrió y dio las buenas noches. La mari-posa le golpeó en la cara. Se preguntó dóndeestarían los niños. No oía sus voces. Tal vezestuvieran durmiendo, como animalitos. Peromíster Bond encontró difícil imaginarse aquel-los ojos en la cama, cerrados por el sueño.

Algunos minutos después, tumbado en sumaciza cama, en esta tercera posada de losSasserrach, con una vela apagada sobre lamesilla de noche y mirando hacia la ventanaabierta, de la que corriera los pesadoscortinones bordados, míster Bond se imagin-

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aba que oía claros gritos de triunfo y ruidode golpes procedentes del bosque. Como sehallaba completamente insomne, se levantó dela cama y anduvo hasta la ventana. Miró elbosque, que se extendía más allá del afelpadocésped. Poniéndose las manos en las orejas, seimaginó que los ruidos eran como los gritosque dan los niños mientras juegan..., pero másfuertes, como si el juego fuera mayor. Tal vezlos lanzaban extraños animales. Cualquieraque fuese su origen, procedían de ese con-glomerado de árboles cuyo silencio horadabanlos rayos de luna.

«¡Oh, Dios! -pensó míster Bond-. Me poneenfermo la luz de la luna.»

Y con movimiento brusco de la mano cor-rió los cortinones, aunque le fue imposibleapagar los ruidos del bosque ni borrar la visióndel afelpado césped iluminado por la luna.Ruido y visión juntos le llenaron de presen-timientos, y sus mejillas se bambolearon

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cuando anduvo a tientas hacia la apagada vela.Debía bajar a buscar la capa Inverness; cogerlay quitarla de en medio antes que fuese de-masiado tarde. En el cuarto de estar encontróa Stephen, aún sentado junto a la lámpara. Elpuño de Stephen, puesto sobre la mesa, estabacerrado; lo abrió y se escapó de él la mariposa.

-Creo que se ha marchado y no se ha ido-exclamó Stephen, alzando los ojos y en-señando los dientes en una sonrisa-. ¿Es queno se irá?

-Perdone, vine por mi capa -dijo místerBond. Estaba tirada sobre uno de los divanes.El fuego estaba apagado y el ambiente frío. Elfondo de la habitación estaba sumido en la os-curidad. Una idea cruzó por la mente de místerBond. Dijo, levantando la capa:

-Creo que la necesitaré en mi cama.Y se puso a tamblar para demostrar el frío

que sentía. La mariposa surgió de uno de los

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dobleces de la capa y voló alrededor de la hab-itación como una cosa maligna.

-Está bien, míster Bond, está bien.El hombre cayó en una especie de abstrac-

ción. Su frente brillaba a la luz de la lámpara,y el viajero salió de la habitación, andando condignidad, envuelto en su alegre bata y llevandocolgada del brazo la capa.

Estaba a punto de subir la escalera cuandouna voz le habló suavemente al oído, deseán-dole buenas noches.

¡Stennet! ¿Qué hacía el criado allí? MísterBond alzó la palmatoria y miró asombrado laespalda del criado de Martín. El cuerpo pen-etró en las sombras, y el suave y acompasadotictac del reloj del abuelo, en el vestíbulo, at-ravesó el silencio y el miedo de los momentosque siguieron.

Míster Bond corrió a su dormitorio, se en-cerró con llave y empezó a vestirse. De nuevole molestaba la dispepsia. ¡Si estuviera en la

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posada de Crispín! Apartó los cortinones y es-cudriñó la oscuridad. La sombra de la posadase extendía sobre el patio y el afelpado césped,y una de las chimeneas, inmensamente dislo-cada, se alargaba hasta el bosque. La propiapared boscosa estaba compacta de rayos deluna. De detrás de ella no llegaba ya el ruidode golpes, y el silencio hizo estremecer denuevo a míster Bond.

-Escaparé en cuanto amanezca -susurró-,en cuanto se oculte la luna.

Como ya no tenía sueño, sacó de su morralun tomo de Mungo Park y completamentevestido, se sentó en un cómodo sillón con loscortinones corridos de nuevo y la vela colo-cada a su lado. A intervalos alzaba los ojosdel libro, fruncía el entrecejo y recorría con lavista el grupo de tres pagodas, en rojo pálido,que se repetía interminablemente sobre el pa-pel de la pared. El tranquilo dibujo le producía

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sueño, y de pronto se quedó dormido y em-pezó a roncar con la vela encendida.

A medianoche le despertaron unos fuertesgolpes dados en la puerta. La vela parecía estartemblando de miedo, y míster Bond se sintióalarmado.

-¿Eh?... ¿Quién es? -preguntó en voz baja.-¿Qué pasa? -preguntó más fuerte, con cre-

ciente terror.-¿Qué es eso, en nombre de Dios? -susur-

ró, mientras los golpes se hacían más sonoros.Una astilla voló dentro de la habitación,

y se dio cuenta inmediatamente de que habíallegado el final de su viaje. ¿Era Stephen oStennet, Stephen o Stennet, quien estaba alotro lado de la puerta? La vela chisporroteócuando, desatinado, anduvo de un lado paraotro. No tenía tiempo de pensar ni de actuar.Permanecía en pie, observando el filo delhacha que iba destrozando la madera de la pu-erta.

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-¡Salvadme, salvadme! -murmuró junt-ando las manos.

Las alargó hacia la capa y luchó duranteun rato con sus nervios hasta que consiguióponérsela.

-¡Vamos, vamos! -murmuró mientrasaumentaba con el terror su ira.

Toda la habitación se estremecía bajo loshachazos. Míster Bond se inclinó sobre la velay la apagó de un soplo. En la oscuridad, unrayo de luz penetró por una de las hendidurasde la puerta y se posó en los cortinones de laventana.

Míster Bond recordó la planta trepadoraque, desde el jardín, subía hasta la ventana y,lo más rápidamente que le fue posible, saltó elalféizar, se agarró a la planta y se deslizó hastael jardín en sombras de la posada. Apretandolos dientes, echó a correr, mientras el ruido delhacha iba disminuyendo en sus oídos. En sucarrera tropezó con las piedras que se inter-

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ponían en su camino, un tubo de cinc le en-ganchó la capa y le hizo un desgarrón enorme;un trozo de alambre se le envolvió en los piesy tuvo que desenrollarlo con manos tembloro-sas... Aun corriendo, amparado por la sombrade la casa, alcanzó el afelpado césped,jadeando un poco, luchando con el deseo demirar hacia atrás, avanzando hacia el bosqueque se extendía bajo los rayos de la luna. In-tentó pensar, y no pudo pensar más que en laforma y en la seguridad de la sombra sobrela que iba corriendo. Al fin, alcanzó el tejadode la posada, se desvió a un lado y corriópor la monstruosa sombra de la chimenea, nopensando en nada más, porque el bosque sehallaba muy cerca. Una avenida, iluminadapor la luna, se extendía cega-doramentedelante de él; la sombra de la chimenea entróen ella y se acabó: fue como si míster Bondfuera una bocanada de humo volando hacialas profundidades del bosque. Su sombra, que

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conseguía monstruosos retorcimientos de suindumentaria, le condujo a un espacio abierto,situado al final de la avenida. El grueso setode árboles le envolvió en un silencio más pro-fundo que ningún otro que míster Bond cono-ciera. Allí, en ese claro, el silencio sedesplegaba en el interior de un silencio. Parán-dose bruscamente y apretando las palmas delas manos contra sus costillas para amortiguarel dolor producido por su precipitada respir-ación, míster Bond no tenía ojos más que parala escena que se presentaba a su vista en elcentro mismo del calvero: un grupo de posteso estacas, soportando cada uno una calaverahumana.

-«La cabeza del viajero, la cabeza delviajero» -murmuró estremeciéndose de terrory volviendo la espalda a las calaveras.

Y allí estaba la silueta de Stephen Sasser-rach, subiendo por la avenida y blandiendo el

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hacha como si fuera un leñador loco que vini-era a derribar árboles.

La mente del viajero emprendió una de-sordenada carrera a través de los nombres delas tres posadas.

«La cabeza del viajero -pensó-, El Decap-itado, El Reposo del Viajero...»

Se acordó de las palomas mensajeras quevolaron por encima de él, de posada a posada;rememoró el polvillo de la solapa y de lasmangas de la chaqueta de Martín...

Contempló la figura del hombre de la suciacamisa azul. Estaba parado ahora, tan inmóvilcomo un árbol, en la linde del calvero bañadopor la luz de la luna. Pero los pensamientos demíster Bond, girando precipitadamente, se en-contraron en un límite de luz más cegador queése. Se detuvieron espantados. Y el viajeroechó a correr, en un vuelo, más allá de lascalaveras, tratando de esconderse fructu-

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osamente en la pared más lejana de los ár-boles.

En ese momento, Stephen salió de sumodorra lanzando un grito que fue a golpearcontra los troncos de los árboles.

Los ecos fueron percibidos por místerBond, quien, dando la vuelta para enfrentarsecon su enemigo, luchaba por quitarse la capa,lo que consiguió al fin, y, sosteniéndola enla mano, procuró serenarse. Ahora estaba em-peñado en mortal combate, blandiendo su capacomo los gladiadores de los circos antiguosblandían sus redes. El hacha y la capa se en-frentaban: ésta, protegiendo y parando elgolpe; aquélla, golpeando y hendiendo,bastante zafiamente, como en deporte. Entorno a las calaveras, ambos hombres luchabany jadeaban, ya en la sombra, ya en la plena luzque iluminaba la avenida. Sus sombras tam-bién peleaban, más encarnizadamente aún queellos mismos.

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Stephen gritó:-¡Ya está bien!Y, por primera vez desde que comenzó la

pelea, descubrió sus dientes.-¡Pe... pero usted es amigo mió! -

tartamudeó míster Bond.Y miró el reluciente filo del hacha.-¡El mejor que tuvo usted jamás, míster

Bond! -contestó Stephen Sasserrach.Y retrocediendo un paso, el dueño de La

Cabeza del Viajero cortó la cabeza del viajero.El golpe de la cabeza sobre las ramitas,

las hojas y el césped del calvero fue el primerruido en la nueva y pacífica vida de místerBond, pero él no lo oyó; para los hermanosSasserrach fue, en sí mismo, una promesa devida, la señal de que para ellos todo estabalisto ya para aplicar sus respectivos talentos,activa y felizmente, al inmediato futuro.

Stephen cogió la cabeza de míster Bond y,con delicados aunque también toscos dedos, la

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transformó en calavera, sonriendo con sencillasatisfacción cuando hubo terminado la labor;después, le colocó una preciosa etiqueta parasu colección de primitivos: el experimento deljuego era ver quién metería la pelota por lascuencas de los ojos. A su hermano Martín, eldueño de El Decapitado, le mandó el hombresin cabeza, al cuidado de Stennet, y Martín,un suave día de otoño, redujo el cuerpo sincabeza a esqueleto, sin preocupaciones de nin-guna clase, y durante días y noches se dedicóa su trabajo con delicada precisión de sus de-dos, labrando y modelando, manchándose lachaqueta de polvillo, creando sus figurillas ysus chucherías, sus cortapapeles y sus extrañaspiezas de ajedrez. A su hermano Crispín,dueño de El Reposo del Viajero, le envióMartín el resto{2} del viajero, es decir, laspartes blandas y porosas, las sobras, los re-cortes, las diversas piezas, todo el interior quellena la piel de un hombre y que le ayuda en la

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edad mediana a predisponerle hacia la dispep-sia. Crispín recibió el paquete con su boquitaapretada y llamó a Myrtle con su voz de fal-sete:

-¡Aquí está Stennet!Ella contestó desde la cocina:-¡Gracias, Cris!Las manos de la mujer actuaron delicada

y armoniosamente cuando fregaron la sopera.La parte de atrás de la posada estaba llena dereflejos de sol, y su cabello negro brillaba.

-La estación está ya muy avanzada -dijocuando llegó la hora del té-. No creo quetengamos otro viajero antes de la primavera.

Pero se equivocaba. Aquella misma noche,cuando la luna se alzó por detrás del valle,Myrtle murmuró:

-Ahí llega uno.Y continuó removiendo el cucharón dentro

de la sopera.

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Su marido se dirigió al vestíbulo y diocuerda al reloj.

Cogió la palmatoria colgada en un clavode la pared.

Fue a la puerta y la abrió a la luz de la luna,colocando la vela por encima de su cabeza.

-Pase, pase -dijo al desconocido que estabaallí-. Ella ha hecho un estupendo caldo para lacena de esta noche...

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E. PHILLIPSOPPENHEIM - Dos

solteronas(Two Spinsters)Indudablemente, Erneston Grant era un de-

tective de primerísima clase; pero como viajeropor los atajos de Devonshire, con solo un mapay una brújula para ayudarse, era un verdaderofracaso. Hasta su gordinflón perrillo blanco,Flip, guarecido bajo un par de alfombras, trasdos horas de frío, de lluvia y de un viaje sinpropósito determinado, le miraba reprobadora-mente. Lanzando una exclamación muy pare-cida a un grito de desesperación, Grant condujo

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su quejumbroso automóvil hasta la cima deuna de esas endiabladas colinas que ni un Fordsubiría en su primera salida. Allí se paró ymiró en torno suyo.

El panorama era el mismo en cualquierdirección que se mirase: quebradas exten-siones de pastos divididas por valles boscososde increíble espesor. Allí no había señal detierras agrícolas, ni de que la mano del hombrehubiese trabajado aquellas interminables tier-ras, ni tampoco rastro alguno de que el mássencillo vehículo hubiera recorrido aquellossenderos. No había postes indicadores, nipueblos, ni refugio de ninguna clase. Lo únicoque abundaba era la lluvia..., la lluvia y laniebla. Masas grises de niebla fluctuabansobre el terreno, haciéndolas asemejarse a der-rumbados trozos de nubes que bloqueaban elhorizonte, tapando cualquier esperanzadorresquicio en la lejanía: una envolvente oscur-idad circular. Luego, rivalizando con la niebla

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en humedad, comenzó la lluvia arrasadora...,una lluvia que había parecido hermosa aprimera hora de la tarde, al volcarse del cielosobre las laderas de la montaña, pero que hacíamuchísimo tiempo ya que había perdido todapretensión de ser algo más que una lluvia pasa-jera, insignificante, sino condenadamenteofensiva. Flip, cuyos hocicos era lo único quetenía al descubierto, resoplaba disgustado, yGrant, mientras encendía la pipa, maldecía porlo bajo, pero con fuerza. ¡Qué país! Miles deatajos sin un poste indicador;

interminables extensiones sin una granja niun pueblo. ¿Y el mapa? Grant maldijo solem-nemente al hombre que lo confeccionó, al im-presor que lo imprimió y a la tienda dondelo compró. Cuando hubo terminado de des-potricar, Flip aventuró un simpático ladridoaprobatorio.

-En alguna parte tiene que hallarse elpueblo de Nidd -murmuró Grant para sí-. El

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último poste indicador de esta condenada re-gión señalaba diez kilómetros a Nidd. Desdeentonces, hemos recorrido lo menos veinti-cinco, sin apartarnos a la derecha ni a laizquierda, y a pesar de todo, el pueblo de Niddno ha aparecido.

Sus ojos taladraban la acumulada oscur-idad que tenía delante. A través de un ligeroresquicio entre las nubes le pareció que veíakilómetros de distancia; pero en ninguna partese percibía signo alguno de pueblo ni devivienda humana. Pensó en el camino pordonde había venido y le hizo estremecer elpensamiento de tener que desandarlo. En aquelmomento, en que inclinado hacia adelante ob-servaba el vaho que salía del radiador de sucoche en ebullición, fue cuando vio a laizquierda, en la lejanía, un débil reflejo de luz.Inmediatamente se apeó del coche, se subióa la tapia de piedra y miró atentamente en ladirección donde la había visto. No cabía duda

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de que allí había una luz, y si había una luz,habría una casa. Sus ojos pudieron descubrirtambién el escabroso sendero que le condu-ciría a ella. Se bajó de la tapia, caminó hasta elcoche, subió a él, lo puso en marcha y recorrióunos metros. Una verja le cortó el paso. El sen-dero, al otro lado de ella, era terrible; pero nohabía otro. Abrió la verja y la cruzó, poniendosus cinco sentidos en la conducción del coche.

Al parecer, el tráfico, allí, si existía algúntráfico, se reducía al de un ocasional carrode granja de la clase que estaba empezandoa vislumbrar: sin muelles, con agujeros en elpiso de tablas y con grandes ruedas de girolento. Sin embargo, hizo progresos, esquivólos bordes de un tremendo bache; cruzó, congran alegría, un campo medio cultivado; pasóa través de otra verja; subió, pa-reciéndole quede repente se metía entre las nubes, y bajó,siguiendo un sendero en forma de fantásticosacacorchos, hasta que, al fin, apareció la luz

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en línea recta delante de él. Pasó un jardíndesierto y se encontró ante otra verja, ahora dehierro, destrozada en su parte inferior. Tuvoque apearse del coche para abrirla. Con todocuidado la cerró a su espalda, recorrió unoscuantos metros de una avenida empapada ycubierta de altas hierbas, y, al final, alcanzóla puerta de lo que en alguna ocasión debióde haber sido una casa-granja muy aceptable,pero que ahora parecía ser, a pesar de la bril-lante luz que ardía en lo alto de la escalinata,uno de los edificios más tristes que la mentehumana pueda concebir.

Sin detenerse mucho a pensar si sería bienrecibido, pero con inmenso alivio ante la ideade encontrarse bajo techado, Grant se apeó delcoche y golpeó con los nudillos la puerta deroble. Casi inmediatamente oyó en el interiorde la casa el rascar de una cerilla al ser en-cendida; la luz de una vela surgió a través delas ventanas sin cortinas de una habitación a su

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izquierda. Se oyeron pasos en el vestíbulo y seabrió la puerta. Grant se encontró frente a unamujer que sostenía la palmatoria tan alto que laalumbraba a medias, dejando en la sombra lamayor parte de sus rasgos. No obstante, habíacierta majestad en su figura, de lo que se diocuenta en esos pocos segundos que permane-cieron en la puerta.

-¿Qué desea usted? -preguntó.Grant, mientras se quitaba el sombrero,

pensó que la contestación era bastante evid-ente. La lluvia resbalaba por todos los plieguesdel impermeable que le cubría. Su cara estabaaterida de frío.

-Soy un viajero que he perdido el camino -explicó-. Durante horas he intentado encontrarun pueblo o una posada. Su casa es la primeravivienda humana que he visto. ¿Podría usteddarme alojamiento por una noche?

-¿No hay nadie con usted? -inquirió lamujer.

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-Estoy solo -respondió-, a excepción de miperrita -añadió al oír el ladrido de Flip.

La mujer consideró el asunto.-Será mejor que lleve el coche al cobertizo

que hay a la izquierda de la casa -dijo-.Después puede usted entrar. Haremos lo quepodamos por usted. Que no será mucho.

-Le estoy muy agradecido, señora -declaróGrant con toda sinceridad.

Encontró el cobertizo, que estaba ocupadosolamente por dos carros de granja en un in-creíble estado de pobreza. Después, cogió enbrazos a Flip y regresó a la puerta de la casa,que habían dejado abierta. Guiado por el ruidode leños crepitantes, llegó a una gran cocinade piedra. En una silla de alto respaldo, colo-cada delante del fuego, sentada con las manossobre las rodillas, pero mirando ansiosamentehacia la puerta como si vigilase su entrada, es-taba otra mujer, también alta, de edad medianatal vez, pero aún de buena presencia y de ras-

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gos hermosos. La mujer que le admitió estabainclinada sobre el fuego. El detective miró auna y otra con asombro. Eran terrible y mara-villosamente iguales.

-Les estoy altamente reconocido, señoras,por habernos dado alojamiento -empezó adecir-. ¡Flip! ¡Estate quieta, Flip!

Un gran perro pastor ocupaba el espaciodelante del fuego, Flip, sin dudarlo un in-stante, corrió hacia él, ladrando con firmeza.El perro, con aspecto de extraña sorpresa, sepuso en pie y miró inquisitivamente hacia at-rás, retrocediendo. Flip, acomodándose en elsitio vacante, se acurrucó muy contenta y cerrólos ojos.

-Pido perdón por mi perrita -continuóGrant-. Tiene mucho frío.

El perro pastor retrocedió unos metros y sesentó sobre sus patas traseras, considerando elcaso. Mientras tanto, la mujer que abrió la pu-erta sacó una taza y un plato de la alacena, una

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hogaza de pan y un trozo pequeño de tocino,del que cortó unas lonchas.

-Acerque la silla al fuego -le invitó-.Tenemos muy poco que ofrecerle, pero le pre-pararé algo de cenar.

-Son ustedes buenas samaritanas -declarócon fervor Grant.

Se sentó al lado opuesto de la mujer que,hasta el momento, apenas había hablado niquitado los ojos de él. La semejanza entre am-bas era algo asombroso, como también su si-lencio. Vestían ropas iguales..., ropas gruesas,holgadas, le parecieron a él..., y su cabello,color castaño con algunas vetas grises, estabapeinado exactamente de la misma forma. Susvestidos pertenecían a otro mundo, así comosu forma de hablar y sus modales; sin em-bargo, había en ambas una curiosa aunque in-negable distinción.

-A título de curiosidad -preguntó Grant-,¿a qué distancia me hallo del pueblo de Nidd?

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-No muy lejos -respondió la mujer que es-taba sentada, inmóvil, al otro lado de él-. Paracualquiera que conozca el camino, bastantecerca. Los forasteros se vuelven locos para de-ambular por estos recovecos. Muchos que lohan intentado se han perdido.

-Su casa está muy apartada -aventuró.-Nacimos aquí -respondió la mujer-. Ni mi

hermana ni yo hemos experimentado nunca eldeseo de viajar.

El tocino empezó a chisporrotear. Flip ab-rió un ojo, se relamió y se sentó. En pocosminutos estuvo preparada la cena. Colocaronuna silla de roble de alto respaldo al extremode la mesa. Había té, una fuente de huevos contocino, una hogaza de pan y unos montoncitosde mantequilla. Grant ocupó su sitio.

-¿Han cenado ustedes? -preguntó.-Hace mucho -respondió la mujer que le

había preparado la cena-. Por favor, sírvase.

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Ella se acomodó en otra silla de roble en ellado opuesto de su hermana. Grant, con Flip asu vera, comenzó a cenar. Hacía muchas hor-as que no habían probado bocado y, duranteun rato, olvidaron, felices, todo, excepto losalrededores inmediatos. Sin embargo, Grant,cuando se sirvió la segunda taza de té, miróhacia sus anfitrionas. Habían apartado ligera-mente sus sillas del fuego y le observaban..., leobservaban sin curiosidad, aunque con ciertaextraña atención. Entonces se le ocurrió a él,por primera vez, que, aunque ambas se habíandirigido por turno a él, ninguna de ellas habíadirigido la palabra a la otra.

-He de confesarles lo sabroso que está todoesto -dijo Grant-. Temo haberles parecido ter-riblemente hambriento.

-Seguramente llevaba usted mucho tiemposin comer -dijo una de ellas.

-Desde las doce y media.-¿Viaja usted por placer?

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-Eso creía antes de hoy -contestó con unasonrisa, a la que no hubo respuesta.

La mujer que le admitió movió su sillaalgunos centímetros, acercándose a él. Grantobservó con cierta curiosidad que, inmediata-mente de hacer ella eso, su hermana hizo lomismo.

-¿Cómo se llama usted?-Erneston Grant -respondió-. ¿Puedo saber

a quiénes tengo que agradecer esta hospitalid-ad?

-Mi nombre es Mathilda Craske -anuncióla primera.

-El mío es Annabelle Craske -dijo la otracomo un eco.

-¿Viven aquí solas? -aventuró.-Vivimos aquí completamente solas -con-

testó Mathilda-. Nos gusta así.Grant estaba más extrañado que nunca. Su

conversación estaba sujeta a la habitualentonación de Devonshire y a la suave pro-

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longación de las vocales; pero, por otra parte,era curiosamente casi correcta. La idea de susvidas solas en sitio tan desolado parecía, sinembargo, increíble.

-¿Labran ustedes esto, tal vez? -insistió-.¿Tienen ustedes casas de labriegos o algo se-mejante a mano?

Mathilda negó con la cabeza.-La cabaña más próxima está a seis kiló-

metros de distancia -le confió-. Hemos dejadode ocuparnos de la tierra. Tenemos cinco va-cas..., que no nos producen perturbación al-guna..., y algunas gallinas.

-Es una vida muy solitaria -dijo, obstinada,Annabelle.

Grant giró la silla hacia ellas, Flip, conun gruñido de satisfacción, se tumbó entre suspiernas.

-¿En dónde se proveen ustedes de alimen-tos? -preguntó.

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-Todos los sábados nos trae un carrero lascosas de Exford -le contestó Mathilda-.Nuestras necesidades son mínimas.

La enorme habitación, singularmentevacía de muebles, como observó al echar unaojeada a su alrededor, estaba llena de sitiosen sombras, a los que no llegaba la luz de laúnica lámpara de petróleo. A su vez, las dosmujeres eran visibles sólo confusamente. Noobstante, los ocasionales destellos del fuegohacían que las viera con más claridad. Eran tanpavorosamente semejantes que bien podían sergemelas. Grant se encontró especulando encuanto a su historia. Debieron de ser muy her-mosas en alguna ocasión.

-Me gustaría saber si será posible abusarun poco más de su hospitalidad pidiéndoles undiván o una cama para pasar la noche -pregun-tó, tras una prolongada pausa-. En cualquiersitio -añadió apresuradamente.

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Mathilda se puso en seguida en pie. Cogióotra palmatoria de la repisa y encendió la vela.

-Le enseñaré dónde puede dormir -dijo.Por un momento, Grant se quedó sobre-

cogido. Se le había ocurrido mirar hacia An-nabelle y su asombro fue grande al observaren su rostro una ligerísima y curiosa expresiónde malicia. Se inclinó para traerla completa-mente dentro del pequeño halo de luz de lavela, y la miró incrédulo. La expresión, si esque hubo tal, había desaparecido. Ella le es-taba mirando sencilla y tranquilamente, refle-jando en su cara algo que él fracasó totalmenteen tratar de comprender.

-Si usted quiere seguirme... -le invitóMathilda.

Grant se puso en pie. Flip giró en redondo,lanzando un último ladrido al enorme perropastor que había aceptado un sitio alejado delfuego, y, fracasando en obtener una respuestasatisfactoria, trotó tras su amo. Pasaron a un

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vestíbulo bien arreglado, pero casi vacío, ysubieron una ancha escalera de nogal hasta eldescansillo del primer piso. Por la parte defuera de la habitación donde Grant viera la luzde la vela. Mathilda se detuvo un momento yescuchó.

-¿Tienen ustedes otro huésped? -preguntóGrant.

-Annabelle tiene un huésped -contestó lamujer-. Usted es el mío. Sígame, por favor.

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Le condujo a un dormitorio en el que habíauna enorme cama de cuatro columnas y otramás pequeña. Dejó la palmatoria encima de unamesa y dobló una especie de colcha vieja quecubría las ropas de la cama. Tocó las sábanasy asintió aprobadora. Grant, inconscientemente,se encontró siguiendo su ejemplo. Con gransorpresa, se dio cuenta de que estaban calientes.Ella le señaló un gran calentador de cama, prov-isto de largo mango, que se hallaba en el ex-tremo opuesto del dormitorio y del que salíaaún un ligero humo.

-¿Esperaban ustedes a alguien esta noche? -preguntó curioso.

-Siempre estamos preparadas -contestó.Mathilda salió del dormitorio, olvidando, al

parecer, desearle las buenas noches. Grant lallamó con voz agradable, pero ella no contestó;oyó sus pisadas mientras bajaba la escalera. En-tonces, volvió el silencio..., silencio abajo, si-lencio en la parte de la casa donde estaba. Flip,

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que rondaba por el dormitorio oliendo, mostra-ba, a veces, síntomas de excitación, gruñendoen ocasiones. Grant, abriendo la ventana, en-cendió un cigarrillo.

-No puedes figurarte lo que te agradezcoque estés aquí, vieja -dijo a la perra-. Éste esun sitio muy extraño.

En el exterior no había cosa digna que very menos que oír, excepto el murmullo de untorrente cercano y el monótono ruido de la llu-via. De pronto, se acordó de su maleta y, de-jando abierta la puerta de su habitación, bajóla escalera. En la enorme cocina de piedra,las dos mujeres continuaban sentadas exacta-mente como lo estuvieran antes de llegar él ydurante su cena. Ambas le miraban, pero nin-guna habló.

-Si no les importa -explicó-, deseo recogermi maleta del coche.

Mathilda, la mujer que le admitió en lacasa, asintió con la cabeza. Grant salió a la

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oscuridad, se dirigió al cobertizo y cogió lamaleta. Antes de cerrar metió la mano en lacaja de las herramientas y sacó una linterna,que deslizó en su bolsillo. Cuando entró denuevo en la casa, las dos mujeres continuabansentadas en sus respectivas sillas y en silencio.

-Hace una noche terrible -observó-. Nopueden ustedes figurarse lo agradecido que es-toy por haberme dado hospitalidad en su casa.

Ambas le miraron, pero ninguna de las doscontestó. Esta vez, cuando él llegó a su dorm-itorio cerró la puerta firmemente y observó,con una mueca de desagrado, que, a excepcióndel picaporte, no había medio de asegurarla.Entonces, se rió para sí en silencio. A él,famoso capturador de Ned Bullavent, al triun-fador de una banda de facinerosos formada porhombres desesperados, se le alteraban los ner-vios al encontrarse en esta casa solitaria habit-ada por un par de mujeres extrañas.

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-¡Vaya época en que me he tomado vaca-ciones! -murmuró-. Nosotros no entendemosde nervios, ¿verdad Flip?

Flip abrió un ojo y gruñó. Grant estabaconfuso.

-No me gusta algo de ella -rumió-. Meagradaría saber quién está en la habitaciónalumbrada con velas.

Abrió la puerta de su dormitorio, suave-mente, una vez más, y escuchó. El silencio eracasi absoluto. Abajo, en la gran cocina, pudooír el tictac del reloj; también pudo ver la déb-il raya de luz amarilla debajo de la puerta.Cruzó el descansillo y escuchó un momento ala puerta de la habitación de las velas. Den-tro, el silencio era también absoluto y com-pleto...; ni siquiera percibió el sonido de la res-piración de una persona dormida. Volvió sobresus pasos, cerró su puerta y empezó a des-nudarse. En el fondo de su maleta había unapequeña automática. Sus dedos juguetearon

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con ella unos segundos. Luego, la dejó en susitio. Sin embargo, colocó la linterna al lado desu cama. Antes de apagar la luz, se dirigió otravez a la ventana y miró hacia el exterior. Elruido del agua del torrente parecía más insist-ente que nunca. Aparte de eso, no se oía otroruido. La lluvia había cesado, pero el cielo es-taba negro y sin estrellas. Estremeciéndose li-geramente, se volvió y se metió en la cama.

No tenía idea de la hora, pero la oscuridadexterior era intensa cuando él se despertó, re-pentinamente, al oír los gruñidos de Flip. Sehabía arrojado desde la colcha al pie de lacama, y Grant podía ver sus ojos, fulgurandocomo pequeños focos de luz en la oscuridad.El detective permaneció completamente in-móvil durante un momento, escuchando.Desde el primer instante se dio cuenta de quehabía alguien en el dormitorio. Su rapidísimaintuición se lo advirtió, aunque todavía era in-capaz de detectar ruido alguno. Sacó la mano

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lentamente por un lado de la cama. Cogió lalinterna y la encendió. Instantáneamente, lan-zando un grito involuntario, se echó hacia at-rás. En pie, a pocos centímetros de él, estabaMathilda, aún completamente vestida. En lamano, levantada sobre él, sostenía el cuchillomás horrible que hubiera podido ver en suvida. Se deslizó fuera de la cama y, confesán-dose honradamente para sí que estabaasustado, mantuvo la luz fija en ella.

-¿Qué quiere? -le preguntó extrañado de lainconsistencia de su propia voz-. ¿Qué demo-nios está haciendo con ese cuchillo?

-Le quiero a usted, William -contestó lamujer, con una nota desagradable en su voz-,¿Por qué se aleja usted tanto?

Grant encendió la vela. El dedo que en elgatillo de su pistola mantuvo en alto las manosde Bullavent durante dos largos minutostemblaba. Restablecida ahora la luz en la hab-itación, se sintió más dueño de sí.

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-Arroje ese cuchillo sobre la cama -ordenó-, y dígame qué iba usted a hacer con él.

Ella obedeció en seguida y se inclinó unpoco hacia él.

-Iba a matarle, William -confesó.-¿Por qué?Mathilda movió la cabeza, apesadum-

brada.-Porque es el único camino -contestó.-Mi nombre no es William, en primer lugar

-objetó-. ¿Y qué quiere decir usted con eso deque es el único camino?

Ella sonrió, triste y desconfiada.-Usted no puede negar su nombre -dijo-.

Usted es William Foulsham. Le reconocí enseguida, a pesar de su prolongada ausencia.Cuando él llegó -añadió señalando hacia laotra habitación-, Annabelle creyó que era Wil-liam. Yo consentí en que se quedara con él.Yo sabía..., yo sabía que, si esperaba, usted re-gresaría...

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-Dejando a un lado la cuestión de mi iden-tidad -le interrumpió-, ¿por qué quiere ustedmatarme? ¿Qué quiso decir cuando indicó queera el único camino?

-Es el único camino... de conservar a unhombre -respondió-. Annabelle y yoaveriguamos eso cuando usted nos abandonó.Usted sabía que ambas le amábamos, William;usted nos prometió a las dos que nunca nosabandonaría..., ¿lo recuerda? Así, nosotras es-perábamos, sentadas aquí, a que usted re-gresara. No decíamos nada, pero ambas losabíamos.

-¿Quiere usted decir que iba a matarmepara conservarme aquí? -insistió.

Mathilda miró el cuchillo amorosamente.-Eso no es matar -dijo-. Escuche... Usted

no se volverá a marchar. Usted se quedará aquípara siempre.

Grant empezaba a comprender, y un hor-rible pensamiento hirió su mente.

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-¿Qué pasó con el hombre que usted nocreyó que era William?

-Lo verá usted, si quiere -contestó Math-ilda vehemente-. Usted verá lo tranquilo queestá y lo feliz que es. Tal vez, entonces,lamente haberse despertado. Sígame.

Grant se apoderó del cuchillo y la siguiófuera de la habitación. Cruzaron el descansillo.Por debajo de la puerta pudo ver la delgadaraya de luz..., la luz que había sido su farodesde el sendero. Mathilda abrió suavementela puerta y alzó la palmatoria por encima desu cabeza. Tendido sobre otra enorme camade cuatro columnas se hallaba el cuerpo deun hombre con enmarañada barba. Su cara es-taba tan blanca como la sábana, y Grant sedio cuenta, a la primera mirada, de que estabamuerto. A su lado, sentada muy erguida ensu silla de alto respaldo, estaba Annabelle.Levantó un dedo y frunció el ceño cuando en-traron. Miró a Grant.

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-Ande despacio -susurró-. William duer-me.

Justamente cuando el primer destello dela aurora empezó a abrirse paso a través delespeso banco de nubes, un hombre descon-certado y desgreñado, seguido de una perritagorda y blanca, hizo su entrada en el pueblode Nidd; suspiró con alivio cuando vio la placade metal sobre la puerta y tiró de la campanillacon toda la fuerza que le fue posible. Se abrióuna ventana y apareció la despeinada cabezade un hombre.

-¿Quién está ahí? -preguntó-. ¿Qué demo-nios le ocurre?

Grant levantó la cabeza.-He pasado parte de la noche en una

granja, a unos cuantos kilómetros de aquí -gritó-. Hay allí un hombre muerto y dosmujeres locas. Mi coche se estropeó y...

-¿Un hombre muerto? -repitió el médico.

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-Sí, yo mismo le vi. Mi coche se estropeóen el camino; si no, hubiese estado aquí antes.

-Estaré con usted en cinco minutos -pro-metió el doctor.

Ahora, los dos hombres iban sentados en elcoche del médico, en dirección a la granja. Yahabía luz, con señales de que aclararía, y pocotiempo después se hallaban ante la puerta dela casa. No hubo contestación a la llamada. Elmédico giró el picaporte, y abrió la puerta. En-traron en la cocina. El fuego estaba apagado;pero Mathilda y Annabelle estaban sentadasallí, cada cual en su silla de alto respaldo, unafrente a otra, sin hablar, pero con los ojos muyabiertos. Ambas volvieron la cabeza cuandolos dos hombres entraron. Annabelle movió lacabeza con satisfacción.

-¡Si es el doctor! -exclamó-. Doctor, estoymuy contenta de que haya venido. Usted sabe,naturalmente, que regresó William. Vino pormí. Está echado arriba, en la cama; pero no

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puedo despertarle. Estuve sentada a su lado, lecogí la mano y le hablé; pero no me contestó.Duerme profundamente. Por favor, ¿querrá us-ted despertarle? Yo le indicaré dónde está.

Se puso en pie y salió de la cocina. Elmédico la siguió. Mathilda escuchaba suspasos. Entonces, se volvió a Grant, una vezmás con aquella extraña sonrisa en sus labios.

-Annabelle y yo no nos hablamos -dijo-. Nos peleamos en cuanto usted se marchó.Hace tantos años que no nos hablamos, que heolvidado el tiempo que hace. Sin embargo, megustaría que alguien le dijera que el hombreque está arriba no es William. Me gustaría quealguien le hiciera comprender que William esusted y que usted regresó por mí. Siéntese,William. Cuando el doctor se vaya, encenderéel fuego y haré té.

Grant se sentó y otra vez notó que letemblaban las manos. La mujer le miraba conarrobamiento.

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-Usted estuvo mucho tiempo fuera -continuó-. Le habría reconocido en cualquierparte. Es raro que Annabelle no le reconociera.Algunas veces, creo que hemos vivido juntastanto tiempo aquí que ella puede haber perdidola memoria. Me alegro de que fuera usted enbusca del doctor, William. Annabelle se darácuenta ahora de que estaba equivocada.

Se oyó el ruido de pasos bajando la escal-era. El doctor entró. Cogió a Grant por el brazoy le llevó aparte.

-Tenía usted razón -le dijo, muy serio-. Elhombre que está

arriba es un pobre calderero ambulante quedesapareció hace ya una semana. Aseguraríaque lleva cuatro días. Uno de nosotros debequedarse aquí mientras el otro va al puesto dePolicía. Grant cogió febrilmente el sombrero ydijo: -Yo iré a avisar a la Policía.

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ROBERT ARTHUR - Elcuchillo

(The Knife)Edward Dawes reprimió su curiosidad tanto

como pudo; luego se ladeó, acomodándose enla silla opuesta a Herbert Smithers. Inclinandosobre la mesa su gran humanidad, observó alotro hombre, que limpiaba con cuidado el ob-jeto que tenía en las manos. Era un cuchillo,evidentemente. Lo que ya no parecía tan evid-ente era que Smithers pusiera tanta atención enél, en las condiciones en que se encontraba. Ed-ward Dawes cogió el vaso de cerveza y esperóa que Smithers hablara.

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Como Smithers continuaba ignorándole,Dawes se bebió la cerveza y dejó de malaforma el vaso sobre la mesa.

-Ese cuchillo no vale nada -dijo condesdén-. Ni siquiera merece que se limpie.

-¡Oh! -exclamó Smithers, y, delicada-mente, continuó quitando con la uña el barroacumulado en el objeto encontrado por él.

-¿Qué es? -preguntó Gladys, la camarerade Los Tres Robles, con curiosidad, mientrasrecogía los vasos vacíos colocados delante delos dos hombres.

-Es un cuchillo -concedió Smithers-. Uncuchillo raro y antiguo, que me perteneceporque lo encontré.

Ahora le tocó a míster Dawes exclamar: -¡Oh!...

-Creo que es de valor -dijo dirigiéndose atodo el local, aunque en él no había más perso-nas que ellos tres.

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-A mí no me parece que tenga valor alguno-dio Gladys, francamente-. Parece una cosavieja, mohosa y llena de barro, que debiera tir-arse al basurero, de donde ha salido segura-mente.

El silencio de Smithers era más elocuenteque las palabras. Dejando el filo, mojó consaliva la punta de un pañuelo sucio y limpiócon ella una pequeña marca escarlata que teníael final del mango aún manchado. La mota seagrandó, surgiendo de la suciedad como unapiedra tallada, con reflejos rojizos.

-¡Vaya, si es una joya! -exclamó Gladys,repentinamente interesada-. ¡Miren cómobrilla! ¡A lo mejor es buena!...

-Otra cerveza, por favor -dijo Smitherspunzante.

Gladys se alejó de la mesa. El balanceo desus bien contorneadas caderas gritaba su faltade interés; pero la mirada que echó por encima

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del hombro revelaba que el balanceo de sus ca-deras era una forma de negar la evidencia.

-¡Una joya!En el desdén de Dawes había ahora un

grado más profundo, y se inclinó hacia ad-elante para observar cómo limpiaba Smithers.

-¡No lo creo verosímil!-¿Y cómo lo sabe? -preguntó Smithers,

con lógica aplastante.Echó una bocanada de vaho sobre la piedra

roja, la pulimentó con la manga y la alzó paramirarla y admirarla. Guiñaba y fulgurabacomo un ojo rojo pareciendo reunir en sí todoslos destellos del fuego de la chimenea que sehallaba en un rincón detrás de la mesa.

-Probablemente es un rubí -observó, conla tranquilidad y la dignidad propias del queacaba de hacerse rico.

-¡Un rubí!Míster Dawes pareció extrañarse de la pa-

labra.

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-¿Desde cuándo un cuchillo, con un rubíbueno en su mango, va a estar tirado en la callepara que uno se lo encuentre?

-No estaba -respondió, lacónico, Smithers.Cogió de nuevo el cuchillo y comenzó otra

vez a limpiar el barro de las hendiduras delcomplicado labrado del mango.

-Lo encontré en un montón de escombros,donde están limpiando las alcantarillas, en laparte baja de la calle Dorset. Seguramente ll-evaba allí muchos años.

Su cuerpecito se irguió dentro de sus aja-das ropas; sus delgados labios se apretaron.

-Observe el moho y el barro que tiene -dijo-. Eso prueba que estuvo allí muchotiempo. Cualquiera sabe quién lo perdió.

De mala gana, míster Dawes estuvo con-forme con esa afirmación.

-Además, tiene buen acero -añadió-. Conmoho y todo, corta bien.

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-Hace un minuto solamente -señaló Smith-ers- decía usted que no valía la pena que lolimpiara.

Habiendo quitado el barro suficiente paraque se viera un corto y labrado mango y unalarga hoja de forma triangular, dejó que susmanos acariciaran el alma. El mango sedeslizó por el cuenco de su mano con toda nat-uralidad. Lo balanceó, jugueteando con él.

-Parece como si formara parte de mí -ob-servó soñador-. Me transmite una especie decalorcillo a lo largo de todo el brazo cada vezque lo cojo. Me produce un cosquilleo, comosi tuviera electricidad.

-Déjeme a mí -sugirió míster Dawes,olvidando ya todo desdén.

Smithers frunció el ceño y retiró lasmanos.

-¡Es mío! -dijo con una nueva nota defiereza en la voz-. Nadie más que yo lo tocará.

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Jugueteó otra vez con él, dando puñaladasal aire, y la piedra roja del mango despedíafuego.

La delgada y puntiaguda cara de Smithersestaba arrebolada, como si reflejase la luz dela chimenea, y se bamboleó, igual que si es-tuviese borracho.

-Vale mucho -dijo con descaro-. Es uncuchillo raro, un cuchillo antiguo, con un rubíbueno en el mango. Lo encontré, y es mío.

Gladys puso dos vasos sobre la mesa,olvidando por completo limpiar maquinal-mente su parte superior. Smithers manipulabael cuchillo con destreza, tratando de extraer dela piedra del mango los más brillantes reflejosposibles, y Gladys lo miraba con ojos de codi-cia.

-Tal vez sea un rubí bueno -dijo-. Deje quele eche una mirada, querido.

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Sus húmedos y largos dedos tocaron lamano de Smithers. El hombrecillo giró rápida-mente y se puso en pie.

-¡No! -gritó-. ¡Es mío!... ¿Lo oye?-Sólo una mirada -insistió Gladys

ansiosamente-. Prometo devolvérselo...Ella le siguió, intentando engatusarle, y la

arrugada cara de Smithers se puso terrible-mente roja.

-¡Le digo a usted que es mío! -gritó, en elcolmo de la ira-. Ninguna cara bonita lo arran-cará de mis manos. ¿Lo oye?... ¿Lo oye?...

A continuación, los tres, incluida Gladys,cayeron en un silencio mortal mientras mira-ban, transfigurados, al ojo rojo que, de re-pente, se encontró a escasos centímetros delcorazón de Gladys. Los dedos de Smitherscontinuaban agarrando el mango.

Los ojos de Gladys se desorbitaron.-¡Me ha apuñalado! -exclamó lenta pero

claramente-. ¡Me ha apuñalado!

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Y sin hacer otro ruido, a excepción delronquido que salió de su garganta, sedesplomó. Su cuerpo cayó al suelo con talfuerza que se estremeció la habitación, llen-ando el vacío. Un corto reguero de sangremanó de su pecho y se extendió rápidamente.

Pero aun eso no cambió, por el momento,la posición de los dos hombres: Smithers, enpie, con el cuchillo en la mano tras la caída deGladys, y Dawes, medio levantado de su silla,con las manos apoyadas sobre la mesa y la bar-billa recogida.

El poder de la palabra retornó primero alpequeño basurero.

-¡Yo no lo hice! -gritó angustiado-. ¡Yo nolo hice! ¡Fue el cuchillo quien la apuñaló! ¡Ésaes la verdad! ¡Se lo digo yo!... ¡Me fue impos-ible detenerlo!...

Recobrando su dominio, arrojó al suelo elcuchillo y, girando sobre sus talones, se dirigiótambaleándose hacia la puerta y se marchó.

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Edward Dawes se movió al fin. Jadeando,como si acabara de hacer un largo recorridocorriendo, se irguió. El cuchillo yacía a suspies. Escuchó. No se oía ruido, ni gritos. Seagachó. Cuando se irguió de nuevo, llevabaen la mano el cuchillo. Mecánicamente, sumirada se dirigió a la puerta, volviendo luegoal cuchillo. Limpió la hoja con la mitad de superiódico de la tarde. Luego, lo envolvió enla otra mitad. Un instante después avanzaba,cauteloso, hacia la salida.

Su plan, formulado sin una idea consci-ente, era muy sencillo. La casa de huéspedesregentada por su mujer se hallaba justamenteenfrente, en la otra acera. Desde allí telefon-earía a la Policía. Se llevaba el cuchillo comoprueba. Cuando llegase la Policía, se lo en-tregaría, sin la piedra del mango, claro está.Si Smithers, al ser detenido, la mencionaba,Dawes juraría que la piedra se habría despren-

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dido del mango y perdido cuando el cuchillofue arrojado al suelo.

¿Quién demostraría lo contrario?

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Aún jadeando, Edward Dawes empezó a ex-traer la piedra roja y brillante con la punta deuna navaja. Estaba en la cocina, sólo a un pasode donde se hallaba el teléfono. Acaso tuvieratres minutos solamente antes que la Policíaacudiera a su llamada. Trabajaba con el sudorcorriéndole por la frente y palpitándole elcorazón, como si estuviese realizando un es-fuerzo supremo.

Dos minutos más. Los engarces quesujetaban la piedra eran gruesos. Se le escurrióla navaja y se cortó. Maldijo por lo bajo, y con-tinuó trabajando. La sangre de su herida hacíaresbaladizos sus dedos, y un minuto después, elcuchillo se le escapaba de entre las manos, cay-endo al suelo. La hoja del acero produjo unanota musical.

Dawes se agachó. Su gordura dificultabasus movimientos. Trató de recoger el cuchillo.Pero éste le eludió, alejándose unos centímet-ros. Transcurrió un minuto. Dawes le siguió, y

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lo tenía ya en sus manos cuando entró su es-posa, parándose justamente en el umbral de lapuerta.

-Edward -dijo, chillona-, te oí telefonearhace un momento. ¿Qué tontería es esa que es-tabas contando sobre un crimen en Los TresRobles?

Mientras él se erguía, ella se dio cuentade la escena: su arrebolada y furiosa cara, elcuchillo en sus manos, la sangre escurriendopor sus dedos.

-¡Edward! -gritó-. ¡Tú has matado a al-guien! ¡Tú has matado a alguien!

Dawes dio un paso hacia ella. En sus oídossonaba una extraña cancioncilla y un calorcitole subía por el brazo. Ante sus ojos flotó unaneblina rojiza, ocultándole a su esposa.

-¡Cállate, condenada loca! -gritó.Su gruesa esposa se quedó callada, a ex-

cepción de un sollozo ahogado que parecíaquerer abrirse paso a través de su garganta.

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Entonces se aclaró la neblina roja, y Ed-ward Dawes vio que su esposa yacía en elsuelo, con el mango del cuchillo surgiendode su gordezuelo y blanco cuello, justamentedebajo de la barbilla. El ojo rojo le estabaguiñando, entreteniéndose de tal forma que nooyó la llamada en la puerta de la calle, ni unmomento después el ruido que hizo al abrirse,ni las pisadas de los pesados pies del agentecruzando el vestíbulo.

-Éste es, señor -dijo el sargento Tobinscon respetuoso tono a un inspector muy alto-.Mató a dos mujeres en diez minutos. Lo utiliz-aron dos hombres diferentes. Ambos dicen queno saben por qué lo hicieron.

Sonrió, como si decir eso fuera una cosaque nadie creería.

-¡Hum!El inspector, un hombre callado alto y del-

gado, dio vueltas al cuchillo entre sus dedos,delicadamente.

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-Por lo que veo, es un trabajo realizado porlos indios. Del siglo dieciséis o diecisiete.

-¡Apunte eso, miss Mapes!La mujer de mediana edad que se hallaba

al lado del inspector asintió con la cabeza.-Sí, sargento.E hizo unas anotaciones en su cuadernillo.-Lo han limpiado, inspector Frayne -aven-

turó el sargento Tobins-. No hay huellas di-gitales. De todas formas, ambos confesaron.

-¿La piedra -preguntó el inspectorseñalando el mango-, es buena?

-Es un rubí bastante bueno -dijo elsargento-. Aunque está mal tallado. En elcentro tiene una burbuja, del tamaño de unagota de sangre... -tosió suavemente-, como unalágrima, diría.

El inspector Frayne continuaba dandovueltas al objeto. Con el lápiz preparado, missMapes esperaba.

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-Es una rareza genuina, de todas formas -dijo Frayne-. Me alegro que me pidiese ustedque lo examinase. Seguramente, ha sido traídoa este país por uno de nuestros soldados, des-pués de la rebelión de Sepoy. Ya sabe ustedque, a continuación de eso, se llevaron a cabovarios saqueos...

El lápiz de miss Mapes escribía sin des-canso.

-Lo encontraron entre la basura que sacar-on de unas alcantarillas, ¿verdad? -preguntó elinspector-. Y allí estuvo mucho tiempo, eso esevidente. ¿Quién de ellos lo encontró: Daweso Smithers?

-Smithers, señor. Cosa curiosa: estabalimpiándolo..., no hacía ni una hora que lohabía encontrado..., cuando apuñaló a la ca-marera. Luego, lo cogió Dawes y, diezminutos después, hería con él a su esposa en elcuello. Y ambos dijeron lo mismo cuando losinterrogamos.

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-Sí, ¿eh? ¿Y qué dijeron?-Dijeron que experimentaron una extraña

sensación de calor cuando cogieron elcuchillo. Que todo sucedió repentinamente,como si se encolerizaran con las mujeres. El-los no sabían por qué se encolerizaron, perofue así..., y en seguida, las mujeres cayeronmuertas. Dijeron -el sargento Tobins se per-mitió una sonrisa-que no sabían cómo lo hici-eron, que el cuchillo actuó solo, mientras lotenían sujeto...

-Dijeron eso, ¿eh?... ¡Dios santo! -exclamóel inspector contemplando el cuchillo coninterés-. Sargento, ¿dónde estaba la alcan-tarilla de donde sacaron este cuchillo?

-En la calle Dorset, señor -respondió elsargento Tobins-, cerca de la esquina de lacalle Comercial.

-¿Dice usted la calle Dorset? -la voz delinspector Frayne era punzante y sus ojosbrillaban-, ¡Por Júpiter! Me gustaría saber...

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Ni Tobins ni miss Mapes le interrumpieronen sus pensamientos. Tras unos instantes,Frayne volvió a meter el cuchillo en su caja,que estaba sobre la mesa-despacho de Tobins.

-He sido víctima de una pesadilla -dijo,sonriendo-. Ese cuchillo... Bueno, ¿sabe ustedlo que sucedió en la calle Dorset hace yamuchísimos años?

El sargento Tobins afirmó con la cabeza.-Creo haber leído algo sobre eso -dijo-.

Pero no puedo recordar en dónde.-Se menciona en uno de los más gruesos

legajos archivados en nuestro Departamentode Información: en noviembre de mil ocho-cientos ochenta y cinco asesinaron brutal-mente a una mujer... con un cuchillo..., enMillers Courts, junto a la calle Dorset. Sunombre era Marie Kelley.

El sargento Tobins le miró.-Ahora lo recuerdo -exclamó-. ¡Jack el

Destripador!

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-Exactamente. Creo que fue su último cri-men. El último de doce. Todas mujeres. Alparecer, sentía un odio feroz hacia las mujeres.Y he estado jugando con la idea de un asesinocorriendo desde ese lugar, al caer la tarde, conun cuchillo manchado de sangre en la mano.He podido verle tirándolo a una alcantarillamientras huía, para permanecer allí hastaahora... Bueno, como decía, una pesadilla.

El sargento Tobins miró la puerta cerrada;luego, se volvió.

-El inspector tendría mucho éxito si es-cribiera novelas policíacas -dijo, tras la salidade su jefe, y sonrió-. ¡Tiene excelente inform-ación para hacerlo!

Cogió el cuchillo, lo agarró firmemente yempezó a dar puñaladas al aire.

-¡Tenga cuidado, miss Mapes! -dijo, de ex-celente humor-. Jack el Destripador!

Miss Mapes se rió entre dientes.

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-¡Vaya, vaya! -exclamó-. Permítame quelo vea, sargento Tobins. No le importa, ¿ver-dad?

Los dedos de la secretaria lo tocaron. Elsargento Tobins retiró la mano bruscamente.Se le arreboló la cara, y una terrible ira seapoderó de él cuando le tocó la mano de missMapes. Fue algo incontenible. Sin embargo,cuando miró su ingenua y entrañable cara, laira quedó apaciguada por el agradable y hor-migueante ca-lorcillo que se apoderó de subrazo derecho y de su puño. Y, cuando dio unligero paso hacia ella, sonó en sus oídos, alta,alta y lejana, una extraña y dulce cancioncilla.

¿O fue el sollozo de una mujer?

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RAY RUSSELL - La jaula(The Cage)-Dicen que es el demonio -dijo la condesa,

abstraída, mientras acariciaba el collar que ad-ornaba su juvenil cuello.

Su marido sonrió.-¿Quién dice eso? Los locos y los com-

padres. Ese muchacho es un excelente adminis-trador. Administra mis tierras estupendamente.Acaso sea un poco... ¿insensible?... ¿frío?...Pero dudo mucho que sea el Enemigo Encar-nado.

-Insensible, sí -respondió la condesa mir-ando a la figura vestida de negro-. Pero frío...

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Parece ser el favorito de las mujeres. Segúndicen, sus conquistas forman legiones.

-Dicen, dicen... Los compadres otra vez.Escucha... ¿Se acostaría Lucifer con lasmujeres?

El conde se echó a reír, satisfecho de su ló-gico triunfo.

-Acaso -replicó su esposa-. Para pasearsepor la tierra tiene que tomar figura de hombre.¿Iba a despojarse de los apetitos humanos?

-Puedo asegurarte que no lo sé. Son del-icados puntos teológicos. Sugiero que los dis-cutas con el Santo Padre.

La condesa sonrió.-¿Y qué quería?-Nada. Cosas del negocio... ¿Vamos a

comer? -Sí.La condesa se cogió de su brazo, y juntos

atravesaron los entapizados vestíbulos delcastillo.

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-Parece muy insistente respecto a ciertascosas -dijo la condesa tras unos instantes.

-¿Quién?-Tu eficiente administrador.-Le urge emplear medidas más severas con

la servidumbre. Dice que su autoridad no es-tará reforzada si no va acompañada tonamenazas de severos castigos. Dijo que en laépoca de mi padre, la idea de la cámara de tor-tura del castillo los mantenía rectos como unhuso.

-¿En la época de tu padre?... Pero ¿conocióa tu padre?...

-La severidad de mi padre, querida, fuesiempre un baldón en nuestro escudo de fa-milia. Creó enemigos por todas partes. Ésees el motivo de que yo tenga tanto cuidadoen mostrarme generoso. La historia no nostachará de tiranos si yo puedo evitarlo.

-Continúo creyendo que es el demonio.

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-Tú eres una gansa -dijo el conde riéndose-. Una hermosa gansa.

-Eso te hace ser a ti un ganso, mi señor.-Un viejo ganso.Se sentaron a la mesa.-Mi señor... -dijo la condesa.-¿Qué?-Es raro que nunca haya visto esa vieja cá-

mara de tortura.-En tres meses apenas -dijo el conde-, no

es posible que se pueda ver entero el castillo.Además, se llega a ella solamente bajando unaescalera de caracol oculta detrás de una puertasecreta. Si quieres, bajaremos después decomer; aunque, en realidad, no hay allí nadaque pueda interesar a una dulce y joven gansa.

-Tres meses... -repitió la condesa, casi sinque la oyera, acariciando de nuevo el collar.

-¿Te parece muy largo ya nuestro matri-monio? -dijo el conde.

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-¿Muy largo? -repitió la condesa, son-riendo con demasiada agudeza-. Mi señor, meparece que fue ayer...

-Dicen que es usted el demonio -dijo lacondesa cepillándose el cabello.

-¿Y usted qué cree?-¿Que qué creo yo?... ¿Me arrastrará usted

al infierno?-De una forma o de otra.-¿Habla usted en metáfora?-Tal vez.-Es usted ambiguo.-Como el demonio.-Y, como él, muy malvado.-¿Por qué?... ¿Porque estoy aquí, en su to-

cador, y usted apenas está vestida?-Por eso, sí... Y porque aconseja a mi mar-

ido que sea un tirano, como su padre.-¿Se lo contó a usted?-Sí. Y me enseñó la cámara de los supli-

cios que usted le aconsejó que volviera a util-

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izar. ¡Qué malo es usted! Es un lugar terrible:tan oscuro y tan húmedo..., y tan hondo... Unpobre infeliz echaría los pulmones por la bocagritando, y nadie del castillo le oiría.

-Sus ojos están brillantes. Adivino que laencontró fascinadora.

-¡Fascinadora!... ¡Claro que no! ¡Es de-sagradable!... ¡Qué cámara tan horrible! ¡Oh,pensar en los miembros desgarrados, en lostendones destrozados, en!...

-¡Se estremece usted deliciosamente!... ¡Setransforma usted!...

-¡Y qué espantosas ruedas dentadas!... ¡Ylas botas de hierro!... Yo tengo un pie muybonito, ¿verdad?

-Perfecto.-Con un empeine tan alto..., y los dedos tan

cortos y derechos... Odio los dedos largos...Usted no tiene los dedos largos, ¿verdad?

-Perdone... Yo no tengo dedos, sinopezuñas.

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-¡Cuidado! Puedo creerle... ¿Y dónde es-tán sus cuernos?

-¡Oh, son invisibles!-¿Sí?... Confía usted mucho en sus encan-

tos...-Como usted... en los suyos.-¿Sabe usted lo que me horroriza más?-¿De qué?-De la cámara de los suplicios, natural-

mente.-¡Oh!, naturalmente... ¿Y qué es lo que le

horroriza más?-La jaula. Una jaula pequeñita. Parece

como si fuera para guardar un mono. Es de-masiado pequeña para alguien de mayortamaño. ¿Y sabe usted lo que mi marido diceque metían allí?

-¿Qué?-¡Personas!-¡No!

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-Metían personas en ella. No podían estarderechas, ni tumbadas, ni siquiera sentadas,porque no hay más que clavos para sentarse.Y las tenía allí agachadas durante días; al-gunas veces durante semanas. Hasta que grit-aban para que las sacaran. Hasta que enlo-quecían. Yo preferiría que me destrozara larueda dentada...

-¿O que le introdujesen este precioso pieen la bota para que se lo estrujaran?

-No... Me hace cosquillas.-Eso pretendía.-Ha de marcharse. El conde puede llegar

en cualquier momento.-Hasta mañana entonces, mi señora.Ya sola, sonriendo para sí, la condesa, ab-

straída, se acariciaba la punta del pie, dondeél la había besado. Ella había oído hablar debesos ardientes. Eran lugares comunes de lostrovadores, de los malos trovadores. Perohasta aquella noche no pensó nunca en el

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término como una extravagancia poética. Él laamaba... ¡Oh, cómo la amaba! Y él la poseería.Pero no inmediatamente. ¡Que esperara! ¡Quese consumiese! ¡Que la contemplara ansiosodentro de su diáfana bata! ¡Qué admirase,cuando levantaba los brazos para cepillarse elcabello, la extraordinaria belleza de sus senos!Permitirle un beso de cuando en cuando. ¡Oh,no en la boca... todavía! En los pies, en lapunta de los dedos, en la frente... Esos ardi-entes besos suyos. ¡Que suplicara y gimiera!¡Que sufriera!... La condesa suspiró felizcuando se dirigió a la cama. Era hermoso sermujer y ser bella para repartir pequeñosfavores como migajas; ver cómo la lamían loshombres, cómo jadeaban suplicando más y,a continuación, reírse en su cara y dejar quese consumieran de hambre. Éste estaba yajadeando. Pronto suplicaría. Y se consumiríade hambre durante mucho, muchísimo tiempo.Luego, alguna noche, cuando ella imaginara

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que había sufrido bastante, le permitiría que...Todo aquello sería muy divertido.

-Si soy el demonio, como usted dice, ¿porqué, entonces, no la doblego a mi magia in-fernal? ¿Por qué me arrastro a sus pies, en-fermo y torturado de amor?

-Tal vez sea un entretenimiento para usted,mi Príncipe de las Tinieblas. Béseme aquí.

-No. Quiero sus labios.-¡Oh! Cada día exige más. ¡Sus preten-

siones aumentan! Tal vez sería mejor que sefuera...

-No..., no...-Así es mejor. Acaso pueda concederle un

ascenso...-¡Oh, amor mío! Entonces...-Siéntese. No es lo que usted llamaría un

«favor». No. Sólo un ascenso. Aunque no sé sise lo merece usted ya. Usted quiere todo, perono da nada.

Todo, todo...

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-¡Qué amplia palabra! Pero, en realidad,acaso pudiera usted darme algo...

-Todo.-Aunque dicen que usted exige cosas ter-

ribles a cambio. Yo sufriría interminables tor-mentos toda la eternidad... ¡Ah, veo que no loniega usted!... Sí que creo que es usted, el de-monio...

-Le daré a usted todo cuanto desee. Notiene más que pedir...

-Soy joven. Los hombres me dicen..., ytambién me lo dice el espejo... que soy her-mosa, una delicia de pies a cabeza. ¿Y ustedquiere todo esto? -¡Sí! ¡Sí!...

-Entonces, haga que esta belleza jamás semarchite. Hágala que resista a los embates deltiempo y de la violencia... Hágame... sin im-portar lo que pueda suceder... que viva eterna-mente.

-Eternamente.

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-¡Ah! Ya le tengo... Si nunca muero, ¿quéserá del fuego eterno? ¿Me concede usted estefavor, Diablo?

-No puedo.-¡Maravilloso! ¡Oh, qué gran actor es us-

ted! ¡Empiezo a admirarle!... Otros hombresinterpretarían el papel del Adversario diciendoque «sí». Pero usted... ¡qué inteligente es us-ted!...

-No puedo concederle eso.-Basta... ¡Soy frágil a la risa! ¡Me divierte

tanto este juego!.. ¡Da tal sabor a este re-godeo!... ¡Lo jugaría hasta el fin! Satán, es-cucha: ¿no puede usted concederme, en realid-ad, este deseo mío, aunque yo le dé a cambio...todo esto?

-¡Atormentadora!-¿Todo esto, demonio mío?... A cambio de

lo único que deseo... ¿todo esto?-Los Poderes de las Tinieblas se rebelan y

hierven, pero... sí, sí..., ¡todo!

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-¡Ah desalmado picaro!... ¡Tome estos la-bios!... ¡Tome... todo!...

-Dijiste que era el demonio y ahora estoyinclinado a creerte. ¡Maldito traidor! ¡Acost-arse con mi propia esposa en mi propiocastillo!...

-Mi señor, ¿cómo puedes creer que yo...?-¡Silencio, estúpida gansa! ¿Aún quieres

disimular? Se marchó sin decir palabra, am-parado por las sombras de la noche. ¿Por qué?Y tu collar..., ¡el collar de mi madre!..., se en-contró en su habitación vacía, y en tu dorm-itorio uno de sus guantes negros. ¡Despre-ciable mujer!

-En efecto, soy despreciable.-Las lágrimas no te servirán de nada.

Debes ser y serás humillada. Da gracias a queyo no soy como mi padre. El te hubiera en-cerrado, desnuda, en esta pequeña jaula hastaque tu mente y tu cuerpo se hubiesen podrido.Pero yo no soy un tirano. Te tendré aquí toda

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la noche sin cenar, temblando y retorciéndotede arrepentimiento, y por la mañana te liber-taré. Espero sinceramente que, para entonces,hayas aprendido la lección. Ahora me voy. Se-guramente, dentro de unas cuantas horas em-pezarás a gritar que te saquen de aquí. Ahór-rate el trabajo. Nadie te oirá. ¡Piensa en tuspecados... y arrepiéntete!...

-Decían que era el demonio, pero yo nohice caso de habladurías. Todo cuanto sé esque vino aquí directamente del castillo delviejo conde, donde había sido administradoro algo semejante, proporcionándome todos losplanos para el asalto de la fortaleza: informessobre el emplazamiento de los cañones, laspuertas atrancadas menos seguras, las mural-las más fáciles de escalar, las medidas y lasituación de las habitaciones, la fuerza exactade la guardia del castillo y una lista de loscentinelas... Todo lo que necesitaba. Misfuerzas estaban en estado de alerta desde hacía

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meses, y aquella misma noche ataqué. Graciasa mi informador, la batalla estuvo terminadaantes del amanecer.

-Tiene usted que estarle muy agradecido,duque. ¿Y qué fue de él?

-Se marchó. Se desvaneció. Le paguéespléndidamente, y esto que quede entre noso-tros, barón, yo empezaba a hacer planes paralibrarme de él. Un hombre peligroso no debeestar nunca al lado de uno. Pero el bribón fuemás astuto. Desapareció inmediatamente des-pués de mi victoria.

-Y esa cabeza que está en la pica, con labarba gris flotando al aire..., ¿pertenece al di-funto conde?

-Sí. Este es el final que tienen todos los en-emigos de mi familia.

-Brindaré en su honor. ¿Y qué disposicióntomó usted contra la esposa del viejo loco?

-¿La condesa? ¡Ah! Ésa es la única amar-gura de mi triunfo. Había pensado gozar de su

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precioso cuerpo antes de separarlo de su bellacabeza. Pero debieron avisarla. La buscamospor todo el castillo aquella noche. No estabaen ninguna parte. Había escapado. Bueno..., endondequiera que esté espero que tenga noticiasde lo que haré con el castillo de su marido.

-Arrasarlo, ¿no?-Destruirlo hasta los cimientos..., dejando

solamente lo suficiente para identificarlo..., yconstruir encima un edificio de sólida piedraque sera un monumento a su derrota y a mivictoria. ¡Para siempre!

-¿Dónde supone usted que estará la conde-sa?

-Sólo el demonio lo sabe. Tal vez la puñet-era goce del fuego eterno por toda la eternidad.

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THEODORE STURGEON- El monstruo

(It)Deambulaba por el bosque... Nunca había

nacido. Existía. En el suelo, bajo las agujas delos pinos, el fuego arde silencioso y sin hu-mareda. Hay crecimiento en el calor, en la os-curidad y en la pobreza. Hay vida y hay creci-miento. Ello crecía, pero no estaba vivo. Ellodeambulaba sin respirar por entre los árboles, ypensaba, y veía, y era horrendo y fuerte... Peroello no había nacido ni vivía. Crecía y se movíasin vivir.

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Se arrastraba fuera de la oscuridad y dela tierra húmeda y cálida a la frialdad de unamañana. Era enorme. Era deforme y estaba cu-bierto de una costra formada de sus odiosassustancias, y trozos de ella se desprendíanmientras deambulaba, se desprendían y yacíanretorcidos, inmóviles y putrefactos en la tierradel bosque.

No tenía gracia, ni alegría, ni belleza.Poseía una inteligencia fuerte y amplia. Y...quizá no pudiese ser destruido. Se arrastrabafuera de su madriguera del bosque y per-manecía, palpitando, a los rayos del sol dur-ante mucho tiempo. Manchas de ello resplan-decían, húmedas, en el dorado sol. Las partesde ello eran quebradizas y espigadas. ¿Y sushuesos muertos le dieron forma humana?

Garrapateaba dolorosamente con susmanos medio formadas, golpeando el suelo yel tronco de un árbol. Rodaba y se alzaba sobresus despellejados codos, y arrancaba un gran

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puñado de hierba y se lo restregaba contra supecho, hacía una pausa y observaba con in-teligente calma los juegos gris-verdosos; va-cilaba sobre sus pies, y se asía a un arbolilloy lo destrozaba, doblando el frágil tronco unay otra vez, contemplando atentamente las in-útiles y fibrosas astillas. Y echaba la garraa cualquier asustadiza criatura salvaje,destrozándola, dejando que la sangre, los tro-zos de carne y de la piel se escurriesen porentre sus dedos, deslizándose y pudriéndose enlos antebrazos. Kimbo surgió de entre las altasmalezas como una bocanada de polvo, consu peludo rabo retorcido prietamente sobre sulomo y sus largas mandíbulas entreabiertas.Corría con agilidad, saltando, gozando de sulibertad y del poder de sus miembros. Su len-gua colgaba negligentemente sobre su labioinferior. Sus labios eran negros y apretados, ycada fibra de su puntiagudo bigote vibraba con

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su perruno galope. Kimbo era un perro de unavez, un animal pletórico de salud.

Saltó por encima de una peña y cayó alsuelo con un alarido cuando un conejo de lar-gas orejas salió disparado de su escondrijoentre las piedras. Kimbo echó a correr detrásde él, gruñendo a cada zancada de sus largaspatas. El conejo brincaba delante de él, con-servando las distancias, con las orejas tiesasy las patas rozando apenas el suelo. Se paró,y Kimbo le echó la zarpa; pero el conejo dioun salto de lado y se introdujo en un troncohueco. Kimbo ladró y husmeó el tronco, per-catándose de su fracaso. Dio varias vueltasalrededor del tronco y, al fin, echó a correrhacia el interior del bosque. La cosa que leobservaba entre los árboles levantó sus brazosllenos de costra y esperó a Kimbo.

Kimbo lo intuyó, quedándose inmóvilcomo un muerto junto al sendero. Para él eraun bulto que olía a carroña, no apto para ata-

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carle, y, oliscándole con desagrado, pasó porsu lado corriendo.

La cosa le dejó acercarse sin respirar y leechó un zarpazo. Kimbo lo vio venir y se enco-gió cuanto pudo mientras corría, pero la manocayó sobre su rabadilla, enviándole rodando yaullando cuesta abajo. Kimbo no tardó en pon-erse en pie, movió la cabeza, movió el cuerpodando un profundo gruñido, y, con el ansiade matar en los ojos, arremetió contra el sitiodonde estaba el silencioso enemigo, la inmóvilcosa.

Avanzaba cautelosamente, casi sin moverlas patas, con el rabo tan bajo como sus orejasgachas y un cosquilleo de furia rondándole elhocico. La cosa levantó el brazo otra vez y es-peró.

Kimbo se agachó, saltando impulsiva-mente al cuello del monstruo. Sus mandíbulasse cerraron sobre él; sus dientes se juntarona través de una masa de inmundicias, y cayó

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atragantado y aullando a sus pies. La cosa seagachó, golpeándole dos veces. Una vezdestrozado el lomo del perro, se sentó a sulado y empezó a despedazarlo.

-Volveré dentro de una hora aproximada-mente -dijo Alton Drew, cogiendo su rifle delrincón, detrás de la caja de madera.

Su hermano se echó a reír.-El viejo Kimbo te complica la vida, Alton

-dijo.-¡Ah!, conozco muy bien al viejo diablo -

contestó Alton-. Cuando le silbo durante me-dia hora y no aparece, es que se halla en apuroso ha visto algo que le vale disparar sobre ello.El viejo hijo de un rifle me avisa no contestán-dome.

Cory Drew empujó un vaso lleno hacia suhija de nueve años, y sonrió.

-Piensas tanto en tu perro como yo enBabe.

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Babe se bajó de la silla y corrio hacia sutío.

-¿Vas a cazar al hombre malo, tío Alton?-chilló.

El «hombre malo» era invención de Cory:el que aullaba por los rincones, listo a saltarsobre las niñas que corrían detrás de los polli-tos, que jugaban con los arados y que tirabancon poderosos y jóvenes brazos manzanasverdes a las porquerizas, para oír los sincroniz-ados gruñidos y patadas; de las niñas que jura-ban con acento austríaco como lo hubierahecho un ex asalariado; que hacían cuevas enlos montones de heno hasta que se veníanabajo, y que cabalgaban por oscuros pradosen los caballos de labor hasta que la espumallenaba los ijares del animal.

-¡Ven aquí y apártate del fusil del tíoAlton! -gritó Cory-. Si ves al hombre malo,Alton, cógele y tráele aquí. Tiene un asunto

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pendiente con Babe por la barrabasada deanoche.

La noche anterior, Babe había echado pi-mienta fuerte en el abrevadero de las vacas.

-No te apures, querida -dijo el tío,haciendo una mueca-. Te traeré la piel delhombre malo si antes no me la arranca él.

Alton Drew caminó sendero arriba haciael bosque, pensando en Babe. La niña era unfenómeno, una verdadera niña mimada.¡Claro! Tenía que serlo. Los dos hermanosamaban a Clessa Drew, y ella se casó conCory, y ambos tenían que querer a la hija deClessa. ¡Cosa extraña el amor! Alton era unhombre viril y pensaba en cosas como ésas. Ensus reacciones amorosas se mostraba hombrefuerte, pero asustadizo. Sabía lo que era elamor porque aún lo experimentaba por la es-posa de su hermano, y lo experimentaría porBabe todo el tiempo que él viviese. Lo ar-rastraba a lo largo de su vida, y todavía se

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sentía molesto al pensar en ello. Amar a superro era cosa fácil, porque el perro y él sequerían mutuamente sin hablar de ello. ParaAlton Drew, el olor del humo del fusil y delas pieles mojadas por la lluvia eran perfumessuficientes, como era bastante poético para éltambién un gruñido de satisfacción y el alaridode cualquier animal cazado. No era como elamor humano, que apretaba su garganta de talforma que no le dejaba pronunciar palabra, nopermitiéndole pensar en nada. Por eso, AltonDrew amaba a su perro Kimbo y a suWinchester, dejando que el cariño hacia lasmujeres de su hermano, Clessa y Babe, le con-sumiera pacientemente y sin mencionarlo.

Sus sagaces ojos descubrieron las recienteshuellas que, en la blanda tierra debajo de laroca, indicaban dónde Kimbo se había vueltoy había saltado de un solo brinco, para atraparel conejo. Sin hacer caso de las huellas, mirópor los lugares más cercanos donde el conejo

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pudiera estar escondido, y dio con el troncohueco. Sí, Kimbo había estado allí, pero de-masiado tarde.

-Eres un viejo loco, Kimbo -murmuró-. Nopodrás agarrar nunca un conejo que huye;tienes que cruzarte en su camino...

Lanzó un silbido especial, seguro de queKimbo estaría escarbando debajo de algún otrotronco hueco, en busca de un conejo que es-taría ya a tres leguas de distancia. No tuvocontestación. Un tanto extrañado, Alton re-gresó al sendero.

-Nunca me hizo esto antes -dijo en vozbaja.

Cargó el fusil y lo sostuvo en la mano. Al-guien de la región dijo una vez de Alton Drewque podía disparar a un puñado de guisantescon un grano de trigo entre ellos, lanzado alaire, y dar solamente al grano de trigo. Otravez metió una bala en la hoja de un cuchillo,atravesándola, y apagó dos velas. No temía a

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nada que pudiese recibir un tiro. Eso es lo queél creía.

La cosa del bosque miró con curiosidadhacia el suelo para ver lo que había hechocon Kimbo e intentó recordar la forma que elperro tenía antes que muriese. Permaneció unminuto extrayendo los hechos de su loca e in-sensible mente. La sangre estaba caliente. Elsol estaba caliente. Las cosas que se movíany tenían piel poseían un músculo que obligabaal espeso líquido a recorrer pequeños tubos enel interior de sus cuerpos. El líquido se co-agulaba tras cierto tiempo. El líquido de lascosas que tenían raíces y hojas verdes eramenos espeso, y la pérdida de uno de susmiembros no significaba la pérdida de la vida.

Aquello era muy interesante; pero la cosa,el molde con mente, no estaba contenta... nidescontenta. Su accidental urgencia era unafán por saber, y sólo estaba... interesada.

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Se estaba haciendo tarde, y el sol enroje-ció, y permaneció un rato en el cubierto ho-rizonte, enseñando a las nubes a convertirseen llamas. La cosa alzó la cabeza de pronto,al notar la oscuridad. La noche siempre erauna cosa extraña para aquellos de nosotros quela han conocido en vida. Hubiera sido estre-mecedor para el monstruo, de haber sido capazde estremecerse; pero sólo podía mostrarsecurioso, sólo podía razonar sobre lo que habíavisto...

¿Qué estaba sucediendo? Le costaba tra-bajo ver. ¿Por qué? Movió su informe cabezade un lado para otro. Era verdad... Las cosasestaban nubladas, y cada vez se apagaban más.¿Qué hacían para ver los seres que él aplastabay destrozaba? ¿Cómo veían? El más grande,el único que le había atacado, tenía dos ór-ganos en su cabeza. Eso debía ser, porque,después, que la cosa desgajara dos de las patasdel perro, había golpeado el peludo hocico, y

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el perro, al notar el golpe, había bajado dostrozos de piel sobre los órganos..., cerrandosus ojos. Ergo, el perro veía con sus ojos. Perodespués de muerto el perro y con el cuerpo in-móvil, los repetidos golpes que le asestó no in-fluyeron en sus ojos. Permanecieron abiertos ymirándole fijamente. La conclusión lógica era,pues, que un ser que había dejado de vivir yrespirar, y de moverse, perdía el uso de susojos. Debía ser que perder la vista no eramorir. Las cosas muertas no andan. Yacen yno se mueven. Así, pues, la cosa del bosquesacó la conclusión de que debía estar muertoy, por tanto, se tumbó en el suelo, junto al sen-dero, no lejos del destrozado cuerpo de Kimbo,tumbándose y creyéndose muerto.

Alton Drew llegó al bosque a través dela oscuridad. Estaba francamente disgustado.Volvió a silbar, esperó, no tuvo respuesta yotra vez se dijo:

-Mi perro nunca me hizo esto.

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Y movió la cabeza. Había pasado la horade ordeñar y Cory le necesitaba.

-¡Kimbo! -gritó.El grito se repitió a través de las sombras,

y Alton, cogiendo el fusil por el cañón, loapoyó en el suelo, al lado del sendero. In-clinándose, se quitó la gorra y se rascó lacoronilla, estupefacto. La culata del fusil se in-crustó en lo que él creía que era tierra blanda.Se tambaleó y puso el pie en el pecho de lacosa que yacía junto al sendero. Su pie se hun-dió hasta el tobillo en la fofa masa putrefactay, blasfemando, saltó hacia atrás.

-¡Cómo!... ¡Hay aquí una cosa muerta!¡Uf!

Se restregó la bota con un puñado de hojasmientras el monstruo yacía en la creciente os-curidad con los bordes de la profunda huelladel pie hundiéndose en su pecho y llenándosehasta el borde. Yacía allí mirándole con-fusamente con sus ojos turbios, pensando que

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estaba muerto a causa de la oscuridad, observ-ando la articulación de los miembros de AltonDrew, maravillándose de esta nueva e inauditacriatura.

Alton limpió la culata del fusil con máshojas y continuó sendero arriba, silbando ansi-osamente a Kimbo.

Clessa Drew estaba en pie en el umbralde la puerta del cobertizo donde se ordeñaba,muy linda con su traje rojo guinda y su delan-tal azul. Su cabello era rubio claro, con raya enmedio y recogido atrás con un gran moño.

-¡Cory!... ¡Alton! -llamó un poco estri-dente.

-¿Qué? -respondió Cory, bruscamente,desde el granero, donde estaba ordeñando lavaca de Ayrshire.

Los dos regueros de leche caían en un cubocasi lleno. Su ruido era agradable.

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-No hago más que llamaros -dijo Clessa-. La cena se está enfriando, y Babe no quierecomer hasta que tú vayas. ¿Dónde está Alton?

Cory gruñó, apartó a un lado el taburete,saltó la cerca y dio un manotazo en la rabadillaa la vaca, que echó a correr como una exhala-ción camino del patio.

-Aún no ha vuelto.-¿Que no ha vuelto?Clessa entró en el cobertizo y se puso a su

lado, mientras Cory se sentaba de nuevo paraordeñar otra vaca y apoyaba la frente en elcaliente flanco.

-Pero, Cory, Alton dijo que...-Sí, sí, ya lo sé. Dijo que regresaría para

la hora de ordeñar. Lo oí. Bueno, pues no havuelto...

-Y tú tienes que... ¡Oh Cory!, te ayudaré aterminar la tarea. Alton habría regresado si hu-biese podido. Tal vez esté...

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-Tal vez esté cazando un gallo azul -gruñósu marido-. El y su condenado perro.

Gesticulaba ampliamente con una manomientras que con la otra continuaba or-deñando.

-Tengo que ordeñar veintiséis vacas.Tengo que dar de comer a los cerdos y recogera los polluelos. Tengo que poner heno a layegua y echar al campo a la yunta. Tengo quecomponer el arnés y arreglar el alambre de es-pino de la cerca de la dehesa. Tengo que cortary transportar la leña.

Durante un rato ordeñó en silencio,mordiéndose el labio inferior. Clessa per-manecía a su lado, con las manos juntas,tratando de pensar en algo que apaciguara losánimos de su marido. No era la primera vezque la caza de Alton perjudicaba la buenamarcha de las labores.

-Por tanto, tengo que hacer frente a todo.No puedo permitir que la afición cinegética de

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Alton entorpezca el trabajo. Cada vez que esecondenado sabueso suyo olisca una presa, mequedo sin cenar. Estoy enfermando y...

-¡Oh! Yo te ayudaré.Clessa estaba pensando en la primavera,

cuando Kimbo tuvo en jaque a doscientos kilo-gramos de oso negro salvaje hasta que Altonpudo meterle una bala en la cabeza; record-ando el día en que Babe se encontró un ca-chorro de oso y lo cogió para traerlo a casa,cayéndose en una acequia y partiéndose lacabeza.

«No, no se podía odiar a un perro quehabía salvado la vida a la hija de uno», pensóClessa.

-No quiero que hagas nada -gruñó Cory-. Vuélvete a casa. Allí tienes bastante trabajo.Iré en cuanto acabe. ¡Vamos, Clessa, no llores!No quiero decir que... ¡Oh, cáscaras!

Se puso en pie y la abrazó.

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-Estoy nervioso -dijo-. Perdona. No hequerido hablarte así. Lo siento. Anda, anda...Vuelve con Babe. Terminaré en seguida. Yahe trabajado bastante. Aquí hay faena paracuatro granjeros, y los únicos hombres quecuidan de esta tierra somos yo... y esecazador... Anda, Clessa, vete...

-Bueno -respondió Clessa, apoyada en suhombro-. Pero cuando él vuelva, escúchaleprimero, Cory. Tal vez le haya sido imposibleregresar antes. Acaso no haya podido volveresta vez. Puede ser que él... él...

-Todo lo que pueda recibir un tiro nodañará a mi hermano. Sabe cuidarse. Esta vezno tendrá ninguna excusa aceptable. Anda,Clessa. Procura que cene la niña.

Clessa regresó a la casa. Su juvenil caramostraba profundas arrugas de disgusto. SiCory se peleaba ahora con su hermano y ledespedía, ellos no podrían dar abasto para elregadío, la elaboración de mantequilla y todo

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lo demás. Alquilar un hombre era imposible.Cory tendría que trabajar él solo hasta ag-otarse, y él solo no sería capaz de hacer toda lalabor. Ningún hombre podría hacerla. Suspiróy entró en la casa. Eran las siete y media y aúnno estaba terminado el ordeño. ¡Oh! ¿Por quéAlton tuvo que...?

Babe se hallaba ya metida en la camacuando, a las nueve, oyó Clessa a Cory entraren el cobertizo y dejar las tijeras de cortaralambre en un rincón.

-¿Regresó ya Alton? -preguntaron los dosal mismo tiempo cuando Cory entró en la co-cina.

Y mientras ella negaba con la cabeza, él separó delante de la cocina, levantó la arandeladel hornillo y escupió en los carbones.

-Vamos a la cama -dijo.Clessa dejó sobre la mesa la labor de punto

y contempló la ancha espalda de su marido.Tenía veintiocho años, pero andaba y actuaba

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como un hombre diez años más viejo, cuandosu aspecto era el de un hombre cinco años másjoven.

-Subiré dentro de un momento -respondióClessa.

Cory miró el rincón, detrás de la leñera,donde solía estar el fusil de Alton; luego hizoun sonido ininteligible y se sentó para quitarselos zapatos llenos de barro.

-Son más de las nueve -aventuró Clessatímidamente.

Cory no respondió, sino que recogió laszapatillas.

-Cory, ¿no vas a ir a...?-¿Adonde?-¡Oh!, nada. Estaba pensando en que tal

vez Alton...-Alton -estalló Cory-. El perro fue a cazar

topos. Alton fue a cazar al perro. Ahora qui-eres tú que yo vaya a cazar a Alton. ¿Es eso loque quieres?

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-Yo... Es que nunca tardó tanto...-¡No iré! ¿Salir a buscarle a las nueve de la

noche? ¡Estaría loco! No está acostumbrado aque hagamos eso, Clessa.

Clessa no dijo nada. Se acercó a la cocinay miró la olla que estaba cociendo a un ladode la hornilla. Cuando se volvió, Cory se habíapuesto de nuevo los zapatos y la chaqueta.

-Sabía que irías -dijo.Su voz sonrió, aunque ella no sonriera.-Pronto estaré de vuelta -dijo Cory-. No

creo que esté muy lejos. Es tarde. No temo porél, pero...

Cogió el fusil, miró los cañones, deslizódos cartuchos en ellos y se guardó una cajallena en el bolsillo.

-No me esperes -dijo, volviendo la cabezacuando se alejaba.

-No -respondió Clessa, cerrando la puerta.Regresó a su labor de punto, sentándose

junto a la lámpara.

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El sendero que conducía al bosque estabamuy oscuro cuando Cory lo subió, mirando yllamando. La noche era fría y tranquila, im-pregnada de un fétido olor a moho. Cory per-cibió el olor a través de sus impacientesnarices, y lo expelió; pero volvió a aspirarlo ala inspiración siguiente, y blasfemó.

-¡Qué estupidez! -murmuró-. ¡Malditoperro!... ¡Maldita caza también! ¡A las diez dela noche!... ¡Alton!... -gritó-. ¡Alton Drew!...

Le contestó un eco, y entró en el bosque.La confusa cosa, junto a la cual pasó en la os-curidad, le oyó y percibió las vibraciones desus pisadas; pero no se movió, porque pensabaque estaba muerta.

Cory avanzó, mirando a su alrededor yhacia adelante, pero no hacia abajo, puesto quesus pies conocían el sendero.

-¡Alton!-¿Eres tú, Cory?

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Cory Drew se estremeció. Aquel rincóndel bosque era muy espeso y tan oscuro comouna tumba. La voz que oyó era extraña,apaciguada, penetrante...

-¿Alton?-Encontré a Kimbo, Cory.-¿Dónde demonios has estado? -gritó,

furioso, Cory.Le desagradaba aquella extremada oscur-

idad; tuvo miedo de la tensa desesperación quese notaba en la voz de Alton, y desconfió desu habilidad para mantener la rabia contra suhermano.

-Le llamé, Cory. Le silbé y el viejo demo-nio no me contestó.

-Puedo decir lo mismo de ti, pi... piojoso.¿Por qué no viniste a ordeñar?... ¿Dónde es-tás?... ¿Has caído en alguna trampa?

-Nunca antes dejó de contestarme, ya losabes... -continuó la dura y monótona vozdesde las tinieblas.

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-¡Alton! ¿Qué demonios te pasa? ¿Qué im-portancia tiene que tu bicho no te contestara?¿Dónde...?

-... supongo que porque nunca antes estuvomuerto -continuó Alton, negándose a ser inter-rumpido.

-¿Cómo? -Cory se mordió el labio inferior,diciendo a continuación-: Alton, ¿te has vueltoloco? ¿Qué estás diciendo?

-Kimbo está muerto.-Kim... ¡Oh!Cory empezó a ver de nuevo en su mente

el cuadro: Babe, tendida inconsciente en el ar-royo, y Kimbo, atacando y teniendo a raya aloso, al monstruoso oso, protegiendo a la niñahasta que Alton llegó para salvarla.

-¿Qué sucedió, Alton? -preguntó más tran-quilo.

-Trato de averiguarlo. Alguien lo destrozó.-¿Lo destrozó?

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-Todo su cuerpo está desgajado, Cory.Cada miembro separado de sus articulaciones.Los intestinos, fuera...

-¡Dios Santo! ¿Crees tú que el oso...?-No fue el oso... ni nada que ande a cuatro

patas. Todo el perro está aquí. Nada se hancomido de él. Quienquiera que fuese, lo matósolamente y... lo descuartizó.

-¡Dios Santo! -repitió Cory-, ¿Quiénpudo...?

Hubo una larga pausa.-Vuelve a casa -dijo Cory, casi con cariño-

. No hay razón para que permanezcas ahí todala noche.

-Permaneceré. Estaré aquí hasta que salgael sol, y empezaré el rastreo..., que continuaréhasta que encuentre al que hizo esta faena aKimbo.

-¿Estás borracho o loco, Alton?-No estoy borracho. Puedes pensar lo que

te dé la gana. Me quedaré aquí.

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-Tenemos una granja, ¿recuerdas? Tendréque ordeñar otra vez, mañana por la mañana,veintiséis vacas, como las he ordeñado estanoche, Alton.

-Alguien tiene que hacerlo. Yo no puedoestar allí. Supongo que debes hacerlo tú, Cory.

-¡Eres una mierda! -gritó Cory-.¡Regresarás conmigo ahora mismo, o veré porqué no lo haces!

La voz de Alton continuaba siendo pen-etrante, soñolienta.

-No te acerques, muchacho.Cory dio un paso hacia la voz de Alton.-Te he dicho... -la voz era tranquilísima

ahora- que te quedes donde estás.Cory continuó avanzando hacia él. Un

ruido característico le indicó que había sidoquitado el seguro del fusil. Cory se paró.

-¿Serías capaz de disparar contra mí,Alton? -preguntó Cory, casi en un susurro.

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-Exactamente, muchacho. No quiero queme destruyas las huellas. Las necesito paracuando salga el sol.

Pasó todo un minuto, y el único ruido quese oyó en la oscuridad fue la agitada respir-ación de Cory. Al fin, dijo:

-También yo he traído el fusil, Alton.Vuelve a casa.

-No puedes ver dónde estoy para dispararsobre mí.

-Nunca ha ocurrido esto entre nosotros.-Nunca... Vete. Yo sé exactamente en

dónde estás tú, Cory. Llevó aquí cuatro horas.-Mi fusil hace huir a las gentes.-El mío las mata.

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Sin otra palabra, Cory Drew giró sobre sustalones y emprendió el regreso a la granja.

Negro, licuescente, yacía en la oscuridad,no vivo, no completamente muerto, sinocreyéndose muerto. Las cosas que no estánvivas no pueden hacer nada. Fijaba su nubladamirada en la hilera de árboles de lo alto de lacuesta y la profundizaba en sus pensamientos,que goteaban humedad. La cosa sabía que ahoraestaba muerta, y, como muchos seres antes queella, se preguntaba cuánto tiempo permanecer-ía así. Y entonces el cielo, que estaba más alláde los árboles, fue aclarándose poco a poco.Ese era un hecho manifiestamente imposible,pensó la cosa; pero la veía, y así debía de ser.¿Volverían a vivir las cosas muertas? Aquelloera curioso. ¿Qué pasaba con las cosas muertasy desmembradas? Esperaría y lo vería.

El sol, lentamente, fue esparciendo sus ray-os de luz. Un pájaro, en alguna parte, lanzóun alegre y prolongado gorjeo, y, mientras una

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lechuza mataba a una musaraña, una mofetacaía sobre otra, de la misma forma que lassombras de la noche caen sin cesar sobre lasluces del día. Dos flores se inclinaron unasobre otra para comparar sus preciosospétalos. Una libélula decidió que estabacansada de mostrarse seria y, abriendo susalas, se echó a volar. El primer rayo dorado desol penetró por entre los árboles, la maleza yla espesa sombra de los arbustos.

«Estoy vivo otra vez -pensó la cosa, que,posiblemente, no viviría-. Estoy vivo, porqueveo con toda claridad.»

Se alzó sobre sus gruesas patas,marchando hacia el círculo de luz. En brevetiempo, las húmedas láminas que habían cre-cido durante la noche se secaron al sol, ycuando dio los primeros pasos se desprendi-eron de él, cayendo algunas al suelo. Subió lapendiente para buscar a Kimbo, para ver si éltambién estaba vivo otra vez.

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Cuando abrió los ojos, Babe vio al sol queentraba en su habitación. Tío Alton se habíamarchado... Eso fue lo primero que pensó.Papá había vuelto anoche a casa y se pasó unahora gritando a mamá. Alton se había vueltoloco. Había dirigido el fusil hacia su hermano.Si Alton se atrevía a penetrar dos metros enlas tierras de Cory, Cory cubriría su cuerpode tantos agujeros que parecería un colador.Alton era un loco, un desagradecido, unegoísta y algunas cosas más de indudable malgusto, pero realmente enérgicas. Babe conocíaa su padre. Tío Alton ya no estaría seguro enaquella región.

Saltó de la cama con esa agilidad propia delos niños, y corrió a la ventana. Vio a Cory queiba a pie a la dehesa con dos bridas sobre elbrazo para atar a la yunta. De la cocina, situ-ada en el piso de abajo, subían ruidos.

Babe hundió la cabeza en la palangana yse sacudió el agua, como un perrillo, antes de

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secarse con la toalla. Cogiendo una camisa yunos pantalones limpios se dirigió al rellanode la escalera. Se puso la camisa y comenzósu diario ritual con los pantalones: un escalón,una pierna introducida en la pernera izquierda;otro escalón, la otra pierna en la pernera dere-cha. Luego, saltando de escalón en escalóncon los pies juntos y abrochándose un botónpor cada peldaño, alcanzó el pie de la escaleracompletamente vestida, y entró corriendo en lacocina.

-¿No ha vuelto tío Alton, mamá?-Buenos días, Babe... No, cariño.Clessa estaba demasiado tranquila, son-

riendo demasiado, pensó Babe sagazmente. Senotaba que no era feliz.

-¿Adonde fue, mamá?-No lo sabemos, Babe. Siéntate a desayun-

ar.-¿Qué es un bastardo, mamá? -preguntó de

pronto Babe.

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A su madre casi se le cae la fuente que es-taba secando.

-¡Babe! Te prohibo que repitas esa palabra.-¡Oh, bueno!... Entonces, ¿por qué lo es el

tío Alton?La boca de Babe estaba llena de papilla.-Un bas...-¡Babe!-Muy bien, mamá -dijo con la boca llena-.

Pero ¿por qué?-Ya le dije anoche a Cory que no gritara

tanto -dijo Clessa medio para sí.-Bueno, signifique lo que signifique, él no

lo es -dijo Babe con firmeza-. ¿Salió a cazarotra vez?

-Fue a buscar a Kimbo, cariño.-¿A Kimbo? ¡Oh mamá! ¿Se ha marchado

Kimbo también? ¿Tampoco volverá él?-No, cariño... Por favor, Babe, deja de

hacer preguntas.-Muy bien... ¿Adonde crees que fueron?

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-A los bosques del Norte... Estate quieta.Babe engullía deprisa su desayuno. De

pronto se le ocurrió una idea y, a medida quela iba pensando, comenzó a comer más des-pacio, más despacio, lanzando miradas a sumadre por entre las pestañas de sus semicerra-dos ojos. Alguien debía avisarle, prevenirle...

Babe se hallaba a medio camino de losbosques cuando el fusil de Alton envió es-truendosos ecos valle arriba, valle abajo...

Cory se hallaba en la parte meridional dela granja, guiando el arado y maldiciendo a layunta de caballos grises, cuando oyó el fusil.

-¡Hop! -gritó a los caballos, y se sentó unmomento a escuchar-. Uno, dos, tres...,¡cuatro! -contó-. Vio a alguien y le disparó.Tuvo oportunidad de tirarle otra vez y lo hizo,con todo cuidado. ¡Dios mío!

Sacó el arado y condujo a la yunta a lasombra de tres robles. Sujetó las patas de los

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animales con unas correas y se encaminó albosque.

-Alton es un asesino -murmuró, y dio lavuelta para dirigirse a su casa en busca del fu-sil.

Clessa se hallaba en pie en la parte exteriorde la puerta.

-¡Tráeme los cartuchos! -gruñó Cory, en-trando corriendo en la casa.

Clessa le siguió. Cory se estaba metiendoel cuchillo de caza en el cinturón cuando sumujer apareció con la caja de cartuchos.

-Cory...-¿Oíste el fusil? Alton ha perdido la

chaveta. No desperdicia un cartucho. Disparócontra alguien, estoy seguro; cuando yo le vi,no estaba gastando bromas. Estaba dispuesto acazar a un hombre... Dame mi fusil.

-Cory, Babe...-Procura que no salga de aquí. ¡Oh Dios!

Esto es un trastorno. No puedo resistirlo más.

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Cory corrió hacia la puerta.Clessa le agarró del brazo.-Cory, estoy tratando de decírtelo... Babe

no está aquí... La he llamado y no está.La cara de Cory, dura, joven y vieja a la

vez, se descompuso.-Babe... ¿Cuándo la viste por última vez?-Durante el desayuno.Clessa estaba ahora llorando.-¿Te dijo adonde iba?-No. Me hizo una serie de preguntas sobre

Alton: adonde había ido...-¿Se lo dijiste?Los ojos de Clessa se dilataron y asintió

con la cabeza, mordiéndose el dorso de lamano.

-No deberías habérselo dicho, Clessa -gritó.

Y echó a correr hacia los bosques. Clessale vio marchar, y en ese momento ella se hu-biese matado.

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Cory corría con la cabeza levantada avan-zando con las piernas, con los pulmones, conlos ojos, a lo largo del sendero. Subió la pen-diente que conducía a los bosques, faltándolela respiración tras cuarenta y cinco minutos in-cesantes de carrera. Todavía no pudo notar enel aire el fétido olor a moho.

Captó un movimiento en una espesura quese alzaba a su derecha y se lanzó hacia allí.Luchando por recuperar el resuello, trepóhasta que pudo ver claramente. Sí, allí habíaalgo: una cosa negra, que estaba inmóvil. Coryrelajó las piernas y el torso completamentepara facilitar las palpitaciones de su corazóny, lentamente, alzó el fusil hasta que lo tuvoapuntado sobre la cosa oculta entre la espe-sura.

-¡Salga de ahí -gritó Cory, cuando le fueposible hablar.

No sucedió nada.

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Hubo un instante de silencio, y sus dedosse posaron sobre el gatillo.

-¡Usted lo ha querido! -gritó.Y cuando disparó, la cosa saltó a un lado,

hacia el espacio abierto, chillando.Era un hombrecillo delgado, vestido de

negro sepulcral, y con la cara de niño másrubicunda que jamás viera Cory. La cara es-taba descompuesta de miedo y de dolor. Elhombre se puso en pie y, saltando arriba yabajo, dijo una y otra vez:

-¡Oh, mi mano! ¡No vuelva a disparar!¡Oh, mi mano! ¡No dispare!...

Al cabo de un rato, cuando Cory se acercóa él se quedó quieto. El individuo miró al gran-jero con sus tristes ojos azulados.

-No dispare -dijo, reprobador, alzando unamanita ensangrentada-. ¡Oh, Dios mío!

Cory preguntó:-¿Quién demonios es usted?

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Al hombre le dio un ataque histérico,soltando por su boca tal cúmulo de frases en-trecortadas que Cory retrocedió un paso y casialzó el fusil para autodefenderse. Lo que decíaera principalmente:

-Perdí mi documentación... Yo no lo hice...Fue horrible. Horrible. Horrible... El hombremuerto... ¡Oh, no dispare!

Cory intentó por dos veces hacerle unapregunta. Entonces se acercó y le asestó unpuñetazo. El tipo cayó al suelo, gritando, gi-miendo, llorando y poniendo su ensangrentadamano en la boca, donde Cory le habíagolpeado.

-Ahora dígame qué ha pasado aquí.El hombre rodó sobre sí mismo y se sentó

en el suelo.-¡Yo no lo hice! -repitió, sorbiendo-. No,

no. Venía caminando por aquí y oí el fusil...y algo así como una maldición y un aullidoespantoso... Acudí corriendo y miré, y vi al

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hombre muerto... Entonces, eché a correr y us-ted llegó... Yo me oculté y usted disparó... Yyo...

-¡Cállese!El hombre se calló, como si hubieran

echado un cerrojo en la boca.-Bien, ¿dice usted que hay un muerto? -

preguntó Cory señalando el sendero.El hombre asintió con la cabeza y empezó

a llorar de veras. Cory le ayudó a levantarse.-Siga usted sendero abajo y encontrará la

casa de mi granja -le dijo-. Dígale a mi mujerque le cure la mano. No diga nada más. Yespere hasta que yo regrese. ¿Lo oye?

-Sí. Gracias. ¡Oh!, muchas gracias...-Márchese ahora...Cory le dio un afectuoso empujón hacia la

dirección indicada y se dirigió solo, helado demiedo, sendero arriba hacia el lugar donde en-contrara a Alton la noche anterior.

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Allí le encontró ahora también... y aKimbo. Kimbo y Alton habían sido durantemuchísimos años los mejores amigos delmundo: habían cazado, luchado y dormidojuntos, y, ahora, la vida de ambos había ter-minado, esa vida que ambos habían dedicadoincondicionalmente el uno al otro. Estabanmuertos juntos.

Era terrible que hubiesen muerto de lamisma forma. Cory Drew era hombre duro;pero sollozó y estuvo a punto de desmayarseal ver lo que la cosa del moho había hecho a suhermano y al perro de su hermano.

El hombrecillo vestido de negro corríasendero abajo, sollozando y agarrándose lamano herida como si creyese que con eso sele curaría. Tras unos instantes los sollozoscesaron, y la precipitada carrera se transformóen tranquilo paso, como si el escandaloso hor-ror de la última hora hubiera amainado. Pordos veces suspiró profundamente y exclamó:

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-¡Dios mío!Y se sintió casi normal. Se ató un pañuelo

de hilo a la muñeca, pero la mano continuósangrando. Se ató por el codo, pero aquellole produjo mayor dolor. Por tanto, volvió aguardarse el pañuelo en el bolsillo y se dedicóa bambolear tontamente la mano en el airehasta que se le coaguló la sangre. No vio el es-pantoso horror húmedo que caminaba pesada-mente detrás de él, pero su nariz percibió la in-mundicia.

El monstruo tenía tres agujeros muy juntosen el pecho y otro en el centro de su viscosafrente. Eran las marcas donde habían dado lasbalas disparadas por el fusil de Alton Drew,que le atravesaron. La mitad de la informe caradel monstruo había desaparecido y existía unprofundo desconchón en su hombro. Fue ahídonde le golpeó la culata del fusil de AltonDrew cuando se dio cuenta de que las cuatrobalas no le habían matado. Cuando estas cosas

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sucedieron, el monstruo no se mostró rabiosoni dolorido. Lo único que se preguntó fue porqué Alton Drew actuaba de tal forma. Ahoraseguía al hombrecillo sin precipitarse en abso-luto, siguiendo sus huellas paso a paso y de-jando pequeñas partículas de pobredumbre de-trás de él.

El hombrecillo, siguiendo su camino, saliódel bosque y apoyó la espalda contra unenorme árbol que se alzaba en la linde de laselva. Meditó. Bastantes cosas le habían su-cedido a él aquí. ¿Qué ventaja le proporcion-aría quedarse para enfrentarse con la invest-igación de un crimen, un crimen horrible, solopor continuar esa vaga y estúpida búsqueda?Se suponía que era la casa en ruina de un viejo,de un viejo cazador, enclavada profundamenteen alguna parte de este bosque, y tal vez leharía perder la prueba que él necesitaba. Peroaquél era un informe vago..., lo bastante vagopara que se olvidase sin pena. Sería la mayor

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de las locuras quedarse para complicarse enel barullo que seguiría a ese feo asunto delbosque. Ergo, sería ridículo seguir el consejodel granjero, ir a su casa y esperar a que re-gresase. No. Volvería a la ciudad.

El monstruo se apoyó contra el otro ladodel grueso tronco.

El hombrecillo resopló molesto al percibirun repentino olor nauseabundo, a podrido.Sacó el pañuelo, lo manoseó y se le cayó.Cuando se agachó para recogerlo, el brazo delmonstruo zurró con toda su fuerza el airedonde había estado la cabeza del hombre-cillo..., un golpe que, con toda seguridad, hu-biese destrozado aquella protuberancia concara aniñada. El hombre se irguió, y se hubierapuesto el pañuelo en la nariz si no hubiese es-tado tan ensangrentado. La criatura que estabadetrás del árbol levantó el brazo otra vez enel momento en que el hombrecillo tiraba elpañuelo y avanzaba hacia el campo, atravesán-

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dolo para alcanzar la distante carretera prin-cipal que le conduciría a la ciudad. El mon-struo se arrojó sobre el pañuelo, lo cogió, loestudió, lo desgarró en varios trozos e inspec-cionó los andrajos. Entonces, mirando vacua-mente a la forma del hombrecillo, que iba des-vaneciéndose en la distancia, y no considerán-dolo ya interesante, dio la vuelta y se internóen el bosque.

Babe emprendió una carrera al oír los tiros.Era importante avisar al tío Alton sobre loque su padre había dicho, pero era más in-teresante averiguar lo que había cazado. ¡Oh,habría cazado en seguida! Tío Alton nuncadisparaba sin matar. Esta vez era la primeraque ella le había oído disparar de tal forma.Debía de ser un oso, pensó la niña, nerviosa,tropezando en una raíz, cayéndose cuan largaera, poniéndose en pie otra vez, sin notar lavoltereta. Le gustaría tener otra piel de osoen su dormitorio. ¿Dónde la pondría? Tal vez

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la curtieran y le sirviera de colcha. Tío Altonse sentaría en ella por las noches y le leeríacuentos... ¡Oh, no! No podría ser. ¡Con el dis-gusto que había entre papá y él!... ¡Oh, si ellapudiese hacer algo!... Intentó correr más deprisa, inquieta y precavida; pero le faltaba larespiración y, poco a poco, fue aminorando elpaso cada vez más.

En lo alto de la cuesta, junto a la linde delbosque, se paró y miró hacia atrás. Abajo, enel valle, se hallaba la dehesa. La registró contodo cuidado, buscando a su padre. Los vie-jos y los nuevos surcos estaban perfectamentedefinidos, y sus sagaces ojos vieron inmedi-atamente que Cory había sacado el arado y ll-evado a la yunta a la sombra de los tres robles,sin terminar de arar. Eso no era verosímil enél. Ahora podía ver la yunta, pero no la camisaazul clara de Cory. Se rió para sí al pensar enla forma en que chasquearía a su padre. Pero

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la risita se cortó de golpe cuando oyó el gritode agonía de su tío Alton.

Alcanzó el sendero y lo cruzó, deslizán-dose a través de la espesura que se alzabajunto a él. Los tiros se habían oído procedentesde alguna parte de por allí. Babe se paró yescuchó varias veces y, de pronto, oyó quealgo venía hacia ella, muy de prisa. Se pusoa cubierto, aterrorizada, y la cara aniñada deun hombrecillo vestido de negro, con los ojosazules desmesuradamente abiertos de terror,pasó, ciego, junto a ella, golpeando contra lasramas la cartera de piel que llevaba en lamano. La hizo girar un momento y la arrojó le-jos, cayendo justamente delante de la niña. Elhombre no vio a Babe en ningún momento.

Babe permaneció allí un buen rato; luego,recogió la cartera y se introdujo en el bosque.Las cosas sucedían demasiado de prisa paraella. Necesitaba a tío Alton, pero no se atrevíaa llamarlo. Se paró otra vez y aguzó los oídos.

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Detrás, hacia la linde del bosque, oyó la vozde su padre, y la de otro..., probablemente ladel hombre que había arrojado la cartera. Nose atrevió a continuar. Llena de indecible hor-ror, pensaba de prisa; luego, chascó los dedos,triunfal. Ella y tío Alton habían jugado muchoa los indios; poseían un repertorio completo deseñales secretas. Ella había practicado el re-clamo de los pájaros hasta que lo supo hacermejor que ellos mismos. ¿Qué haría? ¡Ah..., elgallo azul! Echó para atrás la cabeza y por nose sabe qué alquimia juvenil produjo un gritoque hubiera envidiado cualquier gallo azul quehubiese pasado volando por allí. Lo repitió...Luego, dos veces más.

La respuesta fue inmediata: el reclamo deun gallo azul, cuatro veces, espaciado de dosen dos. Babe movió la cabeza completamentefeliz. Ésa era la señal de que se reunirían in-mediatamente en El Lugar. El Lugar era unescondrijo que tío Alton había descubierto y

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que compartía con ella. Ninguna otra personalo conocía: un ángulo rocoso, junto a un ar-royo, no lejos de allí. No era exactamente unacueva, pero casi. Lo suficiente para estarmetidos. Babe corrió feliz hacia el arroyo.Había estado segura de que tío Alton re-cordaría la llamada del gallo azul, y lo que sig-nificaba.

En el árbol que se arqueaba sobre el cuerpodestrozado de Alton, un gallo azul se limpiabalas plumas y se calentaba al sol. Completa-mente inconsciente de la presencia de lamuerte, apenas notó el grito realista de Babe,y gritó cuatro veces, espaciadas de dos en dos.

Cory tardó un minuto en recobrarse de loque había visto. Se alejó de allí para apoyarse,indolente, contra un pino, sollozando. Alton.Allí estaba Alton, tendido en el suelo..., des-pedazado.

-¡Dios!... ¡Dios, Dios, Dios!...

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Poco a poco volvió a ser dueño de sí y seobligó a volver allí de nuevo. Andando con to-do cuidado, se agachó para recoger el fusil. Elcañón estaba limpio y brillante; pero la culataestaba impregnada de algo que era una especiede inmunda carroña. ¿Dónde había visto antesesa inmundicia? En alguna parte.... ¡qué im-portaba! La limpió, con su mirada ausente, tir-ando después el trapo ensuciado. Por su mentecruzaron las palabras de Alton..., ¿fue anochesolamente?..., diciéndole:

-Empezaré el rastreo... y lo continuaréhasta que encuentre quién hizo esta faena a«Kimbo».

Cory buscó ansiosamente hasta que encon-tró la caja de cartuchos de Alton. La caja es-taba húmeda y pegajosa. Esto, en cierto modo,le servía mejor. Una bala mojada con la sangrede Alton era lo más apropiado que podía util-izar. Se alejó una corta distancia y anduvo en

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círculo hasta que encontró profundas huellas.Luego regresó al lado de su hermano.

-Muchacho, yo me encargaré ahora delrastreo -murmuró. Y empezó.

Siguió, a través de la espesura, la incon-stante pista, sorprendido de la cantidad de in-mundo moho que la rodeaba y asociándolocon lo que había matado a su hermano. Para élno existía ya en el mundo más que odio y ten-acidad. Maldiciéndose por no haber obligadoa Alton a regresar anoche con él a casa, siguióel rastro hasta la linde de los bosques. Le con-dujo hasta un grueso árbol, y allí vio algo más:las huellas del hombrecillo de la ciudad. Tam-bién se veían por el suelo unos guiñapos detela manchados de sangre, y... ¿Qué era eso?

Otra serie de huellas... más pequeñas, yalgo así como si hubieran corrido de puntillas.

-¡Babe!No tuvo respuesta. El viento suspiró. En

alguna parte, un gallo azul lanzó su reclamo.

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Babe se paró y se volvió cuando oyó la vozde su padre, amortiguada por la distancia, con-movida.

-Escúchame, cariño -canturreódeliciosamente-. Sí, parece triste.

Le envió un reclamo de gallo azul y echó acorrer hacia El Lugar.

Era una peña gigantesca junto al arroyo.Alguna erupción durante la era glacial la habíarajado en forma de V gigantesca. La parte másancha de la raja se apoyaba en la orilla delagua y la más estrecha estaba oculta entre losarbustos. Formaba una especie de cuartito sintecho, desigual, lleno de agujeros y de cueve-citas en el interior, y también poseía un suelocompletamente nivelado. La abertura sehallaba a la orilla del arroyo.

Babe apartó los arbustos hacia un lado ymiró al interior de la abertura.

-¡Tío Alton! -llamó en voz baja.No le contestó nadie.

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¡Oh! Bueno, vendría ya para acá.Se deslizó dentro y se acomodó en el

suelo.A Babe le gustaba estar allí. Estaba som-

brío y frío, y el canta-rino arroyo lo llenabacon sus risas, y el agua lanzaba reflejos dor-ados al interior. Volvió a llamar, como reglade conducta, y luego se apoyó contra un sali-ente para esperar. Fue entonces cuando se diocuenta de que aún llevaba en la mano la carterade piel del hombrecillo.

Le dio la vuelta un par de veces y luego laabrió. Estaba dividida en dos compartimentos.En uno de ellos había unos cuantos papelesmetidos en un sobre grande, de color amarillo;en el otro, varios emparedados, una barra dechocolate y una manzana. Babe aceptó todoaquello con complacencia juvenil, considerán-dolo como un maná caído del cielo. Separóun emparedado para Alton, principalmente

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porque a ella no le gustaban con tanta especia.Lo demás constituyó para la niña un festín.

Se sintió un poco descorazonada porqueAlton no llegaba. Ya hasta se había comido elcorazón de la manzana. Se puso en pie y tratóde alcanzar algunas de las ramitas que arras-traba el arroyo; luego, volvió a sentarse, in-tentando recordar algunos de los cuentos queconocía... todo para entretener la espera. Alfin, desesperada, volvió a dedicarse a lacartera, sacó los papeles del sobre, los ex-tendió sobre la pared rocosa y empezó a leer-los. En cierto modo, era una forma de pasar elrato.

Había un periódico viejo y roto que re-lataba los extraños testamentos que hacían lasgentes: una anciana dejó, en cierta ocasión,una fabulosa cantidad de dinero a quienquieraque hiciese un viaje de la Tierra a la Luna yregresase; otra había dejado una casa para losgatos cuyos amos hubiesen muerto; un hombre

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dejó mil dólares a la primera persona queresolviese cierto problema matemático y de-mostrase su solución. Pero uno de los párrafosestaba señalado con lápiz azul. Decía:

«Uno de los testamentos más extraños aúnen vigencia, es el de Thaddeus M. Kirk, quemurió en 1920. Al parecer, construyó un com-plicado mausoleo con sepulturas abovedadaspara todos los componentes de su familia. Re-cogió y trasladó ataúdes de todo el país parallenar los designados nichos. Kirk fue el úl-timo de su estirpe. Cuando él murió, ya noquedaban parientes. Su testamento establecióque el mausoleo sería cuidado permanente-mente, apartándose una cantidad para recom-pensar a quienquiera que encontrase elcadáver de su abuelo, Roger Kirk, cuyo nichocontinuaba vacío. Así, pues, cualquiera queencuentre ese cadáver recibirá una fabulosafortuna.»

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Babe bostezó al leer eso; pero continuóleyendo, porque no tenía otra cosa que hacer.Lo siguiente era una gruesa hoja de papelcomercial, que llevaba membrete de una firmade abogados. El texto decía:

«En relación a su requerimiento sobre eltestamento de Thaddeus Kirk, estamos autor-izados para declarar que su abuelo era unhombre de un metro sesenta y tres centímetros,con el brazo izquierdo roto, y que tenía en elcráneo una plaquita de plata triangular. Desa-pareció, siendo declarado muerto legalmentetras un plazo de catorce años.

»La calidad de la recompensa establecidaen el testamento, más los intereses acumula-dos, asciende en la actualidad a más de 62.000 dólares. Será pagada a cualquiera que en-cuentre el cadáver, siempre que dicho cadáverse ajuste y coincida con las descripciones in-sertadas en nuestros legajos privados».

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Continuaba, pero Babe estaba aburrida.Ahora se dedicó al cuadernillo de notas. Nocontenía nada, excepto algunas notas muy ab-reviadas de visitas a bibliotecas; citas de libroscon títulos como Historia de Angelina y TylerCounties e Historia de la familia Kirk. Babe lodejó aparte también. ¿Dónde estaría metido eltío Alton?

Comenzó a canturrear en voz baja:-Tumalamatum tum, ta ta ta...Se puso a bailar un minuto, haciendo girar

la falda, como había visto a una chica de unapelícula. Un ruidito en los arbustos de la en-trada a El Lugar hizo que se parara. Miró haciaafuera y vio, entonces, que los estaban sep-arando. Rápidamente, la niña corrió hacia unpequeño agujero hecho en la pared rocosa, losuficientemente grande para ocultarla. Se rióentre dientes al pensar la sorpresa que se ll-evaría su tío Alton cuando le saltase encima.

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Oyó al recién llegado bajar, haciendo es-fuerzos, por el empapado declive de la aber-tura y pisando con fuerza el suelo. Había algoen ese ruido... ¿Qué era? Pensó que, aunqueera trabajoso para un hombre tan corpulentocomo tío Alton pasar por la estrecha aberturaabierta entre los arbustos, no le oía, sin em-bargo, jadear. ¡Ni oyó respiración alguna!

Babe miró a la cueva principal y casi gritóde terror. En pie, allí, estaba, no el tío Alton,sino una maciza caricatura humana: una cosaenorme como un muñeco irregular de barro,toscamente hecho. Aquella cosa temblaba;parte de ella relucía y parte de ella estaba secay desmoronada. La mitad de la parte izquierdamás baja de su cara había desaparecido, dán-dole aspecto de podado. No tenía boca ni narizperceptibles, y sus ojos estaban desnivelados:uno más alto que otro, y ambos de un colorcastaño oscuro, sin ninguna porción blanca.Permanecía completamente inmóvil, mirán-

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dola. Su único movimiento era un pesadotemblor sin vida.

Se preguntaba qué era ese extraño ruiditoque había hecho Babe.

Babe se apretaba más contra la pared delfondo de aquella diminuta guarida de piedra,con su cerebro dando vueltas en reducidos cír-culos de agonía. Abrió la boca para gritar, yno pudo. Se le salían los ojos de las órbitas yenrojecía su cara con el reprimido esfuerzo, ylas dos trenzas doradas de su cabello se estre-mecían espasmódicamente mientras buscabadesesperada un sitio por donde huir. ¡Si estuvi-era en el espacio abierto... o en la puerta de lacueva donde se hallaba aquella cosa..., o en sucasa, en la cama!-

La cosa avanzó hacia ella, sin expresión,moviéndose con una decisión que constituía elmáximo de horror. Babe permanecía con losojos muy abiertos y helada; la presión del hor-ror iba aumentando, inmovilizándole los pul-

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mones, haciendo que su corazón palpitase de-sordenadamente. El monstruo alcanzó la bocadel refugio y trató de avanzar hacia la niñapero se lo impidió la pared. La entrada erademasiado angosta. Babe pasaba por ella congran trabajo. La cosa del bosque se apretó con-tra la roca, presionándola cada vez más paracoger a Babe. La niña se levantó lentamente.Estaba tan próxima a la cosa que su olor eratan fuerte que «lo veía», y, de pronto, unaalocada esperanza brotó de su miedo sin voz.¡Eso no la cogería! ¡No la cogería... porque erademasiado grande!

Lentamente, la sustancia de sus pies se ex-tendió bajo el tremendo esfuerzo y en sushombros apareció una ligera grieta. Se vaciócuando el monstruo se apretó inútilmente con-tra la piedra y, se repente, un gran trozo dehombre se vino abajo y el ser se retorció cu-bierto de grasa y avanzó unos centímetros.Permaneció inmóvil con sus ojos nublados fi-

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jos en la niña. Luego, alzó un poderoso brazopor encima de su cabeza y golpeó.

Babe, apretujada contra la pared tantocomo le era posible, no pudo evitar que laasquerosa mano en forma de maza le golpearala espalda, dejándole un reguero de inmundi-cia en el azul de la blusa que llevaba puesta.El monstruo se enfureció de repente y, avan-zando más, ganó el pequeño espacio que aúnle separaba de la niña. Una mano negra agarróuna de sus trenzas, y Babe se desmayó.

Cuando volvió en sí, la trenza aún con-tinuaba sujeta por aquella mano en forma degarra. La cosa la alzó, de modo que la carade la niña y la informe cabeza quedaron a po-cos centímetros la una de la otra. Con apaciblecuriosidad, el monstruo la miró a los ojos, ylenta, pero fuertemente, la echó hacia atrás.El dolor que le produjo el tirón de pelo hizolo que el miedo no pudo hacer: devolverle lavoz. Gritó. Abrió la boca y arrojó por ella to-

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do el esfuerzo de sus poderosos y jóvenes pul-mones: gritó. Conservando la garganta en laposición del primer grito, su pecho consiguióllenarse nuevamente de aire. Sus gritos eranmonótonos, agudos, infinitamente penetrantes.

A la cosa no le importó. La sostenía dela misma forma, observándola. Cuando huboaprendido todo cuanto pudo de ese fenómeno,la dejó caer y miró en torno a la reducidacueva, ignorando a la aturdida y golpeadaBabe. Cogió la cartera de piel y la partió endos como si fuera un pedazo de tela. Vio elemparedado que Babe había reservado, loagarró, lo dividió y lo tiró.

Babe abrió los ojos, se dio cuenta de queestaba libre y, mientras la cosa le volvía laespalda se deslizó por entre sus patas y salióal pequeño estanque que se extendía delantede la roca, lo cruzó y alcanzó la otra orilla,llorando. Un ligero y malvado destello de fur-or ardió en ella. Cogió una piedra del tamaño

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de una pamplemusa y la arrojó con toda sufuerza. La piedra voló baja y rápida,golpeando con precisión el tobillo del mon-struo. La cosa estaba en aquel instante avan-zando hacia el agua. La piedra le pegó, hacién-dole perder el equilibrio. Durante un largo ysilencioso momento, vaciló en la orilla del est-anque. Sin dirigirle una segunda mirada, Babese alejó corriendo y llorando.

Cory Drew seguía los pequeños restos demasa que, en cierto modo, constituían laprueba del paso del asesino, y estaba próximocuando oyó el primer grito de la niña. Echóa correr, tirando su fusil y alzando el de suhermano, listo para disparar. Corría con talpánico mortal en su corazón que pasó comouna exhalación por delante de la gigantescaroca rajada y estaba a cien metros más alláantes de que la niña atravesara como un relám-pago el estanque y alcanzara la otra orilla.Cory tuvo que correr muy de prisa para alcan-

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zarla; porque, algo detrás de ella, iba ese hor-ror sin cara de la cueva, y la niña vivía en laúnica idea de alejarse lo más posible de allí.Cory la cogió en sus brazos y la apretó contrasí, y la niña gritó, gritó, gritó...

Babe no vio a Cory en absoluto, cuando élla alzó y la tranquilizó.

El monstruo yacía en el agua. Ni le gustabani le disgustaba este nuevo elemento. Per-maneció en el fondo, su masiva cabeza a vari-os centímetros por debajo de la superficie, y,curiosamente, consideraba los hechos quehabía presenciado: el ligero zumbido de la vozde Babe, que envió al monstruo a indagar den-tro de la cueva; la negra materia de la carterade piel, que resistió mucho más que las cosasverdes cuando la rompió; la pequeña dospiernas, que cantó y le hizo acercarse, y quegritó cuando él llegó; esta nueva cosa fría ymovediza donde él había caído... Su cuerpose estaba lavando. Eso no le sucedió nunca

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antes. Eso era interesante. El monstruo decidióquedarse allí para observar esta nueva cosa.No tenía prisa para salir de ella. Sólo sentíacuriosidad.

El arroyo bajaba, reidor, de su manantial,guiñando a los rayos del sol y abrazando a losarroyuelos y a los riachuelos a su paso. Grit-aba y jugaba con las pequeñas raíces, con lasramitas y con las hojas. Era un arroyo feliz.Cuando llegó al pequeño estanque, que estabajunto a la roca, encontró allí al monstruo y loenvolvió. Lavó sus sustancias, arrancó sus in-mundicias, y las aguas se llevaron, río abajo,la cosa arremolinada oscuramente con su di-luida materia. Era un arroyo perfecto. Lavaba,persistentemente, todo lo que tocaba. Dondeencontraba suciedad, la arrastraba, y si habíamontones y montones de inmundicias,entonces las iba quitando poco a poco. Era unarroyo magnífico. No le importaba el venenodel monstruo, sino que lo cogió, lo adelgazó y

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lo extendió en pequeños círculos por las rocasque se alzaban en su curso, y las plantas acuát-icas se beneficiaron tanto con aquel abono quecrecieron más verdes y más lozanas. Y el mon-struo se fundió.

«Soy muy pequeño -pensó la cosa-. Es in-teresante. Ahora no me puedo mover. Y,ahora, esta parte mía que piensa se va también.Parará en el momento oportuno y se juntarácon el resto del cuerpo. Dejaré de pensar y de-jaré de ser..., y eso es también muy interes-ante.»

Así, pues, el monstruo se deshizo y en-sució el agua; pero el agua volvió a quedarlimpia otra vez, lavando y lavando el esqueletoque el monstruo había dejado. No era muygrande, y el brazo izquierdo, que había estadoroto, estaba mal ligado. Los rayos del sol chis-pearon en una plaquita de plata triangularcolocada en el pelado cráneo. El esqueleto es-

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taba muy limpio ahora. El arroyo rió por talmotivo durante toda una época.

Seis hombres mal encarados, que vinierona buscar al asesino, encontraron el esqueleto.Ninguno creyó a Babe cuando, días más tarde,contó su relato. Tuvo que ser días más tarde,porque Babe había llorado sin parar durante si-ete días, y toda una jornada permaneció comomuerta. Nadie la creyó, porque su relato hab-laba siempre de un hombre malo, y ellossabían que el hombre malo era simplementeuna cosa que su padre había inventado paraasustarla. Pero el esqueleto se encontró graciasa ella, y por eso los banqueros enviaron a losDrew un cheque por una cantidad en la quenunca habían soñado. Aquel esqueleto era, sinduda alguna, el del viejo Roger Kirk, aunquelo encontraron a diez kilómetros de dondehabía muerto y de donde fue enterrado: elsuelo del bosque, donde el moho caliente se

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estableció alrededor de su esqueleto e hizosurgir... un monstruo.

Así, pues, los Drew tuvieron un nuevogranero y una nueva ganadería, y contratarona cuatro hombres. Pero no tenían a Alton. Ni aKimbo. Y Babe llora por las noches y cada vezestá más delgada.

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THOMAS M. DISCH -Casablanca

(Casablanca)Por las mañanas, siempre les llevaba el café

y las tostadas, en una bandeja, el hombre delfez rojo. Les preguntaría cómo se encontraban,y mistress Richmond, que conocía algo defrancés, le respondería que muy bien. El hotelsiempre servía la misma clase de mermelada:mermelada de ciruela. Eso, al cabo de ciertotiempo, se hizo tan tedioso que mistress Rich-mond salió y se compró un bote de mermeladade fresa; pero, a los pocos días, estuvo tancansada de ella como de la de ciruela. Así, pues,

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decidieron alternar: un día tomaban merme-lada de ciruela y al siguiente mermelada defresa. No hubieran desayunado en el hotel,pero lo hacían por economía.

Cuando, la mañana del segundo miércolespasado en el Belmonte, bajaron al vestíbulo,no había cartas para ellos en el casillero.

-En realidad, no puedo esperar que piensenque estamos aquí -dijo mistress Richmond contono de voz enojado, porque sí que lo había es-perado.

-Claro que no -convino con ella Fred.-Me parece que estoy enferma otra vez.

Ha sido ese extraño estofado que cenamosanoche. ¿No te lo dije?... ¿Por qué no sales acomprar el periódico esta mañana?

En vista de eso, Fred se dirigió al puesto deperiódicos que estaba en un rincón. No teníanel Times ni el Tribune. No tenían siquiera losperiódicos corrientes de Londres. Fred fue ala papelería del Marhaba, el enorme hotel de

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lujo que estaba al lado. En el camino, alguienintentó venderle un reloj de oro. Fred tuvo lasensación de que en Marruecos todo el mundointentaba vender relojes de oro.

La papelería aún tenía ejemplares delTimes de la última semana. Fred ya había leídoesos periódicos.

-¿Dónde se encuentra el Times del día? -preguntó en inglés y en voz bastante alta.

El hombre de mediana edad que se hallabadetrás del mostrador movió la cabezatristemente, bien porque no comprendiese lapregunta de Fred o porque no supiese contest-arla. Preguntó a Fred cómo se encontraba.

-Bien -dijo Fred sin convicción-. Bien.El periódico local francés La Vigié Maro-

caine insertaba unos portentosos títulos ennegro, que Fred era incapaz de descifrar. Fredhablaba «cuatro lenguas»: inglés, irlandés, es-cocés y americano. Insistía en que, con sólo

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esas cuatro lenguas, uno podía entenderse encualquier parte del mundo libre.

A las diez, hora de Bulova, Fred se en-contró como por casualidad en la parte exter-ior de su heladería favorita. Corrientemente,cuando estaba con su esposa, no era capazde endulzarse la boca, porque mistress Rich-mond, que tenía el estómago delicado, descon-fiaba de todos los productos marroquíes, si noestaban cocidos.

El camarero le sonrió, diciéndole:-Buenos días, míster Richmond.Los extranjeros, por alguna razón, eran in-

capaces de pronunciar correctamente su apel-lido.

Fred contestó:-Buenos días.-¿Cómo está usted?-Perfectamente, gracias.-Bueno, bueno -dijo el camarero.

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Sin embargo, parecía entristecido. Daba laimpresión de que deseaba decir algo a Fred,pero su inglés era muy limitado.

Era sorprendente que Fred hubiese tenidoque dar media vuelta al mundo para encontrarel más delicioso helado de frutas que jamáshabía probado. En lugar de ir a los bares, losjóvenes de la ciudad acudían a heladeríascomo ésta, exactamente como se hacía enIowa, cuando Fred era joven, durante la «leyseca». Aquí, en Casablanca, eso estaba rela-cionado con la religión mahometana.

Entró un pequeño limpiabotas en solicitudde limpiar a Fred los zapatos, que ya estabanmuy bien lustrados. Fred miró por la ventanahacia la agencia de viajes, situada en la acerade enfrente. El muchacho no dejaba de insistir:Monsieur, monsieur, hasta tal punto que Fredhubiérase sentido feliz pegándole un puntapié.La mejor política era ignorar a los mendigos.Si no se los miraba, se iban inmediatamente.

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La agencia de viajes ostentaba un cartel en elque aparecía una lindísima muchacha rubia,muy parecida a Doris Day, en traje vaquero.Era un cartel de las líneas aéreas Panameric-anas.

Al fin, se fue el limpiabotas. La cara deFred enrojeció de ira. Su escaso cabello blancohizo que el enrojecimiento de la tez pareciesemás brillante, como una puesta de sol invernal.

Acababa de entrar un hombre en la he-ladería con un montón de periódicos, periódi-cos franceses. A pesar del escaso conocimi-ento que tenía del francés, Fred fue capaz deleer los titulares. Adquirió un ejemplar porveinte francos y regresó al hotel, dejando amedio comer su helado de frutas.

Al cabo de un minuto se hallaba a la puertade su habitación, y mistress Richmond le gritó:

-¿No es terrible?Tenía un ejemplar del periódico extendido

sobre la cama.

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-No dice nada de Cleveland.Cleveland era donde vivía Nan, la hija cas-

ada de los Richmond. No querían hacerse pre-guntas sobre su propia casa. Se hallaba enFlorida, dentro de los cien kilómetros delCabo, y siempre supieron que, si había unaguerra, éste sería uno de los primeros lugaresadonde irían.

-¡Malditos rojos! -exclamó Fred indig-nado, al mismo tiempo que su mujer se echabaa llorar-. ¡Dios los maldiga a todos! ¿Qué diceel periódico?... ¿Cómo empezó?

-¿Crees tú que Billy y Midge estarían en lagranja de su abuela Holt? -preguntó mistressRichmond.

Fred pasó las páginas de La Vigié Maro-caine desesperadamente, mirando las foto-grafías. A excepción de la de un hongo gi-gantesco en la primera página y de una fo-tografía de archivo del presidente en traje devaquero en la segunda, no había más foto-

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grafías. Intentó leer el artículo de fondo, perono le encontró sentido.

Mistress Richmond salió llorando de lahabitación.

Fred quiso hacer tiras el periódico. Paracalmarse, se echó una copa de licor, de un bor-bón que guardaba en el armario. Luego salióal vestíbulo y habló a través de la puerta delcuarto de baño.

-Bueno, apostaré a que, al final, nos librar-emos de ellos.

Pero eso no sirvió de ningún alivio a mis-tress Richmond.

El día anterior, mistress Richmond escrib-ió dos cartas: una a su nieta Midge y otra a lamadre de Midge, Nan. La carta a Midge decía:

«2 de diciembre»Querida mademoiselle Holt:»Bien; ya estamos en la romántica Casab-

lanca, donde lo antiguo y lo moderno se aun-an. Hay palmeras en el bulevar donde se en-

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cuentra nuestro hotel, las cuales se ven desdela ventana, y algunas veces parece que no noshemos movido de Florida. En Marra-kechcompramos regalos para ti y para Billy, queestarán en vuestro poder el día de Navidad silos correos se portan bien. ¡Cómo te gustaríasaber lo que va en esos paquetes! Pero tendrásque esperar hasta Navidad.

»Has de dar gracias a Dios todos los días,querida, por vivir en América. ¡Si vieras alos pobre niños marroquíes mendigando en lascalles! No son capaces de ir a la escuela, ymuchos de ellos carecen de zapatos y de ropasde abrigo. Creo que, a pesar de estar en África,han de tener frío. ¡Billy y tú no podéis calcularcuán felices sois!

»Desde el tren que nos condujo a Mar-rakech vimos a los granjeros arando sus cam-pos en diciembre. Cada arado va tirado de uncamello y de un burro. Quizás éste sería un

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tema interesante para ti si se lo contaras a tuprofesor de Geografía.

«Casablanca es una ciudad maravil-losamente excitante, y con frecuencia piensolo que gozaríais Billy y tú aquí con nosotros.¡Quizás algún día!... Sé buena... Piensa queNavidad llega pronto.

»Tu abuela que te quiere mucho,Grams.»La segunda carta, dirigida a la madre de

Midge, decía lo siguiente:«2 de diciembre, lunes tarde.»Querida Nan:»No quiero fingir contigo. Ya lo viste en

mi primera carta..., antes que yo conociese mispropios sentimientos. Sí, Marruecos me hadesilusionado terriblemente. No creeríamuchas de las cosas que han sucedido. Porejemplo, es casi imposible enviar un paqueteal extranjero. Tendré que esperar hasta quelleguemos a España, por tanto, para mandar a

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Billy y a Midge sus regalos de Navidad. ¡Esmejor que no digas a B. y a M. nada de esto!

»Marrakech es terrible. Fred y yo nos per-dimos en el barrio indígena, y creímos quenunca saldríamos de él. La suciedad esenorme, pero si hablo de ella me pondré mala.Tras nuestra experiencia "por el lado malo delsendero", no volví a salir del hotel. Fred estabafurioso, y tomamos el tren para regresar aCasa-blanca. Aquí se puede hacer una comidatipo francés muy satisfactoria por un dólaraproximadamente.

»Después de todo esto, no me creerás site digo que permaneceremos aquí dos semanasmás, que es el tiempo que falta para que zarpeel primer barco para España. ¡Dos semanasmás! Fred dice que tomemos un avión, perotú me conoces bien. Y me moriría si hicierael viaje en el ferrocarril del país, con todonuestro equipaje, que es el otro y único medioque hay de salir de aquí.

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»He terminado el libro que me traje, yahora no tengo nada que leer, excepto los per-iódicos. Están impresos en París, y la mayoríade sus noticias son de la India y de Angola,que yo encuentro demasiado deprimentes. Ylas noticias políticas de Europa, que no puedosoportar. ¿Quién es el canciller Zucker y quétiene que ver con la guerra en la India? Digoque si los dirigentes se sentaran alrededor deuna mesa y trataran de comprenderse mutua-mente, desaparecería la mayoría de los llama-dos problemas mundiales. Bueno, ésa es miopinión; pero tengo que guardármela para mí,o a Fred le daría una apoplejía. ¡Ya conocesa Fred! Él dice que si se lanzara una bombasobre China roja, la mandaríamos al infierno.¡Pobre Fred!

»Espero que Dan y tú estéis buenos, y queM. y B. continúen yendo a la escuela. Estamosimpacientes por enterarnos de las buenas notasde Billy en Geografía. Fred dice que todo es

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debido a los relatos que le hace a Billy sobrenuestro viaje. ¡Tal vez tenga razón por unavez!

«Besos y abrazos deGrams.»A Fred se le había olvidado echar al correo

estas dos cartas ayer por la tarde, y ahora, des-pués de las noticias que publicaba el periódico,le parecía inútil echarlas. Los Holt, Nan, Dan,Billy y Midge estarían, con toda seguridad,muertos.

-Es extraño -observó mistress Richmonddurante el almuerzo en el restaurante-: nopuedo creer que haya sucedido eso realmente.Nada ha cambiado aquí. Y es de creer que pas-aría algo...

-¡Malditos rojos!-¿Quieres beberte el resto de mi vino?

Estoy demasiado excitada.-¿Qué hemos de hacer?... ¿Intentaremos

telefonear a Nan?

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-¿Transatlántico?... ¿No sería mejor uncable?

Por tanto, después del almuerzo fueron aTelégrafos, que estaba en el mismo edificiode Correos, y llenaron un impreso. El mensajeque al fin estuvieron de acuerdo en enviardecía:

«¿Estáis todos bien? ¿Fue bombardeadoCleveland? Decidnos todo. Respuesta pagada.Contestad».

Costó once dólares su envío, a dólar porpalabra. La oficina de Correos no admitió eltraveller's check; por tanto, mientras mistressRichmond esperaba en el local, Fred cruzó lacalle para cambiar el cheque en el Banco deMarruecos.

El cajero, que estaba detras de laventanilla, miró el cheque de Fred con so-specha y solicitó su pasaporte. Llevó cheque ypasaporte a un despacho interior. Fred estabacada vez más enojado, porque el tiempo

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transcurría y no se hacía nada. Estaba acos-tumbrado a que, por lo menos, le tratasen conrespeto y consideración. El cajero regresóacompañado de un señor no mucho más jovenque el propio Fred. Llevaba un traje rayadocon una flor en el ojal.

-¿Es usted míster Richmond? -preguntó elcaballero.

-Claro que sí. Mire la fotografía de mi pas-aporte.

-Lo siento, míster Richmond; pero nos esimposible cambiar este cheque.

-¿Qué quiere decir? He cambiado chequescomo éste aquí anteriormente. Los llevo an-otados: el veintiocho de noviembre, cuarentadólares; el día uno de diciembre, veintedólares...

El hombre asintió con la cabeza.-Lo siento, míster Richmond; pero noso-

tros no podemos cambiar esos cheques.-Quisiera hablar con el director...

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-Lo siento, míster Richmond; nos es im-posible cambiar sus cheques. Muchas gracias.

Y se volvió para alejarse.-¡Quiero hablar con el director!Todos cuantos se hallaban en el Banco,

cajeros y otros clientes, miraron a Fred, quehabía enrojecido.

-Yo soy el director -dijo el hombre del tra-je a rayas-. Adiós, míster Richmond.

-¡Son cheques de viajero de la AmericanExpress! ¡Son buenos en todas las partes delmundo!...

El director regresó a su despacho, y el ca-jero atendió a otro cliente. Fred volvió al edi-ficio de Correos.

-Tendremos que volver más tarde, querida-explicó a su esposa.

Ella no preguntó por qué, y él no quisodecírselo.

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Compraron alimentos para llevarlos alhotel, puesto que mistress Richmond no teníaganas de vestirse para cenar.

El dueño del hotel, un hombre delgado ynervioso que usaba gafas con cristales monta-dos al aire, estaba esperándolos en la recep-ción para hablarles. Sin decir palabra, lespresentó la cuenta de la habitación.

Fred protestó colérico:-Hemos pagado... Hemos pagado hasta el

día doce de este mes... ¿Quiere usted decir quésignifica esto?

El director sonrió. Mostraba algunaspiezas de oro en su dentadura. Explicó en uninglés imperfecto que «eso» era la cuenta.

-Nous sommes payé -explicó afable mis-tress Richmond. Luego, con diplomático su-surro, dijo a su marido-: Enséñale el recibo...

El director examinó el recibo.

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-Non, non, non... -dijo moviendo lacabeza. Y entregó a Fred, en lugar del recibo,la cuenta nueva.

-Me quedaré con este recibo, muchas gra-cias.

El director sonrió y se apartó de Fred. Fredactuó sin reflexionar. Cogió al director por lamuñeca y le arrancó el recibo de la mano. Eldirector gritó una frase en árabe. Fred cogió lallave de su habitación, la 216, del casillero queestaba detrás del mostrador. Luego, cogió a suesposa por el codo y la condujo escalera ar-riba. El hombre del fez rojo bajaba corriendola escalera. Acudía a la llamada del director.

Una vez dentro de su habitación, Fred cer-ró con llave la puerta. Estaba temblando y lefaltaba la respiración. Mistress Richmond hizoque se sentase y enjugó su febril frente con unaesponja empapada en agua fría. Cinco minutosdespués deslizaban un trozo de papel por de-bajo de la puerta. Era la cuenta.

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-¡Mira! -exclamó-. Cuarenta dirham diari-os. ¡Ocho dólares!

El precio corriente per diem de la hab-itación era de veinte dirham, y a los Rich-mond, al tomarla por una quincena, les habíacostado quince.

-¡Freddy!-¡Qué sinvergüenza!-Es posible que sea un error.-Vio este recibo, ¿no? Se lo quería llevar.

Tú sabes por qué. Por lo que ha pasado. Ahorano puedo canjear mis cheques de viajero enninguna parte.

-Bueno, Freddy...La mujer le pasó la esponja mojada por los

blancos cabellos.-¡No hay Freddy que valga! Sé lo que

tengo que hacer. Iré al Consulado americano ypresentaré una denuncia.

-Es una buena idea; pero hoy, no, Freddy.Quédate aquí hasta mañana. Los dos estamos

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cansados y deprimidos. Mañana iremos juntos.Tal vez sepan entonces algo de Cleveland.

Mistress Richmond no pudo continuardando consejos debido a un nuevo retortijónde vientre. Salió al vestíbulo, pero regresó casiinmediatamente.

-La puerta del cuarto de baño está cerradacon candado -dijo.

Sus ojos estaban desmesuradamente abier-tos por el terror. Acababa de comprender loque estaba pasando.

Aquella noche, tras una frugal cena a basede aceitunas, emparedados de queso e higos,mistress Richmond intentó ver las cosas por ellado bueno.

-En realidad, somos muy afortunados porestar aquí en lugar de hallarnos allá, en el mo-mento que sucedió la cosa. Al menos, estamosvivos. Deberíamos dar gracias a Dios por estarvivos.

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-Si nosotros les hubiéramos bombardeadohace veinte años, ahora no nos encontraríamosen este atolladero. ¿No dije entonces que de-beríamos bombardearlos?

-Sí, querido. Pero no hay que llorar por laleche derramada. Haz como yo: mira la cosapor su lado bueno.

-¡Malditos y puercos rojos!El borbón se acabó. Estaba oscuro, y en

el exterior, al otro lado de la plaza, un cartelanunciador de los cigarrillos Olympic Bleue(C'est mieux!) se encendía y se apagaba, ex-actamente igual que lo hacía todas las nochesdesde que llegaron a Casablanca.

Nada parecía haber afectado aquí el espan-toso acontecimiento que había tenido lugar alotro lado del océano.

-No tenemos sobres -dijo, disgustada, mis-tress Richmond.

Había estado intentando escribir una cartaa su hija.

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Fred miraba por la ventana, preguntándosecómo habría sucedido aquello. ¿Se llenaría elcielo de aeroplanos? ¿Continuarían luchandoen los campos de la India y de Angola? ¿Cómoestaría ahora Florida? Siempre había queridoconstruir en el patio trasero de su casa en Flor-ida un refugio contra los bombardeos; pero suesposa se opuso. Ahora sería imposible decirquién de ambos tenía razón.

-¿Qué hora es? -preguntó mistress Rich-mond, dándole cuerda al despertador.

Fred miró su reloj, que siempre iba enpunto.

-Son las once, hora de Bulova.Era un Accutron que su compañía, la Iowa

Mutual Life, le había regalado cuando se re-tiró.

Se oyó, en dirección al muelle, un ruidocontinuado de gritos y de sonidos metálicos.A medida que aumentaba, Fred pudo ver lacabeza de una manifestación que avanzaba

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bulevar arriba. Echó las persianas metálicas delas ventanas hasta que sólo dejó una ranurapara ver pasar la manifestación.

-Están quemando algo -informó a suesposa-. Ven a ver.

-No me gusta ver esas cosas.-Es una especie de estatua o de maniquí.

No puedo decir exactamente lo que significa.Alguien con un sombrero vaquero, parece.Apostaría a que son comunistas.

Cuando el grueso de la manifestación al-canzó la plaza donde se alzaba el hotel Bel-monte, torcieron a la izquierda, hacia los otroshoteles más grandes y más lujosos: el Marhabay el Man-sour. Iban tocando címbalos ysoplando pesados cuernos, que sonaban comogaitas. En lugar de marchar en fila, formabanuna especie de círculos, interpretando pasos dedanza. Una vez que doblaron la esquina, Waltno pudo verlos más.

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-Apostaría a que todos los mendigos de laciudad van ahí, soplando cuernos -dijo Fredásperamente-. Todos los malditos vendedoresde relojes y todos los limpiabotas de Casab-lanca.

-Parecen muy felices -dijo mistress Rich-mond.

Y empezó a llorar otra vez.Los Richmond durmieron juntos en la

misma cama aquella noche, por primera vezen muchos meses. El ruido de la manifestacióncontinuó, unas veces más cerca, otras más le-jos, durante varias horas. También esto hizoque aquella noche no se pareciera en nada aninguna otra, porque Casablanca era, corri-entemente, una ciudad muy tranquila, sorpren-dentemente también, después de las diez de lanoche.

La oficina del cónsul americano parecíahaber sido bombardeada. La puerta principalestaba arrancada de sus goznes, y Fred entró,

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después de cierta vacilación, para encontrarsetodo el piso bajo vacío de muebles, las alfom-bras destrozadas, las molduras arrancadas delas paredes. Habían vaciado los archivos delConsulado y quemado el contenido en elcentro de la habitación más grande. Lasparedes habían sido embadurnadas con slo-gans en árabe, escritos con las cenizas.

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Al abandonar el edificio, encontró un trozode papel escrito a máquina y clavado en la des-vencijada puerta. Leyó:

«A todos los americanos que se encuentrenen Marruecos, residentes o turistas, se les ad-vierte que abandonen el territorio hasta quequede resuelta la actual crisis. El cónsul nopuede garantizar la seguridad de aquellos queprefieran quedarse».

Un muchacho limpiabotas, con su cráneotiñoso inadecuadamente oculto por un suciogorro de lana, trató de deslizar su caja debajo deun pie de Fred.

-¡Vete de aquí, puerco!... ¡Esto es culpa deustedes!... ¡Sé lo que pasó anoche! ¡Tú y lostuyos lo hicieron! ¡Mendigos rojos!...

El muchacho sonrió inseguro a Fred e in-tentó de nuevo poner su zapato sobre la caja.

-Monsieur, monsieur -silbó, o, tal vez-:Merci, merci...

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Al mediodía, el centro de la ciudad bullíade americanos. Fred no se había dado cuentade que hubiese tantos en Casablanca. ¿Quéhacían allí? ¿En dónde estuvieron escondidos?La mayoría de los americanos se dirigían alaeropuerto, con sus coches llenos, repletos deequipajes. Alguien dijo que saltaban aInglaterra; otros, a Alemania. En España,decían, no se encontrarían a salvo, aunqueprobablemente más seguros que en Marrue-cos. Con Fred se habían mostrado de unabrusquedad que rayaba en dureza.

Regresó al hotel, donde mistress Rich-mond le esperaba. Habían convenido que unode ellos permanecería siempre en la hab-itación. Cuando Fred subía la escalera, el dir-ector intentó entregarle otra cuenta.

-Llamaré a la Policía -amenazó.Fred estaba demasiado iracundo para con-

testar. Le hubiera gustado pegarle al individuoun puñetazo en la nariz e incrustarle sus ridicu-

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las gafas. Si hubiera sido diez años más joven,lo hubiera hecho.

-Han cortado el agua -anunció, dramática,mistress Richmond, después de dejar pasar asu esposo a la habitación-. Y el hombre del fezrojo intentó entrar, pero yo tenía puesta la ca-dena en la puerta, gracias a Dios. No podemoslavarnos ni utilizar el retrete. No sé qué va apasar. Tengo miedo.

No escuchó nada de lo que contó Fredsobre el Consulado.

-Vamos a tomar un avión -insistió él-. ParaInglaterra. Todos los americanos se van allí.Había un aviso en la puerta del Con...

-No, Fred, no. Nada de aeroplano. No meobligarás a que me meta en un avión. Duranteveinte años me he negado a ello y no voy aempezar ahora.

-Pero éste es un caso excepcional. Debe-mos tomarlo.

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-Me niego a hablar de eso. Y no me grites,Fred Richmond. Emprenderemos el regresocuando zarpe el barco, y nada más. Ahora,seamos prácticos, ¿quieres? Lo primero quedebemos hacer es salir tú y comprar algunasbotellas de agua. Cuatro botellas, y pan, y...No, no te acordarás de nada. Será mejor que telo escriba, que te haga una lista-

Pero cuando Fred regresó, cuatro horasdespués, cuando ya estaba oscureciendo, traíasolamente una botella de agua, una hogaza depan duro y una cajita de queso pasteurizado.

-Era todo el dinero que tenía. Nadie quisocambiar mis cheques. Ni en el Banco, ni en elMarhaba, ni en ninguna parte.

En su roja y sucia cara llevaba unosrosetones violáceos, y su voz estaba enronque-cida. Había estado gritando cuatro horas segui-das.

Mistress Richmond empleó media botellade agua en lavarse la cara. Luego hizo empa-

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redados con el queso y la mermelada, mientrascharlaba sin cesar, haciendo comentarios joc-osos. Temía que a su marido le diese un ataquecerebral.

El jueves 12, es decir, el día anterior alseñalado para que zarpara el barco, Fred sedirigió a la agencia de viajes para enterarseen qué muelle estaba atracado su barco. Leinformaron de que el viaje había sido cance-lado indefinidamente. El barco, un cargueroyugoslavo, había atracado en Norfolk el 4 dediciembre. La agencia de viajes devolvió, muycortésmente, el precio de los billetes... endólares americanos.

-¿No puede usted darme dirhams en lugarde dólares?

-Usted pagó en dólares, míster Richmond-decía el agente de un modo un tanto molesto,tan superior que asombró a Fred más que unhonrado acento francés-. Usted pagó encheque de viajeros de la American Express.

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-Pero preferiría dirhams.-Es imposible.-Se los cambiaré a la par. Es decir, un dólar

por un dirham.No había montado en cólera al verse forz-

ado a hacer tan ilusa sugerencia, pues lamisma escena se había repetido demasiadasveces... en los Bancos, en las tiendas, con lagente de la calle...

-El gobierno nos ha prohibido las transac-ciones en moneda americana, míster Rich-mond. No sabe cuánto lamento no poder ay-udarle. Si a usted le interesa adquirir un billetede avión, puedo aceptar su dinero... si tiene us-ted bastante.

-No me deja mucha elección, ¿verdad?(Pensó: «Betty se pondría furiosa».) ¿Qué mecostarían dos billetes para Londres?

El agente dijo una cantidad. Fred se arre-boló.

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-¡Eso es un robo!... ¡Vale más que unprimera clase a Nueva York! El agente sonrió.

-Es que no despachamos billetes de aviónpara Nueva York.

De mal humor, Fred firmó los chequespara pagar los dos billetes. Tuvo que entregartodos los cheques que le quedaban y, además,cincuenta dólares del dinero que le habíandevuelto. Menos mal que su esposa tenía to-davía intacto su propio talonario de chequesde la American Express. Examinó los billetes,que estaban impresos en Francia.

-¿Qué dice aquí? ¿Cuándo sale?...-El sábado, día catorce, a las ocho de la

noche.-¿No tiene nada para mañana?-Lo siento. Debería estar contento de que

hayamos podido venderle esos dos billetes. Sino fuera por el hecho de que nuestra oficinaprincipal se halla en París, y que nos hancomunicado que demos prioridad a los amer-

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icanos en los vuelos de todos los Pan-Am, nonos hubiera sido posible hacerlo.

-Comprendo. La cuestión es que... mehallo en apuros. Nadie, ni siquiera los Bancos,quieren tomar moneda americana. Esta esnuestra última noche pagada en el hotel, y sitenemos que permanecer también la noche delviernes...

-Pueden ir a la sala de espera del aeropu-erto, señor.

Fred, con los billetes metidos en su pasa-porte, salió.

-Este reloj costaría en América cientoveinte dólares. ¿No le interesaría a usted...?

-Lo siento, míster Richmond. Tengo reloj.Fred, con los billetes metidos en su pasa-

porte, salió por la puerta de grueso cristal. Lehubiera gustado tomarse un helado de frutasen la heladería, pero no podía costeárselo. Nopodía costearse nada, a menos que fuese capazde vender su reloj. Habían vivido la última se-

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mana de lo que habían dado por el despertadory la máquina de afeitar eléctrica. Ya no teníannada que vender.

Cuando Fred llegó a la esquina, oyó quealguien le llamaba:

-Míster Richmond, míster Richmond...Era el agente. Tímidamente, le entregó el

billete de diez dirhams y tres monedas decinco. Fred cogió el dinero y le dio su reloj.El agente se puso el Accutron de Fred en lamuñeca, junto a su reloj viejo. Sonrió y alargóla mano a Fred para que se la estrechara. Fredse alejó, sin hacer caso de la mano tendida.

«Cinco dólares -pensó una y otra vez-.Cinco dólares...»

Estaba demasiado avergonzado paravolver en seguida al hotel.

Mistress Richmond no estaba en la hab-itación. En su lugar, el hombre del fez rojo es-taba metiendo en tres maletas toda la ropa ylos objetos del tocador.

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-¡Eh! -le gritó Fred-. ¿Qué está haciendo?¡Deje eso inmediatamente!...

-Ha de pagar su cuenta -le gritó el directordel hotel, que se hallaba en el vestíbulo a re-spetable distancia-. Ha de pagar su cuenta omarcharse.

Fred intentó evitar que el hombre del fezrojo continuara empaquetando sus cosas.Estaba furioso con su esposa por haber salidode la habitación..., probablemente al retrete...,y dejar abandonado el cuarto.

-¿Dónde está mi mujer? -preguntó aldirector-. Esto es un ultraje.

El hombre del fez rojo volvió a hacer lasmaletas.

Fred hizo un esfuerzo enorme para tran-quilizarse. No podía arriesgarse a una pelea.Después de todo, razonó consigo mismo, sipasaban una o dos noches en la sala de esperadel aeropuerto, la diferencia no sería mucha.Por tanto, despidió al hombre del fez rojo y

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terminó él mismo de hacer las maletas.Cuando las hubo hecho, llamó al timbre. Elhombre del fez rojo subió y le ayudó a bajarel equipaje. Esperó en el oscuro vestíbulo,usando como asiento la mayor de las maletas,a que volviese su esposa. Probablementehabría ido a «su» restaurante, algunas man-zanas de casas más abajo, adonde se veían ob-ligados a acudir para utilizar el retrete. Acasoel dueño del restaurante no comprendiera porqué no hacían ya allí sus comidas; pero, se-guramente, no quería molestarlos, esperando,quizá, que volvieran a hacerlo.

Mientras esperaba, Fred ocupó el tiempotratando de recordar el nombre del inglés quehabía sido su invitado a una cena en su casade Florida tres años antes. Era un nombre raroque no se pronunciaba como se escribía. Decuando en cuando, salía a la calle para versi veía a su esposa regresar al hotel. Siempreque intentó preguntar al dueño si sabía adonde

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había ido, el hombre le contestaba con sugruñido destemplado. Fred se desesperaba. Suesposa tardaba demasiado. Telefoneó al res-taurante, y el dueño, que comprendía bastantebien el inglés, le dijo que mistress Richmondno había visitado el retrete aquel día.

Aproximadamente una hora después deponerse el sol, Fred se encaminó al puesto dePolicía, un edificio mal estucado que se alzabaen el interior de la antigua medina, el barrio noeuropeo. A los americanos les habían advert-ido que no se aventurasen por la medina des-pués de anochecido.

-Mi esposa ha desaparecido -dijo a uno delos hombres con uniforme gris-. Sospecho quehaya podido ser víctima de un atraco.

El policía respondió bruscamente enfrancés.

-Mi esposa -repitió más alto Fred, accion-ando de una forma vaga.

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El policía se volvió a hablar con sus com-pañeros. Era un acto de deliberada grosería.

Fred sacó el pasaporte y lo agitó ante lacara del policía.

-Éste es mi pasaporte -gritó-. Mi esposa hadesaparecido. ¡Mi esposa! ¿No hay nadie aquíque hable inglés? Alguien debe hablar inglés.¡In...glés!

El policía se encogió de hombros, de-volviendo a Fred el pasaporte.

-¡Mi esposa! -sollozó histéricamente Fred-. Escúchenme..., mi esposa, mi esposa, ¡mi es-posa!...

El policía, un hombre enjuto con grandesbigotes, agarró a Fred por el cuello de lachaqueta y le condujo a la fuerza a otra hab-itación, tras recorrer un largo y oscurocorredor que olía a orines. Fred no se diocuenta, hasta que estuvo encerrado en la hab-itación, de que era una celda. La puerta quese cerró a su espalda no estaba hecha de bar-

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rotes, sino de una hoja de metal clavada sobrela madera. La habitación carecía de luz y deventilación. Gritó, dio patadas a la puerta y lagolpeó con los puños hasta que se le hizo unaherida en el lado de la palma. Paró y se chupóla sangre, temeroso de sufrir un envenenami-ento.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la os-curidad, pudo ver un poco de la habitacióndonde se hallaba. No era mucho mayor que la216 del hotel Belmonte, pero contenía muchasmás personas de las que Fred podía contar.Estaban apoyadas a lo largo de las paredes, unindiscriminado amasijo de harapos y suciedad,de jóvenes y viejos, una reunión desastrosa...

Miraban con asombro al caballero amer-icano.

La Policía libertó a Fred por la mañana yregresó inmediatamente al hotel, sin hablar anadie. Estaba colérico, pero más aterrorizadoaún.

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Su esposa no había vuelto. Prodi-giosamente, las maletas continuaban en elmismo sitio donde él las dejara. El dueño in-sistió en que abandonara el vestíbulo, y Fredno protestó. Había expirado el tiempo de losRichmond en el hotel, y Fred no tenía dineropara otra noche, ni siquiera con los precios an-tiguos.

Ya en la calle, no supo qué hacer. Per-maneció al borde de la acera, tratando de de-cidir. Sus pantalones estaban arrugados, ytemía... aunque él no podía percibirlo..., quetodo él estuviese impregnado del olor de lacelda.

El policía de tráfico, colocado en el centrode la calle, empezó a dirigirle extrañas mira-das. Tuvo miedo del policía, de que le metier-an otra vez en la cárcel. Llamó a un taxi y or-denó que le llevara al aeropuerto.

-Où? -preguntó el taxista.-Al aeropuerto, al aeropuerto -repitió.

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Los chóferes, por lo menos, deberían saberel inglés.

Pero ¿dónde estaba su esposa?... ¿Dóndese hallaba Betty?

Cuando llegaron al aeropuerto, el taxistapidió quince dirhams por el trayecto, precioabusivo en Casablanca, donde los taxis eranbaratísimos. No habiendo tenido la precauciónde concertar el precio por adelantado, Fred notuvo más remedio que pagar al hombre lo quele pedía.

La sala de espera estaba llena de gentes,aunque pocos parecían ser americanos. Elhedor a habitación cerrada era tan pestilentecomo el de la celda, por lo que decidió dejarlas maletas en el suelo, ya que no había mozosy le era imposible atravesar aquella masa depersonas, y sentarse en la mayor de ellas juntoa la puerta.

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Un hombre con uniforme color oliva ygorro negro solicitó, en francés, ver su pasa-porte.

-Votre passeport -repitió pacientementehasta que Fred le entendió.

Examinó cada página con creciente so-specha; pero, al fin, se lo devolvió.

-¿No habla usted inglés? -le preguntóentonces Fred.

Creyó que, debido al uniforme diferente,pudiera ser uno de los policías de la ciudad. Lecontestó con un torrente de sonidos árabes se-mejantes a los que hacen los pavos.

«Acaso venga aquí a buscarme -se dijoFred-. Pero ¿por qué iba a venir? Él deberíahaber permanecido en el exterior del hotel.»

Se imaginó a salvo en Inglaterra, contandosu historia al cónsul americano. Se imaginó lasrepercusiones internacionales que aquello ori-ginaría. ¿Cuál era el nombre de ese inglés que

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él conocía? Vivía en Londres. Empezaba conC o Ch.

Una atractiva dama de mediana edad sesentó en el otro extremo de su maleta y em-pezó a hablar en un rapidísimo francés,haciendo estrafalarios ademanes con su biencuidada mano. Estaba tratando de compren-derla. Ella se echó a llorar. Fred ni siquierapodía ofrecerle el pañuelo, porque lo tenía su-cio de la noche anterior.

-Mi esposa -intentó explicar-. Mi... es-posa., ha... desaparecido. Mi esposa.

La dama dijo algo, desesperada, mientrasle enseñaba un montón de billetes de dirhamsde los más grandes.

-Me gustaría saber qué desea usted -le dijoFred.

La dama se alejó de él, como si estuvierairacunda, aunque no le dijo nada insultante.

Fred notó que alguien le tiraba del zapato.Recordó, con un comienzo de terror, al an-

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ciano que, mientras dormía en la cárcel, in-tentó quitarle los zapatos, que trató derobárselos, pero que no lo consiguió, al pare-cer, por culpa de los cordones.

Era sólo un limpiabotas. Ya le había em-pezado a cepillar los zapatos, que estaban,como pudo ver, muy sucios. Empujó almuchacho.

Tenía que volver al hotel para ver si suesposa había vuelto allí; pero no tenía dineropara otro taxi y no había nadie en la sala deespera que le mereciera confianza suficientepara dejarle el equipaje.

Sin embargo, él no podía abandonar Cas-ablanca sin su esposa. ¿Podía? Pero si sequedaba, ¿qué haría si la Policía no le hacíacaso?

A las diez de la noche aproximadamente,la sala de espera comenzó a apaciguarse. Dur-ante todo aquel día no llegó ni salió ningúnavión. Todos los que estaban allí esperaban el

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de mañana, para Londres. ¿Cómo era posibleque tanta gente, con tantos equipajes, cupieraen un solo aeroplano, por grande que fuese?¿Tenían todos billete?

Dormían en cualquier parte: sobre los dur-os bancos, sobre los periódicos extendidos enel suelo, en el estrecho alféizar de lasventanas... Fred era uno de los más afortu-nados, porque pudo dormir sobre sus tresmaletas.

A la mañana siguiente, cuando se despertó,se encontró con que le habían robado delbolsillo de su chaqueta el pasaporte y los dosbilletes. Aún conservaba el monedero, porquehabía dormido de espalda. Contenía nuevedirhams.

La mañana de Navidad, Fred salió y setomó un helado de frutas. En Casablanca nadieparecía celebrar la fiesta. La mayoría de lastiendas de la antigua medina, en donde Fredencontró una habitación, en un hotel, por tres

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dirhams diarios, estaban abiertas, mientras queen el barrio europeo nadie podía decir si lastiendas estaban cerradas permanentemente opor la festividad del día.

Al pasar por el Belmonte, Fred se paró,como de costumbre, para preguntar por su es-posa. El director estuvo muy atento, di-cién-dole que no sabía nada de mistress Richmond.La Policía tenía ahora sus señas personales.

Esperando prolongar el momento en quese sentase ante el helado de frutas, caminóhacia Correos para preguntar si había habidocontestación a su telegrama a la Embajadaamericana en Londres. No había nada.

Cuando, al fin, estuvo sentado ante su he-lado de frutas, no le pareció tan bueno comorecordaba. ¡Era tan poco! Permaneció sentadouna hora ante su plato vacío, observando lalluvia. Estaba solo en la heladería. Losventanales de la agencia de viajes, al otro ladode la plaza, estaban cubiertos con pesados

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postigos de metal, de los que se iba despren-diendo la pintura amarilla.

El camarero fue a sentarse a la mesa deFred.

-Il pleuve, monsieur Richmond. Llueve. Ilpleuve...

-Sí, llueve -dijo Fred-. Llueve...El camarero sabía muy poco de inglés.-Felices Pascuas -dijo-. Joyeuse Noel.

Felices Pascuas.Fred se lo agradeció.Cuando la lluvia amainó un poco, Fred se

encaminó a la plaza de las Naciones Unidas yencontró un banco debajo de una palmera queestaba seco. A pesar del frío y de la humedad,no quería regresar a la sórdida habitación desu hotel y pasarse el resto del día sentado en elfilo de la cama.

Fred no se hallaba solo en la plaza. Ciertonúmero de personas, vestidas con gruesas chil-abas de lana y turbantes, permanecían en pie, o

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sentadas en los bancos, o formando círculos enlos senderos de grava. La chilaba es un imper-meable ideal. Fred se había comprado su ab-rigo tres días antes por veinte dirhams. Ahoraque había aprendido a contar en francés, con-seguía las cosas a mucho mejor precio.

La lección más difícil de aprender... y aúnno la había aprendido..., era dejar de pensar.Cuando lo consiguiera, dejaría de enfurecerseo de tener miedo.

Al mediodía, sonó la sirena en la hermosatorre situada al fondo de la plaza, desde la cualse dominaba toda Casablanca en cualquier dir-ección. Fred sacó del bolsillo de su abrigo elemparedado de queso y se lo comió poquito apoco. Luego, sacó la barra de chocolate con al-mendras. Su boca empezó a hacérsele agua.

Un muchacho limpiabotas atravesó el cír-culo que estaba en el sendero y vino a sentarseen la humedad, a los pies de Fred. Intentó alzarel pie de Fred y colocarlo sobre su caja.

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-No -dijo Fred-. Lárgate.-Monsieur, monsieur -insistió el

muchacho, o quizá-: Merci, merci...Fred miró con cierta vergüenza sus zapa-

tos. Estaban muy sucios. Hacía semanas queno se los limpiaba.

El muchacho, silbando, oyó aquellas frasesque no tenían ningún significado para él. Susojos estaban fijos en la barra de chocolate deFred. Fred le apartó de su lado, empujándolecon la punta del pie. El muchacho alargó lamano para coger la golosina. Fred le golpeóen la cabeza. La barra de chocolate cayó alsuelo, no lejos de los encallecidos pies delmuchacho. El limpiabotas se agachó, fin-giendo que lloraba.

-¡Víbora! -gritó Fred.Era un caso manifiesto de robo. Estaba

furioso. Tenía razón para estar furioso. Pon-iéndose en pie, su pie se posó accidentalmente

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sobre la caja del muchacho. La madera separtió.

El muchacho comenzó a insultar a Fred enárabe. Puesto de rodillas, empezó a recoger lostrozos de la caja.

-Lo estabas pidiendo -dijo Fred.Le pegó una patada en los riñones. El

muchacho rodó por el suelo, como si no es-tuviera acostumbrado a tal trato.

-¡Mendigo! ¡Ladrón!... -gritó Fred.Se agachó, tratando de agarrar al

muchacho por el pelo; pero éste era demasiadocorto. Lo llevaba cortado casi al rape paraevitar los piojos. Fred le abofeteó de nuevo,pero el muchacho echó a correr.

A Fred ni siquiera se le ocurrióperseguirle. Iba muy de prisa, demasiado deprisa.

La cara de Fred estaba roja y violácea,y su cabello blanco, que necesitaba un corte,caía sobre su arrugada frente. Mientras pegaba

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al muchacho no se dio cuenta del grupo deárabes, de mahometanos o de lo que fuera, quese había arremolinado a su alrededor, obser-vándole. A Fred le era imposible leer en lasexpresiones de sus morenas y sucias caras.

-¿Se dieron cuenta? -preguntó en voz alta-. ¿Se dieron cuenta de lo que intentó hacerel ladronzuelo? ¿Le vieron cómo quisorobarme... mi barra de chocolate?

Uno de los hombres, con chilaba a rayas,dijo algo a Fred, que a éste le sonó comoun gargarismo. Otro más joven, vestido a laeuropea, le pegó a Fred en la cara. Fred retro-cedió, tambaleándose.

-¡Oiga!...No le dio tiempo a decirles que era

ciudadano americano. El siguiente golpe le al-canzó en la boca, cayendo de espalda al suelo.Una vez allí, el hombre más viejo empezóa pegarle puntapiés. Otros le patearon en lascostillas, en la cabeza, y algunos se con-

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tentaron con sujetarle las piernas. Cosa curi-osa: nadie acudió a sus gritos. El limpiabotasobservaba desde lejos, y cuando Fred quedóinconsciente, se acercó y le quitó los zapatos.El joven que le golpeó primero le quitó elabrigo y el cinturón. Afortunadamente, Fredhabía dejado el monedero en el hotel.

Cuando volvió en sí, estaba sentado en elbanco otra vez. Un policía le hablaba en árabe.Fred movió la cabeza, indicándole que nocomprendía. El policía se dirigió a él,entonces, en francés. Fred se estremeció defrío. Las patadas no le habían hecho tanto dañocomo esperaba. Excepto el joven, los demásllevaban babuchas. Su cara experimentaba ungran dolor. Había sangre en la pechera de sucamisa, y su boca sabía a sangre. Tenía frío,mucho frío...

El policía se alejó moviendo la cabeza.Justamente en aquel momento recordó

Fred el apellido del inglés que cenara una

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noche en su casa de Florida. Era Chol-mondeley, pero se pronunciaba Chumly. Peroaún no era capaz de recordar su dirección enLondres.

Sólo cuando intentó ponerse en pie se diocuenta de que no tenía zapatos. La grava hirióla suave carne de sus pies descalzos. Fred es-taba completamente seguro de que el limpiab-otas le había robado los zapatos.

Volvió a sentarse en el banco, sollozando.Esperaba que el infierno le permitieravengarse del maldito. Esperaba ese favor delinfierno. Apretó los dientes con furia, ansi-ando poder tenerle de nuevo al alcance de sumano. ¡El puerco! Le daría tantas patadas queno lo olvidaría en su vida. ¡Maldito rojo, suciorojo!... ¡Le patearía la cara!...

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ADOBE JAMES - Elcamino a Mictlantecutli(The Road to Mictlantecutli)La cinta de asfalto..., en cierto momento

negro, ahora gris por los años de implacablesol..., se alargaba como el recorrido de la flechade un arco que no tuviera fin; en la distancia, losespejismos, como los sueños, saltaban a la vida,deslumbraban y, silenciosamente, se disolvíancuando se acercaba el rápido automóvil.

Riachuelos de sudor recorrían la cara deHernández, el conductor. A primeras horas deaquel día, cuando se hallaban en la buena tierra,se había mostrado simpático, expansivo, hasta

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genial. Ahora conducía rápidamente, apresur-adamente, casi enfurecido, ansiando que no lecogiera la noche en aquella tierra inhóspita.

-Los buitres de este execrable distrito sontan flacos que no los hay iguales{3} -mur-muró, guiñando los ojos a los últimosresplandores del sol poniente.

Sentado junto a él, el hombre llamadoMorgan sonrió a esa observación: «Hasta losbuitres son flacos en este piojoso país».

Hernández poseía sentido del humor; portal razón..., y por esa razón solamente..., Mor-gan lamentaba tener que matarle necesaria-mente. Hernández era policía... de la PolicíaFederal mexicana, y le conducía a la fronterade los Estados Unidos, donde Morgan seríaentregado a los tribunales para que le colgaran,en Texas, del extremo de una larga cuerda.

«No -pensaba Morgan, y sabía que supensamiento era cierto-. No me colgarán estavez; la próxima quizá, pero ahora, no.»

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Hernández era un estúpido y sólo seríacuestión de tiempo el que cometiera un error.

Completamente relajado, Morgan estabaadormilado; sus esposadas manos descansabansobre sus muslos..., esperando..., esperando...,esperando.

Eran casi las cinco cuando Morgan, con elaguzado instinto del hombre cazado, sintió queacaso estuviera cerca el momento de su liber-tad. Hernández experimentaba cierto malestar,como resultado de haberse bebido dos botellasde cerveza después del almuerzo. El policía severía obligado a pararse. Y entonces Morganactuaría.

A la derecha, se fue elevando gradual-mente una hilera de suaves pendientes desde lallana superficie del desierto.

Morgan preguntó, fingiendo estar molesto:-¿Hay allí algo?Hernández suspiró:-¿Quién sabe?

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Sí, la meseta, al otro lado de la montaña,suponíase peor que a este lado.

—¡Es imposible!Nadie puede vivir allí, excepto unos cuan-

tos indios salvajes que hablan un idioma queya era viejo cuando llegaron los aztecas. Noestá escrito, ni es suave, sino incivilizado...,regido por Mictlantecutli.

Ahora, lentamente, mientras las sombrasse alargaban, la tierra fue cambiando alrededorde ellos. Por primera vez desde que salieronde Agua Lodoso pudieron ver señales de ve-getación: arbustos, cactos, matorrales. En van-guardia, como si fuera un centinela solitario,se alzaba un gigantesco cacto saguaro de casidieciocho metros de altura. Hernándezaminoró la marcha del coche y se paró a lasombra del cacto.

-Estire las piernas si lo desea, amigo-, éstaes la última parada que haremos antes de llegara Hermosillo.

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Hernández se apeó, dio la vuelta al cochey abrió la portezuela para que bajara su deten-ido. Morgan se deslizó fuera del coche y per-maneció en pie, estirándose como un gato. Mi-entras el mexicano se ponía a orinar contra elcacto, Morgan anduvo hacia lo que al princi-pio le parecía ser una tosca cruz clavada enla arena. La observó atentamente. La cruz noera más que un poste indicador... maltratadopor todos los vientos y medio destrozado porlas garras de los buitres, a los que servía depértiga.

Hernández se apartó del cacto y se unióa él. También miró el poste, con los labiosapretados de forma extraña.

-Linaculan..., ciento veinte kilómetros. Nosabía que existía un camino.

De pronto, una luz se hizo en su cerebro.-¡Ah, sí! Ahora recuerdo. Esta carretera

debe de ser la antigua Real Militar, el camino

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militar que conducía desde el interior a la costaoriental.

Eso era todo cuanto Morgan necesitabasaber. Si Linaculan estaba en la costa oriental,entonces Linaculan significaba la libertad.Bostezó de nuevo. Su impasible rostro era elretrato de la indiferencia.

-¿Preparado, amigo?Morgan asintió.Tan preparado como puede estarlo un

hombre que va a ser ahorcado.El mexicano se echó a reír y escupió en el

polvo.-Vamos, entonces.Anduvo hacia el coche, permaneciendo

junto a él con la portezuela abierta, esperandoa su prisionero. Morgan caminó, balanceán-dose, hacia él, con los brazos levantados comosi se protegiese del agobiante calor de la tardeque moría. Cuando hizo un movimiento fuecomo una serpiente que se lanza sobre su

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supuesta víctima. Sus manos esposadas cayer-on, salvajemente, sobre la cabeza de Hernán-dez. El policía gritó, derrumbándose en laarena. Morgan cayó sobre él inmediatamente;sus manos buscaron, y encontraron, la pistolaque sabía que estaba en el cinturón del mex-icano. Luego, se puso en pie.., separándosecuatro pasos del cuerpo tumbado en el suelo.

Hernández movió la cabeza atontado,guiñó los ojos y empezó a incorporarse. Habíaconseguido ponerse de rodillas cuando la fríavoz de Morgan le paralizó.

Morgan decía:-Adiós, Hernández. No me guarde rencor.El mexicano levantó la cabeza y vio la

muerte.-¡Dios..., Dios!... ¡No!...Eso fue cuanto dijo. La bala del 42 se le

incrustó encima de la ceja del ojo izquierdoy, dando un salto, cayó unos tres metros másatrás, impulsado por la fuerza de la bala. Se

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retorció, sus piernas golpearon levemente elpolvo y se quedó inmóvil.

Morgan se dirigió a él, moviendo la cabezatristemente.

-Me equivoqué con él. No daba la im-presión de ser un cobarde que iba a suplicarpor su vida.

Suspiró ante la falta de dignidad delmuerto..., sintiendo casi como si hubiera sidotraicionado por un amigo leal.

Se agachó y comenzó a registrar elcadáver. Encontró una cartera que conteníauna placa de policía, quinientos pesos y unafotografía en color de una rolliza mexicanarodeada de tres niñas sonrientes y de dos niñossimpáticos y agradables, con cierto empaque.Morgan gruñó a la vista de la foto y continuóel registro.

Halló las llaves de las esposas atadas a lablanca y callosa planta del pie del muerto.

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El crepúsculo comenzaba a teñir de colorrojo bronceado los picos de las montañas mex-icanas cuando Morgan cargó con Hernándezy lo metió en el portaequipajes del coche.Regresó hacia el poste que viera antes. A con-tinuación de los kilómetros estaban escritas laspalabras ¡Cuidado!... ¡Peligroso!

«¡Qué broma! -pensó-. ¿Podría haber algomás peligroso que ser ahorcado?»

¿O que interpretar el papel del zorroperseguido por la Policía internacional?

Él había sido atrapado y sentenciado amuerte cuatro veces en su vida y, no obstante,continuaba siendo un hombre libre. Y...delante de él no habría nada, absolutamentenada, en este insignificante sendero polvori-ento que pudiera interponerse a los deseos deMorgan, a las reacciones de Morgan, ¡a la pis-tola de Morgan!

Se sentó tras el volante del coche y lo pusoen marcha. El sendero era más salvaje de lo

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que pareciera a primera vista, pero nadie trans-itaba por él. Recorrió en breve espacio detiempo los primeros cincuenta kilómetros, yfue capaz de correr lo suficiente como paraque el polvo se extendiese detrás de él como lacola de una cometa que colgase, luminosa, a lamortecina luz.

El sol llegó a la línea del horizonte; pero,cuando Morgan comenzaba a subir la hilerade montañas, se presentó a su vista otra vez...,dándole la impresión de ser el maligno e infla-mado ojo del dios de la ira, que empezaba adespertarse de nuevo.

Morgan subió la cuesta hasta la cima dela montaña y empezó a bajar por el otro ladohacia el valle. Aquí, la oscuridad abrazaba ala tierra. Se paró. Junto al sendero, el terrenoformaba un insondable barranco.

Arrojó a él el cadáver de Hernández y per-maneció observando cómo rodaba y saltaba deroca en roca, hasta que, al fin, lo perdió de

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vista entre las sombras de un bosquecillo demezquitas, a unos treinta metros más abajo.

Morgan puso en marcha el coche. En-cendió los faros cuando la oscuridad se hizomás intensa en torno suyo.

De repente, cuando alcanzó el valle, vioque el sendero ya no era un sendero..., sinoun camino de cabras lleno de baches que at-ravesaba el desierto.

Los cinco kilómetros siguientes fueronpara el coche como cinco mil. Morgan se veíaforzado a cambiar a primera o a segundacuando se le presentaban baches que parecíanbarrancos. El centro del camino estaba sem-brado de piedras puntiagudas, tan afiladas, quearañaban la parte baja del vehículo, producién-dole miles de rasguños, como si fueran uñasaceradas.

¡Y el polvo! El polvo estaba en todaspartes..., colgaba como una espantosa nubenegra alrededor de él. Se metía en el coche y

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lo tapizaba como si fuera terciopelo. Se col-aba por las ventanillas de la nariz de Morgan ypenetraba en su garganta hasta que le cortabala respiración, haciéndole imposible tragar.

Minutos después, por encima del olor depolvo le llegó el de agua hirviendo... el vaporde agua..., y comprendió que el refrigeradordel coche se había roto. Fue entonces cuandoMorgan se dio cuenta de que el vehículo nuncallegaría a Linaculan. Aprovechando el últimofulgor, apenas perceptible, en el horizonte, re-corrió con la vista el terreno, buscando algunaseñal de vida..., y sólo vio la grotesca siluetade los cactos y de los achaparrados arbustosdel desierto.

El cuentakilómetros le indicó que llevabarecorridos ochenta kilómetros cuando la sal-tarina y vacilante luz de los faros iluminó lasolitaria figura de un sacerdote que caminabalentamente por un lado del camino. Los ojosde Morgan se estrecharon cuando sopesaron

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el valor de ofrecer un asiento en el coche alpadre.

«Será estúpido», pensó.El hombre podía ser un bandido, el cual

podría sacar y utilizar con éxito un cuchillomientras Morgan se concentraba en el camino.

El padre se agrandaba a la luz de los faros.No se volvió hacia el coche; parecía como siestuviera totalmente ajeno a la proximidad delvehículo.

Morgan pasó por su lado sin aminorar lamarcha. La figura se perdió inmediatamenteentre el polvo y la oscuridad de la noche mex-icana.

De pronto, como si varios muelles hu-biesen saltado en su cerebro automáticamente,todos los instintos de Morgan empezaron agritarle. Algo estaba mal..., terriblemente mal.Le habían preparado una especie de trampa.La sensación le era familiar, ya que le habíanpreparado otras trampas anteriormente. Sonrió

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con la boca torcida, sacó la pistola del bolsilloy la colocó en el asiento de al lado, tras haberlapreparado.

Los cinco kilómetros siguientes le pareci-eron interminables mientras esperaba, casi an-siosamente, que saltase la trampa. Como nosucedía nada, se enfureció y empezó a malde-cir contra su fantasía. El olor a aceite calientey a vapor de agua se intensificaba, y el mo-tor comenzaba a funcionar mal. Morgan miróel indicador de temperatura y vio que la agujahacía rato que se hallaba en la zona peligrosa.

Y fue en ese momento, en que su atenciónestaba distraída, cuando la rueda delanteraizquierda tropezó con una piedra en punta quese clavó profundamente en el neumático, ra-jándolo. El vehículo comenzó a zigzaguear,yendo de un lado para otro sin dirección, comoenfurecida y apaleada fiera. Morgan pisó elfreno hasta el fondo, pero sabía que era ya de-masiado tarde. El coche patinó, se ladeó hacia

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la derecha, vaciló un instante en el borde delcamino, y luego..., como si fuera una películaproyectada a cámara lenta..., rodó hasta el fi-nal del declive.

Lo último que vio Morgan fue una piedramonstruosa que se levantaba en la noche comoun gigantesco y pétreo puño de Dios.

Algún tiempo después recobró el conoci-miento, pero continuó tumbado en el suelocon los ojos cerrados. Alguien le mojaba lafrente y le hablaba. ¡Un hombre! ¿Probable-mente... el sacerdote? Escuchaba la jadeanterespiración del hombre. No se oía otro ruido.Estaban solos.

Morgan abrió los ojos. Estaba oscuro, perono tanto como antes. A través de las altas ypoco espesas nubes se filtraba un ligero rayode luna. El sacerdote... de sotana negra ymoreno de cara... estaba a su lado.

-Señor, ¿se encuentra bien?

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Morgan flexionó los músculos de suspiernas, movió los brazos y los hombros y giróla cabeza de un lado a otro. No le dolía nada;se sintió sorprendentemente bien. Bueno, nohabía por qué dejar que lo supiera el otrohombre. Permitiría que el sacerdote creyeseque Morgan estaba dañado en la espalda yera incapaz de moverse con rapidez... Luego,cuando él actuara con presteza, cogería al otrodesprevenido.

-Me duele la espalda.-¿Puede ponerse en pie?-Sí..., creo que sí... Ayúdeme.El sacerdote se inclinó; Morgan agarró la

mano que le ofrecía y, quejándose fuerte, se ir-guió.

-Ha tenido usted suerte de que yo vinierahacia aquí.

-Sí, le estoy muy agradecido.Morgan se tocó el bolsillo. La cartera con-

tinuaba allí. La pistola había desaparecido.

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¿Cómo no estaba en su bolsillo? Entonces re-cordó que la había puesto en el asiento delcoche, a su lado. Bueno, no iba a buscarla enla oscuridad... Ya encontraría otras armas.

-¿Adonde se dirige usted? -le preguntó elsacerdote.

-A Linaculan.-¡Oh, sí!... Una ciudad magnífica.El sacerdote estaba muy cerca de Morgan,

mirando al americano. La luna deslizaba susrayos, de cuando en cuando, por entre lasnubes. Hubo un momento de luz, sólo un mo-mento, pero suficiente. De pronto, por primeravez en muchos años, Morgan tuvo miedo..., seasustó de los ojos del padre: eran demasiadonegros, demasiado penetrantes, demasiadofieros para un sacerdote.

Morgan retrocedió tres pasos..., lo sufi-cientemente lejos del sacerdote para que losojos de éste se perdieran en la oscuridad.

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-No tiene por qué tener miedo -le dijo elsacerdote con toda calma-. No he de hacerledaño. Sólo puedo ayudarle.

Su voz sonaba sincera. Parte del nervios-ismo de Morgan comenzó a ceder. Mental-mente oliscó el viento; el olor de la trampa es-taba allí pero no tan fuerte como antes. Trasunos instantes, volvió a él parte de su antiguapetulancia.

«¿Adonde iremos?», pensó.Se hallaba a menos de la mitad de camino

de Linaculan; por tanto, parecía prudente con-tinuar, a menos que... hubiera antes otro mediode transporte.

Morgan preguntó:-¿Es Linaculan la ciudad más próxima? -

Sí.-¿Va usted también allí?-No.

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Esperanzadoramente preguntó:-¿Tiene usted iglesia por aquí cerca?-No. Pero frecuentemente recorro este cam-

ino.-¡Por amor de Cristo!... ¿Y por qué recorre

usted este inhóspito camino?-Por la misma razón que mencionó usted:

por amor de Cristo.Morgan se hallaba ahora completamente

tranquilo. El padre era un ser sencillo. Brusco,pero sencillo.

-Bueno -dijo casi de buen humor-. Tengoante mí un largo camino que recorrer. Ya lo veusted.

Morgan creyó observar que la expresión delsacerdote se suavizaba con la observación.

-Recorreré con usted parte del camino.-De acuerdo, padre. Mi nombre es... Dan

Morgan. Soy americano.-Sí..., lo sé.

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La respuesta sorprendió a Morgan por uninstante; luego, se dio cuenta de que las so-spechas renacían de nuevo en él. Era evidenteque el sacerdote había registrado sus cosasmientras estaba inconsciente... y acaso supieradónde estaba el revólver.

Comenzaron a caminar en silencio. Laluna, ese extraño globo de fría luz blanca, ganóla batalla a las nubes, y ahora lucía brillante-mente detrás de ellos. Largas y afiladas som-bras se extendían a lo largo del sendero delantede los dos hombres. Las faldas de la sotana delpadre hacían unos ruiditos susurrantes a cadapaso que él daba. Sus sandalias claqueaban enel espeso polvo del sendero.

En un esfuerzo por entablar conversación,Morgan le preguntó:

-¿Qué distancia hay desde aquí a Linacu-lan?

-Una gran distancia.

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-Pues yo creía que estaba sólo a unos cin-cuenta kilómetros -estalló Morgan.

-Las luces de las farolas de Linaculan es-tán a cincuenta y cuatro kilómetros del sitiodonde usted se estrelló.

Bueno, ésa era una excelente noticia. Consuerte, Morgan habría recorrido esa distanciamañana por la tarde..., y, entonces, sería fáciltomar otro coche. Empezó a apretar el paso. Elsacerdote ajustó su paso al de él.

A veces, la luna quedaba oculta por unahilera de cerros, desapareciendo sus sombras.La oscuridad que entonces les rodeaba eraalgo tangible, cálido, inquietante, miedoso,como el interior de un ataúd cerrado. Morganmiró su reloj. Estaba parado en las ocho ydieciocho minutos; al parecer, sufrió un golpecuando se estrelló con el coche. No sabíacuánto tiempo había permanecido inconsci-ente; pero sí que llevaban andando por lo

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menos dos horas...; así, pues, acaso estuvieranalrededor de medianoche.

Eran dos figuras negras..., casi dos som-bras..., que caminaban por un inhóspito sen-dero. Subieron un cerro de escasa altura y denuevo quedaron bañados por los rayos de laluna. A Morgan le gustó esto. La oscuridadhabía sido demasiado oscura; le había produ-cido la impresión de que eran cosas... invis-ibles, irreales, cuando se ocultó la luna.

Empezaron a bajar la ladera opuesta delcerro y la oscuridad volvió a reptar hacia el-los...

-¿No tienen ustedes ninguna luz en estelugar olvidado de Dios? -preguntó Morgan ir-ritado.

El padre no contestó. Morgan repitió lapregunta, y su voz estaba llena de amenazasinútiles.

Tampoco obtuvo respuesta. Morgan se en-cogió de hombros y se dijo: «¡Al infierno con-

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tigo, intratable y católico amigo! ¡Ya me ocu-paré de ti más adelante!».

El sendero bajaba por la larga pendientedel cerro. La noche..., la verdadera, horribley opresora noche de la claustrofobia, estabacompletamente cerrada.

Caminaron por una hondonada durantebastante rato antes de alcanzar otro cerro...Esta vez, ningún rayo de luna los acogió... Laúnica claridad procedía de un opaco globo quese adivinaba detrás de las nubes del horizonte.Pero fue suficiente para mostrar una bifurca-ción del sendero.

Morgan, titubeante, preguntó:-¿Cuál lleva a Linaculan?El sacerdote se paró. Las fieras y negras

pupilas de sus ojos se habían agrandado. Enefecto, eran tan grandes que daba la impresiónde haber desaparecido todo el blanco de susojos. Extendió los brazos para ajustarse lasotana, y en aquel momento produjo la sensa-

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ción de ser un demonio negro que extendía lasalas para devorar a su víctima. Aun en la semi-oscuridad, captó una sombra..., la negra y alar-gada sombra de una cruz.

El instinto asesino surgió de nuevo enMorgan.

-Conteste a mi pregunta -rugió-. ¿Qué sen-dero va a Linaculan?

-¿Tan poca fe tiene usted?La voz de Morgan se quebró por la furia.-Escuche, mal educado: usted se ha negado

a contestar a mis preguntas... y hasta a entablarconversación. ¿Qué tiene que ver la fe coneso? Dígame solamente cuánto me falta parallegar a Linaculan. Eso es todo lo que quierode usted. No salmos ni sermones. ¡Nada!¿Comprende?

-Todavía le queda mucha distancia que re-correr...

Su voz sonó extraña, y Morgan tuvo lasensación de que se había efectuado un cam-

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bio en la actitud del padre. Un momento des-pués, Morgan lo oyó también: el lejano tam-borileo de los cascos de un caballo.

La luna..., como si sintiera curiosidad..., seabrió paso por última vez entre las nubes. Alprincipio, fue sólo una sombra que se movía através del paisaje; pero, a medida que se acer-caba el caballo, Morgan pudo ver el animal,sus crines y su cola ondeando como bander-as negras a su alrededor. Era una bestia mag-nífica, quizá la más grande que jamás viera...,negra como la noche e inmaterial como untrueno.

Sin embargo, lo que cortó la respiraciónde Morgan fue la muchacha. Montaba el an-imal como si formara parte integrante de él.Los rayos de la luna jugaban con ella, porqueiba completamente vestida de blanco, desdelas botas y los briches hasta la blusa de largasy anchas mangas y el sombrero estilo español.No obstante, su cabello era negro..., negro

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como el ala de un cuervo, y ondeaba alrededorde ella como suave nube de ébano.

Brutalmente, tiró de las riendas, haciendoque el bruto se parase delante de amboshombres. El caballo relinchó; Morgan retro-cedió de un salto, nervioso, pero el sacerdoteno se movió de su sitio.

-Bien, padre -dijo la muchacha, sonriendo,y al mismo tiempo golpeando sus briches conel látigo-. Veo que ha cobijado bajo su ala aotro desgraciado.

Puso un extraño acento en la palabra «des-graciado». Morgan no sabía si enfurecerse oasombrarse. Esperaba, observando silen-ciosamente el dramático coloquio entabladoentre las dos personas. Tal vez todo fuera algopreparado de antemano..., parte de una trampa.No importaba... No existía para él un peligroinmediato. Así, pues, por el momento, estabacontento de hallarse allí gozando de la vistadel magnífico cuerpo de la muchacha.

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A veces, la muchacha se sentía molesta porla mirada de Morgan. Sus propios ojos, con-testando, se volvían tan atrevidos e insolentescomo los del hombre. Echó hacia atrás lacabeza y se rió.

-Está usted en malas manos, mi amigoamericano. A este hombre -dijo, señalando conla cabeza al sacerdote- le llaman entre elpueblo el Malasombra. Cada vez que se hallaen el camino ocurre un accidente. Usted habrátenido algún tropiezo esta noche, ¿verdad?

Morgan asintió; luego, miró de reojo al sa-cerdote.

El padre, sin embargo, observaba a lamuchacha. Ella se echó a reír ante su escruti-nio.

-No se enfurezca, viejo. No tiene quetemerme. ¿Por qué no sigue su camino? Yo mepreocuparé que el americano alcance su des-tino.

El sacerdote tendió la mano a Morgan.

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-No debe ir con ella. Es el demonio, el de-monio personificado.

Hizo tres cruces en el aire.No cabía duda de la decisión que Morgan

había tomado. El padre había dicho que ellaera «el demonio». Viniendo de un sacerdote,era una verdadera recomendación. Además,sólo un idiota continuaría andando por uncamino oscuro cuando existía una probabilid-ad de ir montado a caballo, de entablar unaagradable conversación, de..., en realidad, unapromesa, si él había interpretado correcta-mente su mirada... ¡o algo más! Dudó, comoanimal que teme verse cogido en una trampa.

La muchacha acarició, afable, el sudorosocuello del caballo.

-¿Adonde quiere usted ir?-A Linaculan -contestó Morgan.-No está demasiado lejos. Suba. Le llevaré

a caballo hasta la granja de Mictlantecutli...;desde allí puede solicitar ayuda.

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Sus labios estaban entreabiertos. Parecíahallarse sin respiración, mientras esperaba surespuesta.

Morgan se volvió al sacerdote.-Bueno, gracias por su compañía, padre.

Volveré a verle en alguna ocasión.El sacerdote dio dos pasos rápidos hacia

Morgan y le puso una mano en el hombro,suplicándole:

-Quédese a mi lado. Le digo que ella es eldemonio.

La muchacha soltó una carcajada.-Son dos contra uno, clérigo. Pierde otra

víctima.-¿Víctima?Los ojos de Morgan se estrecharon. Dur-

ante todo el camino estuvo atento al viejo sa-cerdote. Pero algo sonaba a falso. Entoncesse preguntó: Si el padre era un ladrón y unasesino, ¿por qué no le hizo «la faena» mien-tras estaba inconsciente?

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El sacerdote miró por encima del hombrohacia la luna. Dentro de algunos segundosvolvería de nuevo la oscuridad. Se hurgó den-tro de la sotana y sacó una cruz de marfil de untamaño reducido.

-La oscuridad vuelve. Agárrese a esta cruz.Créame. No vaya a Mictlantecutli. Representasu última oportunidad.

-Vamos, aléjese de él, viejo loco -gritó lamuchacha-. Las autoridades darán cuenta delos locos que, como usted, molestan y asustana los viajeros por este camino..., evitándolesque lleguen a su destino.

El sacerdote no prestó atención a lamuchacha. Imploró una vez más a Morgan, yahora su voz era fuerte, mientras observabacómo desaparecía por detrás de la montaña elúltimo trozo de luna.

-Aún es tiempo...La muchacha, bruscamente, tiró de las

riendas y clavó las espuelas en los flancos del

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caballo. El animal relinchó, poniéndose a dospatas, como si desafiara a las estrellas. Cuandovolvió a su posición normal, el caballo sehallaba entre el sacerdote y Morgan. La carade la muchacha resplandecía mientras sonreíay sacaba un pie del estribo.

-Vamos, amigo. Ponga un pie aquí ymonte detrás de mí.

Se alargó una mano para ayudarle, y al in-clinarse se le abrió la blusa. Morgan sonrió yle cogió la mano. Se alzó y quedó montado de-trás de ella.

-Rodee mi cintura con el brazo y sujétese-ordenó la muchacha.

Morgan, feliz, obedeció. El cuerpo de lamuchacha era flexible, delicioso de abrazar, yun suave olor a algún perfume exótico se de-sprendía de su cabello.

Morgan miró al sacerdote. La cara del an-ciano era, una vez más, impenetrable.

-Hasta la vista, padre. Y no se preocupe.

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La muchacha no esperó respuesta. Agui-joneó los flancos del caballo con las espuelasy el animal se lanzó al galope, destrozando laoscuridad de la noche.

-Agárrese fuerte -gritó la muchacha-, agár-rese fuerte.

Galoparon durante casi diez minutos antesque la muchacha tirara de las riendas para ob-ligar al caballo a aminorar la marcha. Al pon-erse al paso, Morgan sintió de nuevo la at-racción del cuerpo de la muchacha y el deseose acrecentó aceleradamente en su interior. Loestaba experimentando durante mucho rato yahora no había nadie a su alrededor que locontuviese... La muchacha habíase mostradotan lasciva que le hizo creer que aceptaría susavances. Cabalgaron en silencio, roto sola-mente por el jadear del caballo, el ruido de loscascos en el polvo y el crujir del cuero de lamontura. Subrepticiamente, la mano de Mor-gan empezó a subir poco a poco por el pecho

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de la muchacha, que no protestó. Eso le hizoser más atrevido. Al fin, sintió el suave roce dela carne de sus senos bajo la blusa de seda.

Todo fue más fácil de lo que Morgan hu-biese creído. Ella tiró, sencillamente, de lasriendas del caballo y se volvió en parte.

-Podemos parar aquí... si quiere.La voz de Morgan fue gutural. Su cuerpo

temblaba de deseo cuando dijo:-Sí quiero.La muchacha se deslizó del caballo, y

Morgan se halló a su lado inmediatamente.Los brazos de ella le rodearon el cuello; sus la-bios se incrustaron en los suyos en una brutalparodia de amor; sus dedos se clavaron ensus hombros cuando las manos de Morgan re-corrieron su cuerpo solicitando más intimidad.Ella gimió, descompuesta, mientras Morgan,desmañadamente, casi le arrancaba la ropa.Luego, sólo con el desinteresado caballo pas-tando junto a ellos y los brillantes ojos de las

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estrellas parpadeando en la altura, se juntaronsus cuerpos en violenta colisión de implacablelujuria.

Morgan notó la flojedad de su cuerpocuando despertó. Ésa fue su primera im-presión. La segunda fue que aún estaba ab-razado a la muchacha. La tercera..., unfortísimo y horrible olor a putrefacción.

Abrió los ojos.Y gritó.Fue un grito que surgió involuntariamente

de su alma, porque allí, a la débil luz de unpróximo amanecer, pudo ver que estaba ab-razado al putrefacto cadáver de una mujer...,un cuerpo del que la carne se desprendía agrandes jirones como hígado podrido, del quela mueca de la muerte dejaba ver unos dientesretorcidos y unas cuencas vacías.

Morgan, de un brinco, se puso en pie. Lepalpitaba atropelladamente el corazón como siquisiera escaparse de su cuerpo, como una má-

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quina que ha perdido el control y acelera, acel-era su marcha hasta romperse en pedazos. Asu boca subió un sollozo, como lamento dolor-ido de un animal apaleado. Y sus ojos giraronalrededor de sus órbitas como los de un locoatormentado por fantasmas.

-Yo..., yo..., yo..., -jadeó.Fue todo lo que pudo decir. Empezó a ba-

jar hacia el sendero. Se cayó dos veces, hirién-dose manos y piernas con las afiladas piedrasde la superficie.

-Yo..., yo..., yo....Y entonces salieron atropelladamente de

su boca las palabras que más deseaba decir:-¡Que alguien... me ayude!... ¡Socórran-

me!...A su espalda oyó el ruido de los cascos del

caballo. Era la muchacha: estaba viva... ¡y en-tera! Sonreía, tranquilizadora.

-¿Adonde va usted? -le preguntó.Luego, haciendo un mohín malicioso:

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-¿Dónde está su ropa?-Yo..., yo..., yo...Morgan no podía hablar.-Venga -dijo ella.Morgan negó con la cabeza. No podía

dominar sus pensamientos; pero algo era se-guro: sabía que no iría con la muchacha.

-¡Venga!Esta vez fue una orden imperativa. La

muchacha no se divertía ya con su desnudez nicon su asustada inarticulación.

Morgan quería obligarse a volverse yechar a correr, pero su cuerpo no respondía asus órdenes mentales. En lugar de eso, montócomo un autómata en el caballo.

-Así es mejor -dijo la muchacha,apaciguada-. Claro que debería habersevestido..., pero no importa. -Y miró hacia eleste-. La noche casi ha terminado. Debemosdarnos prisa. Hay algo que necesita usted ver

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antes que lleguemos al rancho de Mict-lantecutli.

Fustigó al caballo con el látigo y el animalemprendió una carrera a través de la oscurid-ad, haciendo huir la negrura del firmamento.

Ahora, tras ellos, empezaba a aclararse elcielo. La aurora iba surgiendo en el desiertomexicano. A la cercana luz del nuevo día,Morgan pudo ver un poste que le era familiar.Y luego, fuera del sendero, al final del bar-ranco, vio su coche. Cauteloso, el caballo em-pezó a bajar el declive hasta que estuvieron allado del destrozado vehículo.

Los feos buitres de cuello rojizo chillabany batían las alas cuando se acercó el caballo.Varios de ellos volaron por encima de lo queparecía ser unas cuerdas blancas y alargadasque colgaban fuera de las ventanillas delcoche. Unas cuantas de aquellas aves empren-dieron el vuelo...; las otras, arrogantes y sinmiedo, retrocedieron solamente unos pasos.

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-Pero..., pero..., ¿qué están haciendo aquí?-preguntó Morgan-. En el coche no habíanadie, excepto yo.

Notó cómo el cuerpo de la muchacha se es-tremecía al compás de la silenciosa risa. Ellaseñaló con el dedo y con un movimiento deojos. Morgan pudo descubrir la figura em-palada en el eje del volante. La fría ondulaciónde horror que experimentaba aumentó denuevo a su alrededor. El cuerpo le era famil-iar..., ¡demasiado familiar! Morgan sollozócuando la muchacha hizo que se acercase másel caballo. Los buitres habían atacado antesque nada los ojos de aquella cara..., comotenían por costumbre...; los intestinos delhombre muerto colgaban por fuera de laventanilla abierta, y eso había dado lugar a lapelea entre los pajarracos.

Morgan vio la ropa. El muerto estabavestido tal y como él lo había estado. Llevabael mismo reloj de pulsera. ¿Qué terrible pesa-

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dilla era aquello? «Despierta, despierta, desp-abila», se decía mentalmente. Pero la pesad-illa, más real que la propia vida, permanecía.El muerto era Morgan, no cabía duda alguna.

La mente de Morgan empezó a desvariar,la locura se apoderaba de él. Comenzó a per-der el control de sí mismo. Gritó, gritó comoun demente.

A este grito, la muchacha gritó también yfustigó al caballo, que salió corriendo por lapendiente arriba del barranco.

Allí, en el sendero, estaba el sacerdote.-Ayúdeme, padre. Ayúdeme. Que Dios me

ayude... -gimió Morgan, mientras la saliva sele escapaba por las comisuras de su desmade-jada boca.

-Eligió usted mismo. Lo siento.-Pero yo no sabía lo que era Mictlantecutli.-A Mictlantecutli se le conoce por muchos

nombres: Diábolo, Demonio, Diablo, Satanás,Lucifer, Mefistófeles... El nombre particular

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del Ángel del Mal no tiene importancia nunca,porque todos los preceptos son siempre losmismos para todos los países. Usted abrazó aldemonio; usted eligió la lujuria terrenal. Ahoracarezco de poder para ayudarle. Adiós.

Morgan sintió y luego oyó la risa de lamuchacha... estridente, maniática, satisfecha.Su látigo golpeó con fuerza el cuello delcaballo y sus espuelas se clavaron en sus flan-cos hasta hacer que sangraran. Galoparon sen-dero abajo... Galoparon, galoparon, galoparonhacia la noche... De nuevo volvió el hedor,y, con el viento, empezaron a desprendersejirones de la carne de la muchacha.

Ella se volvió..., lentamente esta vez..., yMorgan vio la horrible mueca de una calavera.

Se inclinó hacia un lado, incapaz de hacerfrente a la aparición, y gritó, una vez más,pidiendo ayuda al sacerdote. Muy atrás, lejosen la distancia..., como si estuviera viendoalgo en otro mundo..., Morgan percibió la sol-

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itaria figura del sacerdote en lo alto de uncerro, caminando hacia el este, hacia elnaciente sol, hacia un nuevo día...

Cuando Morgan le volvió la espalda denuevo, sollozando y dándose cuenta ahora dela desesperada futilidad de la esperanza,habían alcanzado ya el borde de la noche... yla opresiva oscuridad los atrapó para engullir-los.

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ELLIS PETERS - El guíahacia el castigo

(Guide to Doom)Por aquí, señores, hagan el favor. Tengan

cuidado de no tropezar con la cabeza en lo altode la puerta y al bajar la escalera: los peldañosestán muy desgastados. Ya estamos en el patiootra vez. Aquí termina nuestro recorrido, señor-as y caballeros. Gracias por su atención. Por fa-vor, tengan cuidado al transitar por los senderosen dirección a la verja...

...Sí, señores; éste es un castillo de verdad.Propiamente hablando, es una casa solariegafortificada. Pero es la más hermosa de cuantas

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existen en su clase y en perfecto estado de con-servación. Esto es lo que sucede cuando unacasa está en manos de una misma familia dur-ante siglos, seis exactamente. Sí, señora; todoese tiempo vivieron aquí los Chastelay, dentrode estos muros, hasta que construyeron GraceHouse, en el extremo más alejado del país,hace ciento cincuenta años...

...¿El pozo, señor? Lo verá usted cuandocruce el patio... ¿Qué fue eso, señor?... Nocomprendo...

...¿Que no es ése el pozo?... ¿El otro? Mepregunto, señor, qué le hace pensar que en unacasa como ésta...

...¡El pozo adonde se arrojó Mary Purcell!Silencio, señor, por favor. Baje la voz. Amíster Chastelay no le agrada que se le re-cuerde ese asunto. Sí, señor, lo sé; pero noso-tros no enseñamos la habitación del pozo. Élquiere que se olvide. No, no puedo hacer ex-cepciones; es tanto como jugarme el empleo...

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Bien, señor... Muy amable por su parte, estoyseguro. ¿De verdad quiere usted?... Me expli-caría su interés, claro está, si fuera usted unode esos periodistas que tienen deseos en avivarel caso... ¿Dijo usted Mary Purcell? ¡Oh! No,señor. Yo no tenía este empleo entonces. Perolo leí en los periódicos, como todo el mundo.Escuche, señor: si quisiera esperar un mo-mento... hasta que el grupo se haya marchado.

...Así es mejor. Ahora podemos hablar.Siempre me pongo contento cuando consigoque salga por esta vieja puerta el último grupodel día y echo la aldaba. Es agradable oír cómose alejan los coches por la avenida. Observecómo va desapareciendo el ruido cuando al-canzan la esquina donde empieza la tapia.Tranquilidad, ¿no es cierto? Pronto empezare-mos a oír las lechuzas. Así, pues, señor, quiereusted ver el pozo. El otro pozo. El pozo dondeocurrió la tragedia. En verdad, yo no lo haría.Míster Chastelay se enojaría mucho si se en-

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terase... No, señor... En realidad, no tiene porqué enterarse.

...Muy bien señor. Es por aquí..., cruzandoel vestíbulo grande. ¡Usted delante, señor!...¡Vaya! Es fantástico que se encamine ustedpor el lugar exacto sin que le hayan dichonada... Tenga cuidado con el escalón. En estesitio, el suelo es muy desigual.

...No debe sorprenderse que místerChastelay no quiera que se saque a relucir esteantiguo asunto. Casi arruinó su vida. Todo elmundo lo tomó por el amante, por el individuoque la empujó a matarse. Como usted sabe,ella era la esposa del capataz de su granja y élse hallaba en muy buenas relaciones con ella;en general, era muy amigo de ambos. Osaríadecir que fue natural que la gente pensara quefue él quien tuvo la culpa. Si él hubiese podidocortar los rumores en su origen, los habríacortado; pero no pudo. Durante un año sehabló de que su mujer se divorciaría de él;

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pero ya nadie habla... Después de todo, hanpasado diez años o más... nadie desea queempiecen de nuevo a desatarse las lenguas...No, señor... Estoy seguro de que usted no lohará... porque entonces no accedería a... Segúndicen, mistress Purcell era muy hermosa. Muyjoven también. Sólo tenía veintiún años, ymuy rubia... Según dicen, las fotografías nohacen justicia al color de sus cabellos-Creoque tenía unos maravillosos ojos azules...¿Dice usted que eran verdes?... ¿Azules no?...Bueno, no discutiré con usted, señor; si ustedtomó parte en la investigación, lo sabrá me-jor... Tenga cuidado con el último escalón...Está muy desgastado... ¡Ojos verdesl...

...¡Oh! No, señor. No lo discuto. Tiene us-ted magnífica memoria...

...Bueno, de todas formas ella era joven ymuy bonita, y hasta me atrevería a decir queun tanto simple e inocente también, educadacomo estaba al estilo del pueblo. Era hija de

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uno de los jardineros. No creo que nunca leviera usted, ¿verdad? No, no tenía nada quedecir a la prensa. Sufrió un rudo golpe conmotivo de la tragedia, y míster Chastelay lepensionó con un ligero trabajo en losalrededores del lugar... Tenga cuidado con elescalón de la galería. Espere, que voy a en-cender las luces...

...¿Le ha asustado a usted ese alabarderocon su alabarda? Yo lo conservo muy bruñido,porque así asusta a los muchachos. Para de-cirle a usted la verdad, cuando vengo a estoslugares por la noche para revisarlo todo des-pués que se marchan los grupos de visitantes,le quito la alabarda y la llevo conmigo parahacer la ronda, porque eso me hace compañía.En cuanto oscurece, esto es aterrador. Con laalabarda, parezco un fantasma. Si a usted no leimporta, la llevaré con nosotros.

...Después de la tragedia pusieron unapesada tapa en la boca del pozo. En el centro

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tiene una argolla, y el mango de la alabardahace una magnífica palanca. Me imagino quea usted le gustará mirar el interior del pozo.En la pared hay unos travesa-ños de hierro quesirven de escalera. El marido de la muerta ba-jó, ¿sabe usted?, y la sacó del pozo. A la may-oría de nosotros nos hubiera gustado hacerlo,pero él se consideró obligado a cumplir esamisión, me imagino...

...¿Que dónde está su viudo ahora?... ¿Oyóusted hablar alguna vez de él, señor?... Elpobre muchacho se volvió loco y tuvieron quellevárselo. Aún está encerrado...

...Por lo que yo oí, este asunto de lamuchacha ya llevaba tiempo, y cuando ella sedio cuenta de que estaba esperando un niño,se descompuso. Se fue a verle y le preguntóqué iba a hacer. Él le contestó que no fueratonta. ¿Que qué iba a hacer? Tenía un marido,¿no? Pues todo lo que tenía que hacer era cal-larse y en paz. Pero él se dio cuenta de que ella

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no consideraba la cosa de la misma manera.Se creía una malvada con respecto a su mar-ido, y no podía consentir que éste creyese suyoun niño que no lo era. La muchacha se de-spreciaba, y quería ser honrada, deseando quesu amante le ayudara. Yo creo que ella quer-ía volver con su marido, al que, en el fondo,no había dejado de querer. Lo que pasó esque se encandiló con el otro. El individuo dijoque se fuera, que ya hablarían otro día sobrela cuestión, y que después actuarían en con-secuencia. Pero al día siguiente él se marchóyo no sé adonde, abandonándola...

...No, señor. Está usted en lo cierto. Yo notenía entonces este empleo. ¿Cómo iba a ten-erlo? Estoy reconstruyendo los hechos por loque sé. Tal vez no fuese así. No como usteddice. Si efectivamente hubiese sido místerChastelay, no se hubiera marchado a

ninguna parte. Se hubiera quedado aquíy no le hubiera salpicado la inmundicia.

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Después de todo, ya hay mucha gente que creeque no fue él. Fuese lo que fuese, el caso esque la muchacha se lo contó todo a su mar-ido; todo, menos el nombre del tal. Ella nuncase lo dijo a nadie. Si efectivamente estaba tanchalado por ella como dicen, aquella confesiónle mataría. Pero no se enfureció ni nada; sólole volvió la espalda y se marchó. Y cuando ellale siguió llorando, él no pudo soportarlo: sevolvió y le pegó...

...Sí, señor; tengo una imaginación muydespejada, no lo niego. A usted le pasaría igualsi viviese solo en este lugar. Yo los veo, clara-mente, paseando por las noches. Y de la formaen que yo lo veo, ella era demasiado joven einexperta para darse cuenta de que es impos-ible dañar a alguien que significa algo parauno. Ella creyó que él había terminado conella. Y si él se marchaba, todo había conclu-ido. Ella no sabía bastante para esperar ni parasoportarlo. Corrió hacia aquí, gritando, y se

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tiró al pozo. Cinco minutos tardó él en echar acorrer detrás de ella. Pero llegó tarde. Cuandoconsiguió sacarla, ya estaba muerta. Su rubiocabello, sucio de escoria; sus hermosos ojosverdes, cegados por el légamo...

...Aquí mismo, donde estamos ahora... Allíestá la tapa que ellos pusieron inmediata-mente. Gruesa y pesada, para que nadie pudi-era alzarla fácilmente. Pero si usted retrocedeunos pasos, señor, y me deja que emplee laalabarda como palanca... Ahí tiene usted...Nadie sabe lo profundo que es... Le acercare-mos un poco más la luz, ¿eh? Ahora puede us-ted verlo mejor... Tenía que estar muy deses-perada una muchacha para tomar tal decisión,¿verdad? ¡Mi dulce Mar, mi corderilla!...

...No, señor; no dije nada. Creí que era us-ted quien hablaba.

...¿Que qué estoy haciendo, señor? Sólogirar la llave en la cerradura, sólo viendo cómofunciona... Tengo muchas llaves y salas que

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cuidar, y míster Chastelay, ¿sabe usted?, tieneun interés especial en que esta habitación estésiempre cerrada. Durante tres años nadie entróaquí, excepto yo. Hasta esta noche, claro. Nocreo que entre aquí nadie más durante los trespróximos años, y si entrara alguien, le seríaimposible alzar la tapa del pozo... Sepa ustedque toda la limpieza la hago yo... Tengo sumahabilidad para conservar todas las cosas enperfecto orden... Mire esta alabarda señor...Afilada como un cuchillo de carnicero...Toque, toque...

...¡Oh, lo siento, señor! ¿Le he pinchado?...

...¿Loco, señor? No señor; yo, no. Su mar-ido, sí, ¿lo recuerda?... Le encerraron... Todocuanto yo sufrí fue un ataque, pero no afectópara nada mi coordinación. Y me pensionaroncon un ligero trabajo que podía hacer; perousted se sorprendería de lo fuerte que estoytodavía... Por tanto, si yo fuera usted, no in-

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tentaría pelear conmigo.... No sería benefi-cioso para usted.

...Siempre es una equivocación saber de-masiado, señor. Dijo usted Mary Purcell... Suprimer nombre, el único que usaba en todoslos documentos, era Alice, ¿no lo sabía usted?Solamente sus familiares e íntimos lallamaban Mary. Además ¿cómo sabía ustedque sus ojos eran verdes? Fueron cerradosbastante tiempo antes que la prensa se acercaraa su cádaver. Pero su amante sí lo sabía...

...Sí, señor. Ahora sé quién es usted... Us-ted era el joven que estaba viviendo con losLovell en la granja aquel verano. Tenemosque hablar un poco de Mary... Lástima que elpobre Tim Purcell no pueda estar aquí paraformar parte de la reunión... ¡Cuánto le hu-biera gustado!... Pero le dedicaremos un re-cuerdo, ¿verdad? Ahora, cuando aún estiempo...

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...Gracioso, ¿no es cierto? Providencial,cuando se piensa que ha venido usted aquídesde la granja, sin coche ni nada. Y yoapostaría esta llave y esta alabarda..., no he dedecirle el valor que tienen para mí..., a que us-ted no dijo a nadie adonde venía...

...Pero a usted no le importará, ¿verdad?Y supongo que ni usted ni yo sabremos nuncapor qué vino en realidad..., ni pensó usted enque se encontraría aquí con el padre de Mary.Así, pues, he de creer que fue porque yo lo de-seaba tanto..., ¡tanto!...

...¡Oh, no grite así! Si yo fuese usted,señor, no lo haría... Sólo se perjudicaría. Nadiele puede oír, ¿comprende?... No hay nadie enun kilómetro a la redonda, excepto usted yyo... Todos los muros son muy gruesos...,¡muy gruesos!...

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MARGARET ST. CLAIR -El estuario

(The Estuary)Lo mejor de aquello era que, en realidad, no

había robo. Todo el mundo sabía que los barcospermanecían en el estuario porque su estanciaallí era mucho más económica que convertir-los en chatarra. Por la noche había un guardiány una patrulla, pero ambas cosas eran super-ficiales y negligentes. Eludirlos era tan fácilcomo hacer que los hurtos pareciesen casi máslegítimos de lo que hubieran sido si los barcoshubiesen estado completamente abandonados.

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No es extraño que Pickard pensase que susrobos eran una especie de «salvamento» lo-able.

Noche tras noche escarbaba en las entrañasde los podridos barcos Liberty y se largabacon chapas de metal, partes de instrumentosy largos tubos de latón y de cobre. Tenía unamigo en el negocio de la construcción de bar-cos que le compraba la mayoría de lo queél se apropiaba, pagándole a un precio muypor debajo del normal. En cierta ocasión, elcuadro de lo que le sucedería si le echabanmano, trastornó un poco a Pickard... Él creíaque los barcos eran propiedad del Estado yel robo conduciría a un castigo proporcion-ado... Pero aquellos orangutanes de la patrullahacían tanto ruido durante sus rondas quehabría de ser sordo, mudo y ciego para que lecogieran a uno.

El negocio era bueno. Después de los tresprimeros meses, Pickard consideró que ganaba

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lo suficiente para tener un ayudante. Era unmuchacho alto y fuerte, que usaba un ajustadocasquete de lana y que se llamaba Gene. Sindificultad admitió la creencia de Pickard deque su ocupación era una de las irregularid-ades más ligeras y necesarias para que los ejesdel negocio permanecieran engrasados y gir-aran fácilmente.

En otros aspectos, era también unmuchacho sagaz. Después de llevar trabajandopara Pickard tres o cuatro días, sugirió algunasinnovaciones en la técnica del «salvamento».Llegaron a un acuerdo, y aquella semana lasganancias del Pickard se elevaron en un cientoveinte por ciento sobre las de las semanas an-teriores. Una modesta prosperidad visitó elhogar de Pickard. Estelle empezó a guisar conmantequilla en lugar de margarina y comenzóa leer los anuncios de los abrigos de pieles conojos críticos.

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-Oiga, viejo -dijo Gene, titubeando, dos otres semanas después que Estelle hizo el pagode un abrigo de piel de cordero persa a mit-ad de precio-: ¿nunca oyó usted nada extrañoen los barcos por las noches?... Quiero decir...,¿algo raro?

Pick le miró burlón. La noche era oscuray cubierta, con mucha luz difusa en el cielo,y podía entrever, aunque confusamente, lasilueta de la cabeza y de la cara de Gene a sulado en la motora.

-No te calientes los cascos -le dijo-. Lapatrulla no nos molestará nunca. Esos bastar-dos no sabrían orientarse si se metieran en losbarcos.

Gene se estremeció. Aún era muy joven.-No me refiero a la patrulla -contestó-. Me

refiero a algo..., ¡hum!..., extraño. Algo quehaya en los barcos... como lo que me siguió.

Pickard se echó a reír.

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-Tienes demasiada fantasía, pequeño -dijo.(Lo de «pequeño» era como una venganzaporque Gene le llamaba «viejo», cosa quedetestaba.)-. Aquí no hay nada, excepto unmontón de barcos viejos y herrumbrosos. Túeres joven y estás lleno de...

-Okay! -dijo Gene-. Yo solo... Okay!-Procura, si puedes, arrancar algo más de

ese tubo de latón -le dijo Pickard cuando sesepararon-. Bert me dijo que necesitababastante.

-Okay!Artísticamente hablando, Gene hubiera

debido desaparecer aquella misma noche. Perono fue sino hasta el viernes siguiente cuandodejó de mostrarse en la motora con su carga-mento de chatarra.

Pick le esperó pacientemente al principio,con inquietud después. ¿Qué podía haberle su-cedido al muchacho? Claro que podía habertenido un encuentro con la patrulla, pero Pick

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no había oído ningún alboroto, y los ruidos seperciben muy bien sobre el mar.

Las patrullas hacían su ronda con farolesy linternas, haciendo más ruido que un terre-moto.

Pero si Gene no había tropezado con lapatrulla, ¿dónde estaba? ¿Se habría caído enalguna parte al trepar en la oscuridad?...¿Yacería inconsciente en el fondo de algunabodega?

Antes de que la claridad le obligase a re-gresar a su casa, Pickard buscó al muchachopor unos cuantos buques. No encontró señal deél. Los registró a la noche siguiente, y a la otra,y a la otra... no olvidando, como es lógico,su primordial interés en sus «adquisiciones»...hasta que no quedó un solo casco por registrar.No encontró a Gene. Solamente, en el tercercasco que visitó la última noche, halló el cas-quete de lana del muchacho flotando sobre elagua sucia y pestilente del pantoque.

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Pickard estaba disgustado, más disgustadode lo que hubiera querido admitir. Si Genehabía sido atrapado por la patrulla, aquello sig-nificaría para el propio Pick, más pronto o mástarde, un contratiempo. Y si la patrulla no eraresponsable de su ausencia, ¿qué era?

Estelle notó su preocupación y le preguntóhasta que le obligó a darle razón de su in-quietud. Cuando terminó el relato, ella se echóa reír.

-Era un cagón, Pick -dijo, consolándole-. Lo que sucedió fue que tuvo miedo y echóa correr; luego, le ha dado vergüenza venir acontártelo. Lo que te digo: un cagón.

-Bien; pero ¿por qué tuvo miedo? ¿De quétuvo miedo? -preguntó Pickard-. Recuerdohaber oído -continuó con cierta dificultad-que, cuando estaban construyendo uno de losbuques, un soldador quedó soldado en él.Botaron el barco con él. Luego, hubo un

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hombre que fue atrapado por el tubo de airey...

Su esposa estalló.-Eso es una sarta de mentiras, Pick, y tú lo

sabes. Nunca oí tonterías semejantes. ¿Es quetienes miedo a las patrullas?

-¡Hum!-No sé qué tiene que ver eso contigo.

Nunca creí que perdieses la cabeza... Mabelme dijo que ayer estuvieron en Selby y...

Pickard comprendió que Estelle estabapensando en los pagos de su nuevo abrigo depieles.

Pickard dormía de día y trabajaba denoche, y aunque en los alrededores de su casatodo era tranquilidad, nunca conseguía dormirbien. Aquel día estuvo despierto tres o cuatrohoras, y eran las once cuando consiguiódormirse.

Su sueño fue bastante agitado. Recorría elcasco de uno de los buques buscando un trozo

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de material duro fácilmente vendible a altoprecio, y estaba seguro de que lo encontraríaen alguna parte.

Mientras hacía el recorrido, empezó a not-ar la sensación, débil al principio, más fuertedespués, de que algo muy desagradable estabaespiando en la periferia de su visión. Dos otres veces giró en redondo bruscamente, esper-ando sorprenderle, pero la cosa se movía conmás rapidez que él.

Continuó buscando afanosamente su ma-terial. Subió las escaleras y las bajó de nuevo,registrando el cuarto de máquinas y el ca-marote de la tripulación. Al fin, en el pantoquede la bodega número 3 vio el trozo de materialmedio sumergido.

Tan pronto como lo vio, olvidó que lohabía estado buscando. En la extraña equival-encia de los sueños, el pantoque, el sucio yhediondo pantoque, fue lo que se convirtió enel objeto de su deseo. Se arrodilló a su vera,

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metió en él la mano, la sacó llena de agua y,dándole asco, enfermo de disgusto y de repug-nancia, empezó a beber.

El corazón de Pick palpitaba aún acelera-damente cuando se despertó. ¡Maldito sueño!¿Qué significaría? ¿Qué sentido tendría? Supulso continuaba anormal cuando sonó lasirena del mediodía.

Contrató otro ayudante. Fred no era tanbueno como Gene; era holgazán, y, al cabo decinco días, le dejó plantado, alegando que nole agradaban los ruidos que había en los bar-cos por la noche. Así, pues, se observará quePick había sido extensamente advertido antesde que le sucediera lo que le sucedió.

Fue una semana después cuando Gene sur-gió detrás de él. Pick se encontraba entrepuentes del M. S. Blount, y Gene le agarrócon sus descarnadas manos. Pick gritó una yotra vez, tratando de zafarse; pero fracasó porcompleto. No podía dañar a Gene. Gene estaba

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muerto ya. Y Pick fue sumergido en las pesti-lentes aguas del fantástico pantoque, mientrasGene permanecía en pie, haciendo escalofri-antes ruidos con sus descarnados labios, y elotro acechaba tranquilamente desde el fondode la bodega.

Estelle no terminó de pagar su abrigo depieles. Transcurrida una temporada, formónuevo hogar con un tipo llamado Leon Socher,que hacía tiempo estaba encaprichado de ella.Los barcos continuaron su lenta labor depudrirse en sus amarras, sin molestar a los co-bradores de impuestos. Y, en nuestros días, siusted es tan indiscreto que va a fisgar por lasnoches entre los carcomidos cascos que estánanclados tranquilamente en el estuario, encon-trará que se hallan poblados de una pequeñacompañía, una selecta compañía, formada porPickard, Gene y el soldador, que es el habit-ante más viejo.

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WILLIAM SAMBROT -Dura ciudad

(Tough Town)Ed Dillon titubeó ante la pulimentada verja

de hierro que cerraba el paso a la avenida queconducía a la confortable casa que se veía alo lejos. Se cambió de mano el maltratadomuestrario, haciendo caso omiso del cartelVENDEDORES, NO, que colgaba de formaostentosa del picaporte. Estaba cansado, comosólo puede estarlo un vendedor que va de puertaen puerta, al finalizar un día de puertas cerradasen su nariz. Era una ciudad difícil. Una ciudaddura.

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A primera hora, se dio cuenta de que unagente de la autoridad le echaba una larga ysuspicaz mirada, y él se puso a caminar, deun lado para otro, como si fuera un turistabien alimentado que hace una parada entre doscaminos de autobús, con el exclusivo afán deechar un vistazo a la ciudad. Pero no engañó alagente, quien no le quitaba ojos de los destroz-ados zapatos, del raído traje ni del muy usadomuestrario... Fue aquélla una ciudad muydura. Y sólo dos ventas ridiculas.

Miró el reloj y se encogió de hombros.Tenía el tiempo justo para ofrecer aquí su mer-cancía, y, luego, correr a la estación de auto-buses para tomar un bocado y esperar a lascinco y cuarto de la tarde, a fin de coger elautobús que le trasladaría a la próxima ciudad.

Abrió la verja. No había dado más que dospasos cuando el perro se le abalanzó, mostrán-dole los dientes y la roja lengua. Era un ter-rible y extraño perro, que surgió silen-

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ciosamente de detrás de un árbol y saltó haciaél salvajemente, gruñendo por lo bajo. Conel instinto de una larga experiencia, alzó elmuestrario y, afortunadamente, los dientes delperro sólo le desollaron los nudillos. Entonces,el animal retrocedió, alejándose dando saltos,mientras flotaba en el aire un largo y fantásticoaullido.

Ed, con el corazón palpitándole y chupán-dose los nudillos, observó cómo se alejaba.Por el rabillo del ojo vio los agitados movimi-entos de una cortina al caer sobre una ventana.Luego, se abrió la puerta y salió un hombrealto, de cabellos blancos. La fugitiva miradadel individuo lo examinó minuciosamente depies a cabeza, y Ed, al observar las profundasarrugas y los semicerrados y feroces ojos,comprendió que allí no tenía nada qué vender.Se paró, recogió el muestrario, abrió la verja ysalió de estampida.

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-¡Espere! -le gritó el hombre de los ca-bellos blancos-. ¡Oiga!... ¡Vuelva!... ¡Detén-gase!... ¡Vuelva aquí!...

Ed continuó corriendo, sin volver lacabeza. Conocía estas ciudades, estas personasamargadas, deseosas siempre de meter a unhombre en la cárcel, de multarle por vendersin licencia, de quitarle hasta el último cén-timo y de echarle a puntapiés como a un vulgarholgazán. Conocía estos miserables y tiznadosburgos, estas desgreñadas amas de casa queescuchan con ojos irónicos y sonrisa malé-vola... ¿Qué les pasaba a estas personas? ¿Porqué le detestaban, le escarnecían, le echabanlos perros? Él no les causaba daño. Él les traíacepillos, útiles de cocina y otras menuden-cias..., y ellos le pagaban con insultos, conamenazas... Cuando dobló la esquina, el indi-viduo continuaba gritando detrás de él. Siguiócorriendo hacia la estación de autobuses, ar-diéndole los dañados nudillos.

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Cuando terminó el café le quedaban veinteminutos para que saliera el autobús. Ed oyó elalboroto del exterior. Con precaución nacidade larga experiencia, cogió un periódico y selo colocó delante de la cara; luego, miró at-entamente a su alrededor. Era el hombre alto yde cabellos blancos, hablando acaloradamentecon el policía. Anduvieron juntos a lo largode la cubierta rampa exterior de la estación,mirando con detenimiento a los escasos turis-tas que esperaban a que el enorme autobúsplateado empezara a admitir pasajeros.

Ed se levantó, llevando el periódico y elmuestrario, y caminó tranquilamente hacia elfondo del pequeño restaurante, saliendo por lapuerta. No dudaba de que el hombre de cabel-los blancos le buscaba para detenerle por nohaber respetado su cartel de VENDEDORES,NO. Seguramente se trataba de un comerci-ante del lugar, que se consideraba ultrajadopor su competición no autorizada.

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Con los hombros hundidos se sintiócansado y vacío cuando dobló la esquina,desde donde observó cómo entraban en el res-taurante sus perseguidores. Así, pues, estabandispuestos a hacer un escarmiento en su per-sona.

Recogió el maletín y echó una rápidamirada en torno suyo. Calle abajo vio untristón parquecito formado de aislados árboles.En el centro se veía un diminuto cenador, cu-bierto completamente por el ramaje y, al pare-cer, vacío.

Echó a andar de prisa hacia él. Existía unaprobabilidad, una mera probabilidad, de quepudiera alcanzar la carretera principal y pararel autobús, que le alejaría de la ciudad sin quele viera el agente. No podía exponerse a unamulta..., ni a treinta días de cárcel..., ni a am-bas cosas. Solamente tenía dinero para el bil-lete del autobús y para alquilar una habitación

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para pasar la noche. Mañana, si la próximaciudad no era mejor...

Entró en el parque y se encaminó, a lolargo de un intransitado sendero, hacia elcenador. A lo lejos, el autobús se puso enmarcha. Vio las luces rojas de los pilotos.Titubeó. Era demasiado tarde ya...

Miró detenidamente el interior delcenador, el suelo cubierto de hojas, los bancosllenos de polvo... Podría permanecer allí, es-perar a que oscureciese y, entonces, intentartomar el autobús de las diez. No era una per-spectiva agradable; pero siempre era preferiblea caer en manos del policía.

Miró más allá del parque, a las confort-ables casitas, a las calles con sus hileras deárboles, y una vaga tristeza se apoderó de él.Era el eterno vagabundo, el eterno buhonero,un vendedor ambulante cuyo comercio era yaviejo cuando se construyeron las pirámides...

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Suspiró y se acomodó en el banco. Duraciudad. Duros habitantes. Hasta los condena-dos perros mordían sin avisar. Le dolían losnudillos. Levantó el periódico y recorrió ve-lozmente con la vista los titulares:DESAPARECE UNA MUCHACHA DELA LOCALIDAD. Y el subtítulo decía: Seteme que July Howell haya sido víctima de unjuego sucio.

Gruñó, miró de soslayo a la oscuridad, serelajó, dobló el periódico debajo de su cabezay, al cabo de un minuto, estaba dormido.Cuando se despertó era ya de noche.

Notó la lengua pastosa. Le zumbaba lacabeza y los nudillos le quemaban como sifueran de fuego. Miró el reloj. Tenía el tiempojusto, si se daba prisa, para salir de la ciudady alcanzar el autobús de las diez y cuarto. Sepuso en pie y, de pronto, el cenador empezóa darle vueltas. Un estruendoso ruido percutióen sus oídos.

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Esperó, extrañamente asustado, hasta quese le aclaró la cabeza. En otras ocasiones habíasentido hambre y cansancio, pero nunca le su-cedió nada parecido a lo de ahora. Cogió elmuestrario, retrocediendo el agudo dolor desus raspados nudillos, maldiciendo de nuevola ciudad, al perro, al hombre de los cabellosblancos que le perseguía aun a través de su in-quieto sueño.

A menos que quisiera cortar a través de loscampos y saltar o pasar por debajo de las cer-cas construidas con alambre de espino, teníaque caminar a lo largo de una parte de laciudad muy iluminada para alcanzar la car-retera principal. Titubeó, pero su doloridamano no le dejó elegir. No estaba en condi-ciones de saltar vallas.

Con la cabeza baja, apretando el enrolladoperiódico, echó a andar, tratando de parecer unturista que recorre la ciudad entre dos para-das de autobús. Sus pies le dolían extraordin-

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ariamente y sus ojos veían destellos extraños.Hacía mucho tiempo que había comido y...

Se estiró cuando vio que se acercaba unhombre que le miraba con curiosidad, comomiran todos los habitantes de las ciudadespequeñas a los forasteros. El hombre fueaminorando el paso a medida que Ed se acer-caba y, al fin, se paró, esperando claramenteque Ed se hallara más cerca. Con la experien-cia adquirida por la mucha práctica, Ed llegójunto al desconocido. No era inspector dePolicía, ni siquiera agente, sino un indígenaque había salido a pasear... Sin embargo, laforma en que le miró, la rápida mirada que ledirigió, como de reconocimiento...

Ed se bajó más el ala del sombrero y pasópor el lado del hombre, obligando a sus dol-oridos pies a andar normalmente. El asa de sumuestrario estaba húmeda del sudor que des-tilaba la palma de su mano.

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Ed cruzó la calle precipitadamente, mir-ando hacia atrás. Vio al hombre, parado, ir-resoluto por un instante; luego echó a andar,apretó el paso y se paró ante una puerta, a laque golpeó con fuerza.

De repente, Ed se encontró bañado en su-dor. Aquel individuo actuaba como si le re-conociera de algo, como si su fotografía se hu-biese publicado en los periódicos o algo seme-jante. En su mente empezaron a surgir ator-mentados pensamientos. ¡Aquel hombre decabellos blancos!... Hablando, contando a lagente... hasta que todo el mundo, todo elpueblo, se puso en pie de guerra para apres-arle...

Ridículo. ¿Por qué? A los habitantes deuna ciudad, aun a los de una ciudad tan duracomo aquélla, les tiene sin cuidado algo tan in-significante como un vendedor ambulante sinlicencia.

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Apartó la cara cuando un grupo de rientesmuchachas salió de un bar espléndidamenteiluminado. Oyó una canción, el breve estri-billo de una canción popular, cuando pasó porel lado de ellas. Otro grupo murmuró algo,produciendo un chocante ruido que hizo a sumano apretarse convulsivamente sobre el asade la maleta-muestrario.

-¿Visteis a ese hombre?... ¿No es...? ¡Sí, esél!...

Se tambaleó. Era de locura. Hasta lasmuchachas...

-Traje gris y sombrero color castaño, ll-evando un maletín...

-¡Es él!... ¡Es él!...Sus gritos y jadeos le persiguieron cuando

cruzó la calle de nuevo, dobló la esquina y semetió en un portal oscuro. A través de la amp-lia ventana, abierta sobre la calle, pudo verlos.Las muchachas estaban agrupadas delante dela puerta del drugstore, hablando y señalando

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en dirección a él. Un muchachito saltó sobresu bicicleta y pedaleó furiosamente calle ar-riba, dobló la esquina, pero no vio a Edaplastado contra el portal.

El diminuto farol de la bicicleta esparcíauna luz que surgía y se desvanecía calle arriba,y Ed sintió un terrible temblor en su garganta,una incontrolable vibración. Pasó el espasmoy se recostó descuidadamente en el quicio delportal, mirando a través de la ventana hacia lacalle. El hombre que había llamado a la pu-erta se acercaba con otros varios. Los cochesconvergían en el lugar. Aumentó el pequeñogrupo estacionado delante del drugstore. Elmurmullo de sus voces llegaba hasta Ed. En-tonces, empezaron a cruzar la calle.

Ed comenzó a andar de prisa, con lacabeza ida. Otra vez le volvía el espantosozumbido. La calle se alargaba interminable-mente, haciéndose más oscura, perdiéndose enuna lejanía infinita. Tras él, oyó a personas

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que corrían, dando precipitadas explicacionescuando otra se unía a ellas.

Algo horrible había sucedido a la ciudad,a sus habitantes. La palabra «él» se había ex-tendido como un reguero de pólvora, como unincendio que asola un bosque, y le perseguían.¿Por qué? No era un delincuente. ¿Qué pudohaber hecho para que las iras se desataran con-tra él? Sujetaba fuertemente el muestrario, in-tentando pensar. Entonces recordó el per-iódico que había

leído. «La muchacha... desaparecida... So-specha de un juego sucio...» ¡Dios santo!¿Acaso creían que él...?

Apretó el paso. Se dio cuenta en seguidadel peligro. El era el Forastero, el Descono-cido. Fuera de los límites de la condenadacomunidad...

Emprendió una desordenada y alocada car-rera. Cruzó una calle, atravesó un solar, bajóun terraplén y lo subió por el lado contrario...

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Ya no había elección... Tenía que cortar através de los campos, corriendo a todo correr,golpeándole el muestrario, apretando el per-iódico, mientras a su espalda aumentaban losgritos. Trató de esconderse detrás de unenorme nogal, pero le hubieran sitiado. La per-secución se hubiese convertido en asedio.

Corrió. Cada vez estaba más asustado. Laoscuridad le rodeaba, espantosa, llena de pun-zantes gritos. Se movía espasmódi-camente,como hombre inmerso en una pesadilla. Todala ciudad iba a su alcance, babeando, ladrando,con la boca llena de espuma roja... Nuncaolvidaría aquel gigantesco anuncio luminosode VENDEDORES, NO, que se encendía y seapagaba delante de sus ojos...

Convergían de todas partes, dándosecuenta del ineficaz camuflaje de su ostentosoporte; viendo sus destrozados zapatos, su raídotraje de sarga, su maltratada maleta... Sabían...

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Vendedor ambulante... Buhonero... ¡Cuid-ado!... ¡Ésta es una ciudad dura!...

De pronto se derrumbó y todos cayeronsobre él gritando, cogiéndole...

-¡Es él! El individuo cuya descripción diola radio...

-Es el que busca el sheriff...-Lo hizo él. ¡Asesino!... ¡Raptor!...Asesino. Raptor. Las palabras volaban y se

aplastaban contra su cuerpo desde todos losángulos, dejando en él grandes y dolorosas ci-catrices. Confusamente oyó el ruido de unasirena que se acercaba, sobresaliendo por en-cima del alboroto de la multitud. Rechinaronunos frenos... Hubo un confuso altercado... yel populacho le golpeó y le empujó simul-táneamente...

-... ¡no le buscan por lo de la muchacha! -gritó una voz-. ¡Déjenle!

La voz se hacía oír por encima del enormejaleo.

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-Le mordió un perro rabioso... Apártense...En nombre de la ley, retrocedan o disparo...

¡Perro rabioso! Las palabras atravesaronla multitud como una tremenda ola, batiéndolay abofeteándola.

-¡Está rabioso!Una voz espantosa se alzó, dando alaridos,

sobre las otras:-Ya oyeron al sheriff. ¡Es un asesino ra-

bioso! ¡Ya saben lo que hizo a Julie Howell!...¿Qué estamos esperando para...?

Otra voz, perdida, remota:-¡Quietos! En nombre de...Hubo tiros. El populacho gritó al unísono;

luego, avanzó como animal furioso. Le co-gieron. Las manos se clavaron en su cuerpoy le destrozaban. Caras rojas, sudorosas, deojos brillantes... Iban y venían... Ladridos, lad-ridos— Eso no podía ser real. Debía de serel delirio, el resultado del veneno que le in-trodujo el perro rabioso en su sangre... Había

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oído las palabras del sheriff... Comprendía, alfin... Todo se arreglaría— Esto era la fiebre...Pronto le meterían entre sábanas limpias, yamables enfermeras le bañarían su ardorosafrente-

Trató de mover su destrozada boca, de-cirles todo esto. Había juzgado mal al pueblo,a la ciudad... No eran duros... En realidad, no.Era justo que, si había sido mordido por unperro rabioso, le buscaran para ayudarle... Noquerían hacerle daño. Todo esto..., el ruido, losgritos, el populacho..., no sucedía en realidad.No. Era el delirio...

Brillantes luces alumbraron su cara. Abriósus abotargados ojos, pestañeando a la clarid-ad. Encima de él estaba la maciza silueta de unenorme árbol. Un nogal. Algo se movía arriba;luego cayó hacia él, alocado, sinuoso, comouna serpiente de cabellos castaños.

Bailó ante sus ojos, y él sonrió mientras lasluces aumentaban y disminuían ante su vista...

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Parecía como una cuerda, la sintió ásperacuando se la pusieron alrededor del cuello;pero no podía ser una cuerda— En realidad,no... El grupo aullaba; un sonido extrañamentefemenino le alzaba, le alzaba en un agudooleaje de ruido increíble... Luego, de repente,se sintió caer, caer...

Era sólo una parte de la pesadilla... Ellosno querían hacerle daño... Pronto le meteríanentre sábanas limpias y amables enfer...

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T. H. WHITE - El enano(The Troll)-Mi padre -dijo míster Max- solía decir que

una experiencia como la que yo estoy a puntode contar era capaz de despertar el interés decualquiera sobre las materias mundanas. Comoes lógico, él no trataba de que le creyeran, nile importaba si le creían o no. Él mismo nocreía en lo sobrenatural, pero el hecho sucedió,y él se propuso referirlo tan sencillamente comofuera posible. Hubiera sido estúpido en él decirque despertó su fe en los asuntos mundanos, yaque él era tan mundano como el que más. Enverdad, la parte realmente terrorífica de ello fuela atmósfera horriblemente tangible en que tuvo

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lugar. Ninguno de sus perfiles fue indeciso enabsoluto. De haber sido menos natural, se hu-biera reparado menos en la criatura, en el ser,en el ente. Parecía vencer las leyes usuales sinser inmune a ellas.

Mi padre era un hábil pescador, y solía ir amultitud de sitios para pescar. En una ocasiónestuvo en Abisko, en territorio lapón, aloján-dose en un hotel de estación bastante confort-able, situado a trescientos kilómetros dentrodel círculo Ártico. Viajó la prodigiosa longit-ud de Suecia... (Yo opino que se está más le-jos del sur de Suecia yendo hacia el Norte,que se está del sur de Suecia yendo hacia elsur de Italia)... en el tren eléctrico, y llegómuy cansado. Se acostó temprano durmién-dose casi inmediatamente, aunque en el exter-ior era completamente de día, como siempreson las noches en esos lugares durante aquellaépoca del año. La parte menos chocante de su

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experiencia no fue que toda ella sucediera a laluz del sol.

Se acostó temprano, se durmió y soñó. Hede aclarar inmediatamente, con la misma clar-idad con que se delineó ese ente al sol norteño,que no se convertirá este relato, en el últimopárrafo, en un sueño. La división entre dormiry despertar era brusca, aunque la sensaciónde ambas era igual. Ambas se hallaban en lamisma esfera del absurdo horrible, aunque enla primera estaba dormido, mientras que enla segunda estaba casi terriblemente despierto.En algunas ocasiones, intentaba estar dormido.

Mi padre solía contar siempre uno de sussueños, porque, en cierto modo, parecía seruna parte de algo que continuaba. Él creía queera consecuencia de la presencia de la cosa enla habitación de al lado. Mi padre soñó consangre.

Lo que impresionaba era la vivacidad delsueño, su minucioso detalle y su horrible real-

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idad. La sangre brotaba por el ojo de la cer-radura de la puerta cerrada que comunicabacon la habitación de al lado. Supongo que am-bas habitaciones hubieron de constituir, en unprincipio, una especie de suite. La sangre cor-ría puerta abajo en oleada viscosa, como laartificial creada en la fuente que mana en lacalle Trumpingdon. Pero era molesta, y olía.Su lento chorro empapó la alfombra y alcanzóla cama. Era caliente y pegajosa. Mi padre sedespertó con la sensación de tener las manosmetidas en sangre. Empezó por separar los dosprimeros dedos que estaban pegados, tratandode librarlos de la grasienta adherencia que losjuntaba.

Mi padre sabía lo que tenía que hacer.Déjenme aclararles que ahora estaba com-pletamente despierto, pero sabía lo que teníaque hacer. Saltó de la cama bajo este irresist-ible conocimiento, y miró por el ojo de la cer-radura hacia la habitación de al lado.

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Me imagino que la mejor forma de contaresta historia es narrarla sencillamente, sin es-forzarme en que se crea. La cosa no requeríacreencia. No era la sensación de horror queproduce el esqueleto de alguien, ni un con-torno confuso, ni nada que necesitase ser actu-alizado por un acto de fe. Era tan sólido comoun guardarropa. Uno no tiene que creer en losguardarropas. Están ahí, con sus esquinas.

Lo que mi padre vio a través del ojo dela cerradura, en la habitación de al lado, fueun enano. Era eminentemente sólido, de unosveinticinco centímetros de estatura y vestidocon pieles brillantemente adornadas. Teníauna cara azul, con ojos amarillos, y sobre sucabeza llevaba una especie de gorro de dormirde lana con una borla roja en lo alto. Sus ras-gos eran mongólicos. Su cuerpo, largo ynudoso, como el tronco de un árbol. Suspiernas, cortas y gruesas, como las patas de loselefantes que suelen utilizarse como paragüer-

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os, y sus brazos, escasos: pequeños miembrosrudimentarios semejantes a las patas delanter-as de los canguros. Su cabeza y su cuello eranmuy gruesos y macizos. En conjunto, parecíaun grotesco muñeco.

Ése fue el horror del asunto. Imagínenseun ser completamente normal, en pie, en unrincón de la habitación, pero con veinticincocentímetros de alto. El ser era tan vulgar comoeso, tan tangible como grueso y tan des-mañado en sus articulaciones; pero podía mo-verse.

El enano se estaba comiendo a una dama.¡Pobre muchacha! Estaba completamenteaplastada por aquellos brazos rudimentarios,con la cabeza a nivel de la boca del monstruo.Vestía un camisón, que estaba enrollado bajosus axilas, de forma que ofrecíase en toda sudescarnada desnudez, como un cuadro clásicode Andrómeda. Afortunadamente, parecíahaberse desmayado.

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En el preciso instante en que mi padre ap-licaba su ojo al de la cerradura, el enano abrióla boca y arrancó la cabeza de la muchacha.Luego, agarrando el cuello entre sus brillanteslabios azules, chupó la seca y desnuda carne.Ella se arrugó como naranja exprimida, y suspiernas patearon. El ente tenía una mirada dereflexivo éxtasis. Cuando la muchacha parecióhaber perdido suculencia como naranja, fuealzada en el aire y desapareció en dos bocados.El enano permaneció apoyado contra la pared,masticando pacientemente y mirando a sualrededor con vaga benevolencia. Luego seagachó, doblándose por la cintura, comocuando se abre a medias una navaja, y abrió laboca para chupar la sangre de la alfombra. Ensu interior, la boca era incandescente, como unhorno de gas, y la sangre se evaporaba ante sulengua, como el polvo ante el aspirador. Se ir-guió, con los brazos colgando delante de él en

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paciente inutilidad, y fijó los ojos en la cer-radura.

Mi padre retrocedió, arrastrándose, haciala cama, como un zorro perseguido despuésde recorrer veinticinco kilómetros. Al princi-pio fue porque tuvo miedo de que el ente le hu-biese visto por el ojo de la cerradura; pero des-pués fue por razonamiento. Un hombre puedeatribuir a su fantasía muchas pesadillas y, enúltimo término, puede convencerse de que losentes de las tinieblas no existen. Pero ésta erauna aparición en una habitación llena de sol,con toda la solidez de un guardarropa y, des-graciadamente, con casi ninguna de sus posib-ilidades. Se pasó los primeros diez minutos enasegurarse de que estaba despierto, y el restode la noche intentando confiar en que estabadormido. Fue lo uno o lo otro, o, en otro caso,es que estaba loco rematado.

No es agradable dudar de la razón de uno.No existen pruebas satisfactorias. Uno se

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puede pinchar para saber si está dormido; perono hay método alguno para determinar el otroproblema. Pasó algún tiempo abriendo y cer-rando los ojos; pero la habitación parecía nor-mal y permanecía sin alteración. Tambiénmetió la cabeza en una palangana de agua fría,sin resultado. Entonces, se tumbó de espalda,observando durante horas los mosquitos deltecho.

Cuando le llamaron estaba terriblementecansado. Una guapa doncella escandinavadescorrió las cortinas, dejando entrar el solen su dormitorio, y diciéndole que hacía undía espléndido. Habló con ella varias veces,observándola atentamente; pero ella no pare-ció tener duda alguna sobre su buena disposi-ción mental. Por tanto, era evidente que no es-taba loco. Había pensado en el asunto durantetantas horas que había terminado por ofus-carse. Los contornos se esfumaban de nuevo,y determinó que todo aquello debió de ser un

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sueño o una ilusión temporal; algo temporal,en cierta forma, y que terminó. Por tanto, nohabía que pensar en ello por más tiempo. Selevantó, se vistió y bajó a desayunar.

Aquellos hoteles solían estar muy bien.Había siempre a mano una dueña en unpequeño despacho cerca del vestíbulo, que sedesvivía por contestar a cualquier pregunta yque hablaba todos los idiomas imaginables.Por lo general, cumplía su cometido de formaque los huéspedes se considerasen como en supropia casa. La dueña del Abisko era un seramabilísimo en todos los aspectos. Mi padresolía hablar mucho de ella. Tenía la idea deque cuando uno se bañaba en Suecia, le en-viaban a una de las doncellas para que le lav-ara. En realidad, así suele ser algunas veces;pero siempre se trata de una doncella ancianay de gran confianza. Uno tiene que permane-cer dentro del agua, y esto supone ya con-ferirle a uno una capa de invisibilidad. Si se

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saca la rodilla, ella se ofende. Mi padre teníala esperanza de que un día le enviaran a lapropia dueña, y me atrevería a decir que lahubiera ofendido mucho. Sin embargo, éstaes cuestión aparte. Cuando cruzó el vestíbulo,algo le empujó a preguntar sobre la habitaciónvecina a la suya. Inquirió si había alguien alo-jado en el número 23. «Pues sí -respondió larecepcionista con amable sonrisa-. La hab-itación número veintitrés la ocupa un doctor,profesor en Upsala, con su esposa. ¡Una parejaencantadora!»

A mi padre le hubiera gustado saber quéestaba haciendo la encantadora pareja mien-tras el enano se comía a la muchacha en cam-isón. Sin embargo, decidió no volver a pensarmás en el asunto.

Trató de despreocuparse y se dirigió a de-sayunar. El profesor se hallaba sentado en elrincón opuesto... (la camarera se lo señaló am-ablemente), y su aspecto era de hombre apa-

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cible y miope. Mi padre pensó que saldría adar un largo paseo por la montaña, puesto queel ejercicio era lo que, evidentemente, necesit-aba su constitución.

Hacía un día espléndido. Debajo de él bril-laban las aguas azules del lago Torne en todasu amplitud de cincuenta kilómetros, y lanieve, al fundirse, formaba una filigranaalrededor de las cimas de las montañas querodeaban al lago. Caminó más allá de los acha-parrados abedules y de los musgosos pantanosdonde habita el reno y también los mosquitos.Vadeó algo que podía haber sido un temporalafluente del Abiskojokk, teniendo que quitarselos pantalones para hacerlo y arrollarse lacamisa en torno al cuello. Sentía deseos degritar al luchar contra el impulso de las aguasde nieve, con las piernas cruzándose entre síinvoluntariamente mientras avanzaba y laspiedras deslizándose bajo sus pies. Su cuerpohizo un extraño movimiento en el agua, que

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salpicó y le mojó la barriga. Cuando estuvo alotro lado del río, una piedra le hizo resbalarde verdad y dio de bruces en el agua. Salió deella, dando gritos de gozo, e hizo en voz altauna observación que, desde entonces, se con-virtió en algo clásico en la familia: «Gracias aDios -dijo-, me había remangado».

Retorció lo mejor que pudo su ropa y sela puso de nuevo, a pesar de la humedad. Em-pezó a subir la ladera de Niakatjavelk. Al cabode un kilómetro estaba seco y caliente otravez. No había escalado trescientos metros máscuando alcanzó la línea nevada, y allí, ar-rastrándose con pies y manos, llegó frente a loque parecía ser la cumbre de la ambición. Setopó con un armiño. Ambos estaban a cuatropatas; por tanto, existía una especie deigualdad en el encuentro, especialmenteporque el armiño estaba a más altura que él.Se contemplaron durante brevísimos instantes,sin decirse nada, y entonces el armiño desa-

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pareció. Lo buscó por todas partes en vano,porque la nieve estaba solamente a trozos. Mipadre se sentó sobre una piedra seca, paracomerse una pastilla de chocolate con pan decenteno.

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La vida es un infierno inexplicable, única-mente porque, a veces, es hermosa. Si nosotrosfuéramos unos miserables continuamente; si noexistieran cosas tales como el amor, la belleza,la fe o la esperanza; si yo pudiera estar com-pletamente seguro de que mi amor nunca seríacorrespondido, ¡cuánto más sencilla sería lavida! Uno podría hundirse en las siberianas mi-nas de sal de la existencia sin ser perturbado porla felicidad. Desgraciadamente, la felicidad estáaquí. Siempre existe la posibilidad (en una pro-porción de ochocientos cincuenta contra uno)de que otro corazón venga a trabajar la mina.Yo no puedo sostener la esperanza, ni conservarla fe, ni amar la belleza. Frecuentemente no soytan miserable como sería inteligente serlo. Yallí, porque mi pobre padre estaba sentado ensu piedra sobre la nieve, se hallaba la felicidadcompleta llamando a las puertas.

En la piedra donde estaba sentado nunca sehabía sentado otra persona. Se hallaba a tresci-

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entos kilómetros en el interior del círculo Ár-tico, en una montaña de dos mil metros de al-tura que se miraba en un lago azul. El lagoera tan grande que él hubiera jurado que se in-clinaba en sus lejanos extremos, demostrandoa la vista que la dulce Tierra era redonda. Lalínea del ferrocarril y la media docena de casasde Abisko estaban ocultas por la arboleda. Elsol calentaba la piedra, daba tonalidad azul ala nieve, y el cuerpo de mi padre se reconfort-aba de la mojadura. La boca se le hacía agua ala vista del chocolate, justamente detrás de lalengua.

Y, sin embargo, cuando se hubo comidoel chocolate..., acaso por la pesadez que leprodujo en el estómago..., recordó al enano.De pronto, mi padre cayó en el humor negro,comenzando a pensar en lo sobrenatural. La-ponia era hermosa en verano, con el sol con-tinuamente en el horizonte durante el día y lanoche, y los ar-bolillos resplandeciendo. No

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era lugar para cosas malvadas. Pero ¿y en in-vierno? Ante sus ojos se presentó un cuadrode la noche ár-t ica, con el silencio y la nieve.Entonces, los lobos y los osos legendariosrondando por los lejanos campos, y los innom-inados espíritus invernales llevaban a cabo suscorrerías a través de los tenebrosos senderos.A Laponia se la había asociado siempre conla brujería, hasta por Skakespeare. Era en losconfines del mundo donde se acumulaban lasViejas Cosas, como el madero ronda loslímites del mar. Si se necesita encontrar unamujer inteligente, se va a las costas de lasHébridas; en la costa de Britania se busca lamisa de St. Secaire. ¡Y qué confín era La-ponia! Era un confín no sólo de Europa, sinode la civilización. No había fronteras. Los la-pones iban con los renos, y donde estaban losrenos se hallaba Laponia. Región curi-osamente indefinida, adecuada para las cosasindefinidas. Los lapones no eran cristianos.

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¡Qué reservas de poder debían de haber tenidoa sus espaldas para resistir la marcha delpensamiento! A través de siglos misioneros,habíanse valido de algo, de algo que habíapermanecido detrás de ellos: un poder contraCristo. Mi padre se dio cuenta, con asombro,de que estaba viviendo en la era del reno, unperíodo contiguo al mamut y al fósil.

Bueno no era a esto a lo que había salido.Con un esfuerzo apartó de sí las pesadillas, selevantó de la piedra y comenzó a bajar en dir-ección a su hotel. Era imposible que un profe-sor de Abisko pudiera convertirse en enano.

Aquella tarde, cuando mi padre se dirigíaal comedor para cenar, la dueña le paró en elvestíbulo. «Tenemos un día fatal -le dijo-. Alpobre profesor le ha desaparecido su esposa.No se la encuentra desde anoche. El profesorestá inconsolable...»

Mi padre dio por seguro entonces que es-taba loco.

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A ciegas se dirigió al comedor, sin con-testar, y empezó a comer una espesa sopa decrema agria, que se tomaba fría con pimientay azúcar. El profesor continuaba sentado en surincón: era un hombre de cabellos rubios, congafas de gruesos cristales y expresión desol-ada. Estaba mirando a mi padre, y mi padre,con la cuchara a medio camino de la boca, lemiraba a su vez. ¿Conocen ustedes esa clasede reconocimiento visual, cuando dos perso-nas se miran profundamente a las pupilas yescudriñan sus respectivas almas? Corriente-mente ocurre antes que llegue el amor. Me re-fiero al reconocimiento claro, profundo y at-ento, expresado por el poeta Dante. Sus ojea-das se cruzaban y entrelazaban sus ojos condoble atadura. Mi padre comprendió que elprofesor era al enano, y el profesor se diocuenta de que mi padre le había reconocido.Ambos sabían que el profesor se había comidoa su esposa.

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Mi padre dejó la cuchara y el profesor em-pezó a crecer. La parte alta de su cabeza subióy se extendió, al igual que una gran hogazade pan en un horno; su cara se volvió roja ypúrpura, y, al final, azul; todo su desmañadocuerpo comenzó a vibrar y a elevarse haciael techo. Mi padre miró a su alrededor. Losotros huéspedes estaban cenando indiferentes.Nadie, excepto él, podía verlo; al fin, estabadefinitivamente loco. Cuando miró el enanootra vez, el ser se inclinó. La enorme superes-tructura se agachaba hacia él, doblándose porla cintura, sonriéndole seductora.

Mi padre se levantó de la mesa experi-mentalmente, y avanzó hacia el enano arras-trando con excesivo cuidado sus pies sobre laalfombra. No le era fácil andar ni acercarseal monstruo; pero era cuestión de su razón.Si estaba loco, estaba loco; y era esencial quepudiese agarrar la cosa para estar seguro.

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Se paró delante de él como un niño, y ex-tendió la mano diciendo: «Buenas noches».«¡Jo, jo! -respondió el enano-. ¿A quién tendréde cena esta noche, muñequito?», y extendiósus peludas pezuñas y cogió la mano de mipadre.

Mi padre fue sacado del comedor andandopor el aire. Encontró a la dueña en el pasillo yle enseñó la mano.

«Creo que me he quemado la mano -ledijo-. ¿Cree usted que podría vendármela?» Ladueña contestó: «¡Oh! Es una quemadura fea.Todo el dorso está cubierto de vejigas... Claroque se la vendaré en seguida...».

Él explicó que se la había quemado con uninfiernillo que estaba sobre el aparador. Apen-as podía concebir su alegría. Uno no puedequemarse a sí mismo por estar loco. «Vi queestuvo hablando con el profesor -dijo la dueñamientras le ponía la venda-. Es un caballeromuy simpático, ¿verdad?...»

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El alivio acerca de su locura pronto dejósitio a otras preocupaciones. El enano se habíacomido a su esposa y le había producido aél una quemadura; pero también había hechouna desagradable observación sobre su cenade aquella noche. Se proponía comerse a mipadre. Muy pocas personas son capaces dehallarse en situación de decidir qué han dehacer cuando un enano los señala como supróxima comida. Para empezar, aunque era unenano tangible en dos aspectos, había per-manecido invisible para los otros comensales.Eso colocaba a mi padre en una situación di-fícil. Por ejemplo, no podía pedir protección.Hubiese sido absurdo que se dirigiera a ladueña para decirle: «El profesor Skal es unaespecie de lobo; se comió anoche a su esposay se propone comerme a mí esta noche».

Inmediatamente, le hubieran consideradoun mentecato. Además, era demasiado orgul-loso para hacer eso, y más confundido aún. A

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pesar de las pruebas y de las vejigas, no con-sideraba fácil hacer creer en profesores quese transforman en enanos. Toda su vida habíavivido en un mundo normal y a su edad era di-fícil empezar a aprender de nuevo. Para un be-bé, que estaba aún coordinando el mundo, hu-biera sido facilísimo competir con la posicióndel enano; para mi padre no. Trató de acomod-arlo en alguna parte, sin perturbar el universo.Intentó decirse que era una tontería: los pro-fesores no se comen a uno. Era como tenerfiebre y decirse uno mismo que todo estabaperfectamente; que, en realidad, todo era undelirio nada más, algo que pasaría.

Existía por una parte esta sensación: eldesesperado aserto de todas las verdades quehabía aprendido, la lucha por conservar elmundo apartado de la violencia, la valienteaunque aterradora negativa a retroceder o aconvertirse en loco.

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Por otra parte, existía un terror completo.No obstante, muchos luchaban por ser mera-mente embaucados o introducidos en un ex-traño bolsillo de espacio-tiempo. Existíapánico. Existía la urgencia de alejarse tan rápi-damente como fuese posible, de huir del ter-rible enano. Desgraciadamente, el último trenhabía salido de Abisko, y ahora no había ad-onde ir...

Mi padre era incapaz de distinguir estosrumbos de pensamiento. Para él eran intrinca-damente confusos. Se encontraban dentro deun círculo giratorio. Como hombre orgulloso,como agnóstico, se agarraba solamente a susencasquilladas pistolas. Estaba terriblementeasustado del enano, pero no podía admitir suexistencia. Todo su proceso mental per-manecía suspenso en el aire, mientras hablabaen la terraza, en un estado de confusa an-imación, con un turista americano que había

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venido a Abisko a fotografiar el sol de medi-anoche.

El americano dijo a mi padre que el fer-rocarril de Abisko era el tren eléctrico másseptentrional del mundo; que doce treneshacían todos los días el recorrido entre Upsalay Narvik; que la población de Abo era de docemil habitantes en 1862, y que Gustavo Adolfosubió al trono de Suecia en 1611. También lefacilitó algunos datos sobre Greta Garbo.

Mi padre dijo al americano que se requeríaun niño muerto para la misa de St. Secaire;que un elemental era una especie de boca enel espacio que chupaba a uno, tratando de en-gullírselo; que la magia homeopática la prac-ticaban los aborígenes de Australia, y que unalapona tenía sumo cuidado en su confinami-ento, de no tener lazos ni nudos en su cuerpo,porque eso hacía difícil su libertad de acción.

El americano, que había estado mirandoa mi padre de forma extraña durante algún

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tiempo, tomó eso como una ofensa y se alejóde él. Por tanto, no teniendo otra cosa quehacer, mi padre se fue a la cama.

Mi padre subió la escalera solo haciendoun poderoso esfuerzo. Tenía la impresión deque sus facultades estaban contraí-das y con-fundidas. Tuvo que ayudarse con la barandilla.Parecía estar andando sobre un alambre, a un-os treinta centímetros por encima de sucabeza. Todas las salidas estaban cerradas,pero él continuó subiendo tenazmente la escal-era, avanzando con orgullo y repugnancia. Loque transfería a su cuerpo era temor físico, elmismo temor que sintiera cuando, siendo unniño, caminaba a lo largo de los pasillos paraque le pegaran. Subió firmemente la escalera.

Cosa bastante extraña: se durmió enseguida. Había estado escalando todo el día yhabía permanecido despierto toda la noche an-terior, sufriendo grandes emociones. Como uncondenado a muerte que fuera a ser ahorcado a

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la mañana siguiente, mi padre se despreocupóde todo y se echó a dormir.

Al dar la medianoche fue despertado. Oyóal americano en la terraza, debajo de suventana, explicando muy excitado que sehabía nublado las dos últimas noches a lasonce y cincuenta y ocho minutos, por lo que lehabía sido imposible fotografiar el sol de me-dianoche. Oyó el clic de la máquina.

Parecía haberse desencadenado una re-pentina tempestad de viento y granizo. El vi-ento rugía en la ventana, y las cortinas se alza-ban, señalando horizontalmente hacia el interi-or del dormitorio. El bramido y el zumbido dela tempestad batían la ventana con un ruidoque iba en crescendo: era como un viento hur-acanado dirigido hacia él. En el alféizar apare-ció una garra azul.

Mi padre se volvió y hundió la cabeza enla almohada. Sintió cómo la gruesa cabeza sur-gía de la ventana y cómo los ojos se fijaban

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sobre el volumen de su espalda. Sintió cómo lepunzaban en algunas partes. Picaban. O, mejordicho, lo que picaba era el resto de su cuerpo,con excepción de esos sitios. Sentía crecer almonstruo dentro de la habitación, resplande-ciendo como el hielo y emitiendo una tormen-ta. El mosquitero se alzó a su soplo, des-cubriéndole, dejándole indefenso. Era un éx-tasis de terror tal que casi sintió gozo. Eracomo un bañista que se sumerge por primeravez en agua helada y es incapaz de mover losmiembros. Intentaba gritar, pero todo cuantopodía hacer era emitir una especie deahogados ruidos procedentes de sus paraliza-dos pulmones. Se transformó en una parte delhuracán. Las ropas de la cama volaron. Y sedio cuenta de que el enano alargaba las manos.

Mi padre era un agnóstico; pero, como lamayoría de los ociosos, acostumbraba teneruna avispa en su gorro. Su avispa favorita erala psicología de la Iglesia Católica. Estaba pre-

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parado para hablar durante horas sobre el psi-coanálisis y la confesión. Su mayor descubri-miento había sido el rosario.

El rosario, según decía mi padre, se con-sideraba solamente como ocupación actualque calmaba los centros inferiores de la mente.El pasar y recitar automáticamente las cuentasdel rosario liberaba los centros superiores parameditar sobre los misterios. Era un sedante, lomismo que hacer punto de media o contar ove-jas. No existía nada mejor para el insomnioque rezar el rosario. Durante varios años,había dado profundos suspiros y contado reg-ularmente. Cuando estaba falto de sueño, per-manecía tumbado de espalda y pasaba lascuentas; siempre llevaba un rosario pequeñitoen el bolsillo de la chaqueta del pijama.

El enano extendió las manos, rodéandolela muñeca. Él se quedó completamente paral-izado, como si le hubiesen atado. El enanopuso las manos sobre las cuentas del rosario.

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Como empujadas por fuerzas ocultas, sereunieron de golpe sobre el corazón de mipadre. Según dijo él, hubo una explosión, unarápida creación de poder. Positiva y negativa.Un fulgor, un rayo de luz. Algo así como elchisporroteo con que el trole de un tranvíavuelve a encontrar de nuevo el cable cuando sehace el cambio de aguja.

El enano hizo un ruido semejante al dela ebullición de una rana e inmediatamentecomenzó a disminuir de tamaño. Soltó a mipadre y se alejó, corriendo y aullando, en dir-ección a la ventana, como si hubiese exper-imentado una terrible quemadura. Ibaperdiendo el color a medida que disminuía detamaño. Era como uno de esos muñecos deaire que se inflan con un agudo silbido. Apen-as más grande que un niño, escaló el alféizarde la ventana y se descolgó visiblemente.

Mi padre saltó de la cama y le siguió ala ventana. Le vio caer en la terraza como un

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sapo, plegarse sobre sí mismo y deslizarse,bamboleándose y silbando como unmurciélago, hacia el valle de Abiskojokk.

Mi padre se desmayó.A la mañana siguiente, la dueña dijo: «Ha

ocurrido una horrible tragedia. Esta mañanaencontraron al profesor ahogado en el lago.Por lo visto, la pena que le produjo la desapar-ición de su esposa le enloqueció».

El americano encabezó una suscripciónpara comprarle una corona, a la que con-tribuyó mi padre con cinco chelines. Elcadáver fue transportado a la mañana siguienteen uno de los doce trenes que circulan diaria-mente entre Upsala y Narvik.

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ROBERT SOMERLOTT -Noche en casa de Black(Evening in the Black House)Sus ojos se desorbitaron, y sus grandes

manos, al coger la botella de jerez, temblaronligeramente, dando lugar a que se derramaraparte del vino por un lado de la copa.

-¿Está usted seguro, Eric?-Sí -contesté-. He recorrido bastante mundo

para saber cuándo algo está fuera de lugar.-Cuénteme exactamente cómo sucedió.

Puede ser importante.-Estaba oscureciendo cuando abandoné el

hotel. Eché a andar, pensando con qué gusto

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comería las salchichas de Frieda después dehaber estado comiendo tortilla y pimientoschiles durante toda una semana. No presté nin-guna atención a la pareja cuando pasé por sulado, en la plaza. Había recorrido tres man-zanas de casas cuando me di cuenta de que meseguían...

Las manos de Henry Black estaban con-troladas cuando me ofreció el jerez. Se sentótranquilamente en el sillón de cuero colocadofrente a mí, con la cara impávida; pero susojos, de color azul pálido, miraban condesconfianza hacia la ventana del cuarto deestar con las cortinas corridas y las persianasechadas. Inclinaba su cabeza pelada al rape,como si escuchara algún ruido desacostum-brado procedente del exterior. Yo no oía nada,excepto el ruido producido por la persistentelluvia y el ahogado lloriqueo de Inga, el másnervioso de todos los perros doberman. Meimaginé a los dos incansables canes errando

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por entre la casa y la tapia coronada de púasque la circundaba. Loki, el macho, era másfuerte. Pero Inga siempre estaba alerta, tensapor la sospecha. Meses antes, durante misprimeras noches en la casa de Henry Black,me había sentido como un explorador rodeadode caníbales. ¿Se arrojarían los perros a micuello si me levantaba a coger el tenedor? Noestaban acostumbrados a los forasteros. Den-tro de la casa, no se separaban de Henry. Tuvi-eron que pasar dos meses y realizar una do-cena de visitas a la casa antes que ellos meotorgaran su confianza para andar por la hab-itación. Ahora, patrullando por el patio, es-cudriñaban la oscuridad, olfateándola, recor-riéndola cautelosamente.

-¿Qué aspecto tenían esos hombres? -pre-guntó Henry.

-El de dos mexicanos borrachos -respondí-. Cuando me di cuenta de que me seguíanpensé que intentaban golpearme o robarme, lo

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ya clásico para un turista americano. Luegopresentí..., no sé por qué..., que no andabancomo mexicanos. Supongo que esta idea es ri-dicula, pero...

-¡No, Eric, no lo es! -dijo Henry, y su re-pentina excitación hizo que se pusiera en pie-. Cada raza, cada nacionalidad, se mueve dediferente modo. Como ocurre con la cría deperros... Cada perro se ha de criar de unaforma especial... Muchas personas son inca-paces de notar la diferencia; pero usted y yo sínos damos cuenta de ello.

-De cualquier forma, había algo raro en el-los -continué-. Decidí que si iba a sufrir al-gún contratiempo, sería preferible sufrirlo enel pueblo que en esta carretera desierta. Portanto, me paré y esperé. No me adelantaron,sino que se metieron en un palio. Yo habríaolvidado el asunto por completo si no los hu-biese visto después junto a la verja de su casa.

-¿Qué hacían allí?

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-El coche negro estaba parado en la car-retera y ambos hablaban con el conductor. Memiraron un instante, y cuando se dieron cuentade que me dirigía hacia la verja de su casa,subieron al coche. Emprendieron la marcha,carretera abajo, alejándose del pueblo. ¡Oh, sí!El coche tenía matrícula americana.

Henry se golpeó la palma de la mano consu potente puño.

-¿Alejándose hacia dónde? Esa carreteraconduce a un par de cabañas de adobe y auna pequeña granja situadas a seis kilómetrosde aquí. Usted debería habérmelo dicho enseguida, Eric.

Me eché a reír, tratando de aliviar latensión que existía en la habitación.

-¿Querría usted que estropeara la cena deFrieda con la historia de dos misteriosos foras-teros que me perseguían? Además, no ocurriónada. Sólo parecían raros, y no puedo figur-arme cómo me adelantaron por la carretera sin

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que los viera. ¡Oh demonios! Creo que sóloquerían apoderarse de algunos dólares amer-icanos, pero que después cambiaron de idea...

-Tal vez, tal vez...Frieda entró tan repentinamente que tuve

la sensación de que había permanecido es-cuchando en el umbral de la puerta delcomedor.

-Nueces -anunció, presentando unabandeja de madera tallada-. Und quesos.

-Y quesos -le corrigió Henry. -Ja.La cara redonda de Frieda sonreía de sat-

isfacción, pero en sus ojos había una miradatorcida. Sus gordezuelos dedos, cubiertos desortijas de oro, estaban nerviosos cuando dejóla bandeja sobre la mesita de café. Las fuentesestaban llenas de golosinas.

-Cuando me decida a casarme..., ¡Dios meayude!... lo haré con una chica alemana comoFrieda...

-Ja -sonrió ella-; pero más joven...

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-Es una esposa excelente -dijo Henry.Entre ellos se cruzó una larga mirada, una

sonrisa medio de devoción y de afecto; pero,al mismo tiempo, hubo tristeza.

-Tú has sido un buen esposo -dijo ella.Cada sílaba llevaba el peso de una senten-

cia, haciendo que sus palabras sonasen comoun susurrante adiós junto a una noticia grave.Henry palmeó su mano, tocando con sus dedoslos hermosos brazaletes de oro que ella llevabacon tanto orgullo. Frieda era tan llana, tanmujer de su casa, que su fascinación por losadornos de oro parecía ser como la de unaniña. Gozaba de la misma forma con losbrazaletes, realmente magníficos, que con losbaratos y agitanados pendientes que colgabande los lóbulos de sus orejas.

Afuera, Inga ladró. Henry cruzó la hab-itación en tres zancadas. Descorriendo las cor-tinas, abrió la ventana de par en par y apoyóla cara contra las persianas echadas. Ya había

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cumplido los cincuenta, pero se movía comoun tigre, impregnando cada uno de sus movi-mientos del vigor y del balanceo de la fiera.

-¿Qué pasa? -pregunté.La tensión de su cuerpo se relajó lenta-

mente.-Nada. Había oído ladrar a Inga.-Saldré a echar una ojeada por los

alrededores.Antes de dar un paso hacia la puerta, me

detuvo con una orden militar.-¡No, Eric!Le hice cara.-Escuche, Henry: toda la noche se ha com-

portado usted como si estuviese esperando quele lanzaran una bomba por la ventana.

Eso empezó mucho antes que yo le contaraque había sido seguido. Durante la cena, es-tuvo quieto como un gato. Esto no es corrienteen usted. Ahora cree que afuera hay algo.Bueno, pues saldré a averiguarlo.

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-Adelante. Es mejor saberlo.-Hola, Loki -dije dándole palmaditas.No toqué a Inga. Juntos dimos la vuelta a

la casa.El lugar era una fortaleza, o quizá, más

bien, un campo de concentración, con la altacerca de alambre y una ancha franja de terrenolibre entre ella y el bosque que la rodeaba. Lacerca, electrificada a alta tensión, cobraba unpeaje diario a los pájaros que se posaban ensus mortales filamentos. Aun en esta remotaparte de México, donde los ricos coronabansiempre sus tapias con trozos de cristales ylas guardaban con perros, eran excesivas y ex-traordinarias las precauciones tomadas porHenry Black.

Conocí a Henry cinco meses antes, pocotiempo después de mi llegada al pueblo deSan Xavier. Era una figura atractiva, que at-ravesaba la plaza con Inga a su lado y conHugo, un criado de cara cuadrada, a su es-

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palda. Durante un segundo, detuvo la miradaen el cuadro que yo estaba pintando. Saludán-dome con una ligera inclinación de cabeza,continuó su camino. Su espalda tenía un as-pecto tan militar como el revólver que colgabade su cinto.

Durante las dos semanas siguientes, pasótodas las mañanas por mi lado, en su caminode ida y vuelta a la estafeta de correos, sinhablar jamás, aunque siempre mirándome concuriosidad. Al fin, su fascinación por la pin-tura y su amor por las flores, que era el temaque yo repetía continuamente en mis cuadros,vencieron su mudez.

Tras la primera y breve conversación,nuestra amistad creció rápidamente, puestoque era un gran aficionado a la pintura.Jugábamos al ajedrez, y nuestras partidas sedesarrollaban sin incidentes. Nuestro similarpunto de vista superaba los veinte años quehabía de diferencia en nuestras edades. Yo

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había visto mucho mundo durante mis treintaaños. Henry y yo habíamos luchado en lasguerras y conocido países exóticos, y re-cordábamos algunas calles tortuosas de Singa-pore o Barcelona.

-¡Qué consuelo hablar de nuevo con unhombre inteligente! -me dijo-. ¿Cómo fue elvenir a este pueblo infernal?

-No fue accidental -contesté-. Durante tresaños pedí referencias a amigos y conocidos,antes de decidirme por esta ciudad. Para mí esideal.

No le pregunté qué razones tenía parahaber elegido San Xavier como lugar de retiro.Algo en Henry impedía a uno hacer preguntas.

Una semana después conocía a Frieda.-La encontré en Alemania -dijo él- cuando

me hallaba allí con una misión militar. ¡Eric,tendría que haberla visto usted hace treintaaños!

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Henry siempre estaba en guardia. Pero suvigilancia había aumentado durante las últi-mas seis semanas. Me di cuenta de que teníanuevas ojeras y de que en sus modales habíacierta tensión. En la calle solía mirar hacia at-rás por encima del hombro, y un día me dicuenta de que, deliberadamente, había cambi-ado la hora de llegada a la estafeta de correos.

Ahora, mientras los perros y yodoblábamos la cuarta esquina de la casa y nosencontramos de nuevo en el patio delantero,noté que él estaba a punto de derrumbarse.Pude verle a través de las persianas, observán-dome, intentando ver en la oscuridad.

Cuando llegué a la ventana me paré depronto, con los hombros envarados. Loki ladrócuando lo toqué. Los perros, al notar algo ex-traño en mí, gruñeron de mala manera, ol-fateando cerca de la valla, como osaban hacer.

Regresé rápidamente a la casa.

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-¿Qué era? -preguntó Henry.-Nada.-¡No, Eric! Usted vio algo. Yo observaba a

través de la persiana. Usted se asustó por algoque había en el bosque.

-Sólo una luz -dijo-. Se encendió dos vecesy luego se apagó. Por un momento creí que ser-ía una señal; pero probablemente no era másque un mexicano con una linterna abierta, quela lluvia apagó. Está lloviendo mucho.

Henry me miró dudoso. Me sentí incómodocuando él me miraba sin hablarme.

-¿Qué pasa? -pregunté mientras me quitabala empapada chaqueta-. ¿Por qué fue Hugo averme esta mañana para rogarme que vinieraesta noche en lugar del viernes, como tengo porcostumbre? No es habitual que usted cambie deplanes repentinamente.

Continuaba mirándome fijamente,mostrando en su rostro un conflicto interno.

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-Soy amigo de usted -le dije-. Frieda yusted han significado mucho para mí en lospasados meses. Espero que en alguna ocasiónpueda demostrarles mi agradecimiento. Si ne-cesita usted ayuda, aquí me tiene; no soy fácilde amedrentar. Pero tengo que saber de qué setrata.

-Siéntese, Eric -me dijo, mientras setomaba tiempo para encender un cigarrillopara él y otro para mí-. En cierta ocasión mejuré que no hablaría con alma viviente. Peroahora necesito ayuda. Tengo que proteger aFrieda de no importa qué peligro -sus ojoscontinuaban fijos en mi cara, taladrándome-. Eric, ¿juraría usted ante Dios que, le digalo que le diga..., sin importar lo que pienseusted de mí después..., lo guardará duranteveinticuatro horas, si yo no estoy por losalrededores para hacerlo?

Dudé. Al fin, me decidí.

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-Claro que sí. Usted, antes de decírmelo,sabía que yo aceptaría.

-¿Lo jura?-Sí -contesté-. Pero con una condición: sea

lo que fuere, dígame toda la verdad. De otromodo, no cuente conmigo.

-Siempre jugador de ajedrez -dijo-. Con-forme. Es un juramento entre amigos. Primero,dígame algunas cosas. ¿Qué se ha figurado demí?

-De acuerdo -respondí-. No me deteste siestoy equivocado. Para empezar, le diré queusted no es realmente americano. A pesar desu acento casi perfecto, comete usted algunoserrores. Después, está la forma en que se sientaa la mesa; el modo como alarga usted la manocuando mueve una pieza del ajedrez...¿Acierto?

-Por completo -dijo-. Es usted perspicaz, ycreo que en usted existe una vena de crueldad.Tal vez por eso confié en usted.

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-Sé que se esconde usted de algo -continué-. Esta casa está preparada para unasedio. Sin embargo, no es usted un facinerosoni creo que lo haya sido nunca.

Frieda se hallaba en el arco de separaciónentre el comedor y el cuarto de estar.

-Entra, Liebden -dijo él. Frieda se arrodillójunto a un sillón-. Usted es correcto en todo,Eric. Ahora me toca a mí hablar.

-Nein, nein -murmuró Freida aterrorizada-.Nadie...

-Necesitamos ayuda, Frieda -le inter-rumpió con el mismo tono cortante con que sedirigía a la perra Inga.

Frieda sorbió y permaneció en silencio.-Mi nombre es Heinrich Schwartz -dijo-

. Estoy en México de forma ilegal, pasandocomo americano retirado, lo cual no es difícilpara mí. Cuando niño viví ocho años en laciudad de Milwaukee. Más tarde me llevaron

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como «americano» a una academia militar ale-mana.

Afuera arreciaba la lluvia. Podía oír el vi-ento, que empezó a soplar, cuando Blackabandonó su sillón y cruzó lentamente la hab-itación, restregándose las manos.

-Fui comandante en el ejército alemán.Joven para los cargos que ellos me dieron,pero yo procedía de una familia muy import-ante. ¡No éramos nazis! No importa lo quedigan, ¡no lo éramos! Es cierto que estuvimosrelacionados con el Partido. Frieda tuvo im-portantes contactos. ¿Quién no los tuvo? Peroyo era militar, condecorado tres veces: unavez, en Polonia; dos veces, en África.

Hugo entró, trayendo una caja de maderaque yo tomé como estuche de pistolas. Henryno pareció advertirle.

-En Baviera fui a la escuela, donde, apren-dimos a personificar a americanos para creardesórdenes y cometer sabotajes. Luego una

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herida de metralla, que me hicieron en África,comenzó a molestarme de nuevo. Me retirarondel servicio activo y me pusieron al frente deun depósito de transportes cerca de la fronterabelga. Hugo era entonces mi ordenanza y aúnlo es.

El criado inclinó la cabeza sin hablar.-Parte de mi trabajo consistía en el trans-

porte de los judíos fugitivos apresados enHolanda. Pero ésa fue una parte pequeña demi labor, pues sólo proporcionaba guardias yfacilitaba la conducción al interior. No eranmuchos. Menos de cien por semana. Era unfastidio. No presté nunca mucha atención altrabajo, pues era rutinario, pesado. Pero, por lomenos, Frieda podía estar conmigo allí.

Hizo una pausa y continuó:-Luego todo empezó a tambalearse. Yo

tenía catorce prisioneros en mi poder cuandolos americanos estaban a punto de cogernos.No existían ya medios de transporte -golpeó

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con el puño la mesita de café-. ¿Qué iba yo ahacer? ¿Dejar en libertad a los prisioneros paraque sabotearan lo que quedaba de nuestro ejér-cito? -y su voz se alzó en un grito-: ¡Yo teníaórdenes concretas! Yo era un soldado. Hugo yyo los sacamos -sus ojos se dirigieron hacia laventana-. Igual que hoy, aquella noche llovía acántaros.

Intenté ver los cuadros que estaban antelos ojos de mis tres compañeros. ¿Veían ellosuna procesión de cautivos, con caras hambri-entas, en los que la piel apenas cubría el es-queleto? Me representé a Henry y a Hugo,en pie, junto al furgón herméticamente cer-rado, esperando a que se formase la última fila.¿Oía, ahora, Frieda en su mente, los metódi-cos y espaciados disparos de las Lugers?... ¿Oel sollozo de las víctimas? ¡No! Ella estaba es-cuchando un peligro más cercano. Algo quesucedía afuera, en la noche...

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-Después, me condujeron a Nuremberg,donde sufrí juicio -continuó Henrytorpemente-. No pudieron probarme nada.Corría el rumor de que se habían escapadodos niños de aquel último grupo. Por tanto,me metieron en la cárcel por espacio de variosmeses, mientras buscaban a los fantásticostestigos. No dieron con ellos. Hasta metierona la pobre Frieda en el asunto, acusándola deser una hechicera que robaba a los cadáveres.Mein Gott! ¡Horrible! No pudieron probarnada, pero yo permanecí cinco años en la cár-cel de Loondsbery.

Hizo una pausa.-Una semana después de soltarme volamos

a este país. Sabíamos que si nos encontrabanse vengarían de nosotros. Al fin, nos echaronla vista encima. Mire.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó unsobre con matasello de la ciudad de México.

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Dentro se hallaba la hoja de un almanaque,que tenía la fecha de hoy. El dibujo era tosco,casi infantil. Tres cuerpos, uno de ellos confalda, colgados grotescamente de un árbol.

La hoja estaba cruzada con una frase enalemán que decía: «Esta noche, comandante».

-Anteriormente, llegaron otras cosas -continuó-. Todo empezó hace seis meses.Primero, llegó un paquete que contenía unbrazalete de oro... como los que lleva Frieda.Los malvados habían enrollado en él unavíbora de goma. Esa vez, la nota decía:«Pronto, comandante; pero no demasiadopronto».

Frieda respiraba pesadamente, sibilante-mente...

-Luego, la pistola de juguete -gritó lamujer-. Pintada de rojo..., como si fuese san-gre. Otra vez un libro...

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-Sí -dijo Henrich-, un libro sobre AdolfEichmann. En su interior escribieron: «Estemes se reunirá usted con él».

Contemplé a los tres, situados al otro ex-tremo de la habitación.

-Por eso me pidió usted que viniera estanoche -dije-. Usted cree que ellos no le haránnada si hay un extranjero en la casa...

-No lo sé, Eric -contestó-. A usted no leharán daño, desde luego. Usted es americanoy podría ocasionarles serias complicaciones.Tienen mucho cuidado con eso. ¡Lea la histor-ia de Eichmann!

Una profunda arruga surcó su cara.-Sin embargo, esto no es como fue con

Eichmann. Esos avisos vinieron a torturarnos.Es, en cierto modo, un asunto personal. ¡Di-abólico! -exclamó, poniéndome una mano enel hombro-. Hugo y yo podemos cuidarnos denosotros mismos; tenemos pistolas y gran can-tidad de municiones. Pero hay que trasladar a

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Frieda a la ciudad de México. Usted juró quelo haría-

No me era posible mirar a sus ojos.-Lo prometí -respondí- y lo cumpliré. Y si

algo ocurre aquí esta noche, yo los ayudaré.No tiene importancia lo que yo piense de su re-lato; pero no me marcharé de su lado mientrasexistan unos cobardes ocultos en la oscuridaddispuestos a disparar contra usted.

-Gracias, Eric.Su voz casi se quebró. Frieda se acercó

a mí. Poniéndose de puntillas, me besó en lamejilla.

Cuando el viento empujaba a la lluvia con-tra las persianas, se oía un ratatatá fuera. Ingay Loki ladraban desaforadamente. Ra-tatá. Elruido era fuerte, metálico. Sacamos pistolas dela caja que Henry había abierto. Agarré unaLuger y la cargué, preparado para entrar en ac-ción.

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-¡Frieda! -la mujer prestó atención a la or-den de Henry-. ¡Las luces! Aus!

Con movimiento militar conseguido afuerza de ejercicio, Frieda ocupó el puestoasignado junto a los conmutadores de la luz.Bajó los dos primeros, sumiendo a la casa enla oscuridad, pero el patio estaba iluminadocuanto era posible bajo la persistente lluvia.¡Ratatá! parecía estar más cerca.

-Permanezca junto a la puerta -dije aHenry-. Hugo y yo saldremos por detrás ydaremos la vuelta cruzando el cañaveral.

-Ya.-El terror que se notaba en el monosílabo

me dijo que Henry estaba temblando en la os-curidad. Nos deslizamos por la puerta de la co-cina. Hugo se dirigió a la izquierda para cortarla corriente de la verja trasera. Los perros sereunieron con nosotros instantáneamente, peroHugo consiguió que permanecieran en silen-cio con una suave voz de mando. Cuando una

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brisa mojada golpeó nuestra casa, oímos denuevo el ruido metálico.

La cegadora lluvia y el espeso bosque decañas precoces y palmeras batallaron contranosotros cuando intentamos movernos caute-losamente sobre las salientes raíces y las ra-mas caídas. En esta estación, casi todas lasnoches, a la misma hora, llueve en San Xaviercon acompañamiento de viento huracanado.Evidentemente, esto formaba parte del plan:dar el golpe durante lo más intenso de la llu-via. Nada se había dejado al azar.

A cincuenta metros de la casa encontramosla fuente del ruido: un sencillo artefacto, atadoal tronco de un árbol, funcionaba al impulsodel viento un mazo de madera golpeando con-tra una plancha de metal. Maldiciendo, Hugolo arrancó del árbol.

-Una broma -dijo- para obligarnos a veniraquí. Volvamos de prisa.

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Echamos a correr hacia la casa, con másprecaución todavía que a la venida, porqueninguno de nosotros sabíamos con qué tropez-aríamos.

Casi estábamos ya en la puerta de atráscuando Hugo pareció sentir algo. Se paró brus-camente. De repente, me di cuenta de lo quehabía visto.

-¡Hugo! -grité cuando se tiró al suelo... de-masiado tarde.

Un disparo rasgó la oscuridad. Ni un sologrito salió de la garganta del criado muerto.

Agachándome, corrí y crucé la verja,apartando a los gruñones perros, ahora másfuriosos por el disparo. Durante un segundoterrible creí que Inga, en su confusión, me ata-caría; pero me dejó pasar.

Abriendo de golpe la puerta de la cocina,me introduje en la oscuridad del interior.

-¡Henry! -grité-. ¡Cazaron a Hugo! ¡Estámuerto!...

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-Mein Gott!... ¿En dónde están ahora?-Me parece que vienen rodeando por

delante. No puedo decirle cuántos son: tal veztres; quizá cuatro.

A la débil luz que dejaban pasar las tablil-las de las persianas vi a Frieda todavía en susitio, junto a los conmutadores. El revólver deHenry colgaba de su mano mientras miraba alpatio. Con rápido ademán, le golpeé la mano yaparté a Frieda. La luz inundó la habitación.

-No hay más que uno, comandante -dije-. Y no está afuera. Está aquí. Fue estúpidopor su parte dejar que aquellos niños se esca-paran...

El terror de sus caras fue tal y como yolo supuse. Valía la pena haber esperado tantosaños, haber aguardado estos últimos meses,cuando, al fin, los encontré. Permanecí quietoun instante, gozando de la escena, dejando quese grabara cada detalle en mi memoria.Tendría que recordar cada expresión, cada

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mirada de súplica, para contárselo a mi her-mana, que me estaba esperando en la ciudadde México.

-Llueve esta noche, comandante -dije enalemán-. Exactamente como entonces.

Primero maté a Frieda, así él vivió paraverla morir. Luego, disparé a Heinrich en lacabeza cuando se agachó para coger la pistolaque estaba en el suelo. Lo poquísimo que teníaque hacer en la casa..., colocarle a Heinrich lapistola mortal, quitar de en medio las otras pis-tolas y hacer desaparecer mi copa de jerez...,me llevó poco tiempo. Además, nadie echaríade menos al trío hasta dentro de un par dedías por lo menos. Entonces, mi hermana y yohabríamos regresado felices a Nueva York.

Antes de marcharme quité el brazalete deoro de la muñeca de Frieda. En su interior en-contré las iniciales de mi madre..., como yasabía que las encontraría. Recordaba con todaclaridad aquel brazalete. Había sido lo último

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que quedaba de nuestra fortuna y habíamospensado que algún día serviría para rehacernuestras vidas. Recuerdo cómo Frieda, mien-tras yo permanecía tumbado en el suelo fin-giendo estar muerto, registró el cuerpo em-papado en sangre y sin vida de mi madre,sacándolo de donde lo llevaba escondido.

El tiempo que tardé en hacer estas cosasdio lugar a que los perros se apaciguasen, ycuando me dirigí a la verja del cercado meacogieron casi cordialmente.

-Shalom, Loki -dije-. Shalom, Inga...

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WILLIAM WOOD - Lahabitación de los niños

(One of the Dead)La cosa no podía agradarnos más. En lo más

hondo del Clay Canyon nos topamos brusca-mente con el terreno, al dar la vuelta a un re-codo del zigzagveante sendero. Lo indicaba unatabla, toscamente escrita, clavada en el troncode un árbol seco. En ella se leía:

SE VENDE ESTE TERRENO EN 1.500DÓLARES SE ADMITEN OFERTAS

Y un número de teléfono.-¿Mil quinientos dólares?... ¡En Clay

Canyon! No puedo creerlo -dijo Ellen.

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-Y se admiten otras ofertas -corregí yo.-Siempre oí decir que no se podía dar un

paso por aquí sin darse de cara con los artistasde cine.

-Nosotros hemos recorrido cinco kilómet-ros sin tropezar con ninguno. No he visto unalma.

-Pero hay casas.Ellen miró a su alrededor casi sin respir-

ación.Efectivamente, había casas..., a nuestra

derecha y a nuestra izquierda, delante y detrásde nosotros..., casas bajas, estilo rancho, nadaostentosas, prosaicas, que no producían la im-presión de las vidas alegres e inverosímilesque nosotros imaginábamos en el interior deellas. Los coches..., Jaguares, Mercedes, Ca-dillacs y Chryslers..., estaban aparcados a unlado de la carretera, con su cromado brillandoal sol. Capté la visión de la esquina de unapiscina y de un blanco trampolín, pero nadie

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nadaba en el agua turquesa. Nos apeamos delcoche, Ellen con su cabeza inclinada comobajo un gran peso. Sus cabellos eran cortos. Aexcepción del canto de una cigarra en algunaparte de la montaña, una profunda quietud seextendía sobre nosotros desde el calmado aire.Ni un pájaro se movía en los inmóviles ár-boles.

-Tiene que haber algo raro aquí -dijo Ellen.-Es probable que ya esté vendido, y que se

les haya olvidado quitar la muestra... de todasformas, algo hubo aquí.

Yo había cruzado algunos postes de ce-mento rotos, que yacían diseminados por elsuelo, como si hubieran caído del cielo.

-¿Una casa?-Es difícil de decir. Si hubo una casa, de-

sapareció hace años.-¡Oh Ted! -exclamó Ellen-. ¡Es mag-

nífico!... ¡Mira qué vistas!...

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Señaló el valle abajo, hacia los redondos ycubiertos cerros. A través de la neblina produ-cida por el calor, parecían estar derritiéndosecomo si fueran de cera.

-Otra cosa buena -dije-. No habrá que tra-bajar mucho para tener preparado el terreno,excepto desbrozarlo. Este solar fue niveladoen alguna ocasión. En esto nos ahorraremosunos mil dólares.

Ellen me cogió ambas manos. En su sol-emne cara fulguraban sus ojos.

-¿Qué piensas, Ted?... ¿Qué piensas?Ellen y yo nos habíamos casado hacía

cuatro años, habiendo dado el paso relativa-mente tarde, pues ambos habíamos cumplidoya los treinta. Durante esos años habíamosvivido en dos sitios diferentes: primero, enun apartamento en Santa Mónica; después,cuando me ascendieron a ayudante de director,alquilamos un piso amueblado en HollywoodHills, siempre con el pensamiento de que

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cuando naciera nuestro primer hijo com-praríamos o construiríamos una casa mayor.Pero el hijo no llegaba. Fue una fuente detristeza y de ansiedad para los dos, y entrenosotros se levantaba como un pequeño escán-dalo, del que cada cual nos culpábamos mu-tuamente.

Por entonces, hice un inesperado trabajoen el mercado y Ellen, repentinamente, em-pezó a hablarme con delicadeza de la casa.Recorrimos varias, pero ella no dejaba de de-cirme cada vez: «Este piso es realmente muypequeño para nosotros, ¿verdad?», o «Neces-itaríamos un patio...», lo cual me hizo saberque la cuestión casa se había convertido enuna obsesión para ella. Tal vez había conce-bido la idea de que, si teníamos las necesid-ades precisas para un niño, el niño llegaría.Este pensamiento la hacía feliz. Su semblantese llenó; de sus ojos desaparecieron las ojeras,y la apacible alegría, que no parecía en abso-

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luto alegría, sino una forma de paz, volvió aella.

Mientras Ellen agarraba mis manos, va-cilé. Estoy convencido ahora de que había algodetrás de mi vacilación..., algo que yo toméentonces como una cualidad de silencio, unmomentáneo dolor de manifiesta desolación.

-¡Esto es tan seguro! -exclamó-. Es de unatranquilidad absoluta.

Yo expliqué eso.-Es que esto no es una calle que empieza

y termina. Su final se halla en alguna parte delas montañas.

Ella se volvió a mí otra vez, mirándomecon sus brillantes e interrogadores ojos. La fe-licidad que había tomado cuerpo en ella dur-ante nuestros meses de búsqueda de casaparecía haber degenerado en algo muy próx-imo al éxtasis.

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-Llamaremos al teléfono que indican -dije-, pero no tengas muchas esperanzas. Deben dehaberlo vendido hace tiempo.

Lentamente, descendimos hasta el coche.Cuando tocamos la manilla de la portezuela,ésta ardía. Valle abajo, la parte trasera de uncarretón desaparecía en una curva.

-No -dijo Ellen-. Tengo un presentimiento.Creo que está designado para que sea nuestro.

Por supuesto, ella estaba en lo cierto.Hubo que hablar muy poco con míster

Carswell Deeves, propietario del terreno.Aceptó inmediatamente mi cheque de milquinientos dólares y nos envió la escritura; así,pues, cuando Ellen y yo fuimos a visitarle,éramos, de hecho, dueños del terreno. MísterDeeves, como habíamos sospechado por sumodo de actuar tan poco comercial, era unciudadano particular... Encontramos su casaen una parte predominantemente mexicana deSanta Ménica. Era un hombre rechoncho, col-

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oradote, de edad indeterminada, vestido conpantalones blancos y calzado con zapatosblancos de lona, como si tuviese un campo detenis escondido entre las escuálidas casas depiedra y los secos huertos de su vecindario.

-Desean ustedes ir a vivir a Clay Canyon,¿verdad? -preguntó-. Ross Russell vive allí...,o suele vivir.

Así descubrimos que allí vivían JoelMcCrea, James Stewart y Paula Richmond, asícomo otros muchos productores, directores yactores de carácter.

-¡Oh, sí! -continuó míster Deeves-; es unadirección que dará mucha importancia almembrete de su papel de cartas.

Mientras apretaba mi mano, los ojos de El-len brillaban.

Míster Deeves pudo darnos pocos detallessobre aquel terreno. Lo único que nos dijo fueque la casa había sido destruida por un incen-dio hacía ya varios años y que, desde entonces,

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el terreno había cambiado muchas veces demano.

-Yo mismo lo adquirí de una forma que lesextrañará a ustedes -dijo, mientras estábamossentados en su gabinete..., una especie de cajaoscura y sin ventilación que olía ligeramentea alcanfor y cuyas paredes estaban cubiertascon amarillentas fotografías dedicadas de es-trellas cinematográficas-. Se lo gané a un ma-quillador jugando a las cartas en el plato dondese rodaba Quo vadis?... Tal vez me recuerdenustedes. Yo tenía un primer plano en una es-cena de masas.

-Pero de eso hace ya muchos años, místerDeeves -dije-. ¿Ha estado usted intentandovenderlo durante todo ese tiempo?

-Estuve a punto de venderlo una docena deveces -me contestó-; pero siempre ocurría algoque desbarataba la venta.

-¿Qué ocurría?

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-Primero, los impuestos de las compañíasde seguros contra incendios hizo renunciar amuchos de los compradores. Espero que esténustedes preparados a pagar una alta prima...

-Siempre he tenido eso en cuenta.-Pues se sorprendería usted acerca de

cuántas personas dejan ese detalle para el úl-timo minuto.

-¿Qué otras cosas ocurrieron?Ellen me tocó el brazo para advertirme que

no perdiera más el tiempo en hacer preguntastontas.

Míster Deeves extendió el contrato antemí, alisándolo con el dedo.

-Cosas tontas, algunas de ellas. Una parejaencontró algunos palomos muertos...

-¿Palomos muertos?Le devolví el contrato firmado. Míster

Deeves lo sacudió en el aire con una manosonrosada para que se secara la tinta.

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-Cinco, si recuerdo bien. En mi opinión,se posaron sobre un cable de alta tensión yse electrocutaron. El marido no hizo caso delasunto; pero su esposa se puso tan nerviosaque tuvimos que anular el contrato de venta.

Hice una seña a míster Deeves para quecambiara el tema de la conversación. Ellenama a los animales y a los pájaros de todasclases con tal devoción que convierte en tra-gedia la pérdida de cualquier animaldoméstico, motivo por el cual, desde la muertede nuestro perro cocker spaniel, no hemosvuelto a tener animales en casa. Pero Ellen nopareció haber oído lo que míster Deeves dijo;sus ojos estaban fijos en el papel que éste teníaen la mano, como si temiese que se esfumara.

De pronto, míster Deeves se puso en pie.-Bien -gritó-. Ahora ya todo es de ustedes.

Sé que serán felices allí.Ellen se ruborizó de placer.

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-Estoy seguro de que lo seremos -dije, y élcogió su gordezuela mano entre las de ella.

-Una dirección de prestigio -gritó místerDeeves desde el pórtico cuando nos ale-jábamos en el coche-. Una dirección realmentede prestigio.

Ellen y yo somos modernos. Nuestra con-versación por las noches versa, generalmente,sobre decisiones del mundo moderno. Ellenpinta un poco y yo escribo de cuando encuando..., principalmente sobre temas técni-cos. La casa que Ellen y yo construimos reflejanuestra admiración hacia la belleza estética denuestra época. Trabajamos íntimamente conJack Salmanson, arquitecto y amigo, queproyectó una casa de molde de acero, baja,compacta e íntima, que se ajustaría a las irreg-ularidades de nuestro terreno, aprovechando elespacio hasta el máximo. La decoración in-terior se la dejamos a Ellen, que revisó minu-ciosamente todas las revistas dedicadas al hog-

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ar e hizo diseños como si fuera a decorar unadocena de casas. Menciono estos detalles parademostrar que no existe entre mi mujer y yoninguna imposición de modos, y que nuestralibertad de actuación y de opinión era abso-luta: nos sentíamos mutuamente agradecidostanto por nuestro sentido común como pornuestras sensibilidades, y nos halagaba que lacasa que habíamos construido estuviese entrelo estético y lo funcional. Sus líneas eran sen-cillas y claras; no tenía rincones oscuros y es-taba rodeada de casas por tres lados, ningunade las cuales tenía más de ocho años de anti-güedad.

Sin embargo, hubo indicios desde elprimer momento, indicios fatales que sólopueden considerarse desde un punto de vistaretrospectivo, aunque a mí me parece ahoraque hubo otras personas que sospecharon tam-bién, pero no dijeron nada. Una de ellas fue elmexicano que cortó el árbol.

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Como favor especial para ahorrarnosdinero, Jack Salmanson decidió supervisar élmismo la casa y alquilar contratistas inde-pendientes para realizar el trabajo, muchos delos cuales eran mexicanos o negros con apar-atos en pésimo estado, que parecían funcionartan sólo por algún milagro mecánico. El mex-icano, un trabajador bajito y ruin, de lacio big-ote, había quemado ya dos sierras y aún nohabía cortado la mitad del tronco del árbol. Erainexplicable. El árbol, el mismo donde Ellen yyo viéramos por primera vez el cartel de SEVENDE..., llevaba seco muchísimos años, ylas ramas que yacían diseminadas por el sueloestaban podridas.

-Debe usted de haber tropezado con unconjunto de nudos -dijo Jack-. Inténtelo otravez. Si la sierra se calienta demasiado, utiliceel tractor para derribarlo.

Como si respondiera al conjuro de sunombre, el tractor volvió la espalda al terreno

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y avanzó hacia nosotros en medio de una nubede polvo, los negros hombros del conductorrefulgiendo al sol.

El mexicano no tuvo que temer por su ter-cera sierra. Apenas tocó con ella el árbol, éstevolvió de su propio acuerdo. Asustado, elmexicano retrocedió unos cuantos pasos. Elárbol había empezado a caer hacia la partetrasera del terreno, en la dirección del corteque le habían hecho; pero, de pronto, pareciódetenerse, con sus desnudas ramas temblandocomo si estuvieran presas de un ataque de ner-vios; luego, con un terrible ruido de desga-jamiento, volvió a levantarse y retrocediósobre sí mismo, ganando ímpetu e inclinán-dose hacia el tractor. Mi voz murió en mi gar-ganta; pero Jack y el mexicano gritaron, y elconductor saltó del tractor y rodó por el sueloen el mismo instante en que el árbol caía sobrela cubierta y destrozaba la dirección. El tract-or, perdido el control e impulsado por la fuerza

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del golpe, vino directamente hacia nosotros,con las ruedas dentadas rechinando y abriendoun profundo surco en la tierra. Jack y yosaltamos a un lado; el mexicano, a otro. Eltractor pasó por el medio y enfiló hacia lacalle, con el negro corriendo tras él.

-¡El coche! -gritó Jack-. ¡El coche!...Aparcado delante de la casa situada al otro

lado de la calle había un coche, un coche queera, no cabía duda, nuevo. El tractor enfiló dir-ectamente hacia él, con sus cuchillas extray-endo del pavimento haces de chispas. El mex-icano ondeó su sierra sobre su cabeza como sifuera un juguete y gritó en español. Me tapélos ojos con las manos y oí gruñir a Jack por lobajo, como si hubiese sido golpeado en mitaddel cuerpo antes de producirse el choque.

Las dos mujeres, que estaban en el pórticode la casa de enfrente, abrieron la boca, sor-prendidas. El coche quedó partido por elcentro; su carrocería se cortó como si fuera

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de papel, y la parte delantera y trasera delcoche rodearon al tractor como si lo abrazaran.Luego, ambos vehículos quedaron envueltosen una crepitante llama azul.

-¡Qué mala suerte! -musitó Jack, cuandoechamos a correr hacia el otro lado de la calle.

Por el rabillo del ojo capté la curiosa visióndel mexicano sentado en el suelo, rezando, conla sierra sobre las rodillas.

Aquella tarde, Ellen y yo fuimos a visitara los Sheffits, Son-dra y Jeff, nuestros vecinosdel otro lado de la carretera del valle, dondeencontramos a la propietaria del cochedestrozado, Joyce Castle, una estupenda rubiacon pantalones color limón. La tirantez cau-sada por el accidente fue desapareciendo afuerza de tiempo y de cócteles, y, al fin, lostres lo tomamos como una desmedida broma.

Mistress Castle, sobre todo, estaba espe-cialmente jocosa.

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-Voy adelantando -dijo, contenta-. El AlfaRomeo me duró solamente dos días; pero éstelo he tenido seis semanas completas. Aún mequeda la matrícula...

-Pero usted no debe estar sin coche, mis-tress Castle -dijo Ellen, muy seria-. Nos satis-fará mucho poder prestarle nuestro Plymouthhasta que pueda usted...

-Mañana tendre a mi disposición un nuevocoche. Por la tarde. No se preocupe por mí. UnDaimler, Jeff, por si te interesa saberlo. No hepodido resistirme después de haber conducidoel vuestro. ¿Qué fue del pobre conductor deltractor?... ¿Está muy grave?

-Creo que sobrevivirá -contesté-. En todocaso, aún tiene dos tractores más.

-Entonces, no necesitará usted detener lasobras.

-Creo que no.Sondra se rió por lo bajo.

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-Yo estaba mirando por la ventana enaquel momento -dijo-. Fue exactamente comouna película de dibujos. Una reacción en ca-dena.

-Y mi pobre Cadillac estaba al final de ella-suspiró mistress Castle.

Suey, el perro de mistress Castle, que es-tuvo echado junto a su ama, mirándonos sev-eramente entre sueños, corrió de pronto a lapuerta de entrada, ladrando ferozmente, consus orejas enhiestas.

-¡Suey! -gritó mistress Castle golpeándoseuna rodilla-. ¡Ven aquí, Suey!

El perro movió las orejas y miró a su ama.Luego, a la puerta otra vez, como si calcularala decisión a tomar. Gruñó profundamente.

-¡Es el fantasma! -exclamó Sondra confrivolidad-. Está detrás de todo.

Sondra estaba sentada en un extremo delsofá y movía la cabeza de un lado para otro

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mientras hablaba, como una niña muy inteli-gente.

Jeff se rió con fuerza.-¡Oh!... Se cuentan algunas historias muy

buenas.Suspirando, mistress Castle se puso en pie,

agarró a Suey por el collar y lo hizo volver a susitio.

-Si no fuera por lo que es, le llevaba a unpsiquiatra -dijo-. ¡Calla, Suey! Aquí tiene unanacardo.

-A mí me gustan mucho los cuentos defantasmas -dije sonriendo.

-Bueno -murmuró Jeff, indulgentementedesdeñoso.

-Vamos, Jeff -le dijo Sondra, metiéndoleprisa y mirándole a través del cristal de sucopa-. Les gustará oírte.

Jeff era agente literario. Alto, cetrino y decabellos negros y lacios, que continuamentese estaba echando hacia atrás con los dedos,

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porque le caían sobre los ojos. Cuando hab-laba, sonreía irónico, como si se defendieracontra la probabilidad de que le tomaran enserio.

-Todo lo que yo sé es que, durante el siglodiecisiete, el español solía tener ahorcadosaquí. Se supone que las víctimas flotan por losalrededores durante la noche y hacen ruido.

-¿Criminales? -pregunté.-De la peor calaña -dijo Sondra-. ¿Cuál fue

la historia que te contó Guy Relling, Joyce?Sonrió con curioso placer interno, que sug-

ería que ella conocía perfectamente bien lahistoria.

-¿Ese Guy Relling es el director? -pregun-té.

-Sí -respondió Jeff-. Es propietario de esosestablos que se levantan en la parte baja delvalle.

-Los he visto -dijo Ellen-. ¡Qué caballostan magníficos!

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Joyce Castle levantó su copa vacía en elaire.

-Jeff, cariño, ¿quieres darme otra?-Nos estamos apartando del tema -dijo,

amable, Sondra-. Dame a mí también otracopa, darling -dijo alargando su vaso a Jeffcuando se acercó-. Pórtate como un chicobueno... No quise interrumpir, Joyce.Continúa.

Hizo un gesto hacia nosotros como sifuéramos una audiencia perfecta. Ellen se ir-guió ligeramente en su silla.

-Al parecer existía un hombre{4} de sor-prendente depravación -dijo Joyce Castle,lánguidamente-. Olvidé su nombre. Asesin-aba, robaba, raptaba... Tenía uno de esosnombres interminables españoles con un«Luis» en medio: un noble, según creo queme dijo Guy. Con cierto encanto. Loco, porsupuesto, al fin, por cierta fechoría realizada

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en un convento de monjas. Ustedes dos se hanintroducido en una vecindad rica en tradición.

Todos nos echamos a reír.-¿Qué hay de esos ruidos? -preguntó Ellen

a Sondra-. ¿Ha oído usted alguno?-Por supuesto -respondió Sondra, ladeando

graciosamente la cabeza.Toda su piel tenía el mismo color del café,

debido a las tardes pasadas en la piscina. Erauna forma de ocio que a su marido, con sucolor bilioso y sus cabellos largos y lacios, alparecer no le agradaba.

-En todos los sitios donde yo he vivido hahabido ruidos por las noches que nadie ha po-dido explicarme -respondió, haciendo su son-risa más torcida y apologética-. Aquí hay todaclase de vida salvaje..., zorras, zorritas y zor-rones..., y hasta algún coyote en lo alto de lasmontañas. Después de la puesta del sol, entranen actividad.

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La sonrisa de placer de Ellen ante esta no-ticia se convirtió en malestar cuando Sondraobservó en su forma más inpremeditada dehablar:

-Una mañana encontramos materialmentehecho pedazos a nuestro gatito. Estaba em-papado en sangre. Nunca encontramos sucabeza.

-Alguna zorra -indicó Jeff tranquilamente.Todo lo que él decía parecía profundo.

Algo surgía de él como un halo. Pensé que eraafectación.

Sondra miró distraída a su falda, como siestuviese gozando de algún secreto que sóloella conocía. Parecía enormemente alboroz-ada. Se me ocurrió que Sondra estaba tratandode asustarnos. En cierto modo, eso mealiviaba. Pensé, mientras contemplaba subronceada y despellejada cara, que ella se es-taba divirtiendo demasiado para estarasustada.

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Después del incidente del árbol, todo sedesarrolló bien durante algunas semanas. Laconstrucción de la casa avanzaba rápidamente.Ellen y yo la visitábamos tan frecuentementecomo nos era posible, paseando por el incul-tivado campo y representándonos nuestro hog-ar en nuestras mentes. La chimenea iría aquí;el refrigerador, allí; el cuadro de Picasso, enaquella parte...

-Ted -dijo Ellen, tímida-, he estadopensando por qué no amueblamos la hab-itación que nos sobra como dormitorio paraniños.

Esperé.-Ahora que viviremos aquí, nuestros ami-

gos se quedarán con más frecuencia por lasnoches. La mayoría de ellos tienen niñospequeños. Sería agradable para ellos...

Le pasé el brazo por los hombros. Se diocuenta de que yo la había comprendido. Fueuna manera delicada de expresárselo. Ellen

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alzó la cara y la besé en el entrecejo. Señaly contraseñal, las claves de nuestra vida encomún: una vida de sensibilidad y tacto.

-¡Eh!... ¡Ustedes dos!... -gritó SondraSheffits desde el otro lado de la calle.

Se hallaba en el porche, en bañador rosa,con la piel bronceada y sus cabellos casi blan-cos.

-¿Vienen a tomar un baño?-¡No tenemos bañadores!-¡Vengan!... ¡aquí hay muchos!...Ellen y yo debatimos la cuestión con una

mirada y la aceptamos con un ligero apretónde manos.

Cuando salí al patio, vestido con un trajede baño de Jeff, Sondra dijo:

-Ted, está usted pálido como un fantasma.¿Es que donde está no toma usted el sol?

Estaba tumbada en una chaise-longue, de-trás de unas gigantescas gafas elípticas de

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cristales contra el sol e incrustadas de gemasde cristal.

-Me paso todo el tiempo en el interior es-cribiendo artículos -respondí.

-Cuando guste, puede venir aquí. Será bienrecibido -dijo sonriendo, mientras me mostra-ba dos hileras de dientes blanquísimos y per-fectos- Y nadará...

Ellen apareció con su traje de bañoprestado. Era rojo, con un ligero adorno. Sehizo pantalla con la mano ante los ojos cuandoel sol, brillando metálicamente sobre el agua,la hirió de lleno en la cara.

Sondra la invitó a acercarse, como si fueraa presentarme a mi esposa.

-Este bañador le sienta a usted mucho me-jor que a mí.

Sus uñas rojas brillaron sobre el brazo deEllen, quien sonreía tímidamente. Las dosmujeres tenían aproximadamente la misma es-tatura, pero Ellen era más estrecha de hombros

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y más ancha de caderas y de muslos. Cuandovinieron hacia mí, Ellen me produjo la im-presión de ser alguien a quien yo no conocía.Su cuerpo, tan familiar para mí, se me hizoextraño. Parecía desproporcionado. Los cabel-los, que en Sondra eran casi invisibles, ex-cepto cuando el sol los hacía plateados, caíanlacios y oscuros sobre el pálido brazo de Ellen.

Como si se diera cuenta de la repentinadistancia existente entre nosotros, Ellen mecogió la mano.

-Tirémonos juntos al agua -dijo, alegre-. Ynademos de espalda.

Sondra se retiró a su chaise-longue paraobservarnos, con los ojos ocultos tras sus es-pantosos cristales, inclinando a un lado lacabeza.

Los incidentes empezaron de nuevo y con-tinuaron a intervalos. Guy Relling, con quiennunca me reuní, pero cuyos pronunciamientossobre lo sobrenatural me alcanzaban, de

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cuando en cuando, a través de los otros, comomensajes de oráculo, clamaba que la existen-cia de los muertos vivos es particularmentedolorosa mientras revolotean entre los dos es-tados del ser. Sus memorias guardan siempre,frescas y punzantes, las pasiones de la vida;pero no son capaces de remediarlas sino afuerza de un monstruoso desgaste de pensami-ento y de energía, que los deja literalmente im-posibilitados durante meses o, a veces, dur-ante años. A esto se debía el que las materi-alizaciones y otras formas tangibles de acciónfuesen relativamente raras. Por supuesto,había excepciones, como Sondra, nuestra másfrecuente traductora de las teorías de Relling,señaló una noche con esa extraña alegría queacompañaba a todas sus observaciones sobreel tema. Algunos fantasmas son terrorífica-mente activos..., en especial los locos, quienes,al ignorar las limitaciones de la muerte comoignoraban las imposibilidades de la vida, las

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trascienden con el dinamismo exclusivamentepropio de la locura. Generalmente, sin em-bargo, era opinión de Relling que un fantasmaera más digno de lástima que de terror. Sondrale citó al decir:

«La noción de una casa encantada es unconcepto semánticamente equivocado. No esla casa la que está encantada, sino el almamisma».

El sábado 6 de agosto, un obrero, al fijaruna conducción, se quedó tuerto con una lám-para de acetileno.

El jueves 1 de septiembre, un desprendi-miento de tierra, producido en el cerro que sealzaba detrás de nosotros, arrojó cuatro tonela-das de polvo y piedras sobre la casa medio ter-minada, parando los trabajos durante dos sem-anas.

El domingo 9 de octubre, día de micumpleaños..., cosa bastante extraña..., mien-tras visitaba la casa solitaria, me escurrí con

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un tornillo extraviado y me golpeé la cabezacontra una lata grande de pintura, haciéndomeuna brecha que necesitó diez puntos de sutura.Corrí a casa de los Sheffits. Sondra abrió lapuerta en traje de baño y con una revista en lamano.

-¿Ted?Me miró fijamente.-No le había reconocido con tanta sangre.

Entre. Llamaré al médico. Procure no gotearsobre los muebles...

Le conté al medico lo del tornillo en elsuelo y lo de la lata de pintura. No le dije queme había escurrido porque me volví demasi-ado precipitadamente, y que si me volví de-masiado precipitadamente fue porque experi-menté la sensación, cada vez mayor, de quealguien estaba detrás de mí, lo bastante cercapara tocarme, tal vez, porque algo flotaba allí,fétido, húmedo, frío y casi palpable en suproximidad. Recuerdo haberme estremecido

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violentamente cuando me volví, como si el solde este caluroso día estival hubiese sido ree-mplazado por una misteriosa estrella sin calor.No le dije esto al doctor ni a nadie.

En noviembre, ardieron Los Ángeles. Trasla larga sequía del verano, la savia se deslizapor debajo de tierra y los calcinados cerrosparecen gemir por el piadoso alivio de otravida o de otra muerte: lluvia o fuego. Invari-ablemente, el fuego llega primero, extendién-dose poco a poco como una epidemia por lasdistantes partes del país hasta que el cielo estálívido y sin estrellas durante la noche, y cu-bierto de un humo pardusco durante el día.

En Tijuana, al norte de nosotros, se declaróun espantoso incendio el mismo día que Elleny yo nos instalamos en nuestra nueva casa...,hermosa, severa, agresivamente nueva sobresu seca ladera..., bajo un chocante cielo decolor terroso y un sol insignificante y velado.Sondra y Jeff acudieron a ayudarnos, y por la

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noche Joyce Castle hizo escala en nuestra casacon Suey y una botella de champaña.

Ellen entrecruzó sus manos bajo la bar-billa.

-¡Qué agradable sorpresa!-Espero que esté bastante frío. Lo he ten-

ido en el refrigerador desde las cuatro. ¡Bien-venidos al valle! ¡Son ustedes una pareja estu-penda!... Ustedes me recuerdan a mis padres...¡Dios, qué calor! Supongo que tendrán aireacondicionado... Me he pasado todo el día su-dando a cuenta del humo...

Jeff estaba tumbado en un sillón con suslargas piernas estiradas ante sí, de la mismaforma que un cojo pondría sus muletas a am-bos lados.

-Joyce, eres un ángel. Perdóname que nome levante. Estoy recuperándome...

-Ted -dijo Ellen con suavidad-, ¿por quéno sacas unas copas?

Jeff se puso en pie.

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-¿Puedo echarte una mano?-Continúa sentado, Jeff.Suspiró.-No me había dado cuenta de que estaba

tan bajo de forma.Su aspecto era más cadavérico que en to-

das nuestras tardes de esfuerzos y ajetreos. Elsudor se había almacenado en los huecos desus ojos.

-¿Quiere usted que le enseñe la casa,Joyce, mientras Ted está en la cocina?

-Encantada, Ellen -respondió Joyce-. En-séñemela toda.

Sondra me siguió a la cocina. Se apoyócontra la pared y fumó, apoyando el codoizquierdo sobre la palma de la mano derecha.No decía nada. A través de la puerta abiertapodía ver las estiradas piernas de Jeff, desdelas pantorrillas para abajo.

-Gracias por su ayuda de hoy -dije a Son-dra en voz tan baja que parecía un susurro.

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Podía oír a Ellen y a Joyce mientras ibande una habitación a otra, sus voces agitadas ylánguidas.

-¿Es todo de acero?... ¿Quiere usted decirtodo?... ¿Las paredes también?... ¿No teme us-ted a los rayos?...

-¡Oh!... Creo que todos nosotros estamosen terreno seguro.

Jeff bostezó ruidosamente en el cuarto deestar. Sin decir palabra, Sondra puso unabandeja encima de la mesa de la cocina, mien-tras yo abría y revolvía en una caja de cartónen busca de copas. Ella me observaba firme yfríamente, como si esperase que la agasajara.Yo necesitaba decir algo para romper un silen-cio que se estaba haciendo antinatural y opres-ivo. Los ruidos que nos rodeaban parecían ais-larnos dentro de un círculo de intimidad. Conla cabeza inclinada a un lado, Sondra me son-reía. Podía oír su precipitada respiración.

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-¿Qué es esto?... ¿Una habitación para unbebé?... ¡Oh Ellen querida!...

-¡No, no!... Es para los hijos de nuestrosamigos...

Los ojos de Sondra eran azules, el colorde las aguas poco profundas. Al parecer, es-taba deliciosamente divertida, como si noso-tros estuviéramos complicados en una conspir-ación..., una conspiración que yo ansiaba re-chazar haciendo alguna observación prosaicaen voz alta para que todos la oyeran; pero unaespecie de dolor atenazaba mi pecho, comosi las palabras no quisieran salir de allí, y loúnico que hice fue sonreír a su falta de juicio.A cada minuto de silencio que pasaba, se hacíamás difícil romperlo, y me hundía más en laintriga de la que yo, a pesar de ignorarlo, eraseguramente culpable. Una ligerísima insinua-ción de Sondra hubiera bastado para conver-tirnos en amantes.

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Ellen se hallaba en el umbral, mediovuelta, como si su primer impulso hubiera sidoechar a correr. Parecía estar sumergida en suspensamientos, con los ojos fijos en el aceradomarco de la puerta, de color crema.

Sondra comenzó a hablar a Ellen con suirónica y seca voz. Era una charla de lo másfrivola; pero estaba destruyendo, como yo de-seaba que destruyera, la absurda noción deque existía algo entre nosotros. Podía darmecuenta de la confusión de Ellen. Prestó aten-ción a las palabras de Sondra, observando at-entamente sus labios, como si esta elegante ybronceada mujer, que fumaba tranquilamentey charlaba por los codos, fuera su salvador.

Yo, por mi parte, parecía haber perdidopor completo la facultad del habla. Si memezclaba en la conversación, cuidadosamenteinocente, de Sondra, me convertiría en cóm-plice del engaño contra mi esposa; si yo pro-clamaba la verdad y terminaba por acla-rarlo

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todo... Pero, ¿qué verdad?... ¿Qué tenía queaclarar?... ¿Un sentimiento en el aire? ¿Una in-sinuación?... Por supuesto, no existía contesta-ción a nada de eso. A mí ni siquiera me gust-aba Sondra. En ella había algo frío y desagrad-able. No había que confesar nada, porque nadahabía sucedido.

-¿Dónde está Joyce? -pregunté, al fin, conla boca seca-. ¿No quiere ver la cocina?

Ellen se volvió lentamente hacia mí, comosi le costase un gran esfuerzo.

-Estará aquí dentro de un minuto -re-spondió, sin tonalidad en su voz.

Entonces oí las voces de Joyce y de Jeffen el cuarto de estar. Hilen estudiaba mi semb-lante, con sus pupilas extrañamente dilatadasbajo la sonrosada luz fluorescente, como sitratara de penetrar hasta el fondo la gran os-curidad que se extendía tras mi oportuna ob-servación. ¿Era alguna clase de código, unanueva señal para ella que yo debería aclarar

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en breve? ¿Qué significaba? Le sonreí y ellame respondió con otra sonrisa: un tentador yformal movimiento de labios, como si yo fueraun rostro familiar cuyo nombre no recordabaen aquel momento.

Joyce entró.-Detesto las cocinas. Yo nunca entro en la

mía.Nos miró sucesivamente a cada uno de

nosotros.

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-¿Interrumpo?A las dos de la madrugada me senté en la

cama, completamente despierto. El dormitorioestaba bañado por el fulgor rojizo del incendio,que se había acercado durante la noche. Untenue y opaco velo de humo se extendía porla habitación. Ellen yacía en la cama, tumbadasobre un costado, dormida, con una manoahuecada puesta sobre la almohada, junto a sucara, como si estuviera esperando que le pusier-an algo en ella. Yo no tenía idea de por qué mehallaba tan completamente despierto; pero sep-aré las mantas y me acerqué a la ventana paracontemplar el fuego. No podía ver las llamas,pero las montañas se delineaban en negro con-tra un cielo ampuloso, que crecía o menguabacuando el viento soplaba o amainaba.

Entonces oí el ruido.Soy una persona que tiene fama de emplear

en todo momento las palabras exactas, lo cuales muy necesario cuando se escribe sobre temas

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técnicos. Sin embargo, soy incapaz de encon-trar ahora una palabra que describa ese ruido.La que he encontrado más aproximada es unaque yo mismo me he inventado: blump. Eramás bien expansivo y sin localización. No eraun ruido sólido. Había algo vago y susurranteen él; y, de cuando en cuando, comenzabacon la sugerencia de un suspiro, de una evap-oración confusa en el aire, que parecía tomarforma y morir en el mismo instante. En ciertomodo, no puedo definirlo; era insensato, invol-untario e irrazonable, pero implacable. Porqueno pude explicármelo inmediatamente, fui enbusca de una explicación.

Salí al vestíbulo y encendí la luz, presion-ando el silencioso botón. La luz surgió de unasfisuras practicadas en el techo y se difundió através de unos lechosos estucos semejantes apapel de arroz japonés. Las indestructibles ylimpias paredes se levantaban perpendicular-mente a mi alrededor. A través del ligero tufo

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de humo se percibía el olor, suave y metálico,de lo nuevo, más semejante al de un cocheque al de una casa. Y el ruido continuaba.Parecía proceder de la habitación del fondo delvestíbulo, de aquella que habíamos destinadoa los hijos de nuestros amigos. La puerta es-taba abierta y podía ver una mancha gris, queera la ventana occidental. Blump..., blump...,blump...

Fijando los ojos en la mancha gris,comencé a cruzar el vestíbulo, mientras laspiernas se me iban haciendo pesadas comotroncos, y durante todo el tiempo no dejaba derepetirme:

-La casa está contrayéndose. Todas las ca-sas nuevas se contraen y hacen ruidos ex-traños.

Y tan lúcido estaba yo que creía que notenía miedo. Cruzaba el nuevo y brillantevestíbulo de mi nueva casa de acero para in-vestigar un ruido, porque la casa podía estar

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contrayéndose de mala manera, o porque elanimal podía estar haciendo algún estropicio...Me habían dicho que los coatíes merodeaban,por lo regular, por los cubos de la basura. Talvez había algo que no marchaba bien en lastuberías o en el sistema de calefacción quecalentaba nuestros suelos. Y ahora, comodueño responsable de la casa, tenía que local-izar el centro aparente del ruido y tomar lasmedidas pertinentes. Verosímilmente, dentrode dos o tres segundos estaría al tanto de loque pasaba. Blump..., blump..., blump... El grisde la ventana se tornó rosa cuando llegué sufi-cientemente cerca de ella para ver la montañaa través de los cristales. Lo negro era lamaleza, y lo rosa, esa faja polvorienta que eltractor cortó antes de enloquecer. Yo habíaobservado el accidente desde el mismo sitiodonde ahora me hallaba, y el desaparecidohoyo donde estuvo el árbol se hallaba tapadofirmemente por el suelo prefabricado de la

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habitación, cuya oscuridad hubiera barridocon solo tocar con mi mano derecha el con-mutador de la luz.

-¿Ted?La sangre se agolpó en mis oídos. Tuve la

sensación de que mi corazón había estallado.Me apoyé en la pared para no caerme. Sí, claroque sabía que era la voz de mi esposa, y con-testé con toda tranquilidad:

-Sí, soy yo.-¿Qué pasa?Oí el rumor de la ropa de la cama.-No te levantes. Voy en seguida.El ruido había cesado. No se oía nada.

Solamente el casi imperceptible zumbido delrefrigerador y el silbido del viento.

Ellen estaba sentada en la cama.-Sólo estaba observando el fuego -dije.Ellen se tumbó y se puso a acariciar mi

lado de la cama. Antes de apagar la luz delvestíbulo observé su sonrisa.

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-Estaba soñando con él -me dijo suave-mente, mientras me metía en el lecho. Ella seacurrucó contra mí-. ¡Estás temblando!

-Debí ponerme la bata.-Te calentaré en un instante -me dijo

apretando su fragante cuerpo contra el mío.Pero yo permanecía rígido como una

piedra, y hasta tan frío, mirando el techo, conmi mente completamente en blanco.

Tras un instante dijo:-¡Ted!Era su señal, siempre vacilante, siempre

trémula, que significaba que debía volvermehacia ella y tomarla en mis brazos.

En lugar de hacerlo, respondí:-¿Qué?Como si no hubiese comprendido lo que

deseaba.Durante unos minutos, me di cuenta de la

lucha que sostenía con su candor para sacar-me de mi inusitada distracción y decirme que

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quería que le hiciera el amor. Pero era de-masiado para ella..., algo demasiado contrarioa su modo de ser. Mi frialdad había creado unvacío que ella era incapaz de llenar..., una fri-aldad repentina e inexplicable a menos que...

Ellen se separó lentamente y se tapó hastalos ojos. Al fin, me preguntó:

-Ted, ¿ha pasado algo que yo deba saber?Se había acordado de Sondra y de la ex-

traña escena de la cocina. Sé que Ellen tuvoque hacer un enorme esfuerzo para hacermeesa pregunta, aunque supiese mi contestación.

-No. Es que estoy cansado. Hemos tenidoun día muy ajetreado. Buenas noches, querida.

La besé en la mejilla y noté que sus ojos,al resplandor del incendio, buscaban los míos,haciéndome la pregunta que no era capaz desalir de sus labios. Me volví, algo aver-gonzado, porque yo no podía darle la con-testación que hubiera colmado su necesidad.Porque no existía ninguna respuesta...

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El incendio empezó a ser dominado des-pués de haber ardido más de tres kilómetroscuadrados de terreno y varias casas, y tres se-manas después llegaron las lluvias. Jack Sal-manson vino un domingo a ver cómo estaba lacasa, a revisar los cimientos, el tejado y todaslas junturas, encontrándolo todo en perfectoestado. Estábamos sentados, mirando distraí-damente al patio a través de la puerta decristal. El patio era una porción de terrenolleno de fango gris que amenazaba cubrir deuna delgada capa de cieno y grava los pocosbaldosines que yo había puesto. Ellen estabaacostada en el dormitorio. Había tomado lacostumbre de echarse la siesta después decomer, aunque era yo, y no ella, quien per-manecía completamente despierto noche trasnoche, tratando de explicarme los ruidos quecada día se hacían más imposibles de explicar.El apagado sonido que, en ocasiones, acom-pañaba al blump, y la estrangulada expulsión

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de aire que seguía, eran seguramente el res-ultado de algún desperfecto en la conducciónde aguas; los pasos que cruzaban el vestíbuloy se paraban al otro lado de nuestra puerta cer-rada, alejándose después con una especie derisita ahogada, eran como si la noche contra-jera el metal de nuestra casa después del cal-or del día. A través de todo esto, Ellen dormíacomo sumida en un embotamiento; parecíacomo si se hubiese hecho adicta al sueño. Seiba a la cama a las nueve de la noche y nose despertaba hasta las diez de la mañanasiguiente; por la tarde se echaba la siesta, ydurante el resto del día se movía como aletar-gada, con un chal mejicano sobre los hombros,quejándose de frío. El médico la examinó porsi padecía mononucleosis, pero no le encontrónada. Dijo que tal vez fuera debido a su sinus-itis, y que debería dormir cuanto quisiera.

Tras un prolongado silencio, Jack dejó aun lado su copa y, poniéndose en pie, dijo:

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-Me voy.-Avisaré a Ellen.-¿Para qué? Deja que duerma. Dile que le

deseo un pronto restablecimiento.Se volvió para mirar la casa que había dis-

eñado y construido.-¿Sois felices aquí? -preguntó de pronto.-¿Felices? -repetí la palabra un tanto

cohibido-. ¡Claro que somos felices!... Nosgusta la casa. Aunque es... un poco ruidosa porlas noches.

Tartamudeé, como si estuviese pronun-ciando las primeras palabras de una confesión;pero Jack apenas pareció oírlas. Con la manohizo un movimiento.

-Es una casa bien construida.Jack iba de un lado a otro de la habitación.-Sin embargo, no sé... Hay algo en ella...,

algo que no me acaba de convencer... Tal vezsea el viento, solamente..., o la luz... Debería

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ser más acogedora, ¿comprendes lo que quierodecir? Parece como si le faltara alegría...

Yo le observaba con una especie dedesmedida esperanza, como si pudiera ahuy-entar de alguna forma mágica mi terror...,hacer por mí lo que yo no podía hacer por mímismo, y permitir que se discutiera tranquila-mente entre dos hombres de mente sana. PeroJack no parecía preocuparse de la causa de latristeza, sino de atajarla.

-¿Por qué no ponéis un par de alfombrascolor naranja en esta habitación? -me pregun-tó.

Miré fijamente al suelo como si un par dealfombras color naranja tuviesen un encantoinfalible.

-Sí -respondí-. Creo que las compraremos.Ellen entró en el cuarto de estar, echando

hacia atrás su cabello, con la cara abotargadade tanto dormir.

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-Jack -dijo-, cuando el tiempo mejore mesentiré feliz. Anna, tú y los niños debéis venira pasar con nosotros una noche...

-Nos agradará mucho. Pero después quecesen los ruidos -dijo irónico dirigiéndose amí.

-¿Los ruidos?... ¿Qué ruidos?La cara de Ellen se puso lívida. Me di

cuenta cuando me miró. La expresión era lamisma; pero lo que antes había de abierto enella, ahora era solamente vaciedad. Habíasepuesto en guardia contra mí; sospechaba queyo le ocultaba cosas.

-Por las noches -respondí-. La casa cruje.Tú no lo oyes...

Cuando Jack se hubo ido, Ellen se sentócon una taza de té en el mismo sillón que ocu-para Jack, mirando hacia el fango. Su largochai púrpura colgaba hasta sus rodillas, tapán-dole los brazos. Parecía no haber explicación

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para las dos manos blancas que manoseabansobre su falda la taza de té.

-Es una cosa triste -dijo, sin matiz en suvoz-. No se puede hacer nada; pero lo sientopor Sondra.

-¿Qué pasa? -pregunté poniéndome enguardia.

-Joyce estuvo aquí anteayer. Me dijo queJeff y ella habían sido amantes, a intervalos,durante seis años.

Se volvió para ver cómo había recibido lanoticia.

-Bueno, eso explica por qué Joyce y Son-dra se detestan mutuamente -respondí, mir-ando cariñosamenta a los ojos de Ellen.

En ellos encontré solamente el reflejo delos cristales de la puerta, hasta con los reguer-os de lluvia, y experimenté la atemorizadasensación de que me habían mostrado uncuadro de la verdad, como si ella estuvierahurgando secretamente en las profundidades

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de un alma que yo ya no podía tocar. PorqueEllen no creía en mi inocencia; ni siquiera es-toy seguro de que yo mismo creyera en ella,y, verosímilmente, tampoco lo creían Joyce niJeff. Es imposible decir lo que creía Sondra.Ella actuaba como si nuestra infidelidad fueseun hecho consumado. En cierto modo, era unahazaña genial, porque Sondra nunca me tocóun pelo, excepto de un modo impersonal o delo más accidental. Aun sus miradas, la basesobre la que ella construyó el mito de nuestro«lío», no tenían nada de amistosas; eran es-crutadoras y violentas, e iban siempre acom-pañadas de una sonrisa furtiva, como si noso-tros participáramos meramente de algunabroma particular. Sin embargo, había algo enla forma en que lo hacía..., en la inclinaciónde su cabeza tal vez..., que hacía pensar clara-mente que la broma era a cuenta de alguien.Y había tomado la costumbre de llamarme«cariño».

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-Sondra y Jeff tienen un hijo retrasadomental, internado en un sanatorio..., en no séqué sitio -dijo Ellen-. Eso, al parecer, es lo quelos separa mutuamente.

-¿Te contó Joyce todo eso?-Lo mencionó por casualidad, como si

fuera la cosa más natural del mundo... Suponíaque nosotros lo sabíamos... Pero a mí no megusta saber de nuestros amigos ciertas cosas.

-Me imagino que eso es mostrarse sagaz.Tú y yo tenemos un corazón provinciano.

-Sondra debe de ser una muchacha muydesgraciada.

-Es difícil decir eso de Sondra.-Me pregunto qué intenta hacer con su

vida... Si se preocupa de algo... exterior.Esperé.-Probablemente, no -contestó Ellen a su

propia pregunta-. Parece ser muy dueña de sí.Casi fría...

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Observaba el espectáculo de mi esposaluchando consigo misma para retrasar unaherida que estaba convencida de que se le pro-duciría más pronto o más tarde. No queríacreer en mi infidelidad. Yo podía haberla alivi-ado con embustes. Podía haberle dicho queSondra y yo nos citábamos en una cafetería dela ciudad y nos hacíamos el amor en un hotelde segunda categoría todas las tardes que yo lallamaba para decirle que me tenía que quedara trabajar hasta una hora avanzada. Entoncesse hubiera abierto su herida, se hubiera desin-fectado y se hubiera curado. Por supuesto,habría habido dolor; pero yo hubiera gozadode nuevo de su confianza y se habría res-taurado nuestro viejo sistema. Observandocómo Ellen se torturaba con la duda, estuvetentando de contarle tales mentiras. La verdadnunca me tentó: haber admitido que yo sabíalo que ella estaba pensando hubiera sido tantocomo admitir la culpabilidad. ¿Cómo so-

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specharía tal cosa, a menos que fuera verdad?¿E iba yo a explicar mi frialdad para ater-rorizarla con vagas historias de indescriptiblesruidos que ella munca oyó?

Así, pues, ambos permanecíamos senta-dos, mudos y fríos, en nuestra impermeablecasa, mientras la luz iba desapareciendo. En-tonces se apoderó de mí una especie de rego-cijo. ¿Es que mi terror no era más real queel de Ellen? ¿Y si nuestros fantasmas no eranmás que fantasmas imaginarios, que sólo ne-cesitaban un poco de sentido común para disi-parlos? Y comprendí que si podía desprender-me de mi fantasma, el de Ellen se hundiría enseguida, porque el secreto que me alejaba deella habría desaparecido. Era una revelación,un triunfo de la razón.

-¿Qué es eso? -preguntó Ellen, señalandoalgo que parecía como una hoja golpeando laparte alta de las puertas de cristales-. Es un

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rabo, Ted. Debe de haber algún animal en eltejado.

Sólo era visible la punta peluda. Cuandome acerqué, pude ver las gotas de agua de-sprendiéndose de cada pelo negro.

-Parece el rabo de un coatí. ¿Qué estaráhaciendo por aquí, a hora tan temprana?

Me puse un impermeable y salí al patio.El rabo colgaba limpiamente por el bordillo,rayado en blanco, y ondulando flemáticamenteal aire. El animal estaba escondido detrás delbajo parapeto. Utilizando la escalera de barcode la parte de atrás de la casa, subí al tejado.

La mente humana, al igual que otras partesdel cuerpo, es un órgano de costumbres. Suscapacidades están limitadas por lo precedente;cree que se utiliza para pensar. Enfrentada conun fenómeno que está más allá de sus límites,se rebela, rechaza y, a veces, se desploma. Mimente, que durante semanas había rechazadofirmemente la evidencia de mis sensaciones de

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que en la casa vivía algo más que nosotrosdos, algo sobrenatural y diabólico, aunquebasado en pruebas insuficientes, se veía ahoraforzada a la subsiguiente repulsa de decir,como Jeff dijera: «zorro». Por supuesto, era ri-diculo. Eran muy escasas las probabilidades deque un zorro hubiese entablado batalla con uncoatí, teniendo en cuenta lo que habían hechoa ese coatí. El cuerpo yacía en la parte más ale-jada del tejado. No vi la cabeza hasta que es-tuve casi encima de ella. Había rodado hastaquedar apoyada contra el parapeto, donde ladescubrí.

Sólo porque mi oprimida mente con-tinuaba repitiendo como un eco: «Ellen no lodebe saber, Ellen no lo debe saber...», fuicapaz de coger las partes desmembradas y ar-rojarlas con todas mis fuerzas hacia lamontaña, y cuando Ellen me preguntó: «¿Quées, Ted?», contestarle: «Debió de ser un coatí;

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pero ya se ha ido», con voz perfectamente con-trolada antes de bajar del tejado y vomitar.

Recordé la mención de Sondra sobre sugato mutilado y telefoneé a Jeff a su agencia.

«Discutiremos el asunto después decomer», me dije.

Necesitaba imperativamente hablar, ac-ción imposible dentro de mi propia casa,donde cada día el silencio era más denso y máspertinaz.

Alguna vez, Ellen se aventuraba a pregun-tar:

-¿Qué pasa, Ted?Pero yo siempre contestaba:-Nada.Y ahí terminaba nuestra conversación.Podía verlo en sus cautos ojos: yo ya no

era el hombre con quien se había casado; yoera un hombre frío, reservado. La habitaciónde los niños, provista de litera doble y empa-pelada con un papel estampado de muñecos,

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era como una censura. Ellen tenía cerrada lapuerta la mayor parte del día, aunque algunavez, a la caída de la tarde, yo la había encon-trado dentro moviéndose a la ventura, tocandolos objetos, como si se maravillara de que aúnestuvieran a la espera, después de tantos mesesestériles: había fallado una alocada esperanza.Ni siquiera nuestros amigos trajeron a sus hi-jos para ocuparla. Y no los trajeron porquenosotros no se lo pedimos. El silencio trajoconsigo una profunda y extenuante inercia. Lacara de Ellen aparecía siempre hinchada: losrasgos, velados y amorfos; los ojos, tristes; to-do su cuerpo se había vuelto fofo, como si unaenorme hogaza de pan se hubiese dilatado ensu interior. Nos movíamos en la casa dentrode nuestras órbitas como dos sonámbulos,haciendo nuestras tareas por rutina. Nuestrosamigos nos visitaban al principio, molestos,un poco dolidos; pero pronto dejaron de venir,abandonándonos a nuestra suerte. Algunas

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veces veíamos a los Sheffits. Jeff estaba cadavez más grosero: contaba cuentos pornográfi-cos, se emborrachaba demasiado y siempreparecía estar enfermo a gusto. Sondra hablabasin parar, tratando los temas más absurdos yaludiendo con gestos, palabras o miradas anuestros asuntos internos.

Jeff y yo comíamos en el Brown Derby dela calle Vine, bajo las caricaturas a carboncillode las estrellas de revistas. En una mesa cer-cana a la nuestra, un agente hacía el elogio deun actor, con voz que denotaba enorme entusi-asmo, a un individuo de cara ancha y coloradaque dedicaba toda su atención a una jarra decerveza.

-Es un asunto feo -me dijo Jeff-. Me gust-aría que no estuvieras mezclado en ello.

-Comprendo lo que quieres decir -re-spondí.

Jeff no tenía la menor idea de por qué lehabía traído yo aquí, ni yo le di razón alguna.

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Estábamos «rompiendo el hielo». Jeff me son-rió con su boca torcida y yo le devolví la son-risa.

-Somos amigos.Probablemente ése era el mensaje que nos

habíamos lanzado al sonreímos mutuamente.¿Era él amigo mío? ¿Era yo amigo suyo? Elvivía al otro lado de la calle; calle quecruzábamos, quizás, una vez a la semana;bromeábamos juntos; él siempre se sentaba enel mismo sillón de nuestro cuarto de estar,cambiando continuamente de postura. En sucuarto de estar había una alta silla blanca queyo prefería. Supongo que las amistades se con-solidan con menos motivos. Sin embargo, éltenía un niño subnormal, internado en un san-atorio de algún lugar, y una esposa que se di-vertía sugiriendo infidelidades; yo tenía un de-monio oculto en mi casa y una esposa corroídapor la sospecha y que envejecía y se hacía másausente por culpa de eso. Le dije a Jeff:

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-Comprendo lo que quieres decir.Parecía insoportable. Espiaba los ojos de

Jeff.-¿Recuerdas que una vez hablamos de un

fantasma?Mi tono de voz era zumbón. Tal vez quis-

iera dar a entender que estaba haciendo unchiste.

-Lo recuerdo.-Sondra dijo algo de un gato vuestro al que

habían dado muerte.-Sí, el que mató el zorro.-Eso fue lo que tú dijistes, no lo que dijo

Sondra.Jeff se encogió de hombros.-¿Qué ha ocurrido?-Encontré un coatí muerto en nuestro te-

jado.-¡En tu tejado!-Sí. Fue espantoso.

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Jeff jugueteó con su tenedor. Había ter-minado toda pretensión de ligereza.

-¿Sin cabeza?-Peor.Por unos momentos permaneció en silen-

cio. Noté que luchaba consigo mismo antes dedecidirse a hablar.

-Tal vez sea mejor que te mudes, Ted -dijo.Me daba cuenta de que estaba tratando de

ayudarme... Con un simple ademán trataba debarrer la desconfianza que se alzaba entrenosotros. Era amigo mío; estaba echándomeuna mano. E imagino que debía haberme dadocuenta de lo que me sugería. Pero no podíaaceptarlo. No era lo que yo quería oír.

-Jeff, no puedo hacer eso -contesté, toler-ante, como si él ignorara mi punto de vista-. Sólo llevamos viviendo en la casa cincomeses. Me costó veintidós mil dólares con-struirla. Tenemos que vivir en ella por lomenos un año, según la ley de préstamos.

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-Bueno, tú sabes lo que más te conviene,Ted.

Su sonrisa me envolvió de nuevo.-Necesitaba hablar -dije, irritado por la

frivolidad con que daba fin al asunto-. Queríaaveriguar lo que tú sabes sobre ese asunto delfantasma.

-No mucho. Sondra sabe más que yo.-Dudo que me aconsejaras, sin razón al-

guna, que abandonara la casa que acabo deconstruir.

-Parece haber una especie de gafe sobre lapropiedad, eso es todo. Si hay o no un fant-asma, es algo que no podría decirte -replicó,molesto a su vez por el giro que tomaba laconversación-. ¿Qué dice Ellen?

-No lo sabe.-¿No sabe lo del coatí?-No sabe nada.-¿Quieres decir que hay algo más?-Sí; los ruidos... por la noche.

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-Si yo fuera tú, hablaría con Sondra. Ellaha profundizado en este asunto mucho másque yo. Cuando nos mudamos aquí porprimera vez, solía recorrer tu terreno con fre-cuencia..., vagabundeando solamente..., sobretodo después que mataron al gato...

Experimentaba cierta dificultad al decir loque estaba diciendo. Me produjo la impresiónde que nuestra conversación le molestaba.Ahora me mostraba sus dientes, sonriendo conuna especie de mueca. Con un brazo puestosobre el respaldo de su silla, me pareció queestaba a punto de sufrir un colapso. Con habil-idad, circundamos el nombre de su esposa.

-Escucha, Jeff -dije, y respiréprofundamente-: respecto a Sondra...

Jeff me interrumpió con un ademán.-No te molestes. Conozco a Sondra...-¿Sabes entonces que no hay nada entre

ella y yo?...

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-Es su forma de divertirse. Sólo eso. Son-dra es una muchacha rara. Hace lo mismo con-migo. Coquetea, pero no consiente quedurmamos juntos.

Cogió la cuchara y la miró sin verla.-Eso empezó cuando quedó embarazada.

Y todo terminó entre nosotros cuando dio a luzal niño. ¿Sabías que teníamos un hijo? Está in-ternado en un sanatorio del valle.

-¿Y no puedes hacer nada?-¡Claro que sí! ¡Con Joyce Castle! No sé lo

que hubiera sido de mí sin ella...-No me refería a... eso. ¿No puedes divor-

ciarte?-Sondra no consentiría nunca en divor-

ciarse de mí. Y yo no puedo divorciarme deella. No hay opción -dijo encogiéndose dehombros, como si todo eso no fuera con él-.¿Qué puedo alegar? ¿Que quiero divorciarmede mi esposa por la forma como mira a otroshombres? Ella es escrupulosamente fiel.

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-¿A quién, Jeff?... ¿A ti?... ¿A quién?...-No sé... A ella misma, quizá -murmuró.Animándole, hubiera continuado hasta no

sé dónde; pero le corté. Comprendí que, coneste enigmático informe, me estaba dando piepara que contestara, y que si yo hubiese ele-gido contestarle a eso, me habría dicho quele había invitado a comer para sonsacarle...,e inmediatamente me sentí aterrorizado. Noquería oír eso; no quería oír eso de ningunamanera. Por tanto, me eché a reír con muchacalma, mientras le decía:

-Indudablemente, indudablemente...Y le coloqué detrás de la puerta cerrada

de mi mente, en donde había amontonado to-das las imposibilidades de los últimos meses:las pisadas, los ruidos nocturnos, el coatí mu-tilado..., porque si lo reconocía, me volveríaloco.

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De pronto, Jeff me miró fijamente a lacara. Tenía las mejillas arreboladas y los di-entes apretados.

-Escucha, Ted -dijo-: ¿puedes disponer deesta tarde? Tengo que ir al sanatorio a firmarunos documentos. Van a trasladar al niño. Porlo visto, ha cometido algunos actos violentosy ha hecho... algunas barbaridades. En estosúltimos tiempos está completamente de-squiciado...

-¿Qué dice Sondra?-Ya ha firmado. Le gusta ir sola a visitarle.

Parece como si le agradase tenerle para sí sola.Agradecería, Ted, tu apoyo moral... No tienesque entrar. Puedes esperar en el coche. Desdeaquí sólo hay unos cincuenta kilómetros; es-tarás de vuelta para la hora de la cena...

Su voz se quebró; las lágrimas velaron elblanco de sus ojos, manchado de amarillo.Daba la impresión de un hombre dominadopor la fiebre. Observé cómo se contraían los

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músculos de su cuello y lo hundidas que teníalas sienes. Puso una mano sobre mi brazo yapretó como si fuera una garra.

-Claro que te acompañaré, Jeff -respondí-. Llamaré a la oficina. Pueden desenvolversesin mí una tarde.

Se recogió en sí durante unos instantes.-No sabes cuánto te lo agradezco, Ted. Te

prometo que no será tan malo...El sanatorio estaba situado en el valle de

San Fernando, un complejo de edificios de es-tucos nuevos, construidos en unos terrenosrecientemente labrados. Por todas partes seveían letreros de NO PISAR, POR FAVOR.Anchas avenidas asfaltadas se entrecruzaban,bordeadas de magníficas extensiones decésped. El tráfico era intenso y estaba con-trolado por guardias uniformados de blanco,colocados en las intersecciones de las calles.

Tras un buen rato, empecé a sentir calordentro del coche y decidí abandonarlo. A

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menos que desease pasear por entre los demáscoches aparcados, no tenía otra elección queunirme al paseo de los inquilinos del sanatorioy sus visitantes. Elegí, pues, una avenida sol-itaria y caminé lentamente hacia un edificiorodeado de un patio, provisto de una cerca dealambres. Por su aspecto, juzgué que sería elpabellón dedicado a los niños. Entonces vi aJeff entrar en él. Iba acompañado de una en-fermera que empujaba una especie de carrilloenjaulado, dentro del cual iba «el niño».

Era humano, supongo, porque poseía todoslos atributos asignados a los seres humanos;sin embargo, tuve la sensación de que, si nofuera por el carrito, la criatura se hubiera arras-trado sobre su barriga como un caimán. Tam-bién tenía ojos de caimán..., soñolientos y fríosy sin alma..., incrustados en una cara tostadapor el sol, y una cabeza que parecía estar colo-cada en dirección horizontal más que vertical,como un huevo tumbado sobre una de sus

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caras. Los rasgos estaban desprovistos de todovestigio de inteligencia; la boca colgabaabierta y por la barbilla le corría la baba. Mi-entras Jeff y la enfermera hablaban, él per-manecía sentado bajo los rayos del sol, inertey repulsivo.

Giré sobre mis talones y me alejé, con elpresentimiento de que me había introducidosubrepticiamente en una desgracia. Pensé quehabía echado una mirada a un universo en-fermo, la mera existencia de lo que constituíauna amenaza para mi vida; la vista de ese mon-struoso niño de ojos fríos y bestiales hizo queme sintiera como si, por tropezar en esta ver-güenza, participara en cierto modo de ella conJeff. Sin embargo, me dije que el mayor servi-cio que podía hacerle era fingir que no habíavisto nada, que no sabía nada, y procurar queél no se viese obligado a hablarme de algo que,evidentemente, le causaba dolor.

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Regresó al coche, pálido, vacilante y ne-cesitando un trago. Nos paramos, primero, enun bar llamado Joey's en Hollywood Way.Después, en Cherry Lane, de la calle Vine,donde un par de muchachas nos hicieron pro-posiciones, y, por último, paramos de nuevoen el Brown Derby, donde yo había dejadomi coche. Jeff se tragaba el licor sin alegría,de forma rutinaria, mientras me hablaba convoz precipitada y confidencial de un libro queacababa de vender a los Estudios WarnerBrothers por una cantidad exorbitante dedinero..., algo sucio en su opinión, pero era laforma en que lo hacen siempre los parásitos.Muy pronto no habría ningún buen escritor.

-Sólo habrá parásitos competentes... yparásitos incompetentes...

Esta era, quizá, la tercera vez que sos-teníamos una conversación semejante. Jeff larepetía ahora mecánicamente, sin dejar de mir-ar la mesa sobre la cual estaba rompiendo

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afanosamente en diminutos trozos unapequeña varilla roja de mover las bebidas.

Cuando salimos del restaurante, el sol sehabía puesto ya, y la fría noche del desiertodonde se había construido la ciudad se ex-tendía sobre ella. Un fulgor ligeramente son-rosado del desaparecido sol brillaba aún en lomás alto del Broadway Building. Jeff suspiróprofundamente; luego, comenzó a toser.

-¡Maldita niebla y maldito humo! -exclamó-. ¡Maldita ciudad! No encuentro nin-guna razón por la que se pueda vivir aquí.

Se encaminó hacia su Daimler tambaleán-dose ligeramente.

-¿Por qué no vienes en mi coche? -lepregunté-. Te dejaré en tu casa, y mañanapuedes venir a recoger tu auto.

Registró la guantera y sacó un paquete decigarrillos. Se puso uno entre los labios y lomantuvo enhiesto, sin encender, casi tocán-dole la punta de la nariz.

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-No iré a casa esta noche, amigo Ted -merespondió-. Si me llevas al Cherry Lane, queestá en la parte alta de esta calle, te lo agrade-ceré toda mi vida.

-¿Estás seguro? Si quieres, iré contigo.Jeff me apuntó con un dedo.-Ted, tú eres un caballero y un universit-

ario. Mi consejo es que te vayas a casa ycuides a tu mujer. No, en serio. Cuida de ella,Ted. Yo iré por mi cuenta al café Cherry Lane.

Ya me dirigía a mi coche cuando Jeff mellamó otra vez.

-Sólo quiero decirte, amigo Ted, que miesposa fue, en cierta ocasión, tan exquisitacomo la tuya...

No había recorrido más de dos kilómetroscuando desapareció el último fulgor quequedaba en el cielo y la noche cayó como unmanto sobre la tierra.

El cielo, por encima de los anuncios lu-minosos de Sunset Bou-levard, se volvió

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negro. Apareció una débil media luna, quequedó velada inmediatamente por la espesaneblina que se extendió sobre la tierra mien-tras yo viajaba hacia el oeste, hacia ClayCanyon, neblina que empezó a adornar mi par-abrisas con diminutas salpicaduras dehumedad.

La casa estaba a oscuras y, al principio,creí que Ellen habría salido; pero al ver suviejo Plymouth aparcado a un lado de la car-retera experimenté una sensación de frío y deinsensato temor. En mi mente parecían en-trecruzarse los acontecimientos del día. Micerebro estaba sumido en extraña confusión, yla vulgar visión de aquel coche, junto a la os-curidad, y el silencio de la casa, hizo que seapoderara de mí el pánico cuando me dirigícorriendo hacia la puerta. La empujé con elhombro, como si esperara encontrarla cerradacon llave, pero se abrió fácilmente y me en-contré en el oscuro cuarto de estar, sin luz

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en ninguna parte y escuchando el único ruidoproducido por el ritmo de mi entrecortada res-piración.

-¡Ellen! -grité con una voz que apenasreconocí-. ¡Ellen!...

Daba la impresión de haber perdido elequilibrio. Mi cabeza vacilaba. Era como si es-ta oscuridad y este silencio fueran el últimoápice que no podía contener la cámara dehorrores de mi mente; la puerta se entreabrió,emitiendo una luz opaca que hedía a podre-dumbre, y vi el panorama de mi repulsa, se-mejante a una tumba. Era la habitación de losniños. Las ratas anidaban en la doble litera; elmoho formaba una costra sobre el rojo papelde la pared, y, en ella, un árbol seco, del queun loco español colgaba del cuello, con sustalones blumping, blumping, contra la pared, ysus extravagantes ropas flotando cuando dabavueltas lentamente, como empujado por unainvisible corriente de aire malsano. Y cuando

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osciló hacia mí, vi sus familiares ojos de reptilabiertos, mirándome fijamente con asco y de-sprecio.

Admití:«Él está aquí y él es el demonio, y yo he

dejado sola a mi esposa en la casa con él, yahora ha sido absorbida por esa fría eternid-ad donde las sombras mudas guardan sus plas-mas contra un atormentado siglo de conver-sación..., una sola palabra salida de la petri-ficada garganta, un sollozo, o un suspiro, o unaqueja..., sílabas recogidas de una vida de eloc-uencia para empizarrar la insondable sed delmuerto vivo».

Una luz surgió por encima de mi cabeza yme encontré en el vestíbulo, fuera del cuartode los niños. Ellen, en bata, me sonreía.

-¡Ted! ¿Qué demonios hacías aquí a os-curas? Estaba echando un sueñecito. ¿Quierescenar algo?... ¿Por qué no dices alguna cosa?...¿Estás bien?...

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Vino hacia mí. Parecía extraordinaria-mente hermosa; sus ojos, de un azul más in-tenso que los de Sondra, parecían casi púrpur-as. De nuevo estaba joven y esbelta. De ella sedesprendía su antigua serenidad como a travésde un faro restaurado.

-Estoy bien -respondí con voz ronca-.¿Estás segura de estarlo tú también?

-Claro que sí -me contestó risueña-. ¿Porqué no iba a estarlo? Me siento mucho, muchomejor -me cogió la mano y la besó gozosa-.Me pondré un vestido y en seguida cenaremos.

Se volvió y, atravesando el vestíbulo, entróen nuestro dormitorio, dejándome con unaclara visión del interior de la habitación de losniños. Aunque la habitación estaba a oscuras,podía ver, gracias a la luz del vestíbulo, que lalitera de abajo tenía la ropa revuelta, como sialguien hubiese dormido en ella.

-Ellen... Ellen..., ¿has dormido en la hab-itación de los niños?

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-Sí -me respondió, y oí el roce de unvestido cuando ella lo sacó del armario-. Entréallí cuando anocheció, esperando a que re-gresaras a casa. Me entró sueño y me acostéen la litera. A propósito, ¿qué has estadohaciendo?... ¿Has trabajado hasta tan tarde?...

-¿Y no sucedió nada?-¿Cómo?... ¿Qué quieres que sucediera?...No pude contestar. Mi cabeza vibraba de

alegría. Había terminado... Fuese lo que fuere,había terminado. Ignorándolo todo, Ellen sehabía enfrentado con el verdadero espíritu delmal y había dormido en sus brazos como unaniña, y ahora volvía a ser ella misma otra vez,sin haber sido manchada por el conocimientode lo que ella había derrotado. Yo la habíaprotegido con mi silencio, con mi renuncia acompartir mi terror con esta mujer a la que yotanto amaba. Entré en la habitación y di al con-mutador de la luz: allí estaba el rojo papel depared adornado con muñecos, las cortinas roja

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y blanca, los edredones rojo y azul... Era undormitorio estupendo. Un dormitorio bonito yalegre para niños...

Ellen cruzó el vestíbulo.-¿Ocurre algo, Ted? Pareces tan turbado...

¿Todo marcha bien en la oficina?-Sí, sí-respondí-. Estuve con Jeff Sheffits.

Fuimos al sanatorio a ver a su hijo. ¡PobreJeff! Lleva una vida corrompida...

Le conté a Ellen todo lo que habíamoshecho aquella tarde, hablando con libertad enmi casa por primera vez desde que nosmudamos a ella. Ellen escuchaba atentamente,como siempre hacía, y cuando terminé, quisosaber cómo era el niño.

-Como un caimán -respondí de mala gana-. Igual que un caimán...

La cara de Ellen tomó una desacostum-brada expresión de gozo íntimo. Parecía estarmirando, por encima de mi hombro, hacia eldormitorio de los niños, como si el origen de

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su alegría estuviera allí. En el mismo instante,me estremecí al experimentar un frío interior;acaso fue la misma viscosa alucinación queme avisó el día de mi cumpleaños de que yoera otro del que soy. Tuve la sensación de unarepentina deshidratación, como si toda la san-gre hubiese desaparecido de mis venas. Sentícomo si estuviera encogiéndome... Cuandohablé, mi voz parecía proceder de una gar-ganta ronca y seca a fuerza de no hablar.

-¿Es que tiene gracia? -susurré.-¿Gracia? ¡Oh, no! Es que me siento

mucho mejor. Creo que estoy embarazada,Ted.

Inclinó la cabeza a un lado y me sonrió.

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ROBERT SPECHT - ¡Tanreal!...

(The Real Thing)Charlie Atkinson y Tad Winters fueron con-

ducidos al manicomio el mismo día. Charlie ibarealmente tranquilo... Como estaba medio chi-flado, a él le daba igual dormir en un sitio comoen otro: todos eran buenos. A Tad, no. Cuandose lo llevaron, aullaba como un perro apaleado.

Todos los pueblos tienen su tonto y subromista. Y, al parecer, el primero enloquecesiempre debido a las bromas del segundo. Asíocurrió con Charlie y Tad. Aunque Charlienunca pareció notar que le gastaban bromas.

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Cualquiera que fuere la broma que le gastabaTad, Charlie sonreía con su sonrisa bobaliconay decía:

-Ese Tad es muy gracioso. ¡Claro que esgracioso!...

Charlie dormía en una pequeña habitaciónsituada en la parte de atrás de la capilla ardi-ente de la funeraria de míster Eakins. Su mis-ión era mantener limpio el local, el cual barríade cuando en cuando. Míster Eakins le dejabahacer pequeños trabajos como éste, para queasí Charlie no creyera que le tenían por carid-ad. A Charlie le gustaba su cuartito, sin pensarsiquiera que la mayor parte del tiempo tenía uninquilino en la capilla ardiente de la funeraria.

Llegó abril, el mes de las «aguas mil».Las lluvias convirtieron el camposanto en unverdadero barrizal, y hasta que las aguas de-saparecieron la funeraria de Eakins tuvo tresinquilinos esperando a hacer su último viaje.Charlie se vio obligado a compartir su cuartito

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con la hija de Dayton, que murió de pulmoníaalgunos días antes.

Tan pronto como Tad se enteró de aquello,no pudo evitar el gastarle una broma a Charlie.

-He oído decir que tienes compañía,Charlie. ¿Es cierto?

Charlie le miró extrañado.-Sí. Me refiero a esa linda muchacha que

está alojada contigo.-¡Caramba, Tad! Es la hija de Dayton. Ya

lo sabes...Charlie dirigió una mirada a su alrededor

para ver si los amigotes de Tad estaban son-riéndose. Aún no estaba seguro de si legastaban una broma.

-¿Quieres decir que no es tu esposa?-Tad, esa muchacha está muerta. No puede

ser esposa de nadie. Tú no estás bien de lacabeza.

Algunos de los muchachos se hallaban apunto de soltar la carcajada; pero Tad los con-

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tuvo con una rapidísima mirada. Se le habíaocurrido una idea.

-Charlie..., ¿no viste nunca levantarse a esachica por las noches y corretear por tu hab-itación?

-Ahora es cuando estoy convencido de queestás chalado.

-No estoy chalado -respondió Tad con vozlúgubre-. Todo cuando puedo decirte es queserá mejor que te asegures de que la tapa de suataúd está bien cerrada.

Todos los rostros que rodeaban a Charlieconservaban sus expresiones serias.

-¿Por qué será mejor que me asegure? -preguntó el tonto.

-Por el pueblo corre el rumor de que lachicha fue mordida por un lobo antes de morir-Tad acercó su cara a la de Charlie y continuó-: Pero no un lobo corriente, sino un hombrelobo. ¿Te das cuenta de lo que eso pudo hacerde ella?

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-¿Una vampiresa?Charlie estaba un poco confuso, pero Tad

continuó remachando el clavo.-Exactamente. Seguro que una noche te

dormirás y a la mañana siguiente verás los di-entes de esa chica clavados en tu cuello. Tehabrá chupado la sangre hasta dejarte seco.

Dicho lo cual, Tad se alejó con sus amigos,dejando solo a Charlie para que pensara sobreaquello.

Más tarde, Charlie hizo a míster Eakins al-gunas preguntas sobre los vampiros, y místerEakins le contó cuanto él sabía. Antes quepudiera preguntarle a Charlie para qué queríasaber aquello, entró un parroquiano y Eakinsolvidó el asunto por completo.

Lo que hizo fue terrible, porque aquellamisma noche Tad y sus amigotes se reunieronen la parte de atrás de la funeraria, donde sehallaba la habitación de Charlie. Algunoscomerciantes del pueblo le pagaban a Charlie

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cincuenta centavos a la semana para que antesde acostarse revisara las puertas de sus tiendascon el fin de asegurarse de que estaban biencerradas. Y eso era lo que estaba esperando,para actuar, el grupo reunido en la calle.

Tad se volvió a Susan, la única muchachadel grupo. Pensaba casarse con ella en breve;pero la forma en que llevaba maquilladaaquella noche la cara hizo que Tad se es-tremeciera un poco al mirarla. Sus ojos es-taban ribeteados de negro y sus labios pintadosde morado. El resto del semblante estaba blan-queado con albayalde, a excepción de algunoscercos negros para ahondar las mejillas.

-Tad, no me gusta nada hacer esto -susurróla muchacha.

-¡Oh cariño! No es más que una broma...-Sí, pero no me agrada la idea de meterme

en un ataúd.-No permanecerás en él más que unos

minutos, hasta que Charlie vuelva. Como te

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dije, te meteremos en uno de los ataúdes queEakins tiene como muestra en el vestíbulo y losustituiremos por el que está en la habitaciónde Charlie. Cuando él vuelva a su cuarto, túlanzas unos cuantos lamentos, levantas latapa... y a reír.

-Supongamos que le da un ataque alcorazón o algo por el estilo.

-¡Oh, es demasiado tonto para eso! Echaráa correr, gritando, y no parará hasta el límitedel condado... ¡En dos minutos estará allí!

Susan se rió sin ganas.-¡Chis! -dijo una voz.Era la de uno que estaba mirando desde la

esquina del edificio hacia la parte de delante.-¡Ya sale!... ¡Vámonos!El grupo se ocultó, y cuando Charlie desa-

pareció calle arriba, entraron corriendo por lapuerta sin cerrar de la funeraria. Minutos des-pués, cuando Charlie regresó, los hombres es-

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taban otra vez en la calle, en la parte traseradel edificio.

-Ayudadme -dijo Tad.Dos de sus amigos le cogieron por las

piernas y le alzaron lentamente hasta que pudover el interior de la habitación de Charlie através de una ventana que parecía una tronera.

-Ya entra -susurró Tad al grupo que estabaabajo-. Se ha sentado en el catre y se está quit-ando los zapatos.

Tad no tuvo que informar sobre lo que su-cedió a continuación, porque todos pudieronoír desde donde estaban el lamento que saliódel ataúd de mimbre. Dentro del cuartito,Charlie se puso en pie de un salto. Otrolamento salió del ataúd y Charlie se agarróal borde de su catre. Al mismo tiempo, Tadse sostenía con una mano en el alféizar de laventana, mientras trataba de ahogar la risa conla otra.

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-¿Qué pasa? -preguntó una voz desdeabajo.

-Espera -contestó Tad, sin poder conteneruna risita-. Se abre la tapa del ataúd... Ellase yergue... ¡Dios! ¡Parece un cadáver de ver-dad!... Creo que Charlie echará a co...

Se interrumpió cuando Charlie, de pronto,recobró el movimiento. Empezó a andar lenta-mente..., no hacia la puerta, como Tad creyóque haría, sino en línea recta hacia el ataúd.También Susan estaba sorprendida, como Tadpudo muy bien darse cuenta, y no ofreció res-istencia cuando Charlie saltó hacia ella, la em-pujó dentro del ataúd y bajó la tapa.

-¿Qué sucede, Tad? -preguntó alguien.Tad estaba demasiado aturdido para conte-

star.-No sé... Ha vuelto a encerrarla dentro del

ataúd... Ahora está sacando algo de debajo delcolchón... Parece como si... ¡oh Dios mío!...¡Oh Dios mío!... ¡No!...

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El horror que se notaba en su voz cortó deraíz la risa que estaba a punto de estallar entresus amigos. Uno de los que le sujetaban laspiernas aflojó de pronto y Tad cayó al suelo,gimiendo. Antes que los hombres pudieran re-cobrarse, llegó hasta ellos, procedente de lahabitación de Charlie, un grito aterrador, queheló la sangre a todos los que esperaban abajo:era el grito de una mujer en mortal agonía, yfue seguido por otro, más desgarrador que elprimero.

Tad se puso en pie y, corriendo, dio lavuelta al edificio. Cuando sus amigos le al-canzaron, ya estaba empujando con todas susfuerzas la pesada puerta de la funeraria, presade la locura. Uno de los hombres conservó lacalma. Apartando a los otros, cogió una sillaque estaba delante de la ventana de cristalesy la lanzó contra ella. Tad fue el primero queentró por ella cuando los cristales dejaron decaer al suelo. Los gritos procedentes de la hab-

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itación de Charlie alcanzaron su cúspide.Cuando los hombres llegaron a la puerta,cesaron de repente.

Tad fue el primero que entró en el cuartito,y lo que vio le hizo lanzar un aullido. El ataúdde mimbre continuaba aún sobre los dos so-portes en que fuera colocado unos minutosantes. Charlie estaba en pie, delante de él, conun mazo en la mano. Un ligero estertor saliódel ataúd cerrado y la larga estaca de madera,incrustada entre sus trenzadas fibras, se moviólevemente cuando la moribunda mujer queyacía dentro se estremeció por última vez.Luego, todo quedó inmóvil. La sangre em-pezaba a gotear sobre el suelo.

Tad comenzó a gritar desgarradoramente.Cuando las autoridades se llevaron a Tad

y a Charlie, todos estuvieron de acuerdo enque la culpa la tenía el primero. Todos, ex-cepto míster Eakins. Estuvo borracho duranteuna semana, diciendo que él fue el loco que

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explicó a Charlie la forma de matar un vam-piro: clavándole una estaca en el corazón.

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DONALD E. WESTLAKE- Viaje a la muerte

(Journey to Death)A pesar de no ser nuevos para mí los viajes

por mar, nunca he conseguido acostumbrarmeal balanceo ni al cabeceo de los barcos, espe-cialmente por las noches. Por tal razón, nor-malmente duermo muy poco cuando cruzo elAtlántico, siendo incapaz de cerrar los ojoshasta que he alcanzado un estado de extenua-ción tal que ya no me es posible conservarlosabiertos. Desde que los negocios me obligan arealizar viajes a Norteamérica, mi esposa me re-comienda que, de cuando en cuando, viaje en

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avión; pero me temo que sea demasiado co-barde para aceptar tal medio de transporte. Elbalanceo de un barco me produce mareo ytrastornos cerebrales; pero el solo pensamientode viajar por los aires me produce verdaderopánico. Así, pues, un viaje por mar es, de dosmales, el menor; por consiguiente, después detantos años, me enfrento con mi insomnio conla calma de una vieja resignación.

Sin embargo, es imposible permanecertumbado en la cama despierto, con los ojos fi-jos en el techo, todas las noches que dura latravesía entre Dover y Nueva York, y hasta lalectura llega a constituir, al fin, un fastidio. Poreso, en muchos de mis viajes me he visto ob-ligado a pasear por cubierta, observando losmillones de lunas reflejadas en las aguas queme rodean.

Por esta razón, fue delicioso descubrir, enesta última y postrera travesía, durante la ter-cera noche de viaje, a un individuo que pa-

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decía de insomnio como yo. Se llamaba Cow-ley. Era un hombre de negocios americano,más joven que yo; quizá de cuarenta y cincoo cincuenta años. A mi juicio, era un hombrerecto y sensible, y gocé de su compañía, aavanzada hora de la noche, cuando todos lospasajeros dormían y nos encontrábamos solosen medio de un mar silencioso y vacío. Nohallaba en él defecto alguno, excepto un oca-sional ejemplo de humor casi irónico y decierto mal gusto, una referencia a los cuerposdestruidos en el armario de Davy Jones, o algopor el estilo.

Pasábamos las noches conversando,paseando por cubierta o en el salón de billar,juego que a ambos nos gustaba mucho, aunquelos dos no éramos unos ases. Como nuestraincompetencia en el juego era la misma,solíamos pasar muchas horas en la enormesala de billar, situada en la misma cubierta demi camarote.

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La octava noche de viaje transcurrió eneste salón, donde fumamos tranquilamentenuestros habanos y jugamos nuestra par-tidita,esperando pacientemente a que amaneciera.Era una noche fría y ventosa. El viento, heladoy húmedo, pasaba por encima de las olas comoun friolero y solitario fantasma que busca latierra. Nosotros habíamos cerrado todas lasventanas y puertas del salón, prefiriendo unaatmósfera viciada por el humo de los cigarrosantes que se nos helasen los huesos.

Hacía solamente quince minutos que es-tábamos en el salón cuando se produjo lacatástrofe. No sé qué pudo ser: una explosiónen las misteriosas y gigantescas máquinas,ocultas en alguna parte del buque, o tal vezun inesperado choque con una mina, que aúndeambulaba a la deriva, de la segunda guerramundial, o... Fuese lo que fuere, el silencio dela noche quedó roto repentinamente por un tre-mendo y poderoso sonido, un rugido, un es-

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tampido que embotó los sentidos y paralizó elcuerpo, y todo el barco, el Aragón, se estre-meció y tembló con violento y repentino es-pasmo. Cowley y yo fuimos arrojados al suelo,y, en todas las mesas, las bolas de billar cho-caron y rodaron de un lado para otro, como sisu nerviosismo y su temor fueran iguales a losnuestros.

El barco pareció aminorar la marcha,pararse e inmovilizarse mientras el tiempo sedetenía. Me puse en pie, escuchando la voz delsilencio absoluto, de un mundo roto repentina-mente, sin tiempo ni movimiento.

Me volví hacia la cerrada puerta principaldel salón, que daba sobre cubierta, y vi allí,mirándome, una cara espantosa y terrible, unamujer, inmóvil dentro de su bata de noche,cuya boca estaba abierta, gritando. Avancéhacia ella, sin dejar de mirarla a través delcristal de la puerta, y el tiempo comenzó amarchar de nuevo. El barco empezó a mover-

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se, a balancearse, y mientras yo luchaba pormantener el equilibrio, observé que la mujerera arrebatada como por una mano invisible,desapareciendo en el vacío, y unas furiosasolas golpearon contra la ventana.

Fue como si un ascensor se hubiese es-tropeado y se precipitara desde el piso másalto. El agua hervía y echaba humo por la parteexterior de la ventana, y yo me agarré a lapared, enfermo y aterrado, dándome cuenta deque nos estábamos hundiendo, hundiendo, yque dentro de unos segundos estaría segura-mente muerto.

Un estremecimiento final y cesó todomovimiento. El barco formaba un ligero án-gulo, el suelo estaba inclinado y noshallábamos en el fondo del mar.

Parte de mi mente gritaba de horror y demiedo; pero otra parte de ella estaba tranquila,como si estuviese alejada de mí, separada demí; como si fuese un cerebro independiente

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de este frágil y sentenciado cuerpo. Esta partede mi mente, que nunca antes había conocido,pensaba, conjeturaba, razonaba... El barco re-posaba en el suelo del mar, eso era evidente.Pero, ¿a qué distancia de la superficie? ¿A quéprofundidad? No mucha, seguramente, porquela presión del agua hubiera hecho saltar elcristal de las ventanas. ¿Estaba la superficie losuficientemente cercana para que me atrevieraa abandonar el buque, este salón, este bolsillode aire comprimido? ¿No cabía la esperanzade luchar, de abrirme camino hacia la super-ficie, antes de que mis pulmones estallaran,antes de que mi necesidad de oxígeno me hici-era abrir la boca y dejase que el agua me ahog-ara?...

No había posibilidad para mí. Moriríamosen seguida. Yo no era joven. No había posibil-idades para mí.

Un sollozo me recordó a Cowley. Me volvíy le vi caído en el suelo, apoyado contra una

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pared. Al parecer, había rodado hasta allícuando se hundió el barco. Ahora se movía,débilmente, y con una mano se tocaba lacabeza.

Corrí hacia él, ayudándole a que se pusieraen pie. Al principio, no se dio cuenta de lo quehabía sucedido. Oyó la explosión, se cayó y sucabeza chocó contra el filo de la mesa de bil-lar. Era todo lo que sabía. Le expliqué nuestrasituación. Me miró fijamente, incrédulo.

-¿Hundidos?La impresión tornó lívida su cara, lívida

y tensa, como arcilla seca. Se volvió y echóa correr hacia la ventana más próxima. Enel exterior, la débil luz de nuestra cárcel ilu-minaba tenuemente las agitadas aguas que nosrodeaban. Cowley giró de nuevo hacia mí.

-Las luces... -dijo.Me encogí de hombros.-Tal vez haya otros salones sin inundar aún

-respondí.

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Cuando terminé de hablar, las lucesparpadearon y se hizo la oscuridad.

Esperaba que Cowley se sumiera en elpánico, como a mí me había sucedido; por elcontrario, sonrió irónico y exclamó:

-¡Qué forma de morir!-No tenemos por qué morir -dije-. Si hay

supervivientes...-¿Supervivientes? ¿Y qué si los hay?

Nosotros no estamos entre ellos...-Serán rescatados -dije, repentinamente

esperanzado-. Sabrán dónde se ha hundido elbarco. Y mandarán buzos...

-¿Buzos?... ¿Por qué?-Siempre lo hacen. Inmediatamente. Para

salvar lo que puedan, para determinar las cau-sas del naufragio... Envían buzos, sí. Aún po-demos salvarnos...

-Si hubiera supervivientes -dijo Cowley-.¿Y si no los hay?

-Entonces, seremos hombres muertos.

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-Usted sugiere que esperemos, ¿verdad?Le miré sorprendido.-¿Qué otra cosa podemos hacer?-Terminar de una vez. Podemos abrir la

puerta...Le miré fijamente. Aparentaba estar tran-

quilo. En sus labios permanecía aún la sutilsonrisa.

-¿Es usted capaz de rendirse tan fácil-mente?

Su sonrisa se amplió.-Supongo que no -respondió.De nuevo se reavivaron las luces, para

apagarse otra vez. Miramos hacia el techo, ob-servando las apagadas bombillas. Por terceravez se encendieron e inmediatamente seapagaron. Nos hallábamos a oscuras, una os-curidad inclinada, solos debajo del agua.

En las tinieblas, Cowley dijo:

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-Supongo que está usted en lo cierto. Nohay nada que perder, excepto la razón. Esper-aremos.

No le contesté. Estaba perdido en mis pro-pios pensamientos: pensaba en mi mujer, enmis hijos, en mi familia toda..., en mis amigosde ambos continentes, en la tierra, en el aire,en la vida. Ambos permanecíamos en silencio.Incapaces de vernos el uno al otro, incapacesde ver nada en absoluto, parecía imposibleconversar.

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No sé cuánto tiempo permanecimos senta-dos allí; pero, de repente, me di cuenta de queya no estaba tan oscuro. Podía distinguir vag-amente algunas formas dentro del salón; fuicapaz de distinguir el cuerpo de Cowley, sen-tado en otra silla.

Mudó de posición.-Debe de ser de día -dijo-. Un día de sol...

en la superficie...-¿Cuánto tiempo..., cuánto tiempo supone

usted que nos durará el oxígeno? -pregunté.-No lo sé. El salón es muy grande... y es-

tamos solos los dos. Lo suficiente para mori-rnos de hambre, supongo.

-¿De hambre?Lo comprendí en seguida al darme cuenta

de lo hambriento que estaba. Era un peligro enel que yo no había pensado. Preservarnos delagua, sí. En la cantidad de aire que teníamos,también. Pero no se me había ocurrido hasta

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ahora pensar en que carecíamos en absoluto dealimentos.

Cowley se puso en pie y comenzó a pasearpor el oscuro salón, errando y estirándose sindescanso.

-¡Presuntos supervivientes! -exclamó depronto, como si la primera parte de nuestraconversación no se hubiera interrumpido,como si no hubiese habido pausa alguna-. Pre-suntos supervivientes... y presuntos buzos...¿Cuánto tiempo cree usted que tardarán en re-cogerlos? Acaso los supervivientes sean res-catados hoy. ¿Cuándo vendrán los buzos?...¿Mañana?... ¿La próxima semana?... ¿Dentrode dos meses?...

-No lo sé.De pronto, Cowley se echó a reír. Fue algo

insólito y estridente en aquel salón hermética-mente cerrado, y comprendí que no se hallabatan tranquilo como fingía.

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-Si esto fuera una novela -dijo-, llegaríanpara rescatarnos en el último minuto. En elmomento preciso. En eso, las novelas sonmaravillosas. Están repletas de últimosminutos. Lo malo es que en la vida sólo existeun último minuto: el minuto antes de morir.

-Hablemos de otra cosa -dije.-No hablemos de nada -respondió.Se paró junto a una de las mesas de billar

y cogió una bola. En las tinieblas, le vi lanzarla bola al aire, recogerla, lanzarla otra vez, re-cogerla y lanzarla, recogerla y lanzarla... Depronto, dijo:

-Puedo resolver con facilidad nuestroproblema. Con sólo lanzar esta bola contra elcristal de la ventana...

Me puse en pie de un salto.-¡Déjela en la mesa! -grité-. ¡Si a usted le

tiene sin cuidado su vida, recuerde, al menos,que yo quiero vivir!

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Otra vez se echó a reír, y arrojó la bolasobre la mesa. Durante un rato volvió apasearse. Al fin, se hundió en su sillón.

-Estoy cansado -dijo-. El barco está ahorainmóvil. Creo que podré dormir.

Yo temía dormirme; temía que Cowley es-perase a que yo estuviera dormido para abrirla puerta o para lanzar la bola de billar contrala ventana. Me volví a sentar, vigilándole tantotiempo como me fue posible; pero mis párpa-dos empezaron a cerrarse, a pesar del miedo...,y, al fin, me quedé dormido.

Cuando me desperté, estaba otra vezoscuro, la oscuridad de una medianochenubosa, la oscuridad de la ceguera. Me puseen pie, estirando mis miembros entumecidos,y me sentí más tranquilo. Escuché la acompas-ada respiración de Cowley. Dormía descuida-damente.

Se despertó cuando de nuevo había luz,cuando la oscuridad absoluta quedó dispersada

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otra vez por un fulgor grisáceo y opaco, comoel que se observa a última hora de la tarde; unamedia luz engañosa, que hace ver a los ojosdetalles donde sólo hay contornos, formas va-gas y montones confusos.

Cowley gruñó y se desperezó, volviendolentamente a la vida. Se puso en pie y comen-zó a mover los brazos, haciendo arcos defin-idos.

-Tengo hambre -murmuró-. Se me caen lasparedes encima.

-Tal vez vengan hoy -dije.-O tal vez no vengan nunca -me respondió.De nuevo empezó a pasearse por el salón,

dando vueltas a su alrededor. Al fin, se detuvo.-Leí en una ocasión -dijo como si hablase

para sí mismo- que el hambre siempre es may-or después de no hacer la primera comida, yque después de estar dos o tres días sin probarbocado la necesidad de ingerir alimentos dis-minuye.

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-Yo también lo creo así. Hoy tengo la im-presión de no sentir tanta hambre como ayer.

-En cambio, yo, sí -dijo, malhumorado,como si yo tuviera la culpa-. Yo tengo hoy eldoble de hambre que ayer. Sufro retortijonesde estómago... y tengo sed -se paró delante dela ventana, mirando hacia afuera-. Tengo sed-repitió-. ¿Por qué no abro la ventana y dejoque entre el agua?...

-¡Apártese de ahí! -grité.Eché a correr a través del salón y lo separé

violentamente de la ventana.-Cowley, ¡por amor de Dios! ¡No pierda

la cabeza! Si tenemos calma, si tenemos pa-ciencia, si nos unimos fuertemente para esper-ar, aún podemos ser salvados. ¿No quiere us-ted vivir?

-¿Vivir? -se rió en mi cara-. Morí anteayer-me empujó y volvió a hundirse en su sillón-:Estoy muerto -dijo con amargura-muerto, y miestómago no lo sabe. ¡Oh, maldito este dolor!

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Martin, créame: podría soportarlo todo, podríaestar tan tranquilo y tan sólido como una rocasi no fuera por estos terribles dolores de es-tómago. Tengo hambre, Martin. Si no comopronto, perderé la razón. Sé que la perderé.

Me quedé mirándole, sin saber qué decir niqué hacer.

Sus modales cambiaban bruscamente, in-stantáneamente, sin ritmo ni razón. Ahora, derepente, empezó a reírse otra vez, con esa in-sólita y estridente risa que arañaba mi columnavertebral, que era para mí más terrible que elpeso del agua que estaba al otro lado de laventana. Continuó riéndose, y dijo:

-He leído que hombres aislados, solos, sincomida, encontraban al fin la única solución asu hambre.

No le comprendí.-¿Cómo? -le pregunté.-Comiéndose unos a otros.

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Le miré fijamente. Mi pecho se estremecióde horror y se me secó la garganta. Intentéhablar, pero mi voz era ronca, y sólo pudemurmurar:

-¿Canibalismo?... ¡Dios mío, Cowley!...¿No querrá usted indicar...?

Otra vez se echó a reír.-No se preocupe Martin. No creo que pudi-

era. Si fuera posible guisarle a usted, acasoconsiderase el hecho. Pero crudo..., ¡no! Nocreo que nunca tenga tanta hambre como paraeso...

Sus modales cambiaron de nuevo. Ahorase puso a maldecir.

-Pronto me comeré la alfombra, mi ropa,¡algo!...

Se quedó silencioso, y yo me senté tan le-jos de él como pude. Me propuse permane-cer despierto, sin importarme el tiempo, sinimportarme lo que sucediera. Aquel hombreestaba loco, era capaz de todo. No dormiría.

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Miré con temor a la oscuridad que nos invadíade nuevo poco a poco.

El silencio quedaba roto de cuando encuando por algún murmullo ocasional deCowley, que me llegaba, a través del salón,ininteligible, como si se farfullara a sí mismohorrores que yo trataba de no imaginarme. Alfin, se hizo el oscuro absoluto, y yo esperé,aguzando el oído; esperé a oír moverse a Cow-ley, porque yo sabía que surgiría el ataque. Surespiración era regular y suave; parecía dor-mido, pero no podía confiar en él. Yo estabaprisionero con un loco; mi única esperanza desobrevivir era permanecer despierto, vigilán-dole cada minuto hasta que llegasen los res-catadores. Y los rescatadores llegarían. No ibaa soportar todo esto por nada. Vendrían, teníanque venir...

El terror y la necesidad me mantuvierondespierto durante toda la noche y todo el díasiguiente. Cowley durmió muchas horas, y

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cuando se despertó, se contentó con murmurarpor lo bajo o con permanecer en silencio.

Pero yo no podía estar despierto siempre.Cuando volvió la oscuridad nocturna, cuandoterminó el tercer día sin que llegara la solu-ción, una espesa niebla empezó a envolverme,y aunque luché contra ella, aunque sentía elhorror en todos mis órganos vitales, la nieblase cerró a mi alrededor y me quedé dormido.

Me desperté sobresaltado. Era otra vez dedía, y no podía respirar. Cowley estaba echadosobre mí, con las manos alrededor de micuello, apretándome, evitando que el aire pen-etrara en mis pulmones, y noté que mi cabezaestaba a punto de estallar. Mis ojos se salían desus órbitas, mi boca se abría y cerraba deses-peradamente. La cara de Cowley, indistinta-mente sobre mí, resplandecía de locura; susojos me taladraban, su boca colgaba formandouna mueca espantosa.

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Cogí sus manos, pero me tenía bien agar-rado. No pude separarlas. No me era posibleaspirar aire, aire... Dirigí mis manos hacia sucara... y mi corazón palpitó de miedo mientrasluchaba. Mis dedos tocaron su cara, su cara su-dorosa, escurridiza... Ataqué sus ojos. Mi dedose hundió en su ojo, y él, dando un grito, mesoltó. Cayó hacia atrás, con las manos en lacara, y yo sentí la caliente gelatina de su ojo enmi dedo.

Salté de la silla, buscando alocadamente laforma de escapar; pero el salón estaba hundidoen el agua. Nos hallábamos prisioneros juntos.Se acercó de nuevo a mí, con sus dedos engar-fiados para cogerme, con su terrible cara llenaahora de sangre, que manaba del hueco dondehabía estado su ojo izquierdo. Eché a correr, yla respiración zumbaba en mi garganta cuandoaspiraba el aire. Jadeando, me aparté corriendode él, con los brazos extendidos, y tropecé con

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una de las mesas de billar. Mis manos tocaronun palo, lo cogí, me volví y golpeé a

Cowley con él. Cowley cayó hacia atrás,aullando como un animal, pero arremetió denuevo contra mí. Gritando, le hundí el palo ensu boca abierta.

El palo se partió en dos: parte quedó enmis manos; parte, incrustada en su boca. Yempezó un grito que terminó en un espantosoestertor. Cayó de boca al suelo, y el trozo depalo le atravesó, saliéndole por la nuca.

Me volví, desplomándome sobre la mesa.Estaba terriblemente enfermo, me dolía el es-tómago, tenía seca y apretada la garganta, congrandes ansias de vomitar; pero hacía tantotiempo que no comía, que no podía echar nada.Permanecí tumbado, tosiendo, escupiendo,sintiéndome espantosamente mal...

Habían pasado tres días y aún no habíanvenido. No tardarían en venir. El aire em-pezaba a escasear. Casi no podía respirar. Y

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me encontré hablando conmigo mismo, y másde una vez cogí una bola de billar y estuvemirando largamente a la ventana. Estoy de-seando la muerte cada vez más, y sé que eso esuna locura. Por tanto, han de llegar pronto...

Y lo peor de todo es el hambre. Cowley seha ido, se ha ido para siempre..., y yo estoyhambriento otra vez...

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ALGIS BUDRYS - El amode los perros

(The Máster of the Hounds)El blanco y polvoriento camino se desviaba

de la carretera general del estado atravesandolos espaciados pinos. En el camino no senotaban marcas de neumáticos; sin embargo,cuando Malcolm introdujo el coche por él, ob-servó huellas de pezuñas de perros o tal vez unperro, por el centro del mismo, que se dirigíanhacia el edificio que se alzaba en la intersecciónde los caminos y que era depósito general y es-tación de gasolina al mismo tiempo.

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-Bueno, esto está bastante apartado de todo-dijo Virginia.

Era delgada, con el pelo negro lleno depolvo. Su cara era alargada, de pómulos sali-entes. Hace diez años, cuando se casaron, erajoven y ligeramente regordeta.

-Sí -respondió Malcolm.Hacía sólo unos días, tras realizar unas

gestiones, que había abandonado su trabajo enla agencia y había hecho planes para pasar elverano en algún sitio lo más económico pos-ible, con el fin de demostrarse a sí mismosi era verdaderamente un artista o solamentetenía talento comercial. Y ahora se hallabanallí.

Presionó el acelerador para aumentar lavelocidad del coche, siguiendo una línea deespaciados postes maltratados por el tiempo,que sostenían un solo cable de alta tensión.El agente de los inmuebles ya le advirtió queno había teléfonos. Malcolm había tomado eso

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como un hecho positivo; pero, en cierto modo,no le agradó la vista de aquel único alambredelgado que se extendía de poste a poste. Lasruedas del coche se hundían profundamente enel polvo, a uno y otro lado de las huellas delperro, que él seguía como un reguero de migasde pan a través de un bosque.

Algunos metros más allá vieron un cartelen lo alto de un montículo:

¡ESPLÉNDIDOS PANORAMASMARINOS!

EL CONJUNTO RESIDENCIAL MÁSNUEVO Y DE MÁS PRONTACONSTRUCCIÓN DE NUEVA JERSEY¡BIENVENIDO A SU HOGAR!

DESDE 9.900 DÓLARES, SINANTICIPO

Debajo de este anuncio había un triángulode tierra: acaso cincuenta mil metros cuadra-dos de terreno en total, que apuntaba hacia laparte más baja de la bahía de Nueva York. El

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camino se transformaba en calle, con formade barranco, de gravas amarillentas, que se di-rigía en línea recta hacia el agua y que ter-minaba en tres postes de cemento, uno de loscuales estaba derribado, dejando un hoyo losuficientemente grande para que un coche sehundiera en él. Más allá había una hondonada,desde donde la bahía se dirigía, en direcciónnorte, hacia la ciudad de Nueva York, y en laotra dirección, hacia el Atlántico.

Al otro lado de la agreste calle, la incul-tivada tierra estaba casi cubierta de achaparra-dos robles y zumaques. A lo largo de la calleestaban trazados los solares, toscamente rect-angulares, algunos con sus cimientos a me-dio terminar; montones de arcilla extraída,grandes cantidades de arena, aunque en menorproporción que la arcilla, todo en medio deuna mezcolanza un poco descorazonadora.Aquí y allá se veían algunas casas a medioconstruir, deformadas y deslustradas ya.

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En medio de aquel conjunto general, habíados excepciones. Al final de la calle, dos casasde forma idéntica, una enfrente de la otra, es-taban completamente terminadas. Una parecíabastante descuidada, en mal estado. El solarque la rodeaba estaba desprovisto de arbustos,pero carecía de césped, estando cubierto dehierbajos. Enfrente, al otro lado de la calle, sealzaba una casa de magnífica apariencia, enexcelentes condiciones. Pintada de gris y cu-bierta de tejas oscuras, se asentaba en el centrode un terreno cubierto de verde césped, muybien cuidado; se hallaba rodeada de una cercade alambre, de un metro veinte centímetros dealtura aproximadamente, pintada de color gris.Postigos pintados de blanco flanqueaban lasaltas y estrechas ventanas que guarnecían laparte de casa que Malcolm veía. Delante deledificio, servía de barrera una hilera de piedrasencaladas con forma de cabezas de hombres.Todo en la casa y en sus alrededores se había

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construido bien. Malcolm encontró una opor-tunidad de animar las cosas.

-Mira, Marthy -dijo a Virginia-: te he con-ducido sana y salva, a través del terroríficobosque, hasta una cómoda casa situada en laladera de Fort Defiance.

-Está bien construida -respondió Virginia-. No debe de ser fácil mantener aquí un lugarcomo éste.

Mientras Malcolm aparcaba el cocheparalelamente a donde debería haber estado elbordillo de la acera, aparecieron por detrás dela casa gris del otro lado de la calle un par dehermosos cachorros de perros doberman. Jun-tos permanecieron, con los hocicos pegados ala acera, mirándolos. No ladraron. Tampocose notó movimiento alguno en la ventana dela fachada, ni nadie salió al patio. Los perrosestaban allí, sencillamente, observando, mien-tras Malcolm atravesaba la calzada en direc-ción a su nueva casa.

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La casa estaba amueblada... Bueno, es undecir. Tenía algunas sillas en el cuarto de estar,aunque no había diván, y una mesa de plásticocromado en el área de la cocina. Uno de losdormitorios estaba completamente vacío, peroen el otro había una cama y un armario. Mal-colm recorrió la casa de prisa y regresó alcoche para sacar el equipaje y los víveres.Señalando con la cabeza hacia los perros, dijoa Virginia:

-Bueno; el último modelo de campo deconcentración.

Comprendió que debía decir algo ligero,porque Virginia no cesaba de mirar al otrolado de la calle.

Sabía muy bien, como lo sabía la mayoríade las gentes y presumía que también Virginia,que los perros doberman son inquietos, in-dignos de confianza y rencorosos. Y su esposay él tenían que pasar todo el verano allí. Sedaba perfecta cuenta de que sería imposible

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conseguir que el agente le devolviera ahora eldinero pagado por el alquiler de la casa.

-Parecen tan desaliñados porque cuandoeran pequeñitos les cortaron las orejas y elrabo -observó Virginia.

Cogió una bolsa de víveres y la transportóa la casa.

Cuando Malcolm terminó de vaciar elcoche, cerró con violencia el portaequipajes.Aunque no se movieron hasta entonces, losperros consideraron este gesto como una señal.Se volvieron pausadamente, sin apenas sep-ararse, y, guardando la formación, desapareci-eron de vista detrás de la casa gris.

Malcolm ayudó a Virginia a colocar lascosas en las alacenas y en el único armario deldormitorio. Había bastante que hacer para queambos estuvieran ocupados durante algunashoras, y cuando a Malcolm se le ocurrió mirarpor la ventana del cuarto de estar, ya había os-

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curecido. Sin embargo, lo que vio le inmovil-izó.

Al otro lado de la calle surgían chorrosde luz de las cuatro esquinas de la casa gris,iluminando espléndidamente todo el patio. Unhombre tullido se paseaba por el interior delcercado, con las piernas rígidas y el cuerpo in-clinado hacia adelante, doblado por la cintura.Agarraba fuertemente los moldeados puños dedos bastones-muletas, en los que se apoyabacon los codos. Mientras Malcolm le contem-plaba, el hombre dobló con gran exactitud laesquina de la casa y se puso a pasear pordelante de la fachada principal de supropiedad. Mirando directamente hacia ad-elante se movía con regularidad, atravesandosu sombra la cerca detrás de la doble sombrade los dos perros que iban inmediatamentedelante de él. Ninguno de ellos miraba en dir-ección a la casa de Malcolm. Observó cómoel hombre daba otra vuelta, siguiendo la cerca

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hasta la parte de atrás de la casa y desapare-ciendo detrás de ésta.

Más tarde, Virginia sirvió lonjas de carneasada fría en el pequeño dormitorio-comedor.Poner la casa en orden pareció haber causadoen ella un buen efecto moral.

-Escucha: creo que estaremos muy bienaquí, ¿verdad? -dijo Malcolm.

-Ya sabes que cualquier sitio que seabueno para ti siempre lo será también para mí-respondió Virginia juiciosamente.

No era ésa la contestación que él deseaba.En Nueva York estaba seguro de que el veranole serviría de mucho..., que en cuatro meses unhombre puede tomar alguna decisión. Habíapensado para ellos una casa junto al océano,en una ciudad que tuviera biblioteca pública,cinematógrafo y algunas otras distracciones.Para él fue un golpe cuando descubrió lo altosque eran los alquileres durante el verano y concuánta anticipación había que alquilar las cas-

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as. Por eso, cuando el último agente que visitóle describió este lugar y le dijo lo económicoque era el alquiler, Malcolm procedió a real-izar el contrato inmediatamente. Virginia es-tuvo de acuerdo, aunque no existiesen distrac-ciones. Sin embargo, ella no dejó de preguntaral agente las causas de que fuera tan barato elalquiler de la casa; pero el agente, un hombregrueso con la camisa llena de cenizas de cigar-ro, le contestó muy serio:

-Mistress Lawrence, si usted busca unlugar donde su marido pueda trabajar sin quele moleste nadie, puedo asegurarle que no ex-iste otro mejor.

Virginia quedó convencida.A ella no le había agradado que Malcolm

abandonara la agencia. El lo comprendía. Sinembargo, él necesitaba que ella estuviera con-tenta, porque esperaba que su situación fueramás segura para el final del verano. Ahora,Virginia le miraba fijamente. Él buscaba en su

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mente algo que pudiera interesarle y que cam-biase un tanto el estado de ánimo que existíaentre ambos. Recordó entonces la escena deque había sido testigo a última hora de la tarde.Le habló, pues, del hombre y de los perros, yesto hizo que Virginia levantara las cejas.

-¿Recuerdas si el agente nos dijo algo deese hombre? -preguntó-. Yo, no.

Malcolm, rebuscando en su memoria, re-cordó que el agente le había mencionado unguarda al que podrían acudir si se lespresentaba algún problema. Entonces no hizomucho caso, porque no comprendía en quépodría ayudarlos un agente o un guarda. Peroahora se daba cuenta de lo desamparados queestaban Virginia y él aquí si, por casualidad, seles rompía algo como una cañería o se les fun-día la luz... La importancia del guarda adquiríarelieve, no cabía duda.

-Sospecho que es el vigilante -dijo. -¡Oh!

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-Es lógico: estos terrenos tienen que valeralgo. Si no hay aquí alguien que los vigile,la gente puede llevarse las cosas, o vendría aacampar aquí, o algo por el estilo.

-Supongo que sí. Me imagino que lospropietarios de estos te-renos le permiten viviraquí sin pagar alquiler, y con esos perros haráun buen trabajo.

-Pues tendrá vigilancia para rato -dijoMalcolm-. Cualquiera que se decida a constru-ir aquí tiene para diez años. No puedo figur-arme que nadie compre estos terrenos, mien-tras haya sitio más cerca de Nueva York.

-Así, pues, es el sostenedor de la fortaleza-dijo Virginia inclinándose para quitar el platoa su marido.

Por encima del hombro de Malcolm miróhacia la ventana del cuarto de estar. Abriómucho los ojos y, automáticamente, se tocó elborde del cuello de su bata y resopló.

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-Escucha: posiblemente él no pueda ver loque pasa en el cuarto de estar, sí; pero para verlo que ocurre dentro de este dormitorio tieneque colocarse en el rincón más alejado de supatio. Y hace rato que entró en su casa.

Volvió la cabeza para mirar y, efectiva-mente, era cierto lo que él había dicho, con laexcepción de que uno de los perros se hallabaen ese rincón mirando hacia la casa de ellos,con los ojos echando chispas. En aquel mo-mento, su cabeza pareció atraída por algunaotra cosa y dirigió la mirada hacia el camino.Giró sobre sí mismo, dio algunos pasos aleján-dose de la cerca, se volvió, salió, recorrió lacalle y se alejó. Un momento después regresócorriendo, junto con su compañero, que traíaligeramente sujeto de la boca un saquito de pa-pel. Los perros trotaron juntos, alegres, comobuenos camaradas, rozándose sus lomos, ycuando estuvieron a pocos pasos de la cerca,la saltaron al mismo tiempo y continuaron cor-

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riendo a través del patio hasta que Malcolm losperdió de vista.

-¡Cielo santo! ¡Vive solo con los perros! -exclamó Virginia.

Malcolm se volvió rápidamente hacia ella.-¿Qué te hace suponer eso?-Es muy sencillo. Acabas de ver cómo se

han comportado los perros. Son sus criados. Élno puede ir a ninguna parte; ellos van en sulugar. Si tuviese esposa, iría ella.

-¿Ya te has dado cuenta de todo eso?-¿No observaste qué contentos estaban? -

preguntó Virginia-. No hay necesidad de queun perro vaya a reunirse con su compañero.Sin embargo, él lo hizo. No pueden ser nadamás felices.

Virginia miró a Malcolm, y él vio volver asus ojos la antigua y compleja cautela.

-¡Por todos los diablos! Son perros sola-mente... ¿Qué saben ellos de nada? -preguntóMalcolm.

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-Saben de la felicidad -respondió Virginia-. Saben lo que hacen en la vida.

Malcolm permaneció mucho tiempo des-pierto aquella noche. Empezó pensando en lomagnífico que sería el verano viviendo allí ytrabajando allí; luego pensó en la agencia yen por qué no parecía poseer él esa clase deintuición astuta y definida que conduce a unhombre a hacer fácilmente un trabajo oficioso.Aproximadamente a las cuatro de la mad-rugada se preguntó si estaría tal vez asustado,y si estaba asustado desde hacía tiempo. Nadade lo que estaba pensando era nuevo para él,y sabía que, hasta última hora de la tarde deldía siguiente, no conseguiría alcanzar el puntoen que se sintiera conforme y a gusto consigomismo.

Cuando Virginia intentó despertarle aprimera hora de la mañana, él le suplicó quele dejase dormir. A las dos de la tarde, ellale llevó una taza de café y le zarandeó por el

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hombro. Un rato después, entraba en la cocinaen pantalones de pijama y encontró a Virginiahaciendo huevos revueltos para ambos.

-¿Qué plan tienes para hoy? -le preguntósu mujer cuando hubo terminado de comer.

Malcolm levantó la vista.-¿Por qué?-Mientras dormías, puse todos tus útiles de

pintura en el dormitorio de delante. Creo quehará un buen estudio. Con todas tus cosas allí,puedes acomodarte perfectamente esta tarde.

A veces, ella era tan brusca que le causabaenojo. Se le ocurrió que acaso Virginia hubierapensado que proyectaba no hacer nada en todoel día.

-Escucha -le dijo-: ya sabes cómo me gustaexperimentar la sensación de una cosa nueva.

-Lo sé. No soy capaz de comprenderlo. Yono soy artista. Lo único que he hecho es colo-car tus cosas en esa habitación.

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Como Malcolm permaneció sentado unrato sin hablar, Virginia fregó platos y tazas yentró en el dormitorio. Al poco, salió vestida.Se peinó y se pintó los labios.

-Bueno, tú puedes hacer lo que quieras -dijo-. Yo voy a la casa de enfrente parapresentarme.

Se apoderó de él un asomo de irritabilidad.Sin embargo, dijo:

-Si me esperas un minuto, me vestiré e irécontigo. Es conveniente que ambos estemos encontacto con él.

Se levantó y entró en el dormitorio paraponerse una camisa de cuello abierto, unospantalones vaqueros y unos zapatos de lona.Notaba que empezaba a reaccionar contra lapresión. Siempre le había molestado que lepresionasen. Le parecía como si Virginia hu-biese dispuesto de antemano la forma en queél debía pasar la tarde.

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Fueron andando hasta el cercado por la es-trecha faja de tierra situada entre él y la filade piedras encaladas, sin que sucediera nada.Malcolm vio que, aunque el cercado tenía unapuerta, no había ningún paso a través de ladiminuta franja de césped que se hallaba alotro lado de él. Tampoco existía paseo central.El te-' rreno estaba liso, continuo, como si lacasa hubiese sido colocada allí por medio deun helicóptero. Malcolm miró más de cerca latierra que estaba inmediatamente al otro ladodel cercado, y cuando vio los regulares re-dondeles dejados por las muletas del hombre,se sintió aliviado.

-¿Ves alguna campanilla o algo por el es-tilo? -preguntó Virginia. -No.

-¿Crees que ladrarán los perros?-No me gustaría que lo hicieran.-¿Quieres mirar? -dijo Virginia tocando la

aldabilla de la puerta-. La pintura apenas está

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desgastada. Apostaría a que no ha salido delpatio en todo el verano.

Al tocar la verja, ésta crujió ligeramente ylos perros salieron de detrás de la casa. Uno deellos se paró, se volvió y regresó al edificio.El otro avanzó y se quedó parado detrás de lacerca, lo bastante próximo a ellos como paraque oyeran su respiración. Los miraba con lacabeza inclinada, en estado de alerta.

Se abrió la puerta principal de la casa. Enel umbral hubo una visión de muletas de met-al. Luego, salió el hombre y se quedó paradoen el descansillo. Cuando estuvo satisfecho desu observación, asintió con la cabeza, sonrió yavanzó hacia ellos. El otro perro iba a su lado.Malcolm se dio cuenta de que el perro que es-taba junto al cercado no se distrajo volviendola cabeza para mirar a su amo.

El hombre se movió de prisa, cruzandoel terreno con ágiles balanceos de su cuerpo.Parecía que su mal no era de la columna ver-

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tebral, sino de las piernas, porque necesitabaayudarse para andar. Claro que no podía de-cirse que aquello fuera andar, pero tampoco sele podía catalogar como invalidez total.

Aunque el hombre aparentaba estar próx-imo a los sesenta años, no había en él síntomasde decrepitud. Era flaco, pero fuerte ynervudo. Era ancho de osamenta, y la piel desu cara estaba tersa y tostada por el sol.Alrededor de sus ojillos azules y de las comis-uras de sus delgados labios tenía muchas arru-gas finas y profundamente marcadas. Su peloblanco amarillento estaba peinado hacia atrás,forma clásica de los militares británicos. Y to-davía conservaba un ligero bigote. Usaba unachaqueta de mezclilla con los codos reforz-ados con parches de cuero. Parecía un pocogruesa para aquel tiempo. Llevaba puesta unafina camisa de franela, color gris claro, y unacorbata de lazo azul pálido. Se paró junto a lacerca, con los codos apoyados en las muletas,

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y alargó una mano firme, de uñas cortas, decolor hueso viejo.

-Buenas tardes -dijo amablemente. Susmodales eran correctos y corteses-. Deseabaconocer a mis nuevos vecinos. Soy el coronelRitchey.

Los perros permanecían inmóviles, uno acada lado de él, con sus negros y puntiagudoshocicos apuntando hacia los recién llegados.

-Buenas tardes -respondió Virginia-.Somos Malcolm y Virginia Lawrence.

-Encantado de conocerles -dijo el coronelRitchey-. Creí que Cortelyou fracasaría estatemporada en proporcionarnos a alguien.

Virginia sonrió.-¡Qué perros tan hermosos! -exclamó-.

Los vi anoche.-Sí. Se llaman Max y Moritz. Estoy orgul-

loso de ellos.Mientras platicaban, cambiando cortesías,

Malcolm se preguntaba por qué habría men-

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cionado el coronel a Cortelyou, el agente debienes raíces, como proveedor. Por otra parte,había algo familiar en el coronel.

-¿Usted es el famoso coronel Ritchey? -preguntó Virginia.

Lo era. Malcolm lo comprendía ahora to-do. Recordaba la serie de las grandes revistasdonde, algunos años antes, aparecieran lasaventuras del coronel, sacadas de sus pelícu-las.

El coronel sonrió sin dar muestras deturbación.

-Soy el famoso coronel Ritchey, pero ob-servarán ustedes que mi aspecto no es elmismo que el de ese simpático y encantadormuchacho que apareciera en las películas.

-¿Y qué demonios hace usted aquí?- pre-guntó Malcolm.

Ritchey dirigió su atención a él.-Ya sabe usted que uno tiene que vivir en

alguna parte...

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Virginia dijo inmediatamente:-Anoche estuve observando a sus perros y,

al parecer, le prestan a usted un gran servicio.Supongo que debe de ser agradable tenerlos.Se sentirá seguro con ellos.

-Sí, así es. Para mí constituyen una granayuda. Max y Moritz son muy buenos con-migo. Pero es más agradable tener personasaquí, como ahora. Empezaba a estar molestocon Cortelyou.

Malcolm empezó a preguntarse si elagente hubiera sido capaz de llamar guarda aRitchey si el coronel hubiese estado escuchán-dole.

-Entren, por favor -dijo el coronel.La aldabilla de la verja se le resistió mo-

mentáneamente, pero la golpeó ligeramentecon la palma de la mano y consiguió alzarla.

-No tengan miedo a Max y Moritz. Noatacan si no se les ordena...

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-¡Oh! Desde luego no me asustan -contestóVirginia.

-Hasta cierto punto, no sería extraño que laasustaran -dijo el coronel-. Los perros dober-man suelen ser poco sociables, como ustedesya saben. Se tarda meses hasta conseguir suamistad, su confianza, su cariño...

-Pero usted lo consiguió, ¿no? -preguntóVirginia.

-Por supuesto -respondió el coronel, conamable sonrisa-. Me los trajeron cuando eranpequeñitos.

Ahora se dirigió a los perros y su voz es-taba llena de poderío, pero era tan calmosacomo cuando se dirigía a Virginia.

-¡Chuchos!Los perros se pararon a mirar al matrimo-

nio y se alejaron después tranquilamente.El cuarto de estar del coronel, tan limpio

como sencillo, contenía, amorosamente cuida-dos por él, algunos muebles anticuados. El di-

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ván, con su tapicería de punto de media y sumadera tallada, era el diván que Malcolm hu-biera esperado encontrar en el cuarto de es-tar de una dama. En una esquina se hallaba unsillón Morris, colocado de forma que una per-sona pudiera tumbarse en él y mirar la calle o,volviendo la cabeza, descansar sus ojos en lasdistantes luces de Nueva York. De las paredescolgaban cuadros al óleo, con gruesos marcosdorados, que representaban paisajes abiertos.El mobiliario de la habitación pareció escasoa Malcolm, hasta que se le ocurrió que el cor-onel necesitaba sitio suficiente para recorrer lacasa y no sillas adicionales para los hipotéticosvisitantes.

-Siéntense, por favor -dijo el coronel-.Traeré té para merendar.

Cuando salió de la habitación, Virginiacomentó:

-¡Todo un caballero!... ¡Y tan atento!...Malcolm asintió.

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-Encantador-dijo.El coronel volvió a entrar trayendo una

bandeja de plata perfectamente colocada.Sujetaba los bordes con los dedos pulgares eíndices, mientras que con los restantes agarra-ba los soportes de goma negra de sus muletas.Traía té en la bandeja y pastelillos de confec-ción casera.

-He de pedir disculpas por mi servicio deté -dijo-, pero es el único que tengo.

Cuando el coronel ofreció la bandeja, Mal-colm vio que los utensilios estaban hechos deesa clase de hojalata que se emplea para con-feccionar las latas de conservas. Al mirar sutaza, vio que su original molde de hojalata es-taba pintado de esmalte, y comprendió que to-do aquello estaba hecho con latas de conserva.La tetera..., el asa, el pico, la tapadera..., todoera de lo mismo.

-¡Que me condene si usted no ha hecho es-to en un campo de concentración!

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-En realidad, sí lo hice. Estuve siempre tanorgulloso de mi trabajo, que aún me sirvo deellos. En cierto modo, viviendo como yo vivo,nunca necesité comprar nada para sustituirlos.Es sorprendente las cosas que uno necesita enun campo de concentración, y lo importanteque se convierte para uno. Suelo pintar estospobres objetos periódicamente, y aún encuen-tro un placer especial en hacerlo, como lo sen-tía cuando esa actividad era completamentenecesaria. Uno se ve obligado a hacer estas co-sas en mi situación, ¿comprende? Espero quemi «juego de té» no queme sus dedos.

Virginia sonrió.-¡Oh, qué disparate!Malcolm estaba asombrado. Nunca hubi-

era creído que Virginia recordase cómo com-portarse con tanta coquetería. No había en-vejecido, dejando aparte la muchacha quesiempre atrajo la atención de las personas; sen-cillamente, puso esa parte de ella en otro sitio.

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Los ojos azules del coronel resplandeci-eron. Se volvió hacia Malcolm.

-He de decir que será delicioso pasar elverano con una persona tan encantadora comomistress Lawrence.

-Sí -respondió Malcolm, preocupado ahoracon su taza, cuyo líquido caliente y sus afila-dos bordes dañaban sus dedos-. Siempre me hesentido muy satisfecho de ella -añadió.

-Me he dado cuenta de la inscripción quehay aquí -dijo Virginia, señalando el meticu-loso grabado de la bandeja de té. Leyó en vozalta-: «Al coronel David N. Ritchey, R. M.E., de sus oficiales, compañeros de cautiverio,en Oflag XXXlb, con ocasión de su libera-ción, 14 de mayo de 1945. Si él no hubiera es-tado allí para guiarlos, muchos no se hallaríanahora presentes para ofrecerle esta prueba decariño».

Los ojos de Virginia despedían chispascuando miraron al coronel.

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-Todos debían de ser muy amigos suyos.-En absoluto -respondió el coronel, con li-

gera sonrisa-. Yo era únicamente el oficial demayor graduación de un grupo de oficialesmuy mezclados. La mayoría de dichos ofi-ciales eran jóvenes, procedentes de diferentesregimientos. No compañeros..., sino alevinesde jefes, todos responsables, personalmente,de haberse rendido al enemigo. Unos, apáti-cos; otros, desesperados. Algunos, útiles;otros, no. Mi misión consistía en formar conellos un cuerpo disciplinado, responsable, paraelegir quiénes de nosotros debían ponerse asalvo y quiénes debían hacer la vida imposiblea los alemanes en un campo de concentración.Porque estábamos en un campo de concentra-ción desde la retirada de Dunkerque, y allí per-manecimos hasta el final de la guerra. Duranteese tiempo, cambiamos de diferentes modosla situación estratégica dentro del campo. La

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mayoría de mis subordinados comprendía queera táctica..., cuando lo comprendía.

El coronel hizo una mueca, pero inmedi-atamente sonrió.

-La bandeja me la regalaron los supervivi-entes, claro está. Se apoderaron de un punzónmuy puntiagudo del armario del comandantedel campo, pocos días antes, con tiempo su-ficiente para hacer la inscripción. Pero la in-scripción no sugiere que todos sobrevivieron.

-Entonces, en realidad no fue como se re-lata en la película, ¿verdad? -preguntó Virgin-ia.

-No, y, sin embargo...Ritchey se encogió de hombros, como si

recordase una época en que había metido a al-guien en un asunto de poca importancia.

-Fue una cuestión de valoración dramática,han de comprenderlo ustedes; así como la ne-cesidad de contar una historia interesante yexcitante de forma que atrayese a un público

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civil. Muchos de los incidentes que ocurren enla película, son literalmente ciertos..., aunqueno sucedieron en el momento indicado en ella.Así, por ejemplo, el túnel de Navidad fue unhecho completamente real. Prometí a loshombres que, por lo menos uno de ellos,volvería a su casa por Navidad si picaban yahondaban la tierra. Pero no era una promesaseria, y ellos lo sabían. A diferencia del prot-agonista de la película, yo no era un hombrefervoroso, sino irónico. La guerra estaba yaacabando. El deseo natural de un hombre in-teligente hubiera sido evitar todo riesgo y es-perar la liberación. La mayoría de ellos opin-aba así. En realidad, muchos de ellos se habíantransformado en personas civiles en supensamiento y hablaban de sus carrerasciviles, de sus familiares... y de cosas por el es-tilo.

Hizo una pausa.

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-Así, empleando palabras irónicas ytriviales sobre los túneles de Navidad, les re-cordaba cómo y en dónde se encontraban aún.La táctica funcionaba bastante bien. Em-pleando artimañas de esta clase, conseguía quetrabajaran.

La expresión del coronel se hizo más aus-ente.

-Algunos me llamaban la Víbora -murmuró-. En la película, también; pero allísonreían cuando lo decían.

-Sin embargo, su obligación era ayudarlos,tenerlos agrupados de la forma que fuese -dijoVirginia, apasionadamente.

La cara de Ritchey se torció en un espasmode tensión tan violento como si su té hubiesecontenido estricnina. Pero se recuperó enseguida.

-¡Oh, sí, sí! Los mantuve reunidos.Mintiéndoles, engañándolos, adulándolos...Pero el desgaste de energías fue enorme. Y

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desmoralizador. No convenía hacer ningunadiferencia que echase por tierra la máximaautoridad. Si hubiésemos estado en nuestropaís, no hubiera habido un solo hombre entrelos prisioneros que no se hubiese atrevido a re-belarse contra la más simple de mis órdenes.Pero en el campo de concentración no sabíanqué hacer ni podían escapar. Estaban prision-eros de sus pequeñas ambiciones particulares,como le pasa a mucha gente. Y las personasno consiguen un propósito común a menos queactúen con disciplina.

La inflexible mirada del coronel pasó deVirginia a Malcolm.

-No es agradable decir a la gente lo quetiene que hacer. Lo único seguro es encon-trarse en una situación tal que se le pueda decira la gente lo que debe hacer.

-Tener fuerzas armadas que le respalden auno. ¿Es ésa su idea, coronel?... ¿Consiguió

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permiso de los alemanes para establecer den-tro del campo sus propias fortalezas?

A Malcolm le gustaba llevar las cosas a suspuntos más absurdos.

El coronel le observó imperturbable.-Yo fui en Alemania el mismo hombre que

soy aquí. No obstante, existe una breve histor-ia que debo contar a ustedes. No es ajena porcompleto al asunto.

Se echó hacia atrás, poniéndose cómodo.-Ustedes han debido de experimentar

cierta curiosidad hacia mis perros Max y Mor-itz. Como ustedes saben, los alemanes fueronsiempre muy aficionados a amaestrar perrospara que realizaran toda clase de servicios ycosas útiles. Durante la guerra, los alemanesacostumbraron utilizar con bastante frecuen-cia, como auxiliares en los campos de con-centración, a los perros. Míster Lawrence, unperro amaestrado actuando es mucho mástemible que cualquier soldado con una metral-

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leta en la mano. Un animal mata a un hombresin vacilar, esté maldiciendo o rezando.

Hizo otra pausa.-Los perros guardianes de cada campo de

prisioneros de guerra estaban a cargo de un in-dividuo llamado el Hundführer..., el amo delos sabuesos, como ustedes sabrán... cuya fun-ción, después de erigirse en amo y guía de losperros, era seguir unas cuantas reglas sencillasy llevar a los perros a donde los necesitaran. Alos perros se les había enseñado algunas cosasrutinarias. Bastaba a su dueño pronunciar unaorden tal como «¡Busca!» o «¡Detén!», paraque los sabuesos supieran lo que tenían quehacer. Una vez los vimos actuar, y les aseguroque durante mucho tiempo no se borraron denuestra mente.

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Sonrió.-Un doberman, por ser perro, no tiene con-

ciencia, ¿comprende? Y un doberman amaes-trado no tiene miramientos. Desde que es ca-chorrillo está predispuesto a ejecutar cuanto leenseñen y le ordenen. Y las lecciones son la-boriosas... y autocráticas. Una vez dada una or-den, debe ser obligado a ejecutarla a toda costa,porque el perro tiene que aprender que ha deobedecer sin titubear todas las órdenes que se leden. Siendo eso cierto, el perro aprenderá tam-bién, inmediata e irrevocablemente, que sóloson válidas las órdenes emanadas de un indi-viduo particular. Al doberman, una vez amaes-trado, no hay forma de controlarlo. Cuandollegaron los soldados americanos, los alemanessituados en sus torres blindadas depusieron lasarmas y trataron de escapar, pero los perrostuvieron que ser exterminados. Yo observabadesde una ventana cómo tuvieron que disparar

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contra la barrera de perros hasta que el últimocayó muerto. Su Hundführer había huido...

Malcolm se dio cuenta de que su atenciónestaba distraída. En cambio, Virginia pregun-tó, como al desgaire:

-¿Cómo ingresó usted en la enfermería?...¿Fue debido a algún accidente ocurrido en eltúnel de Navidad?

-Sí -respondió el coronel a Virginia, comoun caballero a una dama-. El único propósitodel túnel era, como ya le dije, proporcionar alos hombres algo en que fijaran su atención.La guerra estaba próxima a terminar. Hubierasido un acto descabellado e insensato intentaruna huida a aquellas alturas. Nosotrosteníamos muy bien dispuestas las cosas, desdeluego. El pozo estaba oculto; el túnel, sosten-ido por tableros de camas; una rueda servíapara abrir y cerrar la boca del túnel...Poseíamos, además, lámparas hechas con ca-jas de betún llenas de margarina... Todo nor-

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mal. Los alemanes, en aquella época, teníanmucha experiencia para descubrir esta clasede operaciones, y la única sensata seguridadde progresos continuos era trabajar callada yaceleradamente. Hacer un túnel es un peligroal que hay que arriesgarse... Sin embargo, eléxito corona casi siempre esta clase de empre-sas.

Hizo otra pausa.-Hacia finales de noviembre, algunos de

mis hombres consideraron conveniente quebajara al pozo; es decir, que me había llegadoel momento de contribuir a la excavación deltúnel. Así, pues, una noche bajé y comencé atrabajar. El apuntalado era excelente, como decostumbre, y las condiciones no eran peores delo normal. El ambiente era respirable. Comose trabajaba completamente desnudo, encuanto se abandonaba el túnel había quefrotarse bien la piel para evitar que la arenaprodujera escoceduras. En tales circunstancias

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no se podía llevar ropa, pues producía exces-ivo calor. Las quemaduras de arena eran muyvisibles en las inspecciones médicas, y eranseñales inequívocas de que se trabajaba debajode tierra... Permanecí en el túnel por espaciode hora y media, al cabo de la cual emprendíel regreso, con tan mala fortuna que hubo underrumbamiento del techo y quedé sepultadohasta más arriba de la cintura. No me tapó lacara, lo cual fue una suerte, y recuerdo contoda claridad que mi primer pensamiento fueque ninguno de mis hombres podría decir yaque su jefe no había experimentado las mis-mas tribulaciones físicas que ellos. Inmediata-mente me di cuenta de que iba a ser extrema-damente difícil liberarme de la arena que mehabía caído encima. Ante todo, tuve que hacerun agujero en el techo. Grandes cantidadesde arena empezaron a caer directamente sobremí, que esquivaba con movimientos rápidosde cabeza. La desesperación se iba apoderando

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de mí, cuando hubo otro ligero desprendimi-ento de tierra. Esta vez, la lámpara de aceite,que estaba sujeta a una de las tablas, se zafó,derramándose sobre mis muslos. La margarinacaliente me produjo tremendas quemaduras,agravadas por el pabilo, que no se apagó con lacaída. Toda la parte inferior de mi torso, desdeel ombligo a las rodillas, estaba lleno de mar-garina hirviendo...

El coronel hizo una mueca.-Bueno, me vi en mala situación, porque

no pude hacer nada respecto al fuego hasta queconseguí abrirme paso, quitándome la arenaque me cubría hasta el pecho. Al cabo deltiempo conseguí verme libre y fui capaz deavanzar por el túnel, tras apagar las llamas.Los hombres situados en la parte delantera deltúnel no tuvieron razón alguna para sentirsealarmados; los túneles siempre huelen mal ya hollín, como es fácil suponer. De todasformas, mandaron a un hombre cuando yo ya

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estaba cerca de la entrada del túnel y comencéa gritar para que me oyeran.

Hizo otra pausa.-Por supuesto, no se pudo hacer otra cosa

que decírselo a los alemanes, puesto que nohabía facilidad para ocultar ni disimular misituación. Me trasladaron a la enfermería delcampo, y allí permanecí hasta el final de laguerra, con tiempo de sobra para descansar ymeditar mis ideas. Me fue posible continuarejerciendo algún control sobre mis hombres.No me hubiera sorprendido nada que aquellohubiera estado todo el tiempo en la mente delcomandante. Creo que confiaba en mi pres-encia para moderar el comportamiento de loshombres... Aquí termina, en realidad, el relato.Fuimos liberados por el ejército americano,y todos los hombres fueron devueltos a sushogares. Yo permanecí en los hospitales mil-itares hasta que estuve lo bastante recuperadopara regresar a mi país, en donde me alojé

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en hoteles e interpreté el papel de oficial re-tirado e inválido. Después se publicó el librodel periodista y se vendieron los derechos deproducción. Me llamaron de Hollywood paraque fuera el asesor técnico de la película. Fran-camente, me agradó mucho aceptar el en-cargo... La pensión de un oficial no es muygrande..., y en cuanto mi nombre fue conocidopor el público, lo ofrecí, junto con mis servi-cios, a varias organizaciones..., consiguiendocon ello acumular una fortunita.

Se calló un instante, volviendo a reanudarsu monólogo.

-Claro está, no pude regresar a Inglaterra,donde las contribuciones se hubieran llevadola mayor parte del dinero conseguido con miesfuerzo; pero, tras haber establecido amistadcon míster Cortelyou, y adquirido y amaes-trado a Max y a Moritz, me sentí contento. Unhombre debe formarse su modo de vida lo me-

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jor que le sea posible, haciendo lo necesariopara sobrevivir.

El coronel movió la cabeza y miró a Mal-colm y Virginia.

-¿No son de mi opinión?-Pues... sí -respondió, lentamente, Virgin-

ia.A Malcolm le fue imposible determinar

qué significaba la mirada de su mujer. Nuncaantes la había visto en sus ojos. Éstos bril-laban, pero se mostraban cautos. Su sonrisademostraba agrado y simpatía, pero tambiéntensión. Parecía aprisionada entre dos sentimi-entos dispares.

-¡Magnífico! -exclamó el coronel, junt-ando las manos-. Para mí es importantísimoque hayan comprendido la situación.

Con un impulso se puso en pie, y, con elmismo impulso, agarró las muletas antes quepudiera caerse. Empezó a avanzar lentamente,radiante.

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-Bueno, una vez oído mi relato, me ima-gino conseguidos todos los objetivos de estaconversación, y no hay necesidad de retenerlosaquí por más tiempo. Los conduciré hasta lapuerta del cercado.

-No es necesario -dijo Malcolm.-Insisto -replicó el coronel, en un tono que

hubiese sido extremadamente amable si no hu-biera ido acompañado del animado guiño desus ojos.

Virginia se le quedó mirando,parpadeando lentamente.

-Por favor, perdónenos -dijo-. Segura-mente, hemos prolongado la visita más de lonecesario. No fue nuestro objeto ser pesados.Gracias por el té y los pastelillos. Eran estu-pendos.

-No tiene por qué disculparse. Su visitaha sido muy agradable -contestó el coronel-. Es alentador pensar que se puede mirar, decuando en cuando, al otro lado de la calle y

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captar la visión de alguien tan atractiva comousted, ocupada en los quehaceres domésticos.Yo limpié la casa después que se fueron los úl-timos inquilinos, como es lógico; pero siempreuno da sus pequeños toques personales. Se-guramente plantará usted algo delante de lacasa, ¿verdad? Tales actividades son preciosaspara mí: que alguien tan encantadora comousted, vestida de verano, trabaje y pasee pordelante de la casa, o descanse al sol después dequitar los hierbajos..., es magnífico. Sí, esperopasar un verano agradable. Porque supongoque no surgirá ningún inconveniente que lesimpida pasar aquí todo el verano, ¿verdad?Cortelyou no se hubiera molestado siquiera enmandar a alguien que no pudiera pagarle.

A la cara del coronel volvió la educada yastuta mirada.

-Sus recursos son limitados y sus ingresosescasos, ¿verdad? Porque, si no, ¿cómo es-tarían aquí y no en otro lugar?

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-Bien; buenas noches, coronel -dijo Vir-ginia con admirable serenidad-. Vámonos,Malcolm.

-Una conversación muy interesante, cor-onel -dijo Malcolm.

-Interesante y necesaria, míster Lawrence-respondió el coronel, siguiéndolos hasta elpatio.

Virginia le observó atentamente mientrasse acercaban a la cerca, y Malcolm notó unospliegues extraños en las comisuras de los la-bios de su esposa.

-¿Se encuentra usted un poco violenta,mistress Lawrence? -preguntó solícito elcoronel-. Por favor, créame que seré tan dis-creto para sus sensibilidades como me lo per-mita la prudente zozobra de mi propia comod-idad. No está en absoluto dentro de mi códigoofender a una dama, y en cualquier caso...

El coronel sonrió, suplicante.

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-... desde el desastre del túnel de Navidad,podría decir que el ingenio está vivo, pero...

El coronel, ausente, frunció el ceño.-No, mistress Lawrence -continuó,

moviendo la cabeza, paternal-. ¿Pierde aromala flor porque se la huela? Y si la flor estácultivada, alimentada y cuidada, ¿no será másafortunada que la rosa silvestre, que crece sinque nadie la vea? No lamente demasiado suactual posición social, mistress Lawrence...Alguien podría encontrarla digna de envidia.Pocas cosas son tan variables como los puntosde vista. En las próximas semanas puede cam-biar su propia opinión.

-¿Qué demonios está diciendo a mi es-posa? -dijo Malcolm.

Virginia intervino, rápidamente:-Hablaremos de eso más adelante.El coronel sonrió a Virginia.-Pero antes tengo que mostrar algo más a

míster Lawrence -dijo, y a continuación alzó

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la voz ligeramente-: ¡Max!... ¡Mo-ritz!...¡Aquí!...

Los perros se acercaron.-¡Ah míster Lawrence! Quiero demostrarle

a usted, antes que nada, cómo responden estosanimales, lo que son capaces de hacer...

Volviéndose a uno de los perros, exclamó,dirigiéndose a Malcolm:

-Killl (¡Mata!)Malcolm no podía creer lo que estaba oy-

endo. Sintió un gol-pazo en el pecho. Moritzse había lanzado contra él, con las patas traser-as hundidas en la tierra mientras presionabasu cuerpo contra Malcolm. El perro se hallabadentro del arco formado por los brazos delhombre, y lo más que hubiera podido haceréste era acercarlo más a su cuerpo, apretándoloentre ellos. Intentó echar hacia atrás los brazospara luego golpear con fuerza la caja torácicadel perro; pero, al menor movimiento, se tam-baleó, y comprendió que si completaba el

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ademán caería al suelo. Todo esto sucedió enun brevísimo espacio de tiempo, y a continua-ción Moritz le tocó con el hocico en los labiosabiertos. Una vez hecho esto, se bajó y regresóal lado del coronel Ritchey y de Max.

-¿Se da usted cuenta, míster Lawrence? -le preguntó el coronel sin dar importancia alhecho-. Un perro no responde literalmente auna palabra. Está subordinado. Está educadopara realizar cierta acción cuando oye ciertosonido. Las cosas que se enseñan a un perrocon trabajo y paciencia son cosas que no puedecomprender un organismo educado. Pavlovtocaba una campanilla y a un perro se le caíala baba. ¿Es comida una campanilla? Si hu-biese tocado otra campanilla y le hubiera di-cho: «Comida, chucho», el perro no hubierahecho caso. Por tanto, cuando yo hablo enun tono normal y no es una orden tajante, niKill (matar) ni kiss (besar) significan nada, nisiquiera para Moritz. No significan nada para

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él..., a menos que alce la voz. Hubiera podidohacer que interpretara con la misma facilid-ad esa secuencia en asociación con cualquieraotra palabra, tal como..., ¡ah!..., gingersnap(galletitas de jengibre); pero entonces usted nohubiese captado el quid de la instructiva bro-mita. Nadie, excepto yo, puede actuar sobreestos seres. Solamente obedecen cuando yomando. Y ahora, ¿qué dice usted, místerLawrence? Me atrevería a decir que... Bueno,buenas noches. Como ya les he dicho, ustedestienen muchas cosas que hacer...

Cruzaron la puerta de la cerca, que el cor-onel cerró cuando salieron.

-¡Max, vigila! -ordenó.El perro se puso en guardia.-¡Moritz, ven!El coronel se volvió, y el perro y él cruz-

aron el patio y entraron en la casa.Virginia y Malcolm regresaron con paso

normal a la casa alquilada, adaptando Mal-

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colm su paso al de Virginia. Se preguntaba sisu esposa iría tan tranquila porque no estabaseguro de lo que haría el perro si echaba a cor-rer. Hacía tiempo que Virginia no estaba se-gura de algo.

Ya en la casa, Virginia se aseguró de quela puerta estaba bien cerrada. Entonces, fue asentarse en la silla que se hallaba frente a laventana.

-¿Quieres hacerme un poco de café, por fa-vor? -preguntó.

-Claro que sí. Descansa unos minutos.Recupera el resuello.

-Unos minutos es lo que me hace falta -respondió-. Sí, unos minutos, y todo volverá aestar bien.

Cuando Malcolm regresó con el café, con-tinuó:

-Debe de tener alguna relación con Cor-telyou, y apostaría a que esas gentes del de-pósito que está en la intersección de los cami-

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nos no se sienten muy felices con esos perrossubiendo y bajando continuamente. Nos tieneen sus manos. Estamos acorralados.

-Espera, espera -dijo Malcolm-; nos rodeatodo el territorio de Nueva Jersey, y él nopuede...

-Sí puede. Si cree que puede hacerlo, esporque tiene buenas razones para hacerlo. Nole menosprecies. No hay fanfarronería en él.

-Bueno, ¿y qué puede hacernos?-Lo que le dé la gana.-Eso no tiene sentido -respondió Malcolm

frunciendo el ceño-. Ha conseguido asustarnospor el momento; pero hemos de ser capaces deencontrar un medio de...

Virginia le interrumpió con firmeza:-El perro está todavía allí, ¿verdad?Malcolm asintió.-Bien -dijo ella-. ¿Qué sentiste cuando te

atacó?... Fue espantoso. Dio la impresión de

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que iba a tirarte de espaldas. ¿Lo creíste así?...¿Qué pensaste?

-Bueno, que se trata de un precioso animalcon mucha fuerza -respondió Malcolm-. Pero,si quieres que te diga la verdad, no tuve tiempode creerlo. Escucha: que un hombre como ésediga de pronto: «¡Mata!», es algo muy duro decreer. Especialmente, después de haberte in-vitado a té con pastelillos.

-Es muy astuto -dijo Virginia-. No puedocomprender por qué tuvo de su parte a losguardianes del campo de concentraciónalemán. Se mereció que escribieran un librosobre él.

-Perfectamente. Y luego deberían haberlearrojado de cabeza a una celda almohadillada.

-Intenta arrojarle -dijo Virginia.-¡Oh, vamos! Este es territorio suyo. Dis-

tribuyó las cartas antes que supiéramos queestábamos jugando. Pero él no es más queun viejo, cojo y loco. Si necesita intimidar a

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los encargados de un depósito y tener atadoalrededor de su dedo a un agente comercial deltres al cuarto, bueno... Si se lo consienten...Pero él no es nuestro amo. Nosotros no es-tamos en su ejército.

-Estamos en su campo de concentración -dijo Virginia.

-Escucha -replicó Malcolm-: cuandoacudamos a la oficina de Cortelyou y le conte-mos cuanto sabemos del coronel, no nos cost-ará mucho trabajo que nos rescinda el con-trato. Encontraremos otro sitio o regresaremosa la ciudad. Pero mientras tanto despreocupé-monos de esto. Si ambos pensamos que notiene importancia, todo será más fácil. No esverosímil que te pases el día sentada aquí,perdiendo el tiempo en pensar que no po-demos ganar...

-Bien, Malcolm. El estar prisionero haceque se despierten tus iniciativas. Estás aquí ar-

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mando ruido, como un jefe de alta graduación.Proponiendo huida, y todo eso...

Malcolm movió la cabeza. Ahora, cuandotanto se necesitaban el uno al otro, ella no ce-jaría. Hacer algo consistía para ella en mover-se demasiado de prisa.

-Muy bien -dijo-, vamos al coche.En su labio superior se notaban unas

gotitas de sudor.-¿Cómo?Al fin había conseguido que Virginia se le-

vantara de la silla.-¿Crees que el perro va a dejar que nos

acerquemos al coche?-¿Quieres quedarte aquí, entonces? Per-

fectamente. Pero procura mantener la puertabien cerrada. Voy a intentar algo, y una vezque haya salido me marcharé para regresarcon un amable y simpático policía del Estado,provisto de una estupenda escopeta. Y yaveremos si hacemos algo con ese coronel y

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con sus perros... o tenemos que abandonar elterreno.

Cogió las llaves del coche, se dirigió abuen paso hacia la puerta y anduvo en línearecta hacia el coche. Inmediatamente, el perroladró con fuerza. La puerta principal de la casade Ritchey se abrió en seguida y el coronelgritó:

-¡Max!... ¡Detén!...El perro saltó la cerca y sus dientes

sujetaron con cuidado la muñeca de Malcolmantes que éste pudiera avanzar más, a pesar dehaber emprendido una carrera. Tanto Malcolmcomo el perro estaban inmóviles. El perro res-piraba profunda y tranquilamente. Ritchey yMoritz avanzaron hasta la parte delantera de lacerca.

-Bueno, míster Lawrence -dijo el coronel-;ahora llamaré a Max y el perro le traerá a ustedcon él. No intente resistir, porque se dañará lamuñeca... ¡Max! ¡Tráele aquí!

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Malcolm anduvo prudentemente hacia elcoronel. Por alguna disposición especial de sucuello, al perro le era posible caminar junto aél sin soltarle.

-Muy bien, Max -dijo Ritchey cariñosocuando ambos alcanzaron la cerca-. Suéltaleahora.

El perro soltó la muñeca de Malcolm. Estey Ritchey se miraron mutuamente, en la oscuranoche, a través de la cerca.

-Bien, míster Lawrence -dijo Ritchey-:quiero que me entregue usted las llaves de sucoche.

Malcolm le alargó las llaves, que el cor-onel se guardó en el bolsillo.

-Gracias.Pareció reflexionar sobre lo que iba a decir

a continuación, como reflexiona un profesor lacontestación que ha de dar a un niño que le hapreguntado por qué es azul el cielo.

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-Míster Lawrence, quiero que se dé ustedcuenta de la situación. Sucede que yo tambiénnecesito un bote de tres libras de Crisco. Siusted quiere hacer el favor de darme todo eldinero que tiene en su bolsillo, esto simplifi-cará la cosa.

-No llevo dinero encima -respondióMalcolm-. ¿Quiere usted que vaya a mi casa ylo coja?

-No, míster Lawrence. No soy un ladrón.Simplemente, quiero retringir su radio de ac-ción en una de las formas en que he de re-stringirlo. Por favor, vuelva sus bolsillos.

Malcolm lo hizo así.-Perfectamente, míster Lawrence. Si

quiere usted entregarme su cartera, sucuaderno de direcciones y los treinta y sietecentavos, se lo devolveré todo cuando quierahacer de ellos un uso legítimo.

Ritchey se guardó en los bolsillos de suchaqueta los objetos indicados.

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-Bien, míster Lawrence. Un bote de treslibras de Crisco vale noventa y ocho centavos.Aquí tiene un billete de dólar. Max irá con us-ted hasta el almacén de la intersección y us-ted me comprará y me traerá el bote de Crisco.Traerlo en un saco es demasiado para un perro,y faltan tres días para que me traigan mi pe-dido mensual. Se servirá usted decir en el al-macén que ya no será necesario que vengana traerme mi pedido mensual...; que, en ad-elante, usted se encargará de hacerme la com-pra... Espero que realice su cometido en un es-pacio de tiempo mínimo y que regrese con micompra, míster Lawrence... ¡Max!

El coronel indicó con la cabeza a Malcolm.-¡Guárdalo!... ¡Almacén!...El perro tembló y se quejó.-No se quede inmóvil, míster Lawrence.

Estas órdenes son incompatibles hasta que us-ted empiece a andar hacia el almacén. Si ustedno se mueve, el perro se pondrá cada vez más

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nervioso. Por favor, ande. Moritz y yo hare-mos buena compañía a mistress Lawrencehasta que usted vuelva.

El almacén consistía en una pequeña hab-itación de la parte delantera de una casa decolor pardo. En unas estanterías de madera depino sin pintar se amontonaban provisiones delas que Malcolm nunca había oído hablar.

-¡Oh, viene usted con uno de esos sim-páticos perros! -exclamó una mujer gruesa ycansada, que estaba detrás del mostrador.

Se inclinó para acariciar a Max, que sehabía acercado a ella con ese propósito. AMalcolm le pareció que el perro actuaba deuna forma completamente mecánica, hacién-dose la idea de que nada le acariciaba. Mal-colm echó una mirada en torno suyo, pero nopudo ver nada ni nadie que pudiera ofrecerleuna alianza, una ayuda.

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-El coronel Ritchey desea un bote deCrisco de tres libras -dijo, subrayando elnombre para captar la reacción.

-¡Oh! ¿Le ayuda usted?-Si se puede decir eso...-¿No es simpático? -preguntó la mujer en

voz baja y confidencial, como para evitar queel perro la oyera-. Existen algunas personasque le dirían a usted que se sienten molestascon un hombre como ése, pero yo digo quesería un pecado sentirlo. Es un hombre muyatento, y posee más dignidad y corazón quecualquier otro hombre que jamás haya visto.Conocerle es un orgullo para uno. Escuche: yoconsidero maravilloso que esos perros vengana comprar algunas cosillas para él. Pero mealegra que tenga a alguien ahora que se pre-ocupe por él. Excepto nosotros, creo que no vea nadie de un año a otro..., aparte del verano,por supuesto.

Observaba a Malcolm con atención.

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-Usted es también de los que pasan aquí elverano, ¿verdad? Bueno, pues me alegro, si es-tá usted haciendo algo bueno por el coronel.Los que vinieron el año pasado se comportar-on muy mal. Fue una vergüenza. Una nochedel mes de septiembre se marcharon, y ni elcoronel, ni yo, ni mi marido les hemos vistoel pelo desde entonces. Dejaron a deber al cor-onel un mes completo de alquiler..., según nosdijo cuando fuimos por allí.

-¿Es dueño de estas tierras? -preguntóMalcolm.

-¡Oh, claro que sí! Es dueño de muchosterrenos por estos alrededores. Los compró ala primitiva compañía cuando quebró.

-¿También es dueño de este almacén?-Bueno, ahora se lo tenemos arrendado.

Era nuestro, pero se lo vendimos a la com-pañía y luego se lo alquilamos. ¡Oh, seremosricos! Mi marido, con el dinero de la tierra,compró un solar en el centro de la calle y

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construirá una verdadera estación de servicioallí..., grande... Se figura que es muy astuto,pero no conseguimos que nadie venga a viviraquí. Quiero decir que esto no es como si fueseuna propiedad «cara al océano». Pero el cor-onel, que tiene la cabeza sobre los hombros,asegura que esto aumentará de valor un día, ycuando él lo asegura...

El perro se estaba impacientando, y Mal-colm estaba preocupado por Virginia. Pagó elimporte del bote de Crisco, y Max y él recor-rieron, en medio de la oscuridad el polvori-ento camino, de regreso a la casa. Realmente,honradamente, no parecía que se pudiese hacerotra cosa.

Se paró a la puerta de su casa, pensando sidebería llamar. Cuando Virginia le abrió, notóque se había puesto unos pantalones cortos yuna blusa sin mangas.

-Hola -dijo la mujer.

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Se apartó para dejar paso a su marido y aMax. El coronel, retrepado descaradamente enuno de los sillones, alzó la vista.

-¡Ah, míster Lawrence! Ha tardado usted;pero la compañía ha sido deliciosa y losminutos han volado...

Malcolm miró a Virginia. Durante los dosaños precedentes, se había acumulado en susrodillas algo de grasa; pero aún tenía unaspiernas largas y bonitas. El coronel Ritcheysonrió a Malcolm.

-Es ya noche cerrada. Sugerí a mistressLawrence que seguramente no me ofendería sime dejaba solo unos instantes y se cambiaba laropa por otra más cómoda.

Malcolm pensó que ella podía habersenegado a ello; pero, por lo que se veía, no lohizo.

-Aquí tiene su Crisco -dijo Malcolm-. Lavuelta está en la bolsa.

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-Muchas gracias -respondió el coronel-.¿Les dijo usted lo del pedido mensual?

Malcolm negó con la cabeza.-No me acordé..., ni siquiera lo pensé. Es-

tuve muy preocupado enterándome de cómollegó usted a ser dueño de todo esto...

-Bueno, no hay por qué acalorarse. Ya selo dirá usted mañana.

-¿Es que será una obligación para mí ir to-dos los días a hacerle recados? ¿Es que mesilbará usted cada vez que necesite algo, cor-onel?

-Pues, sí. Se preocupa usted demasiado porlas intromisiones en sus costumbres. MistressLawrence me dijo que es usted una especie deartista. Me extrañó esta mañana verle sin afeit-ar.

El coronel hizo una pausa, para continuar,más incisivo:

-Estoy seguro de que llegaremos a unacuerdo para realizar lo mejor posible cu-

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alquier acto rutinario. Siempre se tarda algun-os días en conseguir que las personas vayanal mismo paso. Pero, una vez logrado, todo esmuy fácil: las funciones regulares, los deberesestablecidos y cosas por el estilo. Levantarsey lavarse a una hora; trabajar de tal a tal hora;acostarse a tal hora... Todo y cada cual ensu propio nicho. No se preocupe, místerLawrence: se sorprenderá usted de lo cómodoque se hace todo. La mayoría de las personasencuentran en ello una revelación.

La mirada del coronel se hacía más aus-ente por instantes:

-Algunos, no. Algunos son como nacidosen otro planeta: inocente de natural humano.Actuando de ese modo, se llega a un punto enque hay que dejar de actuar; en el campo deconcentración, me di cuenta de que la ener-gía necesaria para conseguir el éxito completodependía, en mí, en admitir la existencia delfracaso individual. No, algunos no responden.

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Pero nosotros no necesitamos discutir sobre loque el tiempo nos dirá.

Los ojos de Ritchey empezaron a guiñar.-En tiempos pasados, he tratado con seres

creadores. La mayoría de ellos necesitaban tra-bajar con sus manos, hacer trabajos rudos,pesados, estúpidos, que dejasen su mente librepara elevarse en espirales, y aun forzarlos aque permaneciesen alejados de su vocaciónartística hasta que la tensión fuese casi ina-guantable.

El coronel movió una mano en dirección alas casas sin edificar.

-Hay mucho que hacer. Si usted no sabeutilizar un martillo o una sierra, yo le enseñaré.Y cuando vea que usted ha alcanzado el máx-imo grado de frustración creadora, entoncestendrá usted lo que yo juzgo que ha de servirlemejor artísticamente. Estoy seguro de que us-ted se sorprenderá del afán con que empren-derá su trabajo. Por lo que averigüé por su es-

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posa, acaso éste sea un excelente experimentopara usted.

Malcolm miró a Virginia.-Sí. Durante mucho tiempo ha sido eso una

pesadilla para ella. Celebro que haya encon-trado unos oídos que la escuchen con simpatía.

-No se disguste con su esposa, místerLawrence. Eso malgasta las energías y creaserios problemas morales.

El coronel se puso en pie y se dirigió a lapuerta.

-Algo que nadie pudo jamás enseñar a tol-erar a un camarada kriegie fue la mezquindad.Esas cosas eran siempre arrancadas de cuajo.¡Vamos, Max!... ¡Vamos, Moritz! Buenasnoches.

Y se marchó.Malcolm se acercó a la puerta y puso la ca-

dena.-¿Y bien? -dijo.-Escucha...

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Malcolm levantó un dedo.-Entérate bien: a nadie le agrada un kriegie

pendenciero. No hemos venido a luchar... He-mos de hablar... y hemos de pensar.

Se dio cuenta de que estaba mirando a suesposa con malos ojos y apartó la vista. Vir-ginia se puso colorada.

-Sólo quiero que sepas cómo ocurrió ex-actamente la cuestión -dijo Virginia-. Dijo queno consideraría descortés por su parte si yo ledejaba solo en el cuarto de estar mientras mecambiaba de ropa. Y yo no le conté nuestrosapuros. Estuvimos hablando de lo que túhacías para vivir, y no tardó en darse cuenta...

-No necesito tus explicaciones -le inter-rupió Malcolm-. Lo que necesito de ti es queme ayudes a resolver este asunto.

-¿Cómo vas a resolverlo? Éste es unhombre que está acostumbrado a hacersiempre lo que quiere. ¡Nunca desiste! ¿Cómouna persona como tú va a solventar eso?

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Pensó Malcolm que siempre, durante años,en un momento como el actual, ella terminabapor decir lo mismo: algo que le invitaba a unoa echar a correr.

Como Malcolm estuvo un buen rato sindecir nada, paseando de arriba abajo, con lascejas fruncidas y meditando, Virginia dijo quese iba a dormir. En cierto modo, Malcolm sesintió aliviado. En su mente se iba forjando unplan completo de acción y no quería que ellaestuviese presente para adivinarlo.

Después que Virginia cerrara la puerta deldormitorio, Malcolm entró en su estudio. Enun rincón había una caja de madera que con-tenía todo su material de pintura. Se acercóa ella, la abrió y se quedó pensativo. Desdeaquella habitación podía ver los focos de luzque rodeaban la casa del coronel. Este habíahecho su circuito por el patio, y uno de los per-ros permanecía alerta, mirando hacia el sen-

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dero. La escena no se había alterado en abso-luto. Era la misma de la noche anterior.

«La escena, no -pensó Malcolm, mientrascogía un bote grande de pintura castaño-. Perola disposición, sí.»

Sintió que una fuerza nueva invadía subrazo, haciendo el recorrido desde el hombrohasta los dedos a través del antebrazo y lamuñeca.

Cuando Ritchey llevaba ya más de cincominutos dentro de su casa, Malcolm se dijo envoz alta:

-Primero, hacer; luego, analizar.Abriendo de par en par la puerta de entrada

de su domicilio, dio un par de pasos haciael sendero para tomar impulso y arrojar confuerza el bote de pintura contra la verja de alu-minio.

«Se quedará corto», pensó.Y así fue, chocando con ruidoso estrépito

contra una de las piedras encaladas y dispers-

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ando en abanico la pintura color castaño sobrelas piedras adyacentes, la cerca y el perro, queretrocedió de un salto, pero que, careciendode órdenes para atacar, se quedó quieto,gruñendo. Malcolm anduvo de espalda hastala puerta abierta de su casa, apoyándose enel dintel. Cuando se abrió la de la casa deRitchey, se metió los pulgares en los oídos ymovió los otros dedos.

-Gute Nacht, Herr Kommandant -gritó.Y se metió en la casa, echando llave y cer-

rojo a la puerta y poniéndole la cadena. Elperro había echado a correr, atravesando elpatio y aplastando el hocico contra la parte ex-terior de la puerta. Su respiración sonaba comouna risita convulsiva.

Malcolm se encaminó a la ventana. Elperro se había apartado de la puerta, trasarañarla, y, dando un salto, salió disparadohacia el cristal. Se revolvió, trotó buscandouna posición mejor y lo intentó otra vez. Mal-

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colm le observaba. Esto era lo que esperabaque sucediera.

El perro no lo consiguió. Sus hocicos seaplastaban contra el cristal y toda la ventanase estremecía; pero el éxito no le acompañaba.La ventana estaba muy alta y el perro no podíacombinar muy bien su impulso con el ángulode impacto. Aunque hubiera conseguidoromperla, no habría tenido impulso suficientepara atravesarla con limpieza. Los afiladoscristales le hubieran degollado, y entonces elcoronel se hubiese quedado con un solo perro,y un perro no sería bastante, y su sistemaquebraría por alguna parte...

El perro desistió, dejando solamente en elcristal una mancha de color castaño.

A Malcolm le parecía igualmente impos-ible que el coronel rompiese la ventana. Nopodía realizar el gesto de lanzar una piedrecitacon bastante fuerza para quebrar el cristal, ymucho menos tomar impulso suficiente para

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arrojar una grande. La cerradura y la cadena leimpedían entrar por la puerta. No, no existíapara el coronel ningún camino para penetraren la casa. Seguramente se tomaría algunosdías para pensar algún medio astuto y eco-nómico. En efecto, estaba llamando al perropara que regresara a su casa. Cuando el animalllegó junto a él, se cambió una muleta e hizocuanto le fue posible para arrodillarse y acari-ciar la cabeza del perro. En esta escena habíaalgo más que cariño. El coronel, con gran tra-bajo, volvió a ponerse en pie y gritó de nuevo.El otro perro salió de la casa y ocupó, en unrincón del patio junto a la cerca, el puesto delprimero. El coronel y el perro manchado depintura regresaron al interior de la casa.

Malcolm sonrió; luego, apagó las luces,dio doble vuelta a las llaves y, atravesando elvestíbulo, entró en el dormitorio. Virginia es-taba sentada en la cama, mirando en direcciónde donde provenían los ruidos.

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-¿Qué has hecho? -preguntó.-¡Oh, cambiar un poco la situación! -re-

spondió Malcolm sonriendo-. Defender mi in-dependencia. Poner en su sitio al coronel. En-suciar un poco su limpieza... Espero haberlequitado el sueño. Total, táctica kriegie.Supongo que le gustará.

Virginia se mostró un tanto incrédula.-¿Sabes lo que te haría con sus perros si in-

tentas salir de la casa?-No pienso salir. Ni tú tampoco. Sólo

tenemos que esperar unos días.-¿Qué quieres decir? -preguntó Virginia

mirándole como si fuera él el maniático.-Pasado mañana, o tal vez el otro -explicó

Malcolm-, recibirá un pedido de la tienda queyo no he anulado. Entonces, alguien llegaráaquí con un carro cargado con toda clase deprovisiones. Me tiene sin cuidado lo agrade-cidos que estén esos tenderos al coronel.Cuando nosotros salgamos de casa, no podrá

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ordenar a sus perros que nos destrocen en me-dio del sendero, a plena luz del día y con untestigo a la vista. Así, pues, nos meteremos enel carro del almacén y, más tarde o más pronto,nos alejaremos de aquí, porque ese carro ysu conductor tienen que volver de nuevo almundo exterior.

Virginia suspiró.-Mira -dijo, con evidente control de sí

misma-, todo cuanto él tiene que hacer es envi-ar una nota con los perros. De esa forma puedeevitar que le manden el pedido.

Malcolm asintió.-¡Ajá! Así las provisiones no llegan. Y

entonces, ¿qué? ¿Intenta conseguir harina yhuevos por medio del perro? ¿Controlándoloa distancia? ¿Hará eso? Muy bien, pero nolo conseguirá fácilmente en dos o tres días.Nosotros tenemos víveres en abundancia, y élcarece de todo. A menos que intente vivir con

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el Crisco, su situación es mala. Aun así, sólotiene tres libras de eso.

Malcolm se desnudó y se deslizó entre lassábanas de la cama.

-Mañana será otro día. Que me condenesi esta noche vuelvo a preocuparme más deeste asunto. Ya he tenido que pensar bastantepara frustrar los deseos del cojo, y mañanahe de tener la mente despejada para encontrarotros puntos débiles en su defensa. Aprendímuchos trucos en las películas relacionadascon prisioneros inteligentes y guardianes em-brutecidos.

Levantó el brazo y apagó la luz de la cama.-Buenas noches, cariño -dijo.Virginia dio media vuelta en la oscuridad

y se apartó de él.-¡Oh, Dios mío! -exclamó quebrándosele

la voz.Fue mala cosa para Malcolm permanecer

allí tumbado pensando en esa especie de lim-

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itación que había en ella, en que ella no com-prendiese realmente lo que había que hacer.Por otra parte, pensó adormilado, sintiéndosemás relajado que nunca, también él tenía suspropias limitaciones. Y ella las habíaaguantado durante muchos años sin una queja.Se quedó dormido pensando agradablementeen lo que le traería el día siguiente.

Se despertó al oír un ruido bajo tierra,como si los cimientos de la casa tuvieran di-entes. Aún sumida en el sueño una buena por-ción de su cerebro, se gritó silenciosamentecon lucidez de loco: -¡Ah, claro! ¡Ha estadohaciendo un túnel! Y su mente le facilitó todoslos datos: el cuidadoso traslado de las vigassoportes de las casas derrumbadas, la disposi-ción de la arcilla excavada en los montones allado de los otros cimientos. Tal vez existieranvarios túneles que conducían a esos otros ci-mientos también, para cuando el coronel tuvi-era más inquilinos...

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En aquel momento, un rincón del dorm-itorio mostraba una amarillenta línea dentada,y la mano de Malcolm agarró la pera de la luz.Virginia se despertó sobresaltada. En el rincónhabía una trampilla; sus desiguales junturasestaban ocultas por tablas de diferentes an-churas. La trampilla se abrió dejando en liber-tad un hedor a hollín y a cuerpo humano.

Un perro saltó por la abertura y se in-trodujo en el dormitorio. Su cabeza y sucuerpo estaban manchados y se sacudió paraquitarse la tierra de sus costados. Tras él, searrastraba el coronel, desnudo, y, ayudándosecon los brazos, sacó medio cuerpo por la bocadel túnel. Su pelo estaba cubierto de sudor, yse le pegaba al cráneo. Estaba sucio de barroamarillo rojizo, y medio oculto por la oscurid-ad. Virginia se tapó la cara con las manos, mir-ando con un ojo por entre los separados dedos,y gritó a Malcolm: -¡Oh Dios mío! ¿Qué hashecho de nosotros? -No se preocupe, querida

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-dijo el coronel, dirigiéndose a ella. Luego,volviéndose a Malcolm, continuó-: ¡No megusta que abusen de mí!

Temblando de tensión mientras enarbolabaun brazo atado con cuerda, dijo tajante alperro, señalando a Malcolm: -¡Mata!...

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HENRY SLESAR - Elcandidato

(The Candidate)

«La valía de un hombre puedejuzgarse por el calibre de sus enemi-gos.»

Burton Grunzer, tras encontrar esa frase enuna biografía publicada en un libro de los lla-mados «de bolsillo», que había comprado en unquiosco de periódicos, se puso el libro sobrelas rodillas y miró pensativamente por la oscuraventanilla del tren.

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La oscuridad azogaba el cristal, no propor-cionándole otra visión que la de su propia im-agen; pero eso parecía adecuado al curso desus pensamientos.

¿Cuántas personas eran enemigas de aquelsemblante, de ojos medio cerrados por la mi-opía, que una estúpida presunción se negabaa corregirla por medio de gafas; de nariz queél titulaba para sí «patricia», y de boca agrad-able cuando estaba cerrada y dura cuando seanimaba por la palabra, la sonrisa o el frunci-miento? «¿Cuántos enemigos?», musitó Grun-zer.

Era capaz de nombrar unos pocos; deadivinar otros. Pero lo que importaba era elcalibre de ellos. Así, por ejemplo, hombrescomo Whitman Hayes eran para él adversariosde veinticuatro quilates. Grunzer sonrió,echando una mirada de soslayo al ocupante delasiento de al lado, pues no deseaba que nadieadivinase sus pensamientos secretos.

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Grunzer tenía treinta y cuatro años; Hayesera dos veces mayor que él, con los cabellosblancos, sinónimo de experiencia. Un enemigodel que se podía estar orgulloso. Hayesconocía perfectamente el negocio de la ali-mentación, lo conocía desde todos los ángu-los: durante seis años había sido descargador;durante diez, corredor, y un magnífico pres-idente de la Compañía de Alimentación dur-ante veinte años, antes que el anciano le hu-biese introducido en la organización para sent-arle a su diestra. No era fácil empalar a Hayes,y eso hacía que los pequeños pero incesantestriunfos de Grunzer fueran más agradables. Secongratulaba por ello. Había desvirtuado lasventajas de Hayes en las rebajas; había con-seguido que sus muchos años apareciesencomo equivalentes a senectud y a excesivaduración de vida. En las reuniones, había con-centrado sus objetivos sobre el nuevo super-mercado y el fenómeno suburbano para de-

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mostrar al anciano que los tiempos habíancambiado, que el pasado estaba muerto, que senecesitaban nuevas tácticas mercantiles y quesolamente un hombre joven podía llevarlas acabo...

De repente, se sintió deprimido. Su gozoal recordar sus victorias le producía mal saborde boca. Sí, había ganado algunas batallasmenores en el salón de reuniones de la com-pañía; había conseguido que la rubicunda carade Hayes enrojeciera; había observado cómola apergaminada piel del anciano se arrugabaen una mueca socarrona. Pero, ¿qué había con-seguido? Hayes parecía más seguro de símismo que nunca... El anciano estaba preven-ido ante su advertencia...

Cuando llegó a su casa, más tarde de loacostumbrado, su esposa Jean no le hizo pre-guntas. Después de ocho años de matrimonioinfecundo conocía a su marido perfectamente,y ella, con muchísima inteligencia, no le

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ofrecía más que un tranquilo saludo, una com-ida caliente y el correo diario. Grunzer miró ala ligera anuncios y circulares. Encontró unacarta sin sello. Se la guardó en el bolsillo delpantalón, reservándola para una lecturaprivada, y terminó la comida en silencio.

Después de cenar, Jean sugirió ir al cine yél accedió: le apasionaban las películas violen-tas. Pero antes de salir se encerró en el cuartode baño y abrió la carta. Su membrete decía:Sociedad para la Acción Unida. El remitente,cierta lista de correos. Leyó:

«Estimado míster Grunzer:»Nos ha sugerido su nombre un

conocido mutuo. Nuestra organizaciónrealiza una misión desacostumbradaque no podemos describir en esta carta,pero que usted puede considerarla deinusitado interés. Nos agradaría celeb-rar con usted una entrevista privada

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cuando más le conviniera. Si no hemosrecibido de usted comunicación encontra durante los próximos días, nostomaremos la libertad de llamarle a suoficina».

Estaba firmada: Cari Tucker, secretario.En una línea muy fina, al final de la página, seleía: Esta organización no es benéfica.

Su primera reacción fue defensiva. So-spechaba un ataque encubierto a suportamonedas. Su segunda reacción fue decuriosidad. Se dirigió al dormitorio y localizóla guía telefónica; pero no encontró en ellaninguna sociedad que respondiera al mem-brete de la carta.

«Muy bien, míster Tucker -pensótorcidamente-. Morderé el anzuelo.»

Al no recibir ninguna llamada telefónicadurante los tres días siguientes, aumentó sucuriosidad. Pero al llegar el viernes, olvidó la

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promesa de la carta en el revoltillo de los asun-tos de la oficina. El anciano convocó una re-unión con la división de los productos pana-deros. Grunzer se sentó frente a WhitmanHayes en la mesa de conferencia, dispuestoa encontrar errores en su exposición. Casi loconsiguió en un momento dado; pero Eck-hardt, el director de los productos de panader-ía, habló en defensa del punto de vista deHayes. Eckhardt llevaba en la compañía sola-mente un año, pero era evidente que ya habíaelegido al lado de quien situarse. Grunzer lemiró fijamente y reservó un sitio para Eck-hardt en la cámara de odios de su mente.

A las tres llamó Cari Tucker.-¿Míster Grunzer? -la voz era cordial,

hasta jovial-. Como no he tenido ninguna no-ticia de usted, supuse que no le importaría quele llamara hoy. ¿Hay alguna posibilidad de quepodamos reunirnos en alguna parte?

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-Bueno, si usted puede adelantarme algo,míster Tucker...

La risita fue sonora.-He de advertirle que no somos una organ-

ización caritativa, míster Grunzer. Se lo ad-vierto por si usted lo creyó así. Ni tampocovendemos nada. Somos, más o menos, ungrupo de servicio voluntario; en la actualidad,nuestros socios pasan del millar.

-Para decirle la verdad, nunca oí hablar deusted -gruñó Grunzer.

-No, claro que no, y ése es un voto a sufavor. Creo que lo comprenderá usted todocuando le hable de nosotros. Puedo estar en sudespacho dentro de quince minutos, a menosque usted desee que nos reunamos otro día.

Grunzer miró el calendario.-De acuerdo, míster Tucker. Es un día muy

a propósito para mí.-¡Estupendo! En seguida estoy con usted.

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Tucker llegó pronto. Cuando entró en eldespacho, los ojos de Grunzer se posaron condisgusto en la cartera que el hombre llevaba enla mano derecha. Pero se sintió mucho mejorcuando Tucker, un hombre simpático, de unossesenta años escasos y rostro pequeño y agrad-able, comenzó a hablar.

-Ha sido muy amable por su parte, místerGrunzer, concediéndome esta entrevista.Créame: no estoy aquí para hacerle un seguroni para venderle hojillas de afeitar. Aunquequisiera, no podría hacerlo; soy un corredoren la reserva. No obstante, el tema que quierodiscutir con usted es más bien... privado; portanto, tendré que pedirle a usted que, en ciertopunto, sea indulgente conmigo. ¿Puedo cerrarla puerta?

-Claro que sí -respondió Grunzer, confun-dido.

Tucker la cerró, acercó más la silla y dijo:

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-La cuestión es la siguiente: lo que he dedecir tiene que permanecer en el más estrictosecreto. Absolutamente confidencial. Si ustedtraiciona esta confidencia, si usted da publicid-ad, en la forma que sea, a los fines de nuestrasociedad, las consecuencias pueden ser de lomás desagradables. ¿Estamos de acuerdo?

Grunzer, frunciendo el ceño, asintió.-¡Magnífico!El visitante abrió la cartera y sacó un

manuscrito grapado.-La sociedad ha preparado este pequeño

esquema sobre nuestra filosofía básica, perono voy a cansarle leyéndoselo. Iré derecho almeollo del asunto. Usted puede no estar con-forme con nuestro primer principio, y a mí megustaría saberlo en seguida.

-¿Qué quiere usted indicar con «primerprincipio»?

-Pues... -Tucker se ruborizó ligeramente-,diciéndolo en forma cruda, míster Grunzer, la

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Sociedad para la Acción Unida cree que... al-gunas personas no son aptas para vivir.

Alzó los ojos rápidamente, como si estuvi-era ansioso de captar la reacción inmediata.

-Bien, ya lo he dicho -se echó a reír, concierto alivio-. Algunos de nuestros socios nocreen en mi acercamiento directo; consideranque el argumento ha de ser expuesto más dis-cretamente. Pero, con toda franqueza, yo heobtenido magníficos resultados actuando deesta forma cruda. ¿Qué piensa usted sobre loque acabo de decirle, míster Grunzer?

-No sé. Me parece que nunca he pensadomucho sobre el particular.

-¿Estuvo usted en la guerra, míster Grun-zer?

-Sí, en la Marina -contestó Grunzer aca-riciándose la barbilla-. Supongo que entoncesconsideraba que los japoneses no eran dignosde vivir. Tal vez existan otros casos. Quierodecir que creo en el castigo capital. Los asesi-

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nos, los violadores, los pervertidos, los malva-dos..., creo que no merecen vivir.

-¡Ah! -exclamó Tucker-. Entonces ustedacepta, realmente, nuestro primer principio. Escuestión de categoría, ¿verdad?

-Sí, puede considerarse así.-Bien. Ahora trataremos otra áspera

cuestión. ¿Desea usted..., personalmente...,que alguien muera? ¡Oh! No me refiero a esosdeseos casuales, imprecisos, que todo elmundo siente, sino al deseo real, profundo,claro, por la muerte de alguien que usted creaque no merece vivir... ¿Lo ha experimentadousted alguna vez?

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-Claro que sí -respondió francamenteGrunzer-. Indudablemente, lo he experimen-tado.

-En su opinión, ¿considera usted, a veces,que la salida de alguien de este mundo sería be-neficiosa?

Grunzer sonrió.-¿Cómo?... ¿Pertenece usted, acaso, a al-

guna asociación criminal, dedicada a «des-pachar» a la gente?

Tucker se rió por lo bajo.-No totalmente, míster Grunzer, no total-

mente. En nuestros métodos o procedimientosno existe ningún aspecto criminal. Absoluta-mente. Admitiré que somos «una sociedadsecreta», pero no La Mano Negra. Se asom-braría usted de la calidad de nuestros asociados,que incluye hasta miembros de la profesión leg-al. ¿Quiere usted que le explique cómo empezóa funcionar la sociedad?

Grunzer asintió.

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-Empezó con dos hombres. No puedo rev-elarle sus nombres. Fue en el año milnovecientos cuarenta y nueve, y uno de esoshombres era abogado adscrito al bufete deljuez del distrito. El otro era un psiquiatra delEstado. Ambos estuvieron envueltos en un jui-cio más bien sensacionalista, entablado contraun hombre acusado de un repugnante delitocontra dos jovenzuelos. En opinión de ellos,el hombre era incuestionablemente culpable;pero un defensor desacostumbradamente per-suasivo y un jurado altamente sugestionablele concedieron la libertad. Cuando se leyó lasentencia, el inconcebible veredicto, aquellosdos hombres, que eran tan amigos como cole-gas, se enfurecieron. Se dieron cuenta delgrandísimo error que se había cometido, y queestaban imposibilitados para corregirlo...

Hizo una pausa.-Le explicaré algo respecto a ese psiqui-

atra. Durante algunos años hizo estudios en un

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campo que podría llamársele «psiquiatría an-tropológica», una de esas investigaciones rela-cionadas con la práctica Vudú de ciertosgrupos, en particular el haitiano. Seguramentehabrá usted oído hablar mucho de Vudú o deObeah, como se le llama en Jamaica; pero nome ocuparé del tema, a fin de que no crea us-ted que nosotros llevamos a cabo ritos salvajeso clavamos alfileres en los muñecos... No ob-stante, el hecho principal de su estudio fue eléxito misterioso de ciertas prácticas extrañas.Naturalmente, como científico, rechazó la ex-plicación sobrenatural y creyó en la racional.Y, por supuesto, ésa era la única respuesta.Cuando el sacerdote Vodum decretaba el cas-tigo o la muerte de un malhechor, eran laspropias convicciones de éste referentes a laeficacia del deseo-muerte, su propia fe en elpoder Vudú, lo que convertía finalmente eldeseo en verdad. Algunas veces, el proceso eraorgánico: su cuerpo reaccionaba psicosomát-

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icamente al castigo Vudú, enfermando ymuriendo. Otras veces, moriría por «acci-dente»... accidente provocado por la secretacreencia de que, una vez castigado, debíamorir. Atemorizado, ¿no es cierto?

-Indudablemente -respondió Gruzner, conlos labios secos.

-De todas formas, nuestro amigo el psiqui-atra comenzó preguntándose en voz alta si al-gunos de nosotros habríamos avanzado tantoa lo largo del sendero civilizado que nopodríamos estar expuestos a esta misma clasede castigo «sugerido». .Propuso que experi-mentaran sobre este tema elegido, para ver quépasaba.

Hizo una pausa.-Lo que hicieron fue muy sencillo -

continuó-. Fueron a ver a ese hombre y leanunciaron sus intenciones. Le dijeron queiban a desearle la muerte. Le explicaron cómoy por qué el deseo se convertiría en realidad,

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y mientras él se reía de su propuesta, obser-varon cómo cruzaba por su rostro una miradade supersticioso temor. Le prometieron que to-dos los días, con regularidad, le desearían lamuerte, hasta que ya no pudiese detener elmístico y cruel sacrificio que convertiría taldeseo en realidad.

De pronto, Grunzer se estremeció y apretólos puños.

-Eso es una tontería -dijo suavemente.-El hombre murió de un ataque al corazón

dos meses después.-Por supuesto. Sabía que usted diría eso.

Pero es pura coincidencia.-Naturalmente. Y nuestros amigos, mien-

tras investigaban, no se sentían satisfechos.Así, pues, decidieron intentarlo otra vez.

-¿Otra vez?-Sí, otra vez. No le diré quién fue la víc-

tima; pero sí que esta vez solicitaron la ayudade cuatro socios. Este grupito de «adelanta-

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dos» fue el núcleo de la sociedad que yo rep-resento hoy.

Grunzer movió la cabeza.-¿Y me ha dicho usted que ahora hay mil?-Sí, mil o más, por todo el país. Una so-

ciedad cuya única función es desear que lagente muera. Al principio, los socios eranpuramente voluntarios; pero ahora tenemos unsistema. Cada nuevo miembro de la Sociedadpara la Acción Unida ingresa con la condiciónde suministrar una víctima en potencia. Natur-almente, la sociedad investiga para determin-ar si la víctima es merecedora de su muerte. Siel caso es aceptable, entonces la totalidad delos socios se dedican a desearle la muerte. Unavez cumplida la tarea, el nuevo socio, como eslógico, deberá tomar parte en toda futura ac-ción concertada. Eso... y una módica anualid-ad es lo que se exige a los socios.

Cari Tucker sonrió.

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-En el caso de que usted considere que yono hablo en serio, míster Grunzer...

De nuevo manipuló en la cartera, parasacar esta vez un grueso volumen de direc-ciones telefónicas.

-Aquí están las pruebas: doscientasveintinueve víctimas fueron señaladas pornuestra comisión de selección. De ellas, cientocuatro no viven ya. ¿Coincidencia, místerGrunzer?... Si existe un resto de ciento veinti-cinco..., eso indica que nuestro método acasono sea infalible. Somos los primeros en ad-mitirlo. Pero durante este tiempo, se hanpuesto en práctica nuevas técnicas. Yo le ase-guro a usted, míster Grunzer, que los matare-mos a todos.

Hojeó el libro azul.-Todos nuestros miembros están registra-

dos en este libro, míster Grunzer. Daré a ustedopción para que telefonee a uno, a diez, a

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ciento de ellos. Llámelos... y vea si le digo laverdad.

Echó el manuscrito sobre la mesa de Grun-zer. Cayó sobre la carpeta con ruido seco.Grunzer lo cogió.

-¿Bien? -preguntó Tucker-. ¿Quierellamarlos?

-No -respondió mordiéndose los labios-.Quiero creer en su palabra, míster Tucker. Esincreíble, pero me doy cuenta de cómo actúan.Con sólo saber que mil personas le están de-seando a uno la muerte es suficiente para lar-garse al infierno -sus ojos se estrecharon-,Pero existe una cuestión. Habló usted de una«pequeña» anualidad...

-Cincuenta dólares, míster Grunzer.-¿Cincuenta?... ¡Hum! ¡Cincuenta veces

mil... hacen una buena cantidad de dinero!,¿no le parece?

-Le aseguro a usted que la organizaciónno se ha constituido para obtener beneficios.

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Por lo menos, no la clase de beneficios queusted supone. Los ingresos sirven solamentepara cubrir gastos: el trabajo de la comisión,la investigación y cosas por el estilo. Segura-mente comprenderá usted esto, ¿verdad?

-Así lo supongo -gruñó.-Entonces, ¿lo encuentra usted interes-

ante?Grunzer giró el sillón hasta colocarse de

cara a la ventana.«¡Dios! -pensó-. ¡Dios! ¡Si fuera

cierto!...»Pero ¿cómo? Si el deseo matara, él habría

matado a docenas de personas en su vida. Sí,eso era diferente. Sus deseos eran siempresecretos, ocultos donde nadie podía conocer-los. Pero ese método era diferente, máspráctico, más terrorífico. Sí, podía darsecuenta de cómo actuaban. Podía visualizarmiles de mentes ardiendo con el único deseode la muerte; ver a la víctima debatiéndose, al

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principio, presa del desasosiego, y luego, su-cumbiendo lentamente, gradualmente, segura-mente, a la cadena de terror que la ahogaba,que la oprimía... El trabajo era eficaz... Tantospensamientos mortales podían emitir, real-mente, un rayo místico y malvado que destruy-era la vida.

De repente como si ante él surgiera unfantasma, vio la rubicunda cara de WhitmanHayes.

Se volvió de nuevo y dijo:-La víctima, por supuesto, tiene que saber

todo esto; tiene que saber que existe la so-ciedad, que ha tenido éxitos y que está de-seando su muerte, ¿verdad? ¿Es esencial eso?

-Absolutamente esencial -respondió Tuck-er, guardando el manuscrito en la cartera-. Us-ted ha tocado el punto vital, míster Grunzer.Hay que informar a la víctima, y eso es precis-amente lo que he hecho.

Y añadió, después de mirar su reloj:

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-Así pues, su deseo de morir empezarápara usted hoy al mediodía. La sociedad haempezado a trabajar ya. Lo lamentomuchísimo.

Ya en el umbral de la puerta, se volvió yalzó el sombrero y la cartera en un saludo dedespedida. -Adiós, míster Grunzer -dijo.

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JOHN WYNDHAM - Elmisterio de lasprofundidades

(Out of the Deeps)

FASE 1

Yo soy un testigo digno de crédito; usted esun testigo digno de crédito; prácticamente, to-

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dos los hijos de Dios somos, según estimaciónpropia, testigos dignos de crédito..., lo cual dalugar a que, de un mismo asunto, se tenganversiones e ideas muy diferentes. Casi las ún-icas personas que yo conozco que estabancompletamente de acuerdo en todos los puntossobre lo que vieron la noche del 15 de julioeran Phyllis y yo. Pero, como daba la casu-alidad de que Phyllis era mi esposa, la gentedecía -a espaldas nuestras, naturalmente- queyo la había «convencido a pesar suyo», ideaque sólo podía ocurrírsele al que no conocieraa Phyllis.

La hora era las once y cuarto de la noche;el lugar, latitud treinta y cinco, unosveinticuatro grados al oeste de Greenwich; elbarco, el Guinevere; la ocasión, nuestra lunade miel. Sobre estos datos no existe discusiónposible. El crucero nos había llevado aMadeira, las Canarias, las islas de Cabo Verde,y había vuelto hacia el norte para enseñarnos

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las Azores en nuestro viaje de regreso a casa.Nosotros, Phyllis y yo, paseábamos por cu-bierta, tomando el aire. Del salón llegabanhasta nosotros la música y el jaleo del baile, yel crooner aullaba por alguien. El mar se ex-tendía ante nosotros como una llanura plateadaa la luz de la luna. El barco navegaba tansuavemente como si lo hiciera por un río.Nosotros contemplábamos en silencio la in-mensidad del mar y del cielo. A espaldasnuestras, el crooner continuaba berreando.

-Estoy tan contenta que no siento como él;debe de ser devastador -dijo Phyllis-. ¿Por quéla gente, cuando forma masa, produce estosaterradores sollozos?

Yo no tenía respuesta preparada para eso,y ya había conseguido encontrar una apropósito cuando la atención de Phyllis quedócaptada de repente por otra cosa.

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-Marte parece enfadado esta noche, ¿no tehas dado cuenta? Espero que eso no sea de malagüero -dijo.

Miré hacia donde ella señalaba; un puntorojo entre miríadas de puntos blancos, y ex-perimenté cierta sorpresa. Por supuesto, Martesiempre está rojo, pero yo nunca lo había vistotanto como aquella noche... aunque tampocolas estrellas, vistas desde casa, eran tan bril-lantes como lo eran aquí. Bueno, acaso en lostrópicos fuera así.

-Sí, está un poco encendido -convine conella.

Por unos instantes contemplamos el discorojo. Luego, Phyllis dijo:

-Tiene gracia. Produce la impresión de quese va haciendo más grande.

Expliqué que eso era una alucinación pro-ducida por mirar fijamente. Continuamos mir-ando, e indiscutiblemente iba aumentando detamaño. Además:

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-Hay otro. No pueden ser dos Marte -dijoPhyllis.

Y no cabía duda de que era así. Un puntorojo más pequeño, un poco más arriba y a laderecha del primero. Ella añadió:

-Y otro. A la izquierda... ¿Lo ves?También tenía razón en eso, y esta vez el

primero brillaba como la cosa más notable ydestacada del cielo.

-Debe de tratarse de un vuelo de avionesde cierta clase, y lo que estamos viendo es unanube de vapor luminoso -sugerí.

Observamos que los tres puntos se hacían,poco a poco, más brillantes y descencían porel cielo hasta situarse a poca distancia por en-cima de la línea del horizonte, reflejando enel agua un reguero rojizo que se dirigía hacianosotros.

-Ahora, cinco -dijo Phyllis.Desde aquel momento nos han pedido a

nosotros dos que los describiéramos; pero

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acaso no estábamos dotados de una vista ad-ecuada para los detalles, como algunas otraspersonas. Lo que nosotros dijimos en su mo-mento, y lo que aún decimos, es que en aquellaocasión no existía un verdadero modelo vis-ible. El centro era de color rojo fuerte, y la es-pecie de pelusa que le rodeaba era menos roja.La mejor sugerencia que puedo hacer es quese trataba de una luz roja muy brillante, vistaa través de una espesa niebla, que la rodeabacomo un fuerte halo. Ésta es la mejor descrip-ción que puedo hacerles.

Otras personas paseaban por cubierta, y,honradamente, acaso debería mencionar queellas parecieron ver aquellas luces con formade cigarros, de cilindros, de discos y deovoides, e, inevitablemente, de platillos.Nosotros, no. Lo que es más: nosotros no vi-mos ocho, ni nueve ni una docena. Vimoscinco.

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El halo podía ser o no podía ser debido alchorro de un avión a propulsión; pero no in-dicaba ninguna gran rapidez. Las cosas crecíande tamaño muy lentamente a medida que seacercaban. Hubo tiempo suficiente para que lagente regresara al salón y avisara a sus ami-gos para que las vieran; de ese modo, se formóun grupo de pasajeros a lo largo de la cubierta,mirándolas y haciendo conjeturas.

Por no tener escala a mano, no podíamosjuzgar sobre el tamaño ni sobre la distancia aque se encontraban. De todo lo que podíamosestar seguros era de que descendían con granparsimonia, como si no tuvieran prisa.

Cuando el primero de ellos tocó el agua,se produjo una especie de surtidor que se abrióen forma de pluma sonrosada. Luego, rápida-mente, surgió otro chorro más bajo, pero másancho, que había perdido el matiz sonrosado,y era simplemente una nube blanca a la luz dela luna. Empezaba a esfumarse cuando el ruido

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que producía nos llegó como un silbido seco.El agua que rodeaba el sitio burbujeó, hirvióy espumeó. Cuando el vapor de humo desa-pareció, nada quedaba por ver allí, exceptouna mancha de turbulencia que se iba amorti-guando paulatinamente.

Entonces, el segundo de ellos se introdujoen el mar, de la misma forma que el anterior ycasi en el mismo sitio. Uno tras otro, los cincose sumergieron en el agua con gran expansiónde líquido y silbido de vapor. Luego este vaporde humo aclaró, dejando ver solamente unoscuantos parches contiguos de agua perturbada.

A bordo del Guinevere sonaron las cam-panas y cambió la pulsación de las máquinas.Empezamos a cambiar de ruta. La tripulaciónse dispuso a tripular los botes; los hombres seprepararon a arrojar los salvavidas...

Cuatro veces recorrimos lentamente elárea, buscando. No había rastro de nada. El

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agua se extendía en torno nuestro, a la luz dela luna, tranquila, vacía, imperturbable—

A la mañana siguiente envié mi tarjeta alcapitán. Por aquellas fechas yo tenía mi tra-bajo pendiente con la E.B.C., y le expliquéque, seguramente, estarían dispuestos a ad-mitir un relato mío sobre los sucesos de lanoche anterior.

Me dio la respuesta corriente:-¿Querrá usted decir con la B.B.C.?La E.B.C. era, por entonces, una emisora

recién inaugurada. La gente, acostumbradadesde hacía muchísimo tiempo al monopolioque la B.B.C. ejercía sobre el espaciobritánico, encontraba aún dificultad en acos-tumbrarse a la idea de un servicio de radiocompetitivo. La vida hubiera sido mucho mássencilla también si alguien no hubiese tenidola idea, en los primeros momentos de laemisora, de titularla, contra viento y marea, laEnglish Broadcas-ting Company. Fue una de

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esas tonterías que nos creó dificultades a me-dida que pasaba el tiempo y que nos llevaba adar explicaciones como la que di entonces:

-La B.B.C., no; la E.B.C. La nuestra es unaemisora de radio comercial, la más amplia deInglaterra..., etcétera.

Y cuando ya hube aclarado eso, añadí:-Nuestro servicio de noticias exige ex-

actitud, y como cada pasajero tiene su propiaversión de este hecho, espero que usted accedaa que le exponga la mía, accediendo usted, asu vez, a exponerme la suya, que será la ofi-cial.

Asintió, aprobando mi punto de vista.-Adelante. Explíqueme su versión -me in-

vitó.Cuando acabé, me enseñó la anotación que

había hecho de su puño y letra en el diariode a bordo. Sustancialmente, coincidíamos encasi todo, en el hecho de que eran cinco yen la imposibilidad de atribuirle una forma

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determinada. Sus indicaciones sobre la rap-idez, el tamaño y la posición de los objetoseran, lógicamente, de tipo técnico. Observéque habían sido registrados en las pantallas delradar, y que se tenía la pretensión de que eranaviones de tipo y modelo desconocidos.

-¿Cuál es su opinión particular? -lepregunté-. ¿Ha visto usted algo semejante aeso en anteriores ocasiones?

-No, nunca -respondió.Pero pareció dudar.-¿Por qué duda? -pregunté.-Bueno, es que no hubo informe -dijo-. He

oído hablar de dos casos, casi semejantes, elaño pasado. Una vez fueron tres objetos, dur-ante la noche; otra media docena, durante eldía..., y ambos casos parecían ser lo mismo:una especie de pelusa azulada. Además, fue enel Pacífico, no por esta parte.

-¿Por qué no hubo «informe»? -pregunté.

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-En ambos casos, sólo hubo dos o trestestigos... y a ningún marino le agrada crearsecierta reputación por ver «cosas», ¿compren-de? Las leyendas circulan solamente entre laprofesión, por decirlo así. Entre nosotros nosomos tan escépticos como los hombres detierra: de cuando en cuando suceden cosas ex-trañas en el mar.

-¿No puede usted sugerir una explicaciónque yo pueda citar?

-En el campo profesional, prefiero nodarla. Sólo me atengo a mi informe oficial.Claro que, esta vez, el informe tiene que serdiferente. Tenemos un par de cientos de testi-gos... o más.

-¿Considera usted que vale la pena intentaruna investigación? Tiene usted el sitiopespunteado.

Movió la cabeza.-Hay mucha profundidad allí..., más de

cinco mil metros. Es demasiada profundidad.

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-¿Tampoco hubo en los otros casos rastroalguno de naufragio?

-No. Eso hubiera sido una prueba para ll-evar a cabo una investigación. Pero no hubopruebas.

Hablamos un poco más, pero no pude ob-tener de él ninguna teoría. Así, pues, me fui aescribir mi relato. Más adelante, cuando lleguéa Londres, grabé un disco para la E.B.C. Seradió aquella misma noche como relleno, sólocomo una curiosidad que hizo fruncir las cejasa unos cuantos nada más.

Por tanto, fue una casualidad que yofigurase como testigo en esa primitiva etapa...,casi el principio, porque no fui capaz de en-contrar ninguna referencia a fenómenos idénti-cos anteriores a los que me refirió el capitán.Aun ahora, años más tarde, aunque estoybastante seguro de que aquello fue el princi-pio, no puedo ofrecer pruebas de que no fueraun fenómeno aparte. Prefiero no pensar de-

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masiado intensamente en cuál pueda ser el fi-nal que seguirá, con el tiempo, a este principio.También preferiría no pensar constantementeen el hecho en sí, aunque los pensamientos es-tuvieron siempre bajo mi control.

Empezó de forma tan confusa... Hubierasido más evidente, y aun así es difícil ver quése hubiera podido hacer eficazmente, aunquehubiéramos reconocido el peligro. El re-conocimiento y la prevención no van necesari-amente cogidos de la mano. Nosotros re-conocimos bastante rápidamente los peligrospotenciales de fisura atómica...; sin embargo,no podíamos hacer mucho respecto a ellos.

Si hubiéramos atacado inmediatamente...,tal vez. Pero hasta que quedó perfectamenteestablecido el peligro, no teníamos idea de quefuéramos a ser atacados, y entonces ya era de-masiado tarde.

Sin embargo, no hay por qué pregonarnuestra negligencia. Mi propósito consiste en

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hacer un sucinto relato, tan exacto como mesea posible, de cómo surgió la situaciónpresente, y, para empezar, diré que surgió demala manera...

A su debido tiempo, el Guinevere atracóen Southampton sin que volviera a amenazarleningún otro fenómeno curioso. No esper-ábamos ninguno más, pero el hecho había sidomemorable. En efecto, tan bueno casi comopara estar en condiciones de decir en algunaremota ocasión futura: «Cuando tu abuela y yohacíamos nuestro viaje de luna de miel, vimosuna serpiente de mar».

Aunque no fuera eso exactamente.Sin embargo, fue una maravillosa luna de

miel. Nunca esperé otra mejor. Y Phyllis dijoalgo al respecto mientras paseábamos por cu-bierta, observando el bullicio de abajo.

-Excepto -añadió- que no veo por qué nola íbamos a tener tan buena...

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Así, pues, desembarcamos, pensando ennuestro nuevo hogar en Chelsea, y yo volví ala E.B.C. el lunes siguiente por la mañana paradescubrir que, in absentia, me habían rebau-tizado con el sobrenombre de Fireball Wat-son. Esto fue debido a la correspondencia. Mela entregaron en un gran paquete, diciéndomeque «puesto que yo lo había inspirado, seríamejor que hiciera algo». Una carta, refirién-dose a un reciente experimento en las islasFilipinas, me confirmó lo que había contado elcapitán del Guinevere. Algunas otras merecíantenerlas en cuenta también..., especialmenteuna que me invitaba a reunirme con su re-dactor en La Pluma de Oro, donde siempre esbuena ocasión para comer.

Acudí a esa cita una semana más tarde.Resultó que mi anfitrión era un hombre dos otres años mayor que yo, quien pidió cuatro co-pas de Tío Pepe, declarándome después queel nombre con el que me había escrito no era

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el suyo, sino que él era teniente aviador de laR.A.F.

-Como se dará cuenta, fue un pequeñotruco -confesó-. Por el momento, me consid-eran como un individuo que ha sufrido unaalucinación; pero si se presentan pruebas sufi-cientes para demostrar que no fue así, entonceses casi seguro que lo conviertan en secreto ofi-cial. Delicado, ¿verdad?

Convine que así debía ser.-Sin embargo -continuó-, el asunto me pre-

ocupa, y si usted ha recogido pruebas, megustaría conocerlas..., aunque tal vez no hagauso directo de ellas. Lo que quiero indicar esque no deseo estar en boca de nadie.

Asentí comprensivo. Y él continuó:-Ocurrió hace tres meses. Realizaba uno de

mis vuelos de reconocimiento a unos cuatro-cientos kilómetros, aproximadamente, al estede Formosa...

-No sabía que nosotros... -empecé a decir.

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-Hay innumerables cosas que no se dana la publicidad, aunque no son estrictamentesecretas -respondió-. Como le decía, yo estabaallí. El radar recogió esas «cosas» cuando yoaún no las veía, porque estaban detrás de mí,pero se acercaban a gran velocidad, pro-cedentes del oeste-

Había decidido investigar, y ascendió parainterceptarlas. El radar continuaba señalando alos aviones, exactamente detrás y encima deél. Intentó comunicar, pero le fue imposibleponerse en contacto con ellos. En aquel mo-mento, consiguió ver el techo de las naves, se-mejantes a tres manchas rojas, completamentebrillantes, aun a la luz del día; pero iban auna velocidad fantástica, mucho mayor que lade él, y eso que su avión marchaba a másde quinientos kilómetros por hora. Intentó denuevo comunicarse con ellos por radio, perosin éxito. Ellos le adelantaron, siempre por en-cima de él.

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-Bueno -dijo-, yo me hallaba allí en misiónde reconocimiento. Comuniqué, por tanto, ala base que se trataba de aviones de modelodesconocido, completamente desconocido...,si es que eran aviones..., y, como no queríanentablar conversación conmigo, propuse ata-carlos. O hacía eso o los dejaba marchar..., yen este caso, ¿para qué estaba allí en vuelode reconocimiento? La base estuvo de acuerdoconmigo, recomendándome cautela...

Hizo una pausa.-Lo intenté una vez más, pero maldito el

caso que hicieron de mí y de mis señales. Ya medida que se iban acercando, más dudabayo de que fueran aviones. Eran, exactamente,lo que usted indicó por la radio: una pelusasonrosada, cuyo centro era inten-samente rojo.Podrían haber sido, según mi opinión partic-ular, soles rojos. De cualquier forma, cuantomás los observaba, menos me agradaban; así,pues, preparé las ametralladoras controladas

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por radar y dejé que me adelantaran... Cuandopasaron por mi lado, reconocí que debían deser setecientos o más. Algunos segundos des-pués, el radar captó los primeros, y lasametralladoras funcionaron... No hubo dila-ción ninguna. La cosa pareció estallar encuanto las ametralladoras dispararon. ¡Y es-tallaron, muchacho! De pronto, se hincharoninmensamente, transformándose de rojo enrosa, de rosa en blanco, pero conservando al-gunos puntos rojos en diversos sitios. Luego,mi avión se vio envuelto en medio de la con-fusión y, acaso, tropezara con alguno de losrestos. Durante algunos segundos me con-sideré perdido, y, probablemente, tuve muchasuerte, porque cuando conseguí recuperar elcontrol me di cuenta de que descendía a granvelocidad. Algo se había llevado las trescuartas partes de mi ala derecha y manchadoel extremo de la otra. Así, pues, consideré quehabía llegado el momento de utilizar el

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propulsor, que funcionó con gran sorpresamía.

Hizo una pausa para reflexionar. Luegoañadió:

-No sé qué más decirle a usted sobre estoque sirviera de confirmación; pero hay otrospuntos. Uno, que son capaces de volar a unavelocidad inconcebible para nosotros; otro,que, sean quienes fueren, son altamente vul-nerables.

Otra cosa que deduje de la informaciónque él me proporcionó, y que tenía gran im-portancia, fue que no se desintegraron en sec-ciones, sino que estallaron completamente. Yeso era algo que había que tener en cuenta.

Durante las semanas que siguieron recibívarias cartas, sin que añadieran nada al asunto;pero, luego, el caso empezó a tomar una im-portancia que me recordó la del monstruo deLoch Ness. Todo vino a parar a mí, porque laE.B.C. consideró que el caso de las bolas ro-

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jas me correspondía por derecho propio. Vari-os observadores se confesaron extrañados porhaber visto pequeños cuerpos rojizos cruzandoa gran rapidez; pero en sus informes eran ex-traordinariamente cautos. En realidad, ningúnperiódico le daba publicidad; porque, segúnopinión editorial, aquélla tenía demasiada se-mejanza con el caso de los platillos volantes,y los lectores preferían otras novedades mássensacionales. Sin embargo, las reseñas fueronacumulándose breve y lentamente..., aunquetardaron casi dos años en que adquirieran unapublicidad seria y atrajeran la atención de lagente.

Esta vez fue un vuelo de trece. Una es-tación de radar, en el norte de Finlandia, locaptó primero, estimando su velocidad en unosdos mil quinientos kilómetros a la hora, yseñalando que seguían dirección suroeste. Alpasar la información, describieron los objetossimplemente como «aviones no identifica-

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dos». Los suecos los captaron cuando cruzaronsu territorio, consiguiendo situarlos visual-mente y describiéndolos como puntitos rojos.Noruega lo confirmó; pero consideró su ve-locidad por debajo de los dos mil doscientoskilómetros a la hora, aunque visibles a simplevista. Dos estaciones de Irlanda informaron supaso por encima de ellas, en dirección oeste-sudoeste. La más meridional de las dos esta-ciones dio su velocidad máxima en mil quini-entos kilómetros por hora, advirtiendo queeran «perfectamente visibles». Un barco, situ-ado a sesenta y cinco grados al norte, dio unadescripción que coincidía exactamente con lasprimeras bolas de fuego, calculando que su ve-locidad era de casi mil kilómetros por hora. Nofueron vistos por nadie más.

A partir de eso, hubo un rápido aumentode observaciones de bolas de fuego. Los in-formes llegaban de todas partes con tal abund-ancia que se necesitaba una gran imaginación

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para separar lo que valía de lo que no valía,aunque me di cuenta de que, entre ellos, habíaalgunos que hacían referencia a bolas de fuegoque descendían y penetraban en el mar exacta-mente igual que las observadas por mí... Claroque no podía estar seguro de que tales inform-aciones no tuvieran su origen en el relato quehiciera yo por la radio. Todo aquello olía afantasía y no me enseñó nada. No obstante,me chocó un punto negativo: ni un solo obser-vador decía haber visto una bola de fuego caeren tierra. Subordinado a eso, ninguna de esascaídas se habían observado desde la costa: to-das, desde barcos o desde aviones que volabansobre el mar.

Los informes sobre estas observacionescayeron sobre mí durante un par de semanasen cantidades más o menos abundantes. Losescépticos comenzaron a disminuir; solamentelos más obstinados sostenían aún que setrataba de alucinaciones. Sin embargo, tales

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informes no nos enseñaron más de lo que yasabíamos. No había nada preciso. Frecuente-mente, cuando se posee un arma, las cosas seven desde un ángulo más consistente. Y esofue lo que ocurrió a un conglomerado de bolasde fuego que arremetió contra un individuoque tenía un arma... literalmente hablando.

En este caso concreto, el individuo era unbarco correo: el

U.S.S. Tuskegee. Recibió el mensaje,desde Curaçao, de que una escuadrilla de ochobolas de fuego se dirigía directamente haciaél, en el momento que zarpaba de San Juan dePuerto Rico. El capitán abrigó la ligera esper-anza de que violaran el territorio, e hizo suspreparativos. Las bolas de fuego, fieles a susímbolo, proseguían su carrera en una mortallínea recta que las llevaría a cruzar por encimade la isla, y casi por encima del propio barco.El capitán observaba con gran satisfacción enel radar cómo se acercaban. Esperó hasta que

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fue indiscutible la violación técnica. Entoncesdio orden de disparar seis missiles dirigidoscon tres segundos de intervalo, y subió a cu-bierta para observar el oscurecido cielo.

Con sus gemelos vio cambiar seis de lasbolas rojas, al estallar una tras otra, en grandeshumaredas blancas.

-Bueno, ésas ya tienen lo suyo -exclamó,complacido-. Ahora será muy interesante verquiénes protestan -añadió, mientras contem-plaba cómo desaparecían hacia el norte las dosbolas de fuego que habían quedado.

Pero pasaron los días y no protestó nadie.Ni tampoco disminuyó el número de informessobre las bolas de fuego.

Para muchas personas, aquella política desilencio indicaba sólo un camino, y comenza-ron a considerar la responsabilidad tan buenacomo justificada.

En el transcurso de la semana siguientedos bolas de fuego más, que tuvieron la poca

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cautela de pasar los límites de la estación ex-perimental de Woomera, pagaron su temerid-ad, y otras tres fueron estalladas por un barcoen las afueras de Kodiak, después de volarsobre Alaska.

Washington, en una nota de protesta a Mo-scú, en la que insistía sobre las repetidas vi-olaciones de su territorio, terminaba por obser-var que, en los varios casos en que se habían ll-evado a cabo acciones radicales, lamentaba eldolor que hubiesen causado a los familiares delos tripulantes de las aeronaves, pero que la re-sponsabilidad era, no de los que pilotaban di-chas aeronaves, sino de quienes los enviabancon órdenes que violaban los acuerdos inter-nacionales.

El Kremlin, tras unos cuantas días degestión, rechazó la protesta, diciendo que nose sentían impresionados por las tácticas de at-ribuir a otros los propios crímenes de uno, yaprovechaba la ocasión para señalar que sus

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propias armas, recientemente descubiertas porlos científicos rusos para garantizar la paz,habían destruido ya más de veinte de esas aer-onaves sobre territorio soviético y que, sin va-cilación alguna, concederían el mismotratamiento a cualesquiera que fuera detectadaen su misión de espionaje...

Así, pues, la situación no se resolvió. Elmundo no ruso estaba dividido en dos partes:los que creían todo cuanto afirmaban los so-viéticos y los que no creían nada en absoluto.Para los primeros, no existía problema alguno:su fe era inquebrantable. Para los segundos, lainterpretación era menos fácil. Así, por ejem-plo, ¿había que deducir de aquello que todoera mentira?... ¿O bien que cuando los rusosadmitían haber destruido veinte bolas de fuegono habían hecho estallar, en realidad, más quecinco o seis?

Una situación violenta, constantementepunteada por cambios de notas, se alargó dur-

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ante meses. Indudablemente, las bolas defuego fueron más numerosas de las que se vi-eron; pero, ¿cuántas fueron? ¿Cuánto más nu-merosas? ¿Cuánto más activas? Era muy difí-cil determinarlo. En varias partes del mundose destruyeron, de cuando en cuando, algunasbolas de fuego más, y también, de vez en vez,se anunciaría el número de bolas de fuego cap-italistas destruidas sobre territorio soviético,señalando las penas que sufrirían aquellos queordenaban realizar espionaje sobre el territoriode la única verdadera Democracia del Pueblo.

El interés del público debía concentrarseen conservar la vida; y, como menguadanovedad, se estableció una era de insistentesexplicaciones.

Sin embargo, en el Almirantazgo y en loscuarteles generales de las Fuerzas Aéreas dis-tribuidos por todo el mundo, las notas y losinformes llegaban juntos. Las rutas se fueron

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dibujando sobre los mapas. Gradualmente em-pezó a surgir el diseño de algo.

En la E.B.C. yo era considerado como lapersona más idónea en todo cuanto se rela-cionaba con las bolas de fuego, y aunque elasunto estuviera, por el momento, en puntomuerto, yo conservaba mis archivos al día porsi el caso revivía. Mientras tanto, contribuí enpequeña escala a realizar el cuadro mayor, quepasé a las autoridades, valiéndome de todoslos retazos de información que consideré quepodían interesarles.

Cierto día me encontré con que había sidoinvitado por el Almirantazgo para mostrarmealgunos de los resultados.

Fue el capitán Winters quien me recibió,explicándome que, aunque lo que iban a en-señarme no constituía exactamente un secretooficial, prefirirían que no hiciera uso públicode ello. Cuando acepté tal condición, empezóa enseñarme mapas y cartas marinas.

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El primero fue un mapa mundial cruzadode finas líneas, todas numeradas y fechadascon números diminutos. La primera ojeada meprodujo la impresión de que una araña habíahilado su tela sobre el mapa; en varios lugareshabía racimos de puntitos rojos, que se seme-jaban mucho a las arañas que la habían hilado.

El capitán Winters cogió una magníficalupa y la dirigió sobre la región sureste de lasAzores.

-Aquí está su primera contribución -medijo.

Mirando a través de la lupa, distinguíentonces un punto rojo marcado con el número5, y la fecha y la hora en que Phyllis y yopaseábamos por la cubierta del Guinevere yobservamos las bolas de fuego desvanecerseen el mar. Había otros muchos puntitos rojosen aquella área, todos rotulados: la mayoría deellos dirigidos hacia el nordeste.

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-¿Cada uno de estos puntitos indica el des-censo de una bola de fuego? -pregunté.

-De una o de más -me respondió-. Porsupuesto, las líneas se refieren únicamente aaquellas de las que poseemos información su-ficiente para determinar la ruta. ¿Qué piensausted de esto?

-Bueno -dije-, mi primera reacción ha sidodarme cuenta de que existe un número consid-erablemente superior del que yo me imagin-aba. La segunda ha sido preguntarme por quédemonios estarían agrupadas en sitios, comoasí se indica aquí.

-¡Ah! -respondió-. Sepárese del mapa unpoco. Estreche los ojos y capte una impresiónde luz y de forma.

Así lo hice, dándome cuenta de lo quequería decir.

-Áreas de concentración -dije.-Cinco áreas principales, y otras de menor

importancia. Un área densa al sudoeste de

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Cuba; otra, a mil kilómetros aproximadamenteal sur de las islas de los Cocos; fuerte con-centración en las afueras de Filipinas, Japón ylas Aleutianas. No pretenderé que las propor-ciones de densidad sean las mismas... En real-idad, estoy casi seguro de que no lo son. Así,por ejemplo, puede usted ver un número derutas que convergen hacia un área al nordestede las Falkland, pero allí sólo hay tres puntitosrojos. Es muy verosímil que eso signifique sol-amente que hay allí unas cuantas personas ca-pacitadas para observarlas. ¿Nada le choca austed?

Moví la cabeza, al no comprender quéquería decir. Sacó una carta barométrica y laextendió al lado del primer mapa. Miré.

-¿Todas las concentraciones se producenen áreas de aguas profundas? -sugerí.

-Exactamente. No existen muchos in-formes de descensos en lugares donde lasaguas tienen menos de seis mil seiscientos

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metros, y ninguna en absoluto donde tienenmenos de tres mil.

Medité sobre eso, sin que me llevara a nin-guna conclusión.

-Bueno..., ¿y qué? -inquirí.-Justamente -respondió-. ¿Y qué?Durante un rato meditamos sobre la pro-

posición.-Todas descienden -observé-. No hay

ningún informe sobre ascensión...Sacó mapas a gran escala de varias áreas

principales. Después de estudiarlos un rato,pregunté:

-¿Tiene usted alguna idea de lo que signi-fica todo esto... o no quiere decírmelo, aunquela tenga?

-Sobre la primera parte de su pregunta, hede decirle que solamente tenemos un númerode teorías, todas poco satisfactorias por una uotra razón; así, pues, la segunda parte no tienecontestación.

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-¿Qué me dice sobre los rusos?-No hay nada que hacer con ellos. En real-

idad, están tan preocupados como nosotros.Sospechar de los capitalistas es algo que elloshan mamado del pecho materno; ahora bien:no pueden concebir que nosotros estemos alcabo de algo, ni siquiera figurarse que el juegosea posible. Pero de lo que ambos, ellos ynosotros, estamos completamente conven-cidos es de que las cosas no son un fenómenonatural, ni que están realizadas sin unpropósito determinado.

-¿Y no cree usted que sea otro país quienlas lance?

-No... De eso no hay duda.De nuevo observamos en silencio los ma-

pas.-La otra pregunta que parece evidente for-

mular es: ¿qué hacen?-Sí -respondió.-¿No hay indicios?

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-Vienen -respondió-. Quizá van. Pero se-guramente vienen. Eso es todo.

Miré los mapas, las líneas entrecruzadas ylas áreas llenas de puntitos rojos.

-¿Están ustedes haciendo algo relacionadocon esto?... ¿O no debo preguntar?

-¡Oh! Ése es el motivo de que esté ustedaquí. Iba a hablarle de ello -me contestó-.Vamos a intentar una inspección. Sólo queno consideramos el momento oportuno paraexplicarlo directamente por la radio, ni paradarle publicidad; pero ha de recogerse en dis-cos, y nosotros necesitaremos uno. Si sus jefesse consideran suficientemente interesados paraenviarle a usted con algunos instrumentos, afin de que realice el trabajo...

-¿En dónde se llevará a cabo? -inquirí.Con un dedo rodeó una extensa zona.-Pues... mi esposa siente apasionada devo-

ción por el sol tropical, especialmente por elde la India Occidental -dije.

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-Bien. Me parece recordar que su esposaescribió algunos relatos muy bien documenta-dos -observó.

-Y es lo que la E.B.C., si no los con-siguiera, lamentaría después -reflexioné.

Hasta que hicimos nuestra última visita ynos alejamos y perdimos de vista la tierra, nonos permitieron ver el objeto que se hallabaen un lecho construido especialmente para él,a popa. Cuando el teniente comandante encar-gado de las operaciones técnicas ordenó quelevantaran la lona embreada que lo tapaba,fue una verdadera ceremonia de descubrimien-tos. Pero el revelado misterio constituyó algoasí como un anticlímax: era simplemente unaesfera de metal de unos tres metros de diá-metro. En varias partes de ella estaban practic-ados agujeros circulares: ventanas semejantesa troneras. En lo alto se hinchaba formandouna protuberancia que producía la impresiónde un lóbulo de oreja macizo. El teniente

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comandante, tras contemplar aquello con ojosde madre orgullosa de su vástago, se dirigió anosotros en plan discursivo.

-Este instrumento que están ustedes viendo-dijo, impresionado-, es lo que nosotrosllamamos «batiscopio».

Hizo una pausa para apreciar el efecto cau-sado.

-¿No construyó Beebe...? -susurré a Phyl-lis.

-No -me respondió-. Eso era una batisfera.-¡Oh! -exclamé.-Ha sido construido -continuó el teniente

comandante- de forma que resista una presiónde dos toneladas, aproximadamente, por centí-metro cuadrado, dándole una profundidadteórica de mil quinientas brazas. En la prácticano pensamos utilizarlo a una profundidadmayor de mil doscientas brazas; de tal forma,conseguiremos un factor de seguridad de tres-cientos kilogramos por centímetro cuadrado,

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aproximadamente. Aunque este aparato superaconsiderablemente las hazañas del doctorBeebe, que descendió algo más de quinientasbrazas, y de Barton, que alcanzó una pro-fundidad de setecientas cincuenta brazas...

Continuó de esta forma durante ciertotiempo, dejándome algo detrás. Cuando vi quese había adelantado un poco, dije a Phyllis:

-No me es posible pensar en brazas.¿Cuánto significan en metros?

Ella consultó sus notas.-La profundidad que intentan alcanzar es

de dos mil ciento sesenta metros; la profundid-ad que pueden alcanzar es dos mil setecientosmetros.

-A pesar de todo, me parecen muchos met-ros -dije.

Phyllis, en cierto modo, es más precisa ypráctica.

-Dos mil ciento sesenta metros son sola-mente dos kilómetros y pico -me informó-. La

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presión será un poco más de una tonelada y untercio.

—¡Ay! No sé qué sería de mí sin ti.Miré al batiscopio.-De todas formas... -añadí, dudoso.-¿Qué? -me preguntó.-Bueno, aquel chico del Almirantazgo,

Winters... me habló en términos de cuatro ocinco toneladas de presión..., queriendo decir,seguramente, a una profundidad de ocho odiez kilómetros.

Me volví al teniente comandante.-¿Qué profundidad existe en el lugar ad-

onde vamos destinados? -le pregunté.-Se trata de una superficie llamada Cay-

man Trench, entre Jamaica y Cuba -respondió-. En algunas partes alcanza casi cuatro mil...

-Pero... -empecé a decir frunciendo elceño.

-Brazas, querido -intervino Phyllis-, Es de-cir, unos siete mil doscientos metros.

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-¡Oh! -exclamé-. Eso es... algo así... comosiete kilómetros y pico, ¿no?

-Sí -respondió mi esposa.-¡Oh! -exclamé otra vez.El teniente comandante reanudó su dis-

curso, como si se dirigiese a un público.-Ése es el límite actual de nuestra potencia

para hacer observaciones visuales directas. Sinembargo...

Hizo una pausa para hacer un gesto pare-cido al que haría un conjurado a un grupo demarineros y se quedó observándolos mientrasellos quitaban la lona de otra esfera similar,aunque más pequeña.

-Aquí tenemos un nuevo instrumento -continuó-, con el que esperamos poder hacerobservaciones a una profundidad dos vecesmayor a la alcanzada por el batiscopio, oquizás algo más. Es completamenteautomático. Además, registra las presiones, latemperatura, las corrientes y todo eso... y

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transmite sus lecturas a la superficie. Estáequipado con cinco pequeñas cámaras de tele-visión: cuatro de ellas cubren toda la super-ficie de agua horizontal que lo rodea, y unaquinta transmite la visión vertical debajo de laesfera.

Hizo una pausa.-A este instrumento -continuó otra voz, ex-

celente imitación de la suya propia- lellamamos «telebaño».

El chiste no es capaz de detener en su car-rera a un hombre como el comandante.Continuó, pues, su discurso. Pero el instru-mento había sido bautizado y se quedó con elnombre de telebaño.

Se ocuparon los tres días después denuestra llegada al lugar señalado con pruebasy ajustes de ambos instrumentos. En unaprueba, Phyllis y yo fuimos invitados a haceruna inmersión de mil metros, aproximada-mente, metidos en el batiscopio, sólo para

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«que experimentáramos la sensación deaquello». No experimentamos envidia denadie que hiciera una inmersión más profunda.Cuando todo estuvo a punto, se anunció ofi-cialmente el verdadero descenso para lamañana del cuarto día.

Tan pronto como salió el sol, nos reunimosalrededor del batiscopio, colocado en su lecho.Lo dos técnicos navales, Wiseman y Trant,que harían el descenso, se introdujeron porla estrecha abertura que servía de entrada. Laropa de abrigo que necesitarían en las pro-fundidades fue introducida detrás de ellos;porque, si se la hubieran puesto antes, nohabrían podido entrar. A continuación se meti-eron los paquetes de provisiones y los termoscon bebida caliente. Se despidieron por últimavez. La tapa circular, transportada por la gavia,se abatió sobre ellos, ajustándose perfecta-mente, atornillándose y echándose los cerro-jos. El batiscopio fue izado fuera de bordo,

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permaneciendo suspendido en el aire y bal-anceándose ligeramente. Uno de los hombresque iban dentro manipuló la cámara de televis-ión que tenía en la mano y nosotros apareci-mos en la pantalla como vistos desde dentrodel instrumento.

-Perfecto -dijo una voz desde el altavoz-.Puede comenzar el descenso.

La manivela comenzó a girar. El batisco-pio descendía y el agua lo lamió. Al fin, desa-pareció bajo la superficie del mar.

El descenso fue tarea larga que no tengoel propósito de describir detalladamente. Confranqueza, visto en la pantalla del barco, era unhecho emocionante para los no iniciados. Lavida en el mar parecía existir en unos nivelesperfectamente definidos. En las capas máshabitadas, el agua está llena de plancton, queconstituye una especie de ininterrumpidosresiduos de tempestad que lo oscurece todo, amenos que se acerque uno mucho. En los otros

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niveles, donde no hay plancton para comer,existen, por consiguiente, pocos peces. Comoadición al aburrimiento producido por las lim-itadas visiones o por la vacía oscuridad, lacontinua atención a una pantalla enlazada conuna cámara oscilante y que gira lentamenteproduce un efecto desagradable, rayando en elvértigo. Phyllis y yo nos pasamos la mayorparte del tiempo que duró el descenso con losojos cerrados, confiando en que el altavoz tele-fónico atrajera nuestra atención hacia algo in-teresante. En algunas ocasiones salíamos a cu-bierta a fumar un cigarrillo.

No se hubiera podido elegir otro día mejorpara la tarea. El sol pegaba fuerte en las cu-biertas, que de cuando en cuando regaban paraenfriarlas. La enseña colgaba floja del mástil,sin apenas moverse. El mar se extendía comouna balsa de aceite hasta encontrar la bóvedadel cielo, que estaba cubierto, al norte, sobreCuba quizá, de un bajo banco de nubes. Tam-

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poco se oía ruido alguno, a excepción de la su-surrante voz del altavoz de la mesa, el suavey apagado chirrido de la cabria y, de vez encuando, la voz de un estibador llevando lacuenta de las brazas.

El grupo sentado a la mesa apenas hab-laba; ahora dejaba que lo hicieran los hombresque estaban bajando al fondo del mar.

A intervalos, el comandante preguntaría:-¿Todo en orden ahí abajo?Y, simultáneamente, dos voces responder-

ían:-Sí; sí, señor.Una voz preguntó:-¿Usaba Beebe un traje calentado por elec-

tricidad?Nadie lo sabía.-Me descubro ante él si no lo tenía -dijo la

voz.

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El comandante observaba con mirada pen-etrante los cuadrantes al mismo tiempo que lapantalla.

-Alcancen un kilómetro. Corto -dijo.La voz de abajo contó:-Novecientos noventa y ocho..., novecien-

tos noventa y nueve... ¡Ya! Mil metros, señor.La cabria continuaba girando. No había

mucho que ver. De cuando en cuando se veíanmanadas de peces corriendo en la oscuridad.Una voz se lamentó:

-Hay un condenado pez que cuando dirijola cámara hacia una tronera se asoma por laotra.

-Quinientas brazas. Han rebasado ustedesya la profundidad adquirida por Beebe -dijo elcomandante.

-Adiós, Beebe -dijo la voz-. Pero da lasensación de que es lo mismo.

Una pausa.La misma voz dijo ahora:

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-En estos alrededores hay más vida. Estáesto lleno de calamares, grandes y pequeños.Probablemente los verán ustedes... Aquí hayalgo, delante, al filo de la luz... Una cosagrande... No puedo precisarla... Tal vez sea uncalamar gigante... ¡No! ¡Dios mío! ¡No puedeser una ballena!... En estas profundidades nopuede haberlas...

-Es improbable, pero no es imposible -dijoel comandante.

-Bien, en ese caso... ¡Oh, sea lo que fuere,se está alejando! ¡Vaya! También nosotroshacemos un poco los mamíferos...

A su debido tiempo llegó el momento enque el comandante anunció:

-Ahora están ustedes rebasando la pro-fundidad alcanzada por Barton.

Y añadió, con inesperado cambio demodales:

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-Ahora, muchachos, todo depende de us-tedes. ¿Se encuentran bien ahí? Si no están bi-en, no tienen más que decirlo...

-Estamos perfectamente, señor. Todo fun-ciona bien. Continuaremos.

En cubierta, la cabria giraba pesadamente.-Alcanzados los dos kilómetros -anunció

el comandante.Cuando tuvo confirmación de ello, pre-

guntó:-¿Cómo se encuentran ahora?-¿Cómo está el tiempo ahí arriba? -fue la

contestación.-Muy bueno. Calma chicha. No hay olas.Los dos de abajo conferenciaron.-Continuaremos bajando, señor. Acaso tar-

demos semanas en encontrar un día con lasmagníficas condiciones de hoy.

-De acuerdo..., si los dos están seguros.-Lo estamos, señor.

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-Muy bien. Entonces, desciendan trescien-tas brazas más aproximadamente.

Hubo una pausa. Luego:-Despoblado -observó la voz de abajo-.

Ahora todo está oscuro y despoblado. No seve nada. Es gracioso cómo están separadoslos niveles... ¡Ah! Ahora empezamos de nuevoa ver algo... Calamares otra vez..., peces lu-minosos... Poca concurrencia, ¿lo ven? ¡OhDios, Dios!...

Se interrumpió y, simultáneamente, algosemejante a un pez horroroso, de pesadilla,apareció en nuestra pantalla.

-Uno de los momentos más alegres de laNaturaleza -observó.

Continuó hablando y la cámara siguió dán-donos visiones de increíbles monstruosidades,grandes y pequeñas.

Ahora, el comandante anunció:-Paren ya. Mil doscientas brazas.

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Cogió el teléfono y habló con cubierta. Lacabria empezó a girar más lentamente, hastaque al fin se paró.

-Eso es todo, muchachos -dijo.-¡Hum! -respondió la voz de abajo, tras

una pausa-. Bueno, lo que veníamos a buscaraquí, fuese lo que fuere, no lo hemos encon-trado.

La cara del comandante no mostraba nin-guna expresión. Me era imposible decir si élesperaba o no resultados tangibles. Supuse queno. En realidad, me hubiera asombrado de quelo esperase alguno de nosotros. Después de to-do, estos centros de actividad eran todos pro-fundos. Y de ello parecía deducirse que larazón debía de encontrarse en el fondo. El eco-grama dio el fondo de aquellos parajes a unaprofundidad de seis kilómetros aproximada-mente más abajo de donde se encontraban enaquel momento los dos hombres...

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-Atención, batiscopio -dijo el comandante-. Comenzaremos a subirlos. ¿Preparados?

-Sí; sí, señor. Todo dispuesto -dijeron lasdos voces.

El comandante cogió el teléfono.-¡Arriba!Pudimos oír cómo la cabria empezaba a

girar lentamente en sentido contrario.-¡En marcha!... ¿Todo va bien?-Todo correcto, señor.Hubo un intervalo de diez minutos o más,

en el que nadie habló. Luego, una voz dijo:-Hay algo aquí, en el exterior... Algo

grande... No puedo verlo claramente... Per-manece justo en el límite de la luz... No puedeser esa ballena otra vez... En estas profundid-ades es imposible... Intento mostrárselo a us-tedes...

La imagen de la pantalla se movió y, alfin, se detuvo. Pudimos ver los rayos de luzatravesando el agua y el brillante moteado de

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minúsculos organismos captado por el chorrode luz.

Al final, se adivinaba una mancha ligera-mente mayor. Era difícil asegurarlo.

-Parece que nos está rodeando. Tambiéntengo la impresión de que nos están en-volviendo en una especie de telaraña... ¡Ah!Ahora lo veo un poco mejor... Desde luego, noes una ballena... ¿Oiga?... ¿Lo ven ahora?...

Esta vez era indudable que captábamos unparche más iluminado. Era toscamenteovalado, pero indistinto. Era imposible darlo aescala.

-¡Hum! -dijo la voz de abajo-. Ese es se-guramente nuevo. Puede ser un pez..., o quizásalgo semejante a una tortuga. De cualquierforma, un monstruo de tamaño fenomenal.Ahora nos hallamos un poco más cerca de él,pero aún no consigo distinguirlo claramente,no puedo precisar ningún detalle. Lleva elmismo camino que nosotros...

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De nuevo nos mostró la cámara una vistade la cosa cuando pasó por una de las tronerasdel batiscopio; pero no pudimos darnos cuentade lo que era. La imagen resultaba demasiadopobre para estar seguros de que se trataba dealgo.

-Ahora se eleva. Sube más de prisa quenosotros. Permanece fuera de nuestro ángulode visión. Debía de haber una tronera en loalto del aparato... Ahora lo hemos perdido devista. Está en alguna parte, encima de noso-tros. Tal vez...

La voz quedó cortada de pronto. Simul-táneamente, hubo en la pantalla un breve yvivido resplandor que también desapareció. Elchirrido de la cabria cambió mientras girabacon mayor rapidez.

Permanecimos sentados mirándonos unosy otros sin hablar. La mano de Phyllis apretóla mía y noté que temblaba.

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El comandante inició el gesto de alargar lamano hacia el teléfono, pero cambió de idea ysalió sin decir palabra. Ahora la cabria girabaa mayor velocidad.

Tardó mucho tiempo en reliar más de dosmil metros de grueso cable. El grupo sentadoen el comedor se dispersó torpemente. Phyllisy yo subimos a proa y nos sentamos allí sinapenas hablar.

Tras lo que pareció una larguísima espera,la cabria aminoró su marcha. De comúnacuerdo nos pusimos en pie y juntos nos diri-gimos a proa.

Al fin apareció el extremo del cable.Supongo que todos nosotros esperábamos verel final deshilachado, con los cabos sueltoscomo si fuera una escobilla.

Pero no eran así. Los cabos estaban fun-didos, formando un todo. Tanto el cable prin-cipal como los de comunicación terminabanen una masa de metal fundido.

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Todos lo mirábamos fijamente, enmude-cidos.

Por la noche, el capitán leyó el servicio yse dispararon tres salvas sobre el lugar.

El tiempo continuaba bueno y el baró-metro se mantenía firme. A las doce de lamañana del día siguiente, el comandante nosreunió en el comedor. Parecía enfermo y muycansado. Dijo, brevemente y sin emoción:

-Mis órdenes son continuar la investiga-ción empleando nuestra máquina automática.Si podemos completar nuestros cálculos ynuestras pruebas y el tiempo continúa favore-ciéndonos, reanudaremos la operación mañanapor la mañana, comenzándola en cuantoamanezca. Estoy decidido a bajar la máquinahasta el punto de destrucción porque no habráotra oportunidad para la observación.

A la mañana siguiente, la colocación enel comedor fue diferente a la de la primeraocasión. Nos sentamos de cara a una fila de

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cinco pantallas de televisión: cuatro para cadauno de los cuatro cuadrantes de la máquinay una para observar verticalmente debajo deella. También había un tomavistas para fo-tografiar las cinco pantallas simultáneamentepara el archivo.

De nuevo observamos el descenso a travésde las capas oceánicas; pero esta vez, en lugarde comentarios, tuvimos una serie asombrosade gorjeos, raspaduras y gruñidos recogidospor los micrófonos montados en el exterior delaparato. El fondo del mar es, en sus capas hab-itadas más bajas, un lugar, al parecer, de hor-renda cacofonía. Hubo algo de alivio cuandose hizo el silencio al alcanzar los mil quinien-tos metros, y alguien musitó:

-¡Hum! ¡Y pensar que esos micrófonosnunca habían sufrido la presión!...

El despliegue continuó. Los calamaresaparecían y desaparecían en las pantallas. Ci-entos de peces huían nerviosos; otros eran at-

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raídos por la curiosidad: monstruosos, grotes-cos, enormes, que causaban daño a la vista.Y se continuaba bajando: dos mil metros, tresmil metros, cuatro mil, cinco mil... Al alcanzaresta profundidad, algo se hizo visible que at-rajo la atención de todos hacia las pantallas.Algo en forma de óvalo, ancho, incierto, quese movía de pantalla en pantalla como si cir-cundara a la máquina que descendía. Durantetres o cuatro minutos continuó mostrándose enuna u otra pantalla, aunque siempre atormenta-doramente mal definido y nunca lo bastantebien iluminado para que se pudiera estar se-guro de su forma. Luego, gradualmente, subióhacia el extremo superior de la pantalla, ter-minando por desaparecer.

Treinta segundos después, todas las pan-tallas se oscurecieron.

¿Por qué no elogiar a la esposa de uno?Phyllis es capaz de escribir un relato tremen-damente bueno... y éste fue uno de los me-

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jores. Fue una lástima que no fuese recibidocon el inmediato entusiasmo que se merecía.

Cuando estuvo terminado, lo enviamos alAlmirantazgo para que lo examinaran. Una se-mana después nos llamaron por teléfono,citándonos. Nos recibió el capitán Winters.Felicitó a Phyllis por el relato tan bien comosupo, como si no hubiese estado tan seducidopor él como en realidad lo estaba. Sin em-bargo, una vez que estuvimos acomodados ennuestros asientos, movió la cabeza apesadum-brado.

-Siento tener que pedirle a usted que loguarde durante una temporada -dijo.

Phyllis le miró desolada. Había trabajadoconcienzudamente en ese relato. No pordinero, claro está. Había intentado al escribirlorendir un tributo a los dos hombres, Wisemany Trant, que habían desaparecido con el bat-iscopio. Bajó la vista y se miró la punta de loszapatos.

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-Lo siento -dijo el capitán-. Pero ya advertía su marido que no se podía dar a la publicidadinmediatamente.

Phyllis levantó los ojos hasta él.-¿Por qué? -preguntó.Eso era algo que yo ansiaba saber también.

Mis propios informes sobre los preparativosdel breve descenso que ambos hicimos en elbatiscopio y de los variados aspectos que nofiguraban en el informe oficial sobre la bajada,también habían sido puestos en cuarentena.

-Explicaré lo que pueda. Es evidente queles debemos a ustedes una explicación -re-spondió el capitán Winters.

Se sentó, inclinándose hacia adelante, conlos codos apoyados en las rodillas y los dedosentrecruzados, y nos miró alternativamente.

-El quid del asunto..., y, por supuesto, us-tedes se dieron cuenta de ello hace muchotiempo..., está en esos cables fundidos -dijo-.La mente se tambalea un poco ante la idea de

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un ser capaz de morder esa maraña de acero...,y, al mismo tiempo, sólo puede admitirse com-prensiblemente la posibilidad. No obstante,cuando surge la sugerencia de que existe unser capaz de cortarlos como si fuera una llamade oxiacetileno, se retrocede. Se retrocede y,definitivamente, se rechaza.

Hizo una pausa.-Ustedes vieron lo que sucedió a esos

cables, y me imagino que estarán de acuerdoconmigo en que «eso» abre un aspecto a lacuestión completamente nuevo. Una cosacomo ésa no es sólo un azar del descenso alfondo del mar..., y nosotros queremos sabermás acerca de qué clase de azar es antes dedarle publicidad.

Hablamos del asunto durante un rato. Elcapitán era comprensivo, pero tenía susórdenes.

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-Honradamente, capitán Winters..., yaparte del informe, si usted quiere..., ¿tiene us-ted alguna idea de qué puede haberlo hecho?

Negó con la cabeza.-Con informe o sin informe, mistress Wat-

son, no puedo dar ninguna explicación quetenga visos de verosimilitud..., y aunque estono es para publicarlo, dudo de que alguien másdel Servicio la tenga.

Así, pues, con el asunto en un estado nadasatisfactorio, nos marchamos.

Sin embargo, la prohibición duró untiempo más breve del que esperábamos. Unasemana después, cuando íbamos a sentarnos ala mesa para comer, nos telefoneó. Phyllis co-gió el auricular.

-¡Hola, mistress Watson! Me alegro de quesea usted. Tengo buenas noticias para ustedes-dijo la voz del capitán Winters-. Acabo dehablar con los directivos de la E.B.C. y les hedado permiso, en cuanto a lo que nosotros nos

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concierne, para que radien el relato de ustedes:es decir, la historia completa.

Phyllis le dio las gracias por la noticia.-Pero ¿qué ha sucedido? -preguntó.-Sea lo que fuere, el asunto ha trascendido.

Lo oirán ustedes esta noche en las noticias delas nueve, y lo leerán mañana en los periódi-cos. Teniendo en cuenta las circunstancias, heconsiderado que ustedes debían quedar librespara actuar tan pronto como fuera posible. Susseñorías comprendieron el hecho... En efecto,quieren que el relato de usted sea radiado in-mediatamente. Esto es lo que hay. Y les deseoun gran éxito y mucha suerte.

Phyllis volvió a darle las gracias y colgó.-Bien. ¿Qué supones que ha sucedido? -in-

quirió.Tuvimos que esperar hasta las nueve para

averiguarlo. La noticia dada por la radio ofi-cial era breve pero suficiente desde nuestropunto de vista. Informaba, sencillamente, que

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una unidad naval americana, que realizaba in-vestigaciones en las profundidades de lasaguas próximas a las islas Filipinas, había ex-perimentado la pérdida de una cámara de pro-fundidad, con una tripulación de dos hombres.

Casi inmediatamente después, la E.B.C.llamó por teléfono para decir muchas cosassobre la prioridad. Alteró su programa y radióel relato.

El locutor nos dijo más tarde que el relatohabía sido un éxito. Radiado inmediatamentedespués del anuncio americano, conseguimosel máximo de interés popular. Sus señorías es-taban encantadas también. Aquello les propor-cionó la oportunidad de demostrar que ellosno iban siempre a la zaga del gobierno amer-icano..., aunque no creo que hubiera necesidadde haber hecho a los Estados Unidos el regalode una primera publicidad. De todas formas, ala vista de lo que siguió, supongo que no es degran importancia.

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Phyllis volvió a escribir una parte de su re-lato, haciendo más hincapié en lo referente ala fusión de los cables. A nuestras manos llegóuna oleada de correspondencia; pero despuésde examinarse todas las explicaciones y todaslas sugerencias ninguno de nosotros sabía másque antes.

Apenas podía esperarse que ocurriera otracosa. Nuestros oyentes no habían visto nuncalos mapas, y en este estudio no se le habíaocurrido al público en general que hubiera po-dido haber alguna relación entre las catástrofessubmarinas y el, en cierto modo demodé,tópico de las bolas de fuego.

Pero si, como parecía, la Marina Real es-taba dispuesta simplemente a descansar dur-ante una temporada y examinar el problemateóricamente, la Marina de los Estados Unidosno lo estaba. Extraoficialmente, nos enteramosde que ellos estaban preparándose para enviaruna segunda expedición al mismo lugar donde

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ocurriera la pérdida del batiscopio. Nosotrossolicitamos inmediatamente ser incluidos enella, pero fuimos rechazados. No sé cuántasotras personas solicitaron lo mismo que noso-tros, pero fueron bastantes para formar una se-gunda pequeña expedición. Nosotros no ocu-paríamos tampoco sitio en esa otra. Todos losespacios estaban reservados a sus propios cor-responsales y comentadores, que cubriríantambién a Europa.

Bueno, era un espectáculo propio. Pagaronpor ello. De todas formas, lamenté no haberido, porque, aunque no creíamos verosímil queperdieran de nuevo sus aparatos, nunca se noscruzó por la imaginación que perdieran tam-bién el barco...

Aproximadamente una semana despuésvolvió uno de los hombres de N.B.C., queformaban parte de la expedición. Nos la com-pusimos para invitarle a comer y darle un pocode coba personal.

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-Nunca presencié nada parecido -nos dijo-.Era como si el rayo hubiese surgido del fondodel mar. Sí, eso era lo que parecía. Las chispascorrieron por encima del barco durante unossegundos. Luego, llenó el aire con su volumen.Voló.

-Nunca oí nada semejante a eso -dijo Phyl-lis.

-Desde luego, porque no está en el informe-respondió-. Pero alguna vez será la primera.

-No es muy satisfactorio -comentó Phyllis.Él nos miró.-Puesto que sé que ustedes dos estuvieron

en aquella partida de caza británica, he desuponer que saben ustedes para lo que es-tábamos allí.

-No me sorprendería -le contesté.Él asintió.-Escuche: a mí me han dicho que no es

posible colocar una alta carga, algo así comoun millón de voltios, para que estalle sólo un

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navio en alta mar; por tanto, debo aceptar eso.No es de mi incumbencia. Todo lo que digo esque si fuera posible, entonces supondría que elefecto sería aproximadamente el que yo vi.

-Habría cables aislados también... para lascámaras, los micrófonos, los termómetros ytodo eso -dijo Phyllis.

-Claro que sí. Y había un cable aisladoque unía la televisión con nuestra barca; perono podía llevar esa carga y hacerla estallar...,lo cual hubiese sido una condenada cosa paranosotros. Eso me hubiera parecido a mí, queseguía al navio principal... si no hubiesen es-tado allí los físicos.

-¿No hicieron sugerencias alternativas? -pregunté.

-Claro que sí. Varias. Algunas hastaparecían convincentes..., pero para quien noviera lo que sucedió.

-Si está usted en lo cierto es, desde luego,una cosa muy extraña -dijo, pensativa, Phyllis.

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El hombre de la N.B.C. le miró.-Una agradable declaración británica...,

pero bastante rara, aun para mí -dijo,modestamente-. Sin embargo, aunque ellosdan una explicación aparte para eso, los físicosestán desconcertados aún por esos cables fun-didos; porque, sea lo que fuere, la rotura de es-os cables no pudo ser accidental...

-Por otra parte, ¿toda esa presión, todaesa...? -preguntó Phyllis.

El hombre movió la cabeza.-No hago conjeturas. Necesito más datos

de los conseguidos, aun para eso. Puede serque los consigamos muy pronto.

Le miramos interrogadores.Él bajó la voz.-Puesto que sé que están ustedes metidos

en el asunto, les diré, pero estrictamente parasu capote, que ahora han conseguido un parde pruebas más. Pero no habrá publicidad estavez... El último lote dejó mal sabor de boca.

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-¿Dónde las consiguieron? -preguntamossimultáneamente.

-Una, en algún lugar cerca de las Aleu-tianas; la otra, en un lugar profundo, en labahía de Guatemala... ¿Qué están haciendo susgentes?

-No lo sabemos -respondimos honrada-mente.

Movió la cabeza.-Es preferible que permanezcan atentos -

dijo cordial.Y permanecimos atentos. Durante las se-

manas siguientes permanecimos con los oídosmuy abiertos para captar noticias de las dosnuevas investigaciones, pero hasta que elhombre de la N.B.C. pasó por Londres denuevo, un mes después, no supimos nada. Lepreguntamos qué había pasado.

Frunció el ceño.-De Guatemala no sacaron nada en limpio

-dijo-. El barco situado al sur de las Aleutianas

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estuvo transmitiendo por radio mientras se ll-evaba a cabo el descenso. Pero, de pronto, dejóde transmitir. Se consideró como pérdida ab-soluta.

El reconocimiento oficial de estos casospermaneció «bajo tierra», si es que estetérmino puede considerarse aceptable para susinvestigaciones submarinas. De cuando encuando podíamos captar un rumor que de-mostraba que el interés no había decaído, y,de tiempo en tiempo, se hacían algunos in-tentos, aparentemente aislados, aunque teníancierta relación entre sí, para dar sugerencias.Nuestros contactos navales aseguraban unacordial evasión, y encontrábamos que nuestrosnumerosos oponentes al otro lado delAtlántico no lo estaban haciendo mucho mejorcon sus recursos navales. Lo consolador eraque cualquier progreso que ellos hacíanllegaba inmediatamente a nuestros oídos; así,

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pues, guardábamos silencio para dar a en-tender que estaban atascados.

El interés público por las bolas de fuegobajó a cero, y pocas personas se molestaron yaen enviar informes sobre ellas. Yo aún con-servaba mis archivos al día, aunque eran tanpoco representativos que, en realidad, nopodía determinar cuál incidente era realmentepequeño en apariencia.

Según lo que yo sabía, los dos fenómenosnunca fueron relacionados públicamente, y enla actualidad ambos permanecen inexplicados,como si se tratara de una cosa que no tenía im-portancia.

En el transcurso de los tres años siguientes,nosotros mismos perdimos interés por el caso,hasta el punto de desaparecer casi por com-pleto de nuestro pensamiento. Otros asuntosnos preocupaban. Tuvo lugar el nacimiento denuestro hijo William... y su muerte, año y me-dio después. Para ayudar a Phyllis a super-

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ar esa crisis, me las agencié para procurarmela redacción de una serie de artículos sobreviajes, vendí la casa, y durante una temporadacorrimos de un lado para otro.

En teoría, el contrato era mío; pero, en lapráctica, lo que más gustaba a la E.B.C. eranlos comentarios y las notas de Phyllis y lamayoría de las veces, cuando ella no estaba ar-reglando mis crónicas, trabajaba en sus propi-os relatos. Cuando regresemos a casa, nuestroprestigio había aumentado mucho, teníamosgran cantidad de material para trabajar yposeíamos la sensación de hallarnos en unasituación más firme y estable.

Casi inmediatamente se registró la pérdidade un crucero americano en aguas de las islasMarianas.

El informe fue breve: un mensaje de agen-cia, ligeramente hinchado; pero había algo enello..., sólo una especie de presentimiento.Phyllis lo leyó en el periódico, y le chocó tam-

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bién. Extendió el mapa y observó el área querodeaba a las Marianas.

-En tres de sus cuatro costas, la profundid-ad es muy grande -dijo.

-El informe no da detalles exactos. Me ser-ía imposible señalar con el dedo el punto sobreel mapa. Creo que la proximidad que indicanestá un poco fuera de la realidad.

-Será mejor que nos enteremos directa-mente -decidió Phyllis.

Así lo hicimos, pero sin resultado. No eraque nuestras fuerzas estuvieran agotadas; peroparecía que había un apagón en alguna parte.No conseguimos más que una reseña oficial:este crucero, el Keweenaw, se había hundido,sencillamente, con buen tiempo. Habían sidorecogidos veinte supervivientes. Habría unainvestigación.

Posiblemente la hubo. Nunca me enterédel resultado. El incidente fue, en cierto modo,sofocado por el inexplicable hundimiento de

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un barco ruso, que realizaba una misión nuncaespecificada, al este de las Kuriles, ese cordónde islas situado al sur de Kamchatka. Puestoque era axiomático que cualquier desgracia so-viética se atribuyera, de algún modo, a loschacales capitalistas o a las reaccionariashienas fascistas, este asunto asumió una im-portancia que eclipsó por completo la pérdidaamericana, y la acre insinuación continuó le-vantando ecos durante mucho tiempo. Entre elruido de vituperación, la misteriosa desapari-ción del navio de reconocimiento Utskarpen,en el Océano Austral, pasó casi inadvertidafuera de su natal Noruega.

Le siguieron varios otros; pero yo ya notengo mis archivos para dar detalles. Mi im-presión es que fueron media docena de navios,todos, al parecer, dedicados, de una forma uotra, a investigaciones oceánicas, los que de-saparecieron antes de que los americanos su-frieran una nueva pérdida en las Filipinas. Esta

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vez perdieron un destructor y, con él, la pa-ciencia.

El ingenuo anuncio de que, puesto que lasaguas circundantes de Bikini eran demasiadopoco profundas para realizar una serie de prue-bas de bombas atómicas submarinas, el lugarde tales experimentos sería trasladado en unosdos mil kilómetros, aproximadamente, más aloeste, posiblemente pudo engañar a una partedel público general; pero en la radio y en loscírculos periodísticos se hicieron gestionespara determinar el hecho.

Phyllis y yo estábamos mejor situadosahora y también éramos afortunados. Empren-dimos el vuelo, y pocos días despuésformábamos parte del complemento de unnúmero de navios que fondearon a una dis-tancia estratégica del punto donde había desa-parecido el Keweenaw, en aguas de las Mari-anas.

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No puedo decir a ustedes cómo eran esasbombas de profundidad especialmente diseña-das, porque nunca las vimos. Todo lo que nospermitieron ver fue una balsa que transportabauna especie de cabaña de metal semiesféricaque contenía la propia bomba, y todo lo quenos dijeron fue que era semejante a uno delos modelos más vulgares de bomba atómica,pero con una envoltura maciza que, si era ne-cesario, resistiría la presión a diez mil metrosde profundidad.

A las primeras luces del día de la prueba,un remolcador llevó a remolque la balsa, ale-jándose hacia el horizonte con ella. A partirde entonces, tuvimos que presenciar todo pormedio de las cámaras de televisión automát-icas montadas en boyas. De esta forma vimoscómo el remolcador abandonaba la balsa y sealejaba a gran velocidad. A continuación,hubo un intervalo mientras el remolcador sealejaba de la zona peligrosa y la balsa prose-

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guía con calculado impulso hacia el lugar ex-acto donde desapareció el Keweenaw. Lapausa duró por espacio de unas tres horas, conla balsa inmóvil en las pantallas. Luego, unavoz por los altavoces nos informó de que eldescenso de la bomba se realizaría dentro detreinta minutos, aproximadamente. Continuórecordándonoslo a intervalos, hasta que eltiempo fue lo suficientemente corto para em-pezar a contar al revés, lenta y pausadamente.Había una completa quietud en las pantallasmientras las mirábamos y escuchábamos lavoz contando:

-...tres..., dos..., uno... ¡Ahora!A la última palabra, de la balsa surgió un

cohete, que arrastró un humo rojo mientras seelevaba.

-¡Bomba al fondo! -gritó la voz.Esperamos.Durante largo rato, según me pareció, todo

estuvo intensamente quieto. En torno a las

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pantallas de televisión, nadie hablaba. Todoslos ojos estaban fijos en uno u otro de los mar-cos, que mostraban la balsa flotando tranquila-mente sobre el agua azul, resplandeciente desol. No hubo señal alguna de que nada ocur-riese allí, salvo la pluma de humo rojo queascendía lentamente. A la vista y al oído, laserenidad era absoluta; para el ánimo existía lasensación de que el mundo entero contenía larespiración.

Y entonces sucedió... La tranquila super-ficie del mar vomitó repentinamente unaenorme nube blanca que se fue extendiendo, ehirvió mientras ella se retorcía hacia arriba. Untemblor sacudió el barco.

Abandonamos las pantallas y corrimos alcostado del buque. La nube se hallaba ya sobrenuestro horizonte. Aún continuaba retorcién-dose sobre sí misma, de una forma que, encierto modo, era obscena, mientras subía mon-struosamene hacia el cielo. Sólo entonces nos

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llegó el ruido, como de un tremendo golpe.Mucho después vimos, extrañamente dilatada,la línea negra que era la primera ola de aguaturbulenta que avanzaba hacia nosotros.

Aquella noche nos sentamos a la mesa deMallarby, del The Tidings, y Bennell, del TheSenate. Era la oportunidad de Phyllis, y ellalos llevó más o menos a donde quería entre elprimer plato y el asado. Discutieron largo ratosobre líneas familiares; pero, después de ciertotiempo, el nombre de Bocker empezó a son-ar con creciente frecuencia y alguna acrimo-nia. Al parecer, este Bocker tenía cierta teor-ía sobre las perturbaciones submarinas que nohabía llegado a nuestros oídos, y no parecíatener buena reputación por otra parte.

Phyllis estaba al acecho como un halcón.Nunca hubiera adivinado uno que ella es-tuviese tan completamente en la oscuridad, porla forma judicial con que preguntó:

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-Sin embargo, no se puede rechazar porcompleto la teoría de Bocker, ¿verdad?

Y frunció un poco el ceño mientras hab-laba.

Produjo efecto. En poco tiempo estuvimosadecuadamente informados sobre el punto devista de Bocker, y, si alguno de ellos adivinóhasta qué punto estábamos interesados, se en-teró de ello por primera vez.

El nombre de Alastair Bocker no era com-pletamente desconocido para nosotros, porsupuesto: era el de un eminente geógrafo, unnombre que corrientemente iba seguido devarios grupos de iniciales. Sin embargo, la in-formación que de él nos dio ahora Phyllis era,en cierto modo, completamente nueva paranosotros. Cuando reordenó y reunió todo,llegó a esto: Bocker había presentado, casi unaño antes, un memorándum al Almirantazgoen Londres. Porque era Bocker, tuvo suerte deque lo leyeran en alguno de los altos niveles,

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aunque la clave de su argumentación era comosigue: los cables fundidos y la electrificaciónde cierto navio debían ser considerados comoindiscutible prueba de inteligencia de ciertaspartes más profundas de los océanos.

En esas regiones, condiciones tales comola presión, la temperatura, la perpetua oscur-idad, etc., hacían inconcebible que cualquierforma inteligente de vida pudiera desenvol-verse y desarrollarse allí..., y esta declaraciónla respaldó con algunos argumentos convin-centes.

Había que presumir que ninguna naciónera capaz de construir mecanismos quepudiesen operar a tales profundidades comolas indicadas por la prueba, ni se podía com-prender qué propósitos pudieran tener al in-tentar una cosa así.

Pero si la inteligencia en las profundidadessubmarinas no era indígena, entonces debía deprovenir de otra parte. También debía de es-

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tar envuelta de alguna forma capaz de resistiruna presión de toneladas por centímetro cuad-rado...; con toda seguridad, dos toneladas en lapresente prueba; probablemente, cinco o seis,y hasta siete, si era capaz de existir en las máshondas profundidades submarinas. Ahora bi-en: ¿existía algún lugar en la Tierra donde unaforma móvil pueda encontrar condiciones paradesarrollar tal presión? Evidentemente no.

Muy bien. Entonces, si no podía desarrol-larse en la Tierra, debería desarrollarse en al-guna otra parte...; digamos, en un amplio plan-eta donde la presión fuese normalmente muyelevada. Si era así, ¿cómo hacían para cruzarel espacio y llegar hasta aquí?

Entonces, Boker reclamó atención hacialas bolas de fuego, que habían sido motivo deespeculación algunos años antes, y que aún secontemplaban en algunas ocasiones. Nunca sehabía visto descender ninguna de ellas sobre laTierra; en realidad, no se había visto descend-

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er a ninguna en parte alguna, excepto en áreasde aguas muy profundas. Además, algunas deellas, tocadas por los missiles, habían estalladocon tal violencia que sugerían que habían sidoconservadas a un grado altísimo de presión.También era significativo que esas bolas defuego hubieran sido vistas solamente en las re-giones de la Tierra en donde las condicionesde alta presión eran compatibles con el movi-miento.

Por ese motivo, Bocker deducía que noso-tros estábamos en proceso de sufrir, aunquecasi ignorándolo, una especie de inmigracióninterplanetaria. Si se le hubiera preguntado elorigen de ello, habría señalado a Júpiter comoel planeta más verosímil de llenar las condi-ciones de presión.

Su memorándum terminaba con la obser-vación de que tal incursión no necesitaba sercontemplada con hostilidad. A él le parecíaque los intereses de un tipo de creación que

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existían en quince libras por pulgada cuadradaeran inverosímiles para que se comparasen enserio con los de una forma que requería variastoneladas por centímetro cuadrado. Por con-siguiente, abogaba porque se debería hacer elmayor esfuerzo posible para llevar a cabo algoque significara un acercamiento armónicohacia los nuevos moradores de nuestras pro-fundidades, con el ánimo de facilitar un inter-cambio de ciencia, empleando la palabra en susentido más amplio.

Los puntos de vista expresados por susseñorías sobre estas explicaciones y sugeren-cias no fueron dados a la publicidad. No ob-stante, se sabe que no pasó mucho tiempo sinque Bocker arrancara su memorándum de susantipáticos pupitres y que poco tiempo des-pués lo presentara a la consideración del editorde The Tidings. Indudablemente, The Tidings,al devolverlo, actuó con su habitual tacto. Eleditor observó, sólo en beneficio de sus

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hermanos de profesión, lo siguiente: «Esteperiódico ha logrado subsistir más de un siglosin una nota cómica en sus páginas, y no veola razón de romper ahora su tradición».

A su debido tiempo, el memorándumapareció ante los ojos del editor de The Senate,que le echó una ojeada, pidió una sinopsis,alzó las cejas y dictó un cortés «lo siento».

A continuación, dejó de circular, y sólo fueconocido de boquilla en un círculo reducido.

-Lo mejor que puede decirse de él -decíaMallarby- es que incluye más factores que cu-alquier otro..., y que todo lo que incluye, in-cluso la mayoría de los factores, es de lo másfantástico. Nosotros debemos censurarlo portodo esto hasta que surja algo mejor... Es todocuanto podemos hacer.

-Es verdad -dijo Bennell-. Pero, piensenlo que piensen sobre Bocker los hombres queocupan la jerarquía naval, está bastante claroque ellos también han supuesto, durante algún

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tiempo, que hay algo sensato en él. No sedibuja ni se hace una bomba especial comoésa en cinco minutos, ¿comprenden? De todasformas, si la teoría de Bocker es o no es humode paja, ha perdido su punto de apoyo princip-al. Esta bomba no era el acercamiento amis-toso y simpático que él propugnaba.

Mallarby, tras hacer una pausa, movió lacabeza.

-Me he reunido con Bocker en diversasocasiones. Es hombre civilizado, librepensad-or..., con las perturbaciones habituales de loslibrepensadores, que ellos creen, además, queson otras. Posee una inteligencia suprema, in-quisitiva... Procura no sujetar su pensamientomedio cuando encuentra algo nuevo queseñalar, y dice: «Es mejor machacarlo osuprimirlo, rápidamente». Lo cual es otra de-mostración de cómo actúa su pensamiento me-dio.

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-Pero si, como usted dice -objetó Bennell-,creen oficialmente que la pérdida de esos bar-cos fue causada por una inteligencia, entoncesexiste en ello un motivo de alarma, y no puedeusted considerar el asunto como algo tanfuerte como una represalia.

Mallarby movió la cabeza.-Querido Bennell, no sólo puedo, sino que

lo hago. Supongamos que algo descendierasobre nosotros, procedente del espacio, col-gado de una cuerda, y supongamos tambiénque eso emitiera rayos en una longitud de ondaque nos molestara extraordinariamente y,quizá, hasta nos causara daño. ¿Qué haríamos?Sugiero que lo primero que haríamos seríacortar la cuerda, despojándola de toda acción.Luego, examinaríamos el extraño objeto paraaveriguar, hasta donde nos fuera posible, todolo referente a él. Y si alguno más seguía alprimero, daríamos sin dilación los pasos ne-cesarios para terminar con ellos..., lo cual

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podría hacerse con propósito de acabar, sim-plemente, con una molestia, o con cierta anim-osidad o mala fe, considerándolo como... unarepresalia. Ahora bien: ¿a quién, a la vista deello, se debería culpar del hecho, a nosotros oa la cosa que llegó de arriba?

-Es difícil imaginar cualquier clase de in-teligencia que no se resintiera de lo queacabábamos de hacer. Si ésta fuera la únicaprofundidad donde hubo perturbación, nohabría ninguna inteligencia que no se resinti-era; pero éste no es el único lugar, como ustedsabe. Desde luego que no. Así, pues, ese resen-timiento muy natural, ¿qué forma tomará paraque nosotros lo veamos?

-¿Cree usted, realmente, que habrá algunaclase de respuesta? -preguntó Phyllis.

Se encogió de hombros.-Vuelvo a repetir mi hipótesis:

supongamos que alguna acción violentamente

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destructiva descendiera del espacio sobre unade nuestras ciudades. ¿Qué haríamos?

-Bueno, ¿qué podríamos hacer? -preguntó,bastante razonablemente, Phillys.

-Pues lanzaríamos contra ella los mediosmás adecuados para desbaratarla, y con lamayor celeridad posible. No -continuó,moviendo la cabeza-, me temo que la idea defraternidad de Bocker tenga las mismas posib-ilidades de prosperar que la de encontrar unaaguja en un pajar.

Yo creo que eso era tan verosímil comoMallarby decía. De todas formas, si existió al-guna vez alguna probabilidad, había desapare-cido en el momento en que nosotros llegamosa casa.

En cierto modo, y al parecer durante lanoche, el público puso «los puntos sobre lasíes». El experimento poco entusiasta para rep-resentar la bomba de profundidad como unade una serie de pruebas, había fracasado por

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completo. Al vago fatalismo con que fue reci-bido la pérdida del Keweenaw y los otros bar-cos, sucedió una calurosa sensación de violen-cia, una satisfacción de que se había dado elprimer paso hacia la venganza y una demandapara más.

La atmósfera era similar a la de una de-claración de guerra. Los flemáticos y los es-cépticos de ayer se transformaron, de pronto,en férvidos predicadores de una cruzada con-tra la..., bueno, contra lo que quiera que fueseque había tenido la insolente temeridad de in-terferirse en la libertad de los mares. Elacuerdo sobre este punto de vista cardinal fuevirtualmente unánime desde que esa masa deespeculación se irradió en toda dirección, deforma que no sólo las bolas de fuego, sino quecualquier otro fenómeno inexplicable ocurridohacía años, fue atribuido del mismo modo almisterio de las profundidades, o, al menos,relacionado con él.

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La ola de excitación que se extendió a loancho de todo el mundo nos alcanzó cuandonos detuvimos un día en Karachi, de regreso anuestro país. El lugar hervía en cuentos sobreserpientes de mar y visitas del espacio, y eraevidente que, cualesquiera que fuesen las re-stricciones impuestas a Bocker sobre la circu-lación de su teoría, muchos millones de per-sonas habían llegado a una explicación similarpor otros caminos. Esto me dio la idea de tele-fonear a la E.B.C. de Londres para averiguar siBocker estaría decidido ahora a concederme laentrevista.

Me contestaron que otros habían tenido lamisma idea, y que Bocker celebraría una ruedade prensa restringida el miércoles. Como aellos les gustaría que nosotros estuviéramospresentes, nos buscarían invitaciones. Así lohicieron, y llegamos a Londres con un par dehoras de anticipación a la celebración de lamisma.

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A Alastair Bocker se le conocía por sus fo-tografías, pero ellas no le habían hecho jus-ticia. La principal arquitectura facial, con suscualidades de niño de edad mediana más bienllenito, las anchas cejas, el mechón de cabellosgrises echados hacia atrás, la forma de la narizy de la boca, eran familiares; pero las cámarasfotográficas, con su poca habilidad, no habíancaptado la viveza de sus ojos, la movilidadde su boca y de toda la cara, ni su calidadde movimientos semejantes a los de un gor-rión, con lo que su personalidad quedaba mix-tificada.

-Uno de esos crecidos muchachitos tanllenos de inquietudes -observó Phyllis,estudiándole antes que empezara la rueda deprensa.

Durante algunos minutos más, la gentecontinuó llegando y acomodándose; luego,Bocker anduvo hasta la mesa que estaba frentea ellos. La forma en que lo hizo daba a en-

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tender que no había acudido allí para atraersea la gente ni ponerse de acuerdo con ella.

Cuando cesó el murmullo de voces, per-maneció unos instantes mirándonos fijamente.A continuación, empezó a hablar, sin apuntesni notas.

-No creo en absoluto que esta reunióntenga utilidad alguna -dijo-. No obstante,como yo no la he solicitado, no me interesa sitengo o no tengo buena prensa...

Hizo una pausa.-Hace un par de años, habría agradecido la

oportunidad de esta publicidad. Hace un añointenté obtenerla, aunque mis esperanzas deque nosotros fuésemos capaces de desviar elprobable curso de los acontecimientos no eran,aun entonces, más que ligerísimas. Encuentroen cierto modo irónico, de todas formas, queustedes me honren de este modo ahora que di-chas esperanzas han desaparecido.

Hizo otra pausa.

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-Tal vez haya llegado a ustedes una ver-sión de mis argumentos, verosímilmente unaversión mixtificada; pero trataré de resumirlosahora, con el fin de que sepamos, al menos, delo que estamos hablando.

El resumen difirió poco de la versión quenosotros conocíamos ya. Al final, hizo unanueva pausa.

-Ahora, espero sus preguntas, señores -dijo.

A tanto tiempo de distancia, no puedo pre-tender recordar qué preguntas se hicieron niquiénes las hicieron; pero sí recuerdo que lasprimeras preguntas, de una fatuidad abru-madora, fueron barridas con gran agudeza. Acontinuación, alguien preguntó:

-Doctor Bocker, creo recordar que, origin-ariamente, hizo usted algunos juegos delib-erados con la palabara «inmigración»; perosólo ahora habla usted de «invasión». ¿Hacambiado de idea?

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-Me la han hecho cambiar -respondióBocker-. Por cuanto yo sé, tal vez hubiesesido, en intención, una inmigración pacíficasolamente..., pero la prueba es que eso no esasí ahora.

-Por tanto -dijo alguien-, lo que usted nosestá repitiendo es nuestra vieja cantilena: que,al fin, estallará la guerra interplanetaria.

-Sí, puede ser expuesto así,... por los fac-ciosos -dijo Bocker, tranquilo-. Es, con todaseguridad, una invasión... y desde algún lugardesconocido, ignorado.

Hubo otra pausa.-Casi igualmente notable -continuó- es el

hecho de que en este mundo buscador desensaciones haya conseguido, por lo que es,sentar plaza casi irreconocida. Es sólo ahora,varios años después de su período inicial,cuando empieza a ser tomada en serio.

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-De todas formas, a mí no me parece,ahora, que sea una invasión interplanetaria -observó una voz.

-Eso podría atribuirlo a dos causas princip-ales -dijo Bocker-. Primero: constipación de laimaginación; segundo, influencia del difuntomíster H. G. Wells.

Echó una mirada a su alrededor.-Uno de los inconvenientes de los es-

critores clásicos -continuó- es que imponen unmodelo de pensamiento. Todo el mundo loslee, resultando de ello que todo el mundo creeque conoce exactamente no sólo la forma enque debe realizarse una invasión interplanet-aria, sino también cómo debe llevarse a cabo.Si un misterioso cilindro cayese en estos mo-mentos, mañana, en las cercanías de Londreso de Washington, todos reconoceríamos en élinmediatamente un objeto propicio a sembrarla alarma. Parece haberse olvidado que místerWells utilizó simplemente uno de los numer-

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osos inventos que pudo emplear para una obrade ficción; así, pues, puede señalarse que nopretendió sentar una ley para la dirección decampañas interplanetarias. Y el hecho de quesu elección permanezca como el único pro-totipo del lance en tantas mentes es el mejorelogio a su destreza en escribir lo que está enel pensamiento de todas esas mentes calenturi-entas.

Otra pausa.-Existe gran variedad de invasiones contra

las que no serviría para nada llamar a los mari-nos. Algunas de ellas serían más difíciles dedetener que la de los marcianos de místerWells. Y aún quedaría por ver si las armas quepudiéramos emplear para hacerles frente ser-ían más o menos eficaces que las imaginadaspor él.

Alguien señaló:-Perfectamente. Aceptamos, como tema de

discusión, que esto sea una invasión. Ahora bi-

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en: ¿podría usted decirnos por qué hemos sidoinvadidos?

Bocker le miró durante un buen rato;luego, contestó:

-Supongo que ese «¿por qué?» fue el gritode todos los países que fueron invadidos a lolargo de la Historia.

-Pero debe de haber una razón -musitó elque interrogaba.

-¿Debe de haber?... Bueno, supongo quedebe de haberla en el más amplio sentido dela palabra. Pero de eso no se deduce que hayauna razón que debamos comprender, aunquela sepamos. No creo que los americanos prim-itivos comprendieran mucho las razones quetenían los españoles para invadirlos... En real-idad, lo que usted está preguntando es que yodebería explicar a ustedes los motivos que an-iman a cierta forma de inteligencia demen-cial. Modestamente, debo declinar el honor dehacer un loco de mí mismo. La forma de

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averiguar, aunque no la de comprender tal vez,hubiera sido entrar en comunicación con esascosas de nuestras profundidades. Pero si al-guna vez existió la posibilidad de hacerlo, metemo que ahora hayamos perdido ya la ocasiónde conseguirlo.

El interrogador no se quedó satisfecho coneso.

-Pero si no podemos asignar una razón -dijo-, entonces con toda seguridad, todo elasunto se convierte en algo que se diferenciamuy poco de un desastre natural..., algo seme-jante, digamos, a un terremoto o a un ciclón...

-Bastante cierto -estuvo de acuerdoBocker-. ¿Y por qué no? Supongo que esjustamente así como el pájaro se parece al in-secto. Para el vulgo, envuelto en una granguerra, tampoco existe mucha diferencia entreeso y un desastre natural. Sé que todos ustedeshan enseñado a sus lectores a esperar explica-ciones supersimplificadas de todo, sin excluir

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al mismo Dios, en palabras de una sola sílaba;así, la cosa va adelante, y satisface su in-clinación por la sabiduría. Nadie les puedecontradecir a ustedes. Pero si intentan col-garme sus explicaciones, les demandaré.

Pausa.-Iré aún más lejos: sólo puedo creer en dos

motivos humanos para la emigración a travésdel espacio, y, si fuera posible, en cualquierescala: uno sería la simple expansión y el en-grandecimiento; el otro, huir de las intoler-ables condiciones del planeta humano. Peroesas «cosas» de las profundidades no son, contoda seguridad, humanas, sean las que fueren;de todas formas, sus razones y motivos puedenser similares a los motivos humanos, aunquees mucho más verosímil que no lo sean.

Hizo otra pausa, mirando de nuevo entorno suyo.

-Escuchen: este «¿por qué?» es un gestoinútil de respiración. Si nosotros tuviéramos

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que ir a otro planeta, y la población que en-contráramos allí nos recibiera a bombazos, el«¿por qué?» de nuestra ida allí no tendría nin-guna importancia; sencillamente determin-aríamos que, si no dábamos los pasos necesari-os para detenerlos en su ataque, nos exterm-inarían. Y, posiblemente, hemos hecho algoparecido con esas «cosas» de las profundid-ades... La fuerza de la vida, de cualquier formaque se la considere, debe ser, colectiva o indi-vidualmente, la voluntad de sobrevivir, o muypronto dejaría de ser.

-Entonces esto, según su opinión definit-iva, ¿es una invasión hostil? -preguntó al-guien.

Bocker le miró con interés.-Mire, no hay que sacar las cosas de qui-

cio. Lo que yo digo es que esto es una in-vasión, que es hostil ahora; pero que, de in-tento, no ha debido ser hostil... Y ahora -terminó-, todo cuanto les pido a ustedes es que

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convenzan a sus lectores que esto no es unabroma, sino un asunto muy serio... Claro quehasta donde se lo permitan la política editorialy propietaria.

Lo que sucedió en realidad fue que casi to-dos los periodistas presentaron a Bocker comoun excéntrico, subrayado con el siguientecomentario: «Es lo que uno sería capaz decreer si también fuese un excéntrico... Claroque uno no lo es: uno es hombre sensible...».

Existían indicios de que el espectáculo noera accidental. El público se hallaba en un es-tado que hubiese admitido todo, pero habíasedesperdiciado la oportunidad de explorar lasituación. No; hasta el momento no ocurríanada sensacional que interrumpiese elapaciguado proceso.

Luego, gradualmente, surgió una sensa-ción de que ésta no era en absoluto la formaen que se había esperado una guerra interplan-etaria. Por supuesto, de ahí a decidir que los

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culpables eran los rusos no había más que unpaso.

Los rusos, dentro de su dictadura, siempreeran dados a sospechar de los beligerantescapitalistas. Cuando los rumores de la nocióninterplanetaria consiguiese de algún modo at-ravesar el telón de acero, se apresurarían a de-clarar que: a) todo aquello era mentira: sóloera una pantalla verbal de humo para encubrirlos preparativos de los fabricantes de arma-mentos; b) que era verdad, y los capitalistas,fieles a su conducta, habían atacado inmedi-atamente a los no sospechosos extranjeros conbombas atómicas; c) que fuera verdad o no,la U.R.S.S. lucharía denodadamente por la pazcon todas las armas que poseía, excepto lasbacterias.

El balanceo continuaba. Se oía decir a lagente:

-¡Oh!... ¿Esa tontería interplanetaria? Nome importa decirle a usted que, durante algún

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tiempo, me obsesionó; pero, naturalmente,¡cuando ahora se empieza a pensar en ello!...¿Asombrarse de que sea, realmente, un juegode los rusos?... Tendría que haber sido algomuy grande para que se emplease contra ellolas bombas atómicas...

Así, pues, en un plazo de tiempo muybreve quedó establecido el status quo ante bel-lum hypotheticum, y nosotros regresamos a lacomprensible base familiar de sospecha inter-nacional. El único resultado duradero fue queel seguro marino subió un uno por ciento.

Un par de semanas después celebramosuna pequeña reunión con comida. El capitánWinters se sentó a la derecha de Phyllis.Parecían estar en excelentes relaciones. Mástarde, en la intimidad de nuestro dormitorio,inquirí:

-Si no tienes demasiado sueño, podríamoshablar. ¿Qué te contó el capitán?

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-¡Oh!, muchas cosas agradables. Creo quetiene sangre irlandesa.

-Bueno; pero, pasando a las cosas real-mente interesantes que ocurren por el mundo...-continué impaciente.

-No fue muy locuaz, pero lo que me contóno era nada estimulante. Algunas cosas erandemasiado horribles.

-Cuéntame.-Bueno, la situación principal no parece

haber cambiado mucho en la superficie; pero,respecto a lo que está ocurriendo «abajo», semuestran cada vez más preocupados, más alar-mados. No me dijo que, actualmente, la invest-igación no había hecho progresos; pero lo quedijo lo daba a entender.

Hizo una pausa.-Por ejemplo, dijo que las bombas atóm-

icas se habían desechado, por el momento almenos. Pueden utilizarse en lugares aisladossolamente, y, aun así, la radiactividad se pro-

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paga fantásticamente. Los expertos en ictiolo-gía de ambos lados del Atlántico han puesto elgrito en el cielo, porque dicen que es debidoa los bombardeos el que ciertas manadas depeces hayan desaparecido de sus lugares acos-tumbrados. Maldicen las bombas por trastor-nar la ecología, en cualquiera de sus ramas,y afectar a las corrientes migratorias. Sin em-bargo, algunos de los ellos dicen que la fechano es suficiente para estar absolutamente se-guros de que sean las bombas quienes han cau-sado tal trastorno; pero algo tiene que haberseguramente, y eso puede causar gravestrastornos alimentarios. Así, pues, como nadieparece estar completamente convencido deque las bombas hayan cumplido la misión quetodos esperábamos y, en cambio, han matadoy espantado peces en grandes cantidades, sehan hecho impopulares... Y hay algo más: dosde esas bombas que lanzaron a las profundid-ades han desaparecido.

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-¡Oh! -exclamé-. ¿Y qué inferimos de ello?-No sé. Pero los tiene muy preocupados,

muy alarmados. Escucha: la forma en que op-eran es a base de una profundidad dada, formasencilla y muy segura.

-¿Quiere eso decir que las bombas no hanalcanzado nunca la verdadera zona depresión?... ¿Qué se han quedado enganchadasen alguna parte mientras descendían?

Phyllis asintió.-Y eso hace que se muestren extremada-

mente ansiosos.-Además, es incomprensible. No me sen-

tiría muy tranquilo si hubiese perdido un parde bombas en perfecto uso -admití-. ¿Quémás?

-Han desaparecido inexplicablemente tresnavios de los que se dedican a la reparación decables. Uno de ellos fue silenciado en mitadde un mensaje radiado. Se sabía que estaba, en

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aquellos momentos, extrayendo un cable de-fectuoso.

-¿Cuándo ocurrió eso?-Hace seis meses, uno; hace tres semanas,

otro, y el tercero, la semana pasada.-¿No pudieron hacer nada para evitarlo?-No pudieron..., aunque todo el mundo es-

tá seguro de que lo intentaron.-¿No hubo supervivientes para contar lo

ocurrido? -No.Al cabo de un rato pregunté:-¿Algo más?-Déjame pensar... ¡Oh, sí! Están tratando

de poner en práctica una especie de missil deprofundidad dirigido que será altamente ex-plosivo, aunque no atómico. Pero aún no hanhecho las pruebas.

Volvía a mirarla con admiración.-Eso es magnífico, darling. Eres una ver-

dadera Mata Hari.Phyllis ignoró la ironía.

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-Lo más importante de todo es que me daráuna tarjeta de presentación para el doctor Mat-et, el oceanógrafo.

Se puso en pie.-Pero, darling, la Sociedad Oceanográfica

ha amenazado más o menos con la ex-comunión a todo aquel que trate con nosotrosdespués del último relato que hicimos... Esoforma parte de su línea anti-Bocker.

-Bueno. Pero resulta que el doctor Matet esamigo del capitán. Ha visto sus mapas sobrelas incidencias de los globos de fuego, y es unmedio convencido. De cualquier forma, noso-tros no somos unos hinchas de Bocker, ¿ver-dad?

-Lo que nosotros creemos que somos noes necesario que lo crean otras personas. Sinembargo, si él lo desea... ¿cuándo podremosverle?

-Espero verle dentro de pocos días,darling.

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-¿No crees que yo debería?-No. Pero sería estupendo por tu parte que

confiaras en mí.-Sin embargo...-No. Y me parece que ya es hora de que

nos vayamos a la cama -dijo Phyllis, firm-emente.

El comienzo de la entrevista de Phyllis fue,según informó, casi normal.

-¿La E.B.C.? -dijo el doctor Matet,alzando las cejas, como si fueran dos tapas deminiaturas-. Creí que el capitán Winters habíadicho la B.B.C.

Era un hombre de cara ancha, casi barbil-ampiño, que daba a su cabeza el aspecto depertenecer a una cara mucho más ancha aún.Su atezada frente era alta, y muy pulimen-tada hasta la coronilla. Según dijo Phyllis, leprodujo la impresión de ser sobresaliente.

Ella suspiró para sí, comenzando la rutin-aria explicación sobre la existencia de la Eng-

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lish Broadcasting Company, manejándole contacto hasta que consiguió llevarle a la posi-ción desde donde nos considerase como per-sonas suficientemente amables que se esfuerz-an por superar las desventajas de ser consid-eradas como oráculo ligeramente de segundaclase. Luego, tras aclararle que cualquier ma-terial que pudiera suministrarnos permanecer-ía en el más absoluto anonimato, se hizo máslocuaz.

Lo malo fue, desde el punto de vista dePhyllis, que se expresó en un estilo completa-mente académico, empleando innumerablespalabras raras y ejemplos que ella tuvo que in-terpretar lo mejor que pudo. En resumen, loque quiso decir fue lo siguiente:

Hacía un año se empezó a informar sobreciertas alteraciones de color (decoloración) enlas corrientes de cierto océano. La primera ob-servación de esta clase se había efectuado en lacorriente de Kuroshio, en el Pacífico Norte...

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Se trataba de una suciedad desacostumbradaque flotaba hacia el noroeste y que se hacíamenos visible a medida que se ensanchaba a lolargo del West Wind Drift, hasta que ya no eraperceptible a simple vista.

-Se cogieron muestras y se enviaron parasu examen, por supuesto, ¿y qué cree ustedque resultó ser esa alteración de color, esa de-coloración? -preguntó el doctor Matet.

Phyllis le miró, mostrando enorme expec-tación.

-Principalmente, limo radiolariano, perocon un apreciable porcentaje de limo diat-omáceo.

-¡Qué cosa tan notable! -exclamó Phyllis,con seguridad en sí-. ¿Y qué cosa en el mundoproduciría un resultado semejante?

-¡Ah! Ésa es la cuestión -respondió el doc-tor Matet-. Una perturbación en una escalatan notable... Sin embargo, en muestras toma-das al otro lado del océano, a lo largo de la

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costa de California, siempre hubo gran im-pregnación de ambos limos.

Y continuó, continuó, hasta que Phyllisconsiguió, al fin, interrumpirle.

-Lo cual quiere decir que algo, no sólo fue,sino que aún es, que aún está allí abajo, ¿no?

-Sí, algo -respondió, de acuerdo con ellay mirándola fijamente. Luego, descendiendorápidamente a la lengua vernácula, añadió-:Pero, para ser sincero con usted, solamenteDios sabe lo que es.

-Demasiada geografía -dijo Phyllis-, y de-masiada oceanografía, y demasiada batio-grafía: demasiado de todas las «ografías».Afortunadamente, escapé de la ictiología.

-Cuéntame -dije.Ella contó todo, con notas.-Y me gustaría saber -concluyó- qué es-

critor sería capaz de hacer un relato con todoesto.

-¡Hum! -dije.

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-No hay «¡hum!» que valga. Cualquier«ógrafo» daría una charla sobre esto para per-sonas pasmadas y concienzudas; pero, aunquefuera inteligible, ¿dónde las conseguiría?

-Ésa es siempre la clave de la cuestión -observé-. Sin embargo, poco a poco van re-uniéndose los trozos. Éste es otro trozo. Detodas formas, tú, en realidad, no crees quevolverás allá con ellos para completar tu re-lato, ¿verdad? ¿No te sugirió el doctor cómopodría encadenarse esto con el resto?

-No. Le dije que era muy extraño que todopareciese haber sucedido últimamente en laspartes más inaccesibles del océano, y unascuantas cosas más por el estilo; pero no soltóprenda. Estuvo muy cauto. Creo que, en elfondo, lamentaba haberme concedido la en-trevista; por eso se limitó a hechos comprob-ables. Nada halagador... por lo menos en laprimera reunión. Admitió que podía compro-

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meter su reputación de la misma forma que lahabía comprometido Bocker.

-Escucha -dije-: Bocker tiene que haberseenterado de todo eso tan pronto como cu-alquier otro. Debe tener sus puntos de vistasobre ello, y es muy probable que esté tratandode averiguar qué hacen ellos. Su selecta ruedade prensa, a la que nosotros asistimos, pudoser muy bien una presentación. Podemosaprovecharnos de ello.

-Ten en cuenta que, después, se mostrómuy esquivo -dijo Phyllis-. En realidad, nadatuvo de sorprendente. Sin embargo, nosotrosno nos encontramos entre los que le atizaronpúblicamente... En verdad, fuimos muy objet-ivos.

-Echemos a suerte a ver quién de nosotrosle telefoneará -ofrecí.

-Le telefonearé yo.Así, pues, me recliné en mi sillón y es-

cuché cómo Phyllis se las componía para

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aclarar al teléfono que ella pertenecía a laE.B.C.

He de decir en favor de Bocker que, ha-biendo expuesto ampliamente una teoría, dela que se hizo solidario, no había retrocedidoni un paso cuando se dio cuenta de que eraimpopular. Al mismo tiempo, no quiso verseenvuelto en controversias de mayor alcance.Hizo esta aclaración cuando nos reunimos conél.

Nos miró fijamente, con la cabeza ladeada,el mechón de pelo gris cayéndole ligeramentehacia adelante y las manos con los dedos en-trecruzados. Asentía meditativo, y, a continua-ción, dijo:

-Ustedes necesitan de mí una teoría porquenada puede explicarles este fenómeno. Per-fectamente: tendrán una. No creo que laacepten; pero si hacen algún empleo de ella,les ruego que lo hagan anónimamente. Cuandola gente acuda de nuevo a mí, yo estaré dis-

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puesto; pero ahora prefiero que mi nombre nose haga público en ningún reportaje sensacion-al... ¿Está claro?

Asentimos. Estábamos acostumbrándonosa este deseo general hacia el anonimato.

-Lo que nosotros tratamos de hacer -ex-plicó Phyllis- es colocar en su sitio todas laspiezas de un rompecabezas. Si usted puede ay-udarnos a poner en el lugar adecuado algunade ellas, se lo agradeceríamos eternamente. Si,por otra parte, usted cree que no debemos darpublicidad a su nombre..., bueno, ése es asuntosuyo.

-Exactamente. Bien. Ustedes ya conocenmi teoría sobre el origen de las inteligenciasde las profundidades marinas; así, pues, novolveremos sobre el asunto. Nos enfrentare-mos con el actual estado de cosas. Según miopinión, ocurre lo siguiente: habiéndoseasentado en el lugar más conveniente para el-los, estas criaturas creían que podrían desen-

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volverse en ese lugar de acuerdo con sus ideassobre lo que constituye una conveniente, or-denada y eventualmente condición civilizada.Están, ¿comprende?, en la situación de...,bueno, no: actualmente son pioneros, coloni-alistas. Una vez que llegaron sanos y salvos,se asentaron, improvisando y explorando sunuevo territorio. Lo que tenemos queaveriguar son los resultados de su incipientetrabajo en la tarea.

-¿Qué están haciendo? -pregunté.Se encogió de hombros.-¿Cómo sería posible decirlo? Pero, a

juzgar por la forma en que los hemos recibido,hay que imaginarse que su primera labor seráproveerse de alguna forma de defensa contranosotros. Por tal motivo, necesitan, presum-iblemente, metales. Sugiero a ustedes, por miparte, que en algún sitio de las profundidadesde Mindanao Trench y también en algunaparte de las profundidades del sureste de

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Cocos-Keeling Basin, encontraríamos, sipudiéramos llegar hasta allí, que se están real-izando excavaciones, en progreso actual-mente.

Vislumbré la razón de su demanda de an-onimato.

-Bueno, pero... ¿trabajar los metales en se-mejantes condiciones? -insinué.

-¿Cómo podemos adivinar la técnica queellos desarrollan? Nosotros mismos estamosplagados de técnicos que hacen cosas que alprincipio pudieron parecer imposibles en unapresión atmosférica de ocho kilogramos porcentímetro cuadrado; también existen cosasinverosímiles que podemos hacer debajo delagua.

-Pero cuando la presión se mide por tone-ladas, la oscuridad es continua y... -empecé adecir, pero Phyllis me interrumpió con esa de-cisión que me obligaba a callar y a no discutir.

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-Doctor Bocker, hace un instante indicóusted dos profundidades -dijo-. ¿Por qué lohizo?

Se volvió hacia ella.-Porque ésa me parece la única explicación

razonable donde pueden incluirse ambas.Puede ser, como míster Holmes hizo observaruna vez al ilustre tocayo de su marido, «unerror capital teorizar antes que se tenga unafecha»; pero es un suicidio mental em-ponzoñar la fecha que uno tiene. No sé nada,no puedo imaginar nada que pueda producirel efecto de que el doctor Matet hablaba, ex-cepto alguna máquina excesivamente potentepara las continuas excavaciones.

-Pero -respondí con poca firmeza, porqueya estaba molesto y cansado de verme anuladopor el fantasma de míster Holmes-, si estánhaciendo excavaciones, como usted sugiere,¿por qué se debe la decoloración al limo y noa la arenilla?

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-Bueno, en primer lugar habrán tenido queextraer gran cantidad de limo antes de alcanzarla piedra; inmensos depósitos, lo más veros-ímil. En segundo lugar, la densidad del limo espoco mayor que la del agua, mientras que laarenilla, por ser más pesada, se posaría durantemucho tiempo en el fondo antes de alcanzar,por muy fina que fuera, alguna porción cer-cana a la superficie.

Antes que pudiera proceder contra eso,Phyllis me cortó de nuevo.

-¿Qué hay respecto a otros lugares? -preguntó-. ¿Por qué mencionó usted sola-mente esos dos, doctor?

-No sé si en otros lugares habrá habidotambién excavaciones; pero sospecho que, porsus situaciones, pudieran tener otros propósi-tos.

-¿Cuáles? -preguntó rápidamente Phyllis,mirándole con expectación muy juvenil.

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-Comunicaciones, sospecho. Por ejemplo,el área donde empezó a surgir la decoloraciónen el Atlántico ecuatorial, aunque a bastanteprofundidad, se une con el Romanche Trench.Es una especie de garganta a través de lasmontañas sumergidas del Atlántico Rigde.Ahora bien: cuando se considera el hecho deque forma el único enlace profundo entre elAtlántico este y el Atlántico oeste, parecenalgo más que una coincidencia esas señales deactividad que aparecen allí. En efecto, ello mesugiere fuertemente que algo de abajo no estáa gusto con el estado natural de ese Trench. Esabsolutamente verosímil que esté bloqueadoen algunos sitios a causa de derrumbamientosde piedras. Puede ser que, en algunos lugares,sea estrecho y difícil; y es casi seguro de que,si existiera propósito de utilizarlo, fuera con-veniente limpiarlo del limo depositado sóli-damente abajo. No lo sé, claro está; pero elhecho de que algo está afincándose, sin duda

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alguna, en ese estratégico Trench, me conducea pensar que, indudablemente, lo que está alláabajo se halla dispuesto a perfeccionar susmétodos para poder moverse en las profundid-ades..., de la misma forma que nosotros hemosperfeccionado los nuestros para movernossobre la superficie.

Hubo una pausa mientras meditábamossobre ello y sus implicaciones. Phyllis habló laprimera.

-Bueno..., ¿y el otro lugar de que ustedhabló primero..., el del Caribe..., el que está aloeste de Guatemala?

El doctor Bocker nos ofreció cigarrillos,encendiendo el suyo.

-Bueno -respondió reclinándose en unsillón-, ¿no creen ustedes posible que un túnelque comunicara las profundidades de amboslados del istmo ofrecería a un ser de las pro-fundidades ventajas casi idénticas a las obten-

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idas por nosotros de la existencia del canal dePanamá?

La gente puede decir lo que guste de Bock-er; pero nunca puede pretender, verídica-mente, que el alcance de sus ideas sea medianoo nulo. Es más: nadie ha demostrado hastaahora que esté equivocado. Su principal de-fecto está en que él, corrientemente, exponíaunos hechos tan amplios y tan poco digeriblesque se le quedaban a uno atragantados en elgañote... hasta en el mío, y eso que yo podríacalificarme como hombre de enormestragaderas. Esto tuvo, no obstante, una reflex-ión subsiguiente. En el clima de la entrevista,yo estuve ocupado principalmente en tratar deconvencerme de que él quería decir, real-mente, lo que decía, no encontrando más quemi propia resistencia para sugerir lo contrario.

Antes de marcharnos, nos dijo otra cosaque también nos dio que pensar.

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-Puesto que ustedes están al tanto delasunto, ¿habrán oído hablar de que desapare-cieron dos bombas atómicas?

Le contesté que sí.-¿Y han oído hablar también de que ayer

hubo una explosión atómica inesperada?-No. ¿Fue una de ellas? -preguntó Phyllis.-Así quisiera creerlo..., porque me mole-

staría mucho tener que pensar que pudiera serotra cualquiera -contestó-. Pero lo extraño esque, a pesar de que una de ellas se perdió enlas islas Aleutianas y la otra en el proceso dedar otra sacudida a las aguas del MindanaoTrench, la explosión tuvo lugar no lejos deGuam..., a más de dos mil kilómetros deMindanao.

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FASE 2

A la mañana siguiente hicimos una salidatemprana. El coche, completamente cargado,había permanecido fuera toda la noche, ynosotros nos marchamos pocos minutos des-pués de las cinco, con la intención de salvarel mayor número posible de kilómetros desdela región meridional inglesa antes que las car-reteras se hiciesen intransitables. Había unadistancia de quinientos veinte coma ocho kiló-metros (cuando no «coma nueve» o «comasiete») hasta la puerta del chalé que Phyllishabía comprado con el pequeño legado que lehabía dejado como herencia su tía Helen.

Yo era partidario de haber comprado unchalé a más de mil kilómetros de Londres;pero era a la tía de Phyllis a quien iba a con-memorarse con lo que ahora era el dinero dePhyllis. Así, pues, nos convertimos en propi-

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etarios de Rose Cottage, Penllyn, Nr. Con-stantine, Cornwall, teléfono número Navasgan333. Era un chalé con cinco habitaciones, depiedra gris, situado en la ladera de una colinallena de brezos, azotado por el viento delsudeste, con el tejado del más puro estiloCornish. Por delante de nosotros veíamosdeslizarse el río Heldord, y más allá, haciael Li-zard, veíamos por las noches las lucesdel faro. A la izquierda, se divisaba un panor-ama costero que se extendía al otro lado de labahía de Falmouth, y si recorríamos unos cienmetros hacia adelante y nos situábamos en laladera del cerro que nos protegía de los vien-tos del sudoeste, podíamos ver, a través de labahía de Mount, hasta las islas Scillus, y, másallá, el infinito Atlántico. Falmouth, doce kiló-metros; Helston, diecisiete kilómetros; eleva-ción novecientos noventa y seis metros sobreel nivel del mar.

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Lo utilizábamos como una especie de refu-gio. Cuando teníamos entre manos bastantesasuntos que resolver e ideas que interpretar,íbamos allí por una temporada. Regularmente,unas cuantas semanas, durante las cuales nodábamos reposo a la pluma ni a la máquinade escribir; pero todo lo hacíamos con agradoy sin que nadie nos perturbara. Luego, re-gresábamos a Londres por cierto tiempo, real-izábamos nuestras compras, visitábamos anuestros amigos, recogíamos nuestro trabajoy, cuando ya habíamos acumulado una buenatarea, volvíamos al chalé a emprender denuevo nuestra labor, o bien solamente con elpropósito de concedernos unas vacaciones.

Aquella mañana realicé el recorrido en unbuen espacio de tiempo. No eran más de lasocho y media cuando separé de mi hombro lacabeza de Phyllis y la desperté anunciándole:

-El desayuno, querida.

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Sin estar aún despierta del todo, la dejépara ir a comprar unos periódicos. Cuando re-gresé, ya estaba levantada y había empezadoa preparar el desayuno. Tenía casi hecha lapapilla. Le entregué su periódico y yo me pusea leer el mío. La primera página de ambos di-arios estaba ocupada por un título en grandescaracteres que anunciaba un desastre marí-timo. Que esto fuera así, cuando se trataba deun barco japonés, sugería que había pocas no-ticias de otra clase.

Eché una ojeada al artículo que se insert-aba debajo de la fotografía del barco hundido.De él deduje que el mercante japonés Yat-sushiro, que hace el recorrido de Nagasaki aAmboina, en las Molucas, se había hundido.De las setecientas personas que iban a bordo,solamente se habían encontrado cinco.

Sin embargo, antes que yo terminara deleer esta noticia, Phyllis me interrumpió conuna exclamación. La miré. Su periódico no

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insertaba la fotografía del barco; en cambio,publicaba un pequeño gráfico de la zonadonde había ocurrido el hundimiento, y ellamiraba con ansiedad, intentando descifrarlo, elsitio marcado con una X.

-¿Qué pasa? -pregunté.Phyllis puso el dedo sobre el mapa.-Hablando de memoria, y suponiendo

siempre que la cruz haya sido puesta por al-guien que sabe lo que se hace -dijo-, ¿no estásituado el escenario de este hundimiento muypróximo a nuestro viejo amigo el MindanaoTrench?

Observé el gráfico, tratando de recordar laconfiguración de aquella parte del océano.

-No puede estar muy lejos -convine.Volví a mi periódico y leí el relato con más

detenimiento ahora.«Mujeres -al parecer- gritaban cuando...»«Mujeres sacadas de sus camarotes dur-

ante la noche.»

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«Mujeres, con los ojos desorbitados por elterror, agarradas a sus hijos...»

«Mujeres...» «Mujeres» cuando «la muerteataca en silencio al dormido barco.»

Cuando se hubo barrido toda esta jeri-gonza femenil y se puso a un lado todo elrepertorio de frases apropiadas para catástro-fes marinas de la Oficina de Londres, quedó aldescubierto el esqueleto de un escueto mensa-je de agencia..., tan escueto que, por un in-stante, me pregunté por qué dos periódicosde categoría habían decidido ampliarlo exce-sivamente, cuando pudo darse en pocas líneas.Luego, percibí el verdadero ángulo misteriosoque permanecía sumergido entre la dramáticafonética: era que el Yatsushiro se había hun-dido como una piedra, sin dar la voz de alarmay sin que se supiera la razón.

Más adelante conseguí proporcionarmeuna copia de ese mensaje, encontrando su ri-gidez mucho más alarmante y dramática que

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lo de «mujeres sacadas de sus camarotes dur-ante la noche». No hubo mucho tiempo paraeso, no. Después de dar noticias particularessobre la hora, el lugar, etc., el mensaje con-cluía lacónicamente:

«...tiempo espléndido; sin choque, sin ex-plosión; causas desconocidas. Menos de unminuto de alarma antes de hundirse. Propiet-arios declaran ignorancia absoluta».

Así, pues, no pudo haber muchos gritos enla noche. Esas infortunadas japonesas, y tam-bién los japoneses, tuvieron tiempo de desper-tarse y, acaso también, algún tiempo de pre-guntarse qué pasaba, aún aturdidas por elsueño; pero inmediatamente el agua los inun-dó: no hubo gritos, sólo unas cuantas burbujasmientras se hundían, se hundían, se hundían,encerrados en su ataúd de diecinueve mil tone-ladas.

Cuando terminé la lectura, levanté la vista.Phyllis estaba mirándome, con la barbilla

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apoyada en la mano, a través de la mesa dondedesayunábamos. Durante un rato, ninguno delos dos hablamos. Luego, ella dijo:

-Dice aquí: «...en una de las partes másprofundas del océano Pacífico». ¿Crees túMike, que esto pudo suceder tan pronto?

Dudé.-Es difícil decirlo. Evidentemente, este

mensaje es tan sintético... Si eso duró, en real-idad, un minuto solo... No, suspendo todo jui-cio, Phyllis. Mañana veremos The Times yaveriguaremos lo que sucedió en realidad..., sies que alguien lo sabe.

Montamos en el coche, tardando muchotiempo en llegar porque las carreteras estabanllenas; nos detuvimos a comer, como de cos-tumbre, en el pequeño hotel de Dartmoor, y,al fin, llegamos a última hora de la tarde...Esta vez, quinientos treinta y siete coma seis.Teníamos hambre y sueño otra vez, y aunqueyo procuré recordar, cuando telefoneé a Lon-

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dres, que me enviaran los recortes sobre elhundimiento, la catástrofe del Yatsushiro, enla otra parte del mundo, parecía tan lejos de in-teresar a los dueños de un pequeño chalé grisde Cornwall como la pérdida del Titanio.

Al día siguiente, The Times publicó lacatástrofe con suma cautela, dando la sensa-ción de que los redactores no querían exceder-se para que, en cierto modo, no se alarmaransus lectores. No ocurrió lo mismo con laprimera colección de recortes que llegó anuestro poder a la tarde siguiente. Los pusimosentre nosotros y los estudiamos con detenimi-ento. Los datos eran evidentemente escasos, ylos comentarios curiosamente similares.

-Todo posee una fuerte dosis de aturrul-lamiento -dije cuando terminamos deexaminarlos-. Y nada puede sorprendernos alver el espanto que producirían las breves vo-ces de alarma.

Phyllis dijo con frialdad:

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-Mike, esto no es un juego, ¿verdad?Después de todo, se ha hundido un barcogrande y se han ahogado setecientos infelices.Es algo terrible. Anoche soñé que yo estabaencerrada en uno de esos pequeños camarotescuando el agua penetró impetuosamente en el-los.

-Ayer... -empecé a decir, pero me callé.Había estado a punto de decir que Phyllis

había vertido una olla de agua hirviendo sobreun agujero con el fin de matar a más de sete-cientas hormigas, pero lo pensé mejor.

-Ayer -corregí- murieron muchas personasen accidente de carretera, y muchas más mori-rán hoy.

-No comprendo qué tiene eso que ver conlo que estamos tratando -me respondió.

Tenía razón. No era una corrección muyaceptable, pero no hubiera sido momentooportuno de hablar de una amenaza, de las

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hormigas, en la que solamente nosotrospodíamos creer.

-Nosotros nos hemos acostumbrado -dije-a la idea de que la mejor forma de morir esen la cama... y a una edad aceptable. Y es unaequivocación. Normalmente, la muerte paratoda criatura humana llega de pronto. La...

Pero tampoco era eso lo que había que de-cir. Phyllis se alejó, caminando con esos pasi-tos breves que ella empleaba y afianzando lostacones.

Yo me sentía incómodo, molesto también;pero, en el fondo, me daba lo mismo.

Más tarde la encontré mirando por laventana del cuarto de estar. Desde donde ellaestaba se veía un panorama de mar azul que seextendía hasta el horizonte.

-Mike -me dijo-, siento lo de esta mañana.Ese asunto..., lo del barco que se hundió deforma tan rara..., me sacó de quicio. Hastaahora, todo esto no ha sido más que un juego

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de adivinanzas, un rompecabezas. Fue espan-toso que se perdiera el batiscopio de los infe-lices Weismann y Trant, así como la pérdidade los navios de la Armada. Pero esto, queun gran barco mercante, lleno de hombres,mujeres y niños vulgares y sencillos, dormidostranquilamente, sea hundido en pocos segun-dos, en mitad de la noche..., bueno..., pareceponerse repentinamente en una categoríadiferente. De cualquier forma, es algo de clasedistinta, en cierto modo. ¿Te das cuenta de loque quiero decir? La tripulación de los navi-os de la Armada está formada por hombresque siempre están en peligro al realizar su tra-bajo... Pero estas personas que iban en el mer-cante no tenían nada que ver con el asunto.Eso me produce la impresión de que las cosasque, hipotéticamente, trabajan en las pro-fundidades, cosas en las que apenas creía, peroque ahora hacen acto de presencia brusca-mente, se han convertido en horrible realidad.

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No me gusta eso, Mike. De pronto he comen-zado a tener miedo, y no sé realmente por qué.

Me acerqué a ella y la abracé.-Sé lo que quieres decir -dije-. Creo que es

parte de ello. No hay que dejar que la cosa nosabrume.

Ella volvió la cabeza.-¿Parte de qué? -preguntó, extrañada.-Parte del proceso que estamos viviendo:

la reacción instintiva. La idea de una inteli-gencia demente es intolerable para nosotros.Tenemos que odiarla y temerla. No podemosevitarlo. Nuestra propia inteligencia, cuandose sale un poco de sus carriles por haber be-bido o por cualquier otra cosa anormal, nosalarma no muy racionalmente.

-¿Quieres decir que yo no hubiera sentidode la misma forma si eso hubiera sido realiz-ado por..., bueno..., por los chinos... o alguien?

-¿Crees tú que hubieras sentido lo mismo?-Pues... no..., no estoy segura.

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-Bueno. Respecto a mí, he de decirte quehubiera rugido de indignación. Si supiera quealguien estaba actuando debajo del agua, pro-curaría por todos los medios echar una miradapara ver quién, cómo y por qué lo hacía, paraenfocarme. Así como así, sólo tengo la nebu-losa impresión, si realmente quieres saberlo,de quién, ninguna idea del cómo y experi-mento la sensación de que el porqué me pro-duce frío interior.

Me apretó la mano.-Me alegra saber eso, Mike. Me sentía

muy sola esta mañana.-Mi irisación protectora no intenta en-

gañarte, querida. Intenta engañarme a mí.Ella meditó.-Debo recordar eso -dijo con un aire de

extensiva implicación que no estoy seguro dehaber comprendido completamente aún.

Pasamos un mes agradable, dedicados anuestro trabajo... Phyllis, en investigar algo

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que aún no se había dicho sobre Beckford deFonthill; yo, en la ocupación literaria menorde redactar una serie sobre los amores de lospersonajes reales, que se titularía provisional-mente El corazón de los reyes o Cupido sepone una corona.

El mundo exterior se introdujo poco ennuestras vidas. Phyllis terminó el guión sobreBeckford y dos más, y volvió a coger los hilosde la trama de una novela que parecía estarcondenada a no acabarse nunca. Yo con-tinuaba con mi tarea de procurar que losvividos amores reales estuvieran libres de todacontaminación política; en los intervalos es-cribí algunos artículos para desintoxicarme ydespejar un poco el ambiente. Los días quecreíamos demasiado buenos para malgastar-los, bajábamos a la playa y nos bañábamos,o bien organizábamos alguna excursión enbarca. Los periódicos olvidaron pronto lo delYatsushiro. El fono del mar y todas las especu-

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laciones a que dio lugar parecían haber caídoen el olvido.

Un miércoles por la noche, la radio, en elboletín de las nueve, anunció que el QueenAnne se había perdido en alta mar...

El informe era muy breve. Simplemente elhecho, seguido de:

-«Todavía no tenemos detalles del suceso,pero es de temer que las pérdidas sean cuan-tiosas».

Hubo una pausa de quince segundos; acontinuación, la voz del locutor resumió:

-«El Queen Anne, uno de los barcos másrápidos que surcaban el Atlántico, desplazabanoventa mil toneladas. Fue construido...»

Me acerqué a la radio y la apagué. Nossentamos, mirándonos uno a otro. Las lágrim-as asomaron a los ojos de Phyllis. La punta desu lengua apareció para mojarse los labios.

-¡El Queen Anne!... ¡Oh Dios! -exclamó.Buscó un pañuelo.

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-¡Oh Mike! ¡Un barco tan magnífico!...Me puse en pie, crucé la habitación y me

senté a su lado. En aquel momento, ella estabaviendo sencillamente el barco como lohabíamos visto la última vez, zarpando del pu-erto de Sout-hampton. Una creación que habíasido, en cierto modo, una obra de arte y unacosa viva, brillante y hermosa a los rayos delsol, navegando serenamente hacia alta mar,dejando tras de sí un surco de blancas espu-mas. Pero yo conocía a mi esposa bastantebien para comprender que, dentro de unosminutos, estaría a bordo, comiendo en elfabuloso restaurante, o bailando en el salón debaile, o subiendo a una de las cubiertas paraobservar su hundimiento y experimentando to-do lo que ellos debieron de experimentar. Puseambos brazos alrededor de su cuello y la atrajehacia mí.

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Doy gracias al cielo de que mi ima-ginación sea más prosaica y de que mi corazónno se enternezca con tanta facilidad.

Media hora después sonó el teléfono.Contesté yo, y con cierta sorpresa reconocí lavoz.

-¡Oh! Hola, Freddy. ¿Qué pasa? -pregunté,porque nunca hubiera esperado recibir una lla-mada telefónica del director de programaciónde la E.B.C. a las nueve y media de la noche.

-Tenía miedo de que no estuviera. ¿Es-cuchó las noticias? -Sí.

-Bueno. Necesitamos de usted algo sobreesta amenaza del fondo del mar, y lo necesit-amos rápidamente. Un relato de media hora.

-Pero..., escuche..., lo último que me dijer-on ustedes fue que permaneciera apartado de...

-Todo ha cambiado. Es un deber, Mike.No tiene por qué mostrarse demasiado sensa-cional; lo que queremos es que sea convin-

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cente, ¿comprende? Hay que hacerles creerque existe realmente algo allá abajo.

-Escuche, Freddy: si esto es una broma demal gusto...

-No lo es. Se trata de una comisión ur-gente.

-Eso está muy bien; pero, durante todo unaño, he estado considerado como un loco queposee la manía de exponer una teoría in-sensata. Y ahora, de pronto, me telefonea us-ted a una hora inusitada, como podría hacerloun mozalbete que, en una juerga, hubiesehecho una apuesta alocada, para decirme que...

-Yo no estoy en una juerga. Estoy en midespacho, y seguramente estaré en él toda lanoche.

-Sería preferible que se explicara mejor -ledije.

-Ocurre lo siguiente: corre el rumor, que amí me parece exagerado, de que lo hicieron losrusos. Alguien insinuó eso a los pocos minutos

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de que la noticia estuviese en el espacio. SóloDios sabe por qué demonios había de pensarseque ellos necesitarían emplear algo así; peroya sabe usted cómo ocurre eso cuando las per-sonas están emocionalmente exaltadas: se lotragan todo de golpe. Mi propia opinión es quelos condenados locos están tratando de cogerla ocasión por los pelos. De cualquier forma,hay que parar el golpe. Hay que ejercer todala presión posible para evitar que el gobiernoactúe, bien mandándoles un ultimátum o algopor el estilo. Así, pues, al objeto de parar elgolpe, no existe otro camino sino utilizar su re-lato sobre la amenaza en las profundidades delmar. Los periódicos de mañana lo publicarán;el Almirantazgo actuará; nosotros tenemos yavarios nombres de prestigiosos científicos; elboletín de la B.B.C. y el nuestro harán toda lafuerza posible para detener el rodar de la bola;las mallas americanas han comenzado a actu-ar ya, y algunas de sus ediciones vespertinas

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están ya en la calle. Así, pues, si usted quierecontribuir a que se evite el lanzamiento de lasbombas atómicas, ponga manos a la obra.

Colgué y me volví a Phyllis:-Cariño, tenemos trabajo.A la mañana siguiente, de común acuerdo,

decidimos regresar a Londres. Lo primero quehicimos al llegar a nuestro piso fue conectar laradio. Llegamos a tiempo de oír la noticia delhundimiento del porta-aviones Meritorious ydel transatlántico Carib Princess.

El Meritorias fue hundido en el Atlánticomedio a mil seiscientos kilómetros al sudoestede la isla de Cabo Verde; el Carib Princess,a no menos de cuarenta kilómetros de San-tiago de Cuba. Ambos hundimientos fueroncuestión de dos o tres minutos, y de cada unode ellos hubo escasos supervivientes. Es difícildecir quiénes fueron los más perjudicados: silos británicos, por la pérdida de una recién es-trenada unidad de la Marina de guerra, o los

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norteamericanos, por la pérdida de uno de susmejores transatlánticos, cargado de riquezas ycosas bellas. Ambos estaban, en cierto modo,aturdidos ya por la pérdida del Queen Anne,porque entre los grandes corredores atlánticosexistía la comunidad de orgullo. Ahora, el len-guaje de disgusto difería; pero ambos mostra-ban las características de un hombre que hasido golpeado por la espalda en mitad de ungrupo y está mirando en torno suyo, con am-bos puños apretados, dispuesto para golpear aalguien.

La reacción norteamericana parecía menosextremada porque, a pesar del violento nervi-osismo de los rusos que existía allí, muchosencontraban la idea de la amenaza de las pro-fundidades más fácil de aceptar que losbritánicos, y se levantaba un clamor por ac-ciones enérgicas y decisivas, dando primacíaa un clamor similar en el país. Los norteam-ericanos decidieron, pues, aceptar la fórmula

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condicionadora de las bombas de profundidaden el Cayman Trench, muy próximo al lugardonde había desaparecido el Carib Princess...Apenas podían esperar cualquier resultado de-cisivo del desacertado bombardeo de una pro-fundidad de cien kilómetros de ancho porochocientos de largo.

El hecho fue publicado con gran reson-ancia a ambos lados del Atlántico. Losciudadanos norteamericanos se mostraban or-gullosos de que sus fuerzas fueran las primerasen tomar represalias; los ciudadanos británi-cos, aunque disimuladamente mostraban sudisgusto por haber sido preteridos cuando lapérdida reciente de dos grandes navios podríahaberles dado el mayor incentivo para una ac-ción demoledora, decidieron aplaudir confuerza el hecho, como una expresión de re-proche hacia sus gobernantes. La flotilla dediez navios, comisionada para la tarea, eraportadora, según se informó, de un número de

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bombas H.E., especialmente designadas paragrandes profundidades, así como de dos bom-bas atómicas. Zarparon de Chesapeake Bay enmedio de una aclamación que ahogó por com-pleto la ruidosa protesta de Cuba por la pro-pagación de bombas atómicas a dos pasos desus costas.

Nadie de cuantos oyeron la radio de uno delos navios cuando la fuerza naval se acercabaal lugar elegido olvidará nunca lo que siguió.La voz del locutor, interrumpiéndose repenti-namente en mitad de la descripción del escen-ario, anunció agudamente:

-«Algo parece estar... ¡Dios mío! ¡Ha es-tallado!...»

Y el estampido de la explosión. El locutortartamudeó incoherente; luego, se oyó el se-gundo estampido. Un griterío, un ruido deconfusión y de voces, un resonar de campanas,y otra vez la voz del locutor, respirando en-

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trecortadamente, sonando insegura, hablandorápido:

-«La explosión que ustedes oyeron..., laprimera..., fue la del destructor Cavor... Hadesaparecido por completo... La segunda ex-plosión fue la de la fragata Redwood, que tam-bién ha desaparecido. La Redwood llevaba unade nuestras bombas atómicas. Se ha hundidocon ella. Estaba construida para estallar apresión, a diez kilómetros de profundidad...»

Hubo un silencio.-«Los otros ocho navios de la flotilla se

han dispersado a gran velocidad, alejándosedel área peligrosa. Tardaremos algunosminutos en aclarar las cosas. No sé cuántos.Aquí nadie puede decírmelo. Creemos que po-cos minutos. Cada navio a la vista del área estáutilizando toda su potencia para alejarse delárea donde ha desaparecido la bomba atómica.La cubierta se estremece debajo de nosotros.Vamos a enorme velocidad... Todo el mundo

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mira hacia atrás, hacia el lugar donde el Red-wood. se ha hundido... ¡Eh!... ¿Aquí nadiesabe cuánto tardará eso en hundirse diez kiló-metros?... ¡Demonios! Alguien debe saberlo...Nosotros estamos alejándonos, alejándonoscuanto podemos... Los otros navios, también...Huimos a toda presión de nuestras calderas...¿Nadie sabe cuál es el área del principal hundi-miento?... ¡Por Júpiter! ¿Nadie sabe nada de loque sucede en estos alrededores? Continuamosalejándonos, alejándonos... Me gustaría sabercuánto tiempo... Tal vez..., quizá... Más de-prisa, ahora vamos más deprisa, por todos lossantos. Hace cinco minutos ya que se hundióel Redwood... ¿Qué profundidad puede haberalcanzado en cinco minutos?... ¡Diosmío!...¿Cuánto tiempo tardará ese condenadoen hundirse?... Aún continúa..., y aún con-tinuamos alejándonos... Seguramente nos hal-lamos ya más allá del área peligrosa... Ahoradebe de haber una oportunidad... Estamos

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manteniéndonos... Aún nos alejamos... Todav-ía navegamos a buena velocidad... Todo elmundo mira hacia popa. Todo el mundo estávigilante y atento... Y continuamos aleján-donos... ¿Cómo puede una cosa estar hundién-dose todo este tiempo?... Pero, gracias a Dios,así es... Ahora pasa ya de los siete minutos...Nada aún... Continuamos alejándonos... Y losotros navios también, con grandes olas blancasdetrás de ellos. Nos alejamos más... Tal vezesté equivocado... Quizá el fondo no sea aquíde diez kilómetros... ¿Por qué nadie puede de-cirnos cuánto tiempo tardará...? Algunos delos otros navios continúan alejándose... ynosotros también... Ahora debe de haber unaprobabilidad de... Adivino que, en este mo-mento, tenemos realmente una probabilidad...Todo el mundo continúa por po... ¡Oh Dios! Elmar entero está...»

Y quedó cortada la emisión.

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Pero el locutor de esa radio sobrevivió. Subarco y otros cinco de la flotilla de los diezconsiguieron escapar, con un poco de radiact-ividad, pero, al fin, sanos y salvos. Y yo me dicuenta de que lo primero que recibió cuandohizo su informe, ya de regreso a su oficina des-pués del tratamiento, fue una mayúscula repri-menda por el empleo del lenguaje supercolo-quial que había ofendido a un número de oy-entes por su desatención al Tercer Mando.

Ése fue el día en que se acabaron las dis-cusiones y se hizo innecesaria la propaganda.Dos de los cuatro barcos perdidos en el de-sastre del Cayman Trench habían sucumbidoa la bomba; pero el fin de los otros dos habíaocurrido en medio de un deslumbramiento depublicidad que venció a los escépticos y a loscautos también. Al final quedó establecido, sinningún género de dudas, que existía algo...,algo altamente peligroso también..., allá abajo,en las profundidades.

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Era tal la ola de alarmante convencimientoque se extendió rápidamente por el mundo,que hasta los rusos vencieron suficientementesu reserva nacional para admitir que habíanperdido un gran fletador y un navio de guerrano especificado, ambos en aguas de lasKuriles, y otro navio de observación al estede Kamchatka. A consecuencia de esto, dijer-on que estaban dispuestos a cooperar con lasotras potencias para acabar con la amenazaque ponía en peligro la paz mundial.

Al día siguiente, el gobierno británicopropuso que se celebrara en Londres una Con-ferencia naval internacional para examinar losaspectos preliminares del problema. La in-clinación de algunos de estos invitados a sutil-izar acerca del local no prosperó, debido a lacontraria disposición del ánimo del público.La Conferencia se reunió en Westminster alos tres días de su anuncio, y, en lo que aInglaterra se refería, no era demasiado pronto.

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Durante esos tres días se cancelaron total-mente los pasajes en barco; las compañíasaéreas se vieron abrumadas de peticiones,viéndose forzadas a hacer listas de prioridad,y el gobierno tuvo que tasar la venta de car-burantes de todas las clases, imponiendo unsistema de racionamiento para servicios esen-ciales.

El día antes de la apertura de la Conferen-cia, Phyllis y yo nos reunimos a comer.

-Deberías haber visto Oxford Street -dijoella-. Se habla de pánico en las compras. Sobretodo, del algodón. Todo se está vendiendo adoble precio, y se están sacando los ojos porcosas que la última semana no tenían valor al-guno.

-Por lo que me dijeron en la City -lerespondí-, eso es bueno. Así se tiene el controlde las líneas de navegación por pocos ch-elines; pero no se puede comprar nada de losartículos que llegan de fuera por barco. Ni el

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acero, ni el caucho, ni los plásticos... Lo únicoque parece que no sube es la cerveza.

-Vi a un hombre y a una mujer, en Picca-dilly, cargando dos sacos de café en un Rolls.Y allí había...

Se interrumpió de repente, como si lo queya había estado diciendo acabase de fijarse ensu mente.

-¿Te desprendiste de la parte que tía Maryte dejó de las plantaciones jamaicanas? -in-quirió, con la expresión que ella adoptacuando hace las cuentas de los gastos men-suales.

-Hace ya tiempo -dije tranquilizándola-.Cosa extraña: todo lo invertí en acciones defábricas de aeroplanos y de plásticos.

Asintió aprobadora con la cabeza, como sila inversión la hubiese efectuado ella. Luegose le ocurrió otra cosa.

-¿Qué hay de las entradas para la confer-encia de Prensa de mañana? -preguntó.

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-Que no hay para la conferencia propia-mente dicha -respondí-. Habrá un informe mástarde.

Me miró.-¿Que no hay? ¡Por los clavos de Cristo!

¿Cómo esperan que hagamos nuestro trabajo?Cuando Phyllis decía «nuestro trabajo»,

las palabras no se relacionaban exactamentecon lo que hubieran significado algunos díasantes. En cierto modo, el trabajo cambiaba decalidad bajo nuestros pies. La tarea de conven-cer al público de la realidad de la amenaza in-visible e indescriptible, habíase convertido derepente en la tarea de mantener viva la mor-al frente a una amenaza que ahora aceptabantodos hasta llegar al pánico. La E.B.C. habíapuesto en antena un espacio titulado News-Parade, en el que nosotros aparecíamos in-terpretando el papel de dos corresponsalesoceánicos especiales, sin que supiéramos ex-actamente cómo había ocurrido eso. En realid-

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ad, Phyllis nunca había pertenecido al cuadroinformativo de la E.B.C. y yo, técnicamente,había dejado de pertenecer a ella cuando cesé,oficialmente, para abrir un despacho dos añosantes aproximadamente. Nadie, sin embargo,parecía estar al tanto de esto, excepto el de-partamento de contabilidad, que ahora nospagaba por espacios en lugar de por meses.De todas formas, no hubiera habido muchaliberalidad en nuestras asignaciones si no hu-biésemos estado tan próximos a las fuentes dedotaciones oficiales. Phyllis continuaba mas-cullando por lo bajo cuando la dejé para re-gresar al despacho que, oficialmente, no teníaen la E.B.C.

Durante los días siguientes, interpretamoslo mejor que supimos nuestro papel de incul-car la idea de manos firmes sobre el volante yla de los individuos que habían producido elradar y otras maravillas, asintiendo confiada-mente y diciendo, en efecto: «Seguro. Denos

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sólo unos cuantos días para pensar y constru-iremos algo que afirmará este lote».

Había un sentimiento satisfactorio en queesta confianza fuese restablecida gradual-mente.

Tal vez, el principal factor estabilizadorsurgiese, no obstante, de una diferencia deopiniones que se manifestó en una de las com-isiones técnicas.

Se había conseguido el acuerdo general deque un arma semejante al torpedo, designadapara dar escolta sumergida a un navio, podríadesenvolverse provechosamente a fin deoponerse a la supuesta mina en forma deataque. Se aprobó la moción de que se propor-cionaría toda la información necesaria para ay-udar al desenvolvimiento de tal arma.

Los delegados rusos objetaron. En cu-alquier caso, el control a distancia de los mis-siles, indicaron, era un invento ruso, natural-mente. Más aún: los científicos rusos, celosos

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en su lucha por la paz, habían desarrollado yatal control a un grado muy superior con anteri-oridad al conseguido por la ciencia capitalistaoccidental. Apenas podía esperarse que los so-viets hicieran obsequio de sus descubrimientosa los inductores de guerras.

El interlocutor occidental replicó que, conrespecto a la intensidad de la lucha por la pazy el fervor con que se llevaba a cabo en todoslos departamentos de la ciencia soviética, ex-cepto, por supuesto, en el biológico, Occidenterecordaría a los soviets que ésta era una Con-ferencia de pueblos enfrentados con un peligrocomún y resueltos a unirse estrechamente paraconseguir una cooperación eficaz.

El jefe ruso respondió francamente que éldudaba de que si en el Occidente se hubieseconseguido un medio de controlar un missilsumergido por radio, tal como había sido in-ventado por los ingenieros rusos, se preocu-

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parían de compartir tal conocimiento con elpueblo ruso.

El interlocutor occidental aseguró al rep-resentante soviético que, puesto que Occidentehabía convocado la Conferencia con elpropósito de cooperación, el control que men-cionaba el delegado soviético se estableceríatal y como él indicaba.

Tras una consulta precipitada, el delegadoruso anunció que aunque él creía que tal pre-tensión era cierta, sabía también que tal hechotendría efecto a través del hurto de la labor delos científicos rusos por los asalariados capit-alistas. Y puesto que ni los informes ni la ad-misión de un eficaz espionaje mostraban esedesinterés en la ventaja nacional que la Con-ferencia había propagado, a su delegación nole quedaba otra alternativa que la de retirarse.

Esta acción, con sus alentadores toques denormalidad, ejerció una valiosa influenciatranquilizadora.

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En medio de amplia satisfacción y resucit-ada confianza, la voz de Bocker, disintiendo,se alzó casi solitaria.

Proclamó que era tarde, pero que aúnpodía no ser demasiado, para realizar un úl-timo intento hacia un acercamiento pacífico alas fuentes de perturbación. Ellos habían de-mostrado ya que poseían una tecnología igual,si no superior, a la nuestra. En un tiempo alar-mantemente breve, ellos habían sido capacesno sólo de establecerse, sino de realizar losmedios de llevar a cabo una acción efectivapara su defensa. Frente a tal principio, estabajustificado considerar sus poderes con respetoy, por parte suya, con aprensión.

Las muy diferentes circunstancias que el-los requerían hacía parecer increíble que losintereses humanos y los de esas inteligenciasxenobáticas necesitasen acomodarse seria-mente. Antes que fuera demasiado tarde, de-berían realizarse los máximos esfuerzos para

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establecer contacto con ellos, con el fin de pro-mover un estado de compromiso que consinti-era a ambas partes vivir pacíficamente en susseparadas esferas.

Seguramente, ésta era una sugerencia muysensible..., aunque era un asunto diferente queel intento diera alguna vez el resultado de-seado. Aunque no existía resolución de com-promiso de ninguna clase, no obstante, la ún-ica prueba de que su apelación había sido es-cuchada fue que empezaron a utilizarse en laprensa las palabras «xenobático», «xenóbato»y su diminutivo «bato».

-Más honrado en el diccionario que en elacatamiento -observó Bocker con ciertaamargura-. Pero si en lo que están interesadoses en las palabras griegas, hay muchas otras;por ejemplo, Casandra.

Ahogando las palabras de Bocker, perocon un significado que no se reconoció inme-

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diatamente, llegaron las primeras noticias deSaphira y, luego, de April Island.

Saphira, isla brasileña del Atlántico, estásituada un poco al sur del ecuador y algo asícomo a setecientos kilómetros al sudeste de laisla, mucho mayor, de Fernando de Noronha.En este lugar aislado vive en condicionesprimitivas una población compuesta de cienhabitantes aproximadamente, mantenidos porsus propios esfuerzos, contentos de seguir suspropios derroteros y muy poco interesados porlo que ocurre en el resto del mundo. Serumorea que los primitivos habitantes de laisla constituían un pequeño grupo que, llegadoallí tras el naufragio de un buque en plenosiglo XVIII, hubo de permanecerforzosamente en el lugar. Cuando pasó eltiempo, descubrieron que se habían acomod-ado a la vida de la isla y que se habían con-vertido en unos nativos interesantes. Al correrde los años, y sin saber ni preocuparse en ab-

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soluto de ello, dejaron de ser portugueses yse transformaron técnicamente en ciudadanosbrasileños, y su conexión con su nuevo paísmaterno se mantenía por medio de un barcoque, cada seis meses, hacía escala allí para elcambio de productos.

Normalmente, el barco visitante no teníamás que tocar sus sirenas para que los saphirossalieran corriendo de sus cabañas y bajasenal diminuto muelle, donde tenían amarradassus barcazas de pesca, y formar con ellas unapequeña comisión receptora que incluía a casitoda la población. En esta ocasión, sin em-bargo, la sirena tocó inútilmente, invadiendocon sus sones la pequeña bahía: las gaviotasacudieron en bandadas, pero no aparecióningún saphirano en la puerta de su cabaña. Elbarco repitió el toque de sirena...

La costa de Saphira es escarpada. El barcono puede acercarse a menos de un cable delongitud del muelle; pero no se veía a nadie...,

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no, y lo que aún infundía más asombro era queno se veía traza alguna de humo en las chime-neas de las cabañas.

Se lanzaron al agua una lancha y un grupo,al mando del contramaestre, y navegaron hastael muelle. Cuando llegaron a la costa, desem-barcaron y subieron los peldaños de piedrahasta el pequeño muelle. Allí permanecieronagrupados, escuchando, sin salir de su asom-bro. No se oía ningún ruido, a excepción de loschillidos de las gaviotas y el golpear del aguacontra la costa.

-Deben de haberse marchado todos. No es-tán sus barcazas -dijo uno de los marineros, in-quieto.

-¡Hum! -exclamó el contramaestre.Respiró profundamente y lanzó un fuerte

graznido, como si tuviera más fe en sus propi-os pulmones que en la sirena del barco.

Escucharon, esperando una respuesta; peronada hubo, excepto el eco de la propia voz

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del contramaestre, que regresaba a través de labahía.

-¡Hum! -exclamó de nuevo elcontramaestre-. Será mejor que echemos unvistazo.

El malestar que se había apoderado delgrupo hizo que se mantuvieran unidos.Siguieron al contramaestre, formando un man-ojo cuando éste se dirigió hacia la más cercanade las cabañi-tas, construida de piedra. La pu-erta estaba medio abierta. La empujó.

-¡Puaf! -exclamó.A su nariz había llegado el olor de varios

peces podridos que estaban en una bandeja.Por lo demás, el lugar era amplio y, dentro delestilo saphirano, razonablemente limpio. Noexistían señales de desorden ni de marcha pre-cipitada. En la habitación interior, las camasestaban hechas, preparadas para dormir en el-las. Aquello producía la impresión de que loshabitantes se habían marchado hacía escasas

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horas, pero el pescado y la falta de fuego en lachimenea, llena de cenizas, lo desmentían.

En la segunda y en la tercera cabaña habíael mismo aire de impremeditada ausencia. Enla cuarta encontraron, en la habitación interior,un bebé muerto en su cuna. El grupo regresóal barco, extrañado y subyugado.

Por radio, se informó a Río de la situación.Río, en su contestación, sugirió una invest-igación a fondo por la isla. La tripulaciónemprendió la tarea de mala gana y con tend-encia a permanecer siempre en grupo; pero,como nada temeroso se reveló a ellos, fueronganando confianza poco a poco.

Durante el segundo día de los tres que duróla investigación, descubrieron un grupo decuatro mujeres y seis niños en dos cuevas dela ladera de una colina. Todos llevaban muer-tos varias semanas, al parecer por inanición.Al finalizar el tercer día, estaban convencidosde que si existiera en la isla una persona viva,

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tenía que estar muy bien escondida. Fue sóloentonces, sobre notas comparativas, cuando sedieron cuenta también de que no habría más deuna docena de ovejas y dos o tres de cabras delganado normal de la isla, que se componía devarios centenares.

Dieron sepultura a los cadáveres quehabían encontrado, radiaron un amplio in-forme a Río, y luego, se hicieron de nuevo ala mar, dejando a Saphira, con sus escasos an-imales vivos, en manos de las gaviotas.

A su debido tiempo, la noticia surgió através de las agencias, ocupando poco espacioen los periódicos. Nadie se preocupó de hacerinvestigación más a fondo sobre el asunto.

El caso de la April Island salió a la luz deforma muy distinta y hubiera podido continu-ar sin descubrir durante mucho tiempo, a noser por la coincidencia de interés oficial por ellugar.

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El interés se despertó por la existencia deun grupo de javaneses descontentos, califica-dos indistintamente como contrabandistas, ter-roristas, comunistas, patriotas, fanáticos,gángsters o, simplemente, rebeldes, que, cu-alquier que fuera su verdadera filiación, op-eraban en una escala bastante modesta. Dur-ante muchos años habían permanecido en laclandestinidad; pero, recientemente, un infor-mador había conseguido alarmar a las autorid-ades con la noticia de que se habían apoderadode April Island. Las autoridades ordenaron in-mediatamente su captura.

Para reducir el riesgo que pudieran correralgunas personas inocentes que estaban sir-viendo de rehenes a los bandidos, el acercami-ento a April Island se hizo de noche. A la luzde las estrellas, la lancha torpedera alcanzótranquilamente una pequeña bahía, que estabaoculta del pueblo principal por un promon-torio. Allí un grupo bien armado, acompañado

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por el informador, que debía actuar como guía,desembarcó con la misión de tomar el pueblopor sorpresa. Luego, la lancha desatracó y,siguiendo a lo largo de la costa, se ocultó de-trás del promontorio a la espera de que elgrupo desembarcado le hiciera señales de queinterviniera y dominara la situación.

Se había calculado en tres cuartos de horael tiempo que tardaría el grupo en cruzar elistmo, y luego, tal vez otros diez o quinceminutos para situarse dentro del pueblo. Sinembargo, no habían pasado cuarenta minutoscuando los hombres a bordo de la lancha tor-pedera oyeron el primer estampido de fusilautomático, seguido por varios más.

Perdido el elemento sorpresa, el mando or-denó que se extendieran ampliamente a van-guardia; pero, aunque la lancha se dirigióhacia donde sonaron los disparos, quedó de-tenida por un extraño y resplandeciente es-tallido. Los hombres de la torpedera se mir-

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aron unos a otros con las cejas alzadas: elgrupo que había desembarcado no había ll-evado consigo más armas mortales que losfusiles automáticos y las granadas de mano.Hubo una pausa; a continuación, el martilleode los fusiles automáticos empezó otra vez.Ahora se continuó mucho más tiempo dis-parando intermitentemente, hasta que terminóde nuevo por un estallido similar.

La lancha torpedera contorneó el promon-torio. A la difusa luz era difícil averiguar nadade lo que pasaba en el pueblo, situado a unoscuatro kilómetros. Por el momento, todo es-taba oscuro. Luego, surgió un resplandor, yotro, y llegó a sus oídos otra vez el sonidode los disparos. La lancha torpedera, nave-gando al máximo de velocidad, barrió la costacon sus potentes reflectores. El pueblo y losárboles que se alzaban detrás de él brotaronrepentinamente como una construcción dejuguete. No había ninguna figura visible entre

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las casas. La única señal de actividad era ciertohervor y agitación en el agua, a pocos metrosde la orilla. Alguien dijo más tarde haber vistouna mancha oscura y encorvada sobre el agua,un poco a la derecha de ellos.

Acercándose a la costa tanto como le fueposible, la lancha torpedera lanzó sus re-flectores sobre las cabañas y sus alrededores.Todo lo iluminado por los rayos luminosostenía líneas duras, y parecía dotado de unacalidad curiosamente brillante. El hombre queservía los cañones seguía con atención al rayode luz, con los dedos agarrotados sobre el dis-parador. La luz hizo unas cuantas pasadas másbajas y, luego, se paró. Iluminaba varios fusil-es automáticos que yacían sobre la arena, muypróxima a la orilla del agua.

Por el altavoz se dejó oír una voz es-tentórea llamando, desde cubierta, al grupodesembarcado. Nadie contestó. El reflectorhizo un nuevo barrido, internándose entre las

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casas, entre los árboles. Nada se movía allí.La mancha luminosa regresó a la playa y seposó sobre las arenas abandonadas. El silencioparecía hacerse más profundo.

El comandante de la lancha torpedera senegó a desembarcar hasta que amaneciera. Lalancha echó el ancla. Permanecería allí el restode la noche, con el reflector hacia el pueblo,dándole la apariencia de un escenario en el queaparecerían en cualquier momento los actorespara empezar la representación; pero nadiehizo acto de presencia.

Cuando fue completamente de día, elprimer oficial, con un grupo de cinco hombresarmados, se dirigió cautelosamente a la costa,protegido por los cañones del barco. Desem-barcaron cerca de las armas abandonadas y lascogieron para examinarlas. Todas estaban cu-biertas de una delgada capa de sustancia vis-cosa. Los hombres las pusieron en el bote,

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limpiándose después las manos, impregnadasde aquella sustancia.

La playa estaba marcada en cuatro sitiospor anchos surcos que iban de la orilla delagua hacia las cabañas. Estaban hechos poralgo que tenía unos dos metros y medio de an-cho, y en parte curvado. La profundidad en sucentro era de unos diez o doce centímetros; laarena, en los bordes, formaba un ligero bancopor encima del nivel de la arena de losalrededores. El primer oficial pensó que cadasurco podía haber sido hecho por un anchocaldero que hubiera sido arrastrado a travésde la parte delantera de la costa. Examinán-dolos más atentamente, decidió, por la formade la arena, que, aunque uno de los surcos ibahacia el agua, los otros tres salían indudable-mente de ella. Era un descubrimiento que leobligó a mirar hacia el pueblo con crecientecautela. Mientras lo hacía, se dio cuenta de quela escena que había brillado extrañamente a la

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luz del reflector continuaba brillando extraña-mente. La contempló con curiosidad durantealgunos minutos. Luego, se encogió de hom-bros. Se colocó la culata de su fusil automáticocómodamente debajo del brazo derecho y,lentamente, con los ojos mirando a derechae izquierda para captar el menor movimiento,condujo al grupo playa arriba.

El pueblo estaba formado por un semicír-culo de cabañas de diferentes modelos, querodeaban un amplio espacio abierto, y cuandoellos llegaron y se acercaron más, compren-dieron claramente la razón de aquel brillo ex-traño. El suelo, las mismas cabañas y los ár-boles que las rodeaban también, estaban cu-biertos de la misma sustancia viscosa quehabían observado en las armas.

El grupo avanzó cauta y lentamente hastaque alcanzó el centro del espacio abierto. Allíse pararon, sin separarse, mirando y examin-ando, atentamente, cada centímetro de terreno.

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No había ruido ni movimiento, sino unas po-cas hojas que se mecían suavemente a la brisamañanera. Los hombres comenzaron a respir-ar más uniformemente.

El primer oficial apartó su mirada de lascabañas y examinó el suelo. Estaba cubiertode una ancha capa de pequeños fragmentos demetal, la mayoría de ellos curvados, todos bril-lantes debido a la sustancia viscosa. Volvióuno por curiosidad con la punta del pie, perono le dijo nada. Contempló de nuevo laschozas, decidiéndose por la mayor.

-Efectuaremos un registro -dijo.La fachada principal brillaba in-

tensamente. Empujó con el pie la puerta, ab-riéndola, y se introdujo en la cabaña. Habíapoco desorden. Sólo un par de utensilios caí-dos sugerían una huida precipitada. Nadie, nivivo ni muerto, permanecía en la casa.

Salieron de allí. El primer oficial miró lacabaña de al lado; hizo una pausa, y volvió

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a mirarla con más atención. Dio la vuelta asu alrededor para examinar el lateral de lacabaña, en la que ya había entrado. La paredestaba completamente seca y limpia de sus-tancia viscosa. Examinó de nuevo losalrededores.

-Parece como si todo hubiese sido rociadocon esta porquería por algo situado en elcentro del espacio abierto -dijo.

Un examen más detallado confirmó laidea, pero no los llevó mucho más lejos.

-Pero ¿cómo? -preguntó el oficial,meditativo-. Y también, ¿qué?... ¿Y por qué?

-Algo salió del mar -dijo uno de los mar-ineros, mirando hacia atrás intranquilo, haciael agua.

-¿Algo?... Tres por lo menos -le corrigió elprimer oficial.

Regresaron al centro del abierto semicír-culo. Era evidente que el lugar estaba desierto

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y, al parecer, no podía averiguarse nada máspor el momento.

-Recoged unos cuantos trozos de este met-al... Puede significar algo para alguien -ordenóel oficial.

Él mismo entró en una de las cabañas, en-contró una botella vacía, echó dentro de ellacierta cantidad de aquella sustancia viscosa yla taponó.

-Esta materia empieza a oler mal ahora queel sol actúa sobre ella -dijo cuando regresó-.Ya podemos marcharnos de aquí. No se puedehacer nada más.

De regreso a la lancha torpedera, sugirióque un fotógrafo podría sacar fotos de los sur-cos de la playa, y mostró al capitán sus trofeos,limpios ahora de sustancia viscosa.

-Extraña materia, capitán -dijo, cogiendoun trozo del grueso y brillante metal-. Una llu-via de ellos por los alrededores -añadió, y logolpeó con un nudillo-. Suena como plomo

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y pesa como una pluma. Su vista deslumbra.¿Ha visto usted alguna vez algo semejante aesto, capitán?

El comandante del barco negó con lacabeza. Observó que el mundo parecía estarlleno por aquellos días de metales extraños.

En aquel momento regresaba el fotógrafode la playa. El capitán decidió:

-Tocaremos varias veces la sirena. Si nadieaparece, será mejor que desembarquemos enotra parte de la isla, a ver si encontramos a al-guien que pueda explicarnos qué ha sucedido.

Un par de horas después, la lancha torped-era entraba cautelosamente en una bahía dela costa nordeste de April Island. Un pueble-cito similar se veía en una explanada, cerca dela orilla del mar. La similitud fue incómoda-mente acentuada por una ausencia de vida, asícomo por la presencia de una playa con cuatroanchos y desagradables surcos que iban hastala orilla del mar.

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Sin embargo, una investigación más afondo mostró algunas diferencias: de estossurcos, dos habían sido hechos por algunos ob-jetos ascendiendo la playa; los otros dos, alparecer, estaban hechos por los mismos obje-tos descendiéndola. No había trazas de sus-tancia viscosa en el pueblo desierto ni en susalrededores.

El comandante se inclinó, con el ceñofruncido, sobre sus mapas. Indicó otra bahía.

-Perfectamente. Vamos allá e intentémoslootra vez -dijo.

En esta ocasión no se veían surcos en laplaya, aunque el pueblo estaba completamentedesierto. De nuevo la sirena del barco lanzó suestridente y apeladora llamada. Examinaban laescena con los prismáticos, cuando el primeroficial, ampliando su campo visual, lanzó unaexclamación:

-Hay un individuo en aquel cerro, capitán.Agita una camisa o algo.

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El comandante dirigió sus prismáticoshacia el lugar indicado.

-Veo otros dos o tres, un poco a laizquierda del primero.

La lancha torpedera tocó por dos veces lasirena y se acercó a la costa. Se echó el bote alagua.

-No desembarquen hasta que ellos lleguen-ordenó el capitán-. Averigüen si hay algunaepidemia antes de ponerse en contacto con el-los.

Él se quedó vigilando desde el puente. Asu debido tiempo, un grupo de nativos, ocho onueve, apareció por entre los árboles, a un parde cientos de metros al este del pueblo, y sa-ludó a gritos a los del bote. Corrieron en dir-ección a él. A continuación, hubo gritos y con-tragritos por ambas partes, y el bote se acercóa la playa, encallando en ella. El primer ofi-cial saludó con la mano a los nativos, pero el-los retrocedieron hasta la linde de los árboles.

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El primer oficial avanzó por la playa y cruzóel arenal para hablar con ellos. Tuvo lugar unaanimada discusión. La invitación hecha a al-gunos de ellos para que visitaran la lancha tor-pedera fue declinada con vigor. El primer ofi-cial volvió a descender a la playa solo, y elgrupo de desembarco regresó a la lancha tor-pedera.

-¿Qué pasa allí? -preguntó el comandantecuando se acercó el bote.

El primer oficial alzó la cabeza y le miró:-No quisieron venir, capitán.-¿Qué les sucede?-Están bien, capitán; pero dicen que el mar

no es seguro.-Han podido ver que es bastante seguro

para nosotros. ¿Qué quieren decir con eso?-Dicen que han sido atacados varios

pueblos costeros, y creen que ellos puedenserlo de un momento a otro.

-¿Atacados?... ¿Por quién?

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-Pues... tal vez si usted fuera a hablar conellos, capitán...

-Les mandé un bote para que vinieran aquía hablar conmigo... Eso debió bastarles.

-Temo que no vengan, capitán, a menosque los traigan a la fuerza.

El capitán frunció el ceño.-¿De qué están asustados?... ¿Quién organ-

izó ese ataque?El primer oficial se humedeció los labios;

sus ojos se posaron en los de su capitán.-Ellos..., ellos dicen que... ballenas, cap-

itán.-¿Cómo?... ¿Qué dicen? -preguntó.El primer oficial pareció incómodo.-Pues... ya lo sé, capitán. Pero es justa-

mente lo que dicen. Sí..., ballenas y... ¡ejem!...,gigantescas medusas. Creo que si usted hab-lase con ellos capitán-

Las noticias sobre lo ocurrido en April Is-land no «irrumpieron» exactamente, en el

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justo sentido de la palabra. La curiosidad sobreun promontorio que no se encontraba en lamayoría de los atlas no duró mucho tiempo, ylas breves líneas que se publicaron en los per-iódicos no tardaron en caer en el olvido. Pos-iblemente no hubiera atraído la atención ni hu-biera sido recordado más tarde, a no ser porel azar de que un periodista norteamericano,que por casualidad se hallaba en Yakarta, des-cubriera la historia por sí mismo, hiciera unmeditado viaje a April Island y escribiese elhecho para una revista semanal.

Un editor, al leerlo, recordó el incidentede Saphira, encadenó los dos hechos y dio lavoz de alarma de un nuevo peligro en un per-iódico dominical. Por casualidad, ese artículoprecedió en un día al comunicado más sensa-cional emitido por el Standing Committee forAction, con el resultado de que las profundid-ades ocuparan, una vez más, los principalestitulares de los periódicos. Por otra parte, el

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término «profundidades» era más comprens-ible que anteriormente, porque se anunció quelos barcos perdidos durante el último meshabían sido de gran tonelaje, y tan profundoslos lugares donde habían ocurrido los hundi-mientos, que mientras no se llevasen a cabounos medios de defensa más eficaces, todoslos navios debían ser advertidos muy seria-mente para que evitaran cruzar las aguas pro-fundas y permanecieran, dentro de lo posible,en las áreas de las costas continentales.

Era evidente que el Committee no hubierasacado a la luz un asunto que ya estaba archiv-ado, de no tener las más serias razones. Noobstante, las compañías interesadas en los ne-gocios navieros pusieron el grito en el cielo,acusándole desde derrotista y alarmista hastainteresado en los negocios aéreos. Protestaron,diciendo que, si seguían tal consejo, eso sig-nificaría cambiar radicalmente las rutas segui-das por los transatlánticos, haciéndolos nave-

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gar por aguas de Islandia y Groenlandia, coste-ar el golfo de Vizcaya y la costa de ÁfricaOccidental, etc. El comercio transpacífico seharía imposible, y Australia y Nueva Zelandaquedarían aisladas. Que el Committee se hu-biese lanzado a dar semejante consejo, sinconsultar con todas las partes interesadas, de-mostraba una chocante y lamentable falta desentido de responsabilidad. Tales medidas, in-spiradas en el pánico, llevarían, si se pusieranen práctica, a un paro total del comercio marí-timo mundial. Un consejo que nunca podíaponerse en práctica, nunca debió darse.

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El Committee rechazó desdeñosamente elataque. Dijo que no había ordenado. Había sug-erido, sencillamente, que, en lo posible, los na-vios evitaran el cruzar cualquier extensión deagua donde la profundidad excediese los tresmil trescientos metros, evitando de tal formaexponerse a innecesarios peligros.

Los propietarios de buques replicaron queeso era decir lo mismo con diferentes palabras,y su caso, aunque no su causa, estaba apoyadopor la publicación en casi todos los periódicosde mapas esquemáticos, que mostraban precip-itadas y a veces variadas impresiones de la líneade tres mil trescientos metros.

Antes que el Committee fuese capaz de re-sponder con palabras aún diferentes, eltransatlántico Sabina y el mercante alemán Vor-pommern desaparecieron el mismo día -uno, enel Atlántico medio; otro, en el sur del Pacífico-y la respuesta resultó ya su-perflua.

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La noticia de los hundimientos se anuncióen el boletín de las ocho de la mañana de unsábado. Los periódicos del domingo sacarontoda la ventaja posible de su oportunidad. Porlo menos, seis de ellos azotaban a la incompet-encia oficial con un gusto muy siglo XVIII, yponían una pica en Flandes.

El miércoles telefoneé a Phyllis.Acostumbraba a reunirme con ella per-

iódicamente, cuando teníamos trabajo más ex-tenso de lo acostumbrado en Londres, porqueella no podía resistir los trabajos de la civiliza-ción sin interrumpirlos para un refrigerio. Res-ultaba que yo estaba libre; también me habíanpagado; si no, ella se hubiera disparado parahablar con naturalidad sobre sí misma. Porlo regular, ella regresaba espiritualmente muyacicalada en el curso de una o dos semanas.Sin embargo, esta vez la comunión habíadurado casi una quincena, y no había señalesde postal que, de costumbre, precedía breve-

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mente a su regreso, cuando no llegaba al díasiguiente.

El teléfono de Rose Cottage sonó deses-peradamente durante un buen rato. Ya estaba apunto de colgar cuando ella contestó.

-¡Hola, querido! -exclamó su voz.-Podía haber sido el carnicero o el re-

caudador de impuestos -le reproché.-Ellos hubieran colgado más rápidamente.

Siento haberte hecho esperar. Estaba ocupadaafuera.

-¿Cavando en el jardín? -pregunté, esper-anzado.

-No, no es eso. Estaba poniendo ladrillos.-Esta línea está mal. He oído que estabas

poniendo ladrillos.-Exactamente, querido.-¡Oh, poniendo ladrillos! -exclamé.-Es muy fascinante cuando se pone una a

hacerlo. ¿Estás enterado de que hay muchasclases de cemento: cemento Flemish, cemento

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inglés y otros varios? También existen unascosas que se llaman «ladrillos», y otras llama-das...

-¿Qué es eso, querida? ¿Una lección de al-bañilería?... ¿Estás haciendo un cobertizo paralas herramientas?

-No, solamente una pared, como Balbus ymíster Churchill. Leí en alguna parte que, enmomentos de nerviosismo y depresión, místerChurchill lo hacía así para recuperar la calma,y yo pensé que lo que era bueno para calmar amíster Churchill, también habría de serlo paracalmarme a mí.

-Bien, espero que te hayas curado tu nervi-osismo.

-¡Oh! Claro que sí. Está muy apaciguado.Me gusta la forma en que se pone el ladrillosobre el cemento y luego...

-Querida, los minutos corren. Te he tele-foneado para decirte que te necesitamos aquí.

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-¡Oh, es muy amable por tu parte, querido!Pero dejar un trabajo a medio terminar...

-No soy yo...; quiero decir que soy yo,pero no solo. La E.B.C. quiere celebrar una en-trevista con nosotros.

-¿Sobre qué?-No lo sé realmente. Se muestran cautelo-

sos, pero insistentes.-¡Oh! ¿Cuándo quieren vernos?-Freddy sugirió que cenáramos juntos el

viernes. ¿Podrás estar libre para ese día?Hubo una pausa.-Sí. Creo que podré terminar... Perfecta-

mente. Saldré en el tren que llega a Paddingtonalrededor de las seis.

-Bien. Iré a esperarte. También existe otrarazón, Phyl.

-¿Cuál?-La arena movediza, querida. La tapa sin

volver. El dedal deslustrado. Las gotas tristese insípidas de la clepsidra de la vida. La...

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-Mike, tú has estado ensayando.-¿Qué otra cosa podía hacer?Llegamos solamente con veinte minutos

de retraso, pero Freddy Whittier daba la im-presión de haber estado seco durante variashoras por la urgencia con que nos arrastró albar. Desapareció detrás del mostrador con unaviolencia perfectamente controlada y reapare-ció al momento con una selección de copasdobles y sencillas de jerez en una bandeja.

-Primero, dobles -dijo.Pronto se aclaró su mente. Pareció más él

mismo, y observaba las cosas. Así es que sefijó en las manos de Phyllis: en los raspadosnudillos de la derecha y en la ancha mancha deyeso en la izquierda. Frunció el ceño y parecióa punto de hablar, pero lo pensó mejor. Yo leobservaba atentamente, viendo cómo examin-aba mi semblante y luego mis manos.

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-Mi esposa -expliqué- ha estado en elcampo. Ya sabe que ha empezado ya la tem-porada de hacer reformas de albañilería.

Pareció aliviado más que interesado.-¿No existe nada en la mente de la vieja

pareja? -inquirió, mostrando indiferencia.Negamos con la cabeza.-Bueno, porque tengo un trabajo para am-

bos -dijo.Continuó su exposición. Al parecer, uno

de los capitostes de la E.B.C. tenía quehacerles una proposición. Este capitoste habíaestado cavilando durante algún tiempo, segúntodos los indicios, en que había llegado ya elmomento de hacer una descripción detallada,publicar algunas fotografías y dar una pruebadefinitiva de las criaturas de las profundid-ades.

-Un hombre con vista -dije-. Durante losúltimos cinco o seis años...

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-Calla, Mike -me interrumpió, tajante, miesposa.

-En su opinión -continuó Freddy-, las co-sas han alcanzado ahora su punto culminante,y él está dispuesto a invertir su dinero siempreque sirva para conseguir una informaciónvaliosa. Al mismo tiempo, no ve por qué nopodría obtener algún beneficio de la informa-ción si es rápida. Así, pues, se propone organ-izar y enviar una expedición para descubrir loque se pueda..., y, por supuesto, todo cuantose consiga será de su exclusiva propiedad; esdecir, tendrá los derechos exclusivos de todainformación. De paso he de decirles que estoes altamente confidencial: no queremos que laB.B.C. se nos adelante.

-Escuche, Freddy -dije-: durante variosaños todo el mundo ha estado tratando dehacer algo, no sólo la B.B.C. ¿Por qué el...?

-¿Expedición adonde? -preguntó, máspráctica, Phyllis.

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-Ésa, naturalmente, será nuestra primeracuestión. Pero él no lo sabe. La entera decisiónsobre una localidad está en manos de Bocker.

-¡Bocker! -salté-. ¿Se ha convertido en in-tocable o algo así?

-Su prestigio se ha recuperado un poco -admitió Freddy-, Y respecto a ese individuo,dijo el capitoste: «Si dejamos a un lado todolo que parece no tener sentido, no hay duda al-guna de que las afirmaciones de Bocker alcan-zan una alta categoría...»; en todo caso, másalta que cualquier otra. Así pues, fue en buscade Bocker y le dijo: «Escuche: ya sabe ustedlas cosas que han ocurrido en Saphira y enApril Island. ¿Dónde cree usted verosímil queocurra la próxima... o, en todo caso, la inme-diata?». Como es lógico, Bocker no fue capazde decírselo. Pero hablaron. Y el resultado deesa conversación fue que el capitoste ha fin-anciado una expedición, dirigida por Bocker,a una región que elegirá Bocker. Y es más:

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Bocker también selecciona el personal. Yparte de la selección, con el asenso de laE.B.C. y la aprobación de ustedes, podríanformarla ustedes dos.

-Bocker siempre fue mi ógrafo favorito -dijo Phyllis—. ¿Cuándo hemos de partir?

-Espera un momento -le interrumpí-. Encierta época, los viajes oceánicos se re-comendaban como muy saludables. Reciente-mente, sin embargo, lejos de ser saludables...

-Aire -me interrumpió Freddy-. Nada másque aire. Indudablemente, la gente carece demucha información respecto a las cosas quesuceden, pero nosotros preferiríamos que us-tedes estuvieran en situación de comprender-las.

Phyllis, durante la noche, mostró a inter-valos un aire abstracto.

Cuando regresamos a casa, le dije:-Si tú crees que no debemos..

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-Tonterías. Naturalmente que iremos -respondió-. ¿Crees tú que la «financiación»significa que podremos obtener ropa adecuaday otras cosas a cargo de ella?

-Me gusta estar ociosa... al sol -dijo Phyl-lis.

Desde donde estábamos sentados, a unamesa, bajo una sombrilla, delante del misteri-osamente titulado Gran Hotel Britannia y dela Justicia, era posible permanecer en ociosacontemplación de la tranquilidad y de la act-ividad. La tranquilidad estaba a nuestra dere-cha. El agua, inmensamente azul, se extendíay brillaba millas y millas hasta alcanzar la le-jana y abrupta raya del horizonte. La costa,que era redonda como un jarrón, terminabaen un promontorio cuajado de palmeras, quetemblaba como un espejismo bajo la neblinadel calor. Un panorama que no había cambi-ado desde la época que pertenecía al dominioespañol.

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A la izquierda estaba la actividad, undespliegue de vitalidad, propio de la capital yúnica ciudad de la isla La Escondida.

El nombre de la isla se debía, probable-mente, a algún barco errabundo que, en tiem-pos remotos, había tocado por casualidad enuna de las islas Caimanes, tras pasar numero-sas vicisitudes. Contra viento y marea, habíasabido conservar el nombre, así como sus cos-tumbres españolas. Las casas parecían es-pañolas; el temperamento poseía calidad es-pañola; el idioma era más español que inglés,y, desde donde estábamos sentados, en unrincón del amplio espacio abierto, conocidoindistintamente por La Plaza o el Square, laiglesia, situada al otro extremo, con los bril-lantes azulejos de la fachada, era evidente queestaba sacada de un libro de pinturas español.La población, sin embargo, era en cierto modoun poco menos española; se alineaba desde elblanco tostado o mulato al negro carbón. Sola-

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mente un buzón británico, de color rojo fuerte,le preparaba a uno para la sorpresa de enter-arse que el lugar se llamaba Smithtown..., yhasta eso resultaba un tanto novelesco cuandouno se enteraba también de que el conmemor-ado Smith fue nada menos que un pirata de re-conocida fama.

Detrás de nosotros, y también detrás delhotel, se alzaba una de las dos montañas quehacen de La Escondida una isla en pendiente,y que surgía a lo lejos como un picacho des-nudo con una bufanda de verdor sobre loshombros. Entre la base de la montaña y elmar se extendía una llanura rocosa, donde laciudad apiñaba sus edificios.

También allí se apiñaba, desde hacía cincosemanas, la expedición Bocker.

Bocker había elaborado un sistema deprobabilidades de su propia inventiva. Final-mente, sus eliminaciones le habían propor-cionado una lista de diez islas como las más

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verosímiles de ser atacadas, y el hecho de quecuatro de ellas estuvieran en el área del Caribehabía fijado nuestro curso.

A eso fue a lo que llegó sobre el papel, ylo que nos condujo a todos a Kingston, cap-ital de Jamaica. Allí permanecimos duranteuna semana en compañía de Ted Jarvey, elfotógrafo; Leslie Bray, el registrador, y MurielFlynn, una de los ayudantes técnicos femeni-nos, mientras el propio Bocker y sus dos ay-udantes masculinos volaban en un avión dereconocimiento armado, que las autoridadespusieron a su disposición, y examinaban contodo detenimiento las atracciones rivales deGrand Cayman, Little Cayman, Cayman Bracy La Escondida. El razonamiento que condujoa Bocker a elegir finalmente La Escondida fue,sin duda alguna, muy exacto; así que parecióuna pena que, dos días después que el aviónhubiese terminado de transportarnos connuestros aparatos a Smithtown, fuese un

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pueblo grande de Grand Cayman el que su-friese, de aquellos lugares, la primera in-cursión.

Pero si aquello nos desanimó, también nosimpresionó. Estaba claro que Bocker habíahecho algo más que un estudio a tontas y a loc-as; pero había errado el tiro.

El avión nos condujo a cuatro de nosotrosal lugar del suceso tan pronto como Bockertuvo noticias de él. Desgraciadamente, pocopudimos aprender. En la playa había surcos;pero, cuando llegamos, habían sido pisoteadosya de tal forma que no se notaba casi nada. Delos doscientos cincuenta habitantes del pueblo,unos veinte huyeron precipitadamente. Elresto desapareció simplemente. Todo ocurrióen la oscuridad; por tanto, nadie vio gran cosa.Cada superviviente se sintió obligado a dar suversión personal, con lo cual el resultado fuecatastrófico.

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Bocker anunció que permaneceríamos endonde estábamos. Nada se ganaría yendo deun lado para otro; existían las mismas prob-abilidades de que nos equivocáramos como deque acertáramos. Más aún de que acertáramos,porque La Escondida, en adición a sus otrascualidades, tenía la virtud de no tener más queun pueblo en toda la isla; así, pues, cuando sur-giese el ataque (y era seguro que surgiría, máspronto o más tarde), el objetivo sería con todaseguridad Smithtown.

Estábamos seguros de que Bocker sabía loque se hacía; pero, a las dos semanas, em-pezamos a dudarlo. La radio nos informó deuna docena de incursiones... Todas, exceptouna breve a las Azores, tuvieron lugar en elPacífico. Comenzamos a experimentar la dep-rimente sensación de que nosotros estábamossituados en el hemisferio contrario.

Cuando digo «nosotros», he de admitir quequiero decir principalmente «yo». Los otros

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continuaban analizando los informes e iban es-tólidamente adelante con sus preparativos. Unpunto importante era que no existía ningún in-forme que indicara que alguna incursión sehabía verificado durante las horas del día; portanto, se hacían imprescindibles las luces. Unavez que el concejo de la ciudad quedó con-vencido de que «aquello» no le costaría nada,todos nosotros nos dedicamos a instalar focosde luz en los árboles, en los postes y en lasesquinas de todos los edificios de Smithtown,aunque con mayor proliferación hacia la partedel mar, todo lo cual, en interés de las cámarasde Ted, debía estar conectado a un tablero deconmutadores eléctricos colocado en su hab-itación del hotel.

Los habitantes del pueblo se figuraban queestaba en preparación alguna fiesta; el concejoconsideró aquello como una especie de ino-cente locura; pero estaba contento por la can-tidad extraordinaria de dinero que entraba en

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el pueblo a costa nuestra. La mayoría de noso-tros íbamos desinflándonos lentamente, hastaque el ataque a la isla Gallows enervó a todoel Caribe, a pesar de que dicha isla pertenecíaa las Bahamas.

Port Anne, la capital de Gallows, y tresgrandes pueblos costeros fueron invadidosdurante la misma noche. Aproximadamente, lamitad de la población de Port Anne y una pro-porción mucho mayor de la de los pueblos de-saparecieron por completo. Los que sobrevivi-eron se habían encerrado en sus casas o huyer-on; pero esta vez hubo mucha gente que coin-cidió en que habían visto cosas como tanques-como tanques militares, dijeron, pero másgrandes- surgiendo del agua y deslizándoseplaya arriba. Debido a la oscuridad, a la con-fusión y a la precipitación con que muchosde los informadores huyeron o se escondieron,hubo sólo informes fantásticos sobre lo que es-os tanques surgidos del mar hicieron después.

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El único hecho verificable fue que habían de-saparecido durante la noche más de mil perso-nas en total de los cuatro puntos atacados.

Por todos los alrededores se notó inmedi-atamente un cambio. La pasión subió al máx-imo. Cada nativo de cada isla abandonó su in-diferencia y su sensación de seguridad, con-vencido de que su hogar podía ser el próximoescenario del ataque. De los baúles se sacarony se limpiaron viejas e inseguras armas. Se or-ganizaron patrullas y, por primera vez en suvida, se hizo guardia por las noches, bien ar-mados. Se propuso, además, organizar un sis-tema defensivo aéreo entre las islas.

Sin embargo, cuando transcurrió una se-mana sin que ocurriera nada en toda el áreade las islas, el entusiasmo decreció. Porque,efectivamente, hubo una pausa en la actividadsubterránea. El único informe de una incursiónllegó de las Kuriles, sin fecha, por algunarazón eslavónica, y además resultó que había

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pasado algún tiempo examinándolo al micro-scopio desde todos los ángulos de seguridad.

Al décimo día después de la alarma, elnatural espíritu de mañana de La Escondidase había asegurado enormemente. Durante lanoche y la siesta se dormía a pierna suelta;el resto del día se lo pasaban en completamodorra, de la que también participábamosnosotros. Era difícil creer que no continu-aríamos así durante años; por tanto, decidimosacoplarnos a ello, por lo menos unos cuantos.Muriel se dedicó a explorar con entusiasmo laflora isleña; Johnny Tallton, el piloto, que es-taba constantemente solo, empezó a acudir aun café donde una encantadora señorita le en-señaba el idioma nativo; Leslie trabó conoci-miento con un indígena para conseguir unaguitarra, que ahora podíamos escuchar a travésde la ventana abierta del piso de arriba; Phyllisy yo hablábamos en ocasiones sobre los rela-tos que podríamos escribir si tuviéramos ener-

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gía para ello; solamente Bocker y sus dos ay-udantes más íntimos, Bill Weyman y AlfredHaig, conservaban su aspecto decidido. Si elcapitoste hubiera podido vernos, quizá se hu-biese sentido intranquilo por el destino de sudinero.

Empecé a notar que ya me estaba hartando,que me iba acostumbrando a no hacer nada, y,aunque la sensación no era desagradable, com-prendí que era muy pronto para que llevara mivida por esos derroteros.

-Esto no puede continuar indefinidamente-dije a Phyllis-. Sugiero que pongamos aBocker una fecha límite..., una semana, apartir de ahora..., para que se produzca sufenómeno.

-Bueno... -empezó a decir de mala gana mimujer-. Sí, supongo que tienes razón.

-Claro que la tengo -respondí-. En realid-ad, no estoy tan seguro de que no pueda resul-tarnos fatal otra semana...

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Lo cual era, en forma insospechada, máscierto de lo que yo creía.

-Querida, deja de mirar a la luna y vá-monos a la cama.

-De ninguna manera... No vale la pena...Frecuentemente me pregunto por qué me casécontigo.

Por tanto, me puse en pie y me uní a ella,junto a la ventana.

-¿Ves? -dijo-. Un barco, una isla, una me-dia luna... Tan frágil, tan eterna..., ¿no es her-moso?

Miramos hacia afuera, hacia la plaza vacía,más allá de las casas dormidas, en dirección alplateado mar.

-Yo lo necesito. Es una de las cosas que es-toy tratando de desterrar de mi recuerdo.

De la parte trasera de las casas de enfrente,en dirección al muelle, llegó cadenciosamenteel rasgueo de una guitarra.

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-El amor tonto... y dulce -dijo Phyllis, sus-pirando.

Y entonces, de repente, el lejano tocadorarrojó su guitarra al suelo, produciendo unruido agudo y resonante.

Abajo, en el muelle, gritó una voz, ininteli-gible pero alarmante. Luego, otras voces. Unamujer sollozó. Nos volvimos para mirar las ca-sas que ocultaban al pequeño puerto.

-¡Escucha! -dijo Phyllis-. Mike, ¿creesque...?

Se interrumpió al oír el ruido de dos dis-paros.

-¡Debe de ser! ¡Mike, deben de estar in-vadiéndonos!

En la distancia hubo un creciente alboroto.En la propia plaza se abrieron las ventanas,haciéndose las personas preguntas unas aotras. Un hombre salió corriendo de una pu-erta, dio la vuelta a la esquina y desapareciópor la corta calle que conducía al mar. Ahora

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se oían más gritos y más sollozos también.Entre ellos, el estampido de tres o cuatro dis-paros más. Me separé de la ventana y tam-borileé con los dedos en el tabique que nosseparaba de la habitación de al lado.

-¡Eh, Ted! -grité-. ¡Enciende las luces!¡Las del muelle, hombre! ¡Las luces!

Oí un apagado «muy bien». Ya debía deestar fuera de la cama, porque cuando yo re-gresaba a la ventana las luces empezaban a en-cenderse por turno.

No había nada desacostumbrado que ob-servar, excepto una docena o más de hombresque atravesaban corriendo la plaza en direc-ción al puerto. Casi bruscamente cesó el ruidoque había ido in crescendo. La puerta de Teddio un portazo. Sus botas sonaron ruid-osamente a lo largo del pasillo cuando pasaronpor delante de nuestra habitación. Más allá delas casas surgieron de nuevo los gritos y los

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sollozos, más fuertes que antes, como si hu-biesen adquirido fuerza tras el breve descanso.

-Debo... -empecé a decir; pero me inter-rumpí al darme cuenta de que Phyllis no estabaa mi lado.

Miré por la habitación y la descubrí en elmomento en que echaba la llave a la puerta.Corrí hacia ella.

-Debo ir allá abajo. Tengo que ver lo que...-¡No! -me interrumpió.Se volvió, apoyando firmemente la es-

palda contra la puerta. Producía la impresiónde ser un ángel severo que impedía el pasopor una carretera, con la diferencia de quelos ángeles tienen la costumbre de usar res-petables camisones de algodón, no de nylon.

-Pero, Phyl, es el trabajo. Es por lo que es-tamos aquí.

-Me tiene sin cuidado. Esperaremos unpoco.

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Permanecía inmóvil, con la expresión deángel severo, modificada ahora por la de unamuchachita rebelde. Alargué el brazo.

-¡Phyl!... Por favor, dame la llave.-¡No! -contestó, y, lanzándola a través de

la habitación, desapareció por la ventana.Resonó sobre las piedras de la plaza. La

miré con estupor. Esa era una acción que unonunca hubiera esperado de Phyllis. Ahora, enla plaza iluminada, se veía a la gente correrhacia la calle de enfrente. Me volví.

-Phyl, por favor, apártate de esa puerta.Negó con la cabeza.-No seas loco, Mike. Tienes que hacer un

trabajo.-Por eso precisamente, yo...-No, no es eso. ¿No lo comprendes? Los

únicos informes que poseemos provienen delas personas que no corrieron para averiguarqué estaba sucediendo; de las personas que seescondieron o huyeron...

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Yo estaba furioso con ella, pero no tantoque no alcanzara el sentido de lo que me decía,e hice una pausa. Ella continuó:

-Es lo que dijo Freddy: el objetivo denuestra venida es poder regresar para contar loque ha sucedido.

-Eso está muy bien, pero...-¡No!... ¡Mira!...Con la cabeza señaló hacia la ventana.La gente continuaba convergiendo hacia

la calle que conducía al muelle, pero ya noentraban en ella. Un sólido grupo se amon-tonaba a la entrada. Luego, mientras yo con-tinuaba mirando, la anterior escena empezóa interpretarse en sentido inverso. El gruporetrocedió, y comenzó a deshacerse por suscostados. Muchos hombres y mujeres salieronde la calle, corriendo hacia atrás, hasta quequedaron dispersados en la plaza.

Me acerqué más a la ventana para obser-var. Phyllis abandonó la puerta y se acercó a

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mí. Ahora veíamos a Ted, con su tomavistasen la mano, retrocediendo corriendo.

-¿Qué sucede? -le grité.-Sólo Dios lo sabe. No se puede pasar.

Hay un pánico terrible en aquella calle. Todosdicen que, sea lo que fuere, viene por ese cam-ino. Si es así, tomaré la película desde miventana. No se puede trabajar con estabarahúnda.

Miró hacia atrás, desapareciendo despuéspor la puerta del hotel, que estaba debajo denuestra ventana.

La gente continuaba inundando la plaza yemprendía una carrera cuando alcanzaba unpunto donde había espacio para correr. Nohubo más ruido de disparos; pero, de cuandoen cuando, surgía otro estruendo de gritos y delamentos de alguna parte del lejano y ocultoextremo de la corta calle.

Entre los que regresaban al hotel sehallaban el propio doctor Bocker y el piloto,

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Johnny Tallton. Bocker se paró debajo de lasventanas y gritó hacia arriba. De las ventanassurgieron algunas cabezas. Las contempló atodas.

-¿Dónde está Alfred? -preguntó.Nadie parecía saberlo.-Si alguno de ustedes le ve, que le diga

que entre inmediatamente en el hotel -instruyóBocker-. Ustedes permanezcan donde están.Observen lo que puedan, pero no se exponganhasta que sepamos más de lo que pasa. Ted,procure que todas las luces continúen encendi-das; Leslie...

-Estoy a punto con el magnetófono, doctor-respondió la voz de Leslie.

-No, no salga. Ponga el micrófono por laparte exterior de la ventana, si quiere; perousted permanezca bajo techado. Y hagan lomismo todos los demás, por el momento.

-Pero, doctor, ¿qué pasa?..., ¿qué...?

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-No lo sabemos. Por tanto, per-manezcamos dentro del hotel hasta queaverigüemos por qué grita la gente. ¿Dóndedemonios está miss Flynn?... ¡Oh! Está ustedaquí. Bien. Continúe vigilando, miss Flynn...

Se volvió a Johnny y cambió con él al-gunas palabras ininteligibles. Johnny asintiócon la cabeza y se dirigió hacia la parte de at-rás del hotel. Bocker volvió a mirar de nuevo ala plaza y entró en el hotel, cerrando la puertatras él.

Corriendo, o al menos apresuradamente,la gente continuaba convergiendo en la plazadesde todas las direcciones, pero ninguna pro-cedía ya de la calle corta. Los que alcanzabanla parte más alejada se volvían para mirar, ar-rimándose a las puertas o las callejuelas pordonde pudieran huir si era necesario. Mediadocena de hombres con pistolas o escopetasse hallaban tumbados en tierra, con sus armasapuntando hacia la entrada de la calle. Ahora

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todo estaba más tranquilo. Excepto unos cuan-tos ruidos, producidos por los lamentos, untenso y expectante silencio llenaba toda la es-cena. Y entonces, de la lejanía, llegó un ruidochirriante, como de algo que se arrastra. Nofuerte, pero sí continuo.

La puerta de la casita situada junto a la ig-lesia se abrió. El sacerdote, con sotana, saliópor ella. Algunas personas que se hallabancerca corrieron hacia él y se arrodillaron entorno suyo. El sacerdote extendió ambosbrazos, como para proteger y amparar a todos.

El ruido procedente de la angosta calledaba la impresión de estar producido por unpesado tractor de metal arrastrándose sobre laspiedras.

Repentinamente, dispararon tres o cuatroescopetas casi al mismo tiempo. Nuestro án-gulo de visión nos impedía ver aún a qué dis-paraban; pero cada uno de los hombres hizouna sucesión de disparos. Luego, se pusieron

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en pie de un salto y corrieron hacia atrás, casia la parte opuesta de la plaza. Allí se volvierony cargaron de nuevo sus armas.

De la calle llegó un ruido de maderadestrozada y de cristales y ladrillos caídos.

Entonces tuvimos la primera visión del«tanque marino»: un objeto curvo, de gruesometal color gris, se deslizó hacia la plaza, ar-rastrando consigo la parte más baja de la es-quina de la casa de enfrente.

Le dispararon desde una docena de sitiosdiferentes. Las balas se aplastaban o rebotabansobre él sin producir efecto. Lentamente, pesa-damente, con inexorabilidad, continuó sumarcha, arrastrándose y chirriando sobre laspiedras. Iba inclinado sobre su costadoderecho, alejándose de nosotros y dirigiéndosea la iglesia, llevándose consigo un trozo másde la esquina de la casa, sin que le afectara elenyesado, los ladrillos ni las vigas que caíansobre él y se deslizaban por sus costados.

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Se dispararon más tiros contra aquello,pero permanecía inconmovible, introducién-dose en la plaza a una velocidad de cinco kiló-metros por hora, masivamente infalible. Notardamos en verlo todo entero.

Imagínense un huevo alargado, cuya lon-gitud ha sido partida en dos y puesta de planosobre el suelo, con el puntiagudo extremohacia adelante. Consideren este huevo, de unalongitud comprendida entre los nueve y losdiez metros, de un color pardo plomizo sinbrillo, y tendrán una visión exacta del «tanquemarino» que nosotros veíamos avanzar por laplaya.

No había forma de ver qué lo impulsaba.Acaso tuviera ruedas debajo; pero más bienparecía, y sonaba sencillamente, arrastrarsehacia adelante con mucho ruido, sobre su bar-riga de metal, pero sin maquinaria. No saltabaal girar, como hacen los tanques, ni tra-queteaba, como hacen los coches. Simple-

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mente se movía hacia la derecha, en diagonal,siempre apuntando hacia adelante. Muy cerca,detrás de él, le seguía otro, de traza exacta-mente similar, que se dirigía hacia laizquierda, en nuestra dirección, arrancando laesquina de la casa de enfrente mientras seacercaba. Un tercero se dirigía en línea rectahacia el centro de la plaza, donde paró.

En la parte más alejada de la plaza, elgrupo que se había arrodillado en torno al sa-cerdote echó a correr. El sacerdote permanecióen su sitio. Impedía el paso de la cosa. Sumano derecha hizo la señal de la cruz en dir-ección a ella, mientras que su mano izquierda,con los dedos separados y la palma vueltahacia la cosa, se alzaba indicándole que para-se. La cosa continuó su marcha, ni más deprisa ni más despacio, como si el sacerdote noestuviera allí. Su curvado flanco le empujó li-geramente a un lado cuando llegó a su altura.Luego, se paró también.

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Pocos segundos después, el que se dirigíaen nuestra dirección por la plaza alcanzó loque, al parecer, era la posición señalada, y separó también.

-La tropa alcanza su primer objetivo segúnórdenes -dije a Phyllis mientras veíamos lostres artefactos situados estratégicamente en laplaza-. Esto no es accidental. Y ahora, ¿qué?

Durante medio minuto casi no pareció queiba a suceder nada. Hubo un ligero tiroteo másesporádico, procedente de alguna de lasventanas de la plaza que, en todo su alrededor,estaban llenas de gentes pendientes de ver loque sucedería a continuación. Ninguno de losdisparos hizo efecto sobre los blancos, exis-tiendo cierto peligro a causa de los rebotes delas balas.

-¡Mira! -exclamó Phyllis de pronto-. Ésese está combando.

Señalaba al más próximo a nosotros.Efectivamente, la parte superior estaba des-

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figurándose en su punto más alto, formandouna pequeña excrecencia en forma de cúpula.Su color era ligeramente más fuerte que elmetal de debajo: una especie de sustancia se-miopaca, tirando a blanco, que relucía vis-cosamente a la luz de los focos. Mientras laobservábamos, aumentaba.

-Todos están haciendo lo mismo -añadió.Hubo un disparo aislado. La excrecencia

se estremeció, pero continuó dilatándose.Ahora aumentaba más deprisa. Ya no teníaforma de cúpula, sino de esfera, unida al metalpor una especie de cuello, hinchado como unglobo y se inclinaba ligeramente a medida quela excrecencia se distendía.

-Va a estallar. Estoy segura -dijo Phyllisaprensiva.

-Hay otras detrás que empiezan a crecer -dije-. Dos más, mira.

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La primera excrecencia no estalló. Yatenía casi sesenta centímetros de diámetro ycontinuaba hinchándose.

-Tiene que estallar pronto -musitó Phyllis.Pero aún no lo hizo. Continuó dilatándose

hasta adquirir un diámetro de metro y medioaproximadamente. Entonces dejó de crecer.Producía la impresión de una vejiga gi-gantesca y repulsiva.

La animaba un ligero temblor. De pronto,se desprendió de su cuello y se bamboleó en elaire como una gigantesca pompa de jabón.

Ascendió con inseguridad unos tres met-ros. Cuando alcanzó esa altura vaciló, con-virtiéndose en una esfera más estable. Luego,de repente, le sucedió algo. No estalló. Nohubo tampoco ningún ruido. Más bien parecióabrirse suavemente, como les ocurre a loscapullos, en un florecimiento instantáneo, es-parciendo en todas direcciones un amplionúmero de pelitos blancos.

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La reacción instintiva era apartarse de unsalto de la ventana para evitarlos. Y así lo hici-mos.

Cuatro o cinco de los pelitos, como largaspuntas de látigo, volaron en torno de laventana, entraron en la habitación y cayeron alsuelo. Casi inmediatamente de ponerse en con-tacto con él, comenzaron a contraerse y remo-verse. Phyllis dio un grito estridente. Miré asu alrededor. No todos los pelitos habían caídoal suelo. Uno de ellos había posado su lon-gitud sobre el antebrazo derecho de mi mujer.Ya estaba contrayéndose, empujando su brazohacia la ventana. Phyllis retrocedió. Con laotra mano intentó quitárselo, pero sus dedos sepegaron a ella tan pronto como la tocaron.

-¡Mike! -gritó-. ¡Mike!...El pelito estaba endureciéndose, atiesán-

dose como la cuerda de un arco. Phyllis habíadado ya un par de pasos hacia la ventana antesque yo pudiera agarrarla fuertemente. La

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fuerza de mi tirón la llevó al otro extremo dela habitación. No rompió la presa del pelito,pero lo apartó de la línea recta y ya no pudoir derecho hacia la ventana, sino que se vioobligado a arrastrarse alrededor de un ánguloagudo. Y se arrastró. Tumbado ahora en elsuelo, me agarré con la corva a la pata dela cama para hacer más fuerza, y me sostuvefirme. Para mover a Phyllis, el pelito tendríaque arrastrarme a mí también y a la cama. Porun momento creí que lo lograría. Entonces,Phyllis gritó, y se acabó la tensión.

Conseguí que rodara hacia un lado,apartándola de la línea de algo más que pudi-era entrar a través de la ventana. Phyllis estabadesvanecida. Un trozo de piel, de unos diezcentímetros aproximadamente, había sido ar-rancada limpiamente de su antebrazo derecho,y algunos más habían desaparecido de los de-dos de su mano izquierda. La carne dejada al

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descubierto comenzaba en aquel momento asangrar.

Afuera, en la plaza, había un pandemóni-um de lamentos y de gritos. Me arriesgué asacar la cabeza por un lado de la ventana.La cosa que había estallado no estaba en elaire. Ahora era un cuerpo redondo, no mayorde sesenta centímetros de diámetro, rodeadode una irradiación de pelitos. Estaba retro-cediendo con algo que había atrapado, y latensión lo estaba manteniendo un poco sep-arado del suelo. Algunas personas cogidasgritaban y luchaban; otras eran como unmontón informe de ropas.

Entre ellas vi a la infeliz Muriel Flyng.Yacía en el suelo de espalda, arrastrada por losguijarros por un tentáculo que la agarraba porsus cabellos rojizos. Se había herido grave-mente al caer al suelo cuando fue arrojada porla ventana de su habitación, y gritaba llenade terror. Leslie era arrastrada casi al lado de

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ella; pero, al parecer, había tenido la suerte departirse el cuello al caer por la ventana.

En la parte más alejada de la plaza vi a unhombre corriendo con la intención de liberar auna mujer que estaba gritando; pero cuando letocó el pelito que la sujetaba, su mano quedópegada a él, y ambos fueron arrastrados juntos.Mientras observaba todo esto, daba gracias aDios por haber agarrado el brazo de Phyllis yno el pelito al tratar de liberarla de él.

A medida que el círculo se contraía, lospelitos blancos se acercaban los unos a losotros. El pueblo que luchaba tocaba involun-tariamente más de ellos, y cada vez quedabamás enredado en sus redes. Luchaban comomoscas atrapadas a un papel atrapamoscas.Existía una implacable deliberación respectoa ello que le hacía parecer horrible, comocuando uno observa a través del objetivo deuna cámara lenta.

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Entonces me di cuenta de que otra de laspompas de jabón estaba balanceándose en elaire, y retrocedí apresuradamente antes que es-tallara.

Tres pelitos más entraron por la ventana,permanecieron por un momento como cuerdasblancas sobre el suelo y empezaron despuésa retroceder. Cuando hubieron desaparecido através de la ventana, me alcé un poco paramirar por ella, otra vez. En varios sitios dela plaza había grupos de gente que luchabandesesperadamente. El primero y el más cer-cano se había contraído hasta que sus víctimasquedaron amontonadas formando una durapelota de la que surgían aún algunos brazosy piernas que se movían sin remisión. Luego,mientras yo observaba, la entera masa com-pacta se inclinó y empezó a alejarse de la plazarodando hacia la calle por donde habían lleg-ado los tanques marinos.

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Las máquinas, o, mejor dicho, las cosas,que aún permanecían en el mismo sitio dondehabían parado, producían la impresión de gi-gantescas babosas grises, cada una de lascuales dedicada a producir varias de susasquerosas pompas en diferentes etapas.

Retrocedí de nuevo cuando otra de aquel-las pompas se desprendió de su babosa; peroesta vez no entró por la ventana. Me aventuréun momento para cerrar las puertas de laventana y tuve la suerte de hacerlo a tiempo.Tres o cuatro de aquellos pelitos golpearoncontra el cristal con tal fuerza que uno de ellosse rajó.

Entonces pude atender a Phyllis. La le-vanté del suelo y la tumbé en la cama, des-garrando un trozo de sábana para vendarle elantebrazo.

En el exterior continuaban los lamentos,los gritos y el tumulto, y entre ellos se oían al-gunos tiros.

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Cuando terminé de vendar el antebrazo dePhyllis, volví a mirar otra vez hacia la plaza.Media docena de objetos, que ahora parecíancomo duras y redondas balas de algodón,rodaban hacia la calle que conducía al puerto.Regresé de nuevo al lado de Phyllis y desgarréotro trozo de sábana para vendar los dedos dela mano izquierda de mi mujer.

Mientras lo hacía oí un ruido diferentesobre el tumulto de afuera. Dejé la venda dealgodón y corrí a la ventana a tiempo de verun avión que volaba a baja altura. El cañónsituado en una de las alas comenzó a disparar,y retrocedí de nuevo, tirándome al suelo paraquitarme de la línea de tiro. Hubo una espan-tosa explosión. Simultáneamente las ventanasse abrieron, se apagaron las luces y en la hab-itación entraron trozos de algo que zumbaba alpasar.

Me levanté. Las luces exteriores se habíanapagado también, así, pues, era difícil

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averiguar qué había pasado. Sin embargo,pude ver, al otro extremo de la plaza, que unode los tanques marinos comenzaba a ponerseen movimiento. Se deslizaba por el caminoque había seguido al venir. Volví a oír el ruidodel avión que regresaba, y me tumbé en elsuelo otra vez.

Hubo un estallido, pero esta vez no nos at-rapó su fuerza, aunque en el exterior hubo unrevoltijo de cosas caídas.

-¿Mike? -dijo una voz desde la cama, unavoz asustada.

-Todo está bien, querida. Estoy aquí -le re-spondí.

La luna brillaba aún, y ahora podía ver me-jor.

-¿Qué ha sucedido? -preguntó Phyllis.-Se han ido. Johnny los atacó con el

avión...; al menos, supongo que era Johnny -dije-. Ahora, todo marcha bien.

-Me duele el brazo, Mike.

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-Te conseguiré un médico tan pronto comome sea posible, cariño.

-¿Qué fue? Querían llevarme, Mike. Si nohubiese sido por ti...

-Ya ha terminado todo, querida.-Yo...Se interrumpió al oír el ruido del avión,

que regresaba una vez más. Escuchamos. Elcañón disparaba de nuevo, pero esta vez nohubo explosión.

-Mike, hay algo pegajoso... ¿Estás herido?-No, cariño. No sé lo que es. Se halla sobre

todas las cosas.-Estás temblón, Mike.-Lo siento, querida. No puedo evitarlo.

¡Oh, Phyl, querida Phyl!... Tan cerca... Si loshubieses visto..., a Muriel y a los demás...Podría haber sido...

-¡Bueno, bueno! -dijo Phyllis, como si yofuera un niño de seis años-. No llores, Mike.

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¡Todo ha pasado ya! -y continuó-: ¡Oh Mike,cómo me duele el brazo!

-Continúa echada, cariño. Iré en busca delmédico -le dije.

Arranqué la puerta cerrada con una silla, yel esfuerzo me tranquilizó mucho.

A la mañana siguiente nos reunimos losque quedábamos de la expedición: Bocker,Ted Jarvey y nosotros dos. Johnny se habíamarchado temprano con las películas y los dis-cos, incluyendo un informe que yo añadí mástarde como testigo ocular, dirigiéndose con to-do ello a Kingston.

El brazo derecho y la mano izquierda dePhyllis estaban envueltos en vendajes. Sehallaba pálida, pero había resistido a todos losconsejos que le dimos para que permanecieraen la cama. Los ojos de Bocker habían perdidopor completo su acostumbrado parpadeo. Sumechón de cabellos grises caía sobre una caraque parecía más arrugada y más decrépita que

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la de la noche anterior. Cojeaba un poco, apoy-ando parte de su peso en un bastón. Ted y yoéramos los únicos ilesos. Miraba interrogat-ivamente a Bocker.

-Si le es posible, señor -dijo-, creo quenuestro primer paso ha de ser salir de estehedor.

-Desde luego -respondió Bocker-. Ningúndolor puede compararse con estos olores.Cuanto antes mejor -añadió, y se puso en piepara conducirnos al exterior.

Las piedras de la plaza, los esparcidosfragmentos de metal que se extendían por ella,las casas que la rodeaban, la iglesia, todo loque estaba a la vista, relucía con una costrade sustancia viscosa, y había mucha más, queno veíamos, en casi todas las habitaciones delas casas que daban a la plaza. La noche an-terior había sido sencillamente una abundantepesca con olor a salado; pero con el calor delsol actuando sobre ello, había empezado a pro-

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ducirse un hedor que era ahora fétido y que seestaba transformando en miasmático. A cienmetros de allí se notaba mucha diferencia, y aotros cien metros más ya estábamos libres deello, entre las palmeras que se alzaban en ellímite de la playa situada en la parte opuesta dela ciudad, es decir, del puerto. Rara vez habíaconocido la frescura de una brisa que oliera tanbien.

Bocker se sentó en el suelo, apoyando laespalda contra un árbol. Los demás nos aco-modamos como pudimos, esperando a que élhablase el primero. Durante un largo rato per-maneció callado. Estaba sentado inmóvil, mir-ando sin ver hacia el mar. Luego, suspiró:

-Alfred, Bill, Muriel, Leslie... -dijo-. Yolos traje a todos aquí. He demostrado muy po-ca inteligencia y consideración por su segurid-ad. Estoy asustado.

Phyllis se inclinó hacia adelante.

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-No debe pensar así, doctor Bocker. Nin-guno de nosotros tenía por qué venir; eso losabe usted. Usted nos ofreció la oportunidadde venir, y nosotros la aceptamos. Si... si lomismo me hubiese ocurrido a mí, no creo queMichael le hubiese maldecido por ello, ¿ver-dad, Michel?

-¡Claro que no! -respondí.Yo sabía perfectamente a quién hubiera

debido maldecir más adelante..., y parasiempre, sin remisión.

-Yo tampoco le hubiera maldecido, y estoysegura de que los demás pensarán lo mismoque yo -añadió, poniendo su mano derechasobre la manga del doctor.

Él bajó la vista, y pestañeó un poco. Cerrólos ojos un momento. Luego los abrió, y pusosus manos sobre las de ella. Su mirada se posómás allá de la muñeca, sobre los vendajes delantebrazo.

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-Es usted muy buena conmigo, querida -dijo.

Le dio golpecitos cariñosos con la manoy a continuación se irguió en su asiento, con-centrándose en sí mismo. Al poco rato, dijocon tono de voz completamente diferente:

-Hemos conseguido algunos resultados.Tal vez no tan exclusivos como esperábamos;pero, al menos, sí pruebas tangibles. Gracias aTed, nuestro país podrá ver contra qué estamosluchando, y gracias a él también, tenemos laprimera muestra.

-¿Muestra? -preguntó Phyllis, repitiendo lapalabra-. ¿De qué?

-De un trozo de una de esas cosas tentacu-lares -le contestó Ted.

-¿Cómo fue posible...?-En realidad, fue una suerte. Escuche:

cuando estalló la primera pompa, nada espe-cial entró por la ventana de mi habitación; sinembargo, pude ver lo que estaba sucediendo

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en otros sitios. Así, pues, abrí mi navaja y lapuse a mano sobre el alféizar, por si las mo-scas. Cuando al estallar la segunda pompa en-tró una de esas cosas por la ventana y la sen-tí sobre mi hombro, inmediatamente cogí lanavaja y, antes que empezara a actuar, la corté.Huyó, pero quedó detrás de ella un trozo deunos cuantos centímetros, que cayó al suelo,se retorció un par de veces y, al fin, quedó en-roscado. Lo hemos expedido con Johnny.

-¡Uf! -exclamó Phyllis.-En lo futuro, también nosotros llevaremos

navajas -dije.-Tenga en cuenta que son muy listos.

Además, son espantosamente correosos -ad-virtió Ted.

-Si encuentra usted otro trozo de eso, megustaría verlo para examinarlo -dijo Bocker-. Decidimos que ése era mejor enviarlo a losperitos. Verdaderamente, hay algo muy espe-cial en estas cosas. Lo fundamental es bastante

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evidente: proceden de alguna especie de ané-mona marina... Pero ¿si han nacido esas cosaso si han sido construidas según un modelobásico...? -se encogió de hombros sin terminarla pregunta-. Yo encuentro algunos puntos ex-tremadamente turbios. Por ejemplo, ¿cómohacen para coger las cosas animadas, auncuando estén vestidas, y no atacan a las cosasinanimadas? Y también, ¿cómo es posible quepuedan regresar al agua por el mismo caminode ida en lugar de tratar sencillamente de al-canzarla por el camino más cercano?... Laprimera de estas preguntas es la más signi-ficativa. Comporta propósitos especializados.Se emplean las cosas, ¿comprenden? Pero nocomo armas, en el sentido corriente de la pa-labra; no sólo para destruir, eso es. Son másbien cepos, trampas-

Durante un rato estuvimos pensando en talhipótesis.

-Pero... ¿Por qué...? -preguntó Phyllis.

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Bocker frunció el ceño.-¿Porqué? -repitió-. Todo el mundo se ha

estado preguntando continuamente: «¿Porqué?»— ¿Por qué surgen las cosas de las pro-fundidades? ¿Por qué no permanecen entierra? ¿Por qué salen de las profundidades endirección a tierra? Y también, ¿por qué nosatacan de esta forma y no de otra? ¿Cómoes posible que sepamos las contestaciones aestas preguntas hasta que descubramos másqué clase de criaturas son? El punto de vistahumano sugiere dos motivos—, pero eso noquiere decir que ellos no tengan otros motivosparticulares completamente distintos a losnuestros.

-¿Dos motivos? -preguntó Phyllis, suave-mente.

-Sí. Pueden estar tratando de extermin-arnos. Todo cuanto nosotros podemos decir esque ellos pueden hallarse bajo la impresión deque nosotros tenemos que vivir en las costas,

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y que ellos pueden borrarnos gradualmente deesta forma; tampoco sabemos nosotros cuántosaben ellos de nosotros. Pero no creo que seaése su propósito... teniendo en cuenta sutáctica de llevarse a sus víctimas rodandohacia el mar... Al menos, no completamente.Los celentéreos podían más fácilmenteaplastarlas y abandonarlas. Así, pues, parececomo si existiera otro motivo..., sencillamenteel que ellos encuentran en nosotros y tal vez enotros seres terrestres, si recuerdan la desapar-ición de las cabras y las ovejas de Saphira...,que somos buenos para comer. O bien, ambosmotivos: muchas tribus tienen la costumbre,establecida de antiguo, de comerse a sus en-emigos.

-¿Quiere usted decir que son... bueno...,una especie de comedores de nosotros? -pre-guntó Phyllis inquieta.

-Bueno, nosotros, los seres terrestres,echamos anzuelos y redes al mar para

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comernos lo que ellos cogen. ¿Por qué no hade existir un proceso inverso, utilizado porseres marinos inteligentes? Como es lógico, loque les estoy exponiendo es una hipótesis hu-mana. Eso es lo que todos nosotros estamostratando de hacer con nuestros porqués. Lomalo de esto es que todos hemos leído muchosrelatos en que los invasores se comportan yproceden como seres humanos, a pesar del tipoo de la forma que puedan tener, y no podemosconcebir la idea de que puedan comportarsede modo diferente a como nosotros pensamos.Efectivamente, no existe razón alguna paraque sea así; en cambio, hay muchas razonespara que no sea así.

-¡Comedores! -repitió Phyllis, pensativa-.¡Es horrible! Pero puede ser.

Bocker dijo con firmeza:-Dejaremos a un lado estos porqués. Tal

vez sepamos más de ellos más adelante, o no.

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Ahora lo importante es el cómo: cómo pararlas cosas y cómo atacarlas.

Hizo una pausa. Debo confesar que yocontinué pensando en los porqués... y experi-mentando la sensación de que, aunque el signi-ficado fuera exacto, Phyllis debería haber ele-gido un término más agradable y más dignoque el de «comedores».

Bocker continuó hablando.-Al parecer, los disparos de los fusiles cor-

rientes no producen efecto alguno en esostanques marinos ni en esas cosas con aspectode pompas de jabón..., a menos que sean vul-nerables en sitios que no fueron encontrados.No obstante, las balas de los cañones puedenromper la cubierta. La manera en que entoncesse desintegran sugiere que está ya bajo unatensión muy fuerte, y no muy lejos deromperse. De esto podemos deducir que en elcaso de April Island hubo un disparo afortu-nado o se empleó una granada. Lo que vimos

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anoche explica razonablemente los relatos delos nativos sobre ballenas y babosas. Esostanques marinos, a cierta distancia, pueden sertomados por ballenas. Y respecto a las «babo-sas», no se equivocaron mucho-Indudable-mente, las cosas, deben de hallarse muy ín-timamente relacionadas con los celentéreos...Respecto a los tanques marinos, su contenidoparece ser, simplemente, masas gelatinosasaprisionadas bajo enorme presión... Pero es di-fícil creer que eso pueda ser realmente así.Aparte de cualquier otra consideración, esevidente que hay que pensar en la existenciade algún mecanismo capaz de impulsar esoscascos inmensamente pesados. Esta mañanafui a examinar el camino por donde habíanpasado. Algunas de las piedras están hundidasy otras partidas debido al peso de esosarmatostes; pero no pude encontrar ningunahuella ni nada que demostrase que las cosasavanzaban por medio de tentáculos como yo

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creía. Me parece que, por ahora, hemos fracas-ado... Indudablemente, existe una inteligenciade alguna clase..., aunque no parece ser muyalta ni tampoco muy bien coordinada. De to-das formas, fue un acierto conducirlos desde elmuelle a la plaza, que era el mejor sitio dondepodían operar.

-Hemos visto tanques del Ejército llevarselas esquinas de las casas como éstos hicieron-observé.

-Ésa es una posible indicación de coor-dinación pobre -replicó Bocker, en ciertomodo molesto-. Bien. ¿Tienen ustedes queañadir alguna observación a lo que acabo dedecir?

Miró a su alrededor inquisitivamente.-¿No hay nada más? ¿Nadie observó si los

disparos producían algún efecto sobre esasformas tentaculares? -preguntó.

-Por lo que yo pude ver, o los disparosse hacían a tontas y a locas, o las balas at-

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ravesaban los tanques sin producirles daño -ledijo Ted.

-¡Hum! -gritó Bocker, y permaneció pens-ativo durante un rato.

-¿Qué? -le pregunté.-Éstaba diciendo justamente «celentéreos

tentaculares de mil brazos».-¡Oh! -exclamé.Nadie hizo comentario. Los cuatro con-

tinuamos sentados mirando hacia el inocente yazulado mar.

Entre los periódicos que adquirí en elaeropuerto de Londres se hallaba un ejemplarde The Beholder de aquel día. Aunque no dejode admitir que posee sus méritos y, en ciertosasuntos, sus criterios son bastante buenos,siempre me produce la impresión de que esmás dado a expresar primero sus prejuicios ydespués sus pensamientos. Tal vez lo dejarapara el día siguiente. Sin embargo, descubríen este ejemplar un artículo titulado: El doctor

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Bocker aparece otra vez, que no alteró mi im-presión. El texto se expresaba aproximada-mente así:

«Ni el valor del doctor Alistair Bocker,yendo al encuentro de un dragón submarino, nisu perspicacia en deducir correctamente dóndepodría encontrarse al monstruo, puede dis-cutirse. Las horribles y fantásticamente repul-sivas escenas que la E.B.C. nos presentó ennuestros hogares el jueves pasado hicieron quenos maravilláramos más de que una parte de laexpedición sobreviviera, que del hecho de quecuatro de sus miembros perdieran la vida. Elpropio doctor Bocker ha de ser felicitado porhaber escapado a costa de una simple torced-ura de tobillo cuando le arrancaron zapato ycalcetín, así como otro de los miembros de laexpedición por su extraordinario rescate.

»Sin embargo, aunque este asunto fue hor-rible y valioso, como pueden probarlo algunasde las observaciones del doctor al sugerir con-

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tramedidas, sería un error para él suponer quese le ha concedido ya una licencia ilimitadapara readoptar su primitivo papel como primerespantapájaros mundial.

»Nos inclinamos a atribuir su sugerenciade que deberíamos proceder de inmediato apreparar virtualmente para la batalla toda lalínea costera occidental del Reino Unido comoefecto para realizar modernos experimentosenervantes sobre un temperamento que nuncaha huido de lo sensacional, más que como paraobtener conclusiones de madurada considera-ción.

«Analizaremos la causa de esta recomen-dación que limita con el pánico. Es lasiguiente: un número de pequeñas islas, todasellas situadas dentro de los trópicos, han sidoatacadas por alguna influencia marina de laque nosotros, hasta el momento, sabemos muypoco. En el transcurso de estos ataques hanperdido la vida algunos centenares de perso-

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nas..., cuyo número, en realidad, no es super-ior al de las que mueren en las carreteras enpocos días. Esto es lamentable y desagradable;pero apenas tiene fuerza para apoyar la sug-erencia de que nosotros, situados a miles dekilómetros del más cercano de esos incidentes,hayamos de proceder, a expensas de los con-tribuyentes, a rodear nuestras costas de armasy vigilantes. De seguir esta táctica, hu-biéramos tenido que construir en Londres edi-ficios a prueba de terremotos solamente por elhecho de que en Tokio se producen con fre-cuencia...».

Y continuaba de la misma forma. Cuandoterminaron con el pobre Bocker, no había pordónde cogerlo. No le enseñé el periódico. Yatendría tiempo de enterarse, porque The Be-holder tenía la costumbre de machacar sincompasión.

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El helicóptero nos dejó en la terminal, yPhyllis y yo aprovechamos para escabullimoscuando los periodistas cayeron sobre Bocker.

Que el doctor Bocker fuera discutido noquería decir que fuera desdeñado. La mayorparte de la prensa se había dividido en pro yen contra del sabio, y, a los pocos minutosde llegar a nuestro piso, empezaron a telefon-earnos representantes de ambos campos paraobtener información directa. Después de cincoo seis llamadas, aproveché un intervalo paratelefonear a la E.B.C. Les dije que íbamos adescolgar el auricular y que hicieran el favorde recoger en cinta magnetofónica el nombrede los que llamaran. Así lo hicieron. A lamañana siguiente había una lista completa.Entre los que deseaban hablar con nosotrosestaba el nombre del capitán Winters, con elnúmero del teléfono del Almirantazgo al lado.

Phyllis habló con él. Nos había llamadopara que le confirmáramos nuestro informe

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como testigos visuales y para darnos las úl-timas noticias de Bocker. Al parecer, insistíafirmemente en la teoría anteriormentesustentada: que los tanques marinos carecíande intelecto, que este intelecto se hallaba en al-guna parte de las profundidades, el cual los di-rigía a distancia por algún medio hasta el mo-mento desconocido. Pero, al parecer, la con-moción mayor la había producido el empleode la palabra «seudocelenté-reo». Como Win-ters señaló:

-Dice que no son celentéreos, ni animales,ni seres vivos, en el sentido real de la palabra,sino que pueden ser muy bien construccionesorgánicas artificiales elaboradas con unpropósito especial.

Por teléfono leyó a Phyllis el informe deBocker sobre el asunto:

-«Es concebible que puedan construirsetejidos orgánicos de manera análoga a la em-pleada por los químicos para producir plásti-

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cos de una estructura molecular determinada.Si fuera posible hacer esto, y los resultadosfueran suficientemente sensibles a los estímu-los administrados física o químicamente, seproduciría, al menos de forma temporal, uncomponente que un observador inepto apenassabría diferenciar de un organismo vivo.

»Mis observaciones me llevan a sugerirque esto es lo que se ha hecho, habiendo ele-gido la forma del celentéreo, entre otrasmuchas que hubieran podido servir para elpropósito, por su sencillez de elaboración. Esposible que los tanques marinos sean una vari-ante del mismo invento. En otras palabras, es-tamos siendo atacados por mecanismos or-gánicos dirigidos desde un control remoto opredeterminado. Si consideramos esto a la luzdel control que nosotros mismos somos ca-paces de ejercer a distancia sobre materialesinorgánicos, como el de los missiles dirigidos,o pre-determinadamente, como se hace con los

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torpedos, el asunto resulta menos alarmantede lo que pareció al principio. En realidad,puede ser que, una vez averiguada la técnicade la construcción hacia una forma sistemát-icamente natural, su control presente prob-lemas menos complejos que muchos de losque nosotros hemos tenido que resolver paracontrolar lo inorgánico.»

-¡Oh..., oh..., oh! -exclamó Phyllis,molesta-. Me entran ganas de correr en buscadel doctor Bocker y darle una paliza. Me pro-metió que no diría nada aún sobre eseseudoasunto. Es una especie de enfant terriblenacido naturalmente, y eso le da derecho a unabuena paliza. Espere a que me halle a solascon él.

-Perjudicará por completo su caso -con-vino el capitán Winters.

-¡Perjudicarlo! Alguien entregará eso a losperiódicos y lo tomarán como otra fantasía deBocker; todo el asunto se transformará en una

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payasada... y dará lugar a que las personassensibles se pongan en contra de cuanto éldiga..., ¡justamente ahora, cuando ha con-seguido averiguar algo y empezaba a vivir lavida de las cosas de las profundidades!...

Siguió una semana muy mala. Aquellosperiódicos que ya habían adoptado la mismaactitud desdeñosa y burlona del The Be-holderrespecto a las fortificaciones costeras, acogi-eron con indescriptible júbilo las sugerenciasseudobióticas. Los escritores de editorialesllenaron sus plumas de sarcasmos y un grupode científicos, que ya había zurrado a Bockerantes de su última expedición, lo trituraron aúnmás. Casi todos los caricaturistas descubrieronsimultáneamente por qué sus fines políticosfavoritos nunca habían parecido completa-mente humanos.

La otra parte de la prensa, que estaba deacuerdo con una defensa eficaz de las costas,continuó fantaseando sobre el tema de las es-

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tructuras seudovivas que aún podían crearse, ypedía una defensa aún mayor contra las hor-ribles posibilidades imaginadas por su planamayor.

Entonces el capitoste informó a la E.B.C.que sus compañeros de dirección considerabanque la reputación de su producto podríadañarse si continuaba asociado a esa nueva olade notoriedad y controversia que se había le-vantado en torno al doctor Bocker, y propusocancelar los compromisos existentes. Los dir-ectores de la E.B.C. empezaron a tirarse de lospelos. Los jefes de propaganda, siguiendo losviejos métodos, opinaron que cualquier clasede propaganda era siempre beneficiosa. Elcapitoste habló de la dignidad y también delpeligro que corría la venta del producto queellos patrocinaban al ir asociado a las teoríasde Bocker, temiendo el efecto perjudicial queeso podría tener en los grandes mercados. LaE.B.C. paró el golpe haciendo observar que

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la publicidad hecha había ligado para siemprelos nombres de Bocker y del producto en elpensamiento público. Nada se ganaría con darmarcha atrás; por tanto, consideraban que lafirma debía continuar adelante, haciendo loposible por sacar el mayor valor al dinero in-vertido.

El capitoste respondió que su firma habíaintentado contribuir seriamente a la instruc-ción y a la seguridad pública organizando unaexpedición científica, no una vulgar payasada.Por ejemplo, justamente la noche anterior unode los propios cómicos de la E.B.C. había sug-erido que la seudovida podía explicar un mis-terio mucho tiempo latente referente a susuegra, y si esas cosas iban a continuar su-cediendo, etcétera. La E.B.C. prometió que, enlo sucesivo, esas cosas no contaminarían la at-mósfera, y señaló que si no se daban las seriesprogramadas sobre la expedición Bocker des-pués de las promesas hechas, gran número de

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consumidores del producto pensarían, ver-osímilmente, que la firma que encabezaba elcapitoste que las había apadrinado no eradigna de confianza...

Los miembros de la E.B.C. desplegaronuna simpatía tremendamente cortés hacia cu-alquier componente de nuestra expedición quetenían la suerte de encontrar.

Sin embargo, el teléfono continuaba aúntrayendo sugerencias y suaves cambios depolítica. Nosotros hicimos lo que nos paredónmejor. Escribimos sin parar, procurando satis-facer a todas las partes. Fueron explosivas doso tres conferencias precipitadas con el propiodoctor Bocker, que se pasó la mayor parte deltiempo amenazando con echarlo todo a rodarporque la E.B.C., demasiado evidentemente,no le había puesto junto a un micrófono parahablar en directo, sino que insistía en grabarcintas magnetofónicas.

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Al fin estuvieron terminados los relatos.Estábamos demasiado cansados de ellos paradiscurrir algunos más. Hicimos, pues, nuestroequipaje precipitadamente y nos marchamossin conmiseración hacia la paz y la soledad deCornwall.

La primera cosa perceptible cuando nosacercamos a Rose Cottage fue una innovación.

-¡Cielos! -exclamé-. Tenemos algo per-fectamente bueno dentro de casa. Si espero avenir aquí a sentarme al aire libre, es porquemuchos de tus sesudos amigos...

-Es un emparrado -me interrumpió Phylliscon frialdad.

Lo mire con más detenimiento. La arqui-tectura se salía de lo normal. Hasta una de lasparedes me produjo la impresión de que estabaun poco inclinada.

-¿Para qué necesitamos un emparrado? -pregunté.

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-Bueno, a uno de nosotros puede gustarnostrabajar ahí los días que sean muy calurosos.Frena el viento y evita que vuelen los papeles.

-¡Oh! -exclamé.Con tono defensivo en la voz, añadió:-Después de todo, cuando uno está enlad-

rillando, tiene que construir algo.¡Qué alivio estar de regreso! Era difícil,

hallándose allí, creer que existía en el mundoun lugar llamado La Escondida, y aún más di-fícil creer en tanques marinos y en gigantescoscelentéreos, falsos o no. A pesar de todo, nome consideraba capaz de relajarme a gusto, dedescansar como esperaba...

Durante la primera mañana, Phyllis sacólas cuartillas de su frecuentemente abandon-ada novela y con aire desafiante las llevó alemparrado. Vagabundeé por los alrededores,preguntándome por qué la sensación de pazque yo esperaba no flotaba sobre mí. El marcontinuaba azotando la costa como desde

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tiempo inmemorial. En realidad, era difícilimaginar novedades tan morbosas como lasque se habían deslizado por las playas de LaEscondida. Bocker aparecía, en el recuerdo,como un duendecillo travieso en posesión deun poder de alucinación. Fuera de su espacio,el mundo era un lugar espléndido, perfecta-mente ordenado. Al menos, así parecía porel momento; aunque he de confesar que estaopinión no me duró mucho, sobre todocuando, pocos días después, dejando aparte mijuicio particular, eché sobre él una mirada másgeneral.

El transporte aéreo nacional funcionabaya, aunque cubriendo nada más que las ne-cesidades primordiales. Se había descubiertoque dos enormes transportes aéreos volando atodo motor podían realizar en menos tiempo elmismo servicio que los buques de mercancíaen un tiempo mayor; pero el coste era muy el-evado, y a pesar del sistema de racionamiento,

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el coste de la vida se había elevado ya en undoscientos por ciento aproximadamente.

Reducido el comercio a lo esencial, sehallaban en sesión casi permanente media do-cena de conferencias económicas. La sensa-ción general era que se hacía necesario un in-cremento en el impuesto de lujo. No habíaduda de que se estaba fraguando un rígidoreajuste de tarifas.

Aún se encontraban algunos barcos cuyatripulación estaba dispuesta a hacerse a la mar;pero las compañías de seguros elevaron suprima de tal forma, que sólo podía pagarsecuando las necesidades del transporte lohacían indispensable.

Alguien, en alguna parte, se había dadocuenta, en un momento de inspiración, de quepor todo barco perdido se cobraba un buen se-guro, y hubo en todo el mundo un frenéticodeseo de fletar buques de todas clases y mode-los. También hubo una propuesta de construir

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transatlánticos en masa, pero se pensó que esollevaría mucho tiempo.

En todos los países marítimos, los jóvenestrabajaban firmemente. Todas las semanas sesacaban a la luz nuevos proyectos, algunoscon bastante éxito para ponerlos en práctica...,pero casi nunca llegaban a prosperar. Sin em-bargo, era indudable que algún día los científi-cos encontrarían la respuesta a todo aquello...y siempre podía ser el día siguiente.

Por lo que yo pude enterarme, la fe generalen los científicos era ahora, en cierto modo,superior a la de los científicos en sí mismos.Su fracaso como salvadores empezaba aoprimirlos. Su principal dificultad no era tantosu infecundidad de invención como su faltade información. Necesitaban más datos, y nopodían obtenerlos. Uno de ellos me indicó:

-Si usted intenta hacer una trampa paracazar un fantasma, ¿cómo se las compon-

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dría?... Sobre todo, si no tiene a mano unpequeño fantasma para practicar...

Estaban preparados para atrapar una briznade paja..., lo cual podía ser muy bien la razónde que solamente entre una sección desesper-ada de los científicos se hubiera tomado muyen serio la teoría de Bocker sobre las formasseudobióticas.

En cuanto a los tanques marinos, los per-iódicos más decididos les dedicaron muchotiempo y espacio; de esta forma se convirti-eron en noticias giratorias. Partes seleccion-adas de las películas de La Escondida se pas-aron con nuestros relatos en la E.B.C. A laB.B.C se le entregaron unas secuencias paraque las diera en sus noticias. Se trataba de unacortesía por nuestra parte. En realidad, la tend-encia a considerar las cosas en una extensiónque estaba causando alarma me extrañó hastaque descubrí que, en ciertos barrios, todo loque entretenía la atención, apartándola de los

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quebraderos de cabeza domésticos, se consid-eraba magnífico, y no había duda de que lostanques marinos cumplían a la perfección estepropósito.

Sin embargo, sus devastaciones se ibanconvirtiendo en asuntos muy serios. En elcorto plazo de tiempo que había transcurridodesde que nos marchamos de La Escondida,tuvimos noticias de que habían sido invadidosdiez u once lugares situados en el área delCaribe, entre ellos una ciudad marítima dePuerto Rico. Solamente la rápida actuación delos aviones de la base norteamericana de lasBermudas cortó un ataque más al interior. Peroésta fue una acción en corta escala comparadacon lo que estaba sucediendo en la otra partedel mundo. Informes, al parecer dignos decrédito, hablaban de una serie de ataques real-izados en la costa oriental del Japón. EnHokkaido y en Honshu habían tenido lugarataques ralizados por una docena o más de

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tanques marinos. Más al sur, en la zona delmar de Banda, los informes eran confusos,pero, evidentemente, relacionados con un con-siderable número de ataques en varias escalas.Mindanao iba en cabeza al anunciar que cuatroo cinco de sus ciudades costeras orientaleshabían sido atacadas simultáneamente, en unaoperación en la que debieron de utilizarse porlo menos sesenta tanques marinos.

Para los habitantes de Indonesia y de lasFilipinas, esparcidos por innumerables islassituadas en alta mar, la perspectiva era muydiferente a la que hacían frente los británicos,reunidos en su isla, con un somero mar delNorte, que no mostraba señales de anormalid-ad a su espalda. Entre los isleños, los informesy los rumores se esparcían como un reguerode pólvora, haciendo que todos los días milesde personas abandonaran las costas y huyeranllenas de pánico tierra adentro. Algo parecido,

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aunque no a la misma escala de pánico,sucedía, al parecer, en las Indias Occidentales.

Comencé a darme cuenta de un hecho quenunca había imaginado. Los informes re-lataban la existencia de cientos, tal vez demiles de esos tanques marinos..., cifras que in-dicaban no unos esporádicos ataques, sino unacampaña ofensiva.

-Se les deben proporcionar defensas o daral pueblo los medios para que se defienda porsí mismo -dije-. No se puede asegurar la eco-nomía en un lugar donde todo el mundo tienemiedo a permanecer cerca de la costa. Hay quehacer todo lo posible por el pueblo que trabajay vive allí.

-Nadie sabe en dónde atacarán la próximavez, y hay que actuar sobre la marcha cuandotal cosa ocurre -respondió Phyllis—. Eso sig-nificaría poner las armas en manos del pueblo.

-Bien. Entonces, habrá que entregarlearmas. ¡Caramba, no es función del Estado

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privar a su pueblo de los medios de autopro-tección!

-¿No? -preguntó Phyllis, reflexiva.-¿Qué quieres indicar?-¿No has considerado como un hecho ex-

traño que todos nuestros gobiernos, que no secansan en afirmar que gobiernan por la volun-tad del pueblo, evitan el riesgo de poner lasarmas en manos de sus subditos? ¿No es casiun principio que a un pueblo no se le puedeconsentir que se defienda por sí mismo, sinoque se le debe obligar a defender a su gobi-erno? El único pueblo conocido que goza dela confianza de su gobierno es el suizo, y, porser un país interior, no tiene nada que hacer eneste asunto.

Estaba asombrado. La respuesta de mimujer se hallaba fuera de lo normal. Phyllisme daba la impresión de que también estabacansada.

-¿Qué te pasa, Phyllis?

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Se encogió de hombros.-Nada, excepto que a veces me siento fas-

tidiada de tener que aguantar tantos fingimi-entos y engaños, y admitir que las mentirasno son mentiras y la propaganda no es propa-ganda. Procuraré apartarlo de mi mente otravez... ¿No deseas algunas veces haber nacidoen la Era de la Razón, en lugar de en la Era dela Razón Aparente? Estoy segura de que de-jarán que esas horribles cosas maten a milesde personas antes de arriesgarse a entregarlesarmas bastante poderosas para defenderse porsí mismas. Y expondrán argumentos poder-osísimos de por qué es mejor así. ¿Qué import-an unos miles o unos millones de seres? Lasmujeres continuarán pariendo, dando hombresal mundo. Pero los gobiernos son import-antes... No se les debe poner en peligro.

-Cariño...-Por supuesto, habrá indicios de que se to-

marán medidas. Acaso se instalen pequeñas

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guarniciones en lugares importantes, estraté-gicos. Los aviones estarán preparados paraacudir a la menor llamada..., y acudirán des-pués que haya sucedido lo peor..., cuando loshombres y las mujeres hayan sido atados,amontonados y echados a rodar por esas hor-ribles cosas, y las muchachas, cogidas por elpelo, hayan sido arrastradas por el suelo comola pobre Muriel, y las personas hayan sidopartidas en dos, como aquel hombre que fuecogido por dos de ellos a la vez..., entonces losaviones llegarán, y las autoridades declararánque lamentan haber llegado un poco tarde,pero que existen dificultades técnicas en tomarmedidas adecuadas. Ese es el modo corrientede actuar, ¿no?

-Pero, Phyllis, cariño...-Sé, Mike, lo que vas a decirme, pero estoy

asustada. Nadie hace en realidad nada. No ex-iste realización, ni un genuino intento de cam-biar las fórmulas para enfrentarse con ello. Los

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barcos navegan lejos de los mares profundos;Dios sabe cuántos de esos tanques marinos es-tarán preparados para atacar, atrapar y llevarsea las personas. Nos dicen, «¡Querido, querido!¡Qué pérdida comercial!», y hablan, hablan,hablan, como si todo fuera a terminarse consólo hablar mucho. Cuando alguien comoBocker sugiere que se debe hacer algo, loechan por tierra y le tachan de sensacion-alista... o de alarmista. ¿Cuántas personas con-sideran que deben morir antes de que debanhacer algo?

-Pero ellos están intentando, ya lo sabes,Phyllis...

-¿Que lo están intentando? Creo que estáncontrapesando las cosas todo el tiempo. ¿Cuáles el coste mínimo a que puede conservarse elprestigio político en las actuales condiciones?¿Cuántas pérdidas de vida necesitará el puebloantes que ellos lo consideren un peligro? ¿Ser-ía o no inteligente declarar la ley marcial?

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Etcétera, etcétera. En lugar de admitir la ex-istencia del peligro y actuar en consecuencia...¡Oh, yo podría...!

Se calló de repente. Su expresión cambió.-Lo siento, Mike. No debería haber ex-

puesto teorías como éstas. Debo de estarcansada, o algo por el estilo.

Y se alejó de mí con el decidido propósitode que no la siguiera.

Aquella explosión me perturbó de malamanera. Nunca la había visto en un estadosemejante desde hacía muchísimos años.Efectivamente, desde que murió nuestro bebé.

A la mañana siguiente no sucedió nada queme tranquilizara. Di la vuelta al cottage y mela encontré sentada en aquel ridículo empar-rado. Sus brazos estaban extendidos sobre lamesa delante de ella; su cabeza descansabasobre ellos, con los cabellos desparramadosencima de las desordenadas cuartillas de la

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novela. Estaba llorando desesperadamente,firmemente.

Le levanté la barbilla y la besé.-Cariño..., cariño..., ¿qué te...?Me miró con las lágrimas aún corriendo

por sus mejillas. Dijo, desconsolada:-No puedo hacerlo. Me es imposible traba-

jar.Miró desesperada a las cuartillas escritas.

Me senté a su lado y le rodeé el busto con mibrazo.

-No importa, querida. Ya lo harás...-No, Mike. Cada vez que lo intento, otros

pensamientos acuden en su lugar. Estoy atem-orizada.

La abracé con fuerza.-No hay motivo alguno para que estés

atemorizada, cariño.Alzó los ojos hacia mí.-¿Tú no estás asustado? -me preguntó.

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-Nos hacemos viejos -le respondí-. Hemosgastado demasiadas energías en escribirnuestros relatos. Vámonos a la costa norte.Tal vez sea un buen día hoy para hacer esquínáutico.

Se enjugó suavemente los ojos.-Muy bien -respondió, con una manse-

dumbre desacostumbrada.Realmente necesitábamos relajarnos para

conseguir que desapareciera el temor con-centrado en nosotros. Así, pues, descansamoscompletamente durante seis semanas. No es-cribimos ningún relato, no atendimos al telé-fono, no pusimos la radio, no hicimos caso dela novela.

Claro está que estas seis semanas mehabían convertido en un adicto a esta vida yhubiera continuado con ella muchas semanasmás si el azar no me hubiera conducido unatarde a las seis a una pequeña taberna.

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Cuando me hallaba sentado a la barra to-mando mi segunda caña de cerveza, eltabernero puso la radio para oír el boletín denoticias. Toda la torre de marfil que yo habíalevantado con tanto cariño se vino abajo a lasprimeras frases. La voz del locutor decía:

-«Aún no conocemos todos los detalles dela acción de esos desconocidos en el distritoOviedo-Santander, y las autoridades españolascreen que nunca podrán conocerse definitiva-mente. Los medios oficiales admiten que elcálculo de tres mil doscientos accidentes, in-cluyendo hombres, mujeres y niños, hay quetomarlo con reserva, pues acaso sea un quinceo un veinte por ciento inferior a la cifra actual.

»Hoy, en el Parlamento, el jefe de la oposi-ción, tras expresar el sentimiento de simpatíapor su partido hacia el pueblo español, corrob-orando las palabras del primer ministro, señalóque los accidentes en esta tercera serie deataques, el realizado contra Gijón, hubiera

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sido considerablemente más grave si el pueblono hubiera realizado la defensa por sus propiasmanos. El pueblo, dijo, estaba autorizado paradefenderse. Fue excelente decisión del gobi-erno proveerle de armas. Si un gobierno des-cuida tal deber, nadie puede condenar a unpueblo por dar los pasos necesarios para llevara cabo su propia protección. Sería mucho me-jor estar preparado con una fuerza organizada.

»El primer ministro replicó que la nat-uraleza de los pasos que se dieran, si fuera ne-cesario, estaría dictada por la emergencia, sialguna surgiera. Continuó diciendo que aquél-las eran aguas profundas. En cambio, era unconsuelo considerar que las Islas Británicas sehallaban situadas en aguas poco profundas».

El tabernero se acercó a la radio y laapagó.

-¡Caramba! -exclamó-. Se estomaga uno.Siempre el mismo tema sangriento. Le tratan auno como si fuera un conjunto de muchachos

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sanguinarios. Lo mismo que durante la guerra.Los guardias vigilando, a la caza de los ter-ribles paracaidistas, y todos con el espíritusanguinario a cuestas. Como alguien dijo:«Pero ¿qué clase de pueblo sanguinario creenellos que somos?».

Le ofrecí una copa, diciéndole que hacíamuchos días que no oía ninguna noticia, y lepregunté qué pasaba. Dejando a un lado sumonotonía adjetiva, y completando la inform-ación con lo que pude enterarme más tarde,resumiré lo que me dijo: Durante las pasadassemanas, los ataques se habían extendido másallá de los trópicos. En Bunbury, a unos dos-cientos kilómetros aproximadamente de Fre-mantle, en Australia Occidental, un contin-gente de cincuenta o más tanques marinoshabían desembarcado e invadido la ciudadantes que se diera ninguna señal de alarma.Unas cuantas noches después, La Serena, enChile, fue tomada igualmente por sorpresa. Al

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mismo tiempo, en el área de Centroamérica,los tanques habían cesado de ser dirigidoshacia las islas, y había habido un número deincursiones, grandes y pequeñas, contra lascostas del golfo de México y del Pacífico. Enel Atlántico, las islas de Cabo Verde habíansido atacadas repetidamente, y la acción sehabía extendido hacia el norte, hacia las islasCanarias y de Madeira. Se habían llevado acabo algunos asaltos en pequeña escala, tam-bién contra la costa africana.

Europa permanecía como espectador in-teresado. En opinión de sus habitantes, su basede estabilidad es firme. Los huracanes, lastempestades, los terremotos, etc., son extra-vagancias excelentemente dirigidas para quesucedan en las partes más exóticas y menossensibles de la Tierra; todos los dañoseuropeos importantes fueron causados, tradi-cionalmente, por el propio hombre en periódi-cos accesos de locura. Por eso, no se esperaba

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en serio que el peligro se acercara más acá dela isla de Madeira... o, acaso, de Rabat o Cas-ablanca.

Por consiguiente, cuando, cinco nochesantes, los tanques marinos se arrastraron por elfango, cruzaron la playa y subieron hasta Sant-ander, no se encontraron solamente con unaciudad desprevenida, sino también carente detoda clase de información sobre ellos.

Alguien telefoneó a la guarnición del cuar-tel que submarinos desconocidos estaban in-vadiendo el puerto; alguien también llevó lanoticia de que los submarinos estaban desem-barcando tanques, y alguien más contradijo laanterior información asegurando que los pro-pios submarinos eran anfibios. Puesto quealgo era cierto, aunque oscuro y extraño, lossoldados salieron a investigar.

Los tanques marinos continuaban sumarcha lentamente. Los soldados, cuandollegaron, se vieron forzados a abrirse camino

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por entre masas de habitantes en oración. Envarias calles, las patrullas llegaron a una de-cisión similar: si se trataba de una invasión ex-tranjera, su deber era rechazarla; si se tratabade algo diabólico, la misma acción, aunquecarente de efectividad, los pondría al lado deDios. Abrieron, pues, fuego.

Después de eso, todo se había convertidoen un caos de ataques, contraataques, partid-ismo, incompresión y exorcismo, en medio delo cual los tanques marinos se situaron paraexudar sus celentéreos revolucionarios. Sólocuando se hizo de día y los tanques marinosse habían retirado, fue posible salir de la con-fusión; pero para entonces habían desapare-cido dos mil personas aproximadamente.

-¿Cómo es posible que desaparecierantantas? ¿Es que todo el pueblo se había echadoa la calle a rezar? -pregunté.

El tabernero me contestó que, según lasnoticias propagadas por los periódicos, el

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pueblo no se dio cuenta de lo que estaba pas-ando. Como no había leído nada ni estaba in-teresado por lo que ocurría en el mundo exter-ior, no tuvo idea de lo que iba a suceder hastaque el primer celentéreo lanzó sus pelitos. En-tonces cundió el pánico. Los más afortunadosecharon a correr; los otros se refugiaron a lavelocidad del rayo en las casas más cercanas.

-Debían de haberse hallado completa-mente a salvo allí -dije.

Pero, al parecer, yo estaba anticuado.Desde que los vimos en La Escondida, lostanques marinos habían aprendido algunas co-sas; entre ellas, que si el piso bajo de un edi-ficio se destruye, el resto se viene abajo, yuna vez que los celentéreos han provocado elpánico en esas casas, comienza la demolición.El pueblo metido en los edificios tenía que ele-gir entre dejar que la casa se hundiera con elloso salir precipitadamente de ellas para salvarse.

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A la noche siguiente, vigilantes de variospueblecitos y aldeas del oeste de Santanderdescubrieron marcas de tanques marinos di-rigiéndose hacia tierra. Hubo tiempo de le-vantar a los habitantes y hacer que huyeran.Una unidad de las fuerzas aéreas españolas es-taba preparada, y entró en acción con focos ycañones. En San Vicente volaron media do-cena de tanques marinos en su primer ataque,y se rechazó el resto. Los defensores con-siguieron apoderarse del último de elloscuando le faltaba pocos centímetros parasumergirse. En los otros lugares donde desem-barcaron, las defensas se comportaron casi delmismo modo. No fueron soltados más de tres ocuatro celentéreos en total, y sólo una docena,aproximadamente, de pueblerinos fue apres-ada por ellos. Se estimaba que unos cincuentatanques marinos habían tomado parte en la ac-ción, de los cuales sólo habían vuelto a lasprofundidades del mar cuatro o cinco. Era una

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magnífica victoria, y el vino corrió en abund-ancia para celebrarla.

A la noche siguiente, hubo vigilantes a lolargo de toda la costa, preparados para dar lavoz de alarma en cuanto la primera joroba os-cura hiciera su aparición fuera del agua. Perodurante toda la noche las olas acariciaronsuavemente las playas, sin que nada inter-rumpiera ni rompiera su monótona placidez.A la mañana siguiente se vio claro que lostanques marinos, o quienes los dirigieran,habían aprendido una dolorosa lección. Lospocos que sobrevivieron al ataque estaban, porlo visto, dispuestos a invadir lugares menosalertados.

Durante el día amainó el viento. Por latarde se levantó niebla, que por la noche es-pesó, impidiendo toda visibilidad a pocos met-ros de distancia. En alguna parte, aproxima-damente a las diez y media de la noche, lostanques marinos, comenzaron a surgir pausa-

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damente de las tranquilas aguas de Gijón, sinun solo ruido que revelara su presencia hastaque sus barrigas metálicas empezaron a ar-rastrarse cuesta arriba. Los pocos barcos queestaban anclados todavía en el muelle fueronapartados a un lado o aplastados por el avancede los tanques marinos. Fue el crujido delmaderamen lo que sacó a los hombres de lasposadas situadas a orillas del mar para invest-igar.

Con la niebla podían ver poco. El primertanque marino debió de enviar pompas decelentéreos por los aires antes que los hombresse dieran cuenta realmente de lo que estaba su-cediendo, porque ahora todo eran gritos, aul-lidos y confusión. Los tanques marinos avan-zaban lentamente a través de la niebla,crujiendo y chirriando por las estrechas calles,mientras que detrás de ellos continuaban sa-liendo del agua muchos más. El muelle se vioinvadido por el pánico. La gente huía cor-

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riendo de un tanque para tropezar con otro.Sin esperar a nada, unos pelitos en forma delátigo fustigaron en la niebla, encontrando susvíctimas y empezando a contraerse. Un pocodespués hubo un pesado chapoteo mientrasrodaban con sus fardos por el malecón, en suretirada hacia el agua.

La alarma, corriendo ciudad arriba, llegó ala comisaría. El oficial de servicio dio por telé-fono la señal de alerta. Escuchó y, luego, col-gó el auricular lentamente.

-Nos prepararemos -dijo-, aunque no creoque podamos hacer nada.

Dio orden de sacar los fusiles y de que seentregaran a todo hombre capaz de manejarlo.

-No conseguiremos nada, pero puedehaber suerte. Vigilen atentamente, y si encuen-tran un punto vital, informen en seguida.

Despachó a los hombres con poca esper-anza de que pudieran ofrecer algo más que unaescasa resistencia. Oyó ruido de disparos. De

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pronto hubo una explosión que hizo temblarlos cristales de las ventanas; luego, otra. Sonóel teléfono. Una voz nerviosa explicó que ungrupo de trabajadores portuarios estaba arro-jando cartuchos de dinamita y de gelignita de-bajo de los tanques marinos que avanzaban.Otra explosión conmovió de nuevo lasventanas. El oficial actuó deprisa.

-Perfectamente. Busquen al jefe.Autorícele de mi parte. Procure que sushombres despejen a la gente -ordenó.

Esta vez no fue muy sencillo intimidar alos tanques marinos, siendo difícil obtener da-tos e informes. Se estimó que el número delos destruidos oscilaba entre treinta y setenta,hallándose el número de los que intervinieronentre cincuenta y ciento cincuenta. Según estascifras, la fuerza tuvo que ser considerable, y lapresión cesó únicamente un par de horas antesde amanecer.

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Cuando salió el sol para disipar lo quequedaba de niebla, alumbró una ciudad mu-tilada en parte y completamente cubierta desustancia viscosa; pero también una poblaciónque sentía, a pesar de algunos centenares devíctimas, que había ganado honores en labatalla.

El informe, como yo lo obtenía deltabernero, era breve; pero incluía los puntosprincipales. Terminó con esta advertencia:

-Reconocen que hubo más de un centenarde esas malditas cosas destruidas en las dosnoches. Además, están también todas esas queinvadieron otros lugares... Por lo menos, debede haberse destruido un millar de esos bastar-dos que surgen del fondo del mar. Yo digoque, en algún momento, se les podrá dar unbuen escarmiento. Pero no. «No existe motivode alarma», dice el condenado gobierno.¡Hum! Continuará no habiendo causa paraalarmarse hasta que unos cuantos centenares

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de infelices diablos, en alguna parte de estasislas, desaparezcan a manos de esas conde-nadas babosas. Entonces, todo serán órdenesde emergencia y de condenado pánico. Ya loverá.

-El golfo de Vizcaya es muy profundo -señalé-. Mucho más profundo que todo el aguaque tenemos a nuestro alrededor.

-¿Y qué? -preguntó el tabernero.Cuando volví a pensar en esta pregunta,

me di cuenta de que era excelente. Las ver-daderas fuentes de perturbación se hallaban,sin duda alguna, en las más grandes profundid-ades, y las primeras invasiones de la superficieterrestre tuvieron lugar cerca de esas grandesProfundidades. Pero no existía ningún funda-mento para asegurar que los tanques marinosdebían operar siempre cerca de una Profundid-ad. En realidad, desde un punto de vista pura-mente mecánico, escalar una pendiente ligera-mente inclinada sería para ellos más fácil que

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una escarpada... ¿no? También existía el puntode que cuanto más profundo estuvieran, menosenergía tendrían para dirigir su peso. De nuevosurgía el hecho de que nosotros sabíamos de-masiado poco de ellos para hacer profecíasque tuvieran algún valor. El tabernero, comocualquier otra persona, tenía seguramenterazón.

Así se lo confesé, y bebimos con la es-peranza de que no la tuviera. Me detuve enla ciudad para mandar un telegrama a Phyllis,que había ido a Londres por unos días, y re-gresé a casa para empaquetar mis cosas. A lamanaña siguiente, me trasladé a la capital.

Para ocupar el viaje enterándome de lo quepasaba por el mundo, compré una colecciónde periódicos y revistas. El urgente tópico enla mayoría de los diarios era «preparación dela costa...». Las izquierdas pedían que se for-tificara completamente la costa atlántica; lasderechas rechazaban las oleadas de pánico

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hablando de fantasías. Aparte de eso, la per-spectiva no había cambiado mucho. Loscientíficos no habían inventado aún una pan-acea (aunque el acostumbrado nuevo proyectoestaba a punto de probarse); los barcos mer-cantes aún obstruían los puertos; en lasfábricas de aviones trabajaban tres turnos yamenazaban con ir a la huelga, y el PartidoComunista declaraba que cada nuevo aviónera un paso hacia la guerra.

Míster Malenkov, entrevistado por tele-grama, había dicho que aunque el intensific-ado programa de construcción de aviones enOccidente no era más que una parte de un planfascista-bur-gués de los fabricantes de arma-mentos, eso no engañaba a nadie; así, pues,era tan grande la oposición del pueblo rusoa cualquier idea de guerra, que la producciónde aviones en la Unión Soviética para la De-fensa de la Paz se había triplicado. En realidad,estaban tan resueltamente determinados los

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pueblos de las democracias libres a conservarla paz, a pesar de la nueva amenaza imper-ialista, que la guerra no era inevitable...,aunque existía la posibilidad de que, hartos dela prolongada provocación, la paciencia de lospueblos soviéticos se agotase.

Lo primero que advertí cuando entré en mipiso fue un gran número de cartas sobre elfelpudo, y un telegrama, seguramente el mío,entre ellas. Tuve la sensación de que la casaestaba completamente abandonada.

En el dormitorio encontré señales dehaberse hecho las maletas precipitadamente;en el fregadero de la cocina encontré algunaspiezas de vajilla sin fregar. Miré en el libro di-ario, pero el último asiento databa de hacía tresmeses y decía simplemente: «Costillas de cor-dero».

Llamé por teléfono. Fue agradable oír lavoz de Freddy Whittier celebrando que yo es-tuviera en circulación de nuevo.

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Tras los saludos, dije:-Escucha: he estado tan completamente in-

comunicado que me parece haber perdido a miesposa. ¿Puedes tú darme una idea...?

-¿De haber perdido tu qué? -preguntóFreddy con tono de voz asustado.

-Mi esposa..., Phyllis -repetí.-¡Oh! Creí que habías dicho «tu vida».{5}

¡Oh!, ella está bien. Se marchó con Bockerhace un par de días -le anunció jovial.

-Esa no es forma de dar noticias -le dije-. ¿Qué quieres decir con que «se marchó conBocker»?

-Pues que se fue a España -me contestó-.Están metidos en un batiscafo o algo por el es-tilo. En realidad, estoy esperando un mensajede ella en cualquier momento.

-Así, pues, ¿me está pisando el trabajo?-Lo está preparando para ti... Es a otra per-

sona a quien le gustaría pisártelo. Es estu-pendo que hayas regresado.

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El piso estaba triste. Me sentí decaído. Así,pues, me fui al Club, en donde pasé toda latarde.

El timbre del teléfono situado a la cabecerade mi cama me despertó. Encendí la luz. Eranlas cinco.

-¿Diga? -pregunté al teléfono. Era Freddy.Mi corazón dio un salto al reconocer su

voz a tal hora.-¿Mike? -preguntó a su vez-. Bien. Ponte

el sombrero y coge el magnetófono. Un cochese dirige a tu casa para recogerte.

Mi cabeza aún no recogía bien.-¿Un coche? -repetí-. ¿Acaso Phyl...?-¿Phyl?... ¡Oh, no! Tu mujer está bien. Su

mensaje llegó anoche a las nueve. Según misinstrucciones, la respuesta incluía tus cariñoshacia ella. Ahora date prisa, viejo. El coche es-tará en la puerta de tu casa dentro de unos in-stantes.

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-Pero escucha... Aquí no tengo magnetó-fono. Debe de habérselo llevado Phyl.

-¡Demonios!... Bueno, intentaré llevarteuno al avión, a tiempo.

-¿Al avión? -pregunté.Pero había sido cortada la comunicación.Me tiré de la cama y empecé a vestirme.

Antes que terminara sonó el timbre de la pu-erta. Era uno de los chóferes de la E.B.C. Lepregunté qué demonios pasaba; pero todocuanto él sabía era que en Northolt me estabaesperando un trabajo especial. Busqué mi pas-aporte y nos fuimos.

Resultó que no necesitaba el pasaporte. Loaverigüé cuando me reuní con una pequeñasección legañosa de Fleet Street, que estaba re-unida en la sala de espera tomando café. Tam-bién se hallaba allí Bob Humbleby.

-¡Ah! El otro hablador mundial -dijoalguien-. Pensé que conocía a mi Watson.

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-¿Qué pasa? -inquirí-. Me han sacado,aprisa y corriendo, de una caliente aunque sol-itaria cama; me han traído a gran velocidad enel coche... Sí, gracias. Un trago de eso hace re-vivir a cualquiera.

El samaritano me miró.-¿Quieres decir con eso que no has oído

nada? -me preguntó.-¿Oído?... ¿Qué?-Invasión. Lugar llamado Buncarragh,

Donegal -me contestó telegráficamente-. Y, enmi opinión, muy adecuado también. Deben desentirse realmente en casa entre los trasgos ylos duendes. Pero no me cabe duda de que losnativos nos vendrán diciendo después, que esotra injusticia que el primer lugar de Inglaterravisitado por ellos haya sido Irlanda, y tendránrazón.

En verdad era muy extraño encontrar esemismo olor desagradable a pescado en unaaldea irlandesa. La Escondida era, en sí

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misma, exótica e inverosímil; pero que lamisma cosa sucediera entre estos apaciblesverdores y azules nublados; que los tanquesmarinos hubieran invadido este grupo depequeños cottages grises y extendido aquí sustentáculos, parecía totalmente absurdo.

Sin embargo, allí estaban las piedras hun-didas del pequeño malecón, las muescas en laplaya junto a la muralla del puerto, los cuatrocottages demolidos, las espantadas mujeresque habían presenciado cómo enredaban a sushombres en las mallas de los pelitos, y, sobretodo, la misma profusión de sustancia viscosapor todas partes, y el mismo olor.

Según dijeron habían estado allí seistanques marinos. Una pronta llamada telefón-ica hizo venir a un par de «combatientes» atoda velocidad. Los aviones destruyeron tres,sumergiéndose el resto en el agua..., aunqueno antes que los precediera media poblaciónde la aldea, envuelta en sus fuertes tentáculos.

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A la mañana siguiente hubo un ataque másal sur, en Galway Bay.

En el momento de regresar a Londres yahabía empezado la campaña. Este no es lugarpara hacer un detallado examen de ella.

Aún deben existir copias del informe ofi-cial, y su exactitud será más provechosa quemis embrollados recuerdos.

Phyllis y Bocker regresaron también deEspaña, y ella y yo nos pusimos a trabajar.Desde luego, en una línea de trabajo en ciertomodo diferente, porque las noticias diarias delos ataques de los tanques marinos las propor-cionaban ahora las agencias y los correspon-sales locales. Nos convertimos en una especiede agentes de la E.B.C. que coordinaban el tra-bajo de la emisora con el de las Fuerzas Arma-das y también con Bocker...; al menos, eso eralo que nosotros hacíamos: decir a los oyenteslo que podíamos acerca de lo que ellos estabanhaciendo.

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Y era mucho. La República de Irlandahabía suspendido, por el momento, el pasadopara pedir prestado gran número de minas,bazucas y morteros, y luego accedió a aceptartambién el envío de un contingente de espe-cialistas en el manejo de dichas armas. A todolo largo de la costa occidental y meridionalde Irlanda, escuadrillas de hombres colocaroncampos de minas más arriba de la línea dela marea, donde no existían acantilados pro-tectores. En los pueblos costeros, permanecíantoda la noche de vigilancia piquetes con armaslanzadoras de bombas. En otros lugares, losaviones esperaban una llamada, así como losjeeps y carros blindados.

En el sudoeste de Inglaterra y en las másdificultosas costas occidentales de Escocia setomaron precauciones similares.

Pero eso no detuvo en absoluto a lostanques marinos. Noche tras noche, en la costairlandesa, en la costa británica, a lo largo del

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golfo de Vizcaya y de la costa portuguesa,realizaban ataques en grande o pequeña escala.No obstante, habían perdido su arma más po-tente: la sorpresa. Normalmente, los que ibandelante daban la voz de alarma al ser voladospor los campos de minas; en ese momento enque se abría una brecha, entraban en acciónlas defensas y la población se ponía a salvo.Los tanques marinos que conseguían penetrarhacían algún daño, pero encontraban pocapresa, y sus pérdidas eran frecuentemente deun ciento por ciento.

En el Atlántico, la pérdida mayor estabacasi reducida al golfo de México. Los ataquesa la costa oriental eran efectivamente tan des-moralizadores que se realizaron pocos al nortede Charleston: en la parte del Pacífico hubo al-gunos más arriba de San Diego. En general,fueron las dos Indias, las Filipinas y el Japónquienes continuaron sufriendo más; pero tam-bién allí estaban aprendiendo a infligir

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enormes pérdidas a cambio de ganancias esca-sas.

Bocker empleó mucho tiempo moviéndosede acá para allá, con el fin de convencer alas autoridades para que incluyeran trampasentre las defensas. Tuvo poco éxito. Ningúnlugar experimentaba deseos de contemplar ensus playas la perspectiva de un tanque marinoapresado, capaz de arrojar celentéreos portiempo ignorado; además, Bocker ni siquieratenía ideas exactas sobre la colocación de lastrampas, aparte de la construcción de gran can-tidad de ellas en bases ocultas o eficaces.

Se colocaron unos cuantos cepos, pero nin-guno apresó nada. Ni siquiera el más esperan-zador proyecto de conservar cualquier tanquemarino inutilizado o atascado para su examenresultó mejor. En algunos lugares, los de-fensores fueron convencidos de que losrodearan con una valla de alambre en lugar devolarlos; pero ésa fue la parte más fácil del

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problema. Quedó sin resolver lo que se haríaa continuación. Cualquier intento de barrenar-los producía invariablemente una expulsión dechorros de sustancia viscosa. Con frecuencialo hacían antes que se intentara. Bocker sos-tenía que era el efecto de estar expuestos a losrayos ardientes del sol. Así, pues, nadie podíadecir aún que conocía más de su naturalezaque cuando los vimos por primera vez en LaEscondida.

Fueron los irlandeses quienes soportaroncasi el peso total de los ataques en el nortede Europa, ataques que eran dirigidos, segúnBocker, desde una base situada en alguna partede la profundidad menor, al sur de Rockall.Desarrollaron tan rápidamente una habilidadcon respecto a las cosas, que producía un pun-tillo de deshonor si alguien intentaba huir. Es-cocia sufrió solamente unas cuantas visitasmenores en las islas exteriores, con apenasvíctimas. Los únicos ataques a Inglaterra tuvi-

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eron lugar en Cornwall y, en su mayoría, notuvieron tampoco gran importancia... La únicaexcepción fue una incursión al puerto de Fal-mouth, donde unos cuantos tanques marinosconsiguieron avanzar con éxito más allá dela línea límite de la marea antes que fuerandestruidos, aunque un número mucho mayor,según aseguraron, fue destruido por las cargasde profundidad antes que alcanzaran la costa.

Sólo unos cuantos días después de losataques a Falmouth cesaron las incursiones.Cesaron casi repentinamente, y en lo que se re-fiere a la masa de tierra más ancha, completa-mente.

Una semana después ya no hubo duda deque alguien había insinuado al Bajo Mandoque suspendiese la campaña. Las costas con-tinentales estaban fortificadas como inex-pugnables fortalezas, y el intento había fracas-ado. Los tanques marinos se dirigían a lugaresmenos peligrosos; pero el tanto por ciento de

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sus pérdidas continuaba siendo muy elevado,disminuyendo el número de los que re-gresaban a su base.

Quince días después de la última excursiónse proclamó el fin del estado de emergencia.Algunos días después Bocker hizo por radiosus comentarios sobre la situación.

-Algunos de nosotros -dijo-, algunos denosotros, aunque no los más juiciosos, han cel-ebrado recientemente una victoria.

»A ellos sugiero que cuando el fuego delcaníbal no está lo suficientemente encendidopara que hierva el pote, la comida que se real-iza puede producir cierta satisfacción; pero, enel sentido de la frase generalmente aceptada, élno ha conseguido una victoria. En efecto, si élno hace algo antes que el caníbal tenga tiempode encender un fuego mejor y mayor, no con-seguirá mejor resultado... Por consiguiente,analicemos esta victoria. Nosotros, pueblomarítimo cuya potencia se debe a los barcos

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que se dirigían a los rincones más apartadosdel orbe, hemos perdido el dominio de losmares. Hemos sido arrojados a patadas de unelemento que siempre consideramos denuestra propiedad. Nuestros barcos solamentese hallan seguros en aguas costeras y en marespoco profundos..., ¿y quién puede decir cuántotiempo tolerarán aún que permanezcan allí?Nos hemos visto forzados a un bloqueo, másefectivo que cualquier experiencia guerrera; adepender de los transportes aéreos para con-seguir los alimentos indispensables para sub-sistir. Ni siquiera los científicos, que están in-tentando estudiar los orígenes de nuestrosmales, han podido fletar barcos para hacer sutrabajo. ¿Es esto una victoria?... Nadie puededecir con certeza cuál puede ser el eventualproposito de estos ataques a las costas. Han es-tado echándonos las redes, al igual que noso-tros las echamos para coger el pescado,aunque la cosa sea difícil de comprender. En

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el mar hay muchas cosas que coger, y másbaratas que en tierra. Ahora bien: puedetratarse de un intento de conquistar la Tierra...,un intento ineficaz y mal informado; pero, apesar de todo, casi con más éxito que nuestrointento por alcanzar las profundidades... Sifuera así, entonces sus instigadores están ahoramejor informados sobre nosotros, y, por con-siguiente, son más peligrosos en potencia. Se-guramente, no lo intentarán de nuevo con lasmismas armas, pero no veo la forma de haceralgo para evitar que lo intenten de otro modocon armas diferentes. Por consiguiente, la ne-cesidad que nosotros experimentamos de en-contrar una fórmula con que podamos hacerlesfrente y vencerlos nos obliga a no aminorarnuestros esfuerzos, sino a intensificarlos.

Hizo una pausa y continuó:-Ha de recordarse que, cuando observamos

por primera vez la actividad en las profundid-ades, indiqué que deberían hacerse todos los

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esfuerzos posibles para establecer un entendi-miento con ellos. No se intentó esto, y es muyprobable que nunca exista ya la posibilidad dehacerlo; pero no hay duda de que la situaciónque yo esperaba que nosotros evitáramos ex-iste actualmente... y es necesario que se pro-ceda a resolverla. Dos formas inteligentes devida han encontrado intolerable la existenciamutua. He llegado a creer ahora que no tendríaéxito ningún intento de acercamiento: cuantomás igualados estén los contrincantes, másdura será la lucha. La inteligencia es el armamás poderosa; cualquier forma inteligente dedominar, y, por consiguiente, de sobrevivir,se consigue por su inteligencia. Una formade inteligencia rival debe, para su existencia,amenazar con dominar y, por tanto, amenazarcon la extinción... Las observaciones me hanconvencido de que mi primer punto de vistaera lamentablemente antropomórfico; ahoradigo que debemos atacar tan cautamente como

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nos sea posible, encontrar los medios paraello, y con la decidida intención de exterm-inación completa. Estas cosas, sean las quefueren, no han tenido solamente un éxito com-pleto en arrojarnos con facilidad de nuestroelemento, sino que han avanzado ya paradarnos la batalla en nuestro propio campo. Porel momento, hemos podido rechazarlos; perovolverán, porque a ellos les urge el mismo im-pulso que a nosotros: la necesidad de exterm-inar o de ser exterminados. Y cuando vuelvande nuevo, si los dejamos, vendrán mejor per-trechados... Tal estado del asunto, vuelvo a re-petirlo, no es una victoria...

A la mañana siguiente corrí a ver a Pendellde Adio-Assessment. Me dirigió una miradasombría.

-Lo intentamos -dije, defendiéndome-. Lointentamos activamente, pero no pude evitarlo.

-La próxima vez que le vea usted dígalelo que pienso de él, ¿quiere? -sugirió Pendell-

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. No es que a mí me importe un comino quetenga razón... Es que nunca conocí a unhombre con tal suerte para tener razón en untiempo en que todo sale mal y todo pareceequivocado. Cuando su nombre aparezca ennuestros programas otra vez, si es que aparece,habrá de tener mucho cuidado con lo que dice.Un consejo de amigo: dígale que empiece acultivar a la B.B.C.

Como esperábamos, Phyllis y yo nos re-unimos aquel mismo día con Bocker para al-morzar. Inevitablemente, quiso enterarse delas reacciones a su locución radiada. Con todaamabilidad, le proporcioné los primeros in-formes. El asintió con la cabeza.

-La mayoría de los periódicos siguen elmismo derrotero -dijo-. ¿Por qué he de estarcondenado a vivir en una democracia dondeel voto de cada loco es igual al de un hombresensato? Si toda la energía que ponen en emitirvotos se dedicase a realizar trabajo útil, ¡qué

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gran nación seríamos! Así como así, tres per-iódicos nacionales, por lo menos, solicitan quese supriman «los millones de impuestos parainvestigación» con el fin de que el contribuy-ente pueda comprarse un paquete de cigarril-los más todas las semanas, lo cual quiere de-cir más espacios en los cargos desperdiciadosen tabaco, lo cual quiere decir también másbeneficio en tasa, el cual gastará el gobiernoen algo diferente a investigación... y los bar-cos continuarán enmoheciéndose en los puer-tos. No hay sentido común en eso. Ésta es lamayor emergencia que hemos tenido.

-Pero hay que reconocer que esas cosas delas profundidades han recibido un buen golpe-señaló Phyllis.

-Nosotros tenemos por tradición recibirgolpes muy fuertes, pero al final ganamos lasguerras -replicó Bocker.

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-Exactamente -dijo Phyllis-. Nos han dadouna paliza en el mar; pero, al final, nos recu-peraremos.

Bocker gruñó y giró los ojos.-La lógica... -empezó a decir.Pero yo le interrumpí:-Habla usted como si creyese que, ahora,

son más inteligentes que nosotros, ¿no es así?Arrugó el ceño.-No veo la forma en que puede contestarse

a eso. Mi impresión, como dije antes, es queellos piensan de modo diferente..., siguiendoderroteros diferentes a los nuestros. Si es así,sería imposible toda confrontación, ydescaminado cualquier ataque a ellos.

-¿Cree usted en serio que lo intentarán denuevo? Quiero decir que ¿no era solamentepropaganda quitar interés a la protección delos barcos que hundían?

-¿Produce esa impresión?-No, pero...

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-Efectivamente, quise decir eso -dijo-.Consideremos sus alternativas: o permanecer-án en el fondo de los mares esperando que en-contremos un medio para destruirlos, o se lan-zarán contra nosotros. ¡Oh, sí! A menos quenosotros encontremos muy pronto un medio,no tardarán en estar aquí otra vez... de algúnmodo.

FASE 3

Aun cuando Bocker lo ignoraba cuandodio su opinión, el nuevo método de ataque yahabía empezado, pero tardó seis meses en quese hiciera evidente.

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Los navios oceánicos habían evitado susrutas acostumbradas, lo cual levantaría un an-ticipado comentario general; pero con loscruceros transatlánticos realizados solamentepor el aire, los informes de los pilotos sobreextendidas y desacostumbradamente densasnieblas en el Atlántico occidental eran regis-trados simplemente. También, con el incre-mento de los vuelos, Gander descendió en im-portancia, así que sus declaraciones frecuente-mente confusas producían poca inconvenien-cia.

Examinando informes de esa época a laluz de conocimientos posteriores, descubrí quetambién hubo referencias en el mismo períodode tiempo sobre nieblas desacostumbrada-mente extendidas en el noroeste del Pacífico.Las condiciones atmosféricas fueron igual-mente malas al norte de la isla japonesa deHokkaido, y, según me dijo, aún peores en lasKuriles, más al norte. Pero puesto que hacía

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algún tiempo que los barcos evitaban cruzarlas profundidades por esos lugares, la inform-ación era escasa, y muy pocos se interesaronpor ello. Tampoco atrajo la atención públicalas condiciones anormalmente nubosas en lacosta sudamericana, al norte de Montevideo.

En Inglaterra se observó frecuentementeuna molesta neblina durante el verano, perocon resignación más que con sorpresa.

La niebla, en efecto, apenas la tomó encuenta la amplia conciencia mundial hasta quelos rusos la mencionaron. Una nota de Moscúproclamó la existencia de un área de densaniebla que tenía su centro en los ciento treintagrados de longitud este del meridiano deGreenwich, en el paralelo ochenta y cincoaproximadamente. Los científicos soviéticos,tras algunas investigaciones, declararon quenada parecido se había registrado anterior-mente, ni era posible comprender cómo lasconocidas condiciones atmosféricas de estos

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lugares podían generar tal estado, que semantenía virtualmente invariable tres mesesdespués de haberse observado por primeravez. El gobierno soviético había señalado endiferentes ocasiones anteriores que las activid-ades septentrionales de los mercenarios asueldo de los fabricantes de armamentos capit-alistas podía constituir muy bien una amenazapara la paz.

Los derechos territoriales de la U.R.S.S.en esa área del océano Ártico, situada entrelos treinta y dos grados de longitud oeste delmeridiano de Greenwich, estaban reconocidospor la ley internacional. Cualquier incursiónno autorizada en esa área constituía unaagresión. El gobierno soviético, por con-siguiente, se consideraba en libertad de llevara cabo cualquier acción necesaria para preser-var la paz en dicha región.

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La nota, enviada simultáneamente a variospaíses, recibió una rapidísima y franca contest-ación de Washington.

Los pueblos occidentales, observó el De-partamento de Estado, se interesaban ex-traordinariamente por la nota soviética. No ob-stante, como ellos, actualmente, poseían con-siderable experiencia sobre esta técnica de lapropaganda, que había sido llamada el tuoquoque prenatal, eran capaces de reconocersus derivaciones. El gobierno de los EstadosUnidos conocía perfectamente las divisionesterritoriales en el Ártico..., y por supuesto, elgobierno soviético recordaría, en interés por laexactitud, que el segmento mencionado en lanota era solamente aproximado, siendo exac-tos los datos siguientes: treinta y dos grados,cuatro minutos y treinta y cinco segundos delongitud este del meridiano de Greenwich, yciento sesenta y ocho grados, cuarenta y nueveminutos y treinta segundos de longitud oeste

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del meridiano de Greenwich, dando, por con-siguiente, un segmento más pequeño del quese declaraba; pero puesto que el centro delfenómeno mencionado se hallaba dentro de es-ta área, el gobierno de los Estados Unidos notuvo conocimiento de ello, naturalmente, hastaque fue mencionado en la referida nota.

Observaciones recientes habían recordado,curiosamente, la existencia de un hecho seme-jante al que se describía en la nota rusa en uncentro también cercano al paralelo ochenta ycinco, pero en un punto situado a noventa gra-dos de longitud oeste del meridiano de Green-wich. Por coincidencia, ésta era justamente elárea seleccionada conjuntamente como centrode experimentación por los gobiernos delCanadá y de los Estados Unidos para probarsus más recientes modelos de missiles diri-gidos a larga distancia. Ya habían sido com-pletados los preparativos para esos experimen-

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tos y el primero tendría lugar dentro de pocosdías.

Los rusos especulaban sobre la singularid-ad de elegir un área de experimentación dondeno eran posibles las observaciones; los amer-icanos, sobre el celo eslavo por la pacificaciónde regiones inhabitadas. Si ambas partes pro-cedieron entonces a atacar sus respectivasnieblas, es un dato que no consta en los in-formes públicos; pero el principal efecto fueque la niebla se convirtió en noticia, des-cubriéndose que había sido inusitadamentedensa en un sorprendente número de lugares.

Si los barcos determinadores del tiempohubiesen estado trabajando en el Atlántico esposible que hubiera sido determinada máspronto la fecha útil; pero los navios habíansido retirados «temporalmente» de servicio al-gún tiempo antes, después del hundimiento dedos de ellos. Por consiguiente, el primer in-forme que hizo algo por sacar de su pasividad

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a la ociosa especulación llegó de Godthaab(Groenlandia). Hablaba de un incesante y cre-ciente fluir de agua a través del estrecho deDavis desde la bahía de Baffin, con un con-tenido de trozos de hielo completamente inus-itados en aquella época del año. Unos cuantosdías después, Nome, en Alaska, informaba deun hecho semejante en el estrecho de Bering.Luego, llegaron de Spitzberg informes sobreaumento de marea y bajas temperaturas.

Eso explicaba directamente las nieblas deNewfoundland y algunos otros lugares. Enotras partes, serían atribuidas convincente-mente a corrientes profundas y frías, forzadashacia aguas más calientes y elevadas por en-cuentros con filas de montañas submarinas.Todo podía ser, en efecto, explicado sencilla odifícilmente, excepto el absolutamente inusit-ado aumento de la corriente fría.

A continuación, procedente de Godhavn,al norte de Godthaab, en la costa occidental de

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Groenlandia, se recibió un mensaje señalandola presencia de un número sin precedentes deicebergs, de un tamaño desacostumbrado. Delas bases árticas norteamericanas volaron ex-pediciones de investigación, que confirmaronel informe. Anunciaron que el mar, al norte dela bahía de Baffin, estaba cuajado de icebergs.

«Aproximadamente a los setenta y sietegrados y sesenta minutos de longitud Oeste -escribió uno de los aviadores- encontramos lavisión más terrible del mundo. Glaciares, quedescienden de la alta cima helada de Groen-landia, se estaban resquebrajando en piezasdescomunales. Antes había visto icebergs yaformados, pero nunca en la escala que sepresentaban allí. En los enormes acantiladoshelados, de trescientos metros de altura,aparecían repentinamente grietas. Una enormesección de ellos se desprendía, cayendo y gir-ando lentamente. Cuando se aplastaban contrael agua, se levantaba ésta formando grandes

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fuentes, que se extendían a su alrededor. Lasaguas desplazadas retrocedían en rompientes,que chocaban entre sí formando tremendassalpicaduras, mientras un témpano de hielo tangrande como una isla pequeña daba vueltas yse precipitaba en el abismo hasta que reco-braba el equilibrio. Doscientos kilómetros ar-riba y abajo, la costa que veíamos presentabael mismo aspecto. Con mucha frecuencia a untémpano de hielo no le daba tiempo a flotar,porque otro se había desprendido ya y caídosobre él. Los desprendimientos eran tan colos-ales que se comprendían difícilmente. Sólo porla aparente lentitud de las caídas y por la formaen que los enormes chorros de agua parecíansuspendidos en el aire -la paz majestuosa detodo ello-, éramos capaces de contar la gran-deza de lo que estábamos viendo.»

Otras expediciones describieron exacta-mente la misma escena en la costa oriental dela isla de Devon y en la punta meridional de

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la isla de Ellesmere. En la bahía de Baffin, losinnumerables y gigantescos témpanos de hielose empujaban lentamente, pulverizándose losflancos y los dorsos de unos contra los otros,mientras corrían en manadas, hacia el sur, ar-rastrados por la corriente a través del estrechode Davis para desembocar en el Atlántico.

Al otro lado del Círculo Ártico, Nomeanunció que se había incrementado consider-ablemente hacia el sur el flujo de losresquebrajados témpanos de hielo.

El público recibió esta información concuriosidad. El pueblo quedó impresionado porlas primeras y magníficas fotografías de losicebergs en su proceso de creación; pero,aunque un iceberg no es completamente iguala otro iceberg, quedó pronunciada la similitudgenérica. Un período de miedo, más bienbreve, sucedió ante la idea de que mientras laciencia era realmente muy inteligente para de-terminar todo lo referente a los icebergs, al

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clima, etcétera, no parecía serlo mucho parahacer algo realmente positivo para alejar elmal.

El triste verano se convirtió en un otoñomás triste. Al parecer, nadie podía hacer nadacontra aquello, sino aceptarlo con rezongonafilosofía.

Al otro lado del mundo llegó la primavera.Luego, el verano, y empezó la estación de lapesca de la ballena..., si podía llamarse esta-ción, ya que los propietarios que arriesgabanbarcos eran muy pocos, y las tripulaciones dis-puestas a arriesgar sus vidas, menos todavía.Sin embargo, algo se pudo encontrar dispuestoa realizar la pesca, despreciando todos los pe-ligros de las profundidades, y salir al mar.Al final del verano antártico llegaron noticias,vía Nueva Zelanda, de los glaciares de TierraVictoria, que vertían enormes cantidades degigantescos témpanos de hielo en el mar deRoss, y las sugerencias de que la propia gran

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barrera de hielo de Ross podría empezar aresquebrajarse. Al cabo de una semana lleg-aron noticias similares del mar de Weddell.Allí, en la barrera Filchner y en el banco dehielo de Larsen se estaban resquebrajando,según se decía, témpanos de hielo en cantid-ades fabulosas. Una serie de vuelos de re-conocimiento proporcionaron informes quedecían exactamente lo mismo que los pro-cedentes de la bahía de Baffin, así como fo-tografías que podían haber sido tomadas en lamisma región.

The Sunday Tidings, que desde hacía al-gunos años seguía una línea de sensacional-ismo intelectual, nunca había encontrado fácilsostener su provisión de material. La políticade la dirección estuvo sometida a lamentablestropiezos mientras no pudo encontrar nadatópico que revelar en su nivel escogido. Seimagina uno que debió de ser un consejo de

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desesperación, tras una prolongada discusión,el que indujo a abrir sus columnas a Bocker.

De la destacada nota que precedía alartículo en que declinaba, con imparcialidad,toda responsabilidad por lo que publicabaahora su periódico, se deducía que el editor ex-perimentaba cierta aprensión por el resultado.

Con este principio feliz, y bajo el en-cabezamiento de El demonio y las profundid-ades, Bocker explicaba:

«Nunca, desde los días en que Noé con-struyó su Arca, ha habido aquí tantos ciegoscomo durante el pasado año. No se puede con-tinuar así. Pronto llegará la larga noche ártica.De nuevo serán imposibles las observaciones.Por consiguiente, los ojos que nunca debieronestar cerrados han de abrirse...>>.

Recuerdo este principio, pero sin referen-cias sólo puedo dar la sustancia del artículo yunas cuantas frases sueltas del resto:

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«Éste es el último capítulo de un largocuento de futilidad y fracaso que empezó conlos hundimientos del Yatsushiro, el Keweenawy otros barcos. Fracaso que nos ha llegado delmar y que ahora amenaza llegarnos de tierra.Lo repito: fracaso...

»Ésa es una palabra tan pobre para nuestropaladar que muchos consideran una virtud pre-tender que nunca la admiten. Entre nosotros,los precios no son fijos, se tiende a la infla-ción. Las estructuras económicas han cambi-ado..., y, además, está cambiando el modo devida. Entre nosotros también, es el puebloquien habla de nuestra expulsión de alta mar,aunque sea transitoria, aunque pronto sea cor-regida. Para esto hay una respuesta, y es lasiguiente: Desde hace cinco años los cerebrosmás capacitados, más ágiles y más ingeniososdel mundo vienen luchando con el problemade echarle la zarpa a nuestro enemigo... y,hasta el momento, no existe indicio ninguno

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que indique cuándo seremos capaces de nave-gar libremente de nuevo por los mares...

»La palabra "fracaso", tan mal interpretadapor nosotros, ha sido, aparentemente, la polít-ica seguida para desarticular cualquier ex-presión de conexión entre nuestras perturba-ciones marítimas y los recientes sucesos en elArtico y el Antártico. Es hora ya de que estaactitud de "delante de los niños, no", cese deuna vez...

»No sugiero que se esté descuidando laraíz del problema; lejos de eso. Han estado, yestán, trabajando los hombres para encontraralgún medio de poder localizar y destruir alenemigo de nuestras profundidades. Lo que yodigo es que con ellos, incapaces aún de encon-trar tal medio, nos enfrentamos ahora con elasalto más grave...

»Se trata de un asalto contra el que care-cemos de defensas, que no es susceptible deataque directo.

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»¿Cuál es esta arma a la que nosotros nopodemos oponernos?

»Es el derretimiento de los hielos árticos...y gran parte también de los hielos antárticos.

»¿Lo consideran fantástico? ¿Demasiadocolosal? Pues no lo es. Es una labor que noso-tros mismos podríamos haber emprendido -¿no lo habíamos deseado?- en cualquier mo-mento desde que pusimos en libertad el poderdel átomo.

«Debido a la oscuridad invernal, poco seha oído hablar últimamente de los parches deniebla ártica. Por lo general, no se sabe quedos de ellos, sin embargo, existían ya en laprimavera ártica; al finalizar el verano árticoeran ocho, en áreas ampliamente separadas.Ahora bien: la niebla, como todos ustedessaben, se produce por la conjunción de las cor-rientes frías y calientes, bien del aire o delagua. ¿Cómo es posible que ocho nuevas cor-

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rientes, independientes y calientes, hayan po-dido surgir repentinamente en el Ártico?

»¿Y los resultados? Oleadas de témpanosde hielo sin precedentes, en el mar de Beringy en el mar de Groenlandia. En estas dos áreasespecialmente, las grandes extensiones dehielo se hallan a cientos de kilómetros al nortedel máximo manantial usual. En otros lugares-por ejemplo, en el norte de Noruega- estánmás al sur. Y nosotros mismos hemos tenidoun invierno húmedo inusitadamente frío.

»¿Y los icebergs? Efectivamente, haymuchos más icebergs que de costumbre; pero¿por qué hay más icebergs?

»Todo el mundo sabe de dónde proceden.Groenlandia es una isla enorme. Su tamaño esnueve veces mayor que el de las Islas Britán-icas. Pero hay algo más: es también el últimobastión de la remota edad del hielo...

»En varias épocas, el hielo vino al sur,pulverizado y limpio cubriendo las montañas

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y blanqueando los valles en su camino, hastaformar grandes acantilados de hielo cristalino-verdoso a través de Europa. Luego, fue ret-rocediendo gradualmente, de siglo en siglo,cada vez más. Los gigantescos acantilados ylas altas montañas de hielo desaparecieron, sefundieron y no volvieron a verse más..., ex-cepto en un lugar. Sólo en Groenlandia con-struye todavía ese hielo inmemorial torres dedos mil metros de altura, inconquistadas aún.Y por sus laderas se deslizan los glaciares ar-rojando sus icebergs. Ellas han continuado ar-rojando sus icebergs al mar, estación tras es-tación, desde mucho antes que los hombresse dieran cuenta. ¿Y por qué este año han ar-rojado de repente diez, veinte veces más?...Tiene que haber una razón para ello. ¡Y lahay!...

»Si algún medio, o varios medios, de fun-dir los hielos del Ártico se hubieran puestoen marcha, habría pasado algún tiempo, no

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mucho, antes que su efecto especial de elevarel nivel del mar se hubiese hecho mensurable.Además, los efectos hubieran sido progres-ivos: primero, un ligero goteo; luego, unchorro; más tarde, un torrente...

»En esta ensambladura, llamo la atenciónsobre el hecho de que en enero de este año nosinformaron de que el nivel medio del mar enNewlyn, donde se mide corrientemente, habíasubido seis centímetros».

-¡Oh querido! -exclamó Phyllis después deescuchar eso-. ¡Es algo insólito! Lo mejor seráque vayamos a verle.

No nos sorprendió en absoluto cuando, ala mañana siguiente, al telefonearle, encon-tramos que su teléfono no contestaba. Sin em-bargo, cuando fuimos a su casa nos recibió.Bocker se levantó de una mesa despacho re-pleta de correspondencia para saludarnos.

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-No les favorece nada venir a verme -nosdijo-. No hay un capitoste que se atreva a acer-carse a mí a menos de diez metros.

-¡Oh! Yo no diría tal cosa, A. B. -le con-testó Phyllis-. Probablemente, antes de pocotiempo se habrá hecho usted inmensamentepopular entre los vendedores de sacos de arenay los constructores de maquinaria para trans-portar tierra.

No tomó nota de esta ironía.-Probablemente, se contaminarán ustedes

si se relacionan conmigo. En la mayoría de lospaíses estaría ya preso.

-Cosa terriblemente desagradable para us-ted. Este territorio será siempre desalentadorpara los mártires ambiciosos. Pero usted lo in-tentará, ¿verdad? -dijo ella-. Y ahora, escuche,A. B., ¿le gusta a usted realmente que hayagentes que le tiren cosas, o qué?

-Estoy impacientándome -explicó Bocker.

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-Eso les pasa a los otros también. Pero, queyo sepa, nadie tiene la probabilidad de ustedpara ir más allá y hacer lo que cualquier per-sona quisiera hacer en un momento dado. Undía se perjudicará. Esta vez, no; porque, afor-tunadamente, usted los ha desconcertado. Peroalguna vez, seguro que sí.

-Si no es ahora, no lo será nunca -dijo, in-clinándose y mirándola con ojos meditativosy desaprobadores-. Bueno, mi querida joven-cita, ¿qué se ha propuesto al venir aquí paradecirme que yo «los he desconcertado»?

-El anticlímax. Primero sus palabrasprodujeron la impresión de que usted estabaa punto de hacer grandes revelaciones; peroluego hizo usted una sugerencia más bien vagade que alguien o algo debía de estar produ-ciendo cambios en el Ártico..., sin dar unaexplicación específica de cómo lo estabahaciendo. Y para terminar, como apoteosis,

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confesó que el nivel del mar había subido seiscentímetros.

Bocker continuaba mirándola.-Bueno, así es. Pero no comprendo por

qué hay mal en eso. Seis centímetros es unaumento colosal de agua cuando se extiendesobre ciento cincuenta y un millones de millascuadradas. Si usted lo calcula por toneladas...

-Nunca calculo el agua por toneladas..., yeso es parte de la cuestión. Para las personasvulgares, seis centímetros equivalen sola-mente a una marca un poquito más alta en unposte. Después de su explosión, eso sonaba tanvago que todo el mundo se mostraba molestocon usted por haberlos alarmado..., sin contarcon los que se reían, exclamando: «¡Ja, ja! ¡Es-tos profesores!...».

Bocker dirigió la mano hacia la mesa des-pacho, llena de correspondencia.

-Muchísima gente se ha alarmado..., o, almenos, se ha indignado -dijo.

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Encendió un cigarrillo.-Eso era precisamente lo que yo buscaba.

Usted sabe que, en cada etapa, la gran mayor-ía, y especialmente las autoridades, se han res-istido a la evidencia todo el tiempo que hanpodido. Ésta es una era científica... en su es-trato más instruido. Por consiguiente, menos-preciando lo anormal casi se hubiese retroce-dido; mientras que así se ha desarrollado unaprofunda sospecha en sus propios sentidos. Laexistencia de algo en las profundidades se haadmitido con mucho retraso y de muy malagana. La misma mala gana ha existido en ad-mitir todas las subsiguientes manifestaciones,hasta que no han podido ser escamoteadas. Yahora nos encontramos aquí otra vez, haciendoun cesto nuevo.

Hizo una pausa.-Sin embargo, no hemos permanecido

completamente ociosos.

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El océano Ártico es profundo, y aún másdifícil de llegar a su fondo que los otros; selanzaron varias bombas de profundidad dondetuvieron lugar los parches de niebla. Pero noha habido forma de saber qué resultados seobtuvieron... En medio de todo esto, el mo-scovita, que parece ser incapaz de comprenderconsti-tucionalmente todo cuanto hay quehacer en el mar, empezó a poner dificultades.El mar, según parece argüir, estaba causandomuchos perjuicios a Occidente; por tanto, de-bía actuarse sobre buenos principios di-alécticamente materialistas, y yo no dudo deque, si él pudiese entrar en contacto con lasprofundidades, pactaría con agrado con sushabitantes por un breve período de opor-tunismo dialéctico. De todas formas, como us-tedes saben, él continuó con sus acusacionesde agresión y, en el forcejeo que siguió, em-pezó a mostrar tal truculencia que la atenciónde nuestros ser-

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vicios se desvió de la amenaza realmentegrave hacia las bufonadas de este payaso ori-ental que cree que el mar ha sido creado sol-amente para los desvergonzados capitalistas.Así, pues, hemos llegado ya a una situación enla que los bathies, como ellos los llaman, le-jos de restringir su acción como esperábamos,continúan aumentándola de prisa, y todos loscerebros y organizaciones que han estado tra-bajando a gran velocidad con la intención deencontrar la emergencia, se hallan locos dán-doles vuelta a las maldades que ellos cometen,ignorando otras de las que no consiguen sabernada.

-Por tanto, ¿cree usted que ha llegado elmomento de forzar su mano... echándoles elarpón? -pregunté.

-Sí..., pero no actuaré solo. Esta vez estoyacompañado de un número de hombres emin-entes y muy inquietos. Mi charla fue el tirode apertura para el gran público de este lado

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del Atlántico. Mis importantes compañeros,que no han perdido todavía su reputación eneste asunto, están trabajando muy sutilmente.Respecto a la opinión norteamericana...,bueno..., echen una mirada al Life y al Colli-er's de la próxima semana. ¡Oh, sí! Algo está apunto de hacerse.

-¿Qué? -preguntó Phyllis.La miró meditativamente durante un se-

gundo; luego, movió la cabeza ligeramente.-Eso, gracias a Dios, será algo grande... Al

menos, lo será cuando el público los obligue aadmitir la situación... Será un asunto muy san-griento -terminó muy serio.

-Lo que yo quiero saber... -empezamos adecir simultanéamente Phyllis y yo.

-Habla tú, Mike -me otorgó Phyllis.-Bueno, hablaré yo: ¿cómo cree usted que

se ha hecho la cosa? Derretir el Ártico pareceser un propósito formidable.

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-Se han hecho algunas conjeturas. Oscil-aban desde una increíble operación, como lade arrojar agua caliente procedente de lostrópicos por medio de tuberías, hasta la dehacer subir hasta la superficie el calor centralde la Tierra..., que yo encuentro completa-mente inverosímiles.

-¿Tiene usted una idea propia? -sugerí.Parecía improbable que no la tuviera.-Bueno, yo creo que pudo hacerse de la

siguiente forma: nosotros sabemos que ellostienen una especie de estratagema capaz deproyectar un chorro de agua con considerablefuerza...; eso lo prueba perfectamente el fondosedimentoso que subía a la superficie de lasaguas en continuas oleadas. Bien: una es-tratagema de esa clase, empleada en conjun-ción con un calorífero, quiero decir con unapila de reacción atómica, ha de ser capaz degenerar una corriente de agua caliente muyconsiderable. Ahora bien: lo malo es que noso-

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tros ignoramos si tienen o no fisión atómica.Hasta el momento, no existe indicación nin-guna de que la tengan... Les hemos hecho elobsequio de una bomba atómica, por lomenos, que no estalló. Pero si la tienen, creoque puede ser una respuesta.

-¿Podrían conseguir el uranio necesario?-¿Por qué no? Después de todo, ellos han

establecido por la fuerza sus derechos, mineraly de otra clase, en más de las dos terceraspartes de la superficie mundial. ¡Oh, sí!Pueden conseguirlo perfectamente, si sabencómo.

-¿Y lo de los icebergs?-Eso es más sencillo. En efecto, existe un

acuerdo general de que si uno posee un tipovibratorio de arma, que sus ataques a los bar-cos nos conduce a suponer que lo tienen, nodebe de ser muy difícil producir un amonton-amiento de hielo..., hasta una masa consider-able de hielo..., para hendirla.

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-Suponga que no podemos encontrar unafórmula de impedir el proceso. ¿Cuántotiempo cree usted que tardará en producirnosuna perturbación real? -le pregunté.

Se encogió de hombros.-No tengo idea. En lo que se refiere a los

glaciares y a los témpanos de hielo, depende,probablemente, de la firmeza con que ellos lotrabajen. Pero dirigir corrientes de agua cali-ente sobre témpanos de hielo, daría, al princi-pio, escasos resultados, que se incrementaríanrápidamente, verosímilmente, en una pro-gresión geométrica. Lo malo es que, sin datoalguno, no se pueden hacer hipótesis.

-Una vez que esto entre en la cabeza de lasgentes, querrán saber lo que hay que hacer -dijo Phyllis-. ¿Cuál es su opinión?

-¿No es esa labor del gobierno? ComoMike señaló, ellos creen que ha llegado el mo-mento de advertir que nosotros estamos dis-puestos a lanzarles el arpón. Mi opinión per-

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sonal es demasiado impracticable para quetenga mucho valor.

-¿Cuál es? -preguntó Phyllis.-Encontrar una cumbre lo suficientemente

elevada y fortificarla -dijo Bocker simple-mente.

La campaña no tuvo la resonancia queBocker había esperado. En Inglaterra, tuvo ladesgracia de ser adoptada por el NethermorePress, y, por consiguiente, fue consideradacomo territorio prohibido, donde sería impro-cedente que se introdujeran otros pies peri-odísticos. En Norteamérica no destacó gran-demente entre los otros acontecimientos de lasemana. En ambos países había intereses quepreferían que todo eso pareciera como unjuego de artificio más. Francia e Italia lo to-maron en serio, pero el peso político de sus re-spectivos gobiernos en los concilios mundialesera más bien ligero. Rusia ignoró el contenido,pero explicó el propósito: se trataba de otro

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paso dado por los constructores de armamen-tos cosmopolitas-fascistas para extender su in-fluencia en el Ártico.

Sin embargo, la indiferencia oficial salióde su letargo, ligeramente, según nos aseguróBocker. Una Comisión, en la que estaban rep-resentados los Servicios, se había reunido parainquirir y hacer recomendaciones. Otra Com-isión similar, reunida en Washington, inquiríatambién en forma pausada, hasta que la llamóseveramente al orden el estado de California.

Al californiano medio le tenía sin cuidadoque el nivel del mar hubiese aumentado seiscentímetros; otra cosa le había golpeado másdelicadamente. Algo estaba sucediendo en suambiente. El nivel medio de su temperatura enla costa había disminuido, y estaba padeciendonieblas húmedas y frías. Lamentaba esto, ygran número de californianos desaprobaba quese hablara excesivamente de ello. Oregón, yWashington también, se relacionaban para so-

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portar su vecindad. Nunca, según las es-tadísticas, había hecho un invierno tan desapa-cible y frío.

Estaba claro que el aumento de los tém-panos de hielo y de las aguas heladas que pro-cedían del mar de Bering se estaba corriendoy extendiendo hacia el este, desde Japón, ll-evados por la corriente Kuroshio, siendo evid-ente, al menos en parte, que estaba sufriendogravemente el hermoso clima de uno de los es-tados más importantes de la Unión. Algo de-bía hacerse.

En Inglaterra se aplicó la espuela cuandolas mareas de la primavera abrileña sobrepas-aron el muro del Embankment, en Westmin-ster. Los que aseguraban que eso mismo habíasucedido muchas veces antes y le quitabantoda significación especial, fueron barridospor el triunfante «ya lo decíamos nosotros»,del Nethermore Press. Una histérica peticiónde «bombas para los bathies» se extendió por

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ambas costas del Atlántico y dio la vuelta almundo (exceptuando al sexto intransigente).

A la cabeza del movimiento «Bombas paralos bathies», como al principio, el NethermorePress preguntaba mañana y tarde:

«¿PARA QUÉ ES LA BOMBA?»Miles de millones se han gastado en esta

bomba que parece no tener otro destino queel de sostenernos y el de sacudirnos conamenazas, o, de cuando en cuando, propor-cionar fotografías a nuestras revistas ilustra-das. Al pueblo del mundo, que ha contribuidoy sufragado la construcción de esta bomba,le prohiben ahora que la utilice contra unaamenaza que hunde nuestros barcos, que noscierra nuestros océanos, que nos arrancahombres y mujeres de nuestras ciudades cost-eras, y que ahora nos amenaza con inundarnos.Desde el principio, la ineptitud y la dilaciónhan marcado la actitud de las autoridades eneste asunto...».

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Y así continuaba, olvidando, al parecer, es-critores y lectores por igual los primeros bom-bardeos de las profundidades.

-Ahora se está actuando en firme -nos dijoBocker la primera vez que le vimos.

-A mí me parece muy tonto -le dijo Phyl-lis, enervada-. Los que se airean todavía sonlos mismos viejos argumentos contra el con-fuso bombardeo de las profundidades.

-¡Oh, no es eso! -replicó Bocker-. Prob-ablemente, arrojarán unas cuantas bombas atontas y a locas con mucha publicidad y escasoresultado. No. Lo que a mí me urge es que sehagan proyectos. Nosotros estamos ahora en laprimera etapa de estúpidas sugerencias, comola de construir inmensos diques con sacos ter-reros, naturalmente; pero, a través de todo eso,se hará algo.

Esa opinión tomó más fuerza después delas mareas de la primavera siguiente. En todaspartes se habían construido defensas marinas.

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En Londres, las murallas que costeaban el ríohabían sido reforzadas y coronadas en toda sulongitud con sacos terreros. Como precaución,se había suspendido todo tráfico por el Em-bankment; pero la multitud lo recorría a pie lomismo que los puentes. La Policía hacía todolo posible por evitar que se parasen; pero lasgentes haraganeaban de un lado para otro, ob-servando el lento crecimiento de las aguas ylos grupos de barcazas que ahora navegabanpor encima del nivel de la carretera. Parecíanigualmente dispuestos a indignarse si el aguase desbordaba o desanimarse si se originabaun anticlímax.

No había desánimo posible. El agua se ver-tía lentamente por encima del parapeto ygolpeaba contra los sacos terreros. En algunossitios empezaba ya a extenderse poco a pocopor el pavimento. Los bomberos, la defensacivil y la Policía vigilaban sus secciones ansio-samente, arrastrando sacos para reforzar dond-

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equiera que se producía una pequeña inunda-ción, asegurando con troncos de árboles, loslugares que se mostraban más débiles. Elpaseo se fue animando cada vez más. Losmirones empezaron a ayudar, yendo de unlado para otro cuando se producían nuevoschorros. Ahora existían pocas dudas de queiba a suceder algo. Algunos de los grupos queobservaban se marcharon, pero otros muchospermanecieron, en perpleja fascinación.Cuando se produjo la rotura, media docenade sitios, en el dique norte, la sufrieron sim-ultáneamente. Chorros de agua empezaron afluir por entre algunos sacos; luego, repenti-namente, hubo un colapso, y, abriéndose unabrecha de varios metros de ancho, el agua secoló por ella como por una esclusa abierta.

Desde donde nos hallábamos nosotros, enlo alto de un furgón de la E.B.C. estacionadoen el puente de Vauxhall, podíamos ver tresríos separados de agua cenagosa invadiendo

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las calles de Westminster, llenando sótanos ybodegas, y formando a continuación una solay tumultuosa corriente. Nuestro comentaristasubió a otro furgón, aparcado en Pimlico. Dur-ante algunos minutos conectamos con laB.B.C. para averiguar en qué situación sehallaban sus muchachos, estacionados en elpuente de Westminster. Llegamos a tiempo deoír a Bob Humbleby su descripción del in-undado Victoria Embankment por las aguasque ahora se lanzaban contra la segunda líneadefensiva del New Scotland Yard. Losmuchachos de la televisión no parecían estarlopasando muy bien; debieron de perdersebastantes aparatos en los lugares donde tuvolugar la rotura; sin embargo, estaban haciendoun inaudito esfuerzo con ayuda de los telé-fonos y de las cámaras portátiles.

A partir de ese momento, la cosa aumentóen cantidad y rapidez. En el dique Sur, el aguainundaba las calles de Lambeth, Southwark y

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Bermondsey en muchos lugares. Río arriba,Chiswick e hallaba seriamente inundado; ríoabajo, Limehouse se encontraba gravementeamenazado, y muchos lugares estuvieron in-formando sobre las roturas que se producíanhasta que perdimos todo contacto con ellos.Había poco que hacer, excepto permanecer vi-gilantes hasta que la marea bajase, y luegoapresurarse a reparar los daños antes quesubiese de nuevo.

El Parlamento hizo algunas preguntas. Lasrespuestas fueron más tranquilas que tranquil-izantes.

Los ministerios y los departamentos min-isteriales estaban dando activamente todos lospasos necesarios; las peticiones tenían que serpresentadas y solicitadas a través de los Ayun-tamientos locales, y ya estaba arreglado lo delas prioridades de hombres y de material. Sí,se habían dado los avisos; pero en los cálculosoriginales de los hidrógrafos se habían intro-

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ducido factores inesperados. En todos los Ay-untamientos se promulgó una orden para re-quisar toda maquinaria que sirviera para re-mover la tierra. El pueblo debía tener absolutaconfianza. No volvería a repetirse la anteriorcalamidad. Y estaban en marcha las medidasnecesarias para asegurar toda futura inunda-ción. Poco más se podía hacer ya en los conda-dos orientales, una vez tomadas estas medidasde socorro. Como es natural, los trabajos dedefensa continuarían. Pero, por el momento, elasunto más urgente era asegurar que el agua novolviera a invadir las calles durante las próxi-mas pleamares.

Una cosa fue la requisa de materiales, má-quinas y mano de obra, y otra su reparto, contoda la comunidad costera y de las tierras bajassolicitándolo simultáneamente. Los secretari-os de media docena de ministerios estaban lo-cos ante tantas peticiones, permisos, adjudic-aciones, etcétera, etcétera. De todas formas,

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en algunos sitios los trabajos comenzaban ahacerse. No obstante, existía gran amarguraentre los elegidos y los que parecían que ibana ser arrojados a los lobos.

Phyllis bajó una tarde para observar el pro-greso de las obras en ambas orillas del río. Seestaban levantando, en medio de extraordin-aria actividad, superestructuras de bloques decemento en las dos orillas, sobre las murallasya existentes. En las aceras, miles de super-visores observaban los trabajos. Entre ellos,Phyllis tuvo la suerte de encontrar a Bocker.Juntos, subieron hasta el puente de Waterloo,y observaron durante un buen rato la actividadde termita con ojos celestiales.

-Alph, el condenado río... y más de dosveces diez kilómetros de murallas y torres -ob-servó Phyllis.

-Y también a ambos lados continuará ha-biendo grietas algo profundas, aunque no muyrománticas -dijo Bocker-. Me gustaría saber

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qué altura deberían alcanzar para que fueraimposible la inundación, para llevar al ánimode ellos la inutilidad de su empeño...

-Es difícil creer que algo, en tal escalacomo eso, pueda ser realmente imposible; sinembargo, creo que tiene usted razón -afirmóPhyllis.

Durante un buen rato continuaron observ-ando la mezcolanza de hombres y máquinas.

-Bueno -observó Bocker, al fin-, debe dehaber entre las sombras una cara, por lomenos, que ha de estarse riendo a carcajadasde todo esto.

-Es agradable pensar que sólo hay una -ob-servó Phyllis-. ¿La de quién?

-La del rey Canuto -respondió Bocker.En aquella época teníamos tantas noticias

de nuestra propia cosecha que los efectos, enNorteamérica, encontraron poco eco en losperiódicos, ya limitados por una escasez de pa-pel. No obstante, Newcasts informó que ellos

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estaban padeciendo su propia perturbación. Elclima de California ya no era el «problemanúmero uno». En adición a las dificultades conque se enfrentaban los puertos y las ciudadescosteras de todo el mundo hubo grandes per-turbaciones en la línea costera situada al sur delos Estados Unidos. Se produjeron casi a to-do lo largo del golfo de México, desde KeyWest hasta la frontera mexicana. En Florida,los propietarios de haciendas empezaron a pa-decer lo indecible cuando los terrenospantanosos y las tierras inundadas y encharca-das se extendieron por toda la península. EnTexas, una amplia extensión de terreno situadoal norte de Brownsville fue desapareciendogradualmente bajo las aguas. La empresa deTin Pan Alley consideró apropiado el mo-mento para hacer la súplica: «Río, aléjate demi puerta». Pero el río no hizo caso..., no,como tampoco lo hicieron otros ríos de lacosta atlántica, en Georgia y en las Carolinas.

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Pero es ocioso particularizar. La amenazaera la misma en todo el mundo. La principaldiferencia se hallaba en que, en los países másdesarrollados, toda la maquinaria útil para re-mover la tierra trabajaba noche y día, mientrasque en los menos desarrollados eran miles dehombres y mujeres sudorosos los que traba-jaban para levantar grandes diques y murallas.

No obstante, la tarea para ambos era de-masiado ardua. Cuanto más se alzaba el niveldel mar, más había que ampliar y extender lasdefensas para evitar la inundación. Cuando losríos retrocedían con la bajamar, el agua carecíade sitio adonde ir y se extendía por las tier-ras que los circundaban. Los problemas que sesuscitaban en prevención de las inundacionesproducidas por la retirada de las aguas erantambién difíciles de solucionar puesto que lasalcantarillas y conducciones no daban abasto.Antes de la primera y grave inundación quesiguió a la rotura de la muralla del Embank-

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ment cerca de Blackfriars, en octubre, elhombre de la calle había sospechado que labatalla no se ganaría, y ya había comenzadoel éxodo de los más juiciosos y de los quedisponían de medios para ello. Por otra parte,muchos de los que huían se encontraron entor-pecidos en su marcha por los refugiados pro-cedentes de las regiones orientales y de lasciudades costeras más vulnerables.

Poco tiempo antes de la rotura del diquedel Blackfriars, circuló una nota confidencialentre un grupo seleccionado de la E.B.C.,entre los que nos encontrábamos el personalcontratado como nosotros. Se había decidido,como medida eficaz para los intereses de lamoral pública, que fuéramos aleccionadossobre las medidas de emergencia que se hacíannecesarias, etcétera, etcétera... y continuaba deesa forma en dos páginas de papel ministro,con la mayoría de la información entre líneas.Hubiera sido más sencillo decir:

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«Escuchen: La cuestión está cada vez másseria. La B.B.C. ha ordenado permanecer ensus puestos; así, pues, por razones de prestigio,nosotros hemos de hacer lo mismo. Necesit-amos voluntarios para mantener una estaciónaquí, y si usted se conceptúa uno de ellos,nos consideraremos satisfechos con disponerde usted. Se llevarán a cabo arreglos útiles.Habrá una bonificación, y pueden ustedes con-fiar en que nosotros cuidaremos de que us-tedes sean recompensados si algo sucediera.¿Qué dicen?».

Phyllis y yo hablamos sobre el asunto. Sihubiéramos tenido familia, decidimos, la ne-cesidad nos hubiera obligado a hacer por ellalo mejor que pudiéramos..., si es que alguiensabía lo que podría ser lo mejor. Como nola teníamos, podíamos darnos satisfacción anosotros mismos. Phyllis decidió permaneceren el trabajo.

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-Aparte de la conciencia, de la lealtad yde todas esas cosas tan bonitas -dijo-, Diossabe lo que sucederá en otros lugares si la cosase pone mal. De todas formas, huyendo no seconsigue nada, a menos que tú tengas algunaidea buena de adonde hay que huir. Mi voto esque debemos quedarnos para ver lo que pasa.

Así, pues, enviamos nuestros nombres, yfue muy agradable enterarse de que FreddyWhittier y su esposa habían hecho lo mismo.

Después de eso, algún departamentalismomás inteligente hizo parecer como si nadafuera a suceder durante muchísimo tiempo.Pasaron algunas semanas antes que nos en-terásemos de que la E.B.C. había alquiladolos dos pisos altos de un amplio departamentocomercial, cerca de Marble Arch, y que es-taban trabajando a toda prisa para transform-arlo en una estación que pudiera defendersepor sí sola tanto tiempo como fuera posible.

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-Mi opinión es que hubiera sido mejor unsitio más alto como Hampstead o Highgate -dijo Phyllis cuando conseguimos el informe.

-En realidad, ninguno de los dos es Lon-dres -señalé-. Además, la E.B.C. lo haalquilado nominalmente para anunciar cadavez: «Aquí la E.B.C., hablando al mundodesde el Selvedge». Avisador benévolo dur-ante el intervalo de emergencia.

-Como si el agua pudiese retirarse un díacompletamente -dijo.

-Aunque ellos no lo crean así, no pierdennada por dejar que la E.B.C. lo crea -indiqué.

Por entonces nos habíamos convertido enseres de conciencia con nivel muy alto, y yoobservaba el lugar en el plano: los veintitrésmetros de línea que contorneaba, calle abajo,el lado occidental del edificio.

-¿Cómo puede tenerse un cálculo de eso? -deseó saber Phyllis, recorriendo con el dedo elplano.

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El edificio de la Radio parecía hallarse enmejor situación. Nosotros juzgamos que sehallaría a unos veintiséis metros sobre el niveldel mar.

-¡Hum! -dijo-. Bueno, si algo falla cuandoestemos en los pisos altos, también ellostendrán que echar a correr escalera arriba.Mira -añadió, señalando a la izquierda delplano-, ¡mira sus estudios de televisión! Estánpor debajo de los siete metros y medio de niv-el.

Durante las semanas que precedieron a larotura de los diques. Londres pareció estarviviendo una doble vida. Las organizacionesy las instituciones hacían sus preparativos conla menor ostentación posible. Los funcionarioshablaban en público con afectada contingenciasobre la necesidad de hacer planes «sólo encaso preciso», regresando luego a sus des-pachos para ponerse a trabajar febrilmente enlas disposiciones que habían de tomar. Los

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avisos continuaban dándose en tono tranquil-izador. Los hombres empleados en las tareaseran en su mayoría unos cínicos respecto a sutrabajo, estaban contentos con el sueldo querecibían y eran curiosamente descreídos.Parecían considerar el asunto como un ejerci-cio que realizaban agradablemente en benefi-cio propio; al parecer, la imaginación se neg-aba a admitir la amenaza que se relacionabacon aquellas horas de trabajo extraordinario.Aun después de la primera rotura, la alarmaquedó localizada solamente entre las personasque la sufrieron. La muralla se reparó apresur-adamente, y el éxodo no fue todavía más queun ligero gotear de personas. La verdadera in-quietud llegó con las mareas de la primaverasiguiente.

Esta vez se advirtió concienzudamente alas partes que, probablemente, serían las másafectadas. Sin embargo, la población lo tomóobstinada y flemáticamente. Habían tenido ya

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experiencia para aprenderlo. La principalrespuesta fue trasladar las cosas a los pisosmás altos y gruñir en voz alta sobre la inefic-acia de las autoridades, incapaces de proteger-los del mal que los envolvía. Se fijaron avisosindicando las horas de la marea alta con tresdías de antelación, pero las precauciones sug-eridas se hacían de forma tan solapada, paraevitar el pánico, que fueron poco atendidas.

El primer día pasó sin peligro. Durante latarde de la marea más alta, gran parte de Lon-dres permaneció en pie esperando que pasarala medianoche y la crisis, con un humor de mildiablos. Fueron retirados los autobuses de lascalles, y el metro suspendió su servicio a lasocho de la noche. Pero mucha gente permane-ció fuera de sus casas, y paseó hasta el río paraver lo que pudiera verse desde los puentes.Para ellos era un espectáculo.

La tranquila y aceitosa superficie trepólentamente hasta alcanzar los pilares de los

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puentes y chocó contra los muros de sustenta-ción. Las cenagosas aguas se dirigían corrientearriba sin apenas ruido, y los grupos estabantambién casi silenciosos, contemplándolas conaprensión. No había miedo a que alcanzaran loalto de la muralla; la altura calculada era deunos diez metros, lo cual dejaba un margen deseguridad de un metro con veinte centímetroshasta la parte más alta del nuevo parapeto. Loque producía más ansiedad e inquietud era lapresión de las aguas.

Desde el extremo norte del puente deWaterloo, en donde nosotros nos hallábamosestacionados esta vez, podía verse toda la partealta de la muralla, con el agua corriendo a granaltura a un lado de ella, y, al otro, el paseo deEmbankment, con las farolas luciendo todav-ía, pero sin que se vieran en él vehículos nipersonas. Más allá, hacia el oeste, las agujasdel reloj de la torre del Parlamento girabanalrededor de la iluminada esfera. El agua subía

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mientras la aguja mayor se movía con inso-portable lentitud hacia las once. La campanadel Big Ben dando la hora llegó claramente alos silenciosos grupos, arrastrando su sonidopor el viento.

El sonido de la campana hizo que losgrupos murmurasen entre sí; luego, volvierona quedar silenciosos de nuevo. La agujagrande empezó a descender: las once y diez,las once y cuarto, las once y veinte, las oncey veinticinco... Entonces, justamente antes demarcar las once y media, llegó el ruido de untumulto de algún lugar situado río arriba. Elviento nos trajo un grupo de voces descom-puestas. La gente que nos rodeaba alzó la narizy comenzó a murmurar otra vez. Un momentodespués vimos acercarse el agua. Se extendía alo largo del Embankment, en dirección a noso-tros, formando una corriente amplia y cena-gosa que arrastraba a su paso escombros y ár-boles, y que, tumultuosa, pasó por detrás de

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nosotros. De los grupos surgió un alarido. Derepente se oyó un crujido a nuestra espalda, yel alboroto producido por el derrumbamientode una construcción, mientras una sección dela muralla, justamente donde había estado an-clado últimamente el Discovery, se veníaabajo. El agua se coló por la brecha, arras-trando bloques de cemento, mientras que lamuralla se derrumbaba ante nuestros ojos y elagua caía en forma de enorme catarata cena-gosa sobre el paseo.

Antes que llegase la marea siguiente, elgobierno arrojó el guante de terciopelo.Después de anunciarse el estado de emergen-cia, se dio una orden de permanencia y la pro-clamación de un ordenado plan de evacuación.No necesito relatar aquí las dilaciones y lasconfusiones a que dio lugar el plan. Es difícilcreer que pudiese ser tomado en serio hastapor aquellos que lo lanzaron. Desde el prin-cipio pareció extenderse una atmósfera de in-

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credulidad sobre todo el asunto. Era imposibletoda labor. Algo hubiera podido hacerse, talvez, si se hubiese tratado solamente de unaciudad; pero con más de las dos terceras partesde la población del país ansiosa por marchar aun territorio más elevado, sólo habrían tenidoalgún éxito en rebajar la tensión los métodosmás duros, y no por mucho tiempo.

Sin embargo, aunque aquí se estaba mal,peor se estaba en otras partes. El holandés sehabía retirado a tiempo de las áreas peligrosas,dándose cuenta de que había perdido las durasbatallas que contra el mar había llevado a cabodurante siglos. El Mosa y el Rin se habíandesbordado sobre muchos kilómetros cuadra-dos de territorio. Toda una población emigra-ba hacia el sur, a Bélgica, o hacia el sudeste,a Alemania. La propia llanura norte alemanano se hallaba en mejor situación. El Ems y elWeser también habían crecido, haciendo quela gente abandonara sus ciudades y sus gran-

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jas, en incesante y creciente horda, hacia elsur. En Dinamarca se utilizó toda clase de em-barcación para trasladar las familias a Suecia ya los territorios más elevados del país.

Durante breve espacio de tiempo nos lacompusimos para seguir de un modo generallos acontecimientos; pero cuando los habit-antes de las Ardenas y de Wesfalia empezarona desconfiar de salvarse en su lucha contralos desesperados y hambrientos invasores delnorte, las noticias más graves desaparecieronen un cene-gal de rumores y caos. Al parecer,lo mismo estaba ocurriendo en todo el mundo,aunque a escala diferente. En nuestro país, lainundación de los condados orientales hizoque sus habitantes se retirasen a las Midlands.Las pérdidas de vidas fueron escasas, porqueallí se habían prodigado las advertencias. Laverdadera catástrofe empezó en los ChilternHills, donde los que ya estaban en posesiónde ellos se organizaron para evitar ser atropel-

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lados y arrastrados por las dos corrientes derefugiados procedentes del este y de Londres.

En las partes no invadidas del centro deLondres hubo durante varios días una especiede indecisión dominguera. Muchas personas,ignorando cómo debían actuar, se empeñabanen acercarse a los lugares inundados comoantes. La Policía continuaba patrullando.Aunque el metro estaba inundado, muchagente continuaba tomándolo para ir a su tra-bajo, porque algunos trabajos continuaban, bi-en por costumbre o de momento. Luego el des-barajuste se introdujo procedente de los sub-urbios. El fallo, una tarde, del suministro deemergencia eléctrica, seguido de una noche deoscuridad, dio el coup de grâce al orden. Co-menzó el saqueo de las tiendas, especialmentelas de comestibles, extendiéndose en una es-cala que desbordó a la Policía y a los militares.

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Decidimos que ya era hora de dejarnuestro piso y de trasladar nuestra residencia ala fortaleza de la E.B.C.

Por lo que nos decían por onda corta, pocadiferencia existía en el curso de los aconteci-mientos en las ciudades bajas de cualquierpaís..., excepto que, en algunas, la ley feneciómás rápidamente. No está en mi propósitodetenerme en los detalles. No me cabe dudaalguna de que, más adelante, serán relatadosminuciosamente en innumerables relatos ofi-ciales.

Durante aquellos días, la misión de laE.B.C. consistió, principalmente, en repetir lasinstrucciones del gobierno leídas por laB.B.C., instrucciones encaminadas a restaurarel orden de alguna forma: un modo monótonode recomendar, a aquellos cuyas casas no es-taban amenazadas de momento, que permane-cieran en ellas, y de dirigir la oleada de gentea ciertas áreas más elevadas y retirarla de otras

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que, según se decía, estaban superpobladas.Podíamos ser oídos, pero no teníamos ningunaprueba de que éramos atendidos. En el norteproduciríamos algún efecto; pero en el sur,la enormemente desproporcionada concentra-ción de Londres y el flujo de tantos ferrocar-riles y carreteras echaban por tierra todo in-tento de dispersión ordenada. El número depersonas en movimiento producía alarma entrelos que hubieran podido esperar. La sensaciónde que, a menos que se alcanzase un refugioa vanguardia del grupo principal, no habríaen absoluto un lugar adonde ir, le ganaba auno..., como también la sensación de que cu-alquiera que hiciese eso en coche se hallabaen posesión de innegable ventaja. De repente,se consideró más seguro ir a cualquier parte...,aunque no completamente seguro. Era muchomejor salir lo menos posible.

La existencia de numerosos hoteles y unatranquilizadora elevación de veintidós metros

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sobre el nivel normal del mar fueron indud-ablemente factores que influyeron sobre elParlamento para que eligiera la ciudad de Har-rogate, en Yorkshire, como sede suya. La pre-cipitación con que se reunió allí fue debido,muy verosímilmente, a la misma fuerza queimpulsaba a muchas personas particulares: elmiedo de que alguien se les adelantara. Parauna persona ajena al Parlamento aquello dabala impresión de que dentro de breves horasquedaría inundado Westminster, tantas fueronlas prisas con que la vieja institución setrasladó a su nuevo hogar.

En cuanto a nosotros mismos, empezamosa caer en la rutina. Nuestros cuarteles vivientesse hallaban en los pisos altos. Las oficinas, losestudios, el equipo técnico, los generadores,los almacenes, etcétera, etcétera, en los pisosbajos. Una enorme reserva de aceite, gasolinay petróleo se hallaba almacenada en grandestanques colocados en los sótanos, de donde

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se extraía a fuerza de bomba cuando era ne-cesario. Nuestros sistemas aéreos estaban in-stalados en los tejados dos manzanas más allá,tendidos por puentes que colgaban altos sobrelas calles medio inundadas. Nuestro tejadohabía sido desprovisto de toda clase de ob-stáculos, con el fin de que pudiera posarseen él un helicóptero, y al mismo tiempo, quepudiese actuar como desagüe de agua de la llu-via. Mientras desarrollábamos gradualmenteuna técnica para vivir allí, nos dimos cuenta deque se trataba aquél de un lugar seguro.

Aun así, mi recuerdo es que, durante losprimeros días, casi todas las horas libres lasdedicaba todo el mundo en trasladar el conten-ido del departamento de provisión a nuestrospropios cuarteles antes que pudiera desapare-cer de alguna forma.

Eso parece que fue un falso conceptobásico del papel que debíamos representar.Como yo la entendí, la idea era que nosotros

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estábamos allí para dar, en lo que fuera pos-ible, la impresión de que el negocio con-tinuaba como de costumbre, y luego, cuandola cosa se hiciese más difícil, el centro de laE.B.C. seguiría a la administración a York-shire por etapas graduales. Esto parecía habersido fundado sobre la base de que Londresestaba construido sobre celdas, de forma quecuando el agua inundase dichas celdas, habríade ser abandonado, mientras que el resto semantendría como de costumbre. En lo que anosotros concernía, las orquestas, los locutoresy los artistas actuarían como siempre hasta queel agua lamiese los peldaños de nuestra pu-erta... si es que llegaba a ello..., trasladándosedespués a la estación de radio de Yorkshire.El único requisito que nadie había cumplido,en lo que se refería a los programas, fue eltraslado de nuestra discoteca antes que sehiciese necesario salvarla. Se esperaba unamerma más que un derrumbamiento. Cosa

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curiosa: un número bastante grande de radiod-ifusores se las compuso de alguna manera paraactuar ante los micrófonos durante unos cuan-tos días. Sin embargo, después de eso volvi-mos casi por completo a nosotros mismos y alos discos. Y, ahora, empezábamos a vivir enun estado de sitio.

No tengo el propósito de relatar con tododetalle el año que siguió. Fue un inacabableperíodo de decadencia, de pobreza. Un largoy frío invierno, durante el cual el agua inundólas calles con más rapidez de lo que habíamosesperado. A veces, cuando grupos armados re-corrían las calles, a cualquier hora del día o dela noche, en busca de tiendas de comestiblesaún no saqueadas, podían

oírse ráfagas de disparos al enfrentarse dosbandas. Por nuestra parte, padecíamos poco;era como si, después de algunos intentos porinvadirnos, estuviéramos convencidos de quenos hallábamos preparados para defendernos,

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y con tantos otros pisos invadibles con poco oningún riesgo, podíamos estar seguros de quenos dejarían para lo último.

Cuando llegó la época del calor, se veíanpocas personas. La mayoría de ellas, antes deenfrentarse con otro invierno en una ciudadahora bastante escasa de alimentos y que em-pezaba a sufrir epidemias por falta de aguapotable y de desagües, se marchaba al interiordel país, y los disparos que oíamos se hacíancada vez más raros.

También se había reducido nuestronúmero. De los sesenta y cinco que éramosal principio, quedábamos ahora veinticinco. Elresto se había marchado en helicóptero endiferentes etapas, cuando el foco principal seinstaló en Yorkshire. De la categoría decentro, habíamos descendido al de puestoavanzado o avanzadilla sostenido por presti-gio.

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Phyllis y yo discutíamos si nos convendríamarcharnos también; pero por la descripciónque nos hicieron el piloto del helicóptero ysu tripulación de las condiciones en que sehallaba el cuartel general de la E.B.C. com-prendimos que estaba muy congestionado y senos presentaba poco atractivo. Así, pues, de-cidimos permanecer aquí un poco más, con-tra viento y marea. En donde estábamos, nosencontrábamos bastante cómodos. Además,cuantos más abandonaban Londres, más espa-cio y alimentos nos quedaban.

En la última primavera se publicó un de-creto que nos concernía a nosotros: todas lasestaciones de radio quedaban controladas dir-ectamente por el gobierno. La totalidad de laCasa de la Radio se trasladó en avión cuandosus premisas fueron vulnerables, mientras quelas nuestras estaban todavía en estado dispon-ible; por lo que los pocos hombres de la

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B.B.C. que se quedaron vinieron a engrosarnuestro grupo.

Las noticias nos llegaban principalmentepor dos conductos: de la cadena privada conla E.B.C., que corrientemente era moderada-mente honrada, aunque discreta, y de las ra-diofusoras que, no importa de dónde procedi-eran, eran hinchadas con optimismo patente-mente deshonesto. Estábamos empezando acansarnos y a desanimarnos respecto a ellas,como les ocurriría a los demás, me imagino;pero, no obstante, proseguían. Al parecer, todoel país estaba unido y se alzaba sobre el de-sastre con una resolución que hacía honor a lastradiciones de su pueblo.

A la mitad del verano, bastante frío porcierto, la ciudad se había apaciguado mucho.Los grupos de saqueadores habían desapare-cido; sólo permanecían los obstinados. Eran,indudablemente, muy numerosos; pero enveinte mil calles aparecían muy dispersos. To-

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davía no estaban desesperados. Era posible an-dar otra vez por las calles con relativa segur-idad, aunque con la precaución de llevar unapistola.

El agua continuó subiendo cada vez másdurante el período que todos los cálculoshabían supuesto. Las mareas más altas alcan-zaban ahora un nivel de quince metros. Lalínea fronteriza de la marea se hallaba al nortede Hammersmith, incluyendo la mayor partede Kensington. Se extendía por el lado sur deHyde Park, continuaba por el sur de Picca-dilly, atravesaba Tra-falgar Square, seguía elStrand y Fleet Street, y por último corría haciael nordeste, subiendo por el lado occidental delLea Valley. De la ciudad solamente quedabanlibres las tierra altas que rodeaban St. Paul. Enel sur se había extendido por Bar-ness, Batter-sea, Southwark, la mayor parte de Deptford yla parte más baja de Greenwich.

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Un día fuimos andando, dando un paseo,hacia Trafalgar Square. La marea ocupaba laplaza, y el agua casi alcanzaba la parte alta dela pared norte, debajo de la National Gallery.Llegamos hasta la balaustrada y contemplam-os el agua que lamía los leones de Landseer,preguntándonos qué pensaría Nelson de lavista que su estatua distinguía ahora.

Casi a nuestros pies, la linde del agua es-taba marcada con espumas y con una fascin-ante y variada colección de objetos arrastradospor la corriente. Más allá, las fuentes, las faro-las, las luces del tráfico y las estatuas se re-flejaban por todas partes. Al otro extremo dela plaza, y mirando hacia Whitehall tan lejoscomo podíamos, la superficie del agua estabatan tranquila como la de un canal. Unos cuan-tos árboles permanecían aún en pie, y, en ellos,piaban los gorriones. Los estorninos aún nohabían desertado de la iglesia de San Martín;pero las palomas se habían marchado todas,

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y en muchas de sus habituales perchas seposaban ahora, en su lugar, las gaviotas. Dur-ante algunos minutos contemplamos la escenay escuchamos cómo se deslizaba el agua enmedio del silencio. Luego, pregunté:

-¿No dijo alguien en cierta ocasión que elfin del mundo

tendría lugar de esta forma, con un sollozoy no con un estallido?

Phyllis pareció extrañada.-¿Alguien? -repitió-. ¡Fue míster Eliot!-Bueno; pues parece como si en aquella

ocasión hubiera tenido una excelente idea -dije.

Phyllis observó a continuación:-Creía que, en este momento, estaba at-

ravesando una fase. Durante mucho tiempoconservé la intuición de que algo se podríahacer para salvar el mundo en que vivimos...si podíamos descubrir qué. Pero considero quepronto seré capaz de sentir: «Bueno, todo ha

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terminado. ¿Cómo podremos hacer algo mejorde lo que ha cesado?»... De todas formas, nopodría decir que, viniendo a lugares comoéste, me considero dichosa.

-No hay ningún lugar como éste. Éste es...,era..., el único: el único de los únicos. Y estoes lo malo: que está un poco más que muerto,pero no listo aún para un museo. Pronto, talvez, seremos capaces de sentir: «¡Oh! Todanuestra pompa de ayer es como la de Nívine yTiro»... Pronto, sí; pero no todavía.

Hubo una pausa, que se prolongó.-Mike -dijo Phyllis de pronto-, Vámonos

de aquí... ya.Asentí.-Quizá sea lo mejor. Aún tendremos que

ser un poco más fuertes, querida. Estoyasustado.

Me cogió del brazo y nos dirigimos haciael oeste. A medio camino de la esquina dela plaza nos paramos. Acabábamos de oír el

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ruido de un motor. Cosa inverosímil: parecíaprovenir del sur. Esperamos, mientras se acer-caba. En aquel momento, procedente del Ad-miralty Arch, llegaba una motora a toda velo-cidad. Giró en un arco muy cerrado y se lanzóWhitehall abajo, dejando que las ondulacionesde su estela barriesen las ventanas de las au-gustas oficinas gubernamentales.

-Precioso -dije-. No habrá muchos denosotros que, en nuestros momentos de vigilia,no haya pensado en algo semejante.

Phyllis contemplaba las anchas ondula-ciones y, bruscamente, volvió a mostrarsepráctica.

-Creo que será mejor ver si podemos pro-curarnos una de esas motoras -dijo-. Tal veznos sea útil más adelante.

La marea continuaba subiendo. Al finaliz-ar el verano, el nivel había experimentado unaumento de dos o tres metros. El tiempo eramalísimo y más frío aún de lo que fuera en la

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misma época del año anterior. Muchos de losnuestros habían solicitado el traslado, y a mit-ad de septiembre nos habíamos quedado redu-cidos a dieciséis.

Hasta Freddy Whittier anunció que estabaenfermo y agotado de malgastar el tiempocomo un marinero naufragado, e iba a ver sipodía encontrar algún trabajo útil que hacer.Cuando el helicóptero se llevó a su esposay a él, volvimos a reconsiderar una vez másnuestra propia situación.

Nuestra labor de componer materialsiempre palpitante sobre el tema de que noso-tros hablábamos..., el corazón de un imperioensangrentado, pero aún no subyugado..., sesuponía, y nosotros lo sabíamos, que tenía unvalor estabilizador aun entonces; pero noso-tros dudábamos de ello. Muchas personas sil-baban el mismo tema en la oscuridad. Algunasnoches antes que se marcharan los Whittier,celebramos una última reunión en la que al-

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guien, en las primeras horas de la madrugada,consiguió conectar con una emisora de NuevaYork. Un hombre y una mujer, desde el Em-pire State Building, estaban describiendo laescena. El cuadro que ellos evocaban de lastorres de Manhattan, en pie, como heladoscentinelas a la luz de la luna, mientras las bril-lantes aguas lamían sus paredes por su base,era magistral-mente hermoso, casi líricamentehermoso... No obstante, fallaba en supropósito. En nuestras mentes podíamos veresas torres brillantes..., pero no erancentinelas, sino lápidas sepulcrales. Nosprodujo la sensación de que nosotros es-tábamos aún menos capacitados para disim-ular nuestras propias lápidas sepulcrales; queera hora de salir de nuestro refugio y de encon-trar trabajo más útil. Nuestras últimas palabrasa Freddy fueron que nosotros, seguramente, leseguiríamos antes que pasara mucho tiempo.

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Sin embargo, aún no habíamos alcanzadoel punto culminante de nuestra decisión defin-itiva, cuando, un par de semanas más tarde,Freddy nos habló por la radio. Tras los saludosde rigor, nos dijo:

-Esto no es una mera cortesía. Es un con-sejo desinteresado a los que contemplan cómosalta el aceite en la sartén..., ¿comprendes?

-¡Oh! -exclamé-. ¿Qué sucede?-Te lo diré: tengo motivos suficientes para

mi regreso a tu lado inmediatamente, si notuviese mis razones para rechazar tan espan-toso convencimiento. Quiero decir con estoque debéis quedaros en donde estáis... los dos.

-Pero... -empecé a decir.-Espera un momento -me interrumpió.De nuevo llegó su voz a mis oídos.-Perfectamente. Creo que no hay vuelta de

hoja. Escucha, Mike: aquí hay exceso de po-blación; estamos hambrientos y hay una mez-colanza de mil demonios. Han desaparecido

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los alimentos de toda clase, así como la moral.Vivimos, virtualmente, en estado de sitio, y siesto no se convierte, dentro de unas seman-as, en guerra civil, será por milagro. La pobla-ción exterior está mucho peor de lo que noso-tros estábamos en Londres; pero, al parecer,nada los convence de que no estamos viviendoen la parte más rica de la Tierra. Por lo quemás quieras, comprende lo que quiero decirtey quédate en donde estás, si no por tu salva-ción, por la de Phyllis.

Pensé de prisa.-Si ahí estás tan mal, Freddy, y no haces

nada provechoso, ¿por qué no regresas aquíen el primer helicóptero? Métete de polizón abordo, o acaso podamos ofrecer al piloto algoque le agrade.

-Efectivamente. Aquí no hacemos nadaútil. No sé por qué dejaron que viniésemos.Activaré este asunto. Estate pendiente del

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próximo vuelo. Acaso lleguemos en él. Mien-tras tanto, os deseamos mucha suerte a ambos.

-Suerte a ti, Freddy, y nuestro cariño aLynn..., y nuestros respetos a Bocker, si estáahí y nadie le ha matado aún.

-Bueno, considerando que es Bocker,podía hallarse mucho peor... Adiós. Procurare-mos verte pronto.

Fuimos discretos. No dijimos nada másque habíamos oído decir que la ciudad deYorkshire estaba ya hasta los topes y que, portanto, nos quedábamos. Un matrimonio, quehabía decidido abandonar Londres en elprimer vuelo, cambió de idea también. Esper-ábamos que el helicóptero nos devolviera aFreddy. Un día después de lo debido es-tábamos esperando aún. Conectamos con laradio. No se tenían noticias, excepto que elhelicóptero había abandonado el aeródromo.Pregunté por Freddy y Lynn. Nadie parecíasaber en dónde estaban.

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Nunca más se tuvo noticias de aquelhelicóptero. Nos dijeron que no tenían otropara enviarnos.

El frío estío se convirtió en un otoño másfrío aún. Hasta nosotros llegó el rumor de quelos tanques marinos habían hecho de nuevo suaparición por primera vez desde que el aguahabía empezado a aumentar de nivel. Por serlas únicas personas ahora que habíamos tenidocontacto personal con ellos, asumimos la con-dición de expertos..., aunque el único consejoque podíamos dar era el de llevar siempre uncuchillo afilado y en posición tal que pudieseasestar un rápido tajo con cualquiera de lasmanos. Pero los tanques marinos quizá encon-traran escasa caza en las casi desiertas callesde Londres, porque no volvimos a oír nadamás de ellos. Sin embargo, por la radio nosenteramos que no era lo mismo en algunaspartes. Pronto hubo informes sobre su reapar-ición en muchos lugares donde no solamente

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las nuevas líneas costeras, sino el colapso dela organización, hizo difícil destruirlos en unnúmero alentador.

Mientras tanto, la cuestión empeoraba.Noche tras noche las emisoras combinadas dela E.B.C. y de la B.B.C. abandonaron todapretensión de infundir tranquila confianza.Cuando vimos el mensaje que nos trasmitieronpor radio simultáneamente con todas las de-más emisoras, nos dimos cuenta de la razónque tenía Freddy. Se trataba de una llamada atodos los ciudadanos leales para que ayudaranal gobierno legítimamente elegido contra cu-alquier intento que pudiera hacerse para der-ribarlo por la fuerza, y, en la forma en que es-taba dicho, no cabía duda alguna de que yase estaba llevando a cabo alguna intentona.El mensaje era una mezcla de exhortación,amenazas y súplicas, que terminaba justa-mente con la falsa nota de confianza..., lamisma nota que sonó en España y luego en

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Francia cuando hubo de dar las noticias,aunque tanto los locutores como los oyentessabían que el final estaba cercano. El mejorlocutor del servicio de información no podíadarle un tono de convicción.

La cadena de emisoras no quería, o nopodía, aclararnos la situación. Decían que elfuego continuaba. Algunos grupos armadosintentaban penetrar a la fuerza en el recintode la Administración. Los militares tenían lasituación en sus manos y terminarían rápida-mente con la algarada. Las locuciones radiadastenían como única finalidad echar por tierralos rumores y restablecer la confianza en elgobierno. Nosotros decíamos que ni lo queellos nos contaban ni el propio mensaje nosinspiraba ninguna confianza, y que nos gust-aría saber qué estaba sucediendo en realidad.Todo lo que llegaba a nuestros oídos era ofi-cial, breve y frío.

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Veinticuatro horas después, en medio deotra radiación dictada para infundirnos confi-anza, la emisora interrumpió su emisión, re-pentinamente. Nunca más volvió a funcionar.

Hasta que uno se acostumbra a ello, lasituación de ser capaces de oír de todas partesdel mundo, aunque ninguna diga lo que estásucediendo en el propio país de uno, resultaextraña. Recogimos informes sobre nuestro si-lencio de América, Canadá, Australia yKenya. Radiábamos con toda la potencia denuestra emisora lo poco que sabíamos, ypodíamos oírlo después repetido por emisorasextranjeras. Pero nosotros mismos estábamoslejos de comprender lo que sucedía. Aunquelos cuarteles generales de ambas cadenas, enYorkshire, hubieran sido invadidos, comoparecía, quedaban aún muchas emisoras en elaire independientemente, por lo menos en Es-cocia y en el norte de Irlanda, a pesar de queno estuvieran mejor informadas que nosotros.

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Sin embargo, desde hacía una semana no setenía noticia de ellas. El resto del mundoparecía estar demasiado ocupado en enmas-carar sus propias catástrofes para preocuparsede nosotros..., aunque una vez oímos una vozque hablaba con diapasón histérico sobrel'ecroulement de l'Anglaterre. La palabraécroulement no me era muy familiar, peroposeía un sonido terriblemente mortal.

El invierno se echó encima. Ahora se veíapoca gente por las calles, en comparación elaño anterior. Eso se notaba. Frecuentementeera posible andar un par de kilómetros sin vera nadie. Presumiblemente, todos ellos poseíandepósitos procedentes de los almacenes decomestibles saqueados que servían paramantenerlos, a ellos y a sus familiares, y, evid-entemente, no era motivo de censura. Senotaba también cómo muchas de esas personashacían alarde de poseer armas como cosa ló-gica. Nosotros mismos adoptamos la cos-

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tumbre de llevar las... pistolas, no fusiles...,colgadas del hombro, más que con la esper-anza de utilizarlas, con el fin de evitar laocasión de ser atacados. Existía una especie deestado cauto de prevención que se hallaba aúnbastante lejos de la hospitalidad instintiva. Elpeligro hace que los hombres estén atentos alos chismes y a los rumores, y, algunas vec-es, a las malas noticias de interés local. Poreso nos enteramos de que, alrededor de Lon-dres, existía actualmente un cordón completa-mente hostil; de cómo los distritos exterioresse habían constituido, en cierto modo, en es-tados miniaturas independientes y prohibían laentrada, tras echarlos, a muchos de los quehabían buscado refugio allí; de cómo los queintentaban cruzar la frontera de una de esascomunidades eran recibidos a tiros sin que me-diara cuestión alguna.

En el nuevo año, se hizo más intenso elsentido de las cosas que nos presionaban. La

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marca de la marea alta se hallaba ahora a unnivel de veintidós metros y medio. El tiempoera abominable y espantosamente frío. Apenastranscurría una noche sin que soplara un vent-arrón del sudoeste. Se hizo más raro aún ver aalguien en las calles, aunque cuando el vientocesaba durante un rato, podía verse desde eltejado un sorprendente número de chimeneasexpeliendo humo. La mayoría era humo pro-cedente de madera y de muebles quemados, sesuponía; porque el carbón que se hallaba en losalmacenes y en las estaciones del ferrocarrilhabía desaparecido por completo el inviernoanterior.

Desde un punto de vista puramentepráctico, dudaba que hubiera en todo el paísalguien más favorecido ni tan seguro comonuestro grupo. Los alimentos, adquiridos alprincipio, junto con los conseguidos después,constituían un depósito que bastaría para ali-mentar durante varios años a las dieciséis per-

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sonas que quedábamos. También poseíamosuna inmensa reserva de petróleo y gasolina.Materialmente, estábamos mejor que un añoantes cuando éramos más. Pero sabíamos,como muchos lo habían sabido antes quenosotros, que el factor comida no bastaba paracubrir nuestras necesidades. La sensación dedesolación empezaba a pesar sobre nosotros yse hizo más intensa cuando, a finales de feb-rero, el agua empezó a lamer los peldaños denuestra puerta por primera vez y el edificio sellenó de los ruidos que producía el agua al caeren cascadas en nuestros sótanos.

Algunos de nuestro grupo empezaron amostrarse más inquietos.

-Seguramente, no puede subir mucho más.Treinta metros es el límite, ¿verdad? -decían.

Tranquilizarse falsamente no tenía ningúnobjeto y, además, era contraproducente. Nopodíamos decir nada más que repetir lo queBocker había dicho: que era una aventura.

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Nadie sabía, dentro de un ancho límite, cuántohielo había en el Antártico. Tampoco nadieestaba completamente seguro de cuántas su-perficies del norte que parecían tierra firme,tundra, eran en realidad simplemente un de-pósito sobre una base antigua de hielo. Noso-tros ignorábamos por completo todo eso. Elúnico consuelo era que Bocker parecía creerahora, por alguna razón, que el nivel de aguano subiría por encima de los treinta y sietemetros y medio..., lo cual dejaría intactonuestro refugio aéreo. Sin embargo, se requer-ía un gran dominio sobre sí para encontrartranquilizador ese pensamiento cuando setumbaba uno en la cama por las noches, mien-tras escuchaba el eco del chapoteo de las olasque el viento traía a lo largo de Oxford Street.

Una luminosa mañana de mayo, unasoleada, aunque no calurosa mañana, eché demenos a Phyllis. Las pesquisas en busca deella me condujeron eventualmente a la azotea.

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La encontré en el rincón sudoeste, mirandofijamente hacia los árboles que punteaban ellago de lo que había sido Hyde Park, y llor-ando. Me apoyé en el parapeto, al lado de ella,y la abracé con un brazo. Phyllis dejó de llorar.Se limpió los ojos y se sonó la nariz. Luego,dijo:

-Después de todo, no he sido capaz demantenerme fuerte. No creo que pueda sopor-tar esto por mucho tiempo, Mike. Sácame deaquí. Por lo que más quieras, sácame de aquí.

-¿Y adonde vamos..., suponiendo quepudiéramos ir a alguna parte? -pregunté.

-Al cottage, Mike. En el campo, la cosa noserá tan espantosa. Habrá algo cultivado..., nocomo aquí, que todo está muerto. Aquí no hayya esperanza..., y puesto que no hay esperanza,debemos saltar el muro.

Medité unos instantes sobre lo queacababa de decirme.

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-Aun suponiendo que consiguiéramos sa-lir, tendríamos que vivir -dije-. Necesitaríamosalimentos, combustibles, cosas...

-Hay... -empezó a decir, pero cambió deidea tras la ligera vacilación-. Podríamos en-contrar lo suficiente para mantenernos duranteuna temporada, hasta que pudiéramos cultivaralgo. Y habrá pescado, y restos de embarca-ciones naufragadas que nos servirán de com-bustible. Encontraremos algo, de algunaforma. Será duro..., pero yo no puedo per-manecer en este cementerio por más tiempo.Mike... no puedo...

Hizo una pausa.-¡Míralo, Mike! ¡Míralo! Nunca hicimos

nada para merecer esto. Muchos de nosotros,la mayoría, no seríamos muy buenos; pero, se-guramente, tampoco lo suficientemente malospara merecer esto. ¡Y no tener ni una opor-tunidad! Si siquiera fuera algo contra lo quepudiéramos luchar... ¡Pero estar anegados,

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muertos de hambre y forzados a destruirnoslos unos a los otros para poder subsistir... y porcosas que nadie ha visto nunca, que viven enun lugar donde no podemos alcanzarlas!...

Hizo otra pausa.-Algunos de nosotros saldrán de este

atolladero, seguramente... los más fuertes.Pero, entonces, ¿qué harán las cosas que estánabajo? Algunas veces sueño con ellas, per-maneciendo en esos profundos y oscurosvalles; otras, me producen la impresión de sermonstruosos calamares o gigantescoszánganos; otras, como si fueran enormesnubes de células luminosas colgando de lasgrietas de las rocas... Supongo que nunca sab-remos cómo son en realidad; pero, sean comosean, permanecen aquí todo el tiempo,pensando y proyectando lo que han de hacerpara acabar con nosotros radicalmente, a fin deque todo pase a su poder... Algunas veces, apesar de Bocker, creo que las cosas se hallan

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quizá en el interior de los tanques marinos,y que si pudiéramos capturar solamente unopara examinarlo, sabríamos cómo luchar, alfin, contra ellos. Varias veces he soñado quehabíamos encontrado uno y nos las habíamosarreglado para descubrir el trabajo que hacía,pero nadie nos había creído, excepto, exceptoBocker. Sin embargo, lo que le habíamos di-cho le había dado una idea para construir unarma maravillosa que terminaba por destruir-los... Sé que todo esto suena a estúpido, peroes maravilloso en sueños, y, al despertar, si-ente uno como si hubiéramos salvado a todoel mundo de una pesadilla... Pero luego oigoel ruido del agua azotando las paredes, en lacalle, y me doy cuenta de que nada ha ter-minado, que todo sigue, sigue, sigue... Nopuedo permanecer aquí por más tiempo, Mike.Enloqueceré si tengo que estarme sentada aquísin hacer nada mientras una gran ciudad muerecentímetro a centímetro a mi alrededor. Sería

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diferente en Cornwall, en cualquier parte delcampo. Para continuar como ahora, tendríaque estar trabajando noche y día. Consideroque es preferible morir intentando huir quehaciendo frente a otro invierno como el pas-ado.

No comprendía que fuese tan malo comoella decía. Pero no era momento de discutir.

-Muy bien, querida -dije-. Nos iremos.Cuanto oíamos nos precavía contra todo

intento de huir por medios normales. Nos con-taron de zonas donde todo había sido arras-trado para habilitar campos de visualidad es-paciosos, con trampas, señales de alarma yguardianes. Todo cuanto existía más allá deesos campos se suponía que estaba basadosobre un frío cálculo del número que cada dis-trito autónomo podía soportar. Los oriundosde esos distritos se habían agrupado para echara los refugiados y a los inútiles a un terrenomás bajo, donde tenían que valerse por sí mis-

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mos. En cada una de las áreas existía la acus-ada sensación de que otra boca que alimentarincrementaría la escasez para los demás. Cu-alquier forastero que conseguía introducirse,podía tener la seguridad de que su presencia nosería ignorada por mucho tiempo, y, cuandole descubrieran, le tratarían sin consideración:la supervivencia lo exigía. Así, pues, todo esonos produjo la sensación de que deberíamosintentar nuestra huida por otros caminos, comolo exigía nuestra propia supervivencia.

Intentarlo por el agua, a lo largo de pasosque constantemente se alargaban y alcanzabangrandes distancias, parecía lo mejor; pero sino hubiera sido por la suerte de encontrar unapequeña, aunque potente motora, la Midge, nosé qué hubiera sido de nosotros. Llegó anuestro poder a causa del accidente sufrido porsu dueño, al que tirotearon cuando intentabaescapar de Londres. La encontró Ted Jarvey ynos la trajo, puesto que sabía los vanos inten-

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tos que llevábamos haciendo durante semanaspara conseguir una embarcación.

La desagradable sensación de que algunode los nuestros deseara marcharse también ypresionara para venir con nosotros resultócompletamente infundada. Sin excepción, nosconsideraban unos locos. La mayoría de ellosse las compuso para llevar aparte a cualquierade nosotros, cuando surgía la ocasión, para in-dicarnos que era descabellado e improcedenteabandonar un cuartel general cómodo y cali-ente para realizar un viaje, con toda seguridadfrío y, probablemente, lleno de peligros, haciaun lugar cuyas condiciones serían segura-mente peores y posiblemente intolerables. Nosayudaron a llenar la motora Midge de provi-siones y combustible hasta que su línea deflotación sobresalía apenas unos centímetrosdel agua; pero ninguno de ellos hubiera sidosobornado para venir con nosotros.

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Nuestro progreso río abajo fue cauto ylento, porque no teníamos la intención dehacer el viaje más peligroso de lo necesario.Nuestro principal problema, que nos asaltabacontinuamente, era dónde parar para pasar lanoche. Teníamos plena conciencia de nuestraprobable destrucción como transgresores de laley, y también del hecho de que la Migde,con su contenido, constituía un botín tentador.Nuestro usual anclaje lo efectuábamos en lascalles más ocultas de alguna ciudad inundada.Algunas veces, cuando el viento soplaba hur-acanado, permanecíamos en tales lugares dur-ante varios días. El agua potable, quehabíamos considerado nuestro principal prob-lema, no resultó difícil obtenerla. Casi siemprepodían encontrarse residuos de agua en lostanques de las azoteas de alguna casa sumer-gida parcialmente. Así, pues, un viaje quesiempre hacíamos por carretera en pocas hor-as, tardamos más de un mes en realizarlo.

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Cuando llegamos al mar libre, contem-plamos los blancos acantilados, tan normalesque era difícil creer en la inundación..., hastaque contemplábamos más de cerca las hon-donadas donde debían de haber estado lasciudades. Un poco después comprendimos queíbamos por buen camino, porque empezamosa ver nuestros primeros icebergs.

Nos acercamos con precaución al final denuestro viaje. De lo que habíamos sido ca-paces de observar de la costa, mientras la re-corríamos, dedujimos que las tierras altas es-taban frecuentemente ocupadas por campa-mentos de chozas. Donde la tierra era es-carpada, existían ciudades y pueblos en losque las casas más altas estaban ocupadas aún,a pesar de que sus bases estuvieran sumergi-das. No teníamos idea ninguna en qué condi-ciones encontraríamos Penllyn, en general, yRose Cottage, en particular.

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Desde el río principal giramos hacia elnorte. Con el agua ahora a un nivel de treintametros, la multiplicación de los caminos acu-osos nos confundía. Perdimos nuestra ruta me-dia docena de veces antes de dar la vuelta aun recodo de un paraje completamente nuevoy encontrarnos a la vista de una ladera que nosera familiar y que conducía hacia nuestro cot-tage.

En él había estado la gente, mucha gente;pero aunque el desorden era considerable, losdaños no eran grandes. Era evidente quehabían ido en busca de cosas comestibles prin-cipalmente. De las estanterías de la despensahabían desaparecido hasta el último bote desalsa y el último paquete de pimienta. Tam-bién habían desaparecido el aceite, las velas yla pequeña reserva de carbón.

Phyllis echó una rápida mirada a losdespojos y desapareció por una escalera queconducía a la bodega. Reapareció inmediata-

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mente y echó a correr hacia el cenador quehabía construido en el jardín. Por la ventanavi cómo examinaba el suelo con todo cuidado.Después, regresó a la casa.

-Gracias a Dios, todo está bien -dijo.No parecía momento oportuno para dar

gran importancia a los cenadores.-¿Qué es lo que está bien? -inquirí.-Las provisiones -dijo-. No quise decirte

nada hasta estar segura. Hubiera constituidouna desilusión muy amarga si hubiera desa-parecido.

-¿Qué provisiones? -pregunté, sin saber dequé me hablaba.

-No eres muy intuitivo, ¿verdad que no,Mike? ¿De verdad creíste que una personacomo yo iba a hacer una obra de albañile-ríasólo por divertirme? Tapié media bodega, quecolmé de provisiones; y debajo del cenadorhay muchas también.

La miré fijamente.

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-¿Quieres decir que...? ¡Pero eso fue haceaños!... ¡Mucho antes que empezara la inunda-ción!...

-Pero no antes que empezaran a hundirselos barcos con tanta rapidez. Me pareció quesería una idea excelente formar un almacén deprovisiones antes que las cosas se hicieran di-fíciles; pues era evidente que se harían difí-ciles más adelante. Así, pues, pensé que no es-taría mal poseer una reserva aquí; sólo que nopodría decírtelo, porque sabía que te hubieramolestado extraordinariamente.

Me senté y la miré.-¿Molestado? -pregunté.-Bueno, existen algunas personas que con-

sideran más lógico pagar precios de mercadonegro que tomar ciertas precauciones.

—¡Oh! -exclamé-. ¿Y lo hiciste todo túsola?

-No quería que nadie de la localidad losupiera; por tanto, el único camino era hacerlo

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yo sola. Como se esperaba, el transporte demercancías por avión se organizó mucho me-jor de lo que todo el mundo pensaba; por tanto,no necesitamos echar mano de lo nuestro. Peroahora nos va a venir muy bien.

-¿Cuánto? -pregunté.Phyllis pensó durante unos instantes.-No estoy completamente segura, pero hay

aquí todo el contenido de un vagón grande demercancías... Además, tenemos lo que hemostraído en la Midge.

Podía ver, y veía, varios ángulos a lacuestión; pero hubiera sido groseramente de-sagradable mencionarlos en aquel momento.Por tanto, lo dejé en paz, y empezamos a tra-bajar en el arreglo de la casa.

No tardamos mucho tiempo en compren-der por qué había sido abandonado el cottage.No había más que subir a la cumbre para verque nuestro cerro estaba destinado a conver-tirse en una isla, y dentro de pocas semanas

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dos riachuelos se unirían por la parte de atrásde nosotros, formando uno solo.

Según podíamos ver, los acontecimientosfueron lo mismo aquí que en otras partes...,con la excepción de que aquí no había habidoinvasión: el movimiento fue hacia fuera.Primero, hubo la cauta retirada cuando el aguaempezó a subir de nivel; luego, la huida llenade pánico, para alcanzar tierras más altascuando aún existía la posibilidad de encontrar-las. Los que se quedaron, y aún permanecíanaquí, eran una mezcolanza de testarudos, neg-ligentes y siempre esperanzados que habíanestado diciendo desde el principio quemañana, o tal vez pasado mañana, cesaría desubir el nivel del agua.

Se había establecido un perfecto estado deguerra civil entre los que se quedaron y los queintentaban establecerse allí. Los moradores delas tierras altas no querían admitir a reciénllegados en su territorio estrictamente racion-

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ado, y los de las tierras bajas portaban armas yestablecían trampas para evitar las invasionesde su territorio. Se decía, aunque no sé conqué visos de verdad, que las condiciones aquíeran buenas comparadas con las de Devon yotros lugares situados más al este; por lo cual,una vez que los habitantes de las tierras bajasfueron arrojados de sus casas y se pusieron encamino, muchísimos de ellos decidieron con-tinuar la marcha hasta alcanzar el magníficoterritorio situado más allá de los páramos. Secontaban cosas terroríficas sobre la guerra de-fensiva contra los grupos hambrientos que in-tentaban penetrar en Devon, Somerset y Dor-set; pero aquí sólo se oía algún disparo de vezen cuando, y siempre en pequeña escala.

Nuestro completo aislamiento fue una delas cosas más difíciles de soportar. La radio,que podía habernos puesto al corriente de algode lo que pasaba por el resto del mundo, sino de nuestro país, estaba estropeada. Se es-

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tropeó pocos días después de nuestra llegaday no teníamos medios para arreglarla ni reem-plazarla por otra.

Nuestra isla ofrecía poca tentación, así queno fuimos molestados. La población de aquíhabía conseguido una excelente cosecha elverano anterior, que, con la pesca, que eraabundantísima, bastaba para sacarla adelante.Nuestra situación no era enteramente como lade los forasteros; pero tuvimos mucho cuidadoen no hacer peticiones ni encargos. Supongoque creían que nos sustentábamos a base depescado y de las provisiones que habíamostraído en la motora... y por lo que podía quedarde ellas ya no merecía la pena hacer una in-cursión contra nosotros. Hubiera sido difer-ente si la cosecha del último verano hubiesesido más escasa.

Empecé este relato a principios denoviembre. Ahora estábamos a finales deenero. El agua continuaba subiendo de nivel

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muy lentamente; pero desde Navidad, aprox-imadamente, parecía haber aumentado tanpoco que apenas se notaba. Teníamos la es-peranza de que hubiese alcanzado su límite.Aún se veían icebergs en el canal, pero eranescasos.

No obstante, había frecuentes incursionesde tanques marinos, a veces de uno solo; peromás frecuentemente de cuatro o cinco. Por loregular, eran más molestas que peligrosas. Lapoblación que vivía a orillas del mar poseíagrupos de vigías que daban la voz de alarma.Al parecer, a los tanques marinos no les gust-aba escalar; corrientemente no se aventurabanmás allá de medio kilómetro de la orilla delagua, y cuando no encontraban víctimas seiban inmediatamente.

Con mucho, lo peor que tuvimos que ar-rostrar fue el frío del invierno. Aun siendo in-dulgentes por la diferencia que notábamos ennuestra circunstancia, nos pareció mucho más

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frío que el anterior. El río que se extendía anuestros pies permaneció helado muchas se-manas, y, con el aire calmado, el propio marse helaba a poca distancia de la costa. Pero lamayor parte del tiempo no hubo aire calmado.Durante días, las tierras del interior se vieroncubiertas de nieve que arrastraba el aire hur-acanado. Afortunadamente, estábamos pro-tegidos del impetuoso viento del suroeste;pero fue bastante malo. ¡Dios sabe la vida quese llevaría en los campamentos instalados enlos páramos cuando soplaban estos hur-acanes!...

Decidimos que, cuando llegara el verano,intentaríamos marcharnos. Nos dirigiríamoshacia el sur, en busca de algún lugar más cali-ente. Con toda probabilidad podríamos resistiraquí otro invierno; pero ello nos dejaría menosaprovisionados y menos aptos para enfrentar-nos con el viaje que tendríamos que realizar enalgún momento. Era posible, pensábamos, que

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en lo que quedaba de Plymouth o de Devon-port encontráramos algún combustible para elmotor; pero, en cualquier caso, insta-latíamosun mástil y, si no teníamos suerte o no encon-trábamos combustible, navegaríamos a vela.

¿Hacia dónde? Aún no lo sabíamos. A al-gún sitio más caliente. Tal vez encontraríamosbalas solamente en donde quisiéramos desem-barcar; pero, aun así, sería mejor que morirlentamente de inanición en medio de un fríohorrible.

Phyllis estuvo conforme.-Hasta ahora nos ha favorecido la suerte -

dijo-. Después de todo, ¿para qué nos serviríala buena suerte que nos han otorgado, si nocontinuamos haciendo uso de ella?

4 de mayo. No iríamos hacia el sur. No de-jaríamos este manuscrito en una caja de latapara que el azar lo pusiera en manos de alguienalgún día. Lo llevaríamos con nosotros.

Y aquí está la razón:

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Hace dos días vimos el primer avión desdeque estamos aquí... o desde antes de estar aquí.Un helicóptero, que llegó procedente de lacosta, giró hacia las tierras del interior y pasó acontinuación por encima de nuestro riachuelo.

Habíamos bajado a la orilla del agua paratrabajar en la motora y tenerla preparada parael viaje. Oímos un zumbido lejano; luego, elhelicóptero vino en línea recta hacia nosotros.Lo miramos, haciendo pantalla a los ojos conla mano. Iba a contraluz, pero pudimos distin-guir el círculo de la R.A.F. en sus costados,y pensé que, desde su cabina, podría ver algoque se moviera. Agité la mano. Phyllis hizoseñas con la brocha de pintar.

Contemplamos cómo se dirigía a nuestraizquierda y luego giraba hacia el norte. Desa-pareció detrás de nuestro cerro. Nos miramosel uno al otro, mientras el ruido del motorse amortiguaba. No hablamos. No sé cómoreaccionó Phyllis; pero a mí me hizo sentirme

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un poco extraño. Nunca pensé encontrarme enuna situación en la que el zumbido del motorde un avión sonara en mis oídos como una es-pecie de música nostálgica.

Entonces me di cuenta de que el zumbidono había desaparecido por completo. El apar-ato reapareció, dando la vuelta a la otra laderadel cerro. Al parecer, estaba examinando mi-nuciosamente nuestra isla. Vimos cómo separaba encima y luego empezaba a bajar haciala curva del cerro que nos protegía. Yo tiré midestornillador y Phyllis su brocha, y echamosa correr cerro arriba hacia él.

Bajó más, pero era evidente que no se ar-riesgaría a aterrizar entre las piedras y losbrezos. Mientras permanecía allí, se abrió unaportezuela en uno de sus costados. Cayó unbulto que golpeó sobre los brezos. A continua-ción lanzaron una escala de cuerda, que sedesenrolló a medida que caía. Una forma em-pezó a bajar por ella, sujetándose con sumo

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cuidado. El helicóptero se movía lentamenteencima de la cresta del cerro, y el hombre quedescendía por la escala estaba oculto ahora anuestros ojos. Nosotros continuábamos ascen-diendo por la ladera opuesta. Aún nos encon-trábamos a mitad de camino de lo alto delcerro cuando el aparato se elevó y pasó por en-cima de nuestras cabezas, mientras alguien desu interior recogía la escala.

Haciendo grandes esfuerzos continuamosescalando la ladera. Al fin alcanzamos unpunto desde donde fuimos capaces de ver unaforma vestida de oscuro entre los brezos, alparecer examinándose si tenía alguna fractura.

-Es... -empezó a decir Phyllis-. Sí, ¡es él!¡Es Bocker! -gritó.

Y echó a correr temerariamente por elárido terreno.

Cuando yo llegué, mi mujer estaba arro-dillada a su lado, con ambos brazos rodeán-dola el cuello y llorando a lágrima viva. Él

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le estaba dando golpecitos en la espalda,cariñosamente. Me alargó la otra mano cuandollegué a su lado, cogiéndome las dos mías, yestuve a punto de echarme a llorar también.Era Bocker, efectivamente, y apenas parecíacambiado desde la última vez que le vi. Enaquel momento no parecía haber mucho quedecir, sino:

-¿Se encuentra usted bien?... ¿Está herido?-Sólo un rasguño. No tengo nada roto. Se

necesita más práctica para hacerlo de lo que yocreía -dijo.

Phyllis alzó la cabeza para contestarle:-¡Nunca debió usted intentarlo, A. B.!

Pudo haberse matado.Luego se echó de nuevo y se puso a llorar

más cómodamente.Durante unos segundos, Bocker miró

pensativo el mechón de pelo que reposabasobre su hombro. Luego, levantó los ojoshacia mí, interrogadores.

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Moví la cabeza.-Otros han tenido que enfrentarse con co-

sas peores; pero ha sido agotador, depri-mente... -le dije.

Asintió, y de nuevo dio golpecitoscariñosos a Phyllis en la espalda. Mi mujerempezaba ya a dormirse. Bocker esperó unpoco más para decir:

-Si usted fuera tan amable de separar a suesposa un momentito, vería si aún soy capazde sostenerme en pie.

Fue capaz.-Nada, excepto un par de rasguños -anun-

ció.-Mucho más afortunado de lo que se

merecía -le dijo Phyllis, con severidad-. Hasido ridículo hacer esto a su edad, A. B.

-Exactamente lo mismo pensé yo cuandome hallaba a mitad de la escala -dijo, deacuerdo con ella.

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Los labios de Phyllis temblaban cuandoella le miró.

-¡Oh, A. B.! -exclamó-. Es maravillosovolver a verle de nuevo. Aún no puedo creerlo.

Bocker le echó un brazo alrededor delcuello y apoyó el otro en mi hombro.

-Tengo hambre -anunció-. En algún sitiode por aquí habrá un paquete que hemos arro-jado del helicóptero.

Bajamos hacia el cottage. Phyllis char-loteó como una loca durante todo el camino,excepto en las pausas que hacía para mirar aBocker y convencerse de que estaba realmenteallí. Cuando llegamos a la casa, desapareció enla cocina. Bocker se sentó con todo cuidado.

-Ahora vendría bien un trago..., pero hacetiempo que se terminaron todas las bebidas -ledije apesadumbrado.

Bocker sacó un frasco achatado. Duranteun momento contempló una gran abolladura.

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-¡Hum! -exclamó-. Esperemos que lasubida sea más cómoda que la bajada.

Echó whisky en tres vasos y animó a Phyl-lis.

-Con esto nos recuperaremos -dijo.Bebimos.-Y ahora -dije-, puesto que en toda nuestra

experiencia nada ha sido más inverosímil quesu bajada del cielo en un trapecio, nos gustaríaque nos diera una explicación.

-Eso no estaba en el plan -admitió-.Cuando nos enteramos por la gente de Londresde que ustedes habían partido para Cornwall,supuse que sería aquí donde estarían, si habíanconseguido llegar. Así, pues, cuando me fueposible, vine a echar una ojeada; pero al pilotono le gustaba este terreno en absoluto y noquería arriesgarse a aterrizar con su aparato.Por tanto, dije que bajaría, y después ellosvolarían hasta un sitio donde pudieran aterriz-

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ar, regresando a recogerme al cabo de tres hor-as.

-¡Oh! -exclamé.Phyllis estaba mirándole.-Es lógico que consideren ustedes las co-

sas así; pero yo hubiera dado con ustedes antessi hubiesen permanecido en donde estaban.¿Por qué no se quedaron en Londres?

-Teníamos que marcharnos, A. B.Creíamos que usted había muerto cuando fueinundado Harrogate. Los Whittier nunca re-gresaron. La radio cesó de emitir. Elhelicóptero dejó de venir. En el aire no habíaninguna emisora que pudiera oírse, ningunaemisora británica. Después de todo, parecíacomo si las cosas estuvieran a punto de termin-ar. Por eso nos marchamos. Hasta las ratas pre-fieren morir en lugares abiertos...

Phyllis se puso en pie y empezó a poner lamesa.

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-No creo, A. B., que usted hubiera per-manecido allí aguardando un fin inevitable -dijo.

Bocker movió la cabeza.-¡Oh, qué poca fe! Como ustedes saben,

éste no es el mundo de Noé. El siglo veinte esalgo que no se puede destruir tan fácilmentecomo parece. El paciente está todavía en situa-ción grave; está enfermo, muy enfermo, y haperdido muchísima sangre..., pero se recuper-ará. ¡Oh, sí! Se recuperará completamente, yalo verán.

Por la ventana miré el agua que se extendíapor los campos, y los nuevos brazos de marque se dirigían hacia la tierra, hacia las casasque habían sido hogares y que ahora estabananegadas por la riada.

-¿Cómo? -pregunté.-No será fácil, pero se hará. Hemos per-

dido muchas de nuestras mejores tierras; peroel agua casi no ha aumentado de nivel durante

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los últimos seis meses. Reconocemos que, unavez que estemos organizados, deberemos sercapaces de cultivar lo suficiente para alimentara cinco millones de personas.

-¿Cinco millones? -repetí.-Ese es el cálculo en bruto de la población

actual... Por supuesto, todo no es más que unahipótesis.

-¡Pero era de cincuenta y seis millones,aproximadamente! -exclamé.

Ese era un tema que Phyllis y yo habíamosevitado siempre tocar... o en el que habíamospensado más de lo que nos convenía. Ennuestros momentos de mayor depresión yohabía tenido, supongo, una vaga idea de que enel transcurso del tiempo habría unos cuantossupervivientes que vivirían en plena barbarie,pero nunca los había considerado en cifras.

-¿Cómo sucedió? Sabíamos que se estabaluchando, claro está; pero eso...

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-Algunos murieron en la lucha, y, porsupuesto, hubo lugares donde muchos fueronhechos prisioneros y sumergidos; pero eso, enrealidad, constituye un pequeño porcentaje debajas. No. Fue la pulmonía quien causó elmayor daño. La mala alimentación y la pelig-rosa situación durante tres amargos inviernos.Con cada dosis de flujo, en cada frío,aumentaban las pulmonías. No había serviciomédico, ni farmacias, ni medicamentos, nicomunicaciones. Nada podía hacerse paraevitarlo.

Se encogió de hombros.-Pero, A. B. -le recordó Phyllis-, acabamos

de beber para «recuperarnos»... ¿Recuper-arnos... cuando ha desaparecido el noventa porciento?

La miró firmemente y asintió.-Claro que sí -dijo, con confianza-. Cinco

millones pueden constituir todavía una nación.Porque, en el tiempo de Isabel I, no éramos

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más, ya lo sabe usted. Entonces, pudimos seruna nación; ahora volveremos a serlo. Perohabrá que trabajar... Por eso estoy aquí. Haytrabajo para ustedes dos.

-¿Trabajo? -repitió Phyllis.-Sí, y esta vez no se tratará de vender ja-

bones ni quesos, sino moral. Así, pues, cuantoantes hayan recuperado ustedes su moral, tantomejor.

-Espere un momento. Según mi opinión,esto necesita una explicación -dijo Phyllis.

Trajo la comida y acercamos las sillas a lamesa.

-Perfectamente, A. B. -dijo Phyllis-. Séque la comida no le impide nunca hablar. Portanto, adelante.

-De acuerdo -dijo Bocker-. Imaginen unpaís en donde no existen más que pequeñosgrupos y comunidades independientes espar-cidos por su territorio. No existen comunic-aciones. Casi todos ellos están atrincherados

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para defenderse. Apenas existe alguien conidea de lo que está ocurriendo a dos o cuatrokilómetros más allá de su propia área. Bueno,¿qué se puede hacer para que tal situaciónvuelva al orden de nuevo? Primero, según miopinión, encontrar una forma de penetrar enesos cerrados y aislados cotos para poder tra-bajar dentro de ellos. Para conseguir esto, setiene que establecer ante todo alguna especiede autoridad central, y luego hacer saber alpueblo que existe una autoridad central... yhacer que confíe en ella. Se necesita establecerpartidas o grupos que serán las representa-ciones locales de la autoridad central. ¿Cómoconseguir eso?... Pues hablándole de ello ycontando con ellos... por radio.

Hizo una pausa.-Se busca una fábrica y se empieza a traba-

jar en la construcción de receptores y bateriasde radio pequeños, que se lanzan desde el aire.Cuando se pueda, se empieza a transmitir con

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los radios transmisores, emitiendo dos clasesde comunicaciones: primero, con los gruposmayores; segundo, con los más pequeños. Asíse destruye el aislamiento y la sensación deello. Un grupo comienza a oír lo que otrosgrupos están haciendo. Y empieza a revivir laconfianza en sí mismo. Se inculca la sensaciónde que en el timón de la nave hay una manofirme que les da esperanzas. Comienza a ex-perimentarse el deseo de que hay algo por quétrabajar. Entonces, un grupo empieza a col-aborar, y a traficar, con el de al lado. Y ése esel momento en que uno comienza a creer queha conseguido algo realmente. Es el mismotrabajo que nuestros antepasados tuvieron quehacer con las generaciones de los hombres quemontaban a caballo... Por radio debemos sercapaces de organizar un cambio radical en unpar de años. Pero habrá que actuar en con-junto... Habrá que formar un grupo de perso-

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nas que sepan decir lo que es conveniente de-cir. ¿Qué les parece?

Phyllis continuó mirando su plato duranteunos segundos. Luego, alzó los ojos, que lebrillaban, y los posó en Bocker, al mismotiempo que ponía su mano sobre la de él.

-¿Ha pensado usted alguna vez, A. B., quese hallaba casi muerto y que, de repente,recibía una inyección de adrenalina? -preguntóimpulsiva.

Se levantó de la mesa, dio la vuelta a sualrededor y besó a Bocker en la mejilla.

-¿Adrenalina? -dije-. No opino lo mismo,pero estoy de acuerdo con Phyllis. Me adhieroa la causa con todo entusiasmo.

-Me produce más embriaguez que todo elalcohol que pudiera beber -afirmó Phyllis.

-Magnífico -dijo Bocker-. Entonces, lomejor será que hagan las maletas. Enviaremosun helicóptero más grande para que venga arecogerles dentro de tres días... Y no se dejen

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ninguna provisión aquí. Pasará mucho tiempotodavía antes que podamos desperdiciar cu-alquier clase de alimento.

Continuó explicando y dando instruc-ciones; pero dudo que ninguno de los dospusiéramos atención en ellas. Luego empezóa contarnos cómo él y otros pocos habían es-capado al ataque a Ha-rrogate; pero en nuestramente había poco espacio para albergar nadade eso. Respecto a mí, debió transcurrir unahora completa, por lo menos, antes que salieradel deslumbramiento que me produjo el re-pentino cambio de situación. Sin embargo, esono impidió que comprendiese que estábamoscomportándonos un poco ingenuamente. Talvez la operación de deshelar las masas com-pactas de agua hubiese llegado a un punto queno podía constituir ya amenaza para nosotros;pero eso no quería decir que a aquello nosiguiera alguna nueva, y tal vez igualmentedevastadora, forma de ataque. Por lo que noso-

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tros sabíamos, la verdadera fuente de nuestrosmales estaba aún acechándonos libremente enlas profundidades, en algún sitio que nopodíamos alcanzar. Se lo hice ver a Bocker.

Sonrió.-Creo que nunca me he dejado llevar por

un desenfrenado optimismo...-Desde luego que no -admitió Phyllis.-Por tanto, considero que ha de tener algún

peso mi afirmación de que, para mí, la per-spectiva es claramente esperanzadora. Porsupuesto, ha habido muchas desilusiones, yhabrá muchas más tal vez; pero, en la actual-idad, parece ser que nosotros estamos encar-gados de hacer algo que baste para desquiciara nuestros xenobatéticos amigos.

-¿Qué sería, sin esas circunspectas calific-aciones...? -pregunté.

-Las ondas ultrasónicas -proclamó.Le miré fijamente.

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-Se han intentado las ondas ultrasónicasmedia docena de veces por lo menos. Puedorecordar claramente...

-Mike, cariño, cierra la boca. Es uncapricho -me dijo mi delicada esposa, y,volviéndose a Bocker, le preguntó-: ¿Qué hanhecho, A. B.?

-Bueno, se sabe muy bien que ciertas on-das ultrasónicas en el agua matan a los pecesy a otros seres; por eso hubo mucha gente queopinó que ésa sería, muy verosímilmente, laverdadera respuesta que habría de dar a losbathies...; pero, evidentemente, no con el ini-ciador de ondas actuando en la superficie, enun radio de diez kilómetros o así. El problemaestuvo en poder profundizar en el mar, tantocomo fuera necesario para producir daño, elemisor ultrasónico. Y no fue posible dejarloen el fondo, porque su cable se electrificó ose cortó... y, juzgando por lo precedente, lomismo sucedería ahora, mucho antes que al-

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canzara profundidad suficiente para queprodujera resultados satisfactorios... Ahora bi-en: parece que actualmente los japoneses hanencontrado una fórmula. El japonés es unpueblo muy ingenioso y, en sus momentos so-ciables, constituye un crédito para la ciencia.En cierto modo, sólo tenemos una descripcióngeneral de su proyecto, que nos han dado porradio. Al parecer, se trata de una esferaautopro-pulsora que navega lentamente, emi-tiendo ondas ultrasónicas de gran intensidad.Lo ingenioso de todo esto es que no solamenteproduce ondas letales, sino que hace uso deellas por sí misma, sobre el principio de uneco más sonoro, y las gobierna. Eso quiere de-cir que puede conseguir que se separen de cu-alquier obstáculo cuando reciben un eco de éla una distancia dada. ¿Comprenden la idea?Poner un conjunto de esos aparatos para undespeje de, digamos, ciento cincuenta metrosy empezar a actuar desde el extremo de una

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profundidad cercana. Luego, irán avanzandoa lo largo de ella, manteniéndose a cincuentametros del fondo, a cincuenta metros de todoobstáculo, a cincuenta metros unos de otros,y expeler ondas ultrasónicas letales a medidaque van avanzando. Ése es justamente el sen-cillo principio de tales aparatos... El verdaderotriunfo de los japoneses no ha sido solamenteel ser capaces de inventarlos, sino el de haber-los construido bastante fuertes para soportar lapresión.

-Todo el asunto me parece de lo más sen-cillo -le dijo Phyllis-. Ahora bien: lo import-ante para mí es saber si realizarán bien su mis-ión.

-Bueno, los japoneses aseguran que sí, yno hay por qué dudar de su palabra. Afirmanque han limpiado ya un par de pequeñas pro-fundidades. Subieron a la superficie ampliasmasas de gelatina orgánica; pero no han sidocapaces de obtener fruto de ello, porque el

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cambio de presión las destruyó y los rayos delsol las descompusieron rápidamente. Ahoraestán actuando en otras pequeñas Profundid-ades hasta que consigan práctica suficientepara poner manos a la obra en otras mayores.Han enviado planos del aparato a todos losestados, y los norteamericanos..., que no hansido dañados en su territorio tanto como noso-tros en esta pequeña isla..., van a construirlos,lo cual es un testimonio a su favor... Desdeluego, tendrá que pasar algún tiempo antes quelo construyan en gran escala. Sin embargo,por el momento, ésa no es cuestión nuestra...Cerca de aquí no tenemos ninguna gran pro-fundidad, y, de todas formas, pasará algúntiempo antes que nosotros podamos hacer algomás que atender a las inmediatas necesidades.Esta isla estaba superpoblada, y por eso hemospagado con exceso. Lo que tenemos que pro-curar es que tal cosa no vuelva a suceder.

Phyllis arrugó el ceño.

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-En otros tiempos le dije, A. B., que tieneusted la costumbre de dar siempre un paso másallá de lo que la gente desea para seguirle -ledijo con cierta severidad.

Bocker sonrió levemente.-Tal vez -admitió-. Pero no puedo evitarlo.Estábamos sentados los tres en el cenador

de Phyllis, contemplando el panorama quetanto había cambiado en tan poco tiempo. Dur-ante un rato, ninguno habló. Capté una ampliamirada de soslayo de Phyllis. Estaba tan rígidacomo si estuviera sometida a un tratamiento debelleza.

-Vuelvo a la vida de nuevo, Mike -dijo-.Existe algo por qué vivir.

Yo también experimentaba lo mismo; perocuando miré el azulado mar, en el que aúnsobrenadaban algunos chispeantes témpanosde hielo, añadí:

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-De cualquier forma, esto no es muyapropiado para pernoctar. Este clima es hor-rible, y cuando pienso en los inviernos...

-¡Oh! -exclamó A. B.-. Actualmente sehacen investigaciones, y los primeros in-formes indican que el agua tiende a aumentarde temperatura gradualmente. En realidad -continuó, chasqueando la lengua-, ahora queha desaparecido el hielo, tal vez consigamostener un clima mejor que antes, en el espaciode tres o cuatro años.

Continuamos sentados allí. Al fin, Phyllishabló:

-Estaba pensando que, en realidad, nadaes nuevo, ¿verdad? En cierta ocasión, hacemuchísimos siglos, hubo aquí una gran ex-tensión de terreno cubierta de bosques y re-pleta de fieras. Estoy segura de que algunos denuestros antepasados acostumbraban a vivir ental extensión, a cazar y a hacer el amor aquí.Luego, un día, el agua subió el nivel y lo anegó

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todo..., formándose el mar del Norte... Creoque estuvimos aquí antes, que vivimos en esaépoca...

Durante un rato no habló nadie. Bockermiró su reloj y dijo:

-No tardará en llegar el helicóptero. Serámejor que esté preparado para hacer mi escal-ada de la muerte.

-Me agradaría que no lo hiciera, A. B. -le dijo Phyllis-. ¿No puede usted enviarles unmensaje y quedarse aquí hasta que llegue elotro helicóptero mayor?

Negó con la cabeza.-No puedo desperdiciar el tiempo. En real-

idad, me estoy comportando como un har-agán...; pero creí mi deber, y además era paramí una satisfacción, que debía ser yo quienles diera la noticia. No se preocupe, querida.Todavía el viejo no está tan poco ágil que nopueda subir por una escalera de cuerda.

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Valía él tanto como su palabra. Cuandoel helicóptero descendió sobre la cresta delcerro, Bocker cogió con habilidad la escalacolgante, se mantuvo agarrado a ella un in-stante y comenzó a subir a continuación. Unosbrazos le agarraron para ayudarle a entrar enel aparato. En la portezuela se volvió a noso-tros y nos saludó con la mano. El helicópteroemprendió el vuelo, comenzando a elevarse.Pronto no fue más que una mancha que desa-parecía en la lejanía...

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AGRADECIMIENTOSFishhead, de Irving S. Cobb. Utilizado con

permiso de Nelson Buhler, depositario, por fa-vor de Laura Baker Cobb, viuda de Irving S.Cobb.

La cámara oscura, de Basil Copper. Reim-preso con permiso del autor. © Copyright BasilCopper, 1965.

Una muerte en la familia, de Miriam Aliende Ford. Reimpreso con permiso del autor.Apareció originalmente en The Dude,noviembre de 1961. © Copyright Miriam Aliende Ford, 1961.

Los hombres sin huesos, de Gerald Kersh.Reimpreso con permiso de Joan Daves. Apare-

Page 1269: Alfred Hitchcock. Relatos Que Me Asustaron

ció originalmente en Esquire. © CopyrightGerald Kersh, 1954.

Sin un ruido, de Damon Knight. Reim-preso con permiso del autor. De Far out, deDamon Knight. Apareció originalmente enMagazine of Fantasy and Science Fiction. ©Copyright Mercury Press, Inc., 1949.

La fiesta de cumpleaños, de John Burke.Reimpreso con permiso del autor y de LondonAuthors. © Copyright John Burke, 1965.

La equis señala al peatón, de Fritz Leiber.Reimpreso con permiso del autor y del agentedel autor, Robert P. Mills. © Copyright TheBarmaray Co., Inc., 1963.

La curiosa aventura de míster Bond, deNugent Barker. Reimpreso de Best Tales ofTerror, 2, Faber and Faber.

Dos solteronas, de E. Phillips Oppenheim.Reimpreso con permiso de Peter Janson-SmithLtd., Londres. © Copyright The Executors ofE. Phillips Oppenheim, 1926.

Page 1270: Alfred Hitchcock. Relatos Que Me Asustaron

El cuchillo, de Robert Arthur. Reimpresocon permiso del autor. © Copyright GracePublishing Co., Inc., 1951.

La jaula, de Ray Russell. Reimpreso conpermiso del autor y de sus agentes, CottMeredith Literary Agency, Inc. © CopyrightRay Russell, 1959.

El monstruo, de Theodore Sturgeon.Reimpreso con permiso del autor. CopyrightStreet and Smith, Inc., 1940. © CopyrightTheodore Sturgeon, 1951.

Casablanca, de Thomas M. Disch. Im-preso con permiso del autor y de su agente lit-erario, Robert P. Mills. © Copyright ThomasM. Disch, 1967.

El camino a Mictlantecutli, de AdobeJames. Reimpreso con permiso del autor y deLondon Authors. Apareció originalmente enAdam Reader 20. © Copyright The KnightPub. Corp., Los Angeles, California, 1965.

Page 1271: Alfred Hitchcock. Relatos Que Me Asustaron

El guía hacia el castigo, de Ellis Peters.Reimpreso con permiso de Joyce Weiner As-sociates, Londres. Reimpreso de This WeekMagazine. © Copyright The United NewsPapers Magazine Corp., 1965.

El estuario, de Margaret St. Clair. Reim-preso con permiso de Mclntosh and Otis, Inc.Apareció originalmente en Weird Tales. ©Copyright Weird Tales, 1950.

Dura ciudad, de William Sambrot. Reim-preso con permiso de Curtís Brown Ltd.Apareció originalmente como Stranger inTown. © Copyright Official Magazine Corpor-ation, 1957.

El enano, de T. H. White. Reimpreso conpermiso de David Higham Associates, Ltd.,Londres. © Copyright The Estate of T. H.White. Reservados todos los derechos.

Noche en casa de Black, de Robert Somer-lott. Reimpreso con permiso de Mclntosh andOtis, Inc. Apareció originalmente en Cosmo-

Page 1272: Alfred Hitchcock. Relatos Que Me Asustaron

politan. © Copyright Hearst Magazines, Inc.,1964.

La habitación de los niños, de WilliamWood. Reimpreso con permiso del autor y desu agente James Brown Associates, Inc. ©Copyright William Wood, 1964.

¡Tan real!..., de Robert Specht. Reimpresocon permiso del autor. Apareció originalmenteen Alfred Hitchcock's Mistery Magazine. ©Copyright Robert Specht, 1966.

Viaje a la muerte, de Donald E. Westlake.Reimpreso con permiso del autor y de suagente Henry Morrison, Inc. © CopyrightShelton Publishing Corporation, 1959.

El amo de los perros, de Algis Budrys.Reimpreso con permiso del autor y de suagente Russell and Volkening, Inc. © Copy-right A. J. Budrys, 1966.

El candidato, de Henry Slesar. Reimpresocon permiso del agente del autor, TheronRaines. Apareció originalmente en Rouge

Page 1273: Alfred Hitchcock. Relatos Que Me Asustaron

Magazine. © Copyright Greenleaf PublishingCompany, 1961.

El misterio de las profundidades, de JohnWyndham. Reimpreso con permiso del autory de sus agentes Scott Meredith LiteraryAgency, Inc., y Michael Joseph, Ltd., Londres.Publicado en Inglaterra con el título de KrakenWakes. © Copyright John Wyndham, 1953.

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{1} En la región del Mississippi se llamabayou a todo canal lateral o «sangría» del río.(N. del T.)

{2} Aquí, el autor juega con la palabra rest,«descanso, reposo»; pero también «resto, des-perdicio». (N. del T.)

{3} Todo lo subrayado va en español en eloriginal. (N. del T.)

{4} En español en el original. (N. del T.){5} En inglés, wife (esposa) y life (vida) se

pronuncia casi igual. (N. del T.)